De hero?nas, fundadoras y ciudadanas: mujeres en la historia de Chile

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DE HEROÍNAS, FUNDADORAS Y CIUDADANAS Mujeres en la historia de Chile

MARÍA GABRIELA HUIDOBRO

[editora]

De heroínas, fundadoras y ciudadanas. Mujeres en la historia de Chile

RIL editores bibliodiversidad

María Gabriela Huidobro (Editora)

De heroínas, fundadoras y ciudadanas Mujeres en la historia de Chile

305.42 Huidobro Salazar, María Gabriela H De heroínas, fundadoras y ciudadanas. Mujeres en la historia de Chile / Editora: María Gabriela Huidobro Salazar. – – Santiago : RIL editores - Universidad Andrés Bello, 2015. 202 p. ; 23 cm. ISBN: 978-956-01-0194-5   1 mujeres-chile-historia. 2 mujeres-chile-condiciones sociales.

Este libro es un Proyecto Unab - Dea 0914

De heroínas, fundadoras y ciudadanas. Mujeres en la historia de chile Primera edición: junio de 2015 © María Gabriela Huidobro Salazar, 2015 Registro de Propiedad Intelectual Nº 252.483 © RIL® editores, 2015 Los Leones 2258 cp 7511055 Providencia Santiago de Chile (56) 22 22 38 100 [email protected] • www.rileditores.com Composición e impresión: RIL® editores

Impreso en Chile • Printed in Chile ISBN 978-956-01-0194-5 Derechos reservados.

Índice

Presentación...................................................................................9 Agradecimientos...........................................................................17

Indígenas y españolas. Mujeres del siglo XVI Mujeres españolas en tiempos de la Conquista Daniel Nieto Orriols....................................................................21 La imagen idealizada de las heroínas indígenas: Guacolda, Fresia, Tegualda y Glaura María Gabriela Huidobro Salazar................................................37 ¿Solo el varón escribe la historia? Los tejidos y el mundo andino Alvaro Ojalvo Pressac..................................................................57

Religión, magia y poder en el mundo colonial Yo, Úrsula Suárez: testimonios desde un claustro colonial Patricio Zamora Navia.................................................................69 Aquelarres coloniales: reuniones de mujeres en los espacios Hispano-Virreinales del siglo XVIII Natalia Urra Jaque.......................................................................83

Mujeres extraordinarias en el Chile republicano El siglo XIX La Quintrala: la figura mítica de la mujer en La Colonia y el discurso liberal del siglo XIX Verónica Ramírez Errázuriz ......................................................105 Mi muy querida Javiera, mi muy amada Mercedes: Dos mujeres en la vida de José Miguel Carrera Cristóbal García-Huidobro Becerra...........................................121 La Sargento Candelaria Gonzalo Serrano del Pozo..........................................................133 Cloróticas, histéricas y nerviosas. Las enfermedades de las mujeres y sus usos en el Chile urbano, 1850-1910 María José Correa Gómez..........................................................147

Bibliografía................................................................................167 Notas.........................................................................................181 Los autores.................................................................................199

Presentación

Tradicionalmente, y al menos hasta fines del siglo XIX, la disciplina histórica centró el conocimiento, el recuerdo y el relato del pasado en las acciones de sus grandes hombres. Con algunas excepciones, la memoria oficial de los siglos anteriores se construyó desde una mirada masculina. La Historia, aquella de las acciones humanas en el tiempo, había trascendido con las formas que la historia, en cuanto ciencia y relato, había ofrecido sobre ella. Pues Historia e historia no refieren exactamente a lo mismo. Mientras la primera corresponde a los acontecimientos y procesos humanos desarrollados y sucedidos en el tiempo, la segunda es aquella que los rescata y recuerda a través de su indagación, conocimiento, reconstrucción y narración. La tendencia natural podría llevarnos a pensar en ellas en un plano que las funde y homologa, pero la memoria del pasado no es igual al pasado en sí. Su recuerdo y relato suponen la recreación de éste mediante el trabajo y el prisma del historiador y del lector, quienes se conectan con otras épocas a través de la mediación de las fuentes. Todo historiador elige un propósito para su historia desde una definición dada por la visión de su propio mundo. En ese proceso, hay siempre una carga de subjetividad que confiere a esa reconstrucción del pasado un sentido que dialoga con las inquietudes e intereses del presente. Tal como decía Johan Huizinga, la historia «es la forma espiritual en que una cultura se rinde cuentas de su pasado»1. La historia en Chile, tal como ha ocurrido con esta disciplina en el mundo occidental, tendió a dar a su pasado un sentido marcado por la cosmovisión imperante: una en que primaba el rol público de los hombres y en que la política, la diplomacia, la economía y las guerras eran objetos centrales de su preocupación. Sin embargo, la Historia de Chile es más amplia que tal relato. Es aquella de las acciones de toda su sociedad en el tiempo, no solo la de presidentes, generales o héroes militares. Es la de todos quienes 9

María Gabriela Huidobro Salazar et al.

han participado individual y colectivamente en su diario quehacer. Es la historia de hombres, mujeres y niños. No hace falta realizar un estudio cuantitativo para concluir que la sociedad chilena a lo largo de toda su Historia se ha compuesto por hombres y mujeres. No obstante, las acciones de estas últimas y su participación en el devenir de Chile en el tiempo no han sido registradas por las fuentes y por la memoria oficial en la misma medida que la de los hombres. Los primeros esfuerzos por destacar a las mujeres chilenas en la Historia habían sido aquellos que, quizás con una voluntad de compensación y aun distanciados de los paradigmas más vanguardistas en la materia, se habían concentrado en la memoria de las grandes heroínas. Con todo, se trataba de relatos biográficos que, mediante obras noveladas o crónicas, reconocían la condición extraordinaria de estos personajes, precisamente por tratarse de aquellas que habían trascendido a su propia condición femenina2. Seguían así una línea de estudios como la que Vicente Grez había desarrollado a fines del siglo XIX con Las mujeres de la Independencia (1878). Se trataba de trabajos de carácter mayoritariamente descriptivo, que al buscar la exaltación del personaje, no cuestionaban las fuentes, sino que destacaban los aspectos más extraordinarios —y quizás legendarios— de estas mujeres. Volvemos entonces a la confrontación entre Historia e historia. Las mujeres chilenas han estado presentes en la primera, pero no necesariamente esto se ha visto reflejado en la segunda. Al menos, así fue hasta mediados del siglo XX. Los motivos pueden hallarse en los fundamentos culturales, en la cosmovisión e imaginarios que dominaron a nuestra sociedad hasta hace unas pocas décadas. No se trata de una ausencia de mujeres en la Historia, sino en el relato escrito de nuestro pasado, por un motivo que no responde a una cuestión de sexo, sino de género. Es este último, en cuanto conjunto de imágenes, roles y discursos que revisten a hombres y mujeres, el que incide finalmente en la definición de los atributos masculinos y femeninos, y en el modo en que éstos son concebidos, tratados y formados para actuar3. Debía forjarse, por tanto, un cambio en los paradigmas culturales de la sociedad chilena. Mientras las mujeres comenzaban a irrumpir 10

Presentación

en los espacios públicos y a apropiarse de la definición de sus propios atributos y posibilidades, la historia también se volcaría a buscar su participación en los acontecimientos del pasado. La tendencia historiográfica experimentó este giro en la medida en que los paradigmas de la disciplina cambiaron también a nivel internacional. Desde mediados de siglo XX y en el contexto del surgimiento y auge de los movimientos feministas, la historia de género desarrolló un giro hacia el pasado con una mirada revisionista. El precursor trabajo de Simone de Beauvoir (1908-1986) y, posteriormente, los estudios de la norteamericana Joan Scott abrieron una veta para buscar en los procesos históricos la participación de la mujer como sujeto activo, promoviendo la toma de conciencia de la identidad de género4. Para 1990, La historia de las mujeres en Occidente de Michelle Perrot consolidaba los estudios históricos sobre la mujer como una línea de investigación relevante: una que no proponía un camino paralelo en la historia, sino un espacio que completa y constituye los relatos del pasado, ampliando la visión sobre éste desde una perspectiva más global. De esta manera, apoyándose en los marcos teóricos, fundamentos conceptuales y motivaciones ideológicas de corrientes como la historia social, la historia de género y la historia de las mujeres por la nueva historia, los investigadores en Chile han asumido desde hace algunos años la tarea de rescatar a los personajes y roles femeninos desde el pasado. Algunos de ellos han surgido de la mano con el compromiso político o ideológico de las luchas feministas y de la participación igualitaria de la mujer en la sociedad5. Otros han atendido a la ampliación de la mirada histórica y cultural de Chile sobre su pasado y presente. Entre ellos, cabe destacar el libro Perfiles revelados. Historias de mujeres en Chile, siglo XVII-XX, de Diana Veneros (1997), el completo trabajo editado por Joaquín Fermandois y Ana María Stuven con el título Historia de las mujeres en Chile (2010-2011) y la compilación de ensayos de Sonia Montecino, Mujeres chilenas: fragmentos de una historia (2012), orientados a reflexionar sobre lo femenino en Chile. El interés se ha centrado particularmente en la historia de las mujeres en el último siglo, tal como se expone en Mujeres: historias chilenas del siglo XX, de Julio Pinto (2010). 11

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Todos estos estudios, a fin de cuentas, han contribuido a superar una mirada parcial y masculina de la Historia, aportando a la memoria nacional desde sus aspectos social, cultural, político y privado. Así, la historia de Chile ha abierto espacio para una historia de las mujeres que trabaja por develar y destacar los diversos roles y protagonistas femeninas en los principales procesos del pasado nacional, desde los ámbitos doméstico y privado, hasta el mundo público, laboral, legislativo, educacional, militar, artístico, intelectual y político. Con todo, en este contexto, aún hay trabajo por hacer. Éste es el marco en que se presenta el libro De Heroínas, Fundadoras y Ciudadanas. Mujeres en la Historia de Chile. Más que descubrir a nuevos personajes y roles de las mujeres en Chile, los trabajos en él contenidos buscan volver sobre su Historia con otra mirada desde la historia. No se trata solo de un juego de palabras, sino de la perspectiva propuesta para abordar el objeto de estudio. Mientras algunos especialistas han buscado desentrañar nuevos nombres, roles o ámbitos de participación femenina en el pasado, aquellos que han sido antes estudiados requieren siempre de una nueva mirada que responda al enfoque crítico e inquisitivo del tiempo presente. Ésta es la perspectiva que para esta oportunidad hemos adoptado. Los autores de este libro se han vuelto sobre fragmentos del pasado de Chile entre los siglos XVI y XIX para analizar y problematizar aquella frontera en la que se construye la memoria histórica: entre los hechos y su relato, entre la Historia y su historia. Los siguientes capítulos redescubren a diversas mujeres del pasado de Chile en su condición individual y colectiva, y en la diversidad de roles que jugaron en la relación con su realidad histórica y con la conformación de la cultura y la memoria sobre el pasado de Chile. No se trata, por tanto, de biografías que exalten el carácter extraordinario de algunos personajes solo con la intención de enriquecer los registros anecdotarios, ni tampoco se espera estereotipar algunos roles femeninos que habrían dominado al ser de las mujeres en los siglos pasados. Antes bien, la perspectiva de cada capítulo se orienta a comprender el valor de las mujeres chilenas en la conformación de una historia de Chile, o el sentido que su retrato y recuerdo confieren a la memoria histórica nacional. 12

Presentación

A partir de esta base, el libro se ha estructurado sobre tres ejes, definidos de acuerdo a la periodificación tradicional de la historia de Chile. Cada uno de ellos se compone de capítulos que, con diversas aproximaciones y sujetos de estudio, se proponen re-descubrir individuos y grupos femeninos para desentrañar y comprender el proceso que llevó a la conformación de estas mujeres de la Historia en personajes y arquetipos históricos. La primera parte de la publicación se aboca, así, al análisis de las figuras femeninas que participaron en el proceso de la llamada conquista y colonización de Chile hacia el siglo XVI. Partiendo de categorías definidas por el origen de las mujeres a tratar, sus respectivos autores analizan el rol de las mujeres en el contexto de conquista, comprendiéndolos a través de las figuras más representativas, de acuerdo a la historiografía tradicional. En esta línea, Daniel Nieto estudia el papel de las mujeres españolas que llegaron a Chile en la segunda mitad del siglo XVI, deteniéndose en el proceso que las llevó a adaptarse desde su condición de género definida en Europa, al contexto y los desafíos del Nuevo Mundo. Con mujeres como Inés de Suárez, Mencía de Nidos e Inés de Córdoba surgiría un nuevo arquetipo femenino que las fuentes rescatarían para conferirles un sentido acorde a los propósitos subyacentes al proceso de conquista. Frente a las españolas, las indígenas, por su parte, son analizadas por María Gabriela Huidobro, a partir del testimonio de los cronistas y poetas hispanos, que concilian igualmente su experiencia en Chile con la cosmovisión europea, construyendo así el retrato de las más conocidas heroínas de Arauco: Tegualda, Glaura, Guacolda y Fresia. Este primer eje no estaría completo, sin embargo, si no intentásemos buscar también un retrato de las mujeres indígenas a partir de su propio testimonio. De esta labor se hace cargo Álvaro Ojalvo, quien se enfrenta al desafío de utilizar fuentes no escritas, interpretando especialmente los telares como testimonio visual del rol y lugar de las mujeres en las comunidades indígenas. La segunda parte del libro avanza en el tiempo para abordar dos tipos femeninos del mundo chileno colonial. El primero, analizado por Patricio Zamora, corresponde al caso de las monjas, estudiado a 13

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partir del testimonio de Úrsula Suárez entre los siglos XVII y XVIII. Su historia permite confrontar las fuentes históricas con el imaginario popular, dotando a este último de antecedentes poco conocidos que permiten reconstruir parte del modo de vivir en los conventos del mundo colonial. El segundo tipo, a cargo de Natalia Urra, es el de la historia de las brujas y los aquelarres, categorías que, surgidas en Europa, también tuvieron vigencia en el Nuevo Mundo, dando cuenta de los imaginarios propios de la sociedad de la colonia. Finalmente, el tercer eje de la publicación gira en torno a las primeras décadas de la historia republicana de Chile, esto es, el siglo XIX. La atención en esta parte se centra en revisar y redescubrir la historia de mujeres que para la memoria nacional han destacado como personajes extraordinarios. El objetivo de los autores consiste, en estos casos, en volver sobre el testimonio ofrecido por las fuentes para comprender e interpretar el retrato que éstas ofrecen sobre las mujeres en el contexto de su producción escrita. En la contraposición del mundo colonial y del periodo republicano, Verónica Ramírez analiza el rol simbólico de la Quintrala como personaje histórico y literario para el siglo XIX. Cristóbal García-Huidobro vuelve sobre las mujeres vinculadas a José Miguel Carrera, su esposa Mercedes y su hermana Javiera, para destacar la historia femenina que se ha mantenido a la sombra de la figura masculina del general. Gonzalo Serrano, por su parte, revisa la historia de la sargento Candelaria, desde los acontecimientos militares que la destacaron en su tiempo y a través del proceso de construcción de su retrato, como heroína y modelo patriótico a mediados del siglo XIX. Los capítulos concluyen, finalmente, con un apartado de María José Correa, dedicado a analizar las construcciones culturales que giraron en torno a las mujeres como sujetos y objetos de análisis desde la mirada de la medicina de fines del siglo XIX. Los testimonios formulados en el periodo desde una perspectiva científica dan cuenta de las ideas médicas sobre las mujeres, que incidieron en la configuración de la ciencia médica moderna y en el modo en que el género femenino fue entendido en los umbrales del siglo XX. El libro cierra así con un nuevo ejercicio de análisis propuesto entre la realidad de las mujeres y un relato construido sobre ellas. 14

Presentación

El estudio de los casos mencionados permite analizar, de esta manera, el proceso en que la Historia se hace historia, es decir, el proceso por el que adquiere un sentido y un valor para la construcción de la cultura y de la memoria colectiva de Chile. Para comprender tal dinámica, los autores han revisado y contrastado testimonios documentales y tradiciones historiográficas, historia y literatura. El resultado es así, un libro que, procurando un trabajo riguroso, ofrece al mismo tiempo un narración que re-crea la historia de algunos personajes y arquetipos femeninos constitutivos del pasado de Chile, en el contexto de la ampliación y profundización de las miradas históricas sobre el mismo.

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Agradecimientos

El libro De heroínas, fundadoras y ciudadanas. Mujeres en la historia de Chile es el resultado de la iniciativa del programa de Licenciatura en Historia de la Universidad Andrés Bello, Viña del Mar, y de la Dirección de Extensión Académica de esta casa de estudios. La publicación surge del seminario realizado en agosto del año 2014, bajo el mismo título, como una instancia dirigida a un público general para tratar con una perspectiva académica, pero al mismo tiempo con un formato ameno, el estudio de las mujeres en la historia nacional, condición que inspira igualmente estas páginas. Agradecemos al Club Naval de Campo Las Salinas por haber acogido esta actividad por segundo año consecutivo. Asimismo, agradecemos a los académicos de la Universidad Andrés Bello y a los profesores invitados a participar en esta iniciativa por su cuidadoso trabajo y entusiasta colaboración.

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Indígenas y Españolas. Mujeres del siglo XVI

Mujeres españolas en tiempos de la Conquista

Daniel Nieto Orriols

Chile, la conquista y la mujer Alejada en el tiempo, la conquista de Chile podría parecer un proceso arcano e inmutable. No obstante, una aproximación a los tiempos fundacionales de la América española permite comprender cómo el establecimiento de una nueva realidad histórica supuso la reinterpretación de algunos roles que parecieran haber sido inmóviles y bien definidos en el pasado. En este sentido, el ordenamiento de la sociedad en el Nuevo Mundo bajo los principios de la cultura hispana requirió de una multiplicidad de adaptaciones, lo que se vislumbra, en Chile, con una interesante perspectiva para el caso de la mujer española. Sin duda, todo proceso de reorganización de una realidad sociocultural se desarrolla inicialmente de manera confusa, lo que se percibe con especial sentido en los contextos de encuentro entre pueblos6. En este marco, el proceso de construcción de la sociedad chilena durante el siglo XVI confluyó en una realidad que supuso profundas incoherencias entre los márgenes y categorías sociales europeas y las que efectivamente se desarrollaron en tierras americanas. En Chile, los roles tradicionalmente ordenados por la cultura cristiana occidental se vieron inmersos en circunstancias que no admitieron su desarrollo automático y pleno, lo que devino en un conjunto de prácticas que se comprenden bajo un contexto novedoso que da cuenta de las necesidades de su redefinición. En este sentido, el devenir de la conquista americana se instauró como terreno de suma fertilidad para el cultivo de identidades y de alteridades, lugar en que 21

Daniel Nieto Orriols

«la sexualidad así como los estereotipos asociados a ella juga­ron un papel muy importante, en la medida en que permitieron elaborar una serie de repre­sentaciones identitarias capaces de articular y legitimar las nuevas relaciones de domi­nación»7. En este proceso, entonces, la mujer española se vio inmersa en un devenir que requirió de exigencias anímicas y conductuales que no siempre estuvieron en coherencia con los estereotipos europeos de su época. Esto condujo a una serie de resignificaciones que otorgaron, a la vez que identidad y legitimidad a la conquista, comprensión a un proceso donde el conflicto, la hostilidad y los drásticos cambios en el acontecer requirieron de una nueva categorización de los roles femeninos tradicionalmente aceptados. Bajo este contexto, la identificación de una identidad y rol unívocos para la mujer del Nuevo Mundo no resulta sencilla de aprehender, toda vez que los encuentros entre pueblos y los procesos de aculturación siempre ofrecen horizontes farragosos y, por tanto, complejos de dilucidar8. Las fuentes dan buena cuenta de ello, pues en éstas se conjuga una visión de América que, por una parte, hizo comprensible una realidad nunca antes vista y, por otra, desarrolló un rol legitimador del proceso de conquista y evangelización hispano en América. Son, de este modo, documentos que se proponen consignar información que no atañe a las mujeres de manera directa, sino solo en la medida de su utilidad para los objetivos político-culturales de la conquista. Precisamente por esto, acercarnos a una imagen sobre la mujer hispana representa un desafío, pues aun cuando las fuentes sobre la conquista las refieren, no suelen centrar su atención en éstas, sino solo de manera tangencial. Ello, porque su punto de interés es el ámbito de lo público, espacio históricamente otorgado al hombre en la sociedad occidental9. En este contexto, los aspectos políticos y bélicos constituyen el centro de atención de quienes dejaron registro escrito del avance hispano en Chile. Lo anterior se comprende tanto por las características de la sociedad hispana de la época como por el espíritu que anima los relatos, los que intentan conferirle una connotación épica al proceso de conquista y al protagonista preferencial de la epopeya, el héroe, que por definición se encontraba representado por el hombre10. 22

Mujeres españolas en tiempos de la Conquista

Pues bien, las principales fuentes para el estudio del Chile del siglo XVI son de carácter textual y ofrecen un relato de la conquista y de los primeros años de colonia en dos géneros literarios, esto es; la prosa, a través de las crónicas de conquista y de las cartas de conquistadores, y el verso, a través de los poemas épicos11. Ambos soportes, aunque en tonos diferentes, se proponen narrar las aventuras, penurias y conflictos de los primeros grupos de conquistadores hispanos en territorio chileno12, otorgando orden y comprensión a una realidad desconocida por los europeos del siglo XVI. Se trata, entonces, de una construcción narrativa del Nuevo Mundo que configura una imagen de éste en directa relación con los ámbitos político y cultural de la España de la época. En este sentido, los relatos no nos explican la realidad tal cual sucedió, sino que ofrecen una representación de la misma a partir de las ideas, conceptos, creencias y formas de entender el mundo de sus escritores. En otras palabras, son resultado de la cosmovisión de sus autores13. Por ello, su contenido explícito no es tan significativo como el que subyace bajo la narración, pues en ocasiones no es tan relevante lo dicho por los cronistas como su modo de expresarlo. Esto es, en suma, lo que nos permite formar una imagen de los hechos de la conquista en directa relación con las ideas de quienes las promovieron a través de sus tiempos. Y así, desde éstas, nuestro desafío implica conocer y comprender a la mujer española de la época.

La mujer en la conquista: algunos aspectos preliminares Con pocas excepciones, la mujer no constituyó un sujeto de frecuente interés para quienes retrataron la conquista en el siglo XVI14. Cuando algunas destacaron en relatos del período, no lo hicieron por conservar un comportamiento esperado a su género, sino por desarrollar, de uno u otro modo, un proceder distinto que las destacó del grupo y las erigió en personajes remarcables en los relatos de los primeros años del proceso fundacional chileno15. Ahora bien, cabe señalar que aun cuando ciertas mujeres fueron individualizadas, el retrato de españolas e indígenas no pudo efectuarse bajo el mismo prisma, puesto que, para el caso hispano, el comportamiento femenino 23

Daniel Nieto Orriols

debía responder a un conjunto de principios que dieran cuenta de su condición espiritual superior, transformándose así en íconos y evidencias de un mundo civilizado. Bajo este contexto, para comprender el modelo de la mujer hispana en América, puede resultarnos útil un ejercicio comparativo entre ésta y su antítesis, a saber, la indígena. Sobre ellas, en un sentido colectivo, Ercilla ofrece un retrato que las relaciona de manera explícita con categorías de tipo belicoso y varonil, lo que podría comprenderse como un recurso para estereotiparlas en función de un modelo legitimador, que la categorizara en una condición de inferioridad y salvajismo propio del Nuevo Mundo y, por lo mismo, susceptible de civilizar16. Así, sobre las araucanas nos comenta: Con varonil esfuerzo los seguían… El mujeril temor de sí lanzando Y de ajeno valor y esfuerzo armadas Toman de los ya muertos las espadas… De medrosas y blandas de costumbre Se vuelven temerarias homicidas. (La Araucana, X, 3-4)

El retrato de Ercilla se enmarca dentro de un amplio registro de representaciones sobre América que se proponen otorgar una connotación de alteridad al indígena a partir de los modelos y patrones culturalmente aceptados en el Viejo Continente17. Este tipo de prácticas resultó frecuente en los procesos de conquista a lo largo de América, lo que se pone en evidencia a través de numerosos tratados que aludieron a las etnias en función de su carácter incivilizado18. Se trata, pues, de establecer en los indígenas una condición que permitiera legitimar el imperialismo hispano como proceso civilizador y evangelizador en una tierra ignota19. A este respecto, no debemos olvidar que la conquista de Chile estuvo circunscrita en el proceso de expansión del imperio español de la época de Carlos I —o Carlos V, si se prefiere—, quien se había establecido como el defensor del catolicismo en Europa —a través de sus guerras contra la herejía protestante— y en América, mediante

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Mujeres españolas en tiempos de la Conquista

la evangelización e incorporación de los grupos de indígenas a la fe cristiana y a la corona española20. Sin duda, este aspecto adquiere mayor comprensión si se considera que el proceso de evangelización y de expansión política supusieron para la corona española un proceso unívoco, íntimamente relacionado y donde la cultura hispana y la religiosidad católica constituían una realidad indisoluble21. La evangelización se correspondía con el proceso de conquista, pues los mecanismos utilizados contemplaban la aculturación y la integración de los conquistados a la corona, pasando a ser, mediante el bautismo, miembros de la Iglesia Católica y, a través de la conquista política, súbditos del rey. Por eso, la categorización de los indígenas a partir de ciertos aspectos de orden político y cultural no fue una novedad chilena, sino que respondió a las necesidades propias de un procedimiento para integrar una nueva realidad descubierta a los principios y categorías culturales de los europeos22. Se trata, entonces, del ordenamiento narrativo de un proceso histórico, en el cual decantaron los estereotipos, las ideas y las preconcepciones de un imaginario sobre lo que se esperaba encontrar en las tierras americanas, criterios que fueron aplicados en función de las necesidades de conquista, evangelización y dominio político. Desde esta perspectiva, para el caso chileno, las imágenes y categorizaciones de la indígena se habrían ideado con el fin de demostrar y promover su condición de bárbara, lo que podríamos suponer como contraste al modelo femenino hispano, entendido como el de mujer civilizada, estrictamente arraigado a la tradición cristiana, fundado y definido por un sistema social y político de orden patriarcal23. En efecto, para la época en cuestión, el modelo de mujer europea ordenaba su comportamiento bajo un conjunto de prácticas que la definían desde la infancia y que la guiaban a lo largo de su vida. Estos principios se encontraban estrictamente ligados a su género y estructuraban su desenvolvimiento en el ámbito de lo privado, quedando así el espacio público al dominio masculino. No es sino fruto de una sociedad donde el modelo o arquetipo femenino lo configuraba la Virgen María, y donde la participación de la mujer se planteaba en función de la figura masculina. Asimismo, conductas y condiciones

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Daniel Nieto Orriols

como la virginidad, la fidelidad y la religiosidad constituían las más adecuadas al objetivo central de su existencia, entendido como la vida familiar. En este sentido, el acontecer femenino se comprendía en tres roles que la mujer debía desempeñar durante su vida con el mayor cuidado posible de su honor: sus roles eran, como niña, el de hija, y como mujer, el de esposa y madre. Se trata entonces de un modelo que promovía para cada etapa de la vida el desarrollo de las labores femeninas en directa relación con el concepto de santidad. Se esperaba que la mujer imitara un comportamiento tradicional que primero la prepararía y luego la consolidaría en su rol de madre y esposa. Su formación intelectual se encontraba profundamente arraigada en las Sagradas Escrituras y en la vida de santos y santas, puesto que se esperaba mostraran un comportamiento ejemplar que respondiera y fortaleciera el honor masculino, en profunda dependencia de lo que la mujer pudiera demostrar. Asimismo, como madres debían encargarse de la educación de los hijos, entregando una formación en valores, principios y creencias cristianas que, por su parte, debían evidenciar a través de la práctica. De este modo, fue un rol íntimamente relacionado al espacio privado. La mujer debía desarrollar su femineidad en función de la familia, lugar considerado como inherente a su naturaleza por el hecho de ser madre. En esta línea, si bien el poder político y el ejercicio de la potestad familiar y estatal eran entendidas como actividades del espacio de dominio del hombre, la labor que resultaba propiamente masculina era la guerra, cuya definición suponía el desarrollo de los valores y principios viriles24. Para la cultura occidental, la guerra constituyó, desde época grecolatina, un ámbito propiamente varonil25, lo que se mantuvo y fue reforzado durante el medioevo a través de un imaginario en el que contribuyeron las obras de caballería, basadas en la lucha por el amor de una mujer, y de cruzados, sobre guerreros en defensa de causas de la fe. De esta manera, cuando Ercilla señala a la mujer indígena a partir de categorías masculinas, pareciera otorgarles una naturaleza inadecuada a su función maternal, lo que bien podría entenderse 26

Mujeres españolas en tiempos de la Conquista

como recurso para evidenciar una condición de incivilización necesaria de evangelizar y civilizar. Así, Ercilla advierte de las araucanas en la guerra: No sienten ni les daba pesadumbre Los pechos al correr ni las crecidas Barrigas de ocho meses ocupadas Antes corren mejor las más preñadas. (La Araucana, X, 5)

Sin duda, la imagen que el poeta ofrece sobre las indígenas propicia entenderlas en un comportamiento opuesto a los cánones europeos, lo que podría comprenderse bajo el contexto de legitimación de la conquista. Al señalar actitudes y actividades incoherentes entre sí — como son la maternidad y la actividad bélica—, el poeta construye una imagen de las araucanas que deberíamos asumir en oposición a la española. El comportamiento de esta última se definía, en cambio, mediante patrones expuestos en la literatura y los textos educativos para la formación de la mujer cristiana, que con posterioridad y una vez constituidas las bases coloniales, serían integradas en América para la formación de la mujer de Hispanoamérica. Este aspecto constituyó una preocupación de la corona española desde los tiempos de la reina Isabel y el rey Fernando. Una real cédula de la reina de Castilla daba buena cuenta de dicha preocupación: Yo he sido informada que se pasan a las Indias muchos libros de romance de historias varias y de profanidad, como son el Amadís y otros de esta calidad; y porque éste es mal ejercicio para los indios e cosa en que no es bien que se ocupen ni lean, por ende, yo vos mando que de aquí adelante no consintáis ni deis lugar a persona alguna a pasar a las Indias libros ningunos de historia y cosas profanas, salvo tocante a la religión cristiana e de virtud, en que se ejerciten y ocupen los dichos indios e los otros pobladores de las dichas indias, porque a otra cosa no se ha de dar lugar26.

Un buen ejemplo del esfuerzo por civilizar y otorgar a la mujer un rol de acuerdo con su género y con su naturaleza lo constituyó el 27

Daniel Nieto Orriols

tratado escrito por Juan Luis Vives, quien a partir de los presupuestos de la época escribió el conocido y divulgado manual de Instrucción de la mujer cristiana. En él señalaba los principales aspectos a considerar para una formación de mujeres que, una vez adultas, desarrollaran su vida en función de su naturaleza. Así, el manual advierte sobre aspectos como la importancia de la virginidad27, el trato de la mujer con su cuerpo28, el uso de adornos y el embellecimiento29, entre otros. Como si se tratara de un cuadro argumentativo, el autor acude a constantes referencias a la Biblia y a escritores religiosos. Cabe señalar, no obstante, que las categorías femeninas del siglo XVI no fueron una construcción sociocultural exclusiva de esa época, sino que respondieron a una tradición de la cultura europea que, desde tiempos grecolatinos, otorgó un rol a la mujer en el ámbito familiar y privado30. Estas ideas, que constituyeron presupuestos clásicos, fueron cargadas de sentido para los siglos XV y XVI, donde el movimiento cultural del humanismo renacentista31 español se caracterizó por resignificar el ideario cultural grecorromano en función de objetivos y principios cristianos. Así, la concepción de la mujer desarrollada bajo una perspectiva masculina europea tradicional se consolidó. Tal como advierte Fantazzi, «el humanismo fue un movimiento dirigido por hombres que aceptaban la evaluación de la mujer de los autores antiguos, compartiendo buena parte de su perspectiva misógina»32. Habida cuenta de esto, es posible entender que las fuentes no centren su atención en las mujeres, pues su relegación a lo familiar las habría alejado de los espacios públicos de poder, ámbito principal de atención para los cronistas y poetas de la conquista de América. De este modo, cuando se refieren a la mujer hispana, suelen hacerlo en colectivo, abordándola de manera tangencial o en referencia a algún hombre. No obstante, algunos autores identificaron casos ejemplares, que bien por su comportamiento circunstancial, bien por su rol activo en el proceso de conquista, constituyeron, a ojos de los hispanos, episodios dignos de ser registrados. Y es precisamente a partir de estos que es posible comprender a la mujer española en el devenir de la

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Mujeres españolas en tiempos de la Conquista

conquista, pues sus individualizaciones respondieron, al igual que en el caso de las indígenas, a comportamientos que les otorgaron una categorización diferente a la mayoría.

La mujer española: algunos casos de estudio Como se ha referido, las fuentes que narran la conquista constituyen documentos que denotan un espíritu heroico, por lo que buena parte de los datos que registran responden a construcciones narrativas del pasado desde una óptica que les otorga un carácter enaltecido. Para el caso de las crónicas, si bien se proponen otorgar sentido a una narración que, además de concebirse como cronología, generalmente se propone como relación copiosa, el contenido de la misma es resultado de un proceso de selección realizado por su autor. Por eso, la información que allí se ordena no es sino aquella considerada imprescindible de perpetuar hacia futuro. En el caso de las gestas de guerreros, el asunto resulta de suyo adecuado a los afanes de legitimación, de trascendencia y de servicio a la corona33. Sin embargo, resultan curiosos aquellos casos de mujeres que, siendo españolas, son referidas en situaciones y comportamientos incoherentes para los cánones de su tiempo. A este respecto, cabe destacar una de las individualizaciones propuestas por Alonso de Góngora Marmolejo. Cuenta el cronista que frente a los rumores sobre un movimiento numeroso de indígenas que se dirigía hacia Concepción para asediar la ciudad, el gobernador Francisco de Villagra decidió despoblarla para resguardar su seguridad. En ese contexto: … fue gran lástima ver a las mujeres ir pasando los ríos descalzas, aunque entre ellas hubo una tan valerosa que con ánimos más de hombre que de mujer, se puso (…) diciendo palabras de mucho valor; y tales que movieran el ánimo a cualquier hombre amigo de gloria o virtud. Mas Villagra no curó de ello, aunque en su presencia le dijo: «Señor General (…) váyase vuestra merced; que las mujeres sustentaremos nuestras casas y haciendas, y no dejarnos así ir perdidas a las ajenas, sin ver por qué, mas de por una nueva que se ha echado por el 29

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pueblo que debe haber salido por un hombrecillo sin ánimo» (…) Villagra aprovechó poco lo que esta señora llamada Mencía de los Nidos dijo. Si esta matrona fuera en tiempos que Roma mandaba el mundo y le acaeciera caso semejante, le hicieran templo donde fuera venerada para siempre34.

Tanto la actitud como el discurso de la mujer no resultan coherentes con el modelo femenino de la época. Así queda en evidencia cuando Mencía de los Nidos, la mujer destacada del grupo, es individualizada por el cronista a partir de un espíritu que resalta en relación con el ánimo y el valor masculinos. Ello se reafirma al analizar las supuestas palabras de la española, quien se aparta de su rol tradicional de mujer sumisa y sin intervención en el escenario público para erigirse con protagonismo a través de una alocución que pretende, por un lado, entregar recomendaciones al gobernador e instarlo a no movilizar a los hombres de la ciudad y, por otro, erigir a la mujer como la sustentadora de su hogar. Ambos propósitos se condicen con modelos femeninos inconexos en la cultura europea. Más bien, parecen asentarse en una nueva categorización de la que el mismo cronista da cuenta al apuntar el carácter varonil de la mujer. El caso de Mencía de los Nidos no es el único. Otras mujeres relevantes adquirieron un espacio en las crónicas de conquista dando cuenta de ciertas actitudes que, incluso en ocasiones belicosas, las destacaron por un liderazgo guerrero, profundamente distanciado del rol que, al menos en principio, podría haberse esperado de ellas. En este escenario, un caso de interés es el de Inés de Suárez, a quien Góngora Marmolejo destaca por su comportamiento aguerrido bajo el ataque de Michimalonco a Santiago el 11 de septiembre de 1541. El cronista relata que en uno de los fuertes hispanos, Valdivia tenía a siete caciques capturados en la guerra, lo que habría ocasionado el impetuoso ataque indígena. Ante la ausencia de Valdivia, la arremetida habría deteriorado la fuerza hispana y menoscabado su moral guerrera. En ese contexto —y luego de haber participado curando a los soldados heridos—, Inés de Suárez asumió el liderazgo del grupo, ordenando a los españoles decapitar a los caciques indígenas, en una 30

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clara actitud estratégica para el amedrentamiento de los guerreros araucanos. Los soldados, sin embargo, respondieron con actitud y comentarios dubitativos y timoratos. Así, cuenta el cronista: Oyó estas voces doña Inés de Suárez que estaba en la misma casa, donde estaban presos, y tomando una espada en las manos se fue determinadamente para ellos (…) y diciéndole Hernando de la Torre más cortado de terror que con bríos: señora, de qué manera los tengo yo que matar? Respondió ella: de esta manera, y desenvainando la espada los mató a todos con tan varonil ánimo como si fuera un Roldán, o Cid Rui Díaz. No me acuerdo haber leído historias en donde se refieran tan varoniles hazañas como las ocurridas en este reino, que se pueden comparar con aquellas famosas de la antigüedad35.

Nos encontramos ante uno de los episodios más representativos de la crónica sobre una actitud eminentemente masculina realizada por una mujer peninsular. La gesta no solo es señalada por el cronista, sino también destacada como una situación propia del reino de Chile, comparable a ciertos casos míticos de la antigüedad36. Sin duda, el ánimo que acompaña el relato da cuenta de actitudes y comportamientos de mujeres que no dejaron de ser curiosos a ojos del autor, quien plasmó, si no la reprobación, al menos sí el inesperado rol que adquirieron los casos reseñados. En último término, éstos constituyeron parte de una selección relevante sobre aquello que debía ponerse en conocimiento para los lectores europeos de la crónica. Ahora bien, aun cuando Inés de Suarez sea posiblemente la más conocida de las mujeres de la conquista —sea por la imagen que otorgaron las crónicas o por las acusaciones a Valdivia por su relación con ella37—, otra Inés fue destacada por la poesía épica, ganado un espacio entre los versos de Purén Indómito. Se trata de Inés de Córdoba, una joven española que habría participado en la defensa de un fuerte en los belicosos territorios del sur de Chile. En ese contexto, poco apropiado para el estereotipo tradicional de la mujer europea, dice el poeta: Andaba doña Inés por la muralla armada fuertemente su persona, con una cota de luciente malla 31

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ejerciendo el oficio de Belona a todos los soldados visitaba requiriendo por horas los cuarteles y con palabras tales animaba que leones hacía de lebreles. (Purén Indómito, XXII, 28 y ss.)

Nuevamente se trata de una mujer guerrera cuya conducta belicosa constituye una curiosidad para el poeta. Su diferencia se ve reforzada a través de una actitud que otorgaba ánimo y valentía a los hombres, tarea que, para el caso de la guerra, debería corresponder a alguno de los soldados o capitanes de las huestes. Es, de este modo, una individualización en función del desarrollo de una actividad que destaca por su incoherencia con los patrones femeninos europeos, pero que se presentó con la suficiente reiteración como para dar cuenta de ésta en varios casos, así como también bajo circunstancias en que no solo fue beneficioso, sino incluso necesario.

La española y su intervención pública: ¿un problema para el modelo legitimador? Los casos antes señalados constituyen ejemplos de mujeres españolas que destacaron durante los primeros años de la conquista y colonización de Chile en el siglo XVI. Sin duda, y a diferencia de lo que podría suponerse, no se enmarcan dentro de los cánones esperables de la cultura española de la época. Si bien los episodios comentados podrían manifestar una conducta heroica y valerosa —que en casos como el de Inés de Suarez habría sido decisiva para la victoria española—, para el período en cuestión corresponden a actitudes inherentemente masculinas, lo que viene a responder de manera equívoca a las cualidades esperables para la mujer. Sin ir más lejos, parece directa la relación entre las conductas de indígenas y de españolas, pues aun cuando a la representación de las primeras podría subyacer cierta animosidad, no deja de ser curioso que ambos grupos femeninos se vean inmersos en una realidad donde sus roles adquirieron un nuevo cariz, a objeto de las circunstancias y las necesidades históricas.

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Sin embargo, no debemos olvidar que la diferenciación entre lo hispano y lo indígena constituyó un ejercicio necesario para la legitimación de la conquista. El establecimiento de categorías de subordinación y de alteridad, identificables mediante la oposición y el contraste, conformó un instrumento para cimentar la superioridad de la cultura hispana frente a la indígena, así como también para explicitar el rol político y religioso necesario para su salvación e integración a la comunidad cristiana. Por ende, el paralelismo entre indígenas y españolas podría resultar inconexo para un discurso constructor de alteridades. Ante esto, las fuentes presentan algunos episodios escritos a través de recursos narrativos que dan cabida y explicación al comportamiento que podría parecer «inadecuado» para las mujeres españolas, mediante la reconfiguración del arquetipo femenino por excelencia: la Virgen María. Un interesante ejemplo lo desarrolla Pedro Mariño de Lobera, quien comenta un fuerte ataque de los indígenas a los españoles. Estos últimos, derrocados en su ánimo y en lo material por la superioridad numérica y bravura de los araucanos, con fuertes oraciones habían solicitado la ayuda de la Virgen María y del Apóstol Santiago, quienes habrían intervenido solícitos en apoyo a la fuerza hispana, posibilitando su victoria. Así, el cronista explica que los indígenas: ...venían publicando que cuando la refriega estaba en el mayor furor, había salido de la ciudad una señora que les echaba tierra en los ojos cegándolos, de suerte que no veían a los cristianos obligándolos a volver las espaldas (…) el teniente (…) les puso enfrente a Inés de Suárez, diciéndoles que aquella debía ser la señora que habían visto (…) se vieron haciendo burla diciendo que había tanta diferencia entre ellas como la noche obscura en medio del invierno, al día claro y despejado cuando va ilustrándole el sol en tiempos de primavera. Los españoles (…) dieron a su Santísima Madre los insignes beneficios38.

El cronista nos presenta la intervención de María en la batalla, quien al compararse con la española Inés de Suárez permite otorgar un marco ordenador y comprensible al comportamiento de la española, en principio, de sentir inadecuado su género. Así, a partir de la 33

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imitación de la Virgen que colabora en la batalla, la actitud femenina española adquiere orden y entendimiento en un contexto hostil y fundacional, de suyo conflictivo. En otras palabras, la intervención de María permite legitimar el comportamiento de las españolas, otorgando, además, inteligibilidad a un proceso de conquista que en los primeros tiempos parece ser confuso. Ahora bien, la intervención de santos y santas en la batalla constituye un recurso utilizado con frecuencia por los cronistas39, ya que permite establecer un marco religioso a la expansión política del imperio español que, a fin de cuentas, permite legitimarlo como un proceso aprobado y liderado por la Divina Providencia. A este respecto, no debemos olvidar que, si bien los cronistas se proponen narrar los principales eventos y, asimismo, recopilar información relevante sobre la realidad descrita, la incorporación de datos no surge de una observación imparcial ni plenamente objetiva, sino que es resultado del análisis sobre el devenir, interpretado a partir de los principios del cristianismo. En este sentido, aunque el humanismo renacentista desarrolló una perspectiva antrocentrista, no es menos cierto que ello no supuso el establecimiento de un ideario clásico de forma pagana, sino que se organizó e interpretó en función de una mejor comprensión del cristianismo40. Por eso, el sentido providencialista se presenta con frecuencia en los escritos del período, otorgando a la conquista americana una interpretación religiosa que comprende al Nuevo Mundo y a sus habitantes como una tarea encomendada por Dios a manos españolas41. De este modo, aun cuando la intervención de entidades sobrenaturales puedan colaborar a la legitimación de la conquista, esta no surge de manera acomodaticia y pragmática, sino que constituyó una manera de entender el mundo y de animar una práctica del que las fuentes son resultado42. Desde esta perspectiva, cuando la Virgen María es presentada en el relato, es posible que responda a un modo de explicar y dar comprensión a una conducta femenina propiciada por el territorio mismo, por sus habitantes y por el contexto de hostilidad entre indígenas y europeos. Esto se entiende al considerar que el traspaso

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de España a América supuso el establecimiento de nuevas directrices y resignificaciones de lo femenino43, lo que fue propiciado, al menos para el siglo XVI, como una práctica fundamentada en las necesidades.

De la mujer hispana a la mujer criolla: algunas consideraciones finales Las fuentes para el estudio de la mujer española en la conquista ofrecen narraciones que, mediante interpretaciones y categorizaciones ordenadas para dar cabida y legitimación al proceso de aculturación promovido por la corona, dan cuenta de un proceso fundacional en el que algunas mujeres españolas intervinieron con conductas inesperadas. Sin duda, en los textos no se da cuenta de los sucesos tal y como ocurrieron, pues las interpretaciones y elecciones de sus autores decantaron en un relato formulado a partir de su manera de entender la realidad o, si se prefiere, en virtud de su cosmovisión. Así, no se trata de que el contenido explícito de crónicas y poemas resulte verídico, sino que la imagen que se plantea es una construcción narrativa producto de la cultura de sus autores y, por tanto, de su modo de entender el proceso de conquista y de la diversidad de roles que adquirieron sus diferentes agentes. Corresponden, de este modo, a constructos culturales animados por un espíritu común, lo que permitía a los lectores identificar el desarrollo de la historia a partir de su verosimilitud. Así, el rol de la mujer no se propone de manera inmutable, sino todo lo contrario. Sin duda, la formación de una nueva sociedad supuso también el establecimiento de nuevos roles, los que, al menos para los primeros años de la conquista, respondieron de manera circunstancial y casuística a las necesidades. Madres, soldados, esposas, sustentadoras y líderes, entre otras, corresponden a las actividades y a los roles asumidos por la mujer española en la conquista de Chile, coexistiendo junto a un cuadro variopinto que no siempre respondió a los cánones europeos tradicionales, pero que son comprensibles en el marco de un proceso fundacional. Por lo mismo, aludir al rol de la mujer hispana en la conquista resulta de suma complejidad, 35

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puesto que no existió una definición o identidad unívoca, sino que hubo múltiples tipos femeninos que, en función de las necesidades, adquirieron diversos roles. Así, para el caso de Chile, no es posible hablar de una mujer española en la conquista, sino de múltiples formas de ser mujeres en un periodo en que la identidad se organizó y resignificó bajo circunstancias infrecuentes. En otras palabras, el proceso de conquista constituyó un período de definiciones, de adecuaciones y de mixturas donde las diferentes actitudes femeninas redefinirán a la mujeres españolas, pasando a ser, en una nueva realidad, nuevas mujeres, a quienes —por qué no decirlo— podríamos identificar como las mujeres criollas.

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La imagen idealizada de las heroínas indígenas: Guacolda, Fresia, Tegualda y Glaura

María Gabriela Huidobro Salazar Tal como debe advertirse para analizar a las mujeres españolas en el siglo XVI, un denominador común frente a la diversidad de testimonios referentes al proceso de conquista, fundaciones y conflictos en Chile durante dicho periodo, es el hecho de que su atención se centró en el protagonismo masculino. Del mismo modo, el imaginario y la memoria colectiva que se forjaron sobre la denominada conquista y colonización en Chile a partir de entonces, heredaron también un enfoque centrado en las acciones y gestas de los hombres, ya fueran hispanos o indígenas. El carácter masculino del protagonismo histórico no era, por supuesto, novedoso. La tradición historiográfica europea había consolidado una tendencia acorde a los temas de preocupación propios de la sociedad de su tiempo: la política, la guerra, la diplomacia y la exploración científica. Aspectos todos que, tanto en términos históricos como historiográficos, estuvieron socialmente reservados a los varones. Por este motivo, era natural que las crónicas y narraciones sobre el pasado centraran su atención en quienes habían encabezado visiblemente estos procesos. En este contexto, la conquista y colonización española de Chile durante el siglo XVI fue relatada en numerosos documentos escritos que pueden clasificarse de acuerdo a sus tres géneros principales: la crónica, la carta y la poesía épica. Más allá de sus diferencias estilísticas, todos ellos ofrecen como argumento principal las hazañas militares y esfuerzos políticos liderados por soldados, religiosos y representantes de la monarquía. Se trataba, así, de un contexto argumentativo que daba

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poco espacio literal a las mujeres y que ha llevado incluso a suponer que su presencia histórica en estos escenarios fue menor y marginal. No obstante, la ausencia literaria de mujeres en estos relatos no implicó necesariamente su ausencia factual en los acontecimientos y procesos relatados. Cierto es que la empresa de conquista pudo ser una acción de hombres hispanos solos, sobre todo en sus comienzos. Pero la ausencia inicial de españolas en nuestro territorio no implica que la misma suposición pudiera aplicarse al caso indígena44. La invisibilidad de las mujeres aborígenes en los relatos de conquista podría responder, en cambio, a dos variables lógicas. La primera dice relación con el origen de los autores, poetas y cronistas. Tratándose de españoles, suelen ser éstos los protagonistas de la narración. La segunda, por su parte, responde a las características propias de los géneros desarrollados, especialmente la crónica y la poesía épica. Dada la naturaleza de sus temáticas, ambas orientaban su atención a los espacios propios de prácticas masculinas, como la guerra. No obstante, una lectura detenida de estos documentos permite desentrañar la presencia de personajes indígenas femeninos en la historia de la conquista y colonización de Chile. Aún siendo menor en términos de la extensión de sus descripciones, su inclusión resulta historiográficamente significativa para la comprensión del sentido de la historia que se relataba. Lo anterior puede ser objeto de análisis tanto para las crónicas como para los poemas épicos, pero es en este último caso donde apoyaremos fundamentalmente esta afirmación. La poesía épica constituyó un pilar esencial en el proceso de conformación de un imaginario referido a la conquista de Chile, especialmente sobre la guerra de Arauco, y del relato histórico que, a partir de entonces, ha nutrido la memoria colectiva nacional respecto a dicho proceso. El poema de Alonso de Ercilla y Zúñiga, La Araucana, juega un rol primordial en este sentido. Desde la publicación de su primera parte en Madrid, en 1569, la obra generó un impacto determinante en el modo en que la guerra de Arauco fue pensada e imaginada por los lectores hispanoamericanos y por sus generaciones posteriores. Aun siendo una obra literaria, que como poesía aspiraba a una 38

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representación simbólica y significante de los hechos acontecidos, acabó constituyéndose a la vez en referente historiográfico para todo relato que pretendiese recoger la historia de este mismo periodo45. Así lo reflejaron poco tiempo después los poemas que continuaron la huella de Ercilla: Arauco Domado de Pedro de Oña, Purén Indómito de Diego Arias de Saavedra y La Guerra de Chile, de autor anónimo. Entre otros méritos, el poema de Ercilla posee el valor de haber retratado el perfil de los primeros héroes y arquetipos nacionales. Sus versos dieron espacio para celebrar las gestas y admirarse del arrojo de soldados españoles como Pedro de Valdivia y Francisco de Villagra, y de caciques como Caupolicán, Lautaro, Galvarino y Colo Colo. Más allá de dejar constancia de las acciones emprendidas por cada uno, Ercilla revistió a estos personajes de valores y principios que hicieron de ellos arquetipos heroicos en una categoría fundacional. De esta manera, los acontecimientos cantados por el poeta no solo sirvieron para el registro mnemónico de nuestra historia, sino también para conferir a ésta un sentido y valor trascendentes. La poesía épica entrecruza argumentos históricos con recursos literarios que construyen escenas sobre la base de la verosimilitud. Su función, por tanto, no es la de ofrecer registros objetivos de lo acontecido, sino de aquello que, aun dando espacio a lo maravilloso, es creíble y posible de ocurrir. Así, en su carácter literario, la poesía ejerce una función significante sobre el argumento que expone, confiriendo un sentido trascendente a sus acciones y personajes. Desde esta perspectiva, la épica daría cabida a la representación de personajes heroicos para la configuración de una historia fundacional de Chile. En este contexto, destaca el protagonismo masculino —como veremos a continuación—, pero el argumento se abriría también a la caracterización de sujetos femeninos que ofrecieron una mirada diferente sobre los mismos acontecimientos, distinguiéndose de sus pares guerreros. Después de todo, no se trataba solo de personajes literarios. En la guerra de Arauco participaron mujeres que pudieron inspirar a los poetas para la configuración de su retrato. Ercilla, por ejemplo, menciona la presencia de las indígenas en la guerra. En su prólogo a 39

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la Primera Parte, destaca que «para hacer más cuerpo y henchir los escuadrones, vienen también las mujeres a la guerra, y peleando algunas veces como varones, se entregan con grande ánimo a la muerte». Así también, las primeras octavas del Canto X de La Araucana resultan significativas, pues en ellas el poeta da cuenta de la compañía que las indígenas ofrecían a sus maridos, presenciando las batallas y, en ocasiones, participando de ellas. Por eso, si bien su intervención pudo ser menor o más indirecta que la de los hombres, la participación de las indígenas en el relato poético de la guerra de Arauco adquiere igualmente un valor historiográfico y discursivo, pues constituyen personajes tan históricos como literarios. Las mujeres en la poesía épica juegan un rol significante sobre la historia que se relataba y ofrecen, además, un testimonio sobre el lugar que la mujer ocupaba en los imaginarios sociales de esa época.

Las mujeres en la tradición de la poesía épica Desde los orígenes de esta tradición literaria en Occidente, el mundo épico se ha caracterizado por su condición viril. En el siglo I a.C., Virgilio, autor de la Eneida, lo había declarado en su primer verso cuando anunciaba: arma virumque cano («Canto las armas y al hombre»46). Por su temática propia —la guerra y las hazañas bélicas— las cualidades dignas de admiración en estos poemas eran las que, incluso en un sentido etimológico, se habían asociado originalmente al género masculino. Basta considerar que la principal de ellas, la valentía, surge del concepto griego de la andreia y del valor romano de la virtus, indicadas por las raíces andro y vir, que apelan a lo varonil. Decía Cicerón: «En efecto, virtud tomó su nombre de vir» —apellata est enim ex viro virtus47—. Tal concepto refería a la valentía como cualidad propia de lo masculino y de ahí, de los soldados, que probaban su valor y su virilidad —entendidas prácticamente como una sola idea— en un contexto que les imponía desafíos propios de su calidad de guerreros. 40

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Desde este enfoque, la mujer no parece haber sido concebida como sujeto natural de valentía por la tradición literaria occidental, pues ella no solía participar de los mismos escenarios que el hombre48. Esto no significaba que una mujer no pudiera ser valiente, pero los diversos poemas épicos tendieron a representar esta virtud como una cualidad que los varones necesitaban y que debían personificar. Cuando una mujer manifestaba su valentía, solía hacerlo en contextos impropios a su rol social original, asumiendo una condición que, tanto en un sentido histórico como literario, tampoco debía corresponderle49. Pese a que podía poseer un espíritu patriótico y un interés en la guerra, la mujer no participaba protagónicamente de ella como guerrera, sino que ejercía intervenciones indirectas. Así entonces, los arquetipos femeninos originados en los poemas épicos antiguos reducían a las mujeres a categorías particulares y generalmente en una condición de víctimas: mujeres que obstaculizan o facilitan la acción, madres y esposas, mujeres enamoradas, mujeres dolientes50. La mayoría de los personajes femeninos tenían cabida fuera del campo de batalla, en los márgenes de la comunidad masculina, aguardando en muchas oportunidades el fin de la guerra o al menos expresando sus temores frente a ella, presintiendo el destino de sus amados. Y es que la identidad de gran parte de las mujeres de la poesía épica estuvo asociada a un hombre, de modo tal que su participación solía circunscribirse a las temáticas de lo doméstico, de lo amoroso y de lo familiar. Basta pensar en algunos de los principales personajes de las epopeyas clásicas: Helena, Andrómaca, Calipso y Penélope en la Ilíada y en la Odisea de Homero; Dido y Lavinia en la Eneida de Virgilio; o Julia y Cornelia en Farsalia de Lucano. Eran mujeres asociadas a su amado, por el que esperaban o sufrían, intentando retenerlo o reflexionando sobre las desdichas de la guerra. Aun participando del argumento y preocupadas por los avatares de los conflictos bélicos y las aventuras de los héroes, su rol fue diferente al de los varones. Por este motivo, incluso ocupando un lugar secundario, la función literaria de estos personajes femeninos fue fundamental: su participación rompía siempre con la monotonía temática de las epopeyas e insertaba una perspectiva más espiritual, emotiva y reflexiva sobre 41

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el mundo épico. Así, por ejemplo, las heroínas más relevantes del ciclo troyano, como Helena, Andrómaca, Clitemnestra y Penélope, representaban a través de sus historias un momento significativo de la guerra. Mediante su participación se revelaban las causas, las batallas decisivas o los finales, exitosos o trágicos. De este modo, daban cuenta de una visión diferente de la guerra, develando generalmente sus horrores o su faceta más crítica51. Desde esta perspectiva, a través de las mujeres es posible comprender los discursos que subyacen al argumento de las obras. Éstos dan cuenta de la percepción que íntimamente pudo haber tenido el autor o sus contemporáneos acerca de los conflictos, mirada que, en cambio, los versos de la epopeya enaltecían. Atendiendo a estas consideraciones, en los poemas épicos sobre la guerra de Arauco las mujeres adquieren un valor dual, tanto literario como histórico. En un sentido poético, los personajes femeninos se constituyeron en arquetipos representativos de las miradas que existían en torno al conflicto en cuestión, es decir, al enfrentamiento entre españoles e indígenas. En este ámbito, personajes como Tegualda y Glaura cumplieron una función poemática, encarnando —como mujeres dolientes— un discurso «pacifista» ante la guerra. Desde una perspectiva histórica, heroínas como Fresia y Guacolda representaron también la mentalidad de una época, que sin distinguir entre mujeres europeas o indígenas, concebía para ellas un rol social y cultural en oposición al universo masculino. A través de ellas, el autor nos ofrece un retrato de su propia sociedad.

Tegualda y Glaura: reflexiones sobre una guerra La Araucana de Alonso de Ercilla se inicia con una octava que parece definir el carácter del argumento sobre el que el poeta se volcaría a lo largo de su obra: No las damas, amor, no gentilezas de caballero canto enamorados, ni las muestras, regalos y ternezas de amorosos afectos y cuidados; 42

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mas el valor, los hechos, las proezas de aquellos españoles esforzados, que a la cerviz de Arauco no domada pusieron duro yugo por la espada. (La Araucana, I, 1)52

El autor solemnizaba en estos versos iniciales su intención de apegarse a los hechos de guerra —y con ello, al mundo de lo viril—, evitando las temáticas amorosas propias de lo femenino. No esperaba cantar a las damas ni al amor, sino declamar sobre las proezas de los varones de España. Se trataba de una declaración que lo comprometía con una programación épica tradicional. Sin embargo, su intención se quebraría al iniciarse el canto XIV. Traicionando su propio compromiso, Ercilla decía esta vez: ¿Qué cosa puede haber sin amor buena? ¿Qué verso sin amor dará contento? ¿Dónde jamás se ha visto rica vena que no tenga de amor el nacimiento? (La Araucana, XIV, 1, 1-4)

A partir de estos versos, el poema comienza a abrir espacio a la intervención femenina, que se irá fortaleciendo con el transcurso de la historia. Asociadas siempre a escenas de carácter amoroso, las heroínas empezarán a intervenir, dando variedad temática y discursiva a la narración sobre la guerra. El cambio no parece casual. La primera parte de La Araucana se centra en describir todos los acontecimientos que habían precedido a la llegada de Ercilla a Chile: una descripción geográfica y etnográfica del territorio, la vinculación de los pueblos indígenas con los incas, la expedición de Diego de Almagro y las conquistas de Pedro de Valdivia hasta su muerte en Tucapel. La segunda parte, donde se inserta la declaración citada, relata en cambio los acontecimientos que el poeta presenció como testigo directo y participante de la guerra de Arauco. Ercilla había llegado a Chile acompañando a García Hurtado de Mendoza, quien había sido nombrado como gobernador para aplacar las revueltas mapuches que se habían desatado tras la muerte de Valdivia. 43

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La experiencia en primera persona de Alonso de Ercilla en Chile pudo dar al poeta una visión más aguda y crítica sobre los hechos bélicos, haciéndose necesario, en ocasiones, desviar la mirada lejos de la violencia del conflicto. Así, el poema transcurre desde una descripción heroica e idealizada de la guerra en la primera parte, hacia el relato de un enfrentamiento cruento, a veces lamentable, en la segunda y tercera partes. Y es en estas últimas donde las mujeres adquirirán cierto protagonismo. La intervención de la araucana Tegualda en el poema se inserta, precisamente, en un momento crucial de la guerra de Arauco. Alonso de Ercilla acababa de describir el asalto al fuerte de Penco, de cuya defensa él mismo había participado53. La batalla había finalizado con numerosas bajas para ambos bandos y la lucha había sido encarnizada. La noche, por tanto, no parecía ofrecer una oportunidad para el descanso, sino que creaba un ambiente de tenso silencio. En ese contexto, Ercilla habría escuchado el lamento de una sombra que caminaba entre los cuerpos abatidos. Al acercarse, descubre a una mujer que, temerosa, le pide clemencia. Era Tegualda, que buscaba el cuerpo de su amado esposo Crepino entre los cadáveres con el fin de darle sepultura54. Ercilla, narrador y personaje a la vez, logra tranquilizarla, entablando un diálogo que le permite conocer la conmovedora historia de esta mujer. Anulando cualquier diferencia étnica o lingüística, el poeta y la indígena establecen así un diálogo escrito en códigos universales. Tegualda llevaba apenas un mes de casada y su relación con Crepino se explicaba por una historia de cortejos y de amor sincero. Su relato la describía como una hermosa mujer que, pese a ser pretendida por muchos jóvenes de su pueblo, creía en el amor verdadero y esperaba casarse con el hombre adecuado. Impaciente ante la actitud de Tegualda, su padre había preparado competencias en honor a ella, que le permitirían admirar las cualidades de sus pretendientes. Así, tras el intento de muchos por conquistarla, la araucana se había encantado de un «extranjero» que participó de tales juegos. Era Crepino. Tras la bendición de su padre, Tegualda se había casado con él y se sentía feliz. Pero todo había terminado abruptamente con la guerra 44

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y la muerte de su esposo, final que significaba, para ella, la muerte en vida. Sus palabras, precisamente, revelaban el contraste entre un pasado marcado por el amor y la paz, y un presente al que ella no pertenecía, definido por la violencia y la muerte: Ayer me vi contenta de mi suerte, sin temor de contraste ni recelo; hoy la sangrienta y rigurosa muerte todo lo ha derribado por el suelo. (La Araucana, XX, 73)

El encuentro entre Ercilla y Tegualda concluye cuando, al amanecer del día siguiente, encuentran el cuerpo de Crepino y su esposa se abalanza sobre él para llorarlo. Finalmente, Tegualda se retira con el cuerpo de su amado para darle sepultura, ayudada por algunos sirvientes. El episodio concluye así con la partida de esta mujer y con el retorno de Ercilla, poeta y soldado, al argumento y a los hechos de la guerra. El caso de Tegualda es similar al de otra araucana, llamada Glau55 ra . Nuevamente, su relato se inserta entre hitos decisivos y funestos de la guerra, tras la muerte de Galvarino y antes de la derrota de Caupolicán56. Hija de un cacique —y, por tanto, «princesa» en términos europeos—, Glaura había sido encontrada en medio de una quebrada cuando Ercilla participaba de una expedición de avanzada. Tal como en el caso de Tegualda, será Glaura quien revelará a los españoles su historia y desdicha. Así, les cuenta que había llevado una vida apacible hasta que los españoles habían atacado a su pueblo. En el encuentro, el padre de Glaura y parte de su familia habían resultado muertos. Ella, entonces, se había visto forzada a escapar, hasta encontrarse en su huida con dos hombres negros que intentaron atacarla. La salvación de Glaura solo se debió a la intervención de un araucano, Coriolán, quien desde entonces se unió a ella. Movidos por el amor, vivían escondidos como marido y mujer en medio de la naturaleza, hasta que un día se habían encontrado con un escuadrón español. Glaura se había ocultado en el tronco hueco de un árbol para asomarse 45

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solo al oír que el enfrentamiento de los hispanos contra su amado había concluido. Su esposo, sin embargo, ya no estaba. Desde entonces, ella vagaba lamentando su desdicha y buscando a Coriolán. El desenlace de la historia de Glaura fue distinto al de Tegualda. Al finalizar su relato ante los españoles, Glaura mira a los hombres que se encontraban con Ercilla y descubre que entre los yanaconas se encontraba Coriolán. Admirado de la fidelidad y constancia de Glaura, y ante la felicidad de los esposos por su reencuentro, Ercilla decide dejarlos en libertad. El pasaje se cierra así con la partida de estos amantes y el giro del argumento hacia los hechos de la guerra. Salvando las diferencias en la historia de ambas heroínas, es posible advertir una matriz discursiva similar entre ambas. Ésta permite abordar elementos comunes para hallar las claves interpretativas sobre el rol de Tegualda y Glaura en la poesía y la historia de la guerra de Arauco. La caracterización de estas mujeres, en primer lugar, revela la condición poemática y significante de ambas. El poeta se refiere a ellas como mujeres hermosas, pero no ofrece más detalles que aquellos que podrían servir a la imaginación de cualquier lector para pensar en una belleza de carácter universal. A Glaura la describía en los siguientes términos: Era muchacha grande, bien formada, de frente alegre y ojos estremados, nariz perfecta, boca colorada, los dientes de coral fino engastados; espaciosa de pecho y relevada, hermosas manos, brazos bien sacados, acrecentando más su hermosura un natural donaire y apostura. (La Araucana, XXVIII, 4)

No hay en estos retratos aspectos que sugieran rasgos étnicos ni particularismos físicos. Sobre Tegualda, dice el poeta que era hermosa y que poseía blanco cuello57. La condición alude así a una representación construida para el lector europeo, que no buscaría tanto la veracidad de la caracterización como la valoración literaria del personaje. 46

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De este modo, el retrato de las indígenas trascendió con los rasgos definidos por un canon de belleza europea occidental, reflejado posteriormente en las ilustraciones que acompañaron a las ediciones de La Araucana. Así queda de manifiesto en las publicadas en Madrid —en 1852 y 1884—, que retrataban respectivamente a Glaura y Tegualda:

La Araucana. Edición Ilustrada. Madrid, Edición Ilustrada de Gaspar y Roig, 1852, p. 128.

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María Gabriela Huidobro Salazar

La Araucana. Edición Ilustrada, Madrid, Imprenta de J. Gaspar Editor, 1884, p. 97.

La universalidad o «europeización» de la belleza de Tegualda y Glaura se corresponde igualmente con la universalidad y occidentalización del argumento que sostiene sus diálogos, así como de los valores contenidos en ellos. Alejados de la violencia y de la crueldad de la guerra, así como de los interlocutores masculinos que la representarían, el poeta puede revelar una percepción más íntima sobre los hechos a través de la voz femenina. «A partir del desdoblamiento de la voz poética, por medio del personaje de Tegualda, Ercilla encuentra su propia voz, una voz auténtica y sincera que trasciende las diferencias de bandos o creencias para hablarnos de temas universales y comunes para todos los seres humanos. Así, en medio del horror de la guerra y sus terribles consecuencias llega el esplendor de la poesía»58.

Si bien la guerra permitía a estos autores centrar su atención en las virtudes propias de los héroes épicos, la otra faceta de este 48

La imagen idealizada de las heroínas indígenas...

conflicto —la violencia, la soberbia y la codicia implícitas en el proceso de conquista— podría haber conducido a Ercilla a buscar en otras circunstancias aquellos valores que debían rescatarse y defenderse. Las mujeres representaban un anhelo de paz, encarnaban la virtud de la fidelidad y ponían en juego su valentía por hallar a sus amados, incluso desafiando la muerte. Criticaban la barbarie implícita en la guerra y apelaban a un pasado perdido. El Canto XX, que recoge la historia de Tegualda, se iniciaba con una reflexión del poeta que apuntaba en una dirección reflexiva y crítica, y que explica, de este modo, el rol de la heroína en el curso de la historia: ¿Todo ha de ser batallas y asperezas, discordia, fuego, sangre, enemistades, odios, rencores, sañas y bravezas, desatino, furor, temeridades, rabias, iras, venganzas y fierezas, muertes, destrozos, rizas, crueldades que al mismo Marte ya pondrán hastío, agotando un caudal mayor que el mío? (La Araucana, XX, 5)

El mismo carácter lírico de las escenas se refleja en su contextualización, en momentos y espacios suspendidos del tiempo histórico. Los hechos de la guerra podrían fecharse y registrarse con la precisión de la realidad ineludible. Las historias femeninas, en cambio, ofrecen una representación idealizada y poética de ciertos valores que trascendían la violenta e histórica certeza de la guerra. Los lamentos de estas heroínas dolientes no parece ser solo personal. Más aún, las escenas referidas no dan cuenta necesariamente de una perspectiva específicamente femenina sobre el conflicto, sino de una percepción crítica del poeta respecto a la crueldad propia de la guerra. A través de ellas el poeta aludía al valor de la lealtad, de la perseverancia y de la paz, que parecían ajenos a la guerra de Arauco. El recurso literario servía así para dar sentido al relato histórico.

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María Gabriela Huidobro Salazar

Guacolda y Fresia: la mujer ante la guerra Tal como Tegualda y Glaura, la poesía épica sobre la guerra de Arauco ofrece el retrato de otras heroínas indígenas que poseen una carga simbólica y una función poemática. Las dos más reconocidas por la literatura y la historia de Chile son, quizás, las amantes de los héroes insignes de este conflicto: Guacolda, la esposa de Lautaro, y Fresia, la esposa de Caupolicán. Su retrato se encuentra en La Araucana de Ercilla y, en el caso de Fresia, también en Arauco Domado de Pedro de Oña. Tal como en los casos anteriores, la participación de ambas mujeres se inserta en escenas que parecen cumplir una labor articuladora para el argumento. Con ellas, se cierra en ambos casos una primera parte de la acción en Arauco y se abre, al mismo tiempo, una nueva etapa para la historia de este conflicto y para su narración. El personaje de Guacolda se presenta en el poema de Ercilla cuando los araucanos avanzaban hacia Santiago, luego de dar muerte a Pedro de Valdivia. Su participación se inserta a través de un diálogo con Lautaro durante la noche que antecede a la muerte del cacique y al posterior repliegue de los indígenas ante la inminente llegada del gobernador español García Hurtado de Mendoza. Por su parte, Fresia se presenta en un diálogo amoroso con Caupolicán, que se desarrolla al comienzo de Arauco Domado, cuando los araucanos aún celebraban la muerte de Valdivia, pero se presagiaba la llegada del gobernador Hurtado de Mendoza. Por eso, no es casual que los escenarios en los que se desarrollan ambos diálogos parezcan suspender el tiempo por un momento, deteniendo el veloz ritmo que caracteriza a la acción bélica e introduciéndose en la intimidad de los amantes. Por medio de escenas amorosas, los poetas variaban el compás de sus obras. Así continuaban, de paso, un tópico ya tradicional, cuyos ejemplos paradigmáticos en la tradición épica evocan al encuentro de Héctor y Andrómaca en la Iliada59. Por contraste frente el ritmo bélico de los poemas, las escenas de los amantes constituyen episodios de paz, de reposo y de intimidad, condiciones que permiten que el protagonismo sea ejercido por las mujeres. Gualcolda y Lautaro conversaban imbuidos en el silencio de la noche, mientras Fresia y Caupolicán dialogaban en el entorno idílico de una 50

La imagen idealizada de las heroínas indígenas...

floresta. Se trata de paisajes y momentos líricos que sugieren la condición poética y simbólica de estas escenas. Por eso, los poetas no se detienen para caracterizar con detalles o precisión el paisaje que los envolvía. Quizás intencionalmente, omiten las particularidades de la naturaleza chilena, de manera tal que el contexto se universalice. Fresia y Caupolicán se ven incluso rodeados por figuras mitológicas —náyades, sátiros y faunos— que evocan un imaginario grecorromano, y por elementos prototípicos de una naturaleza paradisiaca: arroyos, flores, cisnes, ruiseñores, frondosos árboles y un clima cálido. Condiciones todas que, sin pertenecer a un territorio específico, pueden encontrarse en la imaginación de todo lector al aludir a un paraíso60. Del mismo modo, sin caracterizaciones físicas que pudieran particularizar su origen indígena, Guacolda y Fresia son retratadas simplemente como heroínas hermosas y enamoradas. Sobre Guacolda, y tal como había descrito a Tegualda, dice Ercilla que era bella y de blanco pecho61, retrato que también trascenderá en la memoria histórica sobre el periodo. Nuevamente, las ilustraciones del siglo XIX demuestran la consolidación de un imaginario arquetípico sobre estos personajes:

La Araucana. Edición Ilustrada. Madrid, Imprenta de J. Gaspar Editor, 1884, p. 68.

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María Gabriela Huidobro Salazar

A Fresia, Pedro de Oña la describe igualmente con atributos que aluden a los cánones estéticos de una belleza occidental tradicional, y que resultan lo suficientemente imprecisos como para que el lector tenga la libertad de imaginarla: Es el cabello liso y ondeado, Su frente, cuello y mano son de nieve, Su boca de rubí, graciosa y breve, La vista garza, el pecho relevado. (Arauco Domado, V, 37)

La historia de ambas heroínas se estructura sobre una lógica similar, coherente con su retrato y con la caracterización del entorno. En La Araucana, la escena inicia con el despertar atormentado de Lautaro en medio de la noche, pues había soñado con su trágico final. Guacolda le responde que ella había tenido un sueño similar y llora rogando entonces que cuando ese funesto día llegase, ella pudiera morir también62. «La emoción está concentrada en el diálogo de los amantes y el tono trágico se ve acentuado por sueños premonitorios y por el choque entre la realidad y las esperanzas de Lautaro»63. Lautaro responde a la angustia y consuela a Guacolda. Confiado en su propia fuerza y arrojo, le garantizaba que no podría ser derrotado por los españoles. Sus palabras traslucían un exceso de seguridad que prácticamente llegaba a la soberbia: «¿Quién el pueblo araucano ha restaurado en su reputación que se perdía, pues el soberbio cuello no domado ya doméstico al yugo sometía? Yo soy quien de los hombros le ha quitado el español dominio y tiranía: mi nombre basta solo en esta tierra, sin levantar espada, a hacer la guerra». (La Araucana, XIII, 60)

En su condición masculina, Lautaro comprendía el sentido de la guerra y solo podía concebir su valor en ella. El cacique confiaba en sí mismo, pero sabía además que su muerte debía llegar en la lucha 52

La imagen idealizada de las heroínas indígenas...

por la defensa de su pueblo. En su rol de mujer, en cambio, Guacolda se contrapone a Lautaro. A ella correspondía velar por el hogar y su preocupación natural debía ser la vida de su amado. A diferencia de las jóvenes heroínas Tegualda y Glaura, Guacolda no solo se lamenta pasivamente, sino que también cuestiona la lógica masculina de Lautaro e insiste en que su presentimiento podría tener mayor razón que los argumentos de su amado: ¡Ay de mí!, que de vos yo satisfecha —dice Guacolda— estoy, mas no segura: ¿ser vuestro brazo fuerte qué aprovecha, si es más fuerte y mayor mi desventura? Mas ya que salga cierta mi sospecha, el mismo amor que os tengo me asegura que la espada que hará el apartamiento, hará que vaya en vuestro seguimiento. (La Araucana, XIII, 66)

La diferencia entre las perspectivas de los amantes y el origen de ellas —el presentimiento y la autoconfianza— no podrían haberse conciliado. Se trataba del contraste entre visiones de género que para entonces, en el imaginario de la sociedad española, se concebían como naturales. Lautaro no renunció a su misión y Guacolda sabía que no lo haría cambiar de opinión, pero debía activamente manifestar su sentir. La escena concluye, precisamente, cuando los españoles atacan el campamento y dan muerte al cacique, cumpliéndose la voluntad de Lautaro y el presentimiento de Guacolda. Ambos amantes habían cumplido con el rol que les correspondía y se constituían así en héroe y heroína de la guerra. En Arauco Domado, es Fresia quien expresaba su temor por el futuro de su amado Caupolicán, intentando que desistiera de sus propósitos de amenazar a los españoles. Sin embargo, tal como en el caso de Guacolda, no lograba cambiar la opinión del araucano64. Pedro de Valdivia recién había muerto y Caupolicán confiaba en el triunfo de los indígenas basándose en su propia capacidad. A Fresia solo le quedaba lamentar el trágico desenlace que ya presentía y hacerle saber a su amado su sentir65. Por eso, reconoce incluso que su presentimiento podría responder a su naturaleza femenina: 53

María Gabriela Huidobro Salazar

De mí te sé decir mi caro esposo, (No sé si es condición de las mujeres) Que en medio de estos gustos y placeres, Se siente acá mi pecho sospechoso. (Arauco Domado, V, 30, 1-4)66

El desenlace es similar. Caupolicán insiste en la necesidad de mantener la rebelión araucana y, finalmente, es apresado y ejecutado bajo las órdenes de García Hurtado de Mendoza. La escena idílica que lo había reunido con su esposa Fresia en un paraíso, se quiebra precisamente cuando él retorna a su deber militar y ella, colérica, linfática, furiosa67, lo sigue, sabiendo que nada podría hacer para detenerlo. De esta manera, tanto Fresia como Guacolda ocupan en la primera parte de sus respectivos poemas el rol épico de las esposas, amantes y mujeres dolientes, similar al que en la Antigüedad pudieron desarrollar Andrómaca o Penélope: «Mujeres virtuosas al máximo, apareciendo como esposas sumisas, dependientes del hombre (...) pero aun así, también éstas adoptan tal comportamiento por su propia elección, con orgullo en su papel de mujeres virtuosas, con amor a sus esposos»68. En su rol de esposas, cuestionan las decisiones de sus amados y sin lograr que cambien de opinión, ellas tampoco lo hacen, convencidas de la validez de sus presentimientos. Sus reflexiones abren un espacio igualmente para las meditaciones sobre el destino, sobre la guerra y sobre los sufrimientos que ésta conllevaba, contribuyendo con un sello trágico, crítico y diferente al tono épico de las obras. Sin embargo, estas heroínas no representaban un discurso pacifista. Apoyando la causa araucana, no había en ellas voluntad de detener la guerra, sino deseo por evitar la muerte de sus esposos69. Por eso, Guacolda y Fresia retratan con claridad el rol social que correspondía a una esposa de su tiempo. No se trata, por tanto, de personajes necesariamente representativos de la mujer mapuche del siglo XVI. Si bien los poetas pudieron inspirarse en las araucanas para la elaboración de sus obras, en estos retratos se entrecruza también la imaginación del autor, nutrida de sus conocimientos y experiencias previas. Guacolda y Fresia son arquetipos femeninos que responden al imaginario propio de la literatura europea de carácter universal. 54

La imagen idealizada de las heroínas indígenas...

Como tales, son personajes literarios e históricos, pues dan cuenta de la mentalidad y de los valores de una sociedad, conjugando así realidades e ideales sobre el ser y el deber ser de las mujeres para su tiempo.

Consideraciones finales Guacolda, Fresia, Tegualda y Glaura son personajes indígenas que han trascendido en la memoria histórica sobre la guerra de Arauco a través del testimonio que ofrece la poesía épica. En este sentido, sería posible pensar que se trata de personajes creados imaginariamente por sus autores y que poco podrían decir respecto al rol que realmente cupo a la mujer en el contexto de la historia de Chile en el siglo XVI. Sin embargo, hay en estos retratos un principio de inspiración histórica que confiere a estas heroínas un rol significante en los relatos sobre la guerra de Arauco. Alonso de Ercilla, principalmente, insiste en que su obra es fruto de sus impresiones en Chile. En el caso de su testimonio sobre las mujeres, señala que su fidelidad y entrega lo habrían inspirado para luego poetizarlas en su epopeya70. De este modo, los episodios relativos al amor incondicional y vital de estas mujeres por sus esposos no serían una ficción, pues podrían haber nacido de una fuente de inspiración histórica, materia sobre la cual los poetas organizaron y crearon luego sus relatos. Así, trascendiendo a su especificidad local mediante la poesía y sus categorías universales, estas indígenas pasaron a constituirse en heroínas tan admirables como aquellas que la tradición occidental ya recordaba71. Aun teniendo una participación secundaria, no se trata de personajes pasivos. Las heroínas —mujeres excepcionales en estas obras y en su contexto histórico— participaron activamente de la acción y del argumento. Todas, en diversas circunstancias, son presentadas en la búsqueda de sus amados o en el lamento por su pérdida, arriesgando u ofreciendo sus vidas por acabar con su dolor. Personajes literarios y sujetos históricos, las indígenas de la guerra de Arauco destacan en la memoria sobre la historia de Chile en el siglo XVI, dado el rol simbólico y valórico que representan. Su 55

María Gabriela Huidobro Salazar

participación protagónica no es asimilable a las acciones desempeñadas por personajes masculinos. Las escenas protagonizadas por Tegualda, Glaura, Guacolda y Fresia constituyen excursos que, por su condición extraordinaria, rompen incluso con la programación épica que los poetas habían comprometido al iniciar sus obras. Si bien no encarnaban del mismo modo los valores del héroe militar, sí participaban virtuosamente de la guerra, precisamente cuando en el tradicional campo de batalla el heroísmo parecía añorarse. El valor de las heroínas indígenas se contraponía así a la corrupción del conflicto. Tegualda da virtud a la batalla de Penco, que en sí misma había sido extremadamente violenta. Glaura hace lo mismo para contraponerse a la lamentable ejecución de Galvarino. Guacolda antecede con sus palabras la funesta muerte de Lautaro y Fresia cumple un rol similar antes de la ejecución de su amado Caupolicán. En oposición a la guerra, la mujer representaba la paz, encarnando un rol social y un tipo heroico específico. Su diferencia radicaría en la condición que ocupaban en la sociedad de su tiempo, en las causas que como mujeres debían defender y en los motivos por los cuales los poetas les habrían reconocido el mérito de inmortalizar literariamente sus nombres.

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¿Solo el varón escribe la historia? Los tejidos y el mundo andino

Alvaro Ojalvo Pressac

«Dentro de la sociedad andina, la experiencia de crecer como hombre o como mujer resultaba inseparable de las actividades prácticas con las cuales los hombres y las mujeres reproducían sus vidas. Y a su vez, estas actividades se hallaban en deuda con los significados culturales a través de los cuales pueblos andinos construían las identidades del género»72.

La historia occidental nos ha enseñado que una cultura y la forma en que ésta ha registrado su pasado se concentran en la palabra escrita, así como en el soporte o materialidad en el que dicha palabra se encuentre contenida: la memoria histórica se halla en los textos. La función del soporte escrito, como instrumento de registro privilegiado en Europa, cruzó fronteras y tuvo un rol fundamental durante el proceso de la conquista española de América Latina73. No es menor mencionar que la historia de este acto de escribir y la posición de poder que ejercía la persona letrada estaban concentradas en manos de los varones, individuos con una identidad de género masculina. En otras palabras, la construcción de la historia de una sociedad estaba legitimada a través del soporte escrito y por las personas encargadas de hacer uso de este tipo de material: los hombres. Tal condición presenta, entonces, una problemática. ¿Qué ocurre cuando deseamos entender la historia de una cultura no-occidental cuyos soportes de registro no cumplen con las lógicas europeas? ¿Quién es el autor, la persona que registraba en ese determinado material?

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Alvaro Ojalvo Pressac

Escribano del cabildo del siglo XVI74.

Soporte, autoría y género En el caso del mundo andino, una cultura no occidental, son múltiples los soportes a los que una persona puede acudir para entender la historia indígena: los quipos, los queros, los textiles, entre otros75. En esta oportunidad nos centraremos en este último material. Antes de discutir sobre la autoría de este tipo de objeto, es importante mencionar brevemente la importancia que tuvieron los textiles como instrumento de registro. Es difícil entender que un textil (soporte a base de lana de camélido o algodón) podría contener algo tan complejo como un determinado tipo de lenguaje76, puesto que se nos ha enseñado a mirar la historia de una cultura a través de los materiales con que estamos familiarizados. En general, es usual pensar en la escritura como la manifestación gráfica del lenguaje77. 58

¿Solo el varón escribe la historia? los tejidos y el mundo andino

No obstante, si nos detenemos un momento a analizarla en relación a su función, concluiremos que la escritura no es más que una marca en un soporte cuya finalidad es comunicar (interacción semiótica)78. En este sentido, los textiles contienen igualmente un lenguaje —en su caso visual—, cuya finalidad es registrar el pensamiento andino: mitos, experiencias personales y colectivas, entre otros. El cronista mestizo Felipe Guamán Poma en su Nueva Crónica y Buen gobierno, carta escrita al Rey Felipe III en 1615, presenta imágenes de los doce incas que gobernaron en el Tahuantinsuyo. En éstas es posible apreciar que cada uno de ellos poseía un determinado tipo de vestimenta masculina —unku—, compuesta por diferentes diseños geométricos —tocapus—, cada uno de los cuales contenía un determinado tipo de lenguaje visual.

Unku del Inca Iuauar Huacac79. 59

Alvaro Ojalvo Pressac

No ha sido menor la discusión que se ha generado en torno a la interpretación de los tocapus como un sistema de comunicación. Algunos investigadores consideran que cada uno de estos diseños forma una palabra y, así, constituirían un sistema logográfico. Otros sugieren que los colores, líneas y puntos podrían generar palabras compuestas. Finalmente, hay quienes aseveran que cada uno de los tocapus podría asociarse a una ciudad, divinidad o rango jerárquico80. En el caso del mundo aymara —y tomando como ejemplo el Vocabulario de la lengua aymara del jesuita Ludovico Bertonio, de 1612— encontramos diferentes términos relacionados a las prácticas textiles que permiten apreciar la importancia que tuvo para las comunidades indígenas del altiplano boliviano y chileno. La terminología abarcaba conceptos que corrían desde cómo se hilaba hasta los tipos de mantas existentes: «Hilar: caputha», «Hilar con destreza: Capuquipatha, Philu», «Hilar vn huso, dos o tres: maya, paya, quimsa ava caputha», «Hilar muy torcido: Kutatha», «Hilar sin torcer mucho: Layquipatha»; «Hilar delgado: Hucchusaqui, vmaqui»81 o también «Manta de indio Llacota: Ponersela, Llacotattsitha», «Manta listada de alto a baxo en los dos lados: Hattuni Manacani», «Manta texida con hilo torcido parte con la derecha parte con la izquierda: Suko Llacota», «Manta texida como el espinazo del pescado: Kili llacota», «Manta de las fiestas Yamparulla cota», «Manta llena de papas o chuño: Maa laku amca», «Manto de las indias: Isallo», «Manto listado de azul en lo alto y bajo al revés de la manta: Laramani isallo», «Manto y qualquier ropa no teñida: Kora isallo, llacota»82. Ambos ejemplos expuestos, los de Guaman Poma y Bertonio, dan cuenta del especial cuidado que las culturas del mundo andino dedicaban a la práctica textil. ¿Quiénes eran entonces los que generaban este tipo de material? Así como el varón tenía el control sobre los sistemas de comunicación en Europa al ser sujeto de letras, en el caso andino, la elaboración del tejido era una práctica realizada tanto por hombres como por mujeres, siendo más habitual que su ejercicio estuviese a cargo de estas últimas83.

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¿Solo el varón escribe la historia? los tejidos y el mundo andino

En otras palabras, vemos que para el caso de toda la zona andina, incluyendo el Norte de Chile —área que nos concierne para nuestra discusión— el hilar era un trabajo compartido, mientras que el tejer se consideraba, tal como en la actualidad, un oficio propiamente femenino84. Observemos nuevamente lo que nos dice Bertonio: «Texedora diestra: Isi ccopi» y «Ccopi: Texedora de ropa delgada diestra en el officio»85. Esto se debe a que la cosmovisión andina concebía una organización social basada sobre un principio de dualidad denominada yanantin, estructurada en opuestos complementarios. Dicho orden regía sobre todas las prácticas sociales86, y veremos que el caso de los textiles no fue la excepción.

Avacoc Vuarmi (Tejedora) tejiendo en su telar87.

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Comprender el espacio como un sistema dual en el que lo masculino y lo femenino no funcionaban por sí solos, sino que en constante diálogo, abre las puertas para una doble reflexión. La presencia de las mujeres en la sociedad se consideraba necesaria en la medida en que complementaba la presencia masculina en toda actividad, tanto en el gobierno como en la guerra y en las actividades religiosas. En este sentido, podemos inferir, en primer lugar, que la mujer tuvo una posición de poder en las comunidades andinas, ejerciendo una función entre los espacios público y privado. Así, por ejemplo, podemos comprender que hayan existido mujeres curacas, esto es, jefas de un señorío88. A diferencia de lo que sucedía en Europa para el siglo XVI, las mujeres no poseían una participación social secundaria, pues el mundo andino no concebía roles de género en una jerarquía vertical. En segundo lugar, y es lo que llama nuestro interés, las mujeres tuvieron un rol relevante en cuanto autoras de los textiles como sistemas de registro, participando así de la configuración de un lenguaje y de sus significados. Desde esta perspectiva, el textil, como soporte, adquiere una propiedad fundamental: su transformación en entidad viva. En él es posible advertir una corporalidad del soporte o, como dicen las tejedoras aymaras, Jaqiptayaña, un «convertirse en persona». Este proceso se inicia con hilar el tejido antes de sacarlo del te89 lar . A este respecto, la antropóloga Verónica Cereceda ha explicado cómo las talegas o bolsas para guardar alimentos en la comunidad altiplánica de Isluga, región de Tarapacá, han sido asociadas con partes corporales. Estos poseían un centro llamado chhima o taypi (corazón), cuya funcionalidad consistía en unir ambos lados del textil, cuyos bordes son llamados laka (boca)90. Otorgarle una corporalidad al textil implica que su materialidad adquiere una relevancia no menor. El tejido no es solo transportador de un lenguaje, sino que también representa una entidad viva, aumentando la importancia de la tejedora dentro de la comunidad.

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Fotografía de una talega de Isluga y su estructura91.

Teniendo presente la importancia del textil aymara y lo que representa dicho soporte, podemos centrarnos luego en el contenido mismo del tejido y en el significado de los textiles. A partir de la distinción de su «corporalidad» sabemos que éstos poseían una estructura dividida en laka / pampa / taypi / pampa / laka. Esta división se organizaba mediante los colores que componían el cuerpo o textil. Los sistemas k’ura (color natural) y p’ana (color teñido) realizaban una división de luz y sombra, creando así una unidad de opuestos complementarios.

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La importancia de los diferentes matices de colores que puede presentar un textil no es menor, puesto que éste sería uno de los ejes que ordenaría la lectura de este soporte. Este tipo de material contiene un «lengua plástico», y el manejo de los significados de los colores entregaría, por lo tanto, las herramientas para de-codificar el mensaje que la tejedora intentaría mostrar. Si bien a simple vista puede resultar más fácil para una persona comprender que existe un tipo de lenguaje en textiles con diseños geométricos, figuras antropomorfas o zoomorfas —como es el caso de los jalq’a92—, las bandas diseñadas en las talegas de Isluga contienen también un lenguaje complejo. El motivo o figura determinarían el uso mismo del textil. Por ejemplo, la faja k’illi se utilizaba para viajes, enfermedad o se les colocaba a las personas fallecidas, mientras que la fajas «carnero» eran utilizadas para fiestas patronales o carnavales93. En ambos casos se expone la idea de que los diseños tenían un uso contextual, es decir, que no tenían una función azarosa. El motivo señalaba cuándo y dónde debía ser utilizado. Los textiles poseían, así, una vinculación con las prácticas de la sociedad y con el sentido implícito en ellas. Las mujeres de la comunidad, en cuanto participaban de la elaboración de estos textiles, definían el significado de ellos y se vinculaban mediante dicho lenguaje con los motivos que animaban las actividades de la vida cotidiana del mundo andino.

Consideraciones finales Entender el textil prehispánico como un soporte de comunicación y poseedor de un lenguaje complejo (una escritura no-occidental) que registra la cosmovisión pasada y presente de las comunidades indígenas significa otorgar una nueva mirada a la posición de la mujer en el mundo andino. La re-lectura de los soportes significa una re-lectura de la función que ejercían y del poder que tenían tanto el varón como la mujer indígena en torno a la construcción y uso del material que circulaba 64

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en las sociedades andinas. Esto obliga al investigador a apreciar a la tejedora como una figura importante en la conformación del orden genérico de lo masculino y femenino, así como del rol que cada uno desempeñaba. En este sentido, la tejedora en el mundo prehispánico no solo era quien ejercía una autoría sobre el tejido, sino que el uso y la importancia de éste contribuyó a definir a la mujer como sujeto clave en el control de un determinado tipo de lenguaje o sistema de comunicación, así como en las actividades asociadas a ello. La identidad femenina andina prehispánica puede ser explorada más allá de su importancia como figura política o del poder que ejerció en dicho espacio. El rol que encarnó en la construcción de materiales, que podrían pasar desapercibidos para nosotros como soportes de comunicación, tuvieron una importancia fundamental para entender el pensamiento de los géneros masculinos y femeninos en el mundo andino.

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Religión, magia y poder en el mundo colonial

Yo, Úrsula Suárez: testimonios desde un claustro colonial

Patricio Zamora Navia La Historia no está ajena a la cultura. Y fue la cultura moderna la que, a partir de sus procesos, construyó nuevos puentes para la comprensión histórica. Estas nuevas vías hicieron visibles a sujetos de la Historia que parecían haberse perdido frente a las perspectivas tradicionales de esta disciplina, que solo consideraba los espacios públicos como parte del gran relato événementielle94. Es en este marco donde la Historia de la mujer aparece iluminando diversos pasajes del acontecer y enriqueciendo el relato oficial con nuevas dimensiones de la realidad histórica95. Junto con la visibilización de la mujer a partir de procesos culturales y nuevas realidades sociales, la historiografía contemporánea —nutrida por disciplinas como la sociología, la antropología y la psicología a fines del siglo XIX— comenzará a valorar el «yo» como parte de un rico plano identitario más que por ser solo la estampa de una biografía apologética y moralizante. Es el caso de Úrsula Suárez, una mujer cuya historia permite conocer parte de la historia de las mujeres religiosas en el mundo colonial. El valor de una aproximación biográfica se asocia con la relación que podemos establecer entre una vida particular y el mundo cultural que, por extensión, construye. Según Bourdieu, Hay una relación permanente y recíproca entre biografía y contexto. El interés de la biografía está en permitir una descripción de las normas y de su funcionamiento efectivo, que no se presentan solo como el resultado de una discordia entre reglas y prácticas, sino como incoherencias estructurales e inevitables entre las mismas normas, incoherencias que autorizan la multiplicación y diversificación de las prácticas96. 69

Patricio Zamora Navia

El caso de Úrsula Suárez se enmarca en lo que Giovanni Levi definió como «prosopografía y biografía modal», esto es, una autobiografía que ilustra los comportamientos o apariencias adscritas a la condiciones sociales, «modelos» o «habitus de grupo»97. Las letras de la monja clarisa Úrsula Suárez (1666-1749) nos llegan por medio de su autobiografía, una obra titulada originalmente Relación de las singularidades misericordias que ha usado el Señor con una religiosa, indigna esposa suya, previniéndole siempre para que sólo amase a tan Divino Esposo y apartase su amor de (a) las cr(e)iaturas; mandada escribir por su confesor y padre espiritual. Esta obra fue rescatada para la memoria contemporánea por el destacado filólogo Mario Ferrecio Podestá, quien en 198498, a partir del texto hológrafo —de puño y letra— re-situa esta obra en la tradición literaria chilena99. Existen muchos debates sobre el leitmotiv de la escritura de Úrsula Suárez. Para algunos corresponde a unos sistemáticos recuerdos de su vida; para otros, una suerte de confesión como parte de los hábitos eclesiásticos de la época. Sin embargo, lo que no está en duda es el contenido de la obra: una relación de su vida que contempla experiencias personales y referencias del contexto vivido. En base a esta información es que podemos ahondar en parte de lo que hemos definido como el «yo», autodefinición que inevitablemente se convierte en el «habitus» vivido por Úrsula a través de las proyecciones de su relato. Para aproximarse a Úrsula Suárez, debemos entender qué era un convento y qué implicaba la vida conventual en el siglo XVII. Lejos de las visiones actuales sobre el mundo monacal, en esta época el convento no era un espacio objetivado como un lugar de reclusión que significaba o evidenciaba la opresión patriarcal; por el contrario, el convento constitutía un mundo complejo donde las monjas disfrutaban de gran autonomía y donde el mundo de lo femenino monjil genera códigos propios de comunicación e identidad. En esta época, Santiago poseía quince mil habitantes y contaba con cinco monasterios: Agustinas (ochenta monjas), Clarisas (más de sesenta), Carmelitas (treinta y seis) y Santa Rosa (veintiseis). Pese a 70

Yo, Úrsula Suárez: testimonios desde un claustro colonial

estas cifras, no debemos olvidar que los monasterios tenían en promedio cien personas viviendo en sus dependencias. Los que faltan en estas cuentas, entonces, son los sirvientes, esclavas, niñas a cargo de monjas y huérfanos. Así, podemos apreciar que la jerarquización social también formaba parte del ordenamiento de un convento.

Infancia La infancia de Úrsula transcurre en un ámbito donde lo imaginario y lo real suelen cruzarse. Donde, al caer la noche, los espectros y otras fuerzas cobran plena ciudadanía. Una vez dijo a su madre: «que un ánima quería que le hablara; y esta es verdad, que también lo soñaba, y me parecía se llegaba a la cama y la sentía palpar». Eran constantes sus visiones y también sus encuentros con el diablo, como ella misma declara: Con esto, todas las criadas salieron, jusgando me habia hecho pedasos, porque aseguraron haber oido adentro el estruendo que hiso mi cuerpo, y asimismo el grito: ellas jusgaron no hallarme viva. Yo, despavorida y hecha una tarabilla, asi que me levantaron les dije: «No se aparten del estrado; estenme rodeando que he visto a1 diablo», y empese a contarlo. Una me tenia en los brasos, que era la que me habia criado, y a las demas tenia de resguardo, porque estaba temblando, no queriendo que ni la cosinera se fuera, aunque me desia iba a ver la sena. Alli tuve sinco negras, fuera de la chusmilla de chiquillas, y aun asi me paresia no estaba bien defendida. Llego mi madre y, viendo todos los criados dentro, a mi en medio, dijo: «¿Que es esto?» Refirieronle el suseso; tomome teniendome en los brasos; yo toda temblando empese a contarlo. Mi madre clamó a Dios, y aprentandose las manos dijo: «Dios de mi corazon, ¿que hare yo con esta niña?; ¿donde la pondre, Señor de mi vida, que aqui me la tienen afligida, consumida con espantos, ya las animas, ya el diablo; y por qué lo permitis vos que este angelito sea afligido?; ella está pagando mis pecados de tantas suertes, esta inosente: cada dia la tengo a la muerte. Hagase tu voluntad; pero en esta casa no ha de estar, que con sus tias la tengo de enviar, que aqui me la han de matar100.

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La relación con sus padres, Martín Suárez y María de Escobar, nunca fue permanente. De hecho, una buena parte de su infancia la pasó en casa de sus abuelos paternos, quienes le profesaron un gran amor por la afabilidad y agudeza de la niña101. Este vínculo con sus abuelos era mal visto por su madre, quien la solía reprender por los abusos que según ella cometía, aprovechándose de ellos. A la edad de seis años, Úrsula perdió a sus abuelos y a estas alturas había desarrollado grandes temores por su madre. Por este motivo y también por otras situaciones que la niña asociaba con el acoso de espíritus, fue enviada a una casa donde su madre no estuviera. Así, Úrsula fue enviada donde su tía, Josefa Lillo de la Barrera, quien le enseñó a leer: De ahí a no sé cuántos días me llevó mi madre donde una de mis tías a entregarme que aprendiese a leer, encomendándole me sujetase porque era traviesa y callejera102.

En la casa de esta tía permaneció un año y aprendió algo más que leer. Todas las tardes concurrían diversas visitas que configuraban un verdadero espacio de sociabilidad y códigos de comunicación que pronto Úrsula incorporaría a sus hábitos y modales. Junto con la enseñanza de leer, Úrsula también recibió lecciones de labor por medio de una esclava. Uno de los episodios que cuenta con esta mujer muestra cómo Úrsula, que poseía un carácter fuerte, era capaz de acomodarlo a la circunstancia según su interés; de ser muy mansa pasaba a ser vengativa y algo manipuladora: Diré lo que me pasó con una india que era mi maestra de labor y de gran rasón, a quien mi tía me entregó que me enseñase labor. Diome un día por ella un coscorrón, y fue lo que tanto senti esto, que lloré con grave sentimiento de que la india tuviese tal atrevimiento, aunque a ella no le dije nada; mas fuime a mi tía hecha un mar de lágrimas, quejándome que en mi casa nunca me daban las criadas y que en aquella casa me pegaba la criada, que si en mi casa india me había de pegar. Mi tía me empeso a halagar y consolar; pasábame la mano por la cabesa y desíame: «Si es tu maestra; ya no te dará más»; yo dije: «¿Quién se lo ha de quitar?, que por verme chiquita me quiera maltratar». Por esto tuve en ella un tormento103. 72

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Otro rasgo que sobresale en la infancia de Úrsula es su aversión por los hombres y el matrimonio. Alguna vez, sin que sus tías se dieran cuenta que solo fingía estar dormida, oyó una conversación entre ellas que trataba acerca de las desdichas amorosas, provocadas por un hombre y vividas por una mujer. Frente a esto, Úrsula no reparó en desplegar su posición sobre el tema: «Yo atenta a esto les tomé a los hombres aborresimiento y juntamente deseo de poder vengar a las mujeres en esto, engañándolos a ellos, y con ansias deseaba poder ser yo todas las mujeres para esta vengansa. En conclusión, hise la intencion de no perder ocasión que no ejecutase engañar a cuantos pudiese mi habilidad, y esto con un entero, como si hisiese a Dios en el estado presente servicio muy bueno: no se pasarían cuatro dias que no ejecute mi intento. Un día salieron las señoras a visita sobretarde; quedé yo en casa con las criadas; fuéronse también como sus amas; quedé yo sola en la casa. Después de completas, pareciome buena ocasión esta para poder engañar. Fui a la caja de mi tía; como mica empeseme a aliñar con mucho afán, y desía: «Cuando suben a la ventana van aliñadas». Saqué el solimán y sin espejo me lo empesé a pegar, y muy buena color; no sá si me puse como mascarón: a esto no atendía yo, sino al aliño que a las mujeres había visto. Como los micos púseme sarsillos y saqué una mantilla picada con punta negra. Todo el aliño solo fue en la cara y cabesa; púseme las puntas sobre ella, de suerte que me tapara la cara: bien lo discurría, que viesen que era blanca y no conosiesen era niña. Fuime así a la ventana, y parada no alcansaba a ver la plasuela. Vea vuestra paternidad, cuál seria entonses de pequeña. Ya dije a vuestra paternidad la ventana que no es alta; mas para alcansar fue necesario trepar no solo al apoyo de ella, sino en lo que vuela de reja. Yo que estoy ya sentada, vi venir un hombre de hasia la plasa y dije: «Gracias a Dios, ahora te engaño a vos». Así susedió, que el hombre se llegó a la ventana y me empezó a hablar. Ni yo sabía lo que hombre me desía ni lo que yo le respondia; él estaba tan fervoroso que su aliento llegaba a mi cara como un fuego. Yo a cuanto me desía iba respondiendo, y demás le iba disiendo; pedíame la mano; yo hise reparo que si me la veia habia de conoser por ella que era niña. Sacó un puñado de plata y me la daba; y porque no me viera la mano me acobardaba, no 73

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porque no me alborotó la plata. Por ultimo, díjele: «Si me da la plata, entre la mano en la ventana»; yo todo lo hasía por asegurarla y arrebatársela»104

El matrimonio tampoco parecía ser un ideal para Úrsula, pese a que su madre veía en él una forma de asegurarle el futuro. La idea de la madre era casarla a los doce años, intención que no era rara en una sociedad donde la meta para toda mujer era justamente esa. Conforme iba creciendo, crecía en mi madre el deseo de casarme, deseando tuviese dose años para darme estado. Eran siempre sus pláticas sería yo el remedio de su casa, y si Dios se la llevaba, quedaría yo para amparo de mi hermana y socorro de la casa. Estas pláticas me atormentaban por tener yo como odio a1 matrimonio y ser todo mi deseo entrar en monasterio; sobre estas contrariedades pasaba con mi madre gravísimos pesares: su mersé, que había de casarme en siendo grande; yo, pidiéndole me entrase en el convento de nuestra madre Santa Clara, que ahí me tiraba ser monja. Un día se llegó a enojar en tanto estremo que me dijo: «Si monjas me coges en la boca te he de matar: ¡tú habías de tener voluntad!; ¡te ahogaré entre dos colchones o al pilar de la cuja te daré garrote! ¡No has de ser monja, ni esto me tomes en la boca!; mira lo que hases». Con estas amenasas me tenía amedrentada, que, como era niña, me paresía me podría quitar la vida; mas yo no desistia de amar la religion, y lo pedia a Dios con las veras de mi corazón, porque era tanto mi anhelo que igualaba la religion con el cielo; y así solo esto era mi pensamiento, discurriendo qué medio tomaría para conseguir esto, y por ninguna parte hallaba consuelo, porque si hablaba de los parientes o abuelos que hablasen a mi madre, temían no se disgustase, y así ninguno tenía de mi parte, sino solo para atormentarme tratando con mi madre que habían de casarme105.

Desde una muy tierna edad, Úrsula mostró su vivo interés por ingresar a la vida monástica. Sin embargo, sus ruegos no encontraban respuesta en su madre, a la que no le gustaba la idea. Se fundó por esos tiempos el Monasterio Santa Clara de la Victoria, cuyo patrono era un tío del padre de Úrsula. Este personaje resultó ser quien convenciera a la madre para que la niña ingresara al monasterio106. De esta manera, 74

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pese a la posición inicial de la madre, Úrsula ingresó al monasterio Santa Clara de la Victoria de la Plaza de Armas en 1678, cuando solo tenía doce años, cuatro menos que la mayoría de las novicias.

Vida Conventual (1678-1749) Desde los inicios de su vida conventual aparecen episodios que muestran hasta qué punto en este espacio de raigambre místico y contemplativo se reproducían las tensiones del mundo femenino con sus conflictos y querellas. Destaca, por ejemplo, el momento en que, tras haber entrado al convento, recibió la visita su madre con claras intenciones de retirarla. …y vino [su madre] como desatinada contra la maestra, enojada, que en la puerta la puso de vuelta y media. Ella sacó la caballería como allá afuera se estila, diciéndole a la maestra que si fuera la cogiera y en su esfera, la sangre le bebiera; que si conmigo tenía desverguensas de darme, cuando allá fuera no tuviera ojos para mirarme: con el enojo decía estos disparates que de las mujeres ya se sabe no tienen más defensa que la lengua. La maestra estuvo atenta. Yo la satisfacía con mentiras: de que no me tocaba sino que antes me estimaba y quería; que lo que le decían era mentira; que yo muy bien lo pasaba. Parece que con lo que yo la apaciguaba más se enojaba, y tomó conmigo la rabia, tratándome de invencionera y ardilosa; que qué necesidad tenía de ser monja: «No lo serás, que hoy te he de llevar». Yo empecé a llorar y hacerle clamores que me dejara; diome un tirón de la manga, que no pudo alcanzar a más, porque no quería yo llegar a la puerta, y me hiso dar de bruses sobre ella, cayendo la mitad de mi cuerpo fuera. Hube de quedarme muerta; mas, antes que me cogiera, partí la carrera como si huyera de una fiera, y entrando dentro, me pareció no estaba segura en el convento, y mirando a todos lados, me abrasé con una + [cruz] que estaba en el claustro y con ansias le supliqué fuera mi defensa. Por los gritos que daba mi madre, me gritaba la maestra a que saliera; las religiosas hechas una pena de verme con ella; y no había quién a mi madre resistiera: antes si en abono de ella, por las crueldades de la maestra, todas desían que mi madre rasón tenía. ¿Qué haría yo a esto, en medio de tanto incendio, viendo que las que habían de aplacarlo estaban 75

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atisando? Por último salí al llamado de la maestra hecha de mil penas, y asida de ella no osaba llegar a la puerta, sino que, desviada de ella, atendía de mi madre las sentencias de que no me tendría por hija, ni de mí se acordaría, aunque oyera desir que peresía, ni la cara le vería si me moría107.

El mundo exterior que formó a Úrsula se evidencia a través de las añoranzas de comodidades que manifiesta la joven; bienestares propios de una persona que era parte de la cultura y de la vida confortable de la alta sociedad santiaguina. Por ello, no es extraño que a los pocos días de haber ingresado al convento se quejara, amargamente, de no haber obedecido a su madre cuando ésta le advirtió que llevara platería y otros elementos para su comodidad, porque en tan modestas celdas no iba a encontrar los lujos que eran de su costumbre. Con desagradable sorpresa vio que las monjas servían la comida desde una fuente de barro: Por la mañana, que vinieron de mi casa, que yo lo esperaba desde la alba, así que vi la criada, muy pasito le dije lo mal que me había ido en tan feo convento, y unas monjas que no tenían alfombras, y que la que yo tenía era chiquita. Esto me oyó una monja y soltó la risa diciendo: «Esta es mucha niña, que no quiere alfombra chiquita»; yo discurría que nadie me oía, y le dije a la criada me trajese fuente de plata, cubilete y tembladera108.

Al pasar los años, los principales motivos de riñas y disputas en este ambiente monjil fueron los cargos que progresivamente fue obteniendo Úrsula. Luego de su profesión, el 2 de enero de 1684, recibió el cargo de provisora, oficio que ejerció durante un año. Tras este periodo la nombran «difinidora», oficio que ella misma valoró como de gran honor, después del de «abadesa» y «vicaria». Según De Ramón109, la misma Úrsula señala en sus cuadernos autobiográficos que las reuniones conventuales no eran nada de pacíficas, ya que a veces las exigencias de la abadesa no parecían aceptables, a1 menos para ella. De aquí en más, Úrsula no abandonó su ambición por acumular cargos y honores. En 1710 fue nombrada vicaria, oficio ejecutado hasta 1713. El año 1721, tras haber tenido la «visión» de esto, fue 76

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elegida abadesa. Pero este periodo no estuvo exento de extenuantes luchas de poder; es más, durante estos años, Úrsula fue líder de uno de los dos bandos que dividieron a la comunidad conventual. Y como bien recrea De Ramón: Esta división motivó diversos choques, que alcanzaron su culminación hacia 1715, año en que las plácidas «monjitas» de la Plaza de Armas de Santiago habían transformado su espiritual retiro en un campo de escaramuzas, desagradables hostilidades y durísimas batallas, que sin duda tenían a1 resto del vecindario con el alma en un hilo110.

Tras haber sido abadesa, Úrsula gobernó en un ambiente de paz y concordia. Luego logró prorrogar su mandato con el título de Presidenta hasta 1725, cuando la sucedió Cristobalina del Campo, pariente suya. Lejos de lo que se suele pensar, la profesión de religiosa era una alternativa que daba un óptimo lugar a lo femenino; tanto como el matrimonio. En medio de una sociedad criolla donde las mujeres tenían la opción de casarse, ordenarse religiosas o mantener dignamente el fracaso en la soltería —y donde también estaba la posibilidad de caer en la desgracia de la maternidad fuera del matrimonio—, el «monjío» era el espacio perfecto para una mujer de carácter, a la que se le ofrecía y deseaba la posibilidad de construir un mundo femenino. Tal es el caso de Úrsula, que siempre sintió atracción por alcanzar esta especial forma de representación de su «yo» y, por cierto, de alcanzar el tipo de poder que implicaba llegar a la jerarquía de un convento. Es interesante ver cómo este camino, que termina con ella profetizando la fecha de su propia muerte, comienza cuando era una niña que imaginaba conversaciones con los espíritus. Es claro que a lo largo de los años, por la sociedad que la rodeaba y el micro mundo del convento, igualmente terminó Úrsula por creer en esta suerte de investidura mística y graciosa. Octavio Paz, en su célebre estudio sobre sor Juana Inés de la Cruz111, ya observaba que el oficio de monja era como cualquier otro; que los conventos estaban llenos de mujeres que habían tomado el hábito no por vocación mística, sino por consideraciones y necesidades 77

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mundanas. El caso de nuestra Úrsula Suárez no es distinto. Incluso podríamos hablar de una particular forma de sexualidad dentro del espacio conventual, lo que ciertamente rompía con cualquier ordo o regula monástica. Y más allá que Úrsula atribuyera estas costumbres a la obra del diablo, ella misma confiesa haber practicado las cuestionadas «devociones». Después llegó otro tiempo en que me di mas al divertimiento, conversaciones con los hombres: esto que el demonio ha introducido las devociones en las religiones, cosas de que Dios tanto se desagrada, y se tiene por nada y se celebra por gracia. Yo así las tenia por modo de chansa, ni parecía los quería bien, sino que solo miraba el interés, y así tenia dos o tres y lo contaba por gracia, dando risadas. Desíanme las religiosas de mi celda que como con tres me había de averiguar; yo les respondía: «Quedará en casa el que me quisiere mas, que esto no es más de experimentar»; desíanme que cómo había de conocerlo; decíales yo: «El que da mucho y es regalador, ese tiene amor, porque es razón evidente que mucho da quien mucho quiere, y bien sé yo que las dádivas son tributo del amor112.

Las «devociones» no eran más que relaciones de «amistad» entre una religiosa y uno o varios caballeros que visitaban un espacio del convento llamado «locutorio». Eran verdaderas «citas» donde las monjas mantenían íntimas conversaciones con sus «endevotados». En este espacio, algunos «endevotados», probablemente por los regalos que les tributaban a las monjas que los recibían (ropas, alimentos y dinero), se tomaban audaces licencias, como las de meter su mano por la manga de la religiosa («manga ancha» o «manga angosta», según fuera el caso). Úrsula no era la excepción en estas prácticas: Una trasa sucedió con dos hombres que me visitaban, que a los dos engañaba, y tenía fortuna que no se juntasen. Cuando una tarde, estando en la puerta en visita con uno, entró el otro; así que lo veí, bajé los ojos y proseguí hablando. Como vió el que entró el poco caso que yo le hacía, se sentó en el poyo hecho una ira, y resongando dijo: «¡Ay, con mil diablos!»; levanté los ojos a mirarlo, disiéndole: «¡Qué es eso!; ¿por qué está 78

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retirado?» El que estaba conmigo estuvo mirando. Yo llamé al retirado; estúvelo agasajando; y uno y otro estaban orejeando. Yo dije para mí: «Esto está malo». Díjele al que había llamado, después de agasajado, que tomase asiento, que ya salía la monja a verlo. Esto fue lo mejor, y era la monja yo: cómo tendría este hombre su corazón, sobre ser fino conmigo. Di una trasa, de que otra religiosa lo llamara por el torno, mientras yo despachaba a1 otro, que también estaba hecho un toro113.

Al parecer, Úrsula tuvo relaciones con muchos de estos «endevotados» y, más aún, especialmente con uno. Se trataba de un rico mercader que padecía hipocondría y «malancolía», afecciones que lograba curarlas con las conversaciones con esta monja que no esconde su preparación para el momento de estas «conversaciones»: Me vestía de pies a cabesa, y no como quiera, sino que a Lima enviaba a traer los géneros que yo vestía, no contentándose con lo que en su tienda tenáa, que había de ser lo más fino mi vestido, y los chapines que habáa de calsar, plateados, habían de venir de alla; el sustento de la selda lo enviaba toda la semana, fuera de todos los dias los regalos, y por entero para el año él de mis visios hasía el gasto, porque el polvillo y mate era imposible que faltase; era de calidad que hasta la selda hiso alliñar y haser en ella cosina y despensa; y no contento con lo referido, vivía sentido de que no le manifestaba lo que necesitaba114.

Más allá de estos testimonios de un curioso ludismo de cortejo, Úrsula reconocía en sus «endevotados» virtudes espirituales y físicas. Además, siempre que podía aclaraba que estas no eran relaciones amorosas, ya que una religiosa es solo espíritu y no es materia carnal. Después de transcurrir mucho tiempo en el convento y haber ocupado —como ya dijimos antes— todos los cargos de la jerarquía de la comunidad, Úrsula debe enfrentar que el mundo de su niñez y juventud va lentamente desapareciendo; sus padres, abuelos, tías y otros parientes fallecen y, al parecer, esto mismo predispone a nuestra monja a los hábitos de construir memorias de su larga vida. Más allá que su llamada «autobiografía» tenga también estatus de penitencia

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demandada por los clérigos confesores, late en el texto una fuerte intención de narrar una vida con todas sus tensiones. Los éxtasis y las visiones serán el motivo de atención más preciado para Úrsula en sus últimos días. Soñé que entrando al coro, fui al confesionario y vi dentro una culebra deforme, muy enroscada; quise matarla y no hayando en el coro piedras ni palo, hube de valerme de los dientes por tener en ellos más fuerza que en los brazos: mordila y sonaron los huesos. A este tiempo entró una seglar al coro; yo la reñí y eché afuera. La culebra se desenroscó. Yo dije: «estas se rasgan por la boca»; agarrela y rasguela por el medio y dividila en dos pedasos; y para que nadie la viese la entré en una rendija lastimada o era sangre de la culebra. Estándome enjugando la sangre, sentí abrir la puerta de la sacristía; miré y veí entrar un obispo; afiguróseme a señor Puebla; mas ya era muerto: esto fue en tiempo de señor Romero. También se me afigura a nuestro obispo en lo blanco y buena cara y en el modo de ojos ensima. En conclusión, fuese a1 confesionario donde estaba yo, y con mucho amor me dijo: «Mató la culebra y se lastimó la boca y le sale sangre»; yo, por no mentir, le dije: «Sí, señor», y me tapaba la boca y escondía tras el velo del confesonario, y su señoría lo levantaba por un lado; yo, asombrada de cómo había sabido esto el obispo, porque yo a nadie lo había dicho ni del coro salido, y todo lo susedido me refería el obispo, y avergonsada se supiese aquella porquería de morder la culebra. Cuando referí esto al padre Viñas, me dijo: «Y no tiene huesos»; yo le dije: «Si se los oi sonar». «No tiene huesos», volvió a replicar. Yo callé y no le pugné mas.

Tan activa fue su actividad mística que incluso llegó a predecir el día de su muerte, lo que coronó la imagen que su entorno se formó de ella. Cuando falleció no solo había muerto Úrsula Suárez, sino una mística y visionaria del convento Santa Clara de la Victoria. Murió la madre doña Úrsula Suarez el día cinco de octubre del año de 1749. Viéronse en su muerte algunas cosas muy particulares como consta de un papel que se hizo de apuntes, el que queda en este libro. Era presidenta del monasterio la madre Javiera Galleguillos115.

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Yo, Úrsula Suárez: testimonios desde un claustro colonial

Conclusiones Más allá de explorar en la construcción de un texto, labor que han hecho otros autores que han estudiado la figura de Úrsula de Suárez, creemos que el valor de los cuadernos de esta monja, sea por confesión obligada o por voluntad propia de legar la memoria de su vida, representan un valioso testimonio de su vida y también del mundo social y cultural que le rodeaba. Vemos a lo largo de sus «confesiones» cómo esta monja de los siglos XVII-XVIII ilustra efectivamente qué podía llegar a implicar el ser una monja en esos tiempos: la ambigua moral y las pretensiosas ambiciones. Asimismo, da cuenta cómo se estructuraba la sociedad colonial, consagrando una férrea estratificación que incluso ordenaba quién era quién en los claustros de Santa Clara de la Victoria. Es claro que Úrsula estaba en la más alta posición, rodeada de alfombras y fina platería, pero bajo ella existía una larga cadena humana que llegaba hasta las niñas de mano y las esclavas. El «yo» de Úrsula es uno complejo. Esta mujer nacida en el siglo XVII construyó una imagen de sí desde su tierna niñez. Los aparecidos, lo fantasmal y lo mistérico fue diseñando una identidad ante el resto de su mundo social. Siguió este camino en el convento de las clarisas, donde afianzó su poder por medio de sus conocimientos y del arte de la manipulación, que ya manejaba desde mucho antes. Finalmente, terminó cultivando la contemplación profética, lo que consolidó la imagen que su propia comunidad terminó teniendo de ella.

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Aquelarres coloniales: reuniones de mujeres en los espacios Hispano-Virreinales del siglo XVIII

Natalia Urra Jaque Durante el período moderno y los siglos hispano-coloniales se estableció una vinculación entre las mujeres, la idea de demonio y las prácticas mágico-religiosas. Para comprender esta relación creemos indispensable comenzar dando a conocer al lector o lectora una serie de ideas y conceptos clave. En primer lugar, debemos considerar que múltiples ideas que se gestaron en la Europa tardo-medieval del siglo XV se proyectaron luego a nivel trasatlántico, es decir, a las colonias hispanoamericanas, desde el siglo XVI al XVIII. La vinculación de las mujeres con el demonio fue una de las tantas creaciones imaginarias europeas que se proyectaron en los territorios de ultramar. Junto a los sistemas político-administrativos de la vieja Europa y, específicamente, de la monarquía católica hispana, también se trasladaron con los conquistadores los mismos miedos y recelos sociales. Muchas de las actividades y persecuciones vividas por algunas mujeres en el marco de ideas de «brujería» en América fueron fruto de un imaginario socio-cultural previamente construido y respaldado por sociedades patriarcales europeas. En tierras hispanoamericanas, las brujas y las hechiceras, según la mirada inquisitorial, repitieron las mismas conductas y las mismas acciones transgresoras, es decir, incumplían las normas doctrinales impuestas constantemente y, por supuesto, tuvieron los mismos perfiles psico-emocionales que las brujas y las hechiceras de la Europa moderna116. Por consiguiente, es imposible estudiar una realidad separada de la otra, ya que la mayoría de las veces la justicia inquisitorial aplicó parámetros similares para condenarlas en uno y otro lado del Atlántico117. 83

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Los conceptos de bruja, hechicera, supersticiosa, aquelarre o Sabbat, entre otros, fueron incorporados y adaptados a estas nuevas realidades o espacios sociales con fines controladores, es decir, con intenciones de perpetuar un dominio real occidental o, en otras palabras, homogeneizar social e ideológicamente a la población colonizada según los parámetros de la monarquía católica118. Nuestro objetivo consiste en analizar y explicar los múltiples matices que se generaron en los espacios hispano-virreinales, específicamente los de la Lima del siglo XVIII, con respecto a tales conceptos, especialmente los de aquelarre y las supuestas reuniones de mujeres para adorar al demonio. Para lograrlo utilizaremos los relatos inquisitoriales conservados en el Archivo Histórico Nacional de Madrid y comentaremos los treinta y ocho procesos desarrollados durante el siglo XVIII contra mujeres pobres, mestizas, negras, criollas, mulatas y zambas. En otros términos, contra mujeres pertenecientes a las castas propias de la jerarquización social hispano-virreinal. Todas ellas fueron catalogadas de brujas, hechiceras y curanderas y, en los registros inquisitoriales, de sortílegas o supersticiosas, pues reproducían antiguos ritos cuyos simbolismos —de acuerdo a la mirada de las autoridades— manifestaban una alianza con el demonio y las tradiciones mágico-religiosas de los pueblos esclavizados y precolombinos. Por lo tanto, eran doblemente amenazadoras. Al mismo tiempo, también creemos necesario explicar —grosso modo— la importancia de las prácticas mágicas para las sociedades virreinales hispano-americanas, especialmente para los grupos marginados, excluidos y sometidos que las componían. En este caso, tales prácticas fueron fundamentales para solucionar los pesares y dificultades propias de estas agrupaciones, ya que, por un lado, vigilaron y auto-regularon los espacios sociales y, por otro, los redefinieron. En este sentido, fueron una forma de aproximación al entorno, cuya lógica interna de funcionamiento maniobró sus propias reglas, su propia gramática y sus propios mecanismos119. De igual modo, tampoco podemos olvidar la importancia que tales actividades aportaron al mestizaje cultural hispanoamericano. Las prácticas mágicas ibéricas, africanas y precolombinas enriquecieron las expresiones culturales de sus propios grupos y las de los 84

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otros. A través de ellas se manifestaron claramente las interacciones sociales y étnicas del período colonial, incluso las políticas y jerárquicas, principalmente porque las acusaciones inquisitoriales recayeron sobre las mujeres mestizas, pobres y, por supuesto, en las mujeres afro-coloniales: perseguirlas y reprimirlas significó, esencialmente, prohibir un modelo cultural distinto del europeo120.

Creación de la bruja en la España moderna: Transformaciones y matices en la Lima Virreinal, siglo XVIII De acuerdo al prototipo europeo de los siglos modernos (XVI al XVIII), la bruja era una mujer fea, vieja, gorda y miserable. Generalmente vivía sola, alejada de la comunidad y rodeada de animales domésticos como gatos, gallos o perros. No era un personaje querido, pues estaba constantemente en disputas con sus vecinos pero, sobre todo, se pensaba que era una mujer mala: por su carácter huraño fue identificada como peligrosa y, por si fuera poco, discípula y esclava del demonio. Este mismo prototipo fue trasladado a la América colonial. Tanto en el virreinato del Perú como en el de Nueva España se asimiló que tales particularidades eran las adecuadas para caracterizar a las mujeres condenadas por delitos de brujería y hechicería (superstición)121. La historiadora María E. Mannarelli cree que la imagen de las brujas en la América virreinal es «en cierta medida, producto de los grupos dominantes que, en determinado momento histórico, se vieron amenazados por la existencia y las prácticas de estas mujeres, a tal punto que decidieron exterminarlas»122, pues se mezclaban en ellas el sexo, el daño y el poder. No obstante, muchas de estas prácticas, como nos sugiere Steve Stern, eran solo «mecanismos de desviación para defenderse, dentro del marco de dominación masculina, que iban desde la búsqueda de protección con las autoridades judiciales hasta las redes informales de la familia, los vecinos y la comunidad»123. Ahora bien, la expresión bruja es un término que evoca de manera simbólica la flexibilidad, la ambigüedad, la universalidad y particularidad específica y local, anulando simultáneamente al tiempo y al 85

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espacio. De igual modo que el vocablo alemán sinnzusammenbang, es fértil y confuso, ya que pueden oscurecer y desconcertar124. Definir lo que era una bruja o cómo la concebían sus pares resulta, hoy en día, una tarea compleja, ya que muchas de sus características y cualidades estaban predeterminadas por una imaginación popular que también estaba condicionada por la transformación socioeconómica de su entorno. En este caso, la bruja virreinal fue el reflejo de su par hispánica. Las similitudes entre unas y otras fueron muchas, aunque con matices propios, principalmente porque no se ajustaban a los márgenes sociales impuestos por las autoridades civiles y religiosas. En este caso, la bruja hispánica, según Fabián A. Campagne, «es un modelo sui-generis en el seno de la rica mitología pan-europea»125, ya que su vinculación con las figuras demonológicas del viejo continente la convierten en un ser cuyas particularidades son propias del entorno geográfico peninsular. Su especialidad, según la imaginación popular, era el asesinato de niños recién nacidos, y aunque esta actividad no era exclusiva de ellas —dado que la gran mayoría de las brujas europeas cometían los mismos crímenes—, en tierras ibéricas fue una actividad prácticamente suya. Es decir, la bruja ibérica representa una «figura mítica altamente idiosincrásica» cuyas características también pueden hallarse en el vampirismo infanticida de la bruja italiana. A pesar de las particularidades propias del territorio peninsular, el historiador Campagne cree que la bruja ibérica responde al estereotipo de la demonología básica tardo escolástica, pues en los numerosos tratados y escritos de las centurias modernas se hace referencia al prototipo ideado en el Malleus Mallificarum. Por ejemplo: Pedro Fernández de Villegas en 1515 intenta solucionar el misterio de las brujas de Amboto citando a los autores alemanes (Kramer e Institores); en uno de los artículos de Covarrubias —llamado Tesoro de la lengua castellana o española, de 1611— se cita al manual alemán para explicar la expresión bruja; y Martín de Castañeda —en su Tratado de las supersticiones y hechicerías, de 1529—, se refiere a las asambleas orgiásticas de igual modo y con los mismos parámetros que los frailes dominicos del siglo XV. Sin embargo, el mismo investigador 86

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insiste con la idea de que, pese a estas similitudes, los relatos brujeriles peninsulares demuestran una cantidad de originalidades que hacen de la bruja ibérica única en su estilo. Una de las principales características son sus actividades relacionadas con los niños. Como dijimos anteriormente, fue casi exclusiva su vinculación con las muertes de los recién nacidos, al punto que Lope de Barrientos, en su decimonovena Dubda del Tractado de la divinanca, de 1440, vinculó la expresión bruja con la muerte de criaturas pequeñas, y en la ciudad de Cuenca de 1519 se provocó una psicosis brujeril como consecuencia de varias muertes infantiles. En las Palmas de Gran Canaria se produjo una situación parecida en 1529. Sin embargo, fue la primera vez que los inquisidores utilizaron el término bruja para referirse a mujeres que asesinan niños. Aun así, en 1528, el inquisidor General Alonso Manrique escribió una carta al licenciado Sancho de Miranda expresando que en el obispado de Burgos los asesinatos de niños eran muy habituales; por ende, había una plaga brujeril. No obstante, es en los manuales médicos donde la vinculación de las muertes infantiles con las brujas españolas se hace más notoria. En 1580, por ejemplo, el doctor Francisco Núñez dedicó el trigésimo capítulo de su Libro del parto humano para explicar las muertes de los niños fruto del accionar de las brujas, y en 1794, Diego de Torres Villarroel, en su Tratados médicos, físicos y morales, publicado en Madrid, decía que «las brujas solo chupaban a los críos no queriendo nada con los hombres»126. Paralelamente, también se las relacionó con el vampirismo, pues en los célebres procesos de Zugarramurdi esta actividad ocupó un rol fundamental, cuyos documentos impresos en el Logroño de 1610 describen: A los niños que son pequeños los chupan por el sieso y por la natura; apretando recio con las manos y chupando fuertemente les chupan y sacan la sangre, y con alfileres y agujas les pican las sienes y en lo alto de la cabeza, y por el espinazo y otras partes y miembros del cuerpos; y por allí les van chupando la sangre, diciéndoles el demonio; chupa y traga eso, que es bueno para vosotras127. 87

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A pesar del racionalismo de algunos líderes religiosos y su afán por desterrar tales creencias como, por ejemplo, la capacidad que poseían para entrar en lugares cuyas cerraduras era imposible penetrar, la sociedad seguía invadida por una psicosis brujeril y, por lo tanto, seguía creyendo semejantes fantasías. Como consecuencia de lo mismo se les atribuyó la facultad para transformarse o convertirse en animales como gatos o aves nocturnas. Entre ellos, el mismo inquisidor Salazar y Frías relató en uno de sus memoriales cómo las brujas de Zugarramurdi decían «yr volando en figura de mosca, y otra, que en figura de cuervo»128 y que, incluso, el demonio las metamorfoseaba «en distintas figuras de perros, gatos, puercos y cabras, y a Graciana de Barrenechea (que era reina del aquelarre) en figura de yegua, se fueron a la casa de María de Yruteguía»129. Las características descritas por el historiador Campagne hacen de la bruja peninsular una rareza en comparación con la figura creada por la literatura teológica temprano-moderna. Por ende, cree que tales particularidades son un llamado de atención y, sobre todo, un camino en el cual la historia y la morfología unen sus esfuerzos de forma irreparables. Entre estas características destaca también la destreza que poseían para adormecer a las personas que habitaban las casas a las que ingresaban por las noches, pues solo así podían consumar sus crímenes. Además, describe la inevitable inclinación que sentían por el vino, pues muchas de ellas decían estar completamente borrachas cuando realizaban sus actividades infanticidas y que, incluso, preferían ir a las bodegas o cavas que seguir cometiendo crímenes de brujería. Estas particularidades son también encontradas en lugares como Brasil, Portugal, las Islas Canarias e Hispanoamérica. Por lo tanto, los rasgos distintivos de la bruja española solo pueden ser hallados en los medios geográficos ligados al espacio cultural peninsular. Francisco Fajardo Spinola, por ejemplo, encontró en los archivos inquisitoriales canarios numerosos procesos en los que se acusó a mujeres de chupar la sangre a los niños, mientras que Diana Luz Ceballos cree que la adopción de términos y mitología brujeril por parte de los esclavos africanos en la Nueva Granada se debe a la colonización de aquellas 88

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tierras por vizcaínos, navarros y guipuzcoanos. Uno de los ejemplos que da es la utilización del vocablo bruja en el conocido proceso contra Guiomar, una esclava africana acusada de —entre otras cosas— maniobrar con hierbas para adormecer de tal forma a sus víctimas que éstos perdían el conocimiento130. Ahora bien, el término bruja, utilizado en la España Moderna para referirse a las mujeres que asesinan niños bebiéndoles la sangre y que poseen la facultad de volar por los aires e introducirse de forma misteriosa en las casas completamente cerradas de sus vecinos, tiene su origen en un diccionario latino-arábigo y arábigo-latino del siglo XIII, cuya redacción se le atribuyó a Ramón Martín (1287). Para éste, la expresión era sinónimo de súcubo, aunque, «hasta el siglo XVI el vocablo no adquiere claramente el sentido de demonio nocturno femenino»131. Por otra parte, este mismo término era confundido con la expresión incubo que, a su vez, estaba relacionado con los demonios de tipo mahr, propios del área germánica y, por si fuera poco, con la sexualidad y reproducción de los mismos. Los que también emplearon la expresión bruja —mucho antes del período fatídico de la gran caza— fueron el salmantino Martín Pérez y Lope de Barrientos. Ambos renegaron de las creencias fantasiosas sobre aquellas mujeres que decían volar por los aires y asesinar niños para beberles la sangre. Sin embargo, cada uno de ellos creía que el vocablo más adecuado para referirse a este tipo de mujeres era el de bruxas. No obstante, el primero no se refirió a ellas como tales, pues fueron las traducciones posteriores de su Libro de las confesiones (1312) las que utilizaron la palabra explícitamente; mientras que el segundo la usó desde un comienzo en su Tractado de la divinanca e sus especies, que son las especies de la arte mágica (1434 o 1437). Además, le generó una enorme sorpresa, pues era tal la novedad y desconocimiento del término, que él mismo se cuestionó «que es, e que cosa es esto que se dize que ay unas mujeres que se llaman bruxas, las quales creen e dizen que de noche andan con Diana, desea de los paganos, con muchas e innumerables mujeres caualgando en bestias […], e que pueden aprouechar e dañar a las criaturas»132.

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Otro que, de igual modo, desmintió las creencias fantasiosas sobre ciertas mujeres cuya actividad era cometer infanticidio y volar por los aires a altas horas de la noche utilizando el vocablo bruxa, fue Alonso de Espina en su Fortalitium Fidei (1458-1460). En su texto, sin embargo, no solo se refirió a ellas como brujas, sino también como xorguinas; vocablo, según Covarrubias, de origen vasco y empleado para definir a «la que hace adormecer o quitar el sentido, cosa que puede acontecer y que con intervención del demonio echen sueño profundo en los que ellas quieren hazer mejor sus maldades»133. Por lo tanto, la expresión bruja se configuró en la zona norte de la península. El vocablo como tal fue registrado por primera vez en las áreas pirenaicas catalanas; es decir, el término comenzó a emplearse en el norte peninsular para luego propagarse por el resto del territorio, llegando incluso a utilizarse en las colonias hispano-americanas y las Islas Canarias134. Por consiguiente, la bruja virreinal135 fue una figura mítica cuyas características respondían a un prototipo hispano-peninsular; es decir, éstas poseían una serie de particularidades transversales al tiempo y al espacio, de la misma forma que las brujas ibéricas podían realizar pacto con el demonio, maleficios, reuniones nocturnas y lascivas, volar por los aires y transmutarse en animales. Sin embargo, la bruja virreinal representaba un estereotipo de mujer transgresora no solo por practicar actividades mágicas (hechizos y maleficios), sino también por mantener relaciones ilícitas con algún hombre y, sobre todo, por mantener amistades con otras mujeres, puesto que este tipo de redes sociales significaban «[…] recursos utilizados, ajenos al orden jurídico, para evadir el orden patriarcal»136. Agustina Picón, por ejemplo, confesó en una de sus audiencias celebradas en la ciudad de Lima que todos sus conocimientos habían sido aprendidos de otras «maestras sortílegas»137, mientras que Juana Saravia enseñaba sus artes a otras mujeres138. Rafaela Rodríguez139 se reunía con otras penitenciarias del Santo Oficio para realizar prácticas mágicas y Francisca Mondragón140 fue acusada de tener un grupo de mujeres cómplices en sus artes. Por otra parte, su economía precaria las limitaba en su accionar social, pues les era imposible participar de obras de caridad o beneficencia auspiciadas por la Iglesia, lo que conllevaba prejuicios 90

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de sus mismas pares femeninas. Tampoco eran muy cumplidoras de las leyes religiosas, pues no rezaban en público ni asistían a misa. Además, fluctuaban en una ambigüedad constante, ya que siempre renegaban de sus actividades y conocimientos, calificándolos como meros fraudes para obtener dinero. Juana Prudencia Echeverría, por ejemplo, dijo en una de sus confesiones sobre los hechizos realizados a favor de una de sus clientas: Solo intentaba en la operacion engañarla y sacarla algunos reales como de hecho consiguio […] una cadena de oro que la dio y empeño aun mulato que vendia el azucar delos Padres de Santo Domingo […]141.

De forma parecida lo expresó Paula Molina, quien también confesó «[…] haver engañado a varias mujeres fingiendose sabedora de formar hechizos quando los ignoraba enteramente»142. Dentro de estas características, los inquisidores limeños estimaron fundamentales los maleficios para poder acusar a una mujer de bruja, pues la mayoría de ellos eran provocados por los famosos ungüentos a base de coca y aguardiente. Estos instrumentos eran indispensables para identificar a las supuestas brujas o hechiceras, dado que en tierras virreinales, ambos elementos eran considerados nocivos o peligrosos para el bien común, sobre todo la coca. Incluso mezclados con otras hierbas andinas, eran poderosos remedios curativos y, al mismo tiempo, provocadores de irresistibles deseos sexuales. Incluso ellas mismas relataban cómo se los untaban en las partes íntimas con la intención de atraer al hombre deseado. Manuela Vásquez, por ejemplo, testigo número uno contra Juana Prudencia Echeverría, declaró el 14 de Abril de 1774 que ésta: Hizo con una niña nombrada Gabriela Herrera lo siguiente: Con aguas de varias yerbas le sobo todo el cuerpo. En otra ocacion vio que hizo una fogata y que sacaba dela boca (no supo que) y lo hechaba en el fuego […] y luego cogió con la mano lo que asia y se lo llevaba a las partes de la otra Gabriela […]143

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Mientras que Victoria Breña, testigo número dos en el juicio contra Paula Molina, declaró el 21 de febrero de 1778, que la reo para darle fortuna debía aceptar […] un remedio con el qual toda suerte de hombres irían tras della y la llenarian de plata: y llebada mas de curiosidad que de codicia acepto la propuesta no sin recelo porque la dicha Paula tenia fama de bruja en aquel distrito y a una muger de su confianza […] encargo le cogiese tales y tales yerbas y que al cogerlas mentase alos demonios por sus nombres diciéndole una retaila dellos, […] que juntas las yerbas las cocio en aguardiente con otros ingredientes; y llevando la olla al quarto dela declarante se encerro con ella, apago la luz y la hizo desnudar hasta de la camisa: en este estado […] fregando con el cocimiento todas las partes de su cuerpo, en especial las pudentas probocandola despues aciertas torpezas, aquela denunciante no pudo avenirse; y noto que durante la fricación recitaba ciertas palabras, delas que solo pudo percivir una i otra vez que imbocaba alos demonios desde el mayor al menor144.

María de Valenzuela también recomendaba a sus clientas lavarse la cara con pomos de agua y untarse los pechos y los brazos con hojas de tabaco145; Rosa Gallardo hervía hojas de coca y con el vapor de la cocción se untaba la cara146; mientras que María del Rosario Perales mezclaba hojas de tabaco y aguardiente en una ollita para luego hacer sahumerios con sus clientas147. El gran repertorio de las brujas y hechiceras virreinales estaba sujeto a estos elementos botánicos; por ende, eran indispensables para el logro de sus objetivos y, al mismo tiempo, eran característicos de sus conocimientos.

Aquelarres y pactos con el demonio: Construcciones ideológicas en la Lima Virreinal del siglo XVIII Otras de las creaciones ideológicas europeas transportadas a la América virreinal fueron las famosas reuniones de brujas, conocidas como Sabbat o aquelarres. Según Carlo Ginzburg, éstas se realizaban, principalmente, 92

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[…] en lugares solitarios, en los campos o en los montes. Unas veces llegaban volando, tras haberse untado el cuerpo con ungüentos, cabalgando sobre bastones o mangos de escoba; otras veces montados en animales […]. Los que acudían a la reunión por vez primera tenían que renunciar a la fe cristiana, profanar los sacramentos y rendir homenaje al demonio, presente en forma humana o, más a menudo, en forma animal o semianimal. Seguían a continuación banquetes, danzas y orgías sexuales. Antes de volver cada uno a su casa, brujas y brujos recibían ungüentos maléficos elaborados con grasa de niño y otros ingredientes148.

No obstante, los aquelarres virreinales tuvieron su sello propio, puesto que no eran en bosques ni en montañas y la figura del macho cabrío como jefe ceremonial no siempre existió. Así nos lo describe de forma magistral una de las testigos en el juicio contra Fabiana Sánchez, celebrado los días 17 al 20 de Julio de 1739 en la ciudad de Lima. En él, la testigo narra: […] con nuebas visitantes por cierta complice la llevo a las casas de otra reo, y de allí a una choza, y de esta partio a la cueva, adonde luego llegaron con otra reo; y otras tendieron en el suelo una manta, y sacaron cada qual varios ingredientes de sus atados, y en conjunto de la reo, conchas, cascabeles, polvos, y otras imundicias superticiosas contra nuestra santa fe; y otro conjunto se quedo dormido y que aora como demedia noche la reo le recordó mui enojada diciendole que perdia tiempo en sus ejercicio, y habiendo dispertado les dio a comer a todos unas yerbas y fecho se puso a bailar con mucha algazana sonando un cascabel y exclamaba diciendo padre mio, señor mio tu eres mi favorecedor, siempre atiendes amis ruegos, permite que todo mesea favorable, y atiende a los ruegos delos que te buscan necesitados, y que oio una voz la denunciante dentro dela cueba que dezia aquí bengo conto dos mis sequaces a darte el favor que me pides, y concederte quanto deseas, y oida esta boz, oio el conjunto asilo expresamos de tu poder y que en señal de recozijo saco una bebida o cosimiento de giganton y bebieron las porciones que el conjunto les dio y queto das se levantaron y cojieron en las vocas arina de diferentes colores de mais, ya invitación del conjunto roziaron toda la cueva a soplos acuio tipo se apareció un animal en figura de venado con los ojos 93

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mui disformes y espandidos que parecían candela, y que en esta ocacion dijo la rea y aporesta visión benimos en conocimiento de que senos ha concedido lo que deseamos […]149.

De igual modo, la mayoría de las testigos relataban reunirse en las casas de las supuestas brujas o hechiceras. Así comprobamos que muchas de estas ideas eran, más bien, respuestas o resultados a la construcción ideológica impuesta por los poderes de la monarquía católica hispana. A pesar de tener matices propios, tales relatos se ajustan a la visión europea dominante o, en otras palabras, a la homogenización cultural universal que intentó desarrollar la cultura occidental patriarcal, en este caso demonizar las reuniones femeninas. Silvestra Molero, por ejemplo, se reunía en su casa con otras mujeres los martes y los viernes para realizar actividades supersticiosas, como beber chicha, fumar coca e invocar al demonio150. Manuela De Castro, por el contrario, buscaba a otras mujeres que la instruyeran en el arte de la brujería, pues decía haber sido maleficiada. Para lograrlo se valía de dos mulatas, una de las cuales la instaba a entregar su alma al diablo y la llevaba donde otra bruja que la curara de su maleficio151. Ahora bien, el término aquelarre y su significado actual nacen, según el antropólogo Mikel Azurmendi, en los célebres procesos inquisitoriales de Zugarramurdi152 desarrollados en la España del siglo XVII. Según él, fueron los mismos inquisidores encargados del proceso quienes acuñaron la expresión para definir el Sabbat brujeril o los encuentros orgiásticos entre las brujas y el demonio. En sus investigaciones explica que «[…] el término aquelarre (supuestamente prado del cabrón) […] fue una invención de la sede inquisitorial de Logroño. Una invención fechada en mayo de 1609»153. Por lo tanto, esta expresión […] fue un invento forastero y culto para nativos incultos, probado en la montaña vasca y exportable a todos los rincones de la cristiandad con un certificado de garantía mucho más acreditado que el degenerado antisemita de sabbat. El akelarre constituyó una coproducción ideológica de gentes de religión y de justicia, de artes y bellas letras que, a partir del siglo XVII, 94

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se fue imponiendo a sangre y fuego, a golpe de tremebundo sermón, pero también verso a verso y con la fecunda imaginería del artista. El akelarre no fue sino otro de los signos del poder154.

G.R. Quaife nos dice al respecto: El bien no podía enseñarse por comparación con el bien absoluto […] La sociedad solo podía instruirse cómodamente […] comparándose con el mal absoluto: esto es, con la invención directa de los valores dominantes en ella. La bruja personificaba estos valores invertidos y su existencia y su persecución afirmaban y fortalecían los supuestos morales básicos de la sociedad155.

Sus variaciones, según algunos autores renombrados y expertos en la materia, dependían del lugar en el que se desarrollaran. En los rincones del Sacro Imperio Romano Germánico, por ejemplo: Las brujas alemanas mostraban inclinación a lo escatológico. Todos los desperdicios humanos —sangre menstrual, semen, heces, vómito, orina y pus— tenían propiedades mágicas […]. En Ginebra, las brujas se especializaban en propagar la peste. En Inglaterra no existían aquelarres y en Escocia eran diversiones campesinas en las que faltaban los aspectos horrendos. Comer, beber y bailar eran los ingredientes principales y lo sexual era una extensión de la obscenidad normal de los campesinos156.

En los aquelarres virreinales se retomaban los bailes, cánticos, rituales de muerte y funciones rituales y lúdicas del tambor de los pueblos esclavizados o precolombinos. Estas manifestaciones culturales, de acuerdo a la mirada de los inquisidores, personificaban los antivalores cristianos, pues todo aquello ajeno a la cultura de los conquistadores significaba una diablificación de las mismas. El pacto con el diablo era una de las actividades más importantes dentro de estas reuniones o aquelarres, por ende, —inspirándose en el lenguaje alegórico de Isaías— se construyó y propagó la idea de contrato demoníaco. Éstos eran clara señal de herejía; los inquisidores se adueñaron de este razonamiento y podían obligar, a veces bajo tortura157, a muchas mujeres a confesar dicho pacto. En este sentido, 95

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«los discursos hegemónicos […] no consideraron sus orígenes culturales, ya que además de desconocerlos o de no tener la capacidad de entenderlos, sencillamente cayeron bajo la sombrilla de ser hijos del demonio»158. Sin embargo, la gran mayoría de los expedientes inquisitoriales limeños del siglo XVIII no certifican el método de tortura como uso común para tales confesiones, por lo que hemos de suponer que solo algunos inquisidores lo aplicaron. El único expediente que hemos hallado que dice explícitamente aplicar la tortura contra una rea fue el de Rosa Ramona, quien en su proceso judicial contradecía el tormento y pedía misericordia159. El supuesto pacto era un trato recíproco en el que las brujas se ponían al servicio del diablo y le prometían su alma recibiendo ciertos favores a cambio. Éstos eran, principalmente, de índole material (dinero y buena vida), aunque pocas recibieron compensación, pues la mayoría de nuestras brujas y hechiceras pertenecían a los estratos económicos bajos de la sociedad virreinal peruana. Tal es el caso de Juana Saravia, quien figura en su expediente como soltera y prostituta160, Nicolasa Casero, quien dice ser una pobre vieja y enferma161, o María de Monserrat, quien confesó entregar su alma al diablo y no saber leer ni escribir162. La testigo número diez en el juicio contra Paula Molina, de nombre María Antonia Salina, relató que para tener fortuna ésta le dijo que: [...] hiciese pacto con el demonio llamandolo y diciendole: no me desampares que yo te serviré y sere tuya, lo que executo varias vezes diciendo: Lucifer asi como protejes a Paula, me haz de proteger, haz que tal hombre me quiera y que no trate con otra: que tambien dijo que para que consiguiese este fin pitase zigarros y dijese entonces: Lucifer haz que este hombre este rendido para con migo, lo que practico varias vezes […]163.

El diablo, por su parte, otorgaba a las brujas poderes mágicos, los cuales les servían para vengarse de sus rivales u opresores y también para consolidarlas como hechiceras. Incluso, algunas los pactaban solo para participar en sus cultos y, de este modo, en sus misterios y placeres. María Rosalía, por ejemplo, pensaba que pactando con el 96

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diablo violentaba la voluntad de los hombres164, y Juana de Santamaría decía invocarlo solo por tentación y curiosidad165. Los pactos normalmente se hacían por un lapso de tiempo determinado, y a veces por toda la vida. De todos modos, la o el firmante estaban obligados a consagrarse en la fecha indicada, aunque existiera la posibilidad de renovarlo. Tradicionalmente se firmaban y redactaban con sangre de la bruja, tal como lo confirma la reo María Antonia, quien confesó haber firmado con sangre de sus venas el contrato con el diablo166 y Rosa Argote, quien nos dice «quando io he hecho pacto con el Demonio y sangrándome le hisse con mi mesma sangre el pacto»167. Dado el nivel de las persecuciones, muchos demonólogos y algunos inquisidores formalizaron y añadieron documentos como argumentos o pruebas reales en los juicios. En éstos se explicaban dos tipos de pactos: el implícito (pacto privado) y el declarado (pacto público solemne). En el primer caso se referían a una conversación entre la acusada y otra bruja, que intervenía en nombre del diablo para que la primera hiciese pública su fidelidad a satanás. El pacto implícito también podía ser un convenio verbal entre la bruja y el diablo o con otro de sus acólitos. En el caso de Sebastiana de Jesús, quien decía haber sido engañada por el demonio, no hubo otras personas, pero el hecho de utilizar en sus artes ciertas oraciones o rezos propios de la fe católica llevó a los inquisidores a culparla de pacto implícito168. El pacto solemne fue relatado de forma magistral por el demonólogo Francesco Guazzo en su Compendium maleficarum. En él detalla una ceremonia compuesta por once pasos previos a la firma del pacto entre la bruja y el diablo: [...] negación de la fe cristiana; rebautizo por el diablo con un nuevo nombre; eliminación simbólica del crisma bautismal; renuncia a los padrinos y adopción de otros nuevos; entrega al diablo de una pieza de ropa en prenda; juramento de fidelidad al diablo de pie, en el interior de un círculo mágico; petición al diablo de que inscriba el nombre del convento en el Libro de la Muerte; promesa de sacrificar niños al diablo; conformidad de pagar el tributo anual al demonio que se designe, teniendo en cuenta que solo son válidas las ofrendas negras; imposición 97

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de la marca del diablo; votos de servicio al diablo, de no adorar jamás el Sacramento, de no utilizar jamás agua bendita y guardar silencio sobre las relaciones con el diablo169.

La ceremonia terminaba con la firma del escrito, cuestión que llevó a los inquisidores a suponer que el diablo hacía de abogado, pues las numerosas pruebas presentadas en los procesos por brujería demostraban que había sido redactado por alguien que tenía conocimientos jurídicos. Sin embargo, muchas de estas pruebas ya no se conservan y muy pocas fueron reproducidas. Los mismos demonólogos afirmaban que el diablo destruía todo lo que comprometiera a sus secuaces con la justicia. Una de las principales características del pacto era la marca que el diablo grababa en los cuerpos neófitos de la brujas, aunque muchos demonólogos insistían, cuando éstas no presentaban marca alguna, que también podía ser invisible o que solo grababa a las más frágiles. Muchas confesaban que les imprimía su marca con el dedo o con la lengua. No obstante, al incrementarse el acoso y los juicios por brujería, los inquisidores y jueces laicos llegaron a la conclusión de que no todas las marcas podían ser visibles, pero sí morbosas. Sin embargo, estas marcas nada tenían de demoníacas; la mayoría de las veces eran marcas de nacimiento, cicatrices o pigmentaciones extrañas en la piel. La idea de pacto demoníaco en el virreinato del Perú fue llevada por los mismos jueces eclesiásticos e inquisidores encargados de extirpar la idolatría, la apostasía y la herejía. En primer lugar, porque al insistir en la herencia demoníaca se dio explicación a una serie de fenómenos ambiguos y malignos —de manera de manejar las religiones autóctonas— y, segundo, porque la amenaza diabólica justificaba la intervención que creyesen oportuna los conquistadores. Al mismo tiempo, estas intrigas demoníacas explicaban la heterodoxia de los no indígenas que estaban bajo el dominio de la Inquisición, pues todos aquellos aspectos del maleficio, como las reuniones satánicas, la figura del demonio zoomórfico, los vuelos nocturnos y mágicos de las participantes, la sangría y el canibalismo, son similares a los elementos propios de la adoración al demonio comentado en 98

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los manuales europeos para cazadores de brujas como el Malleus y otros. Es decir, del mismo modo que las brujas europeas acusadas de participar en aquelarres, de dar su alma y cuerpo al diablo a través de relaciones sexuales y sacrílegas, nuestras protagonistas, como ya hemos analizado, debieron compadecer ante el Santo Oficio limeño por las mismas acusaciones. En sus diferentes expedientes relatan situaciones parecidas a las descritas por las brujas y hechiceras del viejo mundo, como —por ejemplo— la aparición del diablo en forma de hombre y en forma de animal, así como volar por las noches y reunirse con él para ver y besar la parte posterior de su patrón170. En la segunda audiencia de acusación contra Lorenza Vilchez (1773), por ejemplo, la testigo Josepha Chuspichay expresó que la reo en cuestión le había dicho que: María Candelaria mestiza (cuyo apellido no sabia) ya difunta, viuda (ignoraba de quien), tenia amistad y torpeza con el demonio: que con esta noticia hablo esta reo con la expresada María Candelaria, que vivía en su casa, la que la dixo que para que los hombres la quisiesen era bien, tubiesen en las manos congonas y una flor llamada collapinto y que invocando al diablo vendría: y deseara esta reo que la quisiese un hombre casado lo egecuto en compañia de la otra María Candelaria y al punto se les apareció el demonio en figura de perro y dixo a esta reo vendria el hombre como de hecho sucedió. Y que desde entonces es que tendria esta reo de diezyocho años poco maso menos, tubo ilicito trato con el demonio sirviéndose de el como de hombre dos veces al dia generalmente, en algunos mas y en otros nada. Que de noche tomaba el demonio la figura de hombre blanco y el vestido […] que se quitaba para dormir con esta reo en otra figura, y de dia tenia la de perro de suerte que aun cuando tenia el mismo trato con el en tiempo que su marido salía del trabajo y que aunque este venia y lo hallaba allí no entendía que era otra cosa sino perro hasta que se ausento […] su marido al pueblo […] en el que tomo la figura de puerco como tiene dicho en su respuesta ala acusacion […]171.

Igual que en la vieja Europa, muchas de estas descripciones ponen en evidencia el imaginario del interrogador y, sobre todo, el temor de las acusadas, pues: 99

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[...] el hecho de invocar el pacto diabólico ofrece una salida para el acusado y los defensores emplean esta defensa con las esperanzas de recibir sentencias leves por motivo de su ignorancia. Y existe la posibilidad en otros casos de que el pacto diabólico represente una manipulación del defensor de la ideología eclesiástica. Ligarse con un poder sobrenatural tendría cierta atracción para los despojados de poder en esta tierra y las campañas contra los idólatras probablemente cristalizaron una resistencia creando una clase de dogmatizadores donde antes aún no existía172.

Al respecto, Bonni Glass-Coffin sugiere que el pacto diabólico era invocado con frecuencia por estas mujeres como una amenaza y herramienta de obediencia o como un elemento perturbador, y no como un hecho clave en la sentencia, ya que tanto los extirpadores de idolatrías como los inquisidores querían demostrar que las hechiceras virreinales eran simples charlatanas y embusteras, y no adoradoras y sumisas a satanás173. En la primera audiencia de Paula Molina, por ejemplo, celebrada en Lima con fecha septiembre de 1778, una de las testigos declaró que: […] abria un año que Ygnacia Mantilla hablo a esta reo para que Juan de Mundaca con quien trataba la quisiese, a que la llebo a mula auna pampilla y bajándose arranco las primeras yerbas que encontró y con ella le refregó bajo de ambos brazos diciéndola que con aquello lograría su deseo que no se verifico174.

En las fuentes del siglo XVIII se percibe con mayor ahínco que hay una clara distinción entre los cargos alegados contra hombres y contra mujeres. A los hombres, por ejemplo, no se les acusaba de asistir a los aquelarres y pactar con el demonio, mientras que a las mujeres sí se les culpaba de invocarlo, de utilizar yerbas y preparar ungüentos y, sobre todo, de realizar reuniones con otras mujeres para fines demoníacos, tal cual como se hacía en la vieja Europa. Las razones de que existieran similitudes entre las hechiceras y brujas virreinales con las europeas —según la misma Glass-Coffin— son fruto de una conquista que quitó la voz y el poder a las mujeres, transformándolas en menores y privándolas de autonomía. Las cortes 100

Aquelarres coloniales: Reuniones de mujeres...

eclesiásticas significaron un foro único para expresarse y ser tomadas en cuenta. El temor del pueblo a una posible emancipación que desestabilizara las leyes y metas de la sociedad hispano-virreinal recayó en ellas, sobre todo en las independientes o ajenas a la protección masculina, como las viudas, solteras o hijas únicas y, por supuesto, las que retaban a los poderes médicos, económicos o patriarcales. Lo que comenzó como una herramienta religiosa para convencer a los idólatras se transformó en un método utilizado por los vecinos e interesados, quienes convirtieron las ideologías e ilusiones eclesiásticas en creencias populares.

Conclusiones En términos generales, podemos concluir que las brujas y sus reuniones nocturnas, lascivas y con fines demoníacos en la América virreinal, fueron otra de las tantas construcciones socio-culturales importadas desde la vieja Europa. En este caso, muchas de las acciones transgresoras atribuidas a ciertas mujeres por parte de la justicia inquisitorial eran mecanismos o tácticas de control social, cuya finalidad primera era homogeneizar los espacios ultramarinos bajo la normativa de la monarquía católica, cuestión que, evidentemente, no sé logró: la mezcla o simbiosis de tradiciones reconvirtieron las prácticas o actividades de estas mujeres en características propias de América. No obstante, las brujas y sus acciones no siempre fueron transgresoras. Las actividades demoníacas, a veces, eran formas o estilos de vida alejados de lo común o, en otras palabras, al margen de lo establecido, pues no siempre cumplían con las normas impuestas y adjudicadas a las mujeres, provocando una visión negativa, prejuiciosa y, por supuesto, demoníaca sobre ellas. Por lo tanto, los inquisidores les atribuyeron una serie de cualidades muy similares a las impuestas en Europa y, al mismo tiempo, aplicaron criterios y conceptos utilizados para definir, previamente, a las brujas europeas. Aun así, las brujas virreinales, a pesar de tener muchas características en común con aquellas, también tenían otras completamente distintas, como una jerarquización racial y social propias de las tierras hispano-americanas. 101

Natalia Urra Jaque

Muchas de las particularidades empleadas para condenar o catalogar a una mujer de peligrosa y cómplice del demonio en la tierra estaban bajo la óptica colonizadora. Las reuniones o aquelarres virreinales también fueron una creación socio-cultural europea, pues junto con la bruja se impuso toda una tradición demonológica en la que ésta rendía culto al diablo junto a otras mujeres. Estos festines, sin embargo, no siempre se ajustaban a la noción europea sobre el mismo, es decir, tenían un estilo propio y muy particular, aunque mantenían el objetivo principal, es decir, homenajear al demonio. En el contexto virreinal peruano, las brujas no iban a los montes ni a los bosques volando, solo se reunían en sus casas y allí, según los relatos inquisitoriales, cometían actos ilícitos. Finalmente, podemos concluir que muchas de las acciones cometidas por estas mujeres y los supuestos aquelarres fueron invenciones occidentales para controlar, de una u otra forma, a las sociedades no europeas. En nuestro caso, la mezcla étnica hizo mucho más complejo este control y, así, los inquisidores actuaron tenaz y estratégicamente para perpetuar este dominio no solo político-social, sino también imaginario y, especialmente, cultural.

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Mujeres extraordinarias en el Chile republicano. El siglo XIX

La Quintrala: la figura mítica de la mujer en La Colonia y el discurso liberal del siglo XIX

Verónica Ramírez Errázuriz Realizar un análisis del popular personaje de la Quintrala abre un espacio para apreciar la confluencia de dos periodos históricos y el enfrentamiento de sus respectivos ideales, valores e imaginarios. Su figura fue rescatada e inmortalizada en el papel hacia 1877 por Benjamín Vicuña Mackenna, ex intendente de Santiago, político liberal y destacado historiador chileno. Catalina de Los Ríos —la Quintrala— vivió, por su parte, en el siglo XVII, durante el periodo del Chile colonial. Su revaloración en el siglo XIX y la popularización del personaje desde entonces no parecen casuales. La Quintrala, el personaje histórico y literario, constituye un arquetipo enfrentado a los ideales del autor de su novela. Su lectura e interpretación nos permitirán, por tanto, conocer aquellos mundos y comprender, por intermedio de esta mujer, los cambios, dinámicas y tensiones que caracterizaron a parte de la sociedad chilena del pasado.

Proyectos e ideales hacia el siglo XIX Durante el siglo XIX, y tras la independencia nacional, se instaló en Chile la discusión entre intelectuales, políticos y autoridades respecto a la configuración que debía forjarse para el nuevo país, la identidad que lo legitimaría en cuanto Estado independiente, y la estructura política, social y económica que debía sustentarlo como tal. Más allá de la diversidad de planteamientos sugeridos en respuesta a estas cuestiones —y a los giros que las mismas problemáticas tomarían con el curso de los años—, el problema de base llevaba implícita la 105

Verónica Ramírez E.

pregunta referida al destino de Chile; a la naturaleza y a las condiciones que se deseaban para él. Lo anterior suponía entonces una pregunta de fondo, referida a la identidad nacional, y una disputa —también promovida en Europa y Norteamérica desde los paradigmas racionalistas, positivistas y liberales— sobre la necesidad de orientarse en función de los conceptos idealizados de progreso y civilización. Hacia mediados del siglo XIX, el debate público y los esfuerzos por promover un Estado moderno para Chile habían cobrado fuerza. En este contexto, encontrar ciertos referentes que marcaran pauta, o bien, que se acercaran o apartaran del perfil ideal que simbolizara la civilización esperada, fue un tema recurrente en obras literarias. La preocupación de los círculos letrados se volcó, en parte, a representar tales ideales mediante la construcción de arquetipos que encarnaran los valores y características asociados a un modelo de progreso, modernidad y civilización. En este sentido, durante el proceso de independencia y en las primeras décadas del siglo, los criollos habían destacado la figura del araucano en cuanto representación de la libertad, del hombre indomable que no se dejaba coartar por fuerzas externas, como base para la legitimación original del derecho de autonomía de Chile, anclado en su pasado aborigen. Como un parangón a la idea de que estos criollos tan lejanos al reino de Castilla tampoco quisiesen seguir gobernados por una fuerza que les parecía ajena, figuras heroicas como Colo Colo, Lautaro y Caupolicán fueron recurso frecuente en proclamas, manifiestos y obras literarias. En pos de dicha tendencia se produjo una relectura y valoración de La Araucana de Alonso de Ercilla y de los grandes personajes de su poema175. Con el tiempo, no obstante, cuando el discurso principal que marcaba el debate político se escindía entre liberales y conservadores —y se centraba en los proyectos de Estado y Nación en referencia a los modelos de progreso y modernidad—, los discursos literarios, ligados a los ideológicos y políticos, se centraron en promover ideales cívicos que destacasen virtudes y erradicasen vicios sociales. La llegada de un importante número de intelectuales liberales argentinos que debieron emigrar desde la Argentina de Rosas en los 106

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años cuarenta; la segunda oleada de científicos y naturalistas europeos que recorrieron Chile, lo exploraron, lo clasificaron y lo estudiaron, tales como Charles Darwin y Eduardo Poëppig, entre otros; así como la importante inmigración de extranjeros dedicados a la industria y al comercio, habría de ayudar a potenciar en Chile un desarrollo intelectual y artístico que un grupo de liberales cultivarían en conjunto. Domingo Faustino Sarmiento fue uno de estos extranjeros. Su obra Facundo o Civilización y Barbarie, escrita el año 1845, si bien aludía a la realidad argentina y al rechazo del pasado colonial situado en dicho país, apuntó y sensibilizó a la sociedad chilena176. La corriente romántica en sus diversos géneros, como la novela y el teatro, contrastaron el mundo rural y urbano como paradigmas de la tensión entre tradición y progreso. Algunos exponentes nacionales dieron inicio a la novela histórica alrededor del año 1840, influenciados por las lecturas de autores europeos tales como Víctor Hugo y Alexander Dumas, y motivados por José Victorino Lastarria, quien promovía un discurso liberal y refundacional, ilustrando al pueblo a través de la lectura. La revista El Crepúsculo, impulsada por este autor, sería el medio de publicación de numerosas obras orientadas en esta tendencia. Allí se daría a conocer el cuento del mismo Lastarria, El Mendigo, que narra la historia de un personaje que, criticando los vicios del mundo colonial, exaltaba el ejercicio de la vocación patriótica y, al mismo tiempo, convivía en armonía con la naturaleza. El cuento exponía así rasgos que daban cuenta de la influencia de la ética y de la estética románticas europeas sobre Lastarria, revelando otro gran discurso que mediaba las palabras literarias177. Desde la independencia, por consiguiente, se había instalado en Chile un fuerte rechazo a todo aquello que simbólicamente se vinculaba con el mundo colonial, en la medida en que, primeramente, representaba al mundo hispano, y que luego simbolizaba también al mundo rural, antítesis de los proyectos modernizadores. En el imaginario de un Chile liberal y moderno, el universo colonial sería tildado de bárbaro y retrógrado. Con diversos bemoles de acuerdo al contexto histórico de cada momento, dicho discurso se irá complejizando y vinculando a otras

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discusiones paralelas que corrieron a lo largo del siglo XIX. No obstante, constituye un fundamento clave para comprender el contexto en el que la figura de Catalina de los Ríos, más conocida como la Quintrala, fue literariamente rescatada por Benjamín Vicuña Mackenna. Su obra se enmarca en un ambiente intelectual que concebía negativamente al mundo colonial y que se vinculaba, a su vez, con otro discurso que aquejaba la realidad de este autor: la contienda entre liberales y conservadores a partir de mediados del siglo XIX. Ese es el contexto intelectual-artístico en el que Benjamín Vicuña Mackenna piensa su novela. Junto a Diego Barros Arana, Ricardo Latcham y Luis Durán, entre otros, Vicuña Mackenna también fue partícipe del Movimiento Literario de 1842, recurriendo a la literatura y sus recursos estéticos, retóricos y discursivos para promover un ideal político y social que, entre otras estrategias, criticaba para ello los vicios de la Colonia. Los Lisperguer y La Quintrala (Doña Catalina de los Ríos). Episodio histórico-social es una obra que representa el pasado colonial en la figura de la Quintrala mediante la personificación de ésta como la hacendada malévola en tiempos en que operaba el Tribunal de la Inquisición. El hecho de que Vicuña Mackenna incluyese en su título «Episodio histórico-social» explica dos cosas. Primero, el afán del autor por dar a entender que lo que se narra en sus páginas, es decir, las fechorías de una mujer de la Colonia, fueron ciertas y posibles. Segundo, el interés del escritor por seguir o demostrar la constitución de una clase de la sociedad, particularmente de la oligarquía chilena. Son éstas las claves del episodio histórico y del caso social. Sobre ellos, la literatura y el imaginario cultural derivado de ella hicieron de la Quintrala un arquetipo significante: «Doña Catalina de los Ríos y Lisperguer (1605-1665) cedió su condición histórica de mujer a la Quintrala, nombre que alude a su condición de mito y, por ende, a su textualización»178. La literatura siempre ha sido un buen arma para poder decir sin decir, o decir de manera sutil lo que se piensa. Lo que Vicuña Mackenna planteaba a través de su obra era atrevido: que nuestra elite

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tradicional traía en sus raíces la corrupción, la barbarie y la maldad. En sus páginas desarrolla un tratamiento de la religión por parte de los hacendados desde una perspectiva macabra, supersticiosa y retrógrada en momentos en que, por un lado, se discutía sobre las nuevas leyes que intentaban separar al Estado de la Iglesia y en que, por otro, la sociedad cuestionaba la idoneidad de los grupos políticos dirigentes en Chile. Historiográficamente, era además el tiempo en que la historia y la literatura dialogaban para aspirar al conocimiento objetivo de la verdad y al aprendizaje desde ésta. Vicuña Mackenna recurrió así al imaginario popular forjado desde la tradición histórica y oral para realizar aseveraciones con certidumbre y apoyarse en un conocido episodio del pasado para darle una valoración en función de su su presente. No hay duda de que el texto de Vicuña Mackenna es fundante en tanto y en cuanto le da autoridad escrita a los elementos de la trasmisión oral y legendaria y se convierte en referencia casi obligada de las recreaciones literarias y ensayísticas a posteriori. Su estudio pertenece sin duda a una historiografía decimonónica cuya objetividad, bien señala Barthes, va mano a mano con el «realismo» de la novela coetánea a ella179.

Fue justamente en ese contexto —y desde una lectura liberal— cuando la figura de la Quintrala, imagen histórico-literaria que fusionaba belleza y maldad, alcanzaría uno de los puntos más pronunciados de miticidad y ficcionalización de su recuerdo en el imaginario colectivo, a través de la pluma de Benjamín Vicuña Mackenna.

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Los Lisperguer y la Quintrala (Doña Catalina de los Ríos). Episodio históricosocial con numerosos documentos inéditos / por B. Vicuña Mackenna. 2a. ed. estensamente aum. i corr. Valparaiso : Impr. del Mecurio, 1877.

Doña Catalina según Benjamín Vicuña Mackenna Su procedencia y carácter El relato de Vicuña Mackenna, que se antecede con una portada que bien aludía a una mujer situada en un escenario infernal, se abría con la reconstrucción de lo que la tradición oral había referido sobre la Quintrala: Entre las tradiciones i leyendas de pasados siglos que ha conservado indelebles la memoria de las jeneraciones, existe una, sombria, terrible, espantosa todavia, i digna por lo mismo 110

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de ser investigada i de ser dada a luz. Esa tradicion es la de la siniestra Quintrala, la azotadora de esclavos, la envenenadora de su padre, la opulenta e irresponsable Mesalina, cuyos amantes pasaban del lecho de lascivia a sotanos de muerte, la que volvió la espalda e hizo enclavar los ojos al Señor de Mayo, la Lucrecia Borgia i la Margarita de Borgoña de la era colonial, en una palabra180.

Así decía la leyenda. Pero el historiador buscaba encontrar a la mujer de la historia que habia alimentado tales rumores. Catalina de los Ríos y Lisperguer nació en 1605. Era hija de un noble español, don Gonzalo de los Ríos y Encío, terrateniente que llegó a ocupar el cargo de Corregidor de Santiago. Su madre era Catalina Lisperguer, de ascendencia alemana e inca. El matrimonio llegó a ser dueño de gran parte de las tierras del valle central de Chile. Longotoma, La Ligua, Cabildo y La Reina eran de su propiedad, y algunas de ellas eran trabajadas por esclavos de raza negra. Catalina Lisperguer y su hermana María, llamada la bruja, eran hijas del matrimonio formado por los alemanes Catalina Lissperg y el conquistador Peter Lissperg de Wittenberg, quien hispanizó su nombre a Pedro Lisperguer cuando pasó al servicio del Rey Felipe II y vino a Chile como parte del séquito del gobernador García Hurtado de Mendoza en 1557. Estas hermanas, madre y tía de «la Quintrala», fueron terratenientes poseedoras de estancias en Santiago y alrededores, pero cayeron en desgracia al ser acusadas de envenenar por despecho al gobernador Alonso de Ribera en 1601. María de Lisperguer, quien tenía a su vez otro cargo de asesinato, fue expulsada a Perú. Catalina permaneció en Chile y tuvo dos hijas de su matrimonio con Gonzalo de los Ríos: Águeda y Catalina. A pesar de haber tenido una buena situación económica, Catalina no recibió una buena educación. Vicuña Mackenna dice que murió semialfabeta, lo que para el autor constituía un símbolo de la oscuridad intelectual e ignorancia en la que el mundo colonial, y especialmente las mujeres de dicho pasado, se habían sumido. La Quintrala era así el arquetipo de un mundo cultural y de una definición de género que aunque se mantenía en casos incluso aristocráticos, para el siglo XIX y desde una perspectiva liberal e ilustrada, debía superarse: 111

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…No sabia firmarse, mengua de la mujer, jeneralizada en aquel siglo, i de la que existen en Chile irrecusables ejemplos en altisimas damas. Juzgaban los rancios castellanos que la escritura, util en el hombre, se trocaba en arte del diablo cuando la usaba la madre, la esposa, la virjen. I de aqui nacia que ociosa esta, ignorante i credula, fanatica i apasionada, sentiase abandonada en la ribera de la vida sin mas ancla para guardar su pureza que el aterrador presentimiento del infierno181.

El origen de su apodo no está muy claro y las teorías son numerosas. Se piensa que puede ser una desviación del diminutivo de su nombre de pila, Catrala o Catralita. Sin embargo, otra hipótesis indica que el sobrenombre proviene del hecho que azotaba a sus esclavos con ramas de quitral, una planta parásita, autóctona y de flores rojas. Cabe destacar, al respecto, que Catalina era pelirroja, tal como las flores rojas del quitral, haciendo un símil al color de su cabello. Su ascendencia diversa, de orígenes español, alemán e indígena, hizo de ella un ser singular. Poseía una belleza cautivante: de tez blanca, elevada estatura, cabellera pelirroja e intensos ojos verdes, notables atributos físicos que, en palabras de Vicuña Mackenna, «la hacían muy atractiva a los hombres». A su vez, creció en un ambiente muy sobrecargado por las intrigas, las ambiciones, los odios y las pasiones, lo que fue configurando su carácter desde muy joven. Entre los rumores que corrían, se decía que su tía y abuela la habían acercado a las prácticas paganas de la hechicería. A sus dieciocho años fue sospechosa de un crimen; haber asesinado a su propio padre. De acuerdo al relato de Vicuña Mackenna, se piensa que Catalina lo habría envenenado con una cena preparada por ella misma mientras él se encontraba enfermo en cama. Pese a haber sido reportado el crimen a las autoridades por la hermana de su padre — Vicuña Mackenna apelaba a documentos de prueba sobre esto—, nunca fue procesada, ya fuera por falta de pruebas o por las influencias con las que contaba su familia. A partir de este desenlace, el autor sentenciaba nuevamente los vicios y la corrupción de la sociedad colonial:

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Pero lo que mas sorprende i casi aterra en la historia domestica de esta sociedad lugubre, fanatica i profundamente venal, es que, gracias a1 oro de una familia voluntariosa i cruel, todas las acusadas encuentren, despues de sus procesos i persecuciones, ventajosos enlaces que realian su influencia i levantan la insolencia de sus atentados182.

Catalina fue desposada por conveniencia con un coronel español de ascendencia noble, don Alonso Campofrío de Carvajal, cuando ella tenía 22 años y él 42. Alonso se enamoró de ella y soportó todas sus fechorías, pero ella nunca lo llegó a amar. De hecho, se dice que Catalina intentó asesinar varias veces al sacerdote que los había casado, Pedro Figueroa, como un acto de venganza; pero otros dicen que tales intentos se habían debido a que ella estaba enamorada de este religioso, a quien habría acosado siempre y, por despecho, habría intentado quitarle la vida reiteradas veces sin éxito. Catalina tuvo un hijo, pero murió a los ocho años. Más tarde murió su hermana y ella heredó la posesión de todas las tierras de su familia. Así, muy joven se convirtió en terrateniente y empresaria, para dirigir y administrar sus posesiones por sí misma.

Una extraordinaria reputación En cuanto a su reputación y sus crímenes, la novela de Vicuña Mackenna señala que a lo largo de su vida la Quintrala trató despiadadamente a sus sirvientes y esclavos. En su fundo «El Ingenio», según la leyenda, ocurrían hechos horribles. Por ejemplo, un esclavo negro habría sido asesinado sin que se conociesen nunca los motivos del macabro homicidio, y la Quintrala lo habría mantenido insepulto por dos semanas. En 1633, Catalina habría intentado matar a Luis Vásquez, clérigo de La Ligua, quien le había reprochado su vida disipada y sus crueldades. Su crueldad llegó a tal extremo que ese mismo año sus inquilinos se rebelaron y se fugaron hacia los montes y comarcas vecinas. Catalina los hizo traer a la fuerza mediante la labor de su mayordomo Ascencio Erazo, quien los prendía y los llevaba a la hacienda, donde 113

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Catalina presidía el castigo por rebelión acompañada de su sobrino Jerónimo de Altamirano, uno de sus grandes apoyos. A pesar de continuas denuncias de abusos y crueldades no recibió castigo alguno, y se piensa que fue porque, teniendo mucho dinero, fue pródiga entre jueces y letrados, además de contar con numerosa parentela en cargos importantes. La Quintrala tuvo también un importante prontuario de crímenes pasionales. Se dice que allá por el año 1624, Catalina invitó a un rico feudatario de Santiago y cuando lo tuvo ya en sus brazos, lo mató a cuchilladas y culpó por el crimen a una esclava, que fue ajusticiada en la Plaza de Armas. Vicuña Mackenna señala también que habría golpeado y apuñalado a un antiguo amante por juzgar que éste había jugado con sus sentimientos. Además, y entre otras violentas acciones, habría cercenado la oreja izquierda a Martín de Ensenada. La lista podría continuar.

¿Justicia? En 1660, ante la cantidad y magnitud de las denuncias contra Catalina, la Real Audiencia inició una investigación oficial secreta basada en las acusaciones del obispo Francisco Luis de Salcedo, familiar de Luis Vásquez. El encargado de investigar los crímenes de la Quintrala fue el oidor y receptor de cámara, Francisco de Millán. Millán alejó del fundo El Ingenio a Catalina, su mayordomo y su sobrino, para que sus víctimas pudieran desahogarse relatando los crímenes cometidos por su patrona. El comisionado de la Real Audiencia encontró suficientes evidencias para probar la veracidad de las acusaciones y éstas fueron remitidas a la capital. El oidor Juan de la Peña Salazar se trasladó en calidad de alguacil a la hacienda, arrestó a la Quintrala y la llevó a Santiago para seguirle un juicio criminal. Contra Catalina, que ya había sido acusada una vez de parricidio y otra de asesinato, comenzó un proceso por la matanza lenta y cruel de su servidumbre. El gran número de acusaciones en su contra contribuyó a acrecentar el mito surgido en torno a su figura. Sin embargo, el juicio se llevó a cabo con mucha lentitud, pues las 114

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influencias y vínculos políticos de la Quintrala seguían contando, al igual que su dinero. El proceso, muy publicitado, no estuvo exento de las influencias de su nombre y las relaciones familiares con los oidores, quienes favorecieron la causa de la acusada, a la que se le atribuía, en total, la autoría de unos cuarenta crímenes. Como resultado de las influencias ejercidas, el juicio se estancó y Catalina fue liberada. Tres décadas más tarde se inició un nuevo juicio en su contra por otros crímenes, pero cuando la justicia se empeñó realmente en conocer e informar de la veracidad de aquellas acusaciones, la Quintrala había fallecido hacía ya nueve años.

Un pacto con la Iglesia Doña Catalina Lisperguer murió el 15 de enero de 1665, temida y mitificada en vida, sola y despreciada por todos, en su propiedad santiaguina contigua al templo de San Agustín. Su funeral fue fastuoso y fue sepultada, como era tradición en la familia Lisperguer, en el templo de San Agustín. Benjamín Vicuña Mackenna nos cuenta que en el testamento de Catalina, fechado en 1665, la mayor parte de sus bienes quedaron en manos de la Iglesia. Se ordenaron y pagaron misas tanto por su alma como por la de sus seres queridos, así como por quienes habían vivido bajo su encomienda en la Iglesia de San Agustín. Además, se instituyeron diversas capellanías, entre las cuales se cuenta la instaurada en favor del Cristo de Mayo. Otra suma menor fue destinada para ayudar a familiares y amigos. El resto de sus bienes fueron rematados a beneficio de la Orden de los Agustinos. Según el texto de Benjamín Vicuña Mackenna, la propiedad de El Ingenio quedó abandonada durante años debido al miedo que suscitaba entre la gente superticiosa, por cargar posiblemente con la presencia de la Quintrala.

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La Quintrala: antítesis del discurso liberal Una leyenda presente El autor señalaba a la Quintrala como una leyenda sumamente presente. Decía «a los niños se les cuenta acerca de ella y se les traspasa el miedo»183. Vicuña Mackenna se quejaba de que historias como ésta pudiesen quedar en el olvido y que nadie se ocupara de desentrañarlas, de darlas a la luz y de hacer justicia, como si todavía se estuviera a tiempo. Por eso se decide a hacerlo, con el fin de vengar a todas sus víctimas. De esta manera, el ex intendente de Santiago escribía en su calidad de historiador, independiente de los resultados posteriores que consiguiera con su obra en su condición de texto literario. Para reforzar ello, se dio el trabajo de nombrar todos los documentos y archivos que leyó y consultó con el fin de desentrañar y articular su historia. Vicuña Mackenna afirma que la importancia de estudiar a esta familia, y en especial a esta mujer, radicaba en poder comprender qué o quiénes somos hoy. Estudiar el pasado nos conduciría a comprender por qué somos como somos, y tal vez esto nos permitiría curar parte de nuestros vicios. Su presente se comprendía por su pasado. La obra no consistía, en consecuencia, en una historia escrita solo con fines moralizantes para una enseñanza personal. La mujer representada en esta historia era también un arquetipo que encarnaba problemáticas públicas y políticas para los tiempos del autor. Según Vicuña Mackenna, los Lisperguer habrían sido la familia más famosa, ilustre, emparentada y a la vez extraña y siniestra de Chile. «La más augusta, la más odiada, la más poderosa y la más temida»184. Una familia, por lo demás, con la que estaría emparentado todo el país y, de no serlo así, la persona que se salvase de dicha sangre sería mulato o negro: Aludimos a aquellos renombrados Lisperguer que ocuparon con su poder, su opulencia, su belleza, su heroismo i sus horrores un siglo entero de nuestra colonia, que se desvanecieron i dispersaron en la decadencia durante otro siglo, i de quienes el conocido rei de armas de Santiago i triunviro de la revolución citado mas adelante en nuestro epigrafe, decia como sentencia 116

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de su cabalistica ciencia, que habian distribuido su sangre en todas las castas nobles de Chile, ni mas ni menos como nuestros caudalosos i azulados rios reparten sus aguas en canales, acequias i regadores. Las familias que no tienen sangre de Lisperguer son familias de rulo185.

Así postulaba, por consiguiente, que la vida de esa familia representaba tanto la historia misma de la colonia y de las familias aristocráticas que habían dominado ese mundo, como las raíces de ese pasado al que se debía superar. La observación llevaba implícita la crítica a los orígenes de los líderes políticos conservadores y a la tradición que ellos representaban. La Quintrala se constituía así en arquetipo matriarcal de los valores e historias que se apelaba a condenar. No podemos dejar de tener en cuenta que en el año 1877, cuando Benjamín Vicuña Mackenna publicó su obra Los Lisperguer y La Quintrala, había ido tomando fuerza el cuestionamiento respecto al poder político que aún ejercía la Iglesia en asuntos de Estado. Se pensaba que no bastaban las reformas políticas para que la democracia pudiera ser introducida en el país. También era necesario derribar y superar las bases ideológicas sobre las que se había sustentado el orden colonial. Para que el hombre pudiera ser dueño plenamente de sí mismo era preciso liberarlo no solo de las cárceles exteriores que lo limitaban, sino también de las cadenas interiores, las antiguas esclavitudes culturales que lo oprimían de un modo subjetivo, pero no menos tangible. Desde esa perspectiva y para el discurso liberal más exacerbado, el principal freno al progreso estaba representado por la Iglesia. Este convencimiento motivó a los grupos liberales a emprender un programa de reformas y a adoptar un conjunto de medidas, cuyo objetivo final debía tender a reducir a su mínima expresión la influencia de la Iglesia sobre los ámbitos públicos de la sociedad. Nada pudo frenar este impulso, que comenzaba a sentirse a mediados de la administración de José Joaquín Pérez (1861-1871), y que concluyó en 1925 con la entrada en vigencia de la nueva Constitución. En 1874 se pondría fin el Fuero Eclesiástico. En 1883 se crearon los cementerios laicos y en 1884 se creó el Registro Civil, aprobándose que solo el matrimonio celebrado ante funcionarios del Estado tendría validez legal. 117

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Todo lo anterior se llevó a cabo con no poca oposición de parte de la misma Iglesia y de los conservadores. Por lo tanto, el debate público al respecto fue candente precisamente cuando Vicuña Mackenna publicó su libro sobre la Quintrala. Los debates públicos en torno a un contexto político-social muy posterior a los tiempos de la Quintrala inspiraron al autor para desentrañar a un personaje y ejemplificar con él los vicios y tensiones que marcaban a su sociedad. El mito seguía vivo y aquella mujer ya era conocida, sin duda, pero este hito —la publicación del libro—, permitió que aquellos revivieran y se fortalecieran hasta hoy en la memoria colectiva. En un trabajo como éste, donde el autor pretende acusar a los hacendados conservadores de terribles vicios desde una perspectiva caricaturesca y a todas luces exagerada, queda igualmente otra pregunta por responder: ¿Por qué rescata a una mujer? Desde una perspectiva literaria, nuestra respuesta podría estar dada por aquello que un arquetipo femenino había tradicionalmente representado: la barbarie, encarnada en esta mujer retrógrada, malvada y superticiosa, siempre ha estado representada por el rostro femenino. Arrancando desde las culturas occidentales antiguas, la mujer había sido antropológica, filosófica jurídica y políticamente concebida como sujeto de pasiones, distinta por naturaleza frente al hombre, en cuanto sujeto racional. De ahí, es la mujer la que solía asociarse a la irracionalidad, al capricho, a las conductas emocionales, al desenfreno y al descontrol. Se trata de un retrato que, desde un imaginario decimonónico, liberal e ilustrado, se potenciaría al situarse en el espacio colonial, contexto en el que cualquier delito podía suceder pues, al ser igualmente bárbaro, carecía de justicia, de orden y de razón. Para atacar al concepto de barbarie desde la perspectiva de la modernidad y del progreso, para poder criticar a la vez a una elite conservadora, la estrategia adecuada podía pasar por feminizar dicha figura, representando con ella al ser pasional, ilógico, irracional y sin fundamentos. Vicuña Mackenna no ofrece un ejemplo aislado. Similar caso ocurre con otras obras literarias sudamericanas, tales como Doña Bárbara, novela del venezolano Rómulo Gallegos, que muestra la vida rural como un mundo salvaje y donde, nuevamente, una bella 118

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mujer, llamada Bárbara —aludiendo así a su condición— personifica el descontrol y la incivilidad a través de fechorías y brujerías que provocaban profundo temor en los poblados. El arquetipo es común: son mujeres siempre bellas porque deben atraer al varón, que es el ser racional. Se trata de personajes simbólicos, de personajes que mucho más allá de la realidad que representan o encarnan un discurso específico de un momento concreto; personajes que mueren y reviven una y mil veces, dependiendo de la situación por la cual se les busque sacarlas de su tumba. Un libro como el de Benjamín Vicuña Mackenna demuestra que, al fin y al cabo, la nación se narra, es decir, se va constituyendo poco a poco mediante discursos escritos o relatos orales, imaginarios e ideales. La nación se constituye así en un concepto dinámico que cambia, se arma y re-arma constantemente mediante las percepciones de sus habitantes y testigos, en la medida que relatan y resignifican historias como ésta. He ahí uno de los encuentros más relevantes entre la historia y la literatura.

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Mi muy querida Javiera, mi muy amada Mercedes: Dos mujeres en la vida de José Miguel Carrera

Cristóbal García-Huidobro Becerra

«Príncipe de los caminos, hermoso como un clavel, embriagador como el vino, era don José Miguel».

Con esas famosas palabras —escritas por el vate Neruda y luego inmortalizadas en la música compuesta por el maestro Vicente Bianchi para su Romance de los Carrera— comienza este escrito, no sobre el héroe trágico que la historiografía nacional ha hecho de José Miguel Carrera Verdugo, sino sobre dos de las mujeres que tuvieron mayor influencia o cercanía en su vida: su hermana Francisca Javiera Carrera y su mujer, Mercedes Fontecilla. Comenzamos con esas frases precisamente porque ese ideal del joven buenmozo, valiente y aguerrido, hasta embriagador, como dice Neruda, tuvo un impacto considerable en la vida de estas dos mujeres. Pero al mismo tiempo, nos interesa el silencio que se guarda sobre ellas. ¿Acaso Carrera no cayó rendido ante los encantos de Mercedes? ¿Javiera no fue quizá una de las más fieles aliadas de su hermano, al punto de ser una de las cabecillas del carrerismo durante el exilio de sus hermanos e incluso luego de fallecidos estos? El cancionero popular solo nos dice que doña Javiera bailaba la resfalosa, que su patria libre quería y que la independencia de Chile la soñaba noche y día. De Mercedes el silencio es aún más grande. Cual Penélope esperando a su Ulises, Mercedes siendo apenas una adolescente, con 121

Cristóbal García-Huidobro Becerra

cinco niños a cuestas, esperaba que su marido volviese sano y salvo y servía de nexo entre los carrerinos emigrados en Buenos Aires y Montevideo, mientras su marido se encontraba guerreando en las pampas argentinas. Escribir sobre estas mujeres no es tarea fácil. Por un lado, porque ni Javiera ni Mercedes son personajes relevantes o preponderantes en una historia eminentemente militar o masculina, como lo es la de la lucha por la independencia de nuestra nación186. Pero, por otro lado, también las fuentes son esquivas, especialmente en el caso de la esposa de Carrera. Si bien correspondencia escrita por Javiera a lo largo de su vida hay bastante y de fácil acceso, no podemos decir lo mismo de Mercedes. Se ha rescatado lo que más se ha podido —en su mayor parte inédita—, pero también muchas de las impresiones, juicios y datos que encontraremos en estas páginas se han tomado fundamentalmente de la correspondencia de José Miguel Carrera y de otras personas afines al prócer, lo que ha permitido reconstruir parcialmente el tenor de las relaciones entre ambos cónyuges. Indudablemente será necesario hablar de Carrera, y de alguna forma será por medio de él que exploraremos la vida de Mercedes y Javiera, pero también el papel que tuvieron en la vida y obra de José Miguel. Porque, sin lugar a dudas, ellas también forjaron la vida de José Miguel.

La balada del héroe Dijiste Libertad antes que nadie, cuando el susurro iba de piedra en piedra, escondido en los patios, humillado. Pablo Neruda, Canto General

Cuando se piensa en José Miguel Carrera evocamos generalmente la imagen del héroe, pero no de cualquier tipo, sino un héroe trágico. Al menos así la historiografía tiende a tratar al personaje. Ya Benjamín Vicuña Mackenna, por medio de su Ostracismo de los Carreras187, se convirtió en el primero en abordar exclusivamente desde lo biográfico la vida de Carrera y sus hermanos, quienes quedan ensalzados 122

Mi muy querida Javiera, Mi muy amada Mercedes...

por el historiador en el panteón heroico de una nación que todavía no llegaba al medio siglo de existencia. El general argentino Tomás de Iriarte también escribió algunas páginas sobre el héroe188, aunque fue considerablemente más duro con él, fundamentalmente por las tropelías que llevaron a Carrera a convertirse en un verdadero «pirata de tierra» mientras guerreó contra las tropas del gobierno rioplatense, en las pampas más allá de la Cordillera, hasta 1821. Así, durante gran parte del siglo XIX y XX, los diversos autores que han abordado la figura de Carrera189—con mayor o menor aprecio por la figura del hombre—, entregan alguna contribución a construir su imagen como paladín de la libertad americana y hasta cierto punto como una figura romántica, desprendida e idealista. Ya nos lo dice, por ejemplo, Jorge Carmona: Sacrificó en aras de la Patria sus bienes materiales, su tranquilidad, sus afectos, incluso su felicidad: pero lo que nunca pudo jamás sacrificar fue la integridad de su personalidad; jamás inclinó la cerviz. Fue el último ejemplar de los conquistadores ¡Fue el gran cirujano del alumbramiento de la República!190

Quizás sin ánimo de hacerlo, pero en un tono más burlesco, Francisco Antonio Encina también alaba a Carrera y se infatuaba con su personalidad: De ese algo demoniaco [en su personalidad] arranca la simpatía y la gracia que conquistó a las mujeres; su carácter festivo y travieso, que ató a su cauda a los ligeros de cascos; y su llaneza, su generosidad y su mofa de la gravedad insulsa de la aristocracia, que lo convirtieron en ídolo de los oficiales y jóvenes de temperamento andaluz que formaron su séquito. De ese algo demoniaco arranca también su agilidad intelectual, su atracción magnética, su pasmoso poder de simulación, que engaño al yanqui sesudo y a todos los que se le acercaban191.

Ya fuera ángel o demonio, caudillo ambicioso o guerrillero desprendido, Carrera es hoy considerado como uno de los padres fundadores de la patria. Su rostro ha estado en nuestros billetes, monedas y estampillas192. Su efigie es reproducida en el bronce de las 123

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estatuas, e instituciones centenarias y tradicionales llevan su nombre, como el Liceo A0 José Miguel Carrera, uno de los nombres oficiales del Instituto Nacional, fundado por orden del prócer en agosto de 1813193. Su nombre adorna calles y avenidas a lo largo y ancho de Chile, así como sus aportes y personalidad todavía se estudian bajo el prisma heroico en nuestras aulas de clases. Carrera es, hoy como ayer, símbolo de desprendimiento y sacrificio, de integridad en las ideas y de libertad a todo trance. No en vano, un poeta del siglo XIX clamaba en memoria de José Miguel: Héroe del Andes, tu inmortal renombre Es el timbre mayor de nuestra historia Su más ilustre página tu nombre194.

Sin duda el héroe ya tiene su balada. Un canto que lleva dos centurias entonándose. Historia, poesía, narrativa y cultura material son las notas que hoy forman dicha melodía. Pero ,quizás en un afán altisonante, a ese canto que se entona sobre José Miguel Carrera le hacen falta otras voces que fueron un puntal, una roca de la cual aferrarse cuando las tempestades de la derrota y el fracaso lo golpeaban con fuerza. Esas son las voces de Mercedes y Javiera.

Dos vidas, un mismo camino Mercedes María Mercedes Fontecilla Fernández de Valdivieso nació en la ciudad de Santiago, el 18 de junio de 1799 del matrimonio conformado por Diego Antonio Fontecilla Palacios195 y Rosa Fernández de Valdivieso Portusagasti. Mercedes nació del tercer matrimonio de su padre, quien de sus matrimonios previos ya tenía cuatro hijos, a los que se sumaron diez más, entre los cuales se encontraba Mercedes. Como buena niña de alta sociedad y familia acomodada, Mercedes recibió una educación acorde con su status, lo que le permitió conocer las primeras letras, como también tener rudimentos en diversas materias: música, literatura, historia y arte. Todo esto la hacía un 124

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buen prospecto para los posibles candidatos que quisieran su mano, ojalá fueran estos, también, hijos de familias del mismo rango o incluso superior, algo muy propio del mundo colonial, donde las redes y alianzas familiares creaban un entramado de relaciones de apoyo196. Para 1814, contando solo con 15 años, Mercedes ya era conocida como una de las bellezas de la alta sociedad santiaguina197 y no pasó desapercibida para quien, en esos momentos, se erigía como uno de los líderes máximo de las fuerzas militares chilenas: José Miguel Carrera. Nos cuenta Vicente Grez sobre Mercedes: Sus facciones eran delicadas y graciosas, su cutis blanca y purísima, sus ojos y cabellos negros; sus ojos especialmente eran la expresión de su alma, ardientes, apasionados, deslumbradores; era imposible mirarlos sin inclinarse ante ellos198.

Así entonces, el 20 de agosto de 1814, luego de un breve cortejo, Mercedes y José Miguel contrajeron matrimonio en la Catedral de Santiago. Si bien para esa época José Miguel no se encontraba en la cúspide de su poder, como sí lo había estado un par de años antes, Carrera y su familia seguían siendo personajes sumamente influyentes. Aunque podría hasta cierto punto dudarse de esto, José Miguel y Mercedes parecían estar profundamente enamorados el uno del otro. Durante sus años de matrimonio, Mercedes fue una esposa fiel que compartió estoicamente las experiencias de la lucha, del destierro, abandono y soledad. Del matrimonio nacieron cinco hijos: Francisca, Javiera Roberta, Rosa, Josefa y José Miguel, quien nunca conoció a su padre, pues fue fusilado en Mendoza el 4 de septiembre de 1821, justo en la fecha en la que se cumplían diez años desde que había ascendido al poder en Chile. Muerto su marido, a Mercedes se le permitió retornar desde Buenos Aires a Santiago. Al poco tiempo, enfrentando el desamparo de la viudez y con cinco hijos a los cuales cuidar y alimentar, volvió a contraer matrimonio con un antiguo amigo de su difunto marido, Diego José Benavente, con quien tuvo cuatro hijos más. Mercedes Fontecilla fallecería en Santiago en el año 1853. 125

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Francisca Javiera La historia de la «Panchita», como le decían sus hermanos menores, quizás fue un tanto distinta a la de Mercedes, pero en su sustancia encontramos los mismos retazos de un destino con atisbos de tragedia. Francisca Javiera Eudocia Rudecinda Carmen Dolores de la Carrera y Verdugo nació en Santiago el 1 de marzo de 1781 en el seno de la rica familia, conformada por Ignacio de la Carrera y Cuevas y Francisca de Paula Verdugo Fernández de Valdivieso y Herrera. El padre de Javiera había heredado una considerable fortuna de la extracción de cobre en el mineral de Tamaya. Asimismo, había sido alcalde de Santiago y uno de los vocales de la Primera Junta Nacional de Gobierno, creada el 18 de septiembre de 1810. La madre de Javiera, doña Paula, también venía de un trasfondo aristocrático, aunque menos acomodado que el de su marido. Criada en un ambiente aristocrático —aunque progresista para la época—, a Javiera se le dio la misma educación que a sus hermanos, algo extraño para una época en que los estudios formales, si bien no estaban vedados a las mujeres, usualmente se limitaban a los rudimentos básicos del conocimiento humano. Nos dice Vicente Grez sobre Javiera: Un nacimiento ilustre, una belleza de reina que hacia inclinarse ante ella a los más indomables capitanes de la revolución, una frente elevada que nunca consiguieron inclinar las tremendas desgracias que la azotaron, ojos en los cuales centelleaban todas las borrascas del alma, un talento y una instrucción notables para una mujer de su época, i un valor, una abnegación i constancia dignas de un conquistador. Todos, estos dones de la naturaleza, suficientes para hacer de esa mujer una gran figura, fueron después realzados por el martirio, por la sombra del patíbulo de los Carreras, que ha dado a ese apellido un tinte de melancólica grandeza199.

Muy joven para los estándares actuales, pero algo normal para su época, Javiera contrajo matrimonio a los 15 años, y para cuando ya había cumplido los 19 era una viuda con dos hijos nacidos de su matrimonio con Manuel de la Lastra200. En 1800 se casó en segundas 126

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nupcias con Pedro Díaz de Valdés, abogado español que llegó a Santiago como regidor y asesor de la Capitanía General201. De aquella unión nacerían cinco hijos. Con el advenimiento de la Junta Nacional de Gobierno en 1810, en medio del vaivén político que se vivía en Chile en esos días, la figura de Javiera no se mantuvo al margen de los acontecimientos. En un mundo de hombres y para hombres, con gracia y manipulación Javiera se hizo un espacio y una reputación entre los partidarios de la revolución, al punto que su nombre se convirtió en contraseña entre los partidarios de sus hermanos. Viva la Panchita fue por años el santo y seña de los carrerinos. Cuenta también la tradición popular, aunque sin mucho asidero en las fuentes, que fue ella quien creó y bordó la primera bandera nacional, siendo presentada e izada por primera vez el 4 de julio de 1812 en una cena ofrecida al cónsul norteamericano, Joel Roberts Poinsett, para celebrar el trigésimo sexto aniversario de la independencia de aquel país. Como fuera, Javiera no solo era una parte activa y presente del movimiento revolucionario en Chile, sino también se convirtió en un símbolo para los partidarios de sus hermanos, que emprendían el duro trance del destierro. Al igual que su cuñada Mercedes, siguió el camino del exilio luego de la derrota sufrida por el ejército independentista en la ciudad de Rancagua202. Junto con su familia, se avecindó en las Provincias Unidas del Río de la Plata, primero en Mendoza y luego en Buenos Aires, en una estancia marcada por la amargura de la derrota, la mala salud y las continuas angustias económicas203. Allá también, allende el Plata, tendría una aventura extramarital con un colaborador de su hermano, el capitán norteamericano David Jewett. Los años siguientes en las Provincias Unidas fueron negros para Javiera. En 1817 ayudó a fraguar junto a sus hermanos una revuelta para derrocar al Gobierno en Chile, pero fue un fracaso204. Asimismo, José Miguel, que había vuelto de su periplo en Estados Unidos buscando apoyo para armar una fuerza expedicionaria y liberar a Chile, fue apresado por el gobierno de Buenos Aires presidido por Juan Martín de Pueyrredón. Javiera fue relegada a Luján y luego a

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San José de Flores —localidades cercanas a Buenos Aires—, para finalmente ser recluida en un convento. En 1818, sus hermanos Luis y Juan José fueron fusilados en la ciudad de Mendoza, y en 1821, mientras residía en Montevideo, recibió la noticia de la muerte de José Miguel por orden del gobernador de Mendoza, Tomás Godoy Cruz205. Luego de la muerte de sus hermanos se le permitió volver a Chile, y recién en 1828 tuvo autorización para repatriar los restos de sus deudos, los cuales, al igual que ella, descansan en la Catedral de Santiago. Nunca más volvió a tener figuración pública y vivió alejada del mundo, en su hacienda de El Monte. Allí la encontró la muerte, a los 82 años.

Tres voces por la libertad de América En medio de su exilio en las pampas argentinas, José Miguel Carrera escribía con no poca amargura a su mujer: [...] no hay en el globo una reunión más infame que la de los Gobiernos de Chile y Buenos Aires: la América y nosotros debemos a ella sola nuestros males: ten mi amada Mercedes paciencia, mejorará la suerte, yo los vengaré a todos206.

Claro es que la soledad le embargaba, así como la frustración de la constante derrota y la marginalidad de sus campañas207 . Sin embargo, la mente de Carrera también se debatía entre su ambición política y la necesidad del hombre de volver a su familia208: Deseo en mi corazón tenerte a mi lado y este invierno lo haría llevadero en tu compañía, pero tú sabes mi indigencia, y que es preciso que me vaya a la Campaña porque de otro modo es imposible vivir. Aun para esto hay dificultades casi insuperables. Te aseguro mi Mercedes que no sé qué hacerme, jamás estuve tan perplejo ni tan sobresaltado. Por el momento soy infeliz de veras. No sé a dónde ni a quien volver los ojos, yo veo tu triste situación, no puedo mejorarla, todos me abandonan, entre los de mi familia, todos viven mejor que nosotros, han sido bien o mal auxiliados. Apelemos a una paciencia más que agotadora y… basta de afligirte209. 128

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Si bien Mercedes escribía profusamente a José Miguel, por desgracia no quedan mayores vestigios de dichas cartas. Tomando en cuenta el carácter trashumante que adquirió la vida de Carrera durante su estancia en las Provincias Unidas, sumado al triste destino que le tocó vivir al final de sus días, poca esperanza puede existir de encontrar esas misivas. Sin embargo, algo queda en los archivos. Sobreviven todavía algunas cartas entre Mercedes y Javiera, que pese al amor que profesaban por el mismo hombre (y quizás también por eso mismo), no se toleraban la una a la otra210. No obstante, de todas formas queda claro que para ambas la causa de José Miguel era considerablemente más importante que sus desavenencias personales. Mercedes fue fundamental en transmitir a Carrera las solicitudes de hombres y armas hechas por los caudillos federalistas Estanislao López y Francisco Ramírez211, quienes lograron invadir y someter la provincia de Buenos Aires, que amenazaba con expandir su hegemonía sobre el resto de las provincias argentinas212. Javiera, por su lado, prevenía a su hermano de las penurias que pasaba la familia en Chile y, aunque ella se encontraba en el exilio también, servía de nexo entre su hermano y sus partidarios al otro lado de los Andes: Nuestro amado padre ya está sin la incómoda guardia, tiene su libertad, pero el desgraciado no descansa. Le agobian en extremo las injustas cadenas que agobian a nuestros desgraciados (…) yo he apelado y pasado al Congreso, y tengo esperanzas que harán justicia, una carta tuya escrita a mí la tomó el Director, y pasó al Congreso si ella no es moderada con estos señores, como es justo, lo siento. Se me acusa que estoy mandada aunque no me comunique contigo, cuidado, yo no quiero que hables conmigo contra este Gobierno y no dudes que el sujeto que trajo esta carta la llevó abierta al Director. Sé de positivo que O’Higgins que todo lo puede en Chile prodiga dinero para perseguirte aun en ese punto que recibes tan buena acogida, quiere O’Higgins que te asesinen o envenenen. Sé que te espían. Cuidado mi José Miguel, no desprecies este ciertísimo aviso (…) no te puedes figurar la iniquidad, la inconsecuencia, la picardía que parte en persecución de nosotros de Chile y tienen estos la suerte de encontrar monaguillos tan bajos que después

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que nos deben hasta su existencia nos venden y lo peor es que nos levantan mil mentiras que no pensamos213.

Ambas, dentro de las circunstancias que tuvieron que sobrellevar, le permitieron a Carrera mantener un contacto relativamente fluido con los aliados que todavía estaban dispuestos a sostener la causa del caudillo. Ya fuera inmiscuido en los asuntos de Buenos Aires y sus reyertas con las provincias del interior o en la fragua de conspiraciones y contra conspiraciones en Chile, luego de la derrota de 1814 en Rancagua, o contra el gobierno de O’Higgins —a partir de 1817— ambas mujeres parecieron tener un carácter considerablemente relevante como nodos de información, pero también como sostén moral y afectivo de Carrera.

A modo de reflexión: El pasado es prólogo La frase que da título a esta reflexión pertenece a William Shakespeare y está tomada de su conocida obra, La Tempestad214. Antonio, el hermano de Próspero, justificando sus acciones, reflexiona que la Historia influencia y marca el contexto para el presente. Sin lugar a dudas, el amor y devoción profesados por Javiera y Mercedes son loables y, en parte, algo asumido por nuestra historiografía. Sin embargo, la influencia que ambas tuvieron en la vida y labor política del hombre ha estado relegada frente a una leyenda considerablemente más atractiva, en la que el héroe se presenta sabio, impoluto y audaz. En esa leyenda no hay espacio para el lamento y hasta el arrepentimiento frente a una empresa que zozobra. Tampoco hay lugar para la participación femenina en una primera línea, sino supeditada a una labor, si es que, meramente instrumental. Lamentablemente, de muchas formas, dicha barrera todavía es fuerte en el presente. En las breves líneas que abarca este estudio hemos intentado echar algo de luz sobre dos mujeres y sus vidas, unidas inexorablemente al destino de un hombre sobre el cual derramaron sus afanes, su devoción y su amor. Pero no solo por su calidad de hermano o

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marido, sino por una creencia en su causa, ya fuera en los momentos de abundancia como en el fragor de la necesidad. Mercedes y Javiera le pertenecen al pasado, pero el pasado es prólogo del presente, es la introducción necesaria que sienta las bases del relato posterior. Esperemos que de ahora en adelante ese relato también cuente con esas figuras femeninas que tanto hicieron y aportaron a nuestra Historia, que mora en el pasado, pero nutre y edifica el presente.

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La Sargento Candelaria

Gonzalo Serrano del Pozo La historia de la sargento Candelaria está perdida en el tiempo, tal como sucede con la Guerra de Chile contra la Confederación Perú-Boliviana. Algunos confunden este conflicto con la Guerra del Pacífico y la mayoría, simplemente, la desconoce. En la actualidad, solo en sitios específicos podemos encontrar referencias sobre esta mujer que hasta hace un siglo fue elevada a la categoría de heroína215. Su historia, como la de muchos otros personajes idealizados por la historiografía nacionalista, permite reconstruir su biografía a partir de documentos oficiales, prensa y relatos orales, y deja en evidencia cómo ésta, con el paso del tiempo, se fue mitificando216.

Historia oficial y memoria popular La visión tradicional sobre la sargento Candelaria puede relatarse a partir de la versión que el Ejército de Chile ha oficializado para ella sobre la base de la memoria popular217. Candelaria nació en Santiago, en el popular barrio de La Chimba, Recoleta, el año 1810, es decir, cuando nacía el proceso independentista de Chile. La tradición habla de ella como Candelaria Pérez, aunque es también conocida por el apellido Contreras. Siendo hija de un artesano, no contó con una gran formación ni con oportunidades para educarse. Para entonces, las mujeres no accedían a una formación cultural y educacional análoga a la de los hombres, y menos en el caso de Candelaria, dado su origen social. Físicamente, la tradición popular la ha recordado como una mujer de apariencia frágil, de tez morena y rostro fino. Siendo muy joven se desempeñó en el oficio de empleada doméstica, sirviendo a una familia de inmigrantes holandeses, con 133

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quienes se trasladó a Perú entre 1832 y 1833. Durante esa etapa de su vida, Candelaria procuró ahorrar sus salarios y, sirviéndose de alcancías, logró acumular el suficiente dinero para lograr una vida independiente. Así, a partir de sus ahorros y sacando provecho de la experiencia adquirida en su antiguo trabajo, abrió una cocinería en la ciudad del Callao, a la que bautizó con el nombre de «Fonda de la Chilena». Guiada por su intuición, Candelaria se ocupó por sí misma de la mantención de su negocio y del trabajo culinario, haciéndose especialista en la preparación del pescado frito. El oficio como cocinera le permitió estar en contacto permanente con un gran número de clientes, gracias a los cuales se mantenía informada sobre la contingencia diaria. No obstante, su suerte cambiaría para 1836, cuando el proyecto del general Andrés Santa Cruz de formar una Confederación que restauraba la unión de Perú con Bolivia se confrontaba con los intereses de Chile y los planes del ministro Diego Portales, que quería para su país el control del Pacífico. El 21 de agosto de dicho año, en respuesta a una expedición del general Ramón Freire supuestamente apoyada por el general Santa Cruz, la Armada de Chile, bajo órdenes del comandante Pedro Angulo Novoa, realizó una redada a los tres principales buques de la Confederación, que se hallaban anclados en el Callao. El acontecimiento marcó a las autoridades y habitantes peruanos de ese puerto, y las represalias contra los residentes chilenos no tardaron en sentirse. Las casas y locales comerciales de estos últimos fueron saqueados, entre ellos el de Candelaria, quien además fue detenida y enviada como prisionera a la Fortaleza del Real Felipe. Tras ser dejada en libertad y en medio del tenso clima previo a la guerra, Candelaria se vio obligada a retomar su trabajo en el servicio doméstico con el fin de rearmar su vida. Dos años habrían pasado hasta que, una mañana, habría despertado con el sonar de los tambores de las tropas chilenas que marchaban hacia Lima. Se trataba del Ejército Restaurador, una fuerza chilena en la que también participaron algunos peruanos y que tenía por objetivo «restaurar» el orden en Perú, expulsar al boliviano Santa Cruz y restituir en el mando al general peruano Agustín Gamarra. 134

La Sargento Candelaria

Posterior a la muerte de Portales y al fracaso de una primera expedición al mando del almirante Manuel Blanco Encalada, era el segundo intento bélico por acabar con la Confederación. El paso de sus compatriotas resultó decisivo para el destino de Candelaria, quien se dirigió con entusiasmo al cuartel general chileno para ofrecer sus servicios. Después de todo, conocía el puerto del Callao —y, hasta cierto punto, Lima— con detalle y precisión. Cuenta la tradición que los soldados de guardia le prestaron poca atención y se limitaron simplemente a menospreciar una oferta que, venida de una mujer, poco podría contribuir a la guerra. Sin embargo, su voluntad habría llegado a oídos del capitán del batallón Carampangue, Guillermo Nieto, quien mandó a buscarla. La sincera intención y los patrióticos argumentos de Candelaria acabaron por convencerlo, permitiéndole que se enrolara como cantinera, percibiendo un sueldo mensual de doce pesos. A partir de entonces pudo vestir el uniforme patrio y servir en el ejército que ocupaba el territorio peruano. Al contar con los conocimientos necesarios para desplazarse por el lugar, Candelaria sirvió primero como correo entre el comandante Roberto Simpson, quien se hallaba a cargo del bloqueo de Callao, y el general Manuel Bulnes. Los ingeniosos disfraces y su actitud decidida no le sirvieron, no obstante, para evitar que fuese sorprendida por los enemigos y aprisionada en las Casamatas de El Callejón, desde donde tiempo después, fue dejada en libertad. La memoria sobre la biografía de esta excepcional mujer la sitúa luego en la batalla de Yungay, y específicamente en el enfrentamiento que se desarrolló en el cerro Pan de Azúcar el 20 de enero de 1839. El valor y arrojo allí demostrados por Candelaria le permitieron obtener entonces el grado de Sargento. En dicha oportunidad, la sargento habría contribuido mucho más allá de sus responsabilidades como cantinera y enfermera. Animada por el rigor y la violencia de la batalla, decidió tomar y cargar el fusil de uno de los caídos y combatir con los compatriotas, que luchaban por alcanzar la cima del Pan de Azúcar mientras eran atacados desde arriba por las huestes de la Confederación. 135

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En el fragor de la batalla cayó herido el capitán Nieto, a quien Candelaria debía su acceso al ejército y los galones que había merecido. Dice la tradición que el capitán murió en los brazos de la sargento y que, como resultado del enfrentamiento, el batallón habría perdido a la mitad de sus efectivos. Candelaria, de todos modos, se puso de pie para seguir avanzando hacia su objetivo. Y lo logró: el Ejército Restaurador alcanzó la cumbre, atacó las trincheras de sus enemigos y aniquilaron a las cinco compañías que se encontraban allí apostadas. La acción de guerra se había extendido por cerca de seis horas y fue clave para la victoria final de la causa chilena. Poca información existe sobre los años que siguieron a la participación militar de Candelaria. Su biografía solo se retoma en sus últimos días, los que habría pasado en Santiago, en su casa de calle Astorga, en las cercanías del cerro Santa Lucía. Benjamín Vicuña Mackenna la habría visitado allí para escuchar los relatos de esta mujer, pues para entonces la fama sobre la hazaña de la sargento se había expandido a lo largo del país. Candelaria Pérez falleció el 28 de marzo de 1870. Su despedida se realizó en una modesta ceremonia, a la que asistió un representante del ejército, su hija, amigos y vecinos. La versión oficial sobre la vida de Candelaria, recién presentada, resulta de la información recogida por algunos historiadores, como Fabio Galdames Lastra, recortes de prensa de la época y del retrato que la tradición y la memoria popular forjaron para ella. Según esta historia, Candelaria fue laboriosa, pues trabajó desde muy pequeña; ahorrativa, ya que juntaba religiosamente parte de su sueldo; emprendedora, lo que se demuestra en el hecho de que logró armar su propio negocio; patriota, cualidad reflejada al bautizar su fonda como la «Chilena»; estoica, al soportar el maltrato de los peruanos; orgullosa y perseverante, al unirse al ejército pese a las burlas de los soldados; servicial, asumiendo las tareas de cantinera y enfermera, pese a que su objetivo era luchar; intrépida, pues fue espía e informante; valiente, pues luchó como un soldado más cuando se vio enfrentada al campo de batalla; humilde, en tanto nunca hizo gala de sus hazañas; y digna, ya que pese a su pobreza murió orgullosa de su pasado. 136

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En definitiva, se trataba de una mujer que reunía todas las virtudes que una república podía esperar de sus ciudadanos y que tuvo, en la conquista del cerro Pan de Azúcar, su jornada más gloriosa; aquella que, como afirma actualmente el ejército, «le abrió las puertas de la gloria»218.

Las primeras fuentes Considerando que la biografía de Candelaria nos ofrece un relato extraordinario y pleno de virtudes admirables, el historiador tiene la obligación de analizar la narración desde un punto de vista crítico, con miras a desentrañar cuánto puede haber de realidad y de mito en la configuración de tan admirable personaje. Por tanto, partiremos del supuesto de que la narración que configuró a esta mujer como heroína buscaba utilizar su ejemplo como un paradigma para el resto de los ciudadanos. Para ello, es necesario contrastar los diversos testimonios del periodo. Entre las fuentes oficiales de la época destaca el Boletín del Ejército Unido Restaurador del Perú, publicado mientras esta fuerza estuvo en Lima. Tanto en este periódico como en los partes oficiales del general Manuel Bulnes es posible advertir que no existen menciones a Candelaria. Lo anterior resulta particular, pues tal omisión no ocurre con otros soldados, especialmente aquellos que tuvieron un participación destacada en la batalla de Yungay. Algo similar sucede con otras fuentes. El Diario Militar de Antonio Placencia tampoco hace referencia a la sargento. Por su parte, el testimonio de Antonio Barrena sobre este conflicto, escrito a fines del siglo XIX, ofrece una breve mención. Barrena nombra a Candelaria, a propósito del arribo de las fuerzas militares a Santiago, varios meses después de obtenida la victoria. El autor recuerda la expectación que existía respecto a su figura y relata que todos preguntaban por ella, que cada uno buscaba el honor de ser presentado y la oportunidad de conocer a aquella heroína. Barrena afirma que varios hombres acaudalados ofrecieron sus caballos para que la sargento realizase su entrada a la capital y que ella escogió uno negro como azabache, 137

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al que supo conducir, según sus propias palabras, «con elegancia y maestría». Luego agrega una descripción de Candelaria durante su ingreso a la ciudad: Su traje blanco, suficientemente largo para cubrir el pie; una chaqueta lacre, bien armada, con recta abotonadura y la jineta de sargento; el sable a la cintura; una bonita bandolera de charol con cartuchera, terciada; y un pequeño casco polaco que cubría su cabeza; hacían de esta mujer con sus antecedentes, una figura impresionante219.

Las menciones a Candelaria Pérez, escritas en el mismo periodo, se encuentran un año después de su regreso a Santiago, a propósito de la solicitud realizada ante el Congreso por el gobierno del presidente José Joaquín Prieto para conseguirle una pensión. El documento iba acompañado de un texto, supuestamente escrito por Candelaria, en el que ella suplicaba una mejora de su situación económica. En la solicitud, nuestra heroína destaca que los peruanos la persiguieron, encadenaron y torturaron sin dar alimento. Según su propio testimonio, ésta fue su principal motivación para enrolarse luego en el Ejército Restaurador, siendo la primera en correr todos los peligros de una campaña que, para entonces, parecía desventajosa para Chile. Sobre su actuación, además, asegura: Tuve la gloria en tomar una parte activa en los encuentros que tuvieron ambos ejércitos, hasta la acción general que dio el triunfo a las fuerzas chilenas, entrando victoriosa a Lima, con general aplauso de sus vecinos, hechos que por su notoriedad me excusan de una prueba220.

La petición venía a reforzar la sugerencia realizada por el Gobierno, tomando en consideración, especialmente, sus servicios prestados al ejército en Perú, destacando sobre Candelaria lo siguiente: Ella le acompañó en la campaña del Norte i la Sierra participando de todas sus penalidades y privaciones y con admiración de todo él, quiso participar también de los peligros en las célebres jornadas de Buin y Yungay, conduciéndola su patriótico 138

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entusiasmo el extremo de desplegar en la última batalla un valor y esfuerzo tan extraordinarios que llegó a rivalizar con los soldados más aguerridos de la vanguardia221.

En ambos casos se mencionan acciones genéricas en Buin y en Yungay, pero no hay mayores detalles sobre la que habría sido su jornada más gloriosa, la conquista del cerro Pan de Azúcar, presente en la biografía del ejército de Chile y en la mayoría de los relatos escritos sobre ella en el siglo XX. A pesar de este detalle, advierte el historiador Gabriel Cid222 el hecho de que fuese el mismísimo Presidente el que haya intercedido ante el Congreso para conseguir la pensión para un militar de graduación media, lo que es reflejo de la particularidad y popularidad de Candelaria. Casi dos décadas después de finalizada la guerra, Vicente Reyes publicó en el periódico La Semana un reportaje sobre esta mujer, quien se encontraba en una situación lamentable por ese entonces. Reyes entrevistó a Candelaria, transformándola en la principal fuente para conocer su activa participación en la batalla de Yungay y de la que, a juzgar por los escritos, muy pocos estaban al tanto. A pesar de esto, Reyes menciona que Candelaria alcanzó el grado de sargento por su acción en Huaráz y no en Yungay. Entre los hechos curiosos de su biografía, Reyes recuerda: Era si no me engaña la memoria 20 de enero de 1849, día en que se representaba en el teatro la República un drama peruano titulado La batalla de Yungay. Uno de los papeles principales de esta pieza estaba consagrado a nuestra heroína que desde la testera de un palco veía a la Sargenta Candelaria de bastidores sacar frenéticos aplausos a la concurrencia. La coincidencia era curiosa por cierto, y el público que a poco andar se apercibió de ella, volvió sus miradas hacia la Sargenta del Pan de Azúcar y redobló sus aclamaciones. Esta ovación ha sido la última de que ha podido gozar223.

Benjamín Vicuña Mackenna siguió el camino de Reyes y también visitó a la veterana de guerra, recalcando, igualmente, el lamentable estado en que ésta se encontraba:

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Era pequeña, de facciones más que regulares para su raza evidentemente mestiza, y aunque tenía los ojos enfermos, conocíase por sus súbitos lampos, a través del trapo envuelto sobre sus sienes, que alguna vez vieran el fuego de la batalla, como su boca, ya sumida y despoblada de dientes, mostraba todavía indicios de haber mordido en más de una ocasión la pólvora de la cartuchera. Esa anciana, así desbaratada, era la famosa —Sarjento Candelaria.224

A través de este artículo, Vicuña Mackenna fue uno de los que contribuyó poderosamente a la mitificación de la sargento al referirse a ella en términos grandilocuentes, tales como que era la más famosa amazona de Chile moderno y que su historia era la de una tabernera que se convirtió en heroína. Al poco tiempo de esta entrevista, Candelaria falleció y, a raíz de este acontecimiento, Ventura Blanco le dedicó algunas páginas en la crónica del diario La Estrella de Chile. El reportaje tenía por objeto evitar que Candelaria fuese enterrada en una tumba temporal. Con este fin, el diario abrió una suscripción para adquirir una sepultura perpetua, aunque sin mayor éxito inmediato. Solo tiempo después consiguió el objetivo, comprando además su casa y una placa de mármol para la sepultura, en la que se transcribió la siguiente leyenda: Yace bajo esta cruz, llave del cielo, Una mujer heroica, estraordinaria, Honra de Chile en el peruano suelo, La harto infeliz sarjento Candelaria. Recordando a Yungai con santo celo, Alce el pueblo por ella su plegaria Y rinda al recordar su noble historia, Llanto a sus penas i a su nombre gloria.

No obstante, tal como había sucedido en los últimos años de su vida, el recuerdo de Candelaria se diluyó con el paso del tiempo y, así, se confundió con el de otras cantineras de la Guerra del Pacífico, respecto de las cuales existía mayor información e imágenes. Entre ellas, la más destacada fue Irene Morales.

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Candelaria hacia fines del siglo XIX e inicios del XX En el contexto del fin del siglo XIX y de los comienzos del siglo XX, el historiador Gonzalo Bulnes, primero, y Ramón Sotomayor Valdés, después, refrescaron el recuerdo sobre la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, dedicando sus trabajos a este tema. Bulnes, el principal historiador de este conflicto e hijo del general Bulnes, héroe de Yungay, únicamente menciona la activa participación que Candelaria tuvo en el intento del coronel Silva por tomar al pueblo de Callao. En esa oportunidad, ella habría actuado de guía, en las condiciones que describe a continuación: Candelaria Pérez, marchaba a la cabeza de la columna con una osadía superior a su sexo, señalando el camino i el peligro. Sin desmayar antes bien infundiendo enerjía, llegó hasta las puertas del castillo, donde reto en alta voz a los sitiados a que salvasen sus impenetrables murallas. Candelaria, era tan esforzada en el peligro, como amable i caritativa en el vivaque. Después de haber prodigado su existencia en el combate, la prodigaba en la curación de los heridos225.

Al final de su relato, Bulnes afirma que al momento de arribar el ejército a Chile, los más aplaudidos fueron aquellos personajes como Candelaria, pues habían sido, según sus propias palabras, «idealizados por la imaginación popular»226. ¿Por qué Bulnes, que contó con el vivo recuerdo de su padre sobre esta lucha, no hizo mayor mención a la sargento en la batalla de Yungay? Una explicación posible respondería a que la acción de una mujer, desde la perspectiva manifiestamente masculina del autor, podría disminuir la relevancia de la actuación de su padre. Otra, menos romántica y alambicada, sugiere que, en realidad, su participación no haya sido tan extraordinaria como algunos quisieron creer. Por su parte, a partir del relato de sus predecesores, Rafael Sotomayor fue el único en cuestionar la veracidad de algunos de los relatos sobre este personaje, muchos de ellos recogidos desde la propia Candelaria por Reyes, Vicuña Mackenna y Blanco:

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¿Decía siempre la verdad Candelaria al hacer sus recuerdos de la campaña militar de 1838 y 1839? Si por una parte el estado moral y sobre todo la piedad y devoción a que parecía entregada Candelaria en los días en que fue visitada e interrogada por dichos biógrafos, son una garantía de veracidad, por otra es muy posible que su memoria o no muy feliz de suyo, o debilitada por los años y las enfermedades, hicieran a Candelaria incurrir en inexactitudes más o menos graves227.

La opinión de Sotomayor —realizada, en todo caso, en un pie de página de su monumental obra— no fue ni recogida ni comentada por el resto de los historiadores. Da la sensación que no existía mayor interés en desmitificar la historia de Candelaria, menos en un momento en que el nacionalismo, ávido de personajes como éste, bullía en el Chile de fines del siglo XIX. Siguiendo esta corriente, a comienzos del siglo XX, José Ignacio Silva dedicó la primera y única obra completa a la sargento. Ya en el comienzo de su trabajo, Silva plantea los problemas de llevar a cabo esta investigación: «Escasez de materiales y el haber fallecido las personas que testigos fueron de sus proezas y hazañas»228. Sus fuentes fueron principalmente Blanco, Sotomayor y Bulnes, autores que escribieron a fines del siglo XIX, casi cuarenta años después de acontecidos los hechos. Es quizás por este motivo que Silva no aportó antecedentes novedosos. El año 1910, Fabio Galdámez escribió un Estudio Crítico de la Campaña de 1838-39, un trabajo que pone su énfasis en el análisis militar de cada una de las campañas. Sin embargo, prácticamente no hace recuerdo de Candelaria. Luego, y como parte de las celebraciones llevadas a cabo a raíz del centenario de la victoria de Yungay, Rafael Carranza escribió unas crónicas históricas en las que repasa la vida de la sargento junto con la del teniente Juan Felipe Colipí. Los datos que entrega son similares a los que fueron recogidos en la biografía tradicional y tampoco realiza mayores aportes. Uno de los trabajos más significativos en torno a este conflicto fue el capítulo escrito por el historiador Francisco Encina en su popular obra Historia de Chile, escrita a mediados del siglo XX. En ella, 142

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Candelaria aparece agigantada, especialmente a propósito de la toma del Cerro Pan de Azúcar, durante la batalla de Yungay: A las 5 de la mañana del 20 de enero, las bandas de música rompieron a diana con la canción nacional; y el ejército salió del campamento con rumbo a Ancach (...) los soldados se dispersaron en torno del cerro y emprendieron su dificilísima ascensión (…) lo que movía los músculos y los impulsaba a ascender y ascender, era la energía guerrera acumulada en tres siglos de lucha con el araucano (...) Sus defensores desplomaron piedras sobre los asaltantes. Pero los que quedaron vivos, penetraron por las brechas; y los sesos de los soldados bolivianos, que no alcanzaron a ganar la plazoleta de la cumbre, saltando de los cráneos destrozados por los culatazos, se esparcían por el suelo enrojecido por las charcas de sangre (...) En los brazos de Candelaria Pérez, que peleaba a su lado, cayó el capitán del Carampangue, Guillermo Nieto, y esta hija del pueblo que, presa de una crisis mística, debía acabar sus días en la austeridad y el recogimiento del ascetismo, sin detenerse a cerrar los ojos del cadáver de su amante, siguió ascendiendo a la cabeza de los pocos sobrevivientes del Carampangue; y al producirse el entrevero, derribó por sus manos al soldado que insultaba su heroísmo y su sexo229.

El mismo Encina contrasta la idea que existía sobre Candelaria a través de las noticias que llegaban del norte, versus la que se conoció cuando arribó a Santiago, junto al resto de las fuerzas que habían combatido en Perú: Todo el mundo imaginaba hembra recia y membruda, verdadera equivocación de la naturaleza; y cuando la multitud la descubrió, quedó por un instante como en suspenso delante de su silueta delicada, casi endeble, y de su rostro moreno de facciones finas y agraciadas, delicadamente femeninas230.

A partir de este testimonio, sobre el cual no hay fuentes explícitas ni tácitas, solo queda suponer que estos hechos no sucedieron más que en la imaginación de Francisco Encina, influido obviamente por la memoria de la mismísima sargento Candelaria. No es casualidad que el historiador haya recibido el Premio Nacional de Literatura. 143

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Fue esta última imagen la que quedó en el inconsciente colectivo de una generación que coincidió con la revalorización del roto y del himno de Yungay. Así queda evidenciado en la pintura de Héctor Robles Acuña de 1984, en la que inmortalizó a la sargento Candelaria en un cuadro escasamente conocido.

La figura de esta mujer se asemeja a la de la Libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix. Se trataba de la consolidación de un mito en el que la propia Candelaria participó.

Conclusiones Al abordar el recuerdo biográfico tradicional sobre Candelaria, parecería posible suponer que la heroificación de la sargento hubiera sido hecha inmediatamente después de la guerra, en un periodo en que el Estado se estaba formando y definiendo su identidad. Sin embargo, tal como hemos podido comprobar, las oportunidades en que se prestó atención a esta mujer se generaron en dos situaciones y por motivos específicos: la primera, al solicitar una pensión, y la segunda, para conseguir una sepultura permanente. Su elevación a categoría de heroína surgió a fines del siglo XIX y comienzos del XX, en una evolución similar a la que se vivió con la creación del roto231.

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El proceso debe comprenderse dentro de la corriente nacionalista de una época en la que estas figuras aparecían como paradigmas de la raza y de la chilenidad, conceptos que se vieron reforzados por el triunfo de Chile en la Guerra del Pacífico. No obstante, queda la duda respecto a cuál fue el verdadero rol de la sargento Candelaria en la batalla Pan de Azúcar, acto que, en definitiva, la catapultó como heroína. Una hipótesis a sugerir consiste en que su notable participación haya sido obviada por sus contemporáneos, dada la visión masculina tradicionalmente imperante sobre los sujetos históricos y las materias de su argumentación. La otra hipótesis, menos romántica y más crítica, sugiere que su acción no haya sido todo lo fantástica que la misma Candelaria habría afirmado que fue. En cualquiera de los dos casos, el personaje histórico que trascendió al acontecimiento y que se inmortalizó en la memoria colectiva es el de una mujer extraordinaria, especialmente en una época donde los roles de género la excluían del campo de batalla. Su perseverancia y patriotismo le permitieron luchar contra los perjuicios, destacando en un mundo gobernado por hombres y en una historia escrita por ellos. Estos hechos son suficientes para resaltarla y explicar por qué la sargento Candelaria se convirtió en la más popular heroína hasta la Guerra del Pacífico.

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Cloróticas, histéricas y nerviosas. Las enfermedades de las mujeres y sus usos en el Chile urbano, 1850-1910

María José Correa Gómez Desde la histeria cerebral y uterina diagnosticada por algunos médicos de Santiago a la joven Carmen Marín en 1857, al deterioro moral asignado a Juana Lucero por el escritor Augusto D’Halmar hacia 1902, las mujeres y sus patologías han capturado la atención de sus contemporáneos y de quienes se han aventurado a seguirlas en la historia. Los dolores y síntomas —así como las imágenes y signos de sus enfermedades—, descritos y mostrados por ellas mismas y por otros, conforman un tejido discursivo que no solo permite conocer aspectos de la historia de las categorías patológicas, sino también comprender los procesos de configuración de lo femenino en la temprana modernidad chilena. Este capítulo indaga en las enfermedades de las mujeres y en sus usos. Consideraremos particularmente los desórdenes nerviosos y circulatorios, con el objeto de realizar un ejercicio interpretativo de lo femenino en el Chile urbano de fines del siglo XIX e inicios del XX. También buscaremos presentar, de modo introductorio, la intersección entre ciencia médica y sociedad metropolitana, denotando el constante y significativo vínculo entre género y proyecto científico232. Para ello revisaremos la inscripción de signos y síntomas, diagnósticos y prognosis en publicaciones periódicas gestadas por el gremio médico, casos clínicos comunicados por médicos tratantes, informes emanados de hospitales y de otras instituciones, así como publicidad médica anunciada en periódicos, revistas y magazines. Estos últimos registros permiten ampliar la lectura y el destino del ideario médico en espacios legos y bajo prismas comerciales.

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Nuestro análisis se apoya también en una literatura secundaria que, desde la sociología, la filosofía y la historia, ha reflexionado sobre los marcos de significación social y cultural de las enfermedades. Investigadores como Roy Porter y Charles Rosenberg fueron precursores en la necesidad de expresar y desgranar el carácter histórico y, por tanto, situado, de las patologías y de la propia medicina233. Entre sus variados aportes, Porter llamó a desmarcar la interpretación del pasado médico del eje disciplinario —basado en el progreso y el aplauso científico— y propuso al «paciente» y su subjetividad como entrada de análisis. Rosenberg, influido por un constructivismo social que rechazaba su carga funcionalista, aludió a los frames y, entre éstos, al género, situándolo como marco de estudio de los varios procesos que han intersectado y modelado los conceptos patológicos. Su propuesta dialogó con otros estudios que mostraron cómo los constructos de género permeaban la formulación científica y cómo la formulación científica determinaba al género en un fluir continuo de influencias. También dialogó con aproximaciones que, centrándose en la historización de categorías patológicas como la histeria, la manía puerperal, la anemia o la clorosis, abordaron las consecuencias de este vínculo. Los trabajos sobre género y enfermedad son numerosos y diversos para los contextos europeos y norteamericanos, pero escasos para el latinoamericano. Seguimos en esta producción a aquellos que han problematizado la categoría de género en la formulación patológica por parte de la comunidad médica. En este ámbito encontramos los acercamientos de Marland, Theriot y Prior, orientados a explorar la relación entre maternidad y enfermedad, deteniéndose en la responsabilidad del primer estado en la conceptualización de la manía puerperal y en la caracterización del parto y la lactancia como periodos difíciles y peligrosos, acechados por el influjo malsano234. Sus estudios mostraron cómo ciertas enfermedades se identificaron, presentaron y acuñaron desde procesos femeninos —como la menstruación, el embarazo, el parto, la lactancia y la menopausia—, reforzando las prescripciones y deberes de la maternidad y patologizando sus bemoles.

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En una senda similar se han ubicado aquellos autores que abordan la predilección europea por el diagnóstico de histeria femenina y su caracterización como uno de los desórdenes funcionales más comunes atribuidos a las mujeres de la segunda mitad del siglo XIX235. Por un lado, apoyaba esta interpretación la constatación de un ideario médico decimonónico que explicó esta dominancia histérica en la irradiación de las afecciones uterinas por el cuerpo y sus órganos a través de los nervios. La posterior conceptualización de los ovarios como eje de la matriz neural femenina reforzó la relación entre desórdenes nerviosos y el sistema sexual de las mujeres y proyectó en el siglo XX, a través de nuevas categorías patológicas, la vinculación entre la matriz femenina y el sistema nervioso236. Por otro lado, apoyaba esta aproximación una ciencia médica en proceso de profesionalización y especialización que comenzó a profundizar su conocimiento sobre el cuerpo femenino, con el desarrollo de la asistencia ginecológica y de la clínica obstétrica. Como plantea Soledad Zárate para la experiencia chilena, la aparición de estudios relacionados con el cuerpo y la fisiología femenina, la publicación de historias clínicas sobre tratamientos e intervenciones quirúrgicas y el perfeccionamiento médico propiciaron una base para la comprensión de lo femenino237. Esta base, como se ha mostrado también para el caso latinoamericano, reunió al ideario médico interesado en las enfermedades de mujeres y conservó la centralidad de las funciones fisiológicas femeninas en el entendimiento de sus patologías238. En un siglo marcado por nuevas pandemias y temores, así como por una fuerte estigmatización de enfermedades y enfermos, resulta necesario recordar el espacio simbólico de la salud y los marcos culturales de lo sano y lo malsano. Este capítulo introduce a algunas de estas problemáticas, indagando en las mujeres, el género, la enfermedad y sus usos sociales. ¿Qué condiciones apoyaron la conceptualización de enfermedades asociadas a las mujeres? ¿Se registró una patologización per se de lo femenino? ¿Cuál fue la extensión de esta asignación? ¿Hasta qué punto esta vinculación entre patología y género ha funcionado como instrumento político para llamar a la reflexión en torno a la potencia de las enfermedades y a la situación de las mujeres en el proyecto moderno? 149

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Las mujeres y su disposición patológica «Millares de mujeres de todas edades y condiciones sucumben y son víctima de un penoso estado de postración», anunciaba hacia 1909 un aviso comercial de las Píldoras de Foster. Su enfermedad se manifiesta gradualmente, y así, pese a una apariencia saludable, comienzan a «hallar los quehaceres de la casa una carga demasiado pesada», «están siempre rendidas, irritables y abatidas» y «sufren con frecuencia desvanecimientos, dolores de cabeza, dolor en la espalda y costado»239. Las mujeres fueron protagonistas del avisaje publicitario de fines del siglo XIX e inicios del XX. Fueron convocadas como enfermas, como cuidadoras y como consumidoras. Como enfermas fueron llamadas a hacerse cargo del despertar de una afección, que leída desde el género presagiaba un oscuro destino. Como cuidadoras, fueron invitadas a vigilar la salud del enfermo y ofrecer las medicinas más apropiadas para su restablecimiento. Como consumidoras, la publicidad abogó, en tanto madre y dueña de casa, a su administración del espacio doméstico y a su rol en la adquisición de productos terapéuticos. La publicidad médica de fines del siglo XIX e inicios del XX unió género y patología de distintas maneras, y desde esa conexión explicó sus peculiaridades y proyecciones. Así, y pese a que la exclusividad de género no siempre estuvo asegurada, esta asignación determinó los signos patológicos y propuso modelos higiénicos desde perspectivas que respondían a los espacios ofrecidos a hombres y mujeres en la temprana modernidad urbana. Las palabras y las imágenes publicitarias se sostuvieron en una cultura del consumo que había comenzado a transformar a las medicinas en commodities y a visibilizarlas en espacios que superaban los confines de la academia y de las instituciones hospitalarias240. También se sostuvieron en los nuevos planteamientos que la medicina chilena había proyectado durante el transcurso del siglo XIX. Desde la creación de la Escuela de Medicina (1833) —y, más activamente, desde 1850 en adelante—, los médicos reflexionaron vivamente en torno a las estructuras mórbidas, los procesos fisiológicos y el funcionamiento anatómico. Esta abstracción fue central para el surgimiento 150

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de una creciente producción teórica que, apoyada por el prestigio y credibilidad adquirida por la ciencia, enmarcó el estudio e institucionalización de las enfermedades y acompañó el reconocimiento de las llamadas enfermedades nerviosas241. Así, mientras la publicidad invadió la prensa y difundió una nosología ecléctica y diversa que apelaba directamente a hombres y mujeres, los espacios médicos gestaron estadísticas y estudios que dieron cuenta de la diversificación de enfermedades mentales y nerviosas, así como de su masculinización y feminización. Uno de los principales cambios en la medicina decimonónica correspondió al incremento del número de patologías descritas y diagnosticadas, junto a una ampliación del debate sobre sus causalidades, síntomas y prognosis. Los médicos chilenos coincidieron en plantear que la profundización del saber médico había permitido dejar atrás la visión que los «médicos antiguos» tenían de algunas enfermedades, ampliando el registro de patologías, incorporando nuevas terminologías y, por supuesto, extendiendo la paleta terapéutica242. Solo en el ámbito de las enfermedades mentales y nerviosas las estadísticas habían mostraban un notorio cambio: las enfermedades identificadas en la Casa de Orates. Este cambio también se expresaba en las estadísticas de otras instituciones médicas y en los mismos diagnósticos fraguados en las pericias judiciales243. Los desajustes mentales y nerviosos habían dejado de ser entendidos como condiciones absolutas y habían comenzado a ser considerados como circunstancias plurales que no tenían que ver exclusivamente con problemas en el intelecto. La ciencia médica amplió la base etiológica de las enfermedades mentales y nerviosas, contribuyendo a que un mayor número de comportamientos y acciones, sentires y expresiones, fueran diagnosticados como patológicos. Las enfermedades nerviosas destacaron entre las condiciones conocidas desde una tradición europea que había posicionado «al sistema nervioso» como coordinador de las leyes corporales y como rector de la «organización humana». Apoyados en este paradigma —y enfrentando un arquetipo científico dominante que defendía por esos años el protagonismo de la lesión y el localismo—, los médicos 151

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enseñaron que el despertar de una enfermedad no dependía únicamente de entidades patológicas específicas colonizadoras del cuerpo, sino de un sistema nervioso integrado que respondía a la disposición individual, al temperamento y a la herencia, entre otros factores244. Bajo estas directrices el sistema nervioso se posicionó, durante la segunda mitad del XIX, como una base fundamental de organización y de comunicación del cuerpo. Independiente de las diversas teorías que explicaban la gestación de afecciones nerviosas, hubo consenso en establecer que la actividad nerviosa circulaba en el cuerpo, conectando distintos sitios con el cerebro, reconocido ya hacia 1860 como eje de la organización mental. Como plantearía Eloísa Díaz, el sistema nervioso tendría un papel predominante pues, a través de él, la actividad nerviosa gestada en los ovarios se comunicaba no solo con el útero, sino con «todas las vísceras de la economía, i el centro encefálico mismo»245. Bajo esta amalgama de teorías patológicas, las mujeres fueron vinculadas, desde su particularidad de género, con las enfermedades descritas. Fueron presentadas como poseedoras de una base fisiológica determinada que las convertía en «criaturas» predispuestas a desarrollar ciertas condiciones; por ejemplo, la variedad de desajustes ordenados bajo la categoría de desórdenes nerviosos. Histerias, clorosis, melancolías, lipemanías y neurastenias, entre otras patologías, fueron revisadas en femenino, no como expresiones que solo podían escenificarse en sus cuerpos y mentes, sino como problemas que bajo lo femenino adquirían características y resultados concretos y únicos. Las mujeres fueron entendidas como dueñas de una biología accidentada y móvil, la cual fue cartografiada durante la segunda mitad del siglo XIX con el objeto de guiar sus rendimientos y domesticar sus rebeldías. Durante este periodo se publicaron decenas de manuales de higiene doméstica que —en tanto creaciones locales (las menos) y traducciones y adaptaciones (las más) — insistieron en la necesidad de observar a las mujeres enfermas por medio de un «examen prolijo y minucioso». Un manual homeopático advertía, hacia 1883, sobre la necesidad de la mirada atenta; «se tomará en consideración el estado estado físico y moral de la mujer; si es propensa a la tristeza, 152

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a la melancolía y al llanto; si es rubia o morena, gorda o delgada, rosada o pálida; si cría, y de qué tiempo...», con el objeto de instalar un diagnóstico y, por medio de este, ofrecer una prognosis246. La mirada detenida y la atención detallada a la biología de las mujeres respondió a la inquietud que generaba su posible desorden patológico. Los textos buscaron enseñar normas de higiene para auto-administrar las vidas femeninas y su destino reproductivo, y recomendaron, por sobre todo, cuidado y mesura. Estos escritos se detuvieron en las edades y estados de las mujeres, caracterizando una biología móvil y, por sobre todo, determinada por los ciclos reproductivos. En un contexto en que varias afecciones femeninas se explicaban en el «imperio» ejercido por los órganos reproductivos, los médicos consideraron el útero como un elemento que modificaba la economía femenina y explicaba el desajuste de la salud. Las preocupaciones en torno a la nerviosidad y su vinculación con lo femenino se complementaron con las construcciones en torno a la edad, más aun cuando los ciclos femeninos fueron usados como códigos de lectura para entender no solo las enfermedades de las mujeres, sino su «movilidad nerviosa» y su sensibilidad247. Dentro de estos procesos, la edad fértil de las mujeres fue considerada como un tiempo de gran agitación y cambio. Las embarazadas requerían de cuidados importantes no tanto por las transformaciones y exigencias físicas, sino por el aumento de su sensibilidad y la disposición a desarrollar emociones morales que podían causar «accidentes funestos»248. «La sensibilidad de las mujeres embarazadas» fue vista como una energía tan poderosa, que se aconsejaba evitar «toda emoción violenta, agradable o desagradable» y alejar «todos los objetos que puedan impresionarlas vivamente, como son los espectáculos de animales feroces, los ejercicios jimnásticos, la vista de monstruos, las heridas graves, así como las historias de sucesos terribles y sangrientos»249. Durante la preñez se consideraba que las mujeres estaban más expuestas a «accidentes o enfermedades», y particularmente, siguiendo al médico Wenceslao Hidalgo, a perturbaciones relacionadas con la digestión, la circulación, la respiración, los nervios y la locomoción»250. El embarazo predisponía a «la depravación del

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apetito. a la alteración de la vista, a los vértigos, desvanecimientos, síncopes, sorderas, perversión del carácter, antipatías inesplicables por personas queridas». También generaba «impaciencias, cóleras, manías, tristeza, morosidad, falta de ánimo i desesperación», llegando incluso a inspirar «a la mujer deseos de cometer acciones criminales i atentar contra sus propios hijos»251. Sin embargo, los médicos atribuyeron la «susceptibilidad nerviosa» no solo al embarazo, sino a la vida femenina misma, en tanto caracterizaron a las mujeres como nerviosas y delicadas, expuestas a síncopes y accidentes por las causas más ligeras252. Este estado delicado las llevaba a contraer con mayor facilidad problemas como la corea o baile de San Vito253, enfermedad frecuente al llegar a la pubertad, más aún entre «las niñas al aparecer la menstruación». Sus causas, se explicaba, correspondían a las mismas que tendían a producir afecciones nerviosas: la predisposición hereditaria y la constitución nerviosa254. Incidían en la interpretación de las enfermedades de las mujeres no solo los efectos que las patologías provocaban sobre ellas, sino también sus consecuencias sobre la descendencia, recordando cómo la posibilidad de la maternidad determinaba la definición del ser mujer. El desarrollo de las ideas en torno a la herencia y el reconocimiento de la existencia de caracteres congénitos y heredados potenciaron esta mirada. Numerosos textos médicos se dedicaron a comunicar los modos de operación y reproducción de las enfermedades y a advertir sobre sus peligros. Esta reflexión estuvo dominada, en parte, por el debate en torno a la herencia, en circulación en Chile hacia 1850. Este paradigma, heredero de la tradición galénica —pero reconceptualizado durante la segunda mitad del siglo XIX—, intentó contribuir en la comprensión de los códigos de organización del cuerpo y promover el estudio de los caracteres estructurales congénitos y heredados, con el objeto de determinar la carga patológica inherente a la constitución de hombres y mujeres255. Un primer impulso estuvo dado por la necesidad de identificar las enfermedades hereditarias y por establecer las características

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corporales que promovían su desarrollo. Las primeras fueron definidas por Miquel como «ciertas disposiciones orgánicas, transmitidas por medio de la generación» que reconocían «como causa primitiva y esencial un estado especial del organismo que dispone el cuerpo a ser atacado de las enfermedades a que han estado sujetos nuestros predecesores»256. Las segundas estuvieron teñidas por el género y, en el caso de las mujeres, por sus funciones y opciones fisiológicas, las que ofrecieron un sitio primordial para rastrear el traspaso patológico y la activación de la herencia a través del embarazo y de la lactancia. Estas instancias determinaban pasiones e inclinaciones y exigían, como planteaba el doctor Miquel en 1854, prevenir la aparición de enfermedades hereditarias, combatirlas o bien «destruir el germen y detener su transmisión»257. Un segundo impulso se relacionó con la protección femenina y con el desarrollo de normativas y de sistemas tendientes a cuidar su constitución frágil e incompleta. En el ámbito de las enfermedades, existía coincidencia en que las mujeres debían protegerse del contagio nervioso. Su susceptibilidad las hacía receptivas de los influjos de los espectáculos teatrales que encendían su imaginación o de los actos de hipnotismo, como aquellos presentados en el Teatro Municipal por el célebre hipnotizador Enrique Onofroff, hacia 1898, que no solo fueron considerados peligrosos por el Consejo Superior de Higiene, sino «verdaderos focos de contajio nervioso» y causantes de «epidemias de histerismo» en la capital258. Así, entendidas por el ideario médico ilustrado como «criaturas» expuestas a influjos que desestabilizan su frágil organización, las mujeres fueron objeto de cuidado y de prescripción. Como recordaría Martina Barros, esposa del especialista en enfermedades mentales y nerviosas Augusto Orrego Luco (1849-1933), su estado de embarazo no le permitió asistir a todas las tragedias representadas por la italiana Adelaida Ristori en su visita a Chile en 1874, «porque mi marido, como era medico y ya muy preocupado del estudio de las enfermedades nerviosas, no me llevaba a las excesivamente fuertes como «Fedra» por miedo a que pudiesen hacerme mal a mi y al hijo que ya se anunciaba... »259. Las ideas de los médicos chilenos en torno al género se relacionaron con paradigmas científicos europeos, que justificaron la distancia 155

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no solo de los roles asignados a hombres y mujeres, sino también del modo en que experimentaban sus enfermedades. La frenología apostó, por ejemplo, por una diferencia en la disposición mental entre los sexos basada no tanto en su esencia como en su calidad y medida. En base a estas aproximaciones, el ideario médico europeo construyó un consenso que se expresó, en palabras de Cynthia Russett, en dos términos: en la constatación de una diferencia anatómica, fisiológica, temperamental e intelectual entre hombres y mujeres, y en la asociación de las mujeres con un escalón evolutivo inferior, que llevó a que algunos intelectuales decimonónicos llegasen incluso a pensar a las mujeres como un proyecto masculino fallido en su desarrollo260. Estos lineamientos tuvieron consecuencias concretas, como la ubicación de las mujeres adultas en un estadio de madurez cercano al de la niñez, la justificación de su custodia y cuidado —sea legal, familiar, educacional o terapéutico— y el énfasis, dentro de la visión evolucionista de la humanidad, en su misión reproductiva; en un modelo de división del trabajo que enfatizó la complementariedad de género y posicionó a los hombres en el espacio de la producción.

Enfermedades de mujeres: histéricas, cloróticas y nerviosas Entre fines del siglo XIX e inicios del XX, solo unos pocos estudios abordaron, en específico, los problemas nerviosos y patológicos de las mujeres. Durante este tiempo, la comunidad médica chilena era pequeña y su accionar se orientaba no tanto a la reflexión académica, sino al quehacer profesional y clínico. En este escenario, algunos trabajos abordaron las enfermedades femeninas de modo tangencial, mientras que otros se animaron a estudiarlas con mayor profundidad. Ambas líneas traducirían y adaptarían las ideas sobre el género en categorías concretas que enmarcarían el quehacer diagnóstico, la práctica científica y la legitimación terapéutica. Como se planteaba anteriormente, el cuerpo femenino fue entendido desde la diferencia con el cuerpo masculino, y desde esta diferencia se conceptualizó ese despertar patológico que las mujeres parecían vivenciar con mayor facilidad. Dentro de los problemas 156

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atribuidos, las enfermedades nerviosas tuvieron un protagonismo particular. La clorosis y la histeria se volvieron comunes para describir los desbalances corporales y mentales causados por los efectos de ciertos órganos sobre el cerebro y sobre el cuerpo en general, y se transformaron en vívidos ejemplos de la particular dirección que el género parecía imprimir en las experiencias patológicas. La histeria, condición privilegiada por la historiografía médica de las últimas décadas, se vinculó con el útero y, particularmente durante el siglo XIX, con un desorden nervioso que simulaba una enfermedad orgánica261. Conocida también en Chile durante el siglo XIX como histérico, pasión histérica, sofocación uterina, vapores o males de nervios, se sustentó profundamente en la matriz y, como consecuencia, fue atribuida con mayor facilidad a las mujeres, quienes parecían a sufrir, con mayor periodicidad y viveza, sus consecuencias. Sin embargo, desde el siglo XVII que el sistema nervioso había comenzado a adquirir en el ideario europeo un protagonismo que lo posicionó como nueva fuente para explicar la estabilidad e inestabilidad corporal, reemplazando la noción hipocrática humoral de enfermedad. Así, durante los próximos siglos varias alteraciones fueron vistas como afecciones sistémicas que se originaban de problemas constitucionales derivados de un desequilibrio corporal nervioso. La idea hipocrática de un útero itinerante que circulaba por el cuerpo trasladando los desórdenes suscitados por la histeria a distintas partes del organismo fue desechada y reemplazada por la noción de un problema histérico que se proyectaba por medio de las simpatías que propiciaba el sistema nervioso y que permitían comunicar la matriz con la actividad cerebral. Así, la histeria fue vista no solo como un problema específico uterino, sino como reflejo de un desbalance nervioso de origen diverso, que posteriormente y bajo la escuela francesa sería renovado por medio de su legitimación nosológica y positiva. Desde esta perspectiva, su origen se explicó cómodamente en el temperamento nervioso atribuido a las mujeres, junto a su susceptibilidad y facilidad de impresión262. En Chile, los textos médicos que abordaron la histeria integraron con bastante flexibilidad las nuevas ideas en torno al funcionamiento

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del sistema nervioso, generando un texto híbrido y en ocasiones confuso. Acompañaron a este discurso la identificación de las causas y la definición de los contextos que propiciaban estos desarreglos, los que se comunicaron ampliamente a través de estudios, casos clínicos y reflexiones en torno a las terapéuticas. «Eventos» como sesiones de hipnotismo mal ejecutado o una experiencia potente de dolor o emoción podían llevar al desencadenamiento de una histeria. Las condiciones de la vida urbana y moderna tampoco favorecían su freno, puesto que se pensaba podía ser desarrollada incluso como resultado de una «educación viciosa o una vida desordenada, que estorba el desarrollo del organismo o agota sus fuerzas». En las mujeres esta educación viciosa adquiría una presencia más tangible, toda vez que su cotidiano, leído desde «la falta de trabajo, la vida artificial y ociosa», no hacía más que impulsar el desarrollo de dicha «susceptibilidad nerviosa»263. En el ya emblemático y, a la vez, aislado caso de Carmen Marín —la histeria cerebral diagnosticada hacia 1857 por el médico Juan José Bruner, socio corresponsal de la Sociedad Médico Quirúrgica de Berlín y parte del cuerpo académico de la Universidad de Chile— fue explicado, en parte, por un intenso miedo experimentado por Carmen y la influencia que esta impresión dejó en su encéfalo, lo que a su vez explicó el carácter transitorio de su enfermedad264. La identificación del miedo como causa no fue un hecho aislado en la labor diagnóstica de los médicos chilenos. Similar a otros sentires, el temor, el recelo y el sobresalto fueron considerados desde temprano como potentes motores en el despertar de una afección nerviosa. «Tomemos un ejemplo», planteaba el doctor Mendiburu, «una fuerte emoción produce palpitación de corazón: la impresión se ha operado primeramente en el cerebro, el cual ha irradiado su acción a los ganglios cervicales y cardiacos», generando una simpatía entre el cerebro y los ganglios265. Algunos años después se insistiría en la influencia del sentir, cuando se explicaría que el «rompimiento» del equilibro entre cerebro y médula espinal, considerado un causante del problema, respondía a la recepción por parte del cerebro de fuertes emociones morales, pesares, pérdida de afecciones, cambio de la posición social

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o la no satisfacción de las pasiones sexuales266. Así, y sostenidos en estos principios, los médicos chilenos consideraron a las pasiones como una importante fuerza modificadora capaz de operar sobre el sistema nervioso y producir cambios importantes sobre él y revisaron, con atención, la biografía de sus pacientes, intentando encontrar las experiencias dolorosas o sensibles que podían haber despertado una afección histérica267. En el transcurso del siglo, las nociones sobre la histeria, que ya hacia 1850 eran numerosas y en ocasiones opuestas, se diversificaron. Sus síntomas se multiplicaron en sincronía con una visión que ampliaba las razones y contextos que llevaban al desarrollo de enfermedades mentales y nerviosas, y al mismo tiempo posicionaba estas condiciones como padecimientos transitorios y tratables. Así, la histeria se volvió un diagnóstico común, menos absoluto y en afinidad con las condiciones de la vida moderna, siendo aplicada tanto a hombres como mujeres. Sus síntomas se amplificaron, considerando palpitaciones, mareos, espasmos, irritabilidad, pesar y desórdenes digestivos. Su prognosis también se extendió. Su efecto podía ser devastador, extendiendo el influjo uterino por el sistema nervioso hasta causar, en ocasiones, la locura total y la muerte; pero también podía expresarse suavemente en forma de afecciones transitorias capaces de ser abordadas por medio de tratamientos simples y económicos. La clorosis fue considerada una enfermedad de mujeres. Definida en Chile como una enfermedad nerviosa de base circulatoria, atacaba principalmente a jóvenes solteras, pero también se la encontraba en viudas, en las casadas y en adolecentes de constitución delicada268. Se la nombraba también como «empobrecimiento de la sangre», de curso lento y duración indeterminada269. Hacia 1859 encontramos unos de los primeros estudios nacionales sobre esta perturbación, que insistía en su prevalencia, pese a las dificultades diagnósticas. Los problemas en su asignación se articulaban en varios niveles. Sus síntomas eran variados, expresándose desde problemas en la digestión, náuseas, palpitaciones, ruidos anormales, perturbación de las vías circulatorias, falta de coloración en la piel y alteraciones en la matriz, entre otros. Sus causas tampoco eran del todo conocidas,

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atribuyéndosele una predisposición el ser mujer, poseer un temperamento linfático, llevar una vida sedentaria, consumir comida poco nutriente y de difícil digestión, privilegiar los alimentos ácidos, el pan caliente, la cerveza, las bebidas espirituosas, el vino y el café, sufrir largos desvelos, tomar baños calientes, sufrir de afecciones mentales, enfrentar un amor contrariado, estar expuesto a la cólera, el terror, la tristeza y todas las causas debilitantes. Como tratamiento se prescribían los parajes secos y expuestos a los rayos solares, el aire de las montañas, las carnes asadas y el vino de Borgoña y Bordeaux, el ejercicio y las preparaciones farmacéuticas270. Si se estaba muy débil, se aconsejaban ejercicios pasivos como andar en coche o a caballo. Se sugería también practicar el baile, la música y la natación, así como evitar la lectura de obras eróticas o sentimentales. Con el tiempo, los médicos propondrían otros recursos, como la hidroterapia y de la mecanoterapia. De alcanzarse la curación se coloreaban «la cara y el cutis», se marchaba la languidez y llegaba la vivacidad, se re-establecían las fuerzas, se liberaba la respiración, aumentaba el apetito y disminuía la melancolía. El discurso médico ilustrado se refirió repetidas veces a la clorosis entre 1870 y 1920, apuntando la mayor de las veces a mujeres jóvenes. Se caracterizaba por la gran debilidad que generaba, similar a la anemia, las enfermedades del hígado y la tisis, entre otras. Fue presentada como una enfermedad «extremadamente frecuente», asociada con una disminución en la «proporción de glóbulos» de la sangre. Tendía a comenzar en la pubertad, «haciendo este periodo de la vida de las jóvenes el más borrascoso y difícil de atravesar»271. La clorosis fue diagnosticada tanto en el ámbito clínico como cotidiano, mostrando la circulación de esta condición en distintos escenarios urbanos. Entre los primeros casos, encontramos algunas publicaciones en textos médicos que presentan las dificultades enfrentadas por las mujeres en su vida cotidiana como parte de la etiología. El tomar a su cargo «un trabajo superior a sus fuerzas» y enfrentar «largas vigilias y una alimentación insuficiente» fueron considerados signos relevantes para diagnosticar un «empobrecimiento de sangre» y para sugerir el seguimiento de un método curativo, como las píldoras

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de carbonato de fierro, leche cruda con coñac todas las mañanas y una alimentación más sustanciosa propuesta para la curación de una joven mujer272. A principios del siglo XX, la clorosis mantuvo su presencia como metáfora de lo femenino. Continuaba siendo teorizada por médicos chilenos, reconociéndosela como una «enfermedad específica, espontánea, sin causa conocida», asociada a mujeres jóvenes, pese a que con el tiempo los cambios en la dieta y nutrición, así como también un mayor conocimiento de las funciones ováricas y la relación entre el hierro y la anemia, impulsaron su declinación273. El protagonismo de las enfermedades nerviosas se proyectó en el amplio y diverso debate terapéutico que colonizó distintos soportes y formatos, insistiendo en sus causas, formas y prognosis. La teoría médica instaló la geografía, la alimentación, el temperamento, la herencia, el hábito, el sexo y la edad, entre otros, como bases mórbidas de los desórdenes nerviosos. Comprendiendo los cursos a través de los cuales se desplazaba o desarrollaba la enfermedad, y previo a los conocimientos bacteriológicos que comenzaron a circular en Chile en las últimas décadas del XIX, la higiene emergió como máxima terapéutica cotidiana, imagen de orden y deber ser. En base a ella los médicos propusieron vigilar las habitaciones, el aire, el sueño, el vestido, el aseo y la dieta; resaltaron medios de prevención y de combate de los excesos patológicos unidos a la nerviosidad, preocupándose, por ejemplo, de advertir a todo nervioso de huir «de los perfumadores, de los comerciantes en colores, de los floristas, y sobre todo de los boticarios y fabricantes de productos químicos» pues así como las pinturas recrean la vista pero a la vez fomentan pasiones, los perfumes agitan los nervios «y satisfacen mal los deseos que despiertan»274. Las instituciones hospitalarias y asilares, públicas y privadas, representaron —en este universo de propuestas curativas— espacios terapéuticos privilegiados para el tratamiento de las enfermedades nerviosas. La Casa de Orates, inaugurada en 1852, recibió mujeres con diagnósticos nerviosos que se inscribían bajo el espectro de las enfermedades mentales275. Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo XIX, las mujeres fueron, según la estadística de establecimiento,

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menos numerosas que los hombres. Así, si hacia 1859 habían entrado 25 mujeres versus 32 hombres, décadas más tarde, hacia 1895, esta cifra se había acrecentado, ingresando 264 mujeres, contra 441 hombres276. Las enfermedades de las asiladas abarcaban un rango amplio, abarcando, al menos para la última década del XIX, el delirio alcohólico, la manía aguda, la melancolía aguda, la paranoia y la locura histérica, esta última en porcentaje menor277. Como muestran las cifras emanadas de la institución, la patologización de lo femenino no se tradujo en una mayor internación de mujeres en el asilo, ni en una predominancia de diagnósticos nerviosos, como la histeria. Como planteaba el doctor Zirehuello, que «en nuestro manicomio entran más hombres que mujeres»278. El espacio institucional representó uno de los tantos recursos médicos ofrecidos para el tratamiento de las enfermedades nerviosas. Emergió también un circuito médico urbano —asociado a boticas, droguerías y casas comerciales— que posibilitó la circulación de productos médicos como pastillas, jarabes, tónicos y artefactos, y contribuyó en la potencia retórica de la publicidad de dichos productos. El crecimiento de este circuito se expresó en la cultura publicitaria. Los avisos clasificados en proceso de inserción en los periódicos entre 1860 y 1870, se elevaron rápidamente en número y alcanzaron una interesante diversificación con el transcurso del siglo279. Jacqueline Dussaillant plantea que los avisos de medicamentos privilegiaron a un público femenino en virtud de los roles de esposa, madre y dueña de casa, orientación que fue incrementándose para el periodo entre 1890 y 1920. Un estudio de El Mercurio y de El Ferrocarril realizado por Dussaillant da cuenta que, para las fechas indicadas, las mujeres fueron receptoras de entre el 42% y el 65% de los avisos de la prensa280. Quisiéramos añadir a las explicaciones presentadas el protagonismo que estos avisos confirieron a las mujeres como consumidoras de remedios para si mismas, como resultado de la influencia del discurso médico en los textos e imágenes publicitarias que potenciaron la idea de la base patológica de lo femenino y la inherente fragilidad de las mujeres.

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Este llamado a las mujeres se vinculó con el ideario científico. Su atención a la especificidad femenina también respondió a la identificación de experiencias patológicas «mujeriles» como la irritabilidad nerviosa, el histerismo, la clorosis y la anemia, entre otras. La publicidad tomó esta propuesta, aludiendo al paradójico espacio que la modernidad ofrecía a las mujeres. Por un lado, situó a las mujeres, al menos discursivamente, como protagonistas del ámbito doméstico bajo la autoridad patriarcal. Pero por otro, y tomando la interpretación médica, identificó lo doméstico como un espacio dificultoso, agreste e infeccioso, capaz de promover la enfermedad y el desarreglo femenino en un cuerpo que presentaba en sus orígenes condiciones bases para el desarrollo de estos problemas. Ser mujer no era fácil y el discurso médico publicitario lo reconocía, acompañando una paleta de posibilidades que prometían modificar las consecuencias del peso doméstico. Así, para inicios del siglo XX la medicina había instalado «nuevas» patologías, particularmente en el ámbito de las enfermedades mentales y nerviosas, y había renovado los sistemas higiénicos curativos para tratar estas dolencias. Junto a ella, el mercado emergía como catalizador de estos procesos de renovación, facilitando la circulación de un discurso que se renovaba conforme la diversidad de propuestas curativas en venta en las grandes ciudades del país. Esta mirada en torno a la desesperada situación que enfrentaban las mujeres tras cambios urbanos que habían redefinido las obligaciones y tareas en la administración del hogar se proyectaría potentemente en el siglo XX y articularía nosología, terapéutica y consumo, calando profundamente las ideas en torno a la enfermedad y al género281.

Cierre El saber médico presentó a las mujeres como poseedoras de una determinada biología que las predisponía al desarrollo de ciertas condiciones. Esta disposición fue tomada por la publicidad, alimentando un entendimiento en torno a la enfermedad y a lo femenino que han 163

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permeado profundamente el siglo XX. El análisis propuesto reflexiona sobre lo femenino y lo patológico, pero también sobre los canales por medio de los cuales ese diálogo se proyectó. La historiografía médica, particularmente la feminista, se ha abocado a identificar un poder médico materializado en la capacidad de los facultativos de diagnosticar y proponer terapéuticas en base a estereotipos de género y de relaciones de poder desiguales. Este estudio tensiona en cierto sentido la homogeneidad del discurso médico, al mismo tiempo que identifica el espacio clínico como un espacio estrecho y reducido para el periodo de estudio. Complementa la propuesta de intervención científica y tecnológica por medio de la atención al mercado, entendiéndose que aportó en la promoción y transformación del ideario médico. Así, la publicidad, en proceso de cambio y reformulación moderna, creó y difundió interpretaciones de los cuerpos femeninos y en particular de aquellos expuestos a las llamadas patologías de la civilización, como los desórdenes nerviosos. Se transformó en agente central en la caracterización de la patología femenina, ofreciendo un escenario donde se proyectaron las imágenes, deberes, miedos y esperanzas de las mujeres modernas. Nuestro capítulo buscó presentar una introducción a un tema necesario de profundizar, en tanto lo femenino y masculino siguen determinando fuertemente las prácticas de salud y las nociones de enfermedad. Las ideas médicas sobre las mujeres y su incidencia en la formulación y entendimiento de las patologías, así también en las prácticas diagnósticas, determinó la configuración de la ciencia médica moderna en espacios académicos y legos durante el siglo XIX y XX. La caracterización de las mujeres como seres nerviosos, comandadas por su reloj biológico, expuestas a problemas mentales, inestabilidades emocionales, colapsos y crisis, nutrió un discurso constante, que —reformulado en categorías patológicas móviles y cambinates— ha continuado presente, proyectándose en el siglo XXI no solo en la publicidad sino en las mismas prácticas de consumo de medicamentos por parte de las mujeres. Este último punto resulta relevante no solo por la constatación de la incidencia marginal del asilo y de las instituciones hospitalarias sobre las mujeres «nerviosas» 164

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en tanto establecimiento disciplinador, sino por la potencia que el mercado médico comenzó a adquirir a fines del XIX y sus implicancias en la preservación y difusión de los discursos que patologizaban lo femenino.

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Notas

Presentación 1

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Mujeres españolas en tiempos de la conquista 6

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María Gabriela Huidobro, «La épica clásica en tierras de Arauco», en Semanas de Estudios Romanos, vol. XV, 2010, p. 317. Fernanda Molina, «Crónicas de la hombría. La construcción de la masculinidad en la conquista de América», en Lemir, 15, 2011, pp. 185-186. El proceso de conquista de Chile, al igual que el de toda la América española, supuso la trasformación de los roles femeninos de los diferentes pueblos originarios. Esto propició ciertos conflictos, acomodos y transformaciones que en algunos casos dieron pie a cambios de orden sociológico, promoviendo profundas desestructuraciones sociales. Así, por ejemplo, Silverblatt advierte cómo en las sociedad incaica el rol de la mujer habría sido de especial preponderancia, y cómo, con la conquista hispana, dichos roles que habrían sido el marco estructural 181

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de la sociedad, habrían terminado por afectar la organización sociocultural de la misma. En este sentido, los procesos de intervención supusieron cambios graduales. Buena parte de los discursos de la época dan cuenta de alteraciones que configuraron varios tipos de mujer en virtud de los procesos de variación y transformación. Se trata así de una condición inherente a toda fase de aculturación y transculturación. Cfr. Irene Silverblatt, Luna, sol y brujas: géneros y clases en Los Andes prehispánicos y coloniales, Perú: Centro de Estudios Regionales Andinos «Bartolomé de las Casas», 1990. En efecto, la mayor parte de los relatos de las fuentes centran su atención en los aspectos políticos y militares, los que constituyen espacios que históricamente, para la sociedad occidental, han sido dotados de un protagonismo masculino. Esto no supone que la mujer no sea mencionada en los episodios de la guerra o del caos político, sin embargo, con frecuencia son aludidas en un plano secundario. Ahora bien, algunos casos dignos de individualización son referidos por algunos cronistas y poetas del siglo XVI, aunque se mencionan precisamente por no corresponderse con los roles y valores asignados a la mujer. Cfr. María Gabriela Huidobro, «Ecos de la mujer guerrera en la épica sobre Arauco: el caso de Inés de Córdoba», en Revista de Ciencias Sociales, n° 24, 2010, pp. 59-73. Gilberto Triviños, «El mito del tiempo de los héroes en Valdivia, Vivar y Ercilla», en Revista chilena de literatura, n° 49, 1996, p. 8 y ss. En el grupo de las crónicas encontramos la Crónica y relación copiosa y verdadera de los reinos de Chile de Gerónimo de Vivar, la Historia de todas las cosas que han acaecido en el Reino de Chile y de los que han gobernado de Alonso de Góngora Marmolejo, y la Crónica del reino de Chile de Pedro Mariño de Lobera. Por su parte, en el grupo de los poemas épicos encontramos La Araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga, Arauco Domado de Pedro de Oña, la Cuarta y quinta parte de La Araucana de Diego de Santisteban, y Purén Indómito de Diego Arias de Saavedra. Sarissa Carneiro, «El tiempo dorado en la tierra vidriosa: el relato de los primeros años de la conquista de Chile», en Anales de literatura chilena, n° 10, 2008, pp. 25-30. Es decir, responden al modo en que los autores, como miembros de una comunidad, se entienden a ellos mismos y al mundo que los circunda, lo que se pone en evidencia a través de ciertos códigos convencionalizados, comprendidos por una cultura y producidos por ésta. Es, por lo tanto, lo que Chartier advierte como representación. Cfr. Roger Chartier, El mundo como representación, España: Gedisa, 2006, pp. I y 65. Charles Moore, «La imagen variable de la mujer en las crónicas de la exploración y conquista española del sureste de Norteamérica, 1513-1600», en Filología y lingüística, XXXII, vol. 2, 2006, p. 85. Cfr. María Gabiela Huidobro, «Ecos de la mujer guerrera», art. cit., p. 60. Con todo, no debemos entender el retrato de la conquista bajo estas categorías de manera pragmática, sino que éstas formaban parte de una manera de entender la realidad de profunda raigambre cultural, cuya finalidad era, para el marco de la conquista y evangelización, la transformación de los aborígenes a la civilización. Cfr. Mario Magallón, «Filosofía política de la conquista», en Leopoldo Zea (Comp.), Sentido y proyección de la conquista, México: Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 79.

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Sarissa Carneiro, «La crónica de Jerónimo de Vivar y el sujeto colonial», en Revista chilena de literatura, n° 73, 2008, p. 48. Beatriz Vitar, «La otredad lingüística y su impacto en la conquista de las indias», en Revista española de antropología americana, n° 26, 1996, p. 144. Jorge Rojas, «Poética y política en la épica renacentista: la influencia clásica en elegías de varones ilustres de Indias de Juan de Castellanos», Literatura: teoría, historia, crítica, n° 11, 2009, pp. 335 y ss. Julián Rubio, Los grandes ideales de la España imperial en el siglo XVI, Valladolid: Talleres tipográficos Cuesta, 1937, p. 39. Fernando Casanueva, «La evangelización periférica en el reino de Chile (1667 a 1796)», en Nueva Historia, año 2, n° 5, Londres, 1982, p. 6. Beatriz Pastor, El segundo descubrimiento: la conquista de América narrada por sus coetáneos (1492-1589), Barcelona: Edhasa, 2008. Elvira García, «Luis Vives y la educación femenina en la América colonial», en América sin nombre, n° 15, 2010, p. 155. Fernanda Molina, art. cit., p. 186. En este sentido, Huidobro advierte cómo algunos conceptos del mundo clásico, intrínsecamente ligados a la guerra, suponían la relación de lo belicoso con lo masculino. Así, por ejemplo, en el bellum romano se desplegaba la virtus, concepto cuyo de origen es vir, que señala la condición viril del hombre. Cfr. María Gabriela Huidobro, «Ecos de la mujer guerrera», art. cit., pp. 59-62. Agustín Millares, Introducción a la historia del libro y las bibliotecas, Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 268. Juan Luis Vives, The Education of a Christian Woman: a sixteenth century manual, Chicago: The University of Chicago Press, 2000, p. 80. Ibidem, p. 87. Ibidem, p. 94. Cfr. María Gabriela Huidobro, «Mujeres romanas y el poder: del mundo privado al espacio público», en María Gabriela Huidobro y Patricio Zamora (Ed.), De reinas y plebeyas. Mujeres en la historia, Santiago, Ril, 2014, pp. 37-41. Para abordar este concepto, señalamos la definición entregada por Nicholas Mann, quien alude al humanismo como «aquel desvelo por el legado de la antigüedad —el literario en especial pero no exclusivamente- que caracteriza la tarea de los estudiosos por lo menos desde el siglo IX en adelante. Por encima de todo, supone el redescubrimiento y el estudio de las obras de los clásicos grecolatinos, la restitución e interpretación de sus textos y la asimilación de las ideas y valores que contienen». Nicholas Mann, Introducción al Humanismo Renacentista, España: Cambridge University Press, 1998, p. 20. Charles Fantazzi, «Introduction: prelude to the other voice in Vives», en The Education of a Christian Woman, op. cit., p. XVIII. Leslie Bethel, Historia de América Latina. América Latina colonial: la américa precolombina y la conquista, Barcelona: Crítica, 1998, p. 128. Góngora Marmolejo, Historia de todas las cosas que han acaecido en el Reino de Chile y de los que han gobernado, pp. 51-52. Mariño de Lobera, Crónica del reino de Chile, p. 59. Esta última afirmación posiblemente se refiere al caso de las amazonas, mujeres guerreras de la antigüedad clásica frente a quienes se otorgó un conocimiento

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legendario mediante diversos relatos míticos sobre su existencia y desarrollo histórico. A este respecto, resulta interesante que para la mentalidad hispana de la época, la mujer representaba una arista de tipo pecaminosa, lo que era aducido a partir del papel que ésta adquiere con Eva en las escrituras. De ahí que el interés por su educación no solo responda a contenerla en los ámbitos privados, sino que también dice relación con otorgarle un marco para no incitar al hombre al pecado (Silverblatt, Irene, op. cit.). Así, por ejemplo, las crónicas suelen destacar para Valdivia, su comportamiento heroico y valeroso como producto de su género, y, por su parte, relacionar sus defectos y actos reprobables como consecuencia de su relación con Inés Suárez. Mariño de Lobera, Crónica del reino de Chile, p. 65. Cfr. Miguel Donoso, «Sobre la presencia de elementos sobrenaturales en dos crónicas chilenas del siglo XVI», en Anales de literatura chilena, n° 10, 2008, pp. 37-51. Cfr. Morocho Gayo, «Humanismo y humanistas: el encuentro con Bizancio», en Jesús Nieto Ibáñez (Ed.), Humanismo y tradición clásica en Europa y América, España: Universidad de León, 2006, pp. 13-18. Cfr. Sergio Villalobos, Para una meditación de la conquista, Santiago: Editorial Universitaria, 2006, p. 21. Cfr. Miguel Donoso, art. cit., p. 39. Cfr. Fernanda Molina, art. cit., p. 187, quien advierte definiciones sobre la construcción identitaria de los géneros en función de ciertas perspectivas culturales. Éstas posibilitan entender cómo, para el caso chileno, los patrones tradicionales de la definición de género debieron adquirir una resignificación liderada por el poder central, que será abordado, para la colonia y en procesos de mayor estabilidad política, a partir de los roles clásicos.

La imagen idealizada de las heroínas indígenas: Guacolda, Fresia, Tegualda y Glaura 44

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La lógica presencia de mujeres indígenas y la ausencia de un número significativo de españolas, habría servido de pretexto para el sometimiento sexual de las indígenas a la voluntad masculina hispana, multiplicándose a partir de entonces, el mestizaje. Tal fenómeno habría propiciado la implementación de políticas por parte de la Corona, para que las esposas de los conquistadores viajaran al Nuevo Mundo. De esta manera, surgiría poco a poco la figura de la mujer conquistadora y de la patrona. Cfr. María Stella Toro, La mujer en la sociedad colonial: guerra, patrimonio, familia, identidad (1540-1800), Santiago: Sernam, 2010, pp. 7-8. La lectura del poema y la difusión que alcanzó se ven confirmadas por la recepción activa que de éste hicieron también otros escritores de la época, los que debieron elegirlo como modelo por la amplitud del público lector. Lope de Vega, por ejemplo, se inspiró en La Araucana para la elaboración de un autosacramental del mismo nombre, así como luego se inspiraría en el poema de Oña para su comedia Arauco Domado. Cfr. Maxime Chevalier, Lectura y lectores en la España del siglo XVI, Madrid: Ediciones Turner, 1976, pp. 110, 126-134, en las que se detallan los clérigos y letrados que leyeron, citaron o evocaron el poema de Ercilla en sus propios escritos entre fines del siglo XVI y principios del XVII. A 184

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ellos se agregaría el testimonio de las declaraciones de pasajeros a Indias, que dan cuenta, aunque en forma irregular, de la lectura de esta obra entre los años 1580 y 1599. Asimismo, José María de Cossio recoge el nombre de los dramaturgos que se inspiraron en La Araucana para escribir sus propias obras, entre ellos, Luis Belmonte, Gaspar de Ávila, Francisco González de Bustos y Ricardo del Turia. Cfr. José María de Cossio, «Ercilla en su poema», discurso leído con motivo de la apertura del curso académico 1969-1970, 13 de diciembre de 1969, Madrid: Instituto de España, 1969, p. 20. Virtudes Atero va más allá, y llega a afirmar que la singularidad de este poema, incluso frente a obras de su mismo siglo, como Os Lusiadas y Orlando Furioso, sentó la línea que llevaría al nacimiento del Quijote. Cfr. Virtudes Atero, «La Araucana en la literatura española de los siglos de oro: un panorama crítico», en Estudios de la Universidad de Cádiz ofrecidos a la memoria del profesor Braulio Justel Calabozo, Cádiz: Universidad de Cádiz, 1998, pp. 349-350. Virgilio, Eneida, I, 1. Cicerón, Disputaciones Tusculanas, II, 43. En opinión de Martine Vasselin, la naturaleza femenina se distinguiría en la literatura épica por poseer algunos defectos que la alejan de la condición heroica: ella sería débil, en ocasiones la causa de los males, caprichosa, vanidosa, ambiciosa, más pasional que racional y, por el mismo motivo, voluble y mudable en sus propósitos. Esto se confirma en algunos versos épicos, tal como ha hecho notar Lía Shwartz. En la Eneida, por ejemplo, Mercurio dice a Eneas: «Voluble siempre y varia es la mujer» (Aen., IV, 569-570), afirmación que se reitera en La Araucana: «que al fin son las mujeres variables, / amigas de mudanzas y mudables» (IV, 30, 7-8). Cfr. Martine Vasselin, «Histoires deformées, miroirs déformants: l’image artistique des héroïnes au XVI siècle», Nouvelle Revue du XVI siècle, Librairie Droz, Paris-Genève, 12/1, 1994, p. 36; Lía Shwartz, «Tradición literaria y heroínas indias en La Araucana», Revista Iberoamericana, vol. 38, nº 81, 1972, p. 617. Así ocurría, por ejemplo, con las Amazonas. A.M. Keith, Engendering Rome. Women in latin Epic, Cambridge: Cambridge University Press, 2000, p. 20. Helen Foley, «Women in Ancient Epic», en Foley, J. Miles (ed.), A companion to Ancient Epic, Oxford: Blackwell Publishing, 2005, p. 105-117. Pasi Loman, «No woman no war: women’s participation in ancient greek warfare», Greece & Rome, vol. 51, nº 1, 2004, pp. 34-38. Alicia Esteban Santos, «Esposas en guerra (Esposas del ciclo troyano)», Cuadernos de Filología Clásica, 16/2006, pp. 86-87. El destacado es nuestro. La Araucana, XIX. Cfr. Raúl Marrero-Fente, «El lamento de Tegualda: duelo, fantasma y comunidad en La Araucana», Atenea, 490/2004, pp. 99-114. La Araucana, XXVIII, 3-44 Charles Aubrun, «Poesía épica y novela: el episodio de Glaura en La Araucana de Ercilla», Revista iberoamericana, vol. XXI, 1956, pp. 261-273. La Araucana, XXI, 11. Raúl Marrero-Fente, art. cit., p. 102. Lía Schwartz (art. cit., pp. 618-620) reconoce la asociación que generalmente se ha establecido entre el diálogo de los indígenas y el de los troyanos Héctor y Andromaca. Sin embargo, la autora resalta en esta escena la influencia lírica de Garcilaso y el modelo de Orlando Furioso. 185

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Arauco Domado, V, 8-24. La Araucana, XIII, 49. La Araucana, XIII, 43-57. Lía Schwartz, art. cit., p. 620. Arauco Domado, V, 28-32. El personaje de Fresia posee, no obstante, un carácter diferente en la obra de Ercilla. Cuando Caupolicán fue apresado por los españoles, Fresia le instigó a luchar y se ofendió por la actitud pasiva del cacique. Con todo, ésta podría responder más a la actitud de una mujer que necesitaba ser defendida y que aún pudiendo haber tomado las armas, se quedaba en la recriminación contra quien, por ser hombre, le correspondía luchar y morir honrosamente en batalla (La Araucana, XXXIII, 80). En opinión de Lía Schwartz (art. cit., p. 625), la escena de Fresia cumple una función dramática que sirve para acentuar el fracaso del cacique. Ella no sería, por ende, un personaje histórico, sino que literario, inventado por Ercilla, calidad que se revelaría por medio de la expresión retórica elaborada que se manifiesta en sus palabras. El destacado es nuestro. Arauco Domado, V, 60, 3. Alicia Esteban Santos, art. cit., p. 103. Pasi Loman distingue entre una participación pasiva ante a la guerra y una actitud pacifista. Las mujeres que habían cumplido un rol pasivo en el mundo griego antiguo, no pueden ser calificadas de pacifistas, ya que habrían apoyado la causa de su patria, pero tal apoyo no suponía una participación guerrera. Así también puede entenderse el rol pasivo de las españolas y araucanas ya mencionadas, que no protagonizaban la lucha, pero que sí se hallaban comprometidas en el conflicto por Arauco. Pasi Loman, art. cit., p. 35. En la edición de La Araucana de Isaías Lerner, señala este último que tal caracterización de las araucanas pretende mostrarse como una verdad de fundamentación histórica, aunque, en forma evidente, posea también un tono literario como parte de la jerarquización heroica de los personajes araucanos, de acuerdo al carácter épico-histórico del poema. Cfr. Isaías Lerner, nota 14 a La Araucana, Madrid: Cátedra, 1993, p. 313. Cedomil Goic señala que estas mujeres representarían una dimensión cultural histórica del pueblo araucano y de la fidelidad de sus esposas, que acompañaban a los hombres a la guerra, tal como el mismo Ercilla testimonia en su prólogo «Al lector» de la primera parte de su obra, y en su canto X, 25-56. Medina, por su parte, afirma que, aun siendo pasajes idealizados, los relatos sobre estas araucanas habrían nacido de la realidad testimoniada por Ercilla, a excepción de la historia de Glaura y Cariolano, que le parece poco verosímil. Acerca de la obra de Pedro de Oña, en cambio, Salvador Dinamarca (op. cit., pp. 149-161), señala que tanto el pasaje de Fresia y Caupolicán, como los de Gualeva y Tucapel, y de Quidora y Talgueno, son hechos literarios, compuestos por personajes de creación poética inspirada en las más diversas fuentes, contemporáneas y antiguas. Cfr. Cedomil Goic, Letras del Reino de Chile, Navarra: Editorial Iberoamericana, 2006, pp. 111-112. José Toribio Medina, «Las mujeres de La Araucana de Ercilla», Hispania, XI, 1, 1928, p. 8. Salvador Dinamarca, Estudio del Arauco Domado de Pedro de Oña, New Cork: Hispanic Institute in the United States, 1952, pp. 149-161.

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Irene Silverblatt, Luna, Sol y brujas: género y clases en los Andes prehispánicos y coloniales, Perú: Centro de Estudios Bartolomé de las Casas, 1990, 1. Walter Mignolo, The darker side of the renaissance, Michigan: University of Michigan Press, 1995. Felipe Guamán Poma de Ayala, Nueva Cronica y Buen gobierno (1615), Copenhague: Det Kongelige Bibliotek, 2001, http://www.kb.dk/permalink/2006/ poma/525/es/image/?open=id2689376. Para el caso de los quipus, ver el trabajo realizado por Martti Pärssinen y Jukka Kiviharju, «Textos Andinos: Corpus de textos khipu incaico y coloniales», Acta Ibero-Americana Fennica, Serie Hispano-Americano 7, Madrid: Instituto Iberoamericano de Finlandia y Facultad de Filología, Universidad Complutense de Madrid, 2004, Tomo I. Para el caso de los queros, ver Thomas B.F. Cummins, Brindis con el inca: La abstracción andina y las imágenes coloniales de los queros, Lima: Universidad Mayor de San Andrés, 2004. Sophie Desrosiers, «Lógicas textiles y lógicas culturales en los andes», en Thérèse Bouysee-Cassagne (ed.), Saberes y Memorias en Los Andes. In Memorian Thierry Saignes, Lima: CREDAL-IFEA, 1997, p. 325. Elizabeth Hill Boone, «Introduction: Writing and recording knowledge», en Elizabeth Hill Bloone y Walter D. Mignolo (ed.), Writing without words: Alternative literacies in Mesoamerica and the Andes, Estado Unidos: Duke University Press, 1994, p. 6. Walter Mignolo D., «Signs and their transmission: The question of the book on the New World», en Elizabeth Hill Boone, Walter Mignolo, op. cit., p. 229. Felipe Guaman Poma, op. cit., p. 104. Peter Eeckhout, Nathalie Danis, «Los tocapus reales en Guaman Poma: ¿una heráldica incaica?», Boletin de Arqueologia PUCP, 2004, n° 8, p. 307. Ludovico Bertonio, Vocabulario de la lengua aymara, Chucuito: Casa de la Compañía de Jesus de Juli, 1612, p. 265. Idem, 308-308v. Irene Silverblatt, op. cit., 6. Amy Oakland, «Tradición e innovación en la prehistoria andina de San Pedro de Atacama», Estudios Atacameños, 1994, n° 11, p. 113. Ludovico Bertonio, op.cit. , pp. 447 (parte 1) y 54 (parte 2). Francisco Hernández Astete, La mujer en el Tahuantinsuyo, Perú, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2005, p. 36. Felipe Guaman Poma, op.cit., p. 217. Estela Cristina Salles, Hector Omar Noejovich Ch., «La herencia femenina andina prehispánica y su transformación en el mundo colonial», Bulletin de l’Institut Farnçais d’ Étides Andines, 35:1, 2006, pp. 37-53. Denise Y. Arnold, «Convertirse en persona. El tejido: La terminología aymara de un cuerpo textil», en Victoria Solanilla Demestre (ed.), Actas de la I Jornada Internacional sobre textiles Precolombinos, ed. Barcelona: Universistat Atonmoa de Barcelos, Departamento d’Art, 2000, p. 12. Verónica Cereceda, «Semiología de los textiles andinos: las talegas de isluga», Chungara, vol. 42, 1, 2010, pp. 181-189.

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La fotografía fue extraída del trabajo de Verónica Cereceda, op.cit., y la estructura del diseño fue tomado del trabajo de Vivian Gavilán Vega y Liliana Ulloa Torres, «Proposiciones metodológicas para el estudio de los tejidos andinos», Revista Andina, año 10, 1, 1992, p. 112. Sobre los textiles jalq’a, ubicados en el cantón Ravelo, provincia Chayanta del departamento de Potosí en Bolivia pueden revisar el trabajo de Veronica Cereceda, Textiles Indigenas Sauce Mayu y teja wasi (Ravelo), Bolivia: ASUR Antropólogos del Sur Andino, 2010. Vivian Gavilán Vega, op. cit., pp. 107-134.

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Cfr. Jacques Le Goff, «Les «retours» dans l’historiographie française actuelle», Les Cahiers du Centre de Recherches Historiques (En línea), consultado el 15 de Agosto de 2014. URL: http://ccrh.revues.org/2322 ; DOI : 10.4000/ccrh.2322. María Gabriela Huidobro, Patricio Zamora (Ed.), De reinas y plebeyas: mujeres en la historia, Santiago: RIL Editores, 2014, pp. 9-18. Pierre Bourdieu, Raisons pratiques. Sur la théorie de l’action, Paris: Éditions du Seuil, 1994. Pp. 81 y ss. Giovanni Levi, «Les usages de la biographie», vol. 44, nº 6, Annales E.S.C. EHESS, París, 1989, pp. 1325-1336. Relación Autobiográfica (Úrsula Suárez), Prólogo y Edición Crítica de Mario Ferreccio Podestá, Estudio Preliminar de Armando de Ramón, Col. Bibl. Antigua Chilena, Santiago: Academia Chilena de la Historia, 1984. En adelante = Relación Autobiográfica. En general, hemos mantenido el texto transcrito en esta edición. Hablamos de re-situar, porque ya en el siglo XIX el presbítero José Ignacio Víctor Eyzaguirre mandó a sacar una copia de este manuscrito que se conserva en el Archivo Nacional. Junto con esto, la obra de la célebre monja aparecerá en destacados catálogos bibliográficos: José Eyzaguirre, Historia eclesiástica, política y literaria de Chile, Valparaíso: Imprenta del Comercio e Imprenta Europea, 1850; y José Toribio Medina, Historia de la literatura colonial de Chile, Santiago: Imprenta del Mercurio, 1878. Relación Autobiográfica, p. 110. José Eyzaguirre, op.cit., p. 289. Idem. Ibidem, p. 113. Ibidem, p. 114. Ibidem, pp. 118-119. Ibidem, p. 290. Relación Autobiográfica, pp. 144-145. Ibidem, p. 141 De Ramón, «Estudio Preliminar», en: Ibidem, p. 62. Ibidem, p. 63. Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz, o las trampas de la fe, México D.F: Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 149. Relación Autobiográfica, p. 164. Ibidem, p. 175. 188

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Ibidem, p. 71. Archivo del Monasterio de Santa Clara de la Victoria. Escritos antiguos 16821844, s.f.

Aquelarres coloniales: Reuniones de mujeres en los espacios Hispano-Virreinales, siglo XVIII 116

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María Tausiet, «Avatares del mal: El diablo en las brujas», en María Tausiet y James S. Amelang (ed.), El Diablo en la Edad Moderna, Madrid: Ediciones Marcial Pons, 2004, pp. 45-66; María Helena Sánchez Ortega, Ese viejo diablo llamado amor. La magia amorosa en la España Moderna, Madrid: Ediciones UNED, 2004, pp. 377-379. Irene Silverblatt, «El Arma de la Hechicería», en Verena Stolcke, Mujeres Invadidas. La Sangre de la Conquista de América, Madrid: Ed. Horas y Horas, 1993, pp. 132-133. Cfr. Josué Sánchez, «La Imposición del Diabolismo Cristiano en América», Cuadernos del Minotauro, nº 5, 2007, p. 23; Bartolomé Bennassar, «La Inquisición o La Pedagogía del Miedo», en Bartolomé Bennassar (ed.), Inquisición Española: Poder Político y Control Social, Barcelona: Editorial Crítica, 1984, p. 94. Diana Ceballos, «Grupos Mágicos y Prácticas Mágicas en el Nuevo Reino de Granada durante el Siglo XVII», en Historia Crítica, nº 22, 2001, p. 52. Verónica Stolke, «Los mestizos no nacen, se hacen», en Verena Stolcke y Alexandre Coello (ed.) Identidades ambivalentes en América Latina [siglos XVI- XXI], Barcelona: Ediciones Bellaterra, 2008, p. 19; Serge Gruzinski, El Pensamiento Mestizo: Cultura Amerindia y Civilización del Renacimiento, Barcelona: Editorial Paidós, 2007, pp. 90-91. Aunque en este texto profundicemos en las transformaciones ideológicas que se proyectaron en la América virreinal con respecto a las brujas y sus reuniones demoníacas, es fundamental recordar que la persecución hacia tales actividades se enmarca dentro de «La Caza de Brujas». Ésta consistió en un proceso histórico-social desarrollado en la Europa moderna (siglos XV-XVIII) y las colonias conquistadas por europeos. En él, cientos de personas, mayoritariamente mujeres, fueron condenadas como cómplices y secuaces del demonio en la tierra, pues tanto teólogos, juristas e incluso inquisidores aseguraban que éstas pactaban con el diablo a cambio de riquezas materiales y espirituales. La justicia inquisitorial, sin embargo, no prestó real importancia a tales actividades, pues se limitó a asegurar que éstas eran consecuencia de la ignorancia y, sobre todo, de la melancolía femenina. Los procesos, por tanto, fueron reducidos y, muchas veces, se mantuvieron lejos del estereotipo proyectado por las esferas hegemónicas. Es decir, éstos eran contra mujeres cuyas actividades se vinculaban a la yerbatería y, en algunos casos, a «la medicina del alma», por tanto, al universo femenino incomprendido por el sistema patriarcal imperante. María Mannarelli, Hechiceras, Beatas y Expósitas. Mujeres y Poder Inquisitorial en Lima, Lima: Ediciones del Congreso del Perú, 1998, p. 21. M. Lourdes Somohano, «Las guantadas y el orden moral en la Nueva España. Primera parte del siglo XVIII», Nuevo Mundo, Mundos Nuevos [En línea], Coloquios 2006, puesto en línea el 19 de noviembre 2006, URL: //nuevomundo. revues.org/index2832.html, p. 2. 189

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Lisón Tolosana, Brujería, estructura social y simbolismo en Galicia, Madrid: Ediciones Akal, 1983, p. 53. Fabián Alejandro Campagne, Strix Hispánica, Demonología Cristiana y Cultura Folklórica en la España Moderna, Buenos Aires: Prometeo Libros, 2009, p. 151. Ibidem, pp. 151-162. Juan de Mongastón, citado por Fabián Alejandro Campagne, op. cit., p. 163. 13 Florencio Idoate, La brujería en Navarra y sus documentos, Pamplona: Editorial Arnzani, 1979, p. 403. Manuel Fernández Nieto, citado por Fabián Alejandro Campagne, op. cit., p. 167. Fabián Alejandro Campagne, op. cit., pp. 162-176. Ibidem, p. 205. Lope de Barrientos, citado por Fabián Alejandro Campagne, op. cit., p. 207. Cobarrubias, citado por Fabián Alejandro Campagne, op. cit., p. 209. Fabián Alejandro Campagne, op. cit., ppp. 204-209. Cuando utilizamos la expresión «bruja virreinal», nos estamos refiriendo a todas las mujeres procesadas por delitos de superstición en el Tribunal Inquisitorial de Lima. Por lo tanto, debe entenderse como una expresión para calificar a todas las mujeres condenadas por este delito en territorio virreinal peruano. M. Lourdes Somohano, art. cit., p. 9. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5345, nº 5, folios 40-43. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5345, nº 5, folios 43-47. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5346, nº 1, folios 91-102. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5346, nº 1, folios 125-133. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 1649, Exp. 25, imagen 18. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 1649, Exp. 13, imagen 18. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 1649, Exp. 25, imagen 3. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 1649, Exp. 13, imagen 2. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5346, nº 2, folios 110-116. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5346, nº 2, folios 27-34. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5346, nº 1, folios 209-215. Carlo Ginzburg, Historia Nocturna, un desciframiento del aquelarre, Barcelona: Muchnik Editores S.A., 1991, p. 11. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, Legajo 5346, n º 2, folios 193-195rv. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, Legajo 5346, n º 1, folios 22-26.

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Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, Legajo 5346, n º 2, folios 110-116. Para mayor información, revisar el libro del historiador danés Gustav Henningsen, El abogado de las brujas, Madrid: Alianza Editorial, 1983. Mikel Azurmendi, Las brujas de Zugarramurdi. La historia del aquelarre y la Inquisición, Córdoba: Editorial Almuzara, 2013, p. 139. Ibidem, p. 143. G.R. Quaife, Magia y Maleficio. Las brujas y el fanatismo religioso, Barcelona: Editorial Crítica, 1989, pp. 82-83. Ibidem, pp. 78-79. Los manuales, entre ellos el Manual de Inquisidores de Nicolás Eymeric del siglo XIV, autorizaban a utilizar el tormento una vez por una hora. Rafael Díaz, «Matrices Coloniales y Diásporas Africanas: Hacia una investigación de las culturas negra y mulata en la Nueva Granada», Memoria y sociedad, Vol. 7, nº 15, 2002, p. 226. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5346, n º 2, folios 185-191. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5345, n º 5, folios 43-47. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5345, n º 6, folios 80-82. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5346, n º 1, folios 134-143. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 1649, exp. nº 13, imagen 17. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5346, n º 2, folios 35-47. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5346, n º 2, folios 54-62. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5346, n º 1, folios 14-17. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, 1649, Exp. 35, imagen 60. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5346, n º 2, folios 167-172. Frank Donovan, Historia de la Brujería, (Madrid: Editorial Alianza, 1998), 122123. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 5345, n º 3, folios 100-103. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 1656, Exp. 4, imagen 13-14. Bonnie Glass-Coffin, «El Pacto Diabólico y la Identidad Cultural en el Norte del Perú», Revista Andina nº 35, 2002, p. 131. Idem. Archivo Histórico Nacional de Madrid, Fondo Inquisición, legajo 1649, exp. nº 13, imagen 20.

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La Quintrala: la figura mítica de la mujer en la colonia y el discurso liberal de fines del siglo XIX 175

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Pilar García, «Poesía e Historia en Mezquina Memoria de Antonio Gil», en Alfa 37, Dic. 2013, pp. 27-44. Roberto Castillo Sandoval, «¿»Una misma cosa con la vuestra»?: el legado de Ercilla y la apropiación postcolonial de la patria araucana en el Arauco Domado», en Revista Iberoamericana, vol. LXI, nº 170-171, 1995, pp. 231-245. Ariadna Biotti, «Hacia una historia de la cultura escrita en Chile. Los devenires de La Araucana de Alonso de Ercilla. Santiago (1569-1888)», en Revista de Historia Social y de las Mentalidades, vol. 14, nº 2, 2010, pp. 227-231. La primera edición del texto de Sarmiento se publicó en Chile y tuvo un impacto general en Hispanoamérica. Bernardo Subercaseaux, Historia de las ideas y de la cultura en Chile: desde la Independencia hasta el Bicentenario. Santiago: Universitaria, 2011, pp. 55-63. Rosa Sarabia, «Doña Catalina de los Ríos y Lisperguer y la construcción del monstruo Quintrala», en Anales de Literatura Chilena, nº 1, 2000, p. 35. Ibidem, p. 39. Benjamín Vicuña Mackenna, Los Lisperguer y La Quintrala (Doña Catalina de los Ríos). Episodio histórico-social. Valparaíso: Imprenta El Mercurio, 1877, p. 7. Ibidem, pp. 74-75. Ibidem, p. 83. Idem. Ibidem, p. 10. Idem.

Mi muy querida Javiera, mi muy amada Mercedes: Dos mujeres en la vida de José Miguel Carrera 186

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Con motivo del bicentenario de la Primera Junta Nacional de Gobierno, la periodista Virginia Vidal publicó un trabajo sobre Javiera Carrera titulado Javiera Carrera Madre de la patria. No es un trabajo histórico ni científico, ya que la misma autora lo cataloga como «una ficción inspirada en sucesos históricos». Sin embargo, es ilustrativo e interesante, al menos para acercarse al personaje desde una perspectiva literaria. Benjamín Vicuña Mackenna, El ostracismo de los Carreras: los generales José Miguel y Juan José y el coronel Luis Carrera: episodio de la independencia de Sud-América, Santiago: Imprenta del Ferrocarril, 1857. Tomás de Iriarte, Biografía del brigadier general D. José Miguel Carrera, Buenos Aires: Imprenta de Mayo, 1863. Eugenio Rojas, El general Carrera en el exilio, Santiago: Instituto de Investigaciones Históricas José Miguel Carrera, 1955. Del mismo autor, El general Carrera en Chile, Santiago: Tipografía chilena, 1951. Cfr. Jorge Carmona, Carrera y la Patria Vieja, Santiago: Biblioteca del Oficial, 1950; Fernando Campos; José Miguel Carrera, Santiago: Orbe, 1974; Pedro Lira; José Miguel Carrera, Santiago: Andrés Bello, 1960. Hasta ahora el libro más reciente sobre Carrera lo encontramos producido por la historiografía argentina: Beatriz Bragoni, José Miguel Carrera, un revolucionario chileno en el Río de la Plata, Buenos Aires: Edhasa, 2012. 192

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Jorge Carmona, op.cit, .p. 58. Francisco Antonio Encina; Historia de Chile, Santiago: Nascimento, 1952, Tomo VI, pp. 329-330. Osvaldo Leyton, Billetes de Chile, dos siglos de historia e imágenes: catálogo, Santiago: ANUCH, 2011. Cfr. Sociedad Filatélica de Chile, Filatelia chilena : catálogo especializado Chile: sellos postales y aéreos, Santiago: SFCH, 2000. Domingo Amunátegui, Los primeros años del Instituto Nacional: (1813-1835), Santiago: Imprenta Cervantes, 1889. Guillermo Matta, Poesías de Guillermo Matta, Madrid: Imprenta de la América, 1858, p. 276. Diego Antonio Fontecilla fue general del ejército real, así como corregidor de Copiapó entre los años 1768 y 1771. Cfr. Teresa Pereira, Afectos e intimidades. El mundo familiar en los siglos XVII, XVIII y XIX, Santiago: Ediciones de la Universidad Católica de Chile, 2007; Fernando Silva Vargas, Poder y redes: el gobernador de Chile Don Francisco Ibáñez de Peralta (1700-1709), Santiago: Academia Chilena de la Historia, 2013. Vicente Grez, Las mujeres de la independencia, Santiago: Imprenta Gutenberg, 1878, p. 47. Ibidem, pp. 47-48. Ibidem, pp. 19-20. Enrique Matta, «Papeles de doña Javiera Carrera» en Revista Chilena de Historia y Geografía, n° 10, 1913, pp. 169-170. Ibidem, pp. 170-171. Enrique Matta, «Papeles de doña Javiera Carrera» en Revista Chilena de Historia y Geografía, n° 11, 1913, pp. 197-199. Idem. Notable es la carta que envía Javiera a su marido, explicando las peripecias de su llegada a Mendoza y las circunstancias posteriores que llevaron a prisión a sus hermanos: «¿No me asegurabas que verías al señor Osorio y [que] en mi casa no habría novedad? Dios quiera sean falsas todos las que corren aquí; lo que más me atormenta es la prisión de mi amado padre. No puedo figurarme hayan hombres tan desconocidos e injustos que a un señor tan separado de toda idea contra los sarracenos, más bien siempre de una opinión con ustedes, lo reduzcan a la miseria. Esto sería una crueldad. Tú creo puedes evitarlo, así como por ti el propio mi padre y yo mil veces los hemos servido. En fin sin pérdida de momento dime todo lo que hay, así para regresar allá como de padre y nuestros bienes. Se entiende [que] para volver había de ser con pasaporte del señor Osorio y que tú u otro amigo viniese hasta el pie de la Cordillera. Aquí nos han hecho un recibimiento terrible, sin saber por qué tuvieron a José Miguel y Juan José, cuatro días en un cuartel con Julián Uribe y Diego Benavente y después los mandaron escoltados a Buenos Aires. Como estaba el Huacho, Mackenna, Irisarri y tanto pícaro, sorprendieron [a] este Gobernador [San Martín]. Creo que en la Capital no sea así, aunque estamos de errona. Se perdieron los caudales y me aseguran que el señor Osorio recogió once cargas; las onzas se las repartieron, por lo que comprendemos, los soldados que se alzaron, según los oficiales que los conducían; y todos se han empeñado en decir que los Carreras roban». Enrique Matta, «Papeles de doña Javiera Carrera» en Revista Chilena de Historia y Geografía, n° 12, 1913, pp. 426 y ss. Fernando Campos, op.cit, p. 113.

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Archivo Histórico Nacional, Fondo Varios, Vol. 988, Carta de José Miguel Carrera a Mercedes Fontecilla, 1 de octubre de 1820. Archivo Histórico Nacional, Fondo Varios, Vol. 988, Carta de José Miguel Carrera a Mercedes Fontecilla, 28 de marzo de 1820. Si bien esa necesidad parece expresarse en las numerosas cartas de Carrera a su mujer, hay otras que indican que José Miguel Carrera era todo menos fiel: «Sé constante buen araucano, anima a tus buenos compañeros, lleva la guerra de muerte sobre estos tiranos que quieren robarnos nuestras fortunas. Yo te juro que muy luego acabaremos con ellos y entonces pasaré a visitarte a tu malal, en donde haremos aquel bonito pueblo que te ofrecí para que pasemos juntos algunos días muy alegres: acuérdate que me has prometido una hermosa india que no te perdono». Biblioteca Nacional, Archivos Documentales, Carta de José Miguel Carrera a Venancio Coñoepan, 20 de agosto de 1816. Archivo Histórico Nacional, Fondo Varios, Vol. 988, Carta de José Miguel Carrera a Mercedes Fontecilla, 28 de marzo de 1820. Un ejemplo son estas líneas escritas por Mercedes en 1821: «Hoy hacen catorce días que parí y me mantengo hasta ahora sin novedad. Ya se le cumplieron los deseos de tener un varoncito a José Miguel y tú ya tienes un nuevo sobrino de quien disponer y ya no harás tanta burla como nos hacías antes». Archivo Histórico Nacional, Fondo Varios, Vol. 988, Carta de Mercedes Fontecilla a Javiera Carrera, 6 de febrero de 1821. Javiera Carrera, por su parte, se quejaba amargamente con su marido sobre la actitud de Mercedes luego de la muerte de José Miguel: «Tengo aquí a Mercedes que a veces no sé cómo piensa ella, siempre se ha manejado muy mal conmigo, reina en ella la desconfianza, el desprendimiento y enemistad, con una estudiosa reserva hacia mí que no puedo comprender cuál sea la causa, o si la comprendo (…) en fin, ella no conoce lo que ha perdido y nada le ha costado la conformidad en pérdida de tanta magnitud». Archivo Histórico Nacional, Fondo Varios, Vol. 988, Carta de Javiera Carrera a Pedro Díaz de Valdés, 3 de enero de 1822. Archivo Histórico Nacional, Fondo Varios, Vol. 988, Carta de Mercedes Fontecilla a Javiera Carrera, 20 de febrero de 1821. Cfr. Pacho O’Donnell, Caudillos Federales: el grito del interior, Buenos Aires: Norma, 2008. También puede consultarse de José Rafael López, Historia constitucional argentina, Buenos Aires: Astrea, 1992, y Félix Luna, Los caudillos, Buenos Aires: Ed. Peña Lillo, 1971. Sobre Francisco Ramírez, cfr. Jorge Newton, Francisco Ramírez, el supremo entrerriano, Buenos Aires: Ed. Plus Ultra, 1972, y sobre la campaña que reunió a López, Ramírez y Carrera, cfr. Isidoro Ruiz, Campañas militares argentina, Buenos Aires: EMECÉ, 2004-2006, tomos I y II, y Beatriz Bragoni, op.cit., pp. 238-258. Archivo Histórico Nacional, Fondo Varios, Vol. 988, Carta de Javiera Carrera a José Miguel Carrera, 14 de marzo de 1818. William Shakespeare, La Tempestad, Acto II, escena primera.

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Cfr. Página oficial del Ejército de Chile, http://www.xn--ejrcito-cya.cl/detallegaleria-de-honor.php?honor=27 Este trabajo forma parte de la investigación postdoctoral FONDECYT nº 3140431 y Fondo Jorge Millas de la Universidad Andrés Bello, DI-287-13/JM. 194

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Cfr. http://www.xn--ejrcito-cya.cl/detalle-galeria-de-honor.php?honor=27 (Revisado el 15 de agosto de 2014); Haydée Correa, Las conquistadoras. Diccionario biográfico de mujeres chilenas, Santiago: Bibliográfica Internacional, 2005. http://www.xn--ejrcito-cya.cl/detalle-galeria-de-honor.php?honor=27 (Revisado el 15 de agosto de 2014). Antonio Barrena, «Crónica», en Jorge Molina, Vida de un soldado. Desde la toma de Valdivia a la victoria de Yungay, Antonio Barrena Lopetegui, Santiago: Ril Editores, 2009, p. 260. Candelaria García y Pérez, Solicitud presentada a la Cámara de Diputados en la sesión del 3 de agosto de 1840. En Sesiones de los Cuerpos Legislativos, Cámara de Senadores, 1840, Anexo 250. Mensaje del presidente Joaquín Prieto al Congreso Nacional, Santiago, 24 de julio de 1840. En Sesiones de los Cuerpos Legislativos, Cámara de Senadores, 1840, Anexo 250. Cid es uno de los historiadores que ha dedicado gran parte de sus trabajos al estudio de la guerra en la memoria colectiva. Gracias a su capítulo, dedicado precisamente a Candelaria, pudimos dar con muchas de las referencias bibliográficas que aquí citamos. Cfr. Gabriel Cid, La Guerra contra la Confederación, Imaginario nacionalista y memoria colectiva en el siglo XIX chileno, Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2011, pp. 154-160. La Semana, 11 de junio de 1856. Benjamín Vicuña Mackenna, Miscelánea: colección de artículos, discursos, biografías, impresiones de viaje, ensayos, estudios sociales, económicos, etc. 1849-1872, Santiago: Imprenta El Mercurio, 1872, p. 234. Gonzalo Bulnes, Historia de la campaña de Perú de 1838, Santiago: Imprenta de Los Tiempos, 1878, p. 226. Ibídem, p. 440. Ramón Sotomayor Valdés, Historia de Chile bajo el Gobierno del Jeneral Joaquín Prieto, Santiago: Imprenta Litografía Esmeralda, 1901, p. 481. Ignacio Silva, Sarjento Candelaria Perez, Recuerdos de la Campaña de 1838 contra la Confederación Perú-boliviana, Santiago: Imprenta Cervantes, 1904, p. 6. Francisco Encina, Historia de Chile, Santiago: Editorial Nascimento, 1948, Tomo XI, pp. 450-453. Ibídem, p. 485. Así lo ha estudiado Gabriel Cid, op. cit.

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Este trabajo forma parte de la investigación postdoctoral Fondecyt con el Proyecto 3130335. Charles Rosenberg, «Disease in History: Frames and Framers», en The Milbank Quarterly, Vol. 67, 1989, pp. 1-15. Roy Porter, «The Patient’s View: Doing Medical History from below», en Theory and Society, Vol. 14, No. 2, Mar. 1985, pp. 175-198. Hilary Marland, Dangerous Motherhood. Insanity and Childbirth in Victorian Britain, Basingstocke: Palgrave, 2004; Ann Douglas Wood, «’The Fashionable Diseases’: Women’s Complaints and their Treatment in Nineteenth-Century America», en Journal of Interdisciplinary History IV, Summer 1973, pp. 25-52; Nancy 195

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Theriot, «Diagnosing Unnatural Motherhood. Nineteenth-century Physicians and ‘Puerperal Insanity’», en American Studies, Vol. 30, nº 2, Technology, Medicine and Science in American Culture and Society, Fall 1989, pp. 69-88; y Pauline Prior, «Murder and Madness: Gender and the Insanity Defense in Nineteenthcentury Ireland»,en New Hibernia, Review 9:4, Winter 2005, pp. 19—36. Trabajos señeros como los de Carroll Smith-Rosenberg, «The Hysterical Woman: Sex Roles and Role Conflict in Nineteenth-Century America», en Social Research 39, 1972, pp. 562-58, The Female Malady: Women, Madness, and English Culture, 1830-1980, New York, 1987; y Mark Micale, «On the ‘Disappearance’ of Hysteria. A study in the Clinical Deconstruction of a Diagnosis», en Isis, vol. 84, nº 3, Sep. 1993, pp. 496-526. Chandak Sengoopta, «The modern ovary: costruction, meanings, uses», en Hist. Sci, xxxviii, 2000, pp. 425-488. Soledad Zárate, Dar a luz en Chile, siglo XIX: De la «ciencia de hembra» a la ciencia obstétrica, Santiago: DIBAM/Universidad Alberto Hurtado, 2007. Claudia Agostini, «Discurso médico, cultura higiénica y la mujer en la ciudad de México al cambio de siglo (XIX—XX)», en Mexican Studies / Estudios Mexicanos, Vol. 18 (1), Winter 2002, pp. 1—22 y Frida Gorbach, «From the Uterus to the Brain: Images of Hysteria in Nineteenth-Century Mexico», en Feminist Review, 79, 2005, pp. 83-99. «Postración Nerviosa», en Sucesos, 18 de septiembre de 1909, p. 367. María José Correa, «Casas comerciales, boticas y droguerías. Aproximaciones al desarrollo del mercado médico en el Chile urbano, 1860-1910», en Revista de Historia Social y de las Mentalidades, nº 1, Vol. 18, 2014, pp. 9-33. La creación de la Casa de Orates en 1852 y del curso de Enfermedades Nerviosas y Mentales en la Universidad de Chile, tres décadas después, no solo promovió el ejercicio clínico especializado, sino permitió un mayor conocimiento de este tipo de enfermedades. Elías Malbran, Los Alienados y la justicia en Chile, Santiago: Imprenta Francia, 1912, p. 10. María José Correa, Historias de Locura e Incapacidad. Santiago y Valparaíso (1857-1900), Santiago: Acto Editores, 2013. María José Correa, «Exceso Nervioso, Locura y Ciencia Médica en Chile urbano (1840-1860)», en Anales Chilenos de Historia de la Medicina, 2008, pp. 151-167. Eloisa R. Díaz, Breves observaciones sobre la pubertad en la mujer chilena y las predisposiciones patolójicas propias del sexo, Santiago de Chile : Imprenta Nacional, 1887, p. 9. Miller, Tratado homeopático de las enfermedades de los niños y de las mujeres en cinta del parto y el puerperio: escrito espresamente para uso de las madres de familia, Valparaíso: Imprenta y Librería Americana de Federico T. Lathrop, 1883, p. L. Mendiburu AM., «Memoria sobre el Sistema Nervioso-Ganglionar», en Anales de la Universidad de Chile, Santiago, 1848, p. 474. Miller, op. cit.,pp. 270-273. Ibidem, pp. 232. Wenceslao Hidalgo, Medicina domestica de la infancia o sea consejos a las madres sobre el modo de criar, educar y curar a sus hijos por si mismas, Santiago: Imprenta el Progreso, 1885, p. 14.

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Wenceslao Hidalgo, op. cit., p. 30. Las edades de las mujeres guiaron la interpretación de sus enfermedades y así como la edad fértil y sus procesos condicionaron las lecturas de sus padecimientos, la vejez y su cansancio también entregaron coordenadas de interpretación. Algunas reflexiones sobre vejez y enfermedad mental en María José Correa, «Ancianas y decrépitas, pero no locas. Relatos de la vejez ante la justicia civil. Chile, 18571900», Dossier «Ficción, archivo y narrativas judiciales», en Revista Historia y Justicia, nº 1, 2013. Definida como una enfermedad nerviosa caracterizada por movimientos contínuos, irregulares e involuntarios de un cierto número de órganos movidos por los músculos. Wenceslao Hidalgo, op. cit., p. 324. R. Olby, «Constitutional and Hereditary Disorders», en W. Bynum y Roy Porter (eds). Companion Encyclopedia of the History of Medicine I, London: Routledge, 1993, pp. 412-437. Juan Miquel, «Acerca de las enfermedades hereditarias en Chile i con especialidad en Santiago», en Anales de la Universidad de Chile, Santiago, 1854, pp. 351-355. Ibidem, p. 351. Se asumía la posibilidad de heredar enfermedades como el vicio venéreo, el escrofuloso, la sarna, la epilepsia, la melancolía y las afecciones histéricas e hipocondríacas. «Las funciones de hipnotismo», en El Ferrocarril, Santiago, Miércoles 1 de junio de 1898. Martina Barros de Orrego, Recuerdos de mi Vida, Santiago: Orbe, 1942, p. 145. Cynthia Eagle Russett, Sexual Science. The Victorian Construction of Womanhood, Harvard: Harvard University Press, 1991. La histeria ha sido trabajada desde varios lineamientos, considerando experiencias femeninas y masculinas y miradas específicas y más amplias. Entre las últimas, encontramos propuestas sintetizadoras y conciliadoras de las tensiones historiográficas, como Andrew Scull, Hysteria. The Biography, Oxford: Oxford University Press, 2009. Andrew Scull, op. cit., pp. 24-42; Jan Goldstein, Console and Classify. The French Psychiatric Profession in the Nineteenth Century, Chicago: The University of Chicago Press, 2001; y Hysteria Complicated by Ectasy. The Case of Nanette Leroux, Princeton: Princeton University Press, 2010. Claudia Araya, «La construcción de una imagen femenina a través del discurso médico ilustrado. Chile en el siglo XIX», en Historia, nº 39, Vol. I, enero-junio 2006, pp. 5-22; y «Mujeres, médicos y enfermedad mental en la segunda mitad del siglo XIX», en Ana María Stuven y Joaquín Fermandois (Eds), Historia de las Mujeres en Chile, Santiago: Taurus, 2010, Tomo I, pp. 427-454. María José Correa, «Exceso Nervioso, Locura y Ciencia Médica...», art. cit.. Mendiburu, art. cit., p. 465. Museo Nacional de Medicina Enrique Laval (en adelante MNMEL), F. Santander, Algunos casos de histérico causados por enfermedades del tubo digestivo, 1878, Manuscrito, f. 1-2. Adolfo Valderrama, «El Juego y las Afecciones del Corazón», en Revista del Pacífico, nº 3, 1860, pp. 103-111, 106.

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Juan Gardner, Tratado de Medicina Doméstica. Contiene una descipción familias de las enfermedades: su naturaleza, causas i síntomas, Santiago: Imprenta de la República, 1876, p. 21. Nicanor Rojas, Hidroterapia esplicada, Valparaíso: Imprenta del Mercurio, 1871, p. 247. MNMEL, Bartolomé Cademartori y Costa, De la Clorosis, Memoria manuscrita leída en marzo de 1859 en ocasión de su examen en la Universidad de Chile, f. 626. Nicanor Rojas, op. cit., p. 126. Ibidem, pp. 248-249. «De la clorosis como enfermedad específica i el fierro como su remedio específico», en Revista Médica, Febrero, 1908, pp. 55-56. MNMEL, F. Santander, Algunos casos de histérico. Memoria que el Ministro de Estado en el departamento del Interior presenta al Congreso Nacional de 1863, Santiago: Imprenta Nacional, 1863, p. 183. Julio Zilleruelo, «Estudio sobre la hospitalización de la Locura», en Revista Chilena de Hijiene, Santiago, 1896, Tomo 3, pp. 77-114. Movimiento de la Casa de Orates de Santiago en el segundo semestre de 1895, Santiago: Imprenta Gutenberg, 1896. Julio Zilleruelo, art. cit., p. 86. Jacqueline Dussaillant, Las Reinas de Estado. Consumo, Grandes Tiendas y Mujeres en la Modernización del Comercio de Santiago, Santiago: PUC, 2011, p. 244. Ibidem, p. 246. Rhodri Hayward, «Desperate Housewives and Model Amoebae. The Invention of Suburban Neurosis in Inter-War Britain», en Mark Jackson (ed.), Health and the Modern Home, London: Routledge, 2007, pp. 43-62.

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Los autores

María José Correa Gómez PhD en Historia de la Medicina, University College London. Magíster en Estudio de Género y Cultura, Universidad de Chile. Licenciada en Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile. Investigadora Postdoctoral FONDECYT, Proyecto nº 3130335. Académica Universidad Andrés Bello. Cristóbal García-Huidobro Becerra Candidato a Doctor en Historia Moderna, St. Antony’s College, University of Oxford. Licenciado en Historia y Derecho en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Académico Universidad Andrés Bello. María Gabriela Huidobro Salazar Doctora en Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile. Profesora de Historia y Licenciada en Humanidades, mención Historia, Universidad Adolfo Ibáñez. Académica y Directora de Investigación y Extensión, Facultad de Educación, Universidad Andrés Bello. Daniel Ignacio Nieto Orriols Magister en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Licenciado en Historia, Universidad Andrés Bello. Académico y Coordinador de Educación General, Universidad Andrés Bello, Viña del Mar. Álvaro Ojalvo Pressac Magister en Historia, mención Etnohistoria, Universidad de Chile. Licenciado en Historia, Universidad Finis Terrae. Académico Universidad Andrés Bello.

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Verónica Ramírez Errázuriz Doctora y Magíster en Literatura, Universidad de Chile. Licenciada en Humanidades, mención Literatura, Universidad Adolfo Ibáñez. Académica Universidad Adolfo Ibáñez. Gonzalo Serrano Del Pozo Doctor en Historia y Magister en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Profesor de Historia y Licenciado en Humanidades, mención Historia, Universidad Adolfo Ibáñez. Investigador Postdoctoral FONDECYT, Proyecto nº 3140431. Académico Universidad Andrés Bello. Natalia Urra Jaque Doctora en Historia Moderna y Máster en Estudios Avanzados de Historia Moderna, Universidad Autónoma de Madrid. Profesora de Enseñanza Media con mención en Historia y Geografía y Licenciada en Educación, Universidad de Los Lagos. Patricio Zamora Navia Doctor en Historia y Magister en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Director del programa de Licenciatura en Historia, Universidad Andrés Bello, Viña del Mar.

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres digitales de

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n los últimos años, los historiadores han dado un vuelco sobre su disciplina, para concentrarse en los sujetos y aspectos del pasado que solían pasar desapercibidos a ojos de la memoria oficial. Así, por ejemplo, la historia ha develado la importancia de la vida privada, de las creencias, de las costumbres, de los grupos marginados, de los niños y mujeres sobre las dinámicas de toda sociedad. Inspirado en tal enfoque, este libro propone redescubrir el valor de las mujeres en el devenir histórico de Chile, mediante la revisión de algunos de sus casos individuales y colectivos más representativos. Se trata de un estudio de personajes femeninos reconocidos por la historia nacional, que requieren ser comprendidos como arquetipos de su tiempo y como ejemplos de la cultura a partir de la cual fueron formados. A través de nueve capítulos, la publicación aborda la participación femenina desde el llamado proceso de conquista del siglo XVI, pasando por la sociedad colonial, para llegar hasta el primer siglo de Chile republicano. De este modo, realiza una revisión de las heroínas hispanas e indígenas, del mundo de los aquelarres y de los conventos, de la vida de las mujeres que participaron en defensa de la república de Chile y de aquellas que vivieron su cotidianidad. El libro es el resultado de la colaboración de especialistas en literatura y en historia política, social y cultural. Así, ofrece una mirada plural y multidisciplinaria sobre las mujeres de la historia de Chile, respondiendo a la misma diversidad femenina del pasado que es rescatada por cada autor.

ISBN 978-956-01-0194-5