Clases populares, crisis y democracia en América Latina
 9781449299859, 1449299857

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CLASES POPULARES, CRISIS Y DEMOCRACIA EN AMERICA LATINA

Clases populares, crisis y democracia en América Latina Julio Cotler (compilador) J. Nun R Singer T. Moulian /L. Letelier F. Rospigliosi A. Sánchez León

América Problema /13

©

IEP ediciones Horacio Urteaga 694, Lima 11 Telf. 32-3070/ 24-4856 Impreso en el Perú Ira. edición, diciembre 1989 2,000 ejemplares

CONTENIDO

Introducción. Julio Cotler

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1. Argentina: informe preliminar acerca de la situación de los sectores populares en el proceso de transición democrática. José Nun

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2. La clase obrera frente a la crisis inflacionaria y a la democratización en el Brasil. Paul Singer

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3. Sectores populares, autoritarismo y democracia en Chile. Tomás Moulian/Lili Letelier

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4. Izquierdas y clases populares: democracia y subversión en el Perú. Femando Rospigliosi

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5. Lima", crisis y conducta popular. Abelardo Sánchez León

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INTRODUCCIÓN

DESDE SUS INICIOS, en 1964, el Instituto de Estudios Peruanos ha privilegiado los estudios de la organización social de la población rural del país, examinándola desde distintas perspectivas. El resultado está a la vista: durante sus 25 años de existencia el Instituto ha publicado trabajos, de variados autores, que competen a la historia, la antropología, la economía, la sociología y la lingüística de la población campesina del Perú. Esta preferencia se ha debido a la consideración que la "cuestión campesina" es central en la definición de la identidad de la sociedad peruana en términos de su organización nacional y estatal. Estos estudios han contribuido a que hoy se tenga una imagen compleja del intrincado mundo rural peruano, tanto de su pasado como" de su presente, muy diferente de la que se tenía hasta hace poco. Asimismo, dichas investigaciones han concurrido en la elaboración de propuestas para afrontar diversos aspectos de la cuestión campesina y, en ese sentido, de la democratización e integración de la sociedad y la política. Después de un cuarto de siglo de retórica populista el campesinado sigue siendo el sector de la sociedad que experimenta los máximos rigores de la explotación social, cultural, racial y política, condicionando las situaciones de terror y violencia que azotan el país desde principios de esta década. De ahí que el Instituto siga prestando su especial atención a dicha cuestión, en tanto sigue comprometiendo, de manera sustancial, la problemática de la construcción nacional. Pero sin menoscabo de dicha preocupación, a partir de 1982 nos propusimos iniciar y desarrollar un programa de estudios sobre las "clases populares urbanas". Las evidentes transformaciones que el país ha experi-

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mentado en las últimas décadas, moldeadas alrededor de la urbanización y el muy desigual e irregular desarrollo capitalista de la sociedad — fenómenos centrados en la ciudad de Lima—, hacían necesario examinar las incidencias que estos fenómenos tenían sobre el mundo rural y el conjunto de la sociedad. La justificación de esta parcial reorientación de los trabajos institucionales afirmaba que "en el transcurso de las últimas dos décadas el Perú experimenta un acelerado ritmo de urbanización que ha transformado la estructura social del país y, muy en especial, el perfil y naturaleza de sus mayorías populares. En ese lapso la población rural se ha trasladado de manera masiva a los centros urbanos. Este cambio residencial ha estado asociado con la modificación del funcionamiento de la organización familiar de las clases populares, su estructura ocupacional, ingresos y patrones de consumo. Asimismo, se advierte un notable incremento de la participación de estas clases en el sistema educativo, en el uso de medios de comunicación masivos y en una misma lengua. Todo esto anima su creciente participación social y política en una dimensión nacional... Estos procesos, propios del fenómeno de urbanización de la sociedad, contribuyen a que las clases populares experimenten una gran transformación social y cultural, constituyéndose en uno de los actores fundamentales de la escena pública. De ahí que sus orientaciones y comportamientos constituyan referencias obligadas para comprender el curso de la sociedad peruana, las actividades de las organizaciones políticas y las medidas que adoptan los gobiernos". A partir de estas consideraciones generales, el Instituto de Estudios Peruanos se propuso realizar un proyecto de investigación destinado a estudiar, en primer lugar, los condicionamientos estructurales del patrón de desarrollo en el fenómeno de urbanización y los efectos que dichos condicionamientos tenían en las orientaciones y comportamientos de las clases populares urbanas; en segundo lugar, las estrategias que dichas clases populares desarrollan para satisfacer sus necesidades, intereses y expectativas; las evaluaciones que realizan sobre los logros obtenidos y las posibilidades que perciben para culminar sus anhelos; los juicios que emiten sobre las otras clases, las instituciones de la sociedad y los organismos estatales. Debido al peso y centralidad que Lima tiene en el país, se decidió concentrar la atención de dichos procesos en las clases populares radicadas en esta ciudad. La Fundación Interamericana, la Fundación Ford y la Fundación Volkswagen colaboraron en hacer realidad este proyecto institucional.

Introducción

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De partida tuvimos que afrontar dos problemas cruciales. El primero, la elección de un "marco teórico" que de manera explícita orientara las investigaciones. En una atmósfera intelectual sobrecargada ideológicamente, decidimos correr el riesgo de partir con preguntas relativamente simples sobre fenómenos de percepción inmediata, que deberían permitirnos escapar a las creencias establecidas y abrirnos a diferentes interpretaciones. Esperábamos que en el proceso de investigación, la percepción de las variadas realidades, tal como ellas son y no como mandan las ideologías partidarias, deberían fomentar la discusión aguzando las preocupaciones teóricas. En contraparte, éramos conscientes de que esta decisión no suponía, ni mucho menos, una "lectura inocente" de los hechos, pero, al menos, permitía poner en duda las ideas de uso corriente. Las razones que motivaron esta decisión fueron varias, tanto de carácter intelectual cuanto de naturaleza operativa. Como se ha dicho, el pesado clima ideológico limeño propendía al desarrollo de un razonamiento deductivo, a partir de proposiciones de corte marxista, supuestamente válidas y, más aún, enteramente validadas, del que teníamos fundadas razones de duda. Pero también influyó en este método de trabajo las particulares consideraciones intelectuales de economistas, antropólogos y sociólogos, con diferentes preocupaciones y perspectivas intelectuales. En un momento crítico de la consolidación institucional, se consideró necesario favorecer diversas entradas teóricas y metodológicas sobre el tema en cuestión, consagrando así el carácter pluralista de la actividad del Instituto de Estudios Peruanos. El segundo problema que se debió afrontar fue la misma definición de lo que se entendería, concretamente, por "clases populares urbanas" o de "sectores populares urbanos" denominaciones que, al igual que otras, como clases subalternas o subordinadas, son, vagas y equívocas. A este respecto se tuvo que remitir a los conocidos criterios socioeconómicos de ocupación, ingresos, residencia, origen, como forma de aproximación a dicho agregado social, sobre todo cuando la investigación se fundaba en el análisis cuantitativo. El resultado de este proyecto fueron varias publicaciones* que analizan características, comportamientos y orientaciones de segmentos de la •Carlos Iván Degtcgori, Cecilia Blondet, Nicolás Lynch, Conquistadores de un nuevo mundo. De invasores a ciudadanos en San Martín de Portes, IEP, Lima, 1986; Pedro Galín, Julio Cardón, Osear Castillo, Asalariados y clases populares de Lima. IEP, Lima, 1985;

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población popular de Lima. Estos textos no sólo tienen la novedad de los enfoques y de la forma de haberse llevado a cabo, sino que también sugieren y proponen formulaciones teóricas que, tal como se esperaba en el inicio del proyecto, corrigen más de una apreciación cargada de consideraciones ideológicas. Queda por hacer un esfuerzo crítico y de síntesis, de manera de adelantar junto con las nuevas imágenes de las clases populares urbanas, que sugieren dichos textos, nuevas interrogantes cargadas de mayor significación teórica. La investigación sobre las clases populares de Lima se encontraba fuertemente condicionada por dos fenómenos genéricos a América Latina: la crisis económica y los procesos de democratización política que han dado pie para su continua participación y movilización ciudadana. La preocupación institucional sobre el papel que estas condiciones tienen para las clases populares y el papel que ellas pueden tener para remontarlas, fue motivo para convocar a un seminario internacional, en el mes de julio de 1987, que contó con la presencia de profesionales de la región y del Perú. El encuentro y este libro fueron auspiciados por el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD). A pesar del tiempo transcurrido, desde que los trabajos fueron redactados, ellos guardan entera actualidad. Esto es así porque al detallar la participación de las clases populares urbanas en la transición y (re)democratización política, así como en el curso de la crisis económica, dejan ver los rasgos que caracterizan su relación con el Estado. Como lo explicitan varios autores, las clases populares han atravesado en las últimas décadas por una importante recomposición interna, que alienta su fragmentación y dispersión, así como la redefinición de sus identidades sociales y políticas. A este proceso se suma la reiteración de un patrón de organización político-sindical de carácter "oligárquico" que practica el "movimientismo". Pero, al mismo tiempo, se destacan diversas tendencias que procuran democratizar las organizaciones populares y desarrollar su capacidad de elaboración y ejecución de propuestas verosímiles para el conjunto del mundo popular y de la sociedad. En segundo lugar, los diferentes trabajos plantean la existencia de una crisis de representatividad de los partidos políticos y de la organización esEfraín Gonzales. César Herrera, Francisco Verdera, "Economía de Lima y clases populares urbanas", IEP, Lima (ms.); Jorge Parodi, "Ser obrero es algo relativo..." Obreros, clasismo y política, IEP, Lima, 1986.

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tatal. Mientras en todos los casos se observa la pugnacidad de las clases populares en contra del autoritarismo y en favor del establecimiento de procedimientos y de instituciones democráticos, este régimen político pierde legitimidad, en tanto opera con políticas económicas y sociales que atacan los intereses de la inmensa mayoría. En la medida que los partidos y gobiernos se enquistan en formulaciones y prácticas elitistas, frustrando las aspiraciones populares y las propuestas democráticas, resulta una clara contradicción entre un régimen político formalmente "inclusivo" que desarrolla prácticas "excluyentes". A pesar de las insistentes manifestaciones de rechazo de las clases populares a las políticas estatales, el Estado no reacciona positivamente, arrastrando en su descrédito también a las organizaciones populares y erosionando la institucionalidad. Entonces, ¿estaremos en vísperas de que las fragmentadas clases populares vean en la decepcionante promesa democrática la fórmula "legítima" de una nueva modalidad de explotación y dominación social? De ser así, ¿se podría esperar el desarrollo de nuevos carriles y nuevas banderas en la participación política de las clases populares? Parafraseando un celebrado texto, ¿estaremos viviendo el momento de inflexión de las bases sociales de la obediencia y de la revuelta? Los trabajos que se presentan sugieren diferentes posibilidades, que sólo el continuo y cuidadoso seguimiento analítico de los acontecimientos nos permitirán descubrirlas. Lima, julio 1989 Julio Cotler

1 Argentina: informe preliminar acerca de la situación de los sectores populares en el proceso de transición democrática José Nun

Preguntarse por los comportamientos o las orientaciones de los sectores populares argentinos ante el nuevo régimen político inaugurado el 10 de diciembre de 1983 supone sortear, ante todo, un obstáculo conocido. Hablo de esa tentación antropomórfíca que acecha siempre a un tema como éste e invita a reducir apriori conjuntos sociales complejos (la clase, el pueblo, los sectores populares) a la figura de un sujeto colectivo más o menos homogéneo, del cual podrían predicarse intenciones y conductas. En verdad, según indicaré luego, pocas veces en la historia argentina contemporánea ha tenido menos plausibilidad que ahora una reducción de este tipo, aun si se la quiere simplemente metafórica —que es lo mismo que decir que pocas veces los sectores populares del país se han hallado tan lejos de cualquier tipo de unidad objetiva o de una inclusión más o menos verosímil en un proyecto político que los articule como tales de manera autónoma. Explicar por qué es esto así constituye, justamente, el principal objetivo de este informe.

1 Es sabido que el gobierno de Alfonsín recibió de la dictadura militar un país en ruinas, con un producto per capita inferior al de la década precedente; una distribución funcional del ingreso tanto o más regresiva que la estimada en los tiempos en que Perón surgió por primera vez a la famauna tasa anual de inflación de tres dígitos que ninguna otra nación soportó por un período tan largo; y una deuda externa asfixiante, de unos 45 mil

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millones de dólares (hoy incrementada en más de un 20%), que desde fines de los años 70 sirvió para promover un desarrollo sorprendente del parasitismo financiero. Sin duda, todos estos son datos válidos y alcanzan para dar testimonio de una experiencia por tantos motivos nefasta que, según especulara Aldo Ferrer, lo menos que le costó al país fue algo así como el equivalente actualizado de dos planes Marshall completos. Sin embargo, el innegable dramatismo de tales datos no debe oscurecer un hecho menos coyuntural: esto es, que esa experiencia misma se inscribe en la-larga fase de decadencia y descomposición a que había ingresado ya desde mediados de la década del 60 el régimen social de acumulación que emergió en Argentina en los años 30 y que se consolidó en las dos décadas siguientes.1 La particular y desigual configuración de esta fase — que ciertamente se aceleró y se profundizó a partir de 1975— trajo como consecuencia fuertes transformaciones en los aludidos sectores populares de la población y por eso me parece necesario prestarle aquí alguna.breve atención previa.2 Como primera aproximación, al marco global de las consideraciones que siguen, alcanza con señalar que si, a precios de 1975, el producto bruto interno por habitante sólo había crecido 1.25% entre 1950 y 1966, en los veinte años posteriores, agotado el período de auge de la industrialización sustitutiva de importaciones, aumentó apenas 1.15%. Más aún: a principios de la década del 70, la inversión bruta fija interna todavía superaba el 20% del PBI; en 1985, en cambio, había descendido ya al 10.9%, con lo cual no cubría siquiera los costos de reposición de los activos existentes.3 Sólo que este deterioro generalizado, insisto, estuvo acompañado por mutaciones de envergadura que marcan hasta dónde también la fase de decadencia de un régimen social de acumulación es "el resultado contingente 1. La noción de "régimen social de acumulación" alude al conjunto complejo y siempre contradictorio de las instituciones y de las prácticas que inciden en el proceso de acumulación de capital, entendiendo a este último como una actividad microeconómica de generación de ganancias y de toma de decisiones de inversión. Para elaboraciones conceptuales y empíricas del tema, ver Nun, 1987a, 1987b, 1987c y Portantiero, 1987. En esta sección y en la siguiente retomo algunas partes de mis dos últimos trabajos recién aludidos. 2. Valga una advertencia. Así como ha dejado de ser teóricamente sostenible que la sociedad civil se identifique de manera exclusiva con la dominación capitalista, tampoco el régimen social de acumulación agota la problemática —y, por tanto, las definiciones posibles— de los sectores populares (cf. Cohén, 1982). Esto no impide que, en formaciones capitalistas como la argentina, este recorte del tema siga siendo el más significativo. Hecha la salvedad, es el que utilizo básicamente en el texto. 3. De ahí que, según datos del Banco Interamericano de Desarrollo, la participación de Argentina en la inversión bruta total de América Latina haya caído de manera espectacular: pasó del 17.2% en 1960 al 6% en 1984.

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de una dialéctica de estructura y de estrategias" que define sus características propias (ver Jessop, 1983:98). Entre tales cambios, para los fines de este trabajo, me interesa siquiera mencionar los relativos a las principales actividades productivas del país. Por un lado, luego de un prolongado estancamiento, en los años 60 la producción agrícola pampeana creció en un 30% y superó así por primera vez los niveles máximos que había alcanzado antes de la segunda guerra mundial. Este proceso de modernización se incrementó considerablemente en la década del 70, cuando el cambio tecnológico (y no ya sobre todo ensanchamiento de la superficie agrícola) se convirtió en la variable explicativa de la mayor parte del aumento de la producción. Tal expansión cerealera fue paralela a una declinación sostenida de las tradicionales actividades ganaderas y no ha resuelto ni liquidado cuestiones tan cruciales como las vinculadas a la renta del suelo y al tipo de distribución del ingreso agrario. Me apresuro a añadir que tampoco se ha constituido en una alternativa dinámica viable a la decadencia mencionada más arriba.4 Sin embargo, ha dado lugar a una drástica reducción del número de pequeños productores rurales y, como veremos, ha incidido a la vez en una significativa expulsión de la mano de obra asalariada del sector. Por otro lado, también la industria experimentó transformaciones importantes en los últimos años. Para ponerlo en términos muy esquemáticos, en este caso parece haberse dado un fenómeno casi inverso al sucedido en el sector agrario: en este último se incrementó la producción y se hizo cada vez más heterogénea la composición capitalista de las unidades; en contraste, en el sector industrial la producción declinó y adquirió un claro sesgo hacia bienes demandados por los estratos de ingresos más altos, al tiempo que se volvía relativamente más homogénea y concentrada la fracción que generaba cerca de la mitad de su volumen y se convertía de este modo en líder virtual del conjunto. Baste como indicador general de este proceso regresivo la evolución experimentada por el producto bruto interno per capita de la industria ma4. En el período intercensal 1970/1980, el crecimiento de la productividad de la rama agropecuaria fue el más elevado de la economía argentina y supero tres veces a la tasa media. No obstante, la participación de la rama en el producto bruto interno ha venido declinando notoriamente: 20% [1947]; 16.5% [1960]; 13.2% [1970]; y 13% [1980]. Como concluyen Barsky y Murmis (1986:102): "Cuando nos acercamos a la inserción del agro pampeano en el circuito más amplio del capital nos encontramos con una situación transicional y con claras limitaciones al grado en que el capital externo al agro ha establecido esa capacidad de conducción del proceso de acumulación que se considera típica de los procesos recientes de desarrollo capitalista agrario".

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nufacturera: medido en dólares de 1985, era de 860 en 1965; de 988 en 1970; de 1058 en 1975; y de 764 en 1982 (el descenso continuó después de asumir las nuevas autoridades constitucionales: en 1985 fue de sólo 602 dólares). Simultáneamente, a partir de 1976 hubo una creciente transferencia de excedente desde el estado hacia las empresas privadas, mientras el proceso de acumulación industrial era hegemonizado por grandes grupos económicos nacionales y por compañías extranjeras diversificadas y/o integradas (ver Aspiazu, Basualdo y Khavisse, 1986). Este fenómeno fue acompañado por una fuerte redistribución regresiva del ingreso en el interior del sector: entre 1973 y 1984 los márgenes brutos de explotación simplemente se duplicaron —y esto como resultado del comportamiento de las unidades de mayor tamaño, cuya productividad creció mientras disminuía el personal ocupado. De ahí que "la magnitud del excedente captado por el empresariado industrial en su conjunto se incrementó, en el decenio, en un 69%" (Basualdo, 1986:27). Veamos cómo se reflejó todo esto en la composición de una parte considerable de los sectores populares argentinos.

2 Primeramente, es útil cotejar a grandes rasgos la estructura ocupacional del país en dos momentos políticamente significativos: el del comienzo de la experiencia peronista y el que precedió a la actual transición democrática, que se ubican respectivamente en las fases de consolidación y de decadencia del régimen social de acumulación a que hice referencia. Según datos censales, en 1947 de cada 100 personas ocupadas veintiséis trabajaban en el campo; veinticuatro en la industria y cincuenta en construcción, comercio y servicios. En 1980, en cambio, de esas cien personas, el campo absorbía a no más de trece; la industria, a veintitrés; y construcción, comercio y servicios, a sesenta y cuatro (ver cuadro 1 del anexo estadístico). Este cotejo sirve para ilustrar la creciente urbanización de la población económicamente activa, sobre todo si se tiene en cuenta que, en 1980, más de dos tercios (69.6%) de la población urbana residía en 19 ciudades de más de cien mil habitantes cada una. En otras palabras, hablar en Argentina de la gente que trabaja es aludir, en casi el 90% de los casos, a habitantes de ciudades y, más aún, mayoritariamente a habitantes de ciudades grandes. La comparación anterior revela también el angostamiento que sufrieron las fuentes de trabajo industrial y, muy especialmente, la

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franca expansión registrada por las actividades terciarias, que se convirtieron en el principal receptáculo de los desplazamientos laborales ocurridos5 (después veremos que no sólo declinó la proporción de trabajadores industriales sino que también creció su dispersión geográfica y se redujo el peso ocupacional de las grandes plantas). Todo esto ha hecho que la estructura social del país se haya vuelto mucho más amorfa y heterogénea, fenómeno que se advierte mejor cuando se desagrega la población económicamente activa en las principales categorías socioeconómicas que la componen. Al hacerlo, se perciben de inmediato dos procesos: desde los años 40 en adelante ha habido una continuada ampliación de los estratos medios y, correlativamente, un achicamiento de los estratos populares (ver cuadros 2 y 3 del anexo estadístico).6 Entre 1947 y 1980, los estratos medios pasaron de 1/3 a más de 2/5 de la población económicamente activa, a la vez que cambiaba significativamente su composición: mientras que, en la primera de esas fechas, cerca de la mitad de ellos no trabajaba en relación de dependencia, en 1980 estaban asalariadas aproximadamente tres de cada cuatro personas ubicadas en esos estratos.7 En lo que concierne a los estratos populares, la disminución de sus contingentes, que se aceleró entre 1970 y 1980, implicó también redefiniciones internas importantes: en este caso, declinó el componente propiamente asalariado y aumentó el de los trabajadores especializados autónomos (estos últimos son trabajadores manuales sin relación de dependencia, cuyo "cuentapropismo" aparente es más bien un síntoma de la ex5. Desde hace unos años, las convenciones estadísticas sitúan a la construcción entre las actividades secundarias. Si sigo aquí una práctica más tradicional es con el objeto de diferenciar el segmento más propiamente fabril de la mano de obra. De cualquier manera, en 1947 trabajaba en la construcción un 10% del conjunto que llamo terciario; esa proporción subió a un pico del 15% en 1980 y, desde entonces, ha disminuido alrededor de un 50%. 6. Adopto aquí la clasificación de Torrado (1987), quien agrupa las categorías censales como sigue: 1) estratos medios: pequeños propietarios autónomos; profesionales en función específica; cuadros técnicos y asimilados [asalariados]; empleados administrativos y vendedores (asalariados); y 2) estratos populares: trabajadores especializados autónomos; obreros calificados y no calificados [asalariados]; y empleados domésticos. Se trata, desde luego, de "estratos" y no de "clases sociales"; y es obvio que toda clasificación como ésta es imperfecta y discutible, especialmente porque las preguntas de los censos no se hicieron pensando en ella. La creo, sin embargo, eminentemente razonable y no conozco otra mejor o más actualizada; más aún, sirve bien a mis propósitos presentes de detectar ciertas grandes líneas de tendencia. 7. Entre 1947 y 1980 se crearon 3*724.000 nuevos puestos de trabajo, de los cuales casi el 50% correspondió a los estratos medios asalariados.

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pansión de la llamada economía negra, que los priva de la protección de las leyes sociales y a la que luego me referiré. El hecho de que constituyeran en 1980 una cuarta parte de los estratos populares se vuelve así significativo en sí mismo y también como indicador de la fragmentación y heterogeneización que deseo enfatizar). Pero si se contrajeron los estratos populares, más todavía se contrajo su fracción industrial en relación a la población económicamente activa. La serie es suficientemente ilustrativa: 15.8% (1947); 16.3% (1960); 13.4% (1970); y 12.7% (1980) .8 Puesto de otra manera, en este último año, sobre una población económicamente activa de alrededor de ÍO'OOO.OOO de personas, apenas un millón y cuarto se desempeñaban como obreros industriales. (Por cierto, es aún menor el peso electoral asignable a este contingente si se tiene en cuenta que, especialmente desde los años 70, creció de manera significativa el componente extranjero de la mano de obra no calificada).9 No sólo esto: se trata de una fracción que, en parte, ha tendido a dispersarse geográficamente, El fenómeno es particularmente notable en lo que hace a la Capital Federal: en 1947 daba cabida al 40.5% de los obreros industriales; en 1985 al 16.8%. Pero, aunque mucho más atenuadas, sus manifestaciones no se agotan allí; en la última década, los tradicionales centros manufactureros del país — el polo metropolitano, Córdoba y Santa Fe— fueron expulsores absolutos de mano de obra fabril, debido sobre todo a la reducción del empleo en los establecimientos manufactureros de más de 200 obreros.10 Si esto no se reflejó en una baja equivalente del volumen total de la ocupación industrial fue porque ésta creció en provincias, antes marginales, a favor de onerosos planes de promoción industrial. De todos modos, tal volumen se incrementó a una tasa de apenas el 0.2% 8. Entre 1960 y 1980, debido a las transformaciones indicadas más arriba, el sector agropecuario perdió más de 300.000 puestos de trabajo; esta caída ocupacional bruta no pudo ser compensada, sin embargo, por la industria manufacturera que, en el mismo periodo, incorporó a menos de 200.000 personas. 9. Se trata básicamente de inmigrantes provenientes de países limítrofes. Los últimos datos oficiales de que se dispone indican que, entre 1970 y 1976, la inmigración extranjera constituyó aproximadamente un tercio del incremento anual de la población económicamente activa. La evidencia incompleta con que se cuenta para 1982 y 1983 muestra magnitudes semejantes, que confirmaría que, a los salarios vigentes, ha habido un sostenido exceso de demanda de trabajadores no calificados (ver Llach, 1988:82). 10. Entre 1964 y 1985, la cantidad de obreros industriales ocupados en el polo metropolitano descendió casi un 12%. Si se cotejan las cifras de 1974 y 1985, se advierte que el empleo industrial cayó en cerca de un 20% en el Gran Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe, mientras que se expandió en un 12.4% en el resto del país. En términos generales, según datos de

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anual acumulativo, gracias al papel cumplido por unidades pequeñas y medias, más diseminadas espacialmente, con baja agremiación y con una inestabilidad en el empleo por lo general bastante alta. En cuanto a la espectacular expansión de las actividades terciarias, su misma heterogeneidad impide generalizaciones como las que podrían tener cabida aquí. Baste señalar que un estudio reciente sugiere una interpretación "matizada" del fenómeno dado que: a) no puede reputarse típicamente "espurio" en la medida en que la mayor parte de los empleos creados en el sector correspondió a actividades que fueron impulsadas por la demanda antes que por la oferta; b) tampoco vale considerarlo propiamente "genuino" desde que se ha tratado de una demanda de bases precarias, apoyada como estuvo en los últimos años en el endeudamiento externo; y c) contiene un elemento apreciable de terciarización "aparente" o contable, debido a la cantidad de empresas industriales que pasaron a subcontratar tareas que antes cumplían internamente (ver Llach, 1988:9192). En cualquier caso, importa subrayar que, en 1980, las actividades terciarias (incluida la construcción) absorbían no menos de la mitad del conjunto de los estratos populares. Cabe añadir que, en tiempos recientes, el sector público ya no mantuvo su tradicional papel de creador neto de empleos: entre 1970 y 1980, la tasa anual de crecimiento de la ocupación en la administración y servicios sociales públicos fue de sólo 0.9% mientras que, a la vez, la de las empresas estatales se contrajo a un ritmo medio del 0.9% anual. Mencioné antes a la llamada economía negra, cuyo giro estimado es probable que equivalga actualmente a más de un 40% del producto bruto nacional. Adviértanse no sólo sus dimensiones sino también su significación: entre 1970 y 1986 el producto por habitante del sector "registrado" o "medido" de la economía argentina cayó a una tasa del 0.4% anual; encambio, el del sector "negro" o "informal" parece haber aumentado a un ritmo del 3% anual; y es gracias a este último crecimiento que se calcula que el producto por habitante total (la suma de ambos) consiguió expandirse a la tasa sin duda magra del 0.7% por año (ver Llach, 1988:81). los censos económicos, si se excluyen las microunidades de menos de seis personas, entre 1974 y 1985 creció la ocupación en las plantas de menos de cincuenta personas (+8%) pero disminuyó fuertemente en las de más de 100 (-16%), con lo que si algo sin duda aumentó fue la dificultad concreta del reclutamiento sindical. Nótese, sin embargo, que las condiciones del contexto impidieron el desarrollo de un sector industrial típicamente informal: tanto el personal ocupado como el número de establecimientos de 0 a 5 personas empleadas se redujeron en más de una quinta parte.

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En lo que aquí más interesa, se ha evaluado que en 1980 alrededor de un 19% de los asalariados del Gran Buenos Aires se encontraba en situación de empleo ilegal (Beccaria y Orsatti, 1987). Un análisis posterior de la misma área estableció que, hacia 1983, "casi uno de cada cuatro asalariados privados fuera del empleo doméstico se [encontraba] desprotegido respecto del sistema de seguridad social y, por lo menos, de algunos de los beneficios de la legislación laboral" (Codina et al., 1987:258). Al mismo tiempo, el salario de tales trabajadores era inferior en más de un 50% al ingreso medio de los asalariados del Gran Buenos Aires, que a su vez resultaba en ese entonces 1/5 menor que el de una década atrás. Conviene agregar que, conforme a estos materiales, el fenómeno incluía a un 17.3% de la mano de obra propiamente industrial. Por último, según una encuesta realizada en 1986 en los mayores centros urbanos del país, 3 de cada 5 personas ocupadas obtenían la totalidad o parte de sus ingresos en el sector informal, definido como aquella parte de la economía cuyos agentes no contribuyen al estado ni reciben nada de él. El cálculo se funda en las comprobaciones siguientes: de los entrevistados con ocupación, sólo un 39% trabajaba únicamente en el sector formal de la economía; un 10% tenía, además, un ingreso proveniente del sector informal; un 36% eran trabajadores por cuenta propia del sector informal; y un 15% asalariados clandestinos. Como se advierte, las tres últimas categorías abarcan a un notable 61% de la muestra (ver Mora y Araujo et al., 1987).

3 Tal como se desprende de la evolución que acabo de bosquejar, no solamente se ha hecho más amorfa la estructura social argentina sino que se han vuelto cada vez más heterogéneos los estratos populares que la integran. Simultáneamente, la participación de estos últimos (y no sólo de ellos) en la distribución agregada del ingreso a nivel nacional ha venido sufriendo un deterioro considerable. Según surge del cuadro 4 (ver anexo), se estima que la parte que le correspondía al 40% inferior de la población se redujo del 17.3% [1961] al 14.5% J1980] mientras que la del 30% siguiente bajó del 21.2% al 19%. La inflexión más notoria (y regresiva) del patrón distributivo tuvo lugar en la década del 70, especialmente a partir de 1975. De este modo, "la Argentina, que a principios de los años 70 se contaba entre los países de desigualdad moderada con mayor participación de sus estratos bajos se ha desplazado al otro

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extremo de este grupo de países de desigualdad moderada — en el amplio espectro de las comparaciones internacionales— para ubicarse entre los que cuentan con una menor participación de sus estratos populares" (Altimir, 1986:548). Todo sugiere que esta tendencia se ha acentuado aún más en los últimos años, de manera que, si aquel 70% de la población recibía el 33.5% del ingreso nacional en 1980, en la actualidad es probable que no llegue al 32%. Ciertamente, las mediciones se complican sobremanera en un contexto inflacionario como el argentino, con variados regímenes de indexación que, si evitaron hasta ahora que se llegase a la hiperinflación abierta, han protegido, sobre todo, a los segmentos de ingresos más elevados. Pero no sólo esto. Los cálculos corrientes de la evolución general de los salarios reales siguen tomando como pauta los índices de las remuneraciones industriales que: a) han tenido un comportamiento distinto al resto; b) encubren una creciente dispersión entre ramas y establecimientos;11 y c) corresponden, como se vio, a un sector que absorbe a un conjunto cada vez más reducido de trabajadores12 (cf. Sevares, 1986). De todas maneras, al momento de escribir estas líneas la remuneración media de los asalariados industriales sigue estando claramente por debajo del nivel que alcanzara en 1970, a lo que debe sumarse un descenso todavía mucho más marcado en la calidad de vida de los trabajadores dada la importante caída que ha experimentado el "salario social" (deterioro de los servicios públicos, crisis del sistema educativo, aumento de la inseguridad, estado crítico de las obras sociales, derrumbe del sistema previsional, etc.). Fragmentación y heterogeneización de los estratos populares argentinos, pues, en el marco de un proceso de pauperización creciente.13 A lo

11. Entre 1974 y 198S se abrió más de dos veces el abanico de los salarios industriales at tiempo que las diferencias de productividad entre las divisiones extremas subió de tres veces a cuatro (ver Gatto et al., 1987). 12. Resulta significativo que en 1986, año de recuperación industrial, la ocupación fabril cayese en un 4.1%. Sucede que se incrementaron las horas extras per capita en mas de un 5%, debido a que los empresarios prefieren apelar a este recurso en un clima de incertidumbre generalizada (ver Nudler, 1988). 13. Da buen testimonio de esto el que, a poco de asumir, el actual gobierno haya tenido que impulsar un Programa Alimentario Nacional para "enfrentar la critica situación de deficiencia alimentaria aguda de la población más vulnerable y de pobreza extrema" (art. 1 de la ley 23.056 promulgada el 22/3/1984). Un año después -y pese a que su cobertura de la población carenciada era y es parcial— el Programa ya estaba atendiendo a 1.331.471 familias (ver Tenti Fanfani, 1987:115). Esto, en un país clásicamente productor y exportador de alimentos como Argentina.

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cual cabe añadirle una consideración importante, en vista de las características mismas de este contexto. A partir de criterios ocupacionales de clasificación indiqué antes que ha habido una declinación continua de los estratos populares y una expansión paralela de los estratos medios. En este sentido, varios indicadores sugieren que en todos los períodos intercensales aludidos hubo pasaje de trabajadores manuales a los estratos medios y, sobre todo, al trabajo no manual asalariado. Pero, a la vez, el empobrecimiento que han sufrido franjas extensas de tales estratos medios impide que esa movilidad pueda ser calificada sin más de ascendente. Baste una ilustración: una encuesta que realicé en 1970 entre obreros despedidos de la industria automotriz reveló que 4 de cada 5 que se habían instalado por su cuenta no querían volver a trabajar en fábricas; en cambio, otra encuesta similar que llevé a cabo en 1985 mostró exactamente la inversa: 4 de cada 5 trabajadores autónomos ansiaban ahora reinsertarse como obreros industriales (ver Nun, 1978 y 1986). Es decir que cualquier aproximación razonable al problema de los sectores populares argentinos debe incluir hoy en ellos no solamente a los estratos populares que permiten cuantificar los datos censales sino también a una considerable fracción de los estratos medios — en especial, una parte importante de la población económicamente activa que aparece ubicada en las categorías de "pequeños propietarios autónomos" y de "empleados administrativos y vendedores [asalariados]" (ver cuadro 2 del anexo). Si esto alarga de manera significativa el tamaño de los sectores populares, complejiza todavía más ese abigarramiento de su composición interna sobre el que vengo insistiendo. 4 Sin duda, sólo un objetivismo bastante elemental podría pretender sacar de lo anterior conclusiones inmediatas acerca del diverso comportamiento probable de los sectores populares, ignorando los complicados procesos de interacción social que siempre* median entre las estructuras y las prácticas. Pero no sería menos peligrosa una inclinación subjetivista que intentase poner entre paréntesis la medida en que una determinada configuración socioeconómica condiciona y restringe las alternativas que se encuentran históricamente disponibles para los actores en un momento dado. Esto dicho, es evidente que todo régimen social de acumulación que

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funciona acaba rutinizando formas, estilos y modos de organización característicos, los cuales enmarcan y regulan diferentemente la acción de los principales grupos que define la divisón social del trabajo. Es más: tales marcos institucionales poseen siempre una inercia que puede tender a prolongarlos de distintas maneras incluso en una fase de descomposición en que se hayan modificado muchas de sus condiciones iniciales. Se imponen aquí dos observaciones: una, que la reproducción misma de esa institucionalidad es contradictoria y supone desplazamientos y cambios sustantivos que son producto de las luchas sociales en curso; y dos, que las estructuras y prácticas propias de un régimen social de acumulación de ninguna manera agotan el campo de acción de los sectores populares, cuyos miembros son no sólo trabajadores sino también ciudadanos, habitantes de un barrio y, eventualmente, parte de movimientos sociales o políticos en desarrollo. Obvio como es, este último señalamiento resulta particularmente relevante a nuestro asunto. Es, que el conocido carácter abarcador que tuvo el fenómeno peronista en su apogeo tendió a opacar la medida en que los sectores populares urbanos de Argentina habían solido dividir antes sus adhesiones y lealtades. Como anota un historiador al analizar las prácticas reformistas de la Unión Sindical Argentina después de 1915: "Quienes comenzaban a verse más bien como sectores populares en vías de ascenso y no como trabajadores, no derivaban de esta visión una única lealtad política sino que, más bien, escogían eclécticamente, para cada escenario de disputa, a quienes mejor representaban sus intereses: a los gremialistas sindicalistas para defender las condiciones de trabajo; a los concejales socialistas para administrar la ciudad y defenderlos en tanto consumidores; y finalmente a Yrigoyen para gobernar el país" (Romero, 1985:238). A primera vista, esta propensión a establecer diferencias se debilitó casi hasta desaparecer durante las dos primeras presidencias de Perón, que lograron unificar bajo un mismo signo esferas múltiples de actividad aunque debieron absorber las tensiones y los conflictos internos consiguientes. Pero el fenómeno se hizo nuevamente ostensible después, sobre todo allí donde el apoyo de los trabajadores a dirigentes sindicales combativos que no eran peronistas coexistió con el mantenimiento de su propia condición de tales.14 Esta tendencia general se incrementó más aún luego de la muerte de Perón —cuya figura cumplía una singular función 14. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con la emergencia del sindicalismo clasista cordobés, a fines de la década del 60. Para un planteo teórico del tema, ver Nun (1973); para una aplicación empírica, ver el estudio de Roldan (1978) sobre el Sindicato de Luz y Fuerza de Córdoba.

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aglutinante- y se ha vuelto un rasgo significativo del comportamiento de una porción apreciable de los sectores populares argentinos desde 1983 en adelante. En suma, a la creciente heterogeneidad estructural de tales sectores y a la diversidad de sus prácticas respectivas, se añade la necesidad de diferenciar estas últimas según los niveles de acción de que se trate. Volveré después sobre estos temas. Antes, son precisos a esta altura algunos comentarios acerca de las que han sido las dos áreas más importantes de expresión organizada de los sectores populares argentinos, ocupadas tradicionalmente por el peronismo: la sindical y la partidaria. Como ahora veremos, tampoco en ellas ha primado una tendencia a la unidad.

4.1 Según se sabe, la etapa de consolidación del régimen social de acumulación que había comenzado a delinearse en la Argentina de los años 30 coincidió con el ascenso del peronismo al gobierno y con la emergencia de un poderoso movimiento sindical enrolado en esta corriente, fuertemente orientado hacia el estado y hegemonizado por los grandes sindicatos de industria. Es sabido también que, después de 1955, con el peronismo proscripto, el movimiento sindical se convirtió en su verdadera "columna vertebral", combinando funciones de representación económica y política de la mayoría de los sectores populares. Se trató de una fuerza muy burocratizada y centralizada, con escasas manifestaciones de democracia interna y con contenidos ideológicos decididamente corporativistas, cuyas apelaciones permanentes a la justicia social casi nunca trascendieron el tibio reformismo de sus temas constitutivos: defensa del salario y de la organización obrera verticalizada, fortalecimiento del mercado interno, nacionalismo integrador y oposición tanto al "liberalismo oligárquico" como al "clasismo apatrida", en nombre de una inclaudicable adhesión al liderazgo de Perón y a su proyecto de una "comunidad organizada" en la que pudiesen convivir armoniosamente los representantes del capital y del trabajo bajo la tutela del gobierno. Se ha tratado, en fin, de un sindicalismo esencialmente reivindicativo, pragmático e inmediatista, que por eso mismo se ha sentido siempre menos cómodo asumiendo responsabilidades de gobierno (como sucedió entre 1973 y 1975) que participando desde la oposición en la defensa de sus intereses sectoriales (cf. Torre, 1983:147).

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Es cierto que cambios estructurales como los que reseñé páginas atrás no podían dejar de repercutir con intensidad en el movimiento sindical. Pero en el caso argentino se entrelazaron tan estrechamente con las notables discontinuidades que a la vez iba experimentando el sistema político que hubo poca o ninguna linealidad en esos efectos y abundaron más bien fenómenos en apariencia tan paradójicos como el cerrado enfrentamiento de los dirigentes sindicales con el gobierno de Illia (cuando se expandió la economía y mejoraron los salarios) o su actitud complaciente ante el golpe militar de 1966 (que inauguró varios años de represión contra esos mismos dirigentes). En otras palabras, las peculiaridades del contexto operaron en favor de la autonomización de las movidas políticas de las cúpulas sindicales establecidas y de este modo, por ejemplo, la Unión Obrera Metalúrgica pudo dominar la Confederación General del Trabajo por lo menos hasta 1975, independientemente de las transformaciones que iban ocurriendo. Estas fueron hallando, no obstante, otros cauces: así, mientras el tronco de la organización sindical permanecía casi inalterado, se multiplicaban sus ramificaciones y daban lugar, por una parte, a fenómenos de doble representación y de superposición gremial y, por la otra, al crecimiento y a la dispersión de nuevos aparatos burocráticos, como lo ilustran los más de doscientos sindicatos en que aparece nucleado el personal de la administración pública (incluyendo la provincial y la municipal) [Abós, 1986:163]. En los años 70, este gremialismo tan extenso y cortoplacista fue violentamente sacudido por fuertes vientos de derecha y de izquierda que desrutinizaron cada vez más sus prácticas tradicionales y acabaron siendo el preludio de la tenaz persecución que tendría que soportar a partir de 1976. Uno de los mayores y declarados objetivos políticos de la dictadura militar que ese año se apropió del gobierno fue, en efecto, destruir todo vestigio de populismo peronista, para lo cual se dedicó sin miramientos a "desmontar el poder sindical".15 15. Son palabras de quien fuera secretario de hacienda del gobierno militar. Es interesante reproducir algunas de las medidas que recuerda encomiásticamente: atomización de los sindicatos por triplicación de su número; intervención de las obras sociales; política económica eficientista que redundó en una contracción del empleo en grandes plantas, donde "el poder sindical se basa fundamentalmente"; aumento de la proporción de "personal calificado y técnico, que no tiene vocación sindical"; crecimiento de las ramas de servicios, cuyos trabajadores poseen "menos vocación sindical que los obreros industriales"; radicación de industrias en el interior del país, con una mano de obra que responde "mucho menos a directivas de los grandes sindicatos que sus pares en las zonas industriales tradicionales" (Alemann, 1987:17). Es una reconstrucción suficientemente reveladora, aunque el relato mezcle decisiones específicas con tendencias más generales y excluya convenientemente los asesinatos, las torturas y las persecuciones de militantes gremiales.

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Este despiadado ataque estuvo dirigido no sólo contra las cúpulas sino también contra las bases del gremialismo; de ahí que hayan pertenecido al movimiento obrero más del 50% del total de los desaparecidos entre 1976 y 1983, según datos de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas. Los intentos de reacción comenzarían con la proclamación de un paro nacional en abril de 1979 y se intensificarían especialmente entre 1982 y 1983. De todos modos, como se ocuparía de metaforizar luego un observador refiriéndose al comienzo de la actual transición democrática: "El moviento obrero argentino llegaba al umbral de la libertad exhausto, dividido, empequeñecido, lleno de cicatrices pero vivo" (Abós, 1984:94). Tras ese umbral lo aguardaban la sorpresa y la decepción: el 30 de octubre de 1983 el peronismo iba a sufrir su primera derrota en elecciones libres. Para peor, no se podían trasladar fácilmente las responsabilidades: se trató de un peronismo liderado de hecho por Lorenzo Miguel, el discutido dirigente gremial de los trabajadores metalúrgicos y por muchos años la figura más notoria del sindicalismo argentino. Después del desconcierto vendría la indignación: una de las primeras medidas adoptadas por las nuevas autoridades fue el envío al Congreso de un proyecto de ley de normalización sindical, tendiente a reorganizar el movimiento laboral y a democratizar su vida interna, bajo la supervisión del gobierno. Sostenido en su triunfo de octubre, el radicalismo en el poder optaba así por la confrontación — pero una confrontación por vía parlamentaria para la cual no había medido adecuadamente sus fuerzas. Finalmente, el proyecto fue derrotado en el senado por una mínima diferencia, provocando la caída del ministro de trabajo y acarreándole al gobierno su primer gran fracaso político. La suerte quedó así echada: esa fallida iniciativa oficial había servido, por una parte, para unificar a los sindicalistas en defensa de su autonomía (y de sus prerrogativas); y, por la otra, para definir el tono de oposición abierta que de ahí en adelante tendrían sus relaciones con las autoridades constitucionales. En este marco, asumiría cada vez mayor entidad la figura gremial de Saúl Ubaldini, quien se erigiría claramente, entre 1984 y 1986, en el máximo adversario público del presidente Alfonsín y sería luego confirmado como secretario general de la CGT normalizada. Indiqué antes el marcado deterioro que había sufrido el nivel de vida de los sectores populares durante la dictadura y que continuó, con algunos altibajos, después de 1983. Esto dio carnadura real a los numerosos conflictos laborales que se fueron sucediendo y que alcanzaron su pico más alto en 1986; y cimentó también el apoyo popular —no siempre parejo —

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que recibieron los numerosos paros generales que organizó la CGT: 1 en 1984; 2 en 1985; 4 en 1986; 3 en 1987; y 1 en lo que va de 1988. Son igualmente innegables las motivaciones políticas que guiaron en cada caso a muchos de los impulsores de estas huelgas. Pero hay otro componente de esta estrategia que deseo subrayar, desde la perspectiva en que se sitúa este trabajo. Me refiero a las posibilidades que estos paros nacionales le han brindado a la CGT de hacer convocatorias generalizadas y directas al fragmentado universo de los sectores populares, buena parte de los cuales no es absorbida ahora por los sindicatos, dadas justamente las mutaciones que resumí antes. En este sentido, por más que los sindicatos han recuperado una vitalidad considerable y representan actualmente a más del 50% de los asalariados (una cifra sin duda muy alta en América Latina y en el mundo), entre 1976 y 1986 perdieron nada menos que un millón de afiüados como consecuencia de los cambios ocupacionales ocurridos. A esto se suma que también se han modificado grandemente sus bases de reclutamiento, tal como surge del cuadro 5 (ver anexo). Según estos datos, en los últimos veinte años ha declinado el peso de los sindicatos de la industria y del transporte — clásicos baluartes del gremialismo argentino— mientras crecía el de los sindicatos de comercio y, sobre todo, el de los sindicatos de servicios (estos últimos, con mayoría de empleados públicos).16 Es así que, actualmente, de los 19 sindicatos más importantes del país, 12 corresponden al sector servicios, aunque tales gremios estén todavía lejos de haber hegemonizado a la CGT como antes logró hacerlo la UOM.17 El achicamiento del conjunto sindicalizable de los sectores populares, por un lado, y una mayor heterogeneidad del movimiento gremial que ha erosionado a los que fueran sus antiguos núcleos estructurales, por el otro, parecen haber tenido, entonces, dos consecuencias significativas — aunque no sean esas sus únicas causas —.

16. Las transformaciones ocurridas son mucho más profundas de lo que puedo indicar aquí. Así, la composición misma de los sindicatos únicos por rama de industria ha experimentado cambios importantes al expandirse la proporción de técnicos y empleados en relación a la proporción de obreros. 17. Veintisiete sindicatos, con más de 30.000 miembros cada uno, aglutina al 75% del total de trabajadores afiliados. Si esto da buena prueba del grado de concentración alcanzado por el gremialismo argentino, vale puntualizar también que: a) más de 2/5 dé ese conjunto se desempeña en actividades terciarias; y b) una proporción aproximadamente similar pertenece al sector público (cf. Godio y Palomino, 1988:87).

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En primer lugar, la aludida politización de los pronunciamientos de la conducción cegetista, que busca hacerse cargo así de un dilatado espectro de demandas sociales como lo evidencia, por ejemplo, la propia amplitud del programa de 26 puntos que lanzara en agosto de 1985 — en respuesta al Plan Austral— y que mantiene desde entonces como eje de sus planteamientos frente al gobierno. En segundo lugar, una creciente multiplicación y particularización de los reclamos económico-corporativos mismos que, según la organización sindical de que se trate, definen intereses y oposiciones y asumen contenidos que resultan cada vez menos articulables a ese nivel inmediato en un frente común. Todo esto se refracta complejamente en la actual división del gremialismo en diversas corrientes internas (las 62 organizaciones; el grupo de los 15; el Movimiento Sindical Peronista Renovador; el ubaldinismo; etc.), las cuales van definiendo sus propios estilos de negociación o de lucha, privilegian ámbitos distintos de acción y procuran establecer alianzas tan diferentes como contrapuestas entre sí (ver Palomino, 1987).18 No quiero cerrar esta síntesis sin consignar un par de hechos más. Uno es que, entre fines de 1984 y mediados de 1985, se llevaron a cabo elecciones internas en los sindicatos, dando comienzo a un proceso de democratización sustantiva todavía muy desigual y limitado pero no por eso menos significativo. Otro, que este proceso está ocurriendo en el marco de un "recambio generacional" que supone "una transformación en las claves históricas que presidieron la socialización de los nuevos dirigentes y su ingreso al protagonismo político-sindical" (Abós, 1986:199). Ello no obsta a la permanencia de la adhesión de estos dirigentes al peronismo — reconoció esta filiación el 80% de los delegados al congreso normalizador de la CGT reunido en noviembre de 1986—. Pero ya no están más los líderes del período 1946-1955; y muchos de quienes los han sucedido presumiblemente sienten menos la nostalgia por una época que no vivieron que el rechazo por los largos años de represión y persecuciones en que se criaron. 18. Esto se hizo especialmente evidente en abril de 1987, cuando el "grupo de los 15" pactó con el gobierno y aceptó colocar a uno de sus miembros, Carlos Alderete, al frente del ministerio de trabajo, poniendo a la CGT al borde de una situación cismática. Como concluye el autor recién citado: "El sindicalismo aparece en la escena política como un actor capaz de convertirse en interlocutor de las iniciativas oficiales, para rechazarlas o aceptarlas. Su fragmentación, en cambio, le impide otorgar un rumbo definido al movimiento social, orientarlo en dirección a fines propios. En general, durante los tres años y medio de gobierno constitucional, las políticas que ha elaborado son sobre todo reactivas, es decir, respuestas a lo que considera ataques a su identidad y posición social" (Palomino, 1987:193).

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Es verdad que este rechazo puede manifestarse tanto en un apoyo convencido a las reglas y prácticas de la democracia constitucional como en una cautela extrema ante los portadores abiertos o encubiertos de una amenaza autoritaria que sigue estando muy presente. Es cierto también que la última dictadura militar afectó gravemente el proceso de formación de cuadros gremiales y que las consecuencias negativas de este fenómeno continúan manifestándose en la actualidad.19 Pero, en todo caso, resulta alentador que, en una encuesta realizada en 1986 a cerca de 500 dirigentes de nivel intermedio y delegados de 43 sindicatos, un 83% de los entrevistados opinase que debían continuar los juicios a los militares responsables de lo ocurrido entre 1976 y 1983 y un 78% incluyese a la defensa de los derechos humanos entre las tareas prioritarias de la acción sindical.20 4.2 En 1983, durante la campaña para las elecciones presidenciales, el entonces candidato Raúl Alfonsín denunció la existencia de un pacto militarsindical. Una serie de circunstancias abonaba la verosimilitud de semejante acusación, que impactó a la opinión pública y que ciertamente contribuyó a decidir a muchos votantes. Así, desde que quedó planteada la reapertura política habían comenzado a aparecer declaraciones de altos jefes militares ponderando a los sectores más ortodoxos del peronismo como un baluarte contra la izquierdización del país.21 Más aún, en el peronismo crecía la oscura figura caudillesca de Herminio Iglesias —que sería consagrado en agosto de 1983 candidato a la gobernación de la provincia de Buenos Aires—, quien no ocultaba sus vínculos con personajes tan notorios de la dictadura como los 19. Según datos proporcionados por Carlos Tomada, Director Nacional de Relaciones del Trabajo, en marzo de 1976, al producirse el golpe militar, se hallaban en funcionamiento alrededor de 400 escuelas de capacitación sindical; ocho años después, al inaugurarse el nuevo período constitucional, estaban operando aproximadamente 40. Aunque muchas de aquellas 400 escuelas no fueran un dechado de espacios genuinamente formativos, las cifras valen como indicador de un proceso de destrucción que todavía no ha sido satisfactoriamente revertido. 20. La encuesta se efectuó en la Capital y Gran Buenos Aires, Córdoba y Rosario, y - c o n excepción de la U O M - abarcó a los 10 sindicatos más grandes del país. Es interesante anotar que 3 de cada 4 entrevistados coincidieron en sostener que la mayoría de los trabajadores argentinos sigue siendo peronista (ver CEPNA, 1987). 21. Ver, por ejemplo, La Nación, 20/3/83; Clarín, 20/3/83; Ámbito Financiero, 8/4/83; etc.

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generales Nicolaides, Trimarco, Camps y Veerplaetsen.22 Sin duda, Iglesias no era todo el peronismo; pero también es verdad que la dudosa transparencia de su conducta privada y pública y su estilo matonesco y autoritario se volvieron síntomas muy visibles del estado de descomposición en que se hallaba este movimiento —pese a lo cual sus principales dirigentes seguían creyendo obstinadamente que en las urnas eran imbatibles —. Ante todo, después de la muerte de Perón en 1974, el desastroso gobierno de su viuda había servido para allanarle el camino al golpe militar de 1976. En 1983, la memoria colectiva de buena parte de los sectores populares argentinos no había echado en saco roto esa experiencia. Encuestas nacionales conducidas antes de las elecciones de octubre indicaban una fuerte reprobación de ese pasado "isabelista", incluso entre una amplia proporción (71% en una de esas encuestas) de los entrevistados que expresaban opiniones favorables acerca de las presidencias de Perón en 1946/55; más todavía, tal reprobación iba a constituirse en "la imagen más influyente en el comportamiento electoral de la población" (Catterberg, 1985:264). Los resultados de una encuesta que realicé en 1985 entre trabajadores del Gran Buenos Aires muestran lo mismo: casi la mitad de quienes se reconocieron como peronistas criticaron lo sucedido entre 1974 y 1976 y la mayoría de ellos no votó por el Partido Justicialista en 1983. Según observa un estudio electoral referido al Gran Buenos Aires — el bastión por excelencia del peronismo— al comparar los datos de 1973 (cuando obtuvo 2/3 del total de votos) y de 1983 (cuando no llegó al 40%), la derrota sufrida por el Partido Justicialista fue producto de una suerte de movimiento general de todos los sectores sociales, semejante al reflujo de una marea (Cantón, 1986:166). Sin embargo, en términos generales, la tradicional asociación entre ocupación y voto se mantuvo, con la mayoría de los votos de los estratos medios y altos favoreciendo a la Unión Cívica Radical y la mayoría de los votos de los estratos populares apoyando a la fór22. Cuando Augusto Conté, conocido defensor de los derechos humanos, le pidió públicamente a Iglesias que negase esos vínculos, éste simplemente se rehusó (Clarín, 21/10/83). Por esos días, el coronel retirado Federico de Alzaga habfa comparado a Iglesias con Cristo, Gandhi y Tito mientras el entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires nombrado por los militares, el terrateniente Jorge Aguado, elogiaba "el excelente sentido político de Iglesias" (La Nación, 20/9/83; La Razón, 23/9/83). A su vez, el arzobispo de La Plata, Antonio Plaza, una de las autoridades eclesiásticas más comprometidas con el terrorismo de estado, declaraba: "Herminio Iglesias... es una persona encantadora y yo lo aprecio mucho... Además, tiene un conocimiento profundo de la situación política. Creo que el peronismo es el partido que tiene las mejores posibilidades de ganar las elecciones" (Clarín, 8/9/83). Un mes antes de estas declaraciones, Plaza había endosado la ley de auto-amnistía promulgada por el gobierno militar (La Razón, 19/8/83).

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muía justicialista (cf. Maronese et al., 1985:35-39). Pero, como vimos, no únicamente se habían angostado cuantitativamente los estratos populares y había disminuido su fracción industrial; un enfoque más cualitativo revela que Alfonsín captó adhesiones significativas en lo que Catterberg denomina la "clase baja estructurada" (trabajadores por cuenta propia genuinos, artesanos y trabajadores calificados) mientras que el peronismo conservó su base de sustentación en la "clase baja no estructurada" (trabajadores no calificados y trabajadores no especializados de servicios).23 Fue principalmente a esta última que Iglesias le dirigió su discurso (y su acción), buscando revivir el peronismo plebeyo de los años 40; y esta apelación a los segmentos más marginados de la población acabó permeando significativamente la campaña peronista en su conjunto, en una época en que tales segmentos habían dejado ya de constituir un caudal electoral suficiente. Como repetiría porfiadamente Iglesias a poco de asumir las nuevas autoridades constitucionales: "No acepto una democracia donde se mueren los chicos, donde hay hambre y donde hay miseria..." {Redacción, abril 1984). Sí la aceptaron, en cambio, muchos sectores populares que estaban tratando de dejar atrás años de violencia, de despotismo y de caos. Si presto atención a la figura de Iglesias es porque, insisto, entre 1983 y 1984 se volvió emblemática de la burocracia partidaria del peronismo y de su posición por lo menos ambivalente ante la transición política que se iniciaba. (No había pasado un mes desde la asunción de Alfonsín y ya Iglesias dictaminaba ante la prensa: "Este gobierno no ha hecho nada; estamos peor que antes". Nueve meses después concluiría sin reservas: "Si esto es la democracia, prefiero cualquier cosa antes que la democracia"). ¿Hasta dónde eran representativas estas posturas de las posiciones de la masa peronista? Es una pregunta que por un largo período pareció volverse irrelevante dada la contumaz negativa de los dirigentes del Partido Justicialista a convocar elecciones internas para la renovación de autoridades, a pesar del fiasco de 1983. De este modo, en octubre de 1984, por ejemplo, un congreso partidario violentamente manipulado ratificó a Isabel Perón (devenida ciudadana española y sin ningún interés por regresar a la Argentina) como presidente de la organización; a Lorenzo Miguel como segundo vicepresidente; y a Herminio Iglesias como secretario general. 23. Este fenómeno no estuvo restringido al área metropolitana. Una encueste realizada en Córdoba y en Tucumán poco tiempo después de las elecciones de 1983 revela un realineamiento similar del voto de los sectores populares (Jorrat, 1986).

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Estas constataciones requieren, sin embargo, explicación y no creo que los comportamientos autoritarios y fraudulentos del aparato justicialista alcancen para agotarla. ¿Por qué, por ejemplo, no se dividió el partido? Por razones de brevedad, me limitaré a registrar un par de factores que considero relevantes para entender lo sucedido. Hacerlo servirá para echar alguna luz sobre las vicisitudes por las que pasó, en los primeros años del nuevo gobierno constitucional, la que continúa apareciendo como la principal representación política de los sectores populares argentinos. 1) En primer lugar, el peronismo ha sido siempre un fenómeno ideológico complejo y escasamente consistente, cuya notable — y conocida — polisemia alimentó una gama muy amplia de prácticas políticas. Si la adhesión a un movimiento implica un modo de "crencia en", sostenido por una variedad de "creencias que", en este caso lo que sorprende es la gran heterogeneidad (y el carácter contradictorio) de las "creencias que" en que ha podido sustentarse una misma "creencia en" el peronismo.24 De ahí que su condición necesaria de funcionamiento haya sido, sobre todo, una común "creencia en" el líder, cuyas tácticas pendulares generalmente alcanzaron para impedir la fragmentación. Esto hacía previsible que, al morir Perón, se desencadenarían, como ocurrió, incontrolables tendencias centrífugas (ver Nun, 1984b). En este sentido, es indiscutible que la línea autoritaria, nacionalista y demagógica que impulsó el aparato partidario entre 1983 y 1984 representaba una de tales tendencias y que ésta no era de ningún modo ajena a las tradiciones del movimiento. Por eso resultó mucho menos disonante de lo que se supone para numerosos dirigentes y cuadros medios agobiados por la derrota electoral. En los grandes centros urbanos, estos elementos —obligados por primera vez a jugar el papel de opositores a un gobierno democráticamente elegido— se plegaron en términos instrumentales a las reiteradas apelaciones partidarias a la justicia social, en medio de una crisis económica generalizada que contribuía a darles fundamento.25 En cuanto a las provincias más atrasadas —en la mayoría de las cuales los candidatos justicialistas ganaron las elecciones de 1983 — , las afinidades electivas de sus dirigentes con el discurso oficial del movimiento eran todavía más mar24. Para la distinción entre "creencias en" y "creencias que" ver Price (1971:143-167). 25. Subrayé antes la oposición frontal al gobierno en que rápidamente se embarcó el sindicalismo. A modo de ilustración, vale la pena recordar que ya en marzo de 1984 la CGT le dirigía a Alfonsín un documento sosteniendo que "la democracia por la democracia misma es pura santimonía liberal".

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cadas. Para comprenderlo, es necesario recordar la distinción que suele hacerse, por buenos motivos, entre las expresiones "urbana moderna" y "tradicional rural" del peronismo (cf. Mora y Araujo y Llórente, 1980). Esta última, encarnada en sólidas máquinas locales, caudillescas y clientelísticas, tendió por muchos años a manifestar "una resistencia a la modernización y al desarrollo capitalista, estando más cerca de un modelo como el del aprismo peruano" (Sebreli, 1983:131). 2) En segundo lugar, conviene introducir un argumento más coyuntural que se liga a lo anterior: las grandes divisiones que existían entre los opositores a la desprestigiada dirección oficial del Partido Justicialista. Era la manifestación de esas tendencias centrífugas a que ya aludí, con lo cual cuanto más cohesivo, resuelto y poco escrupuloso fuese un grupo — en este caso, la conducción partidaria — , mayores eran sus posibilidades de supervivencia política. Finalmente, en febrero de 1985 los disidentes lograron reunir en Río Hondo un congreso nacional del partido, en el que los dirigentes cuestionados se negaron a participar. Este congreso volvió a ungir a Isabel Perón como presidente del justicialismo, dando nuevo testimonio de la impotencia de cualquiera de las fracciones presentes para hegemonizar al conjunto. A la vez, se dispuso llamar a elecciones internas en todo el país. Siguieron interminables negociaciones hasta que, por último, los sectores oficialistas del partido (llamados "ortodoxos") y sus adversarios (conocidos desde entonces como "renovadores") acordaron la convocatoria de un nuevo congreso. Este sesionó en La Pampa, en julio de 1985, y volvió a poner en evidencia la falta de articulación del campo renovador. La composición del nuevo consejo directivo electo habla por sí misma. Una vez más, Isabel Perón fue ritualistamcnte designada para presidir el partido. Caudillos de tres de esas provincias más tradicionales a que me referí antes fueron nombrados en cargos centrales: el catamarqueño Vicente Leónidas Saadi (que en los años 40 Perón había expulsado del peronismo y enviado a la cárcel) como vicepresidente primero; el gobernador de San Luis, Alberto Rodríguez Sáa, como vicepresidente tercero; y Luis Salim, de Santiago del Estero, como secretario político. La vicepresidencia segunda le correspondió a Jorge Triaca, un burócrata sindical ampliamente conocido por sus conexiones militares y empresarias. En cuanto a la secretaría general del partido, quedó nuevamente en manos del imperturbable Herminio Iglesias. Se fue tornando así meridianamente claro que los renovadores no estaban en condiciones de derrotar al aparato partidario en su propio juego.

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El problema era que se acercaban las elecciones legislativas de noviembre de 1985 y las encuestas dejaban pocas dudas acerca del descrédito y de la impopularidad del Partido Justicialista. Es en este punto que conviene hacer intervenir una tercera consideración. 3) Sostenía Schattschneider que, en política, fijar el ámbito de desarrollo de un conflicto es siempre la decisión estratégica más importante: si se modifica el ámbito, cambia toda la ecuación. Este razonamiento estaba apoyado en una tesis que nuestro caso ilustra bien: "el resultado de cualquier conflicto es determinado por la medida en que la audiencia queda implicada en él" (Schattschneider, 1960:5). A comienzos de los años 70 y a impulsos de sus sectores más radicalizados, el movimiento peronista desencadenó un proceso de movilización popular que condujo a su resonante triunfo electoral de 1973 y que se convirtió en uno de los rasgos distintivos del tormentoso trienio siguiente. Ni siquiera Perón pudo controlar adecuadamente este proceso antes de morir; y esto lo tendrían muy en cuenta quienes se proclamaron sus sucesores en la década del 80.2* Si algo compartían ortotoxos y renovadores era una concepción elitista de la política, que los hacía desconfiar de cualquier intento de organización "desde abajo" y los inclinaba a las negociaciones de trastienda. Toda otra alternativa era abiertamente considerada como demasiado riesgosa o excesivamente consumidora de tiempo y energías. Es claro que era precisamente en ese plano que la máquina partidaria se mostraba siempre más eficaz. El dilema en que aparecían encerrados así los disidentes se agravaba por su escasa disposición a abandonar el partido, una salida cuyo costo no estaban dispuestos a pagar. Esto iba a cambiar cuando, antes de las elecciones nacionales de noviembre de 1985, Iglesias y sus seguidores cometerían el serio error táctico de forzar exageradamente su mano. En política, liquidar a un oponente no es nunca una operación simple: no sólo exige eliminarlo sino también evaluar correctamente qué hará después. En este sentido, para volver a Schattschneider (1960:4), "los que están al costado se vuelven una parte necesaria del cálculo de cualquier conflicto". Fue lo que evaluó mal la burocracia justicialista cuando dejó a sus rivales sin ninguna opción viable dentro del partido. Esto los obligó a cambiar, a regañadientes y recién entonces, el ámbito del enfrentamiento, involucrando en él a las bases peronistas. 26. Acerca del peso de este factor en la campaña peronista del 83 ver, por ejemplo, Cordeu et al. (1985:108-109). Por lo demás, es de sobra conocida la declarada tradición "verticalista" del peronismo, que pude confirmar en entrevistas realizadas en 1984 y 1985 a algunos de sus principales dirigentes políticos.

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Por primera vez, los renovadores advirtieron que el precio que debían pagar por permanecer en el partido era exagerado. Más aún, habían encontrado en Antonio Cañero — el ministro más joven que tuvo el primer peronismo— a un líder que podía unificarlos y que ahora estaba dispuesto a tomar la iniciativa. De este modo, en agosto de 1985 formaron un nuevo frente político con los demócratas cristianos "y otros aliados históricos del peronismo". La declaración constitutiva enfatizó su lealtad hacia el movimiento y su compromiso con la justicia social y la liberación nacional, al tiempo que definía de hecho como usurpadoras a las autoridades formales del Partido Justicialista. En otras palabras, impedidos de competir en elecciones internas, los renovadores habían decidido probar directamente cuáles eran sus fuerzas en las elecciones nacionales que se avecinaban. La decisión resultó afortunada: el 3 de noviembre de 1985 el Frente Renovador obtuvo más de un millón y medio de votos en la provincia de Buenos Aires —principal base política tanto de Cañero como de Iglesias— mientras que el FREJULI (liderado por los ortodoxos) apenas superaba el medio millón. Es decir que 3 de cada 4 votantes peronistas repudiaron el "iglesismo" y le dieron su apoyo a Cañero; más todavía, hubo una alta correlación ecológica positiva (.82) entre los votos por el Frente Renovador y la composición asalariada de los distritos electorales. En el caso del FREJULI, aunque siguió siendo positiva, esta correlación disminuyó a .40, con una concentración significativa entre los votantes masculinos de áreas marginales (cf. Díaz, 1985). Tales resultados fueron consistentes con los de un estudio electoral realizado por esos días en el Gran Buenos Aires: mostraba que el Frente Renovador competía por el espacio social que el radicalismo había conquistado en 1983 en tanto que el FREJULI continuaba captando a los segmentos más empobrecidos de la población; además, en un plano más general, revelaba también que la identificación de clase mantenía su peso como determinante del voto peronista pero no influía en el voto radical (ver Catterberg, 1987). Un mes después de las elecciones, Iglesias —electo diputado— fue removido de la secretaría general del Partido Justicialista. De esta manera se precipitaba el ocaso de su facción por más que esto no le allanase de inmediato el camino a las ambiciones de Cañero y de su gente. Por una parte, las jerarquías ortodoxas apelaron a todos los recursos para defender cada palmo del terreno que habían conquistado; por la otra, resurgieron las divisiones entre los renovadores, impulsadas sobre todo por Carlos Menem. Gobernador de La Rioja, este último se había autoproclamado precandidato para las elecciones presidenciales de 1989 y se dispuso a dar batalla contra el cafieris-

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mo en su propio baluarte de la provincia de Buenos Aires. No obstante, en noviembre de 1986 Cañero logró imponerse holgadamente en las elecciones partidarias internas de esta provincia, que concentra tradicionalmente el mayor caudal de votos peronistas. Aun así, durante los primeros meses de 1987 prosiguieron los enfrentamientos y las negociaciones hasta que, por último, Cafiero fue ungido candidato a la gobernación bonaerense para las elecciones nacionales del 6 de setiembre de ese año. Estas elecciones iban a convertirse en una derrota de proporciones para el presidente Alfonsín y el radicalismo. Mal que bien, el ascenso de los renovadores había servido para mejorar la imagen del peronismo, dándole una credibilidad como partido democrático de la que había carecido hasta entonces. Entretanto, era el gobierno el que había perdido buena parte de la confianza popular: por un lado, las leyes de punto final y de obediencia debida lo mostraron débil y claudicante con los responsables militares del terrorismo de estado, que tanto había denunciado y combatido antes en nombre de la defensa de los derechos humanos; por el otro, luego del respiro antiinflacionario que brindó el Plan Austral en el segundo semestre de 1985, la crisis económica continuó profundizándose y los trabajadores resultaron las víctimas principales del descalabro. Las consecuencias electorales fueron catastróficas para el oficialismo: ese 6 de setiembre de 1987 los candidatos peronistas ganaron las gobernaciones de todas las provincias argentinas, con la sola excepción de Córdoba y de Río Negro. Raúl Alfonsín ingresaba al último tramo de su mandato constitucional como presidente de un país cuyo mapa político tenía color opositor, sin mayoría en el Senado y habiendo perdido la mayoría, con quorum propio, de que antes gozaba en la Cámara de Diputados. Se consolidó de este modo la estrella de Cafiero, flamante gobernador de la provincia más importante del país aunque no por eso se apagara la de Menem (abrumadoramcnte reelecto en La Rioja, como antes en 1973 y en 1983). Embarcado uno en un moderado reformismo de ribetes democrático liberales con componentes social cristianos y promotor el otro de un nacionalismo populista de cuño caudillesco y plebeyo, al momento de escribir estas líneas los dos se enfrentan en las elecciones internas del Partido Justicialista de las que saldrá designado el candidato presidencial para 1989. La incógnita no es sólo cuál de ellos va a conseguir imponerse sino qué características definitivas asumirá después el partido, dado el compromiso que ambos asumieron de permanecer en él — a lo que, desde luego, se suma el peso considerable que conservan los sectores ortodoxos, por ahora mayoritariamente aliados al menemismo.

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5 Me detuve en el análisis precedente para poner de relieve hasta dónde se fueron debilitando y fragmentando en estos años los que habían sido los tradicionales términos de unidad sindical y política de los sectores populares argentinos, al tiempo que su propia composición interna se volvía cada vez más amorfa y heterogénea.27 El sindicalismo se encuentra dividido en varias corrientes y éstas, a su vez, manifiestan las diversas y fluctuantes ubicaciones de direcciones gremiales que, en general, no se caracterizan por promover debates internos que impliquen a las bases. En cuanto al Partido Justicialista, subrayé tanto el verticalismo de las fracciones ortodoxas como la renuencia que han mostrado los renovadores a ampliar genuinamente los ámbitos de participación y de discusión política. El enfrentamiento actual entre cafieristas y menemistas no parece haber modificado sustancialmente la situación: las prácticas más modernas de los primeros se orientan, en todo caso, a la conformación de un partido policlasista dominado por los "notables" mientras que las prácticas más tradicionales de los segundos buscan recuperar el pasado movimientista del peronismo, intentando subordinarlo a la figura de un líder que se quiere carismático. Si algo resulta claro es que en ninguna de las dos agendas asume carácter prioritario darle impulso a modos auténticos de democracia participativa. ¿Es todo esto bueno o malo desde el punto de vista de la consolidación del actual régimen constitucional? Creo que, para comenzar a responder esta pregunta, es bueno convenir con Walzer (1984) que el mayor arte de una democracia liberal es el de la separación: lo público y lo privado; la política y la economía; los espacios del ciudadano, del creyente o del académico; el lugar de las corporaciones y el lugar de los partidos; etc. Si el mundo de la democracia liberal es "un mundo de paredes", parece evidente que en la Argentina se trata 27. Por razones de espacio, me concentré selectivamente en el texto en algunos aspectos de las que siguen siendo las principales expresiones orgánicas de los sectores populares argentinos. De cualquier manera, es relativamente periférica la incidencia que tiene el radicalismo en el movimiento sindical; y, en cuanto a su estrategia partidaria, no se orienta centralmente a la movilización de esos sectores de la población. Ciertamente, quedaría por hacer el examen del papel de los diversos nucleamientos de izquierda; sin embargo, su poder de convocatoria se ha reducido notablemente en los últimos veinte años; abundan las divisiones; y sólo aparecen algunos atisbos de formulación de propuestas políticas alternativas, por lo que creo que un balance resultaría todavía muy prematuro. Sobre algo de esto y sus razones, ver Nun (1984a).

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hoy de levantarlas y de fortalecerlas porque las experiencias populistas las hicieron frágiles y porosas y las dictaduras militares simplemente las destruyeron. Desde este ángulo, podrían extraerse claves positivas de mi relato — y es posible que en el corto plazo lo sean —. La propia fragmentación de los sectores populares estarían facilitando ahora las particiones entre, por ejemplo, el mundo del trabajo, el mundo sindical y el mundo partidario; y, más aún, en el campo estrictamente político esa misma heterogeneidad tendería a allanarle el camino a su unificación abstracta en la figura del ciudadano. Esto es, en un contexto muy diferente, haría finalmente posible un regreso a aquella disyunción de las prácticas sociales de esos sectores que, como dije, caracterizó a la Argentina de las primeras décadas de este siglo (aunque, como se sabe —y el señalamiento no es inocente — , no pudo impedir el golpe militar de 1930). Sólo que, según vimos, el contexto es muy diferente y, por cierto, no han sido los sectores populares los responsables principales de que, desde entonces, se volviera tan problemático el mantenimiento en el país de una institucionalidad democrático liberal. En las naciones desarrolladas a que se refiere Walzer, un largo proceso histórico signado por la expansión económica permitió que el liberalismo se democratizara y que el estado se convirtiera en "el constructor y guardián de las paredes, protegiendo a las iglesias, las universidades, las familias, etc., de interferencias tiránicas" (p.327). Aun así, en esas naciones son hoy visibles tanto el agrietamiento considerable que han sufrido tales paredes como la robustez del "gobierno privado" que a su amparo lograron constituir en su propio beneficio los grandes grupos de intereses. Por eso, actualmente la cuestión central no pasa allí por desconocer la validez y la autonomía de las distintas esferas institucionales (indispensables como son para organizar la libertad) sino por socializar su preservación, tornándola genuinamente participativa. Sucede que "las paredes que erige el liberalismo hacen más que crear libertades; oscurecen y protegen también las ciudadelas de la dominación" (Bowles y Gintis, 1986:17). En Argentina, estas ciudadelas nunca se caracterizaron por su raigambre democrático liberal. De ahí que, colocado el asunto de esta manera, aquellas claves positivas dejan en buena medida de serlo y aparecen también como indicadores de la generalizada crisis de representatividad que padecen los sectores populares, precisamente cuando más agobiados están por la decadencia económica, menores son sus posibilidades de resistencia y más crucial debiera ser su papel en el afianzamiento del orden democrático. Hoy en día, tal como afirma Jelin (1987:50), "aun entre activistas y en

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el ámbito de locales partidarios en barrios populares, el discurso que se escucha es el de la desesperanza ligada al proyecto propio y el de la lejanía de la política". No es extraño que así sea y confío que de mi informe se desprendan por lo menos algunas de las razones. El gobierno y la oposición coinciden en una práctica decididamente elitista del arte de la separación, como si básicamente se tratara de recorrer la misma ruta que ya anduvieron los países centrales de Occidente. En sus órbitas respectivas, los partidos y los sindicatos operan confiscando los espacios de participación popular en favor del burócrata, del técnico y del experto y tienden a confundir la transición democrática con un espectáculo político que las grandes mayorías deben contentarse con mirar y aplaudir periódicamente. A su vez, las transformaciones experimentadas por los sectores populares y la atonía en que los sumieron tantos años de autoritarismo han impedido que emergiesen (o se consolidaran) organizaciones alternativas duraderas y ahondan ahora su desmovilización.28 Los datos de mi ya mencionada encuesta de 1985 a trabajadores del Gran Buenos Aires abonan lo dicho. Simpatizantes de Perón en su amplia mayoría (93%) — aunque, destaco, un 44% de ellos votó por Alfonsín en 1983 —, fueron casi unánimes en su repudio a la dictadura militar y en sus opiniones favorables al establecimiento del régimen constitucional; menos del 10% dijo apoyar prácticas como las del "iglesismo"; y sólo un 13% negó que los sindicatos estuviesen controlados por burocracias que se autoperpetúan. Pero por lo menos tan significativas como éstas son otras comprobaciones, especialmente cuando se las compara con los resultados de una encuesta similar que realicé en 1970 (ver Nun, 1984b): la aceptación resignada de esos mismos elementos autoritarios que los entrevistados conocen y critican; su actitud contemplativa ante las luchas por el liderazgo entre peronistas ortodoxos y renovadores; el repliegue en una defensa meramente privada de sus intereses ante la pobre situación económica en que se hallan; y, en general, una desorganización de sus imágenes de la sociedad y de la política que aumenta su pasividad. 28. En los momentos previos al golpe militar de 1976, la ultraizquierda peronista tendió a darle la bienvenida con un argumentó infantil: "... la capacidad de respuesta popular es muy superior cuando tiene un claro enemigo enfrente" (Galimberti, 1974). Si bien con matices, la realidad confirmó trágicamente, en cambio, algo que Antonio Labriola ya había dejado escrito en 1899: "Si no hay forma de dominación que no genere resistencia, tampoco hay resistencia que, de resultas de las necesidades imperiosas de la vida, no pueda degenerar en un acomodamiento resignado...". Es una lección que conserva toda su actualidad.

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Sin duda, materiales como éstos no deben ser tratados como pruebas experimentales; pero valen, junto con otros, en tanto evidencias históricas. Ellas confirman que los sectores populares están lejos de tener un rol protagónico en la presente coyuntura argentina, en la cual mantienen, sin embargo, sus posiciones de poder muchos de los responsables civiles y militares de las pasadas dictaduras. En estas condiciones, dados los antecedentes y la situación general que he descrito, hay motivos para pensar que las paredes se están levantando de modos que no se dirigen a promover en el largo plazo su indispensable defensa frente a las "interferencias tiránicas", mientras se continúan cimentando las "ciudadelas de la dominación". Pero esto deberá ser materia de otro informe.

ANEXO ESTADÍSTICO

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Cuadro 3 Estratos populares en la PEA Total del país, 1947,1960,1970,1980

Estratos populares: % sobre total PEA

Estratos populares: % de cada categoría sobre total de dichos estratos

Año

Total

Obre 1

TEA 2

ED 3

Total

Obre1

TEA 2

ED 3

1947 1960 1970 1980

58.7 58.3 57.2 54.5

45.7 42.4 39.1 34.4

6.6 10.2 12.2 14.2

6.4 5.7 5.9 5.9

100.0 100.0 100.0 100.0

77.8 72.7 68.4 63.1

11.3 17.5 21.3 26.0

10.9 9.8 10.3 10.8

Fuente. Ibid. Obreros calificados y no calificados (asalariadlos) Trabajadores especializados autónomos: trabajadores manuales por cuenta propia Empleados domésticos: personal de servicio doméstico en hogares particulares.

Cuadro 4 Estimación de los cambios ocurridos en la distribución nacional de los ingresos

Percentiles de ingreso

Participaciones porcentuales en el ingreso total 1961

1980

17,3 21,2 22,5 3¾0

14,5 19,0 22,5 44,0

1-40 41-70 71-90 91-100 Fuente. Altimir (19 86:547).

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Cuadro 5 Distribución de la afiliación sindical por sector de actividad económica (evolución 1936-1984) (porcentajes)

Sectores

1936 (a)

Industria, minería y electricidad, gas y agua Transporte y comunicaciones Comercio Servicios Construcción Agropecuario Total N° Fuente,

12 4J 20 17 9

100 (370.000)

1945 (b)

1965 (c)

1984/1986 (d)

36 31 10 17 4 1 2

38 17 13 28 3

31 10 15 36 1 6 2

100

100

100

(528.000)

(1.765.000)

(3.972.000)

(a) Primer censo de asociaciones profesionales y obreras, Dirección del Trabajo, 1936. (b) DES, Investigaciones Sociales 1943-1945 (tomado de Hugo del Campo, Sindicalismo y Peronismo). (c) Censo de asociaciones profesionales 1965 (tomado de Juan Carlos Torre, "La tasa de sindicalización en Argentina", en Desarrollo Económico, NM8,1973). (d) Ministerio de Trabajo. Elaboración, Godio y Palomino (1988:72).

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La clase obrera frente a la crisis inflacionaria y a la democratización en el Brasil* Paul Singer

INTRODUCCIÓN

En el Brasil la crisis del endeudamiento comenzó en 1981, un año y medio antes que el incumplimiento de la deuda mexicana desencadenase el pánico en el mercado europeo. Su causa estribaba en la resistencia cada vez mayor por parte de la banca internacional en continuar financiando el creciente déficit cambiario brasileño. "Mientras en 1978 se registró una entrada líquida de US$ 7,8 mil millones, en 1979 entraron apenas US$ 4,6 mil millones, y en 1980 sólo US$ 4,1 mil millones, a pesar de que las necesidades del país crecieron en estos últimos dos años. En consecuencia, sólo fue posible cerrar la balanza de pagos con pérdidas de reservas internacionales y aumento en el flujo de créditos a corto plazo" (IPEA, 1987:9). Las negociaciones entre la banca internacional y su mayor cliente, el gobierno brasileño, nunca se hicieron públicas, pero su tenor es bastante conocido. Aquélla exigía de manera cada vez más imperiosa que el país "se ajustase", es decir, que restringiera la demanda agregada interna para reducir el volumen y el valor de las importaciones y elevar el excedente exportable. En ese momento, la estrategia del gobierno brasileño era otra: pretendía reducir las importaciones y aumentar las exportaciones mediante un ambicioso conjunto de proyectos, cuyo objetivo era implantar o ampliar las industrias de bienes intermedios (productos químicos, metales, papel y celulosa, etc.) y de combustibles, sustituyendo los derivados de petróleo por •Traducción de Rosa Neira.

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alcohol y energía nuclear. Los costos de este programa de grandes inversiones se cubrieron, en buena medida, con créditos externos, lo que condujo a la acumulación de una respetable deuda externa. A pesar de la falta de coordinación reinante en el mercado europeo es probable que los principales banqueros estimasen que la deuda brasileña se volvía descomunal, en relación con la capacidad del país para pagarla mediante futuros saldos comerciales. De manera que, en 1980, esos banqueros condicionaron los nuevos créditos a un cambio en la política económica, la cual debía dar prioridad a la reducción de la demanda interna. Y al gobierno brasileño no le quedó otra alternativa — o por lo menos era lo que parecía en ese momento— que no fuera la de someterse a estas exigencias. La adopción de políticas ortodoxas de ajuste fue extremadamente brusca, imponiendo a la economía una violenta depresión a partir de enero de 1981. Durante los tres años siguientes, la economía brasileña sufriría la peor recesión de este siglo, mayor aun que la de inicios de los años 30. Entre 1980 y 1983, el PIB cayó en 5% y el PIB per capita en 11.7%. Durante el mismo período, la producción real de la industria de transformación declinó en 16.2% lo que demuestra que la recesión fue sobre todo industrial, perjudicando principalmente a la población urbana y, más que nada, a la clase obrera (en el mismo intervalo, la producción real de la agricultura creció en 6%). (Ibid., cuadro A.l). En 1984, sin que se diese un cambio nítido en la política, la economía inició un sorprendente proceso de recuperación. Esto se debió, en parte, a la fuerte expansión de la economía de los Estados Unidos, que permitió al Brasil expandir sustancialmente sus exportaciones. Pero la recuperación estuvo condicionada principalmente por factores internos, entre los cuales merecen destacarse la conclusión de gran parte de los proyectos destinados a enfrentar la crisis del petróleo (en 1974), mediante la sustitución de las importaciones y la diversificación de las exportaciones. Estos proyectos, mencionados anteriormente, formaban el llamado II PNDE (Segundo Programa Nacional de Desarrollo Económico), formulado a principios de la gestión del general Geisel y que pretendía alterar profundamente el perfil industrial del Brasil hasta el final de dicho Programa, en 1979. Como sucede generalmente, los cronogramas no fueron respetados y el sucesor del general Geisel, el general Figueiredo recibió un legado de proyectos inconclusos, que todavía necesitaban de amplias inversiones para ser llevados a término. La crisis del ajuste, desencadenada

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a partir de 1981, debió agravar en algo el atraso de la realización del II PNDE. Entre 1980 y 1982, la formación bruta del capital fijo global disminuyó en 18%, pero el de las principales empresas del sector productivo estatal aumentó todavía en 2.9%. Dado que gran parte de las metas principales del II PNDE eran responsabilidad de estas empresas, debemos suponer que ellas se vieron poco afectadas durante los dos primeros años de la recesión. Pero en 1983, cuando el llamado "ajustamento" pasó a adecuarse a las determinaciones del FMI, la formación bruta del capital fijo global cayó otro 17% y el de las empresas productivas estatales 28.9% (Ibid., cuadro A.3). En aquella época se tuvo la impresión de que la realización de los objetivos del II PNDE había sido postergada "sitie die". Sin embargo, en 1983 las importaciones decayeron todavía más de 20%, y la relación exportación/importación, que nunca había sobrepasado 1.05 desde la década anterior, alcanzó 1.42, situándose en un poco menos de 2 durante los años siguientes (Ibid., 1987, p.41). Sin duda, la alteración estructural se dio, irónicamente, en el mismo momento en que la inversión industrial era salvajemente reducida. El ajuste en la Balanza de Pagos fue el resultado de la combinación del crecimiento de la industria de base, con una nítida reducción de la demanda interna. Siendo las exportaciones brasileñas predominantemente industriales, sus variaciones afectan al conjunto de la economía mediante el poderoso multiplicador de la renta. Ya en 1984 el producto real de la industria de transformación aumentó a 6.1%, tasa que alcanzó 8.3% en 1985 y 11.3% en 1986 (IPEA, 1987, cuadro A.1). Por esto la recuperación de la industria y, con ella, de toda la economía, no hubiera sido posible sólo por el efecto multiplicador de las exportaciones. Este brindó el impulso inicial, pero fue fuertemente ampliado por el aumento de la demanda interna. Este aumento fue, por así llamarlo, conquistado por la clase trabajadora, que en 1984 inició una amplia lucha por la recuperación del salario real y al mismo tiempo por la realización de elecciones directas para la Presidencia de la República. El salario promedio real en la industria brasileña decayó 4.4% en 1984, pero aumentó 7.5% durante el año siguiente. Como en 1985 el empleo industrial subió 5.7%, se estima que la masa salarial creció 13.7%, ocasionando una notable expansión de la demanda (Ibid, cuadro A.5). Por lo tanto, la política económica de ajuste practicada por el gobierno militar fue derrotada antes de que el propio régimen fuera sustituido. Todo nos lleva a creer que la democracia había logrado devolver la pros-

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peridad al país aun antes de que se estableciera el régimen civil en marzo de 1985. Sin embargo, no hay que dejarse llevar por las apariencias. El actual régimen civil brasileño es una conjunción de fuerzas que se opusieron tradicionalmente a la dictadura militar y de fuerzas que ejercían el poder bajo la misma. Durante un corto período (de agosto de 1985 a abril de 1987), la cúpula económica del gobierno estuvo en las manos de economistas vinculados a la antigua oposición, los cuales intentaron ejecutar una política heterodoxa de estabilización — el Plan Cruzado—. El experimento obtuvo gran éxito durante algunos meses, despertando un inusitado entusiasmo popular, para luego rápidamente fracasar por completo. Al finalizar el año 1986, la inflación de dos dígitos por mes se había vuelto a instalar. En 1987, la política económica comenzó a regresar a la ortodoxia, y hasta se reiniciaron las conversaciones con el FMI, intentando la obtención de un nuevo préstamo de alta condicionalidad. La recesión, tan exitosamente "derrotada" por el movimiento popular democrático, ya en 1984/85, estaba de vuelta en 1987. La producción industrial aumentó 28.7% entre el primer semestre de 1984 y el primer semestre de 1987, momento en el cual alcanzó su climax. Durante el segundo semestre de 1987 decayó 6.3% manteniéndose en el mismo nivel a principios de 1988 (IEI, 1988:43, cuadro 3). El resonante fracaso del equipo heterodoxo hizo que el poder de la política económica recayera en las manos de los antiguos servidores del régimen militar. En el camino, pasó por el Ministerio de Hacienda el heterodoxo Brasser Pereira, quien intentó sin éxito una reedición más conservadora del Plan Cruzado. Esta segunda derrota de la heterodoxia consolidó el regreso irresistible a las prácticas ortodoxas, que pocos años antes habían sido objeto de repudio, tanto por parte de los obreros como del empresariado, y que precipitó el fin del régimen militar. Después de un corto período de tres años, durante el cual Brasil intentó recuperarse de los efectos causados por la recesión, se encuentra de nuevo el país en una situación de "estagnación", caracterizado por una paralización comparativamente "suave" (los niveles de producción y de empleo se encontraban apenas unos puntos por debajo del climax) y una inflación extremadamente virulenta, que alcanzó 400% en 1987 y amenaza con llegar al doble en 1988. Examinaremos ahora de qué manera la clase obrera se vio afectada por este mini-ciclo de la economía brasileña.

2/ Clase obrera frente a la crisis inflacionaria 1.

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LA ESTRUCTURA DE LA OCUPACIÓN

En Brasil disponemos de dos fuentes de información anuales acerca de la ocupación: una es la PNAD, que investiga una muestra nacional de domicilios; la otra es la RAIS (Relación Anual de Informaciones Sociales), que es una declaración que deben hacer todas las empresas formales del país y cotejada por el Ministerio de Trabajo. La primera refleja la situación de toda la población económicamente activa (PEA), la segunda se refiere apenas a la ocupación formal. La diferencia entre las dos permite evaluar la cantidad de ocupación "informal", la que corresponde tanto a los productores autónomos y a los miembros de la familia que los ayudan como a los asalariados no registrados y que no gozan de derechos laborales. Examinaremos inicialmente los datos del cuadro 1, obtenidos por la PNAD. Es impresionante la rápida expansión de la PEA, que se acelera a lo largo de todo el período, pasando de 2.9% en 1979/81 a 6.6% en 1981/83, y a 10.9% en 1983/85; entre 1985 y 1986, la expansión de la PEA decayó a 3.1%, porcentaje semejante al del bienio 1981/83. La acelerada expansión de la PEA no pareciera estar vinculada a la crisis sino, más bien, al aumento de personas con mayor instrucción escolar que ingresan en la fuerza de trabajo, sobre todo mujeres. Entre 1981 y 1986, la participación masculina pasó de 74.6% a 75.7%, y entre los hombres con 9 años o más de escolaridad pasó de 84.2% a 87.3%. La tasa de participación femenina pasó de 32.9% a 36.8%, y entre las mujeres con 9 años de estos estudios o más subió de 58.6% a 63.3%. Estos datos revelan que la creciente escolaridad de la población estimuló su participación en la fuerza de trabajo, especialmente entre las mujeres, en tanto permite que se defiendan mejor de la discriminación que sufren en el mercado de trabajo. De esta manera, tenemos que la reducción del incremento poblacional, sobre todo desde 1970, no impide la aceleración del crecimiento de la PEA (cuadro 1). El cuadro 2 reúne datos relativos a la evolución, entre 1979 y 1986, de la ocupación formal en Brasil. La segunda columna del cuadro (total) revela que la ocupación formal creció mucho menos que la ocupación total, sin contar la ocupación agrícola, no incluida en dicho cuadro. En 1979,66.9% de la PEA urbana tenía una ocupación formal; esta proporción decayó a 61.6% en 1981, a 59.1% en 1982 y a 54.3% en 1983, como consecuencia directa de la crisis. En un país que no cuenta con seguro de desempleo (recién fue aplicado en 1986, con el Plan Cruzado), el descenso en

2/ Clase obrera frente a la crisis inflacionaria

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Cuadro 2 Empleo en actividades seleccionadas Brasil 1979-1986 (en millones) Años

Total

1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986

19.944,3 20.405,0 19.814,7 19.956,3 19.186,4 19.906,4 21.051,2 22.162,1

Indust. transf. 5.337,2 5.475,9 4.938,5 . 4.910,7 4.575,0 4.837,1 5.270,5 5.850,6

Servicios

Comercio

Constr. civil

Admin. pública

5.937,2 6.103,4 6.047,0 6.076,1 5.835,1 6.019,1 6.300,5 6.390,2

3.007,2 2.987,4 2.840,1 2.510,2 2.674,4 2.641,6 2.739,0 2.850,3

1.446,5 1.389,5 1.365,5 1.249,3 862,7 828,8 886,8 960,9

3.071,8 3.243,8 3.443,2 3.660,0 3.762,3 4.058,8 4.309,1 4.634,1

Fuente. Ministerio de Trabajo, Evolución del empleo y de los salarios en el sector organizado, Brasilia, abril 1988.

el nivel de empleo no se traduce tanto en desempleo abierto cuanto en desempleo disfrazado o "subempleo", como es popularmente denominado. La comparación entre los totales de los cuadros 1 y 2 indica que la ocupación formal urbana disminuyó cerca de 19%, en términos relativos, entre 1979 y 1983; es decir, en relación a la PEA urbana en rápida expansión. La proporción de la PEA urbana con ocupación formal fue de 54.9% en 1985 y de 53.9% en 1986, manteniéndose en niveles cercanos a los de 1983. Estos datos dan a entender que, después de 1983, la tasa de ocupación formal no se redujo pero tampoco se recuperó, manteniéndose estable en su nivel más bajo. Por otro lado, la PEA urbana aumentó 16.3% y la ocupación formal urbana lo hizo en 15.5% entre 1983 y 1986. Siendo estas tasas de crecimiento elevadas, mucho mayores que el crecimiento de la población en edad de trabajar (la población de 10 años y más creció 9.7% en este período), se hace evidente que entre 1983 y 1986 se expandieron tanto la ocupación formal como la informal en las ciudades brasileñas. Entre 1979 y 1981, la ocupación de la PEA total aumentó sobre todo en servicios, construcción civil, comercio y administración pública; disminuyó fuertemente la ocupación en agricultura y ligeramente en la industria de transformación. En el mismo período, la ocupación formal creció muy poco en la administración pública y en servicios, decayendo fuertemente

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en la industria de transformación y algo menos en el comercio y la construcción civil. Estos últimos datos muestran que el impacto inicial de la crisis se dejó sentir principalmente en el empleo industrial formal. El subempleo debió haber aumentado en los servicios (incremento del número de ocupados en prestación de servicios, cuya mayoría está constituida por empleados domésticos y similares: limpiadores, lavanderas, etc.) y en la construcción civil. En esta última rama, la proporción con ocupación formal decayó a 47.8% en 1979 y a 37.3% dos años más tarde. Durante los años que duró la recesión —1981,82 y 83— es muy clara la reducción del empleo industrial, total y formal, decayendo mucho más éste último. Antes de la crisis, en 1979, 78.1% del empleo industrial era de carácter formal. Durante su auge, en 1983, esta proporción decayó a 67.5%. La gran mayoría de las 750,000 personas que perdieron sus empleos formales en la industria hubieran permanecido en el ramo de manera "informal". Pero esto es poco probable. Muchos aprovecharon la indemnización (aviso previo, fondo de garantía por tiempo de servicios) para establecerse por cuenta propia, en prestación de servicios o en el comercio. En esta rama de actividades, la tasa de ocupación formal decayó de un 70.3% en 1979 a un 60.6% en 1981 y a 52.3% en 1983. El número de "informales" en el comercio de mercaderías pasó de 1,3 millones en 1978 a 1,8 millones en 1981, y a 2,4 millones en 1983. No es por casualidad que la ocupación en prestación de servicios, donde la "informalidad" es muy elevada, subió 1,2 millones entre 1979 y 1983 (940 mil entre 1981 y 1983). Resta señalar el fuerte descenso del empleo formal (-36.8%) en construcción civil entre 1981 y 1983, al mismo tiempo en que la ocupación total en esta rama aumentaba 26.3%. Una gran parte de esta última era empleo sub-normal explícito, en los "frentes de trabajo" creados en el nordeste para socorrer a las víctimas de la sequía y en los que se pagaba apenas medio salario mínimo. La reducción de cerca de un millón en la ocupación agrícola, entre 1982 y 1983, podría ser atribuida a la sequía. Aun restando un millón del total de ocupados en construcción civil, en 1983, se observa que el número de "informales" en esta rama pasa de 2,3 millones en 1981 a 2,8 millones en 1983. El número total de "informales" (diferencia entre los datos de los cuadros 1 y 2) de la industria de transformación, servicios, comercio y construcción civil pasa de 10,8 millones en 1983 (en esta última cifra no está considerado el millón estimado de "informales" rurales de los "frentes de trabajo"). Por lo tanto, la crisis produjo cerca de 5,3 millones de sub-empleados entre 1979 y 1983, de los cuales 800 mil por eliminación de la ocu-

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paciones formales y el resto por el aumento de la PEA sin que se hubieran creado nuevas ocupaciones formales. Entre 1983 y 1986 la economía se recupera, lo que se traduce en un aumento notable de la ocupación total y de la ocupación formal, como ya vimos anteriormente. La recuperación tiene un efecto claro sobre la ocupación formal, puesto en evidencia en el cuadro 2: la misma venía decayendo en todas las ramas, excepto en la administración pública, hasta en 1983, momento a partir del cual comenzó a aumentar. Entre 1983 y 1986, la ocupación formal creció 27.9% en la industria de transformación, 11.1% en la construcción civil, 9.5% en los servicios y 6.6% en el comercio. Sería lógico suponer que la expansión del volumen de la ocupación formal debería reabsorber parte de la ocupación informal ocasionada por la crisis. Pero, para que esto ocurriera, hubiera sido necesario que la ocupación total creciera menos que la formal, lo que no confirman en modo alguno los datos del cuadro 1. En realidad, entre 1983 y 1986, la ocupación total aumentó más en la industria de transformación (32.6%), en los servicios (19.4%) y en el comercio (22.3%); sólo presentó un comportamiento esperado en la construcción civil, donde decayó 1.1%. Como resultado, el número de "informales" aumentó entre 1983 y 1986: en la industria de transformación de 2,2 a 3,1 millones, en el comercio de 2,4 a 3,4 millones y en los servicios de 8,7 a 10,9 millones; estas proporciones sólo disminuyeron en la construcción civil: de 2,8 a 2,6 millones. Totalizando el número de "informales" en las cuatro ramas, se verilea que éste pasa de 16,1 millones en 1983 a 20,0 millones en 1986. El número continuó aumentando, aunque sin embargo en una proporción menor que durante la crisis: entre 1979 y 1983 creció en un promedio anual de 10.5% y entre 1983 y 1986 siguió aumentando a un ritmo de "apenas" 7.5% por año. Este sorprendente resultado es, en cierta forma, corregido y confirmado por los datos del cuadro 3 en relación a los contribuyentes y no-contribuyentes de la Seguridad Social, para cada una de las cuatro ramas en 1983,85 y 86. Conviene considerar que los no-contribuyentes registrados por la PNAD, no corresponden exactamente a los "informales" calculados por la diferencia entre el número de ocupados censados por la PNAD y por la RAIS. Pero existe bastante correspondencia entre los dos conceptos, ya que los ocupados declarados por las empresas a la RAIS deben ser, en principio, todos los contribuyentes. Comparando los datos presentados en

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Cuadro 3 Ocupados de acuerdo a su contribución a la Seguridad Social por rama, Brasil 1983,1985 y 1986 (en miles)

1983

Contribuyentes 1985 1986

1983

No-contribuyentes 1985 1986

Ind. de trans. Comercio Construcción Servicios

5.235,7 3.141,2 1.608,0 8.110,6

6.207,0 3.473,8 1.546,3 8.973,6

7.078,0 3.852,7 1.865,8 9.613,2

1.449,0 1.970,5 2.019,7* 6.388,2

1.700,0 2.394,8 1.578,5 7.520,1

1.908,4 2.399,4 1.722,8 7.697,2

Total

18.185,5

20.200,7

22.409,7

11.827,4

13.194,4

13.728,2

Fuente. FIBGE, PNAD 1983, 85 y 86. *Con exclusión de un millón, número estimado de contratados en los Frentes de Trabajo, en función de la sequía del nordeste.

los cuadros 2 y 3, queda claro que las PNAD registran cifras bastante mayores de ocupados formales que las RAIS. 1 No disponemos de elementos para juzgar cuál registro contiene más o menos errores (es posible que los datos de la PNAD estuvieran deformados por informantes que se declaran contribuyentes sin serlo por miedo a posibles represalias, pero también es posible que los datos de la RAIS sufrieran por la evasión de empresas que no entregan la referida relación). Sea como fuera, el cuadro 3 confirma que, después de 1983, con la economía en recuperación, la ocupación informal (representada por los no-contribuyentes) continuó creciendo, excepto en la construcción donde decayó 14.7%. De acuerdo a los datos de este cuadro, entre 1983 y 1986, la ocupación formal en la industria de transformación creció 32.9% y la informal 31.7%; en lo que respecta al comercio, estas proporciones fueron 22.6% y 21.8% y en el área de servicios 18.5% y 20.5% respectivamente. Estos resultados indican que, con excepción de la construcción civil, tanto

1. Conviene observar que los totales del cuadro 3 no incluyen a los empleados de la administración pública, comprendidos en el cuadro 2. La RAIS incluye, dentro de la administración pública, a los empleados en educación y salud y en los establecimientos públicos, que son comprendidos en servicios de la PNAD.

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los empleos formales como informales se expandieron en las otras tres ramas en tasas muy semejantes. El cuadro 3 permite separar el período de recuperación en dos subperíodos: 1983-85 y 1985-86. Los datos muestran que entre 1983 y 1985 la cantidad de contribuyentes en las cuatro ramas aumentó 11.1% y de nocontribuyentes en 11.5%. Ya entre 1985 y 1986, el número total de contribuyentes creció 10.9%, pero el de los no-contribuyentes lo hizo solamente en 4.1%. Esto da la impresión de que en 1986 la entrada en la fuerza de trabajo decayó en intensidad, como ya fue señalado anteriormente, lo que finalmente creó las condiciones para que la mayor parte de "informales" fuese absorbida por la ocupación formal. Y este proceso hubiera podido seguir adelante si la economía brasileña no hubiese recaído en la recesión a partir del segundo trimestre de 1987. Otra medida del impacto de la crisis sobre la ocupación es la tasa de desempleo. Esta es registrada en las dos mayores regiones metropolitanas (Sao Paulo y Rio) desde 1980. Los datos al respecto se encuentran en el cuadro 4. Las tasas consignadas en este cuadro son estrictamente de desempleo "abierto", es decir, la proporción de personas de la PEA que no trabajaron y que estuvieron activamente buscando trabajo durante la semana anterior a la encuesta. Es el criterio que prevalece en los países desarrollados, el que refleja el interés de las empresas por saber exactamente el monto de la oferta en el mercado de trabajo. Desde un punto de vista social más amplio, se podría considerar también a los desempleados que no buscaron trabajo durante esa semana que utilizamos como referencia, y a los que sobreviven mediante el desempeño de actividades precarias. Un registro más completo de la Región Metropolitana de Sao Paulo (realizado por la SEADE/DIEESE) brinda las siguientes tasas para los últimos tres años (en %): Año

Desempleo total

Abierto

Oculto

1985 1986 1987

12.2 9.6 9.2

7.6 6.0 6.3

4.6 3.6 2.9

El desempleo abierto refleja las variaciones de la ocupación formal, medida que afecta sobre todo a los trabajadores que no son el sostén de la

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familia. Para los que sí lo son, la pérdida del empleo significa en general el desempleo oculto,2 esto es, una ocupación formal precaria. Los datos del cuadro 4 indican una tendencia declinante del desempleo abierto a partir por lo menos de 1981. Las fluctuaciones de las tasas - aseen-, dentes en 1983 y 1985, y descendentes en los años siguientes — revelan que las oscilaciones de la coyuntura se dejan sentir levemente en el desempleo abierto, cuya tendencia general dominante es de decrecimiento. En 1987 sube la tasa de Sao Paulo, pero aun así es poco más de la mitad de aquélla de 1981, y en Rio es menos de la mitad. Los datos de la investigación SEADE/DIEESE en Sao Paulo, referentes a los últimos tres años (ver arriba), aun cuando señalan niveles mayores de desempleo abierto, confirman su tendencia declinante. Como la ocupación formal indiscutiblemente decayó mucho entre 1980 y 1983, se hace difícil explicar la reducción del desempleo abierto en este período, a no ser que la totalidad de los que perdieron sus empleos y muchos nuevos ingresantes al mercado de trabajo hubieran entrado directamente a ocupaciones informales, prácticamente sin quedar desempleados. El descenso del desempleo abierto posterior a 1981 puede ser el reCuadro 4 Tasa de desempleo en las regiones metropolitanas de Sao Paulo y Rio, 1980-1988 (promedios anuales %) Año

Rio

Sao Paulo

1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988*

7,52 8,52 6,54 6,17 6,76 4,34 3,50 3,25 3,10

7,21 7,21 5,98 6,79 6,80 4,53 3,35 3,78 4,40

Fuente. FIBGE. 'Solamente enero y febrero. 2. La investigación SEADE/DIEESE define como desempleo oculto a la suma de los desempleados que: a) por desaliento, dejan de buscar trabajo y b) ejercen actividades precarias mientras no encuentran un trabajo regular en sus; profesiones.

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sultado de la renuncia de muchos trabajadores a seguir buscando trabajo, durante un período en que las empresas estaban despidiéndolos en masa. Pero, si este hubiera sido el caso, la recuperación del empleo formal de 1985 en adelante, "debería" haber ocasionado una nueva elevación del desempleo abierto, cosa que los datos no revelan. Separando los datos por sexo y por edad, se verifica la tendencia hacia la disminución del desempleo abierto en casi todos los grupos, sobre todo entre los más jóvenes, donde las tasas eran mucho más altas. Los censos de la FTBGE en el Gran Sao Paulo demuestran que, entre los años 1982 y 1987, la tasa de desempleo en el grupo de 15 a 19 años decayó de 17.43% a 7.05% entre los hombres, y de 22.56% a 6,66% entre las mujeres. En el grupo de 20 a 24 años, las tasas descendieron de 12.20% a 533% entre los hombres y de 11.28% a 5.17% entre las mujeres (tomando siempre como referencia la tasa de marzo de cada año). La generalidad del descenso que, como tendencia, se sobrepone a las fluctuaciones coyunturales, sugiere un cambio estructural que podría ser, por ejemplo, una mayor permanencia en la escuela. Sea como fuere, la crisis de ajuste provocada por el gran endeudamiento externo, al acarrear la contracción del empleo formal, estimuló en el Brasil el crecimiento del llamado "sub-empleo" mucho más que el desempleo formal 2.

EVOLUCIÓN DEL INGRESO

Durante la mayor parte de la década de los 70, el régimen militar simplemente impidió, mediante la represión policial, cualquier negociación colectiva de los salarios. Hasta 1972 la inílación fue reducida, pero a partir del año siguiente volvió a subir. El gobierno ñjaba el monto del reajuste salarial obligatorio para todos los contratos de trabajo que vencían. Las empresas aumentaban el reajuste oficial "por méritos", destinados a algunos empleados en base a criterios restringidos de acuerdo al interés del capital. Durante el período de rápido crecimiento económico, que se extendió hasta 1976, el empleo y los salarios reales aumentaron sustancialmente. En 1978 se desencadenó una huelga de "brazos caídos" en una de las más grandes empresas automotrices, y por primera vez ésta no fue reprimida. El ejemplo fue rápidamente seguido por los trabajadores de otras empresas y los sindicatos reconquistaron el derecho a la huelga y a la negociación colectiva de los salarios. Durante los años siguientes, varias olas de huelgas atravesaron el país en todas las direcciones, abarcando todo tipo de empresas, actividades y

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ramas. De 1978 en adelante, el movimiento obrero brasileño se reconstituyó en varias dimensiones: los sindicatos ganaron autonomía, luego pasaron a formar centrales sindicales, abriendo de esta forma diversos canales de participación en la vida política; los partidos obreros tradicionales fueron legalizados y se formaron otros nuevos; la participación de la clase obrera en la actividad sindical se amplió notablemente, con la formación de nuevos cuadros y la creación de órganos de prensa, entidades educativas, culturales, de investigación y asesoría, etc. Cuando estalló la crisis, en 1981, el movimiento obrero brasileño todavía estaba en pleno proceso de reconstrucción. A partir de 1972, se desarrolló un importante debate público (a pesar de la censura de la prensa) acerca de la concentración del ingreso, comprobada por los resultados de los censos demográficos de 1960 y 1970. La opinión pública apoyó la tesis de que la política salarial y laboral del régimen militar restringía a las capas privilegiadas el beneficio de los resultados del desarrollo económico. Con la apertura política y la progresiva abolición de la censura (que terminó en 1978), se generalizó el repudio a dicha política. Como respuesta a las críticas y a la proliferación de las huelgas, en 1979 el gobierno envió al Congreso un proyecto instituyendo una política salarial que beneficiaba a los que ganaban menos a costas de los que ganaban más. El reajuste salarial legalmente obligatorio, de anual pasó a ser semestral e igual sucedió con la variación de un índice oficial de Precios al Consumidor (IPC), que debía ser calculado por la FIBGE (entidad oficial de estadística); los empleados que ganaban menos de tres sueldos mínimos (SM) pasaron a recibir 110% de la variación del IPC y los que gozaban de sueldos elevados pasaron a recibir menos del 100% de aquella variación. Como a partir de 1980, cuando la nueva ley entró en vigencia, la inflación traspasó el umbral del 100%, el efecto redistributivo debe haber sido considerable. Los acuerdos salariales negociados por los sindicatos, en general bajo la presión de la huelga, contenían cláusulas que garantizaban mayores aumentos a los que ganaban menos. La escalada inflacionaria fue atribuida, por la mayoría de los economistas, a la nueva legislación salarial. Pretextando combatir la inflación, entre 1980 y 1982 el gobierno alteró repetidas veces dicha legislación, reduciendo siempre el techo de los salarios a partir del cual el reajuste obligatorio pasaba a ser menor que la variación del IPC. Finalmente, en 1983, cuando la inflación se disparó por encima de los 200%, el gobierno modificó la legislación salarial a través de decretos-leyes,

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haciendo que el reajuste semestral obligatorio, válido para todos los niveles de los ingresos, fuera menor que la inflación medida por el IPC. El repudio de la opinión pública a estas modificaciones, inclusive por parte de portavoces de la burguesía industrial y comercial, dividió la mayoría gubernamental en el Parlamento e impidió que el Legislativo aprobara los decretos leyes expedidos por el Ejecutivo. Era el comienzo del fin del régimen militar que, en 1985, fue incapaz de garantizar la sucesión presidencial. Sea como fuere, la política económica (debidamente "supervisada" por el FMI) entre 1983 y 1984 fue crecientemente favorable al llamado "cuchillo" salarial, es decir, la reducción de los salarios reales mediante reajustes inferiores al costo de vida. El "cuchillo" fue puesto en funcionamiento no solamente porque la legislación dejó de amparar la defensa del salario real, sino también porque la situación en el mercado de trabajo era nítidamente desfavorable a las luchas salariales, con el desempleo en masa afectando los principales centros industriales. Los esfuerzos de los sindicatos más importantes se reducían a intentar evitar nuevas expulsiones mediante acuerdos de garantía del empleo a corto plazo. La situación se alteró a partir de 1985, cuando se dio un repunte en el crecimiento de la economía, y por consiguiente de la demanda de la fuerza de trabajo. El aumento de la ocupación formal, que ya vimos anteriormente, permitió a los sindicatos desencadenar una ofensiva por la "recuperación salarial", la cual (como veremos más adelante) logró anular gran parte de las pérdidas sufridas en los años anteriores. En 1986, cuando la inflación amenazaba con escalar a niveles más altos, el gobierno intentó un combate "heterodoxo" contra la inflación mediante la reforma monetaria, el congelamiento de los precios y la conversión de los salarios a la nueva moneda a través de una fórmula destinada a fijarlos en su valor real promedio del último semestre, aumentado con un abono del 8%. El llamado Plan Cruzado fue recibido con protestas por parte de los sindicatos, pero la población lo aceptó sin reservas, entusiasmada por el congelamiento de los precios que debería, según las autoridades, conducir al Brasil a tener una "inflación de cero" en el futuro. En realidad, el congelamiento fue efectivo solamente durante un semestre, más o menos. El gobierno no instituyó ni una fiscalización eficiente de los precios ni un mecanismo de ajuste de los mismos a la variación de los costos. Antes de finalizar 1986, la inflación, temporalmente reprimida, estaba ya en pleno retorno, superando en enero de 1987 el elevado nivel en que se encontrara en las vísperas de instituirse el Plan Cruzado.

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El corto período de vigencia efectiva que tuvo el Plan Cruzado fue motivo de gran euforia, con un enorme aumento de los gastos, ampliación del empleo, producción y consumo. Pareciera que los salarios reales hubieran sido fuertemente elevados, los cuales serían a su vez responsables del aumento en los gastos. Nada de eso fue comprobado por los datos. En realidad, la expansión de los gastos fue financiada principalmente por el retiro de las cuentas de ahorros, las que entre febrero y mayo de 1986 perdieron el equivalente a 2,08 mil millones de dólares. En realidad, la aceleración inflacionaria que precedió al Plan Cruzado, y que siguió posteriormente, tendió a reducir nuevamente los salarios, como lo demuestran los datos del cuadro 5. Este cuadro indica que el salario promedio en el sector formal de la economía no se alteró sustancialmente entre el inicio y el final del período que examinamos, habiendo sufrido fluctuaciones en el transcurso. La política salarial "redistributiva", en vigencia durante los tres primeros años, neutralizó el efecto depresivo del descenso del empleo, haciendo que el

Cuadro 5 Salario real promedio en el sector organizado Brasil y área metropolitana de Sao Paulo 1980-1986 (1986 = 100)

Año

Brasil*

1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986

98,7 101,6 106,6 93,9 90,7 101,7 100,0

Fuente.

G.S. P a u l o " 102,3 105,1 111,7 95,8 94,0 102,5 100,0

variación % en relación al año anterior Brasil Sao Paulo 2,93 4,95 -11,98 -3,36 12,15 -1,70

2,79 6,21 -14,19 -1,89 8,99 -2,41

Ministerio de Trabajo, Evolución del empleo y de los salarios en el sector organizado durante el período 1980-1986, utilizando la metodología de los paneles fijos para pares de años consecutivos de la RAIS, abril 1988.

'Valores nominales inflados por el IPC Amplio de la FIBGE. ** Valores nominales inflados por el ICV del DIEESE.

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salario promedio se elevara 8% en el país y 9.2% en Sao Paulo, entre 1980 y 1982. Durante el siguiente año (1983) la política del "cuchillo" impuso una pérdida de casi 12% al salario promedio a nivel nacional, y de 14.2% en la ciudad de Sao Paulo. Esta pérdida de salario real es constante durante 1984, cuando alcanza su mínimo valor, y es revertida en 1986. En este año, la ofensiva sindical conquista 12.2% del salario real en el Brasil y 9% en el área metropolitana de Sao Paulo. Finalmente, en 1986, la ineficacia del congelamiento durante la vigencia del Plan Cruzado impuso a los asalariados pequeñas pérdidas en su remuneración real. Conviene mencionar que el dato referente a este último año contradice todo lo que se ha publicado en el Brasil al respecto, pero confirma los resultados de los registros realizados bajo nuestra responsabilidad en cuatro contextos brasileños: Sao Paulo, Blumenau, Maceió y Dourados (zona rural). El sueldo promedio de la PEA, entre febrero 86 (vísperas de la aplicación del Plan Cruzado) y enero 87, se redujo 8.4% en Sao Paulo, 0.5% en Blumenau, 13.8% en Maceió y 1.8% en Dourados. En este caso, se trata del conjunto de la PEA y no solamente de los empleados en el "sector organizado", a los cuales hace referencia el cuadro 5. Sea como fuere, se confirma que la remuneración real del trabajo decayó ligeramente entre 1985 y 1986, y específicamente entre el inicio y el final del Plan Cruzado. Lo que muestra el cuadro 5, en síntesis, es que el salario promedio pagado por las empresas formales, incluyendo a la administración pública, fue casi el mismo al principio (1980) y al final (1986) del período, con fluctuaciones de hasta 10% para arriba (1982) o para abajo (1984). Sin embargo, este comportamiento relativamente estable del salario promedio no proporciona datos acerca de cómo evolucionó la distribución del ingreso, cosa que examinaremos a la luz de los datos del cuadro 6. El cuadro 6 presenta la distribución del ingreso de la PEA brasileña como un todo, representada, en su componente "formal", por los contribuyentes de la Seguridad Social, y por los que no contribuyen en su componente "informal". Los que no perciben ingreso, aun cuando pertenezcan a la PEA, están excluidos de los datos del cuadro 6, ya que en realidad participan del ingreso del jefe de familia, a quien ayudan, y considerarlos como perceptores de un ingreso cero distorsionaría los resultados. La gran mayoría de ellos está constituida por los no-contribuyentes, formando un poco más de la mitad de la PEA total. La distribución del ingreso de los contribuyentes mejoró en 1979-81:

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3.8% de ellos pasó del nivel de 1/2 a un salario mínimo a un nivel de ingreso más alto, sobre todo de dos a tres salarios mínimos, que fue el que más se elevó. Al mismo tiempo, la distribución del ingreso de los no-contribuyentes empeoró: 3% de ellos pasó de 1/2 a un sueldo mínimo al nivel de 0 a 1/2 sueldo mínimo. La legislación salarial redistributiva protegió de esta manera a los trabajadores formales, al mismo tiempo que el peso de la crisis recayó sobre los informales, cuyo contingente peor remunerado, probablemente compuesto por virtuales desempleados, aumentó considerablemente. En 1981-83 la distribución del ingreso empeoró, tanto entre los contribuyentes como entre los no-contribuyentes: entre los primeros, 3.8% descendieron del 1 a 2 SM a 1/2 a 1 SM, aun cuando 2% subieron de 2 a 5 SM a más de 5 SM; entre los segundos, cerca del 2% que estaba por encima de 1 SM vieron decaer sus ingresos por debajo del SM. Conviene observar que entre 1981 y 1983 aún el SM perdió 8.5% de su poder adquisitivo, de modo que el empeoramiento fue mayor de lo que apenas es expresado por la alteración de las proporciones en niveles de renta definidos en SM. Además de esto, la proporción de los no-contribuyentes en la PEA con ingresos aumentó a 44.2% en 1979 y a 47.2% en 1983. Comparando la distribución del ingreso de la PEA total entre 1979 y 1983, se constatan dos transformaciones: el descenso de 2.2% del nivel de 1 a 2 SM hasta 1/2 SM y el aumento de 1.2% del nivel d e l ó 2 S M a 2 ó 3 SM, y de otros 1.2% del nivel de 3 a 5 SM o más. El aumento de personas de nivel de ingreso promedio puede deberse al hecho de que su mejora real no fue afectada por la reducción del poder adquisitivo del salario mínimo. Con la recuperación de la economía al final del régimen militar, la distribución del ingreso mejoró entre 1983 y 1985. 4.5% de los contribuyentes aumentó sus ingresos de 1 a 3 SM a más de 3 SM. Entre los no-contribuyentes, 3% ascendieron de nivel desde 1/2 SM a niveles de salarios más altos; aumentaron las proporciones de todos los niveles por encima de 2 SM. Esta mejoría no es totalmente real, ya que entre 1983 y 1985 el poder adquisitivo del salario mínimo decayó todavía en 5%. En la PEA total, el cambio entre los trabajadores de bajos ingresos es mínimo: 1.2% suben de hasta 1/2 SM a niveles más altos; aun entre los de ingreso promedio, la porción con 3 SM y más pasa de 23.1% en 1983 a 27.4% en 1985. Otra vez se hace presente la combinación de mejoría real con el efecto de desvalorización real del salario mínimo. En 1986 con el Plan Cruzado, mejoró la distribución del ingreso por el reajuste del salario mínimo y por el congelamiento parcial de los precios,

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lo que favoreció a las pequeñas empresas, a los productores autónomos y a ciertas categorías de informales, tales como los empleados domésticos y los jornaleros agrícolas, etc. Sin embargo, la gran mejoría fue para los no-contribuyentes, 9.3% de los cuales ascendieron de 1 SM a niveles de ingreso más elevados. Entre los contribuyentes, 3.1% subieron de nivel de hasta 2 SM a 3 ó 5 SM. Durante este intervalo, el tiempo de mejoría fue real pues el poder adquisitivo del salario mínimo casi no se alteró. En la PEA total, 5.7% subieron de nivel desde 1 SM a 2 SM y más. Entre 1985 y 1986, la cantidad de empleados contribuyentes aumentó 8.9%, al mismo tiempo que el de los no-contribuyentes se extendió apenas 1.3%, lo que indica que hubo una absorción de virtuales desempleados por el sector formal. Comparando las distribuciones de la PEA total entre 1979 y 1986, nos impresiona el gran aumento de los que ganan por encima de 3 SM, cuya proporción pasa de 23.1% a 32.2%. Sin embargo, este cambio es menos impresionante si consideramos que entre 1979 y 1986 el salario mínimo perdió 13.6% de su poder adquisitivo, es decir, 5 SM de 1986 no valían más que 4.3 SM de 1979. Ciertamente, hubo dos cambios: los niveles de ingresos más altos escaparon de los efectos de la depreciación del salario mínimo y cierto aumento a partir de los niveles de ingreso más bajos. En 1986, los efectos de la crisis sobre el ingreso de la PEA estaban totalmente superados. La recesión que siguió al fracaso del Plan Cruzado, combinada con el retorno de una inflación extremadamente elevada, ocasionó un nuevo descenso del salario mínimo y probablemente de los salarios en general. En el cuadro 7 se indica la evolución del valor real del salario mínimo. Ya mencionamos las principales alteraciones del mismo hasta 1986 en el análisis de la distribución del ingreso. En 1987, el salario mínimo pierde una quinta parte de su poder adquisitivo. Es probable que la reducción del salario mínimo ocasionara un descenso en los salarios más bajos. No se disponen de datos que reflejen al conjunto del país en lo referente a la distribución del ingreso de 1987 en adelante. Por eso utilizamos los resultados de la Investigación de Empleo y Desempleo (PED) que el Convenio SEADE/DIEESE/UNICAMP realiza mensualmente en la región metropolitana de Sao Paulo. En el cuadro 8 encontramos índices del rendimiento promedio real de las cuatro partes de la PEA metropolitana: el 25% que tiene ingresos más bajos (25%~), el 25% que goza del ingreso inmediatamente superior (25%—50%—), el 25% que se beneficia de un in-

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Cuadro 7 Valor real del salario mínimo Brasil, 1979-1987 Año 1979 1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988

Cz$ de 841,28 849,06 842,93 840,02 771,21 719,75 733,03 726,67 585,60 619,55

3/86*

1986 = 100 115,77 127,29 116,00 115,60 106,13 99,05 100,88 100,00 80,45 85,26

Fuente. FIBGE, Anuario estadístico de 1986 y FGV, Coyuntura económica, febrero 1988. *El salario mínimo real fue incrementado por el IPC amplio, mes a mes. El valor anual es el promedio asimétrico de los valores mensuales (en 1988, sólo del 1er. semestre).

greso por encima del promedio (50%-25%-), y el 25% que tiene ingresos más altos (25%+). Por los datos que encontramos en el cuadro 8 verificamos que en 1986 hubo un nítido aumento del ingreso, que varió de 11.3% para el 25%+ a 42% para el 25%-, lo que confirma que se dio una relativa distribución progresiva al principio del Plan Cruzado. Pero un año después, en abril de 1987, la situación había cambiado: el 25%+ perdió 26.4% de su ingreso promedio real, el 50%-25%- perdió 21.1%, el 25% 50%- perdió 12.8% y el 25% _ no perdió nada. La recesión apenas había comenzado en ese momento, y la pérdida del ingreso real se debía al aumento acelerado de los precios, compensado por la escala móvil de los salarios (vigente hasta junio de 1987). Obviamente, los trabajadores mejor pagados no gozaban de un pleno reajuste. Aparentemente, el reajuste nominal del salario mínimo solamente protegía al 25%-. Pero esto duró poco tiempo: tres meses después, en julio de 1987, el ingreso real de este sector decaía 22.9%. En esta ocasión, el go-

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Cuadro 8 índice del rendimiento promedio real 1985 = 100 25% +

Abril

1985 1986 1987 1988 1988* Fuente.

79,6 113,0 112,3 84,1 6.387

25%-50%~

92,3 114,4 99,8 81,5 14.613

50%-25%~

96,6 114,6 90,4 80,1 26.356

25% +

100,1 111,4 82,0 76,4 81.986

SEADE/DIEESE/UNICAMP, Investigación del empleo y del desempleo 42, julio 1988.

*EnCz$de4/88. Fuente.

SEADE/DIEESE/UNICAMP, Investigación del empleo y del desempleo 42, julio 1988. •En CzS de 4/88.

bierno adoptó una nueva política salarial (con el Plan Bresser), por la cual todos los salarios eran reajustados mensualmente por la URP (Unidad de Referencia de Precios), que correspondía al promedio geométrico de la inflación mensual del trimestre anterior. La URP era reajustada cada tres meses. Además, se instituyó un programa de reconstitución gradual del valor real del salario mínimo, llamado desde entonces Piso Nacional de Salarios. En abril de 1988, el SM era 6,240,00 cruzados, o sea prácticamente igual al rendimiento promedio del 25%—. El cuadro 8 señala que en el último año la pérdida del ingreso real fue mayor para los sectores más bajos: 25.1% para el 25%-, 18.7% para el 25%-50%-, 11.4% para el 50%-25%, y 6.8% para el 25%+. Evidentemente, la redistribución que hubo entre 1985 y 1986 fue casi anulada en este último año. Queda apenas el hecho de que en abril de 1988 sólo el primer sector (de abajo hacia arriba) gozaba de un ingreso promedio real 5.6% mayor que hace tres años, mientras los demás sectores registraban las siguientes pérdidas: el segundo perdía 11.7%, el tercero 17.1% y el cuarto 23.7% . 3.

LA CLASE TRABAJADORA Y LOS DESAFÍOS DE LA DEMOCRACIA

La clase trabajadora brasileña pasó por dos diferentes momentos durante la última década: el primero (1978-1983) fue el de la reconquista de

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los derechos democráticos y de la crisis económica; el segundo (19841988) fue el del cambio institucional y de las rápidas oscilaciones de la coyuntura, culminando en una grave crisis inflacionaria. En lo relativo al primer momento, ya hemos mencionado la reconstrucción del movimiento obrero en 1978, con el reinicio de las huelgas. La organización tradicional de la clase obrera fue triturada por las disidencias interminables de las corrientes políticas, por la represión brutal que ejerció el gobierno militar a los movimientos reivindicatoríos y a la resistencia armada. En su lugar fueron surgiendo nuevas formas de organización. Una de las más importantes fue la CEB (Comunidad Eclesiástica de Base) que funcionó simultáneamente como un centro de difusión y de aplicación de la Teología de la Liberación, al mismo tiempo que una célula militante de la población pobre de las ciudades y del campo. La cobertura dada por la Iglesia Católica preservó a las CEB de la represión policial y les permitió multiplicarse a todo lo largo de los años 70. A través de las CEB, millones de personas pudieron adquirir una visión del mundo que enfocase la liberación del trabajo del yugo de la sociedad de clases como el gran objetivo del cristianismo en este mundo; y que además pudiera practicar la solidaridad en la lucha, mediante innumerables combates a los cuales diariamente se ven enfrentados los pobres de América Latina para lograr un lugar y condiciones mínimas de vida en el espacio urbano. Los sindicatos oficiales ofrecieron otra forma de organización: aun cuando no tenían derecho a luchar por las reivindicaciones de sus miembros, pero, inducidos por la tradición de combatividad de los sindicatos brasileños hasta 1964, acogieron las protestas y angustias de sus bases, que se encontraban amenazadas por la represión ante cualquier tentativa de desafío a la autoridad patronal. La inoperancia de los canales de protesta, debido a la coacción externa, favoreció el surgimiento de una nueva generación de sindicalistas, articulados, rebeldes, independientes de las organizaciones partidarias y de la Iglesia, y que experimentalmente fueron reinventando las formas clásicas de la lucha obrera, que habían sido olvidadas por los antiguos h'deres como consecuencia de la represión policial. La gran ola de huelgas de 1978/79 fue inciativa de esos sindicatos, denominados "auténticos", de los cuales emerge el obrero metalúrgico Lula (Luís Inácio da Silva), desde entonces el líder obrero más conocido del país. En 1978, los "auténticos" aspiraban a formar una central sindical que reuniese a toda la clase obrera del país. Pero antes crearon un partido político, el Partido de los Trabajadores (PT). La idea fue lanzada en 1979, e inmediatamente dividió la oposición a la dictadura. Se opusieron los que

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daban prioridad a la lucha por la redemocratización del Brasil y que consideraban el surgimiento de los "partidos de clase", como el PT, como un factor de debilitamiento frente al régimen. Se adhirieron a esta propuesta, que reivindicaba la independencia de la clase trabajadora frente a la clase capitalista en la misma lucha por la democracia, la dirigencia de las CEBs y diversas corrientes clandestinas de izquierda. Sin embargo, se mantuvieron contra el PT los dos partidos comunistas tradicionales — PCB y PC del B— y la mayoría de lo que se podría llamar la "izquierda intelectual", que terminó formando parte (1979-1980) del partido de oposición "general", el PMDB (Partido del Movimiento Democrático Brasileño). La Central Sindical solamente se pudo organizar en 1983, y fue en ese momento que se dio una profunda ruptura en el movimiento obrero, debido a las diversas posiciones sobre la relación de los sindicatos con el Estado. Los sindicalistas "auténticos", así como aquellos vinculados a la Iglesia, que formaban las "oposiciones sindicales", exigían la ruptura total de los sindicatos con el aparato del Estado; la autonomía y la libertad sindicales requerían que los sindicatos fueran asociaciones estrictamente voluntarias, sustentadas y dirigidas exclusivamente por los afiliados. Contra esas posiciones se alinearon los sindicalistas moderados, comunistas y de varias otras tendencias, que deseaban obtener mayor autonomía para los sindicatos sin que éstos perdieran su carácter oficial ni su acceso a los recursos del Impuesto Sindical, pago obligatorio de todos los asalariados, estuvieran sindicalizados o no. La primera corriente, formada en su mayoría por militantes del PT, fundó la CUT (Central Única de Trabajadores) en 1983. En el año siguiente, la segunda corriente creó la CGT (Confederación General de Trabajadores). De esta manera, el renovado movimiento obrero se estructuró alrededor de dos polos: uno mayoritario, compuesto por el PMDB y por los partidos comunistas que, posteriormente en 1985, se separaron de ese partido y adquirieron personalidad legal propia (sin embargo, varias otras tendencias de izquierda decidieron permanecer en el PMDB); encontramos en este mismo polo a la CGT y a las corrientes correspondientes del movimiento estudiantil, de los medios artísticos, la comunidad académica y científica, etc. El segundo polo, minoritario (desde el punto de vista electoral) estaba compuesto por el PT, por la CUT y por las corrientes correspondientes a los mismos movimientos ya mencionados.3 Sin embargo esta 3. Otros partidos, vinculados de una u otra manera a las clases populares, tales como el PDT (Partido Democrático Laborista), el PSB (Partido Socialista Brasileño), el PV (Partido Verde), no están integrados a estos polos, pero oscilan entre ellos.

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bipolaradidad no impide su participación en luchas comunes, aun cuando revistan naturaleza muy distintas. En estas luchas, la postura de radicalidad del PT y de la CUT les confiere posiciones de liderazgo, lo que se traduce en una mayor cantidad de victorias en las disputas electorales por la dirección de los sindicatos. De esta manera, la CUT creció a costas de la CGT. Sin embargo, en el terreno de las elecciones generales, los votos obreros fueron al PMDB en su gran mayoría. Aun cuando el PT creció a nivel electoral —eligió 4 diputados federales en 1982 y 16 en 1986— su contingente de votos era menor que el del PMDB, que en las últimas elecciones tuvo una mayoría de representantes en la Asamblea Constituyente. No hay duda que la mayor parte de los trabajadores que admira a Lula y a sus compañeros, y que se moviliza con ellos en las grandes jornadas de lucha, prefiere votar en las elecciones por candidatos representantes, en muchos casos, de la manera tradicional "clientelista" de hacer política. El segundo momento culminante vivido por la clase trabajadora se abre en 1985, con la victoria del PMDB, aliado al PFL (escisión del partido oficial), durante las elecciones para Presidente que se llevaron a cabo en el Colegio Electoral. El nuevo gobierno civil, cumpliendo su principal objetivo, convocó para el año siguiente la elección de una Asamblea Constituyente, destinada a consolidar la vuelta a la democracia en el país. El resultado de la elección fue la victoria del PMDB, como ya lo hemos visto, pero este partido cuenta con la adhesión de numerosos ex-partidarios de la dictadura, de modo que su bancada se mostró extremadamente heterogénea e indefinida desde el punto de vista ideológico y de los intereses de clase. Como el resto de la Asamblea se componía mayoritariamente de representantes conservadores, la impresión inicial que se tuvo fue que ésta sería la índole de la nueva Constitución. *• Sin embargo, el proceso constitucional se revelaría mucho más complejo. La oportunidad de elaborar una nueva carta magna colocó en la orden del día, al mismo tiempo, todas las contradicciones que agitan hace años a la sociedad brasileña: la distribución de responsabilidades y recursos entre las esferas federal, estatal y municipal del gobierno; el sistema presidencial o parlamentario; los derechos "sociales" de los trabajadores, campesinos, indios, mujeres, jubilados y un sinnúmero de otros grupos específicos; la organización de los servicios de Seguridad Social, salud y educación; el derecho de la propiedad sobre el suelo agrícola y urbano; la libertad de expresión y la censura de las manifestaciones artísticas; el grado y la naturaleza de la intervención del Estado en la economía; la noción de

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empresa nacional y extranjera y el trato que debiera ser otorgado tanto a una como a la otra; etc., etc., etc. Es interesante observar que la izquierda y la derecha tienen en general posiciones opuestas con respecto a estas cuestiones, siendo las de las izquierdas consecuentes con los intereses de las clases menos privilegiadas. Esto parece obvio a primera vista, pero en la vida cotidiana tales cuestiones "fundamentales" raramente surgen con el objeto de que se tome una decisión al respecto; en general, la rutina política trata de problemas menores, que no movilizan los intereses sino de grupos reducidos y facilitan la confusión de posiciones ideológicas y la constitución de alianzas convenientemente heterogéneas desde el punto de vista de las clases. El debate constituyente fue, y lo sigue siendo, intensamente polarizador, imponiendo un amplio realineamiento de las fuerzas políticas. Este realineamiento se realiza bajo el fuego de una amplia movilización de las clases populares equilibrada en varias oportunidades por una movilización también por parte de las clases dominantes. Cuando la Asamblea Constituyente comenzó a funcionar, fueron presentadas decenas de reformas populares, contando en su conjunto con doce millones de firmas (cada elector podía firmar tres reformas como máximo). El recinto de la Asamblea se vio permanentemente invadido por delegaciones de sindicalistas, femenistas, campesinos en lucha por la reforma agraria, profesores, científicos, indios, etc. También los empresarios constituyeron "lobbies" muy activos y la UDR (Unión Democrática Rural), especialmente organizada para oponerse a la reforma agraria, convocó a miles de manifestantes que acamparon alrededor de los edificios del Congreso. Naturalmente, la incompatibilidad de los intereses obstaculizó el trabajo de la Asamblea Constituyente, haciendo que éste se extendiera durante ya tres semestres, y que solamente ahora se aproxime a su fin. Durante este proceso decisivo, ultra concentrado en el tiempo, la Asamblea Constituyente acabó dividiéndose en dos partes, con una relativa ventaja para el bloque de centro-izquierda, para gran disgusto de las fuerzas más conservadoras. Los progresos logrados fueron modestos, desde el punto de vista de la izquierda, pero amenazan hacer ingobernable al país, como afirma la derecha. Dentro de este clima, la bancada mayoritaria del PMDB se dividió surgiendo un nuevo partido, el PSDB (Partido de la Social Democracia Brasileña). El anuncio de un cuadro partidario más consistente y con un programa que incorporará, sin duda, una parte importante de las reivindicaciones po-

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pulares, torna auspiciosa la próxima etapa democrática de la historia brasileña. Desgraciadamente dicha etapa se ve amenazada por la crisis inflacionaria que se agrava incesantemente desde el fracaso del Plan Cruzado. Como vimos al principio de este ensayo, la enorme deuda externa impone, desde 1981, una responsabilidad muy pesada para el Brasil, la cual recae en primera instancia sobre el tesoro público. El último gobierno militar trató de desarrollar el excedente global para acomodarse a las exigencias de los acreedores externos y las necesidades de la burguesía brasileña, naturalmente a costas de los asalariados. Como reacción a la crisis así provocada, se formó una amplia coalición de oposición (integrada por líderes empresariales y sindicales en el PMDB), que se comprometió, una vez en el poder a: 1. reducir el pago de las obligaciones de la deuda externa; 2. pagar la llamada "deuda social" mediante la redistribución del ingreso, el aumento de los gastos sociales y la reforma agraria. En 1985, con la muerte del presidente electo Tancredo Neves, asumió el gobierno José Sarney, quien parecía dispuesto a cumplir lo prometido. Las tentativas en esta dirección se enfrentaron, mientras tanto, con una oposición cada vez más grande. La jugada más ambiciosa fue, sin duda, el Plan Cruzado, mediante el cual se pretendía eliminar tajantemente la inflación, concediendo al mismo tiempo aumentos reales a los asalariados y sobre todo a los que ganaban el salario mínimo. Incapaz de tornar más flexibles los precios, teóricamente congelados, el gobierno se enfrentó al capital monopólico, tanto industrial como de intermediación financiera. A fines de 1986, la política económica asumía un tono populista y, en febrero de 1987, con la proclamación de la moratoria del pago de los intereses de los acreedores externos privados, también un tono nacionalista. Al mismo tiempo, la Asamblea Constituyente tomaba posesión con una mayoría absoluta del PMDB. La restauración de la democracia daba a los trabajadores la impresión de estar dispuesta a reparar las injusticias cometidas en su contra durante el régimen militar. Sin embargo, la situación se alteró a lo largo de 1987 e inicios de 1988. La coalición de oposición en el poder se deshizo como consecuencia del abandono de la burguesía a la posición redistributiva y nacionalista. En su lugar, los líderes empresariales adhirieron a las tesis más conservadoras, favorables a la reconciliación con los acreedores externos, el retorno a la subordinación al FMI y naturalmente al combate contra la inflación mediante el corte del dispendio público y la restricción monetaria.

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El cambio repentino en la burguesía fue causado por la funesta intervención en los mercados a la tentativa de estabilización heterodoxa, y por las medidas perjudiciales a sus intereses aprobadas en la Asamblea Constituyente. La coalición con los trabajadores se tornó demasiado onerosa para el capital, que trató de abandonarla reconciliándose con la derecha conservadora con la cual había roto durante el ocaso del régimen militar. El brusco retorno de la burguesía hacia la derecha fue rápidamente sostenido por Sarney, quien a fines de 1987 entregó el comando de la política económica a los antiguos servidores del régimen militar y asumió ostensiblemente la defensa de las posiciones empresariales con respecto a la nueva Constitución. Brasil firmó un nuevo acuerdo con los acreedores externos, regresó al regazo del FMI e inició un programa ortodoxo de estabilización. Desgraciadamente, la inflación alcanzó niveles que la tornan invulnerable a la reducción del déficit público y a la contención de la base monetaria. Como clase, la burguesía brinda apoyo a la política gubernamental de combate contra la inflación. Pero, como competidores individuales, los empresarios están empeñados en escapar a la escalada de costos mediante aumentos mayores y más rápidos a sus precios. Lo que obviamente conduce la inflación hacia el paroxismo. Como los precios de unos son los costos de otros (incluso de los asalariados), cada empresa, cada rama de actividades, cada categoría profesional, trata de elevar su ingreso nominal en un conflicto distributivo generalizado en el que los vendedores imponen pérdidas a los compradores, quienes a su vez las transmiten a sus clientes. Los trabajadores gozan de la democracia —la gran mayoría por primera vez en sus vidas— mientras las promesas de reparación de las injusticias sufridas se pierden en un creciente caos económico. Como vimos en la segunda sección, los efectos de la redistribución del ingreso logrados en 1986 fueron anulados en poco tiempo por la escalada inflacionaria. El mecanismo de reajuste mensual de los salarios no preservó el poder adquisitivo de los mismos, aun cuando las pérdidas fueron recuperadas en el momento de la renovación anual de los acuerdos laborales en las diversas categorías. La vorágine inflacionaria amenaza las escasas conquistas del movimiento obrero, y éste no logra formular una propuesta alternativa de estabilización que sea consecuente con sus intereses a corto y a largo plazo. En el Brasil, al igual que en otros países afectados por crisis inflacionarias, la integración de la clase obrera a la democracia, como forma de convivencia en que los conflictos de intereses puedan ser regulados "civilizadamente" (como afirma E. Gonzales) depende crucialmente

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de la capacidad del movimiento obrero de presentar una estrategia propia de estabilización. Esta incapacidad no es casual. Los trabajadores creyeron siempre que la inflación era una estratagema capitalista para robarles parte de su salario. Para defenderse de este hurto, los trabajadores exigen reajustes salariales, y como medida general contra la inflación proponen el congelamiento de los precios de los productos de primera necesidad. Imaginan que la represión de la "ganancia" capitalista puede hacer factible el congelamiento. Se trata de posiciones ingenuas, que no obstante apuntan hacia una estrategia de estabilización alternativa, no dependiente del descenso del nivel de actividades para detener la inflación. Si la "intelligentsia" del movimiento obrero se empeñase en desarrollar una estrategia de estabilización no-recesiva, basada en el control público de los precios y en políticas de ingresos redístributivas, los trabajadores tendrían una alternativa por la cual luchar. El antiguo dictador Getúlio Vargas dijo alguna vez: "el voto no llena la barriga". Pero esto es cierto solamente mientras los que tienen la barriga vacía no elaboren una alternativa por la cual luchar y votar. Este es el desafío que la democracia propone a la clase obrera: buscar formas efectivas de estabilizar la economía que les sean favorables. Solamente al vencer este desafío la clase obrera podrá desempeñar el papel de clase dirigente en el proceso de superación del capitalismo, cosa que el sufragio universal (en principio) le destina. La visión tradicional del socialismo, todavía muy fuerte en algunos sectores del movimiento obrero (particularmente en el PT y en la CUT), propone la sustitución de la economía de mercado por la planificación centralizada. Sin embargo, la experiencia de estas últimas décadas en varios países demostró que el desarrollo de las fuerzas productivas y la mejoría de la calidad de vida exigen la preservación, al menos parcial, de la economía de mercado. Pero cuando ésta se ve confrontada a conflictos distributivos que conducen las finanzas del Estado a la bancarrota, entra en crisis la regulación. En el Brasil, esta situación amenaza con lanzar a la economía a la hiperinflación y frente a esta amenaza, la burguesía y el gobierno se muestran impotentes hasta el momento. Por lo tanto, el movimiento obrero en el Brasil está en "crisis". "Crisis" en el sentido chino de conjunción de "peligro + oportunidades". El peligro, obviamente se encuentra en presenciar pasivamente cómo se hunde el país en la hiperinflación, del cual sólo saldrá empobrecido y con cicatrices "psico-políticas" traumáticas. La oportunidad estriba en la elabora-

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ción de un programa de lucha capaz de superar el impase inflacionario sin imponer al país la camisa de fuerza del planeamiento centralizado. En lugar de este último, una economía de mercado en que la variación de los precios y salarios es sometida a controles públicos, ejercidos no por el aparato del Estado sino por comisiones de representantes de las clases sociales. El camino para el socialismo pasa por el control creciente de las decisiones macro y micro-económicas por parte de representantes de los productores directos y por la extensión de la democracia al campo económico.

3 Sectores populares, autoritarismo y democracia en Chile Tomás Moulian Lili Letelier

1.

UNA MIRADA RETROSPECTIVA: HIPÓTESIS SOBRE EL SIGNIFICADO DEL RÉGIMEN DEMOCRÁTICO PARA LOS SECTORES POPULARES 1933-1973

¿Pueden los sectores populares sentir pasión o tener interés en la democracia? Esta pregunta es una paráfrasis de otra que se ha planteado a propósito de los intelectuales.1 La usamos porque permite interrogarse, usando un código de acercamiento a la cuestión que nos interesa, desde una perspectiva que es sugerente y provocativa. La hipótesis que planteamos para comenzar nuestra pesquisa sobre las relaciones existentes entre las clases populares y la democracia en Chile, durante el período en que funcionó un régimen representativo estable y relativamente plural e incluyente, es diferente de la referida a los intelectuales. Su autor se pregunta, a través de una lectura de Tocqueville, sobre los factores sociológicos que explican el desamor de los intelectuales hacia la democracia. En Chile las clases populares, en cuanto sujetos de acción histórica, que incluye tanto al movimiento obrero como a los partidos políticos de izquierda, contribuyeron de manera importante a la consolidación originaria y a la posterior reproducción de la democracia considerada como régimen político. 1. José Joaquín Brunner, ¿Pueden los intelectuales sentir pasión o tener interés en la democracia?, FLACSO, Documento de Trabajo Nfi 303,1986.

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a. El interés de las clases populares en la democracia

El régimen político democrático-representativo que colapso en 1973 tiene su coyuntura originaria en el período comprendido entre 1932 y 1938. La larga crisis transcurrida entre 1924 y 1932 constituye un ciclo de inestabilidad anterior a la depresión de los años 30. Este colapso, tan duramente sentido en Chile, sólo afectó los últimos momentos de ese ciclo (la caída del gobierno de Ibáñez, la "República Socialista"). Desde el segundo gobierno de Alessandri para adelante se interrumpe el ciclo de inestabilidad, se establece un orden político democrático-representativo con un régimen de gobierno presidencialista, el cual debe vencer numerosos desafíos para conseguir afirmarse. Entre ellos hay dos que interesan especialmente para comprender la relación histórica entre las clases populares y la democracia. Una es la emergencia de partidos políticos clasistas y la otra es el triunfo en 1938 de una coalición de centro-izquierda. Entre 1932 y 1933 se estructura un nuevo sistema de partidos, el cual perdura hasta 1973. Este se caracteriza por la combinación de partidos clasistas, que son durante casi todo el período normalmente cuatro (esto es, conservadores y liberales, como expresión política de las clases dominantes; socialistas y comunistas, como expresión política de los sectores populares) y uno o dos partidos intermedios significativos, lo cual implica partidos que electoralmente se sitúan por encima del 10%. Esos partidos intermedios son una forma especial del tipo "catch allparties", con una convocatoria electoral en abanico, pero, a diferencia de otros de la especie, con un sistema doctrinario fuerte. Recién en la fecha que estamos señalando aparece una izquierda socialista-mandsta significativa en el sistema de partidos. Hasta 1932-1933 el sistema de partidos había integrado colectividades populares de carácter artesanal o pequeño burgués, como las demócratas, pero solamente en 1932-1933 se constituye en polo popular clasista electoralmente significativo. El Partido Obrero Socialista, fundado en 1912, nunca se integró de lleno al sistema de partidos, pese a que tuvo unos cuantos parlamentarios en sus diez años de vida. Hasta 1933 el Partido Comunista Chileno, que existía desde 1922, no tenía fuerza electoral y su línea era contraria a la integración en la lucha política legal. En las elecciones presidenciales de 1932, Marmaduque Grove, caudillo de la "República Socialista", alcanzó alrededor de un 18%; en 1933 los comunistas modificaron su línea insurreccional para dar paso a la línea de la "revolución democrático-burguesa" y, en el mismo año, se formó el Partido Socialista.

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Desde entonces el sistema de partidos presenta la combinación de partidos clasistas y "partidos intermedios". Esto significa que la estabilización democrática coincidió con la aparición en el sistema de partidos de una izquierda socialista-mandsta. El sistema de partidos se estructuró con polos que tenían entre sí algunos niveles significativos de antagonismo. En suma, desde el momento mismo de la estabilización democrática, el sistema de partidos se caracterizó por la existencia de una carga de polaridad. Sin embargo, esa situación no derivó, por diferentes razones, ni en crisis de gobernabilidad, ni en una situación de tensión excesiva sobre el régimen político. Una de ellas es que esa izquierda emergente tuvo en 1938 acceso a oportunidades políticas importantes: en una alianza con los radicales ganó la elección presidencial de ese año. El triunfo de Aguirre Cerda contra el candidato de la derecha Ross, quien expresaba el punto de vista del liberalismo burgués, era previsible que significara la actualización de la tensión polarizadora que existía en el sistema político. La pérdida del control del gobierno por parte de la derecha en manos de un candidato centrista aliado a los partidos de izquierda pudo transformar a la derecha en una fuerza anti-sistema, poniendo en peligro la estabilidad de un régimen democrático-representativo recientemente instalado. Pero no fue así por varias razones, entre las cuales subrayaremos sólo las que conciernen al papel de los partidos populares. Estos si bien tenían una ideología marxista, o mandsta-leninista, como era el caso del PCCH, si bien aspiraban al socialismo como "orden ideal", tenían una visión gradualista de la revolución y definían la etapa que se vivía como "democrático-burguesa". Su discurso afirmaba la necesidad que el capitalismo, y por ende las capas burguesas, con sentido nacional y vocación transformadora cumplieran los papeles de modernización de los diferentes sectores de la economía. Los partidos populares de la década del cuarenta creían que antes del socialismo, y como condición de éste, era necesario enfrentar previamente las tareas de la modernización, la lucha contra el atraso social, especialmente en el agro y en la cultura, perfeccionar la industrialización y asegurar la democracia política. Los sectores populares participaron de las coaliciones gubernamentales entre 1938 y 1946: una fase decisiva del proceso de estabilización democrática. Pese a que sus programas partidarios fueron siempre mucho más avanzados que los cambios que podían realizar los gobiernos que dirigían los radicales, los comunistas y en ocasiones tos socialistas, optaron por continuar colaborando con el centro reformista. Priorizaron constantemente la lógica de la estabilidad del régimen democrático en desmedro de la lógica del cam-

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bio deseado, por lo menos tal como éste se encontraba planteado en los programas máximos de los partidos populares. En esta fase crucial del desarrollo democrático chileno (1938-1946), se produjo el proceso de institucionalización política de los sectores populares, básicamente de aquéllos que se encontraban representados por los partidos de izquierda. Esta integración al sistema político se logró por la capacidad que éste tenía para procesar las demandas de los sectores populares, organizados en un movimiento obrero que hasta 1964 era básicamente minero y fabril. Además porque ese sistema proporciona tanto oportunidades de acceso al poder como recursos de poder a los partidos de izquierda. Ese proceso de institucionalización política alejó a esos partidos de posturas rupturistas pero, aunque parezca paradojal, les proporcionó la posibilidad de consolidarse como partidos de clase creando sólidos vínculos de representación. Usando la metáfora inicial puede decirse que los partidos de izquierda tenían interés en la democracia. A ella estaban asociados los avances en la legislación laboral, las ventajas previsionales generales y las adicionales que diversos gremios conseguían a través de la lucha y la negociación, el acceso relativamente abierto a servicios educacionales y de salud, la posibilidad de luchar por conseguir vivienda. También a ella estaba asociada la existencia de partidos populares que operaban y que, además de intermediar frente al Estado, socializaban una cierta cultura política, alimentaban esperanzas y deseos, mantenían viva (desde 1958) la esperanza de un "gobierno popular". Este interés se mantuvo incluso durante el período de diez años (19481958) en que uno de los dos partidos populares (el Partido Comunista) estuvo legalmente proscrito y efectivamente impedido de actuar por la represión gubernamental. Durante esa fase, los comunistas evitaron las tentaciones rupturistas que surgieron en la organización y, como respuesta paradójica a las medidas coercitivas, profundizaron el discurso democrático. En 1956, al calor de las resoluciones del XX Congreso del PCUS, empezaron a desarrollar la tesis del "tránsito no insurreccional" que había representado la práctica del partido hasta entonces, pero sin que hubiera alcanzado una legitimidad teórica reconocida. En la década de los sesenta ese interés que representaba la participación política para los partidos populares resultó, durante algún tiempo, reforzado. En 1958 los partidos populares se vieron súbitamente ante la posibilidad de conquistar un "gobierno popular", por la fragmentación del campo de fuerzas que tuvo lugar en las elecciones presidenciales de ese

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mismo año. Esa esperanza o ese deseo influyó en el sesgo relativamente moderado de la política de los partidos populares entre 1958 y 1964, su frustración por la elección de Frei alimentó las críticas al "camino electoral" que arreciaron entre 1964 y 1970. Pero, en las elecciones presidenciales de 1970 la izquierda consiguió lo que venía buscando desde hacía más de quince años, la posibilidad de gobernar. El triunfo se produjo cuando casi todos habían dejado de creer que era factible. La historia política de los partidos populares entre 1933 y 1973 fue la historia de la institucionalización política de dos poderosas organizaciones que profesaban el marxismo como ideología y que propugnaban una "revolución democrático-popular" como primera etapa y el socialismo como segunda etapa, camino hacia el comunismo. ¿Qué vinculaba a esas organizaciones con la democracia política? El interés constituía una razón evidente, lo cual significaba que estaban vinculadas a la democracia por una opción racional cuyo componente básico era un cálculo de costos-beneficios. El régimen político aparecía ante los partidos populares y, por ende, ante el movimiento popular en su conjunto, como un sistema competitivo de oportunidades políticas. La preferencia por participar se basaba en que, desde fines de la década de los treinta, los partidos populares no solamente habían conseguido poder en el Parlamento sino también en el Ejecutivo. Por lo menos uno de los partidos de izquierda participó de las coaliciones gubernamentales desde 1938 hasta 1947; más tarde, entre fines de 1952 y 1954, para finalmente conseguir elegir un presidente en 1970. Aproximadamente durante quince años formaron parte del gobierno, una cantidad llamativa de tiempo si se piensa que se trataba de partidos mandstas que propiciaban el socialismo. b.

La pasión por la democracia

Pero no solamente estaban ligados a la democracia por interés, también por alguna forma de la pasión. Habían llegado a valorar la democracia, por lo menos en el sentido que tenían una cultura política donde se combinaban la aceptación del conflicto y la negociación, la aceptación del pluralismo y de la incertidumbre (en el sentido de Przeworsky), la valoración del papel del Estado, la preferencia por la competencia pacífica en vez de la guerra. Sin embargo, se trataba de una pasión desgarrada. En el terreno racional de intereses y de cálculos, las clases populares estaban con la democracia existente en Chile que era, en medida importante, el resultado de sus luchas. Como dijimos en el parágrafo anterior, habían hecho suyos al-

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gunos valores de la pob'tica democrática. Pero habían adherido a ellos junto y, más aún, en pugna con los valores de la revolución. La década del sesenta, especialmente el período marcado por la frustración electoral del 64, fue un momento de radicalización del discurso y de aparición de organizaciones que planteaban la lucha armada como el camino principal. Por lo tanto constituyó un momento en que emergieron con fuerza los valores culturales de la revolución, colocados en oposición con los valores culturales de la democracia burguesa. Como hemos dicho, en Chile los partidos de izquierda mantuvieron en todo momento su adhesión al socialismo y su discurso revolucionario. Los comunistas adhirieron siempre al marxismo leninismo y entre los socialistas las tesis "revisionistas" de carácter social-demócrata tuvieron escaso éxito. Pero, hasta la década del sesenta, ninguno de los partidos tradicionales de la izquierda había puesto en cuestión la validez del camino electoral y el avance gradual hacia el socialismo. Los factores que influyeron en el cambio experimentado entre los socialistas, desde principios de los sesenta pero especialmente desde el 65 para adelante, fueron las discusiones chino-soviéticas sobre la coexistencia'pacífica y el problema de las formas de lucha y la influencia del triunfo de los guerrilleros cubanos, interesados, por mística revolucionaria y motivos geopolíticos, en la extensión de su modelo. En 1962 ya se traba una fuerte polémica sobre el tema de la "combinación de las formas de lucha" entre socialistas y comunistas. Desde el triunfo demócrata cristiano, a fines de 1964, esa tendencia se refuerza. La temática revolucionaria cobra fuerza, se hace hegemónica en una izquierda obsesionada por el socialismo definido como "única solución de la crisis chilena". Los valores de la política como compromiso fueron dejados de lado. En vez de la valoración del Estado, se hablaba cada vez más de la destrucción del Estado burgués, en vez de la política como apuesta e incertidumbre se insistía en su fundamentación científica, en vez de la política como negociación de conflictos cuyo norte es la convivencia de clases diferentes, con objetivos que oran, en última instancia, contradictorios, se insistía en la "dictadura del proletariado", entendida como la dominación sin contrapesos políticos de una clase sobre las otras. Esta izquierda desgarrada entre el amor y el desamor por la democracia fue la que Uegó al gobiernb en un momento en que la mayor parte de sus líderes, con la excepción —por supuesto— de Allende, habían perdido las esperanzas en el camino electoral. Con el triunfo de la Unidad Popular las contradicciones de esta visión desgarrada de la democracia adquirieron su máximo peso, su gravedad. En la práctica la lucha entre dos visiones, una que creía en el tránsito insti-

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tucional al socialismo como camino factible y la que pensaba que era necesario plantear rápidamente la ineludible confrontación por la totalidad del poder en el Estado, se anularon recíprocamente. En vez de la aplicación coherente de un camino, la estrategia que la Unidad Popular llevó a cabo fue una combinación aleatoria e incoherente de esas dos grandes opciones. El resultado no podía ser otro que la crisis: la persistencia obcecada en los objetivos sin tener poder estatal ni capacidad negociadora conducía al impasse; la proclamación de un discurso de la guerra y del poder total cuando no se tenía capacidad militar azuzaba los miedos más irracionales y favorecía el surgimiento y expansión de una cultura política cesarista. De su implantación se derivaba, en el mejor de los casos, el deseo de un salvador, en lo posible justo y transitorio y en el peor, una conciencia política revanchista y contrarrevolucionaria. 2.

LA DICTADURA MILITAR Y EL PROBLEMA DE LA DEMOCRACIA PARA LOS SECTORES POPULARES: 1973-1988

a. La caracterización global del régimen

La abrupta finalización de la crisis política en setiembre de 1973 se produjo en una situación de equilibrio catastrófico de fuerzas. Los partidos de izquierda mantenían, pese al desabastecimiento, k falta de unidad de dirección, el desorden político, una fuerte significación electoral y proporcionalmente una mayor capacidad de movilización de sus adeptos. La oposición también era poderosa, aunque sus militantes no tuvieran la misma disponibilidad. Este equilibrio de fuerzas entre los actores políticos generó el inmovilismo que le otorgó a los militares un peso decisivo y un rol central en la resolución de la crisis. La crisis política era muy aguda, espectacular e intensa y era muy alto el grado de amenaza contra el sistema de dominación vigente que la Unidad Popular representaba. Pero ninguno de esos dos factores explica por sí solo las características que asumió la dictadura militar. El hecho de tener el golpe un carácter necesariamente anti-popular y también la intensidad de la represión usada para la toma del poder significaron marcas originarias. Pero tampoco ellas, pese a su importancia, predeterminaron absolutamente su carácter. El papel de todos esos factores fue cerrar caminos, cegar posibilidades, mucho más que condicionar de manera absoluta la tendencia del régimen. Esta fue el resultado de una lucha política y no el simple desarrollo o

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actualización de un ser ya predeterminado por la situación originante, por mucho que ésta tuviera influencia y dejara marcas. Esta hipótesis, que cuestiona las interpretaciones que otorgan demasiada influencia al grado de amenaza o al carácter de la crisis previa, se apoya en las propias ambigüedades del discurso golpista. En el caso chileno éste tuvo un contenido de restauración, se llamaba a derrocar a Allende como un acto de "salvación de la democracia amenazada". Ese discurso se realizaba porque era estratégicamente necesario. La unidad de los heterogéneos grupos que querían el término de la Unidad Popular sólo era posible planteando el carácter restaurador del golpe, porque dentro de aquella coalición existían sectores moderados que solamente eran movilizables en función de un programa que reducía el papel del golpe militar a un momento transitorio entre la crisis y la normalidad. La naturaleza de la dictadura militar fue la resultante de la forma de resolución de ese conflicto político en el interior de la coalición originaria. Al poco tiempo de instalado el gobierno militar, en los primeros meses después del golpe, los sectores más moderados que preconizaban una restauración rápida de una "democracia protegida", con exclusión de los sectores izquierdistas, fueron derrotados por los partidarios de una dictadura duradera que pusiera en aplicación una contrarrevolución burguesa. Esos grupos, liderados por Pinochet y Leigh, se fundaban en el diagnóstico de la incompatibilidad entre la democracia liberal y el desarrollo capitalista y situaron el comienzo de la crisis política chilena mucho más atrás del gobierno de Allende, en el momento que empieza a desarrollarse la intervención estatal. Ellos hablaron de la "refundación de Chile", dando cuenta a través de ese término de la necesidad de desmontar no sólo el sistema político liberal-representativo sino también la organización de la economía y el papel del Estado en la regulación de las desigualdades sociales. El régimen político precedente fue criticado por haber engendrado, desde mucho antes de la Unidad Popular, el intervencionismo estatal y por haber minimizado el papel del mercado. Resuelta, al poco tiempo de instalado el régimen militar, la pugna por la definición del objetivo global de clase, quedó pendiente, sin embargo, la orientación y el camino que adoptaría la contrarrevolución burguesa. La lucha política dentro del bloque en el poder era de larga duración y se zanjó definitivamente después de bastante tiempo. Los actores del enfrentamiento fueron dos tendencias, los nacionalistas y los ultra-liberales, cada una de las cuales proporcionaba una interpretación diferente sobre las orientaciones de la contrarrevolución burguesa.

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La primera, basada en una concepción organicista de la sociedad y en la noción que la unidad de lo nacional está por encima de las divisiones de clase, concebía la profundización del desarrollo burgués como compatible con la integración de los trabajadores, específicamente a través de la participación en el nivel de las empresas y también del derecho de sindicalización y de huelga, sin decisivas diferencias con el pasado. Según esta visión los intereses del capital y de los trabajadores no son incompatibles ni son contradictorios ni necesariamente conflictivos, en la medida que el Estado se preocupara porque existieran relaciones de equidad y que los trabajadores estuvieran libres de las influencias socializantes. Esta concepción del desarrollo capitalista no concebía la integración social como el resultado automático del mercado ni como un intercambio libre entre partes abstractamente iguales. Recogía de la tradición prevaleciente en Chile hasta 1973, la idea que el Estado debía regular y tutelar las relaciones laborales. La otra tendencia tenía una visión de la sociedad totalmente diferente. En ella desaparecía el concepto de integración social, en tanto supone papeles que son asignados a los sujetos, especialmente a la autoridad. La sociedad funciona como un sistema de equilibrio autorregulado a través del mercado, en donde el papel del Estado es proveer las condiciones jurídicas y políticas que hagan posible el funcionamiento de la "mano invisible". La concepción ultraliberal que se ha implementado en Chile aplica en el nivel de las relaciones laborales el modelo de la competencia perfecta. Los trabajadores pueden organizarse pero la sindicalización no es obligatoria, no hay posibilidad de negociar al nivel de federaciones. Se atomiza el poder sindical siguiendo las premisas del modelo de la competencia perfecta, según el cual el mercado debe estar integrado por agentes que no tengan capacidades de monopolio, es decir con unidades con un poder organizacional desquiciador. El triunfo de esta tendencia ultra-liberal se fue gestando lentamente. Se impuso en la política económica a partir de 1975 y en la política social desde la implementación de las llamadas "modernizaciones". Esas medidas significaron el desmontaje del Estado asistencialista, tutelar y regulador que se había venido creando desde fines de los treinta. La empresa privada o el municipio reemplazaron al gobierno central en el manejo de la previsión, de la salud y de la educación. La contrarevolución burguesa realizada requería tres recursos principales: el férreo control y disciplinamiento político; la expansión del mercado como institución y la introyección compulsiva de comportamientos mercantiles; y un régimen duradero, con tiempo para permitir la maduración de los procesos de cambio social y sobre todo cultural.

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b. El efecto retardado de los cambios sobre los sectores populares

La represión política dejó sentir sus efectos inmediatamente, desde el mismo 11 de setiembre de 1973, en términos de la operación deconstructiva del mundo de lo político hasta ese momento existente. Nos referimos al desmontaje de las estructuras de las organizaciones sociales, de los partidos políticos, de instituciones sociales, lo que en definitiva también incluye el desmontaje del clima de movilización y participación social cada vez más acentuado y con mayores niveles de profundización. Los primeros años de la dictadura representaron la desarticulación sistemática de la memoria histórica y colectiva del pueblo. En el tiempo cotidiano de lo popular y en el tiempo de la conciencia humana individual el cambio significó en principio asimilar, en un proceso contradictorio, dos transformaciones diferentes: a) por una parte la desintegración de los paradigmas otrora en uso, sea el revolucionario que generó en lo colectivo popular la visión heroica y triunfante de un pueblo en lucha, sea el reformador que hablaba de la posibilidad de cambios graduales hacia el socialismo por la vía electoral; b) por otra parte significó el aprendizaje retardado, vía sucesivas frustraciones y ensayos-errores, de las nuevas normas, de las nuevas reglas de juego que este nuevo ordenamiento social traía consigo. La conciencia social necesitó de años para adaptarse al impacto de la política económica neo liberal que transformó al sujeto, le dio otros códigos de identidad, otras definiciones de pertenencia, otros elementos de refuerzo, de status, etc. Se sabe que la existencia del mercado como ente regulador de la vida humana disuelve la noción de lo colectivo, que como aprendizaje social había sido un esfuerzo de años. Pero lo que no se puede estimar cuantitativamente es el tiempo que demora cada sujeto en resolver e incorporar esta dinámica a su existencia cotidiana. Este proceso se realiza en forma lenta en los sujetos que vivían en el mundo popular construido como tal, con sus valores introyectados y sus organizaciones asentadas. La vida individual popular, necesitó de años para poner la propia corporalidad en actitud de aprendizaje de este nuevo reordenamiento social, que por de pronto supone otra mecánica burocrática, otra formalidad, otra normativa. Necesitó de tiempo para dejar en desuso antiguos códigos de comunicación, otrora válidos e iniciar el aprendizaje forzado de nuevos lenguajes, no sólo como una forma de sobrevivencia, sino también como una forma necesaria de adaptación a nuevos procesos. Desde una mirada macro-estmctural debe advertirse que el propio

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gobierno se demoró en concebir lo político, propiamente tal, desde la positividad, desde lo propositivo. Se mantuvo y se mantiene durante mucho tiempo en la lógica del anti-marxismo, que en lo político no tiene más identidad que ofrecer una rabiosa actitud de revanchismo proyectada en conductas de delación, de represión, etc. De ahí entonces que lo primero en aparecer como dato a la conciencia popular fue darse cuenta de que el cambio de contexto socio-político suponía la instalación de una nueva operativa que, si bien en lo político específicamente no tenía un sentido propositivo, en lo económico implicaba la redefinición de los sujetos. De un aprendizaje social que antes miraba hacia lo colectivo, hacia el Estado asistencial y regulador para con los sectores más desposeídos y por lo tanto reforzador de una conciencia popular que tendía a la organización, a la participación y a la búsqueda de soluciones vía partidos, vía gobierno, vía instituciones, se pasa al fáctum del mercado, con sus regulaciones, mecánicas y dispositivos que descansan sobre la sola y exclusiva individualidad. Esta atomización detona otros comportamientos sociales entre los sectores populares. La dispersión y explosión del sentido de lo colectivo en el mercado, proporciona una nueva forma de involucrarse con la vida, la relación entre los seres humanos revela mucho más explícitamente que en otros sectores los rasgos ideológicos que el nuevo modelo refuerza para mantenerse: la competencia, cualidad exigida por el mercado en lo micro-estructural, exacerba la lucha por la aumentación, por el trabajo, por la vivienda, etc., en los mismos espacios sociales donde antes se inscribían valores reforzados en la solidaridad, en la fuerza del trabajo grupal, en la organización, en lo colectivo. Desde una perspectiva cultural, el significado de lo popular, invocado exclusivamente desde la noción de clase, pierde contexto, orientación, contenido de fuerza convocante y aglutinadora de intereses. Lo popular en tanto fuerza de trabajo disponible para el mercado pasa a ser valorada en función de su potencialidad de venta y de consumo rápido, fácil. En esta situación transcurre mucho tiempo antes de llegar a descubrir que los comportamientos sociales otrora aprendidos (en democracia) no les sirven a los sectores populares como respuestas de sobrevivencia a este nuevo orden. Más bien, y en un horizonte de competencia, entorpecen tos aprendizajes que les pueden permitir sobrevivir. Más en concreto, las organizaciones sociales populares que antes contaran con el apoyo y asistencia no sólo de los recursos del Estado ano, también, con los recursos políticos, económicos culturales de los partidos, se

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quedan en el terreno de nadie, como efecto de la represión y como efecto de la política mercantil; se quedan solos frente al peligro de extinción, de dispersión y en el proceso de asumir progresivamente su condición en términos de desamparo, desconfianza, desolación existencial. Dichas condiciones, vividas por catorce años en el campo de lo popular, donde la mayoría de la población está conformada por jóvenes y mujeres, favorecen la apatía como respuesta a lo macropolítico y a la creación de lo colectivo nacional; dan como resultado un tipo de conciencia donde priman los rasgos individuales generadores de códigos de comunicación y de subsistencia propios y autónomos con redes de comprensión delimitados por lo local, rasgos fuertes de defensa y autodefensa hacia todo aquello que se proyecte desde lo individual de esas micro-organizaciones que, mal que mal, fue lo que subsistió a los embates del mercado. Finalmente, como efecto lateral a la potencia con que surge el individualismo, en un horizonte donde la competencia es el rasgo cultural que se refuerza, aparece quebrado en su raíz el principio de representatividad social global, elemento sustentador de cualquier democracia. Todo ello como resultado de la distancia cada vez mayor entre el posible representado y aquel que dice representar desde "lo alto", desde otro espacio y otro sector social, desde un lenguaje críptico, lejano. Todo ello es el resultado de la desolación en que quedó la vida humana después del golpe en el horizonte popular y la necesidad de inventar una individualidad acorde con el mercado, desencantada de lo colectivo. En este contexto de soledad y redefinición de la identidad solamente la parroquia y el cura tenían el poder para proteger y la legitimidad moral para intentar, contra la corriente, mantener vivos los códigos y valores comunitarios. La cultura alternativa, la contra-cultura del mercado se gesta y se elabora en las células parroquiales, en las comunidades cristianas de base donde se albergaban bajo el mismo techo hombres y mujeres de diversas ideologías. No todo muere, por lo tanto. Sin duda existe una auto-afirmación del poder local, la creación de proyectos anclados en la base y, por ende, nuevas formas de aplicar el principio de representatividad, nuevas concepciones sobre cómo controlar, repartir, entender el poder. c. Notas sobre el proceso de diferenciación de la clase obrera

La instalación de la política económica de libre mercado sustituyó el modelo de "crecimiento hacia dentro" que caracterizaba desde la década de los treinta al sistema capitalista chileno, por un modelo de crecimiento

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"hacia afuera", con apertura de la economía al exterior y con una extensiva liberación de los mercados. Todo este proceso fue entendido como expansión y profundización del capitalismo. Esto trajo consigo la reducción del Estado, la creación de fuertes grupos económicos, el desmantelamiento de la industria nacional, dedicada a la producción para el consumo interno, y el estímulo a un nuevo tipo de industria, cuya producción está orientada al consumo internacional. En este contexto, y ligado fundamentalmente al desmantelamiento de la industria nacional, la clase obrera cambió sustancialmente su forma de ligarse al proceso socio-económico del país y, por ende, su forma de autodefinirse. El sujeto obrero, otrora inserto en la minería, en la agricultura o en la construcción reconocía una relación de dominio y dependencia y a través de ella reconocía su pertenencia al sindicato; reconocía y legitimaba a la organización como estructura que le posibilitaba el cambio, reconocía una contradicción de clase en función del espacio-industria donde se desempeñaba. El obrero fue arrastrado por el proceso de reubicación socio-laboral y antropológico que sufre la sociedad chilena en su conjunto. Se desvincula de un tipo de identidad y de pertenencia dado desde el paisaje micro-cósmico donde estaba inserto. Por otra parte, la reorientación de los recursos hacia el mercado externo, la revolución modernizadora derechista, ha disminuido a la antigua industria tradicional, introducido los avances tecnológicos en cierto tipo de agricultura ligada a los mercados externos, ha modernizado al sector servicios y jibarizado a la administración pública. Todo esto influye en la redistribución de la fuerza de trabajo, aumentando el peso en la estructura social de los desempleados, de las capas vinculadas al empleo informal, de los empleos vinculados al área de servicios y disminuyendo la cantidad de obreros fabriles o mineros. En este contexto, analistas sociales han hablado de un proceso de jibarización de la clase obrera, de su reducción cuantitativa2 o simplemente de desobrerización, con consecuente agudización de su heterogeneidad interna y debilitamiento de su peso en la sociedad.

2. Eugenio Tironi y Javier Martínez, "La jibarización de la clase obrera", en Proposiciones, Ns 5, enero 1982; Cambios en la estratificación social, Edic. Sur, 1982.

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Un problema clave: el surgimiento de nuevas identidades

Reconociendo que es posible la existencia de un cambio de las localizaciones de la fuerza de trabajo, nos parece que el problema central es otro. Lo que existe es un proceso de tránsito desde la homogeneidad de la identidad de la clase obrera a una situación de heterogeneidad de los significantes que la vinculan. Esta diversidad consiste en la aparición de nuevos códigos de relación, nuevos polos de fuerza y resistencia, nuevas carencias, nuevas marginalidades que disparan sus sentidos de pertenencia hacia otros espacios. Es obvio que hoy ya no se puede hablar de "una" clase obrera. Estamos ante una redefinición de la identidad de ese sector social, el cual tiene que absorber el hecho que en catorce años, desde el 11 de septiembre de 1973, hay toda una generación laboral joven, educada para el desempleo, o para el empleo informal o para la competencia dentro del "capitalismo salvaje". Esta generación no reconoce su problema exclusivamente como un conflicto de clases. Se entiende y explica a sí misma desde la marginalidad. Enfrentada al abuso de poder en su desnudez más radical, una de sus tentaciones consiste en rechazar todo poder que no provenga de sí misma. Si antes lo representativo democrático era salvado, incluso "amado", ahora la desconfianza, la pérdida de sentido colectivo orgánico, conjuntamente con el reforzamiento de los rasgos conductuales de competencia e individualismo en todos los niveles, marcan para lo popular marginal, otrora obrero, una tendencia hacia la desvalorización de la democracia "en las alturas". Una de las formas de redefinición de la identidad popular consiste en un afianzamiento de lo propio dentro de límites marcados por un territorio. Allí se ha reconstruido la pertenencia y las identidades, en la lucha por la solución de las necesidades más inmediatas. La expresión "política" más acabada de estas luchas fueron las protestas. En el espacio macropolítico dichas formas emergentes de ser aparecen como negadoras de la representación y como obstáculos de los procesos globales de negociación. El proyecto de lo popular marginal, de constituirse en poder de base orgánico, presenta problemas para un proyecto democrático global. Ellos consisten, primero, en la resistencia a ser transados o postergados en la negociación política y, segundo, en el rechazo a que la democracia sea definida como pura representación estatal, que ocurre "arriba", lejos del ámbito (el nivel local) donde ellos sí pueden tomar sobre sus manos sus propios problemas y necesidades cotidianas. Por supuesto que esta reivindicación del espacio local, la cual lleva a

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una redefinición del locus de la política "jacobinizada", es una de las tendencias o, quizás más exactamente, uno de los ejes de la reconstitución de la identidad popular. Persiste el eje de la macropolítica, el cual presenta elementos de complementariedad y de contradicción con el anterior. e. El montaje del gobierno en la esfera social

El triunfo de la corriente ultraliberal y la imposición de su modelo no solamente significó la aplicación de una política económica monetarista, liberalizante y trasnacionalizadora. Representó apertura externa a través de la baja de aranceles y el traspaso a los capitales privados de la mayor parte de las industrias en manos del Estado. Pero además significó, como se ha dicho, el traslado a los municipios o a los empresarios de la previsión, la salud, la educación. El Estado, como una vieja nave de guerra, ha sido desguazado. El ámbito de sus atribuciones no-políticas ha sido drásticamente reducida, generándose un proceso de descentralización, mientras se ha ampliado el espacio de las decisiones políticas, generándose un proceso de centralización. Es necesario señalar el carácter contradictorio de ambos procesos, en la medida que en un régimen autoritario los municipios no tienen generación democrática, por lo tanto por el momento la descentralización solamente es un cambio de modalidad administrativa. Pero aún así el aumento de las atribuciones de los municipios modifican los espacios de la lucha política, especialmente de los sectores populares. Eso explica la tendencia a valorar, mucho más que en el pasado, el trabajo a nivel local. El tema que queremos tratar en este acápite es la importancia asignada por el régimen autoritario al trabajo a ese nivel. Pese a la imposición del modelo ultraliberal, bastante renuente a favorecer el desarrollo del tejido organizacional, el régimen siempre ha intentado favorecer las instancias de participación o redes de sociabilidad que estuvieran menos marcadamente politizadas, como son los centros de madres, las juntas de vecinos y los clubes deportivos. En estos espacios, preservados post-golpe, los sectores de gobierno o proclives a él tienen un importante control. La presencia del régimen se realiza a través de dos conductos: los organismos gubernamentales de carácter asistencial, descentralizados a nivel municipal, en los cuates trabajan voluntarias caracterizadas por un intenso compromiso ideológico y grupos políticos ligados al régimen. Fueron los gremialistas los que demostraron mayor preocupación por el trabajo político local, consiguiendo que un gran número de sus militantes fueran nombrados alcaldes. Desde 1983, cuando se creó la Unión Demócrata Independiente, empezaron a desanro-

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llar un activo trabajo político en los sectores poblacionales. Su acción se basaba en actuar como gestores ante el municipio o el ejecutivo, eligiendo como blanco las poblaciones más marginales. Ese método de acción repone, en una situación de monopolio, la antigua tradición clientelística en el que antes trabajaban todos los grupos. Desde la integración de la. UDI en Renovación Nacional (1987) el nuevo partido continuó el trabajo poblacional iniciado por la tendencia gremialista. Por el doble mecanismo de la acción política a nivel poblacional y por el control de las alcaldías, la UDI (antes partido autónomo hoy día tendencia dentro del partido consociativo Renovación Nacional) ha logrado afianzar una cierta base a nivel poblacional. Ella aparece desligada de las "tareas sucias" que realizan los organismos encargados del control y disciplinamiento político, asumiendo la cara benévola del régimen. Lo importante es darse cuenta que éste, pese á la hegemonía del ultraliberalismo y pese a que en las relaciones laborales ha permitido que campee un capitalismo salvaje, nunca ha abandonado su preocupación política por los sectores poblacionales. Hay que considerar además que éstos son heterogéneos y que ya no pueden ser definidos en términos exclusivos de marginalidad socioeconómica: allí viven, mezclados en un mismo espacio, desde allegados sin trabajo, jóvenes cesantes, jubilados con pensiones bajísimas, obreros con trabajo estable, trabajadores por cuenta propia, pequeños comerciantes, etc. En el trabajo poblacional toma contacto (directo o indirecto, a través de las dueñas de casa) con los obreros y trabajadores, quienes no pueden tener expresión en el ámbito de la fábrica o de la empresa. La preocupación gubernamental por el trabajo político (asistencial y de adoctrinamiento) a nivel poblacional significa que intenta en ese ámbito reestablecer lazos con los asalariados, no en cuanto trabajadores sino en cuanto vecinos. El trabajo poblacional busca reforzar el desdibujamiento de los clivajes clasistas y la acentuación de la despolitización. f. El trabajo poblacional de la oposición

Durante los diez primeros años del régimen autoritario el renucleamiento político de los sectores democráticos debió vencer, como es sabido, las barreras del miedo generadas por una represión despiadada. Los sectores populares no solamente fueron los más asediados, además eran los más vulnerables. Triple vulnerabilidad: el sesgo clasista del sistema represivo (expresado, por ejemplo, en tratamiento diferenciado según posición social), residuo oligárquico que se infiltraba aun en organizaciones

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con tan alto grado de burocratización como los servicios de seguridad; la alta cesantía y el fácil reemplazo de la mano de obra, cuando no la dependencia del trabajador de los programas gubernamentales de empleo (Pem, Pojh, etc.) y la alta exposición de los sectores populares a la vigilancia, sea en la fábrica o en la población. Esto último es un verdadero ejemplo de la eficacia de las redes microsociales de control. Por esas circunstancias el trabajo entre los sectores populares debió refugiarse bajo el alero de la Iglesia Católica, involucrándose en su red de trabajo pastoral. A partir de 1983 se produjo una legalización de facto de los partidos políticos y desde entonces éstos han podido trabajar más directamente. Esta doble intermediación es vista por algunos sectores como generadora de discriminaciones y mantenedora de una lógica de subordinación de las organizaciones surgidas del propio pueblo. Entre los sectores populares se desarrolla una fuerte tendencia a la autonomía, cuya explicación tiene múltiples facetas. Entre ellas resalta la crisis de los partidos, especialmente en su capacidad de relación fluida con sus propias bases o con lo popular real. Esta autonomía también es propiciada por grupos eclesiásticos, ligados a los proyectos de "liberación popular" y al hecho que la experiencia demostró a las. organizaciones populares de base su capacidad para actuar por sí mismas y al hastío ante la subordinación o mediatización a que las someten, a veces sin siquiera quererlo, tanto la Iglesia, los partidos o las organizaciones no gubernamentales. Lo que sucede es que los fines (mucho más globales) de estas instituciones no son necesariamente coincidentes con los de las organizaciones de base. En estas situaciones y climas se alimenta la reivindicación de autonomía. Pero también ella se sostiene en la falta de espacio de los partidos de oposición para responder a las demandas cotidianas y al hecho que la iniciativa privada (esto es, el mercado) o el poder local (las municipalidades) pueden hoy día resolver demandas que antes necesariamente pasaban por la cadena político-estatal de mediación. g. La macro-política: crisis y movilización social

Por supuesto que todo esto no significa que los partidos ya no tienen expresión en el campo popular y el único eje de nucleamiento sea lo territorial. Tampoco significa que la diversificación de lo popular y la multiplicidad de identidades hayan creado muros de incomunicación entre esas entidades macrosociales que son los partidos y los sujetos populares concretos. Lo que sí parece real es que estos últimos están más volcados ha-

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cia sí mismos, que aceptan menos sumisamente la subordinación de sus intereses a las lógicas generales dictaminadas desde las cúpulas. Pero los partidos son una realidad en el país, pese a la activa campaña de despolitización y amedrentamiento, y también lo son en el mundo popular. Las protestas comenzadas en 1983 fueron una expresión de la presencia de los partidos en lo popular tanto como de las limitaciones de su acción. En su origen las protestas tuvieron una estrecha relación con la crisis económica que se hizo visible en 1982. Los desajustes económicos produjeron fisuras entre el gobierno y el mundo empresarial. El derrumbe de los principales grupos económicos, producidos en buena medida por cambios imprevistos de la política gubernamental, expandió rápidamente la sensación de una crisis del proyecto. Los críticos silenciados por la ofensiva hegemónica ultraliberal del período del aparente boom (1978-1981) recuperaron la palabra y volvieron a la carga. Los de oposición señalando que el modelo de desarrollo había demostrado su inviabilidad y sus efectos perversos y los partidarios nacionalistas con el argumento de que estaba pendiente la "verdadera revolución", aquélla en que caminaran juntos, bajo la dirección de los militares, los trabajadores y los empresarios nacionales. Dentro del gobierno la crisis económica debilitó el argumento cientificista en el cual se habían apoyado la política económica y las "modernizaciones sociales", esa presunción de ser los portadores de la única verdad. La sensación de desconcierto, la división o la apatía de los partidarios estimularon las capacidades movilizadoras largo tiempo controladas. Aunque la primera protesta, ocurrida en mayo de 1983, fue convocada por líderes obreros ella tuvo un alcance inter-clasista. Las primeras manifestaciones, hasta el momento en que el gobierno nombró a un avezado político derechista (Onofre Jarpa) como Ministro del Interior (agosto de 1983), tuvieron unas el carácter de grandes fiestas, otras el carácter de ritos catárticos. Las primeras dos protestas tuvieron ese sentido de fiesta en la cual se expresaba, a través de formas preferentemente lúdicas o burlonas la sensación de liberación que se estaba experimentando. La respuesta represiva del gobierno tuvo la función de hacerles perder este carácter, de tranformarlas en actos carentes de levedad e imbuidos de gravedad. El mecanismo usado fue reavivar la relación entre los actos políticos y el peligro. Las dos primeras protestas habían transcurrido en la inocencia: fueron tan masivas y tan multiformes que produjeron la sensación de impunidad de los manifestantes y de impotencia de los represores. Pero los servicios de seguridad respondieron con el sistema del disparo al aire, realizado en la oscuridad por automóviles sin patente: el asesinato al

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azar. Ese fue uno de los factores que cambió a las protestas de fiestas fraternales, donde se volcaba la reprimida imaginación burlona y satírica, en actos catárticos, donde primaban la rabia, el dolor, los puños en alto, los gestos épicos. Su posterior transformación en expresiones, organizadas y políticamente orientadas, de "rebelión popular" fue el producto del comienzo del diálogo de la oposición coaligada en la Alianza Democrática con el Ministro del Interior. Como consecuencia del intento del Movimiento Democrático Popular (MDP) de impulsar formas de violencia (barricadas, incendios de buses) o de impulsar la autodefensa popular en las poblaciones para enfrentar la agresión de las fuerzas de seguridad, las protestas acentuaron su carácter popular-poblacional y fueron perdiendo la dimensión interclasista. Las últimas protestas del período 83-84, abruptamente finalizadas por el decreto del estado de sitio en noviembre del segundo año, se concentraron en las poblaciones. Ellas movilizaron básicamente a los grupos politizados y a aquéllos cuya marginalidad los transformaba en "masa disponible" (jóvenes en paro, "marihuaneros", pandillas de barrio). Lo mismo ha ocurrido con las protestas discontinuas de los años posteriores: junto con los estudiantes, que operaban en el día, sus protagonistas han sido los pobladores; habitualmente actuaban en la noche, protegidos de la policia por los intrincados laberintos de sus pasajes y callejuelas. Este protagonismo y los aprendizajes políticos y politico-militares que se han ido generando contribuyen a aumentar la sensación de capacidad autónoma, la negativa a ser representados por dirigentes desligados de su cotidianidad. En síntesis, las protestas no hubiesen podido empezar sin el detonador de la crisis económica que les otorgó cobertura interclasista, pero luego las circunstancias políticas las concentraron en el mundo popular donde se afirman las tendencias a la autonomía. Junto a los pobladores sólo actúan los estudiantes. h. La violencia y el mundo poblacional El mundo poblacional vive hoy día escindido entre orden y violencia. Esta última tiene varias modalidades de expresión. Dos formas muy importantes son "privadas" y no "públicas". Nos referimos a la delincuencia que hoy, con mayor fuerza que nunca, campea en el mundo poblacional; también nos referimos a la violencia de las relaciones interpersonales, respecto a la cual también existen indicios de que ha crecido en forma significativa.

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Violencia en la relación padres-hijos, violencia en las relaciones de pareja, violencia en las querellas vecinales. La otra modalidad es política y se expresa en el funcionamiento de "milicias", la mayor parte de las veces pobremente organizadas y a veces espontáneas en su origen, desligadas de las "orgánicas". Sin embargo, esta militancia semi-militarizada ha sido reforzada por las estrategias de los partidos, las cuales encuentran un apropiado caldo de cultivo en la brutalidad del poder, en el hostigamiento permanente o en la ausencia de oportunidades y de sentidos vitales. Una parte significativa de los cuadros militares involucrados en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, en el MIR o en el Mapu-Lautaro vienen del mundo poblacional. Sin embargo, también está viva en ese mundo la dimensión opuesta, la reivindicación de orden, expresada en un rechazo de la violencia en cualquiera de sus formas. Este tipo de mentalidad es muy frecuente entre las mujeres adultas, que es el sector más sensible al mensaje comunicativo del régimen y que está más en contacto con las instituciones con que actúa en el mundo poblacional. Uno de los problemas que enfrenta la izquierda es que, si bien puede conectarse con el radicalismo que fermenta en este universo, no tiene forma de conectarse con aquellos sectores que están orientados básicamente por la dimensión de orden y los cuales no son necesariamente reaccionaríos. El discurso revolucionario de la izquierda es por muchos asimilado al caos, sin que sus proponentes sean capaces de legitimarlos como "nuevo orden". Esto remite a una dimensión más profunda que la de las estrategias comunicativas o de los problemas técnicos de la elaboración o difusión del discurso. Remite a las carencias de una sociedad hastiada y fatigada por la violencia gubernamental, que ansia paz y orden. Muchas de las ilusiones del presente se explican por la fuerza de ese deseo colectivo, también presente entre los sectores populares.

Izquierdas y clases populares: democracia y subversión en el Perú* Fernando Rospigliosi

INTRODUCCIÓN

En el Perú, con mayor profundidad que en otros países de América Latina, las clases populares cambiaron de identidad política en la década de 1970, alrededor de nuevas organizaciones y referentes ideológicos de marcado tiiite izquierdista, que perduran hasta hoy. ¿A qué se debió este cambio y que factores lo propiciaron? En la sección 1 se responde a esta interrogante. El modo de incorporarse al sistema de las clases populares es muy importante pues condiciona su comportamiento posterior. De igual manera, la participación o no de sus representantes políticos en el nuevo régimen democrático puede ser decisivo para la legitimación de éste. ¿Cómo condicionó la experiencia previa de las clases populares su comportamiento en democracia? Y ¿de qué manera el régimen democrático influyó y modificó las actitudes y comportamientos de las clases populares y de las izquierdas? Estos temas se analizan en la sección 2. ¿De qué manera afecta la crisis económica y el proceso de disolución estatal en curso a las clases populares y cómo encaran éstas esos fenómenos? En la sección 3 se aborda esta interrogante. Finalmente, en la sección 4 se resumen algunas conclusiones y se adelantan ciertas perspectivas. 'Algunas de tas hipótesis desarrolladas en este artículo se basan en las ponencias presentadas por el autor a los seminarios "Movimientos laborales en la transición a la democracia" y "Perspectivas de la estabilidad democrática en los países andinos" (Rospigliosi 1988b y 1988c).

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CAMBIO DE IDENTIDAD POLÍTICA DE LAS CLASES POPULARES

Desde la década de 1950, el Perú vivió un acelerado proceso de modernización que destruyó muchos de los fundamentos del régimen oligárquico. La modernización implicó una inicial industrialización, acelerada urbanización, mejora de los niveles de educación de la población y mayor exposición a los medios de comunicación de masas, aumento de la movilización social y crecimiento de las expectativas de los sectores movilizados, irrupción de nuevos sujetos sociales y políticos, ruptura de antiguas identidades y creación de otras nuevas. Sin embargo, la capacidad productiva del país y las instituciones políticas se desarrollaron débilmente, sin poder absorber las crecientes demandas de los sectores sociales recientemente movilizados. Más precisamente, cuando los cambios sociales y políticos, consecuencia del proceso de modernización, se hacían más evidentes, a mediados de la década de 1970, la crisis económica empezó a manifestarse de manera muy directa. Esta combinación de modernización interrumpida y crisis económica ha marcado definidamente el proceso político peruano hasta la actualidad y sería la causa de los graves desequilibrios que aquejan al país actualmente. La primera oleada de modernización, durante las primeras décadas del siglo veinte, modificó la estructura social del país. En aquella oportunidad fue el recién creado partido aprista el que organizó a las clases populares en base a propuestas nacionalistas y antioligárquicas, fundando una fuerte identidad entre el "pueblo" y el Apra. (Cotler 1988:154 y ss.) Como consecuencia de un segundo impulso modernizador, desde la década de 1950 se fueron constituyendo nuevas clases populares1 formadas por migrantes que se desplazaban masivamente del campo a las grandes ciudades. Estas nuevas clases populares fueron bloqueadas en sus aspiraciones de movilidad por la política oligárquica, y tuvieron que luchar por su incorporación, radicalizándose en ese proceso. Los sectores medios, también parcialmente bloqueados y excluidos, pusieron en cuestión el orden político oligárquico, originando nuevos movimientos reformistas que aparecen a mediados de la década de 1950. En la década siguiente, el empuje radicalizador, que afectó principalmente a una élite intelectual-profesional de clase media, propició el cuestiona1. Las clases populares urbanas, definidas operativamente para efectos del presente artículo, comprenden a los obreros, los empleados que carecen de poder de dirección, los trabajadores independientes y las trabajadoras del hogar. Una definición más precisa y un análisis de la composición de las clases populares, en Galín, Carrión y Castillo 1986.

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miento del orden social y la creación de partidos revolucionarios ubicados a la izquierda del Partido Comunista tradicional. Fue muy importante en esos años la influencia de nuevas ideologías, que cobraron fuerza en el mundo desde comienzos de los sesenta, con un enorme impacto en las élites2 de clase media y popular del Perú, que pugnaban por abrirse paso en una estructura social y de poder bloqueada. La revolución cubana y el maoísmo, proporcionaron alternativas radicales que se diferenciaron claramente del comunismo tradicional liderado por la Unión Soviética. Y los cambios en la Iglesia Católica a raíz del Concilio Vaticano II y la Teología de la Liberación también contribuyeron a modificar el panorama ideológico de la cultura popular peruana de esas décadas, sobretodo —aunque no exclusivamente— en la juventud. El encuentro de esas élites radicalizadas con masas movilizadas y disponibles, junto con el influjo de ideologías revolucionarias en boga en ese momento3 coincidieron con el advenimiento del populismo militar del general Velasco, posibilitando la construcción de una nueva identidad política izquierdista de las clases populares. Desde la década de 1960 y particularmente en la de 1970, se produce en el Perú un fenómeno singular, el cambio de identidad política de la clase obrera (Galín 1985). El surgimiento de nuevas clases populares que el Apra no pudo o no quiso atraer y la moderación de ese partido, que pactó con la oligarquía para lograr su inclusión en el sistema, posibilitaron que las nuevas élites de clase media radicalizadas organizaran esta vez a las nuevas clases populares propiciando la adquisición de una identidad izquierdista. La paradoja del velasquismo El gobierno del general Velasco (1968-1975) es el que más medidas favorables a las clases populares dictó en las últimas décadas: favoreció el crecimiento del número de asalariados, mejoró significativamente sus re2. Definidas como grupos e individuos que ejercen actual o potencialmente el liderazgo de determinados sectores sociales, incluyendo a las "contraélites", grupos que en la estructura actual no gozan de posiciones privilegiadas, pero que por su liderazgo en determinados grupos pueden llegar a ellas (Germani 1969:71). En el caso especifico de las élites de dase media y popular son básica —aunque no exclusivamente— intelectuales: profesionales, maestros, estudiantes universitarios. Sobre la relación intelectuales y dase obrera, ver Waisman 1980:52. 3. "Élites, masas e ideología disponibles constituyen las condidones importantes para la modelación de las orientaciones ideológicas especificas de los movimientos originados en procesos de movilización constituidos sobre la base movilidad colectiva parcial descen-dente o ascendente." (Germani 1969:99).

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muneraciones y posibilitó su organización, así como la de los campesinos involucrados en la reforma agraria4; creó las comunidades laborales, entregando parte de la propiedad y las utilidades de las empresas a sus trabajadores; y mantuvo un discurso populista con fuertes connotaciones antiimperialistas y socialistas. Adicionalmente, contó con el respaldo de la central sindical más importante, la CGTP controlada por el Partido Comunista.5 A pesar de todo ello, el gobierno tuvo la creciente hostilidad de importantes sectores de los trabajadores y nunca poseyó una sólida base de respaldo en el movimiento sindical y campesino. Cuando Velasco fue desplazado, nadie se movilizó en su apoyo. Es más, dos años después de la caída de aquél, en 1977, los sindicatos se manifestaron abierta y directamente contra el gobierno militar, luchando no sólo por modificaciones a su política sino por su reemplazo.6 ¿Cómo explicar esta paradoja?

El fracaso del régimen militar, en cooptar a los trabajadores y al movimiento sindical, se explicaría básicamente por tres factores. En primer lugar, por la naturaleza burocrático-castrense del gobierno, es decir, el hecho que fue un gobierno institucional de las fuerzas armadas. Eso determinó que la relación entre el Uder y las masas fuera limitada por la desconfianza de los militares a éstas. Eso dificultó la organización corporativa de los trabajadores. La existencia de tendencias claramente diferenciadas en el gobierno militar respecto a la relación con el movimiento popular, también trabó la posibilidad de su cooptación por parte del régimen castrense.7 4. El total de sindicatos reconocidos entre 1969 y 1975 casi duplicó a todos los reconocidos en años precedentes (Sulmont 1977). El porcentaje de trabajadores amparados por convenios colectivos en relación a la PEA asalariada pasó de 7.8% en 1970 a 19.2% en 1973 (Sulmont 1980:206). 5. Así como de la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT) de tendencia demócrata cristiana y de la CTRP y la CNA creadas por el propio gobierno. La CTP, de orientación aprista, se mantuvo más bien pasiva. 6. El reconocimiento de las clases populares al general Velasco se manifestó cuando murió, en diciembre de 1977: una espontánea multitud acompañó el féretro al cementerio, convirtiendo el entierro en una manifestación de repudio al gobierno del general Morales Bermúdez. En 1988, una encuesta ubicó a Velasco como el presidente más importante de la historia peruana. Diferenciando los estratos, las mayores preferencias de las clases populares eran por Velasco (niveles 3 y 4 en un» escala de 4), mientras que los de nivel 1 lo ubicaban en el sexto lugar y los del 2 en el cuarto puesto. (Debele No. 52, setiembre 1988). 7. Un análisis de las tendencias del gobierno militar respecto a su relación con las clases populares en Cotler 1985, Pease 1977.

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En segundo lugar, por la competencia de una élite de clase media y popular radicalizada que disputó la organización, el control y la orientación de esas masas movilizadas al gobierno militar. Este, si bien efectuó amplias reformas sociales y benefició a las clases populares, mejorando sus condiciones de vida y sus posibilidades de organizarse, fue políticamente excluyeme. Una parte de las élites de clase media radicalizadas, fuertemente influidas por el maoísmo y castrismo, y sin posibilidad de una participación política efectiva, se volcaron a las masas y aprovecharon la dificultad y rigidez de los militares para relacionarse con los trabajadores — sobre todo con los organizados —, y establecieron sólidos vínculos con ellos. Adicionalmente, habría que señalar que el gobierno, si bien mejoró los niveles de vida de los trabajadores, creó expectativas demasiado grandes. La brecha entre expectativas y posibilidades de satisfacerlas fue sistemáticamente utilizada por la "nueva izquierda" para enfrentar a la masa laboral contra los militares.8 Otra parte de las élites de clase media, que apoyó "críticamente" al velasquismo, jugó igualmente un papel sustancial en la organización de las clases populares. Este sector se desvinculó del régimen en su "segunda fase", pasando a la oposición en el gobierno del general Morales Bermúdez. En tercer lugar, porque la fase expansiva de la economía fue muy corta. Ya en 1973 se empezaron a vislumbrar los primeros síntomas de la crisis, que fue paliada por algún tiempo con endeudamiento externo. Pero a partir de 1975 la situación se hizo insostenible y el gobierno empezó a aplicar, con muchas vacilaciones, programas de ajuste. Una política de cooptación —o adaptación— de los trabajadores parece necesitar, como prerrequisito, períodos expansivos de largo aliento (Waisman 1980). Las clases populares y la transición a la democracia Las clases populares habrían luchado por la democracia y por acabar con la dictadura entre 1977 y 1980, porque creían que ya no había posibilidad de mejorar sustancialmente sus condiciones de vida bajo el régimen militar y esperaban que en democracia sí podrían recuperar los niveles de vida perdidos con la crisis económica, y obtener una mayor participación y poder de decisión en la esfera política acorde con su mayor nivel de parti8. Dos casos paradigmáticos de cómo los partidos radicales pudieron organizar y controlar dos sectores laborales muy importantes, que se enfrentaron al gobierno, fueron los de los maestros y mineros, entre 1971 y 1973, en pleno auge del reformismo militar.

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cipación social. Es decir, tendrían —esquemáticamente— una concepción más utilitaria que valorativa de la democracia.9 La percepción vigente en las clases populares era que había que acabar con la dictadura militar para lograr sus reivindicaciones económicas y de participación. Por eso, los paros nacionales que se produjeron entre 1977 y 1980, fueron más exitosos en tanto se orientaban a cambios políticos — específicamente al retiro de los militares del gobierno cuando éstos se resistían a hacerlo, o en momentos en que el proceso de transferencia parecía truncarse—, que cuando se centraron en reivindicaciones laborales, aunque los programas de lucha elaborados por la dirigencia en uno y otro caso fueran similares. El problema reside en si reinstalada la democracia e iniciado el proceso de adaptación de las clases populares, el régimen brinda las posibilidades para hacer que ese proceso siga evolucionando en un lapso suficientemente largo como para ir modificando las conductas y actitudes autoritarias, y convirtiendo las normas que tienen un origen utilitario en valores democráticos. 2. ADAPTÁNDOSE A LA DEMOCRACIA (i9»o-i9«6) El régimen democrático surgido de la Constitución de 1979 y de las elecciones de 1980 amplió sustancialmente la participación de las clases populares. Si bien es cierto que la cúpula militar que dirigió el proceso de transición actuó con flexibilidad, esa ampliación de la participación fue en gran medida conquistada con luchas y enfrentamientos, y no producto de una gradual y lenta apertura propiciada por las élites dominantes. La manera de incorporarse de las clases populares determinó de manera importante su comportamiento futuro, condicionando actitudes que podrían calificarse como de semilealtad al sistema. En las elecciones generales de 1980, triunfó Fernando Belaunde, el presidente derrocado por los militares en 1968.10 9. Refiriéndose al papel jugado por las clases populares de los países hoy industrializados en el siglo XIX y principios del siglo XX, Lipset anota que a pesar de sus tendencias antidemocráticas, las "luchas por la obtención de la libertad política por parte de los trabajadores, (...) tuvieron lugar en el contexto de una lucha por la obtención de derechos económicos. La libertad de asociación y de expresión, junto con el sufragio universal, fueron armas necesarias en la batalla por un mejor nivel de vida, por la seguridad social, por un horario de trabajo más corto, etc. Las clases superiores se resistieron a la extensión de la libertad política, como parte de su defensa de los privilegios económicos y sociales." (1987:109). 10. Para una interpretación del triunfo de Belaunde, Cotler 1988

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La creación de la Izquierda Unida (IU) y el desarrollo de una estrategia más o menos uniforme de oposición al gobierno de Belaunde, tuvieron también un efecto sobre las relaciones entre las organizaciones laborales lideradas por las izquierdas. En términos organizativos, todos coincidieron ahora en nuclearse en la CGTP y desechar cualquier tentativa de constituir una nueva central. Así, gremios como la Federación Minera, el sindicato magisterial (SUTEP) y la Confederación Campesina, conducidos por diversos partidos de izquierda, se (re)integraron a esa central y obtuvieron participación en sus organismos de dirección nacional, aunque minoritariamente respecto al Partido Comunista. La diferencia entre "revisionistas" y "ultras" de la década de 1970, desapareció paulatinamente. Hoy todos son "clasistas". En este proceso también ha influido la radicalización de los "revisionistas" y la moderación de los "ultraizquierdistas", confluyendo ambas tendencias en un punto intermedio. Durante el primer gobierno democrático después de 12 años, y contando ahora con una representación política importante y con sindicatos más fuertes que antes, los trabajadores desarrollaron muchas expectativas, acrecentadas por las promesas vertidas durante la campaña electoral. Esas expectativas se vieron pronto frustradas.11 La crisis económica, con algunos altibajos, persistió. El gobierno del presidente Belaunde aplicó una política económica antiindustrial, cuyo objetivo básico era recesar la economía para obtener excedentes en la balanza de pagos y cumplir las obligaciones con los acreedores externos (Dancourt 1987b). Las consecuencias fueron un brusco descenso de la producción, reducción de los salarios reales y del empleo, y elevación de la inflación.12 El movimiento sindical asumió una postura defensiva. Las huelgas y los paros nacionales se sucedieron repetidamente, pero no pudieron detener esa tendencia. Sin el concurso de otros sectores sociales, su fuerza se mostró insuficiente para modificar políticas contrarias a sus intereses. En esas circunstancias, en que los objetivos de trabajadores y empresarios parecían coincidir parcialmente, el movimiento sindical, a pesar de su filiación izquierdista y la experiencia de enfrentamientos de la década de 1970, se mostró más dispuesto a entablar un diálogo, accediendo incluso a algún posible pacto con los empresarios para enfrentar de consuno la política económica del gobierno del arquitecto Belaunde.13 Los empresarios, ne11. Laserna observa algo similar en el caso boliviano (1986:209). 12. Dancourt 1985 y 1987a, Herrera 1985, Carbonetto ti aL 1987. 13. En 1983, en una encuesta efectuada en dos fábricas que cuentan con sindicatos considerados entre los más radicales de lima, el 72% de los trabajadores aprobaba un acuerdo

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gándose sistemáticamente a llegar a algún acuerdo con el movimiento sindical para defender conjuntamente la industria, prefirieron salvaguardar sus intereses por otros caminos, reduciendo en lo posible sus costos, comprimiendo los salarios —para lo cual contaban con el apoyo del gobierno—, y dedicándose a la especulación en una economía "dolarizada" por las altas tasas de inflación. Las organizaciones laborales lideradas por la izquierda, reitero, a pesar de su discurso radical, estaban mucho más dispuestas al diálogo y la concertación que los empresarios. Sin embargo no hubo ni uno ni otro. Un factor que contribuyó a debilitar los sindicatos fue la derogatoria de la ley de estabilidad laboral en 1978. Para 1984 se calculaba que más de la mitad de los obreros empleados en Lima eran eventuales.14 Eso significa que no están afiliados a los sindicatos y que sus salarios son el mínimo o un poco más. La casi totalidad de estos trabajadores eventuales son jóvenes, incorporados al empleo después de 1978. ¿En qué había cambiado el movimiento sindical en 1980 cuando se reinstaló la democracia después de doce años de dictadura militar? La organización se había desarrollado considerablemente. Se estima que existían unos 860,000 trabajadores sindicalizados en todo el país, lo que representaba cerca del 70% del total de trabajadores sindicalizables (YépezyBernedos/f:53).ls Se produjo un cambio en la identidad política del movimiento sindical —y esto parece ser lo más importante—, mayoritariamente organizado en una central sindical de clara tendencia clasista e izquierdista.1* Adicionalmente, los sindicatos liderados por las izquierdas estaban más unidos que durante la década de 1970. De otro lado, aunque los partidos marxistas mantenían el control sobre las cúpulas de las organizaciones nacionales y regionales, su vinculación orgánica con los sindicatos individuales se debilitó (Rospigliosi 1988a). con los empresarios (Vildoso 1984, en Parodi 1988). En otra encuesta realizada en 1985, en vanas empresas industriales, el 62% de los dirigentes y el 83% de los trabajadores no dirigentes se mostraban dispuestos a concertar con los empresarios, en Parodi 1988 y Balbi 1987. 14. Dirección General de Empleo del Ministerio de Trabajo. Encuesta de Hogares, 1984. Según la misma fuente (aunque para este caso la metodología es algo distinta y menos precisa) en 1975 más del 70% de los asalariados gozaban de estabilidad laboral. Ver también Galih, Camón y Castillo 1986. 15. Esta cifra, sin embargo, sólo representa el 39% del total de asalariados y el 175% del total de la PEA ocupada. (Ibid.) 16. Según Yépez y Bernedo la CGTP reúne alrededor del 50% de los trabajadores sindicalizados, la CTP un 14% y las otras dos centrales porcentajes ínfimos. La revista Análi-

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Contaban también con una representación política significativa, lo cual facilitó su incorporación al sistema democrático. Las izquierdas asumieron, en el plano político la representación de los intereses del movimiento sindical. No obstante lo cual, como han observado algunos autores, muchas veces sus demandas no fueron incorporadas ni consideradas por el Estado, y el estilo autoritario de gobierno, presente aún en democracia, siguió excluyendo al movimiento sindical de la toma de decisiones fundamentales (Pasara y Parodi 1988). Desencanto y milenarísmo La manera de incorporarse de las clases populares va a condicionar en buena medida su comportamiento futuro. En ese sentido, es necesario detenerse en algunos aspectos del período precedente que tendrán importancia durante el régimen democrático. La incorporación de los sectores populares y de las izquierdas, no fue una concesión de las élites gobernantes o producto de una apertura gradual del sistema. Las clases populares la tuvieron que conquistar, para usar una palabra común en el lenguaje de las izquierdas, con lucha y a veces con violencia. El recurrir a la fuerza y a la violencia para obtener reivindicaciones de cualquier tipo indujo comportamientos posteriores. Es la propia experiencia de las clases populares la que condiciona su futuro desempeño político (lo cual a su vez sirve para arraigar la ideología manásta, y no al revés). La incapacidad del Estado y la negativa de las clases dominantes, para satisfacer las demandas de los de abajo, ha hecho que esa experiencia se incorpore al bagaje de comportamientos "naturales" de las clases populares. La manera de incorporación contribuyó también a crear desmesuradas expectativas respecto de la democracia. Casi todos en el Perú creían que acabando con la dictadura militar los problemas más apremiantes se resolverían rápidamente. Los partidos políticos de izquierda, centro y derecha se encargaron de alimentar estas expectativas en medio de la contienda electoral. Específicamente, las clases populares, alentadas por la alta votación obtenida por las izquierdas y por el Apra en 1978, creían no sólo que podrían obtener una mayor participación y poder de decisión si-

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no que se forjaron expectativas exageradas sobre la naturaleza del cambio que podía sobrevenir.17 La frustración de esas expectativas durante los primeros años del retorno a la democracia habría producido dos efectos distintos. De un lado, un cierto desencanto, tanto de las masas como de las élites dirigentes de las clases populares. De otro lado, el (re)nacimiento de esperanzas mesiánicas en una franja de la población. El desencanto de la cúpula dirigente, es decir, de los militantes de los partidos políticos de izquierda, y de la dirigencia sindical y popular, fue motivada por el derrumbe de las ilusiones de una victoria a un plazo relativamente corto, ilusiones basadas en lo que parecía un ascenso lineal e ininterrumpido de la organización y las luchas de los trabajadores en los últimos dos o tres lustros. Si bien era cierto que se habían producido avances, a veces espectaculares, se demostró que en democracia la ampliación de sus fronteras políticas tenían límites más o menos precisos. Lo que algunos podían considerar como un "ímpetu revolucionario" de las masas, la propensión a enfrentamientos violentos y generalizados con el gobierno, decayó considerablemente. Si bien el recurrir a la violencia para conquistar reivindicaciones ha permanecido en las acciones de los sectores populares, eso se circunscribe a demandas acotadas. El fracaso de los intentos de revertir el deterioro de los salarios y los ingresos de la clases populares,18 el cese del explosivo crecimiento de las organizaciones sindicales y el relativo debilitamiento de éstas por efecto de la crisis y de la eventualización de la mano de obra, fueron otro factor que influyó también en esa sensación de frustración. En el terreno electoral sucedió algo similar: el 29% de los sufragios obtenidos en 1978, con las izquierdas divididas, recién salidas de las catacumbas y auún bajo la dictadura militar, se esperaba que siguiera crecien17. Seymour Lipset dice: "Los sistemas políticos que niegan el acceso de los nuevos estratos al poder, excepto por medio de una revolución, detienen también el desarrollo de la legitimidad al introducir esperanzas irrealizables en la liza política. Los grupos que tienen que abrirse camino en la política por la fuerza son proclives a exagerar las posibilidades que depara la participación política" (1987:69). Desde otro ángulo, Germani alude a la adopción de actitudes irrealistas de los movimientos de estratos populares recién movilizados en el proceso de modernización (1969:81). 18. Como dice Francisco Zapata, "pese a la fuerza que el sindicalismo ha podido acumular, es necesario señalar que ésta ha servido más como muro de contención de medidas extremas que como instrumento capaz de contener el deterioro dramático de la situación obrera en éstos últimos años. (...) Las tendencias del conflico que hemos subrayado, muestran que el alto nivel de movilización que alcanzan los trabajadores peruanos no repercute necesariamente en un mejoramiento de su situación económica y social." (1986:140).

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do. Sin embargo, cayó a un 14% en las elecciones generales de 1980 — debido a la fragmentación mayor en que incurrieron—, pero aunque luego se volvió a empinar a niveles similares a los de la primera elección, ha fluctuado entre el 24% y el 31% (ver cuadro 1), lo cual constituye un respaldo electoral muy importante, pero insuficiente para triunfar. En los primeros momentos de la transición a la democracia, existía la ilusión de que al amparo de las libertades políticas alcanzadas, las izquierdas podrían concitar rápidamente el respaldo de la mayoría. Cuadro 1 Porcentajes electorales Años

Izquierdas

APRA

AP

1978 1980 1980 1983 1986

29.4 13.9 23.9 28.8 30.8

35.3 27.4 22.7 33.6 47.8

45.4 35.9 17.4

...

...

PPC 23.8 9.6 10.9 13.8 15.1

Nota 1. Las elecciones fueron para: 1978, Asamblea Constituyente; 1980, presidenciales y parlamento; 1980, municipales; 1983, municipales; 1985, presidenciales y parlamento; 1986, municipales. Nota 2. Las izquierdas fueron divididas en cuatro grupos en 1978 y en cinco partidos en las presidenciales de 1980. Fuente. Tuesta 1987.

El desencanto de las masas provino de la no realización de las esperanzas de una solución más o menos inmediata a los problemas del empleo, los ingresos y el bienestar social. Pero no solamente se trataba de salarios más elevados. El ritmo de progreso y movilidad ascendente —social e individual— de las clases populares, en particular de los nuevos migrantes que llegaron a las ciudades desde la década de 1950 hasta mediados de la década de 1970,19 se vio frenado bruscamente por efectos de la crisis y las políticas económicas de estabilización. La expectativa de las clases populares estaba centrada en recuperar ese ritmo en democracia. Para ello contaban con una representación política importante, con niveles organizativos mucho más desarrollados que en el período previo a la dictadura 19. Degregori, Blondet y Lynch 1986; Golte y Adams 1986.

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militar y, por último pero no menos importante, con una autoimagen distinta. En efecto, debido en parte a su propia experiencia, pero también por la prédica de las izquierdas —y a la del gobierno del general Velasco—, al comenzar la década de 1980, se había extendido la confianza en que recurriendo a su organización y a la protesta, sus demandas podían ser satisfechas y modificarse las políticas del Estado. De hecho, por ejemplo, la prédica de las izquierdas, en el sentido que el retiro de los militares del gobierno se logró exclusivamente gracias a los paros nacionales y las "luchas de las masas", parece haber encontrado eco en amplios sectores de las clases populares. Como se ha señalado antes, esas expectativas se vieron defraudadas. Con algunas oscilaciones, la crisis económica, con su secuela de desempleo, descenso de los salarios y los ingresos, deterioro de los servicios públicos y limitación de las posibilidades de movilidad ascendente, mostraron muy pronto que el solo advenimiento de la democracia no era suficiente para revertir la caída. Es decir, se fueron haciendo notorias las limitaciones de la participación política. El resultado de este desencanto de las élites y de las masas, no condujo a un total desafecto al sistema sino a un mayor realismo y pragmatismo. Ello, sumado al efecto de la vigencia de mecanismos participativos del régimen democrático representativo, posibilitó la incorporación de las izquierdas a la democracia, como veremos más adelante. Y, a nivel de las clases populares, no produjo un vuelco a posiciones antisistema sino a la búsqueda de soluciones más realistas, tanto a nivel individual como social.20 El otro efecto de la frustración de las expectativas fue el renacimiento de esperanzas mesiánicas, milenaristas, en una franja de la población, lo cual sería uno de los factores que ha posibilitado el crecimiento de Sendero Luminoso. Si bien es cierto que el núcleo fundador de ese partido inicia la guerra en 1980, antes de la reinstalación de la democracia, es probable que más adelante las esperanzas fracasadas de un cambio rápido en democracia hayan alimentado la propensión de un sector de las clases populares hacia una organización como SL. Las izquierdas y la democracia Casi todos los grupos de las izquierdas marxistas se incorporaron a la democracia. Probablemente lo hicieron por varias razones. La primera, 20. La extensión del empleo "informal" ha sido una de las consecuencias de ello. El fenómeno ha sido enfocado desde diversos ángulos. Por ejemplo, Matos 1964, Grompone 1985, De Soto 1986.

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que ejercían el liderazgo de organizaciones de masas y éstas querían participar en las elecciones, tenían expectativas en la democracia, sistema en el que — creían — podían hacer valer sus derechos, y porque la salida democrática era percibida como la manera más viable, menos costosa y más inmediata para acabar con la dictadura militar a la que se achacaban todos los males y penurias que sufría el país. Para los líderes, no participar en las elecciones implicaba alejarse de esas masas, perder ascendiente sobre ellas y eventualmente permitir que otros —en las izquierdas o fuera de ellas— les arrebataran la influencia alcanzada. Los partidos izquierdistas, que tenían la responsabilidad de dirigir las organizaciones gremiales y populares creadas en la década de 1970, y que podían perder mucho si asumían posturas maximalistas, fueron lo suficientemente responsables para entrar por la puerta que se les abría. Pero, reitero, fueron las clases populares y el movimiento sindical quienes condicionaron la participación de las izquierdas en el proceso de transición a la democracia. En efecto, tanto las izquierdas radicales,21 que se habían opuesto al gobierno militar, así como el Partido Comunista tradicional, que lo había respaldado, rechazaban la democracia representativa. Pero, sin posibilidades de "hacer la revolución", y presionados por sus bases, optaron por incorporarse a regañadientes y "tácticamente" a las nacientes instituciones democráticas contribuyendo a legitimarlas. En segundo lugar, las élites de clase media y popular que dirigen esos partidos, tuvieron una oportunidad de alcanzar, a través de su incorporación al sistema político, el prestigio, reconocimiento y poder que les había sido negado antes por el régimen oligárquico y la dictadura militar. Y en tercer lugar, porque no estaban preparados para la opción militar. A pesar de que la teoría y la estrategia que habían adoptado —sobre todo la nueva izquierda y los grupos maoístas— afirmaban que la lucha armada, que presuntamente debería iniciarse en términos más o menos inmediatos, era el único camino para la toma del poder, la realidad de la situación vivida bajo el gobierno militar hizo que su actividad estuviera centrada en la conquista y organización de las masas antes que en preparar aparatos militares. 21. Ver por ejemplo el pronunciamiento conjunto de cinco organizaciones de la nueva izquierda a mediados de 1977 denunciando de antemano la posibilidad de retorno al "carnaval electoral" (Pease y Filomeno 1979:2671). Ellos participaron al año siguiente ea tas elecciones de la Asamblea Constituyente. Patria Roja, grupo mao&ta intransigente, no acudió a la Asamblea, integrándose luego en las elecciones generales de 1980. Una resena del dacurso de las izquierdas en la transición, en Pease 1988:49 y ss.

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La alta votación que obtuvieron en las elecciones de la Asamblea Constituyente facilitó su incorporación. De otro lado, hay que destacar también la flexibilidad de la cúpula castrense que dirigía el general Morales Bermúdez, que fue lo suficientemente sagaz para completar el proceso de transición y permitir la incorporación de las izquierdas y de las clases populares en el sistema. Las izquierdas legales han jugado un papel ambivalente en la democracia. Por un lado, como se ha dicho, contribuyeron de manera muy importante a efectivizar la transición al participar en las elecciones de 1978 (Asamblea Constituyente) y de 1980 (presidenciales y parlamentarias). Su incorporación a partir de allí, coadyuvó a legitimar la democracia y posibilitó un canal de integración política para sectores sociales antes excluidos. Ellos han ayudado a la estabilización en la medida en que organizan y canalizan la obtención de reivindicaciones de las clases populares dentro del sistema, creando expectativas de obtener mejoras a través de medidas legales o semilegales (paros, huelgas, demostraciones)22 de elecciones y reformas aplicables a partir de las instituciones de la democracia representativa (concejos municipales, parlamento, gobierno). La iniciación de las acciones armadas de Sendero Luminoso en 1980 hace más decisiva aún esta incorporación: si nos imaginamos un escenario sin las izquierdas legales, es probable que un sector de las clases populares hoy no se sentirían representadas por los partidos de derecha o centro y apoyarían en mayor proporción a los subversivos. Esta es entonces otra de las razones por las que las izquierdas contribuirían a amortiguar la polarización social y política. De otro lado, ellos agitan doctrinas violentistas y en ocasiones tratan de forzar las reivindicaciones de grupos que dirigen, más allá de los límites posibles, propiciando enfrentamientos innecesarios. Su actitud intransigente y muy ideologizada dificulta muchas veces las posibilidades de alcanzar pactos o acuerdos con otras fuerzas sociales y políticas. De esa manera ayudan a socavar la democracia. Sin embargo, lo que parece predominar en estas actitudes ambivalentes es el comportamiento que contribuye a afianzar la democracia.M La incorporación de las izquierdas en el régimen democrático modificó sus normas de conducta y actitudes. Un primer cambio, determinado 22. La mayoría de huelgas y manifestaciones gremiales son declaradas ilegales por las autoridades, pero generalmente son toleradas. 23. Sobre la incongruencia entre las ideologías y la conducta, entre las acciones que combinan creencias contrarias a los fundamentos del orden social y una conducta conforme a las normas establecidas, ver Waisman 1980:46.

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por la necesidad de competir con posibilidades de éxito en las contiendas electorales, fue los avances unitarios logrados desde 1978. Aunque las izquierdas se niegan, en general, a reconocerlo, es obvio que fueron las necesidades electorales las que las obligaron a unirse.24 Ya bajo el régimen democrático, la participación de las izquierdas en el parlamento, su triunfo en muchas circunscripciones municipales, el acceso a la dirección de colegios profesionales, universidades, y otras instituciones, modificaron de manera importante su comportamiento. Empezaron a reconocer, por lo menos en los hechos, que los "partidos de la burguesía" no eran enemigos irreconciliables a los que se debía destruir sino adversarios con los cuales se podía discrepar pero a los que había que respetar. Su experiencia directa en el manejo de asuntos municipales25 los proveyó de importantes dosis de realismo y pragmatismo. Sin embargo, como suele ocurrir en estos casos, la ideología no se transformó al mismo ritmo y permaneció "congelada", por así decirlo. Posteriormente, cuando las crisis económica y política condujeron al país a una situación de caos y descomposición, las ideologías se descongelaron y resurgeron casi intactas, por lo menos en un significativo sector de las izquierdas. Otro grupo ha continuado en el proceso de adaptación a la democracia y asume sin ambages opciones de reforma dentro del sistema. Esto llevará probablemente a una nueva escisión de las izquierdas. El régimen democrático reinstalado en 1980 fue, valga la redundancia, más democrático que todos los anteriores gobiernos no dictatoriales que existieron antes en el país. El derecho a sufragio se hizo extensivo a todos los mayores de 18 años, incluyendo a los analfabetos.26 Y, lo más importante, por primera vez en la historia republicana no hubo exclusiones de ningún tipo para postular a las elecciones. Si durante tres décadas, desde 1931, el Partido Aprista fue vetado y no pudo participar libremente en los procesos electorales — cuando los había —, la interdicción a los comunistas, incluso a los más moderados, estuvo vigente hasta 1978. En esas elecciones todos los que qui24. Una excepción es el secretario general del Partido Comunista, Jorge del Prado, que lo admitió en una entrevista: "todos sabemos que esa influencia (de IU) depende de que sigamos unidos porque si no perderíamos en una confrontación electoral". (L« República 22.1.89). 25. Por ejemplo, la IU ganó en 1980 las elecciones municipales en Arequipa, la segunda ciudad más importante del país, y en 1983 en Lima, además de muchas otras capitales departamentales y provinciales. 26. Esto amplió sustancialmente la base electoral, pues antes de 1968, votaban sotomente los alfabetos mayores de 21 años. Entre las elecciones presidenciales de 1963 y 1985 el número de votantes se multiplicó por 3.9 veces en tanto la población lo hizo en 1.9. (Ver cuadro 2).

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Cuadro 2 Participación electoral (3 últimas elecciones presidenciales) Años

1963 1980 1985

Votos emitidos

1'954,294 5'307,465 7557,182

índice de votación electoral

índice de población

100 272 387

100 165 188

Ausentismo en la votación

% 5.62 18.17 8.85

Fuente: Tuesta 1987; CNP1984.

sieron pudieron intervenir. Y, de hecho, en aquella oportunidad el candidato más votado de las izquierdas fue el más radical, el exguerrillero trotskista Hugo Blanco. Aun en las elecciones generales de 1980, el candidato presidencial del maoísta Patria Roja — cuyo lema es "el poder nace del fusil"—, se exhibió con un rifle (de madera) en el mitin final de su campaña. Aunque ciertamente, una cosa es que puedan postular y ganar puestos en el parlamento o concejos municipales, y otra muy distinta es que tengan acceso al poder ejecutivo del país, es evidente que el pluralismo político efectivo es hoy mucho más amplio que antes. Las izquierdas asumieron en gran medida la representación de los intereses de las nuevas clases populares. Estas lo entendieron así, respaldándolas masivamente.27 Aunque la actuación de los partidos y los líderes políticos de las izquierdas ha sido criticada desde diversos ángulos, incluso desde sus propias filas, parece exagerado afirmar que en realidad no representan a las clases populares.28 Las elecciones municipales, por ejemplo, han permitido la participación directa de miles de personas de clases populares, y no sólo de las cúpulas dirigentes, en el manejo de los gobierno locales (Cotler 1988:178). Aunque ciertamente la relación entre los partidos y sus electores dista mucho de ser óptima, y es posible que se haya deteriorado en los últimos 27. No hay estudios empíricos definitivos que lo demuestren, pero los análisis efectuados hasta el momento sugieren una alta relación entre distritos donde residen las clases populares y la votación por las izquierdas. Ver Roncagliolo 1980, Tuesta 1983,1985,1987. 28. Como afirman Pasara (1988:47) y Parodi (1988:121). También Sinesio López, "Izquierda Unida ¿El agua de los peces o el pez del agua?" (La República 18.1.89).

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años, de hecho parece ser todavía bastante firme. Lo cual, paradójicamente, contribuye a incrementar la polarización y en consecuencia a debilitar la democracia. En efecto, es sabido que un sistema político con partidos "monoclasistas", que representan a intereses sociales de sectores definidos, hace más difícil los entendimientos y la búsqueda de consensos. Si los partidos son pluriclasistas, reclutando adherentes y votantes en diversos estratos de la población, es probable que desarrollen políticas moderadas y que sean propensos a los acuerdos antes que al enfrentamiento. Sendero Luminoso El grupo maoísta Sendero Luminoso, inició las acciones armadas el 18 de mayo de 1980, el mismo día que se realizaban las primeras elecciones generales en el país en diecisiete años. Como bien ha observado Carlos Degregori (1986), un elemento fundamental en la decisión de SL para poner en práctica una teoría que era moneda corriente en las izquierdas durante la década de 1970, fue su aislamiento de las masas y la pérdida del control de las posiciones de poder que ocupaba en Ayacucho. A lo que habría que agregar las pocas posibilidades de integrarse exitosamente en el sistema político que tenía la cúpula senderista. En efecto, siendo un grupo sin extensión nacional, que tenía su base principal y su dirección en una provincia — que es otra de las características que lo diferenciaban del resto de las izquierdas—, sus probabilidades de participar en las elecciones y obtener resultados positivos eran muy limitadas. A las escasas posibilidades de inserción en el sistema de la élite intelectual provinciana que dirigía SL, hay que añadir la presión de los jóvenes que militaban en esa organización, que parece haber sido muy importante en la decisión de iniciar la lucha armada (Degregori 1986). Los jóvenes —el 70% de los cuales viven en las ciudades— son los que más directamente reciben el impacto de la modernización, los que mayores expectativas tienen y, a la vez, los que sufren las frustraciones más grandes, sobre todo en el último decenio, al haberse reducido drásticamente las oportunidades de empleo, de ingresos aceptables y de movilidad social ascendente.29 Como las desigualdades regionales y étnicas son notables en el Perú, estos efectos de la modernización y la crisis son particularmente sentidas en las provincias

29. Respecto a la radicalización política de la juventud popular, ver Cotler 1986 y 1987, Grompone 1988 y Roβpigliosi 1988a.

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— específicamente en la región andina—, dada la configuración centralista de la economía y política del país.30 La actitud del gobierno del presidente Belaunde facilitó el desarrollo de SL no sólo por la política económica que aplicó, sino específicamente por la equivocada estrategia antisubversiva que asumió. Durante dos años y medio, el gobierno encargó la represión a las fuerzas policiales. Estas, ineficaces y teñidas de corrupción,31 no tenían ni la preparación ni la capacidad para enfrentar a SL y fueron derrotadas sistemáticamente, abandonando el control de zonas y poblados cada vez más importantes a los insurgentes. Además, durante ese período, cometieron toda clase de abusos contra los campesinos y los habitantes de las ciudades, granjeándose su repulsa y desconfianza. Este fue un período decisivo, pues como se sabe, el primer reto que tiene una guerrilla es sobrevivir. SL lo logró y con creces. En estas circunstancias el presidente Belaunde tuvo que entregar el control de la zona de la sierra sur central a las fuerzas armadas. Su acción ha consistido —básicamente— en tratar de someter por el terror a la población, con un éxito discutible, a juzgar por los resultados. Durante estos años, SL ha venido desarrollándose paciente y sostenidamente. Combinando la utilización del terror con el aprovechamiento del descontento y la frustración, ha extendido su radio de acción a prácticamente todas las zonas del país, pero en particular a la región andina y Lima. En los últimos años penetró en el nororiente peruano, donde existen grandes plantaciones de coca y al parecer estableció una alianza con los narcotraficantes. Sendero Luminoso ha crecido en el contexto de un proceso de modernización interrumpida que destruye el mundo tradicional sin reemplazarlo por uno nuevo, situación agravada por la crisis económica y por las persistencias de la herencia colonial — desigualdades regionales y étnicas —, que han propiciado que una élite intelectual provinciana, parcialmente bloqueada pero con expectativas altas y una probable movilidad descendente, inicie una guerra contra el sistema. El hecho que hayan podido concitar apoyo en determinados sectores de la población, particularmente en la re30. Ver por ejemplo Jurado 1984. La región donde SL inicia sus acciones —Ayacucho, Huancavelica, Apurímac— es una de las más deprimidas del Perú, con índices de pobreza comparables a los de países atrasados del África. Al mismo tiempo, la Universidad de Ayacucho era, relativamente, una de las mejores de provincias. 31. La situación de la policía fue uno de los temas de la campaña electoral de 1985. En nuevo gobierno aprista inició una reorganización en setiembre de ese año, que parece no haber modificado sustancialmente la eficiencia, moralidad y credibilidad de las FF.PP.

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gión andina y entre jóvenes de clases populares de Lima y algunas otras ciudades costeñas, muestran que existen sectores de la población, que potencialmente pueden respaldar a la insurgencia armada. Desde 1984 viene operando otro grupo insurgente, el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), integrado por antiguos militantes de organizaciones de la "nueva izquierda" —algunos de los cuales fueron apristas—. Este grupo, aunque ha efectuado algunas acciones espectaculares, tiene menos solidez y arraigo que SL. En general, podría decirse que es más parecido a los movimientos guerrilleros que surgieron en la década de 1960 en el Perú y América Latina. Su relación con las izquierdas legales es más cercana que la de SL, tanto por sus planteamientos como por antiguos vínculos: muchos de sus dirigentes han sido miembros de partidos que hoy están en la IU. El renacimiento de las expectativas A la profundización de la crisis económica durante el gobierno del arquitecto Belaunde, se sumó la progresiva restricción de las libertades políticas, que afectó de manera particular a las clases populares. La guerra emprendida por las organizaciones terroristas —Sendero Luminoso y el MRTA — contra el sistema, fue respondida con una muy dura represión. En un primer momento, casi toda el área de tres departamentos de la sierra sur central fue declarada en emergencia y sometida a control militar. Allí impera el terror de Estado y se multiplican las denuncias de torturas, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones masivas y genocidios, como lo han constatado Amnistía Internacional (1985, 1987) y Americas Watch (1984,1985,1986, 1987) en numerosos informes. Pero esa estrategia no ha logrado acabar con la subversión. Por el contrario, la ha aumentado y los grupos alzados en armas han ido extendiendo sus zonas de operaciones a otros puntos del país. Conforme el fenómeno subversivo avanzaba, la represión se hacía también más extensa e indiscriminada. De hecho, en las zonas de emergencia, el ser joven, pobre y de raza indígena o mestiza — es decir, una muy alta proporción de la población—hace a una persona casi automáticamente sospechosa de militancia senderista. La acusación de "terrorista" también se ha ido haciendo cada vez más frecuente para calificar comportamientos contestarlos de parte de sindicalistas y dirigentes populares que no tienen ninguna vinculación con la subversión. La consecuencia ha sido la creciente restricción efectiva de los derechos ciudadanos. En este contexto es que surge como alternativa un nuevo liderazgo en el

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Partido Aprista, encabezado por Alan García y otros jóvenes dirigentes, que logra modificar la imagen de sectarismo y exclusión del viejo partido — su lema en las elecciones fue el de un gobierno para todos los peruanos—, despertando las ilusiones dormidas de las clases populares y medias, y ganando holgadamente los comicios presidenciales de 1985 con más de la mitad de los sufragios. La IU, por su parte, obtuvo un cuarto de la votación. De esa manera, voceros de ambos partidos pudieron ufanarse que el 80% de los electores había votado por un cambio progresista (ver cuadro 1). Los dos primeros años del gobierno de Alan García- estuvieron marcados por un auge económico sin precedentes en las últimas décadas, producto de una política económica "heterodoxa" que reactivó la demanda interna, frenó bruscamente la inflación, aumentó el gasto público, restringió el servicio de la deuda externa, y elevó tanto los ingresos y salarios de los trabajadores como las utilidades de los empresarios (ver cuadros 3 y 4). El movimiento sindical organizado, identificado mayoritariamente con las izquierdas, mantuvo una actitud de simpatía expectante, no desprovista de desconfianza. El número de huelguistas y de horas hombre perdida auCuadro 3 índice de sueldos y salarios reales promedios de la actividad privada, remuneraciones del gobiernoi y salario mínimo (índice 1979 = 100) Años

Salarlos

1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987

106.1 104.1 105.1 87.8 74.5 64.3 85.7 93.9 88.4 72.2 42.7

1987 (1) 1988 (2) 1988 (3) (1) Diciembre (2) Julio (3) Octubre

Fuente: INE 1988a y 1988b.

Sueldos

Gobierno general

Salario mínimo

107.4 109.2 117.4 101.0 93.2 85.9 107.2 112.3

127.0 116.5 84.2 74.0 58.9 61.3 69.4

126.3 107.0 98.7 101.4 76.7 68.6 71.1 75.2

108.6 93.8 42.2

92.4 72.2 31.0

80.4 78.0 53.5

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Cuadro 4 Distribución del ingreso (% del Ingreso nacional) Años

Utilidades

Remuneraciones

Independientes

1960 1970 1975

15.32 19.86 21.48

46.22 46.99 48.25

29.38 27.38 25.41

1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987

32.90 29.70 29.98 29.90 35.88 41.26 34.65 37.01 •

38.64 39.68 39.48 39.43 33.92 30.76 35.35 34.19

24.43 25.93 25.43 25.00 24.75 23.79 27.57 26.03

Fuente:: Alarco y Del Hierro 1986; BCR1988.

mentó considerablemente en 1986 en relación al año anterior, aunque sin llegar a los altos picos alcanzados durante el gobierno de Belaunde (ver cuadro 5). Y en 1987, el movimiento huelguístico decayó, probablemente por efecto de la bonanza económica. La temida incursión de los tradicionales grupos de choque y "mafias" sindicales del partido aprista en los gremios izquierdistas e independientes, no se produjo. Es más, la cúpula de la CTP, central controlada por el Apra, se distanció del gobierno debido a rencillas internas en el partido, dificultando una acción común en el terreno sindical. La relación de caudillo populista con las clases populares que ensayó Alan García durante los primeros treinta meses de su gobierno, saltando por encima del Apra, no derivó en resultados tangibles. La "luna de miel" de Alan García con las izquierdas terminó en 1986. La masacre de los penales en junio de ese año, donde unos 250 presuntos senderistas fueron asesinados por las fuerzas del orden, la mayoría después de haberse rendido,32 abrió una profunda brecha entre el gobierno y las iz32. Una exhaustiva descripción de los hechos con un ponderado análisis, en Ames 1968.

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Cuadro 5 Huelgas

quierdas. La derrota de éstas en las elecciones municipales de noviembre, signadas por varias irregularidades y las acusaciones de fraude hechas al partido de gobierno, precipitaron el distanciamiento y también la caída de Alfonso Barrantes hasta ese momento presidente de la IU, acusado de mantener una relación demasiado cercana y amistosa con Alan García. El alejamiento de las izquierdas del gobierno precedió en algunos meses al nuevo desencanto de las clases populares.33 El gobierno había respondido, por lo menos en parte, a las expectativas de los sectores menos favorecidos durante los primeros dos años. Pero el violento y rápido desmoronamiento de la "heterodoxia", y la exacerbación de un estilo de gobierno voluntarista y autoritario (Rospigliosi 1988d) propiciaron una crisis económica y política de incalculables consecuencias. En resumen, el período que va desde 1980 a 1986 es, a pesar de los desencantos y frustraciones, una etapa en la que las clases populares y los partidos de izquierda se van adaptando a la democracia, asumiendo actitudes más pragmáticas y ganando confianza en las posibilidades de obtener 33. El primer paro nacional durante el gobierno de García se efectuó el 19 de mayo de 1987, con regular acogida. Fue precedido de una huelga policial. En 1988 se han efectuado otros cuatro paros nacionales: 28 de enero, 19 y 20 de julio, 13 de octubre y 1 de diciembre. Las paralizaciones de éste último año han sido débiles, en particular las dos últimas.

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cambios sociales dentro de las reglas básicas del sistema. De otro lado, el partido aprista renueva su imagen y dirigencia, y llega por primera vez al gobierno, estimulando las expectativas de las clases populares en la posibilidad de un cambio en democracia. Por último, y paralelamente a lo anterior, surgen grupos subversivos que, nutriéndose del desencanto, la frustración y la desesperanza de un sector de la población, desafían al Estado y ponen al descubierto las profundas fisuras que resquebrajan la sociedad peruana. 3.

EL IMPACTO DE LA CRISIS (1987- ?)

Cómo afecta la crisis económica a las clases populares Durante 1987 las cifras mostraron todavía resultados positivos, tanto para la economía en su conjunto como en lo que concierne específicamente a las clases populares (ver cuadros 3 y 6). Sin embargo, ya muchos economistas advertían los peligros de una crisis inminente, detonada por la escasez de divisas. En efecto, el crecimiento fue financiado con las reservas internacionales que encontró el gobierno de Alan García, sin ampliar sustancialmente la base exportadora del país. De otro lado, la política de reducir el servicio de la deuda externa al 10% de la exportaciones, ahorró divisas pero también cerró las posibilidades de obtener nuevos créditos Cuadro 6 Producto Bruto Interno e inflación (%) Años

PBI Total

PBI Por habitante

Inflación

1980 1981 1982 1983 1984 1985 1986 1987 1988

4.5 4.4 0.3 -12.3 4.8 25 95 6.9 -9.61

1.8 1.7 -2.3 -14.6 2.1 -0.1 6.7 4.2 -10.02

60.8 72.7 72.9 125.1

Estimado INE. Estimado Perú Económico, enero de 1989. Fuente: INE 1988a, 1988b.

lili

158.3 62.9 114.5 1,722.3

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externos.34 Las inversiones privadas aparentemente no crecieron mucho en ese corto período expansivo. A mediados de 1987, Alan García decidió sorpresivamente estatizar el sistema bancario y financiero peruano. Diversas interpretaciones se han tejido respecto a ese hecho. Una es que el presidente, previendo la crisis económica que se avecinaba, quizo forzar una "huida hacia adelante", introduciendo un nuevo tema de discusión que polarizara al país y le permitiera conservar la iniciativa y la popularidad. Otra, no necesariamente excluyente con la anterior, es que Garría se sintió traicionado por los grandes grupos de poder económico, con los cuales venía negociando, porque no habrían invertido una proporción importante de las ganancias obtenidas en la expansión, sino las habrían sacado del país. En cualquier caso, el intento de expropiación modificó de manera importante el panorama político y económico, y es indispensable detenerse brevemente en ello. En primer lugar, precipitó una crisis interna en el partido de gobierno, ya que el Apra no fue consultado para tomar una medida de esa trascendencia.35 En segundo lugar, y en parte a consecuencia de lo anterior, la aplicación de la expropiación fue trabada tanto en el Parlamento como por los tribunales de justicia. Finalmente la ley que aprobó el Congreso era tan incongruente y contradictoria en sí misma, que no pudo ser aplicada. El hecho es que ningún banco ni empresa de seguros ha sido estatizado (ni parece posible que lo sea en lo que resta del período de gobierno de García). En tercer lugar, el presidente perdió, al parecer definitivamente, la confianza de los empresarios que se sintieron burlados y engañados ya que Alan García les había dado seguridades de que la banca no sería expropiada. Y también perdió credibilidad ante las izquierdas, que apoyaron la medida pero dudando siempre de las intenciones y la firmeza del primer mandatario y de su partido para llevar su propósito hasta el fin. De esa manera, la frustrada estatización polarizó la escena política, aisló al gobierno y al Apra, favoreció el desarrollo de las posiciones más extremistas y menos conciliadoras tanto en la izquierda como en la derecha, posibilitando además el resurgi34. El 10% se refería sólo a la deuda pública, como precisó luego el gobierno. Después se comprobó que mientras pudo, pagó bastante más, entre 25% y 30%. 35. En un discurso pronunciado ante un evento cerrado de la Juventud Aprista el 22-5.88 en la ciudad de Ayacucho, Alan García reveló que ¿1 presentó "la ley de nacionalización de la banca sin consultársela a nadie". Y agregó que "sabía que si la llevaba primero a una consulta adentro (del partido), no iba a llevarla nunca al Parlamento. Había que presentar hechos consumados y definir las cosas. Y después me acusan de autoritarismo..." (Caretas 4.7.88). La grabación con el discurso fue entregada por un anónimo asistente a la oposición y confirmó las hipótesis que se habían formulado acerca de la iniciativa de la medida.

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miento de esta última opción, bastante alicaída después del fracaso del gobierno de Fernando Belaunde. En suma, una pérdida neta para Alan García, su partido y el gobierno. Es en ese contexto político que la situación económica se empieza a deteriorar rápidamente. En diciembre de 1987, el gobierno adoptó el primer "paquete" de medidas económicas inflacionaria y recesivas, luego de dos años y medio de "heterodoxia". Aunque por inercia la economía siguió creciendo todavía el primer trimestre de 1988, luego el derrumbe ha sido violento. La inflación alcanzó en el año más de 1700% —en un solo mes, setiembre, llegó a 114%—, y las perspectivas son de difícil previsión. Los resultados de la hiperinflación para los asalariados fueron catastróficos. Los empleados gubernamentales perdieron dos tercios de sus ya deprimidos sueldos reales entre diciembre de 1987 y octubre de 1988 (más de la mitad en sólo tres meses, entre julio y octubre de éste último año). En la actividad privada las consecuencias han sido similares. Los sueldos reales promedio en octubre de 1988 eran sesenta por ciento menos que en diciembre de 1987 y los salarios descendieron a menos de la mitad entre esas dos fechas (ver cuadro 3). En el mismo período el empleo ha bajado en más de siete puntos, tanto en la industria como en el comercio. Para la mayoría de los no asalariados, ese inmenso y heterogéno contingente de "informales", la situación es probablemente peor.3* Los efectos del abrupto desplome de la economía, después de un período de rápido crecimiento, no se pueden calibrar en toda su amplitud todavía. Más aún si al terminar el año 1988 la crisis dista mucho de haberse resuelto, y según el vaticinio de los entendidos, todavía no ha llegado a su peor momento. Con esas salvedades, se pueden hacer algunas constataciones. Los trabajadores organizados han sido rudamente golpeados. Si bien la primera reacción fue un incremento de las acciones reivindicativas, que elevaron el número de horas hombre perdidas al nivel más alto desde la reinstalación de la democracia, (ver cuadro 5) el ritmo parece haber decrecido considerablemente luego.37 Los fracasos o semifracasos de dos paralizaciones nacionales decretadas por la CGTP en octubre y diciembre de 36. En 1988 no se ha efectuado la Encuesta de Hogares que regularmente realizaba el Ministerio de Trabajo, por falta de presupuesto según se afirma. No se dispone entonces de la fuente más seria y confiable - a veces la única - para ciertas cifras. 37. El año 1988 "es posiblemente el más elevado en huelgas en la historia del Perú (...) Pero si bien 1988 puede ser considerado el año del conflicto, también es posible suponer que la acelerada inflación y la profunda recesión que se produjo, cambie la escena laboral y social en 1989". "Perú, huelgas y paros nacionales, julio 1985-diciembre 1988", en Análisis Laboral No. 138, diciembre 1988.

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1988, como respuesta a los "paquetes" económicos del gobierno, indicarían eso. Ello se explicaría tanto por la situación crítica de la industria, percibida por los trabajadores, que temen perder no sólo parte de su salario sino también el empleo, como por la futilidad de esas medidas de lucha para cambiar el curso de los acontecimientos. Si lo anterior es cierto para el sector privado de la economía, entre los trabajadores estatales las huelgas se han incrementado considerablemente (aunque esto no se puede mensurar dado que no existen estadísticas de paralizaciones para este sector). Los motivos serían tanto la más brusca caída de sus remuneraciones como el hecho que su seguridad en el empleo es mayor que entre los trabajadores privados, a lo que se agrega que en muchos casos consiguen que se les pague — o se les descuente en período largos— los días no trabajados. Entre los asalariados, la persistente crisis económica viene carcomiendo sistemáticamente las posibilidades de crear una clase obrera estable. Este fenómeno, que estaba ya presente desde fines de la década de 1970, como observó Jorge Parodi en "Ser obrero es algo relativo", se ha acentuado a lo largo de la década de 1980. A ello han contribuido el deterioro de los salarios, la precariedad de las empresas y la eventualización de la mano de obra. La ley dictada en 1978, durante la dictadura militar, anulando la estabilidad laboral, contribuyó decisivamente a eventualizar la mano de obra. En junio de 1986 el Congreso aprobó una nueva ley de estabilidad laboral, pero al mes siguiente un ilegal decreto gubernamental la dejó prácticamente en suspenso por dos años, al crearse un Programa Ocupacional de Emergencia (PROEM) que posibilitaba a los empresarios seguir contratando eventuales. En 1988 el PROEM fue prorrogado hasta 1990. (Rospigliosi 1988a, Paredes 1988). El aumento del empleo debido a la reactivación económica de los años 1986-87, se cubrió con trabajadores eventuales. Según Paredes, "el 98.6% del incremento experimentado en la población de los asalariados privados ocupados en Lima han sido cubiertos con trabajadores contratados bajo la modalidad del PROEM" (1988:59). Es muy probable que debido a la recesión de enormes proporciones, que se ha manifestado desde mediados de 1988, los eventuales serán despedidos. En empresas grandes y medianas, donde existen sindicatos y convenios colectivos, los propietarios están ofreciendo incentivos económicos y presionando a los trabajadores estables para que renuncien a sus empleos. En las empresas pequeñas, sin sindicatos y muchas veces "informales", simplemente se les despide sin más trámite.

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Las implicancias sociales y políticas de la disminución del empleo son múltiples. Un primer elemento a observar es que los afectados más directamente por los despidos son jóvenes. En efecto, el 81% de los trabajadores eventuales contratados bajo la modalidad del PROEM son menores de 30 años (Paredes 1988:60). Es probable que una de las consecuencias de este hecho sea el aumento de la delincuencia y de la propensión de un segmento de esos jóvenes a incorporarse a las organizaciones subversivas (SL y MRTA), así como a emigrar del país. Entre los no asalariados las consecuencias de la inflación y la recesión son también muy duras. En momentos en que son más necesarias que nunca, las numerosas organizaciones de sobrevivencia creadas en los últimos años, sobre todo en los barrios populares, están sufriendo también los embates de la crisis. Los comedores populares, clubes de madres, comités del vaso de leche,38 instancias que hoy día son más necesarias que nunca para sus usuarios, parecieran estar disolviéndose en algunos lugares. Los motivos son varios. En primer término, la reducción del subsidio estatal (para el vaso de leche, por ejemplo), que llega en cantidades insuficientes o simplemente se suprime. En segundo lugar, la manipulación de funcionarios gubernamentales que otorgan los pocos recursos que existen a organizaciones vinculadas al partido en el poder, retornando a viejas prácticas cüentelistas. En tercer lugar, la mayor pobreza de las familias, que en algunos casos les impide aportar hasta las pequeñas cuotas necesarias para participar, por ejemplo, en un comedor popular. En esta situación de escasez, los efectos disolventes de los rasgos señalados más arriba se expresan también en el incremento de las disputas y rencillas entre los miembros de estas organizaciones. Deslegitimación del Estado En el contexto de esta profunda crisis económica, se advierten también síntomas de disolución y de pérdida de legitimidad del Estado. De un lado, y producto de la acción del terrorismo subversivo, el narcotráfico y la delincuencia, el Estado está perdiendo el control del territorio. Ya no se trata solamente de remotas provincias andinas prácticamente tomadas por Sendero Luminoso, o lejanos departamentos selváticos donde campean los narcotraficantes. Incluso en las principales carreteras de acceso a Lima, se 38. Los Comités del Vaso de Leche fueron creados en 1983, cuando ganó el municipio de Lima el socialista Alfonso Barrantes, para distribuir gratuitamente leche a niflos menores de 6 años. Se estima que unas 50,000 madres de familia se organizaron para ello, sólo en Lima.

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suceden diaria e impunemente los asaltos a mano armada contra los viajeros, y la subversión va cercando lentamente la capital. Y de otro lado, la ineptitud de los responsables de las decisiones pob'ticas y la carencia de una burocracia estatal eficiente, han creado un panorama de caos administrativo y legal, en el cual se van disolviendo las normas de una convivencia civilizada y democrática, siendo reemplazadas por la ley del más fuerte. Un caso ocurrido en 1988 ilustra esto último. A mediados de mayo de ese año, la Federación de Trabajadores Mineros presentó a las empresas y el gobierno un pliego de reclamos nacional.39 La propuesta era que la Federación discutiera anualmente las reclamaciones con la entidad representativa de los patronos, la Sociedad Nacional de Minería. El Ministerio de Trabajo declaró improcedente la demanda de la Federación. Sin embargo, un juez resolvió, ante un recurso de amparo presentado por la Federación, que se diera trámite al pliego nacional. El gobierno no acató la resolución judicial, ante lo cual la Federación realizó una huelga de un mes. Ante la firmeza de los trabajadores, que golpeaban en un punto sensible y en un momento crítico, ya que la exportación de minerales representa aproximadamente la mitad de las divisas que ingresan al país, el gobierno cedió y reconoció oficialmente la vigencia del pliego nacional. Por su parte los empresarios desconocieron la decisión gubernamental y presentaron a su vez sendos recursos de amparo ante el poder judicial, quien les dio también la razón a ellos. A mediados de octubre, los mineros iniciaron nuevamente una huelga demandando que se cumpla lo acordado con el gobierno. Esta vez la paralización duró dos meses. El gobierno declaró en "estado de emergencia" la minería y reprimió con energía a los trabajadores. Estos realizaron marchas hacia Lima y se enfrentaron violentamente a la policía. Finalmente, el gobierno admitió nuevamente la vigencia del pliego de la federación. El 13 de diciembre, un día después de solucionado el conflicto, la Sociedad Nacional de Minería (SNM) publicó un aviso a toda página en los diarios con una gran consigna: "Dialogamos con nuestros trabajadores, no con una federación politizada". Es decir, hacían pública su voluntad de no admitir el pliego nacional. En enero de 1989, el presidente de la SNM -electo presidente de CONFTEP, gremio que reúne a las principales instituciones empresariales — , se ufanaba en

39. Una de las características —y debilidades — del sindicalismo peruano es que en la mayoría de actividades, cada sindicato efectúa la negociación individualmente con su empresa. En el caso de la minería, en algunas grandes empresas existen varios sindicatos: cinco en la Southern, catorce en Centromín.

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público que la SNM no había cumplido un solo punto del acta suscrita por el gobierno mediante la cual se posibilitó el levantamiento de la huelga.* Del análisis de este conflicto se desprenden varias conclusiones. Es manifiesta la ineptitud e ineficacia del Estado, resultante de sus mismas contradicciones. El poder judicial falló simultáneamente a favor de ambas partes. El poder ejecutivo efectuó reiteradas marchas y contramarchas, producto de las presiones de trabajadores y empresarios, y finalmente se mostró impotente o desinteresado en hacer cumplir su última resolución; en este caso quedó en evidencia la incapacidad de gobierno del populismo, en una situación de conflicto y cuando no posee abundancia de recursos para entregar algo a cada parte y contentar transitoriamente a todos. Los empresarios hicieron gala de una intransigencia a toda prueba, y conscientes de su poder, simplemente se negaron a cumplir las resoluciones judiciales o gubernamentales cuando no les fueron favorables. Los trabajadores usaron todos los recursos legales a su alcance, pero básicamente se apoyaron en la fuerza: no solamente su capacidad de presión paralizando las labores sino contribuyendo a sembrar el desorden en la capital con marchas y enfrentamientos constantes y violentos con la policía. Por si fuera poco, en esas circunstancias intervinieron los grupos terroristas de izquierda y derecha. Un dirigente sindical minero, opuesto a la huelga, fue asesinado en la región central del país, presuntamente por Sendero Luminoso. Y otro sindicalista, favorable a la paralización, fue muerto en el sur, probablemente por un "escuadrón de la muerte" ultraderechista, mientras el MRTA reivindicó el asalto y voladura del local de la Sociedad Nacional de Minería en Lima. A lo anterior hay que agregar la violencia paraestatal que se empieza a ejercer contra los sindicalistas. Un caso es el del dirigente de los trabajadores del gobierno Osear Delgado Vera, presuntamente secuestrado por elementos policiales y desaparecido desde diciembre de 1988.41 Delgado fue detenido en dos oportunidades por la dirección contra el terrorismo de la policía. La última vez desapareció. La policía afirma que lo dejó en libertad, pero sus compañeros y familiares aseveran que la policía lo mantiene secuestrado (o lo ha asesinado). En julio de 1988 aparecieron los "escuadrones de la muerte", toman40. Para una secuencia del conflicto minero, ver Que hacer No. 56, diciembre de 1988. 41. El fenómeno de las desapariciones forzadas o involuntarias se ha producido masivamente en las zonas de emergencia bajo control militar. El método lo han usado la* fuerzas del orden contra presuntos terroristas, pero no es común en las grandes ciudades que afecten a sindicalistas.

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do el nombre de "Comando Rodrigo Franco", en alusión a un dirigente aprista asesinado por SL. Estas bandas terroristas ya han perpetrado varios asesinatos y han amenazado a numerosas personas, sin que la policía identifique a ninguno de sus integrantes. Según algunas fuentes, el asesinato de Saúl Cantoral, Secretario General de la Federación Minera, ocurrido en febrero de 1989, es atribuible a esos "escuadrones". Radicalización de las izquierdas

Como se dijo más arriba, las izquierdas, luego de un período de paulatina adaptación a la democracia, empezaron a desandar el camino, retomando las ideologías adormecidas durante algunos años. En este cambio de actitud influyeron probablemente varios hechos. En primer lugar, la insurgencia armada. Los grupos terroristas presionan a los partidos de izquierda, sobre todo a aquéllos que tienen influencia en el movimiento popular organizado, planteando una alternativa de ruptura radical coherente con la propia ideología de las izquierdas.42 Pero es importante relevar que esa ideología vuelve a cobrar fuerza porque las circunstancias así lo condicionan. En efecto, en las zonas de emergencia bajo control militar, no rigen, en los hechos, ni la ley ni la Constitución y los militantes de las izquierdas legales están, literalmente, bajo el fuego de Sendero Luminoso y de las fuerzas del orden. Estas, a su vez, no ocultan su desconfianza en las izquierdas —específicamente en sus sectores más radicales — , quienes presuntamente estarían usando las ventajas de la democracia con el objetivo de destruirla. Se les acusa entonces de complicidad consciente o inconsciente con los terroristas. La presión de los subversivos y la amenaza — real o imaginaria— de las fuerzas del orden sería una razón que induce a un sector de las izquierda a radicalizarse. Un segundo elemento habría sido la derrota en las elecciones municipales de 1986. Si bien es cierto que la IU obtuvo el más alto porcentaje de votación desde que se reinstaló la democracia, el sistema electoral determinó una derrota importante a manos del partido de gobierno, que ganó la inmensa mayoría de municipios, muchos de los cuales estaban en poder de las izquierdas desde 1983. Adicionalmente, hay que señalar que la cúpula izquierdista denunció un supuesto fraude electoral, que aunque no pudo ser comprobado, contribuyó a enconar los ánimos. 42. Desde 1987, Sendero Luminoso ha modificado su estrategia, intensificando su trabajo en las ciudades, particularmente en sindicatos y organizaciones populares, donde le empieza a disputar el control a la IU.

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Y, en tercer lugar, la situación general de crisis económica y caos institucional descrita anteriormente. En este contexto, se han ido diferenciando nítidamente dos tendencias en la Izquierda Unida. Una radical, que afirma cada vez con más insistencia las críticas a la democracia "burguesa" o "formal". Y otra, que propone profundos cambios sociales pero en democracia, dentro de los marcos del sistema. La primera corriente predomina en dos de los tres partidos importantes de la IU, y tiene apreciable fuerza en el tercero. La corriente "reformista", liderada por Alfonso Barrantes, no tiene muchos adherentes entre los cuadros y militantes intermedios y de base, pero presumiblemente tiene un amplio respaldo electoral. 4.

A MANERA DE CONCLUSIÓN

¿Es útil la democracia a las clases populares? La pregunta ha sido formulada de otra manera por Mirko Lauer: "¿para qué grupo social ha sido indispensable en este país, la existencia de mecanismos democráticos para avanzar? (...) ¿qué grupos han mejorado real e inapelablemente su situación con la democracia?" (1987:43). La respuesta que da el autor de esas preguntas es breve. En lo que respecta a los sectores populares, serían sólo aquéllos que están en condiciones de jugar, por un corto tiempo, el juego de la cooptación y el clientelismo. (1987:44). ¿Es eso cierto? La hipótesis desarrollada en este artículo ha sido que la democracia reinstalada en 1980 no ha entregado beneficios materiales a las clases populares, como puede ser fácilmente comprobado a través de las estadísticas, pero ha otorgado algo que los trabajadores aprecian: participación. En efecto, el régimen político que reemplaza a la dictadura militar más larga del presente siglo, incorpora demandas y derechos ciudadanos en mayor medida que cualquier otro régimen democrático anterior. El que las clases populares lucharan por retornar a la democracia en las postrimerías del gobierno del general Morales Bermúdez, entendiendo que la democracia permitiría recobrar derechos sociales y niveles de vida perdidos o en decadencia, indicaría también que no sólo hay una demanda de condiciones materiales de vida —salarios, empleo, servicios— sino también de participación. Pero la democracia, para convertirse en un conjunto de normas y valores internalizados por la población, requiere legitimidad y eficacia, ganadas a través del tiempo. Eso es lo que no ha ocurrido en el Perú en la dé-

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cada de 1980. Luego de un período de inicial adaptación entre 1980-86, la crisis económica y política ha sumido al país en una situación caótica, produciendo una involución de perspectivas impredecibles. Las clases populares lucharon por la reinstalación de la democracia, con una concepción utilitaria de la misma. Durante los primeros seis o siete años de vigencia del régimen democrático, se produjo una paulatina adaptación de las clases populares al sistema, a pesar de los desencantos y frustraciones, y de la guerra desatada por Sendero Luminoso. Sin embargo, a partir de 1987, en el contexto de la crisis económica y del proceso de disolución estatal, los avances de los primeros años parecerían perderse. Para que la visión utilitaria de la democracia se transforme en valorativa,43 se requiere de un largo proceso de adaptación donde estén presentes por lo menos dos condiciones: el crecimiento económico y la ampliación de la participación canalizada a través de las instituciones. En el Perú la primera condición no se ha dado y la segunda sólo parcialmente. La situación es más grave que en anteriores crisis debido a que la revolución de expectativas, generada por la modernización, no está siendo mínimamente satisfecha, y a la existencia de un fuerte movimiento subversivo como Sendero Luminoso. En cuanto a la primera condición, la necesidad del crecimiento económico y la redistribución para sustentar una política de adaptación de las clases populares al sistema,44 el Perú viene soportando una crisis económica desde 1975. Los períodos de recuperación y expansión, en este largo ciclo, han sido breves y efímeros. Hoy día, a los terribles efectos materiales de la crisis, se agrega un sentimiento de desesperanza e impotencia como nunca antes se había vivido en el país, producido en parte por los sucesivos ensayos y fracasos de diversas alternativas económicas y políticas, civiles y militares, estatistas y liberales.45 El Perú está retrocediendo, aun comparándolo con niveles latinoamericanos. Es el único país que tiene tasas negativas del PBI por habitante en los dos últimos quinquenios, 1975-80 y 1980-85, (Wicht 1986:56) y no sería extraño que el fenómeno se repitiera 43. O, como dice Lipset, "tas normas democráticas, una vez existentes, a pesar de haberse originado en un conflicto de intereses, llegan a formar parte del sistema institucional". (1987:110). 44. Flisfísch dice que "parece constituir casi una ley general que el estancamiento agudo y prolongado, bajo condiciones de democracia política, produce derrumbes políticoinstitucionales" que llevan a "un nuevo ciclo de militarización, posiblemente con características aún máf represivas que las anteriores." (s/f:345). 45. Algunas fuentes estiman que sólo en 1988 han emigrado del país 100,000 personas —es decir, casi el 0.5% de la población—, incluyendo una alta proporción de profesionales y jóvenes. (Enrique Bernales, "Los que se van", en La República 18.1.89).

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nuevamente. Como dice Waisman, el éxito de la adaptación "exige como condición previa un crecimiento económico a largo plazo. Por tanto, es probable que la redistribución produzca un efecto adaptativo en las formas de acción política, así como la ausencia de redistribución facilite la desviación de la adaptación". (1980:52) En el Perú es claro que no ha habido ni crecimiento ni redistribución desde mediados de la década de 1970. Cabe preguntarse entonces ¿por qué se produjo una inicial adaptación de las clases populares al sistema? La respuesta estaría en que es la participación la que se amplió considerablemente con la reinstalación de la democracia y es ella la que ha mantenido, y mantiene todavía, la adhesión de las clases populares al sistema.46 La mayor participación que trajo aparejada la democracia, se advierte en varios items. La ampliación de la base electoral, permitió por primera vez que amplios sectores de las clases populares, privados del derecho a voto, pudieran sufragar. Pero no solamente fue eso sino la posibilidad de que sus representantes políticos pudieran intervenir, en relativa igualdad de condiciones y oportunidades, camino que había sido cerrado sistemáticamente a lo largo de todo el siglo por una clase dominante poco flexible. La esperanza que en democracia sería posible defender más adecuadamente sus intereses, se manifiesta no solamente en la lucha por su reinstalación a fines de la década de 1970, sino en los relativamente altos niveles de participación en las elecciones, a pesar de las dificultades geográficas y, últimamente, de las amenazas de Sendero Luminoso. Las expectativas de participación no han sido meramente ilusorias. Las izquierdas, que representan un importante sector de las nuevas clases populares, han accedido en elevada proporción al parlamento, los municipios y otras instituciones. Las izquierdas, a pesar de su ideología y su creciente radicalismo, valoran también lo que muchos de ellos denominan "espacios democráticos". El secretario general de la CGTP, y senador por el Partido Comunista, Valentín Pacho, declaró en una entrevista que "el movimiento sindical es el que defiende esta democracia, con todo lo positivo y lo negativo que 46. La importancia de la participación fue observada por Germani, que afirmaba que no debe restringirse a lo económico la interpretación de las aspiraciones crecientes de las poblaciones latinoamericanas. La experiencia de participación, o incluso una ilusión de participación, puede ser tanto o más efectiva para asegurar el apoyo de los grupos recién movilizados que una expansión de los consumos. (1969:75) En el mismo sentido, Huntington dice que la revolución es la expansión rápida, amplia y violenta de la participación política, fue» de la estructura de las instituciones existentes. O, inversamente, las revoluciones son improbables en sistemas políticos capaces de ensanchar la participación. (1972:244).

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tiene". Y en una concreta descripción de la disyuntiva que los atenaza, agregó: "pero qué hacemos cuando un gobierno desarrolla una política agresiva que va llevando a una hambruna espantosa a las grandes mayorías. Se coloca en una disyuntiva al movimiento sindical. Si protesta va a propiciar un golpe; por lo tanto no hay que hacerlo", pero ante las constantes agresiones "qué podemos hacer si no es protegernos y exigir mejoras". (La República 12.9.88) Sin embargo, las instituciones no han sido capaces de encauzar esa participación, y el deterioro de la situación, desde 1987 en adelante, estaría volviendo más desafectas a la democracia a las clases populares, en razón de que, por un lado, sus condiciones de vida empeoran hasta niveles insoportables, y de otro lado, las posibilidades de lograr cambios a través de los mecanismos y las instituciones del sistema se tornan cada vez más difíciles.47 Las perspectivas, entonces, de no producirse modificaciones profundas en el comportamiento de las élites — empresariales y sindicales, de izquierda y derecha, civiles y militares— que permitan llegar a ciertos acuerdos que posibiliten una recuperación económica así como una mejor distribución del ingreso, y una recuperación de la legitimidad y eficiencia del Estado, las perspectivas si persisten las tendencias en curso, serían las de un derrumbamiento del régimen democrático y la apertura de un período de enfrentamientos sangrientos con múltiples focos de violencia. Hay algunos signos alentadores en cuanto a la posibilidad de que esos acuerdos puedan ser alcanzados. Desde diversos sectores de la sociedad se viene reclamando insistentemente un acuerdo nacional, una suerte de nuevo pacto social, que establezca las bases para superar la crisis. El problema reside en si los diferentes actores sociales estarán dispuestos a ceder cada uno parte de sus demandas, en medio de la precariedad, para posibilitar una vía de solución a los graves problemas del país.48 En cualquier caso, es poco probable que la situación se mantenga sin cambios sustanciales en el futuro cercano. 47. En ese sentido, se produciría una situación calificada por Waisman como de polarización, que "tiene lugar cuando se ha otorgado a la clase obrera una participación independiente, pero a ello no sucede una generalización de valores. En estos casos, los sindicatos y los partidos de la clase obrera se constituyen en centros institucionales de disidencia social. Esta combinación de participación e ¡legitimación es intrínsecamente inestable." (1980:27). 48. Una revista especializada ha descrito asi'el problema: "Los actores sociales, los partidos y gremios, todos están a favor del acuerdo social, de la concertación, del pacto. Todos están a favor... pero bajo sus condiciones, a partir de la ejecución de su propio ideario, con lo cual, en la práctica, están en contra". "Entre el desgobierno y los intereses propios", en Análisis Laboral No. 138, diciembre de 1988.

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PRESENTACIÓN

El presente texto toma como referencia inmediata la ciudad de Lima. No ha recurrido a la información estadística y ha optado, corriéndose todos los riesgos, por la vivencia personal en una realidad cambiante y compleja. Asume que el mundo popular tiene vida y que se expresa cada vez más recurriendo a una experiencia concreta que lo diferencia de los otros sectores sociales. Pero que, al mismo tiempo, va copando la escena urbana. El texto privilegia el aspecto cultural, entendido en este caso como los valores que sustentan las conductas. Es decir: ¿cuál es el comportamiento popular en una crisis estructural? Quien escribe este texto no ha podido evadir el momento histórico en que vive. Y ha recurrido a algunos relatos que escuchó en diversas oportunidades: todos ellos son verídicos y su importancia estriba en el simple hecho de que ocurrieron. El texto le debe mucho a la intuición. Por ello, pido las disculpas convenientes. Hasta hace poco era lugar común decir que nosotros, aquéllos de los años 70, éramos los hijos de la historia de Velasco; que aquel general, desde el gobierno, había destapado una inmensa olla, de la cual emergió un Perú que bullía subterráneo, fermentando desde un buen tiempo. De tiempos inmemoriales, no. Sólo desde un buen tiempo, a consecuencia de los últimos cambios de la sociedad peruana: industrialización, migraciones, urbanización.

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Ahora, aquéllos que continúan nuestros pasos, los de los años 80, pueden decir más bien que son los nietos de Velasco y los hijos, reconocidos o no, de la violencia política que se ha desatado en el país a partir de la declaratoria de guerra del Partido Comunista del Perú —Sendero Luminoso— en esa década. Todos, aunque gradualmente, estamos comprometidos con una realidad que tiene mucho de campo de batalla y funciona con la severa lógica del enfrentamiento. Un comerciante de pollos del mercado cooperativo del distrito de Pueblo Libre, en Lima, me desconcertó hace poco con una lacónica afirmación, cuando yo, desconcertado por la súbita alza de los precios, le decía que el país se encaminaba hacia una bronca generalizada. El me dijo, entonces: "veremos quién queda". Esta frase me congeló por un instante, pues ya no necesitaba remontarme a los albores de la conquista española para entender que el Perú no había resuelto la esencia de su historia: aquel encuentro brutal que se inició con la muerte de siete mil indios en la plaza central de Cajamarca. Muertes que fueron antecedidas tan sólo en la víspera por un breve diálogo diplomático entre Atahualpa y una pequeña delegación de conquistadores. Muertes ocurridas en el primer día del encuentro; encuentro histórico que incorporó los Andes al resto del planeta y que no tuvo relaciones previas con exploradores o comerciantes —como fue la costumbre en otras regiones del mundo— sino con soldados dispuestos a matar desde el primer momento. La respuesta del comerciante de pollos aludía, indirectamente, a los resultados de una confrontación; y la única no consignada en los textos escolares es aquélla que se inició explícitamente en 1980, en un poblado del departamento de Ayacucho. Al omitir la palabra victoria o ganador, ponía énfasis en una especie de limpieza histórica, de recuperación de espacios e identidades perdidos o disminuidos, dándome a entender que el asunto era entre él o yo. ¿Yo? Sí, yo. Yo también propiciaba —más allá de mi voluntad— una cierta imagen pública en aquel mercado, al cual asisto con relativa frecuencia. Llevaba un short, un polo y sayonaras por ser verano, y dejaba al aire una barriga cómoda pero culpable. El también tenía su barriga — panza sería más certero— propia de sus 50 años. Esa panza coherente con su cuerpo ancho, regordete, tan característico del cholo cobrizo trabajador y empeñoso, cuyo físico parece rebasarse siempre de sus linderos y donde todo crece, a excepción de sus dos ojillos, cuyos tamaños le permiten ser un buen observador.

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¿El? Sí, él. De hecho, no era el esmirriado muchacho descuajeringado de la ciudad de la década del 80, ni el encogido cargador de bultos que trae del mercado central los pesados kilos de verdura o las cajas de fruta. Era —a mi modo de ver— el producto acabado del mestizo urbano, cuyos parámetros son los populares, que encuentra entre los más jóvenes una versión precaria e incompleta. Ambos nos reconocemos estructuralmente distintos, de procedencias sin vínculos, aunque habitemos la misma ciudad. La reconstrucción de su historia de vida podría llevar a errores; a pensar, por ejemplo, que como muchos comerciantes del mercado su postura política no está cercana a las izquierdas, pero, por qué no — y su respuesta a mi comentario es una buena pista— podría ser un pasivo espectador del conflicto sordo en que vivimos, en espera de un resultado que signifique que quien queda al final es él y no yo. Sin olvidar, por supuesto, que ese comerciante de pollos como muchos de los propietarios de los kioskos y miembros de la asociación cooperativa, son personas privilegiadas frente a los ambulantes, hostigados y perseguidos por las autoridades municipales y por ellos mismos: esos ambulantes que se escabullen entre el público, que copan el local entre insultos y amenazas.

I ¿Qué ocurrió entre aquel gobierno del general Velasco y la aparición explícita de Sendero Luminoso? ¿Qué ocurrió entre 1968 y 1980, en esos singulares 12 años? Existen personas muchísimo más preparadas que yo para responder esta interrogante y, seguramente, pueden profundizar en las consecuencias de reformas como la agraria y la educativa, en la creación de la comunidad laboral o en el apoyo a las empresas cooperativas, sin dejar de lado temas como la destrucción del régimen terrateniente, el fin del Estado oligárquico, la expansión de los sectores medios, el peso de la ciudad de Lima y la formación de un nuevo y decisivo poder alrededor del empresariado industrial. Yo voy a limitarme a una exposición de carácter subjetivo, estimulado por una frase que Alfredo Bryce, el autor de Un mundo para Juüus, dijera en una rueda informal de amigos y a quien la crítica le atribuye ser quien mejor ha testimoniado con esa novela el cambio de piel de nuestra sociedad: de oligárquica (y podrida, como diría él), terrateniente y rural a moderna, industrial y urbana. En esa oportunidad, dijo: "el Perú ha cambiado por abajo, pero por

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arriba sigue igual". Esta frase no es del todo límpida ni ajena a polémicas, a pesar de su naturalidad y frescura. Todavía el régimen militar de Velasco — incluso después de 13 años— motiva polarizaciones: que fue un grupo de militares que intentó plasmar el socialismo en estas tierras o, al contrario, cuyo objetivo era maquillar y modernizar el país para evitar la verdadera revolución que el mismo ejército había aplastado enfrentándose a las guerrillas de 1965. Si bien el espacio de la burguesía — su clase dirigente, sus empresarios, sus tecnócratas— son otros desde 1968, y empiezan a ser motivo de estudio en las ciencias sociales, hasta la reciente aparición del movimiento "Libertad", liderado por el escritor Mario Vargas Llosa con motivo de la estatificación del sistema financiero en 1987, ha predominado la idea de que ellos entendían al país con los mismos ojos, previos a 1968, prescindiendo de los cambios ocurridos. Y cierto, hubo — al menos — dos cambios sutiles: el poder económico perdió contacto con el poder político (se distanció, no encontraba fácilmente en aquella esfera amigos o parientes) y, desde el ámbito intelectual, político, popular, se oscureció, disgregándose, fragmentándose, la figura del llamado "enemigo principal". Los terratenientes se habían mimetizado en otros grupos sociales, sus rostros eran poco conocidos, sus mujeres eran desconocidas, sus mansiones se ocultaban en nuevas áreas de la ciudad, sus lugares de diversión estaban camuflados. Recién, en 1987, a raíz del conflicto del gobierno aprista con los banqueros, el pueblo ha podido verlos, escucharlos y reconocer que aquel sistema tenía personas de carne y hueso que lo administraban y lo defendían. El mundo popular, en cambio, sí ha sido motivo de estudios, aunque muchas veces han cometido el error de trasladar los anhelos o exigencias que se elaboraban en el escritorio, a la realidad de los hechos. Por abajo existiría un rumor constante en movimiento que obedecería* en mucho, a necesidades propias, a metamorfosis rápidas, creando cuerpos valorativos y marcos de referencia que prescindían de los esquemas formales de la sociedad. El sentimiento de privacidad es menor en el pueblo. Tienen menos que ocultar. El vecindario, el barrio, la barriada, toma en cuenta los espacios públicos; la calle es prolongación del tugurio; lo popular, a vista y paciencia, se reconoce en lo masivo y en el contacto mutuo. El aspecto racial, el físico, la facha, fue siempre en el país una manera rápida y vital de reconocimiento entre el mundo popular. Esto no es nuevo. La novedad estriba en que el físico ya no funciona como un estigma. Ahora ellos toman la iniciativa; aquéllos que en cuentos de Julio Ramón Ribeyro se sintetizan en títulos como "La piel de un indio no cuesta nada", prescinden del

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dedo acusador y, llanamente, no lo toman en cuenta, cuando, por allí, algún hijo de familia cree estar en la Lima de los años 50. La anécdota es graciosa por atemporal, pero en cierto modo muy significativa. En el balneario de Naplo, contiguo al de Pucusana —y del cual toma todas sus distancias desde el momento en que hay una puerta de entrada— un ex alumno de un colegio privado, de reputación en la ciudad, tiene su casa de veraneo. El siempre fue conocido por sus condiscípulos como el cholo o el negro. Heredó de su padre algunos negocios y con su temperamento emprendedor los hizo crecer y amasar alguna fortuna. En una oportunidad nos paseábamos en su lancha con motor fuera de borda. El había logrado dominar el mar con esmero e incluso practicaba el ski. En esa ocasión íbamos tres: él, quien la conducía, yo, quien miraba las gaviotas, y un tercero a quien la vida empobrecía gradualmente. Este último poseía poco, excepto su apellido, que en una época fue reconocido como de sociedad. Salpicado por el agua de los tumbos y alegrado por unas latas de cerveza, nos dijo en voz alta: "en qué país estoy, en una lancha conducida por un negro y acompañado por un comunista". En su asombro (por cierto exagerado y caricaturesco) se sintetizaban algunos cambios ocurridos: la consolidación de nuevos personajes sociales. El hijo de apellido rimbombante y sin dinero, que juzgaba negativamente el ascenso de nuevos grupos sociales; la emergente clase media que legitimaba su ascenso en los espacios de altos ingresos, y la incorporación de la izquierda ilustrada en el funcionamiento de la sociedad. En Pucusana se arrumaba, en un enervado movimiento, el mundo popular. ¿Pero cómo es el mundo popular? El fenómeno de las barriadas en Lima trae consigo que en amplios espacios de la ciudad esta población se agrupe; espacios que, con la expansión creciente, se incorpora gradualmente al funcionamiento de la ciudad, acoplándose a su casco central y a su economía, o haciendo uso de las áreas públicas en una especie de masiva migración intra-urbana. Los estudios han prestado especial interés a este fenómeno, ya sea desde el aspecto organizativo, desde la óptica del consumo colectivo, de los movimientos urbanos o desde las nuevas prácticas sociales; es decir, las recientes formas de organización en nuevos ámbitos, como pueden ser el de la aUmentación, vía los comedores populares; de las mujeres, de los jóvenes, de la salud, la educación o de la incipiente justicia comunal. Pero el fenómeno barrial —y es aquí donde quisiera extenderme— motiva con el correr de los años varias interpretaciones de índole políticocultural. Una de ellas sostiene que se apoya en un cierto pragmatismo po-

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pular, dispuesto a cualquier tipo de vaivén coyuntural con tal de obtener sus propósitos. El nombre con que se bautizan las barriadas no haría otra cosa que demostrar este pragmatismo político, permitiéndoles estar siempre cerca al gobierno de turno: desde Clorinda Málaga de Prado hasta Pilar Ñores de García, la historia de las barriadas no sería otra cosa que la adecuación pura y simple, convirtiéndose en una fuerza electoral veleidosa, sin mayores convicciones políticas. Quienes argumentan así se apoyan en la idea de la miseria como condicionante de un comportamiento utilitario. Este comportamiento estaría previsto por el Estado, cuya preocupación principal sería la de manipular a sus organizaciones, ofreciéndoles servicios bajo la presión de una demanda exasperada. Centralizar el crédito, repartir títulos de propiedad e ir legitimando a los asentamientos bajo la rutina de los códigos establecidos, serían los ejes rectores de la conducta del Estado. Es decir, aquel fenómeno urbano, propio de nuestras ciudades desde hace más de 40 años, ininterrumpido, que cierra y abre su propio círculo con nuevas invasiones de terrenos, expandiendo la ciudad y consolidando un espacio popular, dejaría de ser un fenómeno marginal, periférico, ilegal, para convertirse en el nuevo eje del nervio urbano. Sería —en gran parte— quien da la pauta, marca el paso y la relativiza — sin negar — la modernidad ortodoxa de las áreas tecnificadas; quien nos propone leer, replanear, planificar, construir, mantener y administrar la ciudad desde la perspectiva prioritaria de las barriadas. La peculiar característica del desenvolvimiento barrial ha sido —y con esto complemento la idea anterior — desarrollar un movimiento popular subrepticio: organizarse para avanzar, evitando, dentro de lo posible, los enfrentamientos; deslizarse sin mayor ruido; negociar, bifurcarse, incorporarse e ir ganando terreno. Lo popular se presenta como un enemigo invisible ante los sectores dominantes: desarmado, arrastrándose, como un enorme telón de fondo, con música de fondo, de numerosos coros marchando si es necesario en marchas al palacio de gobierno, porque no hay confusión al respecto, o al municipio o al Ministerio de Vivienda — según los casos — ya sea por terrenos o servicios, todos ellos problemas que competen al humano, sin bandera, cartelón, pancarta o consigna política o ideológica, para que no tengan como respuesta la vara, el palo o la bala. Si eventualmente el orden clama por orden, enviando a sus fuerzas, el enfrentamiento es inevitable: piedras contra gases lagrimógenos o lanzallamas, agrupándose y replegándose en busca de una nueva oportunidad de negociación y diálogo. ¿Oportunismo? En 40 años el mundo barrial ha ganado más de lo que ha

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perdido. Ocupa más terrenos, está más organizado, ejerce una práctica económica flexible y percibe que la ciudad es el vasto y complejo escenario en el cual actúa y cuyo libreto no está escrito, necesariamente, por otros. Esta podría ser una estrategia de largo plazo, en la cual se van copando los espacios y se imponen exigencias a partir de una presencia mayoritaria. Sin embargo, no vaya a pensarse que la barriada se ha dado al margen de la violencia. Desde las luchas de los yanaconas en 1947, en el fundo de propiedad de Isabel Panizzo viuda de Riva Agüero, en el cerro El Agustino, el proceso barrial ha intercalado la represión con la negociación. Pero en la actualidad la cosa es mucho más brava: la lucha es contra las fuerzas del orden, contra los propietarios y entre pobladores de distintos asentamientos; entre los antiguos y los nuevos, entre los asentados y los sin sitio, a pedradas y con bala. Estos hechos nos dan pie para insinuar otro tipo de interpretación — especialmente vista desde la perspectiva de hoy — que considera que la historia de las barriadas es también la historia de su envejecimiento. Los cerros y las márgenes del ríoson geografías en los cuales la vida barrial ha quedado como una evolución inconclusa, para dar cabida al estancamiento, al deterioro, y a la calidad por debajo de cualquier estándar establecido. En esas barriadas, como en otras, han nacido y crecido personas que no participan de la leyenda mitológica de las invasiones. Para estas nuevas generaciones la barriada es un hecho consumado, un dato de la realidad, su primera y vital experiencia en la ciudad. De una parte de la ciudad, desde la cual invaden el resto de los espacios: precarias paredes de quincha levantadas en aras de resguardar la virginidad hispano-crioUa, que es pasado ante el presente. Poco importa ahora enumerar los epítetos y adjetivos que los limeños de pura cepa han lanzado como consecuencia de este hecho. Ya no importa. Ya no. Sin embargo, debemos considerar en la situación actual un nuevo tipo de enfrentamiento: los sectores medios, cada vez más, se encuentran disputando espacios con los sectores populares. Los trámites convencionales, las urbanizaciones establecidas, los procedimientos financieros, las cooperativas de vivienda (caminos seguidos y aceptados por ellos, aún defendidos), se lían con las invasiones que pasan por encima de las consideraciones legales, entendidas más como obstáculos que como soluciones. La opción por el enfrentamiento (que incluye una posición política) encontraría eco entre aquellos miembros de las nuevas generaciones, que no perciben en las organizaciones — surgidas para responder a los problemas barriales- la capacidad de solucionar los suyos fuera de ese ámbito. Estos asentamientos no son reductos claustrofóbicos ni autosuficientes, y

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el problema no resuelto de incorporarse a la sociedad (físicamente a la ciudad) significa que no acceden plenamente al consumo ni al trabajo. Es posible pensar que ellos no entienden a las organizaciones como instrumentos eficaces. A su interior, como si fuese un útero generoso, el poblador (barrial) encuentra respaldo e identidad en sus organizaciones: vida comunal, sentimiento de vecino, etc. Pero con el exterior, convertido en ciudadano, se encuentra librado a la capacidad de iniciativa y habilidad personal. Allí, ya no funciona ni existe la organización. Algunas de las tesis que se esgrimen en relación a la informalidad económica, señalan que el poblador-ciudadano tiene espíritu emprendedor, y que puede ser entendido como un empresario popular. Aquel aspiraría, por qué no, a lo que todos idílicamente desean, descartándose así su peligrosidad latente, y a quien se debe favorecer librándolo de las trabas burocráticas de un Estado incompetente. En esa perspectiva — como puede deducirse — el peligro político está en la capacidad organizativa de los propios asentamientos, capaces de labrar un perfil propio, una identidad, una cultura urbano popular que pueda proyectarse y ser el germen de una democracia participativa; aunque resuelva, por ahora, asuntos domésticos, vitales, pero domésticos. Cuando el compañero Jaime Callirgos Salazar cayó enfermo de cáncer, sus amigos y familiares organizaron una gran pollada a la parrilla de solidaridad. En una tarjeta de invitación anunciaban "que tenían el honor de hacerle partícipe de esta gran pollada de solidaridad que se llevará a cabo el día 14 de julio del presente año a horas 11 a.m. a 10 p.m. Sito en el Comité 62 Mz B 4 Lote 4 Néstor Gambetta Baja Este Callao, junto al CE. 4016". El c. Jaime Callirgos Salazar se estaba muriendo. No existe organización alguna que atienda esta emergencia y la familia y los amigos se ven obligados a resolver el problema extendiendo lo organizacional al ámbito privado. El fraseo de la invitación no es, sin embargo, dramático. La finalidad está expuesta con claridad: "este solidario evento es con el fin de recaudar fondos para la compra de medicamentos para medicinar al c. Jaime Callirgos Salazar, quien está en cama sufriendo de la terrible enfermedad del cáncer (leucemia, linfónica, crónica). Conscientes que nadie estamos libres de estos percances, esperamos su gentil solidaridad y asistencia, teniendo en cuenta aquel adagio que dice hoy por mi mañana por tf'. Este adagio no hace más que recordarnos el desamparo y la inseguridad crecientes de vivir en la ciudad. El fenómeno de la informalidad podría ser entendido como una continuación, en la esfera cultural, del espíritu criollo

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tradicional, sustentado en la acción individual ante un andamiaje institucional que no le permite su integración. Si lo criollo fue entendido desde la óptica formal como funcional al sistema: a lo más una caricatura grotesca, burlona y cargada de humor ácido —que no atentaba contra él— y podía, en alguna medida socavarlo, la informalidad lo es en el mismo sentido: conductas atomizadas que intentan incorporarse paulatinamente. La priorización por lo organizativo, en cambio, no corresponde al espíritu criollo citadino de la gran ciudad, pues pone el énfasis en la tarea ' colectiva. Ya no es necesaria la labia de antaño ni la pericia individual, sino de dirigentes capaces y fiscalizados por sus bases sociales. El líder existe en tanto hay una organización que lo respalda; es el producto y la consecuencia de un movimiento organizado y no del talento suelto en plaza. Sin embargo, y es necesario poner el acento en este punto, sería idealizar demasiado lo organizacional si no se considera que las barriadas son también hoy en día espacios productivos y comerciales, y no exclusivamente residenciales y de consumo.

II La informalidad económica tiene también en las barriadas su lugar de acción: pequeños talleres, comercio ambulatorio, servicios y mercantilización progresiva de lotes y viviendas. No son solamente un conjunto de esteras con banderas flameando en lo alto de las cañas o las estacas; ni el poblador es aquel migrante dispuesto a reconocer en el trabajo comunal o en la autoconstrucción una recompensa paternal por parte del Estado. Sí, carajo, debe ser así: el cobrador del microbus aturdido dando vueltas y más vueltas colgado del estribo de lata gastada grita a los pasajeros apachurrados que se metan, al chofer que la dé toda, ¡toda!, y mueve entre sus dedos — en los cuáles sostiene varios billetes clasificados, los de cinco, los de diez, los de cincuenta— las monedas: en esos momentos no habla, camina por su interior para luego colgarse del otro estribo y volver a caminar hacia adelante donde el conductor ha puesto la radio para introducir con ruido el vehículo al ruido exterior: del Agustino a San Germán, del Cementerio a Miraflores, de Atocongo a Zarate, de Naranjal a San Antonio, de San Juan de Lurigancho a Villa El Salvador, en esta ciudad portátil, trasladándose con esa ropa hecha pedazos, sucia, zapatos rotos, la panza al aire, el calzoncillo asomando para meter su olor al olor, apiñado hasta que termina el recorrido dejándolo en su cuarto, en su colchón, para volver a recomenzar...

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Y es que el microbus mete las narices de la barriada en el resto de la ciudad. El limeño de pura cepa exclama cuando lo ve venir — furioso animal de lata destartalada/degollada—: "viene de lugares que no conozco y va a lugares donde nunca iré". La respiración de la ciudad —inmenso mamífero: "y sólo Dios, en verdad omnipotente, supo que eran mamíferos de otra especie" — es más amplia, pues incorpora e introduce a esa mancha bárbara, astuta, humanísima, que se traslada dirigida por el grito ronco del cobrador, un muchacho en pie de guerra, que distribuye a diario a la población en los espacios. ¿Requisitos y características? Debe ser así, carajo: cerca de los 20, flaco, adusto, malhumorado, necesitado de billete. ¿Qué más? ¡Más! Vueltas y vueltas: sin contrato, sin seguridad, sin vacaciones —vaya, tenía pretensiones— y cuando manca, otro: hay en abundancia, a montones, o te crees el príncipe, muchacho: El príncipe del cuento de Oswaldo Reynoso no tenía carro, y sin carro — tal como culmina su relato — estás hecho en esta ciudad. Criollo, criollo sí, pero avispado. No el buena gente, el criollo mazamorrero, cantador, dicharachero; no el guerrillero generoso de los 60... ¿Delincuente? ¿Subversivo? ¿Sedicioso? ¿Achorado? ¿Mosca? ¿Siempre en Fa? ¡Vaya! ¿en qué casillero estadístico político ideológico intentan colocarme? La historia de las barriadas limeñas supuso entre los estudiosos que su evolución guardaba un estrecho nexo con un tiempo cultural, que no era, por cierto, el de la ciudad ortodoxa ni el de los técnicos. Que la adquisición progresiva y paulatina de los servicios no sólo era financieramente posible, sino que correspondía a ciertos tiempos culturales, trasmitidos como conocimiento para acceder a ellos: tantos años para habilitar el terreno, tantos años para luz, tantos para agua y desagüe. Pero hoy en día el poblador barrial no sólo vive aquella ezquizofrenia que algunos estudiosos señalaron en su momento, entre poblador y obrero, por ejemplo, como una dualidad tajante, sin comunicación entre sí, sino aquella otra entre los que le exigen repetir en la década del 80 los mismos pasos y etapas de la evolución barrial de hace 30 años atrás, cuando su experiencia urbana es ahora mayor, cuando su educación es mayor, cuando su militancia política es mayor y cuando su actitud frente al Estado y a la autoridad es diferente. Hoy, ser moderno en el mundo popular, supone replantear el valor criollo de antaño. ¿Cuánto se logró alcanzar siendo criollo? Lo único recuperable del criollismo es su valor supremo: alcanzar los objetivos individuales, creando, para ello, canales y conductos propios o paralelos, trámites y normas, para no ser jamás el cojudo, el peor insulto. Pero alcanzar

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ese valor significa despojarse de la indumentaria de la filigrana, de la locuacidad, que exigen un cierto grado de ilustración hoy no compartida entre los que están en la calle: en la vía pública. La modernidad popular urbana —en un primer intento de describirla antes que definirla— tendría algunas manifestaciones que marchan a contracorriente, como es la actitud ambivalente ante la educación. En ningún caso, esa actitud se presenta como una renovada versión "del buen salvaje"; al contrario, lo "salvaje" cobra sentido y dirección en aquella conducta movilizada hacia el enfrentamiento y la destrucción de símbolos que encarnan tradición, conocimiento o civilización adquirida socialmente, al margen de su participación. ¿En qué medida —podríamos preguntarnos— los nuevos sectores populares urbanos han construido símbolos que puedan funcionar, aún precariamente, como aquellos que representan el coso de Acho, el palacio de Osambela, él balcón de Torre Tagle o la iglesia de San Francisco? Cierto, y no está en cuestión, la edad o calidad de tales construcciones. La pregunta es, entonces: ¿en qué medida son suyos y.son capaces de identificarse en ellos? Lo criollo, en cierta medida, requiere de formación. Lo criollo toma tiempo y posee jerarquías. Como corolario de un ágape ofrecido en el balneario de Huanchaco, cerca de Trujillo, con motivo de un evento artístico, una señora de la sociedad salió entre aplausos a bailar una marinera. La concurrencia festejaba su gracia, su elegancia en cada uno de sus movimientos, haciéndome pensar que, y nadie podrá negar que la marinera es considerada como una de las expresiones del criollismo costeño, bailarla exige alimentación, educación, respaldo familiar. Mientras aquella señora bailaba, pude observar detrás de una de las columnas a un muchacho que la miraba con cierta distancia, incluso con disgusto. Para nosotros el espectáculo era la esencia del criollismo y, por lo tanto, era popular, pero para él parecía ser que se trataba tan sólo de una señora —a quien llamaría señora, en caso de ser presentados — capaz de hacer lo que él no podría hacer. Otras palabras: aún con el riesgo de ser subjetivos, la modernidad popular se contrapone a aquello que la sociedad ha recogido como suyo, como nacional, por las dificultades implícitas que conlleva; ahora no resulta fácil ser criollo a la usanza tradicional; ahora cuesta ser un buen criollo; la inversión es grande —toma tiempo— y, por lo tanto, la nueva versión del mundo popular urbano, si bien hace suya una serie de manifestaciones de la sociedad, su actitud vital es cuestionadora. La duración de la crisis económica —varios economistas ponen como

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fecha 1975, es decir, 13 anos— significa el incremento de una población urbana en estado de sobrevivencia; que la sociedad no ha sido capaz de incorporar, en mejores condiciones, a vastos sectores de la población y que el costo de participar en la sociedad es cada vez mayor: 15 años de educación, aumentación competitiva, vivienda. Esto trae como consecuencia una disposición por el atajo, la conducta anómala, un cuestionamiento al mundo formal, que exige conocimiento y dominio de las reglas. La ambivalencia está presente en este tiempo de transición: frente a una realidad que le cierra sus puertas, se niega a asumir conductas previstas y opta, como posibilidades, generar un comportamiento que se sustenta en la identificación de lo popular.

III — Convertirse en cholo no es fácil— exclamó en una oportunidad un joven abogado, cuando narraba sus experiencias en el Palacio de Justicia. A uno le miran el reloj, los zapatos, la corbata; nos tasan por la piel, por la talla, por la voz... A mí me pareció insólita la revelación (y su preocupación), pero la entendí. Antes ocurría todo lo contrario: el cholo pretendía ser blanco — especialmente a través del dinero—: "el dinero blanquea", eso decía. Pero ahora, casi por primera vez, el blanco tendría la necesidad de monetizarse en la compleja urdimbre del espectro mestizo. Esta revelación llevaba implícito un obstáculo difícil de superar. En su caso, si se autoubica como blanco en la sociedad, debe asumir posturas políticas de derecha, con fronteras muy bien delimitadas. Sin embargo, su preocupación respondía a fines prácticos: lo cholo, en la amplitud de sus diversas acepciones, copa y controla cada vez más mayores espacios sociales; asimismo, porque empieza a reconocer que el mundo popular (cercano y distante, al mismo tiempo, de los emergentes y cada vez más consolidados sectores medios) empieza a construir un modelo que no solamente prescinde de él, sino que como proyecto embrionario se inicia negándolo o destruyéndolo. Antaño, en Lima, la pobreza estaba en gran medida domesticada. Era relativamente fácil estar cerca de ella, entenderla, conocerla, recrearla: los tugurios, callejones y corralones de la Lima de Diez Canseco, los corralones donde vivían la lavandera, la cocinera, el chofer y las amas de las casas y mansiones, eran reconocidos por la señora. El pobre habitaba los tugu-

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rios, los barrios obreros, las Unidades Vecinales, localizados en distritos y zonas bien delimitadas. Luego, habitó las barriadas: esos "cordones de miseria" multiplicándose vertiginosamente, pero que no impedían, como antes los tugurios, ubicarlos físicamente en barrios de pobreza: darles un sitio, un contenido, un significado, una interpretación, un uso político. Allí estaban bastante ordenados, clasificados, con características físico-psíquicas-económicas y culturales, que antropólogos, economistas y psiquiatras escudriñaban con voluntad y escrúpulo. Los estudios de hace dos décadas tenían un campo de estudio más preciso y le atribuían a esa población rasgos propios, que no eran intercambiables. Por ejemplo: los estudios de morbilidad psiquiátrica en la población urbana de Mendocita (1959) o Personalidad básica, dilemas y vida de una familia de un grupo de mestizos (1960) o Arcas de tensión en una población urbano marginal (1960) del Dr. Humberto Rotondo, por cierto tienen sus continuadores, pero presuponen una realidad de pobreza físicamente ubicada. La crisis económica ha traído consigo una subversión — dislocamiento, desorden e incluso diferencias al interior del mundo popular urbano— que hace difícil capturarlo y entenderlo por aquellos grupos sociales que están fuera de esa consideración. El pobre buena gente, domesticado y doméstico, ha dejado de ser una viñeta para convertirse en un desaforadograffiti de múltiples aristas y significados. Si antes podíamos ser cholos populares (vía el criollismo) hoy ya no es tan factible: el criollismo es parte del sistema — la comida, el baile, el comercio, la burocracia, la política criollas— forman parte de los valores y conductas de los grupos sociales que participan en la vida económica, administrativa y política: derechas, centros e izquierdas, estratos altos y medios (medios-medios, altos y bajos) si, como estamos dando a entender, fuertes contingentes de población se reproducen (¡y esta sociedad los produce!) en estados de sobrevivencia. Esta aproximación corre el riesgo de retomar la corriente de la marginalidad, enriquecida por conceptos como "ejército industrial de reserva" o "sobrepoblación relativa"; es decir, el plus, el extra, el stock humano que contribuye a abaratar la mano de obra y deprimir los salarios. Pero lo que deseamos recalcar en este texto es la dificultad, e incluso el absurdo, de pretender explicar el país actual, la ciudad, los sectores populares, desde nuestra propia ubicación de clase, porque, aunque sea en términos culturales, la capacidad de participar en el mundo popular es menor al no reconocerse, por serles poco útil, el andamiaje valorativo del criollismo. Esta afirmación se sustenta en el hecho de que los sectores populares ur-

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baños, construyen y recrean una realidad que: a) prescinde, niega o destruye los valores fórmales-criollos; b) accede a ellos mediante manifestaciones propias, a través de una versión que recoge elementos de otras procedencias o cultivados en su proceso de socialización en la ciudad; c) y/o sobrevive con mecanismos y organizaciones levantadas desde su experiencia de vida como una forma de ganar espacios, introducirse y legitimarse. Ninguna de las tres posibilidades es excluyente. Al contrario, contribuyen al entendimiento de una realidad que, por número, peso y presencia, crea modelos y personajes que desde nuestra óptica —si la utilizamos— corremos el riesgo de considerarlos extraños, como antaño la burguesía urbano costeña lo hacía con el indio: indio con sobrero, chompa, jeans y ojotas ahora o con poncho y zapatillas; lorchos con polito, anteojos ahumados, camisa tropical. —Es una vaina —me dijo un amigo en Chosica, mientras cruzábamos el puente colgante rumbo a la estación del ferrocarril—, ser cada vez más un espectador de su propio país. Sí, pues, alguna diferencia hay entre el sentimiento que José María Arguedas explicaba cuando recalcaba el lado indio de su conformación mestiza, entendiéndose como un forastero en su propia tierra, de éste, el de mi amigo, que se reconoce como espectador y no como protagonista. Ambos casos son lamentables, aunque asumirse como observador no invalida aceptar que todavía el escenario donde se gobierna sea el suyo. Ese sentimiento sólo existe cuando se camina por Chosica — viejo pueblo solariego a 40 kilómetros de Lima— como si se hiciera por los relatos de Bryce, Ribeyro o Loayza, por una realidad literaria arrasada por los tiempos, donde ya no se encuentra nada de lo que una vez hubo: ruinas o reliquias, grandísimo idiota, mansiones tapiadas, familias moribundas, curas de asma en aquel clima seco. Ahora los megáfonos indican que la vida proviene de los mercados ambulantes o desde las laderas de los pueblos jóvenes Ricardo Palma y San Fernando. La pobreza ya no es un lugar al cual se va de visita: viene, se moviliza, emprende su marcha. Dos historias de dominio público — ya no tan sublevantes, como aquellas tres historias de nuestro narrador Julio Ramón Ribeyro — podrían mostrarnos cómo la crisis es también un largo y penoso momento de transición en la esfera de la cultura popular, que tiende a concretarse en dos vertientes: la organización social y la organización política de raíz violenta. Crisis que por momento, provoca compararla con aquélla de la adolescencia: un rostro descompuesto por el acné que indica el fin de una etapa y que se orienta hacia otra, si asumimos que la crisis es también descomposición y germen. En 1972, Juan Vilca, jardinero en Chaclacayo de la mansión del magnate pesquero Luis Banchero Rossi, se autoinculpó de ser su asesino en un confu-

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so juicio. Más allá de los detalles de la pesquisa judicial, Juan Vilca fue, a principios de esa década, el símbolo embrionario de un ataque frontal a un personaje que reunía, en su persona, el significado del poder económico, social y político. De tez mestiza y contextura débil, era bajo y reservado. Banchero, en cambio, era corpulento. Juan Vilca se autodefinió como feo: era, algo así, como el pueblo metido de guardián en la casa de la burguesía. Tenía planeado hacerse una operación estética —tremenda coartada para muchos— preocupación profunda o anhelo superficial, escojaUd., razón que lo llevaría a cometer el crimen aduciendo que Banchero le había prometido costearle los gastos. Caso aislado y sonado, por lo mismo, parecía bastante exótico, aunque los más escépticos sospechaban que detrás de aquel crimen se movían los hilos de una organización vasta y compleja, sospecha que, con la aparición de Sendero Luminoso en 1980, se hace más obsesiva: detrás del caos social funcionaría una organización eficiente, cuyos objetivos darían coherencia a sus acciones, en apariencia desarticuladas. En 1988 —16 años después — la prensa en el país levantaba la noticia que daba cuenta de un menor de edad, acusado de haber cometido varios asesinatos como miembro de uno de los comandos de aniquilamiento de Sendero Luminoso. Su nombre: Gregorio Mitma Tineo, cuyo rostro, a no ser por un enorme lunar encima del labio, o quizá por llevarlo allí, nos recuerda al de Juan Vilca. La diferencia entre ambos radica, sobre todo, en el hecho de que en la década del 80 su caso no resultaba aislado, sino que forma parte de un movimiento político en un proceso social en el cual esa cara, ese cuerpo, esa facha, surge como uno de los protagonistas en el escenario nacional Paulatinamente, la figura de Gregorio Mitma Tineo forma parte de nuestra cotidianeidad (sobre todo política) aunque no sea parte de nuestra rutina doméstica y no esté realmente cercano: su cotidianeidad reposa en el hecho de que él — como otros jóvenes de extracción popular — van construyendo una cultura política (lucha armada, clandestinidad, organización partidaria, células, enlaces, organizaciones de fachada: legales, médicas, etc.), en pugna no solamente con el orden social, sino también con otras organizaciones populares, como las que hemos mencionado. La duración y las características de la crisis económica ha dado lugar a que los sectores populares irrumpan en el escenario nacional, y que desde sus experiencias concretas levanten organizaciones sociales y políticas. El predominio de lo organizativo juega un rol estelar en la nueva configuración del sector popular, el cual ya no puede ser relegado ni ocultado ni localizado por el Estado. La crisis —como hemos dicho— aleja los valores criollos del mundo

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popular, recreados ahora con mayor necesidad por los sectores medios integrados a la burocracia y al sector servicios, como una manera de anchar los parámetros del mundo político. La lectura de la realidad del país, por primera vez, dejaría de ese modo de tener el predominio de la visión e interpretación criolla. Esto coloca a los estudiosos en una situación en la cual no es fácil entender lo que viene ocurriendo en el mundo popular, sobre todo si consideramos que no asume una actitud pasiva, ni es controlado, planificado por el Estado, y más bien desarrolla estrategias de sobrevivencia, elabora prácticas organizativas y recurre (en parte) al enfrentamiento armado. Lo fundamental para entender mejor la conducta de los sectores populares es reconocer su actitud de lucha; lucha no sólo como enfrentamiento sino como actitud creadora: disputando palmo a palmo espacios, presencias, códigos y valores. ¿Qué ocurrió en esos 12 años, nos preguntábamos al iniciar el texto: entre aquel gobierno del general Velasco y la aparición de Sendero Luminoso? La crisis no ha hecho otra cosa que acentuar aún más uno de los principales rasgos de nuestro capitalismo: la dificultad de ordenar el espacio de la ciudad y el comportamiento de los sectores populares bajo la lógica del capital. Lejos estamos, incluso, de entender a la ciudad como un parto de la inteligencia, inscrita en un ciclo de la cultura universal en que la ciudad fue el sueño de un orden, tal como lo señala Ángel Rama respecto a la fundación de las ciudades americanas por los españoles.1 Quedan sí, en cambio, dos palabras derivadas del orden: subordinar e insubordinar. Esto resulta válido para la Lima actual, donde los sectores populares están en la brega de una institucionalización popular, que escapa a la reglamentación formal de un plano, por ejemplo, que reproduzca, igualmente, la concepción de una ciudad de acuerdo a los intereses políticos y económicos desde el Estado. Es posible afirmar, más bien, que Lima es actualmente una ciudad que no responde necesariamente a los intereses políticos y económicos de los sectores dominantes, debido, sobre todo, a una población que excede a sus necesidades y obstaculiza su funcionamiento. Sí: cada vez más se propaga la idea de que Lima es una ciudad demasiado costosa, plagada de seres que sobran, excedentes pavorosos que se reproducen en peores condiciones, que son un lastre, un tremendo lastre y no se sabe a ciencia cierta qué demonios hacer con ellos: reducirlos a zonas de miseria, negociar sus necesidades básicas y de servicios, meterlos a novedosos mercados 1. "La ciudad letrada", en Cultura urbana latinoamericana, CLACSO, Buenos Aires, 1985.

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de trabajo, aceptar que están allí, que viven y necesitan viviendas y nuevos terrenos urbanos. Ellos son, sin duda, los nuevos contingentes del campo popular, los habitantes de las nuevas barriadas —tan barriadas como las de hace 40 años— ligados a mercados urbanos endebles, titiles en tanto sirven a su exclusiva reproducción. Ah, aquella funcionalidad de la mano de obra, entendida como signo de progreso, de industrialización, de sindicalización, incluso con su eco político: arrasar, quemar, dinamitar algunos cerros sobrepoblados, afirman algunos cuando van de paseo a las faldas de la cordillera y se topan con esos inmensos hormigueros de personas vivas que van desde el suelo a la cima, reconociendo que los sectores populares sólo les traen problemas. Esta actitud empresarial, modernizante — en un contexto de pauperización— se eriza aun más cuando la insubordinación creciente impide la subordinación, cuando es cada vez más difícil mantener un sistema jerárquico y rígido que, aún cuando existe y básicamente se mantiene, ya tiene síntomas visibles de ser socavado desde abajo. Tiempos oscuros, de cemento y barro... La palmada paternal del caballero de sombrero, bigotes y espuelas, los momentos compartidos con la guitarra y el cajón, como la materialización idealizada quizá del flujo entre los sectores sociales, se va quebrando. Los nuevos contingentes populares —a los cuales este texto ha pretendido un acercamiento — crean y recrean la ciudad, en gran medida echando tierra a la que existe, porque ésa tampoco les sirve y sobre ella (a sus costados y en sus intestinos) colocan piedras, estacas, esteras, carretillas, ollas, kioskos, cuyos planos, diseños, teorizaciones, surgen del hecho de estar antes de ser concebidos. Muchos en el país han vivido 40,50,60 años rumiando la palabra revolución, como si dicha palabra evocara a una mujer que no hemos sido capaces de cogerla bien y del todo, y anda por allí despatarrada y con ganas. Palabra engiobadora y radical: cambio de estructuras, de sociedad, una por otra, el hombre nuevo. ¡Tantos años!, que a veces no sabemos reconocer cómo podría ser o cómo sería después: ni quiénes y cómo la harían. Antes de caricaturizarla por desgano o vejez, digamos: en esos 12 años el país dejó de ser lo que había sido. En unos momentos los sectores populares — nuevas generaciones, nuevos contingentes, recursos, pero sobre todo personas — copaban con la astucia del lobo; en otros hicieron uso de la fuerza del lobo; escapando o prescindiendo, la crisis permitió — como lo sugieren algunos trabajos— la estructuración paulatina de instituciones y organizaciones que no sólo respondían a la satisfacción de las necesidades populares, sino que se asumían con vocación de alternativa.

La composición de Clases populares, crisis y democracia en América Latina fue realizada en el Instituto de Estudios Peruanos y estuvo a cargo de Aída Nagata. El texto se presenta en caracteres Times de 10 p. con 2 p. de interlínea. Las citas de pie de página en 8 p. con 1 p. de interlínea. Los títulos de capítulo en 14 p. negra. La caja mide 11 x 16.3 cm. El papel empleado es Bond 70 gr. La carátula es de cartulina Foldcote de cal. 0.12. Se terminó de imprimir el mes de diciembre de 1989 en el taller de Editorial ALOER, Hnos. Catari 595 San Miguel. Telf. 513038