Cultura Y Anarquia

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MATTHEW ARNOLD

Cultura y anarquía E d ición d e Ja v ie r A lcoriza y A ntonio Lastra T radu cción d e Ja v ie r A lcoriza y A nton io Lastra

CÁTEDRA LETRAS UNIVERSALES

Título original de la obra: Culture andAnarchy. An Essay in Politktd and Social Cristicism

1.a edición, 2010

Diseño de cubierta: Diego Lara Ilustración de cubierta: Chrisicburch, Oxford (1794), J. M . W. Turner

© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2010 Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid D epósito legal: M . 8,096-2010 I.S.B.N .: 978-84-376-2657-4

Printed in Spain Impreso en Huertas I. G., S .’A. Fuenlabrada (Madrid)

INTRODUCCIÓN

Matthew Am old.

Culture... places human perfection... in the ever-increasing eíEcaciousness [efficacy] and in the general harmonius expansión o f those gifts o f thought and feeling, which make the peculiar dignity, wealth and happiness o f human M a t th ew A r n o l d , Culture and Anarchy

(1869 [1875])

Amold (1822-1888), «la mejor forma de ex­ presión de su época», según Henry Adams, pertenece a la gran familia de los hombres de letras ingleses del siglo XIX, El siglo XIX, en Inglaterra y en toda Europa, vio nacer el Romanticismo en la literatura, y Amold habría sido uno de los primeros intérpretes distinguidos de aquel movimiento, integrado sobre todo por poetas, entre los que habría que ano­ tar, ya en la generación victoriana, su propio nombre. El pri­ mer libro de Arnold que se publicó en castellano fue precisa­ mente la traducción de sus lecciones sobre poesía y poetas ingleses1. La crítica de la poesía romántica, para Arnold, no había de obedecer a otro criterio que la crítica de la poesía de todos los tiempos. Los grandes poetas lo han sido sobre todo por cualidades que no responden a su lengua o época. Lo que uniría a los poetas entre sí es más importante que lo que los ’ ATTHEW

1 Matthew Arnold, Poesía y poetas ingleses, trad, de A. Dorta, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1950. Véase también una muestra de su poesía en Anto­ logía, trad. de J, M.a Triana, Madrid, Alberto Corazón, 1976. Amold forma parte de la Antología esencial de la poesía inglesa, ed. y trad. de Ángel Rupérez, Madrid, Espasa-Calpe, 2000.

ha unido a sus contemporáneos. El lector que aprenda a reco­ nocer y apreciar la mejor poesía entenderá ese sentido de la fraternidad entre los grandes poetas; su primera responsabili­ dad será asignar a cada una de sus experiencias literarias el lu­ gar que le corresponda según el criterio de su excelencia. Arnoid dedicaría buena parte de su trabajo a explicar ese criterio, con la convicción de que la experiencia literaria ocu­ pa una posición distinguida, pero no exclusiva, respecto a las no literarias. La distinción resulta obvia por el hecho de que la literatura, entendida en sentido amplio como arte de la palabra, habría suministrado los ejemplos de lo mejor que se ha conocido y pensado. Para Arnoid, la idea de que no sólo exista la excelencia, sino de que esa excelencia nos sirva para dictar un criterio con el que juzgar toda obra literaria, nos lleva a plantear la necesidad de descubrir el verdadero fin de la cultura2. La influencia del orden de las ideas al que se re­ fiere Amold no se limita, por tanto, al mundo de las belles lettres, sino que abarca la dimensión social, política y religiosa de la vida humana. La imagen que nos ha llegado del autor de Culturay anarquía ha sido, en consecuencia, la de un crítico integral, y la tendencia a la integración de las diversas facetas de la labor crítica es un mérito inherente a su obra. Que Amold pasara de ser poeta a crítico y profesor de poe­ sía y crítico social puede darnos otra idea del alcance de su planteamiento3. Ahora bien, ese planteamiento habría queda2 T. S. Eliot, nacido el año en que murió Arnoid, escribió: «De tiempo en tiempo, cada cien años aproximadamente, es deseable la aparición de un crítico que emprenda una revisión de la literatura del pasado y establezca un nuevo orden de poetas y los poemas... Esta fantasía metafórica no es más que un ideal,^pero Dryden, Johnson y Arnoid realizaron la tarea con toda la perfección que la falibilidad humana permite» (T. S. Eliot, Función de la poesía y función de la crítica, trad. de J. Gil de Biedma, Barcelona, Seix Barral, 1968, págs, 120-121; véase también Kenneth Allott, Mstthem Amold, Londres, Longman, 19682, pág, 7). 1 El primer volumen de poesía de Arnoid fue The Stmyed Revetter; and Otber Poems (El juerguista descarriado y otros poemas, 1849), al que siguió Empedocles on Etna, and Other Poems (Empédocles en el Etna y otros poemas, 1852). En 1853 apareció el primer volumen de poesía firmado por él, una selección de composiciones ya publicadas con un Prefacio en que explicaba la exclusión de «Empedocles», un poema en que «había que soportarlo todo, sin nada que hacer»; Atnold se alejaba así de la poesía de la llamada

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do marcado desde su origen como una reflexión sobre la edu­ cación de! ser humano, sobre lo que constituye la Tüchtigkeit y el perfeccionamiento de sus capacidades y aspiraciones. Arnold tuvo la experiencia profesional de ser inspector del sistema escolar en su propio país. Un conocimiento apropia­ do de la poesía y la noción de la importancia del sistema educativo serían los dos pilares sobre los que se apoyaría, en general, el pensamiento del crítico. La prioridad corresponde­ ría a lo que Arnold apuntaba con su concepto de cultura4. Al señalar la cultura como una meta en la vida de todo ser humano, Arnold no sólo se sitúa en la influyente tradición literaria en que se inscriben los nombres de Thomas Carlyle o John Ruskin, sino que también propone una solución de los problemas que se habrían manifestado en las diversas clases de la sociedad inglesa. Es aquí donde el Estado habría de intervenir, según apunta en Ctdturay anarquía, con el fin de evitar que la diversidad degenere en una confusión generaliza­ da que ponga en riesgo el orden social. Esa confusión es lo que se designaba con el nombre de anarquía. La anarquía amenazaría así con extenderse en la sociedad en que la cultu­ ra dejara de ejercer su influencia. Como otros críticos de la época, Arnold fue plenamente consciente de que el «crecien­ te poder» democrático provocaba en Europa una transfor­ mación sin precedentes de la sociedad. Al ver en la cultura una fuerza de conservación, antes que de renovación, de la «Escuela Espasmódica». Merope apareció en 1858 y New Poems, en 1867 (donde repondría «Empedocles» a instancias de Robert Browning). Tras esa fecha ya no escribiría más versos. «Eí naufragio de un poeta es volverse crí­ tico.» Lionel Trilíing matiza esta afirmación de Sainte-Beuve en relación con el abandono de la poesía de Arnold o con el hecho de que «la Musa le abandonara»; los primeros cinco capítulos de su monografía sobre el autor de Ctdtumy anarquía contienen juicios notables sobre su obra poética. Véa­ se Lionel Trilíing, Mattbem Arnold (1939), Nueva York, The Noonday Press, 1955. (En 2001 Edward Said, al que aludimos después, aún consideraba la de Triiling «la mejor exposición de la obra de Arnold».) * Con el fin de afrontar los gastos de su matrimonio con Francés Lucy Wightman, Arnold aceptó en 1851 el nombramiento de inspector de escue­ las que le propuso lord Lansdowne, de quien había sido secretario des­ de 1847. Debido a ello realizaría varios viajes por las islas británicas y el continente en los que conoció el estado de la educación en Francia, Alema­ nia, Suiza y Holanda.

cohesión social, centró su análisis en los cambios experimen­ tados por las distintas clases de la sociedad inglesa —bárba­ ros, filisteos y populacho— y aplicó su capacidad crítica a corregir las preferencias arbitrarias en las declaraciones de sus portavoces. El afán reformador o educativo de Arnold parece difícil de asumir respecto a la función reservada al Estado como — pa­ rafraseando a Burke— «la nación en su carácter colectivo y corporativo». El ominoso protagonismo adquirido por el Es­ tado tras la historia del totalitarismo en el siglo xx proyectaría más que una sombra de sospecha sobre las esperanzas que Arnold había depositado en sus instituciones como exponen­ tes del perfeccionamiento individual y social. Con esta apre­ ciación no trataremos de entender a Arnold mejor de lo que él se entendió a sí mismo, pero podemos señalar su deuda con una comprensión de ía idea de la cultura y la democracia cu­ yos límites han quedado fijados por la propia historia de la cultura y la democracia en Europa. La idea de cultura obedecía a la herencia del humanismo, en torno a la cual se distinguen las nociones de hebraísmo y helenismo con que Amold interpreta la evolución de la civi­ lización desde la antigüedad hasta sus días. Esas nociones cul­ turales, ya presentes en la obra de Heinrich Heine, uno de los poetas y críticos más admirados por Arnold, responden a dos tendencias inherentes a la naturaleza humana: la de obedecer y la de conocer5. El equilibrio o la tensión entre esos impulsos habrían caracterizado los períodos más significativos de la his­ toria cultural en Europa. Amold consideraba Europa, desde 5 En el memorial homónimo que le dedicó a Ludwig Borne, Heine es­ cribió: «He seguido leyendo el Antiguo Testamento, ÍQué gran libro! Más notable aún que el contenido me resulta esa exposición, donde la palabra parece un producto de la naturaleza... Es realmente la palabra de Dios, mientras que los demás libros no dan testimonio sino de la agudeza del hombre. En Homero, el otro gran libro, la exposición es un producto del ar­ te... En la Biblia no hay rastro de arte... En un solo escritor encuentro algo que recuerda ese estilo directo de la Biblia. En Shakespeare... (Es acaso una tal fusión de ambos elementos [judio y griego] ia tarea de toda la civiliza­ ción europea? Aún estamos muy lejos de tal resultado» (Heinrich Heine, LuémigBorne, en Obras escogidas, ed. y trad. de M. Sacristán, Barcelona, Vergara, 1974, págs. 820-821).

la antigüedad hasta eí presente, el marco adecuado para su ejercicio de crítica a la sociedad inglesa. Con esa perspectiva, la historia de Inglaterra abonaría la necesidad de recomendar a sus compatriotas la disposición a cultivar la «espontaneidad de la conciencia», ya que el tono dominante de la historia na­ cional lo habría proporcionado el hebraísmo. La polémica sería central en la argumentación de Gultumy anarquía, donde Arnold afirmaba que la búsqueda de «la dulzura y la luz» debía anteponerse a la del «fuego y la fuerza»6. El fuego y la fuerza de los disidentes, de las sectas inconformistas como manifestación del puritanismo, serían el principal obstáculo a la hora de poner la educación pública en manos del Estado. Con su experiencia como inspector educativo en el continen­ te, Arnold declararía que en Inglaterra no existía el riesgo de potenciar el papel del Estado como fuerza de vertebración social. Sin embargo, y con otros resultados, el fuego y la fuer­ za se habían abierto paso en América antes que en Europa. Hemos dicho que la idea de cultura de Arnold tiene su ori­ gen en la civilización europea, una civilización levantada so­ bre los cimientos de Atenas y Jerusalén, las ciudades antiguas que representan los dos impulsos irreconciliables e inherentes a la naturaleza humana. Con todo, la precedencia de la idea de cultura en el pensamiento de Arnold se haría especialmente visible al juzgar el efecto que el impulso democrático debía tener sobre la sociedad de su época. La presencia de la idea de democracia en los autores admirados por Arnold haría que su punto de vista se resintiera del temor a que la sociedad inglesa se «americanizara». En compañía de Burke y Tocqueville, la democracia se mostraba como una realidad que había de ser resistida por sus consecuencias antes que comprendida en sus

6 La polémica está en el origen mismo del libro, nacido de la respuesta de Arnold a las críticas a su última lección en Oxford, «Culture and íts Enemies» (La cultura y sus enemigos). La crítica de Henry Sidgwick, «The Prophet o f Culture» (El profeta de la cultura), figura como apéndice a la edición de Jane Garnett de Culture andAnarchy (Oxford, Oxford UP, 2006). La serie de artículos de Arnold, publicada en la Combitt M agazim entre enero y agosto de 1868, germen de Cultura j i anarquía, llevaba por título «Anarchy and Authority» (Anarquía y autoridad).

causas7. Lo que ninguno de estos autores ni el propio Arnoid reconocieron fue la necesidad de replantear la idea misma de cultura a la vista de la realidad que se habría hecho visible y legible desde la Revolución americana. Cuando Amold apun­ taba, en su ensayo «Democracy» (Democracia), que todos los esfuerzos de «los Washington, Hamilton y Madison» no habían logrado que el Estado o el poder ejecutivo se convirtieran en una influencia dominante en la sociedad americana, pare­ cía ignorar hasta qué punto en la obra de esos autores se había forjado un arte de escribir para el cual la revolución que ha­ bría dado a luz la verdadera democracia en América había sido un acontecimiento educativo a la vez terminable, con la redac­ ción y ratificación de la Constitución, e interminable, por las vías de la escritura constitucional abiertas en adelante para quien se tomara en serio sus principios fundamentales8. 7 Robert Dawídoff, The Gmtk Tradition and the Sacred Ruge: Higb Culture m. Democracf irt Adatas,James & Santayana, Chapell Hill y Londres, University o f North Carolina Press, 1992, pág. 27: «El tocquevilliano americano hechiza la vida intelectual y cultural americana. Como colección de actitu­ des y pose, se extiende desde Adams, a través de Santayana hasta los Estu­ dios Culturales y el actual neoconservadurismo/conservadurismo, Sobre todo, es una manera de distanciar la comunidad democrática en los intere­ ses de las versiones tradicionales de la civilización. Tiene un poderoso im­ pacto en la interpretación americana de la civilización democrática. No es siempre tímidamente tocquevilliana. Matthew Am old guiaba la crítica de la cultura americana de Trilling... Cuando los americanos trazan la línea en asuntos culturales.... se encuentra ese desafio a los horizontes de la demo­ cracia que distingue al tocquevilliano». Cfr. Lionet Trilling, MaUbew Amold, pág. 157. B Matthew Arnoid, «Democracy», en Democratic Education, ed. de R. H. Super, The Complete Prose Works o f Matthew Arnoid [en adelante, CPW], vol. 15, Ann Arbor," Michigan UP, 1962, págs. 18-19; reimpreso en Culture andAnarchy andother-writings, ed. de S. Collini, Cambridge, Cambridge UP, 1993, págs. 14-15: «Los mayores hombres de América... se habrían regocija­ do de descubrir como sustituto [de las instituciones aristocráticas] la digni­ dad y autoridad deí Estado. Lamentaron la debilidad e insignificancia del poder ejecutivo como una calamidad. Cuando el curso inevitable de los acontecimientos haya hecho de nuestro autogobierno algo realmente como el de América, cuando haya eliminado o debilitado esa seguridad sobre la dignidad nacional que poseíamos en la aristocracia, nos hará falta igualmen­ te a nosotros el sustituto del Estado». Sobre ia relación del arte de escribir con la Constitución americana, véase Antonio Lastra, Constitución y arte de escribir, Valencia, Aduana Vieja, 2009.

La apelación en los textos originales americanos a la natu­ raleza y al Dios de la naturaleza, así como a los derechos ina­ lienables del hombre, podría haber hecho que un defensor de la cultura se tomara más en serio las expresiones nacidas de una revolución que había de suponer, en palabras de Emerson, el filósofo de la democracia por antonomasia, la «domestica­ ción gradual de la idea de cultura». Pero Arnold, que visitaría América al final de su vida para impartir una serie de confe­ rencias — entre las que figuraba una dedicada a Emerson— pa­ rece atenerse a la creencia en que la «americanización» sólo podría implicar una degradación de toda voluntad de perfec­ cionamiento que se proyectara sobre «la multitud». Que Arnold se hubiera valido de la opinión de Ernest Re­ nán sobre América en Culturay anarquía había sido, por cier­ to, casi el único reproche formulado por Henry James en un artículo escrito precisamente durante la estancia en los Esta­ dos Unidos del «más inglés de los ingleses». En efecto, Amold se había propuesto reformar desde dentro la sociedad, por lo que el punto de partida de su examen no era el individuo, sino las clases inglesas, que debían reajustar su condición en la época del cambio democrático. Hasta cierto punto, la con­ sumación de ese cambio, o la naturalidad con que lo había asu­ mido, hacía que James, aun siendo el más inglés de los ameri­ canos, lamentara que Arnold no se hubiera dedicado en mayor medida a las cuestiones literarias que a las religiosas, pese a advertir la importancia de la religión en su plantea­ miento. Con la alabanza y la gratitud, podía omitirse el papel que Arnold había asignado al Estado para la promoción de una idea de cultura que debía traspasar las líneas de clase9. Sin embargo, con la perspectiva de Culturay anarquía, a diferencia de lo que Marx había propuesto veinte años an­ tes, no asomaba la perspectiva de una sociedad sin clases. La 9 La omisión en James, que conocía Culturay anarquía, es significativa: «El efecto de los escritos del señor Arnold es, por supuesto, difícil de cali­ brar; pero parece evidente que los pensamientos y juicios de los ingleses sobre tantas materias han sido acelerados y matizados por ellos. La crítica es mejor, más ligera, más comprensiva, más informada, a raíz de ciertas co­ sas que él ha dicho» (Henry james, L a imaginación literaria. Escritos de biografía y crítica, ed. de J. Alcoriza y A. Lastra, Barcelona, Alba, 2001, pág. 123).

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crítica de Arnold era eficaz porque se centraba en las circuns­ tancias a las que las soluciones «mecánicas» de sus contem­ poráneos no parecían dar respuesta, de donde provenía la recomendación de «helenizar» como alternativa al dogma­ tismo de sus adversarios «hebraizantes». Lo que no había notado Arnold era que el «libre juego» (free play) ya conta­ ba con el precedente de la «libre expresión» (free speecb) con que los herederos de los «hebraístas» americanos habían comenzado su andadura democrática y constitucional10. Así, la idea de la Constitución conservaba y proyectaba la ten­ sión entre hebraísmo y helenismo de la que habría dependi­ do, para Arnold, la historia de la cultura en Europa, Podría decirse que el criterio con el que Arnold pretendía inculcar el afán de perfeccionamiento en sus compatriotas era, por tanto, histórico. El autor de Cultura y anarquía habría visto el advenimiento de la democracia como un dato consecuti­ vo a la decadencia del feudalismo. Sin embargo, aunque la Ilustración y la Revolución francesa hubieran sido mani­ festaciones del helenismo, la frustrada revolución puritana inglesa y la lograda independencia americana podían su­ brayarse como hitos del hebraísmo11. En cualquier caso, la democracia se resistiría a ser entendida como un mero episo­ dio histórico salvo por quienes se negaran a comprender el alcance de todas sus consecuencias teóricas y prácticas. Fren­ te a las reservas que despierta la mención del «populacho», toda sociedad democrática descansaría sobre la autoridad del pueblo. 10 El «libre juegas», tomado de Schiíler, era 3a réplica de Arnold al libre­ cambio (free trade) de sus adversarios inconformistas. Robert Young ha in­ dicado que el «juego» de Arnoid se oculta tras el jeu de Derrida. Sobre la eficacia del concepto de cultura en Arnold y su trasfondo racial, véase el capítulo 3 de Robert j, C. Young, ColonialDesire: Hybridity in Tbeory, Culture and Race, Londres y Nueva York, Routledge, 1995. 11 Sobre la exhortación emersoniana a la self-rdiance, Arnold anotó: «Puede decirse que el americano o inglés común está más que dispuesta ya a confiar en sí mismo. A menudo replico, cuando se alaba a nuestros secta­ rios por seguir su conciencia: nuestro pueblo es muy bueno en seguir su conciencia, mientras que no es tan bueno en averiguar si su conciencia le habla correctamente» (Matthew Arnold, ed. de Ni, Aílot y R. H. Super, Oxford y Nueva York, Oxford UP, 1986, pág. 483). [r ó ]

Ese nuevo mundo político, nacido del hebraísmo antes que del helenismo, había quedado fuera de las ideas perfec­ cionistas de Arnold. La apelación al Estado como la nación en su carácter colectivo y corporativo había de interpretarse, pues, como una manera de resolver los conflictos entre clases que surgían a su vez del conflicto que se daba en cada una de ellas entre su identidad (self) ordinaria y lo mejor que había en ellas. Sin embargo, la aspiración a convertir al Estado en el intérprete de esa confusión despertó la desconfianza de quie­ nes veían que, tras la Revolución francesa, en Europa, el Esta­ do no se ponía al servicio del pueblo que consiente en ser gobernado. No podía evitarse pensar que el Estado seguía siendo el guardián de ciertos intereses contra las revueltas del «populacho». Leonard Woolf, comprometido con la causa de la democracia en el período de entreguerras, vería en Arnold a un precursor de la idea de un Estado autoritario y le acusaría de no captar la verdadera psicología de la democracia. La psi­ cología de la democracia no habría sido, en efecto, la psicolo­ gía del pueblo inglés, que tal vez Arnold criticara mejor que ningún otro pensador de su época12. Woolf habría convenido en que, con el fin de organizar la convivencia de manera justa, la autoridad última debía residir en el pueblo antes que en el Estado. Sin embargo, para Ar­ nold esa convivencia carecería de valor a menos que respon­ diera a una idea de orden afín a su definición de cultura. La definición de la cultura respondía a su vez al propósito de que el ser humano no descontara la perfección como el objeti­ vo legítimo de su vida. La fe en la perfección humana, como vemos, preside las apreciaciones de Amold en su «ensa­ yo de crítica política y social». El mérito de Arnold, como el de la «compañía de los críticos» de la que ha hablado Michael Walzer, habría consistido en no apartarse de la sociedad que

12 Leonard Woolf, Afier the Deluge. A Sludy o f Comunal Psychology, Harmondsworth, Penguin, Í937. W oolf se refiere al «misticismo político» de Amold: «No hay razón, fuera de la fe y la palabra infundada de Matthew Arnold, para creer que lo mejor que hay en cada uno quiere realmente lo que su identidad individual no quiere, y que no quiere lo que su identidad individual quiere» (pág. 229),

trataba de mejorar13. Al ponerse a sí mismo como ejemplo de los filisteos a quienes criticaba, Amold introducía una valiosa perspectiva de «coraje y compasión». Además, el obje­ to de su crítica sería la política de quienes debían ser, a simple vista, sus aliados naturales, que eran los «practicantes libera­ les». E3 precio de esa independencia sería, como sabemos, reforzar el papel del Estado como ejecutor de la política edu­ cativa, aunque Arnoid se equivocaba en la supuesta escasa relevancia que el Estado habría tenido realmente en la marcha de los asuntos públicos en Inglaterra14. La idea más poderosa y eficaz, en consecuencia, seguiría siendo la de una cultura guiada por el libre juego del pensamiento sobre la realidad. Otros críticos habrían tratado de hacer justicia al pensa­ miento de Amold durante el siglo XX. En una fecha tan signi­ ficativa como 1939, Lionel Trilling publicó su monografía sobre Arnoid15. Trilling apuntaba que el dilema de Arnoid sería «el dilema de la democracia» sobre el modo de garantizar la igualdad y fomentar la excelencia, de forjar una comunidad y extender el conocimiento. Consideraba que Arnoid había llevado a cabo una defensa noble de la religión en un mo­ mento en que el espíritu científico amenazaba con romper los vínculos de la solidaridad humana. La raíz de esa defensa se hallaba, como indica Trilling, en la visión que su padre, el 13 T. S. Eiioí afirma que a Arnoid le interesaba la perfección de] indivi­ duo, lo que provocaría una impresión de «inmaterialidad» en el lector mo­ derno al hablar de «cultura». Sin embargo, parece razonable pensar que el principal destinatario de la obra de Arnoid era el filisteo — el término bíbli­ co, frente a los clásicos «bárbaros» y «populacho»— como tipo representa­ tivo de una sociedad inglesa en vías de democratización. Con esa pers­ pectiva, Cukurdy'imarqHÍli conserva una vitalidad que el lector buscará en vano en las Notas para la definición de la cultura, (trad. de F. de Azúa, Barcelo­ na, Bruguera, 1984, págs. 29, 37). Véase Micha el Wblzer, The Cmnpany o f Critks. Social Criticism and Poltlieal Commitment in the Twentieth Centuiy, Nueva York, Basic Books, 2002. Lionel Trilling, Matthew Arnoid, nota 36 {capítulo 9), pág. 387. 15 íbídem, pág. 13: «Ahora, en un día en que los intelectuales a menudo ponen en cuestión su intelecto y creen que el pensamiento es inferior a la acción y se opone a él, que el ciego partidismo es la fidelidad a una idea, Arnoid aún tiene una palabra que decir, no contra tomar partido, sino con­ tra la creencia en que tomar partido deja las cosas claras o requiere la supre­ sión de la razón».

doctor Thoraas Arnold, director de la Escuela de Rugby, ha­ bía tenido de la relación que debía haber entre la Iglesia y el Estado en Inglaterra16. El ideal del doctor Arnold seguía sien­ do el de un Imperio romano cristianizado, y su polémica con la Iglesia de Inglaterra le habría llevado a pensar en la respon­ sabilidad del Estado, como «sociedad religiosa armada con el poder», en la educación de los ciudadanos. El comienzo del período reformista en Inglaterra en el siglo XIX habría supues­ to la escisión de la Iglesia en dos sectores, reunidos en torno a los colegios oxonienses de Corpus Christi y Oriel, sobre la necesidad de redefinir la misión de la Iglesia. Arnold, uno de los «noéticos de Oriel», señaló que el dogmatismo eclesiásti­ co, y no el liberalismo, privaba a la Iglesia de la presencia so­ cial que le correspondía. Matthew Arnold se haría eco de esta crítica cuando, años más tarde, postulara una unidad pragmá­ tica de la fe como correctivo de las medidas que los disidentes presentaban en materia de educación y religión, Trilling que­ ría hacernos ver que la idea de cultura de Arnold, tan en deu­ da con una idea de la fe que apunta más a una ética de la literatura que a una teología del cristianismo, habría impedido que el crecimiento aberrante del Estado en el siglo XX contara con la sanción de Arnold. Hay límites en la teoría y en la práctica, según explicaba, a la objeción de la tentación autori­ taria en el pensamiento fundamental de Culturay anarquía11. 16 La proyección de esa defensa llegaría hasta las últimas obras de Ar­ nold, St, Paul and Protestanthm (San Pablo y el protestantismo, 1870), Literature and Dogma (Literatura y dogma, 1873), God and ihe Bible (Dios y la Bi­ blia, 1875) y L ast Essays m Churcb and Religión (Últimos ensayos sobre la Iglesia y ia religión, 1877). 17 Véase el capítulo «Culturay anarquía» en Matthew Arnold, en especial las págs. 254 y ss. Respecto a la práctica, pueden mencionarse los casos de injusticia social denunciados por Arnold frente a un hebraísmo que estaba en la raíz de la anarquía; respecto a la teoría, Trilling destaca la preocupa­ ción de Arnold por el modo en que los sabios se disponen a comunicar sus ideas al pueblo. En Literature and Dogma-, Arnold escribiría: «No puede ser sino que la revolución venga y que se deje sentir aquí apasionada, profunda, dolorosamente. Respecto a eila, sin embargo, incumbe a cada uno el máxi­ mo deber de consideración y precaución. No puede haber prueba más segu­ ra de un espíritu estrecho y mal instruido que pensar y sostener que lo que un hombre considera la verdad en materia religiosa ha de proclamarse siem­ pre. Nuestra verdad en esta materia, y de igual modo el error ajeno, es algo

Por fin, discrepar respecto a ia importancia que el Estado ha de tener en la propagación de una idea de cultura guiada por la fe en la excelencia humana, como ha ocurrido en el caso de Edward W. Said, no implica la incredulidad en que la aprecia­ ción de la literatura sea una de las vías abiertas para mejorar nuestra conducta y condición en el mundo. Podría decirse que, desde este punto de vista, Arnold tiene más en común con e¡ autor de Humanismoy crítica democrática que con el de E l canon occidental. «Helenizap> con Said sería, tras la lectura de Culturay anarquía, un modo más apropiado de mantener vivo el compromiso de Arnold que entonar la «elegía al canon» con Harold Bloom. El complicado desarrollo de la idea de cultura en el siglo XX no podría desentenderse de la búsqueda de «dulzura y íuz» que inspira las páginas de Amold18. Una de las últimas expresiones literarias de la célebre con­ traposición de Arnold de hebraísmo y helenismo la encontra­ mos en la novela Elizabeth Coslello, de J. M. Coetzee. En la quinta lección, «Las humanidades en África», la protagonista se reúne en un país africano con su hermana Blanche, que es monja, y escucha la conferencia que imparte. La escritora pasa a ser oyente. Costello, que al hablar de la vida de ios animales había puesto en juego la verdad última de la condi­ ción humana, atiende ahora al argumento con que Blanche presenta su relato sobre la naturaleza del proyecto humanista. El estudio de las Humanidades no puede fundarse, desde su punto de vista, sobre el hombre, sino que ha de dotarse de sig­ nificado por un afán de trascendencia del que la fe habría sido la prueba suprema. Diríamos que Blanche «hebraíza» para le­ gitimar el estudio de las Humanidades, mientras que tende­ mos a identificar a Elizabeth con una inteligencia de tipo helenista: si la primera mujer no escapa al presupuesto dog­ mático, la segunda habría compuesto su obra entre los márge­ nes del «juego» literario. tan relativo que el bien o el mal que es probable que cause al hablar debería ser tenido en cuenta siempre» (Matthew Ainold, Dissent and Dogma, ed. de R. H, Super, CPW, vol. VI, Ann Arbor, Michigan UP, 1968, pág. 365). 11 Véase Edward Said, Reflexiones sobre el exilio, trad. de R. G .1Pérez, Bar­ celona, Debate, 2005. En E l canon occidentalBloom considera a Arnold un «wordsworthiano».

Pero no es posible llevar demasiado lejos la analogía con los términos de Arnoid, ya qué a Elizabeth Costello le falta ía certeza del gozo que transmite la reflexión del ensayista inglés sobre la promesa de liberación que hay en la idea de cultura. Desprenderse del dogma no sería desprenderse de lo mejor que el hombre ha conocido y pensado, sino aceptar que no puede insistirse demasiado en la virtud de un solo libro como fuente de salvación. Arnoid reprochaba a los dogmáticos y a los científicos de su época que no concedieran a la Biblia la dimensión literaria con la que podría enriquecerse nuestra ex­ periencia de la búsqueda de lo mejor que hay en nosotros19. En la ficción de Coetzee, las hermanas no parecen estar de acuerdo en lo esencial, mientras que los conceptos de Ar­ noid apuntarían a un acuerdo o coincidencia en lo esencial de las actitudes hebraísta y helenista. El desafío de reafirmar esa coincidencia final podría ser un motivo para no apartar de nuestra vista, como Amold decía de las citas de los grandes maestros, los mejores pasajes de su crítica, muchos de los cua­ les han de encontrarse en Cuitumy anarquía.

2.

L a INEFICACIA DE ARNOLD ... sapiens n an o efficietur, C ic e r ó n , Tmc. D iip., V, 35

Mathew Amold habría protestado de que lo tuviéramos por un clásico, aunque sus contemporáneos llegaran a decir de él que era el único escritor inglés que había llegado a serlo en vida. En el sentido de que las diversas ediciones de su obra hayan de ser anotadas con seria atención — como ocurre hasta cierto punto con las correcciones de Cuitumy 19 Matthew Arnoid, Dissent and Dogma, ed. de R. H. Super, CPW, vol, VI, Ann Arbor, Michigan UP, 1968, pág. 323: «Entender que el lenguaje de la Biblia es fluido, pasajero y literario, no rígido, fijo y científico, es el pri­ mer paso hacia una comprensión correcta de la Biblia. Pero para dar este primer paso, son necesarios cierta experiencia de cómo han pensado y se han expresado los hombres y cierta flexibilidad de espíritu... y así volvemos a nuestro antiguo remedio de la cultura».

anarquía—, tal vez no sea la de clásico la calificación que más le convenga; en buena medida, Amold era consciente de que su insistencia en la necesidad de volver a los autores clásicos para aprender de nuevo a leer y escribir como condi­ ción de la cultura ponía de relieve una situación de anarquía, en el mejor de los casos provisional, en la que «la lectura, la observación y el pensamiento» —los medios que Arnold re­ comendaba en el intento de lograr que «prevalecieran la ra­ zón y la voluntad de Dios»— seguirían siendo superficiales o nominales, y es muy difícil calcular con exactitud la pro­ porción de lectores futuros que se pierden cuando hay mu­ chos lectores inmediatos de una obra: la tradición, aun cuan­ do no haga sino aumentar, no es una garantía fiable de la impersonalidad literaria o de la bondad trascendental de las verdaderas producciones clásicas. A los lectores, sin embar­ go, para quienes las consideraciones menos intempestivas que una obra como la de Arnold pone necesariamente en circulación —la reforma parlamentaria, la extensión del su­ fragio, el librecambio, la libertad, el liberalismo, la igualdad, el socialismo, la población, el carbón, los ferrocarriles, la ri­ queza, las organizaciones religiosas, la supresión de las tasas eclesiásticas, la cuestión irlandesa, la influencia literaria de las academias, la democracia, todo cuanto Arnold desestimó como una mera adoración de la «maquinaria», que cada épo­ ca modifica oportunamente, y al que opuso la cultura como un todo— no pueden parecerles más que curiosidades de un contexto irremediablemente condenado a desdibujarse o da­ tos históricos que no logran captar lo esencial, una lectura entre líneas o que sea capaz de contar incluso las palabras que el escritor'templea o borra deliberadamente les descubrirá aspectos de la escritura que el autor no habría querido que ocuparan el primer plano de la interpretación y que, al mismo tiempo, no podía consentir que pasaran completamente inadvertidos a la hora de establecer lo que probablemente más le importaba: una auténtica comunicación con el futuro20. 20 Véase Donald D. Stone, Communications with the Future. Matthew Amold in Dialogue, Ann Arbor, Michigan UP, 1997. Stone señala como in­ terlocutores de Arnold, en una lectura que se sobrepone tanto a las polémi-

Arnold escribía para la posteridad mientras se dirigía a sus contemporáneos y les recordaba lo que merecía la pena de preservarse en una época de crecimiento y dispersión. La de­ cencia o el decoro — en un escritor como Arnold y en una época como la suya—- no nos permiten pensar que, tras ha­ berse despedido de la poesía, el gran crítico de la vida tuviera que recurrir a las confesiones más íntimas para expresar su temor de que la cultura podía, en última instancia, resultar ineficaz: se trataría de un hallazgo tan valioso en sí mismo como decepcionante, que no podía dejarse en manos del azar ni de la inexperiencia. . Pero la cultura no obra a capricho como la anarquía, A pesar de haber inspirado, con el espíritu de una época, a autores infinitamente más ambiciosos, reticentes, poderosos o con­ vincentes que él — como al Martin Heidegger de L a esencia de la poesía, al Leo Strauss de, Jerusalén y Atenas, al Jacques Derrida de Violenciay metafísica o al Raymond Williams de Cultura y sociedad, entre otros, en cuya compañía Arnold cas que Cultura y anarquía suscitó durante la época victoriana como a las que respondía, a HenryJames (que haría referencia a «nuestra conversación pública»), Charles-Augustin Sainte-Beuve, Ernest Renán, Michel Foucault, Friedrich Nietzsche, Hans-Georg Gadamer, William James, Richard Rorty y John Dewey, aunque, siguiendo las pautas dialógicas de Bajtín en las que Stone se apoya, podríamos echar de menos a Emerson o a Tolstói (entre los autores sobre los que Arnold escribió) e intuir que, probablemente, la lec­ tura de Dostoyevski, que conmovería a la siguiente generación literaria in­ glesa, habría supuesto para Arnold una piedra de toque para su pluralismo: pensemos en la alegría que el príncipe Myshkin habría sentido al descubrir que no era un extraño en el futuro. La frase «comunicaciones con el futuro» se encuentra en el ensayo de Arnold sobre lord Falkland: «Él y sus amigos, con su heroica y desesperada resistencia contra los inadecuados ideales do­ minantes en su época, mantuvieron sus comunicaciones con el futuro, vi­ vieron en el futuro» («Falkland», en Essays Religious & M ixed, ed. de R. H. Super, CPW, vol. VIII, Ann Arbor, Michigan UP, 1972, pág. 204) y aparece en el primer capítulo de Cuhuray anarquía, donde Arnold argumenta que la falta de una verdadera comunicación con el futuro supone el sacrificio de las generaciones actuales. La muestra más lograda de la capacidad de Arnold para el diálogo se encuentra en A Friendsbip's G arlani, publicado en 1883 junto a una reimpresión de la tercera edición de Cultura y anarquía, en la que Arnold recoge las impresiones de un interlocutor imaginario, el prusiano «Arminius» (Culture and Anarcby; wtih Friendsbip's Garland and some Litemiy Essays, ed. de R. H. Super, CPW, vol. V, Ann Arbor, Michigan UP, 1965).

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se habría sentido terriblemente incómodo, como, en cierto modo, siempre lo estuvo cuando la gran corriente nacional de la vida que dejaba que le arrastrase no avanzaba lo sufi­ cientemente rápida o majestuosa para ocultar márgenes o interrumpir exilios o zanjar debates que él esperaba que des­ apareciesen menos por un progreso moral de la humanidad que por el curso natural de los acontecimientos—, o de que no traicionara nunca a los miembros de su clase (Heidegger, Strauss y Derrida lo fueron en algún momento, y Williams lo fue siempre) y supiera reconocer hasta el final la exce­ lencia allí donde la encontraba, Arnoid comprendió que la eutrapelia, el genuino sentido del humor o la flexibilidad característica del hombre educado — aunque pudiera llegar incluso hasta la soberbia, como subrayaron los moralis­ tas antiguos— , no podría compensar nunca la falta de valor, del thymos del hombre de acción (de los believers in action a los que se refiere en la conclusión de Cultura y anarquía). La noble reserva de los autores clásicos tenía un límite. Desgraciadamente para él, Arnoid era un autor moderno, mucho más moderno que cualquiera de sus contemporá­ neos o que la mayoría de sus sucesores, y su exigencia de li­ beración intelectual (intellectual delivemnce) podía interpre­ tarse, entonces y ahora, como una señal de la inadecuación o la inconmensurabilidad entre las aspiraciones y los resul­ tados de la cultura que la literatura comparada —la disci­ plina académica que asume la tensión entre la antigüedad y la modernidad, cualquiera que sea la forma que cada una de ellas adopte en cualquier época— capta tan tenuemente como, en un ejemplo egregio de su poesía, escucha el lector la eterna nota® de tristeza a la que Arnoid se referiría en su poema elegiaco «Dover Beach». Todo en Arnoid apunta a la paradoja, a las tensiones irresueltas entre la cultura y la anar­ quía, el hebraísmo y el helenismo, el disentimiento y el dog­ ma, la literatura y la ciencia, por mencionar sólo los opues­ tos más conocidos. El gran crítico de la vida, desde luego, no se había despedi­ do en vano de la poesía al escoger la prosa. En su ensayo so­ bre Marco Aurelio, el único que dedicó explícitamente a un autor de la antigüedad —una elección que orienta nuestra

apreciación de lo que Amold entendía por «leér cuidadosa­ mente a los grandes escritores antiguos»— y con el que cerra­ ría la primera serie de los Essays in Criticim en 1865, Amold anotó que uno de los rasgos principales del carácter del empe­ rador y filósofo era que había en él algo de «ineficaz» (ineffectual), e insistiría en atribuirle esa cualidad a quien había salva­ do su alma gracias a su rectitud (righteousness), pero sin poder hacer otra cosa a cambio. Si la gran virtud de los escritores antiguos, y la razón de que tengamos que emularlos más que imitarlos, como Arnold pensaba, era la cordura, Marco Aure­ lio habría salvado su alma a costa de una comunidad expuesta o abandonada a la locura o la anarquía, ya fuera la ciudad antigua o la Iglesia cristiana: en última instancia, la «inmensa injusticia» de Marco Aurelio con el cristianismo se basaba en una idea de los atributos del Imperio completamente ilusoria que Arnold trataría de contrarrestar con «la idea de toda la comunidad, el Estado, para encontrar allí nuestro centro de luz y autoridad». El ensayo sobre Marco Aurelio incluía una discusión con John Stuart Mili a propósito de la contraposi­ ción entre la moralidad cristiana y la «mejor» moralidad de los antiguos —sobre los límites de la acción del Estado o de la Iglesia y la libertad individual— que tenía como objeto situar­ se inequívocamente en «el centro de la civilización». Buena parte de los argumentos de Culturay anarquía, y de las palabras con las que Amold los formularía, aparecen por primera vez aquí, y en general la primera serie de sus Essays in Criticism mostraba a un activista de la cultura que sabía hacer un uso conservador de sus herramientas mientras se dejaba seducir por el alcance mucho más radical de sus proyectos. Como Overbeck dijo de Nietzsche, Arnold tuvo menos que ver con la religión en un sentido estricto que con la cultura, o consi­ deró que la religión sólo era uno de los instrumentos de con­ servación de la cultura que los hombres tienen a su disposi­ ción, y la Iglesia de Inglaterra o la Universidad de Oxford, a este respecto, eran establisbments más adecuados para sus aspi­ raciones que cualquier otra institución moderna. A diferencia de Mili, Arnold no había experimentado la necesidad de una liberación sentimental, sino intelectual, y su trato con la poe­ sía o la religión era mucho menos romántico o mucho más

crítico — más político y social que idiosincrásico— que el del autor de Sobre la libertad. Mili, en opinión de Arnoid, habría llegado a ser un gran escritor si hubiera dejado que la mo­ ralidad cristiana le enseñara antes lo que tuvo que aprender después con ¡a poesía21. Pero Arnoid había pulsado, con la ineficacia de la morali­ dad antigua de Marco Aurelio, una nota a la que volvería a propósito de la poesía moderna en los últimos ensayos de crítica literaria que escribió y que Lionel Trilling considera­ ba la parte más memorable de su escritura, como si la despe­ dida de la poesía hubiera despertado en Amold una capacidad de percepción indisociable de lo que hoy consideramos el hecho poético en su conjunto. Al final de su introducción a la antología de lord Byron que publicaría en 1881, Arnoid se refirió a Shelley como «un hermoso ángel ineficaz» (a beautiful and ineffectual ángel), y en el ensayo que dedicó ex­ presamente al autor de Adonats y que se publicaría postuma­ mente en la segunda serie de sus Essays in Criticism, en 1888, elaboró por completo la imagen de la ineficacia en un párra­ fo que resume como pocos la idea de una ética de la lite­ ratura: D e su poesía no tengo espacio para hablar aquí. Pero que nadie suponga que una carencia de hum or y la facultad de engañarse a sí m ism o com o las de Shelley 110 tienen ningún efecto \bave no effect] sobre la poesía de un hombre. E3 hom ­ bre Shelley, en verdad, no es enteramente sano, y la poesía 21 Véase Mattjiew Amold, «Marcus Aurelius», en Lectura & Essays in Criticism, ed. de R. H. Super, CPW, vol. III, Ann Arbor, Michigan UP, 1962, págs, 287-288, Es interesante comparar e] ensayo de Arnoid con el último volumen de la Histoire d a origines du cbristianisme de Ernest Renán, dedicado a Marco Aurelio («Marc Auréle et la fin du monde antique», 1882). Renán, a quien Arnoid admiraba, concluía que la Iglesia y el Estado debían ser ejemplo de ríunions libres. Eí título del segundo capítulo de Culturay anar­ quía («Obrar a capricho») es una alusión a Sobre ia libertad de Mili. Sobre la relación de Mili con ia poesía como resultado de su búsqueda de otber types o f atlth/ation y del «cultivo de los sentimientos» (tbe culthation offeclings), véase el capítulo V de su Autobiografía (Autobiograpby and Other Litermy Es­ says, ed. de J. M. Robson and J. Stillinger, Coilected Works o fjo h n Stuart Mili, vol. 1, On-Line Edítion, Toronto UP/Liberíy Fund, 2006; Autobiogra­ fía , ed. de C. Mellizo, Madrid, Alianza, 1986).

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de Shelley no es enteramente sana tampoco. El Shelíey de la vida real es, de hecho, una visión de belleza y esplendor, pero no sirve de nada y no tiene ningún efecto [effecting notbing], Y en poesía, no menos que en la vida, [Shelley] es «un hermoso ángel ineficaz [a beautiful and ineffectual angel¡, agitando en vano sus lum inosas alas en el vacío»22.

Los mejores, decía Amold, siempre han pronunciado así sus últimas palabras. Arnold habría querido, sin embargo, de­ cir «algo más» en su última apreciación sobre Shelley, como advirtió lord Shaftesbury en el Prefacio a la segunda edición de los Essays in Criticism, a pesar de que el párrafo fuera una cuidada composición, un mosaico textual con fragmentos de Hamkt o del Fausto de Goethe, cuya figura principa! era una versión libre de una pensée platónica de Joubert —en la que Arnold enfatizaría el término ineffecttial— y constituyera, por encima de todo, un intento de averiguar cuál era la razón de que la poesía acabara siendo, si ése era su destino, la última palabra que pronunciaría como lector o estudioso en lugar de ser su última palabra como escritor y sustituyera, en cierto modo, a la cultura: la poesía, no la cultura, parecía reunir las condiciones necesarias para establecer las comunicaciones con el futuro sin las cuales una época se difúmina en la his­ toria universal. Lo mejor que podía haber en la cultura, como Arnold dijo de la religión, era su poesía inconsciente. El tercer gran poeta sobre el que Arnold escribiría en los últimos años de su vida fue William Wbrdsworth —en la in­ troducción a una antología que tenía el valor de recuperar a 22 Véanse Matthew Arnold, «Byron», en English Literature andIrisb Politics, ed. de R. H. Super, CPW, vol. IX, Ann Arbor, Michigan UP, 1973, pág. 237, y «Shelley», en TheLast Word, ed. de R. H. Super, CPW, vol. XI, Ann Arbor, Michigan UP, 1977, pág. 327. El Prefacio de lord Shaftesbury a la segunda serie de los Essays i» Criticism figura como apéndice a esta edición, (Los ensa­ yos sobre lord Byron y Shelley, así como los ensayos sobre Wordsworth y «El estudio de la poesía» a los que aludimos después, se encuentran en Matthew Arnold, Poesía y poetas ingleses, pero no seguimos del todo su traducción). «The Last Word» es el título de uno de los Nena Poetns de Amold (publicados en 1867); véase Matthew Arnold, Poems, selección de Kenneth Allott, Intro­ ducción de Jenni Calder, Londres, Penguin, 1985, págs. 183 184, La imagen de la ineficacia ya estaba en De Quincey, aplicada a Coleridge (Memoria de hspoetas de los lagos, ed. d ej. Doce, Valencia, Pre-Textos, 2003, pág. 57).

Wordsworth para la estimación deí público tras la deserción de los críticos románticos como William Hazlitt o Tilomas de Quincey y de los poetas que denostaron al hst kader—, y la imagen del poeta como un «hermoso ángel ineficaz» contras­ taría con las palabras de Wordsworth sobre sus propios poemas con las que Amold concluía su estudio: «Colaborarán —había escrito Wordsworth— con las tendencias benignas de la natura­ leza y ¡a sociedad humanas, y serán, en su grado, eficaces [efficacious] en hacer a los hombres más sabios, mejores y más felices»23. Es a la luz de este contraste entre la eficacia y la ineficacia como podemos entender la trayectoria del propio Arnold, desde su aparición en la literatura inglesa con un volumen anónimo de poesía en el momento en que Tennyson y Robert Browning comenzaban a ocupar el lugar de los poetas ro­ mánticos ingleses, hasta su desaparición después de haber es­ crito introducciones y ensayos sobre esos mismos poetas (Wbrdsworth, Byron, Sheiley) a los que su nombre devolvería a la vida. La eficacia, de hedió, era uno de los atributos de la cultura, y Arnold tuvo ocasión de detenerse en la palabra cuando revisó Culturay anarquía: efficaáousness, en la prime­ ra edición, se transformaría en efftcaiy en la segunda y tercera ediciones del libro, una simplificación que se pierde en la traducción y que redunda en el estilo llano del autor. La cul­ tura —escribió Amold en el primer capítulo del libro, con el tono característico de su prosa educativa— sitúa la perfección humana «en la eficacia siempre creciente y en la armoniosa expansión general de los dones del pensamiento y el senti­ miento, que constituyen la dignidad, riqueza y felicidad pecu­ liares de la naturaleza humana». En este sentido, la poesía de Wordsworth formaría parte de la cultura y, especialmente, de 23 Véanse Matthew Arnold, «The Study o f Poetry» y «Wordsworth», en Bnglish Litiratm e and Irish Politics, ed. de R; H. Super, CPW, toL IX, Ann Arbor, Michigan UP, 1973, pág. 55, 161 y ss. La frase de Wordsworth se encuentra en la carta a lady Beaumont de 21 de mayo de 1807 (véase The Prose Works o f William 'Wordsworth, Ciiencester, The Echo Library, 2005, pág. 237). En su ensayo sobre Keats —cuya influencia sobre la poesía de Arnold haría las delicias de Harold Bloom— , Arnold escribió que el autor de Endymion no estaba «maduro» para la facultad de interpretación moral inherente a la interpretación poética («Keats», en English Literature and Irish Politics, pág. 215),

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la cultura inglesa, que habría alcanzado con él una de sus ci­ mas, mientras que Shelley, o todo cuanto Shelley representa­ ba, dentro o fuera de la poesía, se apartaría de la corriente principal de la vida inglesa y, en consecuencia, de la cultura. Una lectura entre líneas, sin embargo, plantearía algunas objeciones a la identificación de la cultura con la poesía o, al menos, con la poesía de la que el último Arnoid juzgó que no lo había dicho todo al hablar de la cultura y calificar de inefi­ caz a Shelley. La poesía de Wordsworth —como Mili había advertido— ejercía una eficacia en un tipo determinado de cultura. En la ineficacia de Shelley (o de Marco Aurelio), por el contrario, encontramos un elemento moderno de la literatura tan ineludible como inevitable era la poesía de Wordsworth para los wordsworthianos; un elemento moderno que sería ineludible también, aunque nunca de una manera explícita, en la obra del propio Amold. Es este elemento el que impide que el futuro de Amold sea comparable al del obispo Wilson, un autor tan olvidado cuando Amold comenzó a citarlo en Culturay anarquía que incluso lectores tan competentes como Thomas Huxley pensaron que se trataba de una invención del autor. En cierto modo, hay un Arnoid inventado por lo que podríamos llamar la crítica anglicana de la literatura inglesa, un modo de la crítica al que Arnoid suministró buena parte de sus argumentos y probablemente lo mejor que habría nun­ ca en ella: el reconocimiento de que el instinto de conser­ vación no obra sólo en los estadios inferiores de la humani­ dad, sino también —como podría demostrarlo una lectura de Culturay anarquía como reacción a la publicación, diez años antes, de E l origen de las especies de Charles Darwin— en la vida institucional más elevada de una nación24. Pero hay otro Amold por descubrir que justificaría que Culturay anarquía no fuera sólo susceptible de ser interpretado como un docu­ mento reaccionario redactado por un crítico pusilánime de la 24 Véase Antonio Lastra, «Literatura inglesa y critica anglicana», en Consúlucióny arte de escribir (Valencia, Aduana Vieja, 2009). Sobre el platonismo como procedimiento ideológico de conservación en una época de progre­ so, véase la excelente monografía de Patricia Cruzalegui Sotelo, Vexperiencia platónica en Mnglaterra delDinou, Barcelona, PPU, 1998 (págs. 200-205, para «el helenismo dulce y luminoso» de Arnoid).

vida; un descubrimiento que reobra sobre toda su escritura y con el que un lector contemporáneo tiene posibilidades de encontrar puntos en común, en el supuesto de que la cultura no haya perdido su significado y la anarquía no haya adquiri­ do un prestigio que no le corresponde. Ese elemento estaba ya presente, aunque de una manera demasiado personal, como un «diálogo con uno mismo», en los prefacios de 1853 y 1854 a la edición de sus Poems — en el primer ejemplo de lo que sería la prosa de Amold—, donde el autor reconocía con franqueza que «los problemas moder­ nos habían hecho acto de presencia» y tenían que medirse con los «problemas permanentes» que la tradición clásica ha­ bía planteado. La solución de Amold consistiría, entonces, en escribir una «poesía pragmática» que procurase una impresión moral suficiente, y nadie podría recibir una impresión seme­ jante si no se había preparado para ello mediante lo que Ar­ nold consideraba lo mejor y más noble que hay en cada ser humano. La famosa exclusión del Empedocks ort Etna —que suscitaría la queja de Browning y señalaría una inflexión en los estudios sobre la tragedia— respondía a una exigencia que ía poesía de Arnold cumpliría cada vez menos, con excepcio­ nes que no harían más que confirmar la regla, y que irían de­ jando paso al «estudio de la poesía»: el estudio de la poesía sería la verdadera poesía pragmática de Arnold. La etapa de Arnold como profesor de poesía en Oxford fue, con esta pers­ pectiva, menos revolucionaria de lo que entonces pudo pare­ cale a sus contemporáneos —Arnold escogió el inglés en lu­ gar del latín y empezó con una lección sobre «El elemento moderno en la literatura» ante un público reacio a escuchar­ lo al que Arn&ld obligaría a situarse idealmente en el discurso poético— y, al mismo tiempo, mucho más radical en lo que le concernía personalmente. El primer capítulo de Cultura y anarquía seria una elaboración de su discurso de despedida como profesor de poesía en Oxford, después de diez años en los que su reputación como poeta había quedado establecida (lo que le permitiría reeditar Empedocles) de un modo muy conveniente para el crítico de la vida en ciernes. Ese elemento moderno influye, desde luego, en el traduc­ tor de Arnold. Como Amold señaló a propósito de los tra­ bo]

ductores de Homero, nuestra capacidad para leer correcta­ mente a un autor —leer correctamente es el requisito de la traducción— depende de nuestra capacidad para sobreponer­ nos a nuestros hábitos de pensamiento ordinarios: el lector y traductor de Arnold debe acercarse a su obra de la manera más sencilla posible, sin tratar de apropiarse de su mundo ni de entender al autor mejor de lo que el autor llegó a entender­ se a sí mismo, siguiendo sus propias reglas de lectura cuan­ do sean explícitas o destacándolas cuando se encuentren im­ plícitas en la escritura. La tarea es difícil si pensamos en la complicación de las paradojas de Arnold en manos de Leo Strauss o Derrida: cualquier lector de JerusaUny Atenas o Vioknciay metafísica agradecerá volver a Culturay anarquía aun­ que sólo sea para apreciar el encanto o el sentido del pasado de un mundo felizmente perdido, y quien sepa apreciar la crítica literaria en el ensayo sobre Shelley descubrirá, en la apro­ piación heideggeriana de Hólderlin, un asomo del charlatanism al que Arnold quiso cerrar el paso con su estudio de la poe­ sía. Una lectura correcta, como una traducción adecuada tanto a la época original como a la época que la solicita, sería, en última instancia, el fruto de una educación liberal, y su posibilidad dependería menos de la influencia literaria de una academia — que sus adversarios creyeron que era la intención oculta de Arnold establecer en Inglaterra— que de una re­ flexión sobre las relaciones de la democracia con la educación de la que los Cultural Studies de Raymond Williams y sus su­ cesores han sabido extraer las mejores consecuencias. En las reflexiones de Arnold sobre la democracia —que compartían con las de Tocquevílle el temor a que Europa se americani­ zara— hay un elemento mucho más moderno de lo que pro­ bablemente Arnold habría deseado al hacer del Estado una agencia educativa y que se sobrepone al nacionalismo o a la idea de la nacionalidad que Arnold mantuvo por encima de las clases que dividían a la nación inglesa. La reflexión de Ar­ nold sobre la democracia y la educación comprende todas las fases de su obra y se mantuvo en paralelo a los últimos ensa­ yos de crítica literaria, como un contrapeso a la sospecha de ineficacia que recaería sobre la cultura o la poesía. En «Democracy» (redactado por primera vez en 1861 como prefacio a su

investigación sobre L a educación popular de Francia y reimpre­ so en 1879 y en 1883), «Equality» (1878) y, sobre todo, en su discurso en Eton de 1882, Arnold insistiría en su concepción solidaria de la cultura como lo mejor que se ha pensado y di­ cho en el mundo, una concepción de la que dependía en su opinión el auténtico progreso del hombre hacia la perfección, entendida como una obediencia escrupulosa a una serie de aspiraciones diversas y, en última instancia, irreconciliables25. Esa concepción solidaria de la cultura tendría su lado dulce y luminoso en el Arnold «trascendentalista» — un eco de la voz emersoniana que Arnold había oído en su juventud en Oxford y que resonaría en la primera serie de los Essays in Criticism— e Indagador, que hacía del desinterés y el desafec­ to las reglas de la crítica, y que se resumiría en su famosa fórmula de la poesía como crítica de la vida. Pero tendría también su lado más amargo y tenebroso en la separación de márgenes (y ad homtnem de quienes quedaran al margen) por en medio de los cuales debía discurrir una corriente princi­ pal, en la superación institucional del sectarismo y el provin­ cianismo en el esfuerzo por lograr un público, en los vaivenes del diálogo de Amold y el monólogo del «profeta de la cultura», en la exigencia de totalidad que la cultura haría a una época para eludir el unilateralismo religioso y en la amenaza de que esa totalidad sólo fuera una vía de acceso para un catolicismo, como el del cardenal Newman, con el que tanto la Iglesia de Inglaterra como el liberalismo político mantenían vínculos cada vez más estrechos. ¿Eran la cultura, la poesía y la religión los términos adecua­ dos para plantear el problema de Arnold? Sólo en contadas ocasiones es posible comprender que, con las expresiones «es­ tudio de la poesía» o «crítica de la vida», lo que estaba en juego en su obra era sencillamente lo que la antigüedad ha­ 25 Véanse Matthew Arnold, «Democracy», en Democratic Education, ed. de R. H. Super, CPW, vol. II, Ann Arbor, Michigan UP, 1962, págs. 1-30; «Equality», en EssaysReligiousandM ixed, ed, de R. H. Super, CPW, vol. VIII, Ann Arbor, Michigan UP, 1972, págs. 277-305 (pág. 277: «Quid Athenis et Hierosolymisf... ¿Qué tienen Atenas y Jerusalén que ver entre sí?»), y «A Speech at Eton», en English Literalure andlrish Politics, ed. de R. H. Super, CPW, voL IX, Ann Arbor, Michigan UP, 1973, págs. 20-35.

bría llamado filosofía, y que los obstáculos naturales que la filosofía siempre ha encontrado — aunque la experiencia platónica en Inglaterra durante el siglo XIX, eminentemente estética, fuera demasiado pobre al respecto para darse cuenta de una manera cabal, sin que el utilitarismo o el neohegelianismo fueran de ayuda en este terreno— habían quedado se­ pultados por una serie de obstáculos artificiales (la «maqui­ naria» arnoldiana), de modo que, si bien las aspiraciones de la filosofía seguían siendo las mismas, el acceso a la filosofía había cambiado necesariamente con el cambio mismo de los obstáculos artificiales o accidentales a la filosofía. La contra­ posición entre los antiguos y los modernos esconde en su seno una contraposición mucho más antigua entre la poesía o la cultura o la religión y la filosofía, y la sospecha de ineficacia de la cultura o de la religión como poesía inconsciente — o de la mera eficacia de la poesía de Wordsworth para el cultivo de los sentimientos— no abandonaría nunca al autor de Cultura y anarquía. Si Marco Aurelio había sido el único escritor de la antigüedad al que Arnoid había dedicado un ensayo, Spi­ noza sería el único filósofo sobre el que Amold manifestaría una preocupación especial. Que un defensor de la cultura clá­ sica omitiera a autores más importantes que el emperador fi­ lósofo parece corresponderse con el hecho de que Spinoza omitiera a Platón y a Aristóteles de sus consideraciones. Si con Marco Aurelio podía aprenderse a leer para vivir y no a vivir para leer, con Spipoza la lectura era la condición de la propia filosofía, y el Tratado teológico-potítico adquiría así, para Arnoid, la importancia central que no concedería a nin­ guna otra obra de pensamiento. El Tratado teológico-político era una interpretación de la Biblia, y lo que Spinoza pensaba so­ bre la Biblia y su inspiración — sobre la eficacia completa de la poesía, de la cultura y de la religión— era el punto central de interés para un «lector inglés». Para un lector inglés como Arnoid, la filosofía de Spinoza proporcionaba una corrección fundamental: la Biblia —la Escritura por antonomasia y la lectura que habían establecido las instituciones de la nación inglesa— era un gran malentendido y, al mismo tiempo, una prueba insuperable para cualquier crítico que tratara de acla­ rarlo. «El verdadero poder de un filósofo sobre la humanidad

— escribió Amold— no reside en sus fórmulas metafísicas, sino en el espíritu y en las tendencias que le han llevado a adoptar esas fórmulas», y el espíritu y las tendencias que lle­ varon a Arnold a establecer sus fórmulas (cultura y anarquía, dulzura y luz, estudio de la poesía, crítica de la vida) coincidi­ rían en lo esencial con la conservación spinoziana, en el cora­ zón de la filosofía moderna, «del nombre de Dios»26. Pero eí interés de Arnold por Spinoza forma parte de las muchas controversias en las que tuvo que intervenir, bien por haberlas suscitado él mismo, bien por sentirse responsable de ellas. La ocasión de una mala traducción del Tractatus al in­ glés y la polémica con el obispo del Natal sobre las conse­ cuencias de la crítica de la religión desvirtuarían considerable­ mente la prudencia con la que Spinoza había presentado su interpretación de la Biblia. Si a Arnold le interesaba más Spi­ noza («qué tipo de espíritu era», como le confesó a su madre en un carta llena de salvedades) que sus doctrinas, a nosotros puede ocurrimos lo mismo, e interesamos más Arnold, y el espíritu que encarnaba, que la interpretación de Spinoza que Arnold ofrecía a un público inglés al que consideraba, citan­ do a Goethe, eigentÜcb ohneIntelligenz. La falta de inteligencia deí público inglés podría explicar que Arnold no reparase por completo en que el Tractatus era una obra escrita para lectores filosóficos. La traducción del Tractatus plantea una serie de inconvenientes que no plantea la traducción de Culturay anarquía, Parafraseando a Amold, podríamos decir que el poeta o crítico de la vida Victoriano fracasó en su comentario de Spinoza porque no pudo abstenerse de interponer un libre juego del pensamiento entre su objeto y su expresión.

24 Véase Matthew Arnold, «The Bishop and the Philosopher», «Tractatus Tbealogico-Politicus», «Dr. Stanley’s Lectures on Jewish Church» y «Spino­ za and the Bible», en Lectures & Essays in Crilicism, ed. de R. H. Super, CPW, vol. III, Aun Arbor, Michigan UP, 1962 (págs. ■445-446 para la carta de Amold sobre Spinoza que m encionam os después). Cfr. Leo Strauss, «How to Study Spinoza’s Theologico-Politual Tretatise», en Persecution and ibe ArtofW riting (1952), Chicago UP, 1988.

Culture and Anarchy: An Essay in Política1 and Social Criticism (Culturay anarquía. Ensayo de crítica política y social) se publicó por primera vez en 1869. El primer capítulo había sido la últi­ ma de las lecciones que Matthew Amold impartió en la cátedra de poesía de Oxford, con el título «Culture and Its Enemies» (La cultura y sus enemigos). Su publicación en julio de 1867 en CombiüMagazine suscitaría una enorme controversia, a la que Amold respondió a lo largo de 1868 con una serie de artículos, titulada «Culture and Authority» (Culturay autoridad), que cons­ tituiría el grueso del libro, al que Amold antepondría un Prefa­ cio. En 1875 apareció una segunda edición, en la que el autor introdujo numerosos cambios y dio a cada uno de los capítulos el título que ahora tiene. En 1882 apareció una tercera edición, reimpresa al año siguiente junto a A Ftiendship’s Garland (Guir­ nalda de amistad). Desde la muerte de Amold, Culturay anar­ quía se ha reeditado en numerosas ocasiones. En 1932, J. Dover Wilson publicó una edición critica en Cambridge, basada fun­ damentalmente en la edición de 1869, en la que, sin embar­ go, introducía algunas, pero no todas ni advirtiendo siempre de ello, de las variantes de las ediciones posteriores. La versión autorizada es la de R. H. Super, incluida en su edición de las Complete Prose Works of Matthew Amold (Ann Arbor, Michi­ gan UP, 1960-1977), que se basa en la edición de 1883, la últi­ ma que Amold revisó. Culturay anarquía se encuentra en el vol. V (1965), junto a A Friendship’s Garland and Some Literary Essays. Las ediciones criticas más recientes son las de Stefan Collini (Culture and Anaróy and Other Writings [«Democracy» (1861), «The Function o f Criticism at the presentTime» (1864),

«Equality» (1868)], Cambridge Texis in the History o f Political Thought, Cambridge, Cambridge UP, 1993), Samuel Lipman (Culture and Anarcby, Rethinking the Western Traditiou, New Haven, Yale UP, 1994, que incluye una serie de apreciaciones contemporáneas de Arnold y de su obra) y Jane Gamett (Cul­ ture andAnarcby, Oxford World’s Classics, Oxford, Oxford UP, 2006, que incluye como apéndice la reseña de Henry Sidgwick al primer capítulo del libro cuando se publicó en forma de ar­ tículo, «The Prophet o f Culture» [1867]). Las ediciones de Lip­ man y Gamett reproducen la edición de 1869. «Leer la edición de 1869 —explica Garnett— es volver a captar algo de la inme­ diatez del debate» (pág. xxx). Collini, por su parte, se basa en la edición de Super y relega, como Super, el Prefacio al final, con­ siderando que, de este modo, el lector tiene una impresión cronológica más precisa de la argumentación de Amold. En cierto modo, los editores han sido tan fieles al texto original como al contexto de su propia edición (una colección dedicada a volver a pensar la tradición occidental, otra de textos clásicos y una tercera de textos políticos, respectivamente). Nuestra edición se basa en la edición de Super (es decir, la edición de Arnold de 1883), si bien hemos considerado que el Prefacio debe leerse al principio —pues así fue como Arnold editó el libro qua libro—, y registra todas las variantes editoriales que tienen sentido en una traducción. Mantene­ mos el título de los capítulos. Entre corchetes y en nota a pie de página advertimos las variantes. En eí resto de las notas ofrecemos los datos indispensables. «Un libro — escribió Leo Strauss, un arnoldiano del siglo xx— que requiere para su adecuada comprensión el uso, es decir, la preservación de to­ das las bibliotecas y archivos que albergan la información que le fue de utilidad a su autor, no merece ser escrito ni leído, y desde luego no merece sobrevivir a su autor». Culturay anar­ quía es, de todos los libros de Amold, el único que probable" mente sobrevivirá a su autor, y merece ser leído porque me­ reció ser escrito.

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CULTURA Y ANARQUÍA. ENSAYO D E CRÍTICA POLÍTICA Y SO CIAL

1 «Sed, pues, perfectos», Mateo 5,48. Arnoid cita por la Vuígata, El lema apareció en la segunda edición de Culturay anarquía en 1875.

propósito principal al escribir este prefacio es di­ rigir una palabra de exhortación a la Sociedad para el Fomento del Conocimiento Cristiano2. En el ensayo que sigue, el lector encontrará citado con frecuen­ cia al obispo Wilson3. Para mí y para los miembros de la Sociedad para el Fomento del Conocimiento Cristiano, su nombre y sus escritos siguen siendo, sin duda, familiares. Pero el mundo se aleja rápidamente de personas desfasadas como ésas, y me ha consternado saber hace poco que un brillante y distinguido partidario de las ciencias naturales nunca había oído hablar del obispo Wilson e imaginaba que me lo había inventado. En un momento en que los Tribuna­ les de Justicia acaban de retirar el embargo sobre la religión recreativa que mi dotado amigo y otros practicaban los do­ mingos, y cuando St, Martin’s Hall y la Alhambra volverán a resonar muy pronto con la elocuencia del pulpito, resulta angustioso pensar que las nuevas luminarias no sólo tienen, en general, una opinión muy pobre de los predicadores de la

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I

1 La SocietyforPromoting Christian Knowkdge se fundó en 1699 para pro­ mover la construcción de escuelas y distribuir Biblias y libros religiosos. 3 Thomas Wilson (1663-1755), obispo de Sodor y Man. Sus obras fue­ ron difundidas por John Keble, padrino de Arnoid, y el cardenal Newman, y Thomas Arnoid poseía un ejemplar de sus Maxims en su biblioteca, don­ de Arnoid lo encontró en 1866. En general, sin embargo, era tan poco co­ nocido ya en el siglo XIX que Thomas Huxley, el «brillante y distinguido partidario de las ciencias naturales» que instituyó una serie de conferencias en domingo, y a quién se alude después, llegó a pensar que era una inven­ ción de Arnoid.

antigua religión, sino que la tienen sin conocer lo mejor que esos predicadores hacían. Que sea así en este caso se debe en parte, desde luego, a la negligencia de la Sociedad para el Conocimiento Cristiano. En los viejos tiempos solía impri­ mir y difundir las Máximas depiedady cristianismo del obispo Wilson. El ejemplar de esa obra que manejo es una de sus publicaciones y lleva su sello y la conocida encuadernación de cuero marrón tan familiar en nuestra infancia, pero la fecha de mi ejemplar es 1812. No conozco otros ejemplares y creo que la obra ya no es de las que la Sociedad imprime y pone en circulación. De ahí el error, que confieso que perso­ nalmente me resulta adulador, aunque en sí mismo sea la­ mentable, del distinguido científico mencionado. Pero las Máximas del obispo Wilson merecerían circular como un libro religioso, no sólo en comparación con las carre­ tadas de basura que en la actualidad circulan con esa deno­ minación, sino por sí mismo e incluso en comparación con las demás obras del autor. Aventajan a las más conocidas Sa­ cra Privata en que las preparó para su propio uso, mientras que preparó las Sacra Privata para el uso público. Las M áxi­ mas no estaban pensadas para ser impresas y, por ese motivo, contienen, como una obra, sin duda, de emoción y poder más profundos —las Meditaciones de Marco Aurelio—, algo peculiarmente sincero y genuino. Algunos de los mejores pa­ sajes de las Máximas han pasado a las Sacra Privata. Sin em­ bargo, en las Máximas los encontramos como surgieron por primera vez y, si en las Sacra Privata el escritor suele hablar como miembro del clero, en las Máximas habla casi siem­ pre como un hombre. No estoy diciendo una sola palabra contra las SAcra Privata, por las que tengo el mayor respeto, pero las Máximas me siguen pareciendo un libro mejor y más edificante. Habrían de ser leídas, como joubert dice que ha­ bría que leer a Nicoíe, con un resuelto propósito práctico4. El lector dejará a un lado cosas que, por el paso del tiempo y el punto de vista distinto que el paso del tiempo inevita­ A Ainold dedicó a Joseph Joubert (1754-1824) uno de sus Essays in Criticism (1865) y recalcaría en sus cuadernos su idea de leer con un propósito práctico.

blemente trae consigo, ya no serán apropiadas para él, pero quedará lo suficiente para servir de ejemplo de lo mejor, tal vez, que nuestra nación y nuestra raza puedan llevar a cabo en el terreno de la escritura religiosa. El señor Michelet nos ha reprochado que, a pesar de todas las dudas sobre el verdadero autor de la Imitación, nadie haya soñado con atribuírselas a un inglés5. Es cierto que un inglés no habría podido escribir la Imitación; es difícil encontrar en nuestra naturaleza la delica­ deza religiosa y el profundo ascetismo de ese libro admirable. Serla más censurable para nosotros que, en poesía, que re­ quiere, no menos que la religión, una verdadera delicadeza de percepción espiritual, nuestra raza no hubiera llevado a cabo grandes cosas y que la Imitación, exquisita como es, no perte­ neciera, como he señalado en otra parte, a una clase de obras en las que se ha perdido el perfecto equilibrio de la naturaleza humana y que, por tanto, albergan, como producciones espi­ rituales, algo excesivo y morboso en sus contenidos y en su forma, algo que no es del todo sano. En una categoría infe­ rior a la de la Imitación, que despierta en nuestra naturaleza acordes menos poéticos y delicados, las Máximas del obispo Wüson son, como obra religiosa, mucho más sólidas. Al ar­ dor y la unción más sinceros, el obispo Wilson une, en las Máximas, la franca honradez y el sano sentido común que nuestra raza inglesa ha aplicado tan poderosamente a las im­ posibilidades divinas de la religión, con los cuales ha llevado la religión a la vida práctica y desempeñado su parte en la promoción del reino de Dios sobre la tierra. Con ardor y unción religiosa, como sabemos, se puede ser fanático; con honradez y sentido común se puede ser prosai­ co, y el fruto de la honradez y el sentido común unido al ardor y la unción suele ser con frecuencia una religión prosai­ ca defendida con fanatismo. La excelencia del obispo Wilson reside en un equilibrio de las cuatro cualidades en toda su plenitud y perfección, lo que hace imposible ese resultado adverso. Su unción es tan perfecta, tan felizmente vinculada a su sentido común, que se convierte en ternura y ferviente 5 Se trata de la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis (1380-1471), una de las obras predilectas de Arnold.

caridad. Su sentido común es tan perfecto, tan felizmente vinculado a su unción, que se convierte en moderación e in­ tuición. Aunque, en consecuencia, el tipo de religión que ex­ hibe en sus Máximas sea inglés, es de un tipo mucho más elevado que el alcanzado en general por los paisanos del obispo Wilson; sin embargo, siendo ingleses, podrían adquirirlo. Ter­ mino como empezaba, diciendo que la Sociedad para el Fo­ mento del Conocimiento Cristiano no debería permitir que una obra de esa clase estuviera agotada y fuera de la circulación. Paso ahora a las cuestiones examinadas en el siguiente en­ sayo. La finalidad del ensayo reside en recomendar la cultura como la gran ayuda en nuestras dificultas actuales: la cultu­ ra es la búsqueda de nuestra perfección completa y su medio es tratar de saber, en todas las cuestiones que más nos concier­ nen, lo mejor que se ha pensado y dicho en el mundo; me­ diante ese conocimiento, una corriente de pensamiento fres­ co y libre atravesará nuestra reserva de nociones y hábitos, que ahora aplicamos firme, pero mecánicamente, imaginan­ do en vano que hay un virtud en aplicarlos firmemente que resarce del error de aplicarlos mecánicamente. Ésa, y sólo ésa, es la finalidad del siguiente ensayo. [Vuelvo a decir aquí lo que he dicho en las páginas que siguen, que, por las faltas y debilidades de las personas que tratan con los libros, cierta noción de algo libresco, pedante y fútil ha quedado unida a la palabra cultura y que es una lástima que no podamos usar una palabra perfectamente libre de toda sombra de reproche. Sin embargo, por fútiles que sean tantas de las personas que tratan con los libros y por inútiles que los libros y la lectura se muestren para acercar a la perfección a quienes los usan, creo que, cuanto más vivimos, más habría de sorprendemos descu­ brir hasta qué punto, en nuestra sociedad actual, la solidez y el valor de la vida cotidiana del hombre dependen de que lea cada día y, aún más, de lo que lea. Quien se examine a sí mis­ mo se dará cuenta cada vez más de la diferencia que supone para él, al final de un día cualquiera, haberse dedicado a sus ocupaciones sin haber leído en absoluto y si, de haber leído algo, sólo han sido los periódicos. Esa es una cuestión que afecta a la experiencia y la conciencia personal de cada hom­ bre. Si un hombre sin libros ni lectura, o que sólo lee sus

cartas y los periódicos, mantiene, sin embargo, un fresco y li­ bre intercambio de su reserva de nociones y hábitos con los mejores pensamientos, tendrá cultura. Tendrá aquello por lo que apreciamos y recomendamos la cultura; tendrá lo que, en este momento, tratamos de que la cultura nos dé. Esa opera­ ción interior es la verdadera vida y esencia de la cultura según la concebimos. Sin embargo, no es fácil configurar nuestro discurso sobre la operación de la cultura de modo que evite­ mos el malentendido frecuente por el que la interioridad esencial de esa operación se pierde de vista.]6 La cultura que recomendamos es, sobre todo, una operación interior. Pero a menudo se supone que, cuando criticamos con ayu­ da de la cultura una u otra acción imperfecta, tenemos a la vista un conocido plan alternativo que nos gustaría ofrecer y recomendar. Debido, por ejemplo, a que señalamos libremen­ te los peligros e inconvenientes a los que se expone nuestra literatura en ausencia de un centro de gusto y autoridad como la Academia francesa, se dice constantemente que queremos introducir en Inglaterra una institución como la Academia francesa7. Expresamente hemos declarado que no queremos nada semejante, pero adviértase que precisamente nuestro culto a la maquinaria®, y a los actos externos, suscita esa acu­ sación y que la interioridad de la cultura nos permite captar, para advertirlas y remediarlas, las faltas a las que nos condu­ ce nuestra carencia de una academia, y, a la vez, nos impide confiar en un brazo carnal, como dicen los puritanos, y volar ciegamente hacia esa maquinaria externa de una academia para ayudarnos a nosotros mismos. Pues la cultura misma y el libre juego interior del pensamiento, que enseñan que la ausencia de una academia engendra y fortalece el estilo corin­ tio o los caprichos del Lenguaje Primordial9, nos enseñan 4 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. 7 Arnold dedicó un ensayo a «The Literaiy Influence o f Academies» en sus Essays tn Criticism (1865), donde insistiría en que la Academia podría corregir la tendencia al provincianismo de la literatura inglesa, s Machinety, en el original. Es uno de los términos clave de Arnold, al que opondría la cultura. 9 En «The Literary Influence o f Academies», Arnold había caracterizado el «estilo corintio» del periodismo contemporáneo y se había referido a The

también que ninguna academia, hasta donde es probable que llegáramos, podría remediarlo. Cualquiera que conozca las características de nuestra vida nacional, y las tendencias discu­ tidas plenamente en las páginas siguientes, sabrá exactamente lo que sería una academia inglesa. Podríamos tener una ima­ gen de la familia feliz con tanta claridad como si ya se hubiera constituido. Lord Stanhope, el deán de San Pablo, el obispo de Oxford, el señor Gladstone, el deán de Westminster, el se­ ñor Froude, el señor Henry Reeve, todo cuanto es influyente, consumado y distinguido, y luego, una hermosa mañana, una insatisfacción de la opinión pública respecto a esa brillante y selecta reunión, un aluvión de importantes artículos corintios y una irrupción del señor G. A. Sala10. Desde luego no es eso lo que nos vendría bien. Las mismas faltas, la ausencia de toda sensibilidad de conciencia intelectual, la incredulidad en la recta razón, el disgusto de la autoridad, que han impedi­ do que tengamos una academia y perjudicado nuestra literatu­ ra, nos impedirían también que constituyéramos una acade­ mia, si la estableciéramos, que las corrigiera. La cultura, que nos enseña las faltas que hay que corregir, también nos enseña eso. [Un malentendido parecido, de nuevo, ha llevado al señor Oscar Browning, profesor ayudante en Eton, a salir en defen­ sa de Eton en la Quarlerty Review, como si yo hubiera atacado a Eton, porque he dicho, en un libro sobre las escuelas extran­ jeras, que una persona podría preferir enseñar sus tres o cuatro horas al día sin mantener una casa de huéspedes, y que hay un gran peligro en preparar a muchachitos de ocho o diez años y hacerlos competir como un objeto de gran valor para sus padres y, además, que la producción y distribución de li­ bros de texto,en Inglaterra necesita que una autoridad compeOnt PrimevalLanguage (1851-1854), de Charles Forster, que Emest Renán ha­ bía ridiculizado en Francia a pesar del prestigio que aqué! tenía en Inglaterra. 10 Lord Stanhope (1805-1875), historiador y estadista; el deán Wilman. de San Pablo; Samuel Wilberforce (1805-1873), obispo de Oxford y de Winchester; Wílliam Ewart Gladstone (1809-1898), primer ministro liberal en la época en que Arnold escribió Cultura y anarquía; Arthur Penrhyn Stanley (1815-1881), deán de Westminster y biógrafo de Thomas Arnold; James Anthony Froude (1818-1894), historiador y ensayista; Henry Reeve (1813-1895), periodista y traductor de D e/a démocratk m Amérique de Alexis de Tocqueville; George Augustus Sala (1828-1896), periodista.

[So]

tente ios regule. El señor Oscar Browning nos da a entender que, en Eton, él y otros, con perfecta satisfacción pata sí mis­ mos y el público, combinan las funciones de enseñar y man­ tener una casa de huéspedes; que conoce a personas excelentes (ya podría, desde luego, pues me han dicho que uno de ellos es hermano suyo) que se dedican a preparar a los muchachitos para exámenes competitivos y que el resultado, probado en Eton, es perfectamente satisfactorio. En cuanto a los libros de texto, añade, por fin, que el doctor William Smith, el cultiva­ do y distinguido editor de la Quarterly Review, es, como se sabe, el compilador de muchos y meritorios libros de texto. Eso es lo que el señor Oscar Browning nos da a entender en la Quarterly Review, y es imposible no leer con placer lo que dice. ¿Qué podría dar un ejemplo mejor de esa franqueza y confianza viril en nosotros mismos que se supone que nues­ tras grandes escuelas públicas, ninguna de ellas tanto como Eton, inspiran, de esa boyante facilidad en erguir la cabe­ za, decir lo que opinamos y dejar de lado toda timidez y tor­ peza, que ver a un profesor ayudante de Eton ofreciéndose como prueba de que combinar el mantenimiento de una casa de huéspedes con la enseñanza es algo bueno y a su hermano como prueba de que adiestrar para una carrera de competi­ ción a muchachitos es algo bueno? Nada, y nos damos cuenta de que la franca confianza en sí mismo de Eton es contagiosa, pues ¿no se las ha arreglado el señor Oscar Browning para encender en el doctor William Smith (sin duda el más modes­ to de los hombres vivos, no adiestrado en Eton) el mismo espíritu y hacerle insertar, en su Review, un elogio exagerado, por así decirlo, de sus propios libros de texto, al declarar que son (lo son) muchos y meritorios? Sin embargo, el señor Os­ car Browning se equivoca al pensar que yo querría demoler Eton, y su repetición en defensa de Eton, con esa idea en la cabeza, del tono de su heroico ancestro, el Oscar de Malvina, según lo recuerda el poeta de la familia, Ossian, es innecesa­ ria. «El jabalí recorre sus tumbas, pero no turba su reposo. Aún aman el esparcimiento de su juventud y se elevan en el aire con gozo.» Lo que quería decir es que hay algo desagrada­ ble en unir el mantenimiento de una casa de huéspedes con la enseñanza, y peligros en preparar para exámenes competiti­

vos a muchachitos, y charlatanismo y extravagancia en la pro­ ducción y distribución de nuestros libros de texto, Pero si el señor Oscar Browning nos dice que, en su caso, se ha librado felizmente de todo eso, y en el caso de su hermano, y en el caso del doctor William Smith, entonces diré que eso era lo que deseaba y que espero que otras personas sigan su buen ejemplo. Sólo trato de que no permitamos que esas manchas persistan por negligencia, amor propio o falta de un apropia­ do autocxamen.j:1 Esa clase de malentendido que acabamos de señalar es natu­ ral, como hemos dicho; sin embargo, nuestra utilidad depen­ de de que seamos capaces de despejarlo y convencerá quienes mecánicamente ofrecen una reserva de nociones u operacio­ nes y, en consecuencia, se extravían, de que la tarea ola finali­ dad de la cultura no consisten en dar la victoria a un fetiche rival, sino en dirigir una corriente de pensamiento fresco y li­ bre hacia el asunto en cuestión. En un tema de interés más inmediato, precisamente ahora, que ninguno de los dos men­ cionados, prevalece el mismo malentendido y, hasta que se disipe, la cultura no podrá hacer nada bueno al respecto. Cuando criticamos la operación en curso para desmantelar la Iglesia irlandesa, no mediante el poder de la razón y la justicia, sino mediante el poder de la antipatía de los inconformistas protestantes, ingleses y escoceses a esas instituciones, se nos considera enemigos de los inconformistas, partidarios ciegos de la Iglesia anglicana12, con el único deseo de ayudar al clero !l Arnoid suprimió este pasaje en las ediciones de 1875 y posteriores. William Smith (1813-1893) fue editor de la conservadora Quarterly Revirn, en la que periódicamente se criticó a Arnoid. Oscar Browning (1837-1923) fue profesor en Eton y juzgó severamente la tarea de Arnoid como inspec­ tor de educación. Arnoid alude al poema Ossian de james MacPherson: Oscar es el hijo de Ossian y comparte con Browning cierto carácter preten­ cioso. 12 ... tbe Anglican Bstablhhmmt, «Establishment», en singular, significa la Iglesia anglicana por antonomasia. El Oxford English Dictionaiy define la palabra, en la actualidad, como «grupo social que ejerce autoridad o in­ fluencia y se resiste al cambio». Traducimos el término por «Iglesia» cuando Arnoid lo emplea en singular o para referirse a la Iglesia anglicana, y por «institución» o «instituciones» cuando lo emplea en plural o de manera ge­ nérica.

y perjudicar a ios disidentes. Debemos dedicar algo más que unas pocas palabras a mostrar lo erróneo de esa acusación, porque, si fuera cierta, estaríamos subvirtiendo nuestro propio propósito y haciendo trampas con la cultura que nos había­ mos propuesto recomendar. Desde luego, no somos enemigos de los inconformistas; por el contrario, buscamos su perfección. Pero la cultura, que es el estudio de la perfección, nos lleva, como hemos mostra­ do en las páginas siguientes, a concebir la verdadera perfec­ ción humana como una perfección armoniosa, que desarro­ lla todos los aspectos de nuestra humanidad y, como una perfección general, desarrolla todas las partes de nuestra socie­ dad. Si un miembro sufre, los demás miembros han de sufrir con él, y cuantos menos sean los que sigan el camino de la salvación, más difícil será encontrar ese camino. Aunque los inconformistas, sucesores y representantes de los purita­ nos que, como ellos, caminan firmemente gracias a la mejor luz que tienen a su disposición, forman una gran parte de cuanto es más fuerte y serio en esta nación y, en consecuen­ cia, atraen nuestro respeto e interés, todo cuanto, en lo que sigue, se dice sobre eí hebraísmo y el helenismo tiene como resultado principal mostrar que nuestros puritanos, antiguos y modernos, no han añadido a su desvelo por seguir firme­ mente la mejor luz que tengan a su disposición el desvelo por que esa luz no sea oscuridad, que han desarrollado un aspecto de su humanidad en detrimento de los otros y que, por tanto, se han convertido en personas incompletas y mu­ tiladas. No habiendo alcanzado la perfección armoniosa, no pueden seguir el verdadero camino de la salvación. En con­ secuencia, ese camino es más difícil de encontrar para los demás, la perfección general queda fuera de nuestro alcance y los inconformistas aumentan la confusión y perplejidad en que nuestra sociedad se afana, en lugar de reducirla. Aunque alabamos y estimamos el celo de los inconformistas por se­ guir firmemente la mejor luz que tienen a su disposición y deseamos no apartamos un ápice de ella, querríamos añadir lo que llamamos dulzura y luz, y desarrollar toda su humani­ dad de una manera perfecta. Eso no implica ser enemigo de los inconformistas.

Pero ahora, con esas ideas en la cabeza, llegamos a la opera­ ción para desmantelar la Iglesia irlandesa mediante el poder de la antipatía de los inconformistas a las instituciones y dotacio­ nes religiosas. Vemos a estadistas liberales, para cuyos propósi­ tos esa antipatía resulta conveniente, adularlos todo cuanto pueden, diciendo que, aunque no tienen la intención de poner las manos en una institución eficiente y popular, como la Igle­ sia anglicana en Inglaterra, sin embargo, en abstracto es apro­ piado y bueno que la religión dependa del apoyo voluntario de sus promotores y gane así en energía e independencia. El señor Gladstone no tiene palabras suficientemente fuertes pa­ ra expresar su admiración por el rechazo de la ayuda del Esta­ do en el caso de los católicos romanos irlandeses, a los que nunca se les ha pedido en serio que la acepten y que susci­ tarían una situación bastante embarazosa si la pidieran. Vemos a políticos filosóficos con habilidad para seguir la corriente [como el señor Baxter o el señor Buxton]13, y a teólogos filosó­ ficos con la misma habilidad [como el deán de Canterbury]14, que tratan de darle un gran sello de generalidad y solemnidad a esa antipatía de los inconformistas y vestirla como una ley del progreso humano en el futuro. Desde luego, no hay nada más agradable que seguir la corriente y, si pudiéramos, intenta­ ríamos tomar parte alegremente, a nuestra manera no sistemá­ tica, en tareas tan filosóficas y populares15. Pero hemos fijado en nuestra opinión que lo que los inconformistas necesitan es un desarrollo más pleno y armonioso de su humanidad y que la estrechez, la unilateralidad y un carácter incompleto es lo que más deben padecer. En una palabra, abundan en lo que llamaremos provincianismo y se quedan cortos en lo que po­ dríamos Uarñar totalidad. 13 Arnold suprimió este pasaje en Ja edición de 1875 y posteriores. William Baxter y Charles Buxton eran miembros del Parlamento y promo­ tores del desmantelamiento de la Iglesia irlandesa. M Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. Ei deán de Canterbury era Henry Alford, adversario de los inconformistas. 15 En la edición de 1869, Arnold había escrito: «Desdé luego, no hay nada más agradable que seguir la corriente y, si pudiéramos, intentaríamos ayudar alegremente, a nuestra manera no sistemática, al señor Baxter, a! se­ ñor Charles Buxton y al deán de Canterbury en tareas tan filosóficas y po­ pulares».

Se quedan más cortos que los miembros de las institucio­ nes. Las grandes obras con las que, no sólo en literatura, arte y ciencia en general, sino en la propia religión, el espíritu huma­ no ha puesto de manifiesto su acercamiento a la totalidad y a una perfección plena y armoniosa, y con las cuales ha estimu­ lado y contribuido a la perfección general del mundo, no pro­ vienen de los inconformistas, sino de quienes pertenecen a las instituciones o se han educado en ellas. Un ministro inconformista, el reverendo Edward White, que ha escrito un panfleto moderado y bien argumentado contra las instituciones ecle­ siásticas, dice que «las comunidades sin dotación y no institui­ das de Inglaterra ejercen una influencia plena, tan moral y ennoblecedora sobre la conducta de los estadistas como la de la Iglesia establecida y dotada»16. Eso depende de lo que quera­ mos decir con influencia moral y ennoblecedora. El creyente en la organización tal vez piense que lograr un gobierno que derogue las tasas eclesiásticas o legalice el matrimonio con la hermana de la esposa difunta ejercerá una influencia moral y ennoblecedora sobre el gobierno. Pero un amante de la perfec­ ción, que busca en la madurez interior las verdaderas fuentes de la conducta, pensará seguramente que, igual que Shakes­ peare ha hecho más por la madurez interior de nuestros esta­ distas que el doctor Watts y, por tanto, ha hecho más por mo­ ralizarlos y ennoblecerlos, una institución que ha producido a Hooker, Barrow, Butler, ha hecho más por moralizar y enno­ blecer a los estadistas ingleses y su conducta que las comunida­ des que han producido teólogos inconformistas. Las personas más productivas del puritanismo e inconformismo inglés se han educado bajo el palio de la Iglesia: Milton, Baxter, Wesley. Una o dos generaciones fuera de la Iglesia y el puritanismo ya no da a nadie de rango nacional. Con la misma doctrina y disciplina, Escocia ha dado personas de rango nacional, pero en una Iglesia. Con la misma doctrina y disciplina, Alemania, Suiza y Francia han dado personas de rango nacional e incluso europeo, pero en las instituciones. Sólo dos disciplinas religio­ sas parecen exentas, o relativamente exentas, de la operación 6 Edward "White (1819-1898), con quien Arnold mantuvo correspon­ dencia a propósito de los inconformistas.

de la ley que parece prohibir la preparación de personas de la más elevada significación espiritual fuera de las Iglesias nacio­ nales. Son los católicos romanos y los judíos. Ambos descan­ san en instituciones que, aunque no sean nacionales, son cos­ mopolitas, y, tal vez en este caso, lo que el individuo no pierde con esas condiciones de su preparación, lo pierdan el ciudada­ no y el Estado del que es ciudadano. ¿Cuál puede ser, entonces, la razón del innegable provin­ cianismo de los puritanos ingleses y los inconformistas pro­ testantes [un provincianismo que tiene dos tipos principales, uno amargo y otro pulido, aunque en ambos sea vulgar y amenace la plena perfección de nuestra humanidad]I7? Hom­ bres de genio y carácter han nacido y se han educado en ese medio como en cualquier otro. Esos hombres estarán siempre relativamente libres de las faltas de las masas y suscitarán siem­ pre nuestro interés; sin embargo, en ese medio parecen tener una especial dificultad en atravesar lo que los limita y desarro­ llar su totalidad. Seguramente la razón es que el inconformis­ ta no está en contacto con la corriente principal de la vida nacional, como lo está el miembro de una institución. En una cuestión tan profunda y vital como la religión, esa separación de la corriente principal de la vida nacional tiene una impor­ tancia peculiar. En el siguiente ensayo hemos discutido en profundidad nuestra tendencia a lo que llamamos hebraizar, es decir, a sacrificar todos los aspectos de nuestro ser al religio­ so. Esa tendencia tiene su causa en la belleza divina y en la grandeza de la religión, y aporta un afectuoso testimonio de ambas. Pero hemos visto que entraña peligros para nosotros, hemos visto que conduce a un crecimiento estrecho y sesgado de nuestro propio aspecto religioso y a un fracaso en la perfec­ ción. Si tendemos a hebraizar incluso en una institución, con la corriente principal de la vida nacional fluyendo a nuestro alrededor y recordándonos de todas las maneras la variedad y plenitud de la existencia humana— mediante una Iglesia que es histórica como lo es el Estado mismo, y cuyo orden, cere­ monias y monumentos superan, como los del Estado, nues­ tras fantasías y recursos, y mediante instituciones como las 17 Arnoid suprimió este pasaje en Ja edición de 1875 y posteriores.

universidades, formadas para defender y promover la cultura y el desarrollo multilateral que al hebraizar corremos el peli­ gro de olvidar-—, mucho más tenderemos a hacerlo cuando carezcamos de esas prevenciones. Podríamos decir que ser educado como miembro de una Iglesia nacional es en sí mis­ mo una lección de moderación religiosa y una ayuda para la cultura y la perfección armoniosa. En lugar de batallar por sus formas personales de expresar lo inexpresable y definir lo in­ definible, un hombre adoptará las más recomendables para la vida religiosa de su nación, y mientras esté seguro de que el aspecto religioso de su naturaleza encontrará satisfacción con esas formas, tendrá tiempo y calma para satisfacer otros aspec­ tos de su naturaleza. ¡Qué diferencia con una comunidad inconformista o cuya religión se ha hecho a sí misma! Las eigenegrosse Etfindungen del sectario, como las llama Goethe, los valiosos descubri­ mientos de cada uno de ellos y de sus amigos para expresar lo inexpresable y definir lo indefinible de una forma peculiar, les ocuparán por entero en la medida en que lo han escogido así y son personalmente responsables de ello. El sectario está ce­ loso por batallar por ellos y afirmarlos, pues al afirmarlos se afirma a sí mismo, algo que a todos nos gusta. Otros aspectos de su ser quedan descuidados, porque la condición de autoafirmación y desafío que ha escogido para sí mismo ha con­ vertido el aspecto religioso, que en todos los hombres serios tiende a predominar sobre los demás aspectos espirituales, en algo absorbente y tiránico. Confunde lo que no es esencial en la religión con lo esencial, y estará dispuesto a hacerlo mil veces porque lo ha escogido para sí mismo. Todo eso apenas le deja tiempo o inclinación para la cultura, para la que, por otra parte, carece de otras instituciones que no sean las suyas que lo inviten, como las universidades relacionadas con la Iglesia nacional, y sólo cuenta con instituciones que, como el orden y la disciplina de su religión, ha inventado para sí mis­ mo, como hemos visto, bajo la influencia de las estrechas y tiránicas nociones de religión que preconiza. Mientras que una institución nacional de la religión favorece la totalidad, las formas clandestinas de religión (para usar un expresivo tér­ mino popular) favorecen inevitablemente el provincianismo.

Pero los inconformistas, y muchos de nuestros amigos libe­ rales con ellos, tienen un plan plausible para librarse de ese provincianismo, si es que existe, lo que difícilmente podrían negar, «¡Subamos todos al mismo barco —gritan— , abrid las universidades a todos y que no haya ninguna institución reli­ giosa!» Abriremos las universidades por todos los medios, pero, en lo que concierne al segundo punto sobre las institu­ ciones, examinemos detenidamente la proposición. A prime­ ra vista se parece a aquella proposición del zorro que había perdido su cola de que todos los zorros estuvieran en e! mis­ mo caso mediante un corte general de colas, y ya sabemos que los moralistas han decidido que lo correcto no era adop­ tar esa plausible sugerencia, y cortarles las colas a todos, sino dejar que los demás zorros conservaran las suyas y que el zorro sin cola consiguiera una. Podemos inclinarnos a sugerir que, para curar el mal del provincianismo de los inconformis­ tas, lo correcto no será que nos volvamos todos provincianos. Sin embargo, tal vez no nos volvamos provincianos. El se­ ñor White dice que, probablemente, «cuando todas las bue­ nas personas se encuentren en condiciones de igualdad reli­ giosa y toda la complicada iniquidad de la influencia política del gobierno eclesiástico se haya despejado, la acción de los estadistas recibirá una influencia más moral y ennoblecedora que nunca». Tenemos un ejemplo de igualdad religiosa en nuestras colo­ nias. «En las colonias — dice el Times— vemos comunidades religiosas fuera del control del Estado y al Estado aliviado de una de las responsabilidades más controvertidas e irritantes.» Pero América es el gran ejemplo que alegan quienes están en contra de laí instituciones religiosas. Nuestro tema, en este momento, es la influencia de las instituciones religiosas sobre la cultura, y hemos de advertir que el señor Bright, que últi­ mamente, como es sabido, se ha convertido en representante, sobre todo en su condición de defensor de la razón y de la simple verdad natural de las cosas, y en su conducta como promotor del crecimiento de la inteligencia, de los propósitos de la cultura, ha captado lo esencial de nuestro tema en un discurso en Birmingham sobre la educación en el que dijo: «Creo que el pueblo de los Estados Unidos ha ofrecido al

mundo una instrucción más valiosa durante los últimos cua­ renta años que toda Europa junta»18. América, sin institucio­ nes religiosas, parece ir por delante de todos nosotros, incluso en la luz y las cosas de la mente19. Por otra parte, otro amigo de la razón y de la simple verdad natural de las cosas, el señor Renán, dice de América, en un libro que ha publicado recientemente, algo que entra en con­ flicto violentamente con lo que dice el señor Bright. El señor Bright afirma que los Estados Unidos no sólo han instruido a Europa, sino que lo han hecho sin un gran aparato de ense­ ñanza superior y científica, mediante la fuerza de todas las clases en América, «suficientemente educadas para ser capaces de leer y comprender y pensar, y mantengo que ése es el fun­ damento de todo progreso posterior». Entonces llega el señor Renán y dice: «La instrucción sólida de un pueblo es el efecto de la alta cultura de ciertas clases. Los pakes que, como l'os Esta­ dos Unidos, han creado una enseñanza considerablemente, popular sin una instrucción superior seria, tendrán que expiar durante mucho tiempo esa falta con su mediocridad intelectual, su vulgaridad de costumbres, su espíritu supetficialy sufalta de inteligenciageneral»10. ¿A cuál de estos dos amigos de la luz hemos de creer?21 El señor Renán parece tener más a la vista lo que nosotros mis­ mos queremos decir con cultura, pues el señor Bright está siempre pendiente de lo que llama «un recomendable interés» en política y en las agitaciones políticas. Como dijo el otro día en Birmingham: «En este momento — de hecho, diría que 18 John Bright (1811-1889), cuáquero y político radical, miembro del Parlamento y defensor de casi todas las causas reformistas en Inglaterra du­ rante el siglo XIX. 19 En 3a edición de 1869, Arnoid había escrito: «América, sin institucio­ nes religiosas, parece ir por delante de todos nosotros en cultura totalidad, y ésos son los remedios del provincianismo». 20 «Les pays qui, comme íes États-Unis, ont créé un enseígnement populaire considerable sans instruction supérieure sérieuse, expieront iongtemps encore cette faute par leur médiocrité intellectuelle, leur grossiéreté de moeura, leur esprit superficiel, leur manque d’intelligence générale». [Cursi­ va y nota de Arnoid]. Ernest Renán (1823-1892), teólogo, historiador y filó­ sofo francés, con quien Arnoid mantendría una relación de admiración y reserva. 21 En la edición de 1869, Arnoid había escrito: «¿A cuál de estos dos amigos de la cultura hemos de creer?».

[Sí>]

en cualquier momento en la historia de un país libre—, no hay nada tan digno de discutir como la política». Con todos los poderes de su noble oratoria, repite la vieja historia de que a la previsión e inteligencia de la gente de las grandes ciudades debemos todos los adelantos de los últimos treinta años, y que esos adelantos han consistido hasta ahora en la reforma parlamentaria, el librecambio y la abolición de las tasas ecle­ siásticas, y que ahora habrán de consistir en librarnos de los miembros de la minoría y en introducir una mesa de desayu­ no gratis y abolir la Iglesia irlandesa mediante el poder de la antipatía de los inconformistas a las instituciones, y muchas más cosas por el estilo. Aunque nuestro pauperismo e igno­ rancia, y todas las cuestiones llamadas sociales, parecen estar imponiéndose a sus consideraciones, sigue glorificando las grandes ciudades, a los liberales y sus operaciones de los últi­ mos treinta años. No parece habérsele ocurrido que el agitado estado de nuestra vida social tenga algo que ver con los trein­ ta años de ciego culto de sus panaceas y las de nuestros ami­ gos liberales, ni que todo ello suscite algunas dudas sobre la suficiencia de ese culto. Por el contrario, el señor Bright pien­ sa que lo que falta se debe a la estupidez de los Caries y que la previsión e inteligencia de las grandes ciudades, y la continui­ dad gloriosa de las operaciones políticas de los liberales, lo remediarán como antes o se remediará solo. Ya vemos a lo que se refiere el señor Bright con previsión e inteligencia y de qué modo, en su opinión, prosperaremos con ellas. Sinduda, en América todas las clases leen su periódico y tienen un recomendable interés en política, más que aquí o en nin­ gún otro lugar de Europa. Pero en el ensayo que sigue hemos tenido que dudar de la suficiencia de toda esa operación política, mantenida mecáni­ camente como la mantiene nuestra raza, y hemos descubierto que la inteligencia general, como la llama el señor Renán, o, como decimos nosotros, la atención a la razón de las cosas22, es precisamente de lo que carecemos, y carecemos de ella por­ 22 En la edición de 1869, Arnold había escrito: «o, como decimos noso­ tros, la referencia de todo nuestro obrar a una firme ley inteligible de las cosas».

que adoramos devotamente nuestra maquinaria. En conse­ cuencia, concluimos que el señor Renán, más que el señor Bright, quiere decir con razón e inteligencia lo mismo que nosotros. Cuando el señor Renán dice que América, el hogar escogido de ios periódicos y la política, carece de inteligencia general, pensamos que es probable, dadas las circunstan­ cias del caso, que sea así y que, en las cosas de la mente, en cultura y totalidad, América, en lugar de superarnos, se quede corta. Para mantener nuestro punto de vista sobre la influencia de las instituciones religiosas en la cultura y un elevado desarro­ llo de nuestra humanidad, seguramente encontraremos razo­ nes por las cuales, a pesar de su energía y hermosos dones, América no muestra más señales de ese desarrollo ni más pro­ mesas al respecto. En el ensayo siguiente se verá que nuestra sociedad se distribuye entre bárbaros, filisteos y populacho, y América está como nosotros, con los bárbaros fuera y el po­ pulacho cerca. Eso deja a los filisteos como el gran cuerpo de la nación, una clase de filisteos más vivaz que la nuestra, sin el apremio y el falso ideal de los bárbaros y entregada a sí mis­ ma y a todo su empuje. Como hemos descubierto que la par­ te más fuerte y vital del filisteísmo inglés residía en la clase media puritana y hebraizante, y que ese hebraísmo lo apar­ taba de la cultura y la totalidad, es notorio que el pueblo de los Estados Unidos surge de esa clase y reproduce sus tenden­ cias, su estrecha concepción del alcance espiritual del hombre y de lo único necesario. De Maine a Florida y vuelta, toda América hebraíza. Aunque es difícil hablar de un pueblo sólo por lo que leemos, creo que podemos decirlo sin demasiado temor a la contradicción. Quiero decir que, cuando en los Estados Unidos el aspecto espiritual de! hombre se despierta, generalmente es el aspecto religioso de un modo estrecho. Los reformadores sociales acuden a Moisés o san Pablo en busca de sus doctrinas, y no conciben que se pueda ir a otro sitio; los jóvenes más serios, en las escuelas y universidades, en lugar de concebir la salvación como una perfección armo­ niosa que haya de ganarse mediante el cultivo sin reservas de muchos aspectos en nosotros, la conciben a la vieja manera puritana y vuelan ardientemente hacia los viejos y falsos mo[fli]

dos de esa costumbre, como sabemos muy bien y como el señor Hammond, el revivalista americano, nos ha refrescado la memoria en el Tabernáculo del señor Spurgeon23. Si América hebraíza más que Inglaterra o Alemania, ¿habrá alguien que niegue que la ausencia de instituciones religiosas tiene mucho que ver con todo ello? Hemos visto que las ins­ tituciones tienden a darnos un sentido de la vida histórica deí espíritu humano, fuera y más allá de nuestras fantasías y sen­ timientos; que tienden a sugerir nuevos aspectos y simpatías para que los cultivemos; que, además, al salvarnos de tener que inventar y luchar por nuestras propias formas de religión, nos dan tiempo y calma para afianzar nuestra perspectiva de la religión —el más preponderante de los objetos, igual que el mayor— e incrementan nuestras nociones más rudas de lo único necesario. Pero, en un pueblo serio, donde cada uno tie­ ne que escoger y afanarse por su propio orden y disciplina religiosos, la contienda sobre esas cuestiones no esenciales ocupa sus pensamientos. Sus primeras y rudas nociones sobre lo único necesario no se purifican y ocupan todo cuanto de espiritual hay en el hombre, y luego, convirtiéndolo en soledad, lo llaman paz celestial. Recuerdo a un obrero inconformista, en una ciudad de los condados de las Midlands, que me dijo que cuando liego allí por primera vez, años atrás, no había disidentes, pero él había abierto una capilla independiente y ahora la Iglesia y la disi­ dencia estaban divididas por igual, con agudas luchas entre sí. Le dije que me parecía una lástima. «¿Una lástima? — repli­ có— . ¡En absoluto! ¡Piense sólo en el celo y en la actividad que la colisión procura!» «Ah, pero, mi querido amigo — le contesté—, ¡piense sólo en el sinsentido que ahora de­ fiende tan firmemente y que nunca habría defendido si no hubiera estado contradiciendo a su adversario durante todos estos años!» Cuanto más seria es la gente, y más destacado el aspecto religioso, mayor es el peligro de ese aspecto, puesto a escoger formas por sí mismo y a luchar por la existencia, que 13 El Metropolitan Tabernacle se construyó en 1861 para las predicacio­ nes de Charles Haddon Spurgeon (1834-1892), y allí pronunciaría sus ser­ mones Edward Payson Hammond en 1868.

se extiende y disemina hasta que devora los demás aspectos espirituales, intercepta y absorbe todo el alimento que habría debido nutrirlos y deja al hebraísmo rampante en nosotros y erradica el helenismo. La cultura, y la perfección armoniosa de todo nuestro ser, y lo que llamamos totalidad, se convierten entonces en cues­ tiones secundarias. Incluso las instituciones que deberían desarrollarlas adoptan la misma perspectiva estrecha y parcial de la humanidad y de sus necesidades de las comunidades li­ bres. Igual que las iglesias libres del señor Beecher o del her­ mano Noyes, con su provincianismo y falta de centralidad, no logran más que hebraizantes en religión, y no hombres perfectos, la universidad del señor Ezra Cornell, realmente un noble monumento de su munificencia, parece descansar en un equívoco de lo que es verdaderamente la cultura y haber sido calculada para producir mineros, ingenieros o arquitec­ tos, no dulzura ni luz24. En consecuencia, cuando el señor White plantea la misma pregunta sobre América que ha planteado sobre Inglaterra y quiere saber si, en ausencia de instituciones religiosas, no se habrá hecho en América tanto por una vida nacional superior como se ha hecho por esa vida aquí, respondemos de la mis­ ma manera que antes, que no se ha hecho tanto. Porque capa­ citar e incitar a la gente para que lea su Biblia y los periódicos y obtenga un conocimiento práctico de sus asuntos no sirve a la vida espiritual superior de una nación tanto como la cultu­ ra, verdaderamente concebida, y de una verdadera concep­ ción de la cultura es, precisamente, como muestran las pala­ bras del señor Renán, de lo que carece América. A los muchos que piensan que la espiritualidad25, la dulzu­ ra y la luz son claros de luna, esto no les importará demasia­ do, pero para nosotros, que las valoramos y pensamos que buena parte de nuestro desasosiego se debe a su falta, supone 24 Heniy Ward Beecher (1813-1887) yjohn Humphrey Noyes (1811-1886), predicadores y reformistas americanos a quienes Arnold consideraría «bár­ baros». Ezra Cornell (1807-1874) fundó la universidad que lleva su nombre en 1868. 25 En la edición de 1869, Arnold había escrito «cultura» en lugar de ('es­ piritualidad».

mucho. No sólo decimos que los inconformistas han ganado en provincianismo y perdido en totalidad por falta de una institución religiosa, sino que decimos que el ejemplo mismo que aducen en apoyo de su causa se vuelve en su contra y que, cuando nos muestran triunfalmente a América sin ins­ tituciones religiosas, sólo nos muestran a toda una nación tocada, en medio de su grandeza y sus promesas, por el pro­ vincianismo que nos proponemos extirpar en los inconfor­ mistas ingleses. Pondremos de relieve el desinterés que la cultura nos ense­ ña. Hemos visto la estrechez que el puritanismo genera con su organización clandestina y nos proponemos remediarlo po­ niendo al puritanismo en contacto con la corriente principal de la vida nacional. Estamos completamente de acuerdo con el deán de Westminster; de hecho, él y nosotros hemos sido adiestrados en la misma escuela para señalar la estrechez del puritanismo y para querer remediarla. Pero él y otros parecen estar simplemente dispuestos a darle a la Iglesia anglicana el carácter más latitudinario posible, valiéndose con ese propó­ sito de la diversidad de tendencias y doctrinas que, sin duda, existen en los formularios anglicanos, para decirles a los puri­ tanos: «Venid todos a esta Iglesia anglicana liberal men te con­ cebida». Pero decir esto implica no tener en cuenta lo sufi­ ciente el curso de la historia o la fuerza de los sentimientos humanos en lo que concierne a la religión ni la seriedad que puede dárseles a los asuntos de orden religioso y disciplina. Cuando el señor White habla de despejar «la complicada ini­ quidad de la influencia política del gobierno eclesiástico», usa un lenguaje impuesto por su posición, pero carente de verda­ dera solide^. Pero cuando habla de las comunidades religiosas «que durante trescientos años han luchado por el poder de la congregación para manejar sus propios asuntos», entonces habla de historia, y su lenguaje esconde, en mi opinión, he­ chos que vuelven ilusorio el latitudinarismo de los miembros más eminentes de nuestra Iglesia. Desde luego, la cultura nunca nos hará pensar que resulte un ingrediente esencial de la religión contar en nuestra disci­ plina eclesiástica con «una autoridad popular de los ancia­ nos», como Hooker la llama, o tener una jurisdicción episco­

pal. El propio Hooker no creyó que fuera esencial, pues en la dedicatoria de su Política eclesiástica, al referirse a las cuestiones de disciplina eclesiástica que habían motivado su gran obra, dice que, «en realidad, son en su mayoría tan nimias que ape­ nas merecen discutirse con seriedad». La gran obra de Hooker contra los impugnadores del orden y la disciplina de la Iglesia de Inglaterra no fue escrita (algo que muchos que la lean no captarán con claridad) porque el episcopalismo fuera esen­ cial, sino porque sus impugnadores defendían que el presbite rianisrao era esencial y el episcopalismo pecaminoso. Ni uno ni otro son esenciales o pecaminosos, y podrían decirse mu­ chas cosas a favor de ambos. Pero lo que resulta importante señalar es que ambosformaron parte de la Iglesia de Inglaterra du­ rante la Reforma, y que el presbiterianismo fue expulsado gra­ dualmente. Hemos mencionado a Hooker, y nada ilustraría mejor lo que hemos afirmado que el siguiente incidente en la propia carrera de Hooker, que habrá leído cualquiera, pues aparece en la Vida de Hooker de Isaac Walton, pero cuyo signi­ ficado, probablemente, sólo habrán captado muy pocos de quienes lo hayan leído. Hooker fue nombrado en 1585, mediante la influencia del arzobispo Whitgift, director del Temple, pero antes se había puesto gran empeño en que obtuviera la plaza el señor Walter Travers, muy conocido entonces, aunque ahora sólo el nom­ bre de Hooker conserva el suyo. Ese Travers era lector vesper­ tino en el Temple. El director cuya muerte produjo la vacante, Alves, recomendó en su lecho de muerte a Travers como suce­ sor. La Sociedad era favorable a Travers y tenía el respaldo del lord del Tesoro, Burghley. Aunque Hooker fue nombrado para el cargo, Travers siguió siendo lector vespertino y comba­ tía por la tarde la doctrina que Hooker predicaba por la maña­ na. Ahora bien, ese Travers, originalmente miembro del Trinity College de Cambridge, luego lector vespertino en el Temple, recomendado como director por el anterior director, cuyas opiniones se decía que compartía, apoyado por la So­ ciedad del Temple y respaldado por el primer ministro, ese Travers no era en absoluto un clérigo ordenado episcopal­ mente. Era presbiteriano, partidario de la disciplina eclesiásti­ ca de Ginebra, como entonces se llamaba, y «había tomado

las órdenes —dice Walton— de los presbíteros de Amberes». Waíton alude a sus órdenes en otra parte de una manera aún más completa: «Había repudiado —dice— la Iglesia y el epis­ copado ingleses y se había marchado a Ginebra, y luego a Amberes, para ser ordenado ministro, como lo fue por Víllers y Cartwright y otros dirigentes de aquella congregación, de modo que regresó confirmado en la disciplina». Villers y Cart­ wright son, de forma parecida, ejemplos de presbiterianismo en la Iglesia de Inglaterra, lo que era bastante corriente en aquella época. Pero tal vez nada pueda damos una sensación más vivida de su presencia que la historia de Travers, que es como si el señor Binney fuera ahora lector vespertino en Lincoln Inn o en el Temple, candidato apoyado por los deca­ nos del colegio de abogados y por el primer ministro, y que­ dara excluido accidentalmente por el hecho de que la influen­ cia del arzobispo de Canterbury en la reina favoreciera a un candidato rival. El presbiterianismo, con su principio popular del poder de la congregación en el manejo de sus asuntos, fue expulsa­ do de la Iglesia de Inglaterra, y hombres como Travers ya no pueden aparecer en sus pulpitos. Tal vez si un gobierno como el de Isabel, con estadistas seculares como los Cecil y estadistas eclesiásticos como los Whitgift, hubiera podido mantenerse, el presbiterianismo habría sido absorbido, con una sabia mezcla de concesión y firmeza, por la Iglesia. Lord Bolingbroke, un testigo clarividente e imparcial en estas cues­ tiones, dice en una obra muy poco leída, sus Observaciones sobre la historia- de Inglaterra: «Las medidas aplicadas y el tono observado en la época de la reina Isabel tendían a reducir la oposición religiosa mediante un progreso lento y suave y, por esa misma razón, efectivo. Había incluso motivos para espe­ rar que, cuando el primer ardor del celo de los disidentes hu­ biera pasado, quienes no estuvieran intoxicados por el fanatis­ mo aceptarían en términos razonables la unión con la Iglesia anglicana. Eran partidarios del orden, aunque discutieran al respecto. Si esos partidarios de la disciplina de Calvino se hubieran incorporado a la Iglesia anglicana, el resto de secta­ rios apenas habría tenido importancia, ni por el número ni por su reputación, y los mismos medios que resultaban ade­

cuados para ganarse a esos partidarios eran los más efectivos para impedir su crecimiento y al mismo tiempo el de otros sectarios». El tono y el mal juicio de los Estuardo hicieron naufragar esa política. Sin embargo, refiriéndose incluso a la época de los Estuardo, aunque a su primera época, Clarendon dice que, si el obispo Andrewes hubiera sucedido a Bancroft etvCanterbury, el desafecto de los separatistas se habría con­ tenido y remediado. No ocurrió así y el presbiterianismo, tras ejercer durante años la ley del más fuerte, sufrió en sí mismo esa ley durante el reinado de Carlos II y acabó por ser aparta­ do de la Iglesia de Inglaterra215. Ahora bien, los puntos en litigio entre el presbiterianismo y el episcopalismo sobre la disciplina eclesiástica no son, como hemos dicho, lo esencial. Probablemente habrían po­ dido resolverse en un sentido mayoritariamente favorable al episcopalismo. Hooker pudo estar en lo cierto al pensar que, en su tiempo, fueron las circunstancias las que hicie­ ron que fuera esencial que se resolvieran en ese sentido, aun­ que los puntos en sí mismos no fueran esenciales. Pero por el hecho mismo de que no quedaron resueltos, de que la ruptura se produjo y se ha ampliado, y de que los inconfor­ mistas no se incorporaron amistosamente a la Iglesia, sino que fueron violentamente apartados de ella, las circunstan­ cias se han alterado ahora por completo. Isaac Walton, un ferviente hombre de Iglesia, se queja de que «los principios de los inconformistas crecieron hasta tal punto y se exten­ dieron con tal osadía que, además de la pérdida de vida y de miembros, la Iglesia y el Estado se vieron forzados a usar una severidad que no admitía otra excusa que impedir la confusión y las peligrosas consecuencias de todo ello». Pero esa severidad hizo imposible la unión sobre una base episcopaliana. Además, el presbiterianismo, la autoridad popular de los ancianos y el poder de la congregación en el mane­ jo de sus asuntos tienen tal garantía conferida por la Escritu26 Todos estos pasajes aluden a las controversias teológicas (y políticas) que habían llevado al anglicanismo a una situación de repulsa entre los movimientos reformistas contemporáneos de Arnoid. Lo esencial es que Arnoid respalda la orientación anglicana.

ra y el proceder de las primitivas Iglesias cristianas, son tan conformes al espíritu del protestantismo que propició la Re­ forma y que tiene gran vigor en este país, son tan predomi­ nantes en la práctica de otras Iglesias reformadas, fueron tan fuertes en la original Iglesia reformada de Inglaterra, que no podemos evitar la duda de si toda solución que los suprimie­ ra podría ser permanente y si no reaparecerían una y otra vez para causar disensión. Si la cultura es un intento desinteresado por alcanzar la perfección humana, ¿no hará que queramos remediar el pro­ vincianismo de los inconformistas sin volver provincianos a los miembros de la Iglesia, permitiendo que su disciplina eclesiástica popular, presente desde antiguo en la Iglesia na­ cional y aún presente en los afectos y prácticas de buena parte de la nación, reaparezca una vez más en la Iglesia nacio­ nal, y procurar así el contacto de los inconformistas, como lo tuvieron sus grandes padres, con la corriente principal de la vida nacional? ¿Por qué no habría de establecerse una Iglesia presbiteriana basada en ese principio considerable e impor­ tante, aunque no esencial, de la participación de la congrega­ ción en eí manejo de los asuntos eclesiásticos — con el mis­ mo rango para sus jefes que el de los jefes del episcopado y la admisión de sus ministros en los beneficios, de acuerdo con un sistema revisado de la influencia política y la preferen­ cia—, codo con codo con la Iglesia episcopal, igual que las Iglesias calvinistas y luteranas lo están en Francia y Alema­ nia? Esa Iglesia presbiteriana uniría los cuerpos principales de protestantes que ahora son separatistas, y la separación dejaría de ser la ley de su orden religioso. Mediante esa con­ cesión en uh punto considerablemente controvertido, la in­ terminable disociación en iglesias clandestinas por puntos considerablemente controvertidos, que prevalecerá mien­ tras el separatismo sea la primera ley de una existencia religio­ sa inconformista, será puesta a prueba. La cultura encontra­ ría entonces un lugar entre los seguidores ingleses de la autoridad popular de los mayores, como hace tiempo lo en­ contró entredós seguidores de la jurisdicción episcopal, algo que obtendríamos sólo con reconocer, regularizar y restaurar un elemento que apareció una vez en la Iglesia nacional re­

formada y que es lo suficientemente considerable y nacional para exigir su conservación. Hasta tal punto la cultura está lejos de volvernos injustos con los inconformistas, al prohibirnos adorar sus fetiches, que incluso propone que hagamos más de lo que ellos mismos se atreven a exigir. Nos lleva también a respetar lo que hay de sólido y respetable en sus convicciones [mientras sus amigos latitudinarios lo iluminan]27. No es que las formas con las que el espíritu humano ha tratado de expresar lo inexpresable, o las formas con las que el hombre trata de adorar tengan o puedan tener, como se ha dicho, para el seguidor de la perfec­ ción, algo de necesario o eterno. Aunque el Nuevo Testamen­ to y la práctica de los cristianos primitivos sancionaran la for­ ma popular del gobierno eclesiástico de un modo mil veces más expreso que el suyo, aunque la Iglesia desde Constantino se separara mil veces más del plan del cristianismo primitivo de lo que pueda mostrarse, eso no hace, como suponen quie­ nes son cautivos de la letra, que sólo la forma popular del gobierno eclesiástico sea siempre sagrada y vinculante o que haya que lamentar la obra de Constantino. Lo único que siempre será sagrado y vinculante para el hombre es el progreso hacia su perfección total, y el valor de la maquinaria con la que lo haga variará según le ayude a lo­ grarlo. Los sembradores del cristianismo tenían sus raíces en terrenos profundos y ricos de la vida y el alcance humanos, tanto judíos como griegos, y por ello contaban con una base relativamente firme y amplia en medio de la vehemente ins­ piración de su movimiento y cambio. Con su fuerte inspira­ ción sacaron a los hombres de su antigua base de vida y cul­ tura, judía o griega, y surgieron generaciones que no tenían sus raíces en mundo alguno, sin contacto, por tanto, con nin­ guna corriente plena y grande de la vida humana. Si no hubie­ ra sido por el cambio del siglo IV, el cristianismo se habría perdido en una multitud de iglesias clandestinas como las iglesias de los inconformistas ingleses después de que sus fun­ dadores fallecieran; iglesias sin grandes hombres y sin direc­ ción hacia la vida superior de la humanidad. En un momento 27 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1S75 y posteriores.

crítico apareció Constantino y puso al cristianismo —diga­ mos mejor que puso al espíritu humano, cuya totalidad esta­ ba en peligro— en contacto con la corriente principal de la vida humana. Sus frutos justificaron su obra en hombres como Agustín y Dante, de hecho, en todos los grandes hom­ bres del cristianismo desde entonces, católicos o protestantes. Podríamos ir más allá. El señor Albert Réville, cuyos escritos religiosos resultan siempre interesantes, dice que la concep­ ción que tienen judíos cultivados y filosóficos del cristianismo y de su fundador está probablemente destinada a convertirse en la concepción que tendrán los propios cristianos2*. A los socinianos íes gustaba decir lo mismo de la concepción sociniana del cristianismo. Aunque fuera cierto, habría sido mejor para cualquiera, durante los últimos dieciocho siglos, ser cris­ tiano y miembro de alguna de las grandes comunidades cristia­ nas, que haber sido judío o socianiano, porque estar en con­ tacto con la corriente principal de la vida humana tiene más importancia para el crecimiento espiritual total de un hombre y para que lleve a la perfección los dones que se le han asigna­ do y que constituye su cometido en la tierra, que cualquier opinión especulativa que pueda tener o creer que tiene. Lutero —a quien hemos llamado el filisteo del genio y que, por ser filisteo, era rudo y carecía de la delicadeza espiritual, lo que ha perjudicado a sus discípulos, pero que, por ser un genio, tenía destellos espléndidos de penetración espiritual— dice admi­ rablemente en su comentario del Libro de Daniel: «Un Dios es simplemente aquello sobre lo que el corazón humano des­ cansa con confianza, fe, esperanza y amor. SÍ el descanso es justo, entonces el Dios es justo; si el descanso es injusto, entonces el t)ios es ilusorio». En otras palabras, el valor de lo que un hombre piensa sobre Dios y los objetos de la religión depende de lo que sea el hombre, y lo que el hombre es depende de haber alcanzado más o menos la medida de un hombre perfecto y total. [Todo esto es cierto; sin embargo, la cultura, como hemos visto, tiene escrúpulos más tiernos por los inconformistas que 2* Albert Révüle (1826-1906), teólogo protestante francés al que Arnoid admiraba.

sus amigos de la Iglesia. La razón es que] la cultura, tratando desinteresadamente en su propósito de perfección de ver las cosas como son en realidad, nos muestra lo digno y divino que es el aspecto religioso del hombre, aunque no sea todo el hombre. [Cuando el señor Gregg, que difiere de nosotros res­ pecto a la edificación (desde luego no nos parece probable que estemos de acuerdo respecto a lo que sea edificante), en­ contrándose motivado por consideraciones ajenas u otras a ponerse del lado de la iglesia contra sus enemigos, llama a po­ nerse del lado de la Iglesia volver a las malas, costumbres, la cul­ tura nos enseña que ese lenguaje está fuera de lugar y que usarlo demuestra una concepción inadecuada de la naturale­ za humana, y que ninguna Iglesia le agradecerá a nadie que se ponga de su lado de esa manera, sino que lo abandonará con indiferencia a la tierna misericordia de sus amigos benthamitas. Al evitar el benthamismo, o una concepción inadecuada del aspecto religioso del hombre, la cultura nos ayuda también a evitar el mialismo, o una concepción inadecuada de la tota­ lidad del hombre.]29 Por tanto, ía cultura se regocija en rendir cualquier tributo a la dignidad y la grandeza del aspecto reli­ gioso del hombre, salvo el tributo de la totalidad del hombre. [Es cierto que podríamos contentarnos con vivir y morir se­ gún el orden y la liturgia de la Iglesia de Inglaterra, que inspi­ ran una adhesión afectuosa y reverente. Es cierto que los re­ proches de los inconformistas contra ese orden por «conservar las insignias de un reconocimiento anticristiano» y «corrom­ per ía forma correcta de la organización eclesiástica con múl­ tiples ritos y ceremonias papistas», así como su afirmación de la esencialidad de su supuesto orden escriturario y su creencia en su eterna pertinencia, se basan en una ilusión. Es cierto 29 Amold suprimió los pasajes entre corchetes en la edición de 1875 y posteriores. En lugar del último pasaje, Arnold había escrito en 1869: «Al reconocer la grandeza del aspecto religioso deí hombre, la cultura nos ayu­ da a evitar una concepción inadecuada de la totalidad del hombre». Con mialismo Arnold alude a Edward Míall (1809-1881), reformista y miembro del Parlamento, editor del Nonconformist, donde aparecería una reseña anó­ nima de «Culture and its Enemies». A veces Arnold se refería a la doble corriente del «mialismo» y el «millismo» (por John Stuart Mili), como for­ mas degeneradas de hebraísmo y helenismo, a la que se habría opuesto en Cultitray anarquía.

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que toda la actitud de horror y sagrada superioridad que el puritanismo adopta respecto a la Iglesia de Roma es errónea y falsa y merece el rechazo de sir Henry Wotton: «Cuidado con pensar que cuanto más os alejáis de la Iglesia de Roma más cerca estáis de Dios». Es cierto que uno de los mejores deseos que podríamos formarnos respecto al señor Spurgeon o al padre Jackson es que se les permita aprender a este lado de la tumba (pues, si no es así, les espera una sorpresa con­ siderable al otro lado) que Whitfield y Wesley no eran mejo­ res en absoluto que san Francisco y que ellos mismos no son mejores en absoluto que Lacordaire. Sin embargo, a pesar de todo esto, tan noble y divina es una religión, tan respetable es ía seriedad con la que se desea un libro de oraciones con una sola doctrina, tan atractivos el orden y la disciplina con los que nos acostumbramos a que nuestra religión se dé, son tan­ tos los derechos, en nuestra opinión, de la forma popular de gobierno eclesiástico por la que luchan los inconformistas, tan perfectamente compatible es con todo progreso hacia la perfección, que la cultura nos haría desconfiar, incluso, de proponer a los inconformistas que aceptaran el libro de ora­ ciones anglicano y el orden episcopal, y nos movería a alen­ tar su deseo de un libro de oraciones aprobado por ellos y la disciplina eclesiástica a la que se adhieren y están acostum­ brados. Pero no al precio del mialismo, es decir, de una doctrina que deja a los inconformistas en la clandestinidad, fuera de contacto con la corriente principal de la vida nacional. Po­ dríamos señalar con el dedo el versículo del que ha brotado esa doctrina y ver que la parte esencial del inconformismo es una disciplina eclesiástica popular análoga a la de las otras iglesias reformadas, y que el voluntarismo es un accidente. El inconformismo lucha por el establecimiento de su propia disciplina eclesiástica como la única verdadera, y derrotado en esa lucha y viendo a su rival establecido, propone de una manera más plausible «poner a todos los hombres buenos en una misma condición de igualdad religiosa», y ese plan, adoptado originalmente en segundo lugar, se convirtió, tras insistir y predicar al respecto, en el primero, luego en justo, luego en el único justo y al final en necesario para la salva­

ción. Ése es el plan para remediar el divorcio de los incon­ formistas del contacto con la vida nacional mediante el di­ vorcio de los miembros de la Iglesia de ese contacto, es decir, como hemos expuesto de una manera familiar, los zo­ rros sin cola se proponen cortarles la cola a los demás. Pero los demás zorros no pueden concederlo sensatamente, salvo que se demuestre que la cola carece de valor. Salvo que se demuestre que el contacto con la corriente principal de la vida nacional carece de valor (y hemos demostrado que tie­ ne el máximo valor), no podemos admitir con seguridad el mialismo, ni siquiera para complacer a los inconformistas en una cuestión donde quemamos complacerles tanto como fuera posible. Pero ahora, una vez hemos mostrado el desinterés que la cultura supone y su obediencia no a los gustos o disgustos, sino al propósito de perfección, mostremos su flexibilidad, su independencia déla maquinaria. Otro, y mayor, profeta de lainteligencia, la razón y la sencilla verdad natural de las cosas —el señor Bright—, se refiere a ello, como hemos visto, como una serie de medidas apropiadas a los fines especíales de los partidarios liberales e inconformistas. Por ejemplo, la razón y la justicia con Irlanda significan la abolición de la inicua as­ cendencia protestante de modo apropiado a la antipatía in­ conformista a las instituciones. Perseguir la razón y la justicia de otra manera, distribuyendo entre las tres principales igle­ sias de Irlanda —la católico romana, la anglicana y la presbi­ teriana— la propiedad eclesiástica de Irlanda, dejaría de ser inmediatamente, para el señor Bright y los inconformistas, razón y justicia, y supondría, como dice el señor Spurgeon, «erigir la imagen de Roma». Vemos así que la cíase de inteli­ gencia que la cultura alcanza es más desinteresada que la clase de inteligencia que se alcanza al pertenecer al partido liberal en las grandes ciudades y adoptar un recomendable interés en política. Pero la diferencia entre las dos perspectivas de la in­ teligencia es más acusada cuando vemos que la cultura no sólo escoge desinteresadamente la maquinaria apropiada para llevamos hacia la dulzura y la luz, de modo que prevalezcan la razón y la voluntad de Dios, sino que no emplea rígida y ciegamente esa maquinaria, y pasa por encima de ella para

favorecer el motivo por el que la escogió.]30 Salvo que se de­ muestre que el contacto con la corriente principal de la vida nacional carece de valor (y hemos mostrado que tiene el máximo valor), no podemos admitir con seguridad, ni siquie­ ra para complacer a los inconformistas en una cuestión donde querríamos complacerles tanto como fuera posible, sus doc­ trinas del desmantelamiento institucional y de la separación. La cultura, de nuevo, puede ser lo suficientemente desinte­ resada para percibir y reconocer que, en el caso de Irlanda, los fines de la perfección humana podrían servirse mejor median­ te la institución — es decir, mediante el contacto con la co­ rriente principal de la vida nacional— de la Iglesia católica y de la presbiteriana junto a la Iglesia anglicana [y, en Inglaterra, una Iglesia presbiteriana o congregacional de rango y status parecido al de nuestra Iglesia episcopal]31. La cultura percibe y reconoce que, de este modo, estaríamos trabajando verdade­ ramente para que prevalecieran la razón y la voluntad de Dios, porque haríamos de los católico romanos mejores ciu­ dadanos y, tanto de los protestantes como de los católico ro­ manos, hombres más completos y de miras más amplias32. Sin duda hay grandes dificultades en un plan como éste, y no es muy probable que se adopte. El miembro de la Iglesia ha­ bría de alzarse por encima de su identidad ordinaria para fa­ vorecerlo, y el inconformista ha adorado su fetiche del separa­ tismo durante tanto tiempo que es probable que desee seguir siendo, como Efraín, «un asno salvaje». Es un plan más ade­ cuado para una época de estadistas creativos, como la época de Isabel, que para una época de estadistas instrumentales como la presente33. Estando donde está el centro del poder, nuestros estadistas sienten la tentación, cuando han de actuar, de acompasar la identidad ordinaria de aquellos de cuyo fa­ vor dependen y adoptar como propios sus deseos, para servir™ Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. 51 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. 32 En la edición de Í869, Arnold había escrito: «y de los inconformistas — y también de los miembros de k Iglesia— hombres más completos y de miras más amplias». 53 En la edición de 1869, Arnold había adelantado esta frase tras «no es muy probable que se adopte».

les con fidelidad e incluso, si es posible, con ardor34. Esto les resulta más sencillo porque no faltan —y nunca faltarán— pensadores [como el señor Baxter, el señor Charles Buxton y el deán de Canterbury, que naden con la corriente, aunque lo hagan filosóficamente]35 para llamar a los deseos de la identi­ dad ordinaria de cualquier gran sección de la comunidad edictos de la opinión nacional y leyes del progreso humano y darles una expresión general, filosófica e imponente. [Un es­ tadista generoso podría, por tanto, deshacerse honradamente de su disposición a defender irónicamente esos deseos y abo­ gar por ellos con fervor e impulsividad.]36 En consecuencia, no es probable que un plan como el que hemos indicado encuentre favor como lo encuentra el plan para abolir la Igle­ sia irlandesa mediante el poder de la antipatía de los inconfor­ mistas a las instituciones. [Pero decimos que nuestros sueños más queridos se han hecho añicos al respecto es inexacto, y es la clase de lenguaje que debería dirigirse a quienes promueven la inteligencia me­ diante encuentros públicos y un recomendable interés políti­ co cuando sus propósitos fracasan, y no a nosotros.]37 Aun­ que la cultura no nos haga perseverar en la maquinaria, ni siquiera en la nuestra, y en consecuencia estemos dispuestos a conceder que la perfección puede alcanzarse sin ella —tanto con iglesias libres como con instituidas, con estadistas instru­ mentales y estadistas creativos— , la perfección no podrá al­ canzarse sin ver las cosas como son en realidad, y nuestra perseverancia tiene que ver con esto, no con maquinaria algu­ na en el mundo. Insistimos en que los hombres no deberían confundir, como suelen, su gusto natural por lo trivial con una propensión hacia lo sublime. Si los estadistas, con ironía o con un impulso claro, le dicen a la gente que su gusto natu­ ■M En la edición de 1869, Arnoid había escrito: «Estando donde está el centro del poder, nuestros estadistas instrumentales sienten la tentación, como se muestra extensamente en el ensayo siguiente, de aliviarse en pri­ mer lugar, como dice el Times, de responsabilidades controvertidas e irritantes; en segundo fugar, cuando han de actuar, de,..». 3S Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. sí Arnoid suprimió este pasaje en k edición de 1875 y posteriores. 37 Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.

ral por lo trivial es una propensión hacia lo sublime, más ne­ cesario será [para la cultura]38 decirle lo contrario. Lo fatal en este punto es el engaño, y la cultura obra contra el engaño en este punto. No es fatal para nuestros amigos li­ berales que trabajen por el librecambio, la extensión del sufra­ gio y la abolición de las tasas eclesiásticas, en lugar de hacerlo por fines sociales más importantes, pero es fatal para ellos que sus aduladores les digan, y lo crean, siendo nuestra condición social la que es39, que han llevado a cabo un trabajo grande y heroico al ocuparse exclusivamente, desde hace treinta años, de esas panaceas liberales, y que el rumbo acertado y bueno para ellos es que sigan ocupándose de cosas parecidas en el futuro. No es fatal para los americanos que carezcan de insti­ tuciones religiosas y centros efectivos de alta cultura, pero es fatal para ellos que sus aduladores les digan, y lo crean, que son el pueblo más inteligente del mundo, cuando, en el ver­ dadero y fructífero sentido de la palabra, ya hemos visto que de inteligencia tienen singularmente poca. No es fatal para los inconformistas que sigan con sus iglesias separadas, pero es fatal para ellos que sus aduladores les digan, y lo crean, que el suyo es el único modo de adorar a Dios40, que el provincianis­ mo y la pérdida de la totalidad no son males. No es fatal para la nación inglesa abolir la Iglesia irlandesa mediante el poder de la antipatía de los inconformistas a las instituciones, pero es fatal para ella que sus aduladores le digan, y lo crea, que ha sido abolida mediante la razón y la justicia, cuando en reali­ dad lo está siendo mediante aquel poder, o que espere los frutos de la razón y la justicia de algo distinto al espíritu de la razón y la justicia. La cultura,, a causa de su agudo sentido de lo que realmente es fatal, está completamente dispuesta a ser indiferente respec­ to a lo que no es fatal. Puesto que la maquinaria es la única la Arnold suprimió estas palabras en la edición de 1875 y posteriores; en general, «cultura» tendía a ser el sujeto de los enunciados de Arnold en la. edición de 1869. En la edición de 1869, Arnold había escrito; «con nuestro pauperismo creciendo más rápidamente que nuestra población». 'I0 En la edición de 1869, Arnold había escrito: «que el suyo es el único m odo puro y ordenado por Cristo de adorar a Dios».

preocupación de nuestra política actual41, y un trabajo inte­ rior, y no la maquinaria, es lo que más nos hace falta, segui­ mos advirtiendo a nuestros ardientes y jóvenes amigos libera­ les que piensen menos en la maquinaria, que se mantengan apartados de la arena política en el presente y que procuren y promuevan con nosotros un trabajo interior. No nos escucha­ rán y se precipitarán en la arena política, donde sus méritos, hasta ahora, no han sido apreciados, y entonces se quejarán del electorado reformado y llamarán al nuevo parlamento un parlamento filisteo42. ¡Como sí una nación, alimentada y cria­ da como lo ha sido la nuestra, pudiera darnos otra cosa que un parlamento filisteo!43 ¿Sería igual de bueno un parlamento bárbaro o un parlamento del populacho? Por nuestra parte, nos regocijamos al ver a nuestros queridos y viejos amigos, los filisteos hebraizantes, reunidos a la fuerza en el valle de Josafat antes de su conversión final, que desde luego tendrá lu­ gar. Pero, para que esa conversión se produzca, no hemos de desalojarlos de su sitio ni luchar contra ellos por la maqui­ naria, sino trabajar sobre su interior y curar su espíritu44. No serán desalojados, sino transformados. No merecen ser desa­ lojados y no lo serán. Pues los días de Israel son innumerables, y al censurar el he­ braísmo y alabar el helenismo, la cultura no debe perder su flexibilidad y ha de darle a sus juicios ese carácter pasajero y provisional que hemos visto que impone a sus preferencias y al rechazo de la maquinaria. Este, para nosotros, es el mo­ mento de helenizar y de alabar el conocimiento, pues hemos hebraizado demasiado y sobrestimado la acción. Pero los há­ bitos y la disciplina recibidos del hebraísmo siguen siendo para nuestra raza una posesión eterna y, constituida como lo 41 En la edición de 1869, Arnold había escrito: «Puesto que la maquina­ ria es la ruina de la política». 42 Arnold alude al Parlamento de 1868, el primero que se formó tras el Decreto de Reforma de 1867 que ampliaba el sufragio. 43 En la edición de 1869, Árnoíd había escrito: «iComo si una nación, alimentada y criada en el hebraísmo, pudiera damos algo mejor que un parlamento filisteo!». 44 En la edición de 1869, Amold había escrito: «y curarlos del he­ braísmo».

está la humanidad, no debemos asignarles el segundo lugar hoy sin estar preparados para restaurarlos en el primero mañana. Concluiremos señalando esto con claridad. Seguir con firmeza la mejor luz que tengamos a nuestra disposición, ser rigurosos y sinceros con nosotros mismos, no formar parte de quienes dicen y no hacen, tomamos las cosas en serio es la única disciplina que capacita al hombre para rescatar su vida del cautiverio de la hora presente y de sus sentidos corporales, para ennoblecerla y eternizarla. En ninguna otra parte se ha enseñado esa disciplina con tan­ ta efectividad como en la escuela del hebraísmo. [Sófocles y Platón sabían tan bien como el autor de la Carta a los He­ breos que «sin santidad nadie verá a Dios», y su noción de lo que constituye la santidad era mayor que la suya.]45 La inten­ sa y convencida energía con la que los hebreos, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se arrojaron a su ideal de justicia, que inspiró la incomparable definición de la gran virtud cristiana, la fe —la sustancia de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve—, esa enérgica devoción a su ideal sólo pertenece al hebraísmo. En la medida en que nuestra idea de perfección se extiende más allá de los estrechos lími­ tes en los que el excesivo rigor del hebraísmo ha tendido a confinarla46, volveremos al hebraísmo para procurarnos esa devota energía al abrazar nuestro ideal, lo único que puede darle al hombre la felicidad de hacer lo que sabe. «Si cono­ céis esas cosas, felices vosotros si las hacéis», la última pa­ labra para una humanidad débil siempre será ésa. Por esa palabra, reiterada con un poder tan sublime como afectuoso, pero siempre admirable, nuestra raza, mientras perdure el mundo, volverá al hebraísmo, y la Biblia, que predica esa palabra, será siempre, como Goethe la llamó, no sólo un li­ bro nacional, sino el Libro de las Naciones. Una y otra vez, 45 Amold suprimió este pasaje — que reforzaba la contraposición entre el hebraísmo y el helenismo— en la edición de 1875 y posteriores. Véase la referencia a Sófocles en «Dover Beach», Ab En la edición de 1869, Arnold había escrito: «En la medida en que nuestra idea de santidad supera, y nuestra visión de la perfección se extien­ de más allá de los estrechos límites en los que el excesivo rigor del hebraís­ mo ha tendido a confinarla».

tras lo que parecían grietas y separaciones, la promesa profética a Jerusalén seguirá siendo verdadera: Llegan los hijos que despediste; se reúnen de oeste a estepor la palabra del Santo, regoci­ jándose en recuerdo de Dios47

47 El párrafo final contiene varias citas bíblicas (Hebreos 11, 1 y 12, 14; Juan 13, 17 y Baruc 4, 37).

uno de sus discursos, no hace mucho, ese elegante orador y famoso liberal, el señor Bright, tuvo ocasión de poner a prueba a los amigos y predicadores de la cultura. «¡Gente que habla de lo que llama cultura! — dijo desdeñosamente— , con lo que se refiere a chapurrear las dos lenguas muertas, griego y latín.» Señaló, de un modo que los oradores y escritores modernos nos han hecho muy familiar, que la cultura es algo muy pobre, que poco bien le puede hacer al mundo y que es absurdo que quienes la po­ seen le den tanta importancia. Otro día, un liberal más joven que el señor Bright, de una escuela cuya misión es poner orden y sistema en ese cuerpo de verdad con el que los pri­ meros liberales tropezaban, miembro de la Universidad de Oxford y un escritor muy sagaz, el señor Frederic Harrison, desarrolló, a la manera sistemática y estricta de su escuela, la tesis que el señor Bright sólo había enunciado en términos generales. «Tal vez el chismorreo más necio del día —dijo el señor Frederic Harrison— sea el chismorreo sobre la cultura. La cultura es una cualidad deseable en un crítico de libros nuevos y le sienta bien a un profesor de bettes lettres, pero, aplicada a la política, significa simplemente fijarse en peque­ ñas faltas, una preferencia por la tranquilidad egoísta e inde­ cisión en la acción. El hombre de cultura en política es uno de los mortales más pobres. Nadie le iguala en simple pedan­ tería y falta de buen sentido. Ningún supuesto es demasiado irreal, ninguna finalidad es demasiado inviable para él. Pero el ejercicio activo de la política requiere sentido común, sim­ patía, confianza, resolución y entusiasmo, cualidades que

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nuestro hombre de cultura ha arrancado cuidadosamente para que no perjudiquen la delicadeza de su olfato crítico. Tal vez sea la única clase de seres responsables en la comuni­ dad a la que no se le pueda confiar el poder con seguridad»1. Por mi parte, no deseo ver a ios hombres de cultura pidien­ do que se les confie el poder; de hecho, he manifestado libre­ mente que, en mi opinión, el discurso más apropiado en la actualidad que un hombre de cultura puede dirigir a un grupo de conciudadanos que le lleve a una sala de comité es el de Sócrates: ¡Conócete a ti mismo!, y ése no es un discurso que haya de hacer alguien que quiera que se le confie el poder. Por esa indiferencia a la acción política directa el Daily Teíegrapb me ha censurado y emparejado, por una extraña perversidad del hado, con ei único profeta hebreo cuyo estilo admiro me­ nos, y me ha llamado «un Jeremías elegante»2. Se debe a que he dicho (para usar las palabras que el Daily Tekgraph pone en mi boca): «No os pongáis nerviosos por no tener voto; es una vulgaridad. No debéis celebrar grandes reuniones para pro­ mover decretos de reforma y rechazar las leyes del grano; ésa es 3a cima de la vulgaridad». Por esa razón me han llamado a veces un jeremías elegante y otras un Jeremías espurio, un Je­ remías sobre la realidad de cuya misión el redactor del Daily Tekgraph tiene sus dudas. Es evidente, por tanto, que he adop­ tado una actitud expuesta al efecto de la censura del señor Frederic Harrison. Además, he hablado con frecuencia en ala­ banza de la cultura y me he esforzado para que mis palabras y modos sirvan a los intereses de la cultura. Creo que la cultu­ ra es mucho más de lo que el señor Frederic Harrison y otros consideran, «una cualidad deseable en un crítico de li­ bros nuevos». Aunque hasta cierto punto estoy dispuesto a llegar a un acuerdo con el señor Frederic Harrison en el senti­ do de que los hombres de cultura son precisamente la clase de seres responsables en nuestra comunidad a los que, en la ac­ tualidad, no se les puede confiar el poder, creo que no estoy 1 Frederic Harrison (1831-1923), ensayista inglés seguidor de Auguste Comte y jo h n Stuart Mili. 2 La critica a Arnold había aparecido en el Daily Tekfpdph en septiembre de 1866,

seguro respecto a si ése es un defecto de la comunidad más que de los hombres de cultura. En suma, aunque, como el señor Bright y el señor Frederic Harrison y el editor del Daily Tekgraph, y un gran grupo de amigos valiosos, yo sea liberal, soy un liberal moderado por la experiencia, la reflexión y la renuncia y, por encima de todo, soy un creyente en la cultura. Por tanto, me propongo probar e investigar, a la manera sen­ cilla y carente de sistema que mejor se corresponde con mi gusto y mis poderes, qué es realmente la cultura, qué bien puede hacer, cuál es nuestra necesidad especial de ella, y trata­ ré de encontrar fundamentos sencillos sobre los que la fe en la cultura —tanto mi propia fe en ella como la fe de los de­ más— pueda descansar con seguridad.

DULZURA Y LUZ1 OS detractores d e la cu ltu ra h a c e n de la cu rio sid ad su

motivo; a veces, de hecho, hacen que su motivo con­ sista sólo en la exclusividad y la vanidad. La cultura que supuestamente se adorna con un conocimiento superfi­ cial del griego y el latín es una cultura engendrada por algo tan poco intelectual como la curiosidad; valorada por vani­ dad o ignorancia o como un recurso de distinción social y de clase que separa a su portador, como una insignia o un títu­ lo, de las demás personas que carecen de ella. Nadie llamaría en serio cultura a eso ni le daría valor alguno como cultura. Para encontrar la verdadera razón de la muy distinta estima­ ción que las personas serias otorgan a la cultura, tendríamos que encontrar un motivo para la cultura en cuyos términos se albergara una ambigüedad real, y la palabra curiosidad nos lo proporciona. Ya he señalado que nosotros, los ingleses, a diferencia de los extranjeros, no usamos esa palabra tanto con una buena como con una mala acepción. Entre nosotros la palabra se usa siempre para mostrar desaprobación. Un extranjero pue­ de dar a entender un afán generoso e inteligente por las cosas del espíritu cuando habla de curiosidad, pero entre nosotros la palabra da siempre la idea de una actividad frívola y poco edificante. Hace algún tiempo, en la Quarterly Review, hubo una estimación del célebre critico francés Sainte-Beuve, a mi 1 Arnoid titularía los capítulos a partir de la segunda edición de 1875.

juicio una estimación muy inadecuada2. Su inadecuación consistía sobre todo en esto: en que, a nuestra manera inglesa, dejaba fuera de la vista el doble sentido que la palabra curiosi­ dad tiene en realidad, al pensar que se decía bastante para se­ llar la culpa de Sainte-Beuve si se decía que, en sus operacio­ nes como crítico, le movía la curiosidad, sin captar que ei propio Sainte-Beuve, y muchos otros con él, considerarían que eso era^qricomiable)y no censurable, m señalar por qué habría de ser censurable en lugar de encomiable. Pues igual que hay una curiosidad en materias intelectuales que es fútil y mera morbosidad, hay también una curiosidad — un deseo de las cosas del espíritu simplemente por sí mismas y por el placer de verlas^ como son— que es, en un ser inteligente, natural ^(laudable/ Sí, y el deseo mismo de ver las cosas como son implica un equilibrio y regulación mentales que no suele lograrse sin un esfuerzo fructífero y que es lo opuesto del impulso ciego y morboso, que es io que tratamos de censurar cuando censuramos la curiosidad. Montesquieu dice: «El pri­ mer motivo que habría de impulsarnos a estudiar es el deseo de aumentar la excelencia de nuestra naturaleza y hacer aún más inteligente a un ser inteligente»3. Esa es la verdadera ra­ zón que hay que asignar a la genuina pasión científica, como­ quiera que se manifieste, y a la cultura, considerada sim­ plemente un fruto de esa pasión, y es una razón digna, aunque dejemos que el término curiosidad siga describiéndola. Pero hay otra perspectiva de la cultura, con la que no sólo la pasión científica, el deseo puro de ver las cosas como son, natural y propio de un ser inteligente, aparece como su razón. Hay una perspectiva con la que el amor al prójimo, el impul­ so a la acción, a ayudar, a la beneficencia, el deseo de eliminar el error humano, de despejar la confusión humana y dismi­ nuir la miseria humana, la noble aspiración a dejar el mundo mejor y más feliz de como lo encontramos —motivos emi­ nentemente llamados sociales—, aparecen como parte de las 2 Charles-Augustine Sainte-Beuve (1804-1869), crítico literario francés que ejerció una profunda influencia sobre Arnold, 3 Arnold cita el Dismurse sur ks motifs tjui doivenl nons tncoumger aux sáences del barón de Montesquieu (1689-1755).

razones de la cultura y como la parte principal y más destaca­ da. Describiríamos entonces la cultura propiamente no como algo que tiene su origen en la curiosidad, sino como algo que tiene su origen en el amor a la perfección; es un estudio de la perfección. No mueve a obrar sólo o primordialmente por la fuerza de la pasión científica por el conocimiento puro, sino también por la fuerza de la pasión por hacer el bien. Igual que, al verla por primera vez, adoptamos como su digno lema las palabras de Montesquieu: «Hacer aún más inteligente a un ser inteligente», en la segunda ocasión no podría tener un lema mejor que las palabras del obispo Wilson: «Hacer que prevalezcan la razón y la voluntad de Dios», Ahora bien, mientras que la pasión por hacer el bien puede precipitarse a la hora de determinar qué dicen la razón y la voluntad de Dios, porque su inclinación es obrar más que pensar y ha de empezar a obrar para ser, y aunque propenderá a adoptar sus propias concepciones, que proceden de su esta­ do de desarrollo y comparten todas sus imperfecciones e in­ madurez, como motivo de su acción, lo que distingue a la cultura es que está poseída tanto por la pasión científica como por la pasión por hacer el bien, que exige nociones dignas de la razón y de la voluntad de Dios y no tolera que sus rudas concepciones las sustituyan. Sabiendo que ninguna acción ni institución pueden ser sanas ni estables si no se basan en la razón y en la voluntad de Dios, no está tan dispuesta a obrar ni a instituir, ni siquiera con el gran propósito de reducir el error y la miseria humanos, antes de pensar, para recordar que obrar e instituir son de poca utilidad salvo que sepamos cómo y qué hemos de hacer e instituir. Esta cultura es más interesante y de mayor alcance que la otra, que sólo se basa en la pasión científica por el conoci­ miento. Pero necesita épocas de fe y ardor para florecer, épo­ cas en las que el horizonte intelectual se abre y extiende a nuestro alrededor. ¿No está despejándose el cerrado y limita­ do horizonte intelectual en el que hemos vivido y actuado desde hace mucho tiempo y no están encontrando nuevas luces un paso libre para brillar entre nosotros? Durante mu­ cho tiempo no han tenido paso para llegar hasta nosotros y era inútil pensar en adaptar la acción del mundo a ellas.

¿Dónde estaba la esperanza de lograr que prevalecieran la ra­ zón y la voluntad de Dios entre personas cuya rutina había sancionado ia razón y la voluntad de Dios, a las que estaban inextricablemente vinculadas, más allá de las cuales no eran capaces de mirar? Pero ahora la fuerza de hierro de la adhe­ sión a la vieja rutina —social, política, religiosa— se ha disi­ pado maravillosamente; la fuerza de hierro de la exclusión de todo cuanto es nuevo se ha disipado maravillosamente. El peligro no reside ahora en que la gente rehúse obstinadamen­ te permitirse que cualquier cosa salvo su vieja rutina pase por la razón y la voluntad de Dios, sino que permita que una novedad u otra pase por ellas con demasiada facilidad o que no valoren lo suficiente su importancia y piensen que basta con seguir la acción por sí misma, sin preocuparse por que la razón y la voluntad de Dios prevalezcan en ella. Ahora es el momento de que la cultura sea útil, la cultura que cree en lograr que prevalezcan la razón y la voluntad de Dios, que cree en la perfección, que es el estudio y la búsqueda de la perfección y que ya no se ve impedida, por la rígida e inven­ cible exclusión de lo nuevo, de lograr que sus ideas se acepten simplemente porque son nuevas. Cuando se adopta esa perspectiva de la cultura, cuando no sólo se la tiene en cuenta como un intento por ver las cosas como son, para procurar un conocimiento del orden univer­ sal al que parece que el mundo tiende y se propone, y que para el hombre supone la felicidad si lo sigue o la miseria si se opone a él — comprender, en suma, la voluntad de Dios— , en el momento, como digo, en que no sólo se considera la cultura un intento de ver y aprender todo esto, sino el intento de que prevalezca, se pone de relieve el carácter moral, social y beneficioso de la cultura. El mero intento de ver y aprender ¡a verdad para nuestra satisfacción personal es, de hecho, un comienzo para lograr que prevalezca, una preparación del camino que siempre es útil y que erróneamente se censura por sí misma y no sólo en su caricatura y degeneración. Tal vez haya sido censurada y desacreditada con el dudoso título de curiosidad porque, en comparación con este intento tan grande y sencillo, la utilidad parece egoísta, mezquina e im­ productiva.

La religión, el mayor y más importante esfuerzo con el que la raza humana ha manifestado su impulso a perfeccionarse —la religión, esa voz de la experiencia humana más profun­ da— , no sólo comparte y sanciona el propósito que es el gran propósito de la cultura, el propósito de disponernos a averi­ guar qué es la perfección y lograr que prevalezca, sino que también, ai determinar en general en qué consiste la perfec­ ción humana, llega a una conclusión idéntica a la de la cultu­ ra: la cultura trata de determinar esta cuestión mediante todas las voces de la experiencia humana que se hayan oído, el arte, la ciencia, la poesía, la filosofía, la historia, tanto como la reli­ gión, para darle a esa solución una plenitud y una certeza mayores. La religión dice: E l Reino de Dios está entre vosotros, y la cultura, de modo parecido, sitúa la perfección humana en una condición interna, en el crecimiento y el predominio de nuestra humanidad propiamente dicha, distinta de nuestra animalidad. La sitúa en la eficacia siempre creciente y en la armoniosa expansión general de ios dones del pensamiento y el sentimiento, que constituyen la dignidad, riqueza y felici­ dad peculiares de la naturaleza humana. Como dije en una ocasión anterior: «Con adiciones infinitas a sí mismo, en la infinita expansión de sus poderes, en e! infinito crecimiento en sabiduría y belleza, el espíritu de la raza humana encuentra su ideal. Para alcanzar ese ideal, la cultura es una ayuda indis­ pensable, y ése es el verdadero valor de la cultura»4. El carácter, de la perfección según la cultura lo concibe no consiste en te-; ner y descansar, sino en crecer y llegar a ser, y también en esto coincide con la religión. Precisamente porque todos los hombres son miembros de un conjunto mayor, y la simpatía inherente a la naturaleza humana no permitirá que nadie sea indiferente a los demás o tenga un bienestar perfecto con independencia de los demás, la expansión de nuestra humanidad, para corresponder a la idea de perfección que h cultura forma, debe ser una expan­ sión general. La perfección, según la concibe la cultura, no es posible mientras los individuos sigan aislados. Al individuo se le requiere, si no quiere que su propio desarrollo se atrofie y 4 Arnoid alude a su ensayo «A French Eton» (1864).

debilite al desobedecer, que lleve a otros consigo en su mar­ cha hacia la perfección, que haga continuamente todo lo que pueda para aumentar e incrementar el volumen de la corrien­ te humana que corre en esa dirección. En esto, una vez más, la cultura nos impone la misma obligación que la religión, que dice, como el obispo Wilson lo ha expresado admirable­ mente, que «promover el Reino de Dios es aumentar y apre­ surar nuestra felicidad». Pero, al final, la perfección —como la cultura enseña a con­ cebirla mediante un estudio desinteresado de la naturaleza humana y de la experiencia humana— es una expansión ar­ moniosa de todos los poderes que forjan la belleza y el valor de la naturaleza humana, y no es compatible con el desarrollo unilateral de uno de esos poderes a expensas de los demás. Aquí la cultura va más allá de la religión según concebimos en general la religión. Sí la cultura, por tanto, es un estudio de la perfección, de la perfección armoniosa, de la perfección general, de la perfec­ ción que consiste en llegar a ser algd más que en tener algo, en una condición interna de la mente y el espíritu, no en una serie exterior de circunstancias, está claro que la cultura, en lugar de ser frívola e inútil, como el señor Bright y el señyr Frederic Harrison y muchos otros liberales están dispuestos a considerarla, tiene una función muy importante por desem­ peñar para la humanidad. Esa función es particularmente im­ portante en nuestro mundo moderno, en el que el conjunto de la civilización, en un grado mucho mayor que la civiliza­ ción de Grecia y Roma, es mecánico y externo y tiende cons­ tantemente a serlo cada vez más. Pero, sobre todo en nuestro país, la cultura tiene que desempeñar un papel poderoso, por­ que aquí, ese carácter mecánico que la civilización tiende a adoptar en cualquier parte, se muestra en el grado más emi­ nente. Casi todos los rasgos de la perfección que la cultura nos enseña a fijar se encuentran en este país junto a una pode­ rosa tendencia que los desbarata y desafia. La idea de la per­ fección como una condición interna de la mente y el espíritu difiere de la civilización mecánica y material que nosotros estimamos y que, como he dicho, en ninguna otra parte se es­ tima tanto. La idea de la perfección como una expansión ge­

neral de la familia humana difiere de nuestro fuerte individua­ lismo, de nuestro odio a todos los limites impuestos al ímpetu de la personalidad del individuo, a nuestra máxima de «cada uno para sí mismo». Sobre todo, la idea de perfección como una expansión armoniosa de la naturaleza humana difiere de nuestra falta de flexibilidad, de nuestra ineptitud para ver más de un aspecto de las cosas, de nuestra intensa y enérgica ab­ sorción en el propósito particular que estemos persiguiendo. Por ello la cultura tiene que llevar a cabo una ruda tarea en este país. Sus predicadores tienen por delante, y es probable que para largo, tiempos difíciles, y con mucha más frecuencia serán considerados Jeremías elegantes o espurios antes que amigos o benefactores. Sin embargo, eso no impedirá que aca­ ben haciendo un buen servicio si perseveran. Mientras tanto, el modo de acción que seguirán, y la clase de hábitos contra la que lucharán, deberían ser claros para quien ios vea y quiera considerar la cuestión atfnta y desapasionadamente. La fe en la maquinaria, como he dicho, es nuestro peligro constante, a menudo en la maquinaria más absurdamente des­ proporcionada ai fin que esa maquinaria, si ha de hacer algún bien en absoluto, habría de servir, pero siempre en la ma­ quinaria, como si tuviera valor en y por sí misma. ¿Qué es la libertad sino maquinaria? ¿Qué es la población sino maqui­ naria? ¿Qué es el carbón sino maquinaria? ¿Qué son ios ferro­ carriles sino maquinaria? ¿Qué es la riqueza sino maquinaria? ¿Qué son, incluso, las organizaciones religiosas sino maqui­ naria? Casi cualquier voz en Inglaterra se ha acostumbrado a hablar de estas cosas como si fueran fines valiosos en sí mis­ mos y, en consecuencia, tuvieran rasgos de la perfección indi­ solublemente fijados en ellos. Ya he advertido ei argumento de reserva del señor Roebuck para demostrar la grandeza y felicidad de Ingiaterra y cerrar ia boca de los murmuradores. El señor Roebuck no se cansa nunca de reiterar su argumento, así que no sé por qué habría de cansarme yo de advertirlo. «¿No puede cualquiera en Inglaterra decir lo que le plazca?», pregunta perpetuamente el señor Roebuck, y con eso piensa que es suficiente y, cuando cualquiera diga lo que le plazca, nuestras aspiraciones habrían de verse satisfechas. Pero las as­ piraciones de la cultura, que es el estudio de la perfección, no

se ven satisfechas, salvo que lo que digan los hombres, cuan­ do digan lo que les plazca, merezca decirse, contenga algo bueno y más bueno que malo. Al mismo tiempo, el Times, replicando a ciertas observaciones foráneas sobre el vertido, el aspecto y la conducta de los ingleses en el extranjera'preconi­ za ikie el ideal inglés es que cualquiera sea libre paraiacer y parecer lo que le plazca. Pero la cultura trata infatigablemen­ te, no de hacer lo que a cualquier persona sin experiencia le plazca que sea la regla por la que forjarse a sí misma, sino de acercarse cada vez más a unaácepcióí> de lo que es verdadera­ mente hermoso, dotado de-gracia, y llegar a serlo, y lograr que a las personas sin experiencia les agrade. Del mismo modo respecto a los ferrocarriles y el carbón. Cualquiera habrá observado el extraño lenguaje utilizado du­ rante las últimas discusiones sobre el posible fracaso de nues­ tros suministros de carbón. Nuestro carbón, decían miles de personas, es la base real de nuestra grandeza nacional; sí nues­ tro carbón escasea, será el fin de la grandeza de Inglaterra. Pero ¿qué es la grandeza?, nos obliga a preguntar la cultura. La grandeza es una condición espiritual digna de suscitar el amor, el interés y la admiración, y la prueba externa de la po­ sesión de la grandeza es que suscitemos amor, interés y admi­ ración. Si mañana Inglaterra fuera absorbida por el mar, ¿cuál de las dos, dentro de cien años, suscitaría el amor, el interés y la admiración de la humanidad — cuál mostraría la prueba de haber poseído la grandeza—, la Inglaterra de los últimos vein­ te años o la Inglaterra de Isabel, de una época de espléndido esfuerzo espiritual en la que, sin embargo, nuestro carbón y nuestras operaciones industriales dependientes del carbón apenas se habían desarrollado? ¡Qué demente hábito mental ha de ser el que nos lleva a hablar de cosas como el carbón o el hierro como causas de la grandeza de Inglaterra! ¡Qué salu­ dable amiga es la cultura, propensa a ver las cosas como son y disipar con ello los engaños de esa clase y fijar pautas reales de perfección! La riqueza, de nuevo, ese fin al que se dirigen nuestras pro­ digiosas obras en busca de ventajas materiales: el más común de los lugares comunes nos dirá que los hombres siempre es­ tán dispuestos a considerar la riqueza un fin valioso en sí mis­

mo, y desde luego nunca han estado tan dispuestos a conside­ rarlo como en Inglaterra en la época presente. Nunca ha creído la gente nada con más firmeza de lo que nueve de cada diez ingleses cree en nuestros días: que ser tan ricos demuestra nuestra grandeza y bienestar. Ahora bien, la utilidad de la cultura es que nos ayuda, por medio de su pauta espiritual de perfección, a considerar la riqueza maquinaria y no sólo a decir, como si fuera cuestión de palabras, que consideramos la riqueza maquinaría, sino a darnos cuenta y sentir realmente que es así. Si no fuera por ese efecto purificador que la cultura nos procura, el mundo entero, el futuro tanto como el presen­ te, pertenecería inevitablemente a los filisteos. La gente que cree sobre todo que ser muy ricos demuestra nuestra grandeza y bienestar, y que daría su vida y pensamientos para ser rica,/ es precisamente la misma gente a la que llamamos filisteos. La cultura dice: «Fijémonos en esa gente, en su modo de vida, sus hábitos, sus costumbres, el tono mismo de su voz; mi­ rémosla con atención, observemos la literatura que lee, las cosas que le dan placer, las palabras que salen de sus bocas, los pensamientos que pueblan su mente. ¿Merecería la pena un aumento de riqueza compatible con la condición que ad­ quiriríamos, semejante a la de esa gente?». La cultura engen­ dra una insatisfacción que es uno de los valores más elevados posible para resistir a la marea común de los pensamientos de los hombres en una comunidad rica e industrial y que pode­ mos esperar que salve el futuro de vulgarizarse, aunque no pueda salvar el presente. La población, de nuevo, y la salud y vigor corporales, son cosas de las que en ninguna parte se trata de un modo tan falto de inteligencia, confuso y exagerado como en Inglaterra. Ambas cosas son realmente maquinaria; sin embargo, muchas personas a nuestro alrededor encuentran sosiego en ellas y no ven más allá. Hemos oído hablar a gente, después de leer cier­ tos artículos en el Times sobre los asientos en el Registro Gene­ ral de matrimonios y nacimientos, de nuestras grandes fami­ lias inglesas de un modo solemne, como si hubiera en ello algo hermoso, elevado y meritorio, ¡como si el filisteo inglés no tuviera más que presentarse ante el Gran Juez con sus doce hijos para ser recibido entre las ovejas con todo derecho!

Pero la salud y el vigor corporales, podríamos decir, no han de clasificarse con la riqueza y la población como mera ma­ quinaria; tienen un valor más real y esencial. Es cierto, pero sólo mientras estén íntimamente vinculados a una condición espiritual más perfecta que la riqueza o la población. En el momento en que los separamos de la idea de una perfecta condición espiritual y los perseguimos, como los persegui­ mos, por sí mismos y como fines, nuestro culto de la salud y el vigor se convierte en mero culto de la maquinaria, como nuestro culto de la riqueza y la población, y como un cuito tan falto de inteligencia y vulgar como ése. Cualquiera que tenga una idea adecuada de la perfección humana habrá ad­ vertido con claridad esa subordinación del cultivo del vigor y de la actividad corporales a fines más elevados y espirituales. «El ejercicio corporal es de poco provecho, pero el divino es provechoso en todas las cosas», dice el autor de la Carta a Ti­ moteo, y el utilitarista Eranidin lo dice de un modo igual de explícito: «Come y bebe la cantidad exacta que corresponde a la constitución de tu cuerpo, en referencia a los servicios de la mente». Pero el punto de vista de la cultura, que mantiene a la vista ía señal de la perfección humana sencilla y amplia, y no asigna a esa perfección, como la religión o el utilitarismo le asignan, un carácter especial y limitado, ese punto de vista de la cultura, como decía, lo dan mejor estas palabras de Epicteto: «Es una muestra de ctcpuía —es decir, de una naturaleza sin atemperar— entregarnos a las cosas que se relacionan con el cuerpo; prestar, por ejemplo, demasiada atención al ejerci­ cio, prestar demasiada atención a la comida, prestar demasia­ da atención a la bebida, prestar demasiada atención a cami­ nar, prestar11demasiada atención a cabalgar. Todas esas cosas hay que hacerlas al paso: la formación del espíritu y el carác­ ter ha de ser nuestra verdadera preocupación». Esto es admi­ rable y, de hecho, la palabra griega EÜcpuíct, una naturaleza temperada, da exactamente la noción de perfección que la cultura nos insta a concebir: una armoniosa perfección, una perfección en la que los rasgos de la belleza y la inteligencia están presentes y une «las dos cosas más nobles» —como Swift, que de una de las dos, en cualquier caso, tenía muy poco, las llama felizmente en L a batalla délos libros—, «las dos

cosas más nobles, dulzura y luz». Eúcpur|q es el hombre que tiende hacia la dulzura y la luz; el ácpurj*;, por otra parte, es nuestro filisteo. La inmensa acepción, espiritual de los griegos se debe a que ía inspira esta idea central y feliz del rasgo esen­ cial de la perfección humana, y la tergiversación de la cultura del señor Bright, como un chapurreo del griego y del latín, proviene, al fin y al cabo, de esa maravillosa acepción de los griegos que ha alterado la maquinaria misma de nuestra edu­ cación y es, en sí misma, una especie de homenaje a ella. Al hacer de la dulzura y la luz rasgos de la perfección, la cultura es de espíritu similar a la poesía, obedece la misma ley que la poesía. Mucho más que en nuestra libertad, nuestra población y nuestro industrialismo, muchos entre nosotros confian en que nuestras organizaciones religiosas nos salven. He dicho que la religión es una manifestación más importan­ te de la naturaleza humana que la poesía, porque ha trabajado a una escala mayor por la perfección y con masas de hombres mayores. Pero la idea de la belleza y de una naturaleza huma­ na perfecta en todos sus aspectos, que es la idea dominante de la poesía, es una idea verdadera e inestimable, aunque no ha tenido el éxito que la idea de vencer las obvias faltas de nues­ tra animalidad, y de una naturaleza humana perfecta en el aspecto moral, ha sido capaz de lograr, y está destinada, al incorporar ia idea religiosa de una energía devota, a transfor­ mar y gobernar a la otra. El arte y 3a poesía mejores de los griegos, en que la religión y la poesía son uno, en que la idea de la belleza y de una na­ turaleza humana perfecta en todos sus aspectos incorpora una energía religiosa y devota, y obra con su fuerza, son en este punto de supremo interés e instrucción para nosotros, aun­ que fueran —debemos confesarlo, a propósito de la raza hu­ mana en general y, de hecho, a propósito de los propios grie­ gos— un intento prematuro, un intento que, para tener éxito, necesitaba que la fibra moral y religiosa de la humanidad fue­ ra más vigorosa y estuviera más desarrollada. Pero Grecia no se equivocó al tener tan presente y de un modo eminente la idea de la belleza, la armonía y la completa perfección huma­ na. Es imposible tener demasiado presente y de un modo eminente esa idea, pero la fibra moral ha de ser vigorosa.

Nosotros, debido a que hemos reforzado la fibra moral, no es­ tamos al respecto en el camino adecuado si, al mismo tiempo, nos falta la idea de la belleza, la armonía y la completa perfec­ ción humana o la tergiversamos, y es evidente que nos falta o la tergiversamos en la actualidad. Cuando confiamos, como lo hacemos, en nuestras organizaciones religiosas, que en sí mis­ mas no nos dan ni pueden darnos esa idea, y pensamos que hemos hecho bastante con diseminarlas y lograr que prevalez­ can, entonces, como he dicho, caemos en nuestra falta común de sobrestímar la maquinaria. Nada es más común que el hecho de que la gente confunda la paz y satisfacción interior que sigue al sometimiento de las faltas obvias de nuestra animalidad con lo que podría llamar la absoluta paz y satisfacción interior, la paz y satisfacción que alcanzamos cuando nos acercamos a la completa perfec­ ción espiritual, y no sólo a la perfección moral o más bien a una relativa perfección moral. Nadie ha hecho más en el mundo ni luchado tanto para lograr esa relativa perfección moral como nuestra raza. Para nadie más en el mundo tiene el mandamiento de resistir al mal, de vencer al malvado, en el sentido más próximo y obvio de estas palabras, tanta fuerza y realidad. Hemos tenido nuestra recompensa, no sólo en la gran prosperidad mundana que la obediencia a ese manda­ miento nos ha deparado, sino también, y mucho más, en una gran paz y satisfacción interior. Pero, para mí, pocas cosas son más patéticas que ver a la gente, en virtud de la paz y satisfac­ ción interior que sus rudimentarios esfuerzos para lograr la perfección le han deparado, emplear, en lo que se refiere a su perfección incompleta y a las organizaciones religiosas en cuyo seno la han encontrado, un lenguaje que, en propiedad, sólo se aplica a la perfección completa y es un eco remoto de la profecía del alma humana al respecto. La religión misma, apenas necesito decirlo, le proporciona en abundancia ese gran lenguaje. La gente lo usa con toda libertad; sin embargo, la critica más severa posible de esa perfección incompleta es que sólo la hayamos alcanzado mediante nuestras organiza­ ciones religiosas. El impulso de la raza inglesa hacia el desarrollo moral y el autodominio no se ha manifestado en ninguna otra parte de

una manera tan poderosa como en el puritanismo. En nin­ guna otra parte el puritanismo encontró una expresión tan adecuada como en la organización religiosa de los indepen­ dientes5. Los Independientes modernos tienen un periódi­ co, Nonconformist, escrito con gran sinceridad y habilidad. El lema, la pauta, la profesión de fe que ese órgano lleva al frente es: «La disidencia del disentimiento y el protestantis­ mo de la religión protestante». ¡Hay dulzura y luz y un ideal de completa y armoniosa perfección humana! No necesi­ tamos acudir a la cultura y la poesía para encontrar un len­ guaje con que juzgarlo. La religión, con su instinto de per­ fección, proporciona el lenguaje para juzgarlo, un lenguaje, también, que tenemos en la boca cada día. «Al final, sed de una opinión, unidos en sentimiento», dice san Pedro. Hay un ideal que juzga el ideal puritano: «¡La disidencia del di­ sentimiento y el protestantismo de la religión protestante!», ¡La gente cree en organizaciones religiosas como ésa, des­ cansa en ellas, daría su vida por ellas! Tal es, como digo, la maravillosa virtud incluso de los inicios de la perfección, de haber sometido incluso las faltas sencillas de nuestra anima­ lidad, que la organización religiosa que nos ha ayudado a hacerlo puede parecemos algo precioso, saludable y que ha de propagarse, aunque lleve un estigma de imperfección en la frente como ésa. Los hombres han contraído tal hábito de darle al lenguaje de la religión una aplicación especial, de convertirlo en mera jerga, que no tienen oído para la condena que la religión impone a los defectos de sus organi­ zaciones religiosas; están seguros de engañarse a sí mismos y disculparse. Sólo puede afectarles la crítica que la cultura, como la poesía, que emplea un lenguaje sin sofisticación y pone resueltamente a prueba a esas organizaciones, contras­ tándolas con el ideal de una perfección humana completa en todos sus aspectos, les aplica. Pero los hombres de cultura y poesía, se dirá, fallan una y otra vez, y lo hacen conspicuamente, en el primer paso necesa­ 5 Los Independerás o congregacionalistas habían desempeñado un papel cruda! en !a oposición puritana a los Estuardo y seguían defendiendo en el siglo xix la autonomía de las iglesias Socales.

rio hacia una perfección armoniosa, en el sometimiento de las grandes y obvias faltas de nuestra animalidad, que es la gloria de esas organizaciones religiosas habernos ayudado a someter. Es cierto, fallan con frecuencia. Con frecuencia carecen de las virtudes y de los defectos del puritano; uno de sus riesgos ha sido advertir de tal modo los defectos de los puritanos que han descuidado sus virtudes. Sin embargo, no los disculparé a costa de los puritanos. Con frecuencia han fallado en la mora­ lidad, y la moralidad es indispensable. Han sido castigados por su fracaso, igual que el puritano ha sido recompensado por su cumplimiento. Han sido castigados allí donde se han equivoca­ do, pero su ideal de belleza, de dulzura y luz, y de una natura­ leza humana completa en todos sus aspectos, sigue siendo el verdadero ideal de la perfección, igual que el ideal puritano de perfección sigue siendo estrecho e inadecuado, aunque haya sido ampliamente recompensado por lo que ha hecho bien. A pesar de los imponentes resultados del viaje de los Padres Peregrinos, ellos y su pauta de perfección son juzgados correc­ tamente cuando nos figuramos que Shakespeare o Virgilio —almas en las que la dulzura y la luz, y todo cuanto en la naturaleza humana es más humano, eran eminentes— les acompañaran en su viaje, iy pensamos en la intolerable compañia que Shakespeare y Virgilio habrían sido para ellos! Juzgue­ mos del mismo modo las organizaciones religiosas que vemos a nuestro alrededor. No negaremos el bien y la felicidad que han procurado, pero no dejaremos de ver con claridad que su idea de perfección humana es estrecha e inadecuada, y que la disidencia deí disentimiento y el protestantismo de la religión protestante no llevarán nunca a la humanidad a su verdadera meta. Conío he dicho de la riqueza: fijémonos en la vida de quienes viven en y para ella, y lo mismo digo de las organiza­ ciones religiosas. Fijémonos en la vida imaginada en un perió­ dico como Nonconformist, una vida pendiente de la Iglesia, de disputas, de reuniones, de apertura de capillas, de sermones, iy pensemos luego en ella como un ideal de la vida humana completo en todos sus aspectos que aspira con todos sus órga­ nos a la dulzura, ia luz y la perfección! Otro periódico, que representa, como Nonconformist, a una de las organizaciones religiosas de este país, informó hace tiem­

po de la multitud reunida en Epsom el día del Derby y de todo el vicio y la fealdad que podían apreciarse en la multi­ tud, y luego el autor del informe cambiaba de tercio y se diri­ gía al profesor Huxley y le preguntaba cómo se proponía cu­ rar todo ese vicio y fealdad sin religión. Confieso que me dispuse a preguntarle al interrogador: ¿y cómo se propone curarlo con una religión como la suya? ¿Cómo va a vencer y transformar todo ese vicio y fealdad un ideal de vida tan poco amable, tan poco atractivo, tan incompleto, tan estrecho, tan apartado de un ideal verdadero y satisfactorio de perfección humana, como el de la vida que su organización religiosa y usted mismo reflejan? De hecho, la alegación más poderosa del estudio de la perfección al que aspira la cultura, la prueba más clara de la actual inadecuación de la idea de perfección que mantienen las organizaciones religiosas — que expresa, como he dicho, el esfuerzo más amplio que la raza humana ha hecho por la perfección— se encuentra en el estado de nuestra vida y de la sociedad en posesión de esas organizacio­ nes, una posesión que mantienen desde no sé cuántos cientos de años. Todos estamos incluidos en alguna organización re­ ligiosa, todos nos consideramos, en el sublime y ambicioso lenguaje de la religión del que he dado cuenta, hijos de Dios. Hijos de Dios. ¡Es una pretensión inmensa! ¿Cómo la justifi­ caremos? Por nuestras obras y nuestras palabras. ¡La obra que nosotros, hijos de Dios, hacemos en conjunto, nuestro gran centro de vidas, la ciudad que hemos construido para vivir en ella, es Londres! ¡Londres, con su indecible fealdad extema y su cáncer interno de publice egestas, privatim opulmtia —para usar las palabras que Salustio pone en boca de Catón sobre Roma—, sin igual en el mundo! ¡La palabra que nosotros, hijos de Dios, pronunciamos, la voz que mejor se correspon­ de con nuestro pensamiento colectivo, el periódico de mayor circulación en Inglaterra, ay, de mayor circulación en el mun­ do entero, es el Daily Telegt'etph! Diré que, cuando nuestras or­ ganizaciones religiosas —admito que expresan el esfuerzo más considerable por la perfección que nuestra raza haya lle­ vado a cabo— no nos deparan un resultado mejor que ése, ha llegado el momento de examinar cuidadosamente su idea de perfección, de ver si no deja de lado aspectos y fuerzas de la

naturaleza humana que podrían sernos de gran utilidad, si no serían más eficaces si fueran más completas. Diré que la con­ fianza inglesa en nuestras organizaciones religiosas y en sus ideas de la perfección humana, tal como son, es, como nues­ tra confianza en la libertad, en un cristianismo muscular, en la población, el carbón, la riqueza, mera creencia en la ma­ quinaria e infructuosa, y que la cultura la contrarresta por completo con su inclinación a ver las cosas como son y su empeño en llevar a la raza humana hacia una perfección más completa y armoniosa. Sin embargo, la cultura muestra su sencillo amor por la perfección, su deseo de hacer simplemente que prevalezcan la razón y la voluntad de Dios, su libertad respecto al fanatismo, con su actitud hacia toda esa maquinaria, incluso cuando in­ siste en que sólo es maquinaria. Los fanáticos, al ver el daño que los hombres se hacen a sí mismos con su ciega creencia en un tipo u otro de maquinaria —ya sean la riqueza y el in­ dustrialismo o el cultivo de la fortaleza y la actividad física, una organización política o una organización religiosa— , se oponen a más no poder a la tendencia hacia esta o aquella organización política y religiosa, o a los juegos y ejercicios atléticos, o a la riqueza y el industrialismo, y tratan violenta­ mente de impedirlo todo. Pero la flexibilidad que la dulzura y la luz otorgan, y que es una de las recompensas de la cultu­ ra, obtenidas con buena fe, capacita al hombre para darse cuenta de que una tendencia puede ser necesaria e incluso, como preparación para algo futuro, saludable, y, sin embargo, que las generaciones o los individuos que obedecen esa ten­ dencia se sacrifican por ella y pierden la esperanza de la per­ fección al séguirla, y que sus errores han de ser criticados para que no arraiguen y perduren después de que esa tendencia haya servido a su propósito. El señor Gladstone señaló con acierto, en un discurso en París — otros han señalado lo mismo—, lo necesario que es el gran movimiento actual hacia ía riqueza y el industrialismo para poner anchos cimientos de bienestar material a la socie­ dad del futuro. Lo peor de esas justificaciones es que suelen dirigirse a la gente comprometida, en cuerpo y alma, en el movimiento en cuestión; en todos los casos, esas personas las [roo]

aceptan con la mayor avidez y consideran que justifican sus vidas, de modo que las endurecen en sus pecados. La cultura admite la necesidad del movimiento hacia la adquisición de fortuna y el industrialismo exagerado, está dispuesta a conce­ der que el futuro se beneficiará por todo ello, pero, al mismo tiempo, insiste en que las generaciones entregadas de indus­ trialistas —que forman, en su mayoría, el cuerpo principal del filisteísmo— se han sacrificado por ello. Del mismo modo, tal vez el resultado de los juegos y deportes que ocupan a la generación actual de muchachos y jóvenes sea el estableci­ miento de un tipo físico mejor y más sano con el que trabajar en el futuro. La cultura no está en contra de los juegos y de­ portes; se felicita del futuro y espera que haga buen uso de su base física mejorada, pero advierte que nuestra generación ac­ tual de muchachos y jóvenes se sacrifica mientras tanto por ello. Tal vez el puritanismo fuera necesario para desarrollar la fibra moral de la raza inglesa, eí inconformismo para romper el yugo de la dominación eclesiástica sobre las opiniones de los hombres y preparar el camino a la libertad de pensamien­ to en el futuro distante; sin embargo, la cultura señala que la armoniosa perfección de generaciones de puritanos e incon­ formistas se ha sacrificado, en consecuencia, por ello. Tal vez la libertad de expresión sea necesaria para la sociedad del fu­ turo, pero los jóvenes leones del Daily Tekgraph, mientras tan­ to, se sacrifican por ello. Tal vez sea necesario para la sociedad del futuro que cada uno tenga su voz en el gobierno de su país, pero mientras tanto el señor Reales y el señor Bradlaugh han sido sacrificados6. Oxford, el Oxford del pasado, tiene muchas faltas, y ha pagado onerosamente por ellas en derrota, aislamiento y falta de apoyo en el mundo moderno. Sin embargo, nosotros, en Oxford, crecimos entre la belleza y la dulzura de aquel her­ moso lugar y no dejamos de captar una verdad, la verdad de que la belleza y la dulzura son rasgos esenciales de una perfec­ ción humana completa. Cuando insisto en esto, soy unánime s Edmond Beaies (1803-1881), fondador de la Reform League y organi­ zador del encuentro en Hyde Park eí 23 de julio de 1866. Charles Bradlaugh (1833-1891), reformista inglés y ateo.

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con la fe y tradición de Oxford. Digo con atrevimiento que nuestro sentimiento de belleza y dulzura, nuestro sentimiento contrario a la fealdad y la rudeza, estaba en el fondo de nues­ tra adhesión a tantas causas perdidas, de nuestra oposición a tantos movimientos triunfantes. El sentimiento es sincero y no ha sido nunca derrotado por completo y ha mostra­ do todo su poder incluso en la derrota. No hemos ganado nuestras batallas políticas, no hemos logrado sacar adelan­ te nuestros puntos principales, no hemos detenido el avance de nuestros adversarios, no hemos marchado victoriosamente con el mundo moderno, pero hemos hecho mella en la opi­ nión del país, hemos preparado corrientes de sentimiento que han minado la posición de nuestros adversarios cuando pare­ cía ganada, hemos mantenido nuestras comunicaciones con el futuro. ¡Fijémonos en el curso del gran movimiento que sacudió Oxford hasta el tuétano hace treinta años! Se dirigía, como cualquiera que lea la Apología del doctor Newman com­ probará, contra lo que podríamos llamar, en una palabra, «liberalismo»7. El liberalismo prevaleció; era la fuerza señala­ da para hacer el trabajo del momento; era necesario, era inevi­ table que prevaleciera. El movimiento de Oxford se truncó, fracasó; los restos se dispersaron por las orillas: Quse regio ín terris nostri non plena laboris?8

Pero ¿qué era ese liberalismo, como el doctor Newman lo veía y como realmente truncó el movimiento de Oxford? Era el liberalismo de la gran clase media, que tenía como puntos cardinales de su creencia el Decreto de Reforma de 1832, y el autogobierno local, en política; en la esfera social, el libre­ cambio, la competencia sin restricciones y la forja de grandes fortunas industriales; en la esfera religiosa, la disidencia del disentimiento y el protestantismo de ía religión protestante. No digo que otras fuerzas más inteligentes que ésa no se 7 Arnoid aiude a John Henry Newman, teólogo anglicano que dirigiría el Movimiento de Oxford y se convertiría después en cardenal de la Iglesia católica. Su obra más representativa es Apología pro vita sua (1864, trad. de V. G.a Ruiz, introducción de lan Ker, Madrid, Encuentro, 2010). s Virgilio, Eneida, I, 460.

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opusieran al movimiento de Oxford, pero ésa fue la fuerza que realmente lo golpeó; ésa fue la fuerza contra la que el doctor Newman sabía que luchaba; ésa era la fuerza que has­ ta el otro día parecía ser la fuerza dominante en este país y estar en posesión del futuro; ésa era la fuerza cuyos logros llenan al señor Lowe de una admiración indecible y cuyo gobierno le horroriza ver amenazado9. ¿Dónde está ahora esa gran fuerza del filisteísmo? Ha quedado relegada a un rango secundario, se ha convertido en un poder del ayer, ha perdi­ do el futuro. Un nuevo poder ha aparecido de repente, un poder que es imposible juzgar plenamente, pero que desde luego es una fuerza completamente distinta del liberalismo de ciase media, distinta en sus puntos cardinales de creencia, distinta en sus tendencias en cualquier esfera. Ni le gustan ni admira la legislación de los parlamentos de clase media, ni el autogobierno local de las parroquias de clase media, ni la competencia sin restricciones de los industrialistas de cla­ se media, ni la disidencia del disentimiento de clase media ni el protestantismo de la religión protestante de clase me­ dia. No estoy alabando esa nueva fuerza ni diciendo que sus ideales sean mejores; todo lo que digo es que son completa­ mente distintos. ¿Quién podrá apreciar hasta qué punto las corrientes de sentimiento creadas por el movimiento del doctor Newman, el acuciante deseo de belleza y dulzura que alimentó, la profunda aversión que manifestó hacia la dureza y vulgaridad del liberalismo de clase media, la poderosa luz que arrojó sobre las odiosas y grotescas ilusiones del protes­ tantismo de clase medía, quién podrá apreciar hasta qué pun­ to todo esto contribuyó a acrecentar la marea de secreta insa­ tisfacción que ha minado el terreno del confiado liberalismo de los últimos treinta años y preparado el camino para su repentino colapso y sustitución? ¡De este modo el sentimien­ to de Oxford por la belleza y la dulzura triunfa y de este modo seguirá triunfando! De este modo trabaja con la misma finalidad que la cultu­ ra, y aún le queda mucho trabajo por hacer. Ya he dicho que ? Robert Lowe (1811-1892), político liberal que fomentó una reforma selectiva de la educación y e! fimcionariado en Inglaterra.

la nueva y más democrática fuerza que está sustituyendo nuestro viejo liberalismo de clase media no puede ser corree tamente juzgada. Aún ha de formar sus tendencias principa­ les. Hemos oído promesas de reformas administrativas, de reformas legales, de reformas educativas y de no sé qué más, pero esas promesas provienen más de sus abogados, que de­ sean defenderla y justificar la sustitución del liberalismo de clase media, que de tendencias claras que aún no se han desa­ rrollado. Mientras tanto tiene multitud de amigos bieninten­ cionados contra los cuales la cultura puede seguir mantenien­ do con ventaja su ideal de perfección humana, que consiste en una actividad espiritual interior, cuyos rasgos son más dulzura, más luz, más vida, más simpatía. El señor Bright, que tiene un pie en cada mundo, el mundo del liberalismo de clase media y el mundo de la democracia, pero que saca la mayoría de sus ideas del mundo del liberalismo de clase media en el que se ha criado, se ha inclinado siempre a inculcar esa fe en la ma­ quinaria a la que, como hemos visto, los ingleses son tan pro­ pensos y que ha sido la maldición del liberalismo de clase media. Se queja con amarga indignación de la gente que «no parece tener una estimación adecuada del valor del sufragio»; empuja a sus discípulos a creer — algo en lo que el inglés está siempre dispuesto a creer— que tener un voto, como tener familia numerosa, un gran negocio o una vigorosa musculatu­ ra, tiene en sí mismo un efecto edificante y perfeecionador sobre la naturaleza humana. Exhorta a la democracia, a «los hombres —como él los llama— sobre cuyos hombros des­ cansa la grandeza de Inglaterra», y les dice: «¡Ved lo que ha­ béis hecho! ¡Observo este país y veo las ciudades que habéis construido, ios ferrocarriles que habéis trazado, las manufac­ turas que habéis producido, los cargamentos que transportan los barcos de la mayor marina mercante que el mundo haya visto! Veo que habéis transformado con vuestro trabajo lo que era un desierto, estas islas, en un fructífero jardín; sé que habéis creado esta riqueza y sois una nación cuyo nombre es una palabra de poder en todo el mundo». Bueno, es el mismo estilo laudatorio con el que el señor Roebuck o ei señor Lowe corrompen las opiniones de la clase media y la convierten en filistea. Es la misma manera de enseñar a un hombre a valo­

rarse no por lo que es, no por su progreso hacia la dulzura y la luz, sino por la cantidad de ferrocarriles que ha construido o la grandeza del tabernáculo que ha edificado. Sólo que a la clase media se le dice que lo ha hecho con toda su energía, confianza en sí misma y capital, y a la democracia que lo ha hecho con sus manos y nervios. Pero enseñarle a la democra­ cia a confiar en logros de esa clase es sólo prepararla para ser los filisteos que ocupen el lugar de los filisteos a los que está sustituyendo, y también a la democracia, como a la clase me­ dia, se la invitará a sentarse al banquete del futuro sin ir vesti­ da de boda, y nada que sea excelente saldrá de ella. Quienes conocen sus faltas habituales, quienes la han observado y es­ cuchado, o quienes lean el instructivo informe sobre ella ela­ borado por uno de sus partidarios, el Joumeyman Engineer, convendrá en que la idea de perfección que la cultura pone delante de nosotros —una mayor actividad espiritual, cuyos rasgos son más dulzura, más luz, más vida, más simpatía— es una idea que la democracia necesita mucho más que la idea de la bendición del voto o las maravillas de sus hazañas in­ dustriales. Otros amigos bienintencionados de este nuevo poder no tratan de llevarla por las viejas sendas del filisteísmo de clase media, sino por caminos naturalmente atractivos a los pies de la democracia, aunque en este país sean novedosos e inusita­ dos. Podría llamarlos los caminos del jacobinismo. Indig­ nación violenta con el pasado, sistemas abstractos de renova­ ción aplicados en conjunto, una nueva doctrina trazada en blanco y negro para elaborar hasta en sus menores detalles una sociedad racional para el futuro, ésos son los caminos del jacobinismo. El señor Frederic Harrison y otros discípulos de Comte —uno de ellos, el señor Congreve, es un viejo amigo mío, y me alegra tener la oportunidad de expresar pública­ mente mi respeto por sus talentos y su carácter— se encuen­ tran entre los amigos de la democracia dispuestos a llevarla por un camino de esa clase. El señor Harrison es verdadera­ mente hostil a la cultura y por un motivo bastante natural, pues la cultura es el oponente eterno de dos cosas que son las señas de identidad del jacobinismo: su fiereza y su adicción a sistemas abstractos. La cultura asigna siempre a los forjadores [ios]

de sistemas y a los sistemas una participación menor en el destino de los hombres de lo que sus amigos querrían. Una comente de opinión se inclina hacia nuevas ideas; la gente está insatisfecha con su vieja reserva de ideas filisteas, ideas anglo­ sajonas o cualesquiera otras, y a alguien, como Bentham o Comle, que tiene el mérito real de haber advertido antes y poderosamente la nueva corriente y de haber contribuido a ella, pero que arrastra consigo buena parte de su propia estre­ chez y de sus errores en su sentimiento y en su contribución, se le acredita con la autoría de toda la corriente, como la per­ sona adecuada para confiarle su regulación y guiar a la raza humana10. El excelente historiador alemán de la mitología romana, Preller, al contar la introducción en Roma, bajo los Tarquinos, del cuito de Apolo, el dios de la luz, de la curación y la reconciliación, nos hace observar que no fueron tanto los Tar­ quines quienes trajeron a Roma el nuevo culto de Apolo, cuanto una corriente de opinión del pueblo romano, que se inclinó poderosamente en aquella época hacia un nuevo cul­ to de esa clase, al margen del antiguo modo de las ideas re­ ligiosas latinas y sabinas. De un modo similar, la cultura diri­ ge maestra atención hacia la corriente natural de los asuntos humanos y a su continuo trabajo, y no dejará que deposite­ mos nuestra fe en un hombre en particular y sus hechos. Nos hace ver no sólo su buen aspecto, sino también cuánto hay en él necesariamente de limitado y efímero; incluso siente píacer, una sensación de mayor libertad y de un futuro más am­ plio, al hacerlo. Recuerdo, cuando me encontraba bajo la influencia de al­ guien por qitien sentía el mayor respeto, alguien que era la encarnación misma de la cordura y el buen sentido, la perso­ na de mayor consideración que América haya producido —Benjamin Franldin—, recuerdo el alivio con el que, des­ pués de haber sentido durante mucho tiempo la fuerza del imperturbable sentido común de Frankíin, me encontré con 10 En Jeremy Bentham (1748-1832), fundador del utilitarismo, y Auguste Comte (1798-1857), fundador del positivismo, Arnoid vería a los inspirado­ res filosóficos de Sa maquinaria.

un proyecto suyo para una nueva versión del Libro de Job que reemplazara la antigua versión, cuyo estilo, dice Franldin, ha quedado obsoleto y resulta poco grato. «Doy —con ti núa— unos pocos versos, que podrán servir de ejemplo de la versión que recomiendo». Todos recordamos el famoso verso en nuestra traducción: «¿Temerá Job a Dios en vano?». FranIdín hace esto: «¿Se imagina su Majestad que la buena con­ ducta de Job es el resultado de mera adhesión y afecto?». Re­ cuerdo que, cuando lo leí por primera vez, sentí un inmenso alivio y me dije: «¡Al fin y al cabo, hay humanidad más allá del victorioso buen sentido de Franklin!». Así, después de oír a Bentham ensalzado como el renovador de la sociedad mo­ derna, y las opiniones e ideas de Bentham propuestas como reglas de nuestro futuro, abro la Deontokgía. Leo allí: «Mien­ tras Jenofonte escribía su historia y Euclides enseñaba geome­ tría, Sócrates y Platón decían tonterías con la pretensión de enseñar sabiduría y moralidad. Esa moralidad suya consistía en palabras; esa sabiduría suya era la negación de cosas que cualquiera conoce por experiencia». Desde el momento en que leo eso, ¡estoy libre del cautiverio de Bentham! El fanatis­ mo de sus partidarios ya no me afecta. Percibo la inadecua­ ción de sus opiniones e ideas para proporcionar la regla de la sociedad humana, para la perfección. La cultura tiende siempre a tratar así con los hombres de sistema, con los discípulos de una escuela; con hombres como Comte, o el fallecido señor Buclde, o el señor Mili11. Por mucho que pueda encontrar de admirable en esos perso­ najes, o en algunos de ellos, recuerda, sin embargo, el texto: «¡No me llames maestro!», y pasa en seguida a otro maestro. Pero al jacobinismo le gusta el maestro; no quiere pasar de su maestro en busca de una perfección fritura e inalcanzada; quiere que su maestro y sus ideas representen la perfección, que con la mayor autoridad puedan rehacer el mundo. Para el jacobinismo, por tanto, la cultura —que pasa eternamente adelante y sigue buscando— es una impertinencia y una ofen­ sa. Pero la cultura, precisamente porque se resiste a esa ten­ 11 Henry Wilüam Buckle (1821-1862), historiador utilitarista y defensor de la idea de progreso, que popularizaría las ideas de Mili.

dencia del jacobinismo a imponemos a un hombre tanto con sus limitaciones y errores como con las verdaderas ideas de las que es el órgano, presta al mundo y al mismo jacobinismo un servicio. Con su furioso odio al pasado y a quienes hace responsa­ bles de los pecados del pasado, el jacobinismo no puede tam­ poco deshacerse de la inagotable indulgencia propia de la cultura, la consideración de las circunstancias, el severo juicio de las acciones unido al juicio misericordioso de las personas. «¡El hombre de cultura en política —exclama el señor Frede­ ric Harrison— es uno de los mortales más pobres!» El señor Frederic Harrison quiere estar ocupado y se queja de que el hombre de cultura le detenga con una «preferencia por en­ contrar pequeñas faltas, el amor de la tranquilidad egoísta y la indecisión en la acción». ¿De qué sirve la cultura— se pregun­ ta— salvo para «un crítico de nuevos libros o un profesor de belles-kttres»? Bueno, resulta útil porque, en presencia de la ñera exasperación que alienta o más bien diría que sisea a través de toda la producción sobre la que el señor Frederic Harrison plantea esa pregunta, nos recuerda que la perfección de la naturaleza humana consiste en dulzura y luz. Resulta útil porque, como la religión — ese otro esfuerzo por la per­ fección—, testifica que, donde se encuentren la envidia amar­ ga y la lucha, habrá confusión y obrará el mal. Aspirar a la perfección, por tanto, es aspirar a la dulzura y la luz. Quien trabaja por la dulzura y la luz, trabaja para que prevalezcan la razón y la voluntad de Dios. Quien traba­ ja para la maquinaria, quien trabaja para el odio, trabaja sólo para la confusión. La cultura mira más allá de la maquinaria, la cultura odia el odio; la cultura tiene una gran pasión, la pasión por la dulzura y la luz. ¡Aún tiene otra mayor! La pa­ sión por que prevakzcan. No estará satisfecha hasta que todos sean perfectos. Sabe que la dulzura y la luz de unos pocos han de ser imperfectas hasta que la dulzura y la luz toquen a las masas rudas y duras de la humanidad. Si no me he retraído de decir que debemos trabajar por la dulzura y la luz, no me re­ traeré de decir que hemos de tener una amplia base, que ha de haber dulzura y luz para tantos como sea posible. Una y otra vez he insistido en que los momentos felices de la humani­

dad, las épocas que matean la vida de un pueblo, los tiempos florecientes de la literatura y el arte y todo el poder creativo del genio se producen cuando hay un fervor nacional de la vida y el pensamiento, cuando el conjunto de la sociedad está completamente permeado por el pensamiento, sensible a la belleza, inteligente y vivo. Sólo eso debe ser el pensamiento real y la belleza real, la dulzura real y la luz real. Mucha gente tratará de darle a lo que llama las masas un alimento intelec­ tual preparado y adaptado de un modo que consideran ade­ cuado para la condición actual de las masas. La literatura po­ pular ordinaria es un ejemplo-de ese modo de trabajar con las masas. Mucha gente tratará de adoctrinar a las masas con la serie de ideas y juicios que constituyen el credo de su profe­ sión o partido. Nuestras organizaciones religiosas y políticas dan un ejemplo de ese modo de trabajar con las masas. No condeno ninguno, pero la cultura trabaja de una manera dis­ tinta. No trata de rebajar la enseñanza al nivel de las clases inferiores; no trata de ganarlas para esta o aquella secta pro­ pia, con juicios apresurados y contraseñas. Trata de deshacer­ se de las clases, de que lo mejor que se haya pensado y sabido en el mundo esté disponible en cualquier parte, de que todos los hombres vivan en una atmósfera de dulzura y luz, donde puedan usar las ideas, como esa atmósfera se sirve de ellos, libremente, alimentados y no cautivos. Esa es la idea social, y los hombres de cultura son los verda­ deros apóstoles de la igualdad. Los grandes hombres de cultu­ ra son quienes tienen pasión por difundir, por hacer que pre­ valezca, por llevar de un extremo a otro de la sociedad el mejor conocimiento, las mejores ideas de su tiempo; quienes trabajan por despojar al conocimiento de todo cuanto es ás­ pero, tosco, difícil, abstracto, profesional, exclusivo, de huma­ nizarlo, de hacerlo eficiente más allá de la camarilla de los cultivados e instruidos, y que siga siendo el mejor conocimien­ to y pensamiento de la época y una fuente verdadera, por tanto, de dulzura y luz. Un hombre así fue Abelardo en la Edad Media, a pesar de todas sus imperfecciones, y de ahí proviene la ilimitada emoción y entusiasmo que Abelardo suscitó. Hombres así fueron Lessing y Herder en Alemania, a finales del siglo pasado, y sus servicios a Alemania fueron, por

tanto, inestimables. Pasarán las generaciones y los monumen­ tos literarios se acumularán, y obras más perfectas que las obras de Lessing y Herder se producirán en Alemania; sin embargo, los nombres de esos dos hombres llenarán a los alemanes de la reverencia y el entusiasmo que los nombres de los maestros más dotados despiertan. ¿Por qué? Porque huma­ nizaron el conocimiento, porque ampliaron la base de la vida y la inteligencia, porque trabajaron poderosamente para di­ fundir la dulzura y la luz, para hacer que prevalecieran la ra­ zón y la voluntad de Dios. Con san Agustín, dijeron: «No te dejaremos solo para que hagas, en lo secreto de tu corazón, como hiciste antes de la creación del firmamento, la división de la luz y las tinieblas; deja que los hijos de tu espíritu, situa­ dos en su firmamento, hagan que su luz brille sobre la tierra, señale la división de la noche y el día y anuncie la revolución de los tiempos, pues el antiguo orden ha llegado a su fin y el nuevo surge; la noche ha pasado y llega el día, y coronarás el año con tu bendición cuando envíes trabajadores a tu cose­ cha, sembrada por manos distintas a las suyas, cuando envíes nuevos trabajadores a nuevas épocas de siembra, cuya cose­ cha no ha llegado»12.

12 Arnold cita las Confesiones (XIII, 18). Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781) y Johann Gottfried Herder (1744-Í833) prepararon el camino de la Ilustración en Alemania.

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OBRAR A CAPRICHO tratado de mostrar que la cultura es, o debería ser, el estudio de y la aspiración a la perfección, y que de la perfección a ia que aspira la cultura, la belleza y la inteligencia, o, en otras palabras, la dulzura y la luz, son los principales rasgos. Pero hasta ahora he insistido sobre todo en la belleza, o dulzura, como rasgo de la perfección. Para completar como es debido mi propósito, queda por hablar también, evidentemente, de la inteligencia, o luz, como ras­ go de la perfección. Antes, sin embargo, debería advertir que, tanto aquí como al otro lado del Atlántico, se ha suscitado todo tipo de obje­ ciones contra la «religión de la cultura», como los objetores se mofan al llamarla, que se supone que preconizo. Se dice que es una religión que propone fármacos, o algún ungüento per­ fumado, como remedio de las miserias humanas, una religión que alienta un espíritu de inacción cultivada, que hace que su creyente rehúse echar una mano para desarraigar los males definidos en todos nuestros aspectos y llena de antipatía a las reformas y los reformadores que tratan de extirparlos. En ge­ neral, se resume como algo impracticable o, como algunos críticos dicen familiarmente, un claro de luna. Ese Alcibíades, el editor del Moming Star, me ridiculiza como su promulga­ do^ como si viviera ajeno al mundo y no conociera la vida ni a los hombres. Ese gran y austero trabajador, el editor del Daily Tdegraph, me reprocha —aunque amablemente, más con lástima que con enfado— por entretenerme con fantasías

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estéticas y poéticas, mientras que él mismo, en su arsenal de Fleet Street, soporta la carga y el calor del día. Un inteligen­ te periódico americano, The Nation, dice que es muy fácil sentarse en ei estudio y encontrar defectos en el desarrollo de la sociedad moderna, pero que se trata de proponer mejoras prácticas. Por último, el señor Frederic Harrison, en una sátira muy templada e ingeniosa, que me convence de que ha logra­ do conquistar a mi joven amigo prusiano, Arminio, se siente movido por una impaciencia moral casi seria a contemplar, según dice, «cómo la muerte, el pecado, la crueldad se acercan cautelosamente y se llenan las fauces de inocencia y juven­ tud», mientras yo, en medio de la tribulación general, abro mi cajita de perfumes5. Es imposible que todos esos reproches y censuras no me afecten, y trataré de hacer lo más que pueda por completar mi propósito y hablar de la luz como uno de los rasgos de la perfección y de la cultura que nos da luz, de aprovechar las objeciones que he oído y leído y de poner en práctica cuanto me sea posible, mostrando las comunicaciones y pasajes hacia la vida práctica de la doctrina que inculco. Se dice que alguien con mis teorías de dulzura y luz está lleno de antipatía a los movimientos más rudos o toscos que le rodean, que no echará una mano en la humilde operación de desarraigar los males por sus medios y que, por tanto, los creyentes en la acción se impacientarán con él. Pero pase lo que pase, como nuestra fuerza militar en los distur­ bios, no ejercen su preponderancia4. ¿Cómo deberían ejercer, de hecho, su preponderancia cuan­ do el tipo que pronuncia un discurso incendiario, o rompe las vallas del parque, u ocupa la oficina del secretario de Estado, sólo está siguiendo el impulso inglés de obrar a capricho y nuestra conciencia nos dice que siempre hemos considerado primordial y sagrado ese impulso? El señor Murphy habla en Birmingham y arroja sobre la población católica de esa ciu­ dad «palabras —dice el ministro del Interior— adecuadas sólo para ladrones o asesinos». ¿Qué pasa entonces? El señor Murphy tiene razones de diversa índole. Sospecha de las in­ tenciones de la Iglesia católica romana respecto a la señora Murphy, y dice que si los concejales y magistrados no se pre­ ocupan por sus esposas e hijas, él lo hará. Pero, sobre todo, obra a capricho o, en un lenguaje más elevado, afirma su liber­ tad persotíal. «Pronunciaré mis discursos aunque pasen por encima de mi cadáver, y le digo al alcalde de Birmingham que es mi servidor mientras yo esté en Birmingham, y como servi­ dor mío ha de cumplir con su deber y protegerme». ¡Conmo­ vedoras y hermosas palabras, que resuenan con simpatía en todos los pechos ingleses! Si alguien afirma sencillamente de­ lante de nosotros su libertad personal, nos desarma, porque 4 Amold alude a los acontecimientos que rodearon el encuentro refor­ mista en Hyde Park en el verano de 1866. [r ió ]

somos creyentes en la libertad y no en un sueño de recta ra­ zón al que la afirmación de nuestra libertad habría de subor­ dinarse. En consecuencia, el secretario de Estado tiene que decir que, aunque el lenguaje del orador fuera «adecuado sólo para ladrones o asesinos», sin embargo, «no creo que pueda ser privado, no creo que nada de cuanto yo haya dicho justi­ fique la inferencia de que fuera privado del derecho a la pro­ tección en un lugar construido para él con el propósito de sus discursos, porque el lenguaje no era un lenguaje que propor­ cionara un motivo para la persecución criminal». ¡No, ni para que el alcalde le hiciera callar, ni el ministro del Interior, ni ninguna autoridad administrativa sobre la tierra, sencillamen­ te por lo que pudieran pensar sobre la discreción y la razonabilidad! Eso está en perfecta consonancia con nuestra opi­ nión pública y nuestro amor nacional por la afirmación de la libertad personal. En otro estado de cosas, un experimentado y distinguido juez de la Cancillería cuenta un incidente cuyo efecto es el mismo que el del señor Murphy. Alguien dejó en su testa­ mento trescientas libras al año para que fueran asignadas como pensión a quien tuviera éxito en literatura, cuyo deber sería apoyar y difundir, por medio de sus escritos, las opinio­ nes del difunto según constaban en sus publicaciones. Esas opiniones no valían la pena y se impugnó el testamento en el tribunal de la Cancillería por su carácter absurdo, pero, aun­ que lo era, se mantuvo, y prevaleció la supuesta caridad. Te­ niendo, como digo, en el fondo de nuestros corazones ingle­ ses una creencia muy fuerte en la libertad, y una creencia muy débil en la recta razón, nos callamos pronto cuando un hom­ bre alega el derecho primordial de obrar a capricho, porque ése es también nuestro derecho primordial, y aunque trata­ mos de musitar algo sobre la razón, pensamos tan poco en eso y tanto en la libertad, que nos vemos obligados, en con­ ciencia, cuando nuestro hermano filisteo, con el que vamos a medias, ronda a nuestro alrededor y nos pregunta: «¿Tienes luz?», a sacudir la cabeza y dejarle que siga su camino. Podríamos decir muchas cosas sobre nuestra exclusiva aten­ ción a la libertad y sobre los relajados hábitos de gobierno que ha engendrado. Es muy fácil confundir o exagerar el tipo

de anarquía que nos amenaza por ello. No estamos en peligro por el fenianismo, por fiero y turbulento que se muestre, pues en su contra nuestra conciencia es suficientemente libre para dejamos actuar resueltamente y ejercer nuestra preponderan­ cia cuando realmente haga falta. En primer lugar, no ha for­ mado nunca parte de nuestro credo que el gran derecho y la bendición de los irlandeses, de hecho, de nadie sobre la tierra salvo los ingleses, sea obrar a capricho, y carecemos de escrú­ pulos a la hora de reducir, si es necesario, la afirmación perso­ nal de libertad de quien no sea inglés. La Constitución britá­ nica, con sus contrapesos y virtudes primordiales, es para los ingleses. Podemos ampliarla a otros por amor y gentileza, pero no encontramos ninguna ley divina escrita en nuestros corazones que nos obligue a ampliarla. ¡La diferencia entre un feniano irlandés y un bribón inglés es inmensa y el caso, tratándose de un feniano, mucho más claro! ¡El feniano está evidentemente desesperado, es peligroso, miembro de una raza conquistada, papista, con siglos de malos usos en su país que recriminamos, con una religión extraña establecida en su país por nosotros a sus expensas, sin admiración alguna por nuestras instituciones, ni amor por nuestras virtudes, ni talen­ to para nuestros negocios, ni preferencia por nuestra comodi­ dad! Mostradle nuestra simbólica Fábrica de Paja en el lugar más hermoso de Europa y decidle que el industrialismo y el individualismo británicos podrán llevar allí a un hombre, y se quedará frío. Evidentemente, si tratamos con ternura a un sentimental como ése es por pura filantropía5. ¡Pero el alborotador de Hyde Park es distinto! Es de nuestra carne y de nuestra sangre, es protestante, la naturaleza lo ha forjado pata obrar como nosotros, para odiarlo que odiamos; para amar lo que amamos; es capaz de percibir la fuerza sim­ bólica de la Fábrica de Paja; la cuestión esencial para él es la 5 En el verano de 1867, Wiiiiam Murphy pronunció una serie de confe­ rencias anticatólicas eti Birminghatn. Los teníanos eran miembros de una sociedad secreta republicana, con raíces en Irlanda y América, formada. en 1858. En 1867, un grupo de fenianos asesinó a un policía. Los supuestos asesinos fueron capturados, pero una multitud de simpatizantes invadió las; oficinas dei ministro del Interior para impedir su ejecución. La Truss Manu-:. factory estaba situada en Trafalgar Square, en el centro de Londres.

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cuestión del salario. La hermosa frase de sir Daniel Gooch ci­ tada a los trabajadores de Swindon, y que yo he atesorado como la regla de oro de la señora Gooch o como la exhorta­ ción divina, «Sed perfectos», traducida al inglés, la frase que la madre de sir Daniel Gooch le repetía cada mañana cuando era un muchacho que acudía al trabajo: «¡Recuerda, mi querido Dan, que has de procurar ser un día el encargado de ese nego­ cio!», esa provechosa máxima es perfectamente adecuada para brillar en el corazón del bribón de Hyde Park y ser la estrella que le guíe a lo largo de la vida6. No tiene planes visionarios de revolución y transformación, aunque por supuesto querría que su clase gobernara, como la clase aristocrática querría que gobernara la suya y la clase media la suya. Mientras tanto, nuestra máquina social está fuera de control; hay mucha gen­ te en nuestros paradisiacos centros de industrialismo e indivi­ dualismo quitando el pan de la boca a los demás. El bribón no ha encontrado del todo su surco para ponerse a trabajar y, por ello, afirma su libertad personal, y va donde quiere, se reúne con quien le place, vocifera y murmura. Igual que no­ sotros —mientras el país se escuda en la clase aristocrática, como los disidentes políticos en la clase media—, no tiene idea alguna de un Estado, de la nación en su carácter colectivo y corporativo, que controle, como gobierno, la libre propen­ sión de éste o aquél de sus miembros en nombre de una razón más elevada que todos ellos, que la suya tanto como de los demás. Ese bribón contempla la clase aristocrática, rica, al car­ go del gobierno ejecutivo, de modo que si se le impide hacer de Hyde Park una osera o intransitables las calles, dirá que la aristocracia está asesinándolo. Su aparición es embarazosa, porque muchos cocineros es­ tropean el caldo; porque, aunque las clases aristocráticas y medias han obrado a capricho con gran vigor, el bribón no se ha desarrollado hasta ahora y ha estado demasiado sometido para participar en el juego y, al entrar en él, lo hace en mul­ titud y resulta rudo y vasto. Pero no vulnera muchas leyes, o no simultáneamente, y, como nuestras leyes se hicieron para 6 Sir Daniel Gooch (1816-1889), magnate del ferrocarril y miembro del Parlamento.

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circunstancias muy distintas de las actuales (pero siempre con un ojo en el inglés que obra a capricho), y como la letra clara de la ley ha de estar en contra de nuestro inglés cuando obra a capricho y no sólo el espíritu de la ley y el proceder público, y como el gobierno no debe tener un poder discrecional ni actuar resueltamente de acuerdo con su propia interpretación de ía ley sí alguien lo rebate, es evidente que nuestras leyes le dan a nuestro lúdico gigante, al obrar a capricho, una ventaja considerable. Además, aunque pueda demostrarse con cla­ ridad que ha perpetrado una ilegalidad al obrar a capricho, siempre podrá dejarse la ley en suspenso o aboliría. Así tiene allanado el camino, y si tiene allanado el camino estará satis­ fecho por el momento. Sin embargo, cae en la costumbre de tenerlo allanado cada vez con más frecuencia y al fmal empie­ za a crear, con sus actos, confusión respecto a qué gente ma­ lévola podría tomar ventaja, y de qué tipo, en cualquier caso, al turbar el curso comente de las cosas a lo largo del país, tiende a causar disturbios y a aumentar la clase de anarquía y desintegración social que ya había comenzado. De ese modo, el profundo sentido de orden y seguridad asentados, sin el que una sociedad como 1a nuestra no podría vivir ni crecer, parece en ocasiones amenazado de desaparecer. Ahora bien, si la cultura, que simplemente significa tratar de perfeccionamos a nosotros mismos, y a nuestras opiniones como parte de nosotros, nos proporciona luz, y si la luz nos muestra que no hay nada de bendito en obrar meramente a capricho, que el culto de la mera libertad para obrar a capri­ cho es el culto de la maquinaria, que la verdadera bendición es hacer lo que ordena la recta razón y seguir su autoridad, entonces obtendremos un beneficio práctico de la cultura. Tendremos un principio que nos hacía mucha falta, un prin­ cipio de autoridad, para contrarrestar la tendencia a la anar­ quía que parece amenazamos, Pero ¿cómo organizar esa autoridad o a qué manos confiar su manejo? ¿Cómo lograr nuestro Estado, sumando la recta razón de la comunidad, y darle efecto, según lo requieran las circunstancias, con vigor? Me parece ver aquí a mis enemi­ gos esperándome con un ávido gozo en la mirada. Pero los eludiré.

El Estado, el poder que mejor representa la recta razón de la nación, y el más digno, en consecuencia, para gobernar —pa­ ra ejercer, cuando las circunstancias lo requieran, la autoridad sobre todos nosotros—, es para el señor Carlyle la aristocracia. Para el señor Lowe es la clase media con su incomparable Parlamento. Para la Liga Reformista es la clase trabajadora, la clase con «los poderes más brillantes de la simpatía y los po­ deres más preparados para la acción». Ahora bien, la cultura, con su aspiración desinteresada a la perfección, tratando de ver las cosas como son para captar lo mejor y hacer que pre­ valezca, está seguramente más capacitada para ayudamos a juzgar correctamente por medio de todas las ayudas de la ob­ servación, ía lectura y el pensamiento, calificaciones y títulos de nuestra confianza en la autoridad de esos tres candidatos, y puede rendir un servicio práctico de gran valor. De este modo, cuando el señor Carlyle, un hombre de ge­ nio a quien todos en uno u otro momento debemos estímu­ los y refresco, dice que deberíamos darle el gobierno a la aris­ tocracia, sobre todo a causa de su dignidad y refinamiento, seguramente la cultura será útil al recordarnos que, en nuestra idea de la perfección, están presentes los rasgos de la belleza y de la inteligencia y se unen la dulzura y la luz, las dos cosas más nobles. Concediendo, con el señor Carlyle, que la clase aristocrática posea dulzura, la cultura insiste también en la necesidad de la luz y nos muestra que las aristocracias, que por la naturaleza misma de las cosas son inasequibles a las ideas, incapaces de ver cómo marcha el mundo, carecen en cierto modo de luz y, en consecuencia, cuando la luz es nues­ tro gran requisito, son inadecuadas para nuestras necesidades. Las aristocracias, hijas de los hechos establecidos, son para épocas de concentración. En épocas de expansión, épocas como la que ahora vivimos, épocas en las que se oye la voz de advertencia: Ahora es eljuicio del mundo, en tales épocas, las aristocracias, con su inclinación natural hacia los hechos esta­ blecidos, su falta de sentido para el flujo de las cosas, para la inevitable transitoriedad de todas las instituciones humanas, están perplejas y resultan inútiles. Su serenidad, su elevado espíritu, su gran poder de resistencia —las grandes cualidades de una aristocracia y el secreto de sus distinguidas maneras y [i z i ]

dignidad—, esas mismas cualidades, en una época de expan­ sión, se vuelven contra quienes las poseen. Una y otra vez he dicho que el refinamiento de una aristocracia puede ser pre­ cioso y educativo para una tosca nación como una especie de sombra del verdadero refinamiento; que su serenidad y digni­ ficada libertad de los cuidados mezquinos pueden servir de realce para apartar la vulgaridad y fealdad del tipo de vida que una ruda clase media tiende a establecer y ayudar a las perso­ nas a ver esa vulgaridad y fealdad en sus mismos colores. [De un espectáculo tan innoble como el de la pobre señora Lin­ coln — un espectáculo para vulgarizar a toda una nación—, la aristocracia sin duda nos preserva.]7 Pero la verdadera gracia y serenidad es aquella de la que Grecia y el arte griego sugieren los admirables ideales de perfección, una serenidad que pro­ viene de haber puesto orden entre las ideas y haberlas armo­ nizado, mientras que la serenidad de las aristocracias, al me­ nos la peculiar serenidad de las aristocracias de origen teutónico, parece provenir de no haber tenido nunca ideas que las turbasen. Por ello, en una época de expansión como la actual, una época de ideas, obtenemos, al contemplar la aristocracia, más que la idea de serenidad, la idea de futilidad y esterilidad. A menudo me he preguntado si hay sobre la tierra algo tan falto de inteligencia, tan poco apto para percibir cómo mar­ cha realmente el mundo como un joven inglés ordinario de nuestra clase superior. No tiene ideas ni tampoco la seriedad de nuestra clase media, que es, como he dicho a menudo, la gran fortaleza de esa clase y puede convertirse en su salvación. Podríamos oír a un joven rico de la clase aristocrática, cuando el capricho4e lleva a cantar las alabanzas de la riqueza y el confort material, que canta con el cinismo que repudiaría la conciencia del menos filisteo de nuestra clase media indus­ trial. Cuando, con la simpatía natural de las aristocracias para tratar firmemente con la multitud, y su inquietud por nuestro débil trato con ella en casa, un sencillo joven inglés de nuestra ’ Arnoid suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. La viuda de hincóla habla quedado en una situación —pública y privada—■ lamentable tras el magnicidio de 1865.

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dase aristocrática aplaude a los gobernantes absolutos del continente, se las arregla en general para confundir los moti­ vos racionales e inteligentes que podrían darle cierta justifica­ ción, alguna posibilidad de existencia, a esos gobernantes, y los aplaude por motivos que le pondrían los pelos de punta si los oyera. Todo este tiempo nos encontramos en una época de expan­ sión, y la esencia de una época de expansión es un movimien­ to de ideas, y la única salvación de una época de expansión es una armonía de las ideas. El principio mismo de autoridad que estamos buscando como defensa contra la anarquía es la recta razón, ideas, luz. En consecuencia, cuanto más llame en su ayuda una aristocracia a sus fuerzas innatas —su impenetrabi­ lidad, su elevado espíritu, su gran poder de resistencia— para tratar con una época de expansión, cuanto más grave sea el peligro, mayor será la certeza de explosión, más segura la de­ rrota de la aristocracia, pues intentará violentar la naturaleza en lugar de colaborar con ella. Los mejores poderes mostrados por los mejores hombres de una aristocracia en una época se­ mejante no son, como podrá observarse, poderes aristocráti­ cos, sino poderes de la industria, poderes de la inteligencia, y la exhibición de esos poderes no tiende en realidad a fortalecer la aristocracia, sino a separar a sus propietarios de ella, a expo­ nerlos a las agencias disolventes del pensamiento y el cambio, a hacer de ellos hombres de espíritu moderno y del futuro. Si, como a veces sucede, añaden a sus cualidades no aristocráticas de trabajo y pensamiento una fuerte dosis de cualidades aristo­ cráticas — de orgullo, desafio, inclinación a resistir—, ese as­ pecto suyo verdaderamente aristocrático, lejos de darles fuer­ za, neutralizará su fuerza y los hará inútiles e ineficaces. Sabiendo yo mismo que busco tristemente, como dice uno de mis muchos críticos, «una filosofía con principios coheren­ tes, interdependientes, subordinados y derivados», recurro continuamente a una fórmula sencilla para tratar de que las pocas nociones que tengo sean cada vez más claras e inteligi­ bles para mí mismo por medio del ejemplo y la ilustración8. 8 Arnold alude a la critica de Frederic Harrison, «Culture: A Dialogue», publicada en la Fortnigbtly Rm tm en noviembre de 1867.

Habiéndome educado en Oxford en los viejos y malos tiem­ pos, cuando nos atiborrábamos de griego y Aristóteles sin pensar en preparamos, mediante el estudio de las lenguas mo­ dernas — como después del gran discurso del señor Lowe en Edimburgo haremos9— , para librar la batalla de la vida con los camareros de hoteles extranjeros, mi cabeza sigue llena de un montón de frases que aprendimos de Aristóteles en Oxford, acerca de la virtud en el término medio y sobre el exceso y el defecto, y cosas por el estilo. En una ocasión tuve el privilegio de escuchar los debates sobre la reforma en la Cámara de los Comunes y, después de haber oído a unos cuantos portavoces interesantes, entre ellos un conocido lord y un conocido baronet, recuerdo que me impresionó, apli­ cando la maquinaria del término medio de Aristóteles a mis ideas sobre nuestra aristocracia, que el lord fuera exactamente la perfección, o feliz término medio, o virtud, de la aristocra­ cia, y el baronet el exceso10. Imaginé que, observándolos, po­ dríamos comprobar tanto la inadecuación de la aristocracia para proporcionar el principio de autoridad necesario para nuestras demandas actuales, como el peligro de que trate de hacerlo aunque no sea competente para ello. Por una parte, en el brillante lord, en el que resplandecía un elevado espíritu, admirable, por encima y más allá de su dote de elevado espí­ ritu, por el hermoso temple de su elevado espíritu, por el aplomo, la serenidad, el refinamiento — las grandes virtudes, como dice Carlyle, de la aristocracia—, en ese hermoso y vir­ tuoso término medio, era evidente cierta insuficiencia de luz, mientras que, por otra parte, el digno baronet, en el que el elevado espíritu de la aristocracia, su impenetrabilidad, su de­ safiante valentía y orgullo de resistencia se desarrollaban in­ cluso en exceso, era manifiestamente capaz, si se le daba la oportunidad, de causarnos un grave peligro y, de hecho, de arrojar confusión sobre toda la comunidad. Me volví enton­ ces a mi vieja noción fundamental sobre la honradez como 9 Lowe había pronunciado un discurso sobre la necesidad de reformar la educación superior. 10 En la edición de 1869, Am old había identificado respectivamente a lord Elcho y a sir Thomas Bateson.

gran mérito de nuestra raza. La impotencia de nuestra aristo­ cracia o clase gobernante al tratar con nuestra perturbada con­ dición social, su recelo a confiar demasiado poder al Estado en la forma en que ahora existe — es decir, para sí misma—, me causó una especie de orgullo y satisfacción, porque com­ probé que era, en conjunto, demasiado honrada para tratar y manejar un asunto para el que no se sentía capaz. Seguramente no será un beneficio escaso el que la cultura nos concede si, en tiempos embarazosos como el actual, nos capacita para mirar las cosas por dentro y por fuera de este modo, sin odio ni parcialidad y con la disposición a encon­ trar lo bueno en todos los que nos rodean. Trato de seguir el mismo procedimiento tanto con nuestra clase media como con nuestra aristocracia. El señor Lowe nos habla de la fuerte parte media de la nación, de los hechos sin paralelo del Parla­ mento de nuestra clase media liberal, del trabajo noble y he­ roico que ha llevado a cabo en los últimos treinta años, y empiezo a preguntarme si no habremos encontrado en nues­ tra clase media el principio de autoridad que necesitábamos y si no habríamos hecho mejor en retirar la administración, igual que la legislación, del débil extremo que ahora nos administra y encargársela a la fuerte parte media. Observo también que los héroes del liberalismo de clase media, como hasta ahora los hemos conocido, hablan con una especie de anticipación profética del gran destino que les espera, como si el fiituro fiiera claramente suyo. El partido avanzado, el partido progresista, el partido en alianza con el futuro, son apelaciones que gustan de darse a sí mismos. «Los principios que obtendrán reconocimiento en el futuro — dice el señor Miall, un personaje de merecida eminencia entre los llamados disidentes políticos, que han sido la espina dorsal del libera­ lismo de clase media— son los principios por los que he tra­ bajado celosamente durante mucho tiempo. Estoy cualifica­ do para unirme a la tarea de la cosecha por hacer lo mejor que sé las tareas de la siembra». Esas tareas, si hemos de recopilar­ las por los trabajos del gran partido liberal en los últimos treinta años, son, como he resumido en otra parte, la defensa del librecambio, de la reforma parlamentaria, de la aboli­ ción de los impuestos eclesiásticos, del voluntarismo en re­

ligión y educación, de la no interferencia del Estado entre patrones y empleados y del matrimonio con la hermana de la difunta esposa. Ahora bien, sé que cuando objeto que todo esto es maqui­ naria, la gran clase media liberal ha llegado a ser lo suficiente­ mente astuta para responder que siempre ha querido decir con esas cosas más de lo que aparentan, que lo ha tenido en cuenta más que mostrarlo y que pronto veremos, en una Igle­ sia libre y en toda clase de buenas cosas, lo que eran. Pero he aprendido del obispo Wilson (si el señor Frederic Harrison me perdona que vuelva a citar a ese viejo y pobre hierofante de una superstición decadente): «Si conociéramos verdadera­ mente nuestro corazón, contemplaríamos nuestras acciones con imparcialidad», y no puedo evitar pensar que, si los libe­ rales tuvieran tanta dulzura y luz en su interior como alegan, tendría que traslucirse en lo que dicen y hacen. Un amigo americano de los liberales ingleses dice, de he­ cho, que su disidencia del disentimiento ha sido un mero instrumento de los disidentes políticos para que prevalecieran la razón y la voluntad de Dios (y sin duda diría lo mismo del matrimonio con la hermana de la difunta esposa), y que la abolición de la Iglesia estatal es sólo un medio de los disiden­ tes para ese fin, igual que la cultura es el mío. Otro defensor americano dice lo mismo de su industrialismo y librecambio; de hecho, ese caballero, cogiendo el toro por los cuernos, propone que en el futuro llamemos cultura al industrialismo y a los industrialistas hombres de cultura, por lo que ya no haya confusión sobre su verdadero carácter. Además del pla­ cer de ser ricos y vivir cómodamente, obtendrán un auténtico reconocimiento como recipientes de la dulzura y la luz. Sin duda, todo esto es equívoco, pero debo señalar que la cultura de la que yo hablaba era un intento de alcanzar la ra­ zón y la voluntad de Dios por medio de la lectura, la observa­ ción y el pensamiento, y que quien llame cultura a algo más podrá, de hecho, hacerlo si quiere, pero entonces hablará de algo muy distinto a lo que yo decía. Además, en la medida en que el modo de trabajar de la cultura por la razón y la volun­ tad de Dios consiste en tratar directamente de saber más sobre ellas, mientras que es evidente que la disidencia del disenti­

miento no supone un esfuerzo de este tipo, ni su Iglesia libre es, de hecho, una Iglesia con concepciones más dignas de Dios y del orden del mundo que las que profesa la Iglesia es­ tatal, pues cada uno ha de comportarse a capricho al profesar­ las, no puedo aceptar enseguida el inconformismo, como no acepto el industrialismo ni las otras grandes obras de nuestra clase media liberal como una prueba positiva de que esa clase esté en posesión de la luz y de que en ella está 3a sede de la autoridad que buscamos. Pero he de esforzarme un poco más y procurarme otras indicaciones que me permitan decidirme. ¿Por qué no habríamos de hacer con la clase media como hemos hecho con la clase aristocrática, encontrar en ella algu­ nos hombres representativos del término medio virtuoso de esa clase, de la perfección de sus cualidades actuales y de su modo de ser, y también de sus excesos? Está claro que esos hombres no deberían ser hombres de genio como el señor Bright, pues, como he dicho antes, en la medida en que un hombre tenga genio tenderá a salirse de la categoría de clase en su conjunto y a convertirse simplemente en hombre. Un hombre ordinario servirá más a este propósito, resumirá me­ jor en sí mismo, sin influencias que lo turben, la fuerza liberal general de la clase media, la fuerza con la que ha hecho sus grandes obras de librecambio, reforma parlamentaria, volun­ tarismo y demás, y el espíritu con el que las ha llevado a cabo11. Ahora bien, ocurre que un hombre típico de la clase media, miembro del Parlamento por una de nuestras princi­ pales ciudades industriales, nos ha dado una famosa frase que 11 En la edición de 18é9, Amold había identificado al «hombre ordina­ rio» con «el hermano del señor Bright, el señor Jacob Bright», y añadido: «Ahora bien, está claro, por lo que ya se ha dicho, que ha habido al menos una aparente falta de luz en la fuerza y el espíritu con que se han llevado a cabo esas obras, y que esas obras han cobrado todo el aspecto de la maqui­ naria. Pero todo esto aún estará más claro si tomamos, como feliz término medio de la clase media, no al señor Jacob Bright, sino a su colega en repre­ sentación de Manchester, el señor Bazley. El señor Bazley resume para no­ sotros, en general, la clase media, su espíritu y sus obras, al menos tan bien como el señor Jacob Bright, y nos ha dado una famosa frase...». Jacob Bright (1821-1899) fue miembro del Parlamento y abogado del sufragio fe­ menino, El señor Bazley (1797-1885), dueño de una fábrica textil, incorporó programas de educación a sus empresas y fue miembro de! Parlamento.

aporta directamente la solución de nuestra cuestión: si hay luz suficiente en nuestra clase media para que sea la sede apro­ piada de la autoridad que deseamos establecer. Cuando hace poco tuvo lugar una charla sobre el estado de la educación de la clase media, nuestro amigo, como representante de esa cla­ se, dijo palabras memorables: «Ha habido un clamor para que la educación de la clase media reciba más atención. Se confe­ só muy sorprendido por el clamor que se ha suscitado. No pensaba que las necesidades de su clase suscitaran la simpatía de la legislatura ni del público». Esa satisfacción del miembro del Parlamento de nuestra clase media respecto al estado men­ tal de la clase medía era verdaderamente representativa y ha­ cía buena su exigencia de ser el hermoso y virtuoso término medio de esa clase. Pero obviamente difiere de nuestra defini­ ción de cultura o aspiración a la luz y la perfección, que hace que la luz y la perfección no consistan en descansar y ser, sino en crecer y llegar a ser, en un avance perpetuo hacia la belleza y la sabiduría. Por ello, la clase media, esencialmente, podría­ mos decir, por su incomparable autos atisfacción decisivamen­ te expresada mediante su hermoso y virtuoso término me­ dio, se excluye de hacerse cargo de una autoridad cuya alma es la luz, Aunque esto esté claro, lo estará más si tomamos a un hombre representativo como exceso de la clase media y recor­ damos que hay que concebir la clase media, en general, como un cuerpo que oscila entre las cualidades del término medio y el exceso y, en conjunto, por supuesto, según está constitui­ da la naturaleza humana, se inclina más bien hacia el exceso que hacia el término medio. Posiblemente no podamos ima­ ginar un ^representante mejor de su exceso que un ministro disidente de Walsall, que ha llegado a conocimiento del pú­ blico en relación con el proceder del señor Murphy en Birmingham, ya mencionado12. Hablando en medio de una irri­ tada población de católicos, ese caballero de Walsall exclamó: «Entonces diré: ¡Fuera con la misa! Viene del fondo del abis­ mo, y en el fondo del abismo todas las mentiras tendrán su 12 En ía edición de 1869, Arnoid identificó al ministro disidente con el reverendo W. Cattle.

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parte, en el lago que arde con fuego y azufre». Y más: «Cuan­ do todos los traseros eran negros en Irlanda, ¿por qué los cu­ ras no emplearon una fórmula mágica para volvemos bue­ nos?». Compartía, también, los temores del señor Murphy respecto a la invasión de su felicidad doméstica: «Lo que de­ seo deciros como maridos protestantes es ¡Cuidado con vues­ tras mujeres!». Por fin, a la verdadera manera de un inglés que obra a capricho, una manera de la que ya he señalado exten­ samente los peligros actuales, recomendaba para su imitación el ejemplo de ciertos capellanes de Dubíín, entre los cuales, dijo, «había un Lutero y también un Melanchthon», que ha­ bían hecho una faena con algún que otro ritualista, lo habían hecho bajar del pulpito y expulsado de la iglesia. Es evidente, como dije en el caso de nuestro baronet aristocrático, que si permitimos que ese exceso de la tenaz clase media, del disi­ dente protestante consciente, tan fuerte, tan confiado en sí mismo, tan completamente persuadido, siga su camino, será capaz, con su falta de luz —o, para usar el lenguaje del mun­ do religioso, con su celo sin conocimiento— de incitar a una lucha que ni él ni nadie podrá detener. Pero aparece, como con la aristocracia, la honradez de nuestra raza, y, con la voz de otro miembro de la clase media, alcalde de la ciudad de Londres y coronel de la milicia de la ciudad de Londres, exclama que tiene remordimientos de conciencia y que no tratará de arreglar nuestros desórdenes sociales ni de manejar asuntos que sabe que son demasiado elevados para él13. Todos recuerdan cómo ese virtuoso alcaldecoronel, o coronel-alcalde, llevó a su milicia por las calles de Londres, cómo los transeúntes se reunieron para verlo pasar, cómo los bribones de Londres, afirmando el mejor y más ben­ dito de los derechos de un inglés a obrar a capricho, asaltaron y golpearon a los transeúntes, y cómo el intachable guerreromagistrado impidió que sus tropas intervinieran. «La multi­ tud —dijo conmovedoramente después— estaba compuesta en su mayoría de hombres fuertes y sanos, inclinados al mal»; si hubiera permitido que sus soldados intervinieran, podrían 13 Samuel Wilson tenía setenta y cinco años cuando condujo a la milicia por las calles de Londres en junio de 1867.

haber sido derrotados, podrían haberles quitado los rifles y haberlos usado; de hecho, podría haberse seguido un mo­ tín, con derramamiento de sangre, en comparación con lo cual, los atracos y pérdidas de propiedad que ocurrieron no fueron nada. ¡Honrado y afectuoso testimonio de la clase me­ dia inglesa respecto a su inadecuación a la parte de autoridad que nuestra admiración se siente en ocasiones inclinada a dar­ le! «¿Quiénes somos nosotros — dice con la voz de su alcaldecoronel— para no ser derrotados si tratamos de arreglar la anarquía social, si nos quitan los rifles y los usan contra noso­ tros y, tal vez, nos roban y golpean? ¿Qué luz tenemos, más allá del impulso de un inglés nacido libre a obrar a capricho, que justifique que impidamos, al precio del derramamiento de sangre> que otros ingleses nacidos libres obren a capricho y nos roben y golpeen tanto como Ies plazca?». Esta desconfianza en sí mismos como centro adecuado de autoridad no marca a la clase trabajadora, como lo demostró el otro día su disposición en Hyde Park a tomar sobre sí mis­ ma todas las funciones del gobierno. Pero esto proviene de que la clase trabajadora, como he dicho a menudo, es aún embrionaria y nadie puede prever el desarrollo final, y de que no tiene la misma experiencia y autoconocimiento que las clases aristocrática y media. Tiene, sin duda, honradez, como las otras clases inglesas, pero honradez en un estado incipien­ te y sin adiestrar; mientras tanto, sus poderes de acción, que están, como dice el señor Frederic Harrison, sobremanera dis­ puestos, la sobrepasan. Que no puede tener en la actualidad la luz suficiente que proporciona la cultura —es decir, me­ diante la lectura, la observación y el pensamiento— es claro por la naturaleza misma de su condición, y, de hecho, ya he­ mos visto que el señor Frederic Harrison, tratando de buscar un escenario libre para sus brillantes poderes de simpatía y dispuestos poderes de acción, tuvo que empezar por desesti­ mar la cultura y burlarse de ella como algo apropiado sófo para profesores de belles lettres. Sin embargo, para hacer perfec­ tamente evidente que no podemos encontrar en la clase traba­ jadora más que en la clase aristocrática y la clase media un adecuado centro de autoridad —es decir, como la cultura nos enseña a concebir nuestra autoridad requerida, de luz— , apli-

quemes de nuevo a esta clase el método que hemos seguido con las clases aristocrática y media, y tratemos de procurarnos hombres representativos que puedan damos su virtud y su exceso. No debemos escoger, por supuesto, a hombres como los jefes de la manifestación de Hyde Park, el coronel Dickson o el señor Beales, porque el coronel Dickson, por su profesión marcial y su imponente aspecto, parece pertenecer propia­ mente, como Julio César o Mirabeau y otros grandes líderes populares, a la clase aristocrática, y haber sido arrastrado a las filas populares sólo por su ambición o su genio, mientras que el señor Beales pertenece a nuestra sólida clase media y, tal vez, si no fuera un gran líder popular, sería un filisteo. Pero el señor Odger, cuyos discursos hemos leído todos nosotros, y de quien sus amigos cuentan, además, muchas cosas favora­ bles, podría representar muy bien el hermoso y virtuoso tér­ mino medio de nuestra clase trabajadora actual, y creo que todos admitirán que en el señor Odger'4, de una manera evi­ dente, a pesar de sus cosas buenas, no hay luz suficiente. El exceso de la clase trabajadora, en su actual estado de desarro­ llo, se muestra tal vez mejor en el señor Bradlaugh, el icono­ clasta, que parece querer bautizamos a todos a sangre y fuego en su nuevo orden social, y a cuyas reflexiones, ahora que me he puesto a seguir la senda del obispo Wilson, no puedo evi­ tar aplicar la máxima de aquel buen hombre: «La intemperan­ cia en el habla causa estragos terribles en el corazón». El señor Bradlaugh, como nuestros ejemplos de exceso en las clases aristocrática y media, es evidentemente capaz, si le dejaran, de llevamos a todos a grandes peligros y confusión. Concluyo, por tanto —lo que, de hecho, pocos de quienes me hagan el honor de leer esta disquisición es probable que disputen—, que podremos encontrar tan poco en la clase trabajadora como en la aristocrática o media la fuente de autoridad que tanta falta nos hace y que la cultura nos sugiere. ¿Qué ocurriría si tratáramos de elevamos por encima de la idea de clase a la idea de toda la comunidad, el Estado, para encontrar nuestro centro de luz y autoridad allí? Todos noso­ George Odger (1820-1877), dirigente sindical.

tros tenemos la idea del país, como un sentimiento; apenas uno tendrá la idea del Estado como un poder que funcione. ¿Por qué? Porque habitualmente vivimos en nuestras identi­ dades ordinarias, que no nos llevan más allá de las ideas y deseos de la clase a la que pertenecemos. Todos nosotros te­ memos darle al Estado demasiado poder, porque concebimos el Estado sólo como algo equivalente a la clase que ocupa el gobierno ejecutivo, y tememos el abuso de poder de esa ciase en beneficio propio. SÍ fortaleciéramos el Estado con la cla­ se aristocrática al cargo del gobierno ejecutivo, imaginaríamos que nos estamos entregando en cautiverio a las ideas y deseos de nuestro fiero baronet aristocrático; si lo hiciéramos con la clase media al cargo del gobierno ejecutivo, al truculento mi­ nistro disidente de la clase media; con la clase trabajadora, a su tribuno más notorio, el señor Bradlaugh. Sería justo, debi­ do a la exagerada noción que nosotros, los ingleses, como he dicho, albergamos del derecho y bendición de obrar a capri­ cho, de afirmarnos y de hacerlo como somos. Los miembros de la clase aristocrática quieren afirmar sus identidades ordi­ narias, sus gustos y aversiones; los miembros de la clase media igual, e igual los de la clase trabajadora. Por nuestras identida­ des cotidianas, sin embargo, nos encontramos separados, per­ sonales, en guerra; sólo estamos a salvo de la tiranía de otro cuando nadie tiene poder alguno, y esa seguridad, a su vez, no puede libramos de la anarquía. Cuando la anarquía se nos presenta como peligro, no sabemos a dónde dirigimos. Pero lo mejor que hay en nosotros nos mantiene unidos, im­ personales, en armonía. No corremos peligro si le damos autoridad, porque es el amigo más fiel que podríamos tener, y cuando la anarquía es un peligro para nosotros, podemos volvernos a esa autoridad con cierta confianza. ¡Esa es la ver­ dadera identidad que la cultura, o el estudio de la perfección, trata de desarrollar en nosotros, a expensas de nuestra antigua y no transformada identidad, que encuentra placer sólo al obrar a capricho o por costumbre y nos expone al riesgo de chocar con cualquiera que haga lo mismo! ¡Así que nuestra pobre cultura, de la que se dice en burla que no es práctica, nos lleva hasta las ideas capaces de hacer frente a la gran nece­ sidad de nuestros embarazosos tiempos actuales! Nos hace

falta una autoridad y no encontramos sino clases celosas, con­ trapesos y cerraduras; la cultura sugiere la idea deí Estado. No encontramos base para un poder estatal firme en nuestras identidades ordinarias; la cultura lo sugiere con lo mejor que hay en nosotros. No puede sino acusarse a una tierna conciencia, en un país práctico como el nuestro, de mantenerse alejada del trabajo y la esperanza de una multitud de hombres serios, de limitarse a jugar con la poesía y la estética. Así ocurre que con no poca sensación de alivio me encuentre en la situación de quien acude en ayuda de las necesidades prácticas de nuestros tiem­ pos. Lo importante, como podrá observarse, es descubrir lo mejor que hay en nosotros, y no afirmar otra cosa, sin estar satis­ fechos — como nosotros, los ingleses, con nuestra sobrestímación de ser meramente libres y estar ocupados, acostum­ bramos hacer— con una identidad que hace mucho tiempo se antepone a lo mejor que hay en nosotros y afirmamos con ciega energía. En suma —volviendo una vez más al obispo Wilson— , de las dos excelentes máximas del obispo Wilson para guiar al hombre: «Primero, no ir nunca contra la mejor luz que tengamos; segundo, cuidar de que nuestra luz no sea oscuridad», nosotros, los ingleses, hemos seguido con un celo digno de encomio la primera, pero no hemos prestado tanta atención a la segunda. Hemos ido valientemente de acuerdo con la mejor luz que teníamos a nuestra disposición, pero no hemos tenido suficiente cuidado de que fuera realmente la mejor luz posible para nosotros, de que no fuera oscuridad. Al ser tanta nuestra honradez, la conciencia nos ha susurrado que tal vez la luz que seguíamos, nuestra identidad ordinaria, fuera, de hecho, sólo una identidad inferior, sólo oscuridad, y que no había que imponerla seriamente al mundo. Pero lo mejor que hay en nosotros inspira fe y es capaz de ofrecer un principio serio de autoridad. Por ejemplo, nos en­ caminamos hacia donde el fallecido duque de Wellington, con su poderosa sagacidad, previo y describió admirable­ mente como una «revolución de curso legal». Sin duda — si hemos de vivir y crecer y esta famosa nación no ha de quedar­ se estancada y consumirse o perecer miserablemente en la mera anarquía y confusión— , ahí es donde vamos, Ha de

haber grandes cambios, pues una revolución no puede llevar­ se a cabo sin grandes cambios; sin embargo, ha de haber or­ den, pues, sin orden, una revolución no puede llevarse a cabo de un modo legal. A todo cuanto suponga un riesgo de tu­ multo y desorden, marchas multitudinarias en las calles de nuestras pobladas ciudades, encuentros multitudinarios en sus plazas y parques públicos —manifestaciones perfectamen­ te innecesarias en el curso actual de los acontecimientos— , lo mejor que hay en nosotros, la recta razón, nos anima sencilla­ mente a oponemos. Nos anima a alentar y respaldar a quienes se hacen cargo del poder ejecutivo, quienesquiera que sean, y los prohíben con firmeza. Pero lo hace clara y resueltamente, y por ello es un principio real de autoridad, porque lo hace con una conciencia libre, porque al fortalecer provisional­ mente el poder ejecutivo, sabe que no lo hace sólo para per­ mitir que nuestro baronet aristocrático se afirme a sí mismo contra nuestro tribuno de la clase trabajadora o para que nuestro disidente de clase media se afirme contra los dos. Sabe que está estableciendo el Estado, órgano colectivo de lo mejor que hay en nosotros, o nuestra recta razón nacional. Tiene el testimonio de la conciencia de que está estableciendo el Estado tanto a favor de los grandes cambios que hacen falta como a favor del orden; de que está estableciéndolo para tra­ tar de una manera justa y estricta, cuando llegue el momento, los prejuicios de nuestro aristocrático baronet o el fanatismo de nuestro disidente de clase media, como hace con las mar­ chas callejeras del señor Bradlaugh.

BÁRBAROS, FILISTEOS, PO PULACH O un hombre sin una filosofía nadie puede esperar compleción filosófica. Por tanto, observo sin rubor que, al intentar establecer una noción distinta de nuestras clases aristocrática, media y trabajadora, con la idea de probar la pretensión de cada una de estas clases de con­ vertirse en un centro de autoridad, he omitido completar el desfasado análisis que me proponía aplicar y tampoco he mostrado en estas clases, como he hecho con el medio vir­ tuoso y ei exceso, el defecto. Ignoro si la omisión importa mucho; sin embargo, como la claridad es el único mérito que puede esperar tener un escritor llano, asistemárico, sin una filosofía, y como nuestra noción de las tres grandes cla­ ses inglesas tal vez pueda aclararse si consideramos sus cuali­ dades distintivas en el defecto, así como en el exceso y en el medio, trataremos de remediar esta omisión antes de seguir adelante. Resulta manifiesto que, si el medio perfecto y virtuoso de ese excelente espíritu, que es la cualidad distintiva de las aristocracias, ha de encontrarse en un estilo elevado, caba­ lleresco1, y su exceso en un feroz giro a la resistencia2, su defecto debe residir en un espíritu no lo bastante osado y elevado, y en una incapacidad excesiva y pusilánime para la

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1 En la edición de 1869 Arnold había escrito: «el estilo caballeresco de íord Elcho», 2 En la edición de 1869 Amold había escrito: «en el giro a la resistencia de sir Thomas Bateson».

resistencia. De nuevo, si el medio perfecto y virtuoso de esa fuerza con que nuestra clase media ha hecho sus grandes obras, y de esa confianza en sí misma con que se contempla a sí misma y a aquéllas, ha de verse en las intervenciones y discursos de nuestro miembro comercial del Parlamento3, y el exceso de esa fuerza y esa confianza en sí misma en las intervenciones y discursos de nuestro fanático ministro disi­ dente4, entonces resulta manifiesto que su defecto debe residir en una desesperada incapacidad para las grandes obras de la clase media y en una pobre y desdeñable falta de satis­ facción por sí misma. Ser elegido para ejemplificar el medio feliz de una buena cualidad, o serie de buenas cualidades, es evidentemente una alabanza para un hombre; ser elegido para ejemplificar inclu­ so su exceso es una alabanza de cierto tipo. Por tanto, no du­ daría en tomar a personajes actuales5para ejemplificar, respec­ tivamente, el medio y el exceso de las cualidades de las clases aristocrática y media. Pero tal vez sea una falta de urbanidad escoger a este o ese personaje como representante del defecto. Así pues, no ilustraré el defecto de la aristocracia con un hom­ bre representativo. Pero con uno mismo siempre se puede, sin impropiedad, tratar libremente y, en efecto, esta especie de trato directo consigo mismo contiene, como nos dicen los moralistas, algo muy saludable. Me arriesgaré a ofrecerme humildemente como ilustración del defecto en esas fuerzas y cualidades que hacen de nuestra clase media lo que es. Los muy bien fondados reproches de mis oponentes declaran lo poco que he contribuido a las grandes obras de la clase media, porque es evidente que se refieren a esas obras, y a mi flojedad al respectó, cuando se menciona mi «rechazo a contribuir a la humilde operación de desarraigar ciertos males definidos»6 3 En la edición de 1869 Arnoid había escrito: «deí señor Bazley». 4 En la edición de 1869 Amold había escrito: «del reverendo W. Gattle». 5 En la edición de 1869 Arnoid había escrito: «a lord Elcho y el señor Bazley, al reverendo W. Cattle y sír Thomas Bateson». 4 La cita de Arnoid proviene de «Culture and Action» {Cultura y ac­ ción), de Fitzjames Stephen, publicado en la Saturday Review en noviembre de 1867. Fitzjames, hermano del escritor Leslie Stephen, fue uno de los Após­ toles de Cambridge (como Henry Sidgwick, otro de los críticos de Arnoid)-

(como las tasas eclesiásticas y demás), y que, por tanto, «los creyentes activos se impacientan» conmigo. La línea, de nue­ vo, que he seguido como buscador aún insatisfecho, la idea de la autotransformación, de crecer hacia cierta medida de dul­ zura y luz aún inalcanzada, se distingue evidentemente de la perfecta satisfacción habitual en mi clase, la clase media, y puede servir para indicar en mí, por tanto, el extremo defecto de este sentimiento. Pero estas confesiones, aunque saluda­ bles, son amargas e ingratas. Pasemos, pues, a la clase trabajadora. El defecto de esta clase sería no llegar a lo que el señor Frederic Harrison llama «brillantes poderes de la simpatía y poderes dispuestos a la acción», cuyo virtuoso medio estaba en el señor Odger y cuyo exceso estaba en el señor Bradlaugh. La clase trabajadora cre­ ce y aumenta tan rápido en el presente que los ejemplos de este defecto no resultan ahora muy comunes. Tal vez «El afi­ lador necesitado»7, de Canning (que ha fallecido y, por tanto, no puede ser retratado para tomarlo como ilustración), sirva para obtener la noción del defecto en la cualidad esencial de la clase trabajadora; o podría citar (ya que, aunque esté vivo, está muerto a toda crítica) a mí pobre y viejo amigo escalfado, Zephaniah Diggs8, quien, entre sus trampas y sus tragos, tiene embotados sus poderes de simpatía y sus poderes para la ac­ ción desesperadamente dañados para todo gran movimiento de su clase. Pero los ejemplos de este defecto pertenecen, como he dicho, a una época pasada antes que presente. El mismo deseo de claridad que me ha llevado a extender un poco mí primer análisis a las tres grandes clases de la socie­ dad inglesa me induce también a redondear un poco mi no­ menclatura, con la idea de hacerla más clara y manejable. Es y autor de Liberty, Etfuality, Fmtemity (1873), critica de Sobre la libertad de Mili. Stephen ftie miembro de ia comisión que envió a Amold a su primera gira europea como inspector de educación. 7 «Needy Knife-Grinder» se refiere a «The Friend o f Humanity and the Knife-Grinder» (El amigo de la humanidad y el afilador), una sátira poética sobre Robert Southey de George Canning y John Hookham Frere, publica­ da en The Anti-Jacobin en 1797. 8 Zephaniah Diggs es un personaje creado pot Amold en A Friendship’s Garland,

incómodo y cansino estar diciendo siempre clase aristocráti­ ca, clase media, clase trabajadora. Para la clase media, para ese gran cuerpo que, como sabemos, «ha hecho todas las grandes cosas que se han hecho en todos los departamentos», y que se concibe principalmente en movimiento entre sus dos puntos cardinales de nuestro miembro comercial del Parlamento y nuestro fanático disidente protestante, para esa clase tenemos una designación que se ha hecho conocida y que aún pode­ mos conservar para ella: la designación de filisteos9. He expli­ cado tan a menudo lo que este término significa que no nece­ sito repetirlo aquí. Para la clase aristocrática, concebida sobre todo como un cuerpo móvil entre los dos puntos cardinales de nuestro caballeresco lord y nuestro desafiante baronet10, hasta ahora no tenemos una designación especial. Casi toda mi atención se ha concentrado naturalmente en mi propia clase, la clase media, con la que más simpatizo y que ha sido, además, el gran poder de nuestros días, cuyas alabanzas han cantado todos los portavoces y periódicos. Sin embargo, la clase aristocrática es tan importante en sí misma, y las graves funciones que el señor Carlyle propone encomendarle en este tiempo critico deben añadirle tal im­ portancia que parece negligente, y un ejemplo craso de esa falta de método filosófico coherente de la que me culpa el señor Frederic Harrison, dejar a la clase aristocráticas hasta tal punto sin observaciones ni denominación. Puede pensar­ se que la característica que ocasionalmente he mencionado como apropiada a las aristocracias —su natural inaccesibili­ dad, como hijos de un hecho establecido, a las ideas— lleve a extender a esa clase también la designación de filisteos, pues el filisteo es, como es bien sabido, el enemigo de los hijos de la luz o servidores de la idea. Sin embargo, parece haber un inconveniente en dar así una y la misma designación a dos clases muy diferentes, y además, si lo vemos de cerca, descu­ briremos que el término filisteo transmite un sentido que lo 9 En la edición de 1869 Arnold había escrito: «el señor Bazley y el reve­ rendo W, Cattle, pero que se inclina más, en conjunto, hacia el último que hacia el primero». 10 En la edición de 1869 Arnold había escrito: «lord Elcho y sirThomas Bateson, pero, en general, más próximo al último que al primero».

hace más peculiarmente apropiado a nuestra clase media que a la aristocrática. Pues filisteo conlleva la noción de algo espe­ cialmente rígido y perverso en la resistencia a la luz y a sus hijos, por lo que se ajusta especialmente a nuestra clase me­ dia, que no sólo no persigue la dulzura y la luz, sino que prefiere ese tipo de maquinaria de los negocios, capillas, sa­ lones de té y discursos del señor Murphy [y el reverendo W. Cattle]11, que componen esa vida desvaída y cicatera a la que a menudo me he referido. Pero la clase aristocrática tiene realmente, como hemos visto, en su consabida cortesía, una especie de imagen o sombra de dulzura y, en cuanto a la luz, si no persigue la luz, no es porque aprecie perversamente una existencia desvaída y cicatera, sino que es seducida en su se­ guimiento de la luz por esos poderosos y eternos seductores de nuestra raza que han tejido para esta clase sus encantos más irresistibles: por el esplendor, seguridad, poder y placer mundanos. Estos seductores son bienes exteriores, pero [en cierto modo]12 son bienes, y el que se ve estorbado por ellos al preocuparse por la luz y las ideas no hace algo tan perverso como natural. Teniendo esto en cuenta, a menudo me he complacido en la pretensión de poner al lado de la idea de nuestra clase aris­ tocrática la idea de los bárbaros. Los bárbaros, a los que debe­ mos tanto, y que revigorizaron y renovaron nuestra gastada Europa, tuvieron, como es sabido, méritos eminentes, y en este país, donde la mayor parte ha surgido de los bárbaros, nunca hemos tenido eí prejuicio contra ellos que prevalece entre las razas de origen latino. Los bárbaros trajeron consigo ese firme individualismo, como dice la frase moderna, y esa pasión por obrar a capricho, por la afirmación de la libertad personal, que le parece al señor Bright la idea central de la vida inglesa y de la que tenemos, en todo caso, una muy bue­ na muestra. El baluarte y asiento natural de esa pasión estaba en los nobles, cuyos herederos son nuestra clase aristocrática, y esta clase, conforme a ello, la ha manifestado señaladamen­ te y ha querido con su ejemplo recomendarla al cuerpo de la 11 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. 12 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores.

nación, que ya la tenía, en efecto, en su sangre. Los bárbaros, de nuevo, tuvieron la pasión de la caza y la pesca y la han traspasado a la clase aristocrática, que se ha convertido en el gran baluarte natural de esta pasión, así como de la pasión por afirmar la propia libertad personal. El cuidado de los bárbaros por el cuerpo, y por todos los ejercicios viriles, el vigor, la buena presencia y la excelente complexión que adquirieron y perpetuaron en sus familias con esos medios, todo esto aún puede observarse en la clase aristocrática. La caballerosidad de los bárbaros13, con sus características de espíritu elevado, mo­ dales escogidos y porte distinguido, ¿qué es sino el hermoso comienzo de la cortesía de la clase aristocrática? En un noble bárbaro, sin duda, habríamos admirado, si hubiéramos vivido para verlo, los rudimentos de nuestro par más educado1''. Con todo, la cultura (por llamarla con ese nombre) de los bárbaros era una cultura principalmente exterior: consistía sobre todo en dones y gracias exteriores, en apariencia, modales, logros, proezas. Los principales dones interiores que formaban parte de ella eran los más exteriores, por así decirlo, de los dones interiores, los que se aproximan más a los exteriores: la valen­ tía, la magnanimidad, la confianza en sí mismo. Más adentro, y latente, yace toda una serie de poderes de pensamiento y sentimiento a los que esas interesantes producciones de la naturaleza, por las circunstancias de su vida, no tenían acceso. SÍ somos indulgentes con la diferencia de los tiempos, segura­ mente podemos observar precisamente lo mismo ahora en la clase aristocrática. En general, su cultura es sobre todo exte­ rior; todas las gracias y logros exteriores, y las más exteriores de las virtudes interiores, parecen principalmente de su parte. Ahora, por supuesto, no puede sino estar a menudo en con­ tacto con esos estudios por los que, con el mundo dei pensa­ miento y sentimiento, la verdadera cultura nos enseña a bus­ car la dulzura y la luz; pero su apego a esos estudios parece notablemente exterior e incapaz de ejercer un poder profun­ do en su espíritu. Por tanto, la insuficiencia que advertíamos 13 Arnoid se hace eco de «Shooting Niagara: And After?», de Tilomas Cariyle, publicado en Macmillan’sM agazineen abril de 1867. M En la edición de 1869 Arnoid había escrito: «de lord Elcho».

en el medio perfecto de esta clase, [lord Elcho,]15 era una in­ suficiencia de luz. Por las mismas causas, ¿no nos lleva una crítica sutil, aun por la buena apariencia y cortesía de la clase aristocrática, a hacer la cualificada observación de que en es­ tos dones encantadores tal vez debiera haber, para ía perfec­ ción ideal, un poco más de alma? A menudo, por tanto, cuando quiero distinguir claramente la cíase aristocrática de la clase propiamente filistea o media, llamo a la primera los bárbaros. Y cuando recorro el país y veo esta y aquella hermosa e imponente sede suya coronando el paisaje, me digo: «Allí hay un gran puesto fortificado de los bárbaros». Es obvio que esa parte de la clase trabajadora que, trabajan­ do diligentemente a la luz de la Regla Dorada de la señora Gooch, ansia el feliz día en que se siente en los tronos con el señor Bazley16 y otros potentados de la clase media, para exa­ minar, como dice hermosamente el señor Bright, «las ciuda­ des que ha construido, los ferrocarriles que ha forjado, las manufacturas que ha producido, los cargamentos fletados en los barcos de la mayor marina que el mundo haya visto», es obvio, digo, que esa parte de la clase trabajadora comparte, o lleva camino de compartir, el espíritu de la clase medía indus­ trial. Es notorio que nuestros liberales de clase media han ansiado esa consumación, en que la clase trabajadora una sus fuerzas a ellos, les ayude sinceramente a continuar sus gran­ des obras, forme un solo cuerpo en sus salones de té y, en suma, les permita alcanzar su milenio. A esa parte de la clase trabajadora, por tanto, que realmente parece prestarse a es­ tos grandes objetivos, podemos contarla con propiedad entre los filisteos. Esa parte, de nuevo, que en el presente tanto lla­ ma la atención de los filántropos —esa parte que dedica toda su energía a organizarse, a través de sindicatos y otros medios, para constituir, en primer lugar, un gran poder de la clase tra­ bajadora, independíente de las clases media y aristocrática, y luego, por el número, legislar para ellas y reinar de manera 5 Arnold suprimió este pasaje en la edición de 1875 y posteriores. !t En la edición de 1869 Arnold había escrito: «con los miembros co­ merciales del Parlamento».

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absoluta—, esa parte vivida e interesante, según nuestra defi­ nición, también debe sumarse a los filisteos; porque es su clase y su instinto de clase el que quiere afirmar su identidad ordinaria, no lo mejor que hay en ella, y son la maquinaria, la maquinaria industrial, y el poder y la preeminencia y otros bienes exteriores los que colman sus pensamientos, y no una perfección interior. Se ocupa por completo, según ía sutil ex­ presión de Platón, con las cosas de ella misma y no con su verdadera identidad, con las cosas deí Estado y no con el ver­ dadero Estado. Pero a esa vasta porción, por último, de la clase trabajadora que, tosca y desarrollada a medias, durante mucho tiempo ha quedado casi oculta por su pobreza y es­ cualidez, y emerge ahora de su escondite para afirmar el privi­ legio innato del inglés de obrar a capricho, y empieza a asom­ bramos por ir donde quiere, reunirse donde quiere, chillar lo que quiere, romper lo que quiere, a ese vasto residuo pode­ mos darle con gran propiedad el nombre de populacho. Así tenemos tres términos distintos, bárbaros, filisteos, po­ pulacho, para denotar aproximadamente las tres grandes cla­ ses en que se divide nuestra sociedad, y aunque este humilde intento de nomenclatura científica carece, sin duda, de la pre­ cisión que podría exigírsele a un escritor equipado con una filosofía completa y coherente, sin embargo, confio en que sea aceptado como suficiente en un escritor notoriamente asistemático y sencillo. Pero al usar esta división nueva y, confio, conveniente de la sociedad inglesa, hay que tener presentes dos cosas. La prime­ ra es que, como bajo toda nuestra división en clases hay una base común de naturaleza humana, por tanto, en cada uno de nosotros, ya seamos propiamente bárbaros, filisteos o popula­ cho, existen, a veces sólo en germen y potencialmente, a veces más o menos desarrolladas, las mismas tendencias y pasiones que han hecho de nuestros conciudadanos de otras clases lo que son. Esta consideración es muy importante, porque ha tenido gran influencia al engendrar ese espíritu de indulgen­ cia que es una parte necesaria de la dulzura y que, en efecto, cuando nuestra cultura está completa, es, como he dicho, in­ agotable. Así, un bárbaro inglés que se examine a sí mismo descubrirá, en general, que no es por completo un bárbaro,

sino que tiene también algo de filisteo e incluso, de popula­ cho. Y lo mismo con los ingleses de las otras dos clases. Esta es una experiencia que podemos verificar cada día. Por ejemplo, yo mismo (me tomo de nuevo como una especie de corpus vik que sirva de ilustración en una materia que no to­ dos creerán agradable ilustrar), yo mismo soy propiamente un filisteo — el señor Swinburne añadiría el hijo de un filisteo— 17 y, aunque a través de circunstancias que tal vez un día sean conocidas, si la historia correspondiente a mi conversión lle­ ga a escribirse, en gran medida he roto con las ideas y salones de té de mi clase, aunque no me he aproximado, por esa ra­ zón, a fas ideas y obras de los bárbaros o del populacho. Sin embargo, nunca he tenido un arma o una caña de pescar en mis manos sin sentir que tengo en la base de mi naturaleza las mismas semillas que, nutridas por las circunstancias, lie gan a formar al bárbaro, y que, con las ventajas del bárbaro, habría rivalizado con él. Si me ponéis en uno de sus puestos fortificados, con esas semillas de apego a la caza y la pesca en mi naturaleza, con todos los medios para desarrollarlas, con todos los placeres a mi alcance, con una compañía mayoritariamente deferente, sonriente, y con toda apariencia de perma­ nencia y seguridad detrás y delante de mí, creo que también habría crecido como una criatura pasable de lo renombrado, del espíritu loable y la cortesía y, al mismo tiempo, un poco inaccesible a las ideas y la luz, no, desde luego, con el fino espíritu eminente de nuestro tipo de perfección aristocrática o el giro eminente hacia la resistencia de nuestro tipo de exce­ so aristocrático18, sino, conforme a la medida de la marcha común de la humanidad, como algo entre los dos. En cuanto al populacho, ¿quién, bárbaro o filisteo, podrá mirarlo sin simpatía, cuando recuerde la frecuencia — cada vez que nos 17 El poeta Algernon Charles Swinburne (1837-1900), en un artículo so­ bre la poesía de Arnoid, había mostrado su sorpresa pot que Matthew fuera «hijo de Goliat, hijo de Jesé, este David o Sansón o Jefté de nuestros días», cuando su padre había sido director de una escuela que habla producido tantos «vastagos filisteos». 18 En la edición de 1869 Arnoid había escrito: «con el excelente espíritu eminente de lord Elcho, o el eminente poder de resistencia de sir Thomas Ba tesón».

aferramos a una opinión vehemente por ignorancia y pasión, cada vez que queremos aplastar a un adversario con la mera violencia, cada vez que somos envidiosos, cada vez que so­ mos brutales, cada vez que adoramos el mero poder o éxito, cada vez que añadimos nuestra voz para hinchar un ciego clamor contra un personaje impopular, cada vez que pisotea­ mos salvajemente al caído— con la que ha descubierto en su pecho el eterno espíritu del populacho, y que sólo necesita un poco de ayuda de las circunstancias para hacer que triunfe ferozmente en él? Ya he indicado varias veces lo segundo que debemos tener en cuenta. Es esto. Todos nosotros, seamos bárbaros, filisteos o populacho, imaginamos que la felicidad consiste en hacer ío que le gusta a la propia identidad ordinaria. Lo que le gusta a la identidad ordinaria difiere según la clase a la que pertene­ cemos, y tiene su faceta más severa y más ligera; siempre, sin embargo, queda la maquinaria, y nada más. A la identidad más grave del bárbaro le gustan los honores y la considera­ ción; a la más relajada, la caza y la pesca y el placer. A la más grave de cierto filisteo le gustan los negocios y rentas; a la más relajada, la comodidad y los salones de té. A la identi­ dad más grave de otro tipo de filisteo le gusta formar pique­ tes19, a la relajada las delegaciones, u oír hablar al señor Odger. A la identidad más basta del populacho le gustan los chillidos, el bullicio y el jaleo; a la más ligera, la cerveza. Pero en cada ciase ha nacido cierto número de naturalezas con curiosidad sobre lo mejor que hay en ellas, con una inclinación a ver las cosas como son, a desentenderse de la maquinaria, a preocu­ parse sólo por la razón y la voluntad de Dios y hacer lo mejor para que prevalezcan; a la búsqueda, en una palabra, de per­ fección. La humanidad se ha acostumbrado a dar a ciertas manifestaciones de este amor a la perfección el nombre de genio, lo que implica, con ese nombre, algo original y celes­ tial en la pasión. Pero la pasión se encuentra mucho más allá de esas manifestaciones suyas a las que el mundo suele dar el 19 Arnold escribe rattening, la práctica de destruir !a maquinaria o privar de herramientas al trabajador para hacerle cumplir las normas sindicales. En la edición de 1869 Am old había escrito: «le gustan los sindicatos''.

nombre de genio, y en las que hay, en su mayor parte, un tá­ lenlo de uno u otro tipo, una facultad de ejecución especial y llamativa, informada por el ardor celestial o genio. Ha de des­ cubrirse en muchas manifestaciones junto a éstas, y puede llamarse, tal como hemos hecho, el amor y la búsqueda de perfección, al ser la cultura la verdadera nodriza del amor que busca, y la dulzura y luz el verdadero carácter de la per­ fección buscada. Las naturalezas con esta inclinación emer­ gen en todas las clases, entre los bárbaros, entre los filisteos, entre el populacho. Esa inclinación tiende siempre, como he dicho, a extraerlas de su clase y a hacer de su característica distintiva no su barbarie o filisteísmo, sino su humanidad. En general, lo pasan mal en sus vidas, pero están sembradas con mayor abundancia de lo que podría creerse, aparecen donde y cuando menos se espera, encienden un fuego que envuelve, por así decirlo, a la clase a la que corresponden y, en gene­ ral, por la liberación de lo mejor que hay en ellas como aque­ llo que se desarrollará, y por la simplicidad de los fines que consideran principales, impiden el desenfrenado predominio de esa vida de clase que es la afirmación de nuestra identidad ordinaria, y desconciertan periódicamente a la humanidad en su culto a la maquinaria. Por tanto, cuando hablamos de que nos dividimos en bár­ baros, filisteos y populacho, siempre debe entenderse por im­ plicación que en cada una de esas clases hay cierto número de extraños, si podemos llamarlos así, personas llevadas no por su espíritu clasista, sino por un espíritu humano general, por el amor a la perfección humana, y que es posible que este núme­ ro disminuya o aumente. Quiero decir que el número de los que lograrán desarrollar ese feliz instinto será mayor o menor en proporción tanto a la fuerza del instinto original interior como al impedimento o estímulo que encuentren desde fue­ ra. En casi todos los que lo tienen está mezclado con cierta dosis del espíritu de la identidad ordinaria, cierta cantidad de instinto de clase e incluso, como se ha comprobado, de más de un instinto de clase a la vez, de modo que, en general, la liberación de lo mejor que hay en nosotros, el predominio del instinto humano, dependerá en gran medida de si se encuentra o no con lo que sirve para ayudarlo y despertarlo. En un mo-

mentó, por tanto, en que se entiende que nos falta una fuente de autoridad y en que parece probable que la fuente correcta es lo mejor que hay en nosotros, resulta de enorme importan­ cia ver si las cosas que nos rodean son o no, en general, las que ayudan y despiertan lo mejor que hay en nosotros, y si no lo son, ver por qué no y la manera más prometedora de en­ mendarlas. Ahora bien, está claro que la ausencia misma de toda auto­ ridad poderosa entre nosotros, y la prevaleciente doctrina del deber y la felicidad de obrar a capricho y afirmar nuestra liber­ tad personal, deben tender a impedir la erección de un mode­ lo estricto de excelencia, la creencia en una autoridad princi­ pal de recta razón, el reconocimiento de lo mejor que hay en nosotros como algo muy recóndito y difícil de alcanzar. Pue­ de ser, como he dicho, una prueba de nuestra honradez que no tratemos de otorgar a nuestra identidad ordinaria, como la tenemos al actuar, autoridad predominante, e imponer su re­ gla a otras personas. Pero es evidente también que no es fácil, con nuestro estilo de proceder, ir más allá de la noción de una identidad ordinaria o que se reconozca la autoridad principal de lo mejor que hay en nosotros o recta razón. El culto Martinus Scriblerus dice bien: «El gusto por lo trivial está implan­ tado por naturaleza en el alma del hombre, hasta que, per­ vertido por la costumbre o ejemplo, se le enseña, o más bien se le obliga, a degustar lo sublime»20. Pero en nuestro caso todo parece dirigirse a impedir esa perversión por la costum­ bre o el ejemplo que podría obligarnos a degustar lo sublime; se nos anima en todo caso a conservar íntegro el gusto natural por lo trivial. He señalado al principio cómo, en la literatura, la ausencia de un centro autorizado, como una academia, tiende a ese efecto. Cada sección del público tiene su propio órgano lite­ rario y la masa del público no sospecha que el valor de esos: órganos sea relativo a que esté más cerca o lejos de cierto 2U The Memorn of Martinas Scriblerus (1741), obra del satírico escocés John Aibuthnot (1667-1735), donde se burla de la pedantería de los miem-; bros del cíub Scriblerus, entre ellos Swift, Gay o Pope, del que él mismo formaba parte. Pope, parodiando a Longino, fue el primero en usar el tér­ mino bathos (trivial), tan reiterado en Culturay anarquía.

centro ideal de información, gusto e inteligencia correcta. He dicho que dentro de ciertos límites que cualquiera que lea esto trazará por sí mismo sin dificultad, mi vieja adversaria, la Sa~ turday Review, en cuestiones de literatura y gusto, puede con­ siderarse justamente, respecto a gran número de periódicos que tratan estas cuestiones, una especie de órgano de la razón. Pero recuerdo haber conversado una vez con un grupo de inconformistas admiradores de un conferenciante que había desplegado fuegos de artificio, todo ruido y falsas luces, según la Saturday Review, en que me sentí tan receptivo como pude sobre el efecto de este juicio desfavorable en aquellos con los que conversaba. «¡Oh — dijo uno de sus portavoces con el más tranquilo aire de la convicción— , es cierto que la Satur­ day Review deplora la conferencia, pero el British Banner— no estoy seguro de que fuera el British Banner, pero era un perió­ dico de esa laya— dice que la Saturday Review se equivoca por completo»21. El portavoz no tenía evidentemente noción al­ guna de que había una escala de valor para juicios sobre esos tópicos, y que los juicios de la Saturday Review son elevados según esa escala, y bajos los del British Banner, el gusto por lo trivial implantado por naturaleza en los juicios literarios del hombre nunca ha tenido, en el caso de mi amigo, obstáculo ni impedimento. Lo mismo en religión que en literatura. La mayoría de noso­ tros tiene poca idea de lo que es un modelo elevado para elegir a nuestros guías, de un espíritu grande y profundo, que es una autoridad, mientras que no lo es ninguno inferior; basta con dar importancia a cosas dichas decisivamente por esta o aque­ lla persona y que tenga un fuerte seguimiento cuando ías dice. Este hábito nuestro se ve bien en la hábil e interesante obra del señor Hepworth Dixon que todos hemos leído recientemente, Los mormones, por uno de ellos12. Aquí tampoco estoy seguro de a La Saturday Review, órgano de expresión del conservadurismo liberal, trataba de contrarrestar la influencia de The Times. El British Banner file un periódico populista de los evangelistas. n Wílliam Hepworth Dixon (1821-1879) fue autor de varios libros de viajes, como New America (1867) y Frece Russia (1870). Su obra sobre el mormonismo es Spiritual Wives (1868), citada por Arnoid como The Mormom, by One ofThemselves.

que mi memoria me dé el título exacto, peto me reñero al bien conocido libro en que el señor Hepworth Dixon describía a los mormones y a otros grupos religiosos similares en América con tanto detalle y tan cálida simpatía. En esa obra parece bastar al señor Hepworth Dixon que esta o aquella doctrina tenga su rabino, todo un fanfarrón, un grupo de discípulos acérrimos y, sobre todo, muchos rifles. Nunca parece ocurrírsele que haya pruebas más estrictas aplicables a una doctrina antes de considerarla importante: «Es fácil decir — escribe so­ bre los mormones— que esos santos son timadores y fanáti­ cos, reírse dejoe Smith y su iglesia, pero ¿qué? Los grandes he­ días permanecen. Young y su pueblo están en Utah; una iglesia de 200.000 almas, un ejército de 20.000 rifles». Pero si los se­ guidores de una doctrina son realmente timadores o algo peor, y sus promulgadores son realmente fanáticos o algo peor, la doctrina no gana en seriedad o autoridad porque haya 200.000 almas para sostenerla —200.000 de la innumerable multitud con un gusto natural por lo trivial— y 20.000 rifles para defen­ derla. De nuevo, de otra organización religiosa en América: «No ha de negarse un campo justo y abierto cuando huéspe­ des tan poderosos se arriesgan a luchar en nombre de lo que creen verdadero, por extraña que su fe pueda parecer». No se ha de negar un campo justo y abierto a ningún orador, pero esta manera solemne de anunciarlo está fuera de lugar a menos que tenga, por la mejor razón y espíritu del hombre, algún significado. «¡Bien, pero — dice el señor Hepworth Dixon— la teoría ha sido aceptada por hombres como el juez Edmonds, el doctor Haré, Eider Frederick y el profesor Bush!»23. Y de nuevo: «¡Tales son las bases, en resumen, de lo que Newman Weeks, Sarah H@rton, Deborah Butler y los hermanos asocia­ dos proclamaron en Pratt’s Hall como el nuevo pació!»24. Si 2í El juez John Worth Edmonds fue un influyente espiritualista america­ no; Eider Frederick (Frederick W. Evans) fue un dirigente cuáquero de Mount Lebanon, Nueva York; el profesor Bush fue un ministro presbiteria­ no, seguidor de Swedenborg y profesor de literatura hebrea y oriental. z decía en la edición de 1869: «Es mejor que haya una infinita variedad de experimentos sobre la acción humana, porque cuando los exploradores se multiplican es más probable que sea descubierta la pista verdadera. La razón común de la sociedad puede frenar las aberraciones de la excentricidad individual sólo al actuar sobre la razón individual y lo hará de manera suficiente si se la deja operar naturalmente». 17 En la edición de 1869 Arnoid mencionaba en su lugar al reverendo W. Cattle.

¡Pero qué profundo el quietismo, o qué osada llamada a la interposición directa de la Providencia supone creer que esos interesantes exploradores descubrirán la verdadera pista o «lo harán de manera suficiente» (sea cual sea su significado) si se los deja operar naturalmente, es decir, si siguen así! Los filóso­ fos dicen, en efecto, que aprendemos la virtud al realizar actos virtuosos, pero parece, por cierto, demasiado sanguíneo de­ cir que aprenderemos la virtud al realizar cualesquiera actos a los que nos lleve el gusto por lo trivial, que el fanático protes­ tante38 muestra lo mejor que hay en él con el anzuelo papista o Newman Weeks y Deborah Butler la recta razón al seguir su olfato. Es cierto, lo que queremos es que la recta razón actúe sobre la razón individual, la razón de los individuos; ése es el fin y objetivo de toda nuestra búsqueda de autoridad. El Daily News dice, según observo, que todo mi argumento sobre la autoridad «tiene una raíz no intelectual» y, por lo que sé de mí mismo y de mi inercia, lo creo tan probable que debería incli­ narme a admitirlo fácilmente, si no fuera porque, en primer lugar, nada de esto tal vez deba admitirse sin examen y por­ que, en segundo lugar, parece hacerse presente un modo de explicar que esta acusación, en este caso particular, carece de motivos. Lo que me parece explicar aquí la acusación tal vez sea la falta de flexibilidad de nuestra raza que tan a menu­ do he mencionado. Quiero decir, si admitimos que nuestro verdadero objetivo es la conformidad de la razón individual del fanático protestante o del alborotador popular39 con la recta razón, y no sólo el hecho de contener, con el fuerte bra­ zo del Estado, el anzuelo papista o el sabotaje, si admitimos esto, tenemos tan poca flexibilidad que no podemos percibir con facilidad que la contención del Estado de estas indulgen­ cias puede fijar con claridad que, para la nación colectiva, esas indulgencias parecen irracionales e intolerables, puede hacer­ los detenerse y reflexionar y puede contribuir a armonizar. 58 En la edición de 1869 Arnold mencionaba en su lugar al reverendo W. Cattle, 39 En la edición de 1869 Arnold hablaba del «del reverendo W. Cattle o del señor Bradlaugh».

con el tiempo, su razón individual con la recta razón. Pero en ningún país, debido a la falta de flexibilidad intelectual antes mencionada, se recomienda tan diligentemente una inclina­ ción que es la nuestra natural y que, por tanto, no necesita recomendación alguna, ni se desprecia tan diligentemente otra inclinación que no es la nuestra natural y que, por tanto, no necesita ser despreciada, como en el nuestro. De confiar en el ser individual, entre nosotros la inclinación natural, no oi­ remos nada salvo lo bueno de confiar en el individuo; de ac­ tuar a través de la nación colectiva sobre el ser individual, al no ser nuestra inclinación natural, no oiremos recomenda­ ción alguna. Pero los sabios saben que a menudo necesitamos oír sobre todo lo que menos nos inclinamos a oír, e incluso aprender a emplear, en ciertas circunstancias, lo que, si se em­ pleara mal, podría ser un peligro para nosotros. En cualquier lugar se entiende esto, por cierto, mejor que aquí. En un número reciente de la Westmimter Review, un es­ critor capaz, pero precisamente con nuestra nacional falta de flexibilidad, de la que acabo de hablar, ha desenterrado, según veo, para nuestras necesidades actuales, una traducción inglesa, publicada hace algunos años, del libro de Wilhelm von Humboldt, L a esferay deberes delgobierno40. El objetivo de Humboldt en este libro es mostrar que la operación del go­ bierno debe limitarse severamente a lo que se refiere directa e inmediatamente a la seguridad de las personas y la propiedad. Wilhelm von Humboldt, una de las almas más perfectas y bellas que hayan existido, solía decir que la ocupación propia en la vida era, en primer lugar, perfeccionarse por todos los medios a nuestro alcance y, en segundo lugar, buscar y crear en el mundo circundante una aristocracia, lo más numerosa posible, de talentos y caracteres. Entendía, desde luego, que al final todo resultaba en que el individuo debe actuar por sí mismo y debe ser perfecto en sí mismo, y vivía en un país, 40 El «escritor capaz» es el autor de«Dangers o f Democracy» (Peligros de la democracia), publicado en la Westminster Rcview en 1868, donde se discu­ tía The Sphere and Duties o f Government, traducción inglesa de 1854 de Ideen zueinem Versudi, die Grenzett der Wirksmikeit des Staatszubatitnmen {17)2), de Wilhelm von Humboldt, de la que procedería, por cierto, el epígrafe usado por John Stuart Mili en Sobre la libertad (1859).

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Alemania, en que la gente estaba poco dispuesta a actuar por sí misma y a confiar demasiado en el gobierno. Pero, aun así, tal era su flexibilidad, tan débil su servidumbre a una mera máxima abstracta, que vio muy bien que para su propósito de hacer capaz al individuo de erguirse perfecto sobre sus cimien­ tos y obrar sin el Estado, la acción del Estado sería necesaria durante largos, largos años, y poco después de escribir su libro sobre La esferay deberes del gobierno, Wilhelm von Humboldt fue ministro de Educación en Prusia, y todas las grandes refor­ mas que dieron el control de la educación prusiana al Estado —la transferencia de la administración de la escuela pública de sus antiguos consejos de fideicomisarios al Estado, el exa­ men estatal obligatorio de las escuelas, el examen estatal obli­ gatorio de los maestros y la fundación de la gran Universidad Estatal de Berlín— se originaron en su ministerio. De esto su reseñador inglés no dice una palabra. Pero, al escribir para un pueblo cuyo peligro está, según vemos, del lado de su acción individual sin freno ni guía, y que no peligra por confiar exce­ sivamente en el Estado, cita tanto del ejemplo de Wilhelm von Humboldt cuanto puede para adular sus propensiones y no hacerle bien alguno, y deja aparte lo que podría hacerle pensar y serle útil. Se observará que esto recuerda precisamen­ te la manera en que hemos visto cómo proceden nuestros re­ gios y nobles personajes con los Proveedores Autorizados. En Francia la acción del Estado sobre los individuos es aún más preponderante que en Alemania, y aún más fuerte la necesidad que los amigos de la perfección humana sienten de que eí individuo se yerga perfecto sobre sus cimientos, Pero