Clinica Bajo Transferencia

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PSICOANALISTA UNICA BAJO TRANSFERENCIA OCHO ESTUDIOS DE CLINICA LACANIANA

H e c h o el d e p ó s i t o q u e m a r c a l a l e y

11.723

I m p r e s o en la A r g e n t i n a ©

1984, N a v a r i n E d i t e u r

1 9 8 5 , de l a t r a d u c c i ó n y de la e d i c i ó n e n c a s t e l l a n o Ediciones M anantial S R L A v d a . de M a y o

1365, 6° pi s o

(1 0 8 5 ) B u e n o s A i r e s , A r g e n t i n a Tel:

(54-1 1 ) 4 3 8 3 - 7 3 5 0 /4 3 8 3 - 6 0 5 9 i n f o @ e m a n a n t i a l . c o m . ar www.emanantial.com.ar

IS B N:

Reimpresiones:

950-951 5-05-1

1985,

1991,

1 993, 20 06

DIRE CC ION ES DE LA CURA

C.S.T.

Jacques - Alain Miller

C .S .T .* , doy estas tres letras como colofón a colocar al pie de todo ensayo de clínica psicoanalítica, porque resumen lo que la distingue: ser una clínica bajo transferencia. En efecto, ¿qué es la clínica psicoanalítica? Un saber determina­ do, de punta a punta, por las condiciones de su elaboración, es decir, por la estructura de la experiencia analítica que, desde hace alrededor de diez años, se denomina discurso del analista. La clínica psicoanalí­ tica, hablando estrictamente, sólo puede ser el saber de la transferen­ cia, es decir, el saber supuesto —que en el curso de la experiencia funciona como verdad— que se vuelve transmisible, por otras vías y con otros efectos que los de la experiencia en que se constituye. En consecuencia, la clínica se le presenta al analista como antitética con el discurso, porque implica que el saber se desprende del lugar que le toca en la experiencia: explicitar el saber es des-suponerlo. La ilusión según la cual no podría haber clínica psicoanalítica encuentra allí su único mecanismo. A esta ilusión, que perduró largo tiempo en la Escuela Freudiana, la tratamos como se lo merece: ¿sirve acaso para algo más que para reducir la clínica al psicoanálisis? Es decir, que con el pretexto de que sólo hay psicoanálisis de lo particular, solo se admite una clínica que comparta dicha condición. Vale la pena hacer la pregunta: ¿el único saber clínico que existe es el de la semántica de los síntomas de un sujeto? Se comprueba, además, que cada vez que la susodicha semántica es transmitida, * [ N . T . ] C o n s e r v a m o s las i n i c i a l e s f r a n c e s a s del t í t u l o , q ue s o n i m p o s i b l e s l i t e r a l m e n t e en c a s t e l l a n o .

de r e p r o d u c i r

especialmente a través de vías masivas de comunicación, como las de un congreso, un efecto irresistible de comicidad, por trágica que pueda ser la vida del sujeto en cuestión, se produce. Propongo explorar una vía diferente. La clínica psicoanalítica como clínica bajo transferencia parece susceptible de brindar, en tanto tal. secuencias típicas. ¿No es acaso una teoría de este tipo la que sustenta la teoría del pase en la enseñanza de Lacan? Lacan situó ese efecto, a partir del fantasma, como su "atravesamiento". ¿Se puede, por ejemplo, situar de igual modo el efecto clínico que connota la entrada en análisis? Esta es la pregunta que me hice. La fenomenología de la entrada en análisis es mucho más conocida que la del final de análisis, porque la experiencia está conformada de modo tal que los comienzos son mucho más frecuentes que los finales. Le falta, empero, un índice tan seguro como el atravesa­ miento del fantasma. ¿No puede delimitarse con igual precisión, en el plano clínico, el paso inicial del analizante? Si intentamos hacerlo retroactivamente, a partir del pase, el m om ento en que se entabla la experiencia analítica puede presentarse muy bien de entrada como un cuasi-pase. Lo más frecuente es que la entrada en análisis sea una conm oción de la rutina en la que se mantiene la realidad cotidiana del sujeto; aun en quien piensa haberlo meditado tranquilamente induce una conm oción; en todos los casos en que hay entrada hay encuentro con lo real. En ciertas ocasiones éste reviste una forma que resulta traumática: descubri­ miento por el sujeto de un goce que le es desconocido, el suyo o el de su pareja; tropiezo con un deseo que excede los límites habituales en que se desplaza el sujeto; dificultades en una carrera profesional; irrupción de una muerte en una existencia que no solía tomarla en cuenta. La entrada en análisis connota, invariablemente, el golpe sufrido por la seguridad que obtiene el sujeto de su fantasma, matriz de toda significación a la que corrientemente tiene acceso. Si continuamos por esta vía, el paso del analizante se situaría como un pase inaugural, haciendo la salvedad de que la institución del sujeto supuesto al saber sin embargo recubre, de inmediato, la destitución subjetiva de la que este paso da fe. No hay aquí atravesamiento alguno del fantasma. E incluso cuando se demostrase en la retroacción de un análisis conducido hasta el término que es el pase, que la entrada en análisis se basaba en el golpe asestado al

fantasma fundamental, ¿cómo podría saberlo de antemano el analis­ ta, en la medida en que ese mismo fantasma en tanto axioma sólo emerge de una construcción en análisis? Al contrario, los únicos efectos clínicos típicos que caracterizan la entrada en análisis en los que el analista se guía, son aquellos que conciernen al síntoma, no al fantasma. Unicamente en ese plano debe buscarse el término que corresponde al pase. ¿Desde dónde se datan los comienzos de un análisis? Sería un error ubicarse exclusivamente a partir de la demanda al analista. Dicha demanda tiene para el sujeto, sin duda, valor de acto, tiene sus coordenadas simbólicas y, en todos los casos, un estilo de pegar el salto. Para algunos, ese salto se connota con un afecto de decaimiento, para otros asume la forma de algo semejante al pánico; puede presentar en el obsesivo un carácter de exigencia agresiva; revestirse en la histeria con una temática pasional, de intriga o de catástrofe. Pero, si se califica como "acto analítico" el acto del analista que autoriza la experiencia y no así al del analizante que se compromete en ella, es porque la demanda de análisis, por poca que sea la información que se tiene acerca de la práctica analítica —me refiero a saber, por ejemplo, que el análisis no es equivalente a una experiencia de relajación—, debe considerarse como la consecuencia de una transferencia ya establecida con anterioridad. "Al comienzo del psicoanálisis —dice Lacan— está la transferencia.", no la demanda de análisis. El paso del que se trata no se confunde en modo alguno con las diligencias que efectúa el sujeto cuando se dirige al analista, es anterior a ellas, y tiene que ver con lo que llamaré la pre-interpreta­ ción de sus síntomas por parte del sujeto. Esta pre-interpretación, que supone la erección del sujeto supuesto al saber, queda indicada en el plano clínico por el estilo de sin-sentido que adquieren para el sujeto algunos de sus pensamientos, de sus comportamientos, incluso toda su existencia. Este sin-sentido, que equivale a un encuentro con lo real, tiene como consecuencia un llamado al saber supuesto. También el tropiezo con un saber supuesto, sin embargo, puede producir esa caída en el sin-sentido que brinda su punto de partida a una sintomatización, eventualmente generalizada, de la existencia, cuya extensión, el analista, en el mom ento en que se abre la cura, sólo deberá constatar, sin intentar amplificarla más de lo conveniente, a lo largo de esas entrevistas que se llaman, tan inadecuadamente, preliminares; cuando se trata justam en­

te de entrevistas secundarias respecto a una transferencia ya presente. El viraje por el que Otro como lugar del significante es erigido por el paciente como sujeto supuesto al saber, conduce a lo que Freud había aislado desde su abordaje del caso Dora: a una puesta en forma del síntoma. El síntoma, en la definición que recibe en análisis, exige la implantación del significante de la transferencia. La formalización metafórica del síntoma responde, al inicio del análisis, al atravesa­ miento del fantasma que escande su final. Se apoya en su embrague sobre el discurso analítico, vía por la que se acopla al sujeto supuesto al saber, cuyo efecto le es ofrecido con más fuerza por el analista. Sólo entonces está el síntoma plenamente constituido. La paradoja reside en que éste no es un momento de apertura, de ruptura o de dehiscencia, pese a lo que a veces articula el sujeto, porque, debido al hecho mismo de que lo articula para el analista, tapona su hiancia. Se trata entonces, más bien, de un cierre del síntoma. Esta secuencia puede reconstruirse entonces en tres tiempos. El tiempo en que el síntoma, en tanto desconocido, se identificaba a la realidad cotidiana -el obsesivo lo demuestra evocando la regularidad de una existencia dedicada a satisfacer minuciosamente los imperativos de la vox familiae; también lo hace la histérica narrando en detalle el excitante desorden de sus pasiones que desafían a esos mismos imperativos—, sólo sabemos sobre él retroactivamente, cuando el sujeto nos lo relata. El síntoma tiene aquí estatuto imaginario: se identifica para el sujeto, sin solución de continuidad, con su vida misma. En II, se ubica la emergencia del síntoma como solución de continuidad: rajadura donde se revelará, quizá, posteriormente la incidencia de la relación con el objeto a. Esta emergencia impone en todo caso dar al síntoma un estatuto de real. La demanda que se hace al analista se inscribe en un tercer tiempo: m om ento de concluir, sostenido por el síntoma, cuyo efecto consiste en restituirle su estatuto simbólico, es decir, su estatuto de mensaje articulado del Otro. A esta "neurosis de transferencia", la clínica de la psicosis le da sus coordenadas más seguras: digamos que el sujeto, en su entrada en análisis, se coloca en oposición simbólica con el sujeto supuesto al saber en su lugar en el Otro, por el llamado que se hace a un sujeto supuesto al saber en la realidad, sujeto supuesto al

saber que puede ser cualquiera. Captamos así cómo el inicio del análisis constituye una coyuntura eminentemente favorable para el desarrollo de la psicosis. El síntoma, en tanto analítico, se constituye por su captura en el discurso del analista, gracias al cual, transformado en demanda, queda enganchado al Otro. El cierre del síntoma por el analista, en tanto éste, agregándose a él, lo complementa con el objetivo im plícito de restituirle su sentido, tiene entonces como consecuencia la histerización del sujeto, lo que quiere decir su apertura al deseo del Otro. Esta se revela en las formas de "resistencia" que provoca en el obsesivo, patente cuando es agresiva, más sutil cuando asume la forma de la obediencia, incluso de la complacencia extrema, tras la cual el sujeto retiene la puesta en ju eg o de su deseo; en la histérica, lo que ésta redobla, libera ensayos de extravío (del Otro), incluso una angustia que señala que el deseo del Otro está denudado ahora en su función de enigma. En todos los casos, el saber supuesto del sentido del síntoma sirve de pantalla al objeto del fantasma, cuyo lugar prepara al mismo tiempo. Debe abrirse aquí la rúbrica de los fenómenos marginales, de los síntomas transitorios que acompañan el embrague del síntoma. Al mismo capítulo pertenecen los primeros sueños, los primeros lapsus, los primeros actos fallidos, que connotan el embrague del síntoma sobre el sujeto supuesto al saber y sobre el deseo del Otro. A quí, puede concebirse siempre un comentario por partida doble: por un lado en la vertiente del saber, por otro, en la vertiente de la causa del deseo; pero, esta segunda vertiente sólo aparece retroactiva­ mente. El único punto de referencia de la clínica del análisis al inicio de la cura es el significante de la transferencia (el Niño del Lobo, de Robert y Rosine Lefort, ofrece en el campo de la psicosis un bello ejemplo de metáfora transferencial: Lobo/Señora). Para terminar, ilustraré, tomando prestado un ejemplo de la cristalografía, la función del significante de la transferencia. Para que se produzca metaestable, es necesario la ruptura del equilibrio extiende en una reacción

un cristal a partir de una solución llamada introducir un germen cristalino. A partir de que induce esa singularidad local, ésta se en cadena que termina convirtiendo toda la

solución en cristal. Pues bien, digamos que. del mismo modo, el síntoma cristaliza a partir del significante de la transferencia. ¿No es éste acaso el término que merece hacer juego con el atravesamiento del fantasma: la precipitación del síntoma? Traducción: Diana S. Rabinovich

LI MITES DE LA F U N C I Ó N P A T E R N A

Michel Silvestre

El analista ha de hacerse a la idea de que su experiencia se establece a partir de lo que no atina. No atinar, en efecto, lo obliga a interrogar su acto allí donde falla. En lo tocante al psicoanálisis, ¿cómo definir el éxito, a no ser como ausencia de fracaso? Curiosa experiencia ésta, cuya enseñanza no interviene nunca sino demasiado tarde, retroactivamente. La metáfora freudiana del león que sólo salta una vez debe extenderse al conjunto de la cura. Sólo la cura en conjunto propor­ ciona al analista la seguridad de que ha dado en el blanco. Terminar una cura es hacer irrevocable un acto que hasta ese instante podía todavía rectificarse. Cuando el analizante se marcha, desaparece para el analista: se fusiona con lo real. Si es lícito decir que el analizante emprende el análisis según su arbitrio, la decisión del fin del análisis recae enteramente sobre el analista, el cual ha de llevar esta carga, y hasta la descarga. Por ello, el acto analítico se evalúa por el final —y la finalidad también— que le da el analista. Cuando este final es prematuro, el yerro que puntualiza revela al analista los hitos que no atinó a ver, los embrollos que no supo desenredar y los errores que no supo prevenir. En esto, Freud deja muy poca esperanza, pues descubre en la castración el escollo por el que todo análisis naufraga. Si Lacan postula un rebasamiento de ese escollo, nos queda a nosotros demostrar que es posible. Es éste uno de los criterios que se imponen en una clínica lacaniana. Yo me quedaré más acá de esta meta pues sólo puedo proponerles, con la exploración de un yerro, las solucio­

nes posibles mediante las cuales hubiera podido tal vez obtener el éxito. Cuando Rachel vino a verme para pedirme un análisis, se presentó como una rebelde: rebelde a las dificultades más cotidianas de la existencia, cuyas contrariedades considera como malignidades de un sino encarnizado contra ella; rebelde respecto a las obligaciones de la vida conyugal, en las que no ve más que exigencias de un marido empeñado en obstaculizar su autonomía; rebelde frente a las cargas de su función materna, cuyas preocupaciones representan para ella una angustia intolerable; rebelde, en fin, ante las obligaciones de su profesión, en la que no ve más que explotación y hasta esclavitud. La sexualidad, es ante todo un deber, un engorro, aunque reconoce que no es para nada frígida. El deber conyugal es siempre objeto de negociaciones a las cuales ella cede, pero no sin una contrapartida. No duda del deseo, lo que no soporta es la demanda que implica; la suya tanto como la de los demás. Rachel es rebelde. La calificación de reivindicativa no le cuadra. La reivindicación es una queja que tiene por objeto las leyes que rigen la repartición de los bienes; no objeta la existencia de esas leyes sino sus aplicaciones. Sin embargo, no se queja de ningún daño en particular, de ningún perjuicio en su contra. Lo que padece es la violencia, pero más que ser su simple víctima, es su juguete. Es una violencia que surge y la invade siempre que tiene que confrontarse con un semejante. U na violencia recíproca que padece doblemente por no poder ejercerla sobre el otro, y que exacerba su rebelión hasta la desesperación. Ello entraña un sufrimiento difuso, una queja depresiva que da el tono a su existencia y a su palabra: ¿por qué la vida me resulta tan penosa, tan dolorosa? ¿Qué secreto posee el otro para gozar de una felicidad que a mí se me escapa radicalmente? Este sufrimiento no estuvo siempre presente. Aparece hacia los doce años, en el momento de la pubertad. En efecto, la adolescencia de Rachel se resume estrictamente en un conflicto incesante, de una intensidad que la deja atónita cuando la evoca: la confrontación cotidiana con el padre. Su padre es para ella el agente único, el representante exclusivo de esas constricciones que, desde entonces, la torturan. Ella misma está desconcertada con esta comprobación, ya que

nada en su padre justifica el que se vea así convertido en responsable de su padecimiento. No hay en él ningún rasgo de carácter particular: ni debilidad excesiva, ni autoritarismo torpe, ni indiferencia descora­ zonante. El combate cesará brusca y trágicamente cuando, en el curso de una de sus peleas, el padre de Rachel muere a causa de un ataque cardíaco agudo. Este acontecimiento, que ocurre en un contexto tan dramático, me pareció determinante; determinante respecto a una significación que, en mi opinión, debía centrar el curso de la cura: significación de una confrontación que había quedado en suspenso, en la que la ausencia dolorosa de una palabra resolutiva separa a Rachel del reconocimiento de la ley edípica y del deseo que reglamenta. Es necesario llevar a cabo un duelo a partir del cual el padre, muerto al fin, le permitirá soportar esa ley y la castración que implica. Pues, más allá de esa adolescencia conflictiva, en la infancia el panorama cambia. Rachel hace surgir, en efecto, una niña más bien alegre, atenta a las dichas y los placeres, y la evocación de losjuegos sexuales, hacia los que manifiesta una curiosidad y un entusiasmo de prosélita, la llena de una dolorosa consternación. Hasta llega a encontrar el recuerdo de un período en que se somete complacientemente a las caricias de un empleado de la tienda de su madre. A sí, Rachel acepta y aun solicita los manoseos precisos que terminan regularmente con la eyaculación, ante su vista, del emplea­ do. Este sainete se repite, según sus recuerdos desenterrados poco a poco, durante casi un año. La relación se interrumpe por la partida del empleado. Hay que añadir un elemento esencial: las más de las veces la madre no está muy lejos, ocupada por el comercio de la tienda. De hecho, la evocación de esta infancia toda llena de lo que al fin y al cabo hay que llamar goce sexual, produce en Rachel una aguda nostalgia que la retrotrae irresistiblemente al amor que siente por su madre. Hasta tal punto que, respecto a este objeto materno, el empleado sólo es, estrictamente, el agente, el ejecutante y hasta el oficiante de la madre. Rachel se halla presa entre dos caras, dos vertientes aparentemente contradictorias de su historia. La primera, la oposición al padre en la

que rechaza la ley que éste encarna, único acceso, no obstante, al deseo fálico. La segunda, la efusión sensual en la que domina el amor por la madre, donde la meta es un goce que de entrada se impone como m ítico e inigualable. De un lado, podría decirse, el deseo; del otro, si se me permite esta esquematización, el goce. De hecho un padre, y sobre todo el padre seductor de la histérica, suscita el deseo, justamente porque resulta siempre insuficiente, insatisfactorio y aun desfalleciente. A la inversa, una madre compla­ ciente establece necesariamente al sujeto en la nostalgia de un goce del cual no habrá nunca más un equivalente. Este es el punto donde me espera Rachel; allí me convoca, imperiosamente, exigiendo de mí lo que imagina haber obtenido de su madre. A mí me parece, sin embargo, que debo evitar esta solicitación y conducir la cura más bien por la otra vertiente, la otra versión de su historia. Entonces el análisis se desarrolla según una sucesión regular de episodios en los que su esperanza inevitablemente defraudada desencadena su furor, el cual cede con un sueño que nos recuerda a ambos que ella me ama. Sueños de efusión en los cuales su pareja —su madre y yo nos alternamos en este papel— la lleva a veces hasta el orgasmo. Yo insisto, sin embargo, en traer a colación un padre que es el que impide gozar con tranquilidad. Un padre evocador de un falo que subraya más lo que el sujeto pierde al realizar el goce que lo que gana simplemente imaginándolo. Insisto en decepcionar a Rachel y en volverla insatisfecha. Dicho de otra forma, me expongo a su odio, pero en el fondo, si se piensa en ello, me lo merezco. La transferencia se separa cada vez menos de la repetición a la que anima; por el contrario, se convierte toda entera en esta repetición, la cual se manifiesta como odio del falo mismo, y por añadidura —y estamos en el caso de decirlo— como odio del que lo lleva. La transferencia negativa, dice Lacan, es la verdad de la transferen­ cia. Con Rachel, no podía yo estar mejor servido. También a ella le sirvió de algo. Aparentemente, y a la vez que conmigo las cosas andan mal, en lo que respecta a lo demás las cosas

más bien andan mejor; ella misma llega a admitirlo cuando su odio se lo permite. Llegamos a tal punto que, en el transcurso de un episodio particularmente violento, en vísperas de las vacaciones, Rachel decide no volver más, e interrumpe así su análisis. Entonces ¿cómo voy yo, aquí, y para ustedes, a concluir el relato de la cura de Rachel? Se pueden establecer dos comprobaciones contradictorias. Por una parte, se podría decir que, pese a las emboscadas, las dificultades, las confrontaciones, y con la presión de una interpreta­ ción siempre dirigida en una misma dirección, Rachel pudo, por el análisis, reconstruirse un padre imaginario a la medida, a partir del cual se efectuó el duelo del padre real. Debido a ello, un reconoci­ miento relativo del padre muerto le permite un acceso, precario sin duda, a la castración, del que da fe el apaciguamiento de su relación con su entorno. Probablemente este acceso a la castración sigue marcado por una fuerte hostilidad para con el portador del atributo fálico. Penis-neid, en consecuencia, es decir, y por qué no, logro freudiano. Ya se habrán dado cuenta de que si hablo de logro freudiano es para oponerle lo que en mi opinión es un fracaso en el sentido lacaniano. Si es que me permiten, de nuevo, un esquematismo semejante. Fracaso, primero, en el manejo de la transferencia, retrotraída sin cesar a la repetición y, por ende, cargada de imaginario. Esta confusión es el resultado de la siguiente superposición: por un lado la escenificación mediante la cual Rachel espera recuperar su goce, y por el otro, el combate en el que se escabulle del deseo del Otro. Esto entraña el que no se analice nada de lo referente al fantasma que resolvería el conflicto fálico en el que se refugia el sujeto Rachel En efecto, construir un padre no es lo mismo que construir el objeto de su fantasma para separarse de él. Por el contrario, Rachel sigue apegada a ese padre, no porque rehúse su muerte (a esto la llevó el análisis), sino porque, más radicalmente, éste viene a ocupar el lugar de ese Otro que la deja caer en el punto mismo en que ella imagina que goza de él. El que el padre se perfile aquí en una perspectiva materna sólo significa que el falo no es el todo del goce. Si la castración acomoda el deseo a la ley, lo que hace es dividir el

goce. Era una ingenuidad de mi parte pensar arreglarlo todo única­ mente con lo que reglamenta el falo. La castración divide el goce para producir un resto al que Rachel sigue prendida. Se puede, sin duda, ubicar este resto en la mirada materna que cubre con su omnipresencia cómplice tanto las activida­ des sexuales de Rachel como sus combates con el padre. Fantasma intocado, entonces, sobre el cual el análisis produce una prótesis fálica que la lleva a encontrar sólo un instrumento siempre inadecuado para su goce. Unas palabras, para terminar, sobre el diagnóstico. De retomarse esa cura, varios años después de su no-terminación, me parece que habría que zanjar por el lado de la neurosis obsesiva. La problemática prevaleciente del goce, erigido en mito individual y sobre el cual Rachel se esfuerza en constituir un Otro a su medida, parece dar testimonio de ello. Y es que no se podrá nunca engatusar a una histérica con un padre de pacotilla, así fuese analista. El padre sólo conviene al goce por el m ito; como símbolo, no hace más que marcar su límite. Traducción: Julieta Sucre

II N E U R O SI S

D I R E C C I Ó N DE LA C U R A EN LA H I S T É R I C A

Michel Silvestre

¿La estructura clínica del paciente tiene consecuencias sobre la dirección de la cura? Esto sólo podría demostrarse a posteriori y caso por caso. Precisar el tipo clínico de un paciente particular no puede considerarse, en ningún caso, condición previa a la cura; incumbe a la posición propia de cada analista, que realiza su práctica en forma solitaria, con la experiencia que ha acumulado. Tengamos en cuenta, sin embargo, la solidez de la repartición de esos tipos clínicos —histeria, neurosis obsesiva y fobia— que ningún intento de aporte o de revisión ha podido conmover en grado alguno. Planteemos, entonces, que cada uno de esos tres grandes tipos clínicos agrupan modos específicos de respuesta del sujeto y que esas respuestas se vuelven a encontrar en diferentes sujetos pertenecientes a un mismo tipo clínico. La dirección final de la cura no está en causa. El horizonte de toda cura continúa siendo el advenimiento del sujeto frente a su deseo, más allá del surgimiento del fantasma. Este horizonte implica la caducidad del tipo clínico. Lo que nos ocupa concierne a los medios para alcanzar lo dicho. Ahora bien, es un hecho que las respuestas del sujeto, es decir su neurosis, oponen a esos medios algunas dificultades que se aclaran al ser relacionadas con el tipo clínico correspondiente al paciente. Las respuestas propuestas por la neurosis histérica conciernen, en primer lugar, a la dialéctica del deseo; es decir, a la circulación de ese deseo, propalado por el significante, entre el sujeto y el Otro.

Aceptemos, por el momento, que la figura de la histérica sea encamada por los seres hablantes que tienen útero. Esto no es todavía, para la teoría psicoanalítica. más que una coincidencia estadística, aunque nos permite invocar, bajo el nombre de histérica, a aquella paciente ejemplar, prototipo de las que desde Anna O., como musas del deseo, inspiran a los analistas las palabras de sus interpretaciones. La histérica está bien ubicada para inspirar el análisis y volver a encontrar al analista, ya que la propuesta de éste (la asociación libre) provoca los impasses de la dialéctica del deseo para decirse en síntomas. Los analistas no responden siempre adecuadamente a tales solicita­ ciones. Es por eso, incluso, que la histérica puede ser llevada a disfrazar su demanda, diversificando sus síntomas; eso puede significarle excesos de sufrimiento, en los que la clínica adquiere enmascaramientos inesperados. Retomaremos esos avatares que despistan a los analistas, al punto de que dudan si realmente enfrentan una histeria y. sacan del bolsillo un hipotético núcleo psicótico. Si bien sus problemas no se solucio­ nan, al menos su comodidad queda preservada gracias a ese recurso, que no diagnostica otra cosa más que su contratransferencia. Sin embargo, antes de llegar a esos escollos de la cura y a las balizas que se le pueden oponer, se debe convenir que la neurosis histérica se adecúa amablemente al procedimiento freudiano. Idilio

La oferta del psicoanalista se reduce a la regla fundamental, que enuncia también la única prescripción técnica a la que el psicoanalista se atiene. Esto es suficiente, como lo indica Lacan, para producir el supuesto sujeto del saber, que surge del analizante mismo, estableciendo así las bases de la transferencia. Nada más equívoco que la regla fundamental, en la que la histérica capta que su palabra es el sostén de la escucha del Otro y la causa de lo que puede volverle. Entonces, el idilio puede comenzar. La palabra de la histérica se convierte en una égloga por la cual el sujeto dedica su queja al Otro, a

quien no confunde, ciertamente en ese comienzo, con la persona del analista. Por el contrario, éste no cumple su función más que callándose, es decir, que debe ser, por su silencio, el garante del buen acuerdo que la histérica establece con el Otro. Esta ubicación es propicia para desplegar adecuadamente el proce­ so de la cura y la instalación de la transferencia. La interpretación histérica de la regla fundamental es justa en tanto asigna al analista el estar presente en lugar del Otro y, como tal, en posición de devolver al sujeto lo que éste reprime. Solamente si el analista ocupa ese lugar, la histérica percibe que él no se desplaza. El analista sólo puede responder desde este punto en que la repetición da a la transferencia aires de falso reconocimiento. Puede comprenderse que la confusión entre transferencia y repeti­ ción, mantenida por los analistas hasta que Lacan las disocia, es una teoría histérica. El analista, para la histérica, está limitado a decir sólo lo que la repetición da por sobreentendido. Alcanza con que aquél complete la frase, para que la repartición de papeles logre su efecto pacificante en eljuego del deseo. Si la insatisfacción es fundamentalmente del deseo, ya que es necesaria para que éste se mantenga, la histérica hace de esa insatisfacción una condición absoluta, pero con el corolario de que el Otro cargue con el peso. La histérica se esfuerza por imponer al Otro desear siempre más; lo que conviene al analista, que se supone sólo espera el significante siguiente. A cuerdo perfecto, se podría decir, ya que se apoya sobre las variaciones infinitas de la metonimia significante. La histérica promueve su división de ser sufriente, ofreciendo al Otro los significantes que determinan su deseo. Por ese sacrificio ella se considera a salvo de la castración que suponen esos significantes amos del deseo. A quí se ve cómo la histérica instaura un lazo social: ¿quién rechazaría ese lugar del otro, en que el deseo es propuesto "llave en mano", incluso si aveces un fiasco viene a mostrar la impostura? El analista puede sin embargo rebelarse y, por escrúpulos profesio­ nales, denunciar ese saber que la histérica olvida. Sin embargo, es generalmente para escuchar en la respuesta de la histérica que de ese saber, él no le dice más que el semblante, o sea

lo que ella ya sabía. En efecto, para qué sirve decirle a alguien que se queja, que la causa de su queja reside en aquello de lo que sufre. Considerando que la histérica sostiene su deseo por la exaltación de la falla fálica (— ) no debe sorprender el tope que encuentra la interpretación que se apoye sobre la sola significación del falo. Tal interpretación puede ser llamada tautológica, estrictamente, ya que se construye como una formación del inconsciente, aunque ella no revele más que lo que induce el significante amo, dejando en la sombra lo que sostiene al sujeto más alia de su división, es decir el objeto de su fantasma. Subrayemos que ese tipo de interpretación es coherente con el lugar que la repetición propone al analista y que habíamos menciona­ do anteriormente. Es por eso que puede resultar un efecto de apaciguamiento, más aún cuando éste apela a la sugestión. El discurso del amo puede, en ciertas circunstancias, encajar con el discurso histérico. La histérica acepta retirar su queja si estima que el mantenimiento de la transferencia está en juego. El analista cura a la histérica mientras la metonimia consienta que la relación se prolongue, es decir indefinidamente. Equivocación

Sin embargo, es a partir de la transferencia que la dirección de la cura de la histérica vuelve a encontrar un tope que exige del analista ser otra cosa que el doblaje silencioso de la repetición significante, pues se trata para él de estar presente. Cuando Freud debe reconocer que la transferencia incluye un aspecto de resistencia, descubre que más alia de la repetición que presta al analista los rasgos de la imagen infantil, hay una presencia del analista. Pues si la transferencia no puede reducirse totalmente, disolverse, en las coordenadas del retorno del significante, es necesario que el analista, en esa transferencia, también sea real. Esa presencia del analista com o real es la cuestión subyacente al conjunto de textos freudianos reunidos bajo el título de la técnica psicoanalítica. Freud descubre que la histérica produce el amor en la transferencia para hacer barrera a ese real del analista.

En ese sentido, debe releerse ese admirable texto sobre el amor de transferencia, en el que Freud pone en escena el dúo sorprendente de la histérica que ama y del analista que desea. No es posible, en efecto, que Freud ignorara que el amor acepta perfectamente dejar en suspenso el coito. La poesía está hecha a partir de esa evitación. Por dos razones Freud da al amor de transferencia ese objetivo particular que es el acto sexual. Primero, porque se trata de revelar la significación de ese amor, que es sexual, es decir fálico; y porque esa significación sólo puede ser formulada en el lugar del analista. Corresponde al analista mantener el rumbo del deseo, pese a las maniobras del sujeto destinadas a desviarlo. Pero, sobre todo, si el amor de transferencia incomoda a Freud, es porque, como tal, no es interpretable, al menos en la concepción que se tiene ahora de la interpretación. El amor de transferencia no es interpretable en términos de formación del inconsciente. El equívoco del amor de transferencia no reside en que el analista es tomado por otro sino, al contrario, en que es amado por lo que es, más allá de lo que el sujeto repita. A ello se debe la reflexión freudiana sobre el agieren. Pues el amor es a la transferencia lo que la repetición es al supuesto sujeto del saber: un obstáculo al mismo tiempo que un revelador. Freud se inquieta con su descubrimiento al punto que no sabe qué responder a Ferenczi cuando éste, en 1924, se propone actualizarla técnica del psicoanálisis introduciendo en el manejo de la transferen­ cia el agieren freudiano, se sabe que la llamó técnica activa. Intuición notable de Ferenczi, quien se da cuenta de que si el ana­ lista es el Otro del sujeto, no es un puro reflejo del sujeto, y su pre­ sencia en esta dialéctica no es gratuita. Intuición de corto alcance, sin embargo, pues Ferenczi confunde la omnipotencia del Otro materno, con la que se apresura a revestir al analista, con el absoluto de la causa del deseo, el objeto a. Ferenczi se alinea aquí con el neurótico, para borrar al Otro del deseo detrás del Otro de la demanda. Confusión que conviene particularmente a la histérica enamorada, ya que si ella lo ama es para desviar al Otro de su deseo. La histérica anhela que el Otro desee, pero a condición de ser quien lo conduzca y lo inspire.

En este punto la dirección de la cura de la histérica debe realizar un viraje, que responde al desplazamiento operado por Lacan en la posición que él señala al analista. Estar en el lugar del Otro impide, de hecho, toda salida al amor de transferencia. Es el impasse, la huida del sujeto o el pasaje al acto. Ahora bien, es solamente cambiando el juego como el analista puede remitir a la histérica a lo que la hace deseante, para que se desprenda del objeto que se obliga a amar. El analista puede, efectivamente, desalojar al sujeto histérico del lugar desde donde suscita en el Otro los significantes de su deseo, con la condición de ser él mismo quien cause ese deseo. La histérica, a través de su impulso amoroso, apunta a un objeto señalado fuera de la transferencia, no en el pasado sino en el presente. Se sabe que Freud, al mostrar muy rápido esa diferencia, hace huir a Dora, que le cierra la puerta en las narices. Sucede que Dora rechaza la angustia y prefiere conservar su síntoma, antes que decir su fantasma, en el que "la mujer" ocupa el lugar de objeto. La angustia es el precio que debe pagar la histérica para acceder a esta verdad: si el Otro desea, ese deseo es un enigma radical para el sujeto. Dora se detiene entre síntoma y fantasma, entre una significación fálica que rechaza y un desenmascaramiento del objeto de goce que la angustia. Un giro tal puede ser para la histérica la ocasión para dejar la escena. Esto no necesariamente debe considerarse un fracaso. Separación

Si la causa del deseo puede ser percibida por el sujeto, lo es por medio de aparataje fálico. Compromiso habitual, que hace al goce compatible con las condiciones relativas a las identificaciones edípicas y al buen uso de la metáfora paterna. Es sabido que esas identificaciones tanto como esta metáfora, no son supuestos de partida para la histérica, porque eligiendo las identificaciones que contrarían su sexualidad anatómica —identifica­ ción al hombre— ella se ve obligada a guardar al padre como objeto de amor y se niega a pasar al padre por la trituradora del significante. De ahí su gusto por la irrisión del semblante, la cual sólo asegura su eficacia por el éxito de la metáfora paterna.

Sin embargo, repetido adecuadamente por el analista, el significan­ te del Nombre del Padre puede proponer la felicidad a la histérica si ella consiente, finalmente, a esa salida fálica. Es suficiente para ello que otro satisfaga la castración y le dedique su deseo. El conjugo o el reconocimiento de su adecuación, si antecede a la cura vienejusto a punto para separar al sujeto de su analista. Fin terapéutico, diremos, sin temer que se encuentre su parecido con una tradición que propone, desde siempre, la farmacopea fálica para la histérica que en su sufrimiento, espera. Es que se puede conocer bien el remedio sin lograr hacerlo tragar. El analista que lo logre no tiene que avergon­ zarse de su acto, incluso cuando la histérica permanece intacta. Pues el análisis, inversamente, puede hacer imposible esta solución, reforzando el escepticismo del sujeto frente a la primacía del falo en su efecto de significación. La castración no es tanto rechazada a causa de la angustia que implica, sino del semblante que ella impone como soporte. Este escollo conduce a la histérica a exaltar lo que la experiencia analítica entraña de alienación, para elevar a regla de vida el desengaño frente al semblante fálico. Situación que da, a veces, a este giro de la cura, la impresión de haber retornado al punto de partida. Con la diferencia de que el sufrimiento no deriva más que de un deseo nostálgico de un Otro conciliante, donde el deseo mismo del sujeto toma el lugar del objeto apropiado para causar el deseo del Otro. El sufrimiento se origina aquí en un goce que se niega a la finitud fálica y que obliga al sujeto a buscar en el Otro los signos de que el significante no es todo. Búsqueda agobiante, a la cual está mejor predispuesta la mujer, por su anatomía, que el hombre y que justifica que se pueda hablar de la histérica en femenino. A sí se revela a la histérica el resorte esencial del deseo: lo que ella tomaba por su causa y su razón, el falo, no es más que el disfraz en que el oropel vira a la bufonería, al mismo tiempo que su significa­ ción choca con el sin-sentido que la produce. La histérica acepta que la verdadera causa está en otra parte, pero para consagrar dicha causa al goce del Otro, encarnándola. El impasse que encuentra la histérica en la dialéctica del deseo la encadena a la afánisis, desvanecimiento subjetivo por el cual se recupera su goce. El deseo parece alejarse, como el mar cuando se

retira, para dejarla plantada, pobre cosa traicionada por el Otro, que desea sin ella. Estado de rechazo y abandono que los psiquiatras no dudan en llamar, con su habitual necedad, m elancolía; pero que no es más que el resultado del efecto del deseo, cuando éste se muestra no ser, infine, más que deseo de muerte. Reacción terapéutica negativa, decía Freud, e incluso masoquismo primordial. Un análisis no es para nada necesario para que ese cuadro se realice y la lista de figuras cotidianas de esas mujeres cuyo destino es la infelicidad sería larga. Figuras inversas de la evocación habitual de la "bella histérica", sostén de la gloria fálica, las que, sin embargo, dicen la verdad. La verdad que denuncia este impasse, es que al rehusar la castración como reguladora del deseo, la histérica no tiene otra opción más que la de realizarse en el objeto de su fantasma, para dedicarse al goce del Otro. Es en este punto que el analista debe estar presente, pues el pasaje al acto que amenaza tiene una dimensión distinta que el acto sexual evocado anteriormente y que no estaba destinado, finalmente, más que a denunciar lo irrisorio del priapismo masculino. En el mundo de la histérica, así devastado por el deseo de muerte, el analista es entonces obligado a volver a impulsar la cura. Nuevo impulso que encuentra su resorte en la puesta enjuego del deseo del analista, en el punto mismo en que la demanda desaparece. Esta sustitución reposa más en lo que conviene llamar una maniobra de la transferencia que en una interpretación, porque el analista debe hacer semblante de su real así denudado y no de los significantes con que hasta entonces lo revestía la repetición. Prótesis del deseo, planteamos, para proponer que el analista puede sacar al sujeto de la trampa en que su goce paradojal lo encierra, en primer lugar, ofreciéndose como objeto de su fantasma y causa de su deseo. Esta emboscada es la del fantasma, última defensa contra el deseo, al que cubre de significaciones vigorizantes. Ese momento de la cura en que amenaza el fin, descubre el armazón de la estructura de la histeria y estremece sus cimientos. Nueva opción para el sujeto. O bien, él decide continuar la búsqueda que le propone su fantasma, consolidado por la desaparición terapéutica del síntoma, sin el sostén del analista quien, in absentia, puede continuar encarnando

al Otro que desea en vano. Vanidad proclamada del deseo, que muestra que la estructura permanece intacta, pero desde ahora fuera del análisis. O bien el sujeto acepta poner en juego fantasma y deseo, hasta aquí indisociables, eventualidad subjetiva que se ilustra con dos configuraciones tomadas de lo dicho anteriormente. Puede aceptar la contingencia de una pareja que ya no se ve limitada a la impotencia de encarnar el —. O puede admitir que el Otro se mantiene deseante sin por eso imponer al sujeto la vocación de Causa perdida. Desde entonces, separado de un fantasma que no tiene otra significación más que la coyuntural y rápidamente obsoleta de una historia familiar, el sujeto puede encontrar en su deseo la razón de sus actos para lo que le queda de existencia. Traducción: Carlos A. de Santos

EL O B J E T O EN UNA FOBI A

Colette Soler

Voy a decir una cosa, a propósito de un caso, una cosa que me parece haberse verificado por lo menos en dos casos. Se trata de un caso de neurosis fóbica en una mujer. Conocida es la tesis de Lacan sobre el síntoma fóbico. El objeto fóbico, como "significante a todo uso para subsanar la falta del O tro", sustenta la función paterna, sostiene la metáfora. Quisiera mostrar que, así como el síntoma fóbico restaura al padre, el fantasma, aquí, invoca al padre. Esta formulación plantea de inmediato una pregunta, la de la especificidad del fantasma según las estructuras. Lacan afirmó siem­ pre que las formaciones imaginarias no son específicas. Lo cual equivale a decir que no se pueden, en ese plano, definir tipos de fantasmas como se definen tipos de síntomas. Sin embargo, es indudable que el fantasma no se reduce al registro imaginario, en la medida en que su objeto es real, vuelve siempre al mismo lugar, y un lugar se define en lo simbólico. La pregunta es, pues: ¿aporta el síntoma una especificación al fantasma? El caso, ahora. No voy a desarrollar lo que funda el diagnóstico. Diré simplemente que la función del síntoma resulta especialmente patente. Los objetos fóbicos, lábiles a través del tiempo, pertenecen todos sin embargo a la misma serie, la del proyectil desgarrante. El síntoma restaura aquí al padre en su función de separación de la manera más límpida, casi sin transposición. ¿Hay algo más sencillo, en efecto, para servir "de arma a la guardia fóbica contra la amenaza de

desaparición del deseo", hay algo más sencillo que el escoger como objeto el arma misma, más aún, un arma que fue escogida en un momento de desfallecimiento del padre —ella tenía entre tres y cuatro años—, escogida, digo, en el padre de la biografía: era un policía aparejado de moto y pistolas. Evidentemente, no se trata del padre castrado que el síntoma erige en lo imaginario; es. por lo contrario, un padre no castrado, e incluso, castrante. Es a ese padre al que ella está identificada a nivel del yo. "Proyectada" siempre "hacia adelante", según sus palabras, convir­ tióse ella misma en proyectil, y ello gracias a una sutil estrategia del proyecto, que no describiré aquí. Esta identificación es la que sostiene el yo autónomo, dinámico y conquistador con que viste contrafóbicamente, retomo expresiones de Lacan, su angustia. Se dedicó a reemplazar en lo imaginario el "al-menos-uno" que podría escapar a la castración. Adquirió con ello cierto haber, bajo forma de cultura, riqueza, e incluso dos hijos, que había querido tener y que tuvo. En ese contexto, el deseo masculino era para ella una amenaza y hasta una injuria. A su llegada, ella misma formula su dificultad en términos de angustia de abandono. La angustia conduce aquí directamente al fantasma. Me serviré de él como hilo de Ariadna. De los seis años de análisis extraigo cuatro secuencias prototípicas de momentos de angustia. Aparece, sobre la escena, diría, un objeto que es exactamente contrario al proyectil, a saber, el objeto amorfo, el que no se mueve por sí solo, salvo en caso de caída. De entrada, ya en las entrevistas preliminares, pasadas dos sesiones, mi respuesta en suspenso a su demanda de análisis ocasiona, ju n to con la angustia, esta pregunta: "Pero, ¿qué quiere Ud, de m í? " , seguida, después de un silencio, de esta frase que la deja desconcertada: "Soy un paquete en consigna". A continuación, surge un recuerdo. Del tiempo en que su padre se calló durante su depresión, pues a seguidas de un accidente que lo dejó inmóvil, pasó dos meses sin decir una palabra; de esta época le han contado sobre ella: "Eras como un paquete". Quizás había comenzado ya a hacerse la amorfa, y habrá luego muchas otras variantes, hasta hacerse la muerta. Un sueño ahora, repetido en el análisis durante meses e incluso años, cada vez menos frecuente, es cierto, hasta desaparecer al fin.

El sueño es muy sencillo: su marido la deja, sin una palabra, o bien con cierto tono, lo que la deja a ella sin voz; la angustia la hace perder el aliento y se despierta. Por últim o, una crisis de angustia, repetitiva también, y descrita muchas veces. La menor discusión con su marido puede producirla, basta con que la discusión termine así: él sale sin una palabra. Ella queda entonces fuera del tiempo, el tiempo, dice, se ha detenido, toda llamada está suspendida, cree ahogarse. Se le ocurren dos ideas entonces: tendría que acostarse en el suelo, y esta otra, subir a la cima de la torre -vivía en una torre— y tirarse, de manera de caer a sus pies en el momento en que él saldría del garage; como un paquete, dice, sin darse cuenta. ¿Es el precio que hay que pagar para que Aquiles alcance a la tortuga? En todo caso, proyectil o paquete, es su propio fort-da. Cual Empédocles, que Lacan evoca precisamente a propósito de la operación de separación, por una suerte de báscula sacrificial, pagando imaginariamente con su vida, intenta encontrar el deseo del Otro, A tachado, deseo representado aquí por el paquete, paquete de regalo podría decirse, en que ella se convierte a través del sacrificio de sus virtudes proyectiles. Sin embargo, poniendo en juego de ese modo "la falta que produciría en el Otro con su propia desaparición, ( ...) lo que el sujeto llena no es la falla que encuentra en el Otro, sino la pérdida constitutiva de una de sus partes". ¿Cuál es para ella esta parte, "a la merced del O tro" dice Lacan, cuya caída es revelada por la angustia, y que. hasta ahora, estaba cubierta contrafóbicamente por la autonomía del yo? El análisis va construyendo progresivamente la respuesta que ya estaba ahí. Para ella es una voz; no la voz, sino una voz. En el sueño o en las crisis de angustia lo que se juega no es que él la deje o que esté ausente; ella lo demostrará de todos los modos posibles. El rasgo es el silencio, o el "sin una palabra" o un cierto tono. En la transferencia ése es su leitmotiv. Por otra parte, hay que decir que el inicio de la relación privilegiada con este hombre ocurrió no en el instante de una mirada, sino a partir de una entonación. Tan poco se trata de abandono, que aguanta muy bien la ausencia con tal de que esta inflexión le sea dada. Las crisis de angustia se desencadenan cuando le falta esta entonación. Entonación que ella evoca como indescriptible y a la vez fuera de duda. No es un timbre ni una palabra, ni música ni

mensaje, más bien mensaje de un mensaje, es decir, llamada. El fantasma aquí no es otro que el fantasma del neurótico, el que se escribe "S tachada punzón D mayúscula". A quí, un paréntesis: esta voz se opone a otra, a la que se basta a sí misma y que ordena, la voz superyoica que dice no la falta del Otro, sino su voluntad. V oy a mostrar ahora que, en el modo como esta voz-entonación vuelve siempre al mismo lugar, hay como una huella del padre. Observo, en primer lugar, errores de fecha en los recuerdos que revelan que data su vida no a partir de su nacimiento, sino a partir del momento en que el padre salió de su mutismo. En segundo lugar, hay un relato de la madre que resalta, por contraste, dentro de cierto contexto. Contexto de memoria, natural­ mente. El contexto está dado por la verbosidad desatada y llena de odio con la que el padre se aplicaba a disminuir a su mujer. Se halla dado también por la indiferencia sexual, no disimulada, de esta mujer constantemente anulada. En este contexto, la memoria de la paciente ubica un relato de su madre que evoca el encuentro con el padre, un padre otro, que ya motorizado hacía cientos de kilómetros, de día o de noche, para venir, a veces sólo por unos instantes, venir no a verla, sino. . . a hablarle. Y la madre añadía con nostalgia: entonces, era otro el tono. ¿Que metonimia sostenía las palabras de este hombre? ¿Era acaso, como para Bel Ami, la ostra evocada por esa oreja que él se dedicaba a encantar? Misterio. Queda (s)ce(l)lado, con la doble ortografía de la palabra: sellado en el sentido de fijo y celado en el sentido de oculto*, queda celado en este relato el plus-de-goce del padre y, por lo tanto, también lo que pudo encantar a la madre. Pero el encanto fue efectivo: deja como huella de su acción Un resto, el tono. Por este motivo, ese objeto cuya caída es revelada por la angustia, se convierte como en el soporte del deseo del Otro, en el doble sentido del "de", se convierte para la paciente en el emblema sensible "del representante de la representación en la condición absoluta". Lo importante en este relato-ficción es que el padre, e incluso un padre otro, es evocado, o más bien invocado, en relación con el deseo opaco de la madre. La escena fija la posible conjunción del signifi­ cante paterno con el objeto causa del deseo de la madre. Es como el * S c e l l é y c e l é en f r a n c é s .

[N.T.]

índice de una metáfora. Digamos que es una escena primaria no traumática en la que el nombre del Padre bajo la forma de padre-sonido, de persona* copula, por la oreja, con el deseo del Otro. A sí, el fantasma, en tanto deseo del Otro, es él mismo conmemora­ ción -palabra que quiere decir, literalmente, recordar la memoria de una persona—, conmemoración del padre, del padre de la metáfora. Vése claramente aquí que el fantasma aporta una respuesta, en lo imaginario, a la opacidad del deseo del O tro; el "S tachado punzón a minúscula" especifica la barra del gran Otro tachado. En este sentido, si bien el fantasma transmite angustia, también es un remedio contra otra angustia. Resulta especialmente evidente en la neurosis fóbica el que una angustia esconde otra. O más bien, la angustia de castración manifiesta en la relación con el objeto fóbico y oculta en el fantasma, esta angustia cubre otro riesgo que Lacan formula con una expresión tomada de Schreber: el dejar plantado. A hí, sin duda, habría que situar la otra voz, la del superyó que no deja al sujeto más que la alternativa del goce masoquista, o más radicalmente la del acto de Empédocles. Eso es lo que remedia aquí el fantasma conmemorando al padre, y eso es, también, lo que impide la salida del campo de la neurosis. Traducción:

Sol Aparicio

J u e g o d e h o m o f o n í a e n f r a n c é s e n t r e pére-son, p a d r e - s o n i d o y personne, p e r s o n a .

[N.T.]

III PE R V E R S I Ó N

EL H O M B R E D E L B O L Í G R A F O

Paul Lemoine

Hace aproximadamente dos décadas, un hombre de 28 años vino a verme porque quería desembarazarse de un molesto síntoma: no lograba hacer el amor si no trazaba sobre el pecho de su mujer unas marcas con un bolígrafo. A estas marcas las llamaba tatuajes. No se trataba de dibujos de verdad sino de trazos cualesquiera. Sólo así podía mantener la erección, que de otro modo fallaba en cuanto penetraba a su mujer. Los trazos tenían el valor de fetiches. Deseaba deshacerse de este síntoma, en gran medida, debido a las reacciones de su mujer, la cual accedía, pero con gran malestar, a sus extravagantes prácticas y temía que la afectasen profundamente. "Hace media hora decidimos separarnos", comenzó el paciente en la primera consulta. Ella lo acompañaba. La separación no se produjo sino unos años más tarde. Se hace evidente muy pronto que la necesidad del tatuaje tiene como origen unas palabras de la madre: "S i perdiese a uno de mis hijos en medio de la multitud, lo reconocería porque tiene un lunar en el brazo". Hablaba del hijo mayor y del más pequeño ya que, en lo que toca al paciente, éste no tenía ningún lunar. Estaban en ese momento los cuatro en una feria, y él se había perdido entre los carritos chocadores. La primera vez que se aplicó "tatuajes" sobre el cuerpo estaba sentado a un escritorio en el que tenía frente a él, que era entonces un joven liceísta, un sello de la fábrica de su padre. Se lo aplicó en los muslos y el pecho (zona más erógena de su cuerpo que los brazos) y bajó al patio para treparse a un árbol, como Tarzán. Deseaba y temía

a la vez que lo vieran los obreros de su padre. Luego regresó a la habitación y se masturbó. Ya no abandonará este procedimiento: en otra ocasión, ya adulto, se aplica en la oficina un sello de su patrón que le infundía miedo, y llevaba la inscripción "Archívese" y luego se va a la sala de baño a masturbarse. Sería válido preguntarse si no se trata, en él, dada su sensibilidad a los deslizamientos significantes, de un intento de preservarse de los carritos chocadores de su infancia*. Le gustaban no solo los sellos bien embebidos sino también la pintura al óleo, con la que se coloreaba el cuerpo; y también se hacía dibujos. Uno de los obreros de su padre, que se había hecho un tatuaje cuando hacía el servicio militar, tenía con él una relación particular: iban a orinar juntos en la pared de la fábrica. El paciente pensaba que era una manera de virilizarse, y desde entonces conservó siempre un marcado erotismo uretral. Vuelve a las andadas cuando, ya adulto, al toparse con unos obreros tatuados, va a orinar a un urinario y luego regresa para mirarlos fascinado. Pero el recuerdo infantil que evoca con más frecuencia es una escena en la que, habiéndose quedado en la cama hasta muy tarde, la sirvienta, que estaba haciendo la cama de su hermano pequeño, le dice: "Si te cagas en la cama, te lo unto en la cara". Y su hermano pequeño añade: "Y yo te pinto con mi pintura". La consistencia de los "tatuajes" varía según los acontecimientos y se aligera, como se vio, cuando marca a su mujer con bolígrafo. Pero no es posible dejar de notar su carácter francamente anal. Cuando el paciente imprime él mismo los textos literarios que escribe, llama "incunables" a los caracteres tipográficos. O cuando habla de tatuar, se trata de "inculcar" un dibujo bajo la piel. Los labios de la piel se abren bajo el estilete, como un sexo femenino, para dejar pasar el pigmento. Al tatuarse, el paciente se identifica con la mujer, con su sumisión en el acto sexual, y en última instancia, con su madre, cuyo amor obtiene así, ya que queda marcado como sus hermanos. Para él, tatuarse es rebajarse para que lo amen. "Rebajarme en el amor es someterme e intentar revivir." "Estoy castrado y tengo tatuajes y esto me homologa a las mujeres." El tatuaje tiene para él la misma necesidad que cualquier otro objeto para el fetichista. Lo que lo hace temer curarse es esa * [ N. T. ] R e l a c i ó n e n t r e

tampon,

s e l l o , y autos tamponneuses, c a r r i t o s c h o c a d o r e s

necesidad. " Si me deshago de los tatuajes, temo ya no tener sexo. Por eso busco un sexo donde sea, en la cámara fotográfica, por ejemplo. ¿Es comprensible que el primer sexo que rechazo sea el que tengo de verdad? Si estoy apegado al tatuaje es porque busco el goce. El goce no puede ser asunto del hombre en mí pues mi madre me hizo saber que no podía gozar con mi sexo masculino, que eso estaba prohibido." En otra ocasión, añade: "E l tatuaje significa hacer el amor, gozar. La mujer lleva consigo lo que hace falta para hacerlo, yo no, porque mi madre me lo prohibió". La marca de la madre es más importante que lo que es, más importante que lo real. "El tatuaje es un símbolo lógico de algo que yo necesitaba (símbolo de la inexistencia del sexo de la mujer, dirá en otra oportunidad), un símbolo histórico de algo que sucedió. Mi desviación se sitúa en la aurora de mi vida sexual. El obrero de mi padre no interviene sino después." La marca que usa en este enredo sólo tiene un efecto temporal. Le coge asco en cuanto se produce la eyaculación; se ve compelido, entonces, a borrarlo todo rápidamente. Asimismo, los trazos en el pecho de su mujer tampoco son permanentes. Su función erótica corresponde a las oscilaciones de su apetito sexual. Este carácter temporal tiene también como resultado el preservarlo de una castración definitiva. " S i estuviera amputado, sería una transformación irrevocable, nunca podría ser otra vez lo que era. Es la misma impresión que me hace el tatuaje." O, en otras palabras: "Invento una forma para poder realizar, sin realizarla, esta sexualidad". En el análisis también busca esta protección. "Entre el verdadero tatuaje, que sería el fracaso de mi vida —no podría analizarme si estuviese tatuado, ello sería una sumisión total a mi madre—, y la imitación del tatuaje, que me hacía alcanzar el orgasmo, y era una especie de liberación, hay una diferencia fundamental: el tatuaje es por un lado sumisión a mi madre, por el otro, una renuncia temporal." Se preserva así de cualquier salto definitivo. No se sumerge en la demencia. Y no cae tampoco en la homosexualidad, pese a una amistad de cuatro años con un anticuario homosexual cuando era estudiante. Pero el paciente se protege igualmente contra el análisis. Se rebela contra cualquier intervención mía, aunque se queda en París por mí. Teme también que yo lo marque, y sin embargo, alcanza un período bastante largo de calma durante el cual, con otra mujer que no es su

esposa, su sexualidad vuelve a ser normal. No tiene necesidad de tatuarla para hacer el amor. Esta mujer siente apego por él, le gustaría que él la desposara. Entonces el paciente rompe la relación y vuelve a encontrarse solo, en la lejana barriada donde ha ido a encerrarse después del fracaso de su matrimonio. Sigue negándose a un resultado favorable de su tratamiento, y en tal sentido esta aventura es un acting out de su cura. En cuanto a su mujer, terminó por irse con su antiguo amante, un hombre que había conocido en París mientras el paciente cum plía su servicio militar. El apego del paciente por su familia era tal que prefería pasar sus días de permiso en la ciudad donde ésta vivía en lugar de reunirse con su esposa. Todavía no he hablado del padre. El paciente describe de forma grotesca las relaciones de éste con la madre, pero, no obstante, es un personaje muy importante, aun si se toma en cuenta sólo la identificación del paciente con él: "Mi madre está debajo, con expresión poco contenta, y mi padre le trabaja encima. Lo suponía poco fuerte sexualmente, sin duda porque ése es mi caso. Y también, quizá, debido a las detestables alusiones de mi madre. Era mezquino en el goce". Sin duda, el paciente me coloca en el mismo plano que su padre cuando me denigra: "No cabe duda de que usted no es el analista que necesito. . ., su voz, su físico". Me desafía a que haga algo por él y soy impotente ante la violencia de su reacción terapéutica negativa, reacción que sustenta, si no su confort, al menos su seguridad. Su caso no deja de perturbarme desde que me abandonó, hace ya más de diez años. El destino me deparó que también su hermano menor viniese a mi consulta, por impotencia sexual. No me atreví a insistir para saber de su hermano. Lo único que sé es que aún vive. La impotencia parece ser la característica de los hombres de esta familia. Al hermano no le bastó el lunar en el brazo para ser indemne a los problemas sexuales del otro. ¿Qué exigía la cura? Sin la menor duda, restaurar el lugar del padre, o sea, que yo me convirtiese durante el análisis en la madre que rubrica el nombre del Padre. Pero esto no es más que una suposición teórica, ya que el paciente prefería gozar de la castración de la mujer gracias al tatuaje fetiche, antes que afrontar la angustia de la castración masculina. La práctica del tatuaje era un verdadero rito con el cual evitaba

enfrentarse a la angustia. R ito conjuratorio que recuerda mucho a los ritos de la neurosis obsesiva, muy cercana, como es sabido, al fetichismo. En su texto de 1956 sobre el fetichismo, Lacan y G ranoff insisten en el carácter artificial del fetiche y el Edipo errado. La imagen que, en esta observación, simboliza la castración femenina no se parece para nada a una etapa natural (pie, pierna, ropa) del camino hacia el sexo de la madre. Sin duda alguna, es artificial: una palabra que funda la escritura que la transcribe, y que transforma esa escritura en símbolo erótico. En cuanto al Edipo que se yerra, es del mismo tipo que puede encontrarse en el yerro homosexual. Los padres conservan toda su importancia y se realiza la triangulación edípica, pero con la salvedad de que la seguridad del sujeto se funda en la palabra prevaleciente de la madre y no del padre. Existían todas las condiciones para que este paciente fuese un homosexual, pero la intervención del fetichismo impidió y conjuró esta evolución. No obstante, este caso plantea interrogantes sobre las relaciones de la palabra y la escritura. La escritura da a la palabra su transcripción simbólica, pero esta transcripción toma en el paciente otro giro, se convierte en símbolo erótico. En ello reside la originalidad de esta historia. No hay que confundir, sin embargo, los trazos de tatuaje-fetiche, que tienen un valor personal, con los signos de la escritura, que tienen un valor universal. El paciente usa la escritura únicamente para doblegarla por decreto a sus fines particulares. Precisamente por esto su escritura sigue siendo fetichista. Traducción: Julieta Sucre

PSICOSIS I N FA N T IL

EL N I Ñ O D E L L O B O (I) "SEÑORA"; "EL LOBO"

Rosine Lefort

He elegido la sesión del día 6 de febrero del tratamiento de Roberto porque ésa fue la primera vez que dijo el significante "lobo". Y de ese lobo quiero hablar. Esa vez llega a la sesión con un hatillo hecho con un pañal. No puedo ver lo que hay dentro. Después de los preliminares de costumbre, me dice dos veces "caca". Quiero subrayar que los términos pueriles de Roberto, que tiene 4 años, no han de ocultarnos la gravedad del ámbito en el que nos movemos, el de la psicosis paranoica. Freud hizo esta misma observación al referirse a algunas palabras empleadas por Schreber, palabras que se referían a las funciones excretorias. Así pues, Roberto dice dos veces "caca" y se me acerca levantándose, la bata e intentando retirar los imperdibles de sus pañales. Me pide que lo haga y deja su pañal sobre sus rodillas. Se agacha entonces como para coger el orinal, pero no se atreve a hacerlo y me toma la mano para que yo lo haga. Bastante agitado, se sienta en el orinal. Juega con los imperdibles que sujetaban sus pañales y que tengo en la mano, abriéndolos e intentando volverlos a cerrar. Esto me lo hace hacer a mí, pues él no consigue cerrarlos. Mientras aún está en el orinal, se propulsa hasta el anaquel para coger mi lápiz, cuya mina había roto con los dientes justo antes de decir "caca". Vuelve a mi lado, tira de mí hacia él para poderme coger el papel que tengo en el bolsillo. Lo apoya sobre mi muslo y en esta posición garabatea hasta que se levanta del orinal. Entonces lo toma y me lo enseña con cara radiante pues ha hecho caca. Repite tres

veces "caca", menos agitado ahora que al comienzo, y va a dejar el orinal entre la cuna y la mesa. Vuelve ju n to a mí para decirme "pañal poner". Me lo alcanza y se levanta la bata. Le vuelvo a poner los pañales, pero él está impaciente por acabar. Se acerca entonces a la mesita para hacer una torre muy estable. Hace que yo la admire y le añade en la cúspide una galleta. Está más contento aun y no la derriba. Luego recoge su hatillo, me lo pone en el regazo y durante diez minutos me lo hace abrir y, volver a cerrar. Las dos primeras veces toma de ahí una letra de madera que va a echar afuera, volviendo a cerrar luego la puerta con todo cuidado. Las dos veces siguientes se contenta con manipular un poco lo que está en el hatillo, como si estuviera buscando algo. De hecho no busca nada en concreto, pero después de haber hecho caca verifica más bien que aún posee algo. Cada vez que, siguiendo sus órdenes, acabo de cerrar el hatillo, lo levanta ante mí, dándole golpes en el fondo con la otra mano, como si me mostrarse que pesa su riqueza. Al final le añade al hatillo el vaso y el papel garabateado que había dejado en el anaquel. La escena con el hatillo lo ha calmado; lo acompaño de nuevo abajo. No quiere volver a entrar en la guardería y se precipita al lugar en donde están guardados los orinales. Me dice imperiosamente y en estado de agitación: "¿Pipí!". Coge un orinal, lo deja a mi lado, hace que le quite el pañal y hace pipí sentado como una niña. Cuando ha terminado me enseña lo que ha hecho, me da el orinal, que vuelvo a dejar en el suelo en el mismo sitio, sin vaciarlo en el retrete. Entonces mira aterrado el agujero del retrete, lo señala con el dedo al tiempo que grita: "¡Lobo, lobo!", y quiere que vuelva a darse su orinal. Mete la mano en él para comprobar que el pipí sigue, estando ahí, y se calma. Como eso ya no forma parte de la sesión, no le digo nada, y acepta volver a la guardería. Más tarde, hacia la noche, oigo llorar frenéticamente a Roberto, que grita; "¡M am á!". Durante la noche, a causa de su peligrosa agresividad para con Marisa, lo habían cambiado de habitación. Al verme, se agarra enseguida a mis rodillas, esconde la cara en mi bata y se calma casi enseguida. Me mira largamente, recoge unjuguete y me lo alcanza sonriente, siempre apretado contra mí, mientras la enfermera, enfadadísima, me explica que no quiere saber nada de Roberto porque es peligroso para los pequeños. Entonces me lo llevo

en brazos al otro lado del comedor comunitario. El se agarra frenéticamente a mi cuello. Lo confío a la celadora de noche, la señorita R. Entonces él arroja al suelo todo lo que encuentra mientras va gritando: "¡Lobo!". (Es evidente que este paso malogrado después de la sesión del orinal-castración es de lamentar). La cuestión que se plantea es la de la irrupción de ese significante "lobo" el día 6 de febrero, de su estatuto y de sus efectos en Roberto. Su irrupción, como vimos, no sucede en un instante cualquiera, sino en relación con su pipí, que ha de ser echado como desperdicio, y con su propia deyección /réjection]. Por lo que a su estatuto se refiere, es un significante, y un significante nuevo. Acaso venga de alguna experiencia en la que alguien le habría dado miedo con ese lobo, a él y a otros niños, ya fuese como juego, o como el medio que una enfermera habría utilizado para poner orden en la colectividad de esos niñitos a los que tan a menudo les agitan gritos y llantos. No es imposible, ya lo dije en otra ocasión, porque lo había visto hacer unavez, antes de que Roberto llegase a la institución. ¿Fue pues víctim a de esa experiencia? Si nos contentamos con poner en contigüidad su "lobo" con una experiencia como ésa, admitiremos entonces que se trata para Roberto de una significación relacionada nada más que con un miedo, con un miedo a un "vozarrón" o a ser devorado. Pero no aparece nada semejante en ese "lobo" si seguimos esa vertiente imaginaria de la significación. Si nos referimos por otra parte a la irrupción de su "lobo" en el momento en que siente terror de que se vierta su pipí, entonces somos nosotros quienes inyectamos ese significado del significante "lobo" por la lectura de sus reacciones, pero nada puede sostener el vínculo intrínseco, tanto más cuanto que no se trata de una cadena de significantes, del significante "lobo" y del significado: pipí vertido-deyección. Así pues, por una parte, ese significante "lobo" aparece efectivamente como un significante puro y que llega como nuevo ante una situación de la que Roberto nada puede decir, allí donde para él falta el significante: "lobo" como significante nuevo surge para colmar ese agujero en el significante. Como tai significante, aparece como desvinculado de una significación, puede surgir en diversas situaciones, como no específico de cada una de ellas y no se

puede hacer ninguna interpretación significativa: si es que acaso, en tanto que interpretación, podemos referirnos a la significación, y sobre todo en el caso de Roberto. En efecto, las significaciones que Roberto no pudo adquirir fueron las significaciones primordiales, esas que J. Lacan define como "las más cercanas a la necesidad, las significaciones relativas a la inserción más animal en el entorno en tanto que éste es nutridor y cautivante" (1, pág. 223). Estas significaciones faltan del todo y no pueden serle aportadas con eficacia, puesto que no sólo le hace falta a Roberto la dimensión de lo imaginario, que es el espacio de esas significaciones, sino que además el significante, a las leyes del cual están sometidas éstas, no le hace falta en menor medida: de ahí "el lobo". El significado, por otra parte, sigue estando radicalmente separado del significante, como un Real del que no podría hacerse cargo ese significante (por mutación): significado y Real están de un lado, y significante del otro. Ese significado es eso de lo que desde mi sitio de analista he de hacerme cargo mediante mi discurso para que ese "lobo" pueda adquirir un sentido en lo que a continuación puede advenir. Pero hay un aspecto del "lobo" mucho más radicalmente vinculado al análisis de Roberto. Antes del "lobo", Roberto era sólo un puro superyó cuyo soporte era el significante, "señora". Fue con un estridente "señora" con lo que me recibió el primer día que lo vi, el 25 de diciembre, y los días sucesivos. El mismo es ese "señora" cuando le toca vigilar o cuando reparte entre los demás niños los trozos de galleta que coge de mi bolsillo sin quedarse ninguno para sí, todo esto tomándome a mí. como testigo, o también cuando responde que "sí" a todo, incluso para decir que no. Si bien él es sólo ese "señora" en cambio aparecen ya todos los elementos que van a sostener su debate en lo sucesivo: la presencia del muñeco en la cuna, sobre el que grita "nene-nene" y que me alcanza para que le dé un beso, el lápiz que coge de mi bolsillo y cuya mina rompe con los dientes, el cristal de la ventana en el que golpea, y por fin la fascinación que sobre él ejerce Marisa y cuyas repercusiones estructurales veremos con detalle. Si bien extrae su existencia de ese superyó, en cambio no está adherido a él d e l todo, y algunos puntos sintomáticos se salen de esto: 1) sus obsesiones con la puerta y con los demás niños, 2) su terror a desvestirse, 3) su relación con la mancha de agua y de leche, que aparece únicamente en l a s sesiones, y 4) el síntoma de enuresis.

Los dos primeros se forman por reacción a su vida en colectividad, es decir, dependen parcialmente del superyó; los otros dos puntos atestiguan una represión mínima. Pero el "señora" ha destruido toda dimensión propia para Rober­ to, es decir toda pulsión en ausencia de Otro. En ese momento nada de lo que entra, lo oral, o de lo que sale de su cuerpo, lo anal, es puesto en cuestión. Pues bien, el 6 de febrero aparecen dos campos que se oponen por completo: después de haber hecho caca, según el superyó se encuen­ tra con el horror ante el vertido del pipí. Lo dice bajo la forma de ese gritó que de él sale: "¡ lobo!, ¡ lobo! ", que viene a ser, el equivalen­ te del "¡ señora! " que era. De ser una pura anterioridad, la del superyó, y que sólo lo hacía existir en tanto que cuerpo por la envuelta exterior añadida por los demás, esto es, su bata, pasa, después de haberse convertido en el contenido de la cama en la transferencia en relación conmigo, a la promoción de algo de él que se opone al superyó y que desobedece a "señora": "lobo" ocupa el lugar de "señora". Este es el efecto esencial de ese inicio de tratamiento, el de haber empujado a Roberto hacia un significante nuevo. "Señora", mediante el tratamiento, dejó de ser un significante puro para convertirse en "una señora", en la transferencia con el Otro. Ciertamente, el Otro (A), no lo soy aún hasta el punto de ser el A tachado, lugar del significante; y en lo que Roberto transfiere sobre mí, no puedo sino fracasar en proporcionarle los significantes que le faltan. Es por ello que su "lobo" viene a colmar ese enorme agujero. Si la caca representa a Roberto según el superyó como pura exterioridad, a lo cual se adhiere sin conflicto aparente, en cambio, cuando se trata del pipí, lo que enseguida lo sobrecoge es el terror de que va a ser vaciado el orinal. Es cierto que los dos significantes, "caca" y "pipí", están a su disposición. Pero en el caso de la caca no tiene nada que decir como no sea nombrarla para el goce del Otro, mientras que en el caso del pipí, es él mismo quien queda implicado, directamente; eso es lo que el significante "pipí" no puede significar. Le falta el significante, y ahí es donde surge ese significante nuevo: "¡lo b o !, ¡ lobo! ". Se puede decir que con ese "lobo" Roberto deja de ser pura pasividad en su cuerpo, pues hasta ese momento no era nada más que el significante "señora" sin cuerpo propio. El significante "lobo", él

llega a serlo con su cuerpo enterito: lejos de ser aún un cuerpo de significante, él es ese significante. El "lobo" es evidentemente el significante de su cuerpo destruido, pero, por decirlo así, progreso, significante de "su cuerpo" y no del cuerpo de los demás. Al mismo tiempo, ese significante nuevo, ese significante puro, es "el trastorno en el orden del lenguaje", según la expresión de J. Lacan, que es la firma, la signatura de la psicosis, "creación de un nuevo término en el orden del significante" cuyo "carácter devasta­ dor" veremos en Roberto (1, pág. 226). Digamos una vez más que si "señora" era un significante que lo había desencarnado, arrojando así todos los productos corporales a las tinieblas exteriores —así es el superyó- el significante "lobo", por su parte, es la tentativa fallida pero, eso sí, la tentativa de hablar de su cuerpo rechazando lo exterior como hostil y peligroso. Es en este sentido que "lobo" es la entrada de Roberto en la "psicosis de transferencia", del mismo modo que Schreber entró en la psicosis, como dice Freud, cuando se encontró con Flechsig al comienzo de su gran enfermedad y cuando hizo de él el sustituto "de una manera cualquiera de su hermano o de su padre". Freud despeja a renglón seguido dos mecanismos en el momento de brote de la psicosis de Schreber (2): 1) "un fantasma de deseo de naturaleza femenina (homosexual pasivo).. . fantasma que tenía su objeto en la persona del médico", 2) "contra tal fantasma se alzó, por parte de Schreber, una intensa resistencia, que adoptó, por razones que desconocemos, la del delirio persecutorio". Por nuestra parte diremos que, en Roberto, podríamos tomar al revés las proposiciones freudianas: la naturaleza persecutoria de su relación con el mundo está fundamentada ampliamente en el superyó que resume su existencia y lo aplasta, y su ausencia de cuerpo de significante por ausencia de relación con el Otro y por el desplegamiento de toda relación en un Real que lo mutila en su cuerpo. Por lo que al "fantasma de deseo de naturaleza femenina" se refiere, estamos lejos de poder fundar en Roberto, stricto sensu, la noción del fantasma ($ O a) puesto que faltan el sujeto " S " y su barra implicada por la relación con el objeto "a", resto del advenimiento del sujeto en el lugar del Otro. Lo mismo sucede con su deseo: falta el Otro y la dimensión de lo Imaginario. De todo ello no quedaría nada más que esa "feminidad" en masa sancionada por la automutilación del 17 de enero, cuestión ésta aún no resuelta, pero que encuentra un eco en el surgimiento de "lobo"

al tiempo que aparece el terror de ver evacuar su pipí. Así pues, la transferencia en la psicosis no puede ser calcada de uno de sus aspectos en la neurosis, refiriéndonos a una sustitución de persona. Por lo demás, el propio Schreber distingue muy bien entre "el hombre Flechsig" y "el alma Flechsig", en cuya distinción ve Freud la que hay entre el mundo del inconsciente y el mundo de la realidad. Roberto no tiene los medios lingüísticos que tiene Schreber, sin embargo nos da una clave con su "lobo": no es de una persona de lo que se trata, es del significante y de su necesidad, y el agujero radical con el que ahí se encuentra. En una primera ocasión lo taponó con "señora", en su identidad con ese significante superyoico. Al hacer mella el análisis en el superyó, se encuentra con lo que hasta el momento atascó ese agujero en el significante, que tapona con su "lobo", un significado en torno del cual dará la vuelta. Sucesivamente, él es ese significante, luego me lo hará tragar, realizando en el nivel de ese significante la transferencia, que sigue siendo en su condición de tal el motor del análisis. En la transferen­ cia, en efecto, Roberto, desde el inicio del tratamiento—y luego había de seguir siendo así- se queda conectado hasta el más alto grado con mis palabras, o mejor diríamos con mi voz. Mi voz, en la transferen­ cia, deja de ser la del mandamiento del superyó para ser la del significado del que tan sediento está. No hay nada de lo que yo vaya aportándole a lo largo de todo el tratamiento que no pase por mi voz, como en todos los análisis. Pero si acaso llego a hacer pasar a veces un mínimo de significado, que hace que Roberto deje de gritar "el lobo" durante algún tiempo, ese significado no hace la suficiente mella en lo Real que hasta entonces ha conocido como para que deje de ser presa constante de la persecución. A sí pues, tras haber señalado toda la diferencia que somos capaces de establecer entre el "señora" y el "lobo", nos vemos obligados a reconocer que sin duda pertenecen a una "misma serie" tal como lo indica Freud a propósito de Flechsig y de Dios en el caso de Schreber. Es tal "división totalmente característica de las psicosis paranoi­ cas" lo que aquí, entre esos dos significantes, se inaugura para Roberto, y que proseguirá en el curso del tratamiento en las aplicaciones que hará Roberto de su "lobo". V ínculos también los hay entre ese "lobo" perseguidor y la experiencia que tuvo Roberto

con su madre paranoica, que además le hacía padecer hambre y que ciertamente no está ausente del tratamiento, puesto que, en una de las primeras sesiones, dirigió al hueco de la escalera esta desgarradora llamada: "¡ mamá, mamá! primer término de la serie significante. Traducción: Antoni

R EFER ENC IA S

(1)

Lacan,

(2)Freud, gráñcamente

J: Le Séminaire,

livrelll.

S.: " P u n t u a l i z a c i o n e s Obras

Vicens

B IBLIOGRÁF ICAS

Les Psychoses,

París,

psicoanalíticas

completas, to m o X I I ,

Seuil,

1981 .

sobre un caso

A m o r r o r t u editores,

de paranoia,

descrito autobio-

1 9 8 0 , p á g i n a 45.

EL N I Ñ O D E L L O B O (II)

Robert

Lefort

V oy a hablarles d e l "dos", y ello a propósito de una sesión del tratamiento de Roberto, la del 12 de febrero, que resumiré a continuación. Ese día, en el cuarto donde tienen lugar las sesiones, hay dos biberones: uno de ellos lleno de leche, como es habitual, con la tetina puesta, y otro vacío y sin tetina, que Rosine Lefort había dejado olvidado de la sesión con otro niño. Roberto no acaba de decidirse a darle a Rosine el biberón lleno; finalmente le da el vacío, de inmediato se lo quita para meter en él un poco de arena,que vuelve a verter en la caja, y se lo da de nuevo a la analista. Entonces se sube a la cama y vacía el biberón de leche casi a los pies de la analista. Luego le coge un lápiz del bolsillo de la bata, rompe la mina con los dientes como suele hacerlo y lo vuelve a poner en su sitio. A partir de ese momento, embrolla todos los representantes de los diferentes objetos corporales, y eso en un estado de tensión verdade­ ramente terrorífico: vierte arena en el agua de la palangana, deja el orinal en el que había hecho pipí al comienzo de lasesión en el regazo de la analista y lo llena de arena, dejando caer mucha encima de la analista; añade al contenido del orinal parte de la mezcla de agua con arena de la palangana, y parte de esa mezcla la vierte en el charco de leche que hay en el suelo. Entonces se vuelve a la cama, tendiéndole a la analista los dos biberones vacíos para que los deje encima de la mesa. Vuelve a bajarse de la cama y mete en el orinal lleno de arena, que sigue estando en el regazo de la analista, el muñeco y los dos biberones, no

sin haberle hecho colocar antes la tetina al biberón que había contenido la leche. Con uno de los biberones en la mano, rompe el que no tenía tetina golpeándolo contra el otro. Cada vez que se rompe un trozo, Roberto ríe violentamente. Va rompiendo ese biberón hasta el gollete, al tiempo que va formando en el orinal un montoncito con los pedazos rotos. De este modo el orinal contiene pipí, arena, agua, pedazos de vidrio, el muñeco y el biberón entero. Va a apagar la luz. Después de un rato bastante largo de oscuridad la vuelve a encender, va a mirar el orinal, la apaga otra vez. Esto lo hace varias veces seguidas, pero finalmente le da miedo, como si no hubiese de poder encender de nuevo la luz. A pesar de las protestas de Rosine Lefort, quiere llevarse el orinal tal cual está. En un momento en que se cae un poco de arena, Roberto se pone como loco y la recoge como algo precioso para volverla a poner en el orinal. En el colmo de la agitación y de la tensión, se pone a pegarles a los niños que quieren mirar lo que hay en ese orinal que sostiene rodeándolo con sus brazos. Se niega a tomar la cena. Este estado de angustia y agitación se calma súbita­ mente al cabo de un rato, después de haberse hecho caca y pipí en la cama, y de haber esparcido la caca por todo su alrededor. Lo que sorprende en esta sesión es ese "dos", que no es un "dos" cualquiera: dos biberones y el drama intenso en el que ese "dos" sumerge a Roberto. Ahora veremos dónde está el "dos", no en Roberto, sino en nosotros. Desde el comienzo del tratamiento nos veníamos dando cuenta de la insistencia en el "dos"; lo íbamos encontrando, sin que de ello Roberto hiciese un drama. Por ejemplo, el día 15 de enero había puesto dos orinales vacíos en el regazo de la analista; el día 18 lo que ahí puso fueron dos cajas vacías; el día 22 había puesto sucesiva­ mente, en un vaso, dos tarugos de madera. Pero en ningún momento se había referido esa duplicación al objeto oral esencial, el biberón, y ese día, como acabamos de ver, si había dos, era por azar. Ante esos dos biberones, Roberto titubea, y lo hace en tres tiempos: 1) Querría darle a la analista el biberón de leche, pero eso es hacerla portadora del objeto oral, del que tantas ganas tiene. Este es, por tanto, un primer esbozo de su demanda. Y el caso es que se le hace imposible sostener la más mínima demanda de leche a causa de la

madre que tuvo -paranoica, y que lo hacía padecer ham bre- y porque esa leche vendría de ella en la transferencia. Muda inmediatamente de parecer y 2) hace entrega del biberón vacío, se ocupa luego de meter en él los representantes, arena y agua, de lo que sale de él, pipí y caca, que salen destruyéndolo, y además ha de dar por mandato de otro. La demanda de la analista sustituye, para él, a la suya. 3) Entonces se pone violento con ella y tomando el biberón de leche que no pudo pedir, lo vacía por el suelo casi encima de los pies de la analista, haciendo así de esa leche un arma contra el otro. En un cuarto momento, vimos cómo mezclaba todos los represen­ tantes de objetos corporales: agua, arena, leche, que vienen a reunirse en la destrucción, intentando reducir la leche a lo que sale de su cuerpo. Entonces hace un intento de reducción de esos dos biberones a algo del orden del "U n o ", haciéndolos poner encima de la mesa, aislados, como lo había hecho al comienzo del tratamiento. Efectiva­ mente, en el transcurso de las entrevistas iniciales Roberto mostró la importancia que asignaba al biberón. Frente a él, detiene su agitación sin fin, deja de gritar y retira todo lo que hay encima de la mesa alrededor del biberón para hacer de él un objeto único, aislado, para hacer de él algo del orden del " U n o " , y eso sin ninguna otra referencia a la analista que no sea la de mostrárselo bien erguido y solo encima de la mesa. Lo que este biberón representa aparece en el momento en que, casi a punto de hacerlo caer al darle un golpe a la mesa, le da un miedo terrible, se lleva la mano al sexo, da un salto en el aire y cae en cuclillas, lo que para él es signo de ser en ese momento una niña, sólo un momento de su indecisión fundamental, la de saber si es niño o niña, cosa que la analista le había interpretado. Se le impone pues a Roberto un vínculo muy fuerte entre el objeto oral (biberón con leche) y su pene; ello esclarece el punto de que tenga que renunciar a su pene por automutilación si no puede por más que quiera dirigir su demanda oral, que era exactamente lo que sucedía al principio. Su intento de hacer algo del orden de Uno con los biberones puestos encima de la mesa no da resultado. Vuelve a cogerlos y, aún después de haberlos metido junto con el muñeco en el orinal lleno de arena que sigue estando en el regazo de la analista, no le queda, para reducir ese "dos", otro recurso que romperlos, golpearlos hasta que

uno de ellos queda hecho pedazos, pedazos que entierra en el orinal de arena. Entonces ya no queda nada que no sea "uno": hay un biberón, un muñeco, un orinal; de éste dice, yendo a apagar y a encender la luz y viniendo a mirar ese orinal cada vez que enciende la luz, que de lo que quiere estar seguro es de su permanencia. Pero acaba por tener miedo a perder el dominio de la presencia de ese orinal y sale huyendo con él a cuestas, protegiéndolo de los demás niños, que quieren ver lo que contiene. Volvamos a la cuestión del "U n o " para ver cual es su estatuto en el caso de Roberto. No se trata en absoluto del "U no de significante", de algún rasgo unario. Es un "U n o " fuera de él que "contiene -dice Lacan— la multiplicidad como tal, en la que sólo pueden caber cosas en yuxtaposición, y mientras queda sitio. . . Ese 'U no' no es pan-, sino poli ". El orinal de Roberto ilustra totalmente esta especie de "Uno". Y entonces, ¿qué sucede con el "dos"? Para que podamos hablar, tanto para él como desde nuestro punto de vista, de dos biberones, a Roberto le hace falta el significante biberón. Y lo que no deja de ser sorprendente es que, al tiempo que es interpelado tan claramente por ese objeto oral esencial, ese significante no forma ni formará parte, durante largo tiempo aún, de los significantes que tiene a su disposición. Eso quiere decir que el biberón sigue estando para él enteramente en lo Real y no se desembaraza de sus características reales: en este caso, uno de ellos está lleno de leche y tiene tetina y el otro está vacío y sin tetina. Para nosotros eso suma sin lugar a dudas dos biberones, es decir, que su diferencia es enjugada en la aniquila­ ción simbólica fundamental, se produce una mutación desde su dimensión Real y desde sus cualidades no menos reales hacia el significante "biberón", lo cual permite contarlos. Digamos que la mutación de lo Real a significante pasa por el cero, es decir por la aniquilación en el significante del objeto real, despejado así de sus cualidades y diferencias sensibles, para poder hacer así un número de él. A q u í hacemos referencia a la lógica del significante tal y como la planteó hace un tiempo J. - A. Miller en una ponencia sobre "el cero y el uno", que encontrarán ustedes en Les Cahiers pour l'Analyse, N° 1. No se trata de que ahora volvamos a repetir la demostración de Frege que en ese artículo se comenta, la demostración del engendra-

miento de la serie natural de los números. Lo que sí haremos será intentar extraer algunas de sus proposiciones para poder dar cuenta del drama de Roberto ante el "uno" que hace que a él le sea el "dos" insoportable, a falta de disponer del "cero". Si "el cero, entendido como número asignado al concepto que subsume la falta de un objeto, es como tal una cosa, esa es la primera cosa no-real en el pensamiento". Ese no-real, y ello es lo más evidente que pueda haber, es precisamente aquello de lo que el psicótico no dispone, o ya no dispone. Podemos decir que, para Roberto, toda cosa es idéntica a sí misma. Es la fórmula de la verdad. Dos consecuencias: la fascinación de la psicosis, que puede dar la apariencia a aquel que la escucha de detentar esa verdad, ilusión mantenida en ocasiones, pero a condición (segunda consecuencia) de no ver que toda cosa idéntica a sí misma no puede faltar allí donde está, es decir, en la dimensión Real, mientras que es anotada como cero bajo la forma de "no" y cuenta como "uno" en lo simbólico. Es ahí donde el sujeto está en su verdad, es decir, en el campo del Otro, a la vez excluido como "cero" y contado por "uno" como significante de más. Si hiciese falta una prueba suplementaria de que Roberto no tiene acceso a ese campo del Otro, una vez más podríamos encontrarla en el nivel de esos biberones. Lejos de reunirlos en una serie de "dos", los separa completamente. El biberón lleno de leche con tetina es totalmente diferente del biberón vacío sin tetina. Los disocia por sus funciones corporales: rechazando el primero por el lado de lo oral, se sirve del otro por el lado de lo anal. A falta del aniquilamiento simbólico que habría reunido los dos biberones en el significante, la analista y él son reunidos en lo Real por la destrucción, destrucción de la analista por la leche y en el nivel de la mina de lápiz que rompe con los dientes. Finalmente, a falta de poder contar los biberones hasta dos, no le queda otro recurso que destruir uno de ellos, el que no tenía tetina y en el que había metido el agua y la arena, tal y como se destruirá a sí mismo al final vaciándose en su cama del pipí y de la caca y esparciéndolos por todo su alrededor. Al no poder ser simbolizado su aniquilamiento por ausencia de Otro para él, ese aniquilamiento tiene lugar directamente en lo Real. Lo que él es, no es ciertamente un sujeto, sino todo lo que ha metido en el orinal, comprendidos los pedazos de cristal. Si bien eso

hace "uno", él está entonto en cada pedazo. Com o dice Schreber: "Cada nervio del intelecto representa la individualidad total del hombre". La consecuencia de la falta de mutación de lo Real en significante, la describió Freud: "Las psicosis paranoicas dividen, mientras que la histeria condensa". Añadiremos a eso que, a falta del "cero". Roberto nos muestra aquí cómo ello hace "uno, uno, uno. . ." pero j a ­ más dos. Paradójicamente, es también el camino del "doble" el que está del lado del "uno" y no del dos. el cual implica el cero, es decir, lo simbólico. Traducción: Antoni

Vicens

LA REPRESIÓN PRIMARIA EN U N C A S O DE P SI C O S I S I N F A N T I L

Anny

Cordié

V oy a presentarles un caso de. psicosis infantil donde pueden detectarse a la vez la carencia de simbolización en los estadios precoces de desarrollo y la ausencia de represión. Cuando Lacan nos dice: "Lo que no se vive a la luz de lo simbólico aparece en lo real", pensamos en lo que retoma a lo real en las psicosis del adulto: la alucinación, el delirio. Veremos que en las psicosis infantiles precoces se trata antes que nada de lo real del cuerpo. Voy a hablarles de una niña psicótica que tuve en análisis durante ocho años, desde la edad de 3 años hasta los 11. Cuando la vi por primera vez, Sylvie, a los 3 años, no era más que un grito, un pequeño ovillo aullante; toda su vida parecía transcurrir en ese grito. Sólo se quedaba dormida ya agotada por haber gritado demasiado. Se calmaba únicamente si le ceñían apretadamente la ropa y enroscada en el regazo del adulto. No caminaba, no hablaba y la aterrorizaban ciertos objetos, en particular todos los objetos redondos, que había que esconder; la voz que salía del electrófono y muchas otras cosas. Todo contacto con ella, bañarla, peinarla, resultaba una dura prueba. No toleraba estar desnuda y se negaba a que le quitaran los pañales. Sólo se alimentaba si la obligaban: el adulto tenía que mantenerla sujeta entre las rodillas y meterle a la fuerza la cuchara en la boca; cuchara para alimentos líquidos, pues Sylvie no masticaba y todo alimento sólido le provocaba un reflejo de asfixia. En cambio, crujía los dientes, que se le habían gastado por completo cuando empezó a salirle la segunda dentición. Nunca se había chupado el dedo ni se había llevado nada a la boca. Este

panorama de alimentación duró hasta la edad de 7 años, momento en que empezó a comer sola. Hasta entonces, de habérsela dejado ante un plato de comida, Sylvie se hubiera muerto de hambre. No voy a contarles toda la historia de Sylvie, sino sólo algunos momentos claves de este análisis y, en particular, lo que se refiere al lenguaje. Lo notable de esta observación es que el lenguaje apareció cuando no había todavía reconocimiento en el espejo, y el cuerpo seguía siendo cuerpo desmembrado. El reconocimiento en el espejo ocurre a los 5 años. Sylvie es la tercera y última de tres niñas nacidas en 33 meses, o sea, tres embarazos muy seguidos que dejan exhausta a la madre. Sylvie es amamantada hasta el mes y medio, y luego se le da el biberón hasta los 7 meses, época en la que la madre se marcha a una cura de reposo dejando la casa en manos del servicio doméstico y a Sylvie con una niñera de 18 años. Desde los 7 meses hasta los 8 meses y medio —es decir, durante un mes y medio— Sylvie queda en manos de esta muchacha, que decide no seguir con los biberones y alimentarla con cuchara. Esto desencadena el drama. Veamos cómo la abuela materna relata lo que vio cuando acude a hacerle una visita a sus nietas: "Escuché unos aullidos espantosos. Sylvie estaba sujeta entre las rodillas de la muchacha esa, que le apretaba la nariz para que abriera la boca a fin de meterle la cucharada de papilla. La niña se asfixiaba, se ahogaba y trataba de patalear. A partir de ese momento, el bebé cambia, se vuelve triste, se 'extingue'; pasa horas manoseando los flecos de la alfombra, ya no sonríe y nunca más se llevará nada a la boca". Cuando la madre regresa, intenta darle de nuevo el biberón, pero Sylvie lo rechaza y así comienza el círculo infernal: la madre sigue forzándola, le pega y le mete el biberón en la boca a la fuerza. Esto será el comienzo de la psicosis. Les voy a relatar tres episodios de esta psicoterapia que me dejaron perpleja. La inscripción precoz de los significantes en su no represión y su devenir cuando el proceso de simbolización quedó tachado. En una de las primeras sesiones, cuando Sylvie tenía más o menos 3 años, pregunté a su madre el nombre de esa niñera que había estado a cargo de la niña entre los 7 meses y los 8 meses y medio. La madre lo había olvidado, pero ante mi insistencia le viene el nombre a la memoria y me dice que se llamaba Annick. Al oír pronunciar el

nombre, Sylvie, que estaba sentada en el regazo de su madre con una mirada vacía, suelta un grito, se arroja hacia atrás y se cae. Creo que la madre se quedó tan pasmada como yo, pues no podía figurarse que ese nombre olvidado hubiese podido quedar inscrito en la memoria de Sylvie de una manera tan dramática y vivaz. Segundo episodio: En una sesión, cuando tenía cerca de 4 años, Sylvie me dice que tiene hambre. Busco un yogurt y lo sirvo en un plato con azúcar y pongo una cuchara al lado. Le digo: "Toma, puedes comer". Ella me responde: "N o, oblígame a comer. . . " Le digo que puede tratar de comer sola y para animarla pruebo yo misma el yogurt. En el momento en que extiende la mano y parece ceder a la tentación, se apodera de ella una gran angustia; rechaza el plato y se echa a gritar: "N o, no, no, Sylvie no comer, Sylvie no comer". Tercer hecho significativo: El lenguaje apareció tarde respecto a la media; entre los 3 y medio y los 4 años, pero muy pronto si se tiene en cuenta el grado de psicosis. Sylvie comienza a hablar mucho antes de todo reconoci­ miento en el espejo, que no ocurre sino hacia los 5 años. Una palabra la absorbe semanas enteras e invade masivamente toda su actividad psíquica. A sí sucedió con el significante "delantal", por ejemplo, Sylvie desea que la envuelvan con ropa bien apretada, en particular con los delantales de su madre. Me pregunta sin cesar por qué no tengo delantal, trata de apoderarse del de mi mujer de servicio, no habla de otra cosa, y al trozo de plástico que manosea sin descanso, única actividad que desempeña con las manos durante años, lo llama delantal. En una sesión le hago con plastilina dos personajes que representan una madre y su hijo, y le pido que invente una historia. Me dice entonces algo así: "L a terraza, una mamá, un bebé, un delantal para sus nalgas, la música, no está contento, lo van a cortar, a pinchar, a hacerle un lavado, etcétera. . ." Los significantes terraza y delantal me habían intrigado. Al final de la sesión pregunto a la madre si esta historia le recuerda algo y me entero entonces de que antes de los 7 meses (fecha en que se marchó la madre) vivían en una casa con una terraza donde la madre solía ocuparse de las niñas escuchando música. También me dijo que se ponía siempre un gran delantal para cambiar a las niñas, un delantal especial, reservado para este empleo, "de fines higiénicos" según ella. Gran asombro de la madre también respecto a que Sylvie pueda acordarse de cosas

semejantes siendo como era tan pequeña y quejándose de que la niña no fue nunca normal, siempre demasiado precoz. A partir de esta observación voy a intentar captar el momento, m ítico quizá, en que se anudan las primeras etapas de la simboliza­ ción y la represión primaria. En este caso de psicosis infantil, trataré de detectar la ausencia de simbolización y la ausencia de represión primaria. Es bien sabido que el proceso de simbolización empieza a esbozar­ se a partir del nacimiento. De una vivencia primera que imaginamos como indiferenciación de niño, madre y mundo exterior, el niño ha de emerger como sujeto separado. El sujeto va a constituirse en la sucesión de los cortes; corte entre su cuerpo y el cuerpo del otro, corte en su propio cuerpo, corte entre él y el mundo exterior. Pero para que se constituya el sujeto aún hace falta que estas separaciones sean significantes. Rosine y Robert Lefort describieron y analizaron magistralmente estos modos de estructuración del niño en su relación con el gran Otro con los casos de Nadia y Franfoise. Muy pronto el niño sabe que no es la madre, que no se la come; ya la ha perdido, pero también la ha evocado y reencontrado. Esta pérdida que es también reencuentro va a realizarse en toda una serie de desplazamientos, de sustituciones, que permitirán al niño constituirse en la permanencia de su ser. En su relación con el Otro, la articulación de los objetos constitutivos se constituye en series metoním icas y metafóricas. El Otro ausente ya puede evocarse, reencontrarse, en las redes urdidas en torno a su presencia: olores, sonidos, objetos, zonas erógenas del cuerpo del niño, objeto transicional, y, ya, los significantes, el lenguaje. "E l lenguaje es, como tal, nos dice Lacan, connotación de la presencia y de la ausencia". Sin embargo, todas las primeras inscripciones, todas las primeras cadenas asociativas de significantes, se pierden en la noche de los tiempos; la represión las borra. En ellas el sujeto se constituye y se desconoce a la vez. En el análisis, irá en busca de esas huellas en el dédalo de su deseo y de sus síntomas. Para Sylvie, como veremos, no fue así como sucedieron las cosas. Esta primera simbolización y la represión consiguiente se hacen problemáticas. A la edad de 7 meses, Sylvie pierde a su madre. Esta separación va a convertirse en un factor que desencadena la psicosis. La niña se convierte en autista; las fotos de antes de la partida de la madre y las

de después de su regreso lo muestran: el cambio es asombroso. Hay en Sylvie un total desinterés cuya única expresión es el grito. Aunque el entorno no cambia, no hay nada que pueda funcionar como representación del objeto perdido, nada que pueda asegurarle a Sylvie una continuidad de ser. Es cierto que la sustituía de la madre, por su comportamiento, causó la ruptura del vínculo aún frágil de la relación con el Otro. El proceso de la simbolización se detiene. La boca, por ejemplo, que funciona ya a esa edad como lugar de evocación de la madre, pierde toda actividad de succión. Se convierte en el lugar donde se fijará la relación con el Otro, en un escenario repetitivo de atiborramiento sádico. Y aún más, este hartazgo sólo puede efectuarse si los límites corporales están asegurados por un estrecho contacto con el cuerpo del otro. Comer es comerse al otro, ser comido, comerse a sí mismo, acto de autodevorarse. Nos enfrentamos aquí con el propio mecanismo de la forclusion, "aboli­ ción simbólica, dice Lacan, que, en los casos de psicosis precoz, se sitúa en el plano de la constitución de las primeras imágenes del cuerpo". A quí nos hallamos antes del estadio del espejo y muy lejos del Edipo. "L o que de lo simbólico no sale a la luz aparece en lo real", "ese real, dominio de lo que subsiste fuera de la simbolización", dice Lacan. En Sylvie, ¿qué es este real? Es, antes que nada, ese cuerpo máquina con sus agujeros de llenura y de vaciamiento, esa envoltura hecha no de piel sino de ropa, única barrera protectora entre la niña y el mundo exterior. Lo real es el mundo de objetos aterradores, la voz que sale del fonógrafo, los objetos redondos, los animales, etc. Sylvie se tapa los oídos, cierra los ojos, cruje los dientes y grita para no oír más que su propia voz. Podría imaginarse este real como el de los cuentos fantásticos de Poe, en los que la angustia emana de lo no-identificable, lo no-reconocido, lo insólito. Para Sylvie parece, no haber sentimiento de realidad. Lacan dice, en el Seminario sobre Las psicosis: "El sentimiento de realidad se organiza en la continuidad histórica". Pero, para Sylvie, esta continuidad histórica parece rota; se ha producido una detención en la continuidad de la cadena significante, en las primeras estructuraciones de la imagen del cuerpo, y el mundo estará hecho a imagen de ese cuerpo desmembrado. Vamos a ver cómo el lenguaje, que aparece en estas condiciones, seguirá estando desestructurado. Les hablé de la aparición de dos significantes que pude detectar en

la historia de Sylvie: Annick y delantal. Elegí estos dos porque me impresionó la precocidad de su inscripción: a los siete meses, Annick, y antes de los siete meses, delantal. Estos dos significantes aparecen fijados en la historia del sujeto. Lacan dice: "El significante está dado primitivamente pero no es nada en tanto el sujeto no lo introduce en su historia". El significante A nnick sigue allí, no reprimido, vinculado a un episodio traumático de la historia de Sylvie, pero allí se quedará fijado para siempre, sin ser retomado en otra cadena asociativa, captado en un escenario de alimentación que se perpetuará. A los siete años, cuando Sylvie come sola, dirá: "Ahora me obligo a comer, me meto la cuchara en la boca con fuerza como Annick". El significante delantal, ¿no entrará en esa categoría de que nos habla Lacan a propósito del término "galopiner" en una psicótica? Dice: "La significación de estas palabras tiene la propiedad de remitir esencialmente a la significación como tal, significación que, en el fondo, no remite a otra cosa que a sí misma, significación irreductible". A quí, el delantal, como objeto de la madre, hubiera podido, en un niño normal, entrar en una cadena significante al ser reconocido como objeto m etoním ico y luego ser reprimido secundariamente. Entonces, hubiese quedado sin duda como huella en el inconsciente del sujeto. Habría tal vez sobrevivido en el gusto por cierto color, la atracción por el contacto con la misma tela. La niña hubiese podido también encontrar un equivalente en un objeto transicional. En este caso de psicosis el significante delantal retorna como elemento invasor. Cito a Lacan: "elemento repetitivo, inerme, cerrado a toda composición dialéctica"-, como en las organizaciones delirantes de los psicóticos adultos. Muchas otras palabras corrieron el mismo destino que la de delantal y llegaron a paralizar a Sylvie durante muchos meses. Aparte de estos significantes claves, el discurso de Sylvie es a menudo desconcertante y enigmático. Cuando se conocen su vida y su historia, se pueden encontrar en él las relaciones que faltan e intentar restablecer cierta coherencia. Es lo que trato de hacer en el análisis. Para terminar les daré fragmentos de una sesión: verán cómo los significantes siguen esparcidos, desvinculados, como los trozos de su cuerpo.

F R A G M E N T O S DE UNA SESIÓN Sylvie a los 7 años. S: "¿S o n comestibles los hombres? ¿Sangra el papá cuando mete la semilla en el trasero? ¿Se pone un delantal o una chaqueta para introducir el grano? ¿Sangran las mamás en la clínica ginecológica (d'accouchement) cuando no hay bebe? (Sylvie repite varias veces la palabra accouchement [parto]). Me gusta esa palabra". Y o : " ¿Por qué te gusta esa palabra?" S: "Termina en ment, como lavement [lavativa]. Cuando uno está muerto, le reparan el trasero, le ponen pomada en el trasero. Después de la muerte uno se convierte en la abuela (la abuela materna acaba de morir), las señoras en casa del doctor que pone la pomada, ella murió también. Papá pone pomada en el trasero de las vacas. ¿Ya está muerta Sylvie? " Quiero precisar de una vez que el padre de Sylvie es veterinario y lleva a menudo a la niña con él en sus visitas. Me enteré en esta sesión de que Sylvie había asistido también a un alumbramiento artificial de una vaca. " ¿Son comestibles los hombres? " Ya les hablé del "Sylvie no comer". La prohibición de canibalismo no parece estar formulada para ella: comer es comerse al otro, comerse a sí mismo. A lo mejor se plantea la pregunta de la diferencia entre hombre y mujer en lo que respecta a comer. Refiriéndose a la mujer de servicio que está encinta, pregunta si se comió a su bebé. "¿Sangra el papá cuando mete la semilla en el trasero? ¿Se pone un delantal o una chaqueta para introducir, el grano? ¿Sangran las mamás en la clínica ginecológica, cuando no hay bebé? " En la escuela le han hablado de la diferencia sexual, la semilla del papá, de parto, etc., y todo eso no parece tener sentido para ella. Ha visto con sus propios ojos a su padre sacar con las manos, del trasero de una vaca, no a un bebé de piel, sino algo cubierto de sangre. V en aquí que los significantes relacionados con el nacimiento son: el grano de papá, el parto, la sangre, la clínica, pero todos completamente despegados de sus significados. " ¿Se pone un delantal o una chaqueta? " El delantal sigue asociado a la imagen de la madre. La chaqueta es atributo de los hombres, del padre. Sin embargo, el padre ha debido

de ponerse un delantal para operar a la vaca. Entonces ¿delantal, chaqueta, hombre, mujer? ¿Y esa sangre? "¿Sangran las mamás en la clínica ginecológica cuando no hay bebé? " En el caso de la vaca no hay un bebé de piel. En el caso de la madre, hubo una estadía en la clínica para efectuarse un aborto. "C on Sylvie, ya basta, dice, ni hablar de tener otro hijo". El ment de accouchement \parto\ remite a lavement [lavativa], esas lavativas que le hace el médico cuando Sylvie retiene demasiado tiempo sus materias fecales, y que ella vive como una efracción de su cuerpo en medio de una angustia horrible. Pues sucede que ese médico murió, como también la abuela, a la que éste atendía: "Después de la muerte ¿en qué se convierte la abuela? El doctor muerto, ¿también se mueren las señoras en casa del doctor? " Véase la asociación por contigüidad, que la regresa a su padre, quien se ocupa del trasero de las vacas como ese médico se ocupa del trasero de ella. ¿Y Sylvie en medio de todo esto? ¿Y a está muerta Sylvie? Traducción: Julieta Sucre

ÍNDICE

I.

D ir e c c io n e s de la c u r a

1. C.S.T., Jacques-Alain Miller 2. Límites de la función paterna, Michel Silvestre

5 11

II. N e u r o s is

3. Dirección de la cura en la histérica, Michel Silvestre 4. El objeto en una fobia, Colette Soler

19 29

III. P e r v e r s ió n

5. El hombre del bolígrafo, Paul Lemoine

37

IV. P s ic o s is in fa n til

6. El niño del lobo (I) "Señora"; "El lobo", Rosine Lefort 7. El niño del lobo (II. R o b e r t I a 'Ío ví 8. La represión primaria en un caso de neurosis infantil, Anny Cordié

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