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Spanish; Castilian Pages [117] Year 2009
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De la demagogia al populismo Y otros escritos co-laterales JOSEP PRADAS
Vilanova i la Geltrú, 2009
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Copyleft Josep Pradas, septiembre de 2009. Edición privada. El contenido de esta obra se puede copiar y distribuir libremente siempre que se haga constar tanto el autor como el editor de la misma.
Primera edición, septiembre de 2009.
JOSEP PRADAS, EDITOR Escorxador, 8 08800 Vilanova i la Geltrú mail: [email protected] Este libro puede adquirirse en www.bubok.com. Gastos de envío no incluidos en el precio.
Depósito legal: B-35531-2009 ISBN: 978-84-613-4237-2
Clasificación CDU: 1. Filosofía
32. Política
Cubierta: “Pericles en el ágora”, por Adrià y Josep Pradas, julio de 2009.
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A mi loba y mis lobeznos
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ÍNDICE
Nota del autor.............................................................................
pág.
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De la demagogia al populismo...................................................
pág. 11
Aristóteles, Alejandro y el mestizaje.........................................
pág. 55
Aristóteles y el pluralismo.........................................................
pág. 61
Violencia y legitimidad..............................................................
pág. 75
Hitler: la locura alemana............................................................
pág. 83
Felicidad y debilidad..................................................................
pág. 93
Una cuestión de confianza..........................................................
pág. 101
El peligro de las Padanias..........................................................
pág. 109
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Nota del autor
Este volumen contiene una recopilación de artículos escritos entre 1996 y 2009, ordenados desde el más reciente al más antiguo. A excepción de los artículos primero y tercero, que son inéditos, los restantes fueron publicados en la revista Lateral, que estuvo a la venta hasta mediados del 2006. Durante casi diez años participé en la aventura de sacar una vez al mes una revista cultural que, ajena a los formatos de moda y a las líneas literarias marcadas por las grandes editoriales, pereció finalmente en la guerra del mercado. Gracias a esta revista tuve la ocasión de poder escribir y publicar, de expresar mis ideas, y más tarde de participar en el esfuerzo colectivo de sacar cada número y conocer de primera mano qué se cocía en los fogones de aquella cocina multidisciplinaria en la que había gente de la más diversa procedencia. Es en recuerdo de aquellos años que he calificado los artículos que siguen al que da título a este volumen como escritos co-laterales. Estos textos han sufrido una necesaria revisión, dado el tiempo que ha pasado desde que fueron redactados y publicados en Lateral, pero en general se trata de mínimas modificaciones respetando su sentido original. El tema que proporciona unidad a esta recopilación es de cariz filosófico-político. Dentro de este amplio espacio temático, una serie de cuestiones más concretas se despliegan a lo largo de todos los escritos. Son sólo unas pocas y se repiten, o más bien se retoman de un artículo a otro; temas que siempre me han preocupado y que han condicionado mis diversos trabajos posteriores a mi participación en Lateral.
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El principal asunto que me interesa es la democracia y sus límites: dónde puede llegar la democracia respecto de los ciudadanos, y dónde los ciudadanos respecto de la democracia. En qué consiste la buena ciudadanía, y qué relación ha de tener ésta con el espacio de la pluralidad, el espacio público. Qué riesgos van implícitos en la aceptación de la pluralidad ideológica, en el mestizaje de culturas y opciones ideológicas, y en la participación popular. Qué papel juegan la violencia y la guerra en el entorno democrático. Qué riesgos corremos al aceptar el nacionalismo como opción política democrática, y qué riesgos ha corrido la democracia en épocas pasadas, casi sin contar con instrumentos para evitarlos. Qué estado de cosas ha implantado la evolución del capitalismo hacia formas de consumo indisciplinado, y en qué condición ha quedado el sujeto humano dentro de este nuevo marco de relaciones condicionadas en casi todos sus aspectos por el mercado. Espero, a través de este volumen, llegar a transmitir al lector la importancia de estos problemas. Las condiciones de realización de la democracia y los conflictos que ésta conlleva me han parecido más interesantes que las propuestas constructivas que en algún momento sugiero, que no son muchas. Los problemas generan inquietudes, y éstas desembocan en un proceso de reflexión que la mayoría de las veces conduce al planteamiento de nuevos problemas. Este libro no pretende llegar más lejos.
Josep Pradas Vilanova i la Geltrú, julio de 2009
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De la demagogia al populismo La participación política en la democracia desde una perspectiva sofística1
Si consideramos un programa de televisión cualquiera, ¿podemos decir de él que es bueno porque tiene mucha audiencia, o que tiene mucha audiencia porque es bueno? Puede que alguien con cierta autoridad en materia de televisión afirme que es un buen programa, y que eso influya en la opinión de la audiencia y en el número de los que lo vean. En realidad, esto no ocurre casi nunca. Lo que digan los críticos no deja de ser una opinión, quizás más cualificada que la del público, pero opinión que pasa desapercibida entre las innumerables opiniones que cualquier evento mediático genera. Los niveles de audiencia no están más determinados por las opiniones cualificadas de los críticos que por los movimientos de opinión generados en el seno de la audiencia misma, y reflejan no la calidad de un producto sino su encaje en lo que el público espera de él. Si las audiencias siguieran los consejos de los críticos, la relación entre ellas y las televisiones sería de signo demagógico, pero en realidad esa relación es de signo populista: las televisiones siempre siguen la opinión de los espectadores. Los críticos de televisión, que suelen ser personas con cierta formación, al menos como periodistas, apenas influyen en los gustos de la mayoría de los telespectadores, generalmente situados en las antípodas culturales de los críticos. En coherencia con las más oscuras tendencias de la naturaleza humana, a la audiencia le gusta la basura televisiva, la pornografía sentimental, las películas de acción, los concursos donde cualquiera puede convertirse en millonario, los programas donde aparecen famosos o donde uno puede hacerse famoso, etc. A pesar de que generalmente nadie con cierta sensibilidad estética aconsejaría estos 1
Una anticipo de este artículo, en el formato más breve de una comunicación, fue presentado en las IV Jornadas de Filosofía Política, celebradas en la Facultad de Filosofía de la Universitat de Barcelona, en noviembre de 2007.
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programas, los números cantan y todas las cadenas los tienen como punta de lanza de su programación en prime time, incluso ignorando las limitaciones que disponen las leyes de protección de los espectadores más pequeños. Basta ojear las programaciones para advertir que las películas de genuina calidad, las que los críticos califican como excelentes, sólo pueden verse hacia las dos de la madrugada. Esto ocurre, sencillamente, porque las cadenas de televisión conocen los gustos de los espectadores y emiten lo que sus audiencias quieren ver para tener un seguimiento masivo y poder contratar más propaganda y a precios más rentables. En conclusión, las programaciones las deciden las audiencias, aunque no lo parezca a primera vista, y la opinión de las audiencias es alimentada a su vez por las programaciones televisivas mismas. Desde el punto de vista del mercado, se trata de una relación idílica. Desde un punto de vista crítico se trata de una relación problemática que conduce a las siguientes cuestiones: ¿es conveniente dejar que la audiencia decida la programación de la televisión? ¿Por qué los programadores no hacen caso a los críticos y las personas cultas, y llenan la parrilla televisiva de documentales de animales, documentales históricos, documentales de viajes, documentales de actualidad, debates literarios o filosóficos, películas de autor en versión original, programas didácticos para niños y adolescentes, aburridas entrevistas a intelectuales, etc.? Se puede responder que es democrático que la audiencia decida la programación, y que las televisiones también emiten este tipo de programas, y eso es cierto, aunque hay que admitir que no componen sino una parte reducida de la programación, emitida muchas veces en horarios extremos. Se puede decir que las cadenas practican el populismo televisivo: si la audiencia pide circo, las televisiones emiten circo y en consecuencia generan una mayor demanda de circo en la audiencia. Sin embargo, la audiencia podría actuar de otra forma e implicarse más en el desarrollo cultural de la sociedad que conforma, dado que el medio televisivo forma parte del conjunto de factores culturales no sólo por actuar como canal de circulación de ideas, sino sobre todo porque al divulgar determinados contenidos forzosamente rechaza otros, y ese tipo de selección es también una forma de crear y generar cultura. Naturalmente, esta privilegiada condición de las televisiones les proporciona un enorme grado de influencia política, tanto en los
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regímenes democráticos como en los autoritarios, pero mucho más en los primeros, precisamente porque la libre circulación de ideas y la libertad de expresión existentes generan un grado de confianza en la audiencia respecto de los emisores que no se da en los regímenes autoritarios. El mejor ejemplo de este matrimonio de conveniencia entre la televisión y la política lo tenemos en la figura de Silvio Berlusconi, magnate de la comunicación que ha conseguido unir su poder privado con el poder público que le han otorgado los ciudadanos italianos. Umberto Eco ha visto en el populismo político-televisivo de Berlusconi un gran peligro para la democracia, un peligro mayor que el totalitarismo, porque ha sabido poner en práctica el totalitarismo mediático en un régimen democrático maduro y plenamente integrado en el conjunto de las democracias europeas2. Berlusconi ha aprendido que los medios de comunicación de masas influyen decisivamente en la trasformación de las expectativas del electorado, ya que las masas ya no son sensibles al reclamo ideológico, sino al reclamo publicista. En su agria y sarcástica descripción de la sociedad italiana de los últimos diez años, muestra una vida cultural trastocada por la hegemonía de Berlusconi en el principal sistema de comunicación de masas, el audiovisual. El ciudadano medio italiano vive sin preocupación una situación que a cualquier teórico de la democracia le quitaría el sueño, y que Stalin, Goebbels y otros hubieran envidiado sinceramente. La conclusión de Eco es que los italianos, en su mayoría ciudadanos incultos que apenas leen un periódico y mucho menos un libro, votan a Berlusconi porque piensan que éste defiende mejor que otros sus intereses, es decir, sus necesidades de espectáculo televisivo. No hay duda de la maquiavélica habilidad de Berlusconi para gestionar a su favor la dinámica de la opinión pública sin llegar a parecerse a Goebbels: controlando a los que generan opinión, las televisiones (los periódicos, en general, quedan a salvo porque Berlusconi sabe que quienes los leen son una minoría sin apenas influencia sobre la masa), las opiniones que emite el propio Berlusconi quedan flotando en el espacio mediático como un campo de fuerza, y sirven de pantalla frente a las críticas que pueda recibir desde el exterior o desde sectores que no 2
Cfr. Eco, U., “Abandonar el Parlamento”, en Eco, U., A paso de cangrejo. Barcelona, Debate, 2007, págs. 167-168 (publicado originalmente en L’espresso, marzo de 2005).
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tienen la misma capacidad para difundir sus propias ideas. Semejante práctica hace verdad la vieja sentencia de Sófocles: “La tiranía, entre muchas cosas que la complacen, tiene el privilegio de hacer y decir absolutamente todo lo que desea” 3. De esta guisa, Berlusconi no es simplemente un político que opina, sino un político que sabe, ya que sus opiniones llegan al público sin poder ser contrastadas ni discutidas por otros medios, como un dictado, como un mensaje apodíctico (el sueño dorado del publicista).
¿Qué es un político? Un político es alguien que afirma públicamente que sabe o cree saber lo que conviene a la colectividad, y aspira a convencer a los demás de que él es la persona adecuada para poner en práctica eso que conviene hacer. Los políticos se presentan como sabios para convencer a los ciudadanos de que son las personas adecuadas para ejercer el poder; por la misma razón aparentan ser honestos, bienintencionados, sinceros, simpáticos, etc. No importa que lo sean o no, sino la imagen que los ciudadanos se hagan de ellos, la apariencia de saber, de tener la certeza, de transmitir seguridad, simpatía, honestidad, etc. Después, los asesores se encargarán de convertir esa apariencia publicitaria en imagen pública, aconsejando determinadas acciones que den ejemplo de lo que la imagen pública transmite. Por eso, los políticos necesitan tener cerca a los sabios, para asegurarse el parecido con ellos mediante su consejo. No es nada extraño asociar la práctica política con el conocimiento; en ese mismo sentido se compara a los médicos con los políticos, como si el Estado fuese un cuerpo enfermo o simplemente necesitado de prevención. La metáfora del buen político como médico es usada hasta la saciedad por Platón, y la encontramos también ejemplificada en textos asociados a los sofistas.4
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Sófocles, Antígona, verso 506. Vid. Platón, Teeteto 167a, en relación con Protágoras, por ejemplo. Otras referencias de Platón en Gorgias 456bc, 480 ss., 463 d y 513c, entre otras; República 425e; Carta VII, 330cd; y Leyes 720a y ss. Aplicada a Pericles, en Plutarco, Pericles XV. En Platón, la comparación entre el médico y el buen político se contrapone a la comparación entre el político demócrata y el pastelero 4
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El buen político ha de saber (o convencer de que sabe) gestionar la relación de circunstancias que concurren en un Estado, para así considerar adecuadamente el devenir de los acontecimientos. Temístocles, hacia el 490 a. C., y ante la amenaza persa, tenía la convicción de que Atenas debía aprovechar su ventaja naval en lugar de aferrarse a los sistemas defensivos tradicionales, de los cuales era partidario Arístides el Justo. Los acontecimientos posteriores demostraron que el primero tenía razón más allá incluso de sus propias expectativas. Pero la sabiduría política de Temístocles sólo podía ser demostrable a posteriori, y es evidente que pudo haber fallado en sus previsiones. Sin embargo, los atenienses apostaron por él a priori, confiados en el aparente saber de Temístocles, y aprobaron el ostracismo para Arístides porque su potencial ignorancia podía ser peligrosa para la supervivencia de Atenas, aunque la versión de Plutarco alude al fastidio que producía en las gentes corrientes la fama que justificaba su sobrenombre5. La apuesta a favor de Temístocles no fue sólo política (obtuvo el apoyo de los que iban a salir beneficiados empleándose en los astilleros, como marinos de la flota o incluso como remeros en los barcos), sino también epistemológica. El político necesita obtener apoyos externos para conseguir el poder o mantenerse en él. A partir de aquí tiene dos opciones: a) la demagogia, es decir, cuando el político sabe, o dice saber, lo que es conveniente y ha de conseguir que el pueblo le apoye para realizar eso que es conveniente, aun a riesgo de equivocarse ambos, uno en la acción y el otro en la elección; b) el populismo, es decir, cuando el político sabe qué es lo que el pueblo desea realizar, lo presenta como un saber propio, y logra que aquél le apoye y le otorgue su confianza, pero no declara abiertamente que sabe lo que sabe del pueblo. En el primer caso, el político se presenta como alguien que sabe, pero ha de convencer a los demás de que posee realmente esa condición, y les ha de convencer también de que eso que dice saber es lo que ha de realizarse. Para ello puede recurrir a ciertas artes conocidas o el cosmético, que sólo procuran placer a los hombres pero son incapaces de ofrecer curación. 5 Vid. Plutarco, Arístides VIII. El episodio es referido con interesantes comentarios por Indro Montanelli, Historia de los griegos. Barcelona, Plaza & Janés, 1982, cap. VIII, pág. 85.
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genéricamente como demagogia (guiar al pueblo) o psikhagogia (guiar las almas), que están orientadas a dirigir las opiniones (tanto colectiva como individualmente) por medio de las palabras, hacia el lugar que al político le interesa. De esta forma, el político consigue el apoyo de los demás, es decir, la legitimidad necesaria para poder actuar democráticamente6. El político demagógico presenta su opinión, añade argumentos, la adorna con lo que sea preciso para atraerse la opinión del pueblo y conseguir los apoyos necesarios para que su propuesta sea aceptada y las otras, incluso la opinión popular mayoritaria, descartadas, y ganar así el poder o seguir en el mismo. Ésta es práctica habitual en la democracia de todas la formas y épocas, referida con un vocablo que hoy tiene un claro sentido peyorativo pero que designa correctamente la función de un político en el ámbito democrático, donde la opinión de los ciudadanos es el principal factor de canalización de la voluntad política, que luego abre las puertas de la acción política. En el caso del populismo, el político capta los deseos latentes en el pueblo, los interioriza y asume como propios, conecta con la opinión del popular y sintoniza con sus emociones, y finalmente se presenta como quien está dispuesto a realizar los que el pueblo espera, y de esta forma consigue el poder o mantenerse en él. Ésta es la estrategia populista, que también constituye una práctica habitual en la democracia de todas las formas y épocas. Al contrario que el político demagógico, el populista seduce mediante la adulación y la exaltación de lo que el pueblo desea. Prescinde de la argumentación, de la presentación de pros y contras, y renuncia a convencer a los ciudadanos con una idea que pretende ser mejor que las otras; no necesita seducir las almas con esos argumentos, sino atraerlas diciendo lo que están esperando oír; acude a consignas interiorizadas por la cultura popular, al atavismo y a la religiosidad, a los instintos incontrolados de los sectores sociales con menor formación, a los sentimientos internos que conforman una especie de sabiduría sin reflexión muy al gusto de Burke: “siguiendo el curso de nuestra manera de ser, más bien que el de nuestras especulaciones, y escuchando la voz de nuestro corazón, más que la de nuestra razón, por considerarlo el más amplio depósito y receptáculo de nuestros derechos.”7 6
Vid. Platón, Fedro 261a. Vid. Burke, Reflexiones sobre la Revolución francesa. Madrid, Rialp, 1989, pàgs. 66 y 67.
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El populista sabe que, una vez conseguido el apoyo por estos medios, es posible arrastrar a las masas por los caminos que sea necesario transitar, y que las masas no retirarán el apoyo por los errores técnicos cometidos, sino por los mismos factores emocionales que lo cedieron.8 La práctica de la demagogia, por otro lado, no está exenta de la adopción de ciertas actitudes populistas, pues para poder convencer y seducir a la opinión pública hay que acercarse a ella, parecerse a ella y adoptar como propia alguna de sus ideas (mecanismos de empatía). A su vez, la práctica del populismo no está exenta tampoco de una cierta aplicación de la demagogia, ya que el populista no ha de parecerlo claramente sino que ha de presentarse como un auténtico hombre de ideas y soluciones propias, capaz de seducir a la opinión pública con su originalidad. La relación entre los políticos y la ciudadanía en una democracia bascula, pues, entre los límites de la demagogia y los límites del populismo. Toda consideración posterior sobre la participación de la ciudadanía en la democracia habrá de tener en cuenta este escenario inevitable. El liderazgo político se mueve entre estos parámetros, entre la necesidad de convencer al pueblo y la necesidad de interpretar la voluntad del pueblo, y en la mayoría de las ocasiones el político ha de saber ejercer ambos papeles si quiere prosperar como tal. Estas son las condiciones de la relación del ejercicio del poder político con su legitimación mediante el apoyo popular, y aunque no satisfagan a los más idealistas no es posible superar esta limitación práctica, puesto que es una condición derivada de la lógica democrática misma. La democracia no es pura ni puede serlo, pero precisamente por eso es perfectible. La separación entre demagogia y populismo es una delgada línea fronteriza que el político se ve obligado a cruzar constantemente, según las circunstancias. Como es natural, las democracias contemporáneas, donde prima la representación sobre la participación, son el escenario adecuado para el desarrollo de estrategias populistas en todas sus variantes, desde el electoralismo más burdo de los principales partidos políticos españoles hasta el totalitarismo mediático de Berlusconi. Y en este escenario cada vez más condicionado por los medios de 8
Vid. Eco, U., “Mata al pajarito”, en Eco, U., A paso de cangrejo, op. cit., págs. 164-166.
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comunicación de masas (televisión e Internet), los políticos han asumido totalmente que la forma más adecuada de seducir a sus potenciales votantes es la vía emocional, no la argumental. En términos sofísticos: la retórica de Gorgias ha desplazado a la retórica de Protágoras. No hay que olvidar, sin embargo, que el populismo una estrategia totalmente acorde con las formas democráticas, por mucho que sea una práctica que nadie confiesa abiertamente. Todos los políticos están obligados a interpretar los deseos del pueblo con el fin de obtener más apoyos que los contrincantes, pues del balance de las mayorías electorales depende casi siempre la consecución del poder político. Es evidente que determinadas posturas ideológicas llevarán a unos partidos a trazar unos límites externos sobre los deseos populares que están dispuestos a asumir o rechazar, aun a riesgo de perder votos. Los conservadores no apuestan por el aborto libre, a sabiendas de que pierden votos por el sector izquierdo de su potencial electorado; y los progresistas se resisten a usar la mano dura con los inmigrantes a sabiendas de que pierden votos por el sector derecho de su potencial electorado. Pero en una época de distensión ideológica como la nuestra, estas posturas ya no pesan tanto y la necesidad de conseguir votos puede conducir a todos los partidos políticos a asumir estrategias libres de trabas ideológicas. En los debates electorales ya no hay discusión entre ideas o programas, sino una feroz pugna por mostrarse como quien mejor representa al electorado mayoritario. El populismo es el camino más seguro para el político que aspira al poder, pero también es la estrategia más arriesgada para el sistema, porque abre las puertas a la arbitrariedad de la opinión popular, siempre manipulable desde múltiples instancias, muchas veces vinculadas con intereses corporativos. Platón advirtió en la democracia ateniense ese riesgo potencial para la ciudad, precisamente porque el populismo que él conoció era fronterizo con la voluntad arbitraria de la mayoría, que es la antesala de la tiranía de una sola voluntad. Los griegos se jactaban de vivir libres bajo el imperio de la ley en lugar de ser, como los bárbaros, súbditos de un rey caprichoso, pero si cualquier voluntad podía convertirse en ley, entonces no había diferencia entre griegos y bárbaros. El populismo ponía en peligro eso que tanto valoraban los griegos: que las leyes se resistieran a la arbitrariedad de los hombres.
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Platón había captado que dejar el poder en manos del pueblo conduce, tarde o temprano, a una situación en que el poder de la arbitrariedad es mayor que el de la ley, y que los deseos de las masas pueden aspirar a convertirse en derechos que se reclaman a los legisladores, generando una escalada interminable de demandas populares que los políticos han de asumir e intentar satisfacer para conseguir el apoyo del pueblo, dentro de un círculo vicioso que no puede resolverse por sí mismo9. Su mayor temor era, seguramente, que el gobierno cayese bajo el dominio de la chusma de marinos y remeros que, al parecer, apoyó a los políticos que sucedieron a Pericles; pero si obviamos los prejuicios platónicos, propias de un aristócrata decadente, se nos aparece la cuestión en abstracto, en torno al problema de la arbitrariedad como factor potencial de la representación política. ¿Tan perniciosa es la arbitrariedad popular? No podemos dejar de lado que la democracia descansa en la voluntad popular, y que en última instancia la democracia permanece gracias a ella. El paso de la voluntad a la arbitrariedad es de naturaleza contingente, y sin un criterio objetivo que lo determine. No hay manera de saber si la audiencia eligió un programa porque era bueno, o si este programa era bueno porque la audiencia lo eligió. El peligro de la elección popular sólo lo ven los críticos, que siempre dicen lo mismo que Platón, porque son unos aristócratas decadentes. Pero por un momento pensemos si nos gustaría una democracia diseñada por los espectadores de “El diario de Patricia”, “Pressing Catch” y “El juego de tu vida”. La democracia, tanto en su actual modalidad representativa como en la clásica, participativa y directa, es un sistema que deja las puertas abiertas a la arbitrariedad, generalmente a través de las demandas populares que son canalizadas mediante la estrategia del populismo. No puede ser de otra forma, por muchos filtros que se interpongan entre la voluntad popular y el criterio del bien común, pues la legitimación del poder político descansa siempre sobre la voluntad popular. Naturalmente, los sistemas democráticos han establecido algunos mecanismos para que esto no ocurra, como por ejemplo los diferentes límites constitucionales y 9
Salvando las pertinentes distancias históricas, la descripción que Platón hace del hombre democrático, insatisfecho y voluble, en Rep. 559cd y 561c-564a, se anticipa al actual proceso de sobredimensión de los derechos populares, un camino sin final que las democracias actuales también están obligadas a recorrer.
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diversos obstáculos para ejercer el derecho a ser elegido. La democracia se blinda ante la voluntad popular. Pero no es suficiente para garantizar que la arbitrariedad de la opinión popular y la arbitrariedad del poder político legitimada en ella queden al margen del juego democrático, ya que la democracia pretende ser el gobierno del pueblo por medio del pueblo y la acción de gobierno está imbricada, tanto en su origen como en su finalidad, con la voluntad del popular. Por lo demás, esta es la única vía que garantiza que el pueblo recibirá justas compensaciones a sus demandas políticas, sociales o económicas, cuando las condiciones históricas lo exijan o lo permitan. La estrategia populista no es intrínsecamente perniciosa, como sospecha Platón, sino que su valor positivo o negativo es relativo a la época en que sucede, a la época en que esa estrategia es analizada, y a los intereses de los analistas. Se puede decir, por ejemplo, que la adjudicación de cargos públicos por sorteo, característica de la democracia ateniense, responde a una estrategia populista que era de necesaria aplicación para afianzar el régimen frente a las presiones aristocráticas. A Platón no le gustaba, naturalmente. También es populista la medida del presidente brasileño Lula, que ha reconocido derechos de propiedad a los habitantes de las favelas. Se trata de una medida de justicia social que a la vez afianza los apoyos populares del presidente. También es populista llenar la televisión de circo para mantener entretenidos a espectadores ávidos de circo, y así alejarlos de las grandes preguntas y hasta de las pequeñas, y a la vez afianzar el poder conseguido. Aristóteles admite que la diferencia entre una democracia correcta y una corrompida es muy sutil, porque si el criterio de corruptibilidad es la orientación de quien gobierna (o hacia el bien común, o hacia el bien de quien gobierna), en el caso de la democracia el bien común y el bien de quien gobierna coinciden en uno sólo10. Por eso es muy difícil establecer una clara diferencia entre el buen gobernante y el aprovechado, ya que ambos necesitan el apoyo del pueblo, es decir, necesitan parecer sabios y seducir a los ciudadanos para recibir su apoyo, y para seducir al pueblo hay que acercarse a él con un cebo que vea con agrado (por ejemplo, 400 €). Así pues, los políticos democráticos han de moverse necesariamente entre los límites de la demagogia y los límites del populismo, es decir,
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Aristóteles, Ética a Nicómaco VIII 10.
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entre la necesidad de convencer y la necesidad de representar como medios para obtener el liderazgo. En nuestra época, con un sistema político esencialmente representativo, los políticos se disputan el poder sobre la base de los apoyos recibidos periódicamente, que consiguen gracias a una acertada campaña de marketing electoral durante la cual ofrecen su producto al mercado para que éste sea masivamente adquirido. Esta dinámica tiende inevitablemente hacia el populismo, de manera que el sistema político se parece cada vez más a una cadena de televisión, que ha de ofrecer lo que gusta a su público mayoritario y luego, casi a escondidas, ha de ofrecer algún bocado selecto a los críticos, para no perder su afecto. En la democracia ateniense, directa y participativa, primaba en cambio la necesidad de convencer sobre la de representar, o al menos aquélla tenía más oportunidades para imponerse como estrategia, dado que el tira y afloja de las diversas opciones era constante. Así se explica el auge de los sabios, los sofistas, como asesores e instructores de los políticos durante el período de Pericles. El saber procuraba al político una vía de legitimidad, en tanto que le servía para convencer a los demás de la bondad de sus propuestas. Esta es la razón por la que el político clásico se presentaba ante los ciudadanos como un sabio o bien como quien tiene el consejo de los sabios pertinentes, los sofistas. La sabiduría proporciona autoridad al poder, como ocurre con el médico, y sirve para conseguir que el pueblo escuche, asienta y consienta que sean tomadas medidas que le disgustan, y hasta que se desdiga de sus preferencias iniciales11. Por obra de la sabiduría, propia o ajena, el político convence a los ciudadanos y puede con ello eludir los inconvenientes de la necesidad de representar a una mayoría de ignorantes, sólo útil si puede prestar su apoyo incondicional al poderoso. La arbitrariedad popular, sin control, convierte la estrategia del populismo en un arma de doble filo, y un buen político ha de saber como controlarla, gracias al predominio de la demagogia como estrategia. Tras de la muerte de Pericles, sus sucesores se sentían más cercanos al pueblo porque venían del pueblo, aunque dispusieran de hacienda (como Cleofonte, que fabricaba liras), de manera que representaban más 11
Tal es la función que Platón atribuye a los sofistas, por ejemplo en Gorgias 456bc y en Fedro 261a.
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certeramente a los marinos y remeros, y hablaban incluso como ellos, vociferando e insultando12. A estos gobernantes se les conoce tradicionalmente como demagogos, aunque en realidad fueron populistas, y a ellos se les achaca el fracaso de la democracia ateniense, episodio que tanto eco tuvo en la obra y el pensamiento de Platón. Marinos y remeros han pasado a la historia como la parte del pueblo ateniense responsable del estrepitoso fracaso del primer experimento de democracia. Sin embargo, la estrategia imperialista ateniense, razón última de ese fracaso, fue diseñada por políticos profesionales y puede remontarse a la época de Temístocles, que la puso en marcha para conseguir el apoyo popular y obtener el poder. Como señala Forrest, el fracaso de Atenas no puede achacarse exclusivamente a las clases más bajas y a sus supuestos representantes populistas, entre otras razones porque no había en Atenas una clase genuinamente baja, un proletariado urbano capaz de desequilibrar el balance político, sino que era una inmensa clase media la que fundamentaba toda la representación política, por lo que la responsabilidad histórica atañe a toda la ciudadanía y a todos los estratos socioeconómicos de la región del Ática (marinos y remeros, campesinos, pastores, comerciantes, artesanos, manufactureros adinerados), puesto que todos los estratos sociales recibieron algún beneficio de la aplicación de la estrategia imperialista.13
¿Quién es sabio? Sabio es quien sabe, y también quien dice que sabe y convence a los demás de que sabe. Esta idea se corresponde con precisión con lo que conocemos de la figura del sofista: el sofista sabe y anuncia a los cuatro vientos, de ciudad en ciudad, que sabe, que puede disertar y aportar información sobre cualquier tema. Sofistas como Protágoras y Gorgias se jactaban de ser sabios en este sentido de ser capaces de hablar con prolijidad y concisión de cualquier cuestión de interés humano que les fuera propuesta, como forma de hacerse publicidad y de presentarse ante su audiencia; más aún, se jactaban de tener solución para los problemas políticos sobre la base de unos conocimientos experienciales
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Vid. Aristóteles, Constitución de los atenienses 28, 3. Forrest, La democracia griega. Madrid, Guadarrama, 1966, págs. 22 y ss.
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multidisciplinares14. De acuerdo con los testimonios disponibles, se puede aceptar que las apariencias se correspondían razonablemente con la realidad, y que los sofistas eran ciertamente unos viajeros de la cultura, recopiladores de información y analistas críticos de la experiencia social y política de su tiempo. Estuvieron à la mode precisamente porque representaban el más alto desarrollo cultural alternativo al modelo tradicional. Para Antonio Tovar (sabio asesor del régimen franquista), sin embargo, la pretensión de los sofistas era pura petulancia propagandista y charlatanería, por las cuales Sócrates sentía absoluta repugnancia15. En cualquier caso era una petulancia necesaria para llevar a cabo su función en la democracia, donde quien no se hace oír no es escuchado. No engañaban a nadie, los sofistas era sabios y tenían autoridad como tales en Atenas, donde aún se recordaba a Solón, aquel gran político que fuera uno de los Siete Sabios y a quien los sofistas se sentían unidos a través de la misma tradición que les vinculaba con Homero16. Salvo por la opinión de Platón, la petulancia de los sofistas tiene una base de realidad que justifica su actitud: los sofistas podían anunciarse como sabios porque efectivamente lo eran: eran expertos en muchas disciplinas y enseñaban sus conocimientos; se hacían publicidad participando en eventos multitudinarios, o aprovechaban sus éxitos entre lo políticos para conseguir fama y prestigio y así ganar más discípulos entre las clases adineradas. Un sofista podía aconsejar a un político sobre el uso de la palabra o la conveniencia de llevar a cabo tal acción para beneficiar a la ciudad o para ganarse las simpatías populares. En este sentido, los sofistas ejercían la política sin ser políticos profesionales ni ciudadanos activos, en tanto que los políticos en ejercicio recurrían a sus consejos y los sofistas cedían su autoridad como sabios al servicio del bien de una ciudad que no era la suya, o de los políticos que les contrataban. 14
Para esta cuestión, vid. Platón, Protágoras 329b, 334e-335a; Gorgias 448a, 449c y 461d-462b (en este caso referido a Polo) y Fedro 267ab, refiriéndose también a Pródico; también Filóstrato, Vida de los sofistas I 10, 4. 15 Tovar, A., Vida de Sócrates. Madrid, Revista de Occidente, 1966, págs. 225 y 226. 16 Vid. Platón, Protágoras 316ce; también Rodríguez Adrados, La democracia ateniense. Madrid, Alianza, 1975, parte II, cap. 3, pág. 166.
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Platón denuncia que los sofistas ejercían esta tarea sin saber con certeza el significado real del bien, de la virtud y de la justicia, y sin un interés real por conocer la esencia de tales conceptos; pero, como se verá, conocían el sentido sociolingüístico de todos esos conceptos. Los sofistas no aprovechaban el desconcierto terminológico que el relativismo ideológico generaba en la vida social ateniense, sino todo lo contrario, su defensa del relativismo iba acompañada de un desarrollo conceptual firme y sin afán de confundir. Los sofistas podían definir el bien, la virtud y la justicia, sólo que a partir de presupuestos que Platón tiene por falsos. Por ello, la acusación de petulancia sólo puede aceptarse si se admiten sin reservas los postulados platónicos; y es una acusación también publicitaria. Los sofistas eran, al cabo, los ideólogos de la democracia ateniense, y por esta razón se atrajeron las antipatías de la aristocracia y sus intelectuales afines. Platón les critica porque ve un vínculo directo entre la filosofía sofística (Protágoras y Gorgias, sobre todo) y la culminación democrática de Atenas, seguida de la crisis y la tragedia histórica que él pudo contemplar. La del sabio sofista es, sin duda, una controvertida figura en una época en que casi todos los actores culturales se presentaban como herederos de la tradición de los rapsodas épicos. Poetas, trágicos, comediógrafos y sofistas se sentían partícipes de un parentesco común con la idea del sabio arcaico, depositario de un saber experiencial útil tanto para la vida pública como la privada, y cuya obra tenía como fin último la educación social. El término sofista se aplicaba a tantas y diversas actividades intelectuales que la diferenciación de la escuela sofista como tal, con sus propias características, es difusa y sólo se ha establecido claramente a posteriori. No sólo resulta inapropiado hablar de una escuela sofista, sino que además hay muchos que se llaman a sí mismos sofistas o son tomados como tales sin compartir los lazos comunes específicos de los que hoy identificamos como sofistas. En la época de esplendor ateniense, el término sofista se aplicaba ampliamente a cualquiera que sobresaliera en el terreno intelectual. Y se consideraba totalmente correcto que Heródoto llamara sofistas a Pitágoras o Solón; a Sócrates también se le llamó sofista, y pagó cara la confusión, y Platón también consta bajo este apelativo, porque evidentemente lo era y encajaba dentro de la definición de sabio17. La 17
Elio Arístides, Arte Retórica II 46.
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diferenciación entre sofistas y filósofos es, a todas luces, posterior a Sócrates, y realizada por los herederos del socratismo con el objeto de contrarrestar la acusación contra el maestro y salvar su figura incluso a costa de la verdad, es decir, que Sócrates no era un sofista pero lo parecía. Pero a pesar de toda esta confusión, hay una característica en los sofistas que sirve para diferenciarlos de otras figuras del saber de la época: los sofistas se presentan como instructores y asesores de los políticos y de los ciudadanos atenienses, a cambio de una recompensa económica considerable. Sofística y democracia ateniense se necesitan y se complementan. Protágoras, el primer sofista clásico, ejerció este papel de sabio para la democracia en todas sus facetas: viajero incansable, residió en varias ocasiones en Atenas, donde ejerció como asesor de Pericles18; fue educador de jóvenes aspirantes a políticos, y también diseñador de constituciones. Protágoras fue una figura clave del panorama intelectual de la Atenas, y sus lecturas públicas eran celebradas en las casas de sus protectores, generalmente acaudalados, hasta que fue procesado por dudar de lo divino y finalmente tuvo que huir de Atenas, en 411, para evitar el mismo juicio que Sócrates afrontó doce años después. Sus obras fueron quemadas en el ágora con el aplauso de muchos de quienes años atrás celebraron sus actuaciones19, y Protágoras murió al naufragar el barco en el que viajaba huyendo de los atenienses.
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Para un ejemplo de la colaboración entre el político y el sofista, aunque cargado de ironía, ver Plutarco, Pericles XXXVI, donde aparece el testimonio de uno de los hijos de Pericles, que al haberse enemistado con su padre deja escapar algún chismorreo para desacreditarlo: “primero divulgando con irrisión sus ocupaciones domésticas y las conversaciones que tenía con los sofistas, y que con ocasión de que uno de los combatientes en los juegos había herido y muerto involuntariamente con un dardo un caballo de Epitimio de Farsalia, había malgastado todo un día con Protágoras en examinar si sería al dardo, o al que le tiró, o a los jueces del combate, a quien conforme a recta razón se diese la culpa de aquel accidente” (Plutarco, Vidas paralelas. Pericles. Madrid, Espasa-Calpe, 1936). 19 Advierte Tovar que Sócrates "no estaba sin duda lejos de aquellos atenienses que quemaron en el ágora los escritos de Protágoras en que decía que no se podía saber si los dioses existían o no", en Tovar, op. cit., pág. 236.
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De sus escritos e ideas sólo se conservan fragmentos dispersos y los testimonios que dejaron los que le conocieron, entre ellos sus competidores intelectuales, como Platón. Su filosofía puede sintetizarse en un relativismo basado en la subjetividad del conocimiento experiencial (la homomensura), a través del cual todas las perspectivas tienen el mismo valor de verdad. Pero Protágoras reserva un espacio al sabio, aquél capaz de elaborar una idea racionalizada del mundo y del hombre sobre una rica base experiencial útil para la práctica de la vida y la política. En este sentido se puede decir que los juicios del sabio pueden ser mejores (pero no más verdaderos) que los juicios de los demás. Platón explica en el Teeteto, mediante un refinado flujo de ironía, estas ideas de Protágoras:20 No hay, efectivamente, quien pueda lograr que alguien que tiene opiniones falsas, las tenga posteriormente verdaderas, pues ni es posible opinar sobre lo que no es, ni tener otras opiniones que las que se refieren a lo que uno experimenta, y éstas son siempre verdaderas. Pero uno sí puede hacer, creo yo, que quien se forma, con una disposición insana de su alma, opiniones de la misma naturaleza que ella, pueda con una disposición beneficiosa tener las opiniones que a este estado le corresponden. Precisamente estas representaciones algunos por su inexperiencia las llaman verdaderas, mientras que yo las llamo mejores que las otras, pero no más verdaderas. Y de ningún modo, querido Sócrates, afirmo que los sabios sean batracios21; antes bien, a los que se ocupan del cuerpo los llamo médicos y a los que se ocupan de las plantas los llamo agricultores. Sostengo, en efecto, que éstos infunden en las plantas, en lugar de las percepciones perjudiciales que tienen cuando enferman, percepciones beneficiosas y saludables, además de verdaderas, y que los oradores sabios y honestos procuran que a las ciudades les parezca justo lo beneficioso en lugar de lo perjudicial. Pues lo que a cada ciudad le parece justo y recto, lo es, en efecto, para ella, en tanto lo juzgue
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Platón, Teeteto 167bc. Traducción de A. Vallejo Campos. Madrid, Gredos, 1988. 21 Sócrates, poco antes, en 161cd, había comparado la sabiduría de Protágoras con la de un renacuajo, pues, según la teoría de la subjetividad del conocimiento, tan buena es la perspectiva del sabio como la del renacuajo; si cada cual es la medida de su propia sabiduría, ¿qué sentido tiene que Protágoras se presente como un sabio que nos puede enseñar?
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así. Pero la tarea del sabio es hacer que lo beneficioso sea para ellas lo justo y les parezca así, en lugar de lo que es perjudicial.
En el anterior fragmento, Protágoras se refiere al sabio que puede indicar o sugerir cuál es el bien de la ciudad, y esto enlaza con la misma problemática que afecta a Platón: la relación de la ciudadanía con la adecuada praxis política. Sabemos que Platón sólo admite esa relación si se produce en el seno de la episteme, si hay un conocimiento objetivo en el sabio-político, y desplaza de toda posibilidad de participación política a la opinión popular a causa de su subjetividad; sólo el sabio puede ser un auténtico ciudadano. En la idea del sabio protagórico que asesora a políticos, en cambio, no media la objetividad, sino que el sabio sigue teniendo un saber subjetivo, sólo que cargado de un conocimiento experiencial que le da un cierto valor práctico y le proporciona un cierto carisma. Protágoras no sale del terreno de la doxa, pero confiere a la doxa del sabio un valor basado en la profundidad y la extensión de sus conocimientos de las cosas del mundo y de los hombres. Se trata de una opinión fundamentada, para nada ligera y mudable, como sí suele ser la opinión del hombre de a pie. Ahora bien, en cuanto a la posibilidad de aplicación práctica del conocimiento que posee el sabio protagórico, según se sigue del anterior texto, este saber sólo es decisivo si tiene en cuenta la subjetividad de la opinión pública, si representa bien la intersubjetividad o es capaz de modificarla. Es decir, si es también capaz de moverse entre populismo y demagogia, pues para seducir a los demás hay que tomar sus necesidades y sus deseos como punto de partida. Desde un punto de vista político, el subjetivismo de Protágoras sirve para justificar el hecho esencial de que en la democracia, las decisiones las toman los ciudadanos a través de los políticos, que a su vez consultan a los sabios para asegurarse de llevar la dirección correcta, aunque también pueden prescindir de ellos y prestar atención directamente a las demandas populares, si su potencial poder lo aconseja. Todo remite al pueblo. Puede que la subjetividad del sabio tenga mayor valor práctico que la subjetividad de los legos, pero carece de valor decisorio sin la sanción popular. Es necesario contar con el pueblo para aplicar las soluciones que el sabio propone al político. Aquí radica la utilidad de la retórica: como demagogia, instrumento para convencer al pueblo de lo que es bueno para la ciudad. Sin embargo,
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de esta misma utilidad deriva el riesgo del populismo: que un político se haga eco de las voces de los ciudadanos para conseguir el poder y use luego la retórica a favor de sus propios intereses. De ahí la conveniencia de educar también al pueblo en los secretos de la participación política, y no sólo a los que desean ser políticos profesionales, porque un pueblo sin la formación política adecuada no puede ejercer cabalmente las funciones propias de la ciudadanía, esto es, la participación activa en la definición del bien colectivo. Más aún, también está a merced de los políticos demagogos, que pueden usar sus conocimientos y su retórica para neutralizar los argumentos, más pobres, de la ciudadanía. Así que la educación que proponían los sofistas iba a servir en dos direcciones: para evitar los riesgos de la demagogia sobre una ciudadanía ignorante, y para evitar los riesgos del populismo, por ser la ciudadanía capaz de superar sus propios prejuicios y no dejarse dominar por políticos oportunistas. La revolución de la educación sofista en Atenas pretendía, sobre todo, que cualquiera pudiese alcanzar un alto grado de instrucción intelectual sin que la pertenencia a la aristocracia condicionara el acceso a la formación adecuada para participar en la política.22 La educación tradicional en Atenas y en otras muchas partes de Grecia estaba aún ligada a las bases ideológicas arcaicas, entre las cuales destacaba la idea de que la virtud o la habilidad política no era enseñable sino sólo transmisible mediante los lazos familiares, y esto sólo entre las mejores familias. Esta herencia aristocrática, que había ido diluyéndose con el paso del tiempo y las subsiguientes reformas democráticas del régimen ateniense desde Solón, pervivía en la concepción de la educación de los jóvenes y futuros ciudadanos, que estaba basada más en la imitación de las formas de los adultos y los ancianos que en un desarrollo intelectual y cultural. Sólo a partir de la práctica pedagógica de los sofistas se introdujo en Atenas y en otras polis una alternativa de formación política que prescindía de la herencia tradicional y familiar, para fundamentarse en la actividad intelectual, en la adquisición de
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Aunque es sabido que las lecciones de los sofistas podían ser inaccesibles a las clases medias, algunos testimonios indican que había alternativas más asequibles. Hay información sobre los emolumentos de los sofistas en Diógenes Laercio, Vidas IX 56 y Platón, Crátilo 384b y Protágoras 328b, entre otras fuentes.
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bagaje cultural y de hábitos lingüísticos adecuados para participar en las actividades políticas. La mayor alteración sobre las formas pedagógicas tradicionales estriba en el hecho de poder acceder a la alternativa sofista sin limitaciones de casta social. La condición para recibir una formación intelectual y una competencia en las formas políticas adecuadas al entorno del ágora consistía simplemente en poder pagar al maestro sofista. Se sabe que el precio del saber era muy alto, y que sólo unos pocos privilegiados podían permitirse tal gasto. Se sabe también que había alternativas para los menos afortunados23, pero la importancia de esta revolución pedagógica radica en que a ella pudieron acceder por primera vez gentes que no pertenecían a la aristocracia. Otros aspecto de la pedagogía sofista puede verse claramente a través de la figura de Gorgias y su hipotética confrontación con Platón, en el diálogo que éste escribió con el título de Gorgias24. En la primera parte de este diálogo, Sócrates y el sofista discuten acerca de la necesidad de conocer la virtud como condición de posibilidad para poder enseñarla: el sabio que enseña la virtud ha de conocerla antes, y tiene por ello una responsabilidad sobre la conducta posterior de sus discípulos, afirma Sócrates25 (que, por cierto, tuvo como discípulos a Alcibíades y Critias, dos de los personajes más nefastos para Atenas; cuando Atenas le hizo responsable del desastre, estaba acogiéndose al mismo argumento que luego Platón utilizó para atacar a Gorgias). Platón conduce la discusión como le interesa: Sócrates logra que Gorgias reconozca que tiene razón, es decir, que ha de conocerse lo justo para poder enseñarlo. Pero hay que distinguir entre lo que Sócrates entiende por justo y lo que, usando la misma palabra, entiende Gorgias. Menón, un joven admirador del sofista, define la virtud según las enseñanzas de Gorgias de esta manera que remite a un saber experiencial basado en las descripciones:
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Diógenes Laercio, Vidas IX, 56; Platón, Protágoras 328b y Crátilo 384b. Dado que Gorgias murió centenario, posiblemente pudo llegar a conocer el diálogo que Platón le dedicó. Cuenta el doxógrafo Ateneo que, cuando lo hubo leído, comentó a sus amigos: “¡Cuánto sabe tomar el pelo Platón!” (Ateneo, Banquete de los sofistas XI 505d). 25 Platón, Gorgias 460ab. 24
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En primer lugar, si quieres la virtud del hombre, es fácil decir que ésta consiste en ser capaz de manejar los asuntos del Estado, y manejándolos, hacer bien por un lado a los amigos, y mal, por otro, a los enemigos, cuidándose uno mismo de que no le suceda nada de esto último. Si quieres, en cambio, la virtud de la mujer, no es difícil responder que es necesario que ésta administre bien la casa, conservando lo que está en su interior y siendo obediente al marido. Y otra ha de ser la virtud del niño, se trate de varón o mujer, y otra la del anciano, libre o esclavo, según prefieras. Y hay otras muchas virtudes, de manera que no existe problema en decir qué es la virtud. En efecto, según cada una de nuestras ocupaciones y edades, en relación con cada una de nuestras funciones, se presenta a nosotros la virtud, de la misma manera que creo, Sócrates, se 26 presenta también el vicio.
Gorgias sabe definir la virtud, siguiendo este patrón convencionalista, casi homérico, basado en la experiencia y en la descripción de las costumbres. La doxa puede tener una aplicación política en manos del sofista, puesto que éste no es un mero doxógrafo sino un sociólogo, un intérprete del mundo que le rodea con habilidad para manejar las diferentes corrientes de opinión con los fines adecuados a cada ciudad. El sofista es un pionero de la sociología del conocimiento. Por esta razón, en el esquema sofista la virtud es siempre relativa a algo, mientras que Sócrates busca y espera una definición esencialista, la descripción de la esencia, pues las virtudes, “aunque sean muchas y de todo tipo, todas tienen una única y misma forma, por obra de la cual son virtudes”27; que la forma sea única permite, por otro lado, eludir los inconvenientes que Platón encuentra en la opinión (epistemológicos y, en última instancia, políticos) y desembocar en un, para Platón, auténtico conocimiento del bien, de la virtud y de los demás valores morales. En el Gorgias, Platón juega con el equívoco que un término no definido previamente genera entre dos interlocutores. Ambos hablarán de la virtud, pero sin haber determinado previamente sus respectivos horizontes de significación. Más bien, los lectores del diálogo, adscritos 26
Platón, Menón 71e-72a. Texto citado de la edición de Olivieri. Madrid, Gredos, 1983. 27 Platón, Menón 72c.
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al socratismo y amigos de Platón, ya conocen ese horizonte semántico, así que el autor juega con la ventaja de haber definido sus conceptos entre los suyos y consigue que un Gorgias cansado de una discusión que no le apetecía iniciar acepte los argumentos de Sócrates. En realidad, Gorgias puede definir perfectamente cualquier concepto que se le plantee, con precisión y hasta con prolijidad de detalles. Tal cosa es posible gracias a la acumulación de ese saber experiencial fruto de los viajes y la atención a la realidad empírica. No es cierto que los sofistas fuesen petulantes, simplemente eran tipos cargados de conocimientos acumulados mediante la observación y la comparación de costumbres. Incluso Aristóteles, que suele criticar los abusos retóricos de Gorgias, advierte esta capacidad suya a la hora de definir conceptos, pues no es la misma la prudencia del hombre que la de la mujer, ni tampoco la fortaleza ni la justicia, como creía Sócrates. Sino que hay una fortaleza para mandar y otra para servir, y lo mismo sucede también con las demás virtudes. Esto es más claro aún si lo examinamos por partes, pues se engañan a sí mismo los que dicen en términos generales que la virtud es la buena disposición del alma, o la rectitud de conducta, o algo semejante. Mucho mejor hablan los que enumeran las virtudes, como Gorgias, que 28 los que las definen así.
Gorgias toma las definiciones empíricamente, y juega con ellas a través de la retórica, porque la retórica ha de manejar emociones, y las emociones no siempre conectan bien con las definiciones esencialistas de Sócrates y Platón, sino mejor con los tópicos y los prejuicios de la muchedumbre. Pero, además, ni la ontología ni la epistemología de Gorgias encajan en el esquema socrático-platónico. Sócrates pregunta por lo bello, lo justo, etc., y recibe como respuesta ejemplos de cosas bellas, justas, etc. Sin embargo, no acepta estas respuestas por ser parciales y a menudo contradictorias. Gorgias, en cambio, al poner sobre la mesa el despliegue descriptivo de un concepto, da cuenta precisamente de la base contradictoria o antilógica del mundo humano. Esta diferencia entre Sócrates-Platón y los primeros sofistas marca tempranamente dos sendas en el pensamiento occidental. Tras la muerte de Sócrates, el predominio 28
Aristóteles, Política I, 13 9-11, 1260 a.
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de Platón en la filosofía determinó que la senda de los sofistas quedase cubierta de rastrojos y, en cierto modo, oculta en la espesura del bosque, hasta que en el siglo XIX se iniciara la tarea de aclarar ese terreno tan poco transitado. La idea sofista del estado natural como punto de partida de las leyes humanas ha sido un antecedente de las modernas formulaciones contractualistas (Hobbes), pero no hay que perder de vista su influencia en la ideología ateniense, en tanto que contribuyó a legitimar intelectualmente la política expansionista de Atenas después de la muerte de Pericles, dos años antes de la llegada de Gorgias a Atenas, en 427.29 La ley del más fuerte tiene en Gorgias una lectura puramente retórica: en el estrado vence quien convence con sus argumentos, pero también quien consigue aglutinar los votos de la mayoría porque sabe interpretar el sentir emocional del auditorio, sobre todo de esa parte del auditorio de la asamblea (y hoy de la televisión) con menor educación cívica y menos formación cultural, a la que es más fácil atraer mediante consignas que conectan con la cultura popular, la memoria colectiva y los prejuicios, con el atavismo y la irracionalidad. Con razón advertía Gorgias que la retórica más efectiva era la que aprovechaba las emociones de las masas.30 La teoría de la ley del más fuerte puede aplicarse entonces a la educación del ciudadano como medio de fortalecer su capacidad de participación política y evitar así que la demagogia se incline demasiado hacia la estrategia del populismo. Que la fuerza del político sea contrastada por la fuerza del ciudadano. La educación política sirve, así, para que cualquier ciudadano pueda alcanzar cotas de participación política antes reservadas a los más fuertes en el sentido tradicional, por herencia física o familiar (los aristoi). Semejante ampliación de la participación política entraña un riesgo: que alcance el poder no sólo el fuerte de sangre, sino también el fuerte de 29
Una descripción del estado natural aparece en el diálogo Gorgias en boca de un sofista, Calicles, de quien apenas se sabe nada con certeza, salvo la sospecha de haber sido fruto de la imaginación platónica; vid. Platón, Gorgias 484bc. Otra referencia a la idea del estado natural puede hallarse en el mito prometeico de Protágoras, descrito por Platón en Protágoras 320c-322d. 30 Vid. Platón, Filebo 58a y Gorgias 448d y 449b.
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intelecto, pero sin las garantías de integridad moral y política que antes supuestamente procuraba la pertenencia a la aristocracia. No es cierto, como pretende Sócrates, que el aprendizaje de la virtud concluya en su inevitable práctica, sobre todo si esa virtud se define en términos relativos a las costumbres, y si lo que se enseña tiene un carácter más bien metaético, sociológico o antropológico, e incluso metalingüístico. Si nos atenemos al espíritu ilustrado de la sofística, puesto al servicio de la funcionalidad democrática, hallaremos que tanto Gorgias como Protágoras todavía confían en las buenas intenciones del político y del asesor que le acompaña. La retórica sirve para manipular la opinión, y el sofista sabe como manipularla en la dirección adecuada a la ciudad, y vencer así a los que tiene una opinión contraria al beneficio de la ciudad. La teoría de la ley del más fuerte justifica la educación de la ciudadanía como forma de fortalecerlo y prepararle para participar en la política por sus propios medios. La revolución pedagógica de los sofistas encajaba así con la revolución política que supuso la progresiva popularización de la democracia ateniense durante el régimen de Pericles, y dio unos extraordinarios frutos. Pero el desprestigio de la sofística comenzó cuando la figura del sabio asesor que convencía por la autoridad de sus conocimientos, o ayudaba al político a convencer a los ciudadanos, se deterioró a raíz de la instrumentalización populista de la retórica sofista. Las consecuencias de este giro fueron desastrosas no sólo para Atenas, sino también para los sofistas y para Sócrates, que no era un sofista pero lo parecía. La generación de políticos que sucedió a Pericles había sido educada bajo el espíritu sofista, pero su conducta fue nefasta para el destino de Atenas y por ello se acabó acusando a los sofistas de ser los maestros de los demagogos o seductores del pueblo que condujeron a la ruina de la ciudad. Atenas echó mano del argumento por el cual parece justo reclamar responsabilidades a los maestros por los desmanes de sus discípulos. Luego Platón esgrimió ese mismo argumento, pero sólo contra los sofistas, como si Sócrates no hubiera tenido discípulos de baja calaña moral. Por supuesto, la venganza de Atenas contra los sabios sólo pudo llevarse a cabo cuando los enemigos de los sofistas conquistaron el poder, en 411, y más adelante, tras la derrota ante Esparta. Aunque Gorgias estaba situado en la órbita de la retórica demagógica, sus enseñanzas prepararon el giro populista que sus discípulos dieron a la práctica política, pues la introducción de lo emocional en el conjunto de
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los recursos retóricos determinó sustancialmente la nueva orientación práctica de la retórica. Gorgias era demócrata estaba más cerca de la segunda generación de sofistas que de sus propios contemporáneos.31
Pericles, entre la demagogia y el populismo Pericles había gobernado con el apoyo retórico de la demagogia: dominaba a la multitud respetando su libertad y guiándola en lugar de ser guiado por ella, según la opinión de alguien tan poco entusiasta con la democracia como Tucídides32. Sin embargo, no podía eludir la necesidad del recurso populista. En una democracia, el político ha de saber moverse entre estos dos polos, y Pericles era un maestro en ello. Las reformas de Efialtes y Pericles al inicio de sus respectivos períodos de gobierno (limitación de las competencias del Areópago, posibilidad de acceso al arcontado para los zeugitas, establecimiento del sorteo para acceder a cargos públicos, y pago diario a los cargos públicos), se pueden considerar claramente populistas, pero eran necesarias para afianzar la base social de la democracia, pues sin esta base el régimen estaría siempre condicionado por el poder de la aristocracia. En lo ideológico, Pericles actuaba en sentido populista, decía lo que los atenienses esperaban escuchar y aprovechaba el orgullo panhelénico de sus conciudadanos para afianzar la estrategia imperialista sobre la que se sustentaba el poder de Atenas. Buena parte del contenido de la “Oración fúnebre” así como de otros discursos que buscaban recuperar el apoyo del pueblo en determinadas circunstancias, son pura manipulación de las emociones nacionalistas de los atenienses a partir de la ley del más fuerte, junto con la defensa de un estilo de vida basado en el placer y la seguridad del individuo, y estos discursos muestran perfectamente el perfil populista de Pericles33. Pero Pericles también sabía ser demagogo y resistirse a las demandas del pueblo cuando eran inconvenientes. Cuando estaba convencido de 31
Vid. Rodríguez Adrados, F., La democracia ateniense. Madrid, Alianza, 1985, parte II, cap. 3, pág. 164. 32 Tucídides, Historia II, 65 5-9; vid. también alabanza de Tucídides en Plutarco, Pericles XV. 33 Vid. Rodríguez Adrados, op. cit., Parte II, cap. 4, 1, págs. 224-225; también Tucídides, Historia II, 34-46 y el discurso ante la Asamblea en II, 60-64.
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seguir el camino adecuado para la ciudad ignoraba todos los reproches e incluso impedía que el pueblo tuviese oportunidades de manifestar su opinión contaminada por la emoción, mediante la poco democrática maniobra de no convocar la Asamblea para así evitar que se tomase una decisión democrática pero equivocada, y poner límite a los desmedidos intentos que la ceguera de los atenienses pretendía realizar.34 Su carisma, en parte fundamentado en sus orígenes aristocráticos35, le permitía mantener actitudes impropias de quien ha de ganarse constantemente al pueblo, y cuando se deshizo de la oposición aristocrática pudo desarrollar sin obstáculos el arte de la demagogia, como si de un médico se tratara, y ajustándose, según Plutarco, a la tesis platónica sobre el poder de cautivar las almas de la oratoria36. De esta manera, Pericles pasaba de la demagogia al populismo según convenía. Su paciente actitud durante las dos primeras oleadas espartanas, en sucesivos veranos, hizo que el pueblo dejara de confiar en él, pues se resistía a presentar batalla en campo abierto y prefería realizar incursiones navales en la costa espartana, mucho más seguras dada la superioridad marítima ateniense. La aparición de la peste acabó con la confianza popular, algunos pensaron en hacer las paces con Esparta, y Pericles comenzó a ser visto como el responsable de la guerra y de la devastación sufrida en tierras, propiedades y familias. Entonces, Pericles convocó a la Asamblea y pronunció un discurso para defenderse y a la vez convencer a los atenienses de estar en la línea de actuación correcta. Sus argumentos fueron primero demagógicos: si os llegué a convencer con mis argumentos a favor de la guerra, ahora que las cosas van mal no me acuséis de haber obrado mal, puesto que vosotros también lo aceptasteis entonces37. Los atenienses han de hacerse responsables de las decisiones tomadas según las reglas democráticas, por las cuales el pueblo es el responsable último, puesto que todos estuvieron de acuerdo con las ideas y los argumentos que Pericles expuso, y todos compartieron esas decisiones, o al menos una mayoría suficiente. He aquí el arma de doble filo de la participación bajo el conjuro de la demagogia: la Asamblea tomó una decisión de cuyas consecuencias era 34
Vid. Tucídides, Historia II, 21-22; Plutarco, Pericles XXI. Plutarco, Pericles III. 36 Plutarco, Pericles XV. 37 Tucídides, Historia II 60, 7 y 64. 35
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responsable, pero fue Pericles quien, convencido de tomar partido acertadamente, y gracias al dominio de la retórica argumentativa, convenció a los demás de la necesidad de actuar de tal manera; después, la Asamblea no podía alegar que se dejó convencer, porque en cualquier caso era siempre responsable de las decisiones tomadas. Como se ha mencionado antes, Pericles sabía aprovechar ampliamente las ventajas de la estrategia populista. En el discurso ante la Asamblea antes referido, recurrió al aspecto emocional para ganarse a los que le escuchaban. Como en la “Oración fúnebre”, volvió a aludir a la gloria de Atenas, a la grandeza de su imperio, del cual todos se sentían orgullosos y salían beneficiados. “No eludáis los esfuerzos o, si no, no busquéis tampoco los honores. Y no penséis que en la lucha nos jugamos una sola cosa, esclavitud o libertad, sino también la pérdida de un imperio y el peligro de los odios que os habéis ganado en el ejercicio del poder”38. Para animar a los atenienses y aplacar su enfado, distribuyó dinero entre el pueblo, sorteó tierras y mando preparar una gran expedición naval contra Esparta39. Pericles tenía una idea concreta sobre lo que debían hacer los atenienses en la situación en que se encontraban; pero el pueblo iba y venía, se dejaba convencer, se irritaba con Pericles si no había éxito y perdía el ánimo. De este último discurso no salió Pericles bien parado, pues un inoportuno eclipse dio al traste con sus planes navales; así que su dominio de la estrategia populista no le sirvió para evitar una imponente multa y verse despojado de su mando militar40. La desventaja del populismo frente a la demagogia consiste en que la opinión de la gente es muy variable, y la ignorancia hace que esa variabilidad sea aún más peligrosa, pues del mismo modo que se gana el poder por la inclinación popular, se pierde. En última instancia, el pueblo decidió, condicionado por los malos presagios de un eclipse, que Pericles no era el general adecuado para dirigir la guerra. Pero al cabo de poco tiempo, el pueblo volvió a elegirlo en ese mismo cargo.41 El último en decidir (en el sentido de ser la última instancia como fundamento de la decisión) es, en consecuencia, el primer responsable. En democracia, la decisión última descansa en el voto popular, así que 38
Tucídides, Historia II 63, 1. Plutarco, Pericles XXXIV. 40 Plutarco, Pericles XXXV y Tucídides, Historia II 65, 1-3. 41 Plutarco, Pericles XXXVII y Tucídides, Historia II 65 4. 39
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todo lo que los representantes del pueblo llevan a cabo es luego responsabilidad del pueblo, por acción o por omisión. Pero no es una responsabilidad individual, sino colectiva. No se puede tomar a un alemán cualquiera y reprocharle personalmente el genocidio que los nazis cometieron; tampoco a un estadounidense se le pueden exigir responsabilidades individuales sobre la vergüenza de Guantánamo. Pero la historia juzga a la sociedad entera, y administra las responsabilidades de las acciones justas y de las injustas, y reparte entre Pericles y el pueblo ateniense la justa proporción de esa responsabilidad. Pericles se rodeó de sabios: Zenón de Elea, Anaxágoras, Protágoras. Consiguió una gran capacidad de ganarse al público y a la vez no dejarse llevar por sus demandas cuando eran excesivas, logrando un cierto equilibrio entre el deseo popular y las razones técnicas y argumentativas. Pericles fue un gran político con criterio propio o derivado de los sabios consejos de sus asesores, capaz de decidir cuándo convenía convencer al pueblo y cuándo convenía ejercer su representación, es decir, cuándo convenía inclinarse hacia el polo de la demagogia o hacia el polo del populismo, con el fin de obtener el liderazgo. No dudó en actuar siempre en beneficio de Atenas, aunque fuese en perjuicio de otras ciudades: impuso la dracma sobre las monedas locales dentro de la confederación délica, estableció la soberanía ateniense en ciertos ámbitos dentro de los gobiernos locales, y desplazó guarniciones atenienses en todo el territorio de la Liga. La Liga de Delos fue, además, un recurso ideológico efectivo, base material del imperialismo panateniense y muestra del poderío griego para los persas. Precisamente el enemigo persa podía aún amenazar a las ciudades fronterizas del este del Egeo, y Pericles les ofreció el trato de dejarse proteger por Atenas a cambio de aportar los fondos correspondientes a la Liga; además, los atenienses se sentían así autorizados a intervenir en los asuntos propios de estas ciudades, favoreciendo o incluso forzando el cambio de régimen y ayudando a las facciones populares frente a las oligarquías. De modo que Pericles tuvo su parte de responsabilidad en el ulterior fracaso de Atenas, puesto que su intervención carismática en la opinión popular condicionó decisiones políticas, tanto las que elevaron el rango cultural de Atenas como las que alentaron la estrategia imperialista al servicio de la prosperidad económica ateniense, con la consiguiente exaltación emocional de un pueblo demasiado acostumbrado a ganar. Según cuenta Tucídides, cuando Pericles gobernó Atenas en tiempos de
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paz, siguió una política moderada y conservadora, y bajo su gobierno Atenas alcanzó su máximo esplendor. Durante la guerra se hizo evidente que había previsto las posibilidades de Atenas, e incluso esas previsiones fueron útiles tras su muerte, aunque los atenienses no siguieron entonces sus consejos.42 Cuando Pericles murió, sus sucesores no supieron equilibrar esa delicada balanza entre la prudencia práctica y la exaltación emocional, y ésta última quedo libre de trabas en manos de políticos que necesitaban todo el apoyo popular y explotaron los sentimientos nacionalistas para conseguirlo. La política ateniense cayó en manos de los mal llamados demagogos (los populistas Cleón, Cleofonte, Calícrates, Hipérbolo, Nicias y Alcibíades), que llevaron al extremo las ideas más radicales de los sofistas: aprovechando el potencial emocional de la retórica, la democracia ateniense pasó de la demagogia de Pericles, basada en la presuposición de que el político sabe o se apoya en alguien que sabe, al populismo, basado en la idea de que el político conoce o intuye los deseos populares y hace de ellos el fundamento de su acción política y de la estabilidad de su poder. Sin gozar de la preeminencia de Pericles, cambiaron la estrategia y se mostraron audaces con tal de agradar a las masas, mirando sólo las circunstancias del momento, y confiaron las decisiones políticas a la opinión pública, que tendía a la belicosidad y a la aplicación del dominio imperial ateniense43. De ahí que la teoría de la ley del más fuerte tuviese su máxima expresión no en el episodio de Samos, aún en época de Pericles, sino en los episodios de Mitilene (428) y Melos (416); pero también a nivel interno, en la pugna entre les diferentes facciones políticas. En 440, cuando Pericles ya ejercía plenamente el poder en Atenas, Samos se sublevó contra el dominio ateniense y Atenas se impuso decididamente para evitar una deserción contraria a sus intereses políticos y comerciales. El imperialismo ateniense fue radical incluso antes de Pericles, como es el caso de la represión de Naxos (470) y Tasos (463), que también se habían sublevado dentro de la Liga de Delos contra el control ateniense. La Liga de Delos había sido creada para hacer frente a los persas, pero una vez superada esta amenaza colectiva, Atenas la usó 42
Tucídides, Historia II 65, 5-7. Tucídides, Historia II, 65 10-13. Para las nuevas maneras de los sucesores de Pericles, vid. Aristóteles, Constitución de los atenienses 28, 3-4. 43
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para crecer política y comercialmente, siempre a expensas de las ciudades menores. Esparta abandonó la Liga y arrastró con ella a otros aliados, y de este modo acabó polarizándose el liderazgo político en Grecia. Los dos más fuertes, finalmente, chocaron en un conflicto que supuso el desastre para Atenas, pero también para Grecia entera, que nunca pudo conocer la unidad política hasta que le fue impuesta, primero por los macedonios y después por los romanos. Tras la muerte de Pericles, en 429, víctima de la peste, la teoría de la ley del más fuerte fue puesta en práctica con toda su crudeza por estos nuevos discípulos de los sofistas, que le dieron un sentido más allá de la retórica o, como entiende Uumberto Eco, bajo la forma de una retórica de la prevaricación44. Estos principios sirvieron para justificar y legitimar la posición ateniense durante el último tercio del siglo V: el más fuerte ha de dominar al débil, el más fuerte determina lo posible y los débiles lo aceptan, es decir, Atenas ha de dominar a las demás polis del Egeo, asociadas a ella a través de la Liga de Delos. Tenemos aquí la Doctrina Monroe y su Corolario Roosevelt, en versión clásica. Primero se reafirma en las bondades del sistema, en el elogio a la democracia, la gloria del imperio y el bienestar que éste procura, para después entrar en lo esencial: “tenemos derecho a imponer nuestra fuerza sobre los otros porque encarnamos la mejor forma de gobierno que existe”.45 En esta estrategia encaja el episodio de la represión de la sublevación de Mitilene contra el dominio ateniense, en 428, durante el liderazgo de Cleón, el más dañino de los sucesores de Pericles, según la opinión de Aristóteles46. La Asamblea ateniense, a instancias de Cleón, decidió un duro castigo para los sublevados: la ejecución de toda su población masculina adulta y la esclavización de niños y mujeres. Al día siguiente se revocó la decisión, por considerarla excesiva, y se cambió por una pena más suave. El puño ateniense aún no se hace sentir, pero en el discurso se van afilando los cuchillos. El lenguaje que Cleón emplea hay numerosos indicios de que la mentalidad de los líderes políticos ha cambiado, y de que los discípulos se han desecho de las enseñanzas de
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Vid. Eco, U, “El lobo y el cordero. Retórica de la prevaricación” (2004), en Eco, op. cit., pág. 71. 45 Ibid.; Eco se refiere al texto de Tucídides en Historia II, 60-64. 46 Aristóteles, Constitución de los atenienses 28, 3.
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los maestros. Cleón no sólo afirma que “una democracia es incompetente para ejercer el imperio” (cosa cierta incluso en Star Wars)47, sino que Lo peor de todo será si no se mantiene firme ninguna de nuestras decisiones, y no nos persuadimos de que un Estado con leyes poco buenas pero inamovibles es más fuerte que los que tienen buenas leyes pero sin autoridad; que la ignorancia unida a la firmeza es más útil que el talento unido a la falta de carácter; y que los hombres mediocres, comparados 48 con los más inteligentes, en general gobiernan mejor los estados.
En primer lugar esto es un ataque a la sofística en general, y la retórica de Protágoras en particular. Pero después retoma el hilo gorgiano, el de la retórica emocional: “Es así, pues, cómo hemos de obrar: no dejándonos exaltar por la elocuencia y la rivalidad intelectual, para no aconsejar al pueblo de Atenas contra sus propias creencias”49. Aquí aparece el lado gorgiano de Cleón, el guiño al sentimiento popular: las gentes piensan que sus propias creencias suelen ser más acertadas o válidas que las ideas sometidas a deliberación racional; las creencias son convicciones indiscutibles que conforman el idiotes, lo propio, esa sabiduría sin reflexión que conforma el espíritu ancestral de un pueblo. Cleón es tan sincero que ni siquiera presenta sus propuestas como una forma de saber, ya que el idiotes ya las contiene, y la comunidad las confirmará porque no necesita buscar ni aceptar otras experiencias, otras representaciones del mundo que podrían tener cierta validez; y se niega a contrastar lo propio con lo extraño, convencida de tener la verdad. Es la ignorancia de lo ajeno lo que determina la validez de lo propio, que es tomado como una forma de saber válida para la práctica y la toma de decisiones. Cuando Gorgias llegue a Atenas, en el transcurso de este mismo año en que culmina la rebelión de Mitilene, va a encontrar el terreno ya abonado y preparado para recibir sus nuevas ideas sobre la retórica basada en las emociones de las masas. Una década después, en 416, la represión de la resistencia de Melos, donde son ejecutados todos los habitantes varones en edad militar y las 47
Tucídides, Historia III, 37. Tucídides, Historia III, 37.3 49 Tucídides, Historia III, 37.5. 48
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mujeres y los niños son vendidos como esclavos, establece un punto de inflexión en la brutalidad imperialista de Atenas, y constituye el mejor ejemplo de lo que Eco señala como retórica de la prevaricación. Durante parte de la Guerra del Peloponeso, Melos se había mantenido neutral, a pesar de ser una colonia de Esparta; pero los atenienses mandaron una delegación para negociar la rendición de la isla o su destrucción, con el fin de evitar que ésta ayudase a los enemigos espartanos; los melios se negaron a aceptar los condiciones atenienses, alegando que deseaban mantenerse neutrales, y fueron sitiados, invadidos y finalmente derrotados; después, llegó la dura represión. Tucídides cuenta en su Historia los detalles de este cruento episodio, reproduciendo las conversaciones entre melios y atenienses, antes del desenlace final, y puede concluirse que la actitud de los atenienses fue de auténtica prevaricación sin apenas retórica, sin disimulo, sin diplomacia50. Era el resultado de la aplicación de la ley del más fuerte: los más fuertes determinan lo posible y los débiles lo aceptan, sin tapujos, sin otra justificación que la fuerza y la necesidad de sobrevivir ante la amenaza de otros más poderosos. Esta actitud ateniense se mantuvo hasta la desastrosa expedición contra Sicilia, en 413 (en 427, los de Leontini pidieron ayuda a Atenas para afrontar la amenaza de Siracusa, y al frente de la legación iban el joven Gorgias y su maestro de retórica, Tisias; se dice que los discursos de Gorgias causaron gran impresión entre los atenienses y decidieron el apoyo de Atenas a Leontini frente a Siracusa)51. La expedición contra Sicilia fue un fracaso que se pagó con la muerte de Nicias y la esclavitud de muchos atenienses, y esta debilidad permitió a los espartanos invadir el Ática y permanecer en ella, circunstancia que impedía a los atenienses aprovisionarse para resistir el sitio. En 411, la situación en Atenas propició un golpe de Estado oligárquico, breve, primer aviso de que la democracia ateniense estaba a punto de caer bajo el peso de la ley del más fuerte, Esparta. Hasta el episodio de Melos y el desastre de Siracusa, cualquier ateniense tenía motivos para sentirse ciudadano del pueblo más afortunado del mundo conocido; había en este pueblo un orgullo 50 51
Tucídides, Historia V 84-116. Pausanias, Descripción de Grecia VI, 17, 7 ss.
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panatenista, una autocomplacencia que animaba a la aventura de liderar a todos los helenos, incluso por la fuerza. “Atenas es la escuela de Grecia”, afirma Pericles en su discurso en honor de los muertos52. Un orgullo que llevó a los atenienses a intentar también la conquista de Egipto (454), “y aún había quien soñaba con la Etruria (Roma) y Cartago”53. Después, hay un punto de inflexión en la actitud ateniense, una pérdida de confianza que fue decisiva para el posterior desarrollo de los acontecimientos.
¿Quién es ciudadano? Ciudadano es quien posee, entre otros derechos, aquellos que le dan acceso a la participación política y a contribuir de alguna forma a la construcción del Estado. Esto es así en cualquier régimen político, pues también hay ciudadanos en los regímenes dictatoriales, sólo que, como dice Aristóteles, “el que es ciudadano en una democracia, muchas veces no lo es en una oligarquía”54. En las democracias actuales se entiende la participación como el acto de votar para elegir representantes o decidir en un plebiscito, participar en un jurado popular o en una mesa electoral, poder presentarse para ser elegido, pagar impuestos y otras muchas acciones que se enmarcan en el complejo entramado de relaciones entre los ciudadanos y el Estado. Sin duda, los ciudadanos atenienses hubieran referido otro tipo de experiencias para definir la participación política que se producía mediante la presencia personal en la Asamblea y la posibilidad de intervención directa en ella (aunque, en realidad, sólo hablaran los que sabían hacerlo). Pero en la actualidad, nuestras experiencias parecen muy alejadas de la sensación de una participación activa y efectiva en la construcción de la polis, como las que pudieron llegar a sentir los ciudadanos atenienses del siglo V. La orientación pedagógica de los sofistas y su interés por renovar la formación tradicional de los ciudadanos, nos hace pensar que advirtieron que la participación exigía una educación que permitiera ir más allá del acto de escribir un nombre en una concha (óstrakon) bajo la influencia de diversos discursos opuestos entre si. Si ser ciudadano ateniense suponía 52
Tucídides, Historia II, 41. Plutarco, Pericles XX. 54 Aristóteles, Política III 1, 2 y 6. 53
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la eventualidad de decidir qué es el bien de la comunidad y quién puede ser su enemigo, entonces se hace evidente que el ciudadano cabalmente preparado para ejercer ese derecho había de tener una formación equivalente a la de los políticos profesionales; ser ciudadano ateniense significaba poder replicar al político con sus mismos instrumentos (la retórica), entrar en esa actividad agonística y a la vez pacífica que es la política, preparado para poner en la mesa los propios argumentos en lugar de limitarse a escuchar los estudiados discursos de los políticos profesionales. El proyecto pedagógico de los sofistas tenía una doble orientación: instruir a los políticos que deseaban ejercer esa actividad de una forma que hoy llamaríamos profesional, y asesorarles en el ejercicio del poder (conscientes de que pocos políticos son realmente tan sabios como dicen ser); y también se dirigía a todo aquel que deseara adquirir esos conocimientos particularmente. Por esta razón, el proyecto sofista incluía a la ciudadanía en general, y no exclusivamente a la alta ciudadanía; sin duda, porque los sofistas entendieron que una ciudadanía de calidad no podía ir separada de una formación cultural como la que ellos aportaban. Es cierto que algunos sofistas daban sus lecciones a cambio de una remuneración sólo al alcance de las clases privilegiadas, pero un estudio más detallado de sus emolumentos permite apreciar que había numerosas excepciones a esta regla, y que aquellos verdaderamente interesados en aprender tenían posibilidades de hacerlo sin necesidad de pertenecer a la aristocracia ni invertir una fortuna en sus maestros. La revolución democratizadora de la pedagogía sofista en Atenas pretendía precisamente que cualquiera pudiese alcanzar un alto grado de formación cultural y política, al margen de su ascendencia social, y por ello había alternativas al elevado coste de los honorarios habituales de los sofistas. Como sugiere Rodríguez Adrados, no es correcto dudar de las ideas democráticas de los sofistas por el mero hecho de ser sus discípulos mayoritariamente adinerados. La pedagogía sofista, que rompe con el modelo tradicional aristocrático, está abierta a todos los ciudadanos.55 La intención de los sofistas consistía en educar a los ciudadanos en la actividad política, en hacerlos un poco sabios; imbuirles del espíritu enciclopédico e ilustrado que ellos traían, para que los ciudadanos 55
Vid. Rodríguez Adrados, op. cit., parte II, cap. 3, págs. 166-167.
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pudieran también hablar de cualquier tema con prolijidad y concisión, y así poder enfrentarse a los supuestos sabios que ocupan el poder. Se trataba de poner a los ciudadanos a la altura cultural de los políticos profesionales para competir con ellos en condiciones de igualdad y evitar sus engaños, y también para poder convencer a los demás gracias a esas mismas artes aprendidas de los sofistas. Se trata de extender el juego erístico a ambos planos de la vida política, el plano del poder y el de la participación. Tanto los sofistas como Platón desconfiaban de la opinión del pueblo no ilustrado: el político no debe seguir siempre la estela de la opinión popular porque ésta es demasiado maleable, o simplemente porque no es fiable; la opinión se construye sobre la base de interpretaciones subjetivas, de prejuicios, o de valores transmitidos a través de la educación familiar tradicional, sin llegar a ser cuestionados por sí mismos. Pensar racional y objetivamente no es un hábito popular, como ya demostrara Sócrates. El político no debe fiarse de la opinión popular, aunque no debe ignorarla ni desdeñarla, porque depende de ella para sobrevivir en el poder. Pero sólo puede confiar verdaderamente en el consejo del sabio, que puede orientarle en el camino adecuado y ayudarle a modificar las opiniones del pueblo cuando sea necesario, es decir, cuando sean contrarias a ese camino. El sabio sofista y el platónico son diferentes, ciertamente, porque están pensados para encajar en órdenes políticos diferentes, pero tienen su razón de ser en el mismo motivo: en la necesidad de evitar que los políticos hagan un mal uso de la opinión popular, porque el populismo es un riesgo que la praxis política no debe correr más allá de ciertos límites. Tanto los sofistas como Platón advirtieron los riesgos del populismo extremo, que se alimenta de la habitual incultura del pueblo y su desinterés en la construcción activa de la polis. Y a la opinión popular opusieron la sabiduría del sabio. El sabio sofista y el sabio platónico son diferentes, pero ambos están presentes en la ciudad por la misma razón, ambos están asociados a la política y a los políticos con un papel claro ante la posibilidad de que la ciega opinión popular tome las riendas de la ciudad, o para evitar que los políticos hagan un mal uso de ella, como instrumento de poder. Platón vio en la arbitrariedad del populismo el mejor argumento contra la democracia, y propuso como solución alejar al pueblo de la
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participación y reducir la ciudadanía al ámbito de los filósofos, únicos capaces de definir el bien de la ciudad. Pero si la figura del político se asocia tradicionalmente a la idea de sabio, en el sistema platónico esa asociación no ha de ser una simple apariencia con la que engatusar al pueblo, sino una realidad a partir de la cual afrontar la difícil tarea de definir el bien de la ciudad y realizarlo al máximo, aunque sea sin contar con la opinión del pueblo. En este sentido, sólo los sabios pueden ser políticos y, en tanto que participantes, sólo ellos son ciudadanos. Contra lo que a primera vista pudiera parecer, si los sofistas dan tanta importancia al papel del sabio asesor de los políticos se debe a que también desconfían de la opinión popular. Si ésta es absolutamente fiable, ¿de qué sirven los sabios, ya que el político sólo ha de limitarse a escuchar la voz del pueblo y realizar sus deseos, o simular que los realiza? Los sofistas, al menos en su primera época, apostaron por extender la cultura al pueblo para oponer una barrera al populismo extremo y mantener la democracia dentro de unos límites razonables entre el necesario populismo y la necesaria demagogia, es decir, posibilitando el acceso popular a la toma de decisiones por la vía de la educación de la ciudadanía, que es una manera consecuente de entender la democracia como participación colectiva en la construcción de la ciudad, en la que los ciudadanos aportan algo más que su opinión desnuda. En definitiva, los sofistas sugirieron una concepción dinámica de la participación de la ciudadanía en la política sobre la base de fundamentar la opinión (doxa) en una forma de conocimiento experiencial que ellos podían enseñar, siguiendo la función que tradicionalmente se atribuía a los factores culturales desde la época arcaica.
Entre populismo y demagogia Quizás este empeño pedagógico sofista, con amplias posibilidades de aplicación en un sistema de intensa participación como la democracia ateniense, resulte demasiado alejado de los límites operativos del sistema representativo moderno. Pero su mensaje de fondo no es nada extraño en nuestro contexto: significa que el ciudadano activo debe interesarse por el desarrollo de un pensamiento crítico para recibir adecuadamente el inmenso caudal de información, ideas, interpretaciones y argumentos que los políticos profesionales generan, en competencia directa o en
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colaboración con los profesionales de la publicidad, que son los nuevos generadores de conceptos y de relatos. El relativismo cultural, que inunda nuestro espacio mediático, no ha de servir sólo para entender a los otros y conciliar las múltiples diferencias culturales, según una versión excesivamente correcta; según una versión más erística, el relativismo ha de servir para sospechar de las otras perspectivas y como catalizador de la participación. Sólo desde este afán se entiende cabalmente el espíritu de los sofistas. Llegados a este punto, cabe volver a plantearse la cuestión sobre el sentido de la participación democrática, es decir, qué hace democrática la participación política, si el número de los que participan o unas determinadas reglas de participación, o ambas cosas junto con otros factores de carácter ideológico, como el respeto por la libertad individual, la igualdad ante la ley, la asunción de determinados derechos y deberes sociales e individuales, etc. Todo este conjunto de condiciones define la participación ciudadana en un régimen democrático, pero lo esencial de la cuestión radica en las condiciones suficientes y necesarias para que las opciones individuales influyan en las decisiones políticas, y si esta capacidad de influencia es palpable desde el punto de vista de la ciudadanía. En otras palabras: ¿cuándo la ciudadanía puede sentir el ejercicio del poder a través de su participación? ¿Cuándo la soberanía es auténticamente popular? Esta cuestión tan subjetiva era de fácil resolución en Atenas, pues la participación era directa en las instituciones políticas y judiciales; el ciudadano deliberaba, decidía, actuaba, ejecutaba, y todos los ciudadanos tenían la posibilidad de ocupar algún cargo político de cierto peso alguna vez en su vida. Pero en las democracias modernas, la sensación del poder no se da de una forma tan directa, sino mediatizada por la representación. Sin embargo, la revolución de los sistemas informacionales en las sociedades de masas de finales del siglo XX ha dado alas a la idea de que el poder depende cada vez más de los flujos de opinión, y que las nuevas posibilidades tecnológicas pueden abrir las puertas a una nueva forma de democracia basada en la intervención directa de los ciudadanos en esos flujos de opinión, en el intercambio de ideas, en las movilizaciones, etc. Así que el control de los flujos de opinión se constituye como un factor a tener en cuenta si desde el poder político se desea movilizar o desmovilizar a la
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opinión pública. El gran reto del Estado democrático de la era informacional consiste precisamente en mantener bajo control todos los factores que intervienen en los flujos de información: emisores, canales y receptores. Berlusconi es el mejor ejemplo de cómo conseguir semejante control desde el Estado sobre los medios de comunicación de masas. También pone de manifiesto que la sociedad civil no está representada en el poder tecnológico, sino que tan sólo participa de sus ventajas como usuaria, mientras que parece ignorar sus inconvenientes. La ciudadanía no delibera, ni toma decisiones, ni elige en este entorno mediático tan favorable a la participación, sino que tan sólo se comporta como pasiva receptora de información, o simplemente como jugadora ociosa. La ciudadanía actual se ha convertido, pues, en el caldo de cultivo idóneo para el crecimiento del populismo democrático. En el presente marco de relaciones entre los ciudadanos y los políticos, donde la opinión popular cuenta tan decisivamente que todos los sistemas de contención de la arbitrariedad popular pueden resultar deslegitimados si no son aceptados por el pueblo mismo, queda abierta la posibilidad de que los políticos recojan la opinión del pueblo sólo para ganar el poder, y la realicen sólo para mantenerse en él. La aceptación de la democracia obliga a contar con la opinión subjetiva del pueblo como instrumento legitimador de última instancia, con todos los riegos que eso conlleva. No tiene sentido plantear la idea de ciudadanía democrática, es decir, la de mayor alcance participativo al menos en lo cuantitativo, sin aceptar que la doxa tiene prioridad práctica sobre la episteme, tanto si hablamos de la Atenas de Pericles como del régimen de los hermanos Kaczynski en Polonia, o de la república bananera de Berlusconi. Sea cual sea el estatuto epistemológico de las ideas que aportan los asesores políticos, los técnicos y los sabios que ayudan a tomar decisiones a los gobernantes, hay una instancia última, la doxa popular, que puede desautorizar a los sabios y toda su supuesta episteme, y restarle validez como tal a efectos prácticos. Si la voluntad del pueblo se expresa contundentemente, como en ocasiones ha ocurrido y como puede llegar a ocurrir dentro de la lógica de la democracia, la episteme de los sabios es una doxa más en el universo de las opiniones, en competencia directa con otras formas de saber, como la publicidad o los diálogos de las telenovelas.
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En situaciones de extrema precariedad social y económica, alguien de entre la clase política acaba advirtiendo que o bien se escucha al pueblo y se le da lo que pide, o bien el pueblo acaba tomándolo por la fuerza. Ese político puede obrar con honestidad o ser un interesado populista; en cualquier caso accede al poder gracias a su actitud para con el pueblo. Pero también en momentos de prosperidad, y hasta en regímenes no democráticos, cuando el pueblo se aburre porque tiene resuelto el pan, opera la misma ecuación. En lugar de pan, el pueblo pide circo, y quien se lo proporciona consigue sus favores y sus votos. Cicerón se quejaba amargamente del desinterés de las masas populares por la República, que se hallaba en peligro ante los intentos de César de asumir un poder personal mientras la chusma pedía pan y circo en lugar de libertad para participar en la construcción del Estado.56 Entre el pan y el circo hay todo un proceso de reforma social que acaba uniéndolos; los romanos ya conocieron los mecanismos de ese proceso, aunque sólo en la posmodernidad se ha perfeccionado su operatividad. Pero hay una enorme y esencial diferencia entre la chusma que pide pan porque tiene hambre y la chusma que, habiéndolo conseguido junto con unos niveles de bienestar y de acceso a la cultura jamás alcanzados hasta el momento, sigue permaneciendo inculta y sólo pide circo. Hay un gran contraste entre la dignidad de los que pedían pan en 1789 y aplaudían ante el rodar de cabezas guillotinadas (incluso las de quienes honestamente lucharon por conseguirles el pan) y la insatisfacción de los que dependen emocionalmente del alimento del espectáculo que proporcionan los medios de comunicación de masas, públicos y privados, y que fácilmente se asustan ante la eventual carestía de alimentos a causa de una huelga de transporte57, invadiendo los supermercados como si acabase de estallar una guerra (las sociedades ricas generan cobardía y un impulso de atrincheramiento que no se aprecia en las pueblos acostumbrados a lidiar con la escasez). Es posible que en ambos casos encontremos indiferencia hacia la política como participación activa en la construcción del Estado, y que una vez obtenido el pan y el circo todo quede en manos de los políticos profesionales, de uno u otro sentido, para hacer y deshacer a sus anchas. 56
Vid. Stefan Zweig, Momentos estelares de la humanidad. Barcelona, El Acantilado, 2002, cap. 1, dedicado a Cicerón. 57 Nos referimos al episodio huelguista de mediados de junio de 2008.
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Pero son también formas sustancialmente distintas de indiferencia. El hambre material condiciona absolutamente la actividad social de quien lo sufre pero, una vez satisfecha la carencia, no se explica sino por una suerte de contagio que el apetito espiritual se satisfaga simplemente con el circo ofrecido por quienes antes han dado el pan. Todas estas consideraciones conducen a pensar que el político y su asesor no pueden librarse del populismo. No hay objetividad si todo depende de la subjetividad, como sugería Protágoras. En la democracia, las decisiones se someten tarde o temprano al juicio popular. Los partidos recogen la opinión del pueblo y la representan en los parlamentos; o el pueblo asiste directamente a las asambleas y toma decisiones. Es el incontestable dominio de la subjetividad. Frente a éste, Platón esgrimió el poder absoluto de la objetividad del sabio, porque desconfiaba de la validez epistemológica de la doxa. En la democracia, a lo sumo, hay una cierta intersubjetividad que se concreta en el apoyo popular mayoritario a un líder político o a sus decisiones; una concesión al supuesto saber del líder, fundamentada en su carisma y en la convicción de que sabe o de que es capaz de representar opiniones mayoritarias y, por tanto, correctas. Representar o guiar; populismo o demagogia; ser apoyado o seducir para conseguir apoyos; asumir o convencer. En estos márgenes se mueve la acción política en todas las modalidades de la democracia. Este plano de acción no puede modificarse para eliminar el riesgo del populismo, porque limitar las posibilidades de la opinión subjetiva del pueblo supone inevitablemente limitar la esencia misma de la democracia, que consiste en el predominio de la voluntad popular sobre la supuesta objetividad de las convicciones de los políticos y sus asesores. Más aún, la transformación de una democracia en populismo puede ser absolutamente legítima, e incluso puede tener justificación ética cuando sirve para resolver situaciones de precariedad social y económica. El populismo, como se ha dicho, puede ser necesario en determinadas circunstancias socioeconómicas, como vía para que el pueblo consiga mejores condiciones para sí. En casos de desigualdad e injusticia social, o bien el pueblo halla un interlocutor político que interpreta sus aspiraciones y a cambio gana el poder para realizarlas, o bien el pueblo impone por la fuerza a alguien que haga esa misma tarea pero con mayor crudeza (cosa que también puede ocurrir bajo un régimen no democrático). La democracia no puede eludir la necesidad de atender y dar voz a las demandas populares, con independencia de que lo demandado sea pan o
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circo, y por esta razón está obligada a bascular entre demagogia y populismo. Así, los sistemas democráticos han de saber defenderse de los riesgos del populismo sin llegar a despreciar el valor de la opinión popular, de la cual se alimentan. Y, a la vez, han de defenderse de los políticos que creen, secretamente, que una vez en el poder, sus opiniones obtienen validez objetiva mediante la legitimidad que proporcionan los votos, aunque no estén dispuestos a representar siempre a sus votantes. En última instancia, el marco de relaciones entre los ciudadanos y la política, en una democracia, supone que la calidad del sistema político que permite decidir al pueblo no dependerá sólo de si ese pueblo es capaz de hacerse representar adecuadamente, sino también de la calidad de sus demandas. Un pueblo que pide circo y lo consigue porque sus gobernantes acceden a sus demandas, tanto por temor a perder el poder como por la intención de mantenerlo de esa forma, es un pueblo a merced de sus gobernantes y que ha corrompido su sistema de libertades. Naturalmente, esta derivación populista entra en las posibilidades de realización del sistema democrático, y oponerse a ella desde el poder significa violentar el funcionamiento democrático; es la negación misma de la democracia y conduce a la propuesta platónica de evitar que el pueblo pueda tomar partido en la construcción de la polis porque el pueblo siempre acaba pidiendo circo. Platón era sumamente consciente de las dificultades prácticas que albergaba el proyecto sofista, de la resistencia popular a la formación, del enorme esfuerzo que supone formar a un adolescente para que sea adulto. Incluso detectó situaciones que hoy nos parecen comunes: el maestro que teme a sus alumnos y ha de adularlos, los alumnos que hacen caso omiso de los maestros y hasta de sus padres, los jóvenes que se sienten adultos y los adultos que se ven obligados a aceptar a los jóvenes para no parecer antipáticos y mandones58. Platón sabía que la libertad y la igualdad se mueven en todas direcciones, que las posibilidades del ser se realizan sin límites previos, y que la política es un intento de establecer límites razonables al mundo (razonables en tanto que han de tener una justificación racional, no religiosa o mitológica; la filosofía política de Platón es eso, una justificación racional del orden adecuado, aunque si escarbamos en sus fondos hallaremos convicciones mitológicas). En sus críticas a los sofistas olvidaba quizás que éstos también constataron la 58
Platón, Rep. 563ab.
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necesidad de poner límites al mundo desde dentro del sistema democrático y que eso sólo era posible a través de la formación de la ciudadanía. Se trata sin duda de un camino lleno de dificultades, pero es el único camino democrático hacia una democracia de calidad. Dos son los principales obstáculos que hay en él: los políticos profesionales prefieren tener que discutir con un pueblo que pide circo, porque es más fácil dárselo y acallarlo durante un tiempo; y los hombres no son proclives al esfuerzo, y menos si no está vinculado a un beneficio inmediato. El problema de las sociedades democráticas modernas es precisamente la falta de motivación por la participación activa de los ciudadanos, la mala calidad de su ciudadanía. Los políticos, naturalmente, están encantados, aunque no pueden expresar libremente su alegría. Siempre se muestran preocupados por los bajos niveles de participación electoral, pero no pueden dejar de decir que el pueblo nunca se equivoca. Con pueblos así pueden maniobrar con mayor libertad. No son pueblos necesariamente dóciles, pero sus exigencias no son peligrosas para el poder: sólo piden circo, más circo. La ciudadanía está concentrada en la libertad adquisitiva y atenta a los acontecimientos mediáticos más fútiles; sumida en la abundancia moderada, apenas trastocada por crisis económicas que harían las delicias de los pueblos del Tercer Mundo. La ciudadanía de los países occidentales se aburre, y sólo el circo es capaz de generar nuevas inquietudes, nuevas urgencias de supermercado. Ante esta perspectiva, las tentaciones platónicas parecen acertadas: eliminar la representación popular para dejar solos a los gobernantes, a condición de que sean sabios. Por esta razón es necesario no perder de vista a los sofistas. En su época, los sofistas confiaron en las posibilidades de la educación para conseguir una ciudadanía de calidad y evitar los riesgos del populismo: enriquecer la representación por la vía de enriquecer a los representados en el ámbito del saber, para que pidan pan cuando sea necesario, pero que no pidan circo si pueden pedir saber. Era otra época, y el optimismo estaba justificado para cualquier opción, pero quizás en la nuestra no sea posible. La propuesta platónica es incompatible con la democracia y el individualismo, y resulta absolutamente extraña en un mundo marcado por el relativismo epistemológico; después de Auschwitz y del Gulag nadie en su sano juicio puede confiar en el matrimonio entre certeza y política. La
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propuesta sofista, por otro lado, no goza de auténtica popularidad. No hay ciudadanía activa si el pueblo no se interesa en desarrollarla, y la motivación no se puede forzar, hay que provocarla. No estamos seguros de este camino si a la ciudadanía no le interesa seguirlo, es decir, si no desea adquirir cultura política, ni literaria, ni científica, ni artística, ni mucho menos filosófica; si en numerosos y variados ámbitos sociales hay un cierto desdén por la cultura y una firme indiferencia por la lectura; si los sofistas actuales carecen del carisma de los antiguos y viven en el descrédito; si el interés cultural se concentra casi exclusivamente en saberes técnico-profesionales y en las nuevas tecnologías informacionales, y si la participación ciudadana sólo se estimula ante los estantes de los hipermercados. Como contrapartida, dos cosas parecen seguras: que el populismo sin control deteriora las condiciones de desarrollo de la democracia, y deteriora aún más a la ciudadanía; y que las tentaciones platónicas no son democráticas, aunque puedan parecer atractivas y deseables en ciertas circunstancias. La democracia es frágil por ambos flancos, y su resistencia dependerá de la resistencia popular ante ambas amenazas. En última instancia, el pueblo decide ante quién cede más.
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Bibliografía Aristóteles, Constitución de los atenienses. Madrid, Gredos, 1984. Aristóteles, Ética a Nicómaco. Madrid, Gredos, 1998. Aristóteles, Política. Madrid, Gredos, 1994. Eco, U., A paso de cangrejo. Barcelona, Debate, 2007. Forrest, La democracia griega. Madrid, Guadarrama, 1966. Montanelli, I., Historia de los griegos. Barcelona, Plaza & Janés, 1982. Pausanias, Descripción de Grecia. Madrid, Gredos, 1994 (3 vols.). Platón, Diálogos. Madrid, Gredos (varios volúmenes y fechas de edición según volumen). Plutarco, Vidas paralelas. Arístides. Madrid, Espasa-Calpe, 1932. Plutarco, Vidas paralelas. Pericles. Madrid, Espasa-Calpe, 1936. Rodríguez Adrados, F., La democracia ateniense. Madrid, Alianza, 1975. Sofistas, Testimonios y fragmentos. Madrid, Gredos, 1996. Tovar, A., Vida de Sócrates. Madrid, Revista de Occidente, 1966. Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso. Madrid, Gredos (varios volúmenes y fechas de edición según volumen). Se ha tenido en cuenta también la edición crítica en griego y catalán, bajo el título Història de la Guerra del Peloponès. Barcelona, Fundació Bernat Metge, 1954. Zweig, S., Momentos estelares de la humanidad. Barcelona, El Acantilado, 2002.
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Aristóteles, Alejandro y el mestizaje59
Alejandro se lanzó a la conquista de Asia predispuesto a la orientalización, mientras los griegos más tradicionales temían que provocase el fin de la cultura helena. Este artículo quiere mostrar el papel de la ideología en la percepción de las realidades sociales. A las puertas del Forum 2004 no se puede olvidar que el mito del mestizaje puede ocultar las sombras presentes en toda relación intercultural.
Cuando en Atenas se supo de la muerte de Alejandro en extrañas circunstancias, comenzó a correr el rumor de que Aristóteles había colaborado con los hipotéticos asesinos del joven monarca macedonio, a quien había educado para ser el mejor gobernante de los griegos. Se decía que Antípatro, regente de Alejandro en Atenas y amigo personal de Aristóteles, había ordenado su muerte, que Aristóteles había proporcionado el veneno (conocedor de los secretos de las plantas), y que un tal Iolo lo había suministrado a Alejandro, gracias a su cargo de primer escanciador del monarca. Así lo cuenta Plutarco en su Vida de Alejandro. Quizás porque el rumor era absolutamente malintencionado, apenas es mencionado en las biografías del pensador estagirita, y eso que es sobradamente conocida la distancia que comenzó a haber entre Aristóteles y Alejandro desde que éste mostró abiertamente sus tendencias imperialistas y a favor del mestizaje entre griegos y persas. Ni Aristóteles ni muchos de los que efectivamente conspiraron contra él simpatizaban con los planes de Alejandro. Confiados en la superioridad cultural de los helenos, recelaban de la facilidad con que el nuevo monarca instalado en el trono persa se había dejado orientalizar. Alejandro se consideraba sucesor legítimo de la monarquía persa y tenía planeado mantener el nuevo imperio mediante una élite macedonia 59
Publicado en Lateral, mayo de 2004.
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y persa a la vez. Al mismo tiempo que helenizaba a los persas, iba adoptando maneras orientales, es decir, bárbaras, que no eran del gusto de los griegos más puristas. Por ejemplo, la prokýnesis, o adoración de rodillas, que exigía a sus tropas. Aristóteles no podía admitir en su discípulo una conducta tan contraria a sus enseñanzas (aunque en su filosofía haya argumentos suficientes para justificar los afanes de Alejandro), y como cualquier griego debía sentirse incapaz de arrodillarse ante otro ser humano como reconocimiento de una naturaleza superior a la suya propia. Repudiaba sobre todo el despotismo oriental que podía llegar imponerse a las aún independientes ciudades-estado griegas, pero también pensaba que un bárbaro nunca podría igualarse a un griego, ni política ni culturalmente, simplemente porque no era griego. El orgullo helénico primaba sobre cualquier insinuación de la igualdad universal entre los hombres. Nuestros prejuicios raciales y culturales no son, pues, tan nuevos. Aunque la supuesta participación de Aristóteles en el tiranicidio fue seguramente una infamia propagada por sus enemigos en Atenas, que defendían la débil democracia ateniense del despotismo macedonio y sabían de la larga y estrecha colaboración de Aristóteles con el nuevo régimen, la relación entre maestro y discípulo había comenzado a agriarse cinco años atrás, precisamente a raíz de la llamada “conspiración de los pajes” (327 a. C.), que fue un complot urdido contra los ya evidentes desvaríos orientalizantes de Alejandro. En esa ocasión, un sobrino de Aristóteles, Calístenes, que ejercía de cronista de la expedición alejandrina, fue acusado de complicidad con los pajes conspiradores y ejecutado por orden de Alejandro. Aristóteles tenía por ello razones suficientes para desear la muerte de su discípulo más disidente. No obstante, la muerte de Calístenes también permanece envuelta en el misterio, pues unos dicen que efectivamente murió ahorcado por orden de Alejandro, otros dicen que murió de enfermedad en prisión y otros que fue juzgado en Atenas, en presencia de Aristóteles y que más tarde, pero aún en vida de Alejandro, murió de obesidad y comido por los piojos, según Plutarco. Con semejante elemento en la familia de su maestro, Alejandro debió comenzar a desconfiar también del propio Aristóteles, máximo representante del racismo helénico. Plutarco se refiere a una carta de Alejandro a su regente, Antípatro, en la que declara su intención de
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castigar a Calístenes y “a los que acá le enviaron y a los que dan acogida en las ciudades a los traidores contra mí”, cosa que, según Plutarco, alude directamente a Aristóteles. Sin embargo, tal desconfianza no puede demostrarse históricamente, pues las fuentes del imaginativo Plutarco son tan poco fiables como él mismo. Otros autores coetáneos indican que la relación de Aristóteles con Alejandro fue siempre buena al margen de su diferente concepción de lo helénico. Por lo demás, Alejandro ni siquiera confiaba en su regente. No obstante, los problemas que Aristóteles tuvo en Atenas desde la muerte de Alejandro no fueron debidos al rumor sobre su participación en su asesinato, sino más bien a su reconocido colaboracionismo con los macedonios. Las sombras del mestizaje La cuestión de fondo de este asunto no nos es en absoluto ajena: se trata del mestizaje y de los problemas que comporta, tanto para las sociedades receptoras como para las emisoras de cultura. El mestizaje es una divisa de gran valor en el panel ideológico de la posmodernidad, cosa que sirve de aliento a pacifistas y espiritualistas varios (último refugio del progresismo): si occidente es receptivo ante la llegada de nuevas culturas a su territorio, al menos hay un reducto de occidentales dispuestos a mezclarse con los recién llegados e intercambiar sus diferentes jugos culturales. Si el mestizaje y el diálogo intercultural son apreciados como valores positivos en la actualidad (y en pro de esos valores se invertirán millones de euros en el Forum 2004), es síntoma de que la cultura europea se dirige hacia una apertura sin precedentes. El hombre occidental es, sin embargo, reacio a dejarse invadir (y proclive a invadir a otros). Teme la invasión del Sur (y también la del Este), y olvida la enorme dependencia que tiene de estos procesos la pervivencia de toda cultura. Ante la evidencia empírica de la inmigración, el europeo advierte que el ideal no está exento de inconvenientes, y como ocurre con todos los ideales, el primero de sus inconvenientes es su irrealidad: la experiencia de todos los tiempos muestra que los colectivos humanos son proclives al roce, pero nunca a costa de su disolución en un magma que rompa las diferencias que se consideran sustanciales.
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El discurso idealista sobre el mestizaje es el más fácil de proclamar y a la vez el más difícil de realizar, sobre todo porque nunca hay un equilibrio en la interacción y la balanza siempre se inclina hacia un lado bajo el peso de la supremacía. La supremacía, al contrario de lo que pueda parecer, no es el resultado de la interacción, sino que se da como actitud previa en una cultura que se entiende a sí misma como superior. Es lo que Sophie Bessis llama cultura de la supremacía, refiriéndose a la actitud occidental respecto de los otros pueblos del mundo, actitud naturalmente heredada de nuestros ancestros helenos.60 Los inconvenientes del mestizaje son también advertidos por quienes temen la expansión de la cultura occidental hacia el resto del mundo. Hay un cierto miedo intelectual (curiosamente también muy progresista) a que la cultura basura occidental estropee lo auténtico que hay en las culturas indígenas invadidas por los occidentales. En un interesante articulo de Polly Toynbee, titulado “¿Quién teme a la cultura global?”, e incluido por Giddens y Hutton en su recopilación En el límite. La vida en el capitalismo global61, la autora afirma que tal pánico es un exagerado y viejo prejuicio intelectual ante lo nuevo. Para Toynbee, Occidente representa libertad por encima de riqueza y oportunidades. El lado salvaje del capitalismo es el lado oscuro de la libertad que Occidente ofrece a las otras culturas, pero frente a una vida sofocante en comunidades rígidamente jerarquizadas por la religión y las costumbres, la libertad occidental es una genuina alternativa, sobre todo si se transforma políticamente en un régimen democrático, que es con seguridad el mejor que ha podido ofrecer el desarrollo cultural humano. Esa occidentalización no debería avergonzarnos, a pesar de ser conscientes de que va acompañada de enormes beneficios para Nike o Coca-Cola y supone el fin de ancestrales tradiciones que ya no sirven para nada, opina Toynbee. La contaminación está en la esencia de la cultura, y una cultura pura es una cultura muerta, por muy virgen que permanezca. Es cierto que la cultura occidental se ha universalizado, y que la uniformidad americana invade y acaba con muchas culturas indígenas, que no resisten la supremacía global de lo occidental. Aunque la invasión 60
Sophie Bessis, Occidente y los otros. Historia de una supremacía. Madrid, Alianza, 2002. 61 A. Giddens & W. Hutton (eds.), En el límite. La vida en el capitalismo global. Barcelona, Tusquets, 2001.
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griega de Asia tiene muchos rasgos comunes con la sutil invasión norteamericana del resto del mundo, en este caso las limitaciones espaciales han sido superadas con creces y la cuestión del lugar ya no es de esencial trascendencia. No lo es porque la cultura occidental está en todas partes. La cuestión del mestizaje es ya un fenómeno de globalización cultural. Polly Toynbee muestra lo sorprendentemente fácil que es pasar elementos de una cultura a otra, por distanciadas que estén entre sí. Y eso ocurre muchas veces sin la necesidad de imponer nada, sólo por el atractivo propio de una cultura para los receptores de la otra. En su indagación sobre la cultura de la supremacía occidental, Sophie Bessis escribe con una actitud mucho más combativa que Toynbee, en un libro apasionado y a la vez riguroso. Bessis es tunecina de origen judío, educada en el sistema escolar de la entonces aún colonia francesa. La autora reconoce los beneficios de la occidentalización, sobre todo a partir de la idea de la universalidad de la igualdad y la libertad para los individuos. Pero su condición colonial le ha permitido ver la cultura de la supremacía ensombreciendo las buenas palabras de sus colonizadores. La cultura de la supremacía reside, como un virus latente, incluso en las mentes de esos sabios temerosos de alterar las formas indígenas que aún perviven dispersas en lugares recónditos y alejados de toda contaminación. No es tan grave que los indígenas tibetanos capten por satélite películas occidentales subidas de tono, pero no es absolutamente inocuo para su cultura. Bessis sugiere que la supremacía occidental comienza a discutirse, pero con la insuficiente fuerza para neutralizarla, aunque sí con capacidad para hacer que Occidente replantee su posición en el mundo y comience a contar con los otros en la nueva configuración de un sistema mundial de relaciones. Eso sería una victoria moral para los pueblos que nunca han sido escuchados.
El miedo a los bárbaros Alejandro carecía de la prevención conservacionista tan frecuente en los antropólogos, ese pánico intelectual descrito por Toynbee, sobre todo porque también estaba convencido de la superioridad del griego sobre el bárbaro. En tales casos ocurre que una cultura no duda en superponerse a otra y mezclarse, sabedora de que va a recibir (y por tanto, perder) menos
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de lo que va a transmitir a los otros. Pero Alejandro llega a Oriente preparado para ceder y orientalizarse mucho más de lo que los ideólogos helenos habrían admitido. Aristóteles también daba por segura la superioridad griega, pero se oponía al mestizaje porque temía que lo heleno pudiera contagiarse fácilmente de cualquier otro pueblo, simplemente por entrar en contacto con él. Sin embargo, ni Alejandro ni Aristóteles acertaron totalmente en sus previsiones. Las bodas de griegos con persas, ordenadas por Alejandro, son el mejor ejemplo del escaso riesgo que corrió la cultura helena en su contacto con los pueblos orientales. El episodio es relatado con detalle por Plutarco: al regresar a Susa, e inspirado en una costumbre hindú, Alejandro pensó en casar a diez mil macedonios con otras tantas señoritas persas, para así sellar la relación y realizar la unión entre Europa y Asia en un solo pueblo. Sin embargo, la mayoría de estos matrimonios se disolvieron cuando Alejandro murió, porque los macedonios abandonaron a sus esposas y regresaron a Europa. Quizá de haber vivido Alejandro más años en Persia hubiese fructificado su esfuerzo, pero lo ocurrido tras su desaparición es indicativo de que la unión se había producido precisamente bajo la supremacía de los griegos sobre los persas. Al margen de la corriente orientalizadora que tras la conquista alejandrina llegó a Grecia y pasó incluso a Roma (corriente que, por lo demás, ya fluía antes de Alejandro, hasta el punto que Protágoras tuvo como maestros a sabios persas instalados en Tracia), Grecia siguió siendo la misma cosa que fue siempre, un conjunto de ciudades independientes obligadas ahora a estar unidas bajo el imperio macedonio, a su vez dividido en las llamadas monarquías helenísticas. Grecia dio más a los persas de lo que recibió de ellos, y en este sentido tanto Aristóteles (apocalíptico) como Alejandro (integrado) erraron respecto de las posibilidades de orientalización de los griegos. Pero hay que puntualizar lo siguiente: lo que recibieron los persas no fue lo mejor de los griegos, la democracia de las ciudades del Egeo, sino la monarquía de esos semibárbaros que eran los macedonios.
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Aristóteles y el pluralismo Una alternativa a los riesgos de la atomización social62
Lo mejor es que toda ciudad sea lo más unitaria posible. Esta es la hipótesis que acepta Sócrates. Sin embargo, es evidente que al avanzar en este sentido y hacerse más unitaria, ya no será ciudad. Pues la ciudad es por su naturaleza una cierta pluralidad, y al hacerse más una, de ciudad se convertirá en casa, y de casa en hombre, ya que podríamos afirmar que la casa es más unitaria que la ciudad y el individuo más que la casa. De modo que aunque alguien fuera capaz de hacer esto, no debería hacerlo, 63 porque destruiría la ciudad.
Este artículo pretende dilucidar qué puede aportar Aristóteles a la actual y nueva problemática del pluralismo político. Lo novedoso de las circunstancias presentes consiste en la forma que el pluralismo ha adquirido tras la crisis de la modernidad, tanto en lo ontológico como en lo político-social. Es la forma corpuscular, que puede definirse como la tendencia centrípeta hacia la atomización de las identidades colectivas. Al parecer, Aristóteles no tendría mucho que decir respecto de la condición posmoderna del pluralismo, pero la cita precedente permite aventurar que sí y que su apuesta por el pluralismo es decidida aunque matizada por la búsqueda de la unidad, como se verá más adelante. Aristóteles admite la necesidad de la unidad, pero nunca a costa de la pluralidad, como pide Platón. Aún así queda a cierta distancia del pluralismo político actual, que prescinde totalmente de la unidad, y esa es la distancia que pretendemos medir. 62
Texto inédito escrito en 2002. Aristóteles, Política II 2, 2, 1261a. Traducción de Manuela García Valdés. Madrid, Gredos, 1988. Es obvio que cuado Aristóteles menciona a Sócrates, se refiere a quien se expresa detrás, Platón, en su obra La República. 63
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Aristóteles piensa que la unidad es el estado ideal de las cosas, pero en el caso de la ciudad, la unidad ha de ceder terreno a la pluralidad para que la ciudad permanezca. Sin ambas no es posible la ciudad. Sin unidad ni siquiera es posible pensar la ciudad como un espacio común64, pues la pluralidad absoluta equivale a la anarquía y la disgregación. Pero el predominio absoluto de la unidad es la domesticación de la ciudad, por lo que es necesario combinar unidad y pluralidad, atenerse a la situación concreta de cada ciudad y contemplar el ideal de la unidad como un lejano e inasible horizonte. El concepto de lugar sirve para explicar que la ciudad está en el espacio político como las cosas físicas están en el espacio físico, que es lo mismo que afirmar que la ciudad no es una totalidad, o lo que es igual, que es un conjunto de unidades independientes unas de otras y del lugar que ocupan. La diferencia entre estar en una ciudad y estar en una casa (o en una ciudad gobernada como si fuera una casa) equivale a la diferencia entre ser parte de un lugar y ser parte de un todo. Aristóteles distingue entre las relaciones de las partes de la ciudad con la ciudad, y las relaciones de las partes de la casa con la casa.65
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Ibid., II 1 2. La concepción aristotélica de la casa como unidad tiene un marcado cariz económico, es decir, hay que entenderla como una unidad de producción que también se orienta hacia la autarquía. En este sentido, la casa funciona como una totalidad que somete absolutamente a las partes que la componen, y donde las personas (esclavos, esposa e hijos del señor) tienen un papel no muy diferente del que tienen las herramientas, esto es, sometidos a las consideraciones de la única voz que suena en la casa (por eso la buena esposa es la que sabe estar callada). Por esta razón, la casa aristotélica se parece mucho a las modernas corporaciones económicas, incluso en las relaciones que establece entre capital y trabajo, esto es, de mutua dependencia entre amo y esclavo porque ambos tienen un interés común, la casa, y por ello pueden tener una relación amistosa (Aristóteles, Política I 6, 10). El tema de la dependencia mutua entre capital y trabajo se mantiene plenamente vigente: es el tema de la confianza (ver artículo “Una cuestión de confianza”). Marx mostró en su momento el desequilibrio entre capital y trabajo, que no debería perderse de vista (Marx, Trabajo asalariado y capital, 1849). Platón, antes que Aristóteles, también se había dado cuenta del engaño de este discurso tan mutualista, y rechazó la posibilidad de que amo y esclavo pudieran entenderse horizontalmente (Platón, Leyes VI 756e). 65
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Si la apelación aristotélica al primado de las circunstancias (multiplicidad como pluralidad puramente presencial) sobre los ideales en la política (unidad) hacen del estagirita un pensador interesante para la posmodernidad, su idea del espacio social y político bajo el concepto de lugar le hace especialmente útil a quienes advierten de los riesgos de los últimos desarrollos del pluralismo, ese que llamo corpuscular. Aristóteles aporta un discurso político sobre la multiplicidad donde la unidad juega un papel de contrapeso para salvar la polis de la disgregación sin otorgarle el papel esencial que el platonismo y la modernidad han dado a la unidad como totalización del Estado (determinaciones centrales), y es por eso que interesa en la actualidad. En este sentido, el discurso político de Aristóteles representa una alternativa a las propuestas teóricas del pluralismo actual, que prescinde de la unidad e ignora los riesgos de la atomización y del auge del corporativismo (determinaciones locales). La alternativa aristotélica a la fragmentación y al consecuente peligro de que las determinaciones locales se conviertan en unidades cerradas y totalizadoras (que la unidad sustituya a la pluralidad o que ésta consista en una simple proliferación de unidades según el formato del mosaico cultural), es un concepto de espacio público capaz de dar cuenta de la dimensión fragmentaria de la pluralidad, que permite solapamientos y compartimentaciones, que no exige la homogeneidad ni anula identidades, y a la vez llena el vacío que las determinaciones locales dejan entre sí. Ese espacio proporciona una unidad subyacente capaz de englobar a las otras unidades constituidas como pluralidades, pero sin constituirse en una totalidad que las determine absolutamente. La pluralidad no consiste en disolver lo múltiple en un magma común determinante, sino en dejar aflorar la diversidad por doquier; y la política ha de contar con esa multiplicidad para sostener el juego de la convivencia66. Por esta razón cabe recurrir al concepto de lugar de Aristóteles, sin dejar de apreciar sus contradicciones ideológicas, pues son bien conocidas su preferencia por la monarquía paternalista y su panhelenismo excluyente.67
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Silveira, H. C., La vida en común en sociedades multiculturales, Silveira (ed.), Identidades comunitarias y democracia. Madrid, Trotta, 2000. 67 Aristóteles, Ética nicomáquea VIII 10 y 11, y Pol. I 7 1.
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El pluralismo corpuscular y sus riesgos En este apartado se estudiará la condición posmoderna del pluralismo, es decir, su carácter corpuscular y los riesgos que tal carácter comporta para aquello que hay de político en el pluralismo. Así, es necesario tener en cuenta la relación entre la unidad y lo múltiple como parte esencial del desarrollo histórico del pluralismo político. En esa relación se pueden considerar cuatro posibilidades: la unidad limita absolutamente lo múltiple y lo anula; lo múltiple reside en la unidad; la unidad reside en lo múltiple; y lo múltiple condiciona absolutamente la unidad, y la anula. Sólo las tres últimas formas son compatibles con el desarrollo del pluralismo. Si estas relaciones abstractas se proyectan sobre lo político, la pluralidad es el factum presencial o circunstancial que el político ha de considerar como objeto de una acción cuyo resultado será el orden político consecuente en relación con la pluralidad. El pensamiento político posmoderno tiende a sobredimensionar el factum circunstancial, y es contundentemente partidario del pluralismo como factor condicionador de toda acción política, de manera que ésta ha de consistir en la protección y promoción del pluralismo y de las diferencias que surjan en el cuerpo social, favoreciendo el disenso o bien formas contingentes y rescindibles de consenso. La posición de Aristóteles es intermedia: la política es un equilibrio entre unidad y pluralidad que no debe decantarse exageradamente hacia ningún extremo. Aristóteles puede ser útil hoy porque soltar las riendas de la multiplicidad conlleva ciertos riesgos que los posmodernos miran con indiferencia. Algunos pensadores políticos posmodernos resultan ser ciertamente ingenuos ante el desarrollo espontáneo de la multiplicidad. El pluralismo posmoderno es una reformulación de lo múltiple y una crítica al criterio de unificación central y universalista de la modernidad, realizada desde lo que se ha llamado el giro lingüístico. Esta forma de pluralismo radical no se ha realizado completamente en el ámbito político occidental, aún ligado al modelo de Estado nacional, pero es reclamada por los teóricos posmodernos. Rorty, por un lado; Lyotard y Lipovetsky, por otro, ven en el pluralismo político posibilidades de emancipación y razones para un optimismo democrático que la Ilustración no ha podido satisfacer desde sus presupuestos limitadores de la multiplicidad.
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Rorty habla de la ontología de la contingencia como perspectiva para entender un mundo donde predomina la multiplicidad, fundamento del pluralismo político. Dado que no es posible llegar a las esencias intemporales ni a verdades unitarias y universales en tanto que no son entes presenciales, entonces la acción política no puede fundamentarse en ellas. También el sujeto es contingente; es contingente su conciencia, y lo son sus creencias y hasta sus esperanzas. Es el fin del sujeto racional kantiano, autónomo y unitario, que desemboca en el desarrollo del sujeto múltiple que también sugiere Lipovetsky. Por último, pero principalmente, el lenguaje es también una contingencia de contextos, léxicos, consensos y formas de vida indeterminadas, abiertas y rescindibles.68 Lyotard llega a conclusiones semejantes a través de la crisis de las determinaciones centrales, que se traduce en la preferencia posmoderna por las determinaciones locales (culturas, relatos) frente a las verdades universales (razón, metarrelatos). Los juegos de lenguaje son formas de vida, hábitos, costumbres sociales vigentes en comunidades de uso, pero también formas variables y contingentes, sometidas al cambio y a la sedimentación. No hay racionalidad en ellos, sino reglas de uso no siempre explícitas (prejuicios, mitos) que se aceptan o no, aunque no siempre se pueden escoger libremente, y por las cuales se define la pertenencia o no a una forma de vida, la participación o la exclusión en un determinado juego.69 Lipovetsky, desde un punto de vista más socio-antropológico, analiza la multiplicación de las formas del sujeto desde la crisis del sujeto cognoscente moderno, y enmarca este proceso en un movimiento histórico-político de agudización del individualismo democrático. La crisis de la unidad del sujeto desemboca en la pluralidad desenfrenada del mismo, que se traduce a su vez en una crisis del Estado pero no de la democracia, sino que es propiamente una agudización de la democracia.70 Ahora bien, el principal error de los defensores posmodernos del pluralismo consiste en creer que la multiplicidad de formas presente en el 68
Vid. Vidal, A. A., “Rorty: el intelectual en la sombra”, en Lateral, febrero 2002. 69 Lyotard, J. F., La condición postmoderna. Madrid, Cátedra, 1984 (1979). 70 Lipovetsky, G., La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona, Anagrama, 1990 (1989).
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mundo occidental permanecerá estable como fuente de pluralidad y garantía de libertad. Como podemos apreciar dos décadas después de haber sido realizadas estas formulaciones, ocurre todo lo contrario: las formas de lo múltiple evolucionan y tienden a enquistarse para generar unidades que potencialmente pueden amenazar la libertad individual, que es la base material de la diversidad. Lo plural es en realidad una proliferación de diferencias unitarias, separadas e inconmensurables (corpúsculos). Si la unidad reside en lo múltiple, significa que cada forma de la multiplicidad se transforma en unidad por sí misma, generando una multiplicidad de conjuntos cerrados de deberes, derechos y posibilidades que no está contenida en un lugar común, en otra unidad de orden superior, pues en tal caso sería lo múltiple lo que residiera en la unidad; el resultado de esta forma de relación de lo uno con lo múltiple es un régimen feudal puro, el cantonalismo, el nacionalismo exacerbado y excluyente, los reinos de taifas culturales e identitarios basados en la pertenencia, y el actual corporativismo económico y político; eso es el pluralismo corpuscular. Lyotard llega a aceptar que el pluralismo contemporáneo se está desarrollando según este modelo corpuscular, fruto del emergente predominio de las determinaciones locales (empresariales, si se quiere y, sobre todo, mediáticas) en todas las áreas de organización del poder. Desde el giro lingüístico y las determinaciones locales, el pluralismo posmoderno realiza plenamente el modelo corpuscular, primero en lo epistemológico, luego en lo científico y finalmente en lo político. En un mundo de juegos de lenguaje, la 'verdad' queda necesariamente contextualizada en el complejo de reglas internas del juego, en tanto que el sujeto satisfaga las reglas mediante las jugadas pertinentes y no mezcle las reglas de un juego con las de otro. Cada corpúsculo tiene sus reglas de juego y pertenencia, independientes respecto de otro corpúsculo. Lipovetsky recurre a la idea de redes situacionales para compensar el vacío del individualismo extremo con un sistema minimalista de relaciones sociales que se transforman en redes comunicacionales impermeables, para las que se establecen ciertos parámetros de pertenencia de rigidez variable. Un ejemplo actual de esto son las redes de amistad tipo facebook. La auténtica emancipación reside en la pertenencia; la libertad, en la posibilidad de escoger la pertenencia o no a un grupo, forma de vida o juego de lenguaje cualquiera. Tal es el optimismo democrático de Lipovetsky, que amaga un sutil
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reconocimiento del pluralismo corpuscular. El pluralismo individualista no puede, por sí sólo, garantizar la libertad, y se refugia en compartimentos estancos y protegidos en busca de identidades más o menos cercanas (club deportivo, asociación cultural, centro cívico, tribu, nación, religión, etnia, etc.). Semejante eclosión de multiplicidad contribuye más a la dispersión que a la interrelación, porque tales representaciones no siempre admiten una intersección en un mismo plano con otro tipo de representación, sino que tienden a desplazar al otro y se convierten en fundamentales para la identidad del sujeto y de su representación como tal en el mundo. El modelo corpuscular tiende a totalizar la representación a costa de la pluralidad, que queda acotada en los límites de cada unidad, sobre la base material de los sujetos que pertenecen a ella. Rorty también acaba en los remolinos de la corpuscularidad desde su inicial alabanza de la multiplicidad natural de las cosas y las circunstancias. El sujeto es polifacético, capaz de jugar a múltiples juegos y encajar en numerosas formas de vida de forma contingente. La sociedad en la que vive ese sujeto es una comunidad también contingente, sin unidad central que la envuelva, porque todos los acuerdos son rescindibles, y todas las esperanzas también. Sólo el ámbito privado contiene cierta unidad (como ya advertía Aristóteles). Así que la liberación del individuo de su esencia subjetual moderna es, más bien, una liberación respecto del sujeto público kantiano que deja en la más absoluta soledad al sujeto privado, condenado a buscar relaciones compensatorias en juegos contingentes más o menos cercanos, más o menos similares al ámbito privado, pero cada vez más alejados del espacio público (como también advertía Eco)71. Reaparece la casa, o la búsqueda de una casa común donde otros sujetos se refugian de la soledad. El fundamento contingente de la socialidad no es una moralidad universalista, sino una ética que Rorty explica bajo el paradigma de la solidaridad. La solidaridad se explica contingentemente, incluso cuando es entendida como obligación moral, pues aquello que impulsa a acciones deliberadas es también contingente, intrascendente, no universal, pero tanto más intenso cuanto más próximo al universal cercano del sujeto que delibera. Bajo la solidaridad se esconden uno valores de proximidad, grupales, gremiales, religiosos, nacionales. La solidaridad sólo puede 71
Eco, U., y otros, La nueva Edad Media. Madrid, Alianza, 1983 (1973).
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fundamentarse localmente, como una apuesta o defensa de lo común en tanto que cercano, aunque esa cercanía sea también contingente. Como dice en el último capítulo de Contingencia, ironía y solidaridad, "nuestro sentido de la solidaridad es más fuerte cuando aquellos con quienes expresamos nuestra solidaridad son uno de nosotros, donde 'nosotros' significa algo más pequeño y local que la raza o el ser humano."72 La posmodernidad ha dado lugar a un nuevo pluralismo bajo la forma de verdades relativas a relatos y a determinaciones locales independientes unas de otras. La coexistencia de esas nuevas verdades está garantizada por su separación horizontal; nada legitima a unas sobre otras, aunque en realidad están sometidas a una auténtica agonística existencial. Para poder ser (esencia) sólo es necesario estar (presencia) en alguna de esas nuevas aldeas de determinación y de sentido. No estar en algún lugar determinado equivale a no ser nada. La formación de determinaciones locales, corpúsculos o corporaciones que albergan a esas nuevas verdades y sentidos no permite otras alternativas. Pero para poder estar en esas unidades de sentido hay que ser como determinen las mismas. De esta manera, la pluralidad florece en el ámbito de las relaciones sociales, en las agrupaciones de seres humanos unidos por lazos contingentes pero sólidos (solidaridad) en torno a determinados juegos de lenguaje. Pero la pluralidad no alcanza al sujeto mismo, al que no se le reconoce ni la esencia ni la presencia salvo que se vincule, aunque sea contingentemente, a alguno de esos juegos de lenguaje aceptando unas normas excluyentes, aunque contingentes. La presencia del individuo en el espacio político o público está ahora determinada por su agregación a un grupo. El individuo aislado ha desaparecido del espacio público, y esa desaparición coincide con la crisis del Estado moderno. Las determinaciones locales pueden operar como totalidades con sentido propio, como referencias absolutas que integran al sujeto bajo la égida de la pertenencia. Cuando las colectividades locales se estructuran como totalidades, tienden a cerrarse en sí mismas y demandan una mayor identificación de sus miembros, al tiempo que la identidad colectiva supone una intensa diferenciación respecto de otros grupos73. El sujeto liberado de las determinaciones centrales, pero aislado, se deja arrastrar por las determinaciones locales, que le proporcionan un sentido vital a 72 73
Rorty, R., Contingency, Irony, and Solidarity. New York, CUP, 1989. Silveira, op. cit.
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cambio de convertirlo en parte de un todo. La emancipación ya no es del sujeto respecto de cualquier determinación, sino de las determinaciones locales respecto del control las determinaciones centrales. El resultado es equivalente a huir del poder centralizado y de la Roma imperial para entregarse a los caprichos del señor feudal. El auténtico inconveniente de aceptar la emancipación como un simple desarrollo del pluralismo radical consiste en el desarrollo de corpúsculos cuya legitimación ya no puede dilucidarse desde fuera, sino que depende de las reglas propias de cada corpúsculo o unidad de sentido. Esos corpúsculos de validez pueden ser enormemente poderosos, y disponer de recursos económicos para atrapar a millones de personas bajo su influencia. Tal cosa representa el declive de la ciudadanía activa, tanto en el sentido clásico (libertad participativa) como en el sentido moderno (libertad personal). El espacio público queda automáticamente descartado de su antigua función de sede de la libertad individual y de la agonística política, porque, carente de unidad, abandonado por todos, alberga la pluralidad absoluta, hasta el punto de que puede ser peligroso estar en él (País Vasco, Colombia, suburbios de Moscú o Nueva York, Afganistán, etc.). Lo que fue el mayor bien de la polis, su pluralidad, ha acabado con ella, por no haber preservado su unidad. Pero no estamos hablando de unidades nacionales.
Aristóteles como alternativa pluralista Es necesario que todos los ciudadanos lo tengan en común todo o nada, o unas cosas sí y otras no. No tener nada en común es evidentemente imposible, pues el régimen de una ciudad es una especie de comunidad, y ante todo es necesario tener en común el lugar. El lugar de la ciudad, en efecto, es uno determinado, y los ciudadanos tienen en común una misma 74 ciudad.
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Aristóteles, Política II 1 2, 1260b.
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Aristóteles proporciona una alternativa que no altera la base del pluralismo contemporáneo, su corpuscularidad, pero impide que el exceso de unitarismo en cada corpúsculo destruya la ciudad como lugar de la pluralidad, como espacio de relación entre formas de vida. Tiene una concepción compartimentada de la ciudad (la casa como unidad inferior, incluso en sentido económico, y a la vez sometida a una unidad) asociada con la unidad del espacio público. El pluralismo de Aristóteles admite la presencia de lo corpuscular, pero incorpora una cierta determinación central a través de la cual se configuran las determinaciones locales, a fin de evitar que la pluralidad acabe con la ciudad, por ser absoluta, y asegurar que las unidades corpusculares no puedan amenazar a la pluralidad individual, por depender ambas de una misma unidad central. A estos efectos, es necesario que los individuos puedan apelar a una unidad superior a las locales, sin tener que pasar por la pertenencia a éstas. Aristóteles aporta una noción de espacio público compatible con las determinaciones locales, que son incluso genéticamente esenciales a la ciudad, y con la esencial presencia del individuo-ciudadano75, que es a la vez miembro (señor) de alguna corporación económica o casa (aunque no necesariamente propietario). No necesita el consenso, pues el espacio público tiene sus propias reglas que, como en todas las determinaciones, se aceptan o no: el espacio público es un lugar en el que para estar sólo hay que entrar y manifestarse (presencia), y en el que se pueden representar todas las multiplicidades del ser sin que medie pertenencia alguna. La condición necesaria consiste en que han de poder entrar todos y permanecer allí en condiciones de seguridad, pues no se trata de que haya ciudades sólo de mecánicos, de banqueros, o de zapateros76, ya que la ciudad no se constituye de uniformidad77. Tal cosa sería equivalente a domesticar la ciudad bajo el ideal de la unidad. Al contrario, hay que dejar entrar en el espacio público toda la pluralidad de circunstancias que entorpecen ese ideal pero que a la vez salvan a la ciudad. El espacio público es condición de posibilidad de la multiplicidad, el lugar donde puede residir la pluralidad sin fragmentarse en unidades separadas, sin atomizarse. 75
Aristóteles, Pol. I 2 5-8 y III 1. Aristóteles, Pol. III 9 6. 77 Aristóteles, Pol. II 2 3. 76
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Aristóteles utiliza en la política el mismo término que en la física: lugar, topos78. Cada cosa tiene un lugar que le es propio, con independencia de la posición de cualquier observador. El lugar no es un referente relativo, sino absoluto. Es como un recipiente donde reposan las cosas naturales: "donde ahora hay agua luego habrá aire cuando el agua haya salido del recipiente, y más adelante algún otro cuerpo ocupará el mismo lugar"79, porque ese lugar nunca puede estar vacío. Además, el lugar ejerce cierto poder sobre los elementos que lo ocupan, aunque no se trata de un poder eficiente de atracción, pues el lugar no es causa, sino que es una especie de dynamis, de potencialidad basada en la idea tradicional entre los griegos de que lo semejante tiende a estar con lo semejante80. El lugar condiciona las cosas que hay en él en el sentido de que sólo pueden estar en reposo aquellos elementos que están en el lugar que les corresponde, o bien que los cambios que vayan a producirse sean los que corresponden al lugar, elementos y momento adecuados. Aristóteles, en la Física, enumera las formas o sentidos del estar en, como relación de reciprocidad entre las partes y el todo. Se es parte de un todo cuando "aquello que está dentro y aquello dentro de lo cual está son ambos partes de una misma cosa"81. Las partes de un todo no son unidades en el sentido estricto de la palabra, sino sólo figurada o metodológicamente, porque no son separables del conjunto sin que el conjunto padezca un cambio esencial. Para Aristóteles, las partes que pueden separarse entre ellas porque son específicamente distintas y poseen una distinta naturaleza y potencialidad son más bien partes de un lugar que partes de un todo, y al ser analizadas ha de tenerse en cuenta su relación con el resto de las partes y con el lugar que las contiene, pues aunque las partes pueden ser diferentes tienen algo en común: el lugar que las contiene. A su vez, el lugar las determina, pues cada lugar tiene leyes propias; pero no las determina absolutamente, porque las partes son esencialmente separables del lugar donde están.
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Rackham, H., Aristotelis Politica. London, Harvard University Press, 1990 (1932) y Ross, W. D., Aristotelis Politica. Oxford, Oxford University Press, 1957. 79 Aristóteles, Física IV 1, 208b. 80 Aristóteles, Fís. IV 1, 209a 20 y IV 4, 211a 3. 81 Aristóteles, Fís. IV 3, 210a 30.
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Lo que esencialmente diferencia al lugar de la totalidad es precisamente esa dependencia parcial que se establece entre el lugar y sus partes, esto es, que las partes de un lugar no están en continuidad entre ellas mismas ni con el lugar mismo, sino que pueden individualizarse, concebirse como unidades funcionales autónomas y separarse del lugar donde están: "un lugar puede ser abandonado por la cosa contenida y es separable de ella"82. Es significativa la importancia que tiene el movimiento como condición de posibilidad de la multiplicidad de las partes de un lugar, pues sin movimiento ese lugar se transformaría en una totalidad unitaria: ser parte de un lugar es siempre accidental, o contingente, en términos posmodernos. Aristóteles utiliza el concepto físico de lugar para definir las relaciones que se establecen en una ciudad. Las partes de la ciudad no son partes de un todo sino partes de un lugar. "Una ciudad no resulta de individuos semejantes"83, ya que los ciudadanos pueden ser bien diferentes entre sí, dadas sus circunstancias, "pero tienen en común una misma ciudad"84, que es el lugar donde se desarrolla toda diversidad de circunstancias, y ese lugar no es una totalidad puesto que "es posible que el lugar y los habitantes estén separados, y que unos habiten en un lugar y otros en otro".85 La polis es una pluralidad de formas de vida que residen en un lugar común, y ese lugar constituye una cierta unidad. La unidad de la ciudad no es el lugar físico, el espacio rodeado por una muralla, sino aquello que es común a la pluralidad de los ciudadanos, que es algo tan abstracto como la ley o, si se prefiere, el régimen86. La unidad no es la suma de las partes, sino que lo unitario reside en las múltiples partes, que forman un agregado de unidades o totalidades por sí mismas, vinculadas contingentemente a un lugar común. La pluralidad está vinculada, pues, a lo concreto, lo físico, lo contingente, lo circunstancial. Sólo lo que es esencia, en tanto que inteligible, es unidad, mientras que las presencias,
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Aristóteles, Fís. IV 4, 211a. Aristóteles, Pol. II 2 3. 84 Aristóteles, Pol. II 1 2. 85 Aristóteles, Pol. III 3 3-4. 86 Aristóteles, Pol. III 3 7-9. 83
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en tanto que perceptibles contingentes, son la base material de la pluralidad.87 En virtud de tal parcialidad, lo que ocurre en una ciudad puede afectar a todas sus partes, pero sólo accidentalmente. Es sólo en un sentido metafórico, ideológico, metafísico o metodológico que se puede hablar de la ciudad como un cuerpo orgánico, como una comunidad de intereses. Una ciudad no es de hecho (en acto) una comunidad de hombres que viven en vistas al bien de todos, sino sólo en el pensamiento o como finalidad, potencialidad o esencia inteligible88. La ciudad está constituida en vistas al bien, pero no en sentido absoluto, sino con relación a un cierto bien dadas las circunstancias, y sobre todo en vistas a su autosuficiencia, la autarquía, que supone poseer todo lo necesario para subsistir sin depender de otros. Por lo mismo que la ciudad autosuficiente es parte de un lugar y no parte de un todo, estar en una ciudad tal es también ser parte de un lugar, no pertenecer a nadie, ser libre para moverse y desarrollarse en ella, de acuerdo con lo que esa libertad supone de responsabilidad de cara a la conservación de algo tan preciado como el lugar donde florecen las libertades públicas.89 Todas las partes han de poder ser y desarrollarse por el mero acto de estar en este lugar de la pluralidad, pero para poder estar hay que cumplir con una serie de requisitos mínimos generales, que obligan a todos incluso dentro de sus reducidos marcos de referencia o determinaciones locales. La aportación de Aristóteles va en esta dirección: los vacíos intersticiales son incompatibles con la política, todos los lugares de la ciudad son independientes y tienen leyes propias (las casa, las empresas), pero se someten a las leyes propias del lugar que los abarca y les da cobijo (la ciudad, el Estado, las organizaciones políticas supranacionales). Todos los lugares deben ser llenados, en parte por sus propias determinaciones, en parte por la determinación general de la ciudad. Cada cual es señor de su casa y hacienda o corporación, pero es a la vez ciudadano y debe atenerse siembre a esa condición. Aristóteles no admite la compartimentación completa, pues su sistema exige la simultaneidad o el solapamiento de diferentes lugares en un lugar común, de la misma
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Aubenque, op. cit. Aristóteles, Pol. III 9 3-6. 89 Aristóteles, Pol. I 1 3 y I 2 7-9. 88
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manera que un recipiente puede contener a varios recipientes más, y así sucesivamente.
Bibliografía Aristóteles, Ética nicomáquea. Madrid, Gredos, 1988. Aristóteles, Física. Madrid, Gredos, 1995. Aristóteles, Política. Madrid, Gredos, 1988. Lipovetsky, G. (1986), La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona, Anagrama, 1990. Lyotard, J. F. (1979), La condición postmoderna. Madrid, Cátedra, 1984. Rackham, H. (1932), Aristotelis Politica. London, Harvard University Press, 1990. Rorty, R. (1989), Contingency, Irony, and Solidarity. New York, CUP. Ross, W. D. (1957), Aristotelis Politica. Oxford, Oxford University Press, 1957. Silveira, H. C. (2000), La vida en común en sociedades multiculturales, en Silveira (ed.), Identidades comunitarias y democracia. Madrid, Trotta. Vidal, A. A. (2002), “Rorty: el intelectual en la sombra”, en Lateral, febrero 2002.
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Violencia y legitimidad90 Mucha gente gritó alborozada cuando, el pasado 11 de septiembre de 2001, dos aviones comerciales fueron usados como misiles contra las Torres Gemelas de Nueva York. Al margen de las muestras de solidaridad con las víctimas manifestadas por casi todos los países del mundo, no puede obviarse que una parte de la población de algunos países no compartía esos sentimientos forzados por la diplomacia y la geoestrategia. Estas circunstancias, que muchos han señalado pero que han acabado superadas por el impacto de los dos aviones, nos conducen a realizar una reflexión sobre el uso de la violencia como medio para unos fines que pretenden ser legítimos. En primer lugar, hay que considerar que la legitimidad de una idea no depende en primera instancia de los medios usados para ponerla en práctica. La violencia de los medios es de discusión aparte y, por supuesto, de necesaria discusión en tanto que el uso de la violencia puede llegar a deslegitimar la realización concreta de determinadas ideas. Pero hay que contemplar también un contexto en el que la violencia pueda llegar a ser necesaria, y donde esa necesidad tenga el aval de cierta legitimidad política o histórica (como es el caso de las movilizaciones populares contra la tiranía, de la defensa de los oprimidos, de ciertos movimientos de resistencia, etc.), todo ello al margen de su admisibilidad ética. Por mucho que pueda cuestionarse la moralidad de la violencia, es evidente que sin violencia no se puede hacer una revolución, aunque las circunstancias históricas y sociales la justifiquen. En segundo lugar, es necesario poner la violencia en relación con el desarrollo histórico del hombre. La historia permite explicar la violencia, la de los estados y la de los pueblos. Explicar, sin embargo, no significa justificar. La violencia nunca se puede justificar dentro de una ética, pues parece contraria a toda idea de bien. Tampoco dentro de un marco político democrático, incompatible con la eliminación del contrario. Pero ha de ser dotada de un sentido, sea de carácter social o político. Que algo tenga sentido no implica ni que sea bueno ni que sea necesario. El sentido da lugar a un entendimiento de la relación de los acontecimientos y 90
Artículo publicado en Lateral, enero de 2002.
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permite atenuar los absolutos para llegar a comprender la presencia de la violencia en un mundo pretendidamente moral. Ni todos los pacíficos son gente de bien, ni todas las formas de violencia son absolutamente criminales. La relación entre Occidente y el resto del mundo muestra esta paradójica situación: la violencia occidental ha sido imprescindible para devolver cierta libertad a las mujeres afganas, pero en nombre de la paz y el orden los occidentales han tolerado y hasta admitido abusos inaceptables, en sus propios países y en los que se han resistido a aceptar esa paz y ese orden. La violencia hace que los hombres sean medios para un fin, idea que repele al gusto occidental, nada menos. Sin embargo, los occidentales no hemos hecho nada para evitar en el resto del mundo eso que tanto nos disgusta en el nuestro. Hay que aceptar la decepción histórica, el fracaso occidental en la misión ilustrada de universalizar la igualdad entre los hombres. A estas alturas, la igualdad es una mentira más, y la superficial pero sofisticada vida de un neoyorquino vale mucho más que la precaria existencia de miles de niños somalíes o millones de mujeres afganas. La penosa realidad es que para que los hombres occidentales se hayan convertido en fines en sí mismos, como deseaba Kant, el resto sigue anclado en el estadio de ser medios para un fin, sin poder salir de la miseria material. Es desde la perspectiva de este fracaso histórico que Occidente debe entender y encajar que otros pueblos se crean legitimados para usar la violencia contra quien ha impuesto un orden sólo formalmente justo.
La violencia y la historia El precio del progreso es la violencia. Nada que haya sido de trascendencia en la historia del hombre ha podido realizarse sin ella. Los acontecimientos importantes suelen percibirse tan imbricados con los procesos históricos que parecen conducidos por la necesidad, y en consecuencia dejan de verse aquellos aspectos que muestran su simultánea condición azarosa. La revolución del Neolítico es uno de los mejores ejemplos para ilustrar esta paradoja de la acción humana. La invención de la agricultura supuso un punto de inflexión en la historia del hombre y pudo no haberse realizado; sin embargo, una vez desencadenado el proceso se convirtió en inevitable y dio lugar a la primera forma organizada de violencia: la lucha por el control del
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territorio fértil y el almacenamiento de alimentos, semillas, etc. Desde entonces, la situación del hombre ha seguido dependiendo miles de veces del azar, pero también ha sido fruto de situaciones inevitables. Azar y necesidad. Por ello, violencia. Las luchas tribales son milenarias, y sin ellas no habría predominado el sapiens sobre el neanderthal; los imperios antiguos crearon las primeras ciudades, pero a costa del dominio de unas sobre otras; los imperios europeos abrieron paso al mundo moderno, industrial y hasta postindustrial, pero también a costa de la masacre de seres inocentes, víctimas de la guerra, el hambre y la explotación colonial. La violencia acompaña al hombre en todos sus actos colectivos, y es el precio que se ha de pagar para conseguir el desarrollo y sus benéficos frutos. Por supuesto, esto no debe ser motivo de satisfacción. Por injusto que sea, la violencia está al otro lado de las más benéficas realizaciones humanas. Es inadmisible, y eso es responsabilidad del mundo occidental, autor de la historia de los otros pueblos, que sólo se hayan mostrado los aspectos positivos del desarrollo económico. Los ideólogos de la globalización se habían presentado sin embargo con una paloma blanca en la mano: será un proceso pacífico, dijeron, sostenible, que extenderá la riqueza a los países pobres si asumen el modelo económico occidental. La necesidad se presenta ahora dulcificada: todo son bondades en el capitalismo global, y nada justifica, pues, la resistencia a su realización. Los últimos acontecimientos violentos deberían conducir a una profunda revisión de semejantes postulados, pues ahora es más evidente que nunca que la globalización genera violencia. Comenzaron a disiparse las dudas después de lo ocurrido en las calles de Génova, durante la reunión del G-8 de julio de 2001. Una vez más la historia presenta su doble rostro y desmiente a los ingenuos que creyeron a Fukuyama: los procesos fundamentales siguen siendo dialécticos, y no porque en ellos sea necesario el diálogo, sino porque son inevitables el conflicto, el enfrentamiento, la violencia y los muertos.
Las masas contra el orden Las manifestaciones antiglobalización que se suceden cuando los gurús de la nueva economía se reúnen son criminalizadas en cuanto saltan los primeros cristales y aparecen los primeros alborotadores descontrolados.
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El poder se opone a los movimientos sociales contrarios a sus intereses (salvo que los instrumentalice a su favor), y el argumento de la necesidad de la paz como garantía del orden ha sido uno de sus favoritos frente a la irracional violencia callejera de las masas y los pueblos subdesarrollados. La violencia en las calles ha sido criminalizada desde que los movimientos sociales son movimientos de masas. Los ilustrados de Francia y de toda Europa se escandalizaron en 1789, cuando advirtieron que las masas que ellos mismos habían levantado contra el absolutismo se entregaban a prácticas violentas que harían palidecer a los activistas de la kale borroka. Toda la Europa pacífica y ordenada tembló cuando, en octubre de 1789, las masas sacaron a Luis XVI de su precioso Versailles y lo llevaron a París por la fuerza. El orden alterado justificó también que las tropas revolucionarias dispararan dos años después contra un pueblo que pedía más de lo que los nuevos dirigentes estaban dispuestos a conseguir. La violencia contra el pacífico orden absolutista destacaba en todas las crónicas. La violencia del pueblo siempre aparece en las primeras páginas, mientras que la violencia del régimen ha de interpretarse en la historia: la miseria del campesinado, el hambre en las ciudades, los privilegios feudales y el poder ilimitado de los señoríos. Todo ello quedaba escondido tras la cortina del orden y la paz; era la violencia disfrazada de ley y oculta por la paz impuesta. Por eso mismo, la Revolución francesa fue un acto violento e ilegal contra un régimen legal. Pero no hay que confundir lo legal con lo legítimo. El respeto a la ley era reclamado por los escandalizados ilustrados, incapaces de asumir y comprender el terrible binomio de la libertad y la violencia: aquella violencia no era legal, pero quizás sí legítima.
La violencia en la historia En esta tesitura, la filosofía política estuvo condicionada durante todo el siglo XIX por la condena generalizada a la democracia, en tanto que la libertad parecía conducir a la guillotina. Sólo Kant, Hegel y el marxismo admitieron que el desarrollo histórico de la racionalidad comportaba en la historia la aparición de la barbarie, y que sólo a través de la historia podían explicarse la violencia y la guerra. De modo que la democracia representada por el jacobinismo francés sufrió una criminalización
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intelectual que no tuvo en cuenta los excesos cometidos antes y después del Comité de Salud Pública (1793-1794), cuando el poder estuvo en manos de moderados o de contrarrevolucionarios. Ciertamente, los jacobinos nunca tuvieron la exclusiva de la violencia. La relación entre el pensamiento y la revolución, entre libertad y violencia, es la causa de fondo de todos los malabarismos de la filosofía política en los últimos doscientos años. Pero al fin, la filosofía ha podido descansar en paz cuando se ha atrevido a lanzar por la borda el lastre ilustrado y se ha descomprometido con la acción. La posmodernidad ha renunciado a transformar el mundo. No se trata de una traición al proyecto ilustrado, sino más bien de una traición a la filosofía misma, ya que la transformación, con todos sus riesgos, forma parte de lo posible; y en este sentido, la filosofía posmoderna renuncia a una parte importante de su misión, que es el discurso de lo posible, lo necesario, lo deseable y lo justo. La filosofía ha de buscar lo mejor dadas las circunstancias, pero no debe abandonar la búsqueda de lo mejor en sentido absoluto, en vistas a cambiar esas circunstancias. Esta es una renuncia peligrosa, porque si la filosofía no interviene en la transformación del mundo esa tarea quedará en otras manos, no tan prudentes. El capitalismo parecía haber traído la paz perpetua. Ciertamente, gracias al desarrollo económico las masas proletarias han abandonado la agitación social que había caracterizado el siglo XIX, y la violencia del siglo XX, manifiestamente superior a la violencia de clase, ha tenido lugar entre potencias militares. La filosofía admite ahora la democracia porque ya no da entrada a la masa descontrolada y ha desarrollado una versión representativa del sistema democrático que admite el sufragio universal sin el riesgo del sistema participativo jacobino. La filosofía se ha reconciliado con la democracia después de doscientos años gracias a la economía, porque la extensión de las clases medias ha preservado la propiedad del acoso de los movimientos populares, que son ahora sus defensores. La violencia sólo puede ser legítimamente ejercida por los estados contra otros estados o contra la subversión interna. La libertad, por fin, no justifica la violencia popular. Sin embargo, la violencia sigue presente en las sociedades desarrolladas, unas veces de forma subterránea y oculta bajo la capa de las relaciones económicas, otras a la luz del día, en las manifestaciones de las masas y en las respuestas de las autoridades. Resulta necesario
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analizar el papel de la violencia de masas en los procesos de cambio político y social actuales, y en la legitimación de los mismos, teniendo en cuenta que la causa de la violencia ya no es la libertad (o ese sucedáneo heredado del fracasado ideal ilustrado). Si la libertad y los derechos políticos estuvieron estancados durante un siglo a causa de la violencia de masas, temida por los poderes establecidos, ¿cómo se ha canalizado la consecución de tales derechos si la violencia sigue presente? ¿Qué tipo de neutralización se ha producido para que el Estado no tema a las masas libres y potencialmente violentas? A estas preguntas caben algunas respuestas: las masas ya no quieren conquistar el poder, puesto que son soberanas; las masas ya no quieren repartir la propiedad ajena, puesto que son propietarias; la violencia ya no se dirige contra el poder ni la propiedad, y así los derechos políticos son compatibles con la potencial violencia de las masas libres. La violencia se ha compartimentado: espacios de violencia conviven con espacios de indiferencia, en una relación semipermeable gracias a la influencia mediática, que puede tergiversar el sentido de esa relación. La violencia ya no se realiza entre las clases sociales, o frente al Estado, sino entre culturas, etnias y religiones. Los talibanes son de la etnia pashtun, y con ellos están casi todos los que comparten ese rasgo cultural, sean o no integristas islámicos, afganos o pakistaníes. La paz en Afganistán se vislumbra ya dependiente de un delicado equilibrio tribal y étnico.
La revolución subvencionada Por otro lado, la violencia que actualmente exhiben algunos sectores del movimiento antiglobalización, respondida por las fuerzas del orden con desigual ímpetu, resulta sorprendente. Las instituciones políticas y económicas se reúnen para tomar decisiones que afectan a todo el planeta, sin tener en cuenta la opinión y los intereses de la mayoría, que vive en los países más pobres. Occidente es la oligarquía del mundo, el tirano. Y la violencia contra el tirano es el último y extremo recurso de los desesperados, y en ese sentido totalmente lícita. Deponer al tirano es incluso un deber moral. Sin embargo, no siempre son los oprimidos los que se levantan violentamente contra su tirano implacable del Norte, sino que son los cachorros de la oligarquía los iniciadores de los alborotos en las grandes ciudades.
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En el caso de las protestas antiglobalización, son los hijos del tirano los que se rebelan y piden al oligarca que les ha dado la vida, la buena vida, que perdone la deuda a los pobres bajo la amenaza de destrozar unos cuantos McDonalds o llenar de barricadas toda una ciudad. Como en el 68 francés, son los hijos de la clase media los que piden más, pero ahora ya no piden para sí, sino en favor de los otros. Esto es una mejoría moral, no cabe duda, aunque los movimientos antiglobalización deberían buscar perspectivas más abiertas. ¿Qué peligro corre el sistema cuando se quema una hamburguesería? Tan sólo mejora el nivel gastronómico de la ciudad, pero sólo hasta que el local hamburguesero vuelva a funcionar a pleno rendimiento. Después de los atentados del 11 de septiembre, a los movimientos antiglobalización les corresponde mostrar la estatura moral que la situación exige y mantenerse en el lado de las reclamaciones morales, es decir, sin cruzar el umbral de la violencia y la barbarie, y a la vez intentar explicar la violencia de los otros. Al fin y al cabo, la violencia urbana no alterará el orden impuesto por los intereses económicos, y esos jóvenes que juegan a la revolución volcando contenedores son tan hijos del orden que tarde o temprano serán neutralizados. Ya lo están si tantas ONG antiglobalización reciben subvenciones de los Estados a los que tan fogosamente critican. Al menos, los bárbaros talibanes son coherentes con sus creencias.
La violencia y la justicia Más allá del juego revolucionario, tan afín al imaginario juvenil de todos los tiempos, la cuestión de los efectos de la globalización es un problema muy serio, de base ética y política, cuya no resolución puede desembocar en un futuro de graves conflictos entre los países pobres y los ricos. Las relaciones económicas entre ricos y pobres no son entre iguales, como pretenden los neoliberales, sino que los países más desarrollados imponen sus condiciones al resto, y les obliga a entrar en el terreno comercial como si fuesen tan poderosos como sus competidores. El estado originario ideal no es una ilusión sino un engaño del liberalismo. Los países subdesarrollados han de competir con los que han creado el orden, un orden pacificado e inamovible por la fuerza de las armas y de los capitales. Sólo ese orden y la paz que lo sostiene son legítimos para Occidente. Y la voluntad de millones de occidentales avala esa
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legitimidad hipócrita. La desigualdad de las condiciones indica, sin embargo, que se trata de un orden y una paz injustos. En la injusticia, pues, se explica también la violencia. La violencia es la respuesta que las masas esperan ante la injusticia de las minorías, y se legitima en tanto que la injusticia de la minoría poderosa es también una forma de violencia, aunque legal. La paz se ha sobrevalorado como si condujese directamente a la solución de los conflictos, cuando debería ser más bien el resultado de haberlos solucionado adecuadamente y por completo. Los siglos revolucionarios quedan atrás. Hoy, más que nunca, sólo la paz y el orden son fuente de legitimidad. El miedo a la catástrofe nuclear y la confortable coyuntura socioeconómica han generado resistencia frente a la violencia. La indiferencia alimenta además el olvido de un pasado de barbarie. Que nada perturbe el orden del consumo global. Los movimientos sociales y políticos son legítimos si son pacíficos, y por eso el Banco Mundial lo es, porque no rompe los escaparates de McDonalds, aunque permita que niños del Tercer Mundo trabajen para que algunas marcas deportivas sean altamente rentables. Sólo es posible avanzar a través de la paz y la tolerancia. Esta idea se ha convertido en un lema indiscutible, casi universal. Un tremendo error si se tiene en cuenta la historia: la violencia acompaña todos los logros del hombre. Bajo el aparente orden del capitalismo global hay violencia: salarios de miseria, esclavitud disimulada, trabajo infantil, prostitución de menores, mafias que atrapan a los inmigrantes, señores de la guerra que entrenan a niños de 10 años, etc. En estas circunstancias no se puede pedir que la paz sea condición previa a la resolución de los conflictos. Esa paz es paradójicamente una forma solapada de violencia. Una violencia sutil, en comparación con los cristales rotos de las hamburgueserías globales. La auténtica pacificación del mundo sólo puede ser resultado final y consecuencia de la resolución adecuada de los grandes conflictos económicos y políticos globales. Desde esta perspectiva, ni la guerra es deseable, ni la paz debe conseguirse a cualquier precio, sobre todo cuando la paz es sólo el orden de los poderosos.
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Hitler: la locura alemana Marxismo y Psicoanálisis frente al nazismo91
Hitler estaba loco, tocado por los dioses germánicos. No hay duda de su patología, de sus rasgos de resentido, de su inteligencia paranoica. La cuestión es cómo pudo semejante sujeto pudo llegar al poder (por una conjunción de circunstancias, gracias a intereses de terceros, como consecuencia lógica de la historia) y si la sociedad alemana tuvo alguna oportunidad de evitarlo. Calificar la paranoia de Hitler puede ser complicado para el profano. Posiblemente padecía una grave psicopatología, mezclada con un trastorno sociopático, según la definición que da Lykken en su libro Las personalidades antisociales92. Este autor analiza el alarmante aumento de las sociopatías en las sociedades desarrolladas al compás de la crisis de la familia y el fin de las estructuras socializadoras tradicionales. Se supone que la ausencia de padres, o su incompetencia educativa, son la causa principal de este tipo de alteraciones de la conducta que devienen en comportamientos antisociales y hasta delictivos. Pero también otros rasgos de la personalidad, como un cierto carácter psicopático, aun leve, puede determinar esas mismas alteraciones en un sujeto a pesar de haber recibido una educación adecuada. Según este estudio, alguien tan reputado como Churchill pudo acabar sus días como el más dañino de los delincuentes sociales; pero eso mismo hizo de él un estadista excepcional. La cuestión es que los efectos de una sociopatía grave pueden llegar a ser similares a los de una psicopatía, cuyos orígenes son más oscuros, casi genéticos. Que Hitler fuese un psicópata o un sociópata extremo queda al cuidado de los especialistas. Acaso su biografía pueda aclarar algo, sea por su temprana orfandad (perdió a su padre a los catorce años y a su madre a los diecisiete), sea por su solitaria vida de artista mediocre 91 92
Artículo publicado en Lateral, mayo de 2001. Lykken, D. T., Las personalidades antisociales: Barcelona, Herder, 2000.
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(sobrevivía pintando tarjetas postales) y su incapacidad para las relaciones sociales. El joven Hitler sólo pudo satisfacer su frustración cuando llegó al poder y a gran escala, implicando a millones de alemanes en esa terrible recreación colectiva del superhombre griego que fue el III Reich. Erich Fromm, psicoanalista alemán cercano al marxismo, analiza la figura de Hitler en un largo capítulo de su libro El miedo a la libertad (1941)93. Así lo describe: "era el típico representante de la clase media baja, un don nadie sin excesiva perspectiva de futuro. De una manera muy intensa se sentía colocado en el papel de paria. A menudo, en Mein Kampf, habla de sí mismo como de un 'don nadie', recordando al 'hombre desconocido' que había sido en su juventud. Pero aunque ello se debiera principalmente a su propia posición social, la había racionalizado bajo la forma de símbolos nacionales. Nacido fuera del Reich, se sentía excluido de él, no tanto desde el punto de vista social como desde el punto de vista nacional, y de este modo el Gran Reich Alemán, al cual podrían volver todos sus hijos, se transformó para él en el símbolo del prestigio social y de la seguridad." Según Fromm, Hitler recogía en su personalidad los más bajos anhelos de la sociedad alemana, insatisfechos a causa de las sucesivas derrotas de la clase media en todos los frentes: el político (dominio del autoritarismo prusiano), el militar (fracasos en las contiendas coloniales y europeas) y el económico (los monopolios industriales, en manos de la alta burguesía, son los que controlan la economía). Por ello habían surgido un resentimiento, un ánimo vengativo y a la vez una necesidad de humillación colectivos, en los que Hitler se encarna. Hitler era el resultado de unas circunstancias históricas, concentradas en una personalidad enferma, delirante y paranoica. Alemania respondió a la llamada de Hitler con tanto ardor porque la sociedad alemana contenía esa misma paranoia. La República de Weimar no comprendió semejante estado colectivo, y lo pagó con su desaparición en manos de un personaje al que desdeñaba. Ciertamente, Hitler era un don nadie pocos años antes de su ascenso al poder, y su carrera política comenzó en un pequeño y decadente partido, precisamente porque sólo en un grupo así podría resaltar su pobre figura. 93
Fromm, E., El miedo a la libertad. Barcelona, Paidós, 1986.
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Hitler necesitaba a los débiles y a la vez odiaba la debilidad. Por eso, dice Fromm, "mientras el gobierno republicano pensaba que podría 'apaciguar' a los nazis tratándolos benignamente, no solamente no logró ese propósito, sino que originó en ellos sentimientos de odio que se debían justamente a esa falta de firmeza y poderío que mostraba. Hitler odiaba a la República de Weimar porque era débil, y admiraba, en cambio, a los dirigentes industriales y militares porque disponían de poder."
Una nación de sadomasoquistas El libro de Fromm proporciona suficientes datos para considerar en serio la tesis sobre la inevitabilidad del totalitarismo nazi, dadas las circunstancias socioeconómicas y los antecedentes históricos de la Alemania de los años treinta. Desde su convicción de la base psicopatológica del nazismo, sostiene que éste no pudo evitarse porque era la sociedad alemana entera, salvo insignificantes minorías, la que deseaba ser dominada por un poder superior y a la vez reservarse una fracción de poder sobre las minorías débiles. Ni siquiera la clase obrera alemana se salva de este diagnóstico. Sólo a partir de una adecuada perspectiva económica pudo haberse cerrado el camino a Hitler: si los grandes empresarios alemanes hubiesen previsto el desenlace real de su programa, quizá no le hubiesen dado todo su apoyo. Creyeron poder hacer de Hitler un títere dentro de un orden político controlado por ellos; pero cuando la influencia económica se conjuga con la necesidad social, no hay régimen que resista. Desde este punto de vista, la República de Weimar estaba condenada sin remisión. Fromm señala que la ascensión de Hitler cogió desprevenidos a todos los observadores políticos de las potencias democráticas. Hoy se escuchan comentarios semejantes cuando Haider o Le Pen consiguen alguna victoria electoral. En aquellos años, la explicación fue siempre simplista, y la victoria de Hitler se atribuía a su locura, a sus engaños al pueblo y a los industriales, o a la inexperiencia democrática de los alemanes. "En los años que han transcurrido desde entonces, dice Fromm, el error de estos argumentos se ha vuelto evidente. Hemos debido reconocer que millones de personas, en Alemania, estaban tan ansiosas de entregar su libertad como sus padres lo estuvieron de combatir por ella; que en lugar de desear la libertad buscaban caminos para rehuirla; que otros millones de individuos permanecían indiferentes y no creían que
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valiera la pena luchar o morir en su defensa. También reconocemos que la crisis de la democracia no es un problema peculiar de Italia o Alemania, sino que se plantea en todo Estado moderno." Georgy Lukács, marxista mucho más recio que Fromm, aporta unas referencias muy interesantes sobre la paranoia de Hitler en su obra El asalto a la razón (1953)94, sumándose a la tesis de la inevitabilidad histórica del nazismo: sólo en una Alemania que hubiese desarrollado una burguesía plenamente democrática, preparatoria del socialismo, habría tenido escasa influencia un partido fascista. De hecho, Lukács se refiere a la derrota alemana en la Guerra de los Treinta Años (1648) como punto de inflexión en el desarrollo histórico alemán, momento clave en el que su burguesía renunció al progreso. Así, "el nacionalsocialismo es la gran apelación a los peores instintos del pueblo alemán; sobre todo a aquellas cualidades negativas que a lo largo de los siglos habían ido desarrollándose en él, como consecuencia de las revoluciones frustradas y de la ausencia de un desarrollo y una ideología democráticos en el país." Si el nazismo es una síntesis fatal de lo que la historia alemana había ido fraguando, hay que tener en consideración elementos tanto económicos como psicosociales para componer tal síntesis. Fromm también ha dado razones en este sentido: admite que el nazismo tiene un origen económico en el imperialismo monopolista frustrado tras la derrota de 1918, y un componente psicosocial, en tanto que el mensaje hitleriano respondía a las expectativas generadas en la sociedad alemana. Pero en esa síntesis, la paranoia pesó mucho más que los intereses económicos, no sólo porque Hitler arrastró a las clases medias y neutralizó a la clase obrera, sino sobre todo porque engañó a los grandes industriales que le apoyaron. "Los representantes de estos grupos privilegiados, escribe Fromm, esperaban que el nazismo trasladara el resentimiento emocional que los amenazaba hacia otros cauces y que, al mismo tiempo, dirigiera las energías nacionales poniéndolas al servicio de sus propios intereses económicos. En general, sus esperanzas no resultaron defraudadas. En verdad, se equivocaron en ciertos detalles. Hitler y su burocracia no se transformaron en instrumentos a las órdenes de los Thyssen y los Krupp, quienes, por el contrario, debieron compartir su poder con los dirigentes nazis y a veces hasta sometérseles."
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Lukács, G., El asalto a la razón. Barcelona, Grijalbo, 1976.
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Para arrastrar a las masas hacia sus posturas, el nazismo utilizó todos los medios a su alcance, desde la sugestión hasta la coacción. El éxito del nazismo radica no sólo en sus numerosos adeptos, sino también en su capacidad de chantaje sobre los indiferentes, más numerosos si cabe que los partidarios. La inteligencia paranoica de Hitler destaca sobre cualquier otra de sus cualidades políticas en el dominio de la manipulación de masas. Hitler era un auténtico comunicador, y así lo constata Lukács: "La originalidad de Hitler consiste en haber sido el primero a quien se le ocurrió aplicar la técnica de la publicidad americana a la política y la propaganda alemanas. Lo que se propone es aturdir y seducir a las masas. En el Mein Kampf confiesa que persigue una meta demagógica: quebrantar el libre albedrío y la capacidad de los hombres de pensar por cuenta propia." Las grandes manifestaciones nocturnas, ritualizadas mediante una escenografía mitológica, y al amparo de los espacios ideados por Albert Speer, eran fruto de una concienzuda planificación. Tanto Fromm como Lukács citan este fragmento del Mein Kampf: "En todos estos casos se trata de menoscabar la libre voluntad del hombre. Y esto se refiere ante todo, como es natural, a las asambleas en que se reúnen personas de orientación contraria y en las que se trata de formar, a todo trance, una voluntad nueva. Por la mañana e incluso de un día para otro, parece como si las fuerzas volitivas de estos hombres se resistiesen con todas sus fuerzas contra el intento de imponerles una voluntad ajena y una opinión extraña. Por la noche, en cambio, se someten mucho más fácilmente a la fuerza dominadora de una voluntad más vigorosa." La seducción se complementa con la coacción, en un sistema aparentemente violento sólo con los resistentes. Lukács tiene en cuenta los abundantes testimonios de un dirigente nazi de Danzig, Hermann Rauschning, luego desertor y autor de un libro donde narra sus conversaciones privadas con Hitler y otros dirigentes nazis. De ellas extrae Lukács estas palabras: "Yo concedo a los míos toda libertad. ¡Enriqueceos! Haced lo que se os antoje, pero no os dejéis atrapar. ¿O es que íbamos a sacar el carro del atranco para irnos luego a casa con las manos vacías?" Pero la consigna de "¡Enriqueceos!" tiene, además, para Hitler, otra ventaja: "Conociendo los crímenes y las tropelías de los miembros inseguros del partido, sigue Lukács, se los tiene más fácilmente en la
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mano. Y surge así, en el seno de la élite del partido, un sistema de espionaje y denuncia mutuos: todos se hallan en manos de otros y nadie es ya dueño de sí mismo. He aquí el resultado apetecido de la consigna de ''¡Enriqueceos!' El cínico método hitleriano, con su mezcla de corrupción y brutalización, puede degradar moralmente a las más extensas masas del pueblo alemán. Les da a escoger entre convertirse en verdugos corrompidos o resignarse a ser víctimas de las torturas y el terror."
Las carencias ideológicas del nazismo El éxito del nazismo se explica también por el oportunismo de Hitler y sus adeptos. Para ellos, la ideología es sólo un instrumento al servicio de unos objetivos concretos: el poder político y económico para satisfacer el componente sadomasoquista que comparten él y la mayoría de los alemanes de ese momento. Como afirma Fromm, "el nazismo no poseyó nunca principios políticos o económicos genuinos. Es menester darse cuenta de que en su oportunismo radical reside el principio mismo del nazismo." Lukács, apoyándose en Rauschning, coincide con Fromm, y presenta a un Hitler que desdeña sus propias doctrinas. Sobre el racismo, columna vertebral del nazismo, dice el Führer: "La nación es una expresión política de la democracia y del liberalismo. Tenemos que desembarazarnos de esta falsa construcción y sustituirla por la concepción de la raza, que aún no está desgastada políticamente. Yo sé perfectamente que, científicamente hablando, no existe tal cosa. Lo que ocurre es que, como político, necesito una idea que permita acabar con los fundamentos históricos anteriores, para implantar en vez de ellos un orden antihistórico completamente nuevo y dar a este orden una base intelectual." El racismo es más que nada un mecanismo de fagocitación. El criterio para interpretar la pertenencia a una u otra raza es plena y descaradamente intuitivo, porque sólo así es útil: cualquier ario puede convertirse de golpe en judaizado si su conducta no responde a las exigencias del partido. "Hitler, dice Lukács, sabe perfectamente que con las medidas craneanas, los árboles genealógicos, etc., se puede demostrar todo lo que se quiera. De ahí que el sistema de tales medidas no sea, bajo el hitlerismo, otra cosa que un medio de coacción y de chantaje". Nada
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lejos de las prácticas del vecino Stalin, cuyo régimen usaba arbitrariamente cualquier acusación, verdadera o falsa, para eliminar al elemento molesto, disidente o no. Pero Lukács elude la comparación, naturalmente. Ni siquiera el antisemitismo queda al margen del utilitarismo nazi. El pueblo judío fue la víctima propiciatoria de la necesidad de humillar al débil; era el último eslabón en la cadena sadomasoquista, pues el más bajo de los arios, el que recibía todos los mandatos de arriba, tenía una reserva de inferiores a los que humillar y satisfacer así su necesidad vital. La última humillación para los judíos fue ésta: ni siquiera eran odiados por ser judíos, sino sólo porque Hitler había hecho de ellos un instrumento de poder. "Cuando Rauschning, dice Lukács, hablando del antisemitismo con Hitler, se atrevió a preguntarle simplistamente si se proponía exterminar a los judíos, el Führer le contestó: 'No. Si los suprimiéramos, tendríamos que volver a inventarlos. Es importante tener siempre delante un enemigo visible, corpóreo, y no simplemente abstracto'."
El caso Rauschning En The Voice of Destruction (Nueva York, 1940; en 1939 se publicó en Londres con el título Hitler Speaks), Hermann Rauschning muestra, recordando sus numerosas conversaciones privadas con Hitler, la aviesa intención del Führer. Es autor también de otro texto, The Revolution of Nihilism: Warning to the West, de 1939. El desertor nazi advierte a las democracias occidentales del peligro nazi, del riesgo que supone dejar a Hitler obrar a su antojo. Ni siquiera Stalin fue capaz de advertir ese riesgo, ávido de ampliar la frontera occidental de la Unión Soviética. Rauschning estaba fuera de toda sospecha para los aliados. Se había afiliado tempranamente al nacionalsocialismo creyendo que era un partido simplemente nacionalista. Llegó a ser presidente del grupo nazi en el Senado de Danzig, pero con el tiempo se fue desengañando y abandonó el partido, exiliándose en Francia en 1935. Desde entonces se dedicó a mostrar el peligro del nihilismo hitleriano. Los testimonios de Rauschning fueron inmediatamente aceptados por los aliados. Aunque Fromm sólo los menciona en nota a pie, Lukács aprovecha a fondo sus textos. Entre los historiadores es considerado
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como una importante fuente de información sobre el nazismo de preguerra, al menos hasta que aparecen los intentos de revisión de la historia del III Reich y del Holocausto. El historiador revisionista suizo Wolfgang Haenel cuestiona la credibilidad de la información aportada por Rauschning, no sólo porque reduce a cuatro o cinco los encuentros reales entre ambos, sino porque resulta difícil creer que Rauschning hubiese intimado tanto con Hitler, y sobre todo porque presenta un material que corresponde a discursos de Hitler posteriores a 1935, ya en el exilio y sin contacto directo con Alemania. Haenel, en un informe presentado en la conferencia anual del Centro de Investigación de Historia Contemporánea de Ingolstadt (Alemania), en 1983, y que ha sido publicado en una edición privada, sostiene que el libro The Voice of Destruction fue más bien un encargo que periodistas franceses y americanos hicieron a Rauschning para usarlo como propaganda antinazi. Lukács, naturalmente, ignoraba tales circunstancias, y confió tanto como cualquier otro estudioso en las aportaciones del desertor de Danzig. Sin embargo, el caso Rauschning no queda resuelto sólo porque algún historiador revisionista haya puesto en duda sus testimonios. Es aceptable que, según afirma Mark Weber en un artículo sobre Haenel95, investigadores de la talla de John Toland consideren a Rauschning en un puesto secundario y hasta prescindan de él, pero el revisionismo está tan cargado de sombras como la historiografía de los vencedores. Haenel no está en las librerías, o quizá sólo en algunas bien conocidas por sus tendencias. Weber dirige una publicación, el Journal of Historical Review, que se dedica activamente a divulgar las ideas revisionistas. Esta revista está vinculada a un organismo llamado The Institute for Historical Review (en Newport, California), cuya sede virtual (www.ihr.org) contiene ediciones electrónicas de textos revisionistas, bajo el sello Noontide Press, y para sus actividades cuenta con el asesoramiento de intelectuales de todo el mundo. Allí puede encontrarse el controvertido libro de David Hoggan The Myth of the Six Million, que cuestiona las bases cuantitativas del Holocausto. Aparte de las dificultades que plantean los testimonios de Rauschning, la explicación de Lukács sobre el nazismo contiene dos inconvenientes: primero, la simpatía del autor por la Unión Soviética, que le impide 95
Weber, M., “Swiss Historian Exposes Anti-Hitler Rauschning Memoir as Fraudulent”, en Journal of Historical Review, vol. 18, 1999.
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apreciar las semejanzas entre Hitler y Stalin, como sí hace Alan Bullock en su obra Hitler y Stalin: vidas paralelas96; en segundo lugar, Lukács da por válida la supuesta relación entre el nazismo y la filosofía de Nietzsche, a quien dedica buena parte de su libro. Es evidente que desconocía la tergiversación que sufrieron las últimas obras de Nietzsche en manos de su antisemita hermana Elisabeth y su cuñado Bernhard Förster, reputado agitador proto-nazi. Sólo una revisión de los manuscritos de Nietzsche, en los años sesenta, ha permitido corregir su talante y articular una interpretación de su pensamiento tardío ajena al nazismo. A causa de semejante equívoco, la historia del antirracionalismo de Lukács está envenenada, al menos a partir de Nietzsche, aunque en lo que respecta al periodo entre la Revolución francesa y mediados del siglo XIX no merece reproches. Basta comprobar que ya en 1791, el inglés Burke aboga por una revisión de la racionalidad a través de la emoción, mediante el criterio de la convicción sin reflexión, que tanto aprecian los dirigentes de masas de todos los tiempos. Lukács deja patente que si la razón ha pretendido ser el estandarte de la revolución, la contrarrevolución ha tomado la bandera de la irracionalidad. Y Hitler es el mejor ejemplo. Quizá la mejor herencia de Lukács sea su percepción de que el movimiento autoritario no acaba con el final del III Reich. Al fin y al cabo, los estadios de fútbol siguen llenándose para albergar mítines políticos nocturnos. Lukács advierte del fascismo económico, el nuevo enemigo del proletariado de posguerra, plasmado en un país, Estados Unidos, que ha ganado la guerra y ganará todas las guerras posteriores (exceptuando Vietnam), si no con las armas, sí con McDonalds. ¿Qué pensaría Lukács de haber visto abierto un local de hamburguesas americanas en el centro de Moscú, o en el mismísimo Budapest? Algo debió entrever para introducir en su libro una cita de la novela Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer (1948), donde un general americano dice: "la energía cinética de un país es la organización, el esfuerzo concentrado; el fascismo, como ustedes lo llaman. El plan del fascismo es, bien considerada la cosa, mucho más sano que el del comunismo, ya que se basa reciamente en la verdadera naturaleza del hombre; lo que ocurre es que se ha puesto en marcha en un país poco apto 96
Bullock, A., Hitler y Stalin: vidas paralelas. Madrid, Galaxia-Círculo, 1994 (2 vols.).
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para ello, que no posee bastante verdadero poder potencial para desarrollarse íntegramente. En Alemania, que adolece de una escasez fundamental de recursos naturales, tenían que producirse necesariamente excesos, pero la idea y el plan eran buenos... En el siglo pasado, todo el proceso histórico fue desarrollándose en el sentido de crear concentraciones de poder cada vez mayores. El siglo en que vivimos alumbra nuevas fuentes de energía física y trae consigo la expansión de nuestro universo". Comienza la locura americana.
Bibliografía Bullock, A., Hitler y Stalin: vidas paralelas. Madrid, Galaxia-Círculo, 1994 (2 vols.). Fromm, E., El miedo a la libertad. Barcelona, Paidós, 1986. Lykken, D. T., Las personalidades antisociales. Barcelona, Herder, 2000. Lukács, G., El asalto a la razón. Barcelona, Grijalbo, 1976. Weber, M., “Swiss Historian Exposes Anti-Hitler Rauschning Memoir as Fraudulent”, en Journal of Historical Review, vol. 18, 1999.
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Felicidad y debilidad El delirium vivens del hombre posmoderno97
John Fowles escribe en El Mago: “vivimos ahora el comienzo de una época amoral y tolerante en la que, si no todos los hombres, sí al menos una gran mayoría cada vez más amplia, obtendrán autogratificaciones en forma de salarios elevados y una amplia gama de bienes de consumo a su alcance [...]. En una época así, el tipo de personalidad característico tenderá inevitablemente al autoerotismo, y, desde el punto de vista clínico, a la autopsicosis. Los individuos de este tipo vivirán alejados, por motivos económicos [...], de todo contacto directo con los males de la vida humana, desde el hambre y la pobreza hasta las vivencias inadecuadas y demás. El homo sapiens occidental se convertirá en homo solitarius”.98 A este hombre, la filosofía posmoderna le ha llamado sujeto débil. Un ser que ya no busca fundamentos para el mundo de los objetos, sino el goce de lo permanentemente nuevo, la necesidad de la incertidumbre epistemológica y hasta el conformismo con lo incomprensible. El hombre posmoderno es feliz porque ha renunciado a buscar, es un nihilista que huye de los problemas o se defiende de ellos con una actitud apática. Y esta nueva condición es presentada como el estandarte de la nueva emancipación: la inseguridad del sujeto débil es una vacuna frente a la intransigencia, el fanatismo y la crueldad que han adornado la época moderna. La psicología, como se insinúa en el texto de Fowles, ya no puede entender esta debilidad como una neurosis, dolencia característica de la modernidad, sino más bien como una forma de narcisismo, propia de seres aislados por incapacidad de relacionarse y a la vez solitarios por voluntad propia. De esta manera, la debilidad del sujeto posmoderno es también la forma posmoderna de felicidad.
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Artículo publicado en Lateral, febrero de 2000. Fowles, J., El Mago. Barcelona, Anagrama, 1984.
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Pero, y en esto no ha reparado la metafísica posmoderna, el hombre actual es también un objeto débil. El hombre contemporáneo es un ser frágil que con facilidad se derrumba ante los acontecimientos negativos, los cuales tiende a maximizar, y de los que intenta huir por todos los medios. Cualquier dolor se vuelve altamente insoportable para un individuo constitutivamente debilitado, asustado por la sola idea del sufrimiento, aunque casi nunca al borde del pánico. De ahí que haya desarrollado una concepción de la felicidad que tiene mucho que ver con el miedo, con el miedo al dolor. ¿Cuál es el origen de la debilidad posmoderna? El hombre, como animal, actúa naturalmente en vistas a evitar el dolor, pero en su actitud hay algo que le diferencia del resto de los animales. Detrás de su huida del dolor hay un movimiento de separación de la naturaleza, de alejamiento del estado animal, consecuente con el afán de superar el dolor y el sufrimiento. Sin este afán, los hombres serían todavía nómadas cazadores y recolectores. Es el progreso técnico y cultural, que ha transformado al hombre en lo que es, un animal débil separado de la naturaleza y dispuesto a dominarla para su provecho. Progreso y decadencia La teoría moderna del progreso tuvo vigencia hasta bien entrado el siglo XX, Pero ya desde finales del XVIII hubo voces críticas como la de Burke, que identificaban este movimiento de separación de la naturaleza con el inicio de la decadencia humana. Desde que el hombre quiso dejar de ser animal para mejorar sus condiciones de vida, se inició también su decadencia como ser natural. El precio del progreso material es la decadencia física y moral del hombre, a través de un lento desgaste cuyos efectos sólo constataron algunos visionarios, como Platón y Nietzsche. Ambos postulaban como solución, el retorno, pero cada uno a su manera. Platón era un reaccionario nostálgico de las monarquías micénicas. Nietzsche, en cambio, no habla en serio de un retorno a las formas arcaicas, ni de refugiarse en la hacienda rural, sino de reconsiderar el papel del dolor y el confort en relación con la felicidad. Nietzsche había advertido que la obsesión por el dolor era sobre todo de origen moderno, asociada a la idea del progreso histórico y material que había sido liderado por la burguesía. La supresión del dolor y la
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consecución del bienestar eran vistas como signos de progreso, y la permanencia del sufrimiento como un arcaísmo que había que combatir, dice Le Breton en su Antropología del dolor99. Nietzsche, además, asociaba la aversión al dolor con la decadencia, con la agonía de la burguesía europea, víctima de una enfermedad moral. Como señala Josep Muñoz Redon en su excelente libro Filosofía de la felicidad100, “la burguesía es una clase decadente sobre todo porque es previsible a la hora de imaginar el gozo”. La burguesía ha desarrollado una sorprendente capacidad para estereotipar la vida y, a la vez, una soberana incapacidad para la sorpresa. Las novelas de Italo Svevo (Una vida, Senilidad y La conciencia de Zeno) son también un auténtico cuadro sintomático de la senilidad burguesa, de su apatía y vacío vitales, signos de una dolencia crónica, entonces selectiva pero ahora endémica en las sociedades más desarrolladas. La burguesía aparece, pues, como abanderada de la debilidad que el hombre arrastra desde sus inicios civilizados. Pero lo que Nietzsche había diagnosticado en su tiempo como la máxima manifestación de la decadencia de la civilización occidental no ha tenido un desarrollo ni catastrófico ni apocalíptico. No se puede hablar de evidente decadencia, porque la cuestión no es tan simple; ni tampoco de progreso, porque es más simplista aún identificar el progreso técnico y material con el progreso humano. Sin embargo, parece que la aversión por el dolor y el culto a la vida se han acrecentado. Miedo a la muerte Como consecuencia, la muerte se negativiza, se disuelve, desaparece del campo de potencialidades de la vida para quedar formulado el vitalismo en una estereotipada afirmación de la vida y en la exteriorización de ciertos valores, como la juventud, el dinamismo y la felicidad. El afán occidental de huir de la muerte es, por otro lado, secular. La teología cristiana fue la primera vacuna contra el miedo a la nada, aunque se limitó a presentar especulaciones reconfortantes sobre lo que ocurre después de la muerte. Después apareció la medicina científica, contrapunto materialista al consuelo religioso. La medicina ha 99
Le Breton, D., Antropología del dolor. Barcelona, Seix Barral, 1999. Muñoz Redon, J., Filosofía de la felicidad. Barcelona, Anagrama, 1999.
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conseguido crear un absoluto negativo, la muerte, y se ha asignado la misión de rescatar a los hombres de ella a toda costa, y a cualquier precio. La muerte es uno de los tabúes de finales del siglo XX, una de las grandes fobias del sujeto débil, que vive rodeado de cadáveres reales hacia los que muestra la más cruda indiferencia. El hombre contemporáneo aparta la muerte de su vista, fuera de su ruta existencial, eliminada de su horizonte vivencial, dice Domingo García-Sabell en Paseo alrededor de la muerte101, donde desarrolla una fenomenología del morir con evidentes reminiscencias cristianas, carente del atrevimiento de decir que la muerte es un absoluto porque detrás no hay nada (como dice un proverbio chino: "el espíritu es al cuerpo lo que el filo es al cuchillo. Nunca hemos oído que después de haber sido destruido un cuchillo, persistiera el filo"). No obstante, el autor sitúa el análisis de la muerte en el punto de partida adecuado para la perspectiva posmoderna. El hombre contemporáneo evita el dolor a toda costa, movido por la convicción de que la ausencia de dolor, el bienestar y la seguridad son la esencia de la felicidad. Y el resultado es un hombre apático, ansioso y a la vez saturado de novedades, situado entre la trivialización y la tragedia, que sufre la angustia y la soledad mediocremente, en la forma de una patología de masas de tipo depresivo, ligero, crónico, sintomático. O, como dice Muñoz Redon citando a Roland Barthes, “un bienestar enclaustrado dominado por utensilios tecnológicos”, “una especie de felicidad mezquina que se propaga como el cólera”. Es la felicidad burguesa una felicidad de segunda mano, una luz que no viene directamente del sol sino reflejada por la luna, diría Nietzsche. Es una introversión de la vida casera donde se despliegan costumbres y aficiones domésticas (coleccionismo, bricolaje), al amparo de innumerables aparatos domésticos con los que se instrumentaliza el confort. La casa, cueva aterciopelada, protege del desorden exterior, del pánico que sólo se impone si el desorden se produce dentro; según JeanPierre Dupuy, en El pánico102, lo que pueda ocurrir fuera del recinto protegido puede generar indiferencia y hasta miedo, pero el bienestar amenazado desde dentro podría hacer cundir el auténtico pánico.
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García-Sabell, D., Paseo alrededor de la muerte. Madrid, Alianza, 1999. Dupuy, J.-P., El pánico. Barcelona, Gedisa, 1999.
Dolor solitario El problema es que esta felicidad no se contenta con la rutina diaria, necesita algo de riesgo. Pero, ¿qué arriesga el hombre contemporáneo? Ciertamente gusta de ponerse en situaciones de cierto peligro impulsado por la búsqueda de novedades, por la necesidad de cambiar de hábitos, incluso por la necesidad de adaptarse al mercado (tal y como el mercado le propone: sé innovador, sé rebelde). Sin embargo, esta rebeldía no le lleva a ningún extremo, es una rebeldía mesurada y, en consecuencia, estéril. El zángano-rebelde, como le calificó Fowles, no arriesga ni un pelo; gusta de los deportes de riesgo, pero monta en bicicleta más protegido que un combatiente. Están de moda ciertos deportes cuya práctica supone un enfrentamiento en solitario entre el sujeto y su dolor. Se cultivan el jogging, el ciclismo y la escalada; según Le Breton, para desafiar al dolor físico, como medio de que el dolor se presente ocasionalmente y de una forma controlada, en la apacible vida del urbanita. Es un ocio solitario y narcisista. El bienestar apacible y doméstico necesita algunos toques de aventura, de riesgo controlado, para después regresar a él. Y en esta dinámica se llega al extremo de la práctica compulsiva y desesperada de estos deportes, como expresión de la necesidad de llenar el vacío existencial con ese dolor de segunda mano (justa contrapartida a una felicidad de segunda mano). Así se explica el hedonismo consumista actual; sin salir del confort y de la seguridad, el riesgo controlado garantiza una cierta renovación de los usos domésticos. La innovación es una carrera hacia la mejora de la calidad de vida. Y la calidad de vida se mide por el grado de confort que acompaña a la existencia, y por el grado de sofisticación que ese confort adquiere. De manera que la búsqueda del bienestar no puede prescindir de la ayuda que el progreso técnico ofrece. Es una forma de sumar prestaciones a lo que la vida da de sí, que es poco sin esa adición. La técnica nació para compensar al hombre del doloroso esfuerzo que debía realizar en su lucha por sobrevivir, pero ahora la técnica no compensa, sino que anula el esfuerzo, el dolor. Proliferan numerosos mecanismos automatizados que cada vez abarcan los aspectos más simples y pueriles de la actividad humana. Tanta calidad de vida acaba exigiendo de la existencia las mismas prestaciones que se le exige a un coche.
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Pesa en esta carrera la angustia de perder los niveles de confort adquiridos. Pero la angustia del hombre contemporáneo ya no es la angustia de aquel Gilgamesh que sintiera tan de cerca su condición de mortal, sino que deriva de la negación de la muerte y del dolor como realidades ineludibles. Es una angustia inevitable, porque la satisfacción de las necesidades recrea un proceso sin fin. Es una espiral en la que de unas necesidades satisfechas se pasa a otras nuevas necesidades, cada vez más superficiales, que ocupan el lugar de las anteriores y que, como dijo Debord, no permiten superar el primitivo estado de supervivencia. El dolor se atenúa, pero a costa de una insistente y tediosa angustia vital. El hombre se achica cuando su vida se sale de las formas previstas; el grano de arena se transforma en montaña. La línea de la angustia sigue el mismo trazado, aunque subterráneo, que la línea del confort, y en ocasiones sale inesperadamente a la superficie, bajo la forma de dolencias psíquicas características de nuestro tiempo: apatía, hastío, depresión, anorexia. El dolor del cuerpo y el alma puede matar, pero el confort pudre. Y así, se hace necesario algo muy distinto del psicoanálisis, como dijo Svevo intuyendo que bajo la ley de la progresiva instrumentalización de la vida prosperarían dolencias de carácter narcisista, dolencias del yo, inflamación del yo. La debilidad del sujeto convierte en ilusoria la aspiración de recuperar la concepción nietzscheana del hombre temperamental, helénicamente jovial. Es el fracaso del superhombre de Nietzsche, aquel que exaltaba la vida a pesar de la vida misma; es un fracaso porque el hombre actual renuncia a todos los pesares. El hombre posmoderno no es el superhombre de Nietzsche, ni tampoco el vitalista Calicles que aparece en el Gorgias de Platón. El hombre posmoderno es ese personaje que tanto gusta parodiar a Woody Allen.
Delirium vivens El dolor da sentido a la felicidad. El dolor, dice Le Breton, arranca al hombre de sí mismo y lo enfrenta a sus límites; y al ser superado, ensancha su mirada y le permite apreciar el valor de la existencia. Es una llamada al fervor de existir, al delirium vivens, que tanto admiraba Nietzsche en los griegos anteriores a Sócrates. Es la reacción vitalista ante la insoportable verdad de la muerte y del dolor; el griego, ante la perspectiva de la nada, decide entregarse a la vida sin reservas. Es la
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jovialidad pura, la alegría genuinamente helénica, propia del crear artístico, que no huye del dolor ni de la muerte. Desde el siglo XVIII, la vida feliz imaginada por la burguesía sólo puede ser una continua fiesta; el paraíso es lo lúdico. La búsqueda del bienestar sólo asegura la jovialidad burguesa, que es una forma de felicidad basada en la idea de bienestar no amenazado, y que esconde un oscuro miedo a perder la seguridad. Si el bienestar es fruto de la negación del dolor, no puede proporcionar una genuina felicidad, porque sólo se puede valorar la felicidad en la misma medida en que se puede soportar el sufrimiento. El dolor proporciona sentido a la vida, en tanto que sirve de contrapeso a la felicidad; ambas cosas son necesarias para poder valorar la vida. Mediante el bienestar sólo se consiguen momentos de efímera felicidad, rodeados de un vacío paralizante. En este contexto, cualquier propuesta de retorno a formas arcaicas carece de sentido, y así se explica el fracaso del vitalismo de Nietzsche. El sujeto débil, tan ponderado por la filosofía posmoderna porque ha conseguido zafarse de los anclajes totalitarios del Estado, tampoco es más feliz que el sujeto moderno, aquel héroe revolucionario inmerso en el movimiento de las masas y dispuesto al sacrificio personal y colectivo en nombre de un futuro mejor, de un ideal. El hombre moderno era, según la perspectiva posmoderna, víctima de una trampa, de un ideal quimérico, en el que depositaba su ansía de felicidad. Sin embargo, no hay tampoco razones para el triunfalismo de los posmodernos. Si la felicidad, dice Muñoz Redon, es un mito que los seres humanos hemos construido para hacer soportable la realidad, la felicidad del sujeto débil que huye del dolor no es el mejor de los mitos. Hay que tener en cuenta el dolor y no eludirlo, porque la idea de felicidad separada de la realidad del dolor sólo sirve para hacer soportable una cómoda existencia trivial y sofisticada. De manera que el mito se convierte en una trampa, el bienestar en una ilusión. La trampa de la jovialidad ya no consiste en hipotecar el presente a cambio de un ideal quimérico, sino en reducir el ideal a un batido de diversiones, electrodomésticos y satisfacciones domésticas. Sin embargo, el mayor inconveniente de la felicidad posmoderna no es que los hombres, en tanto que sujetos, acaben retirados en sus casas, en la vida cotidiana, en la conformidad del quehacer diario; que la casa sea el nuevo paraíso. Al fin y al cabo, la casa ha estado siempre a disposición
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del hombre necesitado de refugio, cuando afuera se ha sentido inseguro y en peligro. El mundo de la casa, el mundo privado, es el refugio de la política maltrecha, cuando lo público y la ciudad misma han salido derrotados en el intento de construir algo para todos que trascienda esos límites estrechos y particularísimos de cada casa. La casa, la vida cotidiana, la inercia y hasta el aburrimiento, son inevitables en la vida. El auténtico problema es la posibilidad de que el conformismo y la apatía, que pueden proteger la conciencia del malestar de vivir, trasciendan los niveles modestos de la casa, y vayan a desarrollarse en comunidades cerradas. En su triunfalista optimismo, algunos posmodernos como Vattimo y Lipovetsky no caen en la cuenta del riesgo de combinar el conformismo con la necesidad de pertenencia que puede conducir no al totalitarismo de los Estados sino al totalitarismo en el seno de, sectarismos etnológicos o religiosos. Es necesaria, como muestra Muñoz Redon, una feroz crítica a la autocomplacencia posmoderna. La felicidad no era esto.
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Una cuestión de confianza103
Cuando, en 1989, Francis Fukuyama anunció el fin de la historia y, consecuentemente, el final definitivo de la ideología y de la filosofía modernas, se estaba marcando a sí mismo un camino intelectual que ha seguido en todos sus libros: El fin de la historia y el último hombre (Barcelona, Planeta, 1992), La confianza (Barcelona, Ediciones B, 1998; la edición americana es de 1995) y The great disruption (publicada en inglés en 1999, aunque todavía no ha sido traducida)104. Desde ahora, Fukuyama abandona la filosofía y se adentra en la reflexión más pragmática y empírica de la socioeconomía, pues son estos problemas los propios de la era pos-histórica. Los libros de Fukuyama son sumamente ricos en datos empíricos y sugerencias prácticas, pero un tanto simplistas en lo conceptual; se ha convertido, efectivamente, en un autor afilosófico. Después de sentenciar el fin de la historia tras la victoria del liberalismo sobre el comunismo, Fukuyama se ha propuesto limar las diferencias dentro del propio liberalismo, que ahora resurgen con fuerza al haber desaparecido su oponente principal. En La confianza, Fukuyama entra en el actual debate entre el liberalismo individualista y el liberalismo comunitarista, y toma partido por este último. Realiza una fuerte crítica al liberalismo clásico e introduce una variante economicista en el comunitarismo, sin salir del naturalismo cultural del que se alimenta esta corriente. Fukuyama ve con preocupación que el liberalismo individualista haya comenzado a fragmentar una sociedad como la americana, tradicionalmente comunitaria. Y constata que eso ocurre porque ha habido una pérdida de confianza social. La confianza es una forma de solidaridad que no calcula de antemano los riesgos y los beneficios, ya que esa solidaridad es un fin por sí misma en una comunidad. Esa confianza crea capital social, indispensable según Fukuyama para crear comunidades económicas preparadas para afrontar los retos de la economía global, y para preservar la familia y evitar la 103 104
Publicado en Lateral, diciembre de 1999. Fue publicada en Barcelona, por Ediciones B, en febrero de 2000.
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atomización de la sociedad. Fukuyama afronta, pues, otro de los grandes problemas contemporáneos: el de la sociedad sin alma, desocializada. La confianza es un hábito ético heredado en el seno de una sociedad o cultura; es algo que ya está en algunas sociedades (Alemania, Japón, Estados Unidos), y también puede incorporarse poco a poco a las que no la tienen. La confianza equivale a compartir normas comunes, y surge a través de mecanismos sociales como la religión, la tradición o los hábitos históricos, es decir, está en las antípodas del contractualismo societario, que nace de la desconfianza natural entre los hombres, mientras que el comunitarismo propone la sociabilidad pura, natural. La confianza recupera comunidades naturales, mientras que el contrato social sólo es capaz de crear estados.
Comunitarismo empresarial La confianza tiene una vertiente económica, que es esencial en el libro de Fukuyama. Aplicada a las organizaciones económicas, permite pensar un nuevo modelo de empresa y convertir la empresa en una comunidad. Una comunidad requiere que sus miembros se adapten a las normas morales comunes y adquieran valores como la lealtad, la honradez y la fiabilidad. Ya lo dijo Platón: hasta los delincuentes han de ser honrados entre ellos mismos para poder conseguir sus propósitos.105 Fukuyama no afirma nada nuevo si se toma superficialmente lo que describe: que todo funciona mejor si hay confianza entre los miembros de una organización, si unos obtienen efectivamente lo que esperan de otros, al tiempo que se comparten ciertas expectativas comunes. Sin embargo, se equivoca en dos puntos importantes: 1) en la diagnosis de las ventajas de la confianza, sobre todo en relación con las organizaciones económicas, ya que el reparto de los beneficios, al contrario que la necesidad de la confianza, nunca es horizontal, sino jerárquico; y 2) en la presuposición de la bondad natural de la confianza. Fukuyama sólo presenta el lado agradable de la situación: donde hay confianza desaparece la necesidad de jerarquizar las organizaciones, de manera que la confianza puede ser el antídoto contra la tiranía y la alternativa a una autoridad que ponga las cosas en su sitio por imposición 105
Platón, República I.
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(olvida que también puede ser mediante el acuerdo). Sin embargo, Fukuyama elude presentar la otra cara de la moneda: en una empresa hay un reducido conjunto de miembros que conservan una indiscutible posición de ventaja sobre un conjunto mayor, y que da lugar a dos niveles diferentes de confianza: los asalariados han de confiar a priori en las buenas intenciones de los empleadores, mientras que éstos sólo pueden confiar en aquellos después, a posteriori. La empresa comunitaria exige a los asalariados que confíen ciegamente en los decisores, porque éstos miran por el bien del conjunto; exige que sean tontos felices satisfechos por haber sido ascendidos (de peones a capataces, dice Fukuyama). Es cierto que el problema del capitalismo ha dejado de ser la explotación, al menos en las sociedades más desarrolladas (con un largo historial de lucha sindical, de desconfianza mutua entre las partes), y que muchos trabajadores demandan mayor reconocimiento social que salario (sobre todo porque su salario es elevado). Lo verdaderamente deplorable es que Fukuyama tome la venda en los ojos como modelo social para los tiempos actuales. Su alternativa al conflicto roza la irracionalidad, pero es absolutamente coherente con el fin de la historia: como dice Patočka, fuera de la historia nadie discute el orden existente. La defensa de la confianza remite a esta otra cuestión: ¿es posible hablar de interés común en el seno de una comunidad, una empresa, o una sociedad? Sólo hay confianza, dice Fukuyama, entre quienes comparten un mismo interés, un proyecto que les une, algo común. Su punto de partida es la idea hegeliana de la dependencia mutua entre amo-esclavo: puesto que dependen uno de otro, se necesitan, y entre ellos se establece una tensión que va de la simbiosis a la guerra.
La voz de los clásicos Los clásicos ya habían discutido esta cuestión (pero Fukuyama parece ignorar todo lo anterior a Hegel, así que, más que acabar con la historia, la repite). Pero la historia muestra que la idea de la bondad natural de la confianza social es discutible. Aristóteles percibe un interés común entre el amo y el esclavo, porque ambos dependen mutuamente en vistas a un fin superior, el buen orden de la casa, que les une y obliga a la confianza mutua. Platón, que no era tan ingenuo, sostenía que entre amo y esclavo
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no podía haber amistad alguna y que, por extensión, al pueblo se le debía gobernar con la misma desconfianza con que se maneja al esclavo. El liberalismo, antes que Hegel, había dado respuesta al asunto mediante dos vías: la del individualismo posesivo, de Hobbes, según la cual, si dos sujetos quieren o desean un mismo objeto puede haber conflicto, y hace falta una autoridad que lo evite y distribuya lo que es común preservando el interés general superior; y la vía la liberal comunitarista, insinuada en Locke, según la cual, si dos sujetos desean un mismo objeto, surge entre ellos la confianza para conseguirlo conjuntamente, que es algo natural y puede darse sin la intervención del Estado. Como síntesis de ambos, Hegel consideró que la dependencia mutua es una relación dinámica que puede ir desde el conflicto total hasta la confianza absoluta. Esa relación dinámica es la historia. Fukuyama, al vislumbrar en el desarrollo actual de capitalismo una oportunidad de disolver la dicotomía de los intereses sobre la base de la confianza, se atreve a pronosticar el fin de la historia, el fin de la relación dinámica. Así se conectan sus dos primeros libros.
Olvidado Karl Marx Aunque Marx haya quedado relegado de la literatura social por razones ajenas a sus teorías, no debería perderse de vista su teoría de la distinción entre capital y trabajo (Trabajo asalariado y capital, 1849), que puede ser aceptada sin necesidad de convertirse al marxismo, pues Marx no reflejó en ella nada que cualquier economista liberal no pudiera aceptar sobre las relaciones existentes en el mercado laboral. En virtud del juego de la oferta y la demanda, la relación entre capital y trabajo ha de ser necesariamente desigual, porque el capital compra trabajo mientras que el trabajo se vende a sí mismo, y el capital puede confiar en una mayor oferta de mano de obra continuamente. En general, el pleno empleo nunca se ha conseguido, siempre queda un residuo de desocupación que los economistas del talante de Friedman llaman “tasa natural de desempleo”. Es evidente que esta circunstancia de mayor oferta que demanda de mano de obra es siempre más ventajosa para el capital que para el trabajo. Así que al tener en cuenta que el llamado interés común está supeditado a esta relación de dependencia desigual se evitará caer en la confusión de pensar que el presidente de FIAT y el que
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monta neumáticos en la cadena de producción tienen los mismos intereses. Por mucho que el neoliberalismo lo pretenda, la tensión capital-trabajo no ha sido superada en la fase postindustrial del capitalismo, sino tan sólo atenuada. En tiempos de Marx, esta dicotomía estaba asociada a las clases sociales y dio lugar a tensiones revolucionarias (1789, 1830, 1848, 1871, por ejemplo). En la actualidad, se ha diluido la referencia social de la dicotomía, porque el cuerpo social es un inmenso magma de clases medias donde cuesta atribuir a colectivos o personas la función económica propia del capital y del trabajo. La dicotomía capital-trabajo se ha destensado en virtud de la igualación social, y eso ha favorecido un mayor consenso respecto de lo que es el interés común, porque la inmensa mayoría posee casi las mismas cosas. Hobbes sabía muy bien que la confianza surge de la igualdad, pero no porque dos sujetos deseen una misma cosa, sino desde el momento en que ambos la posean. La dependencia puede generar confianza si se da en medio de una cierta igualdad, si se poseen las mismas cosas. Pero el esclavo depende del amo mucho más que éste del esclavo. Del mismo modo, el trabajo depende más del capital que el capital del trabajo, lo cual explica que la tensión hegeliana sea dinámica y, a pesar de Hegel y seguidores, imparable. Desde este esquema se puede hablar cabalmente de confianza; cualquier otro discurso sobre ella pecará de ingenuo, si no de malintencionado. En las sociedades tardocapitalistas puede hablarse de confianza en tanto que los niveles de renta son más elevados y uniformes que hace cuarenta años, por ejemplo. Ciertamente, esto impide que los conflictos sociales estallen al primer chispazo, y que los que se generan no sean tanto de origen económico como de origen pseudoideológico (religioso, cultural, tribal, etc.). Otros teóricos de tendencia socialdemócrata han estudiado la evolución de la sociedad capitalista en el último tercio del siglo llegando a conclusiones semejantes, hasta el punto de constatar el retroceso del Estado de Bienestar a costa de las bases marginales de la población con el beneplácito (o la confianza) de las clases medias. Ingenuo o malintencionado, el discurso de Fukuyama sobre la confianza está envenenado. Hay que leer su libro, pero conviene tener un antídoto (Platón, Hobbes, Hegel, o Marx) bien cerca para no dejarse embaucar por todos sus numerosos ejemplos de buena voluntad entre los
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hombres. Su catálogo de las buenas relaciones entre capital y trabajo, enterrada la filosofía, parece haber salido de la factoría Disney.
La gran ruptura El último libro de Fukuyama, La gran ruptura, intenta explicar por qué, a pesar de haber acabado la historia, continúan los conflictos. Para ello introduce un elemento cíclico en las relaciones sociales, obligado a recuperar el dinamismo hegeliano: donde hay confianza, capital social, comunidad de intereses, etc., no hay grandes conflictos sociales e impera el orden; allá donde no hay confianza impera la anarquía. El error de Fukuyama, en este caso, consiste en pensar que hay sociedades sumidas en la crisis, en la gran ruptura, sólo porque han sido incapaces de generar confianza, sin tener en cuenta que eso es imposible si hay grandes diferencias entre ricos y pobres, que es la primera causa de los conflictos. Fukuyama se fija solamente en los apabullantes modelos de desarrollo occidentales, en el paso del capitalismo industrial al tardo-capitalismo en Europa, Estados Unidos, Japón, etc. Su explicación es que la confianza ha sufrido graves crisis, pero lleva varias décadas sin un leve temblor. Al fin y al cabo, la enorme masa de clase media permitió en la Inglaterra de los años ochenta desmantelar el Estado de Bienestar por su margen inferior sin levantar una sola ampolla en la confianza de los ingleses respecto de sus gobernantes; y eso que Thatcher gobernó un país que batía marcas de desempleo. La causa de la ceguera de Fukuyama, radica en su ingenua concepción de las rupturas sociales. En lugar de marginación económica, racial, religiosa, política, sexual, como evidentes ejemplos de ruptura social y de desconfianza hacia quienes no forman parte de la gran masa de ciudadanos confiados, su preocupación se centra en la crisis de la familia y de los valores morales, el individualismo, el feminismo, los anticonceptivos y la disminución de la natalidad.
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APÉNDICE QUIÉN ES FRANCIS FUKUYAMA Antiguo colaborador de la Administración Bush, está vinculado a una organización inglesa dirigida por Margaret Thatcher, llamada The End of Order, que es partidaria del retorno de las mujeres a la casa y la familia como solución a la crisis laboral y social en Occidente. Su famoso artículo, “¿El fin de la historia?”, se publicó en la revista The National Interest, en el número del verano de 1989, levantando una densa polvareda de críticas y alabanzas. En septiembre de ese año, la prensa española se llenó de artículos, contrarios en su mayoría a las tesis de Fukuyama. En abril de 1990 fue publicado en castellano en el primer número de la revista Claves de Razón Práctica. De este artículo nació un libro, El fin de la historia y el último hombre, difundido gracias al apoyo financiero de la J. M. Olin Foundation, institución norteamericana que invierte millones de dólares para favorecer la derechización de los estudios sociológicos. Hay quien se pregunta por qué una obra de una mediocridad tan evidente ha obtenido tanta atención pública.
Breve bibliografía de Francis Fukuyama _“¿El fin de la historia?”, en El País, 24 de septiembre de 1989. Es un extracto del artículo original. _“Respuesta a mis críticos”, en El País, 21 de diciembre de 1989. _“¿El fin de la historia?”, en Claves, nº 1, abril de 1990. _El fin de la historia y el último hombre. Barcelona, Planeta, 1992. _La confianza. Barcelona, Ediciones B, 1995. _La gran ruptura. Barcelona, Ediciones B, 2000.
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El peligro de las Padanias106
Desde que en el verano de 1989 saliese a la luz el polémico articulo de Francis Fukuyama "El fin de la historia", en la revista americana The National Interest107, muchos acontecimientos han ocurrido que desmienten una y otra vez casi todos los pronósticos de este controvertido asesor del neoliberalismo americano. En su artículo anunciaba el comienzo de una larga -casi definitiva- etapa de aburrimiento para el mundo occidental, una vez lograda la victoria del liberalismo democrático sobre las ideologías totalitarias. Este vaticinio presupone que cualquier conflicto surgido en el sistema puede resolverse a través de sus propios mecanismos internos, sin necesidad de recurrir a elementos ajenos: los antaño radicales antagonismos se han disuelto a consecuencia de la expansión de la clase asalariada, que ocupa el espectro social y electoral de la antigua minoría burguesa, y los antiguos conflictos de clase quedan convertidos en meros conflictos de intereses. Atractiva tesis que no es tan nueva como pueda hacernos pensar el artículo de Fukuyama, pues incluso algunos marxistas revisionistas sostuvieron a principios del siglo XX posiciones críticas frente a la mecanicista teoría ortodoxa sobre el proceso dialéctico en el devenir histórico: el radical Kautsky, el parlamentarista y moderado Bernstein, Jean Jaurès y en especial Georges Sorel. Pero para hacer su tesis creíble, Fukuyama tuvo que subestimar la fuerza que otros elementos, hasta entonces neutralizados por el sistema, comenzaban a recuperar poco a poco a finales de los ochenta. Se trata del nacionalismo y el integrismo. Estos movimientos ideológicos, distanciados de los principales valores del liberalismo democrático, no deben ser desdeñados en su capacidad cautivadora de las masas: si antes su área de influencia quedaba circunscrita a la periferia del sistema, ahora consiguen actuar dentro, atrapando también a las clases medias. 106 107
Publicado en Lateral, noviembre de 1996. Traducción castellana: “¿El fin de la historia?”, en Claves, nº 1, abril de 1990
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Por lo que respecta al nacionalismo, Europa ha sufrido durante dos siglos sus embates, pero la presencia de conflictos de orden superior dio lugar a la asimilación de las pulsiones nacionalistas en el seno de las ideologías más fuertes a un lado y otro del espectro: el liberalismo más comercialmente imperialista, o bien el socialismo que no dudaba en apoyar actitudes nacionalistas. Pasada la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo fue perfectamente asimilado por los bandos ideológicos, y utilizado como reclamo para ganar aceptación y a la vez para neutralizar sus componentes más radicales, que se habían manifestado violentamente entre los años 20 y 40 del siglo pasado bajo formas totalitarias. Ahora hay en Europa un nacionalismo de rasgos diferentes, fruto de una coyuntura económica favorable al desarrollo de las clases medias. Se trata de un nacionalismo inspirado en un impulso desintegrador que sólo después de la Guerra Fría y el fin de la política de bloques ha podido proliferar, precisamente donde el desarrollo económico de los años 60-70 generó unas estructuras sociales post-industriales. Y ahora, en crisis las ideologías que lo cobijaron y amansaron, crece con más fuerza en aquellas regiones europeas que han conseguido distanciarse económicamente de sus vecinos: por un lado la exaltación europeísta; por otro, la exaltación de las nacionalidades históricas, como la Padania italiana, Cataluña o el País Vasco. Este nacionalismo de ricos llega a converger con el nacionalismo pequeño-burgués, obrero y campesino: el aburguesamiento de las clases más modestas da lugar al establecimiento de un frente común ante la amenaza para la paz y la prosperidad que representan las vecinas economías atrasadas o los inmigrantes que antes sirvieron de mano de obra barata y que hoy ocupan un espacio que nunca les ha pertenecido. Se puede decir que el fantasma del nacionalismo recorre Europa, llegando hasta la Rusia post-soviética y atravesando el Atlántico hasta Québec. Reaparece esta vez en todas sus dimensiones, sin colonialismo ni lucha de clases, sino tal y como se configuró en sus inicios dieciochescos, con todos los componentes de irracionalidad que el Romanticismo europeo llegó a acumular. Al contrario que las ideologías igualitaristas, que buscan la uniformidad bajo el amparo de la razón aunque ocasionalmente con el recurso de la violencia, la tiranía y la arbitrariedad del poder, el nacionalismo emerge de las profundidades más oscuras en que se cimentan los sentimientos colectivos: la sangre, el miedo, los ancestros, las tradiciones, la tierra. Para
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Brech es una enfermedad contagiosa: basta toparnos con un nacionalista exacerbado para que salga de nosotros el nacionalista que llevamos oculto. El nacionalismo actual busca la identidad en la diferenciación excluyente, que precisa constantemente de un otro del cual diferenciarse y mostrar una imagen unitaria: lo nacional, es decir, el lugar donde se nace. Es una evidente ridiculez exaltar el lugar donde uno nace, dado que es fruto del más puro azar. El orgullo nacional se ampara en la sangre y en la tierra porque difícilmente puede ampararse en algo más racionalmente profundo que la casualidad. En cuanto al integrismo religioso, sus semejanzas con el nacionalismo radican en el mismo afán unificador y diferenciador a la vez, un solo dogma y múltiples enemigos. Como el nacionalismo, ha conseguido entrar en el centro del sistema, y abrirse paso a través de dos frentes: uno, más periférico, mediante las incursiones violentas que el integrismo islámico realiza en Occidente; otro, central, mediante el integrismo interior, católico o protestante, a veces unido al nacionalismo. En esta tesitura de la Europa actual, el radicalismo ideológico parece configurarse en una preocupante mezcla de elementos: integrismo religioso, nacionalismo, racismo, xenofobia y rabia, que justifican posteriores actos violentos. La evolución de este síndrome ha ido ganando intensidad, contrariamente a lo que Fukuyama pronosticaba hace siete años, y lo más preocupante es que el área de influencia de este síndrome ha ido desplazándose desde la periferia al centro del sistema, como es el caso del separatismo de la región de Padania.
Nacionalismo y neofeudalismo En 1973, un grupo de intelectuales italianos encabezados por Umberto Eco, publicó un conjunto de artículos bajo el título común de La nueva Edad Media108, en el que se auguraba la proliferación de una serie de fenómenos que entonces se estaban produciendo en escala no desdeñable en las metrópolis americanas: Nueva York, San Francisco, etc. Para ellos, estos fenómenos podían inscribirse en un proceso de feudalización de las relaciones sociales y laborales, de la cultura y el pensamiento, producto de la descomposición de las ciudades en barrios-ghettos dominados por 108
Eco, U. y otros, La nueva Edad Media. Madrid, Alianza, 1974.
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sectores sociales uniformes: negros, blancos ricos, blancos medios, hispanos, chinos, italianos, eslavos, etc. El libro de Eco hablaba, pues, de la crisis del tardocapitalismo, tanto en lo social (desurbanización), como en lo económico (desindustrialización), como en el pensamiento (post-modernidad). Y prevenía del contagio de este síndrome a una Europa entonces en vías de reestructuración y hoy en vías de unificación. Una Europa que podía librarse de las formas extremas del síndrome gracias a la propia configuración de sus ciudades (las ciudades americanas ya nacieron desurbanizadas) y a su afán de crear lazos de interdependencia. Pero prevenía de la fragilidad de esa estructura, y ahora los impulsos nacionalistas que se viven vienen a dar la razón a los autores de aquel libro. Padania representa el afán de separación de un sector privilegiado para proteger su situación excepcional; es un intento de crear un feudo de orden y riqueza, alejado del progresivo deterioro del Sur. El separatismo de la Liga del Norte no es preocupante porque pretenda dividir una nación y desintegrar una unidad política. Eso sólo inquieta a otros nacionalistas. El mayor inconveniente del nacionalismo va más allá de territorios y fronteras, es la búsqueda de unidades uniformes, sean económicas, culturales o raciales; es un discurso extremo de la unidad y la separación, según el cual lo que es igual ha de estar unido y lo que es diferente, separado. El nacionalismo incide sólo en un tipo de semejanzas y en un tipo de diferencias, y las utiliza para promover la formación de islas de identidad en las que sólo caben los componentes uniformados bajo una serie de signos concretos de pertenencia, y donde los otros quedan relegados a la categoría de diferentes e incluso malditos. Este afán de separación coincide también con el espíritu general de las relaciones entre el Primer Mundo y el Sur del planeta, cada día más dañadas por el desencuentro y sentenciadas por las murallas que los países ricos crean a su alrededor. El separatismo local y las diferencias entre el Norte y el Sur son parte integrante del mismo proceso, vistos desde diferentes perspectivas. Un proceso que concuerda plenamente con la tesis de Fukuyama: Occidente ha llegado al fin de la Historia, podemos respirar tranquilos, ya no volveremos atrás. El Sur es ahora quien debe tomar las riendas de su propia historia o quedar empantanado en ella; los países desarrollados han renunciado a seguir interviniendo. Es el mensaje de la autocomplacencia que cierra los ojos para no ver que a su alrededor la realidad está lejos de ser plácida. El repliegue, el
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retroceso, las murallas, son el peor enemigo del capitalismo: eliminan sus bondades y nos dejan sin la diversidad y la libertad. Los feudos sólo admiten uniformidades, y eso nunca ha encajado en el espíritu europeo; de hecho, Europa no sería nada sin el mestizaje. De ahí que la solución apuntada por los mencionados autores italianos para frenar la fragmentación ya constatada en América sea fomentar al máximo la necesidad de generar interconexiones, tanto a nivel urbano como económico y cultural. La verdadera pluralidad no puede basarse en la conexión de unidades separadas, sino en la incorporación no planificada del contenido de más unidades, es decir, un nuevo mestizaje entre autóctonos y foráneos. Padania representa todo lo contrario.
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