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Colección EUTELEQUIA-ENSAYO Judit Uzcátegui Araujo El imaginario de la casa en cinco artistas contemporáneas: Remedios Varo, Louise Bourgeois, Marjetica Potrcˇ, Doris Salcedo y Sydia Reyes Autores varios (Coord. Carlos Muñoz Gutiérrez) El pensador vagabundo. Estudios sobre Walter Benjamin Carlos Muñoz Gutiérrez Paso a paso. Razones para subir montañas
De próxima aparición:
Bajo el rótulo de Confesiones y Guías se recogen diversos textos de la pensadora malagueña, alguno inédito, otros no fácilmente accesibles en la actualidad, y todos ellos presididos por un mismo objetivo: reivindicar otros géneros literarios en los que el pensar no hace abstracción del sujeto que piensa, caminos que han dejado de transitarse pero que encierran un privilegiado modo de iluminar la relación del hombre con su verdad, no objetivada ni pretendidamente universal. En fin géneros literarios y métodos del saber de la experiencia de la vida. Confesiones, como las de San Agustín o Rousseau, Guías, como las de Maimónides o Molinos, en las que Zambrano vislumbra más que el testimonio de un pasado, la necesidad de su recuperación para poder afrontar la crisis espiritual en la que se encuentra sumido el hombre contemporáneo.
María Zambrano
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María Zambrano
Confesiones y Guías Edición, introducción y notas de Pedro Chacón
María Zambrano (1904-1991) es, sin duda, la pensadora española de mayor relevancia. Discípula heterodoxa de Ortega y Gasset, indagó incansablemente en la búsqueda de una razón poética como camino de desvelación de la verdad que se esconde en las entrañas del ser humano. Tras un exilio que se prolongó durante más de cuarenta años en diversos países de América y de Europa, regresó a España en 1984 donde obtuvo un reconocimiento tardío: Premio Príncipe de Asturias en 1981 y Premio Cervantes en 1988. Si en su juventud había compartido ideas e ilusiones, entre otros muchos, con Miguel Hernández, Rafael Alberti y Luis Cernuda, en su madurez, su persona se mereció el aprecio y su obra la más alta valoración de filósofos como Camus, Cioran o Aranguren, y de poetas como Lezama Lima, Valente o Gil de Biezma.
Colección EUTELEQUIA-ENSAYO Varios Autores (Coord. Luis Álvarez Falcón) La sombra de lo Invisible. Merleau-Ponty 1961-2011 (Siete lecciones)
Confesiones y Guías
Colección EUTELEQUIA-NARRATIVA Francesco Spinoglio Sueños de bolsillo Daniel Ruiz García Moro
Vicente Muñoz Álvarez y Julia D. Velázquez Cult movies. Películas para llevarse al Infierno Libro + DVD Gritos en el pasillo Javier Serrano La jaula
ISBN 978-84-939443-1-5
Noelia Jiménez Los hombres de mi almohada
Pedro Chacón (1948). Catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Su labor docente e investigadora ha girado en torno a la reflexión del pensamiento contemporáneo sobre la mente humana publicando Bergson o el tiempo del espíritu, Filosofía de la Psicología y Pensando la mente. Ha escrito artículos sobre diversos autores, desde Kant a Searle, y sobre diversos temas, desde la metáfora computacional a la noción de inconsciente.
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CONFESIONES Y GUÍAS
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MARÍA ZAMBRANO
CONFESIONES Y GUÍAS Edición, introducción y notas de Pedro Chacón
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Eutelequia, 9 ENSAYO
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización expresa de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
© 2011 Fundación María Zambrano © 2011 Pedro Chacón, para la introducción y notas © 2011 Editorial Eutelequia, S. L. U. Santa Hortensia, 15, 4.° R - 28002 Madrid Tels.: 91 416 99 53 - 690 326 720 [email protected] www.eutelequia.com Ilustraciones: Miguel Ángel Moreno Gómez Primera edición: Noviembre 2011 ISBN: 978-84-939443-1-5 Depósito legal: M-7760-2011 Producción editorial: MCF Textos, S. A. Impreso en España - Printed in Spain
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ÍNDICE
Introducción de Pedro Chacón: Otros caminos del pensar .....................................................................
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1. La Confesión: Género literario y método .....................
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2. La «Guía», forma del pensamiento ................................ 103 3. La «Guía» ........................................................................ 131 4. Una forma de pensamiento: la «Guía» .......................... 143 5. Miguel de Molinos, reaparecido ................................... 157
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OTROS CAMINOS DEL PENSAR
PENSANDO (DESDE) LA AGONÍA
AÑO 1939: «Hoy este mundo se desploma…». Esta es la
desgarradora experiencia que se impone en el ánimo de María Zambrano tal como ella misma la expresó a los pocos meses de haber tenido que atravesar la frontera española camino de un exilio que se prolongará durante 45 años. Una víctima más entre los muchos que vieron sucumbir sus apenas nacidas esperanzas ante el poder de las armas. Como para tantos otros, atrás habían quedado las ilusiones depositadas en un renacer de España con el que habían soñado y por el que habían entregado sus vidas hombres y mujeres pertenecientes a la que ella denominaría la «generación del toro», la generación del sacrificio. En su caso, atrás también había dejado, en París, a su madre y a su querida hermana Araceli, objeto de su más íntima y permanente preocupación, sometidas a las penalidades de una nueva guerra y a las vejaciones de la Gestapo. Años sombríos, en que todo un mundo parecía desplomarse y en los que la pensadora María Zambrano se ve urgida a reflexionar sobre el sentido de esa misma derrota, sobre el derrumbe de las esperanzas, pero también sobre la tenue luz que puede iluminar un horizonte de esperanza a partir del mismo sufrimiento, desde las ruinas de un mundo en peligro de desaparecer. Dos son los libros que María Zambrano publicaría, ya en el exilio, en el mismo año en que finalizó la Guerra Civil española y en el que comenzaba la Segunda Guerra Mun11
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dial con el arrollador avance inicial del nazismo y el fascismo. El primero de ellos, Filosofía y Poesía, fue editado en la Universidad de Morelia, la universidad michoacana en la que durante un curso estuvo sobrecargada de trabajo al tener que impartir diversas asignaturas e incomodada por las directrices ideológicas comunistas de sus responsables académicos. El tema de las relaciones entre filosofía y poesía había venido ocupando el interés de Zambrano desde su estancia en Valencia y Barcelona, y en esta obra dará forma a una de las ideas centrales de su pensamiento: la unidad originaria y la distancia que ha ido separando los dos modos fundamentales en que el hombre occidental ha perseguido la desvelación de la verdad: la expresión poética y la reflexión filosófica. De ahí nace un anhelo, que se le impone como necesidad, personal y social: hacer posible la recuperación de un saber que no se distancie del ser humano, de su vida, que sea fiel a la verdad que se esconde en el fondo y se desvela desde su centro, un saber de las entrañas. El segundo libro publicado en 1939 por María Zambrano, Pensamiento y Poesía en la vida española, es el fruto de una serie de conferencias dictadas en la Casa de España de México. Según declaración explícita de ella misma, resulta evidente la relación de esta obra con las ideas contenidas en algunos de sus ensayos sobre las «guías» redactados pocos años después, y que forman parte de esta edición. Pero esta relación de obras orientadas a la contextualización intelectual de los textos que presentamos quedaría incompleta sin hacer mención a la que publicaría María Zambrano en 1945, La agonía de Europa, y que responde, según advierte en su «Aviso al lector», a «situaciones como las del verano del año cuarenta en que se escribieron estas letras». De nuevo, este libro, con un título de raigambre unamuniana, está conformado por cuatro artículos publicados entre los años 1940-1944: «La agonía de Europa» (1940); «La violencia europea» (1941); «La esperanza europea» (1942) y «La destrucción de las formas» (1944). Acertadamente ha subrayado Jesús Moreno el estrecho parentesco que hermana esta obra con el texto «Confe12
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sión, género literario y método», escrito en aquellos mismos años y que también se recoge en la presente edición: «Asistimos, pues, con la aparición de estos dos libros al típico movimiento de la escritura de Zambrano… que la lleva, en una especie de pas de deux, a publicar libros gemelos sobre una misma temática pero desde dos perspectivas diferentes: una más globalmente “metafísica”, y otra específicamente político-cultural». En efecto, la pensadora María Zambrano se siente instada, desde su exilio caribeño, a profundizar y desvelar las razones de fondo que han arrastrado al hombre occidental y a la cultura europea a la actual crisis, a la desgarradora agonía en la que se encuentran sumidos, y que es, a la vez, política e intelectual. El diagnóstico, que deriva de su propia experiencia y que expresa en los textos aludidos, es convergente: ambas crisis hundirían sus raíces en el intelectualismo racionalista que, intentando apoderarse de la verdad de las cosas y del propio ser humano, ha abierto un abismo entre la razón y la vida. A ello vendría a sumarse la pérdida de la unidad europea, de aquello que se había mantenido subyaciendo a sus cambios históricos, lo que había mantenido sus esperanzas y configurado su horizonte: la concepción cristiana del ser humano, suplantada por «la violencia del conocimiento en la filosofía y en la ciencia» en su afán de extender su poder creador sobre el mundo y el hombre mismo. Paradójicamente, sería en España, un país fracasado (por propia voluntad o destino, diría Zambrano) en su integración en aquel modelo racionalista, donde se habría conservado mejor una alternativa, un camino diferente, unas sendas olvidadas por la razón dominante que nos ha abocado al nihilismo. Su «realismo», como expresión de su apego a la realidad vivida y no como rótulo de ningún estilo literario o pictórico, sería el reflejo de un españolísimo atenerse «a las cosas mismas», a su verdad, sin ceder a su suplantación por la verdad que nos brinda el intelectualismo ni la positivista acumulación de hechos. Es en esas olvidadas y sepultadas sendas donde podemos vislumbrar un camino, un modo de orientarse el hombre con la realidad, que no debió 13
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ser sacrificado en el altar de un conocimiento objetivo, abstracto y utilitario. El fracaso y la crisis pueden ser momentos privilegiados para iniciar una nueva andadura en que se vislumbren las esperanzas de un renacer, de una radical transformación, aunque, en el caso de Zambrano, la puerta hacia estas esperanzas no se esconde tras los señuelos de ningún futurismo, sino, al contrario, en la recuperación de un pasado que ha sido inmerecidamente olvidado, en denostados modos de conocimiento, en casi intransitados por el hombre europeo desde hace siglos «caminos del pensar». No anduvo sola María Zambrano en su esfuerzo por desentrañar la razón de la sinrazón que se había instalado en el corazón de Europa —que otros pensadores abordaron desde perspectivas bien diferentes—, ni su planteamiento del problema carece de fuentes ni de suelo desde los que surgir. De un modo singular, como podrá constatar el lector, se yergue la alargada sombra que sobre ella seguía proyectando la figura de su admirado maestro intelectual y decepcionante guía político José Ortega y Gasset. En particular, resulta evidente la deuda que tienen estos textos contraída con los cursos impartidos por Ortega desde 1933 a 1936, a los que Zambrano había asistido, y la influencia que ejerció en ella la lectura de obras como Meditaciones del Quijote, Ideas y creencias e Historia como sistema. Muchas de las reflexiones de Zambrano, en estos primeros años de su largo exilio, muestran la huella del primer Ortega raciovitalista. Pero también aquí, como en otras obras y momentos de su trayectoria intelectual, son igualmente patentes los signos de la distancia que progresivamente se iba abriendo entre el maestro y su heterodoxa discípula, la emergencia de una razón poética de Zambrano frente a la razón vital o histórica de Ortega. Una distancia de la que, desde el principio, ya en el año 1933, el maestro había sido más consciente que la propia María Zambrano. Bien lo muestra el conocido comentario que Ortega y Gasset le hiciera en su despacho de la Revista de Occidente tras leer el artículo («Hacia un saber sobre el alma») que la joven e ilusionada discípula le había 14
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entregado para su publicación: «No ha llegado usted aquí y ya quiere saltar más allá.» Como María Zambrano no dejará de recordar años más tarde, este comentario provocó que se le derramaran lágrimas al salir a la Gran Vía madrileña tras su conversación con Ortega. Creyendo haberse mantenido fiel a sus enseñanzas, María Zambrano había dado ya en aquel artículo sus primeros pasos en una filosófica trayectoria personal que la separaba de la abarcadora figura del padre. Resulta innecesario extendernos más aquí en las relaciones entre el pensamiento de Ortega y el de María Zambrano, relaciones que han sido analizadas de forma casi exhaustiva en diversas obras. Tan solo queríamos subrayar que, en los textos que forman parte de este libro, y, en particular, en aquellos redactados entre los años 1940 y 1945, se hacen bien patentes aquellos rasgos de distanciamiento-continuidad característicos de dichas relaciones. Distanciamiento y continuidad que la propia María Zambrano sabrá reconocer años más tarde, en 1950, cuando reedite aquel artículo incluyéndolo como capítulo de una obra de la que también forma parte una reelaboración de «La Guía forma del pensamiento». En la advertencia colocada al inicio de esta obra, a la que puso el mismo título que llevaba el artículo originalmente publicado en Revista de Occidente (Hacia un saber sobre el alma), al reunir textos escritos a lo largo de diez años, unos en la España republicana y otros en el exilio, María Zambrano nos confiesa que se siente más segura y confiada, ya que, tras las rupturas que han provocado los acontecimientos, se encuentra en parte liberada de su temor pasado ante la transcendencia de la filosofía y «ante el pensamiento viviente de mis maestros», pero a la vez reconfortada al «ver y sentir que aquello que hicimos antes sigue siendo nuestro en el después». Recuperando nuestro hilo expositivo, en un intento de ayudar al lector a contextualizar el interés filosófico que surge en María Zambrano hacia los géneros de las confesiones y las guías, recordemos sus orteguianas «circunstancias» vitales: víctima de penurias económicas debidas a su ines15
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table situación profesional; obligada a impartir cursos y conferencias mientras prepara para su publicación textos que no siempre podrá concluir; en los inicios de una ruptura matrimonial, aunque apoyada por amigos caribeños (Cinto Vitier, Lydia Cabrera, Fifí Taraffa, Lezama Lima…); marcada por el dolor de la derrota en una guerra civil; alejada de su patria asumiendo un cada vez más incierto retorno, y, sobre todo, con el sufrimiento y la culpabilidad instalados en el centro de su alma por el abandono de su madre y su querida hermana Araceli en París, mientras toda Europa se desangra en una lucha incierta en la que planea la amenaza de que el nazismo acabe por convertir en cenizas la civilización europea-cristiana, cuyos valores había asumido María Zambrano como los más altos. Pero, como hemos dicho, en el fondo de toda esta agonía, la esperanza. Ella misma lo dejó escrito en un texto, fechado el 13 de junio de 1940, que incluyó en su singular autobiografía Delirio y Destino: «¡Quizá mi madre agoniza ahora! No lo podía desechar y la Agonía de Europa, su madre en la historia, de Europa su patria irrenunciable. Agonizar es no poder morir a causa de la esperanza. No, nadie nos rechaza desde la muerte, nadie nos lanza otra vez a la vida, sino la esperanza oculta.» La mirada pensadora de María Zambrano no se detendrá a analizar los factores económicos o políticos que habían posibilitado tamaño desastre. Como filósofa, buscará la raíz intelectual y moral que tras ellos se esconde, el secreto del fracaso. Y, a diferencia de otros pensadores, no será en el irracionalismo donde creerá encontrar la clave de esta agonía europea que se hermana con la suya propia. Su denuncia irá dirigida contra el enemigo escondido, un enemigo que ha ido creciendo desde dentro de esa misma civilización hasta llegar a poner en grave peligro su supervivencia: el racionalismo intelectualista, un modelo imperante de razón que se ha alejado y abstraído del corazón y la vida de los hombres, que se ha engreído en su poder de dominio, y que en el caso de la filosofía se encarnó en formas pretendidamente universales y sistemáticas. 16
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EL SABER DE LA EXPERIENCIA El mundo que se derrumba ante la mirada de María Zambrano no se limita al configurado por la cultura europea desde la Ilustración, ni siquiera desde el nacimiento de la modernidad, sino el conformado por «ese horizonte amplio que se tiende desde Grecia —la Grecia parmenídea— a la Europa de Hegel». En la agonía del hombre contemporáneo habrían venido a precipitarse las funestas consecuencias de escisiones y olvidos cuyo germen se plantó en los inicios del pensamiento europeo y que se habrían ido desarrollando de forma acelerada en los últimos siglos con la supremacía otorgada a un modelo de racionalidad en el que el intelecto, la ciencia y la técnica han llegado a constituirse en pretendidas supremas instancias legitimadoras de la relación del hombre con la realidad. Es, por tanto, en la historia del pensamiento occidental, es en el propio devenir de la filosofía, donde María Zambrano cree encontrar la clave para la comprensión de la desgarradora situación actual y la respuesta para su posible redención, pues tiene el íntimo convencimiento de que la salida de este tipo de crisis solo puede alcanzarse a través de una conversión, de una regeneración del hombre contemporáneo: «Antes de que brote una nueva filosofía, en esta tradición europea, tendrá que verificarse una conversión del hombre, tendrá que haber una aceptación de la realidad en forma reveladora.» El diagnóstico que elabora Zambrano se despliega en distintas dimensiones o aspectos: en el primero, al que podemos llamar ontológico, se subraya que la propia realidad ha sido suplantada por la construcción que la razón hace de ella: la verdad de lo real es sustituida por la verdad elaborada por el intelecto. La segunda dimensión, estrechamente vinculada a la primera, es la epistémica: la progresiva instauración de un saber objetivado, universal, ha acallado al saber de la individual experiencia subjetiva. Y, en fin, la dimensión expresiva, las distintas formas y géneros en que se han plasmado aquellos escindidos caminos de esclarecimiento de la verdad. La primera de esas escisiones, que la «razón 17
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poética» de María Zambrano perseguirá suturar, fue justamente la escisión entre poesía y filosofía, los dos modos radicales de comprensión de su ser-en-el-mundo. En este marco interpretativo podemos atisbar ya la significación que alcanzan las confesiones y guías: ellas dan testimonio de otras formas de expresión que son fieles a la experiencia del sujeto, géneros literarios que se orientan a lograr una cierta objetivación y posible transmisión de un saber no universalizable. Existen otras formas de «contacto» del hombre con la realidad distintas del conocimiento intelectual. Formas más propias del alma que de la mente, formas tan necesarias como ese conocimiento, que no son traducibles a él pero que lo nutren y lo anteceden. Del mismo modo, nos dirá Zambrano en 1943, la filosofía sistemática no agota el ámbito del pensar: hay «otros géneros de pensamiento no sistemáticos. Géneros como las Confesiones, como las Guías, las Meditaciones, los Diálogos, las Epístolas, los Breves Tratados, las Consolaciones». Obras en las que parece existir una disparidad entre su contenido filosófico y su forma literaria, lo que nos lleva a indagar sobre el significado y la función que tuvieron tales obras, y a sospechar que no fueron sus insuficiencias las que han motivado su olvido. Por el contrario, cabe más bien preguntarse con Zambrano: «¿Por qué su forma mixta, y a veces ambigua, no ha de ocultar y verter, a la vez, un pensamiento que no ha querido reducirse a la fórmula sistemática, porque ella le arrebataría su virtud más íntima?» Esta indagación y recuperación de formas perdidas de expresión no son ajenas al propósito de salvar al hombre contemporáneo de su agonía, pues, como afirma la propia Zambrano, «la crisis actual se extiende también a las formas literarias y de pensamiento, que parecen estar agotadas para lo que se necesita». Y aún más, puede resultar que sobre el predominio de estas otras formas, intelectuales y sistemáticas, recaiga gran parte de la responsabilidad de la situación en que nos encontramos: «Quizá las formas triunfantes, los grandes sistemas filosóficos, no agoten las necesidades del 18
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entendimiento y de la vida del hombre occidental; quizá ellas, por su misma audacia especulativa, hayan dejado desatendido algo importante, o hayan exigido demasiado en un sentido y dejado abandonado en otro.» Frente a una concepción tradicional, los modos expresivos de la subjetiva experiencia humana y el saber que se mantiene apegado a ella no son géneros menores ni han de considerarse estadios previos que han de ser necesariamente «superados» por un saber superior, el científico-filosófico, que persigue un conocimiento universal y objetivo suplantando las convicciones asumidas por ideas conocidas. Muy al contrario, según Zambrano, «no toda experiencia se resignaría a ascender a ciencia. Alguna, tal vez, se resistiría siempre, creyendo que al hacerlo abandonaría algo que la ciencia no había de recoger: algo, una función imposible de llenar por el conocimiento universal y objetivo, algo irrenunciable». Un alto precio habrían pagado los hombres al sacrificar su saber de experiencia como sujeto en el altar de la universalidad y la objetividad. La razón instaurada en Grecia habría iniciado un proceso, no lineal sino cargado de vicisitudes y resistencias, en que la verdad del conocimiento y la verdad del saber de la experiencia se habrían ido distanciando y oponiendo. Un saber de la experiencia al que, en terminología actual, podríamos denominar «saber experiencial» o «saber vivencial», pues se trata de ese saber del hombre apegado a su realidad más radical, su propia vida. Pero es, sobre todo, a partir de los siglos XVI y XVII cuando el absolutismo intelectualista se enseñorea de la cultura occidental e intenta borrar, sin que su victoria pueda ser plena, todo aquello que es incapaz de asumir. Pues, a pesar del dominio casi universal que pretende, aquel saber de la experiencia pervive y resiste. Lo hizo en el pasado reaccionando contra la vanidad de los intentos filosóficos de sistematización racional, y lo sigue haciendo hoy día denunciando irónicamente las vanas pretensiones de tal modo de conocimiento: «Pues la sonrisa de la experiencia ante la ciencia proviene de la desproporción para ella escandalosa entre la verdad y la vida.» 19
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Si nos preguntamos: ¿qué es lo que se resiste a «ascender al cielo de la objetividad»?, ¿qué es aquello que ni la ciencia ni la filosofía —hermanadas en su calidad de episteme— han podido vencer ni asumir?, la respuesta de María Zambrano vuelve a señalar a la individual y radical realidad vivida, experienciada: «Es la desnudez del hombre, su esencia irreducible…, ciertos estados de la vida humana, ciertas situaciones por las que el hombre pasa y ante las cuales la forma enunciativa de la ciencia no tiene fuerza y valor.» De esa experiencia sí cabe, en contra de lo afirmado por Aristóteles, un saber, nos dirá Zambrano, un saber que, aun no siendo universal, puede ser transmitido. Las confesiones y las guías son dos ejemplos de las formas en que tal transmisión ha sido posible, aunque los rasgos de este saber de la experiencia y de su transmisión sean bien distintos a los del conocimiento intelectual y científico. Ya hemos señalado su carácter personal, subjetivo, frente a la pretendida objetividad de lo alcanzado por la razón en que el sujeto que conoce resulta abstraído. También el de su individualidad, contrapuesta a la universalidad que persigue el entendimiento. Y acabamos de vislumbrar en la cita de Zambrano una tercera diferencia: frente al carácter enunciativo, impersonal, del conocimiento filosófico-científico, se alza, resistiéndose a desaparecer, el carácter esencialmente comunicativo y personal del saber de la experiencia. «La manifestación de toda experiencia —nos dirá Zambrano—, es comunicativa.» Los libros de filosofía, salvo algunas raras excepciones, como la Ética a Nicómaco, no están dirigidas a nadie, a nadie en particular interpelan. También la propia vida y subjetividad de quienes las escriben se ocultan y desaparecen ante la objetividad de las verdades conocidas. Muy al contrario sucede en las guías y en las confesiones. En ellas, el sujeto nunca deja de estar presente, ni quien las escribe, ni su destinatario, aunque de forma distinta en unas y otras: «Las Guías y las Confesiones muestran, en cambio, la situación concreta de su autor, y su relación con el lector posible es ya real desde un principio. Una relación inversa y complementaria, pues que la Confesión descubre a quien la escribe, mientras que la Guía está 20
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enteramente polarizada hacia su destinatario; viene a ser como una carta de ruta para navegar entre un laberinto de escollos. Y en ambas se hace presente el hombre real con sus conflictos, más que sus problemas.» No se agotan aquí las diferencias entre el saber de la experiencia y el saber del conocimiento, unas diferencias que se reconocen con facilidad en las formas en que cada uno de ellos ha podido expresarse. Me limitaré a mencionar las más relevantes entre las que fueron subrayadas por María Zambrano: las formas que adopta el conocimiento intelectual sirven al objetivo de declarar un contenido, expresar una verdad objetiva alcanzada que se pretende transmitir, mientras que las propias del saber de la experiencia son, más bien, caminos que se ofrecen al lector para que éste encuentre la verdad en su propia experiencia, se tope con ella encarnada en su propia vida. De ahí que, en rigor, su finalidad no sea enseñar, sino transmitir una experiencia que solo podrá ser alcanzada por el lector si éste la revive en sí mismo. Ni siquiera el saber de la experiencia pretende declarar de forma directa una verdad, sino que se limita a insinuar, a sugerir, a incitar al lector en su búsqueda. Expone más un camino a recorrer que la meta alcanzada. Sus expresiones nunca serán sistemáticas ni totalizadoras; el saber de la experiencia tenderá a lo fragmentario, lo inconcluso, lo abierto. Hasta la relación con el tiempo es bien diferente. Mientras que el conocimiento plasmado en la filosofía racionalista y en la ciencia persiguen el ideal de trascender el devenir y el cambio persiguiendo verdades que, por serlo, estén revestidas de atemporalidad, el saber de la experiencia «está sometido al influjo del tiempo, cuenta con él y vive en él». Deliberadamente hemos dejado para el final de esta relación de diferencias entre el saber de la experiencia y el saber intelectual aquella que, de forma más directa, explica, de acuerdo con el diagnóstico filosófico-histórico de María Zambrano, la agónica situación de la sociedad contemporánea. Y es que en ésta predominan la ciencia y un conocimiento puro o aplicado a la fabricación de instrumentos, 21
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pero radicalmente impotentes para influir y transformar la propia vida. Aportan, en términos orteguianos, multitud de ideas que se tienen, pero no nutren de creencias en las que se vive, convicciones. Frente a tal tipo de conocimiento pasivo, desencarnado, Zambrano reivindica «formas creadoras», «formas activas del conocimiento», entendiendo por ellas «las que nacen en el anhelo de penetrar en el corazón humano, las que se encargan de difundir las ideas fundamentales para hacerlas servir como motivos de conducta en la vida diaria del hombre vulgar». Aquí se encuentra la clave hermenéutica de nuestra desolada situación. Lo más lamentable es «su falta de transformación de conocimiento puro en conocimiento activo que alimente la vida del hombre». El conocimiento puro, abstracto, ha concluido en pobreza de convicciones y en proliferación de artefactos técnicos, una situación deshumanizada, en la que los hombres han sentido que «el vacío se adueñaba de sus vidas». El propio afán divulgador de estos conocimientos entre amplias capas de la población habría conllevado, según Zambrano, efectos perversos. La subversión y el resentimiento de las masas tendrían una de sus causas en el legítimo rechazo hacia un modo imperante de conocimiento que, proporcionándoles espectaculares avances tecnológicos, las ha sumido en la duda ante la proliferación de ideas, incapaz de proporcionarles convicciones por las que guiarse en su vida. Ello ha acrecentado su humillación y suscitado sus resentidas reacciones ante lo que se les ofrece como saber. De ahí, el generalizado rechazo actual a la filosofía, y de ahí la decadencia que comportan «la reducción del arte a la propaganda, de la filosofía a la simple metodología de la ciencia, de la ciencia misma a la persecución de lo útil». La salida no la vislumbra, por tanto, María Zambrano en un progreso en la acumulación de tal tipo de conocimientos ni de sus técnicas derivadas, sino en un «volver la vista», en una ineludible recuperación de otro tipo de saber no separado de la vida, sino transformador de ésta; en palabras de la propia Zambrano, en «una reencarnación de la idea». Esta razón vital, esta reinserción dialéctica entre vida y cono22
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cimiento, resulta necesaria para ambos, pues una y otro precisan de la transformación que mutuamente se proporcionan: la vida necesita del pensamiento para poder renovarse, y el pensamiento necesita de la vida para no flotar desasido. LOS GÉNEROS OLVIDADOS Como el lector habrá sabido apreciar, el anterior intento de esclarecer las diferencias que establece Zambrano entre el conocimiento objetivado y el saber de la experiencia se ha entremezclado inevitablemente con el de las diferencias en sus modos de expresión, en sus formas o géneros literarios. No podría ser de otro modo, pues, como la propia Zambrano nos indica, el carácter híbrido de los géneros cuyo rescate es preciso acometer —contenido «filosófico» y forma «literaria»— «ha de ser cifra y clave de un género de conocimiento, de una forma en que el pensamiento actúe, distinta del filosófico. Ha de tener su justificación íntima, su función propia». Un rastreo de las huellas del significado que Zambrano otorga, en los textos que presentamos, a la distinción entre fondo y forma en los distintos géneros expresivos nos lleva, de nuevo, a su maestro Ortega y Gasset. En la Meditación Primera de sus Meditaciones del Quijote, al iniciar su teoría sobre la novela, Ortega expone dos consideraciones que serán asumidas por Zambrano. La primera, que si bien la distinción entre fondo y forma en las creaciones artísticas es legítima y no debe disolverse, tampoco se justifica una escolástica separación entre ellas. Los géneros literarios no son estructuras formales sobre las que el artista, el poeta, el novelista, etc., pueda volcar su contenido, como las abejas su miel en las celdillas del panal. Muy al contrario, afirma Ortega, citando a Flaubert, «la forma sale del fondo como el calor del fuego». Los distintos géneros literarios son la expansión, desarrollo y manifestación de lo que en ellos se expresa de forma singular. Así, por ejemplo, «la lírica no es un idioma convencional al que pueda traducirse lo ya dicho en idioma dramático o novelesco, sino, a la vez, una cierta 23
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cosa a decir y la manera única de decirlo plenamente». La segunda consideración de Ortega que nos interesa recordar aquí es la de que, siendo siempre la vida humana el tema esencial de las creaciones artísticas, y puesto que cada época histórica conlleva una interpretación de ella, «cada época histórica prefiere un determinado género». Los géneros literarios están marcados por la historicidad de la vida humana, por el radical carácter histórico de las formas como el ser humano vive y expresa su propia vida. En Zambrano encontramos un desarrollo y un análisis más específico de los géneros que ha adoptado el pensamiento filosófico, de los modos y formas bajo los que se ha revestido. Formas diferentes en que se ha expresado la filosofía que, a la vez, delatan tipos distintos de pensamiento y de épocas históricas que las adaptan como género preferente para su expresión. En el ensayo «Poema y Sistema», publicado en 1971 formando parte de sus Obras Reunidas, Zambrano estará más interesada en mostrar la unidad originaria, subyacente, entre filosofía y poesía, unidad que habría reaparecido de tanto en tanto y que se dejaría reconocer con similar claridad en los aparentemente opuestos «geométrico» Spinoza y «fragmentario» Nietzsche. Pero seguirá manteniendo la misma tesis que preside los textos escritos casi treinta años antes y que forman parte de esta edición: la filosofía creó sus propias formas de expresión, entre las que ha triunfado, hasta el punto de haber casi desterrado a las restantes, «el sistema, la forma cerrada, circular diríamos, del sistema filosófico». El sistema —nos dirá— ha sido «la forma pura de la filosofía en la moderna cultura de Occidente». En la relación de géneros literarios no sistemáticos adoptados por la filosofía en otras épocas, menciona María Zambrano las consolaciones, los manuales, las meditaciones, las epístolas, y, en el Renacimiento, los breves tratados y los diálogos. También los aforismos cabe incluirlos en este listado de «formas intermedias, en verdad mediadoras, del pensamiento filosófico». Pero, entre todas ellas, destacan dos géneros que, por su especial afinidad con el fondo de un saber de la experiencia, merecieron su atención preferente y a los 24
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que otorgó una singular significación, los dos géneros a los que consagró los ensayos recogidos en esta edición: las confesiones y las guías. Ambos comparten aquel rechazo de voluntad sistemática y aquel apego del pensamiento a la vida propio del saber de la experiencia. «Las dos aparecen como reverso de los sistemas de filosofía en que la vida se objetiva hasta el extremo sin conservar huella del hombre concreto que las compone y sin señalar tampoco a quien van dirigidas.» Y ambos, confesiones y guías, comparten el ser géneros literarios característicos de tiempos de «crisis». En el caso de las confesiones, como lo mostrarían paradigmáticamente las de San Agustín, escritas en el tránsito del mundo antiguo al mundo del cristiano «hombre nuevo», surgen en «situaciones en que la vida ha llegado al extremo de confusión y dispersión. Cosa que puede suceder por obra de circunstancias individuales, pero más todavía, históricas». La confesión, añadirá, es un género literario propio y exclusivo de la cultura occidental, pero, dentro de ella, surge de forma preferente en momentos decisivos, «en momentos en que parece estar en quiebra la cultura, en que el hombre se siente desamparado y solo. Son los momentos de crisis en que el hombre, el hombre concreto, aparece descubierto en su fracaso». Por su parte, las guías también surgen y se hacen necesarias como género literario no solo en situaciones en que el hombre individual se encuentra «perplejo», desorientado, descarriado, como así se recoge en los títulos de las propias obras, sino en que toda una época se encuentra en crisis, aunque el estarlo sea un rasgo esencial de la vida misma a lo largo de la historia. Las tradiciones heredadas cumplen la función de transmitir convicciones y experiencias de vida que subyacen a los conocimientos e ideas, pero están sujetas a un continuo fluir histórico, a un permanente cambio, y de ahí la pervivencia de un género tan tradicional como las guías, cuya función reside «en conducir a un individuo o a un grupo de hombres determinados a salir de cierta situación, a atravesar ciertos escollos, que acaso reaparecen una y otra vez». 25
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Confesiones y guías también comparten el rasgo de no precisar llevar estos nombres para ser reconocidas como tales. En el caso de las confesiones, según Zambrano, no cabe limitarlas a las así textualmente llamadas por filósofos como San Agustín o Rousseau, sino que se extienden hasta la exposición de la duda cartesiana con que se inaugura la modernidad, la literatura romántica, las novelas de Proust o de Dostoievski («verdadera confesión de nuestro tiempo»), el surrealismo y hasta la obra de poetas malditos como Baudelaire y Rimbaud. Género literario el de la confesión cuya necesidad profunda, igual que en el pasado, se hace si cabe más patente en la agonía y vacío del hombre contemporáneo: «La pavorosa faz de la actualidad ¿no nos presenta, sin duda, esta figura de un mundo sin sujeto, donde ha desaparecido el sujeto, donde el yo anda errante como rey sin súbditos ni territorio?». Este mundo. «¿No estará necesitado de una verdadera e implacable confesión?» En el caso de las guías, tampoco precisan llevar este nombre para su reconocimiento. Aunque la relación que de ellas ofrece Zambrano en sus escritos no es idéntica en todos los casos, junto a las fácilmente reconocibles, como la Guía de Perplejos de Maimónides o la Guía de Pecadores del padre Granada, incluye bajo esta categoría, compartiendo una misma función con ellas, la obra de Quevedo La Cuna y la Sepultura, los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, el Idearium Español de Ganivet, las Meditaciones del Quijote de Unamuno y hasta ensayos contenidos en la serie El Espectador de Ortega. Pero quizá lo más significativo del planteamiento de Zambrano sobre el género literario de las guías sea no solo la inclusión en el listado, sino el reconocimiento como guía ejemplar o paradigmática de la novela Don Quijote de la Mancha: «Y es que tal vez nuestro misterioso libro Don Quijote sea la más profunda y clave Guía espiritual», o, con otras palabras, «Y es que es Don Quijote, el raro libro, la cifra y el compendio de todas nuestras Guías». Hasta de la unidad profunda que acogen en su diversidad los dos géneros, el de las confesiones y el de las guías, da testimonio esta obra de Cervantes, pues Zambrano se cree justificada para 26
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poder adscribirlas a ambos: «Guía y confesión, al par, esta Vida de Don Quijote y Sancho, en la que un español se confiesa por todos y confiesa a todos sus mortales ansias por lograr su ser, su terreno, ser que también quiere ser divino. Guía no de perplejos, sino de angustiados.» Pero entre ambos géneros también cabe constatar sus diferencias, su propia singularidad. En primer lugar, diferencias relativas a su devenir histórico y a su lugar preferente de implantación. Las confesiones son ajenas, nos dice Zambrano, al pensamiento griego. «La confesión griega hubiera sido la historia del filósofo arrebatado de la Caverna, pero no lo hizo o se ha perdido.» La confesión, como género, nace con San Agustín de Hipona. En todo caso, si queremos encontrar un precedente, tenemos que remontarnos al bíblico Libro de Job, a sus quejas y lamentaciones, obra que califica de «preconfesión». Por el contrario, las guías, aunque emerjan en el medievo con Maimónides, hunden sus raíces en las fábulas y en leyendas clásicas como las de Orfeo, el laberinto de Creta, o la expedición de los Argonautas, todas ellas reveladoras de un «camino», hasta llegar a la «en forma ya plenamente lograda, obra escrita indeleble, la Odisea, la guía entre todas las del mundo antiguo, que transciende incesante de él». Por otro lado, mientras que las confesiones han estado presentes en la cultura europea desde la extinción del mundo antiguo, y apenas han arraigado a lo largo del devenir histórico de España, las guías son un género literario que ha proliferado en la singular marginalidad de este país. España está vacía de confesiones, afirma Zambrano, pero es rica en guías hasta el punto de que «es raro que un español de rango no deje una Guía». El íntimo parentesco entre confesiones y guías, en cuanto géneros opuestos a los modos de expresión filosóficos que hacen abstracción del sujeto, no excluye tampoco la distinta relación que cada uno de ellos mantiene con otros géneros literarios, y que María Zambrano se detiene a analizar, en especial con la novela. La confesión comparte con ella que ambos son relatos, pero bien diferentes tanto en lo que respecta al sujeto que narra cuanto en el objetivo que persi27
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guen y el tiempo en que se instalan. La novela nos lleva a un tiempo imaginario, «mitológico», y cuando no lo hace, como en el caso de Proust o de Joyce, es que, en realidad, se trata de una confesión. Ésta, en efecto, «se verifica en el mismo tiempo real de la vida, parte de la confusión y de la inmediatez temporal». Mientras que novela y confesión se han ido aunando en la medida en que aquella se ha ido desprendiendo de argumentos y de episodios para centrarse en el mundo interior del sujeto, las guías guardan la herencia de sus antepasados, el cuento oriental, la fábula y las leyendas, la historia de una prueba por la que ha de pasar el sujeto en su transformación moral, la narración «de un viaje, un itinerario entre dificultades y escollos de diverso género en virtud de una acción que ha de ser llevada a cabo y que se presenta como la única salida posible». Éstas y otras muchas reflexiones sobre los géneros olvidados de las confesiones y guías encontrará el lector en los textos que le ofrecemos de María Zambrano. Pero no queremos terminar esta presentación de sus escritos sin subrayar que, ante la mirada de la pensadora malagueña, la justificación de que deben ser recuperados no reposa solo en la riqueza depositada en géneros que han sido injustamente minusvalorados frente a la supremacía asfixiante de un pensamiento en exceso racionalista y sistemático, sino en la necesidad de recuperar, en una época de crisis y agonía, formas de expresión que reconduzcan al ser humano a suturar la profunda brecha que se ha establecido entre vida y pensamiento. LA PRESENTE EDICIÓN La Confesión: Género literario y método Este texto fue publicado originalmente por María Zambrano en dos artículos separados: «La confesión, como género literario y como método». Luminar, México, volumen 5, n.° 3 (1941), pp. 292-232, y Luminar, México, volumen 6, n.° 1 28
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(1943), pp. 20-51. En formato de libro, fue editado en el mismo año de 1943 como número VIII de los Cuadernos de Filosofía de Luminar, con el título «La Confesión, género literario y método». No se reeditó hasta más de cuarenta años después, cuando fue recogido, con el mismo título, en la antología de textos que la revista Anthropos dedicara a Zambrano: María Zambrano, «Antología, selección de textos», Anthropos, 1987, Suplementos 2, pp. 57-79. En un ejemplar del libro editado en Luminar, María Zambrano había realizado correcciones a mano que llevan, al final del texto, su firma y fecha (1965), y que fueron incorporadas a la edición de la revista Anthropos, y a las publicadas posteriormente bajo el título La Confesión, género literario en la editorial Mondadori (Madrid, 1988) y en la editorial Siruela (Madrid, 1995). Y en una carta personal manuscrita, que escribe el 3 de mayo de 1979 a Juan Fernando Ortega Muñoz (a quien agradecemos que nos la haya facilitado), se encuentra la siguiente afirmación, que reproducimos por reflejar el alto valor que María Zambrano concedía a esta obra: «Acerca de San Agustín hay en el libro agotado Hacia un saber sobre el alma unos cuantos ensayitos. Y en otra publicación, más inencontrable todavía, pues que desde el principio lo fue, lo más decisivo e inspirador. «La confesión, género literario y método», lo más desdichado y lo que más quiero de todo lo dado a publicar». Nuestra edición se atiene al texto publicado en Luminar en el año 1943, incorporando las correcciones que María Zambrano hiciera sobre su ejemplar, que se conserva en su fundación en Vélez-Málaga, y subsanando algunos errores que se han deslizado en las ediciones anteriormente mencionadas. En los fondos conservados en la misma fundación no se han encontrado otros manuscritos ni mecanoescritos que se correspondan con versiones de este texto, pues, de los que llevan el título de «La Confesión», el M-300 se corresponde, como después se comentará, a un texto de las guías, y tanto el M-316 como el M-405 (fechado en 1950) encierran notas sueltas que no se corresponden con el texto objeto de esta edición. 29
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«La Confesión: Género literario y método» está estructurado en dos partes subdivididas en epígrafes, pero María Zambrano no incluyó ningún índice de la obra ni al comienzo ni al final del texto, que algunos editores añaden. El carácter escasamente sistemático de la pensadora y el propio proceso de gestación original del texto en artículos separados pueden explicar que los distintos apartados no respondan a una estructura del todo coherente, si bien se manifiesta con claridad un orden expositivo: tras la reivindicación y reflexión general sobre el género de las confesiones y sus precedentes en el Libro de Job, el análisis de la «primera confesión», la de San Agustín, y la historia posterior del género a través de la modernidad y las Confesiones de Rousseau hasta llegar a las confesiones reflejadas en la poesía y el pensamiento contemporáneos, en especial en el surrealismo y en los «poetas malditos». En nuestra edición, hemos reproducido solo los títulos de los capítulos en el interior del texto, tal como hiciera Zambrano. Hemos respetado literalmente las citas de otros autores que María Zambrano reproduce en su texto aunque, en algunas ocasiones, existan ligeras variaciones sobre el original. Las abundantes citas de las Confesiones de San Agustín las toma María Zambrano de la siguiente edición: Las Confesiones de San Agustín. I y II. Nueva versión española literal y con notación abundantísima por el P. Ángel C. Vega. Madrid, 1932, Nueva Biblioteca Filosófica, LIX y LX. Por otra parte, aunque María Zambrano indique las referencias de algunos de los textos que cita, no lo hace en la mayoría de los casos, y cuando lo hace, a veces, o son incompletas o se advierten errores de transcripción en el texto impreso de su obra. Hemos procurado completar o corregir esta información en nuestras notas explicativas. La «Guía», forma del pensamiento Este artículo apareció impreso en la Revista de las Indias (Bogotá, n.° 56, 1943, pp. 151-176) bajo el título de La «Guía», 30
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forma parte del pensamiento, pero María Zambrano tachó sobre la copia que se conserva en su fundación la palabra «parte». Con esta palabra suprimida publicó la versión revisada del artículo, que integró como capítulo de su libro Hacia un saber sobre el alma (Buenos Aires, Losada, 1950, Colección Biblioteca Filosófica), y así se ha mantenido, lógicamente, en las ediciones posteriores (Madrid, Alianza Editorial, 1987, Colección Alianza Tres, y Madrid, Alianza Editorial, 2000, Colección Alianza Literaria). Al inicio del artículo, en nota a pie de página, María Zambrano indica que se trata de una introducción al libro Las Guías españolas. Aunque el libro no llegó a redactarse, la nota, por sí sola, testimonia el alto interés intelectual que, en aquellos años, tenía por este género literario y la importancia que le concedía en su reflexión sobre el problema de España, sobre su pasado y su presente, vinculado a la necesaria recuperación de «otros caminos del pensar», como hemos subrayado en nuestro estudio introductorio. La versión que aquí presentamos no se corresponde con el texto del capítulo del libro Hacia un saber sobre el alma, sino que transcribe literalmente la versión inicial publicada en 1943 en la Revista de las Indias, con la que la versión posterior integrada en Hacia un saber sobre el alma tiene algunas diferencias no sustanciales, incorporando solo las correcciones que la propia María Zambrano hizo a mano sobre un ejemplar del artículo que se conserva entre los manuscritos conservados en su fundación de Vélez-Málaga. La «Guía» Este texto, hasta ahora inédito, se encuentra entre los manuscritos de María Zambrano (M-436). Se compone de ocho páginas mecanografiadas en papel del Hotel Savoy (El Vedado, La Habana). Está incompleto y pertenece a los mismos años en que redactó el anterior artículo publicado en 1943 en la Revista de las Indias. Pudo ser un ensayo preparatorio de su proyectado libro sobre Las Guías españolas. Entre 31
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los motivos que quizá le llevaron a abandonar tal proyecto pudieron estar su dedicación a otras tareas, absorbida como estaba en la preparación de conferencias y cursos sobre diversos temas, y de forma específica, el hecho de que sus esfuerzos y tiempo restante se concentraron muy posiblemente en la redacción de su obra sobre Unamuno, de la que publicaría en el mismo año 1943 solo el primer capítulo («Unamuno y su tiempo») en dos artículos de la Revista de la Universidad de La Habana. Precisamente, el capítulo V de la edición completa de los manuscritos conservados de aquella obra (realizada por Mercedes Gómez Blesa en el año 2003) lleva por título «La Guía de Unamuno: Vida de Don Quijote y Sancho», un brillante ensayo, el único que llegó en aquellos años a redactar monográficamente dedicado a las guías españolas, y con el que el presente texto presenta muchas afinidades y algunas coincidencias (cfr. Zambrano, Unamuno. Edición de Mercedes Gómez Blesa. Barcelona, Random House Mondadori, 2003, pp. 107-127). Una forma del pensamiento: la «Guía» Se trata de un texto distinto a los anteriores, aunque María Zambrano incluya en él algunos pocos y breves párrafos del artículo «La Guía, forma del pensamiento», que había publicado en 1943. Nuestra edición se ha realizado a partir de la versión mecanografiada que se conserva entre sus manuscritos (M-300), y de la edición del texto publicada por vez primera (y hasta ahora única) en sus Obras reunidas, Madrid, 1971, Aguilar, pp. 359-371. Desavenencias de María Zambrano con la editorial provocaron la interrupción de estas Obras reunidas, cuyo único volumen publicado estaba concebido como «Primera entrega». En el prólogo que María Zambrano redactó en 1970 para esta recopilación afirma que, además de tres textos ya redactados con anterioridad («El sueño creador», «Filosofía y Poesía», y «Pensamiento y Poesía en la Vida Española»), integran esta antología de sus obras otros tres ensayos indepen32
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dientes «que han sido redactados de nuevo». Entre ellos se encuentra el que nos ocupa, lo que testimonia que seguía bien vivo aquel interés intelectual que Zambrano había tenido por las guías casi treinta años antes. Sobre ellas comenta, justificando la inclusión del nuevo ensayo dedicado al tema en aquel volumen: «El género literario llamado Guía fue hace tiempo un lugar de insistente meditación, por el doble motivo de ser un género mediador y de darse con frecuencia tanta en el pensamiento español». Miguel de Molinos, reaparecido Este artículo apareció publicado en la revista Ínsula en el año 1975 (núm. 338, pp. 3-4). El texto mecanografiado por María Zambrano lleva fecha de 1974 y se conserva en su fundación de Vélez-Málaga (M-556). Pertenece, por tanto, al igual que el anterior, a los años de su exilio en La Pièce. El motivo de su redacción fue la aparición en el mismo año 1974 de la edición que su entonces entrañable amigo, José Ángel Valente, había hecho de la Guía Espiritual y de unos fragmentos de la Defensa de la contemplación de Miguel de Molinos, acompañados de un ensayo introductorio (Barcelona, Barral Editores). María Zambrano retoma, por tanto, cuatro años después del texto anterior, la temática de las guías y expresa sus reflexiones sobre una en particular mostrando la importancia que la lectura de la Guía Espiritual de Molinos había tenido para ella misma, si bien en esta ocasión, además de los juicios laudatorios sobre la obra del editor y amigo, su interés se centra, más que en las virtudes del género literario «guía» como tal, en el contenido específico de la obra de Molinos, es decir, en la aproximación de la mística quietista a la expresión de lo inefable, de lo que se esconde en el centro del alma cuando el lenguaje se acalla. En la transcripción de todos los textos, el editor se ha limitado a corregir los errores ortográficos y tipográficos de las ediciones o manuscritos originales, sin modificar la peculiar sintaxis que María Zambrano en ocasiones utilizaba ni los 33
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términos en los que se expresó. Las escasas notas que Zambrano incluyó en estos textos figuran a pie de página, mientras que las notas explicativas del editor se han colocado al final de cada uno de ellos. Estas notas explicativas se limitan a aportar una breve información sobre los autores y obras mencionadas por María Zambrano, y, como se ha indicado anteriormente, a indicar las referencias de las citas que incorpora a su texto, en las numerosas ocasiones en que ella misma no lo hace, ampliándolas o corrigiéndolas cuando ha resultado necesario. Queremos expresar, en fin, nuestro agradecimiento a las personas que trabajan en la Fundación María Zambrano de Vélez-Málaga, y en especial a su director, D. Juan Antonio Ortega Muñoz, por todas las facilidades que nos han dado para poder desarrollar nuestra labor y por la ayuda que nos han prestado en cuantas ocasiones hemos tenido que solicitarla, sin las que este libro no hubiera podido ser editado. PEDRO CHACÓN
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LA CONFESIÓN: GÉNERO LITERARIO Y MÉTODO1
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UANDO la Filosofía hace su historia suele olvidar desdeñosamente lo que deben los hombres a otros saberes nacidos más allá o más acá de ella. Lo que se debe, por ejemplo, a la poesía y a la novela. Tendría razón en ignorarlas y hasta en desdeñarlas si su existencia misma no las necesitara. La Filosofía no necesita supuestos —tal vez sea así— para su ideal existencia, según ella misma establece. Pero si se la considera en la vida de cada hombre, los necesita más que cualquier otro género de conocimiento. No puede compararse con la Religión; la Religión no necesita de condiciones para entrar en la vida de un hombre; ella sola puede penetrar y consumir su vida entera hasta absorberla: las vidas de tantos santos ignorantes, que comenzaron por ser «tocados» cuando eran hombres vulgares o disipados, lo muestra bien a las claras. La Filosofía, por el contrario, necesita el mayor número de condiciones en la vida del filósofo. Si la Filosofía no tiene vida, el filósofo la tiene en mayor grado; ha tenido, en realidad, que transformarse para entrar en la Filosofía. La Filosofía persigue la verdad según la razón. Pero es un hombre quien esto hace y sucede que puede buscarla y que puede huirla por lo pronto; la verdad transforma la vida. La filosofía occidental no ha manifestado en su punto de arranque las condiciones y la forma misma de aquel modo de vida que la ha hecho posible. Sin duda, que no ha creído que tendría que detenerse a hacerlo. Sin duda, que 37
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cuando la Filosofía ha corrido por su cuenta, desprendida ya de la Religión, no se ha detenido a mirar lo que quedaba bajo ella sosteniéndola, en el modesto orden del tiempo. Y sin embargo, no cabe desconocer que una vida que acata la existencia, la sola existencia de la verdad, es una vida en la que se ha operado algún cambio; es ya una vida trasformada, convertida, pues que a toda verdad, por evidente y grande que sea, cabe responder con un «¿qué me importa?» —indiferencia o desafío—. Hubo un filósofo, nada moderno, que manifestó la conversión que lleva consigo el disponerse a buscar la verdad, la transformación que significa para la vida su entrega a ella; por tanto lo que de religioso hay bajo la Filosofía: la religión en que se asienta y sin la cual la verdad, y su búsqueda por la razón, quedan flotando, a merced de alguna justificación apresurada, o sin justificación alguna: Aristóteles, quien da por hecho que es propio de la naturaleza del hombre el buscarla. Pero Aristóteles, que es tan remiso al comienzo, cuando habla de la necesidad de saber, en otro lugar tiene que hacer una teoría de la «vida feliz» como vida propia del que ha llegado a ser filósofo, lo que es más platónico que lo de Platón. Esta «vida feliz» muestra hasta qué punto la vida queda transformada bajo la acción del conocimiento. Mas, entre la vida y la verdad ha habido un intermediario, cosa que Platón y no Aristóteles ha enseñado. Es el amor, el amor que lleva su nombre, quien dispone y conduce la vida hacia la verdad. Y lo propio de este amor es ser tanto más apasionado cuanto más universal y fría es la verdad, cuanto más lejana y más pura. Pero hace tiempo que el platonismo ha huido del mundo, al menos en lo que hace al amor. El divorcio entre la vida y la verdad filosófica fue ahondándose y fue desapareciendo hasta el rastro de este género de amor, que había ido a anidar en la mística. Pero la mística ha desaparecido también, al menos en su forma más clara, es decir, platónica. La filosofía moderna no ha pretendido reformar la vida. Por el contrario, quiso transformar la verdad; ha querido trasladar a ella la reforma o transformación que no ha introdu38
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cido en la vida. Los diversos intentos constituyen la trágica historia de la desesperación de la verdad, que querríamos poder seguir paso a paso, y que constituye lo más hondo de nuestro drama. A medida que avanza la época moderna, a medida que nos alejamos de Descartes y que germinaba la desconfianza en la que fue el genio, ha crecido la desesperación de la verdad. Y paralelamente la rebeldía de la vida. La vida se negaba a reformarse, o usando el término clásico, a «convertirse». Y la verdad llegaba a ella encontrándola cada vez más cerrada. Ante esta situación cada vez más intolerante, se tuvo que pensar en reformar la verdad, ya que no se reformaba la vida. La verdad, cuanto más pura, cuanto más filosófica, es más abstracta, más universal. Pero la esencia de cualquier verdad es ser universal y aunque afirme un hecho, un simple hecho que la vida incluye, sin darle mayor trascendencia, lo separa de la vida en cuanto que lo expresa. La verdad, toda verdad, es siempre trascendente con referencia a la vida, o si se la mira en función de la vida, toda verdad es la trascendencia de la vida, su abrirse paso. Pero las verdades de la razón pura, las más universales, se ciernen sobre la vida y para entrar en contacto con ella necesitan que la vida previamente haya realizado alguna operación dentro de sí. La verdad de la Filosofía, de la Filosofía platónica y aristotélica, no sería posible sin el suceso que se relata en el Mito de la Caverna. La Filosofía Moderna, la que nace en Descartes, no tiene un mito semejante; ha abandonado la exigencia de que la vida se convierta y no hace para nada alusión a ese asunto. Solo un filósofo alejado, Spinoza, dedica la atención merecida a la reducción de la vida en el Libro IV, sobre las Pasiones, de su Ética, que en verdad no ha alcanzado gran vigencia. Y aunque podría decirse que el Mito de la Caverna no ha sido directamente atendido, ha sido característica de la influencia platónica, el entrelazarse, el esconderse casi, actuando de manera callada: a la misma manera del agua en el mundo físico, puliendo, reduciendo, transformando lentamente y sin más espectacularidad que la de los éxtasis de los místicos. 39
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El drama de la Cultura Moderna ha sido la falta inicial de contacto entre la verdad de la razón y la vida. Porque toda vida es ante todo dispersión y confusión, y ante la verdad pura se siente humillada. Y toda verdad pura, racional y universal tiene que encantar a la vida; tiene que enamorarla. La vida rebelde y confusa ha pasado por la época del hechizo y para derrocarle tiene que suceder el enamoramiento, que es también encanto, suspensión, pero algo más: sometimiento a un orden, y más todavía: ser vencido sin rencor. Y la verdad pura humilla a la vida cuando no ha sabido enamorarla. Porque la vida es continua pasión y pasividad. El entendimiento, órgano de la verdad, es, como dice Aristóteles, «impasible» y la vida es pura pasividad, en cuanto que no es intelecto, y es fácil que se sienta humillada hasta con respecto a esta parte de sí misma que se aparta, que tiene como otra ley y otros contactos. Si la vida no es reformada por el entendimiento, ganada por la verdad que él le ofrece, si la verdad que él le sirve no sabe enamorarla, dejarla vencida sin rencor, se declarará en rebeldía. Esta situación parece haber determinado el fondo de todos los intentos de las diversas «Reformas del Entendimiento» de los siglos XVI y XVII de Europa. El tema de la «Reforma del Entendimiento» prosperó a partir de Descartes, aunque a veces contradijera su pensamiento. Esta reforma lo era, en realidad, de la idea de verdad que Descartes dejó intacta en su significación platónica. Las pretendidas reformas del entendimiento se dirigen contra todo lo platónico, contra la idea platónica de verdad, contra la idea platónica de «idea» y, sobre todo, contra algo que, aunque Platón no nombrara excesivamente, persiguiera siempre y que su discípulo, el Platón extremado que fue Plotino, tuvo como obsesión: la unidad. La reforma del entendimiento se enderezaba a encontrar una verdad dispersa; en vez de salvar a la vida de su dispersión, se hacía ella misma dispersa en el relativismo; se la hizo estribar en las relaciones y en seguida en los hechos, en los simples hechos. Y como los hechos siempre están aislados, se pretendió entonces que la verdad se hiciera dispersa. 40
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Y así, la exigencia de verdad vino a ser substituida por la exigencia de sinceridad, «sinceridad» que hace referencia al individuo, y en el que se quiebra la verdad. Y dentro de esta sinceridad, de los descubridores del relativismo, cada vez cabía menos la verdad. No la podían aceptar en su vida y para salvar la vida, para no reformarla, reformaron la idea tradicional de verdad. El idealismo alemán siguió un camino bien diferente. Pero en el fondo es tal vez el mismo suceso, pues que el «Espíritu» de los idealistas está vivo, terriblemente vivo. Nada hay en él de aquella visión griega, de aquella visión en que la vida era vista, contemplada, con un ojo impasible y que ya no es de este mundo. La vida transfería sus caracteres al Espíritu absoluto de Hegel y con ello la vida, al ver como en un espejo desmesurado sus confusos caracteres, quedó más confusa que nunca y, por tanto, más dispuesta al ensoberbecimiento. Vida y razón se ensoberbecieron, sin corregirse la una a la otra; sin ser la vida aclarada por la razón y sin ser la razón sujetada por la vida, que, muy al contrario, le ofreció su ímpetu, todo su ímpetu para que se «totalizara». De esta situación resalta algo mucho más grave: el que el hombre de la cultura moderna, el que la razón, ya la razón relativista de los hechos, ya el Espíritu absoluto, tenía confiado, quedaba en confusión y desamparo. De la inasequible verdad de los filósofos antiguos pudo llegar hasta el hombre analfabeto una verdad ordenadora de su vida. Y su rastro, por siglos y siglos, permanece aún en los lugares más contrarios, como en la poesía de influencia platónica. Hasta el hombre de la gleba medieval pudo llegar la noción que daba sentido a su paso por la tierra, envuelta y afirmada por nociones que la Filosofía platónico-aristotélica, y aun plotiniana, había encontrado. De esa filosofía aristocrática había sido posible extraer una verdad asimilable por el hombre ingenuo, por el que miraba el curso de las estrellas, por el que nada sabía de libros, ni de construcciones de la mente. ¿Dónde está la verdad que la razón moderna ha deparado para el hombre, para el hombre sencillo, para el hombre sin más? A medida que el «humanismo» ha ido ganando terreno, 41
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la vida del hombre sencillo, que no tenía ni tiempo ni medios para detenerse a encontrar la verdad por su cuenta y con su esfuerzo, con ese agónico esfuerzo que es siempre la filosofía, iba quedando desamparada y desdeñada. El crecimiento de cosas tales como el comunismo deben ponerse a esta cuenta, mucho más que a la explotación económica. Porque la vida no puede soportar a la razón cuando ésta no se ha dignado contar con ella, cuando no ha descendido hasta ella ni ha sabido tampoco enamorarla para hacerla ascender. La vida quedaba abandonada, la vida del hombre; del hombre concreto en su ignorancia y confusión. La verdad que se le servía era verdad que no enamoraba su vida, que no la reducía. Y que, además, solamente ha aprendido a través del «interés», como era, después de todo, natural que ocurriese. La vida real, el hombre real y concreto, quedaba, o ensoberbecido por la ideología positivista, que es la única que se derivó de la razón dispersa, o humillado. Soberbia y humillación son las dos notas de la desesperación del alma moderna; sus dos polos. La reforma del entendimiento europeo, el salto de la filosofía en sus dos aspectos, no hubiera sido menester de haberse realizado una confesión a estilo agustiniano. Y así resulta Kant el filósofo más equilibrado, el de mayores promesas hoy, porque estuvo más cerca que ninguno de haberla realizado: su Crítica de la Razón Práctica anda cerca de ello; Kant pudo también, con una gota más de adentramiento, dar a luz al hombre moderno que vive a medio engendrar. Pero no ha sido así. Y no se ha realizado la conversión de la vida; y frente a las exigencias de la razón ha quedado humillada. Porque el rencor se asienta en la zona misma en que la vida necesita de esa transparencia que solo proporciona la verdad. Como no puede prescindir de ella, parte en su busca; mas al no estar preparada para recibirla, surge adueñándose el rencor. Cuando la vida no se ha convertido, anda confusa y dispersa. Son sus notas cuando corre entregada a la espontaneidad. La verdad racional la propone, y es más, la exige una 42
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reducción violenta, sin haberla preparado, sin ofrecerle apenas compensación. «Se hace muy difícil aceptar la verdad sin más, pues una vez aceptada hay que someterse a ella», ha dicho Nietzsche. La razón de la filosofía moderna es la más violenta: por una parte, la más exigente, y por otra, y esto es lo que ha originado el rencor más que cosa alguna, no lleva dentro de sí la justificación de la esperanza humana. Platón y Aristóteles exigían un duro ascetismo; salvarse para ellos resultaba difícil, mas era posible. No ofrecían la vida eterna, que tampoco era esperada por los hombres de la cultura griega, pero ofrecían, en cambio de la «conversión», la inmortalidad. La razón moderna no ha ofrecido nada, pidiéndolo todo. El idealismo que ofrecía algo, lo más análogo a la vida teorética de Aristóteles y aun del éxtasis de Plotino, era aún menos asequible. Y por eso hubo de surgir la otra razón, la razón cercana a la vida y asequible a ella. Mas sucedió que nada dejaba de lo que en la vida quiere trascender. Le arrancó hasta la posibilidad de expresarse. Dejó de haber alma y espíritu, si por espíritu entendemos la posibilidad infinita de toda vida y su necesidad (la necesidad individual) de renacer, pues el individuo, para serlo, necesita renacer, ser de nuevo engendrado. Y así la vida se sentía humillada frente al idealismo, porque le llevaba una verdad sin haberla previamente preparado para ella, verdad que le arrancaba violentamente de sí y, lo que es más grave, sin camino. El idealismo comienza, obviamente, sin reconocer necesidad de conversión, siendo por sí mismo la más violenta conversión que se haya presentado. La supone y no alude a ella, ha cercenado todo lo subjetivo, todo lo individual, desconociendo la inmediatez de la vida, pero sin mostrarle el camino para dejar de ser inmediata. La transformación necesaria al idealismo es inmanente, es decir, reside en la interioridad del sujeto sin más. Y los que así no lo saben y los que no les basta con ello quedan relegados al grado de semihombres, en una existencia degradada, como ha dicho al fin su heredero Heidegger. Mas la filosofía que no ha humillado a la vida se ha humillado a sí misma, ha humillado a la verdad. ¿Cómo salvar la 43
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distancia, cómo lograr que vida y verdad se entiendan, dejando la vida el espacio para la verdad y entrando la verdad en la misma vida, transformándola hasta donde sea preciso sin humillación? El extraño género literario llamado Confesión se ha esforzado por mostrar el camino en que la vida se acerca a la verdad «saliendo de sí sin ser notada»2. El género literario que en nuestros tiempos se ha atrevido a llenar el hueco, el abismo ya terrible abierto por la enemistad entre la razón y la vida. La confesión, en este sentido, sería un género de crisis que no se hace necesario cuando la vida y la verdad han estado acordadas. Mas en cuanto surge la distancia, la menor divergencia, se hace preciso nuevamente. Y por eso San Agustín inauguró el género con tanto esplendor; porque es el hombre viejo desamparado y ofendido, tanto como pueda estarlo el moderno, que al fin, se amiga con la verdad. LA CONFESIÓN, GÉNERO LITERARIO ¿Qué es una Confesión y qué nos muestra? Ante todo, como género literario, percibimos en él las diferencias que lo distinguen de la Poesía y de la Novela y aun de la Historia, que son los géneros que le andan más cerca. La novela es el más próximo; como ella, es un relato. Pero la diferencia es doble, en orden al sujeto y en orden al tiempo. Y en consecuencia o más bien previamente, hay otra diferencia fundamental, entre lo que pretende el novelista y lo que pretende el que hace una confesión. Lo que diferencia a los géneros literarios unos de otros es la necesidad de la vida que les ha dado origen. No se escribe ciertamente por necesidades literarias, sino por necesidad que la vida tiene de expresarse. Y en el origen común y más hondo de los géneros literarios está la necesidad que la vida tiene de expresarse o la que el hombre tiene de dibujar seres diferentes de sí o la de apresar criaturas huidizas. La necesidad más antigua fue la más alejada de la expresión directa de la vida. La poesía primera, como se sabe, es un lenguaje sagrado, es decir, objetivo en grado sumo. 44
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El Libro de los Muertos de Egipto nos presenta fórmulas sagradas y litúrgicas, fórmulas fijas y rituales como los números y la música. Música pura, aunque sea «la historia de un alma», que diríamos los occidentales. En este sentido novela y confesión son parientes y casi coetáneas, pues ambas son expresiones de seres individualizados a quienes se les concede historia. El supuesto, tanto de la confesión como de la novela, es que el individuo padece y que puede perderse. La momia que «se confiesa» no tiene historia, tiene presente puro; ésta no solo está ya conversa sino glorificada. Es una bienaventurada que habla por hacerse abrir las puertas doradas del jardín último. Entre los griegos la confesión no tiene lugar, no puede surgir, hubiera sido más exasperada, más que la poesía de Anacreonte, único respiro del alma irracional, reacia a dejarse trasmutar por el amor platónico. La confesión griega hubiera sido la historia del filósofo arrebatado de la Caverna, pero no lo hizo o se ha perdido. Y cuando surge con San Agustín, surge entera. ¿No tiene acaso antecedentes? Parece no tenerlos y, sin embargo, algo viene a la memoria: un parentesco inequívoco. Es por la línea de nuestros padres, por el lado de la historia y de la pasión, de la falta de pudor para gritar y hablar de sí mismo, por el lado de la verdad de la vida, de la verdad hebrea. Es Job el antecedente de la confesión, y decir Job es tanto como decir queja: es la queja. Es Job quien habla en primera persona; sus palabras son plañidos que nos llegan en el mismo tiempo en que fueron pronunciados; es como si los oyéramos; suenan a viva voz. Y esto es la confesión: palabra a viva voz. Toda confesión es hablada, es una larga conversación y desplaza el mismo tiempo que el tiempo real. No nos lleva como una novela a un tiempo imaginario, a un tiempo creado por la imaginación. La novela tiene su origen en la linterna mágica, en el desván de las musarañas. La novela, ya en su comienzo, y más en sus comienzos, nos crea otro tiempo en el doble sentido de un tiempo mitológico —pues la novela conserva el rastro del mito— en el sentido en que hace nacer en nuestra conciencia otro tiempo, aunque ya no 45
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exista rastro mitológico. Es otro tiempo que el de la vida. Y cuando la novela ha llegado a ser tiempo de la vida —Proust, Joyce— es que se trata en realidad de una confesión, como luego se verá3. La confesión se verifica en el mismo tiempo real de la vida, parte de la confusión y de la inmediatez temporal. Es su origen; va en busca de otro tiempo, que si fuera el de la novela no tendría que ser buscado, sino que sería encontrado. El que hace la confesión no busca el tiempo del arte, sino algún otro tiempo igualmente real que el suyo. No se conforma con el tiempo virtual del arte. El artista, al crear, remeda la creación divina y crea una eternidad… virtualmente. Es el juego, el juego profundo del arte. No sé si alguien lo ha señalado, pero cualquier otra magia artística queda supeditada a este juego profundo y sumamente grave del que solo se apartaría el arte sinceramente religioso, cuyo tiempo sería el del paraíso perdido. Pero el arte puro, el arte por el arte, es el juego de la creación de un tiempo más allá del tiempo, que el hombre no puede crear, es el juego a crear un tiempo que no puede haber y que solo gozamos, cuando lo gozamos, virtualmente. La confesión va en busca, no de un tiempo virtual, sino real, y por eso, por no conformarse sino con él, se detiene allí donde ese otro tiempo real empieza. Es el tiempo que no puede ser transcrito, es el tiempo que no puede ser expresado ni apresado, es la unidad de la vida que ya no necesita expresión. Por eso todo arte tiene algo de confesión desviada, y tiene, a veces, los mismos fines que ella, pero va recreándose en el camino, deteniéndose, gastando el tiempo en un supremo lujo humano. El arte es el dispendio de la creación, el lujo que el Creador ha permitido al hombre en una creación que no es real, pero que es creación, sin embargo. El arte es juego, juego a crear. El trabajo no nos separa de la realidad y está encajado en ella, pues termina en algo efectivo y canjeable. El arte está por encima de la necesidad y del encararse de la realidad —de ahí lo grave de todo arte realista y la soberbia que arrastra consigo—, ¡juega a crearla y la crea virtualmente! Es el lujo que Dios en su misericordia dejó al género humano al conde46
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narlo al trabajo y al dolor. De la salida del Jardín encantado, del ansia loca de probar el árbol de la ciencia, quedó como manzana encantada el arte, la magia de su tiempo inventado. La poesía es la que está más próxima, es la realidad del hechizo y lo más próximo a deshacer la condenación. Por eso es la que más ha sentido la maldición y en cierto modo todos los poetas son «poetas malditos». El poeta se desvía también de la confesión o por desesperación o por esperanza apresurada; por prisa de llegar saltando sobre el tiempo. Pero la poesía a veces lo logra y en ella tenemos los únicos momentos extáticos, expresados aunque sea por aproximación, como diría Mallarmé. En un poema logrado, en su perfecta unidad, encontramos lo más cercano al tiempo puro, que busca el que escribe la Confesión. La Confesión es el lenguaje de alguien que no ha borrado su condición de sujeto; es el lenguaje del sujeto en cuanto tal. No son sus sentimientos, ni sus anhelos siquiera, ni aun sus esperanzas; son sencillamente sus conatos de ser. Es un acto en el que el sujeto se revela a sí mismo, por horror de su ser a medias y en confusión. El que se novela, el que hace una novela autobiográfica, revela una cierta complacencia sobre sí mismo, al menos una aceptación de su ser, una aceptación de su fracaso, que el que ejecuta la confesión no hace de modo alguno. El que se autonovela objetiva su fracaso, su ser a medias, y se recrea en él, sin trascenderlo más que en el tiempo virtual del arte, lo cual lleva mucho peligro. Objetivarse artísticamente es una de las más graves acciones que hoy se pueden cometer en la vida, pues el arte es la salvación del narcisismo; y la objetivización artística, por el contrario, es puro narcisismo. El artista perpetuamente adolescente que se fija, enamorado de sí, en su adolescencia. Mortal juego, en que no se juega a recrearse sino a morirse. Todo narcisismo es juego con la muerte. La poesía puede caer en él, la confesión está al borde; es un riesgo mortal. Si resbala en él entonces es una confesión truncada, mezquinamente fracasada, por ser simple exhibición de lo que no es. No es camino sino trágica y a la par grotesca galería de espejos; alucinatoria repetición. 47
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La confesión parte del tiempo que se tiene y, mientras dura, habla desde él y, sin embargo, va en busca de otro. La confesión parece ser una acción que se ejecuta no ya en el tiempo, sino con el tiempo; es una acción sobre el tiempo, mas no virtualmente, sino en la realidad. El camino para lograr algo con respecto al tiempo y, como todo lo que es camino, cesa. Pero es que la Confesión es ejecutiva en algún otro sentido; alcanza algo que quiere transmitir; cuando leemos una Confesión auténtica sentimos repetirse aquello en nosotros mismos, y si no lo repetimos no logramos la meta de su secreto. En esto va su semejanza y su divergencia de la Filosofía: como ella, necesita ser actualizada. Sabido es que el estudiar filosofía es en realidad volver a filosofar. «No se enseña Filosofía, se enseña a filosofar»4, ha dicho Kant, quien tenía cierta autoridad para ello. La Filosofía, aun aprendida, tiene que seguir el camino de lo que se quiere aprender; la confesión leída, si no es en balde, tiene que verificar aquello mismo que el que se ha confesado ha hecho. Mas la diferencia es ésta, que aquí la soledad es completa y el modelo solamente analógico, pues que el ser, el ser que se busca, no es idéntico como el del pensamiento. Es analógico; es el ser mío, semejante, pero jamás el mismo que el otro. Mas si no ejecuto lo que ejecutó el autor de la Confesión, será en balde su lectura. Porque la confesión es una acción, la máxima acción que es dado ejecutar con la palabra. LA CONFESIÓN, REVELACIÓN DE LA VIDA Los géneros literarios parecen crecer a medida que la Filosofía se aparta de la vida, ya alejándose de ella, ya confundiéndose. Es que la vida necesita revelarse, expresarse. Si la razón se aleja demasiado, la deja abandonada; si llega a tomar sus caracteres, la asfixia. Pues se trata de encontrar el punto de contacto entre la vida y la verdad. Y este punto de contacto se encuentra por una operación de la misma vida, 48
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algo que tiene lugar dentro de ella. La vida tiene que transformarse, abriéndose a la verdad, aunque solamente sea para sostenerla, para aceptarla antes de su conocimiento, conocimiento por otra parte imposible en su totalidad. Pero en este abrirse de la vida hay algo más que la aceptación de la verdad. Hay la expresión de la propia vida, la revelación de sus entrañas. Cuando la conversión es instantánea o cuando es previa al conocimiento, no es menester la confesión. La confesión surge de ciertas situaciones. Porque hay situaciones en que la vida ha llegado al extremo de confusión y de dispersión. Cosa que puede suceder por obra de circunstancias individuales, pero más todavía, históricas. Precisamente cuando el hombre ha sido demasiado humillado, cuando se ha cerrado en el rencor, cuando solo siente sobre sí «el peso de la existencia», necesita entonces que su propia vida se le revele. Y para lograrlo, ejecuta el doble movimiento propio de la confesión: el de la huida de sí, y el de buscar algo que le sostenga y aclare. La confesión comienza siempre con una huida de sí mismo. Parte de una desesperación. Su supuesto es como el de toda salida, una esperanza y una desesperación; la desesperación es de lo que se es, la esperanza es de que algo que todavía no se tiene aparezca. Sin una profunda desesperación el hombre no saldría de sí, porque es la fuerza de la desesperación la que le hace arrancarse hablando de sí mismo, cosa tan contraria al hablar. Esta desesperación, antes de ser expresada como confesión en la manera en que la entendemos, es decir, como huida de sí y expresión de alguna culpa, de un yo que se quiere rechazar, antes que esto, la desesperación es queja, simple queja. Por eso la primera confesión, la preconfesión, es la queja de Job. En ella tenemos la situación desnuda que lleva el confesarse sin el movimiento mismo de la confesión. Es la pura queja, porque su desesperación y su esperanza son inmediatas. No ha descubierto todavía, propiamente, la interioridad; su dolor es por motivos, en cierto modo, externos a él, son dolores que le acaecen y que le hacen preguntar, pedir 49
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razones. Mas no llega la confesión porque no cree que de él dependa cosa alguna. Se siente una nada dependiente de la divinidad: no cree en su propio ser. No ha descubierto todavía su interioridad, sino únicamente su existencia desnuda en el dolor, en la angustia y en la injusticia. Su queja es una apelación directa a la divinidad. Querría morir porque no se le presenta otra alternativa entre la vida y la muerte; no se le presenta que puede haber algo, un lugar más allá de esta vida, que no es la muerte. Esta queja ha quedado vencida por la confesión. Porque en la confesión queda incluida la queja de Job, pero transformada. Job está desesperado, pero la salida solo la ve en una respuesta de la divinidad. Job se queja: del horror del nacimiento, del espanto de la muerte cierta y de la injusticia. Y esas tres quejas quedan resumidas cuando dice: «¿Qué te haré, Guarda de los hombres?, ¿por qué me has puesto contrario a ti y que a mí mismo sea pesado?» y todavía en «¿Dónde estará ahora mi esperanza y mi esperanza, quién la verá?». Tenemos, merced a este dolor, la revelación de una existencia desnuda. La Filosofía partirá de la renuncia a la queja o de la superación de ella. Filósofo es el que ya no se queja. La cultura, todas las culturas, han mantenido encubierta la existencia desnuda del hombre; trajes puestos sobre la desesperación humana y a veces, en momentos de decadencia, simple anestésico que trae el olvido, el bebedizo. Merced a la desesperación que se atreve a pedir razones, hay esta revelación de lo que el hombre siente cuando nada tiene, cuando sale de sí: horror del nacimiento; vergüenza de haber nacido; espanto de morir; extrañeza de la injusticia entre los hombres. Y así tiene que ofrecer remedio a estos males o esperanza de remedio; tiene que hacernos aceptar el nacimiento, no temer la muerte y reconocernos en los demás hombres como iguales. Sin estas tres conversiones la vida humana es una pesadilla. Job así lo sintió y salió de ella por su grito, por su queja, que, al fin, fue escuchada. Y ésta es la esperanza que en realidad le movió a quejarse, pues sin la menor esperanza de ser escuchada, la 50
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queja no se produciría. Hasta el simple ¡ay! cuenta con un interlocutor posible. El lenguaje, aun el más irracional, el llanto mismo, nace ante un posible oyente que lo recoja. La confesión tiene también un comienzo desesperado. Se confiesa el cansado de ser hombre, de sí mismo. Es una huida que al mismo tiempo quiere perpetuar lo que fue, aquello de que se huye. Quiere expresarlo para alejarlo y para ser ya otra cosa, pero quiere al mismo tiempo dejarlo ahí, realizarlo. Esperanza de una revelación de la vida, de que se disuelvan los tres horrores, de que la vida, al descubrir algo más allá de ella, encuentre al fin su figura, y deje de ser pesadilla. Y así el que una verdad sea asimilada por la vida tiene que verificarse a través de una conversión que le haga aceptar su nacimiento, no sentir espanto ante la muerte y permanecer tranquilo en medio de la injusticia. Y en realidad injusticia es siempre todo vaivén de la fortuna, aunque sea favorable; pues si la contingencia dolorosa humilla, también humilla la fortuna igualmente contingente. Lo que causa la humillación es el sentirse abandonado, fuera de un orden. Es la amarga situación que tanto se diera al final del Mundo Antiguo y que Lucrecio recoge con tanta fuerza: «En el caso de que haya dioses, no se ocupan para nada de los hombres»5. Lo que Job quería era que Dios se ocupara de él, que llegase hasta él con razones. Las razones de la divinidad le hacían más falta que el alivio de sus dolores; pues cabe, a fuerza de sufrir, anestesiarse en el dolor; mas este embotamiento humilla más que el dolor mismo y es él, en realidad, lo que hace de la vida una pesadilla. Job no pedía dejar de sufrir, sino salir de la pesadilla, saber la razón de su sufrimiento; pedía una revelación de la vida. Mientras no la tuviera, se aborrecería a sí mismo, maldeciría su propio ser. Lo aborrecería hasta querer que fuese borrado. «¿Por qué me sacaste de la matriz? Habría yo expirado, y no me vieran ojos. Fuera como si nunca hubiera sido, llevado desde el vientre a la sepultura» (caps. 10, 17 y 18). Huida total de sí, 51
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verdadero suicidio que quiere borrar la ignominia del nacimiento, que quiere evitar la humillación de la muerte y evitar la injusticia. La confesión es salida de sí en huida. Y el que sale de sí lo hace por no aceptar lo que es, la vida tal y como se le ha dado, el que se ha encontrado que es y que no acepta. Amarga dualidad entre algo que en nosotros mira y decide, y otro, otro que, llevando nuestro nombre, es sentido extraño y enemigo. Mas también se manifiesta en la Confesión el carácter fragmentario de toda vida, el que todo hombre se sienta a sí mismo como trozo incompleto, esbozo nada más; trozo de sí mismo, fragmento. Y al salir, busca abrir sus límites, transponerlos y encontrar, más allá de ellos, su unidad acabada. Espera, como el que se queja, ser escuchado; espera que al expresar su tiempo se cierre su figura; adquirir, por fin, la integridad que le falta, su total figura. Estos caracteres definen la Confesión, desesperación de sí mismo, huida de sí en espera de hallarse. Desesperación por sentirse obscuro e incompleto y afán de encontrar la unidad. Esperanza de encontrar esa unidad que hace salir de sí buscando algo que lo recoja, algo donde reconocerse, donde encontrarse. Por eso la Confesión supone una esperanza: la de algo más allá de la vida individual, algo así como la creencia, en unos clara, en otros confusa, de que la verdad está más allá de la vida. La confesión solamente se verifica con la esperanza de que lo que no es uno mismo aparezca. Por eso muestra la condición de la vida humana tan sumida en contradicciones y paradojas. Todo lo que la Confesión nos muestra es contradictorio y paradójico: la desesperación de sí mismo, la fuga del que quiere, al mismo tiempo que desprenderse de lo que es, realizarlo, en una cierta objetividad. La vida del hombre muestra en la Confesión, que no teniendo unidad, la necesita y la supone; muestra en su dispersión temporal que debe existir algún tiempo sin la angustia del tiempo presente. Muestra que siempre que se expresa algo es como una especie de 52
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realidad virtual compensatoria, y que la vida no se expresa sino para transformarse. La Confesión no es sino un método de que la vida se libre de sus paradojas y llegue a coincidir consigo misma. No es el único, pero sí tal vez el más inmediato, el más directo. Y tal vez no sea suficiente; no sea sino preparación, método en sentido estricto para algo que venga después, método en que la vida muestre, precisamente al ponerse en movimiento, su figura esencial y su peculiaridad más extrema. La confesión cómo género literario no ha alcanzado igual fortuna en todas las épocas. Es algo propio y exclusivo de nuestra cultura occidental y dentro de ella aparece en momentos decisivos, en momentos en que parece estar en quiebra la cultura, en que el hombre se siente desamparado y solo. Son los momentos de crisis, en que el hombre, el hombre concreto, aparece al descubierto en su fracaso. Y así estas Confesiones manifestarán los géneros de fracaso que nuestra cultura ha soportado y algo tal vez más importante: los distintos anhelos, los profundos anhelos encubiertos por el arte, objetivados por la Filosofía, desteñidos en las épocas de indecisión y ocultos en la plenitud de los tiempos maduros. Pues cuando el hombre vive en una cultura madura, cuando ha hallado al fin una objetividad bajo la que habitar, la existencia humana en su desnudez se oculta. LAS CONFESIONES Primera Confesión: San Agustín Es San Agustín quien muestra la confesión en toda su plenitud y con una claridad que no ha vuelto a conseguirse. A su luz no solo podremos ver lo que ella dice sino estas otras confesiones truncadas de nuestro tiempo actual, pues que lo claro tiene la virtud de hacernos ver lo que no ha podido llegar a serlo. 53
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Parte San Agustín de una enemistad habida entre él y la divinidad, es decir, la realidad suprema. Porque la vida puede estar de espaldas ante la realidad. Es la condición más típicamente humana y más alarmante de todas: cualquiera otra criatura es fiel a su realidad, vive anegada en ella. Todas menos el hombre, cosa que aparece más que en nada en las Utopías, esos sueños de volver a la unidad con una realidad en que encajarse. Nos sentimos como seres desprendidos, a medio nacer y a medio encajar en una realidad presentida que buscamos. La Filosofía, la Teoría del Conocimiento, se plantea el problema de la realidad, como si fuese hallada en el conocimiento, cuando, en verdad, siempre se da por sabida antes de tenerla. La Religión, las religiones, muestran cómo el hombre ha dado por supuesta una realidad que no le era presente y cuya revelación buscaba. La Religión era como la compensación de la media realidad del mundo presente, y hasta la idea del ser significa que no tenemos suficiente con lo que encontramos, y necesitamos otra realidad encontrada por nosotros mismos, otra realidad para nuestro pensamiento. Pero la Confesión que lo es de la interioridad del hombre manifiesta, por su parte, la busca de una realidad completa. Podemos sentirnos vacíos de realidad y aun enemigos de ella. La confesión parte de esta última situación, de sentirse enemistado. Todos los que han hecho el relato de su vida en tono de confesión parten de un momento en que vivían de espaldas a la realidad, en que vivían olvidados. Porque esta enemistad es sentida como un olvido, como si al desprendernos de algo, olvidándolo, nos lanzásemos sobre lo que nos rodea. San Agustín, al ir a buscar la unidad, siente que ya la tiene de antes, que la recuerda. Para la vida, conocer es siempre recordar y toda ignorancia aparece en forma de olvido. Tal vez, porque la memoria sea la manera de conocimiento más cercano a la vida, la que le traiga la verdad en la forma en que pueda ser consumida por ella, como apropiación temporal. La «reminiscencia» de que Platón nos habla puede ser producto de la nostalgia de la realidad presentida, nostalgia de lo que no se tiene ni se 54
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muestra. Nostalgia de una vida en unidad. La memoria sería la sede de este conocimiento, de este encuentro con la realidad total, porque ya entonces en ella no habría recuerdo ni olvido, solo presencia. Y cuando se la encuentra, siente que ya se la tenía de antemano. No se la podría dejar de haber tenido enteramente nunca, pues equivaldría a no haber sido en absoluto nada. «¿Mas cómo podría buscarte si ya no te tuviera?»6. La realidad estaba ahí, pero olvidados de ella, vueltos de espaldas estábamos a la par en dispersión y confusión. «Tus palabras, Señor, se habían adherido a mis entrañas y por todas partes me veía cercado de ti.» Porque la realidad nos cerca y, sin embargo, hay que buscarla, no es suficiente con que esté o quizá no está sino cuando nos hemos colocado en situación de recibirla. Por esto, lo primero en San Agustín es la aceptación, aceptación sin condiciones, con que parece replicar a Job. No comienza pidiendo razones, no comienza por un acto de razón sino de aceptación. «No quiero entrar en juicio contigo que eres la misma verdad, ni engañarme a mí mismo, no sea que engañe a sí misma mi inquietud». El entendimiento moderno llegó a su desrealización a través de un cierto racionalismo que pide cuentas, que comienza con la duda. La realidad entonces parece huir. San Agustín, en su confesión, huye de sí y acepta la realidad, por la que se siente cercado. No cabe negar el gran éxito que ha obtenido el entendimiento moderno en su inquirir a la realidad; ésta le ha arrojado ciertos secretos que le permiten manejarla, pero se le ha cerrado en otros, y difícilmente habrá habido nunca ser humano más desrealizado que el que ha sabido adueñarse de tanto resorte, y ejerce tanto dominio. Porque San Agustín acepta la realidad desentendiéndose de sí, «arrojando su iniquidad». Mas ha sido para encontrarse a sí mismo, para recobrarse. Y es que al encontrar la realidad nos encontramos a nosotros mismos, entramos en ella y, sin suponer nada parecido a ninguna identificación mística, lo cierto es que cuando 55
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entramos en esa realidad descubierta nos revelamos a nosotros mismos. Job, más parecido a los filósofos, se enfrenta con la realidad interrogándola, pidiéndole razones. Se diferencia de ellos en que la pregunta no es objetiva, no tiene la objetividad de la Filosofía, que es su única salvación y sin la cual cae en caricatura de sí misma y tal vez en una existencia imposible. Job pregunta sobre sí y espera la respuesta de alguien; los filósofos no la esperan sino de sí mismos. Job preguntó sobre sí mismo, disparado por su desesperación, por su exasperada esperanza. San Agustín está en la línea de Job, pregunta ante todo por sí mismo, pues se ha vuelto cuestión él mismo, se le ha hecho la vida imposible a fuerza de andar disperso entre las criaturas. «Por amor de tu amor hago esto trayendo a la memoria con amargura de mi corazón mis torcidos caminos pasados para que tú me veas y me recojas de aquella disipación en que anduve dividido en mil partes, cuando apartado de Ti, Unidad soberana, me disipé entre las criaturas». No se encuentra a sí mismo, pues anda extendido y entremezclado con las criaturas, es decir, con una media realidad que no le sirve. Es un hombre a medio hacer que anda entregado en unas criaturas que tampoco son, pues no se le ofrecen con los caracteres del ser: firmeza y claridad*. Pero tampoco puede ensimismarse. «Estrecha es, pues, el alma para contenerse a sí misma». El alma no puede estar en sí, pues en la vida está el salir de sí, el no bastarse a sí misma, el ser trascendente. La dispersión es el amor frustrado, el afán de trascender frustrado también. Cómo busca hacerse visible Su manera de dirigirse a la realidad soberana es ofreciéndose a ella, con hambre de ser visto, «para que tú me veas y
* «Y fijé la mirada en las demás cosas que están por bajo de Ti, y vi que ni eran del todo, ni del todo dejaban de ser» (Libro VII, XI, 17).
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me recojas». Y esta acción de ofrecerse a la mirada divina es lo que constituye propiamente la confesión en San Agustín. Es la réplica a Job. Y es también la iniciación de un camino de salvación profundamente distinto de la Filosofía, aunque luego San Agustín resulte un filósofo. Pero él filosofará ya de manera distinta de como lo hicieran Platón y Plotino, de quienes recoge sin embargo tanto. Él no se ha salvado por la Filosofía, sino por haberse encontrado bajo la luz. El entrar en la luz, el mostrarse abiertamente de la confesión, es lo que verifica la conversión, lo que hace que nos sintamos desprendidos de aquel que éramos, del traje usado y gastado. Cuando tal se hace, es decir, cuando propiamente se emprende el relato de nuestro ayer que constituye la confesión, en realidad ya la confesión ha logrado su fin. Es lo que ha causado el desencanto de tanto lector curioso que se lanza sobre las Confesiones ávido de leer sucesos de escándalo, de escudriñar interioridades del prójimo; bien pronto se retira desilusionado al no hallar las «intimidades» esperadas. Y todavía por algo más: porque la confesión, al ser leída, obliga al lector a verificarla, le obliga a leer dentro de sí mismo, cosa que el lector curioso no quiere por nada, pues él iba para mirar por una puerta entreabierta, para sorprender secretos ajenos, por una falta de precaución, y se encuentra con algo que le lleva a mirar su propia conciencia. La confesión literariamente tiene muy pocas exigencias, pero sí tiene ésta de la que no sabríamos encontrar su receta y es: ser ejecutiva, llevarnos a hacer la misma acción que ha hecho el que se confiesa: ponernos como a él a la luz. Es el momento en que la vida comienza a ser aclarada: y ya no haría falta el que las culpas sean contadas. San Agustín lo advierte y así él mismo se extraña y pregunta: «¿Pero a quién cuento yo estas cosas? No ciertamente a Ti, Dios mío, mas en tu presencia las cuento a mi linaje, el género humano, por pequeña que sea la parte de él que pueda leer estas páginas». Y es que la confesión tiene lugar en el instante mismo en que alguien se descubre, verificando así el movimiento contrario a aquel de la salida del paraíso, cuando Adán, avergonzado, se escondió ante la voz divina. 57
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Ahora, lejos de esconderse, se descubre, «trayendo a la memoria con amargura de mi corazón mis torcidos caminos pasados para que tú me veas». Y esto explica lo somero de una confesión como la de San Agustín, a la que podría tacharse de falta de sinceridad. Pero no es la sinceridad lo que va a justificarla, sino el acto, la acción, de ofrecerse íntegramente a la mirada divina, a la mirada que todo lo ve, mirada que ciertamente siempre puede vernos, pero que andamos eludiendo, pues lo importante en la confesión no es que seamos vistos sino que nos ofrecemos a la vista, que nos sentimos mirados, recogidos por esta mirada, unificados por ella. No sería de otra manera explicable por qué San Agustín se detiene en cosa tan fútil como el robo de unas peras cuando muchacho y pasa por alto cosas más graves que, sin malicia de ninguna clase, cabe suponer cometiera más tarde. Hurto del que nos queda, como una impresión de agua refrescante, la risa, aquella risa inocente en la tarde mediterránea, aquella risa de animal pequeño que juega sin malicia, y que sin poderlo remediar seguiremos oyendo en el fondo de todas las culpas de San Agustín; amor a la vida, juego, risa en los huertos, nada que fuese pecado si él no hubiera nacido para otra cosa. No; no hacía falta el relato de sus culpas, su «amarga memoria» que está como intercalada, como si fuese solamente un «no me duelen prendas», pero que no constituye la confesión misma que ha sido hecha cuando se dispuso a hacerla, porque ya había ejecutado aquella acción contraria a la del Paraíso, ya se había descubierto, única acción que el hombre ha presentido —aun al margen del precepto de las iglesias— que podía borrar el pecado original, que podía ser la señal de retorno al lugar de donde salimos al cubrirnos. Todo el que hace una confesión es en espera de recobrar algún paraíso perdido. El Corazón Pero San Agustín sabe que el retorno al Paraíso no es posible; está ahí la tierra, la vida; su mismo corazón inago58
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table, y todo él acabado de nacer. Ahora es cuando se reconoce entero; ha entrado en sí. «Y en cuanto a mí, mi Bien es estar unido a Dios, porque si no permanezco en Él, tampoco permaneceré en mí» (Libro IX, 17). La vuelta al paraíso perdido lo anularía, cosa que él jamás se propuso. Al contrario, ahora ya puede amar infinitamente, amar sin temor a dispersarse. La realidad encontrada es la Unidad soberana, es decir, la que es tanto objeto de su mente como término de su amor. Ya no tiene que andar partido en mil pedazos. Ha encontrado la unidad de su vida. Lo que separará siempre el camino de San Agustín del camino de salvación formulado o implicado por la Filosofía, es este género de amor. Ser o no ser filósofo es más que nada una cuestión amorosa. El corazón del filósofo ha sido arrancado de la dispersión por la violencia del entendimiento que anula las pasiones. El corazón del filósofo se parece más al corazón del sabio oriental; ha llevado su corazón a la luz, ha hecho su corazón órgano de la luz. «El sabio utiliza su corazón como un espejo» (Libro VII, 6, Tschuang-Tsé)7. Porque la salvación del corazón parece consistir en hacerle entrar en la luz, en convertirlo hacia ella. Platón, cuando habla de la conversión en el Fedro, dice que primero se volverá el ojo y en seguida la cabeza y luego todo el cuerpo. Y es que todo camino de salvación, aunque sea filosófico, trata de convertir el corazón. La Confesión lleva en su centro esta cuestión, verdadera cuestión previa; pues si la Filosofía, como camino, arraiga, no podrá ser sin haber conquistado de alguna manera al corazón. San Agustín no pudo, a pesar de su platonismo, seguir el camino platónico; su corazón no pudo aceptar la trasmutación del amor platónico. Amor que conduce a la inmortalidad del alma, tan análoga a la de las ideas. Pero él no se deja enamorar por la inmortalidad; su hambre es de vida. No le vencerá el Dios de la Filosofía, el Dios del ser y de la inteligencia. Su corazón no se conforma sino con la vida eterna, vida en que nada se pierde, ni a nada se renuncia, vida verdadera en la luz. 59
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El otro camino para la reducción del corazón, anterior a la Filosofía, anterior a la trasmutación del amor platónico, es todavía más exigente que él. Es dejarlo vacío. En la Filosofía moderna solamente Spinoza se preocupó por ello. Es el camino del sabio oriental que utiliza el corazón como espejo, como servidor de la objetividad. Y el método para llegar a ello, el mismo sabio nos lo dice: «Yan Hi dijo: “¿Podría saber qué es el ayuno del corazón?”. Kung-Tsé dijo: “¡Tu objetivo sea la Unidad! No oigas con el oído sino con la conciencia; no oigas con la conciencia sino con el alma. El oído no puede hacer otra cosa sino oír, la conciencia no puede hacer otra cosa sino comprender. El alma ha de estar vacía y preparada para recibir las cosas. El sentido es quien puede reunir lo vacío. Este estar vacío es el ayuno del corazón”»8. Ayuno del corazón que es una conversión amorosa, a la manera de la cortesía oriental, aniquilándose para dejar todo el sitio al huésped esperado, a la entera realidad. Pero San Agustín quería persistir en su amor, no transformarlo. No le servía ni el «ayuno del corazón», ni el amor platónico. No quería transformar el amor, librarse de él. El amor platónico es hacer que el amor se convierta hacia lo universal, dejando propiamente de ser amor cuando llega, como buen intermediario que es. San Agustín pertenecía a otra clase de amadores distinta de los que ansían la liberación y el apagamiento. No quiso recobrar su corazón sino hacerlo enteramente esclavo; tan solo quiso buscarle su verdadero dueño. No es el corazón hecho espejo que refleja el mundo, sino el corazón transparente lo que quería; el corazón atravesado por la luz, viviendo en la luz. Es una luz viviente, la luz misteriosamente viva del Mediterráneo, cuyas Religiones todas, nos atrevemos a decirlo, unifica, genio religioso que ha hallado lo que tanto mito disperso, lo que tanto misterio más o menos obscuro apetecía en una revelación que la contiene porque la sobrepasa. Religión de la vida en unidad, es decir, eternamente viva, de la vida y del amor eternos. Su verdad, su Dios, no era el del pensamiento puro, ni el de la misericordia infinita, la zarza que arde sin consumirse y cuya luz 60
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es la razón; era la unidad sobrenatural de vida y verdad. Como Dios de la vida no podía anular el corazón, y el corazón no persigue la libertad, vive en esclavitud, en enajenación; el corazón vive siempre en otro. Y su unidad, la unidad de la vida, es la vida eterna, no la vida trasmutada en inmortalidad. La unidad del amor consigue su eternidad y con ello se han disipado de una vez el horror del nacimiento y el horror de la muerte, que junto con la injusticia son los elementos de la pesadilla de la existencia. La acción El otro elemento de la pesadilla es la injusticia del mundo, la confusión entre los hombres. Confusión, iniquidad de que Job se queja con tanta amargura y que es ante todo no ser entendido de ellos. Se queja de que Dios le haya hecho extraño a sus semejantes. «Hizo alejar de mí a mis hermanos y positivamente se extrañaron de mí mis conocidos» (cap. 19, 13). «Todos mis confidentes me aborrecieron y los que yo amaba se tornaron contra mí» (cap. 19, 19). En la pesadilla de la existencia nos sentimos aislados, sin posibilidad de comunicación; como en las pesadillas llamamos y no nos oyen. De ahí a sentirnos perseguidos no hay nada. Y en el fondo del ánimo europeo de los últimos tiempos está la manía persecutoria; manía persecutoria originada, más que por ningún «shock» físico ni psíquico, por la tremenda situación de aislamiento, por el hermetismo que se había enseñoreado de la vida. Entonces la acción se hace imposible. Porque la acción, es cierto, crea una realidad, pero no puede partir de la nada, entre humanos, ni de un aislamiento tan complejo. Mientras nos sintamos solos no podemos actuar; toda acción nacida de la soledad es anarquista, es decir, violenta y destructora. Acción típica del hombre moderno perpetrada sin haberse reconciliado consigo mismo, sin haber entrado en realidad. Acción precipitada, nacida de un corazón obscuro. Es la ac61
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ción revolucionaria que en los casos mejores ha surgido del anhelo de salir de la soledad, de encontrar la realidad. Acción propia de adolescencia, de esa época en que las esperanzas se precipitan. Y ha sido nuestra característica, la característica de nuestra vida que nos debería llevar hasta hacer nuestra confesión: haber actuado —nosotros, europeos—-, tras veinte siglos de cristianismo y otros más de Filosofía, como unos adolescentes, de habernos entregado a la acción para salir del hermetismo de nuestro corazón abotagado, de haber cedido a la tentación de precipitar lo que aún no estaba maduro en el tiempo, ni quizá lo llegue a estar nunca. Es el crimen que dibuja la novela moderna más típica —la de Dostoievsky— verdadera confesión de nuestro tiempo. Crimen de querer violentar al destino, a la divinidad, forzándola a entregarnos la soñada meta, eludiendo nuestro esfuerzo pausado. Crimen de eludir la acción verdadera y saltar sobre el camino, borrando la historia. Porque el hombre moderno, al tener una mayor conciencia de su historia, ha querido salirse de ella por la utopía revolucionaria. La acción verdadera solamente puede brotar del yo originario, en claridad y unidad del «corazón transparente». De un corazón disperso nace su caricatura: la inquietud. «Inquieto está mi corazón». Pero antes del descanso definitivo, está la acción, que es la inquietud transformada, la inquietud convertida, transciende, pues. San Agustín, tras de su confesión, no se sumerge en la felicidad presentida, en el Paraíso soñado. Le espera el trabajo, la acción verdadera: la vocación. Porque ya ha encontrado a sus semejantes, los ha encontrado dentro de sí mismo. Ante ellos se ha confesado, les ha hablado desde lo más íntimo a viva voz, y cuando ha recibido la verdad la ha recibido también ante ellos, y por ellos. Ha entrado en la realidad. Y si la realidad se busca en la soledad, si se la persigue en ensimismamiento, no se la encuentra sin contrapartida. Nadie la encuentra para sí solo; encontrarla es ya comunicarla. No es posible guardar una verdad en realidad para uno solo; pues cuando se encuentra, se encuentra ya compartida. 62
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A lo largo de las Confesiones se ha preguntado por qué decía lo que decía, ha insistido en que quería abrir su corazón ante los hombres. «Pero ¿a quién cuento yo estas cosas? No ciertamente a Ti, Dios mío; mas en tu presencia las cuento a todo el género humano, por pequeña que sea la parte de él que pueda leer estas páginas» (Libro II, 5). Ha querido hacerse también trasparente a los demás hombres: les ha dicho primero lo que fue «cuando andaba derramado por las criaturas» y ahora quiere decir lo que es, quiere mostrarles el hombre nuevo recién nacido: «¿Con qué fruto, Señor mío… con qué fruto, demando, confieso delante de Ti a los hombres por medio de este escrito lo que actualmente soy, no lo que fui? Porque ya hemos visto y dejado consignado el fruto de confesar lo que fui. Pero quién sea yo en este preciso tiempo de mis confesiones lo desean saber muchos que me conocieron, pero que no me han conocido, porque si han oído algo de mí o a otros de mí, no pueden, sin embargo, aplicar su oído a mi corazón, donde yo soy tal cual soy. Quieren, pues, oír por confesión mía qué soy interiormente, allí donde no pueden dirigir la vista ni el oído, ni la mente. Sin embargo, están dispuestos a darme crédito, ¿acaso lo están por conocerme?... Porque la caridad que les hace buenos les dice que yo no miento en mi confesión sobre mí, y ella es la que da en ellos fe de mí» (Libro II, III, 4)9. Cuando se cuenta con la fe de los demás, con el crédito que nos dan, el hermetismo se ha roto. Mientras se vive en una situación hermética todos los intentos de comprensión entre semejantes se realizan apelando a razones; en virtud del por qué y el para qué; nos pide cuentas el prójimo y tenemos que dárselas. Y las razones no operan, no unen, si no es sobre la confianza; la razón en la vida no funciona más que sobre algo previo, fe, confianza, caridad. Y solo a partir de este entendimiento, de este crédito —«la caridad todo lo cree», repite San Agustín, según Pablo, (Cor. I, 13, 7)—, es posible la comunidad con los demás. Y solamente a partir de esta comunidad es posible la acción. La acción verdadera que brota de un corazón transparente y que para ser efectiva, para realizarse, necesita ser también 63
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transparente ante los demás. Ser transparente es ser creído, ser mirado en caridad. De ahí que la acción quede frustrada tantas veces; pues aun la nacida de un corazón limpio puede quedar truncada, si este corazón no ha sido aceptado por los hombres coetáneos. Y es el mayor tormento, tal vez, reprimir la acción, encubrirse sabiéndose transparente o casi transparente, pues cuando los demás no comparten, aunque sea en un grado mínimo, la transparencia, les causa solo rencor. Un San Agustín de hoy, o de otros tiempos, tendría que esperar quizá, tendría que guardar silencio y desde luego que no actuar, pues no contaría con el crédito, con los oídos deseosos de aplicarse a su pecho, con la avidez caritativa de sus coetáneos. Y es la mayor tragedia, porque si en la confesión se parte de la soledad, se termina siempre como San Agustín en comunidad. La verdad es compartida siempre. «Ame, pues, en mí el espíritu fraterno lo que Tú enseñas se deba amar, y duélase en mí de lo que se debe doler… Me manifestaré a estos tales: respiren en mis bienes, suspiren en mis males… y el himno y el llanto suban ante la presencia de los corazones fraternos, tus incensarios» (Libro X, IV, 5). La acción ha sido descubierta, en suma, sobre la caridad, sobre la vida trascendiendo hacia el prójimo y recibida por la de él, que salía también a buscarlos. Única acción verdadera, que por eso se llama «vocación», porque es llamada, y no solo desde lo alto, sino desde los lados: llamada de los prójimos nuestros hermanos. La vida deja de ser pesadilla cuando se ha restablecido el vínculo filial, cuando hemos encontrado al Padre, pero también a los hermanos; cuando podemos contestar a la tremenda pregunta: «¿Qué ha sido de tu hermano?». Cuando la pregunta no necesita sernos siquiera dirigida, porque aparecemos yendo de su mano. La acción precipitada sin ser transparente para el hermano, sin contar con su caridad, por puro que sea en su origen, desata la violencia y el crimen, la guerra cainita. San Agustín ha desvanecido el terror del hombre antiguo, desamparado y desfraternizado. Ha deshecho la pesa64
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dilla de la existencia, pues que se alegra de haber sido engendrado: «Niño pequeño soy, mas vive mi padre eternamente»10. No teme a la muerte. «Cuando yo me adhiera a Ti, con todo mi ser, no habrá ya dolor ni trabajo para mí y mi vida será vida llena toda de Ti» (Libro I, XXIX, 400)11. Y ha encontrado a sus hermanos… La vida se ha hecho posible. II Lo peculiar de la Confesión de San Agustín es la creencia que le ha obligado a hacerla. Aparece en varios lugares, pero más claramente en el Libro X, 34, donde se lee: «Así, así también, así el alma humana ciega y lánguida, torpe e indecente, quiere estar oculta, no obstante que no quiera le esté nada oculto. Mas lo que le sucederá es que quedará descubierta a la verdad sin que ésta se le descubra a ella»12. Esta certidumbre ha podido ser lo que determine su singular manera de comportarse frente a la verdad. Pues ¿no es extraño que para alcanzarla, habiendo conocido la filosofía de las escuelas, con su promesa de verdad última y completa, se le ocurriese repasar su amarga memoria, partiera en un viaje tan distinto del que los filósofos hacían recorrer? Pues los filósofos partían en busca de la verdad sin que pensaran que tenían antes que mostrarse a sí mismos, que descubrirse para descubrir. No podemos achacarlo a falta de meditación sobre el hombre. La «naturaleza humana» había sido descubierta y pensada hasta la perfección virtuosa por los estoicos, conocidos por San Agustín, aunque sea de notar la poca afinidad que con ellos parece tener; en su recorrido por las Escuelas no hace posada en los soportales del estoicismo. Pero estaban ahí los neoplatónicos donde tan prendido quedó y que no pudieron, sin embargo, retenerle. No deben ser las más importantes de sus nociones, que luego toma, sino esto mismo, que le ha llevado a hacer su confesión, descubriéndose, hablando de sí con gesto tan escandaloso, tan herético para el mundo antiguo. No era inédita la meditación sobre el hombre en tiempos de San Agustín. Muy 65
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al contrario, los neoplatónicos habían hecho el centro de su filosofía de esa vida feliz, contemplativa, que solamente por ella se alcanzaba. Y es que parece ser una y la misma la razón que le hizo a San Agustín andar de Escuela en Escuela, sin poder morar definitivamente en ninguna, y ésta que le hace hacer su confesión. Su creencia de que solamente descubriéndose a sí mismo se llega al descubrimiento de la verdad. La verdad para los filósofos era cosa de la mente, de la razón. La vida de quien la alcanzaba quedaba modificada radicalmente. Platón, Aristóteles, Plotino nos lo dicen, y los estoicos por otro lado. La modificación, según los primeros, era una aniquilación, la consunción de la vida instintiva anímica, de la vida en tanto que es pasividad, padecimiento. El intelecto activo era la realidad más actuante que hacía del sabio que lo ejercitaba algo que se bastaba a sí mismo, impasible, eterno, en suma, participante de la divinidad; «la Filosofía es lo más divino»13, dice Aristóteles. Lo que quedaba del hombre que había conseguido su ejercicio no era propiamente nada, nada por salvar, pues hasta el amor que Platón definiera era dios transitorio, un mensajero que, llegado a su término, cesaba en su oficio. El ser humano era así engendrado realmente por la actividad filosófica; la filosofía de preparación para la muerte lo era para el nacimiento, pues el ser inmediato en que nos encontramos es de naturaleza tan contradictoria, tan sin entidad, como las cosas en su apariencia. «La sensación me hace otro», dice Platón en el Teetetes 14, pero este otro tampoco permanece; solo el que conoce lo que es permanecerá porque él es de la misma manera. Mas, al ser, se asimilaba por entero a lo inteligible, se convertía en objeto del mundo inteligible. Y la actividad filosófica se hallaba cumplida en el instante en que del hombre de cuerpo y alma salía una forma pura incapaz de padecer, sustraída al cambio, desprendida y liberada de sus propias entrañas —cuando el sujeto, dejando para siempre de serlo, ingresaba en la objetividad del mundo inteligible y eterno—. Tal era el verdadero motivo por el cual no podía surgir la confesión entre 66
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los filósofos; el conocimiento, al cumplirse, nada dejaba ya de la vida pasiva de la pasión en todas sus formas. Si San Agustín, el Africano, no fue un filósofo más de los neoplatónicos, fue porque no pudo aceptar esta trasmutación aniquiladora, esta verdadera consunción en la pura objetividad. Por eso se ofreció al descubierto; la verdad que apetecía tenía que acogerle entero. Era su vida transfigurada, recobrada su verdadera figura; no el ser inmutable, sino la vida verdadera. En su Confesión se ha transformado recobrándose; ahora es. Y su ser se levanta sobre un punto de identidad. Tal era y sigue siendo el problema. Nuestra vida corre dispersa y confusa, por los anhelos y por el tiempo. Llegar a ser, solo es posible logrando la unidad. La unidad de los neoplatónicos era la unidad misma del ser de lo inteligible. La unidad que San Agustín busca y halla es otra propia de la vida, unidad en que la vida recobra su figura, su figura aun debajo de su opaca máscara, como en un palimpsesto. No es un punto de identidad, sino un centro que confiere la unidad de otra manera. Esto sí que era imposible de concebir por un filósofo clásico, que existiese algún otro género de unidad distinta de la identidad y de la armonía. Pero hemos de examinarlo un poco. En realidad son dos los modos de unidad que los filósofos concibieron para el ser humano: ésta de la identidad del ser en su forma pura inteligible, identidad de la idea, y la unidad de armonía de los estoicos, unidad de medida casi musical, en que la actividad es incesante para mantener la inmovilidad aparente, como una estatua hecha de un tenue fuego. Medida, armonía que sujetaba a las pasiones y aquello otro más dramático que cualquiera pasión: el fluir del tiempo. El estoicismo era un arte de reunir el tiempo, de una manera sumamente curiosa en que Séneca fue el mejor maestro; acallando otra cosa en que parece que el tiempo se siente: esa interioridad delicada, origen de los dolores más atroces, eso que parece ser el fondo último del corazón que San Agustín hace transparente. Unidad parecida a la música callada que suaviza y aduerme, que puede ser hasta un anestésico no más, hasta un piadoso engaño. 67
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Y al fin, esta unidad de medida descansaba en la semejanza con el fuego central, con la divinidad de Heráclito en que habíamos de caer como una centella que se reintegra a su hogar, centella sin cuño ni imagen propios, sin singularidad, sin interioridad devuelta ni transfigurada. La unidad de identidad reposaba a su vez en el ingreso en el mundo inteligible, en la transformación en objeto, en eso que hemos vislumbrado a distancia, ayudados con la reminiscencia, reminiscencia que es nostalgia y «recuerdo del olvido», que San Agustín diría. Ninguna de estas maneras de unidad es la que San Agustín encuentra dentro de sí, acabadas sus Confesiones, realizado el acto de ponerse de manifiesto, de descubrirse. Es un centro, sí, un fondo, una interioridad sin límite, donde la verdad habita siendo ella misma, sin dejar de ser interior. Sin salir de sí, con solo ponerse al descubierto, la verdad ha sido encontrada en un lugar inaccesible, invulnerable, en un lugar donde ningún padecimiento llega, donde ni el rastro terrible de la culpa primera ha podido arrojar su sombra: pozo de agua clara y quieta, donde la imagen reflejada no se imprime desde fuera sino desde más allá de sí, imagen que no es retrato sino la verdad misma, ella misma, aunque no del todo, visible e inalcanzable mientras estemos cubiertos por el tiempo. Y el tiempo mismo se va a transfigurar; no hay que acallar nada, ninguna pasión estorba, nada que se nos haya dado ha de aniquilarse. La verdad mora en el interior del hombre no en imagen, no en reflejo, sino en realidad, aunque tan inmensa realidad no pueda ser ni vista ni imaginada, ni pueda sernos presente. LA FIGURA DEL HOMBRE NUEVO El alma se ha vuelto a su interioridad; en su centro se ha encontrado ese punto de identidad, eterno e impasible, que está dentro del mismo hombre, que no lo arrastra fuera de sí, a ser objeto del mundo inteligible. La ansiada unidad se logra de otra manera, es otro género de unidad en que la 68
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vida ha tomado por virtud de este interior centro los caracteres del ser verdadero; es verdadera y es eterna. Nace el sujeto, eso que nombramos «yo». En realidad hemos adquirido nombre, nombre propio. «Todo aquel que se vuelve hacia Dios recibe un nombre propio, eterno» dirá siglos más tarde el místico Ruysbroeck15. Se es ya uno para siempre. Mientras el alma ha estado sin este centro, no ha podido ser conservada. Es la lección terrible que se desprende de la Filosofía en las nociones del hombre que ha engendrado, en los caminos para ser hombre que recorrieron. El alma había de ser abandonada o consumida, aunque no se dijera en toda ocasión, y quien no estuviese dispuesto a esta tremenda trasmutación por la vía platónica o aristotélica, al aplacamiento del estoicismo, había de renunciar a salvarse por la Filosofía. Mas ¿qué otra cosa había para el cansado de andar en el tráfago de los acontecimientos, para el asfixiado, para el hombre sin más, necesitado de un camino para lograr su ser? La humillación debía ser terrible, puesto que las cosas eran; el ser de las cosas, el de la naturaleza, estaba establecido. El hombre que no pudiese lograr el suyo tenía que sentirse doblegado ante ellas, esclavo. Esclavo también y más aún de lo que dentro de sí estaba, sin figura y sin sostén, sin firmeza. Este hombre renacido ya no es el que andaba desnudo, disperso o ensimismado. El alma pura es alguien que en su transparencia refleja una imagen, alguien cuyo ser está impreso, sellado; tiene una figura. El espejo de la vida refleja en sus aguas quietas la imagen misma del misterio más alto, el de la Trinidad. En el cap. 26 del Libro XI de la Civitas Dei, habla de la imagen de la Trinidad en el hombre, y sin perder su carácter de misterio, forma parte de ese instante de evidencia de que parte toda su obra. Y esto nos hace preguntarnos: ¿Es que toda confesión ha de acabar en una evidencia, y es que el hombre nuevo que renace de la Confesión, de cualquier confesión, no anda ya desnudo porque tiene forma y figura; en suma, es un hom69
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bre completo, como aquel otro que vagaba errante o confuso fuera o dentro de sí, que dentro de sí cabe también vagar? La evidencia No sabemos aún si el fruto de toda confesión es una evidencia. Pero sí es sabido que en el comienzo de toda época, en la salida de toda crisis, aparece una evidencia y solo por ella se sale. ¿Qué es lo que hay en la evidencia? Si la Confesión la produce, habrá adquirido el carácter de Método. Y la evidencia es el fruto de este método; muestra el carácter que ha de tener la verdad, la verdad de la que puede vivirse. Porque esta evidencia es el punto en que la verdad, una verdad de la mente y de la vida, se tocan. La verdad de la evidencia se impone y al imponerse produce seguridad, certidumbre. Es a la vez firme y transparente. La evidencia es el nombre filosófico de algo que en la mística se llama «revelación». Es la presencia indudable de una realidad; una aparición. Mas, la realidad es de tal manera, que produce una huella o modificación en quien la recibe. Ortega y Gasset en su estudio sobre Ideas y Creencias afirma que la realidad se nos ofrece en las creencias. «No vivimos de ideas sino de creencias»16. Pero tampoco podemos vivir sin ideas, pues de ser suficientes las creencias, jamás se hubiera pensado. La creencia nos ofrece una realidad, es cierto, mas esta realidad —dice Ortega— es confusa; en cambio, las ideas, «hijas de la duda»17, son transparentes. Y esta condición de ser transparentes a la mente es lo que hace que las precisemos. A la espontánea opacidad del corazón humano, corresponden, pues, las creencias. No nos basta que haya realidad en la que «vivimos, nos movemos y somos»; necesitamos que esta realidad se haga, al menos en un punto, transparente. Es la revelación de la realidad lo que en Filosofía se ha llamado «evidencia». La Filosofía griega no parece haber necesitado 70
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una evidencia como punto de partida en el sentido de San Agustín y de Descartes. Tal vez bajo ella hubiese alguna creencia por sí misma transparente y más que salir de la duda parece que una fe se revelase en ellas. La evidencia parece haber nacido como respuesta a una duda más profunda. La verdad griega supone la sumisión de la vida y por eso no necesita de confesión. La confesión ha surgido en busca de una verdad que aplaque a la vida y la reduzca, que la someta. Y la evidencia parece ser la verdad en forma asimilable por la vida; algo que participa de las creencias y de las ideas. Como la creencia, nos ofrece seguridad y, como la idea, es transparente a la mente. Y todavía algo más: el haber sido hallado por ella. Pues parece que la mente solo se satisface con lo que ella misma ha encontrado. Mas, cuando esta evidencia, creencia que se hace inteligible, surge, muestra algo que ya estaba. Se trata de redescubrimiento. No es una verdad nueva, sino una forma que toma algo que ya se sabía, y que ahora penetra en la vida moldeándola; es algo que antes no operaba y que ahora se ha vuelto operante. La evidencia suele ser pobre, terriblemente pobre en contenido intelectual. Y sin embargo, opera en la vida una transformación sin igual que otros pensamientos más ricos y complicados no fueron capaces de hacer. Y de ahí que aparezca como el final de una confesión, como su logro intelectual. Y aun tiene algo más que le hace asemejarse al fruto de una confesión, y es la transformación que ejerce sobre el mismo conocimiento; abre el ánimo a la confianza. La verdad que aparece en la evidencia es punto de partida de un método por dos razones: una, porque esa realidad que ha asomado en la evidencia tiene una cierta estructura, pues es una cierta realidad. Y otra, tal vez la menos visible, pero la más actuante, porque aquel en quien ha brotado ha quedado abierto a la confianza. Por tener esta condición última, por producir una apertura o ensanchamiento en ese fondo último de la confianza, la evidencia es fecunda. Pues debajo de las creencias, y como tesoro inagotable del que se forman, está la confianza. 71
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Por la evidencia, esta confianza en trance de asfixia sale a la luz. ¿Tuvo el «cogito» cartesiano el carácter de ser encontrado por la Confesión? ¿La «duda metódica» será algo análogo a una Confesión? Al pronto, parece que la contestación sería afirmativa, pues que la vida cambió. Comenzó un intento de vivir adecuadamente con esta dimensión de la razón reafirmada. Y sobre todo se engendró una creencia nueva en la realidad que había aparecido: el yo; creencia que había de estar siempre en el fondo de toda justificación: la conciencia, la originalidad de la conciencia propia. Bajo este título quedó acotada la realidad hecha presente en la evidencia cartesiana y a ella habría que recurrir para todo lo dudoso, de ella emanarían las razones actuantes y aun lo más rebelde e irreductible tendría que ser, al menos en apariencia, a ella reducido. Toda realidad, todo objeto o pretensión de objeto, habría de ir a buscar su última justificación en una inmediatez de la conciencia. Actos de conciencia y en su centro último, como unidad última e interior, el yo, el yo en soledad. El hombre nuevo que irá a surgir ya no se sentirá hijo de nadie. Irá perdiendo la memoria de su origen y se irá sintiendo cada vez más original. Soledad inaccesible a la filiación y que en su desamparo le forzará a hacer algo para sentirse creador, a que la acción que ejecute lleve evidencia de su condición creadora. Y para la creencia en la creación humana se tendrá —como no podría ser menos— a la vista, aun sin decirlo, la creación divina, es decir, desde la nada. Porque tendrá que crear, para romper el cerco de esta soledad que se le ha dado como espacio de su conciencia. Si la evidencia de San Agustín descubrió la imagen de la Trinidad dibujada en un alma transparente, en este nuevo encuentro del hombre consigo mismo, se borrará lo que es copia, reflejo, imagen; quedará la desnudez humana. La soledad no es punto de partida, sino de llegada. La soledad es, en realidad, la nueva evidencia o lo nuevo de esta evidencia. De mi existencia, ya sabía, también de mi conciencia, pero las dos cosas —una sola— se habían vivido ligadas a algo. La revelación de que existo y pienso se había dado en 72
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conexión con algo. El «cogito» es la proclamación de la soledad humana que se afirma a sí misma. Y poco importa que Descartes afirme todo lo tradicional: Dios y los misterios expresados en la teología, la razón, hasta la familia y el orden social constituido. Ya no reposarán sobre los antiguos cimientos; el orden, aun llamándose lo mismo, será otro orden; la revolución está hecha. La soledad humana ha nacido. Es la confesión inversa a la de San Agustín, quien se sintió solo en su dispersión entre las cosas. Descartes se retira de ellas. Se retira a echar cuentas de quién es y, hallado que es conciencia, solo admitirá de la rica realidad del mundo lo que a ella se avenga; va a sujetar al mundo y sus riquezas a su medida humana. La nueva creencia será transparente y firme, pues que es una evidencia, pero irá eliminando todo lo que no sea reductible a ella. Los misterios ya no cuentan y del hombre desnudo se ha borrado toda imagen; ya no es copia, es el mismo original. ¿Cuál será la suerte de esta soledad revelada y aceptada como un tesoro inagotable? De la Originalidad a los Abismos del Corazón Esta soledad comporta que el hombre sea un universo único, extraño, casi incomunicable. Porque esta soledad no es la soledad adventicia de la que se sale una vez que algo perdido ha vuelto a hallarse. Es la soledad metafísica subsistente, la soledad que se confunde con el propio ser. En el mundo antiguo la soledad se manifiesta en forma de queja. Y es algo raro, que solo al triste le sucede; estado pasajero que no llega a ser «morada», según el lenguaje preciso de los místicos distinguirá más tarde. Y no era forzoso el recordarse de ellos, pues que los místicos hacen de la soledad una vivienda del alma, mas no permanente. Abenarabí, el místico18, hacía de la «soledad» una morada, porque el alma había de cerrarse a todo, en perfecta desolación antes de restituirse a su puro origen. La soledad, como todas las moradas de los místicos, era una estación de paso. Su 73
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diferencia con los «estados» —esos «estados del alma» abusados en el post-romanticismo— estriba en que tienen realidad, en que transforman realmente el alma. Pues las estaciones en este camino no consisten en un mero pasar por ellas, sino en sucesivas y cruelísimas transformaciones. La soledad hallada por Descartes es, no un estado ni una morada, sino el ser mismo del hombre; su condición, por eso, es un descubrimiento metafísico. Y hay que insistir: Descartes no partió de la soledad; llegó a ella, fue su hallazgo; la «nueva revelación». Es la revelación pareja, que corre paralela y sostiene en su analogía al descubrimiento del método. La situación es muy curiosa: la evidencia se ha escondido y el producto ya no tiene unidad, inversamente a la evidencia de San Agustín. La cultura moderna nacerá sin unidad, es hija de esta escisión; esta falta de unidad, lejos de ir en su busca, la ha escondido. Es hija del análisis, de un análisis genial practicado en el centro mismo de esa cultura. «Qué soy, que me conozco y que me amo», decía San Agustín, partiendo del engaño. Mas, que soy, que me conozco y que me amo forman una unidad indisoluble, unidad preciosa de la existencia, de la mente y del corazón, que ha de estar siempre en la base de todo conocimiento, de todo «método». Es la evidencia cartesiana; el método y la idea del hombre sobre sí mismo se disocian. La soledad es, tiene que ser, la existencia misma del hombre, pues queda sin camino. Y la unidad de vida y conocimiento se ha roto. Mas, aunque no quiera esta extirpación, al fin habrá de someterse a ella; el método será lo legítimo, lo legal, lo vigente. Descartes no ha realizado una confesión como parecía, aunque fuese simple confesión de la mente, sino un análisis genial; ha operado una disociación, ha encontrado la coyuntura de la razón al insertarse en la vida. Y la ha librado de ella. La razón caminará más aprisa que nunca, por ésta su libertad, pues lo libre no es el hombre sino tan solo su conocimiento. 74
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Lejos de todas las cosas y con el único camino para llegar a ellas, que es mi conocimiento, lejos, cada vez más mínimo, abandonado el mundo, la totalidad de mi ser. La unidad de este hombre, si la hubiera, habría de ser la unidad del creador, del ser que crea con su razón. Conocer enteramente sería conocer en status nascens. Conocer las cosas en su composición interna, en lo que aún no son, en sus elementos. Y el ser que conoce lo hace desde sí como principio. Él es el principio de su conocimiento, el ser solo y original. El idealismo naciente irá pidiendo un nuevo tipo de vida: el vivir desde esta originalidad del conocimiento, vivir por y en el conocimiento, como si el conocer fuese enteramente, y sin más, existir. No ya la forma más alta de existir, la vida bañada de transparencia, sino al revés, la transparencia del conocer subsistiendo. Vivir para un idealista será idea subsistente. El conocimiento se basta a sí mismo. Luego vendrá en seguida «lo absoluto». De otro lado, lo que en el hombre no es conocimiento quedaba vivo a pesar de todo y más obscuro que nunca, pues que no tenía ya acceso al conocimiento ni apenas derecho a vivir, pero seguía vivo. La originalidad del corazón, la originalidad del individuo, bien pronto se haría visible de modo análogo al de la mente. El individuo, en sus pobres y obscuras entrañas; sus misteriosos cuartos, abandonados cuanto más llenos, se manifestarán en su originalidad; originalidad que vale tanto como espontaneidad, pues las dos cosas se identificaron. Lo espontáneo, las entrañas dolidas y abotagadas, la vida en su dispersión y obscuridad, fue lo original, es decir, el ser, la realidad válida, la que en su supremacía no necesita transformarse, tan solo revelarse, manifestarse, reclamar sus derechos. Ineludiblemente tenía que aparecer la nueva confesión. No podía tardar más tiempo cuando Juan Jacobo, con su terrible inocencia, la realiza. Quizá otros más cautos sintieron el roce de la necesidad y no se plegaron a ella, pues Juan Jacobo parece como si cediera en su jactancia. La originalidad del hombre en su espontaneidad pide ser revelada. La 75
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originalidad de este mundo en sombra, de los «abismos del corazón». Al idealismo en su marcha esplendente, seguirá paralelo este afán cada vez más frenético de buscar la originalidad del mundo interior. Explorar la soledad de cada hombre como una mina de realidad inagotable. Por un lado la Idea en marcha; de otro, la realidad única e inagotable de estos abismos alucinatorios. Juan Jacobo Y así nació la nueva Confesión del hombre nuevo19. En su espejo verídico nos trae su imagen. Y como, según se verá, él nada gana con ello, parece un acto de humildad, casi de abnegación. Es el antecedente de los que se ofrecen en holocausto del conocimiento. Un alma arrojada a la voracidad de los hombres, a la curiosidad, a la malevolencia, inclusive, de las miradas crueles de los hombres. No le importa; quiere ser contemplado. El gesto es el del amor. Ofrece su alma, casi su cuerpo; parece que quiere ser devorado, consumido por los demás. «Aquel amor tan derecho / y querencias tan extrañas / sin temor / del ave que rompe el pecho / y da a comer sus entrañas / por amor», que dice la poesía más sabia de esta dolencia20. Pues sale de sí sin temor, rasgando su pecho hasta no dejar rincón secreto. Y con infatigable querencia rebana sus entrañas, de tal manera que, aunque horroricen, no se pueden rehusar. Mas ¿qué le mueve? Ser visto. ¿Acaso ya tiene una imagen de sí? Quiere, al ser mirado, ser comprendido por los hombres todos que en vida le malquisieron. Historia y Confesión El supuesto «el corazón tiene historia» es el que ha permitido el desarrollo espléndido de la novela moderna. Es el 76
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supuesto, uno de los supuestos del Romanticismo. Al Idealismo romántico alemán, que aspira y se funde al par en este momento de la identidad, ya sea del Yo, ya sea del espíritu absoluto, sigue paralela la historia del corazón, que se aleja por ella de su unidad. La identidad del espíritu no le incluye; y la humana existencia, como vio Kierkegaard en su angustia, queda al margen. La angustia es la pureza del corazón, la única pureza posible a la que puede arribarse si no se quiere tener historia. Y así el romanticismo, incesantemente y con esa terrible inocencia que le caracteriza, hará confesiones en forma de historia, haciendo de la historia una confesión, sin creer o habiendo olvidado, y aun haciendo lo posible para olvidarse, que la historia del corazón no es sino el medio para que la confesión se realice. Pero tal olvido es consecuencia de lo que se cree: que la realidad la constituye la historia del corazón. Porque —y es lo que más cuenta— ya no se hace del corazón un medio. A la identidad del espíritu absoluto, el corazón contesta con su originalidad independiente. El corazón se declara en rebeldía y aspira a vivir por su cuenta; no se cree espejo, no aspira a servir a nada y ni quiere saber de la cruenta transformación por la cual los místicos cumplían la liberación suprema del corazón, aniquilándolo. Y sin embargo —y esto es el ápice de todas las cosas graves que en el romanticismo suceden—, no han olvidado aquello que los místicos tienen por gracia y logro a la vez: el éxtasis. Lejos de haberlo olvidado, está presente siempre en estas confesiones, como secreta aspiración inconfesable. Porque en el éxtasis se encuentra la libertad de la historia y sus sucesos; porque se presiente algo, un lugar, un cierto lugar donde se cumpla lo que el narrador persigue, salir de su propia historia, que es salir de su tiempo. Pero tal cosa no ocurre, al parecer, en Rousseau, sino mucho más adelante y después de lo que él significa. No persigue Juan Jacobo escapar del tiempo, pues apenas tiene su percepción; no ha llegado a su pura percepción. Se lo impide la propia obra de su yo, pues que vive siempre como por encima de sí mismo, escapando de todo lo que es 77
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postrimería; él, tan extremista y extremoso, patrón del alma extremista moderna, no se aventura jamás hasta los verdaderos sitios extremos. Mas ¿quién en verdad se lo impide, a él, tan bien dotado por su vivísima sensibilidad, cuyo lote constituye la mayor parte de su genio? Se lo impide una doble creencia, una creencia doble o dos creencias que, lejos de fundirse una a otra, se entremezclan de modo bastante confuso; la creencia señalada (que aunque agudiza no inventa) de que la realidad del corazón es su historia y otra cuyo descubrimiento le embriaga de entusiasmo y que constituye su tesoro, su gran originalidad: la creencia en la naturalidad del ser humano. Un Corazón Natural Porque Rousseau entra en su corazón y se pierde en él como en su jardín. Es la vuelta al jardín prohibido, la reconquista del Paraíso. Es lo que él hace en realidad. El compromiso estriba en esta acción suya, arrastrado por su nostalgia —lo más verdadero de su vida—; y sus creencias, su doble creencia en la historia y en la naturalidad, es su teoría original de que el hombre nace libre y dondequiera se encuentra encadenado. Es su teoría acerca del hombre la más curiosa y reveladora quizá de cuantas hayan alcanzado vigencia en nuestra cultura de occidente. Y es que las dos creencias, la de que el corazón tiene historia y consiste en su historia y la del corazón natural, son una sola en su fondo, la doctrina de la originalidad del corazón que produce una vida, un género de vida, el que menos tal vez se pudiera imaginar, la vida literaria o el vivir en literatura, el vivir en situaciones imaginarias, como en un «a priori» del corazón o del amor, que más tarde se llamará romanticismo, y que será el verdadero contenido de lo que rodando de mente en mente, hasta adulterarse en caricatura, se dirá de un hombre cuando se dice de él que es un «idealista». Es la vida del corazón independiente de todo objeto como si él quisiera mostrar su independencia o 78
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más bien como si, no hallando lugar apropiado que lo contenga, siguiera por sí mismo, fantasma de sí, su propia vida, su pasión. Y el corazón en su pasión será a la vez pasivo y original. Pasivo al ser original porque cuanto más se ahínque en ella o cuanto más abandonado se encuentre, más reducido se verá a aquello que es su dote, a su única propiedad: la pasividad. Comenzará la equívoca vida del corazón independiente, que no sabemos si rebelde o desamparado prosigue desde sí la vida de su avidez. Vida pasiva que se alza en soledad, desprendida de todo objeto, pues a imagen y semejanza del yo, o confundiéndose con él, se ha erigido en principio. Ahora tenderá inevitablemente a un objeto, pues es su condición ineludible, pero lo hará sabiendo o creyendo saber que él lo mantiene, que el ídolo adorado vive a sus expensas. Y así el objeto viene a decaer en la más mísera condición, quedando al descubierto todo lo que a la actividad del corazón le debe, vuelto más hacia el amor que hacia el objeto en que se deposita, en realidad, vuelto hacia sí mismo, recreándose en su propia actividad, pues como parece imposible que el corazón actúe de manera distinta que como espejo, se refleja a sí mismo, devolviéndose su propia figura, gozándose en su imagen. Rousseau nos revela este funcionamiento, que no podía por menos de expresarse. Por dos motivos: porque la característica de esta vida del corazón va a ser la expresión, vida a la que la expresión hace real y que en la expresión se cumple como si ella fuese su término. Y todavía más, porque siendo el primero en sentirlo, no podía por menos que apresurarse a comunicar al mundo todo tan grata nueva. Y justo es decir que lo hace con prodigiosa justeza, con una pasión que por lo transparente parece fría. Es el célebre pasaje en que cuenta el nacimiento de su amor por Madame de Houdetot21; sin duda ya clásico para siempre en la historia del amor, más clásico aún en la historia de los corazones que se gozan en su historia, que hacen de sus pasiones su vida verdadera. Al amor experimentado por la mujer real antecede un estado de amor inventado, de embriaguez que se ali79
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menta de sí misma, y a este «estado del alma» un momento crítico, crítico entre todos, un instante de reflexión sobre su vida, del que va a arrancar el imaginario amor, después el amor real y después el enredo en que va a caer prisionero, la larga cadena de equívocos, donde se fijará ya para siempre la figura de su vida. Figura nueva, y que será como el arquetipo del hombre moderno: oscilante, doble o más bien múltiple, con varios rostros posibles, ninguno completo. Alguien que vive envuelto, apresado por categorías ambivalentes en pleno equívoco: víctima y actor, perseguido y perseguidor, enamorado y narcisista. El Paraíso Artificial Lo que ha comenzado en verdad tras de las confesiones de Rousseau, por esta vida solitaria de un corazón que se recrea en su historia, es la vida literaria, el vivir en parajes imaginarios; la vida imaginaria, su punto de partida. El nudo del drama está en el episodio señalado, en su amor novelesco por Madame de Houdetot, a quien en otro momento de su vida apenas hubiese dispensado atención alguna. Es decir, la atención refleja de la atención de ella, como ha sido regla en sus relaciones humanas. Es de los raros casos en que su corazón se excede, pero este exceso es justamente el amor. Es el punto culminante de una vida que ha llegado a su centro. Rousseau ha vivido también, derramado entre los acontecimientos de su vida. Su juventud ha pasado ya, feliz casi. Es al menos el recuerdo que deja de sus viajes, de su vagabundeo más bien; entre la naturaleza se siente sumido en esa unidad feliz, en un «éxtasis» continuo… Después, cuando llegaron las responsabilidades de la vida, las eludió. ¿Cómo podría explicarse de otra manera su frío desprendimiento de los hijos, en él, que tanto se ocupó de la infancia?... Una cosa es pensar en la infancia; otra aceptar, abrir hueco en su vida vagabunda a unos niños determinados, reales, con un ser propio y unas necesidades efectivas; supo80
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nía bajar a la tierra, entrar en la vida real, someterse. La vida social, con sus compromisos, quedará también eludida y de ella se irán extrayendo como un dulce licor las relaciones personales, es decir, la vida a la par novelesca e íntima. Y, sin embargo, es en este instante de su vida, año de mil setecientos cincuenta y seis y «en la más bella estación del año». Juan Jacobo contaba cuarenta y cuatro años; diríase que por vez primera se encuentra a solas consigo mismo y siente, precisamente en la holgada paz de sus días, en la felicidad, la insatisfacción, la presencia de lo que no había podido hallar. Dice así el pasaje ya clásico: «El recuerdo de las diversas épocas de mi vida me llevó a reflexionar sobre el punto a que había llegado, y vime en el ocaso de la vida, presa de agudos males, y creyéndome próximo al fin de mi carrera, sin haber gozado plenamente de casi ninguno de los placeres que mi corazón anhelaba, sin haber dado libre vuelo a los sentimientos vehementes que en su fondo se escondían, sin haber saboreado, ni haber probado siquiera, esa voluptuosidad embriagadora que sentía vigorosa en mi alma, y que, por falta de objeto, se hallaba en ella comprimida siempre sin poder exhalarse más que con suspiros»22. Insatisfacción en que es sentido el anhelo del propio ser al par que la carencia de objeto en que verterse. Como en San Agustín, es la falta, la ausencia, revelación primera. Incapaz, sin duda, de esa castidad del corazón que le hace ayunar cuando no encuentra el objeto adecuado, se lanzó en seguida a conseguirlo. Se embriagó de sí mismo, según nos cuenta. La evocación de los fantasmas de su juventud solo sirvió de excitante para la embriaguez de que se vio poseído, con lucidez suficiente para percibir el poco espacio que le separaba del ridículo. El objeto de este estado amoroso no puede haber llegado a mayor decadencia: no es objeto, es simple excitante y el anhelo no se dirige hacia él como su término, sino que, pasando a su través, recae sobre sí mismo. Es dentro del mismo Juan Jacobo, dentro de su turbulenta alma, donde se verifica el goce de tal amor; es él quien, en los efectos fantasmagóricos, se recrea sin pretender salir de tan hermético recinto. Y los fantasmas, como es 81
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natural, no oponen resistencia a esa función; su misma naturaleza consiste en ser disuelta, en asimilarse en cualquier substancia productora de espejismos. Mas, por lo mismo, su materia pronto queda agotada, pues a medida que es menor la realidad objetiva del objeto amoroso, es menos apto para sostenerlo, por su misma condición corruptible. Y así se verá obligado a substituir los fantasmas del recuerdo con fantasmas de su imaginación: «¿Qué hice en esta ocasión? Por poco que el lector me haya conocido, lo habrá adivinado. La imposibilidad de alcanzar los objetos reales me lanzó al país de las quimeras; y no viendo nada real que satisficiese mi delirio, lo distraje con un mundo ideal que mi imaginación creadora pobló en breve de seres conformes con las aspiraciones de mi corazón. Jamás vino tan a propósito este recurso ni resultó tan fecundo. En mis continuos éxtasis me embriagaba a más no poder con los sentimientos más dulces que jamás hayan entrado en el corazón del hombre. Olvidando completamente la raza humana, formé criaturas y sociedades perfectas, tan celestiales por sus virtudes como por su belleza, amigos seguros, tiernos, fieles, tales como jamás los hallaré aquí abajo. De tal modo me aficioné a sentarme así en el empíreo, en medio de los hermosos seres que allí me rodeaban, que así pasaba las horas y los días olvidado de todo; y, perdiendo el recuerdo de cualquier otra cosa, apenas había tomado aprisa un bocado, cuando ya me desazonaba el prurito de correr a esconderme en mis bosquecillos. Cuando, en el momento de partir para el mundo encantado, llegaba algún desdichado mortal que venía a retenerme sobre la tierra, no podría moderar ni ocultar mi despecho; y no siendo dueño de mí, le recibía tan bruscamente, que podía llamarse una brutal acogida. Esto hizo que se confirmase mi reputación de misántropo, de suerte que fue debida a lo mismo que hubiera contribuido a proporcionarme una enteramente opuesta, si hubiesen conocido mejor mi corazón»23. La naturaleza, sirviendo de excitante a una invención de una sociedad imaginaria. Tal parece ser el resultado efectivo de la vida natural de Rousseau. Parece imposible que no lle82
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gase a caer en la cuenta de la suerte que corrió su idea central del hombre como ser natural. ¿Qué clase de naturalidad es esta que para sostenerse en medio de la naturaleza más bella ha de apelar a los inventos de la mente? Vida novelesca, imagen del paraíso perdido, nostalgia terrible de una vida donde la realidad responda exactamente al deseo, de una vida en que el anhelo no pudiera mostrarse por encajarse no más en su objeto a la perfección; una vida en que la realidad no fuese la contrapartida obstinada de nuestro sueño, es decir, de una vida sin realidad y, por tanto, también sin yo. «Éxtasis» continuos y embriagadores producidos por el exceso de su propio corazón, que en su frenesí llegaba a alimentarse de sí mismo, tomando como objeto el diseño de su nostalgia. Nace la vida novelesca, el vivir literario. Vida que en su propia expresión halla su objeto. «El ave que rasga el pecho / y da a comer sus entrañas por amor»24 de la poesía medieval se ha tornado en el ave que se alimenta de sus propias entrañas. Pronto se formará ese dulce filtro que será la literatura de semiconfesión, poesía literaturizada, poesía novelesca, historiada, en que la secreta vida del corazón se ofrece para ser bebida, consumida por una avidez cada vez mayor. Será el Romanticismo. Pero, mientras esta forma de confesión no sea substituida por otra, la literatura vivirá, seguirá viviendo del romanticismo, seguirá siendo la búsqueda, cada vez más exasperada, de un paraíso artificial. La poesía «pura» afirmará audazmente la independencia de este recinto. Hay más cosas en su intento, naturalmente, pero habrá también esta afirmación agresiva, en defensa del jardín interior, de la naturaleza encantada donde todo posible es sin más real. Es el derecho a la evasión suprema, a la huida de todas las contradicciones de la existencia, al olvido de todo para llegar al éxtasis. Éxtasis que es la imagen confusa, el espejismo más bien, del encuentro con ese centro de identidad, donde el tiempo no transcurre y donde la vida ha abandonado, recogiéndose, su dispersión. Centro del alma, como dicen los místicos, es el punto no asimilable a nada, a ninguna cosa ni suceso, 83
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libre del tiempo, del que la vida parece tener indeclinable necesidad, centro que con su íntima, indisoluble unidad, liberta al corazón. De la confesión de Rousseau partirán, como en dos caminos, la busca de este éxtasis —la literaria—, las historias del corazón que rara vez lo alcanzan, las historias del corazón o los corazones con historia que en la vida real producen la emanación de esos personajes donde han querido encapsularse tantas almas ávidas de alcanzar su centro último. Y el otro camino, el de la poesía, más puro, más exigente, más próximo a esa disciplina íntima en que la vida anímica alcanza su trasmutación. La poesía consume el espejismo de lo psíquico y roza muchas veces ese tiempo puro, objeto perseguido de toda confesión explícita o velada. Baudelaire y Rimbaud, con sus paraísos e infiernos artificiales, son hijos de este «corazón natural», extremistas de su intento. Sus polos eran la desesperación y la felicidad; vivir era tan solo sentirse arrebatar por la una o por la otra, hundirse en el abismo de las dos, en verdad un solo abismo. Exceso del corazón y embriaguez del espíritu tan parecidos a la fe, una fe desesperada que los lanza hacia cualquier infierno, de cuya boca jamás retrocede. «He llegado a encontrar sagrado el desorden de mi espíritu», dice Rimbaud25. A falta del orden sagrado, el sagrado desorden. Es la confesión, que es ya un grito que explica y sitúa a tanto delirio moderno de la palabra y de la acción. El perpetuo adolescente, que antes que a la madurez, alcanzará a la muerte, pues se destruirá a sí mismo por su prisa, por su vehemencia. La imagen de un ángel, de la unidad perfecta, de la perfecta transparencia, se ha hecho visible en demasía y su vista cercana no deja tiempo para esa transformación de la vida que solo toca el vivir un instante fuera del tiempo, a cambio de apurar su tiempo gota a gota. La precipitación y el arrebato, la creación precipitada con la esperanza de que el momento de éxtasis poético libre a la vida de su peso, nos libre del oficio de ser hombres. Imposible, creo, no ver que el último gran movimiento poético de nuestros días, el surrealismo, tiene mucho de confesión; confesión más clara que otras de nuestra época, en 84
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que lo literario una vez más llena precipitadamente el hueco de la verdad última buscada, del objeto requerido por el corazón para su alimento real. Su intento, sin embargo, ha aparecido definido con una claridad extraordinaria, con una lucidez digna de su antecesor Rimbaud y de su también antecesor, aunque rechazado, Baudelaire; su nitidez merece y requiere una consideración aparte. El Surrealismo «Todo lleva a creer que existe un cierto punto donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo cesan de ser percibidos contradictoriamente. Y es en vano que se busque a la actividad surrealista otro móvil que la esperanza de encontrar ese punto», ha dicho André Breton en el Segundo Manifiesto del Surrealismo 26. Este declarado propósito emparenta de forma muy íntima el surrealismo con la confesión. Su carácter de rebeldía, de rebeldía poética, sin mezcla con luchas sociales, lo afirma aún más. El surrealismo va en busca de este centro de identidad que está en el hombre y no es facultad o potencia, según se diría antes, un «acto psíquico» en términos coetáneos del surrealismo. El Yo cartesiano es la unidad originaria, radical; mas desde el solo ser se encuentran las cosas de la conciencia. Y esta concepción de la unidad del ser humano, de la criatura hombre, ha sido la causante de todas las rebeldías, rebeldías cada vez más violentas. Las Confesiones, las que llevan su nombre, como las de Rousseau, y las que no lo llevan, por ser literatura o poesía y aun filosofía que quieren lograr lo que ella, tomarán su nacimiento de una protesta contra ese yo original, sabiéndolo o no. Y así al punto de partida inicial se unirá, entremezclado a veces en forma muy confusa, esta protesta; nacerá como «anti» y ofuscándose a veces creerán que ese «anti» es su única razón de ser y se perderán, como en el caso del psicoanálisis, por su oposición al Yo cartesiano. El surrealismo, de raíz poética, 85
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tiene mayor lucidez y a pesar de su agresividad, menos violencia; el no ser un método científico como el psicoanálisis le hace ser más verídica confesión en lo que tiene no de método —escritura automática— sino de búsqueda, de avidez, de intención y sobre todo en el objeto que supone, ese centro nombrado en las líneas transcritas. El yo cartesiano excluía tanto el alma, ese lugar donde se encuentran todas las cosas, sede de la intimidad y de la familiaridad con el universo, como también ese género de unidad superior, ese centro interior que San Agustín descubre y que Plotino —con las diferencias que quedaron dichas— pasará. Es también el Yo trascendental que vuelve a descubrir el idealismo alemán, la identidad única del sujeto del conocimiento que pone el pensar; con el ser, pues, unidad él mismo, pone la unidad del objeto. Pero esta identidad pura que el idealismo restaura redescubriéndolo queda como el alma de Plotino para aquellos que se decidieron a ser filósofos; es un bien de la filosofía que ni en un caso ni en otro —ni en Plotino ni en el idealismo— trasciende a los hombres no filósofos. Y los dos, aun siendo principio de vida y aun lo único vivo, quedan fuera de la vida del hombre individual, exigen su conversión violenta. El centro a que alude, suponiéndolo de antemano, el surrealismo es sin duda el de toda poesía. Es el centro creador, desde donde los contrarios cesan de ser percibidos como contrarios, porque todo se percibiría si a él pudiésemos llegar en estado naciente. «Una creación naciente y sin memoria», que un poeta nada surrealista, Charles Péguy27, ha dicho. Un punto más allá de toda contradicción, punto de pura identidad donde el pensar es creador, es decir poético. Y anulará «ese divorcio deprimente entre la realidad y el sueño» (Breton: Manifiesto citado). Pero el surrealismo, a pesar de su carácter poético, no podía por menos de estar contagiado con las creencias más extendidas del momento en que nació, la creencia en que lo psíquico es la realidad humana, y así los surrealistas se dedicaron a buscar ese centro, esa actividad originaria, por el camino de la psique. En este punto su error se toca con el error del psicoanálisis; los dos acuden a lo que en la psique 86
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no es de nadie, a lo que está fuera, al parecer, del sujeto consciente, del dueño que se llama «yo». Y qué curioso resulta cómo ha solido encontrar materiales de estrecha analogía, materiales que son eso: materia, restos, substratos de la vida vivida, de lo experimentado, y que a veces toman esa curiosa forma de memoria que ha llevado a Jung a pensar en un subconsciente colectivo. Han recaído en lo impersonal simplemente, en algo que es lo contrario de la unidad buscada, de esa coincidencia consigo mismo que alguna vez a lo menos estamos necesitados de saborear. El surrealismo valdrá siempre más por lo que ha buscado que por sus logros; por el programa, más que por la realización. Y, rasgo común con lo mejor de la literatura coetánea, más como testimonio que por la obra lograda. De entre tantos testimonios literarios del momento, es el más lúcido, el que sabe con mayor claridad lo que persigue. Paradójicamente, goza de un exceso de conciencia, cosa que pone de relieve su carácter de método, de confesión. El testimonio lo es muchas veces a pesar suyo, padece por aquello que testifica. Así cierta literatura rota, dislocada, esencialmente frustrada en su posibilidad por la superficialidad personal, esclava de los actos psíquicos que refleja, sin rescatar la unidad perdida bajo ellos. Se trata de una unidad al par humana y productora de la obra de arte. Sin duda es lo que se quiere manifestar con esos gritos esporádicos de la vuelta a un «arte humano». La humanidad del arte no puede ser otra que la unidad última del origen, en ese centro interior y último; el que la creación que la obra de arte nos presenta haya brotado de ese íntimo centro activo, de esa unidad viva y actuante. Y ha habido obras de arte que no han sido sino el camino para hallarlo, como la de un Proust. Otra «humanidad» del arte será siempre ficticia, impostura o tosquedad; falsía radical, más falsa cuanto más «realista». El arte nacido de tal íntima interioridad encontrará el cauce de su legítima independencia, al no pretender suplantar a la vida real. Y el vivir literariamente, la falsificación literaria de la vida, se hará imposible; arte y vida real se complementan, pues si el arte existe, es porque él 87
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nos proporciona algo que las horas cotidianas no nos dan, es porque ofrece lo que el tiempo de la realidad nos niega, es porque la vida lo necesita como agente de una acción que sin él no podría realizar. Entre tantas cosas que los europeos modernos hemos olvidado, se cuenta la función medicinal del arte, su poder de curación casi mágico, su taumaturgia legitima. Y si el hallazgo de ese íntimo centro que la confesión descubre borra la tergiversación del arte humano y realista, también aniquila la otra gran confusión moderna, la del naturalismo, con que en parte se le confunde, habiéndola precedido, y que es su antecedente inmediato. Mas, en realidad, «realismo», «humanismo» y «naturalismo» no son sino las desviaciones que el arte sufre cuando nace de un yo superficial, desviación que toma el nombre de la urgencia mayor del momento en que se produce, pero cuya existencia cabría hacer constar en toda época en que la unidad del hombre se ha perdido o está demasiado encubierta. La cuestión que envuelve el naturalismo es de las más profundas sin duda, pues reside en la oposición que más afecta al arte, entre todas las que enuncia André Breton, lo «comunicable y lo incomunicable». Entre todas las cuestiones que afectan el arte ésta es sin duda la mayor, pues que arte es ante todo una manifestación, una expresión; se trata de lo que se expresa y de la forma de expresión. Parece haberse olvidado que todo lo que el arte maneja, conceptos o personajes, formas o anhelos, constituye una multiplicidad posible por la unidad en que reposa. Artista es aquel que puede descender hasta tal profundidad de sí mismo donde encuentra unas visiones que al par son acciones; el arte verdadero disipa la contradicción entre acción y contemplación, pues es una contemplación activa o una actividad contemplativa, una contemplación que engendra una obra, de la que se desprende un producto. Por eso anula a la par la diferencia entre lo real y lo imaginario, entre lo natural y lo fingido. Hay un trozo de un libro sagrado de China, en que este prodigio está señalado de la manera más nítida y humilde, como el agua. En el Tschuang-Tsé28 leemos la admi88
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rativa pregunta dirigida a un artesano por la ejecución perfecta de un campanario de madera, y él responde: «Yo soy un artesano y no tengo secreto alguno. Pero sin embargo hay una cosa en que consiste mi obra. Cuando me disponía a hacer el campanario me guardé muy bien de derrochar mis energías. Ayuné para aquietar mi corazón. Después de haber ayunado varios días ya no osaba pensar ni en la ganancia ni en los honores; después de cinco días de ayuno, ya no osaba pensar ni en las alabanzas ni en los reproches, ni en la habilidad, ni en la ineptitud; después de siete días de ayuno me había ya olvidado de mi cuerpo y de todos mis miembros. En aquella época ya no pensaba tampoco en la Corte de vuestra Alteza. De este modo me recogí en mi arte y todos los ruidos del mundo exterior desaparecieron para mí. Fuime después al bosque a contemplar los árboles en su natural crecimiento. Una vez que tuve el verdadero árbol ante mi vista, me encontré con el campanario terminado, de suerte que no tuve más que echar mano de él. Si no hubiera encontrado el árbol hubiera abandonado mi empeño. Pero por haber hecho actuar mi naturaleza conjuntamente con la naturaleza del material es por lo que las gentes dicen que es una obra divina». Los Hombres Subterráneos Mas, la soledad del Yo cartesiano, al hacerse vigente en la vida, al encarnar en la creencia que el hombre europeo culto tenía de su propia realidad, siguió otros caminos; uno que viene a parar en ese personaje encarnado por algunos hombres geniales y que podemos llamar el «hombre subterráneo». La originalidad era su maldición y su única dote; seres de tragedia, pues la creencia en el yo les hacía imposible el encuentro de ese íntimo reposo que, aunque solo sea en fugitivos instantes, es indispensable, sobre todo cuando se está lanzado frenéticamente a un intento de existencia individual. Cuando más original sea la existencia del individuo más necesidad ineludible tendrá de ese centro de 89
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quietud, de confianza y de reposo. Esta soledad inmensa se convierte en inmensa carga cuando no está contrapesada por esa íntima apertura. Y acaba por ser soledad sin espacio interior, la peor de las tragedias en que el individuo perece por asfixia. Faltos de espacio, de anchurosidad donde moverse y reposar, es lo que se nos figura la verdadera condición de vida de este tipo de hombre oprimido por la dote terrible de su yo original y originario. Llegan a ser suicidas por su anhelo de existir. Es un tipo de hombre que se ha dado en la vida europea en distintas formas de vida; los hay poetas, filósofos, y, sobre todo, esos desconocidos, seres sin nombre que murieron sin lograr su ser aún; son esos conatos de ser, que han poblado más de lo creíble la vida europea desde la segunda mitad del diecinueve muy especialmente. Larvas, conatos, seres muertos en su crecimiento, como incapaces de soportar una de las transformaciones que la vida exige para llegar a su fin. Un poeta —surrealista— piadosamente los ha recordado en la figura de tres poetas. Dice Paul Éluard: «Si Lautréamont, Baudelaire y Rimbaud parecían llenos de remordimientos, es porque su soledad era ilimitada. Ellos sueñan con hijos, con hermanos, y vienen a creerse muertos entre los muertos; de ahí su excepcional facultad de aniquilarse»29. La verdad es que éstos no son el «hombre subterráneo», que vendrá después, sino algo menos activo y más lleno de dulzura; son versiones de un personaje de tragedia griega, de Antígona, la enterrada en vida. Son muertos vivos, enterrados en una sepultura, que, invisible, los aísla de los vivientes. El «poeta solitario» ha llegado a hacerse tan familiar a los europeos de última hora que se ha llegado a creer que siempre haya sido así. Sin embargo, siglos enteros nos han presentado la imagen de un poeta en íntima comunicación con su mundo y siendo como el alma de él, soplo de gracia vivificante que aligera las horas, la gravedad de la vida, el peso de las horas. Muertos en vida que exhalan gemidos, gritos desde el fondo de su sepulcro, que es su infierno, sus palabras suenan siempre, son gritos desde el fondo, llamadas de auxilio en una época muy poco piadosa, cada vez menos, con los 90
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muertos de verdad que al fin ya no gritan. De ahí que su poesía sea acogida con tan fervorosa piedad por algunos que vienen a formar algo así como una liga o cofradía, como esas que se forman de un culto a un desaparecido, a algo o alguien, en suma, que nos necesita para subsistir. Y de ahí también que sus palabras, gritos desde el fondo del infierno, tengan mucho de confesión a la desesperada y en sus adeptos actúe de manera parecida a una confesión. Pues al fin una de las funciones de la confesión es abrir sitio para una realidad que corre riesgo de asfixiarse. El pensamiento abre lugar a ciertas realidades, librándolas de su contradicción, mostrando su objetividad. La confesión conquista este lugar para las realidades íntimas no reductibles a objeto, realidades que necesitan de un respaldo vivo, de una existencia singular que las sostenga, pues ellas no quieren ser transformadas en objeto. Son las entrañas que quieren vivir como tales entrañas. El corazón que aspira a la vida que le corresponde como tal, corazón que no quiere ser trasmutado en objeto de condición distinta, ser asimilado por la razón, por ejemplo, o disuelto por ella. La tragedia de estas criaturas es en definitiva la de su falta de espacio interior. Si miramos de cerca, lo primero que sentimos es lo lleno en demasía que está; mundo apretado, poblado de cosas, personajes en embrión, esperanzas y nostalgias, esbozos y proyectos, huellas y presentimientos de realidad sin nombre, mundo que linda o que está dentro de lo inefable y que no por ser inefable es menos real. Que no tengan espacio significa simplemente no la falta de lugar a la manera física, sino la falta de lugar adecuado; criaturas demasiado llenas de realidad y de realidades en un mundo que les ha inculcado una creencia que no les permite acogerlas. Son las víctimas, presas de alucinación y del delirio constante, acosadas de remordimientos por delitos que no han cometido ni podrían cometer; poseídas del vértigo de su infinitud, embriagadas de la posibilidad. La soledad, esa del yo sin espacio, está poblada de personajes, de conatos de ser dentro de un individuo. Multiplicidad abigarrada de seres sin rostro ni nombre, rencorosos 91
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de su existencia a medias; tal parece ser el infierno, el infierno que Rimbaud transcribió con audacia genial y que no fue su exclusivo privilegio. De haberse logrado la confesión que presentían, el nudo terrible se hubiese desatado, la salida del infierno hubiese suavemente cedido. El espacio interior hubiera aparecido con sus lugares secretos y adecuados a todo lo que revuelto y asfixiado agonizaba. No es solamente ese centro de intimidad sino lo que por su virtud sobreviene: la intimidad con los seres y las cosas todas; la intimidad consigo mismo. Antes, antes de que el Yo cartesiano la barriera, había algo llamado alma, que nos imaginamos ahora como este espacio interior, como este reino de cada uno, tesoro donde se guardan las ocultas e imprevisibles posibilidades de cada cual, su secreto reino. Este espacio fue borrado y en su lugar aparecieron los «hechos psíquicos» o los «actos de conciencia». Toda realidad, cualquiera que fuese su manera de ser, tenía que estar fundada y legitimada en un acto de conciencia, aún lo ha de estar. Es lo legítimo, lo existente, lo real. Es el psicologismo consecutivo al cartesianismo. Mientras el alma antigua, aun en filosofía tan racionalista, tan ajena a cualquier clase de misticismo, como la de Aristóteles, decía que «el alma es como una mano» y también «el alma es, en cierto modo, todas las cosas»30. Algo, especie de lugar, de sede o de potencia, que alcanza contacto con todo, y por ello sede de la intimidad, de eso que precede al conocimiento y que solemos decir familiaridad con algo; lo que es contrario a la extrañeza, lo que nos permite orientarnos, y tener como una especie de instinto, un sentido para penetrar en cada cosa según su especie y modo de ser; destreza, sutileza, que sugiere, en efecto, la imagen de una mano tocando la realidad delicadamente, una mano de pulso infalible, maternal y viril a la vez, mano, pulso, tino, que ha mucho se ha perdido entre nosotros, los occidentales. Y es lugar adecuado a cada cosa o conato de cosa, a todo eso que no tiene nombre y que proporciona formas de contacto distintas del conocimiento, que no pueden llamarse propiamente conocimiento, mas tan necesarias como él, y 92
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que en cierto modo son la madre del conocimiento. El conocimiento intelectual ha sido una función privilegiada; era natural que al ejercitarse se diese a conocer, se estableciese a sí mismo. Mas existen otras formas de contacto, otras relaciones que no son conocimiento intelectual ni quizá puedan serlo nunca; tal, por ejemplo, la relación con los que han muerto y entre ellos con los propios antepasados; la presencia y relación legítima con seres de esta condición, con seres que no lo son en el mismo sentido que los que así se llaman propiamente, desde un lugar adecuado, apto para recibirlos. En realidad no es nada que tenga que ver con seres y cosas, sino una entrada en espacios que aparecen instantánea y suavemente; de manera que no se podría decir que así la Religión, las religiones, sean algo más y diferente de los actos de conciencia en que se las ha querido fundar en los últimos tiempos, ni aunque estos actos sean de fe. Pues no es la creencia ni aun el amor, sino esos nudos que se desatan, y esos muros que sin ruido se derrumban y la anchurosidad que sobreviene. Y es la intimidad con todas las cosas, con las de todos los días, que no basta que sean de todos los días para tener con ellas intimidad. Es algo que no es conocimiento intelectual ni traducible en él, pero que lo antecede y sostiene y sin lo cual andará flotando por grande que sea su exactitud y claridad. Pues bien, pronto aparecerá la desconfianza, una desconfianza radical sobre el vacío de la intimidad perdida. La realidad de los objetos del conocimiento quedará puesta en cuestión de manera insoluble, siempre que no se trate de objetos de la mente, de los que agotan su ser en lo que de ellos es pensado. Va en ello la realidad de las cosas que el pensamiento conoce. Pero a las cosas o acontecimientos no traducibles en razones, en aquella realidad que no muestra su faz a la inteligencia, les sucederá algo peor; andarán con realidad, pero sin sede dentro de nosotros; con ese género de realidad desdichada de los muertos vivos, de los que andan errantes sin encontrar lugar donde posarse, pues parece como si el alma fuese el lugar donde ciertas cosas se posen o como si ella misma, por su contextura, nos hubiese sido dada para esta 93
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función tan delicada por lo indefinible y por lo cual ha sido llamada sagrada; es indefinible y no puede ser tocada sin peligro. Peligro tanto mayor porque su extensión es imprevisible y cuyo origen no va a ser luego fácil de averiguar. La anulación de esa previa intimidad con la realidad, especialmente en las regiones no desveladas por el pensamiento —en las que no han alcanzado ser—, resultará gravísima, aunque no destruirá el pensamiento mismo. Lo en verdad grave serán esas invisibles enfermedades humanas, el delirio y el desvarío, la pesadilla en que la vida se convierte rodeada de esa realidad opaca, que arrojadas de su lugar adecuado aparecerán sin forma ni figura, o se irán dejando un extraño vacío. Nada, apenas nada sabemos de este mundo; es el mundo de la intimidad sin palabras, donde ha de reinar una oculta e insensible armonía, donde debe encontrarse la raíz de toda guerra, donde la paz no es cosa de pactos ni compromisos, pues no es cosa de derechos ni leyes, sino de una silenciosa armonía que, una vez destruida, es ingobernable tumulto, rebeldía sin término, discordia. Es, sí, la discordia de los muertos vivos, su rencorosa presencia. Los vivientes, poetas como Baudelaire y Rimbaud, filósofos como Kierkegaard y Nietzsche, novelistas como Dostoyevsky, han sido atormentados infinitamente en su soledad poblada de fantasmas y se han liberado a medida que por su arte o su pensamiento les han abierto sitio. Ellos vivieron también, dada la época llena de impiedad que les tocó en suerte, de esa manera atormentada, como perseguidos por las furias de la antigua tragedia. Y se fueron liberando a medida que lograban la existencia para sus atormentadores, arrojando de sí la tragedia, conquistando una soledad diferente, una soledad desde la que brota la comunicación, soledad que lleva consigo una distancia y una entereza, que hace considerarse a Kierkegaard actor de «obras póstumas», como muerto vivo que es. «Las obras póstumas son ruinas, y las ruinas ofrecen el lugar de residencia más adecuado a los muertos de este mundo. Nosotros, muertos del mundo, debemos cultivar el arte de dar un carácter póstumo a lo que creamos; arte que consistirá en imitar el estilo 94
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de abandono, el estilo descuidado y fortuito; arte que consistirá en proporcionar un goce que nunca estará presente, pero que contendrá siempre un elemento del pasado». Esta manera de vivir, considerándose a sí mismo como muerto vivo, como actor de obras póstumas, era la única solución, tal vez, para el hombre que había perdido el sitio de esas realidades que sin embargo le llenaban. Y era la manera de ir abriendo paso al que querían ser, a su unidad de seres humanos. Muertos vivos; hombres subterráneos cuya tarea agobiante es la de apropiarse una realidad extraña, extrayendo de ella su propio ser, pues lo que parece ser lo trágico de la tragedia es la falta de sujeto, de algo que quede exento y libre del destino o de las pasiones. La Confesión parece ser así un método para encontrar ese quien, sujeto a quien le pasan las cosas, y en tanto que sujeto, alguien que queda por encima, libre de lo que le pase. Nada de lo que le suceda puede anularle, aniquilarle, pues este género de realidad, una vez conseguida, parece invulnerable. Y el logro de este punto de invulnerabilidad tiene que ver no solo con esa unidad pura, con el centro interior, sino también con este misterioso mundo que es preciso unificar, adentrándose en él, venciéndolo a fuerza de intimidad, sirviéndole en una esclavitud que va a dar la libertad. Quizá la Filosofía sola pudiese arreglar el conflicto si la falta de intimidad afectase únicamente a la realidad de las cosas. Mas lo grave es ser un extraño para sí mismo, haber perdido o no haber llegado a poseer intimidad consigo mismo; andar enajenado, huésped extraño en la propia casa. La inserción de ese centro interior, si de veras lo es, hace que ese mundo del desvarío cobre forma y se ordene, porque las entrañas doloridas y rencorosas al punto se hacen de alguien, de un ser que las recoge. Pero algo más; desde él les llega una luz, en la que se tornan visibles. Se hacen propias; el sujeto, que ya lo es, las posee, aunque sin nada que implique dominio violento, pues no obedecen de esa manera. Es una forma de posesión sin mandato ni mandado, porque se trata de unir lo que al unirse formará un solo ser. 95
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La pavorosa faz de la actualidad, ¿no nos presenta, sin duda, esta figura de un mundo sin sujeto, donde ha desaparecido el sujeto, donde el yo anda errante como rey sin súbditos ni territorio, donde no existe por parte alguna el alguien responsable, el alguien con identidad y figura propia? Mundo anterior al ser, en que lo psíquico tiene la existencia demoníaca de la multiplicidad inapresable y diluida; mundo de donde han huido las formas, quedando solo el fantasma inasible y rencoroso; el fantasma y el vacío. ¿No estará necesitado de una verdadera e implacable confesión?
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NOTAS
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En los dos artículos en que este texto apareció originalmente de la revista Luminar, así como en la edición en formato de libro de esta editorial del año 1943, su denominación (que se mantuvo también en la edición de la revista Anthropos de 1987) era «La Confesión, género literario y método», sin que María Zambrano modificara en el año 1965 el título en sus correcciones manuscritas sobre el ejemplar del libro que se conserva en el Museo de la Fundación. Por ello, hemos conservado este título sin reducirlo al más abreviado de «La Confesión, género literario» utilizado en otras ediciones de este mismo texto. Se trata, evidentemente, de una paráfrasis de María Zambrano de la expresión contenida en la primera estrofa de «Noche Obscura» de San Juan de la Cruz: «En una noche obscura,/ con ansias en amores inflamada,/ ¡oh dichosa ventura!,/ salí sin ser notada,/ estando ya mi casa sosegada». En el epígrafe «El surrealismo» de la parte II, Zambrano hará posteriormente una breve referencia a Proust, pero no a Joyce. El texto de Kant en el que se encuentra la conocida afirmación a la que hace referencia Zambrano es el siguiente: «Mientras esta meta no haya sido alcanzada, no es posible aprender filosofía, pues ¿dónde está, quién la posee y en qué podemos reconocerla? Solo se puede aprender a filosofar, es decir, a ejercitar el talento de la razón, siguiendo sus principios generales en ciertos ensayos existentes, pero siempre salvando el derecho de la razón a examinar esos principios en sus propias fuentes y a refrendarlos o rechazarlos» (Kant, Crítica de la razón pura, A 838; B 866. Edición de Pedro Ribas. Madrid, Alfaguara, 1978, p. 651. Zambrano se hace eco de la tesis general defendida por Lucrecio en su poema filosófico De Rerum Natura, donde defiende un naturalismo atomista en el que los dioses, aun existiendo, formados por átomos más sutiles, no intervienen ni en la creación del mundo ni en el curso de los acontecimientos, lo que liberaría a los hombres de sus inquietudes y temores. «Pues es necesario que todo el ser divino goce por sí mismo de vida eterna, en la paz más profunda, separado de nuestras cosas, retirado muy lejos; porque, exento de todo dolor, exento de peligros, fuerte en sus propios recursos, sin necesitar de nosotros, ni se deja captar por beneficios ni conoce la ira» (Lucrecio, De la Naturaleza. Edición bilingüe de Eduardo Valentí. Barcelona, Alma Mater, 1961, Vol. I, Libro II, 647-651, p. 91). Las traducciones de los textos de las Confesiones de San Agustín que María Zambrano transcribe se corresponden con las realizadas por Ángel Custodio Vega (Confesiones de San Agustín. Madrid, Nueva Biblioteca Filosófica, 1932). Zhuang Zi, Chuang Tzu o Chuang Tse (literalmente «Maestro Zhuang») fue un famoso filósofo de la antigua China que vivió alrededor del siglo IV a. C. Al libro
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taoísta de Zhuang Zi se le conoce con el nombre de su autor. Traducciones contemporáneas de esta obra han sido realizadas por Iñaki Preciado Idoeta en Zhuang Zi. Barcelona, Kairós, 1996 (3.ª edición, 2007), y por Pilar González España y Jean Claude Pastor-Ferrer en Los capítulos interiores de Zhuang Zi. Madrid, Trotta, 1998 (2.ª edición, 2005). María Zambrano conoció desde muy joven textos del pensamiento oriental por intermediación de su primo y primer amor Miguel Pizarro, que residió varios años en Japón como lector de español. La cita se encuentra en el capítulo IV, I, del libro de Zhuang Zi. El nombre habitual de Confucio en chino es Koˇngzıˇ, «Maestro Kong», aunque muchas veces se escribe Kung Fu Tse. Jesús Moreno, al hacer referencia a esta cita que Zambrano hace de Zhuang Zi, afirma que, si bien no especifica su fuente concreta, su versión «no difiere esencialmente de la versión de M. Grant, ni de la ulterior de H. Maspero» (Jesús Moreno Sanz. El Logos obscuro: tragedia, mística y filosofía en María Zambrano. Madrid, Verbum, Vol. II, p. 289). En esta obra su autor realiza un exhaustivo análisis de los vínculos entre el taoísmo y el pensamiento de María Zambrano. Las referencias completas y correctas de estas citas son: San Agustín, Confesiones, Libro II, Cap. 3, 5, y Libro X, cap. 3, 4 respectivamente. San Agustín, Confesiones, Libro X, cap. 4, 5. La referencia no es correcta. El texto citado se encuentra en el capítulo 23 del Libro X de las Confesiones, epígrafe 34. María Zambrano se hace eco de las afirmaciones contenidas en el capítulo 2 del Libro I de la Metafísica (983 a) de Aristóteles, en las que argumenta a favor del carácter no meramente humano, sino divino, de la Sabiduría o Ciencia de los Primeros Principios, concluyendo que «ni debemos pensar que otra ciencia sea más digna de aprecio que ésta. Pues la más divina es también la más digna de aprecio. Y en dos sentidos es tal ella sola: pues será divina entre las ciencias la que tendría Dios principalmente, y la que verse sobre lo divino» (Aristóteles. Metafísica. Edición trilingüe de Valentin García Yebra. Madrid, Gredos, 1970, Vol. I, p. 17). Zambrano parece referirse a la afirmación socrática, vinculada a sus críticas del relativismo de Protágoras y la identificación entre sensación y ciencia, de que «nunca podré percibir otra cosa de la misma manera, ya que a otra cosa le corresponde otra percepción, y a la persona que percibe la modifica y la hace distinta» (Teeteto, 159d-160a, en: Platón. Diálogos II. Traducción de Álvaro Vallejo. Madrid, Gredos, 2011, p. 450). Jan van Ruysbroeck, llamado el Admirable, vivió entre los años 1293 y 1381. Considerado uno de los grandes místicos europeos, dirigió el monasterio agustino de Groenendaal, cercano a Bruselas. Su obra más difundida fue De ornatu spiritualium nuptiarum (Adorno de las bodas espirituales). Existe una traducción al español bajo el título de Bodas del alma, en: Ruysbroeck, J. Obras. Edición, traducción y notas de Teodoro H. Martín. Madrid, Universidad Pontificia de Salamanca, F. U. E., 1984. Esta traducción ha sido reimpresa en la editorial Sígueme de Salamanca en 1989, y en Madrid por la Biblioteca de Autores Cristianos en 1997. Aquí, y en párrafos siguientes, María Zambrano recoge la conocida distinción que su admirado maestro Ortega y Gasset había ido madurando en diversos escritos de los años 30 y que se plasmó en varios artículos en el diario La Nación de Buenos Aires en el año 1936. La primera edición del libro Ideas y Creencias se publicó en esta misma ciudad en el año 1940. En esta ocasión, a María Zam-
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brano le interesa subrayar la función conformadora de la vida humana de las creencias con las que contamos (de ahí su carácter de objeto de «confesión») frente a las construidas e intelectuales ideas que pensamos. «Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre que acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas “vivimos, nos movemos y somos”. Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa no tenemos la “idea” de esa cosa, sino que simplemente “contamos con ella”» (Ortega y Gasset. Ideas y creencias. Madrid, Revista de Occidente, 1986, p. 29). «Mas las ideas nacen de la duda, es decir, en un vacío o hueco de creencia» (Ibídem, p. 43). Ben Arabi o Ibn Arabí nació en Murcia en el año 1165 y murió en Damasco, donde se conserva su tumba, en 1240. Fue el más importante místico musulmán propulsor del sufismo. La lectura de sus textos influyó desde joven en María Zambrano. En su biblioteca personal, actualmente en la sede de la Fundación María Zambrano en Vélez Málaga, se conservan un ejemplar en francés de la obra de Ibn Arabí La sabiduría de los Profetas, un ejemplar de la monografía que dedicó a este místico Miguel Asín Palacios, publicada en Madrid, en la editorial Plutarco, en el año 1931 (El islam cristianizado: estudio del sufismo a través de las obras de Abenarabi de Murcia), así como otro ejemplar de la recopilación de textos sobre historia de la mística en los países islámicos editada en 1929 por Louis Massignon, el gran estudioso de la mística musulmana al que tanto admiraba y debe María Zambrano. Juan Jacobo Rousseau escribió sus Confesiones entre 1767 y 1771, dejándolas inacabadas antes de morir. Estos versos pertenecen al poema Conjuro de amor, de Costana (s. XV), que fue recogido en el Cancionero general reunido por Hernando del Castillo en 1511. Rousseau se enamoró de Sophie d’Houdetot (París, 1730-París, 1813) en 1757, aunque la relación entre ambos apenas duró más de un año. Ella, que estaba casada con un militar y era amante del poeta Saint-Lambert, rehusó llevarla más allá de una estrecha amistad: «Tuvo lástima de mi locura, la compadeció sin halagarla y procuró curarme de ella». Rousseau narra las desventuras que comportó a su ánimo este enamoramiento en el capítulo IX de la segunda parte de las Confesiones. La cita se encuentra en el mismo capítulo IX de Confesiones de Rousseau, poco antes del relato de su relación con la señora D’Houdetot. La versión en español utilizada por María Zambrano corresponde a la traducción realizada por Rafael Urbano (Madrid, 1923. Reeditada en: Rousseau, J. J. Confesiones. Madrid, Tebas, 1978, p. 413). Ibídem, p. 415 Cfr. nota 20. Este verso pertenece a la sección «Delirios II: Alquimia del verbo» de la obra Una temporada en el Infierno, publicada en 1873 por Arthur Rimbaud y en la que refleja su atormentada relación con Verlaine. El Segundo manifiesto del surrealismo fue publicado por André Breton en 1929. El verso citado se encuentra casi al comienzo del poema de carácter religioso Eva, publicado por Charles Peguy en 1913: «Une création naissante et sans me-
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moire/ tournante et retournante aux courbes d’un même orbe» («Una creación naciente y sin memoria/ que gira y gira siguiendo las curvas de un mismo orbe»). 28 Capítulo XIX del libro de Zhuang Zi. 29 Paul Éluard, pseudónimo de Eugène Grindel, poeta dadaísta y surrealista francés (1895-1952), amigo de A. Breton y L. Aragon. Fue marido de Gala desde 1917 hasta 1929 en que ésta se unió a Dalí. Éluard se distanció del movimiento surrealista a partir de 1938 debido a sus apoyos políticos al comunismo. 30 Las dos citas de Aristóteles se encuentran en el capítulo 8 del Libro III del De Anima (431b-432a): «Recapitulando ahora ya la doctrina que hemos expuesto en torno al alma, digamos una vez más que el alma es, en cierto modo, todos los entes, ya que los entes son o inteligibles o sensibles y el conocimiento intelectual se identifica en cierto modo con lo inteligible, así como la sensación con lo sensible… De donde resulta que el alma es comparable a la mano, ya que la mano es instrumento de instrumentos y el intelecto es forma de formas así como el sentido es forma de cualidades sensibles» (Aristóteles, Acerca del alma. Traducción de Tomás Calvo. Madrid, Gredos, 1978, pp. 241-2).
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LA «GUÍA», FORMA DEL PENSAMIENTO* 1
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ODAVÍA resulta vigente el considerar la filosofía en su forma pura y sistemática. Mas ¿es esta forma la única en que se ha vertido la filosofía? ¿Es posible seguir identificando, sin más, la filosofía con su forma sistemática? No es ésta la cuestión que querríamos abordar en las líneas que siguen, sino otra que parece desprenderse de ella o quién sabe si antecederla. Y es la consideración de esos otros géneros de pensamiento no sistemáticos. Géneros como las Confesiones, como las Guías, las Meditaciones, los Diálogos, las Epístolas, los Breves Tratados, las Consolaciones. Sus autores suelen ser estudiados en las historias de la filosofía; los textos, en cambio, en las historias de la literatura. Lo cual quiere decir que la doctrina es cosa que la historia del pensamiento tiene que recoger y que la forma no se ciñe a la propia del pensamiento filosófico. Pero esta disparidad entre la doctrina y la forma en que se vierte no puede ser aceptada como algo accidental. Ha de ser cifra y clave de un género de conocimiento, de una forma en que el pensamiento actúe distinta del filosófico. Ha de tener su justificación íntima, su función propia, y esa doctrina que se estudia, separada de su forma, ha de encerrar quizá algo no reducible a sistema. Si no ha llegado a la forma sistemática ¿por qué ha de ser a causa de una deficiencia? ¿Por qué su forma mixta, y a veces ambigua, no ha de ocul-
* Introducción del libro Las Guías Españolas.
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tar y verter a la vez un pensamiento que no ha querido reducirse a la fórmula sistemática, porque ella le arrebataría su virtud más íntima? Los sistemas en que se ha venido a identificar la filosofía tuvieron su era en el diecisiete, dieciocho, no antes ni después. El Renacimiento, que fue pobre en sistemas filosóficos, fue rico en Diálogos, Meditaciones, Epístolas cruzadas entre humanistas, que no tenían el carácter de simple correspondencia amistosa sino de un género literario, género literario de menor radio de acción, puesto que solo circulaba entre los cultos. La crisis actual se extiende también a las formas literarias y de pensamiento, que parecen estar agotadas para lo que se necesita. Cada época ha tenido las suyas de preferencia: la Edad Media, las Summas. El final de la antigüedad, los Enchiridion. Estas formas diferentes indican que sirven a distintas necesidades de la vida. Y se hace necesario el rescatar formas olvidadas, oscurecidas por el brillo de las últimamente dominantes. La forma sistemática ha vencido a todas las demás y ha arrojado sobre ellas una especie de descalificadora sombra. No se ha extendido todavía hasta ellas la comprensión que ha venido en nuestros días hasta ciertas formas de cultura exótica. Se ha llegado a comprender la cultura negra, mas en cambio no se ha intentado siquiera hacerlo con estas formas de pensamiento que hemos dejado atrás, después de todo, bien recientemente. Y así viene a suceder el que países que han sido protagonistas en la cultura de Occidente, y cuya existencia es necesaria para su totalidad, pues su falta dejaría borrada una dimensión esencial de esta cultura, no hayan sido comprendidos. Tal España. Y es que se ha simplificado el campo de nuestra cultura occidental al hacerla consistir nada más que en sus formas vencedoras en el último período en los siglos llamados barrocos y que parecen ser los clásicos. Pues anteriormente Europa no tenía ese matiz agresivo, esa unidad compacta, y sobre todo no tenía la conciencia de su originalidad. Y así hoy se hace necesario rescatar formas tan occidentales como 104
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cualesquiera otras y que han debido tener, como su persistencia y su vida aún no extinguida indican, una significación profunda. Y esta significación es lo que más mueve a intentar su rescate. No puede consistir en otra cosa que en alguna operación necesaria al espíritu humano, a lo menos dentro de una cultura. Quizá las formas triunfantes, los grandes sistemas filosóficos, no agoten las necesidades del entendimiento y de la vida del hombre occidental; quizá ellas, por su misma audacia especulativa, hayan dejado desatendido algo importante, o hayan exigido demasiado en un sentido y dejado abandonado en otro. En la restauración del hombre que se hace necesaria, no podrán tener la exclusividad estas formas espléndidas triunfadoras sino que tendrán que venir en su ayuda otras más humildes, menos ambiciosas en cuanto al descubrimiento dialéctico, pero portadoras de alguna acción específica y necesaria. Forzoso es aceptar que al mirar a este último período lo encontramos lleno de ciencia y conocimiento puro. Y de conocimiento aplicado a técnicas, a la fabricación de instrumentos. Pero pobre, inmensamente pobre, hasta el desconocimiento de todas las formas activas, actuantes, del conocimiento. Y entendemos por activas las que nacen en el anhelo de penetrar en el corazón humano, las que se encargan de difundir las ideas fundamentales para hacerlas servir como motivos de conducta en la vida diaria del hombre vulgar que no es, ni pretende ser, filósofo, ni sabio, en ninguna de sus formas. Formas creadoras que no descubren ni inquieren sino que transforman lo inquirido y descubierto en eso que Foillé llamó «ideas-fuerzas»2, y Ortega, en forma que parece definitiva, «ideas vigentes». Las creencias, tal como Ortega las ha descrito, son algo previo a las ideas, «hijas de la duda». Las ideas vigentes serían estas ideas vencedoras y acuñadas en moneda de uso, ideas claras y logradas que han anclado en el corazón de las gentes en forma de convicciones. Más conscientes que las creencias anteriores y previas a la adquisición de las ideas, según parece desprenderse de lo expuesto por Ortega hasta ahora3. 105
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Con ello entramos en lo más lamentable de la cultura moderna. Y es su falta de transformación del conocimiento puro en conocimiento activo que alimenta la vida del hombre que lo necesita. La vida necesita del pensamiento, necesita de convicciones claras, de «saber a qué atenerse», como Ortega dice. Y resulta que el esplendor de los sistemas ha coincidido con la pobreza de convicciones. Agravado por el otro gran lujo, el de la técnica. Mientras la vida se llenaba de instrumentos técnicos, de maravillas mecánicas, de cachivaches de todas clases, el alma y el corazón quedaban vacíos, y las horas, al ser liberadas del trabajo opresor, transcurrían más oprimidas todavía, porque estaban sujetas a la terrible opresión de la vaciedad de un tiempo muerto. La quietud se hacía imposible. Paralelamente a los medios de comunicación y a las posibilidades de ir y venir, el vacío se adueñaba de las vidas. El hombre que no participaba en forma creadora en el esplendor de la cultura moderna sentíase sediento y al mismo tiempo humillado. Su sed se convertía en humillación. La humillación le llevaba al resentimiento. De ese resentimiento —lepra moderna— que Max Scheler ha descrito hasta su esencia última en su genial libro El resentimiento en la moral 4. Otro libro genial, que parece ser su mitad, La rebelión de las masas 5, de Ortega, señala el fenómeno sustantivo de actualidad todavía no consumado, la subversión de la masa. Pero una de las causas, quizá la más positiva de estos dos hechos terribles —subversión y resentimiento—, que forman en realidad uno solo —subversión resentida—, podría ser el abandono en que el hombre medio ha estado efectivamente por la cultura que ha sabido aplicar sus conocimientos para la técnica material, pero que no le ha dado «ideas vigentes», convicciones; que no ha sabido hacerle participar de su actividad creadora, hacerle creador también. Y como queriendo suplir esta falta, el afán divulgador se ha enseñoreado de la ciencia desde el último tercio del siglo pasado, y la pedagogía ha ido cada vez tomando mayor vuelo. Los folletos de divulgación han llenado todos los kioscos y han pretendido, junto con el libro abaratado, llevar al 106
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hombre no filósofo y no científico al estado actual de la conciencia o del pensamiento. Pero tales obras, forzoso es confesarlo, han venido a ser remedios más graves que la enfermedad; han fomentado la subversión intelectual sin crear en cambio convicciones. Lejos de dar a cada hombre la noción de su «puesto en el cosmos»6, la visión de un orden del que se sienta formar parte, le invitaban a ascender a orbes donde no podría habitar. La inquietud les poseía conforme ganaban en conocimiento, el saber ofrecido era inasequible y la ignorancia tampoco resultaba habitable. El hombre no tocado por una vocación arrolladora no tenía derecho a saber ni lugar alguno, por modesto que fuese, en el grandioso edificio que veía alzarse sobre su cabeza. Y así ha estallado el furor de las masas desamparadas contra el pensamiento en su forma más alta. El odio a la filosofía no ha sido jamás tan hondo ni ha aparecido con tanta claridad. Cuando ciertas formas extremas de subversión cultural han aparecido, el terreno estaba sumamente preparado. Así la reducción del arte a la propaganda, de la filosofía a la simple metodología de la ciencia, de la ciencia misma a la persecución de lo útil. En cambio, si volvemos la vista a otros tiempos7 nos encontramos con géneros literarios enteros cuyo sentido estriba en hacer llegar el pensamiento a la vida menesterosa, géneros cuya interior unidad consiste en una forma especial del pensamiento, que en sí mismo se ha transformado para a su vez transformar la vida en que va a insertarse. Y es que el hecho de una cultura estriba enteramente en lo que podríamos llamar «la encarnación de las ideas». Suceso que supone dos transformaciones: las ideas acercándose a la vida y la vida transformándose a su vez por su virtud8. El conocimiento cuando es asimilado no deja la vida humana en el mismo estado en que la encontró, pues de ser así no sería necesario, y los que se han ocupado exclusivamente de la aplicación técnica tendrían razón. La vida necesita del pensamiento, pero lo necesita porque no puede continuar el estado en que espontáneamente se produce. 107
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Porque no basta nacer una vez y moverse en un mundo de instrumentos útiles. La vida humana necesita ser transformada siempre, estar continuamente convirtiéndose en contacto con ciertas verdades. Verdades que no pueden ser servidas sin una persuasión, pues su esencia no es ser conocidas sino ser aceptadas. Y cuando la vida humana no acepta dentro de sí cierto grado de verdad operante y transformadora queda sola y en rebeldía, y cualquier conocimiento que adquiera no le bastará. Seremos sabios y bárbaros, porque el corazón sigue rebelde, los instintos sin domar y la voluntad sin freno, y por la incapacidad de actuar verdaderamente y de hallar comunicación efectiva. El pensamiento flota desasido al no transformar la vida, al no ser acogido por ella y aceptado. Es solo patrimonio de los que han sido capaces de descubrirlo. Y no es que todo lo que se sabe tenga que ser sabido por todos; pero sí tendría que serlo su centro vivo, aquello que va a constituir la nueva mentalidad; las nociones centrales que crean la nueva versión o intento de ser hombre y que modifican sustancialmente lo anterior. Y a los partidarios de las verdades eternas, de la philosophia perennis, se les plantea idéntica cuestión, pues siempre será necesario que este pensamiento sea asimilado, y renazca, como renace la vida, a diario. Si sigue viviendo tendrá que nacer y renacer tantas veces como generaciones llenen el tiempo de la historia. Y por poco cambio que dichos creyentes admitan en la historia, tienen que aceptar algunos, tienen que aceptar la marcha de las ciencias, del arte, y, aun dentro de lo mismo que constituye sus creencias fundamentales, han de admitir que cada época proyecta su atención sobre unos abandonando otros. Siempre tendrá que necesitar de renacimientos. De los géneros literarios de otras horas, las Guías muestran una modalidad esencial, que corre paralela y complementaria con otro género más actual, las Confesiones. La literatura española, vacía de las segundas, es rica en las primeras hasta el punto de ofrecer Guías que no llevan ese nombre. Las dos aparecen como reverso de los sistemas de filosofía en que la verdad se objetiva hasta el extremo sin 108
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conservar huella del hombre concreto que los compone y sin señalar tampoco a quien vayan dirigidos. Los sistemas no tienen destinatario. Las Guías y las Confesiones muestran un extremo de la existencia subjetiva en el acto de escribir. La Confesión es el descubrimiento de quien escribe. La Guía está por completo polarizada al que lee, es como una carta. En ambas está presente el hombre real con sus problemas, y el pensamiento existe únicamente como dimensión dentro de algo más complejo: una situación vital de la que se quiere salir —la Confesión— o una situación vital de la que se quiere hacer salir a alguien —la Guía—. El pensamiento está en su grado mínimo de abstracción y de generalidad. Es el pensamiento, la razón en su forma medicinal, en su forma extrema misericordiosa, especialmente en la Guía. QUÉ ES UNA GUÍA Nos encontramos la Guía en España. La más notoria es la Guía de los perplejos, de Maimónides, doctor de perplejos, traducida a la letra9. Ya es la Edad Media en toda su plenitud, en esa exquisita madurez de la cultura oriental, árabe y judía con lo griego. No vamos ahora a precisar su origen como género sino como forma de saber. De lo que anda más cerca una Guía es de un tratado filosófico. Su diferencia con la filosofía ha quedado ya señalada: y en esta diferencia es donde por el momento debemos ahondar. Inmediatamente surgirá la necesaria comparación con el otro género tan hermano y tan diferente: las Confesiones. Las diferencias con la filosofía son de dos órdenes: la primera en cuanto a la realidad que en la Guía tiene la persona humana, el alguien a quien va dirigida. Toda Guía es Guía para. Para alguien que necesita salir de algo, de una situación de su vida. ¿Ha tenido alguna vez la filosofía este carácter? ¿Lo ha pretendido siquiera? Donde está la filosofía ya no hace falta la Guía, es lo primero que se ocurre, y la Guía lo es para el 109
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que no sabe filosofía ni tal vez es capaz de hacerla, y si es capaz lo será en un estado posterior de su vida. En todo caso la Guía podría ser la introducción, el camino previo, para ese otro camino sin fin que es la filosofía. La filosofía ha pretendido en algún tiempo ser camino de vida, conducir la vida humana. Pitágoras, como se sabe, es el primero que tiene esta pretensión jamás desaparecida de la filosofía griega. De haber escrito una Guía habría sido para conducir a la filosofía. Pero sucede que la filosofía irrumpe de pronto. Tal es el sentido del mito platónico de la caverna a que hay que recurrir como lugar donde aparece transparente el anhelo y la pretensión de la filosofía griega. Platón resume el anhelo de Heráclito, que quería despertar a los hombres a la razón, como el de Parménides, que entiende por filosofar el mirar, el género supremo de mirar. Toda la filosofía griega es una mirada, en su forma más alta y mejor. Saber mirar sería ser filósofo en Grecia, con todo lo que de ahí se deriva. Pues la creencia fundamental de esta filosofía escondida hasta Platón es que aquel que mira ya no muere. El que ha sabido mirar, siquiera sea un árbol, ya no muere. Es la lección y la esperanza de toda vida contemplativa. Pero sucede que esa filosofía camino de la vida, camino de salvación, se introduce en el alma violentamente, sin Guía, sin método. El método ocupa un alto lugar en la filosofía griega, pero es ya dentro de ella. Para entrar en ella solo Sócrates tiende un camino, y por ello es el único maestro de la vida griega. Y es raro que por una parte aparezca tan único y, de otro lado, como el más griego de todos. Único porque en medio de una cultura tan poco ocupada de ganar adeptos, de salvar almas, entregado a la tarea de encontrar el camino para salvarlas, se preocupa de llevarlo a la vida de cada hombre. Pero su mayéutica no es una Guía aunque sea lo más que se le asemeje. En el Mito de la Caverna la entrada en la filosofía es violenta en la vida del que va a ser filósofo y se parece, más que a cosa alguna, a la llamada de la vocación cristiana, la más violenta llamada que se haya conocido en el mundo. Como ella produce una conversión. Una conversión instantánea y sin 110
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preámbulo. Y aun si Platón nos hubiese relatado el camino de ascensión del libro de la caverna, no hubiese sido Guía sino dialéctica o propedéutica, pero dentro de la filosofía ya. Y es que en realidad no cabe una Guía para ir hacia la filosofía, pues la Guía pretende lo mismo que la filosofía en cuanto a ser camino de vida. La otra pretensión de la filosofía, la de saber universal y absoluto, formulada por Aristóteles, la Guía no la sostiene y es quizá su único punto de inserción en la filosofía: suponer ese saber, preparar el ánimo para su descubrimiento en todo caso. Es decir, la Guía camino de vida, saber de salvación, es algo que pretende como cualquier filosofía. En cuanto a las verdades universales y teóricas, o no las cree necesarias o se las deja a la filosofía. Si tiene esta pretensión común con la filosofía de Grecia, más antigua y pre-científica, con la más apegada a la religión, en cambio, ¿qué significa la Guía, es decir, su originalidad que la hace irreducible a la filosofía? LA GUÍA, FORMA DE SABER DE EXPERIENCIA Si Sócrates es el único que de soslayo se asemeja a alguien que hace una Guía, es también el que entre los filósofos es más rico de eso que el pueblo repite a diario como última instancia de apelación: la experiencia. Sócrates es quien anda más apegado a la experiencia, y si descubrió el concepto no fue por amor a él, sino por amor a la vida que tenía y que lo necesitaba, por irrenunciable afán de encontrar el logos de lo diario y cotidiano. El logos de la conversación callejera, de la vida vulgar y sin coturno, algo que Ortega veinticuatro siglos después, ha confesado como móvil de su periodismo. Periodismo como afán irrenunciable de encontrar el logos en el acontecimiento, en la circunstancia10. Sócrates también vivió para desentrañar el logos de las circunstancias. Saber de experiencia. Aristóteles en su metafísica clasifica el saber en tres grados: saber de experiencia, saber de arte y saber científico. Mas la experiencia de que habla Aristóteles se refiere al conocimiento de la naturaleza, no del hom111
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bre. Esta experiencia en asuntos humanos no fue patrimonio de Grecia ni podía serlo, pues Grecia, entre otras cosas, descubre la ética, que en Aristóteles toma como tantas disciplinas una existencia separada. La ética es, frente a la vida humana, la ciencia, el saber científico, por lo tanto universal y objetivo. Está desprendida del alma que la necesita, y aparece con el mismo carácter que la metafísica, ya que en realidad es la metafísica de la vida humana, de la physis humana, que sería la psicología. «La ética es la medicina del alma», dice Maimónides, el autor de la más famosa de las Guías, la más clara y ejemplar para definir el género, aunque solo tuviera el título. Es propio de la Guía considerar la ética como remedio, cosa que la misma ética nunca ha hecho, ocupada en asentarse a sí misma; porque naciendo de la metafísica participa de su pureza. La medicina ha tenido, aun en nuestros días, mucho de experimental, al hacerse ante un enfermo, no ante una enfermedad, o, si se quiere, ante una enfermedad en un enfermo. No basta el conocimiento universal, tiene que llegar al conocimiento del individuo, de eso que no podía entrar en la ciencia según Aristóteles. La filosofía ha pretendido siempre la máxima objetividad, el mayor desprendimiento de lo individual: Dios, la naturaleza, el conocimiento, la universalidad. Y en cuanto a su papel de «camino de vida», su poder estribaba en sacar al individuo de sus prisiones, como la mística, mas por el conocimiento de la razón. De tal manera que ha sido bastante que el conocimiento intelectual se extreme, o que aparezca un conocimiento puro no racional, para que la mística sea el término de la filosofía (Plotino, Bergson). Y es que filosofía y mística tienen un anhelo común: salvarse de ser individuo, trascender la prisión individualizadora. El saber de experiencia, aunque sea místico, es anterior a la filosofía, si es que no la niega por parecer innecesaria. Hay, ha habido, una experiencia de la vida anterior a la ética, saber particular, individualísimo, y que no llega a lo universal. Mas ¿por qué? Es incapacidad simplemente, ¿o acaso hay algo de voluntario en tal detención? 112
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Porque no toda la experiencia se resignaría a ascender a ciencia. Alguna, tal vez, se resistiría siempre, creyendo que al hacerlo abandonaría algo que la ciencia no había de recoger: algo, una función imposible de llenar por el conocimiento universal y objetivo. Algo irrenunciable. Experiencia que hunde sus raíces en una cultura anterior a Grecia y que Grecia no puede transformar según hizo con tantas cosas. La razón actúa en Grecia diríase que por vez primera y reduce a objetividad lo que anda disperso. Creencias originarias son transformadas en ideas, en nociones que aún están vivas. Pero ha habido algo, experiencias precisamente que no se dejaron reducir a universalidades, que se resistió a ascender al cielo de la objetividad. El saber de que es eco y portador la Guía ¿no será una de ellas? Por lo menos no está en desacuerdo con el origen del género, tan oriental, y con el hecho mismo de su persistencia en España, que la usa en sustitución del método. Pues podemos adelantar que lo que ha sido el método para el resto de Europa ha sido la Guía para España. Método, a su vez, pero no de la ciencia sino de la vida en su transformación necesaria. Varias son las experiencias que se resisten a la transformación griega, y más aún al estrechamiento —absolutismo— que bajo tantas formas se enseñorea de Europa a partir del Renacimiento. La cultura de Occidente enseña su faz adusta, absolutista en los siglos barrocos, de la que el absolutismo político es solo la forma más innegable. Por eso no es extraño que al iniciarse esa era broten, como protestas proféticas de su desventura, movimientos tales como el quietismo, y el iluminismo en todas sus formas. Son voces débiles que claman ante algo que va a aplastarlas, y de lo que no se saben defender porque lo odian demasiado. EXPERIENCIA DE LA VIDA No solamente hay una experiencia que no se deja arrebatar al cielo de la objetividad sino que reacciona ante ella. 113
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A todo movimiento rico en filosofía responde siempre una voz en tono grave, a veces amarga y a veces burlona, denunciando su vanidad, mostrando algo más humilde, sórdido inclusive, pero indisoluble. Es Tomás de Kempis respondiendo a Tomás de Aquino; Epitecto a Aristóteles; Kierkegaard, desesperado, a Hegel. Es la desnudez del hombre, su esencia irreducible, que clama por ellos. En cierto sentido, cinismo, si el cinismo no fuera total desesperación y derrota. Lo que en tales voces clama es la experiencia, el saber de experiencia cuyo rostro vive en todos los pueblos españoles, rostro que parece esconder un secreto. Un secreto atropellado, cuando menos olvidado, por el saber universal, ético o metafísico. Es la experiencia de algo que no ve consumado en la ciencia, su celo de que la ciencia no ha reparado en alguna cosa, tal vez porque no iba a saber vencerla, y la aparta a un lado porque no sabe qué hacer ante ella. Y esto que la ciencia no sabe reducir son ciertos estados de la vida humana, ciertas situaciones por que el hombre pasa y ante las cuales la forma enunciativa de la ciencia no tiene fuerza ni valor. Porque sabe esta experiencia que las verdades pueden estar frente a nosotros, duras e invulnerables, estériles e impotentes a la vez. Sabe que la vida necesita de la verdad, mas de su verdad, es decir, de la verdad en cierta forma. La filosofía, como toda ciencia, se manifiesta en forma enunciativa. Es decir, desprendida, impersonal. No es, propiamente hablando, comunicativa. La experiencia si sale de su silencio, en cambio, es para comunicarse, para comunicar. La manifestación de toda experiencia es comunicativa. Dice Heráclito: «El sabio no dice ni oculta: indica»11. El que habla por experiencia, aunque indique, aunque calle lo más importante, comunica; y cuando calla lo hace, como Sócrates, para que el otro sienta nacer dentro de sí lo que necesita y sea más suyo; para que lo sepa por experiencia también. La forma que tiene el saber de experiencia de manifestarse es por eso distinto en su raíz del filosófico y científico. Es comunicativo y enigmático, sin contradicción. Es el apólogo, el refrán, la conseja, que no se conciben sin ir dirigi114
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dos a alguien para que lo sepa. La filosofía declara y esas formas encubren, porque la filosofía es relación del ser o de sus leyes; y ellos solo el camino, y aun el pretexto, para producir una iluminación momentánea en que un hombre encuentre o vislumbre su experiencia. Maimónides, sin saber por qué, nos lo dirá bien claro. No son absolutos en lo que dicen; siempre es más lo que insinúan. Porque pretenden solamente que el que escucha encuentre dentro de sí, en status nascens, la verdad que necesita. Así la vida aceptará a la verdad y tomará de ella lo que su necesidad demanda y ni un adarme más. Pues la sonrisa de la experiencia ante la ciencia proviene de la desproporción para ella escandalosa entre la verdad y la vida. Desproporción que hace a veces que la vida atemorizada retroceda y quede sin masa. Algo debió de vislumbrar de todo esto la última filosofía, mejor dicho el último estilo de filosofar, que ha pretendido con mesurada modestia sugerir, incitar, cosa que le venía posiblemente del influjo pedagógico, no siempre sano, pero en esto prudente y cauteloso. Pues la experiencia irrenunciable se trasmite únicamente reviviendo, no siendo aprendida. Y la verdad, la que la vida necesita, solo es la que en ella renace y revive, la que es capaz de renacer tantas veces como sea necesitada. Es la verdad naciente y renaciente, operante, la que solo cobra su sentido al ser vivida, al transformar una vida, mas no violentando como la vocación filosófica del Mito de la Caverna, sino sometiéndose a la ley de la vida que es el tiempo. El suceder temporal. Y por eso no podría aceptar su ascensión al cielo de la objetividad; está sometida al influjo del tiempo, cuenta con él y vive en él. Todo vivir es en el tiempo, y la experiencia no es sino el conocimiento que no ha querido ser objetivamente universal por no dejar al tiempo solo. Por eso no puede tomar la forma enunciativa, por eso nunca será declaración completa. Será insinuación en que la ironía hace el oficio de piedad al descender hasta el ánimo perplejo para aflorar en él. No habrá experiencia para los 115
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que han abandonado el tiempo, siquiera sea como pretensión. La experiencia es fruto del tiempo y no sale de él, antes lo eleva sin destruirlo, dejándolo en su suceder, en su ser y no ser. Por eso es saber relativo que el absolutismo racionalista había de desdeñar. No exige ni invita a arrancarse del instante. Mas tampoco lo deja abandonado, como mera irracionalidad. Extrae de su modesto logos su sentido, que no puede ser completo. La experiencia es siempre fragmentaria, pues si no dejaría de ser experiencia ya. Los géneros clásicos de este saber experimental de la vida son fragmentos y hacen siempre añorar su continuación, aunque sepamos que no la tienen. Su caricatura está en esos falsos cuentos como el de las cabras de Sancho, extremo en que se muestra el carácter fragmentario del género, su apuntar firme, su dar, su promesa que excede a su logro. Y he aquí un género, la Guía, que pretende sistematizar este saber de experiencia sin elevarlo por ello a ciencia. Es originalidad y encanto el secreto de tal género; sistematizar, elevar a universalidad lo que se resistió a ella; verificar, por fin, esa ascensión que había rehuido con hosca sonrisa, con gravedad lindante en la cazurrería de Sancho. De Sancho más grave aún que don Quijote, pues, como la experiencia, nunca se libera del peso del tiempo, de la pesadez de las horas, nunca fantasea ni especula, nunca se encarama sobre las bardas de su huerto. LA GUÍA, OBJETIVACIÓN DE LA EXPERIENCIA Porque una Guía es algo parecido a un método; de no ser así carecería de unidad o sería un montón de refranes o una colección de fragmentos. Si algunos filósofos griegos, como Heráclito, nos aparecen más humanos es porque solo conservamos de ellos sus fragmentos, que nos producen la ilusión de una frustrada Guía. La Guía tiene una unidad, una forma. Es quizá la unidad suprema de este saber experimen116
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tal de la vida. En algunas se hace palpable la violencia ejercida por su autor para unir algo que correría por su cuenta, para concentrar algo cuya forma natural es la dispersión. ¿A qué este esfuerzo? ¿No puede ser un reto, el reto de la experiencia, la ciencia? Evidentemente no, aunque aparezca así en algún caso específico. Entonces será más actitud propia de un autor que exigencia del género. La Guía no nace frente a nada, y si se esfuerza en unir una dispersión es por la razón de aquello que persigue, por experiencia de su interlocutor, por obra del grado mismo de comunicación a que se ha llegado. Como saber de experiencia es comunicante y activa, transformadora. Su unidad será, pues, unidad de acción. Y esta unidad de acción le está dada por el campo donde ha de operar, la situación a que ha de transformar. Saber de la vida, su unidad le viene de ella. La vida no tiene por sí unidad, a lo menos no se nos hace visible, y ésta es la mayor de las congojas y de las confusiones. Pues quien anda en dispersión sabe que su vida es una vida. La vida no puede ser vivida sin una idea. Mas esta idea no puede tampoco ser una idea abstracta. Ha de ser una idea informadora, de la que se derive una inspiración continua en cada acto, en cada instante; esta idea ha de ser una inspiración. IDEA DE LA VIDA Parece estar ya fuera de combate la creencia de que la vida consista en un tejido de hechos. Al descubrimiento, redescubrimiento, de la unidad del objeto del conocimiento, por modesto que sea (una piedrecita, una naranja), que debemos a Husserl sobre todo, ha tenido que seguir el descubrimiento de la unidad de la vida, que deberemos a Ortega. Y, por otra parte, a todos los que se afanan en el pensamiento personalista y existencialista. Ortega ha fundamentado de nuevo el pensamiento en la necesidad que la vida tiene de él para salir de su originaria confusión y perplejidad. En las últimas explicaciones de sus Lunes universitarios, en 117
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Madrid*, se acercaba cada vez más a la cuestión de la vida personal, y recuerdo una frase fuera de cátedra: «La vida humana se parece más que a nada a una novela»12. La novela, el personaje y la situación que nos componemos para vivir, lo que creemos estar viviendo, seria la especie «a priori» de nuestra vida; tejido con las circunstancias, material irreducible de nuestra vida que hemos de transformar en libertad. Creo que éste debe ser el sentido de la expresión orteguiana de que nuestra vida es más que nada parecida a una novela. Sería la forma de la libertad extraída, no impuesta, a las circunstancias, como el agua del pozo granítico que la encierra. En la novela entra la fantasía, no únicamente la razón. Y el estilo. Vivir bien no es solamente cuestión moral sino de estética, como han sabido todos los conductores de vidas, diciéndolo o sin decirlo. Y hasta las verdades del más fiero ascetismo se han ofrecido en un estilo. Por el estilo perdurará el padre Granada, por ejemplo, y se dejaría de ser cristiano en las creencias y seguiría vivo su suave donaire, la caridad viva de su pensamiento. Su estilo es cristiano tanto como su doctrina, y, por eso, lo es en verdad. La cultura actuante, madura, estriba en la unidad de la doctrina que se predica con el estilo en que va envuelta. Hay verdades, las de la ciencia, que no ponen en marcha la vida. Las verdades de la vida son las que, introduciéndose en ella, la hacen moverse, la ponen en movimiento ordenado; las que la encienden y sacan de sí, haciéndola trascender y poniéndola en tensión. Una vida en dispersión y confusión es una vida en quietud pantanosa. Y una vida será aquella que sepa discurrir por su tiempo, ser antes que nada una manera feliz de andar por el tiempo, no sumergida como están las cosas, ni como están sumergidos en temblor los vegetales, ni como prisionero el animal, sino a la manera despierta y libre como debe estarlo el hombre. * Lunes universitarios de 1934-1935 y 1935-1936.
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Vemos que la comprensión de la Guía, género literario que se nos ha presentado como una cierta sistematización de la experiencia, como la objetividad mayor a que la experiencia puede ascender, nos hace acercarnos un poco a ver ciertas peculiaridades de la vida. ACCIÓN Y TRANSPARENCIA La vida es actividad incesante aun en su quietud. Y esta actividad aun en quietud ha de tener en un mínimo grado transparencia. Transparencia de la vida quiere decir no más que esté abierta para aceptar y fuerte para resistir. Aceptación y resistencia parecen ser las condiciones últimas de la vida. La primera la lleva a entrar en acción y movimiento, en transformación perenne. La segunda, a perseverar sin desvirtuarse en un cierto canon o medida. La primera es acción incesante; la segunda es conservación. Pero toda conservación parece aludir a una cierta forma, a algo estático. La vida, que es incesante actividad, ¿tendrá necesidad de algo así como una forma? Parece ser que sí. El hecho de las culturas lo muestra. Toda vida, aun la más activa, tiene necesidad de andar encerrada en una forma, y solo dentro de ella se hace actuante. Lo informe es también lo quieto e inactivo y estéril; lo que no posee posibilidad alguna de actuar. Y las vidas, a medida que suben en la escala de perfección, suben también en la escala de la forma. El hombre tiene más forma aún en su mera apariencia que el animal o la planta. Es su forma más irrestituible, más delicada, más fácil de quebrar. Pero sucede que este ser humano se mueve en el tiempo sabiéndolo, a diferencia de los demás, que no lo saben. Los animales y plantas están en el tiempo y son destruidos por él; pero no están despiertos a esa verdad, no la vigilan. Su resistencia es pasividad meramente. El hombre necesita resistir activamente conservando su forma. Pero la forma de su vida es la forma o manera de vivir, de su ética, de su estética, de la cultura a que pertenece. El molde, el sello que se im119
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prime, ya acuñado por siglos. Toda cultura es madurez en un repertorio de estos cánones diferentes, que son diversidades de un canon único, módulo de su ser vivo. Y hay criaturas humanas que solamente llevan dentro de sí ese módulo único en la modalidad genérica de su clase y condición. Aquí se asienta el problema de la tradición. Pues la tradición solamente podrá ser la sucesiva y continua reviviscencia de esos cánones genéricos. Una cultura existe cuando tiene criaturas innominadas, anónimas, en quienes va impresa su forma y que poseen sin esfuerzo. Y que trasmiten sin ciencia, en una serie de consejos y preceptos que son toda una Guía no escrita. El escribirla significaría que estaba puesta en duda. Lo triste y peligroso es que la tradición tenga que ser expresada a sabiendas; que un día nos pongamos a «hacer tradición». Sucede que hay otros seres más individualizados que, además del módulo de la cultura, de la clase, de la situación social, exigen por su mayor conciencia y capacidad, por su mayor energía vital, de otro individualismo. Vivirán detrás de su personaje, de un personaje a la manera del ángel de la guarda que enseña el catecismo. Ángel de la guarda que, en vez de ir al lado cubriéndonos con sus alas, va delante, exigiéndonos implacablemente, mostrando a medias su rostro —el rostro del destino— y a veces escondiéndolo. Quienes lo tengan aun en drama, en el terrible drama de Jacob, no necesitarán ni aun podrán aceptar una Guía. Constituyen el caso de una máxima individualidad, y sobre ellos no recae ni ciencia ni experiencia, solo peligrosa inspiración. La vida de estos seres será una alternativa de gracia y angustia, de transparencia y confusión, que solo ellos sabrán resolver. Unidad que enriquecerá al mundo, y que de lograrse solo ellos podrán intuirla, forjarla en un combate sin tregua, con diplomacia y energía sin medida. Pero existen otros seres en quienes la transparencia de la forma tradicional no basta y a quienes el ángel del destino, el personaje individual cuyo nombre solo ellos conocen, o solo ellos pueden descifrar, no les ha visitado. Y éstos, perplejos, son los que necesitan la Guía. 120
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Son esas criaturas colocadas sobre el nivel común de los que reproducen anónimamente una cultura en su forma tradicional, y que no han sabido por sí mismos lograr la unidad de su vida. Son los que están aparte de todos y no llegan a ser únicos, pues diríase que el ángel, el tormento del ángel, solo se muestra a aquellos que, como los ángeles, según Santo Tomás, constituyen una especie única. Son los perplejos, los que andan sin transparencia y sin resistencia, sin acción posible por falta de personaje, por falta de fantasía creadora y por exceder del canon común de lo anónimo. Alguien sin definición precisa y que anda en su busca. La Guía es para los perplejos. Es la genialidad de la Guía de Maimónides13. Y así la Guía cubrirá una misión esencial dentro de una cultura; prolongará la tradición, la suplirá, así como suplirá igualmente al genio individual que no ha menester de Guías, porque él la va teniendo a lo largo de sus instantes. Y ahora tendríamos que preguntarnos: ¿Existen siempre o hay situaciones de la historia en que su número crece? Pero todavía antes: ¿En qué consiste la perplejidad? La primera pregunta es falta de visión. Anda perplejo no el que no piensa sino el que no ve. El pensamiento no cura; antes por su misma riqueza puede producir la perplejidad. La visión, la visión de la propia vida en unidad con lo demás, es la que cura la perplejidad. LA PERPLEJIDAD ¿Cómo se manifiesta la perplejidad y cuál es su aparición histórica? Las situaciones vitales no solamente tienen un sentido vital, sino histórico, de tal manera que la historia se podría hacer según las situaciones vitales que en cada momento predominan. Pues las situaciones vitales se producen en un individuo, pero a veces la causa, más que en su ánimo singular, estriba en la época que le ha tocado vivir, en la falta de soluciones que el mundo le ofrece. Y, además, existen si121
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tuaciones vitales solamente explicables dentro de una cultura, que un hombre habitante del desierto o de una cultura rudimentaria no tendría. La perplejidad parece ser de éstas. Aparece en época avanzada de una cultura. Andar perplejo es estar entre varias alternativas sin decidirse por ninguna. ¿Por qué? Sin duda por falta de suficiente conocimiento. Es lo primero que se ocurre decir. Mas, si siempre se supiese con exactitud la secuencia de nuestras elecciones, la vida estaría tan encajada en el mundo como la del animal. Dentro de lo humano ya se ha visto que la tradición, funcionando perfectamente, es lo más parecido; la adecuación de una forma dada de antemano y cuya elección se funda en un conocimiento tan cierto que no ofrece margen de riesgo apenas. El conocimiento completo anularía la libertad como las más férreas divisiones de castas orientales. Como también llega a eliminar el método occidental cuando se presenta con una gran certidumbre. La perplejidad se produce cuando el conocimiento es tal que deja margen al riesgo, cuando al elegir tenemos que arriesgarnos. Mas hay quienes se arriesgan sin perplejidad o con perplejidad rápidamente vencida. El perplejo es una criatura que tiene un ancho campo para elegir y hasta cierto punto una situación privilegiada. El acuciado por la necesidad no anda perplejo. Es una situación que supone cierto lujo. Lujo de alternativas, lo cual supone una sociedad madura. Y un individuo que tiene libertad para transitar por ella. No deja de ser extraño que un género que hemos visto hundir sus raíces en la tradición oriental responda a una situación tan poco oriental como ésta de la perplejidad. Pues el oriental, encuadrado mucho más que el occidental en clases o familias, en una forma social y religiosa, apenas conoce el lujo de la perplejidad sino en algún príncipe a quien la vida se le torne sueño. El perplejo tiene ideas, sabría definir perfectamente las alternativas ante las que enmudece. Conoce. Pero le falta esa última cosa que mueve a la vida, que le arrastra y saca de sí. No tiene presente su personaje, no le muestra su cara. 122
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El secreto no es falta de conocimiento sino una desgana o un temor que lo inmoviliza. No puede afrontar el riesgo de la vida, el peligro de decir sí o no. No se trata de aclararle nada, no es claridad lo que necesita, aunque así lo hayan aparentado creer algunos guías. Maimónides, en su intelectualismo aristotélico, dice que es cuestión de distinguir las palabras, los significados de las palabras14. Pero a través de ellas se abre paso otra cosa. La perplejidad no puede ser vencida por la simple aclaración de las palabras. Pues que trata de moverse, de arriesgarse eligiendo. La perplejidad es una debilidad del ánimo que no proviene del conocimiento sino de la relación entre el conocimiento y el resto de la vida, que queda impermeable a él. Perplejo indica más bien sobrado de conocimiento. En toda perplejidad hay deslumbramiento; se está ante un conocimiento que deslumbra y no penetra. Conocimientos deslumbrantes y múltiples. El perplejo mira a un lado y otro, no se fija en parte alguna. Y es que los conocimientos que se le presentan son parciales, y así como nada tienen que ver entre sí, nada tienen que ver con él. Siente el perplejo que el centro de su ánimo, eso que los místicos llaman el centro del alma o el fondo del alma, queda intacto; y es más, él no lo siente. No está fuera de sí como para querer entrar dentro de sí, en el estado de Santa Teresa en el comienzo de Las Moradas 15. Tampoco entra en sí sin necesidad de salir. Ni dentro ni fuera. Y es que a la muchedumbre de los acontecimientos se ofrece el hermetismo de su ánimo. Y aunque conscientemente busque una resolución se defiende en realidad de encontrarla. ¿Es la falta de visión, de una visión, lo que le mantiene cerrado, o este cerramiento lo que le impide el formarla? Es difícil, en situaciones vitales, distinguir el antes y el después entre sus componentes. Se trata de algo simultáneo: una visión que abra las puertas del alma, una visión que enamore. Visión y no sistema, porque se trata de visión de la propia vida que no puede ofrecerse en sistema. La vida tiene 123
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siempre una figura, que se ofrece en una visión, en una intuición, no en un sistema de razones. Es lo irrenunciable del saber que postulan la Guía y todas las formas de experiencia: la figura. Figura en que ha de moverse la fantasía, y un cierto grado de amor. Hay figuras que enamoran; solo ellas enamoran. El enamoramiento que postula la Guía para salvar el hermetismo es lo contrario tal vez del amor platónico, del amor que se dirige a lo universal, aunque sea por mediación de lo concreto. Pero su problema es el mismo: reducción del corazón, apertura del último centro de la vida. ¿Cómo van a conseguir las Guías esta transformación profunda en la vida, que la transmute, que la convierta? Habrá mucho de arte, mucho de secreto personal, no reducible a generalizaciones. Cada autor de una Guía tendrá su manera propia, su personal hechizo. Tan solo se puede señalar algo de la acción que ejecutan, pues en todas ellas es la misma: hacer salir a la vida de sí, hacerla aceptar una visión de sí misma. Hay, sin duda, diversos portillos para penetrar en cripta tan escondida, en «las profundas cavernas del sentido»16. Porque aún hay diversas clases de perplejidad. Según lo enconada o superficial, cosa que no analizaremos aquí, pues cada una de las Guías que estudiemos nos irá ofreciendo en concreto la clase de perplejidad que pretende curar. Mas en lo que todas coinciden es en ofrecer una imagen del hombre en movimiento. La imagen que nos ofrecen, la visión de lo que debemos ser, no aparece enfrentándose con lo que somos, sino desarrollándose en un movimiento que irresistiblemente tiende a ser seguido.
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NOTAS
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Como se ha indicado en la introducción, este artículo apareció impreso en La Revista de las Indias bajo el título de La «Guía» forma parte del pensamiento, pero María Zambrano tachó sobre el ejemplar que se conserva en su fundación la palabra «parte». En el texto no se transcribe correctamente el nombre del filósofo francés, defensor del positivismo espiritualista, Alfred Fouillée (1838-1912). Impulsor de una metafísica de la experiencia subjetiva, Fouillée expuso en diversas obras su teoría de las «ideas-fuerza», opuestas a las mecanicistas «ideas-reflejo», que surgirían de un originario fondo en el que la voluntad, el sentimiento y el pensamiento se encontrarían unidos: El evolucionismo de las ideas-fuerza (1890), La Psicología de las ideas-fuerza (1893) y La moral de las ideas-fuerza (1908). Ésta última fue traducida al castellano, al igual que su difundida Historia general de la Filosofía. En ediciones posteriores de Hacia un saber sobre el alma la transcripción del nombre de Fouillée no se ha corregido, y se ha introducido una errata que no figura en el texto original al recoger la expresión «ideas-fuera» en lugar de «ideas-fuerza». Zambrano vuelve a hacer referencia, al igual que había hecho en su texto sobre La Confesión: Género literario y método, a la distinción orteguiana entre ideas y creencias, en esta ocasión para señalar el lugar intermedio que entre ellas ocupaban las «ideas vigentes»: siendo ideas, y por tanto fruto de la conciencia, se imponen al individuo socialmente mientras permanece su vigencia histórica. En este sentido, son presupuestas (como las creencias) pero no creadas por el sujeto artificialmente (como las ideas u ocurrencias). Ortega había aplicado la noción de «vigencia» a las opiniones colectivas cuya realidad es independiente de la voluntad de los individuos: «La realidad, por decirlo así, tangible de la creencia colectiva no consiste en que yo o tú la aceptemos, sino, al contrario, es ella quien, con nuestro beneplácito o sin él, nos impone su realidad y nos obliga a contar con ella. A este carácter de la fe social doy el nombre de vigencia» [Ortega y Gasset, J. Historia como sistema. Madrid, Revista de Occidente, 1941 (7.ª ed. 1970), p. 13]. La obra Sobre el resentimiento y el juicio de valor moral: Una contribución a la patología de la cultura fue escrita por el filósofo alemán Max Scheler (1874-1928) en el año 1912, y publicada en español por la editorial Revista de Occidente en 1927, con traducción de José Gaos y el título El resentimiento en la moral. La primera edición de la conocida obra de Ortega y Gasset La rebelión de las masas se había publicado en el año 1929. Esta obra alcanzó una rápida y amplia difusión reeditándose en cinco ocasiones antes del comienzo de la Guerra Civil. Aunque Zambrano mencione esta obra de su maestro en distintas ocasiones, una
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de las discrepancias teóricas que pueden constatarse entre ambos se revela en la contraposición entre la noción orteguiana de «masa» y la zambraniana de «pueblo». La expresión entrecomillada por Zambrano hace referencia al título de una de las obras más conocidas de Max Scheler (Die Stellung des Menschen im Cosmos), que se había publicado en 1928 y traducido al español al año siguiente con el título El puesto del hombre en el cosmos. La expresión «a otros tiempos» fue añadida a mano por María Zambrano sobre su copia del artículo. En posteriores ediciones del texto recogido como capítulo de Hacia un saber sobre el alma, se han suprimido por error las siguientes palabras: «las ideas acercándose a la vida y la vida transformándose», dejando sin sentido la frase de Zambrano tal como fue redactada en el artículo original. Moisés ben Maimon (Maimónides), el Sefardí, médico, erudito talmúdico y filósofo, nació en Córdoba en el año 1135. Tras la invasión almohade, tuvo que huir a Fez, Palestina y El Cairo, donde se instalará definitivamente hasta su muerte en 1204. Su obra más difundida, la Guía de Perplejos (escrita entre los años 1185 y 1200) fue originalmente escrita en árabe y traducida después al hebreo. En la biblioteca de María Zambrano se conserva su ejemplar de 1930 de esta obra, en la valiosa traducción directa del árabe al francés que hiciera Salomon Munk bajo el título Le guide des égarés, lo que explicaría que Zambrano sostenga en el texto que «doctor de perplejos» sería la traducción exacta del título, dado que Munk defendió que el término árabe Dalàlat (‘guía’) era sinónimo del hebreo Môre (‘director, maestro, doctor’). (Debo esta información al Estudio Preliminar de David González Maeso a su edición de Maimónides, Guía de Perplejos. Madrid, Trotta, 5.ª ed. 2008.) «Vida individual, lo inmediato, la circunstancia, son diversos nombres para una misma cosa: aquellas porciones de la vida de las que no se han extraído todavía el espíritu que encierran, su logos (…). Hay también un logos del Manzanares: esta humildísima ribera, esta líquida ironía que lame los cimientos de nuestra urbe lleva, sin duda, entre sus pocas gotas de agua, alguna gota de espiritualidad» (Ortega y Gasset. Meditaciones del Quijote. Edición de Julián Marías. Madrid, Cátedra, 8.ª ed. 2010, pp. 68 y 78). La traducción correcta y completa del fragmento de Heráclito (22 B 93) es «El Señor, cuyo oráculo está en Delfos, no dice ni oculta, sino indica por medio de signos» (Los filósofos presocráticos. Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, Tomo I, p. 370). La afirmación de Heráclito no se refiere a los sabios, sino a Apolo (Ánax = ‘Señor’). María Zambrano asistió a los cursos universitarios que Ortega impartió en los años previos a la Guerra Civil española, y conservó sus apuntes de aquellas clases. Bajo el título general de aquellos cursos, «Principios de metafísica según la razón vital», Ortega realizó, desde 1933 a 1936, una crítica del cartesianismo y subrayó el carácter histórico-narrativo de la vida humana como realidad radical. Si bien su metáfora preferida al respecto es la de un drama, más que la de novela, El hombre no es cosa ninguna sino un drama…, su reivindicación de una «razón histórica» formulada en Historia como Sistema (publicada en inglés en 1935 y en castellano en 1941) se fundamenta en que «En suma, aquí el razonamiento esclarecedor, la razón, consiste en una narración… Para comprender algo humano, personal o colectivo, es preciso contar una historia» (Ortega y Gasset. Historia como Sistema. ob. cit. nota 3, pp. 36 y 49).
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En la Introducción a la Primera Parte de su Guía de Perplejos, Maimónides indica que los destinatarios preferentes de esta guía no son los ignorantes y embrollados en teorías falsas, sino aquellos creyentes que, habiéndose iniciado en el conocimiento, se encuentran perplejos ante dudas y aparentes contradicciones de las Escrituras, es decir, aquellos hombres religiosos que han comenzado a estudiar filosofía y se encuentran confusos entre la fidelidad a la Tora y a la razón humana: «Así, pues, en la presente obra me dirijo, como ya indiqué, al versado en filosofía y ciencias verdaderas, que, asintiendo a las cosas religiosas, hállase perplejo acerca de su significación, debido a la oscuridad de los términos y alegorías que las envuelven». Ellos serán los principales beneficiarios: «Seguro estoy de que todos los principiantes que no hayan efectuado todavía estudios especulativos sacarán provecho de algunos capítulos del presente Tratado; pero los ya formados, imbuidos en el estudio de la Ley y que, como ya dije, se sienten perplejos, se beneficiarán de todos los capítulos, y cuánto se alegrarán y qué placer experimentarán en su lectura» (ob. cit., nota 9, pp. 61 y 63) 14 En la misma Introducción a la Primera Parte, Maimónides explicita con claridad la finalidad exegética de su obra: «El objeto primordial de este Tratado es la explicación de ciertos nombres o términos que aparecen en los libros proféticos… Esta obra persigue asimismo un segundo objetivo: explicar las alegorías ocultas que encierran los libros proféticos, sin clara evidencia de que lo sean, y que, en cambio, el ignorante o irreflexivo toman en su sentido externo, sin percatarse del interno» (ob. cit., nota 9, pp. 54 y 55). 15 María Zambrano se hace eco aquí del texto de Las Moradas (Moradas Primeras, capítulo I) en el que Santa Teresa, tras haber comparado al alma con un castillo interior con muchos aposentos y moradas, subraya la importancia de llegar al centro del alma aclarando la aparente paradoja de ir a donde ya estamos: «Parece que digo algún disparate; porque si este castillo es el ánima claro está que no hay para qué entrar, pues se es él mismo; como parecería desatino decir a uno que entrase en una pieza estando ya dentro. Mas habéis de entender que va mucho de estar a estar; que hay muchas almas que se están en la ronda del castillo que es a donde están los que le guardan, y que no se les da nada de entrar dentro ni saben qué hay en aquel tan precioso lugar ni quién está dentro ni aun qué piezas tiene. Ya habréis oído en algunos libros de oración aconsejar al alma que entre dentro de sí; pues esto mismo es». 16 «Las profundas cavernas del sentido» es un verso perteneciente a la tercera estrofa del poema de San Juan de la Cruz Llama de amor viva: «¡Oh lámparas de fuego, / en cuyos resplandores / las profundas cavernas del sentido, / que estaba obscuro y ciego, / con extraños primores calor y luz dan junto a su querido!».
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LA «GUÍA»
ES raro que un español de rango no deje una «Guía». Una-
muno, que se encuentra enclavado en la mejor tradición de ascéticos y místicos, más cerca del padre Granada1, o del padre Rivadeneyra2 que de un profesor krausista o positivista de su época, tuvo que hacer la suya3. Monje seglar, que hizo de su casa, y todavía más de su ciudad de Salamanca, monasterio. El monasterio no es lugar privado para el fraile predicador a lo Granada, para el fraile andariego y español, padre antes que solitario contemplativo. El fraile español de la mejor tradición ha buscado siempre evadirse de la pura soledad contemplativa y trascender en el siglo, en la vida, trocando la renunciada paternidad de la sangre por la espiritual; quizá renunció a la primera por ansia de la segunda, por excesivo anhelo de paternidad que le apartó de la carnal, que se consume en el tiempo y se limita en el mundo, mientras que la otra, la paternidad espiritual, es ilimitada en tiempo y puede abarcar a todo un pueblo. Y tal vez estos frailes de la buena hora, predicadores, andariegos, hayan significado una de las más hondas y mejores maneras del amor del español a su desdeñada patria, una de las más claras ansias políticas, de construir un pueblo, engendrándole espiritualmente. De este linaje de gentes, de esta pasión, han brotado sin duda las «Guías» como la de Molinos4, Granada, el pequeño tratado de Quevedo —español de los mas agónicos— De la cuna a la sepultura 5, y los Ejercicios de San Ignacio6, extremo del anhelo de fundir nuevamente a una humana criatura, hacer de ella, atravesando su vida, un hombre. Y tantos libros que no llevan nombre de Guía, y en los que de manera más 131
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tenue se declara el intento, como más velado por cierto pudor que acomete al español en los tiempos modernos de emprender tamaña hazaña: así el Idearium Español de Ganivet7 y algunos ensayos contenidos en El Espectador de Ortega8. Y la Vida de Don Quijote y Sancho de Don Miguel de Unamuno es de esta estirpe. Y es que tal vez nuestro misterioso libro Don Quijote sea la más profunda y clara Guía espiritual, producto de la mas pura voluntad de conducir a un pueblo. Pura voluntad que tropezó con la irónica razón de Cervantes, con el escéptico amor del novelista. Unamuno en esta su obra, ya al finalizar, reprocha a Cervantes —en lo que no es justo— su poca comprensión del personaje, más si resulta justo cuando subraya la diferencia que existe entre esta y sus otras obras: «Por lo cual es de creer que el historiador arábigo Cide Hamete Benengeli no es puro recurso literario, sino que encubre una profunda verdad, cual es la de que esa historia se la dictó a Cervantes otro que llevaba dentro de sí, y al que ni antes ni después de haberla escrito trató una vez más: Un espíritu que en las profundidades de su alma habitaba, y esta inmensa lejanía que hay de la historia de nuestro Caballero a todas las demás obras que Cervantes escribió, es patentísimo y espléndido milagro, es la razón principal —si para ello hiciesen, que no hacen falta, razones, miserables siempre— para creer nosotros y confesar que la historia fue real y verdadera, y que el mismo Don Quijote, envolviéndose en Cide Hamete Benengeli, se la dictó a Cervantes. Y aun llego a sospechar que, mientras he estado explicando y comentando esta vida, me han visitado secretamente Don Quijote y Sancho y, aun yo sin saberlo, me han desplegado y descubierto las entretelas de sus corazones»9. Y así es, el espíritu quijotesco que andaba flotando en la vida española desde sus remotos orígenes encontró en Cervantes lugar propicio para ser manifestado. No es justo y mas parecen celos de uno a otro evangelista el desdén con que Unamuno trata a Cervantes, que al fin ofreció al inmortal personaje el esfuerzo de su pluma, pues como él dice y Unamuno cita: «Para mí solo nació Don Quijote y yo para él; él supo obrar y yo escribir»10. Y Unamuno añade a continua132
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ción de la cita cervantina: «Y yo digo que para que Cervantes contara su vida y yo la explicara y comentara nacieron Don Quijote y Sancho, Cervantes nació para contarla y para comentarla nací yo»11. Celos de evangelista, rivalidad, pues bien hubiera querido Don Miguel, y casi lo da a entender, que Don Quijote se guardara para él solo. Y quién sabe si entonces no hubiera dado cabida en tanta medida al buen Sancho, pues el haberla dado quizá obedezca al ansia de apropiarse así de una de sus figuras y como casi crearla. Y quién sabe si de vivir esa segunda vida que él necesitaba para recorrer su camino, hubiera hecho una Vida de Miguel de Cervantes, el español cien por cien, el evangelista del espíritu quijotesco, verdadero español, más que Don Quijote, pues Don Quijote es el espíritu que se posa sobre la vida española en espera de realizarse en ella y Cervantes es el español que, ajeno en cierto modo a él, lo acoge amorosamente, le presta espacio en su ánimo y pone la pluma a su servicio. Es el español irónico y escéptico, esperanzadamente escéptico, el que oculta su fe y su esperanza tras un velo de pudor, el que dice «no» en secreta espera de que la realidad le conteste «sí». El español que reprime su fe porque es capaz de mirar, rara especie de hombre capaz de vivir con la mirada clara, capaz de llevar la vida sin cerrar los ojos, y así se mira vivir y morir, y mira la hostil realidad en torno y sonríe, porque guarda el difícil equilibrio entre la pasión reprimida, la fe esperanzada y la mirada que se detiene donde ella empieza. Es el español que todo lo admite, porque se retira a esperar y mirar, se retira o se levanta teniendo su propia alma «como en el tejado de sí misma», según dice Santa Teresa al hablar de sus arrobamientos12. Desde el tejado de sí mismo recibió Cervantes a Don Quijote, en un arrobamiento del que luego guardó cierta vergüenza. Y es que es Don Quijote, el raro libro, la cifra y compendio de todas nuestras Guías, la Guía máxima de la intrincada vida española, de su imposible deber ser; Don Miguel de Unamuno lo supo sin duda y así vertió su pensamiento ético, más que ético, moralista y metafísico, en el inmortal libro, ya que no se le concedió la merced de escribirlo. 133
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Dos notas vemos destacarse del Quijote como Guía; y es su imposible intento, su purísima voluntad que solo en el delirio y la locura puede cobrar realización; y el que en lugar de estar vertido en sistemas de razones lo esté en una figura de hombre, tan realistamente dibujado que parece de carne y hueso, no solo por los menudos detalles, a veces groseros, con que su biógrafo nos regala, sino por la finísima duda que matiza su fe, y la duda es la nota de mayor humanidad que puede introducirse en cualquier figura humana, y hasta en las divinas. Cristo no se nos aparece completamente encarnado hasta que vacila al borde de su pasión, en la agonía del Monte de los Olivos. Don Quijote también parece decir aunque no se le oiga «Oh Señor, aparta de mí ese cáliz», aunque luego se lance ávidamente a apurarlo, el cáliz de su propio ser. Nuestro mayor libro de moral y aun de metafísica es el Quijote, es decir, una novela, no un libro de sistemática filosofía. Porque el espíritu humano en su pasión, en su realidad, es novelesco y dramático, no razonablemente sistemático. Y el español quiere visiones, visiones de la realidad, realidad verdadera, es decir, hecha figura, y nada humano puede no tenerla; si no la tiene será a costa de alguna abstracción tremenda, de alguna reducción y renuncia terrible. El saber acerca de la vida, que es la última realidad, tiene que darse en novela, pues la vida es novela de por suyo, y no sistema de razones sino de esperanzas; novela, historia entendida poéticamente, y también teatro, otro género de la novela, novela en hecho o en acto. Figura mítica y tratada a la manera realista que es el estilo ejemplar de la novela y al par de lo español, pero al par imposible a fuer de verdadera. Porque la verdad entera no es de este mundo. Cosa que aparece relativamente clara cuando se trata de la verdad racional, pero que solo nuestro Quijote hace patente cuando se trata de humanas criaturas. Don Quijote es humano, tremendamente humano, y sin embargo ya no es de este mundo. Es el hombre entero y verdadero, el verdadero hombre en toda su pureza, y, como la razón pura, tampoco es de este mundo, cosa que entrevió 134
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Unamuno pero que no vio del todo, pues quizá se lo veló su polémica contra el racionalismo, contra los «ismos», contra todos los «ismos» que siempre indican sistema, tan asistemático siempre. Y así no vio que la pura criatura humana, por serlo del todo, no es ya tampoco de este mundo, tampoco de este mundo como la verdad de razón, la Unidad o el Ser. Aunque precisando diríamos que lo es un poco más, puesto que encarna a lo menos en la fantasía, y los entes fantásticos están más pegados a este mundo que los entes de razón. De la especie de objetos que Husserl descubriera, «los objetos ideales», los entes de fantasía, las criaturas novelescas forman el límite en que los objetos ideales tocan con los reales, pues sin ser reales son trasunto de ellos, nos dan como su paradigma, mientras que los números, por ejemplo, jamás podrían darnos el espejo de la realidad. La teoría de las ideas platónicas sería más posible si las ideas puras fuesen personajes, objetos de fantasía y no de intuición intelectual. Si fuesen, como Don Quijote, visiones. Y así Don Quijote, más cercano a la realidad que la «pura voluntad» que Kant, el «hombre Manuel Kant», pensará dos siglos más tarde, nos muestra la voluntad pura en toda su dramática existencia y es una visión de la voluntad. En Kant esta definidad13, esta, diríamos, —y que Unamuno nos perdone— su esencia; en nuestro Caballero, su existencia y, como tal, su drama, su riesgo y ventura, su muerte y su lucha, su agonía, decimos que es más entera que la de Kant, porque la humana voluntad pura tiene que ser dramática al estar en el humano vaso y al referirse al humano mundo y a la menos humana, aunque más de lo que se cree comúnmente, naturaleza. El drama de la voluntad pura con las pasiones, con el anhelo de felicidad y aun con la misma razón queda dibujado pálidamente en la Critica de la Razón Práctica, aunque el drama de la razón es el más vivo, tal vez por ser el más verdadero para el hombre filósofo, que esto nunca lo quiso entender Unamuno, que hubiese hombres filósofos que lleven en su corazón la pasión por la razón tan hondamente como él llevaba la de inmortalidad, que haya hombres en quienes el apetito de razón sea parejo al anhelo de sobre135
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vivir en su yo, que él sentía en su más firme centro, nunca fue por él admitido. Ansia de justicia, tan parecida a la de razón, llevaba Don Quijote, y no solo de fama y renombre, de inmortalidad histórica. Razón humanizada, realizada en las relaciones humanas. Don Miguel tampoco quiso verlo. Subrayó en su versión de la Guía quijotesca dos notas o aspectos: el ansia de inmortalidad en sus dos direcciones, la de gloria y renombre, la histórica, y la otra, la que pedía el amor de Alonso Quijano el Bueno hacia Aldonza Lorenzo, ansia por Dulcinea y ansia por Aldonza en que venció la primera; y la otra nota de complejo espíritu quijotil que recoge es la de su bondad, es decir, no es ya quijotil porque corresponde a su fundamento, a su supuesto, Alonso Quijano el Bueno, sujeto, substancia humana sobre la que Don Quijote de la Mancha salió a caminar por el mundo. Y todo su libro es el paralelo, la armonía, concordia y discordia, la tragedia que a veces se borra unificándose entre estas notas, más que dos notas dos planos del personaje genial; su plano histórico, su plano humano. Unamuno le esquematiza de este modo. Pues lo curioso es que Don Miguel, que tanto reniega de la abstracción y del esquematismo racional, esquematiza de modo prodigioso al complejísimo personaje. Y así resbala, por ejemplo, sobre los mil matices de la duda, los mil matices que van desde la creencia firme al casi desengaño, que Cervantes recoge finísimamente, en lo cual se muestra que no fue tan mal biógrafo ni le quedó tan extraño su personaje, pues que llegó a calar tan hondamente en esta delicada materia. Y en verdad que sepamos nadie ha señalado estos matices en el ánimo creyente y aun crédulo del Caballero. Resbala Don Miguel sobre las dudas como sobre tantos matices o componentes más, pero en cambio acentúa, llevando casi a tragedia, casi a teatro en (…)14 y claridad y esquematismo, la lucha entre Alonso Quijano, vecino de un pueblo de la Mancha, y el Don Quijote que ansía conquistar el ancho universo de la fama imperecedera. Mas también subraya algo que queda al margen de la tragedia, mejor 136
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dicho, que está entre ella, en sus mismos entresijos, y es la relación entre Don Quijote y Sancho, que es la relación entre el pastor y el rebaño, entre Moisés y su pueblo, entre el héroe y la masa para la cual al fin hace sus heroicidades. Pues lo más trágico de la tragedia humana es que el héroe, al fin, lo es para los curas, barberos, bachilleres, amas y sobrinas, sin que raras veces lo sea también hasta para Aldonza, la inasequible. Porque esta Guía que ha forjado, y tan dolorosamente Don Miguel es la guía del español que quiere llegar a la historia, el punto quizá más doloroso y más difícil para un español. Y eso sí es maravilloso intento, aunque sería de pedir que, compadecido Don Miguel de los semibachilleres, de los bachilleres que anhelan dejar de serlo para lanzarse también al mundo transcendente de la fama, hubiera sido algo más claro. Porque esta tragedia o drama de Don Quijote lo es hasta en la agonía por la mujer, en la imposibilidad de conseguir a Aldonza, la tragedia del español que ansía guiar a su pueblo, darle forma, encaminarle. Lo es, por todos los conceptos, según queremos ir mostrando. Es parte de la tragedia unamuniana, según hemos señalado y apuntado en el capitulo segundo de esta obra15. Pues no es otra cosa que el drama de la existencia humana, terrena, histórica, mítica de Don Miguel. Y así se ve también lo que para él era la historia: mito; nada más y nada menos que mito, leyenda heroica e imposible, imposible también de renuncia, inasequible e inesquivable, eterna Dulcinea que llama desde su invisible palacio. Porque cada tipo de hombre de esta nuestra cultura de Occidente ha depositado su anhelo más íntimo, su manera, diríamos, de transcender en la mujer que ha amado, en la Dama, la Beatriz, la Dulcinea de sus sueños, que para eso ha servido la mujer al varón occidental: máscara, encubrimiento de su voluntad. Si ha dulcificado su voluntad la ha también sostenido. Amor platónico que ha permitido, más que a la mujer, al hombre ascender, manifestar su íntimo, secreto anhelo. La dama de sus pensamientos ha servido para ayudar al hombre a ex-sistir, le ha ayudado para vencer su cobardía 137
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y lanzarle afuera de sí, le ha puesto fuera de sí, ayudando el amor carnal encubierto al otro para mostrarse. Y la imposibilidad inherente a la consecución de la Beatriz o Dulcinea, no otra cosa que la imposibilidad misma del intento metafísico que encubría. Sin Dulcinea, Don Quijote, es decir, Alonso Quijano, el bueno, el vecino de Argamasilla, no se hubiera atrevido jamás a echarse por el ancho mundo en demanda de aventuras, sin ella no se hubiera atrevido a lanzarse fuera de sí, a ex-sistir, a querer trascendencia histórica, que a él mismo le hubiese parecido locura. Es el drama de la historia en España, es el drama de la voluntad española cuando quiere hacerse historia lo que Unamuno ha recogido del Quijote, lo que quizá quiso haber dibujado a solas con su héroe, con el espíritu quijotil que flota sobre las nubes, sobre el cielo alto de España, visible en los días claros de Castilla; Espíritu visible, flotando sobre las nubes, suspenso en la misma luz, que toca nuestras cabezas y las enloquece de pronto. Y de él vienen los encumbrados pensamientos. Y ese ensancharse de pronto el pecho…16.
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NOTAS
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Fray Luis de Granada, monje dominico, nació en 1504 y murió en Lisboa en 1588. Perseguido por la Inquisición española y rehabilitado posteriormente, publicó en 1556-57 su Guía de pecadores, en la que «se enseña todo lo que el cristiano debe hacer desde el principio de su conversión hasta el fin de la perfección». El padre Pedro de Ribadeneyra (1526 -1611) fue uno de los primeros jesuitas, colaborador y biógrafo de San Ignacio de Loyola. Traductor al castellano de Las confesiones de San Agustín y crítico de las teorías políticas de Maquiavelo, la obra por la que María Zambrano lo incluye entre los españoles que han redactado guías es su senequista Tratado de la tribulación, publicada en 1589. Libro de consolación dirigido a los atribulados por las desgracias y sufrimientos más que, en rigor, guía para perplejos. En el capítulo La «Guía» de Unamuno: «Vida de Don Quijote y Sancho» de su libro sobre Unamuno, María Zambrano menciona a Juan de Ávila, en lugar de al padre Rivadeneyra, junto al nombre del padre Granada (1500-1569). Se refiere María Zambrano, tal como indica más adelante, a la obra de Unamuno Vida de Don Quijote y Sancho (1905), a cuyo comentario dedicó el capítulo V de su Unamuno, y a la que está referida también gran parte de este texto de Zambrano. (cfr. Zambrano, M. Unamuno. Edición de Mercedes Gómez Blesa. Barcelona, Random House Mondadori, 2003, pp. 107-127). Miguel de Molinos (1628-1696), teólogo místico adscrito al quietismo, fue condenado por la Inquisición a prisión perpetua en Roma. El título completo de su guía, publicada en esta ciudad en el año 1675, es «Guía Espiritual, que desembaraza al alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la interior paz». De ella se ocupará María Zambrano en el artículo que escribió en 1974 con ocasión de la edición realizada por José A. Valente, reconociendo que ella misma había hecho «de la Guía de Molinos un lugar de constante referencia, de consideración indispensable para vislumbrar al menos ciertas honduras del querer y de la voluntad, de la libertad verdadera que es al par obediencia y acuerdo total». La cuna y la sepultura es un tratado moral, de orientación estoica, redactado por Francisco de Quevedo como revisión de su Doctrina Moral (1630). Publicado en el año 1634, su título completo es La Cuna y la Sepultura para el conocimiento propio y el desengaño de las cosas ajenas y consta de dos partes: Cuna y Vida, y Muerte y Sepultura. Solo la inclusión de un nombre tan relevante como el de Quevedo para ilustrar el carácter español de las guías justificaría el que Zambrano lo mencione en este lugar. Una actualizada edición crítica de los dos textos ha sido realizada por Celsa Carmen García Valdés: Francisco de Quevedo, La cuna y la sepultura/Doctrina moral. Madrid, Cátedra, 2008.
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Los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola fueron publicados en Roma en el año 1548 y, desde entonces, constituyen un libro de referencia tanto para la formación de los novicios jesuitas como para fieles católicos. Concebido inicialmente como una guía para un período de meditación de 28 días, su contenido lo forman instrucciones religiosas sobre la relación del hombre con Dios. En la biblioteca de María Zambrano no se encuentra ningún ejemplar de esta obra, por otra parte no muy afín a su personal modelo de religiosidad. De nuevo, solo una amplia concepción del género «guía» hace comprensible la inclusión en este listado de María Zambrano de su, por otra parte, admirado Ángel Ganivet. Nacido en Granada en 1865, acabó suicidándose en el mismo año 1898 que vendría a simbolizar a una generación traumatizada por la decadencia político-moral de España. Su Idearium español es una obra reivindicadora del pasado espiritual de España, en cuya pérdida cifra la clave de su degeneración histórica. Algo aún más extraño puede resultar al lector la inclusión de El Espectador en este listado de guías de Zambrano, a no ser, de nuevo, debida a su interés por incluir a su admirado maestro en la tradición española de este género literario que tanto valoraba. Si se hubiera atenido a lo escrito por el propio Ortega, la serie de ensayos sobre temas diversos que éste comenzara a publicar en 1916 y que, con una cierta discontinuidad, se extendió hasta 1934, pertenecería más bien al género de las confesiones, pues así rotuló genéricamente Ortega a los primeros ensayos publicados en El Espectador, si bien no se centran en los avatares de una individual subjetividad, sino en todo aquello que se le presenta al sujeto ante su mirada, la vida que le rodea y con la que cuenta, sus circunstancias. Zambrano omite esta mención a Ortega en la relación de guías españolas que menciona en el capítulo La «Guía» de Unamuno: «Vida de Don Quijote y Sancho» de su libro sobre Unamuno (cfr. Zambrano, M. Unamuno, ob. cit., nota 3, p. 107). Miguel de Unamuno. Vida de Don Quijote y Sancho. Edición de Alberto Navarro. Madrid, Cátedra, 1988, pp. 524-525. Ésta y siguientes referencias de los textos citados por Zambrano de esta obra las haremos a partir de esta cuidada edición. La frase es puesta por Cervantes en boca de Cide Hamete al final del capítulo LXXIV, último de la segunda parte de El Quijote. Miguel de Unamuno. ob. cit., nota 9, p. 527. María Zambrano se refiere al siguiente texto, que se encuentra en el capítulo 20 del Libro de la Vida de Santa Teresa: «… y crece el deseo y el extremo de soledad en que se ve, con una pena tan delgada y penetrativa que, aunque el alma se estaba puesta en aquel desierto, que, al pie de la letra me parece se puede entonces decir lo que por ventura dijo el Profeta, estando en la misma soledad, “Estoy desvelado, como pájaro solitario en el tejado”. Y así se me representa este verso entonces, que me parece lo veo yo en mí, y me consuela ver que han sentido otras personas tan gran extremo de soledad. Así parece que está el alma, no en sí, sino en el tejado o techo de sí misma». Hemos respetado el término usado literalmente por María Zambrano en su manuscrito. No ha podido ser descifrada la palabra que en este lugar del manuscrito utiliza María Zambrano. Se refiere Zambrano a su proyectada obra sobre Unamuno, pero no es en el capítulo segundo de ésta, sino en el quinto, el que lleva por título La tragedia de la existencia, donde desarrolla el tema mencionado en el texto. Aquí se interrumpe el texto mecanografiado que se conserva en la Fundación María Zambrano.
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UNA FORMA DE PENSAMIENTO: LA «GUÍA»
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E los géneros literarios de otras horas, las «Guías» muestran una modalidad esencial que corre paralelamente a otro género más actual, el de las «Confesiones». Tienen de común en aparecer como el reverso de los sistemas filosóficos, en que la verdad y sus razones se objetivan sin conservar apenas huella del hombre concreto, de la persona individual que las declara, ni señalar tampoco a aquella a quien van dirigidos. Los sistemas filosóficos no tienen destinatario. Y de ello puede ser considerado un signo el que tan raro sea encontrar algún libro en que tales sistemas se viertan dedicado a una persona; la Ética a Nicómaco es una gloriosa excepción. Las Guías y las Confesiones muestran, en cambio, la situación concreta de su autor, y su relación con el lector posible es ya real desde un principio. Una relación inversa y complementaria, pues que la Confesión descubre a quien la escribe, mientras que la Guía está enteramente polarizada hacia su destinatario; viene a ser como una carta de ruta para navegar entre un laberinto de escollos. Y en ambas se hace presente el hombre real con sus conflictos, más que con sus problemas. Pues que, dicho sea de pasada, se incurre con demasiada frecuencia en presentar como problemas lo que en verdad son conflictos, esquematizando así lo viviente, reduciéndolo a una abstracción que lo encubre si es que no lo traiciona. El conflicto, al ser transmutado en problema, pierde su condición entrañable, se desprende de su medio vital propio para vaciarse en una fórmula que a cambio de su claridad —la claridad espectral de lo abstracto— lo deja sin salida, sin vía de solución. 143
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El pensamiento, pues, aparece, tanto en la Confesión como en la Guía, en su grado mínimo de abstracción, tanto que confinan y aun por momentos entran en el recinto de ciertos géneros literarios: la Confesión, con la novela y con la poesía lírica, bajo cuyas formas más o menos puras se ha dado tantas veces. La Guía, por su parte, confina con la fábula clásica, que puede ser un episodio o el colofón de una Guía que entre todas, al menos las de una misma tradición, forman. Y guías debieron de ser en su tiempo los relatos fabulosos, las leyendas, de las que se ha perdido la clave y han quedado ahí, entregadas a la interpretación de las gentes, que siguen fascinadas por ellas. Tal, por ejemplo, la leyenda mitológica del laberinto de Creta y la del descenso de Orfeo a los infiernos, la expedición de los Argonautas, la historia de las fatigas de Hércules. Y en forma ya plenamente lograda, obra escrita indeleble, la Odisea, la guía entre todas del mundo antiguo que trasciende incesante de él, y la cada día más enigmática Divina comedia en el momento más intrincado del mundo cristiano. Y sin duda alguna, en un tiempo que podemos llamar contemporáneo, el Moby Dick, de Edgard Melville1, cuyo extraordinario poema Clarel tiene también ese carácter declarado. Mas en verdad la relación con la novela y la novelería se la reparten Guía y Confesión en forma claramente delimitada. Pues que el substrato último de la novela, especialmente de la moderna, es decir, a partir de Don Quijote de la Mancha, bien puede ser una confesión; una confesión ejecutada, en vías de hecho, encubierta, por tanto, y que a medida que se avanza en la modernidad se va haciendo explícita, pues que el autor va cada vez hablando más de sí mismo: de lo que sueña, primeramente en el romanticismo; de lo que se sorprende sintiendo, pensando, en la novela psicológica moderna. Lo que no determina ciertamente el que esas novelas sean en verdad una cumplida confesión, mas las sitúa plenamente, eso sí, en un terreno novelesco. Es lo que en síntesis la novela tiene de confesión casi siempre incumplida. La confesión, en cambio, aun lograda, tiene de novela el pre144
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sentar, pero mucho más al descubierto que ella, el secreto de un humano destino; más precisamente la libertad aprisionada por el destino y liberándose al fin de él, victoria ésta que en la novela rara vez se cumple. Una confesión lograda es la liberación de la libertad. La Guía, por su parte, entra en el terreno novelesco, en tanto que la novela es la heredera del cuento oriental, de la fábula, de la conseja. Y, curiosamente, de ciertas novelas medievales, típicamente medievales, como la de la búsqueda del Santo Grial. La razón se nos aparece muy clara; en ellas hay, en cada episodio de la abigarrada selva que las llena, una prueba moral que el protagonista y, a veces, otros personajes secundarios afrontan. Una prueba de la que no siempre el sujeto en cuestión tiene conciencia. Y por ello mismo resulta ser una prueba más definitiva, más real, semejante a las pruebas que un cuerpo —un metal, por ejemplo— sufre en un laboratorio al ser tratado —ensayado, probado— por diversos reactivos. Lo que corresponde perfectamente a la moral medieval, al hombre medieval, cuyas virtudes no necesitaban de hacerse conscientes para ser; una moral, dicho sea de paso, más de sustancia que de conciencia y reflexión, más incendio que reflejo. Y así vemos que mientras la confesión novelesca va despojándose cada vez más de argumentos, de episodios, de sucesos —reduciéndose todo ello a algo que ocurre en el interior del sujeto y de su mundo—, lo que hereda la Guía de los géneros en los que tiene parte es justamente una necesidad de argumento, que es siempre el mismo en esencia: un viaje, un itinerario entre dificultades y escollos de diverso género en virtud de una acción que ha de ser llevada a cabo y que se presenta como la única salida posible, de una situación insostenible, tanto más visible y angustiada a medida que el hombre se va librando —al parecer, al menos— de los decretos del destino, quedándose solo en medio de la selva, esa selva salvaggia que es el mundo ante el hombre solo que despierta. Y lo más propio del hombre que despierta en una situación insostenible, es decir, típicamente humana, en medio de la selva espesa de la realidad que lo circunda es la per145
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plejidad. La perplejidad, ese asomo, o preludio más bien, de la actitud consciente y reflexiva. La Guía viene a ser, por tanto, como un desprendimiento de estos géneros del saber de experiencia a que hemos apuntado. Un desprendimiento por abstracción, más que una derivación, ya que un género que se deriva de otro puede ser más abstracto o menos que él. Pero lo que se desprende de algo, aun en el reino físico, es menos concreto que ello. Lo que se ha desprendido, abstraído, en las Guías de ciertos mitos, fábulas y leyendas —de ciertos y determinados— es una situación vital. Decimos aquí «situación vital» en toda la amplitud de la vida humana. Tendrá que ser, pues, esta situación de que la guía parte una situación en que la vida toda esté englobada, embebida, detenida. Una situación tal que detenga a quien la padece, una situación, en suma, de la que es necesario salir. Mas no salir simplemente, que para ello no se necesita y aun puede estorbar un guía. El guía lo es y sirve para ir a alguna parte, a algún determinado lugar al que, por necesidad de cualquier índole, por una necesidad unas veces ineludible, otras irrenunciable, hay que ir. De ahí que los géneros de los que la Guía nace por desprendimiento sean aquellos relatos donde se presenta un viaje, un viaje esencial que bien puede simbolizar el viaje mismo de la vida, el que todo hombre tiene que hacer de un modo o de otro para cumplir como tal hombre, para cumplirse. Ciertamente que a todos los hombres no se les ha exigido lo mismo por el Destino o por las circunstancias; realizar las mismas o análogas hazañas, atravesar los mismos territorios, ni padecer los mismos infortunios, ni alcanzar las mismas glorias. Ni las circunstancias de lugar y tiempo, tan dadas a la variación. Mas a todos les es exigido recorrer el camino de la vida. Y que un día se le haga ostensible, y entonces sentirse por lo menos perplejo. Mas, se dirá, ¿no está ahí acaso la tradición esa que corre en toda cultura digna de tal nombre? Si todo hombre ha de recorrer el camino de la vida; si se da de ello cuenta un día, ¿ha de sentirse por solo ello perplejo? El que así suceda ¿no plantea el problema de la tradición, de una tradición vigente, efectiva, como un agua 146
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que vivifica al que ha de recorrer el camino de su vida, sea cual fuere, y al par como una indicación del camino a seguir, si no como el camino mismo? Es un reiterado pensamiento con caracteres de premisa en la «Razón vital» orteguiana el señalar la situación radical propia del hombre, que, a diferencia de las demás criaturas, ha de hacerse su vida y no va al modo del astro en su órbita. Distingue Ortega entre acción y actividad, dejando la acción como específica del hombre: la acción, ese tener que decidir en cada momento lo que se va a hacer en el siguiente, un forzado elegir que es la manifestación de la libertad. Y así concluye él: «Somos forzosamente libres»2. La libertad, pues, no es eludible porque no lo es el tener que elegir. Mientras que el animal y la planta solo despliegan una actividad dada previamente en un sentido invariable que no les permite elegir. Y no puede menos de insistir siempre señalando al astro que hace tanto tiempo ha dejado de estar vivo para los hombres, que decayó desde ser sede de un dios, desde ser el cuerpo perfecto por su perfecto movimiento circular, a ser simplemente un cuerpo donde, caso de que exista la vida, se supone que será más o menos como ésta. Mas acaso nos preguntamos desde hace tiempo, ¿la tradición no viene a ser a modo de una órbita, o más bien una pluralidad de órbitas encajadas una en otra armoniosamente, por las que el hombre se mueve, sin tener que decidir en cada instante, sin que muchos no hayan tenido que decidir nunca y algunos una vez, una sola vez? Una cultura, toda cultura, lleva y ofrece unas posibilidades determinadas —por tanto, restringidas, limitadas— de ser hombre, es decir, unas órbitas que el hombre albergado en la tradición recorre sin apenas esfuerzo ni fatiga, al menos sin el esfuerzo y la fatiga del tener que elegir. CULTURA Y TRADICIÓN La vida, que es incesante actividad y aun acción, tiene necesidad de una forma, además de la que corresponde al 147
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organismo que la sustenta, una forma social visible que depende, sin duda, de una forma ideal, mas extremadamente compleja. Es la forma que dirige, que conduce incesantemente, aun sin que el individuo se dé cuenta, su conducta diaria, sus gestos inclusive, sus maneras, el tono de su voz, el ritmo de sus movimientos. Y, desde luego, su elección cuando ha lugar espontáneamente sin esfuerzo, que viene entonces a seguir a esa forma ideal como una danza sigue a la música a que corresponde. De ella procede como una constante inspiración el comportamiento de una persona, que tanto tiene de habitual y tanto también de inspirado. Hasta las acciones y los gestos habituales están sujetos a una especie de inspiración que cuando disminuye o falta por completo deja a la persona desasistida, como inhábil para su diario quehacer, privada de toda gracia, de todo ritmo, vaciada de sí misma. Sin duda alguna que uno de los sentidos que tiene la conocida cuanto extraña expresión de que una persona está desustanciada es éste al que nos estamos refiriendo. Esta persona aparece como una copia de lo que ella misma hacía o decía y aun ella misma como una reproducción. Lo cual deja ver, de una parte, la existencia de esa forma ideal que ha imprimido su carácter indeleble, y de otra, que, por el motivo que sea, esta forma ya no vivifica a la persona que mecánicamente la sigue, cosa que suele acontecer en las situaciones de grande abatimiento, y también en ésa que aquí nos interesa especialmente, en la perplejidad. Esta forma ideal, de la que depende la social y visible, depende en grande parte de la cultura, es decir, del recinto cultural, histórico, en que la persona vive, ha crecido, se mueve, y es en parte propia, original, y en parte recibida. Lo que se hace ostensible en Don Quijote y en tantos personajes de novela que se lanzan a vivir según una forma ideal inventada por ellos o por ellos elegida del arsenal de la cultura a que pertenecen, rechazando, en cambio, la que se les ofrece. Pues que en esta forma ideal va lo que el individuo aspira a ser, lo que cree ser ya, lo que la realidad social le im148
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pone según su clase y condición. Y va igualmente, o antes, lo que el individuo cree y piensa de la vida, de toda la vida. Como forma se pueden distinguir en ella dos componentes o aspectos. Una imagen de sí y de la función que en el mundo se quiere representar, y una idea, es decir, un concepto siempre cargado de elementos valorativos. El aspecto conceptual suele ser ético o religioso, o las dos cosas, y de él depende la exigencia, la disciplina mental y moral, la «consistencia», diríamos, de la figura de una persona. De la imagen depende más bien la estética, y algo muy amenazador en principio y a veces tristemente de hecho, y es la exteriorización de la persona, su manifestación entre los demás o sobre los demás. De la intensidad de esta imagen y de la relación con ella depende el grado de narcisismo que recaiga sobre una persona. Que «recaiga», decimos, porque el narcisismo es una caída, cosa que hasta la figura misma del Narciso mítico manifiesta. Y si el predominio de la imagen sobre la conciencia del individuo llega a cierta intensidad, puede producirse una alienación; el yo habita esa imagen de sí más que su propio cuerpo. Y así, el equilibrio de un ser viviente humano se puede enunciar en dos notas: aceptación y resistencia. Aceptación de lo que efectivamente se es o se está llegando a ser, resistencia para perseverar en cierto canon o medida derivada de la imagen ideal. Pues que curiosamente esta imagen ha de ser sostenida para que nos sostenga; parece sea ley de la vida la de la reciprocidad. Y de estas dos condiciones depende, a su vez, una calidad que podemos decir suprema del vivir personal, la transparencia. La transparencia, que se consigue, como en las moléculas cristalinas, a fuerza de regularidad, de ritmo, en suma: de forma. La tradición no es otra cosa que la perenne oferta, graciosa e imperativa al par, de estas formas ideales que, sostenidas y mantenidas fielmente, producen ese canon indefinible en gran parte, al modo de una de esas melodías cuya notación musical deja un margen a la interpretación 149
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personal, a la inspiración que las modula. Cuando nos sentimos holgadamente dentro de una tradición, nuestra vida se asimila al mundo de la música, vale decir que entra bajo el reinado de la armonía y de sus nunca enteramente formulables leyes. Y así, el individuo humano viene a integrarse en la condición de los astros, justamente. Toda cultura encierra un repertorio de estos cánones tradicionales. Por lo menos así ha sucedido hasta ahora. Y no nos resulta fácilmente concebible que pueda darse una cultura —nova o novísima— formada solamente por lo que hoy se suele entender como conocimiento y como técnica. Conocimiento y técnica dan el dominio del mundo o de cierto aspecto del mundo, cada vez más extenso, cierto es, mas ello no basta. No le basta al hombre el poder sobre el medio en que vive si no parte de un saber acerca de sí mismo. Un saber que encierre no solo conocimiento, sino certidumbre, íntima certidumbre que solo se da cuando su vivir alcanza cierta transparencia, que es lo mismo que decir cierta forma. Y esta forma ha de ser asequible y aun ofrecida a todos los hombres que viven albergados en esa casa que es la cultura. Una cultura muestra su vigencia cuando, dentro de su recinto, criaturas sin distinción, anónimas, llevan impresa una forma que poseen sin esfuerzo en vez de ser poseídas por ella. Cuando sin especial dedicación se alimentan de un saber que puede transmitir consejas, cuentos, aforismos, romances, sentencias ligadas a la oportunidad, que son toda una Guía no escrita. Es el sello de la tradición, su moneda, legítima cuanto más anónima y no buscada. Pues lo más triste de la tradición es que un día «nos pongamos a hacer tradición», incurriendo inevitablemente en inventarla o en alterarla al menos. Pues que lo que realiza la tradición es justamente algo que Aristóteles dio como no posible: la transmisión del saber de experiencia. Solo, según él, la ciencia verdaderamente tal podía transmitirse, ser enseñada. Y no hizo, al declararlo con nitidez tanta en el libro primero de su llamada Metafísica, sino establecer uno de los supuestos de toda filosofía3. 150
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La pretensión del saber filosófico, al menos en la forma en que la «tradición» filosófica nos lo ha legado, es que el único saber propiamente tal es el encontrado o descubierto por la mente en el pensar más puro, destituyendo así de valor, de vigencia objetiva, a todos los saberes y sentires englobados, como en Platón se hace ostensible, dentro de la poesía, entregada a la imaginación, fuera de la ley. La experiencia, pues, no hacía ley, o si la hace, es ley no formulable, empírica, como se diría más tarde. Y así, cuando la filosofía ha querido volverse hacia la experiencia, se ha tornado ella misma empírica renunciando a los principios, al ser mismo, sin recoger por ello, al menos hasta ahora, la riqueza del saber de experiencia vertida en las formas tradicionales, como en la Guía, de un lado, y como en los ritos seculares, de otro, como en ciertas formas de la creación literaria, pues que resulta redundante decir creación poética. La tradición es el modo específico en la experiencia de la vida. Bien es cierto que el pensamiento más puro, de mayor pretensión y aun logro estrictamente racional, no puede surgir, y así ha sido de hecho, más que dentro de una tradición. Y que el pensamiento más personal, y aun creador, está sometido a la misma suerte: solo dentro de una tradición florece. La tradición y todo lo que en ella se alberga posee, sin duda, un germen o núcleo transmisible y transmitido. Mas hemos de detenernos un tanto en ello, ya que además choca contra la susceptibilidad del hombre moderno, y a veces contra su animadversión frente al saber transmitido secularmente, o desde la fuente originaria. El hombre moderno, y muy declaradamente a partir del Romanticismo, no solo quiere, sino que se siente obligado como un compromiso de honor a inventarlo todo y a redescubrirlo todo en los casos más brillantes. Si la tradición y sus formas más adecuadas ofrecieran solamente un contenido de conocimientos —conceptos de la mente, revelaciones religiosas o simplemente humanas— sería como una especie de constelación de estrellas fijas bajo cuya luz el hombre, y especialmente el inquieto y lleno de 151
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audacia hombre occidental, se encontraría bien pronto desasistido y desnortado. Y, sin embargo, no puede existir una tradición sin un núcleo invulnerable y, de un modo o de otro, transmisible. Y de hecho así ha sido en esta cultura occidental, tan sujeta a cambios. Este género literario de las Guías lo atestigua. Y entonces este núcleo invulnerable, para permanecer visible y para ser transmitido con mayor o menor nitidez, ha de contener dentro de sí una gran potencia y no solo una perfecta forma, ha de arrastrar consigo múltiples posibilidades de desarrollo y de aplicación. Es decir, que no solo ha de mantenerse intacto, sino de germinar, de brotar y de florecer. Y usamos estas imágenes del mundo vegetal porque verdaderamente lo que se transmite es algo que cambia, que cambia renovándose, que, continuando siendo lo mismo, se ofrece en otras formas. Y eso no le sucede más que a la vida, a lo viviente. Lo que se transmite no lo hace reapareciendo simplemente o dándose en reproducción, sino que nace una y otra vez ofreciendo cada vez algo nuevo. Aparte de que el carácter propio de lo viviente es ése: nacer y sorprender siempre con su originalidad, con el milagro de lo naciente, al mismo tiempo que se produce dentro de cierto ciclo y de que siempre está sujeto a ritmo y a número, por tanto. Y si la vida es sistema es porque toda ella está regida por leyes y ritmos que se actualizan en todo lo que nace de ella según su modo, su manifiesta y secreta matemática. Tratándose de la vida histórica de la creación, el ritmo, el sistema, aparece menos discernible. Para que apareciera evidente que «la historia es sistema», según la conocida tesis orteguiana4, habría de descubrirse antes que nada su estructura temporal; que su tiempo no se nos apareciese como un simple fluir, aunque aparezcan esas grandes unidades que son las Edades, las Épocas, y ocupando ese tiempo, es decir, unificándolo, las llamadas «culturas». Mas estas unidades carecen de precisión, las primeras, y obedecen a acontecimientos y no al cumplimiento de un íntimo proceso en que el tiempo dé a conocer su forma. Y en cuanto a las llamadas «culturas», solo sorprendidas desde su origen pueden manifestar su uni152
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dad habida y hasta su futuro. Mas lo cierto es que hasta ahora la vida histórica es el lugar donde la variación se presenta incesante e imprevisible. Y como en ella, en medio de ella, de la historia, es donde el individuo tiene que vivir, que consumar su vida procurando que no sea consumida, resulta bastante enigmático, en principio, que pueda existir una forma tan tradicional como ésta de la Guía, cuya función reside, como hemos procurado señalar, en conducir a un individuo o a un grupo de hombres determinados a salir de cierta situación, a atravesar ciertos escollos, que acaso reaparecen una y otra vez. ¿Es que acaso cierto tipo de hombre ha de pasar para vivir sin más por la perplejidad, por la angustia, por la forzosidad de realizar inconmensurables hazañas, como si tuviesen que sufrir algo así como una iniciación? Y como si ciertas situaciones que aparecen como típicas de cierto momento histórico, justamente del de la tan mentada y analizada «crisis», vinieran ya desde el comienzo de la historia que más inmediatamente nos atañe. El género literario de las Guías así lo muestra. Desde los orígenes de esta cultura occidental, la crisis debió de estar latente. Tenemos la tradición de la crisis y afortunadamente ciertas formas que recogen su experiencia. Lo que no es de extrañar, ya que la crisis pertenece a la esencia misma de la vida y especialmente de la humana. Si el hombre no estuviese permanentemente en crisis no sería hombre. Las crisis surgen en virtud de la trascendencia. Esta crisis nacida con la condición misma humana la podemos vislumbrar recogiendo lo hasta ahora expuesto aquí como la propia de alguien, un ser que ha de hacerse su vida, mas según una forma, que ha de atravesar un medio cambiante, cambiando él mismo también, en busca de incorporarse definitivamente a un orden vivo e inmutable, sin contradicción.
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NOTAS
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Se trata de una evidente errata (presente en el texto mecanografiado y no corregida por los editores de sus Obras escogidas en la edición de 1971), pues el autor de Moby Dick no se llamaba Edgard, sino Herman Melville (1819-1891). Por lo que respecta a Clarel, mencionado por Zambrano, se trata de un largo poema de temática espiritual y religiosa publicado en dos volúmenes en 1876 con el subtítulo «Un poema y peregrinaje por Tierra Santa». 2 Esta existencialista afirmación fue tomada por Zambrano de sus apuntes de los cursos de Ortega y se corresponde casi textualmente con la que su maestro había escrito en Historia como sistema: «Entre esas posibilidades tengo que elegir. Por tanto, soy libre. Pero, entiéndase bien, soy por fuerza libre, lo soy quiera o no» (Ortega y Gasset. Historia como sistema. Madrid, Revista de Occidente, 6.ª ed., 1970, p. 39). 3 María Zambrano hace referencia a la distinción que establece Aristóteles entre el saber que conoce las causas (Téchne) y el mero saber por experiencia (Empeiría), entre el sabio que conoce el por qué y el mero experto que solo conoce el qué. Solo el conocimiento katá ton lógon (‘según la razón’) de aquellos les permite poder enseñar, algo que no sería posible en el caso de conocimientos singulares, basados en la experiencia sensible: «En definitiva, lo que distingue al sabio del ignorante es el poder enseñar, y por esto consideramos que el arte es más ciencia que la experiencia, pues aquéllos pueden y éstos no pueden enseñar» (Aristóteles. Metafísica. Libro I, 1, 6-9. Traducción de Valentín García Yebra. Madrid, Gredos, 1970, Vol. 1, p. 8). 4 «La historia es un sistema —el sistema de las experiencias humanas, que forman una cadena inexorable y única—» (Ortega y Gasset. ob. cit., nota 2, p. 55).
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MIGUEL DE MOLINOS, REAPARECIDO
A
CABA de aparecer en un volumen de sobria belleza*, cosa no indiferente, la Guía espiritual de Miguel de Molinos, seguida de una a modo de antología de la Defensa de la contemplación, hasta ahora inédita, y precedida de un ensayo sobre la mística de José Ángel Valente1, a quien se debe también la restitución de la Guía a su texto original. A todo ello José Ángel Valente cualifica de «ensayo» en atención a quienes entiendan poder mejorar la exhumación de los textos, lo que se nos aparece un tanto difícil, a no ser que mediara alguno de esos descubrimientos con que la erudición de hoy topa de vez en cuando. Difícil de superar también la tersura y nitidez del ensayo sobre la mística que introduce a la lectura de los textos, sin interponerse mínimamente, como suele suceder con las introducciones de todo género. En ellas el autor ha de adelantarse al mismo tiempo que se retira, lo que no es de extrañar que consiga el poeta cuya obra completa se encierra en el libro titulado Punto cero. Leemos en el epígrafe que preside esta última obra: «La palabra ha de llevar el lenguaje al punto cero, al punto de la indeterminación infinita, de la infinita libertad»2. Por esa necesidad que dimana de la libertad, este poeta había de sentirse en cierto modo responsable de la situación en que la obra de Miguel de Molinos yacía. Pues que su mística, por su contenido y por su lenguaje (y no podía
* José Ángel Valente. Ensayo sobre Miguel de Molinos. Miguel de Molinos: «Guía espiritual. Defensa de la contemplación». Barral Editores, Barcelona, 1974.
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dejar de darse esta adecuación), conduce a ese punto cero de la existencia humana, a esa nada, lugar de encuentro del hombre con su Dios, donde —diríamos— los dos se aniquilan y nadifican. Y así, las tinieblas iniciales de donde todo místico parte se van haciendo diáfanas, transparentes, y el que ese camino sigue entra, como José Ángel Valente dice, «en el aposento de la transparencia»3. Las últimas ediciones de la Guía en español habían seguido la segunda (Madrid, 1676), sin haber tenido en cuenta la primera edición romana (1675), que es la que sirve de base al texto ahora reproducido. Don Marcelino Menéndez y Pelayo, a quien siempre seremos deudores, no conoció la Guía en castellano, lo que no le privó de quedarse prendido de ella, con un cierto enamoramiento por la calidad de pensamiento y de lenguaje (¿podrían acaso separarse?)4. Y es que a ciertas obras impares sucede que traspasan las barreras del idioma y superan los más graves peligros, los errores de transcripción y aun la espesa capa de olvido que sobre ellas cae. Ha de ser virtud de la íntima, viviente unidad que en ellas se da, que a su vez proviene de una especie de fuego que en su fondo alienta y que «hace» la transparencia: de un recóndito palpitar que vivifica el pensamiento en ellas contenido y celosamente guardado, al par que ofrecido, de una condición irradiante. Mas ahora la Guía espiritual, que con su música apagada y acallada no más se comenzó a escuchar, puede leerse por primera vez desde su condenación en su original idioma; puede leerse adecuadamente, sin sobresaltos, con el ánimo entregado a recibir ése su pensamiento, firme y fluido diamante que da a beber su gota de agua invulnerable. Y así, también el sentir, sin solivianto alguno, va recibiendo su «secreta dulzura». Gracias sean dadas a la vigilia que nos dispensa este don. Han de ser especialmente sensibles a ese suceso quienes, como quien esto escribe, hayan hecho de la Guía de Molinos un lugar de constante referencia, de consideración indispensable para vislumbrar al menos ciertas honduras del querer y de la voluntad, de la libertad verdadera, que es al 158
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par obediencia y acuerdo total. Algo que se presenta como supremo conflicto en este pensador español —que el místico no deja de serlo— en la encrucijada decisiva del espíritu europeo. Se trata, pues, de un «tópico» en el sentido clásico del término. Y este tópico se encuentra dentro de ese género de pensamiento y de experiencia que se llama «mística». Un género librado al oleaje de la vaga atención, del capricho y hasta de la moda, confinado duramente por la razón triunfante. Pues que la razón, cuando se deja llevar de un congénito imperialismo, olvida que si la mística lucha con lo indecible, el pensamiento lucha con lo impensable, como la fe con lo increíble y el amor con la opacidad. A lo que se añade la fascinación que sobre el pensamiento filosófico ha ejercido, con la inhibición consiguiente, la vía triunfal abierta por la ciencia físico-matemática. De ahí que sea entre los filósofos que afirman la autonomía de la mirada filosófica donde se encuentre un pensamiento acerca de la mística, como en Henri Bergson, aunque quizá no gozara éste de entera libertad para recoger el fruto de su propia experiencia5. Un renunciar, pues, de la razón a ensancharse, como tantas renuncias de este género, por ansia de imponerse. Ensancharse es, ante todo, acoger y aun abrazar, salir al confín del dominio, y aun atravesarlo. Solo se recibe cuando el horizonte se ensancha. Lo que con cierta ingenuidad enunciamos que debería de hacer la razón con la mística en aquel nuestro primer paso: la razón vital o viviente, histórica. Mas la atención y cuidadoso estudio de la mística no ha cesado de crecer en historiadores de la religión y de la cultura, y aun de la simple historia, que deja así de ser tan simple. De la fecundidad de ello da muestra, por ejemplo, la consideración tan lúcida de la leyenda de Santiago que abre en el pensamiento de Américo Castro el camino de la intrahistoria de España6. Y si no se trata propiamente de mística, se anda en sus aledaños, en el terreno de la inspiración. Recientemente, José Luis Aranguren, pensador, y profesor que fue de ética en la Universidad de Madrid, ha ofrecido prueba nuevamente de su plena aceptación de la mística en 159
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un volumen sobre San Juan de la Cruz, con el que hace conocer en España sus enseñanzas dadas en Norteamérica. Con el resuelto ánimo que le es peculiar aborda una «lectura exenta», libre de toda construcción previa, y sobria a la par7. Ejemplarmente es abordada la mística en sí misma y en Miguel de Molinos por José Ángel Valente en su Ensayo. De admirar es que alguien que no profesa una religión declaradamente entre tan de inmediato en este recinto. No se trata, como casos y brillantes se han dado, de una «aventura» de poeta que todo puede permitírselo ni de una irrupción del crítico en ajeno dominio, armado de las «estructuras» allanadoras de todo recinto poético o filosófico, y aun sacro también. Pues que si en la actitud filosófica había inhibición o ignorancia, en la actual crítica estructuralista no deja, aunque no siempre ni en todas, de relucir una cierta insolencia. Más allá de estas alternativas de la hora la actitud de José Ángel Valente resplandece libre, limpia de toda idolatría intelectual y, naturalmente, moral. Ya que toda idolatría empaña no solo la mente, sino el ánimo, la sensibilidad. Esclava de la idolatría del método, la mente en ansia de conocimiento se queda privada de la inmediatez del «objeto», que así se aleja y se encierra en sí mismo. Por el contrario, este ensayo sobre la mística entra de modo inmediato en su objeto, es decir, no entra, pues no tiene necesidad al no establecerse la distancia. Y el poeta se encuentra de inmediato no ante, sino en el suceso del lenguaje de los místicos y de lo que este lenguaje revela. A lo que sigue necesariamente, por tratarse de la obra y de la figura de Miguel de Molinos, la consideración de esa historia reveladora a su vez de la verdadera historia de Europa, de esa historia confinada en los libros a un capítulo aparte como si no fuese ella el centro decisivo de todo acontecer. Vuelve al final el ensayo a la fuente, ahora en modo más directo aún, más libremente, signo de que el recorrido inevitable ha seguido el ordo et connexio rerum. Sin rodeo ninguno, se inicia así el ensayo: «La primera paradoja del místico es situarse en el lenguaje, señalarnos desde el lenguaje y con el lenguaje una experiencia que el 160
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lenguaje no puede alojar. Cabría decir, en este sentido, que el místico se sitúa paradójicamente entre el silencio y la locuacidad. Esta afirmación que, a primera vista, puede parecer excesiva, no lo es si el fenómeno se analiza en profundidad o si se piensa que incluso está explícitamente formulado desde la propia tradición mística. En efecto, el anónimo inglés de The Cloud of Unknowing declara: “Porque el silencio no es Dios ni la palabra es Dios (…) Dios está oculto entre ambos”. Y aún más declaradamente: “Tensión entre el silencio y la palabra que el decir del místico sustancialmente conlleva porque su lenguaje es señal ante todo de lo que se manifiesta sin salir de la no manifestación”»8. Y con ello se hace patente que se trata del absoluto irreductible, que es él quien exige alojarse en el lugar inhóspito del lenguaje, máximo lugar de la humana manifestación. Así, la forma del ensayo se logra por estar movido por la presencia constante de ese absoluto. Y aunque tenga apartados, no tiene propiamente partes. Habría de tenerlas si el centro no se impusiera a un pensamiento que tanto da cuenta del éxtasis místico como de la mística de Molinos, donde el éxtasis no aparece; de la situación histórica en que tan fulgurante aparición se dio y de su inexplicable condena, y aun de la impenetrable personalidad de ese español desamparado, cogido en alguno de los nudos de una enmarañada historia que aún no ha aflojado sus hilos. Estos dispares aspectos solo en lo esencial de la mística aparecen de seguido. Luego, se interrumpen unos a otros, se intercalan. Sigue así este método la realidad, aunque forzosamente reducida, en que se presentaron los acontecimientos al mismo Molinos. Pues que el recorrido lineal, en orden sucesivo y explicativo, presentaría una imagen falseada, tal como si la realidad se ofreciera desgranada en cuentas de un rosario. Pero la realidad total se enlaberinta, aprisionando a la verdad, simple y diamantina en este caso. Hay que hacer visible, como este ensayo hace, el diamante, sin extraerlo de lo que fue su prisión mientras se iba formando, afirmando en su simplicidad esencial y sustancial, sin distinción. 161
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Escuetamente enunciado aparece el congénito parentesco de poesía y mística al afirmarse la radical determinación del lenguaje del místico, «cernido en un tamiz de fuego» o erigido sobre una experiencia cuyo contenido último es el vacío como «estado de transparencia o de disponibilidad absoluta en que la experiencia mística se hace posible». Para concluir enseguida que «no cabría abstraer esa experiencia, salvo a riesgo de abstenerse de toda aproximación verdadera a la palabra del místico o a la del poeta»9, enunciación que se verifica al señalar que en los últimos capítulos de la Guía «el canto a la aniquilación y a la nada es uno de los más bellos ejemplos de irrupción radical de la prosa castellana en el espacio de la palabra poética»10. Sin duda alguna, la visibilidad que este ensayo ofrece del conflicto histórico desencadenado en torno al inerme español Miguel de Molinos, y de la suerte y destino de su mística dentro de la mística misma, se debe a una cierta modalidad de la luz que en el ensayo se extiende sin desfallecimiento. Una forma de claridad, se nos parece que sea, que lejos de uniformar las zonas de lo real las destaca sin aditamento alguno. Es la claridad una modalidad de la luz en la que el hacer visible las cosas y los seres predomina. Sin cuerpo, entre cielo y tierra, entregada a esa su función, la luz no expresa nada por sí misma, huye de todo reflejo o irisación, renuncia al espejo, cosa esta última que no deja de ofrecer riesgo cuando de enigmas se trata. Mas aquí el riesgo aparece salvado: el enigma queda, en cuanto tal, visible. Visibilidad que aparece anteriormente en el poema Una oscura noticia, contenido en Punto cero 11, en el que se ve a Molinos salir vestido de amarillo a escuchar su condenación, sin que ésta toque en su ser. En un ser, diríamos, desposeído ya de la vida o más bien que ya la ha absorbido en vida del ser. Vida escondida en lo inacabable. Adecuada nos parece esta forma de claridad. La claridad, inmensa en sí misma, se modula según los casos. Y la claridad lleva consigo un tono y un timbre, una cierta sonoridad. No tenemos noticia de que se hayan emprendido investigaciones acerca del nexo induda162
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ble entre los modos de la iluminación intelectual y la sonoridad del lenguaje en que se expresa. Sonoridad de la palabra misma y del ritmo y de la melodía o cadencia de su encadenamiento. Un nexo que no siempre se resuelve en una adecuación, en un orden, como en este ensayo introductorio de Valente a la obra de Molinos. Un tono silencioso y silenciado, una música apagada se desprende de la Guía espiritual. Un movimiento imperceptible del pensar nos conduce a los lugares últimos de la existencia humana, sin éxtasis, ni raptos, ni visiones. La cita de San Juan de la Cruz en el ensayo da cuenta de ello: «Si consideramos en el rayo de sol que entra por la ventana, vemos que cuando el dicho rayo está poblado de átomos y motas, mucho más palpable y sensible, más claro le parece a la vista del sentido (…). Y también vemos que cuando está más puro y limpio de aquellas motas y átomos, menos palpable y menos aprensible le parece (…). Y así, el ojo no halla especies en que reparar, porque la luz no es propio objeto de la vista, sino el medio con que se ve lo visible; y así, si faltaren los visibles, nada se verá»12. La fidelidad a esta luz la encontramos en la Subida del Monte Carmelo, mientras que «los levantes de la aurora» aparecen en su poesía, y los «resplandores» de las «lámparas de fuego» en la Llama de amor viva. No aparecen resplandores, ni lámparas ardientes, ni llama alguna en la prosa de la Guía. Ni tampoco ese parpadeo de mariposa de la divina luz que tanto hace palpitar la prosa de Santa Teresa. El canto de los últimos capítulos de la Guía espiritual se adentra con sus claras tinieblas en la inmensidad de la quietud. Se dirige esta música apagada hacia el silencio como a su lugar prometido. Mas hubo de componer Molinos la Defensa de la contemplación 13 entre el tumulto del mundo. Sus argumentos han de ser los mismos que él usaría para su propia defensa ante sus jueces. El ánimo se abate ante tanta claridad confundida. Llegaron enseguida las tenebrosas acusaciones. A ellas solamente la castidad y nitidez de estos escritos daría invencible refutación. Ni tan siquiera el eros ascendente, puro y 163
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fecundo, que se aloja en la metáfora —por así decir— de las nupcias, y que esplende de tantos modos en la mayor parte de los escritos místicos, aparece en los de Miguel de Molinos. La esposa —y todo místico lo es— va al encuentro del esposo en la Nada. Los fragmentos exhumados de la Defensa de la contemplación dibujan un itinerario más nítidamente aún que la Guía, en un perfecto discurrir que no se desprende del centro. A esta claridad se aparece como de mayor necesidad esa «crítica de la razón discursiva» que espera darse a luz y de que tanto necesita para su vivificación el pensamiento filosófico. Sin duda alguna, las vías de la purificación —ya que la vivificación exige la purificación— se abren también en otros lugares de la mística, de la poesía y de la filosofía misma. Mas tal vez haya algo singular en esta enterrada viva Defensa. Enterrado vivo duró Miguel de Molinos nueve años —nueve— en la cámara de su condena, mitigada sin duda alguna, dados los usos de la época, por mano de algún inocente. Entra así Molinos en la corona de los seres enterrados vivos, doncellas en su mayoría y algún poeta (como, a causa de su «locura», Hölderlin, y el filósofo-poeta Nietzsche) y tantos innumerables elegidos por las tinieblas y la luz conjuntamente. Las condiciones del «pájaro solitario», según San Juan de la Cruz, le fueron impuestas desde el principio. Le fue impuesto el vivir en el absoluto, lugar de ordinario poco propicio a la vida. Y así se mantuvo solo en la oscuridad, invisible para la mirada nada más que humana y sin más aurora posible que aquella que no se acaba y que se iría encendiendo en él, en ese centro oscuro que en todo ser viviente resiste a la luz, deshaciéndolo al par que lo alumbraba. Y, mientras, su cuerpo, alentando cada vez con más delgada sangre, se iría consumiendo en cenizas, adelantándose a su fin. Una figura, pues, de la «Pasión» del hombre en anhelo de lo divino es ésta que el ejemplar Ensayo nos tiende. Y que visible, sensible de algún modo, siempre ha sido imán que ha despertado y fijado la atención de tantos creyentes y no creyentes en la mística contemplación. 164
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NOTAS
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José Ángel Valente (Orense, 1929-Ginebra, 2000) fue uno de los más reconocidos poetas españoles de la generación de los cincuenta y defensor de la llamada «poesía del silencio». Desde que conoció a María Zambrano en la Pièce en el año 1964 hasta comienzos de los años ochenta, en que la separación matrimonial de Valente provocó su distanciamiento, mantuvieron una estrecha amistad y sintonía espiritual. La obra de Zambrano ejerció una gran influencia en el pensamiento y en la poesía de Valente. A ella dedicó su poema «Palabra» incluido en su libro Material memoria, del que transcribimos los últimos versos: «Luz / donde aún no forma / su innumerable rostro lo visible». Por su parte, María Zambrano, además de este artículo, escribió otro con el título «José Ángel Valente» (Manuscrito 214) publicado en El Cultural (28-11-1999) y recogido, de acuerdo con lo proyectado por la propia Zambrano, en su libro, editado póstumamente por Juan Fernando Ortega Muñoz, Algunos lugares de la poesía. Madrid, Trotta, 2007, págs. 233-240. 2 Punto cero (Poesía: 1953-1971) es el título que J. Á. Valente puso a la recopilación de sus poemas publicada por vez primera en 1972 (Barcelona, Barral Editores), y ampliada, incluyendo dos libros de poemas posteriores, en 1980 (Barcelona, Seix Barral). Las referencias de las citas de Zambrano a esta obra se harán a partir de esta segunda edición. Las palabras citadas aquí son las que Valente colocó al comienzo de la obra atribuyéndolas a un «diario anónimo» (p. 7). En realidad, se trata de su propio y singular diario personal que ha sido publicado recientemente en edición de A. Sánchez Robayna: José.Ángel Valente, Diario Anónimo (1959-2000). Barcelona. Galaxia Gutenberg, 2011. El texto está fechado en agosto de 1969 y presenta algunas variantes sobre la versión que encabezaba Punto Cero: «Porque toda palabra poética ha de dejar al lenguaje en punto cero, en el punto de la indeterminación infinita, de la infinita libertad» (p. 139). 3 Con esta expresión culmina José Ángel Valente su Ensayo sobre Miguel de Molinos (José Ángel Valente. Ensayo sobre Miguel de Molinos. Miguel de Molinos: «Guía espiritual. Defensa de la contemplación», Barral Editores, Barcelona, 1974, p. 51). 4 El tradicionalista erudito español Marcelino Menéndez y Pelayo, a quien María Zambrano siempre tuvo en una alta estima, reconoce en su Historia de los heterodoxos españoles que la Guía espiritual de Miguel Molinos —de la que lamenta no exista en su época una traducción española— «es un libro tan breve como bien escrito», y califica a su autor de «escritor de primer orden, sobrio, nervioso y concentrado», si bien no oculta sus discrepancias con el quietismo en él propugnado, que llega a calificar de «nirvana búdico, filosofía de la aniquilación y de la muerte» y de «nihilismo» (Cfr. Menéndez y Pelayo, M. Historia de los hete-
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rodoxos españoles. Tomo II. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 4.ª ed., pp. 178 y 184). El filósofo francés Henri Bergson se ocupó de la mística, que consideró la expresión suprema del impulso vital y de la «religión dinámica», en su obra Las dos fuentes de la Moral y de la Religión, publicada en el año 1932. Américo Castro (1885-1972), historiador exiliado que fue profesor en la Universidad de Princeton, había abordado la significación de la leyenda de Santiago Apóstol en su obra La realidad histórica de España (México, 1954). María Zambrano se refiere a la siguiente obra: Aranguren, José Luis, San Juan de la Cruz. Madrid, Júcar, 1973. Aranguren fue uno de los primeros filósofos en España que reivindicaron la figura y el pensamiento de María Zambrano en su artículo «Los sueños de María Zambrano», Revista de Occidente, n.° 35 (1966), pp. 207-212. Valente, J. Á. Ensayo sobre Miguel de Molinos (ob. cit. nota 3), pp. 11-12. The Cloud of Unknowing (La nube de lo desconocido) es una obra de orientación mística escrita hacia finales del siglo XIV cuyo contenido versa sobre la oración contemplativa. Ibídem, p. 1 Ibídem, p. 50. El poema Una obscura noticia formaba parte del libro de J. Á. Valente El Inocente (México, J. Moritz, 1970) e integrado en su recopilación de poesías Punto cero. En él, Valente rememora la figura de Miguel de Molinos el día de 1687 en que fue sometido a juicio por la Inquisición en la iglesia romana de Santa María supra Minerva. Transcribimos la última estrofa de este poema: «Y tú en medio, / tú solitario bajo las insignes galas / del otoño romano, vestido de amarillo, / taciturno y secreto, / aragonés o español de la extrapatria, ibas, / aniquilada el alma, a la estancia invisible, / al centro enjuto, Michele, / de tu nada» (J. Á. Valente. Punto cero. ob. cit. nota 2, p. 372). Ibídem, pp. 19-20. El texto citado por Valente se encuentra en la obra de San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, Libro II, Capítulo 14. J. Á. Valente editó fragmentos de Defensa de la contemplación, hasta entonces inédita, en la obra citada con anterioridad y que es objeto del artículo de Zambrano. Fue redactada por Miguel de Molinos entre 1679 y 1680. Con posterioridad ha sido publicada en español en dos ocasiones, con edición de Francisco Trinidad Solano (Madrid, Editora Nacional, 1983), y de Eulogio Pacho (Madrid, Fundación Universitaria Española-Universidad Pontificia de Salamanca, 1988).
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ESTE LIBRO SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN MADRID EL DÍA 13 DE NOVIEMBRE DE 2011. ESE MISMO DÍA, EN 354, NACIÓ EN TAGASTE (ACTUALMENTE SOUK AHRAS, ARGELIA) EL FILÓSOFO SAN AGUSTÍN DE HIPONA «¿Será acaso porque el alma es demasiado estrecha para contenerse a sí misma y por eso no puede saber bien qué es y dónde está?» (Confesiones, Libro X, 8, 15, San Agustín, Editorial San Pablo, Madrid, 2007)