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Spanish Pages 242 [245] Year 2007
Cosmopolitismo
Del mismo autor La ética de la identidad, Buenos Aires, Katz editores, Thinking it through: An introduction to contemporary philosophy, Nueva York, Color conscious. The political morality of race (en colaboración con Amy Gutman), Princeton, In my father’s house: Africa in the philosophy of culture, Nueva York,
Kwame Anthony Appiah Cosmopolitismo La ética en un mundo de extraños
Traducido por Lilia Mosconi
discusiones
Primera edición, 2007 Primera reimpresión, 2011 © Katz Editores Charlone 216 C1427BXF-Buenos Aires Calle del Barco Nº 40, 3º D 28004-Madrid www.katzeditores.com Título de la edición original: Cosmopolitanism. Ethics in a world of strangers by W. W. Norton & Company, Nueva York / Londres Copyright © 2006 by Kwame Anthony Appiah ISBN Argentina: 978-987-1283-52-1 ISBN España: 978-84-96859-08-1 1. Diversidad Cultural. 2. Conducta de Vida. I. Mosconi, Lilia, trad. II. Título CDD 306 El contenido intelectual de esta obra se encuentra protegido por diversas leyes y tratados internacionales que prohíben la reproducción íntegra o extractada, realizada por cualquier procedimiento, que no cuente con la autorización expresa del editor. Diseño de colección: tholön kunst Impreso en España por Safekat S.L. 28019 Madrid Depósito legal: M-41086-2011
Índice
Agradecimientos Introducción
. El espejo hecho añicos . Cómo salir del positivismo . La solidez de los hechos . Desacuerdo moral . La primacía de la práctica . Extraños imaginarios . La contaminación cosmopolita . ¿De quién es la cultura, a fin de cuentas? . Los contra-cosmopolitas . La benevolencia con los extraños
Índice analítico
Para mi madre, ciudadana de uno y muchos mundos
[…] tibi: namque tu solebas meas esse aliquid putare nugas. Catullus
Agradecimientos
Gracias a Skip Gates por invitarme a escribir este libro y por su amistad a lo largo de tantos años. También a Josh Cohen y a Martha Nussbaum, quienes hace algunos años me iniciaron en el pensamiento del cosmopolitismo filosófico. Las conversaciones con Mark Johnston, Steve Macedo, Gil Harman, Peter Singer y Jon Haidt influyeron en mi pensamiento en diversas etapas fundamentales (aunque, por desgracia, ninguno de ellos puede cargar con la responsabilidad de lo que hice con sus ideas). Un gran agradecimiento a toda la gente de Norton, en especial a Bob Weil, por ser un editor tan atento, paciente y veloz; a Roby Harrington, sobre todo por su ayuda con el concepto original, y a Eleen Chung por el diseño de la sobrecubierta. Gracias a Karen Dalton por llevarnos a elegir el Tiepolo de la sobrecubierta. También querría agradecer a mis hermanas y a mis cuñados por hacerme conocer Namibia, Nigeria, Noruega y mucho más, y a mis primos de todo el mundo por haberme enseñado, a lo largo de décadas, tantas cosas sobre los lugares que conocen. Como siempre, aquí, como en todo lo demás, la mayor deuda es con mi compañero Henry Finder, sine quo non. El agradecimiento a mi madre ya fue expresado en la dedicatoria, pero no resisto la tentación de relatar una breve anécdota que muestra por qué este libro me parece tan suyo. Mi
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madre se mudó a Ghana en . Luego de la muerte de mi padre, en , la gente no cesaba de preguntarle cuándo volvería a su hogar. “Pero yo estoy en mi hogar”, decía ella siempre. Entonces se le ocurrió una idea. Fue a las oficinas del ayuntamiento, compró la parcela vecina a la tumba de mi padre y la hizo cubrir con una losa, sólo para asegurarse de que nadie fuera enterrado en ese lugar antes que ella. Ahora, cuando alguien le pregunta, mi madre responde: “Tengo una parcela para mí en el cementerio de Kumasi”. Mientras escribo estas palabras, cincuenta años después de su llegada desde Inglaterra, mi madre continúa en su hogar: Kumasi.
Introducción Conversaciones
Hace mucho tiempo que nuestros antepasados son seres humanos. Si una beba normal nacida hace cuarenta mil años fuera secuestrada por un viajero del tiempo y se criara en Nueva York, en el seno de una familia normal, estaría en condiciones de ir a la universidad dieciocho años más tarde. Aprendería inglés (además de... ¿quién sabe?, español o chino), entendería trigonometría, miraría partidos de béisbol y escucharía música pop; probablemente querría perforarse la lengua y hacerse un par de tatuajes. Y sería tan diferente de los hermanos y hermanas que dejó detrás, que resultaría irreconocible para ellos. Durante la mayor parte de la historia humana nacimos en sociedades pequeñas formadas por unas pocas veintenas de personas –grupos de cazadores recolectores–, y en un día como cualquier otro sólo veíamos a quienes conocíamos casi desde siempre. Todo lo que comían nuestros antepasados, toda la ropa con que se vestían, todas las herramientas que usaban, todos los templos donde rezaban eran hechos por los miembros de ese grupo. Sus conocimientos provenían de los antepasados o de su propia experiencia. Ése es el mundo que nos configuró, el mundo en que fue formada nuestra naturaleza. Ahora bien, si camino por la Quinta Avenida de Nueva York un día como cualquier otro, veré muchos más seres humanos que los que la mayoría de esos cazadores recolectores prehistó-
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ricos veía en toda su vida. Entre entonces y ahora, algunos de nuestros ancestros se establecieron en un lugar y aprendieron agricultura; levantaron aldeas, pueblos y –finalmente– ciudades, y descubrieron el poder de la escritura. Pero esos acontecimientos fueron desarrollándose a paso muy lento. Toda la gente que poblaba la Atenas clásica cuando murió Sócrates, a fines del siglo a.C., cabría hoy en unos pocos rascacielos. Tres cuartos de siglo más tarde, Alejandro partió de Macedonia para conquistar el mundo con un ejército de entre treinta y cuarenta mil hombres, muchas menos personas que las que llegan a Des Moines para ir a su trabajo cada lunes por la mañana. Cuando en el siglo la población de Roma llegó a un millón, Roma era la primera ciudad de esas dimensiones. Para alimentarla, los romanos debieron construir un imperio que llevara a su centro cereales provenientes de África. Por entonces, los seres humanos ya habían aprendido a vivir uno junto al otro en sociedades donde la mayoría de los que hablaban la misma lengua y se regían por las mismas leyes y cultivaban los alimentos que otros ponían en su mesa eran personas que nunca se conocerían. Creo que es casi un milagro que los cerebros conformados por nuestra historia ancestral hayan adoptado esa nueva forma de vida. Incluso una vez que comenzamos a construir esas sociedades más grandes, la mayoría de la gente sabía poco acerca de las costumbres de otras tribus, y sólo podía influir en la vida de unas pocas personas del lugar. Sólo en los dos últimos siglos, cuando todas las comunidades humanas, de manera gradual, han pasado a formar parte de una red única de comercio, de una red global de información, hemos alcanzado el punto en que cada uno de nosotros puede imaginar la posibilidad de ponerse en contacto con cualquier otro de los seis mil millones de miembros de la especie para enviarle algo valioso: una radio, un antibiótico, una nueva idea. Por desgracia, también podríamos enviar, ya fuera
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por negligencia o por malicia, cosas dañinas: un virus, una sustancia contaminante, una mala idea. Y las posibilidades de beneficios y de males se multiplican más allá de toda medida cuando se trata de las políticas que los gobiernos ponen en práctica en nuestro nombre. Juntos podemos arruinar a los agricultores pobres cuando inundamos sus mercados con nuestros cereales subsidiados, paralizamos industrias al aplicarles aranceles leoninos o enviamos armas que matarán a miles y miles. Juntos podemos elevar los niveles de vida mediante la adopción de nuevas políticas de comercio y asistencia, prevenir o tratar enfermedades con vacunas y productos farmacéuticos, tomar medidas contra el cambio climático global, alentar la resistencia a la tiranía y el interés por el valor de cada vida humana. Y, claro está, la red de información mundial –la radio, la televisión, los teléfonos, Internet– no sólo significa que podemos influir en las vidas de todo el planeta, sino también que podemos aprender sobre la vida que se desarrolla en cualquier lugar. Cada una de las personas que conocemos y en quienes podemos influir es alguien ante quien tenemos responsabilidades: decir esto no es más que afirmar la idea de moralidad propiamente dicha. El desafío es, entonces, tomar la mente y el corazón formados a lo largo de los milenios en que vivimos en pequeñas comunidades, y equiparlos con ideas e instituciones que nos permitan vivir juntos como la tribu global en que hemos devenido. ——— ¿Cómo denominar este proceso? No es adecuado llamarlo “globalización” (término que alguna vez fue usado para referirse a una estrategia de mercado, después pasó a designar una tesis macroeconómica, y ahora parece abarcar todo y nada a la vez). No es adecuado denominarlo “multiculturalismo”, otro término
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deformador, que tan a menudo designa la enfermedad que pretende curar. Con alguna ambivalencia, me he decidido por “cosmopolitismo”. El significado de esta palabra es tan polémico como los de las otras, y la celebración del cosmopolitismo puede sugerir una desagradable actitud de superioridad ante lo supuestamente provincial. Nos imaginamos a un personaje sofisticado, vestido en Comme des Garçons, con tarjeta de viajero frecuente, contemplando con amable condescendencia a un granjero de tez rubicunda, ataviado con sus mamelucos de fajina. Y hacemos una mueca de disgusto. Pero quizá sea posible rescatar el término; después de todo, ha demostrado con creces su capacidad de supervivencia. El cosmopolitismo se remonta, como mínimo, a los cínicos del siglo a.C., quienes acuñaron la expresión cosmopolita, o “ciudadano del cosmos”. Esta formulación era intencionalmente paradójica, y reflejaba el escepticismo general de los cínicos respecto de las costumbres y la tradición. Un ciudadano –un polit¯es– pertenecía a una polis particular, una ciudad a la cual debía lealtad. La palabra cosmos se refería al mundo, no en el sentido de la Tierra, sino en el del universo. En sus orígenes, entonces, el discurso del cosmopolitismo indicaba el rechazo de la noción convencional según la cual toda persona civilizada pertenece a una comunidad entre comunidades. Este credo fue adoptado y elaborado por los estoicos a partir del siglo a.C., lo que adquirió una importancia central durante la historia intelectual ulterior del término. Porque el estoicismo de los romanos –Cicerón, Séneca, Epicteto y el emperador Marco Aurelio– resultó apropiado para muchos intelectuales cristianos, una vez que el cristianismo pasó a ser la religión del Imperio romano. No deja de ser profundamente irónico que, a pesar de que Marco Aurelio procuró eliminar a la nueva secta cristiana, sus Meditaciones –el extraordinariamente personal diario filo-
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sófico que escribió en el siglo d.C., mientras luchaba por salvar el Imperio romano de los invasores bárbaros– hayan atraído a tantos lectores cristianos durante casi dos milenios. Creo que, en parte, su encanto emana de la manera en que la convicción cosmopolita del emperador estoico respecto de la unicidad del género humano se hace eco de las palabras de San Pablo: “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. La trayectoria posterior del cosmopolitismo no careció de distinción. Sustentó algunos de los logros morales más destacados de la Ilustración, incluidas la “Declaración de los derechos del hombre” de y la obra de Kant que proponía una “liga de naciones”. En un ensayo de , publicado en su periódico literario Teutscher Merkur, Christoph Martin Wieland –alguna vez llamado el Voltaire alemán– escribió, en una expresión muy característica del ideal: Los cosmopolitas [...] ven a todos los pueblos de la tierra como otras tantas ramas de una familia única, y al universo como un Estado, del cual ellos, junto con otros innumerables seres racionales, son ciudadanos, a fin de promover la perfección del todo de acuerdo con leyes generales de la naturaleza, mientras cada uno, a su manera, se ocupa de su propio bienestar. Y el propio Voltaire –a quien nadie, por desgracia, llamó nunca “el Wieland francés”– habló con gran elocuencia de la obligación de entender a aquellos con quienes compartimos el planeta, vinculando explícitamente esa necesidad con nuestra interdependencia económica global: Gálatas :. Christoph Martin Wieland, “Das Geheimniß‚ des Kosmopolitenordens”, Teutscher Merkur, agosto de , p. . [ Traducción propia, N. de la T.]
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Nutridos con productos de sus tierras, vestidos de sus telas, divertidos por los juegos que ellos han inventado, hasta instruidos por sus antiguas fábulas morales, ¿por qué habríamos de descuidar el conocimiento del espíritu de esas naciones, a las cuales han viajado los comerciantes de nuestra Europa desde el momento en que pudieron encontrar un camino hasta ellas? Así, en la noción de cosmopolitismo se entrelazan dos aspectos. Uno de ellos es la idea de que tenemos obligaciones que se extienden más allá de aquellos a quienes nos vinculan lazos de parentesco, o incluso los lazos más formales de la ciudadanía compartida. El otro consiste en tomar en serio el valor, no sólo de la vida humana, sino también de las vidas humanas particulares, lo que implica interesarnos en las prácticas y las creencias que les otorgan significado. Las personas somos diferentes, sabe el cosmopolita, y podemos aprender mucho de nuestras diferencias. Y es precisamente porque hay tantas posibilidades humanas que vale la pena explorar; ni esperamos ni deseamos que todas las personas y todas las sociedades converjan en un único modo de vida. Cualesquiera sean nuestras obligaciones para con los otros (o las de los otros para con nosotros), a menudo ellos tienen el derecho de hacer las cosas a su manera. Como veremos, habrá momentos en que esos dos ideales –el interés por lo universal y el respeto por las legítimas diferencias– entrarán en con Voltaire, Essai sur les mœurs et l’esprit des nations, en Oeuvres complètes de Voltaire, París, L’Imprimerie de la Société Litteraire-Typographique, , vol. , p. . [La cita pertenece a la edición española: Voltaire, Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, Col. “Biblioteca Hachette de Filosofía”, Buenos Aires, Hachette, , p. .] Aquí, Voltaire habla específicamente de “Oriente”, y en especial de China y la India, pero seguramente no habría negado su aplicación más general.
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flicto. En un sentido, lejos de ser el nombre de la solución, el cosmopolitismo es el nombre del desafío. “Ciudadano del mundo.” ¿Hasta dónde podemos llevar esa idea? ¿Se nos exige realmente que abjuremos de todas las lealtades y parcialidades locales en nombre de la humanidad, esa vasta abstracción? Algunos de los defensores del cosmopolitismo se complacían en pensar así, y a menudo se convirtieron en fáciles blancos del ridículo. “Amigo de los hombres, y enemigo de casi todos los hombres con quienes se relacionó”, dijo Thomas Carlyle acerca del marqués de Mirabeau, ese fisiócrata del siglo que escribía el tratado L’Ami des hommes cuando no estaba demasiado ocupado encarcelando a su propio hijo.“Amigo de su especie, enemigo de sus parientes”, dijo Edmund Burke de Jean-Jacques Rousseau, quien llevó al orfanato a cada uno de los cinco hijos que engendró. Aun así, la versión del credo cosmopolita que auspicia la imparcialidad nunca ha dejado de provocar una férrea fascinación. Virginia Woolf llamó alguna vez a liberarse “de las lealtades irreales”: la lealtad a la nación, al sexo, a la universidad, al barrio, y así sucesivamente. En el mismo espíritu, Leon Tolstoi arremetió contra la “estupidez” del patriotismo. “Para acabar con la guerra, acaben con el patriotismo”, escribió en un ensayo de , un par de décadas antes de que una revolución arrasara con el zar en nombre del proletariado internacional. De manera similar, algunos filósofos contemporáneos han insistido en que las fronteras de las naciones son irrelevantes desde el punto de vista moral: accidentes de la historia sin derecho legítimo sobre nuestra conciencia. No obstante, si bien hay amigos del cosmopolitismo que me ponen nervioso, también me complace oponerme a sus más ruidosos enemigos. Tanto Hitler como Stalin –quienes concordaban en pocas cosas aparte de la idea de que el primer instrumento
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de la política era el asesinato– lanzaron regulares invectivas contra los “cosmopolitas desarraigados”; y, en tanto que para ambos el anticosmopolitismo solía ser un mero eufemismo por antisemitismo, estaban en lo cierto cuando veían un enemigo en el cosmopolitismo. Porque ambos exigían un tipo de lealtad a una porción de la humanidad –una nación, una clase– que excluía la lealtad a la humanidad entera. Y si hay una idea que comparten todos los cosmopolitas es la de que no hay lealtad local que justifique olvidar que cada ser humano tiene responsabilidades respecto de todos los demás. Por fortuna, no necesitamos tomar partido por el nacionalista que abandona a todos los extranjeros ni por el cosmopolita incondicional que contempla a sus amigos y a sus compatriotas con gélida imparcialidad. La posición que vale la pena defender podría denominarse, en ambos sentidos, “cosmopolitismo parcial”. George Eliot escribió un pasaje extraordinario sobre este tema en Daniel Deronda, publicado en , casualmente el mismo año en que el primer –y hasta ahora último– primer ministro judío de Inglaterra, Benjamin Disraeli, obtuviera el título de conde de Beaconsfield. Aunque había sido bautizado y educado según los preceptos de la Iglesia de Inglaterra, Disraeli siempre conservó una orgullosa conciencia de su estirpe judía (dado el apellido, que su padre escribía D’Israeli, ésta habría resultado difícil de ignorar). Pero Deronda, que ha sido criado en Inglaterra como un caballero cristiano, descubre su ascendencia judía sólo cuando es adulto, y reacciona comprometiéndose a respaldar a su “pueblo hereditario”: Descubrir su ascendencia fue como encontrar un alma adicional –su juicio ya no deambulaba por los laberintos de las empatías imparciales, sino que elegía, con esa noble parcialidad que es la mejor virtud del hombre, la hermandad más
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estrecha que vuelve práctica a la empatía–, y reemplazó la sensatez que mira a vuelo de pájaro, que se eleva para evitar las preferencias y pierde todo sentido de cualidad, por la sensatez generosa de avanzar codo a codo con los hombres con quienes se comparte una herencia. Vale la pena destacar que cuando Deronda reivindica su lealtad judía –su “alma adicional”– no rechaza la lealtad al género humano. Tal como le dice a su madre, “Creo que habría sido correcto que me hubieran criado con la conciencia de ser judío, pero siempre debe de haber sido bueno para mí tener una instrucción y una empatía tan amplias como fuera posible”. Después de todo, es el mismo Deronda que antes ha explicado su decisión de estudiar en el extranjero usando expresiones que se destacan por su cosmopolitismo:“Quiero ser un inglés, pero quiero entender otros puntos de vista. Y quiero liberarme de la actitud meramente inglesa ante los estudios”. Las lealtades y las filiaciones locales no sólo determinan nuestros deseos: determinan quiénes somos. Y cuando Eliot habla de “la hermandad más estrecha que vuelve práctica a la empatía” oímos el eco de las palabras de Cicerón:“La sociedad y la unión de los hombres sería perfectamente guardada si aplicáramos principalmente nuestra generosidad a aquellos con quienes más estrechamente estamos unidos”. Un credo que desdeñe las parcialidades del parentesco y la comunidad puede tener pasado, pero carece de futuro. ———
George Eliot, Daniel Deronda, Londres, Penguin, , pp. , -, . Cicerón, De officiis .. [La cita pertenece a la edición española: Cicerón, Los oficios, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, , p. .]
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En el mensaje final que nos dejó a mis hermanas y a mí, mi padre escribió: “Recuerden que son ciudadanos del mundo”. Sin embargo, como líder del movimiento independentista del territorio que por entonces era la Costa Dorada, nunca consideró que hubiera conflicto entre las parcialidades locales y la moral universal: entre ser parte del lugar donde se está y de la comunidad humana que lo incluye. Criado por este padre y por una madre inglesa, tan estrechamente vinculada a nuestra familia de Inglaterra como profundamente arraigada en Ghana (donde vive hace más de medio siglo), siempre tuve noción de la multiplicidad y de la superposición de aspectos que caracterizan a la familia y a la tribu: nada podría haberme parecido más común y corriente. Y no cabe duda de que nada es más común y corriente. Desde el punto de vista geológico, los seres humanos salimos de África en un abrir y cerrar de ojos, y hay muy pocos lugares que no hemos podido habitar. El impulso que nos lleva a migrar no es menos “natural” que el que nos lleva a establecernos. Por otra parte, quienes aprendieron la lengua y las costumbres de otros lugares no lo hicieron por mera curiosidad. Unos pocos buscaban alimento espiritual, pero la mayoría buscaba alimentos propiamente dichos. La absoluta ignorancia de las costumbres ajenas es en gran parte un privilegio de los poderosos. Hay tantos políglotas viajeros entre los más pobres como entre los más adinerados: tanto en los barrios marginales como en la Sorbona. Así, el cosmopolitismo no debería ser visto como un logro sofisticado, ya que comienza por la sencilla idea de que en la comunidad humana, de la misma manera que en las comunidades nacionales, necesitamos desarrollar el hábito de la coexistencia: la conversación en su sentido más antiguo, la convivencia, la asociación. Y lo mismo ocurre con la conversación en el sentido moderno. La ciudad de Kumasi, donde crecí, es la capital de
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la región ghanesa de Ashanti. Cuando era niño, su calle comercial más importante se llamaba Kingsway. En la década de , si alguien caminaba por esa calle en dirección a los depósitos del ferrocarril, pasaba primero por el bazar de Babú, donde se vendía comida importada. Atendía el local el epónimo señor Babú –un indio cortés y encantador– con la ayuda de su cada vez más numerosa familia. El señor Babú era socio activo del Rotary, y siempre era posible contar con él cuando se necesitaban contribuciones para los diversos proyectos caritativos con que se entretenía la clase media, pero la verdad es que recuerdo al señor Babú principalmente porque en su tienda siempre había una buena reserva de dulces y por su permanente sonrisa. No puedo recordar el resto del recorrido que hacíamos por la calle Kingsway porque no en todas las tiendas había caramelos que aseguraran mis recuerdos. Aun así, recuerdo que comprábamos arroz en lo de los Hermanos Iraníes, y que a menudo nos deteníamos a visitar a familias sirias y libanesas, musulmanas y maronitas, e incluso a un druso muy filosófico –el señor Hanni– que vendía ropa importada, y que a medida que yo crecía siempre estaba dispuesto a conversar sobre los problemas que asolaban a su Líbano natal. También había otros “extraños” entre nosotros: en los barracones militares del centro de la ciudad era común encontrar a muchos norteños entre los integrantes de la “tropa”, tanto soldados rasos como suboficiales, que llevaban diversas marcas de escarificación étnica grabadas en el rostro. Y después estaban los europeos ocasionales: el arquitecto griego, el artista húngaro, el médico irlandés, el ingeniero escocés, algunos abogados y jueces ingleses, y un surtido caóticamente internacional de profesores universitarios, muchos de los cuales, a diferencia de los funcionarios coloniales, permanecieron una vez declarada la independencia. De niño, nunca se me ocurrió preguntarme
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por qué esas personas habían hecho un viaje tan largo para vivir y trabajar en mi ciudad natal; aun así, me alegraba que lo hubieran hecho. Las conversaciones que se entablan más allá de las fronteras pueden ser tensas, y esa tensión aumenta a medida que el mundo empequeñece y hay más cosas en juego. Es por eso que vale la pena recordar que esas conversaciones también pueden ser placenteras. Lo que los académicos suelen denominar “otredad cultural” no debería dar lugar a la piedad ni a la consternación. El cosmopolitismo es una aventura y un ideal. Sin embargo, no se puede respetar la diversidad humana de cualquier manera y esperar que todos se vuelvan cosmopolitas. Las obligaciones de quienes desean ejercer su legítima libertad de asociarse con la gente de su misma clase –de apartarse del resto del mundo, como lo hacen los amish en los Estados Unidos– son, ni más ni menos, las mismas obligaciones básicas que tenemos todos: hacer por los demás lo que exige la moral. No obstante, un mundo donde las comunidades se mantienen escindidas unas de otras ya no parece constituir una opción seria, si es que alguna vez lo fue. Y el camino de la segregación y el aislamiento siempre ha sido anómalo en nuestra especie perpetuamente viajera. El cosmopolitismo no es una tarea difícil: repudiarlo sí lo es. ——— El de septiembre ha dado lugar a innumerables debates acerca de la línea divisoria que se extiende entre “nosotros” y “ellos”. Esta perspectiva suele dar por supuesta la imagen de un mundo donde los conflictos surgen, en última instancia, como consecuencia de conflictos entre diferentes valores: esto es lo que nosotros consideramos bueno; eso es lo que ellos consideran bueno. Es una imagen del mundo que tiene profundas raíces filosófi-
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cas: es reflexiva, está bien elaborada, es plausible. Y, creo yo, también es incorrecta. Quisiera aclarar que este libro no es un libro que recomiende políticas, ni una contribución a los debates sobre el verdadero rostro de la globalización. Soy filósofo de oficio, y los filósofos rara vez escriben obras verdaderamente útiles. De todas maneras, espero persuadir al lector de que tras el hecho concreto de la globalización se ocultan cuestiones conceptuales muy interesantes. El conjunto de preguntas que me propongo abordar puede parecer bastante abstracto. ¿Cuán reales son los valores? ¿De qué hablamos cuando hablamos de diferencia? ¿Hay alguna forma de relativismo que sea correcta? ¿Cuándo chocan la moralidad y las costumbres? ¿Puede la cultura ser una “posesión”? ¿Qué debemos a los extraños en virtud de nuestra humanidad compartida? Sin embargo, la intervención de esas cuestiones en nuestra vida no es tan abstracta. Hacia el final del libro, espero haber logrado que al lector le resulte más difícil pensar que el mundo está dividido entre Occidente y el Resto; entre locales y modernos; entre una ética incruenta de ganancias económicas y una ética cruenta de identidades; entre “nosotros” y “ellos”. La extranjeridad de los extranjeros, la extrañeza de los extraños: esas cosas son bien reales. El problema es que hemos sido exhortados, en gran medida por intelectuales bienintencionados, a otorgarles una importancia excesiva. En este libro me propongo sugerir que es un error –al cual somos especialmente propensos los habitantes de esta era científica– resistirse al discurso de los valores “objetivos”. En ausencia de una ciencia natural de lo correcto y lo incorrecto, alguien cuyo modelo de conocimiento sea la física o la biología se inclinará por la conclusión de que los valores no son reales; o, de todos modos, no tan reales como los átomos y las nebulosas. Ante tal tentación, quisiera aferrarme, como mínimo, a un
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aspecto importante de la objetividad de los valores: que hay algunos valores que son –y deberían ser– universales, de la misma manera en que hay muchos valores que son –y deben ser– locales. No podemos aspirar a alcanzar un consenso definitivo en cuanto a la manera de ordenar estos valores según su importancia. Es por eso que retornaré constantemente al modelo de la conversación; en particular, al de la conversación entre personas que vienen de diferentes modos de vida. El mundo está cada vez más atestado: en el próximo medio siglo, nuestra especie, antes nómada, se aproximará a los diez mil millones. Según las circunstancias, las conversaciones que se entablan más allá de las fronteras pueden ser placenteras o meramente enojosas, pero su principal característica es que son inevitables.
1 El espejo hecho añicos
En este libro nos encontraremos con muchos cosmopolitas y anticosmopolitas, pero creo que ninguno de ellos combina características de ambos grupos con tanta crudeza como nuestro primer compañero de viaje. Sir Richard Francis Burton fue un aventurero victoriano cuya vida otorgó credibilidad al dudoso adagio según el cual la realidad es más extraña que la ficción. Nacido en , de niño viajó por Europa con su familia y pasó algún tiempo en contacto con los romanís; sus contemporáneos ingleses solían decir que había adquirido algunas de las costumbres nómadas de los gitanos. Aprendió griego moderno en Marsella, francés e italiano –incluido el dialecto napolitano– a medida que su familia se iba desplazando entre las comunidades de expatriados británicos de Francia e Italia, y llegó a Oxford sabiendo bearnés –una lengua intermedia entre el francés y el español–, además de griego y latín clásicos (al igual que uno de cada dos estudiantes de aquellos días). Burton no sólo fue un extraordinario lingüista: también fue uno de los más grandes espadachines europeos de su época. Antes de que lo expulsaran de Oxford por hacer caso omiso de la prohibición universitaria de asistir a las carreras, retó a duelo a un compañero de estudios porque el joven se había burlado
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de su bigote de morsa. Al ver que el joven no había captado el desafío, Burton llegó a la conclusión de que no estaba rodeado de caballeros sino de “almaceneros”. Claro que es perfectamente posible que su adversario fuera un caballero que hubiera oído hablar de la destreza de Burton con el sable. A la edad de años, Richard Burton fue a Sind como empleado de la Compañía de las Indias Orientales, donde a su bagaje de lenguas europeas modernas y clásicas agregó el gujara¯ti, el marathi, el afgano y el persa, en tanto que profundizaba su conocimiento del árabe y del hindi, cuyo estudio había iniciado en Inglaterra. A pesar de ser (al menos nominalmente) cristiano, en logró que le permitieran la entrada a La Meca y Medina como peregrino, haciéndose pasar por un pathan de la provincia de la Frontera Noroccidental de la India. También viajó mucho por África: en , él y John Hanning Speke fueron los primeros europeos en ver el lago Tanganyika. Entre otros lugares de África, Burton visitó Somalia –donde se hizo pasar por comerciante árabe–, así como Sierra Leona, Cape Coast y Accra (en la actual Ghana), y Lagos. Conoció gran parte de Asia y de América Latina, y tradujo el Kama Sutra del sánscrito, y El jardín perfumado y Las mil y una noches del árabe (este último en dieciséis volúmenes, y acompañado de un célebre “ensayo final” que incluyó uno de los primeros estudios interculturales sobre la homosexualidad). Como correspondía, también tradujo del portugués Os Lusíadas, de Luiz Vaz de Camões, que es un homenaje a Vasco da Gama, uno de los primeros exploradores globales. Sus traducciones lo hicieron célebre (incluso le trajeron mala fama, en el caso de la erótica oriental); también escribió gramáticas de dos lenguas indias y una vasta cantidad de los más extraordinarios diarios de viaje de un siglo en el cual la competencia en el género fue muy intensa. En publicó un extenso poema que era, según dijo, una traducción de “la Kasidah de
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Haji Abdu El-Yezdi”,* un nativo de la ciudad desértica de Yazd, situada en Persia central (uno de los pocos centros importantes del zoroastrismo que quedan en Irán). La qasida –como lo escribimos ahora– es una forma poética clásica de la literatura árabe preislámica, con reglas métricas muy estrictas, que tradicionalmente comienza con la evocación de un campamento del desierto. Aunque este género era muy respetado en el período preislámico, tuvo su auge en los primeros tiempos del Islam, antes del siglo d.C., cuando algunos la consideraban la forma más elevada del arte poético. El Haji Abdu de Yazd que nos muestra Burton era devoto de “una versión oriental del humanismo combinada con una inclinación mental escéptica o, como decimos ahora, científica”. También era una ficción, tal como es posible adivinar a partir de la lectura del poema. Porque aunque la Kasidah está infundida del espíritu del sufismo –la tradición mística del Islam–, también alude a la teoría evolucionista de Darwin y a otras ideas del Occidente victoriano. Burton, el “traductor”, se ofrece a explicar estas cosas escribiendo en sus notas que Haji Abdu sumaba […]a su natural facilidad un don para el aprendizaje de las lenguas [...], un bagaje de lecturas diversas y asistemáticas; unos retazos de chino y de la antigua lengua egipcia; de hebreo y siríaco; de sánscrito y prácrito; de eslavo, especialmente lituano; de latín y de griego, incluido el romaico; de bereber, el dialecto nubio, y de zendo y acadio, además del persa, su lengua materna, y del árabe clásico que se aprende en las escuelas. Y también estaba al tanto de “las –logías”, y de los descubrimientos triunfales de la ciencia moderna.
* La Casida en su traducción al español. [N. de la T.]
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Si los dones lingüísticos de este sufí imaginario recuerdan un poco a los del propio Burton, el artificio del “traductor” no fue concebido para engañar. Al comienzo de la nota se nos dice que Abdu “prefería llamarse El-Hichmakâni [...], que significa ‘De Ninguna casa, de Ningún lugar’”. Y aunque uno de los propósitos de Burton es indicar que Haji Abdu es, como él mismo, un hombre sin un profundo sentido de identidad nacional o local (un cosmopolita desarraigado, me atrevería a decir), no cabe duda de que “el traductor” también desea darnos el indicio más claro de que El-Yezdi es una invención suya. Cierto es que el autor de la Kasidah expresaba ideas más que levemente heréticas para un musulmán apegado a las tradiciones. En una de las estrofas anuncia: No existe el Paraíso, no existe el Infierno; no son sino sueños de mentes infantiles [...] En otra dice: No existe el Bien, no existe el Mal; no son sino caprichos de la voluntad humana [...] En resumen, puede sonar –tal como quizá corresponda a un nativo del Yazd zoroastra– más como el Zaratustra de Nietzsche que como un sufí persa. Sin embargo, hay un aspecto del autor que no es ficticio: dado que Burton había llevado a cabo su peregrinación a La Meca, el autor de la Kasidah era sin duda un hajji, es decir, alguien que ha hecho la hajj. Claro está que una de las características del cosmopolitismo europeo, en especial a partir de la Ilustración, ha sido la receptividad al arte y a la literatura extranjeros, y un interés más amplio por las formas de vida de otros lugares. Este rasgo refleja lo que
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en la introducción definí como segundo aspecto del cosmopolitismo: el reconocimiento de que los seres humanos son diferentes y de que es posible aprender de las mutuas diferencias. He ahí Goethe, en Alemania, cuya obra poética abarca desde una colección de Elegías romanas escritas a fines de la década de hasta el Diván de Oriente y Occidente, de , su último gran ciclo de poemas inspirado en la obra de Hafiz, el poeta persa del siglo (autor, tal como habría señalado sin duda Sir Richard Burton, de qasidas extremadamente populares). He ahí David Hume, en la Edimburgo del siglo , buscando afanosamente relatos de viajes con el propósito de examinar las costumbres chinas, persas, turcas y egipcias. Y un poco antes y del otro lado del Canal de la Mancha, en Bordeaux, encontramos a Montesquieu, cuya monumental obra El espíritu de las leyes, publicada de manera anónima en Ginebra en , desborda de anécdotas provenientes de tierras que van desde Indonesia hasta Laponia, desde Brasil hasta la India, desde Egipto hasta Japón, y en cuya anterior e ingeniosa sátira de su propio país –las Cartas persas– habla a través de un musulmán. También el poeta de Burton parece hablar más que nada por Burton, un agnóstico de inclinaciones científicas con una vasta reserva de conocimientos sobre las religiones del mundo y una apreciación ecuánime de todas ellas: Toda fe es falsa; toda fe es verdadera: la verdad es un espejo hecho añicos, esparcido en miríadas de fragmentos; y cada uno cree que su minúsculo fragmento es el todo. Su voraz asimilación de religiones, literaturas y costumbres de todo el mundo lo retratan como un hombre fascinado por el abanico de invenciones humanas, por nuestra variedad de for-
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mas de vida y de pensamiento. Y aunque Burton nunca aspiró a nada parecido a la imparcialidad, ese conocimiento lo situó en un lugar desde donde podía ver el mundo con perspectivas remotamente alejadas del ambiente en que había crecido. Una apertura cosmopolita hacia el mundo guarda una perfecta coherencia con la selección y elección de algunas de las opciones que se encuentran en la búsqueda. En ocasiones, los contemporáneos ingleses de Burton pensaron que éste respetaba más el Islam que su cristianismo de crianza: aunque su esposa estaba convencida de que se había convertido al catolicismo, creo que resultaría más verdadero decir que era, tal como lo expresó W. H. Wilkins en The romance of Isabel Lady Burton,“un mahometano entre mahometanos, un mormón entre mormones, un sufí entre shazlis, un católico entre católicos”. En este aspecto, Burton sigue a una larga fila de buscadores itinerantes. Si bien la fama de Menelao se debe principalmente a que el rapto de su esposa Helena causó la Guerra de Troya, Homero lo hace jactarse de haber ido a Chipre, a Fenicia, a los egipcios, a los etíopes, a los sidonios, a los erembos y a Libia, donde los corderitos echan cuernos muy pronto y las ovejas paren tres veces en un año. Allí nunca les faltan, ni al amo ni al pastor, ni queso, ni carnes, ni dulce leche, pues las ovejas están en disposición de ser ordeñadas en cualquier tiempo. Siglos después de la Ilíada, Heródoto cuenta cómo recibió Creso al sabio Solón: W. H. Wilkins (ed.), The romance of Isabel Lady Burton, vol. , Nueva York, Dodd Mead, , p. . La cita pertenece a la edición española: Homero, La Odisea, Canto , Buenos Aires, Espasa Calpe, , p. .
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Amigo ateniense, hasta nosotros ha llegado sobre tu persona en razón de tu sabiduría y de tu espíritu viajero, ya que por tu anhelo de conocimientos y de ver el mundo has visitado muchos países; por ello me ha asaltado ahora el deseo de preguntarte si ya has visto al hombre más dichoso del mundo. (Ningún país produce cuanto necesita, pues algunas cosas abundan y se carece de otras, explica Solón en el curso de su respuesta.) El propio Heródoto viajó con rumbo sur hasta la actual Asuán y nos dijo algunas cosas acerca de Meroë (cuya lengua aún no ha sido descifrada), ciudad que sólo dos siglos más tarde vería sus días de gloria. Tal exposición al abanico de costumbres y creencias humanas difícilmente desamarrara al viajero de sus propias costumbres y creencias. Burton es un claro ejemplo de esta circunstancia. Era el menos victoriano de los hombres, y también el más victoriano. No cabe duda de que compartía muchos de los prejuicios raciales más comunes de su sociedad. Los africanos eran para él inferiores a los árabes y a la mayoría de los indios, y estos dos últimos, a su vez, le parecían inferiores a los europeos civilizados. En el tercer capítulo de To the gold coast for gold –relato de un viaje a África occidental que emprendió en noviembre de – Burton habla como al pasar de la “polución” de la sangre madeirense, causada “por la extensa miscegenación con el negro”. En , al describir un viaje por África oriental para la Blackwood’s Edinburgh Magazine, hace acotaciones igualmente poco halagüeñas: “la raza negra es siempre locuaz”; “hasta un swahili a veces dice la verdad”; “el habitante La cita pertenece a la edición española: Heródoto, Los nueve libros de la Historia, Madrid, Gredos, , Libro , p. . [N. de la T.] Richard F. Burton, To the gold coast for gold, Londres, Chatto and Windus, , p. .
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de Wezira es nuestro granuja, dotado de todas las peculiaridades de la malicia africana”. En cierto momento emprende una extensa descripción de los “Wanika, o el pueblo desertícola de las colinas de Mombas”: “Son pura confusión. A la incapacidad infantil le suman la testarudez de la edad”. En la religión de este pueblo, Burton veía “los vanos terrores de la infancia rudimentariamente sistematizados”. Pero Burton no circunscribía su desprecio a las razas más oscuras. Era una extraña mezcla de cosmopolita y misántropo. En sus viajes a través de América del Norte, durante el verano de , relatados en The city of the Saints, and across the Rocky mountains to California, se las arregla para expresar hostilidad por los irlandeses (“A las nueve de la noche, habiendo llegado al ‘Riachuelo de Treinta y dos millas’, nos sorprendimos gratamente al encontrarnos con una absoluta ausencia de irlandesería”); condescendencia respecto de los francocanadienses (“una gente curiosa [...], muy adicta a la haraganería”); desconfianza hacia los indios pawnees (“Los pawnees, similares a los africanos, son capaces de degollar a un huésped dormido”), y una moderada burla de los uniformes del ejército estadounidense (“En la vestimenta de su ejército, así como en sus formas de gobierno, los Estados han emprendido una imposibilidad moral”). Sin embargo, Burton también es capaz de componer la más elegante defensa de un pueblo despreciado, como lo demuestra su letanía de respuestas a las “objeciones sentimentales al mormonismo”, que se extiende a lo largo de varias páginas en The city of the Saints… Blackwood’s Edinburgh Magazine, Nº , febrero de , p. ; marzo de , pp. , ; febrero de , p. . Richard F. Burton, The city of the Saints, and across the Rocky mountains to California, Nueva York, Harper and Brothers, , pp. , , , , - [trad. esp.: Viaje a la ciudad de los santos (El País de los Mormones), Barcelona, Laertes, ].
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Aun así, hay pocos elementos en la vida de Burton que sugieran que tomaba en serio lo que definí en la introducción como primer aspecto del cosmopolitismo: el reconocimiento de nuestra responsabilidad respecto de cada ser humano. A lo largo de sus escritos, una y otra vez pasa por alto oportunidades de intervenir para reducir el sufrimiento humano: se limita a registrarlo, a veces con humor y rara vez con indignación. Cuando necesita trabajadores para acarrear su equipaje a través del continente oscuro, no tiene el menor escrúpulo en comprar esclavos. Burton, entonces, es una patente refutación para quienes imaginan que el prejuicio sólo deriva de la ignorancia, que la intimidad necesariamente engendra amistad. Es posible involucrarse de manera genuina con las costumbres de otras sociedades sin aprobarlas, y mucho menos adoptarlas. Y aunque la Kasidah respaldaba un espiritualismo que era común entre las clases altas instruidas de fines de la era victoriana en Inglaterra, su imagen del espejo hecho añicos –cada uno de cuyos fragmentos refleja desde su ángulo particular una parte de la compleja verdad– parece expresar con exactitud la conclusión a la que llegó Burton a raíz de su prolongada exposición a las filosofías y las costumbres de numerosas personas y lugares: en todos lados hay partes de la verdad (junto con muchos errores), y la verdad entera no está en ningún lado. La equivocación más grave, suponía Burton, es pensar que nuestro pequeño fragmento del espejo puede reflejar el todo.
La vida sería más fácil si lográramos dejar de lado ese pensamiento. Podemos conceder que hay alguna perspicacia en el resto
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del mundo y algún error chez nous. Pero eso no ayuda cuando tratamos de decidir con exactitud dónde está la verdad ahora. Los verdaderos desacuerdos de este tipo suelen surgir en el contexto de las prácticas religiosas. En consecuencia, comenzaré por reflexionar acerca de una de esas prácticas; más exactamente, aquella sobre la cual Burton dejó famosos escritos. La mayoría de los musulmanes piensan que deben ir a La Meca: hacer la hajj, si se cuenta con los recursos, es uno de los cinco pilares del Islam, junto con la fe en Dios, la caridad, el ayuno y las oraciones diarias. Cada año realizan ese viaje alrededor de un millón y medio de musulmanes. Por otra parte, quienes no somos musulmanes no creemos que Mahoma haya sido un profeta, y por ello difícilmente nos sintamos obligados a hacer la hajj. En realidad, dado que los no creyentes no somos bienvenidos, lo más indicado sería que no participáramos: con gran sentido práctico, en una cabina de peaje situada en la ruta que lleva a La Meca se ha colocado un letrero que reza . Ahora bien, a primera vista, éste parece ser uno de esos casos en los que las obligaciones dependen de la posición. Podemos estar de acuerdo en que debemos ser fieles a nuestros cónyuges, pero yo no necesito ser fiel al cónyuge de otra persona. (De hecho... ¡mejor que no lo sea!) En el mismo espíritu, alguien podría decir “los musulmanes deben ir a La Meca, y los católicos, a misa”. Sin embargo, si no somos musulmanes no creemos realmente que los musulmanes deban ir a La Meca, y si somos musulmanes, no creemos que nadie, ni siquiera un católico, tenga la obligación de ir a misa. Por otra parte, a menos que seamos alguna clase de libertinos –o raros sobrevivientes de uno de esos experimentos de amor libre que hicieron erupción en la década de –, probablemente pensemos que las personas casadas deberían honrar su promesa de fidelidad al cónyuge.
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Es obvio que los musulmanes creen que deben hacer la hajj, y los católicos, que deben ir a misa. Pero quien no tiene la creencia que da significado a esos actos pensará, presumiblemente, que quienes creen en ellos están equivocados. O bien Mahoma fue el Profeta, o bien no lo fue. O bien el Corán es la Sagrada Escritura, o bien no lo es.Y si Mahoma no fue el profeta y el Corán no es la Sagrada Escritura, los musulmanes están equivocados. (Lo mismo vale, mutatis mutandis, para la misa.) Claro está, podemos pensar que la peregrinación de los musulmanes a La Meca no es algo dañino. Ellos piensan que es correcto hacerlo; nosotros no, pero tampoco creemos que sea incorrecto. En efecto, dado que otorgamos importancia a la integridad –creemos que es importante vivir según las creencias propias–, y dado que, en este caso, no tiene nada de malo hacer lo que dicta la conciencia, quizá consideremos bueno que hagan el esfuerzo de ir. Sin embargo, es importante hacer hincapié en lo siguiente: decir que los musulmanes deberían ir a La Meca por esta razón no equivale a estar de acuerdo con ellos, sino a dar nuestra razón para que hagan algo por una razón diferente. La importancia de esta distinción se manifiesta cuando tenemos presente que ningún musulmán verdadero pensaría que hemos entendido, y mucho menos respetado, la razón por la que ellos hacen la hajj, si dijéramos: “Por supuesto que usted tiene una razón para ir; a saber, que piensa que la gente debería seguir los dictados de su conciencia, a menos que hacerlo causara daño”. Porque no es eso lo que piensan los musulmanes. Lo que piensan es que deben ir porque Dios lo ordenó a través del Sagrado Corán. Y ésa no es una afirmación que nosotros aceptemos. De todos modos, no es necesario resolver este desacuerdo para seguir adelante. Yo puedo ser (en realidad... ¡soy!) perfectamente amigable con católicos y musulmanes aunque no siempre acuerde con ellos en asuntos de teología. No tengo más razo-
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nes para molestarme con quienes hacen la hajj a La Meca que las que podría tener para enojarme con quienes eligen ir a Escocia para jugar al golf o a Milán para asistir a la ópera. No es lo que yo haría, pero... ¡que cada uno haga lo que le dé la gana! Sin embargo, esta actitud de vivir y dejar vivir no es compartida por todos: para algunas personas, la adoración de alguien que no sea el Dios verdadero es idolatría, en sí misma una violación de la ley divina, y algunos cristianos piensan que Alá no es el Dios de Abraham, Isaac y Jacob a quien ellos rinden culto. Ciertos musulmanes (junto con los unitaristas) se preocuparon por determinar si la creencia en la Trinidad es coherente con el mandato islámico de que debemos adorar a un solo Dios. Y esa posibilidad atrae nuestra atención hacia un segundo tipo de desacuerdo. Porque, claro está, hay casos en que las prácticas religiosas no nos resultan moralmente indiferentes, sino realmente incorrectas. Es probable que los lectores de este libro no piensen que la respuesta apropiada al adulterio sea llevar a los infractores ante un tribunal religioso y, si se los condena, organizar una multitud que los apedree hasta la muerte. No cabe duda de que nos horrorizamos (como muchos musulmanes, vale la pena aclararlo) ante la sola idea de que alguien sea apedreado hasta la muerte de esta manera. Sin embargo, muchos habitantes del mundo siguen pensando que eso es lo que exige la sharia, la ley canónica del Islam. O pongamos por caso la denominada circuncisión femenina, que Burton documentó entre los árabes y los africanos orientales (de acuerdo con los cuales, afirmaba Burton, el deseo sexual de las mujeres era mucho mayor que el de los hombres), y que permanece vigente en muchas regiones. En líneas generales, tampoco estamos de acuerdo con esta práctica. Los desacuerdos de este tipo son absolutamente comunes, incluso en el interior de las sociedades. Si una mujer considera
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la posibilidad de hacerse un aborto, que ella encuentra permisible desde el punto de vista moral, y yo creo que esa mujer asesinará a un ser humano inocente, no puedo simplemente decir: “Está bien, hágaselo”, ¿verdad? Estos conflictos nos tientan a buscar un reglamento que indique cómo debemos arbitrar, pero en ese caso necesitaríamos ponernos de acuerdo en la elección del reglamento. E incluso si lo lográramos, por motivos que exploraré más adelante, no hay razones para pensar que seríamos capaces de ponernos de acuerdo respecto de su aplicación. Así, siempre ha existido una alternativa seductora. Incluso si acordamos respecto de todos los hechos, quizá lo que es moralmente apropiado para mí desde mi perspectiva no lo sea para otro desde su punto de vista. Con su dominio de treinta y nueve lenguas, Burton era una especie de fenómeno anormal por su habilidad de penetrar diferentes culturas: de “adoptar las costumbres de los nativos”, como solemos decir, y hacerlo una y otra vez. Pero la mayoría de nosotros tiene esa habilidad en menor grado: a menudo podemos apreciar el atractivo de valores que no son exactamente los nuestros. Entonces, quizá no haya una verdad singular en lo que atañe a la moral. En ese caso, no hay un espejo hecho añicos: hay muchos espejos, muchas verdades morales, y lo máximo que podemos hacer es aceptar nuestras diferencias. Recordemos las palabras del Haji Abdu de Burton: No existe el Bien, no existe el Mal; no son sino caprichos de la voluntad humana. ¿Estaba en lo cierto?
2 Cómo salir del positivismo
Los antropólogos culturales son grandes entusiastas de las otras culturas. Después de todo, ése es su trabajo. Hubo un tiempo, no muy lejano –antes de que fuera posible que todos los habitantes del mundo estuvieran a corta distancia de una radio, de que Michael Jackson se hiciera famoso en las estepas del interior de Mongolia y Pelé fuera conocido a orillas del río Congo– en que un antropólogo podía partir de Europa o de América del Norte rumbo a lugares cuyos habitantes nunca habían visto al “hombre blanco”. Allí, en el nivel cero de la etnografía, el momento del primer contacto, el antropólogo o la antropóloga podía encontrarse cara a cara con personas que eran absolutamente desconocidas. Sus dioses, su comida, su lengua, sus danzas, su música, sus esculturas, su medicina, su vida familiar, sus rituales de guerra y de paz, sus chistes y los cuentos que les contaban a sus hijos: todas esas cosas podían estar dotadas de una extrañeza asombrosa y fascinante. Los etnógrafos pasaban largos días y difíciles noches en la selva tropical, en el desierto o en la tundra, combatiendo la fiebre o el congelamiento, luchando contra la soledad, mientras trataban de entender a personas a quienes ellos, naturalmente, también intrigaban. Y luego, tras haber desaparecido de la “civilización” durante uno
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o dos años, regresaban con noticias de esos extraños, con una historia que explicaba esa cultura y trayendo una colección de cerámicas, esculturas o armas para el museo. Para que todo eso tuviera sentido, la historia tenía que ser novedosa. Por lo tanto, el antropólogo no regresaba con un informe cuya síntesis fuera: estas personas son bastante parecidas a nosotros. Y sin embargo, no cabe duda de que tenían que serlo. Después de todo, la mayoría tenía dioses, comida, lengua, música, esculturas, medicina, vida familiar, rituales, chistes y cuentos para niños. Sonreían, dormían, tenían sexo e hijos, lloraban y, finalmente, morían. Y el antropólogo, que era un completo extraño pero también un semejante, podía progresar en el conocimiento de esa lengua, esa religión y esos hábitos –cosas para cuya comprensión cada miembro adulto de la sociedad había tenido al menos dos décadas– en uno o dos años. Sin esas similitudes, ¿cómo podría ser posible la antropología cultural? Ahora bien, podríamos pensar que los antropólogos, cuya existencia comienza con esta curiosidad intelectual por los extraños, están destinados a ser cosmopolitas. Pero no es tan así. Si bien comparten, por necesidad, una curiosidad cosmopolita por los extraños, muchos antropólogos desconfían del discurso de la moralidad universal, y pasan mucho tiempo instándonos a no intervenir en las vidas de otras sociedades; si creen que tenemos una responsabilidad, es la de dejar las cosas como están. Una de las causas de este escepticismo respecto de la intervención es, sencillamente, de índole histórica. Muchas intervenciones bienintencionadas que tuvieron lugar en el pasado han socavado antiguos modos de vida sin reemplazarlos por otros mejores; y, de más está decirlo, otras no han sido bienintencionadas. La historia de los imperios –el persa, el macedonio, el romano, el mongol, el huno, el mogol, el otomano, el holandés, el francés, el británico y el estadounidense– abunda en
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momentos infelices. Pero existen causas aun más abarcadoras para el escepticismo de los antropólogos. Lo que quienes miramos desde fuera vemos como defecto en otras sociedades suele tener mucho más sentido para el etnógrafo que ha vivido en ellas. Después de todo, él se ha propuesto entender a “su” pueblo. Y aunque sea tan dañina como perspicaz, la vieja máxima Tout comprendre, c’est tout pardonner –comprenderlo todo es perdonarlo todo– refleja sin duda una genuina tendencia humana. Es verdad que solemos perdonar una vez que hemos comprendido. Como resultado, es muy probable que los antropólogos consideren que muchas intervenciones externas son tan ignorantes como desinformadas. Nosotros creemos que la circuncisión femenina, o la ablación genital femenina –como prefieren llamarla muchos antropólogos– es una repugnante mutilación que priva a las mujeres de experimentar un placer sexual completo. Los antropólogos conocen mujeres jóvenes que aguardan con impaciencia someterse al rito, creen que les permitirá demostrar valentía, declaran que la circuncisión embellece sus órganos sexuales, e insisten en que disfrutan enormemente del sexo. Los antropólogos señalarán que nuestra sociedad alienta todo tipo de alteraciones físicas del cuerpo humano –desde tatuajes y perforación de las orejas (y ahora, también de la lengua, la nariz y el ombligo) hasta circuncisión masculina, desde rinoplastia hasta incremento de los pechos–, y que cada una de estas prácticas, al igual que toda otra alteración corporal, tiene algunos riesgos médicos. Nos mostrarán que los riesgos médicos supuestamente asociados a la ablación genital femenina –cicatrices, infecciones que causan infertilidad, septicemia fatal– han sido exagerados hasta el absurdo; que quizá no sean más que racionalizaciones de una mera revulsión ante una práctica poco familiar. A diferencia de nosotros, estos profesionales creen haber escapado a los prejuicios de su entorno, en parte mediante la
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disciplina intelectual de su trabajo de campo, por haber vivido en intimidad con los extraños. Y muchos de ellos se inclinan a pensar que las palabras tales como “correcto” e “incorrecto” tienen sentido sólo en relación con costumbres, convenciones y culturas particulares. Sin duda, la sospecha básica de que las afirmaciones morales no hacen más que reflejar meras preferencias locales es antiquísima. En el libro de las Historias de Heródoto, leemos que cuando Darío era rey de Persia [...] convocó a los griegos que estaban en su corte y les preguntó que por cuanto dinero accederían a comerse los cadáveres de sus padres. Ellos respondieron que no lo harían a ningún precio. Acto seguido Darío convocó a los indios calatias, que devoran a sus progenitores, y les preguntó, en presencia de los griegos, que seguían la conversación por medio de un intérprete, que por qué suma consentirían en quemar en una hoguera los restos mortales de sus padres; ellos entonces se pusieron a vociferar, rogándole que no blasflemara. Ésta es, pues, la creencia general; y me parece que Píndaro hizo bien al decir que la costumbre es reina del mundo. Una novela de Tolstoi trata de un caudillo chechenio llamado Hadzi Murat, que dice a un oficial ruso uno de los proverbios tradicionales de su pueblo: “–Un perro le daba carne a un caballo; el caballo le daba heno al perro, y los dos tenían hambre –sonrió y añadió–: Cada pueblo está ligado a sus costumbres”. La cita pertenece a la edición española: Heródoto, Los nueve libros de la Historia, op. cit., Libro , p. . [N. de la T.] “Hadji Murat”, en León Tolstoi, Master and man and other stories, Londres, Penguin, , p. . [La cita pertenece a la edición española: León Tolstoi, Hadzi Murat, Buenos Aires, Txalaparta, .]
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Y no cabe duda de que hay algo saludable en la inclinación del antropólogo a detenerse ante nuestras abominaciones y nuestros tabúes. En el clásico Folkways, de , el antropólogo William G. Sumner habla de un jefe miraña, del Amazonas, que queda desconcertado al enterarse de que los europeos abominan del canibalismo: “Es una cuestión de hábitos. Cuando mato a un enemigo, es mejor comerlo que desperdiciarlo. Las presas grandes no son frecuentes, porque no ponen huevos como las tortugas. Lo malo no es ser comido, sino morir”. Sumner, que acuñó el término etnocentrismo, no estaba recomendando el canibalismo. Pero, sin duda, comprendía las afirmaciones del jefe: chacun à son goût. O bien, en las palabras del sufí ficticio de Burton: Lo que obra en mi favor, a eso llamo “bien”; lo que me daña y lastima, a eso llamo “mal”: cambian con el lugar, cambian con las razas; y en el más prolongado lapso de Tiempo, se ha coronado cada Vicio como Virtud; se ha prohibido todo bien como Crimen o Pecado. Sin embargo, las doctrinas relativistas modernas –el enfoque que a menudo suscriben los antropólogos culturales– van más allá de las viejas tradiciones escépticas. La persistente sospecha de que gran parte de lo que damos por correcto o por incorrecto no es sino una cuestión de costumbres locales se ha consolidado, en la era moderna, como una certeza científica según la cual el discurso de las “verdades” morales objetivas no es más que un error conceptual.
William G. Sumner, Folkways, Boston, Atheneum Press, , p. .
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El relativismo moderno se apoya en una cosmovisión científica que establece una marcada división entre hechos y valores. John Maynard Keynes señaló que quienes dicen hablar desde el sentido común suelen estar atrapados en las garras de una vieja teoría. En la actualidad, esta distinción entre hechos y valores forma parte del sentido común, pero detrás de ella hay una teoría filosófica que se remonta a los comienzos de la Ilustración. Su origen se ha atribuido a veces a David Hume, filósofo escocés del siglo , cuyo compromiso cosmopolita con la variedad de sociedades humanas mencioné en el capítulo anterior. Por mi parte, dudo de que Hume haya refrendado esta teoría (o, de hecho, que la haya inventado), pero no cabe duda de que en el apogeo que experimentó en el siglo el movimiento filosófico llamado “positivismo lógico” circulaba una idea muy parecida. En consecuencia, voy a llamar “positivismo” a esta manera de ver el mundo. El desarrollo de esta imagen se produjo a lo largo de un tiempo considerable, pero he aquí una versión simplificada. Nunca es fácil bosquejar una posición filosófica, y mucho menos si se intenta satisfacer a quienes la reivindican como propia. En consecuencia, debería aclarar que no me propongo caracterizar la perspectiva de tal o cual filósofo, por más influyente que haya sido, sino más bien una imagen del mundo que fue elaborada por muchos filósofos a lo largo de los últimos siglos en Occidente, y que ha penetrado hasta tal punto el sentido común instruido de nuestra civilización que puede resultar difícil persuadir a nuestros contemporáneos de que se trata de una imagen y no de una serie de verdades evidentes. Esto no tendría importancia si tal imagen no obstruyera nuestra comprensión del mundo. Sin embargo, como ya veremos, la imagen positi-
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vista del mundo puede obstruir; en particular, suele obstruir el proyecto cosmopolita cuando conduce a que se sobreestimen algunos aspectos que obstaculizan la comprensión intercultural, a la vez que se subestiman otros. Las personas, sostiene el positivismo, actúan movidas por dos tipos de estados psicológicos radicalmente distintos. Se supone que las creencias –el primer tipo– reflejan cómo es el mundo. En contraste, los deseos reflejan cómo nos gustaría que fuera. Tal como lo expresó alguna vez la filósofa Elizabeth Anscombe, las creencias y los deseos tienen diferentes “direcciones de adecuación”: las creencias tienen que adecuarse al mundo; el mundo tiene que adecuarse a los deseos. Así, las creencias pueden ser verdaderas o falsas, razonables o irrazonables. Los deseos, por otra parte, son satisfechos o insatisfechos. Se supone que las creencias se forman sobre la base de la evidencia, y hay principios de razonamiento que determinan qué es racional creer sobre la base de cuál evidencia. Los deseos no son más que hechos relacionados con nosotros. En efecto, en un lenguaje filosófico más primitivo, los deseos se habrían denominado “pasiones”, palabra derivada de una raíz latina que denota algo que se sufre o se padece (significado que nos llega a través del discurso de la Pasión de Cristo). Dado que las pasiones son simplemente cosas que nos ocurren, no existe evidencia que determine cuáles son las correctas. En realidad, todos los deseos son como las cuestiones de gustos, y ya lo dice el refrán: sobre ellos no hay nada escrito. Cuando actuamos, usamos nuestras creencias acerca del mundo para tratar de obtener lo que deseamos. La razón –según las célebres palabras de Hume– es “esclava de las pasiones”. Si sentimos pasión por las manzanas, vamos adonde nuestra creencia indica que hay manzanas. Y una vez que hayamos ido a buscar las manzanas que deseamos, descubriremos si nuestra creencia era correcta.
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Dado que las creencias son sobre el mundo, y sólo hay un mundo, las creencias pueden ser correctas o incorrectas, y podemos criticar las de otras personas por irrazonables o simplemente falsas. Sin embargo, en este sentido, los deseos no pueden ser correctos o incorrectos. Los deseos no son respuestas al mundo: no se proponen reflejarlo, sino cambiarlo. Pero la historia se complica, porque mucho de lo que solemos desear tiene, por así decir, creencias incorporadas. Como todos nosotros, yo deseo tener dinero, pero sólo por lo que éste puede proporcionarme. Si no creyera que el dinero puede proporcionarme otras cosas que deseo, ya no lo querría. En consecuencia, mi deseo de dinero (preferiría no llamarlo “pasión”, si el lector me disculpa) es condicional; desaparecería si yo descubriera –como podría ocurrir en algún escenario apocalíptico– no sólo que el dinero no puede comprarme amor (esto lo sé desde que asistí a mi primer concierto de los Beatles), sino que no puede comprarme absolutamente nada. Los deseos que son condicionales desde este punto de vista pueden criticarse racionalmente mediante la crítica de las creencias que los sustentan. Yo quiero una manzana. Mi interlocutor me dice que soy alérgico y que la manzana me va a caer mal. Yo digo que no me importa que me caiga mal si puedo probar ese sabor delicioso. Mi interlocutor me dice que esta manzana no tendrá ese sabor delicioso. Yo le digo: tráigame algo que lo tenga. Mi interlocutor me dice: las únicas cosas que tienen ese sabor lo matarán. Yo digo: Que así sea. Valdrá la pena. Moriré feliz. Parece que nada en el mundo pudiera impedirme desear ese sabor. En el imaginario positivista, ésta es la única manera en que los deseos pueden ser criticados: criticando las creencias que presuponen. Una vez que se quita el elemento condicional de la especificación de un deseo llegamos a lo que podríamos llamar nuestros deseos básicos. Y dado que éstos no dependen de ningún supuesto acerca de cómo
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es el mundo, no podemos criticarlos por aprehender mal el mundo. Así, el elemento fundamental permanece. En un pasaje célebre, el propio Hume trazó la distinción entre los juicios sobre cómo son las cosas y los juicios sobre cómo deben ser las cosas. Los juicios normativos vienen naturalmente con ideas de lo que uno debería pensar, hacer o sentir.Y a menudo se piensa que la perspectiva positivista deriva de Hume, en parte porque éste hacía tanto hincapié en que la distinción entre “es” y “debe ser”, como él mismo decía, es “de últimas consecuencias”. Al igual que los deseos, los debe ser tienen la propiedad intrínseca de guiar las acciones de una manera que no ocurre con los es. Por lo tanto, y tal como dice un lema muy conocido, “que sea no significa que deba ser”. Dado que a menudo nos tienta pasar de lo que es a lo que debe ser, este paso, del mismo modo que otros considerados ilícitos por los filósofos, lleva una denominación desdeñosa: lo llamamos falacia naturalista. Semejante distinción entre el funcionamiento de las creencias y el de los deseos es una clave para entender la noción positivista del funcionamiento de los seres humanos. Los deseos –o, más precisamente, los deseos básicos– establecen los fines que perseguimos, en tanto que las creencias especifican los medios para lograrlos. Dado que esos deseos no pueden ser correctos o incorrectos, sólo los medios –y no los fines– son criticables. Por último, los positivistas identifican con los hechos las verdades a que apuntan las creencias. Si se cree en algo, y la creencia es verdadera, esa creencia aprehende correctamente uno de los hechos del mundo. Si la perspectiva positivista define así los hechos, ¿cómo define los valores? Podría decirse que, en sentido estricto, los positivistas piensan que los valores no existen. Al menos, que no existen en el mundo.“El mundo”, decía el joven Ludwig Wittgenstein, “es la totalidad de los hechos”. Después de todo, ¿ha visto alguien
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un valor en el mundo? Tal como solía argumentar el filósofo John L. Mackie, si los valores existieran, serían entidades muy extrañas. (“Raras”* era la palabra que usaba: y llamó “argumento de la rareza”** al argumento según el cual los valores no existen en el mundo.) El mundo puede obligarnos a creer en las cosas, porque, de todos modos, si no lo hacemos, ellas se toparán con nosotros, se interpondrán en nuestro camino. Pero la realidad no puede obligarnos a desear nada. Después de todo, ¿qué elemento del mundo puede indicarnos que un deseo básico es incorrecto? ¿Qué ciencia podría demostrarlo? Una ciencia podría explicar por qué deseamos algo. Pero no podría explicar que no deberíamos –o deberíamos– desearlo. Entonces, el discurso sobre los valores es, en realidad, un discurso acerca de ciertos deseos que tenemos. ¿Cuáles son? Cuando en nuestras conversaciones apelamos a lo que tomamos por valores universales –el valor del arte, de la democracia o de la filosofía– hablamos de cosas que queremos que todos quieran. Si la exposición al arte es valiosa, entonces, a grandes rasgos, nos gustaría que todos quisieran experimentarla. Si decimos que la democracia es valiosa, entonces, también a grandes rasgos, queremos que todos quieran vivir en una democracia. Podríamos decir, como una façon de parler, que alguien que quiere que todos quieran X cree que X es valioso, pero que eso en realidad no es sino una manera de hablar sobre un deseo complejo. Por otra parte, algunos valores estarán fundados en determinados hechos. Yo podría valorar la vacunación universal contra la viruela porque quiero que todo el mundo esté más sano, pero dejaría de lado ese “valor” una vez que me ente* En inglés, “queer” (Appiah usa la palabra “strange” antes del paréntesis). [N. de la T.] ** “the argument of queerness”. [N. de la T.]
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rara de que la viruela ha sido erradicada. Sin embargo, dado que los deseos incondicionales no pueden ser criticados, un valor que los refleje tampoco podrá ser criticado. Yo valoro la benevolencia. Quiero ser benevolente. Quiero querer ser benevolente. Quiero que todos quieran ser benevolentes. De hecho, quiero que todos quieran que todos sean benevolentes. Pero no lo quiero porque crea que esa benevolencia conducirá a otra cosa. Valoro la benevolencia de manera intrínseca, incondicional. Incluso si se me mostrara que algunos actos de benevolencia podrían tener efectos que yo no deseo, eso no me persuadiría de renunciar a la benevolencia como valor. Sólo me mostraría que es posible que la benevolencia entre en conflicto con otras cosas que me importan. Puede ocurrir que haya deseos básicos como éste que sean compartidos por todos. Es decir, es posible que haya cosas valoradas por todos. Esos valores serán empíricamente universales. Aun así, desde la perspectiva positivista no existen fundamentos racionales para establecer que son correctos. Si se acepta que ésta es una versión razonable, si bien somera, de una teoría filosófica que ha ejercido una enorme influencia en Occidente durante al menos los últimos dos siglos y medio, se verá que muchas de las consecuencias de esta manera de pensar constituyen partes reconocibles de nuestro sentido común. Existen hechos y existen valores. Jaque. A diferencia de los valores, los hechos –las cosas que vuelven verdaderas o falsas a las creencias– son los habitantes naturales de este mundo, las cosas que puede estudiar la ciencia o que podemos explorar con nuestros sentidos. Jaque. Así, si las personas de otros lugares tienen deseos básicos diferentes de los que tienen las personas que nos rodean –y, en consecuencia, tienen valores diferentes–, eso no es algo que podamos criticar racionalmente. Ninguna apelación a razones puede corregirlas. Jaque. Y si ninguna apela-
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ción a razones puede corregirlas, entonces, el intento de cambiar sus opiniones debe involucrar una apelación a algo diferente de la razón, lo que equivale a decir: a algo irrazonable. No parece haber una alternativa al relativismo en lo que respecta a los valores fundamentales. Jaque mate. Ignoro cuán acertada puede encontrar el lector esta noción del razonamiento humano, pero se trata de una idea que acaparó la imaginación de muchos estudiosos de otras culturas. Es por eso que el gran antropólogo Melville Herskovits escribió una vez: “La única manera de jugar a juzgar una cultura desde otra es hacerlo con dados cargados”. Sin embargo, esta noción tiene implicaciones que son inconsistentes con las creencias de la mayoría de nosotros. Un torturador que quisiera que todos quisieran causar dolor a personas inocentes, podríamos decir, considera que causar sufrimiento gratuito es un valor. También quisiéramos decir que ese hombre está equivocado. ¿Tenemos que contentarnos con la perspectiva positivista según la cual nuestros juicios sólo reflejan nuestros deseos, de la misma manera que los juicios del torturador reflejan los suyos?
Los críticos del positivismo han propuesto diversas estrategias en respuesta a tales cuestionamientos. Una de ellas consiste, por decirlo de alguna manera, en tomar la ofensiva. Hay gran cantidad de hechos que no podemos señalar y numerosas creencias de las que no tenemos evidencia (si nos referimos a evidencia Melville J. Herskovits, Cultural relativism, Nueva York, Random House, , p. .
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fundada en la experiencia, es decir, en la vista, el oído, el gusto, el olfato, el tacto). Si toda creencia verdadera se corresponde con un hecho, ¿no es un hecho que uno más uno es dos? ¿Dónde está exactamente ese hecho? Y ¿cuál es la evidencia de que los solteros no pueden estar casados? Sean cuantos fueren los solteros sin casar que encontremos, eso no nos demostrará que los solteros no pueden estar casados. Hasta donde sé, nadie ha encontrado nunca un pino con exactamente cincuenta y siete piñas pintadas de púrpura y dorado. Aun así, nadie cree que no pueda existir uno. En realidad, ¿quién podría negar que, tal como insistía Sócrates, todos los hombres son mortales? Entonces, ¿dónde está ese hecho? En resumen, la imagen positivista del mundo parece generalizar demasiado rápido a partir de un tipo de creencia: creencias sobre las propiedades de cosas concretas particulares que es posible ver, oír, gustar, oler o tocar. ¿Qué hemos de decir acerca de las creencias en universales (todos los seres humanos), en posibilidades e imposibilidades (solteros casados) y en objetos abstractos (el número dos)? El positivista parece sugerir que si no podemos responder a la pregunta “¿Dónde está el hecho?”, o cumplir con el mandato “Muéstreme la evidencia”, no puede haber creencias verdaderas sobre esa cuestión. Toda creencia verdadera corresponde a un hecho que está “ahí”, en el mundo, afirma el positivista. Pero en ese caso deberíamos abandonar la creencia, no sólo en valores, sino también en posibilidades, números, verdades universales y quizá muchas otras cosas. Una teoría que comenzaba sonando plausible parece exigir ahora un precio muy alto. No es que los positivistas no tengan teorías acerca de números, universales y posibilidades. Es que, una vez que se comprende que resulta necesario contar numerosas historias diferentes en relación con diversos tipos de verdad, empieza a parecer mucho menos obvia la idea según la
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que son los hechos observables los que se corresponden con las verdades. Hay otro enigma fundamental para el positivista. Él piensa que es posible criticar las creencias y las acciones como irrazonables. Está bien, pero ¿es un hecho que son irrazonables? Si es así, ¿no podemos interrogar respecto de ese hecho lo mismo que preguntaba el positivista cuando afirmábamos que era incorrecto causar dolor a personas inocentes? ¿Dónde está? ¿Dónde, por ejemplo, está el hecho de que es irrazonable creer que algo que se ve verde en realidad es rojo? Y ¿qué evidencia respalda la afirmación de que es irrazonable creer que algo es verde cuando se ve rojo? Alguien que piense que eso es razonable difícilmente se persuada de lo contrario porque le mostremos cosas que se ven rojas e insistamos en que son rojas. Estas cuestiones parecen tan difíciles para el positivista como lo son para nosotros las que nos planteó él. Por otra parte, si no es un hecho que ciertas creencias son irrazonables, entonces se supone que es un valor. (Para un positivista, ésas son las únicas opciones.) Así, decir “Es irrazonable creer que lo que se ve verde es rojo” significa meramente que se quiere que todos quieran no creer que lo que se ve verde es rojo.Y si ése es un valor básico, no puede ser evaluado de manera crítica. El positivista no tiene objeciones racionales que oponer a quienes hacen esta aseveración absurda. Pero no cabe duda de que las personas que piensan que las cosas que se ven rojas son verdes no son meras seguidoras de un “estilo de vida alternativo” con sus propios valores. Son irracionales, y no deberían pensar de esa manera. Además, hay una desconexión entre el credo positivista y el consejo relativista de que no debemos interceder en otras sociedades en nombre de nuestros propios valores. Para la teoría positivista, valorar algo es, en líneas generales, querer que todos
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lo quieran. Y si ése es el caso, los valores son, en cierto modo, naturalmente imperialistas. En consecuencia, toda la estrategia de argumentación en favor de la tolerancia de las otras culturas sobre la base del positivismo parece contradictoria. ¿Cómo podría argumentarse racionalmente que es preciso respetar las elecciones de valores básicos que hacen otras personas sobre la base de una perspectiva que afirma que no existen argumentos racionales en favor de esas elecciones básicas? El positivismo no motiva la intervención, pero tampoco motiva la no intervención. (Quizá resulte útil recordar una vieja anécdota de la India colonial. Un indio le dijo a un funcionario británico que intentaba detener un sati: “Nosotros acostumbramos quemar a la viuda en la pira funeraria de su marido. A lo que el funcionario replicó: “Y nosotros acostumbramos ejecutar a los asesinos”.) Algunos relativistas confunden dos sentidos distintos en que los juicios pueden ser subjetivos. La noción según la que los juicios morales expresan deseos significa que esos juicios, en un sentido, son subjetivos. El acuerdo con determinados juicios depende de los deseos propios, es decir, es una característica personal. Pero los juicios fácticos también son subjetivos en este sentido. El acuerdo con determinados juicios dependerá de las creencias que se tenga, y ésa también es una característica personal. Por lo tanto, del hecho de que las creencias sean subjetivas en este sentido no se desprende que sean subjetivas en el sentido de que uno tiene el derecho de expresar cualquier juicio que quiera. En efecto, pasar de la primera afirmación a la segunda equivale a efectuar uno de esos pases del “es” al “debe ser” que hacían fruncir el ceño a Hume. Equivale a cometer la falacia naturalista. Así, ni siquiera en la perspectiva positivista hay un camino que lleve de la subjetividad de los valores a la defensa de la tolerancia. La tolerancia es, meramente, un valor más.
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¿Cuál es la alternativa a la imagen positivista de los valores? Los valores guían nuestros actos, nuestros pensamientos y nuestros sentimientos. Ésas son nuestras respuestas a los valores. Porque reconocemos el valor del arte, vamos a museos y conciertos y leemos libros. Porque comprendemos el valor de la cortesía, intentamos entender las convenciones de cada sociedad en que vivimos a fin de evitar ofensas. Actuamos como lo hacemos porque respondemos a los valores que nos guían.Y los valores también configuran el pensamiento y los sentimientos. La verdad y la razón, valores que reconocemos, configuran (aunque –¡ay!– no determinan) nuestras creencias. Porque respondemos, con el instinto de un cosmopolita, al valor de la elegancia de la expresión verbal, sentimos placer ante los proverbios akan, las obras de Oscar Wilde, los haikus de Basho, la filosofía de Nietzsche. Nuestro respeto por el ingenio no sólo nos lleva a acercarnos a esas obras; también configura nuestra respuesta a ellas. De la misma manera, la valoración de la benevolencia nos lleva a admirar las almas delicadas y nos hace irritar ante las desconsideradas. Es verdad que cuando pensamos, por ejemplo, en la benevolencia como valor universal, queremos que todos quieran ser benevolentes. Y, dado que queremos que todos estén de acuerdo con nosotros, también queremos que ellos quieran que todos quieran que todos sean benevolentes. Sin embargo, quizás el positivista entienda la historia exactamente al revés. Quizá queramos que la gente quiera que todos sean benevolentes porque reconocemos el valor de la benevolencia. Queremos que la gente esté de acuerdo con nosotros porque esa gente será benevolente y alentará la benevolencia en los demás. Lo mismo vale acerca de todo lo que consideramos un valor universal, un bien humano básico. Nuestra valoración es un juicio según el
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cual todos tenemos una buena razón para hacer, pensar o sentir determinadas cosas en determinados contextos, y entonces también tenemos razones para alentar esos actos, pensamientos y sentimientos en los demás. ¿Cómo aprenden las personas que está bien ser benevolente? ¿Lo hacen porque son tratadas con benevolencia y notan que les gusta? ¿O porque son tratadas con crueldad y notan que no les gusta? Estas hipótesis no parecen demasiado correctas; la benevolencia no es como el chocolate: no percibimos que nos agrada por haberla probado. Más bien, la idea de que es buena parece ser parte del propio concepto. Aprender qué es la benevolencia significa aprender, entre otras cosas, que es buena. De alguien que negara que la benevolencia es buena –o que la crueldad es mala– sospecharíamos que no entendió qué son estas cosas en realidad. El propio concepto está cargado de valor y, en consecuencia, constituye una guía para la acción. Sin duda, el positivista nos preguntará qué haremos con quienes piensan que la crueldad es buena. Y yo creo que la respuesta correcta es que debemos hacer con ellos lo mismo que hacemos con quienes piensan que las cosas rojas son verdes. Frente al torturador que genuinamente piensa que es bueno ser cruel, el positivista tiene exactamente las mismas opciones que tenemos nosotros. Hacer que el torturador cambie de opinión. Quitarse de su camino. Quitarlo de nuestro camino. Este tipo de desacuerdos fundamentales es, en realidad, bastante inusual. Es probable que nunca hayamos conocido a nadie que admitiera sinceramente pensar que está bien ser cruel con los seres humanos inocentes. Hay personas que piensan que no tiene nada de malo ser cruel con los animales. Otras son partidarias de tratar con crueldad a las personas malvadas. Hay quienes no reconocen que lo que hacen es cruel. Y hay personas que piensan que la crueldad puede estar justificada por otras
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consideraciones. Mucha gente piensa que la tortura puede ser un mal necesario para descubrir un complot terrorista. Aun así, lo piensan, precisamente, como un mal necesario, una cosa mala que se hace al servicio de un bien mayor. Defender de esta manera los actos particulares de crueldad significa reconocer el valor de evitar la crueldad cuando es posible. Sin embargo, el mayor problema del positivismo no radica en sus conclusiones, sino en su punto de partida. Comencé, como creo que es preciso comenzar si uno quiere hacer creíble el relato positivista, por una persona particular que actúa según sus propias creencias y sus propios deseos. Partiendo de allí, hay que dar cuenta de los valores comenzando por lo que significa para mí –esa persona particular– considerar que algo es valioso. Pero para entender cómo funcionan los valores es preciso verlos, no como una guía para cada individuo que actúa por su cuenta, sino como una guía para las personas que intentan compartir sus vidas. El filósofo Hilary Putnam desarrolló un famoso argumento según el que, tal como lo enunció en una oportunidad, “los significados no están en la cabeza”. Podemos hablar de los olmos, incluso si no distinguimos un olmo de una haya; podemos hablar de los electrones, incluso si no sabemos explicar bien qué son. Y la razón por la que podemos usar esas palabras –y expresar un significado cuando las usamos– es que los otros integrantes de nuestra comunidad lingüística cuentan con la competencia necesaria. Hay físicos que son expertos en electrónica, y naturalistas que lo saben todo acerca de los olmos. Nuestro uso de esa clase de términos fácticos depende de estas circunstancias sociales. El significado que expreso no depende sólo de lo que hay en mi cerebro. De la misma manera, nos extraviamos cuando pensamos que el vocabulario moral está en posesión de un individuo tomado en soledad. Si los significados no están en la cabeza, tampoco
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lo está la moralidad. El concepto de benevolencia, o el de crueldad, consagra una especie de consenso social. Un individuo que decide que la benevolencia es mala y la crueldad es buena actúa como el Humpty-Dumpty de Lewis Carroll, para quien una palabra “no significa más que lo que yo quiero que signifique: ni más ni menos”. Después de todo, el lenguaje de los valores es lenguaje. Y según la percepción clave de la reflexión filosófica moderna sobre el lenguaje, éste es, ante todo, una cosa pública, algo que compartimos. Al igual que todo nuestro vocabulario, el lenguaje evaluador constituye fundamentalmente una herramienta que usamos para hablar unos con otros, y no un instrumento para hablar solos. Sabido es cómo llamamos a alguien que usa el lenguaje para hablar solo: lo llamamos “loco”. Nuestro lenguaje de los valores es uno de los recursos más importantes que tenemos para coordinar nuestras vidas unos con otros. Apelamos a los valores cuando intentamos hacer cosas juntos. Supongamos que estoy debatiendo con otra persona acerca de una película. Mi interlocutor dice que la película expresa una concepción cínica de la naturaleza humana. No se trata simplemente de una invitación a que yo acepte un hecho relacionado con la idea que expresa la película acerca de los personajes y sus motivaciones: también es un intento de configurar mis sentimientos. Cuando considero la película desde este punto de vista, es más probable, por ejemplo, que me resista a mis primeras reacciones emocionales, a mi empatía, digamos, con determinados personajes. Pero si me aferro a estos sentimientos, quizá quiera resistirme a la caracterización de mi interlocutor. Podría decir que la película no es cínica; que es pesimista, sin duda, pero también profundamente humana. Cínica, humana, pesimista: estas palabras forman parte del vocabulario de los valores. Y, tal como ya he dicho, tienen el objeto de configurar nuestras respuestas.
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Podríamos preguntar por qué debería importarnos lo que otras personas piensan y sienten respecto de las historias. ¿Por qué hablamos de ellas usando este lenguaje axiológico?* Una respuesta posible es decir que se trata de un aspecto de la naturaleza humana. En todas las culturas se cuentan historias y se debate sobre ellas, y sabemos que esto se ha hecho desde que tenemos noticia. La Ilíada y la Odisea, el Poema de Gilgamesh, La historia de Genji, o las fábulas sobre Anansi con las que crecí en Ashanti, no eran sólo leídas o recitadas: también se las debatía, se las evaluaba, se las refería a la vida cotidiana. Si una comunidad no tuviera historias, si sus integrantes carecieran de imaginación narrativa, no la reconoceríamos como una comunidad humana. En consecuencia, una de las respuestas a la pregunta de por qué lo hacemos es que “se trata, simplemente, de cosas que hacen los seres humanos”. Pero una respuesta más profunda señalaría que evaluar historias junto con otras personas es una de las maneras más importantes en que los seres humanos aprendemos a alinear nuestras reacciones ante el mundo. Y, a la vez, el alineamiento de nuestras reacciones es una de las formas en que mantenemos el tejido social, la textura de nuestras relaciones. La película afgana Osama (), que cuenta la vida de una joven bajo el régimen talibán, nos muestra cómo se expulsa a las mujeres de la vida pública para esconderlas en las sombras, en tanto que mulahs asesinos y moralizadores intentan imponer una concepción del género que, afirman, deriva del Islam. El filme muestra el desperdicio de talento humano: la madre de Osama es una médica a quien no se le permite ejercer su profesión. También revela que hay mujeres que encuentran pequeñas maneras de resistir, y hom* “Value language”. También puede traducirse como “lenguaje de los valores”. [N. de la T.]
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bres que se ven obligados a realizar actos de valentía, así como a actuar con deshonestidad, a fin de ayudarlas. Y también nos recuerda –en el final, cuando Osama es entregada como última de las cuatro esposas (todas ellas contra su voluntad) de un mulah anciano– que la opresión es posible porque hay quienes se benefician de ella, además de gente que la sufre. Tal como observó perspicazmente Bernard Shaw, robarle a Pedro para pagarle a Pablo es una política que, al menos, nos garantiza un rotundo respaldo de Pablo. Nuestra respuesta a esta película, cuando la debatimos con un interlocutor, reafirma nuestro común entendimiento y los valores que compartimos. Asesinos, desperdicio, valentía, deshonestidad, opresión: todos estos son términos que nombran valores, y son dichos con la intención de configurar nuestras respuestas a la película. Y si la historia que cuenta el filme es verdaderamente representativa, el debate nos ayudará a decidir no sólo nuestra opinión sobre los personajes, sino también la manera en que deberíamos actuar en el mundo. Hablar sobre Osama puede ayudarnos a pensar si fue correcto que tantas naciones del mundo se unieran para acabar con el régimen talibán. También nos permite reflexionar sobre otros tipos de opresión, otras circunstancias donde corresponde actuar con valentía, otras oportunidades desperdiciadas. Mantiene afinado nuestro vocabulario de evaluación, listo para ejercer su función en nuestra vida. Y, tal como ya he dicho, esa función consiste, en primer lugar, en ayudarnos a actuar juntos. Alguien podría insistir en el uso técnico de la palabra “razón”, en un sentido parecido al de “cálculo”, que es el sentido que parece tener cuando la usan los positivistas modernos. En ese caso resultaría apropiado decir que cuando las personas hablan de esa manera no están, en sentido estricto, razonando juntas. Pero en el español que hablamos todos los días solemos decir que esta-
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mos “ofreciendo razones” cuando intentamos configurar nuestros respectivos pensamientos, sentimientos y acciones mediante una conversación en la que abunda el lenguaje axiológico. Narraciones folclóricas, obras de teatro, ópera, novelas, cuentos, biografías, historia, etnografía, ficción o no ficción, pintura, música, escultura y danza: cada civilización humana tiene maneras de revelar ante nosotros valores que no habíamos reconocido previamente, o de socavar nuestro compromiso con valores a los que nos habíamos acostumbrado. Armados con esos términos, fortalecidos con un lenguaje axiológico compartido, a menudo podemos guiarnos mutuamente en un espíritu cosmopolita hacia las respuestas compartidas; y cuando no podemos ponernos de acuerdo, el hecho de comprender que nuestras respuestas están configuradas en parte por el mismo vocabulario puede hacer más fácil que toleremos el desacuerdo. Todo esto forma parte de una verdad sobre la vida humana. Y forma parte de una verdad cuya percepción está muy dificultada por el positivismo. Porque si el relativismo respecto de la ética y la moralidad fueran verdaderos, tendríamos que concluir muchos debates diciendo:“Desde mi punto de vista, tengo razón. Desde su punto de vista, usted tiene razón”. Y no habría nada más que decir. De hecho, desde nuestras diferentes perspectivas estaríamos viviendo en mundos diferentes. Y si no compartimos un mundo, ¿qué tenemos que debatir? A menudo se recomienda el relativismo porque se cree que conduce a la tolerancia. Pero si no podemos aprender unos de otros qué es correcto pensar, sentir y hacer, la conversación entre nosotros carecería de sentido. Esa clase de relativismo no es una manera de alentar las conversaciones: es, ni más ni menos, una razón para permanecer en silencio.
3 La solidez de los hechos
Estaba yo una noche, ya tarde, mirando televisión con mi padre en mi hogar de Ghana. Al cierre del día de transmisión, la Cadena de Televisión de Ghana pasó el himno nacional. Mi padre, que amaba los himnos, cantó la letra: “Dios bendiga a Ghana, nuestra tierra natal”. Cuando finalizó la canción y aparecía en pantalla la señal de ajuste, mi padre comentó que se alegraba de que el gobierno hubiera modificado la letra del himno nacional de la independencia, que yo había aprendido en la escuela primaria. El himno anterior comenzaba diciendo “Alcen alto la bandera de Ghana”. En aquel momento, yo era un flamante graduado en filosofía y acababa de leer la obra clásica del liberalismo moderno –Teoría de la justicia de John Rawls– por lo que respondí diciendo que el antiguo himno tenía la ventaja de que uno podía cantarlo alegremente sin necesidad de creer en Dios. Mi padre rió y dijo:“Ningún ghanés es tan tonto como para no creer en Dios”. Yo no lo habría expresado de esa manera, pero es verdad que los ateos de Ghana podrían celebrar reuniones en una cabina telefónica. Casi todos los ghaneses creen no sólo en un poderoso creador divino, sino también en varios espíritus. Uno de los reflejos de esta creencia es la costumbre, seguida por gente
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de todas las religiones, de verter libaciones para los antepasados en los funerales, los bautismos, los casamientos, las confirmaciones y los cumpleaños; de hecho, en casi todos los encuentros sociales. Cuando abren una botella de whisky, de gin o de cualquier aguardiente, derraman un poco en el suelo y piden a diversos antepasados, llamándolos por su nombre, que acepten la ofrenda y vigilen los intereses del abusua, el clan matriarcal. No se trata de un mero gesto simbólico. Si bien no creen que sus antepasados literalmente necesiten beber, los ghaneses sí piensan que los antepasados, y otros espíritus generalmente invisibles, pueden oír y responder ayudando a sus parientes vivos en las vicisitudes de la vida cotidiana. Mi padre –integrante de uno de los colegios de abogados londinenses, miembro del consejo de la iglesia metodista de Ghana, hombre cuya lectura de cabecera, aparte de la Biblia, era Cicerón– creía, sin duda, en esas cosas. Y no se avergonzaba por ello. Su autobiografía abunda en episodios en los que él mismo buscó y recibió la ayuda de los espíritus. Cuando abría una botella de whisky en casa, luego de derramar un poco en el piso de la sala de estar, dirigía unas palabras a Akroma-Ampim, un general ashanti del siglo que echó los cimientos de la fortuna familiar, y a Yao Antony, mi tío tatarabuelo (cuyos nombres, casualmente, llevo yo), así como a mi tía tatarabuela, la hermana de Yao Antony. Si se tratara de algo simbólico, podríamos suponer que esos actos expresaban los valores familiares o algo por el estilo. El problema es que la creencia fundamental no era ni remotamente simbólica. Si el lector no cree que su difunto tío abuelo pueda escucharlo y ayudarlo en sus actividades, disiente con mi padre en su percepción de los hechos. He aquí otra cosa respecto de la cual es probable que el lector disienta con mis familiares ghaneses: la mayoría de ellos cree en la brujería. Creen que hay determinadas personas mal-
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vadas –mujeres y hombres– que tienen el poder de dañar a quienes no quieren mediante recursos fuera de lo común. Cuando mi padre murió, una de mis hermanas estaba convencida de que una tía nuestra podía estar haciéndonos brujería. Se negó a ingerir la comida que ella nos envió durante el período de duelo y tampoco permitía que el resto de la familia lo hiciera. Sin embargo, no le parecía mal que la comieran otras personas de la casa: la comida no estaba envenenada. Dado que los embrujos distinguen entre destinatarios y no destinatarios, esos alimentos sólo nos dañarían a nosotros. Como se suponía que mi tía era una bruja poderosa, ése no era el único peligro que enfrentábamos. Pero afortunadamente también existían practicantes de brujería buena –muchos de ellos, en realidad, eran malaams musulmanes– capaces de contrarrestar la mala brujería. Así fue como mi hermana se ocupó de que compráramos un carnero blanco con el fin de sacrificarlo para obtener protección. Las creencias ashanti en espíritus y brujería son extensas y complejas, y están interrelacionadas. Y, como es de esperarse, no todos creen exactamente las mismas cosas. Algunos cristianos evangélicos identifican a los espíritus tradicionales –cuyos santuarios y sacerdotes están desperdigados por todo el país– con diablos, o con lo que el Nuevo Testamento –en la traducción del rey James– llama “principados y poderes”. No lo creía así mi padre, para quien la apelación a espíritus era coherente con su metodismo. Podría decirse que la mayoría de los ashanti creen en una suerte de teoría según la cual el mundo contiene muchos espíritus y fuerzas invisibles que funcionan, al igual que la brujería, para influir en la vida humana. Y como parte de la teoría trata de seres personales invisibles –a quienes se les reza en busca de ayuda– también puede decirse que esa creencia formaba parte de la religión ashanti.
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De más está decir que el lugar donde crecí no se diferencia, desde este punto de vista, de la mayoría de los lugares del mundo. Incluso allí donde se han establecido con éxito, las grandes religiones mundiales –el cristianismo, el islamismo, el hinduismo y el budismo– recubren una serie de tradiciones que incluye todo tipo de espíritus invisibles a quienes se puede convocar para hacer el bien y para hacer el mal. Ahora bien, es probable que el positivista contraste estas creencias con las nociones de la ciencia moderna. “Estas religiones tradicionales no sólo son falsas, sino también irracionales: quienquiera que las expusiera a un riguroso examen científico se vería obligado a renunciar a ellas”. Esta conclusión está muy lejos de ser evidente. En el último capítulo sostengo que los valores no son tan volátiles como supone el positivista. Aquí me propongo sugerir que los hechos no son tan sólidos como parecen. No porque sea escéptico respecto de la verdad (alguna vez escribí un libro llamado For truth in semantics),* sino porque para buscar la verdad no basta con tener los ojos abiertos y una mente sensata.
Consideremos la aparentemente simple cuestión de la brujería y su capacidad de infligir daño. ¿Cómo podríamos proceder para persuadir a alguno de mis parientes ashanti de que eso no es posible? La gente se enferma todo el tiempo por razones inexplicables, ¿no es verdad? Muchas personas tienen motivos para pensar que hay gente que no las quiere. En consecuencia, una * Podría traducirse como A favor de la verdad en la semántica. [N. de la T.]
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vez que se tiene la idea de la brujería, abundarán las ocasiones en que la teoría general parece confirmarse. Para descartar la teoría de la brujería, primero tendríamos que entenderla mejor, luego convencer a mis parientes de que la teoría falla una y otra vez y de que nosotros tenemos un relato mejor. Eso podría llevar muchísimo tiempo. En un verdadero encuentro intercultural de este tipo se nos invitaría a explicar toda suerte de hechos que ignorábamos y cuyas explicaciones desconocíamos. Akosua, nuestra interlocutora ashanti, tiene una tía que se enfermó el año pasado, y todos saben que la enfermedad fue causada por brujerías de su nuera. La familia acudió a un malaam y sacrificó un cordero. La tía mejoró. Akosua quiere saber por qué mejoró su tía, si es que el cordero no tuvo nada que ver con ello, y por qué se enfermó, si es que no hubo brujería. Y, por supuesto, si bien pensamos que esas preguntas tienen respuestas, no podemos decir con seguridad cuáles son. Por otra parte, tenemos que persuadir a Akosua de la existencia de átomos diminutos e invisibles que se unen para formar virus, partículas tan pequeñas que ni siquiera pueden ser vistas a través de la más poderosa lente magnificadora, pero a la vez tan potentes como para matar a un adulto que hasta entonces gozaba de buena salud. Consideremos cuánto tiempo llevó que los científicos europeos se persuadieran de estas cosas, cuán compleja fue la cadena de inferencias que condujo primero a la teoría microbiana de la enfermedad y después a la identificación de los virus. ¿Por qué debería alguien creer este relato sólo porque lo contamos nosotros? ¿Y podríamos –nosotros, y no un profesor de biología– exponerla con evidencia convincente? Quizás Akosua estuviera dispuesta a llevar a cabo alguno de los experimentos que le proponemos. Podríamos, por ejemplo, intentar demostrarle que no hay correlación entre el odio que alguien considerado brujo siente por ella y el hecho
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de que ella caiga enferma. Pero ¿qué ocurriría si existiera esa correlación? Si la perspectiva de Akosua llevara a la predicción correcta –que la gente odiada por brujos se enferma más a menudo que quienes no son odiados por brujos–, nosotros no pasaríamos a creer en la brujería. Tendríamos una explicación alternativa. (La gente que cree ser odiada por poderosos brujos puede tener más predisposición a enfermarse, ¿no es así? ¿Quizá por el estrés?) Entonces, no debería sorprendernos que cuando se confirmaran nuestras predicciones Akosua también tuviera sus explicaciones. Hay una anécdota muy conocida sobre una médica que va como misionera a un lugar muy remoto y contempla, horrorizada, cómo la gente da de beber a sus bebés agua de pozo sin tratar. Los niños contraen diarrea regularmente y muchos mueren. La misionera explica que, aunque el agua parezca limpia, contiene criaturas diminutas e invisibles que enferman a los niños. Afortunadamente, dice, si se hierve el agua, mueren las bacterias. La médica regresa un mes más tarde y descubre que la gente del lugar continúa dando agua sucia a sus bebés. Después de todo, si viniera un extraño a nuestra comunidad y nos dijera que nuestros hijos se engriparon a causa de brujerías, ¿responderíamos sacrificando un cordero? Entonces, la misionera tiene otra idea. Miren, dice, permítanme mostrarles algo. Toma un poco de agua y la hierve. Vean, dice, hay espíritus en el agua, y cuando ustedes la ponen en el fuego los espíritus huyen: esas burbujas que ven ahí son los espíritus que escapan, los espíritus que enferman a sus hijos. Ahora sí tiene sentido hervir el agua. Ahora los bebés ya no mueren. Cuando se trata de creencias, al igual que con todo lo demás, cada uno de nosotros debe partir de donde se encuentra. Cuando la gente de Manhattan se enferma por razones inexplicables, se habla mucho de virus y de bacterias. Como los mé-
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dicos afirman que no pueden hacer mucho contra la mayoría de los virus, no hacen grandes esfuerzos para identificarlos. Tampoco cambiará demasiado el curso de una infección viral porque el enfermo haya ido a ver a un médico. En resumen, la mayor parte del discurso cotidiano sobre los virus se parece a la mayor parte del discurso cotidiano sobre la brujería: sólo se apoya en la convicción general de que las enfermedades pueden ser explicadas, y de que los virus pueden producir enfermedades. Si preguntáramos a la mayoría de los habitantes de Manhattan por qué creen en los virus, responderían de dos maneras. En primer lugar, apelarían a la autoridad: “La ciencia lo ha demostrado”, dirían, aunque si les preguntáramos cómo lo ha demostrado la ciencia llegaríamos pronto a un impasse (incluso si se tratara de científicos, a menos que fueran virólogos inusualmente curiosos respecto de la historia de la medicina). En segundo lugar, señalarían fenómenos –la diseminación del o del resfrío común, la muerte de una tía abuela el invierno pasado, la foto de un virus que alguna vez vieron en una revista– en los que la teoría viral explica lo que ocurrió. De manera similar, los habitantes de Kumasi a quienes se les pregunte por qué creen en la brujería también apelarán a la autoridad. “Nuestros antepasados nos lo enseñaron”. Y luego relatarán los casos de brujería que han presenciado o acerca de los cuales han oído hablar, poniéndonos al corriente de todas las cosas que explica la brujería. Sir Edward Evans-Pritchard, uno de los más grandes antropólogos del siglo , escribió un libro maravilloso –llamado Brujería, magia y oráculos entre los azande– sobre un pueblo de ese nombre que habita en Sudán. Luego de explicar las ideas de este pueblo sobre la brujería, el autor señala que a veces, cuando veía un destello o una llama entre los matorrales que rodeaban el asentamiento azande donde vivía, se sorprendía a sí mismo pensando: “Mira, una bruja”. Por supuesto
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que no lo creía de verdad. Sabía que probablemente se tratara de algún habitante de la aldea que salía a hacer sus necesidades provisto de una tea para guiarse por el camino. Pero lo que nos estaba enseñando este antropólogo era que lo que vemos depende de lo que creemos. Cuando nos enfrentamos a una experiencia particular, lo que nos parece razonable creer depende de las ideas que ya tenemos.
Esto vale tanto para la ciencia occidental como para la religión tradicional. A principios del siglo , el físico francés Pierre Duhem señaló una interesante característica del comportamiento de los científicos. Cuando hacen experimentos o reúnen datos para respaldar sus teorías, otros científicos, a menudo adscritos a teorías diferentes, niegan que la evidencia presentada demuestre lo que se intenta demostrar. Las objeciones pueden ser de distintos tipos. Los científicos podrían decir, por ejemplo, que el experimento no se llevó a cabo de manera apropiada (que los tubos de ensayo de los otros científicos estaban contaminados). Podrían afirmar que, sencillamente, los supuestos datos eran incorrectos (ellos hicieron el mismo experimento y no obtuvieron los mismos resultados). O podrían señalar que su propia teoría explica los datos tan bien como la otra (la teoría según la cual la vida llegó a la Tierra en forma de organismos básicos depositados en un meteorito explica los datos fósiles tan bien como la teoría que enuncia que la vida evolucionó a partir de la creación de sus elementos básicos como resultado de procesos electroquímicos producidos en los océanos primigenios). A partir de tales observaciones, este físico pasó a
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proponer una teoría general que los filósofos conocen como “las tesis de Duhem”. Por muchos datos que se tengan, existirán numerosas teorías que los expliquen con la misma corrección. Para usar la jerga apropiada, las teorías están indeterminadas por la evidencia. La indeterminación de las teorías por la evidencia constituye un problema para el positivismo. Si la ciencia es racional, aspiramos a que el proceso de teorización científica nos dé razones para creer en las teorías. Y es de prever que queramos obtener la mejor teoría posible, dada la evidencia. Pero si siempre puede ocurrir que dos personas sean capaces de responder de manera razonable a la misma evidencia con teorías diferentes, entonces sus elecciones deben ser explicadas mediante algo que no sea ni la razón ni la evidencia. Más aun, si esto es verdad, por mucha evidencia que tengamos siempre habrá más de una explicación razonable de los hechos. Y ello significa que ningún grado de exploración científica nos permitirá establecer una explicación única de las cosas. Si el positivismo subestima el lugar de la razón en la justificación de los deseos –y, por lo tanto, de los valores– también sobreestima el poder de la razón en la justificación de las creencias –y, por lo tanto, de los hechos–. La indeterminación ya provocaba una inquietud considerable. Pero un estudiante posterior del pensamiento científico, el filósofo N. R. Hanson, señaló algo igual de preocupante para la noción positivista del pensamiento científico. El concepto que tenían los positivistas de la recolección de evidencia para nuestras teorías era el siguiente: primero se recogen los datos; luego se ve qué teoría respaldan. Se suponía que el proceso de observación y experimentación –la recolección de datos básicos– podía ser usado como un respaldo independiente de las teorías. Pero Hanson señaló que los datos nunca venían libres de compromi-
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sos teóricos. Cuando Galileo dijo que había visto con el telescopio que la Luna tenía montañas, estaba dando por sentado –tal como señalaron algunos de sus oponentes de la época– que los telescopios funcionan tan bien en el espacio como en la Tierra. Da la casualidad de que eso es correcto. Pero, ¿cómo lo sabía él? En aquel momento, nadie había llevado nunca un telescopio al espacio para comprobarlo. Galileo tenía la teoría de que eso era así.Y, de hecho, ocurre que es sumamente difícil –Hanson pensaba que era literalmente imposible– presentar datos en un lenguaje que no esté impregnado de ideas teóricas. Para nuestra finalidad no importa si Hanson tenía razón respecto de la imposibilidad de separar la teoría de los datos, porque lo cierto es que no lo hacemos. Cuando los científicos observaban las huellas de partículas cargadas en las fotografías de una cámara de Wilson –era éste el experimento científico que Hanson mejor conocía–, decían cosas como “Mira, hay una huella de electrón”. Eso era lo que les parecía razonable creer. Sin embargo, quienes no tenemos los conocimientos pertinentes de física ni entendemos cómo funciona una cámara de Wilson sólo vemos una línea borrosa en una fotografía. Hanson percibió que lo que consideramos razonable creer cuando observamos el mundo depende tanto de lo que ya creemos como de las ideas que hemos aprendido. Si no sabemos nada sobre electricidad –si carecemos de la idea de electricidad– no tendremos razones para preguntarnos, como se preguntó Franklin, si es ése el material del que están hechos los relámpagos. Sin embargo, si lo que consideramos razonable creer depende de lo que ya creemos, entonces no podemos comprobar la “razonabilidad” de todas nuestras creencias. Respondemos a la evidencia nueva a la luz de lo que ya creemos, y así adquirimos nuevas creencias. ¿Eran razonables las creencias originales? Bien, podemos ponerlas a prueba, pero sólo si nos apoyamos en el
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supuesto de otras creencias. No se puede entrar en el juego de las creencias empezando de cero. Y, claro está, todos crecemos en el seno de una familia y de una sociedad que nos inicia en una sarta de creencias que no podríamos haber desarrollado por nuestra cuenta. Durante nuestra crianza se desarrollan conceptos e ideas. Algunos de ellos, como el concepto de color, o la idea de que hay objetos físicos en el mundo, están basados en nuestra naturaleza biológica. Pero hay otras ideas que no usaríamos si no nos las hubieran transmitido; por ejemplo, la idea de los electrones, de los genes, de la democracia, del contrato, del superyó, de la brujería. Entonces no hay nada irrazonable en la creencia de mis parientes en la brujería. Simplemente, piensan lo que pensaría la mayoría de la gente, dados los conceptos y las creencias que heredaron; si el lector hubiera crecido con las creencias de mis parientes y hubiera tenido las experiencias de mis parientes, también habría creído en la brujería. (Por otra parte, la creencia en seres sobrenaturales no es en absoluto extraña al Occidente industrializado: más de la mitad de los estadounidenses creen en ángeles, y cerca del por ciento piensa que es probable que Jesús retorne a la Tierra a juzgarnos en algún momento del próximo medio siglo.) Quienes hemos recibido una educación científica contamos con una ventaja considerable. No es que seamos individualmente más razonables; es que hemos recibido mejores materiales con los que reflexionar sobre el mundo. Las instituciones de la ciencia indican que las teorías y las ideas que han desarrollado los científicos son muy superiores a las que teníamos los seres humanos antes del avance de la ciencia moderna. Si nos apropiamos de sus conceptos, nos conectamos con la realidad de maneras que harán más fácil para nosotros entender y dominar el mundo. Los mejores pronosticadores tradicionales del tiempo meteorológico de Ashanti –y esa especialidad es importante para una
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civilización agrícola– no harán una predicción tan acertada como la que proporciona el Servicio Meteorológico Nacional, utilizando modelos científicos modernos. Quién sabe dónde estaríamos con la pandemia de ⁄sida en África si careciéramos de instrumentos científicos modernos: ¿tendríamos análisis del virus, drogas para el tratamiento, el conocimiento que predice que los preservativos previenen la transmisión de la enfermedad? El avance de la razón en el mundo industrializado no deriva de la existencia de mayores poderes individuales de razonamiento. Es la consecuencia de haber desarrollado instituciones que permiten a los seres humanos comunes y corrientes el desarrollo, el examen y el refinamiento de sus ideas. El problema con la teoría de la brujería no es que no tenga sentido, sino que no es verdadera. Y ese descubrimiento –de la misma manera en que los científicos gradualmente desarrollaron nuestra comprensión moderna de la enfermedad– requiere instituciones de investigación, reflexión y análisis de una envergadura y una organización considerables. Existe sólo una realidad, y las teorías sobre la brujería, al igual que la teoría microbiana de las enfermedades, son intentos de comprender esa realidad única. No todos los resultados de las teorías médicas actuales de la enfermedad son buenos: de lo contrario, cada visita al médico garantizaría un diagnóstico, un pronóstico, y quizá incluso una cura. Cuando un estadounidense tiene fiebre y da por sentado que tiene una infección, no hace más que lo que la gente de cualquier lugar ha hecho siempre: aplica los conceptos que le dio su cultura para pensar la enfermedad. Si ése –como lo creo yo– es un relato mejor que el de la brujería, no lo es porque la persona que lo piensa sea mejor. Es porque esa persona tiene la buena suerte de vivir en una sociedad que ha empleado cantidades enormes de recursos humanos para obtener ese relato mejor.
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Los relatos científicos no son las únicas palabras de acuerdo con las cuales vivimos. Comencé exponiendo las maneras en que nuestro lenguaje axiológico contribuye a guiarnos hacia un enfoque compartido de las decisiones que todos nosotros enfrentamos. Y si hay algo en que la perspectiva positivista tiene razón es lo siguiente: los métodos de las ciencias naturales no nos han permitido progresar tanto en la comprensión de los valores como en la comprensión de los hechos. En consecuencia, es posible que las sociedades donde la ciencia ha sido implantada con menor profundidad que en la nuestra puedan enseñarnos algo sobre los valores: si el método científico no ha avanzado nuestra comprensión de los valores, su superioridad no ofrece razones para pensar que nuestra comprensión de los valores es superior. De hecho, tenemos razones de sobra para pensar que podemos aprender de otros pueblos, de maneras tanto positivas como negativas. Y si el positivista nos pregunta a nosotros qué garantía tenemos de que siempre vaya a haber una manera de persuadir a todos del valor de todo lo valioso, nosotros podemos preguntarle a él qué garantía tiene de que siempre podamos persuadir a todos respecto de los hechos. Porque la pregunta presupone que los hechos gozan de mucha mejor salud que los valores. Y, tal como lo advirtió Duhem, ni siquiera en el marco de la perspectiva positivista hay buenas razones para aceptar esa afirmación. El hecho de que existan numerosas maneras de argumentar en defensa de valores de diversa clase debería ser mucho menos desconcertante cuando recordamos que existen muchos tipos de hechos en favor de los cuales también nos vemos obligados a ofrecer diferentes tipos de respaldo. Las creencias matemáticas pueden ser justificadas mediante pruebas. Aquéllas sobre los colores obtienen respaldo del aspecto que tienen las cosas a la luz común y corriente. Las creencias psicológicas respecto de otras perso-
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nas lo adquieren de lo que dicen y hacen esas personas. Las creencias sobre nuestra propia vida mental a veces son probadas mediante la introspección. No obstante, en última instancia, tanto en el caso de los hechos como en el de los valores nadie garantiza que seremos capaces de persuadir a todos los demás para que acepten nuestra perspectiva: se trata de una limitación que los cosmopolitas, al igual que todos los demás, deben aceptar. El positivista sostiene que, en el ámbito de los hechos, cuando no estamos de acuerdo, uno de nosotros está en posesión la verdad, uno de nosotros cuenta con el aval del ser de las cosas, mientras que en el ámbito de los valores nada avala nuestras afirmaciones. Sin embargo, incluso si aceptáramos esta perspectiva, ¿qué nos da derecho a pensar que porque el universo esté determinado de una manera u otra podremos llegar a un acuerdo sobre él? Entramos en todas las conversaciones –sean con vecinos o con extraños– sin la promesa de llegar a un acuerdo definitivo.
4 Desacuerdo moral
No es necesario alejarse mucho de casa para disentir en cuestiones de valores. Entre la multitud que sale de un cine, alguien piensa que A million dollar baby es superior a Sideways, pero su acompañante pone reparos: “¿Cómo puedes respetar una película que te dice que la vida de una tetrapléjica tiene tan poco valor que debes matarla si ella te lo pide?” En una conversación animada que surge después de una gresca de bar, algunos dirán que el desconocido que intervino fue valiente, y otros, que fue insensato y tendría que haberse limitado a llamar a la policía. En un debate escolar sobre el aborto, un estudiante dirá que los abortos que se producen en el primer trimestre son malos para la mujer embarazada y para el feto, pero que deberían ser legales, si la mujer así lo ha decidido. Otro pensará que matar un feto no es siquiera tan malo como matar un gato adulto. Un tercero afirmará que todo aborto es un asesinato. Si nos proponemos alentar el compromiso cosmopolita, las conversaciones morales entre las personas de diversas sociedades, debemos esperar que se susciten semejantes desacuerdos: después de todo, ocurren en el interior de las sociedades. Pero los conflictos morales son muy variados. Para comenzar, nuestro vocabulario de evaluación es extremadamente vario-
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pinto. Algunos términos –“bueno”, “debe”– son, tal como lo enuncian a menudo los filósofos, más bien débiles. Expresan aprobación, pero su aplicación es, en otros sentidos, bastante libre: un suelo bueno, un perro bueno, un buen argumento, una buena idea, una buena persona. Saber qué significa la palabra no dice mucho acerca de los objetos a que se aplica. Claro está que existen determinados actos acerca de los que no nos imaginamos que sea posible pensar que son buenos. Eso ocurre porque no nos parece sensato aprobarlos, y no porque el significado de la palabra “bueno” de alguna manera lleve incorporada la idea de que, por ejemplo, no incluye la acción de quitarle la comida de la boca a un niño hambriento. Sin embargo, gran parte de nuestro vocabulario de evaluación es mucho más “denso” que estas palabras. Por ejemplo, para aplicar el concepto de “grosería”, tenemos que pensar que el acto que criticamos es una violación de los buenos modales o indica una falta de consideración por los sentimientos de los demás. Si digo “Gracias” irónicamente cuando alguien me pisa sin querer, dando a entender que el otro lo hizo a propósito, soy grosero. Pero si, sin ironía, agradezco a una persona por algo que ella hizo por mí, no lo soy. “Valentía” es un término elogioso, pero su significado es más sustantivo que el de un término débil como “correcto” o “bueno”: ser valiente requiere hacer algo que se considere arriesgado o peligroso, algo en lo que haya cosas que perder. Abrir la puerta de entrada podría constituir un acto de valentía: pero sólo si la persona que la abre tiene agorafobia o sabe que quien ha tocado el timbre es la policía secreta. Los conceptos débiles son una especie de comodines. Cuando las nociones de “correcto” o “incorrecto” se ponen realmente en funcionamiento, están densamente enredadas en las complicaciones de los contextos sociales particulares. En ese sentido, tal como señala el destacado politicólogo estadounidense Michael
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Walzer, la moralidad es densa en el inicio. Pero cuando intentamos encontrar puntos de acuerdo con otros, comenzamos a usar los conceptos débiles que pueden subyacer a los densos. Los conceptos débiles parecen ser universales: no somos el único pueblo que tiene conceptos de correcto e incorrecto, de bueno y malo; por el contrario, todas las sociedades poseen términos que se corresponden con esos conceptos débiles. Incluso los conceptos densos, como los de grosería y valentía, se encuentran en casi todas partes. Sin embargo, hay conceptos aun más densos que son realmente característicos de sociedades particulares. Y el más profundo nivel de desacuerdo ocurre cuando una parte invoca un concepto que la otra, sencillamente, no tiene. Éste es el tipo de desacuerdo en el que el desafío no consiste en acordar sino en comprender.
En algunas sociedades, los valores familiares están entrelazados con costumbres y arreglos que a otras les resultan poco familiares. Por ejemplo, en todas partes la gente tiene ideas sobre la responsabilidad respecto de los hijos. ¿Pero quiénes son los hijos? Yo crecí en dos sociedades que concebían la familia de maneras bastante distintas. Si bien ahora las diferencias están disminuyendo, en parte porque esas sociedades –la sociedad akan de Ghana y el mundo inglés de los parientes de mi madre– han estado en contacto durante varios siglos, hay una diferencia importante que no se ha borrado. Michael Walzer, Thick and thin: Moral arguments at home and abroad, Notre Dame, University of Notre Dame Press, .
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Consideremos la idea akan del abusua. Se trata de un grupo de personas relacionadas a través de ancestros comunes, que tienen relaciones mutuas de amor y obligación; en líneas generales, cuanto más reciente es el ancestro compartido, más sólido es el lazo. Si bien en esta breve descripción un abusua suena como una familia, existe una diferencia importante entre los dos conceptos: la pertenencia a un abusua depende sólo de quién es la madre. El padre es irrelevante. Los hijos de una mujer están en su abusua, de la misma manera que los descendientes de las hijas, y de las hijas de las hijas, hasta el final de los tiempos. La pertenencia al abusua se comparte como el mitocondrial, y pasa sólo a través de las mujeres. Así, yo estoy en el mismo abusua que los hijos de mi hermana, pero no en el mismo que los de mi hermano. Y como no estoy vinculado a mi padre a través de una mujer, él tampoco es un miembro de mi abusua. En resumen, la concepción de la familia en la cultura akan es lo que los antropólogos llaman matrilineal. Hace cien años, para la mayoría de la gente, el hermano de la madre –el tío materno mayor, o wofa– desempeñaba el papel que en Inglaterra correspondía a un padre. Era responsable, junto a la madre de los niños, de asegurar que los hijos de su hermana –la palabra para denominarlos es wofase– fueran alimentados, vestidos y educados. Muchas mujeres casadas vivían con sus hermanos varones, y sólo visitaban a su marido en horarios convenidos. Por supuesto que los hombres se interesaban por sus hijos, pero sus obligaciones respecto de ellos eran relativamente menos exigentes: algo así como las de un tío en Inglaterra. Los visitantes suelen sorprenderse cuando advierten que la palabra que se usa con mayor naturalidad para referirse a un hermano o a una hermana –nua– es la misma que se emplea para hablar de los hijos de las hermanas de la madre. Y, de hecho, c
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la gente suele decir, en el inglés de Ghana, que alguien es “mi hermana, misma madre, mismo padre”, lo que podría sonar algo redundante para un extranjero. (Por otra parte, si alguien dice que una mujer es su madre menor, se refiere a la hermana menor de su madre.) Cuando yo era niño, todas estas cosas estaban cambiando. Había cada vez más hombres que vivían con su esposa e hijos y no mantenían a los hijos de sus hermanas. Pero mi padre aún supervisaba las calificaciones escolares de los hijos de sus hermanas, les daba una mesada, debatía con sus hermanas sobre la educación escolar de los niños y pagaba los gastos de la casa familiar de su abusua. También comía regularmente con su hermana favorita, mientras sus propios hijos y su esposa –es decir, nosotros– comíamos juntos en casa. En resumen, existen diferentes maneras de organizar la vida familiar. Si hay una que tiene sentido para nosotros es porque crecimos con determinados conceptos. En mi opinión, siempre y cuando las sociedades cuenten con una manera razonable y efectiva de asignar responsabilidades para la crianza de los niños, resulta extraño decir que una manera es la correcta y las otras no lo son. Creemos, con razón, que un padre que no cumple con la manutención de sus hijos hace algo incorrecto. Muchos ashanti, especialmente en el pasado, habrían pensado lo mismo de un wofa en igual situación. Una vez que entendiéramos el sistema, probablemente estaríamos de acuerdo, y no porque hubiéramos renunciado a alguno de nuestros compromisos morales básicos. Éstos son valores universales débiles –los de la buena paternidad–, pero su aplicación está muy particularizada, densamente enredada con las costumbres y las expectativas locales y con las características fácticas de los arreglos sociales. c
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Sin embargo, hay otros valores locales que no se corresponden en absoluto con nada que el lector reconocería como importante. Mi padre, por ejemplo, no comía “carne del monte”,* es decir, de animales cazados en el monte. La carne de venado estaba incluida, y él solía contar que cuando una vez, en Inglaterra, había comido accidentalmente esa carne, le había salido un sarpullido al día siguiente. Si se le hubiera preguntado por qué no comía carne del monte, no habría respondido que no le gustaba ni que le provocaba alergia. Habría dicho –de considerar que al interlocutor le concernía– que esa carne era akyiwadeε para él, porque él pertenecía al clan de la Vaca del Monte.** Etimológicamente, akyiwadeε significa algo así como “una cosa a la cual se le da la espalda”, y alguien que intentara buscar una traducción probablemente sugeriría la palabra “tabú”. Este término, como es sabido, proviene de una lengua polinesia, en la que se usaba para denominar una clase de cosas que la gente de determinados grupos evitaba a toda costa. En Ashanti, tal como en la Polinesia, hacer una de esas cosas prohibidas “contamina”, y existen muchos remedios o maneras de “limpiarse”. Todos tenemos experiencias con la sensación de revulsión y con el deseo de limpiarnos, pero eso no significa que realmente tengamos el concepto de akyiwadeε. Porque para tener esa idea –ese concepto denso– es preciso pensar que hay cosas que no pueden hacerse a causa de la pertenencia a un clan, o porque son tabú para un dios al que uno le debe lealtad. No obstante, alguien podría racionalizar el concepto de otra manera para entender por qué un miembro del clan de la Vaca del Monte no come carne. Simbólicamente, el animal del clan propio es un * “Bush meat”. [N. de la T.] ** Bush Cow. [N. de la T.]
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pariente; entonces, para quien pertenece al clan, comer la carne de ese animal (y la de sus parientes) es algo así como comer a una persona. Y quizá un miembro de ese clan ofrecería ese argumento. Pero la lista de akyiwadeε de la sociedad ashanti tradicional excede con creces cualquier cosa que uno pueda comprender de esta manera. Edinkra, uno de los dioses consagrados que mencionó el capitán Rattray –el antropólogo colonial que escribió por primera vez de manera exhaustiva sobre las tradiciones ashanti en la década de – tenía entre sus tabúes comer ajíes rojos los miércoles. No quiero decir que el lector no pueda aprender el significado de akyiwadeε: en realidad, espero que comprenda bastante bien cómo se usa la palabra sobre la base de lo que ya he dicho; además, si lee las obras completas de Rattray aprenderá mucho más sobre los tabúes akan; sin duda lo suficiente para comprender el concepto. No obstante, no se trata de una idea que desempeñe un papel en su pensamiento real. Claro está que hay acciones que evitamos, y que –sin demasiado rigor– llamamos “tabú”: el incesto, por ejemplo. Pero no creemos realmente que el incesto deba ser evitado porque es tabú. Lo pensamos exactamente al revés: es “tabú” porque existen buenas razones para evitarlo. Algunos akyiwadeε, como el que prohibía a mi padre comer venado, son específicos de tipos particulares de gente, como lo evidencia un proverbio que metaforiza ese hecho: Nnipa gu ahodoc mmiεnsa, nanso obiara wc n’akyiwadeε: chene, cdehyeε na akoa. Chene akyiwadeε ne akyinnyeε, cdehyeε deε ne nsamu, na akoa deε ne nkyeraseε. Hay tres tipos de personas, cada una con su propio tabú: el soberano, el noble y el esclavo. El tabú del soberano es el desacuerdo; el del noble es la falta de respeto, y el del esclavo, la revelación de sus orígenes. c
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Como resultado, incluso si el lector estuviera en Ashanti, muchos tabúes no lo afectarían, ya que no pertenece a un clan ashanti ni tiene obligaciones respecto de los dioses consagrados. Pero hay muchas cosas a las que todos los ashanti “vuelven la espalda” y esperan que los demás también lo hagan. Como algunas de ellas se refieren al contacto con mujeres que están menstruando o con hombres que han tenido sexo recientemente, pueden afectar a los extraños, incluso si éstos no participan activamente en ellas. Una vez que los extraños conocen los tabúes, es posible que se pregunten cómo deben actuar. Dado que, por ejemplo, estrechar la mano de una mujer que está menstruando es tabú para un jefe, algunas personas que visitan la corte ashanti se encuentran ante la disyuntiva de decidir si irán o no a una reunión. Deliberadamente, no he usado la palabra “moral” para describir esos tabúes. No cabe duda de que son valores: guían acciones, pensamientos y sentimientos. Sin embargo, al menos en tres aspectos se diferencian de lo que podríamos pensar que es un valor moral. En primer lugar, no siempre son aplicables a toda la gente: sólo los miembros del clan Ekuona tienen la obligación de evitar la carne del monte. En segundo término, la contaminación por violar el tabú se produce aunque la violación haya sido accidental. Así, mientras que en el caso de una infracción moral decir “No era mi intención” cuenta como defensa sustancial, en el de la violación de un tabú la respuesta debe ser: “No importa cuál era tu intención; estás contaminado y necesitas limpiarte”. A Edipo no le fue mejor por haber violado el tabú del incesto sin saber lo que hacía. Y, por último, los tabúes se diferencian de las exigencias morales en que sus violaciones contaminan principalmente al infractor: no se refieren a la manera en que deberíamos tratar a los demás, sino a la forma en que deberíamos mantenernos (ritualmente) limpios.
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Ahora bien, mucha gente de todo el mundo cree en algo parecido al akyiwadeε, y no cabe duda de que el término análogo –tabú o cualquier otro– es una parte muy importante del lenguaje evaluador. Sin embargo –al menos hoy en día–, si bien la prohibición de los tabúes sigue siendo importante, no es tan importante como otras clases de valores. En parte, ello ocurre porque, como ya he dicho, si bien la violación de un tabú contamina, esa contaminación puede limpiarse mediante un rito. Las leyes del kashrut para los judíos ortodoxos de los Estados Unidos también funcionan así: obedecerlas es importante, y también lo es el compromiso con esa obediencia, de ser posible. Sin embargo, cuando esas leyes se violan de manera accidental la respuesta correcta no es la culpa, sino la forma ritual apropiada de purificación. En contraste, las infracciones morales –el robo, el ataque, el asesinato– no se expían mediante la purificación. También hay algunas tendencias históricas que contribuyen a explicar por qué la preocupación por los akyiwadeε desempeña un papel menos importante en la vida contemporánea de mi ciudad natal que el que desempeñaba en la época en que mi padre era joven. Una de las razones es que hoy en día hay cada vez más católicos y musulmanes, y esos tabúes están asociados con formas más antiguas de religión. Como ya he señalado, nuestras ideas religiosas más antiguas sobreviven, incluso en la vida de muchos devotos de estas confesiones globales, pero su peso era mayor en la época en que no competían con Jehová o con Alá. En los viejos tiempos, quien violaba tabúes tenía motivos para temer la ira de los dioses o de los ancestros: ésta es una de las razones por las que era importante hacer las paces con ellos mediante la purificación. Pero en el mundo contemporáneo, esos poderes imponen menos respeto. (Recordará el lector que mi hermana recurrió a un musulmán cuando se propuso protegernos de la brujería.)
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Otra razón es que las formas de la identidad –las identidades de clan, por ejemplo– con las que suelen asociarse esos poderes son mucho menos significativas en la actualidad. La mayoría de la gente aún sabe cuál es su clan, y en el pasado, cuando alguien viajaba a otra ciudad del mundo akan, podía pedir hospitalidad a los líderes locales del suyo. Pero ahora hay hoteles; los viajes son más comunes (de manera que los pedidos de hospitalidad a miembros del clan podrían resultar agobiantes), y los clanes –al igual que las familias de las que forman parte– han perdido importancia porque muchos de sus integrantes se fueron a vivir lejos de los lugares donde nacieron. Creo que otro factor importante es que ahora la mayoría de los habitantes de Kumasi sabe que nuestros tabúes son locales: que los extraños no saben qué es o no es tabú y que, aunque lo sepan, ellos tienen sus propios tabúes. En consecuencia, cada vez más la gente piensa en los tabúes como “cosas que nosotros no hacemos”. El paso de “lo que nosotros no hacemos” a “lo que nosotros no solemos hacer” puede ser pequeño; entonces, es posible que la gente comience a ver estas prácticas como pintorescas costumbres locales, de ésas que se cumplen sin demasiado entusiasmo y, en última instancia, cuando su observancia no ocasiona excesivos inconvenientes.
Como hemos visto, el akyiwadeε está densamente enredado en toda suerte de costumbres y creencias fácticas (en no menor medida, la existencia de ancestros irascibles y dioses consagrados), y una de las respuestas a valores tan extraños consiste en limitarse a desecharlos por primitivos e irracionales. Pero si es
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eso lo que son, entonces lo primitivo y lo irracional también son factores omnipresentes en nuestra cultura. De hecho, no cabe duda de que el afecto –la sensación de repugnancia– que subyace al akyiwadeε es universal: ésa es una de las razones por las que no resulta difícil de comprender. Muchos estadounidenses comen carne de cerdo, pero no comerían carne de gato. Difícilmente pueda justificarse esa preferencia diciendo que los gatos son, por ejemplo, más sucios o más inteligentes que los cerdos. Y dado que existen sociedades donde la gente está dispuesta a comer gatos, sabemos que los seres humanos pueden comerlos con placer y sin correr peligro. La mayoría de los estadounidenses que comen carne y se rehúsan a comer carne de gato sólo pueden defenderse diciendo que la sola idea de hacerlo les da asco. De hecho, todos nosotros sentimos que el contacto con algunas cosas nos contamina: tocarlas nos hace sentir sucios; comerlas nos daría náuseas. Si entramos en contacto con ellas, lo más probable es que corramos a lavarnos las manos o la boca. La mayoría de las veces defendemos esas reacciones afirmando que son racionales: decimos que, efectivamente, las cucarachas y las ratas, y la saliva y el vómito de otras personas transmiten enfermedades; que los gatos y los perros saben muy mal. Sin embargo, las historias que contamos no explican realmente esas reacciones. Las moscas acarrean casi los mismos riesgos que las cucarachas, pero suelen producir menos “contaminación”. Y a la mayoría de las personas les da asco la sola idea de beber un jugo de naranja donde ha habido una cucaracha, incluso si saben que la cucaracha no tiene ninguna bacteria porque ha sido rigurosamente esterilizada; también se muestran renuentes a comer chocolate con forma de heces caninas, incluso si saben exactamente de qué se trata. Los psicólogos –en particular, Paul Rozin, quien llevó a cabo muchos experimentos de este tipo– piensan que esta capaci-
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dad para sentir asco constituye un rasgo humano fundamental; un rasgo que evolucionó en nosotros porque la capacidad de distinguir entre lo que estamos dispuestos y lo que no estamos dispuestos a comer es una importante tarea cognitiva para una especie omnívora como la nuestra. El asco trae aparejada la náusea, porque es una reacción que se desarrolló para que podamos enfrentarnos a la comida que deberíamos evitar. Pero esa capacidad para sentir asco, al igual que todas nuestras capacidades naturales, también puede ser construida por la cultura. ¿Se trata de la misma capacidad que lleva a los hombres de muchas culturas a sentirse contaminados cuando se enteran de que han estrechado la mano de una mujer que está menstruando? ¿O la que hace que la mayoría de los estadounidenses se estremezcan de asco ante la sola idea del incesto? Creo que todavía no lo sabemos. Sin embargo, la omnipresencia de esas respuestas a los tabúes sí sugiere que provienen de las profundidades de la naturaleza humana. La mayoría de los estadounidenses, seculares y religiosos, piensan que las actitudes de algunos de sus contemporáneos ante determinados actos sexuales –tales como la masturbación o la homosexualidad, o incluso el incesto consentido entre adultos– son meras versiones de tabúes que se encontraron en muchas culturas de todo el mundo. Según la llamada “Ley de Santidad”, al final del Levítico, por ejemplo, para comer animales que han muerto por causas naturales es preciso lavarse y lavar la ropa que se lleva puesta, e incluso así se estará “inmundo” hasta la noche (Levítico : -). En el Levítico : -, se les dice a los sacerdotes, “los hijos de Aarón”, que si han tocado “hombre” o Véase Paul Rozin, “Food is fundamental, fun, frightening and far-reaching”, en Social Research, Nº , , pp. -. Agradezco a John Haidt por la conversación que mantuvimos sobre estos asuntos.
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“reptil” que sea contaminante deberán lavarse y esperar a la puesta de sol para comer “cosas sagradas”. Los mismos capítulos proscriben consumir sangre, hacerse una mutilación sangrienta –tatuajes, afeitarse si se es sacerdote, hacerse cortes en la carne, con la excepción, claro está, de la circuncisión masculina– y ver a diversos parientes desnudos, en tanto que prescriben reglas detalladas para determinados tipos de sacrificio. Para la mayoría de los cristianos modernos, estas regulaciones son parte de las leyes judías de las que Cristo liberó a su pueblo. Pero en estos pasajes también se encuentra la famosa prohibición de que un hombre “se ayuntare con varón como con mujer”, junto con las órdenes de evitar el incesto y la bestialidad, que la mayoría de los cristianos aún aprueba. En pasajes anteriores del Levítico encontramos una vasta serie de proscripciones, tanto directas como indirectas, respecto del contacto con mujeres que están menstruando, así como reglas para purificarse de esa forma de polución; también hay reglas según las cuales la eyaculación masculina es contaminante, de manera tal que, incluso después de haberse lavado, el hombre estará ritualmente “inmundo” hasta la noche. De la misma manera que las tradiciones akan, estas reglas están arraigadas en creencias metafísicas: se dice repetidas veces que son leyes dadas por Dios a Moisés para los israelitas, y a menudo incluyen explicaciones religiosas. La prohibición de consumir sangre se explica de la siguiente manera: Porque la vida de la carne en la sangre está: y yo os la he dado para expiar vuestras personas sobre el altar: por lo cual la misma sangre expiará la persona. Levítico, : y :. Menstruación: Levítico, : -. Eyaculación masculina: Levítico, :-.
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Por tanto, he dicho a los hijos de Israel: Ninguna persona de vosotros comerá sangre, ni el extranjero que peregrina entre vosotros comerá sangre. El Levítico debería recordarnos que las apelaciones a valores no vienen prolijamente clasificadas por tipo. Podríamos pensar que faltar el respeto a nuestros padres es algo malo, pero que es malo de una manera diferente del adulterio, que también es diferente de tener sexo con un animal, y también es distinto a cometer incesto con una nuera. Confieso que no creo que el sexo entre hombres sea malo en lo más mínimo, incluso si yacen juntos “como con mujer”. Pero todos estos actos son sucesivamente proscriptos por la Ley de Santidad; de hecho, en el Levítico : quien incurriera en ellos merece la muerte. Entre quienes las toman en serio, estas prohibiciones evocan una reacción profunda y visceral; también están enredadas con creencias referidas a asuntos metafísicos o religiosos. Es la combinación de esos dos factores lo que hace que resulte tan difícil debatir sobre ellas con personas que no comparten ni la reacción ni los principios metafísicos. Sin embargo, incluso en el caso de los valores que no tomamos en serio, quedan esperanzas de lograr algo: la comprensión. No es necesario compartir un valor para percibir de qué manera ese valor podría motivar a otra persona. La determinación de Antígona de enterrar el cuerpo de su hermano puede conmovernos, incluso si (a diferencia de esos indios y griegos a quienes escandalizó Darío) no nos importa en lo más mínimo qué se hace con los cadáveres y pensamos que a ella, en realidad, tampoco debería importarle. Levítico, :-. En una nota al pie (p. ), Alter [el traductor de la Biblia que cita el autor] sugiere cuáles son las implicaciones reales de esta explicación. La proscripción propiamente dicha está en el versículo anterior.
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Y en tanto que los tabúes pueden conducir a genuinos desacuerdos en cuanto a las acciones que deben emprenderse, muchas personas están predispuestas a entender que tales valores varíen de un lugar a otro. Hoy en día, la mayoría de los ashanti aceptamos que los demás no perciban el poder de nuestros tabúes: sabemos que ellos también deben de tener los suyos. Más importante aun, esos valores locales de ninguna manera nos impiden reconocer, tal como lo hacemos, la benevolencia, la generosidad, la compasión, la crueldad, la tacañería y la falta de consideración: virtudes y vicios que son ampliamente reconocidos en las sociedades humanas. De la misma manera, entre las diversas abominaciones del Levítico también nos topamos, de vez en cuando, con apelaciones a valores que son universales y que disciplinan las exigencias impuestas por los tabúes. El Levítico nos conmina a reservar una parte de nuestros granos para los pobres; a evitar la mentira, el engaño y el hurto; a no maldecir al sordo ni poner “tropiezo” delante del ciego; a no aborrecer a nuestros hermanos. De hecho, impone el mandato, en extremo exigente, de amar “a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico :). Aquí hay algunos valores que no todos reconocemos, pero hay muchos que reconocemos todos.
Los cosmopolitas suponen que los vocabularios axiológicos de todas las culturas se superponen lo suficiente como para iniciar una conversación. Pero no suponen, como algunos universalistas, que todos podríamos llegar a un acuerdo si tan sólo tuviéramos el mismo vocabulario. A pesar de lo que se dice en Japón, casi todos los estadounidenses saben qué quiere decir “ser
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cortés”, un concepto bastante denso. Eso no significa que no podamos disentir respecto de cuándo se manifiesta la cortesía. Una periodista entrevista a un dictador extranjero, conocido por sus violaciones de los derechos humanos. Se dirige a él con deferencia, llamándolo frecuentemente “Su Excelencia”. Dice: “Algunas personas han sugerido que usted tiene presos políticos en sus cárceles”, cuando, en realidad, todos saben que eso es así. Le pregunta: “¿Qué dice, Su Excelencia, de las acusaciones de tortura que se le han hecho a su policía secreta?”“Tonterías”, responde él.“Son mentiras inventadas por gente que quiere confundir a los extranjeros para que no adviertan el progreso que estamos haciendo en mi país.” La periodista sigue adelante. ¿Se trata de cortesía? ¿O de una cobarde renuncia a la obligación que tiene un periodista de presionar para obtener la verdad? ¿Podría tratarse de ambas cosas? Si se trata de cortesía, ¿es apropiado ser cortés en estas circunstancias? Es fácil imaginar que semejante conversación se desarrollaría durante largo rato sin llegar a una resolución. “Cortesía” es un término axiológico perteneciente al repertorio de los modales, vocabulario que solemos tomar menos en serio que el de la moralidad. Pero este tipo de controversia también rodea la aplicación de términos más abiertamente éticos –como “valiente”– y que tienen mayor importancia para la moral –como “cruel”–. Al igual que la mayoría de los términos que denotan virtudes y vicios, “valentía” y “crueldad” tienen lo que los filósofos llaman “textura abierta”: dos personas que conocen su significado pueden diferir razonablemente respecto de su aplicación en casos particulares. Comprender el signifi H. L. A. Hart propuso la idea de “textura abierta” para los debates de jurisprudencia, en The concept of law, Oxford, Clarendon Press, , cap. . Tomó la idea de textura abierta de F. Waismann, para quien la textura abierta
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cado de las palabras no proporciona una regla que decida de manera definitiva sobre su aplicación a cada caso que pueda presentarse. Hace casi medio siglo, el filósofo del derecho H. L. A. Hart ofreció como ejemplo de textura abierta una ordenanza municipal que prohíbe los “vehículos” en un parque público. ¿Aplica esa ordenanza a un pequeño autito de juguete guardado en el bolsillo de un niño? La palabra “vehículo” tiene textura abierta. Aquí es posible proporcionar argumentos opuestos. Por supuesto, en el contexto de la reglamentación puede quedar claro que se pensó en prohibir que la gente condujera vehículos por el parque, a fin de evitar molestias. No hay ningún problema con que los niños lleven sus autitos de juguete. Sin embargo, ¿no sugiere esta argumentación que una patineta es un vehículo? No hace falta que existan razones para pensar que quienes hicieron la reglamentación tuvieran alguna respuesta para esta pregunta. Nuestro lenguaje funciona muy bien en casos comunes y corrientes. Una vez que las cosas comienzan a ponerse interesantes, incluso las personas que tienen los mismos conocimientos del lenguaje pueden estar en desacuerdo. La textura abierta de nuestro lenguaje evaluador es aun más obvia. En una oportunidad, uno de mis tíos abuelos condujo una carga de caballería contra un emplazamiento de artillería, armado con una espada. ¿Fue valiente? ¿O meramente insensato? (El lector habrá supuesto que mi tío era ashanti; en realidad, era inglés, y estaba luchando contra los otomanos en la Primera Guerra Mundial. El tío abuelo Fred tituló su autobiografía Life’s a gamble,* así que puede decirse que estaba disera una característica irreductible del lenguaje. El ejemplo de la ordenanza municipal que prohíbe vehículos en el parque es de Hart; véase “Positivism and the separation of law and morals”, en Harvard Law Review, Nº , , pp. -. * Puede traducirse como “La vida es una lotería”. [N. de la T.]
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puesto a correr riesgos.) Aristóteles argumentó que la valentía no consiste en limitarse a ignorar el peligro, sino que implica darle una respuesta inteligente. Quizá, dadas las circunstancias y los objetivos de mi tío abuelo, esa bravuconería era lo más inteligente que podía hacerse. No obstante, incluso si se nos proporcionara la más completa descripción de las circunstancias que pudiéramos pedir, habría posibilidades de que no estuviéramos de acuerdo. Hace varios años, un parlamento internacional de líderes religiosos emitió lo que ellos denominaron “Declaración universal de una ética global”. Las exhortaciones incluidas en el credo tenían la cualidad de esos horóscopos que parecen estar dotados de una maravillosa precisión, a la vez que son lo suficientemente vagos como para calzarle a cualquiera. “No debemos cometer inmoralidades sexuales de ningún tipo”: sentimiento irreprochable, a menos que no estemos de acuerdo respecto de lo que cuenta como inmoralidad sexual. “Debemos dejar atrás toda forma de dominación o abuso”; está bien, pero es improbable que las sociedades que a nuestro parecer someten a las mujeres a la dominación y el abuso se reconozcan en esa descripción: están convencidas de que protegen el honor y la castidad de las mujeres. “Debemos esforzarnos por alcanzar un orden económico y social justo, en el que todos tengan iguales oportunidades de realizar su potencial completo como seres humanos”: un seguidor de Ayn Rand tomará esta declaración como un aval del capitalismo irrestricto, mientras que un fabiano la considerará un aval del socialismo. Y así ocurre con nuestros valores fundamentales. ¿Es una crueldad matar ganado en mataderos donde los animales vivos pueden oler la sangre de los muertos? ¿O darles una paliza a los niños para enseñarles cómo comportarse? No digo que no podamos argumentar para defender una u otra posición respecto de estas
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cuestiones; lo que quiero decir es que no siempre disentimos porque uno de nosotros no entienda el valor que está en juego: disentimos porque la aplicación de términos axiológicos a nuevos casos requiere juicio y discreción. De hecho, nuestra comprensión de esos términos suele incluir la idea de que su aplicación supone un debate. Para usar otra expresión de la jerga filosófica, se trata de términos esencialmente controvertidos.* En el caso de muchos conceptos, tal como lo expresó W. B. Gallie al introducir esta noción,“el uso adecuado supone forzosamente interminables discusiones sobre su uso adecuado por parte de los usuarios”. Tal como he insistido, el lenguaje evaluador apunta a configurar no sólo nuestros actos, sino también nuestros pensamientos y nuestros sentimientos. Cuando describimos actos pasados con palabras como “valiente” y “cobarde” o “cruel” y “benevolente”, configuramos lo que la gente piensa o siente acerca de la acción que se llevó a cabo, y también nuestra comprensión de nuestro lenguaje moral. Precisamente porque ese lenguaje tiene textura abierta y es esencialmente controvertido, incluso quienes comparten un vocabulario moral tienen mucho sobre lo cual discutir.
Consideremos incluso la “regla de oro”, que los líderes del Parlamento de las Religiones del Mundo acordaron era el “princi-
* Traducido en algunas publicaciones como “esencialmente discutidos” y “esencialmente impugnados”. [N. de la T.] W. B. Gallie, “Essentially contested concepts”, en Proceedings of the Aristotelian Society, Nº , , p. .
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pio fundamental” en el que se basaba la ética global: “No hagas a los demás lo que no desees que te hagan a ti”. O, en términos afirmativos: “Haz a los demás lo que desees que te hagan a ti”. Dado que este principio es sin duda el candidato más obvio para una idea ética global, creo que vale la pena explicar brevemente por qué no resulta muy efectivo. Como hemos visto, esta regla tiene dos muy mentadas versiones que no son equivalentes. A veces, en la más modesta versión negativa, nos urge a no hacer a los demás lo que no querríamos que nos hagan; otras veces, en el más exigente tono positivo, nos ordena que hagamos a los demás lo que querríamos que nos hagan a nosotros. No obstante, de cualquiera de las dos maneras expresa una idea atractiva: cuando les hagamos cosas a los demás, imaginemos cómo se ve el mundo de su lado. Y el sentimiento moral subyacente está muy extendido. Está en las Analectas de Confucio, ::“No hagas a los demás lo que no te gusta que te hagan a ti”; está en el Mahabharata :: “Éste es el deber de los deberes: no hagas a los demás nada que te causaría dolor si te lo hicieran a ti”; está en la Biblia del rey James, Mateo :: “Así que, todas las cosas que quisierais que los hombres hiciesen con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esta es la ley y los profetas”. Pero aun cuando una u otra de sus versiones cuenta con amplia sanción de las Escrituras, la regla de oro no resulta tan útil como podría parecer al principio. Para ver por qué, notemos en primer lugar que cuando le hacemos algo a alguien, lo que hacemos puede ser descrito, con toda justicia, de infinitas maneras. Según algunas descripciones, la persona a quien se lo hicimos puede alegrarse de que se lo hayamos hecho; según otras, puede no alegrarse. Supongamos que somos un médico que contempla la posibilidad de salvar la vida de una Testigo de Jehová mediante una transfusión de sangre. Lo que queremos hacer es lo siguiente: salvarle la vida.
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Eso, claro está, es exactamente lo que nos gustaría que nos hicieran si estuviéramos en la misma situación médica que esa paciente. También, podríamos suponer, es lo que ella quiere que le hagan. Pero nosotros, además, queremos hacer lo siguiente: transfundirle sangre. Y también es lo que nos gustaría que nos hagan. Por desgracia, no es eso lo que quiere la paciente. Ocurre que la mayoría de los Testigos interpreta el Levítico : –que dice: “Estatuto perpetuo por vuestras edades; en todas vuestras moradas, ningún sebo ni ninguna sangre comeréis”– como una prohibición de las transfusiones de sangre. Dado que para ella es más importante obedecer los preceptos del Señor que conservar su vida terrenal, según esta descripción, la paciente se opone con vehemencia a lo que queremos hacer. Literalmente, preferiría estar muerta. El primer problema que se presenta en la práctica cuando se aplica la regla de oro –en cualquiera de sus versiones– es que, para aplicarla, además de saber por qué les hago algo a los demás –además de conocer la descripción del acto que me importa–, tengo que saber cómo repercutirá ese acto en los demás. Entonces, ¿qué deberíamos hacer? Quizá lo primero que pensemos sea que nos sentiríamos absolutamente felices si nos hicieran la transfusión de sangre en el caso de estar en la situación de la paciente. Desde este punto de vista, la regla de oro dice: “Adelante”. Pero ¿cuál es la situación de la paciente? ¿Es la situación de alguien que está a punto de morir a menos que se le haga una transfusión de sangre, o la de alguien cuya vida puede salvarse sólo mediante la desobediencia de los preceptos de Dios? Si yo pensara que voy a ir al infierno en caso de recibir una transfusión de sangre, tampoco querría que me la hagan. Una vez que la vemos desde este punto de vista, la regla de oro nos fuerza a ir en otra dirección. Así, cuando pienso en lo que debería hacerles a los demás, ¿qué es lo importante? ¿Lo que me gustaría que
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me hicieran a mí con mis valores y creencias reales, o lo que me gustaría que me hicieran a mí si yo tuviera los valores y las creencias de los demás? Por desgracia, creo que la respuesta es: ninguna de las dos cosas. Supongamos que la sangre viniera de un afroamericano y el paciente fuera racista, ¿se supone que deberíamos preguntar qué nos gustaría que nos hicieran si fuéramos racistas? No creo que fuera eso lo que tenían en mente Jesús o Confucio. Pero lo que hace la diferencia no es sólo el hecho de que el racismo sea una equivocación. Creo que la interpretación del Levítico que hacen los Testigos es incorrecta. Sin lugar a dudas, el Levítico se refiere a comer la carne que ha sido preparada para sacrificarla a Dios; el verso hace hincapié en la obligación de quemar la grasa y arrojar la carne alrededor del altar. En contexto, creo que poner sangre regalada por una persona en las venas de otra con el propósito de salvarle la vida no es “comer sangre”. No obstante, sigo creyendo que es importante tener en cuenta que la paciente no quiere esa sangre, aunque las cosas sean diferentes para mí. No tengo una respuesta clara que explique por qué esto es así. A veces, cuando me pregunto –como creo que deberíamos hacer a menudo– “¿Me gustaría que me hicieran eso a mí?”, me imagino compartiendo las creencias de la otra persona, pero otras veces no me lo imagino. Supongamos que mi paciente piensa que los medicamentos canadienses son inferiores a los estadounidenses. No está loco: ha habido una campaña organizada, llevada a cabo por gente que parece responsable, para persuadirlo de esa idea. Yo puedo darle una de dos píldoras, una barata y canadiense, la otra, cara y fabricada en los Estados Unidos. Tengo absoluta confianza en que los efectos médicos serán equivalentes. ¿Debería ofrecerle que elija? No estoy seguro. Pero no será útil preguntarme qué querría que me hicieran a mí en esas
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circunstancias, a menos que sepa si las circunstancias incluyen esa creencia equivocada. Estos problemas forman parte de una dificultad general. Según Immanuel Kant, cada vez que intentamos decidir cuál es el proceder correcto debemos identificar un principio universal que guíe nuestras acciones (Kant lo llama “máxima”), y luego preguntarnos si nos gustaría que todos tuvieran la obligación de actuar de acuerdo con esa máxima. Entonces, para Kant no debemos romper nuestras promesas sólo porque nos convenga a nosotros, porque seguramente no querríamos que todo el mundo actuara de esa manera; si así fuera, nadie nos creería cuando hiciéramos una promesa. Este procedimiento se denomina “universalización” de la máxima. Pero puede llegar a ser muy difícil identificar cuál es la máxima según la que actuamos, en especial dado que –tal como argumentaré en el próximo capítulo– a menudo resulta mucho más claro para nosotros saber qué deberíamos hacer que saber por qué deberíamos hacerlo. La idea que subyace a la regla de oro es que deberíamos tomar en serio los intereses de los demás, que deberíamos tomarlos en cuenta. Nos insta a conocer la situación en que se encuentran los demás, y después usar la imaginación para ponernos en su lugar. Ésos son objetivos que los cosmopolitas refrendamos. El único inconveniente es que no podemos afirmar que sea fácil recorrer ese camino.
Hay aún una tercera manera de disentir respecto de los valores. Incluso si compartimos un lenguaje axiológico, e incluso si
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estamos de acuerdo en cómo aplicarlo a un caso particular, podemos diferir en el peso que otorgamos a diferentes valores. Por ejemplo, Confucio recomienda en las Analectas que un hijo respete a sus padres. Un chün tzu (o, tal como se lo traduce más a menudo, “un caballero”) debe ser generoso con quienes se han comportado bien con él y evitar ser vengativo con quienes lo han agraviado; debe evitar la avaricia y no permitir que el interés propio se interponga en el camino de las acciones correctas. Debe ser valiente, sabio, y cumplir con su palabra. Si se lo resume de esta manera por cierto simplista, Confucio, extrañamente, puede llegar a sonar (tan banal) como Polonio. Pero el hecho de que compartamos esos valores con Confucio no significa que siempre estemos de acuerdo con él respecto de lo que deberíamos pensar y sentir. Por ejemplo, Confucio otorgaba a la obediencia a la autoridad mucho más peso que el que le otorgaría la mayoría de nosotros. Así, no cabe duda de que muchas veces Confucio se diferenciaría claramente de nosotros en su respuesta a las exigencias impuestas por los numerosos valores que compartimos con él. Podríamos estar todos de acuerdo en que sería mejor, si es posible, no casarnos con una persona que no es del agrado de nuestros padres; sin embargo, la mayoría de los occidentales pensamos que el amor podría, con toda justificación, llevarnos a desobedecer a nuestros padres si éstos intentaran evitar que nos casáramos con el hombre o la mujer de nuestros sueños. En la mágica segunda escena del Acto de Romeo y Julieta, Julieta encarna esta cuestión invocando la renuncia al nombre: “¡Si otro fuese tu nombre! ¡Reniega de él!”, le pide a Romeo; y agrega: “y dejaré de ser yo Capuleto”. Sólo tu nombre es mi enemigo. Tú eres tú mismo, seas Montesco o no [...]. Romeo, dile adiós a tu nombre, pues
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que no forma parte de ti; y a cambio de ese nombre, tómame a mí, todo mi ser.* Confucio, sin duda, respondería que Julieta, al hablar de la relación con la familia como si fuera un asunto de mera convención –sólo nombres, palabras vanas–, encubre el hecho de que quiere romper el vínculo moral natural más poderoso, el lazo que une a los padres con sus hijos de manera irrevocable. Pero tales conflictos entre valores compartidos pueden tener lugar en el seno de una sociedad: incluso en el corazón de un ser humano. Hegel afirmó que la tragedia implica el choque, no entre el bien y el mal, sino entre dos bienes. Agamenón, en su posición de comandante del ejército griego, se vio obligado a elegir entre los intereses de la expedición troyana y su devoción por su esposa y por su hija. Semejantes dilemas son un pilar de la ficción, pero los choques entre nuestros propios valores, si bien no suelen exaltarse tanto, son un acontecimiento cotidiano. La mayoría de la gente estará de acuerdo en que el castigo a quienes no podían saber que sus acciones eran incorrectas tiene algo de injusto. Muchas leyes impositivas son extremadamente difíciles de entender; incluso después de recibir el buen asesoramiento de un contador acreditado es posible terminar en problemas. Si, como resultado, no se han pagado todos los impuestos que se adeudaban, será preciso pagar una multa. De acuerdo con el principio que acabo de enunciar, no cabe duda de que se trata de una situación injusta. La cuestión radica en determinar si la situación es lo suficientemente injusta como para cambiar * Las citas pertenecen a la edición española: Shakespeare, Romeo y Julieta, edición bilingüe dirigida por Manuel Ángel Conejero, Madrid, Cátedra, , p. . [N. del E.]
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la ley. Aquí podría haber desacuerdos. Después de todo, hay buenos argumentos para defender la conveniencia de no incrementar los costos que conlleva garantizar el cumplimiento de las leyes impositivas. En resumen, la eficiencia también es un valor. Y si existiera una regla según la cual no se aplicaran multas a quienes hubieran hecho un esfuerzo de buena fe para cumplir con las leyes tal como las entendían, los tribunales estarían llenos de gente tratando de probar que hicieron ese esfuerzo de buena fe. Incluso algunas personas caerían en la tentación de fingir que hicieron un esfuerzo de buena fe, con lo que surgiría un nuevo riesgo moral en el ámbito de nuestras leyes impositivas. Si bien las disputas acerca de la justicia de las leyes impositivas pueden llegar a caldearse mucho en los Estados Unidos, existen casos aun más serios donde los valores entran en conflicto. Tomemos en consideración los castigos penales. Ninguna persona razonable piensa que es bueno castigar a inocentes. Pero todos sabemos que las instituciones humanas son imperfectas, que nuestro conocimiento siempre es falible, y que los jurados no están exentos de prejuicio. En consecuencia, sabemos que a veces se castigará a personas inocentes. Este razonamiento parece una argumentación en favor del abandono de los castigos penales; sin embargo, también creemos, por ejemplo, que es importante castigar a los culpables, en especial porque tememos que se cometan muchos más delitos si no lo hacemos. Una vez más, puede que nos resulte imposible ponernos de acuerdo respecto de cómo encontrar el equilibrio entre la manera de evitar la injusticia de castigar al inocente y los otros valores, incluso si acordamos cuáles son los otros valores que están en juego: la seguridad de las personas y de la propiedad, la justicia, el castigo merecido... La lista es larga. Ésta es una de las fuentes de desacuerdos en relación con la pena capital. El jurista Charles Black argumentó que “el capricho y los errores” son inevitables
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en los juicios que aplican la pena capital, y que matar a una persona inocente es un error demasiado grande como para correr el riesgo de cometerlo. Muchos defensores de la pena capital creen que es importante castigar a quienes merecen morir; tan importante, de hecho, que debemos resignarnos a la posibilidad de cometer esa terrible injusticia. La injusticia sería peor, creen, si no hiciéramos lo correcto en los casos en que castigamos a los culpables. Así, a ambos lados del debate sobre la pena capital es posible encontrar personas que tienen los mismos valores, pero les otorgan un peso diferente.
Hemos identificado tres tipos de desacuerdo en relación con los valores: podemos tener diversos vocabularios de evaluación, interpretar de manera diferente el mismo vocabulario, y podemos otorgar un peso diferente a los mismos valores. El surgimiento de cualquiera de esos problemas parece más probable si el debate involucra a integrantes de distintas sociedades. Después de todo, compartimos la mayor parte del lenguaje evaluador con nuestros vecinos. Y dado que la evaluación es esencialmente controvertida, la gama de desacuerdos será mayor –¿no es verdad?– cuando quienes intentan llegar a una evaluación consensuada provienen de diferentes lugares. Quizás el lector y yo no siempre estemos de acuerdo respecto de qué actitudes son corteses. Aun así, al menos es la cortesía el motivo de nuestro desacuerdo. Otras sociedades tendrán palabras que, a grandes rasgos, funcionen como nuestra palabra “cortés”, y tendrán algo así como una idea equivalente a la de “buenos modales”, pero surgirá un nivel adicional de desacuerdo porque ese
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denso vocabulario de evaluación está inserto en formas de vida diferentes de las nuestras. Y, por último, sabemos que una de las fuentes de desacuerdo entre sociedades radica en el peso relativo que cada una otorga a los diversos valores. En el mundo árabe, y en gran parte de Asia central y meridional, existen sociedades en las que los hombres creen que su honor está ligado a la castidad de sus hermanas, sus hijas y sus esposas. En nuestra sociedad también hay hombres que se sienten avergonzados y deshonrados cuando sus esposas o sus hijas son violadas, pero a menos que esos hombres provengan de una sociedad basada en el honor, es improbable que piensen que la solución consiste en castigar a las mujeres. Entendemos la gloria que reflejan los logros de nuestros parientes, y sabemos que la posibilidad de sentir orgullo trae aparejada la opción de sentir vergüenza. No obstante, el honor familiar no es ahora tan importante para nosotros como sin duda lo es, y lo era, para otras sociedades. En consecuencia, podríamos llegar a la conclusión de que las conversaciones interculturales sobre valores están condenadas a terminar en desacuerdo; incluso podríamos temer que hagan estallar conflictos en lugar de crear entendimiento. Esta conclusión adolece de tres problemas. En primer lugar, podemos ponernos de acuerdo acerca de qué debe hacerse aunque no estemos de acuerdo en el porqué. En segundo término, exageramos el papel que desempeña el argumento razonado en la posibilidad o imposibilidad de llegar a un acuerdo sobre valores. Y, por último, la mayoría de los conflictos no surge en primera instancia del enfrentamiento de valores. Defenderé estas afirmaciones en el próximo capítulo.
5 La primacía de la práctica
Al lector le agradará saber que entre los ashanti se evita el incesto entre hermanos y hermanas y entre padres e hijos porque se lo considera akyiwadeε. Es posible estar de acuerdo con un ashanti en que el incesto es incorrecto, incluso si no se acepta su explicación del porqué. Si me interesa desalentar el robo, no necesito preocuparme a causa de que una persona se abstenga de robar porque cree en la regla de oro; otra, por su concepción de la integridad personal; una tercera, porque cree que Dios lo desaprueba. He dicho que el lenguaje axiológico ayuda a configurar respuestas coincidentes de pensamiento, sentimiento y acción. Pero cuando se trata de actuar, las diferencias en nuestros pensamientos y sentimientos pueden desmoronarse. Por nuestra vida familiar, sabemos que las conversaciones no comienzan con un acuerdo de principios. Pero ¿quién, sino alguien que estuviera atrapado en las garras de una pésima teoría, querría insistir en llegar a un acuerdo de principios antes de decidir qué película iremos a ver, qué cenaremos, a qué hora iremos a la cama? En efecto, nuestra coexistencia política, como súbditos o como ciudadanos, depende de nuestra capacidad para ponernos de acuerdo en las prácticas en tanto que diferimos en su justificación. En la España medieval de los moros, y más tarde en el
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Cercano Oriente otomano, convivieron bajo el gobierno musulmán, durante muchos y largos años, judíos y cristianos de diversas denominaciones. Este modus vivendi sólo fue posible porque las diversas comunidades no se veían obligadas a ponerse de acuerdo respecto de una serie de valores universales. En la Holanda del siglo , aproximadamente a partir de la época de Rembrandt, la comunidad judía sefardí comenzó a integrarse cada vez mejor en la sociedad holandesa, y había una gran cantidad de intercambios tanto intelectuales como sociales entre las comunidades cristiana y judía. La tolerancia cristiana de los judíos no dependía de la expresión de acuerdos en relación con valores fundamentales. En efecto, estos ejemplos históricos de tolerancia religiosa –incluso podríamos considerarlos experimentos tempranos de multiculturalismo– deberían recordarnos el hecho más obvio acerca de nuestra propia sociedad. Los estadounidenses comparten una buena disposición para ser gobernados por el sistema establecido en la Constitución de los Estados Unidos. Pero ello no requiere que nadie se ponga de acuerdo en relación con afirmaciones o valores particulares. La Declaración de Derechos nos dice: “El Congreso no creará leyes en lo que respecta al establecimiento de la religión, ni prohibirá el libre ejercicio de ésta […]”. Sin embargo, no necesitamos acordar cuáles son los valores que subyacen a nuestra aceptación del tratamiento que la Primera Enmienda da a la religión. ¿Se trata de la tolerancia religiosa como fin en sí mismo? ¿O de un compromiso protestante con la soberanía de la conciencia individual? ¿Se trata de prudencia, en reconocimiento de que el intento de forzar la conformidad religiosa sólo conduce a la discordia civil? ¿O de escepticismo, de pensar que ninguna religión es verdadera? ¿Se hace para proteger al gobierno de la religión? ¿O a la religión del gobierno? ¿O es una combinación de estos u otros objetivos?
LA PRIMACÍA DE LA PRÁCTICA |
Con gran elocuencia, el jurista estadounidense Cass Sunstein sostiene que nuestra comprensión de la ley constitucional es un conjunto de lo que él llama “acuerdos teorizados en forma incompleta”. La mayoría de la gente coincide en que sería incorrecto, por ejemplo, que el Congreso aprobara leyes que prohibieran la construcción de mezquitas sin haber llegado a un claro acuerdo acerca del porqué. Sin duda, muchos de nosotros mencionaríamos la Primera Enmienda (incluso si no estuviéramos de acuerdo respecto de los valores plasmados en ella). Pero otros no fundarían su juicio en una ley en particular, sino en una concepción de la democracia, o en la circunstancia de que los musulmanes gozan de iguales derechos de ciudadanía, aspectos que no están expresados de manera explícita en la Constitución. No hay una respuesta consensuada, y lo importante es que no es necesario que la haya. Podemos convivir sin ponernos de acuerdo en cuáles son los valores que hacen buena nuestra convivencia; en la mayoría de los casos, es posible acordar qué hacer sin haber acordado por qué eso es lo correcto. No quiero exagerar el argumento. No cabe duda de que existen valores ampliamente compartidos que contribuyen a que los estadounidenses convivan en paz. Pero su convivencia no es exitosa porque compartan una teoría de los valores o un relato que indique cómo hacer valer “sus” valores en cada caso. Cada uno de ellos tiene pautas de vida a las que está acostumbrado, y vecinos a los que en general está acostumbrado, y mientras esas pautas establecidas no se alteren seriamente, no se preocuparán mucho por asegurarse de que sus conciudadanos estén de acuerdo con ellos o con sus teorías sobre cómo vivir. En resumen, los estadounidenses suelen tener una reacción liberal Cass R. Sunstein, “Incompletely theorized agreements”, en Harvard Law Review, Nº , , pp. -.
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cuando se enteran de que sus conciudadanos hacen algo que ellos no harían: la mayoría piensa que no es asunto suyo y que tampoco lo es del gobierno. Y, por regla general, su nacionalidad compartida –su “norteamericanidad”– es importante para ellos, aunque muchos de sus conciudadanos estadounidenses sean notablemente diferentes de ellos. Ocurre que la cuestión de compartir características puede llegar a ser mucho menos sustancial de lo que nos inclinamos a suponer.
No sorprende, entonces, que lo que otorga valor a las conversaciones más allá de las fronteras no sea la posibilidad de llegar a un acuerdo razonado en relación con los valores. No digo que no podamos lograr que otros cambien de opinión, pero las razones que intercambiamos en nuestras conversaciones rara vez harán demasiado para persuadir a quienes ya disienten de nosotros en sus juicios evaluadores fundamentales. (Recuérdese: lo mismo vale, mutatis mutandis, para los juicios fácticos.) Después de todo, cuando ofrecemos razones rara vez lo hacemos porque hayamos aplicado principios exhaustivamente meditados a una serie de hechos y hayamos deducido una respuesta. Por regla general, llevamos a cabo el esfuerzo por justificar lo que hemos hecho –o lo que planeamos hacer– después del acontecimiento; se trata de una racionalización de lo que hemos decidido intuitivamente. Y gran parte de lo que intuitivamente decidimos que es correcto, lo consideramos de esa manera sólo por costumbre. Si vivimos en una sociedad donde se zurra a los niños, probablemente hagamos eso con nuestros niños. Creeremos que es una buena manera de ense-
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ñarles a distinguir lo correcto de lo incorrecto, y que, a pesar del sufrimiento temporal que causan los golpes, los niños acabarán siendo mejores a causa de ellos. Señalaremos al niño díscolo y diremos, sotto voce, que sus padres no saben cómo disciplinarlo, es decir, que no le pegan lo suficiente. Sin duda,también reconoceremos que hay gente que les pega a los niños con demasiada dureza o con demasiada frecuencia. Así, reconoceremos que pegarle a un niño puede ser a veces demasiado cruel. Muchas de estas cosas pueden decirse de la práctica de la circuncisión femenina, para retornar a un ejemplo previo. Si hemos crecido dando por sentado que eso es lo que normalmente se hace, es probable que, en un primer momento, reaccionemos con sorpresa ante alguien que piensa que es incorrecto. Daremos razones por las que pensamos que es preciso hacerlo –que los órganos sexuales inmodificados son antiestéticos; que el ritual da a las jóvenes la oportunidad de manifestar valentía en su transición a la adultez; que todos pueden ver con qué emoción las mujeres se dirigen a su ceremonia y con qué orgullo retornan–. Diremos que es muy extraño que alguien que no haya atravesado por esa circunstancia presuma de saber si el sexo es o no placentero para quien lo ha hecho. Y si alguien, desde el exterior, intentara obligarnos a detener esa práctica, podríamos decidir defenderla como una expresión de nuestra identidad cultural. Pero es probable que nuestro argumento, tal como los argumentos de nuestros críticos, sea una racionalización. Ellos dicen que es una mutilación, pero ¿no es ésa una mera reacción refleja ante una práctica extraña? Los críticos exageran los riesgos médicos. Afirman que la circuncisión femenina degrada a las mujeres, pero no parecen pensar que la circuncisión masculina degrade a los hombres. No respaldo estas afirmaciones, ni celebro el impasse argumentativo, como tampoco celebro, de hecho, la pobreza de razonamiento de que adolecen muchos debates que se producen en
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el interior de una cultura o entre culturas diferentes. Pero reconozcamos este sencillo hecho: gran parte de lo que hacemos lo hacemos simplemente porque es lo que hacemos. Nos levantamos a las ocho y media de la mañana. ¿Por qué a esa hora? Desayunamos café y cereales. ¿Por qué no desayunamos avena cocida? Mandamos los niños a la escuela. ¿Por qué no los instruimos en casa? Tenemos que trabajar. Sin embargo, ¿por qué en ese empleo? El razonamiento –me refiero aquí al acto público de expresar e intercambiar justificaciones– no aparece cuando actuamos como de costumbre, sino cuando pensamos en un cambio. Y cuando se piensa en un cambio, lo que suele impulsar a la gente no es un argumento que parta de un principio, no es una larga conversación sobre valores, sino una nueva manera de ver las cosas, adquirida de manera gradual. Mi padre, por ejemplo, creció en una sociedad en la que no existía la tradición de circuncidar ni a los hombres ni a las mujeres. Más aun, la circuncisión era akyiwadeε; y como se suponía que los jefes debían ser inmaculados, también era un impedimento para ejercer el gobierno. Sin embargo, él cuenta en su autobiografía que decidió circuncidarse cuando era adolescente: Tal como era la costumbre en aquellos días felices, en las noches de luna las jóvenes de Adum se reunían en un campo de juego cercano para deleitarse bailando y cantando canciones tradicionales, desde las siete de la tarde hasta la medianoche, todos los días de la semana. […] En una de esas noches, las jóvenes, de improviso, comenzaron a cantar una nueva canción que nos desconcertó por completo: tenía una letra que, además de ser extremadamente profana, constituía el más audaz desafío a nuestra virilidad y valentía que jamás nadie nos hubiera presentado. Más aun, se nos invitaba a violar una tradición antiquísima de
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nuestros antepasados, que nuestro pueblo respetaba hacía mucho tiempo: el tabú de la circuncisión. Literalmente traducida, la letra decía así: “Un pene que no está circuncidado es detestable, y quienes no estén circuncidados deberían venir a pedirnos dinero para circuncidarse. Nunca nos casaremos con quien no esté circuncidado”. Al principio, mi padre y sus amigos pensaron que las jóvenes se ablandarían. Pero estaban equivocados. Y entonces, luego de consultarlo con sus compañeros, buscó un wansam –un musulmán especialista en circuncisiones– y se hizo la operación. (Fue, según dijo, la experiencia más dolorosa de su vida, y si tuviera que hacérsela de nuevo se abstendría. Claro está que no disfrutó de todo lo que habría estado a su disposición si esa práctica hubiera sido una tradición akan: la preparación, el compañerismo de los jóvenes de su edad, el prestigio de sufrir con valentía.) Mi padre ofreció una razón para la decisión que había tomado: él y sus amigos concedieron que como futuras novias y esposas, las jóvenes tenían el derecho de ser oídas en su defensa de la circuncisión masculina, aun cuando no estuvieran preparadas para llevar a cabo la circuncisión femenina, que también era un tabú para nuestro pueblo. Sin embargo, esta explicación invita a formular una pregunta: ¿por qué esas mujeres jóvenes, que vivían en el corazón de Joseph Appiah, Joe Appiah: The autobiography of an African patriot, Nueva York, Praeger, , p. .
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Ashanti, decidieron urgir a los hombres jóvenes a que hicieran algo que no sólo no era tradicional, sino también un tabú? Una de las posibilidades es que, de alguna manera, identificaran la circuncisión con el hecho de ser modernas. Si ése era el punto, mi padre se habría solidarizado. Si bien en algunos aspectos era tradicional, también sentía entusiasmo por un mundo moderno que traía nueva música, nueva tecnología y nuevas posibilidades, tal como ocurría con muchos otros habitantes de Kumasi a principios del siglo . Sin duda, no le bastaba con que las jóvenes de Adum defendieran esa práctica para circuncidarse voluntariamente en la sociedad en que vivía: también necesitaba entender el impulso que había detrás de ella, y estar de acuerdo con él. La circuncisión –especialmente porque conllevaba la exclusión de los cargos políticos tradicionales– se volvió una manera de jugarse por la modernidad. Esa nueva moda entre los jóvenes de Adum era análoga –aunque aun más sustancial– al cambio de gustos que dio lugar a una generación de estadounidenses con piercings y tatuajes. Y ese cambio no fue simplemente el resultado de discusiones y debates, aun cuando, como lo atestiguará cualquier persona que haya discutido con un adolescente sobre una perforación de ombligo, los participantes de ambos lados pueden plantear toda una batería de argumentos. Hay una cierta verdad psicosociológica en la vieja canción de Flanders & Swann “The Reluctant Cannibal”, que trata de un joven “salvaje” que se aparta de la mesa declarando: “No voy a comer gente. Comer gente está mal”. Su padre expone todos los argumentos, tal como son. (Pero la gente siempre ha comido gente. / ¿Qué otra cosa hay para comer? / Si el Juju no hubiera querido que comiéramos gente, / ¡no nos hubiera hecho de carne! El hijo, sin embargo, se limita a repetir su recién adquirida convicción: “Comer gente está mal”. Sencillamente
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está seguro de eso, se empeña en decirlo una y otra vez, y triunfa por declamación.) O consideremos la práctica china de vendar los pies, que persistió durante mil años… y fue casi completamente erradicada en el transcurso de una generación. Es verdad que la campaña en contra del vendado de pies –llevada a cabo en las décadas de y – hizo circular información fáctica sobre las desventajas de realizar esa práctica, pero no era información novedosa para la mayoría de la gente. Quizá lo más efectivo haya sido el énfasis que puso la campaña en el hecho de que ningún otro país aprobaba la práctica, por lo que China “perdía prestigio”. Se formaron sociedades de “pies naturales”, con miembros que abjuraban de la práctica y se comprometían a impedir que sus hijos se casaran con mujeres que tuvieran los pies vendados. A medida que el movimiento se imponía, las mujeres de más edad que tenían los pies vendados comenzaron a ser menospreciadas, y se vieron obligadas a soportar las agonías de quitarse las vendas. Lo que había sido hermoso se tornó horrible; la ornamentación se volvió desfiguramiento. (Sin duda, el éxito de la campaña en contra del vendado de pies fue un hecho saludable, pero no dejó de cobrarse víctimas. Piénsese en algunas de las últimas mujeres con los pies vendados, para quienes resultó muy difícil conseguir marido.) El mero llamado a la razón no puede explicar ni la costumbre ni su abolición. Lo mismo ocurre con otras tendencias sociales. Hace un par de generaciones, en la mayor parte del mundo industrializado se pensaba que lo ideal para una mujer de clase media era ser ama de casa y madre. Si les quedaba tiempo, podían dedicarse a las obras de caridad o a visitarse mutuamente; unas pocas podían dedicarse al arte: escribir novelas, pintar, tocar instrumentos, hacer teatro o danza. Pero no había mucho lugar para ellas en las “profesiones académicas”, como las de abogado,
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médico, sacerdote o rabino. Y si eran académicas, se dedicaban a instruir mujeres jóvenes y difícilmente se casaran. Era improbable que se abrieran camino en la política, excepto quizás en el nivel local. Y no se las recibía bien en la ciencia. ¿Cuanto del alejamiento de esos supuestos se produjo como resultado de discusiones? ¿Acaso una parte significativa de este cambio no es sencillamente la consecuencia del acostumbramiento a nuevas maneras de hacer las cosas? Los argumentos que mantuvieron el viejo modelo en su lugar eran –para decirlo con suavidad– bastante malos. Si el problema hubiera radicado en las razones que favorecían la vieja manera sexista de hacer las cosas, el movimiento feminista habría logrado sus objetivos en un par de semanas. Aún hay personas –lo sé– que piensan que la vida ideal para cualquier mujer es la de formar y manejar un hogar. Hay más personas aun que la consideran una opción honorable. No obstante, la gran mayoría de los occidentales se horrorizaría ante la sola idea de intentar que las mujeres volvieran a desempeñar esos roles. De ninguna manera me propongo negar que los argumentos hayan sido importantes para las mujeres que hicieron el movimiento feminista y para los hombres que respondieron a ellos. Pero el más grande de los logros fue el cambio de nuestros hábitos. En la década de , si una mujer que había completado los estudios secundarios quería ir a la facultad de derecho o de economía la reacción más natural era preguntar “¿Por qué?”. Ahora, la reacción más natural es preguntar “¿Por qué no?”. O tomemos en consideración otro ejemplo: en gran parte de Europa y de América del Norte, en lugares donde los homosexuales de la generación anterior eran parias sociales y los actos homosexuales eran ilegales, las parejas de gays y lesbianas son cada vez más aceptadas por sus familias, por la sociedad y por la ley. Ello ocurre a pesar de la continua oposición de los grupos religiosos más importantes y de un persistente trasfondo de
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desaprobación social. Ambas partes construyen sus argumentos –algunos buenos, la mayoría malos, si se aplica un estándar filosófico de razonamiento–. Pero si se les pregunta a los sociólogos qué ha producido este cambio, ellos no comenzarán por un relato de razones: hablarán de un proceso histórico que concluye con una suerte de cambio de perspectiva. La presencia cada vez más numerosa de personas “abiertamente homosexuales” en la vida social y en los medios ha cambiado nuestros hábitos. A lo largo de los últimos treinta años aproximadamente, en lugar de pensar en la actividad privada del sexo gay, muchos estadounidenses comenzaron a pensar en la categoría de la gente gay. Incluso quienes continúan sintiendo repugnancia por el aspecto sexual encuentran que les resulta más difícil negar respeto e interés a esas personas (y algunos de ellos han aprendido, tal como todos nosotros lo hicimos en relación con nuestros propios padres, que es mejor no pensar demasiado en la vida sexual de los demás). Ahora bien, no niego que durante todo ese tiempo, en cada etapa, la gente haya hablado y haya intercambiado razones para hacer las cosas: aceptar a sus hijos, dejar de tratar la homosexualidad como un desorden médico, disentir con sus iglesias, exponerse. Aun así, la versión resumida de esta historia es, en esencia, la siguiente: la gente se acostumbró a las lesbianas y a los gays. Si abogo por que aprendamos de los habitantes de otros lugares, por que nos interesemos por sus civilizaciones, sus argumentos, sus errores, sus logros, no es porque esa actitud nos llevará a lograr un acuerdo, sino porque nos ayudará a acostumbrarnos a nuestra mutua presencia. Si ése es el objetivo, las numerosas oportunidades para diferir respecto de los valores no tienen por qué disuadirnos. Entendernos unos a otros puede resultar difícil, pero no cabe duda de que es interesante. Y no requiere que lleguemos a un acuerdo.
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Ya he dicho que podemos vivir en armonía sin ponernos de acuerdo acerca de los valores subyacentes (con la excepción, quizá, del valor cosmopolita de la convivencia). También ocurre la situación inversa: podemos estar en conflicto en los casos en que sí estamos de acuerdo acerca de los valores. Las partes enfrentadas rara vez se enemistan por tener concepciones opuestas de “el bien”. Por el contrario, el conflicto surge más a menudo cuando dos pueblos han identificado la misma cosa como bien. El hecho de que tanto los palestinos como los israelíes –en particular, que tanto los judíos practicantes como los musulmanes practicantes– tengan una relación especial con Jerusalén, con el Monte del Templo, ha constituido una fuente segura de conflictos. El problema no reside en que estén en desacuerdo respecto de la importancia de Jerusalén, sino en que ambos la tienen en muy alta estima, y en parte por las mismas razones. En los primeros años del Islam, Mahoma instó a sus seguidores a que se volvieran hacia Jerusalén durante las plegarias porque había aprendido la historia de Jerusalén de los judíos entre quienes vivía en La Meca. De la misma manera (tal como veremos en el capítulo ), no es accidental que los más feroces adversarios de Occidente suelan venir de las sociedades más occidentalizadas. Mon semblable mon frère? Sólo si el frère en que se piensa es Caín. Todos sabemos ahora que los militantes de Al Qaeda que cometieron los asesinatos en masa de las Torres Gemelas y el Pentágono no eran beduinos del desierto; no eran fellahin ignorantes. De hecho, se trata de una tendencia más generalizada. ¿Quiénes, en Ghana, vilipendiaron a los ingleses y construyeron el movimiento independentista? No fueron los granjeros ni los campesinos; tampoco fueron los jefes: fue la burguesía educada en
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Occidente.Y cuando en la década de Kwame Nkrumah –que estudió en la universidad de Pennsylvania y vivió en Londres– creó un movimiento nacionalista de masas, el núcleo de ese movimiento estaba formado por soldados que venían de una guerra en la que habían peleado para el ejército británico, mujeres que comerciaban con grabados holandeses, sindicalistas que trabajaban en industrias creadas por el colonialismo, y los llamados veranda boys, que habían asistido a escuelas secundarias coloniales, habían aprendido inglés y estudiado historia y geografía con libros de texto escritos en Inglaterra. ¿Quién lideró la resistencia al Raj británico? Un abogado de Sudáfrica, nacido en la India y formado en los tribunales británicos, cuyo nombre era Gandhi; un indio llamado Nehru que usaba trajes confeccionados en la calle Savile Row y enviaba a su hija a un internado inglés, y Muhammad Alí Jinnah, fundador de Pakistán, que fue miembro del Lincoln’s Inn* de Londres y se recibió de abogado a los años de edad. En La tempestad** de Shakespeare, Calibán, el habitante originario de la isla que ha sido sojuzgado por Próspero, le grita al autoritario colonizador: “Me enseñaste a hablar, y mi ventaja es que sé como maldecir”. No es ninguna sorpresa que el “esclavo aborrecido” de Próspero haya sido una figura de resistencia para los nacionalistas literarios de todo el mundo. Y al tomar aspectos de Calibán toman aspectos de Shakespeare. Próspero le ha dicho a Calibán: “Cuando vos, salvaje, ni sabías tu propia significación, sino que mascullabas sonidos animales doté a tus propósitos con palabras que permitían interpretarlos”.
* Prestigioso colegio de abogados. [N. de la T.] ** La cita corresponde a la edición española: William Shakespeare, La tempestad, trad. de Rafael Squirru, Buenos Aires, edición de la Biblioteca Nacional, , p. . [N. del E.]
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Sin duda, uno de los efectos del colonialismo, además del de dar una lengua europea a muchos de los habitantes de las colonias, fue el de contribuir a configurar sus propósitos. Los movimientos independentistas del mundo posterior a que condujeron al fin de los imperios africanos y asiáticos de Europa estaban impulsados por la retórica que había guiado la propia lucha de los aliados contra Alemania y Japón: democracia, libertad, igualdad. No se trataba de un conflicto entre valores, sino de un conflicto de intereses expresado en función de los mismos valores. Este argumento es tan aplicable a Occidente como a cualquier otra parte del mundo. Los estadounidenses difieren respecto del aborto, muchos de ellos con gran vehemencia. Expresan este conflicto en un lenguaje de valores opuestos: son “pro-vida” o “pro-elección”. Pero ésta es una disputa que tiene sentido sólo porque cada parte reconoce exactamente los mismos valores en que la otra hace hincapié: el desacuerdo gira en torno de su significación. Ambas partes reconocen algo así como la santidad de la vida humana. Disienten en cosas tales como por qué la vida humana es tan valiosa y dónde comienza. Como quiera que se guste denominar estos desacuerdos, pensar que alguna de las partes no reconoce el valor que se encuentra en juego es ni más ni menos que un error. Y lo mismo puede decirse acerca de la elección: los estadounidenses no disienten respecto de la importancia de permitir que las personas, tanto hombres como mujeres, hagan elecciones fundamentales en relación con su propio cuerpo. Disienten en cuestiones tales como la de determinar si un aborto involucra a dos personas –tanto al feto como a la madre–, a tres personas, incluyendo al padre, o sólo a una. Más aún, ninguna persona en su sano juicio, en ninguno de los dos bandos, piensa que lo único importante es salvar vidas humanas o permitir que la gente tenga autonomía médica.
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Alguien podrá señalar las disputas en torno de la homosexualidad y decir que allí, al menos, hay realmente un conflicto entre personas que ven en la homosexualidad una perversión y personas que no lo hacen. ¿No es ése un conflicto de valores? Bien, no lo es. La mayoría de los estadounidenses, a ambos lados del debate, tienen el concepto de perversión: los actos sexuales que son incorrectos porque su objeto es un objeto inapropiado del deseo sexual. Pero no todos piensan que el hecho de que un acto involucre a dos hombres o a dos mujeres lo convierte en perverso. No todos los que piensan que esos actos son perversos consideran que deberían ser ilegales. No todos los que creen que son ilegales piensan que los homosexuales deberían ser condenados al ostracismo. Una vez más, se trata de una batalla en torno del significado de la “perversión”, de su posición en la escala de valores, de la manera en que se aplica. Es un reflejo del carácter esencialmente controvertido de la perversión como término que denota un valor. Cuando se pasa del tema de la criminalización del sexo gay –que, al menos por el momento, es inconstitucional en los Estados Unidos– a la cuestión de los matrimonios entre homosexuales, todas las partes del debate toman en serio las cuestiones de la autonomía sexual, del valor de la vida íntima de las parejas, del significado de “familia”, y –a modo de debates sobre la perversión– de los usos apropiados del sexo. Lo que otorga intensidad a estos conflictos es que, lejos de oponer dos valores antagónicos, cada uno de ellos sostenido exclusivamente por una parte, libran batallas en torno del significado de los mismos valores. Es, en parte, porque compartimos horizontes de significado, porque debatimos con personas con quienes compartimos tantos otros valores y tantas creencias y hábitos, que estos debates llegan a ser tan agudos y dolorosos.
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Pero la razón principal por la que las disputas en torno del aborto y del matrimonio entre homosexuales dividen de manera tan implacable a los estadounidenses es el hecho de compartir una sociedad y un gobierno. Los estadounidenses son vecinos y conciudadanos, y las leyes que se hallan en disputa son las que gobiernan a todos. Lo que está en juego son sus cuerpos o los de sus madres, sus tías, sus hermanas, sus hijas, sus esposas y sus amigas; esos fetos muertos podrían haber sido sus hijos o los amigos de sus hijos. Deberíamos recordar esta circunstancia cuando pensamos en los tratados internacionales sobre derechos humanos. Los tratados son leyes, aunque sean leyes más débiles que las leyes nacionales. Cuando intentamos plasmar nuestra preocupación por los extraños en la ley de derechos humanos y cuando instamos a nuestro gobierno a que la haga cumplir, procuramos cambiar el ámbito de la ley en todas las naciones del planeta. Hemos proscrito la esclavitud no sólo en el nivel nacional, sino también en la ley internacional. Y, al actuar de esa manera, nos hemos comprometido, como mínimo, con la deseabilidad de su erradicación en todas partes. Este tema ya no es polémico en las capitales del mundo. Nadie defiende la esclavización. Pero los tratados internacionales definen la esclavitud de tal manera que claramente incluye la servidumbre por deuda, y la servidumbre por deuda es una institución económica significativa en algunas partes del sur de Asia. Bajo ningún punto de vista defiendo la servidumbre por deuda, pero no deberíamos sorprendernos de que las personas cuyas ganancias y su estilo de vida dependen de esta institución estén enojadas. Dado que tenemos vecinos –aun cuando no sean muchos– que piensan que el hecho de que el aborto esté permitido en los Estados Unidos convierte
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en un acto de heroísmo el asesinato de los médicos que lo practican, no deberíamos sorprendernos de que existan extraños –aun cuando no sean muchos– cuya ira los lleve a ejercer la violencia contra nosotros. No entiendo del todo la popularidad de que goza la exacerbada retórica antioccidental entre los movimientos islámicos de Egipto, Argelia, Irán y Pakistán. Pero sí conozco una de sus raíces. Para usar un lenguaje anticuado –muy adecuado en este caso–, se trata de “la cuestión de la mujer”. Hay musulmanes –muchos de ellos hombres jóvenes– que sienten que las fuerzas externas a su sociedad –fuerzas que ellos pueden pensar como occidentales o, en un momento diferente, como estadounidenses– ejercen presión sobre ellos para reconfigurar las relaciones entre hombres y mujeres. Piensan que parte de la presión viene de los medios. Nuestras películas y nuestros programas de televisión están atiborrados de indescriptible indecencia. Nuestras revistas de modas muestran mujeres sin modestia, cuya presencia en muchas calles del mundo musulmán sería –sostienen– una provocación, dado que presentan tentaciones casi irresistibles para los hombres. Esas revistan influyen en las publicaciones de sus propios países, y los empujan inevitablemente en la misma dirección. Nosotros permitimos que las mujeres naden casi desnudas junto a hombres extraños, lo cual es asunto nuestro, pero es difícil mantener las noticias de esos actos de inmodestia fuera del alcance de las mujeres y los niños musulmanes, o proteger a los hombres musulmanes de las tentaciones que esos actos inevitablemente crean. A medida que se expande Internet resulta cada vez más difícil, y sus hijos, en especial las hijas mujeres, también caerán en la tentación de pedir esas libertades. Peor aun –afirman los musulmanes–, ahora los occidentales estamos tratando de imponerles nuestra concepción del comportamiento de los hombres y las mujeres.
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Hablamos de los derechos de las mujeres, hacemos tratados que engloban esos derechos, y después queremos que los gobiernos musulmanes los hagan cumplir. Al igual que muchos habitantes de todas las naciones, yo apoyo esos tratados, claro está. Creo que las mujeres, como los hombres, deben tener el derecho al voto, a trabajar fuera de su casa y a ser protegidas de los abusos de los hombres, incluidos su padre, sus hermanos y sus maridos. Pero también sé que los cambios que traen esas libertades modificarán el equilibrio de poder entre los hombres y las mujeres en la vida cotidiana. ¿Cómo sé todo esto? Porque he vivido la mayor parte de mi vida adulta en Occidente mientras se producían las fases tardías de esa transición, y sé que el proceso aún no está completo. La historia reciente de los Estados Unidos muestra que una sociedad puede cambiar radicalmente sus actitudes –y, quizá más importante aún, sus hábitos– en relación con esas cuestiones en el transcurso de una generación. Pero también indica que algunas personas se empeñan en conservar las viejas actitudes, y que llevará tiempo completar el proceso. Las relaciones entre hombres y mujeres no son abstracciones: son parte de la textura íntima de nuestra vida cotidiana. Tenemos opiniones firmes sobre ellas y hemos heredado muchas ideas recibidas. Un hombre y una mujer pueden tener una cita; según nuestros hábitos, incluso si una mujer ofrece hacerlo, es el hombre quien paga. Si un hombre y una mujer se aproximan a la puerta de un ascensor, el hombre deja que la mujer pase primero. Si un hombre y He puesto este conflicto en boca de un musulmán. Pero la verdad es que también podría manifestarse entre no musulmanes de muchos lugares. Es menos probable que se manifieste en el África no musulmana, porque allí, en general (tal como ha señalado Amartya Sen) las mujeres tienen un lugar más igualitario en la vida pública. Véase Jean Drèze y Amartya Sen, Hunger and public action, Oxford, Clarendon Press, .
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una mujer se besan en un cine, nadie se queda mirando. Si dos hombres caminan tomados de la mano por una avenida, muchas personas se avergüenzan y esperan que sus hijos no los vean: no saben cómo explicarles lo que ocurre. La mayoría de los estadounidenses no aprueban el casamiento entre homosexuales, tienen ideas contradictorias sobre el aborto y se asombran (y se horrorizan) al enterarse de que una mujer saudí no puede obtener una licencia de conductor. Pero me atrevo a creer que no se oponen al casamiento entre homosexuales de la misma manera en que lo hacían dos décadas atrás. En efecto, hace veinte años la mayoría de los estadounidenses probablemente habrían pensado que se trataba de una idea ridícula. Por otra parte, es probable que quienes entre ellos están a favor de reconocer el casamiento entre homosexuales no tengan un conjunto simple de razones para justificarlo. Les parece correcto, quizá de la misma manera que a los que no están de acuerdo les parece incorrecto. (Y es casi seguro que no piensan en parejas abstractas, sino en Pedro y Juan o Ana y María.) Cuanto más jóvenes sean, más tenderán a pensar que el casamiento entre homosexuales no tiene nada de malo. Y si no lo hacen, a menudo será porque la vida en la iglesia, la mezquita o el templo ha reforzado en ellos las objeciones religiosas. Soy filósofo y creo en la razón. Pero una vida de enseñanza universitaria e investigación me ha enseñado que ni siquiera la persona más inteligente cambia movida sólo por la razón, y ello puede ocurrir incluso en el más cerebral de los ámbitos. Uno de los grandes eruditos de la era de posguerra, John von Neumann, solía decir, con cierta malicia, que “en matemáticas no es necesario entender las cosas; sencillamente, uno se acostumbra a ellas”. En el mundo más amplio, fuera de la academia, a la gente no siempre le importa siquiera si las cosas parecen razonables. Las conversaciones, como ya he dicho, rara vez
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garantizan la llegada a un acuerdo de pensamiento y opinión. Sin embargo, nos equivocamos si pensamos que el objeto de la conversación es persuadir y la imaginamos desarrollándose en forma de debate en el que se adjudican puntos a la Proposición y a la Oposición. Muy a menudo, tal como diría Fausto, en el comienzo está el hecho: son las prácticas y no los principios las que nos permiten vivir juntos en paz. Las conversaciones más allá de las fronteras de la identidad –ya sean nacionales, religiosas o de otro tipo– comienzan con esa suerte de inclusión imaginativa que ponemos en práctica cuando leemos una novela, miramos una película o apreciamos una obra de arte que habla de un lugar diferente del nuestro. Es por eso que uso la palabra “conversación” no sólo para referirme literalmente a una charla sino también como metáfora de la inclusión en la experiencia y las ideas de los otros. Y hago hincapié en el papel que desempeña la imaginación en este punto porque los encuentros, si se llevan a cabo de manera apropiada, son valiosos en sí mismos. La conversación no tiene que conducir indefectiblemente a un consenso respecto de nada, y menos aun respecto de los valores: alcanza con que contribuya a que las personas se acostumbren unas a otras.
6 Extraños imaginarios
Mi madre y yo estamos sentados en una gran veranda. Ocho ventiladores que cuelgan del alto cielo raso funcionan a su máxima potencia, y a través de las persianas sopla una suave brisa proveniente del jardín; es así que, a pesar del calor que hace afuera, nosotros no tenemos calor. Frente a nosotros, sobre un estrado, hay un trono vacío, con apoyabrazos y patas de bronce repujado y pulido, y respaldo y asiento cubiertos de un género que recuerda vagamente a un pañuelo de Hermès. Frente a los escalones del estrado se alinean dos columnas de gente, en su mayoría hombres, enfrentados unos a otros, sentados en taburetes y vestidos con paños envueltos alrededor del pecho que dejan los hombros al descubierto. Entre ellos se abre un camino que conduce al trono. Alrededor del trono hay otros hombres; algunos de ellos tienen un hombro cubierto, a la manera de una toga, lo que indica que su rango es más alto. Pero delante de ellos, en los escalones más elevados, hay un joven sentado con los hombros desnudos, que sostiene una sombrilla abierta sobre el trono. Se oye un suave murmullo de conversaciones. Afuera, en el jardín, chillan los pavos reales. Esperamos al asantehene, el rey de Ashanti. En Kumasi es miércoles de fiesta; el rey se sentará
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aquí durante unas horas y la gente se acercará a estrecharle la mano, decirle unas palabras, presentarle sus respetos. Finalmente, el tocador de cuerno toca el cuerno de carnero, y su sonido nos indica que ha llegado el hombre que esperábamos, el kctckchene: el jefe puercoespín, dice el cuerno, pues el puercoespín tiene una multitud de púas, y cada una de ellas simboliza un guerrero dispuesto a matar y morir por el reino. Todos permanecemos de pie hasta que el soberano se sienta en el trono. Después, cuando tomamos asiento, un coro de hombres situado en la parte trasera entona canciones en alabanza del rey, entremezcladas con el sonido de una flauta. Cuando, en el transcurso de la melodía, mi mirada se encuentra con la suya, el soberano me sonríe. Pero la mayor parte del tiempo permanece sentado, impasible; hace sólo cinco años que es el rey, pero por su apariencia da la impresión de haber gozado de esa dignidad durante toda su vida. Según las costumbres actuales, sus primeros saludos serán para los miembros de la familia real, hijos y nietos de sus predecesores en el trono. Ellos no le estrecharán la mano. Se acercarán y harán una reverencia, los hombres descubriendo los dos hombros, tal como se acostumbra ante todos los reyes de Ashanti. El resto esperará su turno. Y cuando llegue nuestro turno, cada uno de nosotros será presentado por el lingüista del rey y luego convocado para intercambiar unas palabras con el soberano. Cuando me toca a mí, el lingüista me presenta como el hijo de mi padre, como profesor de Princeton, como el portador de algunas botellas de licores holandeses (desde hace ya varios siglos, un presente muy apropiado para un miembro de la realeza africana) y de un regalo de dinero (un millón de cedis, en realidad, o unos cien dólares). Cuando me acerco para intercambiar unas palabras con él, el rey me pregunta cómo están las cosas en los Estados Unidos. c cc
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–Bien –le digo–. ¿Cuándo viajará usted nuevamente a los Estados Unidos? –Tengo que ir pronto –responde–.Voy a ver a Jim Wolfensohn. Así, el rey de Ashanti, un reino que formalmente pertenece a la moderna república de Ghana, pronto visitaría al entonces presidente del Banco Mundial. Excepto para unos pocos millones de ghaneses, este mundo es muy extraño. A los primos ingleses y los amigos estadounidenses que vienen de visita suele parecerles, al principio, maravillosamente exótico; sin duda, nuestra industria turística depende de esa respuesta. La mayoría de la gente de otros lugares pensaría que ese miércoles de fiesta pertenece a un pintoresco pasado africano, y esa sensación se confirmaría con el descubrimiento de que el rey comenzó su día con una visita para presentar sus respetos a los ennegrecidos taburetes de sus ancestros. Sin embargo, mientras lo esperábamos había gente que hablaba por teléfono celular bajo el vertiginoso giro de los ventiladores, y las personas que me siguieron cuando me acerqué a saludar al soberano eran una docena de hombres vestidos de traje, representantes de una compañía de seguros. Cuando los jefes que pasan a mi lado me saludan, me hacen preguntas sobre Princeton. Y las reuniones que se celebran en la oficina vecina a la veranda tratan de temas pertenecientes al siglo : las necesidades educacionales de los niños de esta centuria, el /sida, la universidad local de ciencia y tecnología. En cualquier lugar del mundo adonde se viaje –hoy igual que siempre– es posible encontrar ceremonias como éstas, muchas de las cuales, al igual que ésta, están enraizadas en tradiciones antiquísimas. Pero también se encontrarán en todos lados –y esto es algo nuevo– numerosos vínculos estrechos con lugares lejanos: Washington, Moscú, Ciudad de México, Pekín. Enfrente del lugar donde crecimos había una gran casa ocupada
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por varias familias, entre las que se hallaba una vasta familia con hijos varones; uno de ellos, que tenía aproximadamente mi edad, era un buen amigo mío. Ahora vive en Londres. Su hermano, que ayudó a cuidar a mi padre cuando éste estaba muriendo, vive en Japón, el país de donde proviene su esposa. Tienen otro hermano que vive en España desde hace un tiempo, y un par de hermanos más, quienes, según lo último que supe de ellos, estaban en los Estados Unidos. Algunos de ellos siguen viviendo en Kumasi, y uno o dos, en Accra. Eddie, que vive en Japón, ahora habla la lengua de su esposa. Tiene que hacerlo. Pero nunca se sintió muy cómodo con el inglés, la lengua de nuestro gobierno y de nuestras escuelas. Cuando cada tanto me llama por teléfono prefiere hablar en asante-twi. A lo largo de los años, los edificios del palacio se han expandido. Cuando yo era niño, solíamos visitar al rey anterior, mi tío abuelo político, en un pequeño edificio que los británicos le habían permitido construir a su predecesor al volver del exilio en Seychelles para ejercer una restaurada pero disminuida monarquía ashanti. Hoy ese edificio es un museo, eclipsado por la enorme casa vecina –construida por su sucesor, mi tío abuelo político– donde vive el rey actual. Al lado están las oficinas contiguas a la veranda donde estábamos sentados, recientemente construidas a instancias del rey presente, el sucesor de mi tío abuelo. Los británicos –el pueblo de mi madre–conquistaron Ashanti a principios del siglo ; ahora, a comienzos del , el palacio da la misma sensación que seguramente daba en el siglo : la de ser un centro de poder. El presidente de Ghana también viene de este mundo. Nació enfrente del palacio, en el seno del clan real Oyoko. Pero también pertenece a otros mundos: estudió en la Universidad de Oxford; es miembro de uno de los Colegios de Abogados de Londres; es católico, y tiene una foto del momento en que saludó al papa en su sala de estar.
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Kumasi es el lugar donde crecí, pero ya hace más de treinta años que no vivo en Ghana. De la misma manera que mucha gente de hoy en día –como, por ejemplo, más de cien mil ghaneses que están en Inglaterra– vivo a gran distancia del hogar de mis primeros recuerdos. Como muchos de esos ghaneses, retorno a mi país de vez en cuando, para visitar familia y amigos. Y también como muchos de esos ghaneses, cuando estoy allí siento, a la vez, que pertenezco y que no pertenezco a ese lugar. En momentos como el que pasé en el palacio, sé lo que ocurre y la gente sabe quién soy. Así, en un sentido, estoy a tono con el lugar. Nada me sorprende. Sé cómo comportarme. Por otra parte, hay cosas en Kumasi que constantemente me recuerdan que ése ya no es el lugar donde vivo. Me sorprendo irritado, por ejemplo, por el lento acontecer de las cosas, por la falta de fiabilidad que ofrecen los servicios. Si el teléfono de mi madre deja de funcionar, como suele ocurrir, no será reparado automáticamente. Alguien tiene que ir al correo central, y después mi madre tiene que esperar –días, una semana o dos, ¿quién sabe?– hasta que vengan a arreglarlo. Toda la gente con quien hablo es muy amable, pero se mueve al lento ritmo de su propio tambor. En resumen, me siento igual que el ratón de ciudad que visita a su primo del campo. Sin embargo, en realidad es mi casa de Nueva Jersey la que está situada en el campo: en las afueras de una pequeña ciudad de . habitantes, según el censo del año . Por el contrario, Kumasi es la segunda ciudad más importante de Ghana, con más de medio millón de habitantes. En su centro está el mercado Kejetia, que se extiende a lo largo de casi hectáreas; con sus miles de comerciantes que venden un alfabeto misceláneo de bienes –desde azúcar, bicicletas y carburadores, hasta yute y
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zapallitos– a menudo se dice que es el mercado más grande de África occidental. Kumasi tiene otra particularidad, algo que probablemente llama la atención de todos los turistas: la gente no para de pedir cosas. No se trata sólo de los mendigos, que abundan a menudo físicamente discapacitados: ancianos ciegos, acompañados por niños que ven, quienes suelen guiarlos hasta la ventanilla de los automóviles; víctimas de la poliomielitis que andan con muletas; leprosos con los dedos carcomidos por la enfermedad. También piden las personas comunes y corrientes. Preguntan cosas como “¿Qué me trajiste?” o “¿Puedes llevarme contigo a los Estados Unidos?” o “Cuando llegues a tu casa, ¿me enviarás un reloj?” (O un teléfono celular o una laptop.) Piden que se los ayude con las visas y los pasajes aéreos y los empleos. Podría parecer que tienen un sentido excesivamente exagerado del poder y la riqueza a que tienen acceso los habitantes del mundo industrializado. A fin de entender esos constantes pedidos es preciso comprender algo acerca de la vida en Ghana: hoy en día, igual que hace dos y hasta tres siglos, el éxito en la vida depende de la inmersión en una red de relaciones. Para obtener cosas –una licencia de conductor, un pasaporte, un permiso de construcción, un empleo– es preciso tener o conocer a alguien que tenga la posición social indicada para lograr lo que se quiere. Dado que la mayoría de las personas no están en esa posición, necesitan encontrar a alguien –un patrocinador– que cumpla con los requisitos. En una sociedad como ésa, pedirle algo a alguien equivale a invitarlo a ser patrocinador. Es un signo de que uno piensa que esa persona está en la posición adecuada para obtener cosas. En consecuencia, es una manera de demostrar respeto. Ello explica el proverbio ashanti que, de lo contrario, resulta un enigma:
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Obi tan wo a, cnsrε wo adeε. Quien te odie, nada te pedirá. c
Los romanos tenían una palabra para denominar a estas personas dependientes: la palabra clientes. Nuestra palabra “cliente” ha perdido por completo ese sentido de dependencia mutua entre patrocinador y cliente. Hoy en día, el cliente –excepto en las tiendas y en los restaurantes más pretenciosos– es el jefe. En contraste, en el mundo romano, de la misma manera que ha ocurrido en Ashanti durante los últimos siglos, el patrocinador era el jefe, y los clientes lo necesitaban para abrirse paso en el mundo. La posición del patrocinador también dependía de que fuera visto como alguien que atendía a sus clientes: el patrocinador y el peón dependen uno del otro. Éste es un pensamiento que los filósofos suelen atribuir a Hegel, quien en la Fenomenología del espíritu desarrolló su célebre análisis de la relación entre el amo y el esclavo, donde muestra cómo el amo depende del respeto del esclavo. Pero cualquier romano podría haber enseñado esa lección. El tercer libro de Horacio comienza con un poema, Odi profanum vulgus, que trata, en parte, de las cargas que ocasionan la riqueza y la posición social, las cargas que conlleva la función de patrono. Horacio habla de la seguridad que obtiene quien sólo “desea lo que le es bastante” y, en consecuencia, no corre los riesgos de pérdida que amenazan a los ricos. En uno de los primeros versos del poema, también habla de un grupo de candidatos a las elecciones que entran a la plaza pública de Roma. Uno de ellos proviene del linaje más noble, otro es un hombre elegante de buena reputación, y acerca del tercero dice Horacio: […] por su clientela lo aventaja.
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Illi turba clientium sit maior: tiene una multitud mayor de clientes. En la Roma de Augusto, tener una hueste de clientes era una fuente de estatus. Era algo que provocaba respeto; incluso posibilitaba llegar al triunfo en una elección. Para quien no es de Kumasi, ese mundo puede parecer, como ya he dicho, extraño… llamativo y pintoresco, quizá, pero indudablemente ajeno. Muchas de las cosas que preocupan a sus habitantes, muchos de los proyectos que emprenden no serán preocupaciones ni proyectos del lector. Pero eso no distingue a la gente de Kumasi de los vecinos del lector. O bien hemos renacido o bien no lo hemos hecho; de cualquier lado de esa línea que nos encontremos, estaremos en posesión de una parte del mundo que difiere de la del otro lado. Y existe la misma división entre los pentecostalistas y las anteriores denominaciones tradicionales del cristianismo presentes en Kumasi. Más importante aun, aunque al lector este mundo le resulte extraño, puede no obstante entenderlo. No sabe cómo comportarse en Kumasi, pero podría aprender, como lo hizo mi madre cuando se trasladó allí desde Inglaterra hace medio siglo. Por supuesto, tal como dirían mis familiares ashanti, cmamfrani nnyini kronkron, “el extranjero nunca alcanza la perfección”. Si, al igual que mi madre, el lector se muda a un lugar y aprende su lengua a los treinta y tantos años, no puede esperar que todo le salga bien. Y el lector puede imaginar cómo sería tener creencias que en realidad no comparte. Sin duda, no cree que sea importante mantener contentos a los antepasados mediante la colocación de ofrendas en sus ennegrecidos taburetes, pero si creyera que sus espíritus pueden influir en la vida actual, para mejor o para peor, también querría que el asantehene hiciera sus ofrendas. Quizá se sienta levemente desconcertado por los constantes pedidos de amigos y conocidos; sin embargo, una vez que se le hayan explicado los principios que subyacen a la relación entre patroc
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cinadores y clientes, tendrá la posibilidad de entender por qué lo hacen. Por último, gran parte de la vida cotidiana de Kumasi resulta profundamente familiar desde el punto de vista humano. La gente de Ghana –la gente de todas partes– compra y vende, come, lee los diarios, mira películas, duerme, va a la iglesia o a la mezquita, ríe, se casa, hace el amor, comete adulterio, asiste a funerales, muere. La mayor parte del tiempo, una vez que se le haya traducido la lengua desconocida, o se le hayan explicado algunos pequeños símbolos o hábitos poco familiares, el lector no tendrá más (ni, por supuesto, menos) problemas para entender por qué los ghaneses hacen lo que hacen que los que tiene para entender a los vecinos de su propia ciudad.
¿Por qué a los seres humanos de cualquier parte del mundo les resulta tan fácil entender Ashanti cuando visitan esta región? Una de las respuestas –la que nos darán los psicólogos culturales– es que la maquinaria de la mente es la misma en todas partes. Esa aserción tiene que ser verdadera en algún sentido. Sin embargo, debemos ser cuidadosos al analizarla. La gente de todas partes ve el rojo y el verde, el amarillo y el azul. Aun así, en todas partes hay personas que son congénitamente ciegas; también hay tetracrómatas, que ven más colores que el resto de nosotros, y personas con varios tipos de ceguera cromática, que ven menos. Los mejores músicos y matemáticos del mundo provienen de todo el planeta, pero sus maquinarias mentales tienen algo que no todos nosotros poseemos. Hay un teorema euclideano conocido como el de pons asinorum, es decir, el “puente de los asnos”.
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Se decía que quienes carecieran de competencia para las matemáticas –los asnos– no podían atravesarlo. Es posible enseñar el método Suzuki a cualquiera, pero sólo unos pocos terminarán tocando como Yo-Yo Ma. ¿En qué sentido son universales las capacidades cognitivas para las matemáticas y para la música? En todos lados encontramos personas que son amables y demuestran empatía, pero también hay sociópatas y psicópatas desparramados por el planeta. ¿En qué sentido son universales la amabilidad y la empatía? En cada caso, la respuesta no es que todo ser humano tiene esos rasgos o esas capacidades, sino que tales rasgos o capacidades están presentes en todo grupo lo suficientemente numeroso de miembros de nuestra especie; en particular, son la norma estadística de toda sociedad. Ahora bien, el hecho de que tales habilidades y capacidades particulares estén distribuidas de esa manera es bastante contingente. Podría haber ocurrido que existiera un valle donde todos fueran ciegos al rojo y al verde. Antropólogos, psicólogos y lingüistas acudirían en tropel a ese lugar y, tal como insinuó H. G. Wells en El país de los ciegos, bien podría ocurrir que fueran los visitantes quienes estuvieran en desventaja. (Muchos de nuestros semejantes mamíferos se las arreglan bastante bien sin la visión de colores.) Aun así, es de presumir que es justamente porque no hay tal lugar que existe un modelo según el cual funcionan los términos cromáticos básicos en todas las lenguas humanas. Tal como lo mostraron Brent Berlin y Paul Kay en su libro Basic color terms: Their universality and evolution, existe un modelo intercultural (bastante complejo) del funcionamiento de los términos cromáticos básicos. Un término cromático básico es, a grandes rasgos, un término que designa un color –como “azul” pero no como “azul cielo”– cuyo significado no está compuesto de partes significativas. Las lenguas varían en la cantidad de términos cromáticos básicos; sin embargo, según sostienen Berlin y
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Kay, la evidencia muestra que todas tienen “blanco” y “negro” y que, si agregan otros términos cromáticos básicos, lo hacen en la misma secuencia, comenzando por “rojo”, seguido de “amarillo” o “verde”, hasta llegar a un total de once colores básicos. Los estudios posteriores no confirmaron todos los detalles de esta explicación; sin embargo, en líneas generales, la teoría de Berlin y Kay es ampliamente aceptada en la actualidad. El lenguaje de los colores es un buen ejemplo de la manera en que las características básicas de la mayoría de la gente normal –el funcionamiento de nuestras retinas y de nuestra corteza visual, y nuestra capacidad innata de aprender una lengua– se configuran mediante la experiencia y la cultura. Alguien que se hubiera criado en el interior de una casa donde todo estuviera pintado de blanco y negro, que sólo se vistiera de esos colores, que estuviera rodeado de personas vestidas de la misma manera, y que sólo conociera alimentos blancos y negros, etc., no entendería más que esos dos términos cromáticos (y, por supuesto, los nombres de los colores que es posible encontrar en el cuerpo humano). Por otra parte, el hecho de que tengamos una palabra para denominar el color púrpura no sólo depende de que hayamos visto alguna vez ese color, sino de los recursos de nuestra lengua. El análisis intercultural revela que verdaderamente existen algunos rasgos mentales básicos que son universales, en el sentido de que son normales en todas partes. También ha confirmado, para el caso, que algunos rasgos inusuales –la incapacidad de relacionarse con otras personas, que llamamos “autismo”– también están presentes en todas las poblaciones humanas. Al asentarse sobre esos rasgos, sobre nuestra naturaleza biológica, Brent Berlin y Paul Kay, Basic color terms: Their universality and evolution, Berkeley, University of California Press, .
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las culturas producen una amplia variedad, pero también mucho de lo mismo. Una de las razones por las que estas cosas ocurren es que en el ámbito de la cultura, de la misma manera que en el de la biología, nuestro entorno humano presenta problemas similares; y las sociedades, al igual que la selección natural, a menudo eligen la misma solución porque es la mejor que tienen a mano. En su libro Human universals, Donald Brown incluye un capítulo fascinante –titulado “The universal people”– donde describe muchos de los rasgos que los seres humanos compartimos. Como ocurre con toda producción académica, contiene algunas aserciones que otros académicos serios rechazarían. No obstante, es difícil resistirse a la evidencia de que, comenzando por nuestra biología común y los problemas que atañen a la condición humana (y en el supuesto de que quizá compartamos rasgos culturales debido a que tenemos los mismos orígenes), las sociedades humanas han llegado a tener muchas cosas significativas en común. Entre ellas se cuentan prácticas como la música, la poesía, la danza, los casamientos, los funerales; los valores que se asemejan a la cortesía, la hospitalidad, la modestia sexual, la reciprocidad, la resolución de los conflictos sociales; conceptos tales como “bien” y “mal”,“correcto” e “incorrecto”, “padres” e “hijos”, “pasado”, “presente” y “futuro”. “Si un león pudiera hablar –escribió Ludwig Wittgenstein– nosotros no podríamos entenderlo.”Con ello quiso decir que es nuestra naturaleza humana compartida lo que nos permite entendernos mutuamente. Pero mi habilidad para establecer un vínculo con los habitantes de una aldea china, o la habilidad del lector para darse cuenta de lo que ocurre en Kumasi, en Kuala Lumpur o en Kalamazoo no sólo depende de lo que compartimos todos los seres huma Donald Brown, Human universals, Boston, McGraw-Hill, .
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nos. Cuando dos personas normales se encuentran, no sólo comparten lo que comparten todos los seres humanos normales, sino muchas otras cosas. Ése es uno de los resultados del constante contacto entre sociedades producido por nuestros hábitos itinerantes y por el comercio de bienes, tanto físicos como simbólicos, que ahora nos vinculan a todos. La curiosidad cosmopolita por los otros pueblos no necesariamente comienza por buscar en cada encuentro los rasgos que compartimos todos los seres humanos. En algunos encuentros, comenzamos por alguna cosa pequeña que compartimos dos personas singulares. En todo el mundo hay gente fascinada por la astrología, los insectos, la historia de la guerra, o por las paradojas de Zenón, y ninguno de estos intereses es un universal humano. (Yo fracasé en mi búsqueda de personas interesadas en las paradojas de Zenón en tres continentes.) No obstante, intereses como éstos pueden vincular –y vinculan– a personas de diferentes sociedades. La conclusión es muy obvia: los puntos de entrada a las conversaciones entre distintas culturas son cosas compartidas por quienes participan en la conversación. No es necesario que se trate de universales; sólo es necesario que se trate de lo que esas personas tienen en común. Una vez que hayamos encontrado suficientes cosas en común, existe la posibilidad adicional de que seamos capaces de complacernos en descubrir cosas que aún no compartimos. Ése es uno de los beneficios de la curiosidad cosmopolita: podemos aprender unos de otros o, sencillamente, sentirnos intrigados por las maneras alternativas de pensar, sentir y actuar. He aquí una pista para desarrollar una réplica –que en mi opinión es importante y muy incisiva– a una de las formas más comunes del escepticismo en relación con la empresa cosmopolita. El escéptico dice: “Usted me pide que me interese por todos los demás. Pero a los seres humanos sólo nos interesa la
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gente con quien compartimos una identidad: nacional, familiar, religiosa, etc. Y esas identidades adquieren su energía psicológica del hecho de que para cada grupo incluyente hay un grupo excluido. Amar a los Estados Unidos implica, en parte, odiar –o, al menos, rechazar– a todos los enemigos de los Estados Unidos: la amistad es la hija del conflicto. Y el problema con la humanidad como identidad es que, hasta que comience la Guerra Interplanetaria, no existe un grupo excluido que genere la energía vinculante que necesita todo grupo incluyente”. (A veces, los humanistas se aprestan a responder que los animales constituyen ese grupo excluido. A mí me parece que eso falsea la psicología humana; creo que los grupos excluidos tienen que estar formados por personas: criaturas con un lenguaje, proyectos y una cultura.) La fuerza de la objeción no radica en nuestra imposibilidad de sentir un interés moral por los extraños, sino en el hecho de que ese interés no puede sino ser abstracto, carente de la calidez y el poder que emanan de la identidad compartida. En el sentido pertinente, la humanidad no es en absoluto una identidad. Supongamos, por el momento, que esa aserción es correcta. (Aunque, como el lector comprobará al final del capítulo , yo creo que esa objeción falla seriamente en la comprensión de un aspecto.) Aun así, la vinculación con extraños siempre será la vinculación con extraños particulares, y a menudo se sentirá la calidez que proviene de la identidad compartida. Algunos cristianos estadounidenses envían dinero a sus semejantes cristianos del sur de Sudán; a través de International , algunos escritores participan en campañas por la libertad de otros escritores que han sido encarcelados en diferentes partes del mundo; las mujeres de Suecia trabajan por los derechos de las mujeres de Asia septentrional; los indios del Punjab se preocupan por la suerte que corren los punjabis en Canadá y en Gran Bretaña.
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Yo me preocupo por algunas personas de otros lugares, cuya situación de opresión me interesa particularmente sólo porque he leído sus escritos filosóficos, he admirado sus novelas, las he visto jugar partidos de tenis espectaculares por televisión. Y ello también ocurre con el lector, si cambiamos los ejemplos para que resulten aplicables. El problema de la comunicación intercultural puede parecer inmensamente difícil en teoría, cuando intentamos imaginar en abstracto la comprensión de un extraño. Pero la antropología nos proporciona una gran lección al mostrar que, cuando el extraño ya no es imaginario, sino real y presente –alguien que comparte conmigo una vida social humana– podrá gustarme o no gustarme, podré estar de acuerdo o en desacuerdo con él, pero, si eso es en realidad lo que ambos queremos, terminaremos entendiéndonos mutuamente.
7 La contaminación cosmopolita
Quienes se quejan de la homogeneidad producida por la globalización a menudo no perciben que ésta es, al mismo tiempo, una amenaza para la homogeneidad. Ello puede observarse con tanta claridad en Kumasi como en cualquier otra parte. La capital de Ashanti es accesible para cualquiera –desde el punto de vista emocional, intelectual y, claro está, material– y está integrada a los mercados globales, pero nada de eso la vuelve occidental, estadounidense o británica: sigue siendo Kumasi. Sin embargo, y justamente porque es una ciudad, no es en absoluto homogénea. Inglesas, alemanas, chinas, sirias, libanesas, burkinesas, marfileñas, nigerianas, indias: en Kumasi hay familias que responden a cada una de esas descripciones. Hay gente de Ashanti cuyos ancestros vivieron allí a lo largo de siglos, pero también familias hausa que viven en ese lugar hace siglos. También hay personas de todas las regiones, que hablan las numerosas lenguas de Ghana.Y si bien en la actualidad los habitantes de Kumasi provienen de lugares mucho más variados que hace cien o doscientos años, ya en aquellos tiempos había gente que iba y venía. No sé quién fue el primer ashanti que hizo la peregrinación a La Meca, pero su viaje habrá seguido rutas comerciales que son mucho más antiguas que el reino. Oro, sal, nueces de cola, y –¡ay!–
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esclavos han conectado mi ciudad natal con el resto del mundo durante mucho tiempo. Y el comercio implica viajeros. Si se piensa la globalización como algo nuevo y reciente, el eclecticismo étnico de Kumasi no es el resultado de ese proceso. Pero si salimos de Kumasi y recorremos apenas una pequeña distancia –unos cincuenta kilómetros en la dirección correcta– y abandonamos el camino principal para tomar uno de los muchos caminos secundarios de laterite rojo, cubiertos de baches, pronto veremos aldeas que son bastante homogéneas. La mayoría de sus habitantes han estado en Kumasi y han visto el gran mundo de la ciudad, políglota y diverso. Sin embargo, en el lugar donde viven se habla una sola lengua cotidiana (además del inglés de las escuelas estatales), y hay unas pocas familias ashanti inmersas en un estilo de vida agrario que se basa en cultivos antiguos, como la batata, y otros más nuevos, como el cacao, que llegó a fines del siglo como producto comercial de exportación. Pueden o no tener electricidad (si están lo suficientemente cerca de Kumasi, es probable que sí). Cuando se habla de la homogeneidad producida por la globalización, se hace referencia a lo siguiente: los aldeanos tienen radios, por lo que será posible entablar conversaciones sobre temas como el mundial de fútbol, Mohamed Alí, Mike Tyson y el hip-hop; y también es probable que haya botellas de Guinness o de Coca-Cola (además de Star o Club, las deliciosas cervezas de Ghana). Por otra parte, la lengua que se usa en la radio no será una lengua internacional; los equipos de fútbol más conocidos serán ghaneses, y… ¿qué se puede decir de alguien, de su alma, por el dato de que bebe Coca-Cola? Si bien actualmente esas aldeas están conectadas con más lugares que hace un par de siglos, su homogeneidad sigue siendo local. En la era de la globalización –tanto en Ashanti como en Nueva Jersey– la gente forma bolsones de homogeneidad. ¿Son esos
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bolsones de homogeneidad menos distintivos que los que se formaban hace un siglo? Lo son, pero en su mayor parte para bien. Ahora hay más gente que tiene acceso a medicamentos efectivos, al agua potable, así como a las escuelas. Si como suele ocurrir hay lugares donde faltan esos recursos, no se trata de una cuestión para celebrar sino para deplorar. Y cualquiera sea la pérdida de diferencia que se haya producido, la gente inventa constantemente nuevas formas de diferencia: nuevos peinados, nuevas jergas; incluso, de vez en cuando, nuevas religiones. Nadie puede decir que las aldeas del mundo sean –o estén a punto de volverse– ni remotamente iguales. Entonces, ¿por qué a veces los habitantes de esos lugares sienten que su identidad está amenazada? Porque el mundo, su mundo, está cambiando, y hay personas a quienes eso les disgusta. El empuje de la economía mundial –piénsese en esas plantas de cacao cuyos chocolates se comen en todo el mundo– creó parte de la vida que viven ahora los habitantes de esas aldeas. Si cambia la economía –si los precios del cacao colapsan otra vez, como ocurrió a principios de la década de –, tendrán que buscar nuevos cultivos o nuevas formas de subsistencia. Eso es inquietante para algunos (de la misma manera que es excitante para otros). Los misioneros llegaron hace bastante tiempo y, en consecuencia, muchos de esos aldeanos son cristianos, incluso si también conservan algunos de los ritos más antiguos. Pero nuevos mensajeros pentecostales desafían a sus iglesias y condenan los antiguos ritos tildándolos de idolátricos. Una vez más, a algunos les gusta que ocurra eso, y a otros no. Sin embargo, lo que más está cambiando son las relaciones. Cuando mi padre era joven, un hombre que habitaba en una aldea trabajaba tierras que le había concedido un jefe, y los miembros de su abusua, su clan matriarcal (incluidos sus
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hermanos varones más jóvenes), las trabajaban con él. Cuando se necesitaban más brazos en la época de la cosecha, el hombre contrataba trabajadores golondrina que venían del Norte. Si era necesario construir una casa nueva, aquél organizaba la construcción. También debía asegurarse de que las personas a su cargo estuvieran alimentadas y vestidas, de que los niños recibieran educación, de que se llevaran a cabo y se pagaran las bodas y los funerales. Con el tiempo, se suponía que tanto su tierra como sus responsabilidades pasarían a uno de sus sobrinos. Hoy en día, todo eso ha cambiado. Los precios del cacao no se han mantenido a la altura del costo de la vida. Los del combustible han encarecido el transporte de los cultivos. Y en las ciudades, así como en otras partes del país y del mundo, hay nuevas posibilidades para los jóvenes. Hubo una época, quizá, en que habría sido posible ordenar a los sobrinos y sobrinas que se quedaran. Ahora tienen el derecho de irse; a fin de cuentas, puede ocurrir que no se gane el dinero suficiente para alimentarlos, vestirlos y educarlos a todos. Es así que los tiempos de la familia agricultora exitosa ya se han ido, y quienes se habían establecido en ese estilo de vida están descontentos de ver que todo eso va quedando en el pasado, tal como ocurre con algunas de las familias estadounidenses cuyas tierras son acumuladas por gigantescas empresas agricultoras. Podemos solidarizarnos con ellos, pero no obligar a sus hijos a que se queden en nombre de la protección de su auténtica cultura, ni permitirnos subsidiar indefinidamente miles de distintas islas de homogeneidad que ya no tienen sentido desde el punto de vista económico. Y tampoco deberíamos querer hacerlo. Los cosmopolitas pensamos que la variedad humana es importante porque las personas tienen derecho a acceder a las opciones que necesi-
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ten para configurar sus vidas en compañía de otros. Lo que dijo John Stuart Mill hace más de un siglo en Sobre la libertad acerca de la diversidad en el interior de una sociedad funciona igualmente bien como argumento en favor de la variedad en todo el planeta: Aunque no hubiera más razón que la diversidad de gustos de las personas, ello sería suficiente para no intentar modelarlas a todas con arreglo a un patrón exclusivo. Pues personas diferentes requieren condiciones diferentes para su desarrollo espiritual, y no pueden coexistir en la misma atmósfera moral más de lo que diferentes variedades de plantas pueden hacerlo bajo las mismas condiciones físicas, atmosféricas o climáticas. Las mismas cosas que ayudan a una persona a cultivar su naturaleza superior se convierten en obstáculos para otra cualquiera. […] Si no hubiera semejante diversidad en su manera de vivir, no podrían ni obtener su parte de dicha ni llegar a la altura intelectual, moral y estética de que su naturaleza es capaz. Si aspiramos a preservar un amplio margen de condiciones humanas porque ello permite que más personas libres accedan a las mejores oportunidades para hacer su propia vida, no queda lugar para imponer la diversidad encerrando a algunas personas en una clase de diferencia de la que ellas anhelan escapar. Ni más ni menos, no existe una manera decente de sostener aque-
John Stuart Mill, On liberty, en Essays on politics and society, ed. por John M. Robson, The collected works of John Stuart Mill, Toronto, University of Toronto Press, , vol, , p. . [La cita pertenece a la edición española: John Stuart Mill, Sobre la libertad, en Sobre la libertad/ El utilitarismo, Madrid, Hyspamérica, , p. .]
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llas comunidades de diferencia que no sobrevivirían sin la libre lealtad de sus miembros.
Incluso si concedemos que nadie debería ser obligado a sostener prácticas culturales auténticas, podríamos suponer que a un cosmopolita le corresponde ponerse del lado de quienes andan por el mundo “preservando la cultura” y oponiendo resistencia al “imperialismo cultural”. Pero detrás de esos eslóganes a menudo se encuentran supuestos curiosos. Consideremos la “preservación de la cultura”. Una cosa es proporcionar ayuda a las personas para que sostengan artes que quieren sostener. Estoy absolutamente a favor de los festivales de bardos galeses financiados por el Consejo Galés de las Artes, que se llevan a cabo en Llandudno, siempre y cuando haya gente que desee recitar y otra que esté dispuesta a escuchar. Me encanta el Centro Cultural Nacional de Ghana que funciona en Kumasi, donde se puede aprender percusión y danzas tradicionales akan, en especial porque las clases son muy animadas y rebosan de asistentes. Que se restaure el repertorio de películas viejas de Hollywood en estado de deterioro; que se continúe con la preservación de manuscritos de nórdico, chino y etíope antiguos; que se graben, transcriban y analicen las narraciones orales de los malayos, los masai y los maoríes: todas esas cosas son parte valiosa de nuestro patrimonio humano. Pero preservar la cultura –en el sentido de los productos culturales, concebidos en sentido amplio– no es lo mismo que preservar las culturas.Y los preservadores de culturas se abocan a tratar de asegurar que los huli de Papúa-Nueva Guinea o, para el caso, los sikhs de Toronto o los hmong de Nueva Orleans
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mantengan sus costumbres “auténticas”. Sin embargo, ¿qué hace que una expresión cultural sea auténtica? ¿Tenemos que detener la importación de gorras de béisbol en Vietnam, de manera que los zao continúen usando sus coloridos tocados rojos? ¿Por qué no les preguntamos a los zao? ¿No deberían elegir ellos? “Ellos no tienen una posibilidad real de elegir”, podrían decir los preservacionistas culturales. “Hemos inundado su mercado de ropa occidental barata, y ya no pueden pagar la seda que solían usar. Si tuvieran lo que realmente quieren, seguirían usando atuendos tradicionales.” Nótese que ya no se trata de un argumento relacionado con la autenticidad: lo que se afirma es que esas personas ya no pueden pagar para hacer algo que realmente les gustaría hacer, algo que expresa una identidad que les importa y que quieren sostener. Éste es un problema genuino, que aflige a los miembros de muchas comunidades: son demasiado pobres para llevar la vida que les gustaría. Entonces, la conclusión es que deberíamos tratar de ayudarlos a que se enriquezcan. Pero yo diría que resulta tanto peor para la autenticidad si se enriquecen y continúan usando remeras. No es que éste pueda ser un problema en el mundo real. Quienes cuentan con los recursos, por lo general se complacen en usar atuendos tradicionales de vez en cuando. Los chicos estadounidenses se ponen un esmoquin para la fiesta de graduación. En una oportunidad fui padrino de una boda escocesa, y el novio, por supuesto, usó una kilt. (Yo usé un kεntε.Andrew Oransay, que nos acompañó con la gaita mientras íbamos camino al altar, en un momento me susurró al oído: “Henos aquí, cada uno con su atuendo tribal”.) En Kumasi, la gente que puede pagarlos adora ponerse sus kεntε, especialmente los más “tradicionales”, tejidos con coloridas tiras de seda en la ciudad de Bonweri, como es costumbre desde hace un par de siglos. (Una de las causas por las que han subido los precios es la demanda fuera de Ashanti.
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En la actualidad, un buen kεntε para hombre cuesta más de lo que gana un ghanés medio en el transcurso de un año. ¿Está mal eso? No para la gente de Bonweri.) Sin embargo, la búsqueda de una cultura primordialmente auténtica puede asemejarse a la tarea de pelar una cebolla. Los artículos textiles que la mayoría de la gente considera paños tradicionales de África occidental se conocen como “estampados de Java”, y llegaron con los batiks javaneses que vendían, y a menudo también producían, los holandeses. El atuendo tradicional de las mujeres herero deriva de un atavío que llevaban los misioneros alemanes del siglo ; sin embargo, no cabe duda de que es herero, en especial porque las telas tienen una gama de colores distintivamente poco luterana. Y algo así ocurre con nuestros kεntε: la seda fue siempre importada, comerciada por los europeos y producida en Asia. Alguna vez, esta tradición fue una innovación. ¿Deberíamos, por esa razón, rechazarla como no tradicional? ¿Hasta dónde debe remontarse uno? ¿Tendríamos que condenar a los jóvenes de la Universidad de Ciencia y Tecnología, situada a pocos kilómetros de Kumasi, porque usan togas de estilo europeo para la graduación y colocan sobre ellas estolas kεntε (como han comenzado a hacerlo ahora también en Howard y Morehouse)? Las culturas están hechas de continuidades y cambios, y la identidad de una sociedad puede sobrevivir a través de esos cambios, de la misma manera que cada individuo sobrevive a las alteraciones producidas durante las “siete edades del hombre” del soliloquio de Jacques.
“ ” Los preservacionistas culturales suelen construir sus argumentos invocando los males del “imperialismo cultural”. Y sus
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víctimas no son necesariamente los “nativos” antes colonizados. De hecho, los franceses prefieren hablar del “imperialismo cultural” para explicar por qué a su pueblo le gusta mirar películas estadounidenses y visitar páginas de Internet en inglés. (Évidemment, el gusto estadounidense por el cine francés es algo que debería ser alentado.) Se trata de un argumento muy extraño. Ningún ejército, ninguna amenaza de sanciones, ni alarde de poder militar impone el cine de Hollywood a los franceses. Creo que aquí hay un problema genuino, pero no es el imperialismo. La industria cinematográfica de Francia necesita un subsidio gubernamental. No hay duda de que esto se debe, en parte, a que los estadounidenses tienen la ventaja de hablar una lengua que tiene muchos más hablantes que la de Francia (aunque ésta no puede ser la única explicación, dado que la industria cinematográfica británica también parece necesitar un subsidio). No obstante, cualquiera sea la razón, los franceses querrían que una cantidad significativa de sus películas, que miran a la par de todas esas películas estadounidenses, se enraizara profundamente en la vida francesa. Dado que los filmes suelen ser maravillosos, el hecho de subsidiarlos también ha enriquecido el tesoro de la experiencia cultural cosmopolita. Hasta aquí, creo, está todo bien. Lo que justificaría una genuina preocupación sería que a través de la Organización Mundial de Comercio los Estados Unidos intentara prohibir esos subsidios impulsados por razones culturales. Incluso allí, la mayoría de nosotros piensa que es absolutamente apropiado subsidiar programas de la televisión pública. Eximimos de impuestos a nuestras compañías de ópera y ballet; las ciudades y los estados subsidian los estadios deportivos. Establecer qué porción de la cultura pública requerida por los ciudadanos de una nación democrática puede ser pro-
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ducida sólo por el mercado es una cuestión empírica, y no algo que deba resolverse apelando a la ideología de libre mercado. No obstante, conceder esto no equivale a aceptar lo que quieren los teóricos del imperialismo cultural. A grandes rasgos, la perspectiva que subyace a su posición es la siguiente: existe un sistema capitalista mundial que tiene un centro y una periferia; en el centro –Europa y los Estados Unidos– hay un conjunto de corporaciones multinacionales; algunas de ellas están en el negocio de los medios; los productos que venden en todo el mundo promueven los intereses del capitalismo en general; alientan no sólo el consumo de películas, televisión y revistas, sino también el de otros productos del capitalismo multinacional que no se relacionan con los medios. Herbert Schiller, un destacado crítico del “imperialismo mediático-cultural”, afirma que “el imaginario y las perspectivas culturales del sector dominante constituyen el centro que configura y estructura la conciencia del sistema en general”. Quienes creen este relato confunden los libretos que usan los empresarios de revistas y televisión para vender espacio publicitario con una descripción de la realidad. Sin embargo, la evidencia no sostiene esta teoría. Da la casualidad de que los investigadores realmente salieron al mundo a explorar las respuestas a la exitosa serie Dallas en Holanda y entre árabes israelíes, inmigrantes judíos marroquíes, integrantes de kibbutz, y nuevos inmigrantes rusos en Israel. Examinaron el contenido real de los medios televisivos –cuya penetración de la vida cotidiana excede con creces la de la cinematografía– en Australia, Brasil, Canadá, la India y México. Observaron cómo la cultura popular estadounidense Citado en Larry Strelitz, “Where the global meets the local: Media studies and the myth of cultural homogenization”, en Transnational Broadcasting Studies, Nº , primavera/verano de , disponible en línea: .
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fue adoptada por los artistas de Sophiatown, en Sudáfrica. Debatieron sobre Days of our lives y The bold and the beautiful con estudiantes zulúes provenientes de contextos tradicionales. Y descubrieron dos cosas, que quizás el lector ya haya adivinado. En primer lugar, que si hay un producto local –como ocurre en Francia, pero también en Australia, Brasil, Canadá, la India, México y Sudáfrica– mucha gente lo prefiere, en especial en lo que respecta a la televisión. En Ghana, durante más de una década el único programa sobre el que podía conversarse con casi todo el mundo era una telenovela local hablada en twi, llamada Osofo Dadzie; se trataba de un programa alegre, que en cada episodio transmitía un mensaje serio relacionado con los problemas de la vida cotidiana. Y sabemos –¿o no?– cómo los mexicanos aman sus telenovelas.* (De hecho, incluso lo sabe la gente de Ghana, donde también se transmiten, en una versión crudamente doblada al inglés.) La investigación académica confirma que la gente suele preferir la programación televisiva más cercana a su propia cultura. (Los éxitos de Hollywood tienen un estatus especial en el mundo; pero en este caso, según suelen quejarse los críticos de cine estadounidenses, la naturaleza del producto –densa en las secuencias de acción, liviana en el humor ingenioso– está determinada, en parte, por lo que funciona en Bangkok y Berlín. Desde Ien Ang, Watching Dallas: Soap opera and the melodramatic imagination, Londres, Methuen, ; Tamar Liebes y Elihu Katz, The export of meaning: Cross-cultural readings of Dallas, Nueva York, Oxford University Press, ; John Sinclair, Elizabeth Jacka y Stuart Cunningham (eds.), New patterns in global television: Peripheral vision, Nueva York, Oxford University Press, ; Rob Nixon, Homelands, Harlem and Hollywood: South African culture and the world beyond, Nueva York, Routledge, ; Strelitz, op. cit. * En español en el original. [N. de la T.] Véase J. D. Straubhaar, “Beyond media imperialism: Asymmetrical interdependence and cultural proximity”, en Critical Studies in Mass Communications, Nº , , pp. -.
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el punto de vista de los teóricos del imperialismo cultural, éste es un caso en el que el imperio ha contraatacado.) En segundo lugar, la investigación demuestra que la respuesta de la gente a estos productos estadounidenses depende de su contexto cultural. Cuando el especialista académico en medios Larry Strelitz habló con los estudiantes de KwaZulu-Natal, comprobó que éstos no eran en absoluto receptáculos pasivos. Uno de ellos, Sipho, afirmó que era un “zulú muy, pero muy sólido” y que había aprendido algunas cosas “en especial sobre relaciones” al mirar la novela estadounidense Days of our lives. El programa fortaleció su opinión según la que “si un muchacho puede decirle a una mujer que la ama, ella tendría que estar en condiciones de hacer lo mismo”. Más aun, después de mirar el programa, Sipho entendió que “deberían permitirme hablar con mi padre. Él debería ser mi amigo y no sólo mi padre […]”. Uno duda de que ése haya sido el mensaje que se proponía difundir el sector dominante del capitalismo multinacional. Pero la respuesta de Sipho también confirmó algo que se ha descubierto una y otra vez: los consumidores culturales no son cándidos, sino que pueden resistirse. Así, el estudiante dijo: En nuestra cultura, se espera que una chica entable relaciones amorosas a los años aproximadamente. En la cultura occidental, una chica ya puede ser expuesta a una relación a los o . Eso no debería ser adoptado por nuestra cultura. Otra cosa que no deberíamos adoptar de la cultura occidental es la manera en que tratan a la gente mayor. No me gustaría que un miembro de mi familia fuera internado en un hogar de ancianos. Las citas de Sipho, el estudiante zulú, son de Larry Strelitz, Where the global meets the local: South African youth and their experience of the global media, Tesis de doctorado, Rhodes University, , pp. -.
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Por más que los “hogares de ancianos” que se ven en las telenovelas estadounidenses sean lugares seguros llenos de gente amable, Sipho no compra la idea. Los televidentes holandeses de Dallas, lejos de ver en la serie los placeres del consumo conspicuo entre los súper-ricos –el mensaje que los teóricos del “imperialismo cultural” perciben en cada episodio– encuentran en ella un recordatorio de que el dinero y el poder no protegen de la tragedia. Los árabes israelíes ven un programa que confirma que las mujeres maltratadas por su marido deberían retornar con su padre. Las telenovelas mexicanas recuerdan a las mujeres ghanesas que, cuando hay sexo de por medio, no es posible confiar en los hombres. Si las telenovelas trataran de decirles lo contrario, ellas no lo creerían. Decir que el imperialismo cultural estructura la conciencia de los habitantes de la periferia equivale a tratar a Sipho y a sus semejantes como tabulae rasae sobre las que el dedo móvil del capitalismo global escribe su mensaje, dejando atrás otro consumidor homogeneizado a medida que avanza. Equivale a tratarlos con profunda condescendencia. Y no es cierto.
Gran parte de esta queja sobre los efectos culturales de la globalización se apoya en una imagen de cómo era el mundo: una imagen tan poco realista como atractiva. Nuestra guía para encontrar qué falla en esta posición bien puede ser otro africano: Publius Terentius Afer, a quien conocemos como Terencio, nacido esclavo en Cartago, en el norte de África, y llevado a Roma a fines del siglo d.C. No pasó mucho tiempo antes de que escribiera obras muy admiradas por la élite literaria de la ciudad;
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obras ingeniosas y elegantes que son, junto con las primeras –menos cultas– de Plauto, todo lo que esencialmente nos queda de la comedia romana. El estilo particular de la escritura de Terencio –su libre incorporación de obras griegas más antiguas en una sola pieza latina– era denominado “contaminación” por los littérateurs romanos. Se trata de un término muy sugerente. Cuando se habla en favor de un ideal de pureza cultural, apoyando la cultura auténtica de los ashanti o de la granja familiar estadounidense, me siento inclinado a ver en la contaminación el nombre del ideal opuesto. Terencio había captado con notable agudeza la gama de variedad humana: “Tantos hombres, tantas opiniones” fue una de sus observaciones. Y es en su comedia El que se atormenta a sí mismo donde se encuentra lo que ha probado ser la regla de oro del cosmopolitismo: Homo sum: humani nil a me alienum puto. “Soy humano, y nada humano me es ajeno.” El contexto es iluminador: el protagonista de la obra, un granjero entrometido llamado Cremes, oye que su exhausto vecino lo envía a ocuparse de sus propios asuntos, y replica con el desenfadado credo del homo sum. Lejos de tratarse de una ley de alto vuelo, es un mero argumento en favor de los chismes. Por otra parte, los chismes –la fascinación que siente la gente por los pequeños actos de otra gente– comparten una raíz central con la literatura. No cabe duda de que la idea de contaminación no tiene un exponente más vívido que Salman Rushdie, quien ha hecho hincapié en que la novela que ocasionó su fatwa “celebra el hibridismo, la impureza, la entremezcla, la transformación que resulta de nuevas e inesperadas combinaciones de seres humanos, culturas, ideas, políticas, películas, canciones. Se regocija en el mestizaje y teme el absolutismo de lo Puro. Mélange, mezcolanza, un poco de esto y un poco de aquello: así es como ingresa lo nuevo en el mundo. Ésa es la gran posibilidad que la
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migración de masas ofrece al mundo, y yo he tratado de abrazarla”. Pero no fue necesario que existiera la migración moderna de masas para que surgiera esta posibilidad. Los primeros cínicos y estoicos llevaron su contaminación desde los lugares donde habían nacido hasta las ciudades griegas donde impartieron sus enseñanzas. Muchos eran extraños en esos lugares; el cosmopolitismo fue inventado por contaminadores cuyas migraciones eran solitarias. Y en general no todas las migraciones que contaminaron el mundo fueron modernas. El imperio de Alejandro modeló tanto la escultura de Egipto como la del norte de la India; primero los mongoles y después los mogoles configuraron grandes extensiones de Asia; las migraciones bantúes poblaron medio continente africano. Los estados islámicos se extienden desde Marruecos hasta Indonesia; el cristianismo llegó a África, Europa y Asia en el transcurso de unos pocos siglos posteriores a la muerte de Jesús de Nazaret; hace ya mucho tiempo que el budismo migró desde la India para diseminarse por gran parte del este y sudeste de Asia. Los judíos y muchos descendientes de chinos hace tiempo ya que viven en vastas diásporas. Los comerciantes de la Ruta de la Seda cambiaron el estilo de la élite italiana; alguien llevó alfarería china para enterrar en las tumbas swahili del siglo . Alguna vez oí decir que las gaitas fueron inventadas en Egipto y llegaron a Escocia con la infantería romana. Ninguno de esos procesos es moderno. No cabe duda de que puede existir un utopismo fácil y espurio de la “mezcla”, de la misma manera que existe el de la “pureza”. Aun así, la verdad humana más abarcadora está del lado de la contaminación de Terencio. No necesitamos –nunca hemos necesitado– una comunidad establecida y un sistema homogéneo de Salman Rushdie, Imaginary homelands: Essays and criticism, -, Londres, Granta Books, , p. .
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valores para tener un hogar. La pureza cultural es un oxímoron. Lo más probable es que, desde el punto de vista cultural, el lector ya esté viviendo una vida cosmopolita, enriquecida por la literatura, el arte y las películas que vienen de numerosos lugares y que contienen influencias de muchos más. Y las marcas del cosmopolitismo en aquella aldea ashanti –el fútbol, Mohamed Alí, el hip-hop– ingresaron en la vida de esos aldeanos de la misma manera que han ingresado en la nuestra, no en forma de trabajo, sino de placer. Hay algunos productos y marcas occidentales que atraen a los habitantes del resto del mundo porque son vistos como occidentales, como modernos: McDonald’s y Levis, por ejemplo. Pero incluso en estos casos, la significación cultural no es algo que las corporaciones sencillamente decreten. La gente usa Levis en todos los continentes; en algunos lugares, los Levis son informales; en otros son elegantes. También la Coca-Cola se consigue en todos los continentes. En Kumasi se sirve en los funerales, pero no ocurre así, según mi experiencia, en el oeste de Inglaterra, donde se prefiere el té indio con leche. El punto es que la gente de cada lugar establece sus propios usos, incluso de los productos globales más famosos. Un cosmopolitismo sostenible tempera el respeto por la diferencia con el respeto por los seres humanos actuales, y con un sentimiento que ha sido captado de la mejor manera por el credo –antes cómico, ahora lugar común– expresado en la pluma de aquel ex esclavo del norte de África. Pocos recuerdan lo que Cremes dice a continuación, pero es tan importante como la sentencia que cita todo el mundo:“Que quiero saber por mi bien o que quiero aconsejarlo a usted: piense lo que más le guste. Si usted tiene razón, yo haré lo que usted haga. Si se equivoca, lo pondré en el camino correcto”.
8 ¿De quién es la cultura, a fin de cuentas?
En el siglo , los reyes de Ashanti –como los reyes de todas partes– realzaron su gloria mediante la acumulación de objetos provenientes de todos los rincones de su reino y del mundo. Cuando en el general británico Sir Garnet Wolseley destruyó Kumasi en una “expedición punitiva”, autorizó el saqueo del palacio del rey ashanti Kofi Karikari. En el tratado de Fomena, unos meses después, se exigió de Ashanti el pago de una “indemnización” de . onzas de oro –casi una tonelada y media–, gran parte del cual fue enviado en forma de joyas y otros objetos de la realeza. Unas dos décadas más tarde, un tal comandante Robert Stephenson Smyth Baden-Powell (el lector lo conocerá como el fundador de los Boy Scouts) fue enviado a Kumasi, esta vez para exigir que el nuevo rey, Prempeh, se sometiera al gobierno británico. Baden-Powell describió esa misión en su libro The downfall of Prempeh: A diary of life with the native levy in Ashanti, -. Una vez que el rey y su Reina Madre habían aceptado su sumisión, las tropas británicas entraron en el palacio y, tal como lo expresó Baden-Powell, “se procedió a realizar la tarea de recolectar los valores y los bienes”. La cita continúa así:
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Ninguna tarea podría ser más interesante o más tentadora: nada como curiosear en el palacio de un rey bárbaro de quien se sabe que su riqueza es muy grande. Quizá lo más impactante haya sido que la tarea de recolectar los tesoros se encomendó a una compañía de soldados británicos, y que se llevó a cabo con honestidad y corrección, sin que ocurriera un solo caso de saqueo. Aquí había un hombre con una brazada de espadas con empuñadura de oro; allí, uno con una caja llena de chucherías y anillos de oro, y otro con un cajón lleno de botellas de brandy; sin embargo, en ningún caso hubo un intento de quedarse con el botín. Esta jactancia nos parecerá casi cómica, pero es evidente que Baden-Powell creía que el inventario y el retiro de esos tesoros bajo las órdenes de un oficial británico constituían una legítima transferencia de propiedad. No era saqueo, sino recolección. Nana Prempeh fue arrestado de inmediato y llevado al exilio a Cape Coast. Luego se pagaron más indemnizaciones.
Ivor Wilks, Asante in the nineteenth century: The structure and evolution of a political order, Cambridge, Cambridge University Press, . La historia decimonónica de Ashanti tiene mucho que ver con sus guerras y tratados con Gran Bretaña. El saqueo de Kumasi efectuado por Sir Garnet Wolseley apuntaba a establecer el dominio de Gran Bretaña en la región, aunque la verdad es que el general británico entró a Kumasi sin oposición el de febrero de , y se vio obligado a retroceder dos días más tarde porque necesitaba resguardar su herida y enferma espalda bajo la seguridad de la colonia de la Costa Dorada. La expedición de -, en la que participó Baden-Powell, se realizó en parte con el objeto de hacer cumplir el arreglo de y establecer la soberanía británica sobre Ashanti mediante la sumisión forzada del rey. Finalmente, los británicos exiliaron a varios líderes políticos –como el asantehene– a las Seychelles, unas remotas islas situadas en medio del océano Índico, con el fin de dificultarles la comunicación con su pueblo. En , Prempeh I regresó a la colonia de la Costa Dorada como ciudadano común, y unos dos años más tarde se le permitió recuperar su
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El mundo está lleno de historias como ésta. El Musée Royal de l’Afrique Centrale, situado en Tervuren, Bélgica, exploró el lado oscuro de los orígenes de sus propias colecciones en el marco de la brutal historia del Congo belga, en una exhibición de llamada “ExItCongoMuseum”. El Museo Etnográfico de Berlín compró la mayor parte de su extraordinaria colección de arte yoruba a Leo Frobenius, cuyos métodos de “recolección” no se limitaban exactamente al intercambio de libre mercado. Gran parte del mercado moderno de arte africano o, en realidad, de arte proveniente de la mayor parte del sur del planeta, es una desalentadora secuela de estas tempranas expropiaciones imperiales. Muchos de los países más pobres del mundo, sencillamente, no cuentan con los recursos para hacer cumplir las regulaciones que establecen. Malí puede declarar ilegal el desenterramiento y la exportación de las maravillosas esculturas de Djenné-Jeno, pero no puede hacer cumplir la ley. Y, por cierto, tampoco está en condiciones de financiar miles de excavaciones arqueológicas. Como resultado, muchas terracotas valiosas fueron desenterradas en la década de a pesar de las regulaciones, luego de que se publicaran los descubrimientos de los arqueólogos Roderick, Susan McIntosh y su equipo. Fueron vendidas a coleccionistas de Europa y de América del Norte que con toda razón las admiraban. Como se las extrajo ilegalmente de los sitios arqueológicos, mucho de lo que quisiéramos saber acerca de esa cultura –gran parte de lo que podríamos haber descubierto mediante una arqueología cuidadosa– quizá no se sepa nunca. título de kumasehene (jefe de Kumasi). Recién en , su sucesor, Osei Agyeman Prempeh II (mi tío abuelo político), logró recobrar el título de asantehene, rey de Ashanti.
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Una vez que, guiados por arqueólogos, los gobiernos de los Estados Unidos y de Malí dictaron leyes que apuntaban específicamente a detener el contrabando de obras de arte robadas, el mercado abierto de esculturas de Djenné-Jeno cesó en su mayor parte. Pero se ha estimado que, en el tiempo que transcurrió hasta entonces, salieron ilegalmente de Malí alrededor de mil piezas, algunas de ellas valuadas hoy en cientos de miles de dólares. Dado los exorbitantes precios, no sorprende que tantos habitantes de Malí estuvieran dispuestos a contribuir a la exportación de su “patrimonio nacional”. Claro está que los robos modernos no se han limitado a la rapiña de sitios arqueológicos. Sólo de los museos de Nigeria fueron robados cientos de millones de dólares en arte, casi siempre con la complicidad de empleados. Y Ekpo Eyo, quien alguna vez presidiera el Museo Nacional de Nigeria, ha señalado con razón que los comerciantes de Nueva York y de Londres –entre los que se incluye Sotheby’s– no han mostrado ninguna predisposición a contribuir con su recuperación. Puesto que los expertos en arte nigeriano conocían bien varias de esas colecciones, los comerciantes no tendrían que haber demorado mucho en advertir lo que ocurría. Y esa clase de robo de obras de arte no se limita al tercer mundo: el gobierno de Italia puede dar testimonios al respecto. Dadas las circunstancias –y la historia– es lógico que se proteste contra la rapiña del “patrimonio cultural”. A través de una serie de declaraciones de la y de otros cuerpos internacionales se ha desarrollado una doctrina sobre la propiedad de
Debo muchísimo al resumen contundente (y cosmopolita) del desarrollo de las leyes internacionales pertinentes incluido en la clásica monografía de John Henry Merryman, “Two ways of thinking about cultural property”, en American Journal of International Law , Nº , octubre de , pp. -.
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muchas formas de bienes culturales. En términos simples, ésta consiste en que los bienes culturales deben considerarse propiedad de su cultura. Si se pertenece a esa cultura, esas obras son, en sugerente resumen, el patrimonio cultural propio. De lo contrario, no lo son.
Sospecho que lo que otorga tanta fuerza a esta distinguida expresión es el hecho de que mezcla, de manera confusa, los dos usos básicos de la confusa palabra “cultura”. Por un lado, el patrimonio cultural se refiere a los productos de la cultura: obras de arte, reliquias religiosas, manuscritos, artesanías, instrumentos musicales y cosas por el estilo. Aquí,“cultura” es cualquier cosa que las personas hagan y revistan de significación mediante el ejercicio de la creatividad humana. Dado que la significación es algo que se produce mediante convenciones, que nunca son individuales y rara vez universales, interpretar la cultura en este sentido requiere cierto conocimiento de su contexto social e histórico. Por otra parte, el “patrimonio cultural” se refiere a los productos de una cultura: el grupo de cuyas convenciones el objeto deriva su significación. Desde este punto de vista, los objetos se entienden como pertenecientes a un grupo particular, heredero de una identidad transhistórica de la que ellos son patrimonio. Es así que el patrimonio cultural de Noruega no se limita a la contribución que ha hecho Noruega a la cultura humana: sus voces en medio del ruidoso coro de la humanidad, su contribución, como dirían los franceses, a la civilización de lo universal. Más bien, consiste en todos los objetos producidos por los noruegos, concebidos como pueblo que persiste
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a lo largo de la historia. Y por mucho que los demás admiremos el patrimonio noruego, éste, a fin de cuentas, pertenece a los noruegos. Pero… ¿qué significa exactamente que algo pertenezca a un pueblo? Gran parte del patrimonio cultural noruego fue producido antes de la existencia del Estado noruego moderno. (Noruega logró su existencia como Estado moderno independiente en , luego de haber estado unida a veces a Dinamarca y otras a Suecia –salvo por unos caóticos meses en – desde comienzos del siglo .) Los vikingos que realizaron las maravillosas obras de oro y hierro exhibidas en el Museo Nacional de Oslo no se consideraban habitantes de un solo país que se extendiera a lo largo de casi mil millas, desde el fiordo de Oslo hacia el Norte, hasta las tierras de los sámis criadores de renos. Tal como nos informan las sagas, sus identidades estaban vinculadas al linaje y a la localidad. Y se habrían quedado estupefactos si se les hubiese dicho que la copa de oro de Olaf o la espada de Thorfinn no pertenecían a Olaf ni a Thorfinn ni a sus descendientes, sino a una nación. Los griegos reclaman los mármoles de Elgin, que no fueron hechos por Grecia –no era un Estado el lugar donde fueron hechos–, sino por Atenas, en la época en que ésta era una ciudad estado de unos pocos miles de habitantes. Cuando los nigerianos reclaman una escultura nok como parte de su patrimonio, reclaman para una nación cuyas fronteras fueron trazadas hace menos de un siglo las obras de una civilización que floreció hace más de dos milenios, creadas por un pueblo que ya no existe, y de cuyos descendientes nada sabemos. No sabemos si las esculturas nok fueron encargadas por reyes o por plebeyos; ni si la gente que las hizo y aquella que las pagó las consideraba una pertenencia del reino, de un hombre, de un linaje o de los dioses. Pero hay algo que sabemos con certeza: no las hicieron para Nigeria.
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En efecto, gran parte de lo que se desea proteger como “patrimonio cultural” fue realizado antes de que comenzara a existir el sistema de naciones modernas, por integrantes de sociedades que ya no existen. Las personas mueren cuando muere su cuerpo; en contraste, las culturas pueden morir sin que haya de por medio una extinción física. Así, no hay razones para creer que los nok no tienen descendientes. Pero si la civilización nok llegó a su fin y su pueblo se transformó en otra cosa, ¿por qué los descendientes deberían tener un derecho especial a esos objetos, enterrados en el bosque y olvidados durante tanto tiempo? E incluso si tienen un derecho especial, ¿qué tiene que ver eso con Nigeria, donde, supongamos, vive la mayoría de esos descendientes? Quizás el asunto de la descendencia biológica constituya una distracción: los partidarios del argumento del patrimonio no se verían disuadidos si se descubriera que las esculturas nok fueron hechas por eunucos. Podrían replicar que esas esculturas fueron encontradas en el territorio de Nigeria. Y, en efecto, es perfectamente razonable establecer una reglamentación según la cual si se encuentra algo valioso en una excavación y nadie puede reclamarlo como propio en la actualidad, corresponde al gobierno decidir qué hacer con él. Es igualmente sensato pensar que los objetos de valor cultural imponen al gobierno una obligación especial de preservarlos. Dado que se trata del gobierno nigeriano, es natural que éste se ocupe de preservarlo para los nigerianos (la mayoría de los cuales, por no considerarse herederos de la civilización nok, probablemente consideren ese arte tan interesante como el arte proveniente de cualquier otro lugar). Pero si el objeto es de valor cultural –como lo son, sin duda, las esculturas nok– sería mejor que los nigerianos se consideraran fideicomisarios de la humanidad. Si bien es razonable que el gobierno de Nigeria ejerza las funciones de fideicomisario, las esculturas nok, en el sentido más profundo,
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nos pertenecen a todos. Claro está que “pertenecer”, en este caso, es una metáfora: lo que quiero decir es que las esculturas nok son potencialmente valiosas para todos los seres humanos. Esa idea se expresa en el preámbulo a la Convención para la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado, aprobada en mayo de por un congreso convocado por la : Convencidos de que el daño a los bienes culturales pertenecientes a cualquier pueblo constituye un daño al patrimonio cultural de toda la humanidad, dado que cada pueblo hace su contribución a la cultura mundial. Enunciar la cuestión de esta manera –como un asunto que atañe a toda la humanidad– debería dejar bien en claro que los bienes culturales tienen valor para las personas y no para los pueblos. No son los pueblos quienes aprecian y valoran el arte, sino los hombres y las mujeres. Una vez que se comprende esto, no hay razones para pensar que un museo español no pueda o no deba preservar una copa nórdica adquirida legalmente, supongamos, en una subasta llevada a cabo en Dublín, luego de la recuperación de los restos de un naufragio vikingo frente a las costas de Irlanda. Se trata de una contribución al patrimonio cultural del mundo, pero tiene que estar en un lugar en un momento determinado. ¿Acaso los españoles no tienen la capacidad de apreciar las artesanías vikingas? Después de todo, en Noruega ya hay una cantidad enorme de objetos vikingos. La lógica del “patrimonio cultural” ordenaría que la copa se devolviera a Noruega (o, en todo caso, a Escandinavia): a ellos pertenece ese patrimonio cultural. Y nos hemos ido acercando de muchas maneras a esa posición en los años posteriores a la Convención de La Haya. La
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Convención sobre las medidas que deben adoptarse para prohibir e impedir la importación, la exportación y la transferencia de propiedad ilícitas de bienes culturales, adoptada por la Conferencia General de la celebrada en París en , estipuló que “los bienes culturales son uno de los elementos fundamentales de la civilización y de la cultura de los pueblos, y que sólo adquieren su verdadero valor cuando se conocen con la mayor precisión su origen, su historia y su medio” y que “es indispensable que todo Estado tenga cada vez más conciencia de las obligaciones morales inherentes al respeto de su patrimonio cultural”. Además, se agrega, el patrimonio cultural de un Estado incluye tanto los “bienes culturales debidos al genio individual o colectivo de nacionales de estados de que se trate” como los “bienes culturales hallados en el territorio nacional”. Por consiguiente, la convención hace hincapié en la importancia de “prohibir e impedir la importación, la exportación y la transferencia de propiedad ilícitas de bienes culturales”. En la actualidad, gran cantidad de países declaran propiedad del Estado todas las antigüedades originadas dentro de los límites de sus fronteras, cuya libre exportación está prohibida. En Italia, los ciudadanos particulares pueden ser propietarios de “bienes culturales”, pero no pueden enviarlos al extranjero.
Es evidente que los objetos del tipo de los tesoros vikingos y el arte nok, respecto de los que no existe –como diría un abogado– James Cuno, “.. art museums and cultural property”, en Connecticut Journal of International Law , primavera de , pp. -.
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continuidad de derechos, presentan problemas especiales. Si no sabemos quién fue el último propietario de una cosa, necesitamos una regla que diga qué debería ocurrir con ella en el presente. En el caso de los objetos que tienen este estatus especial de valiosa “contribución a la cultura mundial”, la regla debería proteger el objeto y hacerlo accesible a las personas que se beneficiarán con su apreciación. En consecuencia, la regla según la cual “el que lo encuentra se lo guarda”, que podría tener sentido en el caso de objetos de menor importancia, no es aplicable en este caso. Aun así, un régimen sensato recompensará a quienes encuentren esos objetos, y los incentivará no sólo a informar sobre su hallazgo, sino también a detallar dónde y cómo los han encontrado. Después de todo, el valor de un objeto encontrado en un sitio arqueológico también radica en los conocimientos relativos a su extracción: dónde se encontró, cómo yacía en la tierra, qué otras cosas había en las proximidades. Dado que esos artículos no suelen tener dueños actuales, es preciso regular el proceso de su extracción del suelo y decidir dónde deberían quedar. Tal como dije antes, me parece razonable que la decisión sea tomada por el gobierno del territorio donde fueron encontrados. Pero nada indica que la conclusión correcta sea que deban permanecer siempre en el lugar exacto donde estaban. Muchos egipcios –una arrolladora mayoría de musulmanes que consideran idolátrica la religión de los faraones– insisten, no obstante, en que las antigüedades que alguna vez fueron exportadas desde sus fronteras en realidad les pertenecen. No es necesario defender las depredaciones de Napoleón en el norte de África para pensar que la gente de otros países debería tener la posibilidad de ver de cerca el arte de una de las grandes civilizaciones del mundo. Y es una dolorosa ironía que una de las causas de que hayamos perdido informa-
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ción acerca de las antigüedades culturales del mundo sea la misma regulación que intenta preservarla. Si, por ejemplo, yo vendo una figura de Djenné-Jeno con evidencias de que fue extraída en una excavación en un determinado lugar después de que las regulaciones se pusieran en vigencia, doy a las autoridades de los Estados Unidos, que están comprometidas con la restitución de objetos sacados ilegalmente de Malí, la mismísima evidencia que necesitan. Supongamos que, desde el comienzo, la hubiera alentado y ayudado a Malí a ejercer fideicomiso sobre las terracotas de Djenné-Jeno mediante el otorgamiento de permisos para realizar excavaciones y la formación de personas a fin de que reconocieran que los objetos extraídos cuidadosamente de la tierra con registros precisos de su ubicación son más valiosos, incluso para los coleccionistas, que los objetos que carecen de ese elemento esencial de proveniencia. Supongamos que hubieran exigido que los objetos fueran documentados y registrados antes de salir de Malí, y estipulado que si el museo nacional deseara conservar un objeto debería pagar el precio de mercado para adquirirlo, con un fondo de adquisición financiado por un impuesto sobre el precio de los objetos exportados. Las excavaciones alentadas por este régimen no habrían sido tan buenas como las excavaciones adecuadas y profesionales, llevadas a cabo por arqueólogos acreditados; algunas personas habrían evadido las reglas a pesar de todo. Sin embargo, ¿no habría sido mejor esta situación que lo que en realidad ocurrió? Demos un paso más y supongamos que los malienses hubieran decidido que, a fin de mantener y montar sus colecciones, deberían subastar algunas de las obras que poseen. Los defensores del patrimonio nacional, en lugar de elogiarlos por destinar recursos necesarios a la protección de la colección nacional, los habrían vilipendiado por traicionar su patrimonio.
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El problema de Malí no es que posea insuficiente arte maliense: el problema es que no tiene suficiente dinero. En un corto plazo, el hecho de que Malí detenga la exportación de gran parte de las obras de arte que se hallan en su territorio tendrá sin duda el efecto positivo de que los malienses puedan apreciar el arte de calidad internacional que poseen. (Esto no funciona bien en todas partes, ya que los países pobres también se caracterizan por las dificultades que entraña evitar que los materiales valiosos desaparezcan de sus colecciones nacionales para reaparecer en las casas de subastas internacionales. En especial, ello ocurre cuando los objetos no están bien catalogados y su valor supera con creces los salarios anuales de los empleados del museo, lo que explica los acontecimientos ocurridos en Nigeria.) Pero la apreciación del arte maliense –o, mejor dicho, del arte realizado en el territorio que hoy en día forma parte de Malí– no tiene más sentido para un maliense que para cualquier otra persona. En la actualidad, las nuevas tecnologías permiten que los malienses puedan ver, si bien en formas imperfectamente reproducidas, grandes obras de arte de todo el planeta. Si la se hubiera esforzado por hacer posible que llegaran grandes obras de arte a Malí tanto como se esforzó por evitar que otras grandes obras de arte salieran de Malí, habría servido mucho mejor al interés por la apreciación estética cosmopolita que los malienses, al igual que el resto de las personas, también tienen.
¿Cómo se aplicaría el concepto de patrimonio cultural a los objetos culturales cuyos actuales propietarios los hubieran adquirido legalmente siguiendo los procedimientos normales?
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Suponga el lector que vive en Noruega y que le compra una pintura a un artista joven y desconocido llamado Edgard Munch. Sus amigos la consideran un poco extraña, pero se acostumbran a verla colgada en su sala de estar. Finalmente, el lector se la deja a su hija. Transcurre el tiempo; cambian los gustos… y ahora esa pintura se reconoce como la obra de un importante artista noruego, que forma parte del patrimonio nacional. Si eso significa que la pintura literalmente pertenece a Noruega, se supone que el gobierno debería quitársela a su propietaria por el bien del pueblo noruego. Después de todo, según esta manera de pensar, la pintura es de los noruegos. Ahora, suponga el lector que vive en Ibadan, corazón de la nación yoruba de Nigeria. Comienza la década de . Le compra una talla pintada a un joven –actor, pintor, escultor, artista de todas las artes– que se hace llamar Twin Seven Seven. Su familia piensa que se trata de una manera extraña de gastar el dinero. Sin embargo, una vez más, transcurre el tiempo, y Twin Seven Seven pasa a ser uno de los artistas modernos más importantes de Nigeria. Más patrimonio cultural para Nigeria, ¿no es verdad? Y si es de Nigeria, no es del lector. Entonces, ¿por qué no puede quitárselo el gobierno de Nigeria, en calidad de fideicomisario natural del pueblo nigeriano, a quien pertenece la obra? En realidad, ni los noruegos ni los nigerianos ejercerían sus derechos de esa manera. (Aunque cuando se trata de antigüedades, una serie de estados procederían así.) Después de todo, ellos también comparten la idea de la propiedad privada. Claro está que si el propietario estuviera dispuesto a vender la pieza, el gobierno podría proporcionar los recursos para que la comprara un museo nacional (aunque el gobierno de Nigeria, al menos, probablemente piense que su tesoro debe usarse para responder a necesidades más urgentes). Hasta ahora, la propiedad cultural es como cualquier otra propiedad. Sin embargo,
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supongamos que los gobiernos no quisieran pagar. Tienen otra alternativa: si se vendiera la obra de arte, y el comprador, cualquiera fuera su nacionalidad, quisiera sacar la obra de Noruega o de Nigeria, el gobierno podría negarse a otorgar un permiso para exportarla. Como resultado de las regulaciones internacionales, el patrimonio cultural noruego quedaría en Noruega y el nigeriano, en Nigeria. Una ley italiana (aprobada, dicho sea de paso, durante el gobierno de Mussolini) permite al gobierno impedir la exportación de cualquier obra de arte de más de cincuenta años de antigüedad que en la actualidad fuera propiedad de un italiano, incluso, presumiblemente, si fuera una pintura de la bandera estadounidense realizada por Jasper Johns. Por otra parte, la mayoría de los países exigen licencias de exportación para los bienes culturales significativos (con excepción, en general, de las obras de artistas vivos). Tanto da si se trata del patrimonio cultural de la humanidad. Estos casos son particularmente problemáticos, porque ni Munch ni Twin Seven Seven habrían alcanzado su grandeza artística si no hubieran conocido la obra de artistas de otros lugares o no hubieran recibido su influencia. Si el argumento en favor del patrimonio cultural es que el arte pertenece a la cultura que le proporciona la importancia que tiene, la mayor parte del arte de ninguna manera debería pertenecer a una cultura nacional. La mayoría de las más grandiosas obras de arte son llamativamente internacionales, y muchas ignoran por completo la nacionalidad. El primer arte europeo moderno era arte o bien cortesano o bien eclesiástico. No fue hecho para las naciones o para los pueblos, sino para príncipes o papas o ad majorem gloriam dei.Y sus creadores provenían de todas partes de Europa. Más importante aun, en la línea que en general se adscribe a Picasso, los buenos artistas copian, y los grandes roban; y roban de todas partes. El propio Picasso –un español–, ¿no debería for-
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mar parte del patrimonio cultural de la República del Congo, hogar de los vili, una de cuyas tallas le mostrara el francés Matisse en casa de la estadounidense Gertrude Stein? El problema ya aparecía en el preámbulo de la Convención de la Haya de que cité un poco antes:“[…] cada pueblo hace su contribución a la cultura mundial”. Esta proposición parece decir que cada vez que alguien realiza una contribución, su “pueblo” también la hace. Y, en mi opinión, hay algo extraño en la idea de que una escultura de un templo hindú o los frescos de Miguel Ángel o de Rafael en el Vaticano sean la contribución de un pueblo y no la de los individuos que los hicieron (y, si se quiere, de los que los pagaron). Sé que Miguel Ángel hizo una contribución a la cultura del mundo. Contemplé maravillado el cielo raso de la Capilla Sixtina. Admitiría que Sus Santidades –los papas Julius II, León X, Clemente VIII y Paulo III–, que pagaron los frescos, también hicieron una contribución. Pero ¿qué pueblo, exactamente, hizo una contribución? ¿El pueblo de los Estados Papales? ¿El pueblo de la Caprese natal de Miguel Ángel? ¿Los italianos? Sin duda, no se trata de un enfoque correcto. Esta cuestión no debería pensarse desde la perspectiva nacional, sino desde un punto de vista cosmopolita: preguntarse qué sistema de reglas internacionales sobre objetos de este tipo respetará los numerosos intereses humanos legítimos que se encuentran en juego. Muchas esculturas y pinturas fueron hechas y compradas para ser contempladas, para que se viva con ellas: ése fue el objeto de su realización. A todos nosotros, si así lo elegimos, nos interesa contar con la posibilidad de vivir con el arte, y ese interés no se limita al arte de nuestro propio “pueblo”. Ahora bien, si un objeto adquiere una mayor significación, como parte, digamos, de la obra de un gran artista, otras personas tendrán un interés más sustancial en poder apreciarlo y en obtener el cono-
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cimiento derivado de su estudio. El valor del objeto como propiedad privada no captura en su totalidad el valor estético del objeto. En consecuencia, podría pensarse que existe un argumento para incentivar a la gente a compartirlo. En los Estados Unidos abundan tales incentivos. Se obtienen deducciones de impuestos por donar una obra a un museo; se gana prestigio social por prestar obras de arte a exhibiciones, donde se puede indicar que provienen “de la colección de…”. Y, por último, si el objeto es una obra maestra es posible ganar una buena suma por venderlo en una subasta, en tanto que se abre una vidriera temporaria para los curiosos y se proporciona a un nuevo propietario los placeres que ya se han experimentado. Si es bueno compartir el arte con los demás de estas maneras, se pregunta el cosmopolita, ¿por qué deberían interrumpirse tales posibilidades en las fronteras nacionales? En el espíritu del cosmopolitismo, podríamos interrogarnos si todo el arte más grandioso no debería ser mantenido en fideicomiso por las naciones, ser puesto a disposición de un gran público, atravesar fronteras en exhibiciones itinerantes y en libros y sitios de Internet. Hay mucho para decir en favor de las exhibiciones y los libros y los sitios de Internet. Sin embargo, no hay buenas razones para suponer que el destino ideal de todos los objetos artísticos importantes sea la propiedad pública. Gran parte del arte contemporáneo –no sólo pinturas, sino también obras conceptuales, esculturas sonoras y muchas cosas más– fue hecho para museos, diseñado para la exhibición pública. Pero las pinturas, las fotografías y las esculturas, dondequiera que hayan sido creadas y quienquiera las haya imaginado y realizado, se han vuelto una de las presencias fundamentales en la vida de millones de personas. ¿Es realmente sensato definir el gran arte diciendo que se trata de un arte demasiado importante para permitir que alguien viva con él?
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® El discurso sobre los “bienes culturales”, aun cuando está dirigido al imperialismo, no carece de sus propias tendencias imperiales. En los últimos años, diversas personas nos han urgido a ir más allá y a considerar formas colectivas de propiedad intelectual. Esta causa ha sido promovida por una serie de antropólogos y juristas, así como por voceros de grupos indígenas. La Cumbre Inter-Apache sobre Repatriación, por ejemplo, reclama el control tribal de “todo el conjunto de imágenes, textos, ceremonias, música, canciones, cuentos, símbolos, creencias, costumbres, ideas y otros objetos y conceptos materiales y espirituales”. Un cuerpo de la pone en circulación un Proyecto de Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (), donde afirma el derecho de estos pueblos a mantener, proteger y desarrollar las manifestaciones pasadas, presentes y futuras de su cultura”, incluidos los “artefactos, diseños, ceremonias, tecnologías, literatura, y artes visuales y de la interpretación, así como el derecho a que se les restituyan los bienes culturales, intelectuales, religiosos y espirituales que les fueran quitados sin su consentimiento libre e informado o en violación de sus leyes, tradiciones y costumbres. La Organización Mundial de la Propiedad Intelectual forma una comisión para explorar de qué manera es posible proteger las expresiones del folklore. La Declaración del Mataatua propone una “expansión del régimen de derechos de propiedad intelectual y cultural”, dado que “los pueblos indígenas son los guardianes de sus costumbres y conocimientos y que tienen derecho a proteger y controlar la difusión de su conocimiento”,
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en tanto que la Declaración de Julayinbul sobre los Derechos de la Propiedad Intelectual Indígena afirma que la “propiedad intelectual aborigen, en el marco de las leyes consuetudinarias aborígenes, es un derecho inherente e inalienable que no puede ser concluido, extinguido o usurpado”. Tal como lo observa el antropólogo Michael F. Brown en un debate sobre estos acontecimientos, “si el conocimiento nativo se considera colectivo y eterno y no la invención de un autor solitario, se sigue de ahí que las limitaciones temporales derivadas del lapso de la vida humana, que claramente reflejan el individualismo posesivo del pensamiento capitalista occidental, deberían ser reemplazadas por alguna forma de copyright perpetuo”. Nótese lo que ocurre cuando pasamos de los artefactos tangibles a la propiedad intelectual. Ya no es un objeto particular sino cualquier imagen reproducible de ese objeto lo que debe ser regulado por aquellos a quienes pertenece el patrimonio. En teoría, nos vemos obligados a repatriar ideas y experiencias. Los poemas épicos –y aún hay bardos que los recitan en Senegal, por ejemplo, y en partes del sur de la India– también estarían protegidos de manera similar: prohibida su reproducción no autorizada. Lo mismo ocurriría con las canciones y los ritmos que se transmiten de generación en generación. Brown señala que Zia Pueblo demandó por daños y perjuicios a Nuevo México por haber reproducido el símbolo zia del sol en las patentes de los automóviles y en las banderas. (No se pagaron daños, pero se emitió una disculpa formal.) Y las cosas se complican aun más cuando se trata de los secretos rituales de un grupo. Todo esto parece desprenderse de la lógica del patrimonio cultural. Sin embargo, el movimiento para conferir las flaman Michael F. Brown, “Can culture be copyrighted?”, en Current Anthropology , Nº , abril de , p. .
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tes protecciones de propiedad intelectual a este tipo de prácticas tradicionales dañaría –de manera irreparable– la naturaleza de lo que busca proteger. Porque la protección, en estos casos, implica una partición que hace incontables distinciones del tipo “lo mío es mío y lo tuyo es tuyo”. Y dada la inevitable índole híbrida y mestiza de las culturas vivas, resulta improbable que semejante intento pueda llegar muy lejos. Nada indica que debamos mostrarnos muy ansiosos por embarcarnos en él. En primer lugar, la ley de propiedad intelectual nos ha servido de muy poco en lo que respecta a la cultura contemporánea: el software, los cuentos, las canciones. Con demasiada frecuencia, las leyes se han centrado expresamente en los intereses de los propietarios, a menudo propietarios corporativos, en tanto que los derechos de los consumidores –de los públicos, los lectores, los espectadores y los oyentes– quedan fuera del campo de visión. El discurso del patrimonio cultural termina abrazando la hiperestricta doctrina de los derechos de propiedad (el fundamentalismo de la propiedad, como la llama Lawrence Lessig) que solemos asociar al capital internacional; por ejemplo, a la Corporación Disney, que aspira a ser propietaria perpetua del Ratón Mickey. El problema es que las corporaciones que favorecen los patrimonialistas son los grupos culturales. En nombre de la autenticidad, están dispuestos a extender esta concepción de la propiedad peculiarmente occidental y moderna a todos los rincones de la Tierra. El panorama es el de un paisaje cultural que consista de Disney S.A. y la empresa Coca-Cola, claro está, pero también de Ashanti S.A., Navajo S.A., Maorí S.A., Noruega S.A.: todos los derechos reservados. Lawrence Lessig, Free culture: How big media uses technology and the law to lock down culture and control creativity, Nueva York, Penguin Press, .
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Cuando tratamos de interpretar el concepto de propiedad cultural, ignoramos por nuestra cuenta y riesgo algo que los abogados, al menos, saben bien: la propiedad es una institución, creada en general por leyes cuyo mejor diseño se logra pensando cómo pueden servir a los intereses humanos de aquellos cuya conducta gobiernan. Si se trata de leyes internacionales, entonces esas leyes gobiernan a todos.Y los intereses humanos en cuestión son los intereses de toda la humanidad. Por muy interesada que parezca, la pretensión del Museo Británico de ser el depósito del patrimonio, no de Gran Bretaña, sino del mundo, me parece absolutamente correcta. Sin embargo, parte de la obligación consiste en poner esas colecciones cada vez a disposición de más personas, no sólo en Londres sino en todas partes, a través de colecciones itinerantes, de publicaciones y de Internet. Esa circunscripción global se pierde de vista con demasiada facilidad. El jurista John Henry Merryman ofrece una retahíla de ejemplos de cómo las leyes y los tratados relacionados con los bienes culturales han traicionado la perspectiva propiamente cosmopolita (él usa la palabra “internacional”). Señala que: Cualquier internacionalista cultural se opondría al traslado de esculturas monumentales desde los sitios mayas, si existiera la posibilidad de que se produjeran daños materiales o pérdida de la integridad artística o de información cultural, ya se tratara de un traslado legal o ilegal, pero realizado de manera incompetente. Sin embargo, el mismo internacionalista cultural podría desear que México vendiera o intercambiara o prestara algunos ejemplares de su célebremente grande colección de escul-
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turas de Chac Mol, cacharros y otros objetos sin usar a coleccionistas o museos extranjeros. Y aunque nos apresuremos a deplorar el robo de pinturas en las iglesias italianas, “si una pintura está pudriéndose en una iglesia debido a la falta de recursos para cuidarla, y el sacerdote la vende a fin de obtener dinero para reparar el techo y en la esperanza de que el comprador dé a la pintura los cuidados necesarios, entonces el problema comienza a verse diferente”. Así, cuando lamento los robos modernos en los museos nigerianos o en los sitios arqueológicos malienses, o los robos imperiales en Ashanti, es porque los derechos de propiedad que fueron pisoteados en esos casos emanan de leyes que creo razonables. No abogo por enviar todos los objetos “a casa”. Gran parte del arte ashanti que encontramos en Europa, en los Estados Unidos o en Japón fue vendido a personas que tenían el derecho de alienarlos bajo las leyes que regían en ese momento, leyes que, como ya he dicho, eran perfectamente razonables. En general, el mero hecho de que un objeto del que somos propietarios sea importante para los descendientes de quienes nos lo entregaron no les otorga a esos descendientes el derecho de apropiarse del objeto. (Con mucha menos razón deberíamos devolvérselo a personas que no lo quieren porque una convención adoptada en París lo haya declarado patrimonio suyo.) Devolver cosas a los descendientes de las personas que las hicieron –u ofrecérselas en venta– es un excelente gesto, pero de ninguna manera es un deber. También podemos demostrar respeto a la cultura de donde provienen conservándolas porque las consideramos valiosas. Más aun, dado que los bienes culturales tienen valor para todos, puede ser razonable exigir que aquellos Merryman, op. cit., p. .
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a quienes se les retornan esos bienes estén en condiciones de ejercer el fideicomiso; la repatriación de algunos objetos a países pobres que no tienen posibilidades de priorizar los presupuestos para los museos podría conducir al deterioro de los bienes en cuestión. Si yo asesorara a una comunidad pobre que presiona para que le devuelvan numerosos objetos rituales, quizá los instaría a considerar si el hecho de permitir que algunos de esos objetos permanecieran respetuosamente exhibidos en otros países no podría ser parte de su contribución a la empresa cosmopolita de lograr un entendimiento intercultural, así como una manera de asegurar la supervivencia de esos objetos para las generaciones posteriores. Claro está que existen diversos casos en los que la repatriación tiene sentido, pero no necesitamos el concepto de patrimonio cultural para entenderlos. Consideremos, por ejemplo, los objetos cuyo significado se enriquecería profundamente si fueran devueltos al contexto del que fueron arrancados; objetos de cualquier tipo cuya especificidad artística dependa de su lugar de origen: he ahí un argumento estético para la devolución. O bien, los objetos de importancia ritual contemporánea que fueron legalmente adquiridos por personas de diversas partes del mundo durante el transcurso de la expansión colonial europea. Si un objeto es fundamental para la vida cultural o religiosa de los miembros de una comunidad, hay una razón humana para que sea devuelto. Las comunidades en cuestión casi nunca son comunidades nacionales; aun así, los estados donde viven pueden ser sus representantes naturales para negociar la devolución. Algunos casos serán forzosamente complicados: a menudo, será difícil determinar con claridad si la especificidad artística de un objeto depende del lugar de origen, o no resultará clara la manera en que alguien que no pertenece a una comunidad pueda juzgar si un objeto es fundamental para la vida reli-
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giosa de ésta. Quizá la ley, sea nacional o internacional, no constituya el mejor recurso para resolver esas cuestiones. Pero los casos más claros donde se impone la repatriación son aquellos en los que los objetos fueron robados a personas cuyos nombres a menudo conocemos: personas cuyos herederos, como el rey de Ashanti, quieren que se los devuelvan. Como alguien que creció en Kumasi, confieso que me sentí complacido cuando algunas de estas obras de arte fueron restituidas, y se enriqueció así el museo del nuevo palacio para los locales y para los turistas. (Gracias, príncipe Carlos.) Aun así, no creo que debamos pedir que nos devuelvan todo, ni siquiera todo lo que fue robado, en especial porque no tenemos ni la más remota posibilidad de lograrlo. No pierdas el tiempo insistiendo en conseguir lo que no puedes: seguramente habrá un proverbio akan con ese mensaje. Sin embargo, hay una razón más importante: en realidad, quiero que los museos de Europa puedan mostrar la riqueza de la sociedad que los europeos saquearon en los años en que mi abuelo era joven. Preferiría que negociáramos, como restitución, no sólo los objetos más importantes y significativos para nuestra historia –cosas que adquieren su sentido más pleno en el museo del palacio de Manhyia–, sino también una colección decente de obras de arte provenientes de diversos lugares del mundo. Porque quizá la mayor ironía del saqueo de Kumasi perpetrado en sea que privó a mi ciudad natal de una colección que, de hecho, era espléndidamente cosmopolita. Mientras Sir Garnet Wolseley se preparaba para desvalijar y luego volar el Aban, el gran edificio de piedra ubicado en el centro cívico, varios periodistas estadounidenses y europeos tuvieron la posibilidad de deambular por el lugar. El diario británico Daily Telegraph lo describió como “el museo, porque debe ser llamado museo, donde se guardaban todas las valiosas obras de arte de
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la monarquía”. Winwood Reade, del Times londinense, escribió que cada una de las habitaciones “era una perfecta tienda de curiosidades antiguas”. “Libros en muchas lenguas”, continuaba, “cristales de Bohemia, relojes, vajilla plateada, muebles antiguos, alfombras persas, alfombras de Kidderminster, imágenes y grabados, innumerables arcas y cofres […]. Junto a todo eso había muchos ejemplares de artesanía morisca y ashanti”. El New York Herald incrementaba la lista: yataganes y cimitarras árabes, cortinados y cubrecamas de Damasco, grabados ingleses, un óleo de un caballero, el viejo uniforme de un soldado de las Indias Occidentales, trabucos de bronce, ejemplares de periódicos ilustrados y, entre muchas cosas más, copias del Times de Londres […] del de octubre de . No deberíamos ponernos demasiado sentimentales respecto de estos asuntos: es indudable que muchos de los tesoros del Aban también eran botines de guerra. No obstante, pasará mucho tiempo antes de que Kumasi tenga una colección tan rica, tanto en objetos de nuestra propia cultura material como en piezas provenientes de otros sitios, como la que destruyeron Sir Garnet Wolseley y el fundador de los Boy Scouts. El Aban se había terminado de construir en . Fue el preciado proyecto del asantehene Osei Bonsu, quien, aparentemente, había quedado muy impresionado por las cosas que había oído decir sobre el Museo Británico.
Las citas del Daily Telegraph, del Times londinense y del New York Herald, así como la información sobre Osei Bonsu, son de Wilks, op. cit., pp. -.
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Tal como lo hemos concebido, el cosmopolitismo comienza por lo humano de la humanidad. Así es como entendemos el deseo apremiante de llevar esos objetos “a casa”. También percibimos lo que Walter Benjamin llamó el “aura” de la obra de arte, que tiene que ver con su cualidad de única, su singularidad. En esta era de la reproducción mecánica –señalaba Benjamin– en la que podemos hacer buenos facsímiles de cualquier cosa, el original no ha hecho más que incrementar su valor. Hoy en día es relativamente fácil hacer una copia tan buena de la Mona Lisa, que de sólo mirarla –como se observaría el original en el Louvre– resulte imposible distinguirla del original. Sin embargo, sólo el original tiene el aura: sólo el original está vinculado a la mano de Leonardo. Es por eso que millones de personas han viajado al Louvre en lugar de usar el dinero de su pasaje aéreo para comprar una espléndida reproducción: quieren el aura. Es una suerte de magia, y es la misma clase de magia que sienten las naciones respecto de su historia. Un noruego piensa a los escandinavos como sus ancestros. No sólo quiere saber cómo eran sus espadas, sino también estar junto a una de esas espadas, blandida en batallas reales, forjada por un herrero particular. Algunos de los herederos del reino de Benín, habitantes del sudoeste de Nigeria, quieren el bronce que fundieron, moldearon, usaron y admiraron sus antepasados. Querrían admirar –si es que no pueden tocar– los objetos reales. El vínculo que las personas sienten con los objetos culturales que son simbólicamente suyos porque fueron producidos en el marco de un mundo de significado creado por sus ancestros –el vínculo con el arte a través de la identidad– es muy poderoso. Debería ser reconocido. Sin embargo, el cosmopolita se propone recordarnos otros vínculos.
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Uno de ellos –que se deja de lado en el discurso del patrimonio cultural– es el vínculo no a través de la identidad, sino a pesar de la diferencia. Podemos responder al arte que no es nuestro; de hecho, sólo podemos responder con plenitud a “nuestro” arte si vamos más allá de pensarlo como nuestro y comenzamos a responder a él como arte. Pero igualmente importante es el vínculo humano. Mi pueblo –los seres humanos– construyó la Muralla China, el edificio Chrysler, la Capilla Sixtina: esas cosas fueron hechas por criaturas como yo, mediante el ejercicio de la habilidad y la imaginación. Yo no tengo esa habilidad, y mi imaginación teje sueños diferentes. No obstante, ese potencial también está en mí. El vínculo a través de una identidad local es tan imaginario como el que se establece a través de la humanidad. El vínculo de los nigerianos con el bronce de Benín, así como el mío, es un vínculo forjado en la imaginación; pero decir esto no equivale a declarar que alguno de los dos sea irreal: ambos se cuentan entre los vínculos más reales que poseemos.
9 Los contra-cosmopolitas
Creen en la dignidad humana más allá de las fronteras nacionales, y viven su credo. Comparten esos ideales con personas de muchos países que hablan diversas lenguas. Como auténticos mundialistas, hacen uso pleno de Internet. Esta banda de hermanas y hermanos se resiste al grosero consumismo de la sociedad occidental moderna y su creciente influencia en el resto del mundo. Pero también a los nacionalismos estrechos de las sociedades donde nacieron. Nunca irían a la guerra por un país, pero se enlistarán de buena gana en una campaña contra cualquier nación que se interponga en el camino de la justicia universal. De hecho, se resisten al llamado de todas las lealtades locales y tradicionales, incluso la familiar. Se oponen a ellas porque esas lealtades se interponen con lo único que importa: la construcción de una comunidad de hombres y mujeres iluminados que se extienda por todo el mundo. Ésa es una de las razones por las que rechazan a las autoridades religiosas tradicionales (además de desaprobar su oscurantismo y sus dilaciones). No es que se consideren antirreligiosos; todo lo contrario, pero su fe es simple, clara y directa. A veces se atormentan debatiendo si podrán revertir los males del mundo o si su lucha es vana. Pero la mayor
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parte del tiempo siguen adelante con sus intentos de hacer del mundo un lugar mejor. No son los herederos secretos de los cosmopolitas cínicos, cuya causa también era global, porque ellos también detestaban lo local y lo acostumbrado. La comunidad que construyen estos camaradas no es una polis; la llaman la umma, la comunidad de los fieles, y está abierta a todos los que compartan su fe. Son los jóvenes y fundamentalistas musulmanes globales; son las bases de reclutamiento de Al Qaeda. Aunque algunos de ellos son estadounidenses, la división que hacen entre fieles e infieles no sería reconocida por la mayoría de los estadounidenses. Muchas personas que uno normalmente consideraría musulmanas –porque así se llaman a sí mismas, declaran que Dios es uno y Mahoma es su profeta, oran diariamente en dirección a La Meca, hacen caridad, incluso hacen la hajj– están fuera de su comunidad, en urgente necesidad de ser devueltas a la verdadera fe. Los nuevos mundialistas de la umma consideran que han retornado a los fundamentos del Islam; creen que mucho de lo que en el mundo pasa por Islam, mucho de lo que durante siglos ha pasado por allí, es una farsa. Tal como señala el académico francés Olivier Roy en su soberbio análisis de este fenómeno, El Islam mundializado, Claro está que el Islam es universal por definición; sin embargo, una vez pasada la época del profeta y sus acompañantes (los Sálaf), ha estado siempre inserto en determinadas culturas. Esas culturas parecen ahora un mero producto de la historia y el resultado de numerosas influencias e idiosincrasias. Para los fundamentalistas (y también para algunos liberales), no hay nada de que enorgullecerse en esas culturas porque han alterado el mensaje prístino del Islam. La globalización es una
LOS CONTRA-COSMOPOLITAS |
buena oportunidad para disociar el Islam de cualquier cultura dada y proporcionar un modelo que pueda funcionar más allá de cualquier cultura. En su rechazo de las autoridades religiosas tradicionales y su confianza en sus propias interpretaciones del Corán y las tradiciones de su fe, se asemejan, de muchas maneras, a los fundamentalistas cristianos de los Estados Unidos. Ellos también creen que las iglesias y los eruditos suelen interponense entre la Biblia y los fieles, que las Sagradas Escrituras pueden hablar muy bien por sí mismas. Los nuevos fundamentalistas musulmanes –o neofundamentalistas, como los llama Roy– suelen comunicarse en inglés, porque muchos de ellos crecieron en lugares del mundo donde no se habla árabe, incluidas Europa y América del Norte, y este lenguaje global, que también es comprendido por numerosos musulmanes instruidos de Egipto, Pakistán o Malasia, es el único que tienen en común. (En consecuencia, al igual que la mayoría de los fundamentalistas cristianos, ignoran la lengua original de las Escrituras que interpretan.) La mayor parte de la teoría islámica sobre las relaciones entre musulmanes y no musulmanes se desarrolló a lo largo de siglos en países musulmanes, con el fin de tratar con minorías no musulmanas; pero un tercio de los musulmanes del mundo viven ahora en países con mayorías no musulmanas. De hecho, tal como Olivier Roy lo demuestra con tanta elegancia, el Islam mundializado es, en parte, una respuesta a la experiencia de los musulmanes como minorías.
Olivier Roy, Globalized Islam: The search for a new ummah, Nueva York, Columbia University Press, , p. [trad. esp.: El Islam mundializado. Los musulmanes en la era de la globalización, Barcelona, Bellaterra, ].
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Pueden ser hijos de inmigrantes argelinos en Francia o de inmigrantes bengalíes o pakistaníes en Inglaterra; pueden ser de Turquía, Arabia Saudita, Sudán, Zanzíbar o de Malasia. Para ellos, el Islam es, fundamentalmente, una fe, un conjunto de prácticas (oración y ayuno, caridad, la hajj, pero también comer carne halal y evitar el alcohol), y un compromiso con ciertos valores –tales como la higiene y la modestia– en la vida cotidiana. Por mucho que hablen de la cultura musulmana, estos neofundamentalistas rechazan en general la cultura en la que se insertaba su religión en los lugares de donde provenían sus ancestros. Según Roy, contemplan esa cultura con escepticismo al percibirla como “un mero producto de la historia”. Han tomado una religión que venía con una forma de vida, desechando a la vez gran parte de esa forma de vida. No tienen necesidad de lealtades nacionales ni de tradiciones culturales. Ahora bien, la gran mayoría de esos neofundamentalistas, casi todos jóvenes, no van a hacer volar a nadie por los aires. De modo que no deberían ser confundidos con esos otros musulmanes –Roy los llama los “neofundamentalistas radicales”– que quieren transformar la jihad, interpretada como una guerra literal contra Occidente, en el sexto pilar del Islam. Porque hay fundamentalistas cuya aversión al terrorismo y a la violencia es tan intensa como lo es la dedicación de Bin Laden a esos recursos. Y, de hecho, Roy piensa que es posible que el fracaso de la jihad –el fracaso de Osama bin Laden– haya devuelto muchos fundamentalistas a la dawa –la oración y los preceptos, la exhortación y el ejemplo– como la manera correcta de conducir a los foráneos y a los apóstatas de regreso a la fe. Lo que ocurre dentro del Islam, en especial fuera de los países musulmanes, traza un paralelismo con fenómenos similares que tienen lugar entre sus vecinos cristianos. Vemos, tal como observa Roy, la misma “búsqueda de una comunidad universal
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que vaya más allá de las culturas y las naciones”; y, en ambos casos, una “marcha hacia la individualización de la religión”. Y este Islam recién individualizado, al igual que las versiones católicas o protestantes del fundamentalismo, es en todo coherente con la integración social y política como minoría en el marco de una república democrática que permita la libertad de culto. Lo que distingue a los neofundamentalistas, violentos o no, es su ejemplificación de la posibilidad de una ética universal que invierte la figura del cosmopolitismo tal como la he ido elaborando. El universalismo sin tolerancia, claro está, se transforma fácilmente en asesinato. Ésa es una de las lecciones que podemos aprender de la triste historia de las guerras religiosas europeas. El principio universalista un roi, une foi, une loi (un solo rey, una sola fe, una sola ley) subyació a las guerras religiosas francesas que ensangrentaron las cuatro décadas anteriores al Edicto de Nantes de , mediante el que Enrique IV de Francia finalmente concedió a los protestantes de su reino el derecho a practicar su fe. En la guerra de los Treinta Años, que causó estragos en Europa hasta y la Paz de Westfalia, los príncipes protestantes y católicos, desde Austria hasta Suiza, pelearon unos contra otros, y cientos de miles de germanos murieron en las batallas. Millones murieron de hambre o de enfermedades mientras los ejércitos errantes saqueaban las zonas rurales. En la guerra civil inglesa, entre y , donde se enfrentaron ejércitos protestantes a las fuerzas de un rey católico, tal vez no menos del diez por ciento de los habitantes de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda murieron en el campo de batalla o de las enfermedades y hambrunas que sobrevinieron como consecuencia de los enfrentamientos. Sin duda, en todos esos conflictos se jugaban cuestiones que iban más allá de las doctrinas sectarias. Pero muchos liberales ilustrados Olivier Roy, op. cit., p. .
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llegaron a la conclusión de que la insistencia en una única idea de verdad universal sólo podía conducir a nuevos baños de sangre. Fue una lección que también aprendieron muchos que en Occidente clamaban contra la Inquisición: una vez más, como tan a menudo, la crueldad se cometía en nombre de la purificación moral; el asesinato, en el de la verdad universal. La intolerancia de la diferencia religiosa en el mundo cristiano no es, me apresuro a señalar, una cosa del pasado. Muchos cristianos estadounidenses creen que los ateos, los judíos, los musulmanes, los budistas y el resto de la gente irán al infierno a menos que acepten a Jesucristo. Hay protestantes que creen eso respecto de otros protestantes; otros que lo piensan respecto de los católicos y, sin duda, viceversa. Quizás esta idea pueda sostenerse con una compasión que lleve al deseo de convertir a aquellos cuyos destinos eternos corren tan serios peligros, pero no necesariamente conduce al respeto de quienes viven en la equivocación. Entre nuestros conciudadanos cristianos hay algunos, aunque creo que no demasiados, que se proponen hacer que nuestra sociedad y nuestro gobierno sean más cristianos, con los diez mandamientos en cada tribunal, la proscripción del aborto y de la homosexualidad, la exclusión del evolucionismo del programa escolar de biología. Pero, por lo general, eso es todo. Los siglos de masacres cometidas por los príncipes cristianos y el Santo Oficio ya quedaron atrás hace tiempo. No obstante, deberíamos recordar que ha habido terroristas cristianos en los Estados Unidos, y que uno de ellos, Eric Rudolph, fue declarado culpable de colocar una gran bomba casera en un parque de Atlanta durante las Olimpíadas de , que mató a una mujer llamada Alice Hawthorne, hirió a más de cien personas y, de no haber mediado la rápida intervención de un guardia de seguridad, habría matado y herido a muchas más. Atacar las Olimpíadas es una forma bastante directa
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de declararse enemigo de las conversaciones transnacionales del cosmopolitismo. Rudolph también fue acusado de asesinar a un policía de franco que trabajaba en una clínica de Birmingham donde a veces se practicaban abortos, y de bombardear un bar de lesbianas en Atlanta. Éstas son más que sugerencias de que comparte las metas, aunque no (¿necesito insistir en esto?) los métodos usuales de la derecha cristiana. Tal como indican los informes periodísticos, resulta muy inquietante el gran respaldo del que parece haber disfrutado Rudolph en lugares como Murphy, Carolina del Norte, donde finalmente fue aprehendido. Muchos de los habitantes se identificaban abiertamente con él; durante la búsqueda policial, en las tiendas locales se imprimían y vendían calcomanías y camisetas con el eslogan “Run, Rudolph, Run”.* “Rudolph es cristiano y yo soy cristiana, y él dedicó su vida a luchar contra el aborto”, dijo a un reportero del New York Times una joven de Murphy, madre de cuatro hijos. “Éstos son nuestros valores. Éstos son nuestros bosques. No me parece que sea un acto terrorista lo que hizo.” Timothy McVeigh mató a hombres, mujeres y niños cuando puso una bomba en el Edificio Federal Alfred P. Murrah, en la ciudad de Oklahoma; y aunque al parecer no actuó impulsado por motivos religiosos, es un héroe para algunos miembros del movimiento Identidad Cristiana, que fundamenta su odio por los negros, los judíos y el gobierno federal con algo que ellos parecen creer una forma de cristianismo. No equiparo estos crímenes a los asesinatos seriales multinacionales cuya guía espiritual es Osama bin Laden. No cabe duda de que este hombre y diversos grupos que tienen cierta conexión con él o se inspiran en él representan el peligro más grande de terrorismo contra los * “Corre, Rudolph, corre”. [N. de la T.] Jeffrey Gettleman, con David M. Halbfinger, “Suspect in ’ olympic bombing and other attacks is caught”, en New York Times, de junio, , p. .
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Estados Unidos, y la popularidad de que goza Osama entre los contra-cosmopolitas hace de él una figura que está lejos de ser marginal. Pero nos resulta más fácil recordar que Osama bin Laden no es el típico musulmán cuando recordamos que Eric Rudolph no es el típico cristiano. No pueden establecerse otros paralelismos. Hasta donde yo sé, ninguna gran red terrorista cristiana organizada planea perpetrar atentados contra instituciones o países musulmanes. Creo que ello ocurre por varias razones. Una de ellas, sin duda, es que muy pocos cristianos ven en el Islam una amenaza para su forma de vida. Los motivos por los que numerosos musulmanes sí creen que los cristianos siguen volcados a una cruzada contra ellos se entremezclan de manera muy compleja. Me inclino a concordar con quienes piensan que uno de los aspectos psicológicos más importantes es la sensación de que el Islam, que alguna vez liderara a la cristiandad, de alguna manera se ha quedado atrás; sensación que produce una incómoda mélange de resentimiento, ira, envidia y admiración. Pero el intento de explicar este contra-cosmopolitismo no basta para enfrentar el desafío conceptual que plantea a quienes creemos en universales morales: ¿cómo podemos, en principio, diferenciar las formas benignas y malignas del universalismo?
Mencioné la tolerancia. Sin embargo, hay muchísimas cosas que los héroes del Islam radical están plenamente dispuestos a tolerar. No les importa si los demás comen kebab, albóndigas o pollo kung pao, siempre y cuando la carne sea halal; el hijab puede ser de seda, de lino o de viscosa. Por otra parte, la tolerancia cos-
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mopolita tiene sus límites. A veces querremos intervenir en otros lugares porque lo que ocurre allí viola nuestros principios fundamentales de manera rotunda. Y cuando se trata de algo que alcanza la suficiente gravedad –el genocidio es el caso menos controvertido– no nos quedamos en la conversación. La tolerancia requiere un concepto de lo intolerable. Entonces, tal como dije al comienzo, los cosmopolitas también creemos en la verdad universal, aunque tenemos menos certeza de que ya la sepamos en su totalidad. Lo que nos guía no es el escepticismo respecto de la propia idea de verdad, sino el realismo respecto de la gran dificultad que entraña encontrar la verdad. Sin embargo, una verdad que sostenemos es que cada ser humano tiene obligaciones con todos los demás. Todos son importantes: ésa es nuestra idea central. Y esa idea limita severamente el alcance de nuestra tolerancia. Para decir qué es lo que, en principio, distingue al cosmopolitismo del contra-cosmopolitismo, no cabe duda de que necesitamos ir más allá del discurso de la verdad y la tolerancia. Uno de los compromisos distintivos del cosmopolitismo es el compromiso con el pluralismo. Para los cosmopolitas, hay muchos valores que vale la pena reivindicar en la vida y no es posible reivindicar todos. Así, esperamos y deseamos que las diversas personas de diferentes sociedades encarnen distintos valores. (Pero tienen que ser valores que valga la pena reivindicar.) Otro aspecto del cosmopolitismo es aquello que los filósofos llaman falibilismo: la conciencia de que nuestro conocimiento es imperfecto y provisorio, que está sujeto a revisión ante nueva evidencia. En contraste, la concepción neofundamentalista de una umma mundial admite variaciones locales, pero sólo en aspectos que no son importantes. Estos contra-cosmopolitas –una vez más, como muchos cristianos fundamentalistas– realmente creen que hay una sola manera correcta de vivir para todos los seres huma-
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nos, que todas las diferencias deben reducirse a los detalles. Quienes se inquietan ante la homogeneidad global deberían inquietarse ante esta utopía, y no ante el mundo que está gestando el capitalismo. Aun así, los universalismos en nombre de la religión de ninguna manera son los únicos que invierten el credo cosmopolita. En nombre de la humanidad universal, es posible ser la clase de marxista que, como Mao o Pol Pot, aspira a erradicar toda religión, con la misma facilidad con que se puede ser el Gran Inquisidor que supervisa un auto de fe. Esos espejos no están hechos añicos, están enteros: y a nosotros no nos queda ningún fragmento. Esos hombres quieren que todos estemos de su lado, de manera de poder compartir con ellos su visión del espejo. “En verdad, soy un consejero fiable para ustedes”, dijo Osama bin Laden en un “mensaje al pueblo estadounidense”emitido en . “Los invito a la felicidad de este mundo y del más allá y a escapar de su árida y miserable vida materialista, que carece de alma. Los invito al Islam, que llama a seguir la senda de Alá solo, Quien no tiene socios, la senda que clama por la justicia y prohíbe la opresión y los crímenes.” Únanse a nosotros, dice el contra-cosmopolita, y seremos sus hermanas y hermanos. Pero cada uno de ellos planea pisotear nuestras diferencias –pisotearnos hasta la muerte, si es necesario– si no nos unimos a ellos. Su lema bien podría ser aquel sardónico dicho alemán: Und willst du nicht mein Bruder sein, So schlag’ich Dir den Schädel ein. Y si no quieres ser mi hermano, a golpes te parto el cráneo. Para los contra-cosmopolitas, entonces, el universalismo se expresa en la uniformidad. Los cosmopolitas podemos complacernos
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en acatar la regla de oro para estipular qué les hacemos a los demás (dejando de lado, por el momento, los problemas conceptuales relativos a la posibilidad de universalización que mencioné antes). Sin embargo, nos importa si esos otros no quieren que se les haga lo que a nosotros nos gustaría que nos hagan. Eso no es todo, pero es algo que creemos necesario tomar en cuenta. Tal como la concebimos, la tolerancia implica interactuar en términos de respeto con quienes ven el mundo de otra manera. Los cosmopolitas pensamos que podríamos aprender algo incluso de aquellos con quienes estamos en desacuerdo. Consideramos que las personas tienen derecho a vivir su propia vida. Por otra parte, en algunos de los pronunciamientos del Islam radical vemos que es precisamente esa conversación entre diferencias lo que ha de evitarse. Un ejemplo de ello es este mensaje del Dr. Aymen al-Zawahiri, socio de Osama bin Laden desde hace mucho tiempo, que fue traducido de una grabación emitida el de febrero de , y que sus admiradores hicieron circular por Internet: La sharia revelada por Alá es la sharia que debe seguirse. Respecto de esta cuestión, nadie está en condiciones de colocarse en una posición irresoluta o fluctuante; es una cuestión que sólo puede ser recibida con seriedad, porque no admite bromas. O bien usted es creyente en Alá, y entonces tiene que acatar Sus leyes, o bien usted no es creyente, y entonces es inútil discutir con usted los detalles de Sus leyes. La irresolución que aspira a difundir el secularismo occidental no puede ser aceptada por una mente correcta que se respete a sí misma. Porque si Alá es el Gobernante, Él tiene derecho a gobernar; esto es obvio y no presenta dudas […]. Y así es, que si usted no es creyente, entonces, lógicamente, es inútil debatir con usted los detalles de Sus leyes.
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No cabe duda de que aquí el temor a la conversación está propulsado por la inquietud de que los intercambios con personas de ideas diferentes lleven a los creyentes por el mal camino. No hay curiosidad respecto de quien “no es creyente”. Quienes no creemos en Alá no somos sino la encarnación del error. Sin embargo, claro está, muchos musulmanes –incluidos numerosos académicos religiosos– han debatido la naturaleza de la sharia, de la ley religiosa islámica. A lo largo de los dos últimos siglos se han oído las voces de destacados académicos islámicos seriamente comprometidos con ideas provenientes del exterior del Islam. En el siglo , tanto Sayyid Ahmad Khan, en la India, como Muhammad ‘Adbuh, en Egipto, intentaron desarrollar las visiones musulmanas de la modernidad. En épocas más recientes, Mahmud Muhammad Taha, en Sudán, Tariq Ramadán, en Europa, y Khaled Abou El-Fadl en los Estados Unidos desarrollaron sus perspectivas en diálogo con el mundo no musulmán. El pensamiento de estos musulmanes es absolutamente diverso, pero todos ellos ponen a prueba –y con mucho más conocimiento que al-Zawahiri del corpus musulmán más antiguo– las concepciones fundamentalistas de la sharia. Ahmed al-Tayeb, presidente de Al-Azhar, la universidad musulmana más antigua (en realidad, la universidad más antigua), ha invitado al arzobispo de Canterbury a hablar desde su púlpito.Y ha dicho: Dios creó pueblos diversos. Si hubiera querido crear una sola umma, lo habría hecho, pero eligió hacerlas diferentes hasta Sobre Sayyid Ahmad Khan, véase el ensayo de Javed Majeed en Islam and modernity: Muslim intellectuals respond, Londres, I. B. Tauris, ; sobre Taha, véase el ensayo de Mohamed Mahmoud; hay referencias a Muhammad ‘Abduh en todo el libro. Y véase Tariq Ramadán, Western muslims and the future of Islam, Nueva York, Oxford University Press, ; Khaled Abou ElFadl, The place of tolerance in Islam, Boston, Beacon Press, .
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el día de la resurrección. Todo musulmán debe comprender a fondo este principio. Las relaciones basadas en el conflicto son infructuosas. En tanto estos pensadores crean que hay cosas que debatir, el silogismo de al-Zawahiri declarará que “no son creyentes”. Creo que no tiene sentido para quienes no somos musulmanes determinar cuál es el Islam de verdad y cuál, un sucedáneo; de la misma manera que sería una tontería que al-Zawahiri juzgara si, por ejemplo, la contracepción o la pena capital son coherentes con el cristianismo. Corresponde a quienes quieren navegar bajo las banderas del cristianismo o del Islam determinar (y explicar, si lo desean) qué significan esos estandartes. Esa lucha es de ellos. Pero entre quienes se autodenominan musulmanes hay exponentes más tolerantes y ha habido tiempos de mayor tolerancia. Podemos observar el hecho histórico de que ha habido sociedades que se autodenominaban musulmanas y practicaban la tolerancia (incluida, en el período más temprano, la propia sociedad del Profeta). Así, resulta alentador, al menos para un cosmopolita, que se oigan tantas voces musulmanas que hablan en favor de la tolerancia y que la defienden desde las tradiciones interpretativas del Islam.
- No fui criado como musulmán, pero sí entre musulmanes. Por lo tanto, mis impresiones del Islam comienzan con los recuer Véase la entrevista realizada por Rania Al Malky en Egypt Today , Nº, febrero de .
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dos familiares; y, como ocurre con tantos otros recuerdos de la infancia, la mise-en-scène es la mesa familiar. Cuando era niño, solíamos visitar a nuestros primos musulmanes, los Safi, ya que la cena y la comida (y la compañía) realmente valían la pena. Pero la ocasión que más me gustaba era la fiesta de Eid al-Fitr, el banquete que comienza el último día de Ramadán, una vez que se ha puesto el sol. Ramadán es un mes de ayunos que se extienden a lo largo de todo el día. Mientras ayunan, los musulmanes recuerdan los orígenes del Corán, que, según creen, Dios comenzó a revelar al Profeta Mahoma en ese noveno mes del calendario musulmán. Entre la salida del sol y el ocaso, los musulmanes devotos no comen ni beben nada. Muchos van a la mezquita a oír la lectura del Sagrado Corán. Después, al anochecer, se reúnen en una comida familiar para romper el ayuno diario. En el último día del mes, en el festival de Eid, se lleva a cabo este último gran banquete; es el clímax de la celebración, el final del ayuno. La tía Grace, prima de mi padre, supervisaba la cocina. No era musulmana, sino cristiana, y tampoco era ashanti: era fanti, de la región de la costa. Pero se había casado con el tío Aviv, un empresario libanés establecido en Kumasi desde hacía muchos años, y había aprendido a cocinar comida libanesa a la perfección, de la misma manera que preparaba los platos ghaneses tradicionales. Había hummus y tabule, falafel y baba ganoush, kibbe y loubia, seguidos de deliciosas masas dulces, frutas frescas y café fuerte, oscuro y dulce. Me encantaban los platos que cocinaba la tía Grace. Sobre todo al final de mi infancia, luego de haber asistido a un internado inglés, muy a menudo me encontraba aún comiendo cuando los demás ya habían terminado, sentado frente a un plato, con el tío Aviv a mi lado sirviéndome cariñosamente otro kibbe (empanadas ovales de cordero y trigo burgol) o un poco más de loubia (ensalada de chauchas con salsa de tomate).
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Finalmente, ya vencido, le decía que no podía comer más. En el internado me habían enseñado que había que comer todo lo que nos servían. (Cuarenta años más tarde, aún recuerdo aquel día en que debí quedarme durante una tortuosa media hora después del almuerzo, mientras la supervisora me obligaba a terminar una grasienta carne hervida.) Pero en la tradición gastronómica del tío Aviv –una generosa tradición árabe en la que la hospitalidad es fundamental–, el invitado sólo muestra que está satisfecho si deja algo en el plato. Me llevó un tiempo acomodarme a esos dos sistemas de etiqueta diferentes, pero finalmente aprendí que si quería evitar la situación de comer en exceso tendría que hacer a un lado las costumbres del país de mi madre cuando comía con mi tío libanés. Si hubiéramos vivido en los Estados Unidos, sospecho que a determinada altura habría resultado necesario que se nos explicara a los primos cristianos el significado del Ramadán. Pero estábamos en Ghana, un país donde los cristianos, los musulmanes y los practicantes de religiones tradicionales viven lado a lado, aceptando las diferentes costumbres de los demás sin expresar demasiada curiosidad por ellas. Durante el Ramadán, la tía Grace iba a la iglesia los domingos, como siempre, y nuestros primos venían a casa en Navidad. Participé en los banquetes de Ramadán durante toda mi infancia, pero sólo me enteré de su significado cuando, ya adulto, leí por mi cuenta sobre el tema. De acuerdo con el Corán, el propio Mahoma tenía relaciones amistosas con los judíos y los cristianos de Arabia (y cuando luchó contra ellos, no fue por cuestiones de fe). Aparentemente, pensaba que el Corán era una revelación especial para los árabes que venía del mismo Dios que había concertado el pacto con los hijos de Israel y enviado a Jesús entre los cristianos. (Ello ocurrió más de mil años antes de que la Iglesia Católica Romana
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–en la encíclica “Nostra Aetate”, del Papa Paulo VI– declarara que consideraba “con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres”.) Dice el Corán: No discutáis sino con buenos modales con la gente de la Escritura, excepto con los que hayan obrado impíamente. Y decid: “Creemos en lo que se nos ha revelado a nosotros y en lo que se os ha revelado a vosotros. Nuestro Dios y vuestro Dios es Uno. Y nos sometemos a él”. Y también afirma: “No cabe coacción en religión”. No sólo el Corán no exige la conversión de la Ahl al-Kitab, la Gente del Libro (como llama el Corán a los judíos, los cristianos y los zoroástricos); tampoco lo hace la práctica del Profeta, tal como se la describe en los ahadith. Desde el siglo d.C., los primeros califas, sucesores de Mahoma en el gobierno del imperio musulmán, que se extendió más allá de Arabia con la fuerza de una explosión durante el primer siglo del Islam, tomaron bajo su protección a las comunidades conquistadas, en su mayor parte cristianas y judías, sin exigirles la conversión; en Persia, donde no encontraron judíos ni cristianos, sino zoroástricos, extendieron la misma cortesía a esta tradición más antigua. Cuando Akbar gobernó su imperio musulmán en el norte de la India, trató a las tradiciones indias locales con la misma tolerancia que habían brindado los primeros califas a la Gente del Libro. Construyó templos hindúes y alentó el diálogo entre los estudiosos de todas las religiones, incluidos los sikhs, los El Sagrado Corán, : ; : .
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budistas y los jainíes, además de los zoroástricos, varias sectas cristianas y, de hecho, diversas tradiciones del Islam. Yo no sabía nada de eso cuando era niño. Sólo sabía que mi tío Aviv era un musulmán devoto, y que también era tolerante y considerado. Venía de un país desgarrado por divisiones religiosas: entre los musulmanes del Líbano hay comunidades sunitas y chiítas, divididas aun más entre alauitas, ismaelitas, chiítas duodecimanos y drusos; entre los cristianos, hay católicos romanos, armenios y sirios, ortodoxos sirios, armenios y griegos, caldeos, maronitas y una variedad de denominaciones protestantes. Sin embargo, el tío Aviv parecía igualmente abierto a la gente de todas las confesiones. Según los estándares de los más estridentes predicadores musulmanes de la actualidad, quizás eso lo haya convertido en un mal musulmán. Pero también lo convirtió en un musulmán bastante típico entre muchos musulmanes de numerosas naciones y épocas. De hecho, no cabe duda de que el tío Aviv habría pensado que su forma de Islam, por estar entretejida con las costumbres y las prácticas entre las que había crecido, era una fe más rica y más nutritiva que las débiles abstracciones de los fanáticos desarraigados e individualistas del neofundamentalismo. Tampoco en este caso me corresponde a mí decirlo. Aun así, aunque los musulmanes como mi tío son menos clamorosos que los fanáticos, es posible aventurar sin temor a equivocarse que también son más numerosos.
Si el cosmopolitismo es, sintetizado en un lema, universalidad más diferencia, existe la posibilidad de que se gane otro tipo de enemigo, uno que rechace por completo la universalidad. Su
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lema sería: “No toda la gente es importante”. Pero la verdad es que más allá de lo que haya ocurrido en el pasado, la mayoría de la gente que dice esto no lo cree realmente. En Ethics and the limits of philosophy, Bernard Williams escribió que “la moral” –en el sentido del conjunto de normas que tienen validez universal– “no es una invención de los filósofos, sino la perspectiva –o, de manera incoherente, parte de la perspectiva– desde la que miramos casi todos nosotros”. En parte, lo que quiso decir Williams es que la mayoría de la gente cree que tiene determinadas obligaciones que son, para usar el término empleado por el autor, inevitables. Y una de esas obligaciones inevitables es la siguiente: cuando haces algo que perjudicará a otra persona, debes estar en condiciones de justificarlo. Quienes creen que están dispuestos a afirmar que no toda la gente importa –los nazis, los racistas, los chauvinistas de todo tipo– no se limitan a decir:“Esa gente no importa”. Se empeñan en explicar por qué. Los judíos destruyen nuestra nación. Los negros son inferiores. Los tutsi son cucarachas. Los aztecas son enemigos de la fe. No es que no importen; es que se han ganado nuestro odio o nuestro desprecio. Se merecen lo que les estamos haciendo. Eso es lo que ocurre cuando comenzamos a dar razones. En especial cuando enfrentamos un público que incluye a quienes supuestamente no importan, se nos vuelve necesario explicar, incluso a ellos, por qué les vamos a hacer algo que no nos haríamos a nosotros mismos. Una vez que empezamos a defender nuestra nación (o nuestra raza, o nuestra tribu), nos vemos obligados a explicar por qué es mejor para todos, incluso para aquellos a quienes maltratamos, que nuestro pueblo esté por encima Bernard Williams, Ethics and the limits of philosophy, Cambridge, Harvard University Press, , p. [trad. esp.: La ética y los límites de la filosofía, Caracas, Monte Ávila, ].
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de todo. Los así llamados “realistas” de las relaciones internacionales suelen afirmar que nuestra política de relaciones exteriores sólo debería perseguir nuestros propios intereses nacionales. Suenan como si dijeran que nuestros compatriotas son los únicos que importan. Pero en cuanto les preguntamos si creen que deberíamos cometer un genocidio en el caso en que ése fuera nuestro interés nacional, típicamente niegan que ése pueda ser nuestro interés nacional, porque nuestro interés nacional, de alguna manera, está internamente vinculado a ciertos valores. A esa línea de razonamiento respondo: “Bien. Entonces uno de nuestros valores es que las otras personas importan al menos lo suficiente como para que sea incorrecto que las matemos sólo porque nos conviene”. A menudo se cita a Edmund Burke, el gran defensor de lo local, cuando dice que “amar la pequeña sección a la que pertenecemos en la sociedad es el principio primero (el germen, por así decirlo) de los afectos públicos”. Pero la razón que ofrece Burke también apela a consideraciones universales: “Es el primer eslabón de una serie por la cual avanzamos hacia el amor a nuestro país y al género humano”. No pretendo que las razones que se ofrecen para ignorar los intereses de los extraños expliquen por qué las personas a veces se tratan tan mal unas a otras. (Como ya lo he expresado, no creo que el razonamiento moral funcione de esa manera.) Y, claro está, tampoco que esas razones justifiquen semejante comportamiento. Sin embargo, una vez que comenzamos a ofrecer razones para ignorar los intereses de los demás, el razonamiento en sí mismo suele conducir a algún tipo de universalidad. Una razón es la expresión de un fundamento para pensar, sentir o Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France, ed. de J. C. D. Clark, Stanford, Stanford University Press, , p. [trad. esp.: Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Madrid, Rialp, ].
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hacer algo. Y no es un fundamento para mí, a menos que también lo sea para el otro. Si alguien realmente piensa que un grupo de gente no importa en lo más mínimo, supondrá que esa gente está fuera del círculo de personas a quienes es necesario dar justificaciones. (Ésa es una de las razones por las que es más fácil pensar que los animales no importan que pensar que las personas no importan: los animales no pueden preguntarnos por qué los maltratamos.) Aun así, si hay personas que realmente piensan que algunas personas no importan en lo más mínimo queda una sola cosa por hacer: tratar de hacerlas cambiar de opinión y, si ese intento fracasa, asegurarse de que no pasen de las ideas a la acción. El verdadero desafío al cosmopolitismo no radica en la creencia de que el resto de las personas no importan en lo más mínimo, sino en la creencia de que no valen demasiado. Es fácil que se nos dé la razón cuando decimos que tenemos algunas obligaciones respecto de los extraños. No podemos hacerles cosas terribles. Quizá, si su situación se vuelve completamente intolerable y nos resulta posible hacer algo para solucionarla a un costo razonable, tengamos incluso el deber de intervenir. Quizá debamos detener los genocidios, intervenir cuando hay hambrunas masivas o un gran desastre natural. Pero, ¿debemos hacer más que eso? Es aquí donde los acuerdos simples comienzan a deshilacharse. En nombre del ideal cosmopolita he señalado que tenemos obligaciones con los extraños. Ahora que nos acercamos al final del libro llegó el momento de decir un poco más acerca de cuáles son esas obligaciones.
10 La benevolencia con los extraños
En el Père Goriot de Balzac hay una escena donde Eugène Rastignac, un joven atormentado por ambiciones sociales que no puede realizar por carecer de los medios necesarios, habla con uno de sus compañeros de estudio en la carrera de medicina sobre una pregunta que él (erróneamente) atribuye a Rousseau: –¿Recuerdas el pasaje donde le pregunta al lector qué haría si pudiera enriquecerse matando a un viejo mandarín de China con sólo desearlo, sin moverse de París? –Sí. –¿Y bien? –¡Bah! Yo ya voy por mi mandarín número treinta y tres. –No lo tomes en broma. En serio, si te probaran que es posible, y que basta con una inclinación de cabeza, ¿lo harías?
Honoré de Balzac, Père Goriot, París, Éditions Garniers Frères, , pp. -. (Una nota al pie en la edición francesa sugiere que Balzac sacó el mandarín de Chateaubriand, quien sin duda sabía algo de Smith.) [La cita pertenece a la edición española: Tío Goriot, Madrid, Cátedra, , pp. -, traducción modificada. También traducido al español como Papá Goriot. N. de la T.]
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La pregunta de Rastignac es espléndidamente filosófica. ¿Quién, sino un filósofo, colocaría el homicidio mágico en un plato de la balanza y un millón de luises de oro en la otra? Y, de hecho, aunque Rousseau no haya planteado esta cuestión, es posible que Balzac se haya inspirado en un pasaje de otro eminente filósofo, el escocés Adam Smith. En su Teoría de los sentimientos morales () escribe un memorable pasaje acerca de los límites de la imaginación moral. El argumento de Smith comienza con un terremoto imaginario que se traga “el gran imperio de China”. Sin duda, un “europeo humanitario” se apenaría por la noticia del acontecimiento y reflexionaría sobre sus aspectos tristes, quizás incluso sobre los efectos que produciría en el comercio mundial. Aun así, dice Smith, una vez que hubiera experimentado esos sentimientos y completado esas reflexiones, retornaría tranquilamente a su vida cotidiana. “El más frívolo desastre que pudiera ocurrirle le ocasionaría una perturbación más real”, escribe Smith, y continúa: Si [ese hombre] fuera a perder su dedo meñique mañana, no dormiría esta noche; sin embargo, dado que nunca los vio, roncaría con la más absoluta tranquilidad ante la destrucción de cien millones de semejantes […]. En consecuencia, a fin de evitar que le ocurriera esta ínfima desgracia, ¿estaría dispuesto un hombre humanitario a sacrificar las vidas de cien millones de semejantes, siempre y cuando nunca los hubiera visto? La naturaleza humana se estremece de horror ante la idea, y el mundo, aun en su mayor vicio y corrupción, nunca ha producido un villano tal que fuera capaz de concebirla. Pero ¿dónde está la diferencia? ¿Cómo es posible, se pregunta Smith, que nuestros “sentimientos pasivos” puedan ser tan egoístas en tanto que nuestros “prin-
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cipios activos” son a menudo tan generosos? “Así, no es la blanda fuerza de la humanidad, no es esa débil chispa de benevolencia que la Naturaleza ha encendido en el corazón humano lo que puede contrarrestar los impulsos más fuertes del egoísmo”, concluye. “Es una fuerza más impetuosa, un motivo más contundente el que se ejerce en estas ocasiones. Es la razón, el principio, la conciencia, el habitante del corazón, el hombre interior, el gran juez y árbitro de nuestra conducta.” Smith pregunta si contemplaríamos la posibilidad de infligir un enorme daño a cambio de un pequeño beneficio; Rastignac hace que nos interroguemos sobre si infligiríamos un daño más pequeño a cambio de un enorme beneficio. Al invertir el ejemplo, Balzac ha pasado de una exploración de la psicología moral, que era el objetivo de Smith, a una cuestión de moralidad básica. Haremos bien en tener presentes ambas perspectivas. Si tuviéramos que distribuir nuestras intenciones según el ímpetu de nuestros sentimientos, sacrificaríamos cien millones de vidas para salvar nuestro dedo meñique (la inferencia de Smith); y si fuéramos capaces de hacer eso (éste es el corolario de Rastignac), no cabe duda de que sacrificaríamos una única vida lejana para ganar una gran fortuna. Sabemos que los mandarines mueren todos los días: ¿hasta dónde influye ese saber en nuestros sentimientos? Que el caso testigo sea China presupone que, para quienes se encuentran cerca, posiblemente no sea necesario usar la razón. Es de suponer que un escocés no reaccionaría ante la destrucción de sus compatriotas con la razón, sino con la pasión. No necesita la razón: son sus bueyes los que se desangran.
Adam Smith, The theory of moral sentiments, ed. de Knud Haakonssen, Cambridge, Cambridge University Press, , p. . El capítulo se titula “Of the influence and authority of conscience” [trad. esp.: La teoría de los sentimientos morales, Madrid, Alianza, ].
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Si comenzamos por este pensamiento, es natural que nos preguntemos si el discurso cosmopolita sobre nuestras obligaciones con los extraños difícilmente pase de ser una bulliciosa abstracción.“El cosmopolitismo como compromiso ético constituye un esfuerzo desmesurado por extender nuestras realidades concretas para que incluyan algunos ‘otros’ distantes y generalizados que, se nos dice, son nuestros vecinos globales”, escribe Robert Sibley.“La idea puede parecer emotiva, pero no es algo por lo que uno estaría dispuesto a declarar la guerra.” Lo que esta perspectiva presupone es que el pensamiento moral cosmopolita exige que sintamos por todos los habitantes del mundo lo que sentimos por nuestros vecinos literales (una intensidad de sentimientos que quizá se exagere con la sugerencia de que por ellos, al menos, arriesgaríamos nuestra vida). No podemos tener una relación íntima con miles de millones de personas; ergo, no podemos adoptar el pensamiento cosmopolita. Sin embargo, tal como lo veía Adam Smith, decir que tenemos obligaciones con los extraños no equivale a exigir que sintamos por ellos la misma empatía que nos despiertan las personas más cercanas y más queridas. Sería mejor que comencemos por reconocer que no es eso lo que ocurre. Sin embargo, tomar en serio la respuesta de Smith requiere que nuestro cosmopolitismo no presente exigencias psicológicas imposibles. Creo que el escepticismo de Sibley constituye una respuesta natural a algunas de las exigencias que han planteado recientemente los cosmopolitas morales. Entonces, ¿cuál es el alcance real de nuestras obligaciones con los extraños?
Robert Sibley, “Globalization and the meaning of canadian life”, en Canadian Review of Books , Nº y , invierno de .
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He aquí una de las respuestas: A fin de comportarse de una manera que no sea francamente incorrecta, una persona en buena posición económica, como usted y como yo, debe aportar a organizaciones de vital eficacia, como y , la mayor parte del dinero y las propiedades que posee en la actualidad, y la mayor parte de lo que recibirá en un futuro previsible. Éste es el argumento que el filósofo Peter Unger ha desarrollado en un libro que lleva el provocativo título de Living high and letting die.* Comencé por el caso más extremo. Pero varios filósofos han defendido esta perspectiva en considerable detalle. Uno de los puntos de partida de Unger es una famosa analogía que ofreció antes el filósofo Peter Singer. “Si paso junto a un estanque poco profundo y veo que un niño se está ahogando en él, debo entrar y sacar al niño del agua”, escribió Singer. “Como consecuencia se me embarrará la ropa, pero eso es insignificante en comparación con la muerte del niño.” Y Unger expuso varios casos similares para afinar nuestras intuiciones. Supongamos que hemos empleado una gran cantidad de tiempo y de recursos, ya escasos, en restaurar a nuevo un antiguo Mercedes sedán, prestando especial atención al tapizado de cuero, y pasamos junto a un caminante que tiene un pie muy lastimado. Aunque * Podría traducirse como: “Vivir bien y dejar morir”. [N. de la T.] Peter Unger, Living high and letting die: Our illusion of innocence, Nueva York, Oxford University Press, , p. . Peter Singer, “Famine, affluence and morality”, en Philosophy and Public Affairs , Nº , primavera de , p. .
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la herida no es de vida o muerte, el caminante perderá el pie si no lo llevamos al hospital. No hay nadie más en los alrededores. ¿Acaso no lo haríamos, aun sabiendo que la sangre de la herida arruinaría el tapizado? Ahora supongamos que recibimos una carta de que solicita una donación para treinta niños de un país extranjero; si no enviamos cien dólares, los niños morirán: tirar el sobre a la basura es tan inmoral como dejar al hombre herido en el camino. Pero, por supuesto, si eso es cierto respecto de los primeros cien dólares que podríamos dar, también lo es respecto de los siguientes cien dólares que podríamos dar. Es por ello que Unger puede llegar a la conclusión de que “está muy mal no enviar a organizaciones como y , tan pronto como sea posible, casi todas nuestras riquezas materiales”. Necesitaríamos liquidar todos nuestros bienes y vaciar nuestros cofres para estar seguros de que nuestra pérdida de cien dólares sería peor que la muerte de los treinta niños. En el fondo de la habitación vemos a Robert Sibley sacudiendo la cabeza, con toda razón, en señal de incredulidad. ¿Dónde falló el argumento? En principio, intentaré desarrollar una idea pequeña, pero importante. Todo este discurso sobre mandarines y niños extranjeros puede hacer que la paradoja de Unger parezca un problema especialmente dirigido a los cosmopolitas. Sin embargo, no lo es. Olvidemos, si podemos, a los niños hambrientos de África y de Asia. Donde sea que vivamos en Occidente, hay vidas de niños en nuestro propio país que necesitan ser salvadas. Hay menos, y salvar cada una de ellas costará más, pero… ¿acaso la respuesta al niño que se ahoga depende del costo de nuestro traje? También hay –¿es preciso que lo mencione?– adultos que no dejaríamos morir en un charco. Podríamos ayudar a que vivan más, a que Unger, op. cit., p. .
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vivan vidas que quieren vivir, si pagamos sus gastos médicos. Si vivimos en áreas urbanas, algunos de ellos están cerca; son nuestros vecinos. ¿Daríamos la mayor parte de nuestro dinero para hacerlo? Los filósofos como Unger y Singer dirían que sí… O, al menos, dirían que sí si no pensaran que las necesidades de los niños hambrientos de otros lugares son más urgentes. El problema con el argumento no es que diga que tenemos obligaciones inconmensurables con los extranjeros, sino que afirme que tenemos obligaciones inconmensurables. Cualquiera haya sido el error, no puede ser achacado a los cosmopolitas. ¿Cómo nos lleva Unger del lugar donde estamos al lugar donde él quiere que estemos? Cuando comienza por ese niño que se ahoga. Ninguna persona decente estará dispuesta a llegar a la conclusión de que evitar embarrarse los pantalones justifica dejar que un niño se ahogue, ni aunque el traje fuera de mohair y hecho a medida en Savile Row. Sin embargo, para llegar a alguna parte con este juicio sobre un caso particular sería necesario extraer una moraleja, y no cabe duda de que será la moraleja lo que determine exactamente hasta dónde se puede llegar. Las afirmaciones más extremas de Unger requieren la extracción de un principio muy general y la aceptación de supuestos empíricos contundentes. En mi opinión, tanto el principio como los supuestos son erróneos. He aquí un principio que vincula el niño que se ahoga con las conclusiones que cité más arriba: Si podemos evitar que ocurra algo malo al costo de algo menos malo, debemos hacerlo. Para empezar, parece indudable que la consecuencia de este principio –que, dado que parece motivar algunos de los argumentos de Peter Singer, denominaré “principio de Singer”– es que
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debemos salvar la vida del niño que se ahoga. Que el niño se ahogue es algo malo; en cambio, es mucho menos malo que se embarren nuestros pantalones. Todo eso lo concedo. No obstante, nuestra respuesta moral al niño que se ahoga, ¿implica realmente que debamos renunciar a todas nuestras riquezas materiales? El principio de Singer nos exige evitar que ocurran cosas malas al precio de que ocurran cosas menos horribles. Sin embargo, luego de una reflexión ni siquiera es tan claro que ese principio solucione correctamente el caso del niño que se ahoga. Salvar a ese niño evita que ocurra algo malo, pero no salvarlo, hasta donde sabemos, podría evitar algo peor. Después de todo, ¿no deberíamos ocuparnos de salvar a esos cientos de miles de niños hambrientos? ¿Y no recaudaríamos unos cuantos dólares con la venta de nuestro traje? Y si lo arruináramos, ¿no nos privaríamos de recaudar esos dólares? Según el principio, si ese niño tiene que ahogarse para que yo pueda vender mi traje a fin de salvar, digamos, a otros noventa niños, así debe ser; aunque también me permite dejar que mueran esos noventa niños si descubro que puedo evitar algo peor.Y en cuanto al caminante con el pie herido, mala suerte para él: ¿por qué arruinar el valor de reventa del sedán si con ese dinero podemos hacer tanto bien en el mundo? La aparente moderación del principio esconde una afirmación contundente: es una manera de decir que deberíamos hacer todo lo posible para minimizar la cantidad de males que ocurren en La enunciación de Singer es la siguiente: “Si está a nuestro alcance evitar que ocurra algo malo, sin por ello sacrificar algo de comparable importancia moral, debemos hacerlo, desde el punto de vista moral. Con ‘sin por ello sacrificar algo de comparable importancia moral’ quiero decir sin hacer que ocurra otra cosa comparablemente mala, o hacer algo que es incorrecto en sí mismo, o dejar de promover algún bien moral, de importancia comparable con la cosa mala que podemos evitar”. Singer, op. cit., p. .
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el mundo. No tengo la menor idea de cómo podría yo hacer eso. Pero no hay razones para suponer que necesite ir a la quiebra para enviar un sustancioso cheque a . Seguramente hay al menos una cosa más beneficiosa que pueda hacer con el dinero. El problema radicaría en determinar qué es. El punto más importante, claro está, es que nuestra convicción de que deberíamos salvar al niño que se ahoga no nos dice por sí misma por qué deberíamos hacerlo. Ya he argumentado que nuestras intuiciones morales suelen ser más seguras que los principios que invocamos para explicarlas. Existen innumerables principios que nos llevarían a salvar al niño que se ahoga sin justificar nuestra caída en la miseria: Si usted es la persona en la mejor posición para evitar que ocurra algo realmente horrible, y no le cuesta mucho hacerlo, hágalo. Ahora bien, este principio –que por el momento me inclino a considerar correcto–, sin más ni menos, no tiene las consecuencias radicales que conlleva el principio de Singer. No estoy en el mejor lugar para salvar a los niños de los que me ha hablado . E incluso si estuviera en ese lugar, donar la mayor parte de mis recursos reduciría radicalmente mi calidad de vida. Quizás este principio sugiera que Bill Gates debería donar millones para evitar que mueran los niños pobres de todo el mundo. Pero… ¡Oh casualidad!, ya lo está haciendo. Este principio –que llamaré el “principio de emergencia”– es un principio de bajo perfil que considero bastante plausible. Sin embargo, no me sorprendería que un filósofo presentara un caso donde el principio de emergencia diera una respuesta que yo creyera incorrecta. Ello ocurre porque la concepción de principios morales, tal como lo mostrará una rápida revisión de la
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historia de la filosofía moral, es muy difícil. En este libro he hablado con frecuencia sobre los valores, en parte porque creo que es más fácil identificar valores que identificar principios absolutos. Una de las razones por las que la vida abunda en decisiones difíciles es precisamente la dificultad que entraña identificar principios individuales, como el principio de Singer, cuya finalidad sea indicar qué debemos hacer. (Incluso el principio de Singer nos dice qué hacer sólo si podemos reducir todos los valores al grado en que contribuyen a los males del mundo, cosa que considero francamente dudosa.) Otra de las razones es que a menudo no resulta claro cuáles serán los efectos de nuestras acciones. Por otra parte, muchas decisiones no son tan difíciles, porque algunos de nuestros conocimientos morales más firmes se refieren a casos particulares. No me cabe ninguna duda de que debería salvar al niño que se ahoga y arruinar mi traje. (Por extraño que resulte, los estados estadounidenses difieren en cuanto a considerar legal o no esta obligación.) Hay muchos argumentos que podría desarrollar en defensa de esta perspectiva, en especial para alguien que estuviera seriamente convencido de que tiene la libertad de dejar que el niño se ahogue. Pero estoy menos seguro de la mayoría de esos argumentos que de mi obligación de salvar al niño.
El principio de emergencia puede o no estar bien fundado, pero no me dice nada sobre lo que debería hacer cuando me envía un pedido de dinero. Creo que un cosmopolita que considera importantes a todos los seres humanos no puede quedarse satisfecho con eso. Entonces, comencemos por la clase de
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ideas morales fundamentales que han ido articulándose cada vez más en nuestra concepción de los derechos humanos básicos. Las personas tienen necesidades –salud, alimentación, vivienda, educación– que deben satisfacer para llevar una vida medianamente buena. Deben tener acceso a determinadas opciones: buscar satisfacción sexual consensuada, tener hijos si así lo desean, trasladarse, expresar y compartir ideas, ayudar a administrar su sociedad, ejercitar su imaginación. (Éstas son opciones. También debería existir la libertad de no ponerlas en práctica.) Y hay ciertos obstáculos para la consecución de una vida buena que no deberían ser impuestos a nadie: dolor innecesario, desprecio injustificado, mutilación del cuerpo. Reconocer que todos tienen derecho, siempre que sea posible, a satisfacer sus necesidades básicas, a ejercer determinadas capacidades humanas y a ser protegidos de ciertos daños no equivale a decir cómo pueden asegurarse esos requisitos. Pero si aceptamos que es preciso satisfacer esas necesidades básicas, ¿en qué obligación hemos incurrido? Quisiera presentar algunas acotaciones a fin de delinear una respuesta aceptable. En primer lugar, el mecanismo primario para asegurar estos derechos no puede dejar de ser el Estado nación. Algunos cosmopolitas políticos afirman que desean un gobierno mundial. Pero el cosmopolitismo que yo defiendo aprecia una variedad de formas de organización política, a condición, claro está, de que el Estado garantice los derechos de cada individuo. Un Estado global tendría, al menos, tres problemas obvios. Podría acu Me resulta atractiva la manera de definir cuáles son nuestros derechos que ofrece Martha C. Nussbaum en “Human capabilities”, en Martha C. Nussbaum y Jonathan Glover (eds.), Women, culture and development: A study of human capabilities, Oxford, Clarendon Press, , p. . Para consultar otros trabajos en la misma tradición, véase Martha C. Nussbaum y Amartya Sen (eds.), The quality of life, Oxford, Oxford University Press, .
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mular sin grandes dificultades un poder incontrolable, que posiblemente usaría para causar grandes daños; a menudo no respondería a necesidades locales, y reduciría, casi con certeza, la variedad de experimentaciones institucionales de la que podemos aprender todos. Aceptar el Estado nación significa aceptar que tenemos una responsabilidad especial respecto de la vida y la justicia de los nuestros, pero aún tenemos que cumplir con nuestra función de asegurar que todos los estados respeten los derechos y satisfagan las necesidades de sus ciudadanos. Si no pueden hacerlo, entonces todos nosotros –a través de nuestras naciones, si están dispuestas a hacerlo, y a pesar de ellas, si no lo están– compartimos la obligación colectiva de cambiarlos; y si la razón por la que no cumplen con sus ciudadanos es que no tienen recursos suficientes, proporcionar los recursos puede ser parte de esa obligación colectiva. Ése es un compromiso cosmopolita igualmente fundamental. Pero, en segundo lugar, es nuestra obligación no cargar solos con todo el peso. Cada uno de nosotros debería contribuir con la parte que le corresponde, pero no se nos puede exigir que hagamos más. Ésta es una acotación, aunque indefinida, que los teóricos del estanque poco profundo no respetan. El principio de Singer, sencillamente, no se adentra en la sutileza de nuestro verdadero pensamiento moral. Otro relato filosófico, esta vez ofrecido por Richard W. Miller, sí lo hace. Un adulto cae desde la ventana de un décimo piso; nosotros estamos en la vereda y sabemos que podemos salvar la vida de esa persona amortiguando su caída. Sin embargo, si lo hiciéramos probablemente sufriríamos varias quebraduras de huesos, que sanarían, quizá con mucho dolor y dejando secuelas, a lo largo de varios meses. (Supongamos que sabemos todo eso porque somos cirujanos ortopédicos.) Para Miller resulta claro que podemos contribuir con la “parte que nos corresponde para hacer del mundo un
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mejor lugar a la vez que rechazamos esta oportunidad de perfeccionamiento del mundo”. Dado que la muerte que no evitamos es peor que unos meses de sufrimiento, está claro que el principio de Singer dice lo contrario. Nuestro pensamiento moral común y corriente hace distinciones que ese principio no capta. Ahora bien, estoy de acuerdo en que no resulta fácil especificar cuál podría ser la parte que nos corresponde y, en especial, de qué manera podría ser afectada por la negligencia de otras personas. Supongamos que tenemos un plan para garantizar a todo el mundo sus derechos básicos. Llamemos a la parte que nos corresponde –supongamos que se pagara en la forma de un impuesto para el desarrollo– “nuestra obligación básica”. Incluso si lográramos convencer a todos de las virtudes del plan, y aun si pudiéramos determinar cómo cada uno de nosotros, según nuestros recursos, debería contribuir con la parte que le corresponde, podemos estar bastante seguros de que algunos no contribuirían con su parte. Eso significa que habría gente que no tendría acceso a sus derechos. ¿Cuál es la obligación de quienes ya han cumplido con sus obligaciones básicas? ¿Alcanza con limitarse a decir “Sé que algunas personas no tienen acceso a sus derechos, pero yo ya he cumplido con mi parte”? Después de todo, algunas personas no tienen acceso a sus derechos, y los derechos siguen siendo tales. En tercer lugar, sean cuales fueren nuestras obligaciones básicas, no deben contradecir nuestra característica de ser, como dije al principio, parciales con quienes están más cerca de nosotros: con nuestra familia, nuestros amigos, nuestra nación; con los numerosos grupos que apelan a nosotros a través de nuestra identidad, elegida o no; y, por supuesto, con nosotros mis Richard W. Miller, “Cosmopolitan respect and patriotic concern”, en Philosophy and Public Affairs , , p. .
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mos. Sean cuales fueren mis obligaciones básicas con los pobres de lugares lejanos, supongo que nunca pueden ser tan grandes como para superar mis preocupaciones por mi familia, mis amigos, mi país; y el argumento según el cual todas las vidas son importantes tampoco puede exigirme que me resulte indiferente el hecho de que una de esas vidas es la mía. Ésta es otra de las acotaciones a la que los teóricos del estanque poco profundo no prestan atención. Creen que evitar lo malo que afecta a otras vidas es tan importante que deberíamos estar dispuestos a aceptar que nosotros, nuestra familia y nuestros amigos llevemos vidas que casi no vale la pena vivir. Considero que esta tercera acotación interactúa con la preocupación que expresé en relación con la segunda. Porque si tantas personas de todo el mundo no contribuyen con la parte que les corresponde –y está claro que no lo hacen– me parece que no se me puede pedir a mí que descarrile mi vida para compensar esa negligencia. Agregaré una acotación final y general. Cualquier respuesta plausible a la pregunta acerca de lo que les debemos a los demás tendrá que tomar en cuenta muchos valores; ningún relato sensato sobre nuestras obligaciones con los extraños puede ignorar la diversidad de las cosas que son importantes para la vida humana. Los cosmopolitas sabemos eso mejor que nadie. Imaginemos un gris régimen totalitario con un excelente sistema de atención sanitaria prenatal. Luego de una “revolución de terciopelo” emerge una vibrante democracia y reina la libertad. Sin embargo, quizá porque el sistema de salud es un poco más laxo (o quizá porque algunas mujeres embarazadas ejercen su recientemente ganado derecho a beber y fumar), las tasas de mortalidad infantil suben levemente. La mayoría de la gente seguirá optando por la revolución de terciopelo. Creemos que la muerte de un niño es algo muy malo, pero no nos cabe duda de que no es lo único que importa. Ésta es una de las razones
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por las que el niño del estanque no basta para desentrañar la complejidad real de nuestro pensamiento. ¿Cómo se vería el mundo si la gente siempre usara su dinero para aliviar la diarrea en el tercer mundo y nunca para ir a la ópera (o para hacer una donación a instituciones culturales locales, como una compañía de teatro, una galería, una orquesta sinfónica, una biblioteca, o cualquier otra que tengamos cerca)? Bien, probablemente sería un lugar monótono y gris. No necesitamos decir –como nos invitaría Unger a hacerlo– que las vidas de los niños que podríamos haber salvado valen menos que nuestra velada en el ballet. Esa respuesta presupone que, en realidad, hay una sola cosa importante: que todos los valores son mensurables en una sola y estrecha divisa de bondad y maldad. Fue terriblemente injusto que tantos esclavos se vieran obligados a perder la vida para construir las pirámides –o, sin ir más lejos, para construir los Estados Unidos– pero no por eso es terrible que existan esos monumentos o esta nación. No todos los valores tienen una medida única. Si los fundadores de esta nación sólo se hubieran ocupado del problema moral más urgente que tenían frente a ellos –y supongamos que ese problema era, en efecto, la esclavitud– puede decirse casi con certeza que no habrían puesto en marcha el lento proceso del progreso político, cultural y moral, con sus idas y venidas, del que tan justamente se enorgullecen los estadounidenses. ¿Realmente querríamos vivir en un mundo donde lo único que le importara a la gente fuera salvar vidas?
, Me consta que lo que acabo de decir escandaliza a algunas personas. He defendido la elección de ir a la ópera mientras mueren
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niños que podrían ser salvados con el dinero de las entradas. Quizá, decir algo así sea tan contrario a la intuición como afirmar, con Unger, que deberíamos sacrificar casi todas las otras cosas que valoramos a fin de salvar a los pobres.Así que recordemos: cuando vamos a la ópera, otras personas también están gastando dinero; dinero que podría salvar a los mismos niños. No tenemos una relación especial con sus muertes, como la tendríamos si ignoráramos el principio de emergencia. Tampoco se compara esta acción con la de matar al mandarín con el deseo. No matamos a nadie por ir a la ópera. En parte, la estrategia del argumento de Unger radica en persuadirnos de que el hecho de no intervenir para salvar a alguien porque tenemos otra cosa que vale la pena hacer equivale moralmente a matar a esa persona en nombre de esos otros valores. Deberíamos resistirnos a esa ecuación. Sin embargo, los argumentos del estanque poco profundo plantean cuestiones más empíricas a las que, tal como lo prometí, retornaré ahora. Consideremos el hecho fáctico de que puede salvar las vidas de treinta niños con cien dólares. ¿Qué significa eso? No significa, claro está, que podemos mantenerlos vivos para siempre. En parte, la razón por la que y –ambas organizaciones bien administradas y llenas de gente bienintencionada que hace mucho bien– pueden seguir mandando esas cartas es que necesitan salvar a los mismos niños una y otra vez. Enviamos nuestro cheque. Incluso si –per imposible– pudiéramos seguir el rastro de nuestro dinero hasta una determinada aldea de Bangladesh y ver que se usa para rehidratar a treinta niños que, de lo contrario, habrían muerto de diarrea, no por eso estamos haciendo una enorme contribución para que se produzca un mejoramiento real en la vida de esos niños. La muerte no es lo único importante. Lo que importa es llevar una vida medianamente buena.Y si los salvamos sólo para que pasen otro mes, otro año, u otra década de horribles sufrimientos, ¿hemos
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hecho realmente el mejor uso de nuestro dinero? ¿Hemos hecho, de verdad, que el mundo sea menos malo? Con ello no me propongo criticar a las organizaciones particulares que Unger ha elegido celebrar. Estoy seguro de que éstas y otras similares hacen mucho bien genuino a largo plazo. Pero responder a la crisis de un niño que está muriendo porque su débil cuerpecito no puede absorber los líquidos más rápido de lo que salen no equivale realmente a salvarlo, si al día siguiente comerá la misma comida pobre, beberá la misma agua infectada y vivirá en un país con el mismo gobierno incompetente; si las políticas económicas del gobierno continúan obstruyendo el desarrollo real de su familia y de su comunidad; si su país sigue atrapado en la pobreza, en parte porque nuestro gobierno ha impuesto aranceles a algunas de sus exportaciones para proteger a los fabricantes estadounidenses que tienen grupos de presión bien organizados en Washington, en tanto que la Unión Europea conserva los empleos de los europeos mediante la estipulación de cupos para la importación. Una respuesta genuinamente cosmopolita comienza por el interés en tratar de entender por qué el niño está muriéndose. El cosmopolitismo requiere inteligencia y curiosidad además de compromiso. Exige saber que las políticas que podríamos haber apoyado porque protegen los empleos en nuestro Estado o en nuestra región son parte de la respuesta. Entraña ver no sólo un cuerpo que sufre sino también una vida humana desperdiciada. Una vez que empezamos a pensar en los hechos –que desempeñan un papel muy vasto en los argumentos de Singer, pero uno muy pequeño en los de Unger– proliferan los dilemas relativos a la intervención. Para comenzar, se plantean problemas de sincronización. Si Bill Gates hubiera seguido el consejo de Peter Unger a los veinte años, no habría estado en la posición de donar miles de millones a buenas causas en la actualidad. Claro que no sabía
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que sería multimillonario. (Pensaba que lo sería, sin duda, ya que así es como funcionan los emprendedores; pero no lo sabía.) Una de las cosas para las que es buena la riqueza es la generación de más riqueza. Si hoy ahorro e invierto, probablemente esté en la posición de hacer más bien en el futuro. Peter Singer me diría que, si ése es mi argumento, debería ahorrar e invertir más. Pero eso significaría gastar menos ahora, con lo que menos personas –entre ellas, muchos habitantes de los países más pobres del mundo– ganarían dólares por hacer los bienes y proveer los servicios por los que yo pago. En efecto, si todos los estadounidenses o los europeos dejaran de comprar bienes de consumo, se produciría, casi sin duda, un colapso de la economía mundial. Caerían las ganancias impositivas de los gobiernos, y con ello también la asistencia gubernamental para el desarrollo. Dado el papel que desempeña el consumo en el impulso de la economía estadounidense, en la creación de la riqueza que el gobierno de los Estados Unidos grava con el objeto de financiar, entre otras cosas, la asistencia al desarrollo, habría que ser un excelente economista para determinar si Singer estaba en lo cierto. Una vez que tomamos en serio los desafíos reales planteados por la pobreza mundial, tenemos que enfrentarnos a problemas muy arduos para determinar cuál es la mejor manera de usar el dinero. Dados los resultados, la mayoría de los economistas del desarrollo estarían de acuerdo en que gran parte de los miles de millones de dólares que se emplearon para ayuda externa entre y no fueron bien usados. Después de todo, muchos de los países más pobres del mundo experimentaron una caída de sus ingresos durante ese período. Pero ésa no es una razón para darse por vencido: es una razón para tratar de compren George Easterly, The elusive quest for growth: Economists’ adventures and misadventures in the tropics, Cambdridge, Press, .
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der qué salió mal y qué salió bien –en especial en los lugares como Botswana, donde la ayuda fue realmente beneficiosa– y abocarnos a la tarea una vez más. Aún pueden presentarse cuestiones relacionadas con los avances tecnológicos. Consideremos el sida en África. ¿Deberíamos invertir grandes cantidades en la distribución de antirretrovirales para extender la vida de quienes viven con /sida? ¿O deberíamos priorizar la investigación de vacunas, en la esperanza de prevenir o mitigar futuras infecciones? Querremos invertir en infraestructura sanitaria, agua limpia, educación, agua, clínicas, y caminos para llegar a ellas, pero… ¿qué deberíamos priorizar? Y si decidimos construir los caminos, que ayudarán a que los enfermeros y los médicos lleguen a las clínicas, ¿habrá allí recursos –no sólo el dinero, sino también personas con conocimientos– para mantenerlos? En parte, que una economía sea, como solíamos decir, subdesarrollada, significa que tiene límites en cuanto a la rapidez con que puede absorber capitales. En años recientes, los científicos sociales han reconocido cada vez más que los gobiernos y las instituciones débiles constituyen una limitación crucial al desarrollo. El economista Amartya Sen, ganador del Premio Nobel, es célebre por haber mostrado que si bien las hambrunas pueden ser provocadas por la naturaleza –una sequía, una plaga de langostas–, ello no ocurre en las democracias. Según un estudio reciente de los economistas Craig Burnside y David Dollar, la asistencia externa ayudó al desarrollo y redujo la pobreza, pero sólo en los países con políticas adecuadas. Las instituciones de tenencia de la tierra, que suelen entrelazarse con Craig Burnside y David Dollar, “Aid, policies and growth”, en World Bank Policy Research Working Paper, Nº , junio de . Disponible en línea: .
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supuestos locales difíciles de cambiar, a veces se encuentran en la raíz de la pobreza rural. En Ashanti, los jefes locales mantienen tierras “en fideicomiso” para la gente. En ocasiones se necesitan préstamos para fertilizar, sembrar y cultivar la tierra. Pero si la tierra se cultiva a criterio del jefe, ¿cómo se respaldará una deuda? La acreditación del título puede requerir una reforma de las leyes agrarias, el establecimiento de registros catastrales confiables y tribunales más eficientes y menos corruptos. Sé que el estimado lector enviaría dinero para alimentar a niños hambrientos. ¿Lo enviaría para que se promovieran reformas del diseño y de la ejecución de las políticas catastrales que mantienen a las familias de esos niños en la pobreza? No sostengo –no creo– que deberíamos alzar los brazos en señal de desesperación. Tampoco considero que debamos abandonar nuestros intentos de ayudar porque la ayuda enviada en el pasado no haya elevado el estándar de vida en gran parte de África. No corremos peligro de ser generosos en exceso; de hecho, la mayoría de nosotros puede cumplir sin problemas con lo que he llamado “nuestra obligación básica”. Pero lo que se necesita, tal como habría anticipado Adam Smith, es el ejercicio de la razón y no sólo las explosiones de sentimiento. Las donaciones de caridad tras el tsunami de la Navidad de fueron notables y conmovedoras, pero dos millones de personas por año mueren de malaria; . por mes mueren de sida; ., de diarrea. Y algunos economistas de mente práctica, como Jeffrey Sachs, partiendo de datos reales han desarrollado argumentos que estipulan que los esfuerzos realmente concertados y bien orquestados para aliviar la pobreza en el tercer mundo tienen buenas probabilidades de éxito. Estos economistas refu David R. Francis, “.. foreign aid: Do Americans give enough?, en Christian Science Monitor, de enero de .
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tan los acostumbrados supuestos derrotistas. Por ejemplo, hay demasiadas personas –reflejos maltusianos– que se preocupan porque la ayuda a los niños hambrientos sólo puede dar como resultado el incremento de adultos hambrientos. Sin embargo, eso depende de cómo se hagan las cosas. Si se salvan niños creando oportunidades para sus padres y, en consecuencia, aumentando la riqueza general –confirma la historia–, a largo plazo declinan las tasas de fertilidad. Por otra parte, si se “salva” a los niños inundando la economía local de granos gratuitos que llevan a la quiebra a los agricultores locales –¿quién puede competir con lo gratuito?– se hace, en realidad, más mal que bien. La ayuda externa del gobierno de los Estados Unidos ascendió a poco más de . millones en ; en el mismo año, la asistencia estadounidense privada a países de bajos ingresos fue de al menos . millones. El presupuesto estadounidense de asistencia para el desarrollo es el más alto del mundo. Sin embargo, en relación con el , los Estados Unidos es la nación rica que menos dona. Muchos países pobres pagan más a los Estados Unidos en intereses de la deuda de lo que reciben como asistencia; y, a su vez, gran parte de esa asistencia es una mera ayuda para pagar la deuda. Sólo una fracción de la ayuda externa estadounidense tiene como objetivo específico la asistencia a los más pobres. Sin embargo, esos números oscurecen otras cosas tanto beneficiosas como perjudiciales que los Estados Unidos realizan. Por ejemplo, del lado malo, en los aranceles aduaneros costaron a los países afectados por el tsunami más de lo que los enriqueció la caridad de los Estados Unidos, aunque las políticas comerciales estadounidenses son en gene Steven Radelet, “Think again: Foreign aid”, publicado en el sitio Web de la revista Foreign Policy en febrero de . Disponible en línea: .
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ral mucho mejores para los países menos desarrollados que las de Europa o Japón. (James Wolfensohn, el ex presidente del Banco Mundial, señaló en una ocasión que “la vaca europea promedio cuenta con un subsidio de , por día, en tanto que tres mil millones de personas viven con menos de por día”.) Del lado bueno, los Estados Unidos admiten muchos más inmigrantes que Japón y Europa, y esos inmigrantes giran a sus países de origen decenas de miles de millones, con lo que crean, al menos potencialmente, una reserva básica de capital y crecimiento. Sin embargo, una vez más del lado malo, los Estados Unidos satisfacen sus necesidades sanitarias –en especial las de los ciudadanos pobres– con una fuga de cerebros de médicos y enfermeros (por lo general formados a expensas del Estado), provenientes de lugares como India, Pakistán, Ghana, Nigeria y Jamaica, donde se los necesita con urgencia. Cuando gastamos nuestros dólares –o euros o libras esterlinas–, ¿no vale la pena que nos detengamos a pensar por unos instantes si los estamos gastando de manera inteligente? Demos la cantidad que demos, ¿no es importante que no se desperdicie ni un centavo? Una de las dificultades que presenta la focalización de Peter Unger en esos niños hambrientos es que obstruye el pensamiento sobre la complejidad de los problemas que enfrentan los pobres del mundo. Preguntémosles a las personas de y de si creen que lo único importante es mantener vivos a los niños durante algún tiempo más. La yuxtaposición de la opulencia occidental con la pobreza del tercer mundo a veces puede llevar a que los activistas vean
Radelet señala que la ayuda de millones prometida por los Estados Unidos queda eclipsada por los . millones en aranceles que impone sobre las importaciones provenientes sólo de Indonesia, Sri Lanka, Tailandia y la India. Ibid.
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a ambas causalmente ligadas de manera más o menos directa, como si ellos fueran pobres porque nosotros somos ricos. Por eso vale la pena recordar que en la actualidad la pobreza está mucho menos extendida que hace un siglo. Desde han aumentado de manera contundente la expectativa de vida y las tasas de alfabetización en los países menos desarrollados. En , alrededor de millones de habitantes de China vivían en lo que el Banco Mundial llama “extrema pobreza”, con un ingreso de menos de un dólar por día. Hacia , esa cifra había disminuido en más de millones, aun cuando la población total continuó creciendo. La cantidad de sudasiáticos en condiciones de extrema pobreza disminuyó en decenas de millones. Sin embargo, África ha quedado atrás, y es este continente el que presenta los mayores desafíos a nuestros expertos en desarrollo, y a nuestro sentido de las obligaciones globales. Al pensar en las políticas de comercio, las políticas de inmigración y de ayuda; al decidir qué industrias se subsidiarán en su propio país, y qué gobiernos se apoyarán y se armarán en el exterior, los políticos de los países más ricos del mundo naturalmente responden en su mayor parte a las necesidades de quienes los eligieron. Pero también deberían responder a las aspiraciones de sus ciudadanos. Y la actitud de los Estados Unidos respecto de la ayuda externa es complicada. En las encuestas, los estadounidenses tienden a decir que se da demasiada, y luego proponer que la cantidad se reduzca a, digamos, sólo el % del presupuesto federal. (Eso es diez veces más de lo que realmente asignó los Estados Unidos en .) Hace algunas décadas, en una monografía que escribió con Richard M. Bird, el gran economista del desarrollo Alfred O. Hirschman hizo una propuesta muy sugestiva. Supongamos que permitiéramos a los contribuyentes especificar que una cierta cantidad de lo que pagan (hasta un %, sugirieron los economistas) fuera destinada a
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contribuciones de ayuda externa y remitida a un Fondo de Desarrollo Mundial. La propuesta tenía diversos aderezos, pero los economistas reconocieron que uno de los resultados sería el siguiente: por primera vez tendríamos una indicación concreta de cuántas personas en los Estados Unidos se preocupan por la ayuda externa lo suficiente como para estar explícitamente dispuestas a desviar hacia ella algunos de los dólares que pagan en calidad de impuestos. Según nuestro supuesto inicial, es bueno prestar más ayuda. Esta propuesta, como mínimo, nos permitiría saber cuánta gente está de acuerdo con nosotros. Como ya he dicho, no sé exactamente cuáles son las obligaciones básicas de cada estadounidense o de cada ser humano. Hace algunos años, la convocó una cumbre en Monterrey, México, en la que líderes de todo el mundo debatieron maneras específicas de aliviar la miseria que aflige a un sexto de la población mundial. De más está decir que las metas anunciadas, enumeradas en el “consenso de Monterrey”, no se han alcanzado –una cosa es acordar adónde se quiere ir, y otra, llegar allí– pero se trató de una conversación verdaderamente cosmopolita sobre una cuestión fundamental para los cosmopolitas. Es importante que continúen las conversaciones de ese tipo; y es aun más importante ir más allá de las conversaciones. Porque si hay personas que no acceden a sus derechos básicos –y hay miles de millones de ellas– sabemos que, como colectivo, no estamos cumpliendo
Albert O. Hirschman, con Richard M. Bird, Foreign aid: A critique and a proposal, Princeton Essays in International Finance, Nº , julio de , reimpreso en Hirschman, A bias for hope: Essays on development and Latin America, New Haven, Yale University Press, , p. .
LA BENEVOLENCIA CON LOS EXTRAÑOS |
con nuestras obligaciones. Los teóricos del estanque poco profundo se equivocan respecto de lo que debemos, pero no cabe duda de que tienen razón en asegurar que debemos más. Si nos vemos enfrentados a exigencias imposibles, lo más probable es que retrocedamos horrorizados. Sin embargo, las obligaciones que tenemos no son monstruosas ni irrazonables. No nos exigen que abandonemos nuestra vida. Tal como señaló Adam Smith, no entrañan heroísmo, sino lucidez. Jeffrey Sachs sostiene que en treinta años, al costo de unos . millones por año, podemos erradicar la extrema pobreza: la pobreza que mata a la gente y vacía las vidas de sentido. Ignoro si la cifra es correcta o si lo son las propuestas detalladas de Sachs. Pero incluso si sólo la mitad de lo que dice es verdad, es posible que las naciones más ricas, aunando sus esfuerzos, rescaten las vidas desperdiciadas de los seres humanos más pobres con sólo emplear, de manera colectiva, menos de un tercio de lo que los Estados Unidos gasta en defensa por año; en otras palabras, podríamos recaudar el dinero a razón de unos centavos diarios por cada ciudadano de la Unión Europea, los Estados Unidos, Canadá y Japón, lo cual es poco más de un tercio de lo que ya paga el noruego promedio. El noruego promedio no es tres veces más rico que el ciudadano promedio del mundo industrializado. Si aceptamos el desafío cosmopolita, les diremos a nuestros representantes que queremos recordar a esos extraños. No porque nos conmueva su sufrimiento –ello puede ocurrir o no–, sino porque nos hacemos eco de lo que Adam Smith llamó “la razón, el principio, la conciencia, el habitante del corazón”. Los habitantes de las naciones más ricas pueden hacer más. Se trata de una exigencia de la simple moralidad, pero resonará con
David R. Francis, op. cit.
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mucha más amplitud si logramos que nuestra civilización sea más cosmopolita. Y para no dejar al lector en suspenso acerca del tema, vale la pena aclarar que el amigo de Rastignac también se dejaba guiar por ese habitante del corazón.“Maldición”, dijo, al cabo de unos instantes de reflexionarlo con gran seriedad. “He llegado a la conclusión de que el chino debe vivir.”
Índice analítico
aborto, , , , , Abou El-Fadl, Khaled, abusua (clan matriarcal), , , , , “acuerdos teorizados en forma incompleta”, ‘Adbuh, Muhammad, , adulterio, 6, , África: arte de, -, , , -, -; ayuda externa a, -, -; colonización de, , -, , , , , , -; crisis de la deuda de, ; esclavitud en, ; pandemia de VIH/sida en, , , , África occidental, , , afroamericanos, , , , Agamenón, Ahl al-Kitab (La Gente del Libro), Ahmad Khan, Sayyid, akan, sociedad, , -, , Akbar (emperador mogol), akyiwadeε (tabú), -, , Al Qaeda, , Alá, -, , -, - Alejandro Magno, , Alemania, , Alí, Mohamed, , ,
alivio del sufrimiento, , , -, -, -, - amish, amor, , Analectas (Confucio), , Anansi, fábulas de, ancestros: culto de los, , , ; ofrendas a, Antígona, antisemitismo, antropología, -, , , , , , apedreamiento, árabe, lengua, , , árabes, , , , -, , , , , Arabia Saudita, aranceles aduaneros, , Argelia, , Aristóteles, arqueología, , , , arte, -; africano, -, , , -, -; como patrimonio cultural, -, -; convenciones internacionales sobre, , -, -; destrucción del, -; facsímiles de obras de, , ; fideicomiso de, -; licencias de exportación para el, ; mercado para el, ,
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, -, -, ; nacionalismo y, -, -; procedencia, -; propiedad privada del, , , -, ; repatriación de obras de, , , , -; saqueo de, , , ; yoruba, asante-twi, lengua, , asco, - asesinato, , , ashanti, sociedad, -, , -, , , -, -, -, -, , , , -, , , , Asia, , , , -, ateísmo, , Atenas, , atentados del de septiembre (), , atuendos tradicionales, autenticidad, - Baden-Powell, Robert Stephenson Smyth, , , Balzac, Honoré de, - Banco Mundial, , , bantúes, Basho, Basic color terms: Their universality and evolution (Berlin y Kay), , n. bearnés, lengua, Beatles, beduinos, Belga, Congo, benevolencia/amabilidad, , , , , , Benín, bronces de, - Benjamin, Walter, Berlin, Brent, , bestialidad, Biblia, , , -, -,
bien: definición de, -, , ; influencia a largo plazo del, , ; la lucha por el, -; mal en oposición a, , , , , , , ; tipos de, , Bin Laden, Osama, , , , , Bird, Richard M., , n. Black, Charles, Blackwood’s Edinburgh Magazine, , n. bomba en la ciudad de Oklahoma, bomba en las () Olimpíadas, Bonweri, Ghana, , Botswana, Brown, Donald, Brown, Michael F., brujería, -, , , Brujería, magia y oráculos entre los azande (Evans-Pritchard), budismo, , , , Burke, Edmund, , Burnside, Craig, Burton, Richard Francis, -, , Bush Cow (Vaca del monte), clan, , Cadena de Televisión de Ghana, calatias, Calibán, Camões, Luiz Vaz de, Canadá, , , , canibalismo, Capilla Sixtina, , capitalismo, , , , , , caridad, , -, , Carlos, príncipe de Gales, Carlyle, Thomas, Carroll, Lewis, Cartas persas (Montesquieu), castigo, -, , -, , -
ÍNDICE ANALITÍCO |
católicos, , , , , , , , Catullus, ceguera cromática, - Centro Cultural Nacional de Ghana, Cicerón, , , ciencia: conocimiento común de la, , -; descubrimientos de la, , , -; instituciones de la, , ; médica, , , , -, , -, , , , , -; método experimental de la, -; religión como opuesta a la, -; sistema de creencias de la, -; teorías de la, , cínicos, , , cinismo, circuncisión, , , , -; femenina, , , - ciudadanía, -, , , , civilización occidental, , , -, -, -, , -, - clase media, , , Clemente VIII, papa, Coca-Cola, , , colonialismo, , -, -, , , , - Compañía de las Indias Orientales, compasión, , , , , -, , , , conflictos, resolución de los, , , Confucio, , , , Congo, , Congreso de los Estados Unidos, Consenso de Monterrey, Constitución de los Estados Unidos, , consumismo, , , , , contracepción, ,
Convención para la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado (), , Convención sobre las medidas que deben adoptarse para prohibir e impedir la importación, la exportación y la transferencia de propiedad ilícitas de bienes culturales (), , copyright, - Corán, , , - corporaciones multinacionales, , , cortesía, , , , , , , , cosmopolitismo: bases universales del, -, , -, -, -, , ; coexistencia y, -, , , ; como ideal humanístico, -, , -, , , , , , ; compromiso con el, , , , , , , , , , , , , -, -, , ; contexto histórico del, -, , , -, -; contra-, , , -; cruzar las fronteras con el, -, -, , -, , -, , , , , , -, -, , -, , ; el escepticismo en relación con el, -, , , , , , -, , , , ; fundamentos globales del, , , , , -, -, , -; importancia estética del, -; la diversidad alentada por el, , , , , -, -, , -, -, -; la tolerancia en el, , , , , -, -, -; localismo frente a, -, -, -, -, , -, -, -, -, -, -, -, ; nacionalismo en
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oposición a, , , , , , , , , -, -, , -, , ; terminología del, -, , , , véase también lenguaje Costa Dorada, , n. costumbres: asimilación de las, , , , , ; locales, , -, , , -, , ; prejuicio basado en las, -; religiosas, -, -; sociales, , , , , -, ; validez de las, -, , ; valores familiares y, - creatividad, - crecimiento de la población, , , , creencias: científicas, -; deseos en contraposición a, -, , , ; diversidad de las, , , , -, ; irracionalidad de las, -, , -, , , ; nociones positivistas sobre las, , , -, , ; religiosas, véase religión; sistemas de, , -, , , , ; verdad de las, - Cremes, , Creso, cristianismo: como religión mundial, , , ; creencias del, , ; el Islam comparado con el, , , , , , , -, , -; evangélico, , , ; fundamentalista, , -, ; terrorismo y, -; tradición intelectual del, , , crueldad, , , , , , , , , culpa, -, - cultura: adoración religiosa y, , -; asimilación de la, , -, -, -, , , -; desarrollo histórico de la, , ,
-, -; destrucción de la, -; diversidad (multiculturalismo) en la, , , , , -; fronteras de la, , -, -, , -, , -, , , , , , , -, -, -, , -, -; global, -, , , -, -, ; homogénea, -, n., -, ; imperialismo y, , , , -, , , -; intercambios en la, , , -, , , -, -; la identidad como dependiente de la, , , , -, -; local, , -, , -, , , , , -, -, -, ; migración y, -, -, , , ; normas cambiantes para la, -, -; popular, , -, , ; preservación de la, -, -; propiedad (patrimonio) de la, , , , , , -, -; tradiciones de la, , , , , -, -, -, -, , , ; universal, -, - Cumbre Inter-Apache sobre Repatriación, curiosidad, , , , , chiítas, musulmanes, China, n., , , -, , chün tzu (caballero), Dallas, , Daniel Deronda (Eliot), , n. Darío (rey de Persia), , Darwin, Charles, dawa (enseñanzas islámicas), Days of our lives, , “debe”, -, ,
ÍNDICE ANALITÍCO |
Declaración de Derechos, Declaración de Julayinbul sobre los Derechos de la Propiedad Intelectual Indígena, Declaración del Mataatua, “Declaración de los derechos del hombre” (), Declaración universal de una ética global, defensa, gastos en, delito, , , , -, , , , - democracia, , , , , , , , derechos humanos, , , , - desarrollo, impuesto al, - deseos, -, , , desfiguramiento, , , - diarrea, , , , dictaduras, dignidad, dilema del “estanque poco profundo”, -, , , , dilema del “mandarín”, -, , dilemas morales, , -, -, Dios, -, , , -, , , , Disney Co., Disraeli, Benjamin, Diván de Oriente y Occidente (Goethe), Dollar, David, Duhem, Pierre, , ; tesis de, Edicto de Nantes, Edipo, educación: de las mujeres, ; lengua y, , ; pública, , Egipto, , , , , Eid al-Fitr (día de fiesta), , Ekuona, clan,
El espíritu de las leyes (Montesquieu), El Islam mundializado (Roy), , El jardín perfumado, El país de los ciegos (Wells), El que se atormenta a sí mismo (Terencio), Elegías romanas (Goethe), Eliot, George, , “el que lo encuentra se lo guarda” (regla), emergencia, principio de, , empatía, , , , , , -, , , enfermedad, , , , , -, , , , , -, -, , Enrique IV, rey de Francia, entierros, , Epicteto, escepticismo, -, , , , , , -, , , esclavitud, , , Escocia, , , escultura, , , -, , , , esculturas: de Chac Mol, ; de Djenné-Jeno, , , ; nok, -, España, , espíritus, -, Estados Unidos: adjudicaciones de presupuesto, -; aranceles aduaneros de, ; ayuda externa de, -, -; comunidades musulmanas en, , , , ; corporaciones multinacionales de, , , , ; creencias religiosas de, , -; cultura popular de, , , -; derechos cristianos en, -; gastos de defensa en, , ; gobierno federal de, -, , -;
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impuestos en, , , ; inmigración en, ; movimiento abolicionista en, ; producto bruto interno (PBI) de, ; riqueza de, -; sistema legal de, , , , , ; valores compartidos en, , , estadounidenses irlandeses, estampados de Java, estándares de vida, , , , , , , - estoicos, , , Ethics and the limits of philosophy (Williams), etnocentrismo, etnografía, - Euclides, Evangelio según San Mateo, evangelismo, , , Evans-Pritchard, Edward, evidencia, - evolución, , , , , ExItCongoMuseum, exhibición (), expectativa de vida, Eyo, Ekpo, falacia naturalista, , , falibilismo, familia: honor de la, ; identidad y, , , , ; sentido de, , ; valores de la, , -, . Véase también ancestros fanti, pueblo, fatwa, Fausto, Fenomenología del espíritu (Hegel), fenómenos sobrenaturales, , -, Flanders & Swann, folklore, -
Folkways (Sumner), Fomena, tratado de, Fondo de Desarrollo Mundial, fósiles, Francia, , , , , francocanadienses, Franklin, Benjamin, Frobenius, Leo, “fundamentalismo de la propiedad”, fundamentalismo religioso, , , , , -, gaita, , Galileo, Gallie, W. B., Gama, Vasco da, Gandhi, Mohandas K., Gates, Bill, , generosidad, , - genética, Ghana, , , , , , , , , -, , , , , , , ; arte de, -, , ; colonización británica de, , , , , , ; comunidad musulmana de, -; cuisine de, , ; cultura popular de, -; cultura tradicional de, -, -, -, , ; economía de, , , ; educación en, ; globalización en, -; industria turística de, , , ; inmigración en, , , -; la familia en, , , -; religión en, -, -; sociedad ashanti de, -, , -, , , -, -, -, -, , , , -, , , , , ; vida y familia del autor en, -, , , -, -, -, , , -
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ghanesas, lenguas, , -, , , , , , globalización: como término, , , ; homogeneidad producida por la, -, -, , ; impacto económico de la, , , , , , , , , ; influencia cultural de la, -, , , -, -, ; multiculturalismo en la, , , , -; pobreza y, - gobierno: asignaciones de presupuesto del, -; democrático, , , , , , , , ; mundial, -, , ; política exterior del, , -, -; políticas económicas del, , , , , , , , , , , , -; religión separada del, , , , -; totalitario, ; valores morales del, , , , Gran Bretaña, , n., griega, civilización, , , , , , , , , , grosería, , guerra: agresiones en la, , , -, -; destrucción en la, -; fundamentos idealistas de la, ; fundamentos patrióticos de la, , ; nacionalismo y, , , -; religiosa, -; tribal, -; valor en la, -; valores morales en la, Guerra Civil Inglesa, Guerra de los Treinta Años, Guerra de Troya, Hafiz (poeta persa), hajj, , -, , hambre, , -, - hambruna, , , , - Hanson, N. R., , Hart, H. L. A., ,
hausa, pueblo, Hawthorne, Alice, Hegel, Georg Wilhelm Friedrich, , herero, pueblo Heródoto, , , Herskovits, Melville, hijab, hinduismo, , , Hirschman, Alfred O., , n. Historias (Heródoto), Hitler, Adolf, hogares de ancianos, Holanda, , Hollywood, , , Homero, homo sum, credo del, homosexualidad, , -, , , , , ; casamiento entre homosexuales, , honor, Horacio, Human universals (Brown), humanidad: compasión por la, , , , , , -, , , ; derechos de la, , , -, -; diversidad de la, , , -, -, -; ideal filosófico de la, -, , -, , , -, ; orígenes comunes de la, , , , , -, , ; rasgos universales de la, , , , , , -, -, , , , humanismo, -, , -, , -, , Hume, David, , , , , Ibadan, identidad: cristiana, -; cultural, , , , -, -; ética de la, , -; familias e, , ,
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, ; fronteras de la, ; local, , , , ; nacionalista, , , -, , , -; religiosa, , , , , -; tribal, - idolatría, , Iglesia de Inglaterra, Ilíada (Homero), , Ilustración, -, , , imperialismo, , -, , , , , -, -, , , - Imperio Otomano, Imperio Romano, , , , , , - imperios, , impuestos, , , -, , , , incesto, , , -, India, n., , , , , , , , , , , indígenas estadounidenses, , , individualismo, , industria farmacéutica, , , inglesa, lengua, , inmigración, -, -, , , Inquisición, , integridad personal, Internet, , , , , , , intervencionismo, , Islam: ahadith del, ; como religión mundial, , ; creencias del, , , -, , -, , , , ; chiítas vs. sunitas, ; días de ayuno del, -; el arte y el, , ; el cristianismo en comparación con el, , , , , , , -, , -; el terrorismo y el, , , , , , , ; en los Estados Unidos, , , ; fundamentalista, , , , , -, -, , ; influencia política del, , ,
-; las mujeres y el, , , , -; leyes del (sharia), , , , ; los infieles vistos desde el, , , -; lugares sagrados del, , , , , , ; moderado, , -; neofundamentalista, -, ; oposición a la occidentalización por parte del, , -; según un europeo, , - Israel, , , , Italia, , , Jackson, Michael, Japón, , , , , , , Jehová, Jerusalén, Jesucristo, jihad, Jinnah, Muhammad Alí, Johns, Jasper, judíos, , , , , , , , , , , , ; ortodoxos, juicios normativos, Julius II, papa, Kama Sutra, Kant, Immanuel, , Karikari, Kofi, Nana, asantehene (rey de los ashanti), kashrut (leyes alimenticias judías), Kasidah [Casida] (Ají Abduh El-Yezdi/Burton), -, Kay, Paul, , Kejetia, mercado, kεntε (vestimenta), , Keynes, John Maynard, Kumasi, Ghana, , , , , , , -, , , , , , -, -, n., , , KwaZulu-Natal,
ÍNDICE ANALITÍCO |
L’ Ami des hommes (Mirabeau), La historia de Genji, La tempestad (Shakespeare), lago Tanganyika, Las mil y una noches, lealtad, -, - lenguaje “denso” como opuesto a “débil”, , , , , , lenguaje “esencialmente controvertido”, lenguaje de “textura abierta”, - León X, papa, Leonardo da Vinci, lesbianas, , , Lessig, Lawrence, Levítico, -, , Ley de Santidad, , leyes: criminales, , , -, , , , , , , , ; cumplimiento de las, -; divinas, -, , -, , ; estadounidenses, -, , ; federales en contraposición a las de los estados, ; impositivas, ; internacionales, , n., -, -, ; normas de las, , , ; religiosas, -, , -, , -; tribales, - Líbano, , liberalismo, , Life’s a gamble (Cripps), Living high and letting die (Unger), Ma, Yo-Yo, Macedonia, Mackie, John L., Mahabharata, Mahoma, , , , , - mal, , , , , , , malaams, Malí, , , ,
malthusianos, Mandamientos, Mao Tsé-tung, Marco Aurelio, mármoles de Elgin, marxismo, matemáticas, , , materialismo, , , , , , , , , Matisse, Henri, matrimonio/casamientos, -, , , mayas, McIntosh, Roderick, McIntosh, Susan, McVeigh, Timothy, Meca, La, , , -, , , medicina, , , , -, , -, , , , , - Medina, Medioevo, medios masivos de comunicación, , , , , - Meditaciones (Marco Aurelio), Menelao, menstruación, , , mercados: agrícolas, , , ; del arte, -, -, , ; el intercambio cultural y los, , -; globales, , , , , ; libres, , , , ; subsidiados, , , Merryman, John Henry, n., , metafísica, metodistas, , México, , , , , migración, -, - Miguel Ángel, Mill, John Stuart, Miller, Richard W., , n. Million dollar baby (película),
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Mirabeau, Victor Riqueti, marqués de, mirañas, misa, , misioneros, , , modales, , , modestia, mogoles, Moisés, Mona Lisa (Leonardo), mongoles, Monte del Templo, Montesquieu, mormones, , moros, movimientos de masas, , , movimientos independentistas, - multiculturalismo, , , -, - Munch, Edgard, , Murphy, N. C., Musée Royal de l’Afrique Centrale, Museo Británico, , Museo Etnográfico de Berlín, Museo Nacional de Nigeria, Museo Nacional de Oslo, Mussolini, Benito, mutilación, , , - nacionalismo: arte y, -, -; base territorial del, , ; como movimiento de masas, , , ; guerra y, , -; la identidad basada en el, -, -, ; lealtad y, -, -; poder y, ; religión y, - Napoleón I, emperador de Francia, Nehru, Jawaharlal, neofundamentalistas, -, Nietzsche, Friedrich, ,
Nigeria, , , , , -, , niños: crianza de los, , -, , , , , ; disciplina de los, , , ; educación de los, , Nkrumah, Kwame, Noruega, , , , , , , “Nostra Aetate”, encíclica papal, Nuevo México, Nuevo Testamento, obediencia, , obligaciones, -, -, -, -, -, -, - Odisea (Homero), n., ONU, Organización Mundial de Comercio, Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, orígenes de la vida, ornamentación del cuerpo, , , Os Lusíadas (Camões), Osama (película), , Osei Bonsu, asantehene (rey de los ashanti), Osofo Dadzie (programa de la televisión ghanesa), “otredad”, , -, - Otumfuo Nana Osei Tute II, asantehene (rey de los ashanti), , OXFAM, , , , , Pablo, San, padres: obligaciones de los, -, , , , , ; respeto por los, , , palestinos, papados, , , , Parlamento de las Religiones del Mundo,
ÍNDICE ANALITÍCO |
pasiones, patriotismo, , Paulo III, papa, Paulo VI, papa, pawnees, indios, Paz de Westfalia, películas, , , , , , , PEN Internacional, pena capital, , , , , pentecostalistas, , Père Goriot (Balzac), - Persia, , , Picasso, Pablo, Píndaro, Plauto, pobreza, , , - Poema de Gilgamesh, poemas épicos, Pol Pot, polinesia, lengua, polis (ciudad), , política exterior, , -, - políticas económicas, , , , , , , , , , , , - Polonio, polución, ritual, - positivismo, -: como posición filosófica, , ; fundamentos racionales del, -, , ; las creencias según el, -, , , , ; método científico y, -; reivindicación de los valores para el, -; relativismo moral del, -, , , -; respuestas personales en el, - positivismo lógico. Véase Positivismo prejuicio, -, , , -, , , , , Prempeh I, Nana, asantehene (rey de los ashanti), , Prempeh II, Osey Agyeman, asantehene (rey de los ashanti),
Primera Enmienda, , Primera Guerra Mundial, progreso, , , - propiedad: cultural, -; intelectual, -; intelectual aborigen, -; privada, , , -, , Próspero, protestantes, , , , , - proverbios, , , , Proyecto de Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, psicología, , , , , , , , , , , psicólogos culturales, purificación ritual, - Putnam, Hilary, qasida, , racionalizaciones, , racismo, -, , , radio, , Rafael, Ramadán, , Ramadán, Tariq, Rastignac, Eugène, -, Ratón Mickey, Rattray, capitán, Rawls, John, razón, razonamiento: abstracto, , , , , , , ; análisis fáctico, , -, , -, , , ; como cálculo, ; conducta explicada por la, -, , , , ; fundamentos racionales, -, , , -; irracionalidad en contraposición a, -, , , , , , , ; lengua y, ; pasión en contraposición a, , ; validez, , , , ,
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Reade, Winwood, regla de oro, -, , , relaciones: cliente-patrocinador, -, , ; padres-hijos, , -, , , , , relatos e historias, , , , religión, -; arte y, , , , ; autoridad de la, , , -, -, , , , , ; ciencia como opuesta a, -; como sistema de creencias, , -, , , , , ; costumbres de la, -, -; desarrollo de la, , ; diferencias culturales y, , -; evangélica, , , ; fundamentalista, , , , , -, ; identidad y, , , , , -; influencia política de la, , , , , -, , ; leyes basadas en la, -, , -, , -; libertad de, , , -; liderazgo de la, -; mundial, , , , , -, , , , ; nacionalismo y, -; prohibiciones sexuales de la, -, -, , , ; rituales de la, -, , , , ; sectas en la, , ; tolerancia en la, , -, -, -; tribal, -, -, , , , , ; verdad de la, , ; violencia justificada por la, -. Veánse también las religiones específicas Rembrandt, repatriación, - respeto, , , , , , Revolución Rusa, revoluciones políticas, , riesgos, evaluación de los, , - Romeo y Julieta (Shakespeare), , n.
Rousseau, Jean-Jacques, , , Roy, Olivier, -, n. Rozin, Paul, , n. Rudolph, Eric, - Rushdie, Salman, , n. Ruta de la Seda, rutas comerciales, , , , Sachs, Jeffrey, , sangre: consumo de, , , -; transfusiones de, - sati, Schiller, Herbert, seda, , sefardíes, judíos, Sen, Amartya, n., n., Séneca, Senegal, servidumbre por deuda, sexismo, - sexualidad: de las mujeres, , , , , -, -; perversión y, , , -, , , , ; prohibiciones religiosas contra la, -, -, , , ; tabúes contra la, -, -, - Shakespeare, William, , sharia (ley islámica), , , Shaw, George Bernard, Sibley, Robert, , sida, , , , , Sideways, simbolismo, , , -, , , Singer, Peter, , , -, , , , Sipho (estudiante zulú), , sistemas de salud, , , , Smith, Adam, -, , Sobre la libertad (Mill), socialismo,
ÍNDICE ANALITÍCO |
sociedades matrilineales, , -, , Sócrates, , Solón, , Somalia, Sotheby’s, Speke, John Hanning, Stalin, Stein, Gertrude, Strelitz, Larry, n., n., Sudán, , , , sufismo, , , Sumner, William G., sunitas, musulmanes, Sunstein, Cass, swahili, , tabúes, -, , - Taha, Mahmud Muhammad, talibanes, , tasa de mortalidad infantil, tasas de alfabetización, tatuajes, , , , Tayeb, Ahmed al-, tecnología, telenovelas, - telescopios, televisión, , - teorema pons asinorum, , Teoría de la justicia (Rawls), Teoría de los sentimientos morales (Smith), , n. teorías, evidencia en favor de las, - tercer mundo, , -, - Terencio, - terrorismo: causas del, , , -; fundamentalismo islámico y, , , , , , , ; tortura y, Testigos de Jehová, tetracrómatas,
The bold and the beautiful, The City of the Saints, and across the Rocky Mountains to California (Burton), The downfall of Prempeh: A diary of life with the Native Levy in Ashanti, -, “The reluctant cannibal” (Flanders & Swann), The romance of Isabel Lady Burton (Wilkins), To the Gold Coast for Gold (Burton), tolerancia y cultura, , , - Tolstoi, León, , tortura, , torturador, , totalitarismo, , , tradiciones, , , , , -, , -, -, , - tragedia, , tratados, -, Trinidad, turismo, , twi, lengua, , Twin Seven Seven (artista yoruba), , umma (comunidad de los fieles), , n., , un roi, une foi, une loi, principio, UNESCO, , , , , Unger, Peter, -, -, UNICEF, , , , , , Unión Europea (), , unitaristas, universalización, , Universidad Al-Azhar, Universidad de Ciencia y Tecnología (Kumasi), Universidad de Howard, Universidad de Morehouse,
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urbanización, - utopismo, vacunas, , valentía: demostraciones de, , -; estándares para la, , , , , valores morales, -, -; acciones guiadas por los, , , -, , ; colectivos, -; compartidos, -, -, -, -; creencias y fundamentos de los, -, , , -; de las costumbres locales, -, -, -; de las virtudes como opuestas a los vicios, , , , , ; desacuerdo respecto de los, -, -, -, -, -, ; dilemas de los, , , -, -; en las políticas gubernamentales, , , , ; estándares cambiantes de los, -, -, ; fundamentalistas, -, , ; homogéneos, -, , ; identificación de los, , , -; juicio y, , , , -, , ; lenguaje de los, -, , , , , , , , -, , , -, , ; los tabúes comparados con los, -, , ; modales en contraposición a los, , , ; objetivos como opuestos a subjetivos, , , -; obligaciones y, -, -, -, -, , -, -, -; principios de los, , , -, -, , , -, ,
, -, ; prioridades en los, -, -; relativos, , , -, , , -; sentido común y, , , , ; universales, , , , , , , , , , , , , -, -, -, , , , , -; verdad de los, , , -, , , - vendado de pies, verdad: absoluta, , -, , , , ; estándares de la, -; moral, , , -, , , -; religiosa, , ; sentido común como opuesto a, , , , ; tipos de, - vikingos, , , vili, pueblo, virilidad, - viruela, , virus, -, Voltaire, , n. von Neumann, John, Walzer, Michael, Wells, H. G., Wieland, Christoph Martin, Wilde, Oscar, Wilkins, W. H., Williams, Bernard, Wittgenstein, Ludwig, , Wolfensohn, Jim, , Wolseley, Garnet, , n., , Woolf, Virginia, Zawahiri, Aymen al-, - Zia Pueblo, indios, zoroastrismo, zulúes, ,
Este libro se terminó de imprimir en octubre de 2011 en Safekat S.L. 28019 Madrid.