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Spanish Pages [225] Year 2014
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LA USURPACIÓN DE LOS PAPAS Y OTROS ESCRITOS
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Voltaire
LA USURPACIÓN DE LOS PAPAS Y OTROS ESCRITOS
Introducción de Guillermo Vázquez Traducción de Rodolfo Antimoine
el libertino erudito
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Voltaire La usurpación de los papas y otros escritos / Voltaire; con prólogo de Guillermo Vázquez; 1ª ed.; Buenos Aires; El cuenco de plata, 2009 224 pgs.; 21x12 cm.; (el libertino erudito) Traducido por: Rodolfo Antimoine ISBN 978-987-1228-81-2 1. Filosofía Moderna I. Vázquez, Guillermo, prolog. II. Antimoine, Rodolfo, trad. III. Título CDD 190
el cuenco de plata / el libertino erudito Director editorial: Edgardo Russo Diseño y producción: Pablo Hernández Corrección: Mora Torres © 2009, del prólogo Guillermo Vázquez © 2009, El cuenco de plata Av. Rivadavia 1559 3º “A” (1033) Buenos Aires, Argentina www.elcuencodeplata.com.ar
Hecho el depósito que indica la ley 11.723. Impreso en noviembre de 2009.
Prohibida la reproducción parcial o total de este libro sin la autorización previa del editor.
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Colección dirigida por Diego Tatián y Pablo Hernández
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Fragmentes des instructions pour le prince royal de ***** (1752), Avertissement pour le poème sur la Loi naturelle et sur le Désastre de Lisbonne (1756), Poème sur le désastre de Lisbonne ou examen de cet axiome: tout est bien (1756), Idées republicaines (1762), Les droits des hommes et les usurpations des papes (1768), Il faut prendre un parti, ou le principe d'action. Diatribe (1772).
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INTRODUCCIÓN Así como Spinoza, permanente interlocutor en tantas páginas volterianas1, sellaba sus cartas apelando a la cautela2, Voltaire –que vivía ya en una época donde un sistema comenzaba a declinar fuertemente– firmaba con la rúbrica “Écrasons l’infâme”. No una advertencia (caute), sino una apuesta, un riesgo explícito. Por eso, quizás, es justa la aseveración de Roland Barthes, en un Prefacio de 1958 a los Romans et Contes, cuando lo llamó “el último escritor feliz”: Voltaire encara un combate que no pierde de vista su propósito militante pero a la vez es lúdico, desproporcionado, satírico, teatral, espectacular. En el recorrido de las páginas de los ensayos que aquí presentamos –muestreo sensato del estilo y pensamiento de una obra completa que en su edición crítica, impulsada por la oxoniense Voltaire Foundation, tiene prevista la monumental cantidad de 135 volúmenes–, el riesgo se patentiza retozando también a cierta distancia de la radicalidad que vemos en otros de sus contemporáneos. François-Marie Arouet –que adopta en 1718 el seudónimo “Voltaire”– conoció tanto la prisión (dos veces en la emblemática Bastilla), la censura y quema de sus libros, como la idolatría en vida. La apoteosis que 1
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Cfr. Verniére, P. Spinoza et la pensée francaise avant la révolution, París, Presses Universitaires de France, 1954, 2 v. Cfr. Gebhart, C. “Das Siegel CAUTE”, en Chronicum Spinozanum, IV, 1924-1926; y también Tatián, D. “Introducción a Baruch Spinoza”, Epistolario, Buenos Aires, Colihue, 2007, pp. VII a LXV.
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vive Voltaire en el retorno de su exilio de París3, compuesta de una clásica imagen donde es llevado en andas por sus seguidores, ante la réproba mirada de un grupo de clérigos y escritores del Régimen que, en 1778 –a meses de la muerte del philosophe–, observaban el espectáculo (se estrenaba su obra Irène) y protestaban a viva voz, demuestra que más allá de las discusiones sobre la exageración o justeza de la influencia de los philosophes en los acontecimientos franceses que concluyeron con la Revolución de 1789, la de Voltaire fue claramente una figura pública, popular, que despertó pasiones como pocos intelectuales lo hicieron. Aunque la preferencia de Robespierre y de gran parte de la liturgia jacobina fuera por Rousseau, luego de su muerte y con la extensión de la Revolución Voltaire fue casi un dios –la sociedad francesa de aquel tiempo era un ejemplo de habilidad para la producción de deidades, como observó Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa–, un verdadero patriarca para los nuevos aires franceses. La misma élite revolucionaria fomentó la anunciación de su propio devenir relacionando deliberadamente a los philosophes con los hechos históricos que sobrevinieron. Tal es la tesis de Roger Chartier –contra una idea ampliamente extendida en la historiografía francesa–, que consiste en ver a la Revolución como productora –retrospectivamente– de Ilustración, y no al revés. La Revolución Francesa es también una gran “revolución literaria” para el propio Chartier, que ejemplifica esta posición comentando el mausoleo de nuestro autor, 3
Una descripción bien documentada sobre la denominada “apoteosis de Voltaire”, puede encontrarse en el libro de Darrin McMahon, Enemies of the enlightenment: the French counterEnlightenment and the making of modernity, Nueva York, Oxford University Press, 2001, pp. 83-86.
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que no pudo ver la Revolución concretada: “Las inscripciones grabadas en el sarcófago que contiene sus restos en ocasión de su traslado al Panteón el 11 de junio de 1791, en un momento de unanimidad nacional y de alianza entre la Revolución y la Iglesia constitucional: (...) ‘Combatió a los ateos y a los fanáticos. Inspiró la tolerancia. Reclamó los derechos humanos contra la servidumbre del feudalismo’.”4 Voltaire, otrora acusado del más ominoso libertinismo5, fue 4
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Chartier, R. Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII: los orígenes culturales de la Revolución Francesa, Barcelona, Gedisa, 1995, p. 102. Para un comentario minucioso y lúcido sobre la conflictiva relación entre el volterianismo y la Revolución, ver el trabajo de José Sazbón “Historia intelectual e historia política: Anacharsis Cloots y el volterianismo revolucionario”, en Presencia de Voltaire, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 1997, pp. 95-154. Las complejidades de aseverar un “libertinismo volteriano” –cfr. Rivière, M. “Philosophical liberty, sexual licence: the ambiguity of Voltaire’s libertinage”, en Peter Cryle y Lisa O’Cononnel (eds.) Libertine enlightenment: sex, liberty and licence in the eighteenth-centurt, Palgrave Macmillan, 2003, pp. 7591–, muestran las muchas aristas que el término mismo –libertino– connota en la época. Pierre Bayle –admirado por Voltaire como el maestro de la duda (cfr. Mason, H. Pierre Bayle and Voltaire, Oxford, Oxford University Press, 1963)– esboza en su Dictionnaire historique et critique, de 1697, la distinción entre libertin d’esprit y libertin des sens, precisamente en el artículo sobre Spinoza. Libertin d’esprit, luego reemplazado por librepenseur, o la forma más común de philosophe, y manifiesta una imposibilidad material de distinguir entre textos anticlericales y pornográficos, materialistas, epicúreos, ironistas, satíricos, de crítica a la sociedad y el poder del Ancien Régime, ya que, en el siglo XVIII, como señala Darnton: “la pornografía pertenecía a una categoría general, conocida en la época como filosófica. Los editores y libreros del siglo XVIII empleaban el término ‘libros filosóficos’ para designar un mercado ilegal, ya fuera sacrílego, sedicioso u obsceno. (...) Para 1750, el libertinaje se había convertido en un asunto del cuerpo y de la mente, de la pornografía y de la filosofía”, Darnton, R. El coloquio de los lectores, México, FCE, 2003, p. 67.
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también una trinchera que logró estabilizar los ánimos entre una Revolución que destronaba toda deidad, y unas instituciones eclesiásticas que resistían el completo desalojo. Pero poco hay de azaroso en las apoteosis, en vida o post mortem, de Arouet. Indudablemente estamos ante un escritor que se anticipa y busca incesantemente los avatares recordatorios que construyen su propio mito, a través de la autopropaganda y de una vasta presencia pública, cada vez más extendida entre los escritores de su época. Voltaire propició como ningún otro la constitución de los intelectuales como una clase particular, reunidos alrededor de valores, intereses y enemigos compartidos, y también en torno de un reconocimiento que, aunque merecido, cuenta con la resistencia de la “barbarie” religiosa: “¿No es una cosa divertida que Lutero, Calvino, Zwinglio, todos ellos escritores ilegibles, hayan fundado sectas que se reparten Europa; que el ignorante Mahoma haya dado una religión a Asia y África, y que los señores Newton, Clarke, Locke, Le Clerc, etc..., los mayores filósofos y las mejores plumas de su tiempo, hayan podido apenas establecer un pequeño rebaño que incluso disminuye todos los días?”.6 En su obra resurgirán todo el tiempo las constantes de clase de Voltaire, orgulloso por lo que cree uno de los mayores méritos de Francia: una mezcla de democracia y aristocracia, la convivencia pacífica entre ambas –diferencia esencial, como luego veremos, con Jean-Jacques Rousseau. Sin embargo, allí ha observado Arturo Labriola (entre otros) una suerte de vanguardia ideológico-política que convierte a Voltaire en un filósofo de la liberación. Labriola sospe6
Voltaire, Cartas filosóficas, Barcelona, Altaya, 1993, p. 40.
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cha del típico apresuramiento que denuncia una aristocratización volteriana, consecuente con un individualismo que lo acercaría a “los disimulos, las cortesanías, el epicureísmo sensual, la frecuentación de los grandes, el poco recato de la forma, la complacencia del lado bestial de la humanidad”7, lejanos al proyecto del philosophe, cuya “Filosofía de la Liberación, no obstante todo su afectado aristocratismo, que es prudencia práctica, es destinada siempre a la masa”8, y “en esto él es el verdadero espíritu del Aufklärung, que es un intento de trasfundir la filosofía a la masa apta para acogerla, transformar la ciencia en una religión racional”.9 El poder del fundamentalismo religioso –y sus epítomes más característicos: la crueldad, la insensatez, la barbarie, la violencia, el robo– es el principal adversario del proyecto ilustrado de Voltaire. En las “Ideas republicanas”, leemos: “El más absurdo de los despotismos, el más humillante para la naturaleza humana, el más contradictorio, el más funesto, es el de los sacerdotes; y de todos los imperios sacerdotales, el más criminal es sin duda el de los sacerdotes de la religión cristiana”. Si bien el ateísmo radical es también resistido en muchas de sus páginas, que cristalizan las voces “ateo” y “ateísmo” de su Diccionario filosófico, afirma allí mismo que “el ateísmo y el fanatismo son dos monstruos que pueden desgarrar y destruir a la sociedad, pero el ateo, 7
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Labriola, A. Voltaire y la filosofía de la liberación, Buenos Aires, Américalee, 1944, p. 53. Ídem, p. 63. Ídem, p. 61.
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aunque persevere en su error, conserva siempre el juicio que le corta las garras, mientras el fanático está atacado de una continua locura que afila las suyas”.10 También se pronuncia a favor de una mayor factibilidad de la vida pacífica –obsesión de los filósofos modernos, como veremos más adelante– entre una comunidad de ateos que de fanáticos religiosos: “Esos ateos, siendo filósofos por añadidura, pueden pasar la vida tranquila y feliz a la sombra de dichas leyes, viviendo más fácilmente en sociedad que los fanáticos supersticiosos. Puebla una ciudad de epicúreos, de simónides, de protágoras y de spinozas, y puebla otra de jansenistas y molinistas; probarás de ese modo la verdad del pensamiento que acabo de establecer”.11 El argumento en el texto sobre ateísmo en el Diccionario es el siguiente: la irracionalidad de los milagros –el limo del Nilo produciendo insectos o espigas de trigo–, estimulada por la teología, alentó también al ateísmo; pero la filosofía y la física vinieron a enterrar las supersticiones y –en vez de aseverar la inexistencia de un Ser trascendente– dieron en su indagación con un Dios legislador, supremo arquitecto del que Voltaire prefiere no entrar en detalles sobre su extensión, sustancia, ubicación, pero que constituye el asidero del derecho natural y cumple la trascendental función de la Providencia. La soberanía estatal, que iguala a los hombres en derechos y obligaciones (fundamentalmente impositivas: clásica reivindicación burguesa contra el feudalismo, presente en una importante cantidad 10
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Voltaire, “Ateo”, en Diccionario filosófico, Buenos Aires, Araujo, 1938, v. 1, p. 229. Ídem, pp. 228-229.
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de páginas de las polémicas volterianas), se ve cuestionada por un lenguaje papal que, en su poder de nombrar, “hace justo lo injusto”.12 Voltaire cita términos que el papado ha diseñado por fuera del poder estatal, pero que al mismo tiempo obligan, prohíben, castigan, exigen: excomunión, inmunidad, incamerar, dispensa. Todos con consecuencias jurídicopolíticas que se extienden mucho más allá de la expulsión de una comunidad religiosa determinada. Es en la facción, en la corporación que mella la soberanía, en el intento de universalizar el carácter particularista, que Voltaire ve en las religiones13, fundamentalmente en la católica, el lugar donde se generan las guerras, caen los gobiernos, se extiende la barbarie. No, por lo tanto, en el cristianismo per se, sobre el que Voltaire se encarga todo el tiempo de destacar los horrores papales que contradicen y desmerecen a todo el Evangelio. El problema político moderno (a diferencia del ideal clásico platónico-aristotélico) es el de evitar la guerra. En este sentido, Voltaire es un hombre de su tiempo, un pensador típicamente moderno. En sus Cartas filosóficas marca una importante diferencia entre estos dos momentos –clásico y moderno– que analogan un imperativo a la vez soberano y laico: antes no había guerras religiosas. Ni los griegos ni los romanos 12
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La cita que utiliza Voltaire es de Roberto Bellarmino, quien, encargado de la administración inquisitorial a fines del siglo XVI, tuvo un rol preponderante en los procesos a Galileo y Giordano Bruno, y fue uno de los principales defensores de la posición oficial en los debates sobre la infalibilidad papal: “Potest de injustitia facere justitia. Papa est supra jus, contra jus et extra jus”, De Romano Pontefice, t. 1, lib. IV. Para el complejo tema de lo religioso en Voltaire, ver el monumental libro de René Pomeau, La religión de Voltaire, París, Librairie Nizet, 1956.
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mataron o esclavizaron a otro pueblo por diferir en el culto a sus dioses. Sin embargo, Voltaire limita el poder soberano de confrontación con las religiones –salvo en casos puntuales, explícitamente sediciosos. La tolerancia religiosa no sólo es necesaria, sino que es algo crucial para fomentar el progreso y evitar el fundamentalismo. El ejemplo inglés –al que Voltaire dedica con admiración sus Cartas sobre Inglaterra, luego llamadas Cartas filosóficas (1734)–, congrega a la pluralidad de las religiones, paralelamente con la ciencia newtoniana, la filosofía de Locke14, el arte de Shakespeare y las libertades cívico-políticas. En su quinta carta, llama honrosamente a Inglaterra “el país de las sectas”15: a mayor pluralidad religiosa, menor riesgo de concentración facciosa en una sola –y agigantada– rama del fundamentalismo religioso. La soberanía, entonces, no se conquista con el poder de las hogueras ni de las guillotinas, sino con la persistencia iluminista de que la razón vence a la superstición y la ciencia doblega a la teología. En sus “Ideas republicanas” escribe: “Quemar un libro en el que se razona, equivale a decir: Nosotros no tenemos bastantes luces para responder”. Y más adelante: “¿Será por medio de los libros, que destruyen la superstición y hacen amable la virtud, que se conseguirá que los hombres sean mejores? Sí: si los jóvenes leen estos libros con atención, se preservarán de toda especie de fanatismo, y conoce14
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John Locke constituye un epígono en un doble plano: tanto en la revolución teórica que produce en ontología y gnoseología, como en el liberalismo político. En El siglo de Luis XIV, Voltaire escribirá sobre el filósofo inglés que “desde Platón hasta él no hay nada”. Voltaire, Cartas filosóficas, op. cit., 1993, p. 31.
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rán que la paz es el fruto de la tolerancia y el verdadero objeto de toda sociedad”. Comentábamos que los intereses de la burguesía francesa dieciochesca encuentran elementos esenciales en el horizonte teórico de nuestro philosophe. Los elogios al comercio entre naciones son una constante en los textos volterianos –y específicamente en la décima de sus Cartas filosóficas16–; la apelación a una prosperidad que es fuente de civilización y fraternidad, así como también el íncipit de una economía política que tomará cada vez más relevancia, reflejan en Voltaire las mismas preocupaciones que en muchos autores de su siglo (Hume, Montesquieu, Kant, Samuel Johnson, William Robertson17): la apuesta no ya por el carácter progresista sino por sobre todo pacificador del doux commerce –que las teorizaciones marxistas cuestionarán con vehemencia en el siglo siguiente. La religión, vehículo más de atraso y guerra que de progreso y pacificación, debe mantenerse alejada de asuntos de gobierno, y Voltaire denunciará toda intromisión religiosa en la constitución de una nación: “¿No es una barbarie ridícula el preguntar a un hombre que viene a establecerse y a traer riquezas a nuestro país: Caballero ¿qué religión profesa? El oro, la plata, la industria y los talentos no tienen ninguna religión”. A su vez –ya encuadrado el doble combate volteriano contra la religión única y el ateísmo radical–, en el 16
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“El comercio, que ha enriquecido a los ciudadanos en Inglaterra, ha contribuido a hacerlos libres, y esta libertad ha extendido a su vez el comercio; así se ha formado la grandeza del Estado”, en Cartas filosóficas, op. cit., p. 51. Cfr. Hirschman, A. Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos a favor del capitalismo previos a su triunfo, Barcelona, Península, 1999, pp. 79-84. También cfr. el sólido trabajo de Florian Schui, Early Debates about Industry: Voltaire and His Contemporaries, Palgrave Macmillan, 2005.
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Diccionario resuena otra vez, un motivo weberiano en la voz “ateísmo”: “Además, les preguntaré: cuando prestan cierta cantidad a algún miembro de la sociedad a la que pertenecen, ¿desearían acaso que el deudor, el procurador, el notario y el juez no creyeran en Dios?”.18 Voltaire, como todo gran escritor, es un imitador de voces: judíos, ateos, jansenistas, paganos, turcos, romanos, maniqueos, etc., desfilan por su prosa afilada reproduciendo posibles argumentos, confrontaciones, tonos, actitudes. Y en este punto encontramos también un motivo importante de su pensamiento: la fascinación por el exotismo cultural, un cierto orientalismo que, consciente de las diferencias entre razas y pueblos, sale sin embargo a la búsqueda del “hombre universal”. En sus ensayos –sobre todo en su Filosofía de la Historia–, Voltaire sitúa a China en un lugar originario y privilegiado; acaso, como explica Karl Löwith, influenciado por la presencia jesuítica en China, a la busca de un sincretismo entre cristianismo y confucianismo, luego reprobado por la jerarquía eclesiástica.19 Este orientalismo, “grado cero de la humanidad” para Voltaire según Roland Barthes20, también presente en sus relatos literarios, es parte de la conquista, de la expansión comercial de un capitalismo que venía a abrir el mercado al mismo tiempo que a pacificar las naciones. Pero también hay aquí un motivo de tolerancia que ahonda en razones más pro18 19 20
Voltaire, “Ateísmo”, en Diccionario filosófico, op. cit., p. 231. Löwtih, K. El sentido de la historia, Madrid, Aguilar, 1958, p. 152. Cfr. Barthes, R. “El último escritor feliz”, en Ensayos críticos, Buenos Aires, Seix Barral, 2003, pp. 123-131.
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fundas, como leemos en el discurso del teísta en “Hay que decidirse”: “seguid siendo tolerantes; es el verdadero modo de agradar al Ser de los seres, que es igualmente padre de los turcos, que lo es de los rusos, de los chinos, de los japoneses, de los negros y de la naturaleza entera”, y también en palabras de un cuáquero en la primera de sus Cartas filosóficas: “Resulta que no somos ni lobos, ni tigres, ni dogos, sino hombres, cristianos”.21 El motivo expansionista de la burguesía francesa toma entonces en Voltaire un estilo que no apela directamente a las riquezas de los recursos naturales o conveniencias geográficas, sino a la propia cultura de los pueblos no europeos; por eso nunca escribe sobre países como topografías abstractas, sino de los indios, los turcos, los chinos. Un problema constante en el sistema volteriano, en los pliegues de su metafísica, es el de la teodicea –la relación entre el mal y la idea de un Dios omnipotente y bondadoso. De allí, el sostén del ateo y el terror del teísta. El poema sobre el desastre de Lisboa anticipa toda una reflexión ético-teológica que se dará en el siglo XX post Auschwitz. Voltaire les habla a los filósofos (sus interlocutores más notorios: el Leibniz que escribió que vivimos en el “mejor de los mundos posibles”, el Rousseau esperanzado en una Providencia benevolente y el Alexander Pope que escribió su célebre “Todo está bien”22). Detrás –y a pesar– de la necesidad, de la omnisciencia del designio divino, nada hay para la razón que jus21 22
Voltaire, Cartas filosóficas, op. cit., p. 15. El personaje de Pangloss, en Cándido, representa el arquetipo de filósofo optimista contra el que Voltaire escribe. “Y bien, mi querido Pangloss –dijo Cándido–, mientras te ahorcaban y te disecaban y medían las espaldas, ¿no varió nunca tu modo de pensar? ¿Siempre has creído que todo sucede inmejorablemente?”,
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tifique lo que sucedió en Lisboa: el mal existe. Mujeres y niños amontonados unos sobre otros; miembros dispersos sobre los mármoles despedazados; gritos de voces moribundas ante el espectáculo de sus restos humeantes. Sobre las “espantosas ruinas, escombros y fragmentos desgraciados y funestos” no hay espacio para la arrogancia y vacilación de los sofistas sobre la capacidad y voluntad divinas para evitarlo; el mal existe, pero ignoramos su “principio secreto”. Voltaire –cuyo posicionamiento de clase se patentiza cada vez con mayor intensidad–, del mismo modo en que critica al cristianismo el impedimento de la salvación del rico, cuestionará la tesis de Rousseau de que las naciones ricas no pueden organizarse democráticamente. La radicalidad de Rousseau –el descrédito de la riqueza y la representación como mediación de la política, la potencia instituyente, la revolución de los vasallos rusos contra su imperio– causan indignación en la prudente voz de Voltaire23, quien toma una distancia radical asimilando el supuesto daño producido por el Contrato social a la barbarie inquisitorial
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a lo que Pangloss responde: “Opino como opinaba, pues soy filósofo, y no me conviene contradecirme”. Cándido y otros cuentos, Madrid, Alianza, 1999, p. 144. El propio marqués de Sade comenta en algunas páginas el tono confrontativo entre Rousseau y Voltaire, y en una carta a su mujer de julio de 1783, escribe burlándose de sus carceleros en Vincennes: “Negarme las Confessions de Jean-Jacques es otra cosa excelente, sobre todo después de haberme enviado Lucrecio y los diálogos de Voltaire; ello pone de manifiesto un gran discernimiento y un profundo juicio por parte de vuestros directores. ¡Ay! Me hacen un gran honor al creer que un autor deísta puede ser un libro malo para mí; ya me gustaría que fuera aún así”. Sade, Correspondencia, Barcelona, Anagrama, 1975, p. 203.
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que significó su censura: “Este libro se ha quemado en nuestro país. La operación de quemarlo es posible que haya sido tan odiosa como la de haberlo escrito”. No sólo la física y la filosofía, sino también la historiografía se transforman en un soporte sólido para la razón que refuta a la teología. Dice Voltaire –por boca del judío24 que habla ante Marco Aurelio–: “pero los cristianos ignorantes no saben que entre nosotros ‘hijo de Dios’ significa un hombre de bien, como hijo de Belial significa un malvado. Un equívoco lo hizo todo, y es a una pura disputa de palabras a la que Jesús debe su divinidad”. El nacimiento de la ciencia historiográfica, entonces, se condice con el desprecio a la superstición, el combate contra el fundamentalismo religioso y su poder corporativo –no sólo económico, sino también, y sobre todo, con pretensiones de legitimidad soberana– señalan el llamado a un nuevo orden capaz de dejar atrás la barbarie moldeada por las diversas formas de intolerancia. Y en muchos de sus textos sobre tolerancia señalan un progreso, una racionalización paulatina: “Ya no hay –escribe– un Luis XI (...) que erija sacrificios de toros en los mercados, y que reniegue a los jóvenes príncipes soberanos con la sangre de su padre; no vemos los horrores de la rosa roja y de la rosa blanca, ni las cabezas coronadas caer en nuestra isla 24
Un tema que se ha trabajado intensamente en la crítica a la historiografía y el pensamiento volterianos, es el antisemitismo del philosophe. Al respecto, cfr. Hannah Arendt, en The origins of totalitarianism, The Worlds Publishing Company, 1958, p. 242, y también Karl Löwith, El sentido de la historia, Madrid, Aguilar, 1958, p. 154.
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bajo el hacha de los verdugos”; son las épocas donde las torturas a Damiens25, el regicida –recordado al inicio del libro de Foucault Vigilar y castigar– van dejando su lugar a formas panópticas y ordenadas, a una nueva administración racionalizada de la violencia estatal. En su “Estudio preliminar” al Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, Francisco Romero distingue dos ejes en la producción volteriana de tema histórico: “el de las obras propiamente narrativas o historiográficas, y el de los escritos de teorización y polémica”.26 Si bien los textos que aquí presentamos se inscribirían en la segunda categoría, denotan un diálogo incesante con la historia, algo permanente en Voltaire. El ensayo como género resiste cualquier fijación de rigor historiográfico, que sin embargo Voltaire ensalza y desea constituir como su referente teórico. 25
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Voltaire siguió atentamente el proceso a Damiens por el atentado a Luis XV; sin embargo en Cándido, sus reflexiones son condenatorias hacia el regicida antes que a las torturas sufridas por éste durante el suplicio. La relación entre el castigo, la jerarquía eclesiástica y el dogma aristocrático del orden del Antiguo Régimen, así como una descentralización feudal de toda la legislación no unificada en un Código, son denunciadas por Voltaire fundamentalmente en su Comentario al texto del marqués de Beccaria, Dei delitti e delle pene (1764). Cfr. Maestro, M. Voltaire and Beccaria as reformers of criminal law, Nueva York, Columbia University Press, 1942; Davidson, I. “Beccaria and the Commentaire. 1765-6” en Voltaire in exile: The last years, 1753-1778, Grove/Atlantic, 2005, pp. 148159. Romero, F. “Estudio preliminar” a Voltaire, Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, Buenos Aires, Hachette, 1959, p. 13.
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Voltaire escribe una Filosofía de la Historia –y es, nada menos, quien utiliza por primera vez el sintagma–, como intento de emancipación de una Teología de la Historia, cuyo modelo más acabado y contra el que explícitamente confronta es el Discurso sobre la Historia Universal (1681), de Bossuet. La narración de la Historia es omnipresente, no como tópico sino como estilo. La historia enseña, muestra, prueba, fundamenta, señala el camino del “espíritu” de las naciones. En “Ideas republicanas”, se queja precisamente del texto de Montesquieu, Del espíritu de las leyes, libro que, como afirma Althusser, “se ha propuesto comprender la infinita diversidad de las instituciones humanas en todos los tiempos y en todos los lugares”.27 El propio Althusser –para quien Voltaire “es el fundador del método histórico”–28, en otro texto también distingue a Voltaire de Montesquieu en lo que respecta al determinante –categoría ineludible en el análisis marxista– de la historia: “no es el espíritu de las leyes, es decir, la política, como en Montesquieu. Pues Voltaire reincorpora toda la historia de la cultura (ciencias, artes, costumbres, etcétera)”.29 Precisamente en su libro sobre El siglo de Luis XIV, distingue cuatro épocas según el talento cultural, no de acuerdo con el éxito político o la permanencia de un imperio.30 27
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Althusser, L. Montesquieu, la política y la historia, Barcelona, Ariel, 1964, p. 27. Althusser, L. Política e historia. De Maquiavelo a Marx, Buenos Aires, Katz, 2007, p. 47 Idem, p. 48. Voltaire, El siglo de Luis XIV, México, FCE, 1954. Cfr. en pp. 79, donde en primer lugar pone a la Grecia “de los Pericles, los Demóstenes, los Aristóteles, los Platón”; en segundo lugar la Roma “de Lucrecio, Cicerón, Tito Livio, Virgilio, Horacio, Ovidio”; el tercer momento es la Italia que tiene de referentes a los Médicis y, por último, el siglo de Luis XIV, cuyo inicio
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Existe toda una discusión sobre el talento historiográfico y el pretendido rigor metodológico volteriano.31 Los ensayos compilados en este libro dan cuenta de la idea que tiende a separar ensayo de narración propiamente histórica, y señalan un camino irónico, contundente a la vez que esquivo y digresivo –Barthes dirá que “no es un organismo, sino un encuentro de azares”–32 hacia Les Lumières. Esta bipolaridad volteriana, puede verse en su proyecto descomunal de redactar un “diccionario”, cuyos conceptos no buscan una deliberada exclusión de lo diverso y una reunión de lo idéntico –como el manual de la escolástica indicaba para el caso de los universales. En la voz “abuso de las palabras”, parte de la premisa de que el libro –como también la conversación, que tiene para Voltaire un estatuto análogo– no proporciona en la mayoría de los casos ideas precisas. Y, ante el consejo lockeano de precisar los términos, Voltaire hace un largo rodeo ensayístico, que culmina asumiendo la imposibilidad de referir de modo completo todos los abusos de las palabras. Sería como detener la infinitud. O la subjetividad; una imprecisión, un hiato lingüístico que se sabe irreductible. Hay en toda esa obra un recorrido por las discusiones, un ensayo (Montaigne es, también, una referencia ineludible en el trayecto intertextual volteriano) en cada voz.
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patentiza Voltaire con la fundación de la Academia Francesa. Escribe allí que “todos los siglos se parecen por la maldad de los hombres; pero sólo conozco esas cuatro edades que se hayan distinguido por los grandes talentos”. Al respecto, ver el trabajo de María Inés Mudrovcic, “La historiografía volteriana: una invención crítica”, en José Sazbón (comp.) Presencia de Voltaire, op. cit., pp. 27-42. Barthes, R. “El último escritor feliz”, loc. cit., p. 127.
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“Haz ridícula y odiosa toda superstición, y no tendrás nada que temer de la religión: ha sido terrible y sanguinaria, y ha derribado tronos cuando las fábulas han tenido crédito, y cuando los errores han sido reputados santos”, escribe en las “Instrucciones” al príncipe. Los textos volterianos muestran una subjetividad omnipresente que, por las materias con las que trata, hace que su erudición nunca abandone lo festivo. Guillermo Vázquez
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HORRORES DE LA INTOLERANCIA
De la Paix perpétuelle, par le docteur Goodheart (1769). En las Memorias Secretas se menciona este escrito por primera vez el 17 de septiembre de 1769. D´Alembert sin embargo habla en una carta a Federico el Grande, el 7 de agosto de ese año, como de una obra ya publicada. El nombre Goodheart en inglés significa “Buen corazón”.
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I La única paz perpetua que puede establecerse entre los hombres es la tolerancia: la paz imaginada por un francés llamado “el abate Saint-Pierre”, es una quimera que subsistirá entre los príncipes tan difícilmente como entre los elefantes y los rinocerontes, y como entre los lobos y los perros. Los animales carniceros se despedazarán siempre en la primera ocasión.1 1
El proyecto de una paz perpetua es absurdo, no en sí mismo pero sí del modo que ha sido propuesto. No habrá más guerra de ambición o de capricho, cuando todos los hombres sepan que nada hay que ganar en las guerras más dichosas, que sólo favorecen a un corto número de generales y de ministros; pues entonces un hombre que emprendiese la guerra por ambición o por capricho, sería mirado como el enemigo de todas las naciones; y en lugar de alterar su tranquilidad cada pueblo emplearía sus fuerzas para arreglar las disensiones que se hubiesen fomentado; cuando todos los pueblos estén convencidos de que el interés de cada uno es el de que el comercio sea absolutamente libre, no habrá más guerra de comercio; cuando todos estén de acuerdo en que, si la sucesión de un príncipe está en disputa, son los habitantes de sus Estados los que deben juzgar el pleito entre los competidores, no habrá más guerras por causa de sucesiones o por antiguas pretensiones. Siendo entonces las guerras extremadamente raras, y sus autores ordinariamente castigados, se podrá decir que los hombres gozan de una paz perpetua, como se ha dicho que gozan de seguridad en los Estados civilizados, a pesar de que algunas veces se cometan asesinatos. El establecimiento de una dieta europea podría ser muy útil para juzgar diferentes argumentaciones sobre la restitución de criminales, sobre las leyes de comercio y sobre las bases sobre las cuales deben ser decididas ciertas causas en las que se
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II No ha podido desterrarse del mundo al monstruo de la guerra, pero se ha conseguido hacerlo menos bárbaro: ya no vemos ahora que los turcos hagan desollar a un Bragadini, gobernador de Jamagousta, por haber defendido con valor la plaza que ellos atacaron. Si se hace prisionero a un príncipe, no se lo carga de cadenas, no se lo sepulta en un calabozo como lo hizo Filipo, llamado Augusto, con Fernando, conde de Flandes, y como Leopoldo de Austria trató aun más infamemente a nuestro gran Ricardo Corazón de León. Los suplicios de Conradino, legítimo rey de Nápoles, y de su primo, ordenados por un vasallo tirano, y autorizados por un sacerdote soberano, no se renuevan más: ya no hay un Luis XI, llamado cristianísimo o Phalaris, que haga construir calabozos para encerrar a los presos durante su vida; que erija sacrificios de toros en los mercados, y que riegue a los jóvenes príncipes soberanos con la sangre de su padre; no vemos los horrores de la rosa roja y de la rosa blanca, ni las cabezas coronadas caer en nuestra isla bajo el hacha de los verdugos; parece que la humanización sucede, en fin, a la ferocidad de los príncipes cristianos; no tienen ya la costumbre de hacer asesinar a los embajadores de quien sospechaban que urdían trainvocan las leyes de diferentes naciones. Los soberanos arreglarían un código según el cual se decidirían sus disputas y se obligarían a someterse a sus decisiones o a apelar a su espada: condición necesaria para que un tribunal semejante pudiese establecerse y ser durable y útil. Se puede persuadir a un príncipe que dispone de 200.000 hombres de que no es su verdadero interés el defender sus derechos o sus pretensiones por la fuerza; pero es un absurdo proponerle que los resigne.
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mas contra sus intereses, como Carlos V lo hizo con los dos ministros de Francisco I, Rincón y Frégose; nadie hace ya la guerra como el famoso bastardo del papa Alejandro VI, que se servía más del veneno, del puñal y de la mano de los verdugos que de su espada; las ciencias han suavizado al fin las costumbres. Hay muchos menos antropófagos en la cristiandad que en otros tiempos; y esto es siempre un consuelo en el horrible azote de la guerra, que no dejó jamás a Europa veinte años de descanso.
III Si la guerra se ha hecho menos bárbara, el gobierno de cada Estado parece que presenta más humanidad y sabiduría. Los buenos escritos publicados de algún tiempo a esta parte han penetrado en toda Europa, a pesar de los satélites del fanatismo, que guardan todos los pasos. La razón y la piedad han llegado hasta las puertas de la Inquisición; los autos de los antropófagos, que se llamaban autos de fe, no celebran ya tan a menudo al Dios de las misericordias a la luz de las hogueras y entre los arroyos de sangre derramada por los verdugos. En España empiezan a arrepentirse de haber hecho salir a los moriscos que cultivaban la tierra, y si se tratase en el día de revocar el Edicto de Nantes, nadie se atrevería a proponer la ejecución de una injusticia tan funesta.
IV Si el mundo no estuviese compuesto sino de una horda salvaje viviendo de la rapiña, un bribón ambi-
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cioso sería quizá disculpable de engañarla para civilizarla, y de valerse para conseguirlo del socorro de los sacerdotes; pero, ¿qué sucedería? Los sacerdotes subyugarían a este ambicioso, y entre su posteridad y ellos existiría un odio eterno, tan pronto oculto, tan pronto descubierto; esta manera de civilizar a una nación sería al cabo de algún tiempo peor que la vida salvaje. ¿Qué hombre, en efecto, no preferiría vivir de la caza como los hotentotes y los cafres a convivir con unos papas tales como Sergius, Juan X, Juan XI, Juan XII, Sixto IV, Alejandro VI y tantos otros monstruos de esta especie? ¿Qué nación salvaje se ha manchado jamás con la sangre de cien mil maniqueos, como la emperatriz Teodora? ¿Qué iroqueses, qué algonquinos podrán echarse en cara unas mortandades religiosas tales como la de San Bartolomé, la guerra santa de Irlanda, los homicidios santos de la cruzada de Monfort, y cien abominaciones semejantes que han hecho de la Europa cristiana un vasto cadalso cubierto de clérigos, de verdugos y de víctimas? Sólo la intolerancia cristiana ha causado estos horribles desastres; es necesario, pues, que la tolerancia los repare.
V ¿Por qué el monstruo de la intolerancia habitó en el fango de las cavernas ocupadas por los primeros cristianos? ¿Por qué de estas cloacas en donde se alimentaban pasó a las escuelas de Alejandría, donde estos medio cristianos y medio judíos enseñaban? ¿Por qué se instaló tan rápidamente en las cátedras episcopales y se sentó en los tronos junto a los reyes que se vieron obligados a hacerle lugar, y que mu-
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chas veces fueron precipitados por él desde lo alto de sus propios tronos? Antes que este monstruo naciese, no habían existido guerras religiosas sobre la tierra, ni tampoco querellas sobre el culto. Nada es tan cierto; los más destacados impostores que escriben en contra de la tolerancia no deberían atreverse jamás a cuestionar esta verdad.
VI Los egipcios parecen haber sido los primeros que introdujeron la idea de la intolerancia: todo extranjero era impuro en su país, a menos que se hiciese iniciar en sus misterios; quedaba manchado cualquiera que comía en un plato que le hubiese servido; quedaba manchado si se lo tocaba, y aun algunas veces si se le hablaba. Este miserable pueblo, famoso solamente por haber empleado sus brazos en elevar las pirámides, los palacios y los templos de sus tiranos, siempre subyugado por todos aquellos que vinieron a atacarlo, ha pagado caro su intolerancia: es el más despreciado de todos los pueblos, después de los judíos.
VII Los hebreos, vecinos de los egipcios, y que tomaron gran parte de sus ritos, imitaron su intolerancia y la sobrepasaron; sin embargo, las historias no nos dicen que en ningún tiempo el pequeño territorio de la Samaria haya hecho la guerra al de Jerusalén únicamente por causa de religión. Los hebreos judíos no dijeron de modo alguno a los samaritanos: “Vengan a
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sacrificar sobre la montaña de Moriah, o les doy la muerte”; los judíos samaritanos no dijeron tampoco: “Vengan a sacrificar a Garisim, o los extermino”. Estos dos pueblos se detestaban como vecinos, como herejes, como gobernados por pequeños reyezuelos cuyos intereses eran opuestos, pero a pesar de este odio atroz, no hay noticia de que un habitante de Jerusalén haya querido obligar a un ciudadano de Samaria a cambiar de secta: yo consiento en que un imbécil me aborrezca, pero no quiero que me subyugue y me quite la vida. El ministro Lowvois decía a los hombres más sabios que tuvo Francia: “Crean en la transustanciación, de la que me burlé entre los brazos de madame du Frenoy, o los haré enrodar”. Los judíos, a pesar de lo bárbaros que eran, no se han acercado jamás a esta abominación despótica.
VIII Los tirios dieron un gran ejemplo a los judíos, cuya horda nuevamente establecida cerca de aquellos no sacó de ello ningún provecho: llevaron la tolerancia junto con el comercio y las artes a todas las naciones. Los holandeses de nuestros días podrían comparárseles, si no tuviesen que reprocharse su concilio de Dordrecht contra las buenas obras, y la sangre del respetable Barnevelt, condenado a la edad de setenta y un años por haber contristado todo lo posible a la iglesia de Dios. ¡Oh hombres, oh monstruos! ¡Los mercaderes calvinistas establecidos en los pantanos insultan al resto del universo! Es cierto que ellos expiaron este crimen renegando de la religión cristiana en el Japón.
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IX Los antiguos griegos y romanos, tan superiores a los demás hombres como inferiores sus sucesores, se inclinaron por la tolerancia tanto como por las armas, las bellas artes y las leyes. Los atenienses erigieron un templo a Sócrates y condenaron a muerte a los jueces inicuos que habían envenenado a este viejo respetable, al Barnevelt de Atenas. No se encuentra el ejemplo de un romano perseguido por sus opiniones hasta el tiempo en que el cristianismo vino a combatir a los dioses del imperio. Los estoicos y los epicúreos vivían pacíficamente reunidos. Pesen esta gran verdad, miserables magistrados de nuestros países bárbaros, de quienes los romanos fueron los conquistadores y los legisladores; avergüéncense, secuaneses, septimanianos, cántabros y alobrogues.
X Es sabido que los romanos toleraron hasta las infames supersticiones de los egipcios y de los judíos; y que a la vez que Tito conquistó Jerusalén, en el mismo tiempo que Adriano la destruía, los judíos tenían en Roma una sinagoga, y se les permitía vender trapajos y celebrar su pascua, su pentecostés y sus tabernáculos: se los despreciaba, pero se los toleraba. ¿Por qué los romanos olvidaron su indulgencia ordinaria hasta hacer morir algunas veces a los cristianos, por quienes tenían tanto desprecio como por los judíos? Es verdad que hubo muy pocos enviados al suplicio; Orígenes lo confiesa en su tercer libro contra Celso, en estos términos: Ha habido muy pocos már-
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tires, y aun de tarde en tarde; sin embargo, los cristianos no descuidan ningún medio para hacer abrazar su religión por todo el mundo; recorren las ciudades, las villas y los lugares. Pero, en fin, es cierto que hubo algunos cristianos que sufrieron la pena de muerte; veamos si fueron castigados como cristianos o como facciosos. Hacer perecer a un hombre en el tormento sólo porque no piensa como nosotros, es una abominación de la cual aun los antropófagos no son capaces. ¿Cómo, pues, los romanos, estos grandes legisladores, habrían hecho una ley de este crimen? Se responderá que los cristianos han cometido tantas veces este horror, que los antiguos romanos pueden también haberse manchado con él. Pero la diferencia es sensible. Los cristianos, que han hecho perecer a una multitud innumerable de sus hermanos, estaban poseídos de una violenta rabia de religión; decían: Dios ha muerto por nosotros, y los herejes lo crucifican una segunda vez; venguemos con su sangre la sangre de Jesucristo. Los romanos jamás tuvieron semejante extravagancia; y si es evidente que hubo algunas persecuciones, fue para reprimir un partido y no para abolir una religión.
XI Atengámonos al mismo Tertuliano: nadie ha escrito con más violencia. Las Filípicas de Cicerón contra Antonio son cumplimientos en comparación con las injurias que prodiga este africano a la religión del imperio, y de las reprensiones que da a las costumbres de sus señores. Acusaba a los cristianos de beber sangre, porque en efecto representaban la sangre de Jesucristo en el vino que bebían en su cena; recriminaba a las damas romanas por tragarse un licor más pre-
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cioso que la sangre de sus amantes, una cosa que yo no puedo nombrar y que forma a los hombres. Quia futurum sanguinem lambunt (Capítulo, IX). Tertuliano no se limita, en su Apologético, a decir que es necesario tolerar la religión cristiana; hace comprender en cien pasajes que debe reinar sola y que es incompatible con las otras. Aquel que quiera ser admitido en mi casa será recibido en ella, si es prudente y útil; pero el que no entra sino con el fin de arrojarme fuera, es un enemigo del cual debo deshacerme. Es evidente que los cristianos querían sacar a los hijos de sus casas; era, pues, muy justo reprimirlos; no se castigaba al cristianismo, sino a una facción intolerante; y aun la castigaban tan raras veces, que Orígenes y Tertuliano, sus más violentos defensores, murieron en su cama. No vemos que ninguno de aquellos que se llamaban papas de Roma hayan sido ajusticiados bajo los primeros césares. Ellos sí que eran intolerantes y tolerados en la capital del mundo, y el miserable equívoco de la palabra mártir no debe hacer creer que el papa Telésforo haya sufrido un suplicio. Mártir significa testigo, confesor.
XII Para conocer exactamente la intolerancia de los primeros cristianos no nos remitiremos sino a ellos mismos. Abramos el famoso Apologético de Tertuliano, y hallaremos el origen del odio de los dos partidos. Unos y otros creían firmemente en la magia; éste era el error general de la Antigüedad, desde el Éufrates y el Nilo hasta el Tíber. Se imputaban a los seres desconocidos las enfermedades también desconocidas que afligían a los hombres; cuanto más se
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ignoraba la naturaleza, tanto más se apreciaba lo sobrenatural: cada pueblo admitía demonios y genios malhechores; por todas partes había charlatanes que se arrogaban expulsar a los demonios por medio de algunas palabras; y los caldeos, los sirios, los judíos, los sacerdotes griegos y romanos, todos tenían su forma particular. Se hacían prodigios en Egipto y en Fenicia pronunciando la palabra Yao Jéhova del modo como se pronuncia en el cielo; se hacían varias conjuraciones por medio de la palabra Abraxas; se expulsaban con palabras todos los demonios que atormentaban a los hombres. Tertuliano no disputa el poder de los demonios; Apolón, dice en su capítulo XXII, adivinó que Creso hacía cocer en su palacio, en Lidia, una tortuga con un cordero en una marmita de cobre. ¿Por qué estuvo tan bien informado de esto? Porque fue a Lidia en un abrir y cerrar de ojos, y volvió en el mismo tiempo. Tertuliano no sabía lo suficiente como para negar este ridículo oráculo, y era tan ignorante que lo dice y lo explica. Los demonios existen en los aires, en las nubes y en los astros. Anuncian la lluvia cuando ven que está dispuesta a caer, y dan remedios para las enfermedades que ellos mismos han enviado a los hombres. Ni él ni ningún padre de la Iglesia contradicen el poder de la magia, pero todos pretenden dominar a los demonios por un poder superior. Tertuliano se explica de este modo: Que me presenten un endemoniado delante del tribunal; si algún cristiano le manda hablar, este demonio confesará que no es sino un diablo, y que en otra parte es un dios. Que la Virgen celeste que promete las lluvias, que Esculapio que cura a los hombres, comparezcan delante de un cristiano; si en el momento no los obliga a confesar que ellos son diablos, derramad la sangre del cristiano temerario. ¿Qué hombre instruido no quedará convencido, leyendo estas palabras, de que Tertuliano era un insensa-
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to que quería ser superior a otros insensatos, y que pretendía tener el privilegio exclusivo del fanatismo?
XIII Los magistrados romanos quedan disculpados, sin duda alguna, de haber mirado al cristianismo como una facción peligrosa para el imperio. Veían a unos hombres oscuros reunirse secretamente, contra todos los usos respetados en Roma, y habían forjado una cantidad increíble de falsas leyendas. ¿Qué podía pensar un magistrado, cuando veía tantos escritos supuestos, tantas imposturas, llamadas por los mismos cristianos fraudes, y coloreadas con el nombre de fraudes piadosos? Cartas de Pilatos a Tiberio, sobre la persona de Jesús; actas de Pilatos; cartas de Tiberio al senado, y del senado a Tiberio, sobre Jesús; cartas de Pablo a Séneca, y de Séneca a Pablo; combate de Pedro y de Simón delante de Nerón; pretendidos versos de las Sibilas; más de cincuenta Evangelios, todos diferentes los unos de los otros, y cada uno forjado por el territorio en donde era recibido; una media docena de Apocalipsis que no contenían sino predicciones contra Roma, etc., etc. ¿Qué senador, qué jurisconsulto no hubiera reconocido por todo esto a una facción perniciosa? La religión cristiana se dice celestial, pero ningún senador romano hubiera podido adivinarlo.
XIV Un tal Marcelo, en Africa, arroja su cinturón por tierra, rompe su bastón de mando delante de su tro-
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pa y declara que no quiere servir sino al Dios de los cristianos; y se hace un santo de este sedicioso. Un diácono llamado Lorenzo, en lugar de contribuir a las necesidades del imperio, en lugar de pagar al prefecto de Roma el dinero que ha ofrecido, le presenta a algunos tuertos y cojos; y se hace un santo de este temerario. Un tal Teodoro, imitador de Eróstrato, quema el templo de Cibeles, en la Amasia, en 305; ¡y se hace un santo de este incendiario! Los emperadores y el senado, que no estaban iluminados por la fe, no podían menos que juzgar al cristianismo como una secta intolerante, y como una facción temeraria que tarde o temprano causaría funestas consecuencias al género humano.
XV Un día un judío de buen sentido y un cristiano comparecieron delante de un senador instruido, en presencia del sabio Marco Aurelio, que quería enterarse de sus dogmas: el senador les pregunta a uno y a otro. EL SENADOR AL CRISTIANO: ¿Por qué turban la paz del imperio? ¿Por qué no se contentan, como los sirios, los egipcios y los judíos, practicando tranquilamente sus ritos? ¿Por qué quieren que su secta aniquile a todas las demás? EL CRISTIANO: Porque es la única verdadera. Nosotros adoramos a un dios judío, nacido en un lugar de Judea, bajo el emperador Augusto, el año de Roma, 752 o 756; su padre y su madre fueron inscritos, según el divino San Lucas, en este lugar, cuando el emperador hizo hacer el censo de todo el universo, siendo Cirenio gobernador de Siria.
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EL SENADOR: Lucas los ha engañado; Cirenio no fue gobernador de Siria sino diez años después de la época que citas; era Quintilio Varo el que se hallaba entonces de procónsul en Siria; nuestros anales lo justifican. Jamás tuvo Augusto el extravagante designio de hacer un censo del universo, ni siquiera se hizo, durante su reinado, de los ciudadanos romanos; y aun cuando se hubiera hecho, no hubiera tenido lugar en Judea, que estaba gobernada por Herodes, tributario del imperio, y no por los oficiales de César. El padre y la madre de tu dios eran, según dices, habitantes de un pueblo judío, no eran pues ciudadanos romanos; no podían estar comprendidos en el censo. EL CRISTIANO: Nuestro Dios no tenía padre judío: su madre era virgen. Fue Dios mismo quien la hizo concebir, por medio de un espíritu que también era Dios, sin que la madre dejase de ser doncella. Esto es tan cierto que tres reyes o tres filósofos vinieron del Oriente para adorarlo en el establo en que nació, conducidos por una estrella nueva que viajó con ellos. EL SENADOR: Ves bien, mi pobre hombre, que se burlan de ustedes. Si hubiese aparecido entonces una estrella nueva, nosotros la hubiéramos visto; toda la tierra hubiera hablado de ella, y los astrónomos hubieran calculado este fenómeno. EL CRISTIANO: No obstante esto, nuestros libros lo refieren. EL SENADOR: Enséñame esos libros. EL CRISTIANO: Nosotros no los enseñamos de modo alguno a los profanos; tú eres un profano y un impío, ya que no perteneces a nuestra secta. Nosotros tenemos muy pocos libros, y están depositados en las manos de nuestros maestros; es necesario es-
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tar iniciado para leerlos. Yo los he leído, y si Su Majestad Imperial lo permite los explicaré en tu presencia; Su Majestad verá que nuestra secta es la razón misma. EL SENADOR: Habla, el emperador lo ordena; y quiero olvidar que, digno cristiano como eres, me has llamado impío. EL CRISTIANO: ¡Oh señor!, impío no es una palabra injuriosa; puede significar un hombre de bien que tiene la desgracia de no pensar como nosotros; pero, para obedecer al emperador, quiero decir todo lo que sé. Primeramente nuestro Dios nació de una mujer doncella que descendía de cuatro prostitutas: Betsabé que se entregó a David, Tamar que hizo lo mismo con Judd el patriarca, Ruth con el viejo Booz, y la cortesana Raab con todo el mundo; todo esto sirve para hacer ver que los incomprensibles designios de Dios no son los de los hombres. En segundo lugar, ustedes deben saber que nuestro Dios murió en el más infame suplicio, ya que lo hicieron ustedes crucificar como a un esclavo y a un ladrón, porque los judíos no tenían entonces el derecho de la cuchilla: era Poncio Pilatos el que gobernaba en Jerusalén, en nombre del emperador Tiberio; no pueden ignorar que este Dios, habiendo sido crucificado públicamente, resucitó en secreto; pero lo que es posible que no sepan es que su nacimiento, su vida y su muerte, habían sido anunciados por todos los profetas judíos: por ejemplo, nosotros vemos tan claro como el día que cuando Isaías dijo, setecientos o mil cuatrocientos años antes del nacimiento de nuestro Dios: Una mujer dará a luz un niño que comerá manteca y miel, y se llamará Manuel, esto quiere decir que Jesús será Dios.
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Consta en nuestras historias que Judá sería como un joven león que se echaría sobre su presa y que la virgen no saldría de las manos de Judá hasta que Silo apareciese. Todo el universo confesará que cada una de estas palabras prueba que Jesús es Dios. Estas otras palabras: Él ata su pollino a la vid, demuestran con superabundancia de derecho, que Jesús es Dios. Es cierto que él no fue Dios de una vez, y sí solamente hijo de Dios. Su dignidad fue bien pronto aumentada, cuando trabamos conocimiento con algunos discípulos de Platón, en Alejandría. Ellos nos enseñaron lo que era el verbo, de quien nosotros jamás habíamos oído hablar, y que Dios lo hacía todo por su verbo, por su logos: entonces Jesús se ha hecho el logos de Dios; y como el hombre y la palabra son una misma cosa, es claro que Jesús, siendo verbo, es de manera manifiesta Dios. Si me preguntan por qué Dios vino a hacerse ajusticiar en Judea, es cierto que fue para borrar el pecado de la tierra; porque después de su muerte, nadie ha cometido la más pequeña falta entre sus escogidos. Luego estos escogidos, entre cuyo número me encuentro, componen todo el mundo: el resto es una reunión de réprobos que debe ser considerada como una nada. El mundo no ha sido creado sino para los escogidos; y nuestra religión es tan antigua como el mundo porque está fundada sobre la religión judía que ella destruyó, y la religión judía está fundada en la de un caldeo llamado Abraham. La religión de Abraham sobrepuja a la de Noé, que ustedes no conocen; y la de Noé es una reforma de la de Adán y Eva, que los romanos conocen aun menos. Así, Dios ha cambiado cinco veces su religión universal sin que nadie lo supiese, exceptuando los judíos en otro tiempo, y exceptuándonos a nosotros que actualmente
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sustituimos a los judíos. Esta filiación es tan antigua como la tierra; el pecado del primer hombre, redimido por la sangre del Dios hebreo; su encarnación predicha por todos los profetas; su muerte representada por todos los acontecimientos de la historia judía; sus milagros, hechos a la vista del mundo entero, en un rincón de Galilea; su vida escrita fuera de Jerusalén, cincuenta años después de que fuera crucificado en Jerusalén; el logos de Platón, que nosotros hemos identificado con Jesús; y, en fin, el infierno con que amenazamos a todos los que no creen en él y en nosotros; todo este gran cuadro de verdades luminosas manifiesta que el Imperio Romano nos será sometido, y que el trono de los césares será el trono de la religión cristiana. EL SENADOR: Esto podrá suceder. El populacho gusta de ser seducido, y por un ciudadano prudente hay por lo menos cien desharrapados imbéciles y fanáticos. Ustedes hablan de los milagros de su Dios: es bien cierto que si uno se deja influenciar por los profetas y los milagros, conjuntamente con el logos de Platón; si se alucinan así los ojos y los oídos de los simples; si con la ayuda de una metafísica insensata, reputada divina, se aviva la imaginación de los hombres, siempre amantes de lo maravilloso, ciertamente puede llegar un día en que se trastorne el imperio. Pero dime: ¿cuáles son los milagros de tu dios judío? EL CRISTIANO: El primero es que el diablo lo llevó arriba de una montaña; el segundo, que hallándose en una boda de paisanos donde todos estaban borrachos y se había acabado el vino, transformó en vino el agua que hizo poner en cántaros; pero el mejor de todos sus milagros fue el de enviar dos diablos a los cuerpos de dos mil cerdos que fueron a
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ahogarse en un lago, aunque no hubiese cerdos en aquel país.
XVI Marco Aurelio, cansado de estas cosas divinas que parecían bestialidades a su entendimiento ciego, impuso silencio al cristiano, que hubiera seguido hablando largo tiempo. Ordenó al judío que se explicase y que dijese si efectivamente la secta cristiana era una rama de la judaica, y lo que pensaba de una y de otra. El judío se inclinó profundamente, levantó después los ojos al cielo, y se explicó en estos términos: EL JUDÍO: Sagrada Majestad, diré primero que los judíos están bien lejos de querer dominar, como los cristianos; nosotros no tenemos la audacia de querer someter la tierra a nuestras opiniones; muy contentos de ser tolerados, respetamos todas las costumbres sin adoptarlas; no se nos ve llevar la sedición a sus ciudades y campos; nosotros no hemos cortado el prepucio a ningún romano, mientras que los cristianos los bautizan; nosotros creemos en Moisés, pero no exhortamos a ningún romano a que crea en él; nosotros somos (por lo menos actualmente) tan sumisos y pacíficos como los cristianos son facciosos y revoltosos. Vuestra Majestad ve los portentosos milagros que imputan nuestros crueles enemigos a su pretendido Dios. Si se tratase aquí de milagros, nosotros haríamos ver, primero, una serpiente que habla a nuestra buena madre común; una burra que habla a un profeta idólatra; y este profeta, venido para maldecirnos, bendecirnos a pesar suyo; nosotros haríamos ver un Moisés sobrepasando en prodigios a todos
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los hechiceros de un rey de Egipto, que llena todo un país de ranas y de piojos, que conduce a dos o tres millones de judíos para atravesar a pie enjuto el mar Rojo, a ejemplo del antiguo Baco; mostraríamos un Josué que hace caer una lluvia de piedras sobre los habitantes de un lugar enemigo a las once de la mañana, y detiene el sol y la luna al mediodía para tener tiempo de exterminar mejor a sus enemigos que ya están muertos. Me confiesas, sagrada Majestad, que los dos mil cerdos a cuyos cuerpos envió Jesús el diablo, son bien poca cosa delante del sol y de la luna de Josué, y delante del mar Rojo de Moisés; pero yo no quiero hablar más sobre nuestros prodigios; quiero imitar la sabiduría de nuestro historiador Flavio Josefo, que refiriendo estos milagros del mismo modo que están escritos por nuestros sacerdotes, deja al lector la libertad de burlarse de ellos. Voy a hablar de la diferencia que hay entre nosotros y los sectarios cristianos. Vuestra sagrada Majestad sabrá que hubo entusiastas en todo tiempo en Egipto y en Siria que sin estar legalmente autorizados se han creído capaces de hablar en nombre de la Divinidad; entre nosotros hemos tenido muchos, sobre todo en tiempo de calamidades, pero ninguno de ellos ha predicho ni ha podido anunciar a un hombre tal como Jesús. Si por casualidad hubieran profetizado alguna cosa relativa a este hombre, habrían al menos dicho su nombre, que no se encuentra en ninguno de sus escritos; hubieran dicho que Jesús debía nacer de una mujer llamada Mirja, que los cristianos pronuncian ridículamente María; hubieran dicho que los romanos lo condenarían a muerte, a solicitud de su tribunal. Los cristianos responden a esta objeción poderosa diciendo que entonces las profecías hubieran sido demasiado
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claras, y que era necesario que Dios estuviese oculto. ¡Qué respuesta de charlatanes y de fanáticos! ¡Que si Dios habla por la voz de un profeta que él inspira, no hablará claramente! ¡Que el Dios de la verdad no se explicará sino por equívocos que pertenecen a la mentira! Este energúmeno imbécil que ha hablado antes que yo, ha manifestado toda la torpeza de su sistema, refiriendo las pretendidas profecías que la secta cristiana trata de transformar en favor de Jesús a través de interpretaciones absurdas. Los cristianos buscan profecías por todas partes; llevan su demencia hasta encontrar a Jesús en una égloga de Virgilio; han querido hallarlo en los versos de las sibilas, y al no conseguirlo han tenido el absurdo atrevimiento de forjar una profecía en versos griegos acrósticos que pecan también por la abundancia: yo los pongo bajo la vista suya, sacra Majestad. (Al decir esto, el judío, buscando en su faltriquera sucia y grasienta, sacó la predicción de san Justino, que otros habían atribuido a las sibilas): “Con cinco panes y dos pescados mantendrá a cinco mil hombres en el desierto, y recogiendo los pedazos que sobren se llenarán doce canastas”.
XVII Marco Aurelio se encogió de hombros compadeciéndose, y el judío continuó: EL JUDÍO: Yo no disimularé de ningún modo que, en nuestros tiempos calamitosos, hemos esperado un salvador. Éste es el consuelo de todas las naciones desgraciadas y, sobre todo, de los pueblos esclavos; nosotros hemos llamado siempre mesías a cualquiera que nos ha hecho bien, como los mendigos llaman
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domine, señor, a aquellos que les dan limosna. No debemos parecer aquí orgullosos, non tanta superbia victis; podemos compararnos a los miserables sin avergonzarnos. Vemos en la historia de nuestros reyezuelos, que el Dios del Cielo y de la tierra envió un profeta para elegir a Jéhu, hereje, reyezuelo de Sichem, y también a Hazael, rey de Siria, dos mesías del Todopoderoso. Nuestro gran profeta Isaías, en su capítulo XVI, llama mesías a Ciro; nuestro gran profeta Ezequiel, en su capítulo XXVIII, llama mesías y querubín al rey de Tiro. Herodes, conocido de Vuestra Majestad, ha sido llamado mesías. Mesías significa ungido: los reyes de Egipto estaban ungidos; Jesús jamás ha sido ungido, y nosotros no vemos por qué sus discípulos le dan el nombre de ungido o de mesías. Uno solo de sus historiadores le da el título de mesías, ungido, que es Juan, o aquel que ha escrito uno de los cincuenta Evangelios bajo el nombre de Juan; además, este Evangelio ha sido escrito más de ochenta años después de la muerte de Jesús. Juzga qué fe podrá darse a una obra semejante. Jesús era un hombre de la plebe, que quiso hacerse el profeta como otros muchos; pero jamás pretendió establecer una nueva ley. Los que se han cuidado de escribir su vida, bajo el nombre de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, dicen en cien pasajes que siguió la ley de Moisés. Fue circuncidado según esta ley. Yo he venido, dice, para cumplir la ley dictada por Moisés; vosotros tenéis la ley y los profetas. La ley de Moisés no debe de ningún modo ser destruida. Jesús no era en verdad sino uno de nuestros judíos predicando la ley judía. En esta ley, que debe ser eterna, se dice: No añadas ni quites una sola palabra.
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Aún hay más; encontramos en esta ley: Si se aparece entre ustedes un profeta o alguno que diga haber visto en sueños, señales y prodigios, y si estas señales y prodigios llegan y él les dice: Sigamos a los dioses nuevos, que este profeta sea castigado con la muerte... porque ha querido separaros del camino que el señor Dios ha prescrito... Si tu hermano, o el hijo de tu madre, o tu hijo, o tu hija; o tu mujer, o tu amigo que amas como a tu alma, te dicen: Vamos, sirvamos a otros dioses, etc.; mátalos de inmediato, y que todo el pueblo los golpee después de ti. Según todos estos preceptos, de cuya dulzura no respondo, Jesús debía perecer en el más infame suplicio si había querido cambiar alguna cosa de la ley de Moisés. Pero si hemos de creer el testimonio de aquellos que han escrito en su favor, veremos que no fue acusado delante de los romanos sino porque había insultado continuamente a la magistratura y turbado el orden público: dicen que llamaba siempre a los magistrados hipócritas, embusteros, calumniadores, injustos, raza de víboras y sepulcros blanqueados. Pregunto pues, ¿a qué romano no se castigaría si fuese todos los días a la entrada del Capitolio a llamar a los senadores sepulcros blanqueados y raza de víboras? Se lo acusó de haber blasfemado, de haber golpeado a unos mercaderes en la plaza del templo, de haber dicho que destruiría el templo y que lo restauraría al término de tres días: necedades que sólo merecían el látigo. Se dice que fue también acusado de haberse llamado hijo de Dios; pero los cristianos ignorantes que han escrito su historia no saben que entre nosotros hijo de Dios significa un hombre de bien, como hijo de Belial quiere decir un malvado. Un equívoco lo ha producido todo, y es a una pura disputa de pala-
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bras a la que Jesús debe su divinidad. De este modo, entre los cristianos, aquel que se atreve a llamarse obispo de Roma se pretende superior a todos los demás obispos, porque Jesús le dijo un día, según se pretende: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Ciertamente Jesús, a pesar del equívoco, no pensó jamás en hacerse conocer como hijo de Dios, al pie de la letra, del mismo modo que Alejandro, Baco, Perseo y Rómulo. El Evangelio atribuido a Juan dice también positivamente que fue reconocido por Filipo y por Natanael como hijo de Joseph, carpintero de Nazaret. Otros cristianos le han compuesto genealogías ridículas y contradictorias, bajo el nombre de Mateo y de Lucas; dicen que Mirja o María lo dio a luz por la intervención de un espíritu, y al mismo tiempo dan la genealogía de Joseph, su padre putativo; estas dos genealogías son absolutamente diferentes en los nombres y en el número de sus pretendidos antepasados. Es bien seguro, sacra Majestad, que una impostura tan enorme y ridícula habría quedado sepultada para siempre en el fango en que ha nacido el cristianismo si los cristianos no hubieran hallado en Alejandría a los discípulos de Platón, de quienes tomaron algunas ideas, y si no hubieran cimentado sus misterios en esta filosofía dominante; esto es lo que les dio éxito ante aquellos que se vanaglorian de las grandes palabras y las quimeras filosóficas. Con no sé qué trinidad de Platón, con no sé qué misterios enfáticos concernientes al verbo, se engañó a la multitud ignorante, hambrienta de novedades. La moral de estos recién llegados no es ciertamente mejor que la tuya y la nuestra: es perniciosa. Se hace decir a Jesús: Que ha venido a traer la guerra y no la paz;
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que no se debe convidar a comer a sus amigos cuando son ricos; que es necesario encerrar en un calabozo al que no tenga un buen vestido en el festín; que es preciso obligar a los viajeros a venir al festín, y otras cien bestialidades atroces de la misma especie. Dado que los libros cristianos se contradicen a cada página, le hacen decir también que hay que amar al prójimo, aunque en varias partes expresa que es necesario aborrecer a su padre y a su madre para ser digno de él; pero por un error incomprensible, se encuentran, en el Evangelio atribuido a Juan, estas palabras: Yo establezco un mandamiento nuevo. ¿Cómo puede dar el epíteto de nuevo a este mandamiento, si este precepto es de todas las religiones, y se halla expresamente anunciado en la nuestra en términos infinitamente más fuertes: Amarás a tu prójimo como a ti mismo? Ves, magnánimo Emperador, cómo en las cosas más razonables los cristianos introducen la impostura y la sinrazón. Cubren todas sus innovaciones con el velo de los misterios y de la apariencia de santidad; se los ve correr de ciudad en ciudad, de lugar en lugar, alucinar a la mujeres y predicarles el fin del mundo. Según ellos el mundo va a acabarse; su Jesús ha predicho que en la generación en que él vivía la tierra sería destruida, y que vendría sobre las nubes con gran poder y majestad. El apóstata Saúl lo ha predicho también: ha escrito a los fanáticos de Tesalónica que irían con él, por los aires, a recibir a Jesús. Sin embargo, el mundo todavía existe; pero los cristianos consideran siempre muy próximo su fin; ven ya formarse nuevos cielos y una nueva tierra. Dos insensatos llamados Justino y Tertuliano han visto ya con sus ojos, durante cuarenta noches, la nueva Jerusalén, cuyas murallas, dicen, tienen quinientas leguas de circuito; y en ella habitarán los cris-
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tianos durante mil años, y beberán excelente vino de una viña cuyas cepas producirá cada una mil racimos y cada racimo mil uvas. No te admires de que detesten a Roma y al imperio, dado que no cuentan sino con su nueva Jerusalén. Consideran un deber el no hacer jamás un regocijo público por tus victorias; no coronan de flores sus pórticos; dicen que esto es idolatría. Nosotros, al contrario, jamás faltamos a esto; tú mismo te has dignado recibir nuestros presentes; somos vencidos y fieles, y ellos son vasallos facciosos. Juzga entre ellos y nosotros. (El emperador entonces se volvió hacia el senador y le dijo: Juzgo que son igualmente insensatos; pero el imperio nada tiene que temer de parte de los judíos, y debe temerlo todo de los cristianos. Marco Aurelio no se engañó en su conjetura.)
XVIII Se sabe cómo los cristianos, habiéndose enriquecido por medio del comercio durante cerca de trescientos años, prestaron dinero a Constancio Cloro y a Constantino, hijo de este Constancio y de Elena, su concubina. No fue, ciertamente, por piedad por lo que un monstruo como Constantino, manchado con la sangre de su suegro, de su cuñado, de su sobrino, de su hijo y de su mujer, abrazó el cristianismo. El imperio desde entonces se inclinó hacia la ruina. Constantino empezó primeramente por establecer la libertad de todas las religiones, y al punto los cristianos abusaron de ella excesivamente. Cualquiera que haya leído un poco, sabe que asesinaron a la joven Candiana, hija del emperador Galerio, y la es-
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peranza de los romanos que dieron muerte al hijo del emperador Maximino, casi en su cuna, y a la hija de siete años; que ahogaron a su madre en el Oronta; que persiguieron desde Antioquía a Tesalónica a la emperatriz Valeria, viuda de Galeria, y que hicieron pedazos su cuerpo y lo arrojaron al mar. De este modo, los humildes cristianos se prepararon para el Concilio de Nicea; y por medio de estas santas hazañas conminaron al Espíritu Santo a decidir, en medio de las facciones, que Jesús era omousios o Dios, y no omoiousios, cosa muy importante para el Imperio Romano. En la última parte de las actas de este concilio de discordia, se lee el milagro que hizo el Espíritu Santo para distinguir a los libros llamados canónicos de los llamados apócrifos. Se los puso a todos sobre una mesa, y los apócrifos cayeron a tierra. ¡Ojalá no hubieran quedado sobre la mesa sino aquellos que recomiendan la paz, la caridad universal, la tolerancia y la aversión a todas las disputas absurdas y crueles que han asolado el Oriente y el Occidente; pero de esta especie de libros no había ninguno!
XIX El espíritu de disputa, de irresolución, de división y de riña presidió la cuna de la Iglesia. Pablo, ese perseguidor de los primeros cristianos, cuyo despecho contra Gamaliel, su señor, lo había hecho cristiano, este fogoso Pablo, asesino de Esteban, había hecho pública la insolencia de su carácter contra Simón Barjona. Inmediatamente después de esta riña, los discípulos de Jesús, que aún no se llamaban cristianos, se dividieron en dos partidos, uno llamado
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de los pobres, y el otro de los nazarenos; los pobres, es decir, los ebionitas, eran medio judíos como sus adversarios y querían continuar en la ley de Moisés; los nazarenos, nombrados así porque Jesús era originario de Nazaret, no querían en absoluto el Antiguo Testamento, y no lo miraban sino como una figura del nuevo; esto es, como una profecía continua relativa a Jesús; como un misterio que anunciaba un nuevo misterio. Esta doctrina, al ser mucho más maravillosa que la otra, ganó al fin, y los ebionitas se confundieron con los nazarenos. De estos cristianos, cada una de las ciudades de Siria, de Egipto, de Grecia y del Imperio Romano tuvo su secta que se diferenciaba de las otras. Esta división duró hasta Constantino, y al tiempo del gran Concilio de Nicea todos estos pequeños partidos fueron aniquilados por las dos grandes sectas de omoiousianos y de omousianos; los primeros del partido de Arrio y Eusebio, y los segundos del de Alejandro y Atanasio: éste era el pleito de la sombra del asno; nadie los entendía. Constantino mismo había conocido lo ridículo de la disputa, y había escrito a los dos partidos que se avergonzaba de que se disputase sobre un asunto tan frívolo. Cuanto más absurda era la disputa, tanto más sangrienta se hizo; un diptongo de más o de menos asoló al Imperio Romano durante trescientos años.
XX Desde el siglo IV, la iglesia del Oriente empezó a separarse de la de Occidente: todos los obispos orientales reunidos en Filipopolis, en 342, excomulgaron al obispo de Roma, Julio; y el odio que ha sido después
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irreconciliable entre los sacerdotes cristianos que hablan griego y los sacerdotes cristianos que hablan latín, empezó a manifestarse. Se opusieron concilio a concilio, y el Espíritu Santo que los inspiraba no pudo impedir que algunas veces los padres anduviesen a los palos. La sangre corría por todas partes bajo los hijos de Constantino, monstruos de crueldad como su padre. El emperador Juliano, el filósofo, no pudo detener el furor de los cristianos. Se debería tener continuamente a la vista la carta cincuenta y dos de este emperador: “Bajo mi predecesor, varios cristianos han sido desterrados, encarcelados y perseguidos; se ha degollado una multitud de aquellos que se llaman herejes en Samosata, Paflagonia, Bitinia, Galatia; y en otras varias provincias se han saqueado y destruido ciudades. Bajo mi reino, por el contrario, los desterrados han sido llamados y los bienes confiscados fueron devueltos. No obstante todo esto, se quejan de que no se les permite ser crueles, y de no poderse tiranizar los unos a los otros”.
XXI Se sabe que el cruel Teodosio, soldado español que tuvo la fortuna de ascender al imperio, inhumano como Sila y simulador como Tiberio, fingió al principio perdonar al pueblo de Tesalónica, ciudad en la que había sido bautizado. Este pueblo se hallaba inculpado de una sedición acaecida en 390, en el circo de los juegos. Al cabo de seis meses, después de haber prometido olvidarlo todo, convidó al pueblo a nuevos juegos, y luego de que se hubo llenado el circo hizo entrar a los soldados con la orden de asesinar a
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todos los espectadores, sin perdonar a ninguno. Es improbable que haya habido jamás sobre la tierra una acción tan abominable. Este hombre parece no pertenecer a la naturaleza humana; pero lo que parece aún más opuesto a la naturaleza es la obediencia de los soldados, y que por una paga módica, estos monstruos degollasen a quince mil personas indefensas, viejos, mujeres y niños. Algunos autores, para disculpar a Teodosio, dicen que no hubo más de siete mil personas asesinadas; pero tanto da decir veinte mil, como reducir el número a siete. Ciertamente, habría sido mejor que estos soldados hubiesen matado al emperador Teodosio, como lo han hecho con otros emperadores, que haber quitado la vida a quince mil compatriotas: el pueblo romano no había elegido a este español para que lo asesinase a placer. Todo el imperio se indignó contra él y su ministro Rufino, principal instrumento de esta carnicería. Temió que nuevos pretendientes se valiesen de esta ocasión para arrojarlo de su silla, y partió de inmediato a Italia, donde el horror de su crimen sublevó a todos los espíritus contra él; y para aplacarlos, se privó durante algún tiempo de entrar en la iglesia de Milán. ¡Graciosa reparación! ¿Se expía la sangre de sus vasallos no yendo a misa? Todas las historias eclesiásticas, todas las declamaciones sobre la autoridad de la Iglesia, celebran la penitencia de Teodosio; y todos los preceptos de los príncipes católicos proponen actualmente a sus discípulos, como modelos, a los emperadores Teodosio y Constantino; es decir, a los dos tiranos más sanguinarios que hayan manchado el trono de los Tito, de los Trajano, de los Marco Aurelio, de los Alejandro Severo y del filósofo Juliano, que sólo supo combatir y perdonar.
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XXII Fue bajo el imperio de Teodosio cuando otro emperador llamado Máximo, para enlistar en su partido a los obispos españoles, les otorgó en 383 la sangre de Prisciliano y sus secuaces, a quienes estos obispos perseguían como herejes. ¿Cuál era la herejía de aquellos pobres seres? Sólo se sabe lo que sus enemigos les echaban en cara. No eran del dictamen de otros obispos; y en consecuencia, dos prelados delegados por los demás viajaron a Tréveris, donde se hallaba Máximo, y administraron tormentos en su presencia a Prisciliano y a siete sacerdotes, quienes perecieron bajo la mano de los verdugos. Posteriormente se estableció en la Iglesia cristiana la ley de que el horrible crimen de no seguir el dictamen de los obispos más poderosos, sería castigado con la pena de muerte. Y como la herejía fue considerada el mayor de los crímenes, la Iglesia, que aborrece la sangre, entregó a los culpables a las llamas. El motivo es claro. Es cierto que un hombre que no obedece los dictámenes del obispo de Roma arde eternamente en el otro mundo. Dios es justo, y la Iglesia debe ser justa como él: debe, pues, quemar en este mundo los cuerpos que Dios quema en el otro. Ésta es una demostración de teología.
XXIII Fue también bajo el reinado de Teodosio, en 415, cuando quinientos frailes, ardiendo de un celo divino, fueron llamados por San Cirilo para venir a Alejandría a degollar a todos aquellos que no creían
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en nuestro señor Jesús. Sublevaron al pueblo y apedrearon al gobernador que tuvo la insolencia de querer contener su santo fervor. Había entonces en Alejandría una joven llamada Hipatia, que estaba considerada un prodigio de la naturaleza; el filósofo Theon, su padre, le había enseñado las ciencias, y las dominaba a la edad de veintiocho años. Los historiadores, aun los cristianos, dicen que tan extraordinarios talentos estaban adornados de una particular hermosura, junto a la más grande modestia; pero profesaba la antigua religión egipcia. Orestes, gobernador de Alejandría, la protegía, lo que fue suficiente para que San Cirilo enviase a uno de sus subdiáconos llamado Pedro a la cabeza de los frailes y de otros facciosos a la casa de Hipatia. Éstos rompen las puertas, la buscan por todos los rincones donde podría estar escondida, y al no hallarla incendian su casa: se escapa, la encuentran, la arrastran a la iglesia llamada Cesárea y la desnudan. Los encantos de su cuerpo enternecen a algunas de estas fieras; pero los otros, considerando que no cree en Jesucristo, la apedrean, la destrozan, y arrastran su cuerpo por la ciudad. ¡Qué contraste ofrece esto a los lectores atentos! Esta Hipatia había enseñado geometría y filosofía platónica a un hombre rico llamado Sinesio, que aún no estaba bautizado; los obispos egipcios quisieron absolutamente tener como colega a Sinesio, el rico, y le hicieron conferir el obispado de Ptolemaida. Él declaró que, para aceptar ser nombrado obispo, no se separaría de su mujer, aun en el caso de que esta separación fuese ordenada después de algún tiempo a los prelados; no renunciaría al placer de la caza, que también estaba prohibida; ni enseñaría jamás los misterios que chocan contra el buen sentido, y no aceptaría que el alma fue creada después del cuerpo
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y que la resurrección y varias otras doctrinas le parecían quimeras a las que no trataría de contrariarlas públicamente, pero que jamás profesaría; que si bajo estas condiciones lo querían designar obispo, no sabía todavía si se dignaría admitirlo. Los obispos persistieron; se lo bautizó, se lo hizo diácono, sacerdote y obispo; concilió su filosofía con su ministerio. Éste es uno de los hechos más justificados de la historia eclesiástica, ya que se trata de un discípulo de Platón, de un teísta, de un enemigo de los dogmas cristianos, nombrado obispo con la aprobación de todos sus colegas; y Sinesio fue el mejor de los obispos, mientras que Hipatia fue piadosamente asesinada en la iglesia por orden, o al menos con la connivencia, de un obispo de Alejandría decorado con el nombre de santo. Lector, reflexiona y juzga; y que los obispos traten de imitar a Sinesio.
XXIV Por poco que se repase la historia, no se encontrará en ella un solo día en el cual los dogmas cristianos no hayan hecho derramar sangre; sea en África, o en el Asia menor, en Siria, en Grecia o en las otras provincias del imperio; y los cristianos no han cesado de degollarse en África y en Asia sino cuando los musulmanes, sus vencedores, los han desarmado y han detenido su furor. Pero en Constantinopla y en el resto de los estados cristianos, la antigua rabia cobró nuevas fuerzas. Nadie ignora lo que le ha costado al Imperio Romano la disputa sobre el culto de las imágenes.
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¿Qué espíritu no se indigna, qué corazón no se subleva, cuando se ven dos siglos de mortandades para establecer un culto de dulía a las imágenes de Santa Potamiena y Santa Úrsula? ¿Quién ignora que los cristianos de los tres primeros siglos habían hecho un deber de no tener nunca imágenes? Si algún cristiano se hubiera atrevido entonces a poner en la iglesia un cuadro o una estatua, habría sido arrojado de la congregación como idólatra. Aquellos que quisieron recordar estos primeros tiempos, fueron vistos como infames herejes; se los llamaba iconoclastas, y esta sangrienta disputa hizo perder el Occidente a los emperadores de Constantinopla.
XXV No repitamos aquí por qué sangrientos motivos se han elevado los obispos de Roma, cómo han llegado hasta a humillar con insolencia a los reyes a sus pies, y a tener la ridiculez de pretender ser infalibles. No volvamos a decir cómo repartieron todos los tronos de Occidente y se apoderaron del dinero de todos los pueblos; no hablemos tampoco de los veintisiete cismas sangrientos de papas contra papas que se disputaban nuestros despojos: estos tiempos de horrores y de oprobios son demasiado conocidos. Se dice con razón que la historia de la Iglesia es una historia de crímenes.
XXVI Omnia jam vulgata. Sería necesario que todos tuviesen en la cabecera de su cama un cuadro en el
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que estuviera escrito con letra gruesa: Cruzadas sangrientas entre los habitantes de Prusia y contra Languedoc; mortandad de Merindal; matanzas en Alemania y en Francia, con motivo de la Reforma; asesinatos de San Bartolomé; destrozos de Irlanda; muertes en los valles de Saboya; víctimas judiciales; horrores de la Inquisición; prisiones; destierros innumerables por disputas sobre la sombra del asno. Todas las mañanas se echaría una mirada sobre este catálogo de crímenes religiosos, y se diría en oración: Dios mío, líbrame del fanatismo.
XXVII Para obtener esta gracia de la misericordia divina es necesario destruir en todos los hombres que tienen probidad y algunas luces los dogmas absurdos y funestos que produjeron tantas crueldades. Sí, entre estos dogmas hay quizá algunos que ofenden a la Divinidad tanto como pervierten a la humanidad. Para juzgar sanamente sobre esto, cualquiera que no haya perdido el sentido común debe ponerse en el lugar de los teólogos que combatían estos dogmas antes de que fuesen recibidos; pues no hay una sola opinión teológica que no haya tenido adversarios durante largo tiempo y que no los tenga todavía: pesemos las razones de estos adversarios, veamos cómo lo que antes se creía una blasfemia se ha hecho un artículo de fe. ¡Que el Espíritu Santo no procedía ayer, y que hoy procede! ¡Que antes de ayer Jesús no tenía sino una naturaleza y una voluntad, y hoy tiene dos! ¡Que la cena era una conmemoración, y hoy...! No, acabemos, temerosos de espantar con
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nuestras palabras a varias provincias de Europa. Ah, amigos míos, ¿qué importa que todos estos misterios sean verdaderos o falsos? ¿Qué relación pueden tener con el género humano y con la virtud? ¿Es uno más hombre de bien en Roma que en Copenhague? ¿Se hace mayor bien a los hombres creyendo tragarse a Dios con carne y huesos, que creyendo tragarlo por la fe?
XXVIII Suplicamos al lector atento, prudente y persona de bien, que considere la diferencia infinita que hay entre los dogmas y la virtud. Está demostrado que si un dogma no es necesario en todo tiempo y lugar, no es necesario en ningún lugar ni en ninguna época. Luego, ciertamente, los dogmas que enseñan que el Espíritu procede del Padre y del Hijo no han sido admitidos en la Iglesia latina hasta el siglo VIII, y jamás en la griega. Jesús no ha sido declarado consustancial a Dios hasta el año 325; el descenso de Jesús a los infiernos es del siglo V; y no fue decidido hasta el siglo VI que Jesús tenía dos naturalezas, dos voluntades y una sola persona; la transustanciación no fue admitida hasta el siglo XII. Cada Iglesia tiene aún hoy opiniones diferentes sobre todos estos principales dogmas metafísicos: no son pues absolutamente necesarios al hombre. ¿Quién es el monstruo que se atreve a decir a sangre fría que uno arderá eternamente por haber pensado, en Moscú, de una manera opuesta a la que se piensa en Roma? ¿Qué imbécil se atreverá a afirmar que aquellos que no han conocido nuestros dogmas, hace mil seiscientos años, serán castigados por haber nacido
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antes que nosotros? No sucede lo mismo en cuanto a la adoración de un Dios, y sobre el cumplimiento de nuestros deberes. Esto es necesario en todo lugar y en todo tiempo; de modo que hay una distancia infinita entre el dogma y la virtud. La adoración de Dios con el corazón y con la boca y el cumplimiento de todas las obligaciones hacen un templo del universo, y hacen hermanos a todos los hombres. Los dogmas hacen del mundo una gruta de mentiras y un teatro de carnicería. Los dogmas fueron inventados por los fanáticos y embusteros; la moral viene de Dios.
XXIX Los bienes inmensos que la Iglesia ha usurpado a la sociedad son el fruto de las sutilezas de los dogmas: cada artículo de fe ha costado tesoros, y para conservarlos se ha hecho correr sangre. El purgatorio de los muertos ha causado él solo cien mil muertes. Que se me enseñe, en la historia del mundo entero, una sola disputa sobre esta profesión de fe: Adoro a Dios, y debo ser benéfico.
XXX Todo el mundo conoce la fuerza de estas verdades; es necesario, pues, anunciarlas a viva voz; es necesario conducir a los hombres, en lo posible, a la religión primitiva, a la religión que los mismos cristianos confesaban haber sido la del género humano, del tiempo de su caldeo o de su indio Abraham, del tiempo de su pretendido Noé, de quien ninguna na-
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ción, excepto la judía, ha oído hablar jamás; del tiempo de su pretendido Enoch, aún más desconocido. Si en estas épocas alguna religión era la verdadera, ella lo es actualmente. Dios no puede cambiar: la idea contraria es una blasfemia.
XXXI Es evidente que la religión es una red en la cual los bribones han envuelto a los tontos durante diecisiete siglos, y un puñal con el que los fanáticos han asesinado a sus hermanos durante más de catorce.
XXXII El único medio de procurar la paz a los hombres es destruir los dogmas que los dividen y restablecer la verdad que los une: en esto consiste la paz perpetua. Esta paz no es una quimera, existe en la gente honrada desde la China hasta Quebec: veinte príncipes de Europa la han abrazado públicamente, y sólo los imbéciles imaginarán creer en los dogmas. Es cierto que estos imbéciles son muchos; pero el corto número que piensa conduce con el tiempo al gran número; el ídolo cae, y la tolerancia universal se eleva cada día sobre sus escombros; los perseguidores son aborrecidos por todo el género humano. Que todo hombre justo trabaje, cada uno según sus fuerzas, en destruir el fanatismo y en establecer la paz que este monstruo ha desterrado del reino de la familia y del corazón de los desgraciados mortales. Que todo padre de familia exhorte a sus hijos a obedecer las leyes y a adorar a Dios.
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LA USURPACIÓN DE LOS PAPAS
Les droits des hommes et les usurpations des papes (1768). El ministro francés, para justificar la ocupación de Aviñón, había publicado una Investigación histórica sobre los derechos del Papa sobre la ciudad y el estado de Aviñón, con documentación de apoyo, C.-F. Pfeffel, 1768, 8vo. Esto fue quizás lo que dio a Voltaire la idea de escribir sobre el tema como queda registrado en su libro Memorias secretas, el 9 de octubre de 1768. Se lo llamaba entonces Los derechos del hombre y las usurpaciones de otros, traducido del italiano por M. Chambon, 8vo., 48 páginas. En su carta a Madame du Deffant del 6 de enero de 1769, Voltaire lo titula El derecho de unos y el robo de otros. Esto no expresaba todo lo que pensaba, y ya no lo oculta en su carta a Federico del 18 de octubre de 1771. Según esta carta dudaba o no pudo publicarlo con el título que debía llevar.
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¿Un sacerdote de Cristo debe ser soberano? Para conocer los derechos del género humano no es menester citar autoridades. Ya no estamos en los tiempos en que Grocio y Puffendorf buscaban el tuyo y el mío en Aristóteles y en San Jerónimo, y prodigaban las contradicciones y el fastidio para conocer lo justo y lo injusto. Es necesario ir a los hechos. ¿Un territorio depende de otro territorio? ¿Existe alguna ley física que haga correr el Éufrates al gusto de la China y de las Indias? No, sin duda alguna. ¿Hay alguna noción metafísica que someta una isla Moluca a una laguna formada en el Rhin y en el Mosa? No hay evidencia de esto. ¿Una ley moral? Tampoco. ¿Por qué motivo Gibraltar, en el Mediterráneo, perteneció en otros tiempos a los moros, y actualmente es de los ingleses que habitan en las islas del Océano, de las cuales las últimas se hallan a los sesenta grados? Es porque ellos conquistaron Gibraltar. ¿Por qué lo conservan? Porque hasta ahora no han podido quitárselo, y entonces queda convenido que lo retengan: la fuerza y la convención otorgan el dominio. ¿Con qué derecho Carlomagno, nacido en el país bárbaro de los austriacos, despojó a su suegro, el lombardo Didier, rey de Italia, después de haber despojado a sus sobrinos de su herencia? Con el mismo derecho que los lombardos habían ejercido, viniendo de las orillas del mar Báltico a saquear el Imperio Romano, y con el mismo que tuvieron los romanos para asolar a todos los países, unos después de otros.
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En el robo a mano armada, gana siempre el más fuerte; en las adquisiciones convenidas, el más hábil. Para gobernar con derecho a sus hermanos, los hombres (¡y qué hermanos, qué falsos hermanos!) ¿qué se necesita? El consentimiento libre de los pueblos. Carlomagno fue a Roma en el año 800, después de haberlo preparado todo y de haberlo concertado con el obispo, y haciendo marchar su ejército y su cofre en el cual estaban los regalos destinados a este sacerdote; el pueblo romano nombra a Carlomagno su señor, como reconocimiento por haberlo librado de la opresión lombarda. Enhorabuena que el senado y el pueblo hayan dicho a Carlomagno: “Nosotros te damos gracias del bien que acabas de hacernos; no queremos obedecer más tiempo a emperadores imbéciles y malos, que no nos defienden, que no entienden nuestra lengua, que nos envían sus órdenes en griego con los eunucos de Constantinopla, y toman nuestro dinero: gobiérnanos mejor, conservando nuestras prerrogativas, y te obedeceremos”. Éste es un excelente derecho, y sin duda el más legítimo. Pero este pobre pueblo no podía disponer seguramente del imperio, él no lo tenía; y sólo podía disponer de sus personas. ¿Qué provincia del imperio hubiera podido dar? ¿España? Era de los árabes. ¿La Galia y Alemania? Pipino, padre de Carlomagno, las había usurpado a su señor. ¿La Italia misma? Carlos la había robado a su cuñado. Los emperadores griegos poseían todo el resto; el pueblo no confería sino un nombre, y este nombre se había hecho sagrado. Las naciones desde el Éufrates hasta el Océano se habían acostumbrado a mirar el latrocinio como un derecho natural, y la
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corte de Constantinopla consideraba el desmembramiento de este sumo imperio como una violación manifiesta del derecho de gentes, hasta que finalmente los turcos vinieron a enseñarles otro código. Pero decir, con los abogados mercenarios de la corte pontificial romana (que se ríen ellos mismos de lo que dicen), que el obispo León III dio el imperio de Occidente a Carlomagno, es tan absurdo como si se dijese que el patriarca de Constantinopla dio el imperio de Oriente a Mahomet II. Por otra parte, repetir después de tantos otros que Pipino el usurpador y Carlomagno el devastador dieron a los obispos de Roma el exarcado de Rávena, es sentar una falsedad evidente. Carlomagno no era tan honrado; guardó el exarcado para sí, y también a Roma. Nombra a Roma y a Rávena en su testamento como sus ciudades principales; es cierto que confió el gobierno de Roma y de Rávena y de la Pentápola a otro León arzobispo de Rávena, de quien tenemos la carta que dice en términos expresos: Hœ civitates a Carolo ipso una cum universa Pentapoli mihi fuerunt concessce. Sea lo que fuere, aquí no se trata sino de demostrar que es una cosa monstruosa en los principios de nuestra religión, como en los de la política y en los de la razón, que un sacerdote dé el imperio, y que tenga soberanía en él. O es preciso renunciar al cristianismo, o es necesario observarlo: ni un jesuita, con sus distingos, ni aun el diablo, podrían encontrar en esto un término medio. Se forma en Galilea una religión totalmente fundada en la pobreza, en la igualdad y el odio a las riquezas y los ricos; una religión en la que se dice que es tan imposible que un rico entre en el reino de los cielos como que un camello pase por el ojo de una
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aguja; en la que se dice que el rico avariento está condenado únicamente por haber sido rico; por la que Ananías y Saphira son condenados a muerte por haber guardado con qué vivir; en la que se ordena a sus discípulos que no hagan jamás provisiones para el día siguiente; en la que Jesucristo hijo de Dios, y Dios mismo, pronuncia contra la ambición y la avaricia estas terribles palabras: Yo no he venido para ser servido y sí para servir. No habrá jamás entre vosotros ni primero ni último. Que aquel que entre vosotros quiera engrandecerse sea abatido. Que el que quiera ser el primero sea el último. La vida de los primeros discípulos fue acorde a esos preceptos; San Pablo trabaja con sus manos, San Pedro se gana la vida. ¿Qué referencia tiene esta institución con el dominio de Roma, de la Sabina, de la Ombría, de la Emilia, de Ferrara, de Rávena, de la Pentápola, del Bolonés, de Camachio, de Benevento y de Aviñón? No se ve que el Evangelio haya dado estas tierras al papa a menos que el Evangelio se parezca a la regla de los teatinos, en la que se dijo que estarían vestidos de blanco y se puso al margen: es decir de negro. Esta grandeza de los papas y sus pretensiones mil veces más amplias, son tan contrarias a la política como a la razón y a la palabra de Dios; ya que ellos han trastornado Europa y hecho correr ríos de sangre durante setecientos años. La política y la razón exigen, en todo el universo, que cada uno goce de su bien, y que todo Estado sea independiente. Veamos cómo han sido observadas estas dos leyes naturales contra las cuales no puede haber prescripción.
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De Nápoles Los nobles normandos, que fueron los primeros instrumentos de la conquista de Nápoles y de Sicilia, hicieron la más grande hazaña caballeresca de que ha habido noticia. Cuarenta o cincuenta hombres solamente liberaron Salerno cuando estaba a punto de ser tomada por un ejército sarraceno: siete nobles normandos, todos hermanos, bastaron para arrojar a estos mismos sarracenos de todo el territorio, y para derrocar al emperador griego que había sido ingrato con ellos. Es natural que los pueblos a quienes estos héroes habían reanimado con su valor, se acostumbrasen a obedecerles por admiración y reconocimiento. He aquí los primeros derechos a la corona de las dos Sicilias. Los obispos de Roma no podían dar estos Estados en feudo con más derecho que los reinos de Bután y de Cachemira. No podían ni aun conceder la investidura en el caso de que se la hubieran pedido; porque en el tiempo de la anarquía de los feudos, cuando un señor quería tener su bien alodial en feudo para ser protegido, no podía dirigirse sino al que tenía el señorío. El papa no tenía ciertamente el señorío de Nápoles, de Pulla ni de Calabria. Se ha escrito mucho sobre este pretendido vasallaje, pero jamás se ha hallado el origen: me atrevo a decir que éste es el defecto de casi todos los jurisconsultos, al igual que de todos los teólogos. Cada uno saca bien o mal, de un principio recibido, las consecuencias más favorables a su partido; ¿pero este principio es cierto; este primer hecho sobre el cual se apoyan es incontestable? Esto es lo que se guardan bien de examinar. Se parecen todos a nues-
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tros antiguos romancistas que suponían que Francus había traído a Francia el casco de Héctor: este casco era impenetrable, sin duda ¿pero Héctor en efecto lo había llevado? La leche de la Virgen es también muy respetable; pero las sacristías que se vanaglorian de poseer una pequeña porción, ¿la tienen en efecto? Ganone es el único que da alguna idea sobre el origen de la dominación suprema que han ejercido los papas sobre el reino de Nápoles. Hizo un servicio eterno a los reyes de este país; y como recompensa fue abandonado por el emperador Carlos VI, entonces rey de Nápoles, a la persecución de los jesuitas; vendido después por la más infame de las persecuciones; sacrificado en la corte de Roma, finalizó su vida en cautiverio. Su ejemplo no nos desalentará; escribimos en un país libre, somos libres, y no tememos ni la ingratitud de los soberanos, ni las intrigas de los jesuitas, ni la venganza de los papas. La verdad está a la vista, y toda otra consideración nos es desconocida. Era costumbre en los siglos de rapiñas, guerras civiles, crímenes, ignorancia y superstición, que un señor débil, para estar al amparo de la rapacidad de sus vecinos, pusiese sus tierras bajo la protección de la Iglesia, comprando esta protección por medio de algún dinero, arbitrio sin el cual jamás se ha conseguido nada. Estas tierras se reputaban entonces como sagradas, y cualquiera que hubiera querido apoderarse de ellas quedaba excomulgado. Los hombres de esa época, tan malos como imbéciles, no se espantaban de los más grandes crímenes, y temían una excomunión que los volvía execrables ante pueblos aún más malos que ellos y mucho más necios.
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Robert Guiscart y Richard, vencedores de Pulla y de la Calabria, fueron primeramente excomulgados por el papa León IX. Se habían declarado vasallos del imperio; pero el emperador Enrique III, descontento de estos feudatarios conquistadores, había empeñado al papa León IX, a la cabeza de un ejército alemán, a lanzarles una excomunión. Los normandos, que no temían estos rayos como los príncipes de Italia, batieron a los alemanes e hicieron al papa prisionero; pero para impedir que en adelante los emperadores y los papas viniesen a turbarlos en sus posesiones, ofrecieron sus conquistas a la Iglesia bajo el nombre de oblata. De esta manera habría pagado Inglaterra el dinero de San Pedro; y cuando los reyes de España y de Portugal recobraron sus Estados de los sarracenos, prometieron a la Iglesia de Roma dos libras de oro al año: ni Inglaterra, ni España, ni Portugal consideraron jamás al papa como a su señor feudal. El duque Roberto, oblata de la Iglesia, no fue tampoco feudatario del papa: no podía serlo, porque los papas no eran soberanos de Roma. Esta ciudad estaba entonces gobernada por el senado; el obispo sólo tenía crédito, y el papa era precisamente en Roma lo que el elector es en Colonia. Hay una gran diferencia entre ser oblata de un santo y ser feudatario de un obispo. Baronio, en sus actas, refiere el pretendido homenaje hecho por Roberto, duque de Pulla y de Calabria, a Nicolás II; pero esta pieza es falsa, jamás fue vista, y no ha estado nunca en ningún archivo. Roberto se titula duque por la gracia de Dios y de San Pedro; pero, ciertamente, San Pedro no le había dado nada; no era de ningún modo rey de Roma. Si se quiere ir más lejos, se constatará incontestablemente no sólo que San Pedro jamás fue obispo de Roma en un tiempo en el que está probado que ningún sacer-
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dote tenía silla particular y en el que la disciplina de la Iglesia naciente no estaba aún formada, sino también que San Pedro estuvo en Roma como estuvo en Pekín. San Pablo declara expresamente que su misión era para los que tenían sus prepucios enteros, y que la de San Pedro era para los que los tenían cortados1; es decir, que San Pedro, nacido en Galilea, sólo debía predicar a los judíos, y él, Pablo, nacido en Tarsis, en la Caramania, debía predicar a los extranjeros. La fábula que dice que Pedro vino a Roma bajo el reinado de Nerón y que ocupó la silla durante veinticinco años, es una de las más absurdas que se hayan inventado, porque Nerón no reinó sino trece años. La suposición que se ha tenido el atrevimiento de hacer, de que una carta de San Pedro fechada en Babilonia había sido escrita en Roma y que Roma significa allí Babilonia, es tan impertinente que no puede hablarse de ella sin reír. Di, lector sensato, ¿qué derecho es ese que está fundado sobre unas imposturas tan justificadas? En fin, que Roberto se entregase a San Pedro o a los doce apóstoles, o a los doce patriarcas, o a los nueve coros de ángeles, esto no otorga ningún derecho al papa sobre un reino; y no es sino un abuso intolerable, contrario a todas las antiguas leyes feudales, contrario a la religión cristiana, a la independencia de los soberanos, al buen sentido y a la ley natural. Este abuso tiene setecientos años de antigüedad, convengo en ello; pero aunque tuviese setecientos mil, sería necesario abolirlo. Ha habido, lo confieso, treinta investiduras del reino de Nápoles otorgadas por los papas; pero hubo muchas más bulas que someten a los príncipes a la jurisdicción eclesiástica y que declaran que ningún soberano puede, en ningún caso, 1
Epíst. a los Gálatas, cap. II.
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juzgar a los clérigos y a los frailes, ni exigir de ellos una contribución para atender las necesidades del Estado. Hubo también muchas bulas que dicen, de parte de Dios, que no puede designarse un emperador sin el consentimiento del papa. Si todas estas bulas se han ganado el desprecio que merecen: ¿por qué se respetará todavía el pretendido señorío del reino de Nápoles? Si la antigüedad consagrara los errores y los pusiera fuera de todo alcance, estaríamos obligados a ir a Roma para pleitear nuestras causas; cuando se tratase de un casamiento, de un testamento o de un diezmo, deberíamos pagar las tasas impuestas por los delegados; deberíamos armarnos cuando el papa convocase a una cruzada; comprar en Roma las indulgencias para librar de penas a las almas de los muertos a precio de dinero; creer en hechiceros, en la magia, en el poder de las reliquias sobre los diablos; cada sacerdote podría enviarlos a los cuerpos de los herejes, y todo príncipe que tuviese una diferencia con el papa perdería su soberanía. Todo esto es más antiguo que el pretendido vasallaje de un reino que por su naturaleza debe ser independiente. Ciertamente, si los papas han otorgado este reino, pueden quitarlo: han despojado efectivamente algunas veces a sus legítimos poseedores. Esto es un motivo continuo de guerras civiles, de modo que este derecho del papa es, en efecto, contrario a la religión cristiana, a la sana política y a la razón, que es lo que había que demostrar.
De la monarquía de Sicilia Lo que se denomina el privilegio o la prerrogativa de la monarquía de Sicilia es un derecho esencial-
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mente ligado a todas las potencias cristianas, a la república de Génova, a la de Luca y a la de Ragusa así como a Francia y a España. Consiste en tres puntos principales, acordados por el papa Urbano II con Roger, rey de Sicilia. El primero: no recibir ningún legado a latere que haga a las funciones de papa sin el consentimiento del soberano. El segundo: hacer en sus Estados lo que este embajador extranjero se arrogaba. El tercero: enviar a los concilios de Roma los obispos y los abades que él quisiera. Es lo menos que pudo hacerse por un hombre que había liberado a Sicilia del yugo de los árabes, y que la había hecho cristiana. Este pretendido privilegio no era otra cosa que el derecho natural, así como las libertades de la Iglesia galicana no son sino el antiguo hábito de todas las Iglesias. Estos privilegios acordados por Urbano II fueron confirmados y aumentados por otros papas que lo siguieron, para tratar de hacer de Sicilia un feudo apostólico, como lo habían hecho con Nápoles; pero los reyes no se dejaron atrapar por este lazo: bastaba olvidar su dignidad para ser vasallos en tierra firme; no lo fueron jamás en la isla. Si queremos saber una de las razones por la cual estos reyes sostuvieron el derecho de no recibir legados, mientras que todos los otros soberanos de Europa tenían la debilidad de admitirlos, la encontraremos en Juan, obispo de Salisbury: Saquean el país como si fueran Satanás azotando a la Iglesia, lejos de la presencia del Señor. Se llevan los despojos de las provincias como si quisieran amontonar los tesoros de Creso. Los papas se arrepintieron muy pronto de haber cedido a los reyes de Sicilia un derecho natural, y
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quisieron retomarlo. Boronio sostiene, en fin, que este privilegio era subrepticio, que había sido vendido a los reyes de Sicilia por un antipapa, y no tiene ninguna dificultad en tratar de tiranos a los reyes sucesores de Roger. Después de siglos de reclamos y de una posesión constante de los reyes, la corte de Roma creyó encontrar al fin una ocasión de someter a la Sicilia cuando el duque de Saboya, Víctor Amadeo, fue rey de esta isla en virtud de los tratados de Utrech. Es curioso saber de qué pretexto se valió la corte romana moderna para derribar a este reino tan querido por los antiguos romanos. El obispo de Lípari hizo vender un día de 1711 doce kilos de guisantes verdes a un mercader de granos y semillas. El mercader vendió estos guisantes en el mercado, y pagó tres óbolos por el derecho impuesto por el gobierno sobre los guisantes. El obispo pretendió que esto era un sacrilegio, que los guisantes le pertenecían por derecho divino, y que no debían pagar nada a un tribunal profano. Por cierto que se engañaba. Estos guisantes podían ser sagrados cuando le pertenecían, pero no lo eran después de haberlos vendido. El obispo sostuvo que los guisantes tenían un carácter indeleble; hizo tanto ruido y fue tan bien auxiliado por sus canónigos, que se devolvieron al mercader los tres óbolos. El gobierno creyó el asunto concluido, pero el obispo de Lípari había salido ya para Roma, luego de haber excomulgado al gobernador de la isla y a los jurados. El tribunal de la monarquía les dio la absolución cum reincidentia; es decir, que suspendían la censura de acuerdo al derecho que tenían. La congregación llamada en Roma de la inmunidad, envió al punto una carta circular a todos los obis-
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pos de la isla de Sicilia, declarando que el atentado del tribunal de la monarquía era aún más sacrílego que el de haber hecho pagar tres óbolos por los guisantes originarios de una huerta del obispo. Un obispo de Catania publicó esta declaración. El virrey, con el tribunal de la monarquía, la anuló como un atentado a la autoridad real. El obispo de Catania excomulgó al barón Figuerazzi y a otros dos oficiales del tribunal. El virrey, indignado, envió, por medio de dos nobles, una orden al obispo de Catania para que saliese del reino. El obispo excomulgó a los dos emisarios, puso su diócesis en entredicho y partió hacia Roma; entonces se le incautaron parte de sus bienes. El obispo de Agriganto hizo lo que pudo para que recayera sobre él una orden semejante, y cuando lo consiguió excomulgó al virrey, al tribunal y a toda la monarquía. Estas miserias que hoy no pueden leerse sin encogerse de hombros, tomaron un carácter muy serio: este obispo de Agriganto tenía tres vicarios aún más excomulgadores que él; fueron encarcelados, y los devotos tomaron partido por él: Sicilia estaba por estallar. Cuando Víctor Amadeo, a quién Felipe V acababa de ceder la isla, tomó posesión de ella el 10 de octubre de 1715, apenas había llegado el nuevo rey cuando el papa Clemente XI expidió tres breves al arzobispo de Palermo, ordenando que excomulgase a todo el reino, bajo pena de ser excomulgado. La Providencia divina no prestó su protección a estos tres breves; la barca que los conducía naufragó, y estos breves, que un parlamento de Francia hubiera hecho quemar, se ahogaron con el portador; pero como la Providencia no se manifiesta siempre por grandes
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acciones, permitió que llegasen otros breves, entre ellos uno en el que el tribunal de la monarquía era denominado como cierto pretendido tribunal. Desde el mes de noviembre la congregación de la inmunidad reunió a todos los procuradores de los conventos de Sicilia que estaban en Roma y les ordenó que mandasen a todos los frailes que observasen el entredicho padecido anteriormente por el obispo de Catania y que no celebraran misa hasta nueva orden. El buen Clemente XI excomulgó él mismo, nominativamente, al juez de la monarquía, el 5 de enero de 1714. El cardenal Polucci mandó a todos los obispos (siempre con amenaza de excomunión) no pagar cosa alguna al Estado de lo que ellos mismos habían convenido pagar según las antiguas leyes del reino. El cardenal Trimouille, embajador de Francia en Roma, interpuso la mediación de su amo entre el Espíritu Santo y Víctor Amadeo, pero la negociación no tuvo efecto favorable. Finalmente, el 10 de febrero de 1715, el papa creyó abolir por medio de una bula el tribunal de la monarquía siciliana. Nada envilece más a una autoridad precaria como los excesos que no pueden sostenerse. El tribunal no se dio por abolido; el santo padre ordenó que se cerrasen todas las iglesias de la isla, y que nadie rogase a Dios, pero a su pesar se rogaba a Dios en varias ciudades. El conde Maffei, enviado del rey a la corte de Roma, tuvo una audiencia con Clemente XI; éste de a ratos lloraba, y se desdecía fácilmente de las promesas que había hecho. Se decía de él: Se parece a San Pedro, llora y ríe. Maffei, que lo halló bañado en lágrimas porque la mayor parte de las iglesias de Sicilia estaban aún abiertas, le dijo: Santo padre, llora cuando las cierren y no cuando las abren.
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De Ferrara Si los derechos de Sicilia son incuestionables, si el señorío de Nápoles no es sino una antigua quimera, la invasión de Ferrara es una nueva usurpación. Ferrara fue siempre un feudo del imperio, como Palermo y Plasencia. El papa Clemente VIII despojó de Ferrara a César de Est, a mano armada, en 1597. El pretexto de esta tiranía era bien singular para un hombre que se titulaba humilde vicario de Jesucristo. El duque Alfonso de Est, primero de este nombre y soberano de Ferrara, Módena, Est, Carpi y Rovigo, se había casado con una simple ciudadana de Ferrara, llamada Laura Eustoquia, de quien había tenido tres hijos antes de su casamiento, reconocidos por él solemnemente y también por la Iglesia. No faltó a este reconocimiento ninguna de las formalidades prescritas por las leyes: su sucesor Alfonso de Est fue reconocido duque de Ferrara, y se casó con Julia de Urbino, hija de Francisco, duque de Urbino, de quien tuvo a ese desafortunado César de Est, heredero incuestionable de todos los bienes de la casa, y declarado heredero por el último duque, muerto el 27 de octubre de 1597. El papa Clemente VIII, cuyo apellido era Aldobrandino, originario de una familia de negociantes de Florencia, se atrevió a pretextar que la abuela de César de Est no era lo bastante noble, y que los hijos que ella había dado a luz debían ser considerados como bastardos. Esta razón es ridícula y escandalosa en un obispo, y no puede sostenerse en ninguno de los tribunales de Europa; además, si el duque no hubiera sido legítimo, habría perdido el derecho a Módena y a sus otros esta-
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dos; y si no tenía vicio en su nacimiento, debía conservar a Ferrara lo mismo que a Módena. La adquisición de Ferrara era muy bella para que el papa no hiciese valer todas las decretales y todas las decisiones de los valientes teólogos que aseguran que el papa puede hacer justo lo que es injusto. En consecuencia, excomulgó primero a César de Est; y como la excomunión priva necesariamente a un hombre de todos sus bienes, el padre común de los fieles levantó tropas contra el excomulgado para robarle su herencia en nombre de la Iglesia. Estas tropas fueron batidas, pero el duque de Ferrara vio bien pronto su hacienda agotada y a sus amigos muy tibios. Lo más deplorable fue que el rey de Francia, Enrique IV, se creyó obligado a tomar el partido del papa, para balancear el crédito que tenía Felipe II en la corte de Roma. Así fue que el buen rey Luis XII, menos excusable, se deshonró uniéndose con el monstruo Alejandro VI y su execrable bastardo, el duque de Borgia. Fue necesario ceder; y entonces el papa hizo invadir Ferrara por el cardenal Aldobrandino, que entró en aquella floreciente ciudad con mil caballos y cinco mil infantes. Después Ferrara quedó desierta, y su territorio no cultivado se cubrió de pantanos pestíferos. Este país había sido, bajo la casa de Est, uno de los más hermosos de Italia: sus habitantes lamentaron siempre haber perdido a sus antiguos señores. Es cierto que el duque fue indemnizado; se le concedió el nombramiento de un obispo y de un cura, y aun se le dieron algunas fanegas de sal de los almacenes de Cervia; pero no es menos cierto que la casa de Módena tiene derechos incontrastables e imprescriptibles sobre el ducado de Ferrara, del cual fue despojado indignamente.
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De Castro y de Ronciglione La usurpación de Castro y de Ronciglione no es menos injusta; pero el modo fue más bajo y más infame. Hay en Roma muchos judíos que se vengan de los cristianos del modo que les es posible: les prestan dinero a interés crecido sobre las alhajas que empeñan. Los papas han hecho este comercio, estableciendo bancos llamados montes de piedad, en los que también se presta, dejando alguna cosa en prenda, pero con mucho menos interés. Los particulares depositan allí su dinero, que se facilita a los que quieren tomarlo prestado pudiendo responder de él. Ranucio, duque de Parma, hijo del célebre Alejandro Farnesio, que hizo levantar el sitio de Roan y la silla de París a Enrique IV, hallándose obligado a tomar en préstamo grandes sumas, prefirió el monte de piedad a los judíos. No tenía sin embargo motivo para estar satisfecho de la corte de Roma: la primera vez que estuvo allí, Sixto V quiso cortarle la cabeza, en recompensa por los servicios que su padre había hecho a la Iglesia. Su hijo Odoardo debía los intereses y el capital, y no podía pagar sino muy difícilmente. Barbarino o Barberino, que era entonces papa bajo el nombre de Urbano VIII, quiso arreglar este asunto casando a su sobrina Barbarini o Barbarina con el joven duque de Parma. Tenía dos sobrinos que lo gobernaban, Tadeo Barberino, prefecto de Roma, y el cardenal Antonio, además de un hermano, también cardenal, que no gobernaba a nadie. El duque fue a Roma a ver a este prefecto y a estos cardenales, de quienes debía ser cuñado mediante una disminución de los intereses que debía al monte de piedad. Ni el precio, ni la sobri-
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na del papa, ni el proceder de los sobrinos le agradaron; se indispuso con ellos por el importante asunto de los romanos modernos: el puntillo, la ciencia del número de pasos que deben dar un cardenal o un prefecto acompañando, al tiempo de despedirse, a un duque de Parma; todos los caudatarios se reunieron en Roma para arreglar este punto, y el duque de Parma terminó casándose con una Médicis. Los Barberinos o Barbarinos pensaron en la venganza. El duque vendía todos los años su trigo del ducado de Castro a la cámara de los apóstoles para pagar una parte de su deuda, y la cámara de los apóstoles lo revendía muy caro al pueblo. La cámara lo compró en otra parte, e impidió la entrada en Roma del trigo de Castro. El duque no pudo vender su trigo a los romanos, y lo vendió lo mejor que pudo, en otra parte. El papa, que era además un mal poeta, excomulgó a Odoardo, según el uso, e incamaró el ducado de Castro. Incamerar es una palabra del idioma particular de la cámara de los apóstoles: cada cámara tiene el suyo, y significa tomar, agarrar, apropiarse, adueñarse de lo que no nos pertenece de ningún modo. El duque, con el socorro de los Medicis, se armó para desincamerar sus bienes; los Barbarinos se armaron también. Se pretende que el cardenal Antonio haciendo distribuir mosquetes benditos a los soldados, los exhortaba a conservarlos bien limpios y a devolverlos en el mismo estado en que se les entregaban: se asegura también que llegaron a las manos, y que murieron tres o cuatro personas en esta guerra, ya fuese por la intemperie o por otra causa. No dejó de gastarse mucho más de lo que valía el trigo de Castro, cuya ciudad fortificó el duque; y a pesar de hallarse excomulgados los Barberinos no
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pudieron tomarla con sus mosquetes. Esto se parece poco a las guerras de los romanos de los tiempos pasados, y aun menos a la moral de Jesucristo. Esto ni aun era el forzadles a entrar, era el forzadles a salir. Este ruido duró, con intervalos, los años 1642 y 1643. En 1644 la corte de Francia procuró una paz encubierta, y el duque de Parma comulgó y conservó Castro. Pánfilo, Inocencio X, que no hacía versos y aborrecía a los dos cardenales Barberino, los vejó tan duramente que huyeron a Francia, donde el cardenal Antonio se convirtió en arzobispo de Reims, gran limosnero y encargado de las abadías. Haremos notar de paso que había también un tercer cardenal Barberino, bautizado igualmente bajo el nombre de Antonio: era hermano del papa Urbano VIII. Éste no se mezclaba ni en versos ni en gobiernos; había sido bastante alocado en su juventud como para creer que el único medio de ganarse el paraíso era ser lego capuchino. Alcanzó la dignidad de cardenal, que es seguramente la última de todas; pero habiéndose después vuelto prudente, se contentó con ser cardenal y muy rico; vivió como filósofo, y ordenó que sobre su tumba se grabase este curioso epitafio: Hic jacet pulvis et cinis, postea nihil. Aquí yace polvo y ceniza, y después nada. Este nada tiene algo de singular tratándose de un cardenal. Pero volvamos a los asuntos de Parma. Pánfilo, en 1646, quiso dar a Castro a un obispo muy desacreditado por sus costumbres, y que hizo temblar a todos los ciudadanos de Castro que tenían mujeres e hijos hermosos; el obispo fue muerto por un celoso. El papa, en lugar de hacer buscar a los culpables y entenderse con
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el duque para castigarlos, envió tropas e hizo arrasar la ciudad; esta crueldad se atribuyó a Doña Olimpia, cuñada y amante del papa, con quien el duque había tenido la negligencia de no haberle hecho algunos regalos, en conocimiento de que los recibía de todo el mundo. Demoler una ciudad era mucho peor que apropiársela: el papa hizo erigir sobre las ruinas una pirámide con esta inscripción: Aquí estaba Castro. Esto sucedió bajo Ramiro II, hijo de Odoardo Farnesio, y se empezó una guerra que no fue menos sangrienta que la de los Barberino. El ducado de Castro y de Ronciglione quedó confiscado, desde el año 1646 hasta el 1662, en provecho de la cámara de los apóstoles, bajo el pontificado de Chigi, Alejandro VII. Habiendo ofendido este Alejandro VII en varias ocasiones a Luis XIV, cuya juventud despreciaba y cuyo orgullo ignoraba, crecieron las diferencias entre las dos cortes, y la animosidad fue tan violenta entre el duque de Crequi, embajador de Francia en Roma, y Mario Chigi, hermano del papa, que los guardias corsos de Su Santidad hicieron fuego sobre el coche de la embajadora, y mataron a uno de sus pajes que se hallaba en la puertecilla. Es verdad que no estaban autorizados a hacerlo por ninguna bula, pero parece que su celo no desagradó demasiado al santo padre. Luis XIV hizo temer su venganza: arrestó en París al nuncio del papa, envió tropas a Italia y se apoderó del condado de Aviñón. El papa, que había dicho al principio que vendrían legiones de ángeles en su socorro, al no ver llegar estos ángeles se humilló y pidió perdón. El rey de Francia lo perdonó, a condición de que Castro y Ronciglione volviesen al duque de Parma y Camachio al de Módena, ambos unidos a los intereses del rey y ambos oprimidos.
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Inocencio X había hecho erigir una pirámide en memoria de la demolición de Castro; el rey de Francia exigió que se pusiese una de doble altura en Roma, en la Plaza Farnesio, donde los guardias habían cometido el crimen; en cuanto al paje que fue muerto, no se habló más de él: el vicario de Jesucristo debía haber concedido al menos una pensión a la familia de este joven cristiano. La corte de Roma hizo hábilmente insertar en el tratado que no entregaría Castro y Ronciglione al duque, de no mediar una suma de dinero equivalente, o casi, a la que debía la casa de Farnesio al monte de piedad. Por este modo diestro, Castro y Ronciglione han quedado siempre incamerados a pesar de Luis XIV, que manifestaba en algunas ocasiones mucha firmeza contra la corte de Roma y después cedía. Es cierto que el goce de este ducado le ha valido a la cámara de los apóstoles cuatro veces más de lo que el monte de piedad podría haber pedido de capital e intereses. No importa, los apóstoles lo poseen, y no ha habido jamás una usurpación más manifiesta: que se consulte a todos los tribunales de judicatura, desde los de China hasta los de Corfú, y no habría uno solo en el que el duque de Parma no ganase su causa. No hay que hacer sino una cuenta. ¿Cuánto les debo, cuánto han cobrado? Páguenme el excedente, y restitúyanme mi prenda. Es de creer que cuando el duque de Parma quiera intentar este pleito, lo ganará en todas partes, excepto en la cámara de los apóstoles.
Adquisiciones de Julio II No hablaré aquí de Camachio; es un asunto que pertenece al imperio, y yo me refiero a la cámara de
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Vetzlar y al consejo áulico; pero es necesario ver por cuáles buenas obras los servidores de los servidores de Dios han obtenido del Cielo todos los dominios que poseen actualmente. Sabemos por el cardenal Bembo, por Guichardin y por muchos otros, del modo que La Rovère, Julio II, compró la tiara, y cómo fue elegido aún antes de que los cardenales entrasen en cónclave. Era necesario pagar lo que había prometido, sin lo cual le hubieran presentado sus obligaciones y se arriesgaba a ser depuesto: para pagar a los unos era necesario tomar de los otros. Empezó por levantar tropas, y se puso a su cabeza; sitió a Perusa, que pertenecía al señor Baglioni, hombre débil y tímido que no tuvo el valor de defenderse: rindió su ciudad en 1506, y sólo se le permitió llevar sus muebles con los Agnus Dei. Desde Perusa marchó Julio a Bolonia, y arrojó de allí a Bentivoglio. Se sabe cómo armó a todos los soberanos contra Venecia, y cómo enseguida se unió con los venecianos contra Luis XII. Enemigo cruel, amigo pérfido, sacerdote y soldado, reunía los sentimientos de estas dos profesiones, la falacia y la inhumanidad. Este hombre honrado también excomulgaba; lanzó su ridículo rayo contra el rey de Francia, Luis XII, el padre del pueblo. Creía, dice un autor célebre, poner a los reyes bajo el anatema, como vicario de Dios, y poner precio a las cabezas de todos los franceses en Italia, como vicario del diablo. Éste es el hombre cuyos pies besaban los príncipes y los pueblos adoraban como a un dios. Ignoro si enfermó del mal venéreo, como se ha escrito; todo lo que sé es que la señora Orsini, su hija, no tuvo este mal, y que fue una señora muy estimada. Es necesario siempre hacer justicia al bello sexo cuando la ocasión se presenta.
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De las adquisiciones de Alejandro VI Ha sido bien pública la simonía que valió la tiara a este Borgia, así como los excesos de furor y de desorden con que se mancharon sus bastardos, y su incesto con Lucrecia, su hija. ¡Qué Lucrecia! Se sabe que se acostaba con su hermano y con su padre, y tenía obispos que eran sus ayudas de cámara. También se conoce el famoso festín durante el cual cincuenta cortesanas desnudas recogían castañas, variando sus posiciones para divertir a Su Santidad, que distribuía premios a los más vigorosos vencedores de estas damas. En Italia aún se habla del veneno que supuestamente preparó para algunos cardenales, y según se cree fue la causa de su propia muerte. Sólo persiste la memoria de estos espantosos horrores; pero aún quedan herederos de aquellos que su hija y él asesinaron, ahogaron y envenenaron para robarles bienes; se conoce el veneno de que se servían, que se llamaba la cantarella; y todos los crímenes de esta abominable familia son tan conocidos como el Evangelio a cuya sombra estos monstruos los cometían impunemente. Aquí se trata del derecho de varias casas ilustres que todavía existen: ¿sufrirán siempre los Orsino y los Colona el hecho de que la cámara apostólica retenga las herencias de sus antiguas familias? En Venecia tenemos a los Tiépolo que descienden de la hija de Juan Sforcia, señor de Pezzaro, que César Borgia expulsó de la ciudad en nombre del papa, su padre. Existen los Manfredi, que tienen derecho para reclamar Faenza: Astor Manfredi, a la edad de dieciocho años, vendió Faenza al papa y se puso en las manos de su hijo a condición de que se le dejase gozar del resto de su fortuna; era extremada-
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mente hermoso, y César Borgia quedó locamente enamorado de este joven; pero como este Borgia era bizco, según lo manifiestan sus retratos, y como sus crímenes redoblaban el horror de Manfredi, éste se enfadó imprudentemente contra su raptor, y Borgia no pudo satisfacer su apetito sino por medio de la violencia. Enseguida lo hizo arrojar al Tíber con la mujer de un Caraccioli, que fue secuestrada de la casa de su esposo. Cuesta mucho trabajo creer tales atrocidades; pero si hay alguna cosa probada en la historia, son sin duda los crímenes de Alejandro VI y su familia. La casa de Montefeltro aún no está extinguida; el ducado de Urbino que Alejandro VI y su hijo invadieron con la perfidia más negra y más celebrada en los libros de Maquiavelo, pertenece a aquellos que son descendientes de la casa de Montefeltro, a menos que los crímenes no causen una prescripción contra la equidad. Julio Verano, señor de Comerino, fue atrapado por César Borgia al tiempo que firmaba una capitulación, y fue muerto en el acto con sus dos hijos. Aún existen Verano en la Romania, y es a ellos sin duda a quienes pertenece Comerino. Todos los que leen a Maquiavelo han visto con admiración como este César Borgia hizo asesinar a Vitellozo Viteli, Oliverotto da Fermo, el señor Pagolo y Francisco Orsini, duque de Gravina; pero lo que Maquiavelo no ha dicho, y los historiadores contemporáneos nos lo hacen saber, es que mientras Borgia les quitaba la vida al duque de Gravina y a sus amigos, en el castillo de Sinigaglia, el papa, su padre, hacía arrestar al cardenal Orsini, pariente del duque de Gravina, y confiscar todos los bienes de esta ilustre casa. El papa se apoderó de todo el mobiliario, y se
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quejó amargamente de no hallar entre los efectos una gruesa perla, estimada en dos mil ducados, y un cofrecito lleno de oro que sabía estaba en casa del cardenal. La madre, de ochenta años de edad, de este desgraciado prelado, temiendo que Alejandro VI, según su costumbre, envenenase a su hijo, vino llena de temor a traerle la perla y el cofrecito; pero su hijo estaba ya emponzoñado y daba los últimos suspiros. Es cierto que si la perla existe aún en el tesoro de los papas, deberían, a conciencia, devolverla a la casa de los Orsini, con lo que había en el cofrecito.
Conclusión Después de haber referido con la más exacta verdad todos estos hechos, de los que pueden sacarse algunas conclusiones y hacer buen uso, haré notar a todos los interesados que lean estas páginas que los papas no tienen una pulgada de tierra en su soberanía que no haya sido obtenida por turbulencias o por fraudes. En lo que respecta a las turbulencias, léase la historia del imperio y los jurisconsultos de Alemania; en cuanto a los fraudes, no hay sino que posar los ojos en la donación de Constantino y en las decretales. La donación de la condesa Matilde al dulce y modesto Gregorio VII es el título más favorable a los obispos de Roma; pero, hablando de buena fe, si una mujer desheredase a todos sus parientes en París, en Viena, en Madrid o en Lisboa, y dejase todos sus feudos masculinos, por testamento, a su confesor, junto con sus sortijas y joyas, ¿este testamento no sería declarado nulo, según las leyes expresas de todos estos Estados? Se nos dirá que el papa es superior a todas las leyes; que puede hacer justo lo que es injusto; potest
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de injustitia facere justitza. Papa est supra jus, contra jus et extra jus; éste es el dictamen de Belarmino, y ésta es la opinión de los teólogos romanos: a esto no tenemos nada que responder. Veneramos la silla de Roma, le debemos las indulgencias, la facultad de sacar a las almas del purgatorio, el permiso de casarnos con nuestras cuñadas y con nuestras sobrinas, la una después de la otra; la canonización de San Ignacio y la seguridad de ir al paraíso llevando el escapulario; pero todos estos beneficios no son quizá una razón para retener el bien de otro. Algunos dicen que si cada iglesia se gobernase por sí misma, bajo las leyes del Estado; si se pusiese fin a la simonía de pagar las anatas por un beneficio; si un obispo, que comunmente no es rico antes de su nombramiento, no estuviese obligado a arruinarse, él o sus acreedores, tomando dinero prestado para pagar sus bulas, el Estado no se empobrecería a la larga por la salida de este dinero que no vuelve más; pero nosotros dejamos esta materia para que la discutan los banqueros en la corte de Roma. Concluyamos suplicando al lector cristiano y benévolo que lea el Evangelio, y vea si se halla una sola palabra que ordene la menor cosa de lo que fielmente acabamos de referir. Nosotros leemos allí, ciertamente, que es necesario hacerse amigos con el dinero de la iniquidad. ¡Ah, beatísimo padre, si esto es así, devuélvanme mi plata! Padua, 24 de junio de 1765
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CONTRA EL CLERICALISMO
Le cri des nations (1769). La edición original de este escrito ocupa unas veinte páginas en 8vo. En las Memorias secretas es mencionado el 12 de julio de 1769, pero el folleto es de mayo, aproximadamente.
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España, que fue la cuna de los jesuitas; los parlamentos de Francia, que después de la institución de esta milicia armaron siempre las leyes contra ella; Portugal, que había experimentado el peligro de sus máximas; Nápoles, Sicilia, Parma y Malta, que los habían conocido, los arrojaron al fin de sus Estados, no porque no hubiese entre ellos hombres virtuosos y útiles, sino porque en general el espíritu de esta orden era contrario a los intereses de las naciones y porque eran, en efecto, los satélites de un príncipe extranjero. Bajo esta idea, la ilustrada sabiduría de casi todas las potencias católicas impone actualmente el freno de las leyes a la licencia de los frailes, que se creían independientes de las leyes mismas. Esta dichosa revolución que parecía imposible en el siglo pasado, aunque fue muy fácil, ha sido recibida con la aclamación de los pueblos. Habiéndose ilustrado, los hombres se han vuelto más sabios y menos desgraciados. Esta mudanza hubiera producido excomuniones, censuras y guerras civiles en tiempos de barbarie; pero en el siglo de la razón no se han oído sino gritos de alegría. Estos mismos pueblos que bendicen a sus soberanos y a sus magistrados por haber empezado esta gran obra, esperan que no quede imperfecta. Se ha expulsado a los jesuitas porque eran los principales órganos de las pretensiones de la corte de Roma. ¿Cómo se podrá, pues, dejar subsistir estas pretensiones? ¿Se castigará a aquellos que las sostienen, y se permitirá la opresión de los que las ejercen?
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De las anatas ¿Por qué causa Francia, España e Italia pagan aún las anatas al obispo de Roma? Los reyes confieren el beneficio del obispado, la Iglesia confiere el Espíritu Santo. Estos dos dones no tienen ciertamente cosa alguna en común: los reyes han fundado el beneficio que consiste en la renta, o bien ellos tienen el derecho de los fundadores; luego, el nombramiento es el privilegio de la corona. Sólo por la gracia del rey, y no por la de un obispo extranjero, es por lo que un obispo está reconocido como tal. No es el papa quien le otorga el Espíritu Santo, él lo recibe de algunos otros obispos, sus conciudadanos. Si paga al papa alguna suma por la colación de su beneficio, es en su origen un delito contra el Estado; si paga este dinero para recibir al Espíritu Santo, es una simonía: en esto no hay término medio. Se ha querido paliar este tráfico que ofende a la religión y a la patria: jamás se ha podido justificarlo. Se dice que está autorizado por un concordato entre el rey Francisco I y el papa León X. Sin embargo, por el hecho de que ellos tuviesen necesidad el uno del otro, o porque los unieron intereses pasajeros, ¿es preciso que el Estado lo sufra eternamente? ¿Es necesario pagar siempre lo que no se debe? ¿Será uno esclavo en el siglo XVIII porque fue imprudente en el XVI?
De las dispensas Se paga muy caro en Roma la dispensa para casarse con una prima o con una sobrina. Si estos casamientos ofendiesen a Dios, ¿qué poder sobre la tierra tendría
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el derecho de permitirlos? Si Dios nos los reprueba, ¿para qué sirve una dispensa? Si esta dispensa es precisa, ¿por qué un habitante de Francia debe pedirla y pagarla a un cura italiano? ¿No tienen todos sus tribunales que pueden juzgar el contrato civil, y curas párrocos que administren, en virtud del contrato civil, lo que es el resorte del sacramento? ¿No es una esclavitud vergonzosa, contraria al derecho de gentes, a la dignidad de las coronas, a la religión, a la naturaleza, el hecho de pagar a un extranjero para casarse en su patria? Esta absurda tiranía se ha llevado hasta pretender que sólo el papa tiene el derecho de conceder, por dinero, el permiso para que un ahijado pueda casarse con una madrina. ¿Qué es una madrina? Es una mujer inútilmente añadida a un padrino necesario, la cual ha respondido y repetido superfluamente por ti, que serás cristiano. Luego, porque ella ha dicho que tú observarás los ritos del cristianismo, será un crimen contratar con ella un sacramento del cristianismo; ¡y sólo el papa podrá cambiar este crimen en una acción meritoria y sagrada, si le pagas una tasa! Este pretendido crimen no es menos grave entre el padrino y la madrina.1 ¡Conque los padrinos y madrinas no podrán nunca casarse con el padre o con la madre si un sacerdote de Roma no les hace pagar muy caro una dispensa! Entonces un hombre que hubiese sido padrino de su hijo no puede volverse a acostar con su mujer sin el permiso del papa o de un clérigo delegado por él. ¡Y es así como se ha tratado a los hombres! Lo merecen, puesto que lo han permitido. 1
Un párroco, bautizando a un niño, el día 11 de junio de 1769, dijo a la señorita Notet, su madrina: “Acuérdate que no puedes casarte con este niño, ni con su padre, ni con su madre”.
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De la bula IN CŒNA DOMINI La bula In Cœna Domini es quizá el testimonio más extraño del absurdo despotismo tan largo tiempo afectado en otras ocasiones por la corte de Roma. Las bulas de Gregorio VII, de Inocencio IV, de Gregorio IX y de Bonifacio VIII han sido sin duda más funestas; pero la bula In Cœna Domini es tanto más notable cuanto que fue expedida en un tiempo en que los hombres empezaban a salir de la torpe barbarie que había embrutecido a Europa por tan largo tiempo. Inglaterra y la mitad del continente, sublevadas en el siglo XVI contra las usurpaciones romanas, parecían advertir a esta corte que fuese moderada. Sin embargo, despreciando toda consideración así como los derechos divinos y humanos, el obispo de Roma, Pío V, no dudó en promulgar esta bula que se celebra en Roma todos los jueves de la Semana Santa, con las ceremonias más lúgubres y más pomposas. En este día se excomulga a todos los magistrados, a todos los obispos, en fin, a todos los hombres que reclamen un futuro concilio; a todos los capitanes de los navíos que recorren los mares sobre las costas del Estado eclesiástico; a todos aquellos que detengan a los proveedores de carnes destinadas al papa; a los reyes, sus cancilleres, sus parlamentos o cuerpos superiores que hagan que el clero pague algún tipo de tributo al Estado, bajo cualquier dominación; y a todos los magistrados y particularmente los parlamentos que se opongan a la recepción de la disciplina del Concilio de Trento. Sólo el papa puede absolver a los que sean culpables de estos enormes crímenes: es necesario que vayan a Roma a pedir perdón a los grandes penitenciarios, que deben sacudirlos con sus varas. Según esto, todos los
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parlamentos de Francia deben hacer su peregrinación a Roma para recibir golpes de vara en la iglesia de San Pedro. ¿Y por qué no? El gran Enrique IV los recibió sobre sus espaldas por parte de los cardenales Ossat y Perron.
De los jueces delegados de Roma Un cura de nuestras provincias es juzgado sobre materias puramente eclesiásticas por los subalternos de su obispo. Acude al metropolitano, del metropolitano al primado; ¿no es esto suficiente? ¿Se necesita una cuarta jurisdicción para conseguir su ruina? ¿Es preciso que Roma delegue nuevos jueces? Esto se llama apelar a los apóstoles: pero nosotros no hemos visto que los apóstoles hayan hecho decretos en Jerusalén, por apelación de la jurisdicción de los galos.
Cuál puede ser la causa de todas estas pretensiones Las usurpaciones de la corte de Roma son grandes y ruinosas, y sus pretensiones innumerables. ¿Sobre qué están fundadas? ¿Es porque el obispo de Roma sería el déspota de la Iglesia, el soberano de las leyes y de los reyes? ¿Es acaso porque se llama papa? Pero este título es también el de todos los sacerdotes de la Iglesia griega, madre de la Iglesia romana, y que jamás ha suscripto las usurpaciones de su hija. ¿Es porque Jesucristo ha dicho expresamente: No habrá entre ustedes ni primero ni último? ¿Es porque ha dicho que aquel que quisiere elevarse sobre sus hermanos, estará obligado a servirlos?
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¿Es porque los papas se han denominado sucesores de San Pedro? Pero está demostrado que San Pedro jamás tuvo ninguna jurisdicción sobre los apóstoles, sus hermanos; y no está menos demostrado que San Pedro jamás estuvo en Roma: si hubiera hecho este viaje, las actas de los apóstoles no dejarían de decirlo; la primera iglesia que se hubiera edificado en Roma, habría sido construida en honor de Pedro y no en honor de Juan. La iglesia de San Juan de Letrán no sería considerada actualmente por los romanos como la primera iglesia del Occidente. Los autores que no son un Thou, un Abdías, un Marcel, un Hegisipo, escriben que Simón Barjona, llamado Pedro, vino a Roma en tiempos del emperador Nerón; que halló allí a Simón el Mago, que se comunicó con él por medio de sus perros; que Pedro y Simón disputaron, y que resucitaron a un pariente de Nerón que acababa de morir; que Simón el Mago no operó la resurrección sino a medias, y que el otro Simón la completó; que enseguida se desafiaron sobre quién volaría elevándose más por los aires en presencia del emperador; que Simón Pedro, haciendo la señal de la cruz, hizo caer a su rival desde la región media, lo que fue causa de que se rompiese las dos piernas; y que San Pedro, habiendo vivido veinticinco años en Roma en época de Nerón, que sólo reinó dieciséis años, fue crucificado cabeza abajo. ¿Es posible que sobre semejantes cuentos la imbecilidad humana haya establecido, en tiempos de barbarie, el más enorme y el más sagrado poder que haya oprimido a la tierra jamás? Aquellos que han querido dar una sombra de verosimilitud a estas incomprensibles usurpaciones, han dicho que Roma, habiendo sido la capital del mundo político, debía ser la capital del mundo cristiano. Pero
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por esta razón, si el emperador Carlomagno hubiera establecido la silla de su imperio en Vaugirard; si su raza hubiera conservado su poder en lugar de desmembrarlo; si hubiera habido un obispo en Vaugirard, este prelado habría sido el señor de los emperadores, de los reyes, y de la Iglesia universal. Aun cuando San Pedro hubiese hecho el viaje a Roma, ¿en qué debía haber tenido el obispo de esta ciudad la preeminencia sobre los otros? Roma no ha sido la cuna del cristianismo; fue Jerusalén. La primacía pertenecía naturalmente al obispo de esta ciudad, como los tesoros pertenecen de derecho a aquellos que son dueños del terreno en que han sido hallados.
Falsedades que han servido de apoyo para autorizar una dominación injusta Es inevitable estremecerse cuando se observa este inmenso conjunto de imposturas, cuyo tejido ha formado, en fin, la tiara que ha oprimido tantas coronas. No hablo de las falsas constituciones apostólicas, de las falsas citas, de los malos versos atribuidos a las pretendidas sibilas, de las falsas cartas de San Pablo a Séneca, de los falsos reconocimientos del papa Clemente, y del número infinito de falsedades que en otras ocasiones se llamaban engaños piadosos: hablo de la pretendida donación de Constantino que es del siglo IX, y que debe creerse bajo pena de excomunión; hablo de las absurdas decretales que han sido durante tan largo tiempo el fundamento del derecho canónico y que han corrompido la jurisprudencia de Europa; hablo de la pretendida concesión hecha por Carlomagno al obispo de Roma, de la Cerdeña y de la Sicilia, que este monarca jamás poseyó, y que cada año añadía un
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eslabón a la cadena de hierro con que la ambición ligaba los pueblos ignorantes bajo la máscara de la religión. No se puede dar un paso en la historia sin encontrar en ella las señales del desprecio con que la corte de Roma trató al género humano, no dignándose ni siquiera emplear la verosimilitud para engañarlo.
De la independencia de los soberanos Soberanía y dependencia son contradictorios. Toda monarquía, toda república, sólo tiene a Dios por señor: éste es el derecho natural, éste es el derecho de propiedad. Dos cosas pueden privarnos de él; la fuerza de un infame usurpador, o nuestra imbecilidad. Los godos se apoderaron de España por la fuerza; los tártaros se apoderaron de la India; Juan sin Tierra da Inglaterra al papa. Se reintegra el derecho natural contra la usurpación, cuando hay valor; y se recobra el reino de las manos del papa cuando no se ha perdido el sentido común.
De los reinos dados por los papas Cualquiera que lo haya leído sabe que los papas han dado o creído dar todos los reinos de Europa, sin excepción, desde las montañas heladas de Noruega hasta el estrecho de Gibraltar. Aquellos que no lo hayan leído no lo creerán porque por una parte el colmo de la osadía, y por la otra el exceso de menosprecio, parecen incomprensibles. Hildebrando o Childebrando, fraile en Cluni, y papa bajo el nombre de Gregorio VII, es el primero que, al cabo de mil años, pervirtió hasta este punto
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al cristianismo. Se atrevió a citar a su presencia al emperador Enrique IV, en 1076; pronunció contra este emperador un decreto de deposición en el mismo año: Yo le prohíbo, dice, gobernar el reino teutónico, y dejo libres a todos sus vasallos del juramento de fidelidad. Al año siguiente, habiendo sublevado contra él a Alemania, lo fuerza a que vaya a pedirle perdón con los pies descalzos y con un cilicio. En 1088, el mismo Childebrando da de su autoridad privada el imperio a Rodulfo, duque de Suabia. Urbano II, fraile de Cluni, al igual que Gregorio VII, sigue la misma conducta. Pascual II va aún más lejos; arma al hijo de Enrique IV contra su padre y hace de él un parricida. En fin, este gran emperador muere, en 1106, despojado de su imperio y reducido a la indigencia. Se le da sepultura en Lieja; pero como estaba excomulgado, su propio hijo, Enrique V, lo hace exhumar, y un trabajador lo entierra en Spira, en una cueva. Después de este horrible ejemplo, es inútil referir los innumerables atentados que cometieron los papas contra distintos emperadores, y las calamidades de la casa de Suabia. Los papas no permitían que se leyese la Escritura Santa; bastaba que se supiese que ellos eran los vicarios de Dios, y que en calidad de tales debían disponer de todos los reinos de la tierra. Esto era precisamente lo que el diablo propuso a Jesucristo sobre la montaña adonde se ha dicho que lo condujo.
Nuevas pruebas del derecho de disponer de todos los reinos pretendido por los papas Hay cien bulas de los obispos de Roma que aseguran expresamente que los reinos no son otra cosa sino
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concesiones de la silla pontificia. Hablemos de la de Adriano IV al rey de Inglaterra Enrique II: “No se duda, y tu estás persuadido, de que todo reino cristiano es del patrimonio de San Pedro, y de que Irlanda y todas las islas que han recibido la fe pertenecen a la Iglesia romana. Hemos sabido que quieres subyugar esta isla para hacer pagar a San Pedro un dinero por cada casa, lo que te concedemos con gusto”. Apenas hay un Estado en Europa en el que bulas semejantes a ésta no hayan hecho derramar torrentes de sangre. No hablamos aquí sino de los papas que se atrevieron a excomulgar a los reyes de Francia Roberto, Felipe I, Felipe Augusto y Luis VIII, padre de San Luis, excomulgado por un simple legado; aceptando, por penitencia, pagar al papa el décimo de su renta de dos años y presentarse descalzo y en camisa a las puertas de la catedral de París con un puñado de varillas para ser azotado por los canónigos; penitencia que, según se dice, cumplieron sus criados por su señor. Felipe el Hermoso, entregado al diablo por Bonifacio VIII; su reino en entredicho1 y 1
La mayoría de los lectores ignoran la manera como se ponía un reino en entredicho. Se creía que aquel que se llamaba el padre común de los cristianos, se limitaría a privar a una nación de todas las funciones del cristianismo, a fin de que mereciese su gracia por haberse rebelado contra su soberano; pero se observaban en esta sentencia unas ceremonias que no deben ser desconocidas por la posteridad. Primeramente se privaba a todo lego de oír misa, y no se celebraba en el altar mayor. Se declaraba impuro el aire, se sacaban todos los cuerpos santos de sus urnas y se los extendía por tierra en las iglesias cubiertos con un velo; se descolgaban las campanas y se las enterraba en las cuevas; el que moría durante este tiempo era arrojado al muladar. Estaba prohibido comer carne, afeitarse y saludar. En fin, el reino pertenecía de derecho al primero que lo ocupase, pero el papa tenía cuidado de anunciar siempre este derecho por medio de una bula particular, en la cual señalaba al príncipe a quien hacía la gracia de darle la corona vacante.
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transferido a Alberto de Austria; en fin, el buen rey Luis XII, excomulgado por Julio II, y Francia puesta también en entredicho por este viejo y fogoso soldado, obispo de Roma. Las llagas que han abierto a Francia los papas encubridores de la Liga, han permanecido sin cerrarse durante treinta años, desde que el franciscano Sixto V tuvo la audacia de llamar a Enrique IV generación bastarda y detestable de la casa de Borbón, y de declararlo incapaz de poseer ninguna de sus herencias. Es necesario decir a nuestros contemporáneos, y conjurarlos a que se lo digan a nuestros descendientes, que sólo estas máximas fueron las que llevaron el cuchillo al corazón del más grande de nuestros héroes y del mejor de nuestros reyes. Es necesario decir, derramando lágrimas por la desgracia de este gran hombre, que con mucho trabajo se consiguió de Clemente VII que le diese una absolución de la cual no había necesidad, pero no que insertase en esta absolución que reintegraba a Enrique IV su autoridad en el reino de Francia. Algunas personas que tienen más confianza que ilustración, quieren consolarnos diciendo que estas abominaciones no volverán jamás. ¡Ah!, ¿quién lo ha dicho? ¿El fanatismo está enteramente extirpado? ¿No se sabe de cuánto es capaz? La mayor parte de la gente honrada es instruida, lo confieso; las máximas de los parlamentos están en nuestras bocas y en nuestros corazones; ¿pero el populacho no es el mismo que en tiempos de Enrique III y de Enrique IV? ¿No está gobernado siempre por frailes? ¿No es al menos trescientas veces más numeroso que aquellos que han recibido una educación refinada? ¿No es, en fin, un reguero de pólvora que puede prenderse fuego algún día? ¿Hasta cuándo nos contentaremos con paliativos en la más horrible e inveterada de las enfermeda-
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des? ¿Hasta cuándo seguiremos creyendo que gozamos de perfecta salud porque nuestros males tienen algún descanso? Los magistrados, los que se dividen el peso del gobierno, son los que deben buscar el dique que contenga estas aguas que nos inundaron hace tantos siglos. Se exhorta a cada padre de familia a que pese estas grandes verdades, que las grabe en el corazón de sus hijos y que prepare una posteridad que no conozca sino las leyes y la patria. Todavía está en uso entre nosotros la expresión peligrosa de los dos poderes; pero Jesucristo no la empleó jamás; no se encuentra en ningún Padre de la Iglesia; ha sido desconocida en la iglesia griega, y, en fin, un obispo griego fue depuesto por un sínodo de obispos por haber usado esta expresión sediciosa. No hay sino un poder, que es el del soberano; la Iglesia aconseja, exhorta y dirige; el gobierno no manda; no hay ciertamente sino un poder. La corte de Roma ha creído que era el suyo, pero, ¿qué gobierno no sacude actualmente el yugo de esta absurda tiranía? ¿Por qué subsiste, pues, el nombre, cuando la cosa misma está destruida? ¿Para qué dejar bajo la ceniza un fuego que puede encenderse de nuevo? ¿No hay bastantes desgracias sobre la tierra sin que esté en discordia la doctrina del sacerdocio con la autoridad soberana? No entramos aquí en la gran cuestión de si los poderes temporales convienen a los eclesiásticos de la Iglesia de Jesús, que les ha ordenado expresamente renunciar a ellos. No examinamos tampoco si en los tiempos de anarquía los obispos de Roma y de Alemania, los simples abades, han debido apoderarse de los derechos de regalía: éste es un objeto de política que no nos incumbe, porque respetamos a
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todos los que están revestidos del poder supremo. ¡Dios nos libre de querer turbar la paz de los Estados y de remover los límites impuestos después de tan largo tiempo! Sólo queremos sostener los derechos incuestionables de los reyes, de los magistrados y de todos nuestros conciudadanos; y nos congratulamos de que estos derechos, sobre los cuales descansa la felicidad pública, sean en adelante inalterables.
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IDEAS REPUBLICANAS
Idées républicaines par un membre d’un corps (1762). Esta traducción respeta la edición que Kehl había denominado Ideas republicanas por un ciudadano de Ginebra, fechada en 1765. Para el editor Beuchot la edición original en 8vo, sin fecha y titulada Idées républicaines par un membre d’un corps, es de 1762, año de publicación del Contrato Social, ya que es una crítica directa a esta obra.
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I El puro despotismo es el castigo de la mala conducta de los hombres. Si una comunidad está gobernada por uno solo o por unos pocos, es porque no tiene ni el valor ni la habilidad de gobernarse por sí misma.
II Una sociedad gobernada arbitrariamente, se parece a un grupo de bueyes puestos al yugo para estar al servicio de su dueño. No los mantiene sino con el fin de que estén en condiciones de servirle; no les cura sus enfermedades, sino con el objeto de que sean útiles en la medida en que estén sanos; los engorda para mantenerse con su sustancia y se sirve de la piel de unos para uncir los otros al arado.
III De este modo, un pueblo está sometido, ya sea por un compatriota hábil que se aprovecha de su imbecilidad y de sus divisiones, o bien por un ladrón llamado conquistador, que ha llegado con otros ladrones a apoderarse de sus tierras, dando muerte a los que resistieron, y haciendo esclavos a los cobardes que dejó con vida.
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IV Este ladrón, que merecía el suplicio, se ha hecho algunas veces erigir altares. El pueblo envilecido ha visto en sus hijos una raza de dioses: ha juzgado el cuestionamiento de su autoridad como una blasfemia, y el menor esfuerzo hacia la libertad como un sacrilegio.
V El más absurdo de los despotismos, el más humillante para la naturaleza humana, el más contradictorio, el más funesto, es el de los sacerdotes; y de todos los imperios sacerdotales, el más criminal es sin duda alguna el de los sacerdotes de la religión cristiana. Es un ultraje hecho a nuestro Evangelio, supuesto que Jesús dijo en muchas ocasiones: No habrá entre ustedes ni primero ni último. Mi reino no es de este mundo. El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir, etc.
VI Cuando nuestro obispo, destinado a servir y no a que le sirvan, destinado a aliviar a los pobres y no a devorar su sustancia, destinado a catequizar y no a dominar, se atrevió, en tiempos de anarquía, a intitularse príncipe de la ciudad de la cual no era sino pastor, fue manifiestamente culpable de rebelión y de tiranía.
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VII Por este medio, los obispos de Roma, que fueron los primeros en dar este ejemplo fatal, hicieron a la vez odiosa a la mitad de Europa su dominación y su secta. Es así que varios obispos de Alemania se transformaron algunas veces en opresores de los pueblos de los cuales debían ser los padres.
VIII ¿Por qué razón es más natural en el hombre el tener más desprecio por los que nos han sometido por medio del engaño, que por aquellos que nos han oprimido por la fuerza de las armas? Se debe a que, por lo menos, ha habido valor en los tiranos que nos han esclavizado y no ha habido sino cobardía en los que nos han engañado. Se aborrece el valor de los conquistadores, pero se reconoce y admira. El engaño, en cambio, se aborrece y se desprecia. El odio unido al desprecio hace sacudir todos los yugos imaginables.
IX Cuando hemos destruido en nuestra ciudad una parte de las supersticiones papistas, como la adoración de los cadáveres, la tasa de los pecados, el ultraje a Dios de pagar con dinero la redención de las penas con que Dios amenaza los crímenes, y otras muchas invenciones que embrutecen a la naturaleza humana; cuando, rompiendo el yugo de estos erro-
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res monstruosos, nos hemos separado del obispo papista que se atrevía a llamarse nuestro soberano, no hemos hecho otra cosa sino entrar en los goces de la razón y de la libertad de que se nos había despojado.
X Hemos vuelto a tomar el gobierno municipal tal como estaba en tiempo de los romanos, con muy poca diferencia, y ha sido ilustrado y asegurado por la libertad comprada a costa de nuestra sangre. Nosotros no hemos conocido aquella distinción odiosa y humillante entre nobles y plebeyos, que en su origen sólo significa señores y esclavos. Nacidos todos iguales, hemos continuado en este mismo estado, y hemos dado las dignidades, es decir, los cargos públicos, a aquellos que nos han parecido los más idóneos para desempeñarlos y cumplirlos.
XI Nosotros hemos instituido sacerdotes a fin de que sean sólo lo que deben ser: los preceptores de moral de nuestros hijos. Estos preceptores deben ser considerados, pero no deben pretender ni jurisdicción, ni inspección, ni honores: no deben en ningún caso igualarse con los magistrados. Una asamblea eclesiástica que intentase hacer poner de rodillas delante de ella a un ciudadano, se parecería a un pedante corrigiendo a los niños o a un tirano que castiga a sus esclavos.
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XII Es insultar a la razón y a las leyes el pronunciar estas palabras: gobierno civil y eclesiástico. Es necesario decir gobierno civil y reglamentos eclesiásticos; y ninguno de estos reglamentos debe ser hecho sino por la autoridad civil.
XIII El gobierno civil es la voluntad de todos, ejecutada por uno solo o por varios, en virtud de las leyes que todos han aceptado.
XIV Las leyes que constituyen los gobiernos están establecidas contra la ambición: por todas partes se ha pensado en levantar un dique contra este torrente que inundaría la tierra. Así es que en todas las repúblicas, las primeras leyes prescriben los derechos de cada cuerpo; por esto los reyes en su coronación juran conservar los privilegios de sus vasallos. Sólo el rey de Dinamarca, en Europa, es quien por la ley misma es superior a las leyes. Los Estados reunidos en 1660 lo declararon árbitro absoluto. Parece que previeron que Dinamarca tendría reyes sabios y justos durante más de un siglo. Puede ser que en los siglos sucesivos resulte necesario cambiar esta ley.
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XV Los teólogos han pretendido que los papas tengan de derecho divino el mismo poder sobre toda la tierra que el que tienen los monarcas daneses en el rincón que constituye su soberanía. Pero son los teólogos los que piensan así. El universo los ha abucheado estruendosamente, y el capitolio ha murmurado en voz baja, al ver al fraile Hildebrando hablar magistralmente en el santuario de las leyes, en donde los Catón, los Esipión y los Cicerón hablaban a los ciudadanos.
XVI Las leyes concernientes a la justicia distributiva, esto es, la jurisprudencia, han sido siempre insuficientes, equívocas e inciertas, debido a que los hombres que han estado a la cabeza de los Estados se han ocupado mucho más de sus intereses particulares que del interés público. En los doce tribunales de Francia hay doce jurisprudencias diferentes. Lo que es cierto en Aragón se considera falso en Castilla; lo que es justo en las orillas del Danubio es injusto en las riberas del Elba. Las leyes que se utilizan actualmente en todos los tribunales han sido a veces contradictorias.
XVII Cuando una ley es oscura, es necesario que todos la interpreten, porque todos la han promulgado, a
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menos que ellos no hayan encargado expresamente a varios el interpretar las leyes.
XVIII Cuando los tiempos cambian sensiblemente, hay leyes que es necesario modificar. Así, cuando Triptolemo introdujo el uso del arado en Atenas, fue preciso abolir “la hacienda de la bellota”. En el tiempo en que las academias no estaban compuestas sino de clérigos, y que sólo ellos poseían el oscuro lenguaje de la ciencia, era conveniente que sólo ellos nombrasen a todos los profesores; ésta era “la hacienda de la bellota”; hoy día que los legos están ilustrados, el poder civil debe volver a tomar el derecho de nombrar todas las cátedras.
XIX La ley que permitía poner en prisión a un ciudadano sin antecedentes, y sin formalidad jurídica, será tolerable en un tiempo de turbaciones públicas y de guerra; pero será perjudicial y tiránica en tiempo de paz.
XX Las leyes que ponen orden en el lujo, que controlan el gasto de los festines, del vestido, de las habitaciones, y que son buenas en una república pobre y destituida de artes, serían absurdas cuando esta república se hiciese productiva y opulenta. Sería pri-
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var a los artistas de la ganancia legítima que harían con los ricos; sería privar a los que han adquirido medios del derecho natural de gozar de ellos; sería ahogar completamente la industria; y sería, en fin, vejar a la vez a los ricos y a los pobres.
XXI No deben prescribirse normas sobre los vestidos de los ricos ni sobre los andrajos de los pobres. Unos y otros, igualmente ciudadanos, deben ser igualmente libres: cada uno se viste, se sustenta y se aloja como puede. Si se priva al rico de que coma pollas cebadas, se roba al pobre que sostendría su familia con el precio de la caza que vendería al rico. Si no se quiere que éste adorne su casa, se arruinará a los artesanos. El ciudadano que por su fausto humilla al pobre, lo enriquece mucho más que lo humilla. La indigencia debe trabajar para la opulencia, con el fin de igualarse un día con ella.
XXII Una ley romana que hubiese dicho a Lucullus: No gastes nada, le hubiera dicho efectivamente: Hazte más rico a fin de que tu nieto pueda comprar la república.
XXIII Las leyes de esta clase no pueden agradar sino al indigente ocioso, orgulloso y envidioso que no quiere
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trabajar, ni sufrir que gocen aquellos que han trabajado.
XXIV Si se ha formado una república durante una guerra de religión, y durante las turbulencias ha marginado de su territorio a las sectas enemigas, ha procedido sabiamente; porque mirándose antes como un país rodeado de apestados, temía que le transmitiese el contagio. Pero cuando este tiempo de turbación ha pasado, cuando la tolerancia se ha hecho el dogma dominante de todas las personas honradas de Europa, es una barbarie ridícula preguntar a un hombre que viene a establecerse y a traer sus riquezas a nuestro país: Caballero ¿qué religión profesas? El oro, la plata, la industria y los talentos no pertenecen a ninguna religión.
XXV En una república digna de este nombre, la libertad de publicar sus pensamientos es el derecho natural del ciudadano: él puede servirse de su pluma como de su voz; no se le debe privar más de escribir que de hablar, y los delitos cometidos con la pluma deben castigarse del mismo modo que los que se cometan por medio de la palabra. Tal es la ley de Inglaterra, país monárquico pero donde los hombres son más libres que en otra parte porque están más ilustrados.
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XXVI De todas las repúblicas, la más pequeña parece que debe ser la más dichosa, cuando su libertad está asegurada por su situación y por el interés de sus habitantes en conservarla. El movimiento parece que debe ser más fácil y uniforme en una pequeña máquina que en una grande en la cual los resortes son más complicados, y en el que las frotaciones violentas interrumpen el juego más fácilmente. Pero como el orgullo se introduce en todas las cabezas; como el furor de mandar a sus iguales es la pasión dominante del espíritu humano; como al estar más próximos puede ser mayor el odio, sucede algunas veces que un Estado pequeño experimenta más agitaciones que uno grande.
XXVII ¿Cuál es el remedio para este mal? La razón que se hace oír al fin, cuando las pasiones están cansadas de gritar. Entonces los dos partidos aflojan un poco en sus pretensiones por temor a empeorar; pero es necesario tiempo.
XXVIII En una pequeña república parece que el pueblo debe ser más escuchado que en una grande, porque es más fácil hacerse entender por mil personas reunidas que por cuarenta mil. Por esto hubiera habido mucho más peligro en querer gobernar Venecia, que tan largo
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tiempo ha sostenido la guerra contra el imperio otomano, que San Marino, que sólo ha podido conquistar un molino que tuvo que devolver.
XXIX Parece muy extraño que el autor del Contrato social se proponga decir que todo el pueblo inglés debería tener asiento en el parlamento, y que cesa de ser libre cuando su derecho consiste en hacerse representar en el parlamento por medio de diputados. ¿Querría acaso que tres millones de ciudadanos viniesen a Westminster para dar su voto? ¿Los paisanos en Suecia comparecen de otra forma que por medio de diputados?
XXX En el mismo Contrato social se dice que la monarquía no conviene sino a las naciones opulentas, la aristocracia a los Estados medianos en riqueza y extensión, y la democracia a los Estados pequeños y pobres. Pero en el siglo XIV, en el XV y a comienzos del XVI los venecianos eran el único pueblo rico, y aún ahora son muy opulentos; sin embargo Venecia jamás ha sido ni será una monarquía. La república romana fue muy rica desde los Escipión hasta César. Luca es pequeña y no muy rica, y es aristocrática: la opulenta e ingeniosa Atenas era un estado democrático. Nosotros tenemos ciudadanos muy ricos y componemos un gobierno mezclado de democracia y de aristocracia; así, pues, es necesario desconfiar de todas las reglas generales que sólo existen en la pluma de los autores.
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XXXI El mismo escritor, hablando de los diferentes sistemas de gobierno, se explica en esta forma: Uno encuentra excelente el ser temido por sus vecinos, otro el ser ignorado. Uno quiere que el dinero circule, otro que el pueblo tenga pan. Todo este artículo parece pueril y contradictorio. ¿Cómo puede uno ser ignorado por sus vecinos? ¿Cómo puede vivir seguro, si nuestros vecinos ignoran que hay peligro en atacarnos? ¿Cómo un Estado capaz de hacerse temer puede ser ignorado? ¿Y cómo el pueblo puede tener pan sin que circule el dinero? La contradicción es manifiesta.
XXXII Desde el momento en que el pueblo está legítimamente reunido en cuerpo soberano, cesa toda la jurisdicción del gobierno, el poder ejecutivo queda suspendido, etc. Esta proposición del Contrato social sería perniciosa si no fuese de una falsedad y de un absurdo evidentes. En Inglaterra, cuando el parlamento está reunido ninguna jurisdicción está suspendida; y en el más pequeño Estado, si durante la asamblea del pueblo se comete un asesinato o un robo, el criminal es y debe ser entregado a los ministros de la justicia. De otra forma la reunión del pueblo sería una tácita libertad para cometer excesos.
XXXIII En un Estado verdaderamente libre, los ciudadanos lo hacen todo con sus brazos y nada con el dinero. Esta tesis
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del Contrato social es una extravagancia. Hay un puente que construir, una calle que empedrar, ¿será necesario que los magistrados, los negociantes y los clérigos empiedren la calle y construyan el puente? El autor no querría pasar seguramente sobre un puente construido por sus manos: esta idea es digna de un preceptor que teniendo el encargo de educar a un joven hidalgo le hiciese aprender el oficio de carpintero; pero no todos los hombres deben ser obreros.
XXXIV Los depositarios del poder ejecutivo no son los señores del pueblo, y sí sus oficiales: él puede establecerlos y destituirlos cuando guste, y no es por cuenta de ellos el contratar y sí el obedecer. Es cierto que los magistrados no son los señores del pueblo; son las leyes las que mandan, pero todo lo demás es falso: en todos los Estados y en nuestro país, tenemos el derecho, cuando somos convocados, de rechazar o de aprobar a los magistrados y a las leyes que se nos proponen. No tenemos el derecho de destituir a los oficiales del Estado cuando gustemos; este derecho sería el código de la anarquía. El mismo rey de Francia, cuando ha designado a un magistrado, no puede destituirlo sin hacerle un proceso. El rey de Inglaterra no puede quitar una dignidad de par que haya concedido. El emperador no puede destituir cuando guste a un príncipe que ha creado. No se destituyen los magistrados movibles, sino después de haber cumplido el tiempo de su ejercicio. Tan lícito es quitar su cargo a un magistrado por capricho, como encarcelar a un ciudadano por pura arbitrariedad.
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XXXV Es un error considerar al gobierno de Venecia como una venerable aristocracia; la nobleza es también pueblo: una multitud de pobres barnabotes jamás consigue una magistratura. Todo esto es de una falsedad irritante. Ésta es la primera vez que se ha dicho que el gobierno de Venecia no es enteramente aristocrático. Esta extravagancia, a decir verdad, sería severamente castigada en el Estado veneciano. Es falso que los senadores, a quienes el autor se atreve a darles el despreciable nombre de barnabotes, no hayan sido jamás magistrados; podría citarle más de cincuenta que han tenido los más importantes empleos. Lo que él dice enseguida, que nuestros aldeanos representan a los habitantes de la tierra firme de Venecia, no es tampoco cierto. Entre estos habitantes de tierra firme, se encuentran en Brescia, en Verona, en Vicenza y en otras muchas ciudades, señores con títulos de la más antigua nobleza, de los cuales algunos han conducido los ejércitos. Tanta ignorancia unida a tanta presunción es indigna de un hombre instruido. Cuando esta ignorancia presuntuosa trata con semejantes ultrajes a los nobles venecianos, uno se pregunta, ¿quién es el gran señor que se ha enajenado de este modo? Cuando se sabe, en fin, quién es el autor de estas necedades, uno se contenta con reírse.
XXXVI Aquellos que consiguen puestos importantes en las monarquías no son de ordinario sino personas traviesas,
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intrigantes y malvadas a quienes sus pequeños talentos, que son los que en las cortes les hacen conseguir los empleos, les sirven para manifestar su ineptitud luego de que los han conseguido. Este conjunto indecente de pequeñas antítesis cínicas no conviene de ningún modo a un libro sobre el gobierno, que debe estar escrito con toda la dignidad de la sabiduría. Cuando un hombre, sea quien fuere, presume lo suficiente como para dar lecciones sobre la administración pública, debe parecer prudente e imparcial como las leyes mismas que cita. Confesamos con dolor que en las repúblicas, así como en las monarquías, la intriga hace que se consigan los cargos. En Roma estuvieron los Verres, Milon, Claudio, Lépido; pero estamos obligados a convenir que ninguna república moderna puede jactarse de haber producido ministros como los Oxenstiern, Sully, Colbert, y los grandes hombres que han sido escogidos por Isabel de Inglaterra. No insultemos ni a las monarquías ni a las repúblicas.
XXXVII El zar Pedro no era un gran genio: hizo algunas cosas buenas, pero la mayor parte fuera de tiempo. Los tártaros, vasallos de Rusia, se harán bien pronto sus dueños: estas revoluciones me parecen infalibles. A él le parece infalible que las miserables bandas de tártaros, que se hallan en el último abatimiento, sometan inmediatamente a un imperio defendido por doscientos mil soldados que están entre las mejores tropas de Europa. ¿El almanaque del Diablo rengo ha hecho alguna vez semejantes predicciones? La corte de San Petersburgo nos mirará como a gran-
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des astrólogos, si sabe que uno de nuestros mancebos de relojería ha arreglado la hora en la cual el imperio ruso debe ser destruido.
XXXVIII Si uno se toma el trabajo de leer con atención el Contrato social, no encontrará una página en donde no haya errores y contradicciones. Por ejemplo, en el capítulo de la religión civil: Dos pueblos extranjeros el uno del otro, y casi siempre enemigos, no pueden reconocer un mismo Dios; dos ejércitos dándose batalla no sabrían obedecer a un mismo jefe. Por esto de las divisiones nacionales resulta el politeísmo, y de él se sigue la intolerancia teológica y civil, que naturalmente es la misma. Tantas palabras, tantos errores; los griegos, los romanos, los pueblos de la gran Grecia reconocían los mismos dioses, haciéndose la guerra; adoraban igualmente a los dioses majorum gentium, Júpiter, Juno, Marte, Minerva, Mercurio, etc. Los cristianos, haciéndose la guerra, adoran al mismo Dios: el politeísmo de los griegos y de los romanos no resulta de modo alguno de sus guerras; eran todos politeístas antes de que tuviesen cosa alguna que arreglar entre sí; en fin, no hubo jamás en sus países ni tolerancia civil ni intolerancia teológica.
XXXIX Una sociedad de verdaderos cristianos no sería nunca una sociedad de hombres, etc. Una aserción como ésta es muy extravagante. ¿El autor quiere decir que sería una sociedad de bestias, o una sociedad de án-
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geles? Bayle ha tratado muy detenidamente la cuestión sobre si los cristianos de la primitiva Iglesia podían ser filósofos, políticos y guerreros. Esta cuestión es bastante ociosa; pero se quiere superar a Bayle, y se repite lo que él ha dicho; y temiendo parecer un plagiario, se buscan palabras vagas que nada significan en sustancia; porque cualesquiera sean los dogmas de las naciones, ellas harán siempre la guerra. Este libro se ha quemado en nuestro país. La operación de quemarlo es posible que haya sido tan odiosa como la de haberlo escrito; hay algunas cosas que deben ser ignoradas por una administración sabia; si este libro era peligroso, debía haberse refutado. Quemar un libro en que se razona, es como decir: Nosotros no tenemos suficientes luces para responder. Los libros injuriosos son los que deben quemarse, y sus autores deben ser castigados severamente, porque una injuria es un delito. Razonar mal no es un delito, salvo cuando se es evidentemente sedicioso.
XL Un tribunal debe tener leyes fijas así en la parte criminal como en la civil; nada debe ser arbitrario; y cuando se trata del honor y de la vida, aún mucho menos que cuando se pleitea por el dinero.
XLI Un código criminal es absolutamente necesario para los ciudadanos y para los magistrados. Los ciu-
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dadanos no podrán quejarse de las sentencias, y los magistrados no tendrán que temer ser odiados, porque es la ley y no su voluntad la que condena. Es necesaria una autoridad para juzgar sólo por la ley, y otra para conceder.
XLII En cuanto al ramo de hacienda es bien sabido que son los ciudadanos los que deben arreglar la suma necesaria para el pago de los gastos del Estado; se sabe muy bien que las contribuciones deben ser manejadas con austeridad por aquellos que las administran, y acordadas con nobleza en las ocasiones importantes. Sobre este artículo no hay ningún cargo que hacer a nuestra república.
XLIII Jamás ha existido un gobierno perfecto, porque los hombres tienen pasiones, y si ellos no tuviesen pasiones no habría necesidad de gobierno. El más tolerable de todos es sin duda el republicano, porque es el que más aproxima a los hombres a la igualdad natural. Todo padre de familia debe ser el señor en su casa y no en la de su vecino. En una sociedad, que está compuesta de varias casas y de varios terrenos que le corresponden, es contradictorio que un solo hombre sea el señor de estas casas y estos terrenos, y es natural que cada dueño tenga su voz para el bien de la sociedad.
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XLIV ¿Los que no tienen ni casa ni tierras en esta sociedad deben tener su voto? No tienen más derecho a él que el que puede tener un dependiente pagado por un mercader para mezclarse en reglar un comercio; pero pueden ser asociados, sea por haber prestado servicios, sea por haber pagado su asociación.
XLV Este país gobernado en común debe ser más rico y poblado que si estuviese gobernado por un señor; cada uno, en una verdadera república, al estar seguro de la propiedad de sus bienes y la de su persona, trabaja para sí mismo con confianza; y mejorando su condición, mejora la del público. Bajo la autoridad de un señor sucede lo contrario; y a un hombre le causa la mayor sorpresa oír decir algunas veces que su persona y sus bienes no le pertenecen.
XLVI Una república protestante debería ser doce veces más rica, más industriosa y más poblada que una papista, suponiendo que tenga igual terreno y que sea igualmente bueno, por la razón de que en un país papista hay treinta fiestas que resultan en treinta días de ocio y desorden, y treinta días son la duodécima parte del año. Si en este país papista hay una duodécima parte más de clérigos, de aprendices de
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clérigos, de frailes y de monjas que en Colonia, es claro que un país protestante de igual extensión debe estar poblado aún más de una duodécima parte.
XLVII Los registros de la cámara de cuentas de los Países Bajos, que se hallan actualmente en Lila, manifiestan que Felipe II no sacaba sino ochenta mil escudos de las siete Provincias Unidas; y por un extracto de las rentas de la sola provincia de Holanda, hecho en 1700, sus rentas ascendían a veintidós millones, doscientos cuarenta y un mil trescientos treinta y nueve florines, que hacen, en moneda francesa, cuarenta y seis millones setecientos seis mil ochocientas once libras y dieciocho sueldos. Esto es lo que poseía el rey de España a principios de siglo.
XLVIII Que se compare lo que éramos en tiempo de nuestro obispo con lo que somos hoy día. Dormíamos en los desvanes, comíamos en nuestras cocinas en platos de madera, sólo nuestro obispo tenía vajilla de plata, e iba a su diócesis, que él llamaba sus Estados, con cuatro caballos. Ahora encontramos algunos ciudadanos que tienen el triple de renta, y poseemos en la ciudad y en el campo casas mucho más hermosas que aquella que él llamaba su palacio, del que hemos hecho la cárcel.
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XLIX La mitad del terreno de Suiza está llena de peñascos y precipicios, y la otra es poco fértil; pero cuando las manos libres, conducidas al fin por espíritus ilustrados, han cultivado esta tierra, se ha vuelto floreciente. En el país del papa, por el contrario, desde Orvieto hasta Terrasino, en el espacio de más de ciento veinte millas de camino todo está sin cultivar y despoblado, y se ha vuelto malsano a causa de la escasez; se puede viajar una jornada entera sin encontrar hombres ni animales; hay más clérigos que campesinos, y apenas se come otra clase de pan que no sea el ácimo. Éste es el país que en tiempo de los antiguos romanos estaba regado de ciudades opulentas, de casas suntuosas, de caseríos, de jardines y de anfiteatros. Añádase además a este contraste, que seis regimientos suizos conquistarían en quince días los Estados del papa. Si alguien hubiera podido hacer esta predicción a César, cuando superándolos vino a batir a los suizos en número de cerca de cuatrocientos mil, lo hubiera sorprendido extraordinariamente.
L Puede ser útil que haya dos partidos en una república, para que uno vigile al otro, y porque los hombres tienen necesidad de ser controlados. No es tan vergonzoso como se cree que una república tenga necesidad de mediadores; esto prueba, en verdad, que hay terquedad de ambas partes; pero también prueba que una y otra tienen mucho valor, muchas luces y una gran sagacidad para interpretar las
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leyes en sentidos diferentes; y entonces necesariamente convienen los mediadores para que aclaren las leyes controvertidas, para que las cambien si es preciso, y para que detengan cuanto sea posible las innovaciones. Se ha dicho mil veces que la autoridad quiere siempre extender sus límites, y el pueblo quejarse de continuo; que no es necesario ceder a todas las representaciones, ni tampoco negarlas; que es preciso que la autoridad y la libertad tengan un freno; que se debe balancear con equidad; pero ¿en dónde está el punto de apoyo? ¿Quién lo fijará? Esto sería el triunfo de la razón y de la imparcialidad.
LI Esperaba ver en el Espíritu de las leyes cómo las decretales cambiaron toda la jurisprudencia del antiguo código romano, por qué leyes Carlomagno gobernó su imperio, y por medio de qué anarquía el gobierno feudal lo trastornó; por qué arte y por qué audacia Gregorio VII y sus sucesores destruyeron las leyes de los reinos y de los grandes feudos bajo el anillo del pescador; y por qué revueltas se ha conseguido destruir a la legislación papal. Yo esperaba ver el origen de los bailiajes que administraron la justicia casi por todas partes después de los otones, y la de los tribunales llamados parlamentos o audiencias, o bancos del rey o echiquiers; deseaba conocer la historia de las leyes bajo las cuales nuestros padres y sus hijos han vivido; los motivos que las establecieron, y por los que fueron descuidadas, destruidas y renovadas; buscaba el hilo en este laberinto: el hilo está roto casi en cada artículo. Me he engañado, he encontrado el talento del autor, que lo
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tiene en grado sumo, y apenas he visto el espíritu de las leyes. Salta más que anda, divierte más que ilustra, satiriza algunas veces mejor que lo que juzga, y hace desear que un genio tan hermoso hubiese tratado más de instruir que de hacerse admirar. Este libro defectuoso, esta obra, debe ser siempre estimada por los hombres, porque el autor ha dicho sinceramente lo que piensa, cuando la mayor parte de los escritores de su país, empezando por Bossuet, ha expresado por lo general lo que no piensa. Por todas partes recuerda a los hombres que ellos son libres; presenta a la naturaleza humana los títulos que ha perdido en la mayor parte de la tierra, combate la superstición e inspira la moral. ¿Será por medio de los libros que destruyen la superstición y que hacen amable la virtud como se conseguirá que los hombres sean mejores? Sí: si los jóvenes leen estos libros con atención, se preservarán de toda especie de fanatismo, y conocerán que la paz es el fruto de la tolerancia y el verdadero objeto de toda sociedad. La tolerancia es tan necesaria en la política como en la religión, sólo el orgullo es intolerante. Él revoluciona los espíritus, queriéndolos forzar a pensar como nosotros, y es el secreto origen de todas las divisiones. Los buenos modales, la circunspección, la indulgencia, aseguran la unión entre los amigos y en las familias, y harán el mismo efecto en un pequeño Estado que en una gran familia.
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HAY QUE TOMAR PARTIDO DIATRIBA SATÍRICA
Il faut prendre un parti, ou le principe d’action. Diatribe (1772). En la última corrección el autor cambió el título Il faut prendre un parti, ou le principe d’action por II faut prendre un parti, ou du principe d'action et de l'éternité des choses, par l'abbé de Tilladet.
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No se trata aquí de tomar partido entre Rusia y Turquía, porque estos dos Estados harán la paz tarde o temprano sin que yo me mezcle en este particular. No se trata tampoco de declararse a favor de una facción inglesa contraria a otra, porque bien pronto desaparecerán para dar lugar a nuevos partidos. Tampoco se trata de hacer una elección entre los cristianos griegos, armenios, eucaristas, jacobitas, papistas, luteranos, calvinistas, anglicanos, los primeros conocidos bajo el nombre de cuáqueros, los anabaptistas, los jansenistas, los molinistas, los pietistas y tantas otras sectas. Yo quiero vivir en paz con todos estos señores y cuando los encuentre jamás disputaré con ellos, porque sé que no encontraré ni siquiera uno que teniendo que dividir un escudo no sepa hacer su cuenta perfectamente, sin consentir en perder ni un céntimo por la salvación de mi alma ni por la de la suya. No seré partidario de los antiguos parlamentos de Francia ni de los modernos, porque de aquí a unos años no se hablará ni de unos ni de otros. Ni entre naciones antiguas y modernas, porque éste es un pleito interminable. Ni entre jansenistas y molinistas, porque no existen ya, y puede verse que han quedado inútiles cinco o seis mil volúmenes, al igual que las obras de Saint Ephrem. Ni entre óperas bufas francesas o italianas, porque esto es una cosa de puro capricho.
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Aquí no se trata sino de una pequeña bagatela, de saber si hay o no hay Dios; esto es lo que me propongo examinar seriamente y de muy buena fe, porque esto me interesa, y a todos por igual.
I Del principio del movimiento Todo está en movimiento, todo está en acción y reacción en la naturaleza. Nuestro sol gira sobre sí mismo, y los otros soles tienen un movimiento semejante; mientras que a su alrededor una multitud innumerable de planetas recorre velozmente sus órbitas, y mientras la sangre circula más de veinte veces por hora en los cuerpos de los más viles animales. Una paja conducida por la fuerza del viento gravita naturalmente hacia el centro de la tierra, como la tierra tiene igual tendencia hacia el sol, y el sol hacia la tierra. Por estas mismas leyes está establecido el eterno flujo y reflujo del mar. Por ellas los vapores que se forman en nuestra atmósfera se escapan continuamente de la tierra y caen después como rocío, lluvia, granizo, nieve o en rayos. Todo está en movimiento; la muerte misma está en una perpetua acción. Los cadáveres se descomponen, se transforman en vegetales, sustentan a los vivos quienes a su vez sirven para mantener a otros seres vivos. ¿Cuál es, pues, el principio de este movimiento universal? Es necesario que el principio sea único: la uniformidad constante en las leyes que rigen la marcha de los cuerpos celestes, la que se nota en los movimientos de nuestro globo, en cada especie, en cada género de animal, de vegetal y de mineral, indican un
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solo motor. Si hubiera dos, estos movimientos serían diversos, o contrarios, o semejantes; si fueran diversos, nada estaría en correspondencia; si fueran contrarios todo se destruiría; y si fueran semejantes el resultado sería como si hubiera un solo motor: esto sería un empleo doble. Yo me he afirmado en la idea de que no puede existir sino un solo motor, en la medida en que he dirigido la atención a las leyes constantes y uniformes de la naturaleza. La gravitación se encuentra en todos los globos y los hace dirigirse los unos hacia los otros, en razón directa no de sus superficies, lo que podría ser el efecto de la impulsión de un fluido, sino en razón de sus masas. El cuadrado de revolución de todo planeta es como el cubo de su distancia del sol, y esto prueba, de paso, lo que adivinó Platón, yo no sé cómo, de que el mundo era la obra de un geómetra eterno. Los rayos de luz tienen sus reflexiones y sus refracciones en toda la extensión del universo. Las verdades matemáticas son las mismas en la estrella Sirio que en nuestro pequeño gabinete. Si dirijo mi vista sobre el reino animal, todos los cuadrúpedos y los animales de dos patas que no tienen alas perpetúan su especie de la misma manera; todas sus hembras son vivíparas. Todos los pájaros ponen huevos. En todas las especies, cada una se multiplica y se sustenta de manera uniforme. Cada género de vegetal tiene el mismo trasfondo de propiedades. Seguramente la encina y el avellano no han convenido para nacer y crecer de un modo semejante; así como Marte y Saturno no se han puesto de acuer-
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do para observar las mismas leyes. Luego, existe una inteligencia única, universal y poderosa, que obra siempre de acuerdo a leyes invariables. Nadie duda de que una esfera armilar, los paisajes, los animales dibujados, las anatomías en cera colorada, no sean obra de hábiles artífices. ¿Podrá ser, pues, que las copias estén formadas por un ser inteligente, y que los originales no deriven de otro ser inteligente? Esta sola idea me parece la más fuerte demostración, y no concibo cómo puede combatirse.
II Del principio del movimiento necesario y eterno Este único motor es muy poderoso, puesto que dirige una máquina tan vasta y tan complicada. Es muy inteligente, ya que el menor resorte de esta máquina no puede ser reemplazado por nosotros, que somos inteligentes. Es necesario, porque sin él la máquina no existiría. Es eterno, porque no puede ser producto de la nada; de ésta no es posible que resulte ninguna producción. Desde el momento en que se pruebe la existencia de alguna cosa, está demostrado que esa cosa es de toda eternidad. Tal ha sido en nuestros días el progreso del espíritu humano, a pesar de los esfuerzos que han hecho para embrutecernos nuestros maestros de ignorancia, durante muchos siglos.
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III ¿Cuál es este principio? No puedo demostrar la existencia de un principio de movimiento, del primer motor, del Ser Supremo, por síntesis, como lo hace el doctor Clarke. Si este método perteneciese al hombre, Clarke sería digno quizá de emplearlo, pero el análisis me parece hecho a la medida de nuestra débil comprensión. Sólo esforzándome en remontar lentamente el río de la eternidad puedo intentar alcanzar su origen. Habiendo pues conocido por el movimiento que existe un motor; estando probado por la acción que hay un principio de acción, busco ahora lo que es este principio universal. La primera cosa que veo con dolor secreto, pero con eterna resignación, es que siendo yo una parte imperceptible del gran todo; siendo, como dice Timeo, un punto entre dos eternidades, me será imposible comprender este gran todo y su señor, que me absorben por completo. Sin embargo, me alienta un poco ver que me ha sido permitido medir la distancia de los astros, su curso y las leyes que los retienen en sus órbitas. Entonces me digo a mí mismo: Puede ser que sirviéndome con buena fe de mi razón, encuentre algún resquicio de verosimilitud que me clarifique en la profunda noche de la naturaleza. Si este pequeño crepúsculo no se me aparece, me consolaré sabiendo que mi ignorancia es invencible, que los conocimientos que no están a mi alcance me son enteramente inútiles, y que el Ser Supremo no me castigará por haber querido conocerlo y no haberlo conseguido.
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IV ¿Dónde está el primer principio? ¿Es infinito? No veo en absoluto el primer principio motor e inteligente en un animal llamado hombre, cuando éste me demuestra una proposición de geometría, o cuando levanta un peso. Sin embargo, estoy obligado a juzgar, a pesar de la inferioridad que me presenta, que hay en él un principio. No puedo descubrir si este principio está en su corazón, o en su cabeza, o en su sangre, o en su cuerpo. De la misma manera que adivino un principio en la naturaleza, he advertido que debe ser eterno; ¿pero dónde está? Si él anima todo lo que existe, está en todo lo que existe: esto me parece indudable. Él está en todos los seres, como está el movimiento en todos los cuerpos de los animales, si es posible servirse de esta miserable comparación. Pero si el principio que busco está en todo lo que existe, ¿puede estar en lo que no existe? ¿El universo es infinito? Lo concibo eterno porque este gran principio no puede haberse formado de la nada; que no viene nada de la nada es tan verdadero como dos y dos son cuatro; dado que se encuentra, como hemos visto, una contradicción absurda en decir: El ser que está continuamente en acción ha pasado una eternidad sin crear ninguna cosa. El ser necesario ha sido durante una eternidad un ser inútil. No veo ninguna razón por la cual este ser necesario sea infinito; su naturaleza me parece que se halla por todas partes en donde se encuentra la existencia, ¿pero cómo y por qué una existencia infinita? Newton ha demostrado el vacío, que sólo se había considerado una suposición hasta él. Si en la natura-
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leza hay vacío, el vacío puede estar separado de la naturaleza. ¿Qué necesidad hay de que los seres se extiendan al infinito? ¿Qué vendrá a ser el infinito en extensión? Dios está presente en todas partes, dice Clarke; sin duda, pero también hay muchas zonas en las cuales no hay nada. Estar presente en la nada me parece una contradicción del sentido y un absurdo. Yo estoy obligado a admitir una eternidad, pero no lo estoy a aceptar un infinito. En fin, ¿qué importa que el espacio sea un ser real o una simple aprehensión de mi entendimiento? ¿Qué importa que el ser necesario, inteligente, poderoso, eterno, creador de todos los seres, exista en este espacio imaginario o no exista en él? ¿Dejo por esto de ser una obra suya? ¿Dependo menos de su poder? Veo a este Señor del mundo con los ojos de mi inteligencia, pero no lo veo más allá del universo. Aún se disputa sobre si el espacio infinito es o no real. No quiero sentar mi dictamen sobre una cosa tan equívoca, sobre una opinión digna de los escolásticos; no quiero establecer el trono de Dios en los espacios imaginarios. Si se pueden comparar las pequeñas cosas que nos parecen grandes a lo que es efectivamente grande, imaginemos que un alguacil de Madrid quiere persuadir a un castellano, vecino suyo, de que el rey de España es el señor del mar que está al norte de las Californias, y de que cualquiera que lo dude es reo de lesa majestad. El castellano le responde: Yo ignoro absolutamente si hay un mar más allá de las Californias; poco me importa que este mar exista con tal de tener con qué vivir en Madrid, y no tengo necesidad de que se descubra este mar para ser fiel a mi rey en las orillas del Manzanares. Que él tenga o no navíos más allá de
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la bahía de Hudson, no por eso tiene menos poder para mandarme aquí; y reconozco mi dependencia en Madrid, porque sé que él es el señor de Madrid. Así es que nuestra dependencia del gran ser no viene de ningún modo de que esté presente fuera del mundo, y sí de que lo esté en el mundo. Perdone el Señor de la naturaleza por haber puesto como ejemplo a un hombre miserable para explicarme más claramente.
V Todas las obras del Ser Eterno son eternas El principio de la naturaleza es necesariamente eterno, siendo su esencia el obrar de continuo, porque, lo repito, si este principio no hubiera sido siempre el Dios creador, hubiera sido siempre el dios indolente, el dios de Epicuro, el dios que no es bueno para nada. Ésta es una verdad que me parece demostrada con todo rigor. El mundo, que es su obra, bajo cualquier forma que parezca es, pues, eterno como él, del mismo modo que la luz es tan antigua como el sol, el movimiento tan antiguo como la materia, los alimentos tan antiguos como los animales; sin lo cual el sol, la materia y los animales hubieran sido no solamente seres inútiles, sino seres contradictorios y quiméricos. En efecto, ¿qué puede imaginarse más contradictorio que un ser esencialmente activo que nada hubiera hecho durante una eternidad; un ser creador, que no hubiera formado cosa alguna, y no hubiera hecho sino algunos astros de pocos años a esta parte, sin que exista ninguna razón para haberlos for-
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mado más bien en un tiempo que en otro? El principio inteligente no puede hacer nada sin razón; ninguna cosa puede existir sin causa antecedente y necesaria. Esta causa antecedente y necesaria ha existido eternamente; luego, el universo es eterno. Aquí no hablamos sino filosóficamente, y no se merecen que los miremos a la cara aquellos que hablan por revelación.
VI El Ser Eterno, primer principio, lo ha arreglado todo según su voluntad Es muy claro que esta suprema inteligencia, necesaria y activa, tiene una voluntad, y que todo lo ha arreglado porque así lo ha querido. ¿Cómo sería posible obrar y formar todo sin quererlo hacer? Esto sería ser puramente una máquina, y esta máquina supondría otro primer principio, otro motor. Siempre será necesario ir a parar a un primer ser inteligente, sea el que fuere. Nosotros queremos, obramos o formamos varias máquinas cuando lo determinamos; el gran Demiurgo poderoso lo ha hecho todo, porque todo lo ha querido hacer. Aun Spinoza reconocía en la naturaleza un poder inteligente y necesario. Pero una inteligencia destituida de voluntad sería una cosa absurda, porque no serviría de nada. El gran Ser necesario ha querido todo lo que ha hecho. Acabo de decir que lo ha hecho todo necesariamente, porque si sus obras no fuesen necesarias serían inútiles; ¿pero esta necesidad le quitará la voluntad? No, sin duda. Quiero necesariamente ser dichoso, no dejo de querer esta dicha, al contrario,
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la quiero con tanta más fuerza, que la quiero invenciblemente. ¿Esta necesidad destruye al primer principio su libertad? De ningún modo; la libertad no puede ser otra cosa sino el poder de obrar el Ser Supremo, el que siendo todopoderoso, es el más libre de los seres. Véase, pues, al gran artífice de todas las cosas, reconocido necesario, inteligente, poderoso y libre.
VII Todos los seres, sin ninguna excepción, están sometidos a las leyes eternas ¿Cuáles son los efectos de este poder eterno, que reside esencialmente en la naturaleza? Yo no los veo sino de dos especies: insensibles y sensibles. La tierra, los mares, los planetas, los soles, parecen seres insensibles y destituidos de toda sensibilidad. Un caracol, que quiere, que tiene algunas percepciones y que siente el amor, parece que gozara en todo esto de una ventaja superior a toda la brillantez del sol que ilumina el espacio. Mas todos estos astros están sometidos a las leyes eternas e invariables. Ni el sol, ni el caracol, ni la ostra, ni el perro, ni el mono, ni el hombre, han podido brindarse a sí mismos cosa alguna de lo que poseen, y es evidente que todo lo han recibido. El hombre y el perro han nacido sin saber cómo, de una madre que los ha puesto en el mundo a pesar suyo; los dos se sustentan de la leche de sus madres sin saber lo que hacen; y esto sucede por un mecanismo harto delicado y complicado, del cual muy pocos hombres adquieren el conocimiento.
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Los dos, al cabo de algún tiempo, tienen ideas, memoria y voluntad; el perro muy temprano, el hombre más tarde. Si los animales no fuesen sino simples máquinas, esto sería una razón más para aquellos que creen que el hombre es también una máquina; pero no hay nadie que no confiese hoy que los animales tienen ideas, memoria, inteligencia, y que perfeccionan sus conocimientos; que un perro de caza aprende su oficio, y que una zorra vieja es mucho más hábil que una joven, etc. ¿De dónde les vienen todas estas facultades, sino de la causa primordial, eterna; del principio del movimiento, del gran Ser que anima a la naturaleza? ¿Puede el hombre tenerlas de otra causa? Sus facultades se desenvuelven mucho más tarde que las de los animales, y las tiene en un grado mucho más eminente. Él no tiene nada sino lo que le da el gran Ser. Sería una extraña contradicción, un singular absurdo decir que todos los astros, todos los elementos, todos los vegetales, todos los animales, obedecieran sin cesar e irresistiblemente a las leyes del gran Ser, y que sólo el hombre pudiera conducirse por sí mismo.
VIII El hombre está esencialmente sometido a las leyes eternas del primer principio Veamos, pues, a este animal hombre con los ojos de la razón que el gran Ser nos ha dado. ¿Cuál es la primera percepción que recibe? Es la del dolor; enseguida el placer del sustento; esto es
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toda nuestra vida: dolor y placer. ¿De dónde nos vienen estos dos resortes que nos hacen movernos hasta el último momento, sino de este primer principio de movimiento, de este gran Demiurgo? Ciertamente, no siendo nosotros los que nos procuramos el dolor, ¿cómo podríamos tampoco ser la causa del pequeño número de nuestros placeres? Hemos dicho antes que nos era imposible inventar un nuevo placer, es decir un nuevo sentido; digamos ahora que nos es igualmente imposible inventar un nuevo dolor. Los más abominables tiranos no han podido conseguirlo; los judíos, de quien el venerable Calmet ha hecho grabar los suplicios en su diccionario, no han podido hacer más que destrozar, mutilar, tirar, quemar, degollar, ahogar, precipitar y aplastar: todos sus tormentos están reducidos a éstos. Nosotros no podemos nada por nosotros mismos, ni en bien ni en mal; no somos sino los instrumentos ciegos de la naturaleza. Pero yo quiero pensar y pienso, dice vagamente la mayor parte de los hombres. Detengámonos; ¿cuál ha sido nuestra primera idea después de los sentimientos de dolor? La del pecho que hemos mamado; después el rostro de nuestra ama, después algunos débiles objetos e incluso algunas necesidades nos han causado impresiones. Hasta este estado, ¿no podrá decirse que el hombre es un autómata sensible, un animal desgraciado, sin conocimiento y sin poder, un rebusco de la naturaleza? ¿Qué es el hijo de un rey al salir de la matriz? Disgustaría a su mismo padre si éste no lo mirase como hijo suyo; una flor del campo que pisan nuestros pies es un objeto infinitamente superior.
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IX Del principio de acción de los seres sensibles Viene, en fin, un tiempo en que un número más o menos grande de percepciones recibidas en nuestra máquina, al parecer se presentan ante nuestra voluntad. Nosotros creemos entonces que formamos ideas. Esto es lo mismo que si se dijera, abriendo la llave de una fuente, que nosotros creemos haber hecho el agua que surge. ¡Nosotros crear ideas! ¡Qué miserables somos! Siendo evidente que no hemos tenido ninguna participación en las primeras, ¿imaginaremos ser los creadores de las segundas? Pesemos bien esta vanidad de formar ideas y veremos que es insolente y vana. Acordémonos de que nada existe en los objetos exteriores que tenga la menor analogía con una sensación, con una idea ni con un pensamiento. Hagamos fabricar un ojo, una oreja; este ojo no verá, la oreja no oirá; y lo mismo sucede con nuestro cuerpo viviente. El principio universal de acción lo hace todo en nosotros: él no nos ha diferenciado del resto de la naturaleza. Dos experiencias continuamente reiteradas durante el curso de nuestra vida, y de las cuales he hablado en otra parte, convencerán a todo hombre de que reflexione que nuestras ideas, nuestra voluntad y nuestras acciones no nos pertenecen. La primera es que nadie sabe ni puede saber la idea que se le presentará antes de un minuto, qué voluntad tendrá, qué palabra dirá ni qué movimiento hará su cuerpo. La segunda, que durante el sueño es muy claro que todo se hace sin que tengamos la menor parte;
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confesemos que mientras dormimos somos puros autómatas sobre los cuales un poder invisible obra con una fuerza real tan poderosa como incomprensible. Este poder llena nuestra cabeza de ideas, nos inspira deseos, pasiones, voluntades y reflexiones, pone en movimiento a todos los miembros de nuestro cuerpo, y aun ha sucedido algunas veces que una madre ha ahogado efectivamente en sueños a su hijo recién nacido que dormía a su lado; y que un amigo ha matado a otro. Algunos disfrutan realmente de una mujer que no conocen; ¡cuántos músicos han compuesto fragmentos de música, cuántos predicadores han arreglado sus sermones! Si nuestra vida estuviese exactamente compartida entre la vigilia y el sueño, aunque por lo común no empleamos en dormir sino una tercera parte de nuestra miserable existencia, y si durante este tiempo soñásemos de continuo, creo que entonces quedaría demostrado que la mitad de nuestra vida no depende de nosotros. Pero considerando que de las veinticuatro horas del día nos pasamos ocho durmiendo, es evidente que el tercio de nuestros días no nos pertenece en modo alguno. Añadamos a esto el tiempo de la infancia, y todo el que se emplea en las funciones puramente animales, y veremos lo que resta: nos admiraremos de tener que confesar que la mitad de la vida, a lo menos, no nos pertenece en absoluto. Concibamos, pues, ahora, qué inconsecuencia sería que la mitad de la vida dependiese de nosotros y que la otra mitad no tenga la misma dependencia. Concluyamos, pues, en que el principio universal del movimiento es el que lo hace todo en nosotros. Un jansenista me detiene, y me dice: Eres un plagiario, has sacado vuestra doctrina del famoso libro de La Acción de Dios sobre las criaturas, o sea la premoción
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física, por nuestro gran patriarca Boursier, de quien hemos dicho que había empapado su pluma en el tintero de la Divinidad. No, amigo mío, jamás he tomado cosa alguna de los jansenistas, ni de los molinistas, sino una fuerte aversión a sus cábalas y un poco de indiferencia por sus opiniones. Boursier, tomando a Dios por su corneta, sabe precisamente de qué naturaleza era el sueño de Adán cuando Dios le arrancó una costilla para formar de ella a la mujer; de qué especie era su concupiscencia, su gracia habitual, su gracia actual; sabe, con San Agustín, que en el paraíso terrenal se hubieran hecho hijos sin voluptuosidad, sin gusto del placer carnal, del mismo modo que uno siembra su campo; está convencido de que Adán no ha pecado en el paraíso sino por distracción. Yo no sé nada de todas estas cosas, y me contento con admirar a aquellos que poseen una tan bella y profunda ciencia.
X Del principio de acción llamado alma Se ha imaginado, después de muchos siglos, que teníamos un alma que obraba por sí misma; y esta idea se ha hecho tan familiar que se ha considerado esta alma como una cosa real. Por todas partes se ha gritado ¡el alma, el alma!, sin tener la más ligera noción de lo que se pronunciaba. Tan pronto se ha querido decir la vida; tan pronto era un pequeño simulacro que se nos asemejaba y que iba después de nuestra muerte a beber las aguas del Aqueronte; era una armonía, una perfección. En fin, se la ha mirado como un pequeño ser que no tiene cuerpo, un soplo que no es aire; y de esta pala-
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bra soplo, que quiere decir espíritu en más de una lengua, se ha hecho un no sé qué, que no es absolutamente cosa alguna. ¿Pero quién no ve que se pronunciaba esta palabra alma vagamente, y sin entender, como se pronuncia hoy día; y quién no ve cómo se prefieren las palabras movimiento, imaginación, memoria, deseo, voluntad? No hay ser real que se llame voluntad, deseo, imaginación, entendimiento; pero el ser real llamado hombre comprende, imagina, se acuerda, desea, quiere y se mueve. Éstas son voces abstractas inventadas para facilitar el discurso. Yo corro, duermo, me despierto, pero no hay ningún ser físico que sea carrera, sueño o vigilia; tampoco son seres la vista, el oído, el tacto, el olfato ni el gusto; pero yo veo, oigo, toco, huelo y degusto. ¿Y cómo hago todo esto? Porque el gran Ser ha dispuesto todas las cosas; porque el principio de acción, la causa universal, en una palabra, Dios, nos da todas estas facultades. Prestemos atención: en el caracol se encontrarán otras razones para suponer que tiene un ser secreto, llamado alma libre, como se encuentra en el hombre. El caracol tiene una voluntad, deseos, gustos, sensaciones, ideas y memoria; quiere ir hacia el objeto que lo sustenta, hacia el que causa su amor; se acuerda, tiene la idea, va hacia ese objeto tan aprisa como le es posible, conoce el placer y el dolor. Sin embargo, nosotros no recibimos con admiración que se nos diga que este animal no tiene alma espiritual, ni que se nos diga que Dios le ha hecho estos dones sólo por un corto tiempo, y que aquel que hace mover los astros hace mover los insectos. Pero cuando se trata de un hombre cambiamos de dictamen: este pobre animal nos parece tan digno de nuestros respetos;
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quiero decir, somos tan orgullosos que nos atrevemos a poner en su miserable cuerpo alguna cosa que se parezca a la naturaleza de Dios; y, sin embargo, por la perversidad de nuestros pensamientos, nos parece algunas veces sumamente diabólico el atribuirle alguna cosa de sabio y de loco, de bueno y execrable, de celeste y de infernal, de invisible y de visible, de inmortal y de mortal, de incomprensible y de comprensible; y nos hemos acostumbrado a admitir esta idea del mismo modo que tenemos la costumbre de decir movimiento, aunque no exista ningún ser que sea movimiento, y de preferir el uso de las palabras abstractas, aunque no existan seres abstractos.
XI Examen del principio de acción llamado alma No obstante todo esto, hay en el hombre un principio de acción, y lo hay por todas partes ¿pero este principio puede ser otra cosa que un resorte, un primer móvil secreto que se desarrolla por la voluntad siempre en acción del primer principio tan poderoso como secreto, tan evidente como invisible, el que nosotros hemos reconocido como la causa esencial de toda la naturaleza? Si creamos el movimiento, si creamos las ideas, porque así lo queremos, nosotros somos Dios en aquel momento, porque tenemos los atributos de Dios: voluntad, poder, creación; veamos, pues, el absurdo en que caemos haciéndonos Dios. Es necesario escoger entre estos dos partidos: o ser Dios cuando gustemos, o depender continuamente de Dios; el primero es extravagante, sólo el segundo es razonable.
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Si hubiese en nuestro cuerpo un pequeño dios llamado alma libre, que a menudo es un pequeño diablo, sería necesario o que este pequeño dios hubiese sido creado desde toda la eternidad, o que lo fuese en el momento de la concepción, o mientras somos un embrión, o al momento de nacer, o cuando comenzamos a sentir; todos estos partidos son igualmente ridículos. Un pequeño dios subalterno, inútilmente existente durante una eternidad pasada para descender dentro de un cuerpo que muere muchas veces al tiempo de nacer, es el colmo de la contradicción y de la impertinencia. Si este pequeño dios alma está creado en el momento en que nuestro padre arroja el dardo en la matriz de nuestra madre, veremos al Señor de la naturaleza, al Ser de los seres, ocupado continuamente en espiar todas las citas, siempre atento al momento en que el hombre se complace con una mujer, y aprovechándolo para enviar rápidamente un alma sensible y pensante a un calabozo entre el intestino recto y la vejiga. ¡Veremos un pequeño dios graciosamente alojado! Cuando una mujer ha dado a luz a una criatura muerta, ¿qué se hace este dios alma, que estaba encerrado entre los excrementos infectos y la orina; adónde vuelve? Las mismas dificultades, las mismas inconsecuencias, los mismos absurdos ridículos subsisten en todos los demás casos. La idea de un alma, según el vulgo la concibe comunmente sin reflexión, es seguramente lo que se ha imaginado más necio y más insensato. Cuánto más razonable, más discreto, más respetuoso para el Ser Supremo, más conveniente a nuestra naturaleza, y por consiguiente cuánto más verdadero sería decirle:
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“Nosotros somos máquinas producidas en todo momento, unas después de las otras, por el eterno geómetra; máquinas hechas del mismo modo que todos los otros animales, teniendo los mismos órganos, las mismas necesidades, los mismos placeres, los mismos dolores; muy superiores a todos ellos en muchas cosas e inferiores en otras; habiendo recibido del gran Ser un principio de acción que no podemos conocer, recibiéndolo todo, no dándosenos cosa alguna, ¡y mil millones de veces más sumisos a él que la arcilla al alfarero que la trabaja!”.
XII Si el principio de acción en los animales es libre El hombre y todo animal tienen un principio de acción, como sucede con todas las máquinas; y este primer móvil, este primer resorte, es esencialmente necesario y está eternamente dispuesto por el Señor; sin esto todo sería un caos y no existiría el mundo. Todo animal, al igual que toda máquina, obedece irrevocablemente a la impulsión que lo dirige; esto es evidente y bastante conocido. Todo animal está dotado de una voluntad, y es necesario ser loco para creer que un perro que sigue a su amo no tiene la voluntad de seguirlo: marcha a su lado voluntariamente. ¿Marcha libremente? Sí, si no se lo impide alguna cosa; es decir, puede seguir a su amo, quiere seguirlo, y lo sigue; no está en su voluntad la libertad de seguir, pero sí en la facultad de andar que se le ha dado. Un ruiseñor quiere hacer su nido, y lo construye cuando ha encontrado el musgo: ha tenido la libertad de arreglar esta cuna del mismo modo que ha tenido la de cantar cuando tuviera gana y no
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estuviese resfriado. ¿Pero ha tenido la libertad de tener esta gana, ha querido querer hacer su nido? ¿Ha tenido aquella absoluta libertad de indiferencia que según los teólogos consiste en decir: Yo quiero y no quiero hacer mi nido, esto me es absolutamente indiferente: pero quiero querer hacer mi nido únicamente, por quererlo y sin estar determinado por cosa alguna, y sólo para probar que soy libre? Vamos a ver si el hombre puede ser libre en otro sentido.
XIII De la libertad del hombre y del destino Una bola que empuja a otra, un perro de caza que corre necesaria y voluntariamente detrás de un ciervo, que salta un gran foso con igual necesidad que voluntad; la cierva que produce otra cierva, la cual dará otra al mundo, todo esto no está más visiblemente determinado que nosotros lo estamos a todo lo que hacemos: pensemos, pues, siempre, cuán inconsecuente, ridículo y absurdo sería que una parte de las cosas estuviese arreglada y la otra no. Todo acontecimiento presente resulta del pasado y es origen del futuro, sin lo cual este universo sería absolutamente otro universo, como lo dice Leibnitz, que sobre esto ha adivinado con más exactitud que en su armonía preestablecida. La cadena eterna no puede romperse ni enredarse. El gran Ser que la sujeta necesariamente, no puede dejarla abandonada a la incertidumbre ni cambiarla, porque entonces no sería ya el Ser necesario, el Ser inmutable, el Ser de los seres: sería entonces débil, inconstante, caprichoso, y desmentiría su naturaleza.
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Un destino inevitable es, pues, la ley de toda la naturaleza, y esto es lo que ha sabido toda la Antigüedad. El temor de quitar al hombre no sé qué falsa libertad, de despojar a la virtud de su mérito y al crimen de su horror, ha espantado a las almas tiernas; pero luego de que han sido ilustradas han aceptado esta gran verdad: que todo está encadenado y que todo es necesario. El hombre es libre, lo repito, cuando puede lo que quiere; pero no es libre de querer, y es imposible que quiera sin causa. La nube que dijese al viento: No quiero que me empujes, no sería más absurda. Esta verdad jamás puede dañar la moral: el vicio es siempre vicio, como la enfermedad es siempre enfermedad. Siempre será necesario reprimir a los malvados, porque ellos están determinados para el mal, y se les responderá que están predestinados al castigo. Vamos a aclarar todas estas verdades.
XIV Ridículo de la pretendida libertad, llamada libertad de indiferencia ¡Qué admirable espectáculo el de los destinos eternos de todos los seres encadenados al trono del creador de todos los mundos! Supongo por un momento que esto no es así, y que esta libertad quimérica vuelve inciertos a todos los acontecimientos; supongo que una de estas sustancias intermedias entre nosotros y el gran Ser (porque puede haberlas por millares) viene a consultar a este Ser eterno acerca del destino de alguna de las esferas enormes colocadas a tan prodigiosa distancia de nosotros. El soberano de la natu-
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raleza está entonces reducido a responderle: “Yo no soy soberano, no soy el gran Ser necesario; cada pequeño embrión es dueño de trazar su destino; todo el mundo es libre de querer, sin otra causa que su voluntad. El porvenir es incierto, todo depende del capricho; yo no puedo prever cosa alguna; este gran todo que ustedes han creído tan regular, no es sino una vasta anarquía, donde todo se hace sin causa ni razón; yo me guardaré bien, de decirles: Tal cosa le sucederá, porque entonces la gente maligna, de la que están llenos los planetas, haría lo contrario de lo que yo predijera, aunque no fuese más que por hacerme quedar mal. Siempre hay atrevimiento para estar celoso de su señor cuando éste no tiene un poder absoluto que les quite hasta la acción de poder tener celos: da un placer enorme hacerlo caer en el lazo. No soy sino un débil ignorante; diríjanse, pues, a alguien más poderoso y más hábil que yo”. Este apólogo quizá sea más fuerte que ningún otro argumento para hacer entrar en razón a los partidarios de esta libertad de indiferencia, si es que aún los hay, y a aquellos que se ocupan en las aulas de conciliar la presciencia con la libertad; al igual que a los que hablan todavía en la universidad de Salamanca o en la de Bedlam de la gracia medicinal y de la gracia concomitante.
XV Del mal y, en primer lugar, de la destrucción de las bestias Nosotros nunca hemos podido tener idea del bien y del mal sino en relación a nosotros mismos. Los
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sufrimientos de un animal nos parecen males, porque, siendo animados como ellos, juzgamos que nosotros seríamos muy dignos de lástima si padeciésemos otro tanto. También tendríamos compasión de un árbol si nos dijera que ha experimentado tormentos al tiempo de ser talado; y lo mismo de una piedra, si creyéramos que padeció cuando se la partió; pero sentiríamos los males del árbol y de la piedra de manera muy inferior a los de un animal, porque se nos parecen menos. Nosotros dejamos muy pronto de conmovernos por el espantoso destino de las bestias que se sirven en nuestra mesa. Los niños que lloran la muerte del primer pollo que ven matar, ríen cuando presencian la del segundo. En fin, es muy cierto que la terrible carnicería establecida sin cesar en nuestros mataderos y en las cocinas nos parece un beneficio. Miramos este horror, muy a menudo pestilente, como una bendición del Señor; y hasta existen oraciones en las que se le dan gracias por estas mortandades. A pesar de esto ¿no parece abominable sustentarse continuamente de cadáveres? No solamente pasamos nuestra vida matando y devorando lo que hemos matado, sino que todos los animales se comen unos a otros, y están inclinados a hacerlo por una predisposición invencible. Desde los más pequeños insectos hasta el rinoceronte y el elefante, la tierra no presenta sino un vasto campo de batalla, de asechanzas, de carnicería y de destrucción: no hay animal que no tenga su presa y que para conseguirla no emplee el equivalente de la astucia y la rabia, con lo cual la execrable araña devora a la inocente mosca. Un rebaño de carneros se traga en el término de una hora, mientras pace, más insectos que hombres existen en la tierra.
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Lo que es aún más cruel, es que en esta horrible escena de muertes continuamente renovadas se hace evidente un designio de perpetuar a todas las especies por medio de los cadáveres sangrantes de sus mutuos enemigos. Estas víctimas no expiran hasta que la naturaleza se ha cuidado de que no falten otras nuevas: todo renace por medio de la muerte. Sin embargo, no veo entre nosotros a ningún moralista, a ningún locuaz predicador ni a ningún hipócrita que hayan hecho la menor reflexión sobre esta costumbre espantosa, que ya no es natural. Es necesario remontarse hasta el piadoso Porphiro y los compasivos pitagóricos para encontrar alguno que se avergüence de nuestra sangrienta glotonería, o bien es necesario viajar al país de los brahmanes; pues por lo que respecta a aquellos de nuestros frailes a quienes el capricho de los fundadores hizo renunciar a las carnes, no son menos devoradores de lenguados y de rodaballos que lo serían de codornices y perdices; y ni entre los frailes, ni en el Concilio de Trento, ni en nuestros cabildos eclesiásticos ni en nuestros colegios se ha planteado denominar como un mal a esta carnicería universal. Los concilios y los bodegones han tenido sobre esto total indiferencia. El gran Ser está, pues, justificado por esta carnicería, o bien nos tiene de cómplices.
XVI Del mal en el animal llamado hombre Está dicho lo que corresponde a las bestias; vamos ahora a lo que pertenece al hombre. Si no es un mal que el único ser sobre la tierra que conoce a Dios a través de sus pensamientos sea por esos mismos
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pensamientos desgraciado: si no es un mal que el adorador de la Divinidad sea casi siempre injusto, que conozca la virtud y practique el vicio; que continuamente sea engañado y engañador, víctima y verdugo de sus semejantes, etc., etc.; si todo esto no es un mal espantoso, yo no sé dónde se hallará el mal. Los hombres y las bestias sufren, casi sin cesar. Los hombres aún más, ya que no solamente el don de pensar es a menudo un tormento, sino que esta facultad los hace siempre temer a la muerte, cosa que las bestias no prevén. El hombre es un ser miserable; durante su corta vida tiene algunas horas de tranquilidad, algunos minutos de satisfacción, y una larga serie de días de dolor. Todo el mundo lo confiesa, todo el mundo lo dice, y es una verdad. Aquellos que han manifestado que todo está bien son charlatanes. Shaftesbury, que arregló su cuento a la moda, era un hombre muy desgraciado. Yo he visto a Bolingbroke roído de penas y de rabia; y Pope, que se empeñó en poner en verso esta mala broma, era uno de los hombres más dignos de lástima que se hayan conocido: contrahecho, de humor cambiante, siempre cuidadoso de su persona y perseguido por cientos de enemigos hasta su última hora. Que me muestren al menos a algunos dichosos que me digan: Todo está bien. Si se entiende por todo está bien que la cabeza del hombre está bien colocada sobre sus hombros, que sus ojos están mucho mejor a los lados de la nariz que detrás de las orejas, que su intestino recto está mejor puesto en el paraje que tiene destinado que cerca de la boca, enhorabuena. Todo está bien en este sentido: las leyes físicas y matemáticas están muy bien observadas en su estructura. El que hubiese visto en su juventud a la hermosa Ana Bolena, y a María
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Estuardo, aún más hermosa, hubiera dicho: Ven una cosa buena; ¿pero hubiera dicho lo mismo viéndolas morir bajo la mano del verdugo? ¿Lo hubiera dicho viendo perecer de igual suplicio, en medio de la capital, al nieto de la hermosa María Estuardo? ¿Lo hubiera dicho viendo al biznieto, más desgraciado aún porque vivió más tiempo, etc., etc.? Échese una mirada sobre el género humano, tan solo desde las proscripciones de Sila hasta las crueldades de Irlanda. Véanse esos campos de batalla donde los imbéciles han tendido sobre la tierra a otros como ellos, por medio de una experiencia física que en otros tiempos hizo un monje. Repárese en los brazos, las piernas, los sesos y todos los miembros esparcidos y ensangrentados: pues esto es el resultado de una querella entre dos ministros ignorantes, quienes no hubieran podido mencionar una sola palabra de Newton, de Locke y de Halley; o bien es la consecuencia de otra querella ridícula entre dos mujeres muy soberbias. Entren ustedes en el hospital vecino, donde han amontonado a aquellos que aún no están muertos: allí se les arranca la vida por medio de nuevos tormentos, y los empresarios hacen una gran fortuna, llevando un registro de estos desgraciados que se disecan mientras subsisten vivos, a tanto por día, con el pretexto de curarlos. Véase otra especie de gente disfrazada como comediantes ganar algún dinero cantando en un idioma extranjero una canción muy tosca y ordinaria, dando gracias al padre de la naturaleza por este excelente ultraje que se le ha hecho, decir después tranquilamente: Todo está bien. Profieran ustedes esta palabra, si les gusta, posando la vista en Alejandro VI y en Julio II; pronúncienla sobre las ruinas de
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cien ciudades sepultadas por los terremotos y en medio de doce millones de americanos asesinados de doce millones de maneras, para castigarlos por no haber entendido una bula del papa escrita en latín, y que los frailes les habían leído. Exclámenla a la vista de la terrible mortandad del 24 de Augusto o 24 de Agosto de 1772, día que hace temblar la pluma que tengo en la mano, día del aniversario de la Matanza de San Bartolomé. Pasen desde estos innumerables teatros de carnicería, de estos innumerables receptáculos de dolor que cubren la tierra, al sinfín de enfermedades que devoran lentamente a tantos desgraciados durante toda su vida; contemplen, en fin, la equivocación espantosa de la naturaleza que emponzoña al género humano en su origen, y que une el más abominable de los azotes al placer más necesario. Vean a este rey tan despreciado, Enrique III, y a este jefe de partido tan mediocre, Mayenne, atacados los dos por mal venéreo mientras hacían la guerra civil, y al insolente descendiente de un mercader de Florencia, Gondi; este Retz, este sacerdote, este arzobispo de París, predicando con un puñal en una mano y un crucifijo en la otra, y hallándose atacado también del mal venéreo. Para acabar este cuadro tan cierto y tan funesto, colóquense ustedes en medio de las inundaciones y los volcanes que tantas veces han transformado a diferentes partes del globo; colóquense en medio de la lepra y la peste que lo han devastado. Ustedes que leen esto, acuérdense de todas sus penas; confiesen que el mal existe y no añadan a tantas miserias y horrores el absurdo furor de negarlos.
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XVII De las fábulas inventadas para adivinar el origen del mal De cien pueblos que han buscado el origen del mal físico y del mal moral, los indios han sido los primeros de quienes hemos conocido una imaginación fabulosa. Es sublime, si la palabra sublime quiere decir elevada, porque el mal, según los antiguos brahmanes, tiene su origen en una querella acontecida en otros tiempos en lo más alto de los cielos entre los ángeles buenos y los ángeles envidiosos. Los rebeldes fueron precipitados desde el cielo a la Ondera por miles de siglos; pero el gran Ser, al cabo de algunos miles de años, los hizo hombres y trajeron a la tierra el mal que ellos habían hecho nacer en el empíreo. Nosotros hemos puesto esta fábula en otra parte: ella es el origen de todas las demás. Fue imitada con talento por las naciones ingeniosas y con grosería por las bárbaras. Nada es más fino y más agradable, en efecto, que el cuento de Pandora y su caja. Si Hesíodo ha tenido el mérito de inventar esta alegoría, yo lo tengo por muy superior a Homero, como lo es éste comparado con Lycoprhon. Esta caja de Pandora, conteniendo todos los males que han salido de ella, parece que encierra también todos los encantos de las ilusiones más admirables y delicadas. Nada es más encantador que este origen de nuestros trabajos; pero hay alguna cosa más estimable aún en la historia de esta Pandora: hay un mérito extremadamente singular del cual me parece que nunca se ha hablado, y es que jamás se ha ordenado creerla.
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XVIII De estas mismas fábulas, imitadas por algunas naciones bárbaras En Caldea y Siria, los bárbaros tuvieron también sus fábulas sobre el origen del mal. En una de las naciones vecinas del Éufrates, una culebra que encontró a un asno cargado y sediento, le preguntó qué llevaba. “Es la receta de la inmortalidad”, respondió el asno. “Dios se la ha dado al hombre que la ha cargado sobre mi lomo, él viene detrás de mí, y aún está lejos porque no tiene sino dos piernas; yo muero de sed, enséñame, te lo suplico, un arroyuelo”. La culebra condujo al asno a beber, y mientras éste apagaba su sed, le robó la receta; de aquí vino que la culebra fuera inmortal, y que el hombre quedara sujeto a la muerte y a todos los dolores que la preceden. La culebra es tenida por inmortal en todos los pueblos, porque muda su piel. ¿Por qué esta creencia? Porque si cambia de piel, es sin duda para rejuvenecer. Ya he hablado en otra parte de esta teología de culebras; pero es bueno ponerla a la vista del lector, para hacerle ver lo que era aquella venerable Antigüedad en la que las culebras y los asnos gozaban de tan alto rango. En Siria se tomaba con más fuerza; se contaba que el hombre y la mujer, habiendo sido criados en el cielo, tuvieron un día ganas de comer una galleta; que después de este desayuno se vieron obligados a desembarazar el vientre, y que suplicaron a un ángel que les indicase hacia dónde podían dirigirse: el ángel les enseñó la tierra; fueron a ella, y Dios, para castigarlos por su glotonería, los dejó allí. Dejémos-
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los estar como a su desayuno, su asno y su culebra. Este conjunto de inconcebibles fatuidades venidas de Siria no merecen detenernos un momento. Las detestables fábulas de un pueblo oscuro deben ser desterradas de un objeto serio. Pasemos desde estas vergonzosas inepcias a la gran palabra de Epicuro, que desde hace tan largo tiempo alarma a la tierra entera, y a la cual no se puede responder sino gimiendo. O Dios ha querido impedir el mal, y no ha podido; o ha podido, y no ha querido, etc. Mil bachilleres, mil licenciados han arrojado las flechas de la escuela contra esta roca permanente, y bajo su abrigo se han refugiado todos los ateos; allí es donde se ven bachilleres y licenciados; pero al fin es necesario que los ateos convengan que hay en la naturaleza un principio que está siempre en acción, inteligente, necesario, eterno, y que de este principio resulta lo que nosotros llamamos el bien y el mal. Examinemos la causa con los ateos.
XIX Discurso de un ateo sobre todo esto Un ateo me dice: “Confieso que está demostrado que existe un principio eterno y necesario; pero considerando que es necesario, concluyo que todo lo que deriva de este principio es también necesario; debes convenir en esto; y puesto que todo es necesario, el mal y el bien son inevitables. La gran rueda de la máquina que gira sin cesar destruye todo lo que encuentra: yo no tengo necesidad de un ser inteligente que no puede nada por sí mismo, y que es el esclavo de su destino como yo del mío; si él existiese, yo tendría muchas reconvenciones que hacerle, y estaría
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obligado a llamarlo débil o malo. Quiero más bien negar su existencia que injuriarlo; acabemos como mejor podamos esta vida miserable, sin recurrir a un ser fantástico que nadie ha visto y a quien le importaría muy poco, si existe, ser o no creído por nosotros. Lo que digo no puede incomodarle: entre él y yo no hay ninguna relación, ningún interés. O este ser no existe, o me es absolutamente desconocido. Hagamos, pues, como hacen, de cada mil mortales, novecientos noventa y nueve: siembran, plantan, trabajan, engendran, comen, beben, duermen, sufren y mueren, sin hablar de metafísica y sin saber si la hay”.
XX Discurso de un maniqueo Un maniqueo, habiendo oído a este ateo le dijo: “Te engañas. No solamente existe un Dios, sino que necesariamente debe de haber dos. Se nos ha demostrado que todo está arreglado con inteligencia, en la naturaleza existe un poder inteligente, pero es imposible que este poder inteligente que ha hecho el bien, haga también el mal: es necesario que el mal tenga su dios. El primer Zoroastro anunció esta gran verdad hace cerca de doce mil años, y otros dos zoroastros han venido después a confirmarla. Los persas han seguido siempre esta admirable doctrina y aún la conservan. Yo no sé qué miserable pueblo, llamado judío, siendo en otro tiempo esclavo en nuestro país, aprendió un poco de esta ciencia, con el nombre de Satanás y de Knatbul. En fin, reconoció a Dios y al diablo; y el diablo mismo fue tan poderoso, en el sentir de este pobre y pequeño pueblo, que un día, habiendo Dios bajado a su país, el diablo lo
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condujo sobre una montaña. Reconoce, pues, dos dioses: el mundo es bastante grande para contenerlos y para suministrarles en qué ocuparse”.
XXI Discurso de un pagano Entonces se levantó un pagano y dijo: “Si es necesario reconocer dos dioses, no veo inconveniente en adorar hasta mil. Los griegos y los romanos, que valían más que nosotros, eran politeístas. Será necesario que se vuelva algún día a esta doctrina admirable que puebla el universo de genios y divinidades; es indudablemente el único sistema que da cuenta de todo y en el que no hay contradicciones. Si tu mujer te es infiel, es Venus quien lo ha causado; si te roban, lo atribuyes a Mercurio; si pierdes un brazo o una pierna en una batalla, es Marte quien así lo ha ordenado; esto es lo que corresponde al mal. En lo que respecta al bien, no solamente Apolo, Ceres, Pomona, Baco y Flora te colman de presentes, sino que en las ocasiones necesarias aquel mismo Marte puede aniquilar a tus enemigos; la misma Venus puede procurarles las hermosuras, y el mismo Mercurio puede vaciar en tu cofre todo el oro de tus vecinos con tal de que tus manos ayuden a su caduceo. Será más fácil a todos estos dioses entenderse entre sí para gobernar el universo, que el que se concilien Ormudz el bienhechor y Arimán el malhechor, ambos enemigos mortales, para que la luz y las tinieblas puedan subsistir conjuntamente. Muchos ojos ven más que uno; así, todos los antiguos poetas reúnen sin cesar el consejo de los dioses. ¿Cómo quieres que un solo dios se ocupe de todos los detalles de lo que
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ocurre en Saturno, y de todos los pormenores de la estrella de la Cabra? ¿Es que en nuestro pequeño planeta todo estará arreglado por consejos, excepto en Prusia y en los estados que manda el papa Ganganelli, y no habrá consejo en el cielo? Yo comparo a un deísta con un pagano, a un soldado prusiano que va al territorio de Venecia y se admira de la bondad del gobierno: Es necesario, dice, que el rey de este país trabaje de la mañana a la noche; le tengo lástima. No hay rey, le responden, es un consejo el que gobierna. Voy ahora a manifestar los verdaderos principios de nuestra religión: El gran Ser, llamado Jehová o Hiao entre los fenicios, el Fo de otras naciones asiáticas, el Júpiter de los romanos, el Zeus de los griegos, es el soberano de los dioses y de los hombres; Divum pater atque hominum rex El señor de la naturaleza, y a quien nada se asemeja en la dimensión de todos los seres; Nec viget quicquam simile, aut secundum El espíritu vivificante que anima el universo; Jovis omnia plena Todas las nociones que se puedan tener de Dios están encerradas en el siguiente verso de Orfeo, citado en toda la Antigüedad, y repetido en todos los misterios:
Eij e;stV auvtogenh.j( e`no.j e;cgona pa,nta te,tuctai Él nació de sí mismo, y todo ha nacido de él.
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Pero confía a todos los dioses subalternos el cuidado de los astros, de los elementos, de los mares y de las entrañas de la tierra; su mujer, que representa la existencia del espacio que él llena, es Juno; su hija, que es la sabiduría eterna, su palabra, su verbo, es Minerva; su segunda hija, Venus, es la protectora de la generación Philometai. Ella es la madre del amor, la que inflama a todos los seres sensibles, la que los une, repara las pérdidas, y la que reproduce por medio del deleite todo lo que la necesidad tributa a la muerte. Todos los dioses han hecho presentes a los hombres: Ceres les ha dado los trigos, Baco la viña, Pomona los frutos, Apolo y Mercurio les han enseñado las artes. El gran Zeus, el gran Demiurgo, había formado los planetas y la tierra, había hecho nacer sobre nuestro planeta a los hombres y animales. El primer hombre, según refiere Beroso, fue Aloro, padre de Sarés, abuelo de Metaloro, que fue padre de Daon, padre de Everodack, padre de Amphiz, padre de Osiarte, padre del célebre Sixutrus o Xixutrus, rey de Caldea, en cuyo tiempo aconteció aquella inundación1 tan conocida que los griegos han llamado el diluvio 1
Algunos sabios creen que este diluvio de Sixuter, Sixutrus o Xixutro fue probablemente el que formó el Mediterráneo. Otros piensan que fue el que llevó una parte del Ponto-Euxino en el mar Egeo. Beroso cuenta que Saturno se apareció a Sixutrus y le advirtió que la tierra iba a ser inundada, y que para salvarse con los suyos debía construir lo más pronto posible un navío de seis mil doscientos pies de largo y de mil doscientos de ancho. Sixutrus construyó el navío. Cuando las aguas se retiraron, dejó ir a los pájaros que, al no regresar, le hicieron saber que la tierra era habitable. Dejó su navío sobre una montaña de Armenia; de aquí proviene, según los entendidos, la tradición de que nuestra arca se detuvo sobre el monte Ararat.
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de Ogiges; inundación de la cual no se conoce la época exacta, del mismo modo que de la gran inundación que se tragó la Isla Atlántida y una parte de Grecia, seis mil años antes. Tenemos otra teología según Sanchonianthon, pero no se habla en ella de diluvio. Las de los indios, chinos y egipcios son muy diferentes. Todos los acontecimientos de la Antigüedad están envueltos en una noche oscura; pero la existencia de los beneficios de Júpiter están más claros que la luz del sol: los héroes que, según su ejemplo, fueron bienhechores del género humano, son conocidos por el nombre de Dionysios, hijos de Dios. Así es que recibieron este nombre sagrado Baco, Hércules, Perseo y Rómulo; hasta se llegó a decir que la virtud divina se había transmitido a sus madres. Los griegos y los romanos, si bien un poco desordenados, como lo son hoy todos los cristianos; si bien un poco ebrios como los canónigos de Alemania; si bien un poco sodomitas como el rey de Francia Enrique III y su Nogaret, eran muy religiosos. Ofrecían sacrificios, quemaban incienso, hacían procesiones y ayunaban. Todo está corrompido, la religión se altera; este hermoso nombre de hijo de Dios, es decir, de justo y de bienhechor, fue dado después a los hombres más injustos, porque eran poderosos. La antigua piedad, que era humana, fue cambiada por la superstición, que es siempre cruel: la virtud había habitado la tierra, mientras que los padres de familia eran los únicos sacerdotes y los que ofrecían a Júpiter y a los dioses inmortales las primicias de los frutos y de las flores; pero todo se pervirtió cuando los sacerdotes derramaron sangre y quisieron erigirse en dioses. Tomaban para sí las ofrendas, y dejaban el humo para los dioses. Es conocido el modo en que nuestros enemi-
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gos consiguieron oprimirnos adoptando nuestras primeras costumbres, aboliendo los sacrificios sangrientos, llamando a los hombres a la igualdad, a la sinceridad, y haciéndose un partido entre los pobres hasta que hubiesen subyugado a los ricos. Se han puesto en nuestro lugar; triunfan y nosotros estamos aniquilados; pero, corrompidos también como nosotros, tienen necesidad de una gran reforma, que les deseo de todo corazón”.
XXII Discurso de un judío “Dejemos a este idólatra que hace de Dios un statuder, y que nos presenta a los dioses subalternos como diputados de los Estados Unidos. ”Mi religión, siendo superior a la naturaleza, no puede tener cosa alguna que se parezca a las otras. ”La primera diferencia entre las demás religiones y la nuestra consiste en que nuestro origen estuvo oculto muy largo tiempo al resto de los hombres. Los dogmas de nuestros padres estuvieron sepultados, como nosotros, en un país de cincuenta leguas de largo y veinte de ancho. Fue en este pozo en el que habitó la verdad desconocida para todo el globo, hasta que los rebeldes nacidos de entre nosotros le quitaron el nombre de verdad, bajo los reinados de Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón; y poco a poco se vanagloriaron de establecer una verdad enteramente nueva. ”Los caldeos tenían por padre a Aloro, como se sabe; los fenicios descendían de otro hombre que se llamaba Orígenes, según Sanchonianthon; los griegos tenían a su Prometeo; los Atlántidos tuvieron su Urán, llamado en griego Ouranos. No hablo aquí ni de los
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chinos, ni de los indios, ni de los escitas. En cuanto a nosotros, tuvimos nuestro Adán, de quien nadie ha oído decir una palabra excepto nuestra sola nación, y aun muy tarde. No fue pues el Ephaistos de los griegos, llamado Vulcano por los latinos, el que inventó el arte de emplear los metales; éste fue Tubalkain. Todo el Occidente se admiró de saber, bajo Constantino, que no fue a Baco al que las naciones debieron el uso del vino y sí a Noé, de quien no se había oído pronunciar el nombre en el Imperio Romano, ni menos aún en el de sus antepasados, desconocidos por toda la tierra. No se supo esta anécdota sino por nuestra Biblia traducida al griego, que empezó en esa época a difundirse un poco. Desde entonces, no fue el sol el origen de la luz, sino que la luz fue creada antes que el sol, y separada de las tinieblas, como las aguas fueron separadas de las aguas. La mujer fue formada de una costilla que Dios arrancó a un hombre dormido, sin despertarlo y sin que sus descendientes hubiesen tenido jamás una costilla menos. ”El Tigris, el Arajes, el Éufrates y el Nilo han tenido su nacimiento en un mismo jardín. Nosotros jamás hemos sabido dónde se hallaba ese jardín, pero está probado que existía porque su puerta ha estado guardada por un querubín. ”Las bestias hablan; la elocuencia de una serpiente pierde a todo el género humano; un profeta caldeo conversa con su asno. ”Dios, el creador de todos los hombres, no es ya el padre de todos los hombres, sino únicamente de nuestra familia. Esta familia, siempre errante, abandonó la fértil región de Caldea para vagar algún tiempo por Sodoma; y como resultado de este viaje adquirió derechos indiscutibles sobre la ciudad de Jerusalén, la cual aún no existía.
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”Nuestra familia crece y se multiplica de tal manera que setenta hombres, al cabo de doscientos quince años, producen seiscientos treinta mil en situación de empuñar las armas; lo que resulta, contando las mujeres, los viejos y los niños, en un total de tres millones. Estos tres millones habitan un cantón de Egipto que no puede mantener a veinte mil personas. Dios degüella, en su favor, a todos los primogénitos egipcios; y después de esta matanza, en lugar de dar Egipto a su pueblo, huye con él a pie enjuto, por en medio del mar, para hacer morir a toda la generación judía en un desierto. ”Somos siete veces esclavos, a pesar de los terribles milagros que Dios obra todos los días por nosotros, hasta el de hacer que se detenga la luna en medio del día, y aun el sol. De nuestras doce tribus, diez perecen para siempre; las otras dos están dispersas y disminuyen cada día. Sin embargo, tenemos siempre profetas. Dios desciende a nuestro pueblo y no se preocupa sino por nosotros; se le aparece continuamente a estos profetas, que son sus únicos confidentes, sus únicos favoritos. ”Va a visitar a Addo o Iddo o Jeddo, y le ordena viajar sin comer; el profeta confunde que Dios le ha ordenado comer para viajar mejor; come y de inmediato es devorado por un león. (Libro III de los Reyes, capítulo XIII). ”Dios ordena a Isaías ir desnudo, y le encarga expresamente que enseñe sus nalgas; discoopertis natibus. (Isaías, capítulo XX). ”Dios manda a Jeremías ponerse un yugo sobre el cuello y una albarda sobre sus espaldas. (Capítulo XXVII, según el Hebreo). ”Ordena a Ezequiel hacerse atar y comerse una libra de pergamino, acostarse durante doscientos ochen-
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ta días de un mismo lado y cuarenta del lado izquierdo, y después comer excremento con el pan.1 ”Manda a Osseas que le haga tres hijos a una mujer pública; después le manda pagar a una mujer adúltera, darle sucesión, etc., etc. ”Reúnan todos estos prodigios en una serie no interrumpida de genocidios, y se verá que en nosotros todo es divino, pues que en ninguna cosa se coincide con las leyes llamadas benéficas para los otros pueblos. ”Desgraciadamente, no fuimos conocidos por las demás naciones sino cuando estábamos aniquilados. Fueron nuestros enemigos, los cristianos, quienes nos dieron a conocer, apoderándose de nuestros despojos. Ellos construyeron su edificio con los materiales de nuestra Biblia, muy mal traducida al griego; nos insultan y nos oprimen aún en la actualidad; pero paciencia: nosotros tomaremos revancha, y se sabe cuál será nuestro triunfo al llegar el fin del mundo, cuando no quede ya ningún viviente sobre la tierra.”
XXIII Discurso de un turco Cuando el judío hubo acabado de hablar, un turco, que había fumado durante ese tiempo, se lavó la 1
Del mismo modo el convulso Carré Montgeron, consejero del parlamento de París, en su compendio de milagros presentado al rey, registra que una joven, llena de la gracia eficaz, bebió sus orines durante veintiún días, y que durante este mismo tiempo no comió sino excremento humano, lo que le dio tanta leche que la vomitaba. Es preciso suponer que era su amante quien la mantenía. De esto se deduce que la misma farsa ha tenido lugar entre los judíos y entre los belgas; pero añadamos todas las demás naciones: se asemejan en sus desayunos al del profeta Ezequiel y al de la joven convulsa.
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boca, recitó la fórmula allah, illah, y dirigiéndose a mí, dijo: “He escuchado todos estos desatinos, y he juzgado que eres perro cristiano, pero me gustas, porque pareces indulgente y partidario de la predestinación libre. Te tengo por hombre de buen sentido, atendiendo a que pareces ser de mi dictamen. ”La mayor parte de los perros cristianos no han dicho sino necedades de nuestro Mahoma. Un barón de Tott, hombre instruido y muy amable, que nos ha hecho grandes servicios durante la última guerra, me hizo leer, no hace mucho tiempo, un libro de uno de tus más grandes sabios, llamado Grotius, intitulado De la verdad de la Religión Cristiana. Este Grotius acusa a nuestro Mahoma de haber hecho creer que un pichón le hablaba al oído, que un camello tenía con él conversaciones durante la noche, y que él se había puesto la mitad de la luna dentro de una manga. Si los más sabios de los cristianos han dicho semejantes necedades, ¿qué debo pensar de los demás? ”No, Mahoma no hizo jamás aquellos milagros que se creen en una villa, y de cuyo pretendido acontecimiento no se habla sino cien años después: no hizo los milagros que M. de Tott me ha leído en su libro dorado, escrito en Génova; tampoco los hizo a la manera de San Medardo, de los cuales se ha burlado tanto toda Europa, y se ha reído con nosotros un embajador de Francia. Los milagros de Mahoma han sido las victorias, y Dios, sometiéndole la mitad de nuestro hemisferio, ha dado a conocer que lo protegía. No ha sido ignorado durante dos siglos completos: desde luego que se le ha perseguido, pero se ha presentado triunfante. ”Su religión es sabia, severa, casta y humana: sabia, porque no incurre en la demencia de dar a Dios
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asociados, ni tiene misterios; severa, porque no permite los juegos de azar, el vino y los licores, y ordena la oración cinco veces por día; casta, porque reduce a cuatro mujeres el número prodigioso de esposas que se dividen la cama de todos los príncipes de Oriente; humana, porque nos ordena la limosna más rigurosamente que el viaje a la Meca. ”Añade a todos estos caracteres de veracidad, la tolerancia; piensa que nosotros tenemos sólo en la ciudad de Estambul más de cien mil cristianos de todas las sectas, que ejercen en paz las ceremonias de sus diferentes cultos, y que viven tan dichosos bajo la protección de nuestras leyes, que no piensan en volver jamás a este país, mientras que ustedes acuden en gran número a nuestra puerta imperial”.
XXIV Discurso de un teísta Un teísta pidió el permiso de hablar, y se explicó del siguiente modo: “Cada uno tiene su opinión buena o mala: yo experimento disgusto afligiendo a un hombre de bien. En primer lugar pido perdón al ateo, pero me parece que está obligado a reconocer un designio admirable en el orden de este universo, y debe admitir una inteligencia que ha concebido y ejecutado este designio. Me parece que cuando el ateo enciende una vela, convendrá en que es para alumbrarse; me parece que también debe convenir en que el sol está creado para dar luz al universo. No es posible disputar sobre cosas tan verosímiles. ”El ateo convendrá en todo esto a disgusto, y con mayor razón cuando como hombre honrado no tie-
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ne nada que temer de un Ser Supremo que a su vez no tiene el menor interés en hacerle mal; puede reconocer a un Dios con la mayor seguridad, no por esto pagará un centavo más de impuesto, o comerá peor. ”En cuanto a ti, pagano, te confieso que vienes un poco tarde para establecer el politeísmo; habría sido necesario que Majencio hubiera conseguido la victoria sobre Constantino, o que Juliano hubiese vivido treinta años más. ”Reconozco imposibilidad en la existencia de varios seres prodigiosamente superiores a nosotros, de los cuales cada uno tuviese el gobierno de un globo celeste. Tendría seguramente el placer de preferir las Nereidas, las Dríadas, los Silvanos, las Gracias, los Amores, a San Fiacro, San Pancracio, San Crispín y Crispiniano, San Vito, Santa Cunegunda y Santa Marjolena. Los seres no deben multiplicarse sin necesidad; y dado que una sola inteligencia basta para el arreglo de este mundo, me atendré a esto, mientras que otras potestades no me hagan conocer que se dividen el imperio. ”En cuanto a ti, maniqueo, me pareces un hombre que desea batirse: soy pacífico, y no gusto de encontrarme entre dos personas que están continuamente en contrariedad. Me basta con tu Ormudz, guarda tu Arimán. ”Quedaré siempre un poco confundido respecto del origen del mal, pero supondré que el buen Ormudz, que todo lo ha hecho, no ha podido hacerlo mejor. Es imposible que lo ofenda cuando le diga: Has hecho todo lo que puede hacer un señor poderoso, sabio y bueno; no es culpa tuya si tus obras no pueden ser tan buenas y tan perfectas como eres tú mismo. Una diferencia esencial entre tú y tus criatu-
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ras es la imperfección. No has podido hacer dioses: ha sido necesario que, teniendo los hombres la razón, tuviesen también la locura, del mismo modo que ha sido necesario el razonamiento en todas las máquinas. Cada hombre tiene esencialmente una dosis de imperfección y de locura; por esta razón eres perfecto y sabio. El hombre no debe ser siempre dichoso, por el hecho de que sólo tú lo eres; un conjunto de músculos, nervios y venas no puede durar sino ochenta o cien años a lo sumo, y tú durarás eternamente. Me parece imposible que un animal compuesto precisamente de deseos y voluntades, no tenga a menudo la determinación de procurarse el bien haciendo mal a su prójimo; sólo tú no haces jamás el mal. En fin, entre tú y tus criaturas hay necesariamente una tan inmensa diferencia, que el bien está en ti y el mal debe estar en ellas. ”En cuanto a mí, tan imperfecto como soy, te doy gracias de haberme dado el ser por poco tiempo, y sobre todo por no haberme hecho profesor de teología. ”Éste no es, de ningún modo, un razonamiento carente de respeto. Dios no se enojaría contra mí cuando yo no quiero desagradarle. Creo que no haciendo nunca daño a mis hermanos, y respetando a mi señor, no deberé temer cosa alguna de Arimán, ni de Satanás, ni de Knatbul, ni del Cerbero, ni de las Furias, ni de San Fiacro, ni de San Crispín, ni aun del señor Cogé, regente de segunda, que ha tomado magis por minus; y que acabaré mis días en paz en esto que se llama actualmente filosofía. ”Vuelvo a ustedes, señores Acosta, Abrhamel y Benjamín; me parecen los más locos de la banda. Los cifres, los hotentotes, los negros de Guinea, son seres mucho más razonables y más honrados que los
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judíos, sus antepasados. Ustedes han excedido a todas las naciones en flaquezas impertinentes, en mala conducta y en barbarie; lo pagan, y éste es su destino. El Imperio Romano ha caído; los persas, sus antiguos señores, están dispersos; los banianos también lo están; los armenios van a vender sus harapos, y son curtidores en toda Asia, y no quedan restos de los antiguos egipcios; ¿por qué ustedes habrían de ser pues, un pueblo? ”En cuanto a ti, turco, te aconsejo que hagas la paz lo más pronto posible con el emperador de Rusia, si quieres conservar lo que has usurpado en Europa. Quiero creer que las victorias de Mahoma, hijo de Abdalá, son milagros; pero también hace milagros Catalina II; cuidado que algún día no haga el de enviarte al desierto de donde has salido. Sobre todo sigue siendo tolerante; es el verdadero modo de agradar al Ser de los seres, que es tan padre de los turcos como de los rusos, de los chinos, de los japoneses, de los negros y de la naturaleza entera”.
XXV Discurso de un ciudadano Cuando el teísta hubo acabado de hablar, se levantó un hombre que dijo: ”Soy ciudadano, y por consiguiente el amigo de todos estos señores; no disputaré con ninguno de ellos. Sólo deseo que todos estén unidos en el designio de ayudarse mutuamente, de amarse y hacerse felices los unos a los otros, en la medida en que pueden practicarlo los hombres de opiniones diversas, y cuanto les sea posible contribuir a su dicha común, lo cual es tan difícil como necesario.
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”A este efecto les aconsejo, en primer lugar, arrojar al fuego todos los libros de controversia que puedan encontrar, y sobre todo los de los jesuitas Garasse, Guinard, Malabriga, Putouillet, Nonotte y Paulian, el más impertinente de todos; y asimismo la gaceta eclesiástica y todos los libelos, que no son otra cosa sino el alimento de la guerra civil entre los tontos. ”Enseguida, cada uno de nuestros hermanos, sea teísta, turco, pagano, cristiano griego, cristiano latino, anglicano, escandinavo, judío o ateo, leerá atentamente algunas páginas de Cicerón o de Montaigne, y algunas fábulas de La Fontaine. Esta lectura dispone sutilmente a los hombres a la concordia que todos los teólogos miran con horror. Preparados así los espíritus, siempre que un cristiano y un musulmán encuentren a un ateo le dirán: ¡Querido hermano, el Cielo te ilumine! Y el ateo responderá: Luego que yo esté convertido, te buscaré para darte las gracias. ”El teísta dará dos besos a la mujer maniquea, en honor de los dos principios. El griego y el romano darán tres a cada uno de los otros sectarios, sean cuáqueros o jansenistas. Las mujeres no abrazarán sino una sola vez a los socinianos, porque éstos no creen sino en una sola persona de Dios; pero este abrazo valdrá por tres cuando fuere dado de buena fe. ”Sabemos que un ateo puede vivir cordialmente con un judío, sobre todo si éste le presta su dinero con un interés sólo del ocho por ciento; pero perdemos toda esperanza de ver jamás una amistad estrecha entre un calvinista y un luterano. Todo lo que exigimos del calvinista es que salude al luterano con buena cara, y que no imite a los cuáqueros que no saludan a nadie, pero cuyo candor no tienen los calvinistas.
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”Exhortamos a los primitivos conocidos bajo el nombre de cuáqueros, a casar a sus hijos con las hijas de los teístas denominados socinianos, porque estas señoritas, al ser casi todas hijas de sacerdotes, son muy pobres. No sólo será una buena acción delante de Dios y de los hombres, sino que estos casamientos producirán una nueva raza que, evocando los primeros tiempos de la Iglesia cristiana, será muy útil al género humano. ”Acordadas estas preliminares, si se verifica alguna disputa entre dos sectarios, jamás tomarán por testigo a un teólogo, ya que éste se comería infaliblemente la ostra y les dejaría las conchas. ”Para mantener la paz establecida, no se pondrá en venta cosa alguna ya sea de griego a turco, o de turco a judío, o de romano a romano, sino tan sólo lo que sirva para comer, vestirse, alojarse, o para los placeres del hombre. No se venderá la circuncisión, el bautismo, la sepultura ni el permiso de correr en la Caaba alrededor de la piedra negra, ni el gusto de pelarse las rodillas delante de Nuestra Señora de Loreto, que es aún más ridículo. ”En todas las disputas que ocurran, queda expresamente excluido el tratarse de perros, por más cólera que se tenga, a no ser que se trate de perros a los hombres en ocasiones en que nos quiten nuestra subsistencia y que nos muerdan, etc., etc”.
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EL DESASTRE DE LISBOA o examen del axioma: TODO ESTÁ BIEN
Poème sur le désastre de Lisbonne ou examen de cet axiome: tout est bien (1756)
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¡Oh desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable! ¡Oh terrible conjunto de calamidades! ¡Sufrimiento eterno de inútiles dolores! Filósofos engañados que gritan todo está bien, vengan, contemplen estas espantosas ruinas, estos escombros, y estos fragmentos desgraciados y funestos; vean a las mujeres y los niños amontonados unos sobre otros; los miembros dispersos sobre los mármoles despedazados: vean, en fin, a cien mil desgraciados que la tierra devora, y que sangrientos, destrozados y latiendo todavía, enterrados bajo sus techos, terminan sin socorro, en horrorosos tormentos sus lamentables días. Al oír los tristes gritos de sus moribundas voces, al ver el espectáculo de sus restos humeantes, díganme si éste es el efecto de las eternas leyes que ha debido elegir un Dios justo, bueno y libre. Ustedes dirán a la vista de esta reunión de víctimas: Dios se ha vengado, su muerte es el castigo de sus crímenes. ¿Qué crimen, qué falta han cometido estos niños inocentes, ensangrentados y aplastados contra los pechos maternales? ¿Lisboa, que ya no existe, tuvo más vicios que Londres y París que nadan en las delicias? Lisboa se ha hundido, y en París se baila y el júbilo rebosa en todas partes. Espectadores tranquilos, espíritus intrépidos, contemplen la desgracia de sus hermanos moribundos: ustedes buscan en vano las causas de las tempestades; pero cuando sienten los golpes de la suerte contraria, se humanizan y lloran como nosotros. Créanme: cuando la tierra abre sus abismos, mi queja es inocente y mis lamentos justos. Rodeados
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por todas partes de las crueldades del destino, de los furores de los malvados, de los lazos de la muerte, y experimentando los efectos del choque de los elementos, permítanme, compañeros de males, que los sienta. Es el orgullo, dicen, el orgullo sedicioso el que pretende que estando mal podamos estar mejor. Vayan, pues, a las orillas del Tajo, estudien en los restos de esa sangrienta desolación, pregunten a los moribundos de aquella morada de espanto, si es el orgullo el que grita, el que exclama: ¡Oh Cielo, socórreme! ¡Oh Cielo, ten piedad de la miseria humana! Todo está bien, responderán, y todo es necesario. ¿Pero es que el universo entero, sin ese abismo infernal, sin tragarse a Lisboa, hubiera estado peor? ¿Están seguros de que la causa eterna que lo hace todo, que lo sabe todo, y que todo lo ha creado para ella, no hubiera podido ponernos entre estos tristes climas sin que existiesen volcanes encendidos debajo de nuestros pies? ¿Limitarán de este modo el supremo poder? ¿Lo privarán de ejercitar su clemencia? ¿El Artífice eterno no tiene en sus manos infinitos medios, todos prontos y todos eficaces, para que se cumplan sus designios? Deseo humildemente que este abismo inflamado de azufre y de salitre hubiese encendido su fuego en el fondo de un desierto; respeto a Dios pero amo al universo, y cuando el hombre gime a causa de una calamidad tan funesta, no es orgulloso, ¡ah!; él es sensible. Los tristes habitantes de las orillas desoladas, en el horror de sus tormentos, podrían consolarse si alguno les dijera: Caigan, mueran tranquilos, es por el bien del mundo que sus asilos han sido destruidos; otras manos reedificarán los palacios arruinados, otros pueblos nacerán en los muros demolidos, el Norte se enriquecerá con tantas pérdidas; todos sus males son un bien para las
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leyes generales, y Dios los ve con los mismos ojos que mira a los más viles gusanos que deben devorarlos. ¡Qué horrible lenguaje para los desgraciados! ¡Crueles –dirán ellos– no añadan el ultraje a nuestro profundo dolor! Mi corazón agitado no quiere tener presentes esas perpetuas leyes de la necesidad, ni las cadenas de cuerpos, de espíritus y mundos. ¡Oh sueños de los sabios, oh profundas quimeras! Dios tiene en sus manos estas cadenas maravillosas y no está encadenado; y por su voluntad benéfica todo obedece a sus decretos. Él es libre, es justo y no es implacable. ¿Por qué, pues, padecemos bajo la mano de un señor equitativo? He aquí el nudo fatal que es necesario deshacer: nuestros males nunca se curarán por el hecho de negarlos, y aunque todos los pueblos tiemblen bajo un poder divino, del mal que ustedes niegan, créanme, siempre han trabajado en buscar su origen. Si las leyes que mueven los elementos hacen caer las rocas al impulso de los vientos, si destruyen las frondosas encinas abrasándolas por medio del rayo, estos cuerpos no se resienten a los golpes que los combaten; pero vivo, siento, y mi corazón oprimido pide socorro al Dios que lo ha formado. Aunque nacidos en la miseria, levantamos nuestras manos hacia el Ser común; se sabe que el cántaro no dice al que lo hizo: ¿Por qué soy tan vil, tan débil y grosero? Él no habla, no piensa. Cuando el alfarero lo formó no pudo darle un corazón que desease el bien y sintiese el mal; esta desgracia, dicen ustedes, es la dicha de otros seres; así es que de mi ensangrentado cuerpo van a nacer miles de gusanos luego que la muerte dé fin al cúmulo de males que he sufrido. ¡Oh qué hermoso alivio el verse comido por gusanos! Tristes calculadores, no me consuelen, ustedes
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no hacen sino acrecentar mis penas, y yo no les reconozco sino el esfuerzo temerario e impotente de un desgraciado que finge estar contento. No soy de este gran todo sino una mínima y débil parte, es cierto, pero también los animales condenados a la vida y todos los seres sensibles nacidos bajo la misma ley, viven en el dolor y mueren como yo. El buitre encarnizado sobre su tímida presa se sacia con afán de sus sangrientos miembros, y todo parece agradable para él; pero bien pronto un águila con penetrante pico lo devora, el hombre con un plomo mortal hiere y mata al ave altiva, y este hombre que se revuelca en el polvo de los campos de Marte, ensangrentado y cubierto de heridas entre los montones de moribundos, sirve de pasto a los animales carnívoros. Así es que en este mundo todos los vivientes gimen: nacidos todos para sufrir tormentos, perecen los unos por los otros; y ustedes ¿compondrán en este caos desgraciado, de los males de cada uno una felicidad general? ¡Qué dicha, débil y miserable mortal! Y ustedes, filósofos engañados, que gritan todo está bien con una voz lamentable, el universo los desmiente, y cien veces su corazón desaprobó los errores de su espíritu. Elementos, animales, hombres, todo está en perpetua lucha; es necesario confesarlo, el mal existe sobre la tierra; su principio secreto lo ignoramos, ¿pero ha provenido el mal del autor del bien? ¿Es acaso la ley tiránica del negro Tifón y del bárbaro Arimán la que nos condena a sufrir? Mi entendimiento no admite estos monstruos odiosos a quienes el mundo tributó adoración en otras ocasiones. Pues, ¿cómo concebir a Dios, la bondad misma, que prodiga sus bienes a sus amados hijos y que
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derrama sobre ellos los males a manos llenas? Del Ser perfectísimo no puede nacer el mal, él no puede venir de otro, porque Dios es el solo señor de todo; no obstante esto, el mal existe. ¡Oh tristes verdades! ¡Dios vino a consolar a nuestra raza afligida, visitó la tierra y no la cambió! Un sofista arrogante nos dice que él no puede hacerlo; él podía, dice otro, pero no lo quiso y lo querrá sin duda, y mientras se disputa, los rayos subterráneos se tragan a Lisboa, y treinta ciudades muestran sus ruinas desde las sangrientas orillas del Tajo hasta la mar de Cádiz. Sea que el hombre haya nacido culpable o que Dios castigue a su raza, o bien que este señor absoluto de los seres y de los espacios, sin cólera, sin piedad, tranquilo e indiferente, siga el torrente eterno de sus primeros decretos, o sea que la materia rebelde a su señor tenga en sí defectos necesarios como lo es ella, o sea, en fin, que Dios quiera probarnos, y que esta morada perecedera no sea sino un paso estrecho hacia un mundo eterno; nosotros experimentamos dolores pasajeros, la muerte es un bien que finaliza nuestras miserias. Pero cuando salgamos de este horrible paso, ¿quién de nosotros pretenderá ser dichoso? Cualquier partido que se tome debe ser espantoso; no hay cosa alguna que se conozca; el temor nos sobrecoge y se interroga en vano a la muda naturaleza. Hay necesidad de un Dios que hable al género humano, y a él corresponde explicar sus obras, consolar al débil, ilustrar al sabio; sin su ayuda el hombre marcha abandonado a las dudas y a los errores y busca en vano en qué apoyarse. Leibnitz no me enseña por qué nudos invisibles, en el mejor ordenado de los universos posibles, un desorden eterno, un caos de desgracia, mezcla a vanos placeres dolo-
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res positivos; ni por qué el inocente y el culpable sufren por igual este mal imposible de evitar. No conozco tampoco de qué manera todo estará bien; yo soy como un doctor. ¡Ah!, yo no sé nada. Platón dice que el hombre tuvo alas en otro tiempo, y que su cuerpo era inmortal; el dolor y la muerte no se acercaban a él. ¡Cuánto difiere hoy de este brillante estado! Se arrastra, sufre, muere, todo lo que nace expira; la naturaleza tiene el imperio de la destrucción, y un frágil compuesto de nervios y de huesos no puede ser insensible al choque de los elementos. Esta mezcla de sangre, de líquidos y de polvo de que se compone el cuerpo, fue hecha sin duda para ser disuelta; la pronta sensibilidad de nuestros nervios delicados fue sometida a los dolores, ministros de la muerte. Esto es lo que me enseña la voz de la naturaleza; yo abandono a Platón y no admito a Epicuro; Bayle sabe más que ellos; voy, pues, a consultarlo. Con la balanza en la mano, Bayle enseña a dudar: lo suficientemente grande, lo suficientemente sabio para no tener ningún sistema, tuvo que destruirlos a todos y combatirse a sí mismo. Semejante a aquel ciego perseguido por los filisteos, que se sepultó bajo los muros que abatieron sus manos. ¿Qué es lo que puede el entendimiento más vasto? Nada: el libro del destino está cerrado a nuestros ojos. El hombre ignorante de sí mismo es ignorado por el hombre. ¿Qué soy, dónde estoy, adónde voy, de dónde me sacan? Átomos atormentados sobre este promontorio de barro que la muerte devora y de quien la suerte se burla, pero átomos pensantes, átomos cuyos ojos guiados por el entendimiento han medido los cielos, y que buscan nuestro ser en el seno de lo infinito, a pesar de que ni por un sólo instante podemos vernos ni conocernos.
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Este mundo, este teatro de orgullo y de error, está lleno de desgraciados que hablan de dicha: todos gimen, todos se quejan buscando lo que desean, nadie quiere morir, nadie quiere renacer; algunas veces, en un día consagrado al dolor, enjugamos nuestras lágrimas por medio del placer, pero el placer vuela y pasa como una sombra; nuestros disgustos, nuestras penas y nuestras pérdidas son innumerables; el pasado no es para nosotros sino un triste recuerdo; el presente es espantoso si nada hay venidero y si la noche del sepulcro destruye al ser que piensa. Un día estarás bien, he aquí nuestra esperanza; ahora todo está bien, he aquí la ilusión. Los sabios me engañaban y sólo Dios tiene razón; humilde en mis suspiros, sumiso en mis sufrimientos, yo no me quejo de la Providencia. En un tono menos lúgubre se me ha visto otras veces cantar de los dulces placeres las seductoras leyes; otros tiempos, otras costumbres; instruido por la vejez y partícipe de la flaqueza, que es el triste patrimonio de los humanos descarriados, tratando de alumbrarme en una espesa noche, no sé sino sufrir y murmurar. Un califa, en su hora postrera, dijo por toda súplica al Dios que adoraba: Yo te presento, oh grande y único rey, único ser ilimitado, todo lo que no tienes en tu inmensidad; las faltas, los pesares, los males y la ignorancia; pero pudo aún añadir: y la esperanza…
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LA LEY NATURAL
Poème sur la loi naturelle (1752)
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PARTE PRIMERA Sea que un ser desconocido, existente por su propia esencia, haya sido el que ha sacado al universo de la nada, o que haya coordinado la materia eterna; sea que ésta nade en la inmensidad del seno del Creador, o bien que él reine más lejos; sea, en fin, que el alma, esta antorcha frecuentemente tenebrosa, se crea uno de nuestros sentidos o que subsista sin ellos; no hay dudas de que estamos bajo la mano de este señor invisible. Pero desde lo alto de su oscuro e inaccesible trono, ¿qué homenaje, qué culto exige de nosotros? De su suprema grandeza ruinmente celoso, ¿son las alabanzas, son los votos los que lisonjean su poder? ¿Es el sabio pueblo conquistador de Bizancio, es el apacible chino, el feroz tártaro, quien conoce su grandeza y obedece su voluntad? Distintos en sus costumbres del mismo modo que en sus cultos, todos lo hacen hablar de un modo diferente. Todos se han engañado; pero apartemos la vista de este conjunto impuro de odiosas imposturas, y sin querer sondear temerariamente los infalibles misterios de la ley cristiana, sin explicar en vano las revelaciones, busquemos por medio de la razón cuál ha sido el lenguaje del Todopoderoso. La naturaleza ha dado al hombre con mano ‘pródiga y saludable todo lo que necesita para mantener su existencia, los resortes de su alma y el instinto de sus sentidos. El Cielo somete los elementos a sus
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necesidades y en su cerebro habita la memoria que le traza una imagen viva de la naturaleza. Los sentidos sirven a su voluntad; el aire conduce a sus oídos el sonido; sin esfuerzos y sin trabajo sus ojos ven la luz. ¿Será posible que sólo sobre su Dios, sobre su fin y sobre su origen, el hombre exista sin socorro adherido a los errores? ¡El mundo es visible y Dios quedará oculto! ¿La mayor necesidad que tengo en mi miseria, es la única que no puedo satisfacer? No, el Dios que me ha dado el ser no me ha creado en vano; su sello divino se halla sobre la frente de los mortales. No puedo ignorar lo que este señor ordena, ni tampoco que su ley me ha sido dada desde el momento en que empecé a existir. Sin duda alguna Dios ha hablado, pero ha sido al universo: él no habitó los desiertos de Egipto; Delfos, Delos y Ammon no son sus asilos, ni tampoco se halla oculto en las grutas de las sibilas. Durante una infinidad de siglos, la moral siempre uniforme en todos los tiempos y en todos los lugares ha hablado en nombre de Dios: ella es la ley de Trajano, de Sócrates y la nuestra; y de este culto eterno la naturaleza es el apóstol: la sana reflexión lo admite, y los crueles remordimientos que nacen en nuestra conciencia son sus defensores; las voces espantosas de los crímenes se oyen por todas partes. ¿Piensas acaso, que aquel joven Alejandro tan valiente como tú, pero mucho menos moderado, teñido con la sangre de un amigo desconsiderado, consultó a los adivinos con el fin de arrepentirse? Ellos le hubieran lavado sus manos impuras, y por medio del oro hubieran dado la absolución a su rey. Alejandro oyó la ley de la naturaleza: avergonzado, desesperado, en un momento de furia se juzgó a sí mismo indigno de la vida. Solón y Zoroastro, inspi-
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rados en esta ley soberana, ilustraron a sus hermanos en el Japón y en la China: de un extremo al otro del mundo habla, grita: Adora a un Dios, sé justo y ama a tu patria. Por la fuerza de esta ley, el frío lapón cree en un Dios eterno y tiene una idea natural de la justicia. El negro vendido en las costas lejanas ama en los negros al Dios que le ha dado el ser. Jamás un parricida y un calumniador se han permitido decir tranquilamente en el fondo de su corazón: “¡Qué dulce, qué hermoso es oprimir al inocente, despedazar el pecho del que me ha dado la vida! ¡Dios justo; Dios perfecto! ¡Qué atractivos tiene el crimen!”. Vean lo que diría, mortales, no lo duden, si no existiera una ley terrible, universal, que el crimen respeta rebelándose contra ella. ¿Acaso somos nosotros los que hemos formado estos sentimientos? ¿Hemos hecho nosotros nuestra alma? ¿Hemos arreglado nuestros sentidos? El oro que nace en el Perú y el que nace en la China tienen la misma naturaleza y el mismo origen, el artífice los trabaja y no puede formarlos: del mismo modo el Ser Eterno que se dignó animarnos, puso en nuestros corazones una misma semilla. El Cielo hizo la virtud, el hombre hizo la sombra; él puede, sin duda alguna, revestirla de imposturas y de errores, pero nunca podrá variarla: su corazón será su juez.
PARTE SEGUNDA Ya oigo con Cardán murmurar a Spinoza: “Estos remordimientos –dice–, estos gritos de la naturaleza, no son otra cosa más que el hábito de las ilusiones inspirado por una necesidad natural”. Hablador desgraciado, enemigo de ti mismo, ¿de dónde nos
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viene esta necesidad? ¿Por qué el Ser Supremo ha puesto en nuestro corazón, siempre anhelante del bien, un instinto que nos une a la sociedad? Las leyes que dictamos, todas frágiles, todas inconstantes, son por todas partes diferentes: Jacob, en el pueblo hebreo, pudo casarse con dos hermanas; David, sin ofender la decencia y las costumbres, lisonjeó a cien hermosuras con tiernas caricias; el papa en el Vaticano no puede poseer una. Allí el padre escoge a su gusto el sucesor, aquí el dichoso primogénito es heredero de todo; un polaco con bigotes y con paso altivo puede detener con una sola palabra una república; el emperador no puede hacer nada sin sus queridos electores; el inglés tiene crédito, el papa tiene honores. Usos, intereses, culto, leyes, todo difiere; el que sea justo es lo que importa, lo demás es arbitrario. Mientras se observa lo justo y lo bello, Londres inmola a su rey por mano de un verdugo; el sanguinario bastardo del papa Borgia asesina a su hermano en los brazos de su hermana; allí el frío holandés se hace impetuoso y destroza a dos hermanos virtuosos; más lejos la Brinvillers, devota tierna, asesina a su padre y acude presurosa al confesionario; bajo el hierro del malvado gime el justo. ¿Se inferirá por esto que no existe la virtud? Cuando los vientos del mediodía han esparcido sus hálitos funestos, inundando nuestros llanos de semillas mortíferas, ¿podrá decirse acaso que jamás ha permitido el Cielo, en su cólera, que la salud se disfrute en nuestro clima? Los diversos azotes que nos oprimen, y que son el efecto inevitable del choque de los elementos, corrompen la dulzura de los bienes que gozamos; pero la desgracia y el crimen son pasajeros. La fatal tempestad que nos causan nues-
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tros violentos deseos no arranca de nuestros corazones la rectitud y la moral: ellas son un manantial puro; y es en vano que intenten los vientos contagiosos enturbiar las aguas. El hombre injusto, el menos civilizado, lleva consigo un limo que lo altera; pero se contempla y se conoce luego de que ha pasado la tempestad. Todos han recibido del Cielo el freno de la justicia y de la conciencia; la razón naciente la presenta como un primer fruto, y desde que puede ser oída, instruye: es como un contrapeso siempre pronto a establecer el equilibrio en el corazón lleno de deseos, esclavizado pero libre desde su nacimiento; es un arma que la naturaleza ha puesto en nuestras manos para combatir el interés individual por amor al prójimo. La conciencia era el genio tutelar de Sócrates y el dios secreto que dirigía su vida: este dios presidió su suerte cuando bebió sin inmutarse la copa venenosa. ¿Que este espíritu divino no existía sino para Sócrates? Todos los mortales tienen el suyo, y nunca los lisonjea. Nerón estuvo cinco años seguidos sometido a sus leyes, y durante ese mismo tiempo despreció los consejos de los corruptores que lo rodeaban; Marco Aurelio, apoyado en su filosofía, llevó este yo dichoso durante toda su vida; Juliano, que extraviándose en su creencia, infiel a la fe y fiel a la razón, fue el escándalo de la Iglesia, no se separó jamás del cumplimiento de la ley natural. Se me dirá: “El niño en su cuna no está ilustrado por esta divina antorcha; es la educación la que arregla sus pensamientos, y sus costumbres se guían por el ejemplo de otros; él no tiene ideas en su espíritu, no tiene sentimientos en su corazón y no es sino un imitador de todo lo que lo rodea; repite las palabras de deber y justicia, obra como una máquina, y el ama
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que lo cría es quien lo hace judío o pagano, fiel o secuaz de Mahoma, y por quien viste una casaca o un dulimán”. Sí, yo sé muy bien cuán imperioso es el ejemplo y los sentimientos que inspiran el hábito, el lenguaje, la moda y las opiniones; todas las exteriorizaciones del alma y sus prevenciones están grabadas por nuestros padres en nuestros débiles espíritus con el sello de los mortales cuyas impresiones son ligeras: pero los primeros resortes están hechos por otra mano. Su poder es constante, su principio es divino: es necesario que el niño crezca para que pueda ejercitarlos, y le son desconocidos mientras se halla entre las manos que lo mecen. El gorrión, desnudo en su nido, ¿puede sentir el deseo de reproducirse desde el instante en que ha visto la luz? ¿La zorra recién nacida va a buscar la presa? Los insectos que nos hilan la seda, los bulliciosos enjambres de esas hijas del cielo que petrifican la cera y componen la miel, ¿pueden aplicarse a estos trabajos desde el momento en que aparecen? Todo madura con el tiempo y todo crece; cada ser tiene su objeto, y en el instante que le está señalado camina hacia el fin que el Cielo le ha prescrito: de este modo es muy cierto que se separan nuestros caprichos y que el justo comete muchas veces injusticias; pero todos procuran conseguir el bien que desean y odian el mal que hacen. ¿Quién es, pues, el que está satisfecho de sí mismo en todas las ocasiones? El hombre, se nos repite de continuo, es un enigma oscuro; pero ¿en qué parte de la naturaleza no se tropieza con las tinieblas? Ustedes, filósofos modernos, ¿han penetrado alguna vez este instinto seguro y pronto que sirve a los animales? En su germen impalpable, ¿han conocido la hierba que pisan, esta hierba que muere para renacer? El vasto uni-
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verso está cubierto de un gran velo, y en lo profundo de la oscuridad, si la razón nos alumbra, ¿podremos quejarnos? No tenemos sino una antorcha; guardémonos de apagarla. Cuando Dios, desde los espacios inmensos, pobló los desiertos, encendió los soles, levantó los mares y les dijo, “quédense en sus límites”, todos los mundos nacientes conocieron los suyos. El Creador dio leyes a Saturno y a Venus, a los orbes diversos contenidos en los cielos, a los elementos unidos en su útil guerra, al curso de los vientos, a los rayos, al animal que piensa y nace para adorarlo y al gusano que nos espera para devorarnos. ¿Tendremos, pues, la osadía en nuestros cerebros de añadir nuestros decretos a estas leyes inmortales? ¡Ah! ¿Seremos nosotros, fantasmas momentáneos de quienes la existencia imperceptible está tocando la nada, los que osemos ponernos al lado del Señor que distribuye los rayos, para intentar dar leyes a la tierra como si fuéramos dioses?
PARTE TERCERA El universo es un templo en donde tiene su trono el Eterno: cada hombre quiere elevarle un altar a su gusto, y cada uno ensalza su fe, sus santos, sus milagros, la sangre de sus mártires y las voces de los oráculos. Piensan unos que lavándose cinco o seis veces al día, el Cielo recibe sus baños con amorosa acogida, y que sin circuncidarse no sería posible agradarle; otros, del dios Brahma, han desarmado la cólera, y por haberse abstenido de comer conejo ven el Cielo entreabierto y placeres eternos. Todos tratan a sus vecinos de impuros y de infieles. Las disputas
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de los cristianos divididos en diferentes opiniones han causado, en nombre del Señor, una infinidad de males, y han derramado más sangre y abierto más sepulturas que el vano pretexto de la balanza política lo ha hecho en Alemania y Francia. Un dulce inquisidor con el crucifijo en la mano hace arrojar al fuego, por caridad, a su prójimo; y compadeciéndose con el penitente de un fin tan trágico, se apropia de sus bienes para consolarse, mientras el pueblo, alabando a Dios, baila alrededor de la hoguera. Varias veces se ha visto que un fervoroso católico, al salir de la misa, ha corrido sobre su vecino para honrar la fe y le ha dicho: Muere impío o piensa como yo. Calvino y sus secuaces, exculpados por la justicia, fueron ejecutados en efigie en París; Calvino inmoló a Servet, y de haber sido éste soberano en Ginebra, por una consecuencia contra sus enemigos hubiera hecho ahogar en un solo lazo a los trinitarios; así es que los nuevos enemigos de Arminio eran mártires en Flandes y verdugos en Holanda. ¿Por qué causa la piadosa rabia fue durante doscientos años el patrimonio de nuestros groseros abuelos? Fue porque se ahogó la voz de la naturaleza, porque a su ley sagrada se añadieron leyes, y porque contentos los hombres en su esclavitud, formaron a través de sus preocupaciones un dios a su semejanza; así es que lo hicieron injusto, colérico, vano, celoso, seductor, inconstante y bárbaro como nosotros. En fin, hay que dar gracias a la filosofía, que en nuestros días ha ilustrado a una parte de Europa, cuyo beneficio ha sido enmohecer los cuchillos y apagar las hogueras; pero si el fanatismo levantase de nuevo la cabeza, ¡cuán pronto volverían a encenderse estos fuegos! No hay duda de que se ha hecho
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el generoso esfuerzo de disminuir el número de nuestros hermanos condenados al suplicio; es cierto que se queman menos judíos en los muros de Lisboa, y que el muphti, que rara vez razona, no dice ya a los cristianos esclavos del sultán: Renuncien al vino, bárbaros, y crean en Mahoma, pero nos honra con el epíteto de perros y nos envía a los profundos infiernos. Nosotros nos desquitamos condenando a la vez al pueblo circuncidado vencedor de tantos reyes, y a Londres, a Berlín, a Estocolmo, a Ginebra; y tú mismo, ¡oh gran rey! estás comprendido en el anatema: en vano señalas con beneficios los hermosos días de tu reinado; en vano das socorro a la humanidad, palacios a las bellas artes, pueblas los desiertos y los fertilizas; muy sabios talentos juran por su salvación que eres sobre la tierra un hijo de Belcebú. Las virtudes de los paganos, dicen, son vicios; ¡impiedad rigurosa, odiosa máxima! ¡Gacetero clandestino, cuya necia actitud condena al género humano de plena autoridad, tú ves arrebatar a los mortales, tus semejantes formados por mano de Dios, para que sirvan de placer a los diablos! ¿No estás satisfecho con condenar a las llamas a nuestros mejores ciudadanos, Montaigne y Montesquieu? ¿Piensas que Sócrates y el justo Arístides, Solón que fue el ejemplo y la guía de los griegos; Trajano, Marco Aurelio, Tito, nombres queridos, nombres sagrados que jamás has leído, fueron entregados al fuego eterno y al furor de los demonios por el Dios bienhechor de quien ellos eran la imagen? ¿Y que tú te verás en el Cielo, coronado de rayos de gloria, y rodeado de un coro de querubines por haber cargado algún tiempo con algunas alforjas, dormido en la ignorancia y vivido en la suciedad? Sálvate, yo lo consiento; pero el inmortal Newton, los ilustres Adisson y Locke, en
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fin, de quienes la mano valerosa ha encontrado los límites del espíritu humano; esos genios maravillosos que parecería que Dios mismo los hubiera ilustrado, ¿estarán condenados al fuego eterno? Adopta un decreto más dulce, un tono más modesto; conoce, amigo, los altos juicios del Cielo, perdona sus virtudes, y supuesto que no te hayan condenado, ¿por qué los condenas? Discretamente fiel a la religión, sé dulce, compasivo, prudente y tolerante con ellos; y sin ahogar a nadie, trata de llegar a puerto: la clemencia es justa y la cólera injusta. En nuestros días llenos de penas y miserias, hijos de un mismo Dios, vivamos al menos como hermanos; ayudémonos mutuamente a llevar el peso de los males que agobian nuestros cuerpos; y aunque las contrariedades aflijan nuestra vida, siempre maldecida por nosotros mismos y siempre querida, observemos nuestro corazón descarriado, solo y sin apoyo, abrasado de deseos y helado de fastidio. Ninguno de nosotros ha vivido sin conocer las lágrimas, y aunque los encantos consoladores de la sociedad alivian nuestros dolores algunos breves .momentos, son un remedio muy débil para males tan constantes. ¡Ah!, no emponzoñemos más la dulzura que nos queda; de lo contrario podrá comparársenos con los presos que encierra un horrendo calabozo, que pudiéndose socorrer entre sí, se ocupan en destrozarse combatiendo con los hierros que los sujetan.
PARTE CUARTA Sí, yo he oído varias veces de tu boca augusta que el primer deber del hombre es ser justo, y que el primero de nuestros bienes es la paz de nuestros
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corazones. ¿Cómo has podido, entre tantos doctores y en medio de las diferencias que nacen de las disputas, mantener una constante paz en tus Estados? ¿En qué consiste que los discípulos de Calvino y de Lutero, tenidos por hijos bastardos de Lucifer por los habitantes del otro lado de los montes, el griego, el romano, el afectado quietista, el cuáquero con gran sombrero, el sencillo anabaptista, que jamás en sus leyes han podido ponerse de acuerdo, lo están en bendecirte? Es porque eres sabio y porque eres soberano: si el último Valois hubiera sabido serlo, jamás un dominico, guiado por su prior, se hubiera atrevido a imitar con celo fervoroso a la esforzada Judit, y seguramente no hubiera intentado en San Cloud su funesta empresa; pero Valois aguzó el puñal de la Iglesia, ese puñal que no tardó en asesinar en París, a la vista de sus vasallos, al más grande de los Enrique. Mira el espantoso fruto de las disputas piadosas: generan facciones que siempre obran cruelmente, y por poco que se trate de sostenerlas se atreven a cometer las más grandes osadías; es preciso despreciarlas para destruirlas. Quien sabe conducir a los soldados puede gobernar a los clérigos; un rey cuya grandeza eclipsó la de sus antepasados, creyó sin embargo, apoyado en la fe de un confesor normando, que Quesnel era importante y Jansenio terrible. Con el sello de su grandeza dio fuerza a estas sandeces, y nacieron entonces distintos partidos; cien charlatanes revestidos de pieles, abogados, bachilleres, tenderos, capuchinos, jesuitas, franciscanos, todos turbaron al Estado con sus doctos escrúpulos; pero el regente, más sensato, los puso en ridículo y se los vio caer en el desprecio. Basta el ojo del amo, él puede hacerlo todo; así es que el dichoso cultivador de los presentes de Pomona,
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de las hijas de la primavera y de los tesoros del otoño, señor de su terreno, administra a los árboles los socorros del sol, de la tierra y de las aguas; por medio de ligeros apoyos sostiene las ramas débiles, arranca impunemente las hierbas inútiles, poda los árboles frondosos, y su dócil terreno corresponde a la cultura. Ministro laborioso de las leyes de la naturaleza, no se ve contrariado en sus dichosos designios: el árbol que plantó arduamente con sus propias manos no aspira a tener el derecho a ser estéril; y de un suelo apropiado, extrayendo una sustancia útil, no niega a su dueño una parte de los frutos de los que está cargado. Es en vano que un jardinero vecino maldiga los frutos que cuelgan y desee la maligna influencia de los cielos para que se sequen con una sola palabra las higueras y la viña. ¡Desgraciadas aquellas naciones cuyas leyes contradictorias desajustan las riendas del Estado! El senado de Roma, ese consejo de vencedores, presidía el altar y las costumbres, disminuía sabiamente el número de las vestales y disponía las fiestas de un pueblo extravagante; Marco Aurelio y Trajano confundían en el campo de Marte la gorra pontificia y la banda de los césares; y el universo, apoyado en sus felices ideas, ignoraba la desgraciada manía de las guerras escolásticas. Estos esclarecidos legisladores, llenos de gran celo, jamás combatieron por los pollos sagrados; Roma, aún hoy, conservando sus máximas, une el trono al altar con nudos legítimos. Sus ciudadanos viven en paz sabiamente gobernados; no son ya conquistadores pero son más afortunados. No pregunto por qué un rey que lleva en la mano un báculo episcopal, al salir del consejo para ir a la misión, bendice de inmediato a un pueblo contrito.
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Cada iglesia tiene sus leyes, cada pueblo tiene sus costumbres; pero tratándose de un rey empeñado en el cumplimiento de sus deberes, en mantener la paz, el orden y la seguridad, es necesario que tenga sobre todos sus vasallos la misma autoridad: todos son sus hijos. Esta familia inmensa ha depositado su confianza en los cuidados paternales de aquel que la gobierna: el soldado, el sacerdote, el mercader, el obrero, todos son igualmente miembros del Estado, y el aparato necesario de la religión confunde delante del Eterno al grande y al pequeño. Las leyes civiles comprenden igualmente al sacerdote y al ciudadano; la ley debe ser universal en todos los Estados, y los mortales, sean quienes fueren, son iguales ante ella. No me propongo hablar más sobre este delicado asunto: el Cielo no me ha destinado a regir los Estados para aconsejar a los reyes ni para enseñar a los sabios; pero desde el tranquilo puerto en que me hallo contemplando las tempestades y disfrutando de esta dichosa paz en que pienso terminar mis días, ilustrado por ti mismo y convencido de tus discursos y de tus máximas, soy de tus lecciones un fiel intérprete: mi espíritu sigue al tuyo y mi voz te emula. ¿Qué se inferirá de mi largo discurso? Que las preocupaciones son la razón de los necios; por su causa no debemos declarar la guerra ni turbar al género humano. La verdad desciende del Cielo y el error nace de la tierra; y así, el sabio debe seguir los senderos secretos a través de los espinos que no le es posible arrancar. La paz, en fin, la dulce paz que se turba y se ama, es tan digna de aprecio como la virtud bienhechora.
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INSTRUCCIONES AL PRÍNCIPE REAL DE***
Fragmentes des instructions pour le prince royal de*** (1752)
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I Debes asegurarte en primer lugar, mi querido primo, en la convicción de que existe un Dios todopoderoso que castiga el crimen y recompensa la virtud. Sabes bastante física para conocer que los antiguos errores, como que es necesario que el grano se pudra y muera en la tierra para nacer, etc., destruirían más bien la idea de un Dios creador del mundo de lo que servirían para establecerla. Sabes bastante astronomía para estar seguro de que no hay ni primero ni tercer cielo, ni región de fuego cerca de la luna, ni firmamento al cual estén pegadas las estrellas, etc., pero sí un número inmenso de planetas colocados en el espacio por la mano del eterno Geómetra. Se te ha enseñado bastante anatomía para que puedas haber admirado los incomprensibles resortes que sostienen nuestra vida. Las objeciones de algunos ateos no te hacen mella: piensa que Dios ha hecho el universo tanto como crees, si me atrevo a servirme de esta débil comparación, que el palacio que habitas ha sido edificado por el rey, tu abuelo. Deja a los topos enterrados bajo los pastos negar, si se atreven a hacerlo, la existencia del sol. Toda la naturaleza te ha demostrado la existencia del Dios supremo, y tu corazón es el que debe conocer la existencia del Dios justo. ¿Cómo podrías ser justo si Dios no lo fuese? ¿Y cómo podría serlo, si no supiese castigar y recompensar? No te diré cuál será el premio y cuál el castigo; tampoco te diré: habrá llantos y rechinar de dientes, por-
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que no está demostrado que después de la muerte tengamos ojos ni dientes. Los griegos y los romanos se reían de sus furias; los cristianos se burlan abiertamente de sus diablos, y Belcebú no tiene más crédito que Tifón. Es una gran tontería unir la religión a unas quimeras que la ridiculizan. Se arriesga destruir la religión de los espíritus débiles y perversos cuando se deshonra con absurdos la que se les anuncia. Y se comete una torpeza aún más horrible: la de atribuir al Ser supremo las injusticias y las crueldades que nosotros castigaríamos en los hombres con el último suplicio. Sirve a Dios por ti mismo, y no en base a la fe de los demás; jamás blasfemes ni como libertino ni como fanático; adora al Ser supremo como príncipe y no como fraile; sé resignado como Epícteto y bienhechor como Marco Aurelio.
II Entre la multitud de sectas en que el mundo se halla dividido actualmente, hay una que domina en cinco o seis provincias de Europa, y que se atreve a llamarse universal porque ha enviado misioneros a América y a Asia. Esto es como si el rey de Dinamarca se intitulase señor del mundo entero porque posee un establecimiento sobre la costa de Coromandel y dos pequeñas islas en América. Si esta Iglesia no tuviese otra vanidad que la de llamarse universal en el rincón del mundo que ella ocupa, esto no sería sino una ridiculez. Pero lleva su temeridad, mejor dicho su insolencia, hasta a enviar a las llamas eternas a cualquiera que no esté en su seno. No ruega por ninguno de los príncipes de la tierra que sea de una secta diferente; y es la que, for-
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zando a las otras sociedades a imitarla, ha roto todos los lazos que deben unir a los hombres. Se atreve a llamarse cristiana católica, y seguramente no es ni una cosa ni otra. En efecto, ¿qué hay menos cristiano que ser en todo opuesto a Cristo? Cristo y sus discípulos fueron pobres y huyeron de los honores: amaban la humildad y el trabajo. ¿Se reconocerá por estas señas a los frailes y los obispos que rebosan de tesoros y que han usurpado en varios países los derechos de regalía, y a un pontífice que reina en la ciudad de los escipiones y de los césares, y que no se digna hablar a un príncipe si éste no le besa antes los pies? Este contraste extravagante no choca lo suficiente a los hombres. Se sufre alegremente en la comunión romana, porque está establecido desde hace largo tiempo; si fuese nuevo, excitaría la indignación y el horror. Los hombres, aunque son ilustrados, son esclavos de dieciséis siglos de ignorancia que los han precedido. ¿Puede considerarse una cosa más baja para los soberanos de la comunión llamada católica que la de reconocer a un señor extranjero? Ya que por más que disfracen este yugo, lo cargan: estos soberanos envían a este templo de la idolatría una embajada de obediencia: tienen en Roma a un cardenal protector de su corona, pagan tributos en anatas y primicias, y mil causas eclesiásticas de sus Estados son juzgadas por un sacerdote delegado extranjero. En fin, más de un rey sufre en sus Estados el infame tribunal de la Inquisición, creado por los papas y servido por los frailes; está suavizado, pero subsiste con vergüenza para el trono y la naturaleza humana. No podrás sin reírte, oír hablar de este rebaño de holgazanes esquilados, vestidos de blanco, de gris, de negro, calzados, descalzos, con calzones y sin cal-
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zones, llenos de grasa y de argumentos, dirigiendo a devotas imbéciles, poniendo a contribución a la plebe, diciendo misas para hacer encontrar las cosas perdidas, y haciendo bajar a Dios a sus manos por algunos dineros: todos inútiles, todos a cargo de su patria y todos vasallos de Roma. Hay reinos que mantienen a cien mil de estos animales perezosos y voraces, de quienes se hubiera hecho muy buenos marineros y valientes soldados. Gracias al Cielo y a la razón que los Estados sobre los cuales debes reinar un día están preservados de este azote y de este oprobio. Repara en que no han florecido sino después de que tus establos de Ogias fueron limpiados de estas inmundicias. Observa sobre todo a Inglaterra, envilecida en otros tiempos hasta ser una provincia de Roma; provincia despoblada, pobre, ignorante y turbulenta, y ahora se divide América con España, y posee realmente la mejor parte; porque si España tiene los metales, Inglaterra tiene las cosechas que se compran con estos metales. Tiene en aquel continente las tierras que producen hombres robustos y valientes; y mientras que los miserables teólogos de la comunión romana disputan para saber si los americanos son hijos de Adán, los ingleses se ocupan de fertilizar, poblar y enriquecer dos mil leguas de terreno, y de comerciar treinta millones de escudos al año. Reinan sobre la costa de Coromandel, al extremo del Asia; sus escuadras dominan todos los mares y no temerían a las escuadras de toda Europa reunidas. Ya ves claramente que, en igualdad de condiciones, un reino protestante aventaja a un reino católico, pues posee en marineros, soldados, labradores y manufacturas lo que el otro tiene en clérigos, frailes y reliquias; debe tener más dinero efectivo, porque su pla-
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ta, en circulación, no está enterrada en los tesoros de Nuestra Señora de Loreto; porque en lugar de cubrir los huesos de los muertos, llamados cuerpos santos, debe tener cosas magníficas; porque tiene menos días de ocio consagrados a vanas ceremonias, a la taberna y al desorden. En fin, los soldados de los países protestantes deben ser los mejores porque el Norte es país más fecundo en hombres vigorosos, capaces de grandes fatigas y pacientes en trabajo, que los pueblos del mediodía, ocupados en procesiones, enervados por el lujo y debilitados por un mal vergonzoso que ha hecho degenerar a la especie de manera tan sensible, que en mis viajes he visto dos cortes brillantes que no tenían ni diez sujetos capaces de soportar los trabajos militares. Así se ha visto que un solo príncipe del Norte, cuyos Estados no estaban contados como una potencia en el siglo pasado, ha resistido a todos los esfuerzos de las casas de Austria y de Francia.
III No persigas a nadie por sus opiniones sobre la religión: esto sería horrible ante Dios y ante los hombres; Jesucristo, lejos de ser opresor, fue un oprimido. Si hubiese en el mundo un ser poderoso y maléfico, enemigo de Dios como lo han pretendido los maniqueos, su ocupación sería perseguir a los hombres. Hay tres religiones establecidas de derecho humano en el imperio; yo quisiera que hubiese cincuenta en tus Estados, cuantas más religiones hubiera, más poder tendrías sobre ellas. Considera ridícula y odiosa toda superstición, y no tendrás nada que temer de la religión: ha sido terrible y sanguinaria, y ha derribado los tronos cuando las fábulas han
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tenido crédito y cuando los errores han sido reputados santos. Es el insolente absurdo de las dos cuchillas; la pretendida donación de Constantino; la ridícula opinión de que un paisano judío de Galilea había gozado en Roma durante veinticinco años de los honores de soberano pontífice, la compilación de las pretendidas decretales, hecha por un falsario; una serie no interrumpida durante muchos siglos de leyendas falsas, de milagros impertinentes, de libros apócrifos, de profecías atribuidas a las sibilas; y es, en fin, un conjunto odioso de imposturas lo que ha hecho furiosos a los pueblos, y lo -que hace temblar a los reyes. Contempla las armas de que se sirvieron para deponer al gran emperador Enrique IV, para hacerlo arrodillar a los pies de Gregorio VII, para hacerlo morir en la pobreza y privarlo de sepultura: de este manantial salieron todos los infortunios de los dos Federico, y esto es lo que ha hecho correr la sangre de Europa durante algunos siglos. ¡Qué religión la que siempre se ha sostenido después de Constantino por las agitaciones civiles y por los verdugos! Estos tiempos han pasado, pero cuidémonos de que no vuelvan; este árbol de muerte cuyas ramas están cortadas, conserva aún raíces, y mientras la secta romana tenga fortunas que distribuir, mitras, principados y tiaras que dar, debe temerse por la libertad y por el reposo del género humano. La política ha establecido una balanza entre las potencias de Europa, y no es menos necesario que establezca otra entre los errores, a fin de que, equilibrados los unos por los otros, dejen el mundo en paz. Se ha dicho continuamente que la moral que viene de Dios reúne a todos los espíritus, y que el dogma que viene de los hombres los divide. Estos dogmas
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insensatos, estos monstruos hijos de la escuela se combaten todos en la escuela: pero ellos deben ser igualmente despreciados por los hombres de Estado, y todos deben tornarse débiles e ineficaces por efecto de la sabiduría del gobierno: son venenos que el uno sirve de remedio al otro, y el antídoto universal contra estos venenos del alma es el desprecio.
IV Mantén la justicia, sin la cual todo es anarquía y desorden. Sométete a ella en primer lugar; pero que los jueces sean jueces y no señores, que sean los primeros esclavos de la ley y no sus árbitros. Jamás consientas que un ciudadano sufra la pena de muerte, aunque sea el último mendigo de tus Estados, sin que haya tenido proceso, que harás examinar por tu consejo: este miserable es un hombre, y eres responsable de su sangre. Que en tu reino las leyes sean simples, uniformes y de fácil comprensión para todos; que lo que es cierto y justo en una ciudad no sea falso e injusto en otra; esta contradicción anárquica es intolerable. Si alguna vez tienes necesidad de dinero a causa de las desgracias de los tiempos, vende tus bosques, tu vajilla de plata y tus diamantes, pero jamás los oficios de la judicatura; comprar el derecho de decidir sobre la vida y las haciendas de los hombres es el mercado más infame que pueda haber. Se habla de simonía; ¿hay una simonía más vil que la venta de la magistratura? ¿Hay acaso alguna cosa más santa que las leyes? Que tus leyes no sean ni demasiado benignas ni demasiado severas: nada de confiscación de bienes
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a tu provecho; ésta es una tentación muy peligrosa. Las confiscaciones no son finalmente otra cosa que un robo a los hijos del culpable: ¿si no quitas la vida a estos hijos, por qué arrancarles su patrimonio? ¿No eres bastante rico sin engordar con la sangre de tus vasallos? Dos buenos emperadores, de quienes heredamos nuestra legislación, jamás admitieron estas leyes bárbaras. Los suplicios son desgraciadamente necesarios; es forzoso espantar el crimen, pero haz útiles los suplicios; que aquellos que han dañado a los hombres sirvan a los hombres. Dos soberanos del más vasto imperio del mundo han dado sucesivamente este ejemplo. Los países incultos trabajados por manos criminales, no han sido menos fértiles. Los caminos reales, conservados por sus trabajos siempre constantes, han proporcionado la seguridad y la belleza del imperio. Que la costumbre espantosa del tormento no vuelva jamás a tus provincias, excepto en el caso de que se implicase de manera evidente la salvación del Estado. El tormento fue en sus inicios una invención de los malvados, que viniendo a robar las casas hacían padecer sufrimientos a los amos y a los criados hasta que descubrían el dinero escondido; enseguida los romanos adoptaron este horrible uso contra los esclavos a los que no veían como hombres; pero jamás los ciudadanos romanos estuvieron expuestos al tormento. Sabes además que, en los países donde está abolida esta horrible costumbre, no se advierten más crímenes que en los otros. Se ha dicho tanto acerca de que el tormento es un secreto seguro para salvar a un culpable robusto y condenar a un inocente de constitución débil, que por fin las naciones han quedado persuadidas de este razonamiento.
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V El ramo de hacienda está administrado en tu reino con una economía que no debe desajustarse nunca: conserva con mucho cuidado esta sabia administración. La recaudación es tan sencilla como debe ser; los soldados no sirven para nada en tiempo de paz, están organizados para recibir las contribuciones bajo la dirección del recaudador, que por lo común es un hombre de edad, solo y sin comitiva armada. No estás obligado a mantener un ejército de empleados contra tus vasallos, y el dinero del Estado no pasa por treinta manos diferentes que retienen todas alguna parte. No debe haber fortunas inmensas conseguidas por la rapiña, a tu costa y a la de la nobleza y del pueblo. Cada recaudador lleva todos los meses el importe de lo que ha cobrado a tu tesorería; el pueblo no está esquilmado, ni el príncipe robado. No tienes en el reino una multitud de pequeños cargos civiles y empleados subalternos sin funciones, como se ven salir de abajo de la tierra en ciertos Estados donde están puestos en venta por una administración cargada de deudas. Todos estos pequeños títulos se compran caros por la vanidad, y producen a sus compradores rentas perpetuas así como el desmembramiento perpetuo del Estado. No se ve en nuestro reino una multitud de ciudadanos inútiles, con el titulo de consejeros del príncipe, que viven en la ociosidad y no tienen otra cosa que hacer más que gastar en sus placeres las rentas de esos frívolos cargos que sus padres adquirieron. Cada ciudadano vive en este reino o bien de las rentas de sus tierras, o del fruto de su industria, o de los sueldos que recibe del príncipe. El gobierno no está entrampado. Jamás he oído gritar por las calles,
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como en un país por donde he viajado en mi juventud: Nuevo edicto de una constitución de rentas, nuevo empréstito, plazas de consejeros del rey, aduana de leña, medidor de carbón. No caigas en este envilecimiento tan ruinoso como ridículo; se suspendería a un conde del imperio que se condujese así en sus tierras, y se le quitaría justamente la administración de sus bienes. Si los Estados de los que hablo están destinados a ser algún día nuestros enemigos, ¡cómo podrían conducirse con unos hábitos tan extravagantes!
VI Haz trabajar a tus soldados en el arreglo de los caminos por donde deben marchar, en allanar las montañas que deben subir, en los puertos en que deben embarcarse y en las fortificaciones de las plazas que deben defender. Estos trabajos útiles los tendrán ocupados durante la paz, y sus cuerpos se harán más robustos y capaces de soportar las fatigas de la guerra; un ligero aumento de paga bastará para que corran al trabajo con alegría. Éste era el método de los romanos: las legiones hicieron ellas mismas los caminos que atravesaron para ir a conquistar Asia menor y Siria. El soldado se carga de espaldas removiendo la tierra, pero se endereza marchando hacia el enemigo; un mes de ejercicio restablece esta pequeña ventaja exterior que seis meses de trabajo han podido desfigurar. La fuerza, la destreza y el valor valen tanto como el buen aire sobre las armas; los ingleses y los rusos son menos perfectos en el desfile que los prusianos, y los igualan en el día de la batalla. ¿Se pregunta si conviene que los soldados sean casados? Yo pienso que es bueno que lo sean, por-
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que la deserción disminuye y la población aumenta: sé que un soldado casado sirve con menos gusto lejos de las fronteras, pero vale más cuando combate en el seno de su patria. No pretendas llevar la guerra lejos de tus Estados; tu situación no te lo permite, y tu interés es el de que tus soldados pueblen las provincias en lugar de ir a arruinar las de otros reinos. Que el militar, después de haber servido largo tiempo, goce en su país de un socorro seguro; que disfrute al menos de su media paga, como en Inglaterra. Una casa para los inválidos, como aquella con la que dio el ejemplo Luis XII en su capital, puede convenir a un rico y vasto reino. Creo más ventajoso para tus Estados que todo soldado, a la edad de cincuenta años, como máximo, vuelva al seno de la familia; puede seguir trabajando en un oficio útil y puede dar hijos a la patria. Un hombre robusto puede, a la edad de cincuenta años, ser útil todavía durante veinte años: su media paga es un dinero que, aunque módico, entra en circulación en provecho de la cultura. Con tal de que este soldado reformado utilice un cuarto de acre de tierra, es más útil al Estado que lo que ha sido en el desfile.
VII Que tu reino no sufra la mendicidad; es una infamia que aún no ha podido destruirse en Inglaterra, en Francia y en parte de Alemania. Creo que hay en Europa más de cuatrocientos mil desgraciados indignos del nombre de, hombres, que tienen por oficio la ociosidad y la mendicidad. Cuando se han acostumbrado a este género de vida, no son buenos para ninguna cosa y no merecen la tierra en que deberían ser sepultados. No he visto que se tolere este opro-
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bio de la naturaleza humana en Holanda, en Suecia ni en Dinamarca, y tampoco en Polonia. Rusia no tiene bandas de pordioseros establecidos en los caminos reales para incomodar a los viajeros; es necesario castigar sin piedad a los mendigos que se atreven a hacerse temer, y socorrer a los pobres con la atención más escrupulosa. Los hospicios de Lyon y de Amsterdam pueden servir de modelo; los de París están indignamente administrados. El gobierno municipal de cada ciudad debe ser el único encargado del cuidado de sus pobres y de sus enfermos. Así es como se practica en Lyon y en Amsterdam: todos aquellos a quienes aflige la naturaleza son allí socorridos; todos aquellos a quienes sus miembros se lo permiten, son obligados a hacer un trabajo útil. Es necesario empezar en Lyon por la administración del hospicio para llegar a los honores municipales de la casa de la ciudad. En esto está el gran secreto. La casa de la ciudad de París no tiene instituciones tan sabias; le falta mucho, y el cuerpo de la ciudad está arruinado, sin poder y sin crédito. Los hospicios de Roma son ricos, pero no parecen destinados sino a recibir a peregrinos extranjeros; es una charlatanería que convoca a los mendigos de España, Baviera y Austria, y no sirve para otra cosa sino para alentar la mendicidad de un número prodigioso de pordioseros de Italia. Todo respira en Roma ostentación y pobreza, superstición y truhanería. ....................................................................................... ....................................................................................... (Falta el resto del original, que se supone desaparecido intencionalmente.)
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ÍNDICE
IPNTRODUCCIÓN ................................................................. 99 RÓLOGO ........................................................................ BIBLIOGRAFÍA ................................................................ 33 BIBLIOGRAFÍA ................................................................ 33 SOBRE EL SUICIDIO .............................................. 39 SOBRE LA INMORTALIDAD DEL ALMA ......... 61 HORRORES DE LA INTOLERANCIA .................... 27 SOBRE LA DIGNIDAD O MISERIA DE LA NATURALEZA HUMANA ......................... 79 LAS USURPACIÓN DE LOS PAPAS ...................... 65 SOBRE LA SUPERSTICIÓN Y EL ENTUSIASMO ................................................. 93 CONTRA EL CLERICALISMO ................................ 93 EL EPICÚREO ......................................................... 111 EL ESTOICO ........................................................... 125 IDEAS REPUBLICANAS ........................................ 109 HAY QUE TOMAR PARTIDO ............................... 135 EL DESASTRE DE LISBOA ..................................... 183 LA LEY NATURAL ................................................. 193 INSTRUCCIÓN AL PRÍNCIPE REAL DE *** ...... 209
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