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Spanish Pages 421 Year 2007
Mariano Artigas
MARIANO ARTIGAS
CIENCIA Y RELIGIÓN. CONCEPTOS FUNDAMENTALES
EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A. PAMPLONA
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Primera edición: Septiembre 2007 © 2007. Mariano Artigas Fundación Universitaria de Navarra Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA) ISBN: 978-84-313-2490-2 Depósito legal: NA 2.459-2007 Tratamiento: PRETEXTO. Estafeta, 60. Pamplona Impreso en: GRAPHYCEMS, S.L. Pol. San Miguel. Villatuerta (Navarra) Printed in Spain — Impreso en España
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ÍNDICE
Introducción Alma Argumento teleológico Ciencia y conocimiento ordinario Ciencia y filosofía Ciencia y religión Cientificismo Cosmovisión científica Creacionismo Dios Evolucionismo y fe cristiana Falibilismo Galileo y la Iglesia Interdisciplinariedad Lenguaje científico Naturaleza Naturalismo Orden y autoorganización Persona y naturaleza Principio antrópico Racionalidad científica Realismo científico Revolución científica Universo y creación Valores científicos Verdad Índice temático
9 13 33 47 61 77 91 103 119 135 155 171 187 213 227 241 255 267 279 291 307 321 333 351 367 385 399
INTRODUCCIÓN
Ciencia y religión siempre han estado en contacto. Pero en nuestros días se relacionan de modo especialmente intenso. En las sociedades occidentales se suele asimilar la ciencia a lo objetivo y público, y la religión a lo subjetivo y privado. Pero esto no significa, en modo alguno, desinterés por la religión. Por el contrario, cada vez son más los cursos y publicaciones que tratan, precisamente, sobre ciencia y religión. Y es que buscamos una imagen unitaria del mundo y de nosotros mismos. Sin duda, se trata de dos actividades diferentes, pero se ha superado el cliché que, artificialmente y contra toda evidencia, las consideraba como opuestas e incompatibles, y se admite en la actualidad que más bien son complementarias. La historiografía actual ha puesto de relieve que incluso el caso más simbólico de oposición, o sea, el caso Galileo, no se debió a un enfrentamiento inevitable, sino que fue provocado en gran parte por un conjunto de factores que incluyeron el carácter de los principales protagonistas (los papas Pablo V y Urbano VIII, además de Galileo), las circunstancias políticas de la época (guerra de los Treinta Arios), y las circunstancias religiosas (Contrarreforma), que llevaron a las autoridades eclesiásticas a adoptar una posición más rígida de lo que exigía la propia tradición y doctrina de la Iglesia Y el caso que le sigue en importancia, el de la evolución, no ha sido nunca objeto de ninguna condena oficial por parte de las autoridades vaticanas 2. Los casos más candentes en la actuali-
1. En los últimos tiempos he publicado, junto con William R. SHEA, dos libros sobre Galileo: Galileo in Rome (New York: Oxford University Press, 2003), donde se exponen los hechos sobre la base de los documentos originales (ha sido publicado también en castellano, alemán, japonés y coreano), y Galileo Observed (New York: Science History Publications, 2006), donde se examina la validez de las principales interpretaciones que se han propuesto sobre el caso. 2. Un análisis de la recepción del evolucionismo por parte de las autoridades vaticanas, utilizando los hasta hace poco documentos secretos del Santo Oficio de Roma, desclasificados en 1998, se encuentra en: Mariano ARTIGAS, Thomas F. GLicx y Rafael MARTÍNEZ, Negotiating Darwin (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 2006).
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dad son los relacionados con la bioética, pero no constituyen problemas propiamente científicos: todo el mundo se muestra de acuerdo en los datos científicos, y lo que está en discusión es la valoración ética de los mismos, algo que la ciencia no puede resolver por sí sola. Mi interés por la relación entre ciencia y religión viene de lejos, desde mi licenciatura en física en 1960 y el posterior doctorado en filosofia en 1963, con una tesis doctoral que trataba de relaciones entre ciencia y filosofía. Este interés fue aumentando después de mi ordenación sacerdotal en 1964, y nunca me ha abandonado. He publicado bastantes libros y artículos sobre estas cuestiones, que siempre he tenido presente en mi actividad académica en la Universidad y en mi trabajo como capellán. Por eso, cuando Guido Stein, a quien ya había tratado en su época de Secretario General de la Universidad de Navarra, me pidió, en su calidad de presidente de EUNSA, que escribiera un libro como el que ahora se publica, abierto también a posibles transformaciones con el paso del tiempo, no supe resistirme. A lo largo de años he encargado muchos libros sobre estos temas para la Biblioteca de la Universidad de Navarra, y de ellos están llenos tanto mi despacho en la Universidad como el seminario adjunto (utilizado por el grupo de investigación «Ciencia, razón y fe», cuya página web supera ya el medio millón de visitas independientes, número que aumenta a gran ritmo: http:1 I www.unav.es cryf). Esto hace casi presuntuoso escribir un nuevo libro que tiene, además, unas características parecidas a las de un diccionario. Por eso deseo aclarar, ante todo, que no he pretendido escribir un diccionario en el sentido habitual; eso hubiera requerido un esfuerzo y una extensión mucho mayores, así como la colaboración de otras personas. Basta pensar en dos diccionarios de tipo enciclopédico que se han publicado en los últimos años: el editado en Roma por Giuseppe Tanzella Nitti (Universidad de la Santa Croce, Roma) y Alberto Strumia (Universidad de Bari), que también cuenta con una publicación parcial en inglés y con una web muy interesante (http: I www.disforg) 3, y el editado en Nueva York por J. Wentzel Vrede van Huyssteen (Princeton Theological Seminary) 4.
3. Dizionario enciclopedico di scienza e fede, editado por Giuseppe TANZELLA Nrrn y Alberto STRUMIA (Cittá del Vaticano: Urbaniana University Press, 2002), 2.340 páginas. 4. Encyclopedia of Science and Religion, editada por J. Wentzel VREDE VAN HUYSSTEEN (New York: Macmillan, 2003), 1.050 páginas.
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He concentrado la atención en voces que me parecen importantes y que, de un modo u otro, he estudiado a lo largo de los arios. Y las trato con una extensión suficientemente corta para que puedan ser leídas de una vez, y suficientemente larga para poder tratarlas con cierto detalle. Cada voz puede leerse con completa independencia del resto. Evidentemente, algunas voces están bastante relacionadas; ello ha provocado algunas repeticiones, aunque he procurado reducirlas al mínimo. Para facilitar la consulta y la utilización del libro para estudio y trabajo he incluido al final un Índice más amplio de voces, que remiten a los apartados de las voces principales donde se trata de ellas. Otro motivo que me ha inducido a concentrarme en un número no muy grande de voces y de páginas ha sido el deseo de que el libro pueda servir a un público lo más amplio posible. Vivimos en una cultura científica, y son muchos los libros y revistas y películas de divulgación científica que tratan estos temas de manera muy desigual. A veces se siguen repitiendo clichés trasnochados sobre la oposición entre ciencia y religión. Otras veces parece que se busca más el efecto espectacular, con frecuencia relacionado con las ventas, que el rigor tan característico de la ciencia. Quien no tiene una cultura científica puede fácilmente verse desbordado por las mezclas de ciencia ficción, simples elucubraciones, o conclusiones realmente absurdas, que se presentan en sus manos o ante su mirada como si fueran conclusiones científicas bien establecidas. Los científicos tienen una autoridad social que, pese a algunas críticas, es muy grande, y tienen la responsabilidad de transmitir al público los conocimientos en su estado auténtico, distinguiendo los hechos bien asentados, las teorías bien comprobadas, las hipótesis que necesitan más elaboración y comprobación (en cierto sentido, casi todas), y las fantasías o las extrapolaciones que se presentan a veces como científicas pero no gozan, y a veces nunca podrán gozar, de las garantías del rigor científico. Mi primera vocación profesional fue la fisica, antes de dedicarme también a la filosofía y la teología. Conseguí doctorados en física y en filosofía, tanto en España como en el extranjero. He sido profesor de método científico durante décadas, hasta el día de hoy. Siempre me ha interesado especialmente todo lo que se relaciona con el rigor de la ciencia, e intento protegerla de la contaminación intelectual de que en ocasiones es objeto. Admiro la ciencia, me parece que es uno de los logros principales de la humanidad, y que no sólo no debemos temerla, sino protegerla,
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favorecer su desarrollo y asegurar su buen uso. Si algún lector piensa que critico a la ciencia en algún momento, le ruego que vuelva a leer más despacio, y estoy prácticamente seguro de que cambiará de opinión, porque, por decirlo en pocas palabras, me entusiasma la ciencia, y más de una vez he tenido que discutir con colegas de otras disciplinas para mostrarles la maravilla que ha supuesto en el pasado y supone en la actualidad el progreso científico. He tratado los temas desde una perspectiva católica, porque es la que más me interesa y mejor conozco. Esto se nota especialmente en algunas cuestiones en las que aparecen citas del Magisterio de la Iglesia. Además, dentro de la muy amplia bibliografía sobre ciencia y religión, predomina claramente el ámbito anglosajón, en el que el catolicismo no es mayoritario, por lo cual me ha parecido especialmente interesante subrayar aspectos concretos relacionados con la religión católica. Pero me parece que la mayoría de las cuestiones son comunes a otras denominaciones cristianas o simplemente teístas, porque afectan por igual a aspectos básicos de todas las religiones monoteístas. Quiero expresar mi agradecimiento a Esperanza Melero, de EUNSA, por el interés que ha puesto en la edición del libro. La versión final debe mucho a Monika Bogdalska. Me convenció de cuál era el mejor formato para el libro, y después ha leído muy despacio cada una de las voces y ha hecho multitud de observaciones y sugerencias, con frecuencia de gran alcance. La mayoría de las veces las he seguido y me parece que, de este modo, el texto ha mejorado notablemente. El libro se publica con la ayuda de la Fundación Templeton, con la que mantengo estrecha colaboración desde el año 1994. Es justo reconocer la gran labor que esta fundación realiza en la tarea de poner de manifiesto la armonía existente entre la ciencia y la religión.
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1. La cumbre de la creación material • 2. Imagen de Dios • 3. Unidad y dualidad • 4. Alma y cuerpo • 5. Unidad de alma y cuerpo • 6. La espiritualidad del alma humana • 7. La inmortalidad del alma humana • 8. El alma humana, creada directamente por Dios • 9. La espiritualidad humana y la vida cristiana • lo. ¿Una cuestión de grado? • 11. Azar y plan divino • 12. La búsqueda científica del alma.
El hombre es un ser de la naturaleza pero, al mismo tiempo, la trasciende. Comparte con los demás seres naturales todo lo que se refiere a su ser material, pero se distingue de ellos porque posee unas dimensiones espirituales que le hacen ser una persona. De acuerdo con la experiencia, la doctrina cristiana afirma que en el hombre existe una dualidad de dimensiones, las materiales y las espirituales, en una unidad de ser, porque la persona humana es un único ser compuesto de cuerpo y alma. Además, afirma que el alma espiritual no muere y que está destinada a unirse de nuevo con su cuerpo al fin de los tiempos. Esta doctrina se encuentra en la base de toda la vida cristiana, que quedaría completamente desfigurada si se negara la espiritualidad humana.
i. La cumbre de la creación material A veces se dice que no puede establecerse un orden entre los seres naturales, como si unos fuesen más perfectos que otros. Una clasificación de este tipo sería «antropocéntrica», porque pretendería colocar al
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hombre en el primer lugar de la naturaleza, justificando el uso indiscriminado de los demás seres por parte del hombre. Sin embargo, y sin intentar justificar cualquier uso de la naturaleza, es evidente que la Iglesia describe una realidad cuando afirma que entre las criaturas existe una jerarquía que culmina en el hombre. «La jerarquía de las criaturas está expresada por el orden de los "seis días", que va de lo menos perfecto a lo más perfecto. Dios ama todas sus criaturas (cf. Sal 145, 9), cuida de cada una, incluso de los pajarillos. Pero Jesús dice: "Vosotros valéis más que muchos pajarillos" (Le 12, 6-7), o también: "¡Cuánto más vale un hombre que una oveja!" (Mt 12, 12)» 1. La Iglesia enseña que la creación material llega a su punto culminante en el hombre: «El hombre es la cumbre de la obra de la creación. El relato inspirado lo expresa distinguiendo netamente la creación del hombre y la de las otras criaturas (cf. Gn 1, 26)» 2. La creación material encuentra su sentido en el hombre, única criatura natural que es capaz de conocer y amar a Dios, y, de este modo, conseguir ser feliz. El mundo material hace posible la vida humana, y sirve de cauce para su desarrollo. Por eso, la Iglesia afirma que «Dios creó todo para el hombre (cf. Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 12, 1; 24, 3; 39, 1), pero el hombre fue creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación» 3. El hombre se encuentra por encima del resto de la naturaleza y puede dominarla, aunque debe ejercer ese dominio de acuerdo con los planes de Dios. El Papa Juan Pablo II afirmó: «Es algo manifiesto para todos, sin distinción de ideologías sobre la concepción del mundo, que el hombre, aunque pertenece al mundo visible, a la naturaleza, se diferencia de algún modo de esa misma naturaleza. En efecto, el mundo visible existe "para él" y el hombre "ejerce el dominio" sobre el mundo; aun cuando está "condicionado" de varios modos por la naturaleza, la "domina", gracias a lo que él es, a sus capacidades y facultades de orden espiritual, que lo diferencian del mundo natural. Son precisamente estas facultades las que constituyen al hombre. Sobre este punto, el libro del Génesis es extraordinariamente preciso: definiendo al hombre como
1. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 342. 2. Ibíd., n. 343. 3. lbíd., n. 358.
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"imagen de Dios", pone en evidencia aquello por lo que el hombre es hombre, aquello por lo que es un ser distinto de todas las demás criaturas del mundo visible» 4.
2. imagen de Dios Todas las criaturas reflejan, de alguna manera, las perfecciones divinas. Pero, entre los seres naturales, sólo el hombre participa del modo de ser propio de Dios: es un ser personal, inteligente y libre, capaz de amar. La Sagrada Escritura, al narrar la creación, lo pone de relieve diciendo que el hombre está hecho a imagen de Dios: «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó (Gn 1, 27). El hombre ocupa un lugar único en la creación: "está hecho a imagen de Dios"» 5. La imagen de Dios se da en el hombre independientemente del sexo, tal como se advierte en el relato inspirado donde se dice que la persona humana fue creada por Dios como hombre y como mujer. Que el hombre es imagen de Dios significa, ante todo, que es capaz de relacionarse con Él, que puede conocerle y amarle, que es amado por Dios como persona. «De todas las criaturas visibles sólo el hombre es "capaz de conocer y amar a su Creador" (Cone. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 12, 3); es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma" (ibíd., 24, 3); sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad» 6. Cuando se buscan los factores que distinguen al hombre de los demás seres naturales, éste es el fundamental: el hombre es capaz de relacionarse con Dios; sin duda, existen otras diferencias importantes, pero ninguna es tan profunda como ésta. El hombre es persona, no es simplemente una cosa. La persona tiene una dignidad única: nadie puede sustituirla en lo que es capaz de hacer como persona. Y sólo entre personas puede darse la amistad y el amor. «Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la 4. JUAN PABLO II, Audiencia general, L'uomo immagine di Dio, 6.XII.1978: Insegnarnenti di Giovanni Paolo II (Cittá del Vaticano: Libreria Eclitrice Vaticana), I (1978), 286. 5. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 355. 6. lbíd., n. 356.
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dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar» 7.
3. Unidad y dualidad Cuando intentamos comprender nuestro ser, tropezamos con una realidad innegable: que somos un solo ser, pero poseemos dimensiones diferentes. «El hombre es una unidad: es alguien que es uno consigo mismo. Pero en esta unidad se contiene una dualidad. La Sagrada Escritura presenta tanto la unidad (la persona) como la dualidad (el alma y el cuerpo)»s. La dualidad es real. No responde a una mentalidad dualista ya superada, de la cual se podría prescindir en la actualidad. Sin duda, la realidad se puede conceptualizar desde diferentes perspectivas, y puede suceder que unas fórmulas representen mejor que otras algunos aspectos. Pero nuestro ser posee a la vez dimensiones materiales y espirituales, y esta realidad no depende de las ideas de una época. En ocasiones, se afirma que el dualismo sería ajeno a la perspectiva de la Sagrada Escritura, que subraya la unidad de la persona humana. No puede olvidarse, sin embargo, que la misma Sagrada Escritura contiene claras afirmaciones acerca de la dualidad constitutiva del hombre. El Papa Juan Pablo II comenta al respecto: «Frecuentemente se subraya que la tradición bíblica pone de relieve sobre todo la unidad personal del hombre (...). La observación es exacta. Pero esto no impide que en la tradición bíblica también esté presente, a veces de modo muy claro, la dualidad del hombre. Esta tradición se refleja en las palabras de Cristo: No tengáis miedo de los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede hacer perecer el alma y el cuerpo en la Gehenna (Mt 10, 22). Las fuentes bíblicas autorizan a ver al hombre
7. Ibíd., n. 357. 8. JUAN PABLO II, Audiencia general, L'uomo, immagine di Dio, é un essere spirituale e corporale, 16.W1986: Insegnamenti di Giovanni Paolo II (Cittá del Vaticano: Libreria Editice Vaticana), IX, 1 (1986), 1039.
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como unidad personal y a la vez como dualidad de alma y cuerpo: y este concepto ha sido expresado en la entera Tradición y en la enseñanza de la Iglesia» 9. Cualquier explicación fidedigna debe respetar los datos seguros de la experiencia humana, que se refieren tanto a la unidad de la persona como a la dualidad de sus dimensiones básicas. Las dificultades para conceptualizar ambos aspectos a la vez indican que el hombre es un ser complejo, y nada se ganaría simplificando arbitrariamente el problema.
4. Alma y cuerpo Para expresar la dualidad constitutiva del ser humano, durante siglos se ha empleado una terminología ya clásica, según la cual el hombre está compuesto de alma y cuerpo. La Iglesia ha utilizado esta terminología en sus formulaciones, introduciendo a la vez las aclaraciones necesarias: por ejemplo, que alma y cuerpo no son substancias completas, y que el alma es forma substancial del cuerpo. Cuando la Iglesia habla de alma y cuerpo, se refiere a las dimensiones espirituales y materiales de la persona humana, que es un ser único; pero también subraya que el alma espiritual trasciende las dimensiones materiales y, por tanto, subsiste después de la muerte, cuando las condiciones materiales hacen imposible la permanencia de la persona en el estado que le corresponde en su vida terrena. Frente a los dualismos exagerados que minusvaloran la dignidad de lo material, la Iglesia siempre ha enseñado que «El cuerpo del hombre participa de la dignidad de la "imagen de Dios": es cuerpo humano precisamente porque está animado por el alma espiritual, y es toda la persona humana la que está destinada a ser, en el Cuerpo de Cristo, el Templo del Espíritu (cf. 1 Co 6, 19-20; 15, 44-45)» 1°. En la Sagrada Escritura, el término «alma» se utiliza con diferentes significados; a veces designa la vida humana, o toda la persona. «Pero designa también lo que hay de más íntimo en el hombre (cf. Mt 26, 38; Jn 12, 27) y de más valor en él (cf. Mt 10, 28; 2 M 6, 30), aquello por lo que es
9. Ibíd., pp. 1039-1040. 10. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 364.
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particularmente imagen de Dios: "alma" significa el principio espiritual en el hombre» 11. Éste es el sentido en que se habla del alma cuando se afirma que la persona humana se compone de alma y cuerpo. Sin duda, lo más importante es el contenido de la doctrina; las palabras con que se expresa pueden variar, siempre que se respete el contenido auténtico de la doctrina. Con respecto al alma humana, entre «lo que, en nombre de Cristo, enseña la Iglesia», se encuentra lo siguiente: «La Iglesia afirma la supervivencia y la subsistencia, después de la muerte, de un elemento espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera que subsiste el mismo "yo" humano. Para designar este elemento, la Iglesia emplea la palabra "alma", consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la Tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones, opina, sin embargo, que no se da razón alguna válida para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos» 12.
5. Unidad de alma y cuerpo El Concilio Vaticano II expresa la simultánea unidad y dualidad de la persona humana con una fórmula breve y lapidaria: corpore et anima unus: «Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, éstos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador»". La unidad de la persona humana siempre ha sido enunciada por la Iglesia, frente a los dualismos exagerados. En uno de los concilios ecuménicos, se utilizó la terminología aristotélica para subrayar precisamente que alma y cuerpo forman una única realidad: «La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar al alma como la «forma» del cuerpo (cf. Conc. de Vienne, año 1312: DS 902); es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son
11. Ibid., n. 363. 12. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Recentiores Episcoporum Synodi, sobre algunas cuestiones referentes a la escatología, 17.V.1979: AAS 71 (1979), pp. 939-943. 13. CoNcimo VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, n. 14.
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dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza» 14. En definitiva, «el hombre creado a imagen de Dios es un ser a la vez corporal y espiritual, o sea, un ser que por una parte está unido al mundo exterior y por otra lo trasciende: en cuanto espíritu, además de cuerpo es persona. Esta verdad sobre el hombre es objeto de nuestra fe, como también lo es la verdad bíblica sobre su constitución a "imagen y semejanza" de Dios; y es una verdad constantemente presentada, a lo largo de los siglos, por el Magisterio de la Iglesia» 5. La persona humana es una síntesis de lo material y lo espiritual: «... en su propia naturaleza une el mundo espiritual y el mundo material» 16. Una importante consecuencia de esta doctrina es que las dimensiones materiales son buenas y queridas por Dios: «La persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El relato bíblico expresa esta realidad con un lenguaje simbólico cuando afirma que Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente (Gn 2, 7). Por tanto, el hombre en su totalidad es querido por Dios» 17. El cuerpo es algo bueno, querido por Dios, y destinado a la vida eterna: «Por consiguiente, no es lícito al hombre despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y que ha de resucitar en el último día» 18.
6. La espiritualidad del alma humana En algunas épocas, la Iglesia ha debido subrayar la bondad del cuerpo, frente a quienes proponían un espiritualismo que condenaba como malo todo lo relacionado con lo material. En la actualidad, con frecuencia se debe hacer frente al extremo opuesto: un materialismo que desconoce las dimensiones espirituales y pretende reducir al hombre
14. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 365. 15. JUAN PABLO II, Audiencia general, L'nomo, immagine di Dio, é un essere spirituale e corporale, cit., 1038. 16. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 355. 17. lbíd., n. 362. 18. CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, n. 14.
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a las dimensiones materiales que pueden ser estudiadas mediante los métodos de las ciencias empíricas. En este contexto, el Papa Juan Pablo II ha subrayado que el hombre se parece más a Dios que a la naturaleza: «Son conocidas las numerosas tentativas que la ciencia ha hecho y continúa haciendo en varios ámbitos para demostrar los lazos del hombre con el mundo natural y su dependencia de él, a fin de insertarlo en la historia de la evolución de las diversas especies. Respetando tales investigaciones, no podemos limitarnos a ellas. Si analizamos al hombre en lo más profundo de su ser, vemos que se diferencia del mundo de la naturaleza más de cuanto se asemeja a ese mundo. En este sentido proceden también la antropología y la filosofía cuando intentan analizar y comprender la inteligencia, la libertad, la conciencia y la espiritualidad del hombre. El libro del Génesis parece salir al encuentro de todas estas experiencias de la ciencia y, hablando del hombre como "imagen de Dios", permite comprender que la respuesta al misterio de su humanidad no se encuentra en el camino de la semejanza con el mundo de la naturaleza. El hombre se parece más a Dios que a la naturaleza. En este sentido dice el salmo 82, 6: "Sois dioses", palabras que más tarde citará Jesús» 19. El Concilio Vaticano II enseña: «No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material y al considerarse algo más que una simple partícula de la naturaleza (...). En efecto, por su interioridad es superior al universo entero» 2o Citando este pasaje del Concilio, Juan Pablo II comenta: «He aquí cómo la misma verdad sobre la unidad y la dualidad (la complejidad) de la naturaleza humana puede ser expresada en un lenguaje más próximo a la mentalidad contemporánea» 21. La espiritualidad humana se encuentra ampliamente testimoniada por muchos e importantes aspectos de nuestra experiencia, a través de capacidades humanas que trascienden el nivel de la naturaleza material. En el nivel de la inteligencia, las capacidades de abstraer, de razonar, de argumentar, de reconocer la verdad y de enunciarla en un lenguaje. En el nivel de la voluntad, las capacidades de querer, de autodeterminarse
19. JUAN PABLO II, Audiencia general, L'uomo immagine di Dio, cit., 286. 20. CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, n. 14. 21. JUAN PABLO II, Audiencia general, L'uomo, immagine di Dio, é un essere spirituale e corporale, cit., 1041.
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libremente, de actuar en vistas a un fin conocido intelectualmente. Y en ambos niveles, la capacidad de autorreflexión, de modo que podemos conocer nuestros propios conocimientos (conocer que conocemos) y querer nuestros propios actos de querer (querer querer). Como consecuencia de estas capacidades, nuestro conocimiento se encuentra abierto hacia toda la realidad, sin límite (aunque los conocimientos particulares sean siempre limitados); nuestro querer tiende hacia el bien absoluto, y no se conforma con ningún bien limitado; y podemos descubrir el sentido de nuestra vida, e incluso darle libremente un sentido, proyectando el futuro. En nuestra época, el materialismo se presenta frecuentemente con un ropaje científico. Suele argumentar que todo lo humano se relaciona con lo material, y que el hombre es tan material como los demás seres naturales; sus características especiales se explicarían mediante la peculiar organización de los componentes materiales. Añade que la ciencia ya ha explicado muchos aspectos de la persona humana, y promete que, en el futuro, cada vez explicará mejor los restantes. Sin embargo, el materialismo es un reduccionismo ilegítimo; intenta explicar toda la realidad recurriendo sólo a los componentes materiales y a su funcionamiento, renunciando a cualquier pregunta de otro tipo: este reduccionismo carece de base e incluso va contra el rigor científico, porque no distingue los diferentes niveles de la realidad ni las perspectivas que deben adoptarse para conocerlos. En otras ocasiones, las críticas a la espiritualidad humana se basan en la posibilidad de construir máquinas que igualen, e incluso superen, las capacidades humanas. Sin duda, las máquinas nos pueden igualar y superar en muchos aspectos, pero carecen de la interioridad característica de la persona y de las capacidades relacionadas con esa interioridad (capacidad intelectual y argumentativa, conciencia personal y moral, capacidad de amar y ser amado, por ejemplo). Los intentos de equiparar las máquinas con las personas suelen incurrir en una falacia básica: exigen que se defina la persona humana en función de unas operaciones concretas que pueden ser imitadas por las máquinas.
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7. La inmortalidad del alma humana La Iglesia afirma, junto con la espiritualidad del alma humana, su inmortalidad: cuando el hombre muere, el alma espiritual continúa su existencia. La inmortalidad del alma humana ha sido afirmada en diferentes ocasiones por el Magisterio de la Iglesia 22, y el Concilio Vaticano II enseña: «Al afirmar, por tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más profunda de la realidad» 23. Es imposible imaginar el estado del alma humana separada del cuerpo, porque nuestra imaginación necesita datos sensibles que, en ese caso, no poseemos. Pero, por el mismo motivo, tampoco podemos imaginar a Dios, y esto no afecta en absoluto a su realidad: tenemos la capacidad de conocer las realidades espirituales, remontándonos por encima de las condiciones materiales. Aunque la fe cristiana da especial certeza a esta afirmación, podemos conocer la inmortalidad del alma a través de nuestra razón. Por una parte, porque si el alma es espiritual, trasciende las condiciones naturales y seguirá existiendo incluso cuando esas condiciones hagan imposible la vida humana en su estadio terrestre. Por otra parte, porque en esta vida la trayectoria moral de las personas no siempre encuentra la recompensa adecuada, y parece razonable que Dios, que es infinitamente justo, haga que acabe triunfando la justicia y que cada persona tenga lo que realmente le corresponde. Además, porque no es lógico que Dios ponga en el hombre unas ansias de felicidad e infinitud que luego no se puedan satisfacer. Y todo ello cobra especial fuerza cuando se advierte que el alma humana debe ser creada por Dios y que, por consiguiente, sólo podría dejar de existir si Dios la aniquilase, lo cual parece incoherente con el plan divino.
22. Cf. por ejemplo: CONCILIO LATERANENSE V, Bula Apostolici Regiminis, 19.XII.1513: DS 1440; Pío XII, Carta encíclica, Humani generis, 12 agosto 1950, n. 29: DS 3896; AAS, 42 (1950), p. 575. 23. CONCILIO VATICANO II, Constitución Gaudium et spes, n. 14.
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8. El alma humana, creada directamente por Dios La Iglesia afirma también que el alma humana es creada inmediatamente por Dios. El Papa Pío XII, a propósito de la aplicación de las teorías evolucionistas al hombre, advirtió que el cuerpo podía proceder de otros organismos, y señaló que, en cambio, «la fe católica nos obliga a mantener que las almas son creadas inmediatamente por Dios» 24. En el Credo del Pueblo de Dios, formulado por el Papa Pablo VI, se lee: «Creemos en un solo Dios (...) y también creador, en cada hombre, del alma espiritual e inmortal» 25. Con esta doctrina, el Magisterio de la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha salido al paso de diferentes errores, como el priscilianismo, el traducianismo y el emanacionismo. Los priscilianos, siguiendo a Orígenes, afirmaban que las almas tenían una existencia previa y que, como consecuencia de algún pecado, habían sido arrojadas a la existencia terrenal 26. Los traducianistas, queriendo explicar la transmisión del pecado original, afirmaban que el alma humana es engendrada por los padres 27. Según los emanacionistas, el alma humana es una parte de Dios 28. En nuestra época, a veces se habla de una emergencia de las características humanas, que provendrían, en definitiva, de la materia. Pero las dimensiones espirituales no se pueden reducir a un resultado de fuerzas y procesos materiales, porque se encuentran en un nivel superior al material. En esta línea, el Papa Juan Pablo II, recordando la enseñanza de Pío XII a propósito de la evolución, afirma: «La doctrina de la fe afirma invariablemente, en cambio, que el alma espiritual del hombre es creada directamente por Dios (...). El alma humana, de la cual depende en definitiva la humanidad del hombre, siendo espiritual, no puede emerger de la materia» 29.
24. Pío XII, Carta encíclia, Humani generis, n. 29: DS 3896; AAS, 42 (1950), p. 575. 25. PABLO VI, Solemne profesión de fe, 30.VI.1968, n. 8. Este texto, después de «inmortal», remite al Concilio ecuménico Lateranense V y a la encíclica Humani generis. 26. Cf. CONCILIO BRACARENSE I, ario 561: DS 455-456. 27. Cf. SAN ANASTASIO II, Epíst. Bonum atque iucundum ad episcopos Galliae, ario 498: DS 360-361. 28. CONCILIO DE TOLEDO, ario 400: Dz 31; SAN LEÓN IX, Epíst. Congratulamur vehementer a Pedro, obispo de Antioquía, 13.IV.1053: DS 685. 29. JUAN PABLO II, Audiencia general, L'uomo, immagine di Dio, é un essere spirituale e corporale, cit., 1041.
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El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. La "semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia" (Cone. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 18, 1; cf. 14, 2), su alma, no puede tener origen más que en Dios» 3°. Y, remitiendo a las enseñanzas del Concilio Lateranense V, de Pío XII y de Pablo VI, añade: «La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (cf. Pío XII, Enc. Humani generis, 1950: DS 3896; Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 8) —no es «producida» por los padres—, y que es inmortal (cf. Conc. V de Letrán, ario 1513: DS 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final» 31 La creación inmediata del alma humana no significa que otras realidades estén sustraidas a la acción divina, y tampoco significa un cambio por parte de Dios, que es inmutable. La acción divina se extiende a todo lo creado, pero en el caso del alma humana, el efecto de la acción divina posee un modo de ser que trasciende el ámbito de la naturaleza material. Y ese modo de ser, la espiritualidad, es lo más característico del hombre: lo que le hace persona, capaz de amar y de ser feliz, partícipe de la naturaleza divina, sujeto irrepetible e insustituible que es objeto directo del amor divino.
9. La espiritualidad humana y la vida cristiana La doctrina de la Iglesia sobre el alma humana no es algo meramente teórico; tiene importantes repercusiones en muchos aspectos de la vida cristiana. Por ejemplo, la vida moral no tendría sentido si no se admitiera la libertad, que supone la espiritualidad. De hecho, algunas confusiones doctrinales y prácticas arrancan de esa base: se niega la espiritualidad, se reduce la persona a los condicionamientos materiales (características genéticas, impulsos instintivos, condiciones físicas de vida), y se niega
30. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 33. 31. Ibíd., n. 366.
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que exista auténtica libertad; en consecuencia, el cristianismo se reduciría a la lucha por unas metas que pueden ser legítimas, pero que se refieren sólo a la vida terrena. La lucha por alcanzar la virtud y evitar el pecado no tendría sentido o, en el mejor caso, las nociones de virtud y pecado deberían reinterpretarse, alterando toda la enseñanza moral de la Iglesia. Si no se admitiese la inmortalidad del alma, tampoco tendría sentido la escatología intermedia, o sea, el estado de las almas después de la muerte y antes de la resurrección final. Sin embargo, la Iglesia ha definido solemnemente que el destino del alma queda decidido inmediatamente después de la muerte, yendo al cielo o al infierno, o en su caso, yendo al cielo después de la necesaria purificación. Tampoco tendrían sentido las oraciones de la liturgia de la Iglesia que se refieren a esa escatología intermedia, ni la intercesión de los santos (ni, por tanto, las beatificaciones y canonizaciones). Si se altera la doctrina sobre el alma, también se alteraría la doctrina sobre Jesucristo, que es Dios hecho hombre y, por tanto, asumió verdaderamente la humanidad, con cuerpo y alma, bajó a los infiernos después de su muerte, resucitó al tercer día, y está realmente presente en la Sagrada Eucaristía también con su alma humana.
io. ¿Una cuestión de grado? En su libro sobre el origen de las especies (1859), Charles Darwin apenas se refería al ser humano. En cambio, dedicó a este tema otro libro (1871), y afirmaba que la diferencia entre el hombre y los animales superiores es sólo una cuestión de grado: las características que consideramos especiales del hombre se darían también en los animales superiores, sólo que en un grado menor. En su primer libro de ensayos, publicado en 1977, Stephen Jay Gould, biólogo de la Universidad de Harvard y autor de libros que han tenido muy amplia audiencia, suscribía una cita de Sigmund Freud según la cual «la humanidad ha tenido que soportar en el transcurso del tiempo y de manos de la ciencia, dos grandes ultrajes contra su ingenuo amor por sí misma». El primero sería que la Tierra no es el centro del universo. «El segundo se produjo cuando la investigación biológica privó al hombre de su particular privilegio de haber sido especialmente crea-
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do, relegándole a descendiente del mundo animal» 32. Gould dedicaba un artículo a «demostrar» que no existe el alma humana, bajo el título «Una cuestión de grado». Ahí se podía leer: «... estamos tan atados a nuestra herencia filosófica y religiosa que seguimos buscando algún criterio de división estricta entre nuestras capacidades y las del chimpancé... Se han puesto a prueba multitud de criterios, y, uno tras otro, han fracasado. La única alternativa honrada es admitir la existencia de una estricta continuidad cualitativa entre nosotros y los chimpancés. Y ¿qué es lo que salimos perdiendo? Tan sólo un anticuado concepto del alma para ganar una visión más humilde, incluso exaltante, de nosotros mismos y nuestra unidad con la naturaleza» 33. Se podría replicar que la existencia de la ciencia y su enorme progreso son una clara prueba de la diferencia esencial entre el hombre y los animales. La ciencia moderna se basa en lo que Karl Popper denominaba la «capacidad argumentativa», que nos permite ir desde lo conocido en la experiencia hasta muchas realidades que sólo podemos conocer mediante razonamientos muy sofisticados, formulando modelos y poniéndolos a prueba mediante experimentos. Tenemos la capacidad de reconocer la evidencia, de comprobar cuándo un razonamiento es correcto, y todo ello se basa en la capacidad de autoconciencia y autorreflexión: no sólo conocemos, sino que conocemos que conocemos, somos capaces de reflexionar sobre nuestros conocimientos para ver si son verdaderos. Somos capaces de representarnos el mundo, incluidos nosotros mismos, como un objeto de conocimiento, y de razonar para investigar sus características. La capacidad argumentativa va unida a la existencia del peculiar lenguaje humano. Podríamos decir que en los animales se dan de algún modo estas capacidades, pero es forzoso reconocer que en el ser humano se dan de un modo único que nos sitúa por encima del resto de los seres naturales. Existe continuidad entre nosotros y los chimpancés, pero existe, al mismo tiempo, una diferencia esencial, y la ciencia es precisamente una de las mejores pruebas de ello. Dicho en otras palabras: la creatividad científica es una de las mejores pruebas de la singularidad humana. El asombroso progreso de las ciencias es posible porque poseemos unas capacidades muy especiales de lenguaje, de evidencia y razonamiento, de búsqueda y reconocimien-
32. Stephen Jay Goutn, Desde Darwin (Madrid: Hermann Blume, 1983), p. 15. 33. Ihíd., p. 53.
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to de la verdad, de someter a argumentación todo tipo de hipótesis, y todo ello se basa en la autoconciencia: la persona se conoce como sujeto diferente de todos los demás seres, se plantea el conocimiento de sí misma y del mundo, y es capaz de reconocer cuándo ha conseguido conocimientos auténticos. El ser humano carece de muchas capacidades que se encuentran en el mundo animal, pero a través de su inteligencia es capaz de conocer y dominar el resto del mundo viviente. Sin duda, existe continuidad entre el conocimiento animal y el humano, pero existen al mismo tiempo diferencias esenciales. Karl Popper solía decir que el método para progresar en el conocimiento es básicamente el mismo desde la ameba hasta Einstein: formular hipótesis y comprobar si funcionan; la diferencia estaría en que los animales, al poner a prueba sus hipótesis, mueren si esas hipótesis no funcionan, mientras que el ser humano es capaz de formular teorías para que, si no funcionan, nosotros sigamos viviendo y simplemente tengamos que cambiar de teorías. Esta observación es ingeniosa y corresponde en parte a la realidad, pero sólo en parte. El mismo Popper subrayaba que las capacidades lingüísticas y argumentativas se dan en el ser humano de modo único. Formamos parte del mundo natural, pero al mismo tiempo lo trascendemos.
11. Azary plan divino Gould insiste en que el ser humano no es la meta de la evolución, o el resultado de una evolución dirigida hacia su aparición en la Tierra. Gould presenta la evolución como un proceso en el cual desempeña un papel fundamental el azar. La evolución ha estado llena de elementos contingentes e impredecibles: «El hombre no apareció en la Tierra porque la teoría evolutiva prediga su presencia fundándose en axiomas de progreso y complejidad neural creciente. Los seres humanos surgieron, por contra, en virtud de un resultado fortuito y contingente de miles de acontecimientos trabados, cada uno de los cuales pudo haber tenido lugar de manera diferente y haber dirigido la historia hacia una senda alternativa que no hubiera conducido a la conciencia» 34.
34. 6., «La evolución de la vida en la Tierra», Investigación y Ciencia, n.2 219, diciembre 1994, 55.
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El cristianismo está totalmente de acuerdo en que nuestra existencia es contingente. La Iglesia católica enseña que Dios es libre al crear, también al crear el ser humano. Podíamos no haber existido. Incluso contando con que Dios ha querido que existamos, ese querer divino no tiene por qué traducirse en una evolución que se desarrolla necesariamente de modo determinista. El azar es real, porque en la naturaleza existen muchas líneas causales independientes y ninguna ley determina que deban cruzarse dos o más de ellas en un momento preciso. Pero para Dios no hay azar, porque Dios es la Causa Primera de todo lo que existe, y todo cae bajo su poder, también lo que sucede de modo azaroso, casual o contingente. Por tanto, podríamos no haber existido, pero eso no impide que seamos el objeto de un plan especial de Dios. El gran problema, en definitiva, es si somos objeto de un plan divino o hemos aparecido en la Tierra como simple resultado de leyes ciegas y del azar. Pero no se trata de extremos excluyentes. Para Dios, que es la Causa Primera que da el ser a todo lo que existe, y por tanto conoce todo perfectamente, no hay dificultad en que sus planes se realicen contando con las leyes naturales de las que Él mismo es autor, y con la intervención de lo que para nosotros es azar porque no podemos predecirlo. Aunque, evidentemente, no estaba pensando en el evolucionismo cuando escribió esto, Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, examinó en diversos pasajes de su obra si el plan y el gobierno divinos del mundo son compatibles con la contingencia y el azar, y concluyó, sin duda ninguna, en sentido afirmativo.
12.
La búsqueda científica del alma
Siendo una realidad espiritual, el alma humana no se puede encontrar utilizando los métodos de la ciencia natural, que se basan en experimentos sobre el mundo material. Sin embargo, científicos famosos incurren en la contradicción de desechar la existencia del alma humana porque no es asequible a los métodos científicos. Es el caso de Francis Crick, quien, junto con James Watson, recibió el Premio Nobel por su descubrimiento, en 1953, de la estructura en doble hélice del ADN. A sus 77 años, Crick publicó un libro sobre el cerebro y la consciencia, en el que mezcla interesantes perspectivas científicas con un materialismo antirreligioso que se presenta
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como muy relacionado con la ciencia, pero que, en realidad, nada tiene que ver con ella". Crick tituló su libro La búsqueda científica del alma_ Este título resume la intención del libro y explica por qué va a fracasar. En efecto, ¿cómo se podría encontrar el alma espiritual mediante los métodos científicos? Los experimentos deben tener resultados observables y repetibles. Por tanto, sólo permiten estudiar lo material. Sin embargo, Crick afirma que la ciencia puede juzgar el problema del alma. En los años 1950, algunos negaban la existencia del alma porque no aparece por ninguna parte, aunque se diseccione todo el cuerpo con un bisturí. En los años 1960, un astronauta ruso volvió del espacio diciendo que no hay Dios, porque no lo había visto por ninguna parte. En los años 1990, Crick dice que la ciencia del cerebro no encuentra el alma y, en cambio, encuentra neuronas y procesos neuronales por doquier. Cambia el escenario, pero se comete el mismo error. ¿Qué pensaríamos de alguien que va al fútbol y volviera defraudado, diciendo que los jugadores no han tocado la Novena sinfonía de Beethoven? Le diríamos que para oír a Beethoven hay que ir a un concierto, no a un campo de fútbol. Pues aquí sucede algo semejante. La ciencia nos proporciona conocimientos interesantísimos, pero nunca nos ha dicho ni nos dirá nada sobre las dimensiones espirituales de la realidad, y eso no significa que esas dimensiones no existan. En el prefacio, Crick escribe: «Este libro trata del misterio de la consciencia: cómo explicarla en términos científicos (...) lo que quiero saber es qué ocurre exactamente en mi cerebro cuando veo algo». Ese estudio es interesantísimo. No somos espíritus puros. Cuando pensamos, queremos, deseamos, imaginamos, algo sucede en nuestro cerebro, y probablemente en otros lugares de nuestro organismo. Cuando más avanza la ciencia, mejor conocemos la correlación entre lo físico y lo mental. Crick añade: «El mensaje del libro es que es el momento de pensar científicamente sobre la consciencia (y su relación, si la tiene, con la hipotética alma inmortal) y, lo que es más importante de todo, el momento de empezar el estudio experimental de la consciencia de un modo serio y deliberado». Pero, a lo largo del libro, Crick va a defender que el alma no existe. ¿Por qué?
35. Francis CRICK, La búsqueda científica del alma. Una revolucionaria hipótesis para el siglo )0II (Madrid: Debate, 1994), p. XI.
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El primer capítulo comienza con esta cita: «¿Qué es el alma? El alma es un ser vivo sin cuerpo, que dispone de razón y libre voluntad (Catecismo católico)». En nota a pie de página, Crick explica que eso fue lo que escuchó su esposa Odile, cuando era pequeña, a una vieja dama irlandesa que le enseriaba el catecismo. La cita induce a pensar que ésa es la doctrina católica, lo cual es falso. La doctrina oficial de la Iglesia, que se ha concretado a lo largo de dos mil arios en muchos concilios ecuménicos y en el magisterio de los papas, jamás ha dicho nada parecido. Y no es que no haya dicho nada sobre el alma: ha dicho muchas cosas. Por ejemplo, que el alma es «forma substancial» del cuerpo, lo cual significa que alma y cuerpo forman una sola cosa, una sola substancia, un solo ser. Crick propone su tesis de la no-existencia del alma humana como una «hipótesis revolucionaria». En sus propias palabras, «La hipótesis revolucionaria es que "Usted", sus alegrías y sus penas, sus recuerdos y sus ambiciones, su propio sentido de la identidad personal y su libre voluntad, no son más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas asociadas. Tal como lo habría dicho la Alicia de Lewis Carroll: "No eres más que un montón de neuronas". Esta hipótesis resulta tan ajena a las ideas de la mayoría de la gente actual que bien puede calificarse de revolucionaria». Pero, en realidad, no es una idea tan revolucionaria. Es el materialismo, tan viejo como la filosofía. Crick defiende el «enfoque reduccionista», es decir, que un sistema complejo pueda explicarse por el funcionamiento de sus partes y las interacciones entre ellas. Crick se pregunta dónde vamos a parar con el reduccionismo, o sea, si hay unas partes últimas a las que todo se reduce, y también contesta: «¿Dónde acaba ese proceso? Afortunadamente, hay un punto natural de parada, a la escala de los átomos químicos». Y luego hace un elogio del reduccionismo, afirmando que «el "reduccionismo" es el principal método teórico que ha guiado el desarrollo de la física, la química y la biología molecular. Es el principal responsable de los desarrollos espectaculares de la ciencia moderna. Es el único modo sensato de proceder hasta que (y a menos que) nos veamos obligados a afrontar una evidencia experimental incontestable que nos exija cambiar de actitud. No sirven aquí los argumentos filosóficos generales en contra del reduccionismo». Desde luego, el «reduccionismo metodológico» es útil en la ciencia: se estudian los componentes, se aíslan, se realizan experimentos en
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condiciones controladas, y así aprendemos muchas cosas que antes no sabíamos. Pero se trata sólo de un método, que tiene sus limitaciones. Muchas cosas no pueden ser conocidas así. Si existen realidades espirituales, como Dios y el alma, nunca llegaremos a ellas utilizando ese método, y eso no quiere decir que no existan. A veces se da un paso más y se adopta un «reduccionismo filosófico» según el cual sólo existe lo que puede someterse a estudio utilizando el método experimental propio de las ciencias. Pero eso ya es filosofía, no ciencia, y por cierto es mala filosofía, porque nada autoriza a negar la existencia de lo que no se pueda someter a un método particular, por importante que sea ese método. Crick tiene razón cuando dice que es maravilloso lo que descubre la ciencia sobre nuestro cerebro y nuestras neuronas. Pero si uno es materialista de verdad, si todo se reduce a las neuronas, si no somos más que «un montón de neuronas», ¿dónde irán a parar la libertad, la moralidad, la responsabilidad y todo este tipo de cosas? De hecho, Crick acaba el libro con un post scriptum dedicado a la libertad, y de sus palabras parece desprenderse que no somos realmente libres, aunque nos parezca que lo somos. No tiene sentido utilizar la ciencia natural para negar, en nombre del progreso científico, la diferencia esencial que existe entre el hombre y los demás seres de la naturaleza, alegando, por ejemplo, que el hombre tiene una constitución material semejante a otros seres y que las diferencias se deberían únicamente a la organización de los componentes materiales. Por el contrario, como se ha dicho, la ciencia natural proporciona una de las pruebas más convincentes acerca de las peculiaridades del hombre; en efecto, pone de manifiesto que el hombre, a diferencia de otros seres, posee unas capacidades creativas y argumentativas que resultan indispensables para plantear los problemas científicos, buscar soluciones, y poner a prueba su validez. El gran progreso científico y técnico de la época moderna ilustra las capacidades únicas de la persona humana, y no tendría sentido utilizarlo para negar lo que, en último término, hace posible la existencia de la ciencia.
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1. El sello divino • 2. El fin de la creación • 3. La perfección del mundo creado • 4. El gobierno divino del mundo • 5. El argumento teleológico • 6. El problema del mal • 7. Ciencia y finalidad • 8. Nuevas perspectivas • 9. La búsqueda del sentido.
Desde la antigüedad, el orden de la naturaleza ha proporcionado un camino para reconocer el poder y la sabiduría de Dios, y en la época moderna, este camino se ha ampliado gracias a los grandes progresos de las ciencias. La Iglesia enseña que podemos descubrir a Dios contemplando las cosas creadas. Ésta es la doctrina del Concilio Vaticano I, que recoge la enseñanza de San Pablo: «La misma santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas; porque lo invisible de Él, se ve, partiendo de la creación del mundo, entendido por medio de lo que ha sido hecho (Rm 1, 20)» 1. La doctrina cristiana nos invita a contemplar la grandeza y la bondad de Dios en sus criaturas. No rebaja a las criaturas para hacer sitio a Dios; por el contrario, son las perfecciones que Dios manifiesta a través de la creación lo que lleva a reconocerle como su Autor. Puede decirse que Dios ha puesto su firma, de mil maneras, en la creación, y que la naturaleza está sellada con un sello divino. Gran parte de la vida cristiana consiste en encontrar a Dios a través de las huellas que Dios ha dejado en la creación.
1. CONCILIO VATICANO I, Constución dogmática Dei Filius, capítulo 2: DS 3004.
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1. El sello divino
La afirmación del mundo creado como revelación de Dios creador se encuentra en la Sagrada Escritura, en los Santos Padres y en las enseñanzas de la Iglesia. El relato de la creación nos dice que Dios vio que todo lo que había creado era bueno (cf. Gn 1, 4.10.12.18.21.31). El libro de la Sabiduría reprocha a quienes han conocido las perfecciones de las criaturas y no han reconocido la grandeza de su creador (cf. Sb 13, 1-9; el v. 5 dice: «... pues de la grandeza y hermosura de las criaturas, por razonamiento, se llega a conocer a su Hacedor»). San Pablo escribe algo semejante a los romanos (cf. Rm 1, 19-20). Son muy abundantes los textos de los Santos Padres al respecto. En definitiva, se puede decir que el espíritu cristiano lleva a ver la mano de Dios en todo, comenzando por la naturaleza. El cristiano contempla el progreso científico y técnico como algo que ayuda a conocer y amar más a Dios, descubriéndole a través del sello que Él mismo ha dejado en la naturaleza. Esta doctrina, que ocupa un lugar importante en el cristianismo, ha sido presentada de un modo particularmente vivo en nuestra época a través del Opus Dei, ya que pertenece al núcleo de lo que San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, enseñó a lo largo de su vida. Así lo recordaba en Asia su primer sucesor al frente del Opus Dei, el siervo de Dios Alvaro del Portillo, cuando alguien le dijo que deseaba escuchar de sus labios una descripción del Opus Dei: «El Opus Dei no es más que un modo de buscar a Dios en las circunstancias normales de la vida, sin necesidad de huir del mundo, sabiendo que todas las cosas creadas llevan un sello divino. Me han dicho que vosotros, en lugar de firmar, muchas veces usáis un sello. Pues Dios tiene su sello característico, que ha puesto en todas las cosas. Y este sello hay que saber descubrirlo, viendo la huella de Dios en los demás hombres y también, aunque de otro modo, en los árboles, en los pájaros (...) Cada vez que contemplamos la naturaleza, tenemos que percibir ese sello divino y alabar a Dios, que ha creado cosas tan grandes y tan buenas (...) A esto empuja el Opus Dei: a ser contemplativos en medio del mundo, es decir, a ser personas que buscan encontrar a Dios en las circunstancias normales de la vida» 2. En otra ocasión, preguntaron a Don Alvaro cómo enseñar a cumplir la voluntad de Dios. En su respuesta, aconsejaba aprender a descubrir el
2. Tertulia en Taipeh (Taiwan), 7.11.1987.
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sentido divino de todas las cosas, y se refería de nuevo a la costumbre japonesa de utilizar un sello propio en lugar de la firma: «Dios nuestro Señor, como Creador universal, ha dejado el sello suyo en todas las cosas: en las materiales y en las espirituales. En todo está impreso el sello divino. La enseñanza de nuestro Padre (en referencia a San Josemaría Escrivá) es que tenemos que buscar ese sello: de este modo llegamos a Dios según el espíritu de la Obra, siendo contemplativos en medio de la calle» 3.
2. El fin de la creación La Iglesia enseña que el mundo ha sido creado para la gloria de Dios. Pero ¿qué signica esto? He aquí la explicación que proporciona el Catecismo de la Iglesia Católica: «Es una verdad fundamental que la Escritura y la Tradición no cesan de enseñar y de celebrar: "El mundo ha sido creado para la gloria de Dios" (Conc. Vaticano I: DS 3025). Dios ha creado todas las cosas, explica S. Buenaventura, "no para aumentar su gloria, sino para manifestarla y comunicarla" (sent. 2, 1, 2, 2, 1). Porque Dios no tiene otra razón para crear que su amor y su bondad: "Abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas" (Sto. Tomás de Aquino, sent. 2, prol.). Y el Concilio Vaticano I explica: "En su bondad y por su fuerza todopoderosa, no para aumentar su bienaventuranza, ni para adquirir su perfección, sino para manifestarla por los bienes que otorga a sus criaturas, el solo verdadero Dios, en su libérrimo designio, en el comienzo del tiempo, creó de la nada a la vez una y otra criatura, la espiritual y la corporal" (DS 3002)» 4. En efecto, Dios es la perfección infinita, y no puede adquirir perfecciones que no posea. Manifiesta su perfección dando el ser a las criaturas. La gloria de Dios y la perfección de las criaturas están estrechamente relacionadas. Dios crea para manifestar su perfección y su bondad; por tanto, quiere la perfección y la bondad de las criaturas: «El fin último de la creación es que Dios, "Creador de todos los seres, se hace por fin 'todo en todas las cosas' (1 Co 15, 28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad" (Conc. Vaticano II, Decr. Ad gentes, 2)» 5.
3. Tertulia en Ashiya (Japón), 18.11.1987. 4. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 293. 5. Ibíd., n. 294.
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La creación es, por tanto, principalmente participación de la criatura en el ser gratuitamente dado por el Creador. Al manifestarse el ser en sus modos diversos (las criaturas), a la vez que lo creado participa del ser de Dios, proclama su bondad y su perfección suprema en multitud de destellos, las perfecciones de las criaturas. De allí que la gloria de Dios y las perfecciones de las criaturas estén estrechamente relacionadas. Esta verdad se realiza de modo más pleno en el ser humano, que no sólo es (participa en el ser), sino que es una criatura racional y libre. Sus perfecciones espirituales son un reflejo más pleno y perfecto de la bondad y la perfección del Ser Divino. Por eso el hombre no sólo es la cumbre de la creación, sino también el que canta la alabanza y la gloria del Creador. Manifiesta la perfección de Dios, reconoce al Creador, y en ello encuentra su felicidad. Dios crea libremente por sabiduría y amor. No tenía necesidad de la creación, y ha creado para participar su perfección a las criaturas, especialmente a la criatura inteligente y libre, que es capaz de alcanzar la felicidad. El Catecismo de la Iglesia Católica profesa: «Creemos que Dios creó el mundo según su sabiduría (cf. Sb 9, 9). Éste no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Creemos que procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad (...) "¡Cuán numerosas son tus obras, Señor! Todas las has hecho con sabiduría" (Sal 104, 24)» 6.
3. La perfección del mundo creado El mundo refleja la perfección de su Creador. «Toda criatura posee su bondad y su perfección propias. Para cada una de las obras de los "seis días" se dice: "Y vio Dios que era bueno". «Por la condición misma de la creación, todas las cosas están dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden» (Cone. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 36, 2). Las distintas criaturas, queridas en su ser propio, reflejan, cada una a su manera, un rayo de la sabiduría y de la bondad infinitas de Dios» '.
6. Ibíd., n. 295. 7. Ibíd., n. 339.
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Dios ha creado un mundo ordenado y bueno. «Porque Dios crea con sabiduría, la creación está ordenada: "Tú todo lo dispusiste con medida, número y peso" (Sb 11, 20). Creada en y por el Verbo eterno (...) la creación está destinada, dirigida al hombre, imagen de Dios (cf. Gn 1, 26), llamado a una relación personal con Dios. Nuestra inteligencia, participando de la luz del Entendimiento divino, puede entender lo que Dios nos dice por su creación (cf. Sal 19, 2-5), ciertamente no sin gran esfuerzo y en un espíritu de humildad y de respeto ante el Creador y su obra (cf. Jb 42, 3). Salida de la bondad divina, la creación participa en esa bondad ("Y vio Dios que era bueno... muy bueno": Gn 1, 4.10.12.18.21.31). Porque la creación es querida por Dios como un don dirigido al hombre, como una herencia que le es destinada y confiada. La Iglesia ha debido, en repetidas ocasiones, defender la bondad de la creación, comprendida la del mundo material (cf. DS 286; 455-463; 800; 1333; 3002)» 8. El mundo está constituido por seres que poseen modos de ser muy diferentes. Existen en el mundo distintos tipos de cooperatividad entre las criaturas, porque unas necesitan de otras: la interdependencia de las criaturas es querida por Dios'. Y se puede hablar de una jerarquía de las criaturas u': «El hombre es la cumbre de la obra de la creación. El relato inspirado lo expresa distinguiendo netamente la creación del hombre y la de las otras criaturas (cf. Gn 1, 26)» 11 El universo posee una belleza que consiste en orden y armonía: «La belleza del universo, el orden y la armonía del mundo creado derivan de la diversidad de los seres y de las relaciones que entre ellos existen. El hombre las descubre progresivamente como leyes de la naturaleza que causan la admiración de los sabios. La belleza de la creación refleja la infinita belleza del creador» 12.
8. Ibíd., n. 299. 9. Cf. ibíd., n. 340, donde se subraya que «ninguna criatura se basta a sí misma» y que las criaturas «no existen sino en dependencia unas de otras, para complementarse y servirse mutuamente». También n. 344: «Existe una solidaridad entre todas las criaturas por el hecho de que todas tienen el mismo Creador y que todas están ordenadas a su gloria». 10. Ibíd., n. 342: «La jerarquía de las criaturas está expresada por el orden de los "seis días"». 11. Ibíd., n. 343. 12. Ibíd., n. 341.
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4. El gobierno divino del mundo La Iglesia enseña que Dios gobierna el mundo con su providencia ". Por una parte, porque las criaturas siempre necesitan de Dios: «Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término» 14. Además, Dios quiere que la creación atraviese por diversas fases, de modo que las criaturas cooperen para llegar hacia un estado final de perfección: «La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del creador. Fue creada "en estado de vía" (in statu viae) hacia una perfección última todavía por alcanzar» ". El gobierno divino no es siempre inmediato, sino haciendo participar activamente a las criaturas. Dios no necesita de las criaturas; podría producir cualquier efecto prescindiendo de sus causas naturales. Pero ordinariamente cuenta con esas causas, y se sirve de ellas para la realización de sus designios. «Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de las criaturas. Esto no es un signo de debilidad» 16: por el contrario, muestra la bondad de un Dios que otorga a sus criaturas la capacidad de colaborar en sus planes y perfeccionarse mediante esa colaboración. Es importante subrayar que «la divina providencia no excluye otras causas, sino que, más bien, las ordena para que se realice el orden establecido: y así las causas segundas no se oponen a la providencia, puesto que realizan el efecto de la providencia» ".
5. El argumento teleológico El orden del mundo, que se manifiesta en las leyes, los ritmos y ciclos de la naturaleza, en la interconexión de todo lo creado, y en la jerarquía de las criaturas que culmina en el hombre, muestra que la naturaleza responde a un plan y remite al gobierno divino. Existe finali-
13. 14. 15. 16. 17.
Cf. CONCILIO VATICANO I, Constitución dogmática Dei Filius, capítulo 1: DS 3003. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 301. Ibíd., n. 302. Ibíd., n. 306. SANTO TomÁs DE AQUINO, Suma contra gentiles, III, 96.
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dad en la naturaleza, porque existe perfección, racionalidad, medios que tienden hacia fines; y la finalidad supone una inteligencia responsable del plan racional. Como se trata de un orden que se extiende a toda la naturaleza y afecta al modo de ser de las criaturas, esa inteligencia debe pertenecer al Autor de la naturaleza, o sea, a Dios. Este argumento se denomina «argumento teleológico» (del griego: télos, fin). Ha sido formulado por muchos autores desde la antigüedad, y es el argumento más popular para llegar racionalmente a la existencia de Dios. En la Sagrada Escritura y en la Tradición se encuentran muchas alusiones al orden de la naturaleza que remite a su Creador. Santo Tomás de Aquino expuso este argumento en diferentes pasajes de sus obras, siendo especialmente importante, por su precisión y elegancia, la formulación conocida como la quinta vía para probar la existencia de Dios: «La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que algunas cosas que carecen de conocimiento, concretamente los cuerpos naturales, obran por un fin: lo cual se pone de manifiesto porque siempre o muy frecuentemente obran de la misma manera para conseguir lo mejor; de donde es patente que llegan al fin no por azar, sino intencionadamente. Pero los seres que no tienen conocimiento no tienden al fin sino dirigidos por algún ser cognoscente e inteligente, como la flecha es dirigida por el arquero. Luego existe un ser inteligente por el cual todas las cosas naturales se ordenan al fin: y a este ser le llamamos Dios» 18. Al igual que los demás argumentos para probar la existencia de Dios, no se trata de una demostración, por así decirlo, automática o impersonal, que necesariamente deba convencer a cualquiera. Es un argumento racional y válido, que de hecho ayuda a muchas personas a admitir la existencia de un Dios personal creador, pero en este terreno que tiene tantas y tan importantes consecuencias que comprometen la propia vida, la rectitud moral del sujeto desempeña un papel importante. El argumento teleológico lleva a Dios como ser inteligente y, por tanto, personal; en efecto, destaca la existencia de un plan (la providencia), lo cual es propio de los seres inteligentes: precisamente muestra que el comportamiento de los seres que carecen de inteligencia exige un plan inteligente. Y conduce hasta el Dios creador, porque lleva hasta
18. ío., Suma teológica, I, 2, 3 c.
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Dios como autor de la naturaleza y de las tendencias de los seres naturales. Por tanto, el argumento subraya también la trascendencia divina: Dios es distinto del mundo, aunque a la vez actúa en el interior de todas las criaturas. Este argumento subraya la existencia de fines que son bienes: afirma que los cuerpos naturales actúan de modo que consiguen lo óptimo, lo mejor. Por tanto, el argumento sólo tiene sentido si tenemos una idea de lo que es bueno en la naturaleza, y esto no siempre es fácil. Sin embargo, las dificultades desaparecen cuando se reconoce que el hombre se encuentra en el centro de la naturaleza: entonces se advierte que la vida humana tiene sentido por sí misma y todo lo demás tiene sentido en función de la existencia humana. Esto no significa que cada suceso de la naturaleza deba ser beneficioso para las personas humanas, sino que los demás ámbitos de la naturaleza encuentran su sentido como condiciones de posibilidad de la vida humana, aunque muchas de sus manifestaciones no tengan una relación directa con nosotros, o nosotros no la conozcamos.
6. El problema del mal Cualquier prueba de la existencia de Dios debe afrontar el problema del mal, pero esto es especialmente cierto en el caso del argumento teleológico, basado en el orden y la perfección del universo: ¿cómo se puede compaginar la perfección de un Dios todopoderoso con la existencia del mal? El problema es real. Más aún: es uno de los problemas más profundos que se nos plantean, y afecta a la vida de todas las personas, a veces de modo dramático. El primer paso para afrontarlo seriamente consiste en advertir su gravedad. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta (...) No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal» 19.
19. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 309.
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La existencia del mal físico se comprende, porque «en su sabiduría infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo "en estado de bondad y vía" hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección (cf Sto. Tomás de Aquino, Suma contra gentiles, III, 71)» 2°. En último término, el único mal propiamente dicho es el mal moral, sea, el pecado; y el pecado es fruto del mal uso de la libertad, que Dios o nos ha dado para que podamos colaborar en la realización de nuestro fin 21. El mal físico es sólo un mal relativo, porque se puede convertir en bien espiritual. Por otra parte, la doctrina cristiana enseña que Dios colocó originalmente al hombre en un estado privilegiado, y que el hombre perdió ese estado por su culpa. A todo ello se añade que Dios permite el mal con vistas a bienes mayores, o sea, para salvaguardar bienes mayores o porque incluso del mal puede sacar bienes: Todo coopera al bien de los que aman a Dios 22. No podemos pretender un conocimiento perfecto de los planes de Dios: «Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios "cara a cara" (1 Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf. Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra» 23. Sin embargo, podemos comprender que la existencia del mal no se opone a la providencia divina, sino que desempeña en ella una importante función.
20. Ibíd., n. 310. 21. Cf. ibíd., n. 311. 22. Rm 7, 28. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 312: «Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas». 23. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 314.
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7. Ciencia y finalidad A veces se afirma que las ciencias naturales no utilizan el concepto de finalidad, y que las explicaciones científicas harían innecesario recurrir a Dios para explicar el orden de la naturaleza. Este problema surge sobre todo en el siglo XVII. Cuando la ciencia experimental moderna nació sistemáticamente en el siglo XVII, se criticó la finalidad natural, calificándola como un concepto inútil para la ciencia física; esa crítica tenía su parte de razón, porque la nueva física matemática no utilizaba la finalidad, al menos de modo expreso. En el siglo XIX, la crítica se extendía al ámbito de los vivientes, porque la evolución parecía explicar su origen por medio de procesos naturales. Una de las principales objeciones que se plantean al argumento teleológico en nombre de la ciencia es la que proviene de la evolución. Se dice que el orden de la naturaleza ha aparecido como resultado de un largo proceso de evolución, en el que se han producido accidentalmente muchos resultados y sólo han sobrevivido los mejor adaptados: así se explicaría que la naturaleza parezca funcionar como si existiese finalidad, aunque en realidad no existiría fi nalidad alguna y todo habría sido producido por fuerzas ciegas. Se añade que, de hecho, la mayoría de los vivientes han desaparecido, y los que existen ahora no son el resultado de un plan sino de adaptaciones oportunistas. Y, además, se subraya que el origen de los cambios evolutivos se encuentra en variaciones que suceden al azar y son impredecibles: por tanto, se concluye, la evolución no tiene una dirección definida ni responde a un plan. Sin embargo, aunque se admita la existencia de la evolución y de los mecanismos mencionados (variaciones al azar y selección natural), esos procesos sólo serían incompatibles con la existencia de un plan divino si se piensa que ese plan debería conducir a resultados perfectos, siempre progresivos, sin dejar lugar al azar ni a la imperfección. Pero nada obliga a pensar que el plan divino proceda de ese modo; por el contrario, es razonable pensar que, si Dios quiere que las criaturas colaboren en la realización de sus designios, existirán imperfecciones, oportunismos y extinciones. Por otra parte, para Dios no existe el azar, porque todo está sometido a su poder y conoce perfectamente todos los procesos y sus efectos. Pero esto no significa que el plan divino imponga un mismo tipo de necesidad a todo lo creado. El mundo es contingente, porque Dios podía no
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haberlo creado o haber creado otro mundo diferente, y también porque muchos procesos no responden a una ley necesaria: pueden producirse o no producirse en función de circunstancias cambiantes. Aunque se admita que la evolución no tiene una dirección necesaria, esto no pone límites al poder de Dios ni a la realización de sus planes, y tampoco significa que el argumento teleológico carezca de validez. En efecto, la evolución supone, en cualquier caso, la actualización de unas potencialidades que estaban presentes desde el principio, y de tal manera que, en cada estadio de la evolución, se producen nuevas potencialidades, se abren nuevos cauces que permiten la aparición de seres que poseen una organización cada vez más compleja. El proceso de la evolución en su conjunto aparece como el despliegue contingente de una información muy sofisticada que se va integrando en sucesivos escalones de organización hasta llegar al organismo humano. En definitiva, quien admita la evolución debe admitir también las condiciones que la hacen posible, y estas condiciones son plenamente coherentes con el argumento teleológico, porque suponen una actividad inconsciente que conduce a resultados enormemente sofisticados. La actividad de las criaturas no sustituye a la acción divina; por el contrario, remite a ella como a su necesario fundamento y explicación radical.
8. Nuevas perspectivas Desde el siglo XX se ha producido una nueva situación. El gran progreso de las ciencias ha llevado hacia otra cosmovisión. Por vez primera en la historia disponemos de una cosmovisión científica que es unitaria, completa y rigurosa: se extiende a todos los ámbitos de la naturaleza y los relaciona entre sí, aunque, sin duda, nuestro conocimiento siga siendo muy parcial y tropiece continuamente con enigmas. La nueva cosmovisión se basa en la autoorganización. En ella ocupan un puesto central algunos conceptos muy relacionados con el orden y con la finalidad, tales como los conceptos de pauta, sistema, direccionalidad, cooperatividad, organización e información. La autoorganización de la materia puede conducir a la aparición, en diferentes niveles, de auténticas novedades. Supone cooperatividad, y permite contemplar la naturaleza como el despliegue de unas virtualidades en niveles de progresiva complejidad, en cada uno de los cuales se abren nuevas virtualidades.
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Puede decirse que el progreso científico amplía la base del argumento teleológico, porque pone de manifiesto muchos aspectos del orden natural que antes eran desconocidos y muestra el carácter altamente sofisticado de la naturaleza. Por ejemplo, si pudiésemos contemplar los procesos que se realizan continuamente en los vivientes a nivel molecular, quedaríamos asombrados ante su complejidad, cooperatividad y organización. La información genética, que se encuentra en los núcleos de todas las células, contiene instrucciones que guían el desarrollo y el funcionamiento de cualquier organismo: se trata de un plan que abarca una compleja coordinación de fines y medios, y ese plan se encuentra materializado en estructuras físicas. A la luz del progreso científico, el orden de la naturaleza muestra la existencia de una racionalidad todavía más sutil de lo que aparece ante la experiencia ordinaria. Desde esta perspectiva se puede comprender incluso que, si Dios ha querido que el organismo humano apareciera mediante causas naturales, es posible que haya debido existir para ello una evolución cósmica de miles de millones de años, a lo largo de la cual se ha producido una enorme cantidad de estrellas y, finalmente, nuestro sistema solar con las características tan especiales de la Tierra, que hacen posible la vida humana. En la naturaleza existe finalidad, e incluso quienes la niegan acaban introduciendo otros términos equivalentes y hablan, por ejemplo, de teleonomía. Nuestra existencia supone la existencia de muchas situaciones estables que implican cauces, direcciones privilegiadas y, por tanto, direccionalidad y finalidad. La naturaleza está repleta de tendencias hacia metas específicas, y de virtualidades que pueden conducir hacia nuevos resultados. Sin embargo, los tipos básicos de resultados posibles no son muchos. Es como si existiera en la naturaleza un lenguaje que permite la construcción de un enorme número de palabras, frases, párrafos, etc.: existe un amplio margen de creatividad, pero siempre dentro de las posibilidades del alfabeto y de las reglas del lenguaje; y la existencia de un lenguaje de ese tipo remite a un plan inteligente.
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g. La búsqueda del sentido Un aspecto clave de nuestra existencia es la búsqueda de sentido. Hasta las situaciones más desagradables se hacen llevaderas si les encontramos un sentido. La filosofía, en el plano natural, y la teología, en el sobrenatural, se ocupan de la búsqueda del sentido de la vida. La perspectiva teleológica es un puente entre el conocimiento científico, por una parte, y la búsqueda del sentido, por otra. En efecto, se basa en los descubrimientos de las ciencias, y los integra dentro de las perspectivas más amplias de la filosofía y la teología. A veces se critica la perspectiva teleológica como ilegítima; se dice que los seres naturales no son inteligentes y que, por lo tanto, no pueden actuar con una finalidad: la atribución de finalidad a la naturaleza sería un antropomorfismo. Sin embargo, este modo de argumentar no respeta los hechos: si existe finalidad en la naturaleza, como de hecho existe, se deberá buscar la explicación de esa finalidad en una inteligencia que gobierne la naturaleza. En otras ocasiones se dice que la finalidad natural es algo imposible, porque significaría que un futuro que todavía no existe influye en las acciones presentes. Pero los nuevos conocimientos científicos permiten comprender cómo puede existir en la naturaleza una previsión de futuro: por medio de información almacenada en estructuras materiales. La información genética que poseen los vivientes es un caso patente. Llevando nuestras reflexiones hasta el final, la finalidad quiere decir que existe un plan divino, un plan racional que no excluye la acción de las causas naturales ni su creatividad: por el contrario, Dios mismo es su fundamento. La existencia de un plan divino es compatible con la creatividad de la naturaleza y con la aparición de auténticas novedades. El plan divino no significa un determinismo rígido. Como Causa Primera de todo lo que existe y de sus leyes, Dios puede gobernar el mundo contando con la contingencia y el azar. Desde luego, el argumento teleológico no nos permite conocer el plan divino en todo su detalle: solamente concluye que ese plan existe y que, por tanto, nuestra vida no es producto del azar, sino que tiene un sentido puesto por Dios. De ahí concluimos que nuestra vida responde a un plan de amor y está hecha para amar, porque Dios es la perfección absoluta y crea para desparramar en nosotros sus perfecciones. Debemos buscar manifestaciones más concretas del plan divino por otros
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caminos. Muchos aspectos del plan divino son incognoscibles, incluso cuando se cuenta con la luz de la fe. La fuerza del argumento teleológico quedaría tergiversada si se pensara que afirmar la existencia del gobierno divino equivale a conocer cuál es el plan de Dios en cada caso concreto. La teleología desempeña un papel importante para conseguir una perspectiva que armonice las ciencias y las humanidades, el método analítico que busca el conocimiento de los detalles y el método sintético que busca la visión de conjunto. Se trata de uno de los mayores problemas de nuestra época, marcada fuertemente por las ciencias. El progreso científico permite advertir cada vez mejor la armonía y el orden de la naturaleza, y por tanto, su racionalidad. La naturaleza aparece como el despliegue de una especie de inteligencia inconsciente que remite al plan de una inteligencia consciente y personal: al gobierno divino. Otras metáforas ilustran diferentes aspectos de la misma situación. Se puede hablar, por ejemplo, del libro de la naturaleza, que admite varias lecturas que son diferentes pero complementarias, según la perspectiva que se adopte. Y la naturaleza aparece también como una sinfonía inacabada que, si bien posee un notable grado de perfección, ha sido encomendada por Dios al hombre para que, con su trabajo y su solicitud, colabore en una tarea de sucesivo perfeccionamiento que acabará, de un modo un tanto misterioso pero real, en el destino que a la naturaleza le espera en la vida futura. Puede resultar también significativo que el despliegue de la autoorganización y la información de la naturaleza se realiza a través de la historia, ya que el Dios cristiano es el Dios de la historia y se manifiesta a través de ella. La ciencia proporciona un mejor conocimiento del orden natural, que se muestra en una compleja autoorganización que remite a la racionalidad del cosmos. Las reflexiones filosófica y teológica permiten integrar esta visión con la excelencia de la vida humana (culmen de la creación del mundo natural), que además va de acuerdo con el fin supremo de toda la creación que es la gloria de Dios. San Irineo dijo que «la gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios» 24.
24. SAN TRINEO DE LYON, Adversus haereses 4, 20, 7. En: Sources Chrétiennes n.2 100 (Paris: Éditions du Cerf, 1965), p. 648.
CIENCIA Y CONOCIMIENTO ORDINARIO
La ciencia como sentido común en grande • 3. Verdad y certeza • 4. Experimentación y experiencia • 5. Las fuentes del conocimiento • 6. Cinco sentidos de la inducción • 7. La ciencia como sentido común ilustrado •
1. Conocimiento demostrado •
2.
8. Conocimientos complementarios.
Aristóteles comienza su Metafísica señalando que «todos los hombres desean por naturaleza saber» Veinticuatro siglos después, en su encíclica Fides et ratio, el Papa Juan Pablo II ha repetido estas palabras y ha añadido que «Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad», que «el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre», e incluso que «se puede definir al hombre como aquel que busca la verdad» 2.
1.
Conocimiento demostrado
En la mayoría de los casos, para responder a nuestros interrogantes no bastan los datos proporcionados por la experiencia ordinaria. Es preciso razonar, relacionar datos, extraer consecuencias. Hemos de combinar la información que nos aportan los sentidos con el razonamiento que nos lleva más allá de lo que se puede observar directamente. Desde
1. ARISTÓTELES, Metafísica, I, 1, 980 a 21 (edición de V. García Yebra, Madrid: Gredos, 2.2 ed. rey. 1987, p. 2). 2. JUAN PABLO II, Carta encíclica Fides et ratio, párrafo inicial y nn. 3, 25, 28 y 33.
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la antigüedad al tipo de conocimiento que nos lleva más allá de la experiencia ordinaria se ha denominado ciencia. En este sentido, ciencia significa conocimiento demostrado, porque utiliza razonamientos, pruebas, demostraciones, que nos permiten obtener conclusiones a las que no podríamos llegar de otro modo. Existen muchos tipos de demostraciones. La ciencia que estudia las diferentes maneras mediante las cuales podemos obtener conclusiones a partir de unas determinadas premisas se denomina lógica. Se dice que es una ciencia formal, porque, a diferencia de otras ciencias que estudian realidades que existen fuera de nuestra mente (la física o la biología estudian el mundo natural, por ejemplo), la lógica estudia procesos de nuestro pensamiento, inferencias lógicas, modalidades de la demostración, que no existen fuera de nuestro pensamiento, aunque sirven para estudiar lo que existe fuera de nuestra mente, e incluso nuestra mente misma. Las demostraciones, no obstante, siempre tienen límites. No todo se puede demostrar. Incluso, hoy día, lo que está de moda es decir que nada se puede demostrar completamente. En sentido riguroso, si tomamos las cosas al pie de la letra, eso es cierto. Toda demostración tiene que apoyarse en unos supuestos que se aceptan. Para demostrar esos supuestos, tendremos que recurrir a otros supuestos. Y así sucesivamente. Desde la antigüedad se ha sabido y se ha dicho que el principio de las demostraciones no se puede demostrar. De ahí, algunos concluyen que es verdadero el falibilismo, según el cual nunca podemos alcanzar certeza en nuestro conocimiento. Es verdad que siempre nos podemos equivocar, y en ese sentido somos falibles. Pero también es verdad que podemos alcanzar grados razonables de certeza. Y en este punto desempeña un papel importante el conocimiento ordinario. La ciencia se basa en el conocimiento ordinario, en el cual existen muchas evidencias. Una evidencia es una verdad que no se puede demostrar, pero es cierta: no necesita ser demostrada. Un tipo de evidencia es que yo existo. Yo no puedo demostrar por puro razonamiento lógico que yo existo; sin embargo, lo puedo mostrar de modo que quien lo niegue actuará poco razonablemente. La ciencia se basa en el conocimiento ordinario, pero a la vez lo supera y a veces lo corrige. Vamos a examinar las relaciones entre ciencia y conocimiento ordinario tomando pie de las ideas de Karl Popper, uno de los filósofos de la ciencia más influyentes del siglo XX.
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2.
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La ciencia como sentido común en grande
Según Popper, existe una semejanza entre el conocimiento ordinario y el científico. En el Prefacio de 1959 a la primera edición en inglés de su obra clásica, La lógica de la investigación científica, Popper subrayó que no existe diferencia esencial entre ambos tipos de conocimiento, ni entre la ciencia y la filosofía. Solamente reconoce un único método general común a toda discusión racional: «... me refiero al de enunciar claramente los propios problemas y de examinar críticamente las diversas soluciones propuestas». El término críticamente es clave. Popper lo utiliza «con objeto de subrayar que hago equivalentes la actitud racional y la actitud crítica. Aludo a que siempre que proponemos una solución a un problema deberíamos esforzarnos todo lo que pudiésemos por echar abajo nuestra solución, en lugar de defenderla». Según Popper, «el conocimiento científico no es sino un desarrollo del ordinario o de sentido común». Al mismo tiempo, sostiene que el problema central de la epistemología es el del aumento del conocimiento, añadiendo que «el mejor modo de estudiar el aumento del conocimiento es estudiar el del conocimiento científico», ya que «el conocimiento científico se puede estudiar más fácilmente que el conocimiento de sentido común: pues es algo así como el conocimiento de sentido común, en grande; sus problemas son los de éste, pero ampliados (...) Y, puesto que tenemos muchos informes detallados de las discusiones concernientes al problema de si habría que aceptar teorías tales como la de Newton, la de Maxwell o la de Einstein, podemos mirar estas discusiones como si fuese a través de un microscopio que nos permitiera estudiar en detalle, y de un modo objetivo, algunos de los problemas más importantes de la "creencia razonable"» 3. Estas afirmaciones de Popper son típicas de su estilo. Era un maestro en el arte de formular problemas de modo agudo y brillante, yendo a lo esencial. Escribió que «toda buena ciencia, y toda buena filosofía, consisten en afortunadas super-simplificaciones, o si se prefiere el térmi-
3. Karl R. POPPER, La lógica de la investigación científica (Madrid: Tecnos, 1977), pp. 16-22. Las cursivas son del original. He cambiado una frase que no está bien traducida: donde el original inglés dice «scientific knowledge can be more easily studied than common-sense knowledge», la versión castellana (por lo demás, buena) dice: «el conocimiento científico es el resultado del aumento del de sentido común».
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no, idealizaciones», añadiendo que esto es «un principio importante» 4 . Es verdad, pero con una precaución: debemos saber qué es lo que dejamos de lado, y debemos limitar nuestras afirmaciones a los aspectos capturados por nuestras simplificaciones, idealizaciones o modelos. En nuestro caso, Popper sobrepasa esos límites. Ciertamente el conocimiento ordinario y el científico tienen mucho en común. En ambos casos se utilizan los mismos recursos básicos: la experiencia y el razonamiento. En ambos casos se trata de conocimiento en el que usamos la razón y la experiencia para conseguir conocimiento verdadero. Pero Popper va más allá. Al identificar los dos conocimientos Popper piensa que todo tipo de conocimiento, sea ordinario o científico, procede por el método de ensayo y eliminación de error. El único método para adquirir conocimiento nuevo, para progresar en nuestro conocimiento, sería el método hipotético-deductivo, que consiste en formular hipótesis (ensayo) y evaluarlas sometiendo sus consecuencias a experimentación, para desechar de la hipótesis lo que no vaya de acuerdo con los resultados de los experimentos (eliminación de error). La propuesta de Popper es muy interesante pero tiene sus carencias. Este método nunca lleva a conseguir certeza, porque, como Popper subrayó con gran fuerza, existe una asimetría lógica entre verificación y falsación: aunque verifiquemos muchas consecuencias, no podemos estar seguros de que no aparecerá una nueva consecuencia contraria a la teoría; en cambio, un solo contra-ejemplo basta para mostrar que hay algo falso en la teoría. Sobre esa base, Popper afirmaba que sólo podemos progresar buscando falsaciones, con vistas a limitar errores de nuestras teorías, pero nunca podremos comprobar con certeza que una teoría sea verdadera. Además, Popper identifica este método con la actitud racional o actitud crítica, que nunca da nada por definitivamente cierto o establecido y siempre busca contraejemplos. Éste sería el método de la ciencia y, de algún modo, el de cualquier tipo de conocimiento, también del conocimiento ordinario. Todo conocimiento sería esencialmente conjetural, provisional, falible. Sin duda, empleamos con mucha frecuencia el método hipotéticodeductivo y la actitud crítica, tanto en la ciencia como en el conocimiento ordinario. Pero no deberíamos limitar el conocimiento ordinario ni la
4. ÍD., «Replies to my Critics», en: P.A. SCHILPP (ed.), The Philosophy of Karl Popper (La Salle, Illinois: Open Court, 1974), p. 976.
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ciencia a ese aspecto, por importante que sea. La evidencia desempeña un papel importante en todo conocimiento, y es un aspecto que Popper, y quienes le siguen en estas ideas, no suele considerar. Además, no parece posible identificar la ciencia y el conocimiento ordinario. Existen diferencias notables entre ambos. En la ciencia utilizamos el conocimiento ordinario, pero además tenemos que construir conceptos y teorías que se puedan someter a control experimental: por este motivo, los conceptos denominados magnitudes desempeñan un papel central en la ciencia. Las magnitudes se definen matemáticamente, y permiten utilizar las matemáticas en las teorías científicas. En el conocimiento ordinario también utilizamos conceptos cuantitativos, pero sólo en la medida en que tienen que ver con la experiencia ordinaria, y normalmente no los usamos con demasiada precisión. No parece correcto describir la ciencia como conocimiento ordinario en grande. Desde la antigüedad existieron fragmentos de ciencia en sentido moderno, pero esa ciencia no llegó a ser una empresa autosostenida hasta que, en el siglo XVII, se llegó a una perspectiva muy especial, en la que se combinan las matemáticas con la experimentación. Ese método condujo inmediatamente a conclusiones que colisionaban con el conocimiento ordinario de «sentido común», por ejemplo al afirmar que la Tierra no está quieta sino que gira alrededor del Sol. Los partidarios del geocentrismo invocaban a su favor la experiencia ordinaria, que parece mostrar claramente que la Tierra está quieta, y consideraban el heliocentrismo como una teoría absurda y errónea. Copérnico temía que sus contemporáneos le tomaran por loco, y Galileo también. El ulterior progreso de la física, y después de la química y otras disciplinas científicas, llevó a formular teorías muy complejas que exigen mucho estudio para ser entendidas. La imagen del mundo proporcionada por el conocimiento ordinario viene sustituida por una especie de «ontología de segundo orden», cuyas ideas muchas veces se apartan del «sentido común». Por tanto, no parece adecuado decir que el mejor modo de estudiar el conocimiento humano es estudiar el conocimiento científico. La metodología de Popper es útil para describir algunos aspectos del conocimiento, pero deja fuera aspectos tan importantes como la evidencia, la certeza, la verificación, la demostración, de gran significación en el conocimiento humano. ¿A qué se debe esto? Probablemente se deba a que Popper, como muchos otros autores (es parte de la cultura occidental actual), rechaza el racionalismo y el empirismo clásicos, pero no rechaza sus fundamentos últimos. Veámoslo.
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3. Verdad y certeza Descartes adoptó un planteamiento que se hizo general en Occidente, a saber, que no se puede considerar como cierto algo que no esté completamente demostrado, con una demostración lógica perfecta. Pero como ya se ha dicho, esto es imposible de conseguir: junto con la lógica necesitamos usar el sentido de la evidencia, también de la evidencia proporcionada por los sentidos. Si queremos demostrar absolutamente todo usando pruebas puramente intelectuales, llegaremos a la conclusión de que la certeza es imposible. Ésta es la conclusión a la que ha llegado nuestra época «postmoderna», que sigue admitiendo el planteamiento de Descartes llevándolo hasta sus últimas consecuencias. ¿Existe una salida de este laberinto? Sí, pero para encontrarla hay que renunciar al planteamiento de Descartes y de la modernidad, admitiendo que existen diversos tipos de certeza. La verdad es algo objetivo que se refiere a nuestros enunciados: un enunciado es verdadero si corresponde a la realidad, y en caso contrario es falso. En cambio, la certeza es algo subjetivo, es un estado del sujeto, que puede estar seguro, o dudoso, o muy inseguro, respecto a los enunciados. En este sentido la certeza depende incluso del temperamento: hay gente que suele estar muy segura de cosas que son falsas, mientras que otras personas suelen dudar de cosas que son verdaderas. El problema es cómo conseguir certezas legítimas, o sea, certezas basadas en el conocimiento verdadero. Esto no siempre es fácil, pero en muchos casos es posible conseguir certezas razonablemente legítimas. Hay que empezar por distinguir distintos casos, en los que se puede conseguir certeza de diversos tipos. Por ejemplo, una distinción clásica es distinguir entre certeza metafísica, física y moral. La certeza metafísica se refiere a algo que necesariamente es como es y no puede ser de otro modo. Existen pocas certezas metafísicas, pero son muy importantes: por ejemplo, el principio de no-contradicción, según el cual algo no puede ser de un modo y del modo contrario al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. Ese principio es la base de todo conocimiento y de toda demostración. La certeza física se refiere a hechos o procesos de la naturaleza que siguen las leyes físicas, pero son contingentes, porque la naturaleza no es completamente determinista o, por lo menos, porque nuestro conocimiento de la naturaleza es siempre limitado. Por eso puede suceder que algunos fenómenos no se ajusten a nuestras expectativas. Muchos equívocos provienen de pretender conseguir una certeza metafísica en
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el terreno de las certezas físicas. La certeza moral se da cuando se trata de comportamientos humanos en los que interviene la libertad: un buen amigo no me va a mentir, pero en algún caso esa ley puede fallar. La vida ordinaria se basa en gran parte en la certeza moral. En muchos casos, tanto en el conocimiento ordinario como en las ciencias, podemos conseguir certezas razonables acerca de la verdad de muchos enunciados o explicaciones. El rechazo de cualquier tipo de certeza impide plantear adecuadamente el problema del conocimiento. En la ciencia se utiliza continuamente el conocimiento ordinario; si no, no se podría ni describir un experimento, ni comunicarse con otros científicos, ni explicar qué problemas se estudian. El científico debe aceptar, al menos en general, la validez de muchos aspectos del conocimiento ordinario (aunque siempre pueda examinar si realmente son válidos). Por tanto, no es cierto que la ciencia invalide el conocimiento ordinario. Incluso cuando la ciencia parece contradecir al conocimiento ordinario, debemos utilizar el propio conocimiento ordinario para explicar la situación, lo cual significa que sólo puede invalidar una parte del conocimiento ordinario, no su conjunto. El conocimiento ordinario es un supuesto necesario para que exista la ciencia, y el progreso científico retrojustifica ese supuesto, a la vez que, en algunas ocasiones, contribuye a refinarlo o corregirlo. En definitiva, existen semejanzas y diferencias entre el conocimiento ordinario y el científico. Por una parte, las ciencias utilizan construcciones teóricas muy alejadas de la experiencia ordinaria, y sus resultados pueden, a veces, contradecir a algunos aspectos del conocimiento ordinario. Por otra, tanto el conocimiento ordinario como el científico coinciden en que el primero es utilizado por la ciencia, y en ambos casos se emplean los mismos recursos básicos: la experiencia y el razonamiento.
4. Experimentación y experiencia Pero se debe distinguir entre experiencia y experimentación, porque son términos relacionados pero no sinónimos. El término experiencia se utiliza en sentidos diversos. Por ejemplo, designa los conocimientos inmediatos, en los que se da un contacto directo entre el sujeto y la realidad conocida, tal como sucede especialmente en el conocimiento sensible; en este sentido, son experiencias las
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percepciones sensibles. Designa también los sucesos que tienen un impacto vital sobre los individuos concretos; éstos, gracias a las experiencias adquiridas, enriquecen sus conocimientos de un modo personal que, como ya advirtió Aristóteles, no siempre resulta fácilmente comunicable a otros. En cualquier caso, el ámbito de la experiencia se relaciona con lo vivido personalmente, y se refiere al impacto que el conocimiento recibe de los hechos. El término observación se sitúa en esa misma línea, dando a entender que el sujeto recibe impresiones a partir de hechos que son independientes de su voluntad. La experiencia también se refiere a conocimientos acumulados que se transmiten: adquirimos muchos conocimientos gracias a las experiencias que nos transmiten otras personas. En todos estos sentidos, la experiencia se encuentra en la base de la vida ordinaria y de muchos de sus aspectos: basta pensar en la experiencia religiosa, la experiencia artística, y tantos tipos de experiencias que enriquecen la vida personal. La experimentación es una actividad más específica. Es una actividad planeada que permite observar lo que sucede en condiciones específicas y controladas. Supone una intervención activa en los procesos naturales con objeto de obtener respuestas a las preguntas formuladas hipotéticamente, de acuerdo con un plan establecido. Dado que las ciencias tales como la física, la química o la biología buscan conocimientos relacionados con el dominio controlado de los fenómenos, han de recurrir necesariamente a la experimentación: por este motivo, resulta adecuado denominarlas ciencias experimentales. De este modo se evita, además, un inconveniente: considerarlas, de manera ingenua, como ciencias basadas en la simple observación y en la experiencia ordinaria, como si sus conocimientos se obtuviesen y justificasen simplemente razonando a partir de observaciones pacientemente recogidas y acumuladas. En realidad, la ciencia experimental requiere que se formulen conceptos y teorías que van mucho más allá de lo observable y que sólo se pueden comprobar mediante experimentos sutiles dirigidos también por teorías. La experimentación científica utiliza la observación y la experiencia. Los resultados de un experimento deben ser registrados y esto supone observación de fenómenos. Y la observación sería imposible sin la percepción de señales sensibles. Además, cualquier experimento supone experiencias acerca de los instrumentos empleados, y la experiencia forma parte también de las interpretaciones que dirigen tanto la realiza-
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ción del experimento como la obtención de los datos. Todo ello resulta evidente en los experimentos inmediatamente relacionados con hechos empíricos, tales como los cambios de presión, volumen y temperatura y, en general, siempre que se estudian propiedades macroscópicas observables. Pero es igualmente válido cuando el experimento se refiere a realidades microscópicas inobservables. Por ejemplo, los resultados de experimentos en aceleradores de partículas se obtienen mediante detectores en los que se observan fenómenos eléctricos, térmicos o químicos: estos fenómenos observables se relacionan con los hipotéticos procesos microscópicos inobservables mediante conexiones derivadas de las teorías, y la concordancia de lo observado con lo deducido indica el éxito o fracaso del experimento. Además, las instalaciones experimentales se construyen utilizando múltiples recursos de la experiencia y observación.
5. Las fuentes del conocimiento Uno de los mayores problemas que plantea Popper es que, según dice, no deberíamos confiar especialmente en lo que parecen ser fuentes privilegiadas de nuestro conocimiento: ni la observación ni la evidencia tienen para él ningún estatus especial. El único modo de estudiar seriamente las teorías sería contrastarlas utilizando la actitud crítica. No existirían fuentes del conocimiento privilegiadas, incuestionables. Independientemente de sus fuentes, todo tipo de conocimiento debe ser examinado críticamente, y sus fuentes no desempeñan papel alguno en esa evaluación. Pero ¿no es cierto que todo nuestro conocimiento se basa en la observación y en la evidencia intelectual? Popper dedicó a este problema una conferencia pronunciada ante la Academia Británica el 20 de enero de 1960, que se convirtió en la Introducción a su libro Conjeturas y refutaciones. En sus propias palabras, la sección XIII de esa conferencia «puede ser descrita como un ataque al empirismo» 5, al que Popper caracteriza como la doctrina según la cual la observación es la fuente última de nuestro conocimiento de la naturaleza. En ese contexto habla así del sentido común: «El hecho más sorprendente del programa observacionalista de preguntar
5. ÍD., Conjeturas y refutaciones. El desarrollo del conocimiento científico (Barcelona: Paidós, 1983), p. 44.
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por las fuentes —aparte de su carácter tedioso— es su flagrante violación del sentido común. Pues si tenemos dudas acerca de una afirmación, el procedimiento normal es ponerla a prueba, en lugar de preguntar por sus fuentes» 6. Una de las ideas principales de Popper es que hay que distinguir cuestiones de origen y cuestiones de validez: las primeras no tendrían ninguna relevancia para las segundas. Lo que Popper cuestiona es el empirismo clásico. Éste sostenía que todo el conocimiento humano es una especie de síntesis de lo que se observa mediante los sentidos: las ideas serían una especie de destilación de los datos proporcionados por los sentidos. En el siglo XX algo parecido fue propuesto por el empirismo lógico del Círculo de Viena en los arios 1930. Los empiristas lógicos, también llamados neopositivistas, pretendían construir todo el conocimiento humano, incluida la ciencia, mediante razonamientos lógicos a partir de puros datos de observación. Pero ese programa es imposible de realizar: por una parte, porque siempre interpretamos las observaciones utilizando conceptos, y por otra, los intentos de construir los conceptos de la ciencia utilizando ese método siempre han fracasado. Se ha puesto de relieve hasta la saciedad que no existen observaciones puras, completamente independientes de teorías e interpretaciones, y Popper se sitúa en esa línea. Siempre interpretamos y conceptualizamos. Esto no fue un descubrimiento de lo que se llamó la «nueva epistemología» (Hanson, Kuhn, Feyerabend). Popper ya lo había subrayado claramente, por ejemplo en el mismo texto recién citado: «... toda observación supone una interpretación realizada a la luz de nuestro conocimiento teórico» . No hay observaciones puras, sin ningún tipo de interpretación. Sin embargo, la observación es una importante y válida fuente de conocimiento. No nos limitamos a formular teorías y ponerlas a prueba mediante la experiencia. La propia experiencia sensible nos sirve para guiarnos en la construcción de los conceptos. Ciertamente, cuando tenemos dudas sobre la validez del conocimiento, procuramos someterlo a pruebas. Pero Popper lleva las cosas a un extremo, negando, o no mencionando siquiera, el valor de la evidencia y de la observación. La ciencia supone el conocimiento ordinario, que a su vez supone que utili-
6. lbíd., p. 46. 7. lbíd.
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zamos continuamente nuestra capacidad de observación y el sentido de la evidencia.
6. Cinco sentidos de la inducción Un tratamiento más profundo de este problema exigiría ocuparse de la inducción, mediante la cual se pasa de datos o conocimientos particulares a conceptos y teorías más generales. Popper no concede ningún valor a la inducción, pero con ello cierra las puertas a una importante fuente de conocimiento. Aplicamos frecuentemente la inducción en el conocimiento ordinario y también en las ciencias. Popper reacciona con razón frente al inductivismo, que pretendía obtener todo el conocimiento subiendo de observación en observación, sin «contaminación» de interpretaciones o teorías. Pero lleva su crítica demasiado lejos: la ciencia no podría funcionar como lo hace sin utilizar de algún modo la inducción, aunque no existan procedimientos automáticos para pasar de lo particular a lo general. El conocimiento ordinario es más rico que la pura lógica automática, y nos permite en muchos casos conseguir certezas razonables aplicando diversas variantes de la inducción. Podemos distinguir cinco sentidos de la inducción. En un primer sentido, cualquier tipo de conocimientos se basa en la inducción, ya que los datos sensibles son concretos y, en cambio, las ideas y los enunciados que se construyen con ellas son universales y abstractos. En la medida en que la actividad científica utiliza los recursos del conocimiento ordinario, cosa que sucede constantemente, utiliza la inducción. Las dificultades filosóficas planteadas por el empirismo, según el cual nuestro conocimiento sólo es válido si se reduce a los datos empíricos concretos, son irrelevantes para la ciencia, ya que el empirismo radical privaría de sentido a toda la actividad científica. En un segundo sentido, la inducción se relaciona con el supuesto de que la naturaleza se comporta de modo uniforme en igualdad de circunstancias. También se trata de un supuesto básico de la actividad científica. Si se niega, no tendría sentido hablar de experimentos repetibies ni, por tanto, trabajar experimentalmente. Se trata, de nuevo, de un supuesto que no puede ser demostrado mediante el método de la ciencia experimental, pero cuya validez viene corroborada por los resultados de la investigación.
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Existe un tercer sentido, que se relaciona de modo mucho más directo con la investigación. Se trata de la inducción considerada como una inferencia que permite, a partir del conocimiento de determinados fenómenos, afirmar la existencia de su causa. La cuestión que se plantea en este caso es la siguiente: ¿existen demostraciones lógicas que permitan establecer las causas desconocidas a partir de sus efectos conocidos? Francis Bacon y John Stuart Mill propusieron esquemas de ese tipo de demostraciones. Se trata de averiguar cuál es la condición necesaria y suficiente de un fenómeno. El estudio empírico permite determinar en qué casos concretos existe una relación entre la presunta causa y el efecto, examinando en detalle qué sucede en las diferentes posibilidades: si siempre que se da el efecto está presente la hipotética causa, si siempre que se da esa causa también se da el efecto, etc. Desde el punto de vista de la lógica pura, mediante este método no pueden establecerse demostraciones concluyentes, pues se requeriría examinar todas las posibilidades. Sin embargo, si se tiene en cuenta el contexto real de los problemas científicos, no puede subestimarse la importancia del método inductivo. Por ejemplo, sirvió a Faraday para probar que las diversas manifestaciones de la electricidad se debían a una misma causa'. Cuando posteriormente se descubrió que la electricidad se debe al flujo de electrones, quedó patente por qué coincidían los efectos de los diversos fenómenos eléctricos. En un cuarto sentido, la inducción equivale a extrapolación, o sea, a la suposición de que los datos disponibles sobre un problema pueden completarse de acuerdo con una pauta coherente. Es evidente que en este caso no hay demostración estricta. Se trata sólo de un recurso, frecuente en la ciencia experimental, que equivale a la formulación de hipótesis cuya validez deberá ser comprobada. Por fin, en ocasiones se considera a la inducción como el estudio de una colección de datos particulares, del cual surgirían las leyes y teorías científicas. No puede subestimarse la importancia de tales estudios. Sin embargo, es imposible obtener leyes y teorías utilizando sólo hechos y lógica. Desde el primer momento, en la formulación de las leyes y teorías intervienen construcciones teóricas. Por ejemplo, mediante balanzas y pesas no puede determinarse si la masa es una magnitud
8. Se encuentra un buen resumen en: Rom HABRÉ, Grandes experimentos científicos (Barcelona: Labor, 1986), pp. 171-178.
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escalar y cómo se relaciona con el peso; apenas se obtendrá algo de interés para la fisica, a menos que se utilice la segunda ley de Newton y la ley de la gravedad; por tanto, toda una teoría de la mecánica. La suma de datos empíricos es insuficiente para definir una magnitud. La medición sólo es significativa si se dispone de teorías para construir los instrumentos e interpretar los datos. Y las teorías no se obtienen por mera generalización inductiva de casos particulares. Por consiguiente, de la simple observación o recolección de datos empíricos, no se obtienen leyes generales ni teorías. En este sentido, la ciencia experimental no procede mediante un presunto método inductivo que permitiera obtener los enunciados científicos a partir de datos empíricos sin utilizar interpretaciones.
7. La ciencia como sentido común ilustrado Popper escribe: «La ciencia, uno puede sentirse a veces tentado a decir, no es más que sentido común ilustrado por el pensamiento crítico e imaginativo». Sin embargo, pronto añade: «Pero es más. Representa nuestro deseo de saber, nuestra esperanza de emanciparnos de la ignorancia y de la estrechez de miras, del miedo y la superstición» 9. Por tanto, Popper piensa que la ciencia va mucho más allá del conocimiento ordinario, y sirve a unos objetivos muy precisos, que identifica con los ideales de la Ilustración. Esto muestra que no deberíamos tomar demasiado al pie de la letra que la ciencia es sólo como el sentido común en grande. En efecto, Popper utiliza esta fórmula porque lo que pretende subrayar es que el progreso del conocimiento depende de la actitud crítica, que sería común tanto al conocimiento científico como a la ciencia. Lo que le interesa no es el conocimiento sin más, sino su progreso, y por eso se opone a todo intento de considerar el conocimiento alcanzado como algo definitivo que no se pueda criticar, viendo en ello un peligro de dogmatismo que impide el progreso. Ciertamente ese peligro siempre existe, pero resulta exagerado, para evitarlo, negar que nunca podamos saber que hemos alcanzado conocimientos verdaderos. Más aún: un conocimiento puede ser verdadero y al mismo tiempo limitado y, por tanto, perfectible.
9. Karl R. POPPER, Realismo y el objetivo de la ciencia (Madrid: Tecnos, 1998), p. 299.
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Popper subraya el poder emancipatorio de la ciencia, que nos puede liberar de prejuicios y supersticiones, pero también hace notar los grandes peligros que nos amenazan como consecuencia del progreso tecnológico que la ciencia ha provocado. Esto muestra que la ciencia ha de ser complementada con la ética, y también que la ética que necesitamos no puede ser formulada por la ciencia misma que la necesita como complemento. La pura ciencia no sabe nada de responsabilidades. Nos proporciona conocimientos, pero nada nos dice sobre su buen o mal uso. Esto es otro aspecto de la relación de la ciencia con el conocimiento ordinario, que incluye siempre cierta dosis de ética. Esa ética no es anulada por la ciencia. Sin duda habrá que tener en cuenta los progresos de la ciencia a la hora de plantear los problemas éticos (que, actualmente, con frecuencia vienen provocados por el progreso de la propia ciencia), pero siempre será necesaria una reflexión ética que tiene unas bases independientes de la ciencia, y que debe ser utilizada para guiar nuestro uso de los resultados del progreso científico.
8. Conocimientos complementarios En definitiva, ciencia y conocimiento ordinario se complementan. La ciencia sería imposible sin el conocimiento ordinario, pero va mucho más lejos y, en ocasiones, obliga a cambiar alguna idea que parecía de «sentido común»: el movimiento de la Tierra parecía ir contra la experiencia ordinaria y el buen sentido, y sin embargo se ha mostrado que la Tierra se mueve. Pero eso no significa, como a veces se dice, que la ciencia invalide el conocimiento ordinario en general: eso sucede pocas veces, y no sería posible que la ciencia existiera y progresara sin utilizar continuamente el conocimiento ordinario. Tampoco es cierto que la ciencia no sea más que conocimiento ordinario en grande: ciertamente ambos emplean la experiencia y el razonamiento lógico, pero la ciencia experimental moderna utiliza modos de conceptualizar, de construir modelos, y de probar su validez, que van mucho más lejos de lo que permite el conocimiento ordinario.
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1. Ciencia y cientificismo • 2. Ciencia y naturalismo • 3. Naturalismo no reduccionista • 4. Reacciones ante el naturalismo • 5. Supuestos e implicaciones del progreso científico • 6. La ciencia supone una ontología • 7. Hacia la articulación de ciencia y filosofía • 8. Integración de ciencia y filosofía.
Uno de los problemas principales de la cultura actual es la falta de integración de las ciencias y las humanidades. Se trata de una enfermedad que ya dura desde hace tiempo, hasta el punto que puede considerarse crónica. Se remonta, en efecto, al nacimiento mismo de la ciencia experimental moderna en el siglo XVII, ya que la nueva ciencia se presentó, desde el primer momento, como adversaria de la filosofia natural anterior, a la que pretendía sustituir. El ulterior progreso de las ciencias fortaleció la convicción de que, por fin, se disponía de un conocimiento objetivo y fiable que superaba con creces el estatuto de las interpretaciones filosóficas, múltiples y en lid permanente. Durante bastante tiempo todavía coexistieron las ciencias y la filosofía en un mutuo respeto e interés, pero el idealismo por un extremo (el extremo filosófico), y el positivismo por el otro (el extremo científico) expresaron y favorecieron, en el siglo XIX, la fragmentación entre dos mundos prácticamente incomunicados. En la actualidad parecen darse las condiciones apropiadas para un diálogo fecundo entre las dos perspectivas. Por ambas partes se ha adquirido mayor conciencia de las respectivas competencias y límites, y por doquier se oyen invitaciones a practicar una interdisciplinariedad que resulta indispensable para plantear rigurosamente los problemas. Sin embargo, esa tarea no es fácil, al menos si se desea conseguir algo
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más que una amalgama de puntos de vista dispares. Pero la tarea es importante e incluso urgente, especialmente para quienes advierten que la unidad del saber es algo más que la guinda de la tarta intelectual. Tampoco se trata de repartir equitativamente la tarta, sino de fabricarla. Para ello, la primera precaución consiste en salvar los obstáculos que impedirían cualquier diálogo fecundo. Uno de los obstáculos principales es una posición extrema que reclama para sí el monopolio de la tarta: el cientificismo.
i. Ciencia y cientificismo El cientificismo pretende que la ciencia es el único modo válido de conocimiento, o al menos que es el modelo que cualquier otra pretensión de conocimiento debería imitar. Oficialmente el cientificismo está muerto y enterrado. El programa neopositivista del Círculo de Viena (constituido a partir de 1929) propugnaba un cientificismo extremo, según el cual la verdad sólo podía darse en la ciencia; pero ese programa fracasó. Se ha tomado clara conciencia de los límites de las ciencias. La epistemología actual reconoce la existencia de componentes históricos, sociológicos y culturales de la actividad científica. Sin embargo, el cientificismo está renaciendo de sus cenizas. Este renacimiento es, en ocasiones, virulento. Tal es el caso, por ejemplo, de Francis Crick (1916-2004), merecidamente célebre por su descubrimiento, junto con James Watson, de la estructura en doble hélice del ADN en 1953. Este premio Nobel se dedicó en la última etapa de su vida al estudio del cerebro y la conciencia, y publicó un libro que, en su edición española, se titula La búsqueda científica del alma'. En la voz «Alma» se citan textualmente sus palabras, en las que dice que la hipótesis revolucionaria es que los seres humanos no somos nada más que el comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas. La filosofía no tendría nada que decir sobre el alma, una vez que la ciencia ha emprendido el estudio de la conciencia. Crick afirma que el método reduccionista de la ciencia es el único procedimiento sensato para estudiar la conciencia, y desprecia lo que puedan decir los filósofos:
1. Francis CRICK, La búsqueda científica del alma. Una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI (Madrid: Debate, 1994).
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«... el estudio de la consciencia es un problema científico (...) Los filósofos han obtenido unos resultados tan pobres durante los últimos dos mil años que más les valdría mostrar algo de modestia en lugar de esa arrogante superioridad que normalmente exhiben (...) tienen que aprender a prescindir de sus teorías favoritas cuando la evidencia científica las contradice, so pena de ponerse en ridículo ellos mismos» 2. Se trata de una actitud que podría calificarse como «terrorismo intelectual», que en nada beneficia al diálogo entre ciencia y filosofía. Podríamos pasarla por alto, aunque sería ingenuo no atribuirle ninguna importancia, porque su infuencia se deja sentir tanto en la opinión pública como en los especialistas que estudian esos temas en la actualidad. No se trata, además, de una actitud aislada: sería fácil multiplicar ejemplos semejantes a los de Crick. Seguramente la mayoría de los científicos no son cientificistas, pero sí lo son unos pocos que consiguen una gran audiencia y tienen gran impacto en la opinión pública.
2.
Ciencia y naturalismo
El cientificismo también se encuentra presente hoy día en una versión mucho más sofisticada que, de entrada, no tiene un carácter combativo; más bien se presenta como el nuevo paradigma postpositivista en la filosofía de la ciencia. Si se debiera etiquetar a ese nuevo paradigma, el título más adecuado sería, probablemente, el de naturalismo. No es fácil describir en pocas palabras el naturalismo, porque existe toda una familia de posiciones que se autodenominan «naturalistas». Sin embargo, su denominador común puede resumirse en dos tesis: la tesis continuista y la tesis fisicalista. Según la tesis continuista, existe una continuidad sin rupturas ni huecos, tanto en la realidad como en nuestro conocimiento de ella. En el ámbito ontológico, se afirma la continuidad entre todo lo que existe en la realidad. En el metodológico, se afirma la continuidad entre las modalidades de nuestro conocimiento de la realidad. Dicho de otro modo: todo se reduce a procesos naturales, en los que solamente operan fuerzas naturales, sin que exista la posibilidad de una acción que supere la naturaleza
2. Ibíd., p. 322.
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La tesis fisicalista afirma la primacía del nivel físico fundamental: todo se reduce a física. En el ámbito ontológico sostiene que la realidad consta, ante todo, de sistemas, propiedades, procesos o eventos físicos, y que cualquier otra dimensión de la realidad depende de ese nivel fundamental. En el ámbito metodológico, afirma que cualquier nivel de la realidad sólo puede comprenderse analizando sus relaciones con el nivel físico básico. Una consecuencia de la unión de esas dos tesis es la negación de la metafísica espiritualista, que supondría reconocer unas discontinuidades que el naturalista considera infundadas e ilegítimas. En concreto, no podría existir una acción divina que sustente el ser de la naturaleza o la gobierne, ni tampoco existirían dimensiones espirituales en la persona humana. El naturalismo reduccionista se encontraba asociado al neopositivismo y a la filosofía de la ciencia que predominó hasta la década de 1950. El neopositivismo del Círculo de Viena propugnó una ciencia unificada basada en el fisicalismo y en el criterio empirista de significado. Todo conocimiento válido debería reducirse a un lenguaje fisicalista que, a su vez, se reduciría al lenguaje de la experiencia sensible. De allí la exclusión de la filosofía. Es sabido que este programa fracasó, a pesar de los sucesivos cambios que se introdujeron en el criterio empirista de significado. Ni siquiera la física podía encuadrarse en los estrechos moldes del fisicalismo reduccionista. Sin embargo, la tesis fisicalista ejerció un amplio influjo y el cientificismo que implica ha representado un pesado lastre que ha condicionado en gran medida el desarrollo de la epistemología contemporánea. 3. Naturalismo no reduccionista Existe un nuevo paradigma naturalista que se presenta, en cambio, como un naturalismo no reduccionista, que admite la existencia de diferentes niveles tanto en la naturaleza como en las ciencias, y renuncia a reducirlos a un nivel básico. Este paradigma se encuentra ampliamente difundido, frecuentemente bajo el título de fisicalismo no reduccionista. En una amplia antología publicada por el MIT y que se ofrece como material para una gran variedad de cursos de filosofía de la ciencia, se afirma que, después de haberse roto el consenso en torno al paradigma inspirado por el positivismo, «hasta hace poco no había emergido un
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nuevo consenso en la filosofía de la ciencia»; se añade que «ha emergido un nuevo consenso "post-positivista"», y se precisa que el nuevo consenso no se refiere a una concepción filosófica particular, sino más bien a los problemas que deben ser explicados por la filosofía de la ciencia y a los grandes rasgos de las opciones relevantes. En su explicación detallada del nuevo paradigma, se advierte que uno de los conceptos que aparecen con más frecuencia es el de «naturalismo» 3. En ese nuevo paradigma, se mantienen las tesis básicas del naturalismo, y se intenta apoyarlas desde una perspectiva que evite los inconvenientes del reduccionismo. El campo principal de estudio es el antropológico; en efecto, se presta una atención muy especial a la explicación de la persona humana y de su actividad en términos de sus componentes físicos. Se admite que existen diversos niveles en la realidad y en la ciencia, y que no pueden reducirse unos a otros: la química no puede reducirse a física (como el agua no se reduce a una simple agregación de oxígeno e hidrógeno), la biología no se reduce a física y química, y así sucesivamente. Los nuevos niveles son emergentes, llevan consigo una novedad respecto a los niveles inferiores. Pero, en último término, volvemos al fisicalismo, porque se pretende explicar los nuevos niveles no mediante la simple agregación de sus componentes, pero sí mediante sus interacciones. El reduccionismo pretendía explicar todo lo que se encuentra en los niveles superiores por medio de una deducción lógica a partir de los inferiores, mientras que el fisicalismo no reduccionista subraya la existencia de auténticas novedades, apelando al concepto de emergencia. Algunos intentan compaginar esta idea con la existencia de dimensiones espirituales en la persona humana y con la acción divina. Sin negar que el concepto de emergencia pueda resultar fructífero, da la impresión que, aunque se evite aparentemente el reduccionismo, se sigue manteniendo la idea del fisicalismo y eso hace difícil evitar el materialismo y el naturalismo. Las explicaciones naturalistas se relacionan estrechamente, como es obvio, con el evolucionismo, ya que se afirma insistentemente que la peculiar organización de la naturaleza puede explicarse completamente mediante la combinación de mutaciones aleatorias y selección natural; y también utilizan los progresos de las diferentes ramas de la biología
3. R. BOU), P., GASPER y J.D. TRourr (eds.), «Introduction», en The Philosophy of Science (Cambridge, Massachusetts: The MIT Press, 1991), pp. xi-xiy.
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(la genética, la neurofisiología, etc.), para mostrar que las explicaciones naturalistas no requieren ningún tipo de complemento filosófico. Aunque más moderado en la forma, este nuevo paradigma sostiene básicamente las mismas ideas de Francis Crick.
4. Reacciones ante el naturalismo Ante el naturalismo pueden adoptarse tres posiciones. La primera consiste en achacar a la ciencia los defectos del cientificismo, confundiendo la ciencia con sus interpretaciones naturalistas. Esto es frecuente, por ejemplo, al hablar del evolucionismo. A veces, para defender el espiritualismo, se critica el darwinismo o el neodarwinismo como si fueran, de por sí, teorías materialistas, sin advertir que una cosa es el darwinismo como teoría puramente científica que de hecho es aceptada por muchos espiritualistas, y otra cosa es una interpretación materialista del darwinismo, que es una teoría filosófica. O se critica en general el evolucionismo, sin distinguir lo que es la teoría científica, que de por sí no es materialista ni espiritualista, y lo que son las interpretaciones filosóficas de esa teoría. Esta actitud se justifica, en ocasiones, diciendo que muchos darwinistas o evolucionistas son materialistas, pero eso no explica que se identifique la teoría científica con la interpretación filosófica. Cuando se identifican, se introducen confusiones que complican las cosas y hacen imposible el diálogo y el entendimiento. La segunda posición, muy frecuente entre filósofos y en general entre no científicos, lleva a desentenderse de la ciencia, considerándola como un saber superficial e incapaz de proporcionar elementos importantes para la reflexión filosófica. Así se incurre en el extremo contrario al cientificismo, o sea, una especie de «filosofismo» que, aunque manifieste verbalmente un interés por las ciencias, en la práctica prescinde de ellas o las interpreta de un modo demasiado parcial. Este camino tampoco ayuda a integrar las ciencias y la filosofía: más bien perpetúa equívocos y priva de una importante fuente de inspiración filosófica, puesto que las ciencias nos proporcionan en la actualidad una gran parte de lo que sabemos acerca del mundo y de nosotros mismos. Es posible adoptar una tercera actitud: respetar a las ciencias, conocer sus logros, y procurar integrarlos en una reflexión filosófica rigurosa. Es la actitud correcta que se intenta lograr en la filosofía de la ciencia y de la naturaleza. Sin embargo, no es fácil llevarla a la práctica,
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aunque sólo sea por la dificultad que conlleva el conocimiento actualizado de los logros científicos, que tienen un carácter muy especializado y se encuentran en continua evolución. No se pueden minusvalorar esas dificultades, que son reales y podrían ampliarse más aún si se examinasen otros aspectos del problema. A continuación se expone un procedimiento para abordarlas que parece interesante, fructífero y factible. Se ilustra de modo esquemático, pero puede ser desarrollado ulteriormente aplicándolo a diferentes ámbitos de problemas 4.
5. Supuestos e implicaciones del progreso científico Lo que se va a ilustrar es la tesis siguiente: la ciencia experimental se basa en unos supuestos filosóficos que son retrojustificados, ampliados y precisados por el ulterior progreso científico. Que la ciencia se base en unos supuestos que caen fuera de su propio método y que, sin embargo, resultan indispensables para su existencia, se comprende sin dificultad. Es admitido incluso por autores que adoptan posiciones cientificistas. Sin embargo, significa realmente que el cientificismo es insostenible, porque apunta hacia la existencia de un ámbito que la ciencia debe admitir aunque no pueda estudiarlo temáticamente. Una vez que esto se admite, si se lleva a sus consecuencias lógicas, el cientificismo cae por su base. Pero ¿cuáles son esos supuestos filosóficos? Aunque parezca extraño, esta importante pregunta ha recibido poca atención hasta ahora. Algunas respuestas, como la de Kant, dependen excesivamente de un planteamiento demasiado alejado de la ciencia real, porque interpretan la ciencia en función de ideas filosóficas previas. Es frecuente, por otra parte, que se aluda a los supuestos de la ciencia como de paso, sin examinarlos con detenimiento. Apenas existen análisis que puedan servir como guía fiable para adentramos en ese examen. Por tanto, las ideas que siguen son el resultado de las reflexiones del autor 5.
4. Se encuentra desarrollado con amplitud en: Mariano ÁRTIGAS, La mente del universo (Pamplona: EUNSA, 2. ed., 2000). 5. En una recensión de La mente del universo, se dice: «Artigas comienza discutiendo los supuestos que subyacen y apoyan a la ciencia empírica. Su examen sistemático de los supuestos científicos debería ser reconocido como un éxito monumental; ningún otro estudioso, en ninguna
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Aclararé ante todo que no consideraré los supuestos específicos de disciplinas y teorías particulares, que sin duda existen, tienen gran interés y merecen estudios detallados, sino sólo los supuestos generales de la ciencia experimental en su conjunto, que abarcan a todas y cada una de sus partes. Esos supuestos generales son de tres tipos, porque se refieren a tres niveles de la ciencia: la actividad científica como una actividad humana que se propone unos objetivos determinados, los métodos utilizados para llegar a esos objetivos, y los resultados que se obtienen al aplicar esos métodos. Los supuestos del primer nivel pueden denominarse antropológicos, los del segundo epistemológicos, y los del tercero ontológicos. Por supuesto, los tres niveles de la ciencia se encuentran no sólo relacionados, sino interpenetrados, y algo semejante ocurre con sus respectivos supuestos: hasta tal punto que una de las mayores dificultades para estudiarlos consiste en determinar el orden en que los consideramos, ya que cada nivel pone de algún modo en juego los otros dos y es difícilmente comprensible sin ellos. En estas circunstancias, seguiré el orden que me parece más inteligible: comenzaré por el nivel epistemológico, porque lo que mejor conocemos acerca de la ciencia es su método, para considerar en segundo lugar el nivel ontológico y, por fin, el antropológico. En el nivel epistemológico, el método científico comprende dos momentos diferentes: la construcción de las leyes o teorías, y la comprobación de su validez (que suelen denominarse «contexto del descubrimiento» y «contexto de justificación»). Prescindo de las discusiones acerca de la relevancia del primer nivel (me parece que con frecuencia se minusvalora su importancia). Lo que aquí interesa subrayar es que este nivel supone, como condición de posibilidad, la existencia de una racionalidad que, por una parte, permite utilizar los recursos lógicos y gnoseológicos típicos del conocimiento humano en general, y por otra, añade unos procedimientos específicos que en muchos casos son enormemente sofisticados. No sólo se recurre, como en cualquier otro ámbito, a la capacidad argumentativa con todo lo que ésta implica; sino, además, a la construcción de modelos que suelen referirse a aspectos de la realidad que se encuentran muy alejados de la experiencia, y a
parte de la literatura existente, explora este asunto con tanta amplitud y meticulosa atención»: John CARVALHO IV, recensión de The Mind of the Universe, en Zygon, 39 (2004), 716.
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métodos muy complejos y, sin embargo, fiables que permiten comprobar la validez de esos modelos. Basta asomarse a reportajes serios sobre los trabajos de la ciencia actual para advertir que la racionalidad científica es, hoy día, una manifestación impresionante de nuestras capacidades cognoscitivas, implicando, en muchos casos, la invención de métodos muy sofisticados que permiten abordar el estudio riguroso de problemas muy complejos. Por tanto, el progreso científico retroactúa sobre el supuesto epistemológico (la racionalidad), mostrando que su alcance es mucho mayor de lo que se suponía. En el nivel ontológico, los resultados de las ciencias nos permiten en la actualidad, por vez primera en la historia, formular una cosmoviSión científica que, sin ser exhaustiva, puede considerarse, sin embargo, completa, porque comprende todos los niveles de la naturaleza, desde el microfísico hasta el astrofísico, pasando por los vivientes, y además hacen posible relacionar entre sí todos los niveles en una imagen unitaria y coherente. Cuando se dice que la ciencia actual está desorientada, porque no acierta a representar claramente el mundo microfísico, o porque (tal como dicen quienes hablan de una «ciencia postmoderna») se ha abandonado la esperanza de obtener conclusiones ciertas, no se sabe realmente lo que se dice. En la actualidad, la ciencia está consiguiendo unos resultados que no sólo son notables en sí mismos: nos permiten por vez primera, repito, elaborar una representación completa y unitaria de la naturaleza. En este nivel, la condición de posibilidad es la existencia de un orden natural que puede ser investigado racionalmente. También aquí, el progreso científico retroactúa sobre este supuesto, y de una manera notable: en efecto, conocemos hoy día la organización de la naturaleza, desde el nivel microfísico de los átomos hasta la constitución de las estrellas, pasando por la química de la vida. La naturaleza posee múltiples niveles, en cada uno de los cuales se despliega un dinamismo propio entrelazado con pautas espacio-temporales, a través de una enorme cantidad de procesos de modelización. El funcionamiento de la naturaleza muestra la cooperación de los diferentes niveles, que pone en juego múltiples modalidades de información que se almacena, se despliega, se integra. La ciencia actual nos permite conocer con gran detalle muchos aspectos del orden natural, que a la luz de la ciencia se muestra como algo realmente asombroso porque es el resultado de procesos enormemente sofisticados. Los ejemplos se pueden multiplicar fácilmente.
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En el nivel antropológico, la ciencia es una actividad humana dirigida hacia la obtención de un conocimiento de la naturaleza que pueda someterse a control experimental. Se inserta dentro de las dos grandes modalidades de nuestra actividad: la búsqueda teórica de conocimiento y el dominio controlado de las circunstancias de nuestra vida. Combina ambos aspectos en una síntesis peculiar que constituye uno de los avances más notables de la historia humana. En este nivel, la condición de posibilidad es la existencia de un sujeto con unas capacidades e intereses tales como los que se ponen en juego en la ciencia. Y de nuevo, el progreso científico retroactúa sobre ese supuesto: en efecto, muestra en un grado muy notable las virtualidades humanas y los resultados que su ejercicio permite conseguir. El progreso científico es hoy día una de las manifestaciones más patentes de la singularidad humana. Es posible explicitar más los supuestos e implicaciones a los que acabo de aludir. Pero lo dicho basta para extraer algunas consecuencias acerca del naturalismo y de las relaciones entre las ciencias y la filosofía.
6. La ciencia supone una ontología Con respecto al naturalismo, puede advertirse que su significado antimetafísico proviene, como ya señalé, de la combinación de la tesis continuista con la tesis fisicalista. Las reflexiones recién expuestas permiten salvar la primera tesis y mostrar la falsedad de la segunda. En efecto, la tesis continuista, que es la que proporciona al naturalismo su plausibilidad, responde a una exigencia racional auténtica; pero la interpretación fisicalista le añade un componente que falsea el alcance de dicha exigencia. Aunque se niegue verbalmente el reduccionismo, se acepta que la naturaleza no es nada más que lo físico, o lo material, o lo que puede comprobarse científicamente, o lo que puede ser estudiado de acuerdo con el método científico. Una posición de este tipo siempre es un nada-mas-quismo (en inglés, de «nothing but», sería un «nothingbutism»). Pero ¿se puede sostener seriamente hoy día que en la realidad física, química o biológica haya algo más que dimensiones físicas, químicas o biológicas?, ¿volvemos a las cualidades ocultas de los escolásticos que ya fueron desechadas hace siglos, o vamos a introducir otras nuevas con una fachada actualizada?
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Se puede sostener seriamente hoy día que en la realidad física, química o biológica hay algo más que dimensiones físicas, químicas o biológicas. Hay, precisamente, realidad. He afirmado que las ciencias se apoyan en unos supuestos ontológicos, y entre ellos he destacado la existencia de un orden natural que pueda ser investigado racionalmente. Probablemente nos fijamos sobre todo en el «orden», la organización, la racionalidad. Pero se trata, ante todo, de una naturaleza que existe realmente. No podríamos hacer física, química ni biología sin esa naturaleza que existe y funciona miles de millones de arios antes de que existiera nuestra ciencia. Más aún: las leyes, que forman el eje de la ciencia, no existen fuera de nuestra mente y de los libros de ciencia. Lo que realmente existe son entidades que poseen un dinamismo, y que despliegan sus virtualidades en función de las circunstancias concretas (o sea, de la presencia de otras entidades con sus respectivos modos de ser y dinamismos): a partir de ahí, formulamos leyes que resumen esos comportamientos para circunstancias específicas. Es nuestra ciencia lo que es abstracto. En esas condiciones, preguntarse si existe algo más que lo descrito por la ciencia resulta grotesco. Algo semejante a lo que estoy diciendo ha sido expresado por Stephen Hawking cuando, en un momento de lucidez filosófica, se pregunta: ¿qué es lo que infunde fuego a las ecuaciones de la física, que describen una realidad que funciona de acuerdo con ellas? En realidad, ese «fuego» es anterior, y las ecuaciones, que para Hawking parecen poseer las virtualidades de la lámpara de Aladino, las hemos inventado nosotros y dependen de nuestro modo de conocer. En pocas palabras: la ciencia supone una ontología. Probablemente ya lo sabíamos, pero este rodeo no es superfluo, ya que nos permite clarificar qué significa ese supuesto, y concluir que el fisicalismo es insostenible. O sea, que la realidad física, química o biológica no se reduce a la física, a la química o a la biología: es, ante todo, una realidad y, por tanto, algo que posee un ser y uno (o más bien muchos) modos de ser. A partir de ahí, podemos desarrollar una ontología que reflexiona sobre las dimensiones de la realidad que las ciencias suponen pero no estudian temáticamente. Esa reflexión no añadirá nada a las ciencias en su propio nivel, pero proporcionará el marco donde se pueden plantear rigurosamente los problemas filosóficos, evitando el camuflaje cientificista.
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7. Hacia la articulación de ciencia y filosofía Estas consideraciones nos permiten formular tres consecuencias que tienen interés para la articulación general de las ciencias y la filosofia. La primera consecuencia es que la ciencia experimental no se opone a las capacidades del conocimiento ordinario ni a los resultados que por medio de ellas se consiguen: más bien los supone, los amplía y, eventualmente, los precisa. Aunque esta conclusión pueda parecer obvia, tiene gran interés. En efecto, el conocimiento ordinario constituye la base principal de la reflexión filosófica, y no pocas veces se pone en entredicho argumentando que la ciencia conduciría a una especie de ontología de segundo grado que no podría ser juzgada mediante los cánones ordinarios y que sería capaz de oponerse a cualquier conclusión precientífica, por evidente que ésta fuese. De ahí resulta una minusvaloración de la metafísica, ampliamente extendida en la actualidad. Nuestras reflexiones permiten advertir lo infundado de tal posición, y proporcionan importantes refuerzos para el enfoque metafísico. La segunda consecuencia se refiere a la autonomía de la ciencia, que queda situada en sus dimensiones reales: significa que sólo sus métodos específicos permiten conseguir los objetivos de la actividad científica, y que la validez de los resultados de la ciencia sólo puede ser juzgada directamente de acuerdo con sus cánones propios; pero la actividad científica utiliza implícitamente unos supuestos que tienen una clara carga filosófica. Por tanto, así como sería errónea la pretensión de completar la ciencia en su propio terreno mediante consideraciones filosóficas, la reflexión filosófica puede, en cambio, poner de manifiesto la insuficiencia de algunas interpretaciones que, en ocasiones, se presentan como científicas pero que, en realidad, traspasan los límites de la ciencia. De esto se ocupa la filosofia de la ciencia, que es cierta síntesis del conocer. La tercera consecuencia es que el progreso de la ciencia plantea implicaciones filosóficas del mayor interés, aunque pueda prescindir de la filosofía en su nivel temático propio. Por tanto, la actitud del filósofo que ignora sistemáticamente los logros de la ciencia o se limita a una recolección episódica y anecdótica de algunos de ellos, impide a la filosofía plantearse importantes problemas o, al menos, plantearlos en el contexto y con los datos que permiten el estado actual de los conocimientos científicos. Basta pensar en las nuevas perspectivas que la ciencia ha abierto para la filosofía de la naturaleza en el estudio del dinamismo
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de la materia, de las estructuración de los seres naturales, del orden natural y la autoorganización, de la finalidad natural.
8. Integración de ciencia y fi losofía Esta última consideración nos sitúa ante un problema que interesa sobremanera al filósofo. En efecto, no es fácil en la actualidad disponer de un conocimiento actualizado del progreso científico en un nivel especializado. Ni siquiera a los fisicos que trabajan en un área concreta les resulta fácil, por ejemplo, estar al día del trabajo de sus colegas físicos de otras áreas, por no referirnos a quienes trabajan en otras ciencias como la química o la biología. Tampoco parece lógico que las reflexiones filosóficas dependan de unas bases que, por muy fiables que sean, están en continua evolución. Me referiré, a modo de conclusión, a estas dos dificultades. La primera dificultad se refiere a un problema de orden práctico. El conocimiento de las ciencias exige, sin duda, un trabajo suplementario. Es imposible estar al día del progreso científico sin un esfuerzo que se añade al trabajo de la propia área. Sin embargo, el filósofo con frecuencia realiza esfuerzos semejantes cuando se introduce en un nuevo ámbito como la empresa, la lógica modal o, simplemente, el estudio de un nuevo autor o de obras escritas en un nuevo idioma. Por otra parte, no se necesita estar al día de cada detalle, a no ser que se investiguen áreas muy especializadas. En la actualidad, existen excelentes trabajos que proporcionan los datos necesarios, de modo asequible, aunque siempre se requiera cierto esfuerzo como sucede con cualquier otro tipo de investigación. La segunda dificultad apunta hacia un problema que no es exclusivo de la ciencia. En efecto, en cualquier problema filosófico podemos distinguir un núcleo que tiene una vigencia perenne o al menos larga, y unas circunstancias contingentes que condicionan los planteamientos y soluciones concretos. No parece arriesgado sostener que existe un conjunto de problemas filosóficos que tienen un carácter perenne, de modo que siempre deberán ser considerados, formulados y resueltos, sin que pueda llegarse a agotarlos o a darlos por definitivamente zanj ados. Incluso puede decirse, aunque soy poco amigo de hablar acerca de leyes de la historia, que las soluciones que esos problemas reciben en las diferentes épocas oscilan como si se tratase de un movimiento pendular que va de un extremo a
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otro pasando siempre por el centro (y, en nuestro caso, pasando también por épocas de desesperanza o escepticismo). Los problemas se plantean en cada época de acuerdo con las circunstancias sociológicas y culturales, que influyen realmente en la propia exposición de los mismos y en sus posibles soluciones, porque no podemos sustraernos a la historia individual y colectiva. El desarrollo de la historia provoca, incluso, que surjan problemas realmente nuevos o, al menos, circunstancias que afectan decisivamente a la formulación de los problemas. Basta pensar, por ejemplo, en la filosofía de la ciencia y en los problemas de la filosofía de la naturaleza que de ella dependen, que son prácticamente todos. Sería ilusorio pretender abordar estos problemas recurriendo exclusivamente a conceptos antiguos, sin tener en cuenta que la ciencia experimental moderna no nace sistemáticamente hasta el siglo XVII, y que su desarrollo pone en juego virtualidades que anteriormente eran prácticamente desconocidas. Tambien sería poco realista plantear esos problemas, y sus correspondientes prolongaciones metafísicas, sin tener en cuenta la cosmovisión que las ciencias permiten formular: por ejemplo, ya he mencionado que, en la actualidad, disponemos por vez primera de una cosmovisión científica que se extiende, de modo riguroso y coherente, a todos los niveles de la naturaleza, y este hecho debe ser tenido en cuenta. Pensemos, por ejemplo (y es una última reflexión que se refiere a un aspecto importante de las discusiones actuales), en la explicación de la evolución mediante la combinación de variaciones al azar y de selección natural, y en la negación de la teleología que suele acompañarla. No veo motivo para negar la evolución ni tampoco para minusvalorar el papel del azar y de la selección natural. Me parece que son aspectos que debe tener en cuenta una reflexión filosófica rigurosa en la actualidad. Sin embargo, también me parece que ello no autoriza a prescindir de la finalidad en el estudio de la naturaleza. En efecto, son numerosos los autores, también antifinalistas o simplemente no interesados en el estudio temático de la metafísica, que afirman una finalidad natural a la que denominan teleonomía (Jacques Monod), teleología débil, o de modos semejantes. Se trata de recoger algo que, hoy día, es un hecho, a saber: que la organización y funcionamiento de los vivientes incluye muchos aspectos estrictamente finalistas, direccionales, y además que esos aspectos poseen un grado notable de racionalidad. En esas condiciones, puede decirse que la existencia de la finali-
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dad natural es, en la actualidad, un hecho, si nos limitamos a considerar la organización y el funcionamiento de los organismos vivientes. Los biólogos suelen insistir en opiniones antifinalistas porque desean resaltar que la evolución no es un proceso que tienda hacia una meta prefijada de antemano. Suele darse por supuesto que la existencia de un plan implicaría un determinismo incompatible con la existencia del azar y de una creatividad impredecible en la naturaleza. Sin embargo, suele olvidarse que si se habla de un plan divino que preside el entero proceso evolutivo, no hay motivo para identificar ese plan con el determinismo científico. Tomás de Aquino subraya en varias ocasiones que la providencia divina no sólo es compatible con la contingencia, sino que ésta viene exigida, de algún modo, por la perfección total del universo. Desde una perspectiva actual, puede afirmarse que la existencia del hombre es contingente, que no es el resultado inevitable de los procesos naturales, y al mismo tiempo, que es una meta prevista por el plan divino. La alternativa entre «el hombre es el resultado de la ruleta de Montecarlo» (Monod) y «Dios no juega a los dados» (Einstein) no es completa. Es razonable admitir que «Dios juega a los dados, porque está seguro de ganar» (de Duve): siendo la Causa Primera que da el ser (y por tanto, el obrar), puede respetar la causalidad propia de lo natural y a la vez conseguir que se produzcan los resultados previstos. La vida que conocemos es un fenómeno altamente específico y enormemente sofisticado. La evolución supone un estado primitivo muy específico, en el que se dan unas potencialidades que, en caso de actualizarse, conducen a una nueva situación en la que se abren nuevas potencialidades cuya actualización, a su vez, lleva a una nueva situación, y así sucesivamente durante miles de millones de arios, para llegar desde las partículas subatómicas hasta la primera célula viva y luego hasta los vivientes actuales. Las sucesivas potencialidades han de estar virtualmente contenidas en el estado inicial. Las sucesivas actualizaciones dependen de la coincidencia contingente de condiciones que podían no haberse dado. Por tanto, se asiste a una combinación muy sofisticada de condiciones iniciales específicas y de sucesivas coincidencias de condiciones que hacen posible las sucesivas morfogénesis. La explicación evolutiva, en su estado actual, sólo se refiere a algunos aspectos de este extraordinario proceso. De hecho, se conoce cada vez mejor la existencia de programas genéticos que permiten explicar la ontogénesis y también comprender mejor el proceso evolutivo. Sólo recientemente se ha comenzado a conocer algo
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acerca de los genes reguladores que dirigen la ontogénesis o formación de los nuevos individuos. Este tipo de conocimientos podría tener importantes repercusiones en las teorías evolucionistas, y parece probable que se consigan nuevas explicaciones en las cuales la direccionalidad ocupe un lugar mayor. Ciertamente, se trata de una direccionalidad que se actualiza o no en función de circunstancias. El evolucionismo subraya acertadamente la contingencia de los resultados. Pero existe una verdadera direccionalidad. Por supuesto, siempre cabe lamentarse ante la vaguedad de las dimensiones ontológicas: en este caso, del concepto de finalidad. Pero espero haber mostrado, aunque sucinta y parcialmente, que es posible determinar con precisión los diferentes problemas implicados, en nuestro ejemplo, por la finalidad natural. Sin duda, es deseable realizar un trabajo de análisis que permita introducir la mayor precisión posible en cada problema. Quizá no esté de más señalar, no obstante, que los conceptos filosóficos no siempre (o quizá casi nunca) podrán ser definidos de un modo unívoco o, por así decirlo, operacional, añadiendo que si esto presenta inconvenientes, también tiene sus ventajas, como las tiene la «lógica borrosa» que actualmente es objeto de interesantes estudios e incluso de aplicaciones tecnológicas. En efecto, los problemas más interesantes suelen requerir cierto margen de interpretación y maniobra. No me resisto a transcribir una frase que, durante arios, encontraba diariamente en un portal de Pamplona, y que constituye un buen ejemplo de la importancia de la lógica borrosa. Decía así: «Están prohibidos todos los ruidos molestos a partir de las 10 de la noche», y remitía a las Ordenanzas municipales, artículo 82. Es un ejemplo de brevedad teleológica: al indicar lo que se pretende evitar, la indicación es mucho más clara que una lista de cosas concretas prohibidas que serían prácticamente imposibles de comprobar. Estas consideraciones son sólo un botón de muestra de la posible articulación entre ciencia y filosofía, respetando la especificidad de cada perspectiva pero realizando un esfuerzo serio para conseguir un punto de vista unitario. No me cabe duda de que esa tarea es un reto que tiene importantes consecuencias y que vale la pena de ser asumido, aunque conlleve esfuerzo y dificultades. Me parece que se trata de uno de los retos principales de nuestra época, y que sólo puede ser debidamente atendido en un ambiente, como el nuestro, centrado en una búsqueda desinteresada del saber y abierto a todos los aires e influencias positivas, vengan de donde vengan.
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3. El desfase metofronterizas • Cuestiones 5. demarcación • dológico • 4. Ciencia y fe: criterios de 7. Solapamientos parciales • 8. Buscando la integración. 6. Conexiones subjetivas
1. Clasificaciones cuadripartitas • 2. La tesis del conflicto
En la actualidad han aumentado notablemente los estudios sobre relaciones entre ciencia y religión, sobre todo en el mundo alglosajón. las Comenzaremos examinando los modos de relacionar ciencia y religión siguiendo una propuesta de Tan Barbour, teólogo protestante, y otra de John Haught, profesor de la Universidad de Georgetown, dos de los autores más influyentes en este ámbito.
1. Clasificaciones cuadripartitas Barbour ha publicado dos clasificaciones casi idénticas, aunque el título es diferente: en una ocasión habla de «Modos de relacionar la ciencia y la teología» 1, y en otra de «Modos de relacionar la ciencia y la religión» 2. Barbour introduce su clasificación con estas palabras: «Para proporcionar una panorámica sistemática de las principales opciones actuales, las he agrupado en este capítulo bajo cuatro títulos: conflicto, 1. lan BARBOUR, «Ways of Relating Science and Theology», en: Robert J. RUSSELL, William R. STOEGER y George V. Co z (eds.), Physics, Philosophy, and Theology: A Common Quest for Understanding (Vatican City State: Vatican Observatory, 1988), pp. 21-48. 2. ÍD., «Ways of Relating Science and Religion», en: Jan BARBOUR, Religion in an Age of Science (San Francisco: Harper, 1990), pp. 3-30.
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independencia, diálogo e integración. Puede suceder que algunos autores concretos no caigan claramente bajo ninguno de estos títulos, y una misma persona puede estar de acuerdo con los que se adhieren a una determinada posición en algunos temas pero no en otros. Sin embargo, un esquema amplio de las alternativas nos ayudará a realizar comparaciones en capítulos posteriores. Después de repasar estos cuatro amplios tipos, sugeriré motivos para apoyar el diálogo y, con algunas cualificaciones, ciertas versiones de la integración» 3. Los cuatro títulos corresponden aproximadamente a las tres relaciones posibles: hostilidad, indiferencia y cooperación. Pero Barbour distingue dos pasos en la última, a saber, una modalidad «débil» de cooperación representada por el título diálogo, y una «fuerte» que corresponde a la integración. Barbour propone los cuatro títulos como medio para clasificar las distintas perspectivas. De hecho, critica las posiciones partidarias del «conflicto», representadas por las diferentes versiones del «naturalismo científico», por una parte, y por el fundamentalismo bíblico tal como es presentado por los denominados «creacionistas científicos» en América, por otra, y no muestra simpatía hacia las posiciones de «independencia», aunque subraya que la independencia es el primer paso para un diálogo fructífero, porque reconoce la legítima autonomía de las dos partes. Por su parte, John F. Haught publicó más tarde un libro introductorio sobre las relaciones entre ciencia y religión, que está organizado en torno a una cuádruple tipología similar: «Quienes han pensado sobre el problema de la relación de la religión hacia la ciencia la expresan de cuatro modos principales. (1) Algunos sostienen que la religión es totalmente opuesta a la ciencia o que la ciencia invalida a la religión. Llamaré a esta posición conflicto. (2) Otros insisten en que religión y ciencia son tan diferentes entre sí que un conflicto entre ellas es lógicamente imposible. Religión y ciencia son ambas válidas, pero deberíamos separarlas rigurosamente. Ésta es la perspectiva de contraste. (3) Un tercer tipo argumenta que, si bien religión y ciencia son diferentes, la ciencia siempre tiene implicaciones con respecto a la religión y viceversa. Ciencia y religión inevitablemente interactúan, de tal modo que la religión y la teología no deben ignorar los nuevos desarrollos de la ciencia. Para simplificar, denominaré a esta perspectiva contacto. (4) Finalmente, un
3. lbíd., p. 3.
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cuarto modo de considerar esa relación, semejante al tercero pero lógicamente diferente de él, subraya los modos sutiles pero significativos en los cuales la religión apoya positivamente la aventura de la investigación científica. Investiga cómo la religión, sin interferir en modo alguno con la ciencia, prepara el camino para algunas de sus ideas, e incluso le proporciona un especial tipo de bendición, o lo que denominaré confirmación de la búsqueda científica de la verdad» 4. Haught utiliza el esquema de estos cuatro «cons» (conflicto, contraste, contacto y confirmación) para estudiar, en cada uno de los capítulos de su libro, diferentes aspectos de la relación entre ciencia y religión. Al igual que Barbour (quien colabora en la presentación del libro), también Haught manifiesta desde el principio su preferencia por los «cons» tercero y cuarto, o sea, «contacto» y «confirmación». Y también critica claramente la perspectiva de «conflicto», aunque intenta mostrar en cada caso las razones esgrimidas por sus partidarios. De acuerdo con Barbour y Haught, la perspectiva de conflicto, tal como está representada por el materialismo científico y por el fundamentalismo religioso, está equivocada. La posición de «independencia» (o «contraste») es un buen punto de partida que debería ser continuado mediante un ulterior «diálogo» (o «contacto»), e incluso por alguna forma moderada de «integración» (o «confirmación»). Vamos a examinar estas posibilidades con mayor detalle.
2. La tesis del conflicto La ciencia moderna nació en la Europa occidental cristiana, y prácticamente todos los grandes científicos que la pusieron en marcha eran cristianos que veían la nueva ciencia como aliada de la religión y complementaria a ésta. Sólo más tarde, en el siglo XVIII y, sobre todo, en el siglo XIX, algunos autores formularon la teoría del perpetuo conflicto entre ciencia y religión. Fueron dos los autores que influyeron especialmente en esta línea: John William Draper (1811-1882), que publicó en 1874 su libro Historia del conflicto entre religión y ciencia, y Andrew Dickson White (1832-1918), que publicó en 1896 un libro mucho más
4. John F. HAUGHT, Science and Religion. From. Conflict to Conversation (New York: Paulist Press, 1995), pp. 3-4.
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amplio titulado Una historia de la guerra de la ciencia con la teología en la cristiandad. Estas dos obras, que desde que salieron a la luz han sido traducidas a diferentes idiomas, todavía se siguen publicando. Son los dos clásicos del conflicto entre ciencia y religión. En la actualidad se sigue repitiendo la tesis del conflicto, aunque la mayoría de los autores están de acuerdo en que no es válida. El famoso biólogo de Harvard Stephen Jay Gould, que se declaraba agnóstico, escribió: «No puedo hacer más que subrayar de manera muy clara que el viejo modelo de guerra total entre la ciencia y la religión, que era la opinión "estándar" de mi educación secular, fundada sobre dos libros de mediados y finales del siglo XIX que tuvieron muchísimo éxito (Draper, 1874, y White, 1896) (...) representa una dicotomía absurdamente falsa y caricaturizada que sólo puede faltar al respecto a ambos supuestos bandos de este conflicto inexistente. La "religión", en tanto que entidad coherente, nunca se opuso a la "ciencia" de manera general o completa» 5. Ambos libros, el de Draper y el de White, están llenos de serias inexactitudes, tal como queda demostrado al analizar lo que dicen del caso Galileo, que es el prototipo de enfrentamiento entre ciencia y religión 6. Y la tesis del conflicto se encuentra actualmente desacreditada entre los especialistas, que sostienen, de acuerdo con la realidad, que las relaciones históricas entre ciencia y religión han sido bastante complejas, siendo muy diferentes en los diversos casos. John Brooke, profesor de ciencia y religión en la Universidad de Oxford, ha dedicado un libro a la historia de las relaciones entre ciencia y religión en la época moderna, donde se lee: «El estudio serio de la historia de la ciencia ha manifestado que, en el pasado, ha existido una relación extraordinariamente rica y compleja entre ciencia y religión, de modo que es difícil sostener tesis generales. La lección auténtica resulta ser que el tema es complejo. Miembros de las iglesias cristianas no han sido siempre oscurantistas; muchos científicos de categoría han profesado una fe religiosa, aunque a veces su teología no haya sido muy ortodoxa. Los presuntos conflictos entre ciencia y religión a veces son enfrentamientos entre intereses científicos enfrentados, o al revés, entre facciones teológicas rivales. Con
5. Stephen Jay GOULD, Érase una vez el zorro y el erizo. Las humanidades y la ciencia en el tercer milenio (Barcelona: Crítica, 2004), pp. 35-36. 6. Esto se encuentra mostrado con detalle en: William R. SHEA y Mariano ARTIGAS, Galileo Observed. Science and the Politics of Belief (New York: Science History Publications, 2006), capítulo 1, pp. 1-26.
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frecuencia estaban en juego asuntos de poder político, prestigio social y autoridad intelectual. Y las historias escritas por los protagonistas han reflejado sus propias preocupaciones» 7. Por su parte, Colin A. Russell se ha hecho eco de la opinión actual en un artículo que desacredita la tesis del conflicto como insostenible 8.
3. El desfase metodológico Desde el punto de vista de un agnóstico, Stephen Jay Gould ha dedicado un libro entero a mostrar que ciencia y religión son empresas completamente independientes. En su terminología se trataría de «magisterios que no se superponen», por lo que bautizó a su tesis NOMA (non-overlapping magisteria, que en castellano se ha traducido por MANS) 9. En otro trabajo escribió: «He ofrecido el razonamiento general en mi libro Ciencia «versus» religión, un libro que expresa el consenso de una gran mayoría de científicos y teólogos profesionales, no una formulación original surgida de mi pluma. En el más breve de los resúmenes, no puede existir una oposición dicotómica en la lógica porque la ciencia y la religión tratan de aspectos de la vida que son muy diferentes (e igualmente importantes), el principio que he denominado MANS, como acrónimo de los "magisterios que no se superponen", o autoridades docentes, de la ciencia y la religión. La ciencia intenta registrar y explicar el carácter objetivo del mundo natural, mientras que la religión se esfuerza con cuestiones espirituales y éticas acerca del significado y de la conducta adecuada de nuestras vidas. Simplemente, los hechos de la naturaleza no pueden dictar un comportamiento moral o un significado espiritual correctos» °. La tesis de Gould ha recibido críticas por parte de quienes ven a la ciencia y a la religión en conflicto, o de quienes piensan que existen ámbitos comunes a ambas y que debería intentarse su integración. Sin
7. John H. BROOKE, Science and Religion: Some Historical Perspectives (Cambridge: Cambridge University Press, 1991), p. 5. 8. Colin A. RUSSELL, «The Conflict of Science and Religion», en: G.B. FERNGREN (ed.), Science and Religion. A Historical Introduction, (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 2002), pp. 3-12. 9. Stephen Jay GOULD, Ciencia «versus» religión: un falso conflicto (Barcelona: Crítica, 2000). 10. ÍD., Érase una vez el erizo y el zorro, cit., pp. 102-103.
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embargo, me parece que, como primera aproximación, la tesis es correcta. El motivo es que existe un desfase metodológico entre ciencia y religión. Veámoslo. La ciencia experimental busca un conocimiento de la naturaleza que pueda proporcionarnos un dominio controlado sobre ella. Esto equivale a decir que busca teorías que puedan ser sometidas a contrastación empírica, preferentemente mediante experimentos. Se centra en la búsqueda de pautas espacio-temporales. Aunque la naturaleza no consiste sólo en pautas, está organizada en torno a configuraciones (pautas espaciales) y ritmos (pautas temporales). En palabras de Carsten Bresch: «Si tuviéramos que describir la propiedad fundamental de la materia del universo en un solo enunciado, tendríamos que decir que la materia está formada —o creada— de tal modo que muestra un crecimiento continuamente acelerado de pautas (...) Todo a nuestro alrededor consiste en pautas» ". La existencia de pautas estables espacio-temporales en la naturaleza, junto con la posibilidad de estudiarlas utilizando los métodos de la ciencia experimental, explica la peculiar fiabilidad de esta ciencia y, al mismo tiempo, sus límites. Con demasiada frecuencia, los filósofos y los teólogos temen admitir la peculiar fiabilidad de la ciencia experimental, mientras que algunos científicos se sienten demasiado orgullosos de ella y desprecian otras perspectivas que no poseen una fiabilidad de ese tipo; en ambos casos no se advierte que las mismas razones que explican la peculiar fiabilidad de la ciencia experimental también señalan sus límites. La ciencia experimental, por su propia naturaleza, se limita a aquellos aspectos de la realidad que pueden ser estudiados usando el control experimental. Un razonamiento elemental basta para establecer que, si existe un Dios personal y si la persona humana posee dimensiones espirituales, esas realidades espirituales permanecerán para siempre fuera de las posibilidades de los métodos de la ciencia experimental. El rigor y la fiabilidad de la ciencia empírica van de la mano con sus limitaciones.
11. Carsten BRESCH, «What is Evolution?», en: Svend ANDERSEN y Arthur PEACOCKE (eds.), Evolution and Creation (Aarhus: Aarhus University Press, 1987), pp. 36-37.
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4. Ciencia y fe: criterios de demarcación Se suele denominar criterio de demarcación la búsqueda de un criterio que permita distinguir la ciencia de otras actividades humanas. Karl Popper concedió gran importancia a este problema, y realmente la tiene. La solución de Popper suele ser aceptada: la ciencia empírica se caracteriza por la falsabilidad. Debe ser posible someter los enunciados científicos a contrastación empírica para ver si están o no de acuerdo con los resultados de los experimentos. En caso de que lo estén, se pueden aceptar, siempre provisionalmente (no existen garantías de que experimentos posteriores puedan estar en desacuerdo con la teoría). Si la teoría no supera la prueba, queda falsada: contiene errores, y habrá que eliminarlos proponiendo una nueva teoría. Desde esta perspectiva, lo que no pueda ser falsado no es científico. Lo cual no significa que no tenga sentido o valor o que no pueda ser verdadero: significa simplemente que no pertenece a la ciencia experimental. La metafísica, la religión y la poesía, por ejemplo, pueden tener sentido, incluso más profundo que la ciencia, pero no son ciencia. Lo que Popper quería subrayar, sobre todo, es la actitud científica, o sea, que en la ciencia todas las teorías son provisionales y siempre se busca falsarlas, porque es el modo de progresar en el conocimiento, evitando el dogmatismo que acepta teorías como definitivamente verdaderas y no se preocupa de sus posibles errores, cerrando así el paso al progreso. Popper no se consideraba enemigo de la metafísica ni de la religión. Se oponía a la pseudociencia, es decir, a las teorías que, sin someterse a las exigencias de la ciencia (la falsabilidad), se presentan como si fueran ciencia auténtica, con las garantías que ello supone. Los ejemplos típicos son el marxismo y el psicoanálisis (Popper fue enemigo declarado del marxismo). Su motivación principal era ética: deseaba evitar los grandes males que provienen de la pseudociencia 12. Evidentemente, una parte del problema depende de qué estemos dispuestos a considerar como ciencia. Cuando hablo de ciencia me refiero principalmente a la ciencia experimental (como la física, la química o la biología), porque es lo que, en la actualidad, se suelen llamar «ciencias». Pero si adoptamos un criterio más amplio, considerando como
12. Véase: Mariano ARTIGAS, Lógica y ética en Karl Popper (Se incluyen unos comentarios inéditos de Popper sobre Bartley y el racionalismo crítico) (Pamplona: EUNSA, 2.e ed., 2001).
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ciencia todo estudio sistemático y riguroso que busque explicaciones, nos encontramos con las ciencias humanas y con las ciencias sociales (sociología, psicología, economía, historia, y otras). Son ciencias que sólo en parte pueden seguir el método de las ciencias experimentales, porque en su objeto de estudio se encuentra el ser humano y su libertad, que no está sujeta a pautas fijas como las del mundo natural. Por supuesto, se pueden considerar también ciencias la filosofía y la teología, ya que estudian de modo sistemático las causas y las explicaciones de sus objetos propios. Desde la perspectiva cristiana, la teología se suele considerar como la ciencia de la fe, que estudia sistemáticamente los fenómenos religiosos tomando como punto de partida los datos proporcionados por la fe. Sin fe religiosa no hay teología cristiana. Esto la diferencia claramente de la filosofía, que se mueve en el terreno de la razón natural, y de las ciencias particulares (naturales y humanas), que, además, adoptan perspectivas más limitadas. Pero ¿puede ser racional la fe? Para algunos, no puede serio: la fe sería algo irracional, incluso opuesto a la razón, y por ello piensan que existe un conflicto inevitable entre ciencia y fe, entre ciencia y teología. Según la doctrina católica, «La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida» 13. Es don de Dios y respuesta humana. Supera el nivel puramente racional, pero no se opone a él. Se suele decir que la fe supone la razón, la purifica, la eleva y la perfecciona. Una piedra no puede tener fe porque no tiene razón. La fe se da en un ser inteligente, que se apoya en razones que le llevan a creer. Y los contenidos de la fe no pueden ser contrarios a lo que conocemos por la razón, ya que el mismo Dios es el autor del mundo, de la razón y de la revelación. Ésta ha sido constantemente la doctrina de la Iglesia, que el Papa Juan Pablo II desarrolló ampliamente en una encíclica sobre la fe y la razón 14. Esta doctrina es tan conocida que Galileo la utilizó para defender que el sistema copernicano, que él consideraba verdadero, no podía entrar en contradicción con la doctrina de la fe. En la mencionada encíclica, Juan Pablo II recoge un pasaje de un discurso suyo donde cita expre-
13. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 26. 14. JUAN PABLO II, Carta encíclica Fides et ratio, 14 septiembre 1998.
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samente a Galileo sobre esta cuestión: «[Galileo] declaró explícitamente que las dos verdades, la de la fe y la de la ciencia, no pueden contradecirse jamás. "La Escritura santa y la naturaleza, al provenir ambas del Verbo divino, la primera en cuanto dictada por el Espíritu Santo, y la segunda en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios", según escribió en la carta al P. Benedetto Castelli el 21 de diciembre de 1613. El Concilio Vaticano II no se expresa de modo diferente; incluso emplea expresiones semejantes cuando enseña: "La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será realmente contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen origen en un mismo Dios" (Gaudium et spes, 36). En su investigación científica Galileo siente la presencia del Creador que le estimula, prepara y ayuda a sus intuiciones, actuando en lo más hondo de su espíritu». Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 10 de noviembre de 1979: Insegnamenti, II, 2 (1979), 1111-1112» 15.
5. Cuestiones fronterizas Si la ciencia experimental busca pautas naturales que se puedan expresar mediante leyes, la metafísica, la religión y la teología también se ocupan de algún tipo de pautas, pero parece bastante obvio que no están centradas en torno al conocimiento detallado de pautas espaciotemporales, como lo está la ciencia empírica. Se ocupan de realidades espirituales que caen fuera del método experimental. Sin embargo, se dice con frecuencia que existen «cuestiones fronterizas» entre ciencia y religión. ¿Tiene sentido hablar de cuestiones fronterizas? Seguramente, la mayoría de las cuestiones que suelen considerarse fronterizas pueden ser denominadas más bien «conexiones subjetivas» y «solapamientos parciales». Ordinariamente, los teólogos piensan que el modo mejor de abordar las relaciones entre ciencia y teología es el diálogo. En este contexto suele decirse que la ciencia conduce a cuestiones fronterizas que están conectadas con la teología. Entonces se plantea el siguiente interrogante:
15. lbíd., nota 29.
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¿cómo podemos describir esas cuestiones, de modo que podamos identificarlas? John Polkinghorne ha dicho que «existen cuestiones que surgen de la ciencia y que insistentemente reclaman una respuesta, pero que, por su propio carácter, trascienden el ámbito de competencia de la ciencia. Existe una sensación, ampliamente difundida entre los científicos en activo, especialmente entre aquellos de nosotros que hemos trabajado en física fundamental, de que en el mundo hay más de lo que encuentra el ojo científico. Como resultado de esa sensación, vivimos en una época en la que está teniendo lugar un resurgimiento de la teología natural, en gran parte por obra de los científicos más que de los teólogos» 16. Pero ¿pueden realmente existir esas cuestiones fronterizas? Deberían estar estrechamente relacionadas con la ciencia, ya que se nos dice que «surgen de la ciencia». Pero no serían cuestiones científicas en sentido propio. Entonces, ¿qué significa que, aunque no son científicas, «surgen de la ciencia»? Es mucho más fácil de entender que no pueden encontrar su respuesta en la ciencia porque, si no son estrictamente científicas, es imposible proporcionarles una respuesta usando los métodos de la ciencia. Pienso que, hablando propiamente, las genuinas cuestiones fronterizas no pueden surgir de la ciencia. Esto es una consecuencia del desfase metodológico, que siempre debería ser respetado cuidadosamente. Por tanto, si las cuestiones fronterizas están incluidas en la ciencia experimental, sólo pueden estarlo de modo implícito. Se puede establecer el diálogo entre ciencia y religión usando una mediación filosófica, y se basará en una reflexión explícita sobre algunos aspectos que se encuentran solamente implícitos en el trabajo científico. Podemos distinguir tres clases de cuestiones fronterizas que tienen un carácter muy diferente. La primera incluye problemas científicos particulares que pueden ser una fuente subjetiva de reflexiones religiosas; pueden denominarse «conexiones subjetivas». La segunda se refiere a «solapamientos parciales» que pueden existir si algunos puntos particulares pertenecen a la vez a la ciencia y a la religión. La tercera atañe a los supuestos generales de la ciencia y a las perspectivas generales acerca de sus logros.
16. John C. POLKINGHORNE, «A Revived Natural Theology% en: Jan FENNEMA y Jan PAUL (eds.), Science and Religion. One World: Changing Perspectives en Reality (Dordrecht: Kluwer, 1990), p. 88.
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6. Conexiones subjetivas Las denomino «subjetivas» porque dependen de la sensibilidad de cada científico individual. Si bien puede suceder que correspondan a problemas objetivos, se trata de cuestiones que pueden ser puestas entre paréntesis o dejadas de lado en el trabajo científico. En esta línea, un astrofísico que estudia las teorías científicas acerca del origen del universo se puede sentir inclinado a pensar en el problema filosófico y teológico de la creación; la astrofísica puede desempeñar un papel en este asunto, pero la cuestión misma se encuentra más allá del campo puramente científico y no puede ser abordada seriamente a menos que adoptemos una perspectiva metafísica y teológica. Los científicos son seres humanos que, como cualquier otra persona, deben afrontar problemas filosóficos y teológicos, y a veces puede suceder que algunas situaciones científicas les mueven a plantear tales problemas. Sin embargo, cuando los científicos se plantean tales cuestiones, están empezando a comportarse como filósofos o teólogos. Tienen, sin duda, el derecho a comportarse de esa manera. Pero sus reflexiones ya no son puramente científicas, y deberían ser valoradas de acuerdo con criterios filosóficos o teológicos. El origen de esos problemas puede ser denominado científico solamente en un sentido amplio, en tanto que una situación científica ha actuado como estímulo para activar una actitud filosófica o teológica. La misma situación puede inspirar pensamientos metafísicos a un científico y no a otro. Esto equivale a decir que si un problema es una genuina cuestión científica, no puede ser considerado propiamente como una cuestión metafísica. La ciencia puede comportarse como un catalizador de actitudes metafísicas, pero eso no significa que la ciencia por sí misma implique ningún problema metafísico: de hecho, adopta un punto de vista que no es metafísico. En la medida en que afrontamos cuestiones sustantivas que son propiamente científicas, no necesitamos apelar a razones extracientíficas; en efecto, si necesitamos razones metacientíficas para formular o resolver un problema concreto, esto significaría que ese problema no puede ser considerado como un problema científico en sentido estricto. Es comprensible que los metafísicos y los teólogos consideren como un signo positivo que los científicos relacionen a veces algunos problemas científicos con la metafísica. Pero esa conexión es un hecho contingente y subjetivo. Los problemas científicos, cuando se encuentran formulados de modo adecuado, tienen soluciones científicas.
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7. Solapamientos parciales Desde el punto de vista histórico, las fronteras entre la ciencia, por una parte, y la filosofía y la religión, por la otra, a veces han cambiado. En ese caso podemos hablar de solapamientos parciales. Encontramos un ejemplo obvio en el sistema copernicano y en el consiguiente caso Galileo. El geocentrismo parecía estar avalado por el sentido común y la religión, pero la ciencia finalmente mostró que estaba equivocado. Sin embargo, una situación de este tipo difícilmente puede ser considerada como una genuina cuestión fronteriza; se trata más bien de una cuestión fáctica que no contradice a la existencia de un desfase metodológico entre ciencia y religión. De hecho, debemos tomar en cuenta muchas circunstancias históricas muy específicas y contingentes si deseamos colocar el caso Galileo en su perspectiva real: no podemos olvidar, por ejemplo, que en aquellos momentos ni Galileo ni ninguna otra persona eran capaces de proporcionar pruebas de la teoría heliocéntrica. Por tanto, entonces no se planteaba una genuina cuestión fronteriza. Lo que sucedió fue que la ciencia experimental extendió su ámbito a un problema que previamente había sido considerado de otro modo: pero ese problema pudo ser formulado y resuelto utilizando argumentos puramente científicos. En tales casos, cuando el mismo problema es abordado por la ciencia y la metafísica o la religión al mismo tiempo, se podría hablar de «solapamientos parciales» que deberían resolverse clarificando los argumentos respectivos. Con frecuencia, los debates entre ciencia y religión se centran en torno a problemas de este tipo. Hoy día, la gran mayoría de tales debates se deben al abuso de la ciencia por parte de un naturalismo científico que se presenta como si fuese una consecuencia de la ciencia, cuando en realidad es sólo una extrapolación pseudocientífica. Un tipo diferente de «solapamiento parcial», y ciertamente muy importante, es el uso del conocimiento científico en los argumentos metafísicos o teológicos. Entre las cuestiones que habitualmente se consideran fronterizas, muchas pertenecen a esta categoría. El caso más frecuente de tal solapamiento tiene lugar cuando conocimientos científicos particulares se usan como parte de los argumentos de la teología natural, por ejemplo en las pruebas de la existencia de Dios o en argumentos acerca de los atributos de Dios. Para utilizar información científica en un contexto metafísico o teológico debemos antes reflexionar filosóficamente sobre ella; en efecto,
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sólo la filosofía es suficientemente homogénea con la metafísica o la teología natural, mientras que la ciencia empírica no lo es. Esto debería recordarse, por ejemplo, cuando se utiliza la evolución en contra del argumento basado en el orden natural, como si las explicaciones evolucionistas mostraran que el argumento en favor de un plan divino no es plausible. O, por el otro extremo, cuando se utiliza el modelo de la gran explosión (big bang) para demostrar que el mundo ha sido creado por Dios, olvidando que la física no puede, por sí misma, dar el salto hasta la existencia de Dios: desde el punto de vista de la física, siempre podemos buscar un estado físico anterior a la gran explosión. Nunca se debería olvidar el desfase metodológico que existe entre la ciencia empírica y la teología natural. Es posible salvarlo, pero el puente debe incluir reflexiones filosóficas que, aunque deben ser coherentes con la ciencia, no pueden ser consideradas como una simple consecuencia de ella.
8. Buscando la integración Un posible puente entre la ciencia natural, por una parte, y la metafísica o la religión, por otra, es el que he desarrollado con detalle en mi libro La mente del universo 17, tomando como base los supuestos generales de la actividad científica. La existencia de un orden en la naturaleza, la capacidad humana para conocerlo y el carácter de valor ético que tiene la búsqueda de ese conocimiento se encuentran siempre presupuestos en la ciencia, aunque los científicos no piensen en ellos, y el progreso científico muestra que esos supuestos son válidos, al mismo tiempo que permite conocerlos con más detalle. La reflexión filosófica sobre estas cuestiones proporciona elementos muy interesantes para un diálogo fructífero entre la ciencia y la religión. Existen otros modos posibles de colaboración e integración. En el plano natural, la filosofía de la naturaleza y de las ciencias es un ámbito en el que se encuentran las ciencias y las humanidades. En el plano sobrenatural, la teología de la creación reflexiona sobre el mundo natural y sobre las ciencias utilizando los recursos de la fe. En esta línea es posible una colaboración en ámbitos particulares, sobre los cuales la religión
17. Mariano ARTIGAS, La mente del universo (Pamplona: EUNSA, 2.g ed., 2000).
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arroja nueva luz y proporciona nuevos estímulos. Se puede mencionar, por ejemplo, la ecología. Carl Sagan, científico conocido mundialmente y que, en principio, no se mostró demasiado partidario de la religión, en sus últimos arios fomentó el encuentro con líderes religiosos precisamente porque veía en ellos una gran fuerza capaz de influir positivamente en los problemas ecológicos. La Comisión Teológica Internacional, órgano del Vaticano para el estudio de problemas teológicos, publicó un amplio documento en el que habla de la actitud católica ante la ecología. Ahí se mencionaban los problemas ecológicos de nuestra época y después se dice: «Un aspecto desafortunado de esta nueva conciencia ecológica es que el cristianismo ha sido acusado por algunos de ser en parte responsable de la crisis ambiental, porque ha maximizado el lugar de los seres humanos creados a imagen de Dios para gobernar la creación visible. Algunos críticos van tan lejos que afirman que a la tradición cristiana le faltan los recursos para presentar una ética ecológica adecuada porque ve al hombre como esencialmente superior al resto del mundo natural, de modo que será necesario volverse a las religiones asiáticas y tradicionales para desarrollar la necesaria ética ecológica». En el documento se responde que esas críticas se basan en un profundo malentendido acerca de la teología cristiana de la creación y del ser humano como imagen de Dios, se citan diversos documentos del Papa Juan Pablo II al respecto, y se muestra la colaboración positiva que la doctrina cristiana puede aportar a la solución de los problemas ecológicos 18. En cualquier caso, parece muy deseable entender la posible «integración» como una búsqueda de cooperación en la que se respeten cuidadosamente las peculiaridades propias tanto de la ciencia como de la religión y la teología. Se trata de ámbitos diferentes que tienen su propia autonomía, y sólo sobre esa base se puede llegar a una cooperación fructífera.
18. COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Cornunion and Stewardship, nn. 72-78.
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1. Qué es el cientificismo • 2. El cientificismo en la epistemología • 3. Cientificismo y fiabilidad • 4. El naturalismo cientificista • 5. Cientificismo fisicista • 6. Cientificismo biologista • 7. Cientificismo tecnicista • 8. Cientificismo y opinión pública.
El cientificismo (o cientifismo, si se prefiere: los dos términos están aceptados como equivalentes por la Real Academia Española) es una plaga de nuestra época, porque abusa del enorme prestigio de la ciencia para negar la validez de cualquier idea que no venga avalada por el método científico 1.
1.
Qué es el cientificismo
El cientificismo viene a ser la posición de quienes piensan que la ciencia es el único o al menos el principal medio de que disponemos para conocer la realidad. Gerard Radnitzky ha escrito que el cientificismo es «la creencia dogmática de que el modo de conocer llamado ciencia es el único que merece el título de conocimiento, y su forma vulgarizada: la creencia de que la ciencia eventualmente resolverá todos nuestros problemas o, cuando menos, todos nuestros problemas significativos. Esta creencia está basada sobre una imagen falsa de la ciencia. Muchos e importantes filósofos, desde Nietzsche a Husserl, Apel, Gadamer, Ha-
1. Este artículo se basa en una parte de mi libro El hombre a la luz de la ciencia (Madrid: Palabra, 1992), pp. 33-44.
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bermas, Heelan, Kisiel, Kockelmans y otros, han considerado el cientificismo como la falsa conciencia fundamental de nuestra era» 2. Estas palabras son una buena caracterización del cientificismo y de su importancia en la actualidad. En el Diccionario de la Real Academia se encuentran tres descripciones del cientificismo que interesan aquí'. Por una parte, el cientificismo es definido como la «Doctrina según la cual los métodos científicos deben extenderse a todos los dominios de la vida intelectual y moral sin excepción». El método científico sería el único modo de obtener conocimiento válido. Esto deja la puerta abierta a distintos tipos de cientificismo, porque existen diferentes tipos de ciencias, aunque algunos piensan que el método científico es el mismo para todas las ciencias. Una segunda definición del Diccionario es: «Teoría según la cual los únicos conocimientos válidos son los que se adquieren mediante las ciencias positivas». Se trata de la misma idea, aunque se añade una alusión a las ciencias «positivas», que es una manera común de designar a las ciencias naturales o experimentales. Y la tercera definición que aquí interesa es: «Tendencia a dar excesivo valor a las nociones científicas o pretendidamente científicas». Está relacionada con las dos anteriores, porque si sólo se considera válido el método científico, ello se debe a que se le concede más valor del que realmente tiene. En el siglo XIX, el cientificismo alcanzó su apogeo con el positivismo de Augusto Comte (1798-1857), quien formuló la llamada «ley de los tres estadios». La humanidad habría pasado por tres fases. En la primera y más primitiva, el ser humano inventó dioses y fuerzas sobrenaturales para explicar los fenómenos naturales que le sorprendían y atemorizaban, y para protegerse de ellos. Luego habría venido una fase más sofisticada, el estadio metafísico o abstracto, en el que los poderes sobrenaturales fueron sustituidos por sistemas filosóficos. Por fin, con el nacimiento de la ciencia moderna, comenzó el estadio científico, también llamado «positivo», porque se prescinde de todo lo que no sean datos positivos bien comprobados por las ciencias. La ciencia permitía desembarazarse, por fin, de la religión y la filosofía. El positivismo afir-
2. Gerard RADNITZKY, »Hacia una teoría de la investigación que no es ni reconstrucción lógica ni psicología o sociología de la ciencia», Teorema, 3 (1973), 254-255. 3. REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, Diccionario de la lengua española (Madrid: Espasa Calpe, 22e ed., 2001), p. 550.
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Trió que todo nuestro saber se reduce a las ciencias y que no hay lugar para preguntas ni respuestas que vayan más allá del método científico. Otras versiones del cientificismo coincidían con minusvalorar o negar la relevancia de todo lo que no fuera ciencia. En el siglo XX hubo un recrudecimiento del cientificismo, debido a la gran actividad desplegada en torno a 1930 por los miembros del Círculo de Viena, quienes proponían de modo muy beligerante una actualización del positivismo utilizando la lógica matemática, por lo que su posición se denominó «neopositivismo» o «empirismo lógico». Hoy día el cientificismo no suele presentarse con el tono agresivo de otras épocas. Los científicos suelen ser conscientes de las limitaciones de su ciencia y se admiten, por lo tanto, otros modos de conocer. Es más, existe una conciencia generalizada acerca del carácter complementario de la ciencia y la filosofía. Las relaciones entre ciencia y fe religiosa también suelen caracterizarse en la actualidad por un respeto mutuo. Es fácil advertir, y así suele ser reconocido, que las perspectivas científica, filosófica y religiosa no se oponen, sino que se complementan. Sin embargo, el cientificismo no ha muerto. Su idea básica constituye uno de los condicionamientos principales de la vida actual, en la teoría y en la praxis. Esa idea consiste en considerar a la ciencia experimental como paradigma de objetividad, racionalidad y eficacia. Es una idea que pocas veces se menciona, porque se considera evidente y se da por supuesta su verdad. Evidentemente, el cientificismo es, ante todo, un problema de filosofía de la ciencia. Por tanto, para clarificarlo debemos acudir a la epistemología.
2.
El cientificismo en la epistemología
Es fácil encontrar en la epistemología actual críticas explícitas al cientificismo. Sin embargo, no suelen proporcionar soluciones adecuadas. Por ejemplo, se afirma que el conocimiento científico es conjetural y que se encuentra condicionado por factores convencionales, lo cual parece establecer límites; pero a continuación se concluye que lo mismo sucede, con mayor razón, fuera de la ciencia. El razonamiento viene a ser el siguiente: si ni siquiera en la ciencia experimental, que es el exponente máximo de la racionalidad, se alcanza la verdad con certeza, mucho menos podrá alcanzarse en otros ámbitos que carecen del rigor
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característico de las ciencias. En pocas palabras: se ha pasado de un cientificismo optimista a uno pesimista. Y ese cientificismo pesimista se encuentra en la raíz de las ideologías de tipo convencionalista y pragmatista, tan características de nuestra época: se desconfía de la capacidad humana de alcanzar la verdad, e incluso de la existencia de la verdad misma, de tal modo que la actividad humana queda abandonada a la búsqueda de lo que parece útil, prescindiendo de la verdad sobre la vida humana y los valores. Esta situación se hace patente en los debates acerca de la racionalidad. Los neopositivistas del Círculo de Viena representaron la última manifestación del cientificismo optimista clásico. Su tesis básica era «el criterio empirista del significado», según el cual solamente los enunciados científicos tienen sentido, porque son los únicos que se pueden verificar empíricamente, y pretendían extender el método experimental a todas las ramas del conocimiento. Frente a ellos, Popper insistió en que no es posible probar la verdad de ninguna construcción científica. La ciencia viene concebida, desde esta perspectiva, como una búsqueda de la verdad, pero la verdad sería solamente una idea regulativa que guía la investigación: todo lo que podría hacerse es someter las teorías a la crítica para eliminar errores y conseguir teorías mejores. Es obvio que esta perspectiva no es cientificista en el sentido clásico. Sin embargo, dado que la ciencia viene considerada como un tipo de conocimiento especialmente riguroso en comparación con otras modalidades de conocimiento, la conclusión es que la metafísica, aun siendo legítima, tiene un carácter conjetural. En este contexto, la pretensión de afirmar que se posee la verdad es calificada como dogmática. La actitud racional viene identificada con la actitud crítica, según la cual nunca alcanzamos conocimientos ciertos, porque, incluso en el caso de que alcancemos la verdad, nunca podríamos estar seguros de que la hemos alcanzado 4. En otros casos, se afirma que la ciencia experimental posee un valor meramente instrumental. Incluso se prescinde sistemáticamente del concepto de verdad. En algún caso extremo, se llega a posiciones abiertamente irracionalistas. Se trata de reacciones que, por una parte, denuncian los planteamientos cientificistas, pero, por otra, no superan los planteamientos racionalistas y empiristas que están en la base del
4. Puede verse un análisis crítico de la epistemología popperiana en: Mariano ARTIGAS, Karl Popper: Búsqueda sin término (Madrid: Magisterio Español, 25 ed., 1995).
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cientificismo que critican. Parece que se identifica la posibilidad de alcanzar la verdad con los procedimientos propuestos por las posiciones cientificistas, de tal modo que la crítica del cientificismo equivaldría a renunciar a la posibilidad de alcanzar la verdad. El resultado es que, en lugar de formular alternativas válidas, se añaden nuevas confusiones a las que ya existían. Por ejemplo, Paul Feyerabend (1924-1994) se hizo famoso por su «anarquismo metodológico», cuya consigna fundamental era «todo vale». Acertaba en su crítica al cientificismo, pero no conseguía proponer una alternativa válida y caía en una especie de irracionalismo extremo (aunque habría que matizar su posición teniendo en cuenta su peculiar sentido del humor, que le llevaba a exagerar con ironía, y con el cambio que experimentó al final de su vida, llegando a admitir posiciones mucho más razonables). Las ideas cientificistas se apoyan en una extrapolación del método de la ciencia experimental: se presentan como científicas unas ideas que van más allá de lo que permite la naturaleza del método científico. Por consiguiente, una crítica de fondo de las ideas cientificistas debe apoyarse en el estudio de la naturaleza de la ciencia experimental. He expuesto mis ideas al respecto en otro lugar de modo extenso 5; aquí me limitaré a señalar algunos aspectos que tienen especial relevancia en relación con el cientificismo.
3. Cientificismo y fiabilidad El cientificismo se apoya en la peculiar fiabilidad de la ciencia experimental. El conocimiento científico tiene una validez intersubjetiva, permite formular predicciones comprobables, tiene un carácter progresivo, y sirve de base para obtener aplicaciones útiles. Da seguridad y objetividad. Estas características parecen estar ausentes en otros ámbitos. Por tanto, si se desea superar el cientificismo, se requerirá una valoración adecuada de la ciencia que incluya un análisis riguroso de esos aspectos de su fiabilidad. Esa fiabilidad es real. Pero se fundamenta en una restricción deliberada del ámbito científico. Las ciencias delimitan su objeto definiendo conceptos que se relacionan con experimentos repetibles. No puede sor-
5. Mariano ARTIGAS, Filosofía de la ciencia experimental (Pamplona: EUNSA, 35 ed., 1999).
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prender que los problemas filosóficos, que se refieren a la realidad sin restricciones, sobrepasen las posibilidades del método experimental. La peculiar fiabilidad de las ciencias experimentales se consigue pagando un precio que la filosofia y la teología no pueden pagar. La filosofía se interroga acerca de toda la realidad, independientemente de que sus preguntas puedan responderse utilizando el método científico, y algo semejante sucede con la teología que, además, utiliza los datos provenientes de la fe. Las ideas filosóficas y teológicas no se pueden comprobar utilizando la experimentación característica de las ciencias naturales. El camino que permite la superación del cientificismo nada tiene que ver con la negación del valor de la ciencia. Simplemente exige reconocer que para alcanzar la fiabilidad propia de la ciencia natural hay que pagar un precio: dejar fuera de consideración las preguntas típicas de la filosofía y la teología. Lo cual no significa, en absoluto, que esas preguntas no sean válidas o que no tengan respuesta. La historia del cientificismo se ha desarrollado del modo siguiente: primero se afirmó que la ciencia moderna venía a sustituir a la antigua filosofía natural; después se pensó que la nueva ciencia era capaz de solucionar todos los problemas por sí sola, y se acabó denunciando a las demás pretensiones cognoscitivas como carentes de sentido; finalmente, al advertir que la ciencia encuentra muchos límites y progresa gracias a la utilización de construcciones convencionales, se ha generalizado un relativismo que se aplica a la ciencia en primer lugar, pero se extiende a continuación a todo el conocimiento humano. Por otra parte, la ciencia no es una actividad completamente autosuficiente. La actividad científica se apoya en unos supuestos filosóficos que, si bien no son estudiados temáticamente en las ciencias, son imprescindibles para que el trabajo y los resultados científicos tengan sentido: las ciencias suponen que existe un mundo real, independiente de nuestra voluntad, que posee un alto grado de orden y está gobernado por unas leyes que podemos conocer, al menos de modo aproximativo. El análisis de esos supuestos muestra que la ciencia experimental se apoya en un realismo filosófico que, desarrollado de modo riguroso, contiene una gnoseología y una metafísica que permiten mostrar la coherencia entre la ciencia experimental y la filosofía realista 6.
6. Se encuentra un desarrollo amplio de estas ideas en la tercera parte de mi libro La mente del universo (Pamplona: EUNSA, 2. ed., 2000).
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4. El naturalismo cientificista El naturalismo, entendido como la negación de cualquier realidad que trascienda lo que puede alcanzarse mediante la ciencia experimental, tiene una larga historia. Su defensa suele consistir en formular una imagen del mundo y del hombre en la que no habría lugar para realidades espirituales y sobrenaturales. En la actualidad, el naturalismo se presenta preferentemente como si fuese una consecuencia del método científico. Esa idea está implícita en algunos planteamientos epistemológicos a los que se ha aludido anteriormente. En efecto, si se niega que podamos alcanzar un conocimiento verdadero, o si ni siquiera se reconoce que tenga sentido hablar acerca de la verdad, una consecuencia lógica será que nada podría afirmarse acerca de las realidades últimas. Otra manifestación actual del naturalismo cientificista concuerda con las ideas materialistas, y consiste en afirmar que el ámbito de lo real coincide con el objeto de estudio de la ciencia experimental. Esta idea suele estar relacionada con una perspectiva evolucionista en la cual, si bien suele admitirse que se dan realidades emergentes, la emergencia viene concebida como el resultado exclusivo de las fuerzas que operan en los niveles más básicos; se trata de un evolucionismo emergentista y materialista que, con frecuencia, se presenta como si fuese el resultado de los conocimientos científicos, e incluso como la única ontología compatible con el progreso de la ciencia. La crítica de estas ideas no es difícil. En efecto, en la medida en que la ciencia exige que las teorías se sometan a control experimental, su ámbito de estudio queda reducido a lo material; por tanto, si se afirma que la ciencia experimental es el paradigma al que deberá imitar toda pretensión cognoscitiva, el materialismo aparecerá como la ontología unida a la ciencia. Pero, al adoptar esa posición, se incurre en una abierta contradicción, ya que la tesis cientificista no es una conclusión de ninguna ciencia y, por consiguiente, carece de validez si se le aplica el criterio que en ella se establece. De este modo, el cientificismo aparece en su verdadera dimensión, o sea, como un postulado injustificable y arbitrario. Además, el materialismo debe afrontar serias dificultades cuando se intenta explicar la realidad de los fenómenos humanos, entre los cuales se incluye la actividad científica. En efecto, la existencia misma de la ciencia supone, como condición de su posibilidad, admitir que la persona humana tiene una capacidad de autorreflexión que le permite plantear-
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se los problemas relacionados con la verdad, y esa capacidad se sitúa en el contexto de una subjetividad que supera los condicionamientos materiales. Puede decirse que el progreso científico es un hecho cuya explicación exige superar las ideas materialistas.
5. Cientificismo fisicista La primera rama de la ciencia experimental moderna que se desarrolló en el siglo XVII (junto con la astronomía) fue la mecánica, que trata del movimiento de los cuerpos. La ciencia de la mecánica iba frecuentemente unida a un mecanicismo filosófico, según el cual la naturaleza se podía explicar completamente mediante modelos mecánicos, en los que sólo contaban la materia y el movimiento, dejando fuera, como irreales, las cualidades que no se pudieran someter a tratamiento matemático. Desde el mismo siglo XVII existían elementos en la mecánica (ciencia) que eran difícilmente compatibles con el mecanicismo (filosofía), por ejemplo las fuerzas. A medida que progresó la física, cada vez aparecían más factores no mecanicistas, sobre todo a partir del siglo XIX (con el electromagnetismo, la relatividad y la mecánica cuántica). El hundimiento del mecanicismo de la física clásica fue interpretado por muchos como una prueba de que el materialismo científico era inviable. En general, los físicos manifiestan en la actualidad una posición muy cauta ante las extrapolaciones filosóficas de su ciencia; quizá porque cuentan ya con la experiencia de los fracasos, durante varios siglos, de los intentos cientificistas. No obstante, las ideas cientificistas también se encuentran, en algunos casos, defendidas con argumentos tomados de la física. El caso más llamativo es la propuesta de que sería posible formular una explicación física de la creación. Se encuentra, por ejemplo, en escritos de Peter W. Atkins y Quentin Smith. Atkins expone así su tesis: «Mi propósito es mostrar que el universo puede surgir sin intervención alguna, y que no hay necesidad de invocar la presencia de un Ser Supremo o de cualquiera de sus múltiples manifestaciones» 7. Los argumentos en que se pretenden basar esas ideas remiten a la gravedad cuántica, teoría que por el momento se encuentra en estado
7. Peter ATKINS, Cómo crear el mundo (Barcelona: Crítica, 1995).
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muy hipotético; a la afirmación, muy problemática, de que en el mundo cuántico existen sucesos sin causa; y a la teoría de las transiciones topológicas, que igualmente es muy especulativa. En síntesis, se afirma que las fluctuaciones cuánticas del campo gravitatorio producirían estructuras espacio-temporales a partir de la nada; luego, del espacio-tiempo vacío se producirían partículas materiales mediante las fluctuaciones del vacío cuántico; por fin, el resto del universo se produciría a partir de esas partículas, de acuerdo con las leyes de la física. Estos razonamientos se apoyan en extrapolaciones manifiestas; por ejemplo, el vacío físico no puede ser identificado con la nada, y no tiene sentido afirmar la existencia de estructuras reales espacio-temporales independientes de la materia. Sin embargo, el punto principal es que el método de la ciencia experimental no puede utilizarse para estudiar la creación de la nada, ya que la ciencia natural solamente puede estudiar procesos que van de un estado físico a otro, pero no sirve para reflexionar sobre la dependencia absoluta en el ser, que es lo que significa la creación.
6. Cientificismo biologista Una de las manifestaciones más características del cientificismo contemporáneo es la que pretende fundamentarse en la biología. El evolucionismo materialista aspira a explicar de modo completo todos los vivientes, incluyendo al ser humano en su totalidad, mediante los mecanismos biológicos que, a su vez, vienen reducidos a procesos físico-químicos. Un exponente típico de esta postura fue el premio Nobel francés Jacques Monod, y otro, en la actualidad, Richard Dawkins, profesor de Oxford. Por otra parte, la sociobiología se presenta como un programa capaz de extender las explicaciones biológicas al ámbito del comportamiento humano, con cierto matiz reduccionista. No hay motivo para que las teorías evolucionistas entren en conflicto con la metafísica o con la teología, siempre que se eviten extrapolaciones que van más allá de lo que el método científico permite afirmar. El materialismo no encuentra más apoyo en la biología que en la física. En ambos casos, el método experimental sólo permite estudiar las transformaciones que se dan entre realidades materiales. La negación de lo espiritual, en ese contexto, aparece como una extrapolación injustificada.
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Las teorías evolucionistas se exponen, con frecuencia, acompañadas de cierta dosis de ideología que es propiamente pseudocientífica. En algunas ocasiones, como reacción, algunos grupos fundamentalistas protestantes han pretendido defender el cristianismo elaborando explicaciones en las que se supone que la Biblia proporciona indicaciones científicas, y esto ha creado una confusión todavía mayor; tal es el caso de los creacionistas científicos en los Estados Unidos. La mayoría de los científicos, también desde la perspectiva evolucionista, reconocen en la actualidad que no existen motivos objetivos para esos enfrentamientos. Los reduccionismos materialistas no encuentran justificación en las teorías biológicas. Sin embargo, especialmente en el nivel divulgativo se siguen difundiendo las ideas reduccionistas. 7. Cientificismo tecnicista La ciencia está cada vez más compenetrada con la técnica. Este hecho, junto con el éxito creciente de la tecnología, explica que en algunos casos el cientificismo se encuentre relacionado directamente con los logros técnicos. Uno de los ámbitos principales en donde esto sucede es el de la inteligencia artificial y la robótica. El desarrollo de las posibilidades de los ordenadores lleva en ocasiones a afirmar que no existen límites en la inteligencia humana que no puedan ser alcanzados mediante el ordenador. El desarrollo paralelo de la robótica conduce a plantear una simulación auténtica de la conducta humana, y algunos han afirmado que el hombre será superado por el robot en el plazo de una generación 8. No se trataría en este caso de construir un robot semejante al hombre; las características de esos robots serían muy diferentes, hasta el punto de que vienen concebidos como seres que, una vez alcanzado el nivel de autoconciencia, superarían al hombre y le someterían a su dominio, representando un cambio cualitativo en la evolución. Aunque estas ideas se encuentran rodeadas de un aire inequívoco de ciencia-ficción, están expuestas, con profusión de argumentos, en no po-
8. Se encuentran las ideas mencionadas, por ejemplo, en: EA. FEIGENBAUM y P. MCCORDUCK, La Quinta Generación (Barcelona: Planeta, 1983); H. MORAVEC, Mind Children. The Future of Robot and Human Intelligence (Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1988). El paso del tiempo muestra una y otra vez que esas profecías van descaminadas.
CIENTIFICISMO
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cas publicaciones, y parecen responder a la ideología de cierto número de investigadores. En el fondo de esas ideas se advierte una concepción del hombre en la que la persona viene reducida al resultado de un conjunto de fuerzas fisico-químicas. El reduccionismo fisicista y el biologista conducen, de modo natural, al tecnologista. Estos reduccionismos postulan definiciones arbitrarias de la inteligencia y de la persona y niegan todo lo que no pueda ser sometido al control técnico; pero, al actuar de ese modo, proponen una concepción de la persona que, si se lleva a sus consecuencias lógicas, es incompatible con la existencia misma de la ciencia y, por tanto, de la tecnología. La ciencia es posible porque los seres humanos tenemos unas capacidades de autoconciencia, argumentación, evidencia, búsqueda de la verdad, y otras relacionadas, que se encuentran asociadas a dimensiones que superan el ámbito puramente material.
8. Cientificismo y opinión pública La función de la ciencia en la sociedad es ahora más importante que nunca, y su influencia se hace notar de modo especial en el ámbito de la opinión pública. En ocasiones, esa influencia es negativa, debido a la orientación cientificista de algunas publicaciones divulgativas. El cientificismo no suele encontrar eco favorable en el ámbito especializado de las ciencias, ya que uno de los aspectos principales de la mentalidad científica consiste en el rigor intelectual, ajeno a las extrapolaciones injustificadas. No es de extrañar, por tanto, que el ámbito principal en el que se manifiesta el cientificismo en la actualidad sea el de la divulgación. En la sociedad actual existe una clara conciencia de la importancia de la ciencia y, por otra parte, resulta difícil conocer con profundidad los razonamientos científicos auténticos, pues esa tarea requiere una dedicación especializada. No es infrecuente que los temas que son tratados en las ciencias de modo riguroso y objetivo vayan acompañados de especulaciones fantasiosas cuando se llega al nivel de la divulgación. Estos hechos no requieren más comentario. En efecto, no encierran problemas especulativos que no se hayan considerado en los apartados anteriores. De una parte, manifiestan una situación que sólo puede ser contrapesada mediante una divulgación fiel al rigor científico. De otra, ponen de relieve la función central que la ciencia desempeña en nuestra civilización, así como la importancia de proporcionar una imagen fiel de los métodos y resultados reales de las ciencias.
COSMOVISIÓN CIENTÍFICA
1. Una nueva cosmovisión • 2. Creatividad natural y acción divina • 3. Evolución y autoorganización • 4. Argumentos teleológicos • 5. La contingencia del orden natural • 6. Contingencia y plan divino • 7. Naturaleza y persona humana.
El progreso científico permite formular en la actualidad una cosmovisión científica que puede considerarse completa, no porque incluya todo lo que puede saberse, sino porque proporciona conocimientos relevantes sobre los diferentes niveles de la naturaleza y sus relaciones mutuas. El análisis de esa cosmovisión muestra el papel fundamental que en ella desempeñan el dinamismo natural, la modelización (patterning), la información y la autoorganización. El análisis de esa cosmovisión evidencia que la naturaleza se puede considerar creativa en sentido propio. Sin embargo, la creatividad natural no es autosuficiente, y remite a la acción divina como a su fundamento último. La cosmovisión actual proporciona nueva base para los argumentos teleológicos, ya que pone de manifiesto la existencia de direccionalidad en la naturaleza. No se trata de establecer una especie de concordismo circunstancial entre la cosmovisión actual y la perspectiva religiosa. Lo que sucede es que la ciencia muestra que la naturaleza despliega su dinamismo produciendo una serie de realizaciones enormemente sofisticadas que proporcionan la base para la existencia de la persona humana. La reflexión filosófica puede contemplar este gran proceso como una prueba de que en la naturaleza se encuentra inscrita una racionalidad inconsciente, que conduce a la racionalidad consciente de la persona humana y que puede ser vista como un efecto de la acción divina. Al mismo tiempo, se puede
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mostrar que la cosmovisión actual es el resultado de un progreso científico que tiene como condición necesaria la existencia de un sujeto, la persona humana, que pertenece a la naturaleza y, al mismo tiempo, la trasciende
1. Una nueva cosmovisión Por primera vez en la historia, poseemos en la actualidad una cosmovisión científica que es completa y rigurosa. Al decir que es completa no pretendo insinuar que lo sabemos todo acerca de la naturaleza, por el contrario, cuanto más progresa la ciencia, más descubrimos la amplitud de lo que queda por conocer. Lo que quiero decir es que la ciencia actual nos proporciona conocimientos bien fundados acerca de todos los niveles de la naturaleza, desde el microfísico de las partículas subatómicas donde manejamos magnitudes del orden de 10-15 cm, hasta el macrofisico de las estrellas y galaxias con extensiones del orden de 1027, pasando por los seres de tamaño mediano del mesocosmos que incluye los vivientes y el ser humano. Además, conocemos muchas relaciones importantes entre los diferentes niveles. En esta imagen de la naturaleza ocupan un lugar importante los conceptos de dinamismo, modelización e información. Hoy día sabemos que no existe materia puramente pasiva e inerte. La materia está dotada de dinamismo propio en todos los niveles, y lo que se manifiesta como materia inerte es resultado de equilibrios dinámicos. Además, el despliegue del dinamismo natural se realiza según ciertas pautas. El dinamismo natural se encuentra almacenado en estructuras espaciales y se despliega de acuerdo con ritmos temporales. El concepto de modelización es clave en este contexto. En la naturaleza no todo son pautas (patterns), pero todo está articulado en torno a pautas. La ciencia busca, y consigue, un conocimiento cada vez más detallado de esas pautas, o estructuras espaciales y temporales que se repiten. Si pasamos del estudio sincrónico de la naturaleza tal como existe en la actualidad al estudio diacrónico de su evolución, nos encontramos
1. Esta voz se basa, en gran parte, en el escrito: Mariano ARTIGAS, «Creazione divina e creativitá della natura. Dio e Fevoluzione del cosmo», en: Rafael MARTINEZ y Juan José SANGUINETI, Dio e la natura (Roma: Armando, 2001), pp. 73-84.
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no sólo con pautas que ya existen, sino con la progresiva formación de nuevas pautas. Se trata de la modelización (patterning). Diferentes dinamismos pueden coincidir de tal modo que den lugar a un nuevo tipo de estructuración y dinamismo que previamente no existía. Los dinamismos, así como las pautas espaciales y temporales, pueden integrarse, dando lugar a nuevas entidades, propiedades y procesos. Para explicar la modelización resulta útil el concepto de información. Un ejemplo típico de información es la de carácter genético contenida por el ADN. Se trata de una macromolécula cuya estructura espacial contiene, codificada, la información necesaria para la formación y el funcionamiento de un organismo. Los vivientes comienzan existiendo como una sola célula en la que se encuentra toda esa información genética, y a partir de ella, por sucesivas replicaciones y diferenciaciones, se forman los diversos tipos de células que componen el organismo pluricelular. La formación de esas células diferenciadas, así como su distribución en las diversas partes del organismo que va creciendo, es regulada por la información genética.
2. Creatividad natural y acción divina Una naturaleza en la que se forman nuevas pautas es una naturaleza creativa, ya que produce tipos de seres que previamente no existían, lo que supone una especie de autoproducción. Esta creatividad natural no se opone a la acción divina, como si Dios y la naturaleza se encontraran en competencia. Por el contrario, se trata de acciones complementarias. La creatividad natural se explica como el resultado del despliegue y de las interacciones de los diferentes dinamismos que existen en la naturaleza; es el resultado del despliegue de información que se encuentra contenida en las estructuras naturales. La ciencia proporciona explicaciones cada vez más profundas de esa creatividad, pero el mismo hecho de que existan las condiciones que la hacen posible remite a la acción de una causa trascendente, que da el ser a todo lo que existe en la naturaleza. Además, la naturaleza en la que vivimos presenta un carácter enormemente específico: su dinamismo posee una naturaleza tal que permite la existencia de entidades y procesos enormemente sofisticados, que hacen posible la aparición de un ser estrictamente racional como el ser humano. La información natural es racionalidad materializada,
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porque guía la producción de muchos resultados que son racionales, ya que emplean medios con vistas a producir fines, y lo hacen de modo muy sofisticado. La biología molecular aporta en la actualidad múltiples ejemplos, cuyo número crece sin cesar cuanto más progresa la ciencia. Además, la racionalidad humana se apoya sobre una base natural y, también en ese sentido, puede decirse que la naturaleza es racional. Sólo Dios puede ser la fuente absoluta del ser y del obrar. El dinamismo natural y los resultados que produce son limitados y no tienen en sí mismos la explicación o razón absoluta de su existencia y de su modo de ser. La naturaleza remite a su fundamento último, que es la libre acción divina. Sólo el Ser por sí puede dar razón adecuada del ser limitado y contingente. No existe contraposición, sino complementariedad, entre la actividad natural y la acción divina. Muchos equívocos y confusiones provienen de no advertir adecuadamente esta complementariedad. En ocasiones se contraponen la acción natural y la actividad divina como si se tratase de realidades excluyentes, sin advertir que la naturaleza no podría existir sin la acción divina, y que Dios hace posible la existencia y el despliegue de las maravillosas potencialidades que él mismo ha puesto en el interior de la naturaleza. Esta complementariedad se encuentra adecuadamente expresada mediante los conceptos clásicos de Causa Primera y de causas segundas. La Causa Primera puede sustituir ocasionalmente a las causas segundas, y en ese caso tiene lugar un milagro, pero ordinariamente no realizará esa sustitución, porque es Dios mismo quien ha dado a las causas segundas su capacidad de actuar, y desea respetarla. El milagro es, obviamente, algo sobrenatural, y por eso se tiende a pensar que, cuando no se dan milagros, la naturaleza sigue su curso independientemente de la acción divina. Pero no es así. No existe un curso natural que sea independiente de la acción divina. Todo el curso natural, en cada uno de sus estadios y aspectos, exige una acción divina fundante que se encuentra en otro orden, en un orden diferente de las causas segundas naturales: el orden de la acción divina fundante, que da el ser y hace posible el obrar de todo lo que existe en la naturaleza. Por tanto, la creatividad natural se complementa con la creatividad divina.
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3. Evolución y autoorganización Ningún motivo debería llevar, por tanto, a considerar la evolución como algo opuesto a la acción divina. Por el contrario, la evolución se puede contemplar como el modo que Dios ha querido utilizar para traer a la existencia lo que existe en el mundo, utilizando cauces naturales, cuya virtualidad depende en último término de los planes de la sabiduría divina y de la acción divina fundante. En este contexto cobra especial relieve una especie de definición de naturaleza, propuesta por Santo Tomás, de modo casi incidental, comentando un texto de Aristóteles. Escribe Tomás de Aquino que «La naturaleza no es otra cosa sino el plan de un cierto arte, concretamente un arte divino, inscrito en las cosas, por el cual esas cosas se mueven hacia un fin determinado: como si quien construye un barco pudiese dar a las piezas de madera que pudieran moverse por sí mismas para producir la forma del barco» 2. Esto, en el siglo XIII, era únicamente una metáfora. En la actualidad sabemos que esa metáfora se refiere a un proceso real. En efecto, la metáfora más adecuada para designar la cosmovisión científica actual es la autoorganización. Se trata de la idea de Santo Tomás tomada al pie de la letra. Las partículas subatómicas tienen un dinamismo propio que permite que se unan formando núcleos de átomos primero, y después átomos completos. Las leyes que gobiernan esa morfogénesis son muy específicas. Una de ellas, muy sencilla pero de gran alcance, es el principio de exclusión, formulado por el físico Wolfgang Pauli en la década de 1920, según el cual dos fermiones que pertenecen a un mismo sistema no se pueden encontrar en el mismo estado cuántico. Los electrones son fermiones (partículas que siguen la estadística de Fermi-Dirac). La aplicación de este principio conduce a la distribución de los electrones periféricos en diferentes capas y niveles bien determinados, de tal modo que, desde el átomo de hidrógeno, que posee un solo electrón en torno a su núcleo, hasta el de uranio, que posee 92, se obtienen los 92 tipos de átomos que existen en la naturaleza. El principio de exclusión puede ser considerado como un principio de autoorganización, porque refleja cómo se organizan los electrones periféricos de los átomos de acuerdo con su dinamismo propio, y por tanto, explica las propieda-
2. SANTO TomÁs DE AQUINO, In octo libros Physicorum Aristotelis Expositio (Tormo-Roma: Marietti, 1965), libro 2, capítulo 8: lección 14, n.2 268.
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des fundamentales de los diferentes tipos de átomos, e incluso muchas propiedades de los compuestos de átomos (o sea, moléculas, macromoléculas, etc.), que dependen de las propiedades de los electrones periféricos de los átomos que se encuentran en su superficie. Una naturaleza capaz de autoorganizarse del modo que conocemos posee un dinamismo muy específico en el nivel físico-químico, un dinamismo capaz de proporcionar la base de la estructura y funcionalidad de los vivientes. En el nivel biológico, ese dinamismo presenta una complejidad organizativa sorprendente. Todo ello funciona, en último término (utilizando cierta simplificación), sobre la base de unos pocos elementos que se combinan de modos muy funcionales: tres partículas subatómicas (protón, neutrón y electrón) proporcionan la base de la materia ordinaria; 92 átomos son los elementos básicos de la naturaleza; 20 aminoácidos son los componentes de las proteínas; 4 nucleótidos son los bloques básicos del ADN. En todos estos casos, la estructuración y las interacciones de esos componentes producen una variedad asombrosa de resultados que llegan hasta el organismo humano.
4. Argumentos teleológicos Por tanto, a la luz de la cosmovisión científica actual, la base de los argumentos teleológicos, que se remontan desde la naturaleza hasta un Dios personal que la ha creado y la mantiene en su ser y actividad, queda ampliada y reforzada. Sin duda, cualquier argumento teleológico requiere reflexión filosófica. El paso de la naturaleza a Dios no es automático. Pero es bien sabido que este tipo de argumento resulta particularmente sencillo y fuerte para el espíritu humano, desde la antigüedad hasta nuestros días. Se ha argumentado repetidamente que el progreso científico lo ha invalidado. Mis reflexiones muestran que no es así. Las críticas de que ha sido objeto la teleología en la época moderna han sido numerosas y duras, y sin duda deben ser tenidas en cuenta para estimar adecuadamente el valor y el alcance de los argumentos teleológicos. Pero la ciencia actual más bien proporciona nuevo refuerzo a la base empírica del razonamiento teleológico. En este hecho, que es una novedad dentro de la historia del pensamiento moderno, desempeña un lugar no pequeño el progreso que ha experimentado la biología en nuestros días. El desarrollo de la ciencia
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empírica moderna y de la correspondiente epistemología ha estado ligado, durante mucho tiempo, a la física. En la época del nacimiento y primer desarrollo de la ciencia moderna, en los siglos XVII y XVIII, el mecanicismo parecía dejar fuera de juego cualquier referencia a la finalidad natural. En el siglo XIX, las teorías evolucionistas en biología parecían expulsar la finalidad del último reducto que les quedaba, el ámbito de los vivientes. Sin embargo, el ulterior avance de la física y la química ha hecho posible un espectacular avance de la biología, que vuelve a estar, como en la antigüedad pero ahora con un fundamento científico riguroso, en el centro de las ciencias naturales y, por tanto, de la reflexión filosófica sobre la naturaleza. Y el mundo de los vivientes está lleno de dimensiones teleológicas o finalistas. A veces, para evitar las connotaciones teológicas que la teleología posee, se habla de teleonomía o simplemente se niega la relevancia de la finalidad, pero los conceptos finalistas reaparecen, y cada vez con más fuerza, cuanto más progresa la biología: basta pensar en los conocimientos actuales sobre la información genética, que va dirigida a la producción del organismo. Cuando explican sus logros, los científicos con frecuencia deben recurrir a conceptos que no son sólo finalistas, sino incluso, con frecuencia, claramente antropomórficos.
5. La contingencia del orden natural Podría objetarse que, al poner en relación la cosmovisión científica actual con la acción divina del modo que lo estoy haciendo, se corre el peligro de un concordismo destinado a ser superado por el ulterior progreso científico. La historia estaría en favor de esta objeción. La imagen del mundo asociada a la física clásica también se puso en relación con la acción divina y, sin embargo, esa imagen ha sido superada por el ulterior progreso científico. Ciertamente, ninguna imagen científica del mundo puede ponerse en relación directa con la acción divina, como si fuera su único modo de expresarse o su única consecuencia posible. La acción divina es libre y no se encuentra limitada por nada que esté fuera de Dios. Parece oírse un eco del argumento que Urbano VIII deseaba ver recogido y aprobado por Galileo para salvar la trascendencia y la omnipotencia de Dios. Incluso se ha visto en esa actitud, así como en el instrumentalismo de
vio
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Belarmino, una posición coherente con la moderna filosofía de la ciencia, que insiste en la infradeterminación de las teorías por los datos empíricos: ningún conjunto de datos empíricos exige la aceptación de una teoría o prueba que sea verdadera de modo completo y definitivo. No sabemos con certeza si Galileo pensaba que disponía de pruebas concluyentes en favor del heliocentrismo. Lo que sí deberíamos saber, sin embargo, es que su actitud de búsqueda de la verdad y de demostraciones válidas era básicamente correcta. Es esa actitud la que ha hecho y sigue haciendo posible el progreso de las ciencias. Sin duda, debemos renunciar al racionalismo que busca o pretende haber conseguido un conocimiento absolutamente completo que está fuera de nuestro alcance. Nuestro conocimiento siempre es parcial y limitado. Pero podemos alcanzar conocimientos verdaderos y ciertos, aunque sean parciales, aproximativos y perfectibles. Esto vale en la ciencia. Quizás dentro de veinte o cuarenta arios se conceptualicen las partículas subatómicas de un modo diferente a como lo hacemos en la actualidad, pero, incluso en ese caso, las nuevas teorías deberán recoger fielmente lo que hoy día se encuentra bien comprobado sobre esas partículas. Algo semejante sucede también fuera de la ciencia empírica. En este contexto, aunque sepamos que la cosmovisión actual es parcial y perfectible, también sabemos que los aspectos básicos que he mencionado existen en la realidad. No estoy intentando un nuevo concordismo adaptado a nuestras circunstancias. Me limito a señalar algunos conocimientos científicos bien fundamentados, a reflexionar sobre ellos y a mostrar qué tipo de relación guardan con la acción divina. No tengo ninguna dificultad en admitir que lo que nos dice actualmente la ciencia no posee una verdad absoluta, precisamente porque traduce una situación concreta del orden natural, que siempre es contingente. Podemos alcanzar conocimientos ciertos y pruebas auténticas en la medida en que el orden natural contiene elementos de necesidad. De hecho, el éxito de la ciencia empírica muestra que contiene bastantes, pero se trata de una necesidad física, de una estabilidad en la organización de la naturaleza que no es absoluta. Quizá vivamos en un rincón especialmente organizado del universo y en una época privilegiada. Es posible. Pero el orden natural que nos rodea y del que formamos parte proporciona una base muy apropiada para el pensamiento teleológico. No es obstáculo el desorden físico, las limitaciones naturales inherentes a una cosmovisión evolutiva. Precisa-
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mente esas limitaciones resultan comprensibles si admitimos que Dios respeta la actividad natural y cuenta con ella para que el plan divino se realice. No deberíamos representar los efectos de la acción divina de un modo demasiado suave. El respeto hacia la actividad natural significa también que las causas naturales ordinariamente desplegarán su potencia sin evitar los efectos laterales que eventualmente pueden ser contrarios a las tendencias de otros seres naturales. Las catástrofes, grandes y pequeñas, entran como componentes naturales en un plan de ese tipo. La diversidad significa que, con frecuencia, las tendencias diferentes no pueden ser reconciliadas. Sin embargo, todo esto podría ayudarnos a comprender mejor el papel que el mal físico puede desempeñar en el plan de Dios. De hecho, el desorden puede representar un papel importante en el proceso total de la naturaleza, de modo que Dios permita la existencia de diferentes tipos de desorden como un modo de estimular el ulterior progreso. La cosmovisión actual subraya la importancia de la contingencia, porque cada resultado particular en la naturaleza es visto como el resultado de muchas coincidencias. La novedad y la diversidad no son una excepción, sino más bien la regla. La impredecibilidad ya forma parte de los temas científicos más clásicos. Por supuesto, cuando hablamos de impredecibilidad no nos referimos a Dios, cuyo conocimiento se encuentra fuera de las categorías de espacio y tiempo, y cuya omnipotencia abarca todo como su causa primera. Hablando de contingencia, es interesante resaltar el énfasis que Thomas Torrance ha puesto sobre el «orden contingente» como una de las ideas cristianas que han estimulado el desarrollo de la ciencia experimental 3, y también la insistencia de Wolfgang Pannenberg en el papel que desempeña la contingencia como puente entre la naturaleza y la acción divina en la historia. Pannenberg subraya acertadamente que lo que nosotros llamamos leyes de la naturaleza no refleja regularidades exactas, ya que los sucesos naturales nunca se repiten exactamente del mismo modo 4. Por eso, Ted Peters, en su introducción a un libro que
3. Thomas F. TORRANCE, Divine and Contingent Order (Oxford: Oxford University Press, 1981).
4. Cf. Wollhart PANNENBERG, Towards a Theology of Nature. Essays on Science and Faith (Louisville, Kentucky: Westminster-John Knox Press, 1993), especialmente el ensayo