Constitutucion Y Democracia

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D IEGO VALADÉS

Constitución y democracia

U NIVERSIDAD N ACIONAL A UTÓNOMA DE M ÉXICO

CONSTITUCIÓN Y DEMOCRACIA

INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS Serie D OCTRINA JURÍDICA , Núm. 41 Edición y formación en computadora al cuidado de Isidro Saucedo

DIEGO VALADÉS

CONSTITUCION r Y DEMOCRACIA

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO M ÉXICO , 2002

Primera edición: 2000 Primera reimpresión: 2002 DR © 2002. Universidad Nacional Autónoma de México INSTITUTO DE INVESTIGACIONES JURÍDICAS Circuito Maestro Mario de la Cueva s/n Ciudad de la Investigación en Humanidades Ciudad Universitaria, 04510, México, D. F. Impreso y hecho en México ISBN 968-36-8552-6



CONTENIDO Explicación

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XI

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CONSTITUCIÓN Y PODER

Las cuestiones constitucionales de nuestro tiempo . . . .

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La Constitución y el poder . . . . . . . . . . . . . . . .

25

I. Consideraciones generales . . . . . . . . . . . . . II. Coincidencias constitucionales . . . . . . . . . . .

25 30

1. En cuanto al procedimiento de adopción . . . . 30 2. En cuanto al contenido 37 .

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III. Consideraciones finales . . . . . . . . . . . . . . . IV. Fuentes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

56 58

DEMOCRACIA E INSTITUCIONES

Relación y controles recíprocos entre órganos del poder I. Consideraciones generales sobre los controles políticos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . II. Regulación de los controles políticos en la Constitución y propuestas de reforma . . . . . . . . . . VII

65 65 67

VIII

CONTENIDO

III. Consideración final: consolidación democrática y gobernabilidad . . . . . . . . . . . . IV. Sugerencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . .

79 82

Adolfo Christlieb y la reelección de los legisladores . .

85

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I. La legislatura pluripartidista de 1964 85 86 II. El problema de la reelección de los legisladores . III. La iniciativa de 1964 89 92 IV. Una oportunidad perdida . . . . . . . . . . . . . . . Fuentes V 99 .

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RENOVACIÓN CONSTITUCIONAL

Todo cambio es constancia (apuntes para una reforma institucional) 103 .

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I. Consideraciones generales . . . . . . . . . . 103 II. Función de la Constitución 07 1 ....... III. Condiciones para el ejercicio del poder 111 IV. El cambio político y constitucional 113 V. Cambios previsibles 119 .

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1. Pacto social 2. Reequilibrio institucional .

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VI. Estrategia del cambio VII. Referencias .

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Renovación constitucional y elección presidencial en México 149 .

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I. Renovación constitucional 49 1 II. Elección del presidente 52 1 I II. Periodo presidencial . . . . . . . . . . . . . . . . . 160 .

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CONTENIDO

IV. Conclusión V. Fuentes .

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IX

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Renovación constitucional o retroceso institucional . . .

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I. La soberanía y el Estado . . . . . . . . . . . . . . 175 176 II. Una nueva Constitución I II. Reforma constitucional . . 178 .

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1. Reducir el periodo presidencial 179 2. Definir las facultades del gabinete 180 3. Establecer la figura de jefe del gabinete . . . . 182 4. Garantizar la neutralidad de la administración . 182 5. Garantizar la independencia de los legisladores 183 6. Garantizar la eficacia del Congreso 185 7. Garantizar la democracia interna en los partidos políticos 185 .

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IV. Positividad de la Constitución . . . . 186 V. Consideraciones finales . . . . . . . . . . . . . . . 188 .

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Constitución y democracia , editado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, se terminó de imprimir el 12 de marzo de 2002 en los talleres de Formación Gráfica, S. A. de C. V. En esta edición se usó papel cultural 57 x 87 de 37 kgs. para las páginas interiores y cartulina couché de 162 kgs. para los forros; consta de 1,000 ejemplares.

EXPLICACIÓN Para algunos autores que siguen la sugerente línea de reflexión de Alonso Lujambio (El poder compartido, México, Océano, 2000), la transición democrática se inició en México en 1988; otros consideramos que su punto de partida está en la reforma electoral de 1977. Pero, independientemente de cuándo haya comenzado, lo que hoy es indiscutible es que, al menos en cuanto al aspecto electoral, los mexicanos estamos convencidos de que vivimos en un proceso democrático. Ahora bien, la democracia es el más vulnerable de cuantos sistemas existen. Si contamos la intensidad de la búsqueda democrática y los periodos en los que ha habido democracia, seguramente nos habremos de preocupar. Desde hace 25 siglos la democracia es un anhelo de las sociedades civilizadas; sin embargo, las recaídas autoritarias, frecuentes y muy duraderas, han convertido a la democracia en una esperanza perenne y en una realidad efímera. Por eso no basta con transitar hacia la democracia; también hay que consolidarla y conservarla. Aunque los conceptos en torno a la consolidación democrática varían, la idea dominante consiste en la institucionalización de los procesos del poder. Tal ha sido nuestra preocupación al conjuntar los diferentes capítulos que integran este volumen, mismos que han sido publicados por separado. Su objeto ha sido analizar las condiciones constitucionales existentes en México, y las opciones de reforma que permitan —reiteramos— consolidar la democracia. Se trata de un proceso complejo, como bien han demostrado Juan Linz y Alfredo Estepan (Problems of Democratic Transition and Consolidation, Baltimore, The John Hopkins University Press, 1996), Guillermo O’Donell (Counterpoints, Indiana, University of Notre XI

XII EXPLICACIÓN

Dame Press, 1999), y Adam Przeworski ( Democracy and the Market, Cambridge, Cambridge University Press, 1991), entre otros. En las siguientes páginas se examinan opciones y apuntan sugerencias. El cambio constitucional exige imaginación, pero también prudencia. Platón, tan afecto al recurso del mito para hacer más comprensibles sus argumentos, alude a la inversión de los ciclos que hacen que el universo gire en sentidos opuestos de manera alternativa (El político , trad. de Patricio de Azcárate, Madrid, Medina y Navarro, 1872). Ilustra, así, acerca de la naturaleza fluente del poder. El momento más difícil, advierte, se produce cuando está terminando el ciclo y empezando otro. El cambio no es sencillo, porque antes de iniciarse el sentido inverso del movimiento hay un instante en el que todo se detiene, que desencadena devastadores efectos porque se experimentan “mil fenómenos sorprendentes y nuevos”. Sabemos, por supuesto, que las cosas no necesariamente son así, pero sí existen riesgos y dificultades que es indispensable superar. En los momentos de cambio alguien pierde y alguien gana. Todas las fuerzas buscan maximizar sus ventajas y minimizar sus costos. En ese proceso algunos buscan los cambios más radicales y otros las menores modificaciones posibles. La euforia del triunfador y el escepticismo del derrotado no son buenos ingredientes para confeccionar un cambio constitucional; pero, por otra parte, ya se sabe que el mejor momento para impulsarlo es cuando, en los términos de la alegoría platónica, se está saliendo de un ciclo y entrando en otro. Las propuestas, en momentos así, deben ser tan sensatas como se pueda y tan innovadoras como se necesite. He ahí el máximo desafío posible para una construcción democrática viable y útil. Ciudad Universitaria, septiembre de 2000

LAS CUESTIONES CONSTITUCIONALES DE NUESTRO TIEMPO * México cuenta con muchos constitucionalistas eminentes, autores de notables estudios monográficos, respetados dentro y fuera de nuestras fronteras; pero, por inverosímil que parezca, no tenemos un solo tratado de derecho constitucional. ¿A qué se debe esta carencia? La respuesta es sencilla e incómoda: tenemos constitucionalistas pero no tenemos una Constitución estable, que pueda ser estudiada con detalle. Los textos que por su amplitud y profundidad analítica merecen la denominación de “tratado”, explican con el mayor detalle posible cada una de las instituciones jurídicas de la materia a que se refieren; revisan sus antecedentes y sus semejanzas con otros sistemas; examinan sus diversas formas de interpretación y aplicación; valoran sus resultados y contribuyen al mejor entendimiento de los alcances de las normas. Ese tipo de textos cumple una función académica, pero, sobre todo, ayuda, como decían los antiguos, a “fijar el derecho”; esto es, a depurar paulatinamente lo más útil para la colectividad en la que se aplica. Cuando se carece de ese tipo de instrumentos quiere decir que algo está fallando: o no sirven los abogados, o la vida jurídica presenta serias deficiencias. Se trata, por ende, de un asunto delicado. Carecer ya no digo de varios, sino siquiera de un tratado de derecho constitucional, es un síntoma, no un padecimiento, y es necesario saber a qué se debe. En el caso de nuestro país no hay duda alguna de la calidad académica de un nutrido grupo de constitucionalistas. La nómina * Incluido en Cuestiones Constitucionales , México, UNAM, núm. 1, julio-diciembre de 1999. 3

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de quienes actualmente se encuentran en activa producción, es muy amplia. A pesar de eso, y de lo mucho que escriben, ninguno puede darse a la tarea de dedicar ocho o diez años de trabajo para preparar un tratado de derecho constitucional, porque al cabo de ese tiempo se encontraría con que todo cuanto redactó ya no tiene nada que ver con la Constitución. En Grecia y en Roma era común inscribir en bronce, en mármol o simplemente en piedra, las leyes más importantes. La epigrafía griega y latina muestran una exuberante riqueza en cuanto a la creación normativa (véase Cortés Copete, Juan María, Epigrafia griega, Madrid, Cátedra, 1999). Expuestas al público, permitían a la población que leyera, o se hiciera leer, las normas que la regían; además, daban la idea de estabilidad, por su duración. Desde luego, no se debe considerar que la extendida vigencia de las normas encerraba una vocación conservadora, ajena al cambio; por el contrario, si algo demostraron los griegos y los romanos fue su capacidad de pensar institucionalmente, que es una forma de garantizar que los cambios son posibles sin afectar la libertad y la seguridad de las personas. Tan fue así, que numerosas instituciones creadas por los romanos, algunas hace más de veinte siglos, siguen formando parte de los códigos modernos, son objeto de referencias frecuentes por la doctrina y resultan constantemente invocadas por los jueces de muchos lugares del mundo, entre ellos México. En materia jurídica nuestro país se singulariza por la volatilidad de las normas, especialmente por las de naturaleza constitucional. Lejos de plasmarlas en bronce o cantera, la Constitución y las leyes se tienen que editar en volúmenes de hojas sustituibles. No se trata de un asunto anecdótico; representa un problema de considerable magnitud. La volatilidad normativa tiene varios efectos negativos. Uno es el ya apuntado en materia constitucional: hace imposible trabajos de gran aliento. Esto, a su vez, produce el empobrecimiento de la vida jurídica nacional. Los grandes estudios constitucionales tienen por objeto consolidar las instituciones. Sin esos tra-

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bajos las normas constitucionales van cambiando de manera desordenada, asistemática, a veces hasta irresponsable. Otro efecto de la extrema inestabilidad normativa de México es que para los gobernantes resulta más sencillo adecuar las leyes a sus decisiones, que a la inversa. Entre los gobernados, por su parte, esa situación genera incredulidad y a veces hasta frustración. Así, para unos el derecho es un instrumento a su merced, y para otros el derecho no es un referente que ofrezca seguridad. Válidamente se puede preguntar si la inestabilidad jurídica es compatible con la estabilidad política. Se dirá que la respuesta está en los hechos, y que así hemos vivido al menos durante las siete últimas décadas. Pero hay un factor que no debe omitirse: la estabilidad no dependía de la conducta normativa sino de la conducta política: era el resultado de la presencia de un partido hegemónico. Al cambiar la situación política del país, es difícil que el pluralismo, de suyo dinámico, pueda estabilizarse sobre la base de un sistema normativo proteico, inasible y a tal punto fluido que solamente los expertos pueden conocer el texto constitucional vigente en un momento determinado. Durante décadas, la frecuencia de las reformas constitucionales tuvo como soporte un partido inmutable. Además, esas reformas representaron una especie de compensación ante el hermetismo político. De haber mantenido al país sin el oxígeno que significaban los frecuentes cambios constitucionales, las tensiones de la sociedad habrían alcanzado niveles críticos. Pero se hace necesario que la estrategia de los cambios constitucionales se modifique. Hoy la dinamicidad se ha trasladado a la arena política, y es necesario reconstruir la idea de Constitución como un referente estable, que organice y vertebre el cambio político. El proceso de cambio está en marcha en el mundo entero. En el periodo que media entre 1980 y 1997 fueron promulgadas 79 nuevas constituciones en el mundo. Se trata de una actividad constituyente sin precedentes.

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La nómina de los problemas constitucionales del Estado contemporáneo es amplísima. Para sólo mencionar unos ejemplos podemos mencionar: Soberanía. Una vez más el problema de la soberanía aparece como cuestión central en el debate del Estado. Ya no es el enfoque de Bodino o de Rousseau; ahora se trata de enmarcar el concepto en un proceso denominado “globalización”, que implica modificaciones muy profundas al dogma jurídico-político que sirvió como base para edificar el Estado moderno. Sin la idea de soberanía nacional se desplomaría toda la construcción teórica del Estado a partir del Renacimiento, y sin la idea de soberanía popular se vendría por tierra el sustento de la democracia moderna y contemporánea. Sin embargo, el embate es frontal y, paradójicamente, los planteamientos de limitar la soberanía cuentan hoy con numerosos adeptos. Este es un tema sobre el que la discusión por venir será intensa, en tanto que la idea de matizar el alcance de la soberanía contradice el significado de la soberanía. Por definición no puede haber algo que sea “parcialmente supremo”. En todo caso, valdría parafrasear a Hobbes. Decía el autor de Leviathán que no existe un poder superior al del Estado, porque cuando surge un poder así, ese es el Estado; de manera análoga cabría afirmar que la soberanía limitada no puede, lógicamente, existir; habría, en todo caso, soberanías limitantes de otras realidades que, en esta medida, dejarían de ser una expresión de soberanía. En materia internacional esta cuestión es más o menos artificial, porque la convivencia de los Estados ha llevado, de tiempo atrás, a que el derecho internacional se traduzca en espacios donde el acuerdo supone formas de transacción; el problema surge en el ámbito interior de los Estados, donde aceptar la tesis de una soberanía limitada supondría afectar la base dogmática de todo sistema democrático y prepararía las condiciones conceptuales para justificar nuevas formas de autocracia.

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La práctica de los órganos de naturaleza supranacional comienza a apuntar ya un despego con relación a los mecanismos tradicionales de control político. Esto se ha hecho más o menos evidente en Europa a partir de las facultades otorgadas al Banco Central Europeo, que tiene a su cargo la responsabilidad de definir y aplicar la política monetaria en una comunidad de quince países, sin que los parlamentos nacionales, ni el europeo, ejerzan facultades de control efectivo sobre sus decisiones. Integración supranacional. La original iniciativa de constituir la Comunidad Europea del Carbón y el Acero ha culminado con la Unión Europea. La libertad de comercio ha evolucionado hasta la integración de numerosos aspectos de la vida comunitaria, que ya alcanzan el establecimiento de un parlamento, de organismos jurisdiccionales y de una administración que está sirviendo como punto de partida para un gobierno parcial. También ha aparecido el concepto de ciudadanía europea (véase Ma. Dolores Blázquez Peinado, La ciudadanía de la Unión ). Un aspecto de la mayor relevancia es que se ha acentuado la idea de contar con una política exterior comunitaria, y que el brazo armado de la Organización del Tratado del Atlántico del Norte se ha erigido en la fuerza militar al servicio de la Comunidad. La contrapartida de ese fenómeno es el acentuamiento progresivo de los regionalismos. Se trata de una cuestión que, con la capacidad premonitoria que ofrece la inteligencia y la cultura, había advertido Georg Jellinek al finalizar el siglo XIX, a la que acertadamente se refirió como Fragmentos de Estado (1896) y que hoy advierte con toda su crudeza Jürgen Habermas (Más allá del Estado nacional). El fenómeno regional está presente, y cobra fuerza progresiva en España, Italia, Gran Bretaña, y Bélgica, además de Turquía, Iraq y Rusia. En el caso de Yugoslavia el regionalismo está asociado a manifestaciones de racismo, y no es remota la aparición de un proceso semejante en Crimea, como ya se produjo en otros territorios de la antigua Unión Soviética, como Chechenia.

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Dimensión del Estado . Desde que Robert Nozick (Anarquía, Estado y utopía) preconizó que el Estado más grande tolerable era el Estado más pequeño posible, se inició una acometida que trascendió del espació doctrinario al práctico, y el Estado comenzó a ser víctima de mutilaciones incesantes. Esencialmente se afectaron tres áreas: la dimensión burocrática del Estado, su participación en el ámbito de la producción y prestación de bienes y servicios, y la extensión de su capacidad reguladora de la sociedad. La llamada “desregulación” se convirtió en un programa del Estado para desmontarse a sí mismo; la abstención de intervenir como agente económico le llevó a transferir buena parte de sus activos al ámbito de los particulares; y el empequeñecimiento de su aparato administrativo le hizo caminar en el sentido inverso al iniciado en Sicilia por Federico de Suavia desde el siglo XIII, según ha demostrado Manuel García Pelayo ( Del mito y de la razón en el pensamiento político). La idea del Estado como empresa racional, que alcanza su enunciación más precisa con Max Weber, y que supone la presencia de una burocracia organizada, profesional y eficaz, va desdibujándose y retrayéndose ante el acoso del que es objeto el Estado. Este es otro problema constitucional de nuestro tiempo. Estado de Bienestar. F. Hayek publicó The Road to Serfdom en 1944, pero esta obra alcanzó gran notoriedad a partir de que su autor recibió el premio Nobel de economía treinta años después. Se trata de un alegato, ciertamente inteligente, contra el Estado de bienestar, al que se identifica como una expresión del colectivismo y, por consiguiente, una amenaza para la libertad. Buena parte de las concepciones contemporáneas sobre la democracia, que la asocian hoy con la economía de mercado (A. Przeworski, Democracy and the Market), y que encuentran un apoyo formidable en la poderosa construcción cultural que representa la obra de Karl Popper (La sociedad abierta y sus enemigos), parten de los enunciados del economista austriaco.

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Lo más singular del caso es que la nueva izquierda europea, en buena medida la única que actualmente dispone de un esquema doctrinario, como el representado por Anthony Giddens (Más allá de la izquierda y la derecha ; La tercera vía) , Jürgen Habermas (La necesidad de la revisión de la izquierda ; The new Conservatism ), David Miliband (Paying for Inequality: the Economic Cost of Social Injustice ; Reinventig de Left) y Alain Touraine (El postsocialismo ; ¿Qué es la democracia? ), para mencionar sólo algunos, no parece dispuesta a dar una lucha formal en favor de la recuperación de las funciones tutelares y prestacionales a cargo del Estado. A cambio, en la doctrina jusfilosófica norteamericana John Rawls ( Theory of Justice, Political Liberlism) y Ronald Dworkin ( Taking Rights Seriously; A Matter of Principle; Law’s Empire), encontramos nuevas fuentes de reflexión acerca de los problemas de justicia y equidad que están en el centro de la cuestión de las funciones del Estado. Por otra parte, en la construcción constitucional ha caído un cierto desprestigio sobre las llamadas “cláusulas programáticas”, a pesar de las interesantes formas de interpretación que les confieren amplios márgenes de aplicabilidad, como el fallo del 29 de enero de 1969 de la Corte Federal Constitucional de la República Federal de Alemania y el notable trabajo de José Joaquim Gómes Canotilho ( Constituiçao dirigente e vinculaçao do legislador). Sistemas de gobierno. Aunque en la Constitución de Weimar, de 1919, y sutilmente en la de México de 1857, ya aparecían los trasuntos de un sistema mixto, situado entre el parlamentario según el modelo de Westminster y el presidencial derivado del Federalista, lo cierto es que han sido las grandes construcciones constitucionales de la segunda posguerra (Italia, en 1947, Alemania, en 1949, Francia, en 1958, Portugal, en 1976 y España, en 1978), a las que se han sumando las de la posguerra fría (Rusia, Ucrania, Estonia, Lituania, Polonia, República Checa), y numerosas latinoamericanas (Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, Ni-

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caragua, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela) las que introducido instrumentos que, indistintamente, son parte de los sistemas presidencial o parlamentario. Esta situación ha permitido dejar atrás el debate sobre los sistemas puros, y superar las reticencias, tan drásticamente planteadas con relación al sistema parlamentario, como la de Carl Schmitt (Sobre el parlamentarismo), por ejemplo, que tanto daño hicieron a la democracia. El intercambio de instituciones entre ambos sistemas básicos hace que en la actualidad la cuestión del sistema de gobierno sea visto más allá de los conceptos clásicos, y admita no sólo la posibilidad en cuanto a la conveniencia de adoptar, especialmente en materia de controles políticos, la organización y los procedimientos que permitan asegurar, a la vez, la eficacia de las instituciones y la libertad de los ciudadanos. Control político . Numerosas instituciones, como el voto de confianza o la moción de censura; el veto general y parcial; las facultades de investigación de las comisiones congresuales; el veto legislativo; las interpelaciones; la capacidad de los ministros de intervenir en las deliberaciones de los congresos; el control congresual de los nombramientos y de las remociones del gobierno; la forma de ejercer el derecho de iniciativa legislativa; la legislación delegada; la duración de los periodos de los órganos colegiados de representación; las funciones de dirección política de los congresos; las facultades residuales o incidentales de los gobiernos; la organización, competencia y funcionamiento de los gabinetes; son cuestiones que inciden en el capítulo del control político que forman parte del debate y de la construcción institucional actuales. En el caso de México se agrega el tema de la reelección sucesiva de los legisladores. La actual limitación para que los legisladores sean reelegidos implica un severo déficit democrático que afecta de manera directa las posibilidades de control político. No se trata de aspectos meramente mecánicos, sino de compleja concepción y diseño. El problema del control está relacionado con la legitimidad de los sistemas, con el reconocimiento

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de las resistencias y la necesidad de los equilibrios entre los órganos del poder, con el riesgo de los excesos y de los consiguientes bloqueo y autobloqueo de las instituciones, con los procedimientos de descentralización, con la distinción entre controles constitucionales y paraconstitucionales, entre otros aspectos susceptibles de influir en el funcionamiento de los órganos del poder y en las creencias constitucionales de la sociedad política. También forma parte del control político la traslación paulatina de funciones de dirección política y de prestación de servicios públicos al ámbito privado. Se ha ido desarrollando una especie de “Estado intangible” sustraído al control de los representantes de la sociedad. Control jurisdiccional. A partir de la creación, en 1920, de los tribunales constitucionales checoslovaco y austriaco, este último debido a Hans Kelsen, y de las formas de control de la constitucionalidad surgidas en Estados Unidos desde la famosa resolución Marbury vs. Madison, de 1803, este es un tema central para el Estado constitucional democrático. Hoy, la función jurisdiccional se ha hecho más completa y más compleja. Los tribunales constitucionales han proliferado en Europa y en América Latina, y nuevas formas de gobierno y control interno han venido abriéndose paso a partir del Consejo Superior de la Magistratura creado en Italia en 1907. Sin embargo, fue sólo a partir del gran impulso que le dio a esta cuestión la decisiva participación de P. Calamandrei en la Constitución italiana del año 47, cuando esta institución cobró fuerza expansiva. Presente ya en un buen número de sistemas constitucionales democráticos, entre ellos el mexicano, sigue siendo, no obstante, fuente de controversias. Se trata de una institución que rompe hegemonías internas. En este sentido puede decirse que toda institución que limita o condiciona el ejercicio patrimonial del poder, está llamada a ser objeto de impugnación y resistencia. En el caso mexicano, además de que se vive un proceso de ajustes institucionales en esa materia, también es importante subrayar la presencia anacrónica de la denominada “fórmula Otero”,

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que impide los efectos generales de la declaración de inconstitucionalidad de las leyes. Se trata de una institución residual, que se acoge al viejo principio defendido por los jeffersonianos, de extrema rigidez en la separación de funciones del Estado y de estricta preminencia del sistema representativo. Para esa corriente, muy influyente en los primeros años del constitucionalismo norteamericano pero que perdió su primera gran batalla ante el juez Marshall, era inadmisible que un órgano no representativo del poder pudiera tomar decisiones que invalidaran las de otro órgano, sin con ello afectar la “separación de poderes”. La cuestión, superada en la mayor parte de los sistemas constitucionales, sigue pendiente de solución en México. Control financiero . En este ámbito se presenta el gran problema que ha merecido diversas soluciones en el derecho constitucional comparado, de la elaboración, aprobación y ejercicio de los presupuestos. Se trata de una cuestión que tiene que ver con procedimientos de control, de dirección política y de gobierno. En la mayor parte de los sistemas se está imponiendo un enfoque de gobierno, que se traduce en diversas modalidades de reconducción del presupuesto, pero es todavía un tema sujeto a múltiples opiniones. Flujos financieros internacionales . La vulnerabilidad de las instituciones financieras nacionales ante los embates especulativos internacionales, que afectan los niveles de ingreso y empleo, sobre todo de los Estados con economías más dependientes, ha obligado a buscar instrumentos que, sin desalentar la inversión, generadora de empleo, proteja no obstante la estructura económica de los Estados nacionales. Honduras, Nicaragua y Brasil han adoptado normas constitucionales en este sentido, aunque sus resultados han quedado por debajo de lo previsto; la experiencia chilena ha tenido más éxito, y Portugal ha hecho otro tanto, hasta ahora de manera más satisfactoria. Es esta una cuestión en la que se entrecruzan cuestiones de compleja naturaleza financiera internacional y de difícil enunciación normativa.

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Organización del poder. Este es un tema que tiene que ver por igual con las disciplinas constitucional y administrativa. Es una clara muestra de que ambas formas de analizar, interpretar y construir la norma tienen un papel complementario. La organización del poder es un problema político-constitucional, pero también jurídico-administrativo. Uno de los más evidentes ejemplos es el representado por la función pública. Una administración políticamente neutral, profesional y eficiente, sometida a procedimientos de reclutamiento objetivos y altamente competitivos, es indispensable para el funcionamiento del Estado constitucional democrático. Los enemigos internos del Estado contemporáneo son la corrupción, la ineficiencia y la parcialidad de los aparatos de poder. Esta cuestión no puede soslayarse entre las más relevantes del Estado contemporáneo. Sistema representativo . Los viejos procedimientos aleatorios de sorteo practicados en la democracia ática, en la protodemocracia medieval y renacentista (especialmente en las repúblicas italianas como Venecia, donde se aplicó hasta 1797, y Florencia) cedieron ante la necesidad de crear elites políticas a través de los sistemas electorales. Así, apareció el sistema representativo como alternativa del democrático. En ese sentido son llamativos los argumentos de James Harrington ( The Commonwealth Oceana, 1656). Según él, la democracia ateniense decayó porque el sistema de sorteo para integrar el Consejo ( boulé) no permitió contar con una elite capaz de dar estabilidad al sistema. Con su tesis, Harrington preludió, así fuera en términos todavía elementales, las concepciones sobre la clase política de Gaetano Mosca (Elementi di scienza politica), Robert Michels (Los partidos políticos. Un estudio de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna) y Vilfredo Pareto ( Tratatto di sociologia generale). Más allá de las reservas de Rousseau, de las construcciones constitucionales del Federalista y de Sieyès, de las observaciones de L. Duguit, M. Hauriou y H. Kelsen, entre otros, hoy el sistema representativo sigue siendo objeto de reelaboración. Inde-

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pendientemente de los sistemas electorales que condicionan al representativo, el surgimiento poderoso de los organismos no gubernamentales, apoyados por la desconfianza que suscita la política; la acción mediática, con sus propias hegemonías y con todas sus implicaciones en cuanto a influencia y manipulación; la relación entre las oligarquías financieras y las elites políticas, y la llamada “partidocracia”, son varios de los capítulos que corresponden a esta relevante cuestión constitucional del Estado contemporáneo. Participación directa. A pesar de que el plebiscito ha sido un instrumento de la autocracia y hasta del totalitarismo, como ha demostrado Hannah Arendt ( The Origins of Totalitarism ), lo cierto es que, sobre todo en los sistemas donde la percepción pública de la política es muy negativa, hay una insistente demanda para adoptar al plebiscito como forma de democracia semidirecta, que permita superar las distorsiones a que se ve expuesta la voluntad popular por la manipulación de los partidos, la ineficiencia de los congresos y la corrupción de los dirigentes. Otro aspecto relacionado con el anterior es la demanda de incorporación del referéndum legislativo, sin considerar que los órganos representativos se desarticularían progresivamente con la utilización sistemática de la consulta popular. Además, en muchos casos ese instrumento se ha convertido en un mecanismo de presión de los gobiernos contra los congresos. La utilización del referéndum en los procesos legislativos locales en Estados Unidos no ha afectado la estructura y el funcionamiento del Congreso federal, pero ha hecho que los congresos locales sean, en muchos casos, órganos poco relevantes, al punto que en algunos Estados sólo sesionan bienalmente. No obstante eso, el referéndum legislativo se ha abierto paso en diferentes sistemas constitucionales, y es, junto con el plebiscito y ocasionalmente con el tema de la revocación (recall), una cuestión sujeta a discusión. Federalismo; regionalismo . Incluso Estados secularmente unitarios, como el británico, han emprendido el camino de lo que

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denominan “devolución”; esto es, regresar facultades perdidas o delegadas por las regiones en los sucesivos procesos de integración territorial o fusión monárquica. Así, Gales y Escocia, e Irlanda por otras razones, han recuperado varios aspectos de su autonomía normativa y de gobierno. Otros Estados europeos viven tendencias semejantes, algunos incluso con experiencias traumáticas, como la significada por la acción terrorista de la ETA en España, y el separatismo preñado de racismo en Bosnia y Kosovo, por ejemplo. Pero la parte constructiva también es muy rica. El federalismo cooperativo alemán, las nuevas modalidades adoptadas mediante la profunda reforma constitucional argentina de 1994, los procesos de descentralización fiscal y de gestión de servicios en España, son algunos de los varios ejemplos de la construcción de un enfoque que está siendo objeto de renovada atención. El federalismo, y su correlato el regionalismo, junto con otras formas de administración y gobierno local, como el municipio, son una vez más parte de la agenda constitucional de nuestro tiempo. Organización municipal . La naturaleza de los órganos de gobierno municipal, investidos de facultades administrativas, normativas y en ocasiones jurisdiccionales, los hace objeto de renovado interés para la doctrina. Se trata de sugerentes campos de experimentación política, donde la separación de funciones se diluye, sin que por ello los ayuntamientos pierdan su identidad democrática. Órganos de relevancia constitucional. Problemas de nomenclatura aparte, el constitucionalismo reciente asiste al surgimiento y expansión de una serie de órganos constitucionales que ya no son susceptibles de encuadramiento por los que resultaron de la convencional tripartición de las funciones del poder. El desarrollo de nuevas funciones técnicas del Estado (como las de naturaleza financiera, a través de los bancos centrales); la exigencia de instrumentos eficaces, objetivos y autónomos para la protección de los derechos humanos; la garantía de imparcialidad en los procesos electorales; la alta especialidad de

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algunas funciones y servicios públicos (aprovisionamiento de agua, gestión de empresas públicas, por ejemplo) han llevado a la incorporación constitucional de diversos organismos novedosos en su estructura, organización, funcionamiento y localización en el ámbito de las Constituciones; en otros casos, las agencias especializadas, como ocurre en Estado Unidos, no son incorporadas al ámbito constitucional, pero tampoco se les sujeta a la dependencia jerárquica y financiera del gobierno. Se trata de un fenómeno relativamente reciente, acerca del cual la elaboración doctrinaria está en marcha. El principal problema constitucional que plantean estos órganos es el de su adecuado control. En ocasiones se tiende a suponer que deben actuar con total autonomía, incluso del Congreso. Desde luego, esa autonomía puede ejercerse con relación a la administración, pero de ninguna manera puede alegarse que están sustraídos a rendir cuentas al órgano de representación nacional. Organismos no gubernamentales . Sobre éstos ya hice referencia en el rubro del sistema representativo. Puede agregarse aquí que su expansión se ha producido por igual en los ámbitos nacional e internacional, y que de manera dominante se orientan a la defensa de los derechos humanos y a su participación como supervisores en los procesos electorales. De alguna manera el surgimiento y proliferación de esos organismos corresponde a una etapa en que los titulares de los órganos del Estado presentaron un doble déficit: de legitimidad y de efectividad. Según se les quiera ver, resultan complementarios, duplicativos o excluyentes de los órganos del Estado que ejercen funciones análogas. Los diferentes sistemas constitucionales han incorporado, o tienden a hacerlo, formas de integración y regulación de esos organismos. Nuevos derechos. La mayor parte de las Constituciones promulgadas en Europa y América Latina, así como algunas africanas, han venido incorporando normas tutelares de la niñez; de la juventud; de la tercera edad; del consumidor; del ambiente;

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del acceso a los servicios de salud; de protección del ocio y, de manera especial, de fomento del deporte. También se han ocupado por regular el derecho a la información y el derecho a la intimidad, en este caso incluyendo la garantía del habeas data, entre otros instrumentos. Este tipo de disposiciones están cobrando progresivo interés, a manera de sucedáneos de las grandes instituciones de bienestar colectivo que avanzan hacia un receso de duración imprevisible. La protección constitucional e internacional de los derechos humanos es asimismo un capítulo progresivamente atractivo para la doctrina. Los instrumentos nacionales, fundamentalmente a través de la figura del ombudsman, con sus diferentes modalidades, y los internacionales, a través de tratados y convenciones, acompañados del establecimiento y reconocimiento de la jurisdicción de órganos competentes regionales (sobre todo en América y Europa), van venciendo las resistencias y reticencias de muchos Estados nacionales. Con todo, no puede ignorarse que de los 185 miembros que integran la Organización de las Naciones Unidas, 42 no han ratificado la Convención que proscribe el genocidio, 29 la que proscribe la esclavitud y 19 la que prohíbe la discriminación; en el caso de la Organización de Estados Americanos, 13 de sus 35 miembros no han ratificado la Convención para Prevenir y Castigar la Tortura. Las minorías étnicas y lingüísticas también han sido objeto de atención y protección, incluso en países donde no representan un problema políticamente relevante, como Argentina. En las sociedades pluriétnicas, como la sudafricana o la guatemalteca, por ejemplo, la construcción constitucional ha sido más detallada. El tema avanza hacia un amplio desarrollo, en tanto que constituye un problema que está en marcha o en latencia en diversos países. Regulación de procesos científicos y clínicos. La investigación científica plantea problemas éticos y jurídicos. Establecer cuál puede ser el límite de la investigación, particularmente cuando atañe a temas como la clonación de seres humanos, es una tarea

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delicada. El interés de la sociedad no reside sólo en la preservación de la vida del hombre; atañe también a su libertad. El debate doctrinario está centrado en la ponderación del interés por ampliar el conocimiento científico, sin afectar la seguridad de la especie. Como sea, no es posible pensar en repetir las frustraciones que afectaron a Copérnico, figura emblemática de los muchos científicos que aún después de él tuvieron que sufrir la represión o la exclusión porque afirmaban que la sangre circulaba o la inoculación de anticuerpos protegía, por ejemplo. Otro tema sujeto a debate es el de la libre disposición de la vida, como ha planteado de manera rigurosa R. Dworkin (Life’s Dominion). Límites del derecho . Los límites de la función mediadora del derecho, como los contempla J. Habermas (Facticidad y validez), son un tema de nuestro tiempo. De antiguo nos vienen las tesis de la resistencia a la opresión. Desde los monarcómacos durante la Edad Media, que tan bien explicó Juan de Mariana ( Historia general de España), hasta la desobediencia civil, a partir de la formulación de Henry David Thoreau, pasando por las teorías de origen civilista del Estado de necesidad, se ha reconocido que el destinatario del poder tiene un margen de flexibilidad ante el acatamiento de la norma. Por su parte, la antigua dictadura comisoria romana, devenida en razón de Estado a partir de Justus Lipsius (Políticas) y Nicolás Maquiavelo (Discurso sobre la Primera Década de Tito Livio ), y transformada en dictadura constitucional desde el siglo XIX, ofrece el espacio para que el titular del poder adopte las excepciones para la aplicación de la ley que convengan a la preservación del propio poder. Pero hay otros fenómenos que no deben ser ignorados, consistentes en la desaplicación de la norma por parte de los titulares del poder y en beneficio de las libertades públicas. Estos límites están presentes siempre que se producen situaciones susceptibles de ser sancionadas, sin que el Estado haga valer su potestad coactiva en aras de evitar un mal mayor. Este tema es uno más del amplio catálogo de las cuestiones de nuestro tiempo.

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Naturaleza reglamentaria de la Constitución . Hace más de treinta años, K. C. Wheare (Modern Constitutions) advirtió y controvirtió la tendencia dominante en algunos sistemas constitucionales, en el sentido de hacer de la norma suprema una norma reglamentaria, dominada por el casuismo. Este problema ha llevado a que, en México, Héctor Fix-Zamudio proponga la incorporación de leyes constitucionales que desarrollen principios y normas de carácter general contenidas en la Constitución. Se podría asegurar así una mayor estabilidad del texto constitucional. Se trata de una nueva cuestión entre nosotros, ya abordada en otros sistemas. Tiene que ver con la mayor libertad del legislador para adecuar las instituciones a los cambios que resulten necesarios y convenientes; pero también concierne a la exigencia generalizada de dar estabilidad a los textos constitucionales, como requisito de adhesión colectiva a su contenido. Reforma constitucional. Desde el texto de G. Jellinek, Reforma y mutación constitucional (1906), hasta el excepcional trabajo de Pedro De Vega (La reforma constitucional, 1985), pasando por el ya clásico de James Bryce ( Constituciones flexibles y rígidas), el problema de la reforma constitucional, en cuanto a sus procedimientos y límites, ha ocupado buena parte de la atención de la doctrina. De la adhesión, en algunos casos, a la corriente decisionista de C. Schmitt ( Teoría de la Constitución), se adoptó una línea interpretativa objeto de coincidencias y discrepancias que se han venido superando en tanto que son ya numerosos los sistemas constitucionales que, además de establecer el procedimiento de su reforma, fijan límites temporales y temáticos en cuanto a su posible reforma. La cuestión linda con el problema de la soberanía y es, en esa medida, un tema mayor del constitucionalismo. Pero en el orden operativo, un mecanismo para estabilizar la norma constitucional y restituirle su naturaleza de supremacía es dificultar su reforma, a la vez que se involucra a la ciudadanía para alentar el sentimiento constitucional. Este procedimiento es el referéndum constitucional.

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La reforma constitucional es una de las grandes cuestiones que de mucho tiempo atrás se viene discutiendo. El debate no está agotado. Incluso los sistemas que se precian de mayor estabilidad, han dado lugar a una actividad reformadora muy intensa. Para sólo mencionar un caso en Estados Unidos, la Constitución de Luisiana de 1921 fue modificada en 536 ocasiones durante sus primeros cincuenta años de vigencia. En general, el promedio de reformas que han experimentado las Constituciones locales de aquel país se sitúa en 120 por cada texto. Así, la aparente (porque son muchas las reformas producidas a través de la interpretación judicial) inmutabilidad de la Constitución federal ha estado compensada por una frecuente serie de cambios en la organización constitucional local. Consideración final. Una de las cuestiones que suelen preocupar a los legisladores y a la opinión pública, es la denominación de las instituciones. En este sentido el debate más relevante concierne a la opción entre un sistema presidencial, uno parlamentario y sus variantes intermedias, llamadas indistintamente semipresidencialismo o semiparlamentarismo. Sobre este aspecto vale la pena tener presente que, con una población cercana ya a los cien millones de habitantes, distribuidos en dos mil cuatrocientos municipios (en números redondos) y en la ciudad de México, la mayor parte de los mexicanos somos gobernados de manera directa por ayuntamientos. Con excepción de los casi nueve millones que habitan en el territorio del Distrito Federal, los otros noventa millones de mexicanos están familiarizados con un sistema de gobierno municipal muy próximo a la estructura de los sistemas parlamentarios. Desde el siglo XIX el municipio fue visto como la escuela democrática por excelencia por el filósofo y economista británico John Stuart Mill; Alexis de Tocqueville compartió ese criterio y de entonces para acá el “gobierno local” está considerado como la más auténtica forma democrática de ejercer el poder. Curiosamente el origen romano del municipio significaba exactamente lo opuesto. Los municipios (de munus, carga, y capere,

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establecer) eran las ciudades que se incorporaban a Roma y perdían su independencia, pero a las que se permitía una limitada autonomía y la aplicación de las normas jurídicas que no contravinieran el orden jurídico romano. De ahí que no carezca de sentido la expresión “municipio libre” que adopta la Constitución mexicana. El municipio es la más antigua de las instituciones políticas vigentes en México. Eso no significa, por supuesto, que haya tenido especial importancia a lo largo de los siglos. Aunque apareció desde el periodo virreinal, su eficacia como “escuela democrática” apenas comienza a tener efectos en nuestro tiempo. Durante el siglo XIX no recibió mayor atención, e incluso el Constituyente de 1916-1917 apenas dejó apuntadas, sin desarrollar adecuadamente, las líneas maestras del municipalismo en México. En realidad no es sino hasta la reforma constitucional de 1983 cuando el municipio adquiere mayor dimensión institucional entre nosotros. En el actual debate sobre la reforma del Estado, la experiencia del sistema municipal mexicano resulta importante porque incrusta, dentro de la estructura del poder presidencial, un sistema cuasiparlamentario de gobierno local. No es accidental que los primeros triunfos electorales de la oposición se hayan dado en el ámbito municipal, ni que de ahí hayan salido los dirigentes políticos que luego triunfaron en los procesos estatales. Tampoco es casual que durante décadas se hayan mantenido tan limitadas las funciones de los ayuntamientos: a mayor autoritarismo central menor autonomía municipal. Vista en perspectiva, la reforma al artículo 115 constitucional que entró en vigor en 1983 ha sido una de las que mayor impacto han tenido en el desarrollo democrático del país. Los ayuntamientos se integran y funcionan con una racionalidad distinta a los demás órganos del poder en México. Por eso, en los últimos dieciséis años sí han comenzado a funcionar como una escuela democrática.

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Si seguimos las líneas trazadas por la Constitución federal, por las Constituciones locales (son muy semejantes en este punto) y por las correspondientes leyes orgánicas municipales (también muy parecidas entre sí), nos encontraremos con un esquema de poder diferente al que nos ofrecen los gobiernos nacional y locales. Según la Constitución cada municipio está “administrado” (no “gobernado”) por un ayuntamiento. Los ayuntamientos se integran por presidentes municipales, regidores y síndicos, y tienen atribuciones propiamente administrativas, pero también normativas, pues pueden expedir reglamentos y bandos de policía y buen gobierno. Hasta aquí la Constitución federal; pero las Constituciones locales adicionan facultades de naturaleza política: designación y remoción de funcionarios, como el secretario y el tesorero del ayuntamiento, por ejemplo; e integración de comisiones encabezadas por los regidores, especializadas en las diversas áreas de la administración municipal, con facultades para orientar y supervisar la prestación de los servicios municipales. Algunas Constituciones y leyes orgánicas municipales ya caracterizan a los ayuntamientos como “órganos colegiados de elección popular encargados del gobierno municipal”, y les imponen la obligación de sesionar pública y periódicamente. La periodicidad se extiende desde un máximo de una vez a la semana, hasta un mínimo de una vez al mes, según los casos. Además, los ayuntamientos se integran conforme al principio de representación proporcional, de manera que no son instrumentos de mero trámite sino un espacio para la deliberación abierta que, cuando la presencia opositora es relevante, obliga a buscar un mínimo de consensos. Como toda escuela, también la democrática va forjando progresivamente generaciones cada día mejor preparadas. Ninguna institución alcanza su rendimiento óptimo desde su implantación. La estructura municipal del país apenas está comenzando a remontar las tradiciones autoritarias locales, fundamentalmente en

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los municipios urbanos, que no pasan de un tercio del total nacional. Esto no obstante, si se toma en cuenta la experiencia política que se va acumulando en el ámbito de los municipios, será posible que avancemos en el diseño de una reforma institucional imaginativa. Esta experiencia será valiosa para superar algunas de las reservas que hasta ahora han impedido mayores avances en el proceso de consolidación democrática. De ninguna manera invoco el ejemplo de los ayuntamientos para sustentar que transitemos hacia un sistema parlamentario. Por el contrario, lo que pretendo mostrar es que las instituciones de corte parlamentario no entorpecen el funcionamiento de un sistema presidencial. El problema no reside en la denominación que le demos al sistema, porque en el mundo —contadas excepciones— ya no quedan sistemas puros. Todos los sistemas se han nutrido de instituciones diversas, y básicamente siguen las líneas parlamentaria o presidencial de acuerdo con la tradición imperante en cada país. Los sistemas constitucionales tienen mayores posibilidades de éxito cuanto más naturales y accesibles resultan para la sociedad política en que se adoptan. Por eso el problema ya no consiste en cómo llamemos al sistema, sino en la forma efectiva que se organice y funcione el poder. En el caso mexicano se ha podido corroborar que las funciones de la autoridad local no han sufrido merma por el hecho de que los presidentes municipales sometan los más importantes nombramientos a la ratificación de un cuerpo colegiado, ni por la circunstancia de que, semanal o mensualmente, tengan que comparecer ante un órgano deliberante que no siempre los trata con pasiva indulgencia. La realidad es que gracias a esa experiencia se están forjando políticos con mayor sentido de liderazgo, cuya presencia es indispensable en toda democracia porque tienen una mejor percepción de los límites del poder que quienes sólo tienen formación burocrática.

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Es posible buscar y encontrar una relación simétrica entre los órganos del poder sin que se afecte su efectividad. La libertad no es un obstáculo para el buen gobierno, ni el gobierno eficaz debe ser un pretexto para limitar la democracia. Así lo prueba la experiencia de muchos municipios mexicanos.

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I. Consideraciones generales . . . . . . . . . . . . . II. Coincidencias constitucionales . . . . . . . . . . .

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1. En cuanto al procedimiento de adopción . . . . 30 2. En cuanto al contenido 37 .

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III. Consideraciones finales . . . . . . . . . . . . . . IV. Fuentes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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LA CONSTITUCIÓN Y EL PODER * I. C ONSIDERACIONES GENERALES Muchas son las formas de entender lo que es una Constitución. Para los efectos de este trabajo aceptaremos que la Constitución es el estatuto jurídico del poder. Desde esta perspectiva, la Constitución regula cuatro formas de relación con el poder: el derecho al poder, el derecho del poder, el derecho ante el poder y el control del poder. El derecho al poder incluye toda la gama de libertades públicas, entre las que figuran los derechos electorales, el derecho de asociación, y la libertad de pensamiento y expresión. Por otra parte, la Constitución también contempla el derecho del poder. En este rubro figuran la forma de organización y funcionamiento de todos los órganos del Estado y los partidos políticos, cuando el sistema les atribuye funciones de relevancia constitucional específicamente en lo que concierne a participar en procesos electorales y orientar la acción de los congresos. El derecho ante el poder está integrado por la gama de garantías para los derechos de seguridad, propiedad, libertad e igualdad que toda Constitución democrática consagra. Finalmente, al control del poder conciernen los instrumentos jurídicos que permiten contener a cada uno de los órganos del poder dentro de los límites que le asigna la Constitución. Estos instrumentos corresponden por igual a la ciudadanía, a sus asociaciones representativas y a cada uno de los órganos del poder con relación a los demás. * Incluido en Valadés, Diego y Carbonell, Miguel (coords.), Constitucionalismo iberoamericano del siglo XXI, México, Cámara de Diputados, LVII Legislatura, UNAM, 2000.

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En las Constituciones contemporáneas se ha venido desarrollando una serie de instituciones que corresponden a esas cuatro formas de regulación constitucional del poder, y que sirven como sustento a lo que de manera genérica se denomina constitucionalismo democrático. Algunos autores ponen en duda el alcance real del poder del pueblo, que suele ser invocado como el elemento definitorio de una democracia. Popper (p. 93), por ejemplo, señala que el poder nunca está en manos de lo que genéricamente se denomina pueblo, sino de los gobiernos. En realidad la titularidad del poder por el pueblo es el dogma a partir del cual se puede construir un sistema de libertades; cuando se ponen en duda o se niega la posibilidad de que el pueblo sea titular del poder, así sea como un mero constructo, se diluye también la de reconocer y garantizar las libertades individuales y colectivas. Si el poder del pueblo no es un fenómeno directamente constatable, sí lo es en cambio la consecuencia de que se reconozca o no ese poder: se traduce en la existencia o inexistencia de un sistema de libertades. Este trabajo no pretende, desde luego, agotar el amplio tema de la regulación constitucional del poder. Se presentan aquí, tan sólo, algunas de las expresiones constitucionales que conciernen a las cuatro variantes de esa regulación que fueron mencionadas más arriba. Para examinar esa gama de relaciones entre la Constitución y el poder adoptaré un sistema comparativo que permita identificar las soluciones adoptadas por el constitucionalismo iberoamericano de las últimas dos décadas. Debe tenerse en cuenta que los diversos sistemas constitucionales están en permanente relación sinérgica. Ya no es posible hablar de un constitucionalismo originario y de otro derivado, porque las innovaciones tienden a confundirse con las adopciones de instituciones que funcionan en otros ámbitos. Tampoco se debe ni puede hablar de copias o traslaciones de un sistema al otro. Lo que sí se puede observar es que la proximidad cultural de las sociedades donde se van construyendo los sistemas consti-

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tucionales, y hasta la facilidad de los contactos, tienden a propiciar las semejanzas institucionales, cuando se dan también procesos históricos semejantes. En este sentido, para nuestro análisis es relevante el hecho de que el surgimiento de las democracias en Iberoamérica se produjo de manera más o menos coincidente en el tiempo. Esto explica que también se adviertan numerosas coincidencias en las definiciones concernientes a la regulación del poder. Ese fenómeno es particularmente llamativo si se tienen en cuenta algunas diferencias en cuanto a los sistemas políticos. La más conspicua de esas diferencias se producen entre el sistema parlamentario español y los sistemas presidenciales latinoamericanos. Me interesa subrayar las coincidencias institucionales que se presentan entre ambos sistemas, porque estoy convencido de que los contrastes entre ellos tienden a ser progresivamente menores. Por esta razón aludiré a las semejanzas que me interesa destacar. Los sistemas constitucionales democráticos tienden a ser cada vez más parecidos, y esto es lo que me interesa demostrar. Las Constituciones españolas de 1834, 1837, 1845, 1869, 1876 y 1931, carecieron de repercusión en Iberoamérica. Las motivaciones españolas y las iberoamericanas marchaban por caminos diferentes. Tampoco en el hemisferio americano hubo homogeneidad en los proyectos constitucionales, si bien las disyuntivas resultaban semejantes, especialmente en cuanto a la organización federal o unitaria. El penoso surgimiento del sistema presidencial, acompañado de incesantes y prolongados episodios dictatoriales, fue definiendo un perfil ajeno a las preocupaciones de una monarquía parlamentaria dominante en España. En cuanto a la Constitución española de 1978, se plantea la duda de sus posibles efectos paradigmáticos con relación al constitucionalismo iberoamericano. ¿Es posible que la Constitución de una monarquía parlamentaria influya en sistemas republicanos presidenciales? Desde luego que sí existe esa posibilidad, en tanto que en ambas formas de organización constitucional existe

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una preocupación común: la democracia. También es posible que las convergencias a veces sean deliberadas, pero en ocasiones no pasen de meras coincidencias. La Constitución española de 1978, parlamentaria y monárquica, se reconoce tributaria de las Constituciones alemana e italiana, de naturaleza parlamentaria y republicana, de la francesa, de estructura cuasipresidencial, y de la propia española de 193 1, republicana. Los debates constituyentes dejan ver muy claras referencias a esos órdenes normativos, lo que de ninguna manera significa que el nuevo texto español carezca de aspectos originales. Ocurre, sin embargo, que los constituyentes iberoamericanos recientes también han estado expuestos al influjo de las mismas Constituciones que tuvieron en mente los constituyentes españoles, además de la portuguesa de 1976, parlamentaria y republicana, cuyas virtudes técnicas son ampliamente reconocidas. De los dieciocho países iberoamericanos que practican el constitucionalismo democrático, doce han adoptado Constituciones enteramente nuevas entre 1980 y 1999. En esta situación están Argentina (1994), Brasil (1988), Colombia (1991), Chile (1980), El Salvador (1983), Guatemala (1985), Honduras (1982), Nicaragua (1995), Panamá (1994), Paraguay (1992), Perú (1993) y Venezuela (1999). Otras Constituciones, como es el caso de la boliviana, la costarricense, la ecuatoriana, la mexicana y la uruguaya, por ejemplo, han sido objeto de importantes reformas, e incluso algunas de las adoptadas en ese periodo de quince años han experimentado ya algunas modificaciones, como ocurrió en 1993 con la de Guatemala, y entre 1984 y 1991 con la hondureña. Como se puede apreciar, el ritmo del constitucionalismo iberoamericano ha sido muy dinámico. Una de las razones para que haya ocurrido así ha sido el tránsito de regímenes militares a sistemas democráticos estables. Eso explica que entre los cinco países que no han modificado su Constitución figuren Costa Rica, Ecuador, México y Uruguay. En este país la vigencia de la Constitución democrática de 1967 fue interrumpida temporal-

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mente por un gobierno militar, pero quedó restablecida a partir de 1985. En el caso de Venezuela, su Constitución de 1961 coincide con la conclusión de los regímenes de facto y el restablecimiento de la democracia y la de 1999 con una crisis política de gran escala, que se caracterizó entre otras cosas por la derrota electoral de los partidos tradicionales. Otro tanto sucedió en la República Dominicana en 1962, a raíz del asesinato del dictador Rafael L. Trujillo. En Ecuador el tránsito de la dictadura militar a la democracia se inicia en 1976 y culmina en 1978, con la adopción de la actual Constitución, luego reformada en 1984. En esas circunstancias, este ensayo examinará algunas de las convergencias entre el sistema constitucional español y los rasgos comunes que presenta el nuevo constitucionalismo iberoamericano. No es posible afirmar, en todos los casos, un nexo de causalidad entre el primero y los segundos; muchas ideas pertenecen ya al patrimonio del constitucionalismo democrático de nuestro tiempo. Sin embargo, sí es posible asegurar que en todos los congresos constituyentes iberoamericanos ha estado presente el ejemplo español, aunque su grado de influencia haya variado en cada caso. Como se comentará adelante, la Constitución de 1978 ha sido examinada desde una doble perspectiva en Iberoamérica: por su contenido y por su forma de elaboración. Con relación al primer aspecto, veremos la similitud que presentan algunos derechos e instituciones incluidos en las nuevas Constituciones, y a propósito del procedimiento seguido para elaborar la Constitución española, aludiremos a los procesos pactistas adoptados en Iberoamérica que condujeron a las nuevas Constituciones democráticas y que inspiran algunos planteamientos de renovación, como es el caso de México.

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II. C OINCIDENCIAS CONSTITUCIONALES 1. En cuanto al procedimiento de adopción El punto de arranque de la nueva Constitución española estuvo representado por los pactos de la Moncloa. Si bien estos acuerdos significaron una innovación importante en la vida política de España, la tendencia pactista tenía ya antecedentes relevantes en Iberoamérica. El caso español, no obstante, ha tenido una trascendencia paradigmática en el hemisferio americano, en tanto que demostró la posibilidad de transitar sin violencia de una dictadura a una democracia. Desde luego, los acuerdos de la Moncloa, que despejaron el camino hacia una nueva Constitución, fueron suscritos en circunstancias muy propicias para el cambio: no había propiamente un enfrentamiento entre el grupo político que ejercía el poder y los demás partidos; se contaba con el liderazgo, políticamente neutral, del monarca; operaba con eficiencia una maquinaria burocrática que garantizaba, además, neutralidad política; habían aparecido medios de comunicación que apoyaban el proceso de convivencia y de acuerdos; y la primera fase de la transición, significada por la presencia de un nuevo jefe de Estado, se había llevado a cabo a satisfacción incluso de los grupos y partidos que sostenían históricamente la bandera de la República. En el caso iberoamericano no siempre han estado presentes todos esos factores que posibilitan el éxito de los acuerdos. Sin embargo, sí ha habido una decisión constructiva que se ha proyectado, asimismo, al ámbito constitucional. En todo caso, al igual que en España, los consensos han permitido superar discrepancias de fondo, pero han dado como resultado textos no siempre caracterizados por su rigor sistemático. Aunque la solución de los conflictos en la fase de elaboración constitucional resulta muy recomendable, porque evita enfrenta-

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mientos mayores, también es cierto que a veces deja implantadas en las instituciones los gérmenes de discrepancias que, andando el tiempo, comienzan a operar como elementos que entorpecen el funcionamiento normal de las instituciones. Esto sucede, sobre todo, cuando se adoptan cualquiera de dos decisiones, o ambas: superar en apariencia las discrepancias, dejando su solución en manos del legislador ordinario para que las resuelva mediante ley, y llenar la Constitución de instituciones de supervisión y control excesivas, que después entorpecen el ejercicio normal del poder. La facultad cuasiconstituyente transferida al legislador ordinario para que desarrolle aspectos que la Constitución sólo enuncia en términos generales presenta algunos inconvenientes. El más significativo es que al lado de una Constitución, sólo reformable mediante un procedimiento legislativo dificultado, surjan normas de naturaleza también constitucional cuyo procedimiento de elaboración y reforma es más flexible. Sin embargo, si desde un punto de vista la rigidez constitucional contribuye a la certidumbre de las relaciones sociales y es el eje mismo de la supremacía constitucional (De Vega, p. 69), desde otra perspectiva la flexibilidad que permite la adecuación de normas básicas a través de leyes ordinarias es considerada también un elemento valioso para la estabilidad institucional. Por otra parte, la regulación de diversos aspectos constitucionales mediante ley evita el excesivo casuismo de las normas fundamentales, lo que también supone ventajas en cuanto a la estabilidad del propio texto de las Constituciones. Existe una mayor propensión a la fluidez de los textos casuistas, y a la permanencia de las disposiciones de mayor grado de generalidad. No entraré aquí en el debate de esa cuestión; aludo a ella sólo para advertir que si bien existen textos constitucionales que presentan semejanzas, su desarrollo legislativo y, por supuesto, su proceso interpretativo, las puede llevar por rumbos totalmente diferentes. Por ahora se trata, en el mayor número de casos, de

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textos recientes, por lo que no se advierte aún que se vayan despegando de manera muy ostensible; pero lo natural será que acabe prevaleciendo la adaptación cultural de las normas, de suerte que con el tiempo las instituciones reguladas irán ofreciendo perfiles distintivos progresivamente más acentuados. Los procesos de negociación preconstitucional tienen una amplia tradición en América Latina. El primer gran ejemplo contemporáneo se registra en el acuerdo entre los partidos Conservador y Liberal de Colombia, ratificado mediante plebiscito, en 1957. En esencia el pacto consistía en la “eliminación de la lucha de partidos por el control presupuestal y burocrático del Estado”, la alternación en la presidencia a partir de 1959, la integración del gabinete con igual número de miembros por partido, y la paridad de las asambleas, concejos y Congreso durante los siguientes dieciséis años (Sáchica, p. 23). El más reciente proceso de negociación fue el llevado a cabo con los grupos guerrilleros, en 1989, como consecuencia del cual fue posible elaborar la Constitución de 1991. En Ecuador se siguió otro procedimiento para alcanzar el consenso: en 1976 la dictadura militar designó dos comisiones de juristas cuyos proyectos fueron sometidos a referéndum. Lo original consistió en que el electorado no tenía la facultad de votar a favor o en contra de un proyecto, sino sólo en la posibilidad de optar entre uno u otro texto. En una circunstancia distinta se fue elaborando el texto actual de la Constitución salvadoreña. La carta de 1983 fue reformada, merced a los acuerdos de paz con el Frente Farabundo Martí, en 1991. Esos acuerdos comprendían las modificaciones a la Constitución. Otras negociaciones previas a la elaboración constitucional se produjeron en Panamá; en Venezuela, con motivo de la anterior Constitución de 1961 (Pacto de Punto Fijo, de 1958), y entre las más recientes, en Argentina, con el Pacto de Olivos de 1993. Este último fue el resultado de un difícil acuerdo entre Raúl Alfonsín y Carlos Menem, iniciado durante la presidencia del

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primero y concluido durante la del segundo. Las tensiones políticas y los intereses de los partidos fueron marcando el rumbo de la negociación en cuya fase final el Partido Radical de Alfonsín aceptó la reelección presidencial a cambio de que el partido peronista de Menem transigiera en la adopción de algunas medidas de corte cuasiparlamentario, como la figura del jefe de gabinete, entre otros aspectos (Alfonsín, pp. 252 y ss.; 324 y ss.). En otros casos el proceso de acuerdo no se ha dado en la fase previa a la formulación del texto constitucional, sino durante el desarrollo de las deliberaciones. Sin acuerdos no hubiera sido posible, por ejemplo, llegar al texto constitucional de Guatemala de 1985, en virtud de la gran fragmentación de la asamblea constituyente (García Laguardia {1995}, p. 46). Se registran, asimismo, casos en que la transición constitucional es objeto de un pacto que excluye a quienes ejercen el poder. Así ocurrió, por ejemplo, en Brasil. Lamounier (pp. 46 y ss.) ha demostrado que el verdadero pacto fue el llevado a la práctica por un amplio frente político, “que iba de la izquierda a la derecha”, adverso a los militares en el gobierno. De ese entendimiento entre las fuerzas políticas de diversos signos ideológicos surgió el proceso de constitucionalización de Brasil. En cuanto a México, se vive todavía un proceso inconcluso de negociación constitucional en el que por una parte se plantea convocar a un nuevo Constituyente, y por otra se sustenta que una reforma profunda de la actual Constitución puede satisfacer las exigencias de la consolidación constitucional democrática. En todo caso es necesario advertir que una cosa es la reforma, incluso completa de la Constitución, y otra la convocatoria a un Congreso Constituyente. De llegarse a producir esa convocatoria estaríamos asistiendo a la ruptura del orden constitucional. Al invitar a la ciudadanía a votar en ese sentido se estaría auspiciando el desconocimiento de la Constitución y a la invalidación del Congreso constitucionalmente elegido.

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Es necesario diferenciar entre una nueva Constitución y un Congreso Constituyente. Conforme al artículo 135 constitucional, nuestra norma suprema puede ser adicionada o reformada. La amplitud de esa reforma no está limitada por la propia Constitución, de suerte que es el criterio interpretativo el que determina hasta dónde puede llegar una reforma. He manifestado que no es conveniente adoptar una nueva Constitución, y en cambio sí debemos hacer profundas modificaciones a la actual; en todo caso es posible interpretar que la Constitución puede ser reformada por completo, sin que este hecho signifique, por sí solo, que se ha roto el orden constitucional. Pero una cosa es que el Congreso y las legislaturas de los estados cambien radicalmente la Constitución, y otra que el presidente desconozca al Congreso de la Unión y a las legislaturas estatales y convoque a la elección de un Congreso Constituyente. Para decirlo sin eufemismos, eso sería un golpe de Estado, así sea “legitimado” por una elección mayoritaria. Los ejemplos más recientes y cercanos son los ofrecidos por los presidentes Alberto Fujimori (Perú) y Hugo Chávez (Venezuela). Es verdad que la Constitución mexicana señala (artículo 39) que el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de “alterar o modificar su forma de gobierno”, pero ocurre que cuando el pueblo actúa en ese sentido, debe hacerlo conforme al procedimiento que la misma Constitución establece. De otra manera nos encontraríamos ante una situación de facto, incompatible con el sistema constitucional democrático que deseamos consolidar, y se podrían desencadenar situaciones contrarias al proceso histórico que vivimos. En el caso de Perú se suele hablar de que el presidente perpetró un “autogolpe”. Algunos juristas incurren en el error de calificar así la decisión de disolver el Congreso y convocar a un Constituyente. En realidad no fue “autogolpe” sino lisa y llanamente un golpe de Estado. La figura del “autogolpe” no existe. Lo que ocurre es que se había llegado a considerar que los cuartelazos eran golpes de Estado, cuando en realidad no

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eran sino rebeliones militares. El golpe de Estado consiste en el desconocimiento de la Constitución por parte de un órgano constitucionalmente establecido. Un presidente elegido conforme a la Constitución no puede invocar una votación, así sea abrumadoramente mayoritaria, para desconocer el orden constitucional. Si lo hace habrá dado un golpe de Estado. Los congresos constituyentes tienen dos tiempos históricos: se presentan en los momentos fundacionales de un sistema, con motivo de una revolución o de la formación de un país independiente, o funcionan cuando las instituciones han dejado de existir. Así surgieron nuestra actual Constitución y las que tuvimos durante el siglo XIX; así apareció la Constitución americana y a una revolución se deben igualmente las de Nicaragua y Portugal, por sólo mencionar dos casos recientes. Debido a los cambios operados en Europa a partir de 1989, hemos visto también la presencia de numerosos congresos constituyentes; otro tanto ha ocurrido con motivo de los procesos de descolonización en África y Asia en seguida de la posguerra. También se han registrado numerosos congresos constituyentes en América Latina, a la salida de los gobiernos militares. Así ha ocurrido en Chile, Ecuador, Brasil y Venezuela, para sólo mencionar unos ejemplos. El caso del Congreso Constituyente colombiano de 1991 es atípico. Se procedió contra lo dispuesto por la Constitución para su reforma, utilizando como argumento un fuerte movimiento estudiantil y la prolongada presencia de grupos guerrilleros. Como ya se ha dicho, la convocatoria a un Constituyente operó como una especie de plebiscito legitimador del gobierno. En cuanto a la reforma (en la práctica se trató de una nueva Constitución) argentina de 1994, la propia Constitución de 1853 preveía que para ser modificada se tendría que convocar expresamente una Convención. La nueva Constitución argentina fue resultado de un pacto entre los dos partidos con mayor captación de votos en ese país, pero en todo caso se respetaron las formalidades de reforma previstas en el texto modificado.

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En el caso de Portugal (1976) se trató de un acto fundacional, que siguió a la Revolución de los Claveles. Antes de convocar a las elecciones del Constituyente, empero, los partidos más representativos suscribieron la “Plataforma de Acuerdo Constitucional”. En Italia había ocurrido algo semejante: a la caída de Mussolini, durante el gobierno de transición de Bonomi, los seis partidos que integraban el comité de liberación nacional acordaron convocar a una Asamblea Constituyente, a la que se debe la actual norma suprema de 1947. En el caso de Alemania, la Asamblea Constituyente fue resultado de los Acuerdos de Frankfurt, suscritos por los poderes de ocupación en 1948. En cuanto a Francia, su actual Constitución de 1958 no fue aprobada por ningún Congreso Constituyente, sino adoptada mediante referéndum, aplicando literalmente el procedimiento de reforma previsto por el artículo 90 de la anterior Constitución de 1946. No hubo, por ende, violación procesal alguna. Y el caso de España es todavía más significativo: las Cortes ordinarias elaboraron el texto de la actual Constitución de 1978, y el Rey lo sometió a referéndum. Se trataba, en este caso, de una prudente ruptura con el franquismo, pero aun así guardando las formalidades legales. El referéndum como procedimiento de reforma constitucional estaba previsto por las leyes fundamentales franquistas, de manera que su aplicación en 1978 resultó muy ortodoxa. Por otra parte, la elección de las Cortes ordinarias, con facultades de constituyentes, introdujo una gran complejidad en el proceso de elaboración de la Constitución, porque el proyecto primero se discutió y aprobó en el Congreso de los Diputados y luego fue sometido al Senado. Cuando ambas cámaras lo aprobaron, cada una por separado, fue convocado el referéndum para la ratificación popular del texto. Como se ve, los trámites constituyentes admiten muchas opciones, pero en todo caso hay una constante: ahí donde no se ha producido una ruptura debida a una revolución, una guerra o un cambio total de sistema, la reforma constitucional, incluso

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el cambio de Constitución, por lo general se lleva a cabo respetando lo preceptuado por el ordenamiento que va a ser modificado o sustituido. En términos generales el proceso de articulación de acuerdos constitucionales en América Latina tiene un punto de contacto con el español: transitar de sistemas dictatoriales —como los militaristas, o autoritarios, como el mexicano— a sistemas democráticos. Empero, la negociación constitucional en América también ha permitido superar otros dos problemas que España no tuvo que enfrentar: la violencia social, como ocurrió en Colombia, El Salvador y Guatemala, por ejemplo; y las crisis económicas que afectaron prácticamente a todo el hemisferio en la década de los ochenta. 2. En cuanto al contenido A. Derechos a) Iniciativa popular De acuerdo con la Constitución española (artículo 87.3), la iniciativa popular para la presentación de leyes procede cuando, con arreglo a la ley, se reúne un mínimo de quinientas mil firmas acreditadas. Esa iniciativa no es admitida por la Constitución en materias propias de leyes orgánicas, tributarias o de carácter internacional, ni en lo concerniente a la prerrogativa de gracia. Con excepción del número, justificadamente fijado en cinco mil firmas, la Constitución nicaragüense (artículo 140.4) acoge literalmente el texto español. En Guatemala la Constitución (artículo 277) fija igualmente un mínimo de cinco mil ciudadanos para ejercer la iniciativa. Con relación a este derecho cívico, la Constitución argentina (artículo 39) coincide en cuanto a señalar como improcedente la iniciativa en materia internacional, tributaria y penal. Agrega,

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con relación a la española, la materia penal en general y amplía la limitación excluyendo de la iniciativa las reformas constitucionales. La Constitución brasileña (artículo 61) prevé que la iniciativa popular pueda ser ejercida por, como mínimo, el uno por ciento de los electores, distribuidos en cuando menos cinco estados y con la participación de tres décimos por ciento en cada uno de ellos. Aunque no fija límites expresos para la iniciativa, sí atribuye al presidente de la República la exclusividad para presentar iniciativas relativas a las fuerzas armadas, a cuestiones tributarias y a la organización de los servicios de justicia, de seguridad y de la administración pública. En el caso colombiano (artículo 155) la iniciativa debe ser ejercida por un mínimo del cinco por ciento del censo electoral, pero no incluye ninguna materia reservada. Otro tanto ocurre en Ecuador (artículo 88), donde no se fija límite en cuanto al número de ciudadanos requerido para formular la iniciativa. Este mismo sistema abierto es el adoptado por las Constituciones de Paraguay (artículos 123 y 203) y de Perú (artículo 107), aunque en este caso corresponde a la ley determinar los requisitos y las materias susceptibles de iniciativa popular. En Venezuela (artículo 204) el derecho de iniciativa también queda abierto a cualquier materia, y se fija un mínimo muy bajo para ejercerlo: el punto uno por ciento de los electores. La iniciativa popular, en España y en Iberoamérica, no deja de ser una institución de dudosa utilidad. Su inclusión tiene más en motivaciones de oportunidad política que de pertinencia democrática. Aunque su apariencia sea la de un instrumento que facilita la expresión colectiva de la sociedad, en realidad su aplicación revela la escasa importancia real que tiene. Para que la iniciativa popular pudiera adquirir una trascendencia institucional significativa tendrían que darse cualquiera de dos situaciones: que los partidos políticos dejaran de operar como las instancias de enlace entre la ciudadanía y los órganos del poder, o que los órganos del poder perdieran su naturaleza

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representativa. Cabe, desde luego, la posibilidad de que algunos partidos, sobre todo los de menor nivel de representatividad electoral, puedan hacer uso de la iniciativa popular, para conseguir así efectos de opinión pública que de otra manera no alcanzarían. En este caso la iniciativa popular cumpliría la función de magnificar la voz de las agrupaciones políticas de bajo perfil electoral. Fuera de esos casos, lo que de manera normal sucede es que las organizaciones políticas con mayor expresión parlamentaria o congresual no recurren a ese instrumento, sino que sustentan directamente sus iniciativas ante el órgano legislativo. El surgimiento de la iniciativa popular corresponde a una época de desconfianza en las instituciones públicas, en que las organizaciones ciudadanas han ido ocupando gradualmente un mayor espacio en el ámbito político. Muchos partidos políticos han entendido que les resulta conveniente hacer suyas esas posiciones, a pesar de la contradicción que esa decisión representa. En el orden institucional, la iniciativa popular, como el referéndum legislativo al que adelante aludiremos, suponen cuestionar el sistema representativo. Varias de las modalidades de la llamada democracia participativa, que no son otra cosa que la vieja democracia directa, han venido insertándose, como en los casos aquí referidos, en las democracias constitucionales de naturaleza representativa. La magnitud de sus efectos no es tal que pueda considerarse todavía una amenaza para el sistema representativo, pero en todo caso su presencia sí entraña una contradicción que se explica, en buena medida, por el origen consensual de las Constituciones elaboradas con motivo de transiciones políticas. b) Referéndum y plebiscito

La Constitución española contiene una triple regulación del referéndum. Por un lado, la que aparece en el artículo 92.1, de naturaleza política, y por otro las modalidades de carácter constitucional, referidas al ámbito autonómico (artículo 151.2) y al

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ámbito nacional (artículos 167.3 y 168.3). De esas tres posibilidades de referéndum, la que menor acogida ha tenido en los sistemas constitucionales iberoamericanos es la de naturaleza legislativa y política. El artículo 92 de la Constitución española presenta una redacción equívoca, porque si bien la disposición alude a que se someterán a consulta popular “decisiones políticas”, en cuyo caso habría que hablar de plebiscito, como se sustentó durante el proceso constituyente (Valadés, pp. 205 y ss.), se conservó la expresión “referéndum” por ser la que contenía el proyecto de Constitución. Esto explica que el precepto aparezca en el capítulo que rige la elaboración de las leyes. Cabe asimismo suponer que los constituyentes entendieron las decisiones políticas en un sentido amplio que, por ende, incluye las que se toman en materia normativa. La Constitución guatemalteca (artículo 173) tomó literalmente de la española la expresión “las decisiones políticas de especial trascendencia”, pero transformó el potestativo “podrán ser sometidas a referéndum”, por el obligatorio “deberán ser sometidas a procedimiento consultivo”. Así, esta Constitución si bien alude técnicamente a un plebiscito y no a un referéndum, le da un carácter obligatorio difícil de cumplir. Modalidades muy restrictivas del plebiscito aparecen en la Constitución mexicana (artículo 26), referido a la planificación indicativa, y de Colombia (artículo 79) relativo a la protección del ambiente. Por su parte la Constitución argentina (artículo 40) sólo prevé el referéndum legislativo, y para atenuar parcialmente los efectos adversos al sistema representativo, dispone que únicamente la Cámara de Diputados podrá convocar a referéndum, cuyos resultados serán obligatorios y la ley resultante será promulgada de manera “automática”. El presidente, por su parte, también podrá convocar a referendos, pero en este caso el voto no será obligatorio ni los resultados vinculantes. El caso paraguayo (artículo 121) es más ambiguo, porque reserva a la ley determinar cuándo el referéndum será vinculante o no.

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La Constitución venezolana lleva el referéndum a la mayor expresión en el constitucionalismo contemporáneo (artículos 70 a 74). Incluye el referéndum consultivo nacional, que realmente es una modalidad de plebiscito, que puede ser convocado por el presidente, por la Asamblea Nacional o por el diez por ciento de los electores. En los ámbitos estatal y municipal existe la misma posibilidad de convocar referendos (plebiscitos). Además, se prevé el referéndum revocatorio con relación a todos los cargos de elección popular, si bien en este caso la solicitud debe provenir de un veinte por ciento de los electores, y para que surta efectos debe aprobarlo un número igual o mayor al que hubiera elegido al funcionario. También los cuerpos colegiados (entre ellos la Asamblea), son revocables. En este caso la Constitución remite a los términos que establezca la ley; todavía no ha sido decretada. La gama de referendos en Venezuela incluye la aprobación de tratados, la aprobación y abrogación de leyes, y la abrogación de decretos-ley. Se exceptúan del referéndum abrogatorio las disposiciones de carácter fiscal. En realidad, por los requisitos de procedencia en cuanto a la convocatoria (oscila entre el cinco y el veinticinco por ciento de los electores, según el caso) y de quórum (un cuarenta por ciento de los electores), estos referendos tienen el aspecto de normas insusceptibles de ser aplicadas. Como se puede apreciar, el referéndum legislativo no ha sido una institución jurídica que haya tenido muy amplia acogida en el constitucionalismo iberoamericano. A pesar de que la iniciativa popular ha contado con mayores simpatías, en el caso del referéndum legislativo se ha producido una mayor reticencia, en buena medida para no erosionar la capacidad decisoria de los órganos legislativos del poder. Es probable que se haya tenido en cuenta que los referendos han sido frecuentemente utilizados para deteriorar o incluso ignorar las decisiones de los legisladores. La práctica del referéndum entraña considerables riesgos. Si se utiliza como una forma no vinculante de consulta popular, en realidad se está subestimando la capacidad decisoria de la

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ciudadanía, porque una vez conocido su parecer se puede o no tomar en cuenta; si por el contrario la decisión popular adquiere carácter vinculante por disposición constitucional, puede llegarse a producir una quiebra de la propia Constitución si lo que se propone a la decisión popular no ha pasado por un control previo de constitucionalidad. Así, una ley sometida a referéndum podría contener normas inconstitucionales, pero aprobadas por la pluralidad del pueblo. El riesgo de que deliberadamente se someta a la decisión ciudadana un proyecto viciado de inconstitucionalidad, hace que este instrumento sea poco funcional para un sistema democrático. Si los órganos encargados de determinar la constitucionalidad de las leyes se tuvieran que pronunciar en sentido adverso a una norma aprobada mediante referéndum, se desencadenaría un conflicto de naturaleza política de gran magnitud que haría peligrar el Estado de derecho. La única vía de soslayar esa posibilidad sería el control previo de constitucionalidad de los proyectos sometidos a referéndum, pero ningún sistema constitucional iberoamericano que admite el referéndum legislativo prevé un tipo de control de esa naturaleza. El caso del referéndum constitucional es diferente. En este caso no se podría hablar de reformas constitucionales contrarias a la Constitución, porque justamente de lo que se trataría sería de una reforma a la Constitución misma. Cabría, no obstante, la posibilidad de que las reformas aprobadas pudieran ser contradictorias con otras de la propia norma suprema, lo cual en todo caso daría problemas de interpretación y aplicación, pero no presentaría el riesgo de enfrentar a los tribunales constitucionales con la opinión mayoritaria de la ciudadanía. Por tal razón, esta variante de referéndum ha tenido amplia acogida en las más recientes Constituciones de Iberoamérica; incluso ha dado lugar a modificaciones en algunas de las anteriores a 1978. Las formas incorporadas, sin embargo, son múltiples. El caso de Brasil es singular, porque si bien el artículo 60, que prescribe los requisitos para la reforma constitucional, no con-

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templa la posibilidad del referéndum, el transitorio segundo alude a la convocatoria del plebiscito, que se llevó a cabo en septiembre de 1993, para determinar si Brasil adoptaba la forma de gobierno monárquica constitucional o conservaba la republicana, y en este caso si mantenía el sistema presidencial u optaba por el parlamentario. El referéndum constitucional aparece en las Constituciones de Colombia (artículos 374, 376, 377, 378 y 379), Chile (artículo 117), Ecuador (artículos 57 y 181), Guatemala (artículos 173 y 280), Panamá (artículo 308), Paraguay (artículo 290), Perú (artículo 206), Uruguay, mediante reforma de 1989 (artículo 331) y Venezuela (artículo 344). Como se puede ver, nueve Constituciones consagran el referéndum constitucional, y una más, la brasileña, aun cuando no lo incluye, ha sido definido mediante una consulta plebiscitaria. En este caso lo llamativo consistió en que la convocatoria a la consulta popular quedó establecida en la propia Constitución, como resultado del acuerdo político entre las fuerzas que negociaron y convinieron el contenido de la norma suprema en 1988. A pesar de coincidir en la inclusión del referéndum constitucional, prácticamente todas las formas consignadas son diferentes. Esto demuestra la versatilidad que esta institución ofrece. En Colombia, por ejemplo, el referéndum no es complementario de la acción congresual, sino que representa una disyuntiva. La Constitución puede ser reformada por el Congreso, o por una Asamblea Constituyente, o directamente por el pueblo mediante referéndum. En este caso la Constitución permite, además, que el electorado se pronuncie por cada uno de los artículos, pudiendo aprobar unos y rechazar otros. Para que surta efectos, en el referéndum deberá participar cuando menos una cuarta parte del electorado, y en cada caso triunfará la decisión que cuente con el apoyo de más de la mitad de los sufragantes. En Venezuela se permite votar por separado hasta una tercera parte de la reforma. Este sistema puede dar lugar a graves contradicciones, pues al permitir que el electorado

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apruebe o rechace parcialmente el articulado constitucional, deja abierta la posibilidad de que el resultado de la consulta no permita organizar un texto coherente. En Chile, cuya Constitución también fue aprobada mediante referéndum en septiembre de 1980, se admite el veto presidencial total o parcial a las reformas constitucionales que apruebe el Congreso, y si éste supera el veto, también de manera total o parcial, mediante una mayoría calificada de dos tercios de cada cámara, el presidente tiene el recurso adicional de convocar a la ciudadanía para que se pronuncie. En este caso el electorado actúa, en la realidad, para dirimir un conflicto entre órganos del poder, más que como cuerpo legislativo supremo. Este mismo procedimiento fue seguido por la Constitución ecuatoriana (artículos 181 y 57). El referéndum es obligatorio en todos los casos de reforma constitucional en Guatemala, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela. En Panamá sólo es obligatorio el referéndum cuando la Asamblea Legislativa elegida para revisar la reforma adoptada por la Asamblea previa, introduzca modificaciones al proyecto original. De no producirse discrepancias entre la Asamblea de origen y la de revisión, no se convoca a referéndum. Cuando el referéndum constitucional funciona para permitir que el electorado actúe como órgano legislativo supremo, se está aplicando la idea esencial del contractualismo rousseauniano, que es la ruta seguida por la Constitución española y por la mayoría de las iberoamericanas que han adoptado esa modalidad; empero, como hemos visto también existen otras fórmulas que sólo permiten la utilización de la consulta popular para superar discrepancias entre los titulares de los órganos del poder. En este caso la consulta a la ciudadanía (al soberano, en términos de Rousseau) sólo se produce si los agentes del poder no llegan a acuerdos. El pactismo, en tales circunstancias, adquiere una dimensión antidemocrática, porque el acuerdo entre los agentes políticos se sustrae a la ratificación de los ciudadanos.

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c) Ambiente La defensa constitucional del ambiente, así como otros derechos a los que se identifica como la tercera generación de los derechos humanos (Carpizo, pp. 137 y ss.), forman un capítulo central en el constitucionalismo iberoamericano. El artículo 45 de la Constitución española incluye una amplia referencia al medio ambiente, que comprende: a) el derecho a disfrutar de un ambiente sano; b) el deber individual, social e institucional de conservarlo, y c) la garantía de ese derecho. En términos análogos se pronuncian las normas básicas de Argentina (artículo 41), Colombia (artículos 49 y 79), Chile (artículo 19.8), Ecuador (artículos 22.2 y 44), Guatemala (artículo 97), Nicaragua (artículo 60) y Panamá (artículos 114 y ss.). En Paraguay (artículos 7o. y 8o.), Brasil (artículo 225) y Venezuela (artículo 127 y ss.), además de los tres elementos antes apuntados, las Constituciones agregan la regulación de material genético. En México, una reforma de 1987 (artículo 27) establece apenas una discreta facultad para que, mediante ley, se adopten las medidas para “preservar y restaurar el equilibrio ecológico”, así como en Perú (artículo 67) sólo se faculta al Estado para determinar “la política nacional del ambiente”. Con las disposiciones relativas al ambiente las Constituciones atienden a un problema central de la vida del Estado moderno. Se trata de una materia cuya normación internacional va en aumento, porque el deterioro ambiental tiene efectos más allá del ámbito territorial nacional. Esta materia es objeto de tratados, pero ello no excluye que, como ratificación de una decisión soberana, los Estados la incorporen en sus textos constitucionales. d) Salud Directamente vinculada con la protección del ambiente, está la que respecta a la salud. Acertadamente, la Constitución española (artículo 43) consigna el “derecho a la protección de la

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salud”, que por su parte también recogen los textos de Colombia (artículo 49), Chile (artículo 19.9), El Salvador (artículo 65), Honduras (artículo 145), México (artículo 4o., reformado en 1982), Panamá (artículos 102 y ss.), Paraguay (artículo 68), Perú (artículos 7o., 8o. y 1 1o.). El concepto básico de protección de la salud incluye las medidas de promoción y restauración de la salud, que algunas Constituciones mencionadas también enuncian de manera expresa. En cambio, una lectura equivocada del precepto español llevó a que se hablara no del derecho a la protección de la salud, como prestación susceptible de ser efectivamente proporcionada y exigida, sino directamente de “derecho a la salud”, que hace imprecisa su garantía. Así ocurre en los casos de Nicaragua (artículo 59), Guatemala (artículo 93) y Venezuela (artículo 84). Brasil (artículo 196) y Ecuador (artículo 249), en cambio, abordan el problema de la salud en un contexto más amplio: el nivel de vida de los habitantes. Contraen una responsabilidad mayor, cuya garantía depende de los recursos aplicados por el Estado en materia de desarrollo social, pero en todo caso no incurren en la abstracción de garantizar el “derecho a la salud” ni se quedan en el sólo compromiso de asegurar su protección. e) Infancia, juventud, tercera edad y disminuidos Entre los sectores más vulnerables de la sociedad se encuentran los menores, los jóvenes, los ancianos y los físicamente disminuidos. Es una paradoja que durante largo tiempo hayan sido ajenos a las previsiones normativas del Estado de bienestar. La Constitución española (artículos 39.4, 48, 49 y 50) también ha tenido una amplia repercusión en Iberoamérica en estas materias. Guatemala (artículos 51 y 53) incluye a los menores, a los ancianos y a los disminuidos; Brasil (artículos 227 y 230) a los menores, a los ancianos y a los jóvenes; Colombia (artículos 44 y 45 y 46), a los menores, a los jóvenes y a los ancianos; Ecuador (artículo 36), El Salvador (artículos 34 y 35) y Honduras

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(artículos 119 y ss.) únicamente a los menores; Nicaragua (artículos 62, 65 y 77) a los ancianos, a la juventud, mediante el deporte, y a los disminuidos; Paraguay (artículo 84) sólo contempla el deporte, y Paraguay (artículo 4o.) sólo la infancia. En Venezuela (artículo 178) la protección de la infancia, la adolescencia y la tercera edad, es de competencia municipal. Como se puede apreciar, se trata de una serie de derechos que se han integrado al constitucionalismo iberoamericano de una manera muy irregular, pero que de todas suertes van calando en una época que se caracteriza por el abandono progresivo de las funciones prestacionales del Estado. El acoso al Estado de bienestar ha reducido la capacidad de respuesta de las instituciones públicas frente a las numerosas demandas sociales. En esas condiciones la recepción constitucional de algunos de los derechos aquí mencionados representa una respuesta a las expectativas de bienestar colectivo, a veces contraviniendo las presiones que tienden a condicionar o a reducir las posibilidades del gasto público. No debe perderse de vista, en este sentido, que en su mayoría los países iberoamericanos sufren los efectos de una pesada deuda externa que los obliga a sujetarse a duras restricciones en cuanto a sus políticas monetarias y de gasto impuestas por los organismos financieros internacionales. f) Derecho a la intimidad y habeas data Una de las más importantes preocupaciones de los nuevos órdenes constitucionales es la protección del derecho a la intimidad. La invasión de la esfera privada representa una de las mayores amenazas que el individuo puede experimentar en la actualidad. Los instrumentos técnicos a disposición del Estado y de los particulares, que les permiten inmiscuirse en la vida de las personas, ha generado una respuesta normativa que tiende a proteger la intimidad.

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No deja de suscitarse, como es natural, el problema de definir qué se entiende por intimidad. En principio nada puede objetarse a la defensa del derecho a la intimidad, pero tampoco puede desconocerse que existen aspectos que incumben a la vida interior de los individuos pero tienen efectos externos, que también afectan la vida de otros sujetos. Este problema los examina Dworkin (pp. 350 y ss.) con detenimiento, referido a la libertad de información para saber si, en última instancia, hay un derecho a la pornografía. Por esa razón cobra especial relevancia que el enunciado del derecho a la intimidad esté acompañado de su correspondiente garantía, para que de esa forma uno y otra, al complementarse, también se delimiten. Del “concepto superlativo” a que alude Ruiz Miguel (p. 239) se pasa así a una norma más fácil de precisar. En este aspecto el habeas data permite determinar el alcance del derecho a la intimidad. Aunque parezca una paradoja, ocasionalmente es mediante el instrumento de garantía de un derecho que podemos saber cuál es el contenido de ese derecho. Según una de las formas entender la garantía denominada habeas data (Lillo, p. 295; Núñez, p. 24) se trata de una facultad del individuo para disponer de sus datos personales y de vigilar a quien los utiliza. La otra vertiente a considerar es el derecho a la información, que incumbe a la sociedad, como contrapunto del derecho a la intimidad, que corresponde al individuo. Establecer el punto de intersección de ambos derechos, el que ejerce el colectivo social y el que ejerce cada uno de sus componentes, es una de las tareas más delicadas del constitucionalismo contemporáneo. El derecho a la intimidad y su garantía, aparecen en el texto constitucional español (artículo 18). Diversas Constituciones iberoamericanas han incorporado también esos preceptos. Es el caso de Argentina (artículo 43), Brasil (artículo 5-X), Colombia (artículo 15), Costa Rica (artículo 24, reformado en 1996), Ecuador (artículos 22.4, y 30), El Salvador (artículo 2), Guatemala (ar-

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tículo 3 1), Honduras (artículo 76), Nicaragua (artículo 26.4), Paraguay (artículos 33, 135), Perú (artículo 2.6 y 2.7) y Venezuela (artículos 60 y 143). g) Protección contra la arbitrariedad Una de las más importantes garantías del sistema constitucional español es la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (artículo 9.3). Entre las Constituciones iberoamericanas este principio ha sido adoptado sólo por Argentina (artículo 43) y Chile (artículo 20). La escasa repercusión de este precepto se debe, probablemente, a que no se ha advertido que es un valioso instrumento para la defensa de la libertad y de la igualdad. Como ha demostrado Tomás Ramón Fernández (esp. pp. 47 y ss.), el alcance de esta institución ha tenido que venir siendo definido por la interpretación jurisprudencial. De ahí que su relevancia original no haya resultado muy clara. Más aún, la propia doctrina española no le ha dado, sino hasta fecha muy reciente, la importancia que merece. De alguna manera los constituyentes han considerado que a través de los instrumentos de control de la constitucionalidad se protege al individuo también de la posible arbitrariedad de los órganos del poder. La experiencia jurisprudencial española demuestra que no es así, y que la garantía contenida en el artículo 9.3 constitucional amplía el horizonte de las garantías de la libertad y la igualdad. En este sentido la interpretación jurisprudencial ha identificado como arbitrario al acto jurídico que carece de explicación racional o de coherencia institucional (Fernández, pp. 61 y 90), con lo cual se va más allá de la sola apreciación de la constitucionalidad o de la legalidad de los actos. Aun cuando Fernández (p. 29) señala que no existe en derecho comparado una institución semejante a la española, es necesario tomar en cuenta lo dispuesto por las Constituciones chilena y argentina, que expresamente distinguen entre ilegalidad y arbi-

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trariedad, con lo que se sitúan en la línea de la jurisprudencia española. Este principio constitucional implica también algunos riesgos, fundamentalmente el de ofrecer al juez una posibilidad más amplia que la significada por la jurisdicción constitucional para convertirse en legislador. Sin pretender repetir el viejo debate jeffersoniano que se basaba en una rígida concepción de la separación de poderes y del sistema representativo, sí es necesario advertir que los márgenes de discrecionalidad judicial se amplían al dársele al juez la oportunidad de establecer en qué casos una norma es arbitraria. Pero los posibles riesgos no son mayores que las previsibles ventajas. Y el orden normativo de la democracia debe tener como prioridad las más eficaces garantías para la libertad y la igualdad de los individuos. h) Protección del consumidor y del usuario

La defensa del consumidor, corresponde a otra de las disposiciones encaminadas a tutelar los llamados intereses difusos que han venido siendo incorporados por el constitucionalismo contemporáneo. La Constitución española (artículo 51) contempla una amplia protección para el consumidor y el usuario, que incluye la protección de su seguridad, de su salud y de sus legítimos intereses económicos. Para ese efecto se realizan acciones de información y educación destinadas a los consumidores y usuarios, y se fomenta su organización. Elementos semejantes a la disposición constitucional española fueron adoptados en Argentina (artículo 42), Colombia (artículo 78), Ecuador (artículo 22.3) y Guatemala (artículo 119). En México (artículo 28) sólo se alude a los consumidores, sin que se les reconozca el derecho de organización, y en Perú (artículo 65) se omite el derecho a la organización de consumidores y usuarios. En el caso de Brasil (artículo 170.V) la defensa del consumidor se plantea como parte de un orden económico cuya fina-

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lidad es “asegurar a todos una existencia digna, conforme a la justicia social”. Si bien el principio es muy abstracto, el Código de Protección y Defensa del Consumidor de 1990 incorpora los elementos centrales de la defensa de consumidores y usuarios que figuran en la carta española. Por su parte, en Honduras la Constitución (artículo 33 1) sólo formula una ambigua libertad de consumo, y en Nicaragua (artículo 105) y Panamá (artículo 279) el Estado asume la responsabilidad de “garantizar el control y calidad de bienes y servicios”. Estos preceptos se incorporan, de manera general, en el capítulo correspondiente al régimen económico. Esta es, por otra parte, una sección que la mayor parte de las nuevas Constituciones incluyen, o que han incorporado mediante reformas. Tal es el caso de la mexicana (artículos 25 y 26, reformados en 1983) y de la costarricense (artículo 46, reformado en 1996), que se suman a lo que ya disponía la Constitución venezolana (artículos 95 y ss.) desde 1961. En la Constitución venezolana de 1999 (artículo 117) se amplía la defensa del consumidor al incluir el derecho a una información “no engañosa” y el resarcimiento de los daños ocasionados por la baja calidad de los bienes y servicios. B. Instituciones a) Ombudsman El fin de la segunda guerra mundial marca a su vez el inicio de una nueva etapa en la defensa de los derechos humanos. En un mismo año, 1948, son adoptadas las declaraciones Universal y Americana de los Derechos Humanos, y se inicia un proceso institucional que habría de desembocar en la creación de nuevas instituciones nacionales encaminadas a asegurar su protección eficaz.

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La institución escandinava del ombudsman tardó mucho en permear las estructura constitucional iberoamericana. Aun cuando comenzó a ser discutida en los medios académicos desde finales de los años sesenta, sólo en los setenta comenzó a recibir atención creciente. Entre los juristas que con mayor determinación impulsaron su adopción en América Latina figuran Héctor Fix-Zamudio, en México; Humberto J. La Roche, en Venezuela; Carlos Restrepo Piedrahita, en Colombia; Héctor Gross Espiell, en Uruguay; Eduardo Soto Klos, en Chile; Carlos Rivera, en Costa Rica; Jorge Mario García Laguardia, en Guatemala, y Miguel M. Padilla, en Argentina (Aguilar {1991}, pp. 89 y ss.), para mencionar sólo algunos de los distinguidos profesores que impulsaron su adopción, familiarizando a los legisladores, a los gobernantes y a la propia opinión pública con la figura del ombudsman. Los primeros países iberoamericanos en adoptar constitucionalmente el ombudsman fueron Portugal y España (Aguilar, {1993}, pp. 9, 14), y su fuerza expansiva entre los países iberoamericanos ha sido de gran trascendencia. Aunque en 1976 se presentó un proyecto de reformas constitucionales en Colombia para incorporar la figura de la Veeduría de la Administración (Estrada, p. 16), la iniciativa no prosperó. El impulso más importante que se produjo en el constitucionalismo iberoamericano parte de la figura del Defensor del Pueblo, como alto comisionado de las Cortes Generales, incorporado en la Constitución española (artículo 54). La denominación de Defensor del Pueblo de la Constitución española ha sido seguida por Argentina (artículo 86), Bolivia (artículos 127-131, reformados en 1993), Ecuador (artículo 29), Paraguay (artículo 276), Perú (artículo 161) y Venezuela (artículo 280). Guatemala optó por integrar una Comisión de Derechos Humanos y contar, además, con un Procurador de Derechos Humanos (artículos 273-5). En estos casos se trata, como en España (Fix-Zamudio {1998}, p. 85), de órganos designados por el congreso. La Constitución mexicana (artículo 102.B, reformado en

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1992) dejó a la ley la denominación de los organismos federal y estatales encargados de tutelar los derechos humanos, pero una modificación posterior (1999) incorporó la denominación de Comisión Nacional de los Derechos Humanos. A partir de esta reforma la Comisión cuenta con autonomía de gestión y presupuestaria, personalidad jurídica y patrimonio propios. La incorporación del ombudsman en el sistema constitucional iberoamericano se ha conseguido superar numerosas resistencias y reticencias. El argumento adverso más invocado ha consistido en señalar que su aparición se debe a la debilidad del sistema judicial, y que por ende la solución para los actos de afectación de los derechos humanos no debía consistir en incorporar un órgano más del Estado, sino en fortalecer los ya existentes. Esta tesis no toma en cuenta que el ombudsman no excluye la posibilidad de que los particulares ejerzan ante los tribunales las acciones que consideren pertinentes, y que, por el contrario, permiten un considerable ahorro en los trámites formales que beneficia a los individuos y a los propios órganos de justicia. El ombudsman juega, por otra parte, un papel significativo en cuanto a formar una conciencia de respeto por el derecho en general. La cultura jurídica se ve impulsada por la presencia de ese tipo de órganos. La necesidad de fortalecer al Estado de derecho a la que se han tenido que enfrentar los países iberoamericanos en los últimos veinte años, hace que este tipo de instituciones tenga una función especialmente relevante. b) Tribunal Constitucional La justicia constitucional tiene una larga trayectoria en América Latina. En este aspecto la relación entre las Constituciones iberoamericanas no se da tanto por la materia, ni por la modalidad de control de la constitucionalidad adoptada, sino por la naturaleza del órgano que lo ejerce (Aguiar, p. 29). Aun cuando la aparición del primer tribunal constitucional, con esta denominación, se produjo en la Constitución austriaca de 1920, la de-

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nominación se incorporó en los países hispanohablantes después de promulgada la Constitución española. Eso no obstante, se registran algunos casos previos como la creación del Tribunal Constitucional chileno en 1925, y de la Corte de Constitucionalidad en Guatemala, en 1965 (Fix-Zamudio, pp. 97 y ss). En Colombia se propuso la creación de la Corte Constitucional desde 1945, aunque sólo fue establecida hasta 1991 (Restrepo, p. 275). En cuanto a la modalidad de control, el sistema español corresponde al sistema concentrado, que es seguido por Bolivia, Costa Rica, México (si bien el control compete al Poder Judicial federal, no sólo a la Suprema Corte de Justicia), Panamá, Paraguay y Uruguay, en tanto que en Argentina, Brasil, Nicaragua y Perú se aplica el modelo de control difuso, y en Colombia, Chile, Ecuador (de acuerdo con las reformas de 1992), El Salvador, Guatemala y Venezuela rige un sistema mixto. La diversidad de denominaciones para los órganos encargados de la justicia constitucional, las variaciones en cuanto a su integración y a los procedimientos de designación de sus titulares (véase Anuario, Justicia Constitucional Comparada , La jurisdicción constitucional en Iberoamérica y García Belaúnde y Fernández Segado) obedece en buena medida a que se trata de una institución de larga trayectoria en el constitucionalismo latinoamericano, que hunde sus raíces en el siglo XIX. Esto no es óbice para que se puedan registrar casos como los de Guatemala y Perú, donde, a pesar de las soluciones finalmente incorporadas a las respectivas Constituciones, se tuvo muy presente la experiencia española (García Laguardia, pp. 39 y ss.; Brewer Carías, p. 143). Otro aspecto que no concierne sólo al órgano de control de la constitucionalidad, sino al gobierno y a la administración de la justicia, es importante subrayar que la creación del Consejo General del Poder Judicial (artículo 122.2) ha tenido en Latinoamérica la repercusión que no tuvieron previamente los consejos superiores de la Magistratura de Italia y de Francia (Melgar, pp.

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59 y ss). En El Salvador surgió el Consejo Nacional de la Judicatura (artículo 187), en México el Consejo de la Judicatura Federal (artículo 100 reformado en 1995 y 1999), en Paraguay el Consejo de la Magistratura (artículos 262-264), y en Perú el Consejo Nacional de la Magistratura (artículos 150-157). c) Comisiones congresuales Como instrumentos constitucionales para el control del poder y por lo mismo para garantizar el espacio individual y colectivo de libertades, el funcionamiento de las comisiones congresuales tiene una gran trascendencia. En este sentido la Constitución española dispone (artículo 76.2) que “será obligatorio comparecer a requerimiento de las Cámaras” ante las comisiones de investigación. El incumplimiento de esta obligación, impuesta a todos los habitantes sin distinción de nacionalidad, da lugar a sanciones. El paso dado por el Constituyente español amplía considerablemente las facultades tradicionales de investigación de las comisiones parlamentarias. En esa misma dirección se orientó la Constitución brasileña (artículo 58.V), aunque restringió las posibilidades de requerir la presencia sólo a los ciudadanos nacionales; Paraguay (artículo 195), en cambio, adoptó el criterio constitucional español y admite la posibilidad de que las comisiones hagan comparecer a “los particulares”, y en caso de no hacerlo quedan sujetos a la sanción correspondiente. La presencia de este precepto en el resto del constitucionalismo americano apenas se ha dejado sentir, porque se teme que sea contrario a la llamada “separación de poderes” y dé lugar a una expansión excesiva de las atribuciones de los congresos. Se trata de una interpretación errónea, porque su aplicación ha demostrado que en nada afecta el funcionamiento de los órganos del poder y sí, en cambio, supone una mayor capacidad de control político en beneficio del sistema de libertades.

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III. C ONSIDERACIONES FINALES Hemos examinado, recurriendo al cotejo textual, diferentes instituciones constitucionales iberoamericanas caracterizadas, en expresión de Häberle (p. 100), por un “denominador común”. Ese denominador, dice, es “lo que vincula a las Constituciones entre sí”. “Que unos poderes constituyentes, agrega, aprendan de otros se ha convertido en una pauta familiar”. Este trabajo se refiere a un nuevo constitucionalismo en Iberoamérica claramente orientado en el sentido de fortalecer los deberes y derechos fundamentales como eje de lo que podría considerarse “el derecho a la democracia”. Los instrumentos de ese derecho, consistentes en la organización y funcionamiento de los órganos del poder político, presentan en cada caso características diferentes. Esto se explica por varias razones: una, las concernientes a los sistemas parlamentario vigente en España y presidencial, prevaleciente en América Latina. Otras, las que corresponden al orden de culturas con perfiles propios. Se sabe que las diferencias entre esos sistemas tienden a diluirse parcialmente, en tanto que entrambos toman prestadas entre sí determinadas instituciones que contribuyen a su estabilidad o a su mayor capacidad de control. A tal punto se ha avanzado en este proceso, que hoy es necesario adoptar nuevos criterios para diferenciar ambos sistemas, pues el aplicado hasta ahora, centrado en las formas de relación entre los órganos del poder (investidura y confianza, fundamentalmente) resultan insuficientes. La diferenciación entre esos sistemas debe orientarse hacia la identificación de las verdaderas diferencias, entre las que sobresale el procedimiento electoral adoptado, directo o indirecto, para seleccionar al jefe de gobierno. En general cuando existen dos fuentes de legitimidad, una para el órgano ejecutivo y otro para el legislativo, nos encontramos ante un sistema presidencial; cuando sólo existe una fuente de legitimidad para los titulares de ambos órganos de gobierno, estamos ante un sistema parla-

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mentario. Esta diferencia, empero, también comienza a relativizarse a partir de la elección directa del primer ministro en algunos sistemas parlamentarios, como es el caso de Israel. Las formas de relación entre los órganos del poder ya no son necesariamente distintivas de los sistemas parlamentario o presidencial. Por eso es posible encontrar en los nuevos sistemas presidenciales de Iberoamérica numerosos instrumentos constitucionales de control que tradicionalmente habían sido considerados exclusivos de los sistemas parlamentarios. Su adopción obedece a una razón superior: son instrumentos de garantía, o sea instituciones adjetivas, del derecho a la democracia. Y el contenido de este derecho aparece en la complementariedad de los nuevos y los anteriores derechos fundamentales. Lo central, por tanto, de las nuevas democracias, está en la edificación de una nueva estructura de derechos fundamentales, cuya garantía es el sistema democrático que también han adoptado. El proceso no ha sido fácil ni rápido, y en la mayor parte de los casos todavía llevará tiempo para su consolidación. Conseguirlo es un desafío al que cada comunidad nacional tendrá que dar respuesta, pero será de gran ayuda que, periódicamente, se lleven a cabo ejercicios de análisis y cotejo, para poder establecer así los niveles de avance registrados. Hacer una revisión de este proceso es una forma de constatar la evolución que se ha llevado a cabo. Para este propósito los ejercicios de naturaleza académica han probado ser muy eficaces. En 1974, por ejemplo, se integró el Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional que, por primera vez, se dio a la tarea de servir como un foro para los constitucionalistas de esa área europea y americana. El primer Congreso al que convocó, en julio de 1975, tuvo una clara inspiración helleriana: el tema fue “Derecho y realidad constitucional en América Latina”. En ese primer Congreso, y en los subsiguientes, llevados a cabo sucesivamente en México, España y Colombia, han participado desde el principio expertos de ambos continentes que, en

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sus respectivos países y en sus diferentes momentos, han participado en los procesos constituyentes. Muchos de los temas tratados a los largo de estos años se han traducido en propuestas o han reflejado el análisis de decisiones tomadas, pero en todo caso han sido el punto de encuentro en que los conocedores de los distintos sistemas constitucionales han intercambiado conocimientos, experiencias, opiniones y sugerencias. A manera de ejemplo puede señalarse el congreso celebrado en Colombia en 1984 sobre el tema de la jurisdicción constitucional en Iberoamérica. Al remirarse la relación entre los sistemas constitucionales no puede desconocerse esta singular circunstancia. Más allá de las semejanzas formales entre los sistemas constitucionales, hay un aspecto central: la forja convergente de una cultura democrática colectiva. Es en este punto donde se presenta la mayor afinidad de la nueva comunidad iberoamericana. No existe entre sus miembros una vocación emuladora; lo que sí hay es una decisión, adoptada en el ámbito interno de cada sociedad política, de abrir paso a una forma de vida que se expresa a través del Estado social y democrático de derecho. Sea que esta denominación haya sido incorporada al texto fundamental, sea que en él sólo figuren las instituciones que le dan contenido aun cuando no se haga expresa referencia a ese Estado, es evidente que se avanza en su construcción y consolidación. Aquí reside la característica dominante del nuevo constitucionalismo iberoamericano. IV. F UENTES AGUILAR CUEVAS , Magdalena, El defensor del ciudadano (ombudsman) , México, Universidad Nacional Autónoma de México, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 1991. ——-, Regulación del ombudsman en el derecho internacional comparado, México, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 1993.

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DEMOCRACIA E INSTITUCIONES

Relación y controles recíprocos entre órganos del poder

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I. Consideraciones generales sobre los controles políticos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65 II. Regulación de los controles políticos en la Constitución y propuestas de reforma 67 III. Consideración final: consolidación democrática y gobernabilidad 79 IV. Sugerencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . . 82 .

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RELACIÓN Y CONTROLES RECÍPROCOS ENTRE ÓRGANOS DEL PODER * I. C ONSIDERACIONES GENERALES SOBRE LOS CONTROLES POLÍTICOS

Uno de los problemas centrales de todo sistema constitucional reside en los instrumentos adecuados para el control del poder. Por siglos, dicho tema ha ocupado la atención de filósofos, juristas y políticos. Se trata de una cuestión de análisis indispensable en cualquier sistema democrático; incluso allí donde los controles funcionan satisfactoriamente requieren de ajustes periódicos. A continuación, y conforme al método de trabajo señalado por la Barra Mexicana, Colegio de Abogados, enunciaré algunos de los problemas que en esta materia debe resolver la Constitución: A. Regular las relaciones de control entre los órganos políticos del poder: gobierno y Congreso. B. Garantizar que esas relaciones de control se realicen bajo los siguientes principios: a. Responsabilidad. Los órganos del poder deben actuar dentro de la esfera de su competencia, sin exceso ni defecto. Ir más allá de sus facultades, o dejar de cumplir con sus responsabilidades, afecta los derechos de los gobernados y, por ende, vulnera el Estado de derecho * Incluido en VV. AA., Propuestas de reformas constitucionales, México, Barra Mexicana, Colegio de Abogados, 2000. 65

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b. Efectividad. Los instrumentos de control deben aplicarse para que cada órgano del poder actúe estrictamente en el ámbito de sus responsabilidades, no para evitar, obstaculizar o condicionar esa actuación. c. Utilidad. Los instrumentos de control sólo son útiles si contribuyen a que los órganos del poder funcionen de acuerdo con lo dispuesto por la Constitución y las normas que deriven de ella, de forma razonable y eficaz, atendiendo al derecho al buen gobierno que tienen los ciudadanos. d. Publicidad. Los controles no pueden ser utilizados para intercambiar favores políticos. Los entendimientos subrepticios que conciernen a la forma de ejercer o de no poner en práctica los controles, con el supuesto objetivo de alcanzar consensos políticos, atenúan, neutralizan e incluso cancelan los efectos jurídicos y políticos de los controles. Los consensos para la modificación o actuación de las instituciones no deben adoptarse en perjuicio del ejercicio de los controles. e. Estabilidad. Los controles deben ser ejercidos de manera responsable y no para dirimir problemas de antagonismo personal o de lucha por el poder. No deben confundirse las expresiones de la lucha por el poder, que se regulan por las normas electorales; de las luchas en el poder, que se limitan a acomodos de intereses, tendencias, corrientes o personas; ni de las luchas contra el poder, que a veces se practican en nombre de las libertades públicas. Los controles no son instrumentos de combate sino de integración y se aplican para dar estabilidad a las instituciones. f. Regularidad. Los controles se deben ejercer de manera predecible y sistemática. C. Proteger los derechos individuales y colectivos concernientes a la libertad, la seguridad, la igualdad y la equidad. Como bien se sabe, estos derechos constitucionales cuentan con garantías jurídicas, que se ejercen a través de instancias jurisdiccio-

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nales; pero ocurre que además de esos medios de defensa ante los actos de los órganos de gobierno, los instrumentos de control político también son útiles para la protección de esos derechos. En realidad, los instrumentos de control político pueden llegar a desempeñar una función suprema de garantía, en tanto que de su aplicación depende que los órganos políticos del poder no incurran en excesos que lesionen las libertades públicas y el funcionamiento mismo de los órganos jurisdiccionales y de relevancia constitucional (organismos tutelares de los derechos humanos y organismos electorales, por ejemplo). II. REGULACIÓN DE LOS CONTROLES POLÍTICOS C ONSTITUCIÓN Y PROPUESTAS DE REFORMA

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La Constitución prevé diversos instrumentos de control entre los órganos políticos del poder (gobierno y Congreso). Se presentan aquí algunos de esos instrumentos, de una manera muy esquemática, y a continuación de cada uno se formula una propuesta de reforma, también en términos generales. A. Del Congreso: a. Periodo de sesiones del Congreso. Conforme a los artículos 65 y 66 de la Constitución, el Congreso no puede sesionar más de cinco meses por año en sesiones ordinarias. De acuerdo con los artículos 78, IV y 89, XI, dos tercios de los individuos presentes de la Comisión Permanente, por propia decisión o a propuesta del presidente, pueden convocar a un periodo de sesiones extraordinarias. En este caso, sin embargo, el Congreso o la cámara convocada sólo puede ocuparse de los asuntos previstos en la convocatoria. Propuesta: Ampliar la duración de los periodos ordinarios de sesiones hasta un máximo de nueve meses. Durante los recesos, la discusión de las políticas gubernamentales se

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transfieren a la Comisión Permanente, que ejerce varias de las atribuciones que en materia de control corresponden al Congreso, pero los efectos políticos de opinión no son los mismos. Se argumenta que es necesario dejar que los representantes regresen a sus distritos y a sus estados para no desvincularse de los representados. Esto no es sino una ficción, explicable por las dificultades de las comunicaciones y transportes durante el siglo XIX, pero insostenible en nuestros días. b. Informe presidencial. De acuerdo con el artículo 69 constitucional, el presidente de la República debe presentar un informe el 1o. de septiembre, con motivo de la apertura del periodo de sesiones ordinarias. En ese informe, rendido por escrito, debe manifestar “el estado general que guarda la administración pública del país”. Con relación al informe presidencial se han discutido tres cuestiones: — Si debe ser leído por el presidente, o basta con asistir al Congreso y entregar el texto. Las tensiones políticas de los últimos años llevaron a considerar la conveniencia de suprimir la práctica de que el presidente leyera personalmente su informe y, ateniéndose a la letra del texto constitucional, se limitara a asistir y presentarlo por escrito. Esta medida se ha adoptado ya en varios estados de la Federación. Hasta este momento ha prevalecido el buen juicio y el presidente, a riesgo de las situaciones de tensión, sigue leyendo su informe ante el Congreso. — El segundo aspecto consiste en si el presidente debe aceptar interpelaciones de los legisladores. Con fundamento en el principio de separación de poderes, se ha tomado la decisión de no permitir interpelaciones. En este sentido se es congruente con ese principio, adoptado precisamente para proteger a los monarcas ante las exigencias de las asambleas populares. Aun cuando el principio de separación de poderes se ha aplicado, en muchos casos con éxito, en los sistemas democráticos, en realidad su origen atendía,

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esencialmente, a la necesidad de proteger un margen razonable para las potestades del monarca. Acertadamente Kelsen (Esencia y valor de la democracia , México, Editora Nacional, p. 113) afirmó que “el dogma de la separación de poderes es la piedra angular en la ideología de la monarquía constitucional”. Por eso las tesis de Montesquieu resultaron muy funcionales para la construcción del sistema presidencial fuerte, postulado por Hamilton, Madison y Jay en El federalista, y para todos los sistemas análogos que se derivaron del norteamericano. Además, la doctrina de la separación de poderes, muy sugerente desde su formulación original, también permitió matizar los efectos radicales de la soberanía popular postulada por Rousseau. — El tercer tema concierne a si, en el caso de no aceptar interpelaciones, el presidente debe por lo menos escuchar las posiciones de los legisladores. Aquí la respuesta también ha sido negativa, de suerte que se ha considerado que el presidente sólo puede enterarse de lo que opinan los representantes de la nación por los medios de comunicación, porque hacerlo de manera directa afectaría su investidura. En este caso la aplicación del principio de separación de poderes se ha llevado a un extremo que carece de sustento. Los problemas que se advierten en el sistema constitucional mexicano se deben a que no están diferenciadas las funciones del jefe del Estado y jefe del gobierno. Al asumirse ambas por una misma persona, sucede que en sus relaciones con el Congreso actúa como jefe del Estado o como jefe del gobierno según resulta más útil a los fines del poder del presidente. Al rendir su informe, lo hace en tanto que jefe del gobierno, pero al rehusar entablar un diálogo con los representantes, actúa como jefe del Estado. Se trata de una contradicción que se origina en la imprecisión de la norma constitucional. Propuesta: Debe introducirse la figura del jefe del gabinete. Debe tratarse de un funcionario cuya designación y

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remoción sea realizada por el presidente, pero en el primer caso con el consentimiento y en el segundo con el conocimiento del Congreso, a través del Senado. El jefe del gabinete debe asistir regularmente a las sesiones de ambas cámaras, y responder a las interpelaciones y preguntas que sus miembros le presenten conforme al orden que al efecto se establezca. Además, se le deben conferir facultades expresas al gabinete, para que sus integrantes participen realmente en las decisiones que el gobierno adopte y puedan responder de ellas, en el ámbito de su competencia, ante el Congreso. No se trata de adoptar un sistema parlamentario, sino de modernizar el presidencial. Numerosos sistemas presidenciales han adoptado ya lo que aquí se está proponiendo. c. Comparecencia de miembros del gabinete. De acuerdo con el artículo 93 constitucional los secretarios están obligados a informar al Congreso en dos circunstancias: a) anualmente, acerca “del estado que guardan sus respectivos ramos”, y b) cuando sean requeridos “para que informen cuando se discuta una ley o se estudie un negocio concerniente a sus respectivos ramos o actividades”. Se trata, por lo mismo, de facultades muy limitadas, porque en el primer caso se excluye al procurador general de la República y a los directores de organismos descentralizados y empresas de participación estatal mayoritaria, y los secretarios cumplen con la simple remisión de una memoria; y en el segundo, que sí incluye al procurador y a los demás funcionarios, las convocatorias para que comparezcan los funcionarios son muy irregulares. En cada ocasión se da lugar a negociaciones entre los partidos que no siempre concluye con un citatorio para comparecer. Propuesta: Con relación a los integrantes del gabinete, la que se planteó en el punto anterior (asistir con regularidad a las sesiones del Congreso y atender interpelaciones y preguntas); con relación a los titulares de los organismos

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y empresas, aunque sus informes anuales son incluidos dentro del que rinden las secretarías a cuyo sector corresponden, deben acudir siempre que sean requeridos por las comisiones del Congreso, aun a petición de la minoría. Es necesario desarrollar los derechos de las minorías, que si bien no tienen por sí solas capacidad para decidir, sí deben tenerla para exigir información. La ausencia de facultades en este sentido ha hecho que sean los medios de comunicación y no los órganos de representación política los que sirvan para demandar información a las dependencias gubernamentales. d. Comisiones de investigación. El artículo 93 constitucional también regula lo concerniente a las comisiones de investigación. En este caso operan dos limitaciones: a) las comisiones en la Cámara de Diputados se integran por decisión mayoritaria pero a petición de una cuarta parte de sus miembros, mientras que en la de senadores se exige que la propuesta proceda de la mitad de sus integrantes; y b) las comisiones sólo tienen competencia para investigar el funcionamiento de los organismos descentralizados y de las empresas de participación estatal mayoritaria. Propuesta: La facultad de constituir comisiones de investigación debe reservarse para la mayoría, pero puede ser planteada por cualquiera de los integrantes de las cámaras. Es una incongruencia que cualquier representante pueda presentar una iniciativa de ley e incluso de reformas a la Constitución, pero no una iniciativa para integrar una comisión. Por otra parte las comisiones de investigación deben tener facultades para conocer todas las áreas del gobierno y para citar a particulares. Esto último sobre todo si se tiene en cuenta que numerosos servicios públicos son objeto de gestión privada. e. Iniciativa legislativa. Conforme al artículo 71 constitucional, el derecho de iniciar leyes corresponde al presidente de la República, a los diputados y senadores y a las le-

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gislaturas de los estados. Además, conforme al prolijo artículo 122, C, base primera, V, ñ, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal puede presentar iniciativas de leyes o decretos “en materias relativas al Distrito Federal”. Esta limitación no rige para el caso de las legislaturas estatales. Aquí el elemento de control consiste en que el gobierno (por extensión del presidente de la República) no dispone de elementos que le aseguren que sus iniciativas cuenten con un rápido trámite en casos especiales. Sólo el artículo 29, relativo a la suspensión de garantías, previene implícitamente un trámite expedito para la habilitación de facultades en casos extraordinarios; pero ni siquiera en lo dispuesto por los artículos 49 y 131 se puede inferir esa misma diligencia. En estos términos, mientras que el Ejecutivo tiene tasada su facultad de veto frente a las decisiones normativas del Congreso, éste dispone de una amplia libertad para retener, sine die, las iniciativas del presidente. Esto, desde luego, no ha representado ni representará un problema en tanto el gobierno cuente con mayoría en el Congreso, pero será un factor de entorpecimiento en las tareas de gobierno cuando la mayoría decida bloquear las iniciativas del presidente. Por otra parte, un órgano del poder, el Judicial, carece de la facultad de iniciar leyes, con lo que queda a expensas de que alguno de los otros dos órganos decida proponer. Esta omisión suele ser subsanada mediante el procedimiento informal de solicitar su opinión a la Suprema Corte de Justicia de la Nación en los temas que le conciernen, y en ocasiones el gobierno ha hecho suyos proyectos elaborados por el órgano judicial. Esto, empero, es sólo una práctica no vinculante. Propuesta: Establecer los casos en que el presidente pueda disponer de la facultad de presentar iniciativas en bloque, que sean aprobadas o desechadas por completo, y contar con instrumentos que le permitan, en ciertas circunstancias,

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reclamar la atención perentoria del Congreso. De no ser así, el gobierno puede quedar paralizado por la simple omisión del Congreso. Además, debe admitirse el derecho de iniciativa de la Suprema Corte, como ocurre en las Constituciones de todas las entidades federativas, excepto en el Estatuto del Distrito Federal, en relación con sus tribunales superiores de Justicia, y en numerosos sistemas constitucionales extranjeros, latinoamericanos y europeos. No se puede alegar que la iniciativa vulnere el llamado principio de separación de poderes, porque ya en este momento la comparten Congreso y gobierno; ni que altere de alguna forma las relaciones institucionales, porque el sistema federal tampoco se ha visto afectado por el hecho de que se reconozca el derecho de iniciativa a los congresos locales. f. Presupuesto. La formulación del presupuesto de egresos se ha vuelto un problema creciente. La ausencia de reglas para la reconducción del presupuesto o para la continuidad de los servicios básicos, da lugar a negociaciones que afectan, o pueden llegar a hacerlo, la estabilidad de las finanzas públicas. Además, en el caso de que no se aprobara el presupuesto de egresos, el efecto paralizante adquiriría proporciones inimaginables; baste señalar que se carecería de recursos para sostener algunos servicios, como los de seguridad federal, que incluye a las fuerzas armadas. También debe considerarse que la Ley de Ingresos tiene una vigencia prevista para un año fiscal. Propuesta: Adoptar cualquiera de las siguientes opciones: que las disposiciones de ingresos y egresos aprobadas para el año que concluye se consideren prorrogadas por un periodo determinado, o hasta que el Congreso apruebe las nuevas leyes; que se disponga de los recursos asignados en el presupuesto cuya vigencia concluya, para sostener los servicios y actividades que se consideren indispensables, o una combinación de ambas opciones.

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g. Tratados. Al resolver el amparo en revisión 1475/98, la Suprema Corte de Justicia de la Nación estableció la superioridad jerárquica de los tratados internacionales en relación con las leyes federales. En este caso debe tenerse presente que, de conformidad con el artículo 89, X, constitucional, el presidente está facultado para celebrar tratados, sometiéndolos a la aprobación del Senado. En los términos de la nueva tesis de la Corte (que abandona un criterio previo conforme al cual consideraba de igual jerarquía a los tratados y las leyes) las disposiciones normativas que adopten el presidente y el Senado son superiores a las disposiciones normativas que aprueben las cámaras de Diputados y de Senadores. Esto puede generar considerables distorsiones en la vida institucional, pues la voluntad conjunta del presidente y de la mayoría de los senadores podría constituir una especie de superlegislador, con lo cual se afectaría el sistema representativo establecido por la Constitución. Adicionalmente, el criterio sostenido por la Corte señala que en esta materia (de la jerarquía de los tratados) no existe limitación competencial entre la Federación y las entidades federativas, esto es, no se toma en cuenta la competencia federal o local del contenido del tratado, sino que por mandato expreso del propio artículo 133, el presidente de la República y el Senado pueden obligar al Estado mexicano en cualquier materia, independientemente de que para otros efectos ésta sea competencia de las entidades federativas.

Considero que en este punto la tesis es peligrosa, porque no se adecua a lo preceptuado por el 124 constitucional; pero sin entrar aquí a esas reflexiones, sí debe tenerse en cuenta que, como resultado de la denominada “globalización” o “mundialización”, el número de cuestiones que van siendo consideradas como propias de la comunidad internacional va en aumento, por lo que la competencia

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normativa del presidente y del Senado puede ensancharse de una manera prácticamente ilimitada. Es oportuno agregar aquí que sólo en nueve sistemas constitucionales latinoamericanos existe el bicameralismo (Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, México, Paraguay, República Dominicana y Uruguay). De estos países, sólo en México se ha mantenido la disposición, adoptada de la Constitución norteamericana, en el sentido de que únicamente el Senado participe en la ratificación de los tratados. Algo semejante ocurre en la Unión Europea. De los ocho países con sistema bicameral, sólo en Austria se reserva la facultad de ratificar tratados a una de las cámaras. Por lo demás, las Constituciones francesa y griega reconocen expresamente la superioridad de los tratados sobre las leyes, pero establecen que por esa precisa razón los tratados deben ser aprobados conforme a los mismos procedimientos que las leyes. En el caso que nos ocupa hay otro problema adicional: ¿quién tiene la facultad para denunciar un tratado, el presidente por sí solo, o el presidente y el Senado? En Estados Unidos se ha discutido este asunto, y aun cuando una parte de la doctrina se inclina por que sean ambos, los presidentes han mantenido su potestad en esta materia. La práctica seguida en México coincide con la norteamericana, toda vez que la Constitución sólo alude a la participación del Senado para aprobar los tratados. Nos encontramos por ende con el fenómeno de que el presidente ejerce facultades derogatorias de normas con jerarquía superior a las leyes. Propuesta: Que los tratados internacionales sean ratificados por ambas cámaras del Congreso, y que se prevea expresamente que su denuncia también sea aprobada por ambas cámaras. Por lo demás, no existe razón alguna, jurídica o política, para reservar la facultad de ratificación sólo al Senado. Se trata de una adopción extralógica del sistema norteamericano. En nuestro sistema constitucional la Cá-

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mara de Senadores ya no es representativa de las entidades federativas, como lo sigue siendo en Estados Unidos; a mayor abundamiento, la Constitución de aquel país establece (artículo II, 2) que la aprobación de los tratados debe darse por dos tercios de los senadores presentes. Por la jerarquía que la Corte atribuye a los tratados internacionales, deberá considerarse también la conveniencia de introducir una mayoría calificada para su aprobación. h. Ratificación de nombramientos. El artículo 76, I, de la Constitución, obliga al presidente a someter a la ratificación del Senado los nombramientos del procurador general de la República, así como de los ministros, agentes diplomáticos, cónsules generales, empleados superiores de Hacienda, coroneles y demás jefes superiores del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea. Conforme al artículo 78, VII, la Comisión Permanente puede también ratificar esos nombramientos, excepto el de procurador. La práctica ha sido adversa al cumplimiento de la norma constitucional en cuanto a los empleados superiores de Hacienda. Propuesta: En este sentido, remito a lo señalado en el rubro correspondiente al informe presidencial. i . Ausencia del presidente del territorio nacional. El artículo 88 constitucional dispone que, para ausentarse del territorio nacional, el presidente requiere del permiso del Congreso o de la Comisión Permanente. La intensidad de las relaciones internacionales hace que con motivo de la aplicación de este precepto se incurra en frecuentes trámites de autorización, en algunas ocasiones con resultados negativos. Al negar un permiso para que el presidente salga del territorio nacional el Congreso no realiza una función sustantiva de control político y sí, en cambio, obstaculiza el desarrollo normal de las relaciones del Estado mexicano con otros Estados o con organismos internacionales.

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Propuesta: Reducir esta facultad del Congreso a los casos en que la salida del presidente sea superior a un periodo que se estime razonable; por ejemplo, quince días. B. Del gobierno: a. Duración del periodo de sesiones. Aun cuando hasta ahora la aplicación del artículo 66 constitucional no ha dado lugar a enfrentamientos o divergencias entre el Congreso y el presidente, no cabe duda de que la facultad conferida al presidente para resolver el diferendo entre ambas cámaras cuando no se pongan de acuerdo en terminar su periodo de sesiones antes de las fechas establecidas por la Constitución, representa un riesgo político. A manera de ejemplo, supóngase que (con independencia de la propuesta que se hace en este mismo texto acerca de la ampliación de los periodos de sesiones ordinarias) en una de las cámaras, donde el partido del presidente cuente con mayoría, se decide terminar las sesiones el 30 de marzo en lugar del 30 de abril, y que la otra cámara no acepta. La decisión correspondería al presidente, con lo cual se pone en sus manos un poderoso instrumento de control sobre el Congreso. Propuesta: Suprimir esta facultad del presidente y establecer que cuando las cámaras no se pongan de acuerdo en dar por terminado su periodo de sesiones ordinarias antes de las fechas previstas por el texto constitucional, se agotará el periodo en la fecha que la Constitución prevea. b. No reelección de los representantes. En sus términos originales, la Constitución de 1917 sólo proscribió, de manera absoluta, la reelección del presidente. Incluso en el caso de los gobernadores se admiten algunas modalidades que permiten una especie de reelección muy limitada. Pero en caso de los integrantes del Congreso, la Constitución de Querétaro no estableció limitación alguna para su reelec-

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ción. En 1933, empero, las presiones que resultaban de haber integrado numerosas fuerzas políticas en un solo partido, el Nacional Revolucionario, obligó a abrir espacios para quienes aspiraban a desempeñar cargos de representación pero veían limitadas sus opciones por la reelección sucesiva de quienes los ocupaban. Ante el riesgo de una fractura que diera rápido fin al PNR, se adoptó la antidemocrática reforma constitucional que prohibió la reelección sucesiva de los diputados y de los senadores. Otro tanto se hizo con los legisladores estatales. Esto, independientemente de los efectos que tuvo con relación al partido político, generó un importante desequilibrio en las relaciones entre el Congreso y el gobierno, en perjuicio del primero. Es sabido que, con los riesgos del clientelismo que propicia la reelección de los representantes, la presencia de ellos sujeta sólo a la decisión de los electores les ofrece tres ventajas: experiencia, independencia ante el aparato dominante del partido e independencia ante el gobierno. Al suprimirse la reelección se subordinó a los diputados al gobierno, que les ofreció facilidades de colocación política al término de sus mandatos, de acuerdo con la solidaridad mostrada durante el ejercicio de su función; y a quienes aspiraban a la reelección en periodos discontinuos o en otros cargos electorales se les obligó a la obediencia sistemática ante los órganos de dirección del partido político dominante. En 1965 se intentó adoptar una fórmula relativamente suave de reelección, que no incluía a los senadores. Fue votada favorablemente en la Cámara de Diputados, y luego, sin argumentación pública, rechazada por la de Senadores. Propuesta: Conservar la prohibición absoluta, en sus términos actuales, de la reelección del presidente, pero restablecer la reelección de los legisladores electos conforme al principio de mayoría relativa. Para limitar en lo posible los efectos

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del clientelismo, deberá pensarse en un límite para la reelección. Doce años puede ser un límite razonable. III. C ONSIDERACIÓN FINAL : CONSOLIDACIÓN DEMOCRÁTICA Y GOBERNABILIDAD

Para algunos autores, que siguen la sugerente línea de reflexión de Alonso Lujambio, la transición democrática se inició en México en 1988; otros consideramos que su punto de partida está en la reforma electoral de 1977. Pero independientemente de cuándo haya comenzado, lo que hoy es indiscutible es que, al menos en cuanto al aspecto electoral, los mexicanos estamos convencidos de que vivimos en un proceso democrático. Ahora bien, la democracia es el más vulnerable de cuantos sistemas existen. Si contamos la intensidad de la búsqueda democrática y los periodos en los que ha habido democracia, seguramente nos habremos de preocupar. Desde hace veinticinco siglos la democracia es un anhelo de las sociedades civilizadas; sin embargo, las recaídas autoritarias, frecuentes y muy duraderas, han convertido a la democracia en una esperanza perenne y en una realidad efímera. Por eso no basta con transitar hacia la democracia; también hay que consolidarla y conservarla. Cada una de esas etapas requiere de disposiciones y actitudes diferentes. Para transitar hacia la democracia hacen falta vigor y determinación. Los luchadores por la democracia normalmente están dispuestos a arrostrar las mayores dificultades y los máximos peligros. Algunos han tenido que pagar precios tan elevados como el de su libertad y aun su vida. Para consolidar la democracia se requieren otras virtudes. No se corren tantos riesgos, porque tampoco se espera tanta gloria. Para consolidar la democracia no es menester una lucha frontal; se hace más bien necesario seguir estrategias de aproximación indirecta que permitan negociar a la vez con el adversario y con

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el partidario. Por lo general hay, en todos los grupos contendientes, los moderados dispuestos a compartir el poder, y los intransigentes que no se avienen a compartir lo que, desde su punto de vista, les costó trabajo conquistar. Así, consolidar la democracia exige el ejercicio poco heroico y menos vistoso de negociar para moderar a los partidarios y tranquilizar a los adversarios. En un juego electoral democrático quienes triunfan se inflaman de arrogancia y quienes pierden se henchen de rencor. Hacer comprender a unos y a otros que deben transigir para dar un nuevo paso, es una tarea en extremo complicada. Para unos significa una abdicación; para otros una humillación. Empero, en relación con la democracia, sólo hay dos opciones: consolidarla o derogarla. Aunque los conceptos en torno a la consolidación democrática varían (Linz, O’Donnell, Przeworski), la idea dominante consiste en la institucionalización de los procesos del poder. Esta institucionalización se manifiesta por la vigencia del Estado de derecho, que incluye órganos del poder responsables y eficaces; por la existencia de libertades públicas adecuadamente garantizadas; por el funcionamiento neutral de la burocracia; por la adopción de reglas que hagan predecible la acción de los órganos del poder; por la autonomía de las sociedades civil, política y económica y de sus respectivos agentes (sindicatos, organismos no gubernamentales, partidos, empresas, entre otros); y por la devolución de poderes a los entes territoriales (estados, municipios). La consolidación democrática demanda un complejo entramado de normas constitucionales que definan el derecho al poder, el derecho del poder, el derecho ante el poder y, por supuesto, el control del poder. De esos cuatro aspectos, apenas hemos definido el primero. El derecho al poder concierne a las instituciones electorales (partidos, asociaciones políticas, autoridades y procedimientos electorales). El derecho del poder corresponde a la estructura y funcionamiento de los órganos del poder. En este punto varias de nuestras

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normas constitucionales corresponden a una fase predemocrática. La autonomía del Congreso estará en riesgo mientras no se restablezca la reelección de los representantes, y el poder del gobierno seguirá siendo patrimonio personal hasta que no se adopte un gabinete responsable ante el Congreso, con un jefe inmediato que no sea el presidente de la República, y un servicio civil altamente profesional y políticamente neutral. El derecho ante el poder estará incompleto, a pesar de las muchas reformas judiciales, en tanto no se adopten una serie de medidas, entre las que destaca la supresión de la llamada “fórmula Otero”, que limita los efectos del amparo. En sus términos (artículo 107, II) la Constitución dispone que la sentencia pronunciada en un juicio de amparo “será siempre tal que sólo se ocupe de individuos particulares, limitándose a ampararlos y protegerlos en el caso especial sobre el que verse la queja, sin hacer una declaración general respecto de la ley o acto que la motivare”. Esto significa, lisa y llanamente, que hay normas inconstitucionales que sin embargo se aplican a todas las personas que no promovieron un juicio de amparo. Otros aspectos relativos al derecho ante el poder conciernen a la necesidad de promover la cultura jurídica y de facilitar el acceso a la justicia. Además, el nivel de desarrollo en cuanto a procuración e impartición de justicia es muy desigual en el país. Finalmente, el cuarto factor pendiente de regular en la Constitución es un eficaz control del poder. Las fórmulas pueden ser muy variadas, pero esencialmente deben referirse, como se ha establecido en este texto, a proteger las esferas de libertad individual y colectiva mediante la acción responsable, razonable y eficaz de los órganos del poder. La consolidación democrática es, como se puede apreciar, el camino que deberemos recorrer en el futuro. No hacerlo tampoco será sinónimo de quedarnos donde estamos; representará el riesgo de que desandemos el camino emprendido hace años, y de que los avances conseguidos merced a la democracia electoral se conviertan en un episodio efímero de nuestra historia. La de-

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mocracia es un sistema dinámico que se desvanece cuando se paraliza. IV. S UGERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS C ARBONELL , Miguel, “La Constitución de 1917 hoy: cinco retos inmediatos”, Hacia una nueva constitucionalidad, VV. AA., México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999. C ARPIZO , Jorge, “México: ¿sistema presidencial o parlamentario?”, en V ALADÉS , Diego y S ERNA , José María de la, El gobierno en América Latina ¿presidencialismo o parlamentarismo?, México, UNAM, 2000. C ARPIZO , Jorge, “México: ¿Hacia una nueva Constitución?”, Hacia una nueva constitucionalidad, VV. AA., México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999. C ONCHA C ANTÚ , Hugo, “Un diálogo constitucional: las condiciones políticas y jurídicas para una nueva constitucionalidad”, Hacia una nueva constitucionalidad , VV. AA., México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999. F IX -Z AMUDIO , Héctor, “Hacia una nueva constitucionalidad. Necesidad de perfeccionar la reforma constitucional en el derecho mexicano. Leyes orgánicas”, VV. AA., Hacia una nueva constitucionalidad, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999. LUJAMBIO , Alonso, “Del autoritarismo mayoritario a la democracia consensual”, Hacia una nueva constitucionalidad, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999. MUÑOZ L EDO , Porfirio, “Por una nueva Constitución para refundar la República”, Hacia una nueva constitucionalidad, VV. AA., México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999. RODRÍGUEZ L OZANO , Amador, “Hacia un nuevo arreglo institucional”, Hacia una nueva constitucionalidad, VV. AA., México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999.

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Adolfo Christlieb y la reelección de los legisladores . .

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I. La legislatura pluripartidista de 1964 85 86 II. El problema de la reelección de los legisladores . III. La iniciativa de 1964 89 IV. Una oportunidad perdida 92 . Fuentes V 99 .

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ADOLFO CHRISTLIEB Y LA REELECCIÓN DE LOS LEGISLADORES * I. LA LEGISLATURA PLURIPARTIDISTA DE 1964 En 1964 se integró una legislatura renovada y renovadora. Conforme a la reforma constitucional que establecía la incorporación de diputados de partido, tuvieron acceso a la Cámara miembros del Partido Acción Nacional, del Partido Popular Socialista y del Partido Auténtico de la Revolución Mexicana. Con su presencia introdujeron un nuevo aliento a un Congreso caracterizado por la monotonía y la aquiescencia. Los partidos de oposición procuraron llevar a sus mejores tribunos, para hacer sentir una presencia largo tiempo aplazada. Por el Popular Socialista resultó descollante la figura de Vicente Lombardo Toledano, en tanto que la diputación panista, encabezada por Adolfo Christlieb Ibarrola, contaba con experimentados abogados como Miguel Estrada Iturbide, Salvador Rosas Magallón y Felipe Gómez Mont, entre otros. Por su parte, el Revolucionario Institucional tenía a Alfonso Martínez Domínguez, Enrique Ramírez y Ramírez, Miguel Covián y Tulio Hernández, entre varios de sus más avezados congresistas. Era previsible que se produjeran debates intensos, y todas las organizaciones políticas querían estar adecuadamente representadas. De ahí que, en el caso de los partidos de oposición, los tres líderes de los partidos coordinaran también sus correspondientes diputaciones. Esto produjo un desajuste en el caso del PRI, que tuvo repercusiones en el debate concerniente a la * Incluido en Propuesta, México, año 4, vol. II, núm. 8, febrero de 1999. 85

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reelección de los legisladores. Martínez Domínguez no era presidente de su partido, pero sí dirigente de uno de sus tres sectores, y en la Cámara además de coordinar a su diputación ocupaba la presidencia de la Gran Comisión. En términos políticos, Martínez Domínguez era la segunda figura más prominente de su partido. Esa circunstancia debió influir para que la reforma constitucional que se discutió y aprobó en la Cámara de Diputados fuera infundadamente desechada por el Senado. Poderosas fuerzas debieron actuar para frenarla, por consideraciones que no tenían relación directa con la reforma que permitía la reelección de los diputados. El propio Martínez Domínguez, en una declaración hecha treinta años después al periodista Jesús Michel Narváez, manifestó: “me entrevisté con el presidente López Mateos y le gustó la idea; luego platiqué con don Gustavo Díaz Ordaz (entonces presidente electo) y me dio luz verde para la reforma del 59” (Michel, p. 377). La forja de la reforma, en todo caso, fue el resultado de la composición de la XLVI Legislatura. Se trata de uno de los mejores momentos de la vida congresual mexicana en la segunda mitad del siglo. A pesar de los viejos antagonismos que enfrentaban al PPS y al PAN, les fue posible encontrar un punto de convergencia cuando se abordó un tema central para la democracia. Como se verá a continuación, la intervención de Christlieb resultó fundamental. II. EL PROBLEMA DE LA REELECCIÓN DE LOS LEGISLADORES La reelección de los legisladores apareció como problema en el constitucionalismo mexicano hasta 1933. Hasta antes de esta fecha nadie controvirtió la reelección de los legisladores. En 1966 Christlieb publicó un cuidadoso ensayo al que denominó “Crónicas de la no reelección” (verlo en Las razones de la sin-

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razón) donde muestra un profundo conocimiento del constitucionalismo mexicano. Vale la pena asomarnos brevemente a ese trabajo, porque ya no son muchos los políticos mexicanos que conocen a fondo la historia constitucional del país. Una de las características de la política nacional, después de 1917, era la información jurídica de que hacían gala los dirigentes políticos. En el caso de Christlieb, además de corresponder a esa tradición, se daban dos circunstancias adicionales: por un lado, se trataba de un brillante abogado; por otro, la dura batalla que representaba actuar en la oposición hacía necesario conocer a fondo el sistema constitucional. Christlieb venía de la etapa formativa de Acción Nacional, caracterizada por una importante participación de hombres de leyes. El ensayo de Christlieb se remonta a las previsiones constitucionales de Estados Unidos en 1787, de Francia en 1791, 1793 y 1795, y de España en 1812, por la influencia que tuvieron en el constitucionalismo mexicano. Los norteamericanos, dice, “que concibieron toda la organización federal en torno a la representación del pueblo por conducto del Poder Legislativo, en ningún momento objetaron la reelección de los representantes”. La Constitución gaditana, en cambio, se inspiró en el sistema francés de reelección discontinua. En cuanto a México, en el constituyente de 1823-1824 se presentó un proyecto para adoptar el sistema de Cádiz, pero no tuvo éxito. Miguel Ramos Arizpe señaló los graves inconvenientes de prohibir la reelección. Sólo en las primeras constituciones locales aparecieron algunas restricciones. Fueron los casos de Durango, Oaxaca, Tabasco, Yucatán y Veracruz. El interés de Christlieb por identificar las modalidades constitucionales estatales, en este caso referidas a la reelección, representa una vertiente de investigación todavía poco trabajada. La primera Constitución y las que le siguieron en 1836, 1843, 1857 y 1917, no incluyeron limitación alguna para la reelección de los legisladores. Tampoco los movimientos revolucionarios

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de Ayutla y de Tuxtepec durante el siglo XIX, ni los planes revolucionarios de Ricardo Flores Magón ni de Francisco I. Madero, en 1906 y 1910, propusieron limitaciones a la reelección de los legisladores. Antes de arribar a la antidemocrática reforma de 1933, que limitó la reelección de los legisladores a periodos discontinuos, Christlieb alude con gran dureza a los trastabilleos constitucionales que dieron lugar a las reformas de 1926-1927 mediante las que se hizo posible la reelección de Álvaro Obregón y fue ampliado el periodo presidencial a seis años. Alude a esas reformas como antecedente político de la llevada a cabo en 1933. Para Christlieb, la reforma de 1933 “prestaba al régimen la oportunidad de borrar del mapa de la política... a los miembros del Congreso no sumisos al ‘ maximato ’.” Luego, con mayor severidad aún, apunta que la reforma también permitía “realizar, desde el partido oficial manejado por el Ejecutivo, el control selectivo y total de los miembros del Congreso”. Christlieb, adjetivos aparte, acertó en la explicación de las razones prevalecientes en 1933. Algunos de los legisladores de entonces advirtieron desde la tribuna que la reforma debilitaba al Congreso. Lo hicieron con entereza, e incluso pronosticaron que andando el tiempo la reforma sería a su vez enmendada. Además de lo señalado por Christlieb, esa reforma no puede disociarse de la fundación del Partido Nacional Revolucionario, que obligó a abrir los más amplios espacios posibles para acomodar a los integrantes de las organizaciones políticas cuya integración había dado lugar a la formación del PNR. Mantener latentes las expectativas del mayor número posible de políticos era un elemento de estabilización institucional y de consolidación del naciente partido. En este sentido, la no reelección sucesiva resultaba crucial para un partido que nacía con vocación hegemónica.

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III. L A INICIATIVA DE 1964 El 13 de octubre de 1994 la diputación del PPS presentó una iniciativa para reformar el artículo 54 de la Constitución “con objeto de que los miembros de la Cámara de Diputados puedan ser reelegidos tantas veces como los partidos políticos a los que pertenezcan así lo decidan”. Se trataba, por ende, de la reelección indefinida solamente de los diputados. La iniciativa hacía una amplia referencia a los planteamientos antirreeleccionistas de Flores Magón en 1906 y de Madero en 1910, subrayando que en ambos casos se aludía al presidente de la República pero no a los miembros del Congreso; también contenía una referencia general “a todos los países”, porque permitían la reelección de los legisladores. La reelección, agregaba, era indispensable para que los legisladores adquirieran experiencia. En su discurso para fundamentar la iniciativa, Vicente Lombardo Toledano hizo reflexiones de mayor profundidad que las contenidas en el texto escrito. Señaló que el Congreso tiene dos funciones que van más allá de la sola actividad legislativa: el debate político y el control del poder. “Rara vez se ha ejercido hasta hoy esta tarea”, dijo refiriéndose al control. Acto seguido enunció algunas de las acciones de control que conciernen a la Cámara: formular preguntas e interpelaciones a los secretarios de Estado, participar más activamente en la definición del presupuesto y ampliar los periodos de sesiones. Con relación a la iniciativa, Lombardo apuntó que no había la posibilidad de formar “cuadros parlamentarios” si no se contaba con la reelección y que, con ella, en un periodo de tres a nueve años podría haber un conjunto de profesionales del Congreso “que puedan en realidad desempeñar su labor de una manera importante”. Explicó que no se incluía a los senadores en la iniciativa, porque no era conveniente involucrarlos sin su consentimiento, pero al mismo tiempo aprovechó para lanzar un dar-

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do contra un Senado “que cada día pesa menos y es más opaco y triste”. Este punto luego daría lugar a un debate con Christlieb, quien certeramente afirmó que había sido un error dejar fuera de la reforma a los senadores. El dictamen que correspondió a la iniciativa del PPS fue objeto de primera lectura en una sesión dominical, el 27 de diciembre de 1964. Se trataba del primer mes del nuevo gobierno presidido por Gustavo Díaz Ordaz. Los estilos de la época y del presidente no hubieran permitido que una iniciativa de esas características prosperara sin la anuencia del jefe del Ejecutivo. Lo que no tiene clara explicación es que se haya decidido acelerar los trámites congresuales, de suerte que se le diera primera lectura al dictamen un domingo, y segunda lectura el 30 de diciembre, último día de sesiones formales, porque en aquellos años era costumbre que el día 31 se informara personalmente al presidente de la conclusión del periodo ordinario de sesiones. Dicho dictamen fue suscrito por las comisiones unidas 1a. de Puntos Constitucionales y 2a. de Gobernación; de esta última formaban parte Adolfo Christlieb, Manuel Gurría Ordóñez, Salvador Rodríguez, Enrique Bautista Adame y Enedino Ramón Macedo. La primera corrección introducida a la iniciativa fue de naturaleza técnica, y consistió en proponer la reforma no del artículo 54 sino del 59 constitucional. En efecto, el 54 se refería sólo a los diputados de partido, en tanto que la prohibición de reelección sucesiva aparecía en el 59. Por otra parte, se enfatizó que la reelección de los diputados no implicaba iniciar una corriente de opinión favorable a la reelección del presidente y de los gobernadores. En cuanto a la reforma de 1933, el dictamen no pudo soslayar un apunte crítico: aquella reforma se produjo por “una determinación tomada por ciertos círculos políticos que tendían a crear una mayor centralización del poder público”. Por lo demás, considera que la reforma para regresar a la reelección sucesiva de los diputados es un natural complemento de la que previamente

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se había introducido a los artículos 54 y 63 para establecer la figura de los diputados de partido. El segundo cambio importante con relación a la iniciativa consistió en la amplitud de la reelección. La iniciativa la planteaba por tiempo indefinido, y el dictamen la redujo a sólo un periodo sucesivo. Se reconocía “que lo recomendable es implantar la reelección indefinida”, pero se optaba ir “por etapas” para que “las experiencias futuras señalen la oportunidad y la conveniencia de ampliar o no la reelección limitada que ahora se propone”. En el debate que se produjo el 30 de diciembre participaron Vicente Lombardo Toledano, Enrique Ramírez y Ramírez, Jesús Hernández Díaz, Juan Barragán, Miguel Estrada Iturbide, Miguel Osorio Marbán y Miguel Covián. Lombardo cuestionó, punto por punto, el contenido del dictamen; llegado el momento de votar, empero, lo hizo a favor. Christlieb dejó caer su fina crítica: “Lombardo vota contra su iniciativa”. Ramírez y Ramírez defendió el dictamen, subrayando que la reelección, incluso con la limitación propuesta, fortalecería a la Cámara y a los partidos políticos. Hernández Díaz intervino en contra del dictamen, “medroso”, y en favor de la reelección indefinida; también se pronunció, como lo había hecho Lombardo, por una reforma electoral, aunque fue más específico: abogó por un padrón electoral permanente. Por su parte, Barragán hizo un amplio repaso histórico para establecer que las vicisitudes de la reelección presidencial en México. Osorio Marbán acuñó una novedosa interpretación de la reforma propuesta, para vencer las resistencias que ya se advertían en el ambiente: dijo que se trataba sólo de una modalidad que “reglamentaba” la reelección que ya la Constitución admitía. Estrada Iturbide reiteró que su partido (Acción Nacional) estaba categóricamente en contra de la reelección del presidente y en favor de la concerniente a los legisladores de manera irrestricta. En este punto Estrada simplemente abogó por volver al texto original de la Constitución de Querétaro, y que la reforma

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incluyera por tanto a los senadores. La contundencia de esta sensata afirmación sólo fue controvertida parcialmente por Miguel Covián. Se hacía necesario explicar el porqué de la reelección limitada, y Covián fue al punto: existía el temor de que renacieran los cacicazgos; por eso era conveniente, a título experimental y para superar las resistencias, dar un paso moderado. IV. UNA OPORTUNIDAD PERDIDA Al día siguiente del primer informe presidencial de Díaz Ordaz, el 2 de septiembre de 1965, se tuvo por recibida en el Senado la minuta procedente de la Cámara de Diputados conteniendo el proyecto de decreto por el que se reformaba el artículo 59 constitucional. El día 24 de ese mes se presentó el dictamen. Se produjo entonces uno de los episodios más decepcionantes de la historia parlamentaria de México. El dictamen de los senadores abordó cuatro puntos contenidos en el proyecto aprobado por los diputados: “el fortalecimiento político de la Cámara de Diputados”, “el logro de bases más sólidas para el equilibrio de los tres poderes de la Unión”, “el mejoramiento de los cuadros legislativos”, y la “eficaz coordinación entre ambas cámaras”, y reconoció que los diputados habían actuado con el propósito de promover el avance cívico y político de México. A continuación desplegó una confusa argumentación para demostrar que para alcanzar esos objetivos lo mejor era no cambiar nada. Lo peor vino después. Por considerarse que el asunto era de urgente y obvia resolución se dispensó el trámite de la segunda lectura. Puesto a discusión de inmediato, nadie tomó la palabra. La aprobación del dictamen fue por unanimidad. Al ser devuelta la minuta a la Cámara de Diputados, tuvo lugar la más importante intervención de Christlieb. Aunque como coordinador de la diputación panista había participado activamente en la definición

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de las líneas argumentales defendidas por su partido en la tribuna, no había tenido participación directa en el debate. El 15 de octubre de 1965 fue dado a conocer el dictamen de los diputados relacionado con la decisión de los senadores, y Adolfo Christlieb presentó un voto particular fundado en muy convincentes argumentos jurídicos. El texto aprobado por las comisiones, contra el voto de Christlieb, reconocía que con motivo del proyecto aprobado por los diputados se suscitó una ácida polémica en la que se llegaron a producir “verdaderos insultos”. Esa discusión, “confusa y desordenada”, resultó muy desfavorable a la idea de la reelección de los diputados, porque se le asoció con la del presidente de la República, a pesar de que los diputados expresamente se habían pronunciado en contra de esta posibilidad. Entre diciembre de 1964 y septiembre de 1965 las dudas alcanzaron tal magnitud, que en la asamblea del PAN celebrada en mayo de este último año, el presidente Christlieb tuvo que reiterar que para la reelección de los legisladores no encontramos impedimento fundado ni en los supuestos básicos de la democracia, ni en los postulados fundamentales de la historia política y parlamentaria del país; sí pensamos en cambio que la vuelta a la Constitución de 1917 habrá de fortalecer al Congreso, introduciendo un factor de equilibrio entre los poderes Legislativo y Ejecutivo.

El dictamen reconoce que la Cámara de Diputados fue objeto de severas críticas, enderezadas a lo infructífero de su trabajo o a las ambiciones de perpetuación de sus miembros. A continuación refrendó las consideraciones que ya había sostenido para fundar el proyecto original y luego de sostener su discrepancia con el Senado señalando, muy mesuradamente, que con el criterio inmovilista de los senadores ninguna reforma previa de naturaleza política habría sido posible, llegó a una sorprendente decisión: “porque hay datos suficientes para pensar que esa con-

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cepción y ese criterio (del Senado) son definitivos , consideramos que, por el momento, ha desaparecido la posibilidad de llevar adelante la reforma del artículo 59”, por lo cual recomendaba al pleno archivar el expediente. Fue justamente en este punto donde Christlieb se separó del dictamen y formuló un voto particular cuyas consideraciones siguen vigentes. Para Christlieb resultaba jurídicamente inaceptable que si la mayoría de los diputados seguían convencidos de su razón, no la hicieran valer ante los senadores. De otra manera, al no agotar el procedimiento constitucional previsto por el artículo 72, la Cámara de Diputados asumiría una responsabilidad jurídica, política e histórica que no le correspondía, al ser ella la que resolviera archivar un proyecto que por otra parte sostenía de manera prácticamente unánime. “Considero, decía, que la responsabilidad por el rechazo de la reforma debe recaer plena y exclusivamente sobre quienes en el seno del Congreso de la Unión se negaron siquiera a discutir o comentar el proyecto de la Cámara”. Aquí Christlieb aborda un punto central para las instituciones: la Cámara, dice, “debe asumir la función orientadora de la opinión pública” para enmendar las distorsiones advertidas en los meses que el tema fue objeto de debate político a través de los medios. No era bastante con que la Cámara, mansamente, dejara una constancia histórica de su propuesta y de sus argumentos; era necesario algo más: orientar a la opinión y cumplir con la Constitución, agotando el procedimiento legislativo. De no proceder así, “la Cámara habrá hecho un flaco servicio a su propia causa”. La posición del diputado panista fue contundente: “Por suficientes que puedan parecer los datos que se tengan para presumir que la colegisladora no cambiará de criterio, de ninguna manera esa presunción puede dar bases para que la Cámara de Diputados concluya la inutilidad de ejercer la facultad que le otorga la Constitución”. Al llegar a este punto Christlieb produjo lo mejor de su argumentación: su partido había votado en contra del pro-

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yecto porque estaba en favor de volver, lisa y llanamente, a la redacción de 1917 que permitía la reelección indefinida de diputados y senadores, no de una reelección limitada y sólo de diputados, como había propuesto la mayoría de la Cámara. Eso no obstante, lo que ahora planteaba, en nombre de toda la diputación panista, era regresar la minuta al Senado con el voto de todos los miembros de la Cámara de Diputados. En seguida de la lectura del voto particular se produjo el último debate sobre el tema en el Congreso. Intervino Juan Barragán, que no aportó ninguna reflexión relevante al pronunciarse por la aprobación del dictamen. Lombardo Toledano lo siguió; sus argumentos fueron titubeantes. Primero declaró que el dictamen del Senado, amén de mal redactado, era pobre, oscuro, débil y cobarde; pero párrafos después, seguramente porque pensó que había ido demasiado lejos, matizó diciendo que muchos senadores, aunque habían votado por un dictamen de esa naturaleza, eran inteligentes y honorables. Más adelante manifestó que el voto particular de Christlieb “tiene razón”, y abundó en los argumentos del panista, llegando a afirmar que era importante “que no nos archivemos nosotros”; pero unos párrafos después volvió a cambiar de opinión y acabó argumentando en favor de archivar el expediente. El siguiente orador fue Estrada Iturbide. Se trata de una de sus mejores intervenciones. Aludió al contenido del artículo 72 constitucional para denunciar que la Cámara de Diputados no podía, al mismo tiempo, ratificar su posición original y decidir no hacerla valer. Su argumentación jurídica, en apoyo del voto de Christlieb, fue tan precisa, que obligó a Enrique Ramírez y Ramírez, también en uno de sus más brillantes discursos, a explicar, con cautela y entre líneas, las razones del archivo que se proponía: evitar la fractura del PRI. Así se cerró un capítulo de la historia parlamentaria de México. Dejó, sin embargo, heridas en el cuerpo de los partidos políticos. Se había creído que la composición plural de la Cámara permitiría un margen de libertad hasta entonces inexistente. Se

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creyó, fundadamente, que la reelección tendría efectos favorables para la independencia del Congreso y, en el caso del PRI, se contó con la aquiescencia del presidente de la República. El extraño sesgo que siguió la discusión pública indica que en el interior del aparato del poder se produjeron fisuras que obligaron a revocar el acuerdo. Meses después, Christlieb publicó un ensayo, citado más arriba, que concluyó con un capítulo cuyo título lapidario reza: “las razones de la sinrazón”. Leerlo, a más de tres décadas de distancia, arroja luz sobre un tema que todavía no ha quedado resuelto. Separando lo que concierne a la explicación de lo ocurrido en aquel momento, y que en buena medida quedó registrado en el debate de los diputados y en el propio voto particular de Christlieb, su ensayo contiene planteamientos que el tiempo no ha marchitado. Aunque en materia jurídico-política no es válido conjeturar qué habría pasado de haberse adoptado desde 1965 la reelección de los legisladores, sí es posible suponer que los tiempos de la reforma política se habrían abreviado. De la misma forma que el mecanismo de diputados de partido aplicado por primera vez en 1964 abrió las puertas al sistema representativo parcialmente mayoritario y proporcional, adoptado en 1977, y al Partido Comunista, proscrito por décadas, es de suponer que otros avances que sólo se produjeron más tarde, como la garantía de imparcialidad electoral, también habrían entrado más tempranamente en nuestra legislación. Christlieb vio con toda claridad las implicaciones que en el futuro cercano tendría el súbito y drástico hermetismo del sistema político mexicano y dejó un testimonio de su posición. Seguramente muchos más habrán pensado como él, en otros partidos, pero no tuvieron la precaución de hacerlo constar. Para el dirigente panista la decisión de impedir la reforma resultaba contraria a la democracia, por tres razones: restringía la libertad del voto; acentuaba el carácter centralizador del gobierno, al acaparar los conocimientos técnicos requeridos para legislar, e im-

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pedía la formación de nuevos líderes políticos, “de los cuales están urgidos todos los partidos, inclusive el oficial”. El tiempo le dio la razón, porque precisamente el ejercicio rutinero del poder, al cabo de las décadas, ha llevado a la política mexicana a un deterioro que en parte corresponde a la ausencia de figuras en número y calidad suficiente para hacer frente a los problemas del Estado moderno. Aunque en diferente escala, todos los partidos son, hoy, víctimas de la improvisación. De alguna manera los de oposición han resentido en menor medida la falta de oportunidades para formar dirigentes en el Congreso, porque las circunstancias en que han tenido que desarrollarse les ha ofrecido la oportunidad de preparar, en la adversidad, a muchos de sus dirigentes. Según Christlieb, muchas de las reticencias y resistencias expresadas en contra de la reelección se habrían mitigado si, como propuso su partido desde un principio, se hubiera incluido a los senadores en el proyecto. Es difícil saber si esto realmente hubiera sido así, pero en todo caso habría sido mucho más costoso, en términos políticos, permitir la denigración pública del Congreso en su conjunto, que de la sola Cámara de Diputados, como se hizo. Por otra parte, Christlieb no desperdició la oportunidad para aludir a la lucha interna por el poder en el PRI. Sustituir a la totalidad de los diputados —decía— permitiría, por un lado, favorecer a quienes se adhirieran a la jefatura de este partido y del gobierno para mantener la debilidad del Congreso y, por otro, sustituir a quienes no mostraran la sumisión esperada. Aunque en estos argumentos no puede dejar de verse la opinión del líder de un partido de oposición, también es cierto que mientras en la Cámara de Diputados se había producido una primera iniciativa de gran magnitud política y con una cierta autonomía, en el Senado fue posible mantener la unanimidad y el hermetismo gracias a la composición de sus integrantes. Esta situación fue claramente advertida por Lombardo y por Christlieb, quienes en diferentes momentos del debate plantearon la necesidad de

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modernizar al Senado y de reformar los procedimientos electorales. Durante el debate del artículo 59 Lombardo llegó a pronunciarse, desde la tribuna de los diputados, por la inclusión de senadores de partido; Christlieb lo hizo a través de la prensa (Excélsior, 25 de diciembre de 1965, en Escritos periodísticos , p. 234). La nota final del ensayo de Christlieb está dirigida al futuro de su partido y del país: En Acción Nacional esperamos, con el pueblo de México, que toda la pasión desviada que se ha puesto en este asunto, algún día se aplique a rectificar a fondo los procedimientos del sufragio, para hacerlo realmente efectivo. Se verá entonces que en un régimen de sufragio libre y respetado, una limpia reelección de miembros del Congreso será vista con respeto...

La presencia de Adolfo Christlieb en la Cámara de Diputados es un ejemplo elocuente de cuanto se puede conseguir cuando se actúa con inteligencia, con sobriedad y con rectitud. Numerosas fueron las iniciativas que sostuvo al frente de la diputación (cfr. García Orosa, p. 32), los discursos que pronunció, los artículos que publicó, las conferencias que dictó, las entrevistas que concedió. Esa actividad le permitió convertirse en un paradigma político. No hay, en sus textos, desbordamientos emocionales; hay, sí, reflexión, cordura y cultura. No son muchas sus referencias a Benito Juárez, pero todas respetuosas; el texto original de la Constitución queretana merece sus expresiones de aprobación plena; la defensa de los sindicatos, fundado en opiniones de “autores tan poco sospechosos de reaccionarismo como De la Cueva y Castorena”, y su compromiso a favor de una “revolución a fondo que implique verdadera reforma política y reforma social” (discurso del 1o. de diciembre de 1966), revelan al político y al intelectual de talante liberal. En sus páginas son frecuentes las referencias a filósofos —algunos tan poco conocidos en nuestro medio como Alain—,

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historiadores, juristas, politólogos; pero no son menciones acríticas, suelen serlo para apuntar un argumento propio o para sustentar una discrepancia. Aunque seguramente ni siquiera dentro de su mismo partido habrá encontrado siempre coincidencia total con sus ideas, lo importante es que las tenía. Y esta es, quizá, la más importante característica de su actividad como diputado: haber vivido una legislatura que, en contraste con muchas otras, fue foro de ideas. Los debates hueros, la retórica intransigente, la complacencia sistemática, que se habían instalado en la Cámara luego que se extinguieron los últimos ecos de las voces revolucionarias, fueron desapareciendo a partir de 1964. Uno de los protagonistas de esa transformación, hoy consolidada, fue Adolfo Christlieb. Le tocó serlo también de una iniciativa que ha dormido más tiempo que el deseable, porque las razones democráticas que se adujeron entonces a favor de la reelección de los legisladores siguen estando vigentes en nuestros días. La rememoración de Christlieb no es sólo el acto de justicia que debe rendirse a quienes cumplieron ejemplarmente con el tramo de historia que les tocó vivir; es también una forma de darle la razón a quien la tuvo y la tiene, porque si no fue ayer y no es hoy, será mañana cuando por fin se conquiste el derecho que los mexicanos tenemos a contar con un Congreso cuyos miembros cuenten con la posibilidad de reelegirse y le puedan dar al sistema representativo una nueva dimensión en México. V. F UENTES C HRISTLIEB IBARROLA , Adolfo, Las razones de la sinrazón, México, EPESSA, 1987. ———, Escritos periodísticos , México, EPESSA, 1994.

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GARCÍA O ROSA , Luis Alberto, Adolfo Christlieb Ibarrola , México, Colección Semblanzas, 1991. MICHEL NARVÁEZ , Jesús, Reelección legislativa, México, Nivi, 1995. VV. AA., Derechos del pueblo mexicano , México, Cámara de Diputados, tt. II y VII, 1967.

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Todo cambio es constancia (apuntes para una reforma 103 institucional) .

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I. Consideraciones generales . . . . . . . . . . . . . 103 II. Función de la Constitución 107 III. Condiciones para el ejercicio del poder 111 IV. El cambio político y constitucional 113 . Cambios previsibles V 119 .

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1. Pacto social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 120 2. Reequilibrio institucional 23 1 .

VI. Estrategia del cambio VII. Referencias .

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TODO CAMBIO ES CONSTANCIA (Apuntes para una reforma institucional) * I. C ONSIDERACIONES GENERALES He tomado como título de este trabajo una de las primeras expresiones de Montesquieu en El espíritu de las leyes (primera parte, I, 1). “Todo cambio es constancia”, sintetiza la esencia del progreso o, si se prefiere, de las transformaciones sociales e institucionales. Es común escuchar que la diferencia entre el cambio revolucionario y el cambio evolutivo reside en lo subitáneo del primero y en lo gradual del segundo; también se dice que el revolucionario es radical, y el evolutivo, moderado. Al margen de la exactitud de esas caracterizaciones, un cambio, cualquiera que sea su signo, requiere de ajustes políticos y jurídicos, exige la presencia de voluntades sistemáticas cuyo empeño no decline, y supone el involucramiento creciente de la colectividad para formar parte de la cultura. Nada de esto se ha conseguido nunca sino en el transcurso del tiempo. Toda revolución es cambio, pero no viceversa. Lo que usualmente se trata de subrayar es la distancia que media entre la profundidad del cambio revolucionario y la superficialidad del reformismo. La reforma de las instituciones suele confundirse con modificaciones tenues, de alcance limitado, muchas veces con el ánimo de sacrificar parcialmente algunas ventajas para poder preservar otras. El reformismo se equipara al diferimiento de los cambios profundos, se homologa a una estrategia cuasi inmovi* Incluido en VV. AA., El significado actual de la Constitución (Memoria del simposio internacional), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998. 103

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lista, se le tiene como un disfraz para ocultar una vocación conservadora. Esto no debe discutirse ahora. Es un tema de considerable extensión. Los casos históricos de los grandes cambios están a la vista. Al celebrarse el segundo centenario de la Revolución francesa se hizo un cuidadoso balance de lo conseguido y de lo pendiente. François Furet realizó un amplio examen de los efectos revolucionarios a lo largo de dos siglos, y concluyó en la conveniencia de “repensar” la Revolución. El cambio revolucionario no se agotó, como es evidente, en 1789. Por su parte, los cambios europeos de 1989, que no implicaron hechos violentos, tampoco se han agotado, y sus consecuencias siguen en marcha. En México la Revolución de 1910-1917 se tradujo, precisamente, en una Constitución de naturaleza programática, que abrió un ciclo de trasformaciones sucesivas. Todo indica que este ciclo ya concluyó. En las condiciones actuales de México, por cambio entendemos una idea de evolución institucional mediante nuevas formas de organización y de funcionamiento del poder, y nuevas fórmulas de relación entre la sociedad y el poder. Pero no se trata aquí de argumentar en torno a los tiempos históricos requeridos para que los procesos de cambio se expresen y consoliden; se trata sólo de subrayar que, según la expresión de Montesquieu, el cambio requiere de constancia. La constancia involucra varias cuestiones: el ejercicio de la voluntad y la conciencia de la libertad, por un lado; la conquista de metas y su consolidación, por otro. Una voluntad tornadiza, dispuesta sólo a la obtención del mayor impacto en el menor tiempo, deja sin utilizar los recursos fundamentales del cambio: los que se producen una vez que la sociedad asume, en su conjunto, la tarea de cambiar. Por otra parte, los objetivos del cambio demandan un cierto grado de gradualidad. Si se crea o modifica una institución existente, los resultados que se obtengan se producirán de manera paulatina, y aun así será indispensable pensar en que su consolidación, como parte de la cultura política y jurídica, también llevará tiempo.

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Todo esto se dice en tanto que México está viviendo un nuevo proceso de cambios institucionales cuyo ritmo se hace cada vez más rápido, y que apuntan en el sentido de consolidar un sistema político basado en la democracia constitucional. Desde luego se lleva mucho camino andado. Excedería al propósito de este trabajo hacer una recapitulación de las etapas recorridas, pero sería inexacto afirmar que todo se ha fraguado en la última hora. Lo más relevante del largo proceso de los cambios en México es que en su origen se trató de esfuerzos desvinculados entre sí que, paulatinamente, fueron encontrando puntos de convergencia. No pueden desconocerse, en ese sentido, la importancia del Partido Comunista y del sindicalismo de los años veinte a los cuarenta; no puede ignorarse el papel desempeñado por Acción Nacional a partir de los treinta; no puede pasarse por alto la reforma constitucional que concedió el voto a la muj er en los cincuenta. Y a partir de los sesenta comienzan, progresivamente, las convergencias, cuando surgen los diputados de partido; en los setenta se abandona el patrón anticomunista y se inician las grandes transformaciones del sistema electoral que habrían de profundizarse en los ochenta y noventa. La virtud del proceso es que permitió ir sumando a diferentes protagonistas e ir satisfaciendo distintas expectativas. Ahora bien, ¿ya cambió cuanto tenía que cambiar? ¿Se trata de una transición? En cuanto a la primera cuestión, la respuesta es obvia: los cambios no se agotan ni se agotarán jamás. Las sociedades modernas son por esencia dinámicas, y la agenda de la democracia está abierta en todos los rincones del planeta. Por primera vez en la historia de las instituciones, la democracia es el sistema con que se gobierna al mayor número de personas en el mundo. Según datos examinados por Arthur Schlesinger (1987: 2), más de tres mil millones de los casi seis mil millones de habitantes del globo, viven dentro de sistemas formalmente democráticos. En cuanto a si la etapa histórica mexicana es o no una de transición, tiene más connotaciones semánticas que institucionales. Para el discurso político resulta de mayor contundencia ha-

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blar de transición que de cambio institucional. Paradójicamente, la idea de transición alude a lo efímero, a lo que pasa de una forma a otra y ahí se extingue. La tansición, por naturaleza, se agota con cierta rapidez. El cambio, por el contrario, es un proceso duradero, continuo, de efectos crecientes, constantes y acumulativos. La transición, una vez consumada, vive en la memoria histórica; por definición es temporal. Los cambios, una vez iniciados, se afincan en la cultura y, por ende, modifican la conducta colectiva; caracterizan ciclos completos, a veces de gran amplitud. Pero transición o cambio, lo cierto es que las instituciones mexicanas están en un ciclo de transformación que cobrará velocidad e intensidad. Sin desestimar las razones de quienes aluden a una transición, prefiero hablar de cambio como proceso que aspira a ser duradero. En todo caso, cuando las transiciones tienen éxito suelen formar parte de los ciclos más amplios representados por el cambio institucional; son una etapa, pero no el cambio en su conjunto. El sentido democrático del cambio es muy claro, pero las opciones son muchas. En cierta forma hay tantas modalidades de democracia constitucional como constituciones democráticas existen. Es cierto que se presentan denominadores comunes, pero el ensamble institucional varía en cada caso. Cada sociedad tiene su propia racionalidad, sus propias expectativas y su propia personalidad. De ellas resultan sus propias instituciones. Esto no supone una posición chauvinista; es una simple constatación de que cada proceso tiene sus peculiaridades. La transposición literal y total de instituciones no tiene ejemplos históricos. Tal vez el primer caso de adecuación institucional, a partir de un análisis comparado, se produjo en Roma cuando, a mediados del siglo V a. C., se integró una “comisión mixta” de plebeyos y patricios que envió emisarios a Atenas para estudiar la legislación de Solón. A su regreso informaron a la comisión, y de los trabajos de ésta resultaron las célebres XII Tablas. Las nor-

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mas de Solón pudieron inspirarlos, pero los romanos realizaron una obra original, como original había sido la ateniense. La experiencia institucional muestra que puede haber fórmulas paradigmáticas, pero no existe ninguna que tenga validez universal. En un proceso de cambio no se puede ignorar lo que otros han hecho, pero tampoco se debe renunciar a la originalidad. Por originalidad no hay que suponer que se haga lo nunca hecho, sino que se sepa organizar el elenco de recursos disponibles de una manera acorde con el proyecto propio y actual. Cuando se trata de cambiar, ni siquiera la historia propia puede servir como un modelo que limita. La originalidad no se caracteriza sólo por el contraste frente a terceros, sino incluso por la capacidad de emanciparse de las inercias propias. La afirmación, demostrada, de Hobsbawm, es certera: cuando los cambios se aceleran el pasado deja de ser una referencia para el presente. II. F UNCIÓN DE LA C ONSTITUCIÓN La Constitución es el eje de la vida social. De ella depende el conjunto del aparato normativo que rige a una comunidad; es ella la que establece las bases de legitimación y ejercicio del poder; es en ella donde residen los instrumentos que garantizan la libertad y la igualdad de los integrantes de la sociedad. Pero además de las funciones jurídica y política, la Constitución tiene otra de carácter simbólico: es un punto de referencia que auspicia la cohesión social. La vida política es esencialmente agonal. Todo proceso político está prioritariamente orientado a la contienda. Las fases conciliatorias entre algunos agentes de la política son transitorias y circunstanciales: están condicionadas por la lucha contra terceros, o bien significan un diferimiento de la contención entre todos. Las alianzas tienen como origen el temor mutuo o la suma de esfuerzos para volcarlos contra un adversario común. Llevada a cabo sin reglas acatadas por todos los protagonistas, la política

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escindiría irreparablemente a la sociedad. Es ahí donde la Constitución juega un papel fundamental para transformar las tendencias entrópicas de la pugna política en fuerza de cohesión. Tanto más intensas sean las tensiones producidas por la política, tanto mayor deberá ser el efecto integrador de la Constitución. Esa función de la Constitución supone la positividad y la aplicabilidad de la norma. El solo enunciado nominal de la Constitución no basta para regular los procesos de lucha por el poder. Durante los periodos de autoritarismo las Constituciones suelen ser relegadas a la nominalidad, porque la lucha se dirime en tono de menor animosidad aparente en tanto que las reglas las fija quien ocupa el poder. En este caso la lucha no se produce entre agentes en hipotética igualdad de condiciones, sino ante quien dispone de los recursos del poder y los utiliza para inhibir o incluso reprimir a quien se le opone. En tales condiciones, la Constitución sólo ocupa una dimensión nominal, porque sus destinatarios han resuelto sustituirla, así sea parcialmente, por el valor normativo de los hechos. Entonces es común escuchar reclamos de reforma o incluso de sustitución constitucional, porque se estima que el mero remplazo de una norma por otra permitirá transitar de la nominalidad a la normatividad. Cuando la naturaleza del sistema se modifica y la democracia desplaza a los sistemas autoritarios, la función de la Constitución también cambia, como suele cambiar la actitud de los destinatarios de la Constitución. En México, la Revolución constitucionalista se llevó a cabo precisamente para restablecer la vigencia del texto de 1857, y fue menester diversos acontecimientos no previstos en 1913 y en 1914 para que finalmente fuera convocado un Congreso Constituyente en 1916. En su fase inicial los revolucionarios sólo querían restablecer una Constitución que ofreciera la posibilidad de contar con reglas claras, precisas y de aplicación general. El poder simbólico de la Constitución resulta de su normatividad, no de su nominalidad. Es un símbolo en tanto que en medio de la lucha por el poder representa una posibilidad de

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coincidir. Sin un factor de convergencia que reduzca la fuerza centrífuga de la contienda, la democracia resultaría inmanejable. Se deslizaría, según el modelo clásico aristotélico, hacia la demagogia, que luego ha sido considerada sinónimo de anarquía. El pensamiento autoritario a través de los siglos presentó la engañosa opción de la dictadura para atenuar los efectos de la vida democrática en Grecia, de la vida republicana en Roma y de la vida comunitaria en la Edad Media. Frente al autoritarismo, siempre acechante, el constitucionalismo ofreció una nueva opción: para organizar la sociedad no se requiere de un dictador que cancele los discrepantes, sino de una norma que regule las discrepancias. La adhesión a la Constitución, llamada por la doctrina alemana “sentimiento constitucional”, se convierte así en una condición para la vida política. Sin esa adhesión la política puede pasar de una fase agonal a una fase agónica. Llevar las discrepancias hasta el punto de negar las reglas del juego, es acabar con el juego. Por rudo y fragoroso que éste sea, requiere de pautas mínimas. La historia sólo registra dos opciones: o las reglas del juego las fijan los acuerdos democráticamente adoptados, o las dictan los individuos autocráticamente establecidos. La lucha política se desenvuelve en dos planos: el de los actores y el de los espectadores. Políticos y ciudadanos actúan conforme a consideraciones diferentes. Los primeros orientan su acción en un doble sentido, pues al tiempo que destruyen las posibilidades de triunfo del adversario aspiran a construir las suyas propias; en cambio, el ciudadano sólo funciona en una dimensión: decidir quién lo gobierna. El político identifica en la Constitución las reglas a las que debe sujetar su lucha, en tanto que el ciudadano contempla en la Constitución su garantía frente al triunfador. Así como sin reglas acatadas por los agentes políticos el desbordamiento se haría inevitable, sin ellas la ciudadanía se sentiría en la indefensión frente al poder y caería en la desconfianza como sistema.

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Faltan estudios empíricos que nos permitan identificar el grado de relación entre la abstención electoral y el grado de adhesión a la Constitución. Es probable que tengan alguna interrelación, y que la falta de confianza en el orden constitucional bloquee las expresiones de confianza a una fuerza política. De alguna manera, es natural que quien no confía en el orden jurídico desconfíe de quienes ejercen el poder. De ser así, los agentes políticos se ven directamente afectados por una duda que les trasciende, y para persuadir de las bondades de sus planteamientos tiene que extremar los denuestos contra el adversario, generando así una creciente espiral de desconfianza que potencia las cargas negativas para el orden constitucional. La adhesión constitucional, por ende, resulta indispensable en la construcción y consolidación de una democracia. Como símbolo de unidad, punto de referencia colectiva, garantía común de objetividad o como expresión de un acuerdo político mínimo, la Constitución es condición esencial para el ejercicio de la política. Repárese que aquí no sólo se habla de la Constitución como eje del Estado de derecho; en este caso estaríamos planteando la situación frente al poder. Se habla también de la función de la Constitución en una esfera diferente: como eje de la lucha por el poder. Además de poner límites a la acción de los órganos del poder constituido, se trata de ofrecer un marco de referencia a quienes luchan por constituirse en el poder y a los ciudadanos que tomarán la decisión correspondiente. En la articulación de la democracia la Constitución tiene una función adicional a la que desempeña en la regulación de los procesos del poder. Esa función no se traduce únicamente en la provisión de reglas para la lucha, sino en la convicción generalizada de su positividad y aplicabilidad. Lo que cuenta es que se tenga la certidumbre de que el gran pacto social que permite la vida del Estado está realmente en vigor. Esa certidumbre sólo puede derivar de la constatación empírica de que así ocurre, pero puede verse afectada por impugnaciones que descalifiquen a la Constitución de manera sistemática. No es una cuestión de

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imagen, sino de la razonable posibilidad que toda sociedad tiene de cerciorarse de que sus instituciones constitucionales funcionan. Por eso, cuando la lucha política se traba en términos de descalificar la vida institucional, los propios participantes conspiran en contra de sus aspiraciones. Al negar la vigencia del orden constitucional no hacen sino acentuar los niveles de desconfianza general, de los que ellos mismos resultarán afectados, y exacerban las tensiones con adversarios que tampoco se sienten comprometidos con reglas del juego aceptadas por todos. La Constitución permea la vida social hasta convertirse en la clave de la confianza que articula los procesos políticos. Gracias a ella es posible atenuar hasta niveles razonables las tensiones propias de la contención política. La Constitución funciona como un referente que, más allá de garantizar la libertad frente al poder, hace posible que el ciudadano contribuya con su decisión a consolidar el poder. Sólo si se participa de una convicción generalizada de que el poder está satisfactoriamente controlado por un orden constitucional eficaz, es posible intervenir activamente en la asignación de su ejercicio a grupos políticos determinados y asumir pacíficamente el riesgo de que triunfe una opción contraria a la propia. III. C ONDICIONES PARA EL EJERCICIO DEL PODER En torno al fenómeno del poder se ha planteado un problema medular: su legitimidad. A partir de Max Weber las formas posibles de legitimidad quedaron adecuadamente enunciadas, y a lo largo del siglo XX la teoría de la democracia se ha encargado de profundizar en la distinción entre legitimidad de origen y de ejercicio. Esta última se expresa como la efectividad de la democracia para prevenir, atenuar y resolver conflictos, y para identificar, orientar y atender las demandas sociales. Así, legitimidad y efectividad se conjugan y ofrecen las bases que permiten el ejercicio del poder en una democracia constitucional.

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La relación entre legitimidad y poder fue vista con notable precisión por Guglielmo Ferrero. La legitimidad, desde su punto de vista, es el nexo político que permite al gobernado someterse al poder sin el temor de ser atropellado, y al gobernante desempeñar su encomienda sin el temor de verse removido. La legitimidad opera como un elemento que disuelve el miedo a la autoridad por parte del gobernado y el miedo a la libertad por parte del gobernante, y que abre un espacio de convergencia en el que se hace posible la vida institucional. La legitimidad participa de una dimensión política que reside en el ejercicio de la soberanía y de una dimensión ética que se expresa a través de la norma constitucional. En el orden práctico ambas dimensiones se transforman en un sistema electoral funcional y en la observancia de la Constitución. Cuando cualquiera de esos elementos falla, la percepción dominante será la de pérdida de la legitimidad, y los temores de gobernados y gobernantes a que aludía Ferrero se dejarán sentir con intensidad variable. Por su parte, la efectividad como condición para el ejercicio del poder no puede ser tratada por separado de la legitimidad. Pero el tema de la efectividad debe ser visto con cautela, porque cuando ha sido considerada por sí sola un factor suficiente para el ejercicio del poder, ha resultado más funcional para las autocracias que para las democracias. A una democracia se le exige capacidad de solución de conflictos y de satisfacción de expectativas sin contravenir los términos de la legitimidad. Sin embargo todo indica que entre las condiciones para el ejercicio del poder en una democracia, además de la legitimidad y de la efectividad, es necesario considerar un tercer factor: la fidelidad. La vida social está en buena medida determinada por relaciones fiduciarias: la confianza en el cumplimiento de los deberes ajenos inspira la seguridad en los derechos propios. El sentido colectivo de fidelidad es la base de la responsabilidad de los titulares de los órganos del poder, exigible a través de los instrumentos constitucionales de control; es una referencia

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para la acción de los partidos políticos en sus relaciones con el poder, entre sí y con la ciudadanía; y es el fundamento de la adhesión ciudadana al orden constitucional. En su sentido literal fidelidad no es subordinación sino demostración de confianza. Las relaciones sociales —y entre ellas las de naturaleza política— no pueden fructificar sin una base de confianza, esencialmente referida a las instituciones democráticas. IV. EL CAMBIO POLÍTICO Y CONSTITUCIONAL El cambio político se está produciendo en México sin que se reúnan varias de las condiciones exigidas para la vida de una democracia constitucional. Entre las carencias, sobresale la falta de un sentimiento general de adhesión a la Constitución. Los cuestionamientos al orden constitucional tienen diversas expresiones: que la Constitución no se aplica; que ha sido excesivamente reformada; que contiene elementos de autoritarismo; que no corresponde a las exigencias actuales; que incluye instituciones contradictorias. Aun cuando la afirmación que niega la vigencia de la norma constitucional es claramente hiperbólica, mucho de cuanto se dice en los demás aspectos tiene un fondo de verdad. Por diversas razones, varias de las reformas constitucionales adoptadas a lo largo de décadas siguieron un patrón de ajuste con las políticas gubernamentales, con lo cual adquirieron un matiz de partido. Además, la técnica de las reformas no siempre se acogió a las mejores opciones posibles. De ahí resultaron numerosas reformas innecesarias, algunas contradictorias y no pocas de un casuismo estrictamente reglamentario. Esto no ignora la necesidad y el mérito de numerosas reformas, pero explica que la suma de las reservas y críticas encuentre un terreno propicio para prosperar. Otro tanto ocurre con los análisis de fondo de la Constitución. En tanto que se atribuya al sistema presidencial un desempeño

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antidemocrático, y que la vigencia de este sistema se asocie con la Constitución, las impugnaciones que afecten al primero involucran a la segunda. El orden constitucional que resultó del Constituyente de 1916-1917 estableció un órgano ejecutivo del poder de enorme fuerza. La hipertrofia del poder presidencial y la consiguiente atrofia del Congreso produjeron un desequilibrio que, entre otras cosas, afectó las posibilidades reales del control político sobre el gobierno. Algunas reacciones ante este fenómeno no se limitan a plantear un proceso de racionalización del poder, sino un cambio total en su configuración, sólo posible mediante una nueva Constitución. En esas circunstancias, en México se plantean las siguientes disyuntivas: a) cambio político con cambio constitucional; b) cambio político sin cambio constitucional, y c) cambio constitucional sin cambio político. Aunque nada indica que la tercera opción tenga viabilidad alguna, se menciona únicamente como posibilidad teórica. Son muchas las experiencias, propias y ajenas, conforme a las cuales los enunciados constitucionales no fueron seguidos de las consecuencias políticas previstas. Los ajustes nominales de las Constituciones juegan un papel distractivo, cuyos efectos inmediatos parecen satisfacer las demandas de cambio, pero que luego alimentan el escepticismo y erosionan el sentimiento de adhesión a la Constitución. No vale la pena detenerse en el análisis de una opción que representaría la quiebra constitucional y haría irrelevante cualquier planteamiento democrático. En cuanto a los otras dos, deben examinarse sus implicaciones. El cambio político está en curso. Dos signos resultan inequívocos: hay un sistema electoral que funciona, y se ha configurado un sistema de partidos. Del sistema electoral dependen los procesos de legitimación del poder, y del sistema de partidos depende la efectividad del ejercicio del poder y la fidelidad a las instituciones. El sistema electoral ha probado su ortodoxia democrática, y el sistema de partidos está en la fase de estabilización. La presencia de un partido hegemónico ya no es un ele-

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mento que defina la asignación del poder y las formas de su ejercicio. Es evidente que el orden normativo mexicano decidió ya por un sistema de tres partidos, con todas las consecuencias que de ahí se deriven. Aunque no parece que ese haya sido un objetivo explícito, la suma de decisiones adoptadas fue llevando a ese resultado. Primero se adoptaron mecanismos de asignación de diputados de representación proporcional que bloqueaban la conformación de una sola fuerza opositora. De otra manera, el Partido Acción Nacional habría alcanzado una mayor presencia congresual desde tiempo atrás. La segunda gran decisión se refiere al mecanismo de financiación adoptado. Para evitar que los partidos quedaran expuestos a una eventual influencia de grupos delictivos, se optó por el financiamiento público. La razón es plausible. La consecuencia indirecta es la de consolidar la situación de los tres partidos con mayor presencia electoral, dejando en lo sucesivo un margen mínimo a cualquier otra formación política. No corresponde al objeto de este trabajo examinar las ventajas y desventajas de la predeterminación de los actores políticos que intervendrán en el futuro cercano en México; basta por ahora con reconocer el hecho y tenerlo presente para encauzar un cambio político ordenado. El cambio que las fuerzas políticas impulsan sólo puede expresarse a través de la Constitución, y las opciones son: reformar la Constitución o cambiar la Constitución. Esta segunda modalidad, que cuenta con adeptos numerosos y calificados, se ve dificultada por dos razones, una teórica y otra práctica. La teórica reside en la imposibilidad jurídica de convocar a un Constituyente con fundamento en la Constitución en vigor. Desde el clásico trabajo de Jellinek sobre reforma y mutación constitucional, ninguno como el de Pedro De Vega ha examinado el problema de la reforma constitucional y del poder constituyente con todas sus implicaciones jurídicas y políticas. Se trata de una de las materias más complejas del derecho constitucional, porque alude a los fundamentos mismos de la sociedad y del poder: el ejercicio

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de la soberanía. De Vega (1985: 66) es categórico al demostrar que el poder de reforma es “un poder constituido y limitado”. Es cierto que en el caso que nos ocupa se puede recurrir al extremo que utilizó el Constituyente de 1916-1917, que aprobó la carta de Querétaro haciendo la salvedad de que reformaba la Constitución de 1856. Aun aceptando que el ingenio jurídico de los partidarios de esta opción pueda resolver el problema a través del poder de reforma, quedaría la dificultad práctica: ¿qué se tiene que resolver en esta fase con una nueva Constitución que no se pueda solucionar con reformar la actual? ¿Qué tanto más se facilitan los acuerdos cuanto más se abren las cuestiones a discutir? ¿Qué tantos aspectos de la Constitución en vigor requieren ajustes? Ocurre que algunas formulaciones constitucionales de la posguerra resultan muy atractivas, particularmente la francesa. Además, las Constituciones de las transiciones española, portuguesa, rusa, polaca, sudafricana, por ejemplo, contienen instituciones sugerentes que mueven a la emulación. Dentro de una teoría de la transición el cambio constitucional parecería el complemento necesario. En el panorama mexicano denotaría el cuarto estadio histórico: federalismo (1824), Reforma (1857-1874), Revolución (1910-1917) y democracia. Pero debe tenerse en cuenta que, con excepción de Francia, donde precisamente no se trató de una transición, los demás países carecían de una Constitución democrática previa al cambio. En esos casos no cabía otra decisión que formular un texto constitucional completo. Elaborar una nueva Constitución ofrece grandes oportunidades para el acuerdo inmediato, pero también considerables riesgos para el conflicto posterior. Los consensos constitucionales están llenos de espejismos. Numerosos entendimientos adoptados para destrabar los debates y superar los obstáculos no hacen sino transferir las discrepancias hacia el futuro. Así como las Constituciones programáticas plantearon el gran problema de trasladar al legislador ordinario de los tiempos por venir la responsabilidad de dar contenido a las normas sociales, las Constituciones con-

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sensuales asignan al legislador ulterior muchos conflictos no resueltos. El fenómeno político de que la Constitución atribuya a la ley ordinaria la solución de un problema supone dejar establecidas las bases del conflicto, no las del acuerdo. En el caso de la Constitución española, por ejemplo, prevé la elaboración de un centenar de leyes que desarrollen diversos preceptos constitucionales, con lo cual el legislador ordinario se convirtió, virtualmente, en constituyente. A veinte años de promulgada, diversos aspectos siguen pendientes de solución por no haberse alcanzado nuevos acuerdos. Y estos acuerdos son ahora difíciles de conseguir, porque no se tienen las circunstancias que estimularon el entendimiento constitucional. Este ejemplo debe tenerse presente porque las condiciones propicias a los acuerdos estructurales no son frecuentes ni de duración indefinida. Desde luego, la mayor ventaja que una nueva Constitución ofrece es la de facilitar la adhesión colectiva. Esto es particularmente importante cuando la erosión a la que ha sido sometido un texto constitucional le priva de una de las funciones a que aludí en el apartado segundo. El problema se puede superar, sin embargo, si el consenso se dirige no hacia la formulación de una nueva carta, sino hacia la restauración de la que se encuentra en vigor. Hipotéticamente, si no fuera posible llegar a un acuerdo para restaurar la Constitución vigente, sería definitivamente improbable alcanzar un consenso para elaborar una nueva Constitución. En este caso utilizo la voz “restaurar” en su acepción más directa de “volver a poner una cosa en aquel estado o estimación que antes tenía”. La restauración constitucional consiste en el compromiso político de restablecer el prestigio de la Constitución, con todos los efectos de la adhesión a la norma que de ahí se desprenden. No se puede decir que la reforma constitucional permita alcanzar en todos los casos los mismos objetivos que el cambio constitucional; pero los objetivos planteados en el actual proceso mexicano —y a los que adelante se aludirá— sí se pueden re-

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solver mediante el expediente de la reforma. Cabe, sin embargo, formular una cuestión: a la luz de la configuración de las fuerzas políticas representadas en el Congreso ¿es viable una reforma constitucional? Sobre ese tema no caben los pronósticos, porque la volatilidad de los ánimos puede inclinarse hacia el acuerdo o hacia la ruptura. Cabe esperar, empero, que de la madurez política de los actores resulte la posibilidad de entendimientos razonables. Lo contrario sería incongruente con la naturaleza del cambio que se está alentando. Pretender consolidar la democracia por la vía de la intolerancia implicaría una contradicción en sus términos. Resultaría una verdadera paradoja que se hayan podido producir acuerdos de reforma constitucional en las fases previas, y que la culminación del proceso se vea limitada o impedida por no poderse alcanzar nuevos consensos. Es cierto que se está también en el punto más delicado del proceso democrático. Hasta ahora se habían abordado las cuestiones del acceso al poder; ahora se plantean problemas conducentes a la distribución del poder. El sistema electoral cumplió ya con su cometido, y toca su turno al sistema político. Las tensiones de la lucha por el poder se convierten en formas de acomodo en el poder. Surgen así dos grandes perspectivas, que adelante examinaremos: determinar el sentido de la acción del Estado y reequilibrar el funcionamiento de sus órganos. El cambio político deberá, por ende, corresponder a un ajuste constitucional. Sin embargo, la eventual demora de una reforma no empece a las modificaciones en la conducta de los agentes políticos. La flexibilidad de un sistema político se pone de manifiesto en tanto que posibilita acuerdos más o menos eficaces de rápida adopción entre los protagonistas. Por una parte, la norma constitucional admite diversas formas de interpretación y aplicación, por otro lado, numerosos aspectos de la vida institucional están regulados por disposiciones legales que pueden ser modificadas sin dificultad y, en tercer término, las prácticas políticas enriquecen (o empobrecen) la actividad institucional.

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Esto de ninguna manera puede leerse como una posibilidad de fraude a la Constitución; no se implica que por la vía de convenciones constitucionales se distorsione lo preceptuado por la norma máxima. Se plantea, sólo, que conforme a lo que ya se encuentra en vigor es posible adoptar nuevas medidas democráticas, que faciliten los cambios estructurales de fondo. V. C AMBIOS PREVISIBLES En los procesos de cambio es común que surjan dos grandes tendencias excluyentes: la que aboga por las opciones de máxima amplitud, y la que procura reducir los efectos al mínimo posible. De un lado se sitúa toda la carga de expectativas innovadoras que aspira a una satisfacción inmediata, y de otro la tradición que sólo está dispuesta a conceder aquello que resulte estrictamente indispensable para mantener la estabilidad. Se trata de una natural y muy conocida polaridad política. En ese contexto, el orden de los planteamientos puede variar muchísimo, y la identificación de los cambios previsibles sólo puede hacerse por aproximación. Los cambios que ocurran dependerán de la profundidad de las convicciones y de la capacidad de utilizar las oportunidades. Entre los máximos deseables y los mínimos posibles se extiende un amplio abanico de opciones. Cada actor político tendrá que medir su propia fuerza y advertir cuáles son las fuerzas que lo contrarrestan; de la habilidad y, sobre todo, de la constancia aplicadas, dependerán los resultados. En condiciones de normalidad, son muchas las tensiones a las que se encuentra sujeto un sistema constitucional. Durante un proceso de cambio esas tensiones aumentan considerablemente. Si para aplicar lo preceptuado es frecuente encontrar resistencias, cuando se trata de establecer nuevas formas de organización y ejercicio del poder las discrepancias pueden alcanzar niveles muy elevados. Saber reducir las tensiones y conducir los entendimien-

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tos es uno de los más delicados problemas políticos que se presentan en los procesos de cambio. 1. Pacto social Además del problema ya señalado de adhesión a la Constitución, las cuestiones centrales del debate se pueden encuadrar en dos grandes rubros: el pacto social y el reequilibrio de las instituciones. Es posible separar ambos aspectos, en tanto que todos los actores están identificados con la necesidad de reequilibrar las instituciones, pero no todos coinciden en la necesidad de un nuevo pacto social. Se trata de una diferencia conceptual profunda: en tanto que el solo reequilibrio institucional atiende a formas de organización y funcionamiento dominadas por la idea del Estado liberal de derecho, la consideración de los aspectos sociales se orienta en el sentido de dar nuevo contenido a los preceptos que ya aparecen en la Constitución. En este sentido, Pedro De Vega ha demostrado que el concepto mismo de Constitución depende de las características del pacto social. La distancia que media entre el Estado liberal y el Estado social está determinada por ese pacto. El mundo, casi sin excepción, ha vivido una etapa regresiva con relación al tema social. Con mayor o menor énfasis, el Estado de bienestar ha sido total o parcialmente desmontado en muchos de los lugares donde funcionaba, y en otros, como México, se encuentra sujeto a presiones que abogan por su reducción constante. No se advierte, más por conveniencia que por ignorancia, que la desarticulación del Estado social quebranta al sistema democrático. La democracia sin compromiso y sin contenido, considerada como mero criterio instrumental para dirimir las luchas por el poder, representa una vuelta atrás que niega el carácter social y democrático del Estado de derecho moderno, y se sabe que el Estado liberal de derecho no fue capaz de impedir que accedieran al poder incluso opciones totalitarias.

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Podría decirse que es innecesario abordar el tema social en tanto que sus enunciados ya aparecen en la Constitución. Pero no se trata de un nuevo catálogo de derechos sociales, ni siquiera de la actualización del actual, sino de su normativización. Es un hecho que en el ámbito social concurren dos perspectivas contrapuestas, y que la concentración de la riqueza está alcanzando, en México y en el mundo, niveles exorbitantes por su dimensión, y aparatosos por su exhibición. El fenómeno suele ser calificado como “neoliberalismo”, pero con independencia de las denominaciones convencionales alude a una tendencia a la que en muchos casos no se sustraen ni siquiera los partidos socialistas. Una peculiar argumentación, no eficazmente refutada, ha permitido identificar a la economía de mercado como sinónimo de democracia, y al Estado social como equivalente de burocracia. La libertad individual tiene así una expresión económica y una traducción política que corresponde a un anhelo democrático incontestable, mientras que la libertad social se identifica con un destino burocrático y, en esa medida, autoritario, prácticamente indefendible. El argumento se vio reforzado con la caída del sistema soviético, epítome del intervencionismo despótico. La rápida expansión de la economía de mercado y el señuelo de un progreso colectivo en el corto plazo, han representado la opción dominante de nuestro tiempo. Con la caída del sistema soviético quedó derogado el principio socialista “de cada quien según su capacidad, a cada quien según su trabajo”, para transformarse en lo que podría quedar enunciado como principio del mercado: “de cada quien según su oportunidad, a cada quien según su utilidad”. Son fórmulas que ofrecen perspectivas diferentes de justicia, como en un origen remoto ocurrió con la de Ulpiano (“ a cada quien lo que le corresponda”). El principio socialista, consagrado en el artículo 12 de la Constitución soviética de 1924, resultaba de la doctrina marxista-leninista, y con eso parecería sentenciado a correr la suerte del sistema que lo adoptó; pero quizá suscitaría menos reservas si se tuviera en cuenta el enunciado de inspiración cris-

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tiana sustentado en el siglo XVII por Francisco de Quevedo: “...de cada uno lo que puede... a cada uno lo que se le debe...” (1093). Una primera disyuntiva en el proceso de cambio mexicano consistirá en atribuir al Estado social una nueva dimensión. Las facultades que los preceptos constitucionales de contenido social adjudicaron al ejecutivo a partir de 1917, y que tuvieron una tendencia expansiva hasta los años ochenta, contribuyeron a la fuerte presencia política del presidente. Es comprensible que ahora se les vea con reticencias, en tanto que puedan ser un obstáculo para el reequilibrio institucional. Lo que resultaría paradójico es que, para fortalecer al sistema democrático, hubiera que debilitar al sistema social. El nuevo pacto social que consolide la democracia mexicana se tiene que extender, asimismo, a aspectos medulares de la vida mexicana, particularmente a los problemas de la mujer, de la juventud y de los indígenas. En los tres casos están involucradas cuestiones como la igualdad de oportunidades; el acceso a la justicia; la educación y el ocio; orientación y protección especializadas. Debe potenciarse el efecto democratizador del reconocimiento de los derechos de las minorías, que por su naturaleza auspician el pluralismo ideológico e institucional. Lo innovador en este ámbito no reside en preservar las normas de contenido social, sino en darles también un impulso democrático. Un sector especialmente sensible es el laboral. La democracia sindical es un requisito para normativizar muchos de los preceptos sociales de la Constitución sin que, a su vez, se traduzcan en un ensanchamiento de las facultades presidenciales. Este aspecto del cambio no exige adecuaciones en la carta suprema; solamente demanda que, como parte del nuevo pacto social, la vida sindical cobre mayor capacidad decisoria, nuevas responsabilidades representativas, y creciente presencia pública. Existe una corriente que identifica a los sindicatos como escuelas de la democracia, mientras que otra posición los contempla como un esquema de dominio. En rigor, todas las institu-

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ciones políticas y sociales son susceptibles de ofrecer resultados positivos o negativos. Con iguales reservas han sido enjuiciados los partidos políticos; lo fueron hasta no hace mucho los parlamentos, y los son hoy los sistemas presidenciales. Los sindicatos no carecen de virtudes ni escapan a las deformaciones. Sin embargo, los riesgos se atenúan en el contexto de una democracia constitucional en la que funcionen el congreso, los tribunales y los instrumentos de comunicación. Entre más abiertas sean las instituciones, menores serán las posibilidades de que cualquiera de ellas se desvíe de su cometido. Nada garantiza, por supuesto, acciones impolutas. La democracia no es un sistema a prueba de defectos; es sólo un sistema autopoyético que puede conocer sus errores e identificar sus remedios con mayor facilidad, oportunidad y efectividad que cualquier otro. 2. Reequilibrio institucional En el curso de las décadas transcurridas desde la aprobación de la Constitución de 1917, ha variado la forma de relación entre los órganos federales del poder, y entre la Federación y los órganos de las entidades federativas. El reequilibrio institucional se tendrá que producir, por ende, en ambos espacios. Es verdad que de alguna forma las relaciones institucionales han variado a partir de la nueva distribución del poder con motivo de las elecciones locales y federales. La presencia de mayorías congresuales, de gobernadores y de alcaldes de diversos partidos, en los estados, y la nueva configuración del Congreso de la Unión, particularmente de la Cámara de Diputados, implican necesariamente nuevas formas de relación institucional. En ese sentido, los cambios ya se han dejado sentir. Sin embargo, esas formas de relación dependen hasta ahora de los resultados electorales y son, por lo mismo, susceptibles de fluctuar. Es natural que las relaciones, incluso entre titulares de los diferentes órganos del poder pertenecientes a un mismo partido,

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también experimenten modificaciones. Los cambios que permitan un reequilibrio institucional tendrán que incorporarse en normas y traducirse en costumbres. Ambas, las normas y las costumbres, serán indispensables y se influirán recíprocamente. El reequilibrio institucional tiene un amplio haz de implicaciones. Esquemáticamente se verán las principales. A. Sistema presidencial, semipresidencial o parlamentario El primer problema concierne al sistema de gobierno. Son muchas las impugnaciones dirigidas en contra del sistema presidencial. Se le responsabiliza de haber ejercido una suma de potestades que vedaban el establecimiento de una democracia plena. Además, una parte de la doctrina considera que la rigidez del sistema presidencial limita las posibilidades de estabilidad democrática. Juan Linz ha venido insistiendo en esta tesis. La opción, desde su punto de vista, está en el sistema parlamentario. En México, y en varios países latinoamericanos, esa opinión cuenta con numerosos simpatizantes. El tema no es nuevo en nuestro ámbito. De manera expresa lo abordó Venustiano Carranza en la sesión inaugural del Congreso Constituyente de 1916-1917. Ahí afirmó que el sistema parlamentario requería de partidos políticos, por entonces inexistentes en México. Carranza no dijo que en el futuro podría darse un cambio del sistema presidencial al parlamentario, porque tampoco le correspondía hacerlo; pero al precisar que la falta de partidos suponía la imposibilidad de establecer el parlamentarismo, permitía una lectura a contrario sensu . Ese es el entendimiento que hoy podría tenerse, a la luz de la existencia de un sistema de partidos ya claramente perfilado. En opinión de Linz, entre otros, la flexibilidad que ofrece el sistema parlamentario lo hace preferible frente al presidencial; gracias a su porosidad puede incorporar tendencias contrapuestas, absorber tensiones, adaptarse a las fluctuaciones electorales. El sistema parlamentario permite articular consensos políticos con

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mayor facilidad que el presidencial y, en tanto que los periodos electorales son muy elásticos, siempre existe la posibilidad de canalizar las inquietudes políticas a través de vías institucionales. De ahí que se considere que este sistema garantiza la estabilidad política en mejores términos que el presidencial. Ahora bien, las ventajas del sistema presidencial también son considerables. La flexibilidad tiene importancia, pero a mayor flexibilidad menor definición política. Los nuevos acuerdos son importantes, pero entre más propenso sea un sistema a la adopción negociada de las decisiones políticas, correrá el riesgo de situarse más lejos de los compromisos de largo plazo. El gobierno se puede volver un ejercicio de sobrevivencia que impida el diseño de políticas de amplio alcance. No quiere decir que esto tenga que ocurrir así siempre, pero en todo caso es por esa posibilidad de negociar sin límites que resulta tan convincente para Linz. La estabilidad que el sistema presidencial ofrece, reside en la certidumbre que inspira por la unidad de mando, por la homogeneidad programática del gobierno y por la duración exacta del mandato asignado. Por otra parte, las habilidades políticas de los presidentes y de su gabinete también permiten desplegar acciones conciliatorias muy semejantes a las alcanzadas en los sistemas parlamentarios. Por definición la política es entendimiento, y esto no es privativo de un determinado sistema. Las estrategias de gobierno no varían tanto entre sistemas, ni siquiera entre épocas. El poder se parece en todas partes, en todos los tiempos. En un punto intermedio se sitúa el sistema semipresidencial, adoptado por la Constitución francesa de 1958. No importa por ahora si realmente se trata de un sistema semipresidencial, o semiparlamentario, o si es simplemente un sistema presidencial atenuado. La caracterización doctrinaria es equívoca, pero por el momento eso resulta irrelevante. Lo que cuenta es que el modelo francés surgió de dos tesis contrapuestas: la de Charles de Gaulle, que postulaba la adopción de un sistema presidencial puro, y la de Michel Debré, su abogado, confidente político e

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ingeniero constitucional, que con igual convicción y firmeza defendía el modelo parlamentario clásico de Westminster (Debré, 1984: 39; 1993: 25, 44). Se trata de un “consenso” entre dos visiones antitéticas, sustentadas por dos hombres de Estado de alta jerarquía intelectual. Aparentemente, el modelo francés ha sido acogido con un interés inferior al que merecería por sus resultados. Las Constituciones de Sri Lanka y de Finlandia han incorporado un sistema semejante, y de alguna forma está presente en los diseños constitucionales de Argentina, Brasil y Perú. En estos tres países, empero, la figura del jefe de gabinete es un remedo imperfecto del primer ministro francés, por lo que el sistema no puede funcionar conforme al paradigma adoptado. Al tener que decidir entre las tres opciones, proceden varias consideraciones. En primer término, el sistema que prevalezca no se legitimará por sí solo, sino en función de la adhesión a la Constitución. En esta medida se produce una mayor latitud para tomar decisiones. En segundo lugar, lo que resulta relevante para decidir acerca de la utilidad de un sistema es que se cuente con los instrumentos adecuados de control político. El sistema más conveniente es el que está sujeto a controles eficaces. Finalmente, el mejor sistema será el que encuentre menores puntos de resistencia para su implantación o adecuación. Esto tiene mucho que ver incluso con la familiaridad que se tenga con un sistema determinado. Más aún, y sin entrar en la discusión de las ventajas de los sistemas mencionados, debe considerarse que el sistema parlamentario supone una fuerte interrelación entre el partido político y el gobierno, al punto que el liderazgo de ambos coincide en la misma persona. Una simbiosis de ese género iría exactamente en contra de cuanto se ha venido demandando como parte del cambio político en México. Desde esa perspectiva, la opción razonable consiste en identificar los elementos que hagan funcional al sistema presidencial en un nuevo arreglo institucional. El principal problema reside en superar las inercias acumuladas a lo largo de décadas, pero esto

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es posible si se con jugan diversos instrumentos de control y de descentralización del poder. Para este objeto debe partirse de una doble consideración: la primera, que la economía de los esfuerzos debe orientarse en el sentido de obtener los resultados deseados con el menor costo político posible para los agentes que intervengan. Cualquier opción que suponga concesiones extraordinarias para una de las partes, implicará cargas adicionales, en otros aspectos del acuerdo, para las demás partes. La segunda, que los sistemas puros no existen. La realidad constitucional demuestra que es posible echar mano de instituciones correspondientes a diferentes sistemas, siempre que la combinación de elementos ofrezca mínimos de compatibilidad. En realidad, el sistema semipresidencial francés no es otra cosa que un inteligente ensamble de instituciones tomadas del presidencial y del parlamentario, en una combinación que ha probado el éxito. Lo verdaderamente enriquecedor del modelo francés no es la forma de articulación de las instituciones, sino haber demostrado que numerosas instituciones de los dos grandes sistemas son intercambiables y complementarias. Además, la Constitución francesa prueba que existe una amplia posibilidad de innovación. Un ejemplo es el mecanismo de confianza adoptado, que en la práctica se traduce en la posibilidad del gobierno de remitir a la Asamblea iniciativas en bloque. Aun cuando existen señalamientos en el sentido de que se ha abusado de este instrumento, lo cierto es que ha sido uno de los que permiten equilibrar las ventajas de los sistemas presidencial y parlamentario. Desde luego, el constitucionalismo francés no es el único a través del cual se han introducido modificaciones al sistema presidencial. Sobre este aspecto también vale la pena revisar no sólo el texto sino las prácticas constitucionales norteamericanas. Entre estas últimas se encontrará, por ejemplo, una singular institución denominada “veto legislativo”, que permite al Congreso invalidar decisiones de naturaleza administrativa del gobierno. Después de aplicarlo en más de un centenar de casos, reciente-

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mente la Corte lo declaró inconstitucional; esto, no obstante, ha emergido de nueva cuenta mediante acuerdos específicos entre el gobierno y el Congreso. Se trata, por tanto, de una institución que se va abriendo paso aun cuando es manifiesta su naturaleza heterodoxa en un sistema presidencial. En el ámbito de las innovaciones institucionales, también el sistema parlamentario ha acuñado fórmulas que se pueden considerar heterodoxas. La moción de censura constructiva, adoptada originalmente por la Constitución de Bonn, de 1947, ha sido incorporada por las de España, Grecia y más recientemente Polonia. Entre las propuestas de un “gobierno de legislatura” para Italia, de dominante presidencial, está presente una idea semejante (Galeotti, 63). En rigor se trata de la invalidación de uno de los principios del parlamentarismo, pues en la práctica hace nugatoria la posibilidad de la censura. Se trata, por ende, de la rigidización del parlamentarismo en un sentido opuesto al que suele apuntarse como una de sus ventajas. De alguna manera explica la amplia duración que algunos gobiernos han alcanzado, particularmente en Alemania y en España, y el estilo presidencialista de gobierno que ha auspiciado. Sin embargo, ha resultado funcional en el orden de la estabilidad. Tanto cuanto se afirma que el sistema parlamentario ofrece grandes ventajas por su aptitud para la absorción de conflictos, particularmente durante procesos de cambio, se puede demostrar que el sistema presidencial también es capaz de generar nuevos equilibrios institucionales que lo hacen muy funcional para el cambio y para la consolidación de la democracia. La relación flexibilidad-rigidez de un sistema constitucional está asociada con la naturaleza de las instituciones y con la práctica política. En términos generales todas las instituciones democráticas, sean parlamentarias o presidenciales, están orientadas a la identificación y solución de conflictos y a la adopción de consensos. Esta actitud y aptitud no se pierde porque un sistema sea presidencial o sea parlamentario, sino porque cualquiera de ellos se aleje del propósito democrático que establezca la Constitución. La rigidez

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plena sólo se encuentra en los sistemas no democráticos, cualquiera que sea la organización formal que adopten para su caracterización externa. B. Elección presidencial Uno de los rasgos que llevan a postular las ventajas estabilizadoras del sistema parlamentario, es que a pesar de poderse fijar elecciones periódicas como en toda democracia, estos periodos pueden reducirse por una convocatoria anticipada si se producen situaciones de tensión que lo hagan recomendable. Sin que se pueda alcanzar esta extrema flexibilidad en un sistema presidencial, pues requeriría darle al presidente la facultad de disolver al Congreso, sí es posible considerar la reducción del periodo presidencial. En realidad, muchas fórmulas democráticas ya han formado parte de nuestros ordenamientos constitucionales de 1857 y 1917. El periodo presidencial de cuatro años, tal como figuraba en el texto original de Querétaro, reduciría en una tercera parte la temporalidad actual, y auspiciaría una mayor agilidad en la vida política. Alentar las expectativas legítimas de acceso al poder es una forma de preservar la estabilidad democrática. Otro aspecto que resulta del sistema de partidos adoptado lleva a examinar la conveniencia de una segunda vuelta en la elección presidencial. Se trata de una cuestión delicada. En principio, se podría pensar que un presidente elegido por minoría presentaría una condición de debilidad contraria a la función que debe desempeñar. Al razonarse de esa manera se obedece a la lógica de una presidencia dominante, que no corresponde a los propósitos del cambio que se pretende. Es crucial que los instrumentos mantengan relación con los objetivos. Si se quiere preservar la configuración actual de una presidencia plebiscitaria, la segunda vuelta es decisiva; pero si se aspira a un nuevo equilibrio institucional, la presidencia plebiscitaria es prescindible, y, por ende, lo es la segunda vuelta.

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Además, se sabe que la mayoría obtenida en la segunda vuelta no necesariamente supone una base de apoyo equivalente en el Congreso; ni siquiera una base sólida en el electorado, cuya aprobación del elegido se hace sin que en todos los casos exista plena coincidencia con sus puntos de vista. Un efecto de la segunda vuelta consistiría en representar un estímulo para que formaciones políticas nuevas aspiren a competir con las tres principales, y puedan modificar el reparto en la cuota del poder. No parece, empero, que la fragmentación política suponga demasiadas ventajas para un proceso democrático que requiere de consensos eficaces. Conforme a estas consideraciones, no es necesario incluir la segunda vuelta en nuestro sistema constitucional para elegir al presidente de la República. Desde luego, existirá la posibilidad de que el presidente sea elegido por una minoría, pero esto, lejos de debilitar a las instituciones, obligará a interacciones constructivas más decididas. C. Reelección de legisladores El interés que suscita la reelección de los legisladores es plenamente justificable. La reforma constitucional de 1933, que limitó la reelección de los diputados y senadores a periodos discontinuos, es una de las que en mayor medida contribuyó a reducir la autonomía del Congreso. El tema ha sido objeto de creciente interés más entre los politólogos que entre los constitucionalistas mexicanos. Destacan, en este sentido, los trabajos de Alonso Lujambio y de Benito Nacif. La supresión de la reelección en 1933 afectó la relación entre los órganos Ejecutivo y Legislativo del poder, acentuando las desventajas de este último. Los reformadores de entonces tuvieron muy clara la idea de que se trataba de una modificación de circunstancia, transitoria por consiguiente. En el dictamen se dijo: “Debemos reconocer que la no reelección de los miembros de los cuerpos legislativos procede adaptarla como medida de

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orden político que, como todas las leyes de esta índole, se dan los pueblos cuando las han menester...”. La pregunta válida es ¿por qué las hubo menester? En el propio dictamen se asentaba que “respecto a la no reelección de los elementos del Poder Legislativo federal y local no hay antecedentes en nuestra historia y realmente pudiera presentar algunas dificultades...”. El debate no fue pacífico. Varios diputados denunciaron que se ponían “cortapisas” a su ya de por sí “exiguo poder”, y hubo quien expresara su esperanza de que la reforma resultara transitoria. Con entereza también se apuntó que la reelección de nada servía en tanto subsistiera un sistema electoral fraudulento. Esa reforma no puede disociarse de la formación del Partido Nacional Revolucionario en 1928, y de la necesidad de abrir los mayores espacios posibles a una clase política para la que, afuera de ese partido, no había demasiadas opciones. De haberse conservado el principio de la reelección indefinida las oportunidades se habrían estrechado considerablemente, en perjuicio de las lealtades que el nuevo partido aspiraba a consolidar. Ninguna de las consideraciones presentes en 1933 es válida hoy. No lo era siquiera en 1965, cuando la Cámara de Diputados aprobó una reforma que el Senado rechazó, para restablecer la reelección sucesiva de los legisladores. Hay un sistema electoral abierto y competitivo; hay pluralismo político; existe la convicción de reforzar al Congreso y a las legislaturas estatales. Además, no se puede plantear que la reelección de los legisladores llevaría a discutir la del presidente de la República, porque este es un tema que corresponde a otra dimensión histórica mexicana. En la lógica del sistema constitucional mexicano reelegir a los legisladores fortalecería la democracia; reelegir al presidente propiciaría la dictadura. La reelección de los legisladores es apoyada por dos argumentos distintos: uno, considera que se profesionalizaría al representante; otro apunta que se le darían mayores condiciones de independencia para actuar. No se trata, por otra parte, de objetivos excluyentes. La “profesionalización” no debe entenderse como una

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nueva modalidad tecnocrática que convierta al legislador en un experto; simplemente se entenderá que el dominio de las estrategias parlamentarias le permitirá un mejor desempeño de su función, sobre todo en materia de control político. Por otro lado, la posibilidad de contar con un apoyo electoral en un distrito mayoritario, también favorece que el representante ejerza un mínimo de influencia en el ámbito de su partido, lo que compensa parcialmente las tendencias hegemónicas internas propias de toda organización. Los problemas de la reelección tampoco deben ser preteridos. En buena medida auspician el clientelismo; propician el hermetismo de la clase política; se aproximan a las prácticas caciquiles; limitan el acceso y la formación de nuevos dirigentes. Es evidente que ninguna decisión está a salvo de desventajas; pero en un proceso de redefiniciones institucionales lo central es optar por la que ofrezca las mayores oportunidades de cambio y que en mayor medida contribuya al desarrollo democrático. La reelección en sí no es una panacea, pero no puede dudarse que modificaría significativamente la relación entre el Congreso y las legislaturas, así como entre los gobiernos federal y locales. También introduciría, al menos durante una fase inicial, una nueva dinámica en la vida interna de los partidos. Para aprovechar al máximo las ventajas de la reelección de los legisladores y para reducir al mínimo sus costos políticos, convendrá que no sea por tiempo indefinido. Si el periodo presidencial se redujera a cuatro años, y otro tanto ocurriera con el de senadores, podría en cambio ampliarse un año el de diputados para evitar las elecciones intermedias. En estas condiciones fijar una duración sucesiva en el mismo cargo de hasta doce años permitiría nivelar la utilidad y los riesgos de la reelección. La reelección de los legisladores sería una de las más eficaces medidas constitucionales para alentar la formación de líderes políticos. Y esta es una de las mayores urgencias a que debe atenderse en un proceso democrático. Al margen de cualquier diferencia acerca de los dirigentes políticos, ningún sistema funciona

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sin los individuos capaces de dinamizar las instituciones. La falta de líderes políticos con aptitud para orientar el sentido del cambio, convencidos de sus responsabilidades y firmes en sus compromisos, nulifica cualquier diseño institucional renovador. La vida de las instituciones municipales, locales y federales, está directamente relacionada con las posibilidades de que el sistema genere sus propios líderes. Durante décadas esta fue una tarea descuidada, sobre todo por haberse conformado un partido cuya organización en general bastaba para obtener triunfos electorales. El papel de los candidatos sólo ocasionalmente era relevante y progresivamente contribuyó en menor medida al éxito electoral. La necesidad de líderes políticos se fue opacando. En cambio, los partidos que tenían que luchar desde la oposición se vieron obligados a formar líderes cuya acción diera vitalidad a organizaciones relativamente débiles. Entre los intereses convergentes de todas las organizaciones políticas actuales se inscribe el de contar con los instrumentos institucionales que auspicien liderazgos democráticos. La consolidación de los espacios conquistados y la posibilidad de ensanchar los horizontes están en relación con la capacidad de trabajo y la ratificación de los apoyos populares recibidos por los representantes. Ahora bien, el reequilibrio institucional tiene que contemplar objetivos que van más allá de los acomodos propios de un proceso de cambio. En este caso la reelección, con las ventajas apuntadas y pese a las desventajas reconocidas, fortalecería una de las características centrales del orden constitucional mexicano: el sistema representativo. Por diferentes razones y con distinto grado de magnitud, la representación política es uno de los problemas más agudos a los que se hace frente en el mundo. La pérdida de prestigio de la política, las desviaciones éticas de los dirigentes, las múltiples formas de erosión de la autoridad, la falta de adhesión a las Constituciones, los medios de comunicación, la hipertrofia de los partidos y de sus elites, la rutinización de los programas y la frustración de su cumplimiento, la virulencia

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de la propaganda y contrapropaganda electoral, la quiebra de los paradigmas sociales, forman parte de un catálogo amplísimo de factores que inciden negativamente en el funcionamiento de un sistema representativo. No es este el espacio para debatir las tesis de Rousseau sobre la naturaleza democrática de la representación. En todo caso es ostensible que los espacios de libertad y las opciones de igualdad son mayores y mejores allí donde el sistema representativo funciona con cierta regularidad institucional, y que aun conviniendo en sus múltiples limitaciones e imperfecciones, siempre será preferible contar con las ventajas de su presencia que con las consecuencias de su carencia. D. Gabinete Una parte de los controles políticos se sitúa en el ámbito del gabinete, otra en el del Congreso. En principio, la primera modalidad corresponde al modelo parlamentario de Westminster, y la segunda al modelo presidencial de Washington. Es conocida una conversación entre Churchill y Roosevelt, durante la segunda guerra mundial, en que el primero decía al segundo: “usted se tiene que preocupar por qué tanto puede hacer sin la aprobación del Congreso; pero no se preocupa por su gabinete. Por el contrario, yo nunca me preocupo por el Parlamento, pero continuamente tengo que consultar y pedir su apoyo a mi gabinete” (Schlesinger, 1994: 91). Desde luego, aun en los sistemas parlamentarios las funciones de control ejercidas por el gabinete son más o menos relativas, a pesar de la responsabilidad de los ministros ante los parlamentos. Sin embargo, hay dos medidas susceptibles de aplicación en un sistema presidencial, cuyos efectos permitirían atenuar la discrecionalidad del presidente y de los miembros del gabinete: una es la colegialidad, y la otra es la ratificación de los nombramientos por el Congreso.

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Aun cuando en México la complejidad de los asuntos de gobierno hace que con frecuencia se reúnan los miembros del gabinete a despachar colectivamente con el presidente, no existe una estructura formal del gabinete (salvo lo previsto por el artículo 29 constitucional para el estado de excepción). De manera general no hay regularidad en la celebración de reuniones, prevalece la informalidad en la deliberación y la adopción de acuerdos, y se aplica un criterio de especialidad “de los gabinetes” que no permite a los secretarios participar en la discusión de políticas ajenas a su área. Adoptar la figura del gabinete auspiciaría que una buena parte de las decisiones se discutieran con regularidad, dejando constancia de lo sustentado. Así sea para salvar una forma de responsabilidad moral e histórica, esta situación obligaría a los miembros del gabinete a fundamentar y consignar sus puntos de vista. El complemento sería la ratificación de sus nombramientos por una de las cámaras del Congreso. Por su composición y por los precedentes constitucionales, la de Senadores resultaría adecuada. Ambas medidas producirían un efecto complementario: se propendería a integrar el gabinete con figuras de peso político propio, con lo cual se tendría un factor adicional para el ejercicio del control interno. Una cuestión a dilucidar será la adopción de un jefe de gabinete. Las experiencias donde coexisten presidentes y jefes de gabinete no son homogéneas. La más frecuentemente invocada es la francesa, pero aun en ese caso se presentan problemas que sólo la elevada cultura política de la sociedad y la responsabilidad de los dirigentes ha permitido superar. El texto constitucional francés da lugar a interpretaciones equívocas hasta ahora no resueltas. El artículo 5o. dispone que el presidente “velará por la observancia de la Constitución y asegurará con su arbitraje el funcionamiento regular de los poderes públicos, así como la continuidad del Estado”, en tanto que el 21 determina que el primer ministro “dirige la acción del gobierno [y] velará por la ejecución de las leyes”. No queda

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claro si el tipo de arbitraje al que alude la Constitución corresponde al esquema de un poder moderador como el concebido por Constant, o faculta al presidente a tomar decisiones directas. La antinomia apareció en tanto que la facultad de designar y remover al primer ministro corresponde al presidente, pero la práctica llevó a un sistema denominado de “cohabitación”, en los casos que no coinciden la mayoría presidencial y la parlamentaria. Las experiencias vividas hasta ahora acreditan que los estilos de la cohabitación dependen del temperamento de los protagonistas. Existen otros casos de sistemas presidenciales que admiten la presencia de un primer ministro o figura equivalente, en general con resultados innocuos, con excepción de Finlandia, donde el Consejo de Ministros acuerda las decisiones presidenciales y las aplica. Ahí donde el gabinete carece de atribuciones específicas, es prácticamente irrelevante quién lo presida. Lo institucionalmente necesario es que las funciones estén claramente atribuidas y diferenciadas. A partir de esa circunstancia, la jefatura del gabinete puede ser ejercida con la denominación que se considere más conveniente, sin que exista una dualidad impropia de funciones con el presidente de la República. La presencia de un jefe de gabinete servirá para atenuar las presiones de la actividad cotidiana del gobierno sobre el presidente, y le permitirá a éste asumir una especie de segunda instancia política que resulta muy funcional en periodos de acomodamiento institucional. Adicionalmente, supondría una vía complementaria para canalizar acuerdos políticos que permitan una operación más fluida del sistema presidencial. En cuanto a la conveniencia de cualquiera de las opciones, en términos generales será preferible la que suscite menores resistencias y la que suponga menores costos de adaptación, pero también la que represente una solución real y no un diferimiento de las presiones. La adopción de la figura de un jefe de gabinete puede resultar complicada en su inicio, pero contribuiría en la solución del problema de la discrecionalidad presidencial que

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está en el centro de la discusión política. La transformación del gabinete en un órgano efectivo del gobierno hace recomendable dar los pasos completos. Lo adecuado sería contar con un jefe del gabinete que articulara el trabajo del gabinete desde el momento en que éste fuera adoptado. A pesar de que la medida propuesta parece más sencilla que otras de las mencionadas, es posible que se considere contraria a la naturaleza individual que el artículo 80 constitucional atribuye al jefe del órgano ejecutivo del poder. Este precepto no tiene por qué cambiar. Lo previsto por la Constitución de ninguna manera resultaría incompatible con la presencia de un gabinete cuyas funciones quedaran adecuadamente establecidas, como ya lo están en la ley las correspondientes a las secretarías de Estado. La nueva concepción del gabinete debe obedecer a la estrategia de dar al sistema presidencial un aspecto más dinámico y flexible, que le permita funcionar en armonía con un elenco de instituciones también renovadas. Si uno de los objetivos de los cambios previsibles es el reequilibrio institucional, habrá que evitar, en un efecto de paradoja, nuevos desequilibrios que hagan nugatorios los esfuerzos de renovación. Sería contradictorio que en el ánimo de promover cambios para la consolidación democrática se sacrificaran los propósitos centrales por la agregación de cargas excesivas, pero tampoco sería comprensible que las acciones intentadas quedaran a medio camino y dejaran insatisfechas expectativas que, por ahora, pueden ser canalizadas mediante una oportuna reforma democrática del Estado. E. Servicio civil gubernamental La neutralidad administrativa es una garantía para la democracia. Es comprensible que la actividad administrativa experimente cambios de acuerdo con la orientación política del gobierno, pero debe evitarse que el aparato administrativo actúe como un centro de resistencia que bloquee o distorsione las de-

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cisiones políticas. En México existe, además, una larga tradición de acomodo burocrático en función de relaciones personales. El importante esfuerzo que se produjo a partir de 1982 para evitar el nepotismo dio resultados, pero la práctica de adjudicar empleos públicos de diferentes niveles en virtud de las lealtades personales, no ha desaparecido. Con independencia de las raíces históricas y las explicaciones sociales del fenómeno, se trata de un factor que limita la acción democrática de las instituciones. En tanto que numerosos compromisos de la dirigencia política se satisfagan con cargo a las plazas públicas, se produce el doble efecto de lastrar la eficacia de la administración y de comprometer recursos presupuestarios para objetivos privados. A pesar de esa tendencia secular, en algunas áreas de la administración se ha podido configurar un servicio civil funcional. El servicio exterior ofrece un buen ejemplo de un esquema responsable que ha permitido profesionalizar a funcionarios diplomáticos y consulares. Otros ámbitos donde se han obtenido resultados positivos son las áreas de salud y educación, y los órganos de impartición de justicia. La característica dominante del servicio civil en México denota, sin embargo, dispersión de esfuerzos, carencia de sistemas de evaluación, niveles jerárquicos bajos, y disparidades en los objetivos alcanzados. En términos generales, una buena parte de lo conseguido ha sido el resultado de presiones y negociaciones laborales, más que de una estrategia del Estado. Existe una significativa exigencia social para profesionalizar áreas sensibles de la función pública, como los cuerpos de seguridad; pero las respuestas son igualmente de naturaleza casuista, con resultados desiguales. La tradición política mexicana no ha podido renunciar a una visión patrimonialista del aparato administrativo; una parte de la lucha por el poder se materializa en la disposición de los cargos. Profesionalizar la administración forma parte de la racionalización del ejercicio del poder. Equivale a limitar una parte bastante prosaica del apetito por el poder, de suerte que la lucha

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política no se contamine por un simple afán de subsistencia laboral. De no producirse un cambio en esta dirección, los vicios que han afectado al sistema político mexicano se proyectarán hacia el futuro, afectando también a las nuevas formaciones que intervengan en los procesos políticos. Es importante, por lo demás, que más allá del ámbito federal se trate de una decisión de alcance nacional. El problema es delicado en todos los niveles administrativos, y se acentúa en los espacios municipales. La falta de administraciones profesionales municipales favorece a pequeños cacicazgos, acompañados de elevados índices de corrupción. Dadas las contrastantes condiciones de desarrollo de la vida municipal mexicana, en numerosas ocasiones la ausencia de un cuerpo administrativo profesional repercute en la irregularidad de los exiguos servicios públicos. Los efectos del compromiso burocrático enturbian la vida política en un doble sentido: durante la fase de lucha por acceder al poder, para muchos agentes políticos las expectativas personales de acomodamiento pueden superar el sentido real de sus compromisos programáticos comunitarios; y luego, durante el desempeño de las responsabilidades atribuidas, el desplazamiento de quienes salen y la inexperiencia de quienes entran, generan espacios de ineficiencia en perjuicio de la función y, por ende, del administrado. En tanto que la administración pública sea considerada, en su práctica totalidad, como parte del espacio político por el que se contiende, el umbral de los intereses políticos se mantendrá en niveles de mediocridad y seguirá siendo un incentivo más para la corrupción. La neutralidad administrativa supone varias ventajas políticas: reduce la perspectiva patrimonialista de los cargos públicos; garantiza a los partidos que acceden al poder la capacidad de operar con cuerpos experimentados que ofrecen mínimos de resistencia a la implantación de decisiones políticas nuevas; y permite que el electorado tome sus decisiones sin el condicionamiento de que un cambio en la titularidad del gobierno puede tener implicaciones negativas en la continuidad y en la calidad de los servicios.

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F. Servicio civil congresual El Congreso federal y las legislaturas estatales carecen de los apoyos técnicos necesarios. También deben desarrollar un adecuado servicio civil que contribuya al proceso de reequilibrio institucional. Las labores legislativas son complejas y demandan una estrecha comunicación entre los órganos del poder involucrados en la formulación de normas especializadas. En esta medida la participación de los cuerpos colegiados, más que de naturaleza estrictamente técnica, debe referirse a los contenidos políticos y a las consiguientes implicaciones de las normas que aprueba. Sin embargo, es necesario reducir la desventaja que se advierte cuando los legisladores carecen de instrumentos profesionales para examinar el contenido de los proyectos que les hace llegar el gobierno. Por otra parte, la función que realmente permite un equilibrio entre las instituciones es el control político por parte del Congreso. Esta actividad, muy compleja, sólo se puede realizar eficazmente si se cuenta con información, análisis e instrumentos de investigación. No es una función que se agote fijando posiciones o sentando criterios generales. Para formular preguntas, dirigir interpelaciones y orientar el trabajo de comisiones de investigación, por ejemplo, hay que contar con una batería de recursos técnicos de que ahora no se dispone. En los congresos y parlamentos es común que se confunda la naturaleza de los órganos de apoyo con que cuentan los legisladores. En términos generales éstos suelen ser de tres tipos: administrativos, normativos y políticos. Los de naturaleza administrativa son los más usuales, y por lo general funcionan de manera satisfactoria. Los de orden político no necesariamente deben corresponder a instrumentos institucionales de apoyo; en buena medida son parte de las tareas de los partidos y conciernen por tanto a cada uno de los grupos parlamentarios. Los de carácter institucional en sentido propio, a su vez, deben conformar un servicio especializado permanente, neutral en el aspecto político, pero

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altamente capacitado, regido por bases objetivas y estrictas de selección, que garantice a los legisladores disponer de un asesoramiento imparcial y experimentado. Cuando los cuerpos de asesoramiento parlamentario o congresual se apoyan en la estructura de los partidos, se reproducen los mismos defectos que en la administración pública: asignación de responsabilidades conforme a un esquema de lealtades personales o políticas, sin la permanencia y profesionalidad que permitan el desempeño de una función con mínimos de neutralidad. No se trata de una cuestión menor. Legislar no es sólo una responsabilidad que se debe ejercer con la mayor autonomía posible, sino con el mayor cuidado técnico. Adicionalmente, la función de control político, eje del trabajo de los cuerpos representativos en el constitucionalismo contemporáneo, exige elevadas capacidades técnicas en las áreas auxiliares de los representantes; sin ese apoyo, el control puede derivar en simple estridencia sin efectos políticos reales, o incluso con efectos contraproducentes. Independientemente de las implicaciones doctrinarias relativas a la representación, largamente debatidas, hay cuestiones formales que conciernen a la complejidad creciente del universo normativo del Estado moderno. Esa tendencia se acentúa en tanto que los órganos involucrados en la formulación de las normas no siempre toman las providencias indispensables para asegurar su idoneidad técnica, y actúan bajo los apremios de las circunstancias. La democracia requiere del reequilibrio institucional en cuanto forma de distribución y control del poder, pero también como una garantía para mejorar objetivamente sus resultados. G. Referéndum El tema del referéndum ha estado presente en el debate político mexicano desde hace varios lustros. Se llegó a introducir y luego a derogar como norma constitucional, sin que hubiera sido objeto de aplicación. Es sabido que, como cualquier otra institución, el referéndum es susceptible de manipulación; pero

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también se le reconoce como una expresión de la democracia semidirecta que mejor se adecua al ejercicio de la soberanía popular. El referéndum puede tener carácter legislativo o constitucional. La utilización más habitual concierne a la aprobación de disposiciones legales, y algunos sistemas lo contemplan dentro de la mecánica para la adopción de reformas constitucionales. En cuanto al referéndum legislativo, presenta el problema de un virtual desplazamiento de las instituciones representativas. Es, por lo mismo, una cuestión que debe ser vista con detenimiento. Suele ocurrir que la agregación indiscriminada de propuestas incluya algunas que entre sí resulten excluyentes o, por lo menos, limiten recíprocamente sus efectos. Si, por ejemplo, la decisión es generar un nuevo equilibrio entre las instituciones, sobre todo entre los órganos Ejecutivo y Legislativo del poder, de ninguna manera conviene introducir aspectos que en lugar de consolidar al Congreso, le resten atribuciones. En este sentido, el referéndum legislativo no puede ser considerado una opción adecuada al propósito del reequilibrio institucional. El referéndum legislativo es un instrumento aleatorio que minimiza la función política del Congreso y que, utilizado por los gobiernos con ese propósito, puede llevar al bonapartismo. El referéndum constitucional ofrece otra perspectiva. Uno de los problemas actuales de la democracia en México, al que ya se ha hecho referencia, es el distanciamiento entre la norma constitucional y el ciudadano. La extraordinaria fluidez del texto constitucional ha impedido que las normas se arraiguen en la conciencia colectiva. Incluso ha habido reformas que fueron derogadas antes de entrar en vigor. Así, se hace imposible la sedimentación de las reformas. La incomprensión de las reformas muchas veces propicia rechazo, o simplemente indiferencia. No existe un sentido de pertenencia que vincule a cada individuo con lo dispuesto por la carta suprema. Por el contrario, progresivamente se ha ido gestando una especie de sentimiento adverso, conforme al cual prevalece la percepción de que la Constitución

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ha sido expropiada a la sociedad por los políticos, que han hecho de ella un instrumento particular de sus decisiones. La nueva configuración de las fuerzas políticas hace previsible que las reformas constitucionales requerirán un más intenso proceso de negociación y serán, por lo mismo, menos frecuentes. La composición del Congreso es un factor que por sí solo reducirá la tendencia a las reformas frecuentes. La política fluctuante propia del pluralismo, tenderá a configurar una Constitución permanente, como antes la Constitución fluctuante compensó la política estática. Pero el objetivo democrático no es sólo el de una Constitución estable, sino el sentimiento general de adhesión a la Constitución. Luego de las adecuaciones que se introduzcan a la Constitución para la reforma democrática del Estado, será conveniente darle a la sociedad la certidumbre de que todo futuro cambio requerirá del consentimiento general. Por otra parte, si en el artículo 135 se plantea que la reforma constitucional requerirá de un referéndum, no se desvirtúa la naturaleza representativa del poder revisor de la Constitución, y sí se fortalece la naturaleza democrática del orden constitucional. Aunque existen fundadas reservas por un amplio sector de la doctrina para modificar las normas de procedimiento de la reforma constitucional, en este caso puede argüirse que no se plantearía la flexibilización de las ya existentes, sino su mayor control. El referéndum constitucional no es un impedimento para reformar la norma suprema, pero como instrumento de control sí supone un mecanismo dificultado que hará pensar con mayor detenimiento en la oportunidad y frecuencia de las reformas. Además, al tener que ser sometidas a la decisión de la mayoría ciudadana, las reformas deberán ser explicadas y discutidas de manera pública, lo que a su vez auspiciará una creciente vinculación entre la norma y sus destinatarios. Adicionalmente, el referéndum, como instrumento de consulta popular, puede ser utilizado siempre que los agentes políticos lo consideren adecuado para dirimir dudas o discrepancias en el

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proceso reformador que tenga lugar. Es cierto que llevar problemas no resueltos a la ciudadanía puede ocasionar confusiones, pero también lo es que constituye una forma de obligar a los participantes a racionalizar al máximo sus pretensiones. Se trata, por supuesto, de un recurso extremo, si se aplica a la solución de discrepancias, o de un vehículo de legitimación, cuando se adopta para formalizar los acuerdos alcanzados por las dirigencias políticas. Por la trascendencia del proceso democrático en curso, la aprobación referendaria de los acuerdos básicos para la reforma democrática del Estado podría contribuir a involucrar a la ciudadanía de una manera más activa, decidida y consciente. Ésta sí podría ser, en todo caso, una medida típica de transición política. VI. E STRATEGIA DEL CAMBIO Dos preocupaciones dominan el discurso del cambio: por un lado la estabilidad; por otro, la disminución del poder presidencial. En cuanto a la estabilidad, sólo es explicable si se refiere a la necesidad de evitar rupturas que afecten el funcionamiento actual de las instituciones e inhiban el proceso de cambio. Por lo demás, la estabilidad es un atributo de la vida institucional, y su recurrente mención no debe implicar una reminiscencia de los anhelos de orden, tan caros al conservadurismo decimonónico. A partir de esta preocupación por la estabilidad se escinden dos grandes líneas: la que se centra en la recuperación de la legitimidad, como origen del poder, y la que se orienta al mantenimiento de la gobernabilidad, como ejercicio del poder. Se trata de dos perspectivas diferentes, pero conciliables a través del sistema constitucional. En cuanto a reducir el poder presidencial, el problema es de otra naturaleza. Una cosa es la racionalización del poder, y otra la simplificación de la política. En un diseño institucional sólo caben, como combinaciones posibles, las siguientes: un gobierno

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débil y un Congreso débil; un gobierno débil y un Congreso fuerte; un gobierno fuerte y un Congreso débil; y un gobierno fuerte y un Congreso fuerte. Es evidente que toda organización ineficaz y toda relación asimétrica resultan contrarias a la preceptiva del constitucionalismo moderno. La estructura constitucional del Estado democrático es incompatible con cualquier tipo de desequilibrio que auspicie formas de concentración del poder. El constitucionalismo tiene entre sus objetivos una adecuada distribución del poder y aplicar los controles que la garanticen. Por tal razón, la transferencia de facultades para invertir los términos de influencia y predominio entre los órganos del poder no tiene cabida en el constitucionalismo democrático. El antagonismo político no puede traducirse en una construcción institucional que conduzca a la nulificación de una parte de las instituciones mismas. De manera complementaria a lo que aquí se ha dicho, habrá que plantear las reformas a la vida política local. El federalismo también se fortalece a través de la democracia. Por eso, lo que se estime funcional para el ámbito federal y que por su naturaleza sea transferible al local, debe ser considerado parte del propio acuerdo constitucional nacional. Los periodos de gobierno, la reelección de los diputados, las formas de servicio civil apuntadas, el referéndum para la reforma de las Constituciones locales, son aspectos que deben considerarse. No se trata de extrapolaciones infundadas, ni de un proyecto metropolitano expansivo; se trata simplemente de que el proceso democrático debe ser nacional, no sólo federal. El federalismo mexicano se verá significativamente robustecido en tanto que la vida local y municipal participe en el proceso de la reforma democrática del Estado. No debe olvidarse que la estructura general del poder es la que se encuentra sujeta a cambios. Por otra parte, los estados requerirán de márgenes propios para sus ajustes. Los cambios nacionales deben, en ese sentido, ser indicativos pero no limitativos. En cierta forma esta es la orientación que sustenta la Constitución en la actualidad, aunque

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por razones de diversa índole en la práctica se haya propendido a la homogeneidad. El artículo 116, por ejemplo, establece que los gobernadores de los estados “no podrán durar en su encargo más de seis años”, pero ninguna Constitución estatal ha adoptado un periodo inferior, habiéndolo podido hacer. La técnica recomendable para fortalecer al federalismo no es la de prescribir modos de organización y funcionamiento, sino la de ampliar el umbral de atribuciones que las Constituciones locales pueden resolver. En el ámbito estatal también es de extrema importancia estimular el sentimiento de adhesión social a sus propias instituciones. Los tiempos requeridos para los cambios son imprevisibles, por lo que el ritmo de ajuste podrá generar frustraciones parciales y, consecuentemente, reavivará las resistencias de los inmovilistas, exacerbará los ánimos de los impacientes, desencadenará la crítica de los observadores (medios) y desconcertará a los espectadores (ciudadanos). Los dirigentes políticos entrarán en ciclos paradójicos en los que tendrán que hacer causa común con sus adversarios naturales para consolidar los avances obtenidos de manera conjunta. Quienes viven los procesos internos saben bien del esfuerzo requerido para alcanzar los acuerdos que todo cambio supone, y conocen las reacciones desfavorables, internas y externas, que suelen presentarse cuando lo conseguido no corresponde literalmente al discurso previo o no se traduce en resultados inmediatos. No puede pasarse por alto la circunstancia de que los procesos de cambio plantean objetivos u opciones contrastantes para los agentes que intervienen. Para unos, el cambio supone la pérdida de ventajas previas, mientras que para otros implica acceder a posiciones nuevas. Esta situación puede afectar los términos de los arreglos y minimizar los efectos del cambio. Cuando así ocurre, se pierde la oportunidad de encontrar soluciones de largo plazo y sólo se consigue transferir hacia el futuro una carga mayor de presiones: la finalidad central de relegitimar al sistema político queda en el vacío y los avances que se obtienen resultan efímeros.

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Por todo esto, a la idea de Montesquieu de que el cambio es constancia, habría que adicionar que la constancia es responsabilidad, imaginación y determinación. Después de todo, se trata de cambios que conciernen al Estado y el Estado, como afirmaba Rousseau, es una obra de arte. VII. REFERENCIAS DEBRÉ , Michel, Trois républiques pour une France , París, Albin Michel, t. I, 1984. ———, Entretiens avec le général De Gaulle , París, Albin Michel, 1993. GALEOTTI , Serio, Un governo scelto dal popolo: “il governo de legislatura”, Milán, Guiffrè, 1984. H OBSBAWM , Eric, On History, Londres, Weidenfeld & Nicholson, 1997. LINZ , Juan y V ALENZUELA , Arturo, The Failure of Presidential Democracy , Baltimore, John Hopkins University, 1994. QUEVEDO , Francisco de, “Migajas sentenciosas”, Obras completas, Madrid, Aguilar, t. I, 1966. S CHLESINGER , Arthur, “Leave the Constitution alone”, Parliament versus Presidential Government , Oxford University Press, Arendt Lijphart, 1994. ———, “¿Has Democracy a Future?”, Foreing Affairs , septiembre-octubre de 1997. VEGA , Pedro de, La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente , Madrid, Tecnos, 1985. ———, “En torno al concepto político de Constitución”, en Miguel Ángel García Herrera (ed.), El constitucionalismo en la crisis del Estado social, Bilbao, Universidad del País Vasco, 1997.

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I. Renovación constitucional 149 II. Elección del presidente 152 III. Periodo presidencial . . . . . . . . . . . . . . . . . 160 IV. Conclusión 169 . Fuentes V 170 .

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RENOVACIÓN CONSTITUCIONAL Y ELECCIÓN PRESIDENCIAL EN MÉXICO * I. R ENOVACIÓN CONSTITUCIONAL La Constitución mexicana prevé, en su artículo 135, la posibilidad de ser adicionada o reformada. Este precepto ha sido objeto de aplicación reiterada a partir de 1921, cuando se produjo la primera reforma. La doctrina mexicana, sin embargo, no ha distinguido con exactitud la diferencia entre adicionar y reformar la Constitución, por lo que todos los autores hemos caído en el error de englobar, como un mismo proceso, las adiciones y las reformas. Esa confusión nos ha llevado a hablar de una gran cantidad de reformas, aplicando diversos baremos para establecer su magnitud. El número de artículos modificados, las veces que cada precepto ha sido reformado y los decretos promulgatorios, son algunos de los indicadores adoptados. Empero, lo que no hemos hecho es clasificar las modificaciones según se trate de adiciones o de reformas. La distinción es necesaria para apreciar hasta qué punto han evolucionado las instituciones mexicanas, o en qué medida hemos deformado la carta de Querétaro. Si entendemos por adiciones las nuevas instituciones, y por reformas la modificación de las ya existentes, veremos que ha habido avances importantes en nuestro orden constitucional. En algunos ámbitos, sin embar* Incluido bajo el título “Opciones para la reforma constitucional en México”, en el volumen Homenaje a don Pablo Lucas Verdú , Madrid, Universidad Complutense de Madrid (en prensa). 149

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go, tendremos dificultades para determinar si se trató de adiciones o de reformas. Veamos algunos ejemplos. El voto a la mujer podría ser considerado una ampliación de los derechos de ciudadanía, y en esta medida se trataría sólo de una reforma; pero podría también ser visto como un nuevo instituto que no se refiere sólo a los derechos de ciudadanía, sino a una transformación de la forma de entender la igualdad ante la ley, y en este sentido se trataría de una adición. Otro caso que se prestaría a la polémica es la creación de órganos electorales autónomos. Podría decirse que se trata de una ampliación de las garantías electorales ya existentes en la Constitución, en cuyo caso serían considerados parte de una reforma; pero también puede alegarse, con fundamento, que su incorporación ha dado lugar a un cambio sustancial en la vida cívica de México, y que representan una innovación institucional entre nosotros. Los ejemplos pueden multiplicarse. La incorporación de la seguridad social podría ser entendida como una extensión de los derechos sociales que identifican a la Constitución desde su origen mismo, o ser contemplada como una adición al orden institucional mexicano. Para evitarnos esta polémica, optamos por el expediente más cómodo que consiste en no diferenciar las adiciones de las reformas, hacer tabla rasa y englobar todos los cambios dentro de un solo concepto. Las consideraciones doctrinarias sobre la reforma constitucional han sido muy abundantes en otros aspectos, sobre todo vinculadas al poder constituyente y en cuanto concierne a los límites de la reforma. En México, estos temas ha sido abordados entre otros por Jorge Carpizo, Jaime Cárdenas, Miguel Carbonell, Diego Valadés, Salvador Valencia. Debemos agregar que en obras generales de derecho constitucional, el tema también ha sido tratado con el mismo enfoque por Elisur Arteaga, Ignacio Burgoa, Miguel Lanz Duret, Daniel Moreno, Ulises Schmill y Felipe Tena Ramírez.

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La doctrina extranjera se ha preocupado más por las distinciones semánticas. Buenos ejemplos los encontramos en los trabajos de Georg Jellinek y Pedro De Vega, para sólo mencionar dos estudios que han alcanzado la naturaleza de clásicos en la materia. En cuanto a la obra de Jellinek, la traducción española está precedida de un análisis erudito y profundo, como toda su obra, de Pablo Lucas Verdú, que ayuda a precisar el alcance de los conceptos del autor alemán. No entraré ahora en el tema de la revisión constitucional en cuanto a sus posibilidades y límites, sólo he mencionado el problema para justificar la referencia en el título de este trabajo a la “renovación” constitucional. Esa renovación incluye reformas y adiciones; supone modificar varias de las instituciones existentes e introducir otras; implica modificar el sistema mismo de revisión constitucional. Al aludir a una Constitución renovada estoy excluyendo la posibilidad de sustituir el texto de 1917, pero subrayando la necesidad de transformarlo mediante cambios profundos. A este respecto son muy orientadores dos trabajos de Pablo Lucas Verdú: Teoría general de las articulaciones constitucionales, y su luminoso discurso La Constitución en la encrucijada (palingenesia iuris politici) . A pesar de lo anterior, hay un aspecto que se plantea en el texto mexicano que supone, por un lado, la renovación constitucional del país, aunque por otro lado implica no modificar la Constitución en cuanto a la forma de elegir al presidente y, a su vez, volver a la duración del periodo presidencial que consagraba la actual Constitución en 1917. Así, la aparente paradoja consiste en que para abrir paso a otros aspectos de la consolidación democrática en México es necesario mantener una disposición que está en vigor y otra que lo estuvo hasta 1928. Una Constitución es susceptible de ser modificada en su letra pero también en su forma de aplicación. A continuación se tratará de demostrar que, al no reformar el procedimiento para elegir al presidente, habiéndose empero producido un cambio en el sistema de partidos, se podrán obtener resultados más favorables

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para la consolidación democrática, que si se adoptaran enmiendas en esa materia, para establecer la doble vuelta electoral. Por otra parte, también se procurará demostrar que un cambio constitucional que consista en retomar una norma que ya estuvo en vigor, puede igualmente contribuir a consolidar la democracia en México. La reforma constitucional, entendida como la modificación de la organización y funcionamiento de los órganos del poder y de su relación con la sociedad, debe tener en cuenta los cambios operados en el entorno. La Constitución, en este sentido, tiene una vinculación directa con los procesos políticos, de suerte que el significado de la norma puede variar conforme se modifica el ámbito en el que se aplica. Como ha demostrado Peter Häberle, hay un nexo indisociable entre Constitución y cultura, de suerte que el comportamiento colectivo tiene una relevancia decisiva para establecer el alcance de las disposiciones constitucionales. II. E LECCIÓN DEL PRESIDENTE Con relación a este tema se ha planteado la posibilidad de elegir al presidente mediante mayoría absoluta. Este no es un problema que se hubiera planteado durante las décadas en que hubo un partido hegemónico. Pero una vez que la vida de los partidos cobró fuerza, especialmente a partir de las elecciones federales de 1988, el sistema electoral se ha ido haciendo progresivamente más competitivo. En estas condiciones es previsible que en algún momento el presidente sea elegido por mayoría simple. Actualmente varios de los sistemas presidenciales prevén la posibilidad de la doble vuelta. Así ocurre en las Constituciones de Argentina (artículos 94, 96, 97 y 98), Brasil (artículo 77), Colombia (artículo 190), Chile (artículo 26), Ecuador (artículo 165), Guatemala (artículo 184), Perú (artículo 111), y Uruguay (artículo 151). En el caso de Bolivia (artículo 90), si ninguna

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de las fórmulas para presidente y vicepresidente obtiene la mayoría absoluta, corresponde al Congreso, en votación verbal y nominal, elegir entre las dos más votadas. Por el contrario, las Constituciones de Costa Rica (artículo 133), El Salvador (artículo 151), Honduras (artículo 236), Nicaragua (artículo 146), Panamá (artículo 172), Paraguay (artículo 230) y República Dominicana (artículo 49) adoptan, como la mexicana (artículo 81), el sistema de mayoría relativa. En Chile todavía no se ha aplicado el mecanismo de la segunda vuelta, introducido por la Constitución de 1980, y que sustituyó al anteriormente previsto, que depositaba en el Congreso la decisión en el caso de que ningún candidato presidencial obtuviera la mayoría absoluta. En cambio, tanto en Brasil como en Perú sí se han llevado a cabo elecciones en segunda vuelta, con resultados adversos a la democracia. Arturo Valenzuela (p. 64), ha señalado acertadamente que los presidentes elegidos en segunda vuelta “pronto se olvidan de la posición minoritaria con que contaban en la primera vuelta y se ven a sí mismos como genuinos representantes de la voluntad popular”. Esa actitud, afirma también Valenzuela, acentúa la tensión entre los presidentes y los congresos, donde aquéllos no cuentan con un apoyo mayoritario. Ese fue el caso en Brasil. El presidente Fernando Collor de Melo resultó elegido en 1989 en la segunda vuelta, pero quedó con un apoyo parlamentario muy débil. Cuando se adoptó el sistema de doble vuelta se creía que estabilizaría la política brasileña (Afonso, p. 467), pero Bolívar Lamounier (“Parlamentarismo ...”, p. 127) señala que desde la campaña electoral se volvió “dramáticamente claro” que la elección en dos turnos, en un país con graves contrastes y tensiones sociales, “encierra riesgos considerables”. Veintidós candidatos participaron en la elección presidencial porque iban a la caza de una oportunidad política; la segunda vuelta se ofrecía como una opción de negociar, pero también como un peligro de dejar insatisfechas a fuerzas políticas importantes e incluso de no poder cumplir todas las promesas

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empeñadas. A Collor le ocurrió que sólo contó con una minoría, pero la falsa percepción de que disponía de la mayoría del electorado lo llevó a hostilizar al Congreso (Lamounier, Brasil & África do Sul, p. 51), en la idea de que su fuerza popular era real. Cuando estalló un escándalo que lo llevó al juicio político, nunca pensó que sería destituido del poder (Lamounier, “La reforma...”, pp. 233 y ss). En cuanto a Perú, el presidente Alberto Fujimori, también triunfante en la segunda vuelta e igualmente en minoría congresual, ante la resistencia del Congreso adoptó medidas drásticas, resolviendo, inconstitucionalmente, su disolución (McClintock, pp. 314 y ss.). El argumento de la mayoría absoluta obtenida en la segunda vuelta sirvió como pretexto para justificar el golpe de Estado. Por su parte, en Argentina se introdujeron algunos correctivos al principio de mayoría absoluta. Es un sistema “atenuado”, como apunta Natale (p. 120). En primer término (artículo 97) se establece que se proclamará triunfadora la fórmula de candidatos a la presidencia y vicepresidencia que obtenga más del 45% de la votación válida; en segundo lugar (artículo 98) se determina que también se reconocerá la victoria de la fórmula que alcance el 40% de la votación válida si, además, presenta una diferencia superior al 10% de los votos con relación a la planilla que le siga. Los argumentos centrales de este procedimiento se basan en la necesidad de contar con “el respaldo que permita gobernar y administrar los destinos de la nación” (Dromi, p. 319). La vocación plebiscitaria de este precepto es muy clara, y los efectos en el sistema presidencial argentino han nulificado algunas de las innovaciones más valiosas de la reforma constitucional de 1994. La Constitución argentina dispone (artículos 100 y ss.) la presencia de un jefe de gabinete de ministros. Sin embargo, la naturaleza plebiscitaria de la presidencia ha dejado un margen mínimo de acción a ese funcionario de nuevo cuño (Serna, pp. 164 y ss.). En otras circunstancias el jefe de gabinete habría desempeñado una función muy dinámica para asegurar una relación

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fluida con el Congreso, pero en virtud de la forma como se atribuye la mayoría al presidente las relaciones entre ambos órganos del poder han conservado la asimetría que caracterizaba a la Constitución de 1853. Sorprende, en ese sentido, que Raúl Alfonsín (pp. 179 y ss.) haya manifestado fuertes argumentos contra el sistema presidencial tradicional, y sin embargo apoyara sin reservas la doble vuelta, cuyas consecuencias seguramente no previó. En Colombia, Luis Carlos Sáchica (pp. 240 y ss.) y Henao Hidrón (p. 258) admiten que el sistema de doble vuelta fue tomado del constitucionalismo francés; el primero subraya, empero, que las condiciones políticas de ambos países son muy diferentes, y que “el primer ensayo colombiano de 1994 está dejando amargas lecciones”. Se está produciendo el fenómeno también presente en otros ámbitos: la apreciación distorsionada del poder de los presidentes; la segunda vuelta genera una ilusión política que no corresponde a la realidad. Es comprensible que en varios casos se haya adoptado el sistema de la doble vuelta precisamente porque el sistema presidencial tiene como eje la figura del jefe del órgano ejecutivo del poder. Como es natural, el mecanismo electoral de la doble vuelta tiene ventajas y desventajas. Entre las primeras se incluye la de ofrecer a los presidentes una base de aceptación popular que les permite adoptar una posición de fuerza política ante el Congreso en el caso de que allí carezcan de apoyo mayoritario. Entre los defectos de este sistema se ha apuntado que acentúa la fragmentación de los partidos, con todos sus inconvenientes, y que muchas veces la mayoría alcanzada por el candidato triunfador es artificial. En Francia la segunda vuelta fue introducida en 1962 mediante una reforma que promovió el presidente Charles de Gaulle. Conforme al texto original (artículos 6o. y 7o.) de la Constitución de 1958, el presidente era elegido por un colegio electoral compuesto por aproximadamente noventa mil personas (los integrantes de ambas cámaras, los consejeros generales de los departa-

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mentos, los integrantes de las asambleas ultramarinas y los representantes de los ayuntamientos). Esta fórmula correspondía al enunciado del general De Gaulle en su famoso discurso de Bayeux (Vanossi, p. 19) donde preconizaba que el jefe del Estado debía estar por encima de las pugnas de partido; de ahí la conveniencia de que lo eligiera un colegio electoral muy representativo pero no demasiado politizado (Luchaire, pp. 325 y ss.). La reforma a los artículos 6o. y 7o. de la Constitución francesa supuso un cambio radical en el enfoque original sustentado por el general presidente. La elección directa hacía inevitable la alta politización de la figura presidencial; de ahí que produjera “una tempestad política” (Decaumont, p. 146). Esta reforma influyó considerablemente en el constitucionalismo iberoamericano, sin que se haya tenido en cuenta que, aun cuando el electorado se ha visto obligado a ir a la segunda vuelta para elegir al presidente en las seis elecciones presidenciales que ha habido desde entonces, en cuatro ocasiones también ha optado por darle la mayoría parlamentaria a la oposición y ha forzado la integración de gabinetes de “cohabitación” (Thiébault, p. 99). El sistema presidencial norteamericano, por su parte, sigue consagrando formalmente la elección indirecta. Los constituyentes discutieron con amplitud acerca del mejor sistema para elegir presidente; advertían que estaban creando una figura política que tendría un enorme poder, y por eso rechazaron las tímidas propuestas que sugerían una elección popular (Gilson, pp. 132 y ss.), pero tampoco aceptaron las tesis que en un principio tuvieron mayor impacto: que la elección la hiciera el Congreso. Los constituyentes norteamericanos adoptaron una solución de compromiso, al establecer que los presidentes serían elegidos mediante un procedimiento de segundo grado, a través de electores. El sistema llevó un cierto tiempo para afinarse. Por eso Tocqueville (t. I, p. 133) advirtió que cada elección generaba “una época de crisis nacional”. Los electores planteaban dos

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problemas: uno, que ningún candidato tuviera mayoría; segundo, que no obedecieran el mandato popular, esto es, el de los electores en primer grado. El primer problema se resolvió mediante la enmienda constitucional número 12, de 1804. Se dispuso que cuando ningún candidato a la presidencia obtuviera la mayoría absoluta de los votos electorales, el Congreso debería elegir de entre los tres candidatos con mayor número de votos. El problema se presentó cuando, en 1800, Thomas Jefferson y Aaron Burr empataron con 73 votos electorales cada uno. La Cámara de Representantes tuvo que desempatar, y lo hizo en favor de Jefferson. El segundo problema también ha quedado resuelto, en beneficio de la independencia de los electores de segundo grado. Se planteó en 1948, cuando los electores demócratas de Alabama se negaron a votar por el candidato demócrata a la presidencia, y lo hicieron en cambio a favor del candidato del partido Dixiecrat. La Suprema Corte (Ray v. Blair, 1952) resolvió que los electores están en libertad de votar por el candidato que libremente decidan. El fenómeno se repitió en 1956 y en 1960 (Schwartz, t. II, p. 12). Paulatinamente se fueron resolviendo los problemas prácticos que resultan del sistema electoral americano. Por ejemplo, en tres ocasiones se ha registrado que un candidato obtiene mayor número de sufragios populares que de votos electorales. En 1825 se aplicó la 12a. enmienda, generando mucha inconformidad. John Q. Adams obtuvo la presidencia mediante una negociación política. Había conseguido sólo 84 votos electorales y 108,740 sufragios populares, frente a 99 votos y 153,544 sufragios de Andrew Jackson, pero el Congreso le dio 13 votos a Adams y sólo 7 a Jackson. El tercer candidato en discordia fue William Crawford, que obtuvo 41 votos electorales y 3 en el Congreso. Adams correspondió a Henry Clay, presidente de la Cámara, nombrándolo secretario de Estado (Pritchett, p. 385). Otros casos singulares se han registrado en 1877 y en 1889 (Durbin, p. 391). En el primero, Rutheford Hayes y Samuel Til-

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den protagonizaron uno de los más conspicuos casos de fraude electoral en la historia americana. Hayes obtuvo 185 votos electorales, frente a 184 de Tilden; pero éste consiguió 270,000 sufragios populares más. El Congreso se negó a dirimir el conflicto y las mutuas acusaciones de fraude, alegando carecer de competencia en este caso. La Corte ratificó la decisión del Congreso y Tilden aceptó la decisión que favorecía a Hayes para no generar “otra guerra civil”. El segundo caso fue menos complicado, porque en 1889 Benjamin Harrison obtuvo 233 votos electorales frente a 168 de Grover Cleveland, a pesar de que éste lo había superado en la votación popular. Cuatro años después Cleveland derrotó a Harrison. Como se puede ver, en el caso francés se ha compensado la elección plebiscitaria del presidente con un sistema que permite al electorado influir en la composición del gobierno a través de la mayoría que integre la Asamblea Nacional; en el caso americano se optó por eludir el enorme poder que resultaría para el presidente de contar con una fuente de legitimidad electoral semejante a la del Congreso. En ambos casos el sistema constitucional ha funcionado en favor de un mayor equilibrio entre los órganos del poder. Volvamos a México. En este caso hay una reflexión adicional: el sistema político, basado en buena medida en el orden constitucional, pero también en lo que acertadamente Jorge Carpizo ha caracterizado como las facultades metaconstitucionales de los presidentes (El presidencialismo.. ., pp. 190 y ss.), contiene elementos autoritarios que representan un obstáculo para la consolidación democrática. La naturaleza plebiscitaria de la elección presidencial ha sido utilizada como un argumento legitimador del presidencialismo mexicano. En tanto no sea superada esta fase del sistema presidencial, será muy difícil abrir un espacio razonable al Congreso. Desde mi punto de vista, el nivel de tensión entre la presidencia y el Congreso podrá disminuir en tanto que los presidentes se vean en la necesidad de llegar a acuerdos políticos con el

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Congreso; por el contrario, la idea de que disponen de una mayoría absoluta los podrá orientar al enfrentamiento. El peligro se multiplica si esa mayoría es conjetural, porque deriva de un sistema que la construyó artificialmente, como suele ocurrir cuando a los electores sólo se les ofrecen dos ineludibles opciones en la segunda vuelta. Un presidente, legatario de una tradición autoritaria, que se considere apoyado por una pluralidad de ciudadanos superior a la de cualquier fracción congresual, podrá verse tentado a seguir actuando conforme a un patrón de conducta que excluiría los acuerdos políticos propios de un sistema abierto. Una idea confusa de la legitimidad plebiscitaria podría condicionar negativamente la disposición presidencial para aceptar que sólo ejerce una parte del poder. Desde luego es necesario no exagerar en cuanto al supuesto ejercicio incondicionado del poder por parte de los presidentes. Aun cuando, según las épocas, han dispuesto de una considerable libertad de decisión y acción, también han tenido que aceptar los límites, no necesariamente perceptibles desde el exterior del poder, impuestos por la naturaleza misma de ese poder. En este sentido el testimonio de Miguel de la Madrid es de gran interés y utilidad para conocer una experiencia muy reciente que permite advertir el cúmulo de resistencias y reticencias a que debe hacer frente un presidente. En el caso mexicano también debe tenerse en cuenta que se han llevado a cabo varios procesos electorales en los estados, y que ya hay muchos gobernadores elegidos por mayoría relativa. Su capacidad de gobierno no se ha visto afectada, y en términos generales han tenido que echar mano del recurso político de la negociación cuando en el Congreso local han quedado en minoría. Un sistema democrático sólo se consolida cuando el poder arbitral queda en manos de los electores. En el caso que se plantea, este poder será tanto mayor cuanto menores oportunidades de ejercicio autoritario del poder tenga el presidente. De ahí que

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sea importante mantener el sistema de elección actual, que deja que la ciudadanía determine si le da la mayoría absoluta o solamente la relativa a un candidato a la presidencia. III. P ERIODO PRESIDENCIAL El 10 de octubre de 1927, más de dos años antes de que terminara el gobierno del general Plutarco Elías Calles, se confirmó que su sucesor sería el general Álvaro Obregón. En esa fecha, y después de largas semanas de deliberación, la mayoría de los miembros de la Cámara de Senadores presentó una iniciativa para reformar el artículo 83 constitucional y restablecer la fórmula gradual de reelección que Porfirio Díaz utilizó para mantenerse al poder: “El presidente entrará a ejercer su encargo el primero de diciembre; durará en él seis años y nunca podrá ser reelecto para el periodo inmediato”, decía el texto propuesto. Con una inusitada velocidad, tres días después se dio lectura al dictamen y, con dispensa de trámites, fue aprobado por unanimidad. En la Cámara de Diputados el asunto se ventiló con más prudencia, lo que originó que el 21 de noviembre un legislador interpelara a la comisión encargada de dictaminar la iniciativa, porque había transcurrido “aproximadamente un mes” desde la recepción de la minuta enviada por los senadores. Horas después la Segunda Comisión de Puntos Constitucionales presentaba el dictamen solicitado. Se argumentaba la necesidad de “dar la mayor estabilidad y firmeza a nuestras instituciones”, para lo cual resultaba indispensable permitir la reelección no sucesiva y la ampliación del periodo de gobierno a seis años. Según el dictamen, la Comisión exploró ampliamente “el sentir de la opinión pública en pro y en contra de tal reforma”. A Díaz lo había llevado a la presidencia el Plan de Tuxtepec de 1876 cuyo artículo 2o. establecía la no reelección del presidente de la República. Pero el 5 de mayo de 1878, apenas dos años después del pronunciamiento tuxtepecano, y a uno de haber

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asumido la presidencia, Díaz comenzó a preparar su largo itinerario gubernamental. La Constitución fue reformada para permitir la reelección presidencial discontinua. Así, Díaz terminó su primer periodo en 1880, y regresó al Palacio Nacional en 1884. Tres años más tarde, uno antes de concluir su segundo mandato, hizo reformar nuevamente la Constitución para admitir la reelección inmediata por una sola vez; pero en 1890 la reelección indeterminada volvió a la Constitución. Siguió, no obstante, el periodo presidencial de cuatro años. Un constitucionalista porfiriano (Eduardo Ruiz, p. 291) decía que cuatro años eran muchos para un mal presidente, pero eran pocos para uno bueno. Por eso, agregaba, había que permitir la reelección ilimitada. Sin embargo, a los setenta y cuatro años el viejo general ya no se quiso complicar la vida, ni siquiera con una campaña electoral pro forma, y una vez más hizo modificar la carta constitucional para que, a partir de 1904, el periodo fuera sexenal. Años después la Constitución queretana regresó a lo que había sido la constante del sistema mexicano: cuatro años para los presidentes, y agregó la prohibición absoluta de reelección. Como ya se dijo, en 1927 se adoptó una reforma análoga a la de 1878, y en 1928 otra semejante a la de 1904: reelección no sucesiva y periodo de seis años. En 1933 se retornó a la prohibición absoluta de reelección presidencial, pero desde hace ya setenta y un años subsiste el periodo de seis años para los presidentes. El ya mencionado dictamen de los diputados que justificó la ampliación del periodo presidencial a seis años decía: “cada vez que se inician los trabajos para la renovación del poder ejecutivo federal, surge el fantasma de una nueva revuelta”. Este singular texto reconocía que era necesario ampliar a seis años el periodo para que los presidentes tuvieran tiempo de aprender a gobernar, pues “nuestro sistema político no es tan coordinado que pueda suministrar una educación suficiente a los aspirantes a la presidencia”. El mismo documento aseguraba que sólo seis años per-

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mitirían “que el ciudadano que ocupe el cargo de presidente tenga tiempo de desarrollar su programa de gobierno y realizarlo siquiera en parte”. Así, las razones que el Congreso consideró para adoptar el periodo sexenal, y acerca de las cuales se explayaron diputados y senadores, fueron esencialmente tres: evitar la agitación política, compensar la falta de preparación de los aspirantes a gobernar y dejar que los presidentes tuvieran tiempo para cumplir con “su” programa, “siquiera en parte”. Fue en ese momento del debate en la Cámara de Diputados cuando Antonio Díaz Soto y Gama planteó en la tribuna la doctrina del caudillismo mexicano: “a lo que se llama despectivamente caudillo en nuestra jerga latinoamericana, se le llama estadista en Europa”, dijo, mientras que Vicente Lombardo Toledano reconoció que la reforma implicaba una prevaricación, pero que por encima de todo estaba la paz social del país. Lombardo, con la intuición histórica que lo caracterizó, dio sus razones “para que queden en el diario oficial del Parlamento todos los motivos que se tuvieron en cuenta para reformar la Constitución”. Y apuntó también una pregunta: ¿por cuánto tiempo el sexenio presidencial? “Por el necesario para que surja la paz en nuestro país”, contestó. En cuanto a los estados, se siguió el mismo camino. El presidente Manuel Ávila Camacho inició una reforma constitucional para establecer que “los gobernadores de los estados no podrán durar en su encargo más de seis años”. La reforma, propuesta en diciembre de 1940, fue aprobada por unanimidad en ambas cámaras; entró en vigor en enero de 1943. Rápidamente las Constituciones locales adoptaron el periodo sexenal. Al entrar al siglo XXI es justo que nos preguntemos si son valederas las razones de 1928. Veámoslas. Primera. Garantizar la paz . En este punto no es necesario argumentar. Si en los años veinte la proximidad de los procesos electorales generaba episodios de violencia, en los años por venir la lejanía entre esos procesos hará que las insatisfacciones pro-

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pias de una sociedad plural, muy informada y crecientemente politizada, se traduzcan en efervescencia e inestabilidad. La medida estabilizadora de los veinte puede ser fuente de inquietud y malestar del 2000 en adelante. Las fuerzas políticas requieren de oportunidades frecuentes para expresarse. Los ciudadanos de hoy ya no están prestos a empuñar las armas por discrepancias políticas como en los veinte, pero tampoco se resignan al prolongado y monótono estiaje cívico que trajo consigo la hegemonía de un solo partido. Segunda. Preparar a los presidentes . Mal andaríamos si a estas alturas de la historia todavía tuviéramos que reconocer, como en 1928, que los aspirantes a la presidencia carecen de preparación para gobernar, y que es necesario darles, a nuestra costa, un periodo de aprendizaje. En una ocasión un inteligente amigo me dijo que hay momentos de la vida en que ya no es cuestión de leer, sino de haber leído. Si alguien pretende aprender a gobernar, gobernando, según el viejo principio pedagógico de “aprender haciendo”, mal estará él y peor estaremos los ciudadanos que lo elijamos. Si así ocurriera simplemente querría decir que no estamos hechos para la democracia. Tercera. Tiempo para cumplir con el programa. Esta es una reminiscencia del caudillismo. Cuando los programas son de los individuos y no de los partidos que los llevan al poder, entonces hay que tener a los hombres mucho tiempo en el poder; así se explicaron a sí mismos todos los dictadores de la historia. En una autocracia el caudillo es el programa; pero en una democracia se supone que el programa lo dicta la ciudadanía a través del partido por el que vota. Sustentar que los presidentes deben disponer de tiempo para cumplir con “su” programa, es equivalente a negar la posibilidad de que los partidos se conviertan en los verdaderos articuladores de las acciones políticas colectivas; es seguir instalados en el viejo caudillismo para el que, en última instancia, tampoco seis años son suficientes. La extrema personalización del poder que implica darle tiempo a un individuo para que desarrolle “su” programa es hacernos todos

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a un lado y dejarle, durante seis años, el poder absoluto a un señor para que lleve a cabo, él solo, lo que sólo él quiere. A partir de diciembre del 2000 nos aguarda un periodo presidencial muy complicado. El alto grado de tensión política generado por un sistema electoral y de partidos muy competitivo, generará antagonismos difíciles de absorber con rapidez. Los niveles de encono podrían disminuir si, en lugar de esperar hasta 2006 para un nuevo proceso electoral presidencial, pudiéramos pensar en plazos más breves. Este tema hay que analizarlo de manera responsable y seria. Por eso es conveniente revisar, a partir del 2000, la duración del periodo presidencial en México. La razón es que, como se ha dicho, ninguna de las causas que justificaron extender el periodo de cuatro a seis años, en 1928, subsiste. Por el contrario, en las condiciones cada día más competitivas de una democracia en proceso de consolidación, el periodo sexenal puede endurecer la vida política del país, al aumentar los niveles de tensión y antagonismo. Quienes preconizan la conveniencia de adoptar el sistema parlamentario en América Latina señalan que una de sus más importantes ventajas consiste en que los jefes de gobierno carecen de periodos fijos. Esta circunstancia permite modificar la composición del gobierno, según los electores deseen ratificar o rectificar el rumbo de la política y evita uno de los factores de rigidez del presidencialismo (Linz, t. I, pp. 37 y ss.). Hay otro aspecto positivo del parlamentarismo, también señalado por Linz, y consiste en que a diferencia del sistema presidencial, en el parlamentario el jefe de gobierno no ocupa, por sí solo, todo el espectro del Poder Ejecutivo. En cambio, el triunfo en una elección presidencial genera una tendencia a “tomarlo todo”: el poder que resulta del ejercicio del gobierno queda en manos del presidente y de su grupo. Es cierto que ese fenómeno de concentración del poder se acentúa en el sistema presidencial, pero para resolverlo se han adoptado medidas que, sin desnaturalizar el sistema, permiten que haya

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un jefe de gabinete que cuente, al menos para su investidura, con la confianza del Congreso. Este aspecto, sin embargo, no lo abordo aquí, porque me interesa centrar los argumentos en la duración del periodo presidencial. Dejo, sólo, constancia de las agudas observaciones de Linz, que deben tenerse en cuenta para estructurar un sistema presidencial que permita potenciar sus ventajas y atenuar sus deficiencias. A diferencia del sistema parlamentario, en el que es posible convocar a elecciones antes de que se agote el periodo de una legislatura, el sistema presidencial es rígido en cuanto al tiempo que debe durar un gobierno. Si los electores se equivocan o los candidatos los engañan, una vez realizada una elección no queda más remedio que esperar hasta la siguiente, para la que transcurren varios años. Entre tanto, los ciudadanos y los partidos no tienen recursos para remediar su inconformidad, porque no hay moción de censura. Los gobiernos, a su vez, si se topan con un Congreso adverso, tampoco pueden disolverlo y convocar nuevos comicios. La política entra en un proceso de rigidez que endurece las posiciones y acentúa la animosidad entre las partes. Como no es viable acudir a los ciudadanos para dirimir las diferencias, no queda otra opción que el encuentro frontal entre oponentes, ni otro recurso que intentar recíprocamente la paralización o incluso la anulación política. Por eso, consideran algunos, el sistema parlamentario ofrece mayores y mejores posibilidades de estabilidad política, en tanto que es más flexible y poroso frente a las demandas que en cada momento plantea el ejercicio del poder. No comparto totalmente ese punto de vista de los parlamentaristas, y estoy convencido de que un sistema presidencial también puede hacerse más sensible a los reclamos de entendimiento político si, además de darle funciones específicas al gabinete y contar con un jefe del propio gabinete, ratificado por el Congreso, se permite que los procesos electorales se lleven a cabo con mayor frecuencia.

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Esto será especialmente importante a partir de las próximas elecciones, porque todo augura que se alcanzará un alto grado de enrarecimiento del ambiente político, y que las fricciones que se producirán en el proceso que ya está en marcha dejarán cicatrices profundas. En los próximos años será indispensable una gran destreza por parte de los agentes políticos para evitar colisiones que pongan en riesgo la vida institucional del país; también será necesaria una gran imaginación política y constitucional para adoptar instituciones flexibles, controlables y funcionales, que garanticen eficacia gubernamental, estabilidad política, libertades públicas y responsabilidad en el ejercicio del poder. El periodo presidencial de seis años a partir del 2000 resulta excesivamente largo para canalizar y atenuar las presiones y tensiones de una política que muy probablemente alcanzará niveles de crispación en los próximos meses y años. Ese periodo presenta además otro problema: obliga a que se lleve a cabo una elección intermedia para renovar la Cámara de Diputados, con el riesgo que ya hemos vivido de que se configuren mayorías diferentes en los distintos órganos de gobierno. Las consecuencias de este fenómeno político no siempre son fáciles de absorber por un sistema constitucional que no prevea semejante contingencia ni tenga la flexibilidad del norteamericano. Un periodo más breve, por ejemplo de cuatro años, permitiría que los diputados, senadores y presidente de la República fueran elegidos simultáneamente en todos los casos, evitando así la elección intermedia. La aparente inquietación política que surgiría con motivo de elecciones presidenciales más próximas entre sí, se vería compensada por dos hechos importantes: evitar una elección intermedia para el Congreso, y disminuir el grado de virulencia entre los contendientes. El periodo sexenal que establece la Constitución mexicana sólo es practicado en América Latina por Chile. Los demás países han optado por cinco años (Bolivia, El Salvador, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela) o por cuatro

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(Argentina, Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, Honduras y República Dominicana). Como se ve, están igualadas las tendencias de cinco y cuatro años. En seis de esos casos la prohibición de reelección es absoluta; y en los restantes se admite sólo de manera discontinua o sucesiva por una sola vez. Desde luego, en el caso mexicano la reelección debe descartarse para siempre, aun cuando se reduzca el periodo presidencial. Hay un caso interesante que vale la pena mencionar. La Constitución francesa, muchas de cuyas instituciones han resultado atractivas para el constitucionalismo contemporáneo, establece un periodo presidencial de siete años. Este aspecto fue largamente discutido en la comisión redactora, y se adoptó por una razón comprensible: el sistema francés incluye, además del presidente, un primer ministro. El presidente francés tiene más facultades que los jefes de Estado de los sistemas parlamentarios, pero menos que los jefes de Estado y gobierno de los sistemas presidenciales. En todo caso, la presencia del primer ministro llevó a aceptar la excesiva duración del mandato presidencial. Eso no obstante, en 1973 el presidente Georges Pompidou (Conac, p. 60) presentó un proyecto para reducir el mandato a cinco años. Abundó en razones relativas a la mayor estabilidad del sistema, que contaron con el apoyo de la oposición, excepto la encabezada por François Miterrand. Éste en realidad no se opuso a la reducción del periodo presidencial, pero sí a darle una carta de triunfo a su adversario Pompidou. A la muerte de Pompidou, Valéry Giscard d’Estaing hizo campaña apoyando la idea de la disminución, pero una vez instalado en la presidencia prefirió no sacrificar dos años del mandato conseguido. Ahora, algunos líderes socialistas, como Laurent Fabius, consideran que Miterrand se equivocó al bloquear el proyecto de Pompidou, y que las cohabitaciones que se vio obligado a iniciar con la oposición habrían podido evitarse si el periodo presidencial hubiese sido más breve (Conac, p. 63). Por esta razón el primer ministro Lionel Jospin impulsó de nueva cuenta la reforma para reducir el periodo presidencial, encontrando esta vez amplio apoyo po-

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pular (en junio de 2000 una encuesta lo estimaba en el 56%) y, por consiguiente, el presidente Jacques Chirac decidió que se convocara a un referéndum, mismo que se llevó al cabo el 24 de septiembre de 2000 y del cual resultó favorable para la reducción del periodo de siete a cinco años. En Estados Unidos el tema también fue discutido. Arthur M. Schlesinger (pp. 367 y ss.) señala que los presidentes Lyndon Johnson y Richard Nixon formularon propuestas en el sentido de establecer un periodo presidencial de seis años sin reelección. Algunos senadores suscribieron la idea, y se llegó a integrar una Comisión para la Reforma Electoral Federal. Durante el siglo XIX esta tesis también había contado entre sus partidarios a Andrew Jackson y Andrew Johnson, quienes abogaban por un periodo de cuatro años sin reelección; Rutheford Hayes, quien lo sugería de seis, también por una sola ocasión, y William H. Taft, quien lo prefería de siete años. Los argumentos en Estados Unidos se centraban en la conveniencia de fortalecer la independencia de los presidentes ante el Congreso. En la medida que se extendiera el periodo de su mandato —y que no tuvieran la posibilidad de ser reelegidos— podrían actuar con mayor independencia. No tendrían que condicionar su actuación a las posibilidades de ser reelegidos y dispondrían, por lo mismo, de un más amplio margen de decisión. Estas consideraciones se producían como respuesta a relaciones de tirantez con el Congreso. Las razones (Schlesinger, p. 369) por las que fue desechado el proyecto, en los años 70, son dignas de tenerse en cuenta: seis años en la segunda mitad del siglo XX equivalen a los cambios que se daban en una generación durante la primera mitad del siglo XIX, y en vista de que esa velocidad se irá acelerando, Estados Unidos no puede poner en el poder a una administración que dure tanto tiempo y que impida adoptar soluciones frescas para problemas nuevos.

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IV. C ONCLUSIÓN La cuestión aquí planteada está en una dimensión muy sencilla: la visión de Estado obligará a pensar en la estabilidad de las instituciones; la visión de gobierno llevará a pensar en el ejercicio prolongado del poder. Ahí estará el dilema. La consolidación democrática de México requiere adecuaciones constitucionales importantes. La reducción del periodo presidencial y la elección en una vuelta son sólo una parte de ellas. Por sí mismas no serán suficientes; será necesaria la introducción de otras medidas capaces de generar una sinergia institucional que consolide la democracia constitucional. Un aspecto que también debe considerarse es auspiciar la adopción de modificaciones análogas en los estados de la Federación. La evolución constitucional debe llevarse a cabo conforme a un patrón mínimo de simetría, para no dejar en el sistema constitucional residuos del sistema presidencial plebiscitario que afecten el comportamiento general de las instituciones. No se trata, como resulta obvio, de modificaciones que puedan adoptarse sin un intenso debate previo y sin quedar sujetos a los normales procesos de ajuste que todo cambio institucional trae aparejado. Es menester advertir que durante largas décadas se ha ido fraguando una cultura política que acepta como un hecho inmutable una presidencia con poderes omnímodos; frente a esa cultura se identifican hoy manifestaciones crecientes de rechazo que en todo caso están dispuestas a admitir soluciones institucionales razonables. Los remedios constitucionales están a la mano.

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Renovación constitucional o retroceso institucional . . . I. La soberanía y el Estado II. Una nueva Constitución I II. Reforma constitucional

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1. Reducir el periodo presidencial . . . . . . . . . 179 2. Definir las facultades del gabinete . . . . . . . 180 3. Establecer la figura de jefe del gabinete . . . . 182 4. Garantizar la neutralidad de la administración . 182 5. Garantizar la independencia de los legisladores 183 6. Garantizar la eficacia del Congreso 185 7. Garantizar la democracia interna en los partidos políticos 185 .

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IV. Positividad de la Constitución V. Consideraciones finales .

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RENOVACIÓN CONSTITUCIONAL O RETROCESO INSTITUCIONAL * El debate sobre la Constitución es una invitación a plantear qué país queremos. La Constitución es el estatuto del poder, y en este sentido es también la carta de organización social. Esto, porque el eje del poder es el pueblo, titular de la soberanía. De acuerdo con este criterio formularé algunas reflexiones en torno a nuestra norma suprema. I. LA SOBERANÍA Y EL E STADO Una peculiar forma de entender al Estado contemporáneo lo quiere ver con una soberanía disminuida. El discurso, repetido mecánicamente, de la globalidad, corresponde a una aparente forma de cosmopolitismo y encubre, en la realidad, una nueva forma de subordinación. La llamada globalidad es, en realidad, un eufemismo que no deja ver con claridad las grandes asimetrías que se producen en el mundo. Lo importante para nosotros es que el discurso en favor de la globalidad involucra un llamado a la renuncia de la soberanía. El espejismo de que se han borrado las fronteras comerciales entre todos los Estados del orbe, y que este proceso debe ir acompañado de la dilusión de las fronteras jurídicas y políticas, hacer ver a la soberanía como un estorbo. Para superar el inconveniente de la soberanía se propone limitar sus efectos. No se advierte que hay conceptos que no admiten términos intermedios porque pierden su significado. La * Incluido en VV. AA., Hacia una nueva constitucionalidad, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1999. 175

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soberanía es una potestad originaria e intransferible; si pierde sus alcances deja de ser soberanía. Lo importante del concepto de soberanía es que, además de fundar la independencia de los Estados nacionales es el basamento de las democracias. Si no aceptáramos, así sea como una ficción jurídica, la existencia de la soberanía popular, ¿cómo podríamos explicar la democracia? En la medida en que se argumente a favor de restringir la soberanía, se abunda en razones adversas a la democracia. Así, de manera imperceptible se van minando las bases de las democracias porque se pretende disminuir el papel de la soberanía en el mundo de la “globalidad”. La primera reflexión, por tanto, es que cualquiera que sea la determinación que se toma respecto de la Constitución, se tiene que partir de la afirmación radical de la soberanía. II. UNA NUEVA C ONSTITUCIÓN Quienes postulan la necesidad de una nueva Constitución lo hacen aduciendo varios argumentos: establecer un texto que supere las contradicciones, omisiones y duplicaciones de nuestra actual norma suprema; definir un nuevo arreglo del poder, que permita la consolidación democrática, y restablecer el sentido de adhesión a la Constitución, que se fue perdiendo merced a las incesantes reformas a que ha sido sometida desde 1921. En principio los argumentos resultan convincentes si no fuera por dos razones: una, que todo lo que se propone alcanzar con una nueva Constitución es posible mediante reformas a la carta de Querétaro; otra, porque es mucho más sencillo llegar a acuerdos sobre temas específicos de la Constitución, que ponernos de acuerdo en el contenido completo de una nueva. Sólo existen dos vías para adoptar una Constitución: la imposición o el acuerdo. La imposición puede provenir de un sujeto o grupo, o de una mayoría. Cuantitativamente son formas dis-

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tintas, pero cualitativamente se trata de un acto en el que unos pocos o unos muchos se imponen a los demás. Este proceso es típico de los actos revolucionarios o de los golpes autoritarios. La segunda vía es la del acuerdo. Corresponde a la forma de adopción constitucional de las democracias contemporáneas. Son pocas las normas supremas de la segunda posguerra que han sido adoptadas de manera impositiva. Una de ellas, la Constitución francesa, fue prácticamente dictada por el general Charles de Gaulle, con el apoyo de un distinguido grupo de juristas y políticos, que entendieron la necesidad de salvar a Francia del precipicio al que la llevaban las tensiones con los militares, con las colonias y entre los partidos políticos franceses. Cuando De Gaulle pidió facultades para ejercer la dictadura comisoria en el más puro sentido romano, porque para aceptar el poder puso como condición que la Asamblea Nacional cesara en sus funciones por seis meses, también requirió poderes para formular un proyecto de Constitución y someterlo a la aprobación por la vía del referéndum. Para la Francia de 1958 no había otra opción que aceptar los términos de De Gaulle. Las posibilidades de un acuerdo político estaban agotadas porque el país vivía en franca ebullición política, el gobierno había perdido la capacidad de conducir la política, los partidos habían alcanzado el nivel máximo de polarización y los militares, desde Argelia, esperaban el momento de hacer sentir su fuerza. El ejemplo francés ilustra lo que ocurre cuando se cae en situaciones de ingobernabilidad. En México es posible que lleguemos a algunos acuerdos de reforma constitucional, pero veo muy improbable que podamos ponernos de acuerdo para formular un texto completo. Si entráramos en la dinámica de acuerdos o desacuerdos totales, lo más probable es que quedáramos entrampados por las rivalidades y la intransigencia, y que, andando el tiempo, se hiciera necesario, con el beneplácito popular, que alguien o algunos impusieran su propia decisión.

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¿Vale la pena poner en riesgo las posibilidades reales de cambio democrático en el país? Si ese cambio sólo fuera posible con una Constitución nueva, seguramente todos asumiríamos el riesgo; pero si existen otras vías de alcanzar los mismos resultados, y con mayores posibilidades de éxito, ¿qué caso tiene ir por el camino más largo, más estrecho y más peligroso? III. REFORMA CONSTITUCIONAL La consolidación democrática en México sólo será posible mediante una profunda reforma que comprenda dos aspectos: un nuevo pacto social y un nuevo equilibrio institucional. El nuevo pacto deberá incluir una serie de derechos individuales y sociales que complementen los que actualmente contiene la Constitución. Entre éstos deben ser considerados: los derechos de los niños, de los jóvenes y de los ancianos; los derechos de los disminuidos; los derechos del consumidor; el derecho a la intimidad. No se trata de sobrecargar al Estado con responsabilidades adicionales a las que hoy existen, para integrar un catálogo más amplio de prestaciones sociales incumplidas. Es necesario que se tenga conciencia de que el país ha experimentado un retroceso en las condiciones de vida de la mayoría y que es indispensable aplicar correctivos a través de un compromiso que involucre a todos los agentes políticos. El Estado mexicano, por otra parte, no puede seguir una ruta de indiferencia ni de ineficacia en la atención de las demandas de bienestar colectivo. La consolidación de la democracia exige la edificación y de una nueva estructura de derechos fundamentales. No puede pensarse en una democracia sin compromiso. El nuevo equilibrio institucional supone que la organización y el funcionamiento de los órganos del poder contemple que las acciones del Estado sean predecibles, verificables, controlables y eficaces. Las garantías individuales y sociales deben quedar a resguardo de actos inconstitucionales, ilegales y arbitrarios. Ade-

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más, los individuos y la sociedad tienen derecho a que los órganos del poder cumplan con su cometido, y que las disposiciones de verificación y control no entorpezcan recíprocamente su funcionamiento. Para alcanzar esos objetivos se propone: 1. Reducir el periodo presidencial Con relación a la duración del periodo presidencial se ha desarrollado una especie de tabú. Por mi parte abordo este tema considerando los efectos del periodo presidencial hacia el futuro; nada tiene que ver con el presente ni con el pasado. Como bien se sabe, el texto original de la Constitución establecía un periodo de cuatro años para el presidente, pero una reforma de 1928 lo amplió a la duración sexenal actualmente en vigor. Las razones que se adujeron en aquella época eran muy comprensibles: cada vez que se acercaba la sucesión presidencial, la política nacional alcanzaba niveles extremos de tensión. Así ocurrió a partir de la sucesión de Venustiano Carranza, de trágicas consecuencias. La ampliación del periodo presidencial obedeció a causas muy precisas y propias de un momento histórico. La prioridad era la paz, no la democracia; se aspiraba a inhibir la inquietud que, acompañada por la presencia de las armas, daba resultados muy negativos para la vida del país. Setenta años después tenemos que preguntarnos si las condiciones siguen haciendo recomendable el periodo sexenal, y en mi opinión lo que ahora puede llegar a producir es lo que en 1928 se quiso evitar: inquietud. Paralela a la ampliación del periodo presidencial se produjo la fundación del Partido Nacional Revolucionario. Fueron medidas convergentes destinadas a reforzar el poder del presidente. El eje de esas decisiones constitucionales y políticas residía en la limitación, al máximo posible, de los efectos de la lucha política. Se iba exactamente en sentido opuesto a lo que hoy se pretende: ampliar los márgenes de la vida plural.

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Un periodo sexenal generará progresivamente mayores tensiones con una vida política competitiva, porque ésta entre otras cosas implica la posibilidad de que haya en el Congreso una mayoría diferente a la que representa el titular del Ejecutivo. La vuelta al cuatrienio permitiría eliminar las elecciones intermedias, ampliando en un año la duración del periodo de los diputados y acortando en dos el de los senadores. Habría así mayores posibilidades de homogeneidad en la composición de las fuerzas políticas. Aún más: la frecuencia de los procesos electorales lejos de producir las tensiones que generó en los años veinte, las reduciría, al funcionar como vías de canalización de expectativas o de inconformidades. Los partidarios del sistema parlamentario señalan, entre sus ventajas, la circunstancia de que el jefe del gobierno no necesariamente esté designado por un periodo fijo. Si la mayoría cambia en el Parlamento, cambia el gobierno también. Ésta, que es una de las mejores contribuciones a la estabilidad política que ofrece el sistema parlamentario, se puede alcanzar en un sistema presidencial si el periodo se abrevia y no hay reelección. El argumento de que un periodo breve impide realizar una obra de gobierno completa, es una simple reiteración de la naturaleza caudillista del sistema presidencial que la Constitución y la costumbre política fueron construyendo. Es un eco de una etapa en que no había partidos políticos. Los programas deben corresponder a los partidos y no a un solo hombre; y los partidos deben impulsar las acciones correspondientes a los programas desde la presidencia, el gabinete y el Congreso, por igual. Si el programa depende de la presencia de un solo hombre, la democracia sale sobrando. 2. Definir las facultades del gabinete La democracia exige que las responsabilidades de gobernar se ejerzan de manera menos concentrada. Para este objeto será conveniente establecer, constitucionalmente, las facultades del

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gabinete. No basta que la Ley de Secretarías determine las funciones de las dependencias del Ejecutivo y del funcionamiento colectivo de sus titulares; lo que representará un cambio eficaz será que la Constitución fije las atribuciones del gabinete en su conjunto y precise la relación que deba existir entre los ministros y el Congreso. En ese sentido será importante que las nuevas relaciones entre los órganos del poder obliguen a los miembros del gabinete a una mayor proximidad con el Congreso, para atender con regularidad sus preguntas e interpelaciones. La llamada separación de poderes garantiza un ámbito competencial exclusivo para cada órgano del poder, pero no debe utilizarse como pretexto para sustraer a quienes gobiernan del control de los representantes de la nación. Pedir informes y exigir cuentas, sistemáticamente, no significa invadir competencias. Esa confusión ha dado origen a que se considere que no puede darse un sistema de controles más estricto, y una comunicación más asidua entre el Congreso y el gobierno. La presencia de un gabinete permitiría superar una distancia política entre ambos órganos del poder que, de mantenerse, dificultaría la consolidación democrática en México. La presencia sistemática y frecuente de los miembros de gabinete en el Congreso fortalecería al propio gabinete porque le daría mayor autoridad política al mostrar públicamente cómo ejerce sus funciones; eliminaría la política del silencio que como estilo personal a veces adoptan los secretarios, haciendo de la vida pública un proceso privado; obligaría a integrar el gabinete con personalidades capaces de resistir con éxito los planteamientos de los partidos políticos; permitiría que la sociedad se sintiera mejor representada y sus problemas mejor atendidos; auspiciaría la vida más intensa de las instituciones, sin perjuicio de multiplicar un nuevo estilo de liderazgo político.

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3. Establecer la figura de jefe del gabinete Como decisión complementaria de la anterior, considero conveniente que exista un jefe del gabinete cuyo nombramiento por el presidente sea ratificado por el Congreso. Esto no supone que haya la posibilidad de una moción de censura. No es cuestión de debatir si en un sistema presidencial puede no haber censura, sino simplemente de constatar que ahí donde la censura existe tiende a formarse una relación clientelar entre los miembros del gobierno y del Congreso, cifrada en un intercambio de votos por favores administrativos. La presencia de un jefe de gabinete permitiría separar algunas de las funciones de gobierno y de Estado, en beneficio de un mejor control de las tareas públicas. También ofrecería al presidente la ventaja de contar con un responsable de la conducción cotidiana de la administración que, además, tendría el encargo de explicar e instrumentar las decisiones políticas del gobierno. 4. Garantizar la neutralidad de la administración Uno de los factores que endurecen la lucha política es involucrar en ella a los funcionarios públicos. Cuando esto ocurre, como ha sido hasta ahora el caso de México, una parte de la actividad política se traduce en las ambiciones personales de empleo. Adicionalmente, el peligro de que la administración intervenga en política ha obligado a adoptar severas sanciones penales para quienes utilicen recursos o tiempo de trabajo en labores de proselitismo político. En el futuro lo que habrá que hacer es superar la amenaza del castigo por medio de un servicio civil eficaz, altamente profesional y competitivo, que represente una garantía de la neutralidad política de la burocracia. Un servicio civil de esa naturaleza produciría un efecto adicional: la sociedad no vería con reticencia un cambio en la titularidad de los órganos de gobierno, porque sabría que quien-

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quiera que la desempeñara contaría con el apoyo de un cuerpo administrativo experimentado. La resistencia al cambio tendería a disminuir, y otro tanto ocurriría con la polarización en el enfrentamiento entre los partidos. 5. Garantizar la independencia de los legisladores La consolidación democrática exige que el Congreso cuente con las mayores garantías para el ejercicio independiente, responsable y eficaz de su tareas, particularmente las que conciernen al control político del gobierno. En este sentido ya se cuenta con uno de los elementos de garantía para que el trabajo se lleve a cabo en esa forma: el sistema electoral vigente. Está haciéndose frecuente escuchar planteamientos en el sentido de reducir el número de diputados, e incluso de modificar el sistema electoral existente para adoptar uno de representación proporcional exclusivamente. Contra esas opiniones, considero que el actual sistema es el más adecuado por las siguientes razones: la combinación del sistema mayoritario en trescientos distritos uninominales, y la elección de doscientos diputados conforme al principio de representación proporcional, permite alcanzar resultados prácticos muy semejantes a los que se tendrían con un sistema proporcional general. Pero el sistema en vigor ofrece una ventaja de la que carecen los sistemas proporcionales: cierta independencia de los legisladores con relación al aparato directivo de los partidos. Cuando las dirigencias de los diferentes partidos tienen a su disposición la formulación de las listas de candidatos y la determinación del orden en que éstos deban figurar, su poder hegemónico aumenta desmesuradamente. En las condiciones actuales ese poder lo tienen pero sólo con relación a una parte de las candidaturas; en cuanto a las de mayoría se encuentran parcialmente limitados por la fuerza electoral de los propios aspirantes a las candidaturas. Para ampliar esta garantía, como veremos

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adelante, es indispensable asegurar la democracia interna en los partidos. Ahora bien, un segundo factor que contribuye a la independencia de los legisladores es su posibilidad de reelección inmediata. Aunque siempre deberán mantener niveles elevados de lealtad a su partido, porque de otra suerte la lucha política democrática se desnaturaliza, también es importante que cada legislador elegido en los distritos uninominales pueda desarrollar una intensa relación con sus electores y convertirse en un aportante de apoyos para su partido. Cuando el éxito electoral de un partido depende en cierta medida de la capacidad y popularidad de un candidato, y no es el candidato quien depende del aparato de organización y control del partido, la democracia se consolida. La reelección de diputados y de senadores no fue controvertida durante el Constituyente de Querétaro. Fue merced a una reforma antidemocrática adoptada en 1933 que la reelección inmediata fue sustituida por la posible reelección discontinua. De esa forma se embarneció el sistema presidencial mexicano, en perjuicio de la autonomía del partido político dominante y del Congreso. En su momento esa reforma pudo tener como explicación privilegiar la estabilización política del país; pero en la nuestra no pasa de ser un obstáculo más para la consolidación de la democracia. La reelección sucesiva de los legisladores permite invertir el polo de las lealtades políticas, transfiriéndolo de la cúspide directiva a la base electoral. No se trata sólo de ofrecer al legislador experiencia técnica, sino de darle una base electoral consistente y una presencia de mayor influencia en la vida interna de su partido. En estas condiciones también aumentan sus posibilidades de desempeñar un papel más activo en el proceso de control político que corresponde al Congreso. Desde luego, no hay ninguna decisión política que carezca de inconvenientes. En política las panaceas universales no existen. Lo importante es saber y poder obtener los mejores resultados de una decisión y evitar sus más elevados costos. En el

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caso de la reelección sucesiva de los legisladores habrá que fijar una duración ininterrumpida máxima, de suerte que no caigan en la rutina, con sus secuelas de corrupción, ni conviertan sus distritos en pequeños cacicazgos. En este sentido una duración de doce años ininterrumpidos parece recomendable. 6. Garantizar la eficacia del Congreso Además de garantizar hasta donde esto es posible la independencia de los legisladores, hay que dotarlos de los instrumentos adecuados para el desempeño técnico de sus responsabilidades. La acción política es directa e intransferible; pero las decisiones técnicas, y la instrumentación misma de diversas funciones políticas, requieren de un cuerpo de apoyo experimentado, profesional, estable y de alta capacidad. Debe adoptarse un servicio civil del Congreso que auxilie a los legisladores en las tareas legislativas propiamente dichas, en las presupuestarias y en las de control político. La posibilidad de ejercer un control efectivo sobre el gobierno no está relacionada con actitudes airadas ni con improvisaciones más o menos afortunadas, sino con el manejo de información y análisis adecuados, que puede generar un grupo adecuadamente preparado. 7. Garantizar la democracia interna en los partidos políticos La democracia interna en los partidos debe ser garantizada por la Constitución. De acuerdo con nuestra carta suprema los partidos son entidades de interés público, y representan el más importante instrumento en cuanto a la consolidación de la democracia. Sin partidos políticos en ninguna parte es posible construir un sistema constitucional democrático que funcione. Se hace indispensable que la Constitución determine la responsabilidad de funcionamiento democrático de los partidos. A manera de ejemplo puede mencionarse el caso de las precam-

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pañas electorales. La legislación, con fundamento en las prerrogativas de los partidos que la Constitución establece, fija los límites de gasto que los partidos pueden realizar, y además los supervisa. Pero en el caso de las precampañas, o sea de las actividades electorales realizadas con anterioridad a los periodos legalmente determinados, no existe regulación alguna. En estos términos es posible que en cada partido un número indeterminado de personas realicen acciones de proselitismo sin tenerse que sujetar a ningún tipo de regulación. Además de evitar los daños que de ahí pueden resultar para los procesos democráticos, es necesario que también se adopten otras medidas que confieran a los miembros de cada partido un mínimo de seguridades en cuanto a que en la vida interior de sus respectivas organizaciones se aplicarán normas de convivencia y participación democráticas. De otra manera, se produciría la paradoja de que cuanto se postula como necesario para la vida nacional, no tenga aplicación en la actividad interna de los partidos. IV. P OSITIVIDAD DE LA C ONSTITUCIÓN La renovación constitucional no atiende sólo a nuevas normas, a la modificación de algunas de las actuales. La renovación también supone generar un sentimiento general de adhesión a la Constitución que en este momento falta. La distancia que existe entre la Constitución y la sociedad va en aumento. La erosión de la conciencia colectiva de respeto por la Constitución se ha acentuado en los últimos lustros por varias razones. Unas están relacionadas con la extrema volatilidad de las normas constitucionales; muchas fueron derogadas cuando apenas transcurría el periodo previsto para que entraran en vigor, de manera que se les sustituyó antes de que llegaran a estar vigentes; otras han estado en vigor pero nunca se les ha aplicado; unas más se han carac-

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terizado por su casuismo, de suerte que más que disposiciones constitucionales parecen normas reglamentarias. Otro fenómeno que ha contribuido a la erosión de la conciencia constitucional colectiva es la percepción generalizada de que muchas reformas han sido promovidas para transformar en norma suprema lo que no es más que una política gubernamental. Llevar las decisiones de políticas públicas al nivel de disposiciones constitucionales ha generado la impresión creciente de que la Constitución es un instrumento al servicio del poder, y no una garantía de libertad, seguridad y justicia frente al poder. Finalmente, la velocidad de cambio de la Constitución ha impedido la “sedimentación” de las normas. Los individuos y la sociedad en su conjunto se han visto imposibilitados para conocer a fondo su Constitución. Así sea anecdótico, vale decir que es difícil que una persona que no sea un profesional del derecho tenga a la mano un ejemplar actualizado de la Constitución. Esto ha hecho de la norma suprema algo distante, inabordable por desconocido, ajeno a la vida colectiva cotidiana. Una de las medidas que se deberán considerar para remediar esa situación es la inclusión del referéndum constitucional, como instrumento que garantice tres cosas: dificultar las reformas, que se harán económica y políticamente más costosas en tanto que para su adopción deba convocarse a la ciudadanía a votar; involucrar a la ciudadanía en la adopción de la norma, y darle mayor estabilidad al texto constitucional, lo que facilitará su mejor conocimiento. Los tres aspectos mencionados se traducirán en una mayor adhesión colectiva a la carta suprema, con las ventajas consiguientes para que el conjunto de las reformas adoptadas pueda convertirse en parte del patrimonio democrático de la nación.

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V. C ONSIDERACIONES FINALES La reforma constitucional propuesta no excluye otras modificaciones, sobre todo las conducentes a incluir los nuevos contenidos en materia social a que también se hizo referencia, si bien de manera más escueta. Ahora bien, uno de los problemas que habrá necesidad de resolver con mayor cuidado es que no se incluyan en la Constitución disposiciones que entre sí resulten disfuncionales. No se trata de sugerir que pueda haber normas en la Constitución a las que se pueda considerar inconstitucionales; de lo que hay que estar conscientes es que ha sido frecuente en otros sistemas constitucionales incluir mecanismos o instituciones que recíprocamente se entorpecen y a veces hasta se nulifican. Cuando se hace una reforma mayor a una Constitución es importante que se adopten todas las precauciones posibles para que los cambios introducidos sean congruentes entre sí. De otra manera lo único que se consigue es alentar expectativas que, en poco tiempo, la realidad se encarga de defraudar. Esto sería lo peor que podríamos hacerle a las legítimas esperanzas democráticas de la sociedad mexicana. No es excesivo afirmar que la disyuntiva de México consiste en avanzar hacia una reforma que consolide el Estado constitucional democrático, mediante las reformas conducentes, o iniciar el retroceso institucional por la erosión progresiva de la organización y el funcionamiento del poder. Hemos tenido avances democráticos, pero distan de estar consolidados. Dejarlos en el punto en que se encuentran equivale a condenarlos a un deterioro paulatino que acabará derruyendo en poco tiempo lo que durante largas décadas se fue acumulando. El proceso de consolidación democrática no puede paralizarse sin consecuencias. La marcha hacia la democracia se activó a partir del momento en que se confirió el voto a la mujer y se franqueó el ingreso de la oposición al Congreso. De entonces para acá largas décadas han

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transcurrido; la tendencia agregativa ha variado en cuanto al ritmo pero no en cuanto a la dirección. Detenerla es descarrilarla. Por eso, en materia democrática la opción de México no es avanzar o parar, sino renovar o retroceder. Podemos discutir, y es lo que hemos hecho, los términos de la renovación, pero no la renovación misma. No es hiperbólico decir que a la actual generación le corresponde una responsabilidad histórica mayúscula, porque en nuestras manos está que México figure entre los países que ostenten con orgullo una democracia avanzada, o dejar que el esfuerzo de quienes nos precedieron se esfume como una ilusión malograda. De la Constitución dependen nuestra libertad, el ejercicio del poder, la justicia individual y social, la soberanía nacional y, en general, la validez y eficacia de todo el orden jurídico nacional. La Constitución, por ende, forma parte de nuestra vida cotidiana. En una sociedad todo se tiene cuando hay Constitución; todo se pierde sin ella. No está demás recordar lo anterior, porque México vive momentos de tensión, de desesperanza, inclusive. En estas circunstancias vale la pena preguntar ¿está enferma la Constitución, está enferma la sociedad, o están enfermas ambas? Los males que a diario nos aquejan, ¿proceden de la Constitución? La respuesta a estas preguntas es importante, porque de no saber bien a bien lo que nos pasa, correremos el riesgo de intentar curar un cuerpo sano mientras dejamos que permanezca el mal en el doliente. Y si la afectación alcanza tanto a la Constitución cuanto a la sociedad, habrá que saber lo que en cada una debe ser atendido. La Constitución presenta, es verdad, problemas que es necesario resolver, pero hay que saber precisar lo que concierne a la norma y lo que corresponde a quienes la aplican. No le atribuyamos lo que nos toca a los ciudadanos que por temor, por desconocimiento, por lenidad o por complicidad, nos conforma-

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mos con un orden constitucional que no satisface las demandas de organización y funcionamiento del poder en nuestros días. De 1917 a la fecha se han hecho diversos esfuerzos por mantener actualizada la Constitución. El texto de Querétaro no podía preverlo todo, y la veneración por la obra del Constituyente tampoco podía vedarnos la posibilidad de encauzar constitucionalmente las soluciones que México demandaba. Seguridad social, voto femenino, procedimientos electorales inobjetables, ampliación del sistema representativo, protección del ambiente, de la salud, del empleo, de la vivienda, de la autonomía universitaria, del mar patrimonial, de los recursos naturales y muchos asuntos más, requerían de reformas constitucionales. Su número es muy elevado. De los ochenta y dos años que la Constitución tiene en vigor, sólo en veintisiete no ha sido reformada; de sus ciento treinta y seis artículos, sólo treinta y ocho permanecen sin tocar. Muchas reformas han sido innecesarias; otras han sido técnicamente deficientes y las hay, sin duda, que han resultado adversas a la democracia e incluso nuestra tradición histórica; pero esto no quiere decir que no las podamos corregir ni que, por ese solo hecho, sea necesario sustituir la Constitución. Hay otra cuestión, y esa sí es de fondo. Para consolidar la democracia es necesario que el poder tenga una nueva fisonomía, que su ejercicio se ajuste a otras pautas y que los ciudadanos tengan la certidumbre de poderlo controlar. Se trata de que en nuestro sistema constitucional no subsistan lagunas ni persistan inercias que alimenten el ejercicio autoritario del poder. ¿Es posible lograr estos objetivos con la actual Constitución, o su estructura impide el cambio que exige la consolidación democrática de México? Sería muy extraño que la Constitución que nos ha servido para ascender los peldaños de la democracia hasta ahora recorridos, súbitamente dejara de ser útil y, aún más, se convirtiera en un obstáculo para seguirnos desarrollando. Uno tendría que preguntarse por qué el texto que incorporó a las mujeres a la

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ciudadanía, que franqueó las puertas del poder a la oposición, que dio garantías a los partidos políticos, que garantizó procedimientos electorales hoy confiables para todos, que modificó la situación política del Distrito Federal, y varias cosas más, de repente es insusceptible de servir a la nueva democracia que todos los mexicanos queremos. ¿Será posible que la Constitución, hasta ayer instrumento de progreso, se haya convertido en un obstáculo para la transición? No lo creo. Desde luego no se trata de caer en un extremo conservador, que mecánicamente nos lleve a negar la posibilidad de un cambio total de Constitución por el sólo hecho de que si la actual nos ha servido muchos años, nos puede seguir sirviendo otros tantos; no es posible afirmar la inmutabilidad de un texto normativo, pero lo que sí se puede asegurar es que, en este momento, la Constitución no es un obstáculo para el cambio democrático, en tanto que intentar un cambio total de la Constitución sí puede ser un obstáculo para la nueva constitucionalidad. Esto se debe a que el nivel de tensión entre los agentes políticos asciende día con día. El país presenta una doble realidad: frente a la necesidad de un cambio democrático se advierte la presencia de argumentos que rechazan la democracia. En materia democrática el discurso político mexicano presenta pocas convergencias. Comienza a prevalecer la lucha por el poder directo, sin matices, con vocación restauradora de estilos que suponemos en desuso, pero que simplemente están en receso. En esas circunstancias la mejor forma de dar un nuevo paso hacia la consolidación democrática es una reforma profunda de la Constitución que permita superar los titubeos y las tentaciones regresivas. La nueva constitucionalidad así alcanzada podrá ofrecer márgenes más seguros para evitar no sólo permanecer en la situación actual sino incluso para no retroceder. Por inverosímil que pueda parecer, la exasperación a que llevan los problemas económicos que padece la sociedad, sumada a la desesperación que puede afectar a quienes teman verse desplazados del poder,

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nos podría acercar más de lo que suponemos a un proceso adverso a la todavía frágil democracia mexicana. La nueva constitucionalidad basada en una reforma profunda de la Constitución sólo es posible merced a acuerdos serios y de fondo a los que difícilmente se podrían rehusar los principales agentes políticos, a riesgo de dejar ver ambiciones de poder más allá de lo razonable. Vivimos un momento excepcional, que no puede ser desaprovechado; pero es también un momento de riesgos, porque frente a quienes, con diversas modalidades, proponemos cambios constitucionales, también son perceptibles las posiciones del inmovilismo. El Estado constitucional democrático requiere transitar hacia una nueva etapa que garantice que el poder esté distribuido, regulado, limitado y controlado, y que sea accesible, predecible y eficaz. La distribución significa adjudicar niveles razonables de facultades entre los órganos del poder, para que ninguno las tenga tan escasas que advengan inútiles, ni tan abundantes que resulten opresivas; la regulación consiste en que el poder se ajuste a un patrón de racionalidad según el cual sus titulares inspiren y merezcan confianza; la limitación atiende a la permanencia en la titularidad de las funciones del poder, de suerte que se amplíe la de quienes tienen menores posibilidades de excederse, y se reduzca la de quienes representan mayor riesgo para las libertades públicas, sin que la mayor duración de unos se traduzca en anquilosamiento ni la menor duración de otros en inestabilidad; el control supone la posibilidad de verificar el acatamiento de las normas, de evaluar el cumplimiento de las obligaciones y de impedir el desbordamiento de las facultades. Pero el poder también debe ser accesible, como resultado de las libertades electorales; predecible, por la actividad constante, ordenada y sistemática de las instituciones; y eficaz por el cumplimiento de los programas y por la satisfacción de las expectativas sociales. Para alcanzar esos objetivos las sociedades modernas se han dado sistemas constitucionales adecuados. La pieza clave ha sido

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asegurar la estabilidad del orden normativo que garantice las libertades. La fluidez tiene numerosas ventajas; entre ellas que elude el estancamiento. Pero la fluidez también tiene un signo negativo: dificulta y a veces hasta impide el desarrollo de un sentimiento de adhesión de la sociedad en general y de cada ciudadano en particular hacia su norma suprema. En esta medida, y sea cual fuere el signo que caracterice a nuestra futura constitucionalidad, será fundamental garantizar que la norma suprema sea eso, suprema, y no una especie de reglamento siempre mutable. El proceso de cambios incesantes ha acabado por tener efectos no deseados. En el mundo se registran ejemplos que van desde la inutilidad de escribir en detalle la Constitución, porque su contenido está fijado por la conducta histórica de una sociedad, como es el caso británico, hasta el caso de tener que imprimirla en hojas sustituibles, como es el nuestro. Es un hecho que muy pocos mexicanos pueden disponer del texto actualizado de la Constitución. La Constitución, entre nosotros, es prácticamente un instrumento de profesionales. Uno de los efectos de ese incesante cambiar es que se ha dificultado contar con una doctrina constitucional de mayor amplitud. La obra del constitucionalista mexicano está referida en buena medida a la historia o al derecho comparado, y a los artículos científicos. Tenemos pocas obras de carácter general. La velocidad de obsolescencia de nuestra doctrina constitucional es muy poco estimulante. Hacer un tratado lleva tiempo; quien lo emprende corre el riesgo de tenerlo que rehacer tan pronto como termine la primera versión. Esto no significa que en México no contemos con una producción respetable; pero quien se asome a revisar la producción doctrinaria de países como Francia, Italia, España o Alemania, que poseen Constituciones recientes pero estables, encontrará que el volumen de nuestra producción no admite comparación. Es necesario que elaboremos una nueva constitucionalidad que perdure; que fijemos el texto constitucional no como un docu-

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mento inmutable pero sí, al menos, duradero. Que sirva de referente a la acción cotidiana de los ciudadanos. Nadie puede exigir derechos que no conoce ni hacer cumplir obligaciones fluctuantes. El mundo de nuestros días se ha caracterizado por una intensa actividad constituyente, orientada en el sentido de hacer más estable la norma constitucional. No debe olvidarse que, únicamente por lo que al proceso de descolonización respecta, después de la guerra mundial 118 países adquirieron su independencia en todos los continentes y que en numerosos países europeos se produjeron cambios de sistema político en la posguerra y con motivo de la desaparición de la Unión Soviética. Por eso hoy existen 194 Constituciones en vigor, de las que 79 han sido adoptadas a partir de 1990. En ninguna década previa se ha producido una actividad constituyente semejante. Este es un indicador que hay que ver con cuidado, porque varios factores se sumaron: la transición de los países socialistas, la democratización de América Latina, la modernización parcial de Asia y algunas transformaciones en África, se tradujeron en nuevos textos constitucionales. Eso explica que sólo 16 de las Constituciones en vigor sean anteriores a la segunda guerra mundial. La nuestra es una de ellas. No daré aquí los argumentos que me llevan a sostener la necesidad de su reforma profunda. Las tres grandes Constituciones mexicanas, elaboradas en 1824, 1857 y 1917, han sido producto de otras tantas revoluciones. Surgieron de procesos convulsivos para asegurar la estabilidad; ahora nos encontramos en un proceso inédito entre nosotros: requerimos de una nueva constitucionalidad para evitar que la estabilidad se vea interrumpida. La estabilidad no es, desde luego, un objetivo; es sólo un signo de que los objetivos del Estado constitucional democrático se están alcanzando. Estas metas van más allá de un cambio impuesto por la moda; se trata de un cambio exigido por la historia. El proceso preconstituyente que se plantea no tiene nada en común con el que se presentó en 1916-1917. Recuérdese que el

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movimiento encabezado por Venustiano Carranza contra Victoriano Huerta se denominó constitucionalista, precisamente porque tomó como bandera restablecer la vigencia de la Constitución de 1857, violada por el usurpador y homicida. Los planteamientos en que directamente se invitaba a la sociedad a formular una nueva Constitución eran habituales en la primera mitad del siglo XIX. ¿Tiene ventajas volver a ese intenso pasado? ¿Cómo nos dividiremos ahora? ¿Qué tan profundas serán las fisuras que resulten? ¿Cuánto tiempo durarán sus efectos? Pero, sobre todo: ¿qué ganaremos los mexicanos con volvernos a escindir? ¿Qué saldrá de una posible nueva Constitución? ¿Sólo por ser nueva será mejor? ¿Qué exactamente se quiere conseguir con otra Constitución que no sea posible reformando la que tenemos? Pero si no llegamos a una nueva y finalmente nos quedamos con la actual, ¿qué resultará del proceso que hayamos hecho? ¿Absolveremos a la Constitución? O, como en 1830, o en 1840, o en 1850, ¿la culparemos otra vez de todos los males y reiniciaremos un proceso circular de inconformidad e irritación? Los argumentos para sustituir la Constitución suelen ser tres: que está muy vieja; que tiene muchos errores técnicos; que no resuelve los problemas actuales. En cuanto a la vetustez, se trata de una frivolidad. La edad de las Constituciones en nada afecta su utilidad: la de Finlandia es de 1919; la de Austria, de 1929; la de Bélgica es un texto refundido de 1831, y la de Dinamarca es una refundición cuyo original es de 1849. Las hay más antiguas: la de Estados Unidos es de 1787, y aunque Gran Bretaña no tiene Constitución escrita sino algunas leyes y muchas costumbres, de todas maneras sigue invocándose la Carta Magna de 1215, y son norma vigente la Ley de Petición de Derechos de 1628, reformada varias veces entre 1863 y 1971; la Ley de Habeas Corpus, de 1679; la Declaración de Derechos de 1689; y la Ley Orgánica del Parlamento de 1911, reformada en 1949. La Constitución francesa es de 1958, eso no obstante mantiene en vigor la Declaración de Derechos de 1789.

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En cuanto a errores técnicos, duplicaciones, contradicciones y hasta vicios gramaticales, la Constitución los tiene. ¿Son corregibles? Sí, lo son. ¿Cuesta trabajo? Sí, mucho. No los han visto quienes no han querido, porque la Constitución no se le oculta a nadie. Para depurar algunos de esos problemas existe un remedio que se llama “refundición”, que no es lo mismo que reforma. Refundir es simplemente “dar nueva forma o disposición a una obra... con el fin de mejorarla o modernizarla”. Otros problemas, como las contradicciones, sólo serían superables con reformas. Limpiar de errores la Constitución resulta posible, aunque si el costo se traduce en división y antagonismo, ¿vale la pena? En tanto que las personas y las instituciones no sean afectadas, la refundición del texto podría ser más polémica que ventajosa; la reforma, en cambio, en todos los casos es necesaria. El centro del problema está en saber si la carta de Querétaro es una norma para nuestro tiempo. En este punto sí son válidas todas las posiciones. Pero si se hace un listado de temas, tal vez las discrepancias no sean tantas. ¿Se plantearía la sustitución de los consensos básicos que establecen el régimen republicano, el sistema federal, del municipio libre, el Estado laico, la educación gratuita, la soberanía popular, el voto secreto, el derecho de huelga, la contratación colectiva, la proscripcion de latifundios, para sólo señalar algunos ejemplos? Desde luego es posible que con relación a cada uno de esos temas y de varios más habrá propuestas para hacer más eficaces las instituciones. Si esto es así, de lo que se trata es de reformar, no de sustituir. Actualizar los consensos básicos es una tarea que debemos realizar, pero no implica poner en cuestión la Constitución completa. Sobre todo porque hasta ahora nadie ha dicho cuál es el modelo que desea adoptar para remplazar al vigente. El asunto latente de fondo no reside en divergencias insuperables relacionadas con los consensos básicos, sino con el sistema presidencial. Este, desde luego, es un tema que deberemos examinar con cuidado y sobre el cual ya se plantearon más arriba

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diversas correcciones. Pero con presidencialismo o con parlamentarismo lo que tendremos que hacer es adoptar instrumentos eficaces para el control del poder; y esto lo podemos lograr con reformas bien diseñadas, que nos den a todos márgenes de seguridad y de confianza. Modificar las relaciones entre los órganos del poder es un imperativo de la democracia. Lo paradójico sería convertir un punto de convergencia política en el origen de otra divergencia histórica. En México no estamos viviendo una transición al estilo de la española, de la portuguesa, de la sudafricana o de la rusa. En México vivimos el tránsito hacia una democracia competitiva de partidos y hacia un reequilibrio del poder, pero no venimos de una dictadura como la franquista o la salazarista, o de una dictadura del proletariado ni de un sistema discriminatorio como el apartheid. Si perdemos la objetividad para reconocer nuestro punto de partida, difícilmente la tendremos para identificar nuestro punto de destino.