Baile En Familia

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David Leavitt Baile en familia

Baile en familia

David Leavitt

Baile en familia Traducción de Montserrat Serra Ramoneda

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

Título de la edición original: Family Dancing

Diseño de la colección: Julio Vivas Ilustración de Ángel Jové

© David Leavitt, 1983, 1984 © EDITORIAL ANAGRAM A, S.A., 1994 Pedro de la Creu, 58 08034 B arcelona ISBN: 84-339-2091-X D eposito Legal: B. 18347-1994 Printed in Spain Libergraf, S.L., Constituciö, 19, 08014 B arcelona

Para mi madre y para Debbie Keates

-jrâsfMM j*n sn eft

T e r r it o r io

13

C o n t a n d o los meses

43

E l c h a l e t p e r d id o E x t ra t err estr es

73 101

D a n n y está d e paso

121

B aile en familia

147

R a d ia c ió n

179

Lejo s d e a q u í

191

D e d ic a d o

215

...Aunque el blanco es el color de lo sagrado y del luto, él no ha venido a este mundo para adorar, y es demasiado sabio para llorar a los muertos; es un prisionero de la vida, si bien lleno de conformidad. Trató de resistir con la trompa levantada y plegada con fuerza (el gesto del elefante que se siente vencido), pero ahora es un modelo de sensatez. Su recto apéndice parece decir: cuando nuestras esperanzas al fin se frustraron, entonces revivimos. Marianne Moore, Elefantes

TERRITORIO

L

a madre de Neil, la señora Campbell, ha cogido una silla J de lona del jardín y una mesa plegable y se ha instalado en la acera junto a la puerta del supermercado. A medida que el sol va avanzando, cada pocos minutos, la señora Campbell re­ tira unos centímetros la silla y la mesa para permanecer en la sombra. En la calle la temperatura es de treinta y siete grados y reina una luz blanca y brillante. Cada vez que alguien entra o sale del supermercado, una corriente de aire acondiciona­ do surge de las puertas automáticas y levanta una nube de pol­ vo de las baldosas de la acera. Justo detrás de los vidrios de la tienda, Neil está inclina­ do sobre una fuente de agua potable y se dedica a observar a su madre. Ésta lleva un sombrero de ala ancha y se ha puesto un niki encima del vestido de tenis; sus piernas están desnu­ das y brillantes, untadas con mantequilla de cacao. La señora Campbell ha apoyado en la mesa, de cara al público, un letre­ ro que reza: m a d r e s , lu c h a d p o r los d e r e c h o s d e v u estr o s 13

Las mu­ jeres que pasan van vestidas exactamente igual que la madre de Neil; muchas se detienen al advertir el cartel, escuchan una breve alocución y manosean las octavillas. Algunas estampan su firma en las hojas del manifiesto antinuclear, otras no, pero ninguna da dinero. La señora Campbell tiene los ojos cansa­ dos y se los protege con unas gafas de sol. Suele decir que, dado que en la era de Reagan el defender la causa de la paz y la justicia constituye un esfuerzo baldío, molesto y agota­ dor, es lógico que sean las madres las encargadas de realizar­ lo. Neil aún sigue contemplándola y, a la luz del sol que se re­ fleja en los cristales de la tienda, el joven observa cómo su propio perfil se alinea junto al de su madre. HIJOS, EXIGID UN PORVENIR UBRE DEL PELIGRO NUCLEAR.

Más avanzada la tarde, Neil se tumba al borde de la piscina y se complace en imaginar que el jardinero, un chicano de tor­ so desnudo, lo está mirando. Pero el jardinero sigue absorto en su poda y no siente inclinación alguna ni por seducir ni por ser seducido. Las tres grandes perras de la madre de Neil, Abigail, Lucille y Fern, corretean por el césped olfateándose y orinando. De vez en cuando se acercan al jardinero y éste les grita algo en español. Neil está pensando que, habiendo vuelto a casa después de dos años de ausencia, debería sentir nostalgia, pesar o ale­ gría. Cierra los ojos para tratar de evocar la música de fondo adecuada para esa escena cumbre de su regreso, pero su rap­ sodia queda interrumpida por los sonidos de un trío musical compuesto por un chirriante violonchelo, un quejumbroso violín y un piano balbuciente que descifran con tesón una pie­ za de Mozart. Se trata de su madre, de Lillian Havalard y de Charlotte Feder, y la melodía tiene una alegría muy germáni­ ca, por lo cual resulta muy poco apropiada para los sentimien­ tos que Neil intenta suscitar en su interior. Sin embargo, es la 14

música de su adolescencia, aquella que las señoras han estado tocando durante años, inclinadas sobre las partituras y cabe­ ceando en silencio al compás del metrónomo. Está oscureciendo y Neil ha de retirar continuamente su toalla para mantenerse en la franja del sol, que se va estrechan­ do. Dentro de cuatro horas, Wayne, su amante desde hace diez meses y la única persona con la que se ha sentido capaz de pasar el resto de su vida, estará en esta casa en la que ningún amante suyo ha puesto jamás el pie. Esa perspectiva hace que Neil se vea embargado de un terror y una curiosidad enormes. Se estira y trata de sentirse seductor y atractivo. Las tijeras del jardinero suenan con un golpe seco al cortar los heléchos, y desde lo alto llega la música, cuyo ritmo se acelera para alcan­ zar un ruidoso y prematuro final. Las mujeres ríen y se aplau­ den dando por terminado el concierto del día. Al oír el sono­ ro gangueo nasal de Charlotte Feder, Neil se dice que este modo de hablar le cuadraría más a una mujer gorda vestida con un traje de chaqueta y pantalón de color rosa que a ese escuálido pajarraco artrítico que siempre suele ir ataviado con unos shorts de tenis y una blusa. Lillian es la gorda con el con­ junto de pantalón rosa; tiene una vocecita débil que ha que­ dado empañada por lo mucho que ha llorado. Sale al porche con un vaso en la mano y, saludando a Neil con un gesto, le dice «¡Qué calor!», y entonces Neil se incorpora y mueve afir­ mativamente la cabeza. Las señoras se sientan a charlar en el porche y sus voces se entremezclan con el tintinear del hielo en los vasos. Esas mujeres pertenecen a un pequeño círculo en el que todas ellas, excepto la madre de Neil, son viudas o están divorciadas. El marido de Lillian la abandonó hace veintidós años, pero cada mes le manda un cheque para cubrir sus necesidades; Char­ lotte se ha casado dos veces, de modo que ha estado tanto tiem­ po casada como divorciada, y además tiene una hija cumplien­ do una larga condena en la cárcel por un acto de terrorismo 15

que cometió a los diecinueve años. La madre de Neil es la úni­ ca que tiene marido, aunque sea un marido en cierto modo lejano, que a menudo se ausenta por asuntos de negocios. Aho­ ra mismo está fuera, en viaje de negocios. Todas ellas se sien­ ten traicionadas... por los maridos, los hijos y también por la historia. Neil cierra los ojos e intenta oír las palabras como meros sonidos. Pero en seguida surge un nuevo ruido no lejos de él: es su madre que discute en español con el jardinero. Neil se apoya sobre los codos para observarlos; porfían en voz muy alta, pronunciando las cortas sílabas con énfasis y acaloramien­ to. Pero la discusión tiene un final feliz: se estrechan la mano y el jardinero toma su talón y sale por la verja sin dirigirle a Neil ni una sola mirada. Neil no sabe el nombre del jardinero, pues en realidad (como su madre le ha hecho notar) ignora la mayor parte de lo que ha ocurrido en la casa mientras ha estado fuera. La vida de la señora Campbell ha seguido su curso sin verse afectada por la ausencia del hijo. Neil se siente disgustado ante su pro­ pio egoísmo, el egoísmo de los hijos. —Neil, ¿has llamado al aeropuerto para asegurarte de que el avión no lleva retraso? —Sí —le grita a su madre—. Llega a la hora. —Muy bien, tendré preparada la cena para cuando lleguéis. —Mamá. —¿Qué? —contesta ella con un cansado lamento que es más una respuesta que una pregunta. —¿Qué te pasa? —dice Neil, que ha olvidado lo que que­ ría preguntarle. —No me pasa nada —declara su madre en un tono que indica que todo va mal—. Tengo que dar de comer a las pe­ rras, tengo que hacer la cena, y mis amigas siguen aquí. No pasa nada. 16

—Espero que cuando llegue Wayne el ambiente de esta casa sea de lo más agradable —¿Es un deseo o una amenaza? —Mamá... Detrás de las gafas de sol, los ojos de la señora Campbell son inescrutables. —Estoy cansada —dice—. Ha sido un día muy largo. Ten­ go... tengo muchas ganas de conocer a Wayne. Estoy segura de que es estupendo y de que todos lo pasaremos estupenda­ mente, de veras. Lo siento, lo único que pasa es que estoy cansada. Su madre sube las escaleras y Neil de pronto siente el im­ pulso apremiante de cubrir su desnudez; su cuerpo le aver­ güenza, tal como le viene ocurriendo en presencia de su ma­ dre desde aquel día en que ella, al descubrirle desnudo de cintura para arriba, exclamó con alborozo: —¡Neil, te está saliendo pelo en los sobacos! Las perras han acudido a su alrededor y, sin darle opción a levantarse, comienzan a olisquearle y a lamerle. Neil se re­ tuerce intentando zafarse de ellas, pero Abigail, que es la más grande y la más estúpida, hinca las patas a ambos lados del estómago del joven y empieza a acariciarle la boca con el ho­ cico. Neil escupe y la aparta riendo. —¡Dejadme en paz, malditos chuchos! —les grita, al tiem­ po que se quita de encima, dándoles palmadas, a esos anima­ les desconocidos que no son los canes de su infancia y en los que no confía. Se pone de pie y los perros le rodean mirándole a la cara con actitud expectante. Neil vuelve a sentir terror al pensar que dentro de poco Wayne estará aquí. ¿Dormirán en el mismo cuarto? ¿Harán el amor? Nunca ha tenido relaciones sexuales en la casa de sus padres. ¿Acaso es de esperar que se porte co­ mo un amante aquí, en este lugar de su infancia, de su primera vergüenza, en este ambiente doméstico de madres y de perros? 17

—¡A cenar! ¡Abbylucyferny, Abbylucyferny! ¡A cenar! La letanía de su madre hace que las perras se dispersen para salir corriendo hacia la puerta de la casa. —¿Te das cuenta —le grita Neil a su madre— de que por mucho que te quieran estos animales, serían capaces de ma­ tarte para coger la pierna de cordero que hay en la nevera?

Neil tenía doce años cuando sintió por primera vez algo se­ mejante a la sexualidad. Estaba tumbado sobre la hierba del jardín y Rasputín, el perro de su infancia, muerto hace ya tiem­ po, comenzó a lamerle la cara. Neil sintió un estremecimiento desconocido y se quitó la camisa para que el animal tuviera un mayor campo de acción. La lengua de Rasputín estaba fría y le hacía cosquillas, y cuando el húmedo hocico empezó a olisquearle recorriéndole el cuerpo y bajando hacia el traje de baño, Neil sintió una cosa que le asustó, aunque no se de­ cidió a empujar lejos de sí al animal. Entonces su madre gritó: «¡A cenar!», y Rasputín, más atraído que él por la comida, se marchó. Precisamente fue el día en que, años más tarde, pusieron piadosamente fin a los achaques de Rasputín, cuando por fin Neil, de espaldas a sus padres en la cocina, les dijo con ines­ perada soltura: «Soy homosexual». Las palabras le parecieron insuficientes, como una abreviación, pues, aunque durante años había creído que su sexualidad podía separarse de su yo más esencial, en aquel instante comprendió que formaba par­ te de su ser. De pronto tuvo la impresión desesperante de que, aunque había sido fácil soltar esas palabras, el hecho de ha­ berlas soltado le había producido un daño irreparable. Única­ mente entonces reconoció la verdad de aquellas palabras, y lloró estremecido por todo lo que él ya no sería para su ma­ dre, lloró por haberla decepcionado. Su padre se mantuvo al margen y en silencio; en aquel momento estuvo tan ausente 18

como lo iba a estar casi siempre... con una ausencia notable. Neil solía recordarlo sentado en el borde de la cama en ropa interior, absorto en algún programa de televisión. Su padre le dijo: «Está bien, Neil, está bien». Pero su madre se mostró más resuelta y no le temblaron los labios. Ella poseía unas reservas enormes de fuerza a las cuales recurría sólo en momentos como aquél, de modo que lo abrazó desde detrás, envolvién­ dolo en aquellos aromas de su infancia hechos de perfume y galletas de chocolate y le susurró: «Está bien, cariño». Por una vez, sus palabras parecieron tan poco apropiadas como las de su hijo. Neil se sintió retroceder al estadio de adoles­ cente cohibido que odiaba la comprensión que le ofrecía su madre y no quería que ella lo tocara. Eso fue lo que sintió a partir de entonces en su presencia... incluso ahora, a los vein­ titrés años, cuando se disponía a llevar a su amante a casa para presentárselo a ella. A lo largo de toda su infancia, su madre siempre le había preparado los bocadillos más nutritivos para llevar al colegio, había colaborado con la PTA (la Asociación de padres y maes­ tros), estuvo trabajando gratis en la biblioteca infantil y en el colegio de Neil, e incluso organizó una campaña muy efecti­ va para suprimir un libro de texto cuyo tratamiento de la his­ toria era tendencioso y racista. Su madre, al día siguiente de la confesión de Neil, localizó y se puso en contacto con una organización llamada «Coalición de padres de lesbianas y gays», de la cual fue elegida presidenta al cabo de un año. Junto con otras madres, ella viajaba todos los fines de semana a San Fran­ cisco en su rubia. Allí, las señoras montaban sus mesas plega­ bles frente a los Baños Bulldog o los Baños Liberty y repar­ tían panfletos a aquellos hombres vestidos con chaquetas de cuero y pantalones de dril a los que disgustaba tener que re­ conocer que tenían madre. Pero, cosa rara, esos hombres acos­ tumbrados a agredirse mutuamente se sentían intimidados por las damas de las zonas residenciales y sus folletos explicativos, 19

y agachaban ante ellas la cabeza. Por entonces Neil era un es­ tudiante de segundo curso en la universidad y vivía en San Francisco. Su madre le llevaba panfletos que describían con todo detalle los peligros que entrañaban las casas de baños y las habitaciones retiradas, los enemas y otras prácticas placen­ teras, así como los silenciosos encuentros sexuales con des­ conocidos en ciertos callejones. En realidad, él había realiza­ do una incursión en aquel mundo, incursión que resultó lamentable y que no pensaba repetir, pero sentía un verdade­ ro rechazo ante el hecho de que su madre estuviera al corriente de todos sus secretos sexuales, y se juró a sí mismo trasladar­ se a la costa Este para escapar a aquel control. La situación se­ guía siendo muy parecida a la de aquellos lejanos días en que su madre hacía campaña para conseguir un patio de recreo más adecuado o bien daba clases particulares a los niños de ascendencia hispana en la sala de enseñanza audiovisual. Ya en aquellos días Neil había huido de las inquietudes materna­ les. E incluso ahora la señora Campbell, instalada ante el su­ permercado recogiendo firmas en favor del desarme nuclear, sigue siendo la quintaesencia de las madres. En cualquier caso, si el sino de las madres es no esperar nada a cambio, ¿no están los hijos destinados a no devolverles nada?

Neil se dirige en coche al aeropuerto, y mientras atraviesa el Dumbarton Bridge reflexiona: «No le he devuelto nada, sola­ mente he vuelto». Y se pregunta si ella le hubiera traído a este mundo de haber sabido que se iba a convertir en lo que se ha convertido. Luego se reprocha este pensamiento. ¿Por qué creer que él es la causa de todos los pesares de su madre? Ella misma le ha dicho que su vida de mujer está llena de secretos, y ha cambiado en estos dos años, se ha vuelto más delgada y más rígida, y cuesta más abrazarla. Ha dejado de hacer pasteles y 20

se ha puesto a jugar al tenis, de modo que tiene la piel más morena y tirante. Ya no es aquella mujer que le decía entre be­ sos y abrazos: «Lo único que nos importa es que tú seas feliz». A su alrededor se extienden las tierras llanas y el puente flota sobre una capa de aluvión verde y púrpura mezclada con la vegetación esponjosa de la bahía; allí no parece haber agua. Unos quince kilómetros más al norte han edificado una ciu­ dad entera sobre el fango dragado de la bahía. Neil llega al aeropuerto con veinte minutos de adelanto, para enterarse de que el avión también ha llegado con veinte minutos de adelanto. Junto a la cinta transportadora de equi­ pajes descubre a Wayne, que está de espaldas, y tiene el mis­ mo aspecto de siempre, como despeinado por el viento. Lle­ va la misma gastada chaqueta de cuero que llevaba la noche en que se conocieron. Neil se acerca a él con sigilo y le pone las manos en los hombros. Wayne se da la vuelta y su sem­ blante muestra una expresión de alivio al ver que se trata de su amigo. Se abrazan como hermanos y sólo se atreven a besarse cuando se ven seguros en la intimidad del coche de la madre de Neil. Ambos reconocen sus mutuos olores y se sienten a gusto otra vez. —Nunca creí que llegaría a verte aquí —dice Neil—, pero la verdad es que eres el mismo de antes. —Sólo ha pasado una semana. Vuelven a besarse y Neil propone irse a un motel, sin em­ bargo Wayne decide que deben ser pragmáticos. —Pronto estaremos en tu casa. No te preocupes. —Podríamos ir a una de las casas de baños de la ciudad y alquilar una habitación para toda la eternidad —dice Neil—. ¡Dios, no puedo más! Ni siquiera sé si van a ponernos en la misma habitación. —Bueno, si no nos ponen juntos —dice Wayne— nos ha­ remos visitas a escondidas, será muy romántico. 21

Siguen abrazados unos minutos más hasta que se dan cuenta de que la gente los mira por la ventanilla del coche, y se separan de mala gana. Neil se repite a sí mismo que quie­ re a ese hombre y que existe una buena razón para llevarlo a su casa. Prefiere regresar por la ruta turística, la más espectacular, y el coche avanza por la blanca carretera de cuatro carriles, subiendo colinas y atravesando bosques, cada vez más arriba en las montañas. Wayne le cuenta a Neil que en el avión ha venido sentado al lado de una señora que había sido la enfer­ mera del psiquiatra de Marilyn Monroe. Mientras, saca el pie del zapato y comienza a acariciarle el tobillo a Neil, bajándole el calcetín con el dedo gordo; pero Neil le dice: —Tengo que conducir. Estoy muy contento de que estés aquí. Aislados así, en el coche, les invade un gran bienestar. A ambos les da miedo ir cogidos de la mano y mostrar su afecto en público, incluso en las calles Setenta Oeste de Nueva York, donde todo está permitido, pero este temor sólo se lo han con­ fesado el uno al otro. El coche se desliza por un collado entre dos montes, y de pronto se encuentran en el área residencial de California del Norte, la región de las casas de elevado pre­ cio, estilo rancho. Cuando se acercan a la casa de la madre de Neil por el camino particular, los perros corren ladrando hacia el coche, y Wayne, que ha abierto la puerta para bajar, intenta cerrarla de nuevo al ver que los animales le saltan encima tratando de lamerle. —¡No te preocupes! ¡Abbylucyferny, a casa en seguida, venga! —dice Néil. Su madre baja las escaleras del porche. Se ha puesto un vestido azul con un estampado de flores que Neil no le había visto nunca. Neil sale del coche y apacigua a los perros, mien­ tras los grillos chirrían entre los árboles. A la luz de los faros 22

su madre tiene un aspecto radiante, está incluso hermosa, ro­ deada por los perros, que ahora se muestran tranquilos; pare­ ce Circe con sus esclavos. Cuando Neil la ve acercarse a Wayne con la mano tendida y decirle: «Wayne, soy Bárbara», se olvida de que es su madre. —Encantado de conocerte, Bárbara —dice Wayne dándole la mano. Sin embargo, como es más astuto que ella, se las arre­ gla para darle un beso en la mejilla. ¡Bárbara! ¡Wayne ha llamado Bárbara a su madre! Ahora es cuando Neil recuerda que Wayne tiene cinco años más que él, y tuerce el gesto al verlos charlar junto a la puerta abierta del coche, porque vuelve a sentirse como un adolescente azo­ rado e incómodo que sabe que está de más. Pero ya ha pasado aquel momento tan temido, y todo se ha desarrollado como si su presencia no fuera necesaria. Du­ rante la cena, Wayne conversa con soltura, como un galán ena­ morado que aspirara a la mano de su madre. «Un viejo loro y el tipo que sodomiza a su hijo», piensa Neil con despecho. Su madre ha preparado albondiguillas con salvia fresca y fettucitti al pesio. Wayne está hablando de las gentes que se ven en las calles de Nueva York, de que El Salvador es una trage­ dia, de que ojalá Sadat no hubiera muerto, de Phyllis Schafly... «¿Qué puede uno hacer?», pregunta. —Es una batalla perdida —le dice la madre—. Cada día me siento allí fuera con mi mesa plegable, junto con otras ma­ dres, pero te aseguro, Wayne, que es una batalla perdida. A ve­ ces pienso que las señoras mayores somos las únicas que te­ nemos la paciencia suficiente para seguir luchando. De cuando en cuando, Neil dice alguna cosa, pero sus co­ mentarios parecen torpes y estúpidos. Wayne continúa llamán­ dola Bárbara. Que Neil recuerde, nadie de menos de cuarenta años la ha llamado nunca Bárbara. Ellos beben vino, pero él no. Piensa que ha llegado el momento de hacer algo drástico y está a punto de coger la mano de Wayne, pero se retiene, 23

pues en presencia de su madre jamás ha hecho nada que de­ muestre que aquellas tendencias sexuales que confesó tener hace cinco años son reales y no inventadas. Incluso ahora, Wayne y él podrían ser simples amigos o compañeros de habita­ ción. Pero Wayne acude en su ayuda y con un amplio gesto lleno de naturalidad extiende el brazo y le coge la mano mien­ tras sigue contándole a su madre un chiste sobre unos árabes de Arabia Saudí. Cuando Wayne se echa a reír al finalizar el chiste, las manos de ambos están firmemente unidas. A Neil se le hace un nudo en la garganta y el corazón le empieza a latir con violencia. Se da cuenta de que su madre parpadea y baja la mirada, sin por ello interrumpir lo que está diciendo. La cena continúa, pero todos los tabúes que han acompaña­ do a Neil desde su infancia van desapareciendo en silencio. Su madre retira los platos. Mientras, las manos de ellos dos se han puesto ligeramente pegajosas, y Neil ya no sabe cuá­ les son sus dedos y cuáles los de Wayne. Su madre termina de quitar la mesa y llama a los perros, hecho lo cual les dice a los jóvenes: —Bueno, chicos, estoy muy cansada y mañana me espe­ ra un día muy ocupado, de modo que me vais a permitir que me vaya al catre. En el cuarto de baño de Neil tienes toallas limpias, Wayne. Que durmáis bien. —Buenas noches, Bárbara —exclama Wayne—. Ha sido estupendo charlar contigo. Ahora que se han quedado solos pueden soltarse las manos. —Bueno, no hay ningún problema acerca de dónde dor­ mimos, ¿verdad? —No —dice Neil—, pero no puedo hacerme a la idea de dormir con alguien en esta casa. Un fuerte temblor le sacude una pierna, y Wayne le coge con firmeza la mano y le ayuda a levantarse.

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Más tarde, por la noche, los dos están echados sobre el cés­ ped, bajo las secoyas, y escuchan el chirrido histérico de los grillos y el zumbido del motor que limpia el agua de la pisci­ na. Las hojas de las secoyas les pinchan la piel: es la primera vez que hacen el amor al aire libre, porque se han ido enamo­ rando en bares y apartamentos, y Neil no está muy seguro de haber disfrutado de esta nueva experiencia. Todo el rato ha estado sintiendo que unos ojos los miraban y que los gatos de la vecindad los contemplaban desde detrás de la cerca de zarzas. Recuerda que una vez se escondió en este sitio cuando jugaba al escondite con los niños del barrio, y también recuer­ da la embriaguez que le produjo aquel hacinamiento de cuer­ pos infantiles y la cálida respiración que le echaban en la nuca al retener la risa. Se lo cuenta a Wayne: —El que perdía tenía que pasar por la máquina de dar zurras. —¿Y perdías a menudo? —Muchas veces, pero en realidad la máquina de dar zu­ rras no hacía daño, no era más que un remolino de manos, y si pasabas muy de prisa casi nadie lograba darte. Sin embar­ go, había días en que a última hora de la tarde nos volvíamos muy atrevidos. Nos perseguíamos unos a otros y al que cogía­ mos le bajábamos los pantalones. No pasábamos de ahí, y eso que jugábamos niños y niñas juntos. —Escucha los insectos —dice Wayne cerrando los ojos. Neil se vuelve para examinar el rostro de Wayne y obser­ va que tiene un granito. Cuando hacen el amor generalmente empiezan con una lucha, una contienda por dominar, y ter­ minan con cierta desconcertante pérdida de identidad, como ahora: Neil ve sobre la hierba un pie que se apoya en su pier­ na e intenta dilucidar si se trata del suyo o del pie de Wayne. Dentro de la casa los perros empiezan a ladrar y poco a poco sus ladridos van convirtiéndose en agudos y alarmados gañidos. Neil se incorpora y dice: 25

—Habrán olido algo. —Seguramente a nosotros —dice Wayne. —Mi madre se despertará, y le molesta mucho que la des­ pierten. Unas luces se encienden en la casa y la señora Campbell abre la puerta que da al porche al tiempo que pregunta en tono sosegado: —¿Qué pasa, Abby? ¿Qué pasa? Wayne cubre con su mano la boca de Neil. —No digas nada —susurra. —Pero no puedo dejar... —empieza a decir Neil cuando la mano de Wayne le vuelve a tapar la boca. Él se la muerde y Wayne se echa a reír. —¿Qué ha sido eso? —La voz de su madre llega hasta el jardín—. ¿Quién es? Los ladridos de los perros suben de tono y la madre de Neil los tranquiliza. —Abbylucyferny, no pasa nada, no pasa nada. —Pero su voz expresa un gran temor, y añade más alto—: ¿Hay alguien ahí? Las zarzas se agitan. La madre de Neil ha cogido una lin­ terna y la enfoca hacia todos los rincones del jardín. Wayne y Neil se agazapan; la luz se posa sobre ellos y permanece in­ móvil unos segundos. Luego se apaga con un «clic» dejándo­ los en la oscuridad, en una oscuridad nueva, más profunda, a la que sus ojos tienen que acostumbrarse. —Vamos a dormir, Abbylucyferny —dice la madre de Neil con tranquilidad. Neil y Wayne oyen el sonido de sus pasos al internarse en la casa, seguida de los perros que lloriquean. Luego se apa­ gan las luces.

Ya le había ocurrido una vez, eso de encontrarse cara a cara 26

con su madre bajo una luz brillante. Cuatro años antes, mien­ tras esperaban un tren, los dos habían permanecido de pie en el redondel creado por los faros del coche materno. Neil re­ gresaba a San Francisco porque al día siguiente iba a tomar parte en una manifestación en favor del Orgullo Gay. La esta­ ción del tren estaba junto al supermercado y ambos edificios compartían el mismo terreno de aparcamiento. De noche el supermercado, que de día resultaba aburrido de tan conoci­ do, tenía cierto misterio, y Neil reconoció el lugar donde años atrás patinó yendo en bicicleta y se rompió una pierna. A tra­ vés de las puertas de cristal, el interior resplandecía con su bri­ llante iluminación, y las innumerables filas de cajas y botes, cada una delimitando su propio horizonte, se veían con tanta nitidez que incluso desde el exterior Neil podía leer las eti­ quetas. Lo único que faltaba eran las señoras en traje de tenis y niki empujando sus carritos frente a las latas de nueces y de frutos secos. —TU tren llega con retraso —dijo su madre. Llevaba una melena suelta que le caía hasta los hombros y tenía las piernas morenas. Al mirarla, Neil trató de imaginár­ sela dándole a luz, retorciéndose y forcejeando con los dolo­ res del parto, y al hacerlo sintió aquel extraño amor por las mujeres, un amor carente de sexo, que durante toda su ado­ lescencia él había tomado por deseo heterosexual. Se les acercó una única luz brillante que precedió de poco al grave sonido obsesionante del silbido. Neil besó a su madre y le dijo adiós con la mano mientras corría hacia el tren. Éste era viejo, y los vidrios de las ventanillas tenían un horroroso tinte amarillo verdoso. El tren hizo una breve parada, lo justo para que Neil subiera a bordo, y reanudó su marcha. Neil se precipitó a una ventanilla, esperando ver a su madre que par­ tía en el coche, pero el matiz del cristal sólo le permitió perci­ bid unas vagas manchas de luz que eran los faroles, algunos coches y el supermercado. 27

Se dejó caer en el duro asiento verde. El tren iba casi va­ cío, pues su único pasajero era un hombre atezado que vestía pantalones vaqueros y una chaqueta de piel; tenía la piel ás­ pera y lucía un grueso bigote. Estaba sentado junto a la venta­ nilla, al otro lado del pasillo, justo enfrente de donde se había instalado Neil. Éste descubrió que si hacía como que miraba al exterior podía observar el reflejo del hombre en el vidrio amarillo, un reflejo un poco difuminado, como si fuera una mala fotografía. Neil sintió que se le abría la boca porque el sueño le estaba venciendo. A través del cristal, unos destellos borrosos de color rojo y dorado recorrían la cara del desco­ nocido, dando la curiosa impresión de que éste tenía espas­ mos musculares. Hasta al cabo de varios minutos no se dio cuenta Neil de que el hombre le estaba mirando, mejor dicho, le miraba la nuca y, por consiguiente, miraba cómo Neil le mi­ raba. El hombre sonrió, y su sonrisa parecía querer decir: «Sé muy bien lo que estás mirando», y entonces Neil sintió que le subía garganta arriba una nauseabunda sensación de deseo. Justo antes de llegar a la ciudad, el hombre se levantó y se fue a sentar al lado de Neil, rozando a propósito el muslo del chico con el suyo. Neil tenía los ojos húmedos, estaba ma­ reado y con el estómago revuelto. El desconocido le cogió la mano y dijo: —¿Por qué estás tan nervioso, encanto? Relájate. A la mañana siguiente Neil se despertó con un mal sabor de boca. Estaba acostado en el suelo, sin mantas, sábanas, ni almohada. Por instinto alargó el brazo para coger sus pan­ talones, y mientras se los ponía se encontró frente a fren­ te con el hombre del tren. Se llamaba Luis y resultó que se dedicaba a lavar y peinar perros. Todo el apartamento olía a perro. —¿Por qué tanta prisa? —preguntó Luis. —La manifestación, la Marcha del Orgullo Gay. He que­ dado con unos amigos para desfilar. 28

—Iré contigo —dijo Luis—. Tal vez sea un poco viejo para esa clase de cosas, pero ¿por qué no? Neil no quería que Luis fuera con él, pero no se atrevió a decírselo. Visto a la luz del día, Luis se veía más viejo, más propenso a contagiar enfermedades; éste se vistió como el día anterior, con una camiseta rota, una chaqueta de piel y téja­ nos y comentó riendo: —Es mi atuendo de cada día. Cuando Neil se abrochó los pantalones, recordó que su madre se los había lavado la víspera. El aspecto de Luis ofre­ cía esa mezcla de hipermasculinidad y afeminamiento tan tí­ pica de los maricas viejos. Neil hubiera querido librarse de él, pero era consciente de que ahora era propiedad de Luis y de que se convertirían en amantes tanto si le gustaba como si no. Se unieron a la manifestación a mitad del recorrido. Neil estaba deseando no encontrar a nadie conocido, pues no te­ nía ganas de dar explicaciones sobre Luis, que no se separaba de él. En la manifestación iban muchos hombres descamisa­ dos que mostraban sus hombros musculosos untados de aceite. A Neil le dolía la espalda. Pasaban carrozas llevando a las rei­ nas del desfile estridentemente ataviadas y a animadores, al­ gunos de los cuales lucían barbas, aunque muchos de ellos pa­ recían mujeres de verdad. Luis dijo: —Al ver esto me siento orgulloso y satisfecho de ser lo que soy. Neil pensó que si echaba a correr entre la muchedumbre podría verse libre de Luis para siempre, pero le era difícil se­ pararse de él, tan insoportable le resultaba la perspectiva de quedarse solo. Neil se sobresaltó al ver a su madre que miraba el desfile portando una pancarta en medio de un grupo formado por la «Coalición de padres de lesbianas y gays». Tras ellos se alza­ ba una pared en la que habían enganchado un enorme cartel que proclamaba: estam os o r g u l l o s o s d e n u e st r o s h ijo s e h i ­ 29

Su madre, al ver a Neil, comenzó a dar saltos agitando el brazo. —¿Quién es esa mujer? —preguntó Luis. —Es mi madre. Tendría que ir a saludarla. —Muy bien —dijo Luis, y siguió a Neil hacia los especta­ dores del desfile. Neil besó a su madre. Luis se quitó la camisa, se limpió con ella la cara y sonrió. —Me alegro de que hayas venido —dijo Neil. —No podía dejar de venir, Neil, porque quería que vieras lo mucho que me importas. Neil sonrió y volvió a besarla, y como no daba muestras de querer presentarle a Luis, éste se presentó a sí mismo. —¿Qué tal, Luis? —dijo la señora Campbell. Neil miró hacia otro lado mientras Luis le estrechaba la mano a su madre. Tenía ganas de advertirle a ella que haría bien en lavarse esa mano, y se dijo que el lunes a primera hora él mismo iría a una clínica especializada en enfermedades ve­ néreas para que le hicieran una revisión. Su madre le presentó a una italiana gorda de mejillas en­ cendidas que llevaba los cabellos recogidos en un moño alto en forma de concha. —Neil, ésta es Carmen Bologna, otra de las madres. —Encantada de conocerte, Neil, encantada —dijo Carmen Bologna—. ¿Conoces a mi hijo Michael? ¡Me siento tan orgullosa de él! Ahora todo le va muy bien y me siento orgullosa de él, orgullosa de ser su madre, de verdad. Y tu madre tam­ bién se siente orgullosa. La señora Bologna le sonrió, y a Neil sólo se le ocurrió decir «Muchas gracias», después de lo cual miró incómodo a su madre que estaba escuchando lo que Luis le decía. Neil {Ten­ só que la peor época de su vida estaba a punto de empezar y que no tenía medios para impedirlo. Un grupo de «locas» se acercó paseando hasta donde es­

ja s .

30

taban las madres. Carmen Bologna comenzó a gritar: «¡Michael, Michael!», y se abrazó a un tipo descarnado envuelto en satén verde. Michael llevaba los ojos profusamente sombreados de verde y los labios pintados de color rosa. Neil se volvió para observar a su madre, que contempla­ ba a Michael con la boca abierta, luego se fue a donde estaba Luis y ambos volvieron a integrarse a la manifestación. Neil se despidió de su madre agitando desde lejos el brazo y ella le respondió con el mismo gesto, pero el hijo leyó en su cara que estaba sufriendo y vio en ella una fugaz expresión de pe­ sar. Comprendió que aquel día ella lo habría cambiado gusto­ sa por cualquier otro hijo. Más tarde su madre le comentó: —Es grande que Carmen Bologna esté orgullosa de su hijo, porque como madre que soy te puedo asegurar que hay que tener mucho valor para sentir esa clase de orgullo. Neil nunca se sintió orgulloso. Le costó un año entero des­ hacerse de Luis y otro año más salir de California, y durante esos dos años siguió teniendo mal sabor de boca. Ya en el avión, tuvo la visión de su madre sentada sola en la oscuri­ dad, fumando, y su imagen no le abandonó hasta que el apa­ rato empezó a girar sobre Nueva York y él pudo contemplar cómo amanecía en Queens. Se le quedó grabada en la memo­ ria la canción que escuchó a través de los auriculares, y siem­ pre la asoció con la ausencia de su madre. Después de reco­ ger su equipaje tomó un autobús para ir al centro, y durante el trayecto se fijó en los chicos que vendían periódicos en me­ dio de la carretera, a través de las ventanillas de los coches de­ tenidos. Cuando llegó a Manhattan eran las siete de la maña­ na. Estuvo diez minutos parado en la calle Treinta y cuatro Este, respirando aquel aire puro que ponía burbujas en su sangre. Neil encontró trabajo como guardia privado; se dijo a sí mismo que era un empleo temporal. Un año después, cuando conoció a Wayne, volvió a revivir las sensaciones de aquella primera mañana. Habían estado de pie toda la noche y atrave­ 31

saron el parque con el andar nervioso y decidido de dos per­ sonas que están deseosas de hacer el amor por primera vez. Pasaban corriendo deportistas que hacían jogging acompaña­ dos de sus perros. Ninguno de ellos sabía lo que Wayne y él iban a hacer, y ese secreto le llenó de emoción. Entonces le vino a la mente su madre, aquella canción, y la visión del des­ pertar del barrio de Queens visto desde el aire. Su respiración se condensaba en nubecillas, y sintió una felicidad que no ha­ bía conocido en toda su vida.

El segundo día de la estancia de Wayne, Neil y él se dirigen con la señora Campbell a recoger las perras a la peluquería canina. El establecimiento está decorado con lazos rosas y con fotos de perros de raza, propiedad del dueño de la tienda, que han quedado campeones en algún concurso. De la trastienda sale una mujer gruesa de mediana edad llevando a Abigail, Lucille y Fern atadas con tres correas; les han cortado y lavado las lanas y se les ve el pelo esponjoso. Al percibir a la madre de Neil, las perras hacen esfuerzos desesperados por aba­ lanzarse sobre ella, y en su forcejeo acaban por envolver con las correas a la mujer. Después de ordenarles: «¡Quietas, por­ taos bien!», la señora Campbell se hace con los animales, y entrega Fern a Neil, y Abigail a Wayne. Cuando están en el coche camino de casa, Abigail trata de sentarse en el regazo de Wayne. —Dale un empujón —dice la señora Campbell—, ella ya sabe que no lo ha de hacer. —Nunca llevaste a Rasputín a que lo peinaran —dice Neil en tono de reproche. —Rasputín era un bobo. —Rasputín era un perro precioso a pesar de que oliera mal. —¿Te acuerdas, Neil, de que cuando eras pequeño solías 32

obligar a Rasputín a bailar contigo? Y una vez intentaste ves­ tirlo con una blusa mía. —No lo recuerdo —dice Neil. —Pues yo sí lo recuerdo —dice la señora Campbell—. Después quisiste organizar un concurso de belleza para perros en el barrio. Querías nombrar campeones y subcampeones..., que hubiera de todo. —¿Un concurso de belleza para perros? —pregunta Wayne. —Mamá, no creo que tengamos que... —Las madres gozan del privilegio de poder hacer sonro­ jar a sus hijos —dice la señora Campbell, y después sonríe. Están a punto de internarse por el camino particular, cuan­ do Wayne comienza a gritar y obliga a Abigail a bajarse de sus rodillas. —¡Oh, Dios mío! —dice—, se me ha meado encima. Neil se da la vuelta y ve que sobre los muslos de Wayne se ha formado un charquito que le va calando los pantalones. Neil reprime una carcajada, y la señora Campbell le tiende un trapo, al tiempo que le dice a Wayne: —Lo siento, Wayne, pero es su forma de marcar el te­ rritorio. —Es un verdadero asco —dice Wayne limpiándose con el trapo. Neil se mira en el espejo retrovisor y se dedica una sonrisa. Una vez en casa, mientras Wayne se asea en el cuarto de baño, Neil observa en la cocina cómo su madre prepara la co­ mida, una sopa japonesa de fideos. —Cuando te fuiste a la universidad —dice la señora Campbell—, yo me dirigí a la tienda de comestibles con la in­ tención de comprarte unos fideos, y de repente me di cuenta de que no ibas a estar en casa para comértelos, y me puse a llorar allí mismo, sollozando como una tonta. Neil aprieta los puños dentro de los bolsillos. Su madre 33

tiene la manía de contar estas pequeñas anécdotas tristes jus­ to cuando él no tiene ganas de oírlas... Son historias de cuan­ do los hermanos de su madre le rompieron su muñeca, o de cuando en el camino del colegio le robaban los chicos el al­ muerzo. Ahora él también ha ingresado en las filas de los va­ rones que de niños la han hecho llorar. —Mamá, lo siento —dice Neil. Su madre está inclinada sobre el puchero de fideos y una nube de vapor le rodea la cara —No he querido decirte nada delante de Wayne —dice—, pero ayer noche debías haberme contestado. Estaba muy asus­ tada... y preocupada. —Lo siento —dice Neil, pero sabe que no resulta muy convincente. Le pican los dedos y presiente que se les aveci­ na una gran pesadumbre. —Yo llevo una vida muy tranquila —dice su madre—. No es que quiera portarme como una fanática de la disciplina, pero no tengo ánimos para estas... tonterías. Hazme el favor de no volverme a asustar de ese modo. —Si estabas tan asustada, ¿por qué no dijiste nada? —No quiero hablar de eso. Llevo una vida muy tranquila y no estoy acostumbrada a que me despierten a altas horas de la noche. No estoy acostumbrada... —¿A que yo tenga un amante? —No, no estoy acostumbrada a tener gente en casa, eso es lo que ocurre. Wayne es encantador, es un chico estupendo. —Tú también le gustas a él. —Estoy segura de que nos llevaremos muy bien. Con la ayuda de un cucharón, su madre sirve la humean­ te sopa en tazones de cerámica, momento en que regresa Way­ ne, que se ha puesto unos pantalones cortos. Sus piernas, blan­ cas y peludas, contrastan violentamente con las de la señora Campbell, que son morenas y de piel lisa. —Te lavaré los otros pantalones, Wayne —dice la señora 34

Campbell—. Tengo un detergente especial que les quitará la mancha. Con una mirada, su madre le indica a Neil que ese tema ha quedado zanjado. Los ojos de Neil van de Wayne a su ma­ dre, y su embarazo inicial se trueca en un intenso sentimiento de orgullo..., en la arrogancia de quien se sabe dueño de la situación. Se alegra de que su madre sepa que alguien lo de­ sea, se alegra de que ella se asuste ante ese hecho. Más tarde, Neil sale al jardín de atrás. El jardinero vuelve a estar en su puesto, dando sonoros tijeretazos a los arbustos. Neil pasa junto a él en traje de baño y se hace la ilusión de que está pasando modelos.

Por la tarde, Neil encuentra, encima de la mesa de la cocina, la lista de quehaceres que su madre confecciona a diario: Martes 7.00 — desayuno Llevar perros peluquería canina Compra colmado Campaña contra Servicio Militar — 4 a 7 Comprar ropa interior Tríos — 2.00 Espaguetis Fruta Espárragos si están de oferta Cacahuetes Leche Hora doctor (pedir) 35

Escribir Cranston/Hayakawa acerca desarme Bolsas de papel Mozart Abigail Top Ramen Pedro La mesa y la papelera de su madre están llenas de listas como ésta; Neil las recuerda desde su más tierna infancia. Aprendió a leer con ellas. Y él mismo había hecho innumerables listas, cubiertas de señales y flechas. Siempre había por lo menos una anotación que se repetía en la lista del día siguiente. Desde sep­ tiembre a noviembre, el recordatorio «Comprar billete avión para Navidad» iba pasando de lista en lista. La última palabra lo deja intrigado: Pedro. Pedro debe de ser el jardinero. Neil repara en la acumulación de nombres, en las denominaciones arbitrarias que dan sentido a la vida de su madre. Por su parte, él podría hacer una lista de sus pro­ pias apariciones en esos papeles: como un niño, como un ado­ lescente, como el promiscuo hijo marica y finalmente como el buen hijo ya asentado y relativamente acomodado. Pero es­ tas divisiones no sirven porque todavía es y seguirá siendo siempre el niño a quien el perro cubre de lametazos y el chi­ co tumbado en el suelo con Luis; siempre continuará siendo todo aquello que le avergüenza ser. Las otras listas, las listas de las cosas que ha hecho y ha dejado de hacer cuentan una verdad diferente: que su vida se puede medir con más pro­ piedad en función de los objetos que por medio de sus eta­ pas. Él se define a sí mismo a través de «cuerda de saltar», «li­ bro», «gafas de sol», «ropa interior». Esa noche, mientras los tres se dirigen en coche a la ciu­ dad para ver una película de Esther Williams (un film musical 36

con escenas bajo el agua, poblado de sirenas y de Rockettes subacuáticas) en la filmoteca local, la señora Campbell dice: —Cuéntame cosas de tu familia, Wayne. —Mi padre ejercía la abogacía —dice Wayne—. Tenía el bufete en Queens, con un letrero fluorescente. Creo que era el único abogado en todo el mundo que se anunciaba con le­ trero luminoso. De cualquier modo, se murió cuando yo te­ nía diez años. Mi madre no se volvió a casar. Vive en Queens, y lo único que podría hacerla merecedora de cierto renom­ bre es que tomó parte en el concurso «La pregunta de sesenta y cuatro mil dólares», en la especialidad de novelas de miste­ rio. Llegó a ganar dieciséis mil antes de fallar. —Cuando yo tenía diez años —le dice Neil a su madre— quería que tú salieras en «Usted se arriesga». Deberías haberte presentado, porque hubieras ganado, seguro. —Hay que ver lo que te gustaba «Usted se arriesga» —dice la señora Campbell—, solías mirarlo mientras cenabas. ¿Tú ma­ dre trabaja, Wayne? —No —responde él—. Vive de renta. —Chicos, vosotros dos no sois más que unos niños —dice la señora Campbell. Neil se pregunta si ella no estará relacionando esta coin­ cidencia con el «estilo de vida diferente» que ambos llevan. El cine está casi vacío. Neil se sienta entre Wayne y su ma­ dre. Un gato se pasea sobre unos almohadones que han ex­ tendido en el suelo ante la primera fila. De cuando en cuando el animal proyecta una sombra monstruosa en la pantalla, es­ tropeando el efecto sedante del ballet acuático. Como un ado­ lescente, Neil alarga con precaución el brazo para rodear los hombros de Wayne, e inmediatamente éste le coge la mano. Junto a ellos, se oye la respiración de la madre de Neil que inspira, espira, inspira, espira. Con cierto temor, Neil levanta el brazo y lo pasa por detrás de la nuca de su madre. Aunque no la mira, sabe, por su modo de respirar, que ella está al tan­ 37

to de lo que hace su hijo. Muy despacio y con cuidado, Neil deja caer la mano sobre el hombro de su madre, pero su mano se crispa espasmódicamente y Neil da un respingo como si le hubiera pasado la electricidad. Un gritito sofocado interrum­ pe el pausado respirar de su madre; incluso Wayne se da cuenta de ello. De pronto la claridad de la pantalla se intensifica e ilu­ mina la escena: el pánico que reflejan los ojos de la señora Campbell y el brazo de Neil alzado sobre la espalda de ella, a punto de caer de nuevo. Lentamente, Neil va bajando el bra­ zo hasta que con las puntas de los dedos toca la piel y el vesti­ do de su madre. Ha ido demasiado lejos como para retroce­ der; todos han ido demasiado lejos. Wayne y la señora Campbell se hunden en sus asien­ tos pero Neil sigue muy tieso aguantando sus brazos, que no reposan en ningún sitio, en posición horizontal. Cuando acaba la película, los tres continúan sentados en la misma postura. Más tarde, durante el viaje de regreso a casa, la señora Campbell comenta: —Ya soy vieja; recuerdo cuando se estrenaron estas pelí­ culas. Tú padre y yo fuimos a ver una durante nuestra primera cita. Me encantaban, porque esas mujeres se movían con tan­ ta elegancia bajo el agua que solía imaginarme que estaban vo­ lando. En aquel tiempo sabían sacarle partido al Technicolor, el color era algo digno de admirar. No podéis saber lo que fue ver por primera vez una película en color despúes de tantos años de contemplarlas en blanco y negro. Es como tratar de explicarle a un habitante de la costa Este la sorpresa que pro­ duce la nieve. Creo que por desgracia hoy en día no queda nada nuevo. Neil querría explicarle a su madre la nostalgia que él tam­ bién siente, pero ¿cómo podría contarle que todo gira alrede­ dor de ella? A Neil le gusta pensar en la vida que su madre llevaba antes de que él naciera. 38

—Dile a Wayne lo mucho que te parecías a Esther Wi­ lliams. Su madre se sonroja. —Sí que me decían que me parecía a Esther Williams —dice—, pero también decían que me parecía mas a Gene Tierney. No era guapa pero tenía algo interesante. Me gusta pen­ sar que poseía cierto magnetismo. —Todavía lo tienes —dice Wayne, que al momento com­ prende lo inoportuno de su comentario. Éste es acogido con un silencio y una risita nerviosa que indican que todavía no ha logrado dominar el modo de hablar propio de la familia. Cuando llegan a casa, la noche vuelve a estar llena del chi­ rrido de los grillos. La señora Campbell coge una linterna y llama a las perras gritando: «Abbyluciferny, Abbylucyferny», y las perras salen de sus distintos rincones. Las empuja en di­ rección al jardín posterior y va tras ellas. Neil sigue a su madre y Wayne se dispone a seguirle a él pero se entretiene en el por­ che. Neil camina a la zaga de su madre que atraviesa despacio el jardín iluminándose con la linterna; mientras, los caracoles se asoman por debajo de los arbustos y las rocas acercándose a ella. Cuando los tiene a la vista, la señora Campbell los aplasta con el pie; producen un sonido húmedo y crujiente como de huevos que se rompen. —En noches como ésta —dice ella—, pienso en todos esos niños que van sin pantalones en los países calurosos de Sudamérica. Tengo pesadillas en las que veo tanques avanzando por nuestras calles. —Nunca hace un tiempo así en Nueva York —dice Neil—, Cuando hace calor, es un calor húmedo y pegajoso, y no dan ganas de salir afuera. —No podría vivir en otro sitio más que éste, creo que me moriría. Estoy demasiado acostumbrada a esta clase de clima. —No seas tonta. 39

—No, lo digo en serio —dice ella—. Me he adaptado demasido bien a este clima. Las perras, junto a la cerca, empiezan a ladrar y a emitir aullidos. —Debe de ser un gato —dice la señora Campbell. Enfoca su linterna hacia una roca y aparecen más caraco­ les, innumerables caracoles, tan estúpidos que no han apren­ dido a desconfiar de la luz. —Sé lo que estabas haciendo durante la película —dice su madre. —¿Qué? —Sé lo que estabas haciendo. —¿Qué? Te rodeaba los hombros con el brazo. —Lo siento, Neil. Sólo soy capaz de aceptar las cosas has­ ta cierto punto, no más. —¿Qué quieres decir? Solamente trataba de demostrarte mi afecto. —Oh, el afecto... Ya sé de qué va el afecto. Neil levanta la vista hacia el porche y divisa a Wayne que se retira hacia la puerta para no escucharles. —¿Qué quieres decir? —repite Neil. Su madre deja la linterna y se rodea el cuerpo con los brazos. —Recuerdo cuando eras un niño —dice— y me veo obli­ gada a apartar mis recuerdos. Quería que crecieras feliz. Soy muy tolerante y comprensiva, pero no soy capaz de soportar más allá de cierto límite. A Neil le parece que el corazón se le ha subido a la garganta. —Mamá —le dice—, creo que ya sabes que tú no eres cul­ pable de mi vida. Pero por el amor de Dios, no digas que yo tengo la culpa de la tuya. —No es una cuestión de culpa —dice ella, y se suena la nariz con un kleenex que ha sacado del bolsillo—. Lo siento, 40

Neil, seguramente no soy más que una vieja que piensa dema­ siado y que tiene poco que hacer. —Se ríe sin ganas—. No te preocupes, ni digas nada. ¡Abbylucyferny, Abbylucyferny, es hora de irse a la cama! Neil la observa caminar hacia el porche, silenciosa y mayestática. Los perros corren en dirección a la casa acompaña­ dos por un rumor de pisadas y un tintinear de las placas que les cuelgan del cuello.

La primera vez que su madre lo vio desfilar, Neil tenía doce años. Tocaba la tuba en la banda de la escuela elemental y mien­ tras recorrían lentamente las calles de la ciudad, que entonces era pequeña, su madre le iba saludando con la mano desde la acera... Después, su madre lo llevó a tomar un helado. A Neil se le cayó un poco en el uniforme rojo y ella se lo limpió con una servilleta de papel. Ese día su madre había estado allí por él, como años más tarde lo estuvo en aquel desfile memora­ ble; siempre había estado allí por él, todos y cada uno de los días. Una semana después, mientras sobrevuelan Iowa, Neil re­ cuerda esa escena y recuerda aquellos otros días en que la en­ contraba llorando en la oscuridad. Entonces su madre se veía obligada a emplear el tiempo que ella dedicaba a su dolor en apaciguar los temores de su hijo. Más tarde, ella le explicó: «Todo eso formaba parte de lo que supone ser una madre». —Lo que más me aterra en este mundo —le dice Neil a Wayne— es la posibilidad de que le destroces la vida a alguien sin tú saberlo. O incluso de que le cambies la vida. Detesto pensar que uno pueda tener ese poder, yo sería una madre de­ plorable. —Estás chiflado —le dice Wayne—. Tienes una madre es­ tupenda y no haces más que quejarte. Conozco a gente de la que sus madres se han desentendido. 41

—El sentimiento de culpa va incluido en el territorio —dice Neil. —¿Por qué? —pregunta Wayne muy en serio. Neil no le contesta. Se reclina en su asiento, cierra los ojos y se imagina que creció en las montañas de Colorado en una casa rodeada de nieve... la blanca nieve que se extendía hasta el infinito sobre las colinas. Allí no había árboles ni sitios pla­ nos, sólo colinas blancas. Cada vez que Neil se ha alejado en avión de su casa, le ha visitado el recuerdo de su madre; por lo general la ha visto sentada sola en la oscuridad, fumando. Pero hoy la ve en el jardín al anochecer quitando las hojas que flotan en el agua de la piscina. —Quiero tener un perro —dice Neil. Wayne se echa a reír. —¿En la ciudad? Se ahogaría. El zumbido del avión es como una droga que atonta. —Quiero quedarme contigo mucho tiempo —dice Neil. —Ya lo sé. Con un movimiento imperceptible, Wayne le coge la mano. —Además, ahí hace mucho calor en verano, oye, y no lo digo porque esté pensando en mi madre. —Está bien, está bien. Neil se pregunta un momento qué pensarán la azafata y la anciana que se dirige al lavabo, pero luego se echa a reír y se relaja. Al cabo de un rato, el avión describe lentamente un cír­ culo sobre Nueva York mientras los dos hombres respiran al unísono con los ojos cerrados y cogidos de las manos.

CONTANDO

L

LOS MESES

a señora Harrington estaba sentada en la sala de espera del Adepartamento de oncología con el pensamiento puesto en un pollo cuando de repente cayó en la cuenta. Fue como un puñetazo que la dejara sin respiración haciéndole dar bo­ queadas para tratar de coger aire. De pronto, la sala de espera se puso a girar, como aspirada por un torbellino; las enferme­ ras, los estantes con revistas y los otros pacientes empezaron a dar vueltas y más vueltas como la ropa en el tambor de una lavadora. Los rostros se hacían enormes y luego se empeque­ ñecían hasta volverse indistinguibles. Sintió confusamente que la revista que estaba leyendo se deslizaba entre sus dedos y caía al suelo. Después se le pasó. . -—Señora —le dijo su vecina de asiento—. Señora, ¿se en­ cuentra bien? —preguntó tendiéndole la revista que la señora Harrington había dejado caer. Era Family Circle—. Se le ha caí­ do esto. 43

La señora Harrington dijo «Gracias», y cogió la revista. Des­ pués se aproximó a la pecera y se dejó caer en un banco tapi­ zado. La pecera estaba empotrada en la pared que separaba dos salas de espera y podía ser contemplada desde ambos la­ dos. Unos diminutos peces cuyos sacos de huevas eran visi­ bles a través de su piel traslúcida, nadaban en círculo y se re­ cortaban contra la silueta de un rostro, muy desfigurado, que atisbaba desde la otra sala de espera. En el fondo de la pecera, junto al desagüe de plástico que había en una esquina, un pez se mantenía inmóvil. La señora Harrington estaba empañando el vidrio con su aliento.

Aquella idea surgió en su mente tal y como el portador de una plaga entra en una ciudad desprevenida. Estaba leyendo un anuncio de un producto de esos de «Agite y ponga al horno», mientras iba pensando que en la nevera de su casa el pollo estaba esperando ser asado, y se preguntó si no haría mejor en hacerlo a la parrilla. Se sentía en tensión y recordó la fecha del día, 17 de diciembre. ¿Quién había nacido el l-7 de diciem­ bre? ¿Había ocurrido algún acontecimiento histórico el 1” de diciembre? Entonces, a través de un proceso imposible de determi­ nar, esa fecha, 17 de diciembre, la infectó, contagiándole todo el horror del recuerdo y de la muerte. Pues en tal día como hoy se suponía que ella debería estar muerta. —¡Señora Harrington! —oyó que la enfermera la llamaba. —Sí —respondió. Se levantó y avanzó por el largo pasillo junto al cual los médicos tenían sus despachos secretos y sus salitas de reconocimiento. Mientras caminaba sintió renacer en ella un gran temor hacia aquellos instrumentos que perci­ bía a través de las puertas semientornadas. Fue un interno quien le había pronosticado: «Seis meses». 44

Después, el doctor Sánchez, con su mayor experiencia, le había dicho, erguido ante ella: —Tiene hubris juvenil. Desde luego, no podemos adelan­ tar una fecha para esta clase de cosas, pero vamos a hacer todo cuanto esté en nuestras manos por usted, Anna, todo lo hu­ manamente posible. Puede vivir mucho tiempo y llevar una vida normal. Pero ella había anotado esa fecha en su calendario men­ tal: seis meses. El 17 de diciembre se cumplirían los seis me­ ses. Y hoy era este día, y ella estaba ahí, aún viva y habiendo casi olvidado que tenía que morir. Se desvistió rápidamente, se puso la blanca bata de papel y se echó en la fría camilla. «Todo sigue igual —se dijo a sí misma—. Haré el pollo a la parrilla. Tendremos pollo para ce­ nar. Esta noche es la fiesta de los Laurans. Todo sigue igual.» Luego el horror la invadió de nuevo. Hacía seis meses ella había previsto que en el día de hoy estaría muerta y que sus hijos irían camino de un nuevo hogar. Pero el tiempo transcu­ rrido había sido muy largo. Las cosas se habían ido sucediendo con mucha lentitud. Primero la habían tratado con radioterapia, después con qui­ mioterapia, todos ellos medios legítimos de posponer el de­ senlace. Había perdido bastante pelo pero en el centro de ra­ dioterapia una señora muy amable le dio la dirección de un peluquero especializado en casos como el suyo que le cortó el cabello alrededor de la zona afectada haciendo que no se notara. Todo había ido transcurriendo con mucha lentitud, y ella había seguido haciendo la cena para los niños. Asistió a una reunión donde se practicaba la terapia de grupo, y allí le dijeron que gritara para desahogarse de la rabia que le producía aquella agresión y que golpeara la almohada con un martillo. No asistió a ninguna reunión más. El doctor Sánchez entró y se sentó en un extremo de la camilla. Olía a piel y a cigarros apagados. 45

—Hola, Anna —le dijo—, ¿cómo va todo? Era evidente que no recordaba la fecha. 17 de diciembre. —Bien —dijo ella. El doctor, como si Anna no se enterara, comenzó a pal­ parle los muslos para ver si tenía algún bulto. —¿Y los niños? —preguntó. —Bien. —Me dicen que no se ha encontrado mal —dijo él. —Estoy bien. —¿Encuentra muy molestos los efectos de la radioterapia? —No, no demasiado. —Bueno, quiero serle franco. Cuando en enero empece­ mos a aplicarle la quimioterapia, no se sentirá muy bien. Se­ guramente perderá bastante peso y le caerá algo más de pe­ lo. Durante un tiempo le parecerá que tiene una gripe muy fuerte. —No me vendría mal perder unos cuantos kilos. —Vaya, ¿eso qué es? —dijo el doctor Sánchez al palpar un nuevo bulto. —Bueno, la verdad es que aparecen y desaparecen —dijo la señora Harrington dándose la vuelta—. El que tenía en la espalda casi no se nota ya. —Ejem, ejem —hizo el doctor Sánchez, apretándole en­ tre las nalgas—. ¿Le ha dolido aquel que le oprimía el riñón? —No. —Eso está bien, muy bien. El médico continuó en silencio su tarea. De cuando en cuando emitía gruñidos de aprobación, pero la señora Harring­ ton hacía tiempo que había comprendido que esos ruidos, más que indicar que su estado había mejorado, significaban única­ mente que la enfermedad seguía el curso previsto por el doc­ tor. El hecho de estar tendida allí no le causaba ya el menor embarazo, pues el facultativo conocía su cuerpo palmo a pal­ mo. Claro que antes de acudir al reconocimiento, ella procu­ 46

raba comprobar ciertos detalles asegurándose de que hasta el menor rincón de su cuerpo estuviera limpio. —Bueno —dijo el doctor Sánchez quitándose los guan­ tes de plástico y echándolos en un cubo—, al parecer todo va bien, Anna. ¿Bien?... ¿qué quería decir bien? ¿Que la enfermedad iba bien o que ella iba bien? —Creo que por lo menos sigo con vida —dijo ella. —De veras, Anna, pienso que se está portando de un modo maravilloso. Muchos de mis pacientes se dejan llevar por la depresión, y la mayoría acaban en el hospital. Pero us­ ted sigue llevando una vida activa. ¿Continúa en la Asociación de padres y maestros? ¿Sigue participando en concursos de cocina? Nunca olvidaré aquellas deliciosas galletas de choco­ late que nos trajo, las enfermeras estuvieron alabándolas una semana entera. —Gracias, doctor —dijo ella. Él no sabía nada, lo mismo que la mujer que se desaho­ gaba golpeando la almohada con un martillo. De pronto com­ prendió que todos aquellos meses en que se había mostrado tan «activa» eran tan sólo una mentira. Había que mentir para poder vivir aquella muerte lenta, o si no, uno se moría duran­ te todo lo que le quedaba de vida. Mientras se vestía se preguntó si podría volver a dor­ mir de nuevo o bien se volvería a repetir lo que le ocurrió al principio, cuando se dormía embargada por el terror de no despertarse jamás y se despertaba dudando de si seguía con vida. Yacía allí, aterrada, cubierta con su camisón de franela y con el separador colocado firmemente en la boca (para evitar que rechinaran los dientes), mientras recorría el techo con la vista en busca de grietas conocidas y se pellizcaba la poca car­ ne que le quedaba como si el dolor constituyera una demos­ tración de que estaba viva. 47

Le costó muchos meses volver a aprender a dormirse nor­ malmente.

Ahora se sintió más unida a la gente que llenaba el vestíbulo, de la que antes se había notado muy alejada. Vio a una chica que conocía, Libby, una que trabajaba de telefonista, y le hizo señas desde el otro lado de la sala de espera. También estaba aquel hombre con la cabeza vendada que siempre venía acom­ pañado de una mujer más joven, seguramente su hija. La se­ ñora Harrington se fijó en un hombre de edad que tenía bo­ cio, o algo que parecía bocio, en el cuello, y que estaba en una esquina mirando los peces. Les dijo «Buenas noches» a las enfermeras mientras se en­ volvía la cabeza con la bufanda. Vio Papás Noel de papel en­ ganchados en las paredes y en un rincón un diminuto árbol de Navidad que relucía débilmente. Fuera de la sala de espera se extendían los pasillos del hospital, iluminados con una te­ nue luz amarilla, hasta la puerta giratoria de la entrada. La se­ ñora Harrington empujó el panel de vidrio y sintió cómo del exterior entraban las primeras rachas de viento. Acabó de abrir la puerta y respiró con alivio el aire libre, donde los embates de frío y potente viento parecieron devolverla a la vida y ba­ rrer aquella capa de agotamiento que se le había posado en los párpados durante su estancia en el interior. Hacía frío, mu­ cho frío. Con sus tacones, no muy altos, aplastaba los charquitos helados del suelo rompiéndolos en minúsculos crista­ les espejeantes. Caía una fina llovizna. Era el invierno de California. La señora Harrington se puso la bufanda bajo la bar­ billa y caminó rápidamente hacia su coche. Una mujer alta y corpulenta, como un yate elegante surcando las aguas del puerto. En el coche hacía frío. Encendió la calefacción y la radio. La voz familiar del locutor que leía las noticias en la emisora 48

local empezó a zumbar, y el habitáculo se vio impregnado tanto por su sonido como por el sofocante calor artifical. Las gotas de lluvia repiqueteaban sobre el techo. Poco a poco la señora Harrington fue escapando del hospital e integrándose en el trá­ fico habitual. Vio las tiendas iluminadas y los compradores de última hora de la tarde que se apresuraban a regresar a sus ho­ gares para cenar. Sintió deseos de ser uno de ellos, de empu­ jar un carrito por los pasillos de un supermercado. Condujo el coche al estacionamiento del Lucky y se apeó. Dentro del supermercado la atmósfera era fresca y agra­ dable; olía a turba, a césped mojado y a lechuga. A través de los altavoces, unas finas voces atipladas cantaban en tono gor­ jeante: Contentos y sonrosados muy a gusto nos sentimos, juntitos y apretadnos como en el nido de los pájaros. La señora Harrington se paró, asombrada por la gran variedad de alimentos y envases de brillantes colores, como si nunca los hubiera visto antes. Estuvo tocando las manzanas hasta en­ contrar una bien dura y fresca, y examinó las lechugas. Com­ pró espaguetis para su hijo pequeño, salsa preparada y palo­ mitas dulces. Una pareja joven pasó por su lado empujando alegremente un carrito en cuyo asiento, acoplado en un ex­ tremo, habían instalado a su bebé, que se veía feliz mostrando el trasero cubierto de plástico rojo, con las piernecitas intro­ ducidas a través de las varillas de metal. La señora Harrington se estaba olvidando de esas cosas. Se puso en la cola destinada a los que habían compra­ do menos de nueve artículos, detrás de una anciana vesti­ da con un abrigo de hombre lleno de rotos; la anciana pa­ gó su única compra, una barra de caramelo que costaba se­ 49

tenta y ocho centavos, en moneda pequeña y salió a la calle. —Tenemos unos clientes muy raros —le comentó el chi­ co de la caja a la señora Harrington. Ella pensó que, con su pelo rojo y su acné, el chico le recordaba a su hijo mayor.

De vuelta en el coche, se dijo a sí misma: «Trata de olvidar. Las cosas no han cambiado desde ayer, y ayer te sentías feliz. Ayer no pensabas en ello. No tienes nada diferente». Pero lo tenía, la diferencia iba creciendo en su interior a través de los nodulos linfáticos, explorando su cuerpo. Todo venía del interior. En la sesión del grupo de terapia, una señora había dicho: «Pienso en el cáncer como en algo que está demasiado vivo. Pienso que el cuerpo va multiplicán­ dose hasta que ya no puede detenerse. De modo que en lugar de tener dentro un ser ajeno que me está matando, estoy mu­ riéndome de estar demasiado viva, de haber vivido demasia­ do. ¿Verdad que así resulta mejor?». Todos habían asentido me­ neando la cabeza. «¿No será —pensó la señora Harrington— que el cuerpo se mata a sí mismo desde el interior?» Se detuvo ante un semáforo en rojo, y dijo: «Si la luz cam­ bia antes de que cuente hasta cinco, volveré a ser normal. Uno, dos, tres, cuatro, cinco». La luz cambió. «Si hubiera dicho hasta seis —pensó la señora Harrington— tal vez ahora tendría diez años por delante. ¡Diez años!»

En cuanto llegó a casa, la señora Harrington se precipitó a la cocina. Su hijo Roy estaba viendo «Spead Racer» en la televi­ sión; tenía catorce años. Su hija Jennifer, causante de la ruido­ sa música que se percibía en el fondo, escuchaba una canción 50

de Blondie, Dreaming, dreaming is free. Luego la señora Ha­ rrington oyó el sonido que emitía su hijo menor, Ernest, al imitar un aeroplano. Se sintió agradecida por todo aquel rui­ do, por poderles sosegar con su llegada. —¿Qué hay para cenar? —pregunto Roy. —Nada —respondió la señora Harrington— a menos que Jennifer lo lave todo tal como prometió. Jennifer! —Mamá —dijo Ernest entrando a la carrera en la cocina—, la fiesta es esta noche, ¿verdad? Timmy estará allí, ¿verdad? —Verdad —dijo su madre. Ernest era el pequeño, y llevaba la nariz taponada con un algodón porque le había estado sangrando. Su hija Jennifer entró chupando un caramelo. Llevaba una blusa rosa que a la señora Harrington no le gustaba demasiado. —¿Cómo ha ido? —preguntó Jennifer al empezar a fregar los cacharros. —Bien —respondió la señora Harrington. —¿Qué hay para cenar? —volvió a preguntar Roy. —Pollo, pollo a la parrilla. —¿Otra vez? —Sí —dijo la señora Harrington, y recordó aquellos días pasados en que el pollo no había tenido la menor importan­ cia. Vistos bajo este prisma, esos días en que los cuatro co­ mían juntos llenos de inocencia adquirieron un nuevo esplen­ dor, una calidez que los hacía similares a la Navidad. —¿Puedo hacer fideos? —preguntó Roy. —¡Fideos! —gritó Ernest. —Mientras los hagas tú mismo... —dijo Jennifer. Roy sacó el pecho imitando a su hermana. —Claro que los voy a hacer, dentro de unos minutos. Los chicos salieron de la cocina. —Ha llamado papá —dijo Jennifer. —¿Llamaba desde su casa? —Sandy y él están en Missoula, Montana. 51

—Ja! —dijo la señora Harrington—. No paran, tanto es­ tán en Trinidad como en Missoula, Montana. —Ha preguntado qué tal estabas. —¿Y qué le has dicho? —La verdad —dijo Jennifer. —¿Y qué es la verdad? —preguntó la señora Harrington. —Que estás bien. —Oh. La señora Harrington derritió un poco de mantequilla en una sartén para embadurnar el pollo. —¿Te hace ilusión ir a la fiesta de esta noche? —preguntó la señora Harrington. —Sí —dijo Jennifer—, siempre que haya gente de mi edad.

De vez en cuando le volvía a asaltar la evidencia y tenía que hacer acopio de todas sus fuerzas para no desmayarse. Por ejemplo ahora cuando estaba sentada en la taza del wáter, arro­ pada en su albornoz verde y rodeada de todas aquellas plan­ tas, con los pantis y las bragas alrededor de las rodillas. De pronto la atrevesó aquel sentimiento de horror, porque du­ rante los últimos seis meses su dolencia había hecho terrible­ mente difícil el acto tan simple de defecar: tenía algo que le oprimía el intestino. Se cogió a los bordes del wáter y empujó. Intento imagi­ narse que estaba apresada en el hielo, congelada, que en tor­ no a ella había tan sólo un frío glacial y que no sentía nada. Pero entonces miró hacia el armarito del cuarto de baño con su hilera de frascos llenos de pastillas, con la caja del ene­ ma y el separador dental para evitar que rechinaran los dien­ tes (que se adaptaba a su boca como un pañuelo que le hubie­ ra embutido un violador)... y le volvió a asaltar la evidencia, la evidencia de todo.

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Roy aderezaba los fideos con mantequilla y queso, mientras Jennifer trinchaba el pollo. Un cálido olor de asado condimen­ tado con hierbas inundaba la cocina. —Niffer, ¿no hay más queso? —Mira en la despensa. —Os lo traería si alcanzara a cogerlo —dijo Ernest. En ese momento entró su madre, que comentó: —Parece que lo tenéis todo controlado. —Le he echado paprika al pollo —dijo Jennifer. —Y yo he ayudado a hacer el postre —dijo Ernest. —Es verdad, me ha ayudado a mezclarlo con la batidora. La señora Harrington puso la mesa, colocando los consa­ bidos cubiertos de acero inoxidable. Vio que un plato estaba desportillado. —¡Furcia asquerosa! —chilló Roy que trataba de imitar el tono agudo de una voz femenina. Le estaba explicando a su hermana un programa de televisión que había visto. Ella se reía mientras revolvía la ensalada. Ernest se revolcaba por el sue­ lo, soltando grititos como si le estuvieran haciendo cosquillas. La señora Harrington sonrió. Se sentaron a cenar. Los platos fueron pasando de mano en mano: el cuenco de los fideos, el pollo, la ensalada. Durante unos minutos to­ dos comieron en silencio. Los niños se metían unos bocados enormes en la boca y su madre les dijo: —Comed más despacio. Se preguntó dónde estarían los tres en el día de hoy si ella hubiera muerto. Después de todo, en aquellas primeras semanas de frenética inquietud, ella había considerado esa po­ sibilidad y esbozado un plan. Sabía que Jennifer y Roy eran lo bastante mayores como para cuidar de sí mismos. Pero se le partía el corazón pensando en Ernest, que había nacido tar­ de, cuando ya habían obtenido el divorcio, y al que ella había 53

amamantado mucho más tiempo que a sus hermanos. Ei pe­ queño Ernest..., muchos resfriados y pocos amigos. Un niño llorón y acusica que una vez, según le dijo un maestro, inclu­ so había robado. Estaba sentado frente a ella, en toda su ino­ cencia, con un fideo que le colgaba de la boca. —No sé si Greg Laurans estará en la fiesta —dijo Jennifer. —¿Por qué, te gusta? —preguntó Roy sonriendo con malicia. —Vete a la mierda. Está muy ocupado. —Jennifer dejó en la bandeja el higadillo de pollo que se había servido por descuido—. Pertenece a la organización Vida Joven y dirige un grupo de cantantes en el hospital del estado. —No te fíes demasiado de él, Jennifer —dijo la señora Harrington—. Esto es sólo una etapa que está pasando. El año pasado se dedicaba a robar coches. —¡Pero es que es otro, ha vuelto a nacer! —dijo Ernest en voz muy alta. Siempre hablaba a voz en grito. —Habla más bajo. —Se ha reformado —dijo Jennifer—. Pero de todos mo­ dos, no va a estar ahí. Gail me ha dicho que sus padres no le hablan. La señora Harrington comprendía esa actitud de los Lau­ rans. Eran judíos practicantes, y daban uná buena parte de sus ingresos a la UJA (Unión de judíos americanos). Si bien Jenni­ fer ponía la música a todo volumen y tenía malas notas y Roy, por su parte, sufría de acné, no era amigo de lavarse y fumaba marihuana, comparados ambos con Greg Laurans eran unos chicos sensatos y cariñosos que sabían lo que querían y no se dejaban arrastrar por la locura que imperaba en el mundo. Jennifer y Roy sabían lo de su enfermedad, aunque des­ de luego ella no les había dicho lo de los «seis meses» y nunca hablaban de si podía quedar mucho o poco tiempo. Sin embar­ go, la señora Harrington creía saber que ellos sospechaban lo mismo que ella sospechaba. El doctor Sánchez le había dicho: 54

—Si sigue viva dentro de dos años no será un milagro, pero si no, no puedo decir que será algo inesperado. No obstante, Ernest no sabía nada. Era demasiado peque­ ño y no podría comprenderlo. «Bastante difícil será para él —la señora Harrington había razonado en su interior— cuando yo no esté. Mejor será que, mientras pueda, el niño viva con la ilusión de que siempre voy a seguir a su lado.» Pero ahora, mientras miraba a su hijo sentado al otro lado de la mesa, aquel razonamiento que la había ayudado a vivir durante seis meses se le antojó erróneo y perverso. De seguir así, la muerte de su madre sería una sorpresa total para el niño y lo destrozaría. Tal vez se convertiría en otro Greg Laurans. La señora Harrington ya veía en él ciertas señales que la llena­ ban de inquietud. Sabía que tendría que decírselo pronto, que tendría que explicarle lo que era la muerte de un modo que fuera com­ prensible para un niño de siete años. Pues ella misma ahora, a la luz del nuevo conocimiento, se cuestionaba todo una vez más. Durante aquellos brumosos meses en que los propios doctores, al igual que la señora Ha­ rrington, habían dejado de pensar en el hecho de que ella iba a morir, se había sentido demasiado satisfecha de sí misma y no había trazado suficientes planes para lo que iba a dejar tras de sí. Morir. La palabra pareció golpearla y rebotar en su crá­ neo. Dentro de poco, lo sabía, cuando iniciara la quimiotera­ pia, empezaría a adelgazar y a perder el cabello en grandes can­ tidades. Se imaginó a sí misma dentro de unos meses o tal vez dentro sólo de unas semanas como una persona diferente: con los huesos sobresaliendo de la piel, luciendo en la cabeza me­ chones dispersos de cabellos como matojos en el desierto. Pre­ veía que iba a sentir un enorme cansancio, pero se manten­ dría lúcida, tremendamente lúcida, y aunque tuviera el aspecto de un esqueleto, viviría para el día en que se sentiría otra vez bien. Sus amigos vendrían a verla, asustados, deseando oír una 55

noticia tranquilizadora. «Se te ve muy cansada», dirían. Enton­ ces, ella tendría que explicarles: «Son las radiaciones, las me­ dicinas, todo lo que me dan para que me ponga mejor». Pero ellos la asediarían, suplicándole que confirmara aquella insi­ nuación que tanto parecía prometer, para así poderse marchar sin sentir preocupación por ella ni temor por sí mismos; sin embargo, ella tendría que moderar aquel deseo de garantías dejando a sus amistades sumidas en un moderado desespero: si bien estaba mejorando, seguramente ya estaría muerta para las próximas Navidades. Muerta para Navidad; se preguntó si sus hijos sospecha­ ban que ésta iba a ser la última Navidad para ella. Después Jennifer se iría a una universidad y Roy y Ernest pasarían a vivir con la hermana de ella en Washington (aunque lo más proba­ ble era que su ex marido tratara por todos los medios de obte­ ner la custodia de los chicos, cosa que ella se había asegurado de que no conseguiría nunca; por lo menos había dejado cu­ bierto aquel flanco). Observó a sus hijos, que comían charlando entre boca­ do y bocado. «Dios mío —pensó—, ¿cómo van a arreglárse­ las sin mí?» Si ella hubiera muerto hoy, ahora seguramente estarían comiendo en la cocina de algún matrimonio amigo —los Laurans o los Lewiston—, anonadados los tres por la im­ presión y todavía incapaces de creer que su madre se había ido. Notarían el olor desconocido de una cocina ajena, de otra clase de cena, de un modo distinto de preparar la salsa para los espaguetis. Y en casa habría quedado la cama de ella por hacer, sus vestidos, su olor que todavía impregnaría el ar­ mario y la cama durante unos pocos días más para acabar desapareciendo para siempre de este mundo. Pronto Ernest empezaría a llamarla entre lloros y unos brazos ajenos lo rodearían. Ella no podría hacer nada, porque ya no esta­ ría allí. Pero ellos, sus hijos, no notaban nada diferente, continua­ 56

ban felices, comiendo y discutiendo en la pequeña cocina lle­ na de vapor que olía a mantequilla. —Pasadme los fideos —dijo la señora Harrington. —Mamá, si tu no comes nunca fideos.

Se puso un amplio vestido oscuro con un bordado de diseño indio... era el regalo de cumpleaños que le había hecho Jenni­ fer. Toda una vida llena de objetos apareció ante su vista: la cama, el televisor, tantos botes de espaguetis en salsa para Er­ nest, nuevos productos alimenticios en el colmado; recordó los anuncios de trajes especiales para adelgazar que viera en la Guía TV. —¡Vámonos, mamá, o llegaremos tarde! —gritó Ernest. —Ern, siéntate conmigo a ver los Picapiedra —dijo Jen­ nifer para ayudar a su madre. Trataba de ayudarla. —¿Está arreglado Ernest? —Sí, ya está vestido. Pero cuando la señora Harrington salió de su habitación, tranquila y perfumada, Ernest ya no quería marcharse. —Dino se ha escapado —dijo. —Tenemos que irnos, Ern —dijo Jennifer—. ¿No quieres ir a casa de los Laurans? ¿No tienes ganas de ver a Timmy? Ernest se echó a llorar. —Quiero ver la tele —dijo con una débil vocecita. —Todos tus amigos estarán en la fiesta —trató de conso­ larle la señora Harrington. —Oh, mierda —dijo Roy—. ¿Por qué lo tratas como si fue­ ra un bebé cuando lloriquea de ese modo? Eres un bebé —le dijo a su hermano. —No soy un bebé —dijo Ernest. —Los bebés lloran porque no pueden ver la tele porque en lugar de eso tienen que ir a una fiesta. Así que eres un bebé. El llanto de Ernest subió de tono. 57

—Ya lo has lograd o — d ijo Jennifer.

Media hora más tarde, Dino había regresado a casa sano y sal­ vo, y los Harrington se pusieron en camino. Sin lloros. —¿Estás contento? —preguntó la señora Harrington. Jennifer y Ernest se sentaron en el asiento trasero del coche. —Supongo que veré a Timmy —dijo Ernest. —¿Puedo conducir? —preguntó Roy. —Esta noche, no. Me daría miedo. —Entonces, ¿podemos por lo menos escuchar la emiso­ ra KFRC? —preguntó Roy. —¡Sí! ¡A lo mejor dan algo de Police! —gritó Ernest con entusiasmo. —Bueno, claro que sí. —Estás de buen humor —dijo Roy oprimiendo un botón de la radio para conectar con la emisora deseada. Cuando el coche salió del camino de la casa, su interior oscuro y cálido se llenó con el estrépito de una canción triste: Por qué tuviste que romperme el corazón si yo sólo hacía lo que tú querías... Roy seguía el ritmo golpeando el salpicadero con la mano. Te­ nía un aspecto extraño con su camisa naranja y su corbata ver­ de, y el pelo largo que le colgaba sobre la chaqueta de pana... Aquella indumentaria no parecía cuadrar con él, y más bien daba la impresión de que había adaptado el habitual unifor­ me masculino a su estilo de vida propio. Oh. éste era un momento precioso para la señora Harring­ ton: tenía a todos sus hijos junto a sí. Le maravillaba el hecho de haberlos creado, pensó que no serían como eran, que ni siquiera existirían de no haber sido por ella. Aparte de unos 58

cuantos sueters y de un gran tapiz de macramé, ellos consti­ tuían la única obra de su vida. Se sentía orgullosa de ellos, y llena de temor. Se adentraron por una carretera oscura que subía dando vueltas hacia las colinas. Desde lo alto de la ventana de los Laurans, la casa de la señora Harrington no era más que un punto luminoso que se confundía con las miles de lucecitas escalo­ nadas que se extendían, como un vestido de lentejuelas, hasta la bahía. Los Laurans le habían presentado a una mujer que se de­ dicaba a la curación “holística”, según la teoría de que el con­ junto del organismo es capaz de sanar la dolencia de una de sus partes. —Medite sobre su cáncer —le había dicho aquella mu­ jer—. Imagíneselo, trate de representárselo en su interior. Des­ pués, imagínese que el cáncer se va enfriando de tal modo que los tumores se hielan y van a morir de congelación, y que des­ pués se levanta un viento que los desmenuza hasta hacerlos desaparecer. —Oh —dijo la señora Harrington, consternada de nuevo. —¿Qué pasa, mami? —le preguntó Roy, cuyo rostro ex­ presó una preocupación visible en la oscuridad. Su madre sólo pudo observar un momento porque el co­ che tomó una curva y le pareció que la carretera subía a su encuentro ocupando todo su campo visual. —Nada —dijo—. Lo siento, es que esta noche estoy un poco pensativa. Pero con los ojos de la mente veía las manos cubiertas de vello del doctor Sánchez.

Cuando llegaron, la fiesta estaba muy animada. En el salón eni“ moquetado de los Laurans se oía el tintinear de los vasos y un murmullo continuo y pausado de conversación. Ernest se cogió de la mano de su madre. 59

De inmediato, la señora Harrington sintió que perdía a Jen­ nifer y a Roy, vio cómo se los arrebataba la muchedumbre y los amigos. Fue algo repentino; verlos actuar por su cuenta moviéndose entre los invitados que les decían «hola» y les pre­ guntaban qué planes tenían mientras Jennifer y Roy sonreían. Eran buenos chicos y estaban deseosos de reunirse con sus amigos. —¡Eh Harrington! —oyó que gritaba una rasposa voz de adolescente, y Roy desapareció. Jennifer también se marchó, atraída por la generación de los universitarios..., en esta oca­ sión un chico que acababa de regresar de Princeton. Los primeros en saludar a la señora Harrington fueron sus amigos los Lewiston. El señor Lewiston había sido profesor en la Escuela de Derecho junto con el ex marido de la señora Harrington, y las dos familias habían conservado una buena amistad. —¿Cómo te encuentras, Anna? —¿Cómo están los niños? —Ya sabes, cualquier cosa que podamos hacer por ayudarte... Ella miró significativamente a Ernest para advertirles que no hablaran de eso. Pero Ernest no había oído nada y preguntó: —¿Dónde está Timmy? —Timmy está jugando con Kevin y Danielle en el cuarto de estar —dijo la señora Lewiston—. ¿Quieres ir con ellos? —¡Kevin! Ernest se volvió hacia su madre y frunció los ojos y la boca en una mueca precursora del llanto. En la barbilla tenía una escocedura roja que le había producido la baba. El niño empezó a llorar. —Ernie, guapo, ¿qué te pasa? —dijo la señora Harrington cogiéndolo en brazos y abrazándolo con fuerza. —No me gusta Kevin —dijo Ernest entre sollozos—. Es malo conmigo. 60

Kevin era el hijo de los Lewiston. Cuando era un bebé había salido en los anuncios de la televisión. Los Lewiston miraron a la señora Harrington con expre­ sión horrorizada. —¿Cuándo ha sido malo contigo? —preguntó la señora Harrington. —El otro día en el autobús. Me tiró... ejem, me tiró... me cogió el almuerzo y me lo tiró y se rompió. Se rompió el termo. La señora Harrington dirigió a los Lewiston una breve mi­ rada acusadora, que rápidamente sustituyó por otra de per­ plejidad. —Es cierto que el otro día volvió del colegio con el ter­ mo roto. Ernest, me dijiste que se te había caído. —Kevin me dijo que no lo contara. Dijo que me pegaría. —Oye Anna, ¿cómo puedes... cómo puedes pensar que...? —La señora Lewiston no pudo acabar la frase—. Voy a buscar a Kevin —dijo—, Tb hijo le ha acusado de algo que es incapaz de hacer. Se fue corriendo hacia la sala de estar. —Anna, ¿estás segura de que Ernest no se lo está inven­ tando —preguntó el señor Lewiston. —¿Le estás acusando de mentir? —Mira, ya somos mayores, mantengamos la calma. Estoy seguro de que todo esto tiene una explicación. Y el señor Lewiston se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la cara. Ernest seguía llorando cuando la señora Lewiston volvió arrastrando a Kevin del brazo. Al verlos, su llanto se hizó más fuerte. La señora Laurans, la anfitriona, acudió para enterarse de la causa de aquella con­ moción e hizo pasar a las dos familias al dormitorio principal para que aclararan el asunto. El señor Lewiston sentó a su hijo sobre la cama, en lo alto de una pila de cuarenta o cincuenta abrigos. 6l

—Kevin —le dijo—, Ernest dice que hiciste una cosa muy fea: que le cogiste el almuerzo y le golpeaste con él. ¿Es eso verdad? No me mientas. —Bill, ¿cómo puedes hablarle de este modo? —exclamó la señora Lewison—. Nunca te he visto tratarle así. Kevin, un niño guapo y bien vestido, se echó a llorar. Los tres adultos permanecían allí, de pie entre sus hijos deshechos en llanto. —Oh, vaya —dijo la señora Harrington, y soltó una risita. La señora Lewiston siguió su ejemplo y también se rió, con lo cual la tensión cedió. Pero el señor Lewiston, a quien le remordía la conciencia por haber tratado con dureza a su hijo, lo abrazó y le pidió perdón. La señora Harrington sabía lo que él sentía porque ella ya había pasado por eso. También sabía que Ernest había men­ tido otras veces, y se lo llevó a un rincón. —¿Te lo has inventado, Ernest? —preguntó. —No. —Dime la verdad. —No me lo he inventado —dijo Ernest. —Kevin dice que sí —dijo la señora Harrington con una ternura inmensa. —Es mentira. —No puedes engañarme, jovencito —dijo su madre, esta vez con severidad—. Oye, quiero que me digas la verdad. Ella estaba de rodillas, de modo que le levantó la barbilla para mirarle a los ojos muy seria. De momento pareció que Ernest iba a echarse a llorar a grandes sollozos, pero el niño cambió de idea. —Bueno —dijo—, no me tiró el almuerzo pero me lo quitó. —Y te lo devolví —chilló Kevin—. Te lo eché a las manos y se te cayó y se rompió el termo. —¡Ah! —exclamaron todos los padres al unísono. 62

—Bueno, las dos partes han interpretado el mismo asun­ to cada una a su manera. Ocurre continuamente en los tribu­ nales, es algo que enseño en mis clases —dijo el señor Lewis­ ton, y todos se echaron a reír—. Y ahora, señora Harrington, creo que estos dos jovencitos deberían pedirse perdón mu­ tuamente, ¿no le parece? Kevin por cogerle el almuerzo a Er­ nest, y Ernest por decir que él se lo tiró. —Niños —dijo la señora Harrington—. ¿Queréis daros la mano y hacer las paces? Los chicos se miraron con suspicacia. —Vamos —le dijo a Kevin el señor Lewiston—, pórtate como un cowboy de los buenos, anda. Kevin, como un cowboy de los buenos, alargó una mano vacilante y Ernest se la tomó con timidez. Se dieron un apretón. —Muy bien, muy bien —dijo la señora Lewiston—. Aho­ ra, idos los dos a jugar con Timmy y Danielle, ¿queréis? —Vale —dijo Kevin, y ambos echaron a correr. —Y nosotros nos tomaremos una copa —dijo el señor Le­ wiston.

Los tres salieron del dormitorio y se abrieron paso entre los invitados. Se sentían alividados al ver que no tenían que en­ frentarse al hecho de que uno de sus hijos hubiera obrado mal a conciencia. Pero la señora Harrington tuvo que reconocer que, de los dos niños, Ernest era el que había salido peor li­ brado: había demostrado ser más infantil y tener menos ca­ rácter. Kevin Lewiston era un niño de gran personalidad, lle­ no de energía y que tenía carácter: les quitaba a sus compañeros el almuerzo pero lo devolvía. Llegaría lejos en la vida. En cambio Ernest no hacía más que llorar, tenía más ene­ migos que amigos y era un niño rencoroso. Varias criaturas, vestidas con sus mejores galas, corretea­ ban de aquí para allá escurriéndose por entre las piernas de 63

los mayores. La señora Harrington se vio separada del matri­ monio Lewiston a causa de una niña preciosa de tres años, y se encontró frente a un cuenco medio vacío de hígado picado. Un trío de mujeres cuyos nombres no recordaba saluda­ ron a la señora Harrington, pero ellas tampoco recordaban su nombre de modo que daba igual. Hablaron de sus hijos. Una de ellas resultó ser la madre del chico que estudiaba en Princeton. —Charlie se ha pasado este verano trabajando en el des­ pacho de un senador —les dijo a las demás, que se quedaron impresionadas. Y acto seguido le preguntó a la señora Harrington—: ¿Qué piensa hacer su hija el próximo verano? —Oh, probablemente hará lo mismo que el año pasado, trabajar en el Kentucky Fried Chicken. O tal vez se iría a vivir a otra ciudad. Las señoras emitieron sonidos de aprobación. Mirando por encima de sus cabezas, la señora Harrington trataba de si­ tuar a sus hijos, cuando vio a una persona con quien no tenía ningunas ganas de hablar. —Discúlpenme —les dijo a toda prisa a sus interlocutoras. Pero era demasiado tarde. —¡Anna! Joan Lensky la había visto; ahora la señora Harrington es­ taba perdida porque Joan se acercaba a saludarla. Ésta iba ves­ tida de negro (como siempre) y llevaba el cabello peinado muy tirante hacia atrás. —Anna, guapa —dijo cogiéndole la mano con sus dedos afilados—. ¡Qué contenta estoy de ver que sales de casa! —Bueno, sí, es que me encuentro bien, Joan —dijo la se­ ñora Harrington. —Ha pasado mucho tiempo. ¿De veras estás bien? Vamos a charlar, ahí hay un cuarto en el que podemos hablar a solas. Muy a pesar suyo, la señora Harrington tuvo que apartar­ se de la gente y entrar en una habitación donde no había na64

die. No le gustaba conversar con Joan Lensky pues sus vidas se parecían demasiado, por lo menos a primera vista. El mari­ do de Joan, que ya había muerto, se había ganado a pulso la fama de intentar ligar con todas las estudiantes graduadas de sus clases; lo hacía tan a menudo y con tan poca gracia que el tema de su lascivia se convirtió en una broma que circulaba de boca en boca cuando las esposas de los profesores se reu­ nían a tomar el té. El marido de la señora Harrington era más serio; la había abandonado repentina y definitivamente por una estudiante de derecho... Dejó su puesto y se fue a vivir con la estudiante a Italia. Después de eso la señora Harrington ya no volvió a asistir a los tés de las esposas, aunque muchas se mantuvieron leales a ella. Joan, que fue una de las más fieles, se agarró a la agraviada señora Harrington y la hizo su confidente. La señora Harrington se ponía nerviosa cada vez que pensaba en la cantidad de cosas que sabía acerca de la vida» de Joan que la propia Joan desconocía... Joan, con sus caniches ne­ gros y su cocina inmaculada... Sin embargo, la señora Harring­ ton soportó esta amistad durante muchos años, sobre todo porque le daba pena aquella mujer de edad que parecía ne­ cesitar tantísimo compadecerla a ella. Pero cuando la seño­ ra Harrington enfermó hubo un cambio en su escala de va­ lores y ahora sólo veía a Joan cuando no le quedaba otro remedio.

—Bueno, dime, ¿cómo te encuentras? —le preguntó en tono grave la señora Lensky. Estaban en una salita pequeña, sentadas sobre un sofá de ante tan juntas que la señora Harrington sentía la respiración de su amiga acariciándole la cara. —Estoy bien, me encuentro bien, y los niños están estu­ pendamente. 65

—No, no, Anna —protestó la señora Lensky sacudiendo con énfasis la cabeza—. ¿Cómo estás tú de verdad? No podía posponer por más tiempo lo que era inevitable. —Bueno, pues estoy terminando las sesiones de radiote­ rapia. Tienen un cincuenta por ciento de efectividad. —Oh, pobre, pobrecita —dijo la señora Lensky—. ¿Sien­ tes mucho dolor? —No. —¿Y tus cabellos? ¿Llevas peluca? —No, lo llevo cortado de un modo especial. La señora Lensky miró hacia el techo y luego cerró los ojos con expresión de éxtasis. —No sabes lo afortunada que eres, Anna querida —dijo—. Mi hermana tiene una amiga que está padeciendo verdaderos tormentos con la radioterapia. Se ha quedado sin pelo y pesa treinta y dos kilos, es algo terrible. No dejes que te aumenten la dosis ni que te apliquen esa horrible quimioterapia. —Muy bien —dijo la señora Harrington. —Debes evitar que te traten con quimioterapia. A una se­ ñora que conozco le costó la vida. Dijeron que lo que la mató fue el tratamiento porque era peor que la enfermedad. Y otra conocida mía se puso tan enferma a causa del tratamiento que tuvo que quedarse tres meses en cama, y todavía sigue muy pálida. Y además, si te operan, asegúrate de que no se dejan una de sus gasas o algo así dentro de tu estómago... La señora Harrington contó hasta diez, pensando: «Es lo único que tiene en la vida, las desgracias ajenas para compa­ rarlas con la propia». —¿Sabes algo de Roy? ¿Sigue casado con aquella niña? —Sí —dijo la señora Harrington—. Sigue con ella, que de hecho es muy agradable. Y son muy felices. La señora Lensky hizo un movimiento de aprobación con la cabeza. Después se acercó aún más a su amiga, para hacerle una confidencia todavía más importante. 66

—Quiero hablarte de una organización que creo que te interesará conocer —dijo—. Se encarga de... todas las cosas... antes de que uno se vaya de este mundo. Así tus hijos no ten­ drían que preocuparse de nada. Yo soy miembro de ella, las cuotas no son caras y se encargan de todo..., absolutamente de todo. —Sacó del bolso una hojita de papel que entregó a la señora Harrington—. Aquí lo pone todo —añadió. En aquel momento, por fortuna, se abrió la puerta. Era Jennifer que venía a rescatar a su madre, a ayudarla a salir de esa situación. —Mamá, tengo que hablar contigo —dijo. —Lo siento, Joan —dijo la señora Harrington poniéndo­ se en pie—, ya hablaremos más adelante.

—Gracias por rescatarme —le susurró Anna Harrington a su hija. —Mamá, no te lo vas a creer —dijo Jennifer—. Greg Laurans está aquí, y se ha traído a toda esa gente. —¿Te refieres a los de Vida Joven? —A esos... y a otros. En el comedor, los invitados se habían separado forman­ do pequeños grupos, cada uno de los cuales hacía lo imposi­ ble para no mirar hacia el salón, situado en un nivel inferior, y para no escuchar la música que surgía de allí. La señora Harrington miró hacia abajo con curiosidad. Al­ rededor de la chimenea, junto a la que se elevaba el abeto de Navidad, se hallaban sentados Greg y un grupo de jóvenes de aspecto angelical, todos con el pelo muy corto, gafitas redon­ das de montura dorada y americanas largas. Uno de ellos te­ nía una guitarra y estaban cantando esta canción: Ella dibuja dragones, y los sueños se hacen realidad. Ella dibuja dragones para mostrar su verdad. 67

La señora Harrington se volvió y vio a la señora Laurans que estaba echando una aceituna dentro de un martini. «Éste —pensó— es un castigo realmente cruel e insólito.» Entonces vio a los otros, que eran tres. Los chicos iban correctamente vestidos con jerseys. Uno de ellos tenía unos ojos muy redondos y el pelo de un rubio apagado. De vez en cuando, una chica sentada a su lado se veía obligada a limpiarle con un kleenex la barbilla, cogiéndosela entre el pulgar y el índice. El otro chico era más moreno y achaparrado y tenía dificultad en mantener erguida la cabeza. A cada pocos minu­ tos la chica del kleenex le levantaba la barbilla, y entonces él miraba a su alrededor con curiosidad, como un niño al que cogen en brazos para que vea un acuario. Junto a ellos se sen­ taba una chica enana con una deforme cabeza de gran tamaño parecida a un huevo de avestruz; la mitad superior de la cabe­ za era toda frente, de modo que los grandes ojos parecían ocu­ par en el rostro un lugar anormalmente bajo. Sin embargo eran unos ojos muy vivos, más lúcidos que los de los chicos. Des­ de el rincón donde estaban instalados, los tres jóvenes unie­ ron sus voces a las de los demás: Ela buja aones, y uenos sasen alidá Ela buja aones para mota u edá. —Son del hospital del estado —le dijo Jennifer a su madre—. Seguramente pasarán allá el resto de sus vidas. Re­ sulta sorprendente que los hayan dejado salir para asistir a esta fiesta, y realmente ha sido un acto muy amable, aunque para nosotros sea un espectáculo horroroso. —Y también para la madre de Greg —dijo la señora Ha­ rrington con frialdad. Miró hacia abajo al círculo que formaban los que canta68

ban. Ahora algunos de ellos les estaban entregando lápices y papeles a los minusválidos. Ella dibuja unicornios y nos da la libertad. (Ela buja niconios). —Anda, vamos —les decían aquellos jóvenes relamidos—. Dibuja un aón, dibuja un niconio. La señora Harrington le dijo a su hija: —Esto es lo más cruel que he visto en mi vida. Se volvió a mirar de nuevo, pero la señora Laurans había desaparecido. Entonces la señora Harrington se dirigió rápi­ damente al dormitorio, llamó a la puerta y la abrió. Ursula Lau­ rans se había echado en la cama, encima de una pila de cin­ cuenta o sesenta abrigos, y estaba llorando. La señora Harrington se sentó a su lado y le acarició la espalda. —Lo siento, Ursie, lo siento —le dijo. —¿Por qué tiene que hacerme esto? —preguntó la señora Laurans—. Había mejorado mucho, incluso iba a la sinagoga. Estaba a punto de licenciarse en física, todo un licenciado en física. Y de pronto un día llega a casa diciendo que ha encon­ trado a Jesús, y trata de convertirnos a nosotros, a sus padres. No sabes lo que eso llegó a trastornar a Ted. Nuestro hijo tra­ tó de rebatirle sus ideas; ni siquiera acepta la teoría de la evo­ lución. ¡Un licenciado en física que cree que todo lo que dice la Biblia es verdad! Y ahora esto. —Lo siento, Ursie —dijo la señora Harrington. Ted Laurans entró en la habitación. —Oh, Dios —le dijo a su esposa—, lo voy a matar. ¿Cómo puede hacernos esto? —Cállate —dijo Ursula—. Es inútil, ya le has sermoneado bastante acerca de que hay que poner en cuestión todos estos temas. Ya no razona. 69

¿Por qué le contaban todo eso?, se preguntó a sí misma la señora Harrington. Y trató de ofrecer un consuelo. —Oh, Ursie —dijo. De pronto Ursula Laurans se incorporó y se inclinó hacia la señora Harrington. Se dejó caer sobre ella como un peso muerto, inerte, helado. Instintivamente, la señora Harrington la abrazó. Ted Laurans también lloraba. Estaba de pie cubriéndose el rostro con las manos y lloraba bajito, como suelen llorar los hombres. —Tal vez con este acto esté tratando de reanudar su rela­ ción con vosotros —elucubró la señora Harrington—. Ha sido muy amable al traer a esa gente aquí, nadie más que él lo ha­ bría hecho. —Es su modo de expresar su agresión —dijo Ursula—. He­ mos consultado a un especialista en terapia familiar y está muy claro. Yo no estuve a la altura como madre y él se ha agarrado al primer sustitutivo del amor materno que ha encontrado. La señora Harrington prefirió no decir nada más. Al cabo de un momento, Ted Laurans se metió en el cuarto de baño dejando a las dos mujeres solas con los abrigos.

Finalmente la señora Harrington pudo salir de la habitación. Muchos de los invitados se estaban yendo; en la cocina se tro­ pezó con la enana, que estaba lavando un vaso en el fregade­ ro con notable pericia, a pesar de que su barbilla apenas al­ canzaba el nivel del tablero. —Perdóneme —dijo la enana con claridad—. Suelo me­ terme entre los pies de la gente. Ambas se echaron a reír. La joven enana le dirigió una son­ risa agradable, y la señora Harrington se alegró de ver que era capaz de sonreír. La enana llevaba un traje chaqueta hecho a medida para su cuerpo chaparro y un collar de perlas falsas. 70

Le sorprendió a la señora Harrington el observar que la joven tenía un busto muy desarrollado; también llevaba un collarcito de oro y un fino anillo. Resultaba evidente que no era tan retrasada como los dos chicos. La señora Harrington se disponía a ir en busca de sus hi­ jos, cuando Ernest entró corriendo en la cocina. Estaba llo­ rando otra vez. Le tendió los brazos a su madre y ésta lo alzó en vilo diciendo: —Ernie, te vas a poner enfermo de tanto llorar. —Quiero irme a casa —dijo Ernest. —¿Qué pasa? ¿No te diviertes? —Me han dejado plantado. —Oh, Ernie. Tres niños pequeños, dos niños y una niña, entraron co­ rriendo en la cocina; venían riendo y tropezando con todo. Como si la señora Harrington fuera un semáforo, se pararon en seco ante sus pies. —Ernie, ¿ya no quieres jugar rnás? —preguntó Kevin Le­ wiston, y los tres niños miraron hacia arriba sintiendo un vago malestar. —¡Marchaos! —gritó Ernest escondiendo la cara en el hombro de su madre. —Bueno, basta —dijo la señora Harrington—. Será mejor que vayáis en busca de vuestros padres. —Sí, señora —dijeron los tres a la vez, y se marcharon corriendo. La señora Harrington se quedó en la cocina, sosteniendo a su hijo como si fuera un fardo de ropa recién lavada y toda­ vía húmeda. Esta noche seguramente Ernest querría dormir en la cama con ella, igual que hizo durante todas las noches que tuvo que llevar el parche en el ojo para estimular su ojo gandul. —Nos vamos a casa, Ernie —le dijo al niño. Entonces se fijó en la joven enana, que seguía de pie 71

junto al fregadero y que no le quitaba la vista de encima. —Roy está en un dormitorio con otros chicos y están fu­ mando porros —murmuró Ernie contra el hombro de la se­ ñora Harrington, ahora empapado de lágrimas y saliva. —No seas acusica —le dijo su madre en un susurro. Después miró a la joven enana, que levantó los ojos hacia ella. La enana sostenía un vaso de agua en su manita gordezuela; en la enorme cabeza sus ojos de búho se veían amables, casi bonitos; la expresión que mostraba, bajo la brillante luz de la cocina, tanto podía reflejar una estupidez extrema como una gran sabiduría. Sin moverse, la joven enana continuó mirando fijamente a la señora Harrington, como si aquella mujer alta y corpulen­ ta fuera una curiosidad o bien una compañera de infortunio.

EL C H A L E T

PERDIDO

urante los últimos veintiséis años la familia Dempson había pasado la última quincena de junio cerca de Hyannis, en un pequeño chalet alquilado llamado «El arrechu­ cho». Y según le dijo Lydia Dempson a su hijo Mark, este año no iba ser una excepción. —A pesar de lo que ha ocurrido —afirmó ella a través de dos mil quinientos kilómetros de hilo telefónico—, seguimos siendo una familia. Siempre hemos ido allí y continuaremos yendo. Por el tono de su voz Mark comprendió que era asunto resuelto y que volverían allí. Llamó a una agencia de líneas aéreas y reservó un billete de avión. Se ocupó de encontrar a alguien que cuidara de su apartamento y, después de con­ sultar la sección de su agenda llamada Semana por semana, anuló todas las citas y obligaciones para los próximos quince días. Unos días más tarde llegaba al chalet. La casa seguía ne­

D

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cesitando una mano de pintura. Sus padres, Lydia y Alex, es­ taban sentados en la cocina desgranando mazorcas de maíz. Alex llevaba un polo blanco y una visera para el sol y no hacía más que hablar de pesca. Lydia llevaba un vestido nuevo de color amarillo y un suéter de angorina blanco. Arrancaba las barbas de las mazorcas que Alex había desgranado; éstas eran de un blanco perlino y seguramente serían muy dulces. Ma­ ñana los hermanos de Mark, Douglas y F.llen, llegaban de la costa Oeste junto con Julie, la amiga de Douglas. Parecía la pri­ mera escena de una pieza teatral en la que se relata la historia de la familia, dando la información primordial mediante unas cuantas reuniones veraniegas, seguramente entresacadas de una larga serie de encuentros familiares. En cierta época, Mark se había imaginado a sí mismo escribiendo esta obra de teatro y asignándole el papel de su madre a Coileen Dewhurst y el de su padre a Jason Robards. Se levanta el telón, las luces se encienden en el escenario y se ve a una pareja que desgrana mazorcas de maíz... Seis meses antes, Alex y Lydia habían reunido a sus hijos alrededor de otra mesa de cocina para anunciarles que iban a divorciarse. —Durante mucho tiempo vuestra madre y yo nos hemos preocupado solamente de proporcionaros un hogar estable —había dicho Alex—, pero desde que os habéis independiza­ do nos hemos visto obligados a encararnos con el problema de nuestras relaciones conyugales, de ciertas cosas y de cier­ tos hechos que son una realidad. Y hemos decidido que sere­ mos más felices si a partir de aquí vivimos separados. Se había aprendido estas frases de memoria, lo mismo que hizo Mark cuando les dijo a sus padres que era gay, y, al escu­ charlas, Mark sintió lo que probablemente ellos debieron de sentir entonces: un sobresalto, no de sorpresa sino de oír de­ cir lo indecible, de ver llegar el momento tanto tiempo temi­ do de romper el silencio. Con unas cuantas palabras, en cua­ 74

tro segundos y medio había cambiado su vida, se había roto un matrimonio y tres corazones habían suspendido sus latidos. —No puedo creer que estés diciendo esto —dijo Ellen, y Mark comprendió que lo decía en sentido literal. —Hace ya varios años que estoy unido sentimentalmente a otra persona —continuó Alex—. No veo razón para no de­ cirlo. Se trata de Marian Hollister, a quien todos conocéis. Vues­ tra madre hace tiempo que lo sabe. No voy a pretender que este asunto no tenga nada que ver con el hecho de que nos divorciemos, pero quiero recalcar que tanto con Marian como sin ella nuestra separación se habría hecho necesaria. Creo que vuestra madre estará de acuerdo conmigo en este punto. Lydia no dijo nada. Faltaban dos días para Navidad y to­ davía no había adornado el abeto, pero tenía entre los dedos una bombilla dorada con la que iba jugueteando: se la metía dentro de la manga y sacaba la mano mostrando la palma vacía. —Has dicho años —dijo Ellen—, dices que hace años que esto dura. —Ahora necesitamos que os portéis como adultos —dijo Lydia—. Sé que os va a costar adaptaros a la situación, pero yo me he acostumbrado a la idea, y aunque os parezca menti­ ra, vosotros también os acostumbraréis. Nos espera un mon­ tón de trabajo y tenemos muy poco tiempo. Vamos a tener que pasar por nuevas experiencias, y vosotros podéis ayudar repasando todo lo que tenéis en los armarios para separar lo que queréis conservar de lo que hay que tirar. —¿Quieres decir que váis a vender la casa? —preguntó Mark, casi con la voz rota. —Ya está vendida —dijo Alex—. Tanto vuestra madre como yo hemos decidido que seremos más felices si empeza­ mos una nueva vida en otros sitios diferentes. ¡•—¿Pero cómo podéis venderla así, de pronto? —protestó Ellen— Habéis vivido en ella durante toda vuestra vida..., bue­ no, durante la nuestra. 75

—Ellen —dijo Alex—, tú pasas en esta casa todo lo más quince días al año. Lo siento, cariño, tenemos que pensar en nosotros mismos. Douglas dijo, sólo a título de información: —No creáis que durante todo este tiempo no nos hemos dado cuenta de lo que pasaba. Lo hemos visto. —No se me había ocurrido —dijo Alex. Entonces, Ellen preguntó: —¿Y qué haréis con el chalet?

Tres meses más tarde, Alex estaba viviendo con Marian en un piso de compra en Nob Hill; trabajaban juntos en sendas me­ sas de roble que habían instalado junto al ventanal. Lydia se trasladó a una casa diminuta en Menlo Park, veinticinco kiló­ metros más al sur de la península. Estaba bronceada y se de­ dicaba a tomar clases de cerámica. Vaciaron y vendieron la casa en la que habían crecido Douglas, Mark y Ellen, y todas sus pertenencias infantiles: animales disecados, viejos cuadernos escolares, fueron cuidadosamente empaquetados en cajones y depositados en un guardamuebles. Pero ninguno de los tres asistió a esa operación. Habían regresado a Los Angeles, Ha­ wai y Nueva York..., a sus propias vidas. Mark visitó a su ma­ dre sólo una vez, en primavera, y ella le acompañó a hacer un recorrido por su nueva casa, donde le mostró que había conservado la antigua mesa del comedor, unas cuantas ollas y sartenes de cocina y el mismo televisor en el que de niño él había contemplado el programa «Speed Racer» al volver del colegio. Pero también había un nuevo sofá de mimbre y por todas partes se veían las jarritas que Lydia modelaba. —Es una casa muy bonita —dijo Mark—. Tiene armonía. —Eso es porque está habitada por una persona sola —dijo Lydia, y se echó a reír—. No tengo que discutir con nadie de qué color serán las cortinas. —Luego miró por la ventana ha­ 76

cia el huertecito y dijo—: Estoy tratando de convertirme en la clase de persona que vive en una casa como ésta. Entonces fue cuando Mark se imaginó a Alex y Lydia ves­ tidos con trajes de faena y haciendo limpieza de las posesio­ nes acumuladas durante veintiséis años, de los cajones y ar­ marios repletos. No les quedó más remedio que realizar juntos esa tarea de vaciar una casa. ¿Qué debieron de sentir? Su ma­ trimonio había durado más años de los que él, Mark, había vivido. El nombre del chalet, «El arrechucho», no es el más raro ni el más deprimente de los que existen por los alrededores. En Nantucket, por ejemplo, hay una casa que se llama «Sin re­ misión», otra bautizada «Mal momento» y una tercera que lle­ va el nombre de «El abandono». «El arrechucho» es más pe­ queña que las demás, sus camas son incómodas y sus grifos gotean, pero está situada en lo alto de un risco que domina un bajío en el que los pescadores suelen disponer las nansas para atrapar langostas. Veintiséis años atrás, Alex y Lydia pasa­ ron el fin de semana que constituyó su luna de miel en aquel chalet, y les gustó tanto que decidieron que, si después de la guerra seguían con vida, regresarían allí con sus hijos. Un par de años más tarde, justo después de que Lydia diera a luz a Douglas, convencieron a la anciana propietaria del chalet para que se lo alquilara de un modo permanente durante dos se­ manas al año, y desde entonces han ido allí cada verano, sin fallar ni uno. Se aferran al chalet como si éste fuera un princi­ pio, algo que sigue persistiendo aun cuando los matrimonios fracasan y otras casas se derrumban. Tal vez por esta razón nun­ ca se preocuparon de preguntar por qué le pusieron ese nom­ bre. Esa cuestión de origen sólo le interesa a Mark, para quien el chalet ha sido siempre un lugar emponzoñado. Recuerda que de niño sorprendió a sus padres comiendo erizos de mar antes de cenar: los pinchaban con el tenedor para sacarlos de la cáscara y mientras los animales se retorcían se los comían 77

vivos. Recuerda haber oído en el cuarto de sus padres, vecino al suyo, unos golpes que le mantenían despierto tratando de adivinar si estaban haciendo el amor o peleándose. También recuerda sus primeras experiencias sexuales, que tuvieron lu­ gar cerca del chalet..., unas citas con el hijo de-un pescador en una barca de remos varada con la quilla llena de agua de mar estancada. Ahora ha llegado a la conclusión de que aque­ llos encuentros han sido lo más parecido al enamoramiento que ha experimentado en su vida, y que sus padres probable­ mente estaban peleándose. Pero en este momento ni un solo ruido sale de su dormitorio, y Alex duerme en la sala de estar. Lo que mantiene despierto a Mark es la actividad de su pro­ pio cerebro mientras trata de encontrar otros nombres para el chalet: tal vez «Esfuerzos desesperados» o sencillamente «El chalet perdido». ¿Y qué hay de «El arrechucho»? ¿Quién le puso ese nombre al chalet y por qué? Se lo ha preguntado a unos cuantos pescadores de langostas y ninguno de ellos parece re­ cordarlo. Desde su llegada, los padres de Mark se han tratado mu­ tuamente de una manera distante y educada, pero Mark sabe que nadie se siente dichoso con esa situación. Pocas semanas después de que Mark fuera a ver a su madre, Alex le telefoneó. Estaba en Nueva York con Marian, en viaje de negocios, y los dos querían que Mark fuese a cenar con ellos. Le citaron en un restaurante indio situado en el último piso de un edificio de Central Park South, donde en el lavabo de caballeros había urinarios dorados. Marian estaba radiante y cordial, y Mark re­ cordó que, antes de convertirse en la amante de su padre, Ma­ rian había sido amiga suya. Fue el verano en que Mark trabajó con ella en calidad de ayudante de investigación. También re­ cordó que Alex casi nunca se llevaba a Lydia en sus viajes de negocios. —Bueno —dijo Alex, mediada ya la cena—. Este mes de junio, como siempre, iré a Cape Cod, ¿y tú? 78

—Pues claro, papá —dijo Mark—, naturalmente. —Naturalmente. Pero me temo que Marian no vendrá. —Oh. —Ojalá pudiera venir, pero tu madre no quiere. —Vaya. —Mark miró de reojo a Marian tratando de hallar una indicación de cómo debía proseguir. Vio que ella parecía resuelta y decidió ser franco—. ¿Eso te sorprende? —preguntó. —Nada de lo que pueda hacer tu madre me sorprende —dijo Alex. Mark supuso que Alex había tratado de comprobar hasta qué punto podía forzar los límites, celosamente guardados, de la tolerancia de Lydia; que había intentado saber hasta dónde podía salirse con la suya y descubierto que de allí no podía pasar. Por lo visto, a Lydia le había entrado pánico al verse des­ bordada por el problema de adjudicar los dormitorios y ha­ bía recalcado que los niños no iban a soportar la presencia de Marian. —¿Es eso verdad? —Alex le preguntó a Mark inclinándo­ se hacia él—. ¿De veras los niños no lo podrían soportar? Mark se sintió como si lo interrogaran en un juicio. —No creo que mamá pudiera soportarlo —dijo finalmen­ te, obviando así de momento la cuestión de lo que iban a sen­ tir sus hermanos y él mismo. Sin embargo, se dio cuenta de que su observación era bastante brutal. —No fuerces las cosas, Alex —dijo Marian encendiendo un cigarrillo—. De todos modos, esa semana he quedado en ir a visitar a Kerry a Arizona; Kerry está viviendo de lo que le produce el rancho —sonrió Marian, feliz de poderse aco­ ger al refugio de sus propios hijos. En cierta época, Mark se había sentido muy unido a Ma­ rian. De hecho, le tenía tanta confianza que se sinceró con ella antes que con nadie y ella reaccionó con mucho cariño, mos­ trándole su ternura y dándole fuerzas para contarles a sus pa­ dres que era gay. Mark la admira y comprende muy bien que 79

su padre se haya enamorado de ella. Pero desde el divorcio prefiere no hablarle en atención a su madre, pues Marian es el único obstáculo que resulta insalvable para Lydia. Ésta no pronuncia jamás el nombre de Marian porque se le queda in­ crustado en la garganta como una esquirla de vidrio que la hace gritar de dolor. Cuando Alex sugirió llevar a Marian a Cape Cod, lo único que pudo contestarle fue: —Hay ciertas lealtades que se deben respetar. Y Alex cedió porque estaba de acuerdo en eso y porque comprendía que dos semanas de junio eran un sacrificio bas­ tante pequeño comparado con las concesiones que ella había hecho y lo mucho que le había dado. —Marian y yo sobreviviremos —le dijo a Mark en el res­ taurante indio—. Hemos sobrevivido a separaciones más largas. Esa muestra de intimidad le escoció a Mark, y, como para darle aún más énfasis, su padre tomó la mano de Marian por encima de la mesa y continuaron así con las manos unidas. —Sobreviviremos a esta separación —dijo Alex. Marian se echó a reír con cierto nerviosismo. —Ib padre y yo hemos esperado diez años para estar jun­ tos —dijo—. ¿Qué son dos semanas al lado de eso?

Muy pocas cosas han cambiado en el chalet desde que los ni­ ños Dempson eran niños. Aunque cada año Alex y Lydia ha­ blaban de que iban a hacer reparaciones, el mismo tejadillo medio podrido sigue cubriendo el porche que sobresale de la fachada, la misma puerta continúa rechinando. Los chicos duermen en las habitaciones en que han dormido siempre y se prestan a hacer las mismas tareas caseras que siempre han realizado. —Fuera de aquí es posible que seáis personas mayores —dice Lydia en broma—, pero aquí sois mis niños y hacéis lo que yo os digo. 80

Ellen es abogada y no se ha casado. Dos días antes del fijado para su partida, le propusieron que aplazara sus vaca­ ciones para colaborar en un caso importante que iba a verse en los tribunales. Ella se negó y, según cree, esto puede mer­ mar sus posibilidades de adquirir el año próximo la categoría de socio en el bufete. Cuando ella se lo contó, Mark le preguntó: —¿Pero por qué, Ellen? —La familia es más importante, mamá es más importante —dijo ella. Douglas se ha traído consigo a Julie, la mujer con la que vive desde hace cinco años. Ambos se dedican a la investiga­ ción oceanógrafica en Kauai, gracias a unas becas enormemen­ te sustanciosas. Mark es el único que no tiene carrera ni am­ bición alguna. Vive en Nueva York aceptando empleos tem­ porales, y cada pocos meses cambia de apartamento amuebla­ do para explorar la vida homosexual nocturna que ofrece la ciudad. Durante los últimos meses ha estado trabajando en un banco en calidad de procesador de datos. Le ha resultado fá­ cil dejar el empleo: simplemente se ha marchado. Pero ahora que ha transcurrido ya una semana de vaca­ ciones, las cosas no van muy bien. La mayor parte del tiempo Lydia está enfadada y cuando alguien le pregunta por qué se escuda en cualquier trivialidad, una cacerola que ha quedado por lavar o una cama por hacer. He aquí un ejemplo de una tarde corriente: Douglas, Julie, Mark y Ellen regresan de la playa donde han estado nadando y saltando entre las olas. Lydia no los saluda; sigue sentada a la mesa de la cocina haciendo pun­ to de media. Lleva un suéter de pescador y una falda escocesa cerrada en un lado con un imperdible..., un conjunto que re­ serva únicamente para esas tres semanas en Cape Cod. —¿Llegamos tarde? —pregunta Douglas, todavía jadean­ te, sorprendido por su silencio. —No —contesta Lydia. 81

—Lo hemos pasado muy bien en la playa —dice Julie, son­ riendo. No está muy segura de sí misma porque todavía se sien­ te una extraña en la familia—. ¿Qué tal te ha ido el día? —añade. —Bien —dice Lydia. Ellen se frota los ojos. —Bueno, mamá —dice—. Tal vez te guste saber que hoy ha faltado poco para que me ahogase. Ojalá lo hubiera hecho, sería una persona menos en armar desorden. Lástima que Mark me haya salvado. Lydia deja su labor de punto y se coge la cara entre las manos. —No merezco que me digas eso —dice—. No sabéis lo que es luchar contra el desorden que impera en esta casa. No tenéis derecho a tomarme el pelo cuando todo lo que hago es tratar de que no quedemos enterrados entre platos pringo­ sos y ropa sucia. —¿Acaso no hemos fregado los platos después de comer? —pregunta Douglas—. Creo que sí que los hemos fregado. —Si a eso lo llamáis fregar... —dice Lydia—. Estaban gra­ sicntos y llenos de jabón. —Lo siento, Lydia —dice Julie—. Teníamos tanta prisa... —Lo que ocurre es que si quiero que algo se haga bien tengo que hacerlo yo misma. Y ya estoy harta, estoy más que harta. Coge un paquete de chicles sin azúcar, desenvuelve una tira y empieza a masticar. —Pero esto es ridículo, ma —dice Ellen—. Los platos no son importantes, son una nimiedad. —Ésa es la actitud que me pone mala —dice Lydia—. Son una nimiedad para gente como vosotros, y por eso la gente como yo se ha de encargar de ellos. —*Yo no soy gente, soy tu hija Ellen, por si lo habías olvi­ dado. Lo siento, tengo que ir a cambiarme. Ellen sale hecha una furia de la cocina y se da un encon­ 82

tronazo con Alex que aparece con el rostro y las ropas cubier­ tos de lodo y arena. —¿Por qué tanta prisa? —dice Alex. —Pregúntaselo a ella —contesta Ellen, y se mete en su ha­ bitación dando un portazo. Lydia se frota los ojos. —¿Qué ha pasado? —pregunta Alex. —Nada, nada —dice Lydia dando a esas dos palabras la entonación de un cansado sonsonete—. Lo de siempre. ¿Has podido arreglar esa tubería? —No, pero casi. Necesito ayuda, y pensé que Doug y Mark podrían meterse ahí debajo conmigo. Se ha pasado el día entero tratando de reparar una tube­ ría defectuosa que durante veinticinco años ha sido la causan­ te de que el grifo del baño goteara dejando un rastro azulado de orín junto a la espita. Cuanto más enfadada está Lydia, más se dedica Alex a tra­ bajos de reparación, a arreglar los antiguos anacronismos de la casa que durante años ha creído conveniente pasar por alto. Eso le da una excusa para pasar en soledad la mayor parte de los días, lejos de Lydia. —¿Qué? ¿Podéis ayudarme? —pregunta Alex. —Bueno —contesta Mark—, supongo que sí. ¿Cuándo? —Pensaba hacerlo ahora mismo, porque, dentro de apro­ ximadamente una hora, tenemos que salir a recoger las lan­ gostas. Henry dijo que podíamos acompañarle en la barca, y quiero dejar este trabajo terminado. —Muy bien —dice Douglas—, yo estoy dispuesto. Mark tiene un momento de vacilación. —Sí —dice—, os ayudaré, pero dejad primero que me cambie. Sale de la cocina y se dirige a su habitación. Tiene el dor­ mitorio más pequeño de la casa, con una cama de medidas reducidas, la que tenía de niño, pues a pesar de que Mark es 83

el miembro más alto de la familia debido a sus siete centíme­ tros y medio adicionales, sigue siendo el benjamín. La cama le resultaba muy cómoda cuando tenía cinco años, pero aho­ ra la mayoría de los muelles están rotos y los pies de Mark so­ bresalen unos buenos diez centímetros por encima del bor­ de. Después de quitarse el traje de baño, Mark se seca con una toalla y mientras se viste se mira de refilón en el espejo. Ve reflejado su rostro, el mismo rostro de siempre. Al salir de su habitación se encamina hacia el vestíbulo, donde Alex y Douglas lo están esperando. —Vamos —les dice—. Ya estoy listo.

Como es natural, las cosas no fueron así desde el principio. El día en que llegaron al chalet Lydia parecía exuberante. —Respira este aire —le dijo a Mark—. No hay otro lugar en el mundo donde el aire huela de esta manera. Cenaron espaguetis con almejas..., fue una cena copiosa y decadente durante la que todos se emborracharon un poco. Mark incluso se cayó al suelo de un ataque de risa tan fuerte que casi se encontró mal. Se fueron a dormir a las tres y dur­ mieron profundamente hasta bien entrada la mañana. Pero para cuando Mark se despertó, Lydia estaba irritada y Alex había desaparecido para irse a pescar por su cuenta. Por la tarde, Ellen y Julie hicieron un pastel y Lydia se enfureció con ellas por­ que no lavaron inmediatamente los cacharros. Douglas y Julie se mostraron a la altura de las circunstancias y se pusieron de inmediato a fregar, deseosos de apaciguarla. Douglas ponía aún más empeño que sus padres en hacer que las vacaciones man­ tuvieran una apariencia de normalidad, en parte de cara a Ju­ lie, pero también porque él mismo valoraba, en un grado to­ davía mayor que su madre, esas dos semanas pasadas en el chalet. Ellen le reprochó a su hermano que satisficiera de tan buen grado los caprichos de su madre. 84

—Aún se pondrá de peor humor si le quitas su único de­ sahogo —le dijo—. Deja los platos sucios tal como están, por­ que si esta casa estuviera limpia, créeme, todavía nos haría la vida más imposible. —Quiero que todo vaya bien —dijo Douglas. Explicó que si le seguía la corriente a su madre era porque le daba pena, pero Mark sabía que era porque la cosa que Douglas más te­ mía en el mundo era ver a su madre perder el control. Recuerda que cuando Douglas y él eran unos niños, una tarde fueron al parque con Lydia y a ésta le alcanzó en la frente una pelota de softball; Lydia cayó de rodillas y rompió a llorar haciendo que Douglas retrocediese aterrado y se negara a acercarse a ella. Ahora Douglas parecía decidido a que su madre no le vol­ viera a hacer aquello aunque para ello Lydia tuviera que sufrir en silencio. Cuando Mark sale del sotanillo que existe bajo el suelo del chalet, su madre continúa en la cocina, apoyada en el mos­ trador. No es que esté tomando café o leyendo una receta, sino que sigue reclinada allí sin hacer nada. —Papá y Doug me han dicho que lo deje y me meta en casa —dice Mark—. En lugar de una ayuda soy una molestia. —¿Ah, sí? —dice Lydia. —Sí —repite Mark sentándose a la mesa—. Soy muy tor­ pe para la mecánica. Todo lo más, puedo aguantar los instru­ mentos y dárselos a los demás, pero papá y Doug se han dado cuenta de que lo hacía con desgana. —Nunca te han gustado estas cosas —dice Lydia. Durante unos momentos Mark continúa sentado en si­ lencio. —Esta vez papá lo está reparando todo, ¿verdad? —dice—. Para el verano próximo esta casa estará perfecta. —No volveremos aquí el verano próximo —dice Lydia—, lo sé, aunque resulta difícil imaginarse que estamos aquí por última vez. 85

—Siento que estés pasando una época tan poco feliz —dice Mark. —Bueno, la culpa es mía y de nadie más —dice Lydia con una sonrisa—. Verás, cuando tu padre me anunció que quería el divorcio, me dijo que las cosas podían ser difíciles, o bien muy difíciles, que todo dependía de mí. Creí escoger la pri­ mera de las dos fórmulas. Luego pensé: «Si le sigo la corriente y no armo jaleo, por lo menos jugará limpio conmigo». —Mami —dice Mark—, no seas tan dura contigo misma. ¿Qué esperabas? —Esperaba que todo el mundo se comportaría como gente adulta —dice ella—. Esperaba que todos jugarían limpio. Se vuelve hacia la ventana y mira hacia afuera con mal hu­ mor. La mesa está cubierta de envoltorios de chicle. —¿Puedo hacer algo para ayudarte? —pregunta Mark. Lydia se echa a reír. —A tu padre le gustaría oírte decir eso —dice—. Desde el principio me dijo: «Dejaré que me odien, haré que los chi­ cos se vuelvan contra mí». Parecía completamente dispuesto al sacrificio. Pero no, no puedes ayudarme porque todavía me queda algo de orgullo. Se oyen unos portazos en la entrada y la casa se llena del rumor de voces masculinas. Alex y Douglas entran en la coci­ na con las ropas aún más sucias de fango y una expresión triun­ fante en la mirada. —Creo que hemos arreglado la tubería —dice Alex—. Ahora tenemos que lavarnos, poique hace ya diez minutos que debíamos haber ido con Henry a recoger las langostas. Douglas y él se lavan la cara y las manos en el fregadero de la cocina. Desde su habitación, Julie les grita: —¿Habéis arreglado la tubería? ¡Estupendo! —Sí —contesta Douglas—, hemos reparado el maldito es­ cape que durante siglos ha sido el azote de esta casa. 86

—Vámonos, Doug —dice Alex—. ¿Querrá Julie venir a pes­ car langostas? —¿Langostas? —dice Julie, que ha entrado en la cocina mostrando una sonrisa alegre y llena de ilusión. Sin embargo, después de mirar a Lydia, prosigue—: No, es mejor que vayáis sólo los hombres. Las mujeres nos quedaremos aquí a guar­ dar el fuego del hogar. Lydia se la queda mirando y levanta las cejas. —Muy bien, entonces vámonos —dice Alex—. Mark, ¿es­ tás listo? Clava la vista en Lydia con expresión interrogante, pero ella ha cogido ya el estropajo de aluminio y el bote de polvos desincrustantes para atacar la mancha de la bañera. —Sí, estoy listo —dice Mark.

Al principio, cuando era pequeño, Mark se imaginaba que los langosteros eran verdaderos hombres-langosta, con enor­ mes pinzas y garras. Más tarde, al alcanzar la pubertad, des­ cubrió que todos sus primeros impulsos sexuales se centra­ ban en ellos, en esos hombres y chicos de rostros colora­ dos y estómagos comprimidos en sucias camisetas. Aquí, en un bote de remos varado, Mark hizo el amor por primera vez con un chico del lugar que se le había insinuado en el lavabo de lo que entonces constituía la única pizzería del pueblo. —Me he dado cuenta de que me mirabas —dijo el mu­ chacho, que se llamaba Erroll. A Mark le habían entrado ga­ nas de salir corriendo pero en lugar de eso quedó citado con Erroll aquella misma noche Mientras tanto, en el comedor de la pizzería, su familia estaba discutiendo si iban o no a pedir anchoas. Aún hoy en día, cuando come con ellos en una piz­ zería, Mark siente que le invade una oleada de náusea al re­ cordar el cálido aliento de Erroll en su cogote y el olor a pes­ 87

cado que durante días pareció quedar adherido a sus ropas y a su cuerpo. Alex ha hecho amistad con los pescadores de langostas, uno de los cuales es primo de su casero. Casi todos los años, Alex, Douglas y Mark suelen salir a navegar en una barquita con Henry Traylor y su hijo, que también se llama Henry Traylor. Alex, Douglas y Mark juegan entonces a ser pescadores de langostas, sacan las nansas y agarran aquellos bichos que se debaten mediante el recurso de inmovilizarles las mandí­ bulas. Las langostas sólo se vuelven de color rosa cuando se hierven; mientras están vivas presentan a veces un color azu­ lado que a Mark le recuerda la mancha de la bañera. Esas ex­ pediciones nunca le han gustado demasiado, en parte porque le repele la exagerada actitud de machismo que su padre y su hermano adoptan durante ellas. Cuando los mira no ve más que hombres rechonchos de piel blanquecina, unos hombres por los que ningún otro hombre podría sentir deseo. Sin em­ bargo, algunas mujeres los aman, y con verdadera pasión. Hoy Henry Traylor, al igual que su hijo, tiene un año más que la última vez que estuvieron todos juntos. —La semana pasada acabé en el instituto —le dice el jo­ ven a Alex. —Te felicito —dice Alex—. ¿Y qué harás después? —Supongo que pensaré en casarme —dice Henry Traylor—, en trabajar y tener hijos. Es un muchacho de cara redonda y rojas mejillas cuyos cortos cabellos, de un rubio brillante, forman una pelusa se­ mejante a la pelambre de un ratón. Mientras habla va mane­ jando sin esfuerzo el timón del bote, que se adentra en la ba­ hía en dirección a las boyas marcadas, indicadoras de las nansas. Ya en alta mar, Alex se muestra mucho más relajado. —Tú madre no parece nada feliz —le dice a Mark—. Yo trato de hablar con ella, de ayudarla pero es inútil. Quién sabe, tal vez Julie y Ellen puedan hacer algo. 88

Rodea los hombros de Mark con el brazo en un simple ademán paternal que podría significar: «Este amor es sencillo, el amor de los varones es sencillo. Dejemos a las mujeres en la cocina, rodeadas del vapor de las cazuelas, de la niebla que forman sus celos e impulsos. Nosotros saldremos de caza». Henry Traylor ha logrado izar la vieja trampa para langos­ tas. Los crustáceos asoman sus pinzas y patas por entre los listones de madera incrustados de percebes, moviéndose de cuando en cuando. Henry Traylor le da instrucciones a Douglas. —No tiene más que agarrarla de este modo, luego coge la tira de goma y la ata con ella dejándola bien sujeta. Es muy fácil. —Muy bien —dice Douglas—. Allá voy. Se inclina hacia atrás y manteniéndose a distancia alarga la mano sobre la trampa, sacando de ella una langosta que se agita. —¡Oh, Dios mío! —exclama, y está a punto de dejarla caer. —¡No haga eso! —vocifera Henry Traylor—. Ya la tiene, ahora sólo le falta coger la tira de goma y dejarla bien amarra­ da. Hágale cerrar la boca como si fuera una mujer que le está incordiando. Así, muy bien. ¿Ve como no es tan difícil? —Si tratas de hacerle esto a tu mujer —dice Henry Tray­ lor padre—, te dejará fuera de combate mucho más rápido que esa langosta. Los tres hombres Dempson sueltan una risa de puro cum­ plido. Douglas se queda mirando su obra de arte, una sola lan­ gosta atada e inmovilizada. —Lo he hecho yo —dice con una sonrisa. Mark se pregunta si al joven Henry Traylor se le habrá ocu­ rrido alguna vez hacer el amor con otros chicos, y le entran ganas, olvidando la cortesía, de hacerle proposiciones y de po­ seerle debajo de aquella otra barca. —Me he dado cuenta de que me mirabas —le diría. Se 89

imagina la escena: pequeños remolinos de semen coagulán­ dose en los charcos, tan blancos como los torbellinos de es­ puma que se están formando ahora en las crestas de las olas sobre las que flotan indefensos cinco hombres dedicados a luchar con las langostas. Regresan a la playa. Los Traylor les han propuesto a Alex y Douglas que suban con ellos hasta lo alto de la colina para admirar el nuevo pozo que han excavado, de modo que Mark vuelve a casa llevando la bolsa con las langostas. Pero cuando llega ante la puerta de rejilla metálica que protege la entrada de la cocina, se para en seco; Ellen, Lydia y Julie están senta­ das alrededor de la mesa hablando en voz baja, y Mark da un paso atrás para no interrumpirlas. —No estaría nada mal —está diciendo Ellen—, de veras. Hoy día no resulta en absoluto escandaloso. Cuando yo lo hice conocí a muchos tipos estupendos. —¿Y qué podría decir? —pregunta Lydia. —Algo sencillo y directo, como «Divorciada atractiva, cin­ cuenta y tantos años, busca .... lo que sea: «hombre maduro, apuesto, para relación amistosa*... ¡qué sé yo! Pon lo que quieras. —Nunca sería capaz de escribir eso —dice Lydia con vehemencia—. Además, no sería justo, se llevarían una desilu­ sión cuando me vieran. ^—¡Ni hablar! —dice Julie—. Eres muy atractiva. —Soy una mujer mayor —dice Lydia—, lo sé y no hace falta que me deis coba. —Mamá, pareces mucho más joven de lo que eres —dice Ellen—. Y eres muy guapa. Mark llama a la puerta y entra llevando las langostas bien a la vista. —Aquí estoy —dice— de vuelta con el botín. Lo siento, os he estado escuchando, pero estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho Ellen. 90

—Oh, da igual, Mark —dice Lydia—. De todos modos a Alex no le iba a importar si se enterase. —Mamá, ¿quieres hacer el favor de dejar esta actitud? —dice Ellen—. Déjala de una vez. Por lo que más quieras, no te preocupes más por él, que no se lo merece. —No hables así de tu padre —dice Lydia—. Puedes de­ cirme todo lo que creas que necesito saber, pero no debes ha­ blar de ese modo de tu padre. Sigue siendo tu padre, aunque ya no sea mi marido. —¡Dios Santo! —dice Ellen. —¿Qué has dicho? —Nada —contesta Ellen en voz más alta. Lydia le lanza una larga mirada y después se dirige al hor­ nillo en el que el agua para las langostas está ya hirviendo. —¿Cuántas habéis cogido, Mark? —Seis. Papá y Douglas han ido a ver el pozo de los Traylor. Volverán de un momento a otro. —Bueno —dice Lydia—, echemos estos bichos en el agua. Cuando levanta la tapadera de la enorme olla se eleva una nube de vapor que le empaña las gafas que utiliza para leer.

La cena transcurre apaciblemente. Alex se siente inclinado a hacer preguntas, y sus hijos le contestan obedientes. Douglas y Julie hablan de los extraños hábitos de los tiburones con res­ pecto al sueño, Ellen habla de su empresa y Mark acerca de una obra teatral que ha visto hace poco en el Off Broadway. Lydia está sentada a la cabecera de la mesa y se limita a hacer un comentario o una pregunta esporádicos..., lo justo para que los demás no se asusten o se pasen la cena mirándola. Mark se da cuenta de que los ojos de su madre se vuelven sin cesar hafcia Alex. Al terminar la cena, Julie y Lydia llevan los platos a la co­ cina y Douglas pregunta: 91

—¿Qué, iremos esta noche a tomar helado o no? Desde el primer día no han dejado nunca de ir a tomar un helado después de cenar, sobre todo debido al empeño que ponen en ello Douglas y Julie. A ellos les encantan los hela­ dos, si bien lo que les gusta de veras es toda clase de ritual. Ellen, que les hizo una visita en Hawai, le ha contado a Mark que cada mañana desayunan en la cama y le dan a su gato un poquito de té. —Están chalados —dijo Ellen, y le describió a Mark de qué modo Douglas sujetaba el gato mientras Julie sostenía el platito de té para que el animal lo lamiera. Mark ha observado que, a lo largo de los cinco años que llevan juntos, Douglas y Julie se han ido ensimismando progresivamente el uno con el otro hasta el punto de olvidar todo lo demás; seguramente será debido al hecho de haber pasado casi todo ese tiempo en lugares remotos donde se hallaban verdaderamente aisla­ dos. Incluso comparten un lenguaje secreto compuesto de pa­ labras en clave y eufemismos. Una noche en que Julie le pidió a Douglas que le diera una «azotaina», Mark rompió a reír y le explicaron que «azotaina» era el término con el que desig­ naban un masaje en la espalda. Esta noche Ellen está más que nunca dispuesta a colabo­ rar. Por lo general se opone a estas expediciones en pos del helado, pero ahora dice: —Oh, ¡qué buena idea! Vamos allá. Mark se pregunta de qué habrían estado hablando ella y Julie para que la conversación desembocara en el tema que él ha oído sin querer, pero por fin decide que prefiere no saberlo. —Vamos ya, vámonos —dice Douglas—. Mami, ¿vienes tú también? Pero Lydia tiene la cara oculta por el vapor que sube del fregadero lleno de platos, que se ha empeñado en lavar ella misma. 92

—No —responde—. Ya podéis ir saliendo. Douglas se bate en retirada ante el pesar que expresa la voz de su madre..., un pesar que en cualquier momento po­ dría convertirse en irritación si él siguiera insistiendo, de modo que opta prudentemente por no hacerlo y le pregunta a Alex: —Y tú, papá, ¿no vienes? —No —dice Alex—, estoy hecho polvo, pero traedme unas chocolatinas. —¿Me das dinero? —dice Douglas. Alex le tiende un billete de veinte dólares y los chicos se meten en el coche y se encaminan a la heladería del pueblo. Toman asiento en un compartimiento de color rosa con ban­ cos de alto respaldo tapizados de piel que a Mark le hacen pen­ sar en flamencos rosas en medio del césped de un jardín, y una camarera vestida con uniforme de color rosa viene a traer­ les la carta. Es una chica del pueblo que tiene los dientes ca­ riados, y Mark piensa si será la joven con la que Henry Traylor piensa casarse más adelante. No le sorprendería, pues tiene un aire muy lozano que él mismo ha podido advertir, y que sin duda Henry Traylor encontrará sumamente atractivo. Douglas está mirando a la camarera, y Julie observa a Douglas mien­ tras éste observa a la camarera. Sin embargo, Julie no parece celosa, más bien parece fascinada. Ellen sí que parece celosa. Piden diferentes copas de helado con frutas y nueces, y los consumen con una especie de esforzada concentración. Mark comparte con Ellen un helado de arándano, pero antes de terminarlo advierte que hace ya cuatro días que ha dejado de disfrutar tanto del helado como del ritual. También Julie tiene aspecto de estar cansada, cansada de mostrarse alegre y de lanzar exclamaciones admirativas ante los grifos arregla­ dos. Y Mark prevé que llegará un momento en que su herma­ no y Julie seguirán dándole té al gato por la única razón de que siempre lo han estado haciendo, sin hallar placer alguno. 93

Recuerda cierto fin de semana en que Julie y Douglas fueron a visitarle a Nueva York. Llegaron en tren desde Boston, don­ de estaban estudiando, y al día siguiente por la tarde tenían que tomar un avión hacia California. Douglas se había pasado todo el día que duró el viaje en tren pensando con ilusión en cenar en un restaurante indio del que había leído comenta­ rios elogiosos, pero como el tren llegó con varias horas de re­ traso, cuando él y Julie lograron reunir su equipaje el restau­ rante ya estaba cerrado. A Douglas le entró una rabia tan grande que, como a un niño, las lágrimas le asomaron a los ojos. —Me he pasado todo el día en el tren soñando con este restaurante —comentó en el metro que les devolvía al aparta­ mento de Mark. Julie entonces lo abrazó y le dio un beso en la frente, pero Douglas la apartó. A Mark le entraron ganas de sacudirla y de preguntarle por qué se dedicaba a mimar a Douglas de ese modo, aunque sabía que Douglas por su parte la mimaba a ella de igual manera. Eso era lo que constituía el fundamento de su amor: un consentimiento mutuo tan excesivo que Mark no podría vivir con ellos unos días sin temer por su razón. No era que rechazaran su compañía, sino que les daba igual que estuviera o no estuviera. Por lo que a ellos respectaba, era como si él no existiera. ¿Y era ésa la esencia de la pareja, el venerado estado del matrimonio? Para Mark, las maniobras amorosas del mundo heterosexual son dignas del mismo asom­ bro y desconfianza que percibe en la voz de su hermana cuan­ do ésta dice: —¿Pero cómo puedes irte a la cama con una persona que apenas conoces? A él le gustaría contraatacar diciendo: «Pues yo nunca po­ dría jurarle fidelidad eterna a una sola persona», pero eso no es verdad. Lo que es verdad es que le aterra la clase de perso­ na en que podría convertirse una vez hubiera pronunciado se­ mejante juramento. 94

Ellen deja caer sobre la mesa rosa su cucharilla mancha­ da de arándano y dice: —Bueno, ¿cuándo va a tener lugar la conferencia en la cumbre? Todos se la quedan mirando y Julie pregunta: —¿A qué te refieres? —A que creo que deberíamos hablar de lo que les está ocurriendo a papá y mamá. Opino que tendríamos que dejar de hacer como que todo es normal cuando no lo es. —Yo no lo hago —dice Douglas. —Ni yo tampoco —añade Julie—. Los dos nos damos cuenta de lo que pasa. Mark está mirando la copa de Ellen en la que el helado de arándano se va deshaciendo. —¿Qué te ha dicho mamá? —le pregunta a su hermana. —Todo y nada. Cuando está enfadada la oigo reñir, y cuan­ do quiere llorar lo hace en mi cuarto. Un día está contenta y al día siguiente es profundamente desdichada. No sé por qué ha decidido convertirme en su confidente, pero lo ha hecho. —Ellen aparta el plato del helado—, ¿Por qué no nos enfren­ tamos al hecho de que estas vacaciones son un fracaso? Papá no tiene ningunas ganas de estar aquí, y creo que mamá está empezando a pensar que ella tampoco debería estar aquí. En cuanto a mí, me pasa lo mismo. —Mamá cree en la tradición —dice Douglas a media voz repitiendo una frase que le han oído decir a su madre cientos de veces. —La tradición puede convertirse en mera repetición —dice Ellen—, cuando te aferras a algo sólo porque tienes mie­ do de que se termine. —Sacude la cabeza—. Pues yo estoy dis­ puesta a dejar que se acabe. —¿Que se acabe qué? —pregunta Douglas—, ¿La familia? Ellen guarda silencio. —No creo que tengas razón —dice Douglas—. Sí, es cier­ 95

to que la situación es difícil, han pasado muchas cosas. Pero eso no quiere decir que tengamos que abandonar, debemos esforzarnos. El que las cosas sean distintas no significa por fuer­ za que sean malas. Por mi parte, estoy decidido a procurar que estas vacaciones transcurran lo mejor posible; por mi propio bien, pero también por el de mamá. Porque exceptuando esto... porque sin esto... —Mamá ya no tiene nada —dice Ellen. Douglas la mira fijamente. —Puedes enfrentarte a la realidad —dice Ellen—, porque ella ya lo ha hecho. Me lo ha dado a entender. Con Cape Cod o sin Cape Cod, toda su vida quedó deshecha cuando papá la abandonó, y estas vacaciones le importan un pito. Pero no es el fin del mundo, mamá podría empezar una nueva vida por su cuenta. Mark, ¿recuerdas el primer año que Douglas no vino a casa por Navidad? Estoy segura de que no te imaginaste, Dou­ glas, lo mucho que eso nos afectó a todos. Incluso yo dije que Navidad ya no sería Navidad sin tener a toda la familia reunida, y que por lo tanto no valía la pena preocuparse de celebrar nada. Pero llegó la Navidad y la celebramos sin ti. Claro que no fue lo mismo, pero no dejó de ser Navidad. Lo superamos y tal vez sen­ timos un ligero alivio al comprender que no dependíamos tanto de tu presencia como habíamos pensado, al ver que podíamos prescindir de algunos viejos ritos y de parte de aquella nostal­ gia. Fue como un ensayo general precursor de todas las pérdi­ das que en el fondo todos sabíamos que algún día tendríamos que aceptar... tal vez un adelanto de lo que nos ocurre ahora. Douglas ha pasado el brazo por detrás de la espalda de Julie y sus dedos le aprietan el hombro. —Nunca me lo dijisteis —dice—, y pensé que nadie se iba a preocupar. Ellen se echa a reír y dice: —Ése nunca ha sido el problema de esta familia. El pro­ blema de esta familia es que todos nos preocupamos. 96

Hacia las once regresan al chalet y ven que las luces siguen encendidas. —Qué extraño que mamá esté todavía levantada —le co­ menta Ellen a Mark mientras se apean del coche. —No es tan extraño —dice Mark—, probablemente se es­ tará tomando un bocadillo. —La gravilla del camino cruje bajo sus pies cuando avanza hacia la puerta de rejilla que da a la cocina—. Hola, mami —dice Mark al entrar, pero se detiene de golpe y lo mismo hacen los tres que le siguen. —¿Qué ocurre? —pregunta Mark. Alex está de pie junto a la tabla de planchar. Lleva puesto el abrigo y tiene la cara roja e hinchada. Su mirada no se apar­ ta de Lydia que, envuelta en su albornoz rosa, está sentada a la mesa y solloza con la cabeza apoyada en los antebrazos. Ante ella tiene un plato con medio pomelo y una cucharilla con los bordes dentados. —¿Qué ha pasado? —pregunta Ellen. —No es nada, niños —dice Alex—. Vuestra madre y yo sólo estábamos discutiendo. —Cállate —dice Lydia levantando un poco la cabeza. Tie­ ne los ojos rojos e inflamados de tanto llorar—s ¿Por qué no se lo explicas, ya que de pronto valoras tanto la honestidad? La amiga de vuestro padre ha venido aquí, está en un motel del pueblo. Lo habían planeado así desde el principio, pero vuestro padre no ha creído conveniente decirnos nada a nin­ guno de nosotros. Sólo que la he visto esta mañana por casua­ lidad cuando iba a comprar al colmado. —Oh, Dios —dice Mark apoyándose contra la pared de la cocina. Enfrente de él, su padre también se echa hacia atrás. —Bueno, no nos pongamos histéricos —dice Ellen—. Hablémoslo con calma. Papá, ¿es eso verdad? —Sí —dice Alex—. Perdonad que no os lo haya dicho a ninguno pero es que temía vuestra reacción. Marian sólo ha venido a pasar el fin de semana y se irá el lunes. Pensé que 97

podría verla durante el día sin que nadie se enterase. Pero ahora que lo habéis descubierto, veo que otra mentira más ha sido una equivocación. Bueno, de todos modos, tampoco pido tan­ to. Sólo pido poder pasar un rato con Marian en el pueblo. Estaré en casa para las comidas, y el resto del día, todo para la familia. No hace falta que ninguno de vosotros la veáis. —¿Crees que eso es portarse bien con Marian? —pregunta Ellen. —Ha sido idea suya. —Ya veo. —Portarse bien con Marian, portarse bien con Marian —rezonga Lydia—. Todo ha consistido en portarse bien con Marian, estas dos semanas que al parecer tenías que portarte bien conmigo. Coge un kleenex y se frota la nariz y los ojos. Mark aprie­ ta con los dedos las molduras de la pared, mientras que Julie se abrocha y desabrocha un botón del suéter. —Mira, Lydia —dice Alex—. Aquí hay algo que no está claro. Cuando accedí a venir estas dos semanas, fue como un buen amigo tuyo y como padre, nada más. —¡Entonces, vete! —le grita Lydia, que se ha levantado y colocado frente a él—. Has llegado a rebajarme más de lo que nunca pensé que lo harías. No te quedes ahí vanagloriándote de ello. Sólo quiero que te marches. Temblando con todo su cuerpo, Lydia se acerca al table­ ro, coge una taza de café y da un sorbo. El oscuro líquido sal­ pica por encima del borde de la taza y cae en gotas calientes al suelo. —Creo que tenemos que hablar acerca de todo esto —di­ ce Ellen—. Podemos solucionar este asunto si ponemos todo nuestro empeño. —No vale la pena —dice Douglas sentándose ante la mesa—. Ya no queda nada que decir. Baja la vista a la mesa y Julie le coge la mano. 98

—¿Qué significa que no queda nada que decir? Aquí todo está por decir. Lo único que no hemos hecho es hablar acerca de ello como una verdadera familia. —Oh, callaos ya los dos —dice Lydia dejando la taza—. No sabéis nada de esto. Todo el asunto es tan sencillo que has­ ta da vergüenza. —Se pone una mano en el pecho y hace una inspiración larga y temblorosa—. Aquí sólo hay una cosa que decir, y soy yo la que lo tiene que decir: se trata del hecho, muy simple, de que quiero a vuestro padre y que siempre le querré. Y de que él no me quiere ni nunca me querrá. Nadie le contesta. Lydia tiene razón, ninguno de ellos sabe nada de eso, ni siquiera Ellen. Sus hijos se han quedado sin habla, como los espectadores que observan a una mujer en­ caramada en un alféizar, en lo alto de un edificio; incapaces de ayudarla, sólo pueden mirarla y esperar su próximo movi­ miento. El siguiente movimiento de Lydia es volverse hacia Alex. —¿Me has oído? —le pregunta—. Te quiero. Puedes librar­ te de mí pero nunca podrás librarte de eso. Alex mantiene la vista fija en la ventana, por encima de la cabeza de Lydia, evitando mirarla por todos los medios. Tie­ ne una expresión muy simple y casi de dulzura; ha cerrado los labios, aunque no con fuerza, y ha entornado los ojos. En su fuero interno, él ya no está allí.



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EXTRATERRESTRES

ace un año no hubiera podido imaginarme que hoy es­ taría donde estoy: en la sala de recreo del hospital del estado, situada en la planta tercera. Junto con mi hija, estoy observando a diez hombres sentados en círculo en el centro de la habitación. Vistos desde esta distancia, parecen casi nor­ males con sus pantalones caqui, sus camisas de cuadros y sus calcetines blancos... Pero yo he aprendido a distinguir sus tics y sus desarreglos nerviosos. Estos hombres forman todos parte del taller de poesía y van leyendo sus composiciones. Ahora le toca el turno a mi marido, Alden. Tarda unos momentos en encontrar su bastón y en lograr levantarse de su asiento; una vez de pie, se mantiene en una postura torpe, todo encorva­ do. En la superficie de su ojo izquierdo se le ha formado una nube blanca que lo ha vuelto semejante a una canica de már­ mol. En el nacimiento del pelo, de un rubio descolorido, tie­ ne una cicatriz de color rosa pálido. La mujer que dirige el taller de poesía de un modo total­

H

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mente desinteresado se dispone a escucharle, mientras se va frotando la frente y acariciando unos pendientes que lleva en forma de elefante. Hace poco que Alden ha recuperado algo la voz, si bien ésta es una especie de rugido ronco. —Dios maldito —lee—, estoy cabreado porque no pue­ do andar ni tampoco hablar.

Estamos en primavera y mi hija menor, Nina, que tiene once años, ha llegado al convencimiento de que es una extrate­ rrestre. La señora Tompkins, su profesora, me hizo ir ayer por la mañana al colegio para decírmelo. —Nina se ha fabricado toda una historia —susurró qui­ tándose las gafas e inclinándose hacia mí por encima de su mesa, como si alguien pudiera estar escuchándonos desde lo alto—. En clase no presta la más mínima atención, se limita a estar ahí sentada y a dibujar. Diseña paisajes extraños, ma­ pas de estrellas e interiores de naves del espacio. Hace poco les pregunté a unos niños qué estaba pasando y me dijeron que, según ella, Nina está esperando que sus verdaderos pa­ dres vengan a llevársela. Dice que es una exploradora que im­ plantaron aquí pero que pronto vendrá una nave a rescatarla. Miré a mi alrededor; las paredes del aula estaban cubier­ tas de dibujos de coches y de conejos realizados con lápices de colores..., el mundo visto por los niños. En cambio, los di­ bujos de Nina muestran unos paisajes remotos y exquisitos, hechos con Magic Markers; no hay en ellos soles de color púr­ pura con ojos y boca ni siniestros autorretratos de ángulos abruptos. Durante el último año Nina ha estado padeciendo los efectos de una rápida y violenta pubertad: le han crecido unos pechos más grandes que los míos y le han salido me­ chones de vello en los sobacos, con lo cual las niñas peque­ ñas que fueron sus amigas le han vuelto la espalda. Ahora la 102

mayoría de las tardes se queda en un rincón del patio, con la frente brillante bajo el pelo peinado hacia atrás y sujeto con pasadores. La señora Tompkins me dice que últimamente du­ rante el recreo han dado en reunirse a su alrededor varias ni­ ñas que llevan gafas y que poseen un vocabulario sumamente extenso y no muy ortodoxo. Se sientan en el tronco vacío y medio roto que hay debajo del tobogán y escuchan hablar a Nina como si se tratara de un profeta. Seguramente verán en los ojos de mi hija, más bien pequeños pero engrandecidos por las gafas que siempre lleva, la expresión propia de una be­ lleza que está sufriendo el martirio. —Tal vez debería usted llevarla a un psiquiatra —me sugi­ rió la señora Tompkins, que es una buena profesora, mejor que la mayoría de sus colegas—. Esto podría convertirse en un problema grave —añadió. —Me lo pensaré —contesté, pero estaba mintiendo. En primer lugar, no dispongo del dinero necesario, y además ya sé lo que es la psiquiatría: quita parte de la personalidad. No podría soportar ver en qué quedaba reducida Nina una vez le hubieran extirpado esa fantasía. Hoy Nina está sentada en una esquina de la sala de re­ creo. A pesar de que se mantiene muy quieta sé que no pier­ de detalle. La mujer de los pendientes en forma de elefan­ te conversa con uno de los pacientes acerca de la poesía como tal. Más tarde, le digo a esa señora: —¿Sabe que encuentro sorprendente que un hombre como Alden sea capaz de escribir poemas? Su trabajo consis­ tía en programar ordenadores, y durante nuestra vida de casa­ dos jamás le vi leer un libro. —Sus composiciones tienen mucha fuerza —dice la profesora—, me recuerdan Los esclavos encadenados de Mi­ guel Ángel, poseen una gran crudeza que contribuye a elevar su nivel artístico. 103

Me tiende un manojo de fotocopias, unas muestras de la poesía que componen los del grupo, y añade: —Todos necesitamos un medio de expresión. Algo después me siento con Alden en el porche destina­ do a solarium y leo todos los poemas. Están llenos de pala­ brotas y comentarios obscenos, la clase de comentarios que mi hermano solía hacer cuando una chica del colegio le había puesto cachondo. Me entra vergüenza. Nina se ha instalado, hecha un ovillo, en una silla de ruedas que no se utiliza, y lee por enésima vez (quizá la número diecisiete) Las crónicas de Narnia. Deberíamos irnos a casa, pero le tengo miedo al co­ che nuevo porque no confío en sus frenos. Cuando lo com­ pré, me aseguré repetidamente de que los cinturones de segu­ ridad funcionaban bien. —¿Cena? —pregunta Alden. Me recuerdo a mí misma que cada palabra representa un gran esfuerzo para él y que hemos de tener paciencia. —En seguida —le digo. —Cena. Todo es... —le cuesta encontrar las palabras. Tie­ ne la frente enrojecida y con el único ojo útil mira fijamente hacia la pared opuesta—. Una mierda —dice, con la vista aún puesta en la pared y los ojos inexpresivos. Hace una nueva ins­ piración. No muy lejos suenan unos gritos, pero ya estamos acos­ tumbrados a eso.

Hoy hace exactamente un año fue un día normal. Llevé a mi hijo Charles al dentista, compré una pierna de cordero para congelar y unas servilletas de papel que estaban de oferta. A última hora de la tarde, cuando nos dirigíamos en coche a ce­ nar a un restaurante, Alden embistió una cerca con el vehícu­ lo, y éste saltó por encima de un terraplén. Recuerdo muy bien, lo recordaré siempre, con qué elegancia el cuerpo de Alden 104

atravesó el parabrisas haciendo que el vidrio explotara en mil trocitos brillantes. Poco antes, mientras discutíamos, Alden dijo que los cinturones de seguridad hacen más daño que bien, y para vengarme yo me abroché el mío a concien­ cia. Ésta es la razón por la que todavía estoy aquí para contarlo. En el accidente se me reventó el brazo y me rompí veinti­ dós huesos. Alden perdió la visión en un ojo, se quedó casi paralizado y perdió también la facultad de expresarse. Después de una semana en cuidados intensivos se lo llevaron al hospi­ tal donde está ahora y a mí me dejaron en el mío, donde pasé seis meses, tres semanas y cinco días. Durante ese tiempo, en la cama frente a la mía se fueron sucediendo ocho mujeres di­ ferentes. La primera fue una anciana diminuta que hablaba muy bajito y siempre tenía corrida la cortina que separaba nues­ tras camas. A veces hacían entrar subrepticiamente a unos ni­ ños que venían a visitarla, y éstos asomaban la cabeza por de­ trás de la barra de la cortina y me miraban hasta que una mano los apartaba de allí y una voz decía «¡Perdón!» con un fuerte susurro. Como me daban muchos calmantes, tenía la sensa­ ción de que todo lo que me rodeaba aparecía y desaparecía a cada momento. Cuando la anciana se marchó, otra ocupó su sitio. En el transcurso de aquellos meses tuvimos a una ma­ dre de familia tejana que seguía un tratamiento de quimiotera­ pia y que se pasaba los días poniéndose capas y más capas de maquillaje hasta que al caer la tarde, su rostro parecía estar cu­ bierto de cardenales. Mi hospital... ¿Qué puedo decir de un sitio del cual me convertí en adicta? Que lo odiaba pero que al mismo tiempo lo necesitaba. Cuando me dieron de alta me pasé varias sema­ nas suplicando que me volvieran a admitir. Durante la noche solía despertarme llorando con una sensación de desamparo, convencida de que el mundo se había terminado y que sólo quedaba yo como única superviviente. Entonces llamaba a la 105

sala en la que había pasado tanto tiempo, y las enfermeras me decían: —-Todo va a ir bien, querida. No tiene que volver aquí y además ya la hemos puesto de patitas en la calle. Yo quería que me trajeran tazas de Jell-O; quería estar allí donde la luz del corredor no se apagaba en toda la noche; que­ ría que me dijeran que no habían transcurrido seis meses sino que todo aquello había sido lo que a mí me parecía, es decir, un solo momento interminable. Para compensar, empecé a pasar todo el tiempo que me era posible en el hospital de Alden. La enfermera jefe me sugi­ rió que si pensaba estarme allí todo el día, sería mejor que hi­ ciese algo productivo. En la sexta planta, la de los retrasados mentales profundos e irrecuperables, estaban muy necesita­ dos de ayudantes voluntarios. Convinimos en que iría allí por las tardes. Yo me imaginé que me sentaría en un rincón a con­ tarles cuentos a graciosos crios de tres años y a ancianos de más de setenta. Pero la mujer de la que me ocupé con más asiduidad sufrió tres embarazos en el transcurso de un año. Su pareja era un joven pálido que babeaba constantemente y no podía mantener erguida la cabeza. Naturalmente, a la mu­ jer se le practicaron abortos. Nadie en la administración esta­ ba dispuesto a solicitar fondos para anticonceptivos porque eso habría equivalido a reconocer la necesidad de distribuir anticonceptivos. Resultaba imposible impedir que aquella pa­ reja fornicara: se escondían entre los arbustos del jardín y en el armario de las escobas. Se dedicaban a copular de un modo obsesivo y eran capaces de cualquier cosa con tal de estar jun­ tos. Cuando los encerrábamos en distintas habitaciones, gol­ peaban la puerta lanzando chillidos. El último embarazo fue el peor porque la mujer se empe­ ñó en que quería tener el niño y legalmente le asistía el dere­ cho a hacerlo. Nora, mi supervisora, una antigua enfermera siempre irritable, se oponía a ello afirmando que la mujer ni 106

siquiera comprendía lo que era un embarazo. Y desde luego, al llegar al tercer mes, aquella mujer empezó a gritar sin que nada pudiera calmarla. Decía que algo se movía en su interior, algo que temía que fuera a matarla. Su amante no nos fue de ninguna ayuda, pues la olvidó con la misma facilidad con que se había liado con ella y la sustituyó por una enana aquejada del síndrome de Down que había sido trasladada al hospital desde Sonoma. La mujer accedió a que se le practicara el aborto, pero como el embarazo estaba tan adelantado, la intervención re­ sultó dolorosa y complicada. —No sé adonde va a ir a parar el mundo —dijo Nora me­ neando la cabeza, y se absorbió de nuevo en su trabajo. Yo admiro a las mujeres que menean la cabeza y dicen: «No sé adónde va a ir a parar el mundo». Espero que gracias a ellas el mundo no acabe yendo a parar allá. Últimamente también yo he estado haciendo, a mi modo y manera, que el mundo siga girando en su órbita. Hoy mis­ mo, sin ir más lejos, acompaño a Alden hasta mi coche y le dejo instalarse en el asiento del conductor, cosa que le com­ place. El plástico caliente le quema los muslos, pero logro que se tranquilice. Yo me siento a su lado con el cinturón de segu­ ridad abrochado mientras él va girando despacio el volante. A través del parabrisas, Alden observa los demás coches del estacionamiento, imaginándose quizá que ante sus ojos se ex­ tiende un paisaje sin fin mientras conduce.

El tiempo destinado a las visitas toca a su fin. Me llevo a Alden del estacionamiento y le digo adiós con un beso. Ahora tiene comq'compañero de habitación a un joven llamado Joe, un veterano del Vietnam propenso a los accidentes de moto. De­ bido a los injertos de piel, el rostro de Joe muestra seis o siete colores diferentes —en su mayor parte tonos beige y gris 107

oscuro—, pero puede hablar y hace poco ha recuperado la capacidad de sonreír. .—Hola, señora guapa —me dice cuando entramos—. Da gusto ver por aquí a una señora guapa. Nina está leyendo sentada junto a la ventana. Observo que tiene una expresión adusta cuando nos despedimos de Alden y también mientras nos dirigimos al coche. Supongo que no debe extrañarme cierto mal humor... como reacción a todo lo que ha visto durante el año pasado. Vamos a recoger a Char­ les, que tiene dieciséis años y se pasa la mayor parte del tiem­ po en La Casa del Ordenador, un edificio rojo con forma de ciruela que sirve para recordarnos la idea que teníamos del futuro durante los años cincuenta. Charles es un prodigio de la informática, un genio reconocido, que en nuestra comuni­ dad tan imbuida de la electrónica no resulta nada extraordi­ nario. Ha hecho un pacto con el propietario de La Casa del Ordenador, pacto del cual no le gusta hablar y que se refiere a ese elemento mágico llamado software. Charles utiliza el ter­ minal de la tienda y a cambio le da al propietario parte de sus ganancias, que son cuantiosas. Cada día llegan a casa cheques a su nombre desde Puerto Rico, Texas o Nueva York, y él los ingresa en su cuenta particular. Dice que dentro de un año ha­ brá ahorrado lo suficiente para costearse él solito la universi­ dad, circunstancia que no puedo menos que apreciar. El otro día le pedí por favor que me explicara en palabras corrientes en qué consiste su actividad. Charles estaba senta­ do en la cocina en compañía de Stuart Beckman, un chico gor­ do que, con su tenue bozo en el labio superior, demuestra bien a las claras su negativa a afeitarse. Stuart es el amo del calabo­ zo en los complicados juegos de guerra medievales que los amigos de Charles practican todos los martes por la noche. Charles es Galadrian, un humilde elfo soldado que sólo cuen­ ta con los puntos mínimos de experiencia. —Verás —me dijo Charles—, digamos que es un paso en 108

el camino de la era dorada de los ordenadores, cuando ya no necesitaremos amos del calabozo ni nada de eso. Una máqui­ na se encargará de crear un mundo entero al cual podremos trasladarnos; viviremos dentro de la máquina durante un día, un año, o bien toda nuestra vida, y viviremos las aventuras que la máquina habrá creado para nosotros... Nos hallamos en la vanguardia de un invento importantísimo: la imaginación artificial. Y no hace falta que te diga que sus posibilidades son infinitas. —¿Tú has inventado todo eso? —pregunté sintiéndome súbitamente henchida del orgullo propio de la Diosa Madre. —Claro que el proyecto está todavía en embrión —dijo Charles—. Pero nos vamos acercando. Digamos que faltan cin­ cuenta años. ¿Quién sabe? Durante el viaje de vuelta a casa Charles está furioso. Es­ cudriña con rabia un grueso rollo de papel impreso de color verde que, al desenrollarse, vuela y se enreda en los cabellos de Nina. Pero ella ni se entera. Tiene la cara apretada contra la ventanilla de tal modo que se le han aplastado la boca y la nariz. Dudo si iniciar una conversación, pero cuando entramos en nuestro camino particular, también yo siento la necesidad de guardar silencio. Esta noche la casa se ve oscura y poco acogedora, como si recelara de nosotros. En cuanto cruzamos el umbral, Charles desaparece en su habitación y en su uni­ verso mental. Nina se queda sentada ante la mesa de la coci­ na, haciéndome compañía hasta que termina de leer su libro. Es el último de la serie de Narnia y cuando lo cierra su rostro tiene la expresión decepcionada de quien había puesto su es­ peranza en algo que no iría a acabarse nunca. El mes pasado se inscribió en el concurso «Lea cuanto pueda» de nuestra bi­ blioteca local, y algunos vecinos accedieron a entregar cierta cantidad a la UNICEF por cada libro que ella leyera, sin imagi­ narse que iba a leer cincuenta y nueve. 109

No me resulta agradable mirarla. Nina es taciturna y no es guapa. Mi madre decía que una cosa es ser fea y otra actuar como tal. Sin embargo, debe de ser difícil aceptar que tu pro­ pio cuerpo te traicione. Las células se dividen y las hormonas explotan; Nina no pudo ejercer ningún control sobre el ritmo y la rapidez de su propia evolución, y mucho menos sobre sus efectos. La primera vez que tuvo la menstruación, mi hija se echó a llorar no de espanto sino de preocupación, pues te­ mía haber contraído esa enfermedad que hace que los niños envejezcan prematuramente. Habíamos visto fotos de esas cria­ turas, niños que a los cuatro años estaban marchitos y cano­ sos, tenían la piel fláccida y arrugada y los dientes podridos. Le aseguré a Nina que no tenía esa enfermedad, que lo único que pasaba era que, como en todo lo demás, se estaba mos­ trando precoz. También le dije que, dentro de pocos años, a sus amigas les pasaría lo mismo. Ahora se ha puesto de pie en una postura desgarbada. Pa­ rece como si quisiera mantener las distancias incluso consigo misma. La fealdad es una verdadera traición: de pronto ya no hay nada en lo que ella pueda confiar y su cuerpo ya no for­ ma parte de sí misma, sino que se ha convertido en su propio enemigo. —Papá se ha alegrado de verte, Nina —le digo. —Qué bien. —¿Puedo hacer algo por ti? Continúa sin mirarme y me contesta: —No, nada.

A última hora de la tarde, mi madre me llama para contarme lo de su nuevo teléfono sin cable. —Puedo circular con él por toda la casa— me dice—. Aho­ ra mismo, por ejemplo, estoy en la cocina y me voy al cuarto de baño. 110

Mi madre cree en las cartas que se mandan por Navidad y en la fuerza del destino. Hoy me explica lo que le ha sucedi­ do al señor Garvey, un vecino que se había metido en política y a quien han arrestado hace poco. Nadie está al tanto de los detalles del escándalo, pero mi padre ha oído decir que los chicos implicados en él son muy jóvenes, menores que Charles. —Su mujer finje que no ha ocurrido nada, sigue cuidan­ do del jardín y todo eso —me dice—. Naturalmente, a ella no le decimos nada. ¿Qué podríamos decirle? Pero sabe que evi­ tamos mencionar el tema. Su casa sigue tan limpia como siem­ pre. Incluso le vi a él el otro día; llevaba un suéter de color negro igual que el de tu padre, y me dijo que por primera vez en su vida podía dedicarse a descansar un poco, jugando al golf y cuidando del jardín. Pero a decir verdad, ella tiene muy mala cara. Cuando yo tenía tu edad me habría maravillado de que una mujer pudiera sobreponerse a una cosa como ésta, pero ahora no me sorprende que siga adelante. No obstante, resulta escandaloso. Él siempre había parecido un hombre in­ tachable. —Probablemente ella ya lo sabía —le digo—. Lo habrán mantenido en secreto todos estos años. —No creo que los secretos sean una buena base para un matrimonio —dice mi madre—. Por lo menos, no en el caso de ella. Ni en el tuyo tampoco. Últimamente mi madre parece convencida de que Alden y yo compartimos un secreto terrible, pues le dije que la no­ che del accidente habíamos tenido una pelea pero no le dije por qué. Y no porque la verdad sea algo tan tremendo, ya que la causa de nuestra riña fue muy trivial, casi embarazosa de tan trivial; íbamos a cenar fuera y yo quería ir a un restaurante chino, mientras que Alden quería ir a un sitio italiano especia­ lizado en alimentos naturales del que le había hablado un com­ pañero de trabajo. Nuestra familia siempre ha discutido una 111

barbaridad cuando se trata de escoger un restaurante, y más de una vez nos ha ocurrido que, yendo ya los cuatro de cami­ no en el coche, Alden se detuviera al borde de la carretera y dijera: —No pienso conducir con este pandemónium. Por lo general, los debates acerca de dónde íbamos a co­ mer terminaban entre lágrimas y con una vuelta repentina a casa. Allí los niños corrían gritando a refugiarse en sus habita­ ciones, y acabábamos abriendo una lata de atún. Mamá está convencida de que tengo un amante. —Alden sigue siendo un hombre —me dice—, con las ne­ cesidades propias de un hombre. Llevamos tanto rato hablando que el auricular se me en­ gancha en la oreja. —Mamá —le digo—, por favor no te preocupes. Además, te aseguro que no estoy en absouto en forma para eso. Ella no se ríe sino que continúa: —Cuando veo a la señora Garvey la encuentro conmove­ dora. ¡Qué firmeza de carácter! Debería ser un ejemplo para ti. Pero antes de que cuelgues, te explicaré una cosa que he leído, si no te importa. A mi madre le encanta ilustrar a los demás, y me ha edu­ cado en la misma tradición. Ambas disfrutamos contando ar­ gumentos de películas y repitiendo estadísticas fiables que he­ mos oído en los informativos especiales de la televisión. —¿Qué has leído, mamá? —le pregunto. —Se trata de un hombre que ha estado estudiando el ho­ locausto de los judíos en la segunda guerra mundial —dice—, y ha dibujado un gráfico cuyos dos ejes son: «satisfacción/desespero» y «éxito/fracaso». Eso significa que hay cuatro gru­ pos de personas; las que logran satisfacción por su éxito, cosa que todos comprendemos; las que se desesperan aunque ha­ yan alcanzado el éxito, como mucha gente que conocemos; y las que están desesperadas porque son unas fracasadas. Y 112

finalmente hay un cuarto grupo: las que se sienten satisfechas con el fracaso, las que no necesitan tener esperanza para vivir. ¿Sabes quiénes son estas gentes? »Estas personas —dice— son las que han logrado so­ brevivir. Hay un largo silencio cargado de intención. —Creo que te interesará saber —continúa diciendo— que ahora estoy fuera de la casa, en el porche de detrás. Puedo alejarme hasta veinticinco metros de la casa y seguir hablando.

Estos últimos días me sorprendo a menudo pensando en una cosa terrible que hice cuando era pequeña, algo que ni mi ma­ dre ni yo hemos podido superar. Yo tenía entonces seis años, y una vez, cuando estábamos en el colegio, mi hermana ma­ yor, Mary Elise, me pidió que le dijera a mamá que se iba a casa de una amiga a jugar con unas muñecas Barbie que a esa niña le acababan de regalar. Aquel día yo estaba enfadada con mamá y me sentía celosa de Mary Elise. Cuando llegué a casa, mamá estaba dando de comer al gato, y sin saludarme siquie­ ra (también estaba enfadada conmigo por algo) me ordenó que sacara la basura. Me reconcomía de rabia contra ella y contra mi hermana, que yo tenía por su predilecta, y entonces se me ocurrió de pronto una idea terrible. —Mamá —dije—, tengo que decirte una cosa. Ella se volvió y fijó en mí la vista con una expresión de enorme inquietud. Comprendí que no tenía otro remedio que seguir adelante. —Mary Elise ha muerto —dije—. Se ha caído de las cuer­ das del gimnasio y se ha abierto la cabeza. Al principio se me quedó mirando con la boca abierta. Después, lo recuerdo con claridad, sus ojos se dispararon en dos direcciones distintas. Durante un breve instante tuve con­ ciencia de la fragilidad de todo lo existente... nuestra casa, mi 113

vida, el universo entero, y percibí con cuánta facilidad podía romperse aquel débil entramado. Mamá empezó a sacudirme. Emitía sonidos pero no po­ día hablar. Por mi parte, yo, nada más pronunciar aquellas pa­ labras, tan temidas, me había puesto a llorar, y no me salía la voz para decirle la verdad. Mamá seguía sacudiéndome. Final­ mente logré decir entre boqueadas. —Es mentira, es mentira. Mi madre dejó de zarandearme y me levantó en vilo. Ce­ rré los ojos y contuve la respiración pensando que me iba a arrojar al suelo. —Eres un monstruo —susurró—, una mal nacida —mur­ muró con los dientes apretados. Mi madre tenía la cara desen­ cajada y los ojos brillantes. Me apretó contra sí con fuerza y luego, poniéndome sobre sus rodillas, empezó a darme azotes. —¡Monstruo, monstruo! —gritaba entre sollozos—, ¡no vuelvas a asustarme de este modo, no vuelvas a asustarme de este modo! Para cuando Mary Elise volvió a casa, las dos nos había­ mos sosegado. Mamá me hizo jurar que jamás contaría lo que había pasado y nunca lo he contado. A partir de entonces ella y yo respetamos este acuerdo, o quizá debería decir este se­ creto. Nos ha unido de tal manera que ahora entre nosotras existe una relación muy estrecha, mucho más íntima de la que cualquiera de las dos pueda tener con Mary Elise, que se ha casado con un abogado y está viviendo en Hawai. La razón por la que no puedo olvidar este episodio es que por segunda vez he visto lo fácilmente que puede sobrevenir el apocalipsis. Ya había visto antes aquella mirada, la que tenía Alden en el instante anterior al accidente.

—Me han dicho que vienes de otro planeta —le suelto a Nina una vez terminada la cena. 114

Ella ni siquiera parpadea. —Sabía que lo descubrirías tarde o temprano —dice—, pero mamá, ¿verdad que comprendes que yo no quería ha­ certe daño? La sinceridad de Nina me sorprende porque esperaba que rompiera a llorar y me lo confesara todo. —Nina —digo tratando de adoptar un tono de autoridad materna—, dime lo que está pasando. Nina sonríe. —Durante el Cuarto Milenio —dice—, cuando nadie se lo esperaba, las fuerzas armadas de Brolian atacaron la ciudad de Landruz, en el planeta Abdur, originando un caos total. Los gusanos-estrella se escaparon del jardín zoológico, y pronto se hizo evidente que la población no sobreviviría a aquel ata­ que. Izmul, el padre de muchas generaciones, se precipitó ha­ cia su nave del espacio, que era la única que había en la ciu­ dad. La multitud se agolpaba a su alrededor tratando de subir a bordo para huir de la catástrofe y de los gusanos-estrella, pero sólo unos pocos cientos lo consiguieron. Otros se agarraron al exterior de la nave, más cuando ésta despegó sus motores barrieron a esa pobre gente dispersándola sobre la superficie del planeta. La nave salió de la atmósfera justo en el momento en que caía la bomba. Unas cien personas fueron lanzadas al espacio y los supervivientes pudieron llegar a un pequeño pla­ neta llamado Dandril y se asentaron allí. Éstos son mis orígenes. Nina habla como un oráculo, no como la criatura a quien he puesto en este mundo. —Nina —le digo—, yo soy tus orígenes. Pero sacude la cabeza. —Soy una exploradora. Decidieron que debía nacer aquí bajo una apariencia humana para observar vuestro planeta y recoger información que luego aplicaríamos a la reconstruc­ ción de nuestro mundo. Fui engendrada en tu vientre mien­ tras dormías, tú no puedes recordar la concepción. 115

—Ya lo creo, recuerdo exactamente qué noche fue. Papá y yo estábamos en San Luis Obispo, adonde habíamos ido para asistir a una convención. Nina se echa a reír. —Ocurrió mientras dormías, con un rayo invisible. No sentiste nada. ¿Qué puedo contestar a eso? Me echo atrás en la silla e intento atravesar a mi hija con la mirada. Pero ella ni me mira, tiene los ojos fijos en una mancha verde que resalta en la os­ curidad nocturna fuera de la ventana. —He estado recibiendo mensajes telepáticos —dice Nina—. Mis gentes vendrán por fin a buscarme, llegarán de un momento a otro para llevarme a donde pertenezco. Has sido buena para con mi envoltura terrestre, madre, y te doy las gra­ cias por ello. Pero debes comprender y renunciar a mí, por­ que mi pueblo está creando una nueva civilización en Dandril y debo ir a ayudarle. —Lo comprendo —le digo. Nina me mira con una chispa de burla. —Eso está bien, madre —dice—, está bien que lo hayas comprendido. Se me acerca y me da un beso en la mejilla. Tengo tenta­ ciones de agarrarla como se supone que una madre agarra a su hijo: por los hombros, por el pescuezo. Tengo tentaciones de hacer que se doblegue ante mi voluntad, de darle una zu­ rra o un abrazo apretado. Pero no hago nada. Entonces, con la expresión de quien acaba de ser informado de su próxima salvación, la envoltura humana que yo llamo Nina sale de la cocina por la puerta de rejilla y se sienta en el porche a esperar a sus orígenes.

Mi madre me telefonea de nuevo a la mañana siguiente. —Estoy en el jardín —me dice—, mirando los guisantes 116

de olor, y ahora me dirigiré al oeste, allí donde he plantado aquellas azaleas. Está redactando la carta que cada año suele mandar por Navidad contando las novedades de la familia, y quiere que le diga cosas sobre mi propia rama familiar. —Mamá —le digo—, estamos en marzo y aún faltan mu­ chos meses para Navidad. No se inmuta; últimamente esta ocupación de registrar acontecimientos ha adquirido una importancia tremenda en su vida. Cree que cada vez deben rescatarse más y más cosas del olvido. —Me pregunto qué escribirán los Garvey este año —di­ ce—. De hecho me pregunto qué se puede decir de una cosa así. ¡Oh, vaya!, ahí está precisamente el señor Garvey, hablan­ do con el chico de los periódicos. Sí, pensándolo bien, ya ve­ nía dando ciertas muestras de todo eso. Ahora le estoy salu­ dando, le hago señales con el brazo y él me contesta del mismo modo. ¿Recuerdas, verdad, cuánto se desvivió por el chico de los Shepard consiguiéndole becas y demás? ¿Y si los Garvey decidieran explicarlo todo en su carta? Sería muy embarazo­ so tener que leerla. Mientras charlamos observo a Nina que, sentada en el jar­ dín cuajado de gotas (estamos en primavera), está leyendo otra vez El león, la bruja y el armario. De cuando en cuando le­ vanta la vista al cielo, sólo para verificar, y luego vuelve a en­ frascarse en su libro. Parece estar en paz. —¿Qué puedo decir de tu familia este año? —pregunta mi madre. Ojalá supiera qué decirle. Desde luego, no hay nada que se pueda escribir a máquina en ese papel de color púrpura cu­ yos bordes están adornados con dibujitos de guirnaldas de ace­ bo. Y, no obstante, cuando las releo, esas viejas cartas tienen un poder terrible y repentino, cada una tan ignorante de las fiestas y las catástrofes que la del año siguiente va a consignar. 117

¿Dónde estaremos dentro de un año? ¿Qué habrá acontecido por entonces? Tal vez mamá ya no esté para tomar nota de esos hechos; quizá yo ya no esté para leer su descripción. —Puedes hablar de Charles —le digo—. Cuenta que está inventando una imaginación artificial. —Por lo menos estoy a veinticinco metros de la casa —dice mi madre—. ¿Me oyes todavía? Su voz va acompañada de cierto crepitar debido a las in­ terferencias, pero se oye. —Voy a seguir caminando —dice mi madre—, voy a se­ guir caminando hasta salir del radio de acción de este aparato.

Aquella noche en San Luis Obispo, Alden... ¿lo recuerdas? En­ tonces el pequeño Charles ya no nos necesitaba tanto y dor­ mía feliz en el cuartito contiguo al nuestro. Decidimos que aquella noche engendraríamos un hijo, y recuerdo que yo esta­ ba segura de que eso ocurriría. Tal vez fuese la brillante negrura que se adivinaba detrás de la ventana o la ligera llovizna o el ca­ lor. Quizá fuera esa clase de noche en la que las naves del espa­ cio aterrizan y los extraterrestres caminan por ahí, fascina­ dos por todas aquellas cosas a las que no damos la menor im­ portancia. Hay otros aniversarios que no son tan fáciles de conme­ morar, Éste, por ejemplo: hoy hace un año que casi nos mata­ mos. Si pudiera llegar hasta ti, Alden, hasta allí donde te es­ condes detrás de tus ojos, te haría una pregunta: ¿Por qué te saliste de la carretera? ¿Fue un capricho, una tentación repen­ tina de destruirnos a ambos sin ningún motivo? ¿O acaso es­ perabas que el coche se revelara portador de alas y moto­ res y despegara hacia la atmósfera para proyectarte (proyec­ tarnos a los dos) fuera del mundo en sólo unas décimas de segundo? Después de comer, te voy a visitar. Joe no se molesta en 118

saludar y tú, a pesar de que te beso en la frente, prefieres asi­ mismo no hablar. —¿Por qué estáis tan enfurruñados? —pregunto—. ¿Os han vuelto a dar huevos deshidratados para desayunar? Alargas la mano y sacas una llave del cajón que hay junto a tu cama, luego me la entregas. Te ayudo a levantarte, a po­ nerte la bata, y salimos al pasillo. No debemos hacer ruido. Una vez estoy segura de que ninguna enfermera nos está mi­ rando, nos metemos de prisa en el cuartito donde se guardan las sábanas y las batas del hospital. Cierro la puerta con llave y enciendo la luz. Extendemos unas sábanas en el suelo para formar una es­ pecie de cama. Nos desnudamos, y entonces, Alden, empiezo a hacerte el amor. Tú estás encima de mí, torpe y apresurado como un adolescente. Intento hacerte ir más despacio, adies­ trarte en las sutilezas del amor, lo mismo que una madre ense­ ña a su hijo a caminar. Después de todo, también tienes que volver a aprender este lenguaje. Tümbada allí, aprisionada bajo tu cuerpo, pienso que debo darle gracias a la gravedad, debo dar gracias porque ha pasa­ do un año y el planeta todavía no se ha desviado de su órbita vacilante. Por lo menos nos mantenemos el uno junto al otro, pegados al suelo. Me miras a los ojos e intentas hablar. Tus labios esbozan esa palabra desconocida, tu frente enrojece y se cubre de go­ tas de sudor. —¿Qué, Alden? —pregunto—. ¿Qué quieres decir? Pien­ sa un minuto. Tus labios se mueven sin objeto, y una gota salada, por propia iniciativa, emerge de tu ojo marmóreo y se desliza ser­ penteando por un surco de tu piel. Miro tu ojo destrozado. Es de un blanco lechoso y está cruzado por vetas azules y grises; no tiene pupila. Al igual que nuestra hija, Alden, este ojo no quiere saber nada de ninguno 119

de nosotros dos. Tengo ganas de decirte que tiene el aspecto del planeta Dandril, tal como me lo imagino de cuando en cuando... ese feo y pequeño planeta donde incluso ahora, mientras Nina espera en el jardín, sus gentes, las gentes de nues­ tra hija, están volviendo a la vida.

D A N N Y E S T Á DE P A S O

reg y Jeff, los primos de Danny, están jugando a catch. La pelota de béisbol se eleva trazando un arco sobre la verde extensión de césped que los separa, cae con un mue­ lle chasquido en la concavidad del guante que cada uno lleva puesto y emprende de nuevo su vuelo como movida por vo­ luntad propia. Los chicos parecen no tener más que alzar el guante para interceptar la trayectoria de la pelota. Danny está tumbado boca abajo sobre el trampolín de la piscina con los brazos y las piernas colgando a cada lado. Mien­ tras observa la pelota, cada pocos segundos alarga las manos para rozar con los dedos la superficie del agua. Está tratando de imaginar que el mundo entero se extiende ante él: el Paper Palace y el sitio donde antes vivía, luego los Amboys, Perth y South. Después Elizabeth. A continuación West New York. Por fin Nueva York, Long Island, Italia. Danny escucha el sua­ ve ruido que produce la pelota en el aire al ser absorbida por éste. Escucha las voces de sus primos. Luego se aferra al tram­

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polín y concentra toda su fuerza de voluntad en lograr que éste se eche a volar, imaginándose que lo llevará lejos de este jardín trasero. Pero los sonidos persisten y comprende que no va a ninguna parte. El enorme jardín está inundado de la luz glacial de New Jersey, una luz tan elegante que parece irradiada por la super­ ficie de una perla. Carol y Nick, la tía carnal y el tío de Danny, están sentados debajo de una sombrilla tomando a sorbitos su zumo de tomate. Cerca de ellos, pero aislada, se sienta Elaine, la madre de Danny, que, a pesar de tener la mirada perdida y los labios ligeramente entreabiertos como si su boca estu­ viera dormida, se da cuenta de todo. Sobre la mesa, entre los tres, hay un plato de queso. —Fuimos a un restaurante nuevo, Elaine —dice Carol mientras se unta las manos con crema Noxzema—, especiali­ zado en comida Thai y salsa de cacahuetes y... ¡oh, bueno, de­ jémoslo estar! —¡Lanza la pelota con calma, chaval! —exclama Nick en dirección a sus hijos—. Lo principal es el juego de muñeca. Los dos chicos llevan unas camisetas con la marca Coca-Cola escrita en caligrafía árabe. —¿Qué puedo hacer? —pregunta Carol. —Está visto que no piensa hablar. Y no sé por qué tene­ mos que forzarla a hacerlo —dice Nick volviéndose de nuevo para admirar a sus hijos. Carol se dirige a ellos levantando la voz: —Greg, Jeff, guapos, ¿por qué no llamáis a Danny para que juegue con vosotros? Los chicos conocen demasiado bien a Danny para tomarse en serio esta propuesta y continúan lanzándose la pelota. —Vamos, Danny —dice Carol—, ¿no tienes ganas de jugar? —No, no, no, no —dice Danny a gritos, pero tiene la boca tan pegada al trampolín que su negación suena como un ron­ co aullido. 122

A Danny no le cuesta nada dejarse llevar por esta clase de arrebatos. Está acostumbrado a prorrumpir en gritos, a pro­ vocarse accesos de llanto o crisis de histerismo en cuanto le da la gana. Nick le dirige a Carol una mirada cansada. —Ya has metido la pata —le dice. En efecto, Danny se baja de un salto del trampolín y sale corriendo hacia la casa. Con un suspiro, Carol coge un kleenex y se da toquecitos en los ojos. Nick mira a Elaine, cuya expresión no ha cambiado. —Es tu hijo —le dice Nick. —¿Qué? —pregunta Elaine. Y se toca la cara, como si aca­ bara de despertarse de un sueño. Carol se coge la cabeza entre las manos y se columpia de atrás hacia adelante.

Belle, la abuela de Danny, está en la cocina quitándole al pe­ rro bolitas de pinchos que se le han enganchado en el pelo y preparando la comida, cuando Danny pasa corriendo fren­ te a ella. —Danny, ¿qué pasa? —grita la abuela. Pero Danny sale sin contestar por la puerta que comuni­ ca la cocina con la habitación que él ocupa. Una vez allí, se arroja sobre la cama de color rosa cubierta con un edredón de volantes y almohadones festoneados de encaje, e inhala el aroma a limpio que desprende toda esa lencería. Es el cuarto de la criada que se convirtió en el de Belle al quedarse ésta viuda. Está lleno de fotografías, cuatro generaciones de perros de rjca labrador ganadores de concursos. Cuando Danny lle­ gó a la casa todos pensaron que dormiría con Greg y Jeff, pero el niño se puso a gritar de tal modo que Belle, agotada, dijo que le cedería su cuarto y ella se iría a dormir con los otros 123

dos nietos, por lo menos de momento. Han pasado dos me­ ses y Danny sigue en sus trece. Belle se quita las bolitas que se le han pegado en los pan­ talones y le avisa: —Voy a entrar, Danny. Éste esconde la cara apretándola contra la almohada. Sabe por experiencia que adoptando esta postura le resulta fácil echarse a llorar pese a sentirse feliz. El truco consiste en ce­ rrar con fuerza los ojos hasta que asoman unas lagrimitas, y después el llanto ya se desencadena por sí solo. Danny nota una respiración cálida sobre su cabello y la proximidad de otro cuerpo, suave y blando, junto al suyo. Belle se remueve para acomodarse a su lado, haciendo crujir el armazón de la cama, y por fin acerca su boca húmeda a la oreja de Danny. —¿Qué te pasa, mi cielo? —susurra. Pero Danny no contesta, sólo emite unos gemidos contra la almohada. Entonces Belle se levanta bruscamente. —Oh, Danny —le dice—, todo iría mucho mejor si te por­ taras bien. ¿Qué ha sido del Danny de antes, el que yo cono­ cía? ¿No comprendes que todos seríamos más felices si te vié­ ramos feliz a ti? —Odio el béisbol —dice Danny.

Danny es hijo único y sus rasgos son una combinación per­ fecta de las características de sus padres. Tiene los ojos azules y redondos de su madre, la boca pequeña y gordezuela de su padre, y su ondulado cabello castaño es un compromiso en­ tre los apretados rizos pelirrojos de Elaine y las negras y espe­ sas guedejas lisas de Alien. Pero Danny no sabe hasta qué punto se les parece porque casi nunca ha visto juntos a sus padres. Recuerda que cuando su padre volvía a casa del trabajo no que­ ría que Danny le molestara. En aquella época, Alien estaba con­ 124

vencido de que cuando un hombre regresaba al hogar se me­ recía estar un rato a solas con su esposa como recompensa a sus esfuerzos. Cada noche Elaine cenaba dos veces: a las seis tomaba espaguetis o Tater Tots con Danny y más tarde, des­ pués de que el niño se hubiera ido a la cama, se sentaba con Alien para degustar unos manjares más elaborados a la luz de las velas. Mientras cenaba con Danny solía comentar la segun­ da cena que iba a hacer. —'Ib padre es muy exigente —le dijo una vez con orgullo—. Tiene unas nociones muy estrictas de los deberes de una esposa. Hoy le prepararé pollo a la cacciatore. Danny sabe que cuando hizo ese comentario, él debía de ser muy pequeño y su madre muy joven, porque recuerda que ella pronunció la palabra cacciatore con una soñadora lenti­ tud, como si se tratara de un encantamiento mágico. A veces, antes de que Elaine acostara a Danny, Alien co­ gía al niño en brazos y le hacía dar vueltas imitando el ruido de un avión. Después Danny se dormía pero veía entre sue­ ños el titilar de las velas a través de la puerta entreabierta de su habitación. Con el paso del tiempo, Danny aprendió a conocer me­ jor a su madre. Cuando Danny hubo cumplido seis o siete años, Elaine perdió todo su entusiasmo por las cenas. —No puedo contigo, Danny —solía rezongar—, no sirvo para ocuparme de un niño, soy anormal. Danny recuerda que ella siempre le ponía DANNY G. en la bolsa de su almuerzo (y continuó haciéndolo incluso cuan­ do él empezó la escuela secundaria, donde los apellidos ya son importantes). Recuerda lo que su madre le preparaba para al­ morzar en el colegio: emparedado de manteca de cacahuete, una manzana, una bolsa de bocaditos de queso y una serville­ ta de papel. Se acabaron las cenas a la luz de las velas, y aun­ que Danny jamás había asistido a ninguna de ellas, seguramente la pérdida de aquel ritual le dolió mucho más que a sus pa­ 125

dres. Ahora los tres cenaban juntos, generalmente en silencio, y Elaine tomó la costumbre de dirigir miradas sombrías a Alien cuando éste no la miraba. Danny recuerda que su padre res­ pondía a esas miradas con otras cargadas de angustia que fija­ ba en la expresión llena de interrogantes del rostro de su mu­ jer, antes de que ésta apartara la vista y cambiara de conversación. Por fin Dannv ha comprendido que entonces su madre trataba de adivinar algo y que su padre intentaba sa­ ber qué era lo que ella había descubierto. —Yo aún seguía queriendo disimular —le ha dicho su pa­ dre hace poco—. Sabía que era un empeño idiota, porque yo ya no iba a cambiar, y creo que ni siquiera quería cambiar. Sin embargo, continuaba disimulando. Cuando lo llevas hacien­ do toda la vida, se convierte en un hábito. Un día, la madre de Danny no fue a recogerle al campa­ mento al que había ido a pasar el día con el colegio. Estaba anocheciendo y Danny era el único chico que quedaba. La monitora que se estaba esperando con él empezó a mostrarse impaciente. Mientras observaba el cielo que se iba oscurecien­ do, Danny sentía más vergüenza que temor. Le preocupaba que pudieran tomar a Elaine por la madre negligente que ella creía ser, y que él sabía que no era. Por eso mintió. —Oh, lo había olvidado —dijo—. Mi madre tenía que ir al médico. Me dijo que le pidiera a usted que me acompañara a casa. —¿Que te llevara a casa? —dijo la monitora—. ¿Por qué no me ha mandado una nota por escrito? —Supongo que pensó que usted lo haría de todos modos. La monitora le miró, llena de confusión; por su expresión era evidente que empezaba a sentir lástima de él. Tal vez lla­ mara a la Asistencia Social para el Bienestar de los Niños, y tal vez ese organismo fuera a hacerse cargo de Danny. Pero nada ocurrió. La monitora le llevó en coche a su casa, y aun­ 126

que su madre no dio ninguna explicación ya no volvió a olvi­ darse de irlo a buscar. A Danny se le quitó un peso de encima pues había estado temiendo que su madre se derrumbaría y le diría a la monitora entre sollozos: —No soy una buena madre, llévense al niño. Lograron pasar el invierno a trancas y barrancas. Pero poco antes de las vacaciones de Pascua, una noche durante la cena, Elaine se puso en pie y dijo: —Esto es una comedia. Después de lo cual se sentó y continuó comiendo. Unas noches más tarde, Elaine cogió la tapadera de un azucarero de cerámica que Danny le había hecho para Navidad y se la tiró a Alien. La tapadera pasó rozándole y fue a estrellarse contra la nevera. Danny se levantó de un salto tratando de retener las lágrimas. —¿Ves lo que soy capaz de hacer? —dijo Elaine—. ¿Ves a qué extremos me has llevado? Alien no le contestó; se puso tranquilamente la america­ na y salió por la puerta trasera sin decir palabra. Al día siguiente no vino a cenar. Cuando Danny le preguntó a Elaine adónde había ido su padre, ésta dejó caer el tenedor y se echó a llorar. —Danny —le dijo—, en esta casa se han dicho muchas mentiras. El día siguiente era el primer lunes de las vacaciones y Danny estuvo jugando fuera. Al volver a casa vio que su ma­ dre seguía acostada. —No pasa nada, Danny —le dijo ella—. Es que he decidi­ do tomarme un día de descanso y pasarme el día en la cama, que es una cosa que no he hecho nunca. No te preocupes por mí, continúa jugando. Danny hizo lo que su madre le decía, volvió a casa al ano­ checer, y la encontró dormida con todas las luces de su cuar­ to encendidas. Danny se asustó y él tampoco apagó las luces de la casa durante la noche. Por la mañana comprendió que 127

su padre se había marchado de verdad. Pero cuando entrea­ brió con cuidado la puerta de la habitación de su madre, ésta continuaba en la cama. —No pienso levantarme nunca más —le dijo Elaine—. ¿Es­ tás bien, cariño? Será mejor que te vayas a comer a casa de los Kravitz. —¿Tú no quieres tomar nada? —le preguntó Danny. —No tengo hambre, no te preocupes por mí. Danny comió con los Kravitz y por la tarde regresó a casa. Oyó llorar a su madre pero dejó de oírla al poner la tele para ver «Star Trek». Durante una semana entera Danny se pasó todas las tar­ des yendo a la habitación de su madre para preguntarle, para­ do en el umbral, si pensaba levantarse o si quería comer algo. Se compraba espaguetis y Doritos con las monedas que había en la jarra del fondo de la despensa, cuya existencia se supo­ nía que él ignoraba. Danny ya no preguntó más dónde estaba su padre. El cuarto de su madre olía a rancio debido a que las ventanas se mantenían siempre cerradas, y en él reinaba, in­ cluso por las mañanas, esa media luz de las cinco de la tarde que es más sombría que la propia oscuridad y que es la culpa­ ble de la mayoría de los accidentes. Su madre le decía desde la penumbra que ahora siempre la envolvía: —Déjame sola, estoy cansada. Déjame dormir un poco, ¡por Dios! Vete a jugar por ahí. Entonces él cerraba la puerta, se calentaba un bote de sopa Campbell y se quedaba toda la noche mirando los programas de televisión que tenía prohibidos: las variedades, historias de detectives y reposiciones de películas que dan después de las once. Elaine sólo le permitía ver la televisión tres horas al día; al regresar de la compra solía palpar el aparato para ver si esta­ ba caliente y si Danny le había mentido. Pero ahora ya no ha­ bía reglas. El primer día de colegio (una semana después de que Elai128

ne se metiera en cama), Danny se despertó al oírla gritar. Co­ rrió a la habitación de su madre y la encontró sentada en la cama y bañada de luz. Había descorrido las cortinas y a través de los postigos el sol matutino le dividía en dos la cara, las greñas sucias de sus cabellos y el camisón que se le resbalaba de los hombros. No paraba de gritar, una y otra vez, y Danny entró corriendo y chillando: —¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Entonces Elaine se agarró de la punta de los pelos y em­ pezó a arrancárselos, y le rechinaban los dientes mientras lan­ zaba gemidos. Finalmente se desplomó en la cama con la cara bañada en lágrimas, y volviéndose a mirar a Danny le gritó: —¡No puedo cambiar! ¿No ves que por más que lo inten­ to no puedo cambiar? Danny fue a buscar a la señora Kravitz, que arrastró a Elai­ ne fuera de la cama y la obligó a caminar con ella arriba y aba­ jo del pasillo. —Un, dos, tres, vamos, vamos —decía la señora Kravitz—. Danny, encanto, mira en el cuarto de baño a ver si encuentras frascos de pastillas vacíos. Tu mamá se pondrá bien, ya verás. Danny no encontró ningún frasco vacío, pero cuando sa­ lió del cuarto de baño vio que unos enfermeros entraban por la cocina llevando una camilla. —No me puedo tener en pie —Elaine le estaba diciendo a la señora Kravitz—, voy a vomitar. —Ahora lo único que tiene que hacer es tumbarse ahí —dijo la señora Kravitz. Danny recordó de pronto que hoy era el primer día de colegio y se preguntó si debía ir a clase o no. Sin embargo cuan­ do miró el reloj vio que ya eran las ocho, y que las clases ha­ bían empezado ya. Danny pasó la noche en casa de los Kravitz y al día si­ guiente se trasladó a casa de Nick y Carol. Éstos pertenecían a un distrito escolar diferente pero nadie habló de colegio. 129

Aquella noche, cuando sus primos quisieron ver un programa de televisión distinto del que prefería Danny, éste les obsequió con su primer ataque de nervios. Pocos días más tarde, mientras Danny desayunaba un ta­ zón de cereales en la mesa de la cocina, entró su padre. Danny no le saludó sino que continuó tomando a cucharadas la le­ che azucarada en la que ya no nadaba ningún copo de avena. Belle, que estaba haciendo tortitas, apagó el hornillo y aban­ donó calladamente la cocina. Alien se sirvió una taza de café y se sentó enfrente de Danny. Se había hecho cortar el pelo muy corto y se estaba dejando crecer la barba. Los dos se ha­ llaban a solas. —Sé que estás enfadado —dijo Alien—. Sé que te pregun­ tas dónde he estado y por qué tu madre se ha puesto enfer­ ma. No sé por dónde empezar ni espero que me perdones en seguida, pero quiero que me escuches hasta el final. ¿Harás esto por mí? Sé que tendrás muchas preguntas que hacerme y estoy dispuesto a contestarlas. Te pido que me des esta opor­ tunidad. Danny miró a su padre y no dijo nada.

Los fines de semana Danny iba a la ciudad a visitar a su padre. Alien vivía con un hombre llamado Gene en un apartamento situado en Greenwich Village, y aunque había dejado su acti­ vidad de agente de Cambio y Bolsa, se mantenía de los inte­ reses que le proporcionaban sus inversiones. Cada viernes, Danny llegaba en tren y durante el viaje pasaba frente a los puestos de comida rápida diseminados alrededor de las esta­ ciones, frente a los fangosos Amboys y a las hileras de vivien­ das baratas de Elizabeth. Alien le llevaba a ver museos, al tea­ tro yíá restaurantes, y el domingo le iba a despedir a la Penn Station. —Yo solía tomar este tren a diario —le dijo un día a Danny 130

mientras esperaban en el andén—. Y el tío Nick y yo jugába­ mos a las cartas en este tren. Parece como si hubieran pasado más de cien años. —Era cuando mamá y tú cenabais a la luz de las velas —contestó Danny recordando cómo su padre lo hacía girar en el aire y su madre pronunciaba la palabra cacciatore, pala­ deándola despacio. —Entonces éramos muy ingenuos —dijo Alien—. Tú ma­ dre y yo creíamos en algo que no era adecuado para noso­ tros, mejor dicho, para mí. Danny apartó la vista de su padre y miró hacia el tren que hacía su entrada en la estación. —Seguramente pensarás que tu madre se puso enferma al saber que yo era homosexual —dijo Alien poniéndole la mano en el hombro—. Pero eso es verdad sólo en parte, por­ que lo de tu madre es algo más profundo y que viene de muy lejos. Ya sabes que hacía tiempo que tu madre no estaba bien.

Desde la cama donde está echado con la cara escondida en la almohada, Danny oye el rumor áspero que hacen los neu­ máticos al pisar la grava y se sienta de golpe. A través de la ventana advierte que un taxi se ha parado frente a la casa y que Alien, vestido con téjanos y camisa de cuadros, está tra­ tando de ahuyentar al perro de Belle que le ladra con furia. Al ver llegar a Alien, Elaine se ha incorporado y ahora está me­ dio sentada abrazándose las rodillas. Pero cuando Alien repa­ ra en la presencia de Elaine, se da la vuelta para llamar otra vez el taxi; sin embargo éste ya está llegando a la carretera. —Oye, Alien, no te disgustes —dice Nick saliendo a su encuentro hasta la avenida de grava. Con una mano palmea el hombro de Alien y con la otra sujeta al perro. —No me dijisteis que Elaine iba a estar aquí —dice Alien. —Porque entonces no habrías venido —dice Carol, que 131

se les ha acercado—. Tú y ella tenéis que hablar. Sentimos te­ ner que haceros esto, pero no nos queda otra salida. Alguien tiene que tomar la responsabilidad. Y Carol empuja literalmente a Alien hacia su mujer, como si se tratara de un niño que monta por primera vez en una bi­ cicleta a la que le han quitado las ruedecitas auxiliares. —¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando aquí? —grita Belle, pero al ver a Alien se detiene de golpe—. ¿No le habíais dicho que ella estaría aquí? Con cierta vacilación, Alien empieza a caminar hacia Elaine, que sigue medio incorporada, y Carol y Nick empujan a Belle hacia la cocina. Danny se levanta de la cama de un salto y se arrodilla junto a la puerta de su habitación. En la cocina, los tres hablan en susurros. Nick inclina la cabeza en señal de asentimiento y sale al jardín. Carol dice: —Tranquila, mamá, piensa que tienen que hablar. Tienen que tomar unas cuantas decisiones. —Pero ella está internada en un hospital. Belle anuncia en voz baja este hecho, de todos conocido, y mira hacia la puerta de su cuarto. —Toda la vida se ha estado escondiendo. Ahora tendrá que enfrentarse a los hechos, porque yo ya no resisto más esta si­ tuación. Carol enciende un cigarrillo y se frota los ojos. Belle dice sin mirarla: —No es más que un niño. —Pero es hijo de ellos —dice Carol—, no nuestro. —¡No tan alto! —exclama Belle señalando la puerta de la habitación—. Ten un poco de compasión, ella lo ha pasado muy mal. —Sé que ha sido muy duro —dice Carol—, pero ¡mira que pedir ella misma que la internaran! Lp siento, mamá, pero en mi opinión le ha echado mucho drama a su asunto. Hoy en día nadie se interna. La gente va a visitar a un psiquiatra de 132

Central Park West una vez por semana, sigue con su vida y trata de solventar su problema. —Su problema es peor —dice Belle—, necesita ayuda. Nunca lo he dicho, pero toda mi vida he sabido que ella era..., que no era fuerte. Y ahora que sé que tiene quien cuide de ella, reconozco que me he quitado un peso de encima. —¡Pero ella no está loca! —dice Carol—. No es una loca furiosa ni una esquizofrénica ni nada de eso. Bien mirado está sana, ¿verdad? Sólo necesita que la ayuden, ¿verdad? Belle no le contesta. Carol se sienta, apoya la cabeza en la mesa de la cocina y se echa a llorar. —¡Oh, pobre niña mía! —dice Belle acariciándole el pelo—. Sé cuánto te preocupa tu hermana. Pero ella está bien, se pondrá bien. —¿Entonces por qué demonios no se marcha de ese hos­ pital y se lleva a su hijo y empieza a visitar a uno de esos psi­ quiatras una vez por semana? —Carol ha levantado la cabeza y se encara con su madre—. Ya se lo pagaré yo, si eso es lo que le hace falta. —¡Más bajo! —susurra Belle con fuerza—. Vámonos a ha­ blar fuera. Belle hace que Carol se ponga en pie y salga con ella de la cocina. En cuanto las oye salir, Danny sale disparado hacia las escaleras, y se desliza dentro del cuarto de sus primos, que está lleno de fotos de béisbol y de juguetes de La guerra de las galaxias. Después de cerrar la puerta se arrodilla en el asiento contiguo a la ventana, que da sobre la piscina. Debajo de él, ve a sus padres discutiendo en un extremo mientras que en el otro Belle y Carol continúan peleándose. Belle está tra­ tando de explicar que Elaine no puede hacerse cargo del cui­ dado de la casa, y que ahí está su problema, y Carol la escu­ cha meneando la cabeza. En cuanto a Nick, se ha ido a jugar a béisbol con Greg y Jeff sobre el césped. Danny apenas alcanza a oír las voces de sus padres. 133

—Ellos han arreglado este encuentro —le oye decir a Elaine—, porque están hasta la coronilla de Danny. —Sabes que me lo llevaría a vivir conmigo si pudiera —contesta Alien. —¡Yo que creía que estabas llevando una vida ejemplar! —En mi vida no hay nada que pudiera crear un ambiente perjudicial para Danny. Lo que pasa es que todavía no me sien­ to preparado para tenerle. —Muy bien —dice Elaine—. Puede venir a vivir conmigo. Danny cierra la ventana, como experto que es en no de­ jar huellas. Luego baja corriendo a la planta baja, atraviesa la cocina y sale al jardín. Pasa a la carrera junto a la piscina de­ jando atrás a sus padres y se dirige al bosque. Alien le mira y le saluda con el brazo y Danny le contesta sin dejar de correr. Cuando Danny llegó por primera vez a casa de Nick y Carol todo le resultaba extraño: la cama supletoria en el cuarto de Greg y Jeff que se sacaba de debajo de otra cama, los colores de la televisión y la salsa de los espaguetis. Todos eran tan com­ placientes con él debido a su desdicha que Danny empezó a sospechar que a lo mejor tenía leucemia y no se lo querían decir. Pero luego comprendió que no tenía leucemia sino que era simplemente la víctima de un hogar deshecho. Él se había pasado los últimos meses tratando de refrenar sus propios te­ mores y enfados por el bien de su madre. Y ahora ella lo ha­ bía traicionado. Su madre era realmente una anormal, pero se lo habían llevado a él, como lo habían hecho con ella. Ya no existía ninguna razón para seguir siendo bueno. Con lo que Danny no había contado era con que Carol y Nick hubieran puesto sus esperanzas en que él fuera a cam­ biar poco a poco y se adaptara a su nueva vida. Pensando que de un niño enfermo de leucemia nadie esperaría que cambia­ se, Danny decidió convertirse en un niño aquejado de leuce­ mia, en un niño enfermo, un niño desgraciado, un niño al que 134

había que mimar. Nick y Carol le preguntaron si no le parecía una buena idea dejarle la habitación a la abuela e irse a dormir con sus primos; dijeron que los tres se divertirían mucho, que sería como si estuvieran en el campamento... Por toda respuesta Danny les brindó el ataque de nervios más fuerte que hasta entonces había tenido... No se lo volvieron a preguntar. Cuando Danny se negaba a comer o exigía que pusieran el programa que él quería o no accedía a hablar con las visitas, Nick y Ca­ rol le miraban con hastío. A veces perdían la paciencia, y él también la perdía: ¿Acaso no lo entendían? Él era una víctima. Y en efecto, no tenía más que mencionar el nombre de su ma­ dre para sentir que se le contraía el estómago y ver que a Ca­ rol se le dulcificaba la mirada y de pronto se volvía maternal y le abrazaba lo mismo que la abuela. La noche en que su madre se metió en cama para siem­ pre, Danny descubrió dos cosas: que no decir palabra equiva­ lía a estar loco y que gritar también significaba estar loco. En­ tonces vio que estaba en un callejón sin salida, porque nunca había visto ningún comportamiento que no incluyera hoscos silencios y ataques de rabia. Cuando Carol le preguntó que por qué no disfrutaba de lo bueno que le brindaba la vida, Danny sintió que algo se rebelaba con fuerza en su interior. No, él no iba a rendirse. Ahora, corriendo para escapar de sus padres chiflados, Danny llega a un lugar del bosque —una alfombra de hojas secas bajo un viejo sicomoro— que considera propiedad suya. A unos pocos pasos de distancia, los niños del vecindario es­ tán jugando en el callejón sin salida a «Capturar la bandera»; a través de los árboles le llegan sus chillidos y sus gritos de advertencia. Danny camina alrededor de su territorio trazan­ do un círculo y después vuelve a empezar. Hoy se dispone a inventar un episodio de «El show de los Perfect Brothers», el show de variedades que suele emitir por su canal personal. En su programación figuran también otra clase de series, como 135

«Grippo», las aventuras de un detective y «¡Pierre!», que trans­ curre en la capital de Dakota del Sur. Danny comienza. Se encarga de hacer todas las voces e imita el sonido de los aplausos haciendo vibrar la lengua con­ tra el paladar. —¡Y ahora —dice— para deleite de su vista les ofrecere­ mos otro episodio de «El show de los Perfect Brothers»! La orquesta interpreta una fanfarria, y Dannv canta con una voz diferente: Ésta es su noche perfecta de diversión, música y comedia. ¡Adelante con la alegría! ¡Se acabaron las penas! ¡Prepárense a disfrutar del show de los Perfect Brothers! Está en la mitad de un intermedio satírico, que piensa re­ matar con una canción de la estrella invitada de la semana, Loni Anderson, cuando Jeff, el menor y más bonachón de los her­ manos, aparece por entre los árboles. —¿Puedo jugar? —pregunta. Ante su propio asombro, Danny no chilla ni organiza un drama. —Sí —le contesta—. Vamos a representar un número có­ mico: tú eres el ama de casa y yo soy Superman. —Yo quiero ser Superman —dice Jeff. —Bueno, bueno —asiente Danny, y empieza a darle ins­ trucciones para la interpretación. Pero Jeff le interrumpe y dice: —Esto es muy aburrido, vamos a jugar al béisbol. —Si quieres jugar a esa clase de cosas, vete a jugar a «Cap­ turar la bandera». Danny levanta los brazos con expresión de asco. 136

—Es que están jugando con chicas —dice Jeff—. Bueno, si tú no quieres jugar, jugaré al béisbol con papá. —Muy bien —dice Danny—. Vete y déjame en paz. Jeff echa a correr hacia la casa, pero a mitad camino se vuelve y dice: —Eres raro. Danny no le hace caso y se pone a interpretar los dos pa­ peles de su número cómico, pero le vuelven a interrumpir. Esta vez es su padre. —¿Cómo estás, muchacho? —pregunta Alien—. ¿Quieres que vayamos al Paper Palace? Por un instante los ojos de Danny brillan de placer, hasta que recuerda lo desdichado que es. —Bueno —dice. Cogen la rubia de Carol y se van al Paper Palace, que es un enorme edificio de cemento de color rosa situado en me­ dio de un viejo centro comercial. El centro comercial está cerca de la antigua casa de Danny. —Siempre te gustó el Paper Palace —dice Alien—. ¿Cuán­ tos años hace? Creo que la primera vez que te llevé allí tenías cuatro años, y te encantó. ¿Recuerdas lo que te compré? —Un juego japonés de papiroflexia y un libro de Richie Rich —dice Danny, que últimamente apenas ha ido al Paper Palace, pues Carol suele comprar en el barrio comercial, más elegante, que tienen junto a su casa. —Cuando vivíamos aquí —dice Alien—, mi única ilusión era conseguir trasladarnos al barrio de Carol y Nick. Hace jus­ to un año, ¿te das cuenta?, no pensaba más que en lograr que me subieran el sueldo para comprar una casa. Tal vez hubiera comprado la casa vecina a la de Carol y Nick. Quería que cre­ cieras en ese ambiente, con muchos árboles y aire puro y un club muy elegante. —En realidad, ya vivo ahí —dice Danny. —No te dejes engañar —dice Alien— por lo perfecto que 137

todo parece. En apariencia todo es perfecto, pero pronto la pintura empieza a desconcharse, el perro mordisquea las es­ quinas de los muebles y la gente empieza a esconder la por­ quería debajo de las camas. Créeme, debajo de las camas hay tanto polvo en casa de Nick y Carol como en la nuestra. —Carol tiene una asistenta —dice Danny. —No debes fiarte de la limpieza. Las cosas peores, las co­ sas realmente vergonzosas, ocurren en esas casas limpias, don­ de todo está en orden y nadie dice apenas nada más que «bue­ nos días». —Nuestra casa no era así —dice Danny. Alien se lo queda mirando, pero ya han llegado al área de estacionamiento del centro comercial, y la colorida pro­ mesa del Paper Palace les atrae a los dos como un imán. Se precipitan al interior. Danny sigue todo el consabido ritual de pasear por la sección de objetos de escritorio, más adelante hojea los libros de cómics, y lee la sinopsis de ios seriales en las revistas, fijándose con minuciosidad en todas las erratas que contienen los apellidos de los personajes. Alien le sigue lenta­ mente. Compran un ejemplar de Vogue para Elaine. Frente a ellos, en el mostrador de ventas, un hombre gordo y medio calvo que ha adquirido un número de Playgirl vuelca una caja de caramelos. Sus esfuerzos por no llamar la atención han sido contraproducentes y han atraído sobre sí las miradas acusa­ doras de los que le rodean. Danny evita mirar a Alien pero éste escruta con los ojos el rostro de su hijo, que tiene una expre­ sión de pena y de vergüenza. Salen de la tienda sin mencio­ nar para nada al hombre grueso. Años atrás, cuando Danny sólo contaba seis o siete años, encontró una revista. Estaba jugando en el sótano a disfrazar­ se con unos trajes viejos de Alien que había descubierto den­ tro de una caja de cartón, y en el fondo de la caja había una revista. Cuando Elaine bajó a investigar qué era lo que hacía Danny, vio que estaba sentado en un baúl examinando una se­ 138

rie de fotografías en las que unos chicos jóvenes de ojos des­ lumbrantes posaban en diversas actitudes simulando actos de fornicación. Elaine le arrebató la revista y le preguntó a Danny de dónde la había sacado. El niño le dijo que la había encon­ trado y señaló la caja. Elaine volvió a mirar la revista y luego miró la caja. Ho­ jeó las páginas de la publicación y contempló las fotografías. Después dejó la revista sobre la tapa de la caja y se rodeó el cuerpo con los brazos. —Danny —dijo—, por lo que más quieras, no me mien­ tas. No hace falta que me mientas, puedes decirme la verdad. ¿Estás seguro de que la has encontrado ahí? —-Te lo juro, y que me pase algo si no es verdad —diio Danny. —Vete arriba —le dijo Elaine. —¿Quieres una pastilla de menta? —Alien le pregunta a Danny cuando se hallan sentados de nuevo en el coche. De vuelta del Paper Palace pasan por una ancha calle os­ cura bordeada de sicómoros. Danny toma en silencio la pastillita de color azul que le tiende su padre; abre la ventanilla y saca la mano para que la brisa se la refresque. —Oye, Danny, he estado pensando —dice Alien—. Sé de un sitio fantástico, un colegio en New Hampshire. Es estupen­ do... algo muy nuevo, y es justo para chicos inteligentes y muy motivados, como tú. Danny no contesta, y cuando Alien se vuelve a mirarle, ve que su hijo está agarrado con tal fuerza al reposabrazos que se le han puesto blandos los nudillos, y que se muerde los la­ bios para tratar de contener las lágrimas. —Danny —dice Alien—. Danny, ¿qué tienes? —Sé que he sido un problema —dice Danny—, pero he decidido cambiar, hoy mismo. He decidido ser feliz. Por fa­ vor... Haré que quieran que me quede. Alien se siente alarmado por el pánico que muestra su hijo. 139

—Danny —dice—, este colegio no es un castigo. Es un sitio estupendo, como el que tú te mereces. —¡Hoy he jugado con Jeff! —dice Danny en un tono de voz agudísimo. Mira fijamente a Alien con la cara congestio­ nada y una expresión de súplica en los ojos. Alien se tapa la boca con la mano y hace una mueca de disgusto. Al parar el coche ante una señal de stop, se vuelve hacia Danny y le dice, con todo el énfasis de que es capaz: —Danny, no te preocupes, nadie te va a obligar a ir a nin­ gún sitio. Pero la verdad, Danny, no sé si me gusta que te que­ des a vivir con Nick y Carol. Después de haber pasado quin­ ce años en ese ambiente, no quiero que a mi hijo ese tipo de vida le cause todo el daño que me hizo a mí. —No me haré agente de Cambio y Bolsa ni esconderé la porquería debajo de la cama. Pero, por favor, no me mandes lejos. —Danny, yo creía que no te gustaba estar aquí —dice Alien. —No soy anormal. Siguen parados ante la señal de stop y detrás de ellos un coche les toca el claxon para que echen a andar. Danny tiene los ojos llenos de lágrimas. Alien menea la cabeza y extiende la mano hacia su hijo.

Van a Carvel a tomar un helado. Ante el mostrador les ha pre­ cedido una mujer de aspecto atolondrado que compra cucu­ ruchos para diez niños negros. Las criaturas esperan en fila de a dos, cogidos de la mano, y mientras dos de las niñas se esti­ ran con violencia del brazo, un niño llora a gritos reclamando otro helado porque el suyo, demasiado blando, se ha caído del cucurucho. Alien pide dos bolas de chocolate con bom­ bón por encima, y él y Danny toman asiento en unas butacas que llevan acoplados unos pequeños pupitres, como en la es­ 140

cuela elemental de Danny. El rostro de Danny muestra unos surcos rojos producidos por las lágrimas, pero no llora de ver­ dad o por lo menos no hace ninguno de los ruidos que acom­ pañan el llanto, ni suspiros ni sollozos entrecortados. Danny levanta el casquete de bombón que recubre el helado y se lo come a trocitos antes de probar el helado en sí. —Me alegra ver que no has perdido el apetito —dice Alien. Danny hace un ligero gesto de asentimiento con la cabe­ za y continúa comiendo. La señora de los diez niños los acom­ paña a la puerta y una vez fuera los conduce a una camioneta de color rosa. —Danny —dice Alien—. ¿Qué puedo decir? ¿Qué quie­ res que diga? Danny acaba de un solo mordisco el final del cucurucho, y una porción de helado medio deshecho cae con un ruido blando sobre el pequeño pupitre. —¡Dios mío! —murmura Alien frotándose los ojos. Cuando llegan a casa, Alien va a reunirse con Nick y Carol debajo de la sombrilla. Elaine continúa echada en la tum­ bona con los ojos cerrados. Danny sale del coche, camina al­ rededor de la piscina mientras se muerde el pulgar, y después vuelve a tumbarse sobre el trampolín. A pocos pasos de dis­ tancia, Greg y Jeff han reanudado su juego de catch. —¡Eh, Danny! ¿no quieres jugar a la pelota? —grita Alien sin oír que Carol le advierte en voz baja: —¡No! Pero Danny no oye ni dice nada. —¡Danny! —grita de nuevo Alien—. ¿No me has oído? Con mucha lentitud, Danny se endereza, baja a gatas del trampolín y se encamina hacia la casa. —¡Oh, Dios santo! —dice Carol quitándose las gafas de sol—. No lo puedo soportar. Belle ha salido por la puerta de la cocina y, blandiendo una espátula cubierta de mantequilla, pregunta: 141

—¿Qué pasa? —Yo me encargo de él —dice Alien, y, lanzando una mi­ rada de despedida a Elaine, entra en la cocina. —Esta mañana ha ocurrido lo mismo —le dice Belle mien­ tras se dirige con él a la habitación de Danny. Pero esta vez Danny no ha cerrado de un portazo. La puer­ ta está abierta de par en par y el niño está echado boca arriba en la cama con el rostro sin expresión y los ojos secos. De momento, Belle cree que se encuentra mal. —¿Estás bien, precioso? —le pregunta tocándole la frente—. No está caliente —le dice a Alien. Alien se sienta en la cama y apoya las manos a ambos cos­ tados de Danny. —Danny, ¿qué te pasa? —le pregunta. Danny se vuelve para mirar a su padre. Su rostro expresa un sufrimiento tan intenso que un niño es incapaz de simularlo. —No puedo cambiar —dice—. No puedo cambiar. No puedo cambiar.

En la cocina, Belle está tan furiosa que no se preocupa por bajar la voz; no parece importarle que Danny pueda oír todas y cada una de sus palabras. —Cuando veo lo que hacéis me pongo mala —les dice a sus hijos—. En mis tiempos la gente no lo abandonaba todo para perseguir sus caprichos. En mis tiempos la gente no aban­ donaba a sus hijos. Sois tan egoístas que no podéis pensar en nadie más que en vosotros mismos. —¿Qué querías que hiciera yo? —contesta Alien—. ¿Qué clase de padre hubiera sido? Mi vida era una mentira. —¿Veis lo que quiero decir? —dice Belle—. El egoísmo. Das por supuesto que estoy hablando de ti, pero me refiero a todos vosotros. ¡Y a ti también, Carol! —¡Por amor de Dios, mamá, si no es mi hijo! —dice 142

Carol—. Y está haciendo polvo la vida de mis hijos..., y la mía. Durante todo este rato, Elaine ha estado, toqueteándose el cabello, pero ahora, de pronto, golpea la mesa con la mano y emite un corto gemido. —¿De verdad él ha dicho eso? —dice—. Oh, Dios, sí que lo ha dicho. —Estoy hasta la coronilla de todos vosotros —declara Belle—. Es horroroso, ya he oído bastante. Se vuelve de espaldas a ellos, como si también los hubie­ ra visto bastante. Alien, Elaine y Nick bajan los ojos clavando la mirada en la mesa, como niños avergonzados, pero Carol se pone de pie y con toda calma se dirige hacia su madre y se coloca frente a ella. —Espera un momento —dice torciendo los labios en una mueca de rabia—, espera un momento. Para ti es fácil ponerte a insultar y despotricar. Pero yo tengo que vivir con el pro­ blema, un día sí y el otro también, tengo que cuidar de él y aguantar sus historias. Y me tengo que callar cuando mis hijos me dicen: «¿Qué pasa con ese Danny? ¿Cuándo se va a mar­ char?». De acuerdo, quizá soy egoísta. Pero me he esforzado mucho por educar bien a mis hijos, y ahora, sólo porque Elai­ ne está hecha un lío, se supone que tengo que cargar con ello y soportarlo todo. Y las cosas que he logrado con tanto es­ fuerzo se van a ir al cuerno porque ella no es capaz de cuidar­ se de su propio hijo. Pues muy bien, llámame egoísta, soy egoísta; ya estoy hasta la coronilla de todo esto. —Espera un momento, Carol —dice Alien. —Llévatelo —dice Carol enfrentándose a él—. O te lo lle­ vas o te callas, porque no tienes derecho a decirme nada. —¡Mierda! —dice Alien—. ¿Es que no lo entendéis? Hago todo lo que puedo. —Has tenido dos meses —dice Nick. Belle cruza los brazos sobre el estómago y se echa a llo­ rar. Elaine, sentada ante la mesa, también prorrumpe en Uan143

to, aunque llora con más fuerza y menos compostura que su madre. En este momento, la puerta de la habitación de Danny se abre con un ligero chasquido, y el niño entra en la cocina. Alien y Nick se ponen de pie con tal precipitación que de poco vuel­ can sus sillas. —¡Danny! —exclama Carol con un acento cercano al pánico—. ¿Estás bien? —Sí, gracias —dice el niño. Elaine levanta la cabeza, que tenía apoyada en la mesa y dice: —Danny..., Dann..., yo... Mueve los labios tratando de formular alguna palabra, pero no logra decir nada. Danny la mira con una expresión de lás­ tima tan propia de un adulto que resulta aterradora; luego se da la vuelta y sale al exterior. Todos saltan de sus asientos dispuestos a seguirle, pero Alien levanta una mano diciendo: -y —Iré yo. Sale precipitadamente en pos de su hijo, que pasa junto a la piscina y se encamina al bosquecillo en el que suele jugar. Una vez allí, Danny se detiene y espera, de espaldas a su padre. —Danny —le dice Alien, acercándose a él—, lo has oído todo... No sé qué decirte, lo siento. El niño ha cruzado los brazos con fuerza sobre el pecho. —He pensado sobre todo esto —dice— y ya lo tengo de­ cidido. —¿El qué? —pregunta Alien. —Lo de ese colegio —dice Danny—, he decidido que iré.

Unos días más tarde, Danny toma el tren que serpentea a lo largo de la costa de Jersey hasta Nueva York. Va a visitar a su padre. Enfrente de él, al otro lado del pasillo, se ha instalado 144

una pareja de edad. El marido es un hombrecillo de articula­ ciones nudosas y su esposa, más alta que él, tiene el pelo blan­ co y las manos, enguantadas de blanco, cruzadas tranquilamen­ te sobre el regazo. La pareja hace como Danny que, en lugar de leer el periódico, se dedica a contemplar, a través del cris­ tal verdoso de la ventanilla, el panorama compuesto por los descampados de hierba amarilla, las tiendecitas y los al­ macenes. —Mejor será que recojas tus cosas —dice el marido—. Ya estamos llegando. —No —contesta su mujer—, no tenemos que bajar en South Amboy sino en Perth Amboy. El marido niega con la cabeza y le contradice. —Es South Amboy, estoy seguro de que ella dijo South Amboy. La mujer guarda silencio unos segundos, pero cuando el revisor grita: «¡South Amboy, la próxima es South Amboy!», ya no logra contenerse. —Estoy segura de que es Perth Amboy —dice. El marido se está abrochando la americana y coge el sombrero. —¿Quieres hacerme caso por una vez? —dice— Tenemos que bajar en South Amboy. La mujer sacude la cabeza. —Es Perth Amboy —dice—, estoy segura, estoy segura. El tren aminora lentamente la marcha y se detiene con un súbito chirrido de frenos. El hombrecillo sale con torpeza al pasillo y pasa tambaleándose junto a Danny mientras me­ nea la cabeza. —Yo me bajo —dice—. ¿Vienes o no? La mujer se levanta, duda un momento y se vuelve a sentar. —No es esta parada —dice. El marido hace un brusco movimiento con las manos, abre la puerta del vagón y se baja al andén. Ella se levanta para se­ 145

guirle pero la puerta se cierra de golpe. Como salido de la nada, el puño del hombrecillo aparece por la parte exterior de la ven­ tanilla y golpea el cristal. Luego el tren se pone en marcha. Estupefacta, ella se queda de pie unos instantes hasta que el movimiento del tren la obliga a sentarse. Su rostro muestra primero una expresión de indignación, después de temor y confusión y finalmente de hastío... Está harta de su marido, del tren y de su vida matrimonial que va a seguir siempre igual. Se inclina y se acurruca en el extremo del asiento como si tra­ tara de hacerse lo más pequeña posible, y con su mano en­ guantada de blanco comienza a estirar un hilo suelto de su vestido. Entonces toma conciencia de que no está sola en el com­ partimiento y entrecerrando los ojos fija la mirada en Danny. El chico está cantando una canción que habla de comedia, di­ versión y música. Le está diciendo que ésta va a ser una no­ che perfecta.

B A I L E EN F A M I L I A

eth, el hijo de Suzanne Kaplan, ha logrado terminar los cursos de preparación para la universidad y se ha gradua­ do. A pesar de que lo ha hecho sin laudes ni distinción al­ guna y en una academia de tercera categoría como mucho, su madre da una fiesta para celebrar el acontecimiento. La fiesta servirá también para celebrar el «ingreso en la vida» de la propia Suzanne, con su nueva figura doce kilos más delgada, su nueva casa y su nuevo matrimonio con Bruce Kaplan, un agente de la propiedad inmobiliaria. Como es natural, Suzanne ha decidido que la fiesta se hará al aire libre, pues la graduación de Seth coincide con la breve y frágil floración de la glicinia, y la piscina tiene un aspec­ to precioso iluminada por el sol. Por desgracia, ha llovido cada día durante la última semana, y Suzanne se ha pasa­ do muchos ratos junto a la ventana de la cocina, tratando de recapitular la cantidad de cosas buenas que le depara la vida.

S

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La víspera de la fiesta, Pearl, la madre de Suzanne, le dijo a su hija: —Tenemos una primavera muy lluviosa, no cuentes con poder estar al aire libre. Será mejor que dispongas todas las cosas en vuestro confortable cuarto de estar. Pero Suzanne se mantuvo optimista, y, en efecto, en el día de la fiesta luce un sol brillante y la hierba húmeda promete estar seca para el mediodía. Plantada en el salón con su bata nueva, Suzanne observa cómo Bruce maneja el cortacésped automático, y al ver que los hijos de éste, Linda y Sam, están jugando a un juego que le resulta desconocido, da unos golpecitos en la ventana para atraer su atención. Los chicos se detienen de un modo abrupto como si los hubiera pillado haciendo algo prohibido, y la miran. Es la cla­ se de mirada que ella siempre ha llamado «de la bruja mala», porque su propia hija, Lynnette, solía mirarla así antes de salir corriendo hacia su habitación mientras gritaba: «¡Eres una bru­ ja!». Suzanne no tiene acceso a los secretos que existen en la vida de Linda y de Sam; éstos se muestran educados con ella pero guardan las distancias. Claro está que, para ellos, Su­ zanne es algo nuevo, una extraña. Suzanne abre las puertas correderas de vidrio y sale al jardín. —¿A qué estáis jugando? —les pregunta—. Incluso ahora la voz le sale temblorosa, pues sabe que los niños no se dejan engañar por su aparente indiferencia. —A nada —contesta Linda—. Vamos, Sam. El chico mira a Suzanne con expresión de impotencia y los dos hermanos se alejan hacia la otra parte del jardín. El jardín es amplio y verde. En el lado que da al norte hay un prado enorme en el que podrían pacer las vacas si todavía quedaran vacas en esta parte del mundo. El sector del Bronx donde transcurrió la infancia de Suzanne es ahora un extenso territorio sujeto a un plan de urbanización para la construc­ 148

ción de viviendas múltiples, pero cuando ella era una niña y vivía en una casa adosada, junto a otra familia, seguía habien­ do parcelas de auténtico campo, con granjas e incluso con cam­ pesinos. Hoy en día, cuando va en coche a visitar a su madre, Suzanne se para a veces, porque a cierta distancia de la carre­ tera principal quedan unas cuantas parcelas que solían ser tie­ rras de labranza y en las que ahora crecen malas hierbas y al­ gún que otro árbol retorcido. Las alquerías que todavía subsisten se están desmoronando y sólo están habitadas por squatters.

Naturalmente, Suzanne ya no sigue viviendo en el Bronx, pues, como diría su madre, ha ido subiendo en la vida, aunque «su­ bir» nunca le ha parecido la palabra adecuada, en su opinión se ha tratado más bien de un desplazamiento lateral. Ahora, a los ojos de su madre, Suzanne se encuentra en una especie de cúspide, después de haberse recuperado estupendamente del horrible bajón de su divorcio. A los ojos de su madre, Su­ zanne está en el cielo; sin embargo, ella se siente más en la tierra que nunca, aunque está contenta de saber que quizás ha llegado finalmente a algún sitio. Ha pasado un poco más de un año desde que el primer marido de Suzanne, Herb, le confesó que estaba enamorado de una abogada de su bufete. Por entonces estaban viviendo en Rockville Centre, donde ocupaban la tercera casa de una sucesión de residencias a la que seguramente iban a añadir una nueva y cuarta casa, y Suzanne estaba muy gorda. Recuerda que hacía poco que a Herb le habían subido bastante el suel­ do, que Lynette se había trasladado finalmente a Manhattan, que en la casa no quedaba ni un huevo y que la lavadora no funcionaba. Cuando Herb le dijo que quería hablar con ella después de cenar, Suzanne tuvo la esperanza de que fuera a sugerirle que ahora podrían trasladarse a un barrio más ele­ 149

gante y con jardines más grandes, aunque durante los últimos meses Herb había estado evitando hábilmente tocar el tema del traslado. Por el contrario, su declaración confirmó todas las sospechas que Suzanne había tratado de alejar de su men­ te desde que se instalaron en la segunda casa. Lo inevitable del asunto le procuró a Suzanne cierto alivio sin que por ello fuera más fácil sobrellevarlo. Herb dijo que no pensaba abandonar a Suzanne, porque creía en la responsabilidad y en los compromisos, pero que tampoco quería dejar a su amante. Debían hacerlo todo sin ningún tapujo. —¿Qué pasa? —le preguntó Suzanne aquella noche—, ¿Es porque estoy gorda y deprimida y de mal humor? ¿Es sólo por eso? —Simplemente, me he enamorado de otra persona —dijo Herb. Suzanne supuso que con esas palabras, que no contenían ningún ataque, su marido pretendía tranquilizarla y le asom­ bró el hecho de que Herb no comprendiera cuánto dolor le causaban. A pesar de todo, Suzanne deseaba que él se quedara. —Bueno —asintió Herb—. Pero dos noches por semana, seguramente los martes y jueves, y algunos fines de semana, me quedaré en la ciudad con Selena. La primera noche de martes que Herb pasó fuera de casa, Suzanne creyó que iba a volverse loca. Estaba tan furiosa con Herb que temió de veras perder el control y llegar a agredirle físicamente, de modo que decidió que a la tarde siguiente le diría que se marchase de casa. Pero lo que más le dolía era que con aquel subterfugio malintencionado su marido pudie­ se conseguir que ella lo echara de casa, cuando era él el que quería marcharse. Hasta aquella misma noche, Suzanne, durante los respiros que le dejaban sus frecuentes accesos de odio ha­ cia sí misma, se había sentido segura de tener no obstante cierta suerte porque le embargaba la certeza de poder vengarse a su 150

entera satisfacción de todo este sufrimiento, y eso le daba a su dolor la calma de la espera. Pero ahora Herb había cortado de raíz aquella ilusión: Suzanne comprendió que no había nin­ gún ángel guardián que se preocupase de que Herb recibiera su merecido o de resucitar de repente el amor de su marido hacia ella. Y deseó que Herb hubiera muerto sencilla y rápi­ damente en su compartimiento del expreso de Long Island, en lugar de haber hecho lo que ella más temía, confirmando que eran ciertas todas las acusaciones que ella misma se diri­ gía. El miércoles por la noche, cuando Herb llegó a casa, Su­ zanne le dijo que no se molestara en regresar nunca más. Suzanne recuerda que en aquella época el cuerpo huma­ no le parecía increíblemente feo; creía que, junto con la capa­ cidad de éste de desmoronarse, la vejez y la muerte constituían una broma de mal gusto de un Dios vengativo. Pese a ello, no deseaba acabar con su vida, sino seguir existiendo mientras se pudría, como Miss Havisham en Great Expectations o como las granjas del Bronx. Quería continuar recordando perenne­ mente a la raza humana lo bien dotados que estaban todos para la vergüenza y la decrepitud. No obstante, cuando se desper­ taba por las mañanas, sentía en su interior la irritante llamada de un instinto ansioso de placer y de supervivencia. Y como esa voz, desoyendo sus deseos, no se acallaba, finalmente un día Suzanne se levantó de la cama, se lavó la cabeza y se diri­ gió al salón para inspeccionar los daños causados por aquel asunto. Lynette estaba en Nueva York y Seth en la universidad. Al pensar que tendría que seguir viviendo en esa habitación sintió ganas de vomitar y por un momento, impulsada por el vacío y la soledad que reinaban en su casa, estuvo en un tris de volverse a la cama. Pero ése era su sino y, tanto si le gusta­ ba como si no, ella tendría que componérselas con él, y de la mejor manera posible. Así que limpió la casa y después, tem­ blando un poco, se fue a la tienda de comestibles y compró unas cuantas cosas para hacerse la comida. La televisión le ayu­ 151

dó a pasar la primera semana. La segunda semana trató de li­ mitar el tiempo que pasaba ante el aparato, pues sabía que «Saturday Night Live», como una droga que causa adicción, po­ día perder efectividad si la consumía en dosis demasiado altas. La tercera semana se inscribió en un grupo que practicaba una terapia antidepresiva. Herb y la abogada rompieron al cabo de tres semanas de convivencia en el apartamento de ella. Sin embargo, Herb de­ cidió quedarse en Manhattan y buscarse un piso. Por enton­ ces, Suzanne acababa de conocer a Bruce, quien había sido abandonado pocas semanas antes por su esposa. De pronto, a Suzanne le pareció que su vida adquiría unas dimensiones enormes, henchidas de posibilidades, y la noticia de la sepa­ ración de Herb la llenó de júbilo vengativo. Se dijo a sí misma que, naturalmente, aunque él se lo pidiera no le dejaría volver a su lado, por lo menos de momento. Pero Herb nunca se lo pidió, sino que repetía que estaba muy contento, es más, en­ cantadísimo, de que las cosas le fueran tan bien a Suzanne. No demostraba ningún resentimiento ni celos, sólo una especie de alivio, como si le hubieran quitado de encima el peso de su culpabilidad. Cuando fueron a comer juntos la semana pa­ sada para hablar de la graduación de Seth, Suzanne trató de recrearse en el hecho de que ella, la víctima, la perdedora, ha­ bía salido ganando al final, y estaba mucho mejor que antes. Pero Herb parecía alegrarse tanto como ella de su felicidad, de modo que Suzanne salió del restaurante con la sensación de que algo se le había atragantado. Era desdichada porque Herb no lo era y, sin embargo, su status de vencedora exigía no darle importancia al tema. Pero a pesar de todo le daba ra­ bia la extraordinaria aptitud de Herb para ser feliz. Herb dice que quiere que él y Suzanne sean amigos, y aho­ ra le habla en un tono de intimidad que jamás empleó duran­ te los largos años que duró su matrimonio. —Es sorprendente —le dijo la semana pasada mientras 152

comían— pero empiezo a comprender por qué me irritaba tan­ to que hablaras de trasladarnos a otra casa. No era sólo por­ que ya tuviera intención de pedirte que me devolvieras la li­ bertad, era el pensar que la próxima casa sería nuestra última vivienda, en la que seguramente íbamos a morir. Éramos lo bastante ricos como para permitirnos comprar lo mejor de lo mejor, y eso significaba que ya no tendríamos que cambiar­ nos más. Sentí que mi vida había acabado. En cambio ahora, no sé lo que te pasará a ti, Suzanne, pero yo he tenido que reorganizar mi escala de valores. Estoy viendo a un consejero familiar y voy comprendiendo todas las deficiencias que tuve como padre. Creo de veras que, para ti y para mí, lo mejor está a punto de empezar. Suzanne se lo quedó mirando y pensó: «Pero ¿cómo se atreve a hablarme de este modo?». Era como si Herb creyera que la antigua Suzanne, la mujer que en otra época habría que­ dado destrozada por esa declaración, hubiera dejado de exis­ tir, y que la que tenía delante era un nuevo prototipo, una mu­ jer a quien podía confiar la fea verdad acerca de su esposa gorda y refunfuñona y de su desgraciada vida conyugal. Y a pesar de que cuando tiene un día bueno Suzanne casi está de acuerdo con él (se imagina que se ha reencarnado y que la vieja Suzanne vivió en una época diferente y tuvo una exis­ tencia completamente distinta de la suya), en sus días malos tiene la sensación de que el tiempo casi no ha transcurrido; es como si su matrimonio con Bruce, los kilos que ha perdi­ do y su nueva casa formaran parte de un sueño del cual se va a despertar para encontrarse de nuevo en la vieja cama de su antiguo hogar. En esos días Suzanne cree ser la superviviente de un terremoto que vaga por ahí, arrastrando en una bolsa las ruinas de su casa, aferrada a los cadáveres de sus hijos en­ terrados bajo los cascotes que se niega a soltar.

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Suzanne entra en la casa pasando por el porche y mira el re­ loj. Son ya las once y Seth sigue durmiendo; por la rendija de la puerta del cuarto de los invitados se ve la luz del sol. Suzanne llama con precaución a la puerta de su hijo sin obte­ ner respuesta. —Seth —dice. Oye cómo el chico se revuelve en la cama y repite—: Seth, despierta, son ya las once. —Bueno, bueno —gruñe Seth—, dame diez minutos. —Seth, se trata de tu fiesta, tienes que levantarte. —¡Déjame en paz! —grita. Suzanne sonríe porque sabe que si logra enfurecerle, es­ tará demasiado irritado como para dormir. Esto es lo que ella llama un truco de madre. Al abrir de par en par la puerta de su hijo, Suzanne queda bañada de luz solar y ve a Seth que, vestido de camiseta y cal­ zoncillos, yace en diagonal a través de la cama matrimonial, envuelto en un revoltijo de sábanas y mantas. —¡Vamos! —dice Suzanne en tono cantarín— ¡Es hora de levantarse! Seth se sienta de pronto en la cama y la mira furioso fi­ jamente. —¿Sabes cuánto tiempo he podido dormir durante estas últimas semanas? —pregunta. —¿Cuánto? —Tal vez diez minutos. ¿Es que no puedo resarcirme ahora? —¿Aún te quedan ganas de hacerlo? —dice Suzanne. Seth se la queda mirando con la expresión confundida que tenía de niño cuando entraba por las mañanas en la coci­ na con los ojos legañosos para engullir ruidosamente la leche azucarada en la que había echado los cereales. —¡Feliz día y feliz fiesta! —dice Suzanne, y luego sale de la habitación.

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Pero cuando llega a la planta baja, Suzanne descubre que su tranquila cocina se ha visto repentinamente invadida por una febril actividad. Han llegado las empleadas del servicio de c a­ tering, un equipo de mujeres negras, gruesas y empecinada­ mente burguesas, ligadas entre sí por misteriosos lazos de pa­ rentesco, que últimamente viene gozando de gran renombre en ese sector de Long Island. Estas mujeres visten unos trajes que a Suzanne le parecen uniformes militares, en los que el poliéster blanco y negro se combina de maneras diferentes, a buen seguro para indicar una jerarquía muy complicada. Tam­ bién ha llegado la madre de Suzanne, Pearl; está hablando con una mujer de mediana edad y extraordinaria gordura cuyo ves­ tido negro de azafata (sin ningún detalle blanco) demuestra que representa la autoridad suprema. Están repasando la lista de los entremeses. —Buñuelos de langosta al curry, rodajas de salchicha gratinadas, alitas de pollo con sésamo, mini-croissants de queso, albóndigas-de pavo a la Polinesia, queso de Brie al horno. Oh, y el hígado salteado —dice la mujer. —Sí —dice Pearl—, pero dígame, señora Ferguson, ¿los trozos de hígado salteado tienen alguna forma especial? —Tienen forma de corazón —dice la señora Ferguson. —¡De corazón! —¿Qué tiene de malo la forma de corazón? —pregunta la señora Ferguson cruzándose de brazos. —Oh, nada, nada —dice Pearl—. Ah, mire, ahí está mi hija, la anfitriona. —Hola —dice Suzanne estrechando la mano a la señora Ferguson—. Me alegro de ver que mi madre ya ha tomado el mando. Espero que todo vaya bien. —Todo va bien pero no tienen ninguna manga de paste­ lero —exclama una mujer diminuta con gorro de cocinero—. ¿Cómo es posible que no tengan una manga de pastelero? 155

—¿Que no hay manga de pastelero? —dice Suzanne—. ¿Está segura? Acabo de mudarme y no sé muy bien lo que ten­ go en casa. —Tendré que mandar a la chica a buscarla en la camione­ ta —dice la anciana meneando la cabeza con enojo—. Eso hará que nos retrasemos. ¡Gloria! Una adolescente se acerca corriendo a conferenciar con la anciana del gorro de cocinero. Mientras tanto, alrededor de Suzanne, otras chicas se afanan contando las salchichas, relle­ nando los mini-croissants y recubriendo el pastel de crema glacé. La hija de Suzanne, Lynnette, que tiene veintitrés años y trabaja de secretaria en Manhattan, entra a grandes pasos en la cocina. No es la clase de persona capaz de deslizarse sin ha­ cer ruido en una habitación, de modo que todos se vuelven a mirarla. La acompaña su mejor amigo y compañero de piso, John, un joven alto y demacrado con las mejillas hundidas. —Hola, madre —dice Lynnette—, veo que llegamos jus­ to a tiempo de incordiar. Lynnette lleva un vestido negro que parece estar compues­ to por varias enaguas cosidas unas con otras. En el pelo se ha prendido una flor, un geranio reventón de color rosa, y se ha maquillado la cara dejándola llena de manchas azul y granate. «Si no estuviera tan gorda —piensa Suzanne—, no tendría mal aspecto.» Pero Suzanne sabe que Lynnette ha escogido preci­ samente este modelo porque es el que más resalta la promi­ nencia de su abdomen y de sus nalgas. John también va vesti­ do de un modo demasiado llamativo, con un traje púrpura y una corbata de pajarita de un tono amarillo chillón. —Hola, señora Kaplan —dice el joven con la misma en­ tonación con que siempre, a juicio de Suzanne, la saluda: de mala gana y con un matiz de odio. Suzanne está resentida con Lynnette porque está segura de que su hija le ha llenado la cabeza a John de historias acer­ 156

ca de ella, la bruja mala, y como recompensa, cada vez que ve al muchacho, se muestra excesivamente cordial con él. —¿Qué tal? —dice estrechándole la mano—. Me alegro mucho de volver a verte. Ya verás lo bueno que está el queso de Brie al horno, es riquísimo. A su lado, dos muchachas que están cortando las salchi­ chas han interrumpido su tarea para contemplar a John y Lynnette, y siguen mirándolos hasta que la señora Ferguson les da a ambas un pescozón y les ordena que sigan trabajando. —¡Suzanne! —le dice Pearl con un vehemente susurro aga­ rrándole la mano desde atrás— ¡El hígado salteado lo han cor­ tado con forma de corazón! ¡Estas negratas del servicio de ca­ tering servirán el hígado en forma de corazón!

Ahora es Bruce el que entra resoplando en la cocina. Lleva unos bermudas que le llegan hasta la rodilla y se ha congestionado tanto debido al esfuerzo de segar que la cara se le ha puesto del mismo color que el pelo. De modo que cuando pregunta: «¿Está todo bajo control?», todas las mujeres, incluida Su­ zanne, se apartan instintivamente de su sudorosa presencia masculina, como si fuera a contaminar los alimentos. Bruce mira algo avergonzado a su alrededor y se cubre el estómago con los brazos, como si se imaginara estar desnu­ do en su propia cocina. —Tal vez sería mejor que me fuera de aquí —dice. —No es mala idea —replica Suzanne. En este momento, Suzanne siente cierta ternura hacia él, como si fuera un niño perdido. Y sin embargo sabe que esta ternura no es más que una manera entre otras de enmascarar el verdadero sentimiento que Bruce le despierta: una gran de­ silusión. Se conocieron en el grupo de terapia antidepresiva. La mujer de Bruce le había dejado plantado, a él y a sus hijos, para irse a California con un mecánico de coches de veinti­ 157

dós años. Durante un tiempo, Suzanne y Bruce fomentaron su pena y autocompasión respectivas, y luego una noche en que estaban bebidos hicieron el amor sin haberlo premedita­ do. Cuando lo cuenta, Suzanne dice que Bruce la hizo sentir­ se atractiva, como una mujer de verdad por primera vez en veinte años, que ella dejó de comer casi por completo y que a la semana siguiente se fugaron a Las Vegas.

Desde un rincón de la cocina, Lynnette observa a su madre observando a Bruce, y sonríe sardónicamente. Mientras lo hace lo piensa, «Estoy sonriendo sardónicamente». Todo lo que hay en la casa, el servicio de catering, la fiesta, confirma sus peo­ res sospechas. Está convencida sin lugar a dudas de que su ma­ dre se siente encantada con todo ello, y de que todos los idea­ les pequeñoburgueses que ella le ha atribuido a su madre se revelan lastimosa y patéticamente ciertos. Aunque nunca lo reconocería, Lynnette ha estado espe­ rando esta fiesta con unas ansias rabiosas. Lynnette es una chica gritona a quien la mayoría de la gente encuentra desagrada­ ble, y ella misma es capaz de confesar al cabo de dos minutos de conversación lo mucho que se odia a sí misma. No obstan­ te, siente una lealtad apasionada hacia unas pocas personas, por ejemplo hacia John, que es con quien se lleva mejor de todos los chicos y chicas que conoce. John es homosexual y sus padres, que residen a pocos kilómetros de Suzanne, ape­ nas le dirigen la palabra. Lynnette se dice a sí misma que se­ guramente este ambiente le ha herido a John todavía más que a ella, y le dirige una mirada de amiga, llena de comprensión, esperando con ello infundirle ánimos. La otra persona por quien Lynnette siente una inquebran­ table lealtad es su padre. Cuando ella era niña, se estableció entre los dos una relación de la que excluyeron casi conscien­ temente a Suzanne y a Seth. Lynnette nunca olvidará los pa­ 158

seos que ella y Herb solían dar después de cenar hasta el par­ que; Lynnette se sentaba en el columpio (hasta que tuvo más o menos trece años y ya no cupo en el asiento) y Herb la em­ pujaba por detrás cada vez más y más alto hasta que a la niña le parecía que el cielo se inclinaba a uno y otro lado y que ella estaba volando. Era una niña que pesaba lo suyo, pero eso nunca desanimó a su padre, que la alzaba en vilo sin esfuerzo como si ambos fueran una pareja de ballet, él el primer baila­ rín y ella la prim a ballerina. «Eres mi pareja favorita», solía decirle Herb mientras la empujaba en el columpio. «¿La que prefieres de veras? —preguntaba ella—. ¿Más que a mamá?» «Sí, más que a mamá —respondía—, y un día bailaremos bajo las estrellas.» Años más tarde, Herb cumplió su promesa. Acababa de trasladarse al piso de Selena y entre ellos había tanto amor que parecían necesitar a Lynnette para que absorbiera el cariño so­ brante. La llevaron a ver una representación de ballet con Peter Martins y Suzanne Farrell y después, siguiendo un impul­ so repentino, tomaron el ferry de Staten Island. Fue entonces, en el barco, cuando Herb tomó a su hija en sus brazos y bailó con ella mientras Selena, sentada no muy lejos, les sonreía ale­ gremente. Bailaron su pas de deux, con cierta torpeza y sin acompañamiento alguno, pero a Lynnette eso' no le importó. Se sentía como si la nueva vida de Herb con Selena fuera su propia vida, y como si el optimismo de su padre se le fuera a contagiar de verdad. Aquella noche el mundo le parecía re­ bosante de incontables posibilidades. Pero claro, poco después de aquello, Herb y Selena rom­ pieron. Últimamente Herb ha estado saliendo con otra mujer, una arquitecta que se llama Miriam, pero Lynnette adivina que allí no hay emoción, y que el amor de esos dos es el cariño tranquilo y eficiente de unas personas ya mayores que han vi­ vido una existencia llena de complicaciones. Aunque echa de menos a Selena, Lynnette no escatima ningún esfuerzo por 159

mostrarse cordial con Miriam, y desea ser su amiga. Por enci­ ma de todo, se niega a que la consideren la típica hija celosa. Lynnette mira a su madre, que está discutiendo algún de­ talle con la señora Ferguson. Las relaciones entre madre e hija nunca han sido fáciles, y hace muy poco que Lynnette ha com­ prendido por qué a su madre le molesta su presencia. Es por­ que Lynnette se las ha arreglado para continuar teniendo lo que Suzanne ha perdido irremisiblemente: Lynnette ha con­ seguido retener el amor de Herb. Al otro lado de la habitación, Bruce se ha refugiado en una esquina, acobardado por tanta actividad. El bueno de Bruce..., bajo, regordete, manso. Su­ zanne también está observando a Bruce y, durante un instante fugaz, las miradas de madre e hija se encuentran. En el trans­ curso de sus últimas conversaciones, Lynnette ha oído a Su­ zanne referirse a Herb llamándolo «mi marido», y ni tan siquiera se ha dado cuenta de su lapsus. Lynnette es consciente de que las dos están pensando en lo mismo. Las dos están pensando en lo guapo e inteligente que es Herb y en que a su lado una mujer se siente protegida. La única diferencia estriba en que Suzanne lo piensa con una punzada de nostalgia y de terror, mientras que Lynnette lo hace sonriendo y con un regusto de triunfo.

John, cuyo traje de color púrpura adopta una extraña tonali­ dad morada cuando se halla en la sombra, está flirteando con una de las chicas encargadas de servir la comida. —¿Qué es una cosa que anda y no tiene patas? —pregunta. La chica se encoge de hombros sofocando una risita. —El reloj —dice John. La chica, que no tendrá más de dieciséis años, estalla en carcajadas, incapaz de contenerse. Es obvio que no desea reírse porque mira sin cesar hacia atrás para ver si la señora Fergu­ son la está vigilando. Y en efecto, la señora Ferguson le lanza 160

de cuando en cuando miradas de soslayo, aunque evidente­ mente no piensa hacer nada de momento, sino que esperará a que acabe la fiesta para poder fustigarla en privado. Ahora John está contando una historia obscena acerca de Michael Jackson y el cachorro de tigre que figura en la porta­ da de su disco. Suzanne le escucha con cierto desagrado. No confía en lo más mínimo en John, y no precisamente porque sea homosexual. Eso no tiene nada que ver. Lo que le fastidia de John es que sea tan intolerante. Recuerda lo que ocurrió el día en que John y Lynnette conocieron a Bruce. Éste, cre­ yendo equivocadamente que John era el novio de Lynnette, se lo llevó afuera después de cenar y mientras paseaban por el jardín le dijo que, si John lo deseaba, él podía ofrecerle un empleo con mucho futuro en su agencia de la propiedad in­ mobiliaria. A Bruce le pareció que era lo apropiado en ese caso. Al pensar en la ingenuidad de Bruce, Suzanne se siente enro­ jecer, pero cuando recuerda que oyó sin querer cómo Lynnette y John se burlaban de su marido mientras se retorcían de risa, su embarazo se convierte en rabia e impaciencia. Lynnette anda rebuscando en el cajón de los cereales. —Mamá, ¿es que Seth ahora no come nada más que palo­ mitas dulces? —pregunta. —Prefiere el maíz tostado —dice Suzanne. —Ahora estoy aquí, así que hacedme el favor de no ha­ blar de mí como si no estuviera —dice Seth, que aparece por la puerta, vestido con su albornoz, que le cuelga de todos lados—. Sí —les dice—, soy yo. Pearl deja en la mesa el birrete de graduado que está fa­ bricando con una hoja de papel y corre a abrazar a su nieto. —Sethela —le dice—, eres tan mayor ahora... un verda­ dero graduado. Y le da un beso. John y Seth se miran por encima de las cabezas de Lyn­ nette, Suzanne y Pearl, a las que sobrepasan en diez o quin­ 161

ce centímetros, y se saludan con una ligera inclinación. —Seth —dice Suzanne—, Concetta te ha mandado una postal. —Le entrega un sobre con sellos de Jamaica y le expli­ ca a John en un susurro—: Nuestra antigua asistenta. Seth sonríe y rasga el sobre. Éste contiene una tarjeta de felicitación que muestra un chico de tez blanca y expresión radiante que sostiene unas flores. Seth despliega la felicitación, arruga la frente y empieza a leer moviendo en silencio los la­ bios. Después levanta la vista, sonríe y lee en voz alta: «Que Dios te bendiga en el día de tu cumpleaños». Vuelve a mirar la felicitación y se pone a descifrar la segunda línea. La minúscula mujer con gorro de cocinero le está susu­ rrando algo a la señora Ferguson en tono furioso. Después de asentir varias veces con la cabeza, la señora Ferguson sale de la cocina al tiempo que le hace a Suzanne una seña indicán­ dole que la siga. Ésta le obedece con docilidad, pese a que intuye que van a reñirla. —Quiere que todos ustedes salgan de la cocina —dice la señora Ferguson—, ahora mismo. —Muy bien —dice Suzanne encaminándose a la puerta—. Vamos, niños, estas señoras tienen que hacer su trabajo. Seth está leyendo la cuarta línea de la felicitación.

Durante toda su infancia, Seth fue un niño problemático. Su­ zanne y Herb no hacían más que castigarle: porque era pere­ zoso, porque estaba demasiado tiempo viendo la televisión, incluso porque a veces tenía accesos de violenta actividad, que le impulsaban, por ejemplo, a saltar ^obre la cama»matrimonial hasta que rompía el armazón. Era un niño difícil y, para compensar aquella impenetrable e íntima relación que existía entre Herb y Lynnette, Suzanne le dedicó a su hijo un afecto que tenía menos que ver con el instinto maternal que con una melancólica sed de justicia. Con el paso de los años, aquel lazo 162

basado en la debilidad se ha fortalecido enormemente y Suzanne quiere a este niño difícil por razones que no puede, ni quiere, explicarse a sí misma. Y Seth a su vez, hasta que cum­ plió los catorce años, le devolvió ese cariño. Pero Suzanne siempre fue cobarde. Cuando Herb, sin darle importancia, le llamaba estúpido a Seth, ella se callaba. Si Herb le imponía un castigo al niño cuando traía malas notas, Su­ zanne se callaba. Suzanne nunca propuso que le hicieran un test a su hijo para descubrir si padecía alguna deficiencia que le hiciera difícil estudiar, por la única razón de que, por en­ cima de todo, temía enojar a Herb. Cuando la consejera de estudios de Seth le dijo a Suzanne que el niño padecía dislexia (añadiendo secamente que le extrañaba que en su casa no lo hubieran notado en todos esos años), Suzanne tuvo una crisis de llanto tan violenta que tuvieron que llamar a la en­ fermera. Herb decidió que Seth tenía que ir a un internado. Le ha­ bían hablado de un colegio de Vermont especializado en ca­ sos como el de su hijo. Antes de darle la noticia a Seth, le dijo que pidiera lo que más ilusión le hacía, e inmediatamente el niño se olió algo raro y su rostro se ensombreció, pues le ocu­ rría a menudo desear cosas con toda su alma y raras veces las obtenía. Al cabo de unos segundos, Seth murmuró que quizá le gustaría una televisión para el asiento posterior del coche. Y cuando Herb le dio la noticia, los ojos de Seth se llenaron de lágrimas y Suzanne se vio obligada a salir de la habitación. Seth fue a ese internado. Al principio no hacía más que llorar y suplicar que le dejaran volver a casa, pero al cabo de unas cuantas semanas se adaptó a su nueva vida y a partir de entonces se ha estado esforzando con constancia y diligencia en superar su dificultad. Se ha ganado el afecto y las alabanzas de sus profesores y el chico le ha dicho a Suzanne que ha lle­ gado a considerar el colegio mucho más como un hogar que ninguno de los demás sitios donde ha vivido. 163

De cuando en cuando, a Suzanne se le ocurre pensar que ha perdido a Seth. No del modo en que se supone que las ma­ dres pierden a los hijos, por haberlos querido demasiado o por haberlos lastimado o por ambas cosas a la vez, sino como quien pierde un imperdible o un juego de llaves. Y entonces piensa que, del mismo modo y también por accidente, podría volverlo a encontrar, y que sus vidas podrían cambiar y quizá se necesitarán mutuamente otra vez. Pero tal como están las cosas, esto no le preocupa a Suzanne porque la capacidad de recuperación de Seth la ha dejado casi tan impresionada como la suya propia.

La familia ha estado discutiendo qué clase de regalo tenían que hacerle Herb y Suzanne a su hijo en el día de su graduación. Herb quería regalarle un coche, pero Suzanne, que no se fía de las dotes de Seth como conductor, se inclinaba más bien por un equipo estereofónico. Entonces Herb se enteró por me­ diación de Lynnette de que lo que más deseaba Seth era una máquina de coser, pues se sentía atraído por el diseño de pren­ das para moda y, según le dijo a Lynnette, incluso estaba pen­ sando en asistir a un cursillo en Parson’s durante el otoño. Cuando Herb se lo comunicó a Suzanne, ésta dijo: «Me doy por vencida». De hecho, le sorprendió muchísimo enterarse de que Seth le hacía confidencias a Lynnette en lugar de ha­ cérselas a ella. También Bruce estaba sorprendido, aunque por una razón distinta. «Bueno —dijo—, supongo que si eso es lo que verdaderamente desea, no hay nada que decir.» Sin em­ bargo, todos están un poco preocupados acerca del regalo, pues no parece lo más apropiado para un chico que ha apro­ bado los cursos preparatorios para la universidad (a pesar de que el modelo escogido por Herb es el no va más, y funciona con programador). Suzanne se pregunta cuál va a ser la reac­ ción de Seth. Al fin y al cabo, él nunca le ha dicho nada acer­ 164

ca del diseño de moda ni de Parson’s ni de que quiere una máquina de coser. Sólo ha hablado con Lynnette. ¿Qué senti­ rá Seth cuando le den el regalo y vea que sus ambiciones se­ cretas han pasado a formar parte de un gesto público?

Hacia las dos empiezan a llegar los invitados. Ya no queda nin­ gún rastro del caos de la mañana: alrededor del patio han co­ locado estratégicamente cestos de flores, y las camareras más jóvenes, ataviadas con delantales de un blanco impoluto, es­ peran en las cuatro esquinas sosteniendo bandejas de entre­ meses calientes. Los primeros en llegar son un matrimonio lla­ mado Barlow que, a pesar de vivir a unos diez metros de distancia, han venido en coche. Saludan calurosamente a Suzanne y a Bruce y, con profusión de sonrisas, comentan el bo­ nito día que hace, lo bonita que está la glicinia y lo bonita que se ve la piscina. Suzanne acepta esos obsequios de boca de la señora Barlow, mientras Bruce le da un austero apretón de manos al señor Barlow. —Tiene mejor aspecto con americana y corbata —le dice John a Lynnette. Los dos están sentados en el trampolín de la piscina, lo bastante alejados de la zona del patio' como para poder ha­ cer comentarios sobre los invitados sin que nadie les oiga. —Eso les ocurre a algunas personas —continúa diciendo John—. Están de lo más ridículo hasta que se ponen un traje, y ahora a tu padrastro se le ve muy apuesto, de veras. Parece una persona merecedora de respeto. Lynnette se sonríe al observar cómo su madre se deshace en cumplidos ante la segunda pareja de invitados. —Se merece unas cuantas carcajadas —dice—. Bruce sabe contar chistes, de esos que gustan a los hombres. 1.

En español en el original 165

John ha entrelazado sus piernas de tal modo que parecen alambres para limpiar las pipas. —Veo que hay una mesa para los niños —comenta. —Sí, hay una, y por una vez Seth no tendrá que sentarse en ella. —Cuando yo era pequeño —dice John—, odiaba esas me­ sas de niños. A veces prefería quedarme sin comer antes que sentarme con esos criajos. —Bueno, no te preocupes. Mamá no nos había puesto en la mesa de los niños, pero sí en una bastante parecida: tenía­ mos que comer en la mesa de los jóvenes con algunos de mis primos y con aquella gente de Queens. Pero he cambiado las tarjetas de las mesas, y ahora estamos con papá, Miriam y Seth. —¿Sabe tu madre que has cambiado las tarjetas? Lynnette sonríe y contesta: —Ya lo descubrirá. —Seth ha vuelto a desaparecer —dice John mirando de nuevo en dirección a la casa—. Espero que podamos charlar, se me hace muy raro verlo en este ambiente. —Bueno, pronto estará en Nueva York, y entonces estoy segura de que lo veremos mucho. No obstante, me gusta­ ría hacérselo saber a mamá como quien no quiere la cosa. Le diría: «Seth y John son amigos y van a ese club de la Avenida A... del que seguramente no has oído hablar». Se moriría. —No seas cruel, Lynnette —dice John. Lynnette lo mira sorprendida. —¿Qué quieres decir? —pregunta. —En serio. Me duele tener que ser tan claro, pero me tie­ ne preocupado toda esa agresión que demuestras hacia tu ma­ dre, lo del cambio de tarjetas y todo lo demás. Lo que impor­ ta es no ser cruel cuando no hay necesidad. Lo que importa es otra cosa. —No soy cruel sin necesidad —dice Lynnette—, lo que 166

yo hago es pura protección propia. Ni muerta hubiera comi­ do con mis primos después de todos estos años. John mira el trampolín y el agua tranquila de la piscina que se extiende debajo. —Tal vez deberíamos ir a alternar un poco —dice. —¿Qué demonios te pasa hoy? —exclama Lynnette—. Tan pronto estás enfadado como lo encuentras todo a las mil ma­ ravillas. —Mira, ya te he dicho lo que tenía que decir. Vamos a char­ lar con la gente, están llegando muchos invitados. —John se levanta, y después de sacudirse unas hojas que le han caído en los pantalones, le tiende la mano a Lynnette diciendo—: ¿Vamos? —Bueno —asiente ella. La joven se pone de pie y le coge del brazo, y así enlaza­ dos suben tranquilamente la pendiente de césped que condu­ ce al patio. En cuanto los ve acercarse, Suzanne se dirige a ellos: —Oh, Lynnette —dice—, llegas justo a tiempo de saludar a los Friedlander. Te acuerdas de Steve y Emily Friedlander, ¿verdad? —Sí, claro —dice Lynnette—, les hice de canguro cuan­ do estaba terminando el colegio. —Sí, te recuerdo, ya lo creo —dice la señora Friedlander tendiéndole la mano. —Y éste es su compañero de piso, John Bachman —dice Suzanne. —Trabajo en publicidad —dice John respondiendo a una pregunta del señor Friedlander. —No es un negocio que dé mucho dinero, ¿verdad? —dice Steve Friedlander—, pero supongo que alguien tiene que hacerlo. Emily y yo nos dedicamos con pasión a la lectu­ ra. ¿Cómo se llama su compañía? John dice el nombre y Emily Friedlander comenta: 167

—Steve, ¿no será una de las nuestras? Y después lanza una carcajada. —Cóctel de champán —anuncia una de las camareritas que pasean las bandejas. —Mousse de pescado —dice otra. —Rollitos de huevo —declara una tercera. Lynnette y John van derechos hacia los cócteles de cham­ pán y cogen dos cada uno. Suzanne toma una copa y se la bebe de prisa y con suma habilidad. Sólo Bruce rechaza el cóctel, porque no bebe alcohol. Alguien sale disparado hacia la casa para traerle un vaso de sidra achampañada. En el vestíbulo se amontonan los regalos de graduación: hay cintas plateadas, costosos papeles de regalo de dibujo ex­ clusivo y lazos enormes y complicados que relucen a la luz del sol.

Son ya las tres cuando Seth consigue salir al jardín. Continúa teniendo un aspecto ajado a pesar de haberse puesto un traje recién planchado. Casi de inmediato queda rodeado por un círculo de abuelas, tías y tías abuelas que han llegado en taxi desde Brooklyn, el Bronx o desde Yonkers. —Sethela —dice Pearl con orgullo—, estás hecho un hom­ bre y muy guapo. ¿Cuántos años tienes? —Pronto cumpliré dieciocho. Por encima de las cabezas de esas mujeres bajitas, Seth intercambia una mirada y una señal de cabeza con John, quien le indica con los ojos el vestuario de la piscina. Seth observa cómo su amigo se despide con un susurro de Lynnette y baja por el césped hacia la piscina. —Y ahora ¿qué planes tienes? —pregunta Pearl—. Dinos a todas cuáles son tus planes, cuéntanoslos, señor estudiante graduado. Suzanne está poniendo salvamanteles y platos de cartón 168

en la mesa de los niños, desde donde contempla a su hijo Seth. Los hijos de Bruce, Linda y Sam, se sentarán en esa mesa jun­ to con dos niños pequeños, unas cuantas sobrinas púberes y el hijo de Concetta, la antigua asistenta, que tiene diecisiete años. Suzanne advierte la expresión sombría de Linda y de Sam mientras observan desde el porche esa fiesta llena de extra­ ños. Suzanne piensa que son unos niños amenazadores; se sien­ te un poco mareada después de la segunda copa y decide to­ mar otra. Y allá, al otro lado del porche, está Lynnette que, habien­ do emprendido la búsqueda de John, se ha visto arrastrada por otro impulso más fuerte: el de encontrar a su padre. Sin embargo, al descubrir que éste no ha llegado, se ha sentado allí, dispuesta a estudiar a su madre, que está bebiendo otra copa. Su diagnóstico es que las cosas están tomando un mal giro para Suzanne (mal giro que será completo cuando descu­ bra el cambio de tarjetas en las mesas). Pero entonces Lynnete recuerda lo que ha dicho John, y siente una punzada de re­ mordimiento. Se dice que no es culpa suya el que Suzanne siga enamorada de Herb y que Bruce sea una persona débil e infe­ rior. No obstante, quizá no esté bien que disfrute tanto con la triste situación de su madre. Sin embargo, ella disfruta de bien pocas cosas, y si no se lo dice a nadie ni hace nada pa­ ra empeorar un estado de cosas que ya la propia Suzanne se ha encargado de malograr, ¿quién puede culparla de nada? Lyn­ nette concluye que, bien mirado, le ha hecho un favor a su madre al cambiar los sitios en las mesas porque le evita tener que sentarse junto a Herb y a Miriam y sentirse llena de envi­ dia y amargura al ver lo enamorados que están. ¿Dónde se ha metido John? Ha desaparecido en algún rin­ cón. Seth sigue rodeado por el círculo de ancianas señoras. Su madre continúa bebiendo, riendo y charlando mientras Bruce le coge la mano con cierta inseguridad... Es el gesto de un hom­ bre que no sabe con certeza a qué o a quién se está agarrando. 169

Nadie, ni siquiera Lynnette, se da cuenta de que en un mo­ mento dado Seth se escabulle de entre sus familiares y se des­ liza hacia el vestuario de la piscina.

Suzanne se ha ido a la cocina; está de pie junto a la encimera, agarrada a ella con tal fuerza que tiene los nudillos casi tan blan­ cos como el mármol. Se muerde el labio inferior tratando de sobreponerse a un ataque de náusea, pues, mientras estaba en el jardín con su marido, se ha sentido súbita e inexplicable­ mente u n sola y abandonada como el primer día en que se levantó de la cama después de la partida de Herb y caminó con piernas temblorosas hasu el salón donde se echó a llorar. Eso no viene a cuento, se dice a sí misma. Está en su nueva casa, es una persona nueva y se encuentra rodeada de amigos y parientes, que han acudido a su fiesu. Sin embargo, nada de todo ello le parece real. ¿Por qué tiene que asalurle de nue­ vo el dolor, ahora que no dispone de tiempo para controlarlo? Respira profundamente conundo las inspiraciones. A su lado, sobre la encimera, hay una copa de martini medio llena y sin pensar se la bebe de un trago antes de darse cuenu de que alguien ha apagado dentro una colilla. Siente que la inva­ de una agradable oleada de calor que le produce cierta insen­ sibilidad. Tiene unas ganas tremendas de desaparecer, de ver la televisión, de irse a la tienda de comestibles. Pero no puede ni debe hacerlo. Fortalecida por la bebida, al menos de momento, sale otra vez al jardín.

Al encontrarse en el exterior, Suzanne comprende que Herb ha llegado porque oye el rumor de su nombre que corre de boca en boca entre los invitados. Herb lleva un traje oscuro de rayas finas y una corbata roja, y está de pie al lado de una 170

bonita rubia de unos treinta años que va ataviada con un ves­ tido blanco: Miriam. Hace días, Herb le habló de ella a Suzanne durante la comida y le dijo que seguramente se casa­ rían la próxima primavera. —¡Papá, papá! —grita Lynnette, que, abandonando la bús­ queda de John y Seth, se levanta para correr hacia él. En su precipitación está a punto de hacer caer a Suzanne. —¡Hola, muñeca! —exclama Herb, y levanta en el aire a la corpulenta Lynnette como si fuera una pluma. Junto a él está Miriam, que lleva en sus manos un peque­ ño regalo. Pertenece a esa clase de mujeres que saben estar y parecer cómodas mientras esperan ser presentadas, aun sien­ do conscientes de que las están evaluando. —Hola, Miriam —le dice Lynnette—, Me alegro de que hayas podido venir. Y le susurra a su padre unas palabras que los demás no llegan a oír. —Hola, Herb —dice Suzanne adelantándose a saludarlo. Si no supiera lo de Miriam, podría añadir algo provocati­ vo como: «¿Quién es esta amiga tuya?». Pero, al estar algo be­ bida, no tiene idea del modo en que suenan sus palabras. —Estás radiante, como siempre —le dice Herb. Miriam sonríe. —Oh, Miriam —dice Herb recordando de pronto a su acompañante—. Suzanne, ésta es Miriam. Miriam, Suzanne. —¿Qué tal, Suzanne? —dice Miriam—. Herb me ha habla­ do muchísimo de ti. Y le tiende la mano con un ademán lleno de elegancia. —Lo mismo digo —dice Suzanne. —¡Hola, Herb! —Un hombrecillo que ha aparecido de re­ pente junto a Suzanne le estrecha la mano a Herb y agrega—: Me alegro de verte, muchacho. Suzanne mira algo intrigada al individuo hasta que recuer­ da que es su marido. 171

—Os dejo para que podáis hablar —dice Suzanne—. Mis deberes de anfitriona me reclaman. Y se escabulle hacia la cocina. Por lo general, Suzanne no bebe demasiado y cuando lo hace es porque existe una razón. Pero en esas ocasiones, como hoy, se siente enormemente im­ presionada por el poder que tiene el alcohol y le gustaría re­ comendárselo a todo el mundo como una droga milagrosa. Le gustaría hacer anuncios publicitarios que pregonaran su gran efectividad. Tal vez podría decírselo a la señora Ferguson. «Es asombroso lo que ese brebaje es capaz de hacer», podría de­ cirle. Después de todo, no somos más que un combinado de compuestos químicos... Y de pronto nota que su cuerpo se ha convertido sólo en eso, en un combinado de compuestos químicos completamente mecánico, en una tinaja llena de ele­ mentos que se influyen recíprocamente, y sabe que por lo tanto ahora es inmune. Las empleadas del servicio de catering están trinchando varias piernas de cordero, y la anciana tocada con el gorro de cocinero le grita a Suzanne: —Cuando quiera, señora, estamos dispuestas para ser­ virlas. —Oh, sí, yo estoy dispuesta para lo que sea —contesta Suzanne. De hecho, únicamente experimenta una ligera sorpresa cuando ve su nombre escrito en una tarjeta de la mesa desti­ nada a sus primos de Queens. Recuerda haberlo dispuesto de otra manera, pero no importa. Los primos de Queens pueden ser divertidos. Todas las personas pueden ser divertidas siem­ pre que ella sepa mirarlas y escucharlas del modo adecuado. Justo cuando están sirviendo el aperitivo aparecen Seth y John, un poco jadeantes. —¿Dónde estabais? —pregunta Lynnette. —Hemos ido a dar una vuelta —contesta John. Y los dos jóvenes se sientan a la mesa de Herb, que les pregunta: 172

—¿Lo habéis pasado bien? —Oh, sí —afirma Seth—, muy bien. ¡Hola, Miriam! Desde una mesa situada a sus espaldas, Suzanne levanta su copa de vino y dice: —Mazel tov a todos. Lynnette, que se siente a salvo, cómodamente instalada entre Herb y John, ni siquiera sonríe al oírla. Bruce se ha sentado al lado de su mujer. —Suzanne —le dice—, ¿te encuentras bien? Tienes los ojos enrojecidos.

Empieza a anochecer, y de las mesas han sido retirados todos los platos, vasos y cubiertos. Las empleadas del equipo de catering están recogiendo la cocina, acompañadas por el zumbido del friegaplatos. La anciana del gorro cocineril, antes tan irritable, está sentada en una esquina sacando brillo a una sartén de cobre mientras can­ turrea God Bless the Child. Cerca del trampolín, Suzanne con­ templa las nubes, cuyas masas purpúreas se empujan y fun­ den unas con otras. Percibe vagamente que a sus espaldas hay un grupo de gente que continúa charlando, y que casi todos ellos son miembros de la familia (los Barlow y los Friedlander se marcharon hace horas), aunque es incapaz de reconocer una sola voz. Sin embargo, no se siente débil sino fuerte, con una fortaleza en cierto modo perversa... Ha sido lo bastante fuerte como para aguantar a pie firme toda la comida y para impedir que Myra se pasara todo el rato hablando de odonto­ logía. Una vez más ha logrado superar su desesperación. Sólo se pregunta cuánto tardará en verse invadida de nuevo por ese sentimiento y si para entonces el abismo se habrá hecho más profundo. En el patio se oye un rumor de risas y una voz, la voz de John, que dice: 173

—Ande, por favor, baile conmigo. Suzanne se levanta y camina dando tumbos hacia la casa para descubrir la fuente de aquel tumulto. A lo que parece, Seth ha puesto en el aparato estereofónico una cinta de bailables que grabó para una fiesta de la universidad, y por la ventana del cuarto de estar surge a todo volumen una música disco cantada en alemán. La persona a quien John está tratando de convencer de que baile con él es Pearl, y ésta sacude la cabeza y dice «no, no», y después se ríe a carcajadas echando atrás la cabeza cuando John le tiende los brazos con ademán im­ plorante. —Vamos, Pearl —dice uno de los tíos—, si a ti te encanta­ ba bailar con los jovencitos. La familia asiente con grandes carcajadas. Sí, dicen, que baile Pearl. E, inesperadamente, ésta accede y una amplia son­ risa le ilumina la cara. Pearl baila con asombrosa energía. Levanta con garbo los pies lanzando pataditas, y sus hermanas, primos y nietos, que han formado un círculo a su alrededor, le dedican fuertes aplau­ sos y la animan a continuar. Incluso Seth salta y lanza chilli­ dos de regocijo. Fuera del círculo, Lynnette está sentada con Miriam y Herb ante una mesita del patio. Los tres observan el espectáculo sonriendo con educación, como turistas que contemplaran una danza de los nativos pensando que ojalá ellos pudieran ser tan primitivos para tomar parte en el baile. Lynnette mira a Miriam, cuyo rostro es un parangón de per­ fecta serenidad. Qué contraste —piensa Lynnette— con el ri­ dículo show de su madre, con la ridicula fiesta; qué agradable es estar en compañía de la amable y bien educada Miriam. Lynnette no puede evitar que una sonrisa asome a su rostro, y acerca su mano a la de Miriam, que levanta un poco la suya para volver a dejarla exactamente en su anterior posición so­ bre la mesa. La siguiente canción de la cinta es It ’s Raining Men, y Pearl 174

la baila imitando las zancadas del patilargo de John ante el al­ borozo de todos los que les rodean, incluso de Suzanne, que se ha quedado en un extremo del patio y ahora da palmadas y se ríe a carcajadas echando hacia atrás la cabeza. Pero des­ pués se dirige tambaleándose a la mesa en la que Herb está sentado junto con Miriam y Lynnette y le tiende a éste las manos. —Ven, Herb, ven a bailar con tu mujer, en recuerdo de los viejos tiempos. Herb la mira azorado. —Adelante, Herb —dice Miriam—, creo que es una idea muy simpática. Luego sonríe. En cuanto a Lynnette..., a Lynnette los ojos se le salen de las órbitas. El rímel y el maquillaje se le han corrido deján­ dole unos churretes de color negro y magenta bajo los ojos. Allí sentada, parece un personaje de dibujo humorístico que Suzanne vio hace tiempo y que representaba a Satán en una fiesta absurdamente distinguida. El demonio se había presen­ tado de improviso y se hallaba instalado ante la mesa en toda su horrible fealdad sin que por lo visto nadie se percatara de su presencia. El pie del dibujo rezaba: «El convidado ines­ perado». —Por favor, Suzanne —dice Herb—, no tengo ganas de bailar. —Pero a Miriam no le importa, ¿verdad? —dice Suzanne. —No os preocupéis por mí, me parece bien —dice Miriam. Suzanne estira de la mano a Herb y lo obliga a levantarse. —Vamos —dice tan alto que varios parientes se vuelven a mirarla—, les enseñaremos a estos jóvenes cómo se baila de verdad. A Herb no le queda más remedio que seguirla. Suzanne se desliza entre dos de sus primos y lo arrastra hasta el centro 175

del patio, donde John y Pearl siguen haciendo su exhibición. Pearl está disfrutando de lo lindo de su papel de protago­ nista, y al ver a su-hija le lanza una mirada cargada de suspica­ cia e irritación. —Venga, mamá —dice Suzanne—, no puedes ser el cen­ tro de atención durante toda la noche. —Y agarrando a Herb de las manos comienza a marcar los pasos de un jitterbug. Pero en seguida termina I t’s Raining Men, y la siguien­ te canción de la cinta es, inexplicablemente, Smoke Gets in Your Eyes. John se arrodilla ante Pearl y le suplica que siga bailando, pero ella lo rechaza con un gesto de la mano di­ ciendo: —No, no puedo más. Estoy demasiado cansada. —Oh —dice John—, no me dé este disgusto. Se me parte el corazón. —Da gusto ver que no has olvidado el arte del flirteo, mamá —le dice Suzanne a Pearl. Todos se ríen. Para asegurarse de que Herb no se le esca­ bulla durante este baile tan lento, Suzanne lo tiene abrazado por la cintura, y ahora que están solos en medio del círculo es fácil advertir cómo Herb se retuerce intentando guardar las distancias mientras Suzanne lo sujeta con firmeza para evitar que sus pechos se separen. —Oye —dice Herb—, tengo una idea. Organicemos un baile en familia, bailemos los cuatro juntos. ¡Anda, Seth, ven! Los invitados gritan y ríen mostrando su aprobación. Seth niega con la cabeza, pero sólo se trata de un gesto para la gale­ ría y su abuela lo empuja hacia sus padres que lo acogen entre sus brazos. El baile continúa y los tres se tambalean de aquí para allá a través del patio. Suzanne va cantando: When an oíd fíam e dies, you knotv what happens. Se oye un rumor detrás del círculo de espectadores. Al » parecer, unas cuantas personas están intentando persuadir a Lynnette de que se una al baile familiar. En efecto, varias de 176

sus tías la han obligado a levantarse y la empujan hacia la im­ provisada pista de baile haciendo oídos sordos a sus tenaces protestas de que no quiere bailar. —Vamos, Lynnette —dice Pearl—, no seas una aguafies­ tas. Baila con tu familia, cariño. Pero eso es exactamente lo que Lynnette aspira a ser: una aguafiestas, y se libera a fuerza de codazos de las garras de sus tías diciendo con los dientes apretados: «No quiero bailar». Pero es inútil. El círculo se ha abierto para dejarle paso y John la agarra con tanta fuerza del brazo que a Lynnette le asoman lágrimas a los ojos. —Anda —le dice John—, baila con ellos. —Suéltame o me pongo a gritar —le advierte Lynnette. —Cállate y no seas criatura —dice John empujándola ha­ cia el centro del círculo, hasta el tambaleante círculo interno formado por su familia. El círculo se cierra a su alrededor, como una boca; en su interior se respira una humedad malsana, hecha de alcohol y perfume. Los cuatro se han cogido de los brazos y sus cabe­ zas se entrechocan mientras avanzan dando traspiés: la fami­ lia a duras penas logra mantener el equilibrio. «Te quiero, en­ canto», dice de pronto Suzanne, y Lynnette siente que unos labios se posan sobre sus cabellos. Lynnette se echa a llorar. Su llanto es lo único que se oye aparte de la música, pues de repente los espectadores han en­ mudecido y los observan atónitos. Y a pesar de que Herb le aprieta el hombro y le susurra al oído: «No pasa nada, cari­ ño», Lynnette sólo es capaz de sentir el terror de la inercia, como la última vez que su padre la estuvo empujando en el columpio. Aquel día iba cada vez más y más alto, como si la fuerza de Herb bastara para refutar su gordura de niña. «¡Bas­ ta, papá! —había gritado mientras el columpio se elevaba—. ¡Para, para, tengo miedo!». Lynnette se había agarrado a las ca­ denas del columpio con la boca muy abierta. Pero no era la 177

altura lo que le daba miedo; le daba miedo su padre, el modo en que seguía empujándola como si el columpio fuera algo mágico y con aquel impulso pudiese convertir para siempre a Lvnnette en la grácil niñita que él en el fondo deseaba tener por compañera.

RADIACIÓN

os hermanas y un hermano estaban sentados ante una me­ sa de cocina viendo «Hospital General» en la televisión. ¿Mónica es buena o mala?, preguntó la más pequeña de las hermanas, una niña de seis años. No lo sé, dijo el hermano, que acababa de regresar de unos cursillos de verano para chicos a punto de ingresar en la uni­ versidad. Callaos, callaos, no me dejáis oír, dijo la hermana mayor, ahuyentando con un gesto una mosca atraída por su piel húmeda. Creo que primero era mala, luego fue buena, pero ahora vuelve a ser mala, dijo la mujer de la limpieza, que había se­ guido con atención la serie desde sus principios. La hermana pequeña se levantó y atravesó corriendo toda la casa hasta la habitación de su madre, jugando mientras co­ rría a un juego que se había inventado y que incluía vueltas de campana y giros sobre sí misma.

D

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La madre también estaba viendo «Hospital General» mien­ tras pedaleaba en su bicicleta fija. La niña volvió a preguntar, ¿Mónica es buena o mala? No lo sé, dijo la madre, empujando hacia adelante y hacia atrás el manillar de la bicicleta para fortalecer los músculos. Nunca lo sé. En la pantalla, Mónica y Lesley discutían acerca de Rick. Sonó un despertador y salieron unos anuncios. La madre se bajó de la bicicleta, se sentó ante el tocador y empezó a cepillarse el pelo. Se lo había hecho cortar por un peluquero especializado en señoras sometidas a tratamiento. Al pasarse el peine, éste levantaba los diferentes mechones y se veían las zonas de calvicie que el peluquero había disimulado. ¿Quieres venir conmigo al centro de radioterapia?, le pre­ guntó la madre a la hija. Nooo, prefiero ver la tele, dijo la hija. Pero Bear e Ivy irán, nunca han estado allí. No, dijo la madre, no han estado. Se pintó los labios y lue­ go se quitó el exceso de pintura dándose toquecitos con un kleenex. Niños, ¿estáis a punto?, preguntó la madre al entrar en la cocina. Sí, estamos a punto, dijo la hija mayor. No olvidéis poneros los zapatos, dijo la madre. La hermana mayor miró a su hermano y le hizo una mue­ ca, hundiendo las mejillas y retorciendo la lengua..., una ha­ bilidad que seis de cada siete personas poseen. Luego se tocó la punta de la nariz con la punta de la lengua, sonrió y dijo con voz de falsete. Sí, mamá querida. En el coche, el hijo, a quien llamaban Bear1, se tumbó en el asiento de detrás. Su hermana, que estaba siendo sometida a un tratamiento de psicqterapia para complementar su for­ 1. B ea r en inglés significa oso. (N. d e l T). 180

mación de psicoterapeuta, comenzó a explicar que a menudo las personas que en su infancia han tenido una relación anor­ malmente estrecha con sus padres son incapaces de despegarse de ellos cuando llegan a la edad adulta. Por consiguiente, libe­ ran su propio impulso agresivo mediante frecuentes «rebelio­ nes», incluso siendo personas ya mayores, en lugar de rela­ jarse y decirse, mis padres son de este modo y los acepto tal como son. Y ésta es la razón, continuó explicando la herma­ na, por la que su mejor y más antigua amiga, Katie, hizo lo que hizo.

Lo que hizo fue representar toda la comedia de una boda en toda regla con su novio, cuando en realidad ni siquiera habían sacado la licencia de matrimonio. Además, la ceremonia había sido de lo más discutible, con todos esos votos mutuos que ambos hicieron de amarse, cui­ darse y estar siempre a punto para follar al otro. Así que, como veis, terminó diciendo la hija, es una situa­ ción muy complicada cuando se la mira desde el punto de vista psicológico. La madre no lo veía de ese modo. Afirmaba que se trata­ ba de una acción vil hecha por una chica vil. Razonaba dicien­ do que Keith, el padre de Kate, su padre, se estaba muriendo y quería ver casada a su hija antes de dejar este mundo. ¿Aca­ so era mucho pedir? Siempre he sabido que Katie era una ser­ piente, dijo la madre, una egoísta decidida a salirse con la suya. La hija se removió en el asiento y sacó de nuevo la len­ gua. Es más complicado que eso, volvió a decir. No veo nada complicado en ello, dijo la madre. Oye, dijo la hija, ya sabes a lo que me refiero. Mientras hablaba, jugueteaba con el dispositivo eléctrico para abrir y cerrar automáticamente la ventanilla. Oye, dijo, Corinne siente algo así como unos extraños... 181

No juegues con el botón de la ventanilla, ya se ha estro­ peado una vez este año. Corinne, repitió la hija, siente unos extraños celos de Keith. Corinne era la mujer de Keith y se estaba sacando, a sus años, el doctorado en filosofía. ¡Celosa!, dijo la madre, ¡celosa de un moribundo! No pue­ de esperar a que... ¡Oye! La hija empezó a juguetear con el cinturón de se­ guridad. Corinne casi preferiría ser ella la que se está murien­ do, porque se cree mucho más desgraciada que Keith y quie­ re justificar su propio sufrimiento. Creo que en el fondo está contenta de que Katie y Evan no se casaran, aunque no quiere reconocerlo. No me convences, dijo la madre, Corinne también es una serpiente. ¡Celosa! Si tuviera celos no estaría deseando casar­ se con tu padre. ¿Qué? El hijo, que estaba echado en el asiento, se sentó. ¿Qué?, preguntó de nuevo. No, nada, Bear, contestó la hija. Vamos, Ivy, Bear ya es mayor, dijo la madre. He hecho este comentario, Bear, porque una vez Corinne se emborrachó y le dijo a tu padre que cuando yo me muriera y Keith se murie­ ra, ellos dos podrían casarse. El hijo lanzó una risita nerviosa, tal vez de alivio. Y no se te ocurra comentárselo a nadie, dijo la madre, y menos a tu hermana pequeña. Claro que no, dijo el chico, no diré nada. En ese momento llegaron al centro de radioterapia, que era nuevo y moderno y estaba situado en los sótanos. Bajaron en ascensor y se encontraron en una sala de espera elegante y de grandes proporciones con las paredes tapizadas de moqueta. 182

¡Caramba!, dijo la hermana. ¿Verdad que es bonito?, dijo la madre precediéndoles a través de la sala. Todo era bonito. Las mesas tenían insertados unos tableros de backgammon y de ajedrez. En las paredes colgaban cuadros de Folon, O’Keeffe y Weyth. Había libros y revistas, juguetes y puzzles para los niños. Los colores que dominaban eran brillantes y alegres, pero no tanto como para que pudieran ofender a los moribundos, pues para la decora­ ción el arquitecto había consultado a un conocido especialis­ ta en personas en trance de morir. ¿Verdad que es bonito, Bear?, dijo la madre. Mira aquel cristal. Al otro lado es donde hacen el tratamiento. Detrás de un amplio panel de vidrio, mucho mayor que una ventana normal, el hijo vio una mesa de reconocimiento lisa y de color plateado que parecía muy fría. Se elevaba como una isla en el centro de la habitación. Sobre ella colgaba del techo una máquina grandiosa que apuntaba hacia la mesa como si fuese una ametralladora. Se acercaron a un mostrador detrás del cual se hallaba sen­ tada la enfermera. Hola, Joanne, le dijo la madre a la enfermera. Me alegro de verte, Gretl, dijo la enfermera. ¿Son tus hijos? Ya lo creo, dijo la madre. Ésta es Ivy y éste es George, pero le llamamos Bear. Ui madre nos ha hablado mucho de ti, guapo, le dijo la enfermera al chico. ¿Y cómo son los nuevos muebles para el jardín? ¿Ya los habéis recibido? Ya lo creo, dijo la madre. Son preciosos, pero ya se sabe que los muebles que se dejan a la intemperie se estropean siem­ pre. Estoy convencida de que no van a durar más de un año. Pues Frank y yo, dijo la enfermera, hace ya tres años que tenemos los mismos muebles de jardín. ¿Dónde habéis com­ prado los vuestros? El hijo se desentendió de la conversación para observar 183

a un hombre mayor que salía de uno de los pequeños vestua­ rios dispuestos en hilera. Mientras, su hermana le observaba a él. El hombre de edad se había puesto una bata blanca abro­ chada por detrás con unas cintas. Seguía calzando sus zapatos negros de hombre de negocios y llevaba calcetines cortos tam­ bién negros; las piernas se le veían blancas y delgadas. Des­ pués de cargar con parsimonia su pipa, se sentó en una esqui­ na a leer la revista Time. A poca distancia, dos niñas pequeñas jugaban a «la esca­ lera». El chico recordó que su hermana menor le había dicho que en el centro de radioterapia siempre había niños con quie­ nes jugar. Lurene ha estado preguntando por ti, dijo la enfermera. Qué lástima que no os hayais encontrado. Lurene era un personaje del cual el hijo había oído ha­ blar, pues formaba parte del monólogo que su madre sostenía a la hora de cenar contándoles su vida en el centro de radiote­ rapia. Era una telefonista ya anciana que padecía la misma en­ fermedad que su madre, aunque sólo en un estadio inicial, y estaba asustada porque los médicos emitían contradictorios diagnósticos. Pero la madre se impuso, la tomó bajo su pro­ tección, le hizo ver las cosas claras y se puso como ejemplo de que era posible sobreponerse a ello y seguir viviendo. Ahora Lurene veía las cosas claras. La madre se había metido en uno de aquellos cubículos para cambiarse, de modo que los hermanos se sentaron. El her­ mano cogió un ejemplar de Highlights; la hermana se dedicó a chuparse un mechón de sus cabellos. Ánimo, Bear, dijo la hermana. El hijo dejó la revista. Lo que pasa es que no me gusta este sitio. Y ella finge que está contenta, ¿por qué quiere hacernos creer que le gusta ve­ nir aquí? La gente se enfrenta a sus problemas de maneras muy dis­ 184

tintas, dijo la hermana tratando de no sonar demasiado san­ turrona. No sé, dijo el hermano. Creo que me encontraré mejor cuando papá vuelva a casa. Todo va mejor cuando él está en casa. Cogió de nuevo la revista y empezó a leer la columna de «Goofus and Gallant». Bear, dijo la hermana, ¿te preocupa lo que dijo Corinne? Sí, no; creo que sí, dijo el hermano. No lo sé. Sólo puedo pensar en que ella le pagó a él los estudios en la universidad. Se pasaba los trescientos sesenta y cinco días del año soldan­ do barcos de guerra para que él pudiera acabar la universidad. Ojalá él no tuviera que viajar tanto. El chico volvió a sumirse en la revista. Ya sabes que tienen problemas, Bear, dijo la hermana, pro­ blemas gordos. Se ponen furiosos el uno con el otro, pero es­ tar furioso no quiere decir odiarse, Bear. No es como si mamá se fuera a morir dentro de un año, dijo el hermano desde detrás de la revista, pero Corinne in­ tenta que mamá se ponga más enferma de lo que está. Bear... No lo digas, Ivy, dijo el hermano levantándose. Crees sa­ ber muchas cosas. Yo he vivido con ellos, y él la quiere, más de lo que te imaginas, quizá más de lo que él mismo se imagi­ na. Te lo digo porque lo he visto. Hay cosas que ninguno de nosotros sabemos, cosas que tú no... Bear, ¿cuándo vas a enfrentarte al hecho...? Pero él le había vuelto la espalda. La madre salió del cubículo cubierta con una bata blanca y mostrando una gran sonrisa. El último grito de la moda, dijo en broma haciendo una pirueta. El hijo se echó a reír. La bata quedaba entreabierta por la espalda y a través de esa abertura el hijo vio las piernas del­ gadas, el sujetador y unas bragas grandes y floreadas. 185

La madre pasó al otro lado del panel de cristal y se sentó en la mesa. El hijo se acercó para observarla. Le pareció verla sobresaltarse cuando su piel tocó el frío metal. En una esqui­ na de la habitación había un técnico que accionaba los mandos. Una vez, dos veces, la oscura máquina pasó sobre el cuer­ po de la madre con un amplio movimiento. La madre tenía que permanecer completamente inmóvil. Era imposible dis­ tinguir la milagrosa radiación abrasadora que hacía que los bul­ tos se redujeran. Me gustaría saber cómo funciona, dijo la hermana. Pero su hermano no la escuchaba. Tenía la cara aplastada contra el cristal y estaba recordando las historias que su madre solía con­ tarle, seguramente para angustiarle. Acerca del chico que du­ rante un año entero le estuvo robando el almuerzo en el cole­ gio; acerca del doctor que según le dijeron sólo iba a examinarla y en lugar de eso la tumbó a la fuerza en la mesa del comedor y le quitó las amígdalas; acerca del perro que ella tuvo de recién casada, el perro llamado Brownie que un veci­ no chiflado envenenó sin razón alguna, y que por eso cuando eran pequeños no les permitió tener un perro. Y el hijo recor­ dó asimismo que el año pasado ella le dijo a su padre que qui­ zá lo acompañaría a Italia esa vez, pero el padre, cuando estu­ vieron a solas, le dijo que no, que no quería que fuera con él a Italia, y ella contestó, está bien, está bien, me va muy bien, me quedaré aquí. Tengo la piscina, mis amigos, todo cuanto necesito, y cuando se lo contó al hijo le dijo, ni hablar de de­ cirle a tu padre que te lo he contado, todavía conservo algo de orgullo. No, pensó el hijo, mejor era recordar las otras historias, las que ella le contaba cuando estaba un poco bebida o se sen­ tía feliz. Historias de los muelles donde había estado soldan­ do. Yo era la mejor de mi división, le había dicho, pero como era una mujer, nunca me subieron el sueldo. Hoy en día, ha­ bría protestado. 186

Luego se había puesto a diseñar uniformes para mujeres soldadoras. En los sindicatos había muchos chanchullos. Los trabajadores italianos le cambiaban los bocadillos de berenje­ na calientes que sus mujeres les preparaban en el ghetto por las tostadas con atún que ella llevaba. Y el hijo comprendía que la deseaban al verla con su ajustado mono de metalúrgico. Pero de eso hace ya mucho tiempo, solía terminar dicien­ do la madre. ¿Por qué no vuelves a soldar? No podría. Soy demasiado vieja, Bear, estoy demasiado apegada a mi rutina. La miró a través del cristal. La máquina volvió a pasar so­ bre ella. Al hijo le habría gustado tocarla a través del cristal, pero, naturalmente, no podía. Ella seguía completamente inmóvil. El hijo oyó que su her­ mana hacía un ruido ahogado. Cuando se volvió, la vio do­ blada en dos con la mano sobre la boca y los ojos enrojeci­ dos, tratando de dominar un ataque de llanto tan repentino como una tos. En la habitación se encendieron las luces nor­ males, y la madre se levantó y salió. ¿Ya está?, preguntó el hijo. Ya está, no hay nada más, es sencillísimo. Tengo que ir al lavabo, dijo la hermana echando a correr. Volvió al cabo de un rato; la madre se había vestido, y los tres se marcharon. Cuando llegaron a casa, la hermana pequeña y la asisten­ ta estaban viendo «El filo de la noche». Para mimar un poco a la niña, la asistenta le había permitido hacer bizcochos, de modo que la cocina estaba llena de cuencos, cuchillos y ca­ zuelas grasicntos y cubiertos de masa pegajosa. April no sabe que Draper está vivo y ella se va a casar con Logan, dijo la hermana pequeña en tono excitado. Y van a se­ cuestrar a Emily para conseguir el dinero de Kirk, sólo que Kirk no es Kirk sino Draper. 187

Oh, Dios mío, dijo la madre mirando lo sucia que estaba la cocina. Caray, te dije que no hicieras pasteles sin preguntár­ melo a mí primero. Tú cocinas y yo tengo que limpiar tus por­ querías. No es justo, no es justo. Hizo un gesto con los brazos dirigido a todos ellos, pero no supieron adivinar si era para apartarlos o para abrazarlos. Se los quedó mirando y su cara se desencajó como cuando tuvo la parálisis. Luego les volvió la espalda y salió corriendo hacia el vestíbulo. La oyeron sollozar. Sus hijos estaban atónitos. Aunque se habían acostumbra­ do a que se enfadara a menudo con ellos, no estaban acos­ tumbrados a verla llorar. Se quedaron allí sentados, y la hija pequeña se puso a canturrear en voz baja. Es curioso que en los seriales las personas se mueren en un episodio y vuelven a aparecer en otro, dijo la niña. Así en la tierra como en el cielo, contestó la asistenta. Los otros dos guardaban silencio. El hijo, desoyendo las advertencias de su hermana, se dirigió a la habitación de su madre. La puerta estaba cerrada, y él se quedó allí plantado duran­ te lo que le pareció un tiempo muy largo. Finalmente, llamó, pero no recibió respuesta. Entonces abrió con cuidado la puer­ ta. La madre yacía hecha un ovillo sobre la enorme cama y llo­ raba sin ruido; se la veía muy pequeña. El chico no se le acercó. Mamá, dijo. Ella no contestó. Ahora en lugar del llanto se oían suspiros. Mamá, dijo otra vez. La madre no levantó la cabeza. No pasa nada, Bear, estoy bien, consiguió decir. En ese momento el hijo sintió deseos de abrazarla. Sin embargo, sabía que no podía hacerlo, porque lo retenía lo que siempre lo había retenido: ciertas normas que existían. Espero que te encuentres mejor, mamá, dijo, y salió de la habitación. 188

La madre asintió con la cabeza. Se alegraba de que él se hubiera marchado, pues le fastidiaba tener que consolarle de sus propios sufrimientos. Conocí a un marinero, cantó para sí misma, un marinero de un barco..., y pensó en su madre, que tenía demasiados hi­ jos y apenas sabía inglés. Se levantó despacito, se secó los ojos y se sonó. Después, de pie ante el espejo, se estiró con fuerza los cortos cabellos, pero ni un solo pelo se movió de su sitio. Bien, pensó, tengo un día más. No obstante, tal vez seguiría el consejo del pelu­ quero y se compraría una peluca. Era curioso cómo con el tiempo uno se acostumbraba incluso a los cambios más ate­ rradores; cómo aun lo que costaba imaginar podía acabar sien­ do soportable. Bueno, iba a encontrarse bien. Se excusaría y la cena trans­ curriría perfectamente. Vaya, si tan sólo hace cinco años se ha­ bría desmayado de dolor al sufrir las pruebas que ahora so­ portaba como parte de una rutina y casi sin parpadear. Habría vomitado al ver las cicatrices que cubrían su cuerpo. Habría llorado por miedo a la muerte. Pero eso se había acabado, ya no más. Sin embargo, al mirarse en el espejo, recordó la joven re­ belde que en otro tiempo había sido, y solamente se sintió ape­ nada de no hallar en su interior fuerzas suficientes para por­ tarse como una valiente.

LEJOS

DE A Q U Í

L

as tres se ponen en fila, en orden de mayor a menor: Gretichen, Carola, Jill, y Leonard las cuenta en el visor de ima­ gen. Mientras están juntas y tan quietas, Leonard puede advertir las similitudes de sus rasgos: la curva de los pómulos, los ojos almendrados, los labios delgados. Pero si no conociera a estas mujeres y las viera por separado, no se le ocurriría que pudie­ ran ser hermanas. Gretchen, la mujer de Leonard, que es la más alta y también la de más edad, sacude la melena y se echa a reír. Carola, que lleva el pelo más corto y tiene la boca más pequeña que sus hermanas, lanza un fuerte suspiro. Jill está a su lado y va descalza, y por eso salta sobre uno y otro pie en el cemento ardiente. —Date prisa, Leonard, tengo que hacer la cena —dice Carola. —Déjame que enfoque —dice Leonard. Las hermanas protestan en voz baja y se cogen del brazo. Leonard piensa que a través de su máquina fotográfica acaba 191

de capturar una imagen que no refleja nada de estas mujeres como individuos sino que subraya sus esfuerzos por mante­ nerse lo más alejadas posible la una de la otra y por evitar que sus brazos se toquen demasiado. —Hace un calor excesivo para estar así mucho tiempo —dice Jill, que suelta el brazo de Carola y hace ademán de espantar una mosca. Leonard oprime el obturador y la máquina escupe un tro­ zo de papel fotográfico de color verde gris. AI momento, las hermanas se separan y regresan a su ocupación anterior; Gretchen se dirige al porche, Carola a la cocina y Jill atraviesa el césped saltando de piedra en piedra hasta el arce bajo el cual su amiga, Donna Lee, está sentada leyendo con la espalda apo­ yada en el tronco. Leonard protege la fotografía de la luz con la mano izquierda y se inclina, entrecerrando los ojos, para observar cómo la imagen se va haciendo visible.

Aunque ambas viven en Nueva York, Carola y Jill se ven muy raras veces, y nunca en sociedad. Sólo se han reunido para discutir acerca de cuentas bancadas, acciones y el seguro de vida de su padre. Carola trabaja en el departamento de dere­ chos subsidiarios de una compañía de seguros, y vive en el East Side; Jill vive con Donna Lee en una región sin nombre un poco más abajo de Tribeca y ha cogido un trabajo tempo­ ral para pagarse un curso de cinematografía en la Universidad de Nueva York. Gretchen ha estado viviendo desde que ter­ minó la universidad en Mili Valley, en la parte norte de Cali­ fornia, y lleva tres años casada con Leonard, que está emplea­ do en una compañía de software para ordenadores. Ahora las hermanas se han reunido de nuevo debido al fallecimiento de su padre, que ha muerto de un enfisema a los sesenta y mu­ chos años. Las tres han acudido a una casa que no es su anti­ guo hogar, sino una vivienda completamente desconocida para 192

ellas. Su padre se trasladó allí hace tres años cuando, al morir su esposa (la madre de sus tres hijas), se volvió a casar casi sin dilación con una divorciada que se llamaba Eleanor Manley. Esta casa es el antiguo hogar de Eleanor, y, al morir ella de un ataque al corazón hace tres meses, los hijos Manley reti­ raron del domicilio todos los cachivaches, lo limpiaron lo me­ jor que pudieron de los viejos recuerdos, y se lo dejaron al viudo, a quien ninguno de ellos conocía muy bien. A pesar de esa limpieza reciente, en la casa quedan todavía vestigios de una vida familiar que no tiene nada que ver con Gretchen, Carola y Jill. Éstas han acudido para clasificar las pocas cosas que su padre se llevó consigo al instalarse. Jill no ha estado nunca en esta casa, porque cuando du­ rante el verano de hace dos años Gretchen y Carola fueron a hacerle una visita a su padre, Jill se negó a acompañarlas sin dar ninguna explicación. La mansión, que data del siglo dieci­ nueve, está construida en piedra y tiene las paredes cubiertas de hiedra y varios torreones. Los agentes de la propiedad in­ mobiliaria de Westport dirían de la casa que es «señorial». Aquel verano de hace dos años, el sello de Eleanor se veía en todas partes: las camas tenían sábanas floreadas y las paredes de los pasillos estaban decoradas con fotografías de pilludos pari­ sinos tomadas por la propia Eleanor. En la mesa del come­ dor había un salero y un molinillo de pimienta ante cada pla­ to, y las sillas tenían patas con garras. Carola se dijo que la casa era tan exclusivamente el imperio de Eleanor que resul­ taba bastante dudoso que su padre se hubiera sentido a gus­ to en ella. Incluso a los propios hijos de Eleanor, aquella mansión parecía no interesarles ni importarles nada. Claro que ahora Eleanor ya no está. El padre tampoco, pero las hi­ jas de él recorren con sigilo los pasillos, como si fueran in­ vasores. La primera noche de su llegada, cuatro días atrás, Gret­ chen dijo durante la cena: 193

—Leonard y yo vamos a convertir nuestra estancia en unas vacaciones, una especie de saludable retiro. Dijo que se levantarían a las seis para correr nueve o diez kilómetros y que por la tarde harían gimnasia, y añadió que ella iba a confeccionar un régimen especial para cada uno de los dos, pero que de entrada tenían que restringir todo lo po­ sible la sal y el azúcar. Eso lo dijo mirando a Carola, que era la que se había ofrecido a cocinar. Gretchen comía casi siem­ pre sin sal, y su forma física era impresionante; tenía la piel bronceada, los cabellos dorados y un cuerpo de lo más esbelto. —No me levanto a las seis ni loca —dijo Carola. Y sacan­ do la punta de la lengua empezó a echarse sal en la carne con toda deliberación. —Pues yo sí iré a correr —dijo Jill—, y Donna Lee tam­ bién correrá. Donna Lee ha sido una estrella de las pistas de jooging. Donna Lee, sorprendida al oírse mencionar, detuvo a me­ dio camino el tenedor con el que se iba a llevar a la boca un pedazo de relleno, se sonrojó y les dedicó una sonrisa. Todos bajaron la vista hacia la mesa. —Entonces quedamos así, mañana por la mañana —dijo Gretchen—, Carola ya decidirá si quiere venir con nosotros.

Ahora, bajo los últimos rayos del sol de la tarde, Jill está tre­ pando a un árbol. Tiene la cara tiznada y trozos de ramitas prendidos en las ropas y los cabellos, que lleva largos hasta la cintura. Donna Lee la observa por encima de su libro; des­ de el porche, Gretchen observa a Donna Lee. El porche está lo suficientemente lejos como para que Gretchen pueda de­ cirle a Leonard: —¿Qué demonios pasa con esa chica? Él sacude la cabeza y mira distraídamente la hilera de ar­ ces que se eleva al borde del césped. Se siente decepcionado 194

porque a ninguna le importa su fotografía. Cuando se la ense­ ñó a Gretchen, ésta estuvo a punto de rechazarla pero le echó una mirada y diciendo: «Ha quedado bien», la dejó junto a su vaso de café helado. —Sigo intrigada —dice Gretchen—. Creo que es una chi­ ca educada, pero es tan introvertida que resulta imposible ha­ blar con ella. Se mantiene en guardia en todo momento. —Seguramente estará asustada. —¿De qué? —Entrar en una familia desconocida causa mucha impre­ sión —dice Leonard—, especialmente en momentos como éstos. Gretchen se pone las gafas de sol y se reclina en la butaca. —Jill no debería haberla traído —dice. —Un amor juvenil —murmura Leonard. —¿Qué? Leonard se vuelve y ve que Gretchen lo está mirando lle­ na de cólera. Desde la cocina, Carola ha sorprendido aquel brusco mo­ vimiento de cabeza de Gretchen y se siente encantada de que su hermana haya sido cogida desprevenida y, encima, por Leo­ nard. En la cocina hace calor. Sin embargo, hasta el momento todas las comidas las ha preparado Carola, que sólo se siente a gusto y dueña de los acontecimientos en la cocina. Por eso rechaza la ayuda que le han ofrecido Donna Lee y Gretchen. Sabe que lo hacen únicamente por mostrarse educadas y, de cualquier modo, prefiere prescindir de su colaboración, pues según su experiencia la gente que viene a ayudar en la cocina suele terminar no haciendo nada más que dar vueltas moles­ tando y picando de todos los platos. Carola detesta que nadie toque la comida antes de que se sirva en la mesa. Se ponía fu­ riosa cuando su padre se comía la mermelada a cucharadas directamente del tarro. Tanto él como Gretchen y Jill entra­ ban siempre en la cocina a desbaratarlo todo justo cuando la 195

comida estaba a punto. Gretchen cogía los trocitos de bacon de la ensalada, y Jill se negaba a comer lo que su madre les había preparado y se hacía un bocadillo caliente de queso. Y después todos desaparecían cuando llegaba la hora de lavar los platos..., todos menos Carola. Ella se quedaba y ayudaba a su madre a secar los cacharros. Al otro lado de la ventana, Gretchen y Leonard parecen haberse callado unos momentos. Jill se ha bajado del árbol y está saltando por el jardín con la cabeza echada hacia atrás sa­ cudiendo su melena como un caballo que agitara las crines. —Es una niña —dice Carola en voz alta, más que nada para oír cómo suena, y rompiendo un huevo lo echa en un cuenco. En cuanto a Gretchen, es simplemente egoísta. Las dos han tenido prácticamente abandonada a la familia durante es­ tos últimos años, sobre todo cuando su madre enfermó. Sola­ mente se quedó Carola, aguantando día tras día, sentada jun­ to a la cama del hospital cuando el cáncer comenzó a extenderse. Sabe que sus hermanas le guardan rencor porque se sienten culpables, pero también sabe que hizo lo que tenía que hacer, diga lo que diga Gretchen. Esta noche, como de costumbre, devorarán en un momen­ to la cena que ella les ha preparado y le darán las gracias, si es que se les dan, sólo por cumplido, especialmente Donna Lee. A Carola le disgusta esa mujer. Ayer noche, cuando ya la familia había contado las gambas para asegurarse de que to­ dos comerían la misma cantidad, Donna Lee metió tranquila­ mente la cuchara en la bandeja y se sirvió un enorme montón de gambas, por lo menos el doble que todos los demás. Des­ pués, a mitad de la cena, se sintió avergonzada y trató de de­ volverlas a la bandeja cuando nadie la miraba. Leonard golpea el cristal de la ventana y la saluda; Carola le responde con una sonrisa. El cuero cabelludo le pica a cau­ sa del vapor y está deseando lavarse el pelo, aunque cree que se lo lava demasiado a menudo y por eso lo tiene tan quebra­ 196

dizo. Carola se coge la mata de pelo con la mano izquierda y la estira hasta sentir dolor, luego la suelta. Leonard entra en la cocina y, señalando con un dedo la ventana a través de la que se ve a Jill galopando de un lado a otro del césped y emitiendo relinchos, le pregunta a Carola: —¿Qué está haciendo? —Hace como que es un caballo —dice Carola. Leonard la mira, más confundido por su indiferencia que por las cabriolas de Jill. —Lo viene haciendo desde hace tiempo —dice Carola—, desde que éramos niñas. Lo llama «jugar a caballos». —Ya veo —dice Leonard—. ¿Y tiene reglas ese juego? —Oh, seguramente Jill se ha confeccionado una colección de reglas la mar de complicadas. Leonard sonríe y retorna a su ocupación de mirar a Jill a través de la ventana. Aquí, en esta casa extraña, las mujeres que le rodean le llenan de estupefacción y de pavor: son mujeres que se pin­ tan las uñas, llevan ropa interior con un estampado de piel de tigre y fueron en una época estrellas de las pistas. Mujeres que corren en círculo simulando ser caballos... Leonard nunca había estado en la costa Este, y ahora ha comprendido que el mundo de la costa Este es diferente. Le intrigan las hermanas de Gretchen precisamente porque él vie­ ne de una familia muy unida, y se pregunta cómo han podido separarse y perder contacto con tanta facilidad. Y también le intriga el paisaje. Puede entendérselas con el desierto, con sal­ vajes planicies cubiertas de matojos y con colinas amarillas, pero todos estos prados y árboles tan completamente verdes le dan la impresión de estar en un país extranjero. —¿Me dejas ver la foto? —pregunta Carola interrumpien­ do la ensoñación de Leonard, que al volverse se encuentra con su mirada. 197

—Claro —dice sacando la foto del bolsillo posterior del pantalón—, aquí la tienes. Le entrega la foto y de inmediato el rostro de Carola se descompone. —Oh, estoy horrible —comenta. —No, qué va —dice Leonard mientras ella le devuelve la instantánea—. Estás estupenda. Pero aquí hay algo que falta, porque cuando tomé la foto vi una cosa que no tenía que ver con ninguna de vosotras; era algo que os atañía a las tres en conjunto. No sé explicarme muy bien, pero, sea lo que fuera, no está en la fotografía. —No es lo que falta sino lo que se ve —dice Carola—. Soy yo, que salgo horrible en todas las fotos. Y además tengo el cabello sucio. ¿Crees que me dará tiempo de lavármelo antes de cenar? —Mírala —dice Leonard señalando a Jill que sigue galo­ pando a través del jardín.

Cuando Leonard regresa al porche, Jill continúa corriendo de un lado a otro dando relinchos y con la cabellera al viento. —Tal vez se crea de verdad que es un caballo —le dice Leonard a Gretchen, pero ella no le escucha. Al otro lado del césped, Donna Lee está leyendo o haciendo como que lee, apo­ yada contra el tronco del arce. De hecho está fascinada por la gigantesca imagen de su propio ojo que le devuelve la mira­ da desde el cristal izquierdo de sus gafas. Las hermanas de Jill siempre la están observando, la someten a un verdadero es­ crutinio y mientras lo hacen sus rostros expresan curiosidad y desaprobación. El otro día, Gretchen le preguntó a qué se dedicaban sus padres. —Mi madre es bibliotecaria —dijo Donna Lee. —Ah, ya entiendo —comentó Gretchen, y no añadió nada más. Entonces se hizo ese largo y horrible silencio que sobre 198

viene cuando no se puede evitar que la conversación termine antes de hora. Donna Lee deja el libro en el suelo y se pone de pie ar­ queando la espalda contra el tronco. Jill interrumpe de pron­ to su galope y, entre risas, se deja caer jadeante contra Donna Lee. Ésta se da cuenta de que Gretchen y Leonard están tra­ tando de no mirarlas demasiado atentamente desde el porche. Cada mañana, Donna Lee se despierta convencida de que Jill se habrá cansado ya de ella y tal vez se habrá ido. El invierno en que se conocieron, Jill tenía un chaquetón verde que siem­ pre llevaba abotonado hasta las rodillas, y Donna Lee adoraba a Jill. —Estoy cansada —dice Jill echándose en el suelo y arras­ trando consigo a Donna—. Hacía siglos que no jugaba a esto. Cuando era una niña podía pasarme horas enteras jugando a caballos. También me gustaba dar vueltas sobre mí misma, gi­ rar como una peonza. Todos creían que estaba chiflada, pero me encantaba esa sensación de que todo se difuminaba a mi alrededor menos mi propio cuerpo.

Carola las está mirando desde una ventana del primer piso. Se encuentra en la habitación de su padre, el cuarto en el que mu­ rió. Es una habitación femenina, con un edredón de satén rosa, una cómoda enorme y labrada en una esquina y un espejo ro­ deado de una hilera de bombillas. Desde que ha empezado a vaciar la habitación, Carola ha descubierto unas cuantas me­ dicinas, un montón de novelas policíacas, alcohol de romero para fricciones y una botella de brandy. Esperaba encontrar alguna revista pornográfica, alguna muestra de falta de deco­ ro y de decrepitud; deseaba hallar algo que poder esgrimir en contra de su padre. Incluso ahora, dos semanas después de su muerte, la ha­ bitación sigue oliendo a cigarros y a after-shave. No ocurrió 199

así cuando murió su madre; tras ella no quedó ningún olor. Lo dejó todo empaquetado antes de ingresar en el hospital, y una vez muerta no subsistió ni un solo rastro de su existen­ cia. Carola nó llegó a ver su cadáver, sólo encontró un col­ chón desnudo en la cama donde una hora antes su madre ha­ bía estado echada, pálida y flaca, y desde la cual le había pedido que le trajera la revista Vogue. Carola llevaba tres meses vivien­ do en casa de sus padres y yendo cada día al hospital. Sin em­ bargo, su madre no expiró en sus brazos, ni siquiera en su pre­ sencia. Murió sola mientras Carola se hallaba fuera de la habitación, y cuando ésta volvió con el Vogue, encontró el col­ chón desnudo y el vaso de agua medio vacío: su madre había muerto mientras ella estaba tomando café en la cafetería y ho­ jeando el Cosmopolitan. Carola lo estimó muy injusto, y le habría gustado hacer volver a su madre para que por lo me­ nos se despidiera como Dios manda; quería protestar contra su abandono y dar rienda suelta a su rabia. A la muerte de su madre, ya no quedó hogar del cual Carola tuviera que hacerse cargo, pues su padre puso la casa en venta. Carola se fue a Nue­ va York, y se buscó un apartamento y un trabajo; no obstante, la vida que ha venido llevando desde entonces no le parece real y, con un sentimiento de nostalgia perversa, piensa que el año que precedió a la muerte de su madre fue el más feliz de toda su vida. Pero a Carola no le gusta recordar esas cosas, así que va hacia el escritorio de su padre. Se ha impuesto la norma de abrir cada día un cajón y clasificar su contenido. Hoy le toca al cajón inferior, que está lleno de objetos de Eleanor: bufan­ das de seda, viejas fotografías, joyas y botellas de perfume. Tal vez sean cosas de las que su padre no quiso separarse cuando murió Eleanor, y le recuerdan a Carola que su padre quería a Eleanor... quizá más de lo que quiso a su madre, e incluso mientras aún seguía casado. Eleanor y Carola sólo estuvieron juntas una vez antes del 200

segundo matrimonio del padre de Carola. Fue cuando ésta te­ nía diecisiete años y estaba viajando por Europa. Su padre lo arregló todo para que se quedara en París en casa de Eleanor, que acababa de divorciarse y pensaba vivir un año en la capi­ tal francesa. Durante toda una semana, Eleanor se dedicó a ga­ narse la estima de Carola; la llevó a cenar, y también a Montmartre a altas horas de la noche. Cada vez que comían juntas, Carola intentaba pagar su parte pero Eleanor no se lo permi­ tía. Antes de su partida, Eleanor le compró a Carola un écharpe carísimo de seda naranja con rayas de un azul brillante. De modo que, al regresar a su casa ignorando todavía el asunto, Carola se pasó un tiempo venerando a Eleanor. Sólo años más tarde fue capaz de encuadrar aquella visita en una perspectiva más amplia. No hace ninguna falta que Carola guarde estas cosas; las fotografías son de gente que Carola no conoce y las bufandas son demasiado chillonas. Además, todo lo que significaban para su padre ha quedado enterrado con él. A Carola ya le cuesta bastante hacer frente a su propia nostalgia para tener encima que cargar con la de su padre, pero decide quedarse con las joyas y las botellas de perfume. Tál vez alguien las quiera o quizá puedan venderse en una venta de objetos usados.

Mientras Carola repasa los cajones, Gretchen y Leonard suben a su habitación para hacer el amor. En el cuarto de al lado, Jill y Donna Lee están descansando. Donna Lee ha rodeado con sus brazos la cintura de Jill y ronca con la cabeza hundida en el estómago de su amiga. Mientras tanto Jill, con los ojos ce­ rrados, va entrelazando los dedos en los cabellos de Donna Lee.

Todos se sientan a cenar a las ocho en punto. Gretchen está examinando una de las botellas de perfume halladas por Ca­ 201

rola que a ella le ha gustado y ha decidido conservar. Leonard les está contando cómo un grupo de muchachos se pusieron de acuerdo para convertir el condado de Marín en un feudo medieval mediante el recurso de colocar una pistola de rayos láser en la cumbre del monte Tamalpais. Habían planeado reor­ ganizar estratégicamente la sociedad volviendo a implantar un mundo de siervos y vasallos, Tablas Redondas y damas de la corte. Cuando un amigo se olió el complot, los jóvenes lo ase­ sinaron en su propio garaje y acabaron siendo descubiertos. Fue una cosa incomprensible, una verdadera locura, pero Leo­ nard a veces piensa con añoranza en lo hermosos que serían los castillos en lo alto de las secas colinas escarpadas, envuel­ tos en la niebla. —Lo que encuentro más gracioso —dice Gretchen— es la idea de convertir el condado de Marín en un feudo. ¿Os lo imagináis? Porque, claro, cuando el señor del castillo te inva­ de dispuesto a convertirte en su siervo, no le puedes decir que acaba de entrar en tu terreno particular. Gretchen se echa a reír y Carola la mira fijamente. En el transcurso de su adolescencia, Gretchen nunca dejó de tener un amiguito; no despedía al anterior antes de hacerse con el siguiente. Hasta ese punto era dueña de sí misma. Carola no prueba los platos en cuya preparación ha in­ vertido casi toda la tarde; en su lugar se ha traído de la cocina una taza de espuma de plástico llena de té y un cuenco de sopa de tomate, en el que ahora está hundiendo el tenedor (se ha olvidado de poner cucharas). Ha echado casi todo el té en su vaso de agua y ha desmenuzado la parte superior de la taza dejando en su plato un montoncito de trozos de espuma. —Todo el mundo piensa que California es un sitio muy raro —dice Leonard bastante a la defensiva—, pero, en mi opi­ nión, es todo lo contrario. La gente extraña es la de aquí: no hay nadie bien educado, todos empujan y dan codazos. Creo que, en general, California está mucho más civilizada. 202

Nadie hace ningún comentario. Carola ha captado la aten­ ción de todos al hacer con su taza de porespán un barquito que deja flotar en la sopa. Cuando empuja el barquito de un lado a otro, la sopa de color rojo se eleva despacio por los bordes del cuenco. —Tengo una pregunta para todos —dice Carola—. ¿Qué pasaría si os quedarais solos en una isla desierta y únicamente tuvierais un trozo de papel y un bolígrafo? ¿Qué haríais? Al otro lado de la mesa, Gretchen se lleva una mano a la frente y se pregunta cómo Carola ha podido sobrevivir sola durante tanto tiempo. ¿Será posible que ahora, y precisamen­ te aquí, vaya a sufrir una crisis nerviosa? Gretchen mira a Leonard, que desde luego no le será de ninguna ayuda, no sirve de nada en momentos de crisis. Y Jill se irá corriendo, como suele hacer siempre. Finalmente, el barquito de porespán se hunde. Gretchen se dice que Carola es patética. Y es una pena, porque podría resultar bonita. ¿Quién si no Carola se iba a preocupar por lo de quedarse aislado en una isla desierta? Si tan sólo Carola pu­ diera sacar un poco de empuje para emprender realmente al­ guna cosa, la mitad del problema estaría ya solucionado. A Gretchen le gustaría ser toda comprensión hacia Carola, pero, en lugar de esto, lo que tiene ganas de hacer es agarrarla por los hombros y sacudirla hasta meterle algo de sentido común en la cabeza. —Me parece —dice Donna Lee— que sólo me permitiría escribir una frase por semana, y con letra muy pequeña. Pro­ bablemente sería una frase maravillosa, ya que tendría una se­ mana entera para pensármela antes de pasarla al papel. Es la primera vez que durante la cena Donna Lee ha di­ cho una cosa de un modo espontáneo. Carola la mira sonrien­ do y le dice: —Me da gusto saber que no soy la única persona del mun­ do que piensa en esta clase de cosas. Gracias. 203

Jill deja caer el tenedor y rompe a reír a carcajadas. Caro­ la, que la está mirando, empieza también a reír seguida de Leonard y Gretchen; éstos no saben de qué se ríe Jill pero la imi­ tan porque la risa es contagiosa. Sólo Donna Lee continúa seria. Su plato está vacío y, como no sabe qué hacer, mira indecisa a Jill en busca de una orientación. —Lo siento —dice Jill—, es que estaba recordando aque­ lla vez en que mamá estaba de mal humor y papá se puso uno de sus chales y empezó a imitarla. Se le acercó por detrás lan­ zando una especie de gruñido y sacudiendo las manos. In­ cluso mamá se echó a reír de lo gracioso que estaba. No pue­ do evitar reírme cada vez que pienso en la actuación de papá aquel día. En cuanto Jill empieza a contar la anécdota todos dejan de reír. Carola piensa que éste es un nuevo ejemplo de la cruel­ dad de su padre: imitó con tanta gracia la mímica apenada de su madre que incluso ella se vio obligada a reír. ¿Cómo pudo quererlo tanto su madre? Él tenía una amante y se burlaba de su esposa y sin embargo ella daba la vida por su marido. Cuan­ do estaba enferma, quería que él estuviese siempre a su lado, incluso lo llamaba en sueños. Aquellos últimos días, él no se movió de su cuarto y, hacia el final, lo único que Carola y su padre tenían en común era que ambos creían en lo de asumir las propias responsabilidades. Ahora ha variado el tema de la conversación, pues Leonard vuelve a perorar sobre California, sobre sus alegrías y amabi­ lidades. Está un poco bebido y sacude el puño mientras habla. —Allá donde me he criado —dice— la familia tiene un significado, las relaciones familiares tienen un significado. Mis hermanos y yo siempre vamos a casa por Navidad y yo llamo por teléfono a mi madre cada semana. ¡En cambio, vuestra fa­ milia...! Es terrible lo separados que estáis, y lo aisladas que estabais de vuestro padre. No tenéis un sitio común, una casa familiar. Se ha perdido. 204

—Nunca existió —dice Carola—, no ha llegado a existir nunca. —Oh, eso no es cierto —dice Gretchen—. Cuando éra­ mos niñas formábamos una familia muy unida. Lo que pasa es que has preferido olvidarlo. —Y tú has preferido olvidar todas aquellas noches en que nadie decía una palabra durante la cena —dice Carola—. Has olvidado las peleas entre mamá y papá, y no recuerdas que tanto tú como Jill no veíais el momento de marcharos a vivir por vuestra cuenta. —Ninguna institución —dice Jill— ha sido más destruc­ tiva para las mujeres que la familia nuclear. Todos se la quedan mirando, intrigados por esa generali­ zación. —¿Qué? —exclama Leonard—. Pues os voy a decir que tengo seis hermanas y que el educarse en familia les ha ido muy bien. Jill sonríe y menea la cabeza, diciendo: —No me habéis entendido. Se trata de un sistema de ex­ plotación. Desde el siglo dieciséis, la familia nuclear se ha adap­ tado perfectamente al sistema capitalista y a su programa para explotar los papeles de los sexos. Y eso ha sido nefasto para las mujeres desde el punto de vista psicológico. Por suerte, se está haciendo pedazos. —¿Cómo haciendo pedazos? ¿Qué quieres decir? —pregunta Gretchen. —Me refiero a la tasa de divorcios, y a las otras alternati­ vas que las mujeres van descubriendo. Donna Lee baja la vista hacia la mesa y Carola se agarra con fuerza a los bordes de la silla con los ojos desorbitados. —Mira quién habla —dice en tono casi inaudible. —¿Qué? —He dicho mira quién habla —repite Carola algo más alto, pero luego mira a su alrededor, alarmada por haber cambiado 205

el tono de la conversación—. Lo siento —dice—, es que no entiendo a qué viene que precisamente tú te pongas a atacar la familia. —Carola, por favor —dice Gretchen inclinándose por en­ cima de la mesa y poniéndole la mano en el brazo—. ¿Tene­ mos que hablar de eso ahora? —Oh, claro que sí —dice Jill—, hablemos de eso, venga. Carola empuja su silla hacia atrás y se sienta muy tiesa. —Mirad —dice—, yo no deseo provocar confrontaciones. Lo único que digo es que para vosotras es fácil estar sentadas ahí y hablar acerca de la muerte de la familia nuclear y de lo perjudicial que era. Pero vosotras ni lo quisisteis probar y os marchasteis en cuanto pudisteis. Cuando hay una enfer­ medad es cuando se hace necesaria la familia, ante la en­ fermedad la familia debe permanecer unida; y me gustaría pre­ guntaros dónde estabais las dos cuando nuestra madre se puso enferma. —Oh, ya salió otra vez ese tema —dice Gretchen. —No tienes derecho a decir eso, Gretchen —dice Carola—. Estoy convencida de que los miembros de una fa­ milia tienen ciertos deberes entre ellos. Yo me quedé con nues­ tra madre y vosotras no. —Lo hiciste porque quisiste. —Era mi deber. —Porque tú lo quisiste. —No puedes decir que yo no fuera a verla —dice Gretchen—, le hice tres visitas. —Más de lo que Jill puede decir. —Yo me desligué limpiamente y de una vez por todas para ir a construir mi propia vida —dice Jill—. No me lo eches en cara por el hecho de que tú no supiste hacerlo. —Tú te escapaste —dice Carola. —No le debía nada a papá. —¿Así que, después de que tus padres se han cuidado de 206

ti, te han alimentado y querido durante años, tú no les debes nada? Lo siento, pero eso no reza conmigo. —Creo que deberías hacerte una pregunta, Carola —dice Gretchen—. Cuando mamá cayó enferma, ¿te quedaste porque ella y papá te necesitaban o porque tú los necesitabas a ellos? Al oírla, Carola se queda un poco boquiabierta y después pregunta: —¿Qué quieres decir exactamente con eso? —Que ellos te necesitaban menos de lo que tú deseabas que te necesitasen. Creo que en cierta manera ellos habrían estado mejor si te hubieras ido a vivir tu propia vida. Siento tener que hablarte tan crudamente, Carola, pero tú te lo has buscado. Carola se pone en pie y aparta su silla de una patada. —Iros al cuerno —dice—, iros al cuerno. Vosotras casi nunca estabais en casa. —No nos eches en cara que llevásemos nuestra vida —dice Jill. —Y tú no me digas que yo no tenía vida propia —dice Carola—. Era mi vida, ¿qué otra cosa podía ser? El que yo no abandonara a mi madre no significa que yo no estuviera viva. —Nadie te ha dicho eso, Carola —dice Jill. —Me parece que ya hemos hablado bastante de este asun­ to —dice Gretchen— y no creo que sea muy útil. —Bueno, en ese caso, inclinémonos todos ante Su Majes­ tad y no digamos ni una sola palabra más —dice Carola. —No he sido yo la que ha empezado. —Claro, naturalmente soy yo la que lo empieza todo, ¿verdad? Gretchen se frota los párpados y dice en tono cansado: —¿Por qué te empeñas en hacer esto, Carola? —Porque estáis hablando de mi vida. Os lo habéis pues­ to muy fácil a vosotras mismas, pero no podéis decirme que lo mío no vale nada. 207

—No te decimos nada de eso, Carola —dice Jill—. Te de­ cimos que tomaste tu propia decisión, y que nosotras toma­ mos las nuestras. —Tienes que aceptar nuestro modo de vivir si quieres que nosotras aceptemos el tuyo —dice Gretchen—. Tienes que res­ petar el que nos decidiéramos por otras opciones. —Perdonadme —dice Donna Lee levantándose de la silla y saliendo del cuarto. Jill vuelve atrás la cabeza para mirarla. Carola se sienta de nuevo dejándose caer pesadamente en la silla. Tiene los ojos llenos de lágrimas. —Tal vez sea cierto para vosotras —dice—, pero yo no te­ nía ninguna otra opción.

La primera vez que Gretchen se decidió a visitar a su madre en el hospital, fue de resultas de una llamada telefónica de Carola. —Puede que se esté muriendo —había anunciado Carola sucintamente, lo cual, como Gretchen descubrió más tarde, era bastante exagerado. Su madre tenía que guardar cama, iba perdiendo peso y se le caían los cabellos. La televisión estaba encendida durante todo el día, dieran lo que dieran; dibujos animados, concursos, Mike Douglas, las noticias... Gretchen tomó el viernes el avión desde California y al llegar al hospital encontró a Carola sentada junto a la cama, cruzando y des­ cruzando las piernas. Su padre había salido para comprar algo de comida. Un rato antes, Carola se las había ingeniado para meter de hurtadillas al perro de su madre en la habitación para una visita muy corta; pero el recuerdo más vivo que guarda Gretchen es el olor a perro que se notaba en el cuarto, un olor a su parecer mucho más agradable que el olor a antisépticos que para ella iba indisolublemente unido a las habitaciones de un hospital. Su madre le pidió a Carola que fuera a comprarle unas revistas y una cajita de sombra de ojos a la tienda de re­ 208

galos del hospital y Carola salió de inmediato, encantada de tener algo que hacer. Entonces su madre le indicó a Gretchen que se acercara a la cama. —No sé qué hacer —le dijo—, Carola me está volviendo loca. Está siempre aquí conmigo y yo tengo que simular que me encuentro mejor, sólo para que ella no se sienta culpable. Bastante mal que lo paso; lo único que pido es que tu herma­ na salga de aquí. —¿Le has pedido a papá que hable con ella? —Sí, sí, pero lo va dejando para más adelante. Carola no se da cuenta de que este asunto no tiene nada que ver con ella. Sólo nos incumbe a tu padre y a mí, no a ella. Durante los años siguientes, los amigos de la familia so­ lían comentar que su madre había estado utilizando su enfer­ medad para retener a su padre. Naturalmente, la cosa no era tan simple. Gretchen está convencida de que entre sus padres existía un vínculo, delgado como un alambre pero tremenda­ mente fuerte, que los mantenía unidos. Tal vez Carola había actuado abusando de ese vínculo. Pero aquella misma noche, su padre por fin mantuvo una conversación con Carola, que se precipitó fuera de la casa, con los ojos inyectados en san­ gre y gritando: «¡Eres muy injusto!». Él la siguió hasta la puer­ ta repitiendo su nombre. Años atrás, su padre les había pedi­ do a las tres su colaboración, pues de pronto sus viajes de negocios se multiplicaron por dos y a su madre le dio por llo­ rar sin motivo aparente cada vez que lavaba los platos. Él les había dicho: «Me gustaría que os quedarais más en casa cuan­ do yo estoy fuera, para hacerle compañía a vuestra madre». La única que hizo caso de esta petición fue Carola, que a par­ tir de entonces no aceptó ninguna cita para salir a divertirse. Y ahora, de pronto, la generación precedente ha desapareci­ do y ella se encuentra sola ante la vida. A pesar de que Gret­ chen ha pasado depresiones y ha tenido preocupaciones, po­ cas veces ha sufrido de verdad, esta falta de sentimiento 209

solidario hacia su hermana Carola la inquieta con una especie de dolor sordo. Sin embargo, sabe que eso no es nada compa­ rado con lo que debe de sentir Carola. Thvieron otro enfrentamiento el día que se cumplían dos meses de la muerte de su madre. El padre las había convoca­ do a las tres en su despacho para informarles de su intención de volverse a casar. Ellas ocupaban tres sillas frente a la mesa de trabajo, y él se mantenía rígidamente de pie, sin atreverse a mirarlas. —Pienso volverme a casar —les dijo—, con Eleanor Manley. Durante muchos años ha sido para mí una amiga muy que­ rida, que me ha procurado aliento y consuelo. Sé que tal vez os resulte difícil de aceptar, pero mi decisión está tomada. Nos casamos dentro de dos semanas. —Hace tan poco que ha muerto mamá... —dijo Gretchen—. ¿Estás seguro de que es una decisión acertada? Entonces su padre las miró. —No me creo obligado a justificar mi proceder ante vo­ sotras —dijo—. Es mi decisión, no la vuestra. Gretchen se agarró a la silla para no flaquear ante ese ata­ que y Jill empezó a abrocharse el abrigo. Solamente Carola se encolerizó y preguntó entrecerrando los ojos.—¿Cuánto tiempo hace que estás liado con ella? Su padre se apretó las manos haciendo chasquear los nu­ dillos. —Bastante tiempo, antes de que vuestra madre muriera, pero ella nunca lo supo. —Sí que lo sabía —dijo Carola. —Ése no es asunto tuyo, Carola —dijo el padre. Jill regresó aquella misma tarde a Nueva York. Gretchen y Carola se quedaron en casa de su padre, tratando de no en­ contrarse con él y evitándose la una a la otra. Aquella casa ya no les parecía su hogar. A la mañana siguiente, cuando Gret­ chen se despertó, Carola ya se había marchado. 210

—Será mejor que vaya a hablar con ella, alguien tiene que ha­ cerlo —le dice Gretchen a Leonard. Los dos están sentados a solas en el salón. Gretchen se pone de pie y Leonard la mira en silencio, no muy seguro de lo que tiene que hacer o decir. En la habitación de Carola se nota un fragante aroma a champú. Carola está sentada en la cama cubierta con su albor­ noz y con una toalla arrollada en la cabeza. Gretchen se sienta a su lado. —He decidido volver a Nueva York en seguida —dice Carola—. Tengo cosas que hacer. —Muy bien —dice Gretchen—. Nosotras terminaremos de recoger la casa, nos lo habíamos tomado como unas vaca­ ciones. —Gracias. —Quería pedirte perdón —dice Gretchen. —Pero si tienes razón —dice Carola—, tenéis razón en todo lo que habéis dicho y también acerca de papá y mamá. Pero aún estoy enfadada. No sabes lo que fue para mí mar­ charme de casa, ir a Nueva York, encontrar un apartamento y un empleo y conservarlos... No puedes saber lo difícil que me resultó la vida. —Tienes razón —dice Gretchen—, no lo puedo saber. Y ojalá pudiera.

Cuando Donna Lee era una adolescente, le gustaba convertir­ se en la confidente de niñas que salían con chicos, porque de ese modo, cuando un chico las dejaba, cosa que siempre ocu­ rría, las niñas lloraban en su hombro y ella podía abrazarlas. No fue sino años más tarde cuando comprendió lo que había estado haciendo: buscar por todos los medios cierta intimi­ dad y ponerse a disposición de que luego la abandonaran. Para Donna Lee el amor sigue siendo algo que hay que conseguir 211

mediante estratagemas. Siente unas enormes ansias de que Jill confíe en ella, de que la toque por inadvertencia mientras duer­ me. Y al mismo tiempo está casi segura de que Jill la olvidará en cualquier momento. Después de la escena que ha tenido lugar en la mesa, Donna Lee le dice a Jill: -—Quiero irme de aquí, me siento perdida. —Entonces me iré contigo—dice Jill. Donna Lee sacude la cabeza, tan llena de gratitud que sólo es capaz de sonreír. —Tú deberías quedarte —le dice. —Cada vez que las veo ocurre lo mismo. Me acosan con bromas acerca de que siempre me estoy marchando hasta que me voy. Además, hay cosas más importantes, tengo que pen­ sar en ti. —No te preocupes por mí —dice Donna Lee, estupefacta al ver que puede ser digna de que alguien piense en ella. A la mañana siguiente, Jill y Donna Lee ya han hecho las maletas y salen al porche delantero, dispuestas a partir. —Antes de que os marchéis —le dice Leonard a Jill—, quiero preguntarte una cosa. ¿A ti qué te importa ese juego tuyo de galopar como un caballo? —Digamos que es mi alternativa frente a la dinámica de la familia nuclear. —Ya entiendo —dice Leonard, y se echa a reír dando una palmada. Gretchen le sonríe como si fuera su madre. Pronto Jill y Carola se habrán marchado, de modo que sobre ella recaerá la responsabilidad de acabar de recoger la casa. Puede tomar una de estas dos actitudes: hundirse en la tristeza o bien em­ prender la tarea con un sano sentimiento de desprecio. Pues lo que queda en esta casa es una historia que difícilmente le provocará nostalgia, son unos recuerdos en los que prefiere no entrar. Tal vez ahora sea capaz de clasificar las pertenen­ 212

cias de su padre con ese franco desapasionamiento que cons­ tituye la esencia misma de la venganza. Tal vez ella también pueda ser cruel. —Que tengáis buen viaje —dice Leonard—, y a ver si ve­ nís a vernos a California. Carola, apoyada contra la pared de la casa, les dice adiós con la mano mientras piensa que si estuviera en una isla de­ sierta no escribiría ninguna palabra en el trozo de papel. In­ ventaría un alfabeto de papiroflexia, un lenguaje no duradero de papel doblado que nadie sino ella podría comprender. Es su respuesta secreta y está segura de que ninguna de las de­ más ha pensado en nada semejante.

DEDICADO

elia se mece en el agua tibia y azul de la piscina, que per­ tenece a los padres de Nathan. Es un domingo sin nu­ bes de finales de junio y el ardiente sol está muy alto. Celia Observa las sombras que las olas que ella misma provoca al moverse proyectan en el fondo de la piscina: son destellos de luz y oscuridad cuya existencia es breve y frenética, muy dis­ tinta de las ondas de calmoso vaivén que reflejan. Celia se man­ tiene en el centro de la piscina y, cuando agita las manos y los pies de un modo tan instintivo como un bebé al ser alza­ do en vilo en el aire, las ondas se ensanchan a su alrededor. Junto a las puertas de vidrio que dan a la biblioteca, Nathan y Andrew, los mejores amigos de Celia, están bailando al son de una melodía cantada en alemán y que tiene un marcado ritmo de música disco. La melodía surge de dos altavoces de setenta centímetros de,altura colocados a ambos lados de la biblioteca. Los altavoces le recuerdan a Celia el cañamazo que su madre utiliza para confeccionar sus tapices de macramé,

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pero también sabe que estos altavoces, a pesar de su simplici­ dad o debido a ella, valen cada uno miles de dólares y consti­ tuyen el no va más de la tecnología. Nathan se lo ha repetido varias veces durante el fin de semana, pues le preocupa que ella o Andrew puedan derribar por descuido uno de los alta­ voces, o volcar distraídamente un valioso jarrón o derramar Tab en uno de los sofás de piel. «Vosotros no sois ricos —les dice en broma— y no sabéis nada de estas cosas.» (Les resulta forzoso, a la vez que conveniente, pasar por alto la riqueza que revela la casa de Nathan, pero como Celia tiene una vista de lince para todo lo que ella no posee, no tarda mucho en des­ cubrir las exquisiteces. Hay jarros con rocas frescas en cada habitación y la tela gris de paracaídas que recubre los sofás es en realidad seda pura de color plata.) Suena una nueva canción, y Andrew dice: «Oh, ésta me encanta». Es un bailarín entusiasta pero incontrolado: brinca, se retuerce y de pronto pierde el equilibrio y está a punto de chocar contra un altavoz al precipitarse hacia adelante. —¿Quieres tener más cuidado? —le grita Nathan. De un salto, Andrew aterriza de nuevo en el jardín y le contesta: —-Tranquilo, no voy a romper nada. Celia patalea, inclina la cabeza hacia atrás y da un salto mortal entrando de espaldas en el agua. De repente se apaga la música y desaparecen Nathan y Andrew, aunque percibe sus siluetas deformadas reflejándose en la superficie de la pisci­ na. Celia lanza un chorro de burbujas, da una vuelta de cam­ pana, y emerge de nuevo escupiendo agua. Suena el rítmico acompañamiento de la música mientras Nathan y Andrew si­ guen discutiendo. —Andrew, si no te calmas, te juro que quito la música —dice Nathan. —Vete a la mierda —dice Andrew. Celia se da otro chapuzón, esta vez de cabeza, y penetra 216

en la profundidad llena de luz de la piscina. No oye nada más que el ruido del motor que limpia el agua, un zumbido húme­ do. Cuando llega al fondo se vuelve boca arriba para mirar el sol que se refracta en los prismas del agua. Se siente cubierta de franjas de luz y le gustaría quedarse allí mucho rato de no ser porque pronto nota aquella conocida presión en sus pul­ mones, que parecen a punto de explotar. Entonces, con una patada se separa del fondo y nada hacia la superficie semejante a una membrana, e irrumpe fuera del agua haciendo una fuer­ te inspiración y abriendo mucho los ojos. Los chicos han para­ do la música; Andrew se ha ido y Nathan está sentado en una tumbona junto a la piscina, mirándose fijamente las rodillas. —Estabas sentada en el fondo de la piscina —le dice a Celia. —¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Andrew? —pregunta Ce­ lia limpiándose el agua de los labios para quitarse el sabor a cloro. —Se ha ido hecho una furia, lo corriente. —Oh —dice Celia. Se mira las piernas que se mueven de­ bajo del agua como dos anguilas, y añade—: Quisiera saber qué decirte. —No tienes que decir nada. Celia sigue con la cabeza inclinada; sus piernas parecen ondular hasta disolverse, y alejarse en forma de pequeñas olitas.

Durante este fin de semana, Celia ha pasado todo su tiempo libre en el agua, pues se pirra por la piscina alicatada de Na­ than y el luminoso y cristalino líquido que contiene. En el agua, el cuerpo de Celia se torna ligero como el de las sílfides, es una pura esencia que flota, y allí puede moverse con facilidad e incluso con gracia, mientras que en la tierra se desplaza con pesadez, su cuerpo es torpe y desgarbado. Por eso debe cu­ brirlo con trapos oscuros, faldas amplias y saris. Celia tiene 217

treinta y tres años y desempeña el cargo de subdirectora de ventas en una editorial especializada en manuales de derecho. Como es natural, Nathan y Andrew siempre la están animan­ do a que deje ese trabajo y busque una tarea más creativa en otro sitio y también a que se traslade al centro de la ciudad dejando su apartamento diminuto situado en un barrio real­ mente horrible. Pero Andrew es un hombre afortunado y Na­ than es rico y no comprenden que a los demás estas cosas no les resultan tan fáciles. Así vería a Andrew y Nathan una persona que no los co­ nociera desde hace tiempo: chico rubio y chico moreno, WASP1y judío, fáciles de colocar en extremos opuestos. Tra­ bajan en dos compañías rivales de publicidad, pero al parecer el trabajo es el único tema acerca del que no discuten. Nathan tiene la piel oscura y como marcada de viruela y el rostro siem­ pre sombreado por una barba incipiente, mientras que Andrew es rubio y esbelto, con una nariz afilada e inteligente, y un cuer­ po que en siglos pasados hubiera sido descrito como «delica­ do». Le gusta decir que él pertenece a otra época, al siglo die­ cinueve y más concretamente al círculo de bebedores de té presidido por Oscar Wilde; en cambio, Nathan siente un en­ tusiasmo inmarcesible por la época actual. Viven en dos po­ los opuestos de Manhattan, Nathan en el Lower East Side y Andrew en una casa de pisos de la calle Noventa y seis Este situada en la peligrosa frontera con Harlem. Desde su venta­ na, Andrew puede ver la abertura del suelo por donde emer­ gen al aire libre las vías de tren que tienen su origen en la Grand Central. Tres manzanas más abajo, en Park Avenue, distingue el edificio de apartamentos donde viven los padres de Nathan. A veces se encuentra casualmente con la madre de Nathan en DAgostino y charlan acerca del precio de los tomates, y en­ 1. White, A n g lo-Saxon, P rotestant, significa ‘Blanco, anglosajón, protestante’. (TV. d el T.) 218

tonces la madre de Nathan, que no sabe nada, le dice a Andrew que un día de éstos tiene que ir a cenar a su casa. De cara a los demás, Nathan y Andrew son ex amantes y enemi­ gos; en privado (aunque todo el mundo se lo imagina) son amantes y (a veces) amigos. En cuanto a Celia, está flotando entre los dos, suspendida en el extraño líquido de su amor hacia ellos..., un amor que, según a ella le gusta pensar, jamás ha dejado traslucir. Así es como los ven sus amigos del trabajo, la gente con quien comen y duermen, todos los conocidos que los encuen­ tran interesantes y simpáticos pero que tienen otras cosas en que pensar.

Ahora, mientras flota en la piscina, Celia se pregunta qué de­ monios está haciendo aquí este fin de semana cuando se ha­ bía jurado una y mil veces no acompañarlos a ningún sitio, ni siquiera a un restaurante. Siempre acaba por encontrarse en medio del campo de batalla de esos dos, convertida en la dis­ pensadora de aprobación, en el botín que ambos se disputan y que luego olvidan y abandonan. Se dice a sí misma que está aquí porque en Manhattan la temperatura es de más de treinta y cinco grados y porque el portero de su casa de apartamen­ tos le ha dicho confidencialmente que está preocupado por­ que la anciana que vive en el apartamento frente al de Celia hace ya días que no abre la puerta. Se dice a sí misma que está aquí porque los padres de Nathan se encuentran en las Ber­ mudas, la sirvienta está de vacaciones y ella puede disfrutar de la piscina y del jardín en el que crece la albahaca. Y es cier­ to que lo han pasado bien. El viernes, cuando llegaron aún pegajosos con la mugre de Penn Station, fueron a caminar por la playa, se metieron corriendo en las olas, y dejaron que el viento seco y cálido les acariciara el rostro. El sábado fueron a East Hampton a mirar a la gente guapa que ocupaba la playa 219

y Celia decidió que no era demasiado sorprendente que to­ das aquellas personas fueran ricas y felices mientras que ella era pobre y desdichada. Comieron ensalada y fueron a ver una reposición de The Love Boat, después de lo cual Nathan y Andrew arroparon a Celia en la enorme cama de los padres de Nathan y desaparecieron en otra parte de la casa. Celia cerró los ojos y se maldijo por sentir que la dejaban de lado, por estar sola y, en primer lugar, por haber venido. Intentó, sin éxi­ to, imaginárselos haciendo el amor, trató de oírlos. Y ahora, el domingo por la mañana, los dos han empezado a pelearse porque les avergüenza el hecho de haber dormido juntos. ¿Y por qué no? Incluso Celia siente vergüenza. Se supone que ella no debe saber que Nathan y Andrew siguen durmiendo juntos, pero Andrew la llama por teléfono cada vez que eso ocurre. —Nathan ni siquiera me gusta —le dice a Celia con voz ronca y cansada—, pero tiene sobre mí ese poder que sigue ejerciendo de vez en cuando para satisfacer su ego. Bueno, pues se acabó. Ya no pienso dejarme arrastrar nunca más. Pero incluso mientras dice estas palabras, Celia nota que Andrew empieza a vacilar y en su voz aparece una nota de duda, de deseo y de amor. Celia se acerca nadando hasta la escalerilla y se iza en el borde de la piscina. Ha estado tanto tiempo en el agua que tiene las manos y los pies blancos y arrugados. De pronto se siente avergonzada por el modo en que sus muslos han salta­ do fuera del agua y se envuelve en una toalla. Después se echa en una tumbona de la terraza y coge una revista titulada Army Slave de la mesita situada entre Nathan y ella. Andrew com­ pró esta publicación como un regalo de cumpleaños tardío para Nathan, pero ninguno de los dos ha mostrado mucho in­ terés por ella durante el fin de semana. Celia la hojea: ve un hombre vestido con un mono de trabajo verde sentado en una litera que se aprieta la ingle con la mano, luego unas cuantas 220

fotografías de este mismo hombre fornicando con otro que lleva uniforme de oficial. En las últimas páginas asoma otro personaje apartado, ataviado con pantalones de cuero. —¿Ife gusta? —le pregunta Nathan—. ¿No te excita? —No entiendo lo que puedan tener de erótico los cam­ pamentos militares y sus vestuarios —dice Celia—. Claro que me imagino que son unos lugares muy de machos y sin em­ bargo son sitios de lo más gay. ¿Te parecían eróticos los uni­ formes cuando eras pequeño? Y ese tipo vestido de cuero... Nathan menea las caderas, pone los labios en forma de corazón y dice: —Oh, no hablemos de látigos y cueros, hablemos de Joan Crawford. Y le manda unos besitos a Celia. —No, en serio —dice Celia—. Me lo preguntaba porque quiero saberlo y comprenderlo, de verdad. —¿Desde el punto de vista sociológico? —pregunta Na­ than, que ha vuelto a su postura normal. —Podrías llamarlo así —dice Celia. —Te diré una cosa. Cuando implantaron de nuevo el ser­ vicio militar, vi una revista que en la portada mostraba un tipo fornido y muy peludo con un uniforme todo roto y una mira­ da procaz. Y debajo ponía: «La comunidad gay saluda la vuel­ ta del servicio militar». Lo encontré divertidísimo. Los ojos de Celia se iluminan. —¡Oh, es fantástico! —exclama—. ¡Qué buena manera de darle la vuelta! Como Nathan no le responde, Celia vuelve a enfrascarse en la revista. Coge un lápiz de la mesita y empieza a garaba­ tear unas palabras en el margen cuando Andrew aparece ante ellos como surgido de la nada. —Puedo estar loco —le dice a Nathan—, pero no pienso jugar a tu estúpido juego de salir corriendo para ir a esconder mi mal humor. Prefiero encarar las cosas. 221

—Andrew —dice Nathan—, explícale a Celia que esta re­ vista posee una cualidad excitante, fíjate que no empleo la pa­ labra «erótica». —¡Por Dios, Celia! No puedo hablar contigo de estas co­ sas —protesta Andrew. —Ya debía haberme imaginado que adoptarías una acti­ tud gazmoña ante estos temas cuando vi que dormías con pi­ jama —dice Celia. —Andrew no quiere desbaratar la integridad de su doble vida —dice Nathan—. No quiere que sepas que aunque du­ rante el día es el típico marica intelectual y elegante, de noche se suelta el pelo y se dedica a la piel, a los sombreros de cow­ boy y a los jueguecitos acuáticos. Lo prueba todo, todo lo que se te pueda ocurrir. —Habla por ti mismo, tú eres el que lleva una doble vida —dice Andrew mirando significativamente la piscina. —No se trata de sociología ni de curiosidad objetiva —dice Celia—, a estas alturas ya deberíais saberlo. Los dos la miran intrigados. Celia cierra los ojos. Siente la quemadura del sol y se imagina que la temperatura ha subi­ do cinco grados en los últimos diez minutos. Cuando vuelve a abrir los ojos ve que Andrew se ha sentado a los pies de la tumbona de Nathan y lo está regañando. De un solo y rápido movimiento, Celia se pone en pie y se arroja a la piscina.

Celia, Nathan y Andrew se conocen desde su primer año de universidad, cuando los tres estaban en la misma clase prepara­ toria de lengua y literatura inglesa. Sin embargo, durante casi to­ do aquel año Nathan y Andrew sólo se veían mutuamente como «el otro amigo de Celia», ya que entre ellos no existía nin­ guna relación. Celia recuerda la ligera náusea que la acometió el día en que se enteró de que Nathan era marica. Hasta entonces 222

ella no había conocido nunca a un homosexual y se sintió aver­ gonzada de que él le hubiera gustado, por tímido que fuera ese sentimiento, tan tímido que con esas mismas palabras se lo confió a su compañera de cuarto, que jugaba al hockey en el equipo universitario: «Me gusta». También le avergonzaba no haber sido más perspicaz, y temió que su ingenuo afecto le pudiera parecer un insulto a Nathan haciendo que él le co­ giera manía. Nathan constituyó una experiencia nueva para ella; comenzó a idolatrarlo por tener una naturaleza diferente y tam­ bién porque su diferencia le permitía acceder a muchas viven­ cias de las que ella no sabía nada. En el colegio, Celia no ha­ bía tenido demasiados amigos ni había sido muy popular entre sus compañeros. Le parecía justo: era gorda y tímida y siem­ pre le estaban reprochando que fuera gorda y tímida. Nunca se le ocurrió que ella podría ser «diferente» del mismo modo romántico y apasionado en que era diferente Nathan. Senci­ llamente estaba sola y mientras que la soledad de Nathan era una circunstancia que le ennoblecía, la suya era de lamentar. Al principio, Nathan aceptó las muestras de afecto de Ce­ lia hacia él no sólo porque ella sabía escucharle (indefinida­ mente, a lo que parecía), sino porque ella, a su vez, le habla­ ba, le respondía. A Celia le fascinaban las historias que él tan gustosamente le contaba, historias acerca de misteriosos en­ cuentros sexuales en lavabos públicos y de adolescentes to­ queteándose en los vestuarios. Su curiosidad aumentó y co­ menzó a leer todos los libros y artículos que encontraba sobre el tema de la homosexualidad, incluyendo los relatos más ex­ plícitos de tipos que habían pasado noches enteras ligando en muelles y playas, bailes y casas de baños de Nueva York, Los Angeles y París. Se leyó las obras completas de Oscar Wilde y casi todas las de Hart Crane. Empezó a dar más su opinión y a interrumpir en clase y descubrió que sus poco ejercitadas cuerdas vocales tenían aquel poderoso timbre, típico de los nacidos en el Bronx, que poseía la voz de su madre y que de 223

manera instantánea captaba la atención de las multitudes. En su universidad era bastante corriente que ciertas mujeres que pre­ paraban su licenciatura en determinados temas (mujeres de lar­ gos cabellos con vestidos de color púrpura y que solían ha­ blar mucho, muy alto y muy de prisa) pasaran casi todo su tiem­ po en compañía de homosexuales. Celia se convirtió en el mejor ejemplo de esa actitud social comúnmente aceptada, de tal modo que algunos comenzaron a llamarla «el test del papel absorbente» y a decir medio en broma que bastaba con presentarle a un hombre para conocer las tendencias sexuales de éste. No se trataba de un apodo amable, ya que implicaba que de alguna manera ella era la causa de que los hombres tomaran el otro camino, pero Celia supo llevarlo con estoicis­ mo lo mismo que otros sobrenombres todavía peores. Inclu­ so se burlaba afirmando que ella era la precursora de una nueva clase de mujeres que emitían una rara sustancia que volvía ma­ ricas a los hombres y que tarde o temprano causaría la extin­ ción de la raza humana. Y durante todo ese tiempo no dudó un solo instante de que para ella no había nada más conve­ niente que el frecuentar esas compañías. Lo que a Celia más le gustaba de sus amigos gays era su disposición a enfrascarse en interminables conversaciones analíticas. Empezaban a char­ lar durante la cena, seguían con el café y hasta entrada la ma­ drugada no cesaban de platicar acerca de sus amigos, sus fa­ milias, acerca de libros y películas, acerca de que «encarnaban la diferencia sexual» y de que siempre eran capaces de reco­ nocer a los «diferentes» en los lavabos. Celia no había conoci­ do a ningún hombre que tuviera tantas ganas de hablar, y ése era un rasgo que ella valoraba enormemente. De hecho, Celia habría podido continuar conversando indefinidamente, duran­ te toda la noche, y siempre era Nathan quien finalmente se le­ vantaba con esfuerzo del hundido sofá de la habitación de su amiga para decirle: «Perdóname, Celia, son las cuatro de la ma­ drugada y debo irme a dormir». Después de su marcha, Celia 224

yacía horas enteras despierta en la cama, incapaz de dejar de darle vueltas en su mente a aquella conversación que había terminado por agotar a Nathan. A medida que iba creciendo su amistad, ella quería inda­ gar más y más, deseaba conocer más detalles acerca de Na­ than. Celia sabía que él (y más tarde, Andrew) llevaba una vida en la que ella no tenía ni podía tener nada que ver, una exis­ tencia de la que de vez en cuando averiguaba alguna cosa, cuando se sentía lo bastante valiente para hacer preguntas (era un tema que azoraba a Nathan). Esa vida se desarrollaba prin­ cipalmente en bares..., misteriosos baluartes de masculinidad que ella se imaginaba bañados de luz amarilla que dejaba en penumbra los rincones, llenos de cigarrillos a medio consu­ mir con la ceniza a punto de caer, donde detrás de cada puer­ ta había más obscenidad, más sexualidad; hasta que, finalmente, en su imaginación veía una última puerta detrás de la que ya no podía percibir nada más, porque no lo sabía. Claro está que Nathan se burló de ella cuando Celia le pidió que la llevase a un bar. —Son muy aburridos, Celia —le dijo—, te llevarías una decepción, como me ocurrió a mí. Acababan de dejar la universidad, y Nathan lo encontra­ ba casi todo aburrido. Unas semanas más tarde Andrew llegó a la ciudad y aque­ lla misma noche Celia y él fueron a cenar al Village. Mientras recorrían Greenwich Avenue pasaron por entre el consabido grupo de hombres vestidos con cazadoras de cuero que siem­ pre estaban pavoneándose frente a Uncle Charlie’s y Celia obervó cómo a Andrew se le encandilaban los ojos y volvía la ca­ beza. La noche siguiente el joven le pidió a Celia que lo acompañara a un bar en el cual no se atrevía a entrar (nunca había estado en un bar de homosexuales) y ella se aferró a esa oportunidad. Pero ante las puertas de acero del local, que es­ taba situado en una callejuela del centro de la ciudad, el for­ 225

zudo guardián la miró de pies a cabeza y extendió el brazo para impedirles la entrada. —Lo siento, las mujeres no pueden entrar —dijo pronun­ ciando cada sílaba con precisión dental como si ella fuera una criatura o una extranjera, alguien que apenas entendiera el in­ glés. Mujeres no: ahí estaba el señuelo de lo desconocido, de lo que le era imposible conocer. Celia pudo oír retazos de mú­ sica disco provenientes del interior y olió un fugaz aroma des­ conocido, como de calcetines sucios, sólo que ligeramente dul­ ce. Allí estaba ella, en el umbral de un mundo dedicado a los hombres que amaba y no se le franqueaba la entrada porque si penetraba en él toda aquella estructura de selecta fantasía se vendría abajo. —Mujeres no —repitió el matón, como si ella no le hu­ biera oído—. No es nada personal, son las reglas del estableci­ miento. Más tarde Celia les comentó a sus conocidos y de hecho a cantidad de gente: —Cuando todos los hombres que quieres sólo pueden amarse unos a otros, empiezas por fuerza a preguntarte si no habrá algo equivocado en eso de ser mujer. Y cuando esa pre­ gunta va en contra de todos tus principios, acabas haciéndotela. Aquella noche frente a las herméticas puertas de acero, Celia cerró los ojos y deseó, como hacen los niños, poder verse libre de sus amplias faldas, su maquillaje y sus joyas, libre de aquellos molestos senos y nalgas que le estorbaban. Si tan sólo pudiera desembarazarse de todo aquello, y quedarse monda y lironda, con una figura tan lisa y esbelta como la de Nathan y Andrew, entonces podría deslizarse entre aquellas puertas tan fácilmente como esos hombres que pasaban de prisa por su lado con las manos en los bolsillos; se vería libre de la im­ pedimenta maloliente e indigna de confianza que era la femi­ nidad. Pero lo único que pudo hacer fue darse la vuelta. Sin embargo, Andrew quedó junto a la puerta. 226

—Bueno —dijo. —¿Bueno, qué? —preguntó Celia. —¿Te importaría muchísimo que yo entrara de todos mo­ dos? —dijo Andrew. Y ella vio en sus ojos aquella mirada desesperada de cria­ tura acosada que le había observado cuando yendo juntos por la calle pasaban junto a un hombre guapo. Y Celia pensó que esa noche ella debía de tener la misma mirada. Detrás de aque­ llas puertas había algo que era mucho más fuerte que el cari­ ño de Andrew hacia ella, mucho más fuerte. Celia no dijo nada pero mientras se alejaba se prometió no volver a poner los pies en aquella parte de la ciudad. Cuando regresaba a casa en el metro, se fijó en una vagabunda que no cesaba de distri­ buir una y otra vez sus escasas pertenencias en la bolsa que llevaba y entonces tomó la decisión de volverse irónica y amar­ ga y de hablar de sí misma con ingenio, y también resolvió que viviría siempre sola. —Para la mayoría de mujeres jóvenes —decidió que diría— el enamorarse de un homosexual constituía un rito de transición, pero para mí se convirtió en una carrera. Después de lo cual daría una chupada al cigarrillo, mejor dicho, inhalaría profundamente el humo (para entonces ha­ bría aprendido a fumar) y se reiría, tirando lejos de sí la colilla. 4

Celia ha preparado unos huevos para Andrew y Nathan y ha adornado los platos con una ramita de berro y un manojo de brotes de alfalfa. Ahora, con los platos en equilibrio sobre el brazo, se encamina hacia la biblioteca, donde los chicos se han refugiado para pasar la tarde a cubierto del sol. Al entrar, Celia ve que Andrew está reclinado en el quicio de la ventana mien­ tras que Nathan tiene la cabeza apoyada en el suelo y las pier­ nas en alto encima del sofá. —La comida —dice Celia. 227

—Los domingos son siempre horribles —dice Andrew—, hagas lo que hagas. Sobre todo los domingos de verano. Nathan da una voltereta alejándose del sofá y lanza un apa­ ratoso gemido. —¡Qué depresión! —exclama—. ¿Qué podríamos hacer? Ya sé, podríamos ir a un baile de tarde. En el River Club tie­ nen tradicionalmente una encantadora manera de pasar las tar­ des de domingo. Música disco con mucho ritmo, bailarines eróticos... —No pienso volver al centro a menos que me vea obliga­ da —dice Celia. —Sí —dice Andrew—, estoy seguro de que a Celia le en­ cantaría que los dos nos fuéramos a un baile de tarde. Celia se lo queda mirando. —Me extraña eso de ti, Andrew —dice Nathan—. A ti que te vuelves loco por bailar. Se te nota, cuando estás bailando, que te sientes lleno de euforia. —Basta ya, Nathan —dice Andrew. —Sí, el ver bailar a Andrew es... ¿cómo lo diría? Es como contemplar la plena realización del dualismo que existe entre el cuerpo y la mente. —Nathan se levanta, da la vuelta al sofá y sal­ ta por encima del respaldo para retomar su posición cabeza abajo—. Se advierte que su cuerpo está completamente relajado —continúa diciendo—, entregado al éxtasis del baile, sin ningu­ na reserva mental, nada que tenga que ver con el pensamiento. Celia le lanza a Nathan una mirada de desaprobación: hoy Andrew ya está bastante a la defensiva. —TU hipocresía me da risa —dice Andrew—. Tan pronto me dices: «¿Por qué no dejas de analizarlo todo de forma ob­ sesiva?», como me acusas de no reflexionar. Procura atacar con más fundamento, Nathan. —Ah —dice Nathan levantando la cabeza del suelo y vol­ viéndola (lo mejor que puede) hacia Andrew—, pero no es­ toy criticando tu modo de bailar. Sólo estoy sacando deduc­ 228

ciones y transfiriéndolas a otro plano de cosas. ¿Os imagináis lo que sería no pensar nunca? ¡Creo que sería maravilloso! Uno se limitaría a vivir sin disfrutar demasiado, desde luego, pero sin pasarlo tampoco muy mal. No sentiría nunca ni angustia ni celos..., porque eso sería demasiado complicado y cansa­ do. Conozco gente que es así. Sabes, Celia, Andrew piensa que mi comportamiento no es honesto, que me da miedo aceptar las implicaciones de mi elección sexual. A él le gustarían mis amigos los Peters. Son amantes, Celia. Los dos se llaman Peter y viven juntos, pero son muy promiscuos y si uno tiene un lío, el otro no se preocupa. Peter no tiene más que contárselo a Peter y es como si Peter tuviera también ese lío. Y son feli­ ces, han integrado por completo la homosexualidad en su vida. Eso es lo que tendríamos que hacer nosotros, ¿no es cierto, Andrew? Nathan se alza y se sienta de nuevo en el sofá, esta vez en una postura normal. —No seas ridículo —dice Andrew—, las personas que vi­ ven de ese modo ni siquiera son personas. Celia está sentada en el suelo con las piernas cruzadas. Ha terminado de comer los huevos y alarga la mano para coger los berros del plato de Nathan, que sólo ha tomado unas po­ cas cucharadas. A Celia le ocurre a menudo en los restauran­ tes ponerse a picar de los platos de los demás sin ninguna in­ tención de hacerlo, como si el acto de comer escapara a su control. Nathan, con la cabeza ladeada, va canturreando la melo­ día de la canción de Pete Seeger, Little Boxes. Mira a Celia y le pregunta: —¿Quieres que cantemos, querida? —Canta tú, yo no pienso volver a cantar nunca más esa canción. Nathan empieza a cantar:

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En el Village los mariquitas todos son del mismo estilo porque les gusta el triquitraque porque les gusta el triquitraque. Al cowboy, al soldado y al luchador a todos les gusta el triquitraque, todos son del mismo estilo. Andrew suelta una carcajada y dice: —¡Qué bueno! ¿Cuándo te la inventaste? —Yo me la inventé —dice Celia— una noche caminando por la calle. Sonríe con amargura al recordar aquella ocasión en que Nathan y ella iban cogidos del brazo, muy borrachos, y cantando esa canción. Cuando pasaron frente a Unele Charlie’s, de pronto Nathan se apartó bruscamente de Celia, lle­ no de vergüenza y timidez. Se sintió horrorizado de que pudieran tomarle por la pareja heterosexual de su amiga precisamente allí, delante de su bar preferido, y le dijo a Celia: —No te olvides de que no soy tu novio. —No sé por qué me molesto siquiera en hablarte —le con­ testó ella. Hacía muy poco que Andrew la había abandonado delante de aquel otro bar. Aquel verano, Andrew y Nathan la dejaron plantada por lo menos catorce veces, en ocasiones los dos juntos y en otras por separado. Nathan, que vivía enton­ ces con sus padres, le pidió dos veces que le dejara utilizar su apartamento para verse con ciertas personas y ella accedió. Celia no se creía merecedora de nada más, porque era gorda, era el test del papel secante; los únicos hombres que le im­ portaban eran gays y en realidad no conocía a muchas muje­ res; era Celia la apestada. Pero finalmente, un domingo en que estaba con Andrew en la playa llamada Jones Beach, Celia se enfadó, y mientras se instalaban en la parte de la playa que casi 230

ha pasado a ser del dominio exclusivo de las familias portorri­ queñas, le dijo a su amigo: —Quiero que me digas una cosa, Andrew. Él ni siquiera la miraba, pues tenía la cabeza vuelta hacia la izquierda para tratar de vislumbrar lo que ocurría en el tro­ zo de playa ocupada por los homosexuales. —Dime una cosa —repitió Celia obligándole a mirarla—. Te voy a hacer una pregunta, una simple pregunta hipotética del estilo de ¿preferirías ser ciego o mudo? ¿Cómo es que, por mucho que quieras a tus amigos, la mera posibilidad de pasar la noche con un tipo al que seguramente no volverás a ver es suficiente para dejar plantados a tus amigos, arrinconarlos e incluso hacer como que no existen cuando pasas junto a ellos por la calle? ¿Por qué siempre estamos tan dispuestos a aban­ donar a un amigo para seguir a un amante ocasional? Celia advirtió que, aun en ese momento, Andrew seguía con la cabeza ligeramente vuelta hacia la izquierda. Luego An­ drew dijo, señalándola con el dedo: —Se te ha quedado enganchada una hojita de té entre los dientes de delante. Celia se da cuenta con horror de que está a punto de co­ merse la mitad de los brotes de alfalfa del plato de Andrew y los deja caer, golpeándose después su propia mano y jurán­ dose no volver a hacerlo. —¿Cuándo van a volver tus padres? —pregunta Andrew. —Esta tarde —dice Nathan—. Dijeron que llegarían a las siete. —Yo hablé con los míos la semana pasada y me dijeron que mirarían la tele para ver si yo salía en la manifestación del Orgullo Gay que tendrá lugar esta semana. Me emocio­ nó que dijeran esto, pues aun antes de que yo mencionara que iba a haber una marcha del Orgullo Gay, ellos ya lo sabían. Silencio por parte de Nathan; Celia cierra los puños. 231

—¿Piensas participar este año, Nathan? —pregunta Andrew. Nathan se pone de pie y se acerca al equipo estereofónico. —No —responde, y coloca en el plato del tocadiscos un disco de Ravel. —Qué lástima —dice Andrew. Celia tiene ganas de ponerse a gritar para decirles que de­ jen ya este asunto. Andrew sabe que Nathan nunca ha partici­ pado y nunca participará en la manifestación anual del Orgu­ llo Gay, según dice porque considera estúpidas esas exhibiciones, pero de hecho porque vive con el temor de que sus padres descubran su homosexualidad. La última vez que Celia estuvo de visita en esta casa, Nathan y su padre se senta­ ron en la biblioteca para charlar de valores e inversiones. Du­ rante toda la velada, Nathan se portó como un hijo perfecto y un niño obediente, pero en el viaje de vuelta en tren a Nue­ va York se mantuvo taciturno y no cesó de morderse todo el rato el pulgar. —¿Quieres que hablemos de eso? —le preguntó Celia, pero él sacudió la cabeza. Nathan siempre se escondería de sus padres. Y precisamente el buen entendimiento que existe entre Andrew y sus padres es un arma que éste posee contra Nathan, su arma más poderosa y que siempre guarda hasta el último momento, para el ataque final. —Este año voy como abanderado del grupo de los alum­ nos —dice Andrew. —Bien —dice Nathan. —Me gustaría que vinieras, te encantaría. Todos estarán allí, y además resulta muy divertido caminar en la manifes­ tación. —Déjalo, Andrew —dice Nathan—. Ya conoces mi modo de pensar. Creo que esta clase de exhibiciones públicas no le hacen ningún bien a nadie. Son una ridiculez. —Pues a los manifestantes sí que les hace un gran bien. 232

Es bueno que el mundo entero vea que hay gente que no se avergüenza de ser lo que es. —Pero yo no soy eso, tal vez en parte sí, pero yo no soy sólo eso. —Se vuelve para mirar por la ventana hacia la rosale­ da y continúa diciendo—: ¿No comprendes que es una cues­ tión de preservar la propia intimidad? —En la batalla por conseguir que cada cual sea como quie­ re ser no se puede distinguir lo político de lo privado. —Oh, estupendo, ahora me vienes con citas de manual —dice Nathan—, ¡qué bien! ¿Sabes qué tiene de malo esa ac­ titud de intachable fidelidad política a la línea del partido? Pues lo mismo que tiene de malo esa manifestación: que considera iguales a todos los gays y no tiene en cuenta las diferencias personales. No reconoce que para ciertas personas lo que es políticamente correcto es personal y emocionalmente impo­ sible y desde luego no deja lugar para que existan diferencias entre los mismos «diferentes». Nathan pronuncia esta última palabra con un tono que a todos les recuerda la voz de un maestro de escuela elemental. —Creo que estás subestimando lo que es la política, Na­ than —dice Andrew. —Oh, no me atosigues, Andrew, no me atosigues —dice Nathan—. Sabes muy bien que la única razón de que descu­ brieras la política fue porque te enamoraste de aquel, cómo se llamaba... Joel Miller, que estudiaba ya el último año. Esta­ bas enamorado de él y eras un jovencito asustado que no se atrevía a pronunciar la palabra gay. Recuerdo perfectamente todos los circunloquios que utilizabas para no emplear esa pa­ labra. «Voy a unirme al círculo que se ensancha», fue todo lo que le dijiste a Celia... Lo recuerdo muy bien: «el círculo que se ensancha». No sé de dónde pudiste sacar esa expresión. Y ahí estaba el grandote de Joel Miller que sólo accedía a acos­ tarse contigo si llevabas un brazal de color rosa y aprovecha­ bas cualquier pretexto para hablar de «antes de Stonewall» y 233

«después de Stonewall». Y de repente el pequeño Andrew se convirtió en el Gran Activista Político. ¡Dios!, tienes razón en lo que has dicho de la política, no hay separación entre la vida privada y la política. Con expresión asqueada, Nathan le vuelve la espalda a An­ drew y cogiendo la funda del disco de Ravel empieza, clara­ mente rabioso, a leer el texto de la portada. —No puedo aguantarlo más —dice Celia. Y se sienta en el sofá. Ninguno de los dos parece haberla oído. Nathan da la im­ presión de estar a punto de echarse a llorar (llora con facili­ dad) y en el rostro de Andrew asoma una astuta sonrisa. —Nathan —pregunta—, ¿me equivoco o son celos lo que expresa tu voz? —Vete a la mierda —contesta Nathan, y sale enfurecido de la habitación. —Muy bien, muy bien, vete corriendo —dice Andrew si­ guiéndole hasta la puerta de la biblioteca.—. Ve a llorar en el regazo de papá, anda, ve a contárselo todo. —¡Basta! —exclama Celia, y cuando Andrew se vuelve se enfrenta a él con la cólera pintada en el rostro—. ¡Dios mío! —dice—, los dos sois como niños. Nathan reacciona exagera­ damente ante todo lo que le dices, y tú, en cuanto lo ves vul­ nerable, le das una patada en los huevos, ¿no es cierto? Le hie­ res donde más puede dolerle. —No me atosigues, Celia —dice Andrew—. Nathan se lo ha buscado, se ha pasado el fin de semana lanzándome pullas. Lo siento pero no voy a continuar siendo el saco de arena que puede golpear a placer. Nunca más. Yo soy el más fuerte, y lo que acaba de ocurrir es una prueba de ello. —Lo único que prueba es que puedes ser tan cruel con él como él lo es contigo —dice Celia—. Vaya cosa. —Sabe que me molesta que se metan con mi afición al baile y no para de burlarse de mí. Me trata como si fuera un 234

imbécil aturrullado cuyo único propósito en la vida fuese rom­ per todas las valiosas pertenencias de sus padres. Pues no soy un imbécil, Celia, soy una persona mil veces más equilibrada que él. —Entonces con mayor razón deberías abstenerte de ha­ cerle daño —dice Celia—. Ya sabes cuánto le duele todo eso de la manifestación y de sus padres, es un tema muy delicado, por no hablar de Joel Miller. —Y durante todo el tiempo que estuve viendo a Joel, ¿crees que Nathan me dijo una sola palabra, que me habló si­ quiera? ¡No! Con ello me hizo más daño que el que yo pueda haberle hecho jamás. Celia se echa a reír con una risa brusca y estridente y dice: —Venga, vamos a sumar puntos, vamos a ver quién de los dos ha hecho más daño al otro.

Nathan y Andrew se hicieron amantes en Florencia, el verano de su primer año en la universidad. Ocurrió unos cuantos días antes de la cita que habían concertado con Celia en Roma. Aquel verano, como todos los veranos, Nathan vagabundeaba por Europa en plan de chico rico; era uno más entre las hor­ das de estudiantes portadores de mochilas que trataban de sa­ carle el mayor rendimiento posible a sus billetes Eurorail de tarifa reducida. En cambio Andrew emprendió su viaje a Euro­ pa bajo unos auspicios más impresionantes: había ganado una beca para estudiar la influencia del manierismo en el barroco y pensaba utilizar como ejemplo de esa corriente las estatuas de varios jardines italianos de finales del xvi. El viaje de Celia empezó más pronto y terminó más tarde que el de sus amigos porque no disponía de mucho dinero y tenía que volver a re­ coger fondos para su siguiente año de universidad sudando tinta en su puesto de secretaria. Celia nunca había estado en Europa y cuando se reunió con sus amigos en Roma se sentía 235

exuberante al tener tantas cosas que contarles acerca de sus correrías por Inglaterra y Francia. En especial, quería hablar­ les de un pueblecito de Gales que tenía un muro y un foso. Quería contarles que, a pesar de ser tan torpe y grandota, ha­ bía escalado el viejo muro de piedra y caminado a lo largo de su perímetro como los caballeros del siglo XIII cuando ha­ cían la ronda. Desde lo alto del muro divisaba el pueblo, cu­ yas abrigadas casitas se apretujaban unas a otras, las ruinas de un castillo y la bahía en la que los pescadores pescaban el sal­ món cuando la marea estaba alta. Y allí, por encima de todo aquello, estaba Celia. Sintió una poco frecuente confianza en sí misma y por una vez le gustó el aspecto que creía tener a los ojos de los demás: elegante y segura de sí misma, una chi­ ca que sabía viajar, capaz de paladear los placeres de Europa sin ser víctima de sus escollos e inconvenientes. De hecho, cuando llegó a Italia, Celia estaba tan entusiasmada consigo misma que tardó unos días en caer en la cuenta de lo que ocu­ rría entre Nathan y Andrew. Hablaba y hablaba y sus amigos, sentados frente a ella, la escuchaban educadamente con las ma­ nos sobre la mesa. No obstante, al tercer día de la semana que pensaban pasar todos juntos, se les ofreció la oportunidad de trasladarse los tres a la misma habitación, con lo que se ha­ brían ahorrado dinero. Sin embargo, Nathan y Andrew se em­ peñaron en continuar en la habitación doble que compartían y en que Celia se quedara en la sencilla, que además era más cara. Celia se preguntó por qué, y lo supo. Aquella tar­ de fueron caminando hasta las catacumbas, y por el camino se pusieron a jugar a un juego llamado «el baúl de mi abuela». —En el baúl de mi abuela —empezó Nathan— encontré una acémila advenediza. Ahora era el turno de Andrew, que declamó: —En el baúl de mi abuela, encontré una acémila advene­ diza y un bisonte biconvexo. 236

Celia se quedó pensativa enrollándose el pelo alrededor del meñique. —En el baúl de mi abuela encontré una acémila advene­ diza, un bisonte biconvexo y un crisantemo cristalizable —dijo por fin sonriendo, orgullosa de su respuesta. Nathan ni siquiera la miró a pesar de que se había reído al oír la ocurrencia de Andrew. Celia comprendió que además de ser amantes estaban enamorados, pues reconoció (como ahora supone) cierto sigilo en su modo de hablar y en la ma­ nera de escuchar la respuesta del otro, como si estuvieran ha­ blando en código. Se estuvieron ofreciendo escaramujos es­ carificados y perifollo perfectible como si fueran regalos maravillosos hasta que Celia acabó no teniendo ya lugar en el juego. Entonces Andrew todavía no se había significado y, por lo que Celia sabía, él y Nathan sólo se conocían a través de ella. Su encuentro en Europa fue decidido de una manera espontánea durante una de las cenas que los tres solían hacer juntos. —Digamos el veinticuatro de julio delante del Panteón —sugirió Nathan, que conocía Roma (según dijo) tan bien como Nueva York. Andrew y Celia, que nunca habían estado en Europa, se quedaron maravillados al ver que era posible planear aquí, en el Nuevo Mundo, citas de verdad en el extraño Viejo Mundo de Marco Aurelio, Isabella Sforza y Leonor de Toledo. Y a su vez Nathan disfrutaba de su status de experto, de viajero ex­ perimentado. Les dijo que se lo iba a enseñar todo, que sería un maravilloso guía turístico. Aquella noche, Celia se dur­ mió pensando en los libros que había leído de pequeña, en los que unos grupos de tres niños se iban juntos a correr aventuras a países lejanos y a otros mundos. Pero al pare­ cer, Nathan y Andrew habían hecho otros planes sin decir­ le nada, planes para encontrarse antes y a solas; por lo visto, como comprendió cuando ya se marchaba de Roma, habían 237

dejado de pertenecerle a ella y se pertenecían el uno al otro. Finalmente Celia les plantó cara en Orzata, en un café de la Piazza Navona. —Quiero que sepáis que me doy cuenta de lo que está pasando —les dijo—, y creo que deberíamos hablar de ello. En realidad, Nathan habló todo el rato mientras Andrew, avergonzado y aterrado, se removía en su asiento. El recuerdo más nítido que Celia guarda de aquella tarde es el imperioso deseo que la acometió de salir corriendo. Pensó con nostalgia en su pueblecito de Gales con su viejo muro ruinoso, y en sí misma subida en lo alto, y anheló poderse trasladar allí por un instante para recobrar, ahora que lo necesitaba, aquel sen­ timiento tan poco frecuente de libertad, de estar por encima del mísero mundo. Les felicitó ,(y pensó: «qué estúpido, como si fuera una proeza»), dijo que se sentía feliz de verlos felices (y pensó: «¿por qué me siento tan desgraciada?») y se declaró encantada de quedarse en su habitación sencilla. ¿Pero debía quedarse en Roma? ¿No sería mejor que se fuera y los dejara solos a los dos? ¡No, eso nunca! Claro que la querían a su lado, debía que­ darse. Y así lo hizo. Unos días más tarde, fueron a visitar el jardín de la Villa d ’Este en Tivoli. Andrew se dedicó a su in­ vestigación tomando nerviosos apuntes sobre ciertos bajorre­ lieves de hombres que se convertían en peces y después le leyó a Nathan lo que había escrito en su cuaderno de notas: El m u sg o les está d e stru y en d o lo s ro stro s c o m o un ac to final d e reclam ación. Aquí vem os representada la interm inable batalla en ­ tre la naturaleza y el arte. En un determ in ad o nivel, la naturaleza so ju zg a a lo s h o m b re s c o n v irtién d o lo s en u n as form as in ferio­ res de vida, p e ro en realid ad e s el arte el q u e so ju z g a a la n atura­ leza. Las b o c a s d e lo s p e c e s form an parte del sistem a d e d e sa ­ gü e — un m ilagro d e la técn ica del siglo xvt— , q u e h ace q u e el agua de la fuente circule con stan tem en te p o r m e d io d e cierto

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n ú m ero d e b o m b as. Pero ah ora la n aturaleza se está to m an d o su ven gan za al d estru ir e sas caras d e p e c e s p o c o a p o c o y añ o tras año, b o rrán d o la s y re cu b rié n d o las d e m usgo. El m u sgo, el vien to y lo s añ os. ¿C uán to tie m p o durará Tivoli?

Andrew cerró con aire de triunfo su cuaderno, que tenía impresa en la portada la insignia de su universidad y dijo: —¿Qué te parece? —Poético —dijo Nathan. Andrew le miró. —¿Qué quieres decir? —preguntó. —Quiero decir que todo es muy bonito y lleno de sensi: bilidad, pero no puedo creer que hagas estas afirmaciones cuando no te estás basando en ningún hecho histórico. ¿Cómo sabes que lo que dices que pasa es lo que ellos habían planea­ do que pasase? —Los hechos históricos son la ficción del estudioso de la historia. No pretendo conocer las intenciones de nadie, lo que hago es interpretar lo que veo en el jardín. La disputa continuó a partir de aquí. Andrew acusó a Na­ than de ser un pedante y Nathan acusó a Andrew de tratar de obviar las exigencias de una beca. Por entonces, Celia ya los comprendía mejor de lo que se comprendían ellos mismos: Andrew era impulsivo, Nathan precavido; Andrew tenía una razón para estar en Europa, Nathan no (y estaba celoso). Como la discusión le aburría enormemente, Celia se alejó de ellos paseando y se encontró en medio de un grupo de turistas de Oklahoma. El grupo estaba contemplando la estatua de Diana de Efeso con sus doce pechos de los que manaba el agua, y el guía les explicaba que la diosa era un símbolo de la fertilidad. —Algunos dicen que está emparentada con Visnú —dijo el guía en tono solemne—, el dios de las trece manos. —¡Seguro que el que tenía trece manos era el marido de esta diosa! —vociferó una mujer con un peinado alto en for­ ma de colmena, y todos soltaron unas grandes risotadas. Ce­ 239

lia, que estaba entre ellos, se encontró de pronto riendo tam­ bién y comprendió que tenía que marcharse. Se fue a la mañana siguiente. En la estación, Nathan y Andrew le rogaron y le suplicaron que se quedase, pero ella esta­ ba decidida. Cogió un tren nocturno para Calais, tomó un ferry hasta Inglaterra y allí cogió otro tren para Londres. Después de pasar una sola noche en un albergue de Knightsbridge reu­ nió todo el dinero que le quedaba y compró un billete de ida y vuelta para su querido pueblecito de Gales. En cuanto llegó dejó sus cosas en un Bed and Breakfast y se fue a ver al viejo muro de piedra. Un grupo de niños que no tendrían más de nueve o diez años estaba siendo conducido a lo largo del pe­ rímetro del muro. Eran niños de alguna ciudad industrial de los Midlands que llevaban cortes de pelo a lo indio Mohawk y sucias cazadoras negras de vinilo. Se enzarzaban en conti­ nuas peleas por unos caramelos y se daban empujones como tratando de echarse mutuamente abajo del muro; de pronto comenzaron a gritarle cosas, obscenidades que ella apenas comprendía. Celia se apresuró a alejarse hasta el prado comu­ nal y allí se quedó de pie con los ojos cerrados. Corría un aire fresco que olía a lluvia reciente y también a galletas cociéndo­ se en un horno cercano. Un anciano que estaba sentado en un banco de piedra se le acercó cojeando y empezó a hablar­ le, pero su cerradísimo acento galés hizo que Celia creyera que se expresaba en otro idioma, finés u holandés. —Más despacio, por favor, más despacio —dijo, hasta que por fin comprendió que el viejo le preguntaba por qué estaba llorando. —¿Llorando? —repitió Celia, y al tocarse los ojos com­ probó que los tenía empapados de lágrimas. Mientras tanto, en el continente, Nathan y Andrew ni si­ quiera pensaban en ella.

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Han llamado varias veces a su puerta, pero, por lo visto esta tarde Nathan ha decidido hacer caso omiso de la presencia de sus amigos, de modo que hacia las tres Andrew y Celia salen a dar un paseo hasta la playa. Celia está resuelta a pasar todo el día al aire libre, con o sin Nathan, cuyo largo enfurruñamiento ya está acabando con su paciencia. Sin embargo, Andrew no cesa de pensar con inquietud en su amigo, porque su bre­ ve triunfo propio le ha dejado abrumado por una sensación de culpabilidad. —Creí haber ganado —le dice a Celia— y estaba conten­ tísimo. Pero ahora pienso que ojalá hubiera perdido. No me gusta esta sensación, hasta ahora Nathan siempre había salido airoso de todas nuestras discusiones. —No lo sientas demasiado por él —dice Celia—. Ya sabes cómo es, en seguida se pone de morros. Y yo que creía que estabas tan contento de haberle cantado las cuarenta. —Pero de eso se trata —dice Andrew—, no estoy en mi papel cantándole las cuarenta. Se supone que ésta no es mi línea de conducta. —Oye, Andrew, esto es ridículo —dice Celia—, las relacio­ nes entre las personas están cambiando siempre, y tal vez lo de hoy signifique que estás rompiendo vuestro viejo esquema. Andrew sacude con fuerza la cabeza y se aparta un mos­ quito de la cara. —La cosa no funciona de este modo —dice—. Durante años he tenido muy claro quién era él y quién era yo. Sabía que yo tenía mayor conciencia política y una actitud más sana hacia el sexo y hacia nuestra condición de homosexuales. Y sabía al mismo tiempo que Nathan en política tenía unas ideas retrógradas, cerradas y conservadoras, y que en su interior rei­ naba una gran dicotomía porque el hecho de que le gustara acostarse con hombres iba en contra de todo lo que le habían enseñado a ser. Pero a pesar de eso Nathan siempre ha tenido un gran poder sobre mí porque es la primera persona con 241

quien hice el amor. Y no deja que olvide la circunstancia de que yo era un jovenzuelo asustado y en cambio él sabía per­ fectamente lo que hacía. —No estoy muy segura de que esto último sea verjiad. —Pero es cierto, Celia, él me hizo un gran favor. La pri­ mera noche que nos reunimos en Florencia estábamos muy asustados. Los dos sabíamos por qué estábamos allí, por qué habíamos acudido, pero ni siquiera podíamos hablar de ello. Para mí cada gesto, cada alusión a algo relacionado con la ho­ mosexualidad era un acto de valor porque en cierta manera yo todavía creía que Nathan iba a quedarse horrorizado si des­ cubría que quería acostarme con él. Pensaba que Nathan sería capaz de decirme algo así como: «¿Pero por qué te imaginas que voy a querer hacer una cosa semejante?». En realidad yo no sabía cómo era Nathan; actuaba por instinto. Y por fin nos encontramos a solas en la habitación de la pensione, sentados en su cama, y él seguía sin hacer nada. Estábamos allí senta­ dos, y pasaron cinco minutos sin que dijéramos una palabra. Yo no me podía mover. —¿Por qué? —Pues porque ambos sabíamos tácitamente que él era el . que tenía más experiencia, y que por lo tanto daría el primer paso. No puedo explicar el porqué, pero eso quedaba sobren­ tendido. Y entonces Nathan empezó a toser. ¡Oh, Dios, qué asustado me quedé! Le di unos golpecitos en la espalda, y des­ pués no retiré la mano. Nathan dijo: «Eres muy amable», y en­ tonces me instalé con las piernas encima de la cama (él estaba echado y yo sentado) pero cuando me disponía a tumbarme a su lado me cogió un calambre terrible y me puse a chillar. Nathan se rió e inclinándose sobre mí me apretó la pierna hasta que se me pasó el calambre, y entonces... bueno, hicimos el amor. Lo hicimos con una gran avidez, sin técnica y sin sutile­ za, pero fue realmente un acto de amor, no un ejercicio se­ xual. —Andrew se echa a reír—. Recuerdo que a medianoche 242

los dos americanos que ocupaban la habitación vecina llega­ ron borrachos del Red Garter cantando Superfreak. Y hacia las tres uno de ellos debió de sufrir una pesadilla porque salió al pasillo gritando y luego llorando. Su amigo intentaba hacerle callar pero él venga a llorar. Recuerdo exactamente lo que el otro le decía: «Vamos, hombre, tranquilo, no hagas el mons­ truo». Nathan seguía durmiendo y ambos permanecíamos abra­ zados en una postura increíblemente complicada pero que me permitía sentir todos los pelos de su cuerpo y su respiración, y también los latidos de su corazón. Me pasé toda la noche despierto. Celia y Andrew llevan varios minutos caminando por el borde del mar sin darse cuenta. La playa está casi vacía, sólo hay un tipo tomando el sol y una mujer que nada de un lado a otro a lo largo de la orilla. —Al día siguiente —continúa Andrew—, nos topamos con una chica que conocí el semestre anterior en la clase de botá­ nica. Charlotte Mallory, ¿la recuerdas? Fuimos a cenar con ella y durante todo el rato Nathan estuvo apretando mi pierna con la suya por debajo de la mesa. Era como un secreto maravillo­ so compartir aquella espera de lo que íbamos a hacer aquella noche, de todo lo que yo tenía que aprender. Andrew se calla, sonríe y se vuelve hacia Celia. —No está bien lo que hago, ¿verdad? Abusar de tu ama­ bilidad contándote todo esto. —Oh, no me vengas con ésas —dice Celia—. Me pregun­ to, Andrew, por qué Nathan y tú os empeñáis en continuar vuestra relación. Sí, ya sé que en una época fue estupendo, pero ahora siempre acabáis del mismo modo, como hoy. Los dos sabéis demasiado bien cómo heriros mutuamente. Tenéis unos recuerdos preciosos, pero fíjate en lo que se han con­ vertido, fíjate en lo que hacéis ahora. Se han puesto de nuevo a caminar y se alejan de la playa en dirección a la casa de los padres de Nathan. Andrew tiene 243

las manos en los bolsillos y la vista la tiene fija en el suelo. —Celia —dice—, hay algo que deseo que comprendas acerca de Nathan y de mí. Él me ha enseñado muchas cosas. —¿Qué es lo que te ha enseñado? —Verás, un homosexual se desarrolla de un modo muy extraño. No intenta conocer el cuerpo de otros chicos por­ que tiene miedo de lo que pueda sentir, y no intenta conocer el cuerpo de las chicas porque tiene miedo de no sentir nada. Así que la primera vez que te acuestas con alguien es como si por primera vez descubrieras cómo es un cuerpo. Me fijé en todo. Recuerdo que me asombró ver cómo el diafragma de Nathan subía y bajaba mientras dormía, porque nunca ha­ bía observado el sueño de nadie. Y por permitirme experimen­ tar aquello, precisamente por aquello, lo querré siempre aun­ que actúe como hoy lo ha hecho. Nunca olvidaré el aspecto que tenía aquella noche mientras dormía. Continúan caminando y Celia no dice nada. —Y por eso mismo —dice Andrew al cabo de un momento—, Nathan siempre tendrá cierto ascendente sobre mí. ¿Sabes de lo que me estoy acordando? De que durante aquel verano dormimos siempre en pensiones y nos solían dar habitaciones de dos camas. Y por la mañana, Nathan siempre quería que deshiciéramos la cama que no habíamos ocupado, y yo siempre daba por sentado, y él también, que aquella cama sin usar era la mía. Han llegado al jardín, y Celia mira la tierra labrada; pare­ ce el final de la temporada porque ya no quecjan flores. No hay señal de Nathan. —Oh, Celia —dice Andrew—, no me he portado bien. -¿Q ué? —Que he sido nfuy cruel. Tal vez te haya hecho sentir que no formas parte de nuestra historia, pero sí que formas parte. Te queremos mucho los dos. —Suenas como si yo fuera vuestra hija adoptada. 244

—Lo siento, no era esa mi intención. Es que... bueno, creo que debes saberlo: Nathan siempre ha pensado que estabas algo enamorada de él y que por eso has seguido junto a no­ sotros. Celia, sorprendida, levanta la cabeza para mirarlo. Entor­ nando los ojos, se dice que sabe lo que Andrew trata de ha­ cer: intenta que ella se ponga de su lado, y eso no es nada ex­ traño. Pero sin embargo la revelación, que no es en absoluto una revelación, le ha afectado mucho, como un golpe en el estómago. Apartando la vista de Andrew, le dice: —¿Por qué he seguido junto a vosotros? Porque os quie­ ro a los dos, os tengo cariño a los dos. Pero si Nathan cree que he ido de cabeza por él todos estos años, se equivoca de medio a medio. Andrew se echa a reír, y Celia maldice el ligero matiz de resentimiento que ha notado en su propia voz, porque no quie­ re darle gusto saliéndole con recriminaciones. Y no obstante, piensa: «¿Qué es lo que puedo recriminarles, después de todo?». Y luego se pregunta si finalmente habrá llegado el mo­ mento de enfrentarse consigo misma, ese momento que ha estado a punto de llegar tantas veces pero que siempre ha sido aplazado. —Creo que es simplemente un ególatra —dice Andrew—. Me refiero a que se toma por uno de esos altavoces de miles de dólares que tienen sus padres; todos tenemos que tratarle con mucho cuidado mientras que él está siempre dispuesto a herir a los demás. —Sonríe con afecto—. Pobre Nathan —dice—, ¿sa­ bes dónde está ahora? En el dormitorio de sus padres, hecho un ovillo en aquella cama enorme. Es allí donde se refugia cuan­ do se siente pequeño; va a un sitio en el que se ve pequeño. Ahora están ante la puerta principal, y Andrew se vuelve y baja la vista hacia Celia. De pronto parece mucho más alto que hace una hora. —¿Te importaría mucho que fuera a hacerle compañía du­ 245

rante un ratito? —pregunta—. Sólo me echaré a su lado. Tú puedes esperarnos en la biblioteca o junto a la piscina. Estare­ mos listos para tomar el tren de las seis cuarenta y cinco. Celia cruza los brazos hasta tocarse los costados. —Claro —dice—, muy bien. No mira a Andrew sino a los arces, a la parra que se en­ rosca en los costados de la casa, a los fragantes ramilletes de la glicinia. —Hasta pronto, entonces —dice Andrew. Se va alejando tras de sí el ruido de sus pisadas y el soni­ do de la puerta de rejilla que se cierra de golpe. Celia comprende que éste es un aplazamiento que le con­ viene olvidar.

Una noche de finales de primavera de su segundo año de uni­ versidad, Nathan y Celia se emborracharon con un cóctel de frutas y ron que parecía muy flojo y Nathan le contó la histo­ ria de la primera vez que se acostó con Andrew. Lo explicó de un modo más jovial que éste y no mencionó lo de la cama sin utilizar, aunque se explayó con amorosa precisión acerca de la dificultosa conversación que ambos sostuvieron aquella noche a la hora de cenar. —Nuestros pies se tocaron una vez —dijo Nathan— y di­ mos un respingo como si nos hubiese pasado la corriente eléc­ trica. La segunda vez dejamos los pies donde estaban, y yo pensaba: «Si Andrew dice algo, diré que me había parecido estar tocando una pata de la mesa». Naturalmente, Nathan tampoco había dormido aquella no­ che; recordaba a los chicos de la habitación contigua cantan­ do Superfreak, y las palabras exactas con que uno trató de cal­ mar al otro: «Vamos, hombre, tranquilo, contrólate». —El caso es —dijo Nathan— que, no sé cómo, Andrew se había convencido de que yo era Don Delicado, un chico 246

con experiencia. Y era cierto, yo tenía más experiencia que él, pero de todos modos estaba hecho un manojo de nervios, porque no es lo mismo saber cómo dejarse seducir que tener que hacer de seductor. Sea como sea, cuando estuvimos a so­ las en el cuarto decidí que tenía que mostrarme valiente, de modo que me acerqué a Andrew, que se estaba desabrochan­ do la camisa, y le dije: «¿Por qué no dejas que lo haga yo?». Se quedó helado, y entonces le di un beso. Nathan sonrió. Celia lo conocía demasiado como para creerse su versión, pues ya por entonces sabía que en ciertas ocasiones Nathan tenía que cambiar la verdad para encajar en ella una imagen algo deformada de sí mismo, una imagen una talla más pequeña o más grande que la real. Después de todo, por entonces la relación de Andrew con Joel Miller estaba en su punto álgido y Nathan, que se sentía terriblemente celoso, quería reivindicarse ante Celia, ya que ella constituía el único vínculo que le unía a Andrew. Durante todo aquel año, Celia no había cesado de repetirles que necesitaba tener tiempo li­ bre para sí misma y para desarrollar su propia vida social, pero casi desde el primer día Andrew y Nathan le habían impuesto su presencia. Deseaban que ella tomara posiciones en la lu­ cha que mantenían. Al parecer, la discusión que Celia había presenciado en la Villa d’Este había continuado y se había ido enconando después de que ella se marchara. Los dos siguie­ ron riñendo y atacándose hasta que por fin, en París, Andrew empaquetó sus cosas en la mochila y en mitad de la noche salió hecho una furia del cuartito que ocupaban en el Quartier Latin para tomar un tren hacia Salzburg. Cuando llegó allí su cólera se había aplacado y tomó un tren de vuelta a París, sin embargo, al llegar a su auberge descubrió que Nathan se había despedido sin dejar ninguna dirección. A Andrew le embargó el pánico porque ahora estaba solo, completamente solo, y la única posibilidad que tenía de hallar a Nathan era encontrándoselo por casualidad. A pesar de que 247

se habían trazado un itinerario bastante vago, abrigaban más o menos la intención de visitar Cannes, de modo que Andrew se dirigió allí y durante dos días recorrió incansablemente la ciudad escudriñando calles y playas en busca de Nathan, pla­ neando lo que iba a decirle cuando lo viera, decidido a mos­ trarse frío y distante y a obtener su perdón. Le resultaba muy duro volver a dormir solo y tenía todavía presente aquel aro­ ma limpio de jabón y colonia que acompañaba al olor especí­ fico del cuerpo de Nathan. Pero no encontró a Nathan en Can­ nes ni en ningún otro lugar de Europa, y continuó viajando; para cuando regresó a los Estados Unidos su anhelo se había convertido en algo muy parecido al odio. Y Nathan, por su parte, estaba también enfadado. Al fin y al cabo era difícil sa­ ber quién de los dos había abandonado primero al otro, quién tenía la culpa de lo ocurrido. En clase mal podían hablar los dos amigos, así que se de­ dicaron a conversar por separado con Celia, dándole cada cual su versión de lo que había pasado en París y tratando de que se pusiera de su lado. Fue el único momento, pensó Celia, en que tuvo a dos hombres disputándose su afecto. Celia se dijo que su posición era peliaguda. Al principio tenía que procurar que Nathan no la viera con Andrew y vice­ versa, aunque cada uno no hacía otra cosa que sonsacarle in­ formación acerca del otro. Luego Celia empezó a organizarles encuentros casuales y no les quedó más remedio que hablar­ se, ya que guardar silencio habría parecido una reacción de­ masiado trillada y ambos tenían a gala ser muy originales. Fi­ nalmente, una noche a las tres de la madrugada, Andrew llamó a Celia por teléfono deshecho en lágrimas. Ella no pudo en­ tender sus palabras pero logró que le dijera dónde estaba, y entonces se puso el abrigo y salió a su encuentro. Una vez en el exterior, advirtió que se estaba levantando viento y que so­ bre el horizonte el cielo mostraba una franja azul más propia del amanecer o del crepúsculo que de la mitad de la noche. 248

Como era la madrugada de un domingo y justo después de los exámenes, unos cuantos chicos borrachos, jugadores de fútbol americano en su mayoría, seguían gritando y armando jaleo en la calle. Celia encontró a Andrew sentado en el poste de una vieja valla, envuelto en un abrigo que había comprado al Ejército de Salvación y completamente inerte. Se lo llevó caminando a su habitación, le preparó una taza de té y se sen­ tó frente a él poniéndole las manos, todavía enguantadas, so­ bre las rodillas. —Vamos, dime —le preguntó—, ¿qué te pasa? Andrew empezó a llorar casi de inmediato. Celia lo abra­ zó y dejó que se desahogara. El chico temblaba y le castañe­ teaban los dientes, hasta que, finalmente, entre balbuceos, dijo exactamente lo que Celia esperaba que dijera: —Él se niega a tratarme, y yo le quiero. Al día siguiente, Celia buscó a Nathan y lo encontró en la biblioteca. En cuanto mencionó el nombre de Andrew, Na­ than la interrumpió con un «Chssss» y señalando a su compa­ ñero de habitación, un joven alto que fumaba en pipa a pocos pasos de distancia, la acompañó a toda prisa a un lugar más reservado. Allí Nathan le explicó que ya estaba harto de las ton­ terías y la impulsividad de Andrew. Primero éste había salido corriendo en mitad de la noche dejándole solo en París y aho­ ra, dos meses después, se le ocurría entrar de repente en la habitación de Nathan (¡menos mal que su compañero había salido!) y ponerse a lloriquear diciendo que no quería seguir con aquella comedia, que quería hablar y que en París Nathan se había comportado con él de un modo que le había dolido e intimidado. Desde luego, todo aquello era demasiado, pues­ to que Andrew no solamente había sido en realidad el que ha­ bía abandonado a Nathan sino que para colmo ahora andaba quejándose a voces por ahí. Por lo tanto él, Nathan, le mandó salir de su habitación y le dijo que todo había terminado y que no hiciera una montaña de un grano de arena. Claro está 249

que incluso entonces, sentada en un pupitre de la biblioteca, Celia sabía demasiado como para creerse a pies juntillas la ver­ sión de Nathan. Comprendió que Nathan estaba furioso pero que al mismo tiempo le asustaba la disposición de Andrew a exhibir con pasión ciertos sentimientos que según Nathan de­ bían quedar confinados en los límites de la alcoba. Así como la habilidad de Nathan residía en lanzar pequeños insultos en la intimidad, la gran táctica de Andrew era y seguiría siendo siempre el desplegar sus asuntos en público. Probablemente, Nathan comprendía que su amigo estaba, como diría Celia, a punto de salir como un cohete pregonando su realidad, y eso era más de lo que Nathan, con aquel sentido de las convenien­ cias tan profundamente arraigado que tenía, estaba dispuesto a aceptar. Porque detrás de su sentido de las conveniencias se escondía un gran miedo, mientras que el pequeño Andrew, con toda su inocencia, se estaba convirtiendo en lo que Nathan jamás llegaría a ser: se estaba convirtiendo en un valiente. De modo que Nathan prefirió no perdonarle a Andrew su actua­ ción en París y romper con él. Poco después, Andrew se dejaba ver por todas partes en compañía del famoso activista Joel Miller, y lo que ocurrió a continuación era algo muy previsible. Joel Miller ya lo había hecho antes con otros jóvenes aparentemente incorruptibles, y todos, al finalizar el idilio, se habían visto miembros posee­ dores de carné de la izquierda homosexual. Aparentemente, a Nathan ese asunto le tenía sin cuidado, pero Celia veía la ex­ presión de sus ojos mientras espiaba a Andrew y a Joel co­ miendo juntos en el comedor universitario. Nathan siempre terminaba haciendo un comentario. —¿Qué se propone Andrew pasando tanto tiempo con ese tipo, Joel Miller? —le preguntaba a Celia esperando que ella le contase algo. Pero Celia había decidido cambiar de tác­ tica y no hablar de Andrew con Nathan y viceversa. Pronto aquel asunto pasó a ser del dominio público y el malestar de 250

Nathan se incrementó. Éste se escabullía furtivamente en cuan­ to veía a Joel y a Andrew, y abandonaba las reuniones a las que ellos asistían. («Entran en la habitación como si fueran el capitán del equipo de fútbol y la reina de belleza encargada de darle la bienvenida», le decía a Celia.) En cuanto a Andrew, estaba en la gloria: Joel era un genio y él quería casarse con Joel. Celia podía permitirse alegrarse por Andrew porque ella empleaba todas sus energías en ocuparse de Nathan, que ve­ nía en su busca a todas horas. Sentía pena por Nathan, pues éste nunca habría reconocido que Joel le intimidaba muchísi­ mo ni que él pudiera querer a Andrew... Y aun así, Celia se alegraba de tenerlo. Disfrutaba de su compañía casi todo el tiempo: lo encontraba esperándola ante su puerta, en el co­ medor, en la biblioteca. Celia controlaba todo lo que Nathan y Andrew llegaban a saber el uno del otro, mientras que ella, naturalmente, lo sabía todo acerca de los dos. Una noche es­ cuchaba a Nathan lamentarse de lo preocupado que estaba, de lo solo y desdichado que se sentía; a la noche siguiente oía elogiar a Andrew las maravillas del amor, la importancia de los papeles sexuales y el precioso vello, negro y rizado, que cubría la espalda de Joel Miller. Celia no comprendió hasta mucho más tarde (cuando pudo juzgar con cierta perspectiva aquel año en que todo fue tan pasional entre sus dos amigos) que su felicidad con Na­ than y Andrew dependía de que ellos dos no se llevaran bien.

Al anochecer, Nathan y Andrew salen de la casa. No llevan las mismas ropas de antes y vienen riendo y conversando anima­ damente. En cuanto los ve, Celia cierra los ojos. Está tumbada junto a la piscina con el ejemplar de Army slave abierto en su regazo y a su alrededor chirrían los grillos y las luciérnagas se van iluminando. —Vamos, Celia, prepárate que nos vamos —dice Nathan. 251

Celia abre los ojos y ve que Nathan le sonríe, inclinado sobre ella. —Mis padres llegarán de un momento a otro —dice Nathan—, y no quiero estar aquí cuando lleguen. —Le palmea la rodilla y se dirige a la terraza, donde Andrew le está esperando—. Oh —añade dándose la vuelta—, y no te olvi­ des de llevarte la revista. Celia levanta la cabeza pero a la luz del crepúsculo ape­ nas si distingue las facciones de sus amigos. —Me parece que estás mejor —le dice a Nathan. —Sí, mucho mejor. Celia asiente con la cabeza y se levanta para ir a recoger sus cosas. Hasta la estación hay un paseo de diez minutos y cuando llegan, allí el andén está ya lleno de gente con aspecto de cansancio; algunos llevan pantalones cortos y todos boste­ zan mientras íeen el periódico. El tren ya viene repleto, de modo que no encuentran tres plazas juntas. Andrew se sienta al lado de Celia y Nathan se instala dos filas más atrás, pero lo hacen así por deferencia a ella, pues algo ha ocurrido esta tarde entre Nathan y Andrew: parecen haberse perdonado mu­ tuamente. ¿Por qué, si no, pensarían en ella? Celia se apoya en el respaldo y contempla cómo el agra­ dable viaje desde la escoria de Penn Station hasta los precio­ sos Hamptons discurre en dirección contraria; ahora están en los famosos suburbios de «Guyland» (así lo llama Nathan), lue­ go en las regiones inferiores de Queens, y cuando atraviesan la frontera exacta entre la ciudad de Nueva York y el resto del mundo, Nathan no resiste la tentación de acercarse a ellos para indicársela. Después se encuentran en el túnel bajo el East River y bajo la famosa ciudad en la que transcurren sus vidas. Se apean del tren; Penn Station se halla atestada y no dis­ pone de aire acondicionado. Celia se limpia el sudor de la fren­ te y deja la bolsa en el suelo, entre sus pies. Ella ha de tomar 252

el tren de cercanías de Broadway hasta Upper West Side, mien­ tras que Nathan y Andrew deben atravesar la ciudad para to­ mar el metro de East Side, aunque en direcciones opuestas. Sin embargo, a Celia no le cabe ninguna duda de que ambos van a pasar esta noche juntos y quizá también la siguiente. Se pregunta si irán a cenar fuera o al cine y si hablarán acerca de ella meneando la cabeza. Pero la cosa durará pocos días porque luego Celia confía en que se pelearán. Uno de los dos la llamará por teléfono, o tal vez los dos. O quizá decidan irse a vivir juntos y no llamarán nunca más. Cuando se hace patente que no piensan invitarla a acom­ pañarlos, Celia dice: —Tengo que ir a coger el tren. Y les tiende por turno la mejilla para que la besen, como si les estuviera dando su bendición. La miran como si se sintieran un poco incómodos y algo culpables, y Celia se asombra de que adopten ahora esa acti­ tud de culpabilidad cuando hace años que esta situación se viene repitiendo entre los tres. Además, no ha ocurrido nada por lo que nadie tenga que pedir perdón. Cuando Celia empieza a alejarse oye que Nathan grita su nombre y al volverse lo ve junto a ella con el rostro iluminado por una amplia sonrisa. —Oye —le dice Nathan—, eres maravillosa. Cuando es­ criba mi libro, pienso dedicártelo a ti. Celia le devuelve la sonrisa y se echa a reír. Nathan le dijo lo mismo el día en que ella se despidió de los dos en la esta­ ción Termini de Roma para tomar el tren que la llevaría a Ca­ lais. Durante toda la noche, el vagón de literas en el que dor­ mía pasó de un convoy a otro: fue enganchado y desenganchado a nuevas hileras de vagones iluminados, aña­ dido a otros trenes principales y de este modo fue transporta­ do, como una criatura arrebatada de su cuna y cambiada por otra, hasta la costa. Celia viajaba en el mismo compartimiento 253

con dos inglesas que regresaban de vacaciones y un suizo que iba a Liverpool con intención de adquirir una pieza de recam­ bio para su coche. Como colegiales en un mismo dormitorio, los cuatro estuvieron charlando, echados en sus literas, hasta muy entrada la noche. Las ruedas retumbaban sobre los raíles y el tren iba avanzando; a cada minuto que pasaba, Celia se hallaba más cerca de Inglaterra. Finalmente se quedó dormi­ da, no sin preguntarse antes qué clase de libro tendría en mente Nathan y si llegaría a escribirlo.