Barroco latinoamericano y crisis contemporánea 9783111208909, 9783111208589

This book aspires to make visible the immanent heterogeneity that constitutes Latin American Baroque within modernity: a

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Spanish; Castilian Pages 355 [356] Year 2023

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Table of contents :
Contenido
Presentación
Luces de aurora en la noche del mundo. Aportes interdisciplinares del Barroco latinoamericano al pensamiento de la crisis
I. Enfoques epistemológicos, genealógicos y teóricos
Irrupción del escepticismo en el Barroco
El Barroco: lugar de la analogía
Jeroglífica. Hilos perdidos del Egipto Antiguo en la América Barroca
¿Y si fuera creación americana?
El barroco y el neobarroco iberoamericanos como expresiones de cultura, crisis y libertad
Lo que falla. Crisis originaria y crítica del Barroco al Neobarroco
II. Proyecciones crítico-literarias y estético-políticas
Ser hablado por las fuerzas entre el sueño y el trance. Montaje poético entre Juana Inés de la Cruz y Néstor Perlongher
América Latina en el siglo XXI. Piensa el Barroco y vuelve a Carpentier
Aproximaciones al neobarroco en la novelística de Roberto Bolaño
Nuevos derroteros del neobarroco entre finales del siglo XX y el siglo XXI. Contrapunto y perspectivismo en dos narradores colombianos contemporáneos: Germán Espinosa y Roberto Burgos Cantor
¿Sueñan los neobarrocos con una cartografía política americana?
Políticas neobarrocas: los poetas son llamados a la ciudad
El Barroco callejero de los “barriocos” chilenos
III. El barroco y sus otros. Agenciamientos, intersecciones y contrapuntos
Crítica, barroco y capital
La estética barroca en la literatura latinoamericana como representación de una modernidad contracapitalista
De fulgores y de infamias: el barroquismo americano y las estrategias para enfrentar el abismo
El barroco y la descolonización de América Latina
Modulaciones barrocas en el universo discursivo de la filosofía de la liberación. Proyecciones presentes
El Neobarroco latinoamericano como discurso desestabilizador. Una alternativa para la crisis posmoderna de la subjetividad normativa
El cine neobarroco como medio contramodernista
Índice de nombres y términos
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Barroco latinoamericano y crisis contemporánea
 9783111208909, 9783111208589

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Barroco latinoamericano y crisis contemporánea

Barroco latinoamericano y crisis contemporánea Editado por Borja García Ferrer

ISBN 978-3-11-120858-9 e-ISBN (PDF) 978-3-11-120890-9 e-ISBN (EPUB) 978-3-11-120989-0 Library of Congress Control Number: 2023941348 Bibliographic information published by the Deutsche Nationalbibliothek The Deutsche Nationalbibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at http://dnb.dnb.de. © 2023 Walter de Gruyter GmbH, Berlin/Boston Cover image: lovelypeace / iStock / Getty Images Plus Printing and binding: CPI books GmbH, Leck www.degruyter.com

Contenido Presentación Borja García Ferrer  Luces de aurora en la noche del mundo. Aportes interdisciplinares del Barroco latinoamericano al pensamiento de la crisis | 1

I. Enfoques epistemológicos, genealógicos y teóricos  Roberto Echavarren  Irrupción del escepticismo en el Barroco | 15 Mauricio Beuchot  El Barroco: lugar de la analogía | 31 Ángel Octavio Álvarez Solís  Jeroglífica. Hilos perdidos del Egipto Antiguo en la América Barroca | 47 Marcela Croce  ¿Y si fuera creación americana? | 71 Miguel Rojas Gómez  El barroco y el neobarroco iberoamericanos como expresiones de cultura, crisis y libertad | 87 Valentín Díaz  Lo que falla. Crisis originaria y crítica del Barroco al Neobarroco | 105

II. Proyecciones crítico-literarias y estético-políticas  Adrián Cangi  Ser hablado por las fuerzas entre el sueño y el trance. Montaje poético entre Juana Inés de la Cruz y Néstor Perlongher | 121 Andrés Oscar Lora Bombino  América Latina en el siglo XXI. Piensa el Barroco y vuelve a Carpentier | 137

VI | Contenido

Luis Álvarez Álvarez  Aproximaciones al neobarroco en la novelística de Roberto Bolaño | 153 Cristo Rafael Figueroa Sánchez  Nuevos derroteros del neobarroco entre finales del siglo XX y el siglo XXI. Contrapunto y perspectivismo en dos narradores colombianos contemporáneos: Germán Espinosa y Roberto Burgos Cantor | 165 María José Rossi  ¿Sueñan los neobarrocos con una cartografía política americana? | 185 Alejandra Adela González  Políticas neobarrocas: los poetas son llamados a la ciudad | 201 Luz Ángela Martínez  El Barroco callejero de los “barriocos” chilenos | 217

III. El barroco y sus otros. Agenciamientos, intersecciones y contrapuntos  Carlos Oliva Mendoza  Crítica, barroco y capital | 233 Samuel Arriarán Cuéllar, Elizabeth Hernández Alvídrez  La estética barroca en la literatura latinoamericana como representación de una modernidad contracapitalista | 241 Ángeles Smart  De fulgores y de infamias: el barroquismo americano y las estrategias para enfrentar el abismo | 259 Mario Ruiz Sotelo  El barroco y la descolonización de América Latina | 275 Adriana María Arpini  Modulaciones barrocas en el universo discursivo de la filosofía de la liberación. Proyecciones presentes | 293

Contenido | VII

Krzysztof Kulawik  El Neobarroco latinoamericano como discurso desestabilizador. Una alternativa para la crisis posmoderna de la subjetividad normativa | 311 Lois Parkinson Zamora  El cine neobarroco como medio contramodernista | 327 Índice de nombres y términos | 347

Borja García Ferrer

Luces de aurora en la noche del mundo. Aportes interdisciplinares del Barroco latinoamericano al pensamiento de la crisis El concepto de barroco ha salido de la historia del arte y la literatura en particular y se ha afirmado como una categoría de la historia de la cultura en general. Bolívar Echeverría, La modernidad de lo barroco.

Contemplada en perspectiva histórica, la cultura barroca, con todos sus acervos y experiencias, se ha visto relegada a un segundo plano, cuando no ha sido silenciada y ninguneada, en beneficio de la racionalidad científico-económica hegemónica desde el comienzo mismo de la modernidad en Europa. Un fenómeno de invisibilización paradójico pues, inscribiéndose en una especie de “inconsciente cultural” (Rodríguez de la Flor), es innegable su creciente expansión en la cultura popular de la península ibérica y, de manera especial, a lo largo y ancho de América Latina, a través de la fiesta, del ritual o de la experiencia estética, como sabemos por el filósofo ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría, por citar solamente algunos ejemplos. No nos pasa desapercibido que importantes autores han manifestado, desde diferentes puntos de vista, el significado e impacto de la explosión cultural barroca en el largo siglo XVII, llegando a la conclusión de que la cultura barroca no es simplemente expresión de fuerzas antimodernas, vinculadas a la Contrarreforma católica como un mero apéndice. Sin embargo, falta todavía por dilucidar las aportaciones concretas del Barroco latinoamericano a la configuración de la modernidad, analizando las convergencias y las divergencias, las continuidades y las rupturas que guarda con el Barroco ibérico del Siglo de Oro. En otras palabras, se hace necesario profundizar en la aclaración de las estructuraciones particulares y las formas específicas por las que la cultura barroca latinoamericana se inserta en la vida moderna como su propia alteridad inmanente (como la “otra modernidad”, que diría Pedro Cerezo, o como la modernidad que “emerge siempre del abismo de una crisis”, en palabras de Benjamin en el Trauerspiel); un espacio de experiencia, de memoria y de futuro

|| Borja García Ferrer, Universidad Complutense de Madrid https://doi.org/10.1515/9783111208909-001

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donde los latinoamericanos de hoy pueden verse reconocidos en muchos sentidos, según la hipótesis que sirve de hilo conductor a este libro. Para expresarlo en términos del propio Bolívar Echeverría en La modernidad de lo barroco (1998), las preguntas son, a grandes rasgos, las siguientes: ¿En qué estrato o momento de la constitución del mundo moderno se muestra de manera más radical y adecuada una copertenencia esencial entre su modernidad y el barroquismo? ¿En qué sentido puede hablarse, por un lado, del carácter necesariamente moderno de lo barroco y, por otro, de la necesidad de un barroquismo en la constitución de la modernidad?

Los trabajos aquí reunidos aspiran a visibilizar ante todo esa heterogeneidad inmanente en la modernidad que representa el Barroco latinoamericano (esto es, el Barroco latinoamericano como totalización cultural específicamente moderna), asimilando creativamente las averiguaciones logradas hasta la fecha por los autores de referencia en la materia. Se trata de mostrar, desde una óptica amplia e integradora, los factores y procesos determinantes en la configuración del espacio cultural barroco en las distintas regiones de Latinoamérica, valorando en su justa medida la manera precisa como esa representación escénica del Barroco ibérico, o mejor, ese mundo inventado, singular y único, ha terminado cristalizando un estilo de vida, un ethos transgresor y mestizo, alternativo a la modernidad dominante, irreductible al Barroco ibérico y practicable todavía, de alguna manera, en el presente inmediato: el “ethos barroco” latinoamericano. Así pues, el presente libro colectivo pretende arrojar claridad en el debate contemporáneo entre hispanistas e indigenistas suscitado en torno a la visión del Barroco, subsumido bajo la categoría de “cultura hispánica”, a través de una lectura más rigurosa y menos estereotipada sobre el descubrimiento de América y el proceso de evangelización tal y como han sido interpretados por la historiografía oficial. En ocasiones de forma explícita, otras veces entre líneas, todos los autores del libro asumen invariablemente una posición crítica respecto a las dos grandes concepciones acerca de lo que se consideraba necesario y pleno de sentido en el Nuevo Mundo; una discusión que alcanza su eco con bríos renovados en la actualidad, especialmente en países con una considerable población indígena y estructuras de colonialismo interno, tales como México, Perú o Ecuador. Se trata del sometimiento (ensalzando la época colonial y su legado cultural hispánico como el corazón de la identidad latinoamericana), y la rebeldía y la resistencia (apoyando la visión indigenista de una “IndoAmérica” definida por sus orígenes prehispánicos).

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En tal disposición de los términos, el libro que nos ocupa se propone asimismo explotar el potencial crítico (como dispositivo lector) y transformador (en sentido socio-cultural y estético-político) de “lo barroco” (actualizado por el prefijo “neo-”) en América Latina, sobre la base de la fertilidad que todavía atesora para apuntar respuestas a problemas cruciales de nuestro tiempo, entre los cuales brilla con luz propia la crisis de civilización y sus múltiples expresiones en el orden económico, político, social, etc. Y si bien contamos con referentes ineludibles en la discusión sobre la actualidad de lo barroco, es de recibo revisar las aportaciones realizadas en este campo de estudio desde la perspectiva de su fundamentación teórica y de su proyección práctica en el plano profundo de la vida cultural, indagando sus reflexiones históricas, literarias y filosóficas a la luz de los fenómenos contemporáneos, en aras de bosquejar comportamientos y hábitos capaces de cultivar el “ethos barroco” latinoamericano a la altura del presente. La cuestión es, como hace notar Bolívar Echeverría sabiamente en su obra magna acerca del Barroco, su significado y alcance: ¿Es imaginable una modernidad alternativa respecto de la que ha existido de hecho en la historia? De ser así, ¿qué prefiguración de la misma, explícita o implícita, trae consigo el neobarroquismo contemporáneo? […] ¿Cuál es la actualidad del “paradigma barroco”? ¿Puede, por ejemplo, componerse en torno a él, a su reactualización neobarroca, una propuesta política, un “proyecto civilizatorio” realmente alternativo frente al que prevalece actualmente?

Si el objetivo es revalorizar el “ethos barroco” (en su versión latinoamericana), no basta con definir la cultura, pues las ideas por sí solas no cambian nada. Más allá de explorar el “neobarroco” como uno de los principales instrumentos teóricos que disponemos para concebir el sentido profundo de estar “en discontinuidad” o “después” de la modernidad, el gran problema acometido por los autores de este libro es afirmar la posibilidad de su viabilidad histórica. ¿Es el “ethos barroco” latinoamericano una alternativa real para contrarrestar el avance, en apariencia incontestable, de la actual crisis civilizatoria? Consumida por sus propias contradicciones e incongruencias hasta la extenuación, la crisis de la cultura establecida y sus devastadores efectos sobre el ser humano y la naturaleza imprimen la necesidad de idear estrategias radicales de resistencia, es decir, estrategias de construcción del mundo de la vida donde el Barroco propiamente latinoamericano encuentre su sentido liberador. La mayor parte de los ensayos reseñados a continuación fueron presentados en el “Seminario Internacional Barroco Latinoamericano y Crisis Contemporánea”, organizado por el Departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense de Madrid, junto a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Con Marcela Croce (INDEAL/UBA) y Borja García

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Ferrer (UCM) como coordinadores generales, el evento se desarrolló a lo largo de cuatro intensas sesiones en el mes de junio de 2021, y fue retransmitido en directo a través de la plataforma Youtube, si bien existe la posibilidad de consultar los videos del evento en el canal Youtube de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (https://www.youtube.com/c/CCUPUUBAFILO/videos). Lo fundamental del debate generado en las cuatro sesiones del Seminario se encuentra plasmado en el presente libro, con la expectativa de revalorizar y expandir la línea de investigación sobre el Barroco latinoamericano a uno y otro lado del Atlántico. Esta obra colectiva, concebida por autores provenientes de diferentes tradiciones, academias y disciplinas, pretende ser una aportación significativa, por diversidad y riqueza de perspectivas, en esa tarea de largo aliento. La primera sección del libro lleva por título “Enfoques epistemológicos, genealógicos y teóricos”, y se conforma de seis ensayos en total. La apertura corresponde a “Irrupción del escepticismo en el Barroco”, donde su autor Roberto Echavarren hace gala de su erudición para rastrear en las artes, las letras y la filosofía algunas de las claves más importantes donde se funda la crítica barroca del conocimiento, una visión escéptica de la realidad que puede servir como antídoto, según el autor, contra las concepciones totalizantes que apresaron tanto el pensamiento contemporáneo como la praxis política que terminó desembocando en el autoritarismo. De este modo, la introducción del escepticismo barroco se constituye, a juicio de Roberto Echavarren, como un instrumento de crítica actual. “El Barroco: lugar de la analogía”, de Mauricio Beuchot, se inscribe asimismo en el ámbito de la epistemología, si bien adopta un enfoque muy diferente respecto al trabajo precedente. En este ensayo, el autor trata de aplicar su célebre “hermenéutica analógica”, reconocida hoy en día como una propuesta de referencia en el campo de la hermenéutica filosófica, a la cuestión del Barroco, con el objeto de enfatizar precisamente la importancia de su carácter analógico, tanto en la poesía (con el juego de metáfora y metonimia, en el conceptismo y en el culteranismo), como en la filosofía (por el uso del simbolismo, ya que se expresa en un lenguaje muy simbólico, que es altamente analógico), hasta el punto de que no puede comprenderse el Barroco si no se comprende el concepto de la analogía, que es también iconocidad. Desde esta perspectiva, el texto de Mauricio Beuchot transita por el Barroco, poniendo énfasis en el mexicano o novohispano, y especialmente en Sor Juana Inés de la Cruz, para concluir con una interesante reflexión sobre el tiempo actual, que ha sido visto como neobarroco.

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Los dos siguientes ensayos del libro demuestran grandes dosis de originalidad y atrevimiento. En “Jeroglífica. Hilos perdidos del Egipto Antiguo en la América Barroca”, Ángel Octavio Álvarez Solís investiga la relación epistemológica entre la América Barroca y el Egipto Antiguo para justificar la forma hermética del saber barroco. En particular, el texto argumenta la importancia del jeroglífico como parte constitutiva de la episteme americana y el impacto de Athanasius Kircher. El texto está dividido en tres partes. La primera reconstruye el debate acerca de la escritura de los “antiguos mexicanos” y la importancia de Egipto para el siglo XVII. La segunda analiza el argumento de Kircher acerca de la escritura mexicana y su impacto en las formas de comunicación entre la antigüedad egipcia, el pasado mesoamericano y el horizonte católico de la Compañía de Jesús. La tercera discute el uso que hace Kircher de los dioses mesoamericanos como medios idolátricos y la imposibilidad de la escritura mexicana de constituirse como una escritura jeroglífica. La conclusión del ensayo es que el jeroglífico es un medio problemático de la ciencia barroca para articular el mundo simbólico europeo con el mundo americano. El trabajo de Marcela Croce, titulado “¿Y si fuera creación americana?”, no es menos provocativo que su antecesor. La autora postula el Barroco como creación original americana, ensayando un recorrido desde las formulaciones y las prácticas iniciales en el México del siglo XVII (Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora, antecedidos por la advertencia inquisitorial sobre el lenguaje local que formula Hernando Ruiz de Alarcón) hasta sus variantes neobarrocas (Lezama Lima), neobarrosas (Néstor Perlongher) y neobarrochas (Pedro Lemebel). Cada momento del texto, pautado por versos de Sor Juana Inés de la Cruz, establece una correspondencia con fenómenos visuales y define una crisis peculiar a la que el Barroco se ofrece como alternativa. El propósito de la autora es considerar tales derivas como una teoría propiamente latinoamericana que traza una línea sinuosa pero constante, de arraigo femenino /homosexual/transexual, entre la consigna auspiciosa del “arte de la contraconquista” y la resistencia contemporánea a las teorías metropolitanas que pretenden colonizar el pensamiento y la escritura del subcontinente. Desde un punto de vista más propiamente filosófico, Miguel Rojas Gómez aborda en común el Barroco y el neobarroco iberoamericanos en cuanto manifestaciones culturales, incluyendo asimismo diferentes manifestaciones de las artes y la teoría. Así, “El barroco y el neobarroco iberoamericanos como expresiones de cultura, crisis y libertad” tiene como cometido caracterizar ambas expresiones en relación a situaciones de crisis social y cultural, con la búsqueda de alternativas libertarias como telón de fondo. Si bien es cierto que, como señala el mismo Miguel Rojas, los condicionamientos histórico-sociales son

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diferentes, pues el Barroco de los siglos XVII y XVIII (en una de sus tendencias), está asociado a una cultura de la resistencia, la cual desembocó en un programa de emancipación anticolonial, en conjunción con el pensamiento ilustrado. Y dentro de este contexto surgieron conceptos identitarios e integracionistas como Nuestra América y Sudamérica, es decir, de sudamericanidad. En tanto, el autor indaga los factores que condicionan tanto el neobarroco contemporáneo iberoamericano como el neobarroco en general, tales como la crisis de las sociedades contemporáneas, la búsqueda de alternativas antihegemónicas y más democráticas, en ruptura con los logocentrismos y en defensa de las pluralidades. A su vez, el autor señala otros indicadores científicos, tecnológicos y de los nuevos medios de comunicación, sin soslayar las particularidades artísticoculturales creativas. Cerrando la primera sección, Valentín Díaz lleva a cabo una reflexión concienzuda y profunda sobre la intimidad del Barroco/neobarroco con la crisis, hasta el punto de que no es posible prescindir de su propia historicidad crítica. El ensayo “Lo que falla. Crisis originaria y crítica del Barroco al Neobarroco”, registra algunas escenas (en Lezama Lima, en Severo Sarduy) donde el neobarroco volvió la mirada sobre sí mismo y constató que no funcionaba, y sobre esa base lleva a cabo una revisión de su historia desde el punto de vista de la falla (una falla en el pensamiento). Lo que allí se constata es que la falla es el origen del Barroco, pero al mismo tiempo, que el Barroco es una falla del origen. En las imágenes de lo originario que el Neobarroco construye es posible, siguiendo a Valentín Díaz, redefinir las condiciones de la “epistemología propia” que Sarduy lamentó en el final de su obra no haber llegado a conformar. Ya en la segunda parte, encontramos siete trabajos donde se cruzan ingeniosamente distintas proyecciones de orden crítico-literario y estético-político sobre la relación existente entre el Barroco latinoamericano y la crisis del presente, en clara consonancia con la vocación interdisciplinar del libro. Bajo el título “Ser hablado por las fuerzas entre el sueño y el trance. Montaje poético entre Juana Inés de la Cruz y Néstor Perlongher”, el ensayo de Adrián Cangi aborda el montaje poético entre Juana Inés de la Cruz y Néstor Perlongher desde una hermenéutica arqueológica y genealógica. Esta perspectiva valora el decir poético-crítico para una transformación estético-política, a través de una relación anacrónica entre el siglo XVII y XX. El autor propone componer un montaje poético entre Primero sueño (1692) de Juana Inés de la Cruz y el Auto Sacramental do Santo Daime (2001) de Néstor Perlongher, en aras de configurar una política de interpretación de las multiplicidades singulares sometidas bajo el efecto de una violencia unificadora de la conquista y sus reacciones en las lenguas y en las prácticas de subjetivación.

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El trabajo “América Latina en el siglo XXI, piensa el Barroco y vuelve a Carpentier”, nos adentra en el pensamiento de uno de los más célebres representantes del neobarroco cubano, junto con los ya mencionados Lezama Lima y Severo Sarduy. Como advierte su autor, Andrés Oscar Lora Bombino, América Latina ha sido, desde el descubrimiento hasta nuestros días, una acabada muestra de interacciones diversas, perenne proceso de transculturación, cuyos resultados son palpables en lo histórico, en lo político y lo cultural, propiciando acomodo a diversas tendencias y movimientos artísticos que han ido conformando su identidad cultural. Desde esta perspectiva, la figura de Alejo Carpentier se constituye, a ojos Andrés Oscar Lora, como el testimonio más fehaciente del proceso cultural latinoamericano y universal, por encima de cualquier encasillamiento; pensador imprescindible en cualquier ámbito y hombre de cultura para la cultura, perfecto conocedor del valor que tiene para la realización plena de la humanidad, convertida en razón de ser. Esa cultura humanista ratifica, según el autor, el valor de su pensamiento, expresado en esa diversidad creadora donde el Barroco constituye parte de ese pensamiento cultural y maduración creadora en indisoluble unión con lo real maravilloso americano como esencial aporte a la cultura de Nuestra América. El pensamiento carpenteriano (concluye Andrés Oscar Lora) asimila lo mejor de la creación universal, cuya síntesis logra sumar lo latinoamericano, de manera integradora, a la universalidad. En “Aproximaciones al neobarroco en la novelística de Roberto Bolaño”, la labor de Luis Álvarez Álvarez se basa en analizar una serie de rasgos neobarrocos en novelas representativas de uno de los escritores más influyentes en lengua española, tales como “Los detectives salvajes”, “El Tercer Reich”, “2666”, “La pista de hielo”, etcétera. A lo largo de su recorrido, Luis Álvarez observa con suma perspicacia nexos significativos entre los rasgos del neobarroco en el gran escritor chileno y la crisis de la sociedad contemporánea. Por su parte, el ensayo de Cristo Rafael Figueroa Sánchez presenta su lectura más personal del neobarroco colombiano en “Nuevos derroteros del neobarroco entre finales del siglo XX y el siglo XXI. Contrapunto y perspectivismo en dos narradores colombianos contemporáneos: Germán Espinosa y Roberto Burgos Cantor”. De acuerdo con la historiografía literaria, la cuarta de las inserciones del Barroco en la cultura latinoamericana durante el siglo pasado se prolonga hasta la década de los ochenta. Pues bien, Cristo Rafael Figueroa trata de caracterizar en este ensayo las derivaciones y acentos que ha tenido el neobarroco entre las dos últimas décadas del siglo XX y las dos primeras del siglo XXI, quinta inserción del mismo que denomina “ultrabarroco”. Esta nueva vuelta del Barroco designa, en opinión del autor, una especie de barroquización sin

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fronteras que acentúa las potencias significantes del “ethos barroco” y conforma un dispositivo estético-político en tiempos de turbulencia neocapitalista y de modernidades disonantes, además de insistir en la inestabilidad creciente de identidades personales y colectivas. En un segundo momento, el ensayo en cuestión destaca, dentro de un amplio corpus, dos novelas colombianas que representan dos modalidades neobarrocas/ultrabarrocas: La tejedora de coronas (1982) de Germán Espinosa, que por medio de una estructura de contrapunto barroco, plantea la metáfora de una posible historia para América Latina. Por su parte, La ceiba de la memoria (2007), de Roberto Burgos Cantor, se constituye como un fresco histórico de largo alcance del Caribe y de América Latina, cuya disposición ultrabarroca deja ver los horrores que hemos permitido, desde el régimen esclavista del siglo XVII, con sus ruinas y dolores, hasta el despojo de los campos de concentración, cuyos efectos devastadores conforman una alegoría del mal que aún no hemos exorcizado, sino que resuena perversamente en las violencias metamorfoseadas de Colombia en tiempos recientes. Los tres últimos capítulos de la presente sección ponen el acento en el potencial emancipatorio del neobarroco propiamente dicho. El capítulo de María José Rossi, “¿Sueñan los neobarrocos con una cartografía política americana?”, evalúa las chances para la incorporación del neobarroco en el mapa político latinoamericano de cuño emancipatorio. Para ello, la autora intenta desarrollar la siguiente hipótesis de partida: si en la novela de Philipe Dick el sueño de los androides pone de relieve la indistinción entre original (naturaleza) y copia (artificio), los neobarrocos latinoamericanos van más allá: el artificio es originario y la naturaleza, aberración; de tal suerte que los deslindes entre los mundos resultan controversiales; discursos y relatos se muestran indiscernibles. Para María José Rossi, el neobarroco contamina la pureza de las disciplinas, corre los límites entre los géneros, poetiza la práctica política y politiza la palabra poética. Esta escritura emprende una doble revuelta: contra la coerción de un lenguaje militante que debe enseñar, instruir y persuadir, y contra el lenguaje funcional y transparente, que debe comunicar. En tal sentido, la incorporación del neobarroco al mapa político emancipatorio se cumple, según sentencia la autora, pero a fuerza de trastrocarlo desde sus fundamentos. A continuación hallamos, quizás, uno de los trabajos más reivindicativos del libro ya desde el título: “Políticas neobarrocas: los poetas son llamados a la ciudad”. En este ensayo, Alejandra Adela González llama la atención sobre lo que constituye, a su modo de ver, la escena inaugural de la filosofía en Occidente, a saber: la escena de Platón quemando sus poemas y arrojando a los artistas de la ciudad para salvar la moral ciudadana de las mentiras de los poetas entregados a la manía. En contraposición a esta escena, Alejandra Adela

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González defiende que, en Nuestra América, los poetas tuvieron una relación compleja con los espacios públicos: intervinieron activamente en la ciudad y estuvieron desde el principio asociados a la retórica política destinada a la crítica y transformación de lo real. En este escenario, el Barroco conservador llegado con los descubridores se vuelve, siguiendo a la autora, el Barroco de la contraconquista en sus versiones criollas: el neobarroco cubano con Carpentier o Lezama Lima, el portugués con Guimaraes Rosa, el caribeño con Glissant, el neobarroso rioplatense con Perlongher o Echavarren. La autora entiende dicho proceso como una suerte de camino que va desde un estilo artístico decadente a un movimiento político de estéticas insurgentes; y en la emergencia de sus contenidos americanos, la ciudad nuestroamericana llama a sus poetas y artistas para que renueven las palabras de la tribu. Por último, el ensayo de Luz Ángela Martínez desliza la cuestión sobre la fuerza emancipadora del neobarroco hacia la arena política y los movimientos sociales. En particular, “El Barroco callejero de los ‘barriocos’ chilenos” observa la relación entre las revueltas sociales en Chile y la emergencia de un nuevo estadio barroco en los años 20 del siglo XXI y en el contexto de la enfermedad global. El ensayo sugiere que el momento barroco actual está articulado por el alineamiento entre las plataformas virtuales y la desobediencia ciudadana; es decir, por la proliferación y la reproductibilidad virtual de las imágenes, el desorden social y la presencia de la muerte. Los siete trabajos reunidos en la tercera y última parte del libro vinculan el leitmotiv del Barroco con otras corrientes de pensamiento contemporáneas sobre la crisis, tales como la “teoría crítica” periférica, la filosofía de la liberación o el pensamiento postmoderno, bajo el supuesto de que el verdadero valor del pensamiento contemporáneo no reside en una corriente de pensamiento en particular o en la adición de varias, sino en los agenciamientos, intersecciones y contrapuntos entretejidos en el trayecto que va de unas hacia otras, en el marco de un paisaje reticular, osmático y multiforme. La sección se abre con “Crítica, barroco y capital”, de Carlos Oliva Mendoza. En su interesante ensayo, el autor plantea una tesis central: el discurso crítico está unido a la esfera mercantil, de manera tal que sus insumos, canales de comunicación, despliegues y desarrollos tienen que ver estructuralmente con el intercambio de mercancías, y no ya con intercambios sacros, hermenéuticos o incluso corporales. En este sentido, el paradigma crítico es, en la cultura occidental, el despliegue cultural romántico, pues en este se concentran tanto los fenómenos religiosomercantiles, como revolucionario-mercantiles; de lo cual se deriva que el ilustrado capitalismo moderno es parte substancial del discurso crítico. En un segundo momento, Carlos Oliva intenta explorar, frente a esta tesis, un discurso

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crítico sutilmente diferente, el discurso barroco que, paradójicamente, intenta salir de la esfera del capitalismo moderno acentuando las estructuras mercantiles simples, aquellas que, una y otra vez, entorpecen los procesos de acumulación violenta y dineraria del capitalismo industrial moderno. De manera análoga al trabajo de Carlos Oliva, Samuel Arriarán y Elizabeth Hernández abordan la estética barroca en la narrativa latinoamericana contemporánea, con el propósito de fundamentar un concepto de la estética barroca como representación de una modernidad contracapitalista. Se trata de explorar cómo aparecen metáforas, símbolos, mitos y emblemas de esta estética. Se considera el Barroco una expresión divergente del modo de vida de la modernización. La estética barroca se expresa como creatividad e imaginación liberadora. Los autores se basan entonces en algunos planteamientos desarrollados por Gracián cuando señala que lo importante es encontrar contenidos filosóficos en la literatura, lo que implica explorar la metaforicidad de los símbolos y el poder de la imagen. Para aplicar estos planteamientos, Samuel Arriarán y Elizabeth Hernández se guían también por las siguientes hipótesis: 1. En la narrativa literaria podemos interpretar aquello que no dice la racionalidad positivista. La literatura nos permite interpretar cómo se da el conflicto entre una modernización represora que inhibe y censura las múltiples expresiones del pensamiento y del cuerpo. 2. La literatura configura y reconfigura la realidad. Esto significa dar importancia al momento de la recepción ya que nos permite reconstruir lazos sociales. El Barroco como modelo hermenéutico indaga el lenguaje del cuerpo frente a la biopolítica de la modernidad capitalista. En “De fulgores y de infamias: el barroquismo americano y las estrategias para enfrentar el abismo”, Ángeles Smart invoca el pensamiento de Bolívar Echeverría para continuar la línea de indagación sobre el nexo existente entre el Barroco y el capitalismo. A partir de la idea echeverriana de una “afinidad electiva” o correspondencia (a partir del siglo XVII y hasta nuestros días) entre los modos de vida cotidianos y las formas barrocas provenientes de Europa, el artículo de Ángeles Smart busca clarificar, por un lado, el significado de lo que Bolívar Echeverría llamó “el barroquismo de América Latina”, y por otro, recorre alguna de las figuras que este comportamiento presenta en la actualidad. El filósofo ecuatoriano-mexicano postula la tesis según la cual hay una “estrategia barroca” que se erige como respuesta a las contradicciones del capitalismo y que, sostenida sobre los pilares de la afirmación de la vida ante la muerte, la estetización de la vida cotidiana y la construcción a partir de la destrucción, presenta sus luces y sus sombras. Por un lado, porque como recurso defensivo ofrece figuras donde prevalecen la emancipación y la resistencia, y por otro,

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porque sus estrategias de adaptación, si bien preservan la vida, no dejan de perpetuar el daño. El trabajo de Mario Ruiz Sotelo, que lleva por título “El barroco y la descolonización de América Latina”, vincula la propuesta de Bolívar Echeverría con la cuestión colonial. Según el autor, el Barroco latinoamericano tiene como elemento constitutivo su carácter crítico a la condición colonial, bajo la cual la propia América Latina fue insertada en la modernidad. Sobre esta base, el objetivo del trabajo es revisar los momentos formativos de dicho proceso. En la primera parte, Mario Ruiz reconoce la construcción de la cristiandad moderna, donde el cristianismo se convierte en una ideología legitimadora del colonialismo y, consecuentemente, del capitalismo. Según su lectura, lo que Bolívar Echeverría llama “ethos realista”, evocando a Max Weber, es justamente una referencia a dicha cristiandad, y de la crítica a ese orden surge el “ethos barroco”, necesariamente de cuño americano. En la hipótesis de Mario Ruiz, serán los pueblos originarios de América los primeros en formular esa crítica a partir de su resistencia a los invasores y a la propia cristiandad, entonces el componente más visible de la ontología de la modernidad. De este modo, se recuperan algunos de los planteamientos críticos de ese primer Barroco, al que denomina “proto-barroco”: la actitud del cacique Hatuey, el Popol Wuj, el Nican Mopohua, y una primera propuesta de Bartolomé de las Casas. Desde el punto de vista teórico, el autor retoma el planteamiento de Enrique Dussel en torno a la importancia de 1492 para entender la modernidad, lo cual trata de hacer compatible con la formulación del “ethos barroco” como principio crítico de la modernidad capitalista. En “Modulaciones barrocas en el universo discursivo de la filosofía de la liberación. Proyecciones presentes”, Adriana María Arpini se detiene en la consideración de algunas notas características que han dado lugar a la noción de “ethos barroco” en Bolívar Echeverría, y las pone en relación con el concepto de colonialidad del poder y del saber, con la finalidad de revisar ciertas modulaciones del discurso filosófico latinoamericano en el contexto de surgimiento de la filosofía de la liberación. En particular, la autora analiza el uso que de esa categoría hace el filósofo argentino Carlos Cullen, para terminar sugiriendo posibles proyecciones de su uso categorial y argumentativo en el presente. Krzysztof Kulawik, por su parte, introduce al lector en un espacio apenas explorado por los demás ensayos que componen este libro: el pensamiento postmoderno. En “El Neobarroco latinoamericano como discurso desestabilizador. Una alternativa para la crisis posmoderna de la subjetividad normativa”, el autor constata como punto de partida que las obras de Severo Sarduy, Néstor Perlongher y otros escritores contemporáneos rioplatenses, brasileños, chilenos

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y chicanos permiten establecer conexiones literarias translatinoamericanas cuyo catalizador es el neobarroco. Desde este prisma, su tesis es que, como resurgimiento y reapropiación del fenómeno cultural barroco desde mediados del siglo XX, este estilo se emplea para deconstruir categorías de la modernidad, e introducir a un sujeto sexual y étnico-racial transcultural y transgresivo. De aquí que su exuberante y experimental formalismo pueda servir como crítica poscolonial y relativización de identificaciones establecidas de género, raza, etnia y nacionalidad, en la medida en que los sujetos ambiguos reflejan la “condición posmoderna” de crisis de los (meta)discursos normativos (Lyotard) que atañen a las clasificaciones culturales, siendo así que la coincidencia del estilo indica la conexión que Perlongher llamó “el arco neobarroco latinoamericano” y “el Caribe transplatino”. Para el autor, el rasgo común de estos escritores es la combinación de la ambigüedad sexual, étnica y racial con una escritura audazmente experimental, artificiosa y paródica, heredera del formalismo barroco. El neobarroco (concluye Krzysztof Kulawik) marca un camino latinoamericano de la posmodernidad en tiempos de crisis ontológica. El colofón del libro lleva una impronta cinematográfica. En “El cine neobarroco como medio contramodernista”, Lois Parkinson Zamora pone de manifiesto que, mientras los escritores latinoamericanos han teorizado el neobarroco, sus conceptos se han visualizado en películas mundialmente. Para ilustrar esta idea, se enfoca en la estética neobarroca de Severo Sarduy tal como se encuentra proyectada en la película de Peter Greenaway El libro de cabecera (1996), y en las estrategias narrativas neobarrocas de Jorge Luis Borges tal como las dramatiza Guillermo del Toro en sus películas El laberinto del fauno (2006) y La forma del agua (2017). Como advierte la autora en su valiosa aportación, ambos cineastas emplean y revisan temas y estrategias barrocas a fin de confrontar crisis contemporáneas y proyectar modernidades alternas.

| I. Enfoques epistemológicos, genealógicos y teóricos

Roberto Echavarren

Irrupción del escepticismo en el Barroco 1 El pensamiento barroco: visión, palabra, pensamiento El barroco abre nuestro mundo. El Renacimiento estaba enamorado de Platón y la belleza ideal. Pero en el paso del siglo XVI al XVII el mundo plurívoco hace su aparición. El mundo se desestabiliza, imperios caen como el español, las guerras de religión fracturan Europa y redefinen los poderes en el juego geopolítico. Penetró en el barroco una historicidad fuerte: se cuestionó el principio de autoridad de la Iglesia Romana en la interpretación de la Biblia, periplos alrededor del planeta, exploración del cielo y crisis de las esferas cristalinas del cosmos de Ptolomeo. La tierra dejó de ser el centro del universo. Ni el sol ni las estrellas giraban a su alrededor. Los viajes, los descubrimientos, las guerras de religión desgarraron Europa a partir de Lutero; la diáspora judía huyó de España a través de Portugal y produjo pensadores tal Francisco Sánchez y Spinoza. Esa dinámica y desbarajuste fueron una experiencia de vértigo y transformación de las mentes. Todo está en crisis: arte, descubrimientos geográficos, exploración del cielo, entrada del escepticismo griego en Europa, al ser traducido Sexto Empírico del griego al latín en 1560. Francisco Sánchez, Montaigne, Pascal, Juana Inés de la Cruz son los principales filósofos escépticos del siglo XVII.

2 El barroco en las artes La arquitectura abandona la perspectiva recta renacentista, eclosiona una arquitectura y pintura y escultura que sigue la curvatura del globo del ojo (Panowski, 1979). En poesía todo significa a dos luces: todo oscila entre el oxímoron y la paradoja, y un despliegue sintáctico y metafórico que supera el sensorio y la capacidad de absorber un mensaje siempre equívoco. A esto se ha llamado la experiencia de lo sublime. El panorama del conocimiento se amplía y a la vez el hombre adquiere la conciencia de la inseguridad y el descentramiento. Nada está garantizado por el orden religioso, teológico, metafísico. El despliegue de nuevos conocimientos contrasta con la incertidumbre acerca de nuestra capaci-

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dad de conocer. El barroco nos arroja al mundo abierto, de rudos eventos, en que vivimos hoy. El mundo renacentista era más calmo; los libros griegos que traían los bizantinos que huían de la toma de Constantinopla en 1453 llevaron al descubrimiento de Platón, en particular El banquete (el Timeo ya lo conocían). Cundieron las ideas de proporción y armonía de las formas últimas, consideradas más reales que los objetos ordinarios. Pero pronto el giro de los planetas ya no fue el perfecto círculo platónico, hubo una deformación, un estiramiento, a medida que se descubría el funcionamiento del sistema solar. Las ideas de Platón hicieron crisis. Las cosas dejaron de mirarse desde una perspectiva quieta; fueron consideradas a través de una topología dinámica, un recorrido que superpone la variación de perspectivas. La visión globular se infla: es la visión del lente convexo. Spinoza se dedicaba a pulir lentes; Galileo, con un telescopio que había construido él mismo, observaba el cielo y discernía el giro de la tierra. La perspectiva, en la antigüedad, era globular y no esquemática, pero al salir del planismo del medioevo, la perspectiva renacentista se hizo esquemática y rectilínea, con un diagrama fijo, una vista única y frontal, un esquema que no toma en cuenta la curvatura del ojo. El arte barroco, al contrario, explora las formas redondeadas, lo cóncavo y lo convexo. Un poema de John Ashbery, “Autorretrato en un espejo convexo” (1975) refiere al autorretrato del Parmigianino (1503-1540) en que la imagen aparece tal si fuera reflejada en un espejo convexo. Las malformaciones rocosas tienen concavidades y protuberancias: En los del monte senos escondidos cóncavos de peñascos mal formados de su aspereza menos defendidos que de su oscuridad asegurados cuya mansión sombría ser puede noche en la mitad del día.

Paradójicamente, noche y día coinciden. El oxímoron, el concepto barroco, el “concepto” de Arte y agudeza de ingenio de Baltasar Gracián, (1601-1658), es “significar a dos luces”: interpretar, combinar, mostrar los contrastes. No se trata de conceptos simples, incuestionados, sino de intuiciones complejas. Al desplegarse, el concepto barroco muestra al menos dos caras. En arquitectura, no supone la fijeza del ojo desde un único punto de vista, supone un recorrido, un trayecto alrededor del edificio o monumento. Esculturas como el Éxtasis de Santa Teresa, de Bernini, muestran un trance o desarreglo de los sentidos que va más allá de la armonía renacentista. El mármol que

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figura la tela que viste la santa se pliega y repliega con plasticidad tormentosa. Basta comparar la frescura marina del nacimiento de Venus de Boticelli con el conmovido trance de Teresa para advertir la diferencia de ánimo que va del renacimiento al barroco. Giulio Carlo Argan escribe sobre el arquitecto barroco Borromini: Una fluctuante flexibilidad tomó el lugar de toda forma rectilínea, lo mixtilíneo sustituye a la unicidad de las líneas, contornos sinuosos serpentean en el cornisameto; a la serenidad del arquitrabe y de la cornisa sucedieron las delicadas ondulaciones que el capricho puede expresar en una materia flexible. Es un drama en acción, exaspera los contrastes, los ángulos se transforman en cuerpos sobresalientes y convexos, el empleo frecuente de lo oval refleja una búsqueda de líneas dinámicas irreductibles al equilibrio estático de la perspectiva. En Borromini se habla de un furor interno, de ardiente hacer expresivo; la técnica adquiere una espiritualidad propia, vence la materia doblegándola, para dar paso a lo raro y a lo que parece imposible. La forma llega a transubstanciarse en la más pura e imponderable de las materias, la luz. Mientras los elementos en la estructura tienen una esencial función estática, la decoración se convierte en el elemento esencial que contrarresta el estatismo. Aquel sutil y asiduo trabajo de entalladura, aquel perfilar por aristas vivas y por mínimos resaltes de un plano sobre otro, aquel modelado nervioso, aquel excavar la forma en la materia determinan un juego intenso y apretado, una alternativa animada por cortes de luz y sombra. La luz, de cualidad del espacio, se transforma en cualidad de la forma, pasa de la iluminación universal a la iluminación particular, la luz se hace y rehace en el detalle (Argan, 1980: 34).

El escorzo es la posición de la figura cuando se ven varias caras de ella, cuando una parte de la figura está vuelta en un giro. El escorzo es el proceso típico del modelado borrominiano y es la condición del efecto de luz rasante, que hace resaltar las formas con efectos de contraste. Los escorzos se desprenden uno de otro por un sucesivo desplegarse, recurso a la superficie ondulada y sinuosa que modifica continuamente la incidencia de los rayos del sol y la proyección de las sombras, imprimiendo a cada acento formal un particular acento luminoso. Así, en la superficie curva elementos idénticos se diferencian por su diversa iluminación y proyección de sombra. Esta curvatura determina una perspectiva de múltiples y divergentes ejes opuesta a la perspectiva normal que converge en un único horizonte. “La composición arquitectónica de Borromini es la resultante de dos movimientos opuestos, centrífugo y centrípeto, entidades diversas y contradictorias en la elasticidad de la estructura” (Argan, 1980: 34). Borromini prefiere esquemas elípticos o tendientes a la elipse. El edificio ya no se concibe para una visión unitaria y conclusa, sino para una visión sucesiva; el ojo sigue la nerviosa indicación de movimiento hasta su término en un elegantísimo arabesco. Es la

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necesidad de caracterizar cada elemento en relación a la propia y exclusiva situación en el espacio, más que la apreciación del conjunto. Una fachada rematada en potentes cornisas, impulsada hacia adelante, fruncida y tempestuosa , en contraste violento con los grandes vacíos encerrados, si da a una calle angosta y no permite la visión frontal impone una visión fugada que intensifica la apremiante sucesión de las salientes, el ritmo que liga todos los elementos en un furioso crescendo (Argan, 1980: 34).

Pensemos asimismo en el chiaroscuro de Caravaggio. Entre luz y sombra, el rayo luminoso adquiere un carácter protagónico, activo. Y la luz interior transfigura los edificios, llega desde lugares invisibles, a veces no se ven las ventanas fuente de la luz. Aún las columnas salomónicas en espiral del baldaquino de Bernini parecen a punto de derrumbarse sobre el feligrés en una hecatombe de los cielos. En los frescos de la cúpula del Gesu, los santos subiendo por el aire, vistos desde abajo en ángulos oblicuos, se fugan por la deformación del ascenso. A partir del barroco podemos postular un ojo globular itinerante. Durante un recorrido por el Neva, en bote o a pie, los palacios, barrocos o neoclásicos, se modifican en cámara lenta de acuerdo a las variaciones de perspectiva; ocurre un juego de formas que se responden, variantes y paralelismos, juegos de sombra y luz por los bordes de mármol a lo largo de las vías de agua, con un tempo musical andante que dialoga con el río y los reflejos.

3 El barroco en las letras El barroco privilegia la catástrofe y la tormenta, “deletrea los caracteres del estrago”, como escribe Juana Inés en El sueño, y de un modo más apacible Góngora: “que a ruinas y a estragos / suele hacer el amor verdes halagos”. Anamorfosis, topología dinámica, deformación y monstruosidad. En Góngora, el monstruo Polifemo se enamora de Galatea. Polifemo ha devenido montaña, su barba un torrente. Las cosas hablan y oyen: “No es sordo el mar”. La prosopopeya, el oxímoron, la paradoja caracterizan esta poética. También la iteración musical de las vocales: Ser de la negra noche nos lo enseña infame turba de nocturnas aves, gimiendo tristes y volando graves.

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Las anamorfosis dependen de un material elástico, de la luz que lo modela y del ángulo de visión, pero también de una vida distorsionada de las formas. Se trata de una topología que puede resultar monstruosa, de una cabalgata del ojo que, en El sueño de Juana Inés de la Cruz, se despliega en visión de altura. El alma, autónoma respecto del cuerpo, se remonta llevada por la fantasía, se eleva hasta cierta altura y luego cae. Este desastre es ilustrado en el poema por los mitos de Ícaro y Faetón: ambos personajes ascienden al cielo para venirse abajo precipitados. La Soledad Primera de Góngora se inicia con un naufragio. A pesar de lo cual el protagonista, el “peregrino”, toma posesión de un terreno, Sicilia, la isla paradisíaca vestida de mitología grecorromana y se desplaza horizontalmente. En El sueño, en cambio, no hay piso firme, por lo menos durante la noche y durante el sueño; no hay terreno seguro, sino verticalidad, parábola geométrica del vuelo, ascenso y caída. No hay utopía, hay recorrido. El alma llega a un punto de mayor altura que siempre es relativo en razón de las inalcanzables estrellas, y comienza a caer. Si Góngora era manierista, Juana Inés es sublime. Los mitos de Icaro y Faetón evocan ascenso y descenso, caídas desde el nuevo cielo descubierto por Galileo y Tycho Brahe, donde las órbitas de los cuerpos celestes ya no recorren círculos perfectos sino que se aplastan en elípticos giros. Es un nuevo cielo tormentoso y atormentado por los caballos de Faetón. Faetón es el título de un poema largo del Conde de Villamediana quien, bisexual y escandaloso, era amigo de Góngora. Fue asesinado por orden del rey con un disparo de ballesta; le abrió una herida que “aún en un toro diera pavor”, según escribió Góngora al regresar aterrado desde la Corte de Madrid a su granja de Córdoba. El mundo del barroco no es un mundo estable como lo era según las reglas platónicas divinas el renacimiento. De repente todo se pone en movimiento y se deforma. El espacio barroco toma en cuenta el movimiento y el tiempo; alteraciones y deformaciones del espacio-tiempo, inscrito en una dinámica histórica a pesar de la restauración o Contrarreforma del Concilio de Trento, que por su lado asimiló la estética barroca. Tal el escorzo de Borromini, aquí se abre la posibilidad de ver una cuestión de varias maneras, dependiendo de la iluminación y del movimiento de las formas. En las letras, este efecto se logra a través del oxímoron y la paradoja. He aquí al cuerpo dormido descrito en El Sueño: El cuerpo siendo, en sosegada calma un cadáver con alma, muerto a la vida y a la muerte vivo.

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La construcción por contrastes es el sine qua non de la poética barroca: significar a dos luces, mostrar el revés. El “concepto”, de tan preciso y problemático, se vuelve individual. No es un concepto en el sentido ordinario, sino un problema que expone diversas facetas a medida que hace su giro. Así la humana mente su figura trasunta y a la causa primera siempre aspira, céntrico punto donde recta tira la línea, si ya no circunferencia que contiene, infinita, toda esencia.

La recta se transforma en curva y el centro se transforma en circunferencia. Es la fórmula elaborada por Nicolás de Cusa (1401-1464) para referirse al universo, infinito o al menos inconmensurable. Su centro está en todas partes, su circunferencia en ninguna. Aspira a totalizar (“toda esencia”) pero nunca totaliza, siempre se excede y expande. Nicolás de Cusa consideró la trasmutación de las formas al subrayar que a medida que aumenta el diámetro de una circunferencia su curva disminuye, de suerte que al fin, un fin concebible, el círculo y la recta coinciden. El contrapunto de los “conceptos”: una impresión intensa daña el sensorio; la ofuscación por sobreabundancia de luz se compensa con la intervención de la sombra: Si súbitos le asaltan resplandores con la sobra de luz queda más ciego, que el exceso contrarios hace efectos en la torpe potencia sirviendo ya, piadosa medianera la sombra de instrumento para que recobrados por grados se habiliten […] los ojos.

Un exceso de luz ya no ilumina. Todo depende del grado de intensidad. Al interactuar la sombra y la luz, un poco de sombra ayuda a ver. Lo positivo (luz) se vuelve negativo y lo negativo (sombra) se vuelve positivo. La visión es posible gracias a dos factores compensatorios. Lo mismo ocurre con el contraveneno, la triaca. Bien dosificado, el veneno puede transformarse en instrumento de salvación: ¡Que así del mal el bien tal vez se saca!

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Esta perplejidad afecta tanto al orden de la naturaleza como al orden moral. No hay mal ni bien en sí, sino combinaciones, y calidades de la experiencia. El bien (aparente) se mezcla con el mal (aparente) para determinar lo bueno y lo malo en cada circunstancia. La moral ha de percibir y calibrar esos factores circunstanciales. Mientras el cuerpo duerme el alma, librada del cuerpo, recorre un itinerario de altura y se hace reina de lo sublunar. Desde una perspectiva privilegiada pretende mirar y conocer todas las cosas. En la parábola de su recorrido, hace “cumbre de su propio vuelo” en el punto donde empieza el descenso. He aquí el espectro emocional de la experiencia, con matices contrastados: Su ambicioso anhelo haciendo cumbre de su propio vuelo en la más eminente la encumbró parte de su propia mente […] en cuya casi elevación inmensa gozosa mas suspensa suspensa pero ufana y atónita aunque ufana la vista perspicaz libre de anteojos […] tendió por todo lo criado cuyo inmenso agregado cúmulo incomprehensible aunque a la vista quiso dar señas de posible a la comprehensión no, que entorpecida con la sobra de objetos, y excedida de la grandeza de ellos su potencia retrocedió cobarde.

El entendimiento es un instrumento imperfecto. Al ampliarse la perspectiva, crece la conciencia de lo que no se sabe. Y que tal vez nunca se podrá llegar a saber. Tal vez nada pueda ser comprendido de un modo integral. Ésta es la brecha que abre el espíritu al escepticismo. No importa cuán alto suba, el alma todavía está encerrada en la propia mente, en límites tal vez constitutivos. Como el entendimiento, aquí vencido no menos de la inmensa muchedumbre de tanta maquinosa pesadumbre de diversas especies conglobado esférico compuesto

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entre la copia puesto pobre con ella en las neutralidades de un mar de asombros, la elección confusa equívoco las ondas zozobraba y por mirarlo todo, nada vía. Y aún: Asombrado el discurso se espeluza de difícil certamen que rehusa acometer valiente porque teme cobarde comprenderlo mal, o nunca, o tarde; ¿cómo en tan espantosa máquina inmensa discurrir pudiera cuyo terrible incomportable peso si ya en su centro mismo no estribara […] pesada menos, menos ponderosa su máquina juzgara, que la empresa de investigar a la naturaleza?

El misterio del cosmos se vuelve agobiante, la máquina pesa, el espíritu se desanima. Descubrir que no podemos conocer nos deja a la intemperie. Y sin embargo esta lucha, esta desconfianza proporciona un atisbo de lucidez. Nos despertamos del sueño dogmático. Tal vez no se trata de conocer, sino de auscultar la naturaleza. Escuchar, ver, atender a sus ritmos. A la marcha de las estaciones, a los movimientos de la energía ambiente, que nos permite participar de la manera correcta. Si prestamos atención a los ciclos, si nos adaptamos a sus ascensos y descensos, nuestra vida podrá fructificar. La naturaleza siempre alterna ya una, ya otra balanza distribuyendo varios ejercicios ya al ocio, ya al trabajo destinados en el fiel infiel con que gobierna la aparatosa máquina del mundo.

La naturaleza gobierna con un “fiel infiel”, un juego de contrapesos y variaciones, un vaivén y un pulso que experimentamos. Esta comprensión rebasa la lógica, los opuestos no se excluyen, son momentos y aspectos de la salud del cuerpo y del espíritu. Pero en la noche, noche tras noche, el alma persiste en su itinerario de altura, en su vuelo chamánico inmemorial. No se traduce en conocimientos, sino en experiencias. El soñar es una válvula de escape de todas las inquietudes que no pueden ser satisfechas en lo inmediato.

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4 La filosofía del barroco La traducción latina de los Esbozos pirrónicos, la obra principal de Sexto Empírico (160-210 d.C.), médico y filósofo griego, fue publicada en Ginebra en 1562, a la que siguió Adversos matemáticos siete años más tarde. Estos escritos abrieron el problema de los límites del conocimiento para los autores del barroco. Ya antes del barroco, Guillermo de Ockham (1290-1349), fraile franciscano, había negado la validez de los conceptos universales, por lo cual fue perseguido por la Iglesia. En contrapunto con la autoridad religiosa, Francisco Sánchez (1552-1623), en tanto judío español/portugués refugiado en el sur de Francia, médico y profesor de medicina, escapó a la censura. Ya estaba perdida aquella armonía platónica entre la divinidad y el hombre, así como la adecuación tomistaaristotélica entre la cosa y el intelecto. El escepticismo no sólo erosionó el edificio medieval; más ampliamente puso en cuestión la posibilidad de conocer en general. Francisco Sánchez estudió en Italia (quizá en la escuela de medicina de Salerno, heredera de los conocimientos médicos árabes) y en la escuela de medicina de Montpellier en Francia. Sus antecesores marranos se habían desplazado de España a Portugal. Cuando este reino se unió a España bajo Felipe II, aumentó allí la presión de las autoridades sobre los judíos conversos, o “cristianos nuevos”, sospechosos de mantener sus antiguos ritos bajo cubierta. El padre de Francisco, Antonio Sánchez, médico, salió de Portugal y se instaló en Burdeos. Allí desarrolló una práctica exitosa y próspera. Su hijo Francisco tuvo la posibilidad de estudiar en las mejores universidades. Después de doctorarse en Montpellier, las guerras de religión lo empujaron a refugiarse en Tolosa, donde enseñó, mientras dirigía el hospital Santiago de Tolosa. Sus escritos médicos fueron impresos por sus hijos en 1636, trece años después de su muerte. Pero un breve tratado con el título Quod nihil scietur (Que nada se sabe) fue publicado por el propio Sánchez a la edad de 29 años, en 1581. Su juventud explica la frescura desfachatada, la agudeza espontánea de alguien que ha leído mucho y prematuramente: sea a médicos, filósofos, o gramáticos. Menciona a Favorino, un escéptico griego de la llamada segunda sofística, cuya obra sólo conoce en fragmentos de Diógenes Laercio y Aulio Gelio. Pero el escéptico preferido de Francisco Sánchez es Sócrates. Elogia su sinceridad cuando reconoce: “Sólo sé que no sé nada”. Sánchez concluye: “No sabiendo nada, Sócrates no quiso escribir en absoluto […] Lo creo muy sabio, pero ni siquiera él me satisface del todo, porque esto también ignoraba, que no sabía nada, así como todo lo demás” (Sánchez, 1944: 30).

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El escepticismo ya no es postulado aquí a favor de la calma o la ataraxia, como es el caso de los escépticos griegos. Al contrario, la crisis del conocimiento estimula la audacia de pensadores como Sánchez y Descartes, que pretenden ambos fundar una ciencia nueva. “Construye otra ciencia –escribe Sánchez– pues la ciencia de ayer es ya un montón de disparates” (Sánchez, 1944: 30). Sánchez hereda a los escépticos, principalmente a través de Sexto Empírico, pero hereda también el nominalismo de Ockham, que niega realidad o sustancia a los conceptos universales. Dado que no hay sustancia de universales, a partir de Ockham el conocimiento se referirá, con las correspondientes limitaciones, al campo de la experiencia sensible y de las matemáticas. Treinta años después de Francisco Sánchez, Descartes (1596-1650) parte de la duda escéptica e intenta contrarrestarla, no al nivel falible de los datos de la percepción, que él considera inseguros, sino al nivel de las ideas claras y distintas de la razón. Resucita la intuición intelectual de Platón. Da pie al argumento medieval de la existencia realiter de una idea, que para ser perfecta, exige ser real, existir. Con esta maniobra, considerada prueba de la existencia de dios, Descartes rescata para la Edad Moderna la teología y la metafísica. Será Kant quien desmantele este armadillo, la operación que atribuye realidad a una idea. Kant lo logrará separando razón y entendimiento (del lado del sujeto) y fenómeno y noúmeno (del lado del objeto), negando la posibilidad de conocer el noúmeno. Francisco Sánchez, para quien la duda no es un recurso momentáneo (como lo será para Descartes), sino una condición irremisible, no cierra el bucle, no resuelve la duda con una prueba metafísica de la existencia de dios. La grieta, una vez abierta, nunca se cierra: “Todas las cosas humanas me resultan sospechosas, incluso esto que escribo ahora” (Sánchez, 1944: 41). Un imperativo ético subtiende la postura de Sánchez al afirmar su propio juicio en la esfera pública: “La verdadera ciencia, si ha de existir en absoluto, debería ser libre y nacida de un libre entendimiento; si la propia mente no percibe la cosa, no la percibirá por ninguna demostración escolástica”. “¿Qué queda? Un recurso extremo: piensa tú por ti mismo”. “Tomé refugio en las cosas, usando mi propio juicio” (Sánchez, 1944: 41). La resolución de usar el propio juicio más allá de libros y autoridades culminará (dos siglos más tarde) en el artículo de Kant “¿Qué es la Ilustración?”. La Ilustración es el pasaje de la servidumbre a la autonomía, de la sumisión (a un libro, a una autoridad) a la emancipación del propio juicio que, más allá de la censura del gobierno eclesiástico y civil, asienta el derecho a expresar su punto de vista singular en la esfera de lo público.

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Quod nihil scietur es un precursor de la obra de Descartes, quien derivará su primera certeza de la siguiente frase de Sánchez: “¿Para qué, pues, escribo? Para decir lo único que sé: lo que yo pienso”. Lo que yo pienso, y que yo pienso; “al menos, de la certidumbre interior, no puedo dudar; no puedo dudar que existo” (“Pienso, luego existo”, escribirá Descartes). No se puede dudar del sentido interno: “De aquellas cosas, [escribe Sánchez], que hay en nosotros, o en nosotros se hacen, estamos ciertos que existen en realidad”. (Sánchez, 1944: 42) Y agrega: “Entonces me encerré dentro de mí mismo y poniéndolo todo en duda y en suspenso, como si nadie en el mundo hubiese dicho nada jamás, empecé a examinar las cosas” (Sánchez, 1944: 42). Lo único que vale es la certidumbre interior; nuestros sentidos reciben impresiones, pero no conocen. Sánchez retoma el vocabulario de Lucrecio: “Juzgamos las cosas por sus simulacros”. Si bien “toda ciencia es ficción”, al menos “no debe conocerse por otro, sino por el mismo cognoscente, por sí mismo inmediatamente” (Sánchez, 1944: 42). Sánchez ridiculiza a más no poder el vocabulario de Aristóteles y lo que propone como método: el silogismo. Judío obligado a convertirse, ahora envalentonado por Sexto Empírico y por Ockham, arremete contra los conceptos de Aristóteles y su método, y por lo tanto contra la filosofía escolástica influenciada por Aristóteles a partir del siglo XIII. Tomar las palabras o los nombres como si fueran sustancias induce todo tipo de error y mistificación, “de ahí duda perpetua acerca de los nombres y mucha confusión y falacia en las palabras” (Sánchez, 1944: 42). Pregunto: ¿qué llamas en el hombre animal, viviente, cuerpo, sustancia, ente? Lo ignoras como antes […] Pregunto después: ¿qué significa este nombre: cualidad, qué naturaleza, qué ánima, qué vida? […] Cada cual fuerza las palabras a su antojo, las desencaja aquí y allí, las acomoda a su placer. De ahí tantos tropos, tantas figuras, tantas reglas, tanta confusión, de todo lo cual se compone la gramática. […] De esta serie de palabras, que llaman predicamentos, disputan muchas cosas: del orden, del número, del género, de la diferencia, de las propiedades, de la reducción a ellas de todas las cosas; esto lo reducen a la línea recta, aquello a la lateral; esto, por sí; aquello, por razón de su contrario; esto es común de dos; aquello se reduce a lo otro; esto no tiene a quién se reduzca y, por tanto, si hay cielo, si no obtuvo lugar en algún predicamento, nada es ya. ¿Qué diré? Por ahí se meten en infinitas bagatelas. Más todavía, enredándose en palabras, se echan a sí y a sus desgraciados oyentes en un caos profundo y estéril (Sánchez, 1944: 43).

Nadie piensa en silogismos. “El silogismo es estéril, una sutil ficción muy dañina, porque aparta a los hombres de la observación de la naturaleza y los paraliza, mientras que las ciencias nacientes se fundan en las cosas mismas” (Sánchez, 1944: 42). El silogismo fue un mero truco que Aristóteles enseñaba a los estudiantes.

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Aristóteles mismo no forjó jamás otro silogismo sino cuando enseñó a los demás a formarlos; y entonces, no con los términos que significan, sino con los elementos a b c, y eso todavía con mucha dificultad. […] Escribiendo, no usamos de ellos, ni él tampoco. Con silogismos nunca se engendró ciencia alguna, antes se perdieron muchas y se turbaron por su causa. Arguyendo y disputando, contentos con la simple consecuencia, todavía usamos menos de ellos, pues de otra suerte nunca tendría fin la disputa y siempre se habría de pugnar sobre reducir el silogismo a modo y figura, convirtiéndolo en otras copiosas bagatelas. Y hay infinitos necios que hacen hoy así y niegan cuanto no es puesto en modo y figura; tanta es la estupidez humana y tanta la agudeza y utilidad de esta ciencia silogística que, olvidadas totalmente las cosas, se meten en tinieblas. […] De donde me parece también muy necio lo que algunos establecen: que la demostración concluye y participa necesariamente de lo eterno e inviolable; cuando por ventura quizá no hay eterno, o si existe nos es desconocido como tal, a nosotros que somos muy corruptibles y muy violables en poquísimo tiempo (Sánchez, 1944: 47).

La premisa del silogismo, un juicio universal, no corresponde a ninguna cosa concreta. Cuando se afirma: el hombre es un animal racional, hay algunos hombres ante los que dudas muy seriamente si los debes llamar racionales o irracionales. Y al contrario hay brutos a los que puedes apellidar con mayor justicia racionales que a algunos de entre los hombres. Responderás que una golondrina no hace verano, ni un particular destruye lo universal. Yo al contrario insisto en que el universal es totalmente falso (Sánchez, 1944: 47).

Esto es un eco de Ockham: se intenta suplir la falta de conocimiento con la vacía invención de los conceptos universales. Pero las especies [conceptos] nada son, o al menos son una fantasía; sólo son los individuos, sólo se perciben éstos, sólo de éstos se ha de tener ciencia; de ellos se ha de captar. Si no es así, muéstrame en la naturaleza aquellos tus universales; los darás en los mismos particulares. Nada veo en ellos universal; todo es particular. Traigamos la cosa por su nombre. Pues para mí toda definición es nominal y casi toda cuestión lo es. No podemos conocer la naturaleza de las cosas (Sánchez, 1944: 45).

En filosofía, un principio es algo primario que ayuda a explicar los fenómenos. Un principio puede ser una proposición o un juicio, como principio de la razón, un punto de arranque para formar una argumentación válida. Los principios de razón no pueden probarse, porque para probarlos necesitaríamos otros principios y es imposible que las pruebas se multipliquen sin fin (regressus ad infinitum). De acuerdo a ti –aquí Sánchez se dirige a un interlocutor imaginario– los principios deben ser postulados y uno no debería disputar acerca de ellos; pero si es así, su consecuencia también debe resultar postulada y desconocida. ¿Hay algo más miserable que decir que para conocer es necesario ignorar? Entonces, ¿qué supondremos? Deberíamos más bien

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admitir que no conocemos. ¿No sería mejor investigar primero los principios? (Sánchez, 1944: 48).

De modo no menos decidido Sánchez desmantela a Platón: Decía Platón que nuestro conocimiento […] no es otra cosa que recordar; vale decir, que nuestra ánima lo sabía todo antes de nosotros, que en nosotros lo olvidó todo al ser sumergida en el cuerpo, y que poco a poco recuerda como despertando de un sueño… Yo, a la verdad, ignoro qué fue antes de mí; apenas creo lo que veo; ¿cómo pues, filósofo, creeré tus sueños? (Sánchez, 1944: 46).

El poema El sueño presenta un vuelo chamánico de cariz platónico, el vuelo del alma que pretende traspasar el empíreo para llegar a una comunicación con las ideas. No sólo no alcanza las ideas con una intuición intelectual, sino que se confunde, mirando hacia abajo con una intuición sensible, por la mera proliferación de copias en el mundo sublunar. Doble fracaso de la intuición: ante lo ideal y ante lo sensible. Doble crítica escéptica. Al considerar los fenómenos, Sánchez duda del concepto de causa, o más bien de la clasificación aristotélica de posibles causas: “No hay tal vez causa en absoluto, al menos eficiente, material y formal… y de la causa final también podemos dudar” (Sánchez, 1944: 47). Quizá es más apropiado decir que contemplamos un conjunto de efectos, que pueden ser causas de causas, sin causa clara y definida. “Nos confunden los varios y múltiples efectos de la misma causa, y los efectos contrarios; y, al revés, muchas y contrarias causas de un mismo efecto” (Sánchez, 1944: 47). Sánchez se pregunta acerca de la naturaleza de la luz: “¿Qué haremos? Nuestra condición es miserable. Estamos cegados por la luz. ¡Cuántas veces he pensado en la luz y cuántas veces me ha resultado incomprensible!” (Sánchez, 1944: 47). Todavía hoy la luz nos confunde acerca de si es onda o corpúsculo. El escepticismo se abre a la investigación de las ciencias de la naturaleza. No está hecho para tranquilizar como el antiguo, sino para inquietar, estimular, inquirir. Los pensadores del barroco tienen un estado de ánimo inverso al de los escépticos griegos. Sánchez y Juana Inés parecen muy lejos de la calma. El impacto de la investigación es sobresalto, angustia, desesperación. Sánchez: “Mas cuando me empeño en considerar qué es este pensamiento, este querer, este desear, este inquirir, ciertamente desfallece el conocimiento, se frustra la voluntad, crece el deseo y aumenta la angustia” (Sánchez, 1944: 48). Sólo un fideísmo más allá de cualquier comprobante empírico puede atemperar la angustia ante la nada:

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Privación, destrucción, defecto, mera negación del ser; ¿con qué otro nombre llamaré a la nada que con el tenebrosísimo de nada? […] Nada me aterra, entristece y postra el ánimo como la nada, cuando pienso que alguna vez pudiera ver sus abismos, si acompañada mi alma de la fe, esperanza y caridad, no destruyesen ese miedo, y me confirmase prometiéndome, después de la disolución de este compuesto de mi carne y mi espíritu, indisoluble nexo con dios óptimo y máximo (Sánchez, 1944: 47).

El intelecto es derrotado, no sólo por el ingente conjunto del universo, sino también por el más pequeño detalle que forma parte de él. He aquí las perplejidades de la botánica: De cosas infinitamente pequeñas hay grande abundancia, y su conocimiento es muy necesario para la ciencia y, sin embargo, casi ninguno tenemos. [...] Pero ¿qué dirás […] de las hierbas, el dragoncillo, el cardo plateado, el trébol multicolor? ¿Qué de las flores de la betónica comestible y de las variedades de violetas? (Sánchez, 1944: 48). Y El sueño: Quien aún la más pequeña, aun la más fácil parte no entendía de los más manuales efectos naturales, […] quien de la breve flor aun no sabía por qué ebúrnea figura circuncribe su frágil hermosura: mixtos, por qué, colores confundiendo la grana en los albores fragante le son gala: ámbares por qué exhala y el leve, si más bello ropaje al viento explica, que en una y otra fresca multiplica hija, formando pompa escarolada de dorados perfiles cairelada, que roto del capillo el blanco sello de dulce herida de la Cipria Diosa los despojos ostenta jactanciosa, si ya el que la colora, candor al alba, púrpura al aurora no le usurpó y mezclado purpúreo es ampo, rosicler nevado, tornasol…

El tornasol vacila de acuerdo a la inflexión de la luz, ejemplifica lo dudoso y variable de la vista, a más de esconder el misterio de la sustancia que ignora-

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mos. Invocado ya por Sexto Empírico, el cuello de la paloma reaparece en Sánchez: ¿Qué dirás del iris, de la paloma variada, del vidrio lleno de agua y del otro sin agua, que por diversa exposición al sol o por varia posición del observador dan tan variados colores? [...] Y en los colores cuánto importa la situación lo muestra el iris, un vaso de cristal lleno de agua, la paloma irisada, las telas tejidas de seda… ¿En qué posición, dirás, tienen el verdadero color? En la misma parte unas veces aparece rojo, otras amarillo, luego azul. ¿Cuál de estos colores es el más propio? Sólo nos queda dudar (Sánchez, 1944: 48).

Sánchez constata que los descubrimientos geográficos de su tiempo muestran que las ideas anteriores acerca de la forma de la tierra, de las condiciones de vida en las zonas inexploradas, eran erróneas. Cada aparente conocimiento se revela como una ficción. El desarrollo de la ciencia para él consiste en una serie de errores enmendados por otros errores. Que nada se sabe es una criba, un apunte furioso, que se logra como estilo. Lo que convence es el estilo, el ánimo de preguntar con desparpajo, que va acumulando argumentos sobre argumentos. Se vuelve convincente por esa misma elocuencia sin traza de pedantería. Sánchez, con sus muchas lecturas de científico prematuro, con la energía de la improvisación, da martillazos seguros y demoledores (hace pensar en el Nietzsche de “cómo se filosofa con el martillo”). A pesar del aparente desorden rapsódico de su escritura, su tratado cubre de modo coherente una serie de cuestiones. Critica a los maestros clásicos de la antigüedad y a los departamentos del saber escolástico. Ante la desesperación de conocer y el abismo de la nada, Sánchez se cuelga de un fideísmo sin pruebas, sin teología o metafísica, que lo rescataría de la angustia. Es una apuesta fuerte, que ningún conocimiento puede justificar. Este fideísmo es compartido por Juana Inés de la Cruz y por Pascal. Consuela de los fracasos y también del terror de las conclusiones. Lo que debía lograr la duda escéptica en la antigüedad, ataraxia, tranquilidad, aquí debe lograrlo la fe. La distinción escéptica entre fenómeno (lo que aparece) y noúmeno (lo que está detrás de los fenómenos, de las impresiones sensibles) lleva a Sánchez a concluir: “No es posible, dados los límites en que se mueve el conocimiento humano, la contemplación directa de las cosas”. Pero sacando fuerzas de flaqueza, con una determinación que caracteriza el espíritu de la naciente investigación barroca, no ceja en su intento de fundar una ciencia: Con todo, hay dos medios subsidiarios que no suministran ciencia perfecta, pero que, en suma, algo perciben y algo enseñan: son la experiencia y el juicio. Pero separados jamás, sino en íntimo enlace y unión. […] Los experimentos son muchas veces falaces y siempre difíciles, y hasta cuando llegan a la perfección nunca nos muestran más que los accidentes extrínsecos, jamás las naturalezas de las cosas. El juicio recae sobre los resultados del

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experimento, y por consiguiente no traspasa los límites de lo exterior, y aún esto lo discierne de una manera incompleta, sin que sobre las causas pueda pasar de una probable conjetura. Se dirá que nada de esto es ciencia. Pues no hay otra. (Sánchez, 1944: 35).

Varios interrogantes quedan sin resolver: cuál es el centro del mundo; si el universo tiene límite o no; si el universo es eterno o si tuvo principio. La hipótesis creacionista sólo será admitida por “divina revelación”. En la medida en que no pueden ratificarse, Kant llamará más tarde a estos problemas antinomias de la razón. Suárez: “Del infinito no hay ciencia alguna”. Se debe ir paso a paso, considerando las cosas individuales: “Sólo hay ciencia de cada una de las cosas individuales, no de muchas a la vez; una visión es de un solo objeto individual” (Sánchez, 1944: 42). Pero a la vez debemos considerar las relaciones entre ese objeto y los demás fenómenos; todas las cosas están encadenadas: “Si es ignorada una cosa, se ignora también lo demás”. Por lo pronto: “Es indecible la concatenación de todas”. En conclusión: “Quien quiere abrazarlo todo, todo lo pierde” (Sánchez, 1944: 41). En El sueño: “Y por mirarlo todo, nada vía”. Y Sánchez: “Tampoco el amontonamiento de especies [presentaciones sensibles] en el ojo es visión” (Sánchez, 1944: 43). La crítica barroca del conocimiento es un antídoto contra las visiones totalizantes del siglo XIX, trátese de la dialéctica hegeliana o de la dialéctica marxista, que pretenden totalizar el campo del pensamiento, o el campo del proceso histórico, a través de un armazón lógica abstracta. Tal vez Sánchez le habría dedicado una crítica tan acerba como la que dirige contra el silogismo. Creo que estamos saliendo con dificultad de esas totalizaciones que apresaron tanto el pensamiento contemporáneo como la praxis política que desembocó en el autoritarismo. La introducción del escepticismo barroco es un instrumento de crítica actual. Quizá esté aquí la clave de nuestro interés por el pensamiento exigido y siempre problemático; es a partir de este punto, de esta exigencia epistémica y moral, que podemos examinar el lenguaje poético y especulativo, como así el pluralismo requerido por el naciente Estado de derecho.

Bibliografía Argan, Giulio Carlo (1980). Borromini. Madrid: Xarait Ediciones. Panovski, Erwin (1976). La perspective comme forme symbolique. Paris: Minuit. Sánchez, Francisco (1944). Que nada se sabe. Buenos Aires: Emecé.

Mauricio Beuchot

El Barroco: lugar de la analogía 1 Introducción En lo que sigue me propongo resaltar un aspecto del Barroco, algo que me parece que es muy necesario reivindicar en la actualidad. Se trata de la analogía, del carácter altamente analógico que tuvo el Barroco, tanto en poesía como en filosofía. Tal parece que no se puede comprender bien el Barroco si no se comprende el concepto de la analogía, que es también la iconicidad. Ésta ha sido entendida simplistamente como pura semejanza, pero, para el Barroco, era mucho más; era la diferencia sujetada proporcionalmente a la semejanza, por eso se decía que en la analogía la diferencia predominaba sobre la identidad. Es, pues, algo muy complejo, es una forma de conocimiento y de discurso, es lo que abarca la metáfora y la metonimia. Es también lo que encontramos en la iconicidad, de manera muy parecida. Precisamente, el Barroco parece oscilar, pero sin caerse, entre lo metonímico y lo metafórico, entre lo que es racional o científico y lo que es emocional o poético. Abre la posibilidad de jugar con el sentido literal y con el sentido alegórico o simbólico de los textos. Rescata el simbolismo; por ejemplo, la lectura simbólica de los acontecimientos históricos, de modo que reciban un sentido, como si los iluminara una de las piezas dramáticas que eran llamadas autos sacramentales, como conjuntando el relato histórico con la dramatización o relato de ficción. La analogía es, entonces, una de las claves del Barroco; y, tenemos esa convicción, también es una de las claves que están haciendo falta para interpretar el tiempo actual. Transitaré, pues, por el Barroco, poniendo énfasis en el mexicano o novohispano, y en especial en Sor Juana Inés de la Cruz, gran poetisa barroca de esa época en este país, y haré, al final, una reflexión sobre el tiempo actual, que ha sido visto como neobarroco.

|| Mauricio Beuchot, Universidad Nacional Autónoma de México https://doi.org/10.1515/9783111208909-003

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2 El Barroco del siglo XVII Uno de los mejores tratadistas de Sor Juana, que fue Octavio Paz, sostuvo que el núcleo de la poesía es la analogía (Paz, 1956: 73). La analogía, que es la búsqueda sutil de semejanzas entre las cosas, es lo que anima al poema, es lo que hace que también los lectores encuentren correspondencias entre lo que el poema dice y lo que ellos viven. Esto supo verlo a través de la historia, pero sobre todo en el caso de Sor Juana. Ya de suyo lo señala en el Barroco. Aunque a la poetisa mexicana la han querido poner como manierista, Paz la defiende como barroca. Dejando de lado las polémicas sobre la difícil definición del Barroco, sigamos a Paz en caracterizarlo como la búsqueda de lo insólito, de lo difícil conceptualmente, de las imágenes atrevidas, que congelan el dinamismo. Es, al igual que el Romanticismo, transgresión. Pero, si los románticos transgredían por la parte del sujeto, y le procuraban una libertad sin límites, los barrocos transgredían por la parte del objeto, y lo metamorfoseaban: “El poeta barroco quiere descubrir las relaciones secretas entre las cosas y otro tanto afirmaron y practicaron Eliot y Wallace Stevens” (Paz, 1983: 79). Pero en todos esos ámbitos, Paz encuentra la presencia del concepto de analogía, la cual es un término medio, una mediación. Se coloca entre la univocidad, que es roma y continua, y funda la prosa, y la metáfora, que es afilada y discontinua, y funda la poesía. La analogía es más diferencia, pero también tendencia (sólo ideal) hacia la identidad, a la que nunca llega. Según el propio Paz, la analogía tiene como dos caras la metáfora y la metonimia. Dice: “La poesía es una de las manifestaciones de la analogía; las rimas y las aliteraciones, las metáforas y las metonimias, no son sino modos de operación del pensamiento analógico” (Paz, 1990: 86). La metáfora es un cambio de significado según la semejanza, con lo cual se muestra claramente como una de las formas de la analogía. Es una traslación de sentido. Y la metonimia, aunque esto no es tan claro, pertenece a la analogía también, porque es un cambio de significado según la contigüidad, pero esto exige cierta semejanza para que funcione. Se ve en que el Grupo M, de retórico-poética, de Lieja, Bélgica, pone la metáfora como el tropo básico, del que surgen los demás. Pues bien, Paz encuentra la presencia de la analogía en el Barroco. Señala que el hermetismo estuvo muy presente en el barroco, principalmente en el novohispano. El hermetismo tenía la pretensión de ser una doctrina oculta antiquísima, proveniente del dios egipcio Teut, que también era el dios griego Hermes y el romano mercurio. Hermes Trismegisto habría entregado su doctrina a los hombres como una revelación. Pero Isaac Casaubón, un judío del

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siglo XVII, hizo ver en 1614 que, aun cuando era posible la existencia de un personaje antiquísimo llamado Hermes Trismegisto, el corpus hermeticum no podía haber sido escrito por él: era más bien tardío y producto de helenistas neoplatónicos, además de haber recibido corruptelas por parte de los cristianos (Yates, 1983: 201). El hermetismo había prosperado en el Renacimiento. Cosme de Médicis compró en 1460 un códice bizantino que contenía dicho corpus, y encargó a Marsilio Ficino que lo tradujera del griego al latín, incluso suspendiendo su traducción de Platón. Lo otro le parecía más urgente. Y, en efecto, el hermetismo fue bien recibido por los humanistas renacentistas. Pero el hermetismo renacentista engendró dos corrientes enemigas. Uno es el del ocultismo, que se ve en Ficino, Pïco, Agrippa, Bruno y Campanella. La otra fue el sincretismo, como el que manifestaron los jesuitas al querer reconciliar todas las religiones, lo cual les admiró Leibniz (que tenía un irenismo parecido). El lado ocultista, según Paz, a través de las sectas ocultistas y libertinas del XVIII, como los rosacruces, pasa a socialistas como Fourier y a los románticos, con lo cual llega, por los simbolistas y los surrealistas, hasta nuestros días. Es una teoría de las correspondencia universal, por lo tanto una especie de pitagorismo de la armonía celeste. La sociedad de los astros sirve de modelo a la sociedad política y a la sociedad del lenguaje. “En la primera, libertad y necesidad se resuelven en un acorde armónico que se llama justicia; en la segunda, ese mismo acorde es la analogía poética, el sistema de correspondencias universales” (Paz, 1983: 60) Esta presencia del concepto de analogía se encuentra en el Barroco mexicano y, por consiguiente en Sor Juana.

3 El Barroco novohispano El tiempo del Barroco, en el México virreinal, fue el del mestizaje, no sólo racial, sino, sobre todo, cultural. En efecto, en la Nueva España, tal sincretismo tomó la forma de resurrección del pasado indígena. Los criollos, que ya no se sentían españoles, adoptaron la cultura indígena para distinguirse de los peninsulares y para identificarse. A eso atribuye Paz el éxito de la virgen de Guadalupe, ya que no era española, y quedaba muy bien a criollos, mestizos e indios. Era Guadalupe-Tonantzin, resonando en ella las deidades femeninas indígenas. Esto desembocará en la idea de que México ya había sido evangelizado, antes de los españoles, por el apóstol santo Tomás, al que los aztecas habían llamado Quetzalcóatl, algo que explotó fray Servando y que le costó la cárcel (Paz, 1983: 58).

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Don Carlos de Sigüenza y Góngora, gran amigo de Sor Juana, que había sido jesuita y que, expulsado, siempre trató de volver a la Compañía, logrando que se le dejara ser sepultado con el hábito, fue un eminente estudioso de la cultura indígena. Tuvo estrecha amistad con Juan de Alva Ixtlixóchitl, descendiente de los reyes de Texcoco y que era muy erudito. Éste le heredó una colección de restos antiguos, con los que Sigüenza inició un museo, que trató de hacer crecer. Entre los escritos perdidos de Sigüenza se encontraba una disertación de la que sólo se conserva el siguiente título: El fénix de Occidente, el apóstol Santo Tomás, encontrado en el nombre de Quetzalcóatl entre las cenizas de las antiguas tradiciones preservadas en las piedras, en los teomoxtles toltecas y teochichimecas y en los cantares mexicanos. Este largo título barroco es elocuente por sí mismo. También hubo ya desde entonces, en esa ansia de identificación y distinción, la idea de hacer de México-Tenochtitlan un imperio, análogo al de Roma y España. México sería la Roma americana. Un estado imperial, como había sido el de los romanos, los aztecas y los españoles. Su error fue pretender ser de criollos, dejando de lado a los mestizos, que descollarían hasta el siglo XIX y sus guerras (Paz, 1983: 86). Aunque se trataba de criollos, esta revalorización de lo indígena que hicieron, puede verse como mestizaje cultural. Un ejemplo lo encontramos en el mencionado Sigüenza, que tiene un poema alegórico en el que se habla de las virtudes del gobernante, y, aunque todos usaban ejemplos grecorromanos para ilustrarlos, él utilizó a los reyes indígenas. El título es: Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe, advertidas en los monarcas antiguos del Mexicano Imperio (Beuchot, 1992: 41-47). También esa alusión a un imperio mexicano no deja de ser sintomática. Este ambiente intelectual lo incorporó Sor Juana, y se refleja en sus poemas, ya que recoge voces en náhuatl, incluso de los negros, así como del latín y no sólo de su castellano excelente. Se ve su barroquismo en su uso de lo hermético, y siempre la presencia de la analogía.

4 Un caso especial, el Barroco de Sor Juana Inés de la Cruz La Nueva España fue, pues, barroca y analógica. En el caso de Sor Juana, esto se ve en varios aspectos. Uno fue su utilización del hermetismo. A pesar de que es

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tomista y moderna, es también hermética neoplatónica. Esto lo recibe a través del jesuita hermetista Atanasio Kircher. Este jesuita alemán había hecho toda una síntesis de las doctrinas herméticas, haciendo una mezcla de mitología y ciencia, de fe y racionalismo. Hablaba del dios Hermes y de la diosa Isis, pero también estaba al tanto de la ciencia de su tiempo, y se habla de que previó el que las epidemias eran causadas por pequeñísimos organismos, como lo que ahora denominamos microbios. Pues bien, sus obras tuvieron bastante fortuna en el México de la época (Osorio Romero, 1993), y lo leían obispos, sacerdotes, profesores y la misma Sor Juana, que inventa el término “kirkerizar” (Beuchot, 1995: 1-9). De este personaje recibió toda la tradición ocultista, que añadió a sus conocimientos de escolástica, que eran bastantes, como he podido mostrar en otro estudio (Beuchot, 2000: 36 ss.), y a sus conocimientos de la filosofía moderna, en especial Descartes, que ya comenzaba a llegar. Pero también hay otro elemento, y es su uso de la idea-imagen del hombre como microcosmos. Es una idea muy antigua, pero se da sobre todo en el pitagorismo, en el neoplatonismo, vuelve en el renacimiento y en el barroco. Se refleja en Sor Juana (Beuchot, 1986: 29-32). Sor Juana (1651-1695) vive en la segunda parte del siglo XVII, en pleno barroquismo, el cual se prolongará en la Nueva España hasta mediados del XVIII, ya de manera tardía. Manifiesta su hermetismo en la utilización de la imagen del hombre como microcosmos, esto es, como compendio y síntesis del universo o macrocosmos. En unos versos de su magno poema “Primero sueño” dice: …El hombre, digo, en fin, mayor portento que discurre el humano entendimiento; compendio que absoluto parece al Ángel, a la planta, al bruto; cuya altiva bajeza toda participó Naturaleza (De la Cruz, 1976: 335 ss., vv. 690-695).

Esta imagen o idea, más bien símbolo, del hombre, lo hace un pequeño mundo, un dechado de todas las cosas, por lo cual puede comprenderlas a todas, amarlas y cuidarlas. Vemos allí algo de la antropología filosófica o filosofía del hombre de Sor Juana. Se nota su vena neoplatónica y hermética, la cual desemboca, a través del renacimiento, en el barroco. Es, además, una idea muy analógica, pues concibe al hombre como el análogo del universo, como el ícono suyo, en cuanto contiene algo de todas las cosas que lo pueblan. Y la iconicidad es altamente analógica. Nos resulta, pues, una poesía y una filosofía muy en la línea de la analogía, de la iconicidad. Sor Juana es analógica e icónica en su pensamiento.

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5 La analogía en el Barroco Pero veamos ahora, en concreto, cómo se da la analogía en el Barroco. Es nuestra clave, nuestra signatura, nuestra marca para reconocer el mapa de este movimiento. Y es que la analogía, como dice el poeta Octavio Paz, es la clave de la poesía, reúne metáfora y metonimia: “La poesía es una de las manifestaciones de la analogía; las rimas y las aliteraciones, las metáforas y las metonimias, no son sino modos de operación del pensamiento analógico” (Paz, 1990: 85-86). Por así decirlo, las hace tocarse, las congrega, como en la unión de los contrarios, en el límite. Y este juego es el que vemos realizar en el Barroco. De una manera notable, en la poesía, pero también en la filosofía. En la poesía barroca, vemos el enfrentamiento entre conceptistas y culteranos. Los conceptistas buscaban la máxima sobriedad, decir muchas cosas de manera compacta, lograr el máximo de expresión con un mínimo de recursos, resaltaban el significado por encima del significante, privilegiaban la metonimia. Se ve en poetas como Quevedo, y, a mi parecer, sobre todo en sus Sonetos, que es donde tiene la metonimia más lograda, más compacta y cargada. Por ejemplo en el siguiente, a un señor perseguido y constante en los trabajos: De amenazas del Ponto rodeado y de enojos del viento sacudido, tu pompa es la borrasca, y su gemido más aplauso te da que no cuidado. Reinas con majestad, escollo osado, en las iras del mar enfurecido, y, de sañas de espuma, encanecido, te ves de tus peligros coronado. Eres robusto escándalo a orgullosa prora que, por peligros naufragante, te advierte, y no te toca, escrupulosa. Y a su invidia y al mar, siempre constante, de advertido bajel seña piadosa eres, norte y aviso a vela errante (Quevedo, 1989: 100).

En cambio, los culteranos se permitían un recargamiento desmedido, que casi parecía ir al infinito; daban alas libres a los recursos de la expresión, hasta llegar a lo pesado; resaltaban el significante por encima del significado, privilegiaban la metáfora. Esto lo vemos en un poeta como Góngora, por ejemplo en sus Romances, donde encontramos metáforas sumamente osadas. Valga de ilustración una muestra:

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Ojos eran fugitivos de un pardo escollo dos fuentes, humedeciendo pestañas de jazmines y claveles, cuyas lágrimas risueñas, quejas repitiendo alegres entre concentos de llanto y murmurios de torrente, lisonjas hacen undosas tantas al sol, cuantas veces memorias besan de Daphnes en sus amados laureles. Despreciando al fin la cumbre, a la campaña se atreven, adonde en mármol dentado que les peina la corriente, sus dos cortinas abrocha (digo, sus márgenes breves) como un alamar de plata, una bien labrada puente (Góngora, 1982: 205).

Y esto llega a un equilibrio muy curioso en Sor Juana Inés de la Cruz, en el Barroco mexicano, pues ella trató de imitar a Góngora, por ejemplo en su Primero Sueño, en la línea onírica de los Sueños del sevillano; pero se le mezcla con un conceptismo muy rígido, como el que había encontrado en su coterráneo el poeta Luis de Sandoval y Zapata, y lo veía en su amigo Carlos de Sigüenza y Góngora. Consideremos algunos versos del poema de Sor Juana: Y del cerebro, ya desocupado, las fantasmas huyeron, y –como de vapor leve formadas– en fácil humo, en viento convertidas, su forma resolvieron. Así linterna mágica, pintadas representa fingidas en la blanca pared varias figuras, de la sombra no menos ayudadas que de la luz: que en trémulos reflejos los competentes lejos guardando de la docta perspectiva, en sus ciertas mensuras de varias experiencias aprobadas, la sombra fugitiva, que en el mismo esplendor se desvanece, cuerpo finge formando,

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de todas dimensiones adornado, cuando aun ser superficie no merece (Cruz, 1972: 199-200).

Como se ve, Sor Juana logra un equilibrio, una proporción. Su poesía es gongorista, culterana; pero capta modalidades del conceptismo, se encapsula, se mide, se contiene, y resulta sobremanera comprensible. No cae en la hinchazón de algunos que hubo muy recargados. Porque tanto los conceptistas como los culteranos manejaban magistralmente metonimias y metáforas, pero se daban predominios en unos y otros, los cuales los hacían diferentes. En los conceptistas las metáforas casi oficiaban como metonimias, y en los culteranos las metonimias casi oficiaban como metáforas. Pero esto también llegó a la filosofía y a la teología. Lo mostraré sólo en la primera, en el trabajo filosófico de algunos barrocos. La analogía también se dio en el discurso filosófico, como intento de conjuntar elementos extremos. Allí está, por ejemplo, la defensa que hace Quevedo de Epicuro. Ya Epicuro había quedado como paradigma del hedonismo sensual y procaz, pero Quevedo quiere rescatar en él un hedonismo intelectual, de elevado espíritu, y escribe su Defensa de Epicuro contra la común opinión, en la que lo hace casi un estoico: De esto tengo por causa que Epicuro, para atraer fáciles a los hombres a la virtud, la llamó deleite, nombre que hace más gente en nuestra naturaleza que el de virtud y autoridad y filosofía. Lo viciosos que fueron los epicúreos desterrados acudieron al nombre deleite para autorizar sus vicios y desautorizar a Epicuro (Quevedo, 1986: 40-41).

Conjuntar, así, lo epicúreo con lo estoico, como anticipándose a lo que quiso hacer Nietzsche con lo dionisíaco y lo apolíneo, es algo analógico, es una dialéctica analógica. También contamos con algunas nociones de Gracián, como la de discreción y la de ingenio. El discreto es una evolución del prudente aristotélicoescolástico; va más allá, pero contiene en el fondo la misma presencia de la proporción o analogía que se pretendía para el frónimos o prudente1. El ingenio es, como lo expresa el propio Gracián, una proporción o analogía: “Consiste, pues, este artificio conceptuoso, en una primorosa concordancia, en una armónica correlación entre dos o tres conoscibles extremos, expresada por un acto del entendimiento” (Gracián, 1942: 18). Con ello nos damos cuenta de que

|| 1 Nuestro autor dice que hay dos extremos desproporcionados, a saber, los timoratos y los presuntuosos, y añade: “Entre estos dos extremos de imprudencia se halla el seguro medio de cordura; y consiste en una audacia discreta, muy asistida de la dicha” (Gracián, 1941: 81).

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en la filosofía moral y política se jugaba, retóricamente, el balance entre la metonimia y la metáfora, que también se hacía en la poética.

6 Sor Juana y la analogía Sor Juana es una excelente hermeneuta analógica. Lo es porque, en primer lugar, interpreta el texto bíblico más allá del sentido literal, buscando el espiritual. Y lo es, en segundo lugar, porque no da un sentido espiritual puramente exorbitado, sino que explora delicadamente los tres sentidos espirituales (el analógico o histórico, que hace la comparación o señala las semejanzas entre el texto bíblico y la conducta moral del hombre, la ética; el alegórico, que indica las correspondencias entre el Antiguo Testamento y el Nuevo; y el sentido anagógico o místico, que aventura coincidencias entre la vida presente y la vida futura, la del cielo). También se muestra en que usa el sentido analógico, para pasar del ético al místico. El sentido analógico es crucial, porque hace cruzar, conecta, embona, sirve de mediación. En efecto, el ser histórico participaba del literal (Santo Tomás lo ve, incluso, como una clase del literal o casi reductible al literal), pues capta las semejanzas o correspondencias entre la historia sagrada y la historia personal. Y ayuda a conectar con el sentido alegórico sin perder la vinculación o amarre con el literal o histórico. El sentido alegórico señala las relaciones entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. Y de éste se pasaba al sentido anagógico o místico, que señalaba la conexión entre el texto bíblico y el alma contemplativa, así como las coincidencias de la historia sagrada y el cielo, esto es, entre la vida pasada y la futura. Ya que trataba del futuro, era el sentido de la esperanza y del amor o caridad, más allá de la fe, que se quedaba en los sentidos anteriores. Pero Sor Juana se da cuenta de que hay una continuidad de fondo entre los cuatro sentidos, son diversos momentos de un mismo proceso. Por supuesto, se comienza con el sentido literal, o histórico, el cual era básico para tener un punto de partida válido. Mas, para conservar esa base de objetividad, no se podía pasar sin más y derechamente al sentido anagógico, que era el más elevado y difícil, por eso se dejaba hasta el final, so pena de hacerlo arbitrario y caprichoso, sino que se tenía que transitar por los demás, recorrerlos por orden, para realizar así el tránsito correcto, el itinerario indicado. Hay que practicar el paso del sentido analógico al sentido alegórico, para encontrar, coherentemente y sin forzarla, la correspondencia del Antiguo Testamento y el Nuevo. Y esto nos prepara o dispone para llegar adecuadamente al sentido anagógico, con una buena relación de correspondencia o adecuación con el texto literal, a través de

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la vinculación que realizan los sentidos analógico y alegórico, como mediadores entre el literal y el anagógico, de modo que el anagógico no se aparte demasiado del literal, en una especie de transitividad que se daría de la verdad textual en todo el proceso de interpretación. Un ejemplo de esto se ve en El divino Narciso. El texto bíblico de base es el evangélico de la última cena, pero también el del Cantar de los cantares, poniendo a Cristo como el amante y al alma como la amada. Hay que llegar a la lectura del Cantar de modo místico, anagógico; pero hay que hacerlo buscando las relaciones y las conexiones que dan los otros dos. Así, el sentido analógico o ético nos hacía ver la analogía entre el amante y la amada, del Cantar, como lo que dice Cristo a su discípulo, su seguidor, para que ordene su vida moralmente bien. Asimismo, esto sería su conexión o nexo con el sentido anagógico, en el que el amante y la amada del Cantar suben a un nivel más elevado, en el que Cristo y el alma llegaban al más sublime amor. Es curioso que en la música barroca se introduzca la disonancia. Mas, para concordar eso discordante, se usaba una teoría de correspondencias, entre notas y afectos, géneros de piezas con diferentes emociones. Se trataba de seguir el ritmo de la voz, que era como la base o texto literal. El propio Lope de Vega, en su Arte nueva de hacer comedias, decía qué formas poéticas servían para qué asuntos y estados de ánimo. Los diversos metros tenían que procurar la correspondencia analógica con las cosas y los afectos. Se pensaba que había correspondencias entre ciertos moldes poéticos (versos largos para lo serio y profundo, versos más cortos para lo sencillo, lo dulce y melódico para persuadir y seducir, etc.). Hay una idea de la correspondencia o analogía, es la analogía universal. En la loa que antecede a El divino Narciso, Sor Juana incluso utiliza mitología indígena para pasar de muchos dioses a un solo Dios, y del sacrificio de Tecuilo al de Cristo, y que el comer al dios prehispánico se parezca a la eucaristía cristiana. La fuente de Narciso es aprovechada para las aguas del bautismo. Para realizar las alegorías, se usa la analogía, pues, aunque los rituales de comunión son tan diferentes, se busca la semejanza, la cual era un procedimiento muy barroco. Así se transforma de un rito pagano en un rito cristiano, pero puede hacer esto porque pasa por un proceso de analogización muy efectivo para los novohispanos, que tenían noticias de esos mitos y ritos indígenas, y podían captar su paralelismo hasta un nivel psíquico profundo. Coloca a la par la mitología pagana clásica y la indígena (romanos y aztecas) para señalar las coincidencias entre ellas y con los misterios cristianos. La loa sirve de preparación o transición hacia el auto sacramental, pues Sor Juana comienza ubicándose en América, o Las Indias, para llegar finalmente a Madrid,

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a España, donde espera que sus obras teatrales sean representadas. El dios de las semillas (de maíz) se transforma en el verdadero Dios de las semillas (de trigo), que es Jesucristo. Y el alimento físico acaba siendo alimento espiritual. En un sincretismo muy analógico, que pasa de lo alegórico a lo anagógico.

7 Sor Juana y una hermenéutica analógica Ya que el barroco fue tan analógico, y ya que en Sor Juana se encuentra una utilización tan connotada de la analogía. Sólo resta contemplarla como hermeneuta analógica. De hecho, usó la hermenéutica en la interpretación de la Escritura, para hacer los autos sacramentales que hizo. Pero también fue una hermenéutica analógica, porque, en primer lugar, no se quedaba en el solo sentido literal, pero tampoco se hundía en un sentido alegórico que no toca fondo. Tenía una gran sensibilidad para lo simbólico, para un sentido que, de manera intermedia y mediadora, amarra y sujeta lo literal y lo espiritual en la interpretación. Ese equilibrio entre el sentido literal y los sentidos espirituales (alegórico, tropológico y anagógico) es donde se manifiesta la analogicidad de Sor Juana. Sabe superar el sentido literal o histórico de los textos sacros, para pasar a un sentido espiritual que combina lo alegórico (relacionando el Antiguo Testamento con el Nuevo), lo tropológico (sacando lecciones para la vida moral personal) y lo anagógico (que nutre la vida más espiritual o mística). Y todo por evitar el univocismo del sentido literal pretendidamente definitivo, así como el equivocismo del sentido espiritual delirante. Es ciertamente un cierto delirio, pero el de la manía poética, del estro o inspiración, que afectaba a los melancólicos, como se decía en la época barroca, en seguimiento de Aristóteles y Galeno, porque se veía a los genios como melancólicos, con esa proporción o analogía de los humores que daba la posibilidad de reflexionar y crear, como lo representó Durero en sus grabados sobre el tema. Sor Juana es, en síntesis, una hermeneuta analógica, usa una hermenéutica analógica, porque sortea el Escila de la univocidad y el Caribdis del equívoco. Pero también porque sabe dar proporción a la metonimia y la metáfora, como la templanza que deben tener los humores del cuerpo. Dejando, sin embargo, que predomine la diferencia, la equivocidad, en la metáfora, y en los humores la atrabilis, o bilis negra, que era la que predominaba en los melancólicos, los cuales, sin embargo, lograban el equilibrio delicado y fino, oscilante y disparejo, en su trabajo intelectual y artístico, en sus creaciones geniales. Seres

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analógicos, con predominio de diferencia, de equivocidad, de metáfora, de delirio y de ensoñación, que, como el Quijote, veían lo que los otros no alcanzaban a vislumbrar. Esta capacidad simbólica era la que más los constituía. Por eso eran analógicos, porque el símbolo se capta por analogía. Es analogía puesta en juego, hecha vida. Pero también porque eran capaces de ver más allá del sentido ordinario, literal o histórico y, a través de un sentido analógico, que conectaba al literal con los espirituales (alegórico, tropológico o ético y anagógico o místico) de modo que conservaran la vinculación con su fundamento (que es el literal), para no perderse.

8 Sor Juana Inés de la Cruz como hermeneuta analógica El estudio del Barroco nos interesa en la actualidad, porque nos enseña varias lecciones para el pensamiento de hoy. Muchas formas de utopía y de resistencia frente a la realidad social se encuentran en la filosofía y el arte barrocos. Hay muchas situaciones parecidas, y se pueden aprovechar las formas simbólicas de resistencia que ellos tuvieron, como lo señala Bolívar Echeverría (Echeverría, 1998). No en balde se ha visto nuestra época de tardomodernidad o posmodernidad como una especie de neobarroco (Arriarán y Beuchot, 1999). En todo caso, encuentro una idea muy empleada en esa época barroca y que puede ser de utilidad hoy en día. Se trata del concepto de la analogía, que puede engastarse en la filosofía actual en forma de hermenéutica analógica. Así, pues, en estas líneas me interesará destacar la presencia de la idea de analogía en un personaje de nuestro Barroco mexicano, a saber, la gran poetisa novohispana Sor Juana Inés de la Cruz. De hecho, la analogía ha sido vista como el núcleo de la poesía por Octavio Paz, otro gran poeta nuestro, y lo señala como algo típico del Barroco y, por lo mismo, de Sor Juana (Paz, 1956: 73). Fue lo propio del siglo XVII mexicano, el cual tuvo muchas contradicciones, pero logró salvarlas por el uso dialéctico de la analogía, en algo parecido a lo que Paul Ricoeur llama “dialéctica fracturada” (Ricoeur, 2006: 58 ss.). Es un equilibrio difícil y aun frágil, pero suficiente. Y tal es el significado de la analogía, que en griego quiere decir proporción, y es de difícil aplicación. Trataré de destacar ese pensamiento analógico, que señala Paz, en el barroco, en la Nueva España del siglo XVII y en la propia Sor Juana. Eso nos ilustrará acerca de la presencia de la analogía y la iconicidad no sólo en la historia de

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nuestro y nuestra poesía, sino también, acaso, en la de nuestra filosofía mexicana, que la tiene muy adentro y la lleva en su entraña. Este pensamiento analógico e icónico que hemos percibido en Sor Juana, y que, según Octavio Paz, es parte esencial del barroco, sobre todo novohispano, es visto por el Nobel mexicano como el núcleo de la poesía. Encontrar las correspondencias secretas entre las cosas, fue la ambición de esos poetas. Revelar al hombre el significado de sí mismo, por el lugar que ocupa en el cosmos. Es algo en lo que dieron la vida, y es algo que seguimos necesitando, para darle sentido a la vida, sobre todo la de hoy, tan prisionera de la globalización y tan desprovista de símbolos. Podemos detectar en Sor Juana un afán por el pensamiento analógico, por el pensamiento icónico. Ella forma parte de su prolongada historia. Se originó en los pitagóricos, pasó por los neoplatónicos, atravesó la Edad Media y resurge en los herméticos renacentistas, luego por los barrocos, después por los románticos, y llega hasta la actualidad, en algunos pensadores que somos vistos igual, como quimeras y monstruos, como una crítica para el mundo actual y su pensamiento, y, por lo mismo, como una amenaza para ellos. Sor Juana Inés de la Cruz no es sólo una gran poetisa, sino también una mujer muy erudita. Aunque no fue profesionista de la filosofía y la teología, conocía estos saberes y se movía con soltura en ellos. Por eso no debe extrañar que conociera los secretos de la estética, entre ellos los de la metáfora, que formaba parte de la poética aristotélica y escolástica. Allí se encontraba el concepto de analogía, que, según veremos, ella aplicaba con maestría. Este pensamiento analógico e icónico que hemos percibido en Sor Juana, y que, según Octavio Paz, es parte esencial del barroco, sobre todo novohispano, es visto por el Nobel mexicano como el núcleo de la poesía. Encontrar las correspondencias secretas entre las cosas, fue la ambición de esos poetas. Revelar al hombre el significado de sí mismo, por el lugar que ocupa en el cosmos. Es algo en lo que dieron la vida, y es algo que seguimos necesitando, para darle sentido a la vida, sobre todo la de hoy, tan prisionera de la globalización y tan desprovista de símbolos. Podemos detectar en Sor Juana un afán por el pensamiento analógico, por el pensamiento icónico. Ella forma parte de su prolongada historia. Ésta se originó en los pitagóricos, pasó por los neoplatónicos, atravesó la Edad Media y resurge en los herméticos renacentistas, luego por los barrocos, después por los románticos, y llega hasta la actualidad, en algunos pensadores que somos vistos igual, como quimeras y monstruos, como una crítica para el mundo actual y su pensamiento, y, por lo mismo, como una amenaza para ellos. Y por eso, también, necesitamos recuperar ese pensamiento analógico-icónico, tan

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vivo en el Barroco, para la actualidad, que se ve carente de símbolos y muy necesitada de ellos. Para tener sentido, para dar un poco de dirección y finalidad a la vida misma.

9 La analogía en la actualidad posmoderna: el Neobarroco Se ha considerado a la posmodernidad como un Barroco redivivo, o como un Neobarroco. Algunos, como Bolívar Echeverría, lo han visto de manera diferente, diciendo que el Barroco fue, más bien, una modernidad distinta, alternativa, más interesante que la que ganó (la de Lutero y Descartes) (Echeverría, 1998: 90-91). Porque era más comunitaria y no capitalista, sino con tratados sobre el precio justo y con un criticismo más fuerte, anejo al problema de la libertad humana. Lo que sí es verdad es que, en la época actual, se presentan dos modelos filosóficos extremos, el de lo moderno y el de lo posmoderno, que parecen luchar a muerte; y ya uno da señales, el moderno, de estar vencido, pero se defiende y rebrota en múltiples manifestaciones que lo conservan. Mas hay un tercer modelo, que algunos vemos como posible y que se echa en falta entre los dos modelos en pugna. Dicha pugna se muestra como una lucha entre universalismo y particularismo, entre absolutismo y relativismo, que no parecen llegar a ningún arreglo, sino a la destrucción de uno de los dos. Pero, si se ve a la luz del Barroco, en realidad es la lucha entre el univocismo y el equivocismo, los opuestos de la analogía. Por eso al profesor Samuel Arriarán y a mí nos ha parecido que hace falta un modelo intermedio, analógico, inspirado en el Barroco. De ahí que él lo haya denominado hermenéutica analógico-barroca, dada esa carga de analogía que se da en el Barroco, y parece perderse en la otra modernidad. De hecho, la modernidad no quiso a la analogía, trató de matarla, de hacerla desaparecer. Vemos que hace falta evitar el universalismo desmedido de la modernidad, concretamente el que se ha señalado e incluso criticado en autores como Apel y Habermas; pero también se quiere evitar el particularismo excesivamente relativista de algunos autores posmodernos, como Derrida y Rorty. Ya hay un bloqueo muy grande en esa discusión; se nota un impasse, entre universalistas muy desmedidos y relativistas demasiado extremos. Parece no haber salida. Allí sí que se desata la interpretación infinita, y la conversación que no tiene fin, pero sin llegar a nada, que ya ni siquiera es divertida. Hay que

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abrir sin diluir, hay que ofrecer un camino de salida que no destruya las posibilidades de ambos contendientes. Este otro camino parece abrirlo la analogía, que no es ni pura universalidad ni pura particularidad, ni puro absolutismo ni puro relativismo, ya que no es ni pura identidad ni pura diferencia, sino algo que conserva las diferencias de las cosas, pero sin perder la capacidad de atarlas por las semejanzas, es decir, sin que se le hagan inconmensurables, manteniendo una universalidad matizada, no opresora, no impositiva, sino bastante abierta y suficientemente rigurosa a la vez (Arriarán y Beuchot, 1999). Como nos lo enseña el Barroco, la analogía es integración de las diferencias, encauzamiento de lo dinámico, para que no se pierda; resguarda lo que está en devenir y en pluralidad, pero integrándolos de manera consistente. El Barroco es, así, modelo e inspiración, no para volver a sus fallas históricas, o a los errores sociales y políticos que haya tenido, sino que nos mueve a tratar de rescatar un ethos, como lo ha llamado nuestro amigo Bolívar Echeverría, es decir, unas ideas y unos valores que ahora nos están faltando, que se echan de menos. Ante la crisis cultural y el desengaño, vemos la búsqueda de sentido en una estética que acepta el claroscuro; además, el énfasis del comunitarismo sobre el individualismo; ellos nos dan el verdadero modo de desconstruir para después reconstruir; nos enseña a hacer la escansión de la cadena metonímica con la metáfora, y también a escandir la cadena metafórica con la conveniente metonimia. De esta manera, la analogía, al conjuntar la metonimia y la metáfora, nos lleva a un punto medio en el que se encuentran, en el que pueden convivir sin destruirse, sin volverse lo mismo, sino respetando sus diferencias y equilibrándose la una con la otra. Y ésta es la manera en la que el Barroco embona con la posmodernidad, o viceversa, ésta con aquél; se parecen en que son producto del desengaño. Es la caída de la pretensión de univocidad, pero también la confianza en evitar la equivocidad, colocándose en terrenos más promisorios.

10 Conclusión En definitiva, la analogía nos ayuda a recuperar algo muy caro al Barroco, como es el valor del símbolo, que es lo más connatural al hombre, lo que lo hace vivir. Y nos mueve a dialogar de manera respetuosa, sin la imposición que bloquea la conversación ni la apertura que también la bloquea; sin el consenso completo que acaba con el diálogo y sin el disenso completo que también acaba con él. Es como colocarse en la mediación.

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Esto es lo que nos muestra el Barroco, con su analogicidad que congrega la metonimia y la metáfora, y que vive la lucha de lo simbólico en su propia interioridad. Por eso el Barroco, al menos en su intención de analogicidad, tal vez no completamente lograda (de manera unívoca, sino también con una analogía sólo alcanzada analógicamente), nos sirve de modelo y paradigma, de ícono o símbolo, para poder orientarnos y crear nuestro propio Barroco, o Neobarroco, dentro de nuestra propia singularidad que, con ello mismo, se remite a la universalidad nunca bien alcanzada.

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Ángel Octavio Álvarez Solís

Jeroglífica. Hilos perdidos del Egipto Antiguo en la América Barroca 1 Introducción En 1724, cuando Giambattista Vico aun no publicaba la primera edición de la Scienza Nuova (1725), en la Plaza Mayor de la ciudad de Zacatecas, México, se construyó un obelisco en honor de Luis I. El obelisco, cuyas caras principales estaban ornamentadas con jeroglíficos de diversos ingenios, constituye una pieza única del barroco americano al combinar el pasado mesoamericano con el legado del Antiguo Egipto. Una pieza arquitectónica lamentablemente destruida en el siglo XIX. El artífice de esta pieza fue el coronel de la infantería española, José de Rivera Bernárdez, quien no dudo en atribuir la fuerza retórica de la obra a la inspiración jeroglífica del jesuita Athanasius Kircher. Al explicar los motivos de la obra, el coronel espetó lo siguiente: Esto es suficiente sobre la interpretación del jeroglífico, pues estas cosas son las que están presentes en el obelisco y que expuse brevemente para su mayor claridad, quien quiera más, que lea a los autores citados, o bien para decirlo en una palabra que consulte Kircher nuevo restaurador de la doctrina oculta de los egipcios ya perdida (Rivera de Bernárdez, 1724: 156-157).

Precisamente, en las páginas siguientes aparecen como personajes de una trama conceptual, Athanasius Kircher, los jeroglíficos egipcios y la escritura de los antiguos mexicanos. Por tal motivo, el ensayo postula la relación entre América y el Egipto Antiguo para indicar la forma hermética que adquirió el conocimiento de la América Barroca. Particularmente, el ensayo destaca de la importancia del jeroglífico egipcio como parte constitutiva de la episteme americana y el impacto regional de la simbólica de Athanasius Kircher. El ensayo está dividido en tres partes. La primera parte reconstruye el debate acerca de la escritura de los “antiguos mexicanos” y la importancia del Egipto Antiguo para el siglo XVII. La segunda parte analiza con detalle el argumento kircheriano acerca de la escritura mexicana y su impacto en las formas de comunicación entre la anti-

|| Ángel Octavio Álvarez Solís, Pontificia Universidad Católica de Chile https://doi.org/10.1515/9783111208909-004

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güedad egipcia, el pasado mesoamericano y el horizonte católico de la Compañía de Jesús. La tercera parte discute el uso argumentativo que hace Kircher de los dioses mesoamericanos como medios idolátricos y la imposibilidad de la escritura mexicana de constituirse como una escritura jeroglífica. La conclusión del ensayo es que la ciencia barroca emerge como una “combinatoria” de estos tres registros, como una superposición de tres temporalidades articuladas por un mismo espacio de significación. La ciencia barroca es así una jeroglífica, un arte de la mixtura, un saber combinatorio capaz de pensar el mundo con imágenes y de imaginar los objetos como formas de intercambio simbólico.

2 Egipto en el XVII y el problema de la “escritura mexicana” La “escritura mexicana” fue leída por la inteligencia euroamericana como una forma simbólica similar a la jeroglífica egipcia, como una combinatoria entre el pasado indígena y la lengua castellana. Uno de los métodos interpretación empleados durante el barroco americano para dar cuenta de esta experiencia simbólica de lectura fue el hermetismo. Como se reconoce habitualmente, el hermetismo tuvo su máxima consolidación histórica en el Renacimiento y, como tal, esta tradición filosófica inauguraba la posibilidad de comprender la superficie del mundo bajo los arcanos de un orden simbólico escondido a la conciencia humana (Yates, 1983). El hermetismo sirvió, entonces, para leer los símbolos de las culturas no cristianas, entre ellas la cultura madre: la cultura del Egipto Antiguo. ¿Qué fascinación podían tener el mundo egipcio y el mundo mesoamericano para la cultura católica barroca? ¿Qué operación epistemológica existe entre el hermetismo y la jeroglífica americanos? El primer dato filosófico por destacar es que, para el siglo XVII, la cultura de los mexicanos antiguos ya formaba parte del patrimonio ancestral universal. Como la antigua China o el Egipto faraónico, los “mexicanos antiguos” pertenecían a un pasado valioso, aunque exótico. Un pasado que merecía ser estudiado y documentado por la sabiduría libresca, tal como Francesco Petrarca recuperó a Cicerón, o Angelo Poliziano “descubría” el Cármides de Platón. El legado de los antiguos mexicanos podía ser recuperado con el cuidado filológico que los primeros humanistas emplearon para recuperar los textos griegos perdidos desde las reformas carolingias. Por lo anterior, el problema epistemológico que instaló la “escritura mexicana” no fue menor. Si la escritura mexicana es jeroglí-

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fica como la egipcia –tal como sostuvo el franciscano Diego de Valadés–, entonces la lengua “mexicana” (el náhuatl) es una lengua originaria proveniente de la dispersión de las lenguas. No hay que olvidar que, en la ciencia barroca, el jeroglífico tiene el mismo estatuto epistémico que el número, ya que forma parte de los “tipos” con los cuales se formó la lengua adánica (Hersey, 2000). En cambio, si la escritura mexicana es pictográfica –un tipo de escritura simbólica no sagrada–, la universalidad de la cultura mexicana está históricamente restringida, ya que no proviene directamente del linaje de los primeros padres. Al menos esa fue la conclusión definitiva del jesuita Athanasius Kircher. La discusión, entonces, puede ser comprendida en dos direcciones: en cómo la cultura europea del barroco asimiló al pasado mesoamericano –una primera operación de “occidentalización” como sugirió Serge Gruzinski (Gruzinski, 2000) –, o bien, en cómo la cultura americana representó un problema de “deglución” para el sistema simbólico europeo –la operación de “digestión” analizada por el perspectivismo amerindio de Eduardo Viveiros de Castro (Viveiros, 2014) –. Una “mala digestión” contra una “occidentalización insuficiente” o, si se prefiere, una adaptación transfigurada teológicamente como adopción. Una adopción problemática, de bastardía constitutiva, pues como comentó Palomino Cañedo, el amante-guía de Eisenstein en sus paseos por Guanajuato: “La cristiandad nos adoptó [a los americanos], pero nosotros no adoptamos a la cristiandad” (Greenaway, 2015). Una última precisión historiográfica: la discusión sobre la escritura mexicana adoptó una forma política de enunciación: si la cultura prehispánica debía ser tratada como un pasado áureo –como los “antiguos” descritos por los humanistas–, o como un tiempo presente cargado de idolatría y falta de civilidad. De los primeros, de los “antiguos”, se aprende; de los segundos, de los idólatras, se protege. En ambos casos, ya sea como antiguos o como idólatras, como jeroglíficos o como pictogramas, para los americanos, “Egipto” operó como un baremo cultural, como una matriz comparada que sirvió para postular herméticamente un “paleo-orientalismo” en clave barroca. La combinación de América y Egipto encubría, en el fondo, el problema de la distinción entre el indio muerto y el indígena vivo. La “egiptización” de la América Barroca fue así una forma de incomprensión, de comunicación fallida de tres registros superpuestos entre sí: el antiguo como modelo civilizatorio, el cristiano como soporte antropológico y el mesoamericano como modelo de codigofagia indígena (Echeverría, 1998). Contrario a lo sostenido por algunos filólogos renacentistas, Egipto no fue una invención de la Magna Grecia, de la Grecia glorificada por Adriano; por el contrario, Egipto mantuvo autonomía hermenéutica respecto de sus propias formas de autocomprensión durante la primera modernidad (Assmann, 2014).

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La importancia de Egipto en el XVII es incluso comparable con el impacto de la Grecia clásica en el XVI. Por ello, como ha argumentado con solvencia Jan Assmann, Egipto ha estado presente en el inconsciente occidental de muchas maneras y, quizá la más evidente o la más activa, es mediante la forma de la religión doble (religio duplex): la división entre una religión popular y una religión de élite capaz de reconfigurar la distinción entre el dios de los filósofos y el dios del evangelio. Maimónides, Pascal, Spinoza, Mendelssohn son, acaso, algunos de los filósofos que perpetuaron el legado egipcio por medio de la verba duplicata, de esta doble vía de acceso al absoluto que alcanzaría a la Ilustración europea (Assmann, 2017). Precisamente, una de las vías de transmisión del Antiguo Egipto durante el XVII fue por medio de la obra de Maimónides. La recuperación del médico de Córdoba, posibilitada por la traducción de Johan Buxtorf en Basilea, permitió la circulación de argumentos egipcios ocultados bajo premisas judías. De hecho, la influencia egipcia en Maimónides está ampliamente documentada, pues además de tener una estancia en la ciudad de Alejandría, logró asentarse a partir de 1168 en El Cairo hasta su muerte en 1204 (Krakowsky, 2020). La traducción al inglés del More Nebujim en 1629, fue utilizada por británicos y holandeses como una defensa protestante contra el catolicismo tomista del momento, de modo que la oposición entre fe y razón, entre ley y revelación, fue contemplada como una herencia de la sabiduría egipcia retomada por la lengua mosaica. No obstante, el lugar donde mejor se aprecia la impronta egipcia de los hebreos, vía Maimónides, es en la obra De legibus Hebraeorum ritualibus et earum rationibus (1685), obra escrita por el desconocido teólogo John Spencer. Director del Corpus Christi College en Cambridge y considerado el fundador de la religión comparada, Spencer argumentó –no sin polémica o ataques directos de otros teólogos como Hermannus Witsius y John Edwards– que los hebreos en general, y Moisés en particular, aprendieron de los egipcios el principio de codificación doble: el sentido literal y el sentido místico de los símbolos divinos en relación con la interpretación de los signos terrestres (symbolorum et typorum velis obducta). Por consiguiente, Spencer sostuvo que la “ley” mosaica guardaba una relación estrecha con la religión egipcia, ya que la ley es “velo” (velum), “envoltura” (involucrum) y “cáscara” (cortex) que, como un jeroglífico egipcio, cumple la función de transmitir una verdad velada. La escritura jeroglífica fue el medio idóneo para transmitir la religio duplex a Occidente. Dios quería que Moisés escribiera las imágenes místicas de las cosas más sublimes. Nada más adecuado para ello que la literatura jeroglífica en la que se había educado. [Deum volvisse ut Moses mystica rerum sublimiorum simulacra scriberet, eo quod huismodi scribendi

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ratio, literaturae, qua Moses institutus erat, hyeroglyphicae non parum conveniret] (Spencer, 1732: I.157).

La identificación que realiza Spencer entre el paganismo de la ley con la religión del Antiguo Egipto no era una novedad, pues era una idea ya presente en Clemente de Alejandría, para quien los secretos divinos, los aenygmata, eran formas compartidas entre egipcios y hebreos. Comentó Clemente de Alejandría: “Los egipcios designaban el auténtico logos secreto, que conformaba el núcleo más sagrado de la verdad, “Adyta”, y los hebreos [lo designaban] por medio de una cortina [en el templo]. En lo referente a los misterios, los secretos de los hebreos y de los egipcios se parecen mucho” (Clemente, 1996: III. 19, 3). Con independencia de la distancia histórica, la diferencia entre Clemente de Alejandría y Spencer radicó en que éste último se sirvió de fuentes griegas, latinas, árabes y rabínicas, así como el trabajo de eruditos modernos, para probar las raíces egipcias del judaísmo primitivo y, por extensión, del cristianismo medieval. La conclusión era definitiva: Moisés era un hombre de cultura egipcia. ¿Por qué Dios hizo líder del pueblo salvífico a un hombre educado en la corte faraónica? ¿Por qué Dios eligió a un “instruido en toda la sabiduría de los egipcios” como relata el libro de los Hechos (Hch. 7, 22)? La respuesta de Spencer es teológicamente contundente: Dios eligió a Moisés, el “egipcio”, como el primer profeta por su conocimiento profundo de la literatura jeroglífica (Hyeroglyphicis Aegyptiis literis innutrium). Por lo tanto, Moisés estaba entrenado para leer los símbolos que Dios legó secretamente a la humanidad. Como Platón en la Antigüedad o Maimónides en la Edad Media, la estancia de Moisés en Egipto le permitió aprender los arcanos de la philosophia duplex y, con ella, las dos vías de conocimiento de lo divino: una exoterica y la otra esoterica. Cabe añadir, que John Spencer no es el único teólogo del XVII que tuvo una fascinación intelectual por el antiguo Egipto. Otros teólogos protestantes como Jacob Friedrich Reimmann o Ralph Cudworth reproducirán, en líneas generales, la misma “egiptofilia” de Spencer al grado de encontrar en manuscritos medievales de Eusebio o en el Elogio de la calvicie de Sinesio de Cirene, las cabezas rapadas de los sacerdotes egipcios. “Los filósofos egipcios de nuestros tiempos explicaron la verdad oculta en su filosofía, supuestamente hallada en ciertos escritos egipcios. Según dicen, existe un principio de todas las cosas al que se conoce por el nombre de oscuridad invisible” (Cudworth, 1678: 337). En tal caso, el argumento relevante es la importancia que tuvo el Antiguo Egipto para la cultura barroca, tanto europea como americana, ya que el egiptólogo barroco más importante, el de quizá mayor impacto mundial con independencia de la teología protestante, fue el jesuita alemán Athanasius Kircher.

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Para el barroco americano, Kircher es más que un nombre propio. Gracias a su filosofía sin-jerarquías y su influencia intelectual, el jesuita alemán logró convertirse en América en un verbo, en una práctica discursiva, en una máquina de lectura. Precisamente Kircher, quien mantuvo una profunda cercanía con algunos novohispanos como Carlos de Sigüenza y Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Francisco Ximenez y Alexandro Favián, entre otros miembros de la inteligencia americana, produjo una obra tan anómala, tan “barroca”, que justo hoy día resulta inclasificable. Es más, cuando una obra es tipificada como excesivamente “barroca”, no resulta extraño que lleve por momentos el adjetivo de “kircheresca”. Por consiguiente, el significante “Kircher” opera, si exagerar, como un sustantivo, un adjetivo y un verbo. La razón principal de esta apreciación radica en que Kircher concentró la imagen del sabio barroco: estudioso de la óptica, geología, música, religión comparada, mineralogía, teología, filosofía natural, hermetismo, tecnología, astronomía, “cinematografía”1 y, de manera destacada, la filología como ciencia de la escritura antigua. Entre esta última, el estudio de los “jeroglíficos” egipcios, chinos y mexicas fue una de sus máximas ambiciones enciclopédicas. Tal convicción “enciclopédica”, de una acumulación del conocimiento que no responde a la lógica de valor de cambio, estará impregnada fuertemente en las figuras señeras del pensamiento novohispano y, más aún, por el medio hermético que utilizó Kircher para trazar una ruta compartida entre el mundo antiguo, las civilizaciones mesoamericanas y la cultura europea del momento. Rastrear la influencia de Kircher en Nueva España es labor atrayente pero intrincada; la presencia de éste se manifiesta más allá del caudaloso torrente de citas que puedan compilarse espigando en las páginas de la época; aparece lo mismo en el campo científico que en el literario y, aún, en el religioso. Su rostro es tan diverso como los temas que tratan sus libros. La intelectualidad novohispana, su grupo más inquieto, se dejó envolver en la pasión enciclopedista que emanaba de sus páginas. Tanto más atrayente cuanto que los horizontes del sabio alemán, en sus múltiples contradicciones, permitieron a sus admiradores catalizar la crisis entre los nuevos saberes y la ortodoxia; por ello su lectura posibilitó a la cultura novohispana transitar con diferente actitud por caminos ya conocidos, o aventurarse por sendas inéditas hasta entonces (Osorio Romero, 1993: 39).

|| 1 Un dato interesante de la “rareza” de la obra de Athanasius Kircher era su necesidad por crear artefactos técnicos. Precisamente, como Kircher mantenía el postulado acerca de que sólo se puede pensar mediante imágenes, el jesuita alemán diseñó y construyó un artefacto de proyección de imágenes de colores que puede ser considerado el antecedente más remoto del primer cinematógrafo. Este proyecto de máquina de escritura con imágenes mantenía profundas conexiones con la teoría de la mente y el ars combinatoria de Raimundo Lulio. Para más detalles del “cinematógrafo” de Kircher, véase (Sequeiros, 2001: 765-766).

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Antes que egiptólogo stricto sensu, Kircher es un lulista moderno, como Gottfried Wilhem Leibniz o Vicenzo Cortari, capaz de encontrar en el ars combinatoria la configuración última entre el mundo humano y el divino. Una escala mental que acorta la distancia con los arcanos de la creación. Por esta razón, los conocimientos de Kircher sobre el Antiguo Egipto están mediados por su interés en la búsqueda barroca de la lengua perfecta y no por el conocimiento científico del pasado egipcio (Eco, 1993: 143). Kircher no tiene interés para la ciencia natural, salvo para documentar con la suma de sus errores, el tiempo de desmesura barroca donde la teología y la ciencia eran saberes equivalentes. Sin embargo, las aportaciones de Kircher al estudio de la escritura egipcia son irremplazables pues, aunque desconoció la piedra de Rosetta y, por consiguiente, cometió un error metodológico fundamental –considerar que todos los signos jeroglíficos poseen un valor ideográfico–, este “error” hermenéutico no le restó virtudes para ser uno de los fundadores de la egiptología moderna. ¿Qué correlación existe entre un sabio barroco, con profunda vena jesuita, con los avatares modernos del Egipto Antiguo? ¿Qué fascinación barroca hay detrás del objeto jeroglífico? La respuesta a estas preguntas requiere, necesariamente, de algunas operaciones epistemológicas de la Compañía de Jesús en América.

3 Athanasius Kircher y el jeroglífico barroco En una carta del 2 de agosto de 1666 dirigida a Kircher por el jesuita Alexandro Favián, el jesuita poblano le informa acerca del envío de una “escribanía” (papelera) y “regalito de chocolate” para goce del sabio alemán. En la carta, Favián le explica a Kircher que decidió comprar la “escribanía” y enviársela en el próximo navío porque se trata de una caja “muy olorosa” hecha de palo lináloe de Oaxaca y, a su vez, porque la caja, además de ser “rara y peregrina”, está pintada por manos indígenas que retratan bellamente los jeroglíficos que había plasmado en su obra Oedipus Aegyptiacus. Aquí he comprado ya para enviar a Vuestra Paternidad Reverenda en la navegación siguiente una escribanía o papelera que acá llaman, para que Vuestra Paternidad Reverenda meta en ella sus papeles y escritos de palo lináloe de Guaxaca muy oloroso; es la cosa más rara y peregrina, porque tiene dibujadas dentro y fuera raras figuras de ídolos y geroglíficos de mano de los indios; casi ni más ni menos como Vuestra Paternidad Reverenda los pintó en la imagen del Oedipo egiptiaco, ; cosa que cuando las vide, me quedé admirado y la procuré comprar luego al instante aunque querían 20 pesos por ello; como presea me vino a dos manos, que como todos saben nuestra dependencia y que he menester cosas buenas y curiosas para enviar allá, me traen cada día a vender cosas singulares. Mas el

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dolor es que no por falta de voluntad sino por no tener con qué comprarlas, las dejo con gran sentimiento mío (Osorio Romero, 1993: 103-104).

La carta, además de informar acerca de los viajes de las mercancías americanas al continente europeo, indica cómo circulaban los debates y las ideas entre los eruditos novohispanos y la inteligencia europea, particularmente entre los miembros de la Compañía de Jesús. Los objetos hablan, tienen voz igual que las personas o las ideas. Por eso no fue extraño que Kircher documentase varios de sus libros con objetos, códices, plantas y testimonios de los habitantes de América para ir creando un museo natural americano, antes de que se instaurase las expediciones científicas como un “motivo ilustrado” de las monarquías ibéricas, tal como ocurrió posteriormente con la Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada (1783-1813). Entre estos artefactos viajeros, un objeto que circuló rápidamente entre los miembros de la Compañía de Jesús fueron los libros “egiptológicos” de Athanasius Kircher (Fletcher, 2011). En 1650, Kircher publicó Obeliscus Phampilus para dar cuenta del origen de la tradición obelisca italiana –existían aproximadamente doce obeliscos identificados en Roma– y así responder a la invitación que le hizo el Papa Inocencio X, quien mandó a colocar un obelisco en la fuente de Domiciano, hoy conocida como Plaza Navona. Bernini y Kircher fueron así los dos “arquitectos” de esta pieza barroca, la Fontana dei quattro fiumi, para simbolizar el triunfo de la iglesia en los cuatro partes del mundo representada por los cuatro ríos: el Río Nilo, Rio de la Plata, el Danubio y el Ganges. El Obeliscus Phampilus, trabajado por casi veinte años, permitió interpretar los obeliscos romanos, y algunos obeliscos en Francia, por medio de una lectura jeroglífica basada en la significación de la Tabla Bamblina. Por consiguiente, la lectura atenta de jeroglíficos sirvió a Kircher para imaginar una ciencia de la mixtura instrumentada como extensión de una “sabiduría simbólica” propia del lulismo, la alquimia, el hermetismo y los nacientes saberes barrocos como la óptica y la mecánica. No obstante, entre el 1652 y el 1654, Kircher publicó una obra en cuatro tomos que condensa sus investigaciones sobre el Egipto Antiguo: Oedipus Aegyptiacus. Una obra anómala, extraña para la claritas ilustrada pero inevitable para la oscuritas del hermetismo, pues como el Teatro de los Dioses de la Gentilidad de Baltasar de Vitoria publicado en Salamanca en 1620, Kircher “fusionó” el mundo clásico recién descubierto por la filología humanista, la tradición cristiana medieval, el exotismo mesoamericano y el antiguo Egipto en una misma combinatoria simbólica. Precisamente, Kircher equiparó el jeroglífico egipcio, el sinograma chino y los glifos del México Antiguo como parte de un mismo saber ancestral orientados por el núcleo hermenéutico del cristianismo defen-

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dido por la Compañía de Jesús. La recuperación de la “antigüedad prehispánica” era relevante en aquel momento porque uno de los debates antropológicos que ponía en crisis el barroco americano era que quizá el indígena, antes que un idolatra o un infiel, era un pagano, un antiguo, un bárbaro como describió Heródoto a los pueblos fuera de Halicarnaso. El argumento del debate era bastante peculiar: la evangelización del Nuevo Mundo era compatible con el proyecto modernizador de la Compañía única y exclusivamente si se probaba, como con la subsunción hebrea de la sabiduría egipcia, que el pasado mesoamericano cumplía las condiciones simbólicas para ser asimilado por el proyecto universal del catolicismo jesuita. Si la encomienda era la prueba empírica de que América estaba en condiciones de “asimilación material” por parte de Europa mediante la institución de la esclavitud, la jeroglífica –el debate sobre la escritura de los antiguos mexicanos– permitía a la tercera generación de los evangelizadores y a los pensadores novohispanos justificar la “asimilación simbólica” por medio de la conexión entre el glifo azteca y el jeroglífico egipcio. La solución al problema no es menor, pues si la cultura egipcia es la matriz de la cual se desprenden las demás culturas y lenguas del orbe, una cultura como la de los antiguos mexicanos –con fuertes componentes “egipcios” como la lengua, la arquitectura o las costumbres– puede ser considerada un eslabón perdido en la dispersión lingüística del mundo. El Antiguo Egipto como lengua madre podía tener un hijo perdido en el suelo americano. La América precolombina era probablemente una América egipciaca. Los indígenas de la Nueva España se distinguen entre sí por la casi infinita variedad de idiomas, los cuales no difieren sólo en los dialectos, sino en que son claramente distantes unos de otros. No obstante, entre ellos sobresale la lengua mexicana, que tanto en las naciones vecinas como en las más alejadas, luego de que los límites del Imperio Mexicano se extendieron, comenzó a ser tan común como el latín en Europa y el árabe en Oriente, así que en cada una de las Provincias generalmente tenían sus intérpretes llamados Naquatlatos. Además, aunque los mexicanos estaban privados de caracteres y letras puesto que desconocían el arte de la escritura; hay sin embargo intentos por expresar sus ideas con ciertas imágenes. [Nouæ Hispaniæ indigenæ infinita penè idiomatum varitate inter ſe diſcrepant; quæ non tantùm dialectis variant, ſed planè inter ſe diſſident. Inter eas verò excellit Mexicana, quæ & vicinis Nationibus, & longinquis, poſtquam Mexicani Imperij ſui fines longè latèque propagarunt, tam communis eſſe coepit, quam in Europa Latina, & in Oriente Arabica, ita vt in ſingulis ferè Prouincijs Interpretes illius habeantur, quos Naquatlatos vocant. Porrò licet Mexicani characteribus literariſque, vtpote

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ſcriptoriæ artis ignari, deſtituantur; quibuſdam tamen picturis mentem suam exprimere conati sunt] (Kircher, 1654: III. 3-IV)2.

Inicialmente, para Kircher no existía duda en que la escritura de los antiguos mexicanos debía ser interpretada como si fuesen jeroglíficos egipcios. En principio, esa fue la conjetura que circuló en la escena intelectual del momento, ya que el anacronismo era un método habitual de los saberes barrocos. En tal caso, el jeroglífico como un objeto de fascinación barroca contradecía la imagen negativa, censora y herética que tuvo el uso de los jeroglíficos durante el siglo XVI. En aquel siglo, el jeroglífico era considerado básicamente un “mensaje del demonio”, una concesión pagana o un peligro para la retórica cristiana3. En cambio, para el XVII, la imagen herética del jeroglífico disminuyó y muchos preceptistas, incluso los teólogos encargados de la retórica sagrada, la recomendaban para su uso en el sermón: La fábrica ingeniosa, y artificio hermoso de un palacio se lleva los animas, y los ojos de los que atentos le miran, así un sermón, si es ingeniosamente artificioso, se roba la atencion para mover la voluntad. Las fuentes de donde pueden sacarse las invenciones son los Adagios; los Hieroglyphicos; los Emblemas, los dichos celebres de los Antiguos; las humanidades, la Historia y especialmente la Sagrada Escritura (Ameyugo, 1667: f23).

En consecuencia, en el jeroglífico late el núcleo profundo del saber barroco y, por extensión, constituye una de las operaciones epistemológicas fundamentales en las que no existe una diferencia ontológica entre la palabra y la imagen, entre la potencia de la letra y el régimen de visualidad barrocas. A diferencia del emblema, el jeroglífico barroco es picta poesis, una forma de escritura construida con imágenes. El jeroglífico representa la imposibilidad de separar texto e imagen. La letra es una imagen. Un jeroglífico poseía así dos representaciones vinculadas entre sí: (1) las figuraciones de animales, plantas o cosas y (2) las

|| 2 Como no existe traducción castellana del Oedipus Aegyptiacus, se cotejó la obra original escrita en latín, los fragmentos traducidos al inglés por parte de Daniel Stolzenberg (2015) y la excelente traducción y reconstrucción paleográfica del capítulo IV “De literatura meicanorum, et an proprie hieroglyphica dici possit” realizada por Trujillo (2017, 2014). 3 Para el XVI, el jeroglífico era considerado un arma del demonio que servía para desviar y confundir el auténtico mensaje cristiano. Por ejemplo, Juan Bautista Escardó, un preceptista defensor de la magna predicatio, condenó radicalmente el uso de los jeroglíficos en la composición de sermones: “Estos años passados la quiso debelar (la palabra de Dios) el Enemigo con los Geroglyficos y fabulas; agora no se atrevera a esso; con la misma Sagrada Escritura, y doctrina de los Padres, no declarada con el espíritu que se escrivio sino con la curiosidad del que la acomoda, le haze guerra: de suerte que nos vence con nuestras mismas armas; consideracion de gran dolor y de vivo sentimiento” (Escardó, 1647: f16).

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formas sagradas que resguardan un misterio. La primera forma de representación tiene un acceso exotérico y podía ser entendido por cualquier ente racional. En cambio, la segunda forma sólo era accesible a la élite sacerdotal, ya que se trataba de un conocimiento esotérico que requería de entrenamiento alquímico, teológico y hermético. La jeroglífica es así el estudio combinatorio de la escritura de los misterios que únicamente podía descifrar la élite sacerdotal y, por extensión, tales símbolos eran formas del secreto del mundo que no podía ser vislumbrado por cualquiera. La jeroglífica era un saber propio de la cultura letrada de la teología barroca. Este tipo de escritura con imágenes, deudora de la religio duplex del Egipto Antiguo, mantuvo una disputa histórica acerca de su correcta interpretación: ya sea como imágenes relatadas (Tácito, Flavio Josefo) o como lecturas simbólicas (Plutarco), el jeroglífico egipcio inició en Occidente una disputa acerca del estatuto epistemológico de las imágenes y, por ende, acerca del lugar de las representaciones como signos lingüísticos. Como dato fundamental, no debe olvidarse que la Hierogliphica de Horapolo se editó apenas en 1505 y ello implicó una renovación de los estudios egipcios sin la mediación latino-cristiana (Ledda, 1996). Kircher se insertó en este debate de mediana duración por medio de una extraña combinación barroca entre escolástica y hermetismo, entre jeroglífica y sinografía; por ello, la lengua que eligió para interpretar los jeroglíficos antiguos fue la copta. El “método” kircheriano, aunque científicamente insuficiente, constituye la cima del saber barroco al postular que es, epistémicamente posible, la revelación de los secretos divinos more hermeticos. El saber barroco es una hermética antes que una hermenéutica. La naturaleza no sólo se expresa en las cosas del mundo, sino que cumple su razón última en imágenes, símbolos y jeroglíficos. La reconditiorum symbolorum sostenida por Kircher es, por lo tanto, la operación barroca por excelencia: una defensa del secreto y de lo oculto por medio de la visibilidad de las apariencias. Una razón simbólica sin principio de razón suficiente, ya que el misterio del mundo prueba que todo lo que existe siempre puede existir de otra manera, pues en eso consiste el misterio: contingencia absoluta. En la creación de símbolos arcanos que mostraban los misterios de la divinidad y la ira de la Naturaleza, a fin de que se manifieste sólo a los sabios y a los de intelecto conspicuo; resguardada con sumo intelecto de la lectura de los profanos y, por el contrario, para que nada quedase accesible a la plebe y los no iniciados, excepto la admiración. [Ad reconditiorum Symbolorum fabricam, qua mysteria divinitatis, & Naturae ira exhibebat, ut solis sapientibus & intellectu conspicuos manifesta, plebi vero & Idiotis praeter admirationem nihil captu pervium relinqueret, ingenio summo a profanorum lectione munita] (Kircher, 1650: 94).

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En consecuencia, Kircher postuló una jeroglífica como fundamento último sobre el saber histórico de las lenguas adánicas. La jeroglífica es así un sistema de escritura de las cosas de la naturaleza. Una escritura basada en “signos” sagrados que yacen velados al común de la población y que sólo los iniciados al culto, como los pontífices egipcios o los tlamacazqui aztecas, estaban en condiciones de descifrar. Este sistema de escritura estaba en sintonía simbólica con la farmacopea indiana, con los herbarios egipcios renacentistas y con las Naturalis Historiae de Plinio recién editadas por Johannes Alvisius4. Por esta razón, Kircher no duda en ofrecer una definición de escritura jeroglífica conectada con el hermetismo naturalista. Para Kircher la escritura jeroglífica es religio duplex combinada con cristianismo platónico: “una representación de la naturaleza…con conexiones secretas y sagradas, visibles sólo mediante la lectura simbólica” (Kircher, 1654: 19). La clave de esta definición es que el jeroglífico cultiva el secreto y, a su vez, mantiene una relación epistemológica abierta con la simbólica de Hermes Trimegistro. El símbolo es, simultáneamente, un objeto diáfano y opaco, porque pone en crisis la distinción entre la claritas y la oscuritas al demandar una esteganografía. Para decirlo sin hipérbaton, el símbolo es la materia prima para la búsqueda de la lengua perfecta que no puede hablarse, una lengua para nombrar el infinito que, de antemano, asume su fracaso comunicativo. Esta “lengua”, que puede ser identificada como un saber de los umbrales, será instrumentada por Kircher para intensificar el renacimiento jeroglífico. Los autores del renacimiento jeroglífico habían excluido o evitado todo problema de efectivo desciframiento, y los primeros filólogos de la lengua egipcia harán todo lo posible para olvidar o calumniar a esos teólogos de los jeroglíficos. El único autor que pertenece, de algún modo, a los dos bandos es Athanasius Kircher; su obra es la coronación del renacimiento jeroglífico, pero al mismo tiempo es el primer intento por descifrar la lengua egipcia (Calasso, 2010: 77).

|| 4 Acerca de esta consideración “humanista” sobre la historia natural indiana, no debe olvidarse que la naturaleza se interpreta con base en documentos y no con pruebas empíricas como lo hará la ciencia natural ilustrada. De hecho, precisamente por la importancia humanista que tuvo la “planta medicinal”, cuya tradición de uso y documentación en Mesoamérica y Sudamérica era milenaria, la historia natural indiana era más dependiente de la farmacopea que de la filosofía natural aristotélica. Por consiguiente, las obras farmacopeas más destacadas de este tiempo son el Tractado de las drogas y medicinas de las Indias Orientales de Christavao Da Costa (1578) y el De medicina Indorum de Jacob Bondt (1642), ambas obras difundidas en Europa rápidamente en el siglo XVII, ya que se imprimieron en conjunto con la obra de Prospero Alpini sobre medicina egipcia, De Plantis Aegypti (1592). La naturaleza americana y egipcia encontrarían un punto común en la fascinación europea por la farmacopea. Para más detalles de la relación entre naturaleza y humanismo renacentista, véase Debus (2018).

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El proyecto de Kircher de combinar naturaleza y símbolo para buscar la lengua madre, la lengua originaria, la lengua de todas las lenguas permitió que la naturaleza apareciese codificada con un sistema de signos cognoscibles para el ser humano, pero de difícil acceso hermenéutico. El supuesto epistemológico de este proyecto sin mesura es que es posible conocer la lengua con la que Adán nombró las plantas edénicas en los vestigios de las lenguas vivas. La búsqueda de la lengua perfecta, entonces, forma parte de ese proyecto barroco de encontrar los indicios de la lengua universal en las lenguas jeroglíficas, las matemáticas como imaginó Leibniz con el cálculo infinitesimal o la combinatoria infinita de Giordano Bruno. En tal caso, lo importante es que Kircher sugiere que el número o la letra no son el único medio para aspirar al absoluto, pues el símbolo aparece con una importancia ontológica alta, más allá del hermetismo renacentista o del ars combinatoria medieval, porque el símbolo comparte la estructura de la mente divina. El jeroglífico es una estructura simbólica y, por extensión, una estructura divina. Si el jeroglífico es ontológicamente igual de importante que el número, y la lengua hebrea tiene su antecedente remoto en la cultura egipcia, los lenguajes para comunicarse con dios pueden servirse de imágenes y símbolos, además de la letra o las sagradas escrituras. La teología es así la ciencia de la combinación simbólica. La teología piensa con imágenes. Por lo tanto, el barroco europeo se preguntó por las condiciones simbólicas de esta estructura teológica y utilizó el cuerpo americano para ello, pues se cuestionó acerca de cómo era posible una “comunicación sin palabra”, un lenguaje sin escritura, una ciencia de los medios y, para este sistema de codificación teológica, el jeroglífico egipcio ofrecía la respuesta más inmediata. Para fundamentar teológicamente la jeroglífica, Kircher perfeccionó su método de lectura con fuentes árabes como las de Abenephi y con la recuperación de textos antiguos de Clemente de Alejandría; textos que, probablemente, Kircher leyó en la edición florentina de P. Victorius en 1550. De Abenephi, Kircher recuperó la clasificación de los jeroglíficos en cuatro tipos: (1) el jeroglífico “popular” para uso de los neófitos, (2) el jeroglífico “filosófico” para uso de los sabios y eruditos, (3) el jeroglífico “simbólico” en el que se mezclan la escritura con las imágenes y, por último, (4) el jeroglífico “enigmático” empleado por los sacerdotes para la comunicación de mensajes divinos. Cabe advertir que estos cuatro tipos de jeroglíficos corresponden con cuatro tipos de lecturas cada una basada en una forma de interpretación. La analítica jeroglífica de Kircher es, por tanto, un sistema simbólico de codificación en la que existe un doble registro: una relación directa con los conceptos sagrados y una relación indirecta, oblicua o hiperbólica, con las formas originarias con las cuales se edificó la primera lengua universal. La conclusión de Kircher no podía ser menos barroca: el jero-

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glífico es una forma ideal de los misterios ocultos y, al mismo tiempo, una forma natural que permite ahuyentar los males provenientes de este mundo. Por lo anterior, en la división establecida por la estructura de la religio duplex, Kircher eligió concentrarse en la comunicación esotérica y los asuntos del misterio, ya que los jeroglíficos “enigmáticos” son los implicados en el conocimiento “superior” de la naturaleza. Un saber esotérico, oculto y secreto, que puede encontrarse en pirámides, obeliscos y altares. Estas formas usadas principalmente para el culto religioso albergan el secreto de los “númenes” y los genios” comportándose como una escritura de protección de los egipcios antiguos; sin embargo, aunque las técnicas de Kircher poseen para la egiptología contemporánea graves errores metodológicos y un anacronismo injustificado, la operación epistemológica del erudito alemán es destacable por su gesto barroco: combinación de escalas simbólicas provenientes del hermetismo, sistematización escolástica y una prosa latina distinta de la preceptiva del latín erasmiano.

4 Tezcatlipoca y las políticas del cielo No existe obra barroca que no se precie de una estética del frontispicio. El Oedipus Aegyptiacus destaca porque, desde el inicio, el grabador de la obra de Kircher manifiesta la correlación entre jeroglífico, misterio y naturaleza. Particularmente, el frontispicio ofrece al lector una imagen novedosa: Edipo resuelve el misterio de la esfinge. Kircher ofrece esta imagen porque supone haber resuelto el misterio de la escritura jeroglífica. La resolución del misterio dependía de almacenar, entonces, el conjunto de saberes jeroglíficos de la antigüedad y, por ende, mostrar cómo la historia del Antiguo Egipto es compatible con los orígenes de la idolatría, la sabiduría alegórica y la expansión simbólica del cristianismo (Fig.1). Para trazar esta versión barroca de Egipto era necesario, entonces, utilizar evidencia arqueológica, tratados filológicos de diversas lenguas como el copto o el etíope, y rastrear en los textos griegos y latinos los antecedentes de esta forma de sabiduría alegórica5.

|| 5 Daniel Stolzenberg, uno de los estudiosos contemporáneos de Kircher más sobresaliente, dedica un capítulo de su bello libro al estudio del Oedipus Aegyptiacus en general, y al frontispicio de la obra, en particular. Su tesis principal es que la obra de Kircher debe ser interpretada como el encuentro de dos tradiciones, aparentemente contrarias entre sí: la erudición filológica y la filosofía oculta de corte neoplatónico. Kircher es antes que un filósofo, un anticuario, un crítico que utiliza las fuentes históricas para oponerse a una tradición hermética altamente especulativa (Stolzenberg, 2013).

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Fig. 1: Frontispicio del Oedipus Aegyptiacus de Athanasius Kircher publicado en Roma entre 1652 y 1654

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Con independencia del frontispicio, el objetivo declarado de Kircher consistió en responder al famoso arabista Abraham Ecchellensis (Ibrahim al-Haqilani), quien argumentó que la escritura egipcia es ininteligible sin el respaldo de las fuentes árabes. Este teólogo de origen sirio, conocido por ser el traductor de la biblia al árabe y poner en el latín de la época algunas fuentes árabes y siriacas del medievo, postuló la necesidad de encontrar una continuidad entre el Egipto Antiguo y los libros de Ruth, Esther, Tobías y los macabeos en la mediación árabe y las fuentes alejandrinas (Ecchellensis, 1653). En tal caso, la colaboración entre Abraham Ecchellensis y Athanasius Kircher fue uno de los intercambios de mayor calado histórico para la época pues, además de ser un intercambio intelectual de amigos unidos por la Roma sapiencial, consolidó una especie de cosmopolitismo católico en el que el orientalismo aparece como una constante histórica (Stolzenberg, 2010). Por consiguiente, para Kircher resultó relevante la contestación a la demanda historiográfica de Ecchellensis, pues como quedó expuesto en su “entrada agonal” (propilaeum Agonsiticum) del Oedipus –el Tomo donde explica el objetivo de su tratado y las fuentes utilizadas para su argumentación–, la sabiduría egipcia pasó de Europa a Asia y de Asia a América por medio de las costumbres, los ritos y las formas de su escritura. La conjetura de Kircher, aunque falsa y osada era, eminentemente, barroca: la matriz católica irradia a las cuatro partes del mundo. América es, por historia o por ethos, una cosmopolis católica. Las costumbres y escrituras del México Antiguo son, motu propio, medios de supervivencia del mundo egipcio. El tomo I del Oedipus es un estudio comparado de las religiones universales con fundamento en la religio duplex egipcia y plantea un problema epistemológico fundamental para las discusiones sobre el barroco americano: las asimilaciones y afinidades egipcias de la América Barroca. En primera instancia, Kircher discute la religión de los antiguos mexicanos y postula un problema de difícil solución hermenéutica: o los antiguos mexicanos son una familia proveniente de la estirpe de Adán o son idólatras. Por un lado, Kircher sostiene que la similitud de la religión mexicana con la egipcia radica en la edificación de pirámides con fines rituales y el uso de jeroglíficos sagrados. Por el otro, los mexicanos siguen siendo idólatras a pesar de usar una forma sagrada de escritura, cuyo valor es universal. Por lo tanto, la solución del problema dependía de responder a qué tipo de escritura corresponde la jeroglífica mexicana: la escritura de los antiguos mexicanos es jeroglífica y conecta indirectamente con el Antiguo Egipto, o bien, es una escritura pictográfica y no tiene relación directa con el cristianismo, el judaísmo o la cultura egipcia. Kircher concluyó categóricamente:

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Es patente que esta escritura o literatura de los antiguos mexicanos no es otra cosa que cierta muestra tosca de los hechos históricos por sus propias imágenes, no apoyada en misterio alguno, sutilidad de ingenio o erudición” [Ex quibus patet hanc ſcripturam ſeu literaturam Veterum Mexicanorum nihil aliud eſſe, quàm rudem quandam rerum geſtarum per ſuas proprias imagines exhibitionem, nullo misterio, ſubtilitate ingenii, aut eruditione fultam] (Kircher, 1654: III. IV-119).

¿Por qué la “escritura jeroglífica” mexicana no es una escritura sagrada como la egipcia o la china si posee muchas propiedades de la religio duplex? ¿Por qué la idolatría de los antiguos mexicanos no era compatible al cristianismo como la idolatría pagana o el politeísmo de la época faraónica? Precisamente, el Tomo III del Oedipus titulado Theatrum Hieroglyphicum recopila fuentes sobre monumentos y escrituras jeroglíficas de diversas partes del mundo, según el alcance de las fuentes de la época, para probar que no toda escritura jeroglífica tiene su raíz en la lengua adánica. No todos los jeroglíficos representan el misterio o lo sagrado. Lo interesante fue que los “jeroglíficos” recuperados son, principalmente, de origen chino, hindú y mexicano; materiales que fue adquiriendo Kircher durante toda su vida. Contrario a lo esperado para un lector barroco, la solución al dilema sobre la escritura mexicana no fue tan “barroca”, acaso clásica, puesto que en lugar de afirmar que los antiguos mexicanos son idolatras provenientes de Egipto, el sabio alemán concluyó que los mexicanos usaron la escritura jeroglífica para servir a la idolatría. Una conclusión lamentable porque Kircher no supo interpretar adecuadamente los jeroglíficos egipcios ni la escritura de los códices mesoamericanos, no por falta de pericia hermenéutica –la cual tuvo en exceso pues fue una de las inteligencias más notables del XVII–, sino porque como miembro egregio de la Compañía de Jesús, nunca pudo separarse de la preceptiva interpretativa de la Ratio Studiorum. Los alcances epistemológicos de Kircher tuvieron sus límites regionales. A pesar de su vocación cosmopolita, Kircher nunca dejó de ser un Germanus Incredibilis (Findlen, 2004). En el capítulo IV del Tomo III del Oedipus titulado “Sobre la escritura de los mexicanos y si propiamente puede llamarse jeroglífica” [De literatura Mexicanorum, et an propriè hierolgyphica dici poſſit], Kircher rechaza que los jeroglíficos mexicanos tengan un uso sagrado, acaso un uso sacerdotal o profano, y concluye que los antiguos mexicanos no disponen de una escritura jeroglífica. Por lo tanto, si la escritura mexicana no es jeroglífica y no tiene un vínculo con la egipcia, se sigue que la escritura de los antiguos mexicanos es pictográfica: utiliza figuras, imágenes y pictogramas que no almacenan los misterios sagrados, acaso son símbolos que representan el mundo físico, plantas, animales o costumbres como la educación indígena en los primeros años.

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Los mexicanos tienen ciertas leyes según las cuales acostumbran educar a sus hijos, las cuales son explicadas en éstas y las siguientes figuras. Primero, por ejemplo, luego de que una mujer ha parido, el niño es puesto en la cuna; después de cuatro días, la partera toma al niño desnudo y lo lleva a un huerto en el que se ha tendido sobre el agua una juntura tejida con carrizos y mimbre; donde ésta lavará al niño hay tres niños sentados, son invitados por la partera a imponer un nombre al niño provistos con arroz, fresas y frutas similares del lugar. [Habent Mexicani certas leges, iuxta quas filios ſuos educare ſolent quæ in his & ſequentibus figuris exprimuntur. Primò enim moxa ac mulier qædam pepererit, puer ponitur in cunis; poſt quadriduum verò obstetrix accipit puerum nudum, & portat in hortum, in quo ſupra aquas crates ſtrata eſt arundinibus, & viminibus contexta; hæc vbi puerum lauerit, tres pueri aſſidentes, oriza, fragis, ſimilibusque patriæ fructibus inſtructi, nomen puero imponere ab obſtetrice iubentur] (Kircher, 1654: III.IV-122).

La resolución final de Kircher en estas páginas es precisa: la escritura mexicana es exotérica, no esotérica. Es más, si se concede que la escritura mexicana sea jeroglífica, los jeroglíficos mexicanos remiten estrictamente a símbolos profanos como animales, plantas o cuerpos celestes. La jeroglífica mexicana no cumple con la preceptiva egiptológica demanda por Kircher y; por el contrario, resguarda elementos “idolátricos” al no expresar el verdadero secreto de lo sagrado y confundir a dios con la naturaleza, o no “comprender” los auténticos ciclos celestes gobernados por la gramática divina. Nuevamente, Kircher justificó el tópico europeo sobre la idolatría del Nuevo Mundo, sólo que esta vez con la pretensión científica de una empresa filológica. La filología es también un saber imperial. Finalmente, para justificar su conclusión, Kircher tomó como evidencia la figura del Tezcatlipoca –cuya fuente inglesa utilizada provenía del Hakluytus Postumus de Samuel Purchas– y advierte que los nahuas no lograron escapar de la idolatría porque nunca abandonaron el goce por la adoración a este dios tan complejo. El culto de Tezcatlipoca es la prueba material de una síntesis entre jeroglífica e idolatría, o si se prefiere, de la escritura de jeroglíficos al servicio del dios equivocado, de un demonio imposible de desterrar. En palabras de Kircher, Tezcatlipoca era un demonio mexicano que demandaba un sacrificio cristianamente incompatible y atroz. Se celebra en la Provincia de México a otro ídolo o demonio muy poderoso adornado con varias cabezas de animales al igual que con algunas figuras jeroglíficas. No aplacaban a este ídolo sino con sangre humana. Lo llamaban en su lengua Señor del Año, por los números místicos y aquellos símbolos jeroglíficos que mostraban. […] [Tiene] La cabeza a manera de modio, con ojos brillantes, orejas de burro, nariz y boca dentadas; representado de manera horrible. Tiene vasos en ambas manos destinadas para el sacrificio; por todas partes, en el resto del cuerpo del ídolo, se ven grabadas varias cabezas de diversos animales en los que acostumbraban registrar los meses y el zodiaco; tiene pies de elefante. Lo restante, por prohibitivo pudor, no consideré digno de mención. [Celebratur porrò in Mexi-

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cana Provincia aliud idolum quoddam, vel potiùs dæemonium varijs animalium capitibus, tamquam figuris quibusdam hieroglyphicis concinnatum. Hoc idolum non nisi sanguine humano placabatur. Dicebant autem illud lingua sua Anni Dominum, quod, & hieroglyphica illa symbola, & numeri mystici satis ostendunt. […] Caput instar Modij, oculis radiantibus, asinis auribus, naso & ore dentato, foedum in modo deformatum. Vasa ad sacrificium pertinentia vtraque manu tenet; reliquo idoli corpori varia passim diuersorum animalium capita, quibus menses, & Zodiacum referre consueuerunt, incisa videntur; pedes habet elephantis, reliqua, verecundia prohibente, dicenda non existimaui] (Kircher, 1654: I, V-423).

Sin duda, la adoración de los antiguos mexicanos a un dios, ídolo o demonio, tan escurridizo como Tezcatlipoca dificultaba una defensa plena de cristiandad, pero tal dificultad además provenía del uso de jeroglíficos para su comunicación con el ídolo/demonio. Por consiguiente, los antiguos mexicanos sabían usar jeroglíficos como medios de transmisión comunicativa, pero erraban al dirigir sus esfuerzos a un ídolo necesitado de sangre humana. Las “figuras jeroglíficas” o los “símbolos jeroglíficos” de los antiguos mexicanos no eran medios sagrados ni soportes teológicos, pues acostumbraban utilizar el calendario cósmico para fines rituales sin ningún fundamento cristiano, al grado de utilizar una cronología profana. El problema con esta afirmación es que Tezcatlipoca no es como pensó Kircher un “demonio muy poderoso adornado con varias cabezas de animales” ya que, como ha mostrado la crítica antropológica contemporánea, Tezcatlipoca es una deidad que recibe múltiples nombres y tiene la capacidad de estar en todos los espacios y metaespacios concebibles: en el inframundo (Mictlán), la Tierra (Tlaticpac) y el cielo (Ylhujcac). Tezcatlipoca es el nombre de lo innombrable, el nombre de un “dios huidizo” que no puede ser apresado por las gramáticas occidentales. Primer obstáculo al que se enfrenta el investigador cuando emprende el estudio de Tezcatlipoca: la multiplicidad de sus nombres. Hay que decir que “el señor del espejo humeante”, al presentarse bajo diversas apelaciones y rostros variados, se complace en frustrar toda tentativa de identificación o de reducción. Dios hechicero, amo de las transformaciones, parece divertirse con incesantes transformaciones, a expensas del investigador cartesiano (Olivier, 2018: 31).

Por lo anterior, lo que está en juego en esta parte de la discusión epistemológica sobre la jeroglífica es que para Kircher los antiguos mexicanos utilizaron una astronomía insuficientemente sagrada, o bien abiertamente demoniaca. Lo que desconocía el sabio jesuita es que, para los pobladores de Aztlán, las estrellas y el cielo servían para regular el orden social como los antiguos romanos o las culturas celtas. Los nahuas usaron “jeroglíficos” para convocar al cielo con dioses, a demonios y a prácticas sociales como la educación de los hijos o la cronología del Acamapichtli; los cristianos del XVII, los usaron para representar

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la autonomía relativa de la Tierra sobre el cielo. Dos astronomías en pugna, dos políticas del cielo totalmente distintas. Dos formas de regular la vida terrestre con base en las acciones de los astros. Una como proyección de un orden teológico organizado por un dios con forma humana. La otra como una guerra entre múltiples dioses celestes que reclaman ser adorados para continuar con la creación del universo. El “error” de Kircher, su incomprensión de la temporalidad mesoamericana, radica en su desconocimiento del funcionamiento de la teoastronomía pues, antes de mirar el cielo, los nahuas observan el tiempo (Cossard, 2014). La novedad del argumento contra la idolatría es que Kircher concede un grado de universalidad a la cultura mexicana, pero su aporte universal no radica en su escritura, en los modos de sus ritos o en sus avances astronómicos. La “universalidad” de los antiguos mexicanos subyace en otra parte: en la predisposición corporal para el cristianismo: Viendo el Almirante y los demás su simplicidad, todo con gran placer y gozo lo sufrían; parábanse a mirar los cristianos a los indios, no menos maravillados que los indios dellos, cuánta fuese su mansedumbre, simplicidad y confianza de gente que nunca conocieron, y que, por su apariencia, como sea feroz, pudieran temer y huir dellos; como andaban entre ellos y a ellos se allegaban con tanta familiaridad y tan sin temor y sospecha, como si fueran padres y hijos; cómo andaban todos desnudos como sus madres los habían parido, con tanto descuido y simplicidad, todas sus cosas vergonzosas de fuera, que parecía no haberse perdido o haberse restituido el estado de la inocencia, en que un poquito de tiempo, que se dice no haber pasado de seis horas, vivió nuestro padre Adán (de las Casas, 2012: I-XL).

Por lo tanto, la escritura de los antiguos mexicanos no es jeroglífica, pero la capacidad de los indígenas para comunicar y expropiar imágenes es única y singular para aquel momento histórico. Los antiguos mexicanos no poseen una escritura con vínculos cristianos, pero sí una forma corporal que los dispone para las enseñanzas de Cristo, tal como explicó Bartolomé de las Casas a partir de 1527. De manera que la conclusión negativa de Kircher no coincide con la del franciscano Diego de Valadés, que encontrará en el uso de las imágenes americanas, modos de figuración compartidos entre los nahuas y los egipcios en su Rhetorica Christiana de 1533 (Valadés, 2019: 363). En el debate barroco sobre la escritura de los antiguos mexicanos, Kircher aparece como un europeo con sensibilidad para las metafísicas americanas, pero no como un cosmopolita barroco capaz de integrar los saberes de las civilizaciones antiguas con el cristianismo tridentino. En conclusión, América quedó fuera de la historia universal por razones egiptológicas, por la forma de su escritura “sagrada”, por no disponer de una

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cultura letrada análoga a la demanda humanista de la primera modernidad. La ciudad letrada europea nunca estuvo en condiciones de negociar con la ciudad jeroglífica americana. Kircher desconocía que los jeroglíficos aztecas, los glifos mayas o el runa simi quechua (“boca del hombre”) son expresiones terrenales del misterio divino, estructuras religiosas con otras formas sensibles independiente de las imágenes, puesto que la forma de las deidades americanas no coincide con la estructura simbólica occidental. Por esta razón, la astronomía americana es teología profana y cosmología sagrada, pues cuando los nahuas o los mayas miran el cielo y lo simbolizan con glifos, ellos no están viendo el manto estelar medieval o el cielo estrellado de Copérnico y Tycho Brahe, lo que estas culturas milenarias observan en el cielo es la invención del tiempo. Los antiguos mexicanos no miran el espacio; contribuyen en la reproducción de la teogonía universal y, para dar cuenta de este fenómeno sagrado, elaboraron un sistema simbólico de comunicación entre el cielo y la humanidad. Pero esta información histórica, lo sabemos ahora, es un conocimiento que desconoció por completo Athanasius Kircher; sin embargo, en su aspiración barroca de un ecumenismo epistémico, encontró una hipótesis que aun deslumbra por su osadía metafísica: América es egipcia. Egipto pudo tener su continuidad en el suelo americano. A veces las hipótesis históricamente fracasadas son filosóficamente más interesantes, pues nos permiten recordar que las certezas metafísicas sobre el mundo son tan frágiles, tan caducas y, por extensión, que los sistemas de creencias son tan inestables y contingentes, que la universalidad, nuestra universalidad, está siempre en riesgo epistémico. Esa es una de las enseñanzas del barroco americano y de la desmesura egiptológica de Kircher, para pensar las crisis contemporáneas.

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Marcela Croce

¿Y si fuera creación americana? 1 De vanos obeliscos punta altiva Una idea poderosa y seductora recorre los ensayos de La expresión americana (1957) de José Lezama Lima: la del barroco como fenómeno originario continental que reniega de la asociación estilística para ofrecerse como modo de tránsito por la cultura local. A justificar esa hipótesis ensoberbecida y auspiciosa dedicaré este recorrido que postula la continuidad de la cultura latinoamericana entre los siglos XVII y XX, manifiesta en una sucesión de nomenclaturas. La serie inicia con la copiosa indagación de Hernando Ruiz de Alarcón, prosigue en el teatro de Sor Juana Inés de la Cruz –contemporánea estricta de la prosa de Carlos de Sigüenza y Góngora– y llega a la segunda mitad del siglo XX pertrechada con tan opulentos antecedentes para rearticularse en la ensayística neobarroca de Lezama Lima, los fulgores neobarrosos de Néstor Perlongher – coetáneos de la titilación de Marosa di Giorgio en la otra orilla del estuario rioplatense– y las andanzas neobarrochas de Pedro Lemebel en las riberas escabrosas del Mapocho santiaguino. En cada una de las estaciones del itinerario la formulación barroca, abusiva con el prefijo neo y versátil en variantes aliterativas, designa la reacción creativa ante una crisis. A la clásica referencia al Concilio de Trento como desencadenante del barroco europeo con su cruzada contrarreformista (Weisbach, 1942), Lezama Lima le responde con una insignia simétrica que instala al barroco como “arte de la contraconquista” (Lezama Lima, 2014: 229), al tiempo que delega en los jesuitas menos la función del ejército religioso entregado a la misión tridentina de imponer los sacramentos con recursos artísticos que la del transporte de los mitos (222). El que nunca se enuncia como tal pero late en “el plasma de su autoctonía” (219) es el mito de Anteo, el del gigante que recupera la fuerza al entrar en contacto con la tierra propia. Sin ánimo de evocar esencialismos improbables y esquivos (Verduzco, 2019), me solazo en una propuesta oblicua, anamórfica, en la que las “perspectivas curiosas” (Baltrusaitis, 1976) se tornan desafíos de la crítica y la teoría. Es así como Anteo permite sostener la ficción teórica que hace del Tratado de supersticiones gentílicas de Ruiz de Alarcón el origen de una

|| Marcela Croce, Universidad de Buenos Aires https://doi.org/10.1515/9783111208909-005

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cadena que, como la del ADN según el esquema de Watson y Crick, se grafica a modo de cinta de Moebius, acaso para complacer los devaneos lacanianos de Severo Sarduy y para arraigarse en un suelo latinoamericano al que habitualmente se le escamotea capacidad teórica.

2 No ilaciones del discurso sino abortos del tormento El propósito del Tratado de las supersticiones gentílicas es informar a los misioneros para erradicar la idolatría entre los indígenas. La ejecución de tales prácticas acude a una descripción propia de ceremonias dionisíacas que se sumergen en la retórica de la embriaguez: el “lenguaje dificultoso y casi ininteligible” de los conjuros se vuelve más propicio “cuanto más figuras y tropos tuviere” y queda dispuesto como “una continuación de metáforas […] y tal vez pasa a una continuada alegoria” (Ruiz de Alarcón, s/f: s/n). Resulta tentador comparar tal disposición discursiva con la que se atribuye a los poetas barrocos y se especializa en el ensayo lezamiano “Sierpe de don Luis de Góngora”. Es cierto que en el Tratado semejantes excesos discursivos dependen de la situación de trance y, en particular, del consumo de sustancias excitantes y alucinógenas que comienzan con el alcohol y el tabaco para desembocar en el peyote. Un ritual sostenido en tales alicientes, pronto se verá, es el punto de partida de los autos sacramentales que proliferan en Nueva España, cuyo propósito es superponer al Dios cristiano con las deidades indígenas a fin de imponer la fe hegemónica. El rastreo inquisitorial de Ruiz de Alarcón enciende la alarma ante el empleo ceremonial del lenguaje que identifica con el nahualli1, de cuya triple acepción se concentra en la de “ocultarse o reboçarse”. Lenguaje rebozado o disfrazado, el nahualli contiene la amenaza que trasuntaba la poesía cortés como modo de expresión de la herejía cátara: la dificultad de comprensión, la estrategia gozosa de un desplazamiento tan extremo que promueve una metáfora cuyo referente ha sido hurtado en los pliegues sucesivos de la letra. Por tan insondables vericuetos, los mismos que en la valva de la ostra llegan a oprimir la perla hasta volverla berrueco/barroco (Tapiè, 1963; Moraña, 2010), se filtra el demonio que obsede al suspicaz sacerdote novohispano. Los nombres metafóricos, “arreboçados” –embozados– ilustran los conjuros con la || 1 López Austin lo llama nahuallatolli y lo define como “lenguaje mágico” (1967: 1).

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extrañeza que compete a lo ominoso: socomoniz y nochparcueyeque “tienen letras que no usan los mexicanos que son s y r, y assi se ve que son introduçidos por industria del demonio para los efetos dichas”. Lo diabólico se desliza desde la fonología como desafío al lema paulino Fides ex auditu y habilita el apotegma perlongheriano según el cual “la perversión puede florecer en cualquier canto de la letra” (Perlongher, 2013: 127). Entre la S de sibilancia demoníaca y la R de conmoción vibratoria el oído americanista fomenta, en el arco que conduce del siglo XVII al XX, la serie armónica que reúne la “sierpe” lezamiana y las “rameras del remo” invocadas por Pedro Lemebel (2009: 28). Lo que Ruiz de Alarcón advierte con su tendencia misionera a la equivalencia en tanto forma elemental e inmediata de comprensión es que, allí donde desaparece el referente, el único sentido lo provee la divinidad. Los rituales indígenas, amparados en herboristería alucinógena cuya potencia arraiga en las semillas, no solamente se exceden en coreografía dionisíaca –contra la sosegada proxémica de la liturgia cristiana– sino que pervierten la prédica mesurada del sacerdote en la estridencia que imita a la guacamaya, “tan vosinglera y gritona que no ay quien la sufra”. La guacamaya es la misma ave de las selvas tropicales que Pedro Henríquez Ureña señala como presencia indeclinable de lo americano en el paso del Renacimiento al Barroco, cuando Rubens la introduce al copiar el cuadro de Tiziano de Adán y Eva en el paraíso. “Muy adecuadamente, el símbolo de ese cambio trascendental en la historia del arte es un pájaro de las fantásticas selvas de la América tropical” (Henríquez Ureña, 1978: 34). La historia del arte europeo comienza a regirse por patrones americanos; la crisis del humanismo que apelaba a los textos como ultima ratio abre paso a la epifanía de la naturaleza peculiar de la Ultima Thule. La expresión novedosa procede de un mundo inquietante; la guacamaya es aquello que debió haber permanecido oculto y sin embargo se manifiesta. O mejor: el barroco es lo siniestro de la cultura occidental, aquel aspecto familiar que se ha vuelto extraño bajo los oropeles de la exuberancia, el goce del significante y el sesgo perturbador de la mirada descentrada; la omnipresencia de Dios en cuyos pliegues mínimos se desliza la semilla que amenaza destruirlo por sobresaturación.

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3 Mi entendimiento admira lo que entiendo y mi fe reverencia lo que ignoro La loa que Sor Juana Inés de la Cruz compone para anteceder al auto sacramental El Divino Narciso pone en escena la celebración del teocualo de Huitzilopochtli. Teocualo significa “Dios es comido”2; Huitzilopochtli es representado mediante una estatua compuesta de semillas. El teatro ha sido obsequiado con “una suspensión de la memoria” en los estudios sobre Sor Juana, que tienden a eludir tanto la dramática como la zona de arte efímero del barroco que ocupa el Neptuno Alegórico, dispuesto a manera de arco triunfal. El Divino Narciso se presenta como obra “por alegorías”, propicia a la pedagogía jesuita que domina en América durante el siglo XVII. En la centuria siguiente, la expulsión de la orden por disposición del ilustrado Carlos III evidencia el conflicto europeo entre barroco e iluminismo que, en América, rechaza la retahíla ordenancista de la Ilustración ufana para promover la continuidad trazada por Lezama Lima entre Sor Juana y Fray Servando Teresa de Mier. América conjuga y coordina – por añadidura, a través de dos religiosos profesos, una jerónima y un dominico– lo que Europa remite a la disyuntiva. Resulta estimulante proyectar la gramática de los coordinantes sobre la opción sintáctica de Heinrich Wölfflin según la cual el Renacimiento (y todas sus derivas clasicistas) opera por subordinación, en tanto el barroco privilegia la coordinación, socavando el pretendido equilibrio de los elementos. Pero es más productivo detenerse en la correspondencia entre la serie lezamiana y la trama americana, que reverbera en la postulación de un concepto eminentemente local. Es así como la loa referida se inscribe en un orden que prevé lo que en 1940 Fernando Ortiz enunciará como transculturación. Para Sor Juana, el fenómeno identificado luego por ese término no es más que la cultura mexicana: el auto sacramental contiene un tocotín implícito desde la didascalia inicial y se expande en la apostura de los personajes de Occidente, “indio galán”, y de América, “india bizarra” (De la Cruz, 2018, III: 3); luego, en Henríquez Ureña, la transculturación será “injerto” (1978: 62), en tanto en Mariano Picón-Salas se entenderá como “alma criolla” (1944: 9). Si Occidente opera como traductor de culturas, en tanto desgrana los rasgos del Dios de las Semillas que permiten homologar su festividad con la eucaristía, la Religión establece la conversión en la fe a

|| 2 Fray Juan de Torquemada señala que el manjar hecho de semillas es el Toyoliaytlácuatl, “que quiere decir Manjar de nuestra vida”. Fray Jerónimo de Mendieta traduce “Manjar de nuestra alma” (De la Cruz, 2018: 504).

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través de una analogía. La escena provee una epifanía doble: por un lado, la de una divinidad encarnada que se vuelve semilla o pan, materia prima o elaboración; “América bella y rica” ante el “Occidente poderoso” que la conquistó, “que vivís tan miserables/ entre las riquezas mismas” (7), promoviendo otra condensación feliz que alcanza enunciación poética en la fórmula “esplendor de la pobreza” (Lezama Lima, 2014: 253)–; por el otro, la de la idolatría menos como perturbación de la fe que como patología visual, fascinación con una imagen huidiza, irrepresentable, que alienta bajo la transfiguración del ritual o desde la anamorfosis alucinatoria. El tránsito de la loa se cumple entre la ceremonia celebratoria del teocualo y la epifanía reveladora y queda dominado por la transculturación como resolución armónica de conflictos. Retóricamente, inicia en la antítesis y deriva en el oxímoron e impregna con tal dualidad el auto sacramental al que precede. En tren de prefiguraciones, si la loa anticipa la formulación de la transculturación en Ortiz –y su descendencia prodigiosa en la crítica cultural latinoamericana, azuzada por la relativización que postulan la heterogeneidad que encuentra Cornejo Polar en las culturas andinas y la hibridez que enarbola García Canclini en la modernidad americana–, el auto sacramental anuncia ejercicios estéticos decimonónicos como la ópera romántica –la ninfa Eco emplea un “tono recitativo” (44)–, el simbolismo con su profusión de correspondencias –el mundo es identificado con una selva (48)– y el modernismo rubendariano que hace del cisne su blasón y de los cultismos su afán constante –“suavísimo es, y ebúrneo, el blanco cuello” (49)–. El Divino Narciso produce una conjunción de religión y mitología para exponer en forma dramática la encarnación. En vez humanizar a Dios en Jesucristo como deploraban los cátaros en tanto degradación de la materia divina –en la lógica imbatible de la herejía, que un hombre se convierta en Dios es un milagro; que un Dios se vuelva hombre es una decadencia–, Sor Juana fomenta la encarnación de Dios en Narciso quien, enamorado de su propio reflejo, abandona la ipseidad para entregar su amor a la humanidad entera y salvarla con su propia muerte, no sin escandalizarse por “¡amar a un Ser Inferior!” (De la Cruz, 2018: 77). En el elenco de alegorías que pueblan la escena sorjuanina, la Gracia le revela a la Naturaleza Humana la estrategia de seducción de Narciso mediante el reflejo de su imagen en el agua. Los espejos y superficies bruñidas que se imponen en los juegos visuales del barroco sincronizan a la monja mexicana con el pintor milanés Caravaggio, que no solamente tomó el episodio de Narciso fascinado por su reflejo – situación que para Leon Batista Alberti representaba la alegoría de la pintura y colocaba al observador como creador del cuadro (Schütze, 2017: 95)– sino que

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incurrió en el horror de la imagen reflejada con Medusa. La tabla circular que le dedica representa el escudo que Palas Atenea le proveyó a Perseo, en cuyo brillo deslumbrante se asiste al espanto de la Gorgona petrificada por su propia mirada, revela el acontecimiento atroz a partir de su reflejo y desplaza la fatalidad de los ojos a la boca que emite un grito más tremendo por su condición inaudible. En Sor Juana, en cambio, Fides ex audite insiste en el drama a través del personaje de la ninfa Eco que, autorreferencial, adopta la estructura ecoica para recoger en una estrofa todos los finales de frases que ha ido repitiendo. No de otra forma opera la feligresía en la liturgia de la misa. Mientras la réplica sonora del eco garantiza la afirmación de una fe que puede producir monstruos tan pavorosos como los de la razón3, en los “cóncavos espejos” de la pieza teatral se desliza la tentación: el círculo perfecto que pretendía conjurar la amenaza de la sierpe se deforma allí hasta la elipse (Sarduy, 1987); la serpiente bíblica repta sibilina para imponer el pecado, reclamando el sacrificio de Narciso y su retorno como Resucitado para impartir el sacramento que lo eterniza. El esquema del auto establece el empleo de la metáfora para imponer el tema y el de la alegoría para desarrollar el argumento, pero sobre todo convoca una noción que recorre la obra de Sor Juana: la de fineza, que en el parlamento final de la Gracia no solamente adelanta lo que será la Carta Atenagórica de la monja jerónima sino también las consecuencias que acarrea: “para mostrar que es el riesgo/ el examen de lo fino” (De la Cruz, 2018: 93). La carta, redactada por Sor Juana como Crisis de un sermón, discute cuál es la mayor fineza de Cristo y disiente con el Sermón del Mandato pronunciado casi cuarenta años antes por el jesuita portugués Antonio Vieira, de resonante actuación en Brasil4. Tanto en el arte efímero del boato y la ampulosidad que campea en el Neptuno alegórico como en el afán argumentativo que sostiene la Carta Atenagórica, Sor Juana se perfila como intelectual del virreinato, más próxima al poder político que al religioso. Del mismo modo se conduce Carlos de Sigüenza y Góngora,

|| 3 En el auto sacramental, la referencia a Abraham lo presenta como “aquel monstruo/ de la fe y de la obediencia” (De la Cruz, 2018: 39). La desazón goyesca ante el Iluminismo que contiene la aguafuerte aludida descarta el pretendido orden promovido por el período; a su vez, recuerda, con la misma superstición hacia las imágenes que practicó Aby Warburg, que lo sublime es monstruoso en tanto termina revelando el aspecto terrible de la belleza superlativa: en las ondas erráticas del cabello de la Venus de Botticelli persisten agazapadas las serpientes de la cabeza de Medusa. 4 He explorado la relación de Sor Juana con Vieira y las consecuencias que eso reviste para el “secuestro” del barroco (Haroldo de Campos) en los estudios literarios brasileños en un trabajo anterior (Croce, 2020a).

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amigo cercano y, en ocasiones, tácito competidor de la monja. Como ella, desacredita a una autoridad y complica su carrera a partir de esa decisión: así ocurre cuando descalabra la superstición del padre Eusebio Kino en torno a la mala suerte que acarrean los cometas, en un texto cuyo esmerado equilibrio queda de manifiesto ya en el título, Libra Astronómica y Philosóphica (1681)5. Como ella, compone un arco celebratorio para la llegada del virrey Tomás de la Cerda, pero mientras el de Juana Inés es mitológico el de Sigüenza repone las dinastías aztecas. Theatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe: advertidas en los monarcas antiguos del mexicano imperio es el ambicioso título de esta variante de un género de arraigo medieval y continuidad barroca, el “espejo de príncipes”. Sigüenza se asocia así al papel de intelectual del virreinato como vocero de las expectativas de la oligarquía local y defensor de una cultura criolla cuya fe radica en americanizar deidades como la Guadalupe elevada a emblema mexicano (Primavera Indiana) y Santo Tomás identificado con Quetzacóatl (Fénix de Occidente Santo Thomas Apóstol). En el sincretismo que reúne mitología e historia, tanto como en el empleo de la Biblia para lemas literarios y políticos (Lorente Medina, 1996: 20-21), el historiador permite vislumbrar las mixturas culturales lezamianas, aunque todavía las mantiene sujetas a una concepción providencialista de la historia y las expone en un discurso que se ufana de la acoluthía, que en los ensayos del cubano se trueca en anacoluto proliferante. A su vez, la compleja disposición del Theatro de virtudes políticas, más propicia al oropel que al sustento arquitectónico, hace avanzar la condición oronda hacia el “ampo” perlongheriano y abre una línea original que se insinúa tanto en la dedicatoria de la Libra Astronómica y Philosóphica a la virreina –muy obsequiada, a su vez, por Sor Juana– como en el público al que apunta el Parayso Occidental definido como “historia de mugeres para mugeres”: ¿y si el barroco fuera una estrategia femenina que, en las sucesivas reformulaciones americanas del siglo XX, exacerbara tal condición para incluir a homosexuales y travestis? Con la ostentosa Serpiente Emplumada y la mestiza Guadalupe como diosas tutelares, con la asistencia gritona de la guacamaya que opera la magia en la idolatría azteca, con una monja como figura mayor, con el destinatario femenino que diseña Sigüenza y Góngora, con la homosexualidad recoleta de Lezama Lima que no ostenta sino erudición y nexos provocativos, con la mariconería altiso-

|| 5 El presunto carácter aciago de los cometas impregna también la bibliografía a la que acude Sigüenza para desestabilizarlo. La lectura del Oedipus Aegyptiacus de Athanasius Kircher, también frecuentado por Sor Juana (quien confiesa en un verso que “kirkerizo”), convoca la derivación etimológica que establece Corominas de “aciago” como derivación de aegyptiacus.

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nante de los flujos barrosos perlongherianos y con el travestismo maricueco de Lemebel se trama la serie rimbombante que desbarata la ortodoxia para restituir al barroco al carácter de creación americana que encuentra su teoría más ajustada en los recovecos neobarrocos de la prosa lezamiana.

4 Consumir vanidades de la vida que consumir la vida en vanidades La expresión americana es una profesión de fe neobarroca previa a la fortuna del término. Moraña (2010) sostiene que el barroco americano constituye una incorporación descentrada; me obstino en postular que se trata de un fenómeno propiamente americano que desacomoda al colonizador y que, junto con la contraconquista que vitupera, provee elementos para descartar de antemano las ínfulas poscoloniales. Ante la crisis de la teoría latinoamericana que, tras haberse nutrido del estructuralismo y sus secuelas (Sarduy, 1972 y 1987), se extasía con las revelaciones producidas en la academia norteamericana, se alza el neobarroco como semiosis ilimitada de los condenados de la tierra; así como al barroco que afirma la deformidad en tanto resistencia le responde el neobarroco que se aferra a la deformación como método. En la continuidad que Lezama defiende entre barroco e iluminismo no hay línea recta posible sino sierpe de evolución imprevisible. En ese recorrido del despilfarro a la austeridad, del portal ostentoso a los ejercicios espirituales en una celda despojada y del manto ornamentado a la túnica inconsútil predomina el desvío y afluye el caos primitivo del que abominó Simón Bolívar ante el naufragio de su proyecto independentista en anarquía, versión local de la hecatombe de la historia a la que asiste el melancólico Ángel benjaminiano (Echeverría, 1998). Se ha insistido en la melancolía como ánimo propicio al barroco (Álvarez Solís, 2015), cuyos claroscuros violentos emergen en las pinturas de Caravaggio y de los caravaggistas que la historia del arte se afanó en alinear. A fuer de apuntalar la hipótesis de un barroco femenino, encabezo esa sucesión con la atribulada pero enérgica Artemisia Gentileschi y con su Maddalena penitente, cuyo cuerpo trasunta la conmoción en el abandono y eleva el arrepentimiento a experiencia mística. En tales extremos emotivos la parafernalia se apacigua y el adorno bordea la extenuación, tal vez porque las figuras bíblicas emanan la presencia de un Medio Oriente que reclama los derechos de la periferia ante el avance pretencioso del nomenclator occidental. Con imágenes menos vehementes ilustra sus ensayos Lezama Lima, no porque incluya las pinturas sobre las

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que construye el andamiaje de ideas sino por la ékphrasis que incorpora a esa colección digresiva en que anida la cortesía golosa de la fluidez discursiva. La expresión americana releva de los énfasis circunscriptos y se dedica a expandir los vínculos. Es inútil perseguir allí las figuras agolpadas en la fantástica profusión del Palacio de Moctezuma que describe Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes, tanto como el lujo desencadenado del palacio de Sans-Souci en la Haití estrafalaria del Rey Christophe invocado por Alejo Carpentier –aunque sospecho que los efluvios de la isla, primera república independiente de América, refutación inicial del universalismo abstracto de la Revolución Francesa, se abaten sobre la Cuba de mediados del siglo XX para incitarla a seguir el camino promisorio de la insurrección y confirmar al Caribe como tierra de utopistas. ¿Qué mayor utopía que justificar la americanidad del barroco? Los excesos de Lezama radican en las series desencadenadas y en una sintaxis atrabiliaria (otro nombre de la melancolía) que ya se adhiere al hipérbaton poético –argumento central de la defensa de Góngora por parte del Lunarejo en el Cuzco de mediados del siglo XVII–, ya se encabrita como los versos gongorinos. Los vínculos entre el indio Kondori (mestizo) y el Aleijadinho (mulato), que pervierten los planos de los arquitectos españoles y entenebrecen el estilo manuelino, exponen una voluntad de periferia sostenida en la anamorfosis como procedimiento constructivo. Ya no se trata solamente de un estilo: Lezama aspira a hacer del barroco la summa de la expresión americana; más que una estética, es una ética. Bolívar Echeverría (2000) describía su operatoria en el ethos barroco, lo que equivale a un modo de vida, tal como insiste Agamben (“Es preciso sustraer decididamente los gustos a la dimensión estética y redescubrir su carácter ontológico, para reencontrar en ellos algo así como una nueva tierra ética”, 2018: 413). El ethos echeverriano, como epistemología descentrada y huidiza, presupone la Ética geométrica de Baruch Spinoza, paralela y sincrónica a la geometría de las pasiones que se desata en la casuística de los sonetos amorosos de Sor Juana. Un ethos soliviantado y perturbador se desprende de la interlocución que Perlongher establece con Lezama, entre flujos deleuzianos y ceremonias dionisíacas, con una misma devoción al Nietzsche de El origen de la tragedia, menos en la inclinación filológica que en la convicción de que “solo lo difícil es estimulante” (Lezama Lima, 2014: 211). Olas de barroco bastardean el Caribe paradisíaco en un Río de la Plata encanallado, abrumado de pestilencias y desechos, en que se hunden las pretensiones excesivamente esteticistas de tantos críticos: el transbarroco de Haroldo de Campos, el barroco de la levedad de Sánchez Robayna, el barrococó de Eduardo Espina –al que conviene adosarle la convicción de Belvedere (2000) que hace de Perlongher la “rosa rococó del Plata”, saltean-

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do con demasiada desenvoltura la contradicción de perspectiva entre la anamorfosis barroca que convoca a un espectador en tránsito y el trompe l’oeil rococó que revela la trampa para la mirada–, el neoborroso de Tamara Kamenszain y el neoberraco de Maurizio Medo (Verduzco, 2019: 24-25).

5 Este, que ves, engaño colorido… es un vano artificio del cuidado En la estirpe lezamiana, Perlongher se afianza en la extensa práctica argentina del género ensayo, pero en vez de sistematizarlo en conferencias que llegan a reunirse en libro –como La expresión americana–, elige la forma fragmentaria del texto periodístico, distribuido por igual en revistas académicas o en hojas heterodoxas lanzadas bajo el signo de la resistencia. En esa obra de revelación sesgada se asiste tanto a la continuidad neobarroca (ya declarada en la polisemia que titula el poemario Parque Lezama) como a la adhesión posestructuralista que se solaza en conceptos regidos por la fórmula aliterativa “volutas voluptuosas”. El neobarroco transfigurado en neobarroso se define como arte antioccidental, lo que equivale a periférico, y se desplaza de piedra a fango, de duro a blando, mutando la textura de enlaces aleatorios en entretejido rizomático de cuño deleuziano. Su plasticidad lo habilita a encabalgarse en cualquier estilo; su operatoria es la de un dispositivo de proliferación. En el plano político, al neobarroco como barroco de la revolución que avanza respecto de la contraconquista, el neobarroso le adosa el barroco contracultural que se demora en el underground y escoge lo trans como emblema. Extraterritorial, antirracionalista, transestético, el neobarroso repone una cuenca hidrográfica imaginaria de la que el Caribe y el Plata constituyen los extremos y el Amazonas el centro arbitrario. En una orilla barrosa del Plata, Perlongher desdeña el agua cuadrangular de las dársenas con el desenfado salvaje que lo hermana a Osvaldo Lamborghini, repartiéndose entre ambos los dominios ficticios del tatuaje que marca y embadurna la piel y del tajo que hace estallar la violencia con la horadación de la carne. En la otra orilla, donde el río convierte el ancho inverosímil en una vislumbre de mar, Marosa di Giorgio practica un barroquismo que se especializa en desarreglo cosmético y desajuste caótico. Los relatos de Misales o la narración deshilachada de La flor de lis insisten en un erotismo interespecies que responde menos a los claroscuros caravaggescos, e incluso a la metamorfosis de Dafne en laurel que captaba Gian Lorenzo Bernini en una escultura escandalosa en que la rigidez del mármol se

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presta a una escena de sorpresa y a una transformación inconcebible, que a las visiones pesadillescas que El Bosco fijó en El jardín de las delicias. Como el grotesco parece ser un desideratum rioplatense, la anamorfosis que capta di Giorgio responde menos a juguetes ópticos y prismas de cristales que a la bizquera de los personajes y a una luz que renuncia a la brusquedad del rayo que Lezama encontraba en la revelación gongorina y al Chorreo de las iluminaciones perlongheriano para preferir la titilación sugestiva. Pero el linaje de Perlongher no se agota en Lezama sino que se remonta –tal como se remonta un río– a Sor Juana. El Auto sacramental del Santo Daime instala a la Amazonia como territorio ubérrimo de América, integra al Brasil dentro de una América Latina que tiende a alejarse de él, transmuta la lengua en un cocoliche gozoso de español, portugués y tupí-guaraní –ejercicio que prosigue Wilson Bueno en el portuñolí de Mar paraguayo, con idéntica inscripción hídrica– y absuelve los excesos con la poética de la ayahuasca o yagé. El Auto sacramental del Santo Daime oscila entre la Loa a El Divino Narciso y el Neptuno Alegórico de la religiosa mexicana. Además de celebrar al dios de las semillas (“Huichilobo”, versión farolera de Huitzilopochtli) diseña carros alegóricos que inician con una rampa giratoria selvática, atravesada por una “gigantesca anaconda multicolor e iridiscente” (Perlongher, 2018: 2). De la sierpe de Lezama a las “Anacondas en el parque” que persigue Lemebel, Perlongher establece un tránsito tan eficaz como el que las marsopas (delfines de río) marcan con la Oda al Paraná de Manuel José de Lavardén, cuya reverberación ya podía rastrearse en las sirenas y endriagos de la borgeana “Fundación mítica de Buenos Aires” a orillas del extravagante Mar Dulce. La escena del Santo Daime está en penumbra, apenas con una luz de vela propia de Georges de La Tour –si bien las ropas blancas y azules de los coros replican los colores que viste el Narciso caravaggesco–, aunque se vuelve titilante en un claroscuro de adscripción marosiana al que la mujer vestida de lamé –materia apta para los reflejos tornasolados que se le asignan, propios del “pintor ayahuasquero Pablo Amaringo” (2) y, por qué no, del cubano Wifredo Lam– y la Chacrona (“envuelta en mantas de colores vítreos/ de satén irisado”: 6) le aportan estilemas indumentarios de Manuel Puig. La luz es un personaje de fulgor nacarado, madre de la ayahuasca alucinógena que aparece como ser andrógino, “fruto líquido de mis amores con la tierra” (3). Entre tapires y antas que rezuman modernismo brasileño, la ayahuasca es cuidada y desbrozada solamente por mujeres, en una práctica de herboristería a la que Juana Inés no fue ajena (Flores, 2014). En la mixtura deslumbrante de esta coreografía dionisíaca, la selva y la silva se entremezclan como en las Soledades: “la fantasmagoría de la selva:/ un canto de esforzados campesinos,/ pastores de la silva” (Per-

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longher, 2018: 5). Silva de varia (e)lección, o Varia imaginación, para retornar al gongorismo de metáforas herméticas del trobar clus con su manía de correlacionar lejanías, en la fórmula algebraica borgeana que bordea el desprecio hasta repudiar la versión exacerbada del recurso: “yo diría que es barroca la etapa final de todo arte, cuando este exhibe y dilapida sus medios” (Borges, 1981: 9). En semejante advertencia es posible prever un deslizamiento que Perlongher remite al transesteticismo: del barroco y sus variantes se ha pasado al kitsch, al camp y al gay (Perlongher, 2013: 148). Desde la resistencia al capitalismo en que insiste Echeverría se corre el riesgo de caer en la complacencia con la sociedad de consumo que promueven esas derivaciones. Para conjurar cualquier recaída en tal sentido, Perlongher socavó los fundamentos de cada una de las estéticas e insistió en la originalidad desenfadada del barroco americano que carece de un suelo firme en el cual asentarse. Las orillas barrosas, la espesura selvática y las islas caribeñas verifican en su geografía inestable la condición cultural del “teatro sobre el viento armado” que, lejos de perturbar a América Latina, le concede todas las libertades creativas y combinatorias. La revolución deseante que promueve Perlongher se condensa en la fórmula “a la sedición por la seducción” (123), en que la deriva deleuziana se vuelve errancia ciudadana.

6 ¿Para qué me enamoras lisonjero si has de burlarme luego fugitivo? Pedro Lemebel extrema los merodeos perlongherianos, tanto en los trayectos ab-errantes en los alrededores del río Mapocho de la capital chilena como en la conversión de la homosexualidad militante en travestismo y del ensayo punzante en performatividad que desplegó junto con Francisco Casas en las presentaciones de Las Yeguas del Apocalipsis. Lemebel –quien suprimió el apellido paterno para optar por el de la madre, en una elección que ratifica la serie femenina que domina el barroco local– se enfrentó a la dictadura pinochetista y a las ínfulas neoliberales de Sebastián Piñera, a quien le reprochó campechanamente querer comprar demasiado barato el “paisito” alargado entre los Andes australes y el Pacífico. En lugar del ensayo, Lemebel escoge la crónica, esa fijación de la inmediatez que apela a un público capaz de reconocer los guiños que esparce sobre lugares, personajes y situaciones que tipifican a Chile como nación sudamericana, cuyas travestis alojan la fantasía de seducir a los norteamericanos para

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conseguir dólares y salir de la miseria, sin calcular que los delegados del Primer Mundo ejercen el turismo sexual como un modo de propagación del sida. “La plaga nos llegó como una nueva forma de colonización por el contagio” (Lemebel, 2009: 5), concluye mientras dedica Loco afán a algunas de sus víctimas, como el mismo Perlongher. Pero no es el tono del lamento ni el del duelo el que resuena en las crónicas, sino el de la reivindicación y el desafío. Así como Echeverría dejaba entrever una “plataforma crítica postmoderna” (Guerrero, 2012: 113) en el neobarroco, Lemebel diseña un dispositivo crítico y metodológico en los paseos orilleros nocturnos por una Santiago que se define con lenguaje barroco pero cuya escenografía y cuyos personajes moribundos y devastados corresponden a la estética gótica. Su epistemología no pasa por el descentramiento kepleriano que trastorna el cosmos y produce una incertidumbre melancólica (Sarduy, 1987) sino por la certeza desazonada del Big Bang, un estallido creador que ha producido un mundo terrible, acechado por la plaga. El punto en que Lemebel coincide con Juana Inés es en la pasión por los bajos fondos, que en ella encuentra cauce en las jácaras y en él en los pantallazos que ofrece de esa ciudad tercermundista con ansias de Miami, cuyos homosexuales pretenciosos –cooptados por un neoliberalismo que los rechaza como individuos pero los reclama como nicho de mercado– fantasean un Stonewall arrabalero urdido en los bares de mala muerte de los suburbios santiaguinos o disputan los visones en una “última cena de apóstoles colizas” (Lemebel, 2009: 17). En la travesía nocturna en busca de “Anacondas” –miembros masculinos desacatados en una capital que sufre la ferocidad del toque de queda–, al borde de lo delictivo dictaminado por las reglas represivas del pinochetismo, la sierpe gongorina indagada por Lezama y la serpiente multicolor de Perlongher adquieren carnadura real y trasuntan el goce de lo deseado y de lo prohibido. El remanido flâneur baudelairiano/ benjaminiano abandona entonces los remilgos mistéricos que ensayaba en los pasajes parisinos para enrolarse en el comercio brutal de la urgencia física, la carencia monetaria y el desecho social. Así promulga la serie que lo distingue como “un caminador, un errabundo, un callejero, un trotacalles, un caminante privilegiado” (Bianchi: 326). Un artista del yiro que defiende la esquina como el último refugio en una ciudad donde cada recoveco, como los del cuerpo en exposición a la peste contenida en los fluidos –no deleuzianos, sino impregnados con la viscosidad de las secreciones contagiosas–, es una ventana a la infección, una oferta para la rajadura feroz transmutada en perla cicatrizada del neobarrocho (Bianchi, 2015). El trayecto iniciado en el siglo XVII con un cura, escandido por los versos de una monja y que propuso una serie femenina/homosexual/travesti a partir de un jesuita expulsado de la orden por licencioso, mutó al neobarroco en el

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siglo XX amparado por los ensayos de un poeta cubano y al neobarroso de un militante rioplatense para culminar en el neobarrocho de un cronista chileno. Además del recorrido por una estética, con sus veleidades de definiciones enfáticas, metáforas serpentinatas, elaciones profanas, aglomeraciones inauditas y alucinaciones liberadoras, sostuvo la voluntad de proponer un itinerario crítico para desprenderse de una colonización tan peligrosa como la del sida que denuncia Lemebel: la colonización teórica que reafirma la condición dependiente de una América Latina que debería enarbolar el barroco con todas sus alternativas para desasirse de arremetidas destructoras que avanzan bajo el ropaje engañoso de la renovación epistémica. La anamorfosis asociativa de barroco/ neobarroco/ neobarroso/ neobarrocho aspira a sepultar los afanes grandilocuentes del trompe l’oeil de la teoría foránea.

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Miguel Rojas Gómez

El barroco y el neobarroco iberoamericanos como expresiones de cultura, crisis y libertad 1 Concepción sobre el barroco, crisis y proyecto emancipador Sobre el barroco se han realizado múltiples investigaciones, una de ellas es la de José Antonio Maravall. La cultura del barroco. Análisis de una estructura histórica, de 1975, que a su vez subsume varios estudios anteriores, cuyo examen se centra en que el barroco como concepto cultural de una época –rebasa la comprensión de este como estilo artístico–, abarca las diferentes expresiones de la cultura, concepción que ya había adelantado José Lezama Lima en su clásico libro La expresión americana, de 1957, con énfasis en el caso del barroco iberoamericano. El aportador análisis de Maravall, centrado principalmente en el barroco del siglo XVII europeo, y más específicamente español, deja importantes tesis a tener en cuenta en el orden teórico metodológico para su estudio, entre éstas la referida a las tensiones de condicionamiento histórico, entre dominación y libertad. Pensamiento develador de una situación de crisis –que no solo es debacle, declive, hundimiento, perturbación, anomalía, sino también remedio, alternativas de solución, rebelión y libertad. Y al tipificar la crisis al interior del barroco como concepto de época, siglo XVII, también válida para el barroco iberoamericano de la época colonial, tanto del siglo XVII como del XVIII, incluso de principios de siglo XIX. Y al caracterizar éste y esta puntualizó que la crisis estaba relacionada con la economía, la propiedad agraria señorial y el creciente empobrecimiento de las masas, la inestabilidad en la vida social y personal, la represión del absolutismo monárquico y las ansias de libertad (Maravall, 1975: 11, 28, 55). Precisamente, las aporías dialécticas indicadas se dan en el barroco iberoamericano en la época antes señalada, que en sus mejores expresiones dio lugar a una libertad creativa, que desde el inicio se complementó con ideas de

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rebelión, y ansias de libertad, que llegó a fructificar en una especie de programa cultural de emancipación anticolonial a fines del siglo XVIII y principios del XIX. Otra importante idea de Maravall es el esclarecimiento que el barroco no se caracteriza solo por la exuberancia, sino también por la abundancia o la simplicidad, la extremosidad (422). A su vez, en la contraposición clásico barroco aclaró también que “en cualquier caso, el barroco no es un racionalista, pero, emparentado, por época y por los objetivos a alcanzar, con el pensamiento racionalista, se sirve de procesos parcialmente racionalizados, de las creaciones técnicas y calculadas que de ellos derivan, para alcanzar el dominio práctico de la realidad humana y social sobre la que quiere operar” (145), pues existen distintas modalidades del mismo como son “expresión contenida”, un “barroco moderato” o un “neolaconismo barroco de severa sobriedad”. Argumentos a tener en cuenta para el examen del barroco iberoamericano. De la concepción negativa del barroco se ha pasado a consideraciones que sitúan al mismo como concreción de la cultura latinoamericana, proyecto de modernidad alternativa o un neobarroco de posmodernidad crítica. Es de común consenso que el barroco es un estilo artístico histórico post-renacentista, en el sentido amplio del concepto, que abarcó la filosofía, la religión, la literatura, la poesía, el teatro, la arquitectura, la escultura, la pintura, la música, entre las principales manifestaciones de la cultura en los siglos XVII y XVIII, sin ser absoluto, pues hay antecedentes reconocidos a finales del siglo XVI, y más allá del XVIII. Como estilo artístico y cultural histórico el barroco se caracteriza, en general, por la representación del movimiento, la energía, la tensión, los contrastes entre las luces y las sombras, la intensidad de la espiritualidad y la religiosidad, las relaciones entre lo finito e infinito, lo temporal y lo eterno, el naturalismo, la línea curva, la ornamentación exuberante, la extremosidad y el colorido como rasgos de su personalidad propia (Sebastián, 2007). Y si bien como subrayó Wölfflin (1977), no representa un estado perfecto, si sugiere un proceso incompleto, abierto, y de consumación creadora. Todo esto hace del barroco una expresión cultural y estético artística deconstructiva, de ruptura, sin negar cierta continuidad. Constituye de modo fehaciente lo que Umberto Eco (1991: 367385), ha llamado una experiencia estética abierta que da lugar a un proceso de ambigüedad y autorreflexibilidad al generar un nuevo idiolecto estéticocultural, tanto de corpus como de corriente o época. En cuanto a una de estas características Alejo Carpentier refirió –en la conferencia “Lo barroco y lo real maravilloso”, impartida en el Ateneo de Caracas

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en 1975, publicada como parte del libro Razón de ser, de 1976–, que “el barroco es una suerte de pulsión, que vuelve cíclicamente a través de toda la historia en las manifestaciones del arte, tanto literarias como plásticas, arquitectónicas, o musicales; y nos da una imagen muy acertada cuando [Eugenio D’Ors] dice que existe un espíritu barroco” (Carpentier, 1980: 40), aunque omitió la falta de historicismo de éste. Para el insigne narrador y teórico cubano el barroco está presente a través de todas las épocas histórico-culturales, y pone de ejemplos, a más de los clásicos del barroco –como un Bernini, Rubens, o un Góngora– el Chilam Balam, el Popol Vuh, la escultura azteca, el teatro de Shakespeare, la escultura indostánica con sus bajo relieves más o menos eróticos y sus arabescos, Gargantúa y Pantagruel de Rabelais, El médico de su honra de Calderón de la Barca, la Catedral de San Basilio de Moscú, La flauta mágica de Mozart, el teatro y la poesía de Maiakovski, o la novelística latinoamericana contemporánea. Enunciados demasiado categóricos, en la que subyace la influencia de Eugenio D’Ors (1964) y Henri Focillon (2010), en cuanto a la supuesta constante barroca de todos los tiempos. Ya antes había afirmado en Tientos y diferencias, de 1966, que “nuestro arte siempre fue barroco: desde la escultura precolombina y el de los códices, hasta la mejor novelística actual de América. [...] No temamos, pues, el barroquismo en el estilo, en la visión de los contextos, en la visión de la figura humana [...]; barroquismo creado por la necesidad de nombrar las cosas” (32-33). Y en 1975 explicitó que éste es un “un espíritu [de creación cultural] y no un estilo histórico” (Carpentier, 1980: 47) [el subrayado es nuestro], concluyendo que “América [Latina], continente de simbiosis, de mutaciones, de vibraciones, de mestizajes, fue barroca desde siempre” (1980: 51), incluyendo la naturaleza (Márquez, 1989, 177: 67; Rojas, 2016: 111-118). Formulación polémica en más de un punto como “barroca desde siempre” y “una naturaleza barroca”. Dejando de lado, lo debatible, el barroco en lo que es hoy América Latina constituyó un modo de vida cultural, pero no por ello dejó de ser un estilo artístico con su característica multifuncional, pues como arte vino a ser concreción de la vida y la cultura que lo expresaba y –expresa–, pues como reza la frase: ars longa, vita brevis, el arte siempre tiene actualidad cultural y tiene cosas que decir a los contemporáneos, de ahí que Walter Benjamín plantease la existencia del tiempo estético como diferente del fluir del tiempo histórico. Por consiguiente, no hay contradicción ni exclusión entre el estilo estético-artístico y el espíritu cultural barrocos, concepto de época. Asimismo, esclarecer que una determinada expresión artística o estilo estético siempre tiene antecedentes históricoculturales, como también manifestaciones contemporáneas sin predominar

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como corriente estética o estilo artístico, tal como se revela en la propia obra de Carpentier, entre cuyos libros está Concierto barroco, de 1974. De otra parte, más cercano en el tiempo, el ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría coincide con Carpentier en su investigación del barroco. En Modernidad, mestizaje, ethos barroco, de 1994, del cual es compilador y autor de un de los ensayos, acotó que “el concepto de barroco ha salido de la historia del arte y la literatura en particular y se ha afirmado como una categoría de la historia de la cultura en general” (Echeverría, 1994: 75). Argumento que lo llevó a concebir una La modernidad de lo barroco, 1998, para América Latina, como posible alternativa a la modernidad capitalista contemporánea (2000: 15-16, 91), y el socialismo totalitario de sesgo marxista-leninista, con asunción de la teoría crítica de la Escuela de Frankfort. Punto de vista coincidente, en parte, con el de Jürgen Habermas en cuanto que para éste la modernidad es un proyecto inacabado, porque está inconcluso el sueño de la modernidad proyectada por la Ilustración. En este debate, más recientemente, Boaventura de Sousa Santos ha insistido que es una forma excéntrica de la modernidad, con un carácter abierto e inacabado, que permite la autonomía y la creatividad de los márgenes y las periferias (Santos, 2011: 242), donde la subjetividad barroca contiene las formas del ejercicio de la libertad par excellence. En parte, en lo ya expuesto se vislumbra la existencia de tendencias dentro del barroco, ya en su manifestación europea como latinoamericana. Sin obviar en Europa el barroco protestante y el barroco católico, un barroco aristocrático cortesano, entre cuyos símbolos está el Palacio de Versalles, el cual tuvo como primer inquilino al Rey Sol, así como un barroco más popular por su funcionalidad como la Plaza Mayor de Salamanca, destinada a actos públicos, entre los que estaba la corrida de toros. En el caso de España, el barroco se erige prácticamente como un estilo nacional y es una Anti-Europa en cuanto que España estaba negando, o planteando de otra manera, aquellos valores de la conciencia moderna. Aun diríase que pasando por sobre la lección renacentista, España vuelve a desarrollar bajo el impulso barroco ciertas formas todavía potenciales de la Edad Media: ciertos emblemas caballerescos, cierto solazamiento en la muerte, cierto plebeyísimo exuberante como el que ofreciera tres siglos antes el Arcipreste. Caballería un poco degenerada y grosería sin velo, o casi preciosismo de la grosería –como ocurre en el arte de Quevedo–; empaque y ceremonia altisonante y burla cruel, sumo respeto y desenfado, coexisten en una época que no conoce el término medio, que no logra nunca la “sofrosine”. En Hispanoamérica el problema presenta nuevas metamorfosis, debido al aditamento de un medio más primitivo, a

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la influencia híbrida que en la obra cultural produce el choque de las razas y la acción violenta del trasplante (Picón-Salas, 1975: 122). Ideas expuestas por Mariano Picón Salas, algunas de las cuales, llevan necesaria rectificación como que el medio precolombino era más primitivo, olvidando las importantes civilizaciones prehispánicas, en las cuales la ciudad azteca de Tenochtitlán en la época de la conquista tenía mayor número de kilómetros cuadrados que París y Madrid. No obstante, el venezolano en su libro De la conquista a la independencia. Tres siglos de historia cultural hispanoamericana, de 1944, destacó que la España barroca había planteado el problema de la modernidad de otro modo que el resto de Europa, revelando en su cultura la tendencia de lo plebeyo, o mejor dicho, lo popular. Todo esto sin negar la influencia hispana, lo colonial, por un lado; y por el otro, la especificidad del barroco hispanoamericano, y con mayor extensión latinoamericano, que no es mero trasplante, sino creación auténtica donde aparece ya la génesis del humanismo plural (Rojas, 2016: 139-148). Más puntual en cuanto al aporte del barroco latinoamericano fue el cubano José Lezama Lima, quien en el ensayo la “Curiosidad barroca” del libro La expresión americana, de 1957, al comparar el barroco europeo con el de Nuestra América destacó: Nuestra apreciación del barroco americano estará destinada a precisar: primero, hay una tensión en el barroco; segundo, un plutonismo, un fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica; tercero, no es un estilo degenerescente, sino plenario, que en España y en América española representa adquisiciones de lenguaje, tal vez únicas en el mundo, muebles para la vivienda, formas de vida y de curiosidad, misticismo que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria, maneras del saboreo y del tratamiento de los manjares, que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso, teocrático y ensimismado, errante en la forma y arraigadísimo en sus esencias (Lezama Lima, 1988: 229) [las cursivas son nuestras].

Y no obstante indicar la unidad entre el barroco peninsular y el de las colonias americanas subrayó que “repitiendo la frase de Weisbach, adaptándola a lo americano, podemos decir que entre nosotros el barroco fue un arte de la contraconquista” (230). Habría que precisar que no en su totalidad, pues existió un barroco colonialista, pero sin duda su mejor tendencia es exponente de una cultura de la contraconquista, cultura de la resistencia, como el mismo Lezama aclaró en la Expresión americana, al señalar que “hay que desviar el énfasis puesto por la historiografía contemporánea en las culturas” (218); “la historia política cultural americana en su dimensión de expresividad, aun con más razones que en el mundo occidental, hay que apreciarla como una totalidad” (258); “visión histórica americana: […] solo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento” (213), que

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“son las chispas de la rebelión” (246), que ya anticipaba el primer programa de autonomía cultural a fines del siglo XVIII, que incluía como parte del mismo la independencia política y económica. Dentro de los analistas del barroco latinoamericano Bolívar Echeverría apuntó la existencia de tendencias, como ya antes se refirió en el primer aspecto de este ensayo, que a su decir, constituyen tendencias opuestas (1994: 76-79), en cuanto formas de vida: por un lado la del desencanto conservadora, defensiva, y por el otro la de reafirmación del otro, progresista. En realidad, lo que tipifica Echeverría es el proceso de confrontación política y cultural que generó la transculturación, abriendo paso ésta a una cultura de síntesis. Pero, el ecuatoriano-mexicano no explicitó la tendencia barroca hegemónica peninsular en América, por eso en diálogo crítico con su obra Enrique Dussel afirmó que Echeverría conoce la diferencia del barroco peninsular y del colonial latinoamericano, sin embargo no se propone caracterizar claramente su diferencia y, sobre todo, no indica cuál pudo ser el origen del otro. […] Su signo, en ambos casos, será de todas maneras la ambigüedad (Dussel, 2013: 7).

Con todo, no se puede obviar que en la investigación de Echeverría esté ausente la resistencia (Echeverría, 1994: 87) es decir, la cultura de la resistencia y el proceso del mestizaje étnico-cultural que se dio en el barroco; pero no es menos cierto que hay ambigüedades explicativas (78). Más consecuente en cuanto al problema de las tendencias del barroco en América Latina fue el mexicano Carlos Fuentes, quien en su novela Terra nostra, donde narra aspectos del barroco esclareció la relación política-cultura en el barroco colonial, al destacar en éste la tendencia vertical-hegemónica: “Las mismas jerarquías rígidas, verticales; el mismo estilo de gobierno: para los poderosos, todos los derechos y ninguna obligación; para los débiles, ningún derecho y todas las obligaciones” (1975: 743). Esta es una realidad inobjetable, que si bien en la relación política-cultura en las colonias iberoamericanas hubo una concepción más tutelar, con cierta inclusividad, no puede negarse que hubo hegemonía y dominación, porque de lo contrario no habría existido un programa de independencia cultural y política como el que aconteció a finales del siglo XVIII, revelador de otra tendencia, la de la cultura en su tendencia horizontal, donde el otro es reconocido como igual desde la identidad en la diferencia (Rojas, 2011: 84-92). Uno de los méritos expositivos de Lezama Lima en cuanto al barroco iberoamericano fue en subrayar que:

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El barroco como estilo ha logrado ya en la América del siglo XVIII, el pacto de familia del indio Kondori y el triunfo prodigioso del Aleijandinho, que prepara ya la rebelión del próximo siglo, es la prueba de que se está maduro ya para una ruptura. [Constituye] las chispas de la rebelión, (Lezama Lima, 1988: 244 y 246).

el anuncio de la ruptura contra el sistema colonial español y portugués en América. Concepción medular sostenida por Lezama en 1957, y vuelta a formular más explícitamente en 1994 por el argentino Arturo Andrés Roig al precisar éste: El latinoamericano incluye, dentro de las tradiciones de las que se nutre, un programa de independencia cultural. Como tradición es, posiblemente, dentro de los movimientos de identidad nacional –insistió–, uno de los más ricos y diversificados del mundo contemporáneo, hecho del cual no todos tenemos conciencia (Roig, 1994: 31-32).

Para seguidamente acotar que “los sabios Mutis y Caldas, los jesuitas expulsos y numerosos escritores del siglo XVIII, dieron forma a este primer programa al que denominamos de ‘autonomía’” (32). Significó Lezama Lima dentro del programa de ruptura contra el colonialismo español y portugués a dos emblemáticos creadores del barroco, el indio peruano quechua Kondori y el mestizo brasileño conocido como Aleijandinho (Antonio Francisco Lisbora), arquitecto y escultor. Al simbolizar la importancia de estos sujetos culturales puntualizó: “Así como el indio Kondori representa la rebelión incaica, rebelión que termina como un pacto de igualdad, en que todos los elementos de su raza y de su cultura tienen que ser admitidos, ya en el Aleijandinho su triunfo es incontestable” (244). “El señor barroco americano, a quien hemos llamado auténtico primer instalado en lo nuestro, participa, vigila y cuida las dos grandes síntesis que están en la raíz del barroco americano, la hispanoincaica y la hispanonegroide” (244). No solo ya el siglo XVIII Hispano Portugués Americano concretó dentro de la expresión barroca el proceso de las síntesis hispano-lusitano-indígena e hispano-lusitano-africano, sino igualmente prendió las chispas de la rebelión político-emancipatoria donde aparecen diferentes sujetos: indios como Túpac Amaru o los hermanos Katari, mestizos como el comunero José Antonio Galán, la conjura de los alfayates (plebeyos) que querían instaurar la República Bahianense en esta parte del Brasil. Idea de libertad también sustentada por el jesuita peruano Juan Pablo Viscardo, el quiteño Eugenio de Santa Cruz y Espejo y en el Brasil por Tomás de Gonzaga (Menéndez, MCMLXII: III, 508; Onís, 1955: 169), poeta y filósofo. Este americanismo, en el caso de Gonzaga, está en relación con su libro Tratado de filosofía del derecho natural (Gómez, 1946: 12), primera obra filosófica escrita en portugués en Brasil. Libro que influyó con sus ideas de libertad en la conspiración organizada por

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José Joaquín da Silva Xavier (Tiradentes) en 1789, precursor de la independencia brasileña. Dentro este panorama, vale subrayar a criollos como Francisco de Miranda, quien ya en 1790 concibe el plan de independencia de Hispanoamérica, incluso de Sudamérica, programa de Independencia cultural, política e integracionista (Rojas, 2011: 93-129; 2018: 27 (1): 136-141). Dentro de este contexto, del Primer Programa de Autonomía Cultural, con inclusión de la independencia política, el cual contiene la descentralización del sujeto de la sociedad y la cultura, se reafirmó el concepto Nuestra América en la obra del Francisco de Miranda, quien lo utilizó por primera vez en 1783. A partir de aquí éste representa la conciencia de identidad-integracionista de unidad en la diversidad, y por consiguiente de la ruptura con la España y el Portugal colonialistas. Por esto, sobre la base de la identidad en la diferencia, rompe con el abstracto, genérico y ambiguo nombre de América para puntualizar la existencia de las Américas. Así empleará los conceptos “nuestras Américas” (Miranda, 1982: 438) y “las Américas” (423). Desde estos presupuestos, de la unidad en la diversidad emancipatoria, esclareció la existencia de nuestras Américas, es decir, de Hispanoamérica y Brasil, es decir, de lo que vendría a ser Iberoamérica (Rojas, 2011). Incluso, sentó las bases genésicas de la sudamericanidad integracionista (Rojas, 2019: 362-367). Desde las ideas de la razón y la libertad ilustradas expresó: “Dejad que la gloriosa luz de la Razón ilumine nuestras mentes, permitid que el amor por nuestro País anime nuestros pechos, desenvainad la espada, jurad que no gozaréis de descanso o paz hasta que vuestro País sea libre” (Miranda, 1982: 552553). “Que nuestra consigna sea, Libertad o Muerte” (353), divisa que antecedió el grito de independencia de Ypiranga del 7 de septiembre de 1822 en que Brasil se separó de Portugal. Por tanto, Nuestra América, tanto en singular como en el plural Nuestras Américas remite a un proyecto de integración continental hoy todavía vigente, a pesar de los avatares y el carácter pendular de los proyectos de integración latinoamericanos hasta hoy. Si bien el barroco se conjunta con la Ilustración de sesgo racionalista, vale aclarar que el concepto Nuestra América viene desde el siglo XVII, pleno siglo barroco, y su creador fue el poeta y párroco neogranadino Hernando Domínguez Camargo, en quien se aprecia cierto gongorismo americano, junto a su frenesí innovador, el canto a la frutería, las verduras y la naturaleza neogranadina y americana. A mediados del siglo XVII Domínguez Camargo acuñó el término Nuestra América, el cual aparece en el poema “Al agasajo con que Cartagena recibe a los que vienen de España”, recogido en su obra Ramillete de varias flores poéticas, publicada póstumamente en 1676. En el referido poema

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escribió: “Esta, nuestra América”, “Babilonia de pueblos tan sin cuento, / que les ignora el sol de su nacimiento”. Concluyendo así: “Esta que es común patria del orbe” (Domínguez, 1986: 381-382). La significación, más allá de la enunciación del concepto, radica en que contiene una visión ecuménica de Nuestra América, pero sin alcanzar todavía la dimensión integracionista que Miranda le asignó a fines del siglo XVIII, semántica acompañada de la pragmática de unidad integracionista que atraviesa más de dos siglos en la historia del pensamiento latinoamericano hasta hoy.

2 Sobre el concepto de neobarroco, crisis y emancipación De modo predictivo José Lezama Lima escribió, en 1957, que el barroco “reaparece como nueva tentación y un reto desconocido” (Lezama Lima, 1988: 229) [el subrayado es nuestro]. Reaparición y tentación de hacer del barroco una vía alternativa a la modernidad occidental, o mejor dicho, a su tendencia hegemónica, pero no una simple vuelta al barroco originario, porque hay múltiples factores que han condicionado el barroco contemporáneo, o más exactamente el neobarroco en sus diferentes manifestaciones culturales como sostiene Omar Calabrese en el libro de 1987 La era neobarroca (1999: 12, 27), entre estos las teorías de las catástrofes, fractales, estructuras disipadoras, del caos, la complejidad; con ciertas formas de arte, de literatura, de filosofía y hasta de consumo cultural. Concepción que examina desde una poética neobarroca de la comunicación de los mass-media y las formas culturales, la pérdida de la integridad, de la sistematización ordenada a cambio de la inestabilidad, de la polidimensionalidad, de la mutabilidad; así como de una estética social centrada en las cuestiones del gusto, el valor y las valoraciones de orden axiológico. El aportador análisis está hecho básicamente sobre la base de la cultura y el arte europeos y estadounidense, con algún escaso ejemplo latinoamericano como el libro de cuento El Aleph de Jorge Luis Borges –donde aborda la relación entre el laberinto y el caos– y la referencia a la concepción del barroco y neobarroco del cubano Severo Sarduy. Además, del laberinto y el caos, destacó como características del neobarroco, la metamorfosis, la poética de lo informe y la inestabilidad, el azar, la belleza de los fractales, la cita, ciertos tipos de videojuegos, entre las principales. El tema de cultura, sociedad y crisis de la modernidad contemporánea no es explícito en su estudio, solo aparece referencialmente cuando habla del “males-

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tar del advenimiento de la «era de la charla»” (13), que “la crisis, la duda, el experimento son una característica barroca. La certeza es la característica de lo clásico” (206). O el relacionar El hombre unidimensional de Herbert Marcuse, con la crítica a la deformación humana producto de la razón-tecnocráticainstrumental de Occidente, contraponiendo a la misma la “catástrofe” de las dimensiones de la conciencia crítica libertaria tematizada por el filósofo. Es importante la referencia hecha a Severo Sarduy, como uno de los primeros en la explicitación del neobarroco, aunque antes que el cubano-galo, el italiano Gillo Dorfles y el brasileño Haroldo de Matos habían comenzado la tematización de éste. Antes de pasar a los iberoamericanos es insoslayable destacar la importancia de Gillo Dorfles, significada también por Calabrase, entre otros. Hay dos textos de Dorfles Barocco nell’architettura moderna, de 1951, y Architettura moderna, de 1954, donde inicia la argumentación del nuevo concepto, en continuidad de ruptura, de coincidencia y diferencia con el barroco. En el libro de 1951 ya plantea: “¿Y entonces por qué insistimos en querer plantear un neobarroco?” (1951: 16). Aquí explicita que el neobarroco no solo es una manifestación de la arquitectura moderna, que se inicia a finales del siglo XIX (Hocke, 1961) –y que a decir verdad está presente ya en la segunda mitad del siglo XIX en la arquitectura, la música y escultura–, sino un movimiento mucho más amplio que abarca igualmente otras expresiones del arte, y pone de ejemplo en la pintura a Paul Klee y Vasili Kandinsky, en la escultura a Barbara Hepworth, Jean Arp y Henry Moore y en la música Alban Berg y Béla Bartók. Su argumento, que también desarrolla en la Arquitectura moderna, de la propia década del 50, es que el neobarroco está condicionado por las nuevas circunstancias sociales, espirituales, formales, técnicas y nuevos materiales (cristal, hormigón armado, acero, aluminio etc., sobre todo en la arquitectura). Destacó como característica de éste la ondulación plástica, una línea más movida, la dinamización del espacio y la multiplicación perspectivista, junto al resurgir de regionalismos arquitectónicos, como el caso de Brasil. En tal orden, de creaciones neobarrocas, atribuyó gran importancia a los arquitectos brasileños Lúcio Costa, Oscar Niemeyer, Affonso Riedy (de origen francés), Rino Levy y Marcelo Roberto. Resaltó la influencia lecorbusieriana en ellos, junto a la creatividad y la utilización del paisaje autóctono, con desplazamiento de lo racional-funcional a lo racional-orgánico, es decir, la manifestación de lo universal concreto-situado. Habría que subrayar no solo el caso de la creación de Brasilia, sino otras anteriores, donde se destaca la labor de cada uno de ellos, comenzando por el conjunto arquitectónico de Pampulha, de Belo Horizonte, donde resalta la Iglesia San Francisco de Asís, de Oscar Niemeyer. De

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Affonso Riedy el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro, de Rino Levy, el Parque de Brasilia, y de Marcelo Roberto (junto a sus hermanos Milton y Mauricio) el aeropuerto Santos Dumont en Río de Janeiro. Obras donde se aprecia la sinuosidad, la modelación espacial, la horizontalidad, la elegancia y los espacios Sin duda, en cuanto a la concepción del neobarroco, Gillo Dorfles junto al brasilero Haroldo de Matos, son dos importantes referentes de la década de 1950, como argumenta de modo excelente Valentín Díaz (2014: 100). Haroldo de Matos, igualmente enunció el término como antes se indicó, quien, además, es uno de los fundadores de la poesía concreta. En el pequeño escrito: A obra de arte aberta, de 1955, De Matos escribió: “Concepaço da obra de arte aberta, como um “barroco moderno” (De Campos, s/f: 33), para seguidamente puntualizar, “talvez esse neo-barroco, que poderá corresponder intrinsecamente as necessidades culturmorfológicas da expressão artística contemporánea, atemorize, por sua simples evocação, os espíritos remansosos, que amam a fixidez das soluões convencionadas” (33) Indicó que el nuevo concepto podría amedrantar a los partidarios de lo convencional, lo establecido, por la ruptura que es capaz de provocar, desde la concepción de la obra abierta, anticipándose en siete años al título y obra de Umberto Eco, Opera aperta; aunque a decir verdad, la categoría de forma abierta, preludio de obra abierta, fue acuñada mucho antes por H. Wölfflin (1936: 168), y a partir de éste también la utilizó en la década de 1940 el historiador del arte cubano Luis de Soto (2013: 111); quien consideró, a diferencia de Wölfflin, la forma abierta como inacabada. Sin embargo, estos antecedentes no demeritan la idea de obra abierta de Haroldo de Santos, y es uno de los que aporta a la construcción del enunciado y concepción del neobarroco en la década del cincuenta. Ideario que sostendrá en diferentes escritos, llegando a reseñar a principios del siglo XXI que el neobarroco parece derivar hacia “un persuasivo-persistente “transbarroco” latinoamericano” (De Campos, 2002: s/p). A nivel latinoamericano, y más específicamente iberoamericano, los investigadores del neobarroco señalan a Severo Sarduy como uno de los que contribuyó a la forja teórico-ilustrativa de esta concepción. Sarduy omitió en el ensayo El barroco y el neobarroco, de 1972 –recogido en Ensayos generales sobre el barroco, de 1987–, la enunciación categorial hecha por el brasileño y el italiano, aunque años después conoció a De Campos, mantuvo amistad y comunicación con él. No obstante, argumentalmente, las ideas del cubano sobre el neobarroco son de mayor alcance epistémico y de mayor generalización, porque da una sintética caracterización del neobarroco y su diferenciación con el barroco en la

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Colonia, al tener en cuenta entre ambos lo diferente y lo común, entre otros aspectos. En este sentido argumentó Sarduy: Así el barroco europeo y el primer barroco colonial latinoamericano se dan como imágenes de un universo móvil y descentrado –como hemos visto– pero aún armónico; se constituyen como portadores de una consonancia: la que tienen con la homogeneidad y el ritmo del logos exterior que los organiza y precede, aun si ese logos se caracteriza por su infinitud, por lo inagotable de su despliegue. La ratio de la ciudad leibniziana está en la infinitud de puntos a partir de los cuales se la puede mirar; ninguna imagen puede agotar esa infinitud, pero una estructura puede contenerla en potencia, indicarla como potencia –lo cual no quiere decir aun soportarla en tanto que residuo. Ese logos marca con su autoridad y equilibrio los dos ejes epistémicos del siglo barroco: el dios –el verbo de potencia infinita– jesuita, y su metáfora terrestre, el rey (1972: 1403).

Esto evidencia lo que explicitó unos años después José Antonio Maravall, que no hay ruptura absoluta con ciertas características de lo clásico como la armonía, y lo que llamó barroco moderado y contenido, es decir, de un barrococlasicista. Mas, no se puede identificar una de las partes (tendencia) con el todo. No obstante, también en el abordaje en la parte final de las “Conclusiones” de El barroco y el neobarroco, subrayó en la acción de bascular, una “caída”, inarmonía, descentramiento, a veces lenguaje abigarrado, impugnación de la entidad logocéntrica lejana de las metrópolis lejanas y los centros de poder. Y el neobarroco, más que una ratio de la ciudad leibniziana (Deleuze, 1989), es una especie de cultura rizomática a lo Deleuze-Guattari (2010). Por consiguiente, puede decirse que el barroco tiene aspectos coincidentes con el neobarroco, pero también diferencias, y el propio Sarduy destacó: El neobarroco, refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto que absoluto, la carencia que constituye nuestro fundamento epistémico. […] del desequilibrio, reflejo estructural de un deseo. […] La mirada ya no es solamente el infinito: como hemos visto, en tanto que objeto parcial se ha convertido en objeto perdido. El trayecto –real o verbal– no salta ya solamente sobre divisiones innumerables, sabemos que pretende un fin que constantemente se le escapa, o mejor, que este trayecto está dividido por esa misma ausencia alrededor de la cual se desplaza (1403).

Y concluye: “Neobarroco: reflejo necesariamente pulverizado de un saber que sabe que ya no está “apaciblemente” cerrado sobre sí mismo. Arte del destronamiento y la discusión” (1403). Todo indica, además, que la frase final: “Barroco de la Revolución” (1404), alude al barroco contemporáneo o neobarroco, a la situación de cambio y transformación en general –no solo socio-política–, a la crisis que se dio en Europa con el “mayo de 1968”, con sus repercusiones también en América Latina. Igualmente pareciera aludir a los llamados procesos de liberación político-sociales de las décadas de los sesenta y setenta del pasado

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siglo XX, que narradores vinculados a lo barroco contemporáneo como Alejo Carpentier reflejan, particularmente éste con La consagración de la primavera, 1978, donde existe una filiación con la ideología socialista de la Revolución cubana. Como también en otros libros: Concierto barroco: (aspectos musicales en forma y contenido), 1974, y El arpa y la sombra, 1975, donde abordó la crisis y la conciencia burguesa, entre otros temas (Lora, 2019), por solo citar algunos de sus libros principales. Por otra parte, Sarduy citó analíticamente como ejemplo del neobarroco a la novela Tres tristes tigres del igualmente cubano Guillermo Cabrera Infante (nacionalizado británico), libro que tituló inicialmente como Vista de amanecer en el trópico, escrita en 1964, ganador del Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, y no publicada hasta 1967. Texto que desde el neobarroco narra la espiritualidad de la noche habanera, de entonces, ya inexistente y contiene una crítica a las dictaduras, incluida la “revolucionaria”. El tiempo que media entre su escritura y publicación se debe a la doble censura que sufrió, incluido el cambio de título inicial. Obra que también recurre por excelencia al choteo (Mañach Robato, 2007)1 como expresión de comicidad crítica de acento cubano, aunque no solo. Como se señaló antes, el libro y su autor padecieron, de una parte, la censura de la dictadura del “proletariado” del régimen de Fidel Castro, y de otra parte, la reprobación de la dictadura franquista. De aquí que, por las implicaciones burlescas a una y otras ideologías políticas, que se sintieron aludidas, donde los extremos se tocan, este clásico de la literatura hispanoamericana demoró su aparición pública. Concreción de libertad contra cualquier poder opresor, y en este sentido dirá Sarduy: “Condensaciones como amoesclavo o maquinoscrito, para citar las más simples, vigilan a cada página la libertad, hoy en día total –la retórica ha desaparecido– del autor y a esta “censura” la obra de Cabrera Infante debe su sentido” (1392). Su reflexión, la de Cabrera Infante, en cuanto a lo neobarroco, se centró en las formas de la condensación, sus distorsiones, que constituyen su trama, el andamiaje que estructura la proliferación febril de las palabras, el sentido de libertad de expresión desbordante, prolongable al infinito, de una subordinada en otra, es decir, la de hacer surgir el sentido allí donde precisamente todo convoca al juego, al azar fonético, es decir, al sin-sentido, del sentido mismo, paradojalmente. Hay también otras miradas de Sarduy a manifestaciones neobarrocas como la abigarrada y exuberante serie de pinturas, La Flora, de René Portocarrero,

|| 1 En éste texto clásico, su autor caracteriza fenómeno socio-estético en cuestión como cierta expresión de comicidad de la cubanidad, aunque no solo.

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donde hay que destacar el conjunto de representaciones de rostros de mujeres, valga la redundancia, de gran florescencia y colorido. Igualmente, de las diferentes series neobarrocas del pintor cubano, es importante destacar los Paisajes de La Habana con sus articulaciones, yuxtaposiciones y concentración de la diversidad urbanística que conjuga lo moderno y lo colonial, la pluralidad de tonos e intensidades expresivas. Asimismo, refirió, en orden las artes visuales, al venezolano Mario Abreu, particularmente al destacar Mampulorio, recuadro resultado de ensamblaje de diferentes materiales. Sin obviar la Exposición llamada “Objetos mágicos” del transcendental pintor, que además de Mampulorio, incluyó El hijo de Mandrake, Senos prohibidos y Recuerdo de Hiroshima; donde hay una yuxtaposición de materiales diversos y una agrupación heterogénea. Aludió también a las formas vegetales exuberantes del creador citado, donde sobresalen Vegetales, Selva amazónica o Dama vegetal. Y en este reportorio de fuerte colorido, dinamismo, concentración y diversidad también sobresalen Toro constelado, El gallo, Gestación de la lluvia, y Cristo azul, entre otras. Hay que decir que no son los únicos plásticos significativos, pues hay otros referidos por Sarduy. Otra de las características del neobarroco iberoamericano destacadas, como después también expone Omar Calabrese, es la cita neobarroca (1972: 13961397), ejemplificando con la literatura, la plástica y la música. Puntualizó que Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, al contrario de la homogeneidad del lenguaje clásico, utiliza frases tomadas directamente de Juan Rulfo; incorpora al relato personajes: de Carpentier, el Víctor Huges de El siglo de las luces; de Cortázar el Rocamadour de Rayuela; de Carlos Fuentes Artemio Cruz de La muerte de Artemio Cruz; entre otras. Personajes que forman la narrativa con la familia de los Buendía. De la obra del pintor, escultor e ilustrador argentino Antonio Seguí, significó las citas plásticas en paneles, las cuales rompen la homogeneidad, revisten formas del collage, de “préstamo” o de la trasposición. Igualmente se caracterizan por el dinamismo, lo caricaturesco, el procedimiento de la ironía, el humor, incluso la sátira y la parodia. De esta etapa se destacan Retratos de familia, Ícaro, Sacando la lengua, Zorro, París interrumpido, La Memoria y Superman. Asimismo, refirió la utilización de la cita en las calcografías del también argentino Alejandro Marcos y del pintor cubano Humberto Peña, sobre todo en sus litografías, cargadas de ironía e irreverencia. Además, en la música significó la concepción de la cita por el compositor cubano Natalio Galán, el cual rompe la sintaxis serial de sus composiciones, al introducir en ellas, sorpresivamente, expresiones de contradanzas, habaneras y

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sones. En este orden de ideas vale acotar títulos de obras para varios instrumentos como Variaciones seriales y Contrastes. Más allá de lo referido por Sarduy, es importante destacar el método de la cita en la música del también compositor cubano vanguardista Leo Brouwer (Díaz, 1919), particularmente en La tradición se rompe… pero cuesta trabajo, de 1967-1969, donde incluyó al público como receptor participante. Interpretación que da comienzo con citas de los grandes clásicos: Bach, Beethoven, Mendelssohn, Bartók. Acontece una heteronomía/heterofonía, que transforma la música de los clásicos en un nuevo resultado sonoro, es decir, una nueva connotación. De manera similar en La espiral eterna, de 1970, donde hay distintos elementos contrastantes, a veces explosivos; se anuncia, a su vez, la llegada de un guaguancó remoto, en la dimensión sideral del espacio flotante. Puede afirmarse que, en la música de Brouwer, la presencia del son, la rumba o el guaguancó son una constante, conjunción transcultural de la tradición y la contemporaneidad. El cine de carácter neobarroco encontró meditación en Sarduy, específicamente Glauber de Rocha (1972: 1392-1393) al destacar en el realizador brasilero la superposición de varias secuencias, a manera de condensación, que se funden en una sola unidad del discurso en la memoria del receptor. Condensación diacrónica donde no se da simplemente la variación de secuencias estructuralmente análogas –como ocurre en el cine de Robbe-Grillet–, sino de la creación de una tensión entre secuencias muy diferentes y distantes, a manera de índice que obliga a “conectarse” de modo que éstas pierden su autonomía y no existen más que en la medida en que logran la fusión. Otros rasgos de su neobarroco son la autorreflexividad y la teatralidad como recursos. Características neobarrocas apreciables en el creador brasileiro, en películas como Dios y el diablo en la tierra del Sol, 1964; Tierra en trance, 1967; Antonio das Mortes (El dragón de la maldad contra el santo guerrero), 1969; igualmente en el corto Amazonas, 1965. Filmografía que articula lo moderno-contemporáneo y lo brasileño, así como los conflictos sociales de la época y de su país. Cine neobarroco iberoamericano (García, 2015: s/p; Rings, 2006: 191-209; Schroeder, 2011:15-35) presente en realizaciones del también brasilero Fernando Meirelles, el argentino Fernando Birri, el ecuatoriano Sebastián Cordero o el mexicano Alejandro González, entre los principales. Desde el punto de vista más teorético sobre el barroco contemporáneo, es decir, el neobarroco, resalta la figura ya antes referida, primera parte, de Bolívar Echeverría, fallecido en 2010. Y de Samuel Arriarán (2007). Igualmente, las propuestas de un neobarroco posmoderno (Rojas, 2016: pp. 128-140) con acentuación en las culturas latinas, cuyos principales propugnadores son Gianni

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Vattimo (1990: 67-70) y Boaventura de Sousa Santos (1999: 235-243, 251, 286, 360-364), con las debidas diferencias entre el uno y el otro, entre cuyas variables comunes está la crítica al capitalismo contemporánea y una propuesta contrahegemónica desde lo social y cultural, con reconocimiento de los otros como otros en la diversidad de la unidad y la unidad de la diversidad.

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Valentín Díaz

Lo que falla. Crisis originaria y crítica del Barroco al Neobarroco 1 Lo que cansa Me gustaría proponer una serie de consideraciones orientadas a la determinación de la relación entre Barroco/Neobarroco y crisis, con la intención de superponer allí tanto las experiencias históricas que esos conceptos convocan cuanto algunos tramos de las historias de esos conceptos –experiencias históricas, conceptos también históricos, en suma, que en torno a ese objeto imposible que llamamos Barroco confluyen, más allá de cualquier nombre propio, de cualquier obra, lengua y tradición, pero sin poder prescindir de cada una de esas particularidades. Estas proposiciones parten de una certeza: el Barroco/Neobarroco es hasta tal punto una experiencia de la crisis que no es posible eludir su propia historicidad crítica. Es decir, el Barroco/Neobarroco reclama, para pensar la crisis, ponerse también en crisis, pensar su condición crítica, pararse al borde de ese abismo tantas veces por él anunciado y que lo haría desaparecer junto a todo lo demás. Si ante la crisis el Barroco llega a ser una salida es porque, en contra de lo que afirma toda una tradición de enfática vindicación barroca, lejos de alejarnos de la crisis y ofrecer una mera alternativa, el Barroco nos hunde en la crisis hasta hacernos vivir el desgarramiento, nos permite experimentar hasta tal punto la crisis que obliga a concebir otro tipo de salida, una salida inmanente, una intensificación de la quietud en el hundimiento crítico, la persistencia en la caída. Dicho de otro modo, hay un cuestionamiento posible ante el Neobarroco: luego de denunciado una y otra vez el sequestro del Barroco (de Campos, 1989), una vez constatado ese borramiento histórico, ¿hasta cuándo será necesaria la reparación? ¿No es acaso el Barroco/Neobarroco una sólida y por momentos omnipresente tradición latinoamericana? ¿No produjo la duración ya prolongada de esa reparación el efecto no deseado de abandono de la condición crítica del Neobarroco mismo? ¿No habrá quedado la tradición crítica de la vindicación

|| Valentín Díaz, Universidad Tres de Febrero / Universidad de Buenos Aires https://doi.org/10.1515/9783111208909-007

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apresada en una lógica que para ser necesitaba un mundo alrededor que se fue sin que él lo notara? Para reflexionar sobre esa intimidad del Barroco/Neobarroco con la crisis habría que detenerse, para comenzar, en las escenas en las que el Neobarroco volvió la mirada sobre sí mismo y constató que no funcionaba. Es decir, determinar hasta qué punto esa intimidad surge de las zonas en las que el Neobarroco se vio fallar y quizás, tímidamente, encontró en esa falla (aunque quizás también falló en ese intento) nuevas formas, o mejor, nuevas fuerzas. Escenas, en suma, de tensión metodológica en las que lo que vibra es el débil arco que une al Neobarroco con su propio origen.

2 Lo que falla, lo que sobra Al cabo de un recorrido ya bastante largo del concepto, en su palabra casi final al respecto, Severo Sarduy (uno de sus fundadores) constata que el Neobarroco había fallado: El regreso de un arte barroco o de alguna de sus espejeantes formas, no sólo se reconoce hoy, sino que hasta se reivindica. Se ve perfilar la máscara pinturera, por todas partes, incluso donde lo que asoma no es más que la pálida literalidad del rostro clásico. Sin embargo, cuando se trata de fundamentar esta nueva “carnavalización”, de dar una explicación coherente de lo que suscita, el discurso se empobrece bruscamente: todo se vuelve constatación, fácil apreciación de estilos, detección, a diestra y a siniestra, de los “síntomas” del barroco; de modo que este neobarroco carece de una epistemología propia, y aún más, de una lectura atenta al substrato, de un trabajo de signos (Sarduy, 1999: 1370).

¿Cómo hay que leer este escepticismo en boca de quien había impulsado el Neobarroco con más fuerza que nadie y había hecho que todos los planos de su obra confluyeran en ese concepto? ¿Cuál es la razón de que se haya producido esa saturación, esa fatiga? ¿Qué límite había sobrepasado el Neobarroco? ¿Y de qué índole era ese límite? ¿Cómo llega, en suma, el Neobarroco a declarar su propia crisis? La relevancia de este pasaje de la última sección de Nueva inestabilidad (1987), el último libro teórico de Sarduy, se debe a que no puede dejar de pensarse como la aceptación de un fracaso, de una derrota, sobre todo si se tiene en cuenta que casi desde el comienzo Sarduy había asumido la tarea de hacer del Neobarroco no una poética sino, precisamente, una epistemología (Valentín Díaz, 2010 y 2011), o, más bien, un permanente desplazamiento de la poética a la epistemología. Pero aún cabría preguntar, ¿se trataba de una derrota? ¿Qué

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de la proliferación y la fertilidad del concepto se volvió demasiado, en el marco de un sistema de referencias que se encontraba en el exceso como en su casa? Si además se tiene en cuenta que Sarduy eligió este pasaje para su intervención en el encuentro “El barroco y su doble” organizado por Francisco Jarauta y Christine Buci-Glucksmann, celebrado en Madrid en mayo de 1990 y del que participaron muchos de los representantes1 europeos y latinoamericanos de esa proliferación, es posible leer aún con mayor claridad la índole de la advertencia. Cabe imaginar que Sarduy tenía en mente, por ejemplo, a Omar Calabrese, aquel de entre los presentes que más claramente había llevado el Neobarroco a una degradación teórica de la que le costó reponerse, fundamentalmente a partir de su superposición con un concepto de la época, el posmodernismo y, a partir de ese gesto, al identificar como neobarroco todo objeto de la cultura industrial. Sin embargo, en su momento originario, “El barroco y el neobarroco” (1972), Sarduy tenía ya claro ese riesgo: Más que ampliar, metonimización irrefrenable, el concepto de barroco, nos interesaría, al contrario, restringirlo, reducirlo a un esquema operatorio preciso, que no dejara intersticios, que no permitiera el abuso o el desenfado terminológico de que esta noción ha sufrido recientemente y muy especialmente entre nosotros (2001: 7).

Es evidente que esa tentativa había fallado: el texto había fomentado en su lógica misma, aún queriendo evitarla, una proliferación generalizada. El Neobarroco era cualquier cosa. Por eso el pasaje citado de Nueva inestabilidad ratifica, en la fatiga, una vocación por la prudencia en el manejo del concepto, por la condición provisoria y tentativa de ese “regreso de un arte barroco”, que Sarduy había perfeccionado a partir de Barroco (1974). Los procedimientos a través de los cuales Sarduy había llevado a cabo ese cambio son tres: depuración de la tradición literaria barroca (hasta reducirla a Góngora, Lezama y Sarduy), desplazamiento, en sus casos y ejemplos, al arte contemporáneo (en desmedro de la literatura) y salto al cosmos como escenario. Esa prudencia, que por un lado bien podría interpretarse como una estrategia de reservar para sí el Neobarroco, era más bien un modo no tanto de preservar el concepto cuanto de conservar su potencia: una aplicación2 generalizada lo sacaría de esa dimensión siempre

|| 1 Michel Deguy, Benito Pelegrin, Javier Echevarría, Remo Bodei, Severo Sarduy, Paul Virilio, Omar Calabrese, José Vericat, Andrés Sánchez Robayna, Benito Pinto de Almeida, Denielle Cohen-Levinas. 2 Que era precisamente lo que había hecho en “El barroco y el neobarroco”: “Su aplicación al arte latinoamericano actual” (2011: 7).

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provisional y excéntrica para hacerlo caer en el desgaste, la banalidad o –quizás el auténtico miedo de un autor que avanzaba con el mismo énfasis por la novela, el poema y el ensayo– el “chantaje a la teoría”3. Pero –según se desprende del pasaje citado de Nueva inestabilidad– esos procedimientos que Sarduy se inventó también habían fallado, porque en la convivencia de la depuración literaria con el salto cosmológico la depuración perdió. Es claro que Sarduy había desplazado el Barroco a una visión de la historia en función de las maquetas del universo, pero el relativo éxito del concepto impedía esa circunscripción y esa delicadeza, sobre todo porque de ese éxito participaban versiones menos complejas que la que Sarduy había elaborado. El intento de precisión que desde el comienzo intentó Sarduy no era, sin embargo, algo nuevo, era más bien el eco de una advertencia que, como casi todo, estaba presente ya en José Lezama Lima, que en 1957 había podido constatar no sólo que el Barroco “amplió… la extensión de sus dominios”, sino también que esos “dominios llegan al máximo de su arrogancia” (2001: 79). ¿Cuán en serio deberíamos tomar esa advertencia lezamiana? ¿Hay una arrogancia del concepto? ¿Es la arrogancia una auténtica línea bloqueada de la teoría? ¿Es posible persistir en el Barroco y eludir esa arrogancia que lleva al crítico a constatar, convencido, que sí, que eso también tiene derecho a estirar la lista de su Neobarroco? La salida que Lezama propone ante ese exceso es “precisar” (2001: 80). La tarea que surge de esta breve revisión del Neobarroco desde el punto de vista de la falla es leer en el pasaje Barroco/Neobarroco la posible emergencia de “una epistemología propia”, entre cuyas condiciones debería incluirse hacer de la falla (de la crisis como experiencia crítica del tiempo histórico) una verdad y quizás una salida, pero no sin aceptar que esa inclusión reclama el abandono del Neobarroco como reivindicación.

3 Una falla en el pensamiento Ahora bien, si el Barroco/Neobarroco parece, a lo largo de su historia, acumular fallas es porque la falla es su origen y lo que en su desarrollo hace es sembrar el || 3 Roland Barthes acuña el concepto de “chantage à la théorie” (1975: 58) para designar la tentación del texto de vanguardia de “servir a la teoría” para sostener, en realidad, una demanda: “Amame, cuidame, defendeme, porque estoy hecho conforme a la teoría que vos pedís” (Barthes, 1975: 58). El concepto, según propongo, serviría para pensar en el caso del Neobarroco una dinámica completa en la que la teoría también desempeñaría un rol activo.

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tiempo histórico del arte de escenas de falla, es decir, de momentos de fatiga metodológica en los que se revela y renueva la conexión originaria entre Barroco y crisis. Esa experiencia histórica, cuyos límites por definición se desconocen (toda crisis tiende a la “crisis generalizada” –Agamben, 1996–), da el tempo y la lógica que rigen el nacimiento y el desarrollo del Barroco/Neobarroco. En uno de sus momentos de fundación o refundación, el ensayo de Sarduy de 1972, la memoria histórica de la crisis teológico-política del siglo XVII se actualiza: el Barroco es allí, en efecto, “una falla en el pensamiento” (2011: 6). Las condiciones teóricas de elaboración de la teoría sarduyana transformaban ese origen en un episodio de la modernidad que de pronto invertía su signo y era un espejo para recolocar en la historia las fallas que el presente filosófico vivía menos como decadencia que como garantía de resistencia, menos como factor de preocupación que como expectativa: si hay crisis, hay posibilidad de reinvención del presente, y el Barroco se ofrece como trama de imágenes y conceptos para llevar a cabo esa reinvención. Pero esa reinvención, a diferencia de otros momentos modernos que se piensan como un modo de hacer tabula rasa, es una operación sobre la propia historia de la modernidad. El Neobarroco, para llevar a cabo esa operación, anuda su destino al de la arqueología filosófica. En el pasaje citado, Sarduy se revela más que nunca atento lector de Michel Foucault: acusa recibo del tipo de historicidad que suponía la periodización en epistemes y encuentra en el Barroco un modelo de gran utilidad para pensar las interrupciones, los desplazamientos y los quiebres históricos. Si “falla en el pensamiento” es, para Sarduy, sinónimo de “corte epistémico” (2011: 6), el Neobarroco aparece así como una relectura de Las palabras y las cosas (una lectura que, sin embargo, propone nada menos que un corrección de la episteme clásica). Allí Foucault señalaba la falla como lugar de verdad del pensamiento: “espacio vacío”, “blanco intersticial”, “estrecha distancia” (Foucault, 1999: 8) para nombrar la “ruina” del sitio del pensamiento sobre el que aún caminamos. Lo que en esas imágenes Foucault permitía ver es nada menos que el espesor de la falla, como quien se asoma a esa grieta que separa de pronto la tierra y cuyos bordes conservan la memoria de un tiempo arcaico en que no estaban y si bien logra encontrar el punto en el que la separación deja ver el fondo, el agua que corre, sabe también que la falla es siempre más antigua y más profunda. Así narra Foucault esa experiencia de pensamiento (probablemente Sarduy tuviera en mente este pasaje al momento de escribir su texto): “Al intentar sacar a la luz este desnivel profundo de la cultura occidental, devolvemos a nuestro suelo silencioso e ingenuamente inmóvil sus rupturas, su inestabilidad, sus fallas [failles]; y es él el que se inquieta de nuevo bajo nuestros pies” (1999: 16).

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Por eso no es casual que esa idea de “El barroco y el neobarroco” reaparezca luego en Barroco justamente a propósito de Las meninas: “Esta doble escena no señala más que su falla: imposibilidad de tener acceso a lo elidido […] obra no traducida, virada al revés, para siempre ilegible” (Sarduy, 1999: 1240). El matiz que esta segunda cita introduce puede ser útil para entender la índole de la falla, en la medida en que como ilegibilidad organiza un deseo filológico que encuentra en el Barroco su objeto inagotable. Un texto para siempre legible porque fallido, abierto, y por lo tanto no interpretable, más bien organizado en torno a un resto.

4 Lo que se cansa, las listas La historia americana de Lezama Lima comienza con un concepto de doble inscripción, condición histórica de la falla: es el cansancio la palabra clave que instala la necesidad de un relevo para pensar el auténtico origen de América: “cansancio clásico” como fatiga de una estética, cansancio europeo como fatiga de una imaginación (y de la política derivada de esa imaginación)4. Y si bien es el Barroco americano aquello que, por oposición, posee la fuerza (tensión y plutonismo) y está en condiciones de ofrecer un relevo, Lezama instala inmediatamente una segunda falla, ya no por cansancio sino por exceso de fuerza en la ampliación arrogante de sus dominios antes citada. Lezama constata esa arrogancia en una larga lista de objetos inscriptos en el Barroco, la lista que encarna la falla: Cuando en lo que va del siglo, la palabra empezó a correr distinto riesgo, a valorarse como una manifestación estilística que dominó durante doscientos años el terreno artístico y que en distintos países y en diversas épocas reaparece como una nueva tentación y un reto desconocido, se amplió tanto la extensión de sus dominios, que abarcaba los ejercicios loyolistas, la pintura de Rembrandt y el Greco, las fiestas de Rubens y el ascetismo de Felipe de Champagne, la fuga bachiana, un barroco frío y un barroco bullente, la matemática de Leibniz, la ética de Spinoza, y hasta algún crítico excediéndose en la generalización afirmaba que la tierra era clásica y el mar barroco (Lezama Lima, 2001: 79).

Todo lo que falla se hace legible en la lógica de las listas. El Barroco/Neobarroco es incluso, para muchos, no más que una lista en la que lo que se dibuja es menos una tradición que una serie aberrante, disparatada, proliferante, casi una

|| 4 Y aún aparece una nueva forma de cansancio, el creador, cuando el recorrido llega al siglo XX, a los años 20 y a Picasso y Cézanne: “Era el cansancio lo que impulsaba sus pasos” (2001: 157).

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lista de adhesiones, o, más bien, una lista de titulares de un derecho: si X es Barroco entonces Y también. Los grandes momentos de catastrófico fracaso del Barroco como concepto son sus listas, de la de Welleck (1946) a la de Calabrese (1987). Pero incluso cuando lo aberrante es festivo y hace de la falla un gesto y una reivindicación, no alcanza y ya todo está perdido. Eso es lo que nota Sarduy, eso es lo que había notado antes Lezama. Fue precisamente una lista aberrante, obra de Borges5, la que en el comienzo de Las palabras y las cosas señaló el punto en el que “una falla en el pensamiento” expresaba no sólo un umbral epistémico, sino también una consustanciación con la falla. Lezama vio con claridad lo que la lógica de las listas implicaba y la transformó primero en La expresión americana, luego en Paradiso, en una lista de invitados. Se trata menos de una parodia que de una salvación de ese procedimiento, porque el matiz que la lista de invitados introduce es que, sin eliminar la contingencia, incluye a los elegidos en una economía muy delicada, la de la amistad, la del juego teatral que vuelve no solo necesario sino también imprescindible a cada uno –aunque sólo sea por una noche. Allí se desempeñan roles, se entablan complicidades, preferencias, pactos. Pero incluso en la más perfecta de las veladas, alguno de los invitados dice para sí, o al oído de otro, que la inclusión de aquél no fue una buena decisión. La fatiga se vuelve pues en Lezama, lo dado, la condición del pensamiento. Por eso ante ella, abre el camino del relevo. Las eras imaginarias suponen como idea de la historia un recorrido excéntrico en el que la zona de preponderancia de cada era es definida no como cuestión de poder sino de potencia: en el Barroco, América es salvación (relevo de la fatiga europea, que arruina incluso su propio Barroco) y, del mismo modo –menos señalado por los lectores de Lezama–, la segunda posguerra es nuevamente un momento de relevo en el que le es dado al continente emprender la salvación de la cultura. La teoría del paisaje –adquisición de un “campo óptico” (2001: 169) y salvación de la naturaleza “amigada con el hombre” (2001: 167)– es la territorialización de ese relevo. En ese momento –en el presente de Lezama– América se reencuentra con su origen barroco y redefine, como potencia, las condiciones de una revolución según un modelo y una historia propios.

|| 5 ¿Eso debería hacer de Borges un neobarroco? De ningún modo. Más bien da marco al Neobarroco y lo presenta como un modo de hacer listas aberrantes y perderlo todo en el intento.

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5 Lo impreciso, imágenes del origen: Big Bang Si se acepta que el Barroco/Neobarroco falla porque la falla es su origen, cabe preguntarse cuál es la fisonomía de esa falla originaria, de esa crisis de origen, de esa defección que hace del Neobarroco un impulso que se vale de la crisis (una y siempre la misma) para recomenzar, para persistir en la irrupción. Con esto en mente vale la pena reponer el contexto de la afirmación de la falla en Sarduy. Allí se observa que ésta es en realidad el efecto de un fenómeno previo, auténtico origen: “Estallido que provoca una falla en el pensamiento” (2011: 6). El rostro del origen es pues un estallido, que pronto tendrá nombre: Big Bang. Pero ya en Lezama el Barroco era una forma de arte y pensamiento del día después de la catástrofe (en ese caso, de la ruina, por inadecuación histórica, del conocimiento clásico). En Lezama, es cierto, no hay una pasión de la conflicto. La idea del Barroco, incluso, si por un lado es políticamente revolucionaria (arte de la contraconquista), por otro es éticamente armónica y centrada – “señor barroco, bien instalado en el centro de su disfrute” (2001: 169). Un Barroco amigo de la ilustración y fundamentalmente incorporativo, omnívoro antes que selectivo, segmentador y transgresor. Si desde su constitución como concepto de la Historia del arte, el Barroco nace como inquietud por su irrupción, por las razones de la corrupción de una determinada idea del Renacimiento, en América ese rasgo se duplica: es lo que recomienza: “Situaba nuestro barroco en un puro recomenzar” (Lezama Lima: 2001: 85). Por eso el prefijo “neo” (que Lezama nunca usa) cargará luego con una doble tarea: hacer recomenzar lo que ya en América había recomenzado. En Lezama, lo originario es una pregunta gnoseológica: cómo se puede conocer lo que nace. Es “la pregunta del inicio” (1953: 115). Ante esa pregunta, Lezama es muy claro: la imagen es “lo primero que llega” (1953: 116). Por eso la poesía es una forma de conocimiento (“el hombre puede alcanzar por el conocimiento poético un conocimiento absoluto”, 1953: 116), porque lo que la imagen expone es la distancia de la falla: “Esa distancia vacía evidenciada en la metáfora” (1953: 115). Lo que allí está en juego es la definición de las condiciones de un pensamiento de la historia, su legibilidad, la posibilidad de sostener un pensamiento luego de la fatiga. La idea del origen que allí toma forma es un origen de la potencia: “Un acto que reobra constantemente sobre el germen” (1970: 21). Y del relevo: La penetración de la imagen en la naturaleza engendra la sobrenaturaleza. En esa dimensión no me canso de repetir la frase de Pascal que fue una revelación para mí, ‘como la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza’; la terrible fuerza afirma-

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tiva de esa frase, me decidió a colocar la imagen en el sitio de la naturaleza perdida, de esa manera frente al determinismo de la naturaleza, el hombre responde con el total arbitrio de la imagen. Y frente al pesimismo de la naturaleza perdida, la invencible alegría en el hombre de la imagen reconstruida (1970: 319).

Por eso su historia es una historia liminar, escatológica. Lezama llama a esa forma de historia “la última de las historias posibles”. Esa forma de conocimiento (en la que el origen ya inaccesible es relevado por la sobrenaturaleza), asume sin embargo (y en esa paradoja radica la verdad de su fuerza), su condición caída en la incorporación del límite exterior del conocimiento. Para incorporar esa zona oscura (recuerdo de la falla originaria) Lezama habla de la “técnica de la ficción” (el relato como forma de conocimiento) gracias a la cual la precisión, ya imposible, invierte su signo: “Una obligación casi de volver a vivir lo que no se puede precisar” (2001: 56). Lo cierto es que en lo imprecisable la falla es ahora una posibilidad de reinventar el conocimiento histórico. Por lo tanto si por un lado la “precisión” es el remedio contra el exceso de fuerza, hay sin embargo una fuerza contraria en la que la falla es reinvención de la historia. A partir de ese momento, lo impreciso es la signatura definitiva de lo originario para el Neobarroco. Por eso en Sarduy, todas las energías de lo originario se comprimen en la imagen del Big Bang: origen vivo, punto ilocalizable en el tiempo y el espacio, pero cuyas huellas siguen llegando. Y por eso Giorgio Agamben coincide con Sarduy en esa imagen cuando reformula la arqueología filosófica: La arché hacia la que retrocede la arqueología no debe entenderse en modo alguno como un dato situable en una cronología (ni siquiera en una larga línea de tipo prehistórico); ésta es más bien una fuerza operante en la historia, así como las palabras indoeuropeas expresan un sistema de conexiones entre las lenguas históricamente accesibles, así como en el psicoanálisis el niño es una fuerza activa en la vida psíquica del adulto, y así como el big bang, que se supone dio origen al universo, es algo que continúa enviando hacia nosotros su radiación fósil. Pero a diferencia del big bang, que los astrofísicos pretenden datar –si bien en términos de millones de años–, la arché no es un dato o una sustancia, sino más bien un campo de corrientes históricas bipolares, tensionadas entre la antropogénesis y la historia, entre la emergencia y el devenir, entre un archipasado y el presente (Agamben, 2009: 151).

A partir del Big Bang, toda la obra de Sarduy puede leerse como una serie de tratados sobre la crisis, en la que cada pequeño estallido local no sólo se corresponde con otros mayores, sino que es eco impreciso del que dio origen al universo.

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Ahora bien, el tema cosmológico no es en Sarduy (tampoco lo es en Agamben) una forma de liquidación de lo histórico. Es por el contrario otro modo de oír lo histórico. Es decir, es otro modo de releer la historia del Barroco y volver sobre la crisis teológica, política, epistémica, antropológica, de la que surge nuestro tiempo. Allí el Barroco es un rostro de la secularización como proceso definido, en este caso, por dos rasgos: impuro e inacabado. Impuro porque en la querella de la secularización carece de sentido decidir entre la persistencia y la interrupción de lo teológico. Lo que importa es, en cambio, la convivencia en un punto de la historia de fuerzas contrarias y de temporalidades antagónicas. Por eso despojar a las imágenes barrocas de su contenido teológico y restituir una “autonomía” estética que las arrastra al museo es liquidar la experiencia que el Barroco fue y la que el Neobarroco puede ser aún. Esa fe en tensión es la que vive Lezama y en Perlongher, no tanto Sarduy. E inacabado porque aún hablamos de esto, con estas palabras y volvemos de ese modo a trabajar con el origen. El Neobarroco latinoamericano, la historia de su constitución, está escandido del mismo modo por la experiencia de la crisis, crisis muy puntuales que dan forma a su rostro. La primera de ellas es la Revolución cubana (aún si hay Neobarroco mucho antes). El Neobarroco es un producto (quizás no deseado) de esa Revolución porque en torno a ese estallido organiza nuevas y viejas energías estético-políticas. La otra es la crisis política y filosófica que toma forma en el 68. El Neobarroco de Sarduy es también un producto de esa reconfiguración. Y desde allí relee su historia e inventa el Barroco con la crisis como paradigma.

6 “Una epistemología propia”: crisis y crítica En cada una de esas crisis, el Barroco aparece como un modo de dar respuesta a los interrogantes de lo moderno. Por eso de contraconquista a ethos barroco o cualquier otra de las versiones, una tradición, la nuestra, encuentra en el Barroco respuestas latinoamericanas a algunos dilemas de lo moderno. Y sin embargo, algo de las fallas que escanden la historia de estas discusiones piden quizás seguir desplazando el método Neobarroco. Porque en su capacidad de proliferación, que pareció hacer posible cualquier pliegue teórico (culturalista, decolonial, queer, transmedial, etc.) el Neobarroco, sin embargo, sacrificó su propia problematización; quizás necesitó, para ofrecerse a todos, ser algo cerrado, ese otro lado que garantizaba resistencia (otra corporalidad, otra idea de sujeto, otra experiencia de mestizaje, otra estética, otra economía, otra historia americana, etc.) y abandonó en ese proce-

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so el rasgo que le daba más fuerza: ser un espacio de tensión histórica (tensión estética, tensión teológica, tensión política) de signo incierto. Ante eso, una tarea posible es la creación de nuevas legibilidades de la crisis que hagan del Neobarroco no una ética-estética suficiente o una política apta para inscribir en ella todas las resistencias, sino un paradigma que defina no sólo otra historia de lo moderno organizada en torno a la crisis de origen, es decir, no como celebración banal de la inaccesibilidad del origen sino como asunción del modo en el que el Barroco es su problematización, de una verdad de la historia como padecimiento y derrota. Por esa razón hay que acceder por vía arqueológica al poder de evocación del concepto: con el Barroco viene una era (imaginaria) entera y es una mala interpretación la que hace del Neobarroco una versión vacía de lo originariamente lleno. Nada de eso. Nada de formalismo. El Neobarroco, en todo caso, propone una discusión sobre el origen de su propio tiempo. Ahora bien, a través de ese poder de evocación, lo que vuelve es no sólo el XVII, sino también esa otra edad de oro, la del último tercio del XIX y la primera década larga del XX en la que nació el Barroco propiamente dicho como concepto válido de la historia del arte. Lo que se abre así es una serie que cobra consistencia en la recaída. Y que hace de la retombée de Sarduy la consumación: Barroco es lo que recae. Esa es la rítmica del Barroco. Porque la falla se deriva de otro aspecto de la lógica más íntima del Barroco/Neobarroco: sentido y repetición de la historia. En la fisura histórica cuya imagen es la unión entre el prefijo neo (o cualquier otro) y el concepto de Barroco (allí su falla más profunda) descansa su destino crítico. Quizás una respuesta sobre la condición crítica histórica y epistémica deba buscarse en ese “esquema del retorno” del que el Neobarroco es una expresión y sobre el que Sarduy vuelve en el pasaje citado al comienzo: “el regreso de un arte barroco”. El concepto de schéma du retour (Nancy, 1986) es aquí necesario porque pone en evidencia otra intimidad, la del retorno y la crisis. Para que algo vuelva es necesaria no tanto una crisis que lo haya hecho desaparecer cuanto una crisis que haya imposibilitado ver hasta qué punto “nada se había perdido verdaderamente” y en el mismo sentido, que la historia de Occidente parece “escandida por la repetición periódica de crisis” (1986: 16). El “esquema del retorno” del Neobarroco es quizás también su condena, el punto en el que la crisis con la que carga en su propio nombre no deja de ocurrir. Pero si se asume la intensificación de la experiencia histórica que está en juego en esas recaídas, puede hacerse del presente un tiempo condenado pero aún vivo. “Una epistemología propia”: la advertencia que Sarduy lanza como tarea aún inacabada quizás se derive de la asunción del Barroco como mirada arcaica

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de lo contemporáneo (es decir, en última instancia, la de los ojos que vieron ya la crisis originaria y sus ecos históricos), una mirada que ve lo que retorna y que en esa repetición no enfatiza la modernidad de lo barroco sino lo arcaico del presente, su duración ya excesiva, y es capaz, por lo tanto, de concebir la inminencia de su afortunada transmutación. Esa “epistemología propia” está obligada a trazar una y otra vez su propia arqueología y por lo tanto a volver a la reunir lo que el tiempo separó: la crisis y la crítica, que eran, en el origen, una y la misma cosa (Koselleck, 1973), y así seguía siendo de un modo generalizado en el XVII, tal como se observa por ejemplo en sor Juana6. A través de la re-unión de crítica y crisis se hace posible recuperar otra identidad: la de los diagnósticos y las salidas, pero sobre todo volver sobre el signo incierto, vacilante y frágil de los conceptos de la crítica y darle un día más de vida.

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|| 6 Por ejemplo, en el título original de la Carta Athenagórica (1690), Crisis sobre un sermón de un orador grande entre los mayores, que la madre sóror Juana llamó Respuesta, por la gallarda soluciones con que responde a la facundia de sus discursos (2014: 195).

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Nancy, Jean-Luc (1986). L’oubli de la philosophie. Paris: Galillée. Sarduy, Severo (1999). Obra completa. Madrid: ALLCA Archivos/Sudamericana. Sarduy, Severo (2011). El barroco y el neobarroco. Buenos Aires: El cuenco de plata. Wellek, René (1946). “The Concept of Baroque in Literary Scholarship”, The Journal of Aesthetics and Art Criticism, Vol. 5, No. 2.

| II. Proyecciones crítico-literarias y estético-políticas

Adrián Cangi

Ser hablado por las fuerzas entre el sueño y el trance. Montaje poético entre Juana Inés de la Cruz y Néstor Perlongher a la memoria de Horacio González a Roberto Echavarren

1 Liminar El barroco nos enseña el camino de una poética siempre política. Poética “perspectivista” y “plurimodal”, que convoca por implicación a la multiplicidad de los modos y maneras de existir frente a cualquier dominio totalizador. Política mito-poética y fabuladora de la crisis renovada que emerge de la herida colonial y que no cesa de inventar retóricas para un pueblo por venir. En este doble nudo poético y político, el barroco zanja en América una experiencia de la herida colonial como diagnóstico, crítica e invención de figuras de la lengua e instauración de cuerpos posibles. Pensamos que el barroco no es únicamente la lengua de lo eminente y de lo instituido, no lo hacen sólo los ilustrados que tienen mérito. Viene de abajo y se cuece en los márgenes, amalgamado con las disidencias, las resistencias y las luchas instituyentes que las relaciones de poder fabrican en nuestras localidades. Puede pensarse como lo “arcaico” que interroga las sucesivas crisis de lo moderno. También, como un desplazamiento de los modos y maneras de las lenguas y de los cuerpos plebeyos, que buscan un margen de maniobras frente al poder del dominio totalizador. En sus más sutiles abordajes, el nombre “Barroco” evoca una filosofía escéptica para pensar el espacio, el tiempo y el cuerpo, que corroe por dentro a los poderes teológicos. Esta perspectiva mito-poética de la diferencia vital, configura en su inmanencia una instauración de una multiplicidad de mundos posibles, en la pretendida totalización del mundo colonial. Las poéticas barrocas no ocultan ni exponen de modo directo, dan indicios y señales de una falla en el dominio del teatro del mundo, a través de la cual emergen los cuerpos disidentes y revelados, como restos de lo moderno para corroer con sorna a sus lógicas ilustradas.

|| Adrián Cangi, Universidad de Buenos Aires / Universidad Nacional de Avellaneda https://doi.org/10.1515/9783111208909-008

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Se dirá que esos cuerpos exhiben su arrogancia con bastonazos líricos salpicados sobre la materia histórica. Es que ya nada podrá ser comprendido de modo totalizador; había que despertar del sueño dogmático. Es de esta manera que las poéticas marranas, paradójicas y alegóricas –que los lenguajes de las artes evocan bajo el nombre “Barroco”– conjugan y conjuran las bibliotecas ilustradas, con la memoria y las prácticas de cuerpos tan excesivos como emancipados. Poéticas que culminan por configurar nuestro legítimo pensamiento de la historia, a través del ensayo que cabalga las oleadas de la materialidad vital como si se tratara del lomo de una corvina. Ensayo impuro e inacabado que transita las eras imaginarias, como el arte de las tretas del débil –tal como lo ha pensado Horacio González en su abordaje a Lezama Lima–. Ensayo mitopoético que busca su margen con incidencia política, punto de vista expresivo y conocimiento aproximativo. Se comprende mejor el nombre “Barroco” en América, porque es un horno transmutativo de poéticas y políticas, como lo deseó José Lezama Lima. También expresa un milagro material de las metamorfosis de los cuerpos para procesar las heridas coloniales, como lo pensó João Guimarães Rosa. Frente a cualquier pensar bajo dispositivos totalizantes, nos enfocamos desde una hermenéutica arqueo-genealógica –como la concibe Foucault (1969; 1988)– porque ésta permite comprender las herencias coloniales en su tradición escéptico-marrana, no sólo en su reproducción en el nivel de la geopolítica sino, sobre todo, en el entramado de la sensación y del sentido de los cuerpos, de las lenguas y de sus efectos de subjetivación en el sentir de lo común (sintiendum). Buscamos allí un margen de maniobras que pone el ojo en las cosas, donde se inventa espacio en el espacio y cuerpo en el cuerpo, para fabricar figuras del tiempo. Se trata aquí de abordar arqueológica y genealógicamente tanto las matrices perceptivas y afectivas como los procesos de conformación de la voluntad y de los sentidos a través de un género teológico – robado por la cultura plebeya– como lo es el Auto Sacramental. Para problematizar éste género proponemos componer un montaje poético entre Primero sueño (1692) de Juana Inés de la Cruz y el Auto Sacramental do Santo Daime (2001) de Néstor Perlongher. Problematizar el presente de manera “plurimodal”, supone “desnaturalizar” y “desustancializar” las fuerzas, y así comprender el sentido de la fórmula performativa y declarativa de Lezama Lima: “el barroco es un arte de contraconquista”. Esta posición implica configurar una política de interpretación de las multiplicidades singulares, sometidas bajo el efecto de una violencia unificadora de la conquista, considerando sus reacciones en las lenguas y en las prácticas de subjetivación. En otras palabras, se trata aquí de una ontología

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crítica de la identidad, que supone excavar en las capas diversas de las fuerzas plurales que se sublevaron subterráneamente a la matriz perceptiva colonial – como relación de saber y poder configuradora de una visión, de unos géneros y de un canon– para emerger como irrupción “nuestro americana”, por la corrosión y desplazamiento de las retóricas clásicas. Una política de interpretación de las multiplicidades singulares “nuestro americanas”, revela que las poéticas son “éstesis” y ya no “estéticas”, que requieren de la memoria de los pueblos en sus peculiares matrices perceptivas y retóricas, amalgamadas en la materia sensible de sus rituales y liturgias. Nos preguntamos entonces, por la perspectiva del montaje poético, por el problema que arrastra, por la apertura de la percepción a las fuerzas que la exceden y por la problematización del presente generado por los lenguajes barrocos.

2 Montaje poético anacrónico ¿Con qué perspectiva abordamos este montaje poético entre Primero sueño (1692) y Auto Sacramental do Santo Daime (2001)? El género del Auto Sacramental evoca la fuerza constructiva del siglo XVII desde Calderón de la Barca, como una lógica escénica teológico-política del teatro del mundo. Los Auto Sacramentales funcionan en el siglo XVII como oratorios u óperas sagradas, que invocan un paisaje onírico ceremonial capaz de convocar a la ciudad entera. Por ello diremos que la taumaturgia onírica está en la base del género que conocía Juana Inés de la Cruz. Este género será corroído por el “horno transmutativo” en la concepción contemporánea de Néstor Perlongher, para ser transformado en un espacio plebeyo o profano de usos mágicos, fantásticos, visionarios y sobrenaturales, a través de una técnica de visualización conceptual que permite traer el pasado del barroco –como cosa nuestra– al presente de sus evocaciones y transformaciones. El Auto Sacramental do Santo Daime (2001) de Perlongher (obra inconclusa interrumpida por la muerte que pude rescatar y publicar en 2001), comienza así: Trátase de una rampa giratoria cubierta por una profusión de árboles, lianas, helechos y todo tipo de flores. Hay también animales pintados en colores vivos. Al conjunto lo atraviesa dando vueltas por todas partes una gigantesca anaconda multicolor e iridiscente, del tipo de las pintadas por el pintor ayahuasquero Pablo Amaringo. Corre un fingido río, en verdad un espejo de cristal, y en su superficie se recortan marsopas (delfines de río) suspendidas en la gracia de un salto a través de un aro de metal brilloso. La escena comienza a oscuras. Hay una pequeña luz que titila y tiembla, como una vela: es una estrella recién nacida. Se va alumbrando y en el centro aparece una mujer rubia vestida de

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lamé bien brillante que va reflejando rayos de diferentes tonalidades (Cangi-Jiménez, 2004: 49-57).

El poeta evoca los carros alegóricos propios del lenguaje de tradición –que funcionaban en el siglo XVII de manera cada vez más artificiosa y compleja, fabricando escenas, tablados, tramoyas y apariencias–. También subraya el uso de los vestuarios miméticos y de los alegóricos, como de las pieles que identifican a los cuerpos de la selva, recuperando en el poema a aquellos cuerpos originarios que mantienen una relación viva con la semilla y con la sustancia vegetal. Perlongher recupera en el final de su obra poética una fuerte línea trazada por Juana Inés de la Cruz, quien incrusta en la lengua hispánica a la lengua náhuatl, como cifra y prefiguración de las fuerzas de los elementos que no se deja conquistar por pretendidas santas verdades. Esta idea lleva a Perlongher a trabajar de modo inseparable en el espacio poético y escénico, entre un espacio visionario y sobrenatural de fuerte carácter onírico –que se proyecta hacia un teatro mental– que opera entre el jeroglífico y la memoria. Podría pensarse que sus procedimientos no prescinden de un relato de acciones sobrenaturales (ticoscopia) y de un paisaje onírico (taumaturgia), donde se reúnen en la escena no solo figuras corporales sino de pensamiento conceptual y mental. Sin duda la escena se mueve en la tradición escénica entre el teatro isabelino y el teatro shakesperiano, utilizando todos los dispositivos protocinemáticos, como la linterna mágica o la cámara oscura evocadas por Athanasius Kircher, que pivotan como instrumentos de percepción en Primero sueño de Juana Inés de la Cruz. No hay que olvidar el explícito interés de Perlongher en Primero Sueño y en el Magna arte de la luz y la sombra de Kircher. Tanto la evocación de espejos irregulares que producen todo tipo de anomalías ópticas como el punto de vista de las anamorfosis, están en la base de un lenguaje de tradición del siglo XVII, del que Perlongher no se desprende para pensar el final del siglo XX. El texto de Kircher que irrumpe en el mundo de Juana Inés de la Cruz, y que Perlongher recupera, pivota sobre la idea de que la luz es metáfora de la sabiduría divina, al considerar todo conocimiento como luz y cualquier experiencia intuitiva, por la capacidad de ver, como una indagación de “la luz en la luz”. Para las creencias dogmáticas, Dios es la fuente de luz que es revelada al mundo de los ángeles como un espejo de luz sin mediaciones y al hombre, en los dispositivos que éste inventa, por el claroscuro de las sombras. El Auto Sacramental do Santo Daime aprovecha en su escritura poética esta concepción precisa de la luz y la sombra proveniente del conocimiento que Juana Inés de la Cruz tiene sobre Kircher, aunque Perlongher extrema el uso de la matriz perceptiva del vegetal andino-

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amazónico y sus efectos, como si se tratara de recuperar una edad de la tierra vigente y nunca perdida. El saber de los dispositivos de luz de Kircher es la más compleja indagación de la ciencia jesuítica y de los conceptos de la época, porque proponía un campo experimental para la fabricación artificial y mental de imágenes. Los estudios anteriores que convergen en el Magna arte de la luz y la sombra habían servido para la descripción y funcionamiento de los relojes de sol a través de los reflejos de la luz y de los conocimientos de hermética, medicina y botánica que comprendían una analítica de las partes en el funcionamiento de las criaturas. Kircher reveló la gravitación de las fuerzas invisibles expresadas por el prodigio del magnetismo y sus efectos en las cosas humanas. Por la gestión del editor Ludovico Grignani la obra de Kircher llega a América, en especial a los monasterios jesuíticos, como el núcleo de una Summa conceptista compuesto de retórica y estética. La catóptrica mezclada con el hermetismo que propone Kircher, conduce el mundo de Juana Inés de la Cruz a tratar con los misterios de la luz y la sombra, como experiencia finita y material de un conocimiento concreto de las cosas singulares. Este conocimiento resulta inseparable de la variación continua de los fenómenos y la producción infinita de sus efectos tratados por la ciencia natural de la época. Kircher conoce la obra más radical de la filosofía que le antecedió, Que nada se sabe (1581) de Francisco Sánchez, donde el médico judío reclama una ética de la vida, que no se prolonga en escritura como en el Sócrates de Platón, ni en silogismos ni en universales como los reclamaba la Escolástica, sino en experimentaciones por los artefactos entre la naturaleza viva y la luz que titila. Los prolegómenos de esta ética niega la sustancia de los universales en favor de la experiencia sensible y concreta del saber de los fenómenos. Sánchez provoca la duda y sospecha de los “estudios humanos”, porque desea desmantelar el tomismo aún dominante en ellos, sosteniendo un acceso a las cosas de la “Naturaleza” por el juicio sin demostración. Este es el epicentro de la justa tesis del poeta uruguayo Roberto Echavarren en su analítica poéticofilosófica de El sueño (2014), acerca del escepticismo de Juana Inés de la Cruz que proviene de esta atmósfera crítica de su época.

3 Fenómenos ampliados al placer e individuos concretos singulares ¿Qué indica para el presente este problema planteado por Primero sueño en tránsito hacia el Auto Sacramental do Santo Daime?

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Parece indicar una defensa del “juicio experimental” y de una “plurimodalidad de individuos” concretos singulares. Esta defensa del juicio experimental que Echavarren hace de la poeta, creemos que encuentra su autonomía en estudiosos como Kircher que reconocen una tradición hermética bajo cubierta – mixtura de sabidurías egipcia, asiria y persa con las filosofías epicúrea, atomista, estoica y escéptica– que logra expresar con la mezcla de tradiciones y formas de conocimiento, modos que el poder del Santo Oficio no puede neutralizar. Se trata para Sánchez y Kircher de examinar las cosas: los mecanismos orgánicos del cuerpo y los dispositivos de luz. Ambos recuperan la tradición de Lucrecio y por vías de éste, la de los escépticos antiguos como Sexto Empírico, que saben que las cosas son juzgadas en su aparecer por la intuición de los simulacros. Para Juana Inés de la Cruz la luz no es solo “chispa divina” sino un complejo dispositivo de iluminación que presenta imágenes al entendimiento, por vías de una potencia o facultad de imaginar que recoge la impresión de los sentidos. Del mismo modo, Perlongher piensa y trata el primer carro alegórico de su Auto Sacramental. Juana Inés de la Cruz hace de esta intuición del conocer por sí misma una ciencia poética en la que las palabras son desencajadas de la tradición y acomodadas a su placer en la lectura de los fenómenos, para volver la mirada hacia los dispositivos y juicios de observación de la Naturaleza. Los fenómenos ampliados al placer de la experiencia son considerados individuos concretos singulares. Son para la poeta imágenes mentales de criaturas “sublunares”, que en el reverso categorial de las “especies” de Aristóteles, sólo permiten una aproximación nominal a las cosas. Es el trayecto de Ockham, Sánchez y Kircher en el que se hace posible conocer a la Naturaleza de las cosas por sus proyecciones, simulacros, fantasías y fenómenos, para volver inseparables el cuerpo y el alma en la experimentación vital. Creemos que el dispositivo de proyecciones vincula el siglo XVII con nuestra contemporaneidad de manera directa, y que sería inseparable por estas razones del Auto Sacramental de Perlongher. Resulta bien precisa la aproximación nominal a las cosas a través de un cuestionamiento teológico extremado por el juicio experimental. Juana Inés de la Cruz abre curso a la apertura del saber de la semilla indígena y a su teatro alquímico con incrustaciones en lengua náhuatl. Escena que Perlongher recupera y monta en el final de su obra, bajo la pregunta “¿no seremos todos brujas?”. Pregunta por el “devenir bruja” –que conjuga la potencia del vegetal reunido con la más precisa retórica de la lengua americana– por la que el poeta transita sus experiencias de ayahuasca y su recursividad en la lectura de Juana Inés de la Cruz, desde el poemario Aguas Aéreas (1991) hasta el Auto Sacramental do Santo Daime. Pregunta que abre una retórica que une el siglo XVII con

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nuestro siglo, y que culmina por componer los simulacros de luces y espejos con el saber de la semilla y las transformaciones corpóreas. Esta invocación al devenir –como un entrar en relación de vecindad con el umbral de las fuerzas, con sus velocidades y lentitudes de afección, que modifican el vínculo entre estado de cosas y sensación– es donde el cuerpo es tomado por las fuerzas del vegetal y expone la plasticidad femenina de la semilla poética como vector de configuración del mundo por venir. En el final del Auto Sacramental inconcluso de Perlongher, hablan Los Indios entre los elementos y sus fuerzas: Para espantar / a los europeos, / para ahuyentar a los innobles, / para asustar / a los aventureros, / y para castigar / con una reprimenda de la mente / a los niños rebeldes o a los jóvenes / que creen que pueden transgredir e1 orden / inmutable que el yagé nos da y revela. / Somos nosotros quienes te descubrieron, santa / sustancia vegetal. / Experimentando los ofrecidos como maná / poderes de la selva. / Mezclando, masticando. / Adivinando, divina- / mente intuyendo, y explorando. / Meciendo, cociendo, macerando. / Dando a lo que nos es dado / divina vuelta, por / el lado de los dioses; / ellos son naturales elementos: / está el Dios de las Semillas (Huichilobo) / y el Dios de la Floresta, claro niño Dionisio, / la Madre de las Aguas y la Diosa del Viento (Cangi-Jiménez, 2004: 49-57).

La invocación a los eternos poderes impersonales de las fuerzas de la selva, pone en su lugar tanto a las pretensiones de la moderna colonización como a los llamados rebeldes que juegan en la superficie del sentido. Este es el modo de pensar que el poeta encuentra, para abordar lo “arcaico” de lo “moderno”, evocando simultáneamente la cara impersonal de las fuerzas y la actualización corpórea bajo los efectos del Dios de la Semilla, del Dios de la Floresta, de la Madre de las Aguas y de la Diosa del Viento. En las loas que preceden a El divino Narciso y a El Cetro de José –dos de los tres Auto Sacramentales que compuso Juana Inés de la Cruz y que culminan por inaugurar el conjunto teatral de su obra– los personajes que representan al mundo indígena se disponen a celebrar el Teocualo –donde el Dios es comido– en honor a Huitzilopochtli. La cultura europea trae consigo –por la religión del cielo– la interpretación de los antiguos cultos y la conversión forzada de los efectos del vegetal. La escena alegórica que evoca Juana Inés de la Cruz expresa la doble y problemática conquista temporal y espiritual de América, donde queda solapada la violencia de la herida colonial y el vaciamiento alquímico de la ingesta de la semilla. El abandono del trance como rito de purificación, muestra qué en el sacramento del Bautismo, se solapa violentada la ingesta por el Gran Dios de las Semillas. El teatro alquímico evocado por las loas de El divino Narciso y El Cetro de José abren curso a los procesos del sueño –recuperados a través del trance del vegetal por Perlongher– para salir fuera de cualquier forma de la religión de la conquista. El vehículo del Auto Sacramental permite hacer uso del

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teatro sagrado para convocar el juicio experimental y la metamorfosis plurimodal de los cuerpos. La impronta femenina que Perlongher recupera de Juana Inés de la Cruz, indaga en la antropofagia ritual y simbólica con la fuerza de una promesa plurimodal en la relación de los cuerpos. El sentido de los Auto Sacramentales, que se representan durante el Corpus Christi, siempre acentúan en la fiesta celebratoria un asunto pagano y un argumento de los elementos cósmicos. Perlongher parte desde allí, no se trataría del misterio de la Eucaristía sino del teatro alquímico del vegetal, como sostiene Enrique Flores (2015; 2021). De Juana Inés de la Cruz a Néstor Perlongher la alegoría y el símbolo se desplazan del problema de la evangelización resistida por el sueño en el teatro del mundo, al de la fiesta popular del trance recuperado como la cara “arcaica de lo moderno”. Se rompe así el sueño de la liturgia cortesana e ilustrada, para transitar hacia los rituales del trance del Gran Dios de las Semillas. La danza del tocotín es la base de la gran evocación del vegetal. La lengua náhuatl usada por Juana Inés de la Cruz, incrusta el ritual festivo en el carácter litúrgico del Corpus Christi. Perlongher prosigue el curso material de la experimentación sensorial de las fuerzas en su invocación a Huichilobo; lo hace durante el “mal de sí” como proceso de curación de su enfermedad del SIDA. Las bárbaras entrañas y las feroces garras de la idolatría, manchadas de sangre humana para la liturgia, son evocadas por Juana Inés de la Cruz y criticadas como interpretación histórica para la memoria americana por Perlongher. Las fuerzas de los elementos de los rituales indígenas de América son cifra y prefiguración de una Naturaleza que no se deja conquistar por santas verdades de la religión. En el Auto Sacramental el personaje de La Luz pregunta: “De do viene tu fuerza?” y La Fuerza replica: “Y de dónde tu luz?”. El vegetal se revela como La Ayahuasca y dice: Oh Fuerza, oh Luz, oh madres / de mi acuática cascada como un peltre / de la cristalería que se raja e / irrumpe en el jardín desmelenado una / vibración descomunal, / que otorga a aquél que aprovecharla sabe / la fuerza y los poderes de la luz. / Encuentro no de aguas más de plantas / (siquier plantas acuáticas: aéreas) / mi origen determina, me da a luz. / Masculino el jagube, entrelazándose / en las cimas / más ariscas del bosque, / enrollado en el torso de los troncos, / divisa una femenina arbusta, a simple / vista insignificante, / más que trae la mixtura y la cohesión / a todo y de todo significa: / femenina chacrona, oh divina rainha, / a la que sólo las mujeres tocan / y limpian y desbrozan / con sus desnudas yemas / impregnadas de cantos en el canto. / Los hombres, entretanto, me buscan / en la selva; o, mejor dicho, buscan / la liana divinal: / ella no es fácil de arrancar, se aferra / con toda (que mucha) su fuerza / al corazón terrestre del alma de las cosas / y sólo permite que la lleven si una música / impregna con delicados tonos de agreste almíbar / la fantasmagoría de la selva: / un canto de esforzados campesinos, / pastores de la silva. […] Una vez retirada, en colchones de flores, de la selva, / a la tenaz enredadera a un / palacio la llevan: / palacio porque todo lo que toca la liana / de una descomunal festividad orna-

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menta / y trasluce / en la húmeda mirada de rurales atletas / la emoción del momento sacrosanto (Cangi-Jiménez, 2004: 49-57).

Solo en el corazón terrestre del alma de las cosas, es decir en los cuerpos y entre las fuerzas de los elementos, es donde se produce la transformación del cuerpo en el cuerpo por las fuerzas de la “liana divinal”. Nada hay en éste instante más “sacrosanto” que la transformación material. Es distinta esta manera de captar la luz por la “liana divinal” entre el agua y el aire –mitad flor, mitad fuerza– que la del “animal carbunclo” –mitad cabra, mitad linterna– que Lezama Lima considera, como el gran dispositivo engendrador de la poética de Góngora. Mientras Perlongher flota en la pantalla líquida de la Flor de las Aguas, Góngora ve a través de la luz oscura de ofuscada luminosidad.

4 Incorporación y afección en el entre-lugar de modos y maneras ¿Qué quiere decir ser hablado por las fuerzas y que efectos de sentido abren para el presente? Los individuos concretos singulares de nuestra América revelan por la emoción, la fantasmagoría de la selva que la “liana divinal” promete –dentro de un conocer la Naturaleza de las cosas por el sueño de sus proyecciones, simulacros, fantasías y fenómenos, para volver inseparables el cuerpo y el alma en el transitar la experiencia del trance del vegetal–. El ritmo de la silva de nuestra América, de Juana Inés de la Cruz a Néstor Perlongher, persigue las búsquedas de un arte de las proyecciones que tenía como tarea crítica conjurar el doble y los espejos como herramientas del amo, para dejar emerger un unificado instante de materia-luz para un nuevo comienzo en lo real. Un nuevo comienzo como memoria ritual de lo sometido por la herida colonial, que sin embargo juega con las multiplicidades virtuales del artificio, aunque consciente de que la única identidad posible es la de la materia-luz como movimiento y duración viviente. El Auto Sacramental, tal como lo concibe Perlongher, pertenece a una fuerte tradición poética, popular, herética, sincrética y barroca que subvierte la percepción del medio y de las acciones. Importa decir que la tensión y conexión escénica entre el sueño y el trance planteadas por Perlongher, están dadas entre el vegetal psicotrópico curativo –que define bloques estables de percepción visionaria en cada viaje singular– y el gesto poético como manera afectiva de experimentación –que inventa el arabesco de los efectos performativos y declarativos por la manera de su tratamiento–. El dispositivo del theatrum mundi da

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lugar –en su propia transformación poética de Juana Inés de la Cruz a Néstor Perlongher– a una maquinaria alegórica-cinemática-mecánica-artificial que especializa el Auto Sacramental como la figura histórico-trágica de la liturgia festiva americana. La gran maquinaria del sueño barroco culmina especializándose por el trance, en un entramado de curación y transformación de los cuerpos que procesan la trágica herida colonial por la festividad del vegetal. Tal vez por ello, la entrada de la figura femenina vestida en su lamé pone en escena el retorno de lo reprimido en la historia colonizada, como el fondo político de aquello que Perlongher imaginó al exponer la fuerza femenina como vector de configuración del mundo por venir. Hay que ver aquí una de las intuiciones más refinadas de una ontología crítica de la identidad que problematiza la mismidad de lo mismo, en favor de la apertura hacia una diferencia no reductible. Este abordaje expresa una mirada de la complejidad de las relaciones entre el saber y el poder, que permitiría focalizar arqueológicamente la racionalidad de los procesos de enunciación de las gramáticas moderno/colonial y genealógicamente, la potencia anacrónica de un género como el Auto Sacramental que enlaza el siglo XVII con formas ceremoniales que restan en los lenguajes barrocos contemporáneos. Ser hablado por las fuerzas supone una apertura de la percepción en el que la conciencia es algo. La conciencia del cuerpo del que nada sabemos, se constituye como un proceso de formación más cercano a un campo de experimentación de intensificaciones y de vectores de sentido, que de formas ya constituidas por relaciones dadas entre sujetos y objetos en un espacio conformado. Las fuerzas crean umbrales entre los cuerpos, capaces de fabricar simultaneidades que ponen en juego las identidades dadas y los terceros excluidos. Los lenguajes llamados “barrocos” hacen posible una incorporación por afección de aquello exterior que sin embargo, resulta constituyente. Por ello la tradición de la incorporación de las fuerzas y de sus metamorfosis, supone que las matrices perceptivas están en juego como relaciones entre fuerzas y procesos de formación corpóreos. Los lenguajes barrocos poseen una gran potencia de observar, ordenar y seriar una multiplicidad de procesos de formación corpórea que pivotan entre lo finito y lo infinito. En la relación tensa entre el mundo europeo y americano se juega el entre-lugar de experimentación del infinito material de las fuerzas que afecta a la singularidad de los cuerpos. El barroco se transforma entre lianas y venenos, en alquimias que indagan la génesis experimental. Se trata en la tradición europea del gran problema abierto en el intervalo histórico del siglo XVII entre Francisco Sánchez en Que nada se sabe (1581) y Gottfried W. Leibniz en la Monadología (1714). Intervalo definido entre la obser-

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vación experimental finita de las cosas y el elemento genético diferencial que tiende al infinito. De este modo, los lenguajes barrocos indagan en un mundo de acontecimientos sin sustancia donde las ideas, las cosas, los imaginarios y los fenómenos se reúnen en los artificios y efectos. En nuestra América, el vegetal de la Flor de las aguas promete lo infinito en lo finito y no puede distinguirse de los seres de ficción que engendra, para desdoblar sin cesar a los cuerpos en una unificada materia-luz. En efecto, el nombre que mejor define a la fabricación artificial de cuerpos y signos barrocos, es el de “extra-ser” o aliquid, pero a condición de retirar el sentido de esta palabra de la ciencia escolástica. Ese “algo” que aparece simultáneamente como cosa, fenómeno, imaginario o virtual –integrado por un punto de vista e incorporación– posee más una “forma” o “figura” que una “esencia” (quididad), y es simultáneamente efecto y cosa. El cuerpo y el signo barroco –que instaura e intensifica una ampliación de lo viviente entre el quiasmo y la anáfora– constituyen la promesa de una amplificación de la existencia por envoltura, plegado y despliegue.

5 De una ciencia poética para la historia ¿De qué modo los lenguajes barrocos problematizan el presente? Se requiere aquí de una filosofía de la historia capaz de anacronismos, aguda para captar la plurimodalidad de la existencia e ingeniosa para decir las artes de aparecer de los fenómenos, de sustentarse para los imaginarios y de mantenerse para las cosas, siempre al borde de ser inacabadas. El siglo XVII en América nos enseñó que el cuerpo de la experiencia es simultáneamente una trama de recuerdos del dolor y un arte del olvido por transformación. Experiencia, en la que el alma es una aproximación tentativa hacia las cosas por la intuición de las maneras del cuerpo, aunque el cuerpo-alma se unifique en una inmanencia alegórica de la materia-luz. Los dispositivos de espejos y de luz indagan, desde Juana Inés de la Cruz a Néstor Perlongher, los simulacros y los vectores de transformación de las identidades y las formaciones imaginarias, entre las condensaciones y desplazamientos del sueño y las transformaciones y metamorfosis del trance del vegetal. El siglo XVII como epicentro del mundo clásico, no abandona el infinito inmanente como experiencia material y espiritual, aunque indaga la relación entre alma y cuerpo por la experimentación de “semantemas existenciales”. Este infinito inmanente es abordado por Juana Inés de la Cruz en los dispositivos y procedimientos de materia-luz, que proporcionan una promoción de existencias en la variación de los fenómenos, del mismo modo en que el Auto Sacramental de Perlongher vuelve sobre los dispo-

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sitivos de materia-luz para percibir los actos ceremoniales de un mundo de acontecimientos y transformaciones corporales. Esta es la posición más extrema que el escepticismo introduce en el siglo XVII, proyectando en “tensa superficie” cosas singulares de materia-luz que recorren las apariencias para la visibilidad, cuya esencia vacía coincide con su darse a ver como potencia de los cuerpos. El fondo de los lenguajes barrocos del siglo XVII se componen por complicación, implicación y explicación (plica ex plica), y sus retóricas son la instauración e intensificación del quiasmo y de la anáfora como figuras del ceremonial de invención del cuerpo barroco. Figuras que se reúnen en la alegoría por la práctica de la écfrasis –como relación entre lo decible y lo visible– para introducir por hipérbaton un desorden de la lengua y por paradoja una oscilación en la aparición de los cuerpos. Del llamado “cuerpo barroco” al contemporáneo denominado “neobarroco”, podría decirse que el cuerpo mismo aparece como una retórica del deseo desbordante –que instituye e intensifica vidas– que es otra manera de leer lo que se ha tratado como la insubordinación del significante y la amplificación de los semantemas existenciales. Son éstos últimos, los que dan lugar a aquel “algo” o “extra-ser” que emerge de la alteración del cuerpo existencial y del signo. El cuerpo es disfraz hecho de girones y de restos, de lo que queda y de lo que apenas pudo llegar a ser. Del otro lado del disfraz y de la máscara insiste el cuerpo desnudo de la cicatriz, de la desfiguración y del desvío. Insisten todos aquellos cuerpos que problematizan a los cánones: cuerpos sexuales, de raza, de género, de etnias, de clases. Ya no se trata solo de la fuerza y belleza de la naturaleza, sino de su retiro lento y progresivo en una escena que la transforma como en el carro alegórico del Auto Sacramental de Perlongher. Escena intensa y de prodigiosa sofisticación artificial. Estos cuerpos de la “carne” expresiva que se exceden fuera de género, no olvidan la otra serie del cuerpo social evocado. Aunque lo hagan manteniendo el pathos de la distancia paródica y crítica frente al realismo de las posibles encarnaduras. Como ocurre con Néstor Perlongher, aparece por fin en escena una mujer rubia vestida en lamé, que refleja el concentrado de los diversos rayos luminosos y evoca diversas criaturas de la historia. Esa mujer atraviesa la fascinación de la mirada en toda la obra poética de Perlongher y es tanto figura de una alegoría de la naturaleza como encarnadura de una criatura histórica. Las dos caras de la encarnadura del quiasmo hacen simultáneamente, un cuerpo del contenido y de la expresión significante. Perlongher oscila en su obra poética, entre un “decir en exceso” y un “decir sin decir”. El Auto sacramental como obra inconclusa puede indicar la superposición de ambos vectores. El primero, portador de la imaginería de la “encarna-

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dura” del cuerpo pleno en su literalidad más paródica que simbólica, y el segundo como generador del indicio o elipsis, en sus usos tanto de elipsis faltante como de equivocidad, más cercano a un cuerpo descoyuntado. Se dice entonces que al poeta le importan por igual la encarnadura y la interpretación de los efectos, el cuerpo pleno y los disjecta membra de la alegoría moderna más cercana al surrealismo. Cuerpo y efectos sin causa visible pero con interpretación indiciaria, formarían parte de esta maquinación alegórica resuelta de modo paradojal: se trataría simultáneamente de “verlo todo” y de “ver solo en parte”. Perlongher se interesa tanto por ese “ver excesivo” propio de la sinestesia englobante de los símbolos de impronta popular, aunque tal vez desviados o bifurcados, como por ese “ver sugerido” propio de lo cifrado del palimpsesto de la historia natural, como si dijéramos que enfrenta simultáneamente un ver a plena luz y en claroscuro. Lo que resulta claro hasta aquí es que “decir” y “entre-decir”, que “ver” y “entre-ver” son problemas que atraviesan el modo de instaurar e intensificar por quiasmo y anáfora una escena. La puesta en escena del Auto Sacramental –como lo han sido la poética y ensayística de Perlongher– no cesa de abrir un punto de vista de las inherencias de las éstesis en la praxis política, imaginadas en la invención de un mundo. Lo visible y lo invisible formarían parte de la escena como retórica deíctica e interpretación simbólica de los sucesos históricos, con las particularidades propias que evoca el poeta. La retórica en el Auto Sacramental do Santo Daime elabora, los tropos indirectos, los invertidos y las figuras de pensamiento, mientras que la interpretación simbólica de los sucesos históricos aparecería por indicios de falta o de equivocidad, propios de los efectos del artificio paródico, que iría menos hacia la analogía simbólica que hacia los restos elípticos significantes e interpretables. Perlongher nunca abandona, como Baltazar Gracián, la doble serie del deseo y de la historia en su concepción poética, que al fin pertenece a la doble modalidad alegórica barroca, aunque ampliada al placer del objeto tratado por agudeza e ingenio estilístico. Sin embargo la captación visionaria de un espacio –sub especie aeternitatis– busca atrapar la concentración perceptiva propia del trance en un cuadro ritual en el que la fuerza vegetal toma la palabra al igual que el cuerpo descoyuntado de los indios –como personajes escénicos–, para permitir expresar la alegoría moderna más cercana a un teatro de la crueldad: teatro del gran exterminio colonial que retorna como el veneno sutil bajo la forma del éxtasis, como una violencia indirecta y visionaria que anticipa el exterminio y que se cuela en el modelo de dominación. Esta puesta paradojal en dos sentidos a la vez, puede tal vez expresar de manera cabal, el carácter corrosivo y ritual de una puesta sincrética como la de los Autos Sacramentales –finalmente prohibida como género en su representación junto a las Comedias de Santos, el 11 de

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junio de 1765 por la Real Cédula– constituyendo el núcleo dramático y festivo de los dobleces de la historia teológico-política moderna en América. De este modo se lleva a su límite la dramatización del signo por el cuerpo. El cuerpo es material y recurso privilegiado que supera en la experimentación de las cosas, el motivo poético o narrativo para transformarse en una desmesura que oscila entre cuerpo material –como un estado de cosas– y cuerpo del sentido –como significante que prolifera y desborda el estado de cosas–. La superficie cambiante del cuerpo, en relación con las fuerzas que lo atraviesan, es promesa de infinita alteridad del gesto y del lenguaje; en suma, cuerpo de la sensación y del sentido. Las poéticas del Cono Sur de las obras de Néstor Perlongher, Roberto Echavarren, Wilson Bueno, y de la crónica de Pedro Lemebel, han llevado hasta el extremo la oscilación entre experiencia del cuerpo y cuerpo del sentido, en la era de la insubordinación política de los signos nuestro americanos. Si el “cuerpo barroco” no es sin el vuelo del alma, el “cuerpo neobarroco” no es sin la proliferación del significante. El primero es una facultad imaginativa; el segundo, un desvío plurimodal de la experimentación y del sentido. Ambos modos de pensar el cuerpo están ligados a maneras de instaurar e intensificar los semantemas existenciales por quiasmo y anáfora. Este es el fondo de las escrituras insurrectas e indomesticadas que recuperan restos fónicos, producen la impropiedad de los lenguajes e injertan la “tupinización” en la lengua imperial. Los lenguajes barrocos no son síntesis felices, ni propiedades oponibles, ni hibridaciones estériles, sino que expresan una tensión productiva del lado de las existencias populares y menores que no reclaman autenticidad del injerto fabricado. Góngora enseñó que el sueño es maestro de representaciones y presentaciones, pero leído por Perlongher indica para nuestra escucha, el camino del trance como el punto luminoso de metamorfosis de los cuerpos.

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Andrés Oscar Lora Bombino

América Latina en el siglo XXI. Piensa el Barroco y vuelve a Carpentier Alejo Carpentier (1904-1980) posee una obra propiciadora de un rico testimonio del legado cultural cubano, latinoamericano y universal. Hombre de formación cultural amplia, desde novelista hasta crítico de arte, ensayista o escritor de libretos para radio, su creación está en función del proceso cultural del mundo y el papel que puede jugar en la transformación del ser humano por ser hombre de cultura para la cultura. La vinculación en 1927 al Grupo Minorista, cuyo manifiesto firma, demuestra adhesión esencial a lo principal de su programa: arte nuevo, reformas en la enseñanza, carácter antimperialista, solidaridad y unión con Latinoamérica y no a las dictaduras militares, entroncan con la praxis carpenteriana. Conocer la obra martiana es importante para entender su visión americana; el concepto “Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas” (Martí, 2000: 17-18) será vital en su pensamiento. El modo de concebir a América que poseía el narrador cubano, devenido conceptualización teórica, praxis artística y medio de indagación en la identidad continental, guarda una conexión evidente con el pensamiento martiano […] uno de los logros fundamentales de la producción narrativa de Alejo Carpentier, fue la inscripción de lo local americano en el acontecer universal, conservando el apego a lo propio, preocupación central de muchas páginas memorables producidas por el Maestro (Vázquez, 2004: 5).

Todo esto, junto a su conocimiento temprano de la obra de Fernando Ortiz, la comprensión y admiración de las llamadas novelas de la tierra, más el acercamiento a los movimientos de vanguardia europeo, de elogiosos comentarios en Avance y artículos de Carpentier, completan una formación esencial para entender su pensamiento, testigo de lo cual son sus crónicas, aparecidas en revistas y periódicos de la época. Una primera y temprana muestra de cuál será su pensamiento y compromiso con América Latina se produce el 12 de septiembre de 1927 cuando publica Carpentier en el Diario de la Marina su intervención sobre una polémica ruidosa que había aparecido en el semanario madrileño La gaceta Literaria. Este artículo señalaba que Madrid debía ser considerado como meridiano inte-

|| Andrés Oscar Lora Bombino, Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas https://doi.org/10.1515/9783111208909-009

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lectual de todos los escritores de lengua española; hecho que fue refutado por numerosas publicaciones latinoamericanas. Al respecto el joven Alejo Carpentier señaló: Creo que todos los intelectuales jóvenes de América Latina debían mostrarse agradecidos por el artículo cordial, afectuoso, de La Gaceta Literaria. Pero, a la par de mostrarse agradecidos, conservarlo como documento. […] La única aspiración de América es América misma, y no porque una fobia egocentrista se haya apoderado de nuestras más lozanas mentalidades, sino porque los problemas ideológicos que se plantean a sí misma son peculiarísimos, y difieren totalmente de los que pueden inquietar a los escritores del Viejo Continente (Carpentier, 1984: 252).

En tan temprana fecha, tiene conciencia de la formulación temática de que América Latina es una entidad o unidad que por su peculiaridad o especificidad se diferencia de Europa u otra parte del mundo. Su visión no es la de un deslumbrado o colonizado ante el Viejo Mundo, sino la de un hombre consciente del rol que cada parte puede jugar lo cual no impide que reconozca que la identidad cultural latinoamericana es fruto del encuentro intercultural que supuso el mestizaje. En un autor como Alejo Carpentier, que aspiraba desde siempre a la universalidad de lo latinoamericano, es esencial el componente hispano de la identidad, lo cual no limita un ápice, que escribiera en 1927 el documento antes señalado. El hecho tuvo repercusión en nuestra América y muy particular en Cuba y en el joven Carpentier. Este es un año clave para el proceso cultural cubano con rasgos específicos de definición de la nación cubana que, vaya paradoja, contribuyó a tender puentes hacia la intelectualidad española agrupada en el homenaje a los 300 años de Góngora (conocido como Generación del 27) como bien señala Graziella Pogolotti (2017). En esta etapa, se dan definiciones políticas muy marcadas dentro de esa intelectualidad en la cual se incluye Carpentier para quien queda claro que los meridianos hay que buscarlos en la propia América y no España. Sin embargo, en 1937, cuando sus aliados naturales la abandonan, esa España republicana se enfrenta a la sublevación fascista respaldada por la Alemania nazi y la Italia fascista. En ese contexto, lo mejor de la intelectualidad latinoamericana tomó partido por la República para defenderla y también su cultura. Junto a Pablo Neruda, César Vallejo y otros, estuvo Alejo Carpentier, Nicolás Guillen, Félix Pita y Leonardo Fernández Sánchez. Carpentier, en calidad de periodista, publicó en Carteles varios reportajes de fuerte impacto en la opinión nacional, convirtiéndose en vocero de los que no tienen voz para señalar el peligro que amenazaban a la especie humana, siendo partícipe del pensamiento más lúcido de aquella época. Defendiendo España se defendía a buena parte del mundo, con-

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trayendo un compromiso con el dolor de España y la necesidad de resistir. Con su accionar en este caso, ayuda a proteger los múltiples valores de la cultura de la península ibérica como la necesidad de salvar los tesoros del Museo del Prado o la memoria popular recuperada de las tonadas del Romancero de guerra, dejando claro cuál debe ser el papel de un intelectual comprometido con lo mejor de la humanidad. Escoger, el idioma español para su obra, es muestra fehaciente de la influencia hispana en Carpentier y su importancia para la identidad cultural latinoamericana como elemento o rasgo preponderante en ella. Por eso a la pregunta qué representa el hecho de pertenecer a dos culturas al mismo tiempo (latinoamericana y europea, francesa en particular), responde Carpentier: En 1928, cuando por razones políticas tuve que instalarme en París por un largo tiempo […] estaba desterrado de Cuba por mi lucha contra Machado […] resultó que mi conocimiento del francés me fue de gran ayuda para poder publicar artículos en diarios, en revistas, y me ayudé con ello a vivir. Y entonces se me presentó un dilema: escribir en francés o escribir en español? Y no vacilé un solo minuto: escribir en francés aquello que me ayudaba a vivir: artículos, ensayos, reportajes que publicaba en la prensa. Pero lo que era mi literatura, lo escribía en castellano. Era cubano y como cubano tenía que escribir en el idioma de mi pueblo y, por ello, en el idioma de mi Continente (Carpentier, 1985: 362).

Este proceso manifiesta diálogos, intercambios, choques, fusión y transculturación. Un viaje por el escenario cultural de América Latina permite descubrir las huellas de culturas. A diferencia del mestizaje europeo, en América se encontraron y chocaron culturas completamente diferentes lo que posibilitó descubrir al otro. La nueva cultura surgida en la región supera antagonismos culturales y es tenaz propulsora del diálogo. Latinoamérica tiene una unidad importante que permanece, a pesar de los cambios, porque se fundamenta en la cultura común y también en sus diferencias. Esto lo llevaría a expresar en 1975 durante sus homenajes en Venezuela: Volvamos los ojos hacia nuestra América. Aquí lo épico, lo épico terrible o lo épico hermoso es cosa cotidiana. El pasado pesa tremendamente sobre el presente, sobre un presente en expansión, que avanza quemando las etapas hacia un futuro poblado de contingencias. Desde sus guerras de independencia, América toda vive en función del acontecer político (Carpentier, 1980: 86-87).

Como conocedor del proceso cultural latinoamericano, hace uso constante, acertada y lógica, del término Nuestra América, erigiéndose en pensador latinoamericanista, y partícipe de una tradición importante en la región; contribuyendo así al proceso de emancipación con respecto a una crítica al pensamiento eurocéntrico o norteamericano, mediante un autorizado análisis de América

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Latina y uso correcto del concepto Nuestra América, como expresión de identidad cultural e integración latinoamericana. Para Martí y luego Carpentier, lo esencial de América Latina parte del hecho de que, conservando su raíz inicial y básica, logre inscribirse en el concierto universal de los pueblos. Esta idea plasmada por Martí en Nuestra América está presente tanto en la narrativa como ensayística carpenteriana. Ambos coinciden en la potencialidad intelectual de los latinoamericanos, reconocen autenticidad y originalidad de sus valores culturales y admiran a nuestros precursores. Al respecto Martí plantea: No nos dio la naturaleza en vano las palmas para nuestros bosques y Amazonas y Orinocos para regar nuestras comarcas; de estos ríos la abundancia, y de aquellos palmares la eminencia, tiene la mente hispanoamericana, por lo que conserva el indio cuerda; por lo que les viene de la tierra, fastuosa y volcánica […]. El día en que empiece a brillar cerca del Sol; el día en que demos por finada nuestra actual existencia de aldea (Martí, 2001: 25).

Estos preceptos martianos serán constante en la obra carpenteriana, América Latina tiene poder de asimilación de su propio pasado que lo proyecta hacia el futuro con la suficiente capacidad dialéctica de mover la realidad cultural entre la unidad y la diversidad cultural de nuestros pueblos como fenómeno de reafirmación de identidad cultural, lo que plasma en su obra artística y es parte de las ideas que sustentan posteriormente su concepción de lo barroco y lo real maravilloso americano. Esa especificidad de temática latinoamericana no anula lo universal, Carpentier tempranamente establece algo muy importante: el autorreconocimiento de la identidad cultural, porque en esa dialéctica constante que es su obra, denota el valor de la cultura americana y su significación. Esa capacidad de mover al lector desde el más apartado rincón, a una urbe europea, permite asumir literariamente el mundo americano plasmado con autenticidad y sentido de universalidad, identificándose plenamente con las luchas redentoras de nuestros pueblos, dando plena vigencia al proceso y valor emancipatorio de la cultura. En ese proceso carpenteriano de plantearse la cultura como catalizador vital para el bien del hombre y su carácter humanizador, supo encontrar su componente ideológico y político. Comprende la estrecha interrelación con el eje que se establece entre cultura latinoamericana-dependencia económicametrópolis, de graves consecuencias para lo auténtico de la región y que puede traer consigo la pérdida de su identidad cultural. Hay en esta visión un enfoque clasista de la cultura donde no soslaya su componente ético. Visión latinoamericana imperecedera en su obra y concepción de autenticidad de la cultura de

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Nuestra América ajena a cualquier regionalismo cultural. Desde su país o Europa, en el ensayo, la narrativa o el periodismo, propone levantar el interés y la vigencia de lo americano. Su visión universalista aboga por que exista una valoración positiva de lo más valioso de nuestras raíces hispanas y europeas, así como la necesidad de insertar América en el contexto universal de los pueblos, siempre fiel a los orígenes, porque América es: Historia distinta, desde un principio que este suelo americano fue teatro del más sensacional encuentro étnico que registran los anales de nuestro planeta: encuentro del indio, del negro y del europeo de tez más o menos clara, destinados, en lo adelante, a mezclarse, entremezclarse, establecer simbiosis de culturas, de creencias, de artes populares, en el más tremendo mestizaje que haya podido contemplarse nunca (Carpentier, 1980: 3).

El criterio carpenteriano, de plena vigencia, generó nuevas síntesis, esenciales para el desarrollo y formación de la identidad latinoamericana a partir de la transculturación como parte de esa identidad inclusiva de América Latina y el Caribe. Su preocupación es América y la tradicional cuestión americana se transforma en su obra novelística y trabajos de investigación como segmentos de aportes al concepto de la cultura e identidad de Latinoamérica. Como indicó, lo distinto refiere, por su significado, la identidad en la diferencia de la América Latina con la otra América y el mundo. Sus aportes como crítico, teórico o novelista, se reflejan en una obra que posee acabados valores de la cultura americana y universal donde se destaca: su capacidad integradora, que presupone una productiva búsqueda de la identidad cultural del continente en las disímiles formas de la cultura. Aunque Carpentier no ofreciera una definición integral propia sobre la identidad cultural, esto no implica que no poseyera juicios de valor importantes en torno al tema. En 1949 expresaría: Nuestra vida actual está situada bajo signos de simbiosis, de amalgamas, de trasmutaciones. Nuestro propio devenir nos desconcierta a menudo, pero también nos fortalece, porque los objetos establecen nuevas escalas de relaciones entre sí, a medida que nuestros huesos se endurecen y vamos sacando las muelas del juicio. Desde los albores de la Conquista, desde que los aztecas y los incas dijeron al hombre de Europa: “Esperábamos vuestro regreso”, el suelo americano es el gran teatro de un drama –cultural, étnico, político, del hombre con la distancia, del hombre con el mito, del hombre en busca de sí mismo– que está muy lejos de haber encontrado su desenlace por vías de fijación (Carpentier, 2017: 141-142).

Con estos conceptos va registrando rasgos específicos de la identidad cultural como sus determinaciones históricas y geográficas, interrelación con otras identidades, aunque puedan ser diferentes en lo económico, cultural o geográfico y

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a su vez reconociendo la relación de lo autóctono con lo universal que presupone un aquí y un allá y su portador no es un ser abstracto, sino concreto, en este caso, el hombre latinoamericano. Tiene conciencia del papel social del arte en general y su producción literaria se sitúa dentro de ese parámetro. El complejo enlace entre actitud artística y visión histórica, lo conducen hacia una concepción de las esencias de lo real maravilloso americano, como consecuencia de los profundos cambios ideológicos que experimenta en su proceso creador. Cuestiona los fundamentos de conciencia latinoamericana, establece paralelos raciales y socioculturales, atraviesa por diferentes ámbitos de la existencia del hombre americano para satisfacer sus inquietudes humanas, políticas e intelectuales. Sus viajes existenciales en el tiempo y el espacio, lo transportan a las raíces del carácter latinoamericano reflejado en manifestaciones vivenciales, culturales, sentido común, en su arte, en la totalidad de su problemática, es decir en proceso de concreción de identidad cultural latinoamericana inclusiva. Su afirmación “América Latina es fundamentalmente una dimensión cultural” (Carpentier, 1980: XVII), alude a su vinculación y función de otras culturas que nos permiten ver y relacionarnos con otros espacios culturales que resulta necesario proteger, reconocer y promover. El hecho de plantear que América Latina debe ser estudiada en clave de dimensión cultural, remite al tema de su identidad en la perspectiva de identidad cultural, sobre todo a partir de las preguntas que formula para desentrañar esta peculiar identidad regional. En 1975, América Latina atraviesa una situación difícil y las fuerzas de derecha, a través de las dictaduras militares, han creado espacios para la penetración norteamericana, por eso es tan importante el reconocimiento de lo nuestro, en toda su dimensión, afianzando la identidad cultural latinoamericana. Por eso afirma: La historia de nuestra América haya de ser estudiada como una gran unidad, como la de un conjunto de células inseparables unas de otras, para acabar de entender realmente lo que somos, quiénes somos, y qué papel es el que habremos de desempeñar en la realidad que nos circunda y da un sentido a nuestros destinos (Carpentier, 1980: 10).

Esta afirmación se convierte en una tesis de identidad que lleva latente dentro de sí el reconocimiento de la unidad dentro de la diversidad como elemento vital del proceso de reconocimiento de lo latinoamericano en sentido más amplio. La interacción del hombre latinoamericano con su medio o contexto, conceptualizando con personajes diversos y de matices múltiples o análisis teóricos sobre la literatura u otras expresiones culturales objeto de su mirada, logran un

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fin; conceptualizar un hombre latinoamericano resultado de sus dimensiones económicas, sociales, políticas e ideológicas. Su obra es cuadro de integración cultural nacional, latinoamericana y universal expresado de manera auténtica con sentido y función de escritor comprometido con su tiempo, donde se plasman una variada relación de hechos, fenómenos y realidades en la que lo nacional, lo universal, la tradición y la modernidad, el mito y la realidad, la historia y la ficción, establecen un mano a mano del cual emerge un mundo, símbolo de confrontación entre alienación e identidad, donde esta última emerge como ganadora absoluta por ser su obra búsqueda constante de multiplicidad de formas, de autorreconocimiento del hombre y, sobre todo, de autenticidad probada a partir de sus referencias históricas. Alcanzar la universalidad de lo latinoamericano era su fin, sin hacer concesiones al mal gusto o la chabacanería, sin apartarse del toque de santo, el pregón pintoresco o la estirpe de Papá Montero. Todo es posible gracias a su visión dialéctica de la cultura latinoamericana y universal y su particular enfoque materialista de la historia y la necesidad de estudiar nuestras culturas con los más variados prismas, ya sean europeos, latinoamericanos o africanos, siempre y cuando sean verdaderos. Carpentier tiene una máxima “no creo en las culturas en círculo cerrado” (Carpentier, 1987: 167), de ahí su concepción científica de la historia y de la humanidad. Analiza su formación en sentido no rectilíneo y el carácter aportador de cada una de ellas. Insiste en que en cada cultura del pasado existen perdurables posibilidades de sentido no llevadas a las conciencias y aprovechadas a lo largo de la historia como producto de la libertad del hombre. Carpentier se inserta dentro de la intelectualidad preocupada por la inclusión latinoamericana en el mundo, pues también somos herederos de la cultura universal y nos corresponde un lugar en ella. Latinoamérica ha sido capaz de aportar problemas propios de sus circunstancias y novedades; su experiencia, en muchos casos inconclusa, puede ser válida para los hombres del resto de la humanidad. Dentro de esa diversidad, el Caribe es la unión de lo diverso. El complejo sistema cultural de los territorios conocidos como caribeños, caracterizados por la heterogeneidad social, ha dado origen a un mosaico de configuraciones etnoculturales, de expresiones lingüísticas y religiosas, de formas de organización social y de modalidades de conducta cotidiana, cuya complejidad y diversidad constituyen el rasgo característico que la unifica y, a la vez, fragmenta y divide. Al Caribe hace un importante aporte, pues señala Luisa Campuzano “redimensionó la historia del Caribe y de la América Hispana al inscribirla crítica y creativamente, desde la perspectiva subversiva de sus lecturas a contrapelo de

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la documentación canónica, en el contexto de la historia mundial” (Campuzano, 2014: 7). La interacción de lo universal con lo particular y la noción de diferencia que subyace en el discurso carpenteriano de lo real maravilloso americano, capta las esencias de esa América que lleva implícita una función desalienante. Ante el discurso de supremacía europea, ofrece una obra con posibilidad de superación dialéctica frente a enfoques reduccionistas de la cultura que intentan verla solamente en la validez de sus rasgos occidentales. De esa asimilación de los valores de la cultura universal son los contextos, un gran aporte al retomar estos criterios y darle verdadera aplicación en el medio geográfico-cultural que más le interesó: América Latina y el Caribe, en la más amplia expresión que estas palabras puedan llevar implícitas (humana, física, espiritual, etc.). Este análisis resulta importante tenerlo en cuenta a la hora de valorar su uso por Alejo Carpentier. El tema de la identidad latinoamericana no puede soslayar su insistencia en la necesidad de una cultura universal, en el creador latinoamericano que consolide su conocimiento y agrande sus posibilidades creativas, por eso insiste en las dificultades que trae para los escritores del continente la falta de una cultura filosófica que en nada tiene que ver con el hecho del subdesarrollo económico de la región; además aclara que acceder al conocimiento universal no es sinónimo de dejarse colonizar. Para este autor, el hombre latinoamericano no puede ser ajeno a la cultura mundial que aporta instrumentos conceptuales de valor ecuménico, del mismo modo que no puede obviar el peligro que representa el uso desmedido de valores ajenos que falsean la realidad latinoamericana, ante lo cual es necesaria una reflexión consecuente sobre nosotros mismos. Dentro del gran crisol de pueblos que representa América Latina y al interior de su unidad y diversidad, expresada en una identidad cultural de la región, ocupa su mirada el mundo del Caribe que, perteneciente al espectro geográfico mayor de Nuestra América, muestra igualmente sus particularidades identitarias. Por ello exclamaría alborozado: “¡Ya hemos hallado lo universal en entrañas de lo local!” (Carpentier, 1993: 113). Esta expresión se convierte en personal y válida concepción de lo americanocaribeño, o sea, de su identidad cultural. Al trazar una visión de lo caribeño, dentro de lo americano y universal, se da cuenta de que esto no constituye tarea fácil, a su vez desestimó aquellos elementos de pobre calidad artística (poesía, música, teatro, que más que dignificar al Caribe, lo denigraban) “era preferible –decía Carpentier– no tomarlos en cuenta” (Carpentier, 1993: 114). Esta idea reafirma su tesis de, si bien es necesario difundir los valores de la región, no pueden hacerse concesiones a la calidad de la misma. Su obra, con temas caribeños, es un aporte al movimiento renova-

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dor que representa, en su conjunto, una lucha de autorrealización social y genérica. Intenta definir el verdadero papel de la cultura, desde la perspectiva de la cultura mestiza, producto de la transculturación. La justa valorización que realiza del folklore cubano y caribeño, precisa rasgos de una identidad cultural cubana y caribeña, vista no en un concepto cerrado o local, sino universal. Sus miradas iniciales al mundo caribeño sientan las bases de sus posteriores y acabadas teorías de lo real maravilloso y de los contextos. La mirada carpenteriana a la cultura caribeña le permite percatarse del choque cultural ocurrido entre grupos heterogéneos. No se deben soslayar dos cualidades o hechos capitales que se resumen en este autor: su incansable poder creador y el campo que cubre ese poder que, a la luz de nuestros tiempos legitimiza y reafirma porque Carpentier fue capaz de superar el concepto de mero entretenimiento, o arte por el arte, para hacerse medio de búsqueda y comprensión del hombre. Eso es su obra, indagación y conocimiento del hombre americano, en su completa fisonomía, desafiando los misterios americanos en un cauce de libertad artística y la búsqueda de la universalidad latinoamericana y caribeña que desde temprano manifestó. Desde París, sin tener total visión del hombre latinoamericano, descubre en expresiones culturales afro aspectos de la llamada cultura universal que incluso superan cualquier expresión surrealista. En carta a Jorge Mañach desde esta ciudad, le afirmaba: En las cosas más barrioteras de Cuba hay elementos que se vinculan con los problemas capitales del pensamiento actual, utilizando los atajos más imprevistos. El texto de cosas como La oración al ánima sola o La plegaria a los catorce santos auxiliares […] resultan verdaderos textos suprarrealistas (Carpentier, 1987: 16).

Estas precoces declaraciones reafirman tempranamente una concepción sobre la identidad cultural latinoamericana, en la cual reconoce factores diversos como las expresiones de la cultura popular y tradicional, rica y diversa en América Latina, así propone nuevos modelos de representación de la realidad, legitimando una nueva imagen del escenario continental, una nueva visión de la América maravillosa. Después de varios años en Europa, siente la necesidad de volver a Nuestra América para rendirle cuenta, por eso afirma: Y de repente, como una obsesión, entró en mí la idea de América. De una América que no había conocido en mis estudios escolares, sobre la cual había leído muy poco y me daba cuenta de que, sin ella, no me realizaría en mí mismo en la obra que aspiraba a hacer. […] Y me digo: “No, hay una asignatura que tengo que aprender y esa asignatura va a ser el estudio sistemático de América” (Carpentier, 1980: 24).

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Ha sido una constante el encasillamiento de un determinado escritor o intelectual en determinados movimientos, corrientes filosófica, lo que produce polémicas y contradicciones. En este sentido no escapa Alejo Carpentier y el surrealismo por ejemplo, sobre lo cual el propio autor se pronunció en varias ocasiones explicando sus posiciones y su rompimiento con este movimiento surrealista. Sin embargo, en torno al Barroco, no le molestó que se señalara como escritor con características de este movimiento e incluso se pronunció en múltiples ocasiones con interesantes juicios de valor al respecto. Cuando se habla del barroquismo en Alejo Carpentier no debe entenderse como una europeización del autor, libre de escoger caminos. En este caso lo barroco gana con la inserción de sus elementos en toda su obra. Lo barroco se encuentra –dice él–, primero, en la realidad cotidiana de América Latina y el Caribe, porque existe en su naturaleza, su relieve, su coexistencia de culturas, períodos históricos y su mestizaje. No obstante la hiperbolización de Carpentier de querer justificar barroquismo en la naturaleza americana y en períodos culturales antes de esta manifestación cultural mundial y su concreción en América Latina y el Caribe, sí acertó en explicar que: El barroco es una suerte de pulsión creadora, […] en las manifestaciones del arte, tanto literarias, como plásticas, arquitectónicas, o musicales [...] ese barroquismo, lejos de significar decadencia, ha marcado a veces la culminación, la máxima expresión, el momento de mayor riqueza, de una civilización determinada [. . . ] el barroco es una creación del siglo XVII (Carpentier, 1980: 40-41).

Esa constante creadora que enunció como regularidad del barroco, tiene concreciones específicas en la arquitectura de los países caribeños de América Latina, y de ella da cuenta las artes plásticas de las propias iglesias y catedrales, la música barroca, la literatura, manifestaciones religiosas y otras. Y, a su vez, ese barroquismo se presenta también en el estilo de su obra: vocabulario, sintaxis, recursos formales, referencias culturales y sobreabundancia expresiva. En su obra el barroquismo literario se produce de una manera consciente, no solo como preferencia personal sino como opción apropiada para plasmar con eficacia analítico-teórica y narrativa la realidad histórica de América Latina y el Caribe. Por eso en otro momento de su conferencia Lo Barroco y lo real maravilloso, dictada en el Ateneo de Caracas el 22 de mayo de 1975, al comentar definiciones sobre barroco afirma: “recargado, amanerado, gongorino (¡como si fuera una vergüenza ser gongorino!) […] y (entonces esto sí no es posible) decadente” (Carpentier, 2017: 309) a cuya denominación se opone tajantemente pues no

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concibe que cualquier manifestación artística de altos valores culturales, como es el caso, pueda ser catalogada así por la sencillez del paso del tiempo, por eso es tan importante que hoy volvamos al barroco latinoamericano. Supo entender la diversidad cultural del Caribe sobre la base a la identidad cultural en la diferencia, captando esa compleja confluencia de diversas transculturaciones aportada por el Caribe insular y continental, en unidad en la diversidad, expresada en su concepción de lo barroco, en la teoría de lo real maravilloso y en sus contextos, y de este modo contribuye a una constante búsqueda de la identidad humana plural, en este caso, latinoamericana y caribeña. Identidad con raíz de transculturación, por eso afirmó: Yo estaba releyendo hace pocos días la Ifigenia de Eurípides y veo que cuando Ifigenia es llevada por Agamenón para ser inmolada en el altar de Artemis, llorosa y desesperada, Artemis se apiada de la virgen y a última hora, en vez de que sea inmolada Ifigenia, es degollada una cierva blanca […] eso es lo que se hace diariamente en Haití y en el Brasil en las ceremonias del vudú y las ceremonias del candomble (Carpentier, 1980: 32).

Tesis plasmada en toda su obra, la concepción del hombre, la historia y la cultura, lo que permitió encontrar en América Latina y el Caribe una diversidad cultural con múltiples desafíos y la necesidad imperiosa de una integración cultural, económica, política, con respeto de sus diferencias, así como diferentes retos por enfrentar ante los centros internacionales hegemónicos porque la historia pasada y presente de este continente debe verse como un complejo proceso político y cultural el cual, además de expresar el proceso de liberación nacional, implica una autoconfirmación de la identidad dando importancia a nuestra historia, por lo cual afirmó que “la historia de América Latina es una gran unidad” (Carpentier, 1980: 10), donde cada una de las naciones específicas constituyen células inseparables de este corpus. Este es el presupuesto teórico de su concepción de la historia latinoamericana, que no solo explicó, sino también narró magistralmente. Resultando evidente que para Carpentier no existió nunca una unidad monolítica, irreal, de nuestra identidad, de ahí su insistencia en el fenómeno de la transculturación como algo vivo, dinámico, transformador, que siempre tomaba en cuenta los elementos de la diversidad americana. En cuanto a la posible universalidad de la cultura latinoamericana señalaba, que debían tenerse en cuenta los elementos de verdadero valor universal y desechar los que podían ser transitorios, modas pasajeras, copias extraterritoriales. Por tanto, Carpentier está consciente de lo que puede ser estable pero también de lo transitorio en Nuestra América, de lo que puede integrarse o viceversa en nuestra realidad diversa. Por esas y

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otras múltiples razones, no es ajeno a la denominación de escritor barroco y de la importancia del Barroco latinoamericano. La obra de Alejo Carpentier es uno de los cimientos más particulares e innovadores en torno al tema de lo real maravilloso americano. Esta teoría, en su amplia dimensión, continúa su enriquecimiento y reafirma a la vez los rasgos de identidad cultural de la región. En torno al tema señala Rigoberto Pupo “Es indiscutible que el descubrimiento de lo real maravilloso abre cauces heurísticos y hermenéuticos sustanciales al discurso carpenteriano y a su cosmovisión. Es más, vehicula caminos holísticos a sus discernimientos filosóficos y literarios” (Pupo, 2003: 68). Estos criterios amplían la visión del pensamiento carpenteriano, revelador de importantes facetas para el quehacer de la cultura latinoamericana. Su proceso de creación y maduración artística, consciente y activa, generará un compromiso intelectual de suma importancia para reafirmar la visión carpenteriana de América y de su identidad cultural. Descubre las potencialidades inmanentes a la realidad latinoamericana, al concebir a América, su historia, sus hombres y su cultura, como una síntesis irrepetible y maravillosa de elementos insólitos en tiempo y espacio. El propósito, trabajar en la conciencia del lector, en su visión del mundo, estableciendo una estrecha relación entre lo político y lo ético. Su precepto “¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?” (Carpentier, 1984: 79), es inicio y continuidad de un pensamiento renovador, desalienante y auténtico que interactúa con el ideario martiano e interpreta dialécticamente la historia americana. Establece así un elemento clave: entender en qué medida esta forma de hacer de América Latina es una forma expresiva de una cultura de resistencia al recrear los desajustes cronológicos de América, recoge leyendas y mitos anteriores al descubrimiento y los revaloriza y recontextualiza para darles nuevas connotaciones, criticando ese eurocentrismo que intenta por cualquier medio minimizar lo no europeo. Busca nuevas esencias más allá de lo aparentemente fenoménico de lo real-aparencial, y encuentra una nueva y fundamentada visión de la realidad latinoamericana. Por eso desde París, en carta a Mañach de 1930 dice, con gran sentido del humor criollo: América me resulta mucho más interesante desde que me encuentro de este lado del charco grande. Algunas cosas de Cuba, de las que “tiramos a relajo”, porque pasamos cotidianamente sobre ellas calzando los coturnos de la costumbre, han cobrado un relieve formidable ante mis ojos, desde que estoy aquí. El otro día, por ejemplo, he podido descubrir que el simbolismo sexual de la Charada China concuerda punto por punto con el simbolismo sexual-onírico de Freud. ¿Freud habrá ido a buscar los fundamentos de su teoría en China? (Citado por Ana Cairo, 1984-85: 396-397).

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La creación carpenteriana es fuente de actualización constante, por tanto su visión de lo real maravilloso y del barroco no es estática sino dinámica y cambiante, así ante la pregunta de un estudiante belga, que intentaba cuestionar la concepción de lo real maravilloso americano, al referir que América Latina no tenía en la década del 70 una realidad maravillosa, sino más bien de lo que podría llamarse lo real horroroso, por la existencia de dictaduras militares, crisis económicas, entre otras, Carpentier respondió: Lo real horroroso de América Latina es tan realmente horroroso que se vuelve tan insólito como lo real maravilloso. Entonces, ¿cuál es la misión nuestra? Si el escritor latinoamericano tiene el don de revelar lo real maravilloso, si tiene el don de revelar lo maravilloso, el ciudadano que hay dentro de cada escritor latinoamericano debe combatir con todas sus fuerzas, como lo hacen millares y millares de intelectuales latinoamericanos, lo real horroroso. Y en eso estamos empeñados muchos, y me jacto de que uno de ellos soy yo (Carpentier, 1987: 159).

Una vez más puntualiza como componente de su teoría de lo real maravilloso la naturaleza latinoamericana plural, pero también el todo de la sociedad y cultura existentes, la historia de la lucha por la libertad y liberación latinoamericanas. En contacto con esa América por descubrir todavía, va localizando elementos mágicos, a veces sin explicación lógica tradicional como inesperada alteración de una realidad que cada vez se revela más interesante. Esto lo lleva a expresar el concepto lo maravilloso presupone una fe que no está, en ciertos recursos utilizados por los europeos que en condición son ciertas artimañas literarias. En Carpentier es diferente, porque significa sentido creador de un nuevo hecho histórico como un proceso cognitivo que comienza a conocer a fondo la realidad latinoamericana. El mérito de Carpentier consiste en descubrir que lo maravilloso como categoría, incluye al pueblo y lo popular, en sentido amplio, como fuente esencial y original, creando un universo determinado y racional donde los acontecimientos resultan naturales, posibles y lógicos. En su teoría sobre lo real maravilloso americano generaliza y establece una categoría propia: toda acción o acontecimiento asombroso, todo portento insólito, todo lo inexplicable, todo aquello que produce un efecto sobrenatural de su esencia, lo establece como maravilloso. Su concepción de lo real maravilloso resulta integradora porque su mirada del mundo latinoamericano posee una función social, con capacidad suficiente de generar comunicación pues, por ejemplo, mira la historia con otro sentido, lo que provoca enfrentamientos con sus lectores críticos y genera múltiples opiniones. Esto lleva a adquirir una función social e implícita, una crítica a la realidad, a la sociedad y a una ideología impuesta por siglos al hombre ameri-

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cano y a su contexto. Con esta visión explora el espacio de lo interior, enaltece la imaginación y la esperanza de salvación del hombre latinoamericano. Con el desarrollo de su teoría, Carpentier fundamenta la necesidad que tiene América Latina de un nuevo enfoque cultural y artístico literario para alcanzar su más plena identidad, así su obra es portadora de un compromiso social plasmado en su visión como pensador-narrador de su tiempo, por eso acota “América Latina es el teatro del más sensacional encuentro étnico que registran los anales de nuestro planeta” (Carpentier, 1993: 2). La razón de este criterio está en su concepción de la cultura y el humanismo plural como patrimonio universal, manifestado en otras ocasiones cuando encuentra similitudes y diferencias en expresiones latinoamericanas con las de culturas de otras regiones. Por eso se ha afirmado que “todo mestizaje engendra barroquismos, por acumulación y combinación de formas y sentidos diferentes, a veces contrastantes, pero que logran complementarse y provocar, en quien los contempla, una impresión de originalidad, de autenticidad, aunque sean reconocibles los troncos genésicos” (Vázquez, 2004: 144). Todos configuran algo nuevo que es América Latina, en devenir de siglos, y conforman nuestra identidad de humanismo plural, es decir, de identidad en la diferencia.Por tanto, en Carpentier y su obra, lo real maravilloso y lo Barroco interactúan entre sí como un todo orgánico sin que por eso no podamos considerarlo como categorías independientes. Alejo Carpentier, figura clave de las letras en Nuestra América otorga al Barroco categoría de investigación académica según Franklin Giovanni Púa (2016) el cual es una constante en nuestra literatura sobre todo a partir de los años 60 del siglo XX y de las variadas referencias teóricas respecto al Barroco incluyendo las conocidas conferencias y reflexiones del autor de El reino de este mundo, aunque su afirmación “en América hasta la naturaleza es barroca” genera polémica, no cabe duda de la importancia de la relación que establece entre Barroco, mestizaje y cultura al decirnos que todo mestizaje genera un barroquismo. De su importancia da cuenta Miguel Rojas cuando afirma: De la concepción negativa del barroco se ha pasado a consideraciones que sitúan al mismo como concreción de la cultura latinoamericana, proyecto de modernidad alternativa o un neobarroco de posmodernidad crítica. Es de común consenso que el barroco es un estilo artístico histórico post-renacentista que abarcó la filosofía, la religión, la literatura, la poesía, el teatro, la arquitectura, la escultura, la pintura, la música, entre las principales manifestaciones de la cultura en los siglos XVII y XVIII, sin ser absoluto, pues hay antecedentes reconocidos a finales del siglo XVI, y más allá del XVIII (Rojas, 2016: 103).

Sin dejar de reconocer lo polémico de la afirmación carpenteriana, pero sin negar que el autor sienta pautas dentro del tema, sobre todo en esa tendencia humanista a la que hace referencia Carpentier cuando habla de una constante

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humana americana de carácter plural, pues incluye a partes esenciales del pueblo: indios, negros, mestizos, criollos, mujeres, al pueblo en general, a los que da voz y razón. La concepción carpenteriana sobre el Barroco aparece en otros documentos anteriores a la conferencia de 1980. En entrevista con el periodista francés Michel Boujut en 1967, quien lo provocó a hablar sobre su noción de lo barroco, Carpentier afirmó: Cuando los conquistadores españoles llegaron a México ¿ qué encontraron?. Un arte completamente barroco, es decir, un arte que le tiene miedo al espacio vacío y que siente la necesidad de llenar el espacio con figuras, con representaciones que puedan colmar el vacío y puedan hacerlo inteligible (Carpentier, 1985: 154).

El barroco latinoamericano es algo más que estilo artístico, su conocimiento permite encontrar nuevos espacios para contrarrestar la globalización y el neoliberalismo, cuya base será nuestro mestizaje cultural. En este sentido, es válida la reflexión de Fernando Buen Abad Domínguez cuando recientemente afirmaba en torno a los productos audiovisuales que consumimos: Es una batalla de las ideas que debemos librar con las herramientas de la ciencia emancipadora. Es un problema ético, semiótico y filosófico de nuestro tiempo que debe ser tratado en clave de lucha descolonizadora si mantenemos en mente quienes son los dueños de la producción […] de los productos audiovisuales […] del opio mediático con que se estandariza la producción masiva de valores alienados (Buen Abad, 2021: 6).

Frente a lo anterior es necesario que los académicos sigan realizando, con esa ciencia emancipadora, la creación de un mundo mejor. Volver al Barroco y a Alejo Carpentier, novelista de la historia, de la realidad, del lenguaje barroco, del descubrimiento de lo real maravilloso, todo con un único objetivo válido, modificar la realidad y consagrarse a la cultura de su continente, lugar donde existe algo tan extraño y maravilloso que es necesario preservar y divulgar, para incorporarlo al contexto de la cultura universal como claves para enfrentar esta crisis cultural contemporánea.

Bibliografía Buen Abad, Fernando (2021). “Recetarios del espectáculo masivo: trompadas, gritos y balazos”. Granma. Recuperado de: http://www.granma.cu/pensar-en-qr/2021-0520/recetarios-del-espectaculo-masivo-trompadas-gritos-y-balazos-20-05-2021-21-05-44 [Consultado el 21 de mayo de 2021].

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Cairo, Ana (1984-85). “La década genésica del intelectual Carpentier (1923-1933)”. En: Imán, Anuario, Centro de promoción cultural Alejo Carpentier. Año II/1984-1985. Vol. I. La Habana: Editorial Letras Cubanas. Campuzano, Luisa (Coord.) (2014). 200/100/50: Alejo Carpentier, la emancipación y las revoluciones latinoamericanas. La Habana: Editorial Letras Cubanas. Carpentier, Alejo (1993). Crónicas. Vols. I y II. La Habana: Editorial Arte y Literatura. Carpentier, Alejo (1980). Razón de ser. La Habana: Editorial Letras Cubanas. Carpentier, Alejo (1984). Ensayos. La Habana: Editorial Letras Cubanas. Carpentier, Alejo (1985). Entrevistas. La Habana: Editorial Letras Cubanas. Carpentier, Alejo (1987). Conferencias. La Habana: Editorial Letras Cubanas. Carpentier, Alejo (2017). Ensayos. Selección y prólogo de Graziella Pogolotti. La Habana: Editorial Letras Cubanas. Martí, José (2001). Obras Completas. La Habana: Centro de Estudios Martianos. Púa Mora, Franklin Giovanni (Ed.) (2016). Retablo barroco. Visiones y horizontes de lo exuberante. Bogotá: Editorial Bonaventuriana. Pupo, Rigoberto (2003). Filosofía y literatura en Alejo Carpentier. La Habana: INFOMED. Rojas, Miguel (2016). “Del barroco como estilo artístico a programas culturales emancipatorios”. En: Franklin Giovanni Púa Mora (Ed.), Retablo barroco. Visiones y horizontes de lo exuberante. Bogotá: Editorial Bonaventuriana. Vázquez, Marlene (2004). Martí y Carpentier de la fábula a la historia. La Habana: Centro de Estudios Martianos.

Luis Álvarez Álvarez

Aproximaciones al neobarroco en la novelística de Roberto Bolaño Una de las figuras verdaderamente esenciales en lo que se refiere a esta relación neobarroco latinoamericano-crisis cultural lo ha sido, desde luego, Roberto Bolaño, cuya singularísima estatura como escritor se apoya en una serie de factores, entre los cuales no puede desconocerse su personal experiencia multicultural –en particular de su Chile natal, de su México adoptivo y de España–, además de una agresiva perspectiva neobarroca, en la cual se abordan muchos aspectos diversos de la crisis raigal que han venido enfrentando las sociedades iberoamericanas, sobre todo en lo que se refiere a una entrada deformada y tardía en la Modernidad, como han señalado, entre otros, Mabel Moraña, por una parte, y Saúl Yurkievich, por otra; a unas estructuras socioeconómicas básicamente marcadas por una evolución cuando menos tardía de ellas desde un marco básicamente agrario y latifundista, hacia una industrialización señalada por una dependencia de capitales foráneos; a la lentitud del proceso de fortalecimiento de una voluntad de autoafirmación identitaria en el marco de las expresiones culturales en general y artísticas en particular, y al no menos demorado y difícil camino hacia la constitución de un pensamiento de cabal enraizamiento en las realidades de una Iberoamérica cada vez más compleja y urgida de transformaciones profundas a nivel pragmático y teórico. En la imposibilidad de abarcar aquí de manera exhaustiva la cuestión del neobarroco en la obra multifacética de Bolaño –poesía, crítica, periodismo, diarios, novelística–, me resigno a limitarme a considerar ciertos elementos en algunas de las novelas que cimentaron su enorme resonancia literaria, en particular Los detectives salvajes. Es, sin discusión, una de las obras de mayor calibre en la literatura en letras castellanas de la segunda mitad del siglo XX. Novela torrencial, Bolaños ha sabido aprovechar en su texto toda la experiencia de la narrativa precedente, incluso aquella que se encuadra bajo la denominación de best-seller. En efecto, nada falta de los ingredientes consagrados por dicha modalidad de escritura: diversas tramas paralelas, buena carga de especias –desde cierta atmósfera policial ya sugerida por el propio título, hasta dosis generosas de angustia existencia, sexo, drama, estética e, incluso, política–. Sí, está todo allí, menos el sentido banal y de mero entretenimiento del

|| Luis Álvarez Álvarez, Universidad de Camagüey, Universidad de las Artes de Cuba https://doi.org/10.1515/9783111208909-010

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best-seller comercial. Sin error posible, Los detectives salvajes son literatura a la más alta potencia, hasta el punto de que, más allá de toda fisonomía exterior, su tema fundamental es la literatura misma –y en particular la poesía–, tal como se nos presenta en el tiempo actual de Iberoamérica: consciente de su posible inutilidad, enfrentada a un lenguaje agotado en su apariencia, condenada a la retombée a la manera en que la define Severo Sarduy: Llamé retombée, a falta de un mejor término en castellano, a toda causalidad acrónica: la causa y la consecuencia de un fenómeno dado pueden no sucederse en el tiempo, sino coexistir; la “consecuencia” incluso, puede preceder a la “causa”, ambas pueden barajarse, como en un juego de naipes. Retombée es también una singularidad o un parecido en lo discontinuo: dos objetivos distantes y sin comunicación o interferencia pueden revelarse análogos; uno puede funcionar como el doble –la palabra también tomada en el sentido teatral del término– del otro: no hay ninguna jerarquía de valores entre el modelo y la copia (Sarduy, 1999, t. II: 1370).

Asimismo, la escritura latinoamericana neobarroca se presenta, sobre todo, lanzada a una oscilación entre la tendencia al detalle y la obsesión del fragmento, esos dos componentes fundamentales de la composición neobarroca que destaca con fuerza Omar Calabrese en su inteligente ensayo, La era neobarroca (Calabrese, 1987: 84-106). Todo esto constituye el dilema que, convertido en tema orquestado por decenas de voces y múltiples líneas argumentales quebradas y no siempre convergentes de un modo nítido, se presenta al lector como un enigma hiriente que solo desde una recepción esencial de la novela puede ser desentrañado. Pues el receptor abocetado insistentemente por Bolaño en esta novela se presenta como capaz de matizar, configurar formas literarias. Otro personaje, Joaquín Font, pontifica: “Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura para cuando estás calmado. Esta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás alegre. Hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado” (Bolaño, 1998: 187). Lo cierto es que en Los detectives salvajes la labor de indagación se realiza tanto por los personajes centrales –Arturo Belano y Ulises Lima, quienes son, a la vez, detectives y culpables, salvadores y criminales, autores y lectores–, como quienes se enfrentan a la lectura de esta novela profundamente desgarrada, donde el tema de la creación literaria –frecuente en la obra de Bolaño– aparece bajo el la perspectiva del grupo de escritores, vistos en plena angustia y, por momentos, envueltos en la desorientación que se experimenta al transitar por un laberinto. De hecho este sentido grupal –donde se nuclean ya sea tendencias estéticas, generaciones, preferencias estilísticas, predecesores asumidos como

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comunes, como una tradición elegida– es desnudado con un sentido realista escalofriante, como cuando Xóchitl García dice en la novela: Otros, los menos, recordaban a Ulises Lima y Arturo Belano, vagamente, no sabían, por ejemplo, que Ulises estaba vivo y que Belano ya no vivía en el D.F.; pero los habían conocido, recordaban sus intervenciones en recitales públicos en donde Ulises y Arturo acostumbraban a meterse con los poetas, recordaban sus opiniones en contra de todo, recordaban su amistad con Efraín Huerta, me miraban como si yo fuera una extraterrestre, decían ¿así que tú fuiste real visceralista, eh?, y después me decían que lo sentían, pero que no podían publicar ni uno solo de mis poemas. Según María, a quien acudía cada vez más desanimada, eso era lo normal, la literatura mexicana, probablemente todas las literaturas latinoamericanas, eran así, una secta rígida en donde el perdón era costoso de conseguir (Bolaño, 1998: 352-353).

Mirna Solotorevky ha llamado la atención sobre lo que ella llama “el espesor escritural en novelas de Roberto Bolaño”, y en verdad si un elemento llama la atención en la constitución de sus textos es la superposición de dualidades, polares o no, en sus novelas: en La literatura nazi en América, por ejemplo, el ritmo varía marcadamente de un capítulo a otro de esta burlesca y amarga historia de la literatura de América en el siglo XX, mirada específicamente en el terreno de sus fracasos, de sus monstruosismos, de su repetición oficialista de antivalores y esperpentos impuestos o derivados de las deformidades sociales y, sobre todo, de la situación dependiente del escritor en relación con el poder. Pocos textos tan excéntricos como La literatura nazi en América, en que Bolaño ha creado una criatura prácticamente gongorina y polifémica, integrada genialmente por el autor a partir de identificar los puntos neurálgicos de inestabilidad de ambos tipos escriturales en nuestras culturas: el detallismo anecdótico, tantas veces asfixiante en la historia literatura iberoamericana y la tendencia a la deriva expositiva en ciertas zonas de nuestra narrativa y, también, de nuestra crítica literaria. No puede ignorarse que Bolaño, como en una pieza antológica del Barroco histórico, La bella y la bestia, de Mme. Le Prince de Beaumont, disfruta trabajando con brutal eficacia el monstruosismo, el extravío, el caos neobarroco en el tratamiento de la –inútil– búsqueda de la belleza total a través de los laberintos del horror. De aquí, en cierta medida, su tangible interés –y visceral rechazo– por el totalitarismo, maldecido y a la vez desmenuzado, su relación con un elemento fundamental de la cultura neobarroca: el videojuego, de hecho lo que pudiera yo llamar un neoludismo en el cual, más allá de Huizinga, el juego, además de ser una esencia cultural del ser humano, se convierte en una modalidad freudiana de la voluntad de autodestrucción, tal como se puede palpar en una novela tan ominosa como El Tercer Reich. Habría que añadir que

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en toda su narrativa se percibe ese trampantojo, ese no-sé-qué que Sarduy subrayaba como sellos clarísimos de la estética neobarroca. Centrado sobre todo ahora en Los detectives salvajes, ejemplo cabal de la voluntad neobarroca de inversión –la novela negra, impecablemente seguida como canon, resulta dinamitada finalmente como modo de escritura del siglo XX– de referentes y herencias culturales. Ante todo, el título. Se trata, desde luego, de una denominación que vincula a esta novela con la narrativa policial y, sobre todo, con la novela problema, en la que un protagonista con un perfil más o menos típico y caracterizador de su conducta durante la peripecia contada –policía, detective o investigador aficionado– se enfrenta con un hecho misterioso, por lo común un delito de alguna índole, y mediante una serie de procedimientos sobre todo hermenéuticos, logra identificar al criminal y desentrañar la lógica interna de los hechos que condujeron al suceso enigmático. Desde este punto de vista, habría que convenir en que la narración está constituida a partir de una intertextualidad posmoderna neobarroca, en el sentido de que no se incrusta en el nuevo texto uno prexistente, sino que se percibe la presencia de todo un género, cuyas funciones resultan trastrocadas en la obra. Lo esencial, por otra parte, es que la intertextualidad en Los detectives salvajes se relaciona con el criterio más amplio y abarcador de este concepto literario tan difundido luego de su empleo fundador por Julia Kristeva. Me refiero a que esta novela se construye como una inmensa dialogicidad (Głowiński, 1994)1, en la cual no solo es traída a colación, en tanto subgénero literario, la novela policial, sino que también confluyen hacia ella, pero caóticamente, en un fluir impreciso, otros tipos de novela –la sicológica, el Bildungsroman y la de aventuras, entre otras–. Pero, ciertamente, el diálogo más intenso y más engañoso –verdadero trompe l´oeil neobarroco– es el que se establece con la novela problema. Desde los pioneros y fundadores diversos –Edgar Allan Poe y Arthur Conan Doyle, Gilbert K. Chesterton, entre muchos otros paradigmas–, la novela policial ha sufrido transfiguraciones varias, e incluso ha llegado a proporcionar atmósferas narrativas de una envergadura ambiciosa y una voluntad de radiografía social compleja, como es el caso de El nombre de la rosa, de Michel Foucault, o El gran arte, de Rubem Fonseca. La novela de Bolaño va incluso más lejos: el componente “policial”, incluso el título mismo, no son un trasfondo eficiente para la acción, antes bien, resultan una alusión quintaesenciada, pero también simbólica, que requerirá de una lectura hermenéutica total –no puedo

|| 1 En este sentido, el autor apunta: “La intertextualidad es entendida tan ampliamente que se vuelve de cierta manera un sinónimo de dialogicidad” (Głowiński, 1994: 189).

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detenerme aquí a considerar las relaciones implícitas entre la estética neobarroca y un lector-hermeneutca ideal, pero simultáneamente asumido como destinado perpetuamente a la derrota, a un grado de incomprensión definitivo– del laberinto agónico en que el autor percibe la literatura contemporánea, y sobre todo la de América Latina. Por momentos, la visión que brinda esta novela de la vida literaria resulta un mural de lo monstruoso y lo grotesco. Así, por ejemplo, entre otros momentos de la narración, el personaje de Xóchitl García nos asoma al horror en el siguiente pasaje: Ya estaba harta de trabajar en el Gigante [Nota: se refiere a Gigante, que fue una muy extendida cadena de supermercados en México] y creía que mi poesía se merecía, si no un poco de respeto, sí un poco de atención. Con el paso de los días descubrí otras revistas, no aquellas en donde a mí me hubiera gustado publicar, sino otras, las revistas inevitables que surgen en una ciudad de dieciséis millones de habitantes. Sus directores o jefes de redacción eran hombres y mujeres terribles, seres que si te los quedabas mirando mucho rato te dabas cuenta que habían surgido de las cloacas, una mezcla de funcionarios desterrados y de asesinos arrepentidos (Bolaño, 1998: 353).

En otros momentos, sin embargo, la inmersión torturante en la realidad de la vida literaria se convierte en una verdadera pesadilla del espíritu, una trampa social de la cual es preciso escapar so pena de asfixiarse. Es el caso de unas palabras de otro personaje, Julio Martínez Morales: Voy a contarles algo acerca del honor de los poetas, ahora que paseo por la Feria del Libro. Yo soy poeta. Yo soy escritor. He ganado una cierta nombradía como crítico. 7 x 3 = 22 casetas a ojo de buen cubero, pero son, en realidad, muchas más. Limitada es nuestra visión. He conseguido, sin embargo, hacerme un lugar bajo el sol en esta Feria. Atrás quedan los coches estrellados, los límites de la escritura, el 3 x 3 = 9. Me ha costado. Atrás quedan la A y la E que se desangran colgadas de un balcón al que a veces vuelvo en sueños. Soy un hombre educado: solo conozco las cárceles sutiles. Poesía y cárcel, por otra parte, siempre han estado cerca. No obstante, mi fuente de atracción es la melancolía. ¿Estoy en el séptimo sueño o he escuchado de verdad cantar a los gallos en el otro extremo de la Feria? […] Deambulo por la Feria y saludo a los colegas que deambulan tan idos como yo. Ido x ido = una cárcel en el cielo de la literatura. Deambulo. Deambulo. El honor de los poetas: el canto que escuchamos como pálida condena. […] En otros países a esto se le llama mafia (Bolaño, 1998: 462-463).

La crueldad desoladora con que el mundo literario iberoamericano es percibido, tiene un sentido a la vez simbólico y paródico, que preanuncia La literatura nazi en América: los protagonistas, Ulises Lima y Arturo Bela, son dos jóvenes poetas en los años setenta, que buscan incansablemente a Cesárea Tinajero, desaparecida fundadora de un movimiento poético –los visceralistas– en la época de las vanguardias, misteriosa y olvidada mujer que hace honor a su nombre romano,

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que parecería remitir al enorme y rápidamente destruido puerto romano en el antiguo Israel provincia imperial. Su pesquisa tiene un sentido definido: Belano y Lima han creado un grupo literario inspirado en aquel, y han tomado el nombre de los neovisceralistas, odiados por todos los demás escritores por considerarlos hiper-críticos e irreductibles a las “normas” de la vida literaria dominante. La caracterización de ambos poetas se produce incansablemente, por refracción de decenas de testimoniantes, pues a lo largo de la novela ellos también han desaparecido. Se trata de una refracción especular: Belano y Lima buscan a la perdida Cesárea Tinajero; nosotros, los lectores, indagamos por los dos muchachos de los setenta, que ahora, en los años noventa, a su vez se han borrado del horizonte, como termina por sucederles a todos los que se consagran a la esencia misma de la literatura y se alejan de la miserable cortesanía de los círculos literarios al uso, descritos implacablemente a lo largo de la novela, nuevamente como pronóstico de La literatura nazi en América. La indagación, circular y laberíntica, se asoma una y otra vez a esferas que la rebasan y nos conducen a preguntas de mayor calibre que trascienden la literatura misma: Se bebió mucho vino aquella noche y cuando nos fuimos, sin saber cómo, me encontré caminando a su lado algunas cuadras. Entonces le dije lo que me había estado rondando por la cabeza. Belano, le dije, el meollo de la cuestión es saber si el mal (o el delito o el crimen o como usted quiera llamarle) es casual o causal. Si es causal, podemos luchar contra él, es difícil de derrotar, pero hay una posibilidad, más o menos como dos boxeadores del mismo peso. Si es casual, por el contrario, estamos jodidos. Que Dios, si existe, nos pille confesados. Y a eso se reduce todo (Bolaño, 1998: 378).

Es esta una hendija que nos permite asomarnos al trasfondo último de Los detectives salvajes: se trata de una exploración simultánea de la literatura misma –en su enloquecedora vaciedad final, en su capacidad de crear y destruir, en su auto-amordazamiento y su triste conversión en modo de vida de gentuza–, pero también de la existencia misma del ser humano en el desesperanzado segmento terminal del siglo XX. Bajo su ironía dominante, su capacidad simultánea de analizar y destruir, en dualidad neobarroca, su delirante capacidad de transparentar el vacío literario de nuestra época, una disipación específicamente neobarroca, sí, pero igualmente emparejada con la necesidad de una expresión que revele la complejidad delirante a que nos ha conducido la crisis de nuestro tiempo, en fin, asimismo la erosión de los discursos de dogmas supuestamente salvadores, esta novela es, con una fuerza muy pocas veces o nunca alcanzada en la narrativa latinoamericana, un ademán ontológico que intenta recuperarnos, comenzar de nuevo, dejar atrás todos los engaños y fracasos que la literatura, y el decurso mismo del continente desde el s. XIX, han tratado en vano de perfilar como permanencia y conquista del espíritu, para perseguir –los perso-

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najes, sí, pero también nosotros–, a toda costa, un nuevo sitio donde finalmente estar, donde poder, de modo neobarroco, más-o-menos-ser, aferrados a un nosé-qué que nos permita rencontrarnos, ensayar quizás una retombée de lo que, tal vez en el pasado, haya sido la existencia humana. De aquí que tenga una resonancia profunda que la Cesárea por fin hallada –inesperadamente encontrada por estos jóvenes que, hacia el segmento final de la narración declaran como al pasar que a donde quieren llegar es “a la pinche modernidad” (Bolaño, 1998: 439)– declare por su parte, con una clarividencia llena de resonancia y, también, de indescifrable simbolismo “que ese era el porvenir común de todos los mortales, buscar un lugar donde vivir y un lugar donde trabajar” (Bolaño, 1998: 439). Los detectives salvajes, ciertamente, parecen una entrada centelleante y a la vez sobrecogedora no en la Modernidad, sino en un sentimiento difuso y hondamente neobarroco, una voluntad desesperada de crítica y descubrimiento de una realidad por mucho tiempo deformada por infinitos travestimos, un impulso agónico hacia una lucidez desoladora. Por eso la narración se cierra en una pregunta cósmica, que trasciende cualquier pista aparente anclada en el argumento de la novela: “¿Qué hay detrás de la ventana?” (Bolaño, 1998: 583), la cual de facto es más que nada una afirmación neobarroca. Pues, en efecto dos de los elementos fundamentales del texto enclavado en el gusto neobarroco es precisamente el trampantojo, el trompe-l´oeil comentado por Severo Sarduy en su brillante ensayo La simulación: El trompe-l´oeil, inventado precisamente para simular un espesor, una presencia verosímil, inmediata, o una profundidad, por esa insistencia misma en el ser-allí, parece apelar a nuestra mirada como para captarla, hacerla deslizar a lo largo de sus planos lisos, bruñidos, sobre los objetos patinados por el manejo, o al contrario, invirtiendo ese llamado, transformar su platitude en mirada, contemplarnos para suscitar así la dimensión, ahuecar el plano único, ya que “la profundidad no nace más que en el momento en que el espectáculo mismo vuelve lentamente su sombra hacia el hombre y comienza a mirarlo” (Sarduy, 1999, T. II: 1284).

Tal vez el propio Bolaño no tuviera respuesta para esa pregunta esencial. Pero haberla formulado con semejante fuerza, con tal magia de convicción, como un grito –más que una invitación– dirigido hacia los lectores, convierte a esta obra en un texto formidable, desgarrado entre su genial literaturidad y su rechazo de entraña ante lo que se ha venido considerando literatura. En cierta medida, su novela 2666 (Bolaño, 2004: 439) –por muchos considerada como su obra mayor– viene a resultar una retombée de Los detectives salvajes. En ese gran texto póstumo el tema de la relación entre literatura y vida vuelve a ser replanteado, pero ahora en un sentido diverso, a pesar las variadas

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coincidencias. De nuevo varios personajes se ven envueltos en una persecución obsesiva de un súmmum literario, que, por lo demás, entraña un nuevo canon. En este caso no se trata de un cuarteto de jóvenes irreverentes, sino de tres académicos bien establecidos en su medio profesional, la filología, e incluso con reconocimiento más allá de sus respectivos países –el francés Jean-Claude Pelletier, el italiano Piero Morini, el español Manuel Espinoza y la británica Liz Norton– en calidad de germanistas y, sobre todo, de investigadores del misterioso narrador alemán Benno von Archimboldi –o Archimboldo–. Este autor se convierte en el eje exclusivo de sus vidas, que son presentadas por Bolaños, en principio, como una continua sucesión de congresos sobre el elusivo narrador a quien al parecer nadie ha visto. La búsqueda de un símbolo de la gran literatura es, por supuesto, una firme coincidencia con Los detectives salvajes, pero las variaciones son contundentes. Los jóvenes poetas de la novela precedente son, de un modo u otro, una reafirmación de la vida tanto como del arte. Los cuatro filólogos son presentados como ajenos a la realidad cabal de la existencia, consumidos en la sofisticada atmósfera de un autor que ha elegido el anonimato y la ausencia. Desde este inicio hay ya una clarísima alusión a la voluntad neobarroca de Bolaño: el supuesto escritor germano porta un apellido italiano, precisamente el mismo del desconcertante pintor del s. XVI, Archimboldo o Archimboldi, artista a medio camino entre el manierismo y el barroco histórico, quien trazó rostros extravagantes, donde los rasgos humanos resultan sugeridos por elementos vegetales y de otro orden. Marcados por diversas características, los cuatro filólogos tienen la misma meta –encontrar a Benno von Archimboldi– y una cualidad común, la voluntad de hierro, pero también poseen rasgos diferenciadores muy nítidos. Morini parece ser el más alejado de la vida real, mientras que el español Espinoza resulta el más cercano, tal vez por su subrayada cercanía del resentimiento y, quizás, de la violencia, ese tema principal en la obra de Bolaño. Nuevamente la novela negra proporciona buena parte de la textura narrativa, sobre todo en cuanto a la diversidad de facetas de los personajes, la violencia latente o patente y la indeterminación que debe recorrer la trama, hasta desembocar, con mucha mayor intensidad que en Los detectives salvajes, en un sentido de la violencia, el misterio y el horror que están profundamente enraizados en la estética neobarroca: así la refinada y enrarecida búsqueda del originalísimo novelista termina revelándose como enlazada con los terroríficos feminicidios del norte de México. Como en otras grandes obras de Bolaño, La pista de hielo, Nocturno de Chile, Estrella distante, entre otras, se entrelazan temas recurrentes: la búsqueda de una verdad fundamental, la violencia como una fascinación de la sociedad humana, lo inalcanzable del amor en su sentido

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más absoluto, los desdoblamientos inevitables –y trágicos– del ser humano, y la interrogación estremecedora acerca del sentido de dos grandes actividades humanas: la indagación de la verdad y el juego. Los detectives salvajes y 2666 contienen algunos de los rasgos neobarrocos más peraltados de la narrativa de Bolaño. Uno de ellos es la inquietante tríada de vaguedad, no distinción e idefinición. Los personajes, las metas, las peripecias, incluso la propia espesura narrativa –armazón de extraños sucesos, desafíos, conflictos, crisis y desenlaces que, en este caso, son permanentemente imprecisos o engañosos– están trazados con la falta de epicentro que caracerizaba tanto ciertas plantas arquitectónicas del barroco histórico, las desmesuradas propuestas narrativas de Sobre héroes y tumbas, de Sábato, y Rayuela, de Cortázar, como determinados videojuegos contemporáneos, incluso de su primera época, como Wolfstein. La oscuridad es tratada como fuente de placer estético: Cesárea solo aparece al final de Los detectives salvajes; Benno von Archimboldi no se revela jamás. No es una originalidad de Bolaño. Omar Calabrese nos ha indicado con acierto: En las recientes Leçons d´à peu près, el matemático francés Georges Guilbaud describe algunas grandes estapas del pensamiento relativo a la aproximación. Etapas que se refieren a la belleza de 24 siglos de humanidad. Logra, de este modo, rehabilitar una noción, la del “más-o-menos”, que nuestro léxico califica negativamente, relegándola a prácticas de imprecisión que se contrapondrían a las”exactas” de las ciencias y en especial de la matemática, cuyo valor sería, en cambio, “optimal”. En realidad, sostiene Guilbaud, la matemática se ha ocupado siempre del cálculo aproximado y lo ha hecho siempre de modo fascinante. Pero, lo que cuenta más: lo ha hecho de modo riguroso. Por lo tanto, si la aproximación puede revalorizarse, esto ocurre a condición de establecer, cada vez, de qué aproximación se trata y cuáles son las condiciones dentro de las cuales se la indaga (Calabrese, 1987: 170).

Esa refinada imprecisión constituye un elemento de enorme fuerza neobarroca en Bolaño, donde el no-sé-qué marca toda la atmósfera narrativa de sus obras. Otro elemento neobarroco fundamental es la predilección por una estructura disipadora, en la cual la estricta sucesión temporal es con frecuencia dinamitada por esa retombée sarduyana. De modo ajeno al cartesianismo presente todavía en La comedia humana, de Balzac, donde los mismos personajes aparecen ya como protagonistas, como segundones o como paisaje de fondo humano, pero con un delineamiento reconocible, Bolaño parece apelar a ese puntillismo impresionista que tanto contribuyó a que Heinrich Wölfflin a definir el barroco histórico mientras buscaba la delimitación estética del Impresionismo. En un texto temprano como La pista de hielo, se anuncian personajes e incluso locaciones de una novela mucho más madura y netamente neobarroca como El

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Tercer Reich, en que la ambigüedad, el exceso y la excentricidad convierten aquellos antecedentes lejanos en un exceso poderoso y vibrante. Esas alusiones de un elemento de una novela hacia otro marcan la voluntad de repetición, de juego un poco sádico con límites que, por una parte, son reconocidos y, por otra, desechados; un ejemplo nítido de ello es esa brillante integración de relatos semienlazados, novela desmenuzada y ensayo sardónico que es La literatura nazi en América, uno de los textos más extraordinarios del autor, pero sobre todo de las letras en el Nuevo Continente. Bolaño ha superado ya la obsesión de dibujar el diálogo entre Europa y América, tan recurrente –a veces hasta el cansancio en Alejo Carpentier, como lo había sido, décadas antes, en Henry James–. Lo ha logrado no por la integración de locaciones y etnias, sino por dos rasgos brutalmente neobarrocos: la inestabilidad como ingrediente del mundo presentado –ayer nos ignorábamos, hoy nos incrustamos unos en los otros–, cuyo vaivén precisamente es causa de una amalgama por momentos extravagante –los sudamericanos en Barcelona–, y en otros instantes fusionadora –el filólogo encarado a la realidad del crimen como hecho cotidiano en México–. Esa inestabilidad es, como ha sabido verlo Calabrese, generadora de monstruos: el exótico poeta aviador está sumergido en la tortura; la perspectiva totalitaria, nazi, aunque no solo eso, se deslíe en el mal gusto de una literatura oficialista a lo largo de América. La ambigüedad contribuye no poco a ello: el Quemado, latinoamericano sombrío en El Tercer Reich, es un monstruo real por las quemaduras en su piel, pero también un monstruo falso por la imagen torcida y por último falsa que trazan de él diversos personajes. La obra de Roberto Bolaño hace brotar de su más profunda médula una visión del neobarroco de los siglos XX y XXI. No nos engañemos: la existencia de varios barrocos –el helenístico, el llamado barroco histórico, el indebidamente denominado neobarroco– nos indica claramente varias verdades humanas. La primera es su asociación con la crisis general. La brillante teorización de Wölfflin sobre el barroco como estilo histórico no puede borrar, para una pupila bien avezada, el hecho de que durante mucho tiempo –entre los siglos III y II antes de Cristo, y desde fines del siglo XVI hasta fines del XIX– muchos críticos de artes diversas identificaron lo que hoy llamamos estilo barroco con una decadencia, nombre que, en otras épocas, cubría bastante del contenido semántico de la palabra crisis. Si esto es así y constatando que el arte helenístico tiene muchos puntos con común con el barroco histórico y el neobarroco, pero no son idénticos, el posible pensar en que nuestro neobarroco, incluido el latinoamericano, tendrá también su fin histórico, hasta que otro sismo profundo de la sociedad nos devuelva la necesidad de una expresión ambigua, desbordada,

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monstruosa, angustiada. En algún lugar, el neobarroco es un recordatorio de que las sociedades, por estrictos que sean sus proyectos y propuestas enarboladas, están sujetas a transformaciones, como el hombre mismo, cuya única esencia permanente es la del cambio. La literatura, parece recordarnos Bolaño, no puede encerrarse en esquemas prefijados, ni en supuestos realismos decorados con ideologemas. Como el gran chileno supo hacer, también tiene la novela que asomarse a la violencia, la vergüenza, el horror y la inestable, pero espantosa monstruosidad del ser humano. Es ese heroísmo que el hombre ha reconocido a lo largo de milenios: ver la vida tal como es, y amar el arte que se atreve a recrearla desde el valor y la verdad.

Bibliografía Bolaño, Roberto (1998). Los detectives salvajes. Caracas: Monte Ávila. Bolaño, Roberto (2004). 2666. Barcelona: Anagrama. Calabrese, Omar (1987). La era neobarroca. Madrid: Cátedra. Głowiński, Michal (1994). “Acerca de la intelectualidad”. Criterios. Revista de Teoría de la Literatura y las Artes, Estética y Culturología, 32. Sarduy, Severo (1999). Obra completa. 2 vols. Madrid: Allca XX.

Cristo Rafael Figueroa Sánchez

Nuevos derroteros del neobarroco entre finales del siglo XX y el siglo XXI. Contrapunto y perspectivismo en dos narradores colombianos contemporáneos: Germán Espinosa y Roberto Burgos Cantor 1 Introducción Durante las dos últimas décadas del siglo XX y en lo transcurrido del XXI, se insiste en que el Neobarroco más que un retorno nostálgico del barroco, entraña una vuelta del mismo (Jarauta y Glucksmann, 1993): como posibilidad de unificar necesidades artísticas con exigencias sociales (Calabrese, 1987), como espacio que vincula movimientos estéticos con cosmovisiones científicas (Sarduy, 1987) y como fenómeno cultural abarcador de debates Modernidad/ Posmodernidad y prácticas de apropiación y reciclaje del Barroco histórico (Rincón, 1996). Así mismo, Francisco Ortega (2004) señala que los retornos del barroco contienen síntomas de problemáticas irresueltas o resueltas a medias; Arturo Dávila (2009) insiste en que dicha vuelta encarna una fractura epistemológica análoga a la del Barroco seiscentista y Mabel Moraña (2010) sostiene que la recurrencia barroca en Latinoamérica puede revalorarse a partir de las nociones de “diferencia” y “ruina”. Por su parte, María José Rossi (2020) afirma que el Neobarroco latinoamericano y sus derivaciones a fines del siglo XX y durante el XXI, pueden concebirse “como un dispositivo estético-político” (10) y su práctica analítica como “una hermenéutica antropofágica atenta a la materialidad textual y visual americana” (11). Así mismo, Miguel Alvarado (2016) acentúa el contenido político que adquiere hoy el Neobarroco al caracterizarlo como “una forma transdisciplinaria de comprender Latinoamérica” (333) a partir de una conciencia sincrética sobre su historia, hasta transformarse en “una epistemología de resistencia a la síntesis forzada” (335), que deviene en yuxtaposiciones permanentes entre formas culturales europeas/hegemónicas y for-

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mas ancestrales latinoamericanas, reconocidas más como enfrentamientos y luchas que como armonías socio-culturales, las cuales en muchas ocasiones generan diferentes tipos de violencia, tanto físicas como simbólicas” (335). Estas posiciones elaboran, sin duda, una "arqueología de lo moderno” y reconocen su deuda con el Barroco histórico, el cual se inserta “en la fase terminal o de crisis de la modernidad como una especie de encrucijada de nuevos significados” (Chiampi, 43). Por ello, los reciclajes de sus morfologías logran potenciar la renovación de las formas cuando las vanguardias han finalizado, o en algunos casos se convierten en “síntomas” del desengaño característico del fin de los metarrelatos y de las utopías cuando ocurre la caída del progresismo moderno; en últimas, como señalara Irlemar Chiampi, la transformación de la modernidad en “un nuevo clasicismo” (44), hace que en varias ocasiones el Neobarroco se comporte como verdadero antagonista suyo, empeñado en cuestionarle el desempeño racional, en rechazar totalizaciones o en instaurar la obsesión por fragmentos, fracturas y descentralizaciones que se acercan a todo tipo de periferias. La estética del Barroco reaparece entonces para "atestiguar la crisis/fin de la modernidad” y la condición de una sociedad heterogénea que incorporó a medias el proyecto del Iluminismo, por lo cual su experiencia puede reinterpretarse como “una modernidad disonante” (14-15). En este sentido, acogemos la reciente conceptualización de María José Rossi, para quien “el paso del barroco por el posestructuralismo, implica asumir la herencia lacaniana” (17), es decir, la problematización de las totalizaciones de la metafísica, y al mismo tiempo, la elaboración de un nuevo pensamiento múltiple y abierto a partir de un sujeto escindido, y quizá por eso deseante, que se sabe portador de su propia heterogeneidad constitutiva. Ahora bien, la genealogía de inserciones y reapropiaciones del barroco en la modernidad literaria de América Latina incluye al menos cuatro hitos coincidentes con momentos de ruptura a lo largo del siglo XX: el modernismo, las vanguardias, la “nueva novela” de los años sesenta-setenta y sus derivaciones o transformaciones prolongadas entre los ochenta y noventa (Chiampi, 18). Nosotros pensamos en una quinta inserción del Barroco –Ultrabarroco–, que se ubica entre las últimas dos décadas del siglo XX y lo que ha transcurrido del XXI, la cual intentamos caracterizar a continuación.

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2 Derivaciones neobarrocas recientes: potencias políticas del ethos barroco, inestabilidades y perspectivismos múltiples De acuerdo con Héctor Rubén López (2020) y con Ángeles Smart (2020), desde fines del siglo XX hasta lo transcurrido del XXI, es cada vez más evidente la persistencia acentuada de la crisis radical del proyecto capitalista, la cual conlleva una contradicción insoluble entre el valor de uso y el valor de consumo o una pugna entre forma natural y formas abstractas de reproducción social. En verdad, la extrema priorización de mercancías para consumos desbordados complejizan y obstaculizan la reproducción natural de la vida (López, 39) y la fluctuación de encuentros y desencuentros del hombre con la naturaleza y con las cosas, provoca “la ambivalencia anímica que fue también propia del hombre barroco” (Smart, 16). Dentro de este contexto, en América Latina se hace necesario un pensamiento nuevamente utópico (Echeverría, 1998) para acelerar el cambio del paradigma moderno, aún vivo, proceso que encuentra un modelo de realización en el ethos barroco, “propuesta válida en la medida en que es una subjetividad capaz de la utopía” (De Sousa, 1994: 322); en este sentido, el barroco se convierte en rasgo operatorio facilitador del paso de una modernidad normativa a una posmodernidad no desencantada. De hecho, la contradicción capitalista se resuelve en el ethos barroco porque es capaz de llevarla “a un segundo plano imaginario en el que pierde su sentido y se desvanece, y donde el valor de uso puede consolidar su vigencia pese a tenerla ya perdida” (Echeverría, 2005: 171). Este comportamiento enfrenta y concilia contrarios, combina conflictivamente conservadurismo e inconformidad, confunde planos de representación y permuta significaciones asociadas con el disimulo, la resistencia, la libertad del excluido y la estetización de la vida (2005: 173-202). En efecto, dentro de parámetros sociales determinados por poderes capitalistas, el ethos barroco hace perdurar algunos espacios de resistencia en los que subsiste la organización comunitaria, capaz de priorizar el valor de uso como eje de la vida ante la amenaza destructiva, y al mismo tiempo, genera adaptaciones sociales que simultáneamente dialogan y hacen resistencia a poderes hegemónicos (López, 41), comportamiento que en palabras de Echeverría, contiene una voluntad de “vivir otro mundo dentro de ese mundo” (2005: 170): la modalidad capitalista no logra detener la capacidad política de los sujetos, quienes instauran y experimentan modernidades alternativas (López, 42); así mismo, el ethos barroco, lejos de asumir como fatalidad la violencia que la mercantilización consumista le impone al valor de uso, se posiciona activamente

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frente a las circunstancias adversas al dejar un margen para la acción y la comunicación de sentido (Smart, 19). El ethos barroco es, entonces, herramienta válida para reordenar el mundo y la vida latinoamericanos en tanto espacio donde confluyen culturas, poderes e imaginarios diversos; su presencia continuada y sucesivamente transformada en nuestras narrativas de las últimas décadas, instaura una nueva subjetividad, capaz de inventar y combinar saberes y temporalidades en apariencia irreconciliables, con el objeto de encontrar nuevas formas de pensar la transición de paradigmas: (des)teorizar la realidad constreñida en esquemas hegemónicos y excluyentes y (re)utopizarla en direccionamientos alternativos que contemplen diferencias culturales y nuevas socialidades1. Puede decirse, en consecuencia, que la estrategia barroca consiste en “enfrentar los embates, poner el cuerpo e intentar seguir decidiendo sobre la propia vida” (Smart, 19); así mismo, los diálogos del comportamiento barroco con estructuras capitalistas fortalecen las organizaciones comunitarias sin ceder o perder el valor de uso ni el bien común (López Terán, 47). No es extraño que al finalizar la primera década el siglo XXI, Boaventura de Sousa ratifique que el ethos barroco de Echeverría incluye una sensibilidad y una sociabilidad, la de Nuestra América, incómoda para las estructuras institucionalizadas y legalistas, pero afines al pensamiento utopista (2011: 241-242), pues dicho ethos “en tanto manifestación de una instancia extrema de la debilidad del centro, constituye un campo privilegiado para el desarrollo de una imaginación centrífuga, subversiva y blasfema” (243). Así, la sensibilidad potenciada del Barroco se conecta fractalmente con las formas, cuya suspensión resulta de los usos extremos a los que recurre en un acto supremo de libertad; De Sousa reconfirma la potencia de este rasgo cuando afirma que “el extremismo por las formas por sí solo permite que la subjetividad barroca entrañe la turbulencia y la excitación necesarias para continuar con la lucha en pos de las causas emancipatorias en un mundo donde la emancipación se ha colapsado o ha sido absorbida por la reglamentación hegemónica” (245). Es evidente que la reactivación del poder político del ethos barroco, privilegia la suspensión temporal de órdenes y cánones que le es inherente, por ello su || 1 En este sentido, Smart (20) reitera que el ethos barroco estetiza la vida cotidiana al no separar el tiempo de rutina (productivo) del tiempo de ruptura (improductivo), de la misma manera que no establece límites fijos entre realidad e ilusión; por eso, la vida se impregna de energía festiva y se deja habitar por los valores que rigen el arte, disposición anímica y práctica cultural, especialmente evidente en su fascinación por el tópico del “mundo como teatro”, desde el cual construye una resistencia frente al predominio del ethos realista, desrealizando el sometimiento al valor económico.

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temporalidad es la de la transitoriedad y por ello le apuesta a lo particular, efímero y momentáneo. De hecho, la persistencia del ethos barroco es proclive para inventar heterotopías o utopías que proyectan nuevas direccionalidades al visibilizar los vacíos y las desorientaciones de donde surge. Así pues, la temporalidad barroca es la de la interrupción, la cual permite reflexividad y engendra sorpresa con el consecuente maravillamiento y novedad que impiden el cierre y la consumación (244). Por eso, el Barroco, ratifica María José Rossi, es “la derrota del mirar omnisciente, es el declive de lo claro, de lo liso, de lo que tiene un borde definido. El declive de la certeza” (16). En consecuencia, nada más eficaz políticamente que “suspender” soluciones mientras ocurren nuevas búsquedas y se forjan proyectos más incluyentes. De esta manera se desteoriza la realidad y se propician nuevas alternativas: he aquí el carácter de resistencia y rebeldía del ethos barroco y desde el cual las periferias pueden enfrentar poderes hegemónicos.

3 Travestismos ontológicos y perspectivismos múltiples Por otra parte, y también al finalizar la primera década del nuevo siglo, el carácter multidisciplinario de los nuevos estudios literarios/culturales superpone y cruza genealogías neobarrocas con vertientes de Género y con nuevas identidades ontológicas y sexuales. Precisamente, Krzysztof Kulawik (2009) propone la deconstrucción neobarroca de sistemas que reprimen travestismos ontológicos o persiguen la multiplicación de identidades, con el objeto de visibilizar la reinvención permanente de subjetividades barrocas por medio de artificios transgresivos, subversivos y emancipatorios. Así mismo, Alejandra González (2018) señala la existencia de una inestabilidad constitutiva de razas, idiomas, géneros y épocas, la cual se desarrolla en universos multiformes, sin límites precisos, es decir, neobarrocos, siempre en “expansión y siempre críticos de todo carácter hegemónico del significado y del poder unificante” (72). Al reconsiderar la diferenciación radical entre naturaleza y cultura, potenciada sucesivamente en el pensamiento eurocéntrico, pero desconocida para la perspectiva amerindia, se abren nuevas discusiones alrededor del “perspectivismo” de los pueblos amazónicos por medio de un redirreccionamiento de la noción de persona2. A este || 2 González insiste en que la noción de persona no sea tanto una sustancia ni un predicado, sino una “relación” que “especifique un cierto tipo de colectivo, redes o relaciones que puedan

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respecto, Eduardo Viveiros de Castro (2013), señala que dicho perspectivismo se constituye en una mirada que supone la inseparabilidad de la relación Sujeto (humano) y Objeto y de la oposición cuerpo/máquina y alma/racionalidad; más bien establece un “continuum” que desvanece posiciones categóricas e instaura una visión desjeraquizada de la vida, de la sociedad e incluso de los comportamientos. Así pues, una Antropología socio-cultural renovada, acentúa el carácter relacional por medio de vínculos de vecindad, parentesco o proximidad, los cuales exaltan el carácter del “otro” como prójimo y hacen visible sus aristas “translocales”; dichos devenires, intercambios o mutaciones son peculiarmente proclives a la subjetividad barroca, siempre en continuo proceso de construirse y reconstruirse: “pérdida de la propia mirada como centro y un dejarse captar por la perspectiva de otro” (81); en este sentido, en el perspectivismo amerindio, el punto de vista crea al sujeto porque la perspectiva aparece como tal cuando sentimos la necesidad de ser pensados, deseados, imaginados, e incluso fabricados por el otro. Por tanto, para poder percibir diferencias sociales y existenciales asociadas con otredades, al perspectivismo barroco postulado por Deleuze, según el cual no se trata solo de captar una variación de la verdad, sino de las condiciones bajo las cuales la verdad de las variaciones se presentan al sujeto, es necesario sumar este otro perspectivismo de raíz amerindia, cuyo matiz diferencial entraña la necesidad de superar el binarismo Sujeto-Objeto, reconocer en el otro la absoluta diferencia o diseñar/crear “una superficie tensa donde todos podamos ser sujetos y objetos al mismo tiempo” (González, 82).

4 Transculturaciones, diferencias sociales y Ultrabarroco Durante las dos primeras décadas del siglo XXI, el concepto de Transculturación introducido por Fernando Ortiz, renovado y potenciado luego por distintos autores – Rama, Cornejo Polar, Echeverría, entre otros–, se ha ubicado en el debate sobre mestizaje cultural y órbita discursiva de procedencia neobarroca: Moraña (2010), Ugalde (2011) y De Sousa Santos (2011). En efecto, Mabel Moraña enfatiza la plasticidad del barroco que, actualizado en varios pliegues de la cultura latinoamericana, pone conflictivamente en escena fragmentos, restos e || denominarse personales” (80). Así, el gran Sujeto sería el Estado, las reglamentaciones jurídicas o las normativas sociales que legitiman o distribuyen es.

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incluso ruinas de transculturaciones y de procesos asimétricos de hibridación. Así mismo, Ugalde sostiene que si bien en las épocas de esclavitud y de encomenderos, las grandes poblaciones eran excluidas o eliminadas, en el espacio simbólico del arte y de las formas literarias, las fuerzas en tensión evidenciaban un conflicto, “donde la regla española era sustituida, devorada, destruida y suplantada por el recuerdo indígena o negro” (236), perspectiva que sin duda posibilita releer con renovado interés crítico el complejo cruce de tradiciones intelectuales/culturales latinoamericanas que exacerbadas en varias ocasiones desde el Barroco Criollo del siglo XVII, multiplican sus metamorfosis en la actualidad: nunca se ha tratado de “síntesis anímicas”, sino de una intensa “inestabilidad simbólica” donde se destacan la multiplicidad de elementos, las destrucciones y las luchas constantes de los distintos códigos culturales” (237). Por su parte, Boaventura de Sousa ha advertido con insistencia que el extremismo y la voracidad de la subjetividad barroca, asume dos formas, el sfumato y el mestizaje en tanto componentes fundamentales de las transculturaciones (2011: 245-247): el primero, proveniente de la dilución de contornos y colores de la pintura barroca, permite que la subjetividad correspondiente “cree lo cercano y lo familiar entre inteligibilidades diferentes, y hace posibles y deseables los diálogos transculturales” (245), pues el magnetismo que les es inherente, como el plutonismo lezamiano, atrae los fragmentos hacia nuevas instancias de sentido dentro de sus contornos más vulnerables e inacabados; así mismo, el mestizaje cultural se concibe como “una manera de impulsar al sfumato a su culminación o extremo” (246). Entonces, mientras el sfumato reacomoda los fragmentos luego de desintegrar las formas, el mestizaje “crea nuevos acomodos en constelaciones de significados, irreconocibles o blasfemos a la luz de sus fragmentos constitutivos” (246). En consecuencia, el mestizaje opera en la construcción de una nueva lógica de los fragmentos que integra, y la subjetividad barroca “favorece aquel mestizaje en el cual las relaciones de poder son reemplazadas por una autoridad compartida (una autoridad mestiza)” (246). Igualmente, y de acuerdo con Edwin Alcarás (2020), dentro de la dialéctica entre cultura e identidad, el mestizaje en términos de Echeverría, se constituye en “un momento dialéctico de confrontación, crisis y posterior “devoramiento” de las identidades” (45), el cual se produce en América a partir del siglo XVI como política cultural de la corona española, de la Contrarreforma y de otras religiosidades. En efecto, el mestizo, uno de los paradigmas de la subjetividad barroca, proviene de las periferias de las metrópolis coloniales como un sujeto que se vale de objetos y signos descartados por los criollos para elaborar una versión propia de los códigos europeos e hispánicos, por medio de alegorías

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profusamente colmadas de imágenes, signos, objetos, etc.; al sobrepasar dichos modelos, se constituye en resistencia alegórica para defender lo que queda del valor de uso en nuestros días: descubre significaciones otras en “lo descartado, lo olvidado, lo marchito” (47). De manera análoga, Víctor Hugo Pacheco Chaves (2014) propone un trenzado de tradiciones intelectuales/culturales, integrado por la noción de Transculturación de Ortiz, el concepto de Mestizaje Cultural de Lezama Lima y la noción de Codigofagia intervenida por Echeverría, como plataforma teórico-crítica para percibir derivaciones y bordes en las manifestaciones literarias de nuestros neobarroquismos recientes. De hecho, tanto la antropofagia como la codigofagia no solo aluden al devoramiento de códigos culturales, sino a que dentro de las destrucciones inherentes a los procesos de transculturación, siempre se mantiene una pulsión revitalizadora de la cultura aparentemente vencida (75): dentro de nuestros complejos mestizajes, la devoración del código americano por parte del europeo, desemboca en una reivindicación de la singularidad del primero, pues en el ethos barroco, la vida se impone aún dentro de los espacios pertenecientes a la muerte. Precisamente, María José Rossi se refiere a la Antropofagia como operación de digerir y vomitar hasta constituirse en una “Integración devoradora” que opera como modelo de hermenéutica transcultural (14). Finalmente, Mabel Moraña (2010), sostiene que la recurrencia barroca en Latinoamérica puede revalorarse por medio de las nociones de diferencia y ruina, ambas asociadas a las interpretaciones del Barroco como estética moderna y direccionadas a las formalizaciones periféricas del Neobarroco: mientras la diferencia se concibe como el resultado de comparar entidades diferentes o como el residuo que queda luego de una operación meticulosa, la ruina se asocia con el desmoronamiento y con formas de sobrevivencia generadas cuando la reproductibilidad del arte ocasiona un duelo por la pérdida de la sacralidad del mismo. Propone entonces una “barroquización sin fronteras” (61), que situada más allá de americanismos autorreferidos y de ideologías direccionadas, propicia la aparición de diferentes líneas de expansión del Barroco a partir de intercambios interculturales e intermediáticos. Insiste en la capacidad de los barroquismos para reivindicar lo disímil y para percibir complejas relaciones entre la cultura dominante y la cultura de los subalternos, lo cual a su vez permite valorar diferenciadamente la “apropiación de los imaginarios que coexisten conflictivamente en la modernidad heterogénea de América latina” (67). Al proponer una quinta inserción del código barroco en la cultura latinoamericana durante las dos últimas décadas del siglo XX y extendida a los avances del XXI, pensamos que la noción de Ultrabarroco propuesta por Moraña, constituye una denominación abarcadora de procesos, objetos y textos que

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ratifica su carácter de vehículo generador de diversas interpretaciones de nuestra historia, por medio de su naturaleza abierta y proclive a la generación de diálogos entre nuestras culturas poscoloniales, no solo con la modernidad normativa, sino con la “modernidad heterogénea, periférica, hibridizada de la América Latina moderna y contemporánea” (59). Desde dicho direccionamiento, se destaca el matiz diferencial de la noción de Ultrabarroco como “un barroco del barroco”, el cual no se concibe como una forma expresiva atada a determinados repertorios formales y temáticos, sino como “una disposición a partir de la cual es posible representar (exponer, hacer inteligibles) los procesos de transculturación e hibridación que caracterizan la cultura actual” (86). En estos términos, además de contener o designar el barroco como recurso discursivo/retórico para enfrentar presiones exógenas, el Ultrabarroco instaura otra manera de emerger lo local, lo particular o lo singular, pues su porosidad “sin fronteras no invalida, sino que incluso acentúa y tiende a naturalizar, ya no la existencia de diferencias culturales, sino la de desigualdades sociales que siguen imponiéndose […] en el contexto de la [posmodernidad] neoliberal” (89). En los escenarios actuales, el Ultrabarroco teatraliza los contenidos fundamentales de la identidad individual y colectiva: la territorialidad asignada a las culturas de las naciones latinoamericanas y la noción de consumo como principio democratizador y como forma privilegiada de realización personal y social. Su poética sin ritualismos, extrema el arte de la cita y mantiene una memoria histórica en la recurrencia de elementos y motivos que remiten pendularmente a la violencia colonial con exhibición casi obscena de espacios agobiantes, cuerpos deformes o desmembrados y ámbitos saturados de mercancías. Igualmente, más que la figura autorial, esta poética enfatiza la posicionalidad de la mirada como principio organizador de las experiencias y de reconocimientos personales y colectivos. Así, la post-identidad descontextualizada y fuera de la nacionalidad que origina el Ultrabarroco, exige un concepto más flexibilizado de arte y de cultura, que pueda revaluar el eurocentrismo humanístico y constituir a Latinoamérica como un núcleo alternativo, generador de nuevos significados y capaz de revelar cada vez más la diferencia. Con razón Carmen Bustillo (2000: 73-88) señalaba al inicio del nuevo siglo que en América Latina, dentro de las dinámicas de norma/cambio y en medio de certezas agónicas y búsqueda de reconocimientos, el itinerario del barroco no había concluido; precisamente, el Neobarroco que deviene ahora en Ultrabarroco, se ubica como código cultural, alternativo y marginal, rebelde y autorreflexivo en nuestros ámbitos y no cesa de hacer pliegues, replegando o desple-

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gando cuestionamientos inquietantes y formulaciones complejas más cercanas a preguntas que a respuestas definitivas.

5 Neobarroquismos colombianos: Germán Espinosa y Roberto Burgos Cantor Al llegar a este punto de la reflexión, pensamos en flujos neobarrocos dentro de un corpus significativo de novelas colombianas recientes, donde se desnuda la marquetería que las sostiene y la artificialidad de su puesta en escena como dispositivo potenciador de relaciones política/estética: se crean resistencias frente a exclusiones y desconocimientos; se establecen espacios heterotópicos o claramente utópicos que suspenden o problematizan configuraciones verticales de poderes y de relaciones sociales y culturales; se visibilizan residuos o ruinas de dominaciones perpetuadas y se deconstruyen discursos históricos implantados, binarismos y teleologías cerradas, por medio de alegorizaciones, parodias, teatralizaciones, proliferaciones y claroscuros. Seleccionamos La Tejedora de Coronas (1982) de Germán Espinosa y La Ceiba de la memoria (2007) de Roberto Burgos Cantor, entre novelas recientes de Héctor Rojas Herazo, Rafael H. Moreno Durán, Rodrigo Parra Sandoval, Alba Lucía Ángel, Marvel Moreno, Fanny Buitrago, Ramón Illán Bacca, Julio Olaciregui y Philip Potdevin, entre otros.

6 Germán Espinosa y La Tejedora de coronas Dentro del quehacer intelectual y literario de Germán Espinosa (1938-2007) conformado por cuento, poesía, ensayo, crónica y periodismo, la casi totalidad de sus trece novelas, privilegia diseños narrativos de cuño neobarroco con el objeto de intervenir referentes culturales y discursos de distinta procedencia epistemológica. Su trabajo miniaturista del lenguaje, saturado de redes intertextuales y de dispositivos eruditos de resonancia manierista, amplía la perspectiva espacio-temporal, desencadena alegorías abarcadoras e instaura complejos simbolismos, todo lo cual permite la convivencia de opuestos, desnuda contradicciones, enmarca significados reprimidos o expulsados de la conciencia colectiva y logra sorprendentes invenciones del pasado en conexión directa con las incertidumbres del presente. El complejo y calculado diseño de La tejedora de coronas, articula neobarrocamente estrategias manieristas –cálculo reflexivo de la composición, con-

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ciencia de construir un artefacto narrativo, predominio de la erudición y simbolismos intrincados–, con dispositivos de la más rancia tradición barroca – superabundancia de lenguaje, proliferación de episodios, teatralidad, alegorizaciones y reelaboración de motivos barrocos (espejo, laberinto, dobles)–. El resultado de esta mixtura es el dilatado monólogo de Genoveva Alcocer, ficcionalización de la mítica Santa Genoveva de París, cuya enunciación proliferante parte de dos núcleos narrativos recurrentes, sucedidos en la Cartagena de fines del siglo XVII, uno de carácter histórico, el asalto a Cartagena por el Barón de Pointis, y otro de carácter ficcional, el descubrimiento que de un nuevo planeta, Uranos, el séptimo de nuestro sistema solar, hace Federico Goltar, el joven aprendiz de científico, amante de la protagonista. En efecto, ella narra su vida/viaje a sus casi cien años cuando está siendo juzgada como bruja por el Tribunal de la Inquisición en su tierra natal. Durante el transcurrir monologal, su voz salta de una imagen o situación a otra en un elaborado sistema de asociaciones; el tiempo avanza y retrocede, el presente narrativo se confunde con el pasado y el espacio se contrae y se dilata entre París y Cartagena o entre Estados Unidos y las Antillas holandesas. La hibridez textual evidencia la pulsión barroca que anima el discurso de Genoveva Alcocer: su confesión pública es la evocación y reconstrucción existencial de una anciana en una especie de testamento de tradición oral, y al mismo tiempo, es un diálogo, quizá el verdadero, de la protagonista consigo misma, desdoblada en la bruja de San Antero, su alter ego y al parecer compañera de celda, con su fiel siervo Bernabé y con los representantes del tribunal inquisitorial, a quienes cuenta la versión oficial de su vida y con el lector, a quien permanentemente se le hacen toda clase de guiños. Su larga vida transcurre entre finales del siglo XVII y casi la totalidad del siglo XVIII, lapso durante el cual adopta un ethos barroco como ejercicio de pensamiento crítico, actitud rebelde y resistencia a poderes hegemónicos: presencia acontecimientos importantes, discute con los hombres más ilustres de la época, es amiga y amante de Voltaire, confronta corrientes filosóficas, políticas, artísticas y científicas, compendiando casi el saber de la Ilustración. Por otra parte, el enunciado narrativo abunda en la “coincidencia de opuestos” como estrategia poética que problematiza estatismos ideológicos o percepciones unívocas y debilita binarismos excluyentes. Precisamente, el equilibrio inestable de la composición narrativa se identifica con un contrapunto barroco desplegado en un movimiento oscilante entre Europa y Cartagena, razón e instinto, logia y brujería, Federico y Voltaire, oscuridad de las colonias y claridad racional de la Europa ilustrada. En este permanente ir y venir entre Europa y América, la voz de Genoveva suele percibir París desde las categorías del Siglo

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de las luces, poniendo entre paréntesis su punto de vista de mestiza, o sentir a Cartagena desde las honduras de su identidad criolla, olvidando el saber racional que aprendió en el Viejo Mundo. Esta pulsión sincrética no satisfecha o en suspenso permanente, puede identificarse con la noción de “luz negra” a la que se refiere Miguel Alvarado (337), la cual generada en la disyuntiva, instaura un equilibrio precario que logra entrever vínculos entre opuestos y cuya tensión hace posible la prefiguración de identidades renovadas, quizá la de la raza mestiza simbolizada en la modernidad disonante de Genoveva, escindida entre lo afectivo y lo intelectual y quien busca realizarse en la oscilación permanente de herencias culturales. Por otra parte, una serie de motivos recurrentes en los dos ámbitos de la oscilación espacio-temporal, articula la vida y las inquietudes de Genoveva y le otorga significaciones simbólicas a la cosmovisión de la “indiana blanca”: el planeta verde y la invasión francesa; la luna de abril y el horóscopo; la imagen de la bruja y la contemplación en el espejo, los cuales conectan su memoria con el cuerpo, el conocimiento y la intelección. La primera pareja de motivos simboliza la polaridad eros y logos, búsqueda del placer y del saber que caracteriza la existencia de Genoveva, “guerrera del conocimiento como Atenea y guerrera del amor como Afrodita” (Espinosa, 1996: 96). Por su parte, la presencia lírica de la luna de abril activa el deseo de conocimiento de Federico y la tentativa de Genoveva por continuar su búsqueda, frente a la cual la referencia al horóscopo encarna su destino de criolla ilustrada y perseguida por el poder inquisitorial; quizá por eso, la reiterada identificación Genoveva/bruja connota la eficacia de las fuerzas instintivas y telúricas del mundo criollo capaces de confrontar el Siglo de las luces. Finalmente, la contemplación en el espejo resulta una imagen matriz que enmarca la totalidad de la novela y la propia identidad de Genoveva: su estirpe barroca permite el juego de apariencias y la coexistencia de contrarios en una contraposición de reflejos superpuestos, pues al mirarse en su superficie ve lo otro de sí misma proveniente de la cultura europea (el reflejo de Santa Genoveva de París) y al mismo tiempo, percibe los procesos irresueltos de su historia criolla (el reflejo de la bruja de San Antero)3.

|| 3 Gustavo Forero (2006, 212-253) señala que en las novelas históricas de Espinosa es transversal el simbolismo del espejo en un proceso de desmitificación de la metáfora paulina, base de la doctrina cristiana, según la cual su superficie contiene el reflejo opaco e indescifrable de Dios; no obstante, en la medida que crece el autoconocimiento de quien se refleja y del mundo, el enigma da paso al reflejo claro del tiempo. En el caso de Genoveva, se trata de comprender las leyes del mismo para ver nítidamente el pasado, el presente y el futuro en el espejo, conocimiento abarcador al que aspira el Iluminismo del siglo XVIII, conectado con los avances cientí-

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Así mismo, la inserción de variados intertextos en el cuerpo de la novela no sólo constituye el acceso al conocimiento, sino el orificio por donde se filtra la historia general del Siglo XVIII, intervenida por enunciaciones oblicuas, opacas o ambiguas vehiculadas por la voz de Genoveva4. Precisamente, el carácter ontológico y epistemológico del viaje de Genoveva a Europa, marca un antes y un después de Cartagena –ámbito de la cultura criolla–, metaforizado en las mutaciones de su cuerpo y de su intelecto: las diferentes instancias eróticas experimentadas por ella durante su vida, desembocan en una conciencia plena de convertirse en dadora universal por medio de su creciente y abarcadora energía erótico-corporal, alegorizada en el célebre episodio de su entrega sexual, ya nonagenaria, a un Apolo negro en una isla antillana (La tejedora de coronas, 396-397), todo lo cual la identifica con el “modelo del eros” que Echeverría destacara como constitutivo privilegiado del ethos barroco (2005: 146): capacidad de disfrutar sin ataduras de la sensualidad y del erotismo para reparar las sucesivas prohibiciones y represiones de los poderes que constriñen las manifestaciones de las subjetividades, modelo que “busca la reconciliación con la totalidad, la unión con los otros y lo otro” en una forma de reparar por medio del vínculo amoroso, la separación violenta del hombre y la naturaleza y los tantos sufrimientos personales y colectivos de la vida humana (Smart, 25). Finalmente, el recorrido ficcional del monólogo de Genoveva Alcocer postula un nuevo sentido de historicidad al debatirse entre dos estructuras igualmente intransigentes: el dogmatismo español que se resiste a la ciencia y al nuevo conocimiento, y el mundo europeo de la Ilustración, que ve en América Latina un espacio de inferioridad y exotismo. Si bien es cierto que su discurso se encuentra suspendido entre la dependencia a la veracidad y la autonomía de su proceso enunciativo, a medida que vamos oyendo a Genoveva su palabra se desaliena, pues una vez liberada de la necesidad de ponerse en contacto con el exterior o de convencer a su auditorio, se hace autónoma y no requiere la prueba de la verdad: en tanto fenómeno puramente discursivo no puede modificar los hechos, pero sí erigirse en auténtico acto de libertad. Entonces, mientras en el siglo XVIII, Genoveva accede al conocimiento para superar la mediocridad y liberarse de prejuicios, Germán Espinosa, ubicado a fines del siglo XX, se impli-

|| ficos y con la paradoja entre el determinismo y el libre albedrío en la que se debate la criolla ilustrada. 4 Para conocer en detalle el tejido intertextual de procedencia erudita e histórica que nutre el discurso narrativo y las instancias por medio de las cuales, la voz de Genoveva relativiza y transforma enunciados violentando su voluntad historiográfica de seguir fuente primarias y archivos, véase nuestro trabajo de 2003.

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ca en el texto para ratificar “la conciencia del fracaso de las promesas de la modernidad” (1996: 114). Más allá de los objetos, sitios y personajes de la “memoria histórica”, el dialogismo narrativo proporciona un lugar privilegiado a gestos, rumores e imaginarios de la “memoria colectiva”, la cual más que fenómeno síquico, es un discurso compartido que se despliega en el espacio público, donde los lectores asistimos a presenciar el juicio contra Genoveva Alcocer.

7 Roberto Burgos Cantor y La ceiba de la memoria5 El deseo y el empeño de Roberto Burgos Cantor (1948-2018) de incursionar en las resonancias del Gran Caribe con el objeto de percibir miedos y afectos, injusticias y conflictos, memorias comunes y dolores silenciados que atraviesan transversalmente varios de los ámbitos caribeños, evidente en los relatos largos de Quiero es cantar (1998), se potencian en La ceiba de la memoria (2007)6 donde la cobertura de visión es mucho mayor al pretender desatar nuevas constelaciones de sentido. Fiel a sus preocupaciones literarias, aborda las problemáticas de le memoria histórica en relación con los procesos ocultos de la escritura y novela nuevamente a Cartagena y por extensión al Caribe insular, desde una enunciación que situada en el siglo XX, incursiona en el siglo XVII con el objeto de establecer vínculos inéditos entre ambas temporalidades en un efecto neobarroco de simultaneidad histórica: la pregunta por los dolores de la esclavitud en la Colonia lo enfrenta a otros horrores del siglo XX, como el exterminio de judíos, y por extensión, a la violencia perversamente multiplicada en la Colombia de las últimas décadas. Para lograr este gran fresco que pretende acceder a lo incomprensible, Burgos Cantor construye la novela por medio de un perspectivismo neobarroco, que no solo intenta captar las variaciones de la verdad, sino y sobre todo, la verdad de las variaciones (Deleuze, 31). Dicha polifonía está conformada por siete vo|| 5 La propuesta de lectura de esta novela de Burgos recontextualiza, precisa y amplía contenidos de nuestro trabajo de 2009. 6 En las novelas anteriores a La ceiba de la memoria, para enfrentar estética y políticamente los efectos desestabilizadores de una modernización mal encausada en la Cartagena de mediados de siglo XX, Burgos estableció una poética reconstructiva del espacio cartagenero y caribeño, encarnada en un barroquismo expansivo de la mirada que se demora en sitios, transita por rincones, rodea objetos y recuerdos, saborea culinarias raizales, etc. para destacar vínculos entre memorias individuales y colectivas.

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ces, cada una con “su propia melodía, su música peculiar, sus temas y variaciones” (Castillo, 516): tres europeas, las históricas de los jesuitas Pedro Claver y Alonso de Sandoval y la ficticia de la española librepensadora Dominica de Orellana; dos voces africanas, una histórica, la de Benkos Biohó, fundador de los palenques y una ficticia, la de Analia Tu-bari, princesa negra esclavizada; la sexta voz corresponde a la del novelista Thomás Bledsoe, alter ego del autor y la séptima es la autoficcionalización de Roberto Burgos Cantor, quien desdoblado en un viajero criollo, conoce horrorizado junto con su hijo, los campos de concentración a fines del siglo XX. Esta polifonía neobarroca no es solo de voces narrativas, sino de discursos y de ideologías, cuyas naturalezas y procedencias lejos de ser homogéneas, contienen contradicciones o se reconocen en su misma irresolución. Así mismo, a medida que avanzamos en la lectura, la disposición textual se complejiza, quizá porque se vuelven más inasibles los objetos narrativos y más bien se construye una ambigüedad o un inacabamiento; no obstante la pulsión neobarroca que anima el tejido narrativo, rearticula dichos fragmentos siguiendo a Lezama Lima (47), en armonías inestables pero reveladoras: los siete discursos alternados y yuxtapuestos se constituyen en la puesta en escena de varios despojos y al mismo tiempo en la dramatización de la incertidumbre engendrada por una escritura que pretende integrar huellas de una memoria metamórfica, que unas veces se presenta lacerada, otras veces se constituye en evocación lírica, posee carácter reconstructivo o despliega formas de resistencia. Por otra parte, una sensorialidad de clara estirpe barroca (Díaz Plaja, 1983: 51-60) recorre transversalmente los entramados narrativos: los cinco sentidos además de potenciarse, se trenzan y se repliegan entre sí para establecer vínculos secretos entre los seres y las cosas o para enmarcar personas, lugares y rincones que en su condición transitoria devienen en instantes eternizados; así, Cartagena y el entorno caribeño emergen por medio de imágenes, descripciones o evocaciones, que unas veces exaltan el sortilegio ancestral de estos ámbitos, y otras, visibilizan el dolor, los padecimientos o las represiones de que han sido objeto los esclavos en una escenografía ultrabarroca del mal y de la fealdad. Así mismo, la perspectiva de los africanos entraña la coexistencia barroca de contrarios, cuyo equilibrio siempre inestable, encarna la vivencia de un espacio ambiguo que engendra atracción y rechazo al mismo tiempo: para Analia Tubari la llegada al Caribe le significa dolor físico y desarraigo espiritual, pero simultáneamente le ofrece la posibilidad de vincularse con un grupo humano, producto de sucesivos mestizajes e hibridaciones culturales. En cambio, por medio de Benkos Biojó la novela aborda claramente los efectos de la transculturación, que si por una parte, contiene castigos, dolores y desconocimientos, por

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otra, dinamiza atracción y afecto por estas tierras y por sus códigos culturales, hasta el punto de resembrar sus raíces en el Nuevo Mundo (148) y de transformar los saberes traídos de África en quehaceres reveladores de otros ritmos de la historia (83). Igualmente, las hibridaciones culturales, originadas en dolorosos enfrentamientos, se alegorizan por medio del discurso de Dominica: su estadía en Cartagena, asumida en un principio como transitoria, va cediendo el paso a un proceso de adaptación y familiarización con las formas de vida criollas que encuentra (367-370), cuyas resistencias indoblegables frente a poderes la atraen de manera especial y su mentalidad abierta le permite comprender los conflictos de los negros y apoyar su causa emancipatoria. Por otra parte, la novela, cercana a reflexiones contemporáneas sobre el pasado, reconoce el carácter conflictivo del mismo y se mueve ambiguamente entre la memoria y la historia que compiten por comprenderlo; al situarse en el límite entre entender y recordar, el discurso narrativo ficcionaliza los posibles testimonios de quienes vivieron la experiencia del despojo y de quienes cuestionaban la esclavitud, al tiempo que confronta documentos y confía en los poderes de la ficción para ingresar al pasado y reorganizarlo sobre la base de las concepciones y emociones del presente (Sarlo, 52-55). Al reconocer que el pasado modifica el presente y viceversa, a Bledsoe le asiste la incertidumbre una vez ha concluido el texto, pues parece que algo se ha escapado de los entre lugares de la memoria y de los pliegues de la escritura; ante la sensación creciente de indagar una ausencia, cree que la novela que leemos de su mano, es apenas un borrador en proceso de transformación; no es casual que Rousset señalara la hostilidad del Barroco hacia los acabamientos (332-335) y que Rossi se refiera a la “intraductibilidad” inherente a la pulsión neobarroca (17). Entonces, mientras la memoria imprecisa del dolor de los negros la construye la novela de Bledsoe, la del dolor más reciente de los campos de concentración, la reconstruye el autor de carne y hueso desdoblado en el viajero criollo que conoce Europa acompañado por un hijo y sabe de la existencia del novelista. Su pregunta angustiosa sobre el momento en que las desgracias existentes en el museo de Auschwitz se vuelven desgracias nuestras, parecen responderse en la estética seguida por Bledsoe, según la cual el poder reconstructivo de la memoria, nos hace sentir que dicho pasado “subordina el presente y no sabemos qué oponer a la nada” (174). Quizá, por eso, padre e hijo al volver de Cracovia, sienten que los dos dolores unidos conforman una “memoria desalojada” (391): tanto los negros como los judíos sucumbieron al no soportar la memoria de la destrucción; no obstante, después de experimentar el dolor extremo, la visita de padre e hijo al museo de Viena, alegoriza una postura según la cual el

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arte no solo dura más allá de la destrucción y deja huella, sino que es “el hilo con el cual rasguñamos lo posible” (402). Finalmente, frente a la imposibilidad de rectificar las incorrecciones del mundo, la alegoría ultrabarroca que es La ceiba de la memoria propicia una conciencia posible de las mismas. En este sentido, podría leerse una respuesta autoficcionalizada de Burgos Cantor a las preguntas insolubles de Bledsoe: Pedro parece haber comprendido que la misericordia y la caridad no eran suficientes para rescatar la injusticia y voluntariamente se entregó a su misión como forma de resitencia; así mismo, en las capas ocultas de los tratados de Sandoval es posible encontrar un alegato que condena la práctica infame de la esclavitud, y aún más, la reivindicación de los negros empieza cuando Benkos enfermo, reconoce que el amor y la comprensión de Dominica de Orellana, inician para él y sus descendientes la búsqueda y el encuentro de un lugar en el mundo. Este acceso ultrabarroco a la historia, exige una fuerte activación de la memoria histórica que transformada en suceso narrativo, se constituye en “contrainterpretación vigilante” (Richard, 2000: 250), capaz de deconstruir discursos institucionalizados al filtrar las heridas y los silencios del olvido. Las operaciones barrocas/neobarrocas, recontextualizadas y potenciadas estética/políticamente en los dos novelistas colombianos objeto de análisis, evidencian el poder abarcador de las alegorizaciones ultrabarrocas para examinar la historia y nuestra ubicación dentro de sus discursos recortados y contradictorios. Así, el contrapunto en La tejedora de coronas se experimenta como disyuntiva que permite la vivencia de un mundo otro dentro de la ausencia de espíritu crítico en nuestra Colonia. Por su parte, el perspectivismo múltiple en La ceiba de la memoria como posibilidad de estimular una conciencia problemática, activa los depósitos de una memoria flagelante, impulsadora de duelos colectivos, por medio de los cuales recuperamos sentimientos comunitarios que hacen posible reubicaciones en el presente y proyectos de futuros menos trágicos y excluyentes. En este sentido, estos y otros neobarroquismos colombianos, también cuestionan desde dentro los dogmatismos de la Modernidad hegemónica al perturbar sus falsos equilibrios racionales y corroer su razón pretendidamente comprensiva.

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¿Sueñan los neobarrocos con una cartografía política americana? ¿Sueñan los androides?, se preguntó Rick. Evidentemente. Esa es la razón de que a veces asesinen a sus empleadores y huyan de aquí. Una vida mejor, sin estar sometidos a la servidumbre. Philip Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?

1 Artificio Cuando el encargado de “retirar” a los androides que regresan desde Marte a la Tierra se pregunta si ellos sueñan con ovejas eléctricas, no sólo Rick Deckard es alcanzado por el enigma que se plantea en torno a los rebeldes: es el propio lector quien se convierte en destinatario privilegiado de un interrogante que llegará, en el curso del libro, a contraerse hasta eliminar (“retirar”) casi por completo a su objeto. ¿Es que acaso sueñan los androides? ¿No es el sueño prerrogativa del humano? Habitantes de un mundo pos-apocalíptico rebosante de desperdicios y polvo radiactivo, en que ya casi no queda ser vivo de verdad, y en el que las réplicas humanas y animales se parecen demasiado a los originales, los pocos humanos “auténticos” que quedan sueñan con animales. La tensión que el mundo diegético de esta distopía singular plantea, es entre copia y original, entre naturaleza y artificio. Cuando el artificio se burla de la naturaleza, cuando el modelo se convierte en una mueca desdibujada que apenas se parece a su réplica, invirtiendo con ello la jerarquía ontológica que organiza los contrarios, lo que esa nueva torsión provoca en el único plano en que se ha resuelto lo real, es la risa sardónica o, en su defecto, el estremecimiento que acompaña la irrupción de lo siniestro. En este caso, conforme con las convenciones de un género en que la predictibilidad científica se asocia de buena gana a las audacias de la imaginación, lo siniestro adopta una forma aparentemente menos aciaga; sin embargo, ella no deja de ser lo que es: un caos, una agitación irreversible en el orden aparentemente estable del universo. Tanto la novela

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como la película que se inspiró en ella (Blade runner, Ridley Scott, 1982), dejan entrever los terrores y los sueños de humanos y no humanos frente a un universo en descomposición, frente a una cotidianidad, siempre ya, amenazada: “Llegaría un momento en que todo lo que integraba el edificio se mezclaría, resultaría idéntico, perdería su propia individualidad, no sería más que una montaña de morralla apilada hasta el techo de cada apartamento” (Dick, 2017: 144).

2 Hibridación Sin ser barroca en su forma –faltan los recursos, los procedimientos, los tropos–, la novela de Philip Dick indaga en un tópico barroco por excelencia: la ausencia de criterios firmes para discriminar entre sueño y vigilia, entre norma y desviación, entre realidad y ficción. La falta de indicadores fiables que permitan detectar qué es artificial o natural, es el núcleo del conflicto que atraviesan los personajes, dado que ninguna prueba resulta del todo concluyente a la hora de determinar si estamos frente a un humano o un robot. El mundo de las evidencias cartesianas, estatuido para evacuar la incertidumbre, ha muerto; lo que retorna, ante la derrota evidente de la potencia de juzgar, es esa imposibilidad de establecer si estamos frente a un hombre artificial que se mueve por resortes o a un espíritu “verdadero”. La obsesión por encontrar animales puros es pues la prueba concluyente de que el humano se encuentra ya en un irreversible estado de hibridez, por lo que, en adelante, cualquier insecto se convierte en sagrado, y la amputación de las patas de una araña, en delito. Si un androide no sólo es capaz de soñar sino de crear; si los humanos se encuentran en estado maquinal, ya sea porque están habilitados a matar sin escrúpulos, ya sea por hallarse conectados a artefactos que los mantienen artificialmente vivos (la desvitalización como síntoma del presente “viviente”), es que la hibridación de todo cuanto existe ya ha tenido lugar. Si los androides sueñan, el mundo habrá sido, siempre ya, invertido. Simplificando mucho, esta sería la tesis de fondo que plantea el neobarroco: si el artificio se vuelve originario, la naturaleza, entendida como norma o referente, deviene aberración; de ahí que los cortes que hacen al deslinde de los mundos (mundo verdadero-mundo ficticio) resulten, cuanto menos, controversiales. Pero es preciso marcar ciertas diferencias: si en el universo pesimista de Dick, la entropía implica caos y uniformidad de los distintos (para lo cual no parece haber salida), para el neobarroco americano la hibridación es esterilizante y culmina en la indiferencia posmoderna hacia los diversos: en el espacio neutro donde todo concurre “por igual”, las diversidades son indiferentes entre

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sí y sólo sirven a la lógica de la mercancía. El neobarroco –que reúne formas de visibilidad (perceptos), modos de inteligibilidad (conceptos) y prácticas de intervención en lo real (performatividad)–propone, como veremos, cruces y distinciones entre géneros, metamorfosis y trastrueques que no borra sino que exaspera la diferencia de los distintos, dando cuenta, en su superficie, de un litigio que es, en sí mismo, estético-político.

3 Sueños El sueño puede adoptar varios sentidos: sueño como la actividad espontánea del durmiente (a él se dedica el psicoanálisis, que lo asume como jeroglífico del inconsciente); sueño como la espera activa del despierto, que produce imágenes como formas de vida futuras (a él se avienen revolucionarios y utopistas políticos); sueño como el producto de una imaginación en duermevela que, en el linde de lo despierto y lo dormido, atraviesa mundos, traspone barreras, trafica maravillas (a él se abocan artistas y poetas). La aún débil analogía entre androides y neobarrocos reserva para los primeros el sueño como actividad del durmiente; para los segundos, el juego de la distorsión: anamorfosis, desfiguraciones, monstruosidades, desequilibrios varios (Baler, 2008). Creación pura contra representación, la obra es para sus artífices un constructo dotado de leyes propias, indiferentes al mundo. El genio de Sor Juana Inés es precisamente haber sabido articular los tres: en pleno descanso del dormido, sensuales alegorías arrebatan la imaginación y entran en complicidad con la rebelión que despierta en las mujeres afectas a la cultura letrada, renuentes al matrimonio y a la forzada maternidad, una contrarreforma extraña a sus deseos, a los íntimos llamados de la carne y a la vocación científica1. El sueño como anhelo de los despiertos es el sueño de los nuestroamericanos, una “forma de dominio por la superconciencia”, dirá Lezama Lima (2014: 238). Lo anima Morpheo, que esta vez no revela sus secretos a reyes y emperadores, sino a los desheredados de la tierra. Con la materia sutil de ese soplo

|| 1 Esa condensación de sentidos tiene lugar en el poema El sueño. Al verse forzada a renunciar a los estudios humanos y a las letras profanas por el fantasma del Santo Oficio, Juana Inés “se entregó a una experiencia de la luz por amor a los fenómenos del mundo. Bajo amenaza efectiva de un Auto de fe para los disidentes, el poder disciplinario exige concordancia absoluta con los presupuestos que sostiene la fe para la institución” (Cangi, 2015: 96). La apelación a alegorías y anamorfosis como jeroglíficos y figuras cifradas de traducción imposible forma parte de esta estrategia de emancipación.

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divino, traza territorialidades no coincidentes con aquellas que colorean los mapas geográficos y políticos que diseñan los imperios. Esos mapeos, trazados y proyectos, abrigan en su superficie sueños de emancipación. El armado de una cartografía política americana de cuño emancipatorio – que remite a lo que hacemos con la tierra y su reparto, a la justa repartición de bienes naturales y artificiales, y a las fronteras o límites que se establecen entre dominios, domicilios y lugares comunes–, comienza con las guerras de independencia en el siglo XIX contra el sistema colonial español, y vuelve a despuntar un siglo después2, cuando un nuevo imperialismo, esta vez, proveniente de nuestro norte continental, convierte la tierra apisonada de los sudacas en el patio trasero de la historia. Un mapa político da cuenta de un campo fracturado recorrido por fuerzas cuyas corporalidades se enfrentan, cuyas voces disputan sentidos; no apela a un significado anclado a las cosas, sino a proyectos y proyecciones que emanan de cuerpos sensibles que piensan, aman, sufren, se desvelan, cuidan a sus pequeños y a sus enfermos, desesperan y se levantan, cada vez. Por tanto, cuando se habla de “cartografía política”, no se alude a la distribución planetaria de sistemas o regímenes que se ocupan de la gestión de los asuntos colectivos humanos en su dimensión gubernamental. Un mapa tal sería el reflejo de la repartición geopolítica de los sistemas de gobierno, el calco colorido de los sistemas institucionales destinados a la gestión de la “cosa pública” y a la administración de los recursos “escasos”. Consiste más bien en la visualización planificada y proyectiva de los procesos discursivos, de los “hechos” de palabra, en un campo signado por una contradicción (onto-lógica y ético-política) instituyente del cuerpo político. Cuando la palabra sirve al consumo y al intercambio (de bienes, de servicios, de información), desaparece en sí misma en su función. Cuando la palabra

|| 2 Como señala Michel de Certeau (2000), el abandono de la dimensión narrativa de los mapas que primó entre los siglos XV y XVII, supuso el arribo al mapa como palco totalizante, conjunto formal de lugares abstractos producto de la geometría euclidiana. Pero ello no supone la desaparición de toda narrativa. Por el contrario, en tanto dispositivo interpretativo, un mapa no copia sino que proyecta en diversas direcciones, habilitando “entradas múltiples” (Deleuze y Guattari, 2007) y proponiendo jerarquías o densidades espaciales: “centro” y “periferia”, “arriba” y “abajo”. Conforme con la narrativa judeocristiana, si Roma está en el centro, las “Indias” debían ubicarse al Occidente. Habrá que esperar a la emergencia de la perspectiva decolonial (Quijano, 2019) para que se desnaturalicen los criterios que abonaran la conformación de la geografía política occidental. Una cartografía policéntrica supone la revisión de las categorías de desarrollo-subdesarrollo, centro y periferia, que aún dominan el imaginario estético-político que opera en la conformación del mapeo de la teoría social y política contemporánea.

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deviene fusil, es que toma parte activa en una lucha: la lucha por la emancipación de ese “resto”, mudo o invisible que no coincide con el todo. O más bien, que hace que el todo no pueda coincidir consigo mismo, pues amenaza su armonía, su integridad (Rancière, 2007). Su turbulenta pluralidad perturba la gestión armoniosa del “todo”. Pero la palabra puede ser también otra: ni vehículo ni fusil. Es la palabra poética y literaria en la que estalla la diferencia consigo misma, la que difiere el sentido, la que reemplaza a la otra, a la indiferente, la del listado de la compra o la del telediario. Es aquella en la que se anudan los sentidos literal y figurado, artífice de alegorías, inservible –como lo vio Platón– a una pedagogía que se proponga eliminar el equívoco. Pero la metáfora es siempre un arma de doble filo. Si, en efecto, el tropo barroco (metáfora, metonimia, hipérbole, ironía) pudo servir a la máquina imperial, pronto va a ver desvanecido sus propósitos, pues el tropo es, en sí mismo, un lugar de inadecuación. No porque su materialidad esté llamada a alcanzar un significado último espiritual, como lo exige la interpretación alegórica, sino porque es desdoblamiento; es la discordia entre dos órdenes que colisionan, cuya contradicción persiste. Por eso es capaz de alojar al resto, a aquella parte material que pone en jaque armonías y concordancias. El antagonismo no supone tan sólo una relación de oposición entre polos (cualquiera sea esa polaridad), sino una oposición en la que estalla la contradicción. Una simple relación de oposición puede petrificarse, acorralando a los contrarios a su identidad. Pero si no alcanza el punto de congelamiento o la quietud, si no deviene binaria, la contraposición es ya, en sí misma, oposición desestabilizadora, tensión que sacude fijaciones y adherencias. Trasladada al campo minado de las oposiciones ético-políticas, la contradicción plantea a la polis un conflicto insoluble por la lógica o por los consensos, pues remite a posiciones inconciliables, como la que se plantea entre tolerancia e intolerancia (¿deben los tolerantes tolerar a los intolerantes?), entre democracia y antidemocracia (¿debe la democracia alojar a los enemigos de ésta?), entre facción e interés colectivo (¿debe el interés universal soportar los privilegios de facción?). De ese conflicto toma parte la lengua, no como superestructura destinada a reflejar esa contradicción, sino como parte implicada, como base común de procesos discursivos atravesados por intereses antagónicos (Pecheux, 2016: 91). En su materialidad constituyente, ella no permanece ajena, pasiva o indiferente: es en su campo que se dirime la contienda. La cartografía política americana de sino emancipatorio, cuyo trazado, como se ha dicho, comienza con las guerras de independencia contra el imperio colonial español en el siglo XIX abrevando en fuentes ilustradas y románticas, se renueva a mediados de siglo pasado con el aporte del marxismo; de esa ma-

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triz enriquecida por otras surgentes vinculadas a la antropología y la lingüística, derivan nuestras heterodoxias: las filosofías y teologías de la liberación, la pedagogía del oprimido, la teoría de la marginalidad como deriva de la teoría de la dependencia, la perspectiva de la decolonialidad, según enumera Segato (2019: 51); en el último tiempo, el mapa vio acomodarse a una criatura tan preciosa como abominable, ejemplo arquetípico de la tensión: los populismos republicanos (Laclau, 2005). Si bien todas esas teorías registran importantes diferencias entre sí, un factor que las aglutina es el intento por reescribir la historia americana desplazando al conquistador/colonizador del monopolio narrativo, en la certeza de que no podrá haber “emancipación” (concepto cargado de modulaciones semánticas que reúne, en constelación, “fuerza opresora”, “fuerza oprimida” y “corte radical”) si no es reconquistando la iniciativa en la autoría de los relatos que enhebran las gestas y su memoria. En tal sentido, asumen el punto de vista de Walter Benjamin, según el cual, si la historia “con mayúscula” la escriben los vencedores, deben ser los “minúsculos” vencidos quienes la reescriban y subviertan. La Historia no es pues más que un relato entre otros, aquél de los grandes acontecimientos y el de los nombres propios (Rancière, 1993). Esa (re)conquista permite no sólo proponer otras versiones del pasado que hacen estallar el dominio del sentido único, sino modificar lo “pasado” por efecto de un dispositivo prismático que no opera como espejo reflejante sino multiplicando los haces de luz, es decir, iluminando “pasados”. En otras palabras: se trata de reescribir la historia alterando el pasado para liberar su potencial olvidado, silenciado u oculto. Potencial que aún sigue activo en el presente. Pero, ¿cómo se libera ese potencial? Y sobre todo, ¿qué tiene para ofrecernos la narrativa (dominio de la palabra prosaica, o prosa del mundo), la ensayística y la poesía neobarrocas de modo que puedan justificar su inscripción en una cartografía política americana? Por más que se asocie a un artefacto escritural agotado y convertido en un “inerte juego de formas” (Lezama Lima, 2014: 292); por más amarre al barroco imperial y a su sobrecarga de sentidos (“tenebroso”, “reaccionario”, “monárquico”), los neobarrocos, sin embargo, han sabido sacudirse esas rémoras. ¿Qué lugar le cupo pues al neobarroco en tiempos en que se dirimía el futuro de la patria grande, en que estaba en juego la emancipación de la hermandad latinoamericana y la posibilidad de construir un destino propio? ¿Qué compromiso asumió en momentos en que estaba en juego la propia libertad, la salida de la servidumbre? Este es el campo de problemas que querríamos abrir: examinar si esa textualidad, que no deja de lado sino que se apropia, en modo heterodoxo, de procedimientos constructivos del barroco europeo, propone formas operativas y vías de realización sensible que autorizarían su incrustación en una cartografía

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política americana de sino emancipador como parte de una lucha que dejó mártires y formó pueblo.

4 Amotinamientos Pero –y quizá esto sea lo más importante–, ¿soñaron alguna vez nuestros neobarrocos con habitar esa cartografía? ¿Sueñan ellos, los esquivos, los desertores de un mundo que impone interdictos y regulaciones, traza fronteras y fija territorialidades, que somete al canon y a la disciplina, con integrar un atlas que planifique los distintos? ¿Sueñan ellos, los amotinados, con el sacrificio de su singularidad y de su carnadura por la asepsia del mapa? E incluso algo más: si ellos efectivamente integrasen ese mapa, ¿no lo dislocarían? ¿No desmontarían, palabra por palabra, piedra por piedra, el modo como los americanos sueñan la emancipación? ¿No lo corroerían desde adentro? ¿No disolvería el sueño neobarroco la ontología subyacente al trazado de los mapas, de cualquier mapa? ¿No devendría la ciencia, “ficción”? Antes de acometer estos problemas (que quedarán, sospecho, en estado de abierto), es preciso prevenir ciertos malentendidos. Pues los neobarrocos no hacen “teoría” en sentido estricto. La dimensión política de los problemas americanos no se encara abiertamente, antes bien, ellos prefieren la elipse, la palabra elusiva, el rodeo, la ironía. Incluso el silencio. Su “modo de ver”, su theoros, no es evaluable en términos de “verdad”, ni tiene pretensión de referencialidad en “nuestro mundo”. El espéculo que portan suele ser distorsionante, no decanta en mímesis verdaderas. Lo suyo es la mezcla irreverente de fantasía y memoria, de ficción y testimonio crudo de dolores personales o comunitarios. Pájaros en la playa (Sarduy, 1993, 1999), por poner un caso apropiado a este tiempo, es el diario de un enfermo de sida (el propio autor) al que rodean personajes imposibles y extravagantes, así como “El presidente” de El recurso del método (Carpentier, 1974) es un montaje de dictadores americanos, un producto ficticio pero “real”, un patchwork hecho de retazos de historia y fragmentos inverosímiles cosidos por la fantasía. Para comprender entonces hasta qué punto el neobarroco puede integrar ese mapa cuanto desintegrarlo de raíz, es necesario indagar la naturaleza contradictoria y torcida de la palabra barroquizante en sí, siempre diferente o diferida de sí misma; es necesario oponer al principio tautológico (y poco productivo) de la pureza (lo que es teoría es teoría), un principio de contaminación. Es lo que intentan Hayden White y de Michel de Certeau, para quienes es posible hallar en la historia elementos característicos de la narración, hallazgo

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que la convierte en artificio verbal. Si hacemos propias las provocativas palabras de Paul Ricoeur, podemos decir que ficción e historia pertenecen a la misma clase (1995: 269, en cursiva en el original). Se rompen de este modo, según su entender, dos resistencias: por un lado la del historiador, que opera un corte epistemológico entre historia y narración mítica, y por el otro, la del crítico literario, para quien imaginario y real son órdenes completamente distintos. En ese sentido, al referirse a las “narrativas históricas de transición” construidas en América, el historiador bengalí Dipesh Chakrabarty (2015) hace operativo este principio: la entelequia “Tercer mundo”, o el personaje “Europa”, con los que la teoría social construye sus entramados, indica que ella pone en juego elementos narrativos, introduce procedimientos propios de la fábula. Aun manteniendo las fronteras epistemológicas necesarias a la investigación (las que dividen y circunscriben lo ficcional de lo teórico-científico), la presencia de elementos retóricos en los constructos de las ciencias sociales y la historia, y la presencia de “retazos de realidad” en la narrativa de ficción, vuelve resbaladizos sus respectivos terrenos, los inquieta en sus certidumbres. De este modo, el trabajo hermenéutico consiste no sólo en reconocer los recursos narrativos que vuelven sospechosa la teoría, sino en hallar las marcas que autorizan la inscripción de la ficción en el vasto universo de la historia política americana. Pero esa sería una simple inversión, en la que se espera “encontrar” algo allí donde se lo busca. Nada más fácil que eso, que es lo que en las ciencias con mayúscula produce “datos”: basta con hacer la hipótesis correcta, con interrogar a la naturaleza (como pedía Kant) como corresponde. En cambio, de lo que se trata –si es que ese paradigma produjo algún efecto, más allá de servir a la positividad de las ciencias, tanto “duras” como “blandas” –, no es de “encontrar” sino de producir, en el movimiento mismo de la lectura, la politicidad en y de los textos neobarrocos. En efecto, ¿qué podría convertir a Paradiso (Lezama Lima, 1968), a Cobra (Sarduy, 1972), a Gran sertón: veredas (Guimarães Rosa, 1956), a Las aventuras de la China Iron (Gabriela Cabezón Cámara, 2019) en textos que plantean una división que es, a todos los efectos, política? Y sobre todo, ¿por qué hacerlo? Habría diversas maneras de producir este hallazgo, de despejar algunos de estos interrogantes. O incluso de posponerlos, como hace Dick al hacer de una pregunta incontestable (que no espera ser contestada) el título de su libro. Una, la más convencional, sería indagar en la participación que los neobarrocos americanos asumieron respecto del gran acontecimiento político que agrietó la América de mediados de siglo pasado y convirtió, por primera vez, las voces de los vencidos en artífices de su historia: la revolución cubana (Rowlandson, 2010). En efecto, el acontecimiento de la revolución fue un parteaguas insosla-

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yable, pues él mismo fue parido por la forma poética: no hay revolución sin poesía, dirá Lezama Lima. Como sucede con todos aquellos cuya palabra cuenta, los neobarrocos se vieron implicados en la dura batalla por un tiempo que exigía pronunciamientos, señales claras. Había que expresarse, demostrar que se estaba de “un lado o del otro”. Términos, gestos, viajes, visitas: todo fue sometido a escrutinio. Lo sucedido en la pequeña isla fue un verdadero vendaval que despertó a sacudones la conciencia americanista. La despabiló e instó a concebirse a sí misma. Fue el catalizador de la búsqueda de un sello propio, del encuentro con la propia historia y con una aspiración común. La ciudad letrada latinoamericana constituyó un campo de intervención activo abierto a la experimentación. Allí encontraron cabida desde los esencialismos indigenistas y las heterodoxias marxistas, hasta las huestes disciplinadas en desacoples de todo tipo (autor-texto/texto-contexto/dimensión semántica-dimensión sintáctica, etc.), instigadas por la moda estructuralista y posestructuralista. Esa construcción alumbró un campo que fue literario, estético y político a la vez. Se promovió el encuentro de escritores y artistas, hasta ese momento, desconocidos entre sí; se generaron canales de difusión, se inventó un “boom” que catapultó a la fama e inauguró la era de los grandes premios para los nuestros. Como en toda contienda que pone a prueba el carácter y la resistencia de las fuerzas, los criterios binarios de inclusión-exclusión sirvieron para fortalecer, pero también para erosionar, muchos de los lazos recién constituidos, creando un estado generalizado de sospecha y de denuncia que en buena medida socavó las ambiciosas intenciones del inicio. Sin embargo, en medio de este escenario, una nueva criatura mostraba al mundo sus sollozos, sus traumas, sus reclamos y también sus dones inconmensurables. Y allí estaban nuestros neobarrocos: Lezama Lima, Carpentier, Sarduy, Guimarães Rosa, Cabrera Infante... Compromisos y adherencias más o menos enjundiosas tuvieron expresión en ensayos y conferencias. A partir de ella, la visión de América cambió para sus protagonistas, al igual que los compromisos y la manera de entender el lugar del intelectual en la construcción de la propia historia. Claudia Gilman (2012) se encarga de reponer esos compromisos y adherencias. No seguiremos esta vía, centrada a veces en lo anecdótico, otras, en los “datos” de la historia, en lo dicho o hecho por actores y protagonistas, temas que suelen ser de interés de historiadores o críticos literarios. Otra vía de indagación de la politicidad poética es poner el foco en los temas, en las acciones que llevan a cabo los personajes de cuentos y novelas, encargados de “representar” tal o cual posición, para detectar su “relevancia”. En tal sentido, narrativas neobarrocas ya mencionadas como El reino de este mundo y El discurso del método, de Alejo Carpentier, Hijo de hombre y Yo el

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supremo, de Augusto Roa Bastos, o Gran sertón: veredas, de Guimarães Rosa, si bien se inscriben en un universo ficcional, nos muestran aristas de nuestra historia en gran medida desconocidas, sumidas en el claroscuro o directamente silenciadas, ya que ni los esclavos, ni los sertoneros, ni los campesinos supieron tener voz en nuestros manuales de historia. En cambio, tanto Ti Noel (El reino de este mundo) como Riobaldo (Gran sertón: veredas) como Cristóbal Jara-Kiritó (Hijo de hombre) no sólo son protagonistas activos de luchas, rebeliones y levantamientos, sino que son cuerpo, palabra y silencio, tejido impenetrable de deseos y pensamientos sustraídos de la historia oficial. Si bien esta vía “ilustrativa” presenta algún interés, dado que les pone color y carnadura a los fríos protagonistas de la historia; dado que, además, son textos para cuya construcción se ha recurrido a un trabajo de archivo basado en documentación histórica, ella se presta, sin embargo, a ser mera “ejemplificación” de la literatura comprometida con el pasado y sus traumas, o sus heridas aún abiertas. Otra vía sería la reposición del enfoque estructuralista, según el cual es la estructura topológica del texto (instancia encargada de organizar el orden espacial para la construcción de sentido), la que permite distinguir entre aquellos relatos que rompen el orden clasificatorio del mundo y aquellos que, en cambio, lo confirman (Martínez y Scheffel, 2011). Ya se trate del traspaso exitoso de un límite o frontera, o, por el contrario, del fracaso de la aventura, lo que está en juego en esas narrativas es la trasgresión o el acatamiento de la línea divisoria que separa los opuestos. En virtud de estos dos esquemas de acción, es que los textos pueden repartirse en revolucionarios (libertarios, emancipatorios), o restitutivos y conservadores. No es necesario volver sobre el análisis de los límites que este tipo de formalismos ha recibido (Ricoeur, 2003), pese a haber sido una vía muy fructífera para una búsqueda del sentido por vía de la inmanencia, más allá de los datos exteriores que rodean un texto. Lo cierto es que deja afuera buena parte del material que inscribimos en el neobarroco. Pues, ¿podrían juzgarse en términos de éxito o fracaso los intentos de Cobra, la anti-heroína de la novela de Sarduy, por convertirse en mujer? Su empresa, recurrentemente fallida, ¿haría de la novela un texto “reaccionario”? Otra vía es la de la indagación del lugar de la palabra poética en cuanto tal, según se presenta en ensayos, novelas y poesía. Según esta vía, la escritura neobarroca formaría parte del litigio que abre las venas de América Latina, porque ella emprende una doble revuelta. Una, contra la coerción de un lenguaje militante que debe enseñar, instruir y persuadir. Otra, contra el lenguaje funcional y transparente, puramente comunicativo, sin valor en sí mismo. Tan serpentina como enigmática y elusiva, la perla berrueca se sustraería tanto a las demandas del intelectual orgánico que debe sacrificar su palabra a la revolu-

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ción, cuanto a la asepsia del recado que comunica, que desaparece en lo dicho porque ha cumplido su misión y deviene desechable. No es por tanto por el compromiso de sus autores, no es por vía de los temas, no por la elección de los personajes: la contienda se entablaría en el corazón mismo del cuerpo verbal que el neobarroco construye, no en lo que su literatura “representa” ni en sus “representantes”. Esta modalidad no hace de la batalla un evento de menor causticidad. Si la conquista significó colonización, explotación, secuestro, aprovechamiento violento, desaparición y muerte de hombres, mujeres y recursos –lo cual incluye la(s) lengua(s) y la(s) palabra(s) (la palabra del brujo, la palabra del chaman, las diversas lenguas indígenas–, “contraconquista” para Lezama Lima es la captura de la palabra en su valor de confitura, de puro deleite, de degustación sin ulterioridades ni finalidad, la ocasión para una comensalidad que siempre es comunitaria. Lo sagrado en Lezama no es una esfera que opera “más allá”: es comunión y liturgia de cuerpo presente, guirnalda festiva: “El lenguaje, al disfrutarlo, se trenza y multiplica, el saboreo de su vivir se le agolpa y fervoriza” (2014: 229). La palabra mancillada por la prepotencia de una conquista violenta tiene chances de redimirse por vía de la voz de los vencidos: “En esa sátira de subterráneo, de mala raíz en la picaresca española, por tierras americanas va alcanzando una transmutación, pues se le va sumando lo popular que favorece la independencia y la voz que va rescatando el lenguaje de propia pertenencia” (2014: 267). Pero también es palabra que conquista su pura forma, y que al hacerlo, conquista su libertad: Es la gesta que en el siglo siguiente al Aleijadinhno, va a realizar José Martí. La adquisición de un lenguaje, que después de la muerte de Gracián parecería haberse soterrado, demostraba, imponiéndose a cualquier pesimismo histórico, que la nación había adquirido una forma. Y la adquisición de una forma o de un reino, está situada dentro del absoluto de la libertad (Lezama Lima, 2014: 244).

La palabra como comunión y comunidad de Lezama, como artificio y juego en Sarduy –recordemos los múltiples recursos que operan en su teatro lírico de muñecas (Cobra, 1972), en Maitreya (1978, 1999), en Cocuyo (1990, 1999)–, opera como pathos sagrado tanto en su dimensión antiutilitaria como lúdica. El lenguaje pinturero de Lezama celebra su intransitividad (como la paleta del pintor cuando se libera de los temas, como la música, que rehúye la interpretación porque en ella forma y materia son los mismo) contra una literatura y un arte que quieren demostrar, instruir, seducir o persuadir, modus operandi de la ciudad letrada contrarreformista, o al servicio del intercambio equivalente (de bienes, servicios e información) del mundo de la mercancía.

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“Mi representación precisa de objetos que la burlen; los contornos que no sean segunda naturaleza”, reza el poema (Lezama Lima, 1985: 358). Revuelta, pues, contra la palabra manifiesta de la militancia y contra la palabra-fusil, cuya ulterioridad la anula. Es la pura aventura de la letra, en sí misma “amotinada” (Gusmán, 2018), que no responde al trazado lineal del surco en la tierra, ni a la convergencia de significante y significado, la que la hace íntimamente revulsiva. Es la palabra serpentina contra la lengua que aplana o que quiere copiar el mundo “tal como es”, como pretenden los realismos. Esa catedral enfebrecida aloja el sueño sagrado de las gestas y los sueños de los americanos. Es palabra que, en pugna consigo misma, con sus límites y sus fortalezas, se reúne con la miseria brillante, la grandeza y el despilfarro de los vencidos: “Cada palabra destruye su apoyatura / y traza un puente roano secular” (Lezama Lima, 1985: 460). Es en ese sentido que esos textos nacieron políticamente contaminados. Y no por ceder a pronunciamientos explícitos (exigencia de todo “escritor comprometido” en los 60), ni por convertir a la política en “asunto” de un ensayo o una trama de ficción, sino por conmover los cimientos mismos de la palabra, del logos, aquella que hace del humano un “animal político”. Podemos finalmente tomar una vía que es apenas un atajo de esta última, relativa a los límites de lo permisible y lo no permisible. En su textualidad abigarrada, cornucopia pletórica de flores y de frutas, los neobarrocos nuestroamericanos no sólo corren las fronteras entre los universos (fronteras entre cuerpos, como en Cobra, entre identidades, como en Paradiso), sino que redistribuyen, como señala Rancière (2009), los límites que definen lo sensible. Tanto las novelas como los ensayos proponen otras cronologías (diacronías, inversiones) y otras espacialidades (anamorfosis) que resultan, en su potente materialidad, libertarias y disruptivas. En su impostura, no hay cuerpo barroco que no desafíe a los custodios de las fronteras y su gendarmería.

5 Reescrituras nuestroamericanas La línea divisoria entre barroco hispano y neobarroco latinoamericano no es geográfica, ni atañe sólo a los estilos. La fractura es estético-política. El barroco contrarreformista quiere operar una transformación al nivel de las conciencias, catequiza con la imagen, infunde terrores, apela a estrategias de seducción, aunque también se extravíe en sus propios reflejos y terminen primando los derechos de la ficción. El neobarroco americano, en cambio, afirma los derechos de la corporalidad textual para alojar en ella la rebelión de los vencidos. Ello no

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es evidente, no forma parte de lo manifiesto, transparente o lineal. Al cobrar expresión, no sólo en la narrativa, sino también en el ensayo, su modalidad propia es el tanteo, la experimentación, el ir de un lado al otro, la toma de distancia y el desenfoque, la pregunta audaz. Pero el enigma no es fácilmente alcanzable; es menester realizar un trabajo, no de des-ocultación, sino de reescritura. Es necesario recorrer otra vez esos desvíos, degustar sus atrevimientos, dejarse alcanzar por sus sonoridades táctiles, por la cadencia ágil y a la vez tortuosa de sus ritmos, hacerlos íntimos, paladearlos, devolverlos a sus volutas proliferantes, volver a tajear la superficie de lo dicho. Es necesario concebir un nuevo método que oriente en esos precipicios. La desemejanza del texto consigo mismo, desemejanza que atañe el cuerpo político, se vuelve algunas veces más explícita. En efecto, para el precursor, la emancipación adopta la forma de la “contraconquista”. Sobreescribiendo el texto primitivo (“contrarreforma”), del que no obstante persisten los vestigios, el sintagma lezamiano indica que el barroco americano no es un injerto, una copia empalidecida de su par europeo, la réplica de unas formas cansadas y faltas de tensión sino, por el contrario, lenguaje singular, nuevas maneras del saboreo y el disfrute. Oposición, por tanto, a la eticidad austera, alejamiento de la moral burguesa y de la razón instrumental, del lenguaje comunicativo, del lenguaje “del Norte”; puesta en primer plano del ornamento, el exceso y el derroche. Celebración de la naturaleza potente y luciferina (expresada en la potencia material de su madera, su piedra, sus metales preciosos), y condena de las prácticas que llevaron a cabo su expoliación por la ocupación violenta de la tierra. Vindicación, por último, del trabajo de los vencidos, del “fuego originario” de donde surgen sus indiátides. Haciendo suyas categorías (“trabajo”, “ruptura”, “rebelión”) que solemos ubicar en otros universos teóricos (como el marxismo), pero trenzándolos a su manera en una filigrana singular, la textualidad neobarroca es “rebelión desafiante” que opera en el centro sin salida del laberinto. Con esta clave lectora, los neobarrocos encuentran su resquicio en el mapa nuestroamericano. Recurriendo a procedimientos del artefacto barroco europeo (tropos, figuras, procedimientos que desacomodan el “orden de las cosas”), la práctica escritural neobarroca propone maneras operatorias específicas que desbaratan, de forma más radical que su predecesor, el reino de las certidumbres y la consistencia entre lo que se dice y lo que se hace, la integridad entre “ser” y “parecer”, los límites entre realidad y ficción. Aún en Sarduy, que sugiere en “Barroco” (1999: 1197) la correspondencia entre el orden del cosmos, el orden de la ciudad y el orden del poema como clave lectora en cada uno de los momentos (prebarroco, barroco y neobarroco), provoca, al llegar al final del recorrido, una ruptura de los ajustes

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y las adecuaciones, pues el estallido (el Bing bang), convertido en “modelo”, torna imposible, en adelante, cualquier coincidencia. La realidad estallada hace que el cuerpo propio no se acomode a las exigencias del género con el que se presupone tiene que coincidir, ni responda a las demandas de productividad que se le imponen. Cobra no coincide siquiera consigo misma: unos pies demasiado grandes le impiden realizar la apoteosis de la feminidad. Es así que su cuerpo se desdobla, se desplaza metonímicamente, enunciando, aún en su fijeza, que jamás alcanzará el reposo que promete la identidad. Tanto en el registro ensayístico como en el narrativo, la perspectiva sarduyana hace estallar la noción de una realidad estable que opera como fundamento, base de todos los realismos metafísicos desde Platón en adelante. El arte barroco produce la primera ruptura respecto de la referencialidad, ya que “fingiendo denotar otra cosa, señala en sí mismo la organización convencional de la representación” (Sarduy, 1999: 1221). Lo que está en marcha entonces es la gestación de una estética contra-mimética que opera a nivel de la ontología y de la política como arte de las oposiciones y los antagonismos. De este modo, el arte de la contraconquista se declina en “arte del destronamiento y de la discusión”, se vuelve “revolución” como categoría de lectura de las obras de arte latinoamericano (Sarduy, 1999: 1385). La emancipación del referente se cumple en el despegue de la materialidad de la letra a las exigencias del espíritu. Incluso Carpentier, que fuera funcionario del régimen castrista, reniega de su primera literatura por, precisamente, responder a los dictámenes de la adecuación: que los afrodescendientes hablen como tales, bailen como tales, canten como tienen que cantar. Su realismo maravilloso posterior nos permite ingresar en cambio al reino del misterio, del prodigio, desnaturalizando las formas de concebir las identidades, el cuerpo y la norma, en el que nada responde a lo que “debe” por naturaleza. Ellos irán a contracorriente de la ontología oficial (contrarreformista, judeocristiana), y posibilitarán la emergencia de figuras capaces de horadar el cuerpo social y la fijeza de sus presupuestos. Por todo esto es que las narrativas ficcionales y los ensayos de nuestros escritores pueden operar al interior de una cartografía que aspira a la emancipación nuestroamericana, como soñara alguna vez Martí. No lo hace con los métodos, ni suscribiendo los modos discursivos de las ciencias sociales que, desde los años 60, supieron concebir una cartografía con sello propio, acompañando la gesta revolucionaria que ocurría en una pequeña isla del Caribe. La “otra” revolución se presenta en esta revuelta del cuerpo propio y el cuerpo textual. Otras voces, otros signos (tatuajes, incisiones, marcas), otras imágenes, perforan la uniformidad, hienden la superficie lisa, alumbran la nocturnidad: “Des-

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cubierta su palabra por las filtraciones de la luz, mantiene el misterio, esa nocturnidad del vegetal al sentir que en su oscuro penetra otra luz” (Lezama Lima, 2014: 340). La movilidad de los géneros, que hoy hace furor en los cuerpos de nuestros jóvenes, se presenta anticipadamente en las narrativas neobarrocas que poco tienen de jesuitismo y contrarreformismo, pues van a contrapelo de aquellas. Falsas citas, injertos malogrados de otros idiomas, pérdida de concordancia y centros rectores, incorrecciones varias, insubordinación... La revuelta de los androides que sueñan se hace realidad, mientras que el sueño de los neobarrocos se cumple en la emancipación de la letra respecto de las exigencias del significado. Es el sueño de la desarticulación entre palabra y régimen político, es la liberación de la servidumbre voluntaria por vía de una materialidad amotinada y siempre en trance. ¿Sueñan los neobarrocos…? Como en el libro de Dick, un título-pregunta no aspira a una respuesta, deja más interrogantes que certezas. Materia de investigación futura será en qué resulta una cartografía política que aloje los sueños de los vencidos en la palabra poética y en la prosa no mundana de los barrocos nuestroamericanos.

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Alejandra Adela González

Políticas neobarrocas: los poetas son llamados a la ciudad 1 La escena primaria: expulsión de los poetas La escena inaugural de la filosofía griega es la de Platón quemando sus poemas y arrojando a los poetas fuera de la ciudad. Esta posición no es similar en todos los diálogos platónicos, aunque sin embargo resulta fundacional para el discurso político en la tradición de Occidente. Nuestra lectura irá en busca de gestos de sentido opuesto en el discurso de la política latinoamericana y del caribe. Aquí, por el contrario, los poetas tuvieron una relación más compleja con los espacios públicos, en tanto fueron llamados por la ciudad, y estuvieron desde el principio asociados a la retórica política. Cuando Platón decide expulsar a los poetas, lo hace como el remedio heroico necesario para salvar a una cultura por demás singular, que ha puesto en el centro de su paideia el canto que narra el exterminio de su enemigo. Si Ilión fue destruida para que naciera la política en el Mediterráneo, el poema que la recuerda está en el centro de los cantos con los que se educaban los hijos de sus genocidas. Más allá de los gestos ambiguos de Platón, se esconde una antigua discordia entre filosofía y poesía. Es que los poetas fueron profetas y sabios mucho antes de que la filosofía se apropiara del espacio público político. Y fueron esos poetas quienes dotaron de palabras a la tribu. Versos sobre los dioses, los animales, el mundo natural y mágico que los rodeaba. Fueron Hesíodo, Homero, Píndaro quienes dotaron de voz a esos soldados voluntariosos. Si opera la censura, es precisamente por ese encuentro siempre conflictivo entre la cosa política y el tesoro poético de una comunidad. También las gramáticas misioneras, los programas estatales de artes y las glotopolíticas dan cuenta de la peligrosidad de ese contacto. Los artistas pueden producir lo que no pueden explicar, y esto es debido a esa manía sagrada (Fedro, 244-5), a su intuición tal vez (Leyes, 628 a) y a que carecen de un pensamiento consciente (Menón, 99d). Quizás por eso, Platón sostiene, paradojalmente, que la defensa de la poesía debería ser hecha por alguien que no fuera poeta. Por lo tanto, no puede hacerla él, sino que la hará Aristóteles en su Poética. Que los artistas se mantengan en el menor grado de conocimiento, al nivel de los

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eikonos, de las imágenes, da cuenta, sin embargo, de que permanecen atados a las sombras. Pintores, escultores, poetas que no perciben el valor instrumental de sus palabras quedan adheridos a las imágenes o a una retórica negra que puede llevar a la confusión y alejarnos de la esclarecedora luz del bien. Pareciera que la belleza poco tiene que ver con el arte, al cual Aristóteles incluye en el campo semántico del término techné que también abarca los oficios o las habilidades implícitas en un saber hacer. El arte produce un daño psicológico, denuncia Platón, porque los poetas nos engañan al presentar a los dioses como inmorales (República, III y X). El arte es malo mientras sea mimético. En el polo opuesto, el efecto moralizante de la filosofía no se cumple con la poesía. La música y el teatro deben ayudar a contener las pasiones, cuestión que desarrollara ampliamente Aristóteles cuando plantee la catarsis como causa final de la tragedia o la comedia: expurgar las pasiones para operar un reconocimiento en los polites y lograr que sean moralmente mejores ciudadanos. Y eso es porque estarán atenidos a su razón. El arte y la poesía en particular, quedan prendidos de las apariencias. Y por eso, atrapados en la multiplicidad sensible, compleja y baja. Esta creencia de que el arte debe servir para los fines de la educación cívica y por lo tanto no se aviene con la política, es la base de la ambigüedad platónica. De ahí nacería el gesto de quemar las naves para ponerse manos a la obra en el servicio de la ciudad, aunque exija desterrar pasiones, censurar poemas y erigirse en un saber experto que puede definir qué es lo valioso y qué no en un poema o en una pintura. En Leyes, quienes se ocupan de la educación tienen la labor más importante y propone un riguroso sistema de vigilancia y censura. Aunque sea el rasgo más fascista de la cosmovisión platónica, haciendo un juicio anacrónico, vale la pena destacar el poder enorme que le atribuye a las artes con su capacidad para corromper a los niños. En ellos permanecerían intocadas las peligrosas matrices perceptivas internalizadas en esa escucha infantil de las canciones. Y no hay duda de que esa visión sin ojos sensibles, sentido al que Platón otorga la supremacía, puede eludir sombras, apariencias y materias. Otra vez paradojalmente, ya que el mismo Platón se define como un mithólogo, su objetivo es dejar de lado las imágenes, aun cuando él mismo las utilice para explicar qué son las cosas. Se instala así el valor puro de un concepto, solo accesible a los dioses y a unos pocos mortales (¿entre los cuales estaría el Censor?). La idea hegeliana de que arte y religión como formas del espíritu objetivo son superados por el concepto filosófico hunde ahí sus raíces. Pero también es cierto, que el arte plantea relaciones con la verdad y con el bien, que requieren reflexión. Si el orden es belleza y el desorden mal, la ironía y la risa pueden ser elementos disolventes del frágil lazo que une a los hombres.

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2 Barroco: estética de una modernidad frustrada La conquista trajo con ella al barroco como movimiento estético, y el barroco indiano, el neobarroco cubano, el barroco brasileño, guaraní, chileno o el neobarroso rioplatense fueron las respuestas americanas en las que se lo resignificó como arte de la contraconquista. Una política neobarroca que opera como reacción poética en obras fundacionales como Paradiso de José Lezama Lima1 o en Gran Sertao Veredas de Joao Guimaraes Rosa2. No se trata de que nuestros poetas también fueran activistas, gobernantes, soldados o embajadores. Ni siquiera que hayan escrito ensayos políticos además de literatura de ficción o poesía. Más bien se trata de que la estética no se limita al campo del arte sino que abarca las matrices perceptivas de una comunidad: éstesis en el sentido de las formas de percepción de lo real y el modo de relacionarse con los otros. Porque el decir poético puede dar cuenta de la manera en que una comunidad relata ese real inabordable por completo, que no termina de volverse realidad por la enorme heterogeneidad respecto del lenguaje que lo expresa. Solo narrándola en figuras impensadas se comienza a comprender de qué está hecha la materia de Nuestramérica. De modo que habiendo llegado a nuestras tierras un barroco de la melancolía y del ingenio, el modo hispánico de la modernidad, éste fue retomado en una escena que modificó su sentido hasta invertirlo. La reapropiación neobarroca por novelistas, poetas y ensayistas, implica antes que nada un debate sobre la modernidad. ¿Siempre aspiramos a ella? ¿Esa modernidad es única? ¿El modelo es Europa? El neobarroco en sus variantes es la explicitación de modos diversos de oponerse a ser absorbidos por ese modelo de modernidad capitalista de la que siempre nos hemos mantenido a distancia, aunque sea el objetivo de los organismos internacionales y de muchos de los gobiernos locales insertarnos a toda costa en su formato. Y la América española fundada en el gesto melancóli|| 1 Lezama Lima, José. Nacido en La Habana (Cuba) en 1910 y muerto en la misma ciudad en 1976. Ensayista, novelista y poeta. Autor de Paradiso (novela), La expresión americana (ensayo), y Fragmentos a su imán (poesía) entre otros numerosos textos. Antólogo de la poesía cubana, con destacada actuación en La Casa de las Américas, fue no solo un escritor prolífico sino un pensador de la cultura política nuestroamericana. 2 Guimaraes Rosa, Joao. Nacido en Mina Gerais (Brasil) en 1908 y muerto en Rio de Janeiro en 1967. Médico, diplomático, novelista y cuentista. Autor de Gran Sertón Veredas (novela) y Campo general y otros relatos (cuentos) entre otros numerosos textos. Miembro de la Academia de Letras Brasileña, se destacó por su condición de políglota y se reflejan en el portugués brasileño de su escritura neobarroca habitado por las lenguas originarias, como el tupí entre otras.

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co del ingenioso hidalgo tampoco pudo soportar el embate de ese productivismo sin fin, ni gestar una modalidad diferenciada respecto del capitalismo protestante y anglosajón. El neobarroco da cuenta del fracaso de esa modernidad liberal como único modo de salida del oscurantismo hacia las luces. La pregunta retorna con insistencia, ¿era ésa la única figura de la modernidad posible? ¿La de un capitalismo regido por la lógica de los imperios coloniales primero y luego por la lógica de la rentabilidad en el posfordismo internacionalizado? Nuestramérica se interroga por medio del modernismo y la vanguardia acerca de la potencia de su modernización. E intenta domesticar al barroco inscribiéndolo como una nota de color en una estética de la proliferación y el artificio. Sin embargo, y a pesar de esa primera etapa, se fue dando un proceso de legitimación histórica iniciada con la nueva novela de los 50 y en el boom de los sesenta. Allí la metáfora barroca se vuelve modelo poético y referencia crítica, techné experimental y experiencia viva en los vanguardistas. Se necesitó pasar del concepto del barroco como movimiento estético decadente y vacío, a otro muy revalorizador planteado como momento final de todas las estéticas en un proceso de universalización muy presente en Alejo Carpentier3. Para este autor, ni románico ni gótico entraron nunca en América, mientras que el barroco siempre estuvo presente. Y en eso coincide Carpentier con Eugenio D’Ors, no se trata de un estilo histórico sino de una constante humana (1976: 98) pero que en América se unifica con lo real maravilloso: Y es que por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y del negro, por la revelación que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías. ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso? (Carpentier, 1976: 99).

Pero es con José Lezama Lima y su incondicionado poético que se tramitan analogías imprevisibles. Se americaniza el barroco y Lezama concibe una duración imaginaria absoluta en la materia verbal por el expediente de atribuirle un contenido americano. Insistencia en la oscuridad de un sentido, en el desplazamiento de los nexos lógicos, en la ruptura de la relación entre los significantes y sus referentes, todo ello inserto en esa cantera imaginaria primordial, que se vislumbra en la versión cubana de la revolución. Lezama escribe y reclama

|| 3 Carpentier, Alejo. Nacido en Suiza en 1904 y muerto en París en 1980. Vive en Cuba gran parte de su vida, aunque también en Francia y Venezuela entre otros destinos. Novelista, ensayista, figura intelectual de la revolución cubana. Autor de El Reino de este mundo (novela) y Tientos y diferencias (ensayo) entre muchos otros textos.

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metáforas barrocas que operen contra el sentido común, y que con su opacidad puedan descomponer los nexos causales que nos ligan sin alternativa a la lógica itinerante del capital internacionalizado. Una poética sinuosa y compleja que en su horno trasmutativo cocina una modernidad diversa de la eurocentrada protestante o contrarreformada.

3 Plutonismos públicos, trasmutaciones íntimas En La curiosidad barroca, José Lezama Lima discute la interpretación según la cual se caracteriza el barroco como un estilo formalista y decadente. Aunque su campo se hará cada vez más amplio abarcando obras filosóficas además de artísticas, Leibniz, Spinoza y Rembrandt y el Greco, no se dejará de lado ese matiz que lo ubica como el momento de degeneración del gótico tardío. Pero el escritor cubano, cambia por completo el valor que le atribuye en Nuestramérica: Nuestra apreciación del barroco americano estará destinada a precisar; primero, hay una tensión en el barroco; segundo, un plutonismo, fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica, tercero, no es un estilo degenerescente, sino plenario, que en España y en la América española representa adquisiciones de lenguaje, tal vez únicas en el mundo, muebles para la vivienda, formas de vida y de curiosidad, misticismos que se ciñen a nuevos módulos para la plegaria, maneras del saboreo y del tratamiento de los manjares, que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso, teocrático y ensimismado, errante en la forma y arraigadísimo en sus esencias. Repitiendo la frase de Weisbach, adaptándola a lo americano, podemos decir que entre nosotros el barroco fue un arte de la contraconquista (2014: 228-229).

Es el Señor Barroco quien permanece cuando se aleja el estruendo de la conquista, dejando a la tierra, que era una, parcelada y transformada en mercancía y propiedad, y se silencian las culturas bajo trabajos forzados, pestes, exterminios y hambrunas. Es ese barroco mestizo el que aloja, de modo solapado, a los cristos aindiados de sangre rojísima y rostros alucinados en su sufrimiento. Ese barroco, señala Lezama, se muestra amistoso con la Ilustración. Ubicado a fines del XVII y a lo largo del XVIII, es un barroco que se coloca en un puro comenzar, inventando siempre un paraíso contra el orden del dolor que impera. Así Sor Juana incorpora a su Primero sueño, la quinta parte del Discurso del método, une el elogio de la lengua a la curiosidad barroca por la ciencia. Pasión por la ignorancia, o atracción por el vacío, más que proliferación de sentidos propone la interpretación lezamiana. Carlos de Sigüenza y Góngora escribe su Manifiesto filosófico contra los cometas en el mismo tiempo, combinando lírica, astronomía y astrología. Resulta claro que la renovación poética, la insaciable sed de las

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desconocidas figuras de la naturaleza trasmutadas en leyes, e intervenidas por las manos de una multitud de dioses, que no son hacedores retirados de mecanismos de relojería sino pacientes artesanos de materias distintas, se unen en un solo gesto. Que no culmina en el dominio sino en la recreación de ese todo que nos ofrece lo vivo en su pluralidad jocosa. La sandía es ese símbolo nuestroamericano, que pintado y narrado, es la manifestación de un mundo de semillas en su proliferar gratuito sin finalidad alguna propio de las celebraciones locales que se “consustancian” con las barrocas. Estos poetas científicos quieren conocer y decir en una lengua naciente. Las poéticas plutónicas no son solo gongorismos tardíos, sino que amenazan al sentido con el sinsentido de un decir transformador por medio del que se expresa la pulsión de vida en medio de la muerte de numerosos mundos. Ardides del débil, dirá Josefina Ludmer refiriéndose a Sor Juana Inés. Aprender a hablar solapadamente y en murmullo, a mirar por los intersticios, a disciplinar los colores y las figuras para que emerjan cuando la censura, sintiéndose obedecida, se distrae. Así un frenesí innovador, según el propio Lezama, se precipita en rebelión desafiante, o en un ademán de orgullo desatado. En ese “horno trasmutativo de la asimilación” clave del júbilo barroco se cocinan los banquetes literarios, con sus colorinches de frutas y mariscos, sus bestiarios insolentes que no respetan jerarquías ni organizaciones, sus calendarios como laberintos de “senderos que se bifurcan”. Se trata de la asimilación de lo impuesto y su conversión en otra materia. Entes de uno y otro mundo se encabalgan y producen montajes que no dejan de interrogar a un neobarroco que gime sobre mundos desparecientes y figuras nuevas que pugnan por vivir. Europa creó la cultura, una segregación suya, con personajes que claman la dialéctica griega, la coral bachiana, la metafísica idealista alemana, Dostoyevski, la novela francesa del siglo XIX. Los hemos convertido en Dramatis personae; a través de la imagen que los ha destruido, danzan, con sólo un nombre, no hay un río, se dice un río, o el mar, y se descorre una cortina y aparece el mar. El individuo, la persona, la máscara, la mascarilla, ya están en otra dimensión. Ratalaine nos parece simplete y charlatán. Había sido: “Cocinero en Madagascar, pajarero en Sumatra, general en Honolulu, periodista religioso en las islas Galápagos, poeta en Omrawutte, francmasón en Haití” (Víctor Hugo, Los trabajadores del mar). Y además, León López halcón, llamado también El Venado, bananero en Barranquilla, muerto en gang en Connecticut, frente al Chase. Fauna tediosa que juega al tertulión inocuo y al Royal Research incesante y profético. Europa con su blancura y su abstracción está sola en la playa. No hay la novela de Afganistán ni la metafísica americana. Europa hizo la cultura. Y aquel curso “tenemos que fingir hambre cuando robemos los frutos”. ¿Hambre fingida? ¿Es eso lo que nos queda a los americanos? Aunque no estemos en armonía ni en ensueño, ni embriaguez o preludio: el toro ha entrado en el mar, se ha sacudido la blancura y la abstracción, y se puede oír su acompasada risotada baritonal,

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recibe otras flores en la orilla, mientras la uña de su cuerpo raspa la corteza de una nueva amistad (Lezama Lima, 2014: 75).

El barroco esboza una teoría política que desentraña en el poder su exceso y su peligro. Detrás de la norma, ve siempre el fantasma, duende o dios de poca monta que la horada. La excepción es su regla y atenta contra las monarquías y sus academias reales y más tarde contra los Estados nacionales, sus glotopolíticas y sus idiomas impuestos a fuerza de castigos en las comunidades de lenguas minorizadas. Por eso ve en la razón luminosa su oscuridad letal, en la conciencia, sus alteraciones, y en el discurso libertario la reclusión escondida. La imagen no es la ilustración de los hechos, dirá Lezama, sino el mapa de los saberes y las pasiones que forjaron la máscara de una subjetividad moderna que se pretendió única y monolítica y que el neobarroco muestra en su artificiosidad monstruosa. El barroco mestizo indaga las relaciones entre la imagen y el poder de la mirada. Y allí cuestiona la soberanía de unas liturgias emergentes de políticas de amnesia y olvidos fraudulentos más que de tradiciones mestizadas y encuentros civilizatorios. El cuerpo trastornado del barroco americano expresa las tensiones multiformes del entramado político de las comunidades devastadas y luego reorganizadas por los Estados nacionales en conglomerados ignorantes de las etnias previas al golpe conquistador. Por eso el barroco popular ficcionaliza para producir realidades: el monstruo como espectáculo, lo irrepresentable como motivo, lo imposible del acto, la imprevisibilidad de lo político. En Nuestramérica se multiplica el motivo del desmembramiento, disjecta membra, práctica de inquisidores, soldados y narcotraficantes. Nuestros cuerpos despedazados son portadores también de una lengua multiplicada compuesta de restos de sonidos, palabras olvidadas, idiomas prohibidos. Y nuestros poetas neobarrocos también viven y hablan desde un neobarroco que no se quiere ni revolución ni utopía. Lezama Lima designa a la revolución cubana como una era imaginaria. En el horno trasmutativo lezamiano se teje la invitación a formar una red de imágenes hecha de espejos, dobles y golpes de hechizo. Estas “nadas conjeturales” no derivan en creencias, ideologías o dogmas. La revolución se vuelve una heurística improbable pero cierta. No se trata de adhesiones fervientes, o enconos definitivos, sino de hacer política de la letra invocando en su metamorfosis los elementos diversos de culturas anacrónicas con el afán de que esas materialidades, en una combinación plena de asombro, produzcan mediante el método mitopoiético signos e imágenes nuevas. Transformación alquímica en otra sustancia: matriz nuestroamericana, al decir de José Martí.

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Se trata de un acto de apropiación poética. Lezama lo señala en La expresión americana: “El barroco es cosa nuestra”. Es una fiebre de la imago que se padece en la distancia entre lo que se descubre y lo que se relata. Imágenes que sobreviven a las culturas que las engendraron, y que no acaban nunca de morir. El devenir americano es una era imaginaria y el barroco es el comienzo no el inicio de Nuestramérica. Comienzo incesante, no inicio cronológico. Curiosidad barroca, conocimiento luciferino de Juana Inés, plutonismo ferviente del indio Kondorí y conjuros ornamentales del escultor Aleijadinho. No estamos ante una sensibilidad criolla pensada como ethos o producto de la transculturación. No es ni esencia ni mestizaje. Ese es el gesto estético político de Lezama. Así lo describe: “La tensión no es acumulativa, sino combinatoria en una forma unitiva, y el plutonismo, es el magma ígneo, fuego originario que rompe los fragmentos para luego unificarlos”. El Symbolon, esa noción griega, se vuelve unión y separación en una imago siempre en gestación. Tensión y plutonismo se articulan en el signo barroco americano y esa es su manera de obrar. No se trata de emancipación liberal deudora de la revolución francesa sino de contraconquista poética de lo imposible. La revolución es un rasgo moderno, por eso no se puede asociar con el barroco, que no es límpido ni transparente, ni plenamente racionalista ni iluminista. Al contrario, lo barroco americano opera como una contracatequesis, sin ser una gesta de la contrarreforma. El barroco jesuita, con las severas marcas de su austeridad también está presente en Nuestramérica. Pero se diferencia del neobarroco que engendra una política subterránea que hace fracasar cualquier intento de orientar el mundo histórico en un sentido lineal. No vamos hacia la modernidad pero tampoco hacia la salvación. El barroco indiano fue creciendo a la luz de experiencias conflictivas: el mestizaje forzoso, la transculturación dolorosa, la colonialidad introyectada violentamente. Por eso no se corresponde nunca con un tiempo lineal y progresivo, pero tampoco se queda en la reacción conservadora de la contrarreforma jesuítica. El barroco es otra modernidad o, mejor dicho, la modernidad otra, que no acaba de nacer y se mantiene en una latencia peligrosa. Es la poiesis simbólico diabólica en Lezama Lima. Ese incondicionado poético que ya mencionamos es el modo de la política americana, subversión poética frente a los liberalismos, comunismos antillanos de la negritud, fuerzas poéticas de un proletariado tejido entre el pueblo elegido y el umbanda milenario. La heterogeneidad multitemporal radica en la imaginación surgida del horror de la desaparición forzada de mundos en la conquista. Cuando ya lo real no ofrece líneas de escape, la imaginación barroca oscila de la nada al ser en una vacilación sin límite. Si Alejo Carpentier logra que el barroco sea admitido en el Olimpo de la revolución cubana es porque demuestra que no

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obedece a una tradición católica y contrarreformada. Demuestra que son las figuras de sus procedimientos las que lo alejan tanto de la melancolía hispana como de la ideología liberal del progreso. Se trata de otra materia y de metáforas distintas: banquete, fiesta y resto. Porque el barroco apuesta a ese resto que siempre volverá solo porque el pasado está delante y no detrás de nuestros ojos en las mitologías originarias.

4 Perdidos en el sertón, reencontrados en la lengua Otro fundador, esta vez del neobarroco regionalista en lengua portuguesa. Se trata de Joao Guimaraes Rosa. En Gran Sertón Veredas no describe ni narra, ni siquiera representa la potencia de esa vida sertanera. Se produce una renuncia total a la posición mimética de la narración. El barroco mestizo presentifica en el texto acontecimientos de palabra. Se trata de hechos de lenguaje tejidos con la materia móvil de la lengua. Pero ese procedimiento es segundo frente a uno primero: la destrucción de la sintaxis de la lengua. Un agramaticalismo proveniente del trabajo de la oralidad sobre la escritura, que la horada con términos del tupí, una lengua ágrafa, y minorizada, pero que hace sentir su presencia sordamente en topónimos, antropónimos o expresiones coloquiales. Proceso de tupinización que opera sobre la lengua desarticulándola, quebrándola en residuos fónicos. Y que se encuentra muy claro en un cuento mucho más breve que su novela, en Mi tío el yaguareté. El relato se inicia con el arribo de un hombre blanco a la choza de un antiguo cazador de jaguares. Un mestizo que se ha ganado la vida matando a estos animales para vender sus cueros pero que ahora se ha retirado al sertón. Y que responde a las preguntas del comerciante blanco a la vez que narra su propia transformación en un portugués dislocado por el tupí y un tupí interrumpido por los gruñidos del jaguar. El cazador, hijo de blanco y de india, se blanquea cuando se dedica a la caza depredadora, se vuelve mestizo cuando se interna en el sertón, y definitivamente tupínambá cuando rememora su infancia en la que su madre cría a sus hijos cachorros. También los límites entre ciudad y selva se intersectan: la ciudad entra a la selva, pero el sertón invade la ciudad. Las fronteras se vuelven porosas. Y la lengua cambia con el territorio. El nombre del narrador varía según quien lo llame: madre, jaguar, el hombre blanco. Será Bacuriquirepa, Breó, Beróm Toñito, Antonio de Jesús, Toño Tigrero, Macuncozo, Marupiara. Son identidades diaspóricas: las de la lengua, las de la raza, las geográficas, los apelativos, las especies y los géne-

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ros… Nuestro cazador se volverá jaguar, y como tal será cazado. Pero ese proceso se llevará a cabo de modo paulatino, por un cambio en la posición del narrador. Recordará los nombres de todos los jaguares muertos, sus singularidades, sus escondites, sus modos de acorralar a la presa, sus preferencias por el agua o sus modos de trepar los árboles. Ese proceso de particularización hará de cada uno de ellos, un ser a cuyo nombre le corresponden peculiaridades. Y la caza dejará de ser predatoria para transformarse en un ritual que no consiste en matar, sino en un encuentro, en una danza que conjuga la entrega y la distancia. Se trata de ser capturado por una lengua que nos vuelve al sertón. Metarreflexión sobre los modos del decir en acto. El continuum entre especies, hombres, también se expresa en el continuum dislocado y errante entre portugués, tupí y lengua animal. Del significado de diccionario, a los fonemas, el cuestionamiento del sentido opera los cuerpos parlantes de un barroco vegetal y animal que captura en un acto de transformación a todos los seres vivos en una etnopoética vibrante. Mixtura de lenguas, razas, géneros y especies que se percibe también en la historia del yagunzo Riobaldo en el Gran Sertón Veredas. La condición de emergencia de la palabra es la de un narrador que habla en primera persona en un largo diálogo, en el que incluye, debate, vacía el decir del otro. Mezcla también de sistemas de narratividad, que trueca la actitud narrativa en la relación del narrador con el narratario pero también con la materia narrada. Multiplicidad de temporalidades que se cruzan: los movimientos furtivos y veloces del jaguar o su cazador, el crecimiento lento del vegetal, el fluir constante del agua. Movimientos de la narración que juega con los tiempos del presente y del pasado. Un pasado que irrumpe como un relámpago para cambiar el orden diegético. En una poiesis que relaciona la acción de la escritura con la memoria de los orígenes, el pasado vuelve siempre como otro modo de reflexión sobre el presente, en el distanciamiento de una narración que reflexiona sobre sus propias condiciones de enunciación y que usa para eso el lujo de la proliferación, el montaje alucinante, la repetición y la metonimia para tejer un relato que se distancie de lo narrado y asuma su propia contundencia como acto. Lo que prevalece es la materialidad del signo y no la idealidad del significado. La enunciación se va adecuando a la sonoridad que se deduce de las marcas textuales. El presente neobarroco es otro: agujereado por aullidos ininteligibles, no domesticado por los diccionarios. Sus colores no son los percibidos sino los recuperados en un relato que los vuelve más nítidos. Multiplicidad de puntos de vista en una conciencia multifocal que ve siempre al sesgo: sabe que para ver tiene que elidir el centro de la escena. Y que la ficción es el modo que exige la realidad nuestroamericana para ser narrada. Gesto neobarroco por excelencia. La pregunta entonces es si la narración logra aumentar la densidad de lo real. O

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de otro modo, como hacer de la historia un mito. El pasaje no es de la fábula a la conciencia racional o del mito al logos, como en la tradición occidental, sino la apelación a una mitopoética que en los balbuceos de la lengua permita que un real imposible de ser capturado articule los sonidos de lo vivo. La proliferación barroca, el montaje, no son procedimientos estilísticos meramente, entonces, sino autorreflexión dicha en términos de una retórica inventiva. Vuelta sobre sí de una lengua que desfonda su sentido. El barroco cuestiona la mímesis de lo real e irrumpe para trastocar un presente insoportable en la tensión de una narración monstruosa. Exige palabras para lo que no tiene nombre. Por eso no concilia con la modernización, la ciudad burguesa, el comercio, la caza depredadora. Le opone un tiempo múltiple, el sertón, el ritual del encuentro entre el cazador y su presa, los rumores variados de una vegetalidad expansiva. El yagunzo Riobaldo o el cazador de jaguares son figuras de un barroco que solo podía surgir en nuestras lenguas/aullidos. Yaguaricé dice el cazador y ya no hay modo de volver a la prolijidad de las lenguas blancas. Y repensar el barroco en su dimensión neo es para nosotros reconfigurar en cada gesto poético de habla el modo en que se piensa el pasado, pero sobre todo el pasado que no fue. Imagen del futuro como una perseverancia en el ser para quienes han perdido sus mundos. Fracaso de la razón ilustrada en nuestras tierras. Nunca pudimos ser revolucionarios a la francesa, escondidos en el estupor de una masacre violenta que fue negada y de un intento de incluirnos en la modernidad capitalista que nunca tuvo intención de integrarnos más que como objeto de rapiña. El barroco mestizo aloja en sus letras el desorden de la historia y el detalle minucioso de las masacres. Porque el horror de la vida cotidiana no depende del relato sino de la materia de lo narrado. No se trata solo de que se alteren los tiempos, sino de que los tiempos son múltiples, que el pasado está en el futuro, y que nos espera lo que hemos hecho. El discurso es incapaz en su función mimética de reproducir lo que es, por eso se vuelve imprescindible que, para contar la realidad, se disuelva primero su unidimensionalidad. Ese efecto de real se debe lograr mediante disgresiones, figuras retóricas no catalogadas, tropos impensados, que disuelvan historicidades lineales y sentidos progresistas. No es realismo ni magia sino la persecución de la materia, el trabajo sobre sus composiciones, el borramiento de los límites entre sertón y ciudad, entre portugués y tupí, entre palabra y gruñido, entre poesía y política.

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5 Políticas neobarrosas de la invención Una estética nuestroamericana entraña el fin de las distinciones entre poética y política. En la materialidad de la lengua anida un caudal poético, único descriptor posible de un paisaje, pero además decisivo en la constitución del discurso como lazo social. Una poética renovada neobarrosa que mezcla, al decir del poeta Néstor Perlongher, el poder trasformador de la lengua con el alojamiento de las materialidades: barro, sangre, cuerpos, vegetales, excrementos, frutos, carnes. Pero no la carne mercancía del especismo moderno, sino la conjunción de sangre y tendones que forman los cuerpos atormentados de Nuestramérica. Carne que cubre, como sugiere Lezama, territorios que no se corresponden con la visión del estado cartógrafo. Un cosmos que no es caótico sino de un orden distinto al de la modernidad burguesa. Revolucionar la lengua es romper con la sintaxis, construir nuevas figuras de una retórica inasible para las instituciones monárquicas de las lenguas. Las academias reales son arrasadas por el neobarroco que invita a los poetas a la ciudad, que apela a la lengua para que abandone las palabras gastadas de la tribu y recomience un mundo en figuras inventivas. Una modernidad otra, requiere como hace el neobarroso expulsar no a los poetas sino a la vieja bruja de la gramática, más poderosa que los más invencibles de los dioses. Y es así que Perlongher plantea un neobarroso que produce montajes de sensaciones y escenas, o Lezama busca en los arcanos de la lengua, mezcla de las toponimias, último bastión de más de una lengua autóctona, minorizada hasta el silencio, o Severo Sarduy trasviste una lengua en otra. Nuestras letras bárbaras dicen lo más profundo de nuestros dramas, sin creer que el pensamiento solo puede alojarse en las estructuras del griego o del alemán. Cuando Guimaraes Rosa convierte el espacio de las poéticas en un lugar de invención donde discurren las aventuras metafísicas del yagunzo de Gran Sertón o el cazador mestizo tupinamba, se produce una alquimia rigurosa. El trabajo de una lengua sobre sí, que es a la vez salirse de ella, encontrar los restos olvidados que la horadan. Fuera de todo realismo convencional que quiere representar, nuestro neobarroco quiere hacer presente lo ausente, lo no percibido, volverlo audible por la intrincada figura de un gongorismo americano que poetiza el decir cotidiano. Sincretismo y no hibridación, porque es prolífico, porque se llena de hijos y variantes lingüísticas siempre narrando una historia más digna para nuestras desdichadas tierras bárbaras. Escribir nuestroamericano que implica un mestizaje forzado producto de una conquista violenta, de un encuentro cruel y de la abolición de culturas, que se rebela y se revela en la negativa a fundar géneros límpidos de un realismo que se proponga la mímesis como copia. Ficción, entonces, para inscribir un destino, implica para nuestros

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poetas ciudadanos hablar en una lengua que funde historia y mito. Ontologías del presente neobarrocas. Barroquismo de superposición, amalgama de sátira y comedia trágica, que en la más antigua tradición popular mezcla lenguas y formas vastas de un continente que tiene el pasado por delante. Nuestramérica percibe que la conquista que trajo consigo el decadente movimiento barroco intenta imponer un orden, con toda la violencia de una ley que se pretende portadora en sí misma de la norma civilizatoria. Pero allí se erige el barroco de la contraconquista. Establece nuevas formas de relación entre poesía y política y el uso de un habla que se articula como fuerza contracanónica. Así la poética se despliega como el único modo de recuperación de una lengua que fue enmudecida en la formas de sus idiomas y de unos cuerpos que fueron muertos, brutalizados y finalmente desaparecidos. Esos poetas que fueron expulsados de la ciudad, que en el mito de Occidente es el origen de la filosofía y de la democracia, vuelven en los ornatos de un barroco indiano bajo la figura de chamanes y santones. Y rehabilita así el arte como fuerza simbólica y no como imagen mimética de lo que es. Tal vez la potencia del neobarroco estribe en usar ese aspecto fantasioso para separar lo que es de lo que aún no es, o de lo ya sido. Y le devuelve a la política la imaginación de la que carece para inventar alternativas al real pleno y tremendo. Un neobarroco que hace letra con los cuerpos descuartizados y las ánimas desaparecidas. Si el barroco fue leído como autoritario, sinónimo de conservadurismo y represión en lecturas como las de Weisbach, Maravall o en la perspectiva más reciente de Marzo como política de la memoria de un imperio, no se agota ahí su potencia. En estas tierras no territorializadas todavía, donde se conocía la felicidad antes de la conquista, Oswalde de Andrade postula al barroco como estilo utópico. No es la perspectiva de lo que no fue, sino el gesto anárquico y antropofágico de devorar lo que fue impuesto para cocinarlo de otro modo en el horno trasmutativo de nuestro tiempo. Es en la escritura espacial, corporal y pasional donde se reconocen las figuras de nuestro presente. El príncipe melancólico del barroco hispano se vuelve antiprogresismo y visión pesimista de la historia lineal, la pedagogía del Theatrum mundi se trastoca en fiesta solapada donde se martiriza al soberano, se reciclan calvarios y leyendas, se desmaterializa un futuro de tecnologías brillantes. Nuestras metáforas provocan el fracaso de la técnica y descreen de una ciencia que ha llegado para matar la historia y convertir a América en naturaleza según los ojos de Humboldt o Darwin. En un discurrir colectivo y anónimo el Autor, ese pequeño dios, es deslegitimado por el poder del texto junto con la historia oficial del progreso, el humanismo, la técnica y la cultura. El sujeto del idealismo que sabe de dónde viene y a donde se dirige es descentrado en anacronismos y analécticas. El barroco indiano, el

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neobarroco cubano, portugués o antillano se ríen de la modernización e inventan cronotopos delirantes. Los perros del barroco comen los restos de ese banquete al que no fuimos invitados. De ahí que la estética barroca sea una política crítica del capitalismo. Un salto hacia el comienzo del pasado. Para Glissant4 el barroco es una manera de vivir la unidad de la diversidad del mundo. Así es, esta utopía estética habla de la heterogeneidad de nuestros mundos nunca unificados bajo los Estados modernos. El ensayismo de tradición latinoamericana y caribeña incorpora esa faz poética, inaugura tropos, deambula de un género degenerándolos a todos. Una lengua que reflexiona sobre sí es el modo en que la masa hablante se interroga por sus poéticas y establece un futuro de la palabra. No se trata de la búsqueda de la identidad de América, sino de la exploración de la lengua que es a la vez una investigación de las formas nuevas de lo político: ni la monarquía reaccionaria, ni las formas del Estado liberal aciertan con el modo en que una comunidad de habla reflexiona sobre los lazos que la unen a sus palabras para debatir su relación con la ley y elegir la memoria de su futuro. Perspectiva macedoniana entonces, donde la escritura es una práctica política que arremete no contra los molinos de viento sino contra la taxonomía de los géneros y las arbitrariedades de la gramática. Metalenguaje necesario para pensar los bordes de una ontología que no nos convierta en naturaleza exótica o semianimales lúbricos. Finalmente, se borran las distancias entre el ensayo y la literatura de ficción, se borra la literatura como ejercicio de salón y el nombre de autor. Es más bien como dice Borges, el último de los barrocos, el discurrir de un libro único en una pluralidad de tautologías. Poetas que hacen política de la escritura, y rompen los muros de la ciudad letrada, porque escriben las palabras de su propia condición. Eliminada la diferencia entre lenguaje objeto y metalenguaje, apostamos a que las nuevas figuras del decir permitirán que el aire de la ciudad nos haga libres. Poema sobre y contra el poema, escrituras poéticas contra todas las convenciones. Más que literatura, dice Haroldo de Campos, se trata de hacer textos. Espacios donde se encuentran las formas de la enunciación con sus propios límites. Las palabras gastadas de la tribu no sirven para cambiar la servidumbre en que estamos, por eso hoy una vez más, y desde siempre, estamos llamando a los poetas para que con sus figuras enloquecidas nos hagan respirable el aire de la ciudad.

|| 4 Glissant, Edouard. Nacido en Martinica (Antillas) en 1928 y muerto en 2011. Escritor, poeta, filósofo y activista político. Autor de Filosofía de la relación. Poesía en extensión (ensayos), Tratado del Todo Mundo (ensayos), Mahagony (novela) o La tierra inquieta (poesía), entre otros muchos textos.

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Bibliografía Álvarez Solís, Ángel Octavio (2015). La república de la melancolía. Política y subjetividad en el barroco. Avellaneda: La Cebra. Campos, Haroldo de (1996). “Superación de los lenguajes exclusivos”. En: América Latina en su literatura. México: Siglo XXI/UNESCO, 279-300. Carpentier, Alejo (1976). Tientos y diferencias. Buenos Aires: Calicanto. Cruz, Juana Inés de la (2010). Primero sueño y otros textos. Madrid: Cátedra. D’Ors, Eugenio (1993). Lo barroco. Madrid: Tecnos. Lezama Lima, José (1968). Paradiso. Buenos Aires: Ediciones de la Flor. Lezama Lima, José (2014). Ensayos barrocos. Imagen y figuras en América Latina. Buenos Aires: Colihue. Ludmer, Josefina (1985). “Las tretas del débil”. En: La sartén por el mango. Puerto Rico: El Huracán. Martí, José (1891). “Nuestra América Nuestra América”. Revista Ilustrada de Nueva York. Murdoch, Iris (1982). El fuego y el sol. México: FCE. Paz, Octavio (1982). Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. México: FCE. Platón (1960). Leyes. Madrid: Instituto de Estudios Políticos. Platón (1969). República. Madrid: Instituto de Estudios Políticos.

Luz Ángela Martínez

El Barroco callejero de los “barriocos” chilenos Probablemente las crisis actuales tienen estupefactos aun aquellos que llevamos varias décadas reflexionando sobre el barroco y por ello creíamos tener un pensamiento más llano al entendimiento de las grandes transformaciones histórico-culturales. Estoy consciente de que tal vez mi afirmación generaliza y no sea el caso de todas y todos los que hemos concurrido aquí a realizar una reflexión conjunta sobre barroco, crisis y actualidad. Por eso debo entonces confesar que yo sí estoy atónita y que tal vez por eso la reflexión que voy a hacer peque de localizada y constreñida al barroco chileno contemporáneo o a la expresión barroca de la crisis en este cono sur de la Nueva Extremadura. No obstante lo limitado de mi lugar de enunciación, me parece importante ensayar con ustedes unas cuantas ideas que en las presentes circunstancias considero bastante provisorias. Parto por señalar que percibo la actualidad como el momento barroco más intenso del cual tengo conocimiento desde los siglos XVI y XVII, en los cuales reconocemos los inicios de la era moderna y de una cultura como la nuestra, producida precisamente por aquella transformación epocal. Al mismo tiempo que percibo con mucha intensidad el advenimiento “de una nueva inestabilidad” (Sarduy, 1987), también compruebo un deshacimiento de los aparatos teórico-críticos que nos permitían hablar del barroco hasta aquí. Tal como si fuéramos presas de la misma fuerza que arrastra al Ángel de Bejamin, se ha introducido una lejanía difícil de perfilar entre nuestros aparatos críticos y nuestra actividad reflexiva, y más aún entre esta última y nuestra experiencia diaria, arrojada de su cotidianidad por la pandemia y por todas las transformaciones que desató a finales el 2019 (Žižek, 2020) y que no terminan de cerrar. En este momento el pensamiento está inmerso en un mar gaseoso en él se vislumbra el viven de algún farol entre las ruinas. En estas circunstancias no veo cómo ni desde qué punto de vista se puedan describir o definir las formas expresivas que está produciendo el barroco en este nuevo momento de su efervescencia. Lo paradójico de nuestra situación, me parece, es que no podemos pensar el barroco en su acontecimiento, como no podemos percibir en un movimiento telúrico las condiciones que hacen que un temblor sea tal o devenga en terremoto y este en cataclismo. Esa gradualidad en que una cosa se transforma en otra, o que || Luz Ángela Martínez, Universidad de Chile https://doi.org/10.1515/9783111208909-014

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una intensidad se transforma en otra, queda en la oscuridad de las metamorfosis, donde se pulveriza la causalidad y su despliegue en el tiempo. Por eso me parece que lo que está aconteciendo en la cultura es una metamorfosis barroca. Desde el 2019 hemos habitado una actualidad constreñida por la aparición de la muerte y su presencia ha deshabitado las calles de nosotros, las aulas de clase, las plazas, los comercios de la esquina, etcétera. Varios filósofos se han pronunciado a este respecto. Sin embargo esa presencia y su deshabitar tienen un referente importante para nosotros los latinoamericanos. Si miramos hacia atrás, hacia el siglo de la conquista moderno-colonial del mundo, caracterizado por una mortandad bacteriana y viral planetaria sin precedentes1, podemos percibir un cierto paralelismo fúnebre que comunica subterráneamente ambas épocas, y que esta circunstancia nos permite leer a la distancia algunos acontecimientos que nos instituyeron. Como si fuéramos en un tren y pudiéramos ver por la ventana otro tren que viaja en sentido contrario a una velocidad que nos permite observar las escenas que acontecen en su interior, el presente nos permite presentizar esa constitución de conciencia de los siglos XVI y XVII que nos ronda sin cesar: el fantasma cierto que se cruza con nosotros hasta hoy, que nos tropieza. Desde hace un tiempo las investigaciones sobre la historia de la enfermedad han demostrado que desde 1492 el devenir de este continente desde Norteamérica hasta la Patagonia fue definido precisamente por la enfermedad, los contagios, las bacterias y los virus de “suelo virgen”, es decir por la enfermedad que llega a una zona en la cual la población no tiene ninguna resistencia inmunológica ante ella. Semejante a lo que ocurre hoy2, de 1492 en adelante la enfermedad modeló la historia de América, en cuanto arrasó con la población indígena, debilitó hasta la muerte a las comunidades y a los imperios, civilizaciones y culturas que aquí existían. La peste que anunciaba la llegada de los invasores abrió un camino definitivo para que se impusiera la cultura y el dios del euro-

|| 1 “La fecha de 1492 representó un momento clave para la historia de la enfermedad, ya que tuvo lugar la unificación microbiana del mundo. La autonomía de la evolución biológica y cultural de la enfermedad en el continente americano se vio interrumpida por la llegada de pobladores europeos y africanos. A partir de 1492 se inició un proceso de difusión, por tierras americanas, de problemas de salud y de modos de vida que tuvieron efectos dramáticos para las poblaciones que las habitaban” (Bernabeu Mestre, 2004). 2 La comunidad científica habla hoy de sindemia, concepto del médico antropólogo Merrill Singer, con el cual se propone estudiar el corona virus desde un enfoque biológico y social. En relación con nuestro tema interesa la interacción de lo uno con lo otro, en cuanto esta dinámica determinó y determina en la actualidad varios aspectos históricos, económicos, culturales, etc. de nuestra sociedad.

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peo inmune. Esta estela macabra3 debe ser incorporada a la reflexión del Barroco Indiano y considerada cuando se piensa su fondo espiritual, su escena de la muerte, sus representaciones y metáforas. También debe ser puesta en perspectiva cuando revisamos las metáforas del barroco americano y las del neobarroco del s. XX, pues la recurrencia en ellos del virus, el contagio, la lepra, etc. es de todos conocida. Afortunadamente el Códice Florentino (UNAM) nos permite contar con unas cuantas representaciones de sujetos indígenas contagiados de viruela y al observarlas surgen inevitablemente dos cuestiones: la primera, preguntarse si los artistas indígenas y mestizos incorporaron a la representación del Barroco Indiano el recuerdo de la peste que mató a sus antepasados y destruyó sus culturas, o si esas imágenes fueron (in)conscientemente eliminadas del repertorio de la representación. Sin embargo, Al reparar en los cuerpos llenos de pústulas, envueltos en mantas, dolientes, también es inevitable evocar la representación indiana del cuerpo de Cristo, cubierto de heridas pequeñas y proliferantes, que tiñen sus miembros de sangre por todas partes4. En la “cámara de eco” sarduyana esos cuerpos recaen el uno en el otro, resuenan el uno en el otro: retombée. El mismo modelamiento de la cultura por la peste está ocurriendo en este momento, cuando estamos atravesando lo que se ha bautizado como la tercera transición epidemiológica del mundo. El cuerpo modelado por la pandemia de hoy, todavía no lo vemos. Pandemia y globalización son indisociables cuando examinamos el primer sustrato de nuestra cultura, pues la sinergia muerte-mutación prensa el contexto fundacional: lo vacía y lo figura. Me parece que hoy nuestra conciencia está siendo afectada por una fase avanzada del mismo fenómeno y experimentamos también una suerte de vaciamiento de la realidad. Como en aquel entonces, la alineación opaca entre globalización y muerte a gran escala, no nos permite descifrar la gramática del desaguadero a través del cual se rediseña y acelera la globalización y al mismo tiempo se nos escapa “lo real”. Puede ser que, como

|| 3 Lo que se discute hasta hoy es si los españoles utilizaron la enfermedad como arma biológica, considerando que la utilización de cadáveres infectados, excrementos, etc. era una práctica de guerra bastante conocida por los europeos desde la antigüedad. Los conquistadores que introdujeron la viruela en México culparon a un esclavo negro de ser el portador de la enfermedad y varios historiadores insisten en la inconciencia que tenían los españoles de ser portadores de la enfermedad. Así dispuesto este último argumento, pareciera que los conquistadores de repente hubieran olvidad su larga y dolorosa historia de pandemias europeas. 4 La historiadora del arte mexicana Nelly Sigaut (1992) señala lo siguiente: “Tanto los brazos como el tórax están recorridos por abundante sangre, pero no se puede avanzar más en este tema, pues muchas pinturas coloniales fueron posteriormente retocadas para acentuar el efecto de la sangre y mover a una mayor piedad” (112).

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en aquel entonces, la sinergia pandemia-globalización esté imprimiendo un cambio de época y aquello esté produciendo necesariamente una rearticulación de la expresión y de los lenguajes en los que esa sinergia hace su aparición y se hace mundo. Para ninguno de nosotros es una novedad que nuestro pensamiento está siendo modelado por la crisis y que ese modelamiento ya aconteció en el proceso de nuestra occidentalización, de tal manera que, como se ha dicho en distintas ocasiones, la crisis es parte de nuestra condición originaria, o si se quiere extremar la expresión, en el inicio de nuestra cultura occidente es la crisis. Simultáneamente a su modelamiento, nuestro pensamiento está siendo compelido en este momento a redefinir qué comprendemos por horizonte de crisis, sus bordes y sus lenguajes. En definitiva, está siendo constreñido a definir aquello que lo modela y que lo modeló en su origen. Esta situación es paradójica para nosotros porque el pliegue y repliegue de pensamiento y crisis es hasta aquí una de las condiciones históricas determinantes para que se produzca el acontecimiento barroco que no podemos llevar al lenguaje crítico. Como si todo lo aledaño al origen fuera silencio. Me permito, entonces, sugerir que este panorama involucra una cuestión de tiempos y velocidades. Y más claramente, una colisión de tiempos y velocidades que involucra, a su vez, un desprendimiento de mundos, fenómenos estos igualmente observables en la metamorfosis barroca del siglo XVI. Si bien establecí un vínculo entre el aceleramiento global y la evanescencia de lo real, me parece importante señalar también que nuestro tiempo encierra una suerte de mar de los sargazos, en cuya travesía el pensamiento solo puede reseñar sin esclarecer los acontecimientos. Es decir, solo puede hablar de su propio detenimiento, de su borde, de su no tengo palabras. No obstante, como en el siglo XVI, existe un bucle entre detenimiento y aceleración. Por un lado nos encontramos experimentando una velocidad tecnológica sui generis que permite una presencialidad en la cual acontecemos, acaecemos y habitamos, de tal manera que inopinadamente nos transformamos en habitantes de un aparecer que no existía en nuestro horizonte de expectativas hasta hace poco tiempo atrás. Por otro lado, experimentamos un estancamiento propio del tiempo agrio del encierro en el cual los días se repiten casi idénticos unos tras otros al interior de nuestras casas, en nuestro estudio, comedor o cocina; en definitiva, en donde tengamos una mesa donde colocar la pantalla que nos permita acontecer, como lo hemos hecho durante este seminario. Pero lo cierto es que la incongruencia entre el ser y el estar afecta solamente los seres humanos que nacimos en el siglo pasado, pues para los niños de este siglo, al menos en Chile, esa incongruencia es un habitad propio, familiar, porque su existencia acontecen a dia-

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rio, en gran medida, al otro lado de la pantalla, en un lugar difícil de localizar y describir. Sucede entonces que, de habitad a habitad, una parte de la humanidad mira con asombrado extrañamiento a la humanidad que se “desprende”, quizá de la misma manera que un inca, chibcha o mapuche miraba a su hijo mestizo occidentalizado, cristianizado y ladino, como a un súbito habitante de “otro mundo”, de otra capa tectónica, de “otra pangea”, con el que, sin embargo convivía en la intimidad. Tiempo y velocidades en el barroco del s. XVI y en el acontecimiento actual, pero aun así no podemos saber si la cultura va a devenir barroca o cómo va a devenir barroca, pues no logramos visualizar la cartografía del desprendimiento. Sin duda que se puede seguir hablando de la crisis global por la que atravesamos sin embargo me parece más fructífero en este momento reseñar algunos elementos que, a mi parecer, están propiciando el acontecimiento barroco en esta zona del cono sur. En Chile el acontecimiento barroco comenzó a producirse en dos espacios bastante conocido por los barrocos de todos los tiempos, la plaza pública y las calles que desembocan en esa plaza5. Pero también en medio de una dinámica que, como ya dije, es propia, o especialmente propia del primer barroco americano y que en mi opinión no hemos observado en toda su irradiación, pero que la actualidad nos obliga a mirar. El virus, la enfermedad y la plaga fundacional del primer siglo de nuestra occidentalización trae consigo entre otras cosas portentosas la subitanea mors, la muerte súbita y masiva, sin referente ni explicación, sin dios ni demonio a quienes suplicar ni hechiceros ni medicina a quienes recurrir. Esto es, “un tipo de muerte desconocida” que arrasó en este continente millones y millones de personas, y que los sobrevivientes tuvieron que instalar en algún lugar de su consciencia. Interesa particularmente en el caso chileno la relación entre la epidemia y la guerra hecha por los pueblos que resisten el avance de la invasión española por estas tierras. Sobre todo porque en la relación guerra-resistencia se incuba la expresión barroca del reino de Chile, y porque desde aquel entonces se percibe que la enfermedad viene de fuera, asociada a transformaciones que afectan el curso de la historia. En el s. XX, Pedro Lemebel vincula neoliberalismo y sida en Chile, ve y subraya la coincidencia colonial, escucha su retombeé: “La plaga nos llegó como una nueva forma de colonización, por el contagio. Reemplazó nuestras plumas por jeringas, y el sol por la gota congelada de la luna en el sidario”. En el siglo XVI se ve de esta manera:

|| 5 La referencia neobarroca más directa es Lumperica de Diamela Eltit.

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En Chile, dos epidemias de 1554 y 1556 merecen serias dudas respecto del diagnóstico, pero la originada en 1561, en el norte del país incuestionablemente fue de viruela y con certeza se puede señalar dicho año como punto de partida de la aparición de la enfermedad en Chile. Así Góngora de Marmolejo, al referirse cómo Francisco de Villagra sucedió al gobernador don García Hurtado de Mendoza, expresa que al arribar aquel a Coquimbo desde el Perú, el año 1561, en “desembarcando se inficiono el aire de tal manera, que dio en los indios una enfermedad de viruelas, tan malas que murieron muchos de toda suerte, que fue una pestilencia muy dañosa y por ello decían los indios de guerra, que Villagra no pudiendo sustentarse contra ellos como hechicero, había traído aquella enfermedad para matarlos, de que cierto murieron muchos de los de guerra y de paz” (Laval, 2003: 111-112).

En este contexto es importante que realice un breve recuento de los hechos asociados a la emergencia actual del barroco en Chile, sobre todo porque esos hechos están asociados a un elemento absolutamente relevante para levantar el estudio del barroco chileno que viene. Esto es que hoy sí tenemos la certeza de que la metamorfosis barroca no está aconteciendo en la academia, ni es derivada de un movimiento o modelo externo, ni está llevada adelante por los letrados, etc. Emerge de distintos movimientos populares (las-los-les ciudadanos de todas las edades, intelectuales, artistas, disidencias, estudiantes, profesionales, etcétera) en conflicto que movilizaron la actividad política tanto como la creación plástica más o menos lánguida en la que se adormecía la cultura nacional. Si bien no podemos caracterizar todavía ese movimiento, sí podemos decir que el nervio de la cultura que viene en Chile es popular, ciudadano, urbano, múltiple, rizomático y callejero. Hasta ahora, un barroco impredecible. Como escenario de la agitación política, la plaza y las calles en las que aconteció la protesta ciudadana perdieron, también súbitamente, su aire de paseo dominguero en bicicleta o de simple circulación y atochamiento automovilístico y se convirtieron en campos de batalla. La plaza es la otrora Plaza Italia, que dividía en dos la ciudad; hacia el oriente los llamados “barrios altos”, los mall, los restaurantes y bares de moda; hacia el poniente, el centro de Santiago, los barrios populares, el comercio ambulante, las migraciones, los mall populares, etc. La Plaza Italia, rebautizada como Plaza de la Dignidad por la ciudadanía, ha sido y sigue siendo el corazón de la ciudad. Ahí, en octubre del 2019, como un big-bag que explota después de una acumulación de energía oscura incuantificable, estalla la sociedad más neoliberal de cuantas pueda haber establecido en el mundo el proyecto económico de la escuela de Chicago. El motivo fue un alza de 30 pesos en el precio del pasaje del metro, ante la cual un puñado de estudiantes decide saltarse el torniquete de varias estaciones de tren a manera de protesta. Acto seguido, la capital entera se transforma en una escena de caos y represión igual a las de la película Guasón que por esos días se exhibe en las salas de cines del país. Ninguna diferencia entre lo que acontecía

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en la pantalla y lo que acontecía afuera; ninguna diferencia entre la representación del caos y el caos mismo que abraza la ciudad ordenada y jerarquizada por la dictadura neoliberal de Pinochet. El caos era una continuidad y en medio de él aparece el carnaval. En las marchas sucesivas aparecen los bailes, las coreografías, las batucadas, las máscaras, disfraces, la música, los afiches, las frases desafiantes y burlescas, y los cuerpos desnudos politizados, como si en la piel y el sexo estuviera acumulada toda la rabia ciudadana o como si la desnudez portara su propia politicidad. El lado macabro del carnaval lo impone el estado; también pone los cuerpos heridos, violados, cegados, nuevamente mancillados por los organismos de la represión. La imagen del Demonio del carnaval es la del presidente de la república, Sebastián Piñera, y otras figuras muy cercanas a él. Junto con el estallido se produce un oleaje que actualiza en el imaginario nacional imágenes poéticas y políticas que gravitan en la historia desde la guerra colonial hasta ahora: La Guerra de Chile, La Batalla de Santiago, la represión de la dictadura y todas las destrucciones políticas y telúricas de las que ha sido víctima Santiago de la Nueva Extremadura. El combate entre la ciudadanía y el gobierno hiper neoliberal chileno se extiende por todo el país y todavía no cesa, como no cesa el estallido de imágenes que rompe a su vez el estatus quo del arte chileno contemporáneo. La música pop merece mención aparte, pues algunas cantantes y músicas chilenas de sensibilidad barroca se unieron muy rápido a la movilización política y a la contienda. Tres eslóganes de la protesta interesan en relación con nuestro tema. Lo primero que se lee en pancartas, cartones, paredes, es “no son 30 pesos, son 30 años”, haciendo referencia a 30 años de postdictadura en los cuales la clase política continúa y profundiza el proyecto neoliberal en Chile. Luego ese eslogan evoluciona y aparece por todas partes la frase “no son 30 pesos, no son 30 años, son 500 años”. Un tercer eslogan es “Chile despertó”, que encierra la noción de “súbito”. Tal como ocurrió en la primera fase de la modernidad colonial chilena, en la cual la relación entre la política y la poesía dio lugar al primer barroco, esa misma relación está produciendo la metamorfosis del barroco en la actualidad. Como he señalado en otras ocasiones, el barroco chileno no tiene exactamente el mismo contexto de producción que el de los virreinatos, por lo tanto no tiene las mismas características y se presenta con un lenguaje particular. Su contexto es el de la prolongada guerra de Chile, documentada por todas las crónicas, relaciones, historias e informes producidos entre el siglo XVI y XVII por conquistadores y cronistas. Este primer barroco es producto de la resistencia más larga que haya opuesto un pueblo indígena a la europeización y cristianización de la monarquía española así como es expresión de la derrota que le infligió. Esa resistencia produjo una visión de mundo particular, expresada en poemas

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antiépicos notables, que aparecieron para explicar y dar sentido a una realidad cuando todos los demás recursos habían fracasado. En este alcance, el primer barroco chileno propone una temprana estética de la violencia, la violación y la crueldad, incluso una estética de la escena sádica, inusual en el panorama del Barroco de Indias. Con esto quiero subrayar que el primer barroco chileno no surge de poemas que canten la grandeza de alguna ciudad o de alguna hazaña, sino de la antiépica, del ocaso ruinoso y corrupto del proyecto evangélico imperial. Con todo, antiépica no quiere decir ausencia del ejercicio poético, todo lo contrario, pues en este escenario la poesía instituyó el campo de sentido en el cual instalar la realidad horrorosa y fragmentada de la guerra, la derrota del imperio español y la descomposición del proyecto espiritual de la cristiandad; es decir, para dar lugar, memoria y relato al ocaso de un proyecto en la historia. En consecuencia, muy luego aparece el barroco criollo como expresión de una conciencia en profundo estado de malestar, malquista con el sistema administrativo virreinal, que concibe desde aquel entonces el cuerpo espiritual y político de Las Indias como un cuerpo enfermo, al borde de la muerte. Si el primer barroco criollo emerge como dispositivo político, en el siglo XX el barroco reaparece con gran fuerza en el periodo de la dictadura de Augusto Pinochet y de los chicago boys, como bastión de resistencia a la violencia política y económica del estado y como único instrumento generador de sentido en medio de una realidad destrozada por ambas dictaduras. Reaparece, retoma y reincorpora la guerra colonial en un envolvimiento sucesivo (diría Sarduy) para interpretar en ella y con ella la realidad presente, y para enunciar la violencia que se padece desde los años 70 hasta la década de los 90, de tal manera que en Chile la escritura barroca se presenta en una ecuación precisa entre conflicto, política y poesía, o si se quiere, como la continuidad de la guerra por la vía poética. Pero también como una lucha por la fijación del pasado y del presente en otra versión de la historia distinta y opuesta a las operatorias del lenguaje oficial, que en Chile siempre ha establecido la subyugación de los vencidos como el triunfo natural de un “buen orden” que todos los ciudadanos deben glorificar. El neobarroco chileno, tanto como el primer barroco de la Nueva Extremadura, es expresión de una conciencia en estado de malestar y desobediencia, que percibe la historia como un proceso arruinado desde su origen y al cuerpo social como un cuerpo que nace enfermo, ya en la fase colonial de la modernidad. Si observamos las condiciones actuales, bien podemos ver que se repite la misma constelación en la cual ha estallado históricamente el barroco en Chile; es decir, vemos que se activa el mismo dispositivo poético-político. En la revuelta iniciada en octubre 2019 reaparece la imagen de la nación indígena y sus

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Fig. 1: Imagen de la Plaza de la Dignidad viralizada por los teléfonos.

símbolos culturales como símbolos de la revolución y como emblema de los derechos del pueblo mapuche; en concordancia con aquello el pueblo chileno se posiciona en contra de la economía política neoliberal que ha subastado todos los recursos naturales y sociales del país. No es el lugar para enumerar cada uno de los puntos en conflicto, pero sí para señalar que cada uno de ellos ha producido una cantidad de imágenes casi imposible de numerar. Una de ellas es la foto tomada por la actriz Susana Hidalgo, que captura el momento en que la revuelta reinscribe el centro de la capital en el devenir histórico y abre desde mi punto de vista una nueva fase del arte chileno. Se trata de la imagen proliferante, múltiple, coral, en movimiento, callejera, revolucionaria, de verdad sin autor, la que se toma con el teléfono en el momento fugaz del devenir y

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se hace viral porque millones de personas la autorizan (autor-izan). La imagen que aparece simultáneamente en todas las pantallas de los celulares, en una nueva dimensión reproductiva de la copia sin original, que se monumentaliza porque tiene la misma dinámica proliferante del virus y porque al proliferar rompe las vallas del orden político que había prevalecido hasta el momento, principalmente las de la representación.

Fig. 2: Plaza de la Dignidad tapiada con paneles blancos y vigilancia 24h diarias.

Junto a la imagen que reinscribe el centro de ciudad hay que colocar la del vaciamiento de ese centro. Me parece que la dinámica centro lleno o tomado y centro vacío, es otro de los elementos que hay que considerar en esta actualización del barroco, pues ni lo uno ni lo otro señala hacia una estabilización del poder político. Ninguna de estas dos imágenes sugiere una decantación del conflicto. Sin embargo, sí podemos observar que hay una intención de ocultamiento del centro vacío por parte del gobierno neoliberal chileno, que ha tratado de tapar con vallas blancas que en el centro simbólico de la nación no hay nada, o hay vacío. Esta ocupación del centro del poder y su vacío fue un asunto notorio en los bordes más externos del sistema colonial, tal como fue en su momento la Capitanía General de Chile. En esta frontera fue muy dificultoso sostener el aura del poder monárquico-virreinal, tanto como fue inútil simular que la lejana y desvaída imagen del rey irradiaba desde algún centro una atracción imantadora y cohesiva. En la dinámica simulación-disimulación lo más difícil fue sostener -desde Pedro de Valdivia en adelante- que la serie de gobernadores que se sucedieron en esta Capitanía encarnaban el aura de la policía

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cristiana. En el contexto actual, es imposible simular que algún presidente del periodo neoliberal agudo haya encarnado el aura de la democracia. Como he dicho, es casi imposible seguir el orden y la velocidad de la producción de imágenes durante la revuelta ciudadana. Sin embargo me parece importante comentar la iniciativa de la Galería CIMA, situada en el último piso de un edificio aledaño a la Plaza de la Dignidad. Esta galería instaló un cámara que graba de manera ininterrumpida 24/7 todo lo que ahí acontece y transmite ese material a través de su canal You Tube. Cuando se revisan esos videos lo que se observa es un continuo del acontecer, en el que están las imágenes, las marchas, las protestas, la circulación de los autos, los transeúntes, la represión, los días soleados, ahora la lluvia, las calles llenas de la actividad política, las calles vacías del encierro pandémico, el paso de la luz, la noche, los taxis, los autos de la vigilancia para que los ciudadanos y ciudadanas no vuelvan a ocupar el centro vacío, y así, uno y otro día. Las 10.000 horas de registro realizadas por una cámara estática no solo establecen un testimonio incontestable del acontecer, crean, además, a mi manera de ver, dos cosas. La primera es “la imagen de nadie”, hipersaturada de rostros, movimientos, acontecimientos, no acontecimientos, no rostros, inmovilidad, incluso vaciamiento. La segunda es una suerte de devenir en donde resuena el Steady State a partir del cual Sarduy leyó también la nueva inestabilidad neobarroca de s.XX. Sin embargo, la extrañeza que produce ese registro no es tanto su oposición o diferencia con otra de las líneas de lectura sarduyana, el Big Bang que ya mencioné, sino más bien porque esa cámara fija debilita la oposición entre ambas porque incluye el Big Bang, lo registra, lo envuelve y lo liga al devenir “continuo estacionario”. Me parece que aquí estamos nuevamente en la cámara en la que escuchamos el eco de un acontecimiento que todavía no existe, pero que puede advenir, quizás, como otra maqueta del universo. Hay que observar la luz (o su ausencia) en todo acontecimiento barroco. En este caso es importante observar las proyecciones lumínicas del Estudio de Diseño Audiovisual y Experimentación DELIGHT LAB, advirtiendo, eso sí, que no se trata de plantear que las proyecciones lumínicas sobre edificios notables constituya alguna novedad en el arte contemporáneo. Lo que interesa aquí es la función política de la luz en la oscuridad del toque de queda y hablar de la desobediencia de la proyección lumínica de las consignas en el marco del control militar. Se trata de reparar en lo que viaja con velocidad propia y se filtra incontrolablemente en un momento en que a nivel mundial se está hablado del avance aterrador de los sistemas de control sobre la ciudadanía. Desde el 19 de octubre hasta ahora DELIGHT LAB ha proyectado una serie de palabras, frases y consignas tomadas o asociadas a la revuelta ciudadana sobre el edificio símbolo

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Fig. 3: Imagen de la Plaza de la Dignidad cubierta totalmente por lienzos blancos

del proyecto neoliberal-globalizador de los años 90 en Chile. Se trata una edificación que se ha llamado de diferentes maneras a lo largo de su historia y en ninguna de ellas ha perdido el carácter que ya mencioné: “Edificio Corporativo CTC”, “Torre Telefónica”, “Torre Movistar Chile” y, ahora, aludiendo a una nueva moda de la discriminación usada en malls para demarcar los sectores de consumo de lujo, se rebautizó como “Distrito Movistar”. Sobre este monumento neoliberal DELIGHT LAB proyectó las palabras “HAMBRE”, “HUMANIDAD”, “DIGNIDAD”, “NO ESTAMOS EN GUERRA, ESTAMOS UNIDOS”, entre otras frases que dialogan silenciosamente en la noche con la ciudadanía tanto como contestan a los sistemas represores del estado. Lo que detiene un momento más el comentario sobre la luz es que en el marco de la revuelta la censura llegó también como luz: los organismos represores apostaron alrededor de la Plaza de la Dignidad camiones provistos de reflectores muy potentes que apuntaron hacia la proyección de DELIGHT LAB, para borrar con luz su mensaje, de tal manera que en la guerra ideológica de la sociedad neoliberal la luz con luz se combate, la luz hace ilegible la luz. “AY SUDAMÉRICA” es la más reciente proyección de DELIGHT LAB. “AY SUDAMÉRICA”: la larga lamentación por lo que ocurre hace siglos en nuestro continente; la lamentación por lo que ocurre en este momento en Colombia. En la guerra de las imágenes de la emergencia barroca chilena todavía falta mencionar la que encarna uno de los efectos más nocivos de la economía neoliberal: la imagen que irrumpe y se afirma en el

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discurso de la despolitización. En la madrugada en que se firma el acuerdo político para redactar una nueva constitución en Chile, la Plaza de la Dignidad es cubierta completamente de blanco; en uno de los larguísimos lienzos de está escrita en negro la palabra “Paz”. Nadie sabe cómo el grupo familiar (hermanos amigos) que se adjudica esta acción pudo trasportar 13.500 metros de tela sin ser detenido por la vigilancia militar. El vocero del grupo afirma que no pertenecen a ningún partido político, que no representan ninguna tendencia, que no adhieren a ninguna ideología. Simplemente Blanco. De las notables proyecciones de DELIGHT LAB todavía me interesa comentar algunas relacionadas con el agua, porque eso me permite tocar otro punto fundamental para el barroco e histórico y para el barroco americano de la primera fase colonial de la modernidad: el despojo de la naturaleza. “El espíritu del agua”-“NEGEN KO, espíritus del agua” forman parte de un proyecto6 que DELIGHT LAB ha desarrollado en diferentes instancias y lugares para denunciar que Chile es el único país del mundo que tiene sus aguas privatizadas y transnacionalizadas. El agua no pertenece a los pueblos nativos ni a ciudadanía de este país, ni al estado chileno, por cuanto este elemento vital para la vida en su estrato más básico es un negocio de privados nacionales-internacionalizados y/o a accionistas españoles e italianos. Es necesario recalcar este hecho porque aquí se entiende el poder resignificador que porta el anacronismo “son 500” en el contexto de la híper producción de imágenes de la emergencia barroca, pues de la misma manera que la conquista y colonización del territorio chileno fue una asociación entre privados que buscaban sacar el máximo provecho económico pagando un exiguo margen de impuestos a la corona para desarrollarse bajo su amparo, asimismo está montada la economía neoliberal al amparo de la democracias chilena (y latinoamericanas, hay que agregar). Ningún proyecto conquistador fue más privatizador que el que aquí se desarrolló, a tal punto que solo es semejante a la privatización neoliberal que impera hasta hoy en Chile. Esta contigüidad solamente es visible gracias a la funcionalidad política que se le ha dado al bucle anacrónico del estallido social: “No son 30 pesos, no son 30 años, son 500 años”.

|| 6 Aunque son obras distintas, ejecutadas en ciudades distintas y en escenarios distintos (sobre un ríos contaminados; edificios; copas de agua de las empresas dueñas del agua, entre otros), para su comentario asumo esas ejecuciones como un mismo proyecto, porque sus imágenes, desde el mito hasta la naturaleza, denuncian lo mismo. En este sentido, se atrae y expone la politicidad del mito como la de los animales, los pájaros, el agua, etc., en un mundo que siente que se agota.

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La oposición privatización del agua/ciudadanía cobra dimensiones dramáticas en Chile y nos lleva sin más a la cuestión de fondo. Se trata de los cambios ecosistémicos que experimentamos hoy y que, por decirlo de alguna manera, enmarcan la “modernidad americana” entre el estractivismo feroz de la colonial y la implementación salvaje del neoliberalismo. De 1492 en adelante comenzó el saqueo de la naturaleza de todo un continente (del mundo en general) y al mismo tiempo la transformación global de esta, hasta que estos dos movimientos configuraron la naturaleza en la que vivimos hoy: “la naturaleza moderna”. De la misma manera que le ocurrió al sujeto de los siglos XVI y XVII en adelante, el sujeto de hoy siente que el ecosistema es una catástrofe bajo sus pies, una grieta insondable por donde se le escapa la naturaleza o por donde esta lo abandona. Era y naturaleza modernas, nos advierten los científico, los filósofos, historiadores, etcétera, están llegando a su fin; es decir, a su transformación. No sabemos bien si en la primera colonización el duelo por la pérdida de su naturaleza desapareció con la muerte de millones de seres humanos por efectos de la peste, o si algo de ese duelo quedó en los motivos vegetales que tallaron los indígenasmestizos en las iglesias del nuevo orden espiritual. En todo caso, en el borde de la muerte de la naturaleza los seres humanos reinventamos científica y tecnológicamente la naturaleza (el todo puede ser naturaleza de Lezama) y resignificamos poéticamente nuestra posibilidad de sobrevivencia en ella. Con todas sus letras, esto es Barroco. Pero Barroco hasta aquí, hasta este momento, cuando algunos individuos están planificando y financiando la colonización del espacio en búsqueda de más materias primas.

Bibliografía Bernabeu Mestre, Josep (2004). “Epidemias y globalización: nuevos y antiguos retos en el control de las enfermedades transmisibles”. Revista de Historia Actual. Área de Historia Contemporánea, 2/2, 127-136. Eltit, Diamela (1983). Lumperica. Santiago: Ediciones del Ornitorrinco. Laval, Enrique (2003). “Cincuentenario de la última epidemia de viruela en Chile”. Revista chilena de infectología, 20, 111-112. Lemebel, Pedro (1997). Loco afán. Crónicas de sidario. Santiago: LOM. Nelly, Sigaut (1992). “La crucifixión en la pintura colonial”. Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, XI/51, 101-140. Sarduy, Severo (1987). Ensayos Generales sobre el Barroco. Buenos Aires: FCE. Žižek, Slavoj (2020). Pandemia. La covid-19 estremece al mundo. España: Cuadernos Anagrama.

| III. El barroco y sus otros. Agenciamientos, intersecciones y contrapuntos

Carlos Oliva Mendoza

Crítica, barroco y capital ¿Qué es, en definitiva, lo que sitúa a la publicidad tan por encima de la crítica? No lo que dicen los huidizos caracteres rojos del letrero luminoso, sino el charco de fuego que los refleja en el asfalto. Walter Benjamin.

1 Crítica y mercancía La crítica en la vida pública no es un hecho primario ni fácil. Ya Kant advertía de la necesidad de guardar el discurso crítico de la esfera pública y, a la par de forjarlo con la lectura, comunicarlo de forma privada al soberano o a quien detenta el poder. La crítica, en este sentido, adquiere un carácter de consejo, de asesoría, pero también de servidumbre. Tiene un límite preciso, el ejercicio del poder, que en el fondo está vedado para la o el crítico. Su elasticidad depende siempre del espacio que le cede la autoridad. En el mejor de los casos, de los espacios y los tiempos que puede negociar con quien domina. De no ser así, el poder elimina a las y los portadores de la crítica, ya sea exterminándolos, persiguiéndolas, encarcelándolos, desapareciéndolas o simplemente silenciándolos. Esta última es la forma cotidiana de eliminar la crítica, las otras son formas ejemplares y paradigmáticas del silencio extremo al que obliga la o el soberano. Silenciar no es un hecho baladí, depende de poseer y controlar las tecnologías de comunicación y cifrar siempre un mensaje, al constituirlo –y construirlo– como una mercancía. De tal forma, que incluso si el mensaje es público, éste no tenga posibilidades de causar una crisis en el poder del capital, que no constituya otro polo de dominio o, si alguna de ambas cosas llegara a pasar, que pueda ser integrado –una forma sofisticada del silencio y la represión– a la dinámica del poder. Si en cambio el material de comunicación –el receptor, el emisor y el mismo contexto– no están constituidos como mercancías, no parece haber necesidad, propiamente, del discurso crítico. Por ejemplo, si nuestra socialidad es sacra, todas las tecnologías giran en torno a un centro de obediencia y participación

|| Carlos Oliva Mendoza, Universidad Nacional Autónoma de México https://doi.org/10.1515/9783111208909-015

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de las dinámicas naturales, míticas o teologales establecidas por la apertura social-natural del mundo. Podemos entonces interpretar lo sacro, pero, para que una criticidad se desate, tendríamos que montar dispositivos de comunicación no sacralizados. Mercantiles. Por el contrario, al veloz y cambiante sistema mercantil, dentro de una tradición suele estar definido el sistema de interpretación, y su jerarquización es muy similar al mundo animal. Si alguien discrepa, en muchos sentidos, es exiliado. Si insiste, debe hacerlo dentro de las reglas que marca la socialidad sacra o la comunidad. Esa huella permanece en casi toda estructura familiar. Si, por el contrario, alguien apela a la razón o al diálogo no comunitario sino “ilustrado”, dentro de la estructura sacra, es porque empieza a estar fuera de la esfera sacralizada y puede incorporar materiales y dispositivos propiamente mercantiles –por ejemplo, el dominio del libro, la constitución de la subjetividad individual, las tecnologías que permiten vivir temporalmente fuera de la comunidad. Para que eso suceda, debieron correr ríos, no sólo de saber, sino esencialmente de dinero, traducidos en tecnologías –o modos de producción y circulación– y mercancías que a la par que se despliegan me configuran, a mí mismo, como una mercancía especial. Atrás y guiando este movimiento siempre está la gran tecnología humana: el dinero. Otra posibilidad, otro ejemplo, es una estructura donde el centro no sea la sacralidad, sino la percepción o la estética, específicamente, la vida corporal. Esta forma fundamental de comunicación nunca se separa radicalmente de una forma sacra, pero puede llegar a tener, en determinados espacios y tiempos, prelación sobre lo sacro. Aquí tampoco se puede cimentar un discurso crítico. El cuerpo se desarrolla siempre como erótica y como lúdica: atrae, repele, participa carnalmente y juega. Sus normas son más violentas y veloces que las normas sacras, pero tampoco admiten una criticidad plena. Desarrollan una socialidad filial, sexual, erótica, lúdica, festiva –siempre en el umbral de la ritualidad y la sacralidad. Es una comunidad evanescente, momentánea, que si bien puede convivir –como la experiencia sacra– con el mundo de las mercancías, no se configura dentro de esos parámetros. Es una esfera autónoma, incendiaria, alegre y extremadamente trágica, que se desentiende de una racionalidad crítica y se ocupa de vivir, con la gracia y armonía del animal, de la planta. No pensemos en la antigua corporalidad helénica, supuestamente armoniosa y perfecta, sino en todas las formas explosivas y posibles del cuerpo humano. Así, en sus coordenadas básicas, la crítica está ligada a un mundo donde lo central es el intercambio mercantil y los sistemas de pensamiento moderno. In extremis, la crítica es parte central del despliegue del capital. Es una potencia y

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una anomalía propia del capitalismo moderno, por eso su aparición marginal, anacrónica, derrotada y, sin embargo, a lo largo de esa otra construcción crítica –el tiempo histórico– su centralidad, su acontecimiento constantemente futuro, su victoria. La teoría crítica es una joya inquieta del capitalismo, una orfebrería de la modernidad.

2 La crítica romántica El romanticismo es un evento de múltiples dimensiones, que atraviesa toda la historia de la modernidad y la propia historia de su gestación. Sus líneas guía son la teología cristiana y la formación y destrucción constante de la estructura nacional. No hay gran diferencia entre la creación y derrumbe de naciones y la primera comunidad imaginaria –migrante y planetaria– que establece la ecclesia o asamblea cristiana patriarcal. El hecho de que esta comunidad no se constituya como una sociedad cosmopolita en un primer momento (aunque ahora, en el siglo XXI, queda claro que la constitución romántica de la modernidad es profundamente transnacional) se debe a la industrialización que sufre el capital mercantil en los siglos XVI y XVII, específicamente, a esa pequeña industria mundial que diagrama todas las industrias posteriores: la imprenta. Es tan veloz el proceso de industrialización de las configuraciones lingüísticas y de pensamiento –a través del libro y su legalidad– que el resultado posterior es, como observó con agudeza Benedict Anderson (1983), el establecimiento de las naciones. Un hecho determinante en la historia romántica de la humanidad. A la imprenta, y el increíble viaje por el planeta que hacen los libros, las resmas (fragmentos y atados de partituras, diarios, testamentos, juegos, letras de cambio, confesionarios, gramáticas, recetas de cocina, instrucciones de armado) y el muy posterior establecimiento de los periódicos y la radio, está sujeto de forma casi filial el discurso crítico. Éste es su magma natural, su materia de referencia y su lugar de despliegue formal e incluso autocrítico. Sin embargo, es tal su potencia en la historia y en la constitución de espacios –sin duda el más importante la ciudad y la invención de la vida urbana– que el discurso crítico romántico se sedimenta en la estructura nacional, estatal e incluso eclesial, en una especie de asamblea de expertos, técnicos y científicos. La dialéctica interna que propuso, por muchas décadas, ese discurso crítico, sujetado a su confianza en la tecnología, fue la dialéctica entre la revolución y la justicia. Sobre ese par, el discurso crítico moderno se encabalgó; no obstante, su salida siempre fue industrial: proponer la producción de un sujeto revolu-

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cionario desde la razón –eso que en radicalidad se llamó “conciencia revolucionaria” proletaria o burguesa– y que se reificaba fatalmente en la forma nacional, en términos políticos en el ejercicio de una soberanía nacional donde el bien común debía concretar el bien-estar y la justicia dentro de las fronteras de un territorio nacional. El discurso crítico pues descuidó un asunto central, presente ya en las teóricas y teóricos del XIX y principios del siglo XX, el capitalismo tiene una forma de reproducción ampliada, un estrato planetario que, a través de la mercantificación de la vida y la permanente acumulación violenta de riqueza, subordina a las naciones y a los estados a su dinámica central: valorizar el capital por sobre cualquier principio de justicia y derrotar o encauzar todo acto revolucionario a la lógica interna de producción, distribución y consumo de mercancías. En ese escenario, la crítica romántica ha encontrado su nicho mercantil último en el cultivo del discurso impreso, la globalización universitaria y el consejo al príncipe. ¿Hay acaso otra forma de entender el discurso crítico?

3 Crítica barroca La crítica tiene su valencia central en el cultivo de la forma mercantil e históricamente el comportamiento moderno que se centra en el hecho mercantil y crediticio –cuestión de puertos y de fe– es el mundo barroco. Naturalizada como la forma de socialidad infranqueable, sin embargo, la forma mercantil guarda un secreto esencial en su interior: está imbricada con un uso que depende de alguna de las múltiples formas naturales que contiene la materia. El salto mortal para la realización de una mercancía es su venta y esto depende, por muy tenue que llegue a ser este hecho, de una necesidad, no importa que sea artificial o natural. Es una necesidad que rompe la esfera del valor y se constituye críticamente en el uso, ya sea en el consumo enajenado, destructivo, racional o, incluso, en el uso contra-fáctico del derroche, como en los universos barrocos. Esta forma material que subyace a toda realización o ensueño mercantil tiene un desenvolvimiento interno que siempre constituye una línea crítica frente al universo de acumulación de capitales, frente a la economía burguesa. Es en el hecho barroco donde el consumo se transmuta en derroche frente a la acumulación y, soterradamente, en verdadera ampliación y participación de la riqueza

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natural. Ahí, el barroco amenaza, juega y parodia a la economía civil de las sociedades capitalistas1. Esta estrategia espacial de larga duración –la esfera primaria de circulación que mantiene, recrea y desarrolla todo fenómeno barroco– es la esfera elemental del intercambio simple entre mercancía y mercancía (M-M) que, si bien ya encierra el embrión de las formas dinerarias, las múltiples posibilidades del crédito, la enajenación de todo como mercancía y la deriva de explotación y metaproducción mercantil que configura el modernismo capitalista industrial, alcanza a establecer formas de resistencia y espacios de contraflujo a la acumulación de capital. Esa resistencia se centra en agotar el proceso abstracto y social del trabajo en sí mismo y no permitir que la mercancía dineraria –el dinero y el crédito– embone el trabajo socialmente necesario en el proceso industrial de producción mercantil. En palabras de Marx: “En lo que concierne a su contenido material, el movimiento M-M es un intercambio de mercancía por mercancía, metabolismo del trabajo social, en cuyo resultado se extingue el proceso mismo” (2011: 129). Precisamente por esta razón, el barroco es conservador, tradicionalista y, en esencia, antirrevolucionario, porque centra sus elementos de resistencia en el hecho moderno mercantil del trueque, una forma proyectivamente subsumida siempre al capital industrial2. No obstante, esta estrategia compleja, límite, fetichista e incluso suicida, le permite a la forma barroca una experimentación de la modernidad y de las formas naturales mucho más potente que las formas de resistencia románticas o clásicas frente al capital, una experimentación que el tecnocapitalismo constantemente reprime o subsume. Quizá el ejemplo más claro en el siglo XXI es la emergencia pública de los pueblos originarios frente a las políticas representa|| 1 “¿Qué significa hoy en día una práctica del barroco? ¿Cuál es su sentido profundo? ¿Se trata de un deseo de obscuridad, de una exquisitez? Me arriesgo a sostener lo contrario: ser barroco significa hoy amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación” (Sarduy, 1974: 99). 2 Es importante insistir en que la forma nuclear del intercambio simple en el capitalismo, M-M, ya contiene en su interior, como indica Marx, la misma estructura de la mercancía dineraria. No sólo esto, sino que sus implicaciones de transporte y fe en el trabajo abstracto reificado, que concreta todo intercambio, ya implica una base crediticia profunda. En este sentido, por ejemplo, Bolívar Echeverría indica, a la vez, como la estructura de trueque ya implica la subsunción de los usos por valores abstractos de cambio y el establecimiento de socialidades esencialmente comerciales: “En el trueque como comportamiento modelo del proceso circulatorio mercantil, cada bien producido adquiere, sobre la base de su valía social natural, una valía puramente social comercial: un valor que se manifiesta como valor de cambio” (2017: 126).

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tivas de la ilustración, que han cobrado una factura ya impagable en el daño a las y los seres humanos y al universo natural. En este contexto, la crítica barroca, fundamentada en la relación de trueque mercantil (M-M), tiene aspectos metafísicos y epistemológicos establecidos. Podemos resumirlos en tres aspectos. a) Se trata de una crítica súblime; reconoce la prelación de una forma externa o forma natural que es determinante frente a lo humano. Si bien desde la filosofía griega y otras filosofías no occidentales este elemento trascendente a la vida humano es de capital importancia, quizá, en un primer esbozo histórico de modernidad, es Longino quien lo diagrama perfectamente, pues se da cuenta de que esta forma externa o natural, en el modus o maneras diversas de lo moderno, ya sólo puede ser mediada por tecnologías plenamente artificiales y acumulativas de la razón humana. Señala con precisión Longino: la naturaleza “es, en verdad, el principio originario y arquetípico que subyace a toda creación, pero el método es el único capaz de fijar los límites y de suministrar el modo especial, el momento oportuno en cada punto concreto y aún en la práctica y el uso más seguros” (2002: 135-136). b) Siempre genera un shock o alumbramiento que pone entre paréntesis la forma racional ilustrada o la forma subjetiva individual. En este sentido, su trabajo de fetichización mercantil es muy complejo, lleva al extremo los intercambios simples, las economías del derroche o de la solidaridad. Siempre tiene presente un intercambio límite de donación, en el que la forma natural se da de manera enigmática y demanda una retribución no mercantil, por ejemplo, la presencia, imposible de tasar, de la luz solar, del aire, del agua o de la tiera que habitamos configura siempre ese estado catatónico que se corresponde con el shock sublime de lo barroco. c) Establece como punto de cierre de la primera performación crítica una constante destrucción de la individualidad. La respuesta al shock o deslumbramiento natural no pasa por la construcción moderna de lo humano como centro de lo social –no genera una sublimidad técnica, ya sea matemática o dinámica– sino que a la par que reconstituye la comunidad con procedimientos de representación de segundo grado –por ejemplo la estetización, artificación, politización o ritualización en extremo– genera un artificio comunitario, como la nación, la región o el relato del territorio comunal agrario. Si todo fracasa, dentro de los esquemas de la modernidad capitalista, supervivientes por más de 500 años, la crítica barroca vuelve a montar cíclicamente su dispositivo de resistencia. Esta crítica, constituida en los márgenes y periferias del centro de la modernidad industrial capitalista, es aquella que vuelve hoy a tener una vigencia que quizá no había encontrado desde el siglo XVII americano y el siglo XVI romano.

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Bibliografía Anderson, Benedict (1993). Comunidades imaginarias. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México: FCE. Echeverría, Bolívar (2017). El discurso crítico de Marx. México: FCE. Longino, Demetrio (2002). Sobre lo sublime. Madrid: Gredos. Marx, Karl (2011). El capital: crítica de la economía política, Tomo I. Volumen I. El proceso de producción del capital. México: Siglo XXI. Sarduy, Severo (1974). Barroco. Buenos Aires: Sudamericana.

Samuel Arriarán Cuéllar, Elizabeth Hernández Alvídrez

La estética barroca en la literatura latinoamericana como representación de una modernidad contracapitalista 1 Introducción En Latinoamérica, la búsqueda de sentido revela un conflicto identitario debido a la superposición de mundos que no tienen correspondencias uno con el otro: los de las formas institucionales de una modernidad inacabada y los de las formas de vida cotidianas. La narrativa literaria, al plantear el conflicto, interpela al lector para que participe en la historia. La creatividad formal de estas manifestaciones narrativas y su expresividad barroca consisten en incorporar el diálogo para cuestionar el predominio del lenguaje del poder, como único creador de sentido. La literatura es otra forma de escribir la historia, lo importante no son los grandes acontecimientos sino los hechos cotidianos, que aparecen como insignificantes, pero que en realidad constituyen metáforas vivas de la experiencia. Es lo que hace que algunos autores se refieran a lo real no como un conjunto de tramas trascendentales, sino como microhistorias. Esto no significa que la literatura sea una abstracción sin sentido o un reflejo del caos de la vida real ya que la ficción no reproduce la realidad, sino que configura y reconfigura una trama (Ricoeur, 1995). Lo que debemos buscar es este carácter de artificio que los autores trabajan desde lo imaginario para dar cuenta de los conflictos cotidianos, casi invisibles. Entendemos la literatura como una configuración activa y práctica de la realidad. La literatura puede ayudarnos a mostrar esas nuevas expresiones que surgen históricamente de la fusión de los personajes en la comunidad real (Rancière, 2014). Lo que nos interesa es explorar los mitos y símbolos, metáforas, sueños, todo lo que se presenta como el imaginario de lo barroco: Si las reglas de la poética gobiernan la producción del texto poético, de la selección de las palabras a su ordenación, la imaginación en cambio, es radicalmente libre puesto que no

|| Samuel Arriarán Cuéllar, Universidad Pedagógica Nacional de México Elizabeth Hernández Alvídrez, Universidad Pedagógica Nacional de México https://doi.org/10.1515/9783111208909-016

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está ligada a las leyes de la materia. Su poder reside en el incontrastado juego de la mente ingeniosa que discurre y finge sin frenos y sin límites, en una libre asociación de las cosas sensibles. La imaginación es capaz de juntar y separar lo que quiera como dice Gracián (Snyder, 2014: 164).

Este imaginario es lo que aparece como mezcla de tradiciones culturales y como trasposiciones de tiempo o lugares, mundos paralelos o simultáneos entre la modernidad barroca y la modernidad capitalista. Desde esta perspectiva analizaremos algunas obras de Daniel Sada, Carla Guelfenbein, Guadalupe Nettel, Pablo Simonetti, Gioconda Belli y Valeria Luiselli1.

2 Los disfraces, las apariencias y las parodias En la estética barroca del siglo XVII según Jean Rousset (1972) hay un principio básico de fingimiento. Este principio indica que todos representan un papel a espaldas de los otros, incluso del mismo interesado. El fingimiento tiene que ver con la costumbre de estar siempre disfrazándose o poniéndose máscaras (costumbre muy arraigada en la cultura de México y de varios países de América Latina). También tenemos la costumbre de guiarnos por apariencias más que por verdades derivadas del conocimiento científico. ¿Y qué son las parodias sino un género literario como recursos para describir códigofagias, es decir, las escrituras que se apropian de otras escrituras?

2.1 Daniel Sada En este autor emergen los temas de la estética barroca en torno de los disfraces (Luces artificiales), de las apariencias (Porque parece mentira, le verdad nunca se sabe) y las parodias (Ese modo que colma). El contraste de las formas de vida moderna derivadas de la cultura de la escritura es el fondo que subyace en la narrativa de Sada. Alrededor de Ramiro Cinco, el personaje central de Luces

|| 1 ¿Por qué elegimos a estos autores? Porque encontramos alguna relación con el concepto del ethos barroco de Bolívar Echeverría. La importancia de este concepto consiste en que nos ofrece una base sólida para pensar en la posibilidad de una resistencia y emancipación frente a la modernidad capitalista. Aquí coincidimos con Ángeles Smart, quien señala en el trabajo contenido en este libro lo siguiente: “De suma actualidad e interés resultan estas reflexiones echeverrianas para abordar la compleja realidad que el continente americano atraviesa en estos años aciagos”.

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artificiales, se configura el tema de las concepciones del cuerpo humano provenientes de la modernidad capitalista. De esta manera, en el personaje la fealdad física determina su lugar socioeconómico. Esta circunstancia lo destina al aislamiento y a la imposibilidad del uso de su cuerpo como forma de relación afectiva en su entorno social. Esta oposición entre fealdad/belleza la desarrolla el autor intercalando los discursos de la ciencia médica sobre la estética corporal; asimismo opone el discurso mediático de la Mujer Maravilla frente al de una empleada explotada de un restaurante. La cirugía estética se presenta así, como disfraz de un rostro “correcto” y la figura de la Mujer Maravilla como modelo del cuerpo ideal. Papías y Salomón, los personajes de la novela Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe, viven en un pequeño pueblo de la frontera de México con Estados Unidos, donde trabajan como obreros. Decepcionados de las luchas sindicales, se rebelan ante la herencia ideológica de sus padres y emigran de su pueblo hacia Estados Unidos, hastiados de la corrupción derivada de la fallida democracia electoral. Los personajes de las dos novelas regresan a sus comunidades, sin que sus trayectos incidan en algún cambio. Como los sujetos descentrados del barroco, se trata de seres que no encuentran un lugar en el orden de vida instituido por la modernidad. Para configurar sus tramas, Sada recurre a una escritura con registros de la oralidad en oposición a los registros canónicos de la escritura. De acuerdo con Severo Sarduy (1987), la materia fónica y gráfica en expansión accidentada son figuras del neobarroco. Esta característica resalta en la narrativa de Daniel Sada y con ello desautomatiza y provoca extrañeza en el imaginario de sus lectores, lo cual posibilita la refiguración de los mundos de vida. En sus novelas, estas figuras le sirven a Sada para conformar la parodia como medio de expresión irónica contra los cánones burgueses. En su narrativa encontramos formas que estructuran la polifonía, la intercalación de los registros culturales. La estética barroca de Sada se inscribe en la literatura latinoamericana como un desvío de las formas canónicas. Este recurso se presenta como una transgresión literaria, pero también como cuestionamiento de las formas de vida inspiradas en instituciones modernas. Para comprender más ampliamente esta estética y sus aportaciones a la construcción de la novela como género narrativo, nos apoyamos en la explicación de Giorgio Agamben (2005) que dice que la musicalidad de la oralidad desaparece con la escritura; la música ya no acompaña a la palabra. Sada recupera este acompañamiento para parodiar las formas de la escritura literaria canónica. En este manejo del lenguaje consiste el barroquismo de la estética de Sada. Así, en el cuento “Atrás quedó lo disperso” que forma parte del libro Ese modo que colma, inscribe lo que podríamos consi-

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derar como un manifiesto del estilo paródico de su obra. La trama gira alrededor de Atilio Mateo, quien regala el libro El zafarrancho aquel de Vía Merulana a su amigo Gastón. En este gesto hay que observar dos aspectos: que la novela obsequiada tiene como autor a Carlo Emilio Gadda, quien se caracteriza dentro de la literatura italiana por un bilingüismo (lengua literaria/dialecto), es decir, escritura/oralidad. De acuerdo con Agamben la parodia es la estructura misma del medio lingüístico en el que se expresa la literatura. En este cuento de Sada, leemos lo siguiente: Con algo de jactancia llegó y puso el libro sobre la mesa: Aquí tienes lo que tanto andas buscando: la frase fue dicha a todo pulmón para que resonara a lo ancho del restaurante, y lo visto al instante, una edición estropeada pero completa, la única en español. Gastón, que estaba sentado en el gabinete, se colocó sus gafas y sí: El zafarrancho aquel de Vía Merulana, de Carlo Emilio Gadda, el Joyce italiano que cita Ítalo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio como ejemplo supremo de multiplicidad. Así la sorpresa (Sada, 2010: 65).

Si consideramos que este cuento es un manifiesto de Sada para ubicar su propia escritura, cabe preguntarse ¿qué relaciones se podrían establecer entre la escritura de Carlo Emilio Gadda y la de Sada? En el siguiente fragmento del cuento citado podemos encontrar un indicio de respuesta a esta pregunta: En el restaurante la conversación se puso alegre por el obsequio de una obra que trataba de un asunto nimio, en apariencia; una exuberante pesquisa policial, pero que en manos de un autor apasionado y neurótico como Gadda se transformaba en una red amplísima de conexiones entre hechos y personas; intríngulis de angustias y obsesiones sazonado con variados niveles lingüísticos del alto y bajo italiano, así como una muestra inaudita de léxicos de toda categoría. Literatura extrema, maníaca a más no poder, pero iluminadora por cognoscitiva, que seguro ha ofrecido a muchos un constante vértigo, mismo que puede tanto hastiar como maravillar. El zafarrancho es un vapuleo narrativo radical que lo mismo podía seducir que poner irascibles a los pobres lectores (Sada, 2010: 67-68).

Sada, al describir las características de la novela de Gadda lo está haciendo también sobre la clave estilística ultra barroca de su propia narrativa, como podemos comprobar en la manera en que usa el lenguaje en los fragmentos antes citados. El segundo aspecto importante en este análisis de la parodia en Sada tiene que ver con la construcción de las tramas y de los personajes. Por ejemplo, bajo la intencionalidad manifiesta en el gesto intelectual del personaje de Atilio Mateo, se esconde otra menos civilizada que consiste en una morbosa u oscura intención de comprobar si el regalo literario a su amigo Gastón tiene el mismo efecto que los obtenidos en otros “amigos”; tal efecto consiste en la caída en

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desgracia de quienes han recibido el libro: “Lo que no le dijo Atilio Mateo a su dizque amigo fue que la lectura de El Zafarrancho había provocado tragedias y dramas en otros lectores, conocidos suyos, a quienes obsequió la novela con la mejor intención” (Sada, 2010: 69). Esta isotopía narrativa del cuento se mantiene en lo que podríamos percibir como una manifestación de envidia cuando Atilio Mateo se percata de que el efecto ha sido contrario del esperado, pues a Gastón le ha ido muy bien desde que recibió el libro de Gadda. Pero la burla como característica de la parodia se manifiesta en el tipo de actividad en la que se ha visto favorecido Gastón, pues su empleo consiste en redactar los discursos del Presidente de la República, acto denigrante en la cultura de la escritura. Podemos decir que Sada profana la escritura canónica, considerada sagrada, al introducir la oralidad y devolver la palabra al libre uso. La profanación de la escritura se da en Sada mediante el juego con las palabras. Profana la seriedad de la escritura para devolverla a la oralidad. La profanación en el plano formal es soporte de una profanación en el plano semántico. En efecto, la construcción de los personajes, la simplicidad en el planteamiento de los temas y las tramas mediante las que se desarrollan, tomados de la vida cotidiana en la que se ven involucrados los personajes, muestran que sus configuraciones narrativas no son las del modelo literario canónico de la cultura de la escritura, sino las de la tradición oral, como lo muestra el hecho de tomar tramas del género musical de los corridos mexicanos como el de Rosita Alvírez, por mencionar un ejemplo. La escritura en Sada es sólo posible de abordar como parodia. Deriva del modelo anterior de la escritura canónica seria y la convierte en cómica. Esto significa que Sada no se aparta de la cultura de la escritura; más bien ama la escritura y la manera de apropiársela es mediante el gesto barroco de códigofagia (de acuerdo con Bolívar Echeverría) ya que nos muestra la artificialidad de la lengua literaria y a la vez su existencia haciendo como Gadda un uso tanto de la lengua literaria y del dialecto oral en su escritura. La separación que implica la parodia respecto de su objeto tiene como motivo el que el objeto que se pretende describir “−la vida inocente, es decir fuera de la historia-, es rigurosamente inenarrable” (Agamben, 2005: 51). En la narrativa de Sada pasa lo mismo, sus personajes son sujetos de la vida inocente. Son sujetos expulsados del Edén. Los personajes son antihéroes, van de lo sagrado a lo profano y confunden y hacen indiscernible, de manera estable la frontera que separa lo sagrado de lo profano, el amor de la sexualidad, lo sublime de lo ínfimo.

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3 Circe y las metamorfosis Circe es la maga que transforma las caras de los seres humanos en animales, modifica sus cuerpos y apariencias. A las caras las vuelve máscaras de tal manera que las personas cambian de identidad constantemente. A Circe se la conoce en los escenarios mitológicos de Europa como Alcine, Medea, Calipso, Armida, Urganda, Ismen, y Orfeo (Rousset, 1972: 18). En América Latina quien mejor ha descrito este mito es José Lezama Lima. Como dice Víctor Toledo: “Lezama une la tradición a la más pura cultura cubana transportando lo cotidiano tropical al esplendor griego. De esta manera accionando el mecanismo órfico inaugura el futuro viajando al pasado, al origen, a lo eterno” (Toledo, 2010:16). Como veremos a continuación este mecanismo aparece en la narrativa de Carla Guelfenbein y de Guadalupe Nettel.

3.1 Carla Guelfenbein En la narrativa de esta autora sobresalen historias que siempre aluden a personajes que se van del país, viven en el extranjero, algunos regresan físicamente o se readaptan. Otros se quedan o vuelven para vivir como extranjeros en su país. Siempre hay el conflicto entre la memoria y el olvido, entre el exilio, el desarraigo, la asimilación o el destierro. Y es que Carla Guelfenbein ha sabido encontrar un tono propio para expresar la contradicción entre el ethos barroco y el ethos realista. En esta autora sobresale el tema del cambio de identidades. Esto alude al mito de Circe, al orfismo y la metamorfosis. En Nadar desnudas Sophie trata de recuperar la memoria de su juventud (la amnesia voluntaria) en la persona de la hermana nacida durante el golpe de Pinochet. En Contigo en la distancia la joven quiere convertirse en una escritora famosa ya anciana. Estas metamorfosis nos remiten a Aura de Carlos Fuentes. Igual que en esta novela emblemática de la estética barroca mexicana, los personajes viajan por el tiempo, del pasado al futuro o del futuro al pasado. No es casual que Aura viva en una mansión barroca en ruinas. De la misma manera las novelas de Carla Guelfenbein transcurren en un país sumido en la catástrofe. En Contigo en la distancia, el ethos barroco se presenta como un proceso de liberación tanto en lo colectivo como en lo personal. Lo que la autora nos presenta es la interioridad de una mujer que regresa al país después de un largo exilio. Nos invita a los lectores a ver desde su punto de vista a un país que va saliendo de la represión política. En la novela El revés del alma, hay una prioridad por la descripción de ambientes sórdidos. Se trata otra vez del regreso de

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una mujer a Santiago, ciudad a la que no reconoce por estar infestada de edificios modernos. Poco tiempo después realiza un viaje de trabajo a Valparaíso con Daniela, una muchacha bulímica que después de una fiesta en un bar de mala muerte se pierde y sufre un accidente en una calle oscura. Cuando todo parece luminoso, de golpe la realidad se quiebra y surge una atmósfera barroca de vacío. Lo barroco aparece como una mezcla de una realidad abyecta con la realidad normalizada, como era la vida de las clases altas en Chile después de la dictadura. Esto se puede interpretar desde una estética barroca donde los personajes no son más que máscaras y figuras de vidas completamente enajenadas. El fetichismo de la mercancía se expresa como una sucesión de vidas vacías que se relacionan con traiciones, desencuentros, envidias, celos, mezquindades, etc. Todo el vacío y la conciencia de vivir en la más pura enajenación empieza a emerger en el momento en que Ana tiene que acompañar a Daniela para recuperarse de su accidente. En ese momento se da cuenta de su fragilidad, soledad y sufrimiento. Es como si Daniela fuera ella misma, alguien tirada y abandonada en un hospital, sin esperanza de cura. Ella no quiere ya saber de su familia. Cuando las dos mujeres vuelven a Santiago, sus vidas ya son otras. Ana desea quedarse en la casa del abuelo porque la transporta a su infancia y a sus orígenes: Ante sus ojos aparece el largo pasillo que desemboca en el otro extremo de la casa. Por allí se prolonga la hondura de su infancia y la de todos los que crecieron en ese lugar mientras también crecían los árboles, y el barrio, y esa ciudad que al llegar no reconoció, al verla poblada a lo largo y a lo ancho de edificios aniquiladores de recuerdos… Ana se detiene. No hay urgencia allí dentro, ni celeridad, ni futuro (Guelfenbein, 2002: 300).

Por su parte, Daniela se separa de su marido. Lo barroco en todo esto no es una situación de deterioro progresivo como podría haber sido, tomando en cuenta el desarrollo de la novela (con abundantes personajes enajenados), sino más bien un proceso de liberación de las dos mujeres. La novela Nadar desnudas trata de la vida de Sophie, Diego, su padre, y Morgana, una española que se hace amiga de la hija y de su padre. Diego colabora con Salvador Allende. La novela se ubica alrededor de 1973, antes y después del golpe de Estado. En este tiempo Sophie y Morgana viven una relación afectiva estrecha. Habitan en el mismo edificio y por las noches se buscan para acompañarse y protegerse del miedo que comienza a aparecer a consecuencia de la movilización de los golpistas. Diego es amenazado y golpeado hasta que finalmente es asesinado junto con Morgana, con quien tuvo una hija, Antonia, la cual es salvada por sus abuelos españoles. Sophie también se salva saliendo

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del país unos días antes del golpe a raíz de su enojo por el embarazo de Morgana, hecho que no le perdona a su padre. La última parte de la novela se ubica 27 años después del golpe de Estado. Sophie se ha vuelto una artista famosa en París y vive una relación estable. Por su parte Antonia tiene dos hijos y vive con Ramón en un pueblito de España. No sabe la verdad de su pasado ya que sus abuelos le contaron otra historia (que su madre y su padre murieron en un accidente automovilístico en Madrid). La relación entre los sucesos del 11 de septiembre de 2001 y los del 11 de septiembre de 1973, provoca en Sophie un despertar de su memoria, lo cual motiva su entrada en la vida de Antonia, sin decirle que es su hermana. Viaja y se encuentra con ella, pero no se atreve a decirle la verdad. Piensa que su vida en estos años ha sido una lucha para olvidar el pasado. En este punto la novela adquiere fuerza ya que trata el conflicto entre la memoria y el olvido. Antonia ni siquiera sabe que su padre era chileno, menos que murió acribillado por los golpistas. Su conflicto no es el olvido como el de Sophie, sino el vivir en el engaño con una ficción que le contaron sus abuelos desde su ideología franquista. Según ellos, la militancia de Diego fue una vergüenza. Sophie le revela que por el contrario debía sentir orgullo porque murió siendo leal a Salvador Allende, pero no le revela nada más quedándose cada una con sus silencios y sus mitos que elaboraron durante más de 20 años. Lo que podemos interpretar entonces es que hay una visión ambigua de la realidad de Chile. En este sentido, la autora describe cómo unos personajes viven sus sentimientos y pasiones en el marco de una situación particular donde aflora la represión, el terror, la tortura y las desapariciones. Estos hechos han tenido efectos y consecuencias traumáticas que se expresan en los conflictos por olvidar o recordarlos. En la medida en que triunfó el golpe de estado, pareciera que equivale a una victoria del ethos realista, pero lo que nos inquieta ahora es la transformación posterior, que consistió en una extraña forma de frigidez y de desmemoria de Sophie: Durante años todo lo que hizo estuvo relacionado con ellos, cada paso hacia la artista que es hoy fue una forma de demostrar que los había vencido. Hasta que entendió que no era la memoria, ni el amor, ni siquiera el odio, lo que te hacen libre, sino el olvido. Extirpó uno a uno los recuerdos de su cerebro, los sacó de contexto, de lugar, desmadejó la cronología de manera que nada tuviera sentido. Desprovistas de ejes, las imágenes se desecaron. Por eso creyó que nunca volverían (Guelfenbein, 2012: 199).

Si la extirpación de los recuerdos no es más que un proceso análogo a la eliminación de los padres, el problema es que por más que se quiera borrarlos, es imposible. Esto significa que hay un peso más fuerte de los muertos sobre los vivos. Cabría entonces interpretar esta novela como una variante de Hamlet, ya que de lo que se trata es del retorno del padre asesinado. Y en la medida en que

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no es un padre cualquiera sino un compañero de lucha de Salvador Allende se trata del conflicto entre la memoria y el olvido que no desemboca en la victoria del ethos realista sino del ethos barroco como un trabajo útil de la memoria. Como dice Tzvetan Todorov (2018), no hay que sacralizar el pasado descontextualizándolo como un hecho aislado y desconectado con el presente. Los recuerdos son estériles si solo se utilizan para erigir un gran muro defensivo contra el mal.

3.2 Guadalupe Nettel En la novela Después del invierno, Circe y la metamorfosis barroca se representa como desdoblamiento de la personalidad en dos estancias del mismo personaje, Cecilia en Nueva York y ella misma en París. Todo en función de resolver una experiencia pasada (una mala relación amorosa). En Hija única, la metamorfosis se representa cuando la narradora se transfigura en la vecina que tiene un hijo disfuncional que hereda la violencia del padre. Al transfigurarse asume el papel de la maternidad en clara analogía con las aves que reemplazan a la madre que abandona a una cría. Otro espejo identificatorio es la figura de la amiga que mantiene su idea de la mujer destinada a la maternidad. Aquí la metamorfosis consiste en cómo una mujer no está conforme con su papel de esposa sumisa. En algunos cuentos como “Bonsái” y “Hongos” la metamorfosis va más allá de la transformación entre seres humanos y abarca a las plantas y a los animales. En “Bonsái”, un matrimonio convencional que vive apaciblemente encuentra su identificación con la vida de los cactus y las enredaderas. Él es un cactus porque cree que vive en un ambiente desértico (siendo seco y antisocial descubre que es más natural en sus relaciones sociales), mientras que ella se parece a una enredadera que tiene la certeza de vivir su vida únicamente para reproducirse. Así cree que su naturaleza vegetal le permite invadir sin problemas la intimidad de los otros. El divorcio resulta inevitable dada la profunda incompatibilidad entre ambos. En “Hongos”, una joven se contagia de los parásitos, pero en vez de curarse prefiere conservarlos y cultivarlos en su cuerpo como si de esa manera pudiera nunca separarse de su amante: “Yo había decidido quedarme con los hongos indefinidamente. Vivir con un parásito es aceptar la ocupación” (Nettel, 2013:100). Para este personaje los fuertes escozores equivalen a las emociones como los enamoramientos que son imposibles de controlar. Mientras que en la visión darwinista los seres humanos se equiparan con la naturaleza, en la visión de Nettel sucede lo contrario, así, en otro cuento, “El matrimonio de los peces rojos”, la coexistencia de una pareja de peces tiene una

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analogía con una pareja humana. Los peces no pueden tolerarse y acaban en un combate a muerte ¿esto no equivale metafóricamente a la lucha de clases en una sociedad capitalista? Algunas parejas humanas acaban igualmente destrozándose. Desde la visión de Nettel, la vida de los insectos también representa la lucha de clases, como cuando las cucarachas invaden un hogar (donde conviven las sirvientas y los miembros de una familia burguesa) generando pánico como si fueran una gran ola de migrantes. Como dice la sirvienta Isabel: “Así son los ricos. Se angustian siempre por tan poca cosa. Mírenlos, parece que les hubiera caído el chahuistle” (Guelfenbein, 2008: 54)2.

4 Proteo En la estética barroca es indispensable aludir a Proteo como el mito del hombre multiforme en un mundo de metamorfosis. Proteo es el mago que hace que lo otro sea siempre otro. Nadie es como aparece. Proteo lo transforma todo, incluso a sí mismo, pero también al mundo y la naturaleza, la ciudad y el país se vuelven un gran teatro. Lo real es el conjunto de ilusiones que remiten siempre a otras ilusiones. Las metáforas más utilizadas son el agua en movimiento, la nube que presenta infinidad de formas fugitivas. Esto se ve bien en la obra narrativa de Pablo Simonetti. El movimiento, lo fugitivo y el devenir de sexualidades diferentes dan lugar a un ethos barroco contestatario del sistema capitalista. También en la obra narrativa de Gioconda Belli hay un cuestionamiento en la medida en que las mujeres se niegan a convertir sus cuerpos en mercancías. De esta manera, el valor de uso que da sentido al ethos barroco se reivindica como rescate del sensualismo y de la libertad sexual.

4.1 Pablo Simonetti Sus personajes nunca aparecen definidos, como si la estabilidad identitaria significara estar atrapados e inmovilizados. Esto es equivalente a la nube y al agua que fluyen. Los personajes no se configuran como sustancias sino como roles; así una mujer aparece como siendo hombre o un hombre como siendo mujer, como devenires, nunca esencias fijas. La novela La razón de los amantes || 2 En México el dicho popular “ya nos cayó el chahuistle” equivale a un suceso inesperado como cuando cae una plaga o una enfermedad muy dañina.

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trata de un triángulo amoroso, pero aquí se invierten las relaciones: la atracción no es hacia Isabel, la esposa, sino hacia el marido, Manuel, y viceversa, es decir, la mujer queda en un segundo plano. El autor la describe como una mujer de la aristocracia chilena, opuesta a la ideología del socialista Ricardo Lagos, mientras que Manuel es descrito como un empleado ejemplar de banco y un modelo de padre y esposo. El amante, Diego Lira, es descrito como una persona progresista quien dirige un periódico en Internet que publica con criterios políticos independientes. Por ello Manuel se siente seducido. Es innegable el ingenio del autor (principal rasgo de la estética barroca según Gracián) para configurar la psicología de sus personajes. Estos dejan fluir sus pasiones de un modo natural que obliga al lector a romper sus prejuicios sobre la sexualidad (prejuicios sobre la relación monogámica, la familia convencional, etc.). En esta novela podemos observar una preocupación acerca del libre ejercicio de la sexualidad, cuando esta profana los cánones de un imaginario burgués. La estética barroca se expresa aquí como el relato desenfadado, irrespetuoso de un homosexual que oculta su identidad dentro de una familia normal hasta el momento en que es seducido por otro varón: “Se ríe con ganas. Sería el peor de los pretextos. Argumentará algo relacionado con su familia. Percibe el deseo de recorrer su cuerpo, el avance de la sangre en las arterias. Se imagina desnudo junto a él. No sabe exactamente qué harán, pero se siente libre de ir todo lo lejos que sea necesario” (Simonetti, 2008: 80). Lo más valioso de esta novela es el paralelismo que el autor establece entre la historia del triángulo amoroso y lo que sucede con la historia de Chile en una coyuntura de crisis económica y política. En el inicio todo parece ir bien, el descubrimiento de la sexualidad de Manuel tiene como trasfondo histórico el auge de la economía durante el pinochetismo, pero después esta ilusión se disipa, sobreviene la catástrofe de las bolsas, de los bancos y de los mercados al mismo tiempo que se desintegra la familia. Todo parece un gran teatro barroco. La homosexualidad sólo es un cambio de roles al igual que la política. Diego Lira termina por negociar con los banqueros sin importarle que Manuel sea despedido. Lo barroco en Simonetti consiste en hacer analogía entre la historia erótica y la situación económica del país, de tal manera que el fetichismo de la mercancía acaba congelando el deseo sexual. El culto al dinero es la única expresión de la vida cotidiana, de los sentimientos y afectos. El ethos realista consiste en esta fusión de los cuerpos con el dinero, de ahí la analogía con lo que sucede con la crisis económica del país. Para que el neoliberalismo pueda superar su crisis tiene que realizar un proceso sacrificial (el despido y la muerte de Manuel). Por eso la novela concluye con la armonía y reconciliación de las fuerzas políticas opuestas. Ricardo Lagos, que prometía cambiar la forma capitalista

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del gobierno, finalmente establece acuerdos con los empresarios y los banqueros, los mismos que estaban detrás del gobierno de Pinochet. En otra novela, Desastres naturales, se trata de la remembranza del padre por Marco (alter ego de Simonetti). El momento del entierro le sirve al autor para recordar su infancia y los comienzos de su experiencia sexual en el marco de la rivalidad de los hermanos por la herencia. Estos hermanos lo quieren excluir por homosexual, algo que a la moral de los empresarios chilenos les resulta imposible de admitir. Marco por su parte no acepta las convenciones sociales y empieza a dar rienda suelta a sus impulsos. Esto sucede en los primeros años después del golpe de Estado de Pinochet. Marco observa cómo los socialistas van desapareciendo, pero esto sólo es un telón del fondo. Para él, son más importantes sus encuentros eróticos. El ethos barroco parecería coincidir con un escapismo de una realidad insoportable; pero no es así, ya que se trata de una liberación necesaria del eros frente a unas condiciones políticas represivas, es decir, significan una fuga, una fisura y una ruptura de las estructuras autoritarias del capitalismo. En esta novela, Simonetti desarma la figuración barroca del padre para transgredir las normas y el “buen gusto”. Esta transgresión hay que interpretarla como una protesta y un rechazo a integrarse a una familia que representa al tipo de gobierno fascista. No se trata de cualquier familia sino de una de las más favorecidas económicamente por el propio Pinochet. En ese contexto, Marco no acepta que lo dejen sin herencia y prefiere morir y ser enterrado bajo el cadáver del padre que nunca lo quiso (como si de esta manera quisiera castigarse soportando su peso también para la eternidad). Y con respecto a sus hermanos y a su relación con la madre, también el autor nos deja entrever que por más que al final hayan tratado de reconciliarse y aceptar su diversidad sexual, siempre se trató de una actitud de simulación, para que la familia pudiera seguir beneficiándose con el gobierno. Aunque parece que hay un triunfo de la lógica del ethos realista, sigue latiendo el ethos barroco como un volcán inextinguible, aún más allá de la muerte. La figuración barroca de la madre también es una constante en su narrativa. Madre que estas en los cielos aborda esta preocupación al dar la voz a la madre que enfrenta el conflicto de aceptar por amor la orientación sexual del hijo, pero que, por otra parte, en la rememoración autobiográfica, revela acciones que afianzan el patriarcado. Con ello, Simonetti explora y trata de comprender compasivamente el papel de la mujer en el afianzamiento de una economía basada en el modelo sexual del capitalismo y de la génesis del autoritarismo de un gobierno que afirma y sostiene la figura del padre autoritario, similar al militar pinochetista. En una novela más reciente, La soberbia juventud, la figuración materna es mucho menos complaciente al mostrar una madre devoradora que

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impide al hijo explorar su sexualidad. Sin embargo, también construye un personaje femenino, una tía del personaje, que transgrede los patrones imaginarios de la mujer y la hace entender y auspiciar las razones del sobrino homosexual.

4.2 Gioconda Belli La novela Sofía de los presagios trata de una mujer que quiere cambiar su vida cotidiana en un pueblo de Nicaragua. Aquí hay un drama entre la modernidad que va cambiando las tradiciones y costumbres (que se expresan en forma de mitos y rituales conectados con la brujería). Se trata de alguien que se libera de un marido patriarcal en el contexto de la revolución sandinista que establece derechos para el divorcio. Lo barroco aquí es el modo en que la modernidad se mezcla con los símbolos de una religiosidad pagana. La mujer encarna un ideal de libre sexualidad frente a los valores fríos, propios del mercado y de la tecnología. Este conflicto que se presenta como una contradicción entre el ethos barroco y el ethos realista alude a una situación más profunda entre la tradición y la modernidad capitalista. La tradición implica la cultura de la oralidad, mientras que la modernidad la de la escritura. Para la narradora, la modernidad ya ha penetrado en los pequeños pueblos en forma de sucursales bancarias, supermercados, cafés Internet, etc. En este contexto, Sofía prefiere retirarse a la aldea conviviendo con las brujas y dando paseos interminables por los lugares de su infancia. Hay pues un rechazo de la modernidad desde un modo de vida que prioriza el valor de uso frente al valor de cambio. De la misma manera que Sofía no quiere estar atada a un marido machista, también se niega a que su cuerpo sea convertido en una mercancía. En otra novela, El país de las mujeres, el rechazo a la mercantilización se emblematiza en la toma del poder político por las mujeres. Los hombres son derrocados no sólo de su lugar en la familia, sino también de su lugar de mando en el Estado. Estas mujeres que recuerdan a las combatientes sandinistas de los años de 1970-1980, construyen el Partido de Izquierda Erótica, convencen a toda la población de la necesidad de un profundo cambio social (porque no se puede llegar al socialismo sin eliminar la dominación dentro de la familia) e instalan a Viviana Sansón como Presidenta por la vía electoral. Una vez en el poder las mujeres no gobiernan con las prácticas patriarcales sino más bien como un partido revolucionario, creando comedores comunales, estableciendo lineamientos de política ecológica, de educación emancipatoria, de salud pública y de mejoras en la alimentación de los niños. Además de eliminar la necesidad de un ejército, prohíben a los medios de comunicación difundir consignas que denigren la imagen de la mujer identificándola con el consumo de mercan-

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cías. Se trata de un proyecto utópico, de ir más allá de las estructuras de la democracia burguesa y de configurar otra moral sexual para un mundo nuevo. Por eso es por lo que la metáfora de la explosión de un volcán que produce en los hombres sustancias para inhibir la inflación de testosteronas sugiere la erosión biológica natural del patriarcado.

5 La inconstancia y la huida En la estética barroca la inconstancia significa oponerse a lo estable y lo continuo: “Corisca establece ya la relación entre la doctrina de la inconstancia y la moral del disfraz, de la ostentación, dirá Gracián” (Rousset, 1972: 61). La inconstancia equivale siempre al cambio, ya que no hay nada fijo. Nada permanece y todo fluye. ¿Y qué es la huida? Es el errar siempre. Errar de un lugar a otro lugar, de ciudad a otra ciudad, de un país a otro país, de ir de un amor a otro amor y no conformarse nunca.

5.1 Valeria Luiselli En la novela Desierto Sonoro una familia viaja por ciudades del sur de Estados Unidos. La mujer y su marido no están conformes y van en busca de algo que les estabilice. Cuando se alojan en hoteles la mujer sale en busca de otros amores, pero sin éxito. Los dos hijos que los acompañan no entienden nada. Sólo se trata de errar por lugares en busca de un pasado perdido, de encontrar algunas huellas de niños igualmente perdidos. Nuestro interés por la obra de esta autora consiste en que en ella encontramos una visión de la literatura no como una abstracta representación de lo real, sino como configuración activa y práctica de la realidad. Esto significa dar una gran importancia al mito y a la historia. En este punto coincidimos con Lois Parkinson Zamora (2004) cuando señala que no hay oposición entre el mito y la historia3. La simple oposición no sirve para entender otras formas de comuni-

|| 3 También Gilbert Durand ha insistido en que no hay que caer en una dialéctica basada en oposiciones tajantes. Hay que interpretar el mito y la historia desde una hermenéutica abierta a la interpenetración de los contrarios, de la misma manera en que hay que comprender la estética barroca y la estética clásica: “Tampoco hay que dejarse atrapar por la pseudo dialéctica entre el barroco y el clásico, dos modalidades conjuntas en un mismo comportamiento de la psique social” (Durand, 2018: 59).

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dad como en Los niños perdidos donde hay una preocupación por las huellas de los otros, de las víctimas de las políticas discriminatorias. Esta autora se sumerge en su propio relato, pues le interesa testimoniar desde adentro para producir un cambio social, interviniendo para modificar las leyes que legitiman la discriminación. En este esfuerzo de impulsar un cambio social desde la literatura se puede reconocer un ethos barroco que se opone a la lógica de la sociedad capitalista. Hay que valorar la narrativa de Valeria Luiselli como otra expresión de estética barroca que pugna por romper las fronteras entre el relato documental y el relato de ficción. Los niños perdidos que en principio era un relato testimonial, un reportaje de denuncia de la situación de los niños migrantes en Estados Unidos, se convierte en Desierto sonoro, en un relato de ficción basado en experiencias reales como la deportación de esos mismos niños. La estética barroca se expresa como una mezcla de géneros literarios, entre la crónica, el mito e incluso la ciencia ficción. Se rompe con el tipo de narración turística convirtiendo el viaje en una exploración hacia el encuentro con los viejos mitos fundacionales de la nación estadounidense. Así, lo que se busca son las huellas presentes en los cementerios como los sonidos y otros vestigios relacionados con Gerónimo y los apaches (que lucharon en lugares como Arizona hasta ser vencidos y expulsados de sus tierras). Lo que Valeria Luiselli sugiere es que la exploración de los mitos nos sirve para comprender los que sucede en el presente. Igual que en el pasado, en el presente también hay este conflicto entre los poderosos y los débiles, entre ricos y pobres, los que se creen dueños del mundo y los que no merecen vivir. Igual que los apaches considerados como seres no reconocidos, matables o prescindibles, también los migrantes de hoy son encerrados en reducciones equivalentes a campos de concentración. A lo largo de la novela hay voces que se intercalan, a veces es la madre la que relata y luego la hija o el hijo. Las perspectivas cambian constantemente. Al principio, cuando oímos las voces de los niños parecen normales, luego al final se muestran más maduros que los adultos. Lo que muestra que la perspectiva infantil es más comprensiva de la situación de los niños migrantes. Más que diálogos hay miradas, contactos olfativos, sonidos que nos abren otros modos de percepción de la realidad. La novela concluye como ciencia ficción con uno de los hijos observando desde la luna las grandes injusticias y discriminaciones que suceden en este planeta capitalista.

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6 Conclusión Es posible encontrar en algunos narradores latinoamericanos contemporáneos los temas más característicos de la estética barroca europea del siglo XVII (Circe y la metamorfosis, Orfeo, Proteo, la inconstancia, la ilusión, el movimiento, el disfraz, etc.). No hay que deducir por ello que la realidad se reduce a las diferencias, a las máscaras o a lo puramente ilusorio. Como hemos visto, muy lejos de colocarse en el universo posmoderno de lo virtual y de las fantasías electrónicas, nuestros narradores establecen siempre una conexión con los hechos de la historia. No puede ser de otra manera ya que intencionalmente o no, hay en ellos una alta valoración de los problemas de la vida cotidiana, es decir, existe una afirmación de otros modos de vivir, de pensar y de no renunciar al goce de la propia corporeidad. A estas expresiones narrativas las hemos ubicado dentro del ethos barroco como representaciones de una modernidad contracapitalista, de un ethos de resistencia contra la lógica del valor de cambio. Como dice Bolívar Echeverría, la estética barroca puede prestarle su nombre al ethos barroco porque: ...También resulta de una estrategia de afirmación de la corporeidad concreta del valor de uso que termina en una reconstrucción de la misma en un segundo nivel; una estrategia que acepta las leyes de la circulación mercantil, a las que esa corporeidad se sacrifica, pero que lo hace al mismo tiempo que se inconforma con ellas y las somete a un juego de transgresiones que las refuncionaliza (Echeverría, 1998: 46).

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La estética barroca en la literatura iberoamericana | 257

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Ángeles Smart

De fulgores y de infamias: el barroquismo americano y las estrategias para enfrentar el abismo 1 El barroco y Latinoamérica A lo largo de su obra escrita el pensador ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría postula la idea según la cual hubo, entre otras, una respuesta barroca a las contradicciones y que se les presentaron a hombres y mujeres que vivieron en las sociedades organizadas bajo los principios capitalistas. Respuesta que configurada como un ethos1 estuvo sostenida sobre los pilares de la afirmación de la vida ante la muerte, la estetización de la vida cotidiana y la construcción a partir de la destrucción. Asimismo, para Echeverría, la estrategia barroca sigue vigente en la medida en que, como aún transitamos una forma capitalista de organización social, determinados efectos de la modernidad barroca configurada en el pasado perviven en la actualidad. Y también hoy, como en el siglo XVII, este ethos barroco se presenta con sus luces y sus sombras. Por un lado, porque como recurso defensivo ofrece figuras donde prevalecen la emancipación y la resistencia, y por otro, porque sus estrategias de adaptación, si bien preservan la vida, no dejan de continuar con el daño. Y aun cuando sus pilares y comportamientos son absolutamente actuales y viables, en el presente no se encontrarían con la misma intención y pureza que en el pasado. En las entrevistas que le hicieron Iván Carvajal para Kipus (1996) y Mauro Cerbino y José Antonio Figueroa para la revista Iconos (2003), Echeverría aclara varios conceptos importan-

|| 1 Un determinado ethos, dirá Echeverría, es el “comportamiento social estructural, ‘ubicado lo mismo en el objeto que en el sujeto’ que puede ser visto como ‘todo un principio de construcción del mundo de la vida’” (2005: 37). Comprende un modo distintivo de ver la realidad, estrategias específicas para construir modos de habitar el mundo, valores estéticos y obras de arte particulares. Es el modo de erigir una vida humana frente a los conflictos que impone el propio fundamento animal y la naturaleza exterior, como así también el modo de responder a los desafíos que cada época impone a los sujetos que nacen en ella. || Ángeles Smart, Universidad Nacional de Río Negro https://doi.org/10.1515/9783111208909-017

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tes en relación a este tema y a América Latina. Afirma que si bien los efectos de la estrategia barroca que se mantienen en la actualidad son muchas veces positivos, no siempre lo son. Hay ejemplos de efectos muy destructivos: es el caso de la influencia de los imaginarios que el narcotráfico instaura en las poblaciones controladas por su mafia, también lo son las formas corruptas de circulación monetaria y de lavado de dinero (Echeverría, 2006: 108); incluso los caciquismos que trascienden las diferencias partidarias serían consecuencia de la doble legalidad propia de su barroquismo político (Echeverría, 1996: 141). De ahí que si bien para Echeverría todavía es posible responder barrocamente a las crisis y cataclismos que el continente americano atraviesa, esto no supone idealizar sin más esta forma de comportamiento sino más bien indagar sobre ciertas constantes que, con sus fulgores y sus infamias, acompañaron y aún acompañan a los hombres y mujeres que habitaron y también ahora habitamos el continente. Así, un recorrido que despliegue no solo qué significa sino también qué conlleva el hablar de un persistente barroquismo en América Latina, echará luz sobre el lugar desde donde podemos afrontar las diferentes catástrofes y abismos que también hoy nos siguen asolando. Dos son las vías principales desde donde pueden abordarse las relaciones entre el barroco y Latinoamérica. Una, teniendo en cuenta el modo en que –en los siglos XVII y XVIII– la tradición barroca originada en Europa ancló en las colonias hispanoamericanas dando lugar a “un barroco de Indias específico” (Kozel, 2007: 167), y la segunda, a través del recorrido de la imagen de “una América Latina de por sí barroca” (168). Andrés Kozel, siguiendo a Carmen Bustillo (1996), sostiene que ha existido un deslizamiento conceptual desde la primer vía hacia la segunda, operado principalmente por la influencia de los escritores cubanos José Lezama Lima y Alejo Carpentier. Desplazamiento que si bien podría no haber acontecido sí se ha dado de hecho, abriendo y proyectando la idea de la barroquización de América hacia reflexiones no sólo llamativas sino también cargadas de significado y consecuencias. Advierte, que si bien el tópico es sugerente –y él claramente lo utiliza y valora– sin embargo, no deja de ser problemático en la medida en que podría “gravitar hacia posiciones eventualmente esencializantes y, por tanto, ahistóricas” (169). Cita las advertencias del músico y teórico también cubano, Leonardo Acosta, sobre el riesgo de la utilización irresponsable de la idea de un barroquismo americano que podría condenar a los pueblos del continente a un fatalismo geográfico, histórico y estilístico. En este punto, Kozel va a rescatar la propuesta del ethos barroco de Bolívar Echeverría que, lúcida ante los riesgos de una posición folclorizante, no supone “adherir a concepciones sustancialistas acerca de su presencia más o menos recurrente o predominante en ciertos espacios geohistóricos” (173). Efectiva-

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mente, en “El barroquismo en América Latina” Echeverría sostiene que ninguna idea de unidad cultural, tampoco latinoamericana, debe necesariamente partir de una explicación al estilo romántico-nacionalista, sino que puede referirse a “la permanencia histórica efímera y siempre inestable de un determinado juego de formas” (2006: 156). Juego de formas tanto materiales como lingüísticas, a la manera de una articulación de comportamientos, de usos y de costumbres, que como un conjunto de hábitos y gustos, no se refieren a un núcleo sustancial inamovible, sino que se van sucediendo en el día a día de una comunidad, que se encuentra ante distintos retos y desafíos a los que responde de manera cambiante y siempre creativa. Hablar del barroquismo de América implicaría, por lo tanto, intentar asir en un sólo término aquello que es recurrente en el sinnúmero de características que el comportamiento y las prácticas de vida en América Latina han desarrollado y desplegado desde finales del siglo XVI hasta nuestros días. El concepto busca, principalmente, iluminar las sucesivas capas y pliegues de una experiencia que, si bien compleja, no por eso carece de cierta unidad en su diversidad. La “afinidad recíproca entre lo barroco y la vida cultural de muchas regiones de América Latina” (155), dirá Echeverría, es la asociación entre el principio formal barroco, nacido en España e Italia, y los modos de reproducción del mundo de la vida que surgieron en territorio americano a partir del proceso de mestizaje que siguió a la época de la destrucción y aniquilación de las culturas originarias americanas. Con cierta ironía afirmará también que “quien intente averiguar en qué consiste esa afinidad recíproca tendrá que contentarse con definiciones que por lo general compensan su falta de argumentos con un exceso de entusiasmo” (155). Su trabajo, por el contrario, relacionado a sus elaboraciones en torno al tema de la cultura, al proceso comunicativo y la identidad, destaca por un realismo poco complaciente y profundo, y por mostrar un resquicio –que si bien débil– no deja de tener algo de promesa. Según Echeverría, una vez acontecida la gran devastación de la violencia colonial del siglo XVI y la ruptura en la asiduidad de los intercambios entre España y América, una vez aniquiladas las civilizaciones aztecas, mayas, incas y otras más pequeñas, y abandonados a su suerte los españoles y criollos que habitaban el nuevo mundo, se estuvo “por instalar en América el grado cero de la civilización” (2006: 163). Los cambios operados en la política de la Corona española, que una vez agotado y extraído todo lo que podía pedírsele al suelo americano, se desentendió de sus adelantados y súbditos, provocaron un radical deterioro de la naciente civilización hispanoamericana que había suplantado al mundo que tenían los indios antes de la conquista. Los indígenas se encontraron, así, ante la irremediable realidad de su propio medio destruido por la imposición de una cultura que lejos de presentarse con fuerza y convicción,

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agonizaba y se debilitaba con el correr de los años. Sin embargo, contra ese mal pronóstico, al tiempo que esta historia del siglo XVI terminaba en un fracaso, continúa Echeverría, un giro inesperado acontecía subterráneamente a principios del XVII. El escenario de esta nueva historia fueron las periferias de las ciudades y sus protagonistas las partes más bajas de la población india, las cuales, para la supervivencia, debieron asumir el reto de sostener este nuevo mundo que se estaba resquebrajando. Para ello, ejercieron su identidad en diálogo con lo otro, por un lado, practicando una lengua y una técnica extrañas, y por otro, desarrollando una economía informal en el mercado negro. Dice Echeverría: Una población para la cual la cuestión acerca de su propia identidad se planteaba con urgencia: la cuestión de quién era ella, la que para entenderse en el mundo debía entregarse al uso de una lengua ajena; la que, para hacer de su trabajo un proceso productivo, debía trasladarse inevitablemente a la utilización de una técnica ajena. La estrategia de comportamiento autoafirmador de identidad que se esboza y desarrolla espontáneamente entre la población indígena –que vive en esa dimensión informal indispensable en la estructura de las primeras ciudades americanas– consiste en algo aparentemente sencillo: en imprimir y cultivar una manera propia de llevar a cabo la empresa que recae sobre sus hombros, la de revitalizar las formas civilizatorias europeas (163).

Echeverría dirá que esta decisión fue al modo de las estrategias barrocas. Estrategias que buscan emprender la reconstrucción después de una catástrofe, y con los propios elementos que ha dejado la devastación. Ya que la única posibilidad que se les ofreció a estas poblaciones de vivir una vida más o menos civilizada y menos hostil para la supervivencia, fue, paradójicamente, la de continuar con esos modos y costumbres a los que habían sido obligados. La opción consistió en suplantar a los europeos en la reproducción, e incluso en la reconstrucción, de la civilización europea que había destruido a la suya propia. Lo hicieron imitando o representando teatralmente esa vida “pero como lo hace el comportamiento barroco, según el cual la vida real se ve obligada a sacrificarse a la vida ficticia y la ficción ésta pasa a ser una nueva realidad” (Echeverría, 2003: 105). Así, acontece en América, no una prolongación de lo europeo que ya existía más allá del océano, sino una reconstrucción de una nueva trama a partir de los restos y escombros del derrumbe en este lado del mundo. Aquí es importante señalar que, cuando durante la entrevista que le hicieron Mauro Cerbino y José Antonio Figueroa en Ecuador, le pidieron algún ejemplo concreto en donde se pudiera apreciar esa recreación operada en el siglo XVII, Echeverría contestó que los ejemplos que generalmente se utilizaban, eran para él, los menos representativos. Así, no es en el arte colonial donde se puede distinguir del mejor modo este barroquismo latinoamericano, ya que en él no dejan de ser

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las mismas formas europeas las que son remodeladas, sino que éste se manifiesta principalmente en la forma de la religiosidad popular católica, en el erotismo real, en el uso re-codificado de la lengua española y en esa economía y política informales que tienen su origen en las periferias citadinas antes mencionadas. Lo que va a caracterizar a todas estas nuevas formas y comportamientos, es una voluntad de fidelidad y reproducción de los modos europeos, que, sin embargo, se presenta como una intención vana e imposible ante lo irreparable de la destrucción ya acontecida. El barroco americano evidenciará, sin quererlo, una degradación de las formas originales, en tanto implicará “el aparecimiento justamente de la corrupción como medio de producción” (105).

2 Afinidades electivas Echeverría calificará –sin dar mayores precisiones– la correspondencia existente entre estas formas de vida cotidiana americanas y las formas barrocas provenientes de Europa, como una relación de “afinidad electiva” (2006: 165). Si bien la expresión “afinidad electiva” se ha hecho de uso corriente en la tradición filosófica y es comprendida y resuena inmediatamente en cierto público, pocas son las veces en que se explicita en qué sentido se la usa y qué beneficios aporta para cada caso en particular. El mismo Echeverría no se detiene ni a justificar su uso, ni a determinar sus alcances. En donde con mayor intensidad ha surgido la necesidad de explicitar en detalle sus implicancias, es en relación a la propuesta de Max Weber a la hora de evaluar la interacción entre el espíritu del capitalismo y la ética calvinista, si bien no es tanto un trabajo que realiza el propio Weber sino sus comentadores y traductores. Michael Löwy en el capítulo “Sobre el concepto de afinidad electiva” de Redención y utopía realiza un interesante recorrido desde la metáfora alquímica de reciprocam affinitatem surgida en el medioevo, pasando por las attractionis electivae descriptas por el químico sueco Torbern Olof Bergman en 1775 y traducidas al alemán como Wahlverwandtschaft (que fue probablemente de donde J. W. Goethe tomó el título para su novela Las afinidades electivas de 1809) y su posterior desembarco definitivo en la sociología alemana de Weber y Karl Manheim (Löwy, 2018: 12-14). Haciendo eco de la falta de significación precisa en el uso de la expresión, Löwy considera que “sería interesante intentar fundar el estatuto metodológico de este concepto, en tanto instrumento de investigación interdisciplinaria que permita enriquecer, matizar y tornar más dinámico el análisis de las relaciones entre fenómenos económicos, políticos, religiosos y culturales” (p. 11). Y esto es lo que precisamente hace en el capítulo de su libro. Cuando se detiene en lo que él llama el

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locus classicus donde Weber utiliza el término –es decir al final del capítulo “Concepción luterana de la vocación” de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (Weber, 2011: 115 ss.) –afirma que se hace evidente que “tal concepto es inseparable de un cierto contexto cultural, de una cierta tradición que le confiere toda su fuerza expresiva y analítica”, si bien Weber “jamás intentó imaginar en forma precisa la significación de este concepto, de discutir sus implicancias metodológicas o de definir su campo de aplicación” (Löwy, 2018: 14). Ante la ausencia de dicho desarrollo, Löwy, aportará su propia definición del término: Designamos por “afinidad electiva” un tipo muy particular de relación dialéctica que se establece entre dos configuraciones sociales o culturales, que no es reductible a la determinación causal directa o a la “influencia” en sentido tradicional. Se trata, a partir de una cierta analogía estructural, de un movimiento de convergencia, de atracción recíproca, de confluencia activa, de combinación capaz de llegar hasta la fusión (11).

Esta primera aproximación, que enfatiza principalmente la no necesidad de una connotación causal entre las dos configuraciones que entran en contacto entre sí, seguramente fue motivada por sus discusiones con las malas interpretaciones y traducciones de la obra de Weber. En especial con aquellas que leyeron en ella, como la de Talcott Parsons, una posición antagónica con la de Marx. Tampoco una acepción causal es considerada en la analogía química sobre la que se apoya la novela de Goethe, si bien Löwy no se detiene en su análisis. En Las afinidades electivas, el ejemplo rector se basa en la separación y nueva reunión de sustancias minerales que se entrecruzan simétrica y simultáneamente, y no por influencia de sólo una sobre la otra. Así, si tenemos dos combinaciones originales, A y B por un lado y C y D por otro, cuando estos pares entran en contacto entre sí, sucede la separación de las uniones primeras para dar lugar a dos figuras nuevas: A y C y D y B respectivamente. La figura química en la novela de Goethe se expresa intencionalmente como un símil para hablar de lo que sucede entre dos parejas de personas que se entrecruzan, el del matrimonio de Eduardo y Carlota que se separa para que cada uno conforme nueva pareja con sus amigos respectivos, el Capitán y Otilia: Aquí se ha producido una separación y una nueva composición y por lo tanto estamos legitimados para usar el término “afinidad electiva”, porque realmente es como si se hubiera preferido una relación en lugar de la otra, como si se hubiera querido elegir una en detrimento de la otra (Goethe, Las afinidades electivas, cap. IV).

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Volviendo a Löwy, además de no referirse a una relación causal, el filósofo franco-brasileño considera que la afinidad electiva puede comportar distintos niveles o grados que organiza de la siguiente manera: 1. Nivel de la afinidad o correspondencia: empleado por Lucien Goldmann, Emanuel Swedenborg y Charles Baudelaire, entre otros. Es una analogía estática, que crea la posibilidad pero no la necesidad de una convergencia activa. 2. Nivel de la elección: implica una mutua elección activa de dos configuraciones socioculturales. Aquí la afinidad comienza a devenir dinámica pero permaneciendo ambas estructuras separadas una de la otra, “[e]s en este nivel (o en la bisagra entre él y el nivel siguiente) que se sitúa la Wahlverwandtshaft entre ética protestante y espíritu de capitalismo de la que habla Weber” (Löwy, 2018: 16). 3. Nivel de la articulación, combinación o alianza: en él están implicadas las distintas modalidades de unión, en la que se encuentran la llamada “simbiosis cultural”, la fusión parcial y la fusión total del enlace químico. 4. Nivel donde aparece una figura o sustancia nueva: según Löwy en este nivel se encuentra la analogía de la novela de Goethe y está ausente en los análisis weberianos. Lo más importante que Löwy resalta, es que para Weber “la afinidad electiva articula estructuras socioculturales (económicas y/o religiosas) sin que haya formación de una sustancia nueva o modificación esencial de los componentes iniciales aún si la interacción tiene consecuencias eficaces, particularmente al reforzar la lógica propia de cada figura” (14). Por otro lado, es necesario que haya una distancia previa entre ambos componentes y hay que tener en cuenta que la afinidad electiva no se da en el vacío, ni puede considerarse meramente espiritual, ya que tienen que darse condiciones históricas, sociales y económicas concretas que favorezcan la relación. Si analizamos la propuesta echeverriana de la existencia de una afinidad electiva entre el barroco proveniente de Europa y las formas de la vida cotidiana en América Latina a la luz de estas reflexiones de Löwy, parecería que la misma se daría en el nivel 3 de la combinación, articulación o alianza. Por un lado porque ante la resistencia de Echeverría a utilizar definiciones sustancialistas, estaría vedado el nivel 4 donde se habla de la aparición de una sustancia nueva, y por otro, porque el término “alianza” del nivel 3 parecería dar cabida a la consideración que hace Echeverría de esta articulación como una estrategia de supervivencia:

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Este procedimiento, conocido como la estrategia del mestizaje cultural, y según el cual las formas vencedoras son reconfiguradas mediante la incorporación de las formas derrotadas, es un comportamiento en el que el principio formal barroco puede reconocerse con total claridad (Echeverría, 2006: 165).

3 Los códigos de la modernidad barroca Isaac García Venegas (2012) resalta cómo según Echeverría, las sociedades novohispanas de los siglos XVI y XVII y en especial los indígenas de las ciudades, se lanzaron de esta manera a recuperar el goce de la vida que la realidad material les negaba sistemáticamente, y que “no se trató de un plan ni de un programa, sino de un hacers(se) espontánea y cotidianamente” (2012: 43). Ellos fueron los que aceptaron los códigos del vencedor –las formas barrocas– como una manera de vivir lo invivible de una situación que cada día amenazaba con empeorar. Pero en este tomar el código ajeno, lo retrabajaron de tal manera que el mismo código asumido terminó modificándose radicalmente en su interior en el proceso de “codigofagia” que Echeverría describe en La modernidad de lo barroco (2005: 55). Así, esta afinidad electiva es una articulación de estados de código y no implica el encuentro de sustancias anquilosadas que tengan un modo invariable y único de aparición. Aquí vale la pena volver a enfatizar la centralidad e importancia que Echeverría otorga a los abordajes semióticos a la hora de explicar o dar cuenta acerca de los fenómenos históricos, económicos y culturales. Ni el mestizaje cultural, ni la afinidad electiva entre lo barroco y las sociedades americanas, deben explicarse como mezcla o emulsión de moléculas, tampoco como injertos ni como cruces genéticos entre identidades distintas. La reflexión sobre estos temas, dirá Echeverría, debe dejar de lado la perspectiva naturalista que la ha caracterizado y hacer suyos los conceptos que el siglo XX ha desarrollado para el estudio específico de las formas simbólicas: Si la identidad cultural deja de ser concebida como una sustancia y es vista más bien como un “estado de código” –como una peculiar configuración transitoria de la subcodificación que vuelve usable, “hablable”, dicho código–, entonces, esa “identidad” puede mostrarse también como una realidad evanescente, como una entidad histórica que, al mismo tiempo que determina los comportamientos de los sujetos que la usan o “hablan”, está siendo hecha, transformada, modificada por ellos (Echeverría, 2005: 31).

El barroquismo latinoamericano sería así, no una identidad que compartirían de igual manera todos los habitantes del continente, sino más bien una “peculiaridad de la cultura latinoamericana” (Echeverría, 2006: 199), una cierta co-

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pertenencia, una homogeneidad, una unidad dentro de la diversidad y pluralidad de lógicas de comportamiento que se dan en sus diversas regiones y geografías. Echeverría va a sostener que esta pluralidad identitaria en contra y dentro de una unidad, tiene dos causas. En lo que se refiere a la forma, “esta peculiaridad se debe a lo que podríamos llamar la adopción práctica, la asunción en la vida cotidiana de una ‘convivencia en mestizaje’ como estrategia predominante de la reproducción de la identidad social” (198) y en relación a los contenidos, observa la presencia de “distintos estratos de experiencia histórica concreta” que fueron dejando –a partir de ese mestizaje– diversos proyectos de modernidad y esbozos de identidades evanescentes que surgieron muchas veces simultáneamente unos con otros. El modo en que a partir de finales del siglo XVI, las mujeres y hombres del continente americano –tanto indígenas como criollos– decidieron reproducir la vida material y discursiva, el modo en que eligieron hablar y usar los subcódigos existentes, fue un modo que no sólo no negó la multiplicidad de formas y variables al hacerlo, sino que principalmente la alentó. Echeverría va a caracterizar esta decisión –este cultivo dialéctico de la pluralidad en los usos y las formas– como un rasgo positivo que destaca en medio de tanta miseria y sufrimiento histórico. Miseria y sufrimiento, provocados por los distintos fundamentalismos identitarios, que, la mayoría de las veces, adquieren rasgos suicidas. Por el contrario, en el mestizaje, “[l]a afirmación de una unidad que no niega, sino reproduce la pluralidad puede ser vista como un destino favorable de la cultura de América Latina, puesto que es un rasgo afirmador de la vida” (197). Y así como esta elección del mestizaje y del diálogo, se dio concretamente como una estrategia de supervivencia de los indígenas de las ciudades americanas, Echeverría también sostiene que la propia modernización promueve la interpenetración de distintas formas identitarias y su articulación recíproca. Por un lado, debido a la particularidad de un mercado mundial que requiere del contacto fluido entre los distintos grupos, y por otro, porque la modernidad misma implica una crisis global de todas las formas arcaicas de identidad, en la medida en que éstas se erigieron bajo las condiciones de escasez que desaparecieron con el proceso de modernización. La particularidad de América Latina radica, también, en que la no convergencia absoluta con la armazón económica de la modernidad capitalista, su continuo atraso en materia económica, ha dado lugar a la aparición de “muchas modernidades latinoamericanas, muchos intentos o proyectos de modernidad que se probaron en su época, y que tal vez entonces fracasaron, pero que no obstante quedaron como propuestas vivas de organización social extendidas por toda la geografía del continente” (208). Y de entre esas muchas modernidades –la ilustrada, la republicana o nacional y la neoliberal globalizada (209)– será la modernidad barro-

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ca la que con más impacto ha dado forma a los distintos pueblos del continente y continúa operando hasta el día de hoy. El barroquismo americano, la afinidad entre las formas barrocas y la vida cultural de muchas regiones de América Latina, es entonces, para Echeverría, uno de los modos en que se eligió y aún se elige vivir la modernidad en el continente, el modo en que se habló y habla, y se transmitió y transmite, la novedad de un mundo que es rico en recursos y generoso en sus bienes. Fue el primer modo y el más persistente. Aquél que se alegró y regodeó en el continuo despliegue de formas como una manera de amortiguar el peso de lo que también –y paradójicamente– este nuevo mundo había destruido. Un modo que no buscó estandarizar o sintetizar, sino que por el contrario, luchó y aún lucha por ampliar, innovar y experimentar las distintas formas de desanudar y desencadenar lo bueno en medio de lo malo, y que también aún insiste en “inventarse una vida dentro de la muerte” (214).

4 La forma del proyecto jesuita y del culto guadalupano Haciendo énfasis, por un lado en el aspecto formal y por otro, en la pluralidad de los modos posibles que configuran una identidad o una cierta unidad de comportamiento social, es que habría que leer la propuesta de Echeverría de la reivindicación del proyecto jesuítico dentro de América, como así también, la especificidad del guadalupanismo mexicano. Lejos está Echeverría de querer consolidar el grupo de contenidos doctrinales, creencias y obediencias que giran en torno a la religiosidad católica, lejos está también su propuesta de buscar reivindicar un tipo de ejercicio de poder o de dominación que utiliza valores espirituales para disciplinar cuerpos y almas. El proyecto jesuita y el guadalupano, son abordados en cuanto estrategias barrocas de respuesta ante situaciones de amenaza o crisis de los núcleos asumidos, hasta un cierto momento, como partes incuestionables de una manera de vivir en el mundo. Sucesos de la historia fáctica, que no habilitan un análisis de derecho, de necesidad o de causalidad, y que no pueden ser asumidos como si un principio esencial les hubiera dado el fundamento para su despliegue. Son momentos de la historia que Echeverría elige focalizar, no tanto para encontrar en ellos las razones que los justifican, sino para resaltar la contingencia que los atraviesa. Son instantes de un discontinuum que tuvo lugar en un espacio y un tiempo determinados, y que sólo desde su estructura formal podrían extrapolarse a otros tiempos y latitudes. De ahí que toda lectura esencializante o ahistórica sobre la Compañía de

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Jesús o sobre el culto a la Virgen de Guadalupe no acierte a ahondar en el sentido que estos estudios ocupan en la obra echeverriana. No son las totalidades lo que Echeverría rescata, sino algunos de los gestos que –analizados desde determinado ángulo– posibilitan subrayar los aspectos de autonomía que toda historia, por más hostil que se presente a la emancipación, aún preserva. La importancia de la presencia de los jesuitas en suelo americano, sostendrá Echeverría, es la de un proceso que es un “proyecto de construcción de una modernidad, de un proyecto civilizatorio moderno y al mismo tiempo – ¿paradójicamente?– católico” (2005: 58); y por eso la mejor manera de decir este proceso es “con conceptos o palabras que tienen que ver con procesos de reconstrucción o reconstitución(p. 68). El modo o corte barroco de la estrategia jesuita que impera en las reducciones indígenas y pervive en el proyecto criollo mestizo, estuvo destinado a re-estructurar el mundo de la vida radical y exhaustivamente, desde su plano más bajo, profundo y determinante –donde el trabajo productivo y virtuoso transforma el cuerpo natural, exterior e interior al individuo humano–, hasta sus estratos retrodeterminantes más altos y elaborados –el disfrute lúdico, festivo y estético de las formas (73).

Son los modos y las formas anclados en la vida cotidiana y ordenados a preservar el elemento vivo de esa cotidianidad, los que Echeverría rescata del proyecto jesuita: la educación de la élite criolla, el manejo de la primera versión histórica de un capital financiero, el cultivo de las ciencias, la implementación de innovaciones técnicas y la introducción de métodos inéditos de organización de los procesos productivos y circulatorios (72). Al mismo tiempo, los jesuitas promovieron el encuentro e intercambio entre los saberes indígenas y los suyos propios traídos de Europa, y aprendiendo las lenguas originarias y enseñando el español, mezclaron e imbricaron subcódigos que colaboraron en el proceso de mestizaje que ya se había iniciado. En suma, los jesuitas practicaron y propusieron a los habitantes de América, un modo de enfrentar el día a día después de la aniquilación, abrieron la posibilidad de la supervivencia, aún cuando lo hicieron bajo el signo, que si bien ahora representaba la vida, en un primer momento había traído muerte y destrucción. De esta manera, dirá Echeverría, los jesuitas levantaron una modernidad alternativa, a partir de las ruinas de las civilizaciones pre-modernas destruidas, actuando con rapidez, espíritu práctico e inteligencia. Echeverría valora la presencia y acción jesuita en América, no por el contenido doctrinal teórico y espiritual que los misioneros enseñaron, sino por la estructuración formal que de la vida promovieron. Formalización que en su barroquismo, no sólo pudo obviar los límites de ese mismo contenido

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doctrinal, sino que, yendo más allá, habilitó e inauguró modos de una vida nueva y posible para sus habitantes. Será también la forma barroca de comportamiento la que Echeverría rescata de “esa peculiar exageración del culto católico mariano que se encuentra específicamente en el ‘guadalupanismo’ de los indios mestizos y de los criollos mexicanos ya a partir del siglo XVI” (2010: 196). Cuando la antiquísima costumbre macehual de peregrinar desde tierras lejanas hacia el cerro del Tepeyac para venerar a la diosa Tonantzin, fue retomada veinte años después de la caída de Tenochtitlan para adorar, ahora, a la Virgen María del culto católico, lo que se estaba inaugurando era una estrategia de sobrevivencia en un mundo definitivamente transformado. Esta “alteración de la religiosidad cristiana llevada a cabo por los indios guadalupanos” (200) es el ejemplo más claro, según Echeverría, del comportamiento barroco que se extendió en las sociedades latinoamericanas, así como también el modo con que los indígenas reconstruyen, a su manera, la civilización europea. Y será bajo el auspicio –no exento de eclesiásticos adversarios– de los teólogos jesuitas que este peculiar mestizaje religioso permitió a los indios, adoptar un nuevo modo de vivir sus creencias y espiritualidad de una manera que resguardó algo de las tradiciones y costumbres de su antigua identidad evanescente ya casi desaparecida. Esta religiosidad atrajo, también e inmediatamente, a los mestizos y criollos que encontraron solaz y amparo bajo las características más familiares y cercanas de un culto que era, para ellos, el mismo culto, pero sin embargo otro. Así, para Echeverría, el texto Nican mopohua (Aquí se relata), redactado en el 1556 por el indio Antonio Valeriano en el Colegio de Tlaltelolco que relata la aparición de la Virgen María al indio macehual Juan Diego, es el primer y privilegiado testimonio de cómo dos grupos humanos enfrentaron de manera barroca la crisis identitaria que significó nacer en suelo americano en los siglos XVI y XVII. Fueron dos proyectos que respondieron a la misma crisis para preservar la vida en medio de la muerte y para no sucumbir a las circunstancias adversas: “el proyecto básico de los indios huérfanos de su mundo aniquilado y el proyecto reflejo de los españoles expulsados del suyo” (206).

5 Luces y sombras del barroquismo americano De suma actualidad e interés resultan estas reflexiones echeverrianas para abordar la compleja realidad que el continente americano atraviesa en estos años aciagos. Los últimos tiempos son testigo de cómo se han potenciado aquellas problemáticas históricas que ya de por sí revestían manifestaciones de gra-

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vedad: pobreza, corrupción, violencia doméstica, trabajo y maltrato infantil, femicidios, ecocidios, narcotráfico, desigualdad, etc. Vivir hoy en América Latina implica, como en siglos precedentes, principalmente un sobrevivir. Y la persistencia de la respuesta barroca asume hoy, como ayer, sus luces y sus sombras, sus fulgores y sus infamias. Así como Echeverría propone, por un lado, al mestizaje cultural, al proyecto civilizador jesuita y al culto guadalupano como manifestaciones luminosas del barroquismo americano, y por otro, como su contracara oscura, al narcotráfico y la corrupción económica y política, propondré –siguiendo el procedimiento echeverriano de leer en algunas obras ficcionales lo que tienen de documento de cultura y de barbarie2 – dos ejemplos que exponen y demuestran la persistencia de la estrategia barroca en nuestro continente. La novela Demasiado odio (2020) de la escritora y socióloga mexicana Sara Sefchovich y el film paraguayo 7 cajas (2012) de los directores Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, describen con detalle y profundidad algunas de las situaciones de la vida cotidiana en América Latina. Es claro que Demasiado odio encuentra su fuente y motivo en contextos y situaciones reales. La escritora ha explicitado cómo su novela fue la consecuencia del trabajo de campo realizado para su libro anterior: Para escribirlo, viajé por todo México, me reuní con grupos de madres a quienes preguntaba cómo veían esta situación y pedirles que ayudaran; que su trabajo como madres era impedir que sus hijos entraran al mundo del narcotráfico. Para mi sorpresa, en todos los grupos con los que me reuní durante casi dos años encontré que las madres no estaban dispuestas a sacrificar los beneficios que reciben de la delincuencia aun a costa de que pueden encarcelar y hasta matar a sus hijos (2021: s/n).

Como las madres reales, la protagonista de la novela, Beatriz, es incapaz de responder a los planteos del Poncho que le expone las alternativas de su vida y la de muchos jóvenes en América Latina. Para este joven inserto en la mafia, las opciones para la gente de su edad son solo dos. La primera, embarcarse en una vida honesta sostenida en el esfuerzo: ir a la escuela “a aprender cosas inútiles”, trabajar atado a una máquina, a un escritorio, a un volante, a un mostrador, ser prostituta o empleada doméstica en casas de lujo por un sueldo miserable, para después –en todos los casos– esperar horas y horas el transporte público y llegar a una vivienda minúscula, sin agua, sin privacidad, rodeada de ruidos y olores ajenos (Sefchovich, 2020: s/n). La segunda, disfrutar de una vida, que si bien tal vez breve, se sabe con los mismos derechos que ostentan

|| 2 Es especialmente en Ziranda (2019), donde Echeverría despliega -a través del comentario a obras literarias y cinematográficas- esta método de exposición y análisis.

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los ricos: tener dinero, ropa, joyas, amantes, el último teléfono celular, una televisión con pantalla gigante, viajes al Caribe, autos. La novela nos sumerge en las subjetividades de quienes eligieron seguir el canto de las sirenas, los oropeles y las fantasías de grandeza. De quienes han encontrado una forma de vivir lo invivible, de afirmar la vida en medio de la muerte y de reconstruir su cotidianeidad a pesar de los despojos, las mutilaciones y cadáveres que su estilo de vida acarrea. Cual faz oscura de la estrategia barroca de sobrevivencia, Demasiado odio nos muestra hasta qué punto la corrupción y la violencia están presentes, como un riesgo permanente que acompaña nuestro barroquismo y cultura particular, en todas las capas y dimensiones de la vida familiar, social y política. Por otro lado, 7 cajas si bien tiene por protagonistas a dos jóvenes que están en la periferia de las bondades de la oferta capitalista –de las cuales les gustaría disfrutar– muestra, por el contrario, el lado luminoso del barroquismo de algunos de los habitantes del famoso Mercado 4 de la ciudad de Asunción de Paraguay. Víctor y Liz son dos adolescentes que se embarcan en una situación llena de riesgos y contratiempos a raíz de las ansias del primero por conseguir el dinero que le permitirá comprar el teléfono celular con cámara de video que su hermana le ha ofrecido. Ambos deambulan por los infinitos pasillos de una feria que es literalmente un laberinto con las siete cajas que contienen –sin que ellos lo sepan la mayor parte del tiempo– el cadáver desmembrado de la mujer de un comerciante sirio-libanés. En un contexto lleno de corrupción, violencia y competencia por los pocos recursos en juego, la astucia de Víctor y Liz, sin perder nunca su bondad e inocencia, va sorteando obstáculos y logrando los objetivos. La película sumerge al espectador en el submundo del comercio informal de tantas de las grandes ciudades sudamericanas, donde el guaraní, el español y el regateo son las lenguas del intercambio. En los lindes de un capitalismo avanzado que introduce su tecnología de punta en la vida e imaginarios de habitantes que, en otros aspectos, conservan tradiciones ancestrales, mujeres y varones latinoamericanos afirman la vida en medio de los límites y las carencias. Como también lo hacen esos adolescentes de la ciudad de México que invaden las aceras de cerámicos pulidos para ensayar, en grupo y con sus equipos de música portátiles, sus coreografías urbanas. Ante las gigantescas placas de vidrio espejado de los edificios de oficinas en las inmediaciones del Monumento a la Revolución, casi desolados los fines de semana, como si de la toma del Palacio de Invierno se tratara, los y las bailarinas construyen sus propios y efímeros estudios de danza en ese respiro que se toman los intereses bursátiles. Algo parecido a esto que observé durante mi estadía en la ciudad de México en el invierno de 2017, también se pudo ver aquí, en la Patagonia donde vivo. Cuando

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a fines del año 2013 se inauguró la inmensa sucursal del supermercado más importante de la zona, con un estacionamiento con entradas y salidas de un asfalto liso e impecable, el lugar fue literalmente invadido por niños, niñas y jóvenes con sus patinetas, skates, bicicletas y rollers. Hicieron falta portones, alambradas y carteles para frenar la concurrencia y no fue hasta entrado el 2020 que la municipalidad de Bariloche inauguró el Skatepark a las orillas del Lago Nahuel Huapi para responder a una demanda y necesidad crecientes. El barroquismo en América es, por lo tanto, el conjunto de maneras particulares e históricamente determinadas, con que sus habitantes enfrentan desde el siglo XVI las circunstancias y realidades que se les van presentando. Implica ciertos rasgos generales afines al arte barroco y en especial su tendencia a la formalización, estetización y organización de la vida cotidiana según principios de reconstrucción a partir de las ruinas y escombros de una vida, una costumbre y una creencia aniquiladas. Sin obligar o determinar, dispone a dar respuesta a las adversidades, enfatizando en las posibilidades para la continuación de la vida, su disfrute y su sentido. Posibilidades abiertas no sólo por el arte sino también por una actitud que afirma, festiva y lúdicamente, la materia, el cuerpo y el encuentro con el otro y sus diferencias. Hablar de una América de por sí barroca, no es entonces, afirmar una propiedad esencial o sustancial, un rasgo que sería siempre positivo y luminoso, sino hacer referencia a la constante pero también evanescente oportunidad que se le presenta a sus habitantes –por haber sido un modo ya transitado con radicalidad en el pasado– de aceptar la invitación de habitar en el mundo, desde unos modos y principios particulares. Unos que, en su mejor versión, no aceptan el lado bueno de lo malo, pero que tampoco proponen instalarse en lo malo de lo malo. Unos que ensayan, una y otra vez, en la cotidianidad y en el transcurrir de los días comunes, formas alternativas que permiten construir y desanudar lo bueno, a pesar de todo lo malo (Echeverría, 2006, 165).

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El barroco y la descolonización de América Latina El aparecimiento del ethos barroco en América tiene que ver directamente con el hecho de la Conquista, con la destrucción que hace el mundo europeo de los mundos americanos para ponerse en su lugar. […] Tiene que ver sobre todo con el modo como los indios americanos sobrevivientes se inventan una manera de sobrevivir. Bolívar Echeverría, Vuelta de siglo.

1 La formación de la cristiandad moderna. Su vínculo con el ethos realista y el ethos barroco La génesis de la modernidad se dio a partir de un principio no moderno: la divulgación del cristianismo. En efecto, si aceptamos que su inicio fue a partir del llamado “Descubrimiento de América”, podemos observar que las decisiones políticas detrás del mismo mostraban en su superficie la justificación moral y religiosa de difundir los evangelios a todas las naciones, planteamiento que lleva implícita la simiente de la universalidad, de la necesidad de dialogar con todos los pueblos, de recorrer el orbe entero. Como es bien sabido, desde el siglo IV, a partir del gobierno de Constantino, el cristianismo comenzó a penetrar en las esferas del poder político hasta convertirse en religión oficial del imperio romano con Teodosio, en el Edicto de Tesalónica, en el año 380. Esto último, por supuesto, no era un asunto doctrinal, sino una ganancia superviniente descubierta al calor de la lógica imperial, que entendió podría convertirla en parte sustantiva del expansionismo imperial. En esa lógica, siglos después, en la etapa que llamamos Edad Media, Enrique de Susa, conocido como El Hostiense (1200-1271), hizo un influyente planteamiento según el cual el papa tenía jurisdicción universal al ser representante de Cristo, redentor del género humano, por lo cual los gobiernos de los infieles estaban a su disposición (Zavala,

|| Mario Ruiz Sotelo, Universidad Nacional Autónoma de México https://doi.org/10.1515/9783111208909-018

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1993: 26). Fue esa fundamentación imperialista y medieval la que estaba detrás tanto de las Capitulaciones de Santa Fe (1492), con las que los Reyes Católicos se sintieron autorizados a convertir a Cristóbal Colón en gobernante de los territorios que encontrara a su paso al Oriente por la vía occidental, como de las bulas emitidas en 1493 por Alejandro VI, donde otorga a dichos gobernantes potestad sobre los territorios “descubiertos” en la travesía. Los viajes de Colón y los que le sucedieron en consecuencia conformaron por primera vez una economía-mundo, un sistema mundial propiamente dicho, en el que se signa un orden moderno propiamente dicho (Wallerstein, 2003). Se desarrolla así la etapa temprana de la Modernidad, donde Europa saldrá de su carácter periférico con respecto del poderío musulmán, transforma el antiguo Mare Tenebrosum en el Océano Atlántico y en él descubre la cuarta parte del mundo, con la cual desarrollará una relación colonial inédita que le proporcionará la ventaja comparativa respecto a China, India y los propios musulmanes, iniciando el proceso que los llevaría a convertirse en el centro económico mundial. Así pues, capitalismo, colonialismo y eurocentrismo conformarán una urdimbre en la cual podemos entender los principios de fundamentación de la modernidad (Dussel, 1998: 57)1. Como hemos advertido, la difusión del cristianismo fue presentada como la cara que le daba legitimidad al colonialismo español y lusitano, por lo que todos los llamados conquistadores argumentan con claridad su aparentemente profunda religiosidad. Junto con ella, sin embargo, no podrán ocultar una intención paralela, acaso más importante que la primera: su incesante búsqueda de oro. Desde las propias Capitulaciones de Santa Fe se decreta que Colón podrá tener posesión de la décima parte de las “perlas, piedras preciosas, oro, plata” que pudiera adquirir por cualquier medio, por lo que el Almirante, casi literalmente desde que puso pie en tierra, fijó ahí su principal interés. En su Diario de a bordo, señala, apenas el 13 de octubre, en la isla de Guanahani: “aquí nace el oro que traen colgado en la nariz”, y dos días después relata sin inhibiciones cómo recibió el crepúsculo: “Y casi al poner el sol surgía acerca del dicho cabo por saber si había allí oro, porque estos que yo había hecho tomar de la Isla de San Salvador me decían que ahí tenían manillas de oro muy grandes a las piernas y a los brazos” (Colón, 2000: 109-112). Es difícil creer que en tan poco tiempo Colón haya podido comunicarse con los taínos con tal claridad, así que esta

|| 1 Bolívar Echeverría sitúa el origen de la Modernidad en la Europa de los siglos XII y XIII (Echeverría, 2000: 58). Por su parte, Enrique Dussel acepta que, si bien se origina en las ciudades europeas medievales, “nace” cuando Europa se confronta con el Otro, a partir de 1492 (Dussel, 1994: 10). En el presente trabajo enfatizaremos, en este aspecto, la hipótesis de Dussel.

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conclusión, como muchas otras, fue muy probablemente producto de su propia imaginación, que le hacía ver lo que quería oír. Unos años después, en 1519, cuando los españoles invadían el territorio cercano a Tenochtitlan, su gobernante Motecuhzoma trató de evitarles el paso enviándoles presentes, y de acuerdo con los nahuas que recuperaron la escena para Bernardino de Sahagún, “les dieron a los españoles banderas de oro. […] Y cuando les hubieron dado esto, se alegraron mucho. […] Como si fueran monos levantaban el oro. […] Como que cierto es que eso anhelan con gran sed. Se les ensancha el cuerpo por eso, tienen hambre furiosa de eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro” (León-Portilla, 2016: 64). Escenas similares se repetirían en Cajamarca (Perú), cuando Francisco Pizarro y Diego de Almagro sometieron al Inca Atahualpa, a quien “tomaron toda la riqueza del templo del sol y de Curicancha y de Uanacuari, muchos millones de oro y plata, que no se puede contar, porque sólo Curicancha [tenía] todas las paredes y la cobertura y suelo y ventanas, cuajado de oro” (Guaman, 2005: 295). Quedó claro desde el principio que la evangelización siempre estuvo subordinada a la búsqueda de oro; que la primera se convirtió en un medio de legitimación, un pretexto para la consecución de la segunda. Así pues, las llamadas “guerras de conquista” fueron en realidad guerras por los metales preciosos, el oro y la plata, y por la mano de obra del propio mundo invadido, antiguos propietarios que se convertirían por tal acontecimiento en mano de obra gratuita o barata, en el mejor de los casos. Se expresaba así una actitud fundacional de la Modernidad, pues, siguiendo a Tzvetan Todorov, “la pasión del oro no tiene nada de específicamente moderno. Pero lo que sí es más bien moderno es esa subordinación de todos los demás valores a éste” (Todorov, 2003: 154). Tal subordinación, paradójicamente, se desarrollará con una lógica también religiosa, pues la concepción de la vida misma girará en torno de ella. Sin embargo, esa religiosidad no se abocará a la divinidad cristiana, sino justamente a la que le rinde culto al oro. Ésa fue la interpretación de Bartolomé de Las Casas (14841566), quien al comentar las masacres que Nuño de Guzmán llevaba a cabo en Michoacán, señaló: “Comenzó a hacer las crueldades y maldades que solía, e que todos allá tienen por costumbre, e muchas más, por conseguir el fin que tienen por dios, que es el oro” (Las Casas, 1997: 99). Una nueva deidad había surgido, y ante ella eran pocos los que podían permaneces ateos, como Las Casas. El dios que irrumpía era terriblemente sanguinario, y de tal modo podía controlar la convicción de su culto, que los nuevos sacrificados pasarían casi desapercibidos, a diferencia de los que habrían hecho los pueblos “barbaros”. La doctrina cristiana había quedado relegada a grado tal que el cristianismo de los propios invasores carecía ya de toda relevancia práctica: “Por la cudicia que

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tienen por el oro, han vendido y venden hoy en este día e niegan y reniegan a Jesucristo” (Las Casas, 1997: 113). Eso significaba que todas las guerras contra los indios no fueron guiadas por el apóstol Santiago, como solía creerse, sino que “fueron todas diabólicas e injustísimas e mucho más que de ningún tirano se puede decir del mundo” (Las Casas, 1997: 37); es decir, no entró al auxilio de los españoles el citado apóstol, sino el mismísimo demonio. El cristianismo había pasado a tener un papel de subordinación, un mero pretexto, una ideología justificadora de la guerra y el genocidio contra pueblos ante los cuales no había motivo legítimo para atacarlos. Esta penosa situación podemos clarificarla con el señalamiento terminante de Soren Kierkegaard: “La cristiandad ha abolido el cristianismo sin siquiera darse cuenta” (Kierkegaard, 2009: 60). En efecto, lo que podemos observar en ese momento podemos llamarlo la cristiandad moderna, un componente de la ontología de la modernidad que renunció al cristianismo originario para darle paso a un régimen de despojo y aniquilamiento, donde se sustituía la salvación por la ilusión de lo que después sería llamado progreso. La cristiandad moderna, a diferencia de la romana, que luchó contra los paganos, y de la medieval, que lo hizo contra los musulmanes, la emprendería contra los pueblos indoamericanos y africanos para apropiarse de sus territorios, explotar sus recursos y mano de obra y articular así una nueva forma de acumulación de riqueza que le daría forma al capitalismo moderno. Las Casas descubre así la irrupción de la cristiandad moderna, misma que predicaba, en su juicio, un falso cristianismo, una religión fetichista que pretendía trastocar los fundamentos cristianos para conciliarlos con la violencia colonialista, que tenía por objetivo el enriquecimiento personal de los invasores españoles. De acuerdo con Enrique Dussel (1934), en el fetichismo el dinero opera como el Anticristo: “Mientras Cristo era la ‘figura divina’ y se alienó asumiendo la ‘figura de siervo’, el dinero (en movimiento contrario), siendo de ‘figura de siervo’, se transforma en ‘dios’ (el fetiche). Cristo se humilló, bajó; el dinero sube, se diviniza” (Dussel, 2017: 28). El colonialismo, pues, predicaba un cristianismo fetichizado que promovía el despojo de las propiedades de las comunidades de las naciones indoamericanas para así desarrollar la acumulación originaria de capital, con la cual los llamados conquistadores tendrían acceso a una riqueza individual a la que no podrían aspirar en el mundo europeo. América se conformaba así en el centro que posibilitaba en nexo modernidad-colonialidad-capitalismo, todo ello articulado con la legitimación formulada por la fetichización del cristianismo promovido por la cristiandad moderna. Ahora bien, tal razonamiento necesitó también de la descalificación de la condición humana de los habitantes originarios de América a fin de justificar su desposesión. Muy tempranamente se argumentó, sobra la base de la filosofía

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aristotélica, de la condición de servidumbre natural de los pueblos aludidos, lo mismo por John Mair, de la Universidad de París, en sus Sentencias de Pedro Lombardo (1510); Juan López de Palacios Rubios, redactor principal de las Leyes de Burgos (1512) o por Gonzalo Fernández de Oviedo, autor de la célebre Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano (1535), por hablar de los primeros que trataron el tema. Tal concepción se haría dominante de alguna manera, y contra la misma se desarrolló en 1536 una junta de autoridades eclesiásticas en la Ciudad de México, donde intervinieron Las Casas, el obispo Juan de Zumárraga, Vasco de Quiroga y Toribio de Benavente, Motolinía. Los resultados de sus deliberaciones fueron asentados en tres actas que a su vez fueron llevadas a Roma, para ponerlas a consideración del Papa Paulo III (Parish: 34-36). Éste, impactado por lo discutido en México, un año después, promulga su famosa bula Sublimis Deus donde hace una condena a la ideología que justifica la colonización, de la cual deslinda explícitamente al cristianismo que representa: El Enemigo del mismo género humano […] inventó un modo nunca oído hasta ahora, para impedir que la palabra de Dios se predicase a los gentiles para que se salvasen. Pues incitó a algunos satélites suyos que, con deseo de saciar su codicia, osan afirmar a menudo que los Indios occidentales y meridionales […] deben servirse a nuestro servicio como brutos animales […] y los reducen a la esclavitud (Parish: 311).

El “Enemigo” que parece haber conducido el proceso colonizador sería el propio Anticristo, el cual, en efecto, habría generado una religiosidad que fetichizaba el cristianismo y con éste pretendía justificar el despojo y la esclavitud de los habitantes originarios de América. Lo anterior con el objetivo de que pasen a “nuestro servicio”, es decir, no sólo de los encomenderos, sino de un “nosotros” donde estaría incluido el mundo europeo en su conjunto, incluyendo la propia sede de la Iglesia, con lo cual Paulo III advierte ya el carácter sistémico del modo de producción recién formado. En contraposición, y como muestra inequívoca de su rechazo a la versión fetichista propagada por el colonialismo moderno, el Papa advierte que los indios: No están privados ni se deben privar de su libertad ni del dominio de sus cosas; más aún, que pueden lícitamente disfrutar, poseer y gozar de la libertad y de tal dominio, y no se deben reducir a la esclavitud. Y cualquier cosa que se hiciera al contrario, resulta inválida, nula, y de ninguna fuerza ni valor. Y que los mismos Indios y otras gentes deben ser atraídos a la dicha Fe de Cristo por la predicación de la palabra de Dios y el ejemplo de la buena vida (Parish, 1996: 311-312).

Así pues, la máxima autoridad del cristianismo descalificaba la duda respecto de la racionalidad de los pueblos indoamericanos, a quienes además reconoce

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como libres y legítimos propietarios de sus bienes. En consecuencia, toda aquella práctica o prédica que justificara la guerra colonialista y la consecuente sujeción de sus habitantes debía ser considerada como ajena a la religiosidad certificada por la Iglesia de Roma. En ese momento, el papa advierte ya dos falsos cristianismos: el luterano y el insertado en el colonialismo en las Indias. Era, pues, una religiosidad en la cual se promovía la acumulación de bienes, la negación de la forma de producción comunitaria para sustituirla por una capaz de explotar el trabajo por la vía del trabajo forzoso, ya de los propietarios originarios o de los esclavos secuestrados de África. El documento papal estuvo lejos de terminar la discusión del tema. Su difusión en tierras españolas fue limitada y subrepticiamente, cuestionada. Uno de esos cuestionamientos lo podemos identificar nada menos que en el distinguido filósofo de Salamanca Francisco de Vitoria (1483-1546), quien, en su célebre relección De Indis, (1539) acepta, en una primera parte, los derechos de los indios, y en otra, los de los colonialistas españoles. Entre éstos destaca un título que debe ser considerado quizá el planteamiento más precoz en favor del libre mercado y de la explotación colonialista: Es lícito a los españoles comerciar con ellos […] importándoles los productos de que carecen y extrayendo de ahí oro o plata u otras cosas en que ellos abundan; y ni sus príncipes pueden impedir a sus súbditos que comercien con los españoles, ni, por el contrario, los príncipes de los españoles pueden prohibirles el comerciar con ellos (Vitoria, 1975: 90).

Se trata de un principio que postula la libertad comercial como una especie de derecho natural, donde el Estado no tiene derecho a intervenir y donde, adelantándose a Adam Smith, el intercambio parecería regirse por una especie de “mano invisible”. Por supuesto el énfasis está cifrado en la explotación del oro y la plata, los metales preciosos, que una vez más queda expuesto como el principal motivo de la intervención colonialista. Ahora bien, como suele ocurrir con los argumentos en favor de la libertad comercial, encierra una trampa, que también parece invisible. El supuesto es que hay comerciantes en circunstancias iguales, dispuestos a beneficiarse de su contraparte, con quienes intercambiarán bienes equivalentes. Nada de eso ocurría en 1539 en las Indias, entre colonialistas españoles y pueblos originarios. Lo que entonces se llevaba a cabo era una ocupación colonial donde los encomenderos habían establecido un sistema de explotación minera en el que predominaba el trabajo forzoso y esclavo de los integrantes de los pueblos indoamericanos, así como de esclavos que habían sido secuestrados de África. El planteamiento de Vitoria tenía la clara pretensión de justificar teóricamente una situación de facto donde los colonizadores invadieron y se apropiaron de territorios indoamericanos incluyendo población

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y recursos, elementos necesarios para el colonialismo y el incipiente capitalismo que ya se habían establecido como dominantes en aquel momento primigenio de la modernidad. Se manifestaba de esta forma un enfrentamiento entre una versión crítica del cristianismo, surgida desde la defensa de los pueblos originarios de América, contra otra, la de la cristiandad moderna, que articulaba argumentos de todo tipo para legitimar el orden económico colonial, misma que fue reprobada por el propio papa. Este cristianismo fetichizado estuvo lejos de ser desmantelado, y acompañó todo el proceso de colonización, sin que los llamados conquistadores sintieran el menor remordimiento de conciencia. El sujeto dominante de la modernidad, construido sobre la base del yo conquisto, yo despojo, yo poseo, se convirtió en un principio constitutivo de la subjetividad moderna (Dussel, 1994: 50-61), sustantivando un novedoso ethos que se imponía como dominante. Este elemento, pues, no parece lejano de lo que Bolívar Echeverría (19412010) llama ethos realista, inspirado en el principio teórico articulado por Max Weber. Según este último, el espíritu del capitalismo se construyó en función directa con la ética protestante. Así, el elemento central es “la determinación del influjo de ciertos ideales religiosos en la constitución de una “mentalidad económica” -de un ethos económico, apegándonos al caso preciso de los nexos de la ética económica moderna con la ética racional del protestantismo ascético” (Weber, 1984: 15). En ese sentido, el protestantismo habría fundamentado la modernidad capitalista, pues “Opuestamente a la concepción del catolicismo, lo característico y específico de la Reforma es el hecho de haber acentuado los rasgos y tonos éticos y de haber acrecentado el interés religioso otorgado al trabajo en el mundo, relacionándolo con la profesión” (Weber, 1984: 50). De ahí la identificación de este ethos con lo que Echeverría llama ethos realista, según el cual “Valorización del valor y desarrollo de las fuerzas productivas serían […] más que dos dinámicas coincidentes, una y la misma, unitaria e indivisible” (Echeverría, 1998: 38). De esa forma, la modernidad capitalista aparece como la única forma de producción viable, naturalizada por la visión religiosa construida a partir de la ética protestante. El catolicismo se habría quedado rezagado por no saber asimilar esta identificación, razón por la cual muchos autores como Kant2 identifican la Modernidad con el surgimiento de la Reforma. Ahora bien, como hemos expuesto, podemos reconocer elementos primigenios del capitalismo en el proceso de colonización español, que ciertamente no es protestante, y, articulado bajo el cristianismo católico, no obstante la des|| 2 Kant es prácticamente explícito al respecto en su famoso ensayo ¿Qué es Ilustración?

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aprobación de Paulo III, tuvo una innegable presencia y fue de hecho dominante en las colonias hispanoamericanas. Fue el propio Karl Marx quien dio cuenta de este fenómeno donde el cristianismo, en cualquier versión, cumple una función de justificación colonial moderna, para lo cual cita a William Howitt, quien hablaba incluso de un sistema colonial cristiano: Los actos de barbarie y los inicuos ultrajes perpetrados por las razas llamadas cristianas en todas las regiones del mundo y contra todos los pueblos que pudieron subyugar, no encuentran paralelo en ninguna era de la historia universal y en ninguna raza, por salvaje e inculta, despiadada e impúdica que ésta fuera (Marx, 1975: 940).

Esa barbarie no pretendía, por supuesto, difundir el cristianismo entre los pueblos invadidos, sino despojarlos de sus tierras y riquezas, constituyendo así la ya citada acumulación originaria de capital. Por lo anterior, podemos señalar que colonialismo, cristianismo, o mejor, cristiandad y capitalismo forman parte constitutiva de la Modernidad. Ahora bien, de acuerdo con la hipótesis que presentamos, el ethos realista propio del capitalismo del que habla Bolívar Echeverría no tiene precisamente en el protestantismo calvinista su primer momento, como lo plantea, siguiendo a Weber, sino justo en la religiosidad fetichista desarrollada por los conquistadores españoles que rendían culto al oro y cosificaban a los indios, según lo consignó el mismo papa. No obstante, es pertinente señalar que el ethos protestante consiguió desarrollar con mayor eficacia el espíritu del capitalismo justamente porque logró desprenderse de la tutela de la Iglesia, lo que significó la forja de una cristiandad más acorde con los intereses modernidad naciente. En ese contexto, de acuerdo con el propio Echeverría, surge el ethos barroco, que: Ante la necesidad trascendente del hecho capitalista, no lo acepta, sin embargo, ni se suma a él, sino que lo mantiene siempre como inaceptable y ajeno. Se trata de una afirmación de la “forma natural” del mundo de la vida que parte paradójicamente de la experiencia de esa forma como ya vencida y enterrada por la acción devastadora del capital (Echeverría, 2000: 39).

El ethos barroco es, pues, en América Latina, una respuesta, una resistencia a ese ethos dominante. Su articulación sería formulada por la propia Iglesia Católica a partir del Concilio de Trento (1545-1563), con un replanteamiento teológico llevado a cabo por la Compañía de Jesús, una orden nacida con la modernidad, pero para criticarla y presentar una alternativa, también moderna. De este modo, el ethos barroco fue construido con un componente católico para enfrentar el ethos realista, propio del protestantismo. En otros términos, y sin salirnos

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de la lógica planteada por Echeverría, el ethos barroco formula una crítica de la cristiandad moderna no desde la anti-modernidad, sino desde una modernidad articulada desde la perspectiva católica. A esto podemos agregar, según lo planteado, que en Paulo III hay un principio de autocrítica, es decir, una condena al cristianismo de los conquistadores, reconocido como un falso cristianismo, o bien, podemos señalarlo así, un cristianismo de la cristiandad moderna. El convocante al Concilio de Trento, y a su vez, quien autorizó la formación de la Compañía de Jesús, fue el propio Paulo III. Por lo mismo, podemos reconocer que en su llamado estaba presente no sólo la necesidad de enfrentar al protestantismo, sino las características de la situación colonial que se vivía en América. En la citada junta de 1536 llevada a cabo en la Ciudad de México, y que claramente influyó en el ánimo papal, se tenía en cuenta que la presencia española estaba en tela de juicio justo porque se cuestionaba la justicia de las guerras de “conquista” llevadas a cabo contra los pueblos indoamericanos. Ahora bien, podemos señalar, a manera de hipótesis, que ese cuestionamiento no vino originalmente de los misioneros, sino de los propios integrantes de dichos pueblos. Su resistencia a la colonización era, por lo mismo, una resistencia a la modernidad dominante, y consecuentemente, al capitalismo moderno. Si esto es así, entonces podemos encontrar ahí los elementos primigenios del señalado ethos barroco, que podemos llamar proto-barroco. En ese sentido, el protobarroco surge de la crítica ética que los pueblos de América hacen al ethos de la cristiandad moderna desde su propio ethos originario. Veamos detenidamente algunas de sus manifestaciones más representativas.

2 La resistencia taína: mejor el infierno que la cristiandad El primer genocidio perpetrado por la Modernidad ocurrió en el Caribe. Ahí, sus diferentes pueblos fueron víctimas de un cruel proceso de colonización iniciado por Cristóbal Colón en el nombre de la cristiandad, tras el cual se articularon encomiendas, minas, extracción de perlas, entre otros peligrosos trabajos que paulatinamente desmantelaron las comunidades y provocaron el aniquilamiento de sus habitantes. Los gobernantes legítimos fueron depuestos y en no pocas ocasiones salvajemente torturados. De los pocos testimonios que se guardan de ellos, hay uno particularmente significativo, recuperado por Bartolomé de Las Casas, del cacique Hatuey, originario de la isla de Haití (hoy La Española), pero que consiguió huir hacia Cuba tras observar las masacres que cometían los

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españoles, incluidos los asesinatos de sus gobernantes. De acuerdo con el citado autor, en su estrategia de sobrevivencia, Hatuey hizo una evaluación de la religiosidad de los invasores y de las razones de su incomprensible violencia a los pobladores taínos, y señalando una cesta con oro responde: “Veis aquí su señor, a quien sirven y quieren mucho y por lo que andan; por haber este señor nos angustian; por éste nos persiguen; por éste nos han muerto nuestros padres y hermanos y toda nuestra gente y nuestros vecinos, y de todos nuestros bienes nos han privado” (Las Casas, 1995a: 508). Hatuey pidió a los pobladores taínos echar todo el oro que vieran al mar y hacerle rituales a fin de que, como dios que era, los escuchara y detuviera la masacre. Pero no los escuchó. Al poco tiempo Hatuey fue prendido por los españoles y condenado a ser quemado vivo en la hoguera. Momentos antes de iniciar el tormento, un franciscano le comunicó algunos principios de la fe cristiana y le pidió que se bautizara para que así su alma pudiera ir al cielo. El cacique taíno preguntó si los cristianos iban al cielo, a lo que el misionero respondió que sí, aunque sólo los que eran buenos. Hatuey entonces respondió “que no quería ir allá, sino al infierno, por no estar donde estuvieran y no ver tan cruel gente” (Las Casas, 1997: 45). De esta forma, el gobernante elaboró una radical crítica ética a la cristiandad moderna, pues la asume como portadora de un principio de muerte que es incapaz de reconocer el principio material de la ética que busca el respeto la reproducción de la vida del Otro. La reflexión de Hatuey es representativa de lo que debieron pensar los pueblos caribeños víctimas de la violencia de la cristiandad moderna. Fueron los representantes de ésta quienes generaron el infierno en la tierra, y nada podría ser peor que eso. La coexistencia con los cristianos se mostraba definitivamente imposible. Era necesaria una estrategia más sofisticada para garantizar la sobrevivencia. Quizá, como lo pensó en un primer momento Hatuey, tratar de entender su religiosidad de los invasores a partir de los propios rituales. Encontrar alguna nueva forma de mantener y reproducir la vida sin sacrificar el mundo de la vida que le daba sentido. Un ejemplo de ello lo podemos advertir con los mayas k´iche´.

3 El Popol Wuj: la reinvención de la escritura maya La invasión a tierras mayas no fue muy diferente a lo ocurrido en el Caribe. En 1524 Pedro de Alvarado, tras la resistencia del pueblo k´iche´, quemó vivos a sus

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dos principales gobernantes, Oxib Kej y Belejeb Tz´i´. (Recinos, 1978: 11). Pocos años después, apenas asentada la colonia, los misioneros enseñaron a leer y escribir a los descendientes de los antiguos nobles, actividad que a éstos no les era del todo desconocida, pues la escritura maya tenía siglos de existencia. La novedad fue el alfabeto latino. Es claro que valoraron ese aprendizaje y debieron entender que era de más fácil manejo que su antigua simbología. Apenas tres décadas más tarde, entre 1554 y 1558, los utilizaron para transcribir sus antiguas historias, tanto de la tradición oral como de la escrita, en un texto excepcional que conocemos como Popol Wuj. Evidentemente, esa no fue la intención de los misioneros. Con seguridad, el objetivo era que lo utilizaran para la comunicación de reflexiones bíblicas y su ajuste a la incipiente legislación colonial. Seguramente lo hicieron, pero eso no fue lo más importante. Lo más significativo es que, ante el ambiente destructivo que amenazaba su cultura antigua, demonizada y condenada al fuego3, ellos decidieron hacer, en secreto, en un lugar apartado, quizá alumbrándose con pequeñas antorchas por las noches, un texto en lengua k´iche´, que sólo entenderían ellos y ocultarían a los representantes de la Iglesia. Es, pues, el primer libro clandestino, el primer libro elaborado desde la resistencia indoamericana, en este caso, maya, para enfrentar furtivamente el totalitarismo de la ontología de la modernidad expresada en la cristiandad. Esta reformulación del sentido de la escritura podemos llamarla proto-barroca. Los sabios k´iche´es que la redactaron están referidos en la parte final del texto, según el traductor guatemalteco Sam Colop (1955-2011), cuando se les llama “madres de la palabra”, “padres de la palabra”, de quienes se dice que “Eran, pues, tres maestros de la palabra, / cada uno representando un linaje” (Colop, 2012: XVII). Con gran sentido literario, estos escritores comienzan con un auténtico prólogo, refieren las fuentes divinas del texto, el abuelo Xpiyakok y la abuela Ixmukane, “cuando lo narraron todo, / junto con lo que hicieron en la claridad de la existencia / claridad en la palabra”. Es notable el respeto que se manifiesta por el valor de la palabra como fuente de veracidad y de certeza para la construcción de la visión del mundo que les da sentido y en la que creen profundamente. Y eso queda subrayado porque hacen explícito que el contexto no es favorable a esa verdad. Que es una verdad furtiva en contraposición con la verdad dominante, la de la cristiandad moderna:

|| 3 Recordemos que, unos años después de la escritura del Popol Wuj, hacia 1572, el obispo de Yucatán Diego de Landa hizo quemar un número indeterminado de códices mayas. En ese sentido, los sabios k´iche´es advirtieron con gran tino que su tradición debía escribirse y esconderse de la intolerancia propia del mundo colonial.

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Esto lo escribiremos ya dentro de la prédica de dios / en el cristianismo. / Vamos a sacarlo a la luz porque ya no hay dónde ver el Popol Wuj, / instrumento de claridad venido de la orilla del mar / donde se cuenta nuestra oscuridad / instrumento de claridad sobre el origen de la vida, como se le dice.

Así pues, estamos ante un texto que se rebela ante la modernidad misma, que había condenado a la hoguera toda aquella sabiduría ajena a la tradición occidental, y decide utilizar de manera subrepticia algunos elementos de ésta, la escritura con el alfabeto latino, para hacerla perdurar, necesariamente en un ambiente de secrecía, dada la intolerancia ante la alteridad del poder hegemónico colonial. En ese sentido, profundiza el Popol Wuj: “Había un libro original, / que fue escrito antiguamente, / sólo que están ocultos quienes lo leen / quienes lo interpretan” (Colop, 2012: 2). Es decir, estos sabios, justo aquellos tres que referimos arriba, son quienes, escondidos, elaboran la nada fácil tarea de transcribir los antiguos textos escritos mediante la epigrafía maya y/o la memoria oral de los mismos al alfabeto latino a fin de hacerlos más comprensibles y pudieran sobrevivir a la devastación llevada a cabo por los emisarios de la cristiandad moderna. En otros términos, entendieron que, para sobrevivir en la modernidad, debían aceptar la forma de expresión escrita de ésta, a fin de preservar esa tradición no moderna. De esta forma, descolonizaron el sentido original con que les fue comunicado el alfabeto para operar en él un principio de resistencia anticolonial. En el párrafo final parecen decirnos que el arduo trabajo ha complido con el objetivo trazado: “Esto es, entonces, la esencia de los k´iche´es / porque ya no hay dónde verla. / Antes había [un libro], / antiguamente [escrito] por los Señores, / pero ha desaparecido / Así, pues, se completa todo lo relacionado al k´iche´, / que ahora se llama Santa Cruz” (Colop, 2012: 200). Así se había rescatado del olvido provocado por la invasión colonial los elementos fundamentales de esta cosmovisión, que permaneció oculta durante cerca de siglo y medio, cuando, hacia 1688 mostraron su obra al fraile dominico Francisco Ximénez, muestra de que los sabios de la comunidad consideraron que los representantes de la cristiandad habían madurado lo suficiente para poder entender que ambas visiones del mundo podían coexistir. El Popol Wuj es, pues, un libro construido desde la alteridad maya que cambió el sentido de la divulgación original del alfabeto latino. Representa la construcción de una forma inédita de comunicación que hemos llamado protobarroca, basada en la resistencia a una modernidad dominante que, parafraseando a Bolívar Echeverría, no la acepta, la mantiene como inaceptable y ajena, pero inevitable, por lo que decide resistirla a través de una construcción alternativa que le permite trascenderla de alguna manera.

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4 El Nican Mopohua: un texto construido desde la hermenéutica indocristiana El Nican Mopohua (“Aquí se refieren en orden”) es un texto que busca la reinvención del cristianismo. Su reelaboración desde territorio americano; su reescritura a partir de la lengua náhuatl. Visto de manera superficial, su contenido parece no albergar mayor novedad. La historia de la aparición de la Virgen María a un campesino humilde no es precisamente inédita, pero la particularidad de su adopción y el sentido de su adaptación nos brindan elementos que lo convierten en un texto único, mismo que ha dado origen a una de las formas de culto más importantes del mundo católico y presenta caracteres que bien pueden ubicarse como propias de un proto-barroco. Como bien lo han demostrado los estudiosos de las letras nahuas Ángel María Garibay (1892-1967) y Miguel León Portilla (1926-2019), el texto fue construido desde las características propias de los antiguos cantares mexicanos, como el empleo de frases paralelas para exponer una idea de maneras distintas; uso de difrasismos, esto es, dos vocablos que articulados de forma conjunta generan metafóricamente un tercer concepto; recreación de diálogos más allá del mero relato, además de componentes emanados del pensamiento náhuatl respecto a la divinidad suprema, la muerte, merecimientos y destinos de los seres humanos (León Portilla, 2002: 22). No hay duda pues, que, aunque el contenido no es del todo novedoso en la tradición cristiana, lo es indudablemente la forma, mientras que para la tradición náhuatl es particularmente inédito justo el contenido. Así pues, los viejos cantos nahuas, llamados in xóchitl-in cuícatl (flor y canto), habían encontrado una forma de sobrevivir, ahora incardinándose en el proceso evangelizador, pero guardando de manera subrepticia los vestigios de su antigua cosmovisión. La cultura náhuatl y la judeo-cristiana encontraban así una forma de coexistencia, un diálogo formulado bajo las reglas del primero. Sobre el autor de la obra, todo apunta que se debe a la pluma de Antonio Valeriano (1524?- 1605), un nahua de estirpe noble formado en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, quien tuvo entre sus maestros al franciscano Bernardino de Sahagún y además fue gobernante de la Ciudad de México en la parte que todavía se llamaba Tenochtitlan (Eguiara, 1998). Ahora bien, es de pensarse que el trabajo redactado por Valeriano muy probablemente contó con la aprobación de sus compañeros de clase, pues no se trataba de una historia cualquiera, pero es sorprendente que no fuera consensuado antes con sus maestros, pues la historia, el culto y la imagen fueron rechazadas en lo general por los franciscanos, especialmente por el propio Bernardino de Sahagún. Como nos

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recuerda Edmundo O´Gorman, el texto debió ser redactado hacia 1555 y 1556, al tiempo en que la imagen de la Virgen María se había “aparecido” en el Tepeyac y se determinó, por orden del arzobispo de México, Alonso de Montúfar, denominarla en adelante como Virgen de Guadalupe. Aunque no hay prueba, es probable que el arzobispo haya dispuesto la inclusión de la imagen, pero no parece que haya tenido incidencia alguna en la redacción del Nican Mopohua. Por el contrario, éste debió ser una reacción a la imposición del nombre de Guadalupe, que pretendía españolizar el culto al evocar la Virgen de Extremadura, tierra de Hernán Cortés. Así pues, Valeriano, sin pretender un enfrentamiento con las autoridades españolas, bien pudo reclamar la paternidad nahua del culto a quien debió ser conocida como Santa María Tonantzin desde aproximadamente 1530, advocación que reconocía de alguna forma el culto anterior al cristianismo que se efectuaba en el propio Tepeyac. Para hacerlo, eligió formular no una narración de acontecimientos históricos, sino un auto sacramental con el cual justamente podría cubrir el objetivo de consagrar el culto, pues en ellos “es de esencia el desapego a las exigencias lógicas, cronológicas e históricas, porque la meta que se persigue es revelar, a través de una narración de ficticios sucesos extraordinarios y deslumbrantes, una suprarrealidad que, apoyada en ellos, los trasciende al utilizarlos como el idóneo vehículo de algún especial mensaje de la divinidad” (O´Gorman, 1991: 54-55). La forma del auto sacramental le dio libertad a Valeriano para hacer una crítica sutil al orden dominante y enfatizar el papel de los nahuas en el culto y en la naciente sociedad novohispana. El propio O´Gorman destaca que “fue así como Valeriano logró reclamar para los indios la preferencia en los favores de esa efigie que los españoles se habían apropiado al hacer de su culto el centro favorito de su devoción, plegarias y romerías. Y así discernimos que en el relato de Valeriano opera una nueva transfiguración de la imagen que la restituía a su condición original de Virgen india (O´Gorman, 1991: 57). La Virgen María, aun llamándose Guadalupe, habla náhuatl y pide que se le rinda culto en el lugar donde desde hacía siglos se veneraba a la diosa Tonantzin, como si buscara establecer una intrincada, barroca, línea de continuidad ambos cultos, convirtiendo el primero en el segundo, Santa María Tonantzin, Guadalupe-Tonantzin. De acuerdo con Bolívar Echeverría “pretendían re-hacer a la Guadalupana con la muerte de la Tonantzin, lograr que una diosa se recree o re-vitalice al devorar a la otra y absorber su energía sobrenatural” (Echeverría, 2010: 205). El propio Bernardino de Sahagún manifestará su profundo rechazo al culto dado en el Tepeyac y dice con impotencia: De dónde haya nacido esta fundación de esta Tonantzin no se sabe de cierto […] parece ésta invención satánica, para paliar la idolatría debajo la equivocación de este nombre To-

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nantzin, y vienen ahora a visitar a esta Tonantzin de muy lejos, tan lejos como de antes, la cual devoción también es sospechosa, porque en todas partes hay muchas iglesias de Nuestra Señora, y no van a ellas, y vienen de lejas tierras a esta Tonantzin, como antiguamente (Sahagún, 1999: 705).

Es claro que Sahagún no entiende la clave barroca del culto guadalupano. Siendo un auténtico experto en la cultura náhuatl, pero formado bajo los principios intolerantes de la cristiandad, era incapaz de descifrar la clave hermenéutica elaborada por los nahuas cristianizados que hábilmente habían sabido combinar la tradición judeo-cristiana con la vieja tradición náhuatl. El Nican Mopohua también exhibe la situación de injusticia que se vivía apenas treinta años después de instaurada la Colonia. La Virgen María le pide al humilde macehual Juan Diego que hable con el obispo Juan de Zumárraga para que le edifiquen en ese lugar un templo, a lo que le responde, evaluando la situación social que vive, que no será escuchado, pues “En verdad soy un infeliz jornalero / Soy como la cuerda de los cargadores / En verdad soy angarilla / sólo soy cola, soy ala / soy llevado a cuestas, soy una carga / en verdad no es lugar donde yo ando / no es lugar donde yo me detengo / allá a dónde tú me envías” (León Portilla, 2002: 113). Juan Diego tiene una conciencia notable de la situación de exclusión que padece, de la exterioridad propia del mundo colonial donde es imposible que el obispo lo escuche. Y sin embargo, lo hace. Ése es el milagro. La Virgen de Guadalupe protagoniza un mensaje mesiánico donde la subjetividad del colonizado debe ser superada, donde se descolonicen las relaciones de poder vigentes. La hermenéutica indocristiana conseguía así deslindarse de la cristiandad dominante y construir un culto desde la intersubjetividad mesoamericana que sigue vigente.

5 La propuesta de colonización comunitaria de Bartolomé de Las Casas Para finalizar, retomemos otro planteamiento crítico de Bartolomé de Las Casas. A finales de 1515 consiguió entrevistarse con el rey Fernando para tratar lo que entonces acontecía en las Indias y formular poco después dos documentos, el Memorial de los agravios y el Memorial de los remedios para las Indias. En el primero denuncia la situación de violencia generalizada contra los indios (donde evoca a Huatey), y en el segundo formula una insólita propuesta de colonización pacífica. El nudo de ésta consiste en que, en vez de las guerras desatadas por los conquistadores y el sistema de encomiendas ya articulado, se promovie-

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ra una migración de integrantes de comunidades españolas que convivieran con las de indios y entre ambos generaran un sistema de producción colectiva. La figura del encomendero que hacía trabajar a la comunidad para su propio beneficio sería sustituida por el trabajo conjunto de ambas comunidades, donde los indios “viendo que los cristianos trabajen tendrán mejor gana de hacer lo que vieren, y asimismo se mezclarán casándose los hijos de unos con las hijas de los otros”. No había mejor forma de defender la idea de igualdad fundamental entre indios y españoles que proponer que ambos convivieran, se amalgamaran y construyeran un ethos comunitario y consecuentemente un mundo cultural nuevo, mestizo, moderno, pero no en el sentido de la modernidad del ego del yo conquisto-yo poseo-yo domino del encomendero que entonces prevalecía y sería sustituido por un nosotros españoles e indios producimos juntos. Según Las Casas, este sistema sería más productivo: “sus rentas crecerán y serán aumentadas, y las islas noblecidas y, por consiguiente, las mejores y más ricas del mundo” (Las Casas, 1958: 7). Tal afirmación trata de ser sustentada bajo el argumento de que los encomenderos perseguían fines individualistas, amén de que el sistema de explotación articulado provocaba el visible exterminio de la población nativa, caso contrario a la nueva comunidad planteada, que evitaría la injusta guerra desatada y haría crecer a la población, lo cual “es muy provechoso al servicio de Dios y de S.A. y de la utilidad de la república y la aumentación de las rentas reales” (Las Casas, 1958: 8)4. La comunidad vislumbrada por de las Casas planteaba, entre otras cosas, que los indios trabajadores de las minas gozaran de tiempos de descanso, que tuvieran derecho a la alimentación, que se crearan hospitales con todos los servicios, que también se pagara un salario a las mujeres tejedoras de las hamacas, que se articulara un sistema educativo donde los indios aprendieran a leer y escribir, que en su momento quienes lo quisieran se dedicaran al sacerdocio. Sobre el financiamiento del proyecto no tiene dudas: “Todo esto no debe parecer costoso, porque en fin todo sale dellos y ellos lo trabajan y suyo es” (Las Casas, 1958: 19). Así pues, con una notable perspicacia, advierte sin dudarlo que los productores de la riqueza son los trabajadores, en este caso, los indios, y por

|| 4 Un elemento conocido de la propuesta lascasiana es que aceptaba que se incluyeran esclavos africanos en la colonia. No falta quien subraye el hecho y destaque su incongruencia, pero suele omitirse que fue el propio Las Casas el primero en hacerlo. En efecto, unos años más tarde, en su Historia de las Indias (probablemente después de 1552) se retracta y reconoce que entonces no pudo advertir que los negros africanos tenían los mismos derechos que los indios (Ruiz Sotelo, 2010: 121-126).

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lo mismo ellos son sus dueños originales, y por tanto, podría y debería ser utilizada para otorgarles los servicios propuestos. Las Casas perfeccionó su proyecto en 1518, al conseguir que el mismo fuera aplicado en Cumaná, actual Venezuela. Fue cuestionado justamente por el objetivo de obtener utilidades, con las cuales pretendía despertar la codicia de la corona y, a fin de cuentas, mantener el estatus colonial de las Indias, a lo cual respondió: “Desque vi me querían vender el Evangelio y por consiguiente a Cristo, y lo azotaban y abofeteaban y crucificaban, acordé comprallo, proponiendo muchos bienes, rentas y riquezas temporales para el rey” (Las Casas, 1995b: 309). Se trata de una confesión reveladora. Bartolomé advirtió la discrepancia de intereses entre el cristianismo y la cristiandad moderna; entre los derechos de los pueblos y el naciente colonialismo. La suya no fue una propuesta pragmática, sino un planteamiento ético guiado por el principio de factibilidad y la necesidad de salvar las vidas de los indios. En el fondo, parafraseando a Echeverría, reconocía que el colonialismo era inaceptable y ajeno, pero finalmente no podía evitarse. Su propuesta buscaba rescatar la producción comunitaria, que se mostraba destruida por la modernidad capitalista moderna. En ese sentido, podemos afirmar que estamos en presencia de una manifestación temprana del ethos barroco, construido en los albores del siglo XVI a partir de la resistencia construida por los propios pueblos indios que estaban siendo vencidos, pero que buscaban formas de sobrevivencia, de las que Las Casas se constituyó como portavoz.

6 Reflexiones finales La propuesta barroca latinoamericana es una respuesta interpretativa surgida desde la resistencia que los pueblos originarios de América presentaron ante la invasión y despojo de sus territorios que ejecutaron los conquistadores españoles. Ante la aparente inevitabilidad del desarrollo del modelo de explotación impuesto, comenzó a articularse como alternativa una forma de trabajo comunitario, una visión religiosa y una concepción artística que se inspiraban en la propia tradición de los pueblos, misma que después buscó ser asumida por los misioneros. Fueron dichos pueblos, desde la exterioridad de Occidente, que atinaron a reconocer en la cristiandad una punta de lanza de la ontología de la modernidad, por lo que emprendieron una gran diversidad de actitudes contestatarias donde buscaron lo mismo rechazarla que entenderla. Así pues, podemos decir que en el barroco latinoamericano encontramos los principios del pensamiento descolonizador. La revolución contra las estatuas de los coloniza-

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dores, llevadas a cabo desde el primer confinamiento de la pandemia de la Covid-19, acompañada de la crítica al racismo, son una actitud barroca que así muestra su plena vigencia.

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Adriana María Arpini

Modulaciones barrocas en el universo discursivo de la filosofía de la liberación. Proyecciones presentes Es un condenado a perpetuidad –dijo el alguacil. Y el fraile subió a la última celda de la prisión. Y allí comenzaron a encadenarlo […]. No obstante los rigores de ese encadenamiento, algo había fallado en toda aquella ceremonia infernal. Algo hacía que la prisión siempre fuera imperfecta, algo se estrellaba contra aquella red de cadenas y las hacía resultar mezquinas e inútiles. “Incapaces de aprisionar…”. Y es que el pensamiento del fraile era libre. Y, saltando las cadenas, salía, breve y sin traba, fuera de las paredes, y no dejaba ni un momento de maquinar escapes y de planear venganzas y liberaciones. Reinaldo Arenas, El mundo alucinante. Una novela de aventuras (1997).

1 Introducción Nos interesa incursionar en las modulaciones barrocas de ciertos discursos filosóficos surgidos en el marco de un universo discursivo más amplio, el de los debates que promovieron la emergencia del complejo movimiento de la filosofía latinoamericana de la liberación. Nuestra búsqueda requiere de algunas aclaraciones previas. En primer lugar necesitamos explicitar que con la expresión “universo discursivo” nos referimos a una herramienta básica para el trabajo analítico en el campo de la Historia de las ideas latinoamericanas, caracterizada por Arturo Roig como: […] La totalidad posible discursiva de una comunidad humana concreta, no [siempre] consciente para dicha comunidad como consecuencia de las relaciones conflictivas de base. […] En el seno de ese “universo discursivo” se repite el sistema de contradicciones y su

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estructura depende de él. En su ámbito surge lo que nosotros consideramos como “texto”, el que vendría a ser, en cada caso concreto, una de las tantas manifestaciones posibles de aquel universo (Roig, 1982: 134).

En segundo lugar, en relación con nuestro actual interés, la comunidad concreta a la que nos referimos está constituida principalmente por filósofos/as argentinos/as y latinoamericanos/as que desde fines de los años ’60 y principios de los ’70 participaron en reuniones académicas y no académicas en las que se puso en debate la existencia, originalidad, autenticidad, función, metodología y formas de transmisión de un ejercicio filosófico latinoamericano y liberador1. Se trató de un amplio debate acerca del sentido de la praxis filosófica, que no estuvo exento de tensiones y contradicciones, en cuyo seno se gestaron diversas y prolíficas líneas de trabajo. Entre las cuales se encuentra la filosofía de la liberación de Enrique Dussel, la teología de la liberación y praxis popular de Juan Carlos Scannone; la ampliación metodológica y profundización en el terreno de la historia de las ideas de Arturo Roig, Arturo Ardao, Leopoldo Zea; las indagaciones de antropología cultural de Rodolfo Kush; los trabajos sobre la función y la autenticidad de la filosofía latinoamericana de María Elenea Rodríguez, Rosa Krauze, Margarita Vera y Cuspinera, Laura Mues de Schrenk, Graciela Maturo (Arpini, 2019); los estudios para una filosofía política latinoamericana de Horacio Cerutti Guldberg, Julio De Zan, Carlos Cullen, y sus derivaciones en el terreno de la filosofía de la educación, la formación en humanidades y ciencias sociales, entre otros. Aunque la cuestión de la liberación circuló preeminente-

|| 1 Entre los espacios de discusión de ideas en la Argentina en las décadas de los ’60 y ’70 del siglo pasado, hay que mencionar las Jornadas Académicas de San Miguel, que se desarrollaron entre 1970 y 1975, en cuyo marco se propuso y caracterizó un “nuevo estilo” de práctica filosófica orientada hacia la liberación. Algunas interpretaciones lineales consideran a la Filosofía de la Liberación como un desprendimiento de la Teología de la Liberación, cuyo hito es la publicación del libro de Gustavo Gutiérrez en 1971. Año en que también se realiza el II Congreso Nacional de Filosofía en Alta Gracia, Córdoba, donde la Filosofía de la Liberación tuvo una de sus primeras manifestaciones públicas. El conjunto de voces que entonces se expresaron, se volcaron especialmente en publicaciones colectivas –libros y revistas–, aunque también se editaron textos completos en formato de libro de algunos autores que animaron el debate. Entre las primeras se destacan la Revista Nuevo Mundo, los volúmenes 28 y 29 de la revista Stromata, de los años 1972 y 1973 respectivamente, así como el libro colectivo Hacia una filosofía de la liberación latinoamericana (Ardiles, et al., 1973). En 1975 aparecieron los dos primeros volúmenes de la Revista de Filosofía Latinoamericana. En ese mismo año se publicó otro volumen colectivo con el título Cultura popular y filosofía de la liberación. Una perspectiva latinoamericana (Ardiles, et al., 1975). Algunas obras individuales de esta época son las de Arturo Roig (1969, 1972), de Enrique Dussel (1973, 1974), de Rodolfo Kusch (1973), de Juan Carlos Scannone (1976), y de Carlos Cullen (1978), entre otras.

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mente en dicho universo discursivo, no todos los que intervinieron en aquellos debates designaron a su propia praxis filosófica con el nombre de Filosofía de la liberación, sólo algunos –como Enrique Dussel– lo hicieron (Dussel, 1974, 1977a, 1977b, 1983). Resulta, por tanto impropio identificar el movimiento de la Filosofía latinoamericana de la liberación con la Filosofía de la liberación de Enrique Dussel. En los límites de la presente comunicación, y teniendo en cuenta que un texto se construye siempre en medio de otros con los que se encuentra en relaciones de tensión y/o complementariedad, circunscribimos el análisis a la consideración de textos de Carlos Cullen que circularon en el universo discursivo de la Filosofía latinoamericana de la liberación en su momento de emergencia2. Debemos explicitar, también, los alcances con que nos referimos al término “barroco”. El mismo se usa para designar un período de la cultura occidental que abarca el siglo XVII y parte del XVIII, en que se desarrolla una nueva sensibilidad artística, en medio de disputas religiosas entre católicos y protestantes, tensiones políticas entre Estados absolutistas y parlamentarios, donde un nuevo sujeto social, la burguesía, adquiere progresivo protagonismo histórico echando las bases del capitalismo, al mismo tiempo que se consolida el sistema de dominación y explotación colonial. Durante mucho tiempo se lo consideró un arte rebuscado, engañoso, caprichoso, hasta que fue revalorizado a fines del XIX y principios del XX por Jacobo Burckhardt, Benedetto Croce y Eugeni d’Ors, entre otros. Por otra parte, suele señalarse su procedencia del vocablo portugués “barrôco” que en femenino designa las perlas que presentan alguna deformidad. También se lo asocia al sustantivo “baroco”, con el que se designa a un silogismo de la segunda figura, cuya premisa mayor es un juicio universal y afirmativo, mientras que la premisa menor y la conclusión son juicios particulares negativos, en los que el término medio opera como sujeto, lo que presta cierta debilidad al contenido lógico y favorece la ambigüedad o confusión de lo verdadero con lo falso3. Queremos insinuar que el “baroco”, como forma de razonamiento, está en la frontera de la lógica de la identidad, en el límite de las seguridades, rozando la delgada línea que separa lo mismo de lo otro, lo blanco de lo no blanco, la recta razón de la retorcida volición, la pulcra forma clásica de la decoración excesiva –lo que Adorno llama decorazione assoluta–.

|| 2 Nos hemos ocupado de otras textualidades dentro del universo discursivo de emergencia de la Filosofía latinoamericana de la liberación (2013a, 2016, 2020a, 2020c). 3 Ejemplo de “baroco”: PM: Todos los mendocinos son argentinos. Pm: Algunas personas no son argentinas. C: Algunas personas no son mendocinas.

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Con el propósito de atender a ciertas modulaciones barrocas del discurso filosófico latinoamericano, nos interesa detenernos en algunas de las notas señaladas. En especial, aquéllas que aluden a la deformidad, la ambigüedad y la confusión –notas aparentemente negativas–, y ponerlas en relación con el fenómeno de la colonialidad del poder y del saber –como sostiene Quijano–. Lo cual permitirá considerar, por una parte, las modulaciones de la sensibilidad barroca en el universo discursivo de la filosofía de la liberación y, por otra parte, sus proyecciones en el presente. Aníbal Quijano (2000) sostiene que el estado actual de globalización al que asistimos es resultado de un proceso que se origina con la constitución de América y del capitalismo colonial, moderno y eurocentrado como un nuevo patrón de poder mundial. Cuyos principales ejes son: por un lado, la codificación de las diferencias entre conquistadores y conquistados en torno a la categoría de “raza”, como supuesta estructura biológica que coloca a unos en situación de superioridad respecto de otros; y por otro lado la articulación de todas las formas de control del trabajo, los recursos y la producción en torno al capital y el mercado mundial. Las nuevas identidades sociales –indio, negro, mestizo–, así como aquellas que hasta entonces indicaban procedencia –español, portugués, europeo– se tiñeron de connotaciones raciales y fueron asociadas a las jerarquías y roles sociales. Según el sociólogo peruano, el nuevo patón de dominación se manifestó también en el ámbito de la cultura, de modo que Europa hegemonizó el control de todas las formas de la subjetividad, de la cultura y de la producción de conocimiento, mediante operaciones tales como la expropiación de bienes culturales, la represión de las formas de objetivación (v. gr. producción de conocimientos) y la imposición de la cultura del dominador, para la reproducción material y subjetiva de la dominación (v. gr. religión). Así se constituyeron los mitos fundantes del eurocentrismo moderno: la imagen de la historia de la civilización humana como trayecto que parte del estado de naturaleza y culmina en la modernidad europea (Hegel, Lecciones sobre Filosofía de la Historia universal); y se colocó el sentido de las diferencias entre Europa y noEuropa en cuestiones de naturaleza (racial) y no de la historia de las relaciones de poder. Ahora bien, sabemos que el término “barroco” dista de ser unívoco, muy por el contrario es susceptible de múltiples interpretaciones. Aunque en sus orígenes se utilizó para designar cierta forma de producción estética, hoy, en suelo americano, se ha liberado de su determinación como estilo artístico, su definición se amplía hasta abarcar todos los aspectos de la cultura, haciendo referencia a una profunda historicidad, ligada a las posibilidades y sentidos de memorias subalternas, de rupturas y crisis, de sostenida vitalidad e inquietud

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(Arriarán, 2009). En este sentido es valorado por los estudios sociales y filosóficos, en la medida que ofrece la posibilidad de explicar procesos socio-históricos desde una perspectiva diferente, con una lógica que no se detiene ante el principio de tercero excluido. ¿De qué manera se enlaza el concepto de ‘barroco’ con las posibilidades de lectura crítica de la historia y del presente? ¿Qué posibilidades brinda de hallar criterios de interpretación y transformación cultural? ¿Cómo aparecen estas lecturas y criterios en las producciones de quienes participaron del movimiento de la Filosofía Latinoamericana de la liberación? Para ir hilando posibles respuestas comenzamos por revisar los aportes de quienes han reflexionado sobre el tema desde Nuestra América.

2 Pacto de igualdad, adquisición de un lenguaje En su ensayo sobre “La curiosidad barroca”, José Lezama Lima (1969) establece una diferencia entre la modalidad del barroco europeo –“acumulación sin tensión y asimetría sin plutonismo”, que deriva de la definición de Worringer como “gótico degenerado”–, y el barroco americano, al que atribuye tres marcas características: la tensión, el plutonismo –”fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica”–, y el hecho de no ser un estilo degenerecente, sino plenario: [Q]ue en España y en la América española representa la adquisición de un lenguaje, tal vez único en el mundo […] podemos decir que entre nosotros el barroco fue un arte de la contraconquista. Representa un triunfo de la ciudad y un americano allí instalado con fruición y estilo normal de vida y muerte. […] El primer americano que va surgiendo dominador de sus caudales es nuestro señor barroco. […] Auténtico primer instalado en lo nuestro […] aparece cuando ya se han alejado del tumulto de la conquista y la parcelación del paisaje del colonizador (Lezama Lima, 1969: 46-48).

En la caracterización de Lezama se advierte el modo en que la expresión artística está atravesada por condicionantes históricos y sociales en los que echa raíces. De ahí la tensión, el plutonismo que irrumpe en la fachada de la iglesia de San Lorenzo, en Potosí. En los trabajos del indio Kondori –dice Lezama– […] se observa la introducción de una temeridad, de un asombro: la indiátide. En la portada de San Lorenzo de Potosí, en medio de los angelotes larvales, de las colgantes hojas de piedra […] aparece suntuosa, hierática, una princesa incaica, con todos sus atributos de poderío y desdén. En un mundo teológico cerrado […] aquella figura ha hecho arder todos los elementos (Lezama Lima, 1969: 50).

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El indio Kondori logra insertar en la masa pétrea de la catedral símbolos incaicos: el sol y la luna, sirenas de rostros mitayos, ángeles cuyos semblantes indios reflejan la desolación de la exploración minera, plantas, animales, instrumentos de su raza, todo ello conviviendo con los capiteles corintios, los instrumentos dóricos y renacentistas, como parte de la composición barroca del templo. En este “pacto de igualdad” entre lo europeo hispánico y lo incaico consiste la gran hazaña del barroco americano de Kondori. Hazaña que será un triunfo incontestable con Aleijandrinho, quien oponiéndose a los modales estilísticos de la época, impone los suyos en una obra que inunda la ciudad de Ouro Preto y representa la unión de lo hispano-lucitano con las culturas africanas. Las obras de Kondori y Aleijandrinho contienen las dos grandes síntesis que están en la raíz del barroco americano, la hispano-incaica y la lucitano-hispano-africana. El barroco como estilo –dice Lezama– ha logrado ya en la América del siglo XVIII el pacto de familia del indio Kondori y el triunfo prodigioso de Aleijandrinho, que prepara ya la rebelión del próximo siglo. Es la prueba de que se está maduro ya para una ruptura. […] Es la gesta que en el siglo siguiente va a realizar José Martí. La adquisición de un lenguaje […] demostraba […] que la nación había adquirido una forma (Lezama Lima, 1969: 78).

Las obras de arte de nuestro Barroco no son perlas perfectas, precisamente en su deformidad, en el peculiar modo de resistir la imposición de una forma canónica, en el desconcierto que ofrecen a los sentidos, en la ambigüedad y confusión se expresa su belleza. Tensión, plutonismo, búsqueda de plenitud, hallazgo de una forma propia, de un lenguaje propio, todo ello se encuentra también en la escritura de muchos de nuestros intelectuales y ensayistas, como José Martí o José Carlos Mariátegui, aun cuando en sus textos no se mencione el término “barroco”. Lo que pone a estos textos en línea con lo que hoy llamamos “ethos barroco” es precisamente esa búsqueda de un lenguaje y una forma propios, tal como irrumpe de los siguientes párrafos: Los jóvenes de América –dice Martí– se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de nuestra generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! (Martí, 1977: 37). No vale –dice Mariátegui– la idea perfecta, absoluta, abstracta, indiferente a los hechos, a la realidad cambiante y móvil; vale la idea germinal, concreta, dialéctica, operante, rica en potencia y capaz de movimiento. […] Amauta no debía ser un plagio, ni una traducción. Tomábamos una palabra incaica, para crearla de nuevo (Mariátegui, 1928).

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3 Estrategia de supervivencia Tales búsquedas emergen en condiciones socio-históricas determinadas, resultan de experiencias, muchas veces traumáticas, que atraviesan la vida de sujetos sociales diversamente situados en concretas relaciones de poder. Se trata de relaciones históricas –políticas, sociales, culturales– de poder y no de emanaciones a partir de una sustancia. Bolívar Echeverría advierte acerca de la posible explicación románticonacionalista de la relación entre una forma artística y una forma cultural, explicación esencialista y reductiva de dicha relación, que puede resultar “peligrosamente ideológica”. Propone, en cambio, que las formas artísticas barrocas pueden aparecer en cualquier parte, como prolongaciones de un gesto que surge a raíz de una experiencia social, histórica, peculiar que puede caracterizarse como barroca. “Lo que sucede –dice– es que las experiencias barrocas no están distribuidas indiferentemente en el mapa histórico-geográfico; sólo en ciertas situaciones históricas se presentan […] de manera determinante” –v.gr. en las situaciones de la Italia y la España posrenacentistas– (Echeverría, 2010: 156). Echeverría destaca, además del ornamentalismo, la profunda teatratidad de las obras de arte barrocas, donde según Wölfflin, “el ser se encuentra subordinado al parecer”. Es el caso de los edificios donde la función de ser habitados queda desplazada por la de estar ahí para ser admirados. Es lo que Adorno caracterizó como decorazione assoluta. (Adorno, 2004). Es decir, una manera de decorar que desarrolla una ley formal propia, en el interior de la ley central de la obra de arte. En efecto –dice Echeverría–, en el espacio circunscrito por el escenario, ha aparecido un acontecer que se desenvuelve con autonomía respecto del acontecer central y que lo hace sin embargo, parasitariamente, dentro de él, junto con él; un acontecer diferente que es toda una versión alternativa del mismo acontecer (Echeverría, 2010: 158).

Conmoción inmediata, experiencia de lo paradójico, crisis de la percepción, convicción perturbadora de la ambivalencia, son manifestaciones de la sabiduría barroca. Es decir, apropiación cognoscitiva del mundo, pero no a la manera de la percepción científica, racional del mismo, en la que hay que poner entre paréntesis la dimensión sensorial y afectiva –mediante el ejercicio de la duda metódica– hasta alcanzar la idea o concepto de lo conocido –cuya expresión moderna más acabada encontramos en la experiencia de la conciencia descripta por Hegel en la Fenomenología del espíritu–. Sino a la manera de una apropiación sensorial inmediata, a través de imágenes destinadas a la experiencia esté-

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tica. En esto consiste la capacidad epistémica del arte barroco, que pone en crisis la moderna representación cognitiva. Ahora bien, la asociación entre lo barroco y ciertas formas identitarias situadas geo-históricamente, no es de carácter sustancial, antes bien, se da como una afinidad puramente formal entre ciertos momentos de las sociedades americanas y el principio formal barroco, cuyas manifestaciones cubren la historia moderna del continente. Echeverría lo explica de la siguiente manera: A principios del siglo XVII, bajo el dominio hispano portugués, la población baja de las nuevas ciudades del continente, una población predominantemente india, desarrolló un modo de comportamiento peculiar, destinado espontáneamente a rescatar tanto la propia existencia como la existencia de la nueva civilización íbero-europea del peligro de decadencia y desaparición que los amenazaba. La correspondencia de este modo de comportamiento, de esta estrategia de supervivencia conocida como mestizaje cultural, con aquello que acabamos de describir como el procedimiento de la messinscena assoluta del barroco, es un hecho que no puede ser ignorado. Remite a un ethos social común, un ethos barroco, que puede encontrarse lo mismo en la vida cotidiana de Italia y España en los tiempos del capitalismo temprano, que en la vida que dio comienzo a la nueva sociedad mestiza de la que habrá de ser América latina (Echeverría, 2010: 162).

Se trató de una estrategia de supervivencia que buscó convertir la destrucción sistemática de las propias formas civilizatorias mediante la reconstrucción de las formas europeas, imprimiendo en estas su formas propias, produciendo una metamorfosis que da nueva vida a los contenidos europeos. El principio barroco actúa como estrategia de mestizaje cultural mediante la cual las formas vencedoras son reconfiguradas por la incorporación de las formas derrotadas. El término mestizaje, que ha sido utilizado mayormente para referir el hecho biológico del cruce de razas, adquiere en la comprensión de la historia de América Latina una serie de matices que lo colocan en el centro de debates aun no resueltos. Podemos, por lo pronto, señalar que está ligado no sólo a procesos de acoplamiento de personas, sino también a expresiones materiales, simbólicas y valóricas de amalgama cultural, cuyo resultado –según la expresión de Pedro Morandé (1984)– es la producción de una síntesis social que da nacimiento al peculiar ethos latinoamericano barroco y mestizo. Hay que agregar que el término alude también a las enormes dificultades para reunir matrices culturales muy distintas a raíz de la desigualdad de poder y prestigio de los mundos que se acoplan. En este sentido José María Arguedas considera que se trata de un término complejo, expresión de una experiencia con anclaje histórico transcultural y no exenta de violencia. Dice Arguedas, refiriéndose al proceso cultural en la sierra peruana:

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Durante siglos, las culturas europeas e india han convivido en un mismo territorio en incesante reacción mutua, influyendo la primera sobre la otra con los crecientes medios que su potente e incomparable dinámica le ofrece; y la india defendiéndose y reaccionando gracias a que su ensamblaje interior no ha sido roto y gracias a que continúa en su medio nativo; en estos siglos, no sólo una ha intervenido sobre la otra, sino que como resultado de la incesante reacción mutua ha aparecido un personaje, un producto humano que está desplegando una actividad poderosísima, cada vez más importante: el mestizo. Hablamos en términos de cultura; no tenemos en cuenta para nada el concepto de raza (Arguedas, 1998: 2).

Desde una perspectiva histórico-cultural, el mestizaje es síntesis y desgarro, mutua fagocitación de los diversos en cuerpos, culturas y poder, que produce, como estrategia de supervivencia, algo/alguien nuevo. Hechas estas aclaraciones, consideremos una muestra de las inflexiones barrocas en la Filosofía latinoamericana de la liberación.

4 Modulación barroca en la Filosofía latinoamericana de la liberación ¿Qué pasa en el terreno de la filosofía? Podemos anticipar que también en este ámbito se enfatiza la búsqueda de una forma y un lenguaje propios, se trabaja con fragmentos tomados de la gran cantera de la filosofía universal; se rompen y se reconfiguran produciendo síntesis peculiares. Para lo cual no se apela a una dialéctica asuntiva (adecuada a la lógica de la identidad), sino a la afirmación de la diferencia, de nuestra diferencia, que no suspende, ni supera la tensión, sino que la hace productiva. Como una suerte de estallido cuyos fragmentos se reconfiguran produciendo novedad en el arte, la narrativa, la historia, la filosofía. Si echamos un vistazo a las manifestaciones de la filosofía entre nosotros, advertimos una tensión entre la necesidad de estar al día respecto de los desarrollos de la llamada “filosofía universal” y la insatisfacción con la mera imitación de un modelo “normalizado”. En esa tensión se producen rupturas, fragmentación de totalizaciones ideológicas, emergencia de lo particular y negativo, ambigüedad, quedan suspendidas las seguridades que ofrece la lógica de la identidad. Pero también se trabaja con los fragmentos y se gestan nuevas configuraciones, que buscan dar respuestas a realidades históricas inéditas. Uno de esos momentos se produjo con particular intensidad al promediar la década de los ’60 del siglo pasado, provocando intensos debates que se prolongaron durante los ’70 y ’80, y aún hasta nuestros días, que atravesaron situa-

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ciones altamente conflictivas, golpes de estado, dictadura, exilios4. En ese contexto se hizo patente la insuficiencia y la insatisfacción con cierta forma academicista normalizada de practicar la filosofía entre nosotros. Se cuestionó la originalidad y autenticidad de dicha práctica, se estableció una diferencia categórica entre cierta manera imitativa de reproducción de la filosofía y filosofar a partir de la propia situación, generando categorías, metodologías de análisis e interpretaciones originales. Se pusieron en tela de juicio conceptos y dicotomías consagradas: sujeto-objeto, cultura-naturaleza, mito-razón, ser-estar, pulcroretorcido (o hediondo), civilizado-bárbaro, blanco-no blanco, occidental-no occidental, centro-periferia, lo mismo-lo otro. En el marco de los debates de aquellos años, hubo quienes apelaron a la noción de “lo barroco” o “ethos barroco” para caracterizar manifestaciones de un modo propio de pensar. Otros, sin apelar a esas designaciones, pero en un intento de eludir categorías gastadas, realizaron análisis y descripciones que bien podrían calificarse de “barrocas”. Entre los primeros se encuentra Carlos Cullen, en cuya propuesta nos explayaremos para dar cuenta de una cierta modulación barroca de la filosofía, podríamos decir: de una barroquización de la filosofía. En un trabajo publicado en 1981, pero cuyos antecedentes datan de la década anterior, Carlos Cullen introduce la noción de “ethos barroco” para caracterizar el núcleo íntimo de una cultura (ethos), en particular de nuestra cultura hispanoamericana (Cullen, 2017). Lo hace mediante el señalamiento de una forma propia de producción estética, el barroco hispanoamericano. El cual resulta inconmensurable respecto de las pautas corrientes de definición del barroco europeo en sus diferentes formas. Se vale de categorías tomadas de la ética (ethos) y la estética (barroco) respectivamente, con el fin de acentuar cierta orientación en el sentido de la praxis y del lenguaje –experiencia política y creación literaria–, ámbitos en que se juegan y expresan históricamente nuestros pueblos. Advierte que en el intento de definición de nuestra cultura no es pertinente apelar a la lógica de la identidad, pues ella fija los conceptos definidos conforme a una cierta racionalidad científica. Antes bien, es necesario apelar a otra racionalidad, propia de la “sabiduría popular”, que se caracteriza por ser una lógica de la “identidad simbólica o de la ambigüedad”. Se trata, según Cullen, de preguntarse no por el concepto, sino por la “estancia de lo nuestroamericano, que como acontecimiento significativo genera el símbolo”. En esta

|| 4 Sobre el surgimiento y desarrollos de la filosofía latinoamericana de la liberación a partir de la década de los ’60, ver nuestros trabajos (Arpini: 2010; 2013b; 2017; 2019; 2020b).

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lógica de la alteridad, el símbolo reúne la diferencia absoluta y la referencia absoluta. “La identidad simbólica afirma y conserva –deja ser– la diferencia, y exige siempre la referencia: se trata de una identidad plural y trascendente, el nosotros (y no el yo), el cual es siempre una identidad ética” (Cullen, 2017: 59). Se advierte aquí la primacía de lo ético sobre lo ontológico, cuyo sustento viene dado por el suelo donde se habita. La lógica de la sabiduría popular constituye una experiencia originaria que no se deja reducir ni al movimiento del desarrollo dialéctico conceptual científico, ni a la intuición noemática de la conciencia. La sabiduría popular se manifiesta de manera inmediata en la “mera conciencia popular” que se estructura como un “nosotros que se sabe estando” arraigado a la tierra. Tal modo de configuración histórica constituye el fondo semántico que define la razón de cada pueblo, al que Cullen denomina “ethos popular”: El ethos popular es la configuración histórica, que va tomando la conciencia popular al hacer su experiencia sapiencial. Es en este contexto que afirmamos que la configuración del espíritu intencional, del ethos popular, para nosotros, los latinoamericanos, es el “barroco” (Cullen, 2017: 60).

El término “ethos” refiere la configuración histórica de la experiencia originaria de lo popular, es decir la experiencia de un nosotros como subjetividad plural, trascendente y ética, que no es ontológica en el orden del ser, sino del estar: “nosotros estamos” en el sentido del arraigo, del “estar en la tierra”. Si nos remitimos a nuestra Historia de las ideas, encontramos referencias a la tierra y al arraigo en pensadores como los ya citados Martí, Mariátegui y Arguedas. El amauta, cuando analiza el “Problema del indio” comienza por señalar que cualquier aproximación al asunto que eluda la consideración de la dimensión económico-social constituye una abstracción destinada a fracasar. Las causas profundas del problema no se encuentran en fallos de la administración, ni en la pluralidad de las razas, ni en las condiciones culturales y morales, sino que “tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra”, en la feudalidad del gamonalismo (Mariátegui, 2007: 26). Interesa referir el modo en que Mariátegui encara el problema ya que es necesario aclarar que la vinculación con la tierra no responde a un orden metafísico u ontológico (en sentido heideggeriano del Dasein); se trata de una estructura histórica del estar, no como resignación, sino como resistencia. Ese “nosotros” del que habla Cullen, en tanto estructura de la conciencia popular, implica una intencionalidad simbólica, que se diferencia de la intencionalidad noemática del yo, porque no se reduce a la mera contemplación de las esencias, sino que consiste en un “tomar parte”, “dramatizar”, en el sentido de lo simbólico constituyente configurando un mundo.

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Aquí no hay horizonte de las efectuaciones, sino un “escenario” de la dramatización, y ese escenario, para nosotros los latinoamericanos, es justamente la tierra, donde nuestros pueblos “juegan” (dramatizan) el símbolo originario […] produciendo “relatos” o “mitos”, que es su forma de “organizar el mundo”. […] La categoría de ethos popular tiene, como correlato, la categoría de drama popular telúrico (Cullen, 2017: 61).

El “drama” es expresión del paso de una conciencia “pura” a una conciencia “telúrica”; es decir conciencia de determinados contenidos empíricos, esto es el despliegue de configuraciones históricas en el sentido del ethos5. Y dado que los dramas constitutivos son distintos, también lo son los ethe populares, cuyos encuentros fácticos suponen el reconocimiento de las diferencias. Se trata, en definitiva, de la afirmación de nuestra América como “posibilidad” de un nuevo escenario histórico, en el que se conjuguen diversas experiencias: las de lo indoamericano, lo afro y lo latino, superando posiciones defensivas para desplegar su creatividad. Lo que Cullen llama el “ethos barroco” consiste en la celosa conservación, por parte de nuestros pueblos, de su posibilidad histórica, a la espera de su realización. En esa tensión ambigua donde se combinan esperanza y frustración, pero que no se confunde con ensimismamiento o resignación: Mientras seamos barrocos como único modo histórico de defender lo nuestro, valga; pero si lo somos justamente porque no nos animamos a vivirlo, entonces más valga que arriesguemos nuestro fondo semántico americano, en una pragmática histórica, jugando con el recibido de otros pueblos que están aquí, y tratemos de configurar el espíritu intencional (el nosotros) en un nuevo y fecundo ethos histórico, que contribuya a definir mejor la racionalidad sapiencial, la de los pueblos en general, y por lo mismo pueda convertirse en una alternativa civilizatoria (Cullen, 2017: 63).

También en este punto hay que llamar la atención sobre la delgada línea que separa la noción de “drama popular telúrico” del mero telurismo. Caer sin más en lo segundo podría conducir, también en este caso, a posiciones comprometidamente ideológicas. Ni estoicismo indígena, ni escepticismo colonizado, lo barroco consiste en la afirmación de ese plutonismo que abona las posibilidades de transformación, que empuja hacia la novedad histórica. Los escorzos descriptivos en cuyo entrecruzamiento se configura el sentido del ethos barroco, según Cullen, son: drama telúrico, resistencia, mestizaje, astucia y estar siendo así. Veamos.

|| 5 En este sentido habla Cullen de una “fenomenología sapiencial corregida” que toma la experiencia de los pueblos como hilo conductor, el nosotros como punto de partida y la intencionalidad simbólica como estructura propia. Todo ello constituye un posicionamiento heterodoxo respecto del Hegel de la Fenomenología del espíritu y del último Husserl.

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Drama telúrico: la identidad plural del nosotros, que se da como “estancia”, configura un escenario telúrico: la tierra como telón de fondo de todos nuestros mitos es lo relatado en cada una de nuestras historias. La tierra “es el conjunto de todas las estancias posibles, es decir de todo lo que acontece con significado” (65). Es el ámbito de la simbolicidad, que se define en relación con una subjetividad ético-mítica, el nosotros; que a su vez se define en relación a la trascendencia respecto de la tierra. En este sentido, lo humano no aparece como idea que se desprende y enfrenta a la naturaleza, sino como integración, una especie de “vegetalización de lo humano”, un entrar lo humano en ecuación con el espacio, como el vegetal, mediante una lógica seminal, ambigua, femenina, que hace insuficiente el pensamiento de la identidad, de lo mismo, aun cuando se lo quiera complementar con el de la diferencia. No se trata de establecer dicotomías, sino de permanecer en la tensión, de resistir en la ambigüedad. En esto consiste el “drama telúrico” que configura el espacio para el desarrollo de una historia. Que no es la Historia universal de la civilización, sino la historia del hombre que es “tierra andada” (Atahualpa Yupanqui, 1987). Resistencia: La cultura de nuestra América nace de la resistencia frente a la imposición de otro escenario, el del mundo como creatura divina y el de la naturaleza como ámbito de la ciencia y el pensamiento moderno. Se trata de una verdadera tensión entre conciencia del nosotros y preocupación del yoindividuo por el ser; entre ambigüedad e intento de resolverla mediante un concepto o dogma unívoco; entre memoria del estar en un espacio simbólico y cierta lectura de la historia desde un comienzo absoluto, objetivo y excluyente, que por lo mismo produce olvido; entre una peculiar manera de tener silencio en la conversación y hablar o reír de más. En suma, se trata de resistir a la supresión de la conciencia-pueblo, a la resolución de la ambigüedad, al olvido, al hablar de más. “En la resistencia hay mucho de silencio festivo y de fiesta silenciosa” (Cullen, 2017: 70). Mestizaje: El mestizaje surge, según Cullen, de la necesidad de ampararse de la angustia original, provocada por lo tenebroso y sombrío, que ha sido desplazado a segundo plano por la luminosidad de la razón y la moral occidental. Así el mestizaje deviene una forma de resistir lo viejo ante la urgencia de vivir (Kusch, 1976; Scannone, 1978). En este sentido se ha dicho que América fagocitó al cristianismo para convivir con él desde la resistencia. El motor de este mestizaje entendido como recurso de sobrevivencia es, según Cullen –también Kusch–, “el miedo a vivir lo propio, necesitando disfrazarlo para que subsista. […] Su posibilidad será siempre vivirlo como novedad radical, creación vital, para lo cual será necesario aceptar lo sombrío y tenebroso” (Cullen, 2017: 72).

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Astucia: La astucia es, según Cullen, el rasgo específicamente barroco de la cultura de nuestra América, en el sentido de apariencia, ilusión, sobrecargo, disimulo. La astucia es un recurso de sobrevivencia, se manifiesta tanto en la política como en la religión. En política, pone en jaque la formalidad racional que oculta su realidad. Barroquizar la política mediante el caudillismo o la clandestinidad, es una forma de sobrevivir, con la esperanza de poder crear alguna vez una organización popular y con el peligro de no lograrlo –y desaparecer o ser expulsado o empujado a la frontera. En religión, la presión de la religiosidad popular barroquiza las organizaciones formales de la Iglesia, mediante la adhesión a líderes religiosos informales –el/la brujo/a, el cura villero, el pastor carismático–, la celebración de rituales donde se mezclan lo sacro y lo profano, la superstición que contradice la ortodoxia. Todo aquello que provoca desequilibrio en la organización canónica de la religión. Estar siendo así: Las determinaciones anteriores permiten una caracterización del “ethos barroco” como: [E]l entrecruzamiento significativo, en el escenario de la tierra, de una resistencia, un mestizaje y una astucia. […] Se trata de una síntesis, pero en el sentido de una ambigüedad radical que […] nos caracteriza: la de estar y ser en nuestro acontecer. […] Su equilibrio se produce en un “así”, cuya descripción fenomenológica nos llevó a hablar del ethos barroco. […] Debemos entender esto como un equilibrio inestable, provisorio y ciertamente ambiguo. Como si nuestra experiencia histórica –al menos desde 1492– fuera el continuo ensayo de este “así”, todavía demasiado determinado por el miedo (impuesto por la presencia de lo extraño en el conquistador y colonizador) a lo tenebroso y lo sombrío, y por la urgencia de vivir, pero que –alguna vez– podrá soltar sus amarras y animarse a vivir y crear un “así” desde lo propio (Cullen, 2017: 78).

5 Colofón Ahora bien, el miedo puede convertirse en una prisión. Lo que hay de negativo en el miedo, sólo puede superarse mediante una decidida afirmación de nosotros mismos como sujetos históricos. Arturo Roig lo expresa en la categoría de “a priori antropológico”, que sintetiza las dimensiones antropológica, axiológica y epistémica de dicha afirmación. Se trata de “afirmarnos a nosotros mismos como valiosos y considerar valioso el conocernos a nosotros mismos” (Roig, 1981). Así, retomando el ejemplo de Martí, no es el aldeano vanidoso, ni los sietemesinos, ni los letrados artificiales los que realizan aquella afirmación de

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sujetividad6, sino el “hombre natural”, el que sabe de sí, aún a pesar de todas las formas de encadenamiento con que se lo intenta inmovilizar. Tal afirmación, incluso en condiciones desfavorables, hace que la prisión sea imperfecta y las cadenas “incapaces de aprisionar…”. La abundancia de imágenes en el texto de Martí, como el encadenamiento del fraile en la novela de Arenas, puede ser considerada como gesto barroco. Muestra, cepillando a contrapelo, la denuncia de una situación histórica concreta: la del colonialismo, la de las cadenas del poder y del saber. Apelar a la noción de “ethos barroco”, como categoría de análisis sociocultural, despojándonos del miedo, vehiculiza lecturas críticas de la historia y del presente, provee criterios de interpretación y transformación social y cultural. Permite explorar momentos densos de nuestra historia, sus tensiones y resistencias. Como argumentación, es una forma de razonamiento que se mueve en la frontera porosa de la lógica de la identidad, empujándola, horadándola. Muestra la imposibilidad de decidir entre dicotomías categoriales, lógicas o axiológicas. Se afirma en la ambigüedad, muestra la confusión, la deformidad, la torsión. Si es cierto que filosofar consiste en crear categorías, también es cierto – como sostenía el maestro Gaos– que existe un imperialismo de las categorías. El gesto barroco invita a resemantizarlas, a fagocitarlas y recrearlas. Y en ese sentido se afirma como filosofía de la contraconquista, de la resistencia a todas las formas de encadenamiento y de colonialidad.

Y por los cambios de temperatura que se observaban en su ferroso encierro, por el calentamiento y enfriamiento del enrejado, sabía el fraile de la llegada del día y de su retirada, de la entrada de la noche y del amanecer. Y de haberse prolongado aquél encierro, con los años, habría aprendido a traspasar con la vista el hierro y el techo, y ver el cielo, el sol y los buitres revoloteando por encima de la prisión… Reinaldo Arenas, El mundo alucinante. Una novela de aventuras (1997).

|| 6 Sujetividad: afirmación de sí mismo como sujeto histórico.

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Krzysztof Kulawik

El Neobarroco latinoamericano como discurso desestabilizador. Una alternativa para la crisis posmoderna de la subjetividad normativa Nos internamos en un laberinto neobarroco que nos invita a recorrer un recinto que opera por asociación de especies, de orgánicas de cuerpos, plantas, flores […] para configurar un universo artificial de asociación de especies y formas que circulan por el cuerpo clausurado […]. Eugenia Prado, Resistencia neobarroca

1 Del Barroco al Neobarroco La presencia del Neobarroco en las artes y la literatura latinoamericanas surge como una tendencia estilística, tanto narrativa como poética y ensayística, más o menos a partir de la década de 1950. Proveniente de varios países, incluyendo Brasil, tuvo su auge en las décadas de 1960 y 1970, y continuó incluso hasta las primeras décadas del siglo XXI. Caracterizan al Neobarroco la reapropiación y estilización críticas, a veces paródicas, de elementos del Barroco histórico, importado desde Europa por los españoles y portugueses que arribaron a las colonias americanas en el siglo XVII. Originalmente percibido como un estilo consagrado al servicio de la dominación política y religiosa, en el Nuevo Mundo, el Barroco se transformó para adquirir un sentido contestatario y, en palabras de José Lezama Lima, de “contraconquista”, actitud de resistencia originada a partir de una nueva cultura americana, mestiza e híbrida (Lezama Lima, 1957: 32, 50- 53). En su forma contemporánea, el Barroco se recuperó en el siglo XX para fines reivindicativos de crítica poscolonial, como lo han explicado Gustavo Guerrero (1987), José Ortega (1984), Irlemar Chiampi (2000), Lois Parkinson Zamora (2011) y Cristo Figueroa Sánchez (2008). Siguiendo las propuestas de estos autores y el planteamiento en “Las múltiples faces del travesti” (Kulawik, 2015: 207-209), se arguye que el Neobarroco, por lo menos en Latinoamérica,

|| Krzysztof Kulawik, Central Michigan University https://doi.org/10.1515/9783111208909-020

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adquirió un papel cultural y una utilidad nueva al presentar, de manera marcadamente crítica, una epistemología del “yo” poscolonial, americano e híbrido en un momento histórico de cambios y transformaciones, llamado la Posmodernidad. Asimismo, contribuye como discurso desestabilizador y alternativo a lo que caracteriza el momento posmoderno: la crisis de la subjetividad normativa. Las obras neobarrocas construyen un sujeto trans cuya identidad es polifacética: transgresiva por antinormativa, transitiva por inestable, transcultural por transfronteriza y migrante, resultante de la inestabilidad filosófica y cultural de la llamada “condición posmoderna” (Lyotard, 1979). Entretanto, las conexiones neobarrocas latinoamericanas han sido amplias y notables desde mediados del siglo XX. Es posible trazar una cartografía que conecta los núcleos neobarrocos desde el lugar de sus primeras teorizaciones en las décadas 1940 y 1950 en Cuba (con José Lezama Lima y Alejo Carpentier) y Argentina (con Ángel Guido), hasta el auge creativo en las décadas de 1960 a 1980, que abarca tanto al Caribe como Suramérica (Kulawik, 2009: 40-43). Semejante a una “lepra creadora” (Lezama, 1957: 53-54), el Neobarroco se esparció como un brote exquisito y resurgió como una suerte de ecos, pero también de estruendos, rebotes, propagaciones y despliegues en una exuberante literatura translatinoamericana de corte marcadamente formalista. A partir de la década de 1970, el llamado “arco neobarroco” (Perlongher, 1997: 99-101) se extiende desde el Caribe por México, hasta el Cono Sur, donde marca sus tres núcleos principales: el chileno, el rioplatense y el brasileño. Con base en los estudios de Ortega, Guerrero, Chiampi, Zamora y Figueroa sobre la función crítica y reivindicativa del neobarroco en el arte y la literatura latinoamericanas, se amplía la discusión respecto de las posibilidades y la capacidad que tiene el neobarroco para desestabilizar y desterritorializar, pero también reformular, el nuevo sujeto transcultural americano, un sujeto híbrido y ambiguo en el contexto de la crisis de valores de la Modernidad. ¿Es viable albergar una epistemología neobarroca que posibilite la formulación de este nuevo sujeto cultural, un “yo” translatinoamericano? Anteriormente, Chiampi (2000: 26, 31) y Zamora (2011: 346, 357-358) asociaron la estética neobarroca con la desestabilización de las categorías tradicionales y normativas de la identidad cultural en el contexto hispanoamericano. Severo Sarduy (1987) y Néstor Perlongher (1997) sugieren que la “lepra creadora” neobarroca alcanzó a propagarse como estilo, técnica e intención en varias latitudes de Iberoamérica, posiblemente como resultado del potencial que tiene este estilo como técnica deconstructiva para “des-sujetar” al sujeto heteronormativo en cuanto a sus señas de identidad. Argüimos que esta dinámica corresponde a su intencionalidad contestataria poscolonial de cuño posmoderno.

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Severo Sarduy teorizó ampliamente la relación entre el texto neobarroco y la sexualidad homoerótica (y ambigua) en los ensayos Escrito sobre un cuerpo (1969), Barroco (1974) y La simulación (1982), y aplicó sus proposiciones en las novelas De donde son los cantantes (1967), Cobra (1972), Maitreya (1978), Colibrí (1984) y Pájaros de la playa (1993). Demostró el potencial del discurso metanarrativo que, en su forma de texto sobre papel o pantalla digital, se convierte en una construcción simbólica en la que se inscribe el cuerpo-personaje-narrador e, incluso, la mano del autor implícito. El texto y la escritura operan como una proyección metonímica del arte corporal –el tatuaje, el maquillaje, la vestimenta– (re)creando lingüísticamente la identidad cambiante de los personajes mediante la inscripción textual o la actuación (intra o extratextual) en el espacio escénico (performance). Este procedimiento metadiscursivo de simetría entre la textualización de la sexualidad y la erotización de la escritura, en la que el texto se comporta como una superficie grabable e “inscriptible” con marcas ambiguas de identidad de los personajes, es característico de varios autores latinoamericanos desde el Río Bravo hasta el Río de la Plata, pasando por Brasil y Chile. Evidencia el potencial que el estilo neobarroco tiene para cuestionar identidades fijas. Como ejemplo del sujeto ambiguo con su sexualidad transgresiva y mutante, se destaca la novela Cobra de Sarduy, paradigmática del Neobarroco como resurgimiento de técnicas evolucionadas del Barroco histórico, combinadas con contenidos nuevos de la sexualidad homoerótica y transformación corporal, y como estrategia desestabilizadora y subversiva de la identidad en un contexto globalmente transcultural.

2 Cobra y el sujeto inestable El neobarroco desestabilizador aparece más en la narrativa de Severo Sarduy, donde la sexualidad ambigua de los personajes y las voces narrativas interpuestas resultan en un des-sujetamiento de la identidad. La presencia textual de ciertas marcas corporales como maquillaje, cortadas, tatuajes, cirugías o mutilaciones, representadas en la narración e “inscritas” en los actantes, se traspone figurativamente (metatextualmente) al acto escritural, como letra grabada o incisa en la superficie del papel. Este procedimiento de simbolización corporaltextual en la relación metonímica entre la sexualidad y la escritura ya fue señalado en la literatura por René Prieto (2000: 9-10) y Elizabeth Grosz (1994: 138139, 141), y aun por el mismo Sarduy (1969, 1990). Prieto (2000: 9) y Sarduy (1990: 222-223) demuestran que la escritura puede leerse como una metáfora del cuerpo. En el texto neobarroco, se realiza en una dimensión metatextual me-

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diante una operación metonímica en la que el acto de escribir alcanza a asumir el sentido de marcar, perforar o tajar el cuerpo textual y, simbólicamente, para deformar y reformar la identidad del personaje. Apoyada en el erotismo, entendido por Georges Bataille como exuberancia y exceso, la construcción textual de la sexualidad ambigua se ejemplifica en la novela Cobra de Sarduy cuyo protagonista es el epónimo travesti metamorfoseante, un bailarín del Teatro Lírico de las Muñecas en La Habana, oprimido por su patrona, la despótica Señora. Cobra huye a Francia con el deseo de transformar su cuerpo y sexo. Continúa hacia Marruecos donde acude al cirujanoalquimista, el Dr. Ktazob. Se desdobla y reencarna en Pup para volver a París como un gay supermacho, involucrado con una pandilla de motociclistas, quienes lo llevan a un monasterio budista del Tíbet. Allí, buscando fútilmente la iluminación, Cobra resulta brutalmente asesinado por la policía (representación el Estado homofóbico) después de ser reconocido como un exbailarín travesti. En esta historia, el/la protagonista sucumbe a una serie de transformaciones plásticas y cosméticas en el transcurso de las cuales, a modo de metamorfosis, se desdibuja e invierte su género sexual: “Desde los pies hasta el cuello era mujer; arriba su cuerpo se transformaba en una especie de animal heráldico de hocico barroco” (Sarduy, 1981: 144). La enrevesada trama, con las continuas transformaciones corporales y la identidad mutante del protagonista, se desarrolla en un contexto globalmente transcultural que se desplaza entre Occidente y Oriente. Tales transformaciones representan la imbricación del cuerpo-sexualidad transitiva con el textoescritura barroca (por exuberante y ornamentada). Un denso tejido verbal atavía el cuerpo mutante del protagonista al incorporar el maquillaje, el tatuaje y la alteración del tamaño de sus miembros (Sarduy, 1981: 34-35) y hasta de todo su cuerpo, p. ej., en el cambio de Cobra en su doble, la muñequita Pup (Sarduy, 1981: 52-54), o en la alteración de sus órganos reproductivos durante la transformación transexual en Marruecos (Sarduy, 1981: 105-108). Así como en las relaciones eróticas de Cobra, también en el acto de escribir se opera una (con)fusión de sujetos –se involucran el autor y lector implícitos con los narradores y los personajes– cuyas identidades, así como voces y roles en el relato, se borran mediante el uso equívoco de las formas gramaticales de sujeto –yo, tú, él/ella– pero, sobre todo, con la presencia de los mutantes personajes travestis Cobra-Pup, Cadillac y la despótica Señora. Es irónica la reflexión del narrador (y autor) dirigida al lector: “¿con qué faz y natura aparecerá la deshadada ante el Creador y cómo la reconocerá éste sin los atributos que a sabiendas le dio, remodelada, rehecha, y como un circunciso terminada a mano?” (Sarduy, 1981: 87). En su continua búsqueda, Cobra participa en la tan barroca estructura cen-

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trífuga del texto. Julia Kushigian, citando a Judith Butler, define este fenómeno de dispersión y (re)creación de la identidad sexual y cultural como “una suerte de acción que va más allá de las oposiciones binarias del género masculino y femenino. Produce una lucha erótica para crear nuevas categorías nacidas encima de los escombros de las antiguas, de encontrar un modo nuevo de crear un cuerpo dentro del campo cultural” (Kushigian, 1999: 1614). Las artimañas barrocas de Sarduy evocan las ideas de Néstor Perlongher quien, esta vez desde el núcleo argentino del neobarroco, el que llamó el “neobarroso” (Perlongher 1997: 97-99), presenta el concepto de “devenires minoritarios” (Perlongher 1997: 65-76). Desarrolla las ideas de Gilles Deleuze (1977: 3442)1, relativas al sujeto como un punto de subjetivación y sin centro ninguno: “Ya no hay sujetos, sólo individuaciones dinámicas sin sujeto que constituyen agenciamientos colectivos […] individuaciones instantáneas” (Perlongher, 1997: 66). Tales agenciamientos forman un mapa de “procesos de marginalización y minorización, de movilizaciones de sujetos “no garantizados” (Perlongher, 1997: 67). Perlongher se refiere aquí a movimientos autoconstitutivos del “yo” desde la periferia, desde el margen, y explica: Estos procesos de marginalización, de fuga, en diferentes grados, sueltan devenires (partículas moleculares) que lanzan el sujeto a la deriva por los bordes del patrón de comportamiento convencional. […] Devenir no es transformarse en otro, sino entrar en alianza (aberrante), en contagio, en inmistión con el (lo) diferente. El devenir no va de un punto a otro, sino que entra en el “entre” del medio, es ese “entre” (Perlongher, 1997: 68; cursiva en original).

En la conformación del devenir, o la autoconstitución del sujeto, Perlongher sitúa los “puntos de pasaje” entre las polaridades identificatorias (sexuales, raciales, sociales, nacionales) de los sujetos minoritarios (Perlongher, 1997: 69). Este razonamiento aplica bien a la lectura de Sarduy al ofrecer una hermenéutica en el examen de las transgresiones de la identidad sexual de los personajes inestables como Colibrí, Auxilio, Socorro, Luis Leng, Cocuyo y Cobra. Estos puntos de pasaje, de transición entre las categorías de lo masculino y lo femenino, producen el descentramiento (tan barroco) del concepto de la “identidad”, su pluralización en “otredades” o “alteridades”. La identidad se multiplica en su otredad simultánea; el sujeto es un sitio de transgresión y transición de categorías, un haz de ident-/alter-idades en constante flujo, alternancia y fu-

|| 1 Se refiere a las ideas del “nomadismo” y “rizoma”, introducidas por Deleuze y Parnet, que participan en la formación horizontal de la identidad, comparada al movimiento de una caravana con camellos.

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sión. La abertura identitaria del personaje sarduyano encaja con el argumento de Lezama sobre el Barroco como “arte de la contraconquista”, estilo propiamente novomundista, mestizo y americano (Lezama, 1993: 32, 51, 53). En su forma nueva, se convierte en un estilo de la reapropiación americana del Barroco histórico con fines subversivos de la Modernidad y una deconstructiva crítica poscolonial. Lo avalan las observaciones de Chiampi (2000: 36-37), Zamora (2011: xxvi) y Celorio (2010: 487-507) sobre el Barroco como estilo mestizo e híbrido. El discurso neobarroco, con la sexualidad no heteronormativa y la exuberancia formal, se convierte en el siglo XX en una herramienta crítica para el descentramiento, la deconstrucción y la reformulación del sujeto en un contexto filosófico inestable (posmoderno) e híbrido (latinoamericano).

3 El sujeto des-sujetado El protagonista de Cobra es un sujeto desterritorializado: ambiguo y transitivo en cuanto a su pertenencia sexual, nacional y cultural. Intenta liberarse (literal y figurativamente) de los límites discursivos que lo categorizan y “sujetan” en una lucha textual de fluctuación gramatical y léxica-referencial, con nombres y espacios cambiantes. Al des-sujetarlo, estas técnicas lúdicas de escritura dessubjetivan a Cobra. La de Sarduy, en este caso, ya no es una escritura del "yo", sino de la aniquilación y dispersión del “yo” en otro–“tú/él/ella/ello”–, escritura de la palabra-como-máscara, invertible y reemplazable, una simulación del ser que desvela el vacío que existe detrás de cada (pro)nombre, cada identidad representada por él-ella. La palabra no funciona sino por y para sí misma, como una convención de sentido, una pantalla que esconde el vacío detrás. Sarduy lo explica como “Neobarroco del desequilibrio, reflejo estructural de un deseo que no puede alcanzar a su objeto, deseo para el cual el logos no ha organizado más que una pantalla que esconde la carencia” (Sarduy, 1978a: 183). El “yo” no es más que un signo convencional, un sujeto gramatical o actante narrativo, una representación lingüística, literaria y artística, una máscara o pantalla que simula una falta. Es interesante anotar que la palabra “persona”, que aquí podríamos relacionar con “sujeto”, en latín originalmente significaba “máscara” (Roberts, 2014: II, 346)2. Más que personajes o funciones discursivas cerradas y || 2 Roberts indica que la palabra latina persōna significaba originalmente un personaje en una obra dramática o la máscara que el actor se ponía para representar a este personaje. A su vez, el latín lo pidió prestado del más antiguo etrusco phersu que literalmente significaba “máscara” y, posiblemente, lo combinó con el griego prosōpon que significaba “cara” o “rostro”. Esta

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coherentes (“sujetadas” o “atadas”, como indica la etimología de la palabra “sujeto”), en Cobra aparecen sujetos nodulares, fragmentados y encajables, a modo de muñecas rusas. Esta nulidad de identidades fijas corresponde a un empleo particular de la lengua: una ambivalencia semántica y sobreabundancia léxico-sintáctica que llegan al exceso del vaciamiento y agotamiento, tanto filosófico (posmoderno) como semántico (comunicativo). Esta crisis de la función comunicativa de la lengua en Sarduy está bien señalada por Biagio D’Angelo: If polyphony or dialogue is also an act of knowing the other and –according to the bakhtinian reading of Dostoyevski– a recognition of one’s own mysterious Other, in Sarduy it is reduced to an empty, useless, and sterile dialogue. If parody is both challenge and artistic creation, an unchained competition in which the imitated master is recognized, in Sarduy it is an artifact that is emptied of the codes of knowledge, a “blank parody,” as Jameson would suggest. It is a sign that is only simulation […] (D’Angelo, 2007: 291).

Más que relatar una historia, las novelas de Sarduy exponen el proceso mismo de la representación, la lengua-máscara que se refleja metatextualmente. La “identidad”, como conjunto de características, factores, saberes y poderes que determinan la percepción del individuo, puede definirse también como un proceso gramatical de distinguir un sujeto –un “yo” en relación con un “otro” discursivo, el “tú”, “él”, “ella”– (o)puesto al “yo” en un momento dado del discurso, invertible y transferible en cualquier otro momento (Lyotard, 1994: s.p.). Esto ocurre en varios contextos de individuo, grupo social, raza, nación o género sexual. Un texto neobarroco, como el de Sarduy, revela la naturaleza discursiva del proceso de la conformación del sujeto. Las fuerzas o condiciones que integran (o “sujetan”) el conjunto de rasgos de identidad (o posiciones de sujeto) en cualquiera de estas posiciones momentáneas (por ende, cambiantes), según Joan Scott, conforman la “experiencia discursiva” del sujeto: Treating the emergence of a new identity as a discursive event is not to introduce a new form of linguistic determinism. […] Being a subject means being “subjected” to definite conditions of existence, conditions of endowment of agents and conditions of exercise. […] Subjects are constituted discursively, experience is a linguistic event, but neither is it confined to a fixed order of meaning (Scott, 1992: 34).

Scott enfatiza la interconexión de las dimensiones social e individual en la formación discursiva de la identidad, una construcción histórica y culturalmente

|| combinación resultó en lo que podríamos suponer que sería el significado original de “persona” como “una cara enmascarada” o “máscara sobre la cara”.

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variable. Asimismo, el significado de las categorías de identidad asignadas a un individuo por la sociedad cambia según las condiciones y, con ellas, cambian las posibilidades de concebirse uno a sí mismo: hombre/mujer, blanco/negro, Anglo o Latino, etc. (Scott, 1992: 35). Otro ejemplo de la constitución discursiva del sujeto se encuentra en Borderlands / La Frontera: The New Mestiza de Gloria Anzaldúa (1987). Su protagonista, la “new mestiza”, representa una epistemología del proceso creativo en la reformulación de una identidad fluida y fronteriza: femenina-lesbiana-intersexual, indígena-blanca, hispana-chicanaestadounidense (Anzaldúa, 2007: 99-104). En una narración poética, recrea un sujeto inestable ubicado en la zona fronteriza entre México y Estados Unidos, una zona de migraciones, contactos y transgresiones de todo tipo. De manera similar, el artista chicano Guillermo Gómez-Peña (2000) utiliza la performance en una exhibición y actuación del cuerpo marcado, travestido y transformado para formular un sujeto transfronterizo que cuestiona cualquier etiquetamiento sexual, étnico, racial y cultural.

4 Del Neobarroco a la Posmodernidad: estética y política de la crisis El exceso lingüístico, erótico y lúdico en las novelas de Sarduy adquiere un sentido político radical como una reacción estética al pos-/neo-colonialismo. De acuerdo con lo observado antes, Fernando Burgos asigna a las novelas de Sarduy una relación transgresiva de tipo erótico entre los actos sexuales corporales de los sujetos y el acto de la escritura, en una comunión entre el sujeto escribiente y su objeto: la representación misma. Burgos se refiere a las novelas de Sarduy como una “escritura erótica, es decir, de juego no funcional, no productivo que se encuentra en la persecución transformativa del texto” (Burgos, 1992: 216). Se hallan en el placer puro de la escritura, en el derroche ilimitado de los significantes, en un juego lúdico desbordado del texto dinámico, transformativo y militante. Burgos describe esta relación como “cuerpo y escritura, asociación transformativa, lúbrica lucha, empecinado deseo destructivo del orden” que llega al extremo de la aniquilación, “anuncia la virtualidad de una escritura que ofrenda artísticamente –en su propia destrucción y metamorfosis– una percepción acumulativa y radical sobre el acontecer cultural moderno y posmoderno” (Burgos, 1992: 222). Puede interpretarse como un ataque a la racional mentalidad capitalista-colonialista de explotación, producción, ahorro y acumulación porque utiliza, con ironía y parodia, la exuberancia y el derroche de significan-

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tes (recarga de ornamentación y figuras) y de significados (ambigüedad y multiplicidad de referentes). En Cobra se percibe como artificio: ¿Quién me mandó en tu restructuración a despilfarrar mis ahorros, en arrancarte con cera y electricidad el cuero cabelludo, con una segueta cortarte falange por falange los dedos que eran enormes, pagarte un comando de etnólogos, masajes y parafina, alimentarte con almendras amargas y leche de majá para que fueras flexible y te brillaran los ojos de la noche […] hasta que llegaste a la impostura: lentes de contacto amarillo canario? (Sarduy, 1981: 72-73).

La parodia, con su derroche de significantes y dispersión de significados, lleva a la fragmentación del sujeto y su identidad. La exuberancia formal y la abertura conceptual se relacionan con dos procedimientos poéticos típicamente barrocos: el culteranismo y el conceptismo, respectivamente, como señaló en Cuestiones gongorinas Alfonso Reyes, al referirse al barroco gongorino o barroco literario español como base para el Barroco americano (Zamora y Kaup, 2010: 170-171)3. En el Neobarroco, éstos se combinan con un nuevo contenido de la sexualidad ambigua y desplazamientos transculturales en espacios dispersos entre Occidente y Oriente (Cobra se traslada entre Cuba, Europa, África del Norte y el Tíbet). Esto produce un efecto desconcertante que, desde el punto de vista del análisis pragmático, es la intención del neobarroco como estilo radical, desestabilizador y contestatario del orden económico capitalista, de la cultura de consumo racionalizada, de lo que Sarduy llama “la administración tacaña de los bienes” (Sarduy, 1987: 209). Logra la abertura del sentido al desplazarlo en el nivel del lenguaje, la base del orden patriarcal, heterosexual y logocéntrico. Afirma Sarduy que “[a]l contrario [del histórico], el barroco actual, el neobarroco, refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto que absoluto, la carencia que constituye nuestro fundamento epistémico” (Sarduy, 1987: 211-212). Lois Parkinson Zamora y Monika Kaup nos recuerdan la idea esencialmente barroca del horror vacui, el miedo filosófico y existencial al vacío que entra en el contexto de la agotada Modernidad con el impulso por llenar todo espacio con una ornamentación excesiva, apenas simuladora (Zamora y Kaup, 2010: 25)4. El || 3 En el ensayo “Savoring Gongora”, parte de su libro Cuestiones gongorinas, Alfonso Reyes se refiere a términos claves que definen el barroco literario español; en primer lugar, son el “conceptismo” y el “cultismo” (conocido más como “culteranismo”). De modo similar lo presenta Gonzalo Celorio (en Zamora y Kaup, 2010: 493). 4 Zamora y Kaup (2010) aducen la siguiente observación de Carlos Fuentes respecto a la importancia del concepto del horror vacui (horror al vacío) para el arte barroco: “The horror vacui of the Baroque is not gratuitious –it is because the vacuum exists that nothing is certain. The

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artificio llena el vacío dejado por el desmembramiento del sujeto-Cobra en la heterogeneidad de sujetos mutantes y sus sexualidades camaleónicas. Marca la crisis de la homogeneidad maniqueísta en las tradicionales distinciones dualistas de la masculinidad-feminidad u Occidente-Oriente, como en esta descripción del protagonista travesti: Está maquillada con violencia, la boca de ramajes pintada. Las órbitas son negras y plateadas de alúmina, estrechas entre las cejas y luego prolongadas por otras volutas, pintura y metal pulverizados [...] del borde de los párpados penden no cejas sino franjas de ínfimas piedras preciosas. Desde los pies hasta el cuello es mujer; arriba su cuerpo se transforma en una especie de animal heráldico de hocico barroco. Detrás, la curva del tabique multiplica sus follajes de cerámica, repetición de crisantemos pálidos (Sarduy, 1972: 126).

Como resultado de la crisis posmoderna, la estética neobarroca procura llenar el vacío con una multiplicidad de identidades fluidas e intercambiables, encarnadas por personajes mutantes fragmentados y transculturales. La conexión del Neobarroco con la Posmodernidad se justifica más relacionando los rasgos barrocos de la carencia, la falta de referentes estables y el desequilibrio estructural con las ideas aplicadas a la Modernidad tardía por Lyotard en La condición postmoderna: el derrumbe del discurso totalizador, el “gran relato” de la Modernidad, y las “metanarrativas” de la Religión, la Filosofía, la Ciencia y la Historia (Lyotard, 1990: 36, 73-75; Garavito, 1994: 6). Por su lado, Gilles Lipovetsky explica el espíritu del vaciamiento, la indiferencia y lo efímero de la nueva época de inestabilidades, transgresiones culturales y cambios políticos mundiales de la segunda mitad del siglo XX como efectos de la globalización e hipercomercialización. Relaciona el individualismo, el hedonismo y el narcisismo con el consumo de productos variables, instantáneos y desechables (Lipovetsky, 1986: 7, 9, 14). De manera semejante, Jean Baudrillard asocia este surgimiento de representaciones simultáneas y pasajeras de objetos, la acumulación excesiva y la abundancia de lo ornamental con la simulación (Baudrillard, 1994: 24, 42). Se trata de una representación ilusoria y engañadora del objeto pasajero, como reacción a la crisis. Representa una búsqueda del estatus ontológico dentro de un contexto del vacío existencial y cultural, agravado por las desigualdades económicas producidas por el sistema neoliberal del

|| verbal abundance of Carpentier’s The Kingdom of This World or of Faulkner’s Absalom, Absalom! represents a desperate invocation of language to fill the absences left by the banishment of reason and faith. In this way post-Renaissance Baroque art began to fill the abyss left by the Copernican Revolution”.

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neocolonialismo. Así, llenando el vacío dejado por el sistema, el artificio simulador en la novela neobarroca adquiere una dimensión de resistencia y disidencia políticas. Lo afirmó Sarduy al considerar el neobarroco como “un estilo de discusión”, “un estilo revolucionario”, transgresivo y subversivo del orden burgués y capitalista (Sarduy, 1978a: 176, 182-183; Sarduy, 1987: 209). Marina Gálvez Acero asocia los procedimientos neobarrocos de Sarduy con la corriente neovanguardista: “Un nuevo renacer de una actitud vanguardista en su más pura tradición [...] lo corrosivo de su visión, divertida e irónica, pone fin a un momento cultural [moderno] que venía derrumbándose y desmitificándose desde la aparición del arte ‘pop’ a comienzos de los años setenta” (Gálvez, 1987: 117-118). Por su lado, Néstor García Canclini describe el contexto como “relativización postmoderna” que permite “elaborar un pensamiento más abierto para abarcar las interacciones e integraciones entre los niveles, géneros y formas de la sensibilidad colectiva” (García, 1990: 23). En el marco de este debate, se presenta una hermenéutica del neobarroco para ofrecer una propuesta alternativa en el discurso posmoderno, basada en la invención lingüística, la ambigüedad sexual y el nomadismo transcultural.

5 Un aporte y una propuesta En términos estéticos y filosóficos, el Neobarroco se adelanta a la convención social y a la ciencia, ámbitos que todavía tienden a concebir la subjetividad en categorías fijas de género, etnia y raza. Ayuda a concebir una identidad, tanto sexual como cultural, transitiva de un sujeto móvil-indeterminado que desestabiliza el marco patriarcal y logocéntrico. En la medida que llegan a apuntar contra el orden clásico, las obras de Sarduy, Perlongher y otros autores iberoamericanos contemporáneos adquieren una resonancia política radical, además de feminista y queer. Desde la década de 1980, abundan en Latinoamérica creadores neobarrocos, herederos de Sarduy con la temática erótica y transcultural, que emplean la forma narrativa, el ensayo y la performance: los chilenos Pedro Lemebel, Francisco Casas, Diamela Eltit, Eugenia Prado y Francisco Copello, los bolivianos La Familia Galán, el checo-peruano Mirko Lauer, el peruanomexicano Mario Bellatin, los puertorriqueños Luis Rafael Sánchez y Mayra Santos-Febres, y los cubanos Jesús Gardea, Ezequiel Vieta, María Liliana Celorrio y Ena Lucía Portela. También están los “neobarrosos” del Río de la Plata con los argentinos Osvaldo Lamborghini y Héctor Libertella y, más recientemente, Washington Cucurto y Naty Menstrual, y los uruguayos Roberto Echavarren y Dani Umpi. Sin embargo, el que marcó un hito e hizo la conexión del neobarroco

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rioplatense con el Caribe y Brasil fue Néstor Perlongher. En Brasil, se destacan la poesía y narrativa neobarrocas de Haroldo de Campos y Paulo Leminsky, las artes visuales de Hélio Oiticica, el neovanguardismo narrativo de Clarice Lispector y su epígona, Hilda Hilst, además de los novelistas Osman Lins, Silviano Santiago y Gilberto Noll, y el poeta Roberto Piva. La presencia de sujetos inestables –mutantes desplazados y transculturados– en las obras de estos autores acomete desde los márgenes, con procedimientos lingüísticos experimentales y exuberantes, el orden capitalista neoliberal y neocolonial. Agrede el sistema mimético-logocéntrico de su representación, deconstruyendo sus formas y géneros como la novela, una forma por excelencia decimonónica y burguesa. Ataca un sistema de orden capitalista que concibe la lengua en términos de la economía de la comunicación, ahorro, mimetismo y dominación. El texto neobarroco desenmascara la naturaleza convencional y arbitraria del sistema comunicativo y de todo lenguaje con sus subyacentes relaciones de poder, sujetadoras de las identidades normativas. Al cuestionar las fronteras estables en la distinción sexual, racial, étnica y cultural, la obra neobarroca desequilibra el sistema de valores que se consideraba indiscutible por ser “natural”, tal como lo explica Thomas Laqueur en Making Sex (1990)5. Es legítimo suponer que la presencia del neobarroco es resultado de lo que señaló Lyotard en La condición postmoderna como la crisis del discurso moderno totalizador y uniforme, crisis que lleva a la aparición de un discurso posmoderno, de una ontología fragmentada, maleable, transitiva y abierta (Toro, 1997: 13, 17; Best, 1991: 3; Arriarán, 2007: 27-28)6. Esta condición (o crisis)

|| 5 Thomas Laqueur demuestra que hasta el concepto de la figura humana, su constitución fisiológica, su cuerpo en términos de la distinción de género sexual, han sido formados (“creados”) por discursos, imágenes y representaciones a través de símbolos y/o palabras. En Making Sex, hace un recorrido de los discursos médico y biológico, conformados en su mayoría por los científicos occidentales en los últimos 500 años, para mostrar cómo el cuerpo humano cambiaba la significación y las connotaciones de una época a otra según las creencias y la moda, factores instituidos por el "saber", siendo éste, a su vez, un agente de las relaciones de poder imperantes en un momento dado. La relación entre saber, discurso y poder acercan esta aproximación de Laqueur a la de Foucault en Histoire de la sexualité (1976). 6 Alfonso de Toro (1997) hace la siguiente observación: “La postmodernidad se puede entender como la búsqueda de nuevas identidades, no por medio de la exclusión o discriminación, sino por medio de la integración, ‘habitación’. La metáfora de Lyotard referente a la modernidad que va embarazada de la postmodernidad equivale, por una parte, a la creación de un nuevo lenguaje que busca la constitución de nuevos sistemas de significación en la estructura profunda del pensamiento, allí donde éste nace y se construye, y por otra, a la producción de discontinuidad, diversidad y diferencia en la estructura de la superficie. Existe la tendencia a

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posmoderna se evidencia con la relectura de los textos neobarrocos, sean de Sarduy o de los demás autores mencionados. El neobarroco se presenta como portador y voz de la transitividad intercultural. Puede significar una propuesta estética propiamente latinoamericana sobre la crisis actual del sujeto normativo, fragmentado y móvil que se desplaza entre categorías no-binarias e identidades interraciales e interétnicas. Al relativizar la sexualidad heteronormativa con el travestismo y la androginia, el Neobarroco apunta hacia la “zona de contacto”, término introducido por Mary Louise Pratt (Pratt, 1993: 88) quien, igual que Perlongher, se refiere al espacio “entre” las categorías binarias de la masculinidad y la feminidad, y otras categorías culturales como raza, etnia y nación. Indica la zona gris de la transición, el llamado entre-lugar (space in-between) de Silviano Santiago (2001: 3, 5, 8, 25, 38). En palabras de José Ismael Gutiérrez, “este discurrir por fronteras espaciales e identitarias presupone una vertiginosa dinámica repleta de experiencias transversales” (Gutiérrez, 2013: 21) que surgen a partir de los desplazamientos lingüísticos del texto neobarroco. Las obras de Sarduy y los demás autores mencionados llevan a deconstruir las definiciones totalizadoras y ofrecen un punto de partida para la formulación de una nueva teoría de un sujeto móvil, situado entre géneros, sexos, razas, etnias y culturas. El estudio de Cobra presenta claves para el análisis de novelas más recientes como Tengo miedo torero de Pedro Lemebel, Salón de belleza de Mario Bellatin, Aún soltera de Dani Umpi, Sirena Selena vestida de pena de Mayra SantosFebres, 1810: La Revolución de Mayo vivida por los negros de Washington Cucurto, Ave roc de Roberto Echavarren, Fluxo-floema de Hilda Hilst, y la novelainstalación multimedial Hembros de Eugenia Prado, muchas de ellas caracterizadas por el artificio y la hibridez formal, pobladas de personajes descentrados y transgresivos. El nuevo sujeto posmoderno que se esboza a partir de estas obras resulta de una combinación de individuos borrosos que manifiestan su imposibilidad de categorización por su mutabilidad y dispersión en cuanto al sexo-género y pertenencia cultural. Afirma Gutiérrez que “sus desplazamientos intensifican la formación de una conciencia nómada, transitiva, que estriba en la oposición a vestirse de un tipo de identidad nacional y personal permanente” (Gutiérrez, 2013: 21). Los textos de Sarduy, Perlongher y los demás autores mencionados demuestran los modos discursivos y artísticos de alcanzar la fuga barroca: escapar a toda categorización establecida, relativizar y transgredir las normas mediante || reconciliar ambas estructuras y con esto se persigue una universalidad y una totalidad en la multiplicidad y en la fragmentariedad” (17).

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formas narrativas abiertas, propias de la novela neobarroca y posmoderna, desnudando los mecanismos de la representación mimética, entendida como categorización arbitraria, muchas veces opresiva. El discurso neobarroco también expresa una postura de disidencia política en oposición al sistema de la administración tacaña del sentido fijo, representativo del poder creado por el Logos euro-blanco-masculino, colonizador y dominante. Al estilizar paródicamente el rebuscado lenguaje artístico de la tradición barroca del Siglo de Oro español y la colonia americana, así como del modernismo francés e hispano decimonónicos, el Neobarroco irrisorio y deconstructivo aporta, a finales del siglo XX y principios del XXI, una voz alternativa a la crisis de la Posmodernidad con enunciados exuberantes provenientes de las márgenes mestizas de Latinoamérica.

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El cine neobarroco como medio contramodernista No es fortuito que el lenguaje de Faulkner, despectivamente llamado “Dixie Gongorismo” por algún crítico norteamericano, sea el lenguaje barroco de nuestra gran tradición literaria. La derrota, la miseria, la inseguridad, el exceso histórico solo pueden ser relatados con un lenguaje que salve las evidencias inmediatas mediatizándolas con un instrumento expresivo capaz de incluirlo todo, porque en un mundo que no sabe nada todo debe salvarse. El barroco, me decía alguna vez Alejo Carpentier, es el lenguaje de los pueblos que, desconociendo la verdad, la buscan afanosamente. Góngora, como Picasso, Buñuel, Carpentier o Faulkner, no sabía: encontraba. El barroco, lenguaje de abundancia, es también el lenguaje de la insuficiencia: sólo lo incluyen todo quienes nada poseen. Su horror al vacío no es gratuito; se debe al hecho cierto de que se está en el vacío, de que se carece de seguridad; la abundancia verbal, en El reino de este mundo o en ¡Absalón, Absalón!, significa la desesperada invocación de un lenguaje que llene las ausencias de la razón y la fe. No de otra manera acudió el arte baroco post-renacentista a llenar los abismos abiertos por la revolución copernicana. Carlos Fuentes, Casa con dos puertas. El barroco es nuestro clásico, nuestro paradigma. Gonzalo Celorio, Ensayos heterodoxos I.

1 Introducción El Barroco está impulsado por la crisis y también la impulsa porque demanda confrontación y revisión crítica. Su etimología lo sugiere: el Barroco es irregular, imperfecto, asimétrico, y como tal fractura los sistemas cerrados1. En el

|| 1 Me refiero, desde luego, a la supuesta etimología de la palabra barroco basada en la descripción de perlas irregulares, misma que no aceptan Erwin Panofsky ni George Kubler, por más útil que pueda resultar para mis propósitos (Panofsky, 1939: 35). Por su parte, Kubler concuerda con él: “El término en sí mismo no es descriptivo de forma o período; originalmente fue baroco, un término mnemónico del siglo xiii, que describía la cuarta forma del segundo silogismo acuñado para el uso de los estudiantes de lógica por Petrus Hispanus, que posteriormente fue el papa Juan XXI” (Kubler, 1962: 193). || Lois Parkinson Zamora, University of Houston https://doi.org/10.1515/9783111208909-021

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epígrafe arriba, Carlos Fuentes hace notar que el arte barroco se inicia en respuesta a la crisis epistemológica de los siglos dieciséis y diecisiete en Europa. Las estructuras del conocimiento que habían permanecido cerradas durante siglos estaban siendo asediadas, tanto en lo geográfico, astronómico, anatómico y teológico: tales estructuras estaban siendo cuestionadas y desmanteladas, y sus partes abandonadas a la deriva. Las ciencias que emergían durante este período requerían un análisis de las realidades físicas, que implicaba fraccionar las cosas en sus partes constituyentes. Una fragmentación tal debe haber parecido el propósito mismo del nuevo empirismo, y en el siglo dieciocho la Ilustración tomó esos fragmentos y creó sistemas para acomodarlos: el secularismo, nacionalismo, individualismo, capitalismo y democracia –en pocas palabras, las bases de la modernidad occidental–. Mientras que ninguno de nosotros prescindiría por completo de estos sistemas, hemos atestiguado su incapacidad para resolver las crisis globales que han acosado al siglo veinte y siguen acosando al veintiuno. De hecho, se sabe que estos sistemas han contribuido a y hasta causado las crisis. Fuentes describe los resultados –“la derrota, la miseria, la inseguridad, el exceso” – y afirma que los artistas a los que nombra (y por extensión muchos que no nombra) han reconocido una vez más la necesidad de llenar las ausencias de la razón y la fe” por medio de la inclusión, la comprensión y la integración. Estos artistas son neobarrocos en su recuperación de la estética y epistemología barrocas para propósitos contemporáneos. Sus estrategias neobarrocas están diseñadas para alterar y rechazar estructuras de poder arraigadas, asi como visualizar imaginarios sociales alternativos que enfrenten nuestras propias crisis de “la razón y la fe”2.

En su ensayo “Neobaroque: Latin America’s Alternative Modernity”, Monika Kaup sostiene que la teoría neobarroca proporciona herramientas para una arqueología crítica de las modernidades alternativas latinoamericanas (2006: 158-62), y mi propuesta sería que el cine es un medio particularmente adecuado para esta arqueología. Mis libros previos se tratan de arte barroco y la literatura latinoamericana contemporánea, pero aquí me acerco a un medio aún más complejo que la literatura o la pintura porque el cine incluye los dos medios, ni hablar de la música y la actuación dramática. El medio múltiple del cine se presta al análisis basado en la teoría neobarroca latinoamericana porque nos permite ver la teoría desplegarse ante nuestros ojos. Esta podría ser la razón por

|| 2 El filósofo canadiense Charles Taylor define “imaginario social” como las actitudes e instituciones mediante las que las sociedades se consideran a sí mismas como tales: “Como nos relacionamos, como llegamos a donde estamos, como nos relacionamos con otros grupos, y demás” (Taylor, 2004: 50).

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la que el cine neobarroco ha sido un foco de abundante atención crítica mundial. Al escribir sobre el film icónico neobarroco de Sally Potter, Orlando (1992), la académica de cinematografía Cristina Degli-Esposti hace la siguiente observación: “El modo barroco se ha manifestado a través de los siglos siempre que un período de crisis ha puesto al acto de creación artística en un impasse. Nuestro siglo ciertamente ha desarrollado un gusto nuevo hacia una nueva comprensión de la edad barroca y las muchas formas en que el arte barroco se manifiesta”3. Estoy de acuerdo con Degli-Esposti, y propongo que el cine neobarroco nos permitirá aseverar si esta “nueva comprensión de la edad barroca” ha penetrado nuestra conciencia pública, y tal vez hasta el inconsciente colectivo. Al combinar la teoría neobarroca con la práctica cinematográfica, podremos rastrear la evolución del concepto, categorizar sus formas de atención comunes y considerar como (y si) su contrarrealismo permite la posibilidad de modernidades alternativas. Mi ensayo se divide en dos partes. Empiezo con trazar la evolución de la teoría del neobarroco, es decir, la historia de la redefinición y la revalorización del barroco en el siglo 20 y que sigue hasta el momento. Veremos tres períodos de refundición: primero, con propósitos modernistas o vanguardistas por parte de poetas y teóricos europeos y latinoamericanos, luego con concepciones latinoamericanas de la identidad transcultural, y eventualmente con propósitos internacionales no posmodernistas sino contramodernistas. Todos ellos hicieron que el barroco histórico se volviera un instrumento no de conquista sino de contraconquista en Latinoamérica, y luego una técnica de renovación de formas literarias y cinematográficas en muchas partes del mundo. Esa será la primera parte de mi ensayo, y nos proporcionará un fundamento histórico. La segunda parte trata las características estilísticas y estructurales del neobarroco como se ven desarrolladas en dos películas. Veremos la teoría de Severo Sarduy, la cual aplicaré a la práctica del cineasta británico Peter Greenaway en su película El libro de cabecera. Luego veremos las estrategias narrativas neobarrocas de Jorge Luis Borges, las cuales proveen la base para le película El laberinto del fauno, escrita y dirigida por el cineasta mexicano Guillermo del Toro. Termino mi análisis con unas ideas sobre el neobarroco como un imaginario social alternativo con orígenes latinoamericanos que se ha difundido en diferentes partes del mundo, inclusive en la Inglaterra protestante,

|| 3 Cristina Degli-Esposti traza la evolución de Barroco a Neobarroco en el film icónico de Sally Potter, basado en la novela de Virginia Woolf, Orlando: Una biografía (1928), y enumera listas de teóricos del Neobarroco quienes en su opinión han abordado a las crisis actuales (1996: 77).

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con Peter Greenaway como mayor exponente y con Guillermo del Toro, cineasta arraigado en la cultura global hispano-católica.

2 La Aparición del Neobarroco como Teoría y Práctica El proceso histórico “neobarroquizante” empezó con la recuperación de la poesía del cordobés Luis de Góngora por el poeta nicaragüense Rubén Darío en 1896, en su prólogo a Prosas profanas, y luego en los años 1910 y 1920 por Alfonso Reyes, el estudioso mexicano en sus ensayos Cuestiones gongorinas. En España los poetas de la Generación del ’27 se apropiaron de Góngora para servir a sus propósitos modernistas y vanguardistas, y como es bien conocido denominaron su grupo “Generación del ‘27” precisamente para reconocer el tricentenario de su muerte. La crítica literaria brasileña Irlemar Chiampi, en su excelente libro titulado Barroco y modernidad, escribe que esa primera etapa de recuperación era, en el caso de Darío, “una mezcla (y pugna) de americanismo, galofilia e hispanismo [que] resultó en una versión del barroco coherente con el proyecto modernista de alinear nuestra literatura con el parnasianismo y el simbolismo” (Chiampi, 2000: 19). Chiampi nota que Darío también cita a Cervantes y Quevedo, y en los años 20 en Argentina, un tal Jorge Luis Borges estaba revalorando a ellos y también a los barrocos ingleses Sir Thomas Browne y John Milton, para sus propios fines modernistas y ultraístas. A diferencia de Darío y los de la Generación del ’27, Borges despreciaba a Góngora; prefería el conceptismo al culteranismo y por eso Quevedo a Góngora. A pesar de su amistad con Alfonso Reyes, embajador mexicano en Buenos Aires en esa misma época y gran defensor de Góngora, Borges nunca se convenció. Sin embargo, fue su contemplación de la estética barroca en los años 20 lo que ayudó al joven Borges a encontrar su propio estilo en los años 30 y 40. La preferencia de Borges por las obras de Quevedo, las cuales describe como “objetos verbales, puros e independientes como una espada o como un anillo de plata” le permitieron una alternativa a los emotivos desahogos de sus precursores románticos (Borges, 1952: 44). Para el, como para algunos miembros de la Generación del ’27, la estética también ofrecía el antídoto necesario al rebuscado individualismo de la época –lo que Borges llamaba el “culto a la personalidad

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occidental” (Borges, 1950: 32)–4. En términos más generales podemos entender en retrospectiva la revaloración de la poesía barroca durante esta época como un correctivo al racionalismo fallido de la Europa post-Ilustración. Este período no produjo una teoría del neobarroco sino una nueva apreciación del barroco clásico, haciendo eco a Gonzalo Celorio en el epígrafe de mi ensayo. La segunda etapa empieza durante las décadas de 1940 hasta 1970, cuando las formas del barroco virreinal fueron reconocidas por escritores/teóricos como Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Octavio Paz y Carlos Fuentes para apuntalar la identidad cultural e histórica latinoamericana5. Estos autores y varios teóricos empezaron a elaborar un concepto del “barroco de indias”6, o “barroco novomundista”, o “barroco indiano”. La fórmula más conocida en esta etapa es la de Carpentier, que define el barroco como un “espíritu” y una “constante humana” y no meramente como un período en la historia de los estilos del arte europeo. Para Carpentier, Lezama Lima y Fuentes la característica principal del barroco es la capacidad de abarcar e incluir las diferencias culturales de Latinoamérica, y mucha de su propia obra depende de su adaptación (a menudo irónica) de temas y técnicas del barroco clásico. El término “neobarroco” todavía no se usa, pero el argumento del barroco novomundista como arte de “simbiosis”, de “mestizaje”, y por eso un arte de “contraconquista”, es el paso imprescindible hacia el neobarroco cinematográfico mundial que nos interesa aquí. Cuando los escritores latinoamericanos empezaron a recuperar y revisar las técnicas y tropos barrocos en su propia ficción, la diferencia entre el Barroco y el Neobarroco se volvió obvia. Los escritores barrocos del siglo XVII no se daban cuenta de que eran barrocos pero los escritores neobarrocos por supuesto que sí. Esta aseveración engañosamente sencilla es útil dada la compleja relación de los neobarrocos con sus precursores barrocos. Las estrategias autorreferenciales abundan en el barroco histórico y estas estrategias están manipuladas conscientemente por los escritores neobarrocos. Es precisamente esta autorreflexión

|| 4 Este ensayo nunca se reimprimió, ni se encuentra en la colección de Obras completas. Borges alaba a Quevedo y al mismo tiempo rechaza su propio estilo “barroco” temprano como “excesivo” y “exhausto”. Veáse el prefacio a la edición 1954 de Historia universal de la infamia. 5 El primero en desarrollar el concepto del barroco novomundista fue el historiador de arte argentino Ángel Guido. Su estudio hace hincapié sobre la recurrente inclusión de elementos indígenas y africanos en las formas barrocas en el arte y arquitectura latinoamericanos (Guido, 1944). Se traza este proceso histórico de la recuperación del barroco en el siglo 20 en Baroque New Worlds (Zamora y Kaup, 2010). 6 El historiador venezolano Mariano Picón Salas acuñó este término en 1944; veáse De la Conquista a la Independencia.

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la que separó el barroco del clasicismo en el siglo XVII y ahora separa al neobarroco de las formas modernistas del realismo. El crítico mexicano Gonzalo Celorio asegura que el barroco es arte sobre el arte, en tanto el clasicismo es arte sobre la naturaleza: el barroco y el neobarroco despliegan su artificio, mientras que el clasicismo y el modernismo ocultan el suyo al servicio del realismo. Esta es una simplificación, como lo reconoce Celorio, pero su énfasis en el “doble discurso, la doble textualidad” del barroco, con su impulso de recuperar y revisar textos y tradiciones, es apropiado para nuestro análisis7. Los films que veremos duplican el “doble discurso” del barroco histórico para ironizar sistemas de conocimiento y poder tales como aquellos que el barroco sirvió históricamente, y para mediar entre sistemas dispares de significación. Tercera etapa de “neobarroquización” y la etapa que sigue hasta hoy en día empieza en las décadas de los 70 y los 80, cuando la actitud hacia la herencia barroca en Latinoamérica empezó a cambiar de la política cultural a una teoría estética global. Reaccionando al nacionalismo cultural de sus compatriotas Carpentier y Lezama Lima, Severo Sarduy ahora sí emplea el término “neobarroco” para señalar su estética; sus ideas han sido retomadas y desarrolladas por muchos teóricos en América Latina y en Europa, y aquellos textos siguen en ascendencia hasta el momento: en México, Bolívar Echevarría y Gonzalo Celorio; en el Caribe, Édouard Glissant; en Brasil, Haroldo de Campos e Irlemar Chiampi; en Francia, Gilles Deleuze y Christine Buci-Glucksmann; y en Italia, Umberto Eco y Omar Calabrese. El libro del venezolano Alejandro Varderi titulado Severo Sarduy y Pedro Almodóvar: Del barroco al kitsch en la narrativa y el cine postmodernos (1996) es tal vez el primero en transformar la poética neobarroca de Sarduy en teoría cinematográfica. Libros más recientes sobre el neobarroco popular son de la australiana Angela Ndalianis, Neobaroque Aesthetics and Contemporary Entertainment (2005) y del inglés Stephen Calloway, Baroque Baroque: The Culture of Excess (2008). En los Estados Unidos, el libro de Timothy Murray, Digital Baroque: New Media Art and Cinematic Folds (1994), cuenta con un capítulo sobre el film Los libros de Próspero de Greenaway que aplica la teoría del neobarroco de Gilles Deleuze. Muy interesante, la combinación de Greenaway y Deleuze, pero prefiero ensayar la teoría de Sarduy por || 7 De hecho, la afirmación completa de Gonzalo Celorio hace eco de Borges: “Así considerada la parodia implica un doble discurso, una doble textualidad: un discurso referencial, previo, conoocido y reconocible, que es deformado, alterado, escarnecido, llevado a sus extremos por el discurso del barroco. Tal operación supone un retorno, es en sí misma un retorno. La parodia, según entiendo, no es otra cosa que llegar, de regreso, al punto de partida y recuperarlo – esto es preservarlo, enriquecerlo– con los beneficios adquiridos en semejante periplo: la crítica (del sentido del humor, el homenaje) que la distancia y perspectiva otorgan” (2001: 101).

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razones que espero sean convincentes. Voy a proponer seis características de la estética neobarroca Sarduyana que resuenan en la obra fílmica de Greenaway y por extensión, en la estética neobarroca del cine.

3 Carne y Tinta; Sarduy y Greenaway Peter Greenaway, director de cine, guionista y teórico británico, me parece un feliz y prolífico producto del siglo 17 –el gran siglo del barroco europeo– y Greenaway está muy consciente de ser un neobarroco en el siglo 21. Mi argumento se apoya en los conceptos de Severo Sarduy en su ensayo “El barroco y el neobarroco” de 1972, su libro Barroco de 1974, y sus ensayos en la compilación Escrito sobre un cuerpo de 1969, que pienso aplicar a la película de Greenaway que se titula El libro de cabecera... en inglés The Pillow Book, escenificada en Japón, China, y Hong Kong, y basada en un texto japonés de Sei Shonagon, escrito hace un milenio: su “libro de cabecera” –forma femenina, diario íntimo guardado en una caja bajo la almohada de la escritora–. Un texto del Japón del siglo 10 no es materia obvia para un artefacto neobarroco; seguramente hubiera sido más lógico de mi parte escoger Los libros de Próspero de Greenaway, basada en la obra barroca de William Shakespeare, La tempestad, o como alternativa, las instalaciones digitales de Greenaway de nueve obras maestras barrocas de Rembrandt, Veronese, Goltzius y otros8. De hecho, Greenaway es pintor tanto como cineasta, y él mismo se reconoce como un barroco. Habla de su práctica cinematográfica, y en una entrevista entre muchas que se encuentra en Internet, nos dice lo siguiente: “Hago todo tipo de referencia al barroco del siglo 17 – su práctica de sexo, violencia y teatralidad– y comparo el barroco histórico con el barroco contemporáneo aunque no sé si mi público entiende esas referencias o no”. En la misma entrevista, Greenaway comenta que su guion para El libro de cabecera fue inicialmente titulado “Carne y tinta”. A través de la lente de los textos de Sarduy veremos al barroco volverse neobarroco en esta película, mientras las formas del barroco clásico no se pierden de vista. Claro está que hay muchos cineastas y guionistas que comparten con Greenaway algunos aspectos neobarrocos. Ejemplos serían Pedro Almodóvar, Alejandro González Iñárritu, Alfonso Cuarón, Alejandro Jodorowsky, Raúl Ruiz, María Luisa Bemberg, Charlie Kaufman, Sally Potter, los hermanos Coen, David Lynch, Derek Jarman: todos utilizan –de forma muy consciente– temas y técni-

|| 8 Las instalaciones digitales de Greenaway son recogidas por Tweedie (2000).

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cas barrocas para crear sus películas neobarrocas. No voy a poder ofrecer ejemplos de sus películas –son demasiadas– pero sí quiero sugerir que a pesar de sus muy diferentes estilos y productos, estos cineastas comparten entre ellos una estética que se puede identificar como neobarroca. ¿Y cuál es esta estética neobarroca? 1) Primero: la intertextualidad y el empleo de medios mixtos; para Sarduy tanto como para Carpentier y Lezama Lima y Fuentes, el proceso de mezclar y modificar es básico al neobarroco, pero para Sarduy ya no es la mezcla de culturas sino una mezcla de códigos semióticos. Para Peter Greenaway también, un fundamento de su práctica neobarroca es el arte combinatorio –la mezcla de códigos, géneros, y los artefactos híbridos que resultan–. Un ejemplo entre muchos en el Libro de cabecera: la aparición de lienzos barrocos muy conocidos que representan a María Magdalena y a San Jerónimo –Jerónimo es también el nombre del protagonista–. Los lienzos aparecen después de un escenario en el Hong Kong contemporáneo que no parecen tener nada que ver con los santos católicos. Pero de pronto, sí, se entiende que hay algo de martirio allí, pero digamos neomartirio, ya que no es cuestión de dolor ni de penitencia ni de muerte sino un juego de intertexualidad y medios mixtos neobarrocos. 2) El artificio –como tema y técnica– es básico al neobarroco de Sarduy. En su ensayo “El barroco y el neobarroco” (1972) dice así: “El festín barroco nos parece… la apoteosis del artificio, la ironía e irrisión de la naturaleza...” (168). Esta declaración de Sarduy extiende su definición antirrealista de la “artificialización” del neobarroco, sugiriendo que todas las estructuras lingüísticas tienen sentido sólo como artificio, es decir, únicamente como el juego de los elementos formales dentro de la estructura verbal. La “artificialización” Sarduyana coloca en primer plano la contingencia del significado como tal, y revela las relaciones arbitrarias entre significante y significado, entre las palabras y lo que supuestamente representan. El libro de cabecera de Greenaway cabe fácilmente dentro de este concepto, y hay un artificio en particular, que es el cuerpo humano. Aquí recordamos el título temporal del guion, Carne y tinta. En la superficie del cuerpo, la protagonista Nagiko inscribe textos efímeros en la piel de su padre y sus amantes. Luego se invierte el proceso de inscripción corporal: sus amantes empiezan a escribir sobre su piel. La textualidad y la sexualidad se funden. La escritura sobre un cuerpo se vuelve fetichista cuando Jerónimo, el amante principal de Nagiko, se muere, y ella recibe no su cuerpo difunto sino su piel desollada--todavía con los ideogramas escritos sobre ella. Nagiko pone la piel como reliquia en una caja parecida a aquella donde guarda su propio libro de cabecera, dando la ilusión que la película se hubiera podido titular El libro de cabecera y cuerpo, o aún El

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libro de cabecera, cuerpo y pergamino. El film de Greenaway revela su origen barroco en su corporalidad extrema y su estética de asombro. La conclusión de la película puede parecer tan horripilante como las imágenes barrocas de santos desollados, pero no lo es porque todo sigue siendo superficie, artificio. No sé si Greenaway habría leído a Sarduy, pero los dos comparten de manera sorprendente el interés en el cuerpo como texto y textura. En un ensayo titulado “Pintado sobre un cuerpo”, incluido en Ensayos generales sobre el barroco, Sarduy habla de la pintura corporal de Holgen Holgerson ejecutada sobre su modelo Veruska y otros modos de hacer del cuerpo sujeto y objeto a la vez: el tatuaje, la tortura, el travestismo, el camuflaje y el mimetismo de las mariposas y otros insectos y animales que cambian la apariencia de su piel para protegerse de sus depredadores. Concluye Sarduy, “Identificación total con el fondo. Poco a poco el cuerpo desaparece, se convierte en una textura idéntica a la del plano que lo sostiene, sin volumen, sin bordes” (Sarduy, 1987: 86-7). 3) El exceso, la extravagancia, el espectáculo, a menudo asociados con el erotismo: para Sarduy, el exceso neobarroco de significantes rechaza toda función realista, asimismo que el exceso erótico. Esas ideas de Sarduy reflejan el concepto de Georges Bataille de dépense, que se traduce al inglés con la palabra expenditure, con la connotación de desperdicio. Bataille se opuso a la ética utilitaria y pragmática del capitalismo. Al contrario, propone que volvamos a valores no-productivos y que sigamos a los impulsos prohibidos por esa ética utilitaria como, por ejemplo, la ornamentación, el gasto, el desperdicio, y la transgresión erótica. De nuevo vemos que El libro de cabecera de Greenaway corresponde a esa estética Sarduyana. Hay múltiples escenas de relaciones sexuales de los varios amantes de Nagiko, pero la sexualidad en esta película –en todas sus posturas, hetero y homosexuales– me parece ser sorprendentemente apasional; parece ser que la sexualidad, como la textualidad, es una cuestión de forma, de espectáculo, un elemento como otros del teatro neobarroco. La significante se confunde con el significado, la pasión se vuelve una estética: es la composición del escenario, la luz, la indumentaria donde reside la pasión neobarroca de Greenaway. 4) La proliferación, la repetición, la serie, a menudo interrumpida o repetida con variaciones subversivas de la misma serie: los ideogramas japoneses pueden servir de ejemplo, tanto como los amantes que se siguen uno tras otro y que “llevan” los ideogramas que van constituyendo los capítulos del libro de Nagiko, y aún más por los que no leemos el japonés; los ideogramas se desplazan metonímicamente, uno surgiendo del otro, y así proliferan no sólo sobre los cuerpos pero también en el papel tapiz que sirve como trasfondo de las escenas

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y que transmuta sus formas a lo largo de la película. Aquí, como dice Sarduy en una cita anterior: “Identificación total con el fondo”. 5) La distorsión visual de mise en abyme (textos dentro de textos, imágenes que contienen su propia imagen, etcétera): no voy a detenerme con ejemplos de la película porque los hay tanto temáticos como técnicos; menciono sólo el caso de mise en abyme que es la estructura misma de la película: El libro de cabecera de Greenaway contiene el libro de cabecera de Sei Shonagon que se vuelve el libro de cabecera de la protagonista Nagiko –fragmentos del cual están inscritos en la piel de Jerónimo y que guarda también en su caja de cabecera– todos estos textos/cuerpos guardados dentro del marco de la película misma. 6) El trastorno de trama lineal, de cronología y de causalidad, y la ruptura de los límites de los medios, o sea el desborde del marco o de la pantalla o del escenario teatral: en la película de Greenaway, la cronología se mueve de un milenio a otro, con elementos idealizados de China y Japón que de todos modos dan un efecto acrónico a las escenas modernas que se desbordan visualmente del marco de la pantalla. Esta estrategia de trompe l’oeil se ve a menudo en el arte barroco clásico, que confunde el espacio pictórico con el espacio y tiempo del espectador con el propósito de sugerir la extensión infinita del espacio y del tiempo y transferir la mente del espectador de las cosas materiales a las eternas (Martin, 1977: 14). El ilusionismo neobarroco desde luego ha dejado de ser religioso, pero está impulsado por una visión metafísica del mundo. Cuando las ideas ilustradas del racionalismo, individualismo y empirismo empezaron a reemplazar al imaginario barroco, el espacio dejó de ser representado como coextensivo, y se incrementó cada vez más la distinción entre la realidad y sus representaciones. La observación empírica y el concepto asociado del observador individual ha requerido que el observador permanezca separado del mundo observado. Por esta razón, el “realismo” requiere que la “realidad” esté enmarcada y encerrada. Obviamente el uso que hace Greenaway del trompe l’oeil rechaza dicho encierro, pero sería equivocado concluir que sus películas pretenden simplemente socavar la representación realista. En efecto lo hacen, pero hacen mucho más. Los films de Greenaway amplían la experiencia de lo real del espectador al apuntar a mundos imposibles de representar en forma realista. Jean Baudrillard, teórico del simulacro, resume esta intención metafísica: En el trompe l’oeil nunca existe la confusión con lo real: lo que importa es la producción, con plena conciencia del juego, de un simulacro y del artificio imitando la tercera dimensión, poniendo en duda la realidad de esa tercera dimensión al imitar y superar el efecto de lo real, despertando dudas radicales sobre el principio de la realidad. (Baudrillard, 1988: 58, mi traducción).

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El ilusionismo de Greenaway ya no es religioso, por supuesto, pero es trascendental porque pretende traer misterio a la presencia. Existe otro tropo no mencionado por Sarduy que también desafía los sistemas cerrados del realismo cinemático. El film neobarroco con frecuencia utiliza el concepto barroco de la coincidentia oppositorum, una estructura que relaciona posibilidades opuestas sin resolver sus diferencias. Para Octavio Paz, la coincidentia oppositorum es la base de la estética barroca: La gran invención literaria de la Edad Barroca: el concepto, la unión de los contrarios, expresa con extraordinaria justeza el carácter de la época… rigorismo y libertinaje, pesimismo radical y sensualidad exaltada, ascetismo y erotismo… En las épocas antibarrocas hay una rígida separación entre el cuerpo y el no-cuerpo, la materia y el espíritu…Los períodos manieristas, por el contrario, lo mismo en los dominios del arte y el pensamiento que en los de la moral y el erotismo, están regidos por el principio de coincidentia oppositorum (Paz, 1982: 105-06).

La pintura y la poesía barrocas con frecuencia unen opuestos que ni homogenizan ni destruyen las diferencias, pero las mantienen a fin de generar energía expresiva. Las oposiciones pueden ser conceptuales, como sugiere Paz, o pueden ser narrativas que multiplican y reflejan las “coincidentias”, dejando así al espectador dudando sobre qué es real no sólo en la obra de arte, pero en su propio mundo. Angela Ndalianis insiste que esa duda es integral al Neobarroco: “La forma neobarroca requiere la participación activa de los miembros de la audiencia que están invitados a participar en un juego auto-reflexivo que involucra el artificio de la obra”25. Al igual que el trompe l’oeil, la coincidentia oppositorum apela a la crisis epistemológica de nuestro tiempo al dramatizar la incertidumbre metafísica y proponer que la incertidumbre es nuestra condición necesaria (y deseable).

4 Senderos que Se Bifurcan, Laberintos y Monstruos: Borges y del Toro La ruptura de los límites entre autor/personaje y lector/observador es tan borgiana como barroca. ¿Quién sueña y quién es soñado? ¿Quién lee y quién es leído? Los cineastas neobarrocos utilizan esta técnica de trompe l’oeil con frecuencia, así como la estrategia de coincidentia oppositorum, que proyecta narrativas simultáneas que se contradicen y se confunden. ¿Cuál de las tramas y personajes es el “verdadero”? ¿Cómo se relacionan unos con otros? Aquí pienso en los guiones del estadounidense Charlie Kaufman (El ladrón de las orquídeas,

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Ser John Malkovich, y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos), el cineasta angloamericano Christopher Nolan (Memento,Inception), y el cineasta mexicano Guillermo del Toro (El laberinto del fauno, La forma del agua). Con seguridad, no es coincidencia que los tres guionistas/directores son devotos lectores de Jorge Luis Borges9. Tampoco es sorprendente que Borges haya visto y reseñado películas con regularidad hasta que la ceguera lo alcanzó a mediados de la década de 1950, y que el mismo Borges haya sido un guionista entusiasta10. Me parece imposible comentar el cine neobarroco sin encontrar las huellas de Borges por todas partes. Sus ficciones logran en la página lo que estos cineastas proyectan en la pantalla, en parte porque sus metáforas requieren exploración visual –el laberinto, las ruinas circulares, la biblioteca de Babel, el jardín de senderos que se bifurcan– y también porque a él le “complace confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro” (Borges, 1952: 45). Así describe Borges la estrategia barroca de Cervantes, y por supuesto es su propia estrategia neobarroca también. A fin de desestabilizar las certezas epistemológicas, Borges regularmente confunde (o combina) los mundos ficcionales al servicio de sus temas principales, la naturaleza ilusoria de la sabiduría y la

|| 9 Del Toro ha afirmado su gusto por la ficción de Borges en numerosas entrevistas, tal como han hecho otros cineastas neobarrocos. Véase la entrevista con Christopher Nolan, escritor y director de clásicos neobarrocos como Memento (2000) e Inception (2010). Nolan afirma: “Soy un gran fanático de Borges. Creo que Inception está muy inspirada por mis lecturas de él. Pienso que Memento es un extraño primo de “Funes el Memorioso” –el hombre que lo recuerda todo, que no puede olvidar nada–. Se trata un poco de una inversión de eso. Lo que buscaba era la precisión de un cuento de Borges. Creo que su escritura se presta de manera natural a la interpretación cinemática porque se trata de eficiencia y precisión, las bases de una idea” (Nolan, 2011: s/n). 10 Cozarinsky (1979) recoge reseñas de Borges sobre cine desde los años de 1930 a la década de 1940, y discute películas basadas en las ficciones de Borges. Sobre el film Les Autres, Borges escribió en 1971: “Recientemente he completado el guion que se llamará Los otros. La trama es de mi autoría; la escritura se hizo junto con Adolfo Bioy-Casares y el joven director argentino Hugo Santiago”. Los otros participó en el Festival de Cannes de 1974 pero no se encuentra en Internet, ni se conoce la trama en detalle. No hay que confundir este film con otro del mismo título con Nicole Kidman, escrito y dirigido por el director chileno/español Alejandro Amenábar. La publicidad para este film lo llama “un film gótico español de terror psicológico sobrenatural”. De hecho, depende completamente de la estrategia borgesiana de coincidentia oppositorum, al confundir los mundos del sueño y la realidad. La identidad entre los títulos del guion de Borges y la trama borgesiana del film muy posterior de Amenábar puede verse como una simple coincidencia (Borges, 1978: 285). El ensayo de Borges se publicó más tarde en español (Borges, 1999).

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“nadería” de la identidad personal (Borges: 1925)11. El cine neobarroco sigue a Borges al preferir las ideas a los individuos, y la filosofía a la psicología. Como Borges, los cineastas mencionados proyectan mundos contradictorios (o irreconciliables) simultáneamente a fin de cuestionar nuestras certezas sobre la realidad del ser y el mundo. En la ficción de Borges “El jardín de los senderos que se bifurcan”, el narrador describe un texto con el mismo título del cuento que imagina un mundo donde ninguna elección excluye a otra y ningún sendero excluye cualquier otro. Un personaje llamado Ts’ui Pen se dispone a escribir este texto donde todas las posibilidades circulan, a veces sobreponiéndose o contradiciéndose o intersecándose, y otras veces ni siquiera se encuentran. En este cuento y muchos otros, Borges rechaza el tiempo lineal y el espacio uniforme, así como sus bases históricas en el racionalismo y realismo de la Ilustración. El narrador, que resulta ser el bisnieto de Ts’ui Pen, comenta la visión del mundo en que se basa el texto de su ancestro: A diferencia de Newton y Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarcan todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo: en otros, yo, no usted; en otros los dos… El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo (Borges, 1974: 479).

Las opciones (y oposiciones) ilimitadas destruyen la autonomía individual porque los conceptos modernos de la identidad personal dependen de un mundo estable donde sea posible cerciorarse de causa y efecto, y donde el desarrollo a través del tiempo esté asegurado. Infinidad de opciones pueden prometer libertad, pero la nadería del ser en la que Borges insiste puede también producir experiencias aterradoras, como sucede en este cuento, que concluye con un sendero que conduce a la traición y el asesinato. “El jardín de los senderos que se bifurcan” está situado durante la segunda Guerra Mundial, así que Borges ancla su jardín históricamente aun cuando refuta el historicismo lineal moderno con sus “futuros innumerables”. El Neobarroco necesariamente emplea

|| 11 En este temprano ensayo, Borges escribe: “Fuera vanidad suponer que ese agregado psíquico ha menester asirse a un yo para gozar de validez absoluta, a ese conjetural Jorge Luis Borges en cuya lengua cupo tanto sofisma y en cuyos solitarios paseos los atardeceres del suburbio son gratos. No hay tal yo conjunto. Equivócase quien define la identidad personal como la posesión privativa de algún erario de recuerdos” (Borges, 1925: 93-94, mis cursivas).

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epistemologías modernas a fin de subvertirlas y revisarlas12. Que el texto de Ts’ui Pen nunca haya sido escrito no disminuye el esfuerzo hercúleo del autor. Resulta inevitable que los senderos infinitamente ramificados de este texto ideal constituyan un laberinto. El narrador describe la intención de su antepasado “para edificar un laberinto en el que se perdieran a los hombres... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros” (Borges, 1974: 475). La proliferación, la serie, la replicación son esenciales al Neobarroco Sarduyana así como también para las ficciones de Borges y el cine de del Toro. En efecto, la mayoría de los teóricos y practicantes del Neobarroco insisten en esta característica porque les permite establecer lo que Christine Buci-Gluckmann llama “la percepción topológica”, o sea, las múltiples perspectivas temporales y espaciales que subvierten la progresión temporal lineal y los escenarios fijos. El dinamismo de las formas barrocas y su compromiso con la posibilidad de trascendencia facilitan tales subversiones neobarrocas. Buci-Gluckmann lo explica claramente: “A la differeence d’un espace cartésien homogène, géometral et substantialist, la spacialité baroque ouverte et sérielle en devenir, et de metamorphose de formes procede par recouvrement, coexistence, jeu de lumières et de forces, engendrement d´êtres par la ligne serpentine et l’ellipse” (BuciGlucksmann, 1986: 76). La “topología” del film de Guillermo del Toro, El laberinto del fauno, se relaciona con los senderos que se bifurcan y los laberintos de Borges, y claramente está influenciado por ello. El film de del Toro, como el texto ideal de Ts’ui Pen, abarca el pasado y el futuro, y (repitiendo la frase de Borges) “implica de algún modo los astros”. El laberinto en este film es temático y espacial, metafórico y epistemológico. Primero se encuentra el escenario mítico que introduce el film y lo enmarca. La Princesa Moana surge del inframundo a un mundo siniestro situado en la España de Franco en 1944, donde ella muere. Entonces nos presentan a una joven llamada Ofelia, pero apenas el espectador se introduce en este mundo real cuando el sendero se bifurca de nuevo y Ofelia es llevada a un laberinto mágico por un insecto-vuelto-hada. Aquí encuentra a un fauno que le explica este mundo alterno y describe los tres trabajos que deberá llevar a cabo para salvarse y cumplir su destino. El film yuxtapone el tiempo opresivo de la España fascista con el tiempo multivalente del laberinto donde realidades alternas son

|| 12 Angela Ndalianis pone énfasis en esta contradicción del cine neobarroco: “La construcción del espectáculo de una percepción espacial enfatiza principios racionales y científicos, a la vez que elicita respuestas aparentemente contrarias que evocan en la audiencia asombro que tiene poco que ver con la racionalidad” (Ndalianis, 2005: 8).

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posibles y coincidentes, y por lo tanto peligrosas. Si el laberinto parece proporcionar un escape de la violencia política del mundo de Ofelia, también resulta una trampa aterradora. En el laberinto la aterroriza el Hombre Pálido, un monstruo que sostiene un solo ojo en la mano; está ciego pero acecha a su presa con precisión. El jardín de los senderos que se bifurcan de del Toro, lleva, como el de Borges, al peligro y a la muerte: Ofelia es asesinada pero el film continúa equilibrando opuestos. Sabemos que se han preparado múltiples laberintos para el retorno de la princesa, y este se convertirá en el sitio de la eventual trascendencia de Ofelia. Ofelia renace como la princesa Moana, pero del Toro rehúsa que el laberinto sea más real que la Guerra Civil española, o su escapatoria sea más probable que su encarcelamiento y muerte. La estructura de cuento de hadas de este film es neobarroca porque del Toro mantiene la tensión de esta coincidentia oppositorum al mismo tiempo que confunde los límites de los mundos opuestos a la manera de trompe l’oeil. La crítica brasileña Irlemar Chiampi resume el proceso neobarroquizante como “la intensificación y expansión de las potencialidades experimentales del barroco ‘clásico’… mas ahora con una inflexión fuertemente revisionista de los valores ideológicos de la modernidad” (Chiampi, 2000: 29). Del Toro utiliza elementos estructurales barrocos para “intensificar y expandir” su crítica de la modernidad: los desastres de los sistemas totalitarios, los fracasos de la razón instrumental, los abusos del individualismo. Sus estructuras neobarrocas dependen de esta energía de oposición, así que no nos sorprende que su crítica de la modernidad proponga alternativas contramodernas, inclusive la posibilidad de trascendencia. El laberinto de Pan se mantiene inconmensurable y potencial; así los mundos cerrados de crueldad y muerte se abren a la revisión imaginativa. El Hombre Pálido aterrador del laberinto de Pan no parecería predecir a la criatura compasiva (parte acuática, parte terrestre) que aparece en el film reciente de del Toro, La forma del agua, sin embargo, estas figuras se asemejan en su naturaleza combinatoria. Son en sí mismas un tipo de coincidentia oppositorum. Tampoco parecerían pertenecer al linaje de las ficciones neobarrocas de Borges, pero de hecho también Borges estaba fascinado por tales combinaciones imaginarias, que él llama monstruos en su Manual de zoología fantástica (1957)13. Para Borges, “un monstruo no es otra cosa que una combinación de elementos de seres reales” – una combinación no natural de partes naturales – cuyas posibilidades de permutación “lindan con lo infinito” (Borges, 1957: 8) Esta definición es del prólogo a la colección de “seres imaginarios” recogida de la literatura || 13 Esta colección se amplificó en 1967 bajo el título de El libro de seres imaginarios.

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universal: leyendas, épicas, textos religiosos y, por supuesto, ficción. Borges proporciona ejemplos reconocibles: el centauro combina hombre y caballo, el minotauro toro y hombre, y así sucesivamente, su lista implica una interminable proliferación de combinaciones. Concluye Borges: “Podríamos producir, nos parece, un número indefinido de monstruos, combinaciones de pez, de pájaro y de reptil, sin otros límites que el hastío o el asco” (Borges, 1957: 8). Estas criaturas no son necesariamente grotescas ni aterradoras, pero sí son necesariamente volátiles: su capacidad combinatoria y sus “infinitas” posibilidades las hacen impredecibles e incontrolables; son híbridas y heterogéneas, alteran las relaciones de las partes y los todos14. Puesto que se deslizan entre la naturaleza y la cultura, entre lo real y lo imaginario, abren el camino a la alucinación y el sueño. De la misma manera, el Hombre Pálido de del Toro en El laberinto del fauno y el humanoide anfibio en La forma del agua, como los “monstruos” de Borges, habitan mundos naturales y de artificio al mismo tiempo; se puede decir que son una especie creada por el hombre. Los seres imaginarios de del Toro combinan partes existentes a fin de deshacer enteros predecibles: son originales no por haber sido creados por un talento individual sino porque utilizan elementos barrocos que los transforman en su propia rareza. En La forma del agua, la criatura acuática está sujeta a un estudio científico inhumano que llevan a cabo unos monstruos humanos sobre su cuerpo, y solo la intuición y la imaginación de una joven evitan su asesinato. Esta combinación cuestiona la ciencia empírica, el racionalismo y el individualismo, proponiendo en su lugar la posibilidad de transcendencia imaginativa. La escena acuática final podría considerarse propia de un cuento de hadas –demasiado feliz para ser verdad– pero, por el contrario, del Toro expande nuestro sentido de lo humano, lo real, y lo que todavía podemos hacer para intensificar y expandir nuestro mundo y nuestro asombro.

|| 14 De hecho, Borges también experimenta con cuentos de terror donde los “monstruos” no son nada benignos, y en efecto aterran a los narradores (y posiblemente a los lectores). A Borges le encantaban los cuentos de H.P. Lovecraft, donde lo amorfo en vez de lo combinatorio es el principio estructural de la monstruosidad y por tanto la fuente de terror. Veáse el cuento de Borges dedicado “a la memoria de H.P. Lovecraft”: “There are More Things” (título original en inglés) (Borges, 1975: 33-37).

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5 Conclusión Hemos visto la evolución del neobarroco a lo largo del siglo 20 y ahora en el siglo 21 –evolución de una poética hasta una política cultural latinoamericana y ahora a una estética global que opera en varios medios y contextos contemporáneos–. Mi intención es iniciar un diálogo entre el neobarroco y las varias características que se han llamado “posmodernas” para cuestionar las diferencias –si las hay– entre estas categorías y productos. El neobarroco Sarduyano/Greenawayesco me parece relacionado con algunas formas del posmodernismo en su fragmentación de tiempo y espacio, su preferencia para la superficie verbal y visual y, en los casos de Sarduy y Greenaway, la superficie del cuerpo, su exuberancia erótica, y sus juegos de lenguajes como objetos en sí. El neobarroco Borgeano/Del Toresco tiende más a las topologías laberínticas, las coincidencias infinitas y los seres combinatorios. En ambos casos, su neobarroco es parte de una historia cultural que remonta al barroco contrarreformista y necesariamente lo liga a una tradición latinoamericana aun cuando el cineasta sea inglés. No es, como el posmodernismo, una idea académica que surge de los centros europeos y estadounidenses, y tampoco comparte con el posmodernismo el anhelo de desintegrar las “metanarrativas” heredadas. El neobarroco no intenta anular el pasado sino apropiarlo, modificarlo y a veces burlarse de ello; no es “pos” sino “neo”. El arte neobarroco demuestra su conciencia de ser parte de una tradición híbrida y como tal, parte de una narrativa en desarrollo: por eso la importancia de la historia de la refundición del barroco con que empezamos, porque indica su condición abierta a las posibilidades aún por realizar.

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Índice de nombres y términos acumulación de capitales, 236 afinidad, 10, 261, 263-266, 268, 300 América Latina, 1, 3, 7, 8, 10-11, 89, 90, 92, 98, 137-142, 144-150, 157, 166-167, 173, 177, 194, 242, 246, 260, 265, 267, 271, 275, 282, 300, 332 analogía, 4, 31-46, 75, 133, 187, 249, 250-251, 264-265 arqueología, 109, 113, 116, 166, 328 barroco latinoamericano, 1-2, 4, 6, 11, 91-92, 147, 151, 292 barroquismo, 2, 10, 34-35, 80, 89, 146, 150, 213, 243, 259-260, 262, 266, 269-273 Bolaño, 7, 153-162 Borges, 12, 82, 95, 111, 214, 329-330, 338342 cartografía política, 8, 185, 188-191, 199 colonialidad, 11, 190, 208, 278, 296, 307, 309 contraconquista, 5, 9, 71, 78, 80, 91, 112, 114, 122, 195, 197-198, 203, 205, 208, 213, 297, 307, 311, 316, 329, 331 contrapunto, 7, 8, 20, 23, 165, 175, 181 cotidianidad, 217, 269, 273 crisis, 1-7, 9, 11-12, 15-16, 24, 45, 52, 55, 58, 67, 71, 73, 78, 87, 95-96, 98, 105-106, 108 - 109, 112-116, 121, 149, 151, 153, 158, 161-162, 166-167, 171, 217, 220-221, 233, 251, 259, 260, 267-268, 270, 296, 299, 311-312, 31 7-318, 320-322, 324, 327-329, 337 cristiandad, 11, 49, 65, 224, 275, 278, 281286, 289, 291-292 del Toro, 12, 329, 33-338, 340-342 descolonización, 11, 275 drama telúrico, 304-305 emancipación, 6, 11, 24, 88, 95, 139, 168, 188, 197-199, 208, 259, 269 epistemología, 4, 6, 79, 83, 106, 108, 114, 115, 165, 312, 318, 328

https://doi.org/10.1515/9783111208909-022

escepticismo, 4, 15, 21, 23-24, 27, 30, 106, 125, 132, 304 escritura, 5, 29, 47-50, 52-53, 55-56, 58-60, 62-64, 66-67, 69, 99, 124-125, 153-154, 156-157, 178-180, 194, 209, 213-214, 224, 242-245, 253, 285-286, 298, 313314, 316, 318, 334 estallido social, 229 estética, 1, 10, 12, 19, 43, 45, 60, 79, 83-84, 88, 90, 95, 110, 114-115, 125, 153, 156157, 160-161, 166, 172, 174, 180-181, 198, 203-204, 212, 214, 224, 234, 241-243, 246-247, 250-251, 254-256, 296, 300, 302, 312, 318, 320, 323, 328, 330, 332, 334-335, 337, 343 estrategia, 10, 107, 168, 175, 237, 256, 259, 262, 265-267, 269, 270-272, 284, 299301, 313, 336, 337-338 ethos barroco, 2-3, 8, 11, 79, 114, 167-168, 172, 175, 177, 246, 249, 250, 252-253, 255, 256, 259-260, 275, 282-283, 291, 298, 300, 302, 304, 306-307 ethos realista, 11, 246, 248-249, 251-253, 275, 281-283 genealogía, 166 Greenaway, 49, 329, 332-337, 343 hermenéutica, 4, 6, 41-42, 44, 84, 122, 156, 165, 172, 287, 289, 315, 321 hibridación, 171, 173, 186, 212 historia, 1, 3, 6, 8, 32, 39, 42-43, 56, 60, 62, 67, 73, 77-78, 89, 90-91, 95, 108-115, 122, 130-133, 141-143, 147-149, 151, 155, 165, 173, 176-177, 180-181, 188, 190-192, 194, 204, 210, 212-213, 218, 221, 224, 228, 235, 241, 245, 248, 251, 254, 256, 262, 268, 279, 282, 287-288, 293-294, 296-297, 300-301, 303, 305, 307, 314, 317, 329, 331, 343 Iberoamérica, 94, 153, 154, 312 identidad, 2, 7, 31-32, 45, 92-94, 116, 123, 129-130, 145, 147-148, 150, 171, 173, 176,

348 | Índice de nombres y términos

189, 198, 214, 246, 251, 261-262, 266, 268, 270, 295, 301-302, 305, 307, 312319, 321, 324, 329, 331, 339

origen, 6, 54, 62-63, 71, 79, 92, 96, 106, 108116, 128, 143, 213, 220, 224, 246, 286287, 335

jeroglífico, 5, 47, 49, 50, 53-56, 58-60, 124, 187

pandemia, 292 perspectivismo, 7, 49, 69, 165, 169, 170, 178, 181 poética, 8, 18, 20, 33, 39, 40-41, 43, 75, 81, 95, 106, 121, 124, 126-127, 129, 131-132, 173, 175, 189, 193-194, 199, 202, 224, 241, 311, 318, 332, 343 proto-barroco, 11, 283, 287

Kircher, 5, 35, 47-49, 51-67, 124 - 126 Latinoamérica, 2, 137, 139, 141, 143, 165, 172173, 241, 259-260, 329, 331-332 libertad, 5, 32-33, 44, 87-88, 90, 93-94, 99, 143, 145, 149, 167-168, 177, 190, 195, 250, 279, 280, 288, 339 literatura, 1, 10, 43, 50-51, 56, 63, 88, 90, 95, 99-100, 139, 142, 146, 150, 153-155, 157159, 162-163, 194-195, 198, 203, 214, 241, 243, 254, 311-313, 328, 330, 341 Marx, 237, 264, 282 método, 25, 56-57, 59, 78, 101, 114, 191, 193, 197, 206, 208, 238 narración, 80, 156-157, 159, 209, 255, 288, 313, 318 neobarrocho, 83-84 neobarroco, 3-9, 12, 31, 42, 87-88, 95-101, 105-115, 132, 134, 150, 153, 155-156, 159, 161-162, 165-166, 172-174, 178, 186, 190191, 194-197, 203-204, 209, 212-214, 219, 224, 243, 311-313, 315-317, 319, 320-324, 327, 329-340, 343 neobarroso, 9, 80, 84, 203, 212, 315 Nuestramérica, 203-208, 212

real maravilloso, 89, 140, 142-151, 204 resistencia, 3, 42, 78, 80, 82, 91-92, 109, 114, 148, 165-167, 169, 172, 175, 179, 193, 218, 221, 223-224, 237-238, 256, 259, 265, 282-283, 285-287, 291-292, 303307, 311, 321 revolución, 79, 98,111, 192, 195, 198, 205, 207-208, 225, 235, 253, 272,292, 323, 327 Sarduy, 6-7, 11-12, 72, 76, 78, 83, 95-101, 106115, 154, 156, 159, 165, 212, 243, 312324, 329, 332-337, 343 símbolo, 35, 42, 45 - 46, 58-59, 73, 128, 143, 160, 206, 227, 302, 304 subjetivación, 7, 122, 123, 315 supervivencia, 62, 262, 265-267, 269, 299, 300-301 teoría latinoamericana, 78 ultrabarroco, 8, 166, 170, 172-173