Azorín: La invención de la literatura nacional 9783964568779

Este libro es una reflexión sobre el empeño, sostenido en el tiempo, de Azorín por construir una nación moderna, cohesio

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Spanish; Castilian Pages 384 [371] Year 2020

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Azorín: La invención de la literatura nacional
 9783964568779

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AZORÍN La invención de la literatura nacional José María Ferri Coll, Enrique Rubio Cremades y Dolores Thion Soriano-Mollá (eds.)

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La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 50

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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español. Consejo editorial: Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá de Henares) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Lia Schwartz (City University of New York) Isabelle Touton (Université Bordeaux-Montaigne) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

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AZORÍN LA INVENCIÓN DE LA LITERATURA NACIONAL

José María Ferri Coll Enrique Rubio Cremades Dolores Thion Soriano-Mollá (eds.)

Iberoamericana • Vervuert • 

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Iberoamericana, 2019 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2019 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-081-6 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96456-876-2 (Vervuert) ISBN 978-3-96456-877-9 (e-Book) Depósito legal: M-33868-2019 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros

The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

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Índice

Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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I. La ideación azoriniana del concepto de nación

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Azorín y el carácter de la nación española Antonio Robles Egea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Nación y nuevo sujeto político en el pensamiento de Azorín Manuel Menéndez Alzamora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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La ejemplaridad política en Azorín y Ortega: el caso de Antonio Maura Béatrice Fonck . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Política y periodismo al alimón: la Europa azoriniana José Ferrándiz Lozano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Historia y literatura: a propósito de Una hora de España (entre 1560 y 1590) Francisco Fuster . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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II. Nacionalidad literaria De literatura nacional en torno a 1898 José María Ferri Coll . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 La literatura nacional en El alma castellana y Los pueblos (1900-1905) Leonardo Romero Tobar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127 Azorín como divulgador de la literatura nacional en Al margen de los clásicos Laura Palomo Alepuz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 La nación literaria que acabó en nacionalismo Dolores Thion Soriano-Mollá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151 III. Cervantes, padre de la nación literaria española Azorín, lector de Cervantes Ana L. Baquero Escudero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175 Azorín ante Velázquez: la creación de un clásico para la nación fabulada Gemma Márquez Fernández. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191 El Quijote según Azorín: los cuentos-ensayos de Con Cervantes (1947) Renata Londero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213 Al margen de dos novelas ejemplares: La fuerza de la sangre y El licenciado Vidriera Miguel Ángel Lozano Marco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 231 IV. Azorín, modelo de la literatura nacional El magisterio literario de Azorín según el canon estético de la revista Destino Blanca Ripoll Sintes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255

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Azorín, maestro de las letras españolas, en la revista Destino Marisa Sotelo Vázquez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 275 V. Europa y la nación literaria española Clásicos de allende el Pirineo (1924) Béatrice Bottin . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297 Azorín, corresponsal en el París de la Gran Guerra (1918) Francisco Javier Díez de Revenga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 309 La narrativa de Azorín anterior a 1928 a la luz del contraste entre España y Europa Elisabeth Delrue . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 319 Azorín memorialista: París (1945) Enrique Rubio Cremades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 339 Los mitos griegos a través de Españoles en París José Manuel Vidal Ortuño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 357 De la fecundación extraña Christian Manso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 371

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Prólogo

A comienzos de febrero de 1893, un joven que aún no ha cumplido la veintena, estudiante de Derecho y periodista en ciernes, sube a la tarima del Ateneo Literario valenciano para pronunciar una conferencia que ciento veinticinco años después seguimos leyendo, no por su contenido ni por su estilo (ambos muy de su tiempo), sino por pertenecer a la obra del conferenciante, José Martínez Ruiz, el futuro Azorín, quien días después publica el texto, a expensas de su familia, en un folleto que firma con uno de sus primeros seudónimos: Cándido. Hoy podemos leer el contenido de ese folleto, “La crítica literaria en España”, por estar reproducido tanto en sus Obras completas (1947) como en sus Obras escogidas (1998). Su importancia radica en señalar el inicio de un itinerario que hoy conocemos y contemplamos en su totalidad, a lo largo del cual van a ir viendo la luz, en periódicos y posteriormente en libros, centenares de ensayos, artículos, crónicas y relatos cuyos asuntos proceden de su interés por nuestra historia literaria. José Martínez Ruiz, Cándido, no pretendía demostrar su precoz erudición, sus conocimientos en la materia, sino contribuir a la necesaria reforma de nuestra historiografía literaria; una propuesta de renovación en profundidad lanzada por alguien en quien apuntaba su firme vocación de crítico, figura que consideraba necesaria en nuestro ambiente intelectual y que él tomaba de la cultura francesa.

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Unos veinte años después, con motivo de la muerte de D. Marcelino Menéndez Pelayo, consideraba que en nuestro país “la historia literaria está todavía por construir; ha habido entre nosotros grandes eruditos, grandes acopiadores, grandes rebuscadores; ha faltado el crítico”. Esto lo escribe en 1912 para ABC y lo reproduce en Clásicos y modernos (1913), libro que forma parte de esa tetralogía crítica (junto con Lecturas españolas, Los valores literarios y Al margen de los clásicos), que constituye la gran aportación de Azorín al estudio, a la divulgación y a la creación de un ambiente de interés por nuestros clásicos como nunca se ha hecho en nuestra historia. Pocos escritores contemporáneos han sido tan innovadores como J. Martínez Ruiz, Azorín, y pocos han sabido suscitar un estado de conciencia sobre el sentido de nuestra literatura en el contexto de la cultura europea. Él resaltó el carácter renovador de ese grupo de escritores, sus coetáneos, a los que reunió bajo el debatido —justamente debatido— marbete de “generación del 98”. Si el criterio generacional es cuestionable, no lo es tanto su sentido: la obra de esos escritores constituye un renacimiento, que no es otra cosa sino “la fecundación del pensamiento nacional por el pensamiento extranjero”. No hay un aislamiento cultural: las literaturas se fecundan mutuamente, con mayor influencia de alguna de ellas sobre las demás, según la época. Así lo expresa en el párrafo con el que cierra su último libro, Ejercicios de castellano, en 1960: “¿cómo no ver que para la evaluación de una literatura necesitamos el conocimiento de otra? Las palmeras se fecundan a distancia; las literaturas se fecundan también —sin perder su raigambre, su originalidad— desde lejos” (1893-1960): toda una vida manteniendo el interés crítico y el fervor vital por ese amplio caudal de lenguaje impreso que a lo largo de los siglos viene hablando sobre nosotros. Azorín renovó profundamente la novela (ha sido “el primer y principal novelista español de vanguardia”, a juicio de Pere Gimferrer); intentó hacerlo en el teatro, y lo logró plenamente en el ensayo bajo diversas modalidades que van desde el artículo al relato ensayístico o “ensayo novelesco” (como calificó su Licenciado Vidriera de 1915), pasando por variados tipos de crónica o de reflexiones personales en el mejor ejercicio de ese género central en la modernidad (el ensayo

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Prólogo

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es también elemento fundamental en su novelística). Entendió, como hombre que vive en la literatura, que los clásicos son nuestros coetáneos: ni pertenecen al pasado ni son portadores de valores atemporales. Como buen representante de la modernidad, advierte que la literatura es un sistema sincrónico de textos que forman parte de nuestro presente, actualizados en el acto creador de la lectura, y que, por tanto, es en el lector, en cada lector, donde reside la responsabilidad de su curso vital, de su vigencia. Conocer y entender a nuestros clásicos desde criterios actuales, y desde una disposición crítica personal —no gregaria; Azorín no predica—, es también indagar en el sentido profundo de la nación como ámbito de solidaridad cultural y de sensibilidad que ellos han contribuido a formar. En la línea de los krausistas, y señaladamente de Giner de los Ríos, la literatura de una nación constituye su “historia interna”, todavía llena de posibilidades, frente a una historia externa —la política, los sucesos— que con frecuencia oculta a aquella y hasta la traiciona. En esa historia interna de la nación figuran el Arcipreste de Hita, Rojas, Manrique, Garcilaso, Fray Luis, Santa Teresa, Cervantes, Lope, Quevedo, Calderón, Gracián, Saavedra Fajardo… y así hasta Galdós y Baroja; todos ellos y tantos otros que, leídos libremente, sin prejuicios ideológicos y estéticos, alumbran un modo de ser que no es nunca eso que llaman “el hecho diferencial”, sino un modo cultural entretejido con el contexto europeo y, de ahí, con lo universal: “Sobre un fondo común humano, poner nuestro sello: ese es el ideal”, escribe en su original ensayo de estética Un pueblecito. Riofrío de Ávila (1916). El conjunto de estudios reunidos en este libro apunta, pues, a un objetivo de gran alcance: reflexionar sobre el empeño de Azorín en esa tarea casi cotidiana, a lo largo de años, por construir una nación moderna, cohesionada, tolerante, culta y solidaria, cuyas referencias compartidas entre sus ciudadanos las encontramos en los clásicos (y en los modernos: Cervantes, nuestro primer clásico, ¿no es también el primero de nuestros modernos?); pero asimismo en nuestro arte y en el paisaje de cada región o nación (“Las naciones de España” se llama uno de los capítulos de su Licenciado Vidriera). En ello consiste el estímulo inicial para la confección de ese libro de 1912, Lecturas españolas: “en una curiosidad por lo que constituye el ambiente español

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—paisajes, letras, arte, hombres, ciudades, interiores— y en una preocupación por un porvenir de bienestar y de justicia para España”, país cuyo principal defecto, como resume en la conclusión del libro, radica en “la falta de curiosidad intelectual”. No es este solo un libro destinado a los investigadores sobre Azorín, ni incluso a los estudiosos de nuestra literatura contemporánea. Late en él un interés por reconsiderar y ponderar la gestión que hacemos de nuestro legado cultural más valioso: una de las primeras literaturas universales; ese caudal de textos entre los que se insertan los del escritor que da sentido a estas páginas. Miguel Ángel Lozano Marco

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Azorín y el carácter de la nación española

Antonio Robles Egea Universidad de Granada

Introducción La reflexión sobre los pueblos y comunidades nacionales ha estado muy presente en la modernidad europea. La constitución del Estado moderno, absolutista en su origen y posteriormente liberal, desencadenó un pensamiento comparativo, especialmente acerca de las peculiaridades de españoles, franceses, ingleses, alemanes, italianos, etc. Los clásicos de la teoría política, que siempre fundamentaron sus ideas a partir de una concepción antropológica, situaron al hombre político dentro de los límites fronterizos de los Estados y las poblaciones sobre las que se asentaban, sujetos, por tanto, a determinaciones territoriales y culturales que configuraban comunidades diferenciadas por su carácter. En los textos de Machiavelli, Bodin, Montesquieu, Voltaire, Kant, Hume, entre otros, se pueden leer claras referencias a la diversidad de identidades colectivas y caracteres territoriales en Europa.

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En la mayor parte de estas semblanzas de los pueblos o comunidades humanas se aludía a la existencia de una psicología colectiva, el llamado carácter o espíritu popular, cuando no al alma de la nación. Se entendía a la comunidad de manera semejante al individuo, portador de una psique generada por la mezcla de rasgos biológicos, influencias territoriales y climatológicas, socialización y educación recibida, sentido espiritual, etc. El carácter colectivo se constituía a través de la suma de caracteres individuales, que se consideraban inevitablemente moldeados por una serie de esencias y contingencias insertas en la comunidad. La intelectualidad española no era diferente, en este sentido, a la europea. Desde la Edad Media (Maravall 1963a: 258-259) hasta bien entrado el siglo xx se observan referencias bibliográficas sobre los caracteres distintivos de los diferentes pueblos europeos. La primera de ellas procede de la Hispania cristiana. Se trata de la Crónica Albeldense, tal como se expone en el códice de San Millán, en donde se contiene el capítulo De propietatibus gentium para definir a una serie de pueblos por su condición particular o según su característica propiedad: ferocidad en los francos, ira en los británicos, comercio en los galos, fuerza en los godos, etc. También, en la Hispania musulmana, el historiador Ibn Said escribió el Libro de las categorías de las naciones, en el que aludía a los caracteres de los pueblos de la Antigüedad según fuentes clásicas (caldeos, persas, indios, chinos, egipcios, romanos, hebreos, árabes, etc.). Y a finales del Medioevo, con la recepción de Aristóteles, aparece una correlación directa entre los caracteres populares y la teoría de los climas, que fue expuesta y ampliada por Sánchez de Arévalo al sostener que “los pueblos tienen un carácter y es necesario a los príncipes y gobernantes conocer el del propio pueblo para regirlo con mayor eficacia, y los de los demás pueblos para mejor relacionarse con ellos en paz y en guerra” (Maravall 1963a: 259). Después, a lo largo de los siglos modernos, vinieron a exponer doctrinas similares Juan Ginés de Sepúlveda, Francisco de Quevedo, José Cadalso, Benito Jerónimo Feijóo y Juan Francisco Masdeu. Esta tradición doctrinal continuó durante la Edad Contemporánea. El nacionalismo, como nueva ideología legitimadora del Estado liberal, se encargó de asignar rasgos peculiares de carácter étnico a

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cada una de las naciones existentes, incluida siempre, por supuesto, la propia; y de manera paralela, el Romanticismo se recreó en la idiosincrasia y los exotismos de cada pueblo, colaborando en la formación de las identidades nacionales, en las cuales se inserta el carácter del pueblo, mediante las contribuciones artísticas, literarias, historiográficas, etc. (Pérez Vejo 2015; Andreu Miralles 2016). Los años anteriores y posteriores al Desastre del 98 reavivaron el debate sobre las características psicológicas de los españoles. Los autores de la generación del 98 creyeron que la mentalidad, creencias y actitudes del pueblo español contribuyeron en buena medida a la decadencia de España, pero al mismo tiempo pensaron que España almacenaba cualidades espirituales extraordinariamente regeneradoras. Uno de los temas que más controversia creó entre ellos fue el de las virtudes y vicios del pueblo o de la raza. De ello se deriva la profusión de proyectos para cambiar la psicología nacional. Mallada, Unamuno, Ganivet, Costa, Picavea y otros muchos regeneracionistas dieron su opinión sobre el carácter de la nación española. Azorín no era ajeno a esta forma de ver la identidad nacional y asignó características psicológicas a la nación española a partir de la correlación que estableció entre los valores literarios en la historia de su literatura, el carácter individual de los personajes de esta, los protagonistas reales de la vida de los pueblos de España y el carácter colectivo de los españoles, que conformaron una base de ideas comunes para construir un modelo de carácter nacional. Ahora bien, con la llegada de la renovación teórico-metodológica en los estudios del nacionalismo y las identidades nacionales, durante la segunda mitad del siglo xx, el llamado carácter de la nación fue considerado una construcción mitológica al servicio de grupos sociales, élites y proyectos políticos. La precursora deconstrucción hecha por Gregory Bateson en 1942, que luego fue reconocida por Margaret Mead (1953) y otros destacados antropólogos de la comunidad académica internacional, se considera un punto de partida para el avance científico en este tema. Las críticas a la idea de carácter nacional fueron secundadas en España por Francisco Ayala (1960 y 1965), José Antonio Maravall (1963a) y Julio Caro Baroja (1970), entre otros. Posteriormente, conforme ha ido aumentando el conocimiento de los

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fenómenos nacionalistas, la creencia en los caracteres colectivos ha quedado reducida al espacio ideológico del nacionalismo militante. En suma, no deja de ser algo ingenuo pensar hoy en esa existencia del carácter nacional, pero sí era muy útil para poder imaginar el modelo conductual apropiado a los intereses colectivos de la nación, a partir de creencias compartidas, defensa de intereses comunes, valores y principios básicos para el funcionamiento armónico de la nación y sus organizaciones. Algo fundamental y necesario para poder hablar de una cultura política común, que en la ideología nacionalista es la esencia del ser de la comunidad.

El carácter de la nación Desde la Antigüedad, historiadores, geógrafos y viajeros atribuyeron a los habitantes de los diferentes territorios conocidos cierta psicología o carácter colectivos (Álvarez Junco 2016: 138-152). A las etnias pobladoras de Hispania las consideraron especialmente belicosas y orgullosas de la autonomía que disfrutaban, resistiéndose tenazmente a todo tipo de dominación extranjera. Los ejemplos de Numancia, Viriato, Sagunto, etc., quedaron inmortalizados en la tradición escrita medieval, en el proceso constitutivo de los Estados modernos durante los siglos xvi y xvii y en las historias del nacionalismo español durante el xix. Los estereotipos de la psicología de los pueblos tienen, pues, una larga historia. Fue, sin embargo, Johann Zahn, en Specula Physico-MathematicoHistorica (1696), quien, a finales del siglo xvii, despertó un debate sin precedentes acerca de los rasgos psicológicos de las principales comunidades estatales europeas, lo que indicaba el giro de las identidades colectivas basadas en el monarca hacia las fundamentadas en la nación. Zahn hizo una comparación de las características más peculiares de alemanes, españoles, franceses, ingleses e italianos que alentó el desarrollo de una reflexión generalizada sobre los rasgos psicológicos o el carácter de las naciones durante el siglo xviii. El momento era propicio después de dos largos siglos de conflictos bélicos y propagandísticos entre los Estados europeos, en los que se acostumbraron a

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verse como diferentes con la ayuda de simples estereotipos y clichés. De esta forma se extendió, pese a que existía desde la Antigüedad, “la creencia de que cada pueblo gozaba de una serie de rasgos de personalidad particulares, derivados de su historia, sus leyes, su clima o su medio” (Andreu Miralles 2016: 30). El pensamiento ilustrado colaboró con la difusión de esta creencia, especialmente mediante la contribución de Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748), donde establecía correlaciones entre el carácter de los pueblos y su nivel de desarrollo civilizatorio (norte versus sur de Europa) y exponía un conjunto de tópicos muy acrisolados en la mentalidad de los europeos de su tiempo (Andreu Miralles 2016: 31 y ss.). Este mismo reconocido autor recrea en sus Cartas persas (1721) las sorpresas de los viajeros orientales por Europa al comprobar la existencia de gran diversidad psicológica en sus territorios. Un ejemplo arquetípico es la imagen de España descrita en una carta por un viajero francés (Carta LXXVIII. Rica a Usbek, a Paris). El tema resultaba tan atractivo que fue tratado poco después por Voltaire, Hume, Rousseau, Mably y Herder. Autores románticos tan relevantes como Goethe, Sthendal, Germaine de Staël, Sismondi y el mismo Hegel descubrieron la diferencia de caracteres entre las naciones europeas, subrayando la separación entre el racionalismo frío de los países nórdicos y centroeuropeos y el exotismo, fronterizo con lo oriental, del sur mediterráneo. Los intelectuales y hombres de letras en España estuvieron al día de estas opiniones y contribuyeron a divulgar la creencia en las particularidades psicológicas de las comunidades. Desde Juan Ginés de Sepúlveda, en Democrates alter (1550), hasta la mitología creada por el regeneracionismo, fueron muchos los escritores que hicieron a los españoles partícipes de un genio espiritual común. En el siglo xvii, Francisco de Quevedo y Villegas, en el capítulo quinto de su España defendida (1609), “De las costumbres con que nació España, y de las antiguas”, les asigna amplias cualidades morales y gran inteligencia. En el xviii, José Cadalso escribe su Defensa de la nación española para refutar a Montesquieu mediante una alabanza del carácter español, lleno de espiritualidad, religiosidad, lealtad y valor. Y de igual forma hablan Benito Jerónimo Feijóo, en “Mapa intelectual y cotejo de naciones”,

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dentro de su Teatro crítico universal, y aún más sistemáticamente Juan Francisco Masdeu y Montoro, autor de veinte volúmenes sobre Historia crítica de España y de la cultura española (1783-1805), en los que se incluye “Idea del carácter político y moral de los españoles”, acerca de aspectos como la vida privada, la religión, la autoridad, los gobernados, etc., en donde se explicitan las actitudes comunes de todo un pueblo. Los autores románticos españoles, en la literatura y el arte, también comparten la idea de la existencia de los caracteres nacionales, que en el caso español es un sincretismo de lo hispano, lo godo y lo musulmán (Andreu Miralles 2016). En general se cree que el carácter español está “envilecido” y “afeminado”, es decir, alienado, por la influencia histórica recibida. No es extraño, por tanto, que Modesto Lafuente, en su gran Historia general de España, justifique la formación de este carácter común por la histórica experiencia compartida a lo largo de los siglos. Lafuente, fiel representación del liberalismo romántico español, no solo “afirma la existencia de una forma de ser y de estar en el mundo común a todos los habitantes de la Península, sino que explica cómo se ha formado, atreviéndose a enumerar sus rasgos determinantes” (Pérez Vejo 2015: 440). Estos eran: el valor, la tendencia al aislamiento, el instinto conservador, el apego al pasado, confianza en Dios y amor a su religión, constancia frente a los desastres, sufrimiento ante los infortunios, bravura, indisciplina, sobriedad, templanza, etc. Además, para Lafuente, estos rasgos se conservan eternamente entre los habitantes del territorio y siempre están presentes en las leyes del reino. En la literatura y las artes del siglo xix abundan los ejemplos que tratan cuestiones relacionadas con la nueva identidad liberal que se pretende dar a España, reconstruyendo e interpretando los hechos más simbólicos de la historia desde la Hispania romana hasta la guerra de Independencia contra Napoleón, pasando por la mitología del catolicismo medieval, la independencia estamental y territorial, el Imperio colonial, etc. (Álvarez Junco 2001). Destacan en esta misión Martínez de la Rosa, José Zorrilla, el duque de Rivas, Espronceda y Larra, pero son muchos otros, entre ellos los pintores decimonónicos (Pérez Vejo 2015), los que también contribuyen a imaginar una nueva y específica idea de España.

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La psicología de los pueblos y las naciones En los años que dieron lugar al comienzo de las ciencias sociales, durante el final del siglo xix y principios del xx, proliferaron las publicaciones sobre la psicología de los pueblos, las masas y las naciones. Sin duda, por el desarrollo del pensamiento nacional o nacionalista durante el periodo decimonónico, pero también por la irrupción de la psicología y la antropología como ciencias modernas. La persistencia de la creencia en la idiosincrasia psicológica de las comunidades humanas era evidente en muchos autores, algunos de ellos de gran relieve. Sin necesidad de retrotraernos a los clásicos de la teoría nacionalista, como Herder, Fichte, Mancini y Renan, que también integraron dentro de sus paradigmas el espíritu, el alma y la voluntad de la nación, la abundancia de pensamiento antropológico y psicologicista en torno a 1900 es inquietante y contagiosa. En él se supone que todo el pueblo, entendido como base humana de la nación, comparte y participa en una cultura pública común. Nacer en una comunidad determinada implica para el individuo la recepción natural de una especie de ADN cultural integrado por la lengua, las costumbres, la religión, la etnia, de las que no podrá desprenderse a lo largo de su vida. Incluso, solamente podrá ser libre dentro de las reglas de comunicación de su propia comunidad. La cuestión de la psicología de los pueblos, de las naciones o de las masas fue desarrollada prolíficamente en medio de un fervor nacionalista creciente. Son ejemplo de ello las aportaciones de Gustave Le Bon, La psicología de las masas o El desequilibrio del mundo; de Alfred Fouillée, Investigación sobre la psicología de los pueblos europeos y Psicología del pueblo francés, al que imitó, en cierta medida, Rafael Altamira con su Psicología del pueblo español (Ferrándiz Lozano 2012); o la imaginativa incursión en el tema de Ángel Ganivet con su Idearium español, entre otros muchos tratados con la misma perspectiva y finalidad. En líneas generales, esta literatura de la personalidad colectiva de las comunidades parte de un fundamento muy discutible: la creencia en los caracteres nacionales, formados por un aluvión de sentimientos, creencias, ilusiones, normas éticas, etc.

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Siguiendo el estado de la cuestión que hizo Rafael Altamira, en los dos primeros capítulos de Psicología del pueblo español (1902) menciona a franceses ya citados, como Fouillée y Le Bon, pero también hace referencia a Reclus, Ribot, Legrand, Letorneau, Lemoine, Bérenger, Mortillet, Demolins y a escritores de otras nacionalidades, como los italianos Pulle, Orano y Tomé, el eslavo Korski y varios más, que no es necesario aludir para poder concluir sin excesos nominales. Las revistas más importantes, como Revue des revues, L’Européen y Revue Internationale de Sociologie, dedicaron números especiales o incluyeron la temática en sus índices para dirimir cuál era el verdadero carácter francés, español, alemán, etc. La fiebre de la psicología nacional también afectó a España, máxime después del Desastre de 1898 y sus ecos regeneracionistas. En el tratamiento del tema destaca Rafael Altamira con Psicología del pueblo español, pero los grandes de la generación del 98 también se zambulleron en la abundante literatura nacionalista. Aunque los artículos publicados por Miguel de Unamuno, luego recogidos en un volumen con el título de En torno al casticismo, no enfocaban de cerca la cuestión del carácter del pueblo español, pero sí lo trataban concediéndole significativa importancia. De hecho, el título se refería a lo que es puro, de raza pura, a lo íntegro, sin mezcla de elemento extraño, y a la necesidad de su vivificación por el cultivo de la voluntad o práctica de la filosofía, o por el mestizaje con lo progresivo. Lo mismo ocurría con Ángel Ganivet y el Idearium español (1897). Aquí en mayor medida, pues se hacía del problema de la abulia y falta de voluntad del pueblo español la razón de su decadencia y escasa determinación para alcanzar el nivel de civilización de otros pueblos europeos. Ganivet escribió: “Una restauración de la vida entera de España no puede tener otro punto de arranque que la concentración de todas nuestras energías dentro de nuestro territorio. Hay que cerrar con cerrojos, llaves y candados todas las puertas por donde el espíritu español se escapó de España” (Ganivet 1990: 154-155), lo que le valió ser considerado un profeta en las dos dictaduras españolas del siglo xx. Y la situación era similar en Joaquín Costa gracias a varios de sus escritos, especialmente Reconstitución y europeización de España y Oligarquía y caciquismo (1901). A ellos se sumaba una pléyade de regeneracionistas, desde

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Mallada a Picavea pasando por Maeztu, Isern, Morote, etc. Una parte importante del trabajo de la generación del 98 y del regeneracionismo iba dirigido a hacer realidad el proyecto de creación de una nueva conciencia nacional. La celebración de innumerables aniversarios y homenajes tenía por objetivo la recuperación de la fuerza psicológica nacional, perdida tras la derrota. Para los regeneracionistas era necesario suprimir el pesimismo, la resignación y el fatalismo integrantes de la psicología del pueblo español, causa de tantos males e impedimento para cualquier posible modernización. Por tanto, el diagnóstico era evidente. La sociedad española carecía de voluntad, estaba apática y abúlica, sin ningún espíritu que la animara. Azorín se permeó de este ambiente que trataba de sanar la enfermedad psicológica del país. Su obra, desde 1900 en adelante, es un intento, unas veces más acusado que otras, de rescatar los valores, creencias, actitudes, comportamientos que constituían la esencialidad psicológica de España, es decir, su carácter. Para ello recreó la forma de pensar y de ser de innumerables personajes históricos y de ficción, de la literatura clásica española y de la realidad de los pueblos y paisajes españoles. Luego derivó esos rasgos psicológicos hacia el conjunto del pueblo español, e incluso los insertó en la imagen de comunidad nacional española.

España y el carácter de su personalidad colectiva Los años que transcurrieron desde finales del siglo xix hasta la Segunda Guerra Mundial estuvieron marcados por una nueva oleada de nacionalismos, algunos de inspiración imperialista. En este ambiente, que no fue ajeno a España, se extendió la idea de que los pueblosnación poseían personalidad, temperamento y carácter propios. Al mismo tiempo, se pensaba que las cualidades de todos y cada uno de ellos eran diferentes entre sí, por muy similares y próximas que fueran sus tradiciones y culturas. El nacionalismo de Azorín, como el de otros intelectuales, políticos y profesionales, desemboca, principalmente, en la ayuda que presta a la magna obra de reinventar la imagen de España, su identidad

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nacional y su cultura a partir de la recuperación de los valores encarnados en la literatura nacional, en los clásicos y en sus personajes, creyendo en la bondad regeneradora de tales principios en el supuesto de llegar a permear la conciencia y la personalidad nacionales. Como sostiene Martín-Hervás, Azorín “construirá una nueva identidad española que es de carácter fundamentalmente cultural y, si se apura, literario, aunque en ella se encuentren rasgos tanto de tipo estético como ético” (Martín Hervás 2017: 227). El mismo autor se detiene en explicar los rasgos, algunos de ellos psicológicos, que contiene el nuevo Volksgeist español: todo un conjunto de cualidades, actitudes, comportamientos, mentalidad, etc., que estando en la tradición nacional literaria “podrían ser fuente de modernidad” (Martín Hervás 2017: 221-228). En suma, toda una definición del carácter nacional. La creencia nacionalista le conduce a imaginar la homogeneidad psicológica de España, que es necesario revitalizar dada la flaqueza de espíritu que ha mostrado el pueblo español desde los tiempos que iniciaron su decadencia. Para Azorín, el carácter español peca de ser demasiado individualista y anárquico, de difícil concordancia con la obediencia y la disciplina social. Así mismo, se presenta lleno de actitudes que muestran su desafección hacia los intereses públicos, y abúlico hasta ciertos límites, incluso sin ningún interés por el conocimiento y la reflexión intelectual. Azorín observa en Castilla la personalidad del español: resignada en su ser, cerrada a sí misma, rutinaria, ajena al avance de los tiempos, como si sobre tal personalidad aún pesara, como una losa, el catolicismo de la Contrarreforma (Fox 1997: 132 y ss.). Al trasladar la imagen psicológica de Castilla al conjunto de España colige la ausencia de una conciencia y espíritu nacionales, la insuficiencia del esfuerzo colectivo y la carencia de sacrificio en la tarea de alcanzar los intereses comunes de los españoles. Esta suposición del carácter español la construye pensando en la genealogía histórica, la cultura, la tradición, el paisaje, los labradores, etc. La fusión de Castilla y España constituye, pues, el núcleo de la identidad nacional pensada por Azorín. En ella se integran el carácter y el paisaje castellanos, así como un espíritu, un genio, singular, configurado por la voluntad imperial, conquistadora y católica de Castilla, nacida y triunfante en

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la Edad Media; decadente, por paradójico que pueda parecer, desde el siglo xvi, justo cuando en su imperio, al extenderse por todo el orbe, nunca se ponía el sol. Esta visión azoriniana coincide casi plenamente con la elaborada por los primeros liberales españoles, y pasa luego a los sectores más progresistas de los mismos. Se ensalza o idealiza en ella el pasado medieval, en el que la fragmentación del poder y el sistema contractual de gobierno fueron liquidados, en buena medida, por los Habsburgo, rompiendo la tradición española y dando lugar a la decadencia de la monarquía hispana. Si España es Castilla y, sobre todo, la Castilla medieval, el genuino carácter español tiene este origen. Azorín dirige su atención a la fortaleza del carácter creado en este periodo de formación de Castilla y España, “hecho de voluntad, acción, nobleza, honor, fe... cuyos rasgos psicológicos vendrían a cobrar vida en las figuras genéricas del hidalgo, el conquistador, la mística, el guerrero, el inquisidor... Después viene la decadencia, el repliegue, la pérdida de energía, pobreza, desespañolización, etc.” (Varela 1999: 153-154). Por otro lado, según Azorín, los caracteres de las naciones quedan reflejados en los valores que encarnan las obras literarias, especialmente las de los clásicos, porque simbolizan el espíritu colectivo y la cultura compartida por la comunidad. Al respecto dice Azorín: “Siendo los valores literarios un índice de la sensibilidad general, de la civilización, por ellos se han de ver el carácter y las particularidades de un pueblo a lo largo del tiempo” (Azorín 1921: 45). Para Azorín, el mejor ejemplo de verdadero casticismo, de carácter nacional, se encuentra en el Quijote de Cervantes, que “consiste en una maravillosa alianza del idealismo y del practicismo, clave en la que estriba el auténtico genio castellano” (Martín Hervás 2017: 149-150), aunque no a partes iguales, pues Azorín, al final, hace predominar el idealismo sobre el pragmatismo. Mediante los valores que desprende la literatura nacional se verifica el grado de comunicación interna y externa de una nación y se proporciona idea precisa de la vida interna y del valor local o universal de la nación, de su vitalidad o decadencia, de su localismo o aislamiento, de su universalismo o inserción en las dinámicas internacionales. Azorín muestra sus opiniones citando a Mariano José de Larra,

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referente clave para el escritor de Monóvar: “Sólo el olvido completo de nuestras costumbres antiguas es el medio para variar nuestro obscuro carácter” (Azorín 1921: 56). Esto demuestra que la imagen del carácter español, indolente, egoísta, pasional y bárbaro, creado por el dolor de Larra, fue recuperada por Azorín para criticar sus efectos y promover una alternativa espiritual para España.

Azorín y el carácter de los otros Atendiendo a las ideas estereotipadas sobre el carácter nacional de su época, Azorín reconoce la existencia de diferencias de carácter entre los naturales de cada país. Quizá fue Salvador de Madariaga quien, en Ingleses, franceses y españoles, explicó mejor estas diferencias psicológicas de los principales pueblos-nación de Europa al compararlos por sus características y actitudes (Madariaga 1929), lo que reivindicó más tarde, y a contracorriente de las teorías que negaban su realidad (Madariaga 1964). Cuando Azorín hace referencias a otros pueblos-nación se comprueba, aún más nítidamente, la caracterización psicológica en la que cree. Su comparación de germanos y latinos, alemanes y franceses, yace en la cualidad, no en otros factores: “Alemanes y franceses poseen cualidades diversas, no son éstas las mismas en mayor o menor intensidad; son distintas, y cada una de ellas del mismo valor y estimación. No siendo idénticas las cualidades de uno y otro pueblo, de una y otra ‘raza’, con cada una de esas cualidades se puede formar un tipo humano selecto. No cabe hablar, por tanto, de superioridad” (Azorín 1921: 112). Azorín considera que la psique alemana, y las actitudes que genera, residen en valores como la fuerza vital, la energía y el tesón, el deseo de expandir su poder como grupo o la confianza en sí misma. Mientras, la psicología de los franceses está informada por el sentimiento patriótico colectivo, la organización coherente de las actividades, la perseverancia en las empresas que crean (Azorín 1921: 112). No obstante, también estas dos naciones experimentan incertidumbres y miedos ante la crisis de valores provocada por el drama de la Gran Guerra.

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Azorín deja al margen la posible superioridad de uno de los caracteres sobre el otro. Sin embargo, elige la personalidad colectiva francesa como ejemplo para España. Para el escritor levantino, Francia representa a “Todo un pueblo, con un patriotismo maravilloso, con una abnegación heroica hacia el mayor de los sacrificios”. Los políticos de la III República, pese a su incompetencia, no llegaron a cercenar la vitalidad de la nación, de ahí que, en los momentos de la crisis de 1914, cuando comenzó la Primera Guerra Mundial, “De pronto, este gran pueblo suplía con su fe y con su decisión la obra que debieron haber realizado los directores políticos a lo largo de los años” (Azorín 1921: 10). En el pensamiento de Azorín, Francia es el modelo que debería imitar España, por las cualidades de su carácter nacional, una combinación innata e intuitiva de respeto a las opiniones de cualquier ciudadano, actividad incesante, inquietud por conocer, compromiso cívico, reflexión crítica, esfuerzo común, coherencia social, etc. Estas cualidades colectivas enamoran a nuestro escritor, por lo que su propuesta de renovación del liberalismo conservador se asienta en estas virtudes galas y en las teorías de algunos de los prohombres del conservadurismo francés: Maurice Barrès y Charles Maurras, a los que sigue por sus respectivas teorías, sobre “la tierra y los muertos”, continuidad de la tradición en el territorio nacional, de Barrès, y sobre los principios universales de la personalidad, tales como el esfuerzo, la continuidad, el sacrificio, que Maurras quería introducir en la vida práctica e intelectual de los franceses (Ouimette 1995: 175). En España todavía quedaba “todo por hacer, ni tenemos presente, ni hemos tenido pasado” (Azorín 1921: 112).

La voluntad de la nación Desde la perspectiva de la psicología, el carácter es lo más genuino de la personalidad de los individuos. Se manifiesta mediante la voluntad, sea con opiniones o acciones. Aplicando esta idea a las comunidades organizadas políticamente, se llega a pensar que las naciones tienen su propio carácter, visible en las expresiones de la voluntad colectiva de la comunidad. De ahí que el nacionalismo conciba al sujeto histórico

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que constituye la nación con voluntad y capacidad de actuación. Es más, sin estas, la nación no existiría. Hoy sabemos que las naciones son comunidades imaginadas y creadas por el propio movimiento nacionalista (Anderson 1991), pero a principios del siglo xx, como se ha dicho anteriormente, el ideal nacionalista estaba infiltrado en amplias capas de la población, la política y la intelectualidad europeas. Azorín, como otros jóvenes intelectuales de su época, imaginaba una España con voluntad y capacidad decisoria, ambas necesarias para transformar la apatía reinante en las masas y el contexto de decadencia por el que el país se deslizaba hacia la agonía: “Una ligera opresión nos angustia cuando pensamos en el reposo, en la inmovilidad, en el abandono, en la negligencia de España... reaccionemos poderosamente contra el medio; transformemos el medio” (Azorín 1921: 103). Ahora bien, la transformación del medio reclamada por Azorín está orientada por un nacionalismo conservador, en el que la voluntad nacional aparece fuertemente limitada. Como es sabido, el escritor abandonó progresivamente su radicalismo jacobino (anarquista y republicano) en los años de entresiglos (Azorín 1950: 135-147). Con su incorporación a las huestes de Maura, se apartó de la idea de un pueblo soberano que expresa su voluntad en las calles o en el Parlamento. Atrás quedaban las teorías de Rousseau, Renan o Pi y Margall, que pronto serían sustituidas por las de Burke y Cánovas, sobre la constitución prescriptiva de las naciones: La historia y la tradición configuran el ser esencial y eterno de la comunidad. Durante la segunda década del siglo xx, en plena crisis del conservadurismo español y del propio sistema de la Restauración, el escritor alicantino complementa sus ideas conservadoras con nuevas aportaciones francesas, las de Taine, Barrès y Maurras. Con ellas trata de renovar el proyecto nacionalista conservador, pero acentuando su tradicionalismo y autoritarismo (González Cuevas 2002 y 2009). Ubicado en este punto, la orientación nacionalista de Azorín se dirige hacia la restricción de la voluntad nacional, eliminando de la identidad nacional al pueblo como un sujeto histórico agente. ¿Dónde queda, entonces, el papel de la voluntad nacional en este Azorín conservador? Parece que relegado a la simple expresión del electorado en los comicios periódicos habituales para garantizar la alternancia política dentro del

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conjunto institucional oficial de cualquier sistema político liberal. En el nacionalismo conservador, la pertenencia a la comunidad procede de una vinculación a los factores irracionales que conforman la herencia histórica y cultural recibida, lo mismo que ocurre con el proceso elitista de toma de decisiones políticas, símbolo y objetivación de la voluntad nacional. De tal forma, la comunidad envuelve al individuo en la tela de araña de las obligaciones “patrióticas”, servicios al “bien común” y sacrificios a la comunidad, dejando en segundo plano los derechos individuales y cívicos. La posibilidad de experimentar la libertad individual se reduce en la contingencia creada por la continuidad histórica, un tema muy tratado por Azorín (Ferrándiz 2015). Pese a estos lastres comunitarios que el individuo arrastra, Azorín defiende que sean las élites y líderes naturales de la comunidad los que ejerzan la voluntad nacional en virtud de su cualificación personal y capacidad, lo que más bien sería empatía con la esencia y tradición de la comunidad, al objeto de descubrir, explicar y resolver los problemas de la nación dentro del orden tradicional prescrito históricamente. Así pues, Azorín cree que la nación, el pueblo y las masas tienen que ser escuchados, pero su opinión y voluntad han de quedar mediatizadas por las instituciones y los dirigentes. Supuesto el caso de que la nación necesite transformaciones y reformas, bien ante exigencias populares o por comprobación empírica de problemas, estas han de realizarlas los líderes naturales, verdaderos agentes históricos, de forma contenida dentro del marco de la tradición y el orden social y político, asegurando la continuidad histórica. Bajo estos parámetros, la voluntad popular-nacional queda encarcelada en la gravedad del orden tradicional por una especie de patriotismo resignado. Recordemos que la clave de la idea de nación en Azorín es el concepto de densidad, que reclama para la nación española. Sin embargo, este concepto es opuesto al de voluntad y acción nacionales, núcleo de los nacionalismos defensores de la soberanía popular. Densidad o cohesión en la nación significan que sociedad y política forman un todo homogéneo, una unidad moral, integrante de los vínculos espirituales que existen entre el pueblo, la nación, las élites y los líderes políticos. Representarían la total confianza política entre masas y líderes y la fusión del bien común con la voluntad expresada

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por los gobernantes. Esto supondría una hipóstasis y mistificación de la vida comunitaria, en suma, una idealización de la vida real en las comunidades nacionales. La alternativa nacionalista que Azorín propone al liberalismo conservador español se fundamenta, principalmente, en el modelo ideológico de Charles Maurras, expresado políticamente por el partido Action Française, al que complementa con ideas de Maurice Barrès sobre la continuidad histórica, la tierra y los muertos, como se acaba de mencionar (Azorín 1950: 21-23, 85-92, 121-123, 126-129, 251-254). Pero, también, recoge algunas ideas sobre la nación del liberalismo doctrinario español, en concreto de Cánovas (Blas Guerrero 1989 y 1997). Azorín asume el patriotismo de Cánovas, desdiciéndose de las críticas que profirió al sistema de la Restauración y a su máxime artífice. Se trata de un patriotismo servicial, de productores callados, melancólicos y pacientes, que viven en la intrahistoria unamuniana, sin que su voz tenga que ser oída y, muchos menos, su voluntad pueda ser expresada. En este patriotismo, el recogimiento espiritual colectivo y la meditación melancólica sobre el dolor de España constituyen los elementos centrales. El tercer componente es la recuperación de la vitalidad nacional para lograr resolver los graves problemas que aquejan la nación y restaurar así la grandeza perdida. En fin, una propuesta excesivamente simplista para ser viable y útil, demasiado ajena a la realidad económica, social y política de España durante los años 1910-1920 y algo enraizada en las ideas de Ganivet, como hemos expuesto más arriba. Puede que el idealismo y la energía de don Quijote sean la referencia literaria de estos devaneos intelectuales. En el universal manchego se buscan la heroicidad y la fuerza de voluntad de las que España carece. El ahorro y la inversión, el trabajo y el esfuerzo colectivo no son primordiales, por el contrario, la solución yace en la fuerte moral y voluntad de alguna personalidad heroica, como pudiera ser alguno de los líderes conservadores de la época. Excesivo idealismo, cabe pensar, ante las reclamaciones masivas de los trabajadores españoles movilizados por la CNT y la UGT en la crisis de 1917 y años sucesivos, alentados además por la esperanza de la revolución, como ocurrió en Rusia, y ansiosos de hacer realidad su voluntad proletaria y campesina.

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Azorín, creyendo que el pueblo español está paralizado y que necesitaría movilizarse, es consciente de “la situación especial en que nos encontramos, después de un reposo de tantos siglos”, pero el miedo le embarga ante la posibilidad de permitir a la nación el ejercicio de su voluntad: “la asimilación brusca de la ideología moderna podría ser para nosotros violenta y aun nociva” (Azorín 1921: 55). De este diagnóstico y prescripción deriva el abrazo de Azorín al liberalismo conservador en su versión cercana al autoritarismo, negando la inserción de la voluntad política de la nación en la vida pública por temor al radicalismo que podría provocar y sus consecuencias desestabilizadoras para la cohesión social.

La crítica de la existencia del carácter nacional La experiencia bélica derivada de los conflictos nacionalistas de la primera mitad del siglo xx incidió en la revisión teórico-metodológica de los estudios sobre las naciones y el nacionalismo, que ha generado resultados sorprendentes para el conocimiento del tema desde aproximadamente finales de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días (Álvarez Junco 2016: 1-52). Esta “revolución científica” incluye una crítica de la idea del carácter nacional que profesan el nacionalismo y sus partidarios. El supuesto de la existencia de una psicología colectiva, especialmente de los pueblos y naciones, se ha considerado como un mito construido para desarrollar la identidad y la conciencia nacionales. En 1942, Gregory Bateson (1997) sostuvo que no son los seres humanos los que difieren de una comunidad a otra, sino las circunstancias de estas, y negó homogeneidades psicológicas dentro de las naciones. Unos años más tarde, Géza Roheim (1978) propuso una crítica política del carácter nacional, por el etnicismo que representa y la presunción de inamovilidad y permanencia que le atribuyen sus defensores, algo que los científicos sociales han demostrado ser falso (Caro Baroja 2004: 11-30, 113-119). Las investigaciones antropológicas de los años centrales del siglo pasado ratifican estas críticas

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basándose en los conocimientos histórico, antropológico, psicológico, sociológico y cultural (Mead 1953; Gorer 1953; Druijker y Frijda 1960). En España, José Antonio Maravall dice que desde 1941 había criticado la pesantez del antropomorfismo que llevaba a predicar de los grupos humanos lo que se atribuía a los individuos, “un modo de ser propio que definiría a cada uno de ellos”, y que “el carácter de un pueblo no es algo constante por naturaleza”, sino más bien una visión subjetiva por su circunstancialidad histórica y cultural (Maravall 1963a: 258, 261). Maravall rebate el mito del carácter nacional, expuesto por numerosos autores en la historia, por varios motivos. Primero, porque nunca se presentan datos completos y por tanto es imposible llegar a generalizaciones. Segundo, porque se trata de afirmaciones irrelevantes, sin correlación entre lo que dicen y el mundo general que quieren deducir con ellas. Y, en tercer lugar, porque nunca se ha comprobado la existencia del carácter nacional en la vida real del país de que se trate (Maravall 1963a: 265). Por otro lado, en los años centrales del franquismo, Julio Caro Baroja, utilizando la metodología historiográfica, el método diacrónico, desmonta la descripción de los pueblos dada por los defensores del carácter nacional y rechaza, según la opinión de Traimond, “toda categoría permanente que no emanase de las informaciones reunidas o pretendiese escapar a la historia” (Caro Baroja 2004: 20). De esta forma demuestra que los caracteres asignados a los españoles cambian según el momento histórico y la situación política, que condicionan la subjetividad de los intérpretes del carácter nacional. Según Caro Baroja, la diversidad de opiniones en torno a un mismo carácter nacional depende de múltiples factores: la religiosidad, la fase de desarrollo, la capacidad científica, la valoración del pueblo, el enfoque de los héroes, las creencias previas, religiosas o políticas de los autores, etc. De todo su análisis, Caro Baroja concluye que Independientemente de que exista un carácter del pueblo español, o unos rasgos psicológicos y físicos del mismo, hay una voluntad de asignárselos, buenos o malos, según diversas coyunturas, y conforme a posiciones diversas: de poder, de victoria, de derrota, de amor o de odio.

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Por otra parte, lo que se consideran generalmente hechos científicos en ciencias sociales no son, a veces, ni hechos, ni científicos, en el sentido que a estas palabras dan los cultivadores de las ciencias experimentales. Se discurrió a principios del siglo, especulando sobre el africanismo de los iberos primitivos, sobre la importancia de las creaciones del pueblo, sobre el papel rector de ciertas partes de la Península, sobre otras naciones que se consideraban incontrovertibles y que hoy nos parecen más que discutibles. Obras memorables se elaboraron sobre tales bases, y claro es que su parte flaca es la que corresponde a los tópicos admitidos, no exentos de un componente político más o menos confesado” (Caro Baroja 2004: 79).

Todas estas aportaciones se orientan hacia la desmitificación de las teorías que creen en el carácter colectivo de los grupos humanos, pues carecen del contextual explicativo de las causas de los fenómenos psicológicos, que son cambiantes según las coordenadas espacio-temporales en las que se ubiquen: “Considero, en efecto, que todo lo que sea hablar de ‘carácter nacional’ es una actividad mítica”, pues se habla sobre él de forma apriorística y axiomática, sin bases para apoyarse en hechos observados u observables; cada definición de un carácter nacional “es reflejo de una posición pasional frente a situaciones consideradas buenas o malas, para el que lo utiliza” (Caro Baroja 2004: 36). El carácter nacional español imaginado por muy diferentes autores en todas la épocas de la historia no deja de ser una mitificación, clave de bóveda de cualquier “teoría dogmática sobre el origen y el modo de ser de los españoles...” (Caro Baroja 2004: 37, 58). Dada la agregación de culturas que constituye el Estado español, es un tópico hablar de unidad de carácter, pues hay en él grandes diversidades de tradiciones, lenguas, climas, folclores, etc., recibidas como herencia de un pasado lleno de invasiones y migraciones de diferentes etnicidades. Lo mismo que es un tópico hablar de España como una nación decadente, por ejemplo, en el siglo xvii, lo que choca también con algunas de las ideas de Azorín sobre España y su identidad nacional.

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Conclusión Azorín imagina España desde un contexto específico. El ambiente de las primeras décadas del siglo xx condiciona todas las formas de pensamiento. En el calor de una atmósfera nacionalista creada por la pérdida de las colonias y la guerra del 98, las élites culturales hacen el análisis de la situación con gran pesimismo. Buscan las causas del Desastre, aportan soluciones regeneradoras y tratan de iniciar estrategias para su realización. Entre las élites está el escritor, periodista y político de Monóvar que, como otros de sus compañeros afectados por el dolor de la nación, explica la decadencia y derrota de España mediante razones múltiples, pero principalmente psicológicas. Se basa, de manera concreta, en la personalidad de España, su temperamento, su carácter, su actitud ante la ciencia, la religión, la vida, etc. De ahí su diagnóstico: España estaba enferma y necesitaba reconstruir su carácter a través de una nueva identidad nacional. Pues bien, esta es la tarea que Azorín se impone en la segunda década de siglo, en medio de su militancia liberal-conservadora. Su aportación a esa necesaria reconstrucción la hace desde lo que él mejor conoce, la literatura española en su historia y su presente. Muchos investigadores han tratado este tema, desde E. Inman Fox (1997) hasta Martín Hervás (2017) subrayando la misma idea desde perspectivas y razonamientos distintos. Azorín descubre en los autores clásicos, sus obras y sus personajes, los valores y principios que pueden servir a la regeneración moral y espiritual de España, haciendo traslación de lo individual a lo colectivo, como si esto fuera posible. Todo está en la literatura, en Cervantes y el Quijote, en el Arcipreste de Hita, en la Celestina, en Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, el buen cura o D. Joaquín, en aquel labrantín de aquel pueblo manchego o castellano, en los jornaleros andaluces, etc. De ellos se desprende el carácter que los españoles deberían tener y su actitud ante los problemas de la sociedad. En este sentido, el papel de Azorín fue clave, digno de alabanza, para el nacionalismo español de las primeras décadas del siglo pasado. Así lo reconoce José Antonio Maravall en el homenaje que Revista de Occidente dedicó al ilustre alicantino con motivo de la celebración de su noventa cumpleaños y

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del aniversario del homenaje de Aranjuez, promovido por Ortega y Gasset en 1913: Azorín ha llevado a cabo la nacionalización de nuestra literatura, la ha interiorizado en la conciencia de generaciones de españoles, como ninguno antes de él; la ha potenciado al máximo como factor de integración de la comunidad... Gracias a Azorín nuestra literatura de los siglos pasados está entretejida con las fibras de nuestra existencia colectiva...Hemos de comprender nuestros clásicos y nuestra herencia toda, para comprendernos a nosotros mismos y para salir de sus límites....creador de nuestros clásicos...para su alabanza y crítica ha comprendido a los españoles...Azorín piensa en un pueblo, en el que todos participan de su bienestar y cultura (Maravall 1963b: 77-79).

En suma, Azorín, homo supra tempus, como dijo mi querido profesor.

Bibliografía Abbot, James H. (1973): Azorín y Francia. Madrid: Seminarios y Ediciones. Álvarez Junco, José (2001): Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. Madrid: Taurus. — (coord.) (2013): “Las historias de España. Visiones del pasado y reconstrucción de la identidad”, en Historia de España. Vol. 12. Barcelona: Crítica/Marcial Pons. — (2015): “En nombre de....”, en El País, 15 de marzo de 2015. — (2016): Dioses útiles. Naciones y nacionalismos. Barcelona: Galaxia Gutenberg. Anderson, Benedict (1991): Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London/New York: Verso (edición revisada). Andreu Miralles, Xavier (2016): El descubrimiento de España. Mito romántico e identidad nacional. Madrid: Taurus. Ayala, Francisco (1960): Razón del mundo. La preocupación de España. Xalapa: Universidad Veracruzana.

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Nación y nuevo sujeto político en el pensamiento de Azorín

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Individuo y nación en el tránsito entre siglos Azorín puede ser presentado como testigo, a la vez que protagonista, en uno de los escenarios más importantes de la España de entresiglos, en aquel momento clave para entender cómo la idea de nación se modela en el periodo que media entre 1908 y 1915: los años que se sitúan entre la aparición de El político y el año de la aparición del semanario España. En primer lugar, caben destacarse las razones que sitúan esos ocho años como un periodo determinante en la configuración del nacionalismo como ideología política al servicio de la constitución de las identidades nacionales. En segundo lugar, debe situarse la trayectoria de Azorín en ese preciso contexto y, por último, trataré de formular un

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intento de interpretación de la posición de nuestro escritor en relación con el momento nacionalista. Intento que, ya avanzo, considera que Azorín anticipa un modelo de nación inseparable de su noción del sujeto político que, a su vez, es inseparable de su noción de comunidad política. En este sentido, Azorín plantea un rechazo de la democracia roussoniana, adelantando a 1908 la posición de Ortega en 1915. A la altura de la primera década confluyen dos circunstancias históricas absolutamente determinantes en toda Europa. En primer lugar, la crisis de los modelos de Estado-nación surgidos de las revoluciones nacionales, crisis que, a su vez, hunde sus raíces en dos factores. El primero es el imposible encaje entre los modelos de democracia representativa y la pervivencia de las fuerzas latentes del Antiguo Régimen. El segundo, la transformación económica del capitalismo hasta convertirlo en una máquina expansiva que repercutirá tanto en la expansión colonial como en la transformación de la sociedad en la que se configurarán los nuevos sujetos emergentes de la modernidad: el burgués o el obrero fabril —fenómeno el de esta nueva subjetividad que está en el fondo del planteamiento de autores tan aparentemente dispares como Marx o Tocqueville—. La segunda circunstancia histórica atiende a la aparición y el despliegue de los nacionalismos periféricos o nacionalismos de segunda generación. Este momento nacionalista es un componente básico para entender el complejo entramado de causas que acaban desencadenando la Primera Guerra Mundial. A la altura de este momento clave, Azorín se encuentra situado en un lugar preferente de lo que podríamos denominar “el sistema”. El joven intelectual ha transitado desde Monóvar a Madrid, tras pasar por Yecla y Valencia, cubriendo sus primeras etapas formativas y literarias. Dichas etapas lo han llevado, hablando en términos de posicionamiento político, de un primer momento de naturaleza anarquizante y revolucionaria en los contornos del cambio de siglo a un tránsito rápido hacia un posicionamiento liberal-conservador. El cambio de siglo es precisamente el punto que marca este momento al que vagamente nos referiremos como “crisis de identidad”. Las crisis coloniales y el propio sentimiento de asomarse al precipicio, que propicia el cambio de siglo, anticipan lo que en 1914 se plasmará

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dramáticamente en una guerra total, máxima expresión de un mundo que no ha sabido encauzar las distorsiones históricas cuyo encuadre genérico apuntábamos. Si hay un punto de partida en este camino hacia el precipicio es el deterioro constante del legado ilustrado, puesto de manifiesto en la crisis del pensamiento positivista en todas sus modalidades. Esta crisis del horizonte ilustrado se percibe en muy diferentes expresiones y momentos, momentos en los que lo irracional va penetrando sutilmente por las galerías como una humedad constante. Lo observamos en la lenta corrosión del realismo como representación de la verdad estética en el arte, o en la disolución de las viejas metafísicas que intentan renovarse bien mirando hacia el pasado, reforzando la ortodoxia, como los neokantianos, o bien acelerando hacia el futuro, como los fenomenólogos. No es casual que en este periodo de crisis aparezca la idea de aceleración. Porque, efectivamente, ante un mundo que se derrumba es inconcebible la pasividad. La aceleración se convierte en metáfora expresiva del tiempo que estamos viviendo. En esta coyuntura, ante un mundo con grietas que amenazan su integridad, no caben las contemplaciones. Buena parte de la intelectualidad del 98 recibe, aliviada en este trance, el aliento de Nietzsche. En febrero de 1913 Azorín escribe en el diario ABC una serie de cuatro artículos sobre los escritores del 98 y sus influencias. Al final señala las tres que considera mayores: las de Nietzsche, Verlaine y Téophile Gautier (Prieto de Paula 1999: 319). En los tres autores en los que se acentúa la impronta que Azorín recibe podríamos cifrar también la opción por la que se decanta buena parte de los escritores e intelectuales de la generación del 98. Influjo extendido y compartido que inculcaría en los receptores tres ideas que ejercen de simiente fundante de sus planteamientos políticos. La primera de estas ideas se refiere a la prevalencia política del sujeto individual, la persona, sobre el sujeto colectivo, entendido genéricamente como la sociedad. De tal manera que el sueño idealizado de Rousseau, encaminado hacia la constitución de una voluntad general desde las intenciones particulares, quedaría seriamente cuestionado. La continuación de esta línea hasta el territorio de la pérdida de toda

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fe en aquello que emane de la isegoría colectiva lleva al cuestionamiento de los fundamentos de la democracia representativa en la antesala de posiciones protofascistas. La segunda idea apunta a la constitución de este sujeto individual como sujeto genuino en el que la fuerza de la razón está compensada y atenuada por la fuerza de la voluntad: ser es querer ser. El nuevo sujeto ha de concebirse como un crisol en el que las energías racionales se entremezclan y funden con las racionales, alumbrando un sujeto genuino. De nuevo nos situamos bajo el horizonte de Nietzsche. Por último, debe apuntarse una nueva concepción de lo genuino en las antípodas de lo universal, lo intemporal. Aquí se encuentra la base de la “pequeña filosofía” de Azorín. Al contrario de los planteamientos ilustrados radicales, lo genuino es de naturaleza absolutamente temporal. El sujeto es concebido como sujeto histórico y las sociedades que forma son igualmente son históricas. De aquí parte un modelo nacionalista vertebrado por la configuración de una identidad forjada en el pasado. Azorín ha configurado muy bien esta posición fijando esta impronta de lo contingente frente a lo universal. Sus dos textos, Alma castellana, de 1900, y Los pueblos, de 1905, son fundamentales para entender esta dirección.

Las polémicas como expresión de la nueva concepción del sujeto político ideal. Azorín frente a Ortega El formato de las polémicas periodísticas constituye un subgénero dentro de las retóricas expresivas del periodismo ideológico y de combate de principios de siglo. Las polémicas periodísticas contienen elementos de gran modernidad. Azorín, que afila su pluma en las cabeceras que orientan la política, se convierte en maestro de un género de plasmación de los debates ideológicos de gran importancia en el periodismo de principios de siglo. Las polémicas son un ejemplo del diálogo elevado a la categoría de artefacto periodístico que se produce en la secuencia planteamiento, respuesta, replica y así sucesivamente. Por su naturaleza dialogal, tiene un contenido acotado; no se trata de divagaciones, sino de respuestas.

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Las polémicas periodísticas constituyen un permanente ejercicio del sobreentendido. Muchas son anónimas, pero todos saben quién las ha escrito. En algunos casos se introducen elementos simbólicos para sortear la censura. En otros, bajo el aparente tratamiento de un asunto, se están ajustando cuentas de otro asunto previo y pendiente. De manera patente contribuyen a uns modernización de los seriales clásicos de formatos anteriores, típicos de la prensa de pliego o de cordel. Mantienen atraído y enganchado a un público en un momento de difusión masiva de la prensa escrita. Y además, son un ejemplo excelso de ironía en el que los límites están marcados por reglas no escritas. No entran en juego el insulto puro o la destrucción verbal del contrario, se trata de respetarlo y excitarlo para mantener viva la llama. Se suelen exprimir al máximo las incongruencias, las veleidades, los cambios de posición, exagerando la mirada cómica o trágica sobre lo dicho o lo opinado en caso de contradicción. Se trata de un combate en el que, al final, se busca el empate a puntos, pero no la destrucción de la posición contraria. Por ello, los periódicos y los polemistas saben qué golpes están permitidos y hasta dónde se puede golpear. Esto se observa claramente en el modo de cerrar la polémica: cuando uno de los contendientes considera que ya ha obtenido suficiente rédito o que su posición no puede avanzar más, anuncia a sus lectores que la da por zanjada, aunque en ocasiones el adversario despechado contesta y provoca la continuación. Así hasta llegar a un punto de equilibrio. Las polémicas son, en definitiva, una manera muy eficaz de fidelizar al lector, de decirle “eres de los nuestros”, frente a posiciones representadas por otras cabeceras. La polémica alimenta el sentimiento grupal, tribal, en un momento en el que la guerra de posiciones divergentes produce esta necesidad de asirse a una postura concreta y definida. Dos polémicas entre Azorín y Ortega en la primavera y el verano (abril, mayo y junio) de 1908 dimensionan las posiciones de uno y darán continuidad a una tercera entre Ortega y Maeztu. En abril de 1908, Ortega y Gasset se enzarza en una polémica con Azorín al hilo del tratamiento que el diario El País había realizado de una pastoral del obispo de Orihuela. El hecho de que Azorín afirme que

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“la más pura y reciente doctrina científica es antidemocrática”, apoyándose en Remigio de Gourmont y Herbert George Wells, desata a un Ortega que se emplea a fondo en desmontar lo que él denomina “una de sus últimas confusiones políticas” (Ortega y Gasset 2017a: 162). La segunda polémica acontece en mayo de 1908 y arranca con el texto de Azorín “La ética en el periodismo” (ABC, 18 de mayo de 1908). Ortega responde con “El cabilismo, teoría conservadora” (El Imparcial, 20 de mayo de 1908) (Martín 2007: 78). En su artículo, Azorín afirma: “Los partidos políticos, como las escuelas literarias, los hacen las personas. Un partido político no es una idea, es un hombre”. Ortega replicará diferenciando entre partido político y bando: “Bando, por lo contrario, es la agrupación entorno a un hombre por afición hacia ese hombre”. “Sí, vivimos un banderismo pasional, africano” (Ortega y Gasset 2017a: 174-175). Ortega no ha comprendido a Azorín, que está intentando argumentar, mirándose en el espejo, el cambio de ideas en un político o en un publicista. Si los partidos y los periódicos son el cauce de expresión de las ideas, entonces el transfuguismo se convierte en falta ética. Si, por el contrario, los partidos y los periódicos plasman la personalidad de quienes los dirigen, el cambio, la transformación son posibles, porque cambiar forma parte de la condición humana siempre que, como apostilla Azorín, este cambio sea puro y desinteresado. Sin embargo, esta excusatio non petita lanzada por Azorín le sirve a Ortega para señalar que, como pueblo, como nación, no somos individualistas, porque somos “un pueblos sin heteredoxos” y porque “no amamos la autoridad única, la volonté générale de que habló Rousseau”, y que la dirección de Azorín nos lleva hacia el banderismo o el cabilismo, entendido bando como “la agrupación entorno a un hombre”, el jefe de quien afirma: “La superioridad física o moral del jefe es el centro energético que coagula el bando” (Ortega y Gasset 2017a: 174-175). La tercera polémica se desarrolla en junio de 1908 y es mucho más extensa. Tiene lugar entre Maeztu y Ortega a partir del previo intercambio dialéctico de abril y mayo entre Ortega y Azorín. Ortega escribe en las páginas de Faro. Ambos periodistas —Maeztu y Ortega— tuvieron la oportunidad de conocerse en 1902, cuando

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Ortega veraneaba en Vigo con sus tíos maternos, los Gasset. Los años que median entre esa fecha y 1908 han sido ocupados por dos trayectorias vitales muy distantes en lo físico —Maeztu ha pasado por París, Cuba, Bilbao y Londres—, aunque unirá a los escritores el diagnóstico de los “males de patria”, de inspiración netamente costista, con el que ambos abordan el análisis de la realidad española de su tiempo. Las divergencias aparecerán en el momento de materializar las propuestas regeneradoras. Inicia el intercambio de artículos, el 18 de junio de 1908, Maeztu, sirviéndose para su intervención, como apuntaba, de la divergente opinión que habían mostrado Azorín y Ortega en abril y mayo. En 1908, Maeztu publica su artículo “Hombres, ideas, obras” en Nuevo Mundo. Sus palabras iniciales denotan una duda principal: “¿Qué es, esencialmente, un partido político?” (Maeztu 1966: 268). Para el autor, es posible que los dos criterios expuestos, el de Azorín y el de Ortega, sean ciertos; su vía es la de la síntesis, trata de aunar ambos planteamientos y utiliza como elemento de apoyo su experiencia anglosajona: “La aparente antítesis se resolvería fácilmente, como la ha resuelto satisfactoriamente el instinto más que el raciocinio de los pueblos sajones (...). Necesitamos al mismo tiempo del hombre y de la idea” (Maeztu 1966: 268). La posición orteguiana, el apoyo a la idea, que aquí se renueva, conduce al “intelectualismo puro”, mientras que el culto del hombre por el hombre conduce en su extremo más profundo al “bandolerismo africano“; y así sucede tanto en el ámbito de los negocios, de la empresa, como en el de la política: “Necesitamos al mismo tiempo la solidez del hombre y de la idea”. ¿Por qué la síntesis? Maeztu toma como punto y apoyo argumentativo la experiencia del pueblo inglés: “Se ha dicho modernamente que Inglaterra se distingue por su androlatría, por su culto a los hombres”. Inmediatamente, tras su apoyo al hombre, al individuo, al héroe, aparece su faz común y universal: “el héroe es a su vez el hombre que mejor sirve a la causa colectiva y a la idea común”. Para Maeztu, el pueblo inglés es un pueblo sintético en el que convergen al mismo tiempo un sentimiento de fe en la persona y otro de fe en la idea, “convencimiento de la aptitud de la persona y de

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su abnegada devoción a la idea”. Frente a los franceses —argumenta Maeztu utilizando el ejemplo explicativo de la Exposición FrancoBritánica—, que actúan más en función de la pura adhesión a la idea, los británicos se mueven tras las huellas de un hombre, de un genio, pero siempre unido también a una gran idea: “Detrás de cada colectividad, detrás de cada empresa que deja huella en Inglaterra, hay que buscar al hombre presto al servicio de la idea”. Un hombre unido a una gran idea: el surgimiento de este se impone como condición para la existencia de la misma. Maeztu se muestra contundente con Ortega: si siguiéramos sus planteamientos seríamos tan ideolátricos que acabaríamos por creer que “las ideas andan solas, sin hombres que las impongan y realicen, lo cual nos conduciría por el camino del intelectualismo a la situación de los babús de Calcuta”. La posición contraria no es menos esperanzadora: “Nos sumiría en el puro kabilismo, en la barbarie sudanesa”. Su solución de eclecticismo debe ser llevada a cabo depositando todo exceso de vanidad, “hasta que el hombre de energía y el de ideas se junten en una ración de frito variado”. Ortega recoge el testigo de la alusión y, desde Faro, replica las argumentaciones de Maeztu el 28 de junio de 1908. En su artículo “¿Hombres o ideas?”, el pensador retoma los planteamientos de “La reforma liberal” y trata de hacer una exposición sistemática de lo que denomina “idealismo político”. Sistema/sistematización son sus horizontes, a los que acude bajo la protección de Hegel: “La verdad solo puede existir bajo la figura de un sistema” (Ortega y Gasset 2017b: 27). En primer lugar, por tanto, recurso al sistema como haz de luz clarificadora y, en segundo lugar, crítica a las posiciones intermedias de Maeztu que Ortega ataca recurriendo a la sabia ironía: “La vida grata en Londres ha hecho de usted un hombre de afecciones eclécticas y mediadoras. Ha querido usted resolver de una manera demasiado sencilla la divergencia entre Azorín y el idealismo”. Ortega pasa de la irónica introducción al alegato de fondo y establece, desde una perspectiva histórica, la constitución de las corrientes ideales como motoras de la historia. En este primer artículo de los que componen la amplia polémica, Ortega desarrolla en un doble sentido su idealismo fundado en los

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hechos históricos. Porque la historia es la “realización progresiva de la moralidad, es decir; de las ideas”; y porque “la historia muestra con toda claridad que las ideas políticas son antes que los hombres políticos”. Una semana después de la publicación de este artículo, Maeztu fechará la carta —2 de julio de 1908— que dirige al joven periodista madrileño y en la que le sugiere que rebaje el fuerte tono intelectual y elabore un intento de asimilar expresión y contenido al de los lectores medios españoles: “Quiero que influya usted sobre el lector, sobre el lector español de cultura escasa pero de buena voluntad (...), si no se escribe de tal forma que se engañe al lector persuadiéndole de que sabe tanto como el que escribe, entonces no hay lector, porque el español es poco dócil para aceptar la superioridad intelectual” (Fox 1988: 338). Maeztu reclama a Ortega, como señala E. Inman Fox, un despojamiento de todo énfasis germánico. Ortega le contestará con una clara exposición de lo que considera absolutamente imprescindible para recuperar a España: si la necesidad de la idea, en el sentido de ciencia de la cultura, ha quedado clara, Ortega reclama para su auténtica germinación la implicación de las élites culturales. El periodista puede ser el comunicador, el mediador, aunque esto no es suficiente. Ortega reclama “un punto de vista superior, una acción más elevada”. La imbricación de los ideales conduce al pensador hacia la senda del elitismo: Estoy convencido de que España se muere por falta de ciencia y no por otra cosa. Los problemas científicos son los básicos, los fundamentales en una conciencia nacional, pero al mismo tiempo, a fuer de fundamentales, son aquí y donde quiera esencialmente impopulares. Si en otros países dijérase que no ocurre así, es porque en ellos la élite, lo no-pueblo es más extenso y numeroso” (Fox 1988: 338-339).

Ramiro de Maeztu le contestará en carta fechada el 14 de julio de 1908. La regeneración no debe centrarse en la “alta cultura”, sino elevando la eticidad de los comportamientos de aquellas personas que son responsables de la modernización del país:

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Manuel Menéndez Alzamora Necesitamos alta cultura (si quita usted al alta, la calificación jerárquica para designar con el adjetivo a exégetas, metafísicos, historiadores, e investigadores de toda índole), pero necesitamos igualmente de empleados de correos que no roben las cartas, de maestros que enseñen, de buenos periodistas, de obreros entusiastas, de ingenieros que no hagan chanchullos con los contratistas, etc. (Fox 1988: 339).

Un mes después del anterior artículo de Ortega se abre la segunda fase de la polémica con un nuevo texto de Maeztu, publicado el 23 de julio de 1908 en Nuevo Mundo y titulado “Hombres, ideas, desarrollo”. El periodista vasco comienza sus palabras con un elogio a “este joven pensador” (Maeztu 1966: 277). Maeztu reflexiona contra Ortega y rechaza la necesidad del argumento excluyente; no se trata de definir ningún prius, de elegir entre el hombre y la idea, sino de abogar por la confluencia de necesidades. El plano de conflicto se desplazaría hacia la lucha de hombres entre sí o de doctrinas entre sí. Lo que se busca es un “conciliador eclecticismo”, romper círculos cerrados. Piensa Maeztu que detrás del rechazo del “hombre político” como motor de los partidos y de las ideas hay razones “ocultas” que apuntan al liderazgo potente e indiscutible sobre el partido conservador que Maura ejerce (Fernández Almagro 1986: 94). El nuevo alegato de Ortega, “Algunas notas”, se publica el 9 de agosto de 1908, y comienza con un elogio al contraste de opiniones: “La discrepancia, pues, me parece muy deseable y todo dogmatismo me hiere” (Ortega y Gasset 2017a: 198). Ortega afirma que el mundo de la “cultura” y el del “salvajismo” están construidos con los mismos materiales, tan solo con una vital diferencia: “En la cultura son tratados con método de precisión y en el salvajismo se les deja unirse y soltarse a su labor, obedeciendo a vagas y misteriosas influencias” (ob. cit.: 200). Ortega hace una nueva defensa del “sistema” como modo de articular el pensamiento (ob. cit: 201). Frente a la tesis evolucionista de los sistemas de Maeztu, que los modela como una suerte de espiral, propone la necesidad del fin, del sentido finalista unido al concepto de idea: “El evolucionismo nuestro —repito que todos somos desarrollistas— significa una vuelta, sana y fecunda en mi opinión, al teologismo aristotélico, al biologismo del

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grande estagirita”. Esa espiral desarrollista de Maeztu siempre va a necesitar una dirección hacia el infinito, una idea (ob. cit: 202). La tercera y última fase que cierra la polémica entre Ortega y Maeztu —que, recordemos, se había iniciado a partir del debate entre Azorín y Ortega— la componen una serie de artículos que parten del publicado por Maeztu en Nuevo Mundo, el 3 de septiembre de 1908, con un irónico título sobre las metáforas empleadas: “Brumas y sol”. Maeztu desplaza sus argumentos hacia un subjetivismo cada vez mayor. El rechazo hacia una filosofía de las causas finales se convierte en una llamada a la vida orientada hacia el bien. Toda teoría del imperativo categórico principia por impulsos poco sistematizados, poco intelectualizados, por un “llamamiento vago del espíritu, una resistencia a la muerte objetiva, un amor a la raza y al suelo, un acto de fe, en una palabra, en el que la esperanza pinta pálidamente un disco de sol entre las brumas” (Maeztu 1966: 292). Maeztu se vuelca en el terreno de las facultades del alma relacionadas con la bondad y la fe. El periodista nos habla del hombre alumbrado por la fe desde un pseudocasticismo: “La prioridad ha de ser para el acto de fe, para los hombres buenos y para la propaganda y difusión de esa vida de fe. De esos actos de fe, de esas vidas de fe, surgirán luego los sistemas de ideas, los avances científicos, los progresos industriales y agrícolas y la rehabilitación de nuestro sistema monetario” (ob. cit: 292). Ortega retoma la plataforma de Faro para contestar a Maeztu, el 20 de septiembre de 1908, con claros síntomas de cansancio (Ortega y Gasset 2017a: 221). El problema, constata Ortega, se ha desplazado hacia la búsqueda de las razones últimas de la virtud, de la moralidad y, por tanto, ha quedado casi olvidada la originaria cuestión sobre la primacía de los hombres sobre las ideas o, lo contrario, de las ideas sobre los hombres. En contra del planteamiento de Maeztu, Ortega rechaza la virtud como predisposición nativa del hombre en detrimento de la virtud como bien que se puede adquirir y que se puede enseñar. Y ello porque la virtud es ciencia y se puede alcanzar con el conocimiento. Lo importante ya no es dilucidar si lo primero es la idea o el hombre, sino la construcción de lo que Ortega denomina “el hombre bueno”, y la que propone Maeztu descansa en la aparición espontánea o

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divina: “Por consiguiente, no nos queda otra salida, si seguimos su opinión —la de Maeztu—, que cruzarnos de brazos y esperar a que Dios, aprovechando el paso de una constelación favorable, haga llover sobre España hombres honrados. Tal doctrina fatalista me encoge el corazón”. Ortega vuelve la mirada hacia la cultura, hacia la ciencia. “La verdad no tiene otro camino que la ciencia: la fe solo lleva a creer”, afirmará el pensador madrileño. Lo político es concebido en continuidad con lo científico: “Los movimientos políticos del siglo xix han nacido de representaciones científicas”. Precisión y cientificismo vienen unidos como paradigmas de la virtud, de la virtud pública. Maeztu envía a finales de septiembre de 1908, algunos días después de zanjar la larga polémica, una carta a Ortega. Corren los días finales del mes de septiembre de 1908. Como señala E. Inman Fox (1988: 341-342), hay un desplazamiento de Maeztu hacia las posiciones orteguianas y, a partir de este momento, hará un giro realmente espectacular: cambiará sus moderados criterios estéticos, filosóficos y sociales. Su idea de religiosidad avanzará hacia los presupuestos de una santidad laica y en 1910 se empleará con dureza frente a Azorín cuando este, en su artículo “Colección de farsantes”, califique de “papanatas” a los europeístas (Santervás 1989: 88-89). En el fragor de esta devoción por Ortega afirmará: “Hasta ahora con tanto hablar de europeización, no sabíamos lo que era Europa, como Ortega y Gasset nos ha dicho para hacernos ruborizar a todos con sobrado motivo” (Santervás 1989: 88). En otro momento exclamará sin complejos: “Aquí estoy robando un pensamiento de Ortega y Gasset; pero para eso se piensa, para que lo roben los que puedan” (ob. cit.: 88). Maeztu, como señala Cacho Viu, fue sin duda quien de manera más evidente ingresó en la órbita de Ortega de entre los más destacados miembros de la generación del 98 (Cacho Viu 1985: 27).

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La configuración de un modelo político nacional Si retornamos al principio, efectivamente, la hipótesis de Azorín en su serial de ABC estaba muy bien armada. En febrero de 1913 Azorín escribe en este diario acerca de las tres influencias mayores sobre el 98: Nietzsche, Verlaine y Teophile Gautier. Son estos dos últimos, Verlaine y Téophilie Gautier, los que abrirán la vía estética del 98. “El Viaje de Gautier fue para los escritores de 1898 una revelación; fue la revelación España, de sus ciudades viejas, de sus monumentos, de sus campiñas” (Azorín 1916: 201). Siempre con la presencia a distancia de Nietzsche detrás de esta pulsión del yo frente a la masa colectiva abonando los fundamentos de la línea política individualista. En estas tres polémicas que hemos abordado se dibujan dos líneas de reflexión sobre la subjetividad política que son determinantes para concebir la naturaleza de lo que denominamos una conciencia colectiva o nacional. Ambas direcciones desembocan en un modelo de construir la colectividad nacional diferenciada y en su consiguiente modulación democrática. Por una parte, se plantea la fórmula que antepone el carácter genuino de la condición humana sobre toda idea, entendiendo así que la acción política es circunstancial, temporal, histórica. El hombre y su condición desplazan a la idea abstracta, genérica y universal. Se trata del núcleo del primer enfrentamiento entre Azorín y Ortega. En este horizonte no tiene cabida un modelo de representación democrática de naturaleza radical, directa o asamblearia. Y desde estos parámetros también arranca un modelo de nacionalismo en el que la historicidad y la circunstancialidad darán sentido al relato de construcción nacional. Por ello, los nacionalismos históricos en el primer tercio del siglo xx ofrecerán menos resistencia a las derivas antidemocráticas. Por otra parte, aparece una dirección que antepone el momento ideal sobre la condición temporal, entendiendo que la acción política es universal, intemporal y sistémica. Es el triunfo de la idea sobre el hombre capaz de encarnarla. Constituye la idea fuerza de Ortega ante Azorín y la base del argumento de las polémicas del pensador madrileño con Maeztu.

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En El político (1908), Azorín presenta la plasmación más rotunda del nuevo sujeto político, el individuo amarrado a su genuina contingencia, en un momento en el que el escritor siente la oportunidad política de condensar su pensamiento en un breviario de instrucciones prácticas. Azorín se decantará con claridad y rotundidad por la vía que ya se había abierto en 1908 en años posteriores. A la altura de 2010, señala en “Sufragio y democracia”, publicado en ABC el 2 de junio de 1910: “Las multitudes no pueden ser soberanas ni directoras. La humanidad volverá sobre sí misma. La democracia moderna, a la larga, habrá de resolverse en una oligarquía bienhechora, en la acción educadora y fecunda de unos pocos sobre la masa de los ciudadanos” (Martín 2007: 79). En los tres textos azorinianos ligados a la Gran Guerra Entre España y Francia (1917), Con bandera de Francia (1950 con textos de 1914-1919) y París bombardeado (1919), hay retazos de este posicionamiento. Así, en 1917, interrogándose por la ciencia alemana: disciplinada, sistemática, ordenada, reglamentada, se pregunta: “Pero ¿y las ideas nuevas y primeras? ¿Y la iniciativa? ¿Y el romanticismo científico, el romanticismo, del sabio, del inventor” (Azorín 1916: 65). Esta situación ofrece nuevas perspectivas hacia 1915. Ortega ha sido el promotor del homenaje a Azorín en Aranjuez en noviembre de 1913, lo que apuntaría a un reencuentro intelectual que debe matizarse, porque no observamos rastro alguno azoriniano en el primer año del semanario España, del año 1915, en la gran empresa publicitaria dirigida por Ortega. Sin embargo, en julio de 1915 Ortega escribe un artículo capital, “¡Libertad, divino tesoro!”, que apunta el inicio de un giro que se consolidará en años venideros y que, de alguna manera, lo devuelve hacia posicionamientos azorinianos. En ese texto reclama la circunstancialidad genuina de la condición humana argumentando sobre la idea de “distancia personal” en Nietzsche: “Hay algo que es el más delicado de todos los progresos, el más real y profundo, el que garantiza el resto de avances: me refiero a lo que Nietzsche llamaba pathos de la distancia, la sensibilidad para la distancia que debe haber entre hombre y hombre”. Y de inmediato apuntará: “La primera mitad del siglo xix (...) conquistó para el futuro ese «derecho a la distancia», que no otra cosa es la libertad política” (Ortega y Gasset 2017a: 891).

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Bibliografía Azorín (1916): Entre Francia y España. Barcelona: Bloud y Gay. Cacho Viu, Vicente (1985): “Ortega y el espíritu del 98”, en Revista de Occidente, 48-49. Fernández Almagro, Melchor (1986): Historia del reinado de D. Alfonso XIII. Madrid: Sarpe. Fox, E. Inman (1988): Ideología y política en las letras de fin de siglo (1898). Madrid: Espasa-Calpe. Maeztu, Ramiro de (1966): Los intelectuales y un epílogo para estudiantes. Madrid: Rialp. Martín, Francisco José (2007): “Introducción”, en Azorín: El político. Madrid: Biblioteca Nueva. Ortega y Gasset, José (2017a): Obras completas, vol. I. Madrid: Taurus. — (2017b): Obras completas, vol. II. Madrid: Taurus. Prieto de Paula, Ángel L. (1999): “Azorín confutador de Nietzsche: sobre el fracaso y la moral compasiva”, en Anales Azorinianos, 7. Santervás, Rafael (1989): “Maeztu y Ortega. dos formas de regeneracionismo: el poder y la ciencia”, en Revista de Occidente, 96, pp. 80-102.

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La ejemplaridad política en Azorín y Ortega: el caso de Antonio Maura

Béatrice Fonck Institut Catholique de Paris

Cada uno a su manera, Azorín y Ortega abordaron el tema de la ejemplaridad en política. Ahora bien, Antonio Maura, que dominó la vida política durante el reinado de Alfonso XIII, fue objeto de atención particular por parte de ambos intelectuales, quienes tuvieron ocasión de enfrentarse directamente durante un par de años respecto a la legitimidad de su actuación. Si el debate político era inevitable en aquella época debido al compromiso distinto adoptado por cada escritor, al examinar la cronología de la publicación de sus respectivos artículos en la prensa aparece que, más allá del punto de vista estrictamente partidista, entra en tela de juicio la cuestión de la legitimidad del recurso personalista en materia de reforma política y social. En realidad, si fue famosa la polémica entre Ortega y Maeztu sobre “¿Hombres o ideas?”, se comenta menos la participación en ella de Azorín y las indirectas dirigidas a él por Ortega en sus respuestas a

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Maeztu. De ahí que, a partir del compromiso oficial de Azorín en el partido de Maura y hasta la muerte de este, haya un tema recurrente que merece ser evocado, tanto más cuanto que, precisamente al morir el político mallorquín, Ortega procede a la publicación en El Sol de una serie de artículos dedicados a su política en los que reconoce la parte positiva de su acción reformista. En cambio, Azorín no publica nada en ABC, y solo dedica a la muerte de Antonio Maura un artículo en La Prensa de Buenos Aires, el 7 de febrero de 1926. Trata principalmente de la oratoria y retórica de Maura y deja poco espacio para un balance político. Por ello, nos proponemos examinar en una primera etapa cómo ambos escritores enfocaron la cuestión de la potencialidad política de Antonio Maura mientras vivía, y luego, frente al poder de la dictadura de Primo de Rivera, cuya autoridad militar pretendía reformar España. Compararemos, en una segunda etapa, el pensamiento político de Azorín y el de Ortega respecto al político mallorquín dentro de su respectiva concepción de la autoridad y de la libertad. En primer lugar, habría que recordar que las asiduas lecturas de Schopenhauer y Nietzsche realizadas por los intelectuales españoles antes de la Primera Guerra Mundial habían puesto de moda el culto al “superhombre”, que podía aparecer como la figura ejemplar de salvación de la crisis espiritual y política española. También la ejemplaridad del “cirujano de hierro”, abogada por Joaquín Costa, había inyectado en las mentes jóvenes de la época lo que Azaña llamaría el “sarampión mesiánico” de los intelectuales de la generación del 98. Azorín y Ortega, cada uno a su manera, abordaron este tema dando al sentido de “ejemplaridad “ un concepto distinto. Ortega llega a definirla como estructura dinámica de la sociedad concebida como la relación activa entre masa y minoría de individuos —“El concepto orteguiano de ejemplaridad no debe ser interpretado desde el punto de vista de la mímesis, sino de la póesis” (Flórez Miguel 1996: 108)—, cuando Azorín evidencia la ejemplaridad política como “la función clásica de los exempla” en un “tratado moral inspirado de las categorías humanísticas de la antigüedad” (Martín 2007: 92). De ahí que la ejemplaridad concebida por ambos escritores no revista el mismo concepto, ni recurra a los mismos argumentos y, sin embargo, exprese la misma preocupación por las relaciones entre el intelectual

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y la política, así como entre el poder personal y la libertad de los individuos. Desde este punto de vista, los respectivos compromisos políticos de Azorín y Ortega son muy controvertidos, tanto para sus contemporáneos como para sus exégetas. Ambos se comprometieron muy temprano en la onda política española hasta la República. Ambos huyeron del conflicto civil, ambos regresaron a España bajo la dictadura de Franco. Sin embargo, excepto por su adhesión común a la república dentro de la Agrupación al Servicio de la República, en 1931, y su temprana decepción ante la evolución de la misma, no parecen haber seguido los mismos carriles ideológicos y prácticos. Después de haber sido anarquista, Azorín ingresó en el partido maurista y fue elegido cinco veces a Cortes entre 1907 y 1919. Llegó a ser subsecretario de Instrucción Pública dos veces entre 1917 y 1918, así como en 1919. Luego, y a pesar de la crisis del partido conservador y del aislamiento del político mallorquín, permaneció fiel al conservadurismo maurista y al político La Cierva. En consecuencia, Azorín resulta ser un representante del sistema político oficial criticado por Ortega, cuya implicación política reviste una forma muy distinta. En efecto, tanto La Liga de Educación Política como La Agrupación al Servicio de la República fueron movimientos efímeros, así como su cargo de diputado bajo la República. Desde su juventud, Ortega militaba en la oposición al sistema de la Restauración con vistas a la instauración de un liberalismo reformador y modernizador de las prácticas políticas que pudiera competir con el partido conservador dominado por la figura de Maura, cuya fuerza y energía se imponían cada vez más como recursos últimos de salvación del sistema. Fuera de su efímero y desilusionado alistamiento al partido reformista, Ortega solía defender su libertad de pensamiento, incluso no pretendía ser “hombre ejemplar”, y, sin embargo, en algún momento bajo la República se pensó que podría aspirar a la presidencia de la República. No obstante, no se trata aquí de analizar la trayectoria política de ambos escritores, ya ampliamente estudiada, sino de examinar el impacto sobre su pensamiento y sus relaciones literarias ante un fenómeno político específico: el caso de Antonio Maura, que aparece

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como un hilo conductor de ambas posturas sobre todo hasta el advenimiento de la República española. Hasta la dictadura de Primo de Rivera se sabe que Azorín figura como el intelectual orgánico del partido maurista. Llega a ser el turiferario de sus prohombres Maura y La Cierva y milita activamente a favor de su política, tal y como lo refleja su correspondencia personal con ambos políticos. En cuanto a Ortega, por lo menos hasta 1912 permanece en el papel del intelectual crítico de la política de Maura, así como de la postura maurista de Azorín. Este es precisamente el pretexto para que Azorín actúe como un fingido árbitro en una polémica, la de “¿Hombres o ideas?”, que en el fondo le atañe, en cuanto al protagonismo de los prohombres en política.

Maura y el maurismo como meollos de discrepancia entre Azorín y Ortega Al ser elegido diputado en 1907, Azorín procede a la renuncia a una militancia revolucionaria en beneficio de un pragmatismo declarado, que desencadena una serie de críticas de parte de los intelectuales, entre ellos Ortega. Estas son tanto más mordaces cuanto que años antes, en 1905, el joven filósofo le tenía gran estima y se regocijaba de que figurara su firma en las columnas de El Imparcial: “Me alegro mucho de lo de Azorín —escribe a su padre—. Creo que es una adquisición para el periódico aunque no creo que dure mucho” (Ortega y Gasset 1991: 110). Además, es conocido el papel de causante y bastidor desempeñado por Azorín en 1909 con motivo de la polémica sobre Europa entre Unamuno y Ortega después de la Semana Trágica. Por cierto, no se había olvidado de la polémica sobre “¿Hombres o ideas?” iniciada por Ortega en un artículo titulado “Reforma del carácter, no reforma de las costumbres” (Ortega y Gasset 2010: i, 111) publicado en El Imparcial el 5 de octubre de 1907. Es la época del gobierno largo de Antonio Maura con La Cierva como ministro de la Gobernación. Ortega denuncia las medidas

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restrictivas sobre el cierre de las tabernas decretado por La Cierva, a quien aconseja mejorar su nivel cultural, así como el del partido conservador, para enterarse realmente de lo que son las costumbres. Azorín, que se siente aludido, le contesta sin nombrarle en un artículo titulado “Las reformas de las costumbres”, donde lo acusa de inventar “una peregrina teoría de sociología y psicología social” (Azorín 1907). Por cierto, la ironía sarcástica del joven filósofo ha dado en el blanco. A partir de este momento podemos afirmar que ambos escritores no dejan de criticarse mutuamente en la mayoría de sus artículos, y casi siempre de forma indirecta. Lo confirma la inexistencia de la correspondencia entre ambos en 1906 y 1912, registrada en el archivo José Ortega y Gasset. Por otra parte, si ha cesado la polémica entre Ortega y Maeztu sobre “¿Hombres o ideas?” a finales de septiembre de 1908, es Azorín quien entabla de nuevo el debate en 1910 con un artículo en ABC titulado “Hombres e ideas” (Azorín 1910) que tiene en memoria el artículo de Ortega de julio de 1908 sobre “El sobrehombre”. El diputado maurista pretende proseguir la reflexión sobre el tema justificando su propio compromiso a partir de una visión personalista de la expresión de las ideas. Al presentar el estado de la cuestión sobre la respuesta a la pregunta: “¿qué es lo que determina la formación de un partido político: las ideas o los hombres?”, considera que es uno de los mayores problemas que “han preocupado a filósofos y sociólogos” y que habría que hacer la historia de este debate tanto en Europa como en España, donde “las individualidades, a causa de nuestro temperamento y de nuestra manera de ver la vida, tienen a veces en la vida política, en el desenvolvimiento social, una importancia tan grande o más que la de los puros ideales”. De ahí que, sin menospreciar el impacto de las ideas, para él estas necesitan encarnarse en la personalidad del hombre que las defiende, a causa de la idiosincrasia de los españoles, para crear a su alrededor un gran movimiento de atracción y de cohesión. Entonces es cuando plantea la cuestión del papel carismático de una personalidad política tal como Antonio Maura, cuya ejemplaridad le parece determinante:

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Béatrice Fonck Ahora habría que examinar en qué consisten las condiciones que ha de reunir un jefe de partido —y que reúne en su persona el jefe del partido conservador—, y entonces veríamos que no son solo la entereza, la cultura, elocuencia, don de gentes, sino algo superior a todo esto, algo indefinible, algo sutil y etéreo, algo que se puede llamar alteza moral, delicadeza espiritual, algo, en suma, que eleva a un político de la condición de simple gobernante a lo que Goethe llamaba sencillamente “hombre” (Azorín 1910. El subrayado es de Azorín).

El pronombre neutro “algo”, repetido cinco veces en la misma frase, subraya la insistencia del autor sobre el poder carismático desempeñado por la entereza moral de un hombre que compara con el definido por Goethe, autor predilecto de Ortega. Y resulta que, tres días más tarde, paradójicamente es cuando Ortega, como si suscribiera los propósitos de Azorín, publica una apología ditirámbica del jefe del partido socialista Pablo Iglesias quien, a su modo de ver, encarna la ejemplaridad política: “un hombre traspasado íntegramente por una idea” (Ortega y Gasset 2010: I, 346). Parece ser que el joven filósofo se deja arrebatar por la personalidad de un Pablo Iglesias a quien eleva al grado de santidad, contemplándolo como la materialización de la idea y desarrollando una especie de misticismo. Además, como para reprender a Azorín su disparatado apasionamiento maurista y obligarlo a un examen de conciencia, emplea adrede un vocabulario sacado del registro religioso con el fin de justificar su propia adhesión al hipotético prohombre del partido socialista: Es menester acentuar que Pablo Iglesias tiene derecho a que su vida sea contada —como un ejemplo que solicita la imitación— cualquiera que fuera la aquiescencia que a sus opiniones se preste. Todo hombre honrado ha de sentir que le acrece la fe en los poderes de la bondad concedidos a la especie humana cuando ve florecer la virtud en el campo enemigo (...) Los que aborrecen las divisiones infranqueables entre los espíritus, los pacíficos, a quienes fue prometido el reino, trabajarán siempre por elevar ejemplos de virtud en cuya estimación pueden reunirse todos los hombres: santos que a todos nos sean comunes y pongan un acento de paz en la lucha ardiente de la historia. La comunión de los santos es en

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primer lugar, la comunidad de los hombres en los santos. 10 000 españoles mayores de edad han mostrado que aún creen que hay en España un justo; por tanto, que aún tiene salvación. He ahí la primera de las virtudes teologales: la fe (Ortega y Gasset 2010: I, 346).

En definitiva, con motivo de las últimas elecciones a diputado, Ortega subraya la pujanza del movimiento socialista frente a la reciente derrota parlamentaria de Antonio Maura pero, al mismo tiempo, se deja arrebatar por el flujo verbal de su entusiasmo por la victoria de la conjunción republicano-socialista tras la Semana Trágica. Al emparentar a Pablo Iglesias con “un hombre traspasado por la idea” no hace sino referencia al fenómeno eucarístico de la “transubstanciación socialista” del líder socialista, términos que en el ambiente anticlerical de la izquierda de entonces suenan a recuperación y a irrisión del discurso clerical de sus adversarios, ya que en el mismo artículo tiene a bien recordar que, en definitiva, “el poder de las ideas es el que conduce las acciones de los hombres” (Ortega y Gasset 2010: I, 346). En realidad, en su último artículo Azorín apuntaba la rémora de Ortega que pretendía implantar un nuevo liberalismo, cuando era patente que el Partido Liberal había perdido el rumbo desde la desaparición de Sagasta y se debatía entre diversas corrientes sin que ninguna llegara a imponerse al resto. En cambio, opinaba que el Partido Conservador había encontrado en Antonio Maura al líder capaz de aglutinar fuerzas y renovarlo ideológicamente. Azorín, atraído hacia sus filas y, a pesar de su derrota parlamentaria en 1910, mantenía su fidelidad hacia el político mallorquín por ser un hombre excepcional idóneo para determinar alrededor de su persona un gran movimiento de atracción y cohesión. Si anteriormente había alabado la energía, la fuerza de su “ilustre y querido jefe”, ahora subrayaba el valor de la hombría de bien que había ejemplarizado en su obra El político. Al mismo tiempo dejaba sin definir su concepto de hombría para sobrepasar ese rasgo “sentimentalista”, que contrasta con la severa disciplina del escepticismo que aparecía en sus crónicas parlamentarias. Estas eran en gran parte iconoclastas y su objetivo era romper los falsos prestigios y los convencionalismos intangibles de los políticos, como, por ejemplo, cuando

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afirmaba que “la política es el artefacto de las pasiones” y que “la humanidad está compendiada en un Parlamento; no hay espectáculo de un más alto interés dramático que este” (Azorín 1908). En realidad, no puede evitar que la política le apasione como teatro de la vida y de su vida, y de hecho nunca flaquea su admiración por Antonio Maura, como lo refleja su correspondencia con él (Azorín 1996: 271). Azorín quita a Maura su pregonada ecuanimidad y se arrebata ante los primores ejemplares de un político a quien compara con los “grandes estadistas” españoles. Si, como hemos visto anteriormente, el ardor periodístico de Ortega en su apasionada apología de Pablo Iglesias representa una estrategia propagandística en favor de la conjunción republicano-socialista, después de su segundo viaje a Alemania parece que empieza a cuestionar el idealismo y a reconocer, en cierto modo, las ideas de Azorín sobre el peso del individuo en la política. Su deseo de insertar en sus Meditaciones del Quijote sus reflexiones personales sobre Azorín supone un giro en las relaciones entre ambos autores, giro que la serie de artículos de Ortega en El Imparcial se pone de manifiesto a partir de 1912 (Ortega y Gasset 2010: I, 535). Poco a poco, Ortega se está convenciendo de la imposibilidad de imponer un giro reformista al liberalismo decimonónico solo mediante el combate ideológico. También se interroga acerca de la inevitabilidad de la personificación de las ideas cuando, tras su crítica negativa de la política de Maura en su discurso “Vieja y nueva política”, insinúa no más que un reconocimiento implícito de su eficiencia “frente al cual no hay otro remedio sino reconocer que lleva tras él una realidad” (Ortega y Gasset 2010: I, 732). Más aún, al abogar por la existencia ideológica de una nueva generación, justifica su personal intervención como portavoz de esta: “Es preciso, en suma, hacer una llamada enérgica a nuestra generación, y si no la llama quien tenga positivos títulos para llamarla, es forzoso que la llame cualquiera, por ejemplo yo” (Ortega y Gasset 2010: I, 732). En pocas palabras, Ortega reclama la necesaria implicación del intelectual en la política, es decir, la necesaria confrontación de las ideas de un protagonista con los hechos, acercándose a las opiniones que Azorín expresaba en ABC: “Yo, en política no veo lo que debe ser,

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sino lo que es” (Azorín, mayo 1908). En 1914, al referirse a Fichte, Ortega se acerca a la postura realista del escritor de Monóvar cuando define la misión: que, según Fichte, compete al político, al verdadero político: declarar lo que es, desprenderse de los tópicos ambientes y sin virtud, de los motes viejos y, penetrando en el fondo del alma colectiva, tratar de sacar a luz en fórmulas claras, evidentes, esas opiniones inexpresas, íntimas de un grupo social, de una generación, por ejemplo (Ortega y Gasset 2010: I, 711).

Es decir, el sinfronismo azoriniano destacado por él en “Primores de lo vulgar”. Tras la decepción que refleja esta aceptación implícita del necesario protagonismo en política —entre 1914 y 1923 y que perdura hasta la República—, vuelve sobre el problema del liderazgo político español al realizar el balance de la historia de España en España invertebrada. Al plantear la cuestión de saber si “¿No hay hombres o no hay masas?” y deplorar la inexistencia de una sociedad donde no funciona el papel dinámico de la ejemplaridad de unos adecuada a la docilidad de muchos, Ortega hace dos referencias explícitas a la política de Antonio Maura, a quien otorga cierto grado de respetabilidad y generosidad por haber intentado sublevarse contra el sistema constituido. Sin embargo, deplora que no comprenda a la gran masa nacional y que sea incapaz de convencerla por creer que la “masa neutra” arde “en convicciones idénticas a las suyas” (Ortega 2010: III, 470). Es decir, pese al balance negativo de la situación política anterior a la dictadura de Primo de Rivera, Ortega reconoce que Maura posee cierta legitimidad debido a su voluntad reformista —subrayemos que Maura es el único político citado por el filósofo cuando evoca los intentos reformistas del régimen de la Restauración—, si bien lamenta su incapacidad de lograr el consenso mayoritario respecto de su política: cualquiera tiene fuerza para deshacer —el militar, el obrero, este o el otro político, este o el otro grupo de periódicos—; pero nadie tiene fuerza para hacer, ni siquiera para asegurar sus propios derechos (Ortega y Gasset 2010: III, 471).

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De ahí que el filósofo plantee la cuestión del imperio de las masas y de la necesaria ejemplaridad de los “mejores”, que solo puede surgir de una reforma interior donde el “reducidísimo número de hombres bien dotados” esté situado en el puesto “donde mayor rendimiento pueda dar” (Ortega y Gasset 2010: III, 986) e influir en la orientación general de la política. Ahora bien, no por ello deja de ser pesimista el diagnóstico orteguiano, ya que para él: conforme pasan los años [...] crece en mí la sospecha de que nuestra facultad más enteca ha sido siempre el intelecto. Nunca tuvimos mucho, y casi perpetuamente hemos descuidado su cultivo. ¿Cómo convencer a un pueblo entero de que es poco inteligente y de que no se salvará mientras no se convenza de ello? No seré yo quien tenga la avilantez de intentarlo (Ortega y Gasset 2010: III, 985-986).

Estas consideraciones, que cierran la primera serie de artículos publicados en El Sol el 9 de febrero de 1921 y que corresponden a la primera parte de España invertebrada, son testimonio de la profunda desilusión de Ortega respecto a la política española y al alcance de sus iniciativas personales. Azorín, recién excluido de la política por las elecciones de 1921, la sabe detectar perfectamente, puesto que publica en ABC un artículo titulado “De una antinomia al parecer insoluble” (Azorín 1921). En dicho artículo, Azorín empieza por comentar “el peligro yanqui”, o sea, el nuevo papel de Estados Unidos después de la Primera Guerra Mundial, cuyo pragmatismo y “provisionalidad” en la definición de sus objetivos denotan la falta de consideración por la tradición y conductas mecánicas y poco reflexivas que le inducen a cuestionar el funcionamiento de la individualidad en una democracia. En realidad, no se trata más que de un pretexto para abordar el “problema intelectual” en su relación con la democracia y para plantear si “la marea creciente de la democracia —imperio de multitudes— ¿llegará a invadir la individualidad creadora, la originalidad literaria?”. Azorín realiza un balance histórico de la cuestión y afirma que tales orientaciones emergen a finales del siglo xix con el “incremento de la democracia y del socialismo [que] hacen retornar la personalidad humana al plasma

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colectivo”, lo cual viene a ser una manera indirecta de eximir a Antonio Maura de su falta de éxito político. Además, Azorín incrimina al socialismo de ser un factor nocivo de alienación de las masas para el triunfo de una idea: “Sin una autoridad, sin una disciplina, imposible que una idea venza. Y se va decididamente al triunfo de una idea (la socialista) por medio de una disciplina inflexible y de una autoridad inexorable”. Azorín, con sus personales formas, está correspondiendo a los temores intuidos por Ortega en España invertebrada. Ahora bien, el escritor alicantino pretende evitar el pesimismo abogando por la transitoriedad de todas las formas de gobierno, ya que cree en la perennidad de la libertad humana: “Y en todo caso, esta modalidad coercitiva no sería más que un tránsito; la libertad —otra libertad— volvería con su empuje de siempre”. Apoya esta afirmación en las teorías de Alexis de Tocqueville, cuya obra De la democracia en América enaltece ya en 1921, mientras que Ortega tardará unos años más en leerlo y apreciarlo. No duda Azorín en reseñar en dos ocasiones España invertebrada con motivo de su publicación en libro en 1922, y subraya su interés porque, a su entender, es el libro más sugestivo que se ha publicado en España desde hace muchos años. De él destaca el carácter filosófico de la historia y de la política, pues propone una “doctrina sobre la jerarquía social” y “puntos de vista nuevos sobre los grandes hombres y la acción de las multitudes sobre ellas”. La política solo puede ser positiva cuando existe “concordia en el todo social” y esta concordia, según Azorín, solo puede sustituirse si, antes que un ideal colectivo, emerge “una esperanza de perfeccionamiento del individuo y de la colectividad”. En definitiva, antes que un imperativo de selección de los mejores, Azorín aboga por una recta apreciación del valor de las cosas “si no queremos decir que más hace en la República el que cava y el que ara que el que la gobierna con su consejo y prudencia” (Azorín 1922a, 1922b). Es una manera sibilina de recordar a Ortega que module su afirmación de que en España nunca ha existido una minoría directora de hombres verdaderamente selectos. Lo interesante es que esa advertencia azoriniana se manifiesta unos meses antes de que él publique la serie de artículos, que verán la luz bajo la dictadura

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de Primo de Rivera, sobre “El chirrión de los políticos” en La Prensa de Buenos Aires. En ellos vuelve a la sátira humorística de las costumbres políticas españolas para denunciar los vicios del sistema parlamentario (Ferrándiz Lozano 2009: 480-488). En suma, frente al fracaso del último gobierno de Maura, Azorín acaba dejándose vencer por el pesimismo orteguiano. Así es como, antes de la dictadura de Primo de Rivera, tanto Ortega como Azorín se encaminan hacia una interrogación cada vez más apremiante sobre el futuro de España y su falta de visibilidad, tanto más en cuanto que no perciben en el contexto europeo ninguna señal alentadora. Por lo tanto, no les queda más remedio que buscar en el pasado fuente de inspiración para el futuro.

Antonio Maura como fuente histórica y conceptual de ejemplaridad política La llegada al poder del general Primo de Rivera pone de nuevo en tela de juicio la cuestión del liderazgo político y tanto Ortega como Azorín tratan el asunto desde el punto de vista español y europeo a la luz de la historia. Ahora bien, paradójicamente es Azorín quien, al publicar “El chirrión de los políticos”, se aprovecha del personaje de don Pascual, alias Azorín-Antonio Maura, para denunciar la vaciedad intelectual y espiritual de la política española, además de la ignorancia de los políticos cuando para él “las ideas mueven el mundo [...] las ideas son las más poderosas de las acciones. No hay acción sin ideas [...] Los verdaderos hombres de acción son los hombres de pensamiento” (Azorín 1948: IV, 398). Esta rotunda afirmación a favor del poder de las ideas en política, de las cuales tanto carecen, a su modo de ver, los políticos españoles, nos desvela un Azorín espectador desilusionado y crítico con el contexto dictatorial, sobre todo en sus artículos de La Prensa. En esta época y con motivo de la muerte de Antonio Maura, es Ortega quien pretende hacer de la historia del político mallorquín un instrumento de su pedagogía política en aras a contrarrestar el culto

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a la personalidad, tan habitual en aquel paisaje dictatorial. Por ello, le dedica en El Sol una serie de seis artículos en primera página (Ortega y Gasset 2010: III, 822-847). Desde su punto de vista, Maura merece su reconocimiento porque ha sido el único político de la España del siglo xx que ha desarrollado una política y el único que ha sido capaz de anticipar. Ortega reconoce que Maura no fue un reaccionario, sino que había buscado una renovación del régimen de la Restauración. Desde el principio de la Dictadura, a pesar de su declarado apoliticismo, el filósofo afirma que la legitimidad del poder ha de ejercerse en adecuación con la adhesión de los gobernados. Desde este punto de vista, Antonio Maura se convierte en el portavoz de sus propósitos: “Maura que quería ambas cosas —libertad y autoridad- se esforzó en crear sus condiciones”, al proponer su proyecto de ley administrativa local, porque quiere “que se produzcan vendavales de vida pública” (Ortega y Gasset 2010: 832). Así es como paradójicamente Ortega se aprovecha de esta interpretación histórica de la política del mallorquín para proponer una visión de su concepto de autoridad que sea compatible con la libertad de los individuos. ¡Una fuente concreta de ejemplaridad política! Por cierto, si Ortega le reprocha a Maura sus errores de diagnóstico respecto al estado de la opinión, como afirmaba en España invertebrada, es para subrayar mejor la intención vitalizadora de la vida pública que tenía Maura al querer acercarse al ciudadano, desgraciadamente hermético a la idea y a la imaginación. En definitiva, para Ortega, el liberal, tal vez el error de Maura fue no haber sabido combinar el exacto equilibrio entre la autoridad y la libertad que conllevan una democracia auténtica: “Libertad y autoridad son resultados, quererlos no es buscarlos a ellos, sino a sus ingredientes y factores, que suelen ser distintos del producto” (Ortega y Gasset 2010: 831). Frente al análisis orteguiano, en gran parte valorativo, de un personaje a quien no había dejado de criticar por lo menos hasta los años veinte, curiosamente la reseña de Azorín respecto a Maura se hace esperar. Aparece más de un mes después de su muerte en La Prensa de Buenos Aires y no en ABC (Azorín 1926). No comenta los escritos de Ortega, peor aun, los ignora cuando no los desprecia, pues no los distingue del conjunto de artículos publicados con motivo del acontecimiento:

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“toneladas de papel impreso [...] se ha plumeado en los periódicos; estudio detenido, serio, imparcial, no conozco ninguno”. En cambio, Azorín insiste en recalcar su familiar amistad con Maura. Recuerda una anécdota acerca del interés del político por sus escritos, incluso los más baladíes, en los cuales tuvo a bien recalcar la capacidad del escritor de poner “modestamente” todos los procedimientos de su arte al servicio de la “vida social española”. Azorín le dedica las dos terceras partes de su artículo a la actuación literaria y discursiva del político en la Real Academia. En ellas pone de realce la serenidad, el alejamiento de los asuntos políticos y las palabras ingeniosas y elegantes destinadas a sus interlocutores. Mientras Ortega ensalza la competencia política de Maura: “el único político que ha habido en España durante los últimos cuarenta años “, Azorín destaca las dotes de escritor del político, recuerda los lazos de amistad que los unían y solo al final del artículo evoca “algo de la personalidad política de Maura”, es decir, su pasión por el derecho. Para él, es la clave de su actuación como gobernante: “tuvo el culto fervoroso del derecho. Derecho es el Parlamento. Derecho es la Constitución. Derecho son las leyes”; aspecto que considera como la clave de sus actuaciones como gobernante y que para él “en los días actuales [...] es digno del más sólido aplauso”. A pesar de su admiración por el jefe conservador, Azorín reconoce la distancia que existe entre la ley y la justicia: “la forma jurídica, la fórmula del derecho no siempre encierra la justicia” y observa que tal vez cuando se aplica un derecho acaso ha dejado de ser ya justicia. Es decir, que está apuntando el problema de la legitimidad institucional, tanto más en cuanto que no se cumple con el derecho ni con la Constitución, como ocurre en el caso del estado dictatorial de Primo de Rivera. Como afirma Víctor Ouimette (1998: 369), Azorín, desde el principio de la Dictadura, “siempre mantendría [...] que la soberanía reside en la nación y no en las formas accidentales de un régimen”, y, en este caso, también utiliza la figura de Maura como contraposición al dictador. De ahí que del póstumo reconocimiento que Ortega realiza de un político cuyas opiniones no comparte, y de la fiel admiración manifestada por un literato tan enigmático y distante como Azorín, se puedan inducir tanto la importancia que tuvo el político conservador

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en su época como la vivacidad de un debate entre dos liberales cuyas visiones son a la vez opuestas y complementarias. Los dictámenes de Ortega y las consideraciones efusivas de Azorín reflejan el debate nunca acabado entre dos intelectuales cuyas posturas políticas parecen enfrentarse, cuando, en el fondo, comparten muchas convicciones comunes. Ambos escritores están de acuerdo en lo inicuo de la vieja política, tanto el Azorín conservador como el Ortega reformista seducido por las promesas futuristas del socialismo, lo cual lo aleja del culto de la personalidad. Así, actúa Azorín, en cierto modo, como la conciencia crítica de Ortega y este, a su vez, como el aguijón espiritual de un Azorín siempre seducido por las sugerencias que suscitan las ideas de Ortega. Ambos se encaminan hacia la visión de una sociedad estructurada por la dinámica de una minoría respaldada por una masa autodeterminada, y es Azorín quien entabla la reflexión al desempeñar el papel de turiferario de los prohombres del partido maurista. Durante la dictadura de Primo de Rivera, con el fracaso del maurismo, Azorín realiza cierto revisionismo demoledor del sistema político en El chirrión de los políticos, cuyo protagonista, don Pascual alias Azorín, confiere a Maura el papel de intelectual semidisidente cuando Ortega, que entra en el apogeo de su jefatura espiritual, entabla una reflexión cada vez más inspirada por la historia. Esta reflexión le conduce a una hermenéutica de los distintos ejemplos proporcionados por hombres políticos del pasado: Maura, Mirabeau o César. Con esta serie de prohombres, Ortega plantea la cuestión de las relaciones entre la autoridad y la libertad en un contexto dictatorial. Desde este punto de vista, podemos subrayar que los debates de ambos intelectuales sobre el tema no solo son contemporáneos de los debates europeos, sino que en ciertos aspectos los preceden, si se piensa en particular en las teorías de Weber, que fueron redactadas en 1919.

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Bibliografía Azorín (): “Las reformas de las costumbres”, en Diario de Barcelona, 19 noviembre. — (1908): “El político”, en Diario de Barcelona, 17 marzo. — (1908): “El idealismo y el realismo”, en ABC, 21 mayo — (1910): “Hombres o ideas”, en ABC, 10 mayo. — (1921): “De una antinomia al parecer insoluble, en ABC, 17 abril. — (1922a): “La España invertebrada de Ortega y Gasset”, en ABC, 3 agosto. — (1922b): “La vida española, un libro de Ortega y Gasset”, en La Prensa, 8 octubre. — (1926): “Cánovas del Castillo”, en La Prensa, 7 febrero. — (1948): Obras completas, Ángel Cruz Rueda (ed.). Madrid: Aguilar. Ferrándiz Lozano, José (2009): Azorín, testigo parlamentario, periodismo y política de 1902 a 1923. Madrid: Congreso de los Diputados. Flórez Miguel, Cirilo (1996): “Ontología de la vida, razón histórica y nacionalismo”, en Política de la vitalidad, Maria Teresa López de la Vieja (ed.). Madrid: Tecnos. Martin, Francisco, José (ed.) (2007): El político, Azorín. Biblioteca Nueva. Ortega y Gasset, José (1991): Cartas de un joven español. Madrid: El Arquero. — (2010): Obras completas. Madrid: Taurus. Ouimette, Víctor (1998): Los intelectuales españoles y el naufragio del liberalismo (1923-1936). Vol. I. Valencia: Pre-Textos. Robles, Laureano (1996): “Azorín y los Maura”, en Laureano Robles, Azorín (1904-1924). Murcia/Pau: Universidad de Murcia/Université de Pau, pp. 205-302.

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Política y periodismo al alimón: la Europa azoriniana

José Ferrándiz Lozano Universidad de Alicante

Cualquier suceso fugaz podía ser en Azorín el pretexto idóneo para desarrollar una idea. En 1916, y mientras en Europa tenía lugar la Gran Guerra, sus lectores supieron de tres novedades editoriales suyas: Rivas y Larra (Azorín 1916d), Parlamentarismo español (Azorín 1916c) y Un pueblecito (Riofrío de Ávila) (Azorín 1916e; Azorín 1982: 497-528). Ninguno de estos tres libros se centraba en el acontecimiento histórico que sacudía al continente, a pesar de que su autor figuraba inmerso en una campaña en prensa a favor de los aliados y especialmente a favor del país al que confesaba deberle mucho intelectualmente: Francia. Por otra parte, tampoco estos títulos ofrecían textos novedosos, porque se nutrían de artículos firmados antes en los periódicos. Pero el tercero de ellos —si el escritor fue sincero en su relato— debía su existencia a un instante que, además de fugaz, era casual.

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José Ferrándiz Lozano

La Feria del Libro de otoño en Madrid provocaba en él habituales paseos a la búsqueda de ejemplares curiosos. Constaba aquella Feria de quince o veinte barracones, según su testimonio. Y el azar puso en sus manos, en uno de esos barracones, una obra rara, de dos tomos, impresa en 1791 y presentada con un título largo, excesivo, que se ocupó de citar completo: Sentimientos patrióticos o conversaciones cristianas que un cura de aldea, verdadero amigo del país, inspira a sus feligreses. Se tienen los coloquios al fuego de la chimenea en las noches de invierno. Los interlocutores son el cura, cirujano, sacristán, procurador y el tío Cacharro. El autor de estos Sentimientos patrióticos era Jacinto Bejarano Galavis, y en la misma portada se incluía cierta información sobre él: se le mencionaba, entre otras cosas, como párroco en Arévalo, opositor a canonjías de las catedrales del Reino y de San Isidro el Real de Madrid, así como a las cátedras de la Universidad de Salamanca (Bejarano Galavis 1791). Pero Bejarano era también un ilustrado, abierto a la cultura europea, como lo fueron en la península otros autores de su siglo: Feijoo, Forner, Cadalso, Jovellanos... Sin embargo, nada de esto parece que sedujo tanto a Azorín, de entrada, como el descubrimiento de que, al redactar su libro, el autor dieciochesco habitaba en un pequeño pueblo castellano, Riofrío, conectado desde él a un espacio cultural amplio. Un pueblecito (Riofrío de Ávila) contiene, a partir del original de Bejarano, un ideario estético asumido por Azorín. “Todo debe ser sacrificado a la claridad” (Azorín 1982: 504) es la máxima principal que resume esta especie de manifiesto literario —al menos en alguna de sus partes—, inspirado en las reflexiones de un cura rural al que Azorín definió como un pequeño Montaigne de Riofrío. Con todo, Un pueblecito (Riofrío de Ávila) no solo contiene una visión literaria y estética. Hay un guiño que no debe pasar desapercibido. Un guiño que compendia el sentimiento de lo que podemos llamar la Europa azoriniana, un sentimiento condensado en unas líneas que explica su necesidad de Europa y lo que representaba esta, que rechaza el casticismo español de cerrazón a la influencia extranjera. A Azorín le resultaba admirable que Bejarano escribiese, desde la soledad y aislamiento en Riofrío, sobre los ímpetus científicos, por

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ejemplo, de Blanchard y Montgolfier, celebrados por sus experimentos volando en globo, y que aludiese por otro lado al pensamiento de Rousseau, apelando a la conveniencia de imitación. En Bejarano veía, por tanto, una atención a lo europeo. Y es ahí cuando, entre dos frases entrecomilladas del párroco, Azorín inserta una suya trascendental: “Europa es la máquina y es la ideología. Sigamos todo el movimiento intelectual y científico y apropiémonos de todas las innovaciones del pensamiento en cuanto podamos; pero apropiémonoslo para integrarlo en nuestro ambiente, para infiltrarlo, hecho cosa nuestra, en nuestro espíritu” (Azorín 1982: 503). Esta idea —la de incorporar lo europeo en el pensamiento español— no era nueva en Azorín; de hecho, formaba parte de su universo intelectual desde su juventud. Es más, podemos aseverar que Azorín fue intelectualmente un resultado europeo. Su lectura de autores del continente y la asimilación de estos en su ideario literario, e incluso político, es apreciable. Suele ser poco menos que obligado recordar que, cuando redactó en 1913 los cuatro artículos de ABC con los que inventó la marca de la generación del 98 (Azorín 1913a; Azorín 1913b; Azorín 1913c; Azorín 1913d), ya presentó a esta como un renacimiento donde el pensamiento nacional había sido fecundado por el pensamiento extranjero. Y destacaba además que gracias a esa comunicación con la literatura exterior se había producido una renovación interna en las letras. Hasta tal punto quería resaltarlo que se tomó la molestia de incluir un listado con los nombres que adscribía a la generación del 98, identificando a cada cual con los autores extranjeros de quienes recibía influencia: todos europeos. Y por encima de las conexiones particulares, añadía todavía tres influencias genéricas: las de Nietzsche, Verlaine y Gautier. Si nos centramos en él mismo —que por pudor no se incluía en la nómina—, debemos consignar las influencias de Nietzsche, Schopenhauer y Montaigne, que han sido convenientemente estudiadas por la crítica azoriniana (Krause 1955; Sobejano 1967; Johnson 1987; Lozano 1996; Riopérez y Milá 2011). Citar a Nietzsche y Schopenhauer resulta además curioso, en su caso, porque para él formaban parte de una tela de araña en la que también se hallaba un clásico español de proyección continental como

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Baltasar Gracián, lo que le permitió proponer como conjetura en dos artículos de 1903, publicados en el diario El Globo el 17 y el 18 de mayo, que el jesuita aragonés era el “Nietzsche español” —así los titulaba— por haber propagado ideas del alemán precediéndole en el tiempo, precediéndole en su aristocratismo (Azorín 1992: 135-139). Al recordar estos artículos once años después en La Vanguardia, Azorín reconstruía así esa extraña red: “Hacíamos una suposición de que siendo Schopenhauer un ferviente de Gracián —hasta el punto de haberlo traducido— y siendo Nietzsche un apasionado conocedor de Schopenhauer, bien pudo, acaso, rastrear Nietzsche a Gracián” (Azorín 1914a; Azorín 1952: 225). Y es que la visión que ya daba a principios de siglo sobre Gracián era la de que El Criticón era un libro de crítica social y política, además de literaria, lo que le permitía explorar sus conexiones. Ahora bien, si deseamos centrarnos en la influencia europea que asimiló Azorín en su pensamiento político de la primera y segunda década del siglo xx, no debemos detenernos en estos autores: lo justo es añadir otros que se colaban con intensidad en sus artículos y libros. Por ello, hay que referirse a tres líneas de pensamiento político que se perciben en su obra de aquellos días: 1. Su crítica a la democracia, defendiendo el elitismo. 2. Su teoría, no original, del nacionalismo. 3. Su ponderación del realismo político. Vayamos por partes. En el artículo citado de La Vanguardia de 1914 (Azorín 1914a; Azorín 1952: 222-226) reconocía que de jóvenes él y sus amigos literarios veían en Nietzsche al filósofo de protesta, destrucción, rebeldía, látigo y martillo, pero no percibían al jerarquizador, autoritario y aristócrata. Esto es cuestionable, porque ya hemos visto que a principios de siglo identificaba a Gracián con Nietzsche precisamente por el aristocratismo de ambos, lo que en filosofía política nos remontaría a la defensa de la aristocracia —el gobierno de los mejores, en su sentido clásico griego— que propugnaba Platón en La República. Lo que no revelaba Azorín en 1914 es que en el momento de escribir su artículo de La Vanguardia, en un ambiente en que se vertían en Europa críticas a la democracia y al parlamentarismo, estaba más cerca de ese Nietzsche jerarquizador y aristócrata que del

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rebelde. La filosofía del superhombre, aplicable a la política, colocaba al pensador alemán en el elitismo. Y esa fe elitista —en otras manos, como vamos a ver— es la que, entrado el siglo xx, cuestionaba la efectividad de la democracia, acusada por toda una corriente crítica de dejar el poder en manos de la opinión y de la muchedumbre poco informada. Azorín profesó entonces esa impugnación y no dudó en utilizar también a otros pensadores, especialmente franceses, como ejemplos de ese cuestionamiento de la democracia. No es casual, pues, que en el mismo 1914 cerrara su libro Un discurso de La Cierva con un capítulo titulado “La doctrina conservadora”, donde quería aportar un sustento ideológico para la facción ciervista del partido conservador español (Azorín 1914b: 145-171). Y tampoco es casual que al diseñar en este libro una propuesta ideológica combinada con resonancias de Cánovas del Castillo, de quien adoptaba el principio de continuidad; del francés Maurice Barrès, de quien incorporaba el concepto de “la tierra y los muertos” como base de la identidad nacional; y del también francés Charles Maurras, de quien asumía un severo antiparlamentarismo, Azorín escribiera que el parlamentarismo era el régimen de la opinión: variable, fluctuante y superficial. Azorín decía que cuando se viajaba en tren, se estaba en un café o se entraba en una tienda podían oírse conversaciones de personas que no tenían ni los conocimientos ni la perspicacia política suficientes. “Y, sin embargo, en un Estado parlamentario este hombre —con millares y millares de sus semejantes— es quien gobierna. Y este hombre y la muchedumbre de sus congéneres forman la opinión” (Azorín 1914b: 161). Más adelante añadía otra crítica: Triunfó la opinión... Gobierno parlamentario es gobierno de incoherencia. No se podrá hacer obra duradera en un país de parlamentarismo. Lo que haga de fecundo y de bienhechor un Gobierno lo destruirá otro. Los Gobiernos serán pandillas de políticos profesionales. Sólo una fuerte dirección suprema que neutralizara en lo posible, si no anulara, los efectos del régimen, podría hacer que un país parlamentario progresara (Azorín 1914b: 163).

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Maurras le aportaba un fundamento ideológico en esta línea, pero no era el único, porque esas ideas antiparlamentarias las tomaba también de otro autor francés: Ernest Renan, de quien rescataba el cuestionamiento, más lejano, de lo que llamaba la “democracia superficial” como una consecuencia del parlamentarismo, de los discursos grandilocuentes y del sufragio universal. La democracia superficial, según Renan, había provocado la catástrofe de Francia ante Alemania en 1870, y a recordarlo dedicó Azorín cuatro artículos en ABC en diciembre de 1915 y enero de 1916 (Azorín 1915a; Azorín 1915b; Azorín 1915c; Azorín 1916a; Azorín 1950: 135-147). Pero el conservador Renan no sería solo una alusión azoriniana para su crítica a la democracia. También estuvo presente en su teoría sobre el nacionalismo —con ello entramos en la segunda línea de pensamiento que vamos a comentar—, al ser lector Azorín de su conocida conferencia “¿Qué es una nación?”, pronunciada en la Sorbone de París en 1882 (Renan 1987). La aceptación de muchos de sus postulados, y concretamente la aceptación de que “una nación es la historia, la lengua, las tradiciones, la comunidad de remembranzas y de aspiraciones” (Azorín 1916b; Azorín 1917: 152) conducía a Azorín a un análisis del Estado español. Que el escritor de Monóvar introdujera en esta justificación de la nación cultural la palabra “aspiraciones” es significativo, ya que Renan expresaba que ser o pertenecer a una nación debía fundamentarse en la voluntad de los afectados. No hay que olvidar que el francés había concebido su conferencia como reacción a la anexión por parte de Alemania de Alsacia y Lorena, y que en cierto modo con su reflexión quería justificar la pertenencia de estas regiones a Francia, basándose en que esta era la voluntad de sus habitantes. La distinción de Renan entre Estados y naciones culturales, por otra parte tema candente en una Europa agitada por la Gran Guerra, era admitida por Azorín e incorporada a su pensamiento. “¿Qué es un Estado y qué es una nación?”, se preguntaba en 1916. Y él mismo respondía: “No se puede confundir e identificar el Estado y la nación. En España existe un Estado y hay varias naciones” (Azorín 1916b; Azorín 1917: 151). No era eso todo. Una segunda aportación para su concepción del nacionalismo la encontró en Maurice Barrès. Su citado binomio de

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“la tierra y los muertos” que Azorín difundía en España, sobre todo a partir de 1913, ayuda a la comprensión de muchos de sus escritos. En palabras de Barrès, “la tierra nos da una disciplina y nosotros somos la prolongación de los ancestros” (Barrès 1899: 20). No hablamos de un tema menor en Azorín: el nacionalismo es la parte que con mayor disimulo vertió a su obra literaria, hasta el punto de que hay libros suyos que contienen una finalidad subliminal de inculcarlo y que han pasado durante mucho tiempo como obras únicamente literarias. Si analizamos la obra de Azorín en clave barresiana, veremos que su realidad nacional se percibe en el afán de recuperar los clásicos y de escribir sobre los legados tradicionales de las generaciones anteriores —los muertos—, así como en su interés por el paisaje, los pueblos y las ruinas históricas del espacio geográfico español —la tierra— (Ferrándiz Lozano 2009: 364-384; Ferrándiz Lozano 2015). Por último, y dejando aparte su crítica elitista de la democracia y su concepto de nacionalismo, la tercera línea de pensamiento anunciada transita por la visión de la propia política, de su praxis, entendida con todo realismo. Sin duda, esta es una parte influida por Maquiavelo, a quien entendió de un modo distinto al generalizado. Contra la fama de sibilino y manipulador del florentino, extendida por una lectura ligera de su tratado El príncipe, Azorín vio en él —cierto que inspirándose en un clásico español como Feijoo— al expositor del realismo político, al autor que describió y retrató la política de su tiempo tal como era, al renacentista que no filosofó de un modo idealista y que, dada su experiencia previa como político, entendió que la disciplina estaba, en su práctica, separada de la moral. Esa fue la gran aportación de Maquiavelo, por la que se le reconoce como uno de los padres de la ciencia política. Hoy, en círculos politológicos, se acepta que Maquiavelo no era maquiavélico, y que simplemente describió la cara inmoral del juego del poder, aconsejando unas tácticas de supervivencia a Lorenzo de Médicis, miembro de la familia que había llegado a gobernar Florencia con desgracia del propio Maquiavelo, que al haber sido político en la República anterior se vio desterrado y deseaba congraciarse con el entorno dominante. Para ello escribió El príncipe, donde ofrecía un manual sobre cómo mantenerse vivo en la selva del poder.

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Y nunca mejor dicho, porque hasta las imágenes con animales tuvieron fortuna. Maquiavelo recurrió en uno de los capítulos a las figuras del león y la zorra —la vulpeja— para simbolizar respectivamente la fortaleza y la astucia como habilidades necesarias en el manejo del poder. Una imagen que le parecía certera a Azorín. Y es que Maquiavelo dejaba claro en su tratado que veía la política tal como era, y confesaba hablar de su realidad y no de su imagen artificial. Recordaba que muchos habían imaginado repúblicas y principados nunca existentes, y concluía que “el que no se ocupa de lo que se hace para preocuparse de lo que habría que hacer, aprende antes a fracasar que a sobrevivir” (Maquiavelo, 2008: 115). Es curioso ver cómo esa lectura realista se incorpora en la obra de Azorín, sobre todo cuando escribe El político, publicado en 1908, libro concebido también como tratado, siguiendo los ejemplos clásicos (Azorín 1908b). Un proyecto que llevaba tiempo barajando, al menos desde dos años antes (Ferrándiz Lozano 2017: 189). Y aunque a Antonio Maura —su jefe político, a quien, sin citarlo, se lo dedicaba— le dijo por carta que en sus páginas condensaba las doctrinas de “nuestros castizos y viejos tratadistas” de la política, Gracián, Saavedra Fajardo y Guevara (Robles 1996: 282), tres autores peninsulares de difusión europea, por cierto, la verdad es que la presencia europea de Maquiavelo era importante e influyente en el texto. La alusión en El político y en distintas publicaciones cercanas en el tiempo confirma su interés y su interpretación. Editado el libro, Azorín solía aludir al tema del realismo político, pero el hecho de que mencionara el nombre de Maquiavelo ligado al de Gracián y al de Saavedra Fajardo refuerza el europeísmo intelectual de la obra. La condición de diplomático de Saavedra Fajardo, viajero por el continente en sus misiones políticas, y la condición de Gracián como autor traducido a idiomas europeos, confirman también ese carácter europeo. Con el libro todavía en imprenta, Azorín calificaba a Maquiavelo de “psicólogo italiano” en un artículo de Diario de Barcelona, al tiempo que decía que el término maquiavelismo se prestaba a “torcidas interpretaciones” (Azorín 1908a). En otro artículo de mayo de 1908 imaginaba un diálogo entre dos interlocutores: uno defendía el idealismo político, el otro el realismo. El segundo decía al primero: “Yo,

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en la política no veo lo que debe ser, sino lo que es” (Azorín 1908c). Puro realismo en el que insistía el mismo interlocutor: “El éxito grande, inactual, de Maquiavelo, ¿en qué consistió, sino en que habló de la política que es, no de la que queremos que sea?” (Azorín 1908c). En el fondo, la comprensión de Maquiavelo como retratista de la política tenía en España un antecedente claro, sin equívocos ni disimulos, que Azorín valoraba: Feijoo. Y por eso recordaba en El político su discurso “Maquiavelismo de los antiguos”, incluido en su Teatro crítico universal, en el que señalaba que el llamado maquiavelismo existía antes de que se escribiera El príncipe y se debía a la naturaleza humana. Azorín exhumaba una condescendiente frase de Feijoo: “El maquiavelismo debe su primera existencia a los más antiguos príncipes del mundo, y a Maquiavelo sólo el nombre” (Azorín 1908b: 58). Así pues, Nietzsche, Schopenhauer, Maurras, Renan, Barrès, Maquiavelo, Gracián o Feijoo no son más que algunos de los nombres europeos que fecundaron su pensamiento político, especialmente en esa franja de tiempo que precedió a la Gran Guerra y luego coincidió con ella. Francia, país por el que Azorín defendía la causa de los aliados, representaba la democracia y el liberalismo, pero él no luchó por estas ideas: luchó por los vínculos culturales que tenía con la nación, lo que explica que quisiera hallar en su cultura política unas fuentes ideológicas coincidentes con su pensamiento conservador, nacionalista y crítico con la democracia. No fueron estos nombres los únicos que influyeron políticamente a lo largo de su vida. En otros momentos, como durante su juventud, las influencias habían sido anarquistas. Posteriormente hubo otras fuentes ideológicas, como el liberalismo individualista de Benjamin Constant, coincidiendo con la dictadura de Primo de Rivera (Ouimette 1995). En definitiva, los medios de contacto con sus lectores eran la prensa y los libros. Y en esa intermediación era, cómo no, donde amañaba el mundo a su propósito. Uno de sus filósofos admirados, Schopenhauer, sostenía que el mundo es la representación que cada cual nos hacemos de él (Schopenhauer 2005). Análogamente Azorín, como mediador entre una realidad y sus lectores, proporcionaba su propia representación del mundo y de la cultura europea. La Europa

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azoriniana era la de la literatura y las ideas políticas. La Europa azorianiana era la que, con copiosas lecturas y asimilaciones, introdujo en su obra, entendiendo al continente como un mismo espacio cultural.

Bibliografía Azorín (1908a): “El político”, en Diario de Barcelona, 17 de marzo. — (1908b): El político. Madrid: Lib. Suc. Hernando. — (1908c): “El idealismo y el realismo”, en ABC, 21 de mayo. — (1913a): “La generación de 1898, I”, en ABC, 10 de febrero. — (1913b): “La generación de 1898, II”, en ABC, 13 de febrero. — (1913c): “La generación de 1898, III”, en ABC, 15 de febrero. — (1913d): “La generación de 1898, IV”, en ABC, 18 de febrero. — (1914a): “Andanzas y lecturas. Gracián”, en La Vanguardia, 13 de octubre. — (1914b): Un discurso de La Cierva. Madrid: Renacimiento. — (1915a): “Francia. Renan y la democracia superficial, I”, en ABC, 14 de diciembre. — (1915b): “Francia. Renan y la democracia superficial, II”, en ABC, 21 de diciembre. — (1915c): “Francia. Renan y la democracia superficial, III”, en ABC, 28 de diciembre. — (1916a): “Francia. Renan y la democracia superficial, IV”, en ABC, 4 de enero. — (1916b): “Francia. Gobineau y la República, I”, en ABC, 21 de febrero. — (1916c): Parlamentarismo español. Madrid: Casa editorial Calleja. — (1916d): Rivas y Larra. Razón social del romanticismo en España. Madrid/Buenos Aires: Renacimiento. — (1916e): Un pueblecito (Riofrío de Ávila). Madrid: Residencia de Estudiantes. — (1917): Entre España y Francia (páginas de un francófilo). Barcelona: Bloud y Gay. — (1950): Con bandera de Francia. Madrid: Biblioteca Nueva. — (1952): El oasis de los clásicos. Madrid: Biblioteca Nueva.

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— (1982): Obras selectas. Madrid: Biblioteca Nueva (6.ª edición). — (1992): Artículos anarquistas (ed. José María Valverde). Barcelona: Lumen. Barrès, Maurice (1899): La Terre et les Morts (sur quelles réalités fonder la conscience française). Paris: La Patrie Française. Bejarano Galavis, Jacinto (1791): Sentimientos patrióticos o conversaciones cristianas que un cura de aldea, verdadero amigo del país, inspira a sus feligreses. Se tienen los coloquios al fuego de la chimenea en las noches de invierno. Los interlocutores son el cura, cirujano, sacristán, procurador y el tío Cacharro. Vols. I, II y III. Madrid: Imprenta Real. Ferrándiz Lozano, José (2009): Azorín, testigo parlamentario. Periodismo y política de 1902 a 1923. Madrid: Congreso de los Diputados. — (2015): “Tierra, muertos y Generación del 98: remedios para una teoría nacionalista”, en Miguel Ángel Lozano (coord.), Azorín y otros escritores. Monóvar/Alicante: Ayuntamiento de Monóvar/Diputación de Alicante, pp. 65-78. — (2017): “Del ‘núcleo’ del periodismo a la política: las crónicas parlamentarias de Azorín y El Político”, en Canelobre, 67, pp. 175191. Johnson, Roberta (1987): “Filosofía y novelística en La voluntad”, en Anales Azorinianos, 3, pp. 131-139. Krause, Anna (1955): Azorín, el pequeño filósofo. Madrid: EspasaCalpe. Lozano, Miguel Ángel (1996): “Schopenhauer en Azorín: la necesidad de una metafísica”, en Anales de Literatura Española, 12, pp. 203-216. Maquiavelo, Nicolás (2008): El Príncipe (comentado por Napoleón Bonaparte) (introd. Giuliano Procacci, trad. Eli Leonetti Jungl). Madrid: Espasa-Calpe. Ouimette, Victor (1995): “Azorín y las ideologías políticas francesas”, en Azorín et la France. Biarritz: J&D Éditions, pp. 173-181. Renan, Ernest (1987): ¿Qué es una nación? Cartas a Strauss (estudio preliminar y notas de Andrés de Blas). Madrid: Alianza Editorial.

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Riopérez y Milá, Santiago (2011): La voz española de Montaigne: Azorín. Madrid: Ediciones 98. Robles, Laureano (1996): “Azorín y los Maura”, en Azorín (19041924). Pau/Murcia: Université de Pau/Universidad de Murcia, pp. 265-302. Schopenhauer, Arthur (2005): El mundo como voluntad y representación. Tres Cantos: Akal. Sobejano, Gonzalo (1967): Nietzsche en España. Madrid: Gredos.

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Historia y literatura: a propósito de Una hora de España (entre 1560 y 1590)

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Francisco Fuster Universitat de València Cabalmente, en la meseta donde la Literatura y la Historia se juntan, sin que sea preciso, como lo es aguas abajo, trasponer ninguna divisoria para pasar de uno a otro género, halló Azorín el tema del óptimo ensayo que ofrenda a la Academia en la solemnidad de su recepción. Gabriel Maura Gamazo, conde de la Mortera. Contestación al discurso de ingreso de Azorín en la RAE (26 de octubre de 1924)

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Este trabajo forma parte del proyecto de investigación “El mundo de ayer: la figura del escritor-periodista ante la crisis del nuevo humanismo (1918-1945)” (FFI2015-67751-P), dirigido por el profesor Xavier Pla y financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad.

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Azorín como historiador En su excelente ensayo de interpretación titulado “Azorín o primores de lo vulgar” (1917), publicado por primera vez en el segundo volumen de El espectador, José Ortega y Gasset llegaba a la conclusión de que, en el conjunto de la producción literaria azoriniana, existía un rasgo principal que la caracterizaba más que ningún otro. Para el filósofo madrileño, aquello que diferenciaba al escritor monovero del resto de autores de su generación era su especial habilidad para recrearse en las sensaciones más hondas del ser humano y en esos pequeños detalles cotidianos que suelen pasar inadvertidos en la vorágine del día a día: En Azorín no hay nada solemne, majestuoso, altisonante. Su arte se insinúa hasta aquel estrato profundo de nuestro ánimo donde habitan estas menudas emociones tornasoladas. No le interesan las grandes líneas que, mirada la trayectoria del hombre en sintética visión, se desarrollan serenas, simples y magníficas, como el perfil de una serranía. Es todo lo contrario de un “filósofo de la historia”. Por una genial inversión de la perspectiva, lo minúsculo, lo atómico, ocupa el primer rango en su panorama, y lo grande, lo monumental, queda reducido a un breve ornamento (Ortega y Gasset 2004: 293).

Ahondando en esta idea orteguiana, conviene precisar que esta predilección por la “eterna poesía de lo pequeño y cotidiano” (Azorín 1903), que Azorín decía haber aprendido en los Diálogos del humanista valenciano Juan Luis Vives, se materializó en una fijación por dos grandes temas o motivos: en primer lugar, su obsesión por el paso del tiempo y por cómo nos afecta ese transcurrir de los años y de los siglos; en segundo lugar, su interés por lo que él mismo denominaba “pequeños hechos” y, ligado a este, su atracción por las “vidas opacas” de aquellos individuos anónimos que viven lo que Miguel de Unamuno llamó la “intrahistoria”, al margen de la “historia oficial”. Desde el punto de vista cronológico, Azorín percibía el pasado como un proceso lento y secular, marcado por el transcurso inexorable del tiempo, auténtica fijación para el crítico monovero. Y dentro

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de este tiempo, de este pasado que el historiador trata de recrear, le preocupaban especialmente esos “tiempos muertos” de la historia durante los cuales el mundo parece haberse paralizado y no acontece nada; todo está quieto e inmóvil. Como expresó en uno de los muchos artículos periodísticos que dedicó a este asunto, esos lapsos cronológicos que la historia no ha retratado eran los más importantes para él, por ser también los que más curiosidad le suscitaban: “los intersticios del tiempo, los espacios vacíos, esto que no puede ser materia de la historia, porque no ocurre nada, y que, sin embargo, es la esencia de la vida, lo principal de las cosas, han quedado suprimidos, ocultos” (Azorín 2012: 95). En este sentido, y salvando las distancias, se puede decir que Azorín tenía una concepción braudeliana de la historia. Y me explico. En el célebre ensayo de 1958 en el que acuñó el concepto de longue durée, el gran historiador francés Fernand Braudel denunciaba que la “historia tradicional, atenta al tiempo breve, al individuo y al acontecimiento”, nos había habituado a un relato histórico “precipitado, dramático, de corto aliento”. Frente a esta historia episódica o de los acontecimientos, a la que los franceses llamaron histoire événementielle, el que fuera director de la revista Annales proponía una historia “de aliento mucho más sostenido”: “una historia de larga, incluso de muy larga, duración”, que se fijara no en las anécdotas o los acontecimientos, a los que equiparaba con la espuma superficial que llevan las olas del mar, sino en los procesos históricos de amplitud secular (Braudel 1995: 64). Azorín, que no era historiador profesional ni escribió nunca sobre estos largos procesos a los que se refería Braudel, sí que escribió, sin embargo, sobre los pueblos españoles y sobre esos labriegos y herreros que vivían al margen de la historia oficial. Y lo hizo —y esto sí hay que reconocerlo— poniendo un especial énfasis en la continuidad histórica y en cómo esa continuidad se manifiesta en la aparente inmovilidad de esas existencias insignificantes que se repiten y se repiten a lo largo del tiempo, ajenas a los grandes vaivenes de la historia y a esos sucesos más relevantes que, al haber sido protagonizados por figuras destacadas, pasaron a los anales y hoy se siguen recordando y estudiando. Con respecto a la segunda preocupación, resulta sintomático el hecho de que, ya a finales de los años sesenta, cuando todavía no existía

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la microstoria italiana como corriente historiográfica, José Antonio Maravall señalara en un extenso y pionero estudio sobre el Azorín “historiador” que, por el énfasis puesto en “esos hechos pequeños en su aparente figura externa, que hacen tan lento el ritmo del tiempo” (Maravall 1968: 51), la idea azoriniana de la historia podría responder bien al nombre de “microhistoria”. No obstante, y por tratar de ser lo más preciso que pueda con el vocabulario de la disciplina histórica, debo aclarar que la petite histoire a la que se refiere Azorín en varias ocasiones y la “microhistoria”, en el sentido actual de la palabra, no son estrictamente lo mismo. De hecho, cuando Azorín hablaba de la petite histoire o de la “historia menuda” en alguna de sus habituales —si bien muy poco conocidas— reflexiones de tipo “teórico” sobre la historia2, se refería sobre todo a lo que la historiografía moderna llamaría “historia local”: la historia limitada a un espacio geográfico reducido y a un periodo de tiempo acotado. Aunque es verdad que, en este punto concreto, el enfoque de Azorín coincide con el método microhistórico, lo cierto es que la microhistoria es una modalidad o variante de la historia distinta, en sus objetivos y métodos, de la historia local propiamente dicha. La microhistoria fue una original propuesta metodológica que se caracterizó fundamentalmente por proponer una reducción en la escala de análisis del historiador, que pasó, así, de fijarse exclusivamente en las masas sociales o los grandes personajes históricos a tomar lo específico o particular de determinados individuos anónimos que han dejado su huella en la historia, como objeto de estudio que, una vez situado en su contexto, podía resultar muy útil para el historiador. La aplicación de este método de análisis dio lugar a una corriente historiográfica homónima —nacida en Italia durante los años setenta y desarrollada en Europa a lo largo de los ochenta y noventa3— cuyo punto de partida solemos situar en

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He reunido los —a mi juicio— treinta mejores artículos de Azorín sobre la historia y los historiadores en la antología ¿Qué es la historia? (Azorín 2012). Quienes más y mejor han estudiado el fenómeno de la microhistoria italiana y europea son los profesores Justo Serna y Anaclet Pons, autores —entre otros muchos trabajos dedicados al tema— del libro Cómo se escribe la microhistoria (Serna y Pons 2000).

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1976, fecha de publicación de la célebre obra del historiador italiano Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI. Junto con esa capacidad de observación y esa voluntad de captar lo minúsculo, la otra gran característica de la aproximación azoriniana al pasado es su especial fijación por rescatar y reconstruir las vidas aparentemente irrelevantes de esos personajes que conforman la masa anónima de la historia. Como explicó Ortega, “Azorín ve en la historia no grandes hazañas ni grandes hombres, sino un hormiguero solícito de criaturas anónimas que tejen incesantemente la textura de la vida social, como las células calladamente reconstruyen los tejidos orgánicos” (Ortega y Gasset 2004: 317). Es a estas existencias modestas que tanto le atraían a las que se refería nuestro autor en un capítulo de Las confesiones de un pequeño filósofo (1904), elocuentemente titulado “Las vidas opacas”: Yo no he ambicionado nunca, como otros muchachos, ser general u obispo; mi tormento ha sido —y es— no tener un alma multiforme y ubicua para poder vivir muchas vidas vulgares e ignoradas; es decir, no poder meterme en el espíritu de este pequeño regatón que está en su tiendecilla oscura; de este oficinista que copia todo el día expedientes y por la noche van él y su mujer a casa de un compañero, y allí hablan de cosas insignificantes; de este saltimbanqui que corre por los pueblos; de este hombre anodino que no sabemos lo que es ni de qué vive y que nos ha hablado una vez en una estación o en un café... (Azorín 1998a: 600).

En este interés por lo que el filósofo italiano Antonio Gramsci llamó las “clases subalternas” de la historia, Azorín se adelantó en varias décadas a otra corriente historiográfica surgida en Inglaterra durante los años sesenta: la llamada “historia desde abajo” o history from below; una forma de narrar la historia que tomó carta de naturaleza en 1966, cuando el historiador marxista E. P. Thompson publicó el ensayo que después daría nombre a esta tendencia desarrollada a partir de los años setenta. En ese texto fundacional, titulado, precisamente, History from Below (Thompson 2002: 551), este historiador británico criticaba la ausencia de una historia del laborismo hecha con los

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documentos generados por los protagonistas del movimiento obrero inglés y narrada desde su propia perspectiva y vivencia, en oposición a la historia hecha “desde arriba”, desde las clases dirigentes de la sociedad capitalista. Al igual que he matizado al hablar de la microhistoria, cuando señalo esta coincidencia de enfoques no estoy queriendo decir que el escritor alicantino practicara la historia desde abajo. En primer lugar, porque esta todavía no existía como tal cuando Azorín concibió su obra; y, en segundo término, porque nuestro autor fue un apasionado de la historia, pero no fue —ni quiso ser nunca— un historiador profesional o un experto en la disciplina. Lo que pretendo hacer ver al lector es que existe una confluencia evidente entre los motivos de interés del monovero y los que, años más tarde, fueron los objetos de estudio de dos tendencias historiográficas surgidas varias décadas después en el seno de la academia. Lo que a continuación pretendo explicar es cómo se materializa la teoría en la práctica y de qué manera se plasma esta personal forma de entender la historia de España y de su literatura, pues, para Azorín, hablar del pasado es hacerlo, también, de quienes escribieron en él y sobre él. Desde este punto de vista, considero que, pese a no ser uno de sus títulos más conocidos, el ensayo Una hora de España (entre 1560 y 1590) (1924) aporta ejemplos muy claros que, a mi modo de ver, ayudan a fundamentar y a entender esa visión azoriniana de la historia a la que ya me he referido.

Una hora de España (entre 1560 y 1590): entre la literatura y la historia Pese a que no pretendo ponderar la importancia de Una hora de España (entre 1560 y 1590) dentro del conjunto de la producción azoriniana, sino proponer una posible lectura de la obra desde el punto de vista del historiador, me resulta difícil adentrarme en el análisis de su contenido sin explicar, siquiera sea de forma breve, dónde reside el origen de la obra. Más, si cabe, teniendo en cuenta que nos encontramos ante un texto que forma parte de un subgénero —el de

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los discursos de ingreso en la Academia— regido por normas cuya observancia condiciona, de forma inevitable, su naturaleza, independientemente de que, como sucede en este caso, el resultado final se aleje bastante de lo que en la época se consideraba la regla. Como es sabido, la historia de los intentos —en plural, porque fueron varios— que hizo Azorín para ser elegido académico se remonta hasta una fecha tan temprana como 1908, cuando se produjo una primera tentativa fallida, y tiene uno de sus episodios más sonados en 1913, cuando el escritor alicantino estuvo muy cerca de alcanzar un reconocimiento que, sin embargo, se le volvió a resistir por segunda vez, lo que propició que varios amigos e intelectuales de su generación y de la que iba a sustituirla (la después llamada generación del 14), encabezados por José Ortega y Gasset y Juan Ramón Jiménez, organizasen aquel emotivo acto de desagravio y homenaje que se dio en llamar la “Fiesta de Aranjuez”, celebrada el 23 de noviembre de ese mismo año. Tras más de una década de larga espera, y cuando las esperanzas de nuestro protagonista parecían ya del todo disipadas, las puertas de la Academia se le abrieron, por fin, el 26 de octubre de 1924, día en que leyó ante sus nuevos compañeros el discurso de ingreso, titulado Una hora de España (entre 1560 y 1590), cinco meses después de haber sido elegido por unanimidad. Quizá por lo incomprensible de su ausencia durante tantos años, la entrada de Azorín en la corporación fue recibida por la opinión pública como un acto de justicia poética. En este sentido, y como se deduce de la crónica del evento publicada por Eduardo Gómez de Baquero en el diario El Sol, más allá del desagravio personal para el interesado, la llegada del autor de Castilla (1912) a aquel recinto sagrado suponía la entrada en un ambiente ortodoxo y anquilosado de un auténtico soplo de aire fresco, encarnado en un hombre que, en aquel momento más que nunca, representaba a un grupo de escritores, los noventayochistas, ya consagrados por el público, pero todavía minusvalorados por parte del establishment: No diré, remedando a los cronistas de estilo antiguo, que la Academia se había vestido de gala para recibir a “Azorín”. Estaba lo mismo. [...] Y, sin embargo, un no sé qué de nuevo se percibía en el ambiente o podía soñarlo la imaginación. Con Azorín entraban en la Academia las letras

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Francisco Fuster nuevas e iban a celebrar sus nupcias de espíritu con la tradición literaria. [...] En la ceremonia académica del domingo se notaba ese sentido de continuidad de la tradición viviente, en el público, en los oficiantes, en los discursos. Había entrado en el salón solemne una oleada de juventud espiritual. Veíanse caras nuevas junto a las de los concurrentes habituales. La nueva generación literaria se asomaba, curiosa y satisfecha, a ver ingresar a uno de sus guías en el Cenáculo. El académico entrante y el que le contestaba son, aunque finos amadores de lo pasado, espíritus modernos (Gómez Baquero 1924).

Centrándome ya en el contenido propiamente dicho del texto, debo empezar advirtiendo sobre la innegable originalidad del discurso de ingreso de Azorín; una novedad que tiene que ver con el hecho de que, en puridad, no se trata de un discurso, sino más bien de un ensayo que, por su extensión (el doble de lo habitual), estructura y tema, constituye —y así es como se lo ha considerado siempre— un libro más de los que integran su bibliografía. Eso sí: en contra de lo que podría pensarse, y frente a esos otros títulos azorinianos que responden a compilaciones de artículos —la mayoría de las veces seleccionados y editados por terceros— aparecidos en prensa, Una hora de España (entre 1560 y 1590) tiene la coherencia interna que le da el hecho de ser un texto pensado, desde su concepción, para ser leído y publicado como libro4. Así pues, lo único que vincula el discurso de Azorín con ese género solemne y reglamentado es, como no podía ser de otra manera, que el autor inicia su disertación con el protocolo consistente en dedicar unas palabras a quien había sido su antecesor en el sillón P. Se trata de una alusión sutil y elegante, sin el elogio hiperbólico e impostado tan común en estos casos, que le sirve para cumplir el expediente y trazar un borroso perfil del político valenciano Juan Navarro Reverter (por cuya escasa obra como escritor no siente, evidentemente, ni frío ni calor), a quien nos describe “en un salón mundano”, rodeado de damas y caballeros, mirando al mar en un atardecer, para

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La primera edición de la obra se publicó el mismo año en que Azorín ingresó en la RAE (Azorín 1924).

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a continuación centrarse rápidamente en el auténtico leitmotiv de su disertación: la España de Felipe II. A ese pasado remoto es al que nos conduce Azorín con una propuesta de viaje en el tiempo. Un ensueño que dura una hora de tiempo real (el que debió de ocupar, más o menos, su conferencia) y una hora de tiempo simbólico que equivale a treinta años —los que transcurren entre 1560 y 1590— de la historia de España. Un evocador periplo en el que la personalísima prosa de nuestro cicerone nos lleva a recorrer varios escenarios de otra época (El Escorial, Ávila, Maqueda, el castillo de Fuenterrabía) por los que desfilan personajes de todas las condiciones y esferas sociales: desde el propio Felipe II, hasta esos individuos anónimos y olvidados por la historia a los que tanta atención prestó nuestro autor, pasando por el arzobispo Carranza, Lázaro de Tormes, Teresa de Ávila o sus admirados Miguel de Cervantes y Fray Luis de Granada. En definitiva, una sucesión de estampas o pequeños cuadros (género en el que el escritor de Monóvar era un consumado maestro) que pueden leerse de forma independiente, pero que cobran todo su sentido cuando hilvanamos esos recuerdos y formamos —al unir cada una de sus partes— ese todo que es el friso histórico pintado por Azorín. Ante la imposibilidad de realizar un análisis pormenorizado de cada uno de estos cuadros, destacaré unos pocos pasajes de la obra en los que creo que se resume bien esa idea azoriniana de la historia que he tratado de sintetizar en la introducción. Como no podía ser de otra forma, la fijación por el paso del tiempo está muy presente en las páginas de Una hora de España (entre 1560 y 1590), libro que, desde el mismo título, ya previene al lector sobre la importancia que aquí se concede a la cronología, no en el sentido científico de la palabra (no hablamos aquí de la exactitud en las fechas o los sucesos concretos, que Azorín deja para el historiador profesional), sino en lo referente a la importancia que él concede a ese concepto de continuidad histórica al que ya he hecho alusión. Por un lado, nuestro autor es consciente del transcurrir de los siglos y de que nada es eterno; cada personaje histórico es protagonista en su época, pero todo lo que en su día llegó a ser grande y esplendoroso, como lo fue el Imperio español, está condenado, inevitablemente, a desaparecer algún día. Por eso, cuando recrea una escena en la que nos describe a Felipe II meditando

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en el jardín del monasterio de El Escorial, se remonta hasta el siglo xvi para lanzar una pregunta retórica cuya respuesta, a la altura de 1924, ya era por todos conocida: “Del inmenso y formidable imperio español, ¿qué quedará en la sucesión de los siglos? Todas las naciones del mundo, ¿en qué habrán venido a parar dentro de millares y millares de siglos? [...] En la sucesión del tiempo, del tiempo sin medida, todas las naciones del mundo se trastocarán y subvertirán, movibles, ligeras, rápidas como esas golondrinas que están girando vertiginosas en torno de las altas torres” (Azorín 1998b: 1500-1501). No obstante, el hecho de reconocer la inexorabilidad del tiempo no le impide a Azorín admitir que, así como lo lógico es que todo cambie y evolucione, en determinados lugares de la geografía española —y esto se aprecia muy bien en su libro Los pueblos (ensayos sobre la vida provinciana) (1905)5— el tiempo parece haberse detenido. Es lo que sucede, por ejemplo, en Maqueda, un pequeño pueblo de la provincia de Toledo al que el monovero nos traslada en otro de los cuadros que integran este fresco de la España filipina. Allí, viene a decir nuestro narrador, se vive en el siglo xx porque lo marca así el calendario, pero la realidad es que, si no lo supiera, el visitante ocasional podía pensar que vive en el siglo xvi, porque las gentes del lugar siguen haciendo exactamente lo mismo que hacían cuatrocientos años antes: “En el siglo xx las horas transcurren en Maqueda como transcurrían en el siglo xvi. Unas ruinas más ahora, y todo el resto igual. En el pueblo habrá acaso un poco más de tráfago. [...] La vida sigue en Maqueda, de siglo en siglo, siempre igual” (Azorín 1998b: 1562). Más que en las personas, en sus hábitos y costumbres, donde acaso más se nota el paso del tiempo es en la arquitectura; en esos palacios castellanos del siglo xvi a los que Azorín también dedica unas palabras para dejar constancia de que, donde otros ven deterioro y ruinas, él ve la belleza de unas construcciones centenarias que invitan a la reflexión sobre lo que aquellos palacios representaron en el pasado de España y lo que siguen siendo en el presente:

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Para una lectura de Los pueblos desde el punto de vista del historiador, se puede consultar mi artículo (Fuster García 2015).

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Viajero: el tiempo ha ido pasando, los siglos han transcurrido. ¿Estaban mejor antiguamente los palacios de nuestra España o están mejor ahora? Ahora tienen la dulce pátina del tiempo; tienen el encanto melancólico de lo viejo. Ahora sus piedras nos dicen lo que antes no podía decir: la tragedia del tiempo que se desvanece. Viajero: es la hora de meditar ante las ruinas, y este paredón ruinoso de un palacio que fue, aquí en la campiña solitaria, nos da tema para nuestras meditaciones. Los siglos han transcurrido. El antiguo palacio se ha desmoronado; pero aquí al lado de las ruinas, como una sonrisa en la eternidad, está este grupo de finos chopos que tiemblan levemente en sus hojas al soplo de la tarde expirante (Azorín 1998b: 1586).

En definitiva, lo que el alicantino nos vino a decir en Una hora de España (entre 1560 y 1590), a propósito de la importancia del tiempo, es que los individuos vienen y van, pero la historia queda. Y que entre un español del siglo xvi y otro del xx no hay tantas diferencias como, en principio, podríamos pensar, pues los problemas y las inquietudes del hombre han sido siempre las mismas, independientemente de la época que, en suerte, le haya tocado vivir: “Los hombres son como sombras de sombras. Surgen en el mundo un instante y se desvanecen. En la eternidad, desde un punto fuera del tiempo —si se sufre decir—, nosotros, hombres del siglo xx y los hombres del siglo xvi, por ejemplo, somos una misma cosa. Desde lo futuro, nuestros ancestros de cuatro siglos atrás se verán a par nuestro. Los conflictos íntimos de unos y de otros son los mismos” (Azorín 1998b: 1493). Precisamente por eso, el Azorín historiador siempre puso el acento en la continuidad histórica y se quejó de que la historia académica hubiese preferido fijarse más en los sucesos anecdóticos y puntuales que en los hechos y procesos históricos de larga duración y alcance, que son los que, en verdad, sirven para comprender el pasado de una nación. En un capítulo de Madrid (1941), uno de sus cuatro libros de memorias, nuestro autor reproduce varias líneas de una carta enviada por Miguel de Unamuno a Ángel Ganivet en la que se sintetiza perfectamente esta idea: “Hemos atendido más a los sucesos históricos que pasan y se pierden, que a los hechos históricos que permanecen y van estratificándose en profundas capas. Se ha hecho más caso del relato de tal cual hazañosa

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empresa de nuestro siglo de caballerías, que a la constitución rural de los repartimientos de pastos en tal o cual olvidado pueblecillo” (Azorín 1998c: 975). La otra gran faceta del Azorín historiador presente en la obra que me ocupa es, como ya he señalado, que nuestro autor no se limita aquí a glosar distintos pasajes y episodios de las vidas de hombres y mujeres ilustres de la historia de España, sino que también merecen su atención esas “vidas opacas” de las clases subalternas que, pese a no figurar en la historia oficial, también forman parte de nuestro pasado. Aunque la suya sea una “historia menuda” de España, es una historia necesaria que, además, se debe hacer “con el mismo rigor con que se hace la grande” (Azorín 2012: 212). Que el monovero no quiso olvidarse de esta masa anónima de individuos en su discurso de ingreso en la Academia debió quedarles claro a los asistentes a su recepción desde el primer minuto, pues ya en las palabras liminares con las que se abre el texto, el autor de La voluntad (1902) afirma lo siguiente: “Un modesto obrero en pobre taller, enamorado de su arte, fervoroso en su labor, es tan admirable —independientemente de la obra realizada— como el más afamado artista” (Azorín 1998b: 1491). Y en otro capítulo del futuro libro, titulado “El pobre labrador”, realiza un elogio encendido a la figura de ese campesino español del siglo xvi, cuya vida tranquila y pacífica parece envidiar: “El pobre labrador vive en Castilla, en Tierra de Campos, en el Bierzo, en la Vera de Plasencia, en Andalucía, en Cataluña, en Galicia. El pobre labrador puede ser pobre por su corta hacienda; pero en el siglo xvi —y en el xvii— era pobre por otras circunstancias. La vida del campo es la verdadera vida” (Azorín 1998b: 1574). En esta misma línea, otra estampa de las que conforman el libro está dedicada a recordar el caso de un capitán español, cuyo nombre no se nos revela, que abandonó su trabajo como cantero en España (en la catedral de Burgos, nada menos), para dedicarse a la vida militar y embarcarse en esa epopeya nacional que fue la conquista del Nuevo Mundo. La peripecia de este conquistador accidental es recreada por Azorín no solo como un relato de superación personal, sino como un

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ejemplo de que la historia está llena de casos en los que, con su fuerza de voluntad, un hombre no llamado a grandes empresas puede lograr, sin embargo, la gloria que ni reyes ni nobles fueron capaces de alcanzar: Ha habido emperadores, reyes, grandes guerreros, héroes sublimes: nadie en esfuerzo, en energía, en perseverancia, en serenidad de ánimo, ha llegado a donde este humilde español ha llegado. Y no tiene, en torno suyo, ni cortesanos, ni guardas reales, ni cohorte magnífica. Ni viste brocados, ni bebe en oro, ni yacerá esta noche en cama de holandas y damascos (Azorín 1998b: 1581).

Para cerrar este apartado, quisiera recordar también un artículo titulado “La materia histórica”, publicado en el diario Crisol, en el que Azorín hizo una reflexión que sintetiza perfectamente su pensamiento. Uno de los problemas fundamentales de la historia, opinaba nuestro autor, es que los protagonistas de sus páginas siempre han sido, invariablemente, los mismos: En la historia se hallan consignados los hechos y gestas de los reyes; no hay más altos y poderosos personajes en los anales humanos; el historiador ha de contar con esos factores históricos. Y sin embargo, por debajo de esos imponentes elementos existe otra trama sutil y delgada que el pueblo ha ido tejiendo. En silencio, con trabajo, con sacrificios, el pueblo, o sea un pobre labrador, un artesano, un marinero, un excavador de minas; el pueblo decimos, ha ido formando una urdimbre de hechos pequeñitos, insignificantes, que ahora se nos aparecen como de más valor, de más trascendencia, que los altos y magníficos hechos de los reyes (Azorín 2012: 196-197).

Para no caer en ese error que él mismo denuncia, en Una hora de España (entre 1560 y 1590) Azorín nos da un paseo por la historia de España en el que caben todos: desde los más grandes y famosos personajes, como Felipe II, hasta los más pequeños y anónimos individuos, como ese pobre labrador al que ya me he referido. Porque, a la hora de conocer el pasado nacional, nuestra historia y nuestra literatura, tan importante es conocer los nombres de los reyes como los de aquellas gentes humildes que levantaron los palacios y las catedrales;

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si ignoramos alguna de esas dos realidades, voluntaria o involuntariamente, no haremos más que perpetuar una visión parcial y sesgada de nuestra historia: Las catedrales y los palacios son grandes y ostentosos; los nombres de quienes han levantado las catedrales y de quienes han morado en los palacios, tal vez han pasado a la Historia. Pero en estas casas humildes, a lo largo de los siglos, han vivido generaciones de gentes que han trabajado y sufrido en silencio. Y estas paredes blancas y estas maderas ahumadas, anodinas, sin primores artísticos, vulgares, llegan acaso a producir una emoción más honda, más inefable que los maravillosos monumentos (Azorín 1998b: 1534).

Azorín y su historia de España En su discurso de contestación a Una hora de España (entre 15601590), Gabriel Maura y Gamazo6 afirmó que “antes de 1898, la Literatura y la Historia convivían en España tan separadas entre sí como lo están en nuestro suelo por macizos ingentes las cuencas de los ríos caudalosos” (Azorín 2014: 211), en alusión a la conocida pasión de los noventayochistas por nuestro pasado. Corroborando este mismo argumento, en un capítulo de Madrid Azorín decía haber pertenecido a una generación —la del 98— de intelectuales y escritores que, si algo compartieron, fue, justamente, su común interés por el conocimiento de la historia de España:

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No es nada casual que el académico elegido por la corporación —con la aquiescencia de Azorín, cabe suponer— para dar respuesta al discurso de ingreso de nuestro autor fuese un historiador profesional como Gabriel Maura y Gamazo (1879-1963), quien, por otra parte, mantenía una relación de amistad con el escritor alicantino desde hacía muchos años, hasta el punto de haber sido uno de los testigos de su boda con Julia Guinda el 30 de abril de 1908. De entre los miembros que integraban la Academia por aquellas fechas, es probable que Maura y Gamazo fuese, junto con Ramón Menéndez Pidal, uno de los mejores conocedores de la historia de España sobre la que versó la disertación azoriniana. De hecho, solo tres años después, en 1927, fue el propio conde de la Mortera el que publicó una breve biografía del monarca titulada Felipe II.

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La Historia nos tenía captados. Nos diéramos de ello cuenta o no nos diéramos. Para los resultados finales ha sido lo mismo. Baroja ha escrito una extensa historia de la España contemporánea. Maeztu acopiaba quizás entonces los hilos invisibles con que había de tejer su teoría histórica de la hispanidad. En cuanto a mí, el tiempo en concreto, es decir, la Historia, me ha servido de trampolín para saltar al tiempo en abstracto. La generación de 1898 es una generación historicista (Azorín 1999c: 972).

En el caso concreto de la obra que me he propuesto analizar aquí, esta mirada hacia atrás no es un relato ortodoxo sobre la historia de España; Una hora de España (entre 1560 y 1590) es más bien una especie de cata: una mirada a un momento concreto de nuestro pasado que Azorín toma a modo de muestra o ejemplo a través del cual nos enseña su personalísima forma de acercarse a la historia. No obstante la brevedad del periodo abordado y la aparente brusquedad que supone un corte cronológico discrecional y arbitrario (las fechas de 1560 y 1590 no obedecen a hitos históricos concretos o reseñables que justifiquen las elecciones de esos años, y no de otros), lo cierto es que, como el resto de libros de Azorín, parece una obra diseñada y acabada: un todo coherente que tiene en el gusto del autor por la “historia menuda” y en su sensibilidad hacia las “vidas opacas” el elemento cohesionador que impregna al conjunto de ese “aire de familia” tan reconocible para los azorinianos. Desde esta perspectiva, Una hora de España (entre 1560 y 1590) es, junto con Los pueblos, uno de los libros que mejor ejemplifican la teoría orteguiana según la cual “Azorín es todo lo contrario de un filósofo de la historia: es un sensitivo de la historia”; mientras que el primero “se complace en ordenar, como en procesión o cabalgata, las variaciones de la humana existencia, el siglo opulento y glorioso tras el humilde y sin destellos”, el arte de Azorín, insiste Ortega, “consiste en revivir esa sensibilidad básica del hombre a través de los tiempos” (Ortega y Gasset 2004: 296-297). Por otra parte, y como demuestran algunos capítulos de la obra analizada, esta sensibilidad de Azorín hacia las “vidas opacas” no es incompatible con la atracción que nuestro autor sintió por los grandes personajes de la historia. De hecho, y en honor a la verdad, hay que decir que el escritor también dedicó algunos textos a recordar —para

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ensalzarlos o para criticarlos— distintos periodos de la historia de España (la época de los Trastámaras, el reinado de los Reyes Católicos, la rendición de Granada, etc.) y a trazar retratos —unas veces más hagiográficos, otras más neutrales— de algunos personajes históricos por los que sentía curiosidad y, en algún caso, cierta simpatía (Fernando el Católico, Carlos I, Felipe II, José Antonio Primo de Rivera)7. A mi juicio, no son intereses contradictorios ni necesariamente excluyentes, pues una cosa es querer conocer bien —como quería Azorín— el pasado de su país, y otra muy distinta ser consciente de que la historia no acaba ahí, en ese relato canónico, sino que hay otra realidad oculta de la que no se han ocupado los historiadores. Seguramente, esta dualidad en los gustos guarda relación con dos aspectos importantes: en primer lugar, la evolución ideológica de un Azorín que, como es sabido, abandonó muy pronto su regeneracionismo y su anarquismo de juventud para abrazar —ya para el resto de vida— un pensamiento de ideología inequívocamente conservadora; en segundo lugar, tiene que ver —y no en menor grado— con el contexto cultural desde el cual se juzga al autor y con la intentio lectoris con la que se han querido interpretar sus obras. Como ha argumentado Francisco José Martín, durante la posguerra franquista nuestro autor y el resto de miembros de su generación fueron “víctimas” de un intento de apropiación por parte de una serie de intelectuales falangistas —encabezados por Pedro Laín Entralgo y su ensayo La generación del 98 (1945)— que trataron de aprovechar el prestigio alcanzado por estos escritores para ponerlo al servicio del régimen de Franco. En el caso particular de Azorín, esta maniobra consistió, básicamente, en silenciar tanto su etapa juvenil, de actividad anarquista y regeneracionista, como su labor política e intelectual en favor de la modernización del país, con el objeto deliberado de “levantar la imagen del ‘escritor puro’, del estilista por antonomasia, preocupado por la perfección de la página, por el fluir temporal y por

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Varios de esos artículos, publicados todos ellos en periódicos de ideología conservadora, fueron reunidos por José García Mercadal en una antología publicada con el título de Historia y vida (1962).

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la evocación de España, índice todo ello, a la postre, de un patriotismo rancio, pero muy eficaz, sobre todo a la hora de mostrar su aval al nuevo régimen” (Martín 2007: 15). El resultado de ese proceso de filtración y apropiación fue que Azorín dejó de ser lo que era, un autor riquísimo y poliédrico, con un estilo propio y una obra llena matices, para convertirse en un “clásico”, en el sentido más ortodoxo y poco atractivo de la palabra. Lo que he querido proponer aquí es una lectura de Una hora de España (entre 1560 y 1590) que fijara la mirada en esa faceta menos conocida de la obra de Azorín como “historiador” de la cultura y de la sociedad española. En definitiva, se trata de llamar la atención sobre la potencialidad de la obra azoriniana como objeto de estudio y reflexión para los historiadores, especialmente para aquellos que todavía se empeñan en subordinar el interés de ciertas metodologías —microhistoria, historia desde abajo e historia local— en favor de la historia política y socioeconómica tradicional, atenta a los grandes acontecimientos (proclamaciones, batallas, revoluciones, asesinatos, etc.) y a aquellos sujetos históricos relevantes (reyes, nobles, generales, conquistadores, etc.) que, desde siempre, han ocupado las páginas de anales y libros de historia. Aunque no figure en la historia de España que se cuenta en los manuales y se enseña en las universidades, nos viene a decir el escritor alicantino con su mensaje, la vida de cualquier individuo es digna de ser tenida en cuenta como materia histórica: desde el más poderoso y conocido de los reyes que gobernaron el Imperio español, hasta el paupérrimo labriego de la Mancha quijotesca o de los pueblos de esa Andalucía trágica que él mismo describió. A mi juicio, esa es la principal aportación de Azorín al concepto de la historia que se tenía en España, y esa es la necesaria y oportuna pregunta que sus reflexiones nos dejan sobre la mesa: ¿Cómo explicaréis mejor las vicisitudes de España: leyendo los libros de historia o charlando con los tipos de los pueblos, los tipos más castizos, los menos internacionalizados? Todo es necesario. Pero la charla y el trato de estos hombres nos ahorra muchas horas de lectura y nos aclara problemas que parecían inextricables. D. Manuel, D. Pedro, D. Leandro..., cada uno lleva su marcha y es un pedacito de historia patria. Tratemos de

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comprenderlos. Y no afectemos desdén, superioridad respecto a hombres que, tal vez sin erudición, ni sin haber dejado su casa ni una hora, pudieran tener de las cosas una visión más exacta que la nuestra de hombres eruditos, cultos y mundanos (Azorín 1995: 125).

Bibliografía Azorín [firmado José Martínez Ruiz] (1903): “Filósofos españoles: Vives”, en Los Lunes de El Imparcial, 23 de noviembre. — (1924): Una hora de España (entre 1560 y 1590). Madrid: Caro Raggio. — (1995): Páginas escogidas (estudio introductorio de Miguel Ángel Lozano Marco, epílogo-homenaje de Mario Vargas Llosa). Altea: Aitana. — (1998a): “Las confesiones de un pequeño filósofo”, en Lozano Marco, Miguel Ángel (coord.), Obras escogidas, vol. I. Madrid: Espasa-Calpe. — (1998b): “Una hora de España (entre 1560 y 1590)”, en Lozano Marco, Miguel Ángel (coord.), Obras escogidas, vol. II. Madrid: Espasa-Calpe. — (1998c): “Madrid”, en Lozano Marco, Miguel Ángel (coord.), Obras escogidas, vol. II. Madrid: Espasa-Calpe. — (2012): ¿Qué es la historia? Reflexiones sobre el oficio de historiador (edición, introducción y notas de Francisco Fuster). Madrid: Fórcola. — (2014): Una hora de España (entre 1560 y 1590). Madrid: Real Academia Española/Biblioteca Nueva. Braudel, Fernand (1995): La historia y las ciencias sociales (trad. Josefina Gómez Mendoza). Madrid: Alianza. Fuster García, Francisco (2015): “Azorín y la ‘historia menuda’ de España: una lectura de Los pueblos (1905)”, en História da historiografia, 17, pp. 105-115. Gómez Baquero, Eduardo (1924): “Azorín en la Academia: una fiesta literaria”, en El Sol, 28 de julio.

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Maravall, José Antonio (1968): “Azorín: idea y sentido de la microhistoria”, en Cuadernos Hispanoamericanos, 226-227, pp. 28-77. Martín, Francisco José (2007): “Introducción”, en Azorín, El político. Madrid: Biblioteca Nueva. Ortega y Gasset, José (2004): “Azorín o primores de lo vulgar”, en Obras completas, vol. II. Madrid: Taurus/Fundación Ortega y Gasset. Serna, Justo y Pons, Anaclet (2000): Cómo se escribe la microhistoria: ensayo sobre Carlo Ginzburg. Madrid/Valencia: Cátedra/PUV. Thompson, E. P. (2002): “La historia desde abajo”, en Obra esencial (Alberto Clavería, trad.). Barcelona: Crítica [la versión original del texto apareció en The Times Literary Supplement el 7 de abril de 1966].

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De literatura nacional en torno a 1898 José María Ferri Coll Universidad de Alicante

1898, annus horribilis en muchos sentidos, puede considerarse también como annus mirabilis en algunos aspectos de la conformación de la historia literaria española. Por algo, Azorín lo elegiría como símbolo generacional. En ese año apareció la versión inglesa del manual de literatura española compuesto por James Fitzmaurice-Kelly (1858-1923) (Ferri Coll 2017a; Menéndez Pelayo 2019: CXXXIII-CXXXVIII), que sería enseguida traducido al español por un discípulo de Menéndez Pelayo (1856-1912), Adolfo Bonilla y San Martín (1875-1926), y prologado prolijamente por el filólogo santanderino. Un poco antes, a finales de 1897, Gottfried Baist (1853-1920) había escrito “Die Spanische Litteratur”, obra mucho menos conocida que la anterior, para el tomo segundo, parte 2, de la enciclopédica Grundriss der Romanischen Philologie (1888-1901) editada por el prestigioso filólogo de Leipzig Gustav Gröber (1844-1911)1, quien había contado para este

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El mismo volumen, dedicado a las literaturas románicas, contaba con estudios sobre las literaturas provenzal, obra de Stimming; catalana, a cargo de Morel-

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volumen con otros tres conocidos romanistas. Baist se ocupó en esas páginas sobre todo de la Edad Media, y en menor medida del Siglo de Oro, período en que concluye sus indagaciones. Para el hispanista de la Universidad de Friburgo, el Renacimiento no había logrado cuajar en España, donde la esencia de lo popular se había conservado a través del romancero del que se había hecho eco el teatro nacional. Volviendo al libro del escocés, este constituía una acertada síntesis de lo que podríamos denominar literatura nacional, una creación genuina del siglo xix construida sobre los cimientos de la crítica ilustrada, con el aliento del espíritu del Romanticismo y finalmente barnizada de una suerte de evolucionismo cuyo principal modelo fue Taine (18281893) (Espagne 2006). Escribió Fitzmaurice-Kelly: “El carácter de la raza española y el de su literatura son semejantes” (1900: 11). No cabe duda de que el hispanista británico mantiene viva la idea romántica en virtud de la cual historia nacional y Volksgeist son una misma cosa. Como es sabido, Friedrich Schlegel (1772-1829) pronunció en 1812 ante un aristocrático auditorio vienés las siguientes palabras que alcanzarían eco inmediato: Si consideramos la literatura como la quintaesencia de las producciones más extraordinarias y peculiares, en las que se expresa el espíritu de una época y el carácter de una nación, entonces una literatura artísticamente configurada será sin duda una de las mayores ventajas que una nación pueda alcanzar (En Romero Tobar 2008: 437) 2.

Al poco de aparecer el libro de Fitzmaurice-Kelly, Francisco Blanco García (1864-1903), en la “Advertencia” a la segunda edición de su conocida Literatura española en el siglo XIX, queriendo justificar la

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Fatio; y portuguesa, debidos a Vasconcellos y Braga, siguiendo así el dechado de Friedrich Bouterwek (1766-1828) de historiar literaturas nacionales. Conviene recordar que, en 1787, F. A. Wolf (1759-1824) había publicado en alemán, y no en latín, un programa de literatura romana en que se sentaban las bases para la redacción de una historia literaria nacional, en este caso circunscrita a la literatura latina, con el título de Geschichte der Römischen Litteratur (GarcíaJurado y Marizzi 2009; la traducción española del texto en pp. 160-175).

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inclusión en sus páginas de autores de segunda fila, se apoyó precisamente en la autoridad de los historiadores más reputados de la que el estudioso leonés denominó “literatura nacional”, quienes, para el agustino, eran los foráneos Bouterwek, Ferdinand Wolf (1796-1866) y Ticknor (1791-1871); así como los españoles Amador (1816-1878) y Menéndez Pelayo (1899: I, VII). El Padre Blanco parece recoger el testigo de quienes habían ido acopiando el acervo literario español desde sus orígenes, con el fin, según él mismo declaró en el prólogo a la obra, de “allanar el camino a la posteridad para que no le sea tan arduo el conocimiento de lo que ahora podemos consignar sin mucho trabajo” (1899: I, XI). Se ciñó para acometer su empresa al ámbito contemporáneo, lapso que él consideraba desatendido por los historiadores debido a que estos temían ser parciales en sus juicios, pues habían convivido con la mayoría de los escritores que habrían de comparecer en las páginas de una historia literaria, o simplemente desdeñaban el estudio de una literatura menos necesitada de hallazgos e interpretaciones que la de épocas pretéritas, en su opinión. Reconoció el autor asimismo el retraso de España frente a otros países europeos en la construcción de su historia literaria nacional y en el inventario de sus tesoros literarios. El nacimiento de ambas, la nación y su literatura3, se debe situar en la Edad Media. Así se lee ya en la primera historia literaria española, debida a Bouterwek y publicada en alemán a principios del xix. La idea se mantuvo incólume hasta el fin de aquel siglo, y se podría decir incluso que hasta varias décadas más tarde. Las teorías de Herder sobre el espíritu del pueblo, que se ve reflejado en la lengua y literatura de cada comunidad nacional, comparecieron en la historia de Bouterwek. Aunque nosotros solemos leer esta en su versión española y desgajada del todo del que formaba parte en su origen4, hay que

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La bibliografía sobre el tema es abundante. Deben leerse principalmente los trabajos publicados por Fox (1991), Mainer (2006a y 2006b), Romero López (2006) y el estudio preliminar de Álvarez Barrientos a su antología de textos de don Marcelino (Menéndez Pelayo 2019: XLI-XLVIII). Véase la esplendente edición de Carmen Valcárcel y Santiago Navarro (2002).

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recordar que el magno proyecto editorial de raíz romántica en que apareció el libro comprendía diferentes volúmenes dedicados, cada uno de ellos, a una literatura nacional que conforman en su conjunto una historia general de las literaturas europeas. Se entiende así, como afirmaba Vossler (1872-1949), que la historia de la literatura nacional es la expresión artística de las lenguas nacionales5. Para Azorín, la literatura nacional vio la luz con el Cid, y eso que el escritor de Monóvar vivió lo suficiente como para conocer la revelación de las jarchas. Sin embargo, Azorín poco habría de ver del carácter nacional en estos poemillas tan antiguos como hermosos, de ahí que se fijara en el surgimiento de la épica como momento de la constitución tanto de la literatura nacional como de la misma nación6. El Cantar es analizado por Azorín con la intención de ofrecer a sus lectores una imagen entrañable y cercana del protagonista. No quiere hablar solo del héroe, sino también del ser humano que se funde en el paisaje, que es tan personaje literario como histórico. El Cantar, en suma, nos dice Azorín, es “a la vez que épico, familiar” (Azorín 1963b: ix, 859). Los dos adjetivos que emplea Azorín tienen su miga, porque, si yo lo he entendido bien, Azorín reconoce la ficcionalidad del texto, o cuando menos la mezcla de realismo y de idealidad, como lo reconoció en La cabeza de Castilla (1963b: ix, 819), colección de artículos consagrados al asunto cidiano.

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No viene a cuento repasar aquí las sugerentes ideas de Vossler en muchas de sus publicaciones, aunque deseo recordar solo la conferencia que dictó en el ateneo barcelonés el 8 de abril de 1929 titulada “Literatura nacional y literatura universal”, que se publicó más tarde en La Gaceta Literaria. Allí se puede leer que “uno de los mayores descubrimientos de la moderna ciencia de la literatura consiste en haber comprendido la reciprocidad esencial que hay entre la poesía y el pueblo [...]. El hombre ha aprendido a concebir este vaivén entre el país y su poesía, entre patria e idioma, en términos cada vez más íntimos, más móviles, cambiantes, espirituales y cada vez menos mecánicos, espaciales y físicos” (1 de agosto de 1930). Núñez de Arce, en su discurso de ingreso a la RAE, afirmó que “en los restos casi olvidados de la literatura patria, desde su origen hasta el reinado de los Reyes Católicos, es donde más fielmente se retratan el carácter y las virtudes de nuestra raza, aventurera, libre, generosa y expansiva” (1876: 23).

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De raigambre romántica, el primitivismo, del mismo modo que había hecho a los hombres del xvi volver imaginariamente a la Edad de Oro, hizo que tanto el romántico como el hombre de fin de siglo fijaran su atención en la Edad Media, cuando idealizadamente se constituye una comunidad histórica libre de los fenómenos que causaron su ulterior decadencia y representativa, a su vez, de los valores de la raza. Para Azorín, según desvela en La voluntad, lo primitivo es sinónimo de “espontáneo, jovial, plástico, íntimo”, tétrada con que nuestro autor dibuja la estampa de una literatura ajena a la afectación, clara en su decir y profunda en su pensamiento. Vale la pena recordar aquí que la literatura del siglo xvii no fue demasiado grata para Azorín, y que Fitmaurice-Kelly, en la obra a la que acabo de aludir, también cargó contra la poesía de Góngora, considerando que esta había sido una epidemia difícil de erradicar. También viene a cuento recordar el título del discurso con que Gaspar Núñez de Arce había ingresado en 1876 en la Real Academia Española: Causas de la precipitada decadencia de la literatura nacional bajo los últimos reinados de la Casa de Austria7. En otro orden de cosas, la Edad

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Sobre el autor de las Soledades, Núñez de Arce no pudo ser más negativo en su juicio: “Nuestra armoniosa poesía lírica, tan tierna en Garcilaso, tan robusta en Herrera, tan candorosa en Fray Luis de León, tan flexible en los Argensolas y tan sentenciosa en las composiciones que llevan, con justicia o sin ella, el nombre de Rioja, acaba retorciéndose de dolor y angustia, en brazos de los locos imitadores de Góngora, que extreman la oscuridad impenetrable de su modelo, y de los discípulos ignorantes y presuntuosos de Baltasar Gracián” (Núñez de Arce 1876: 14). En el discurso, pronunciado por Valera, de constestación al de Núñez de Arce en su recepción académica, el autor de Doña Luz delimitó, según su opinión, el periodo de esplendor de la literatura nacional evitando mencionar a Góngora: “Lo que nadie niega, lo que no puede ser asunto de discusión, es que la edad más floreciente de nuestra vida nacional, así en preponderancia política y en poder militar como en ciencias, letras y artes, es la edad del mayor fervor católico, de la mayor intolerancia religiosa: los siglos xvi y xvii. Pero si queremos circunscribirnos más y señalar el siglo de mayor auge, fecundidad y excelencia de las letras y del idioma patrios, marcar su siglo de oro, me parece que sin que me tilden de arbitrario, por más que se me dispute sobre diez años antes o después, bien puedo poner este siglo entre los años de 1580 y 1680” (Núñez de Arce 1876: 53). Valera asoció la decadencia de nuestra literatura con el postramiento

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Media venía a desplazar al mundo grecolatino como epicentro de la civilización occidental al tiempo que la visión universalista propia de la Ilustración quedaba reducida a un concepto más pequeño cifrado en Europa, continente a su vez fragmentado en naciones representadas cada una de ellas por una lengua y una literatura. A lo largo del siglo xix se pueden encontrar ejemplos de historiadores de la literatura que integraron en la literatura nacional a todos los escritores nacidos en el territorio que ocupa nuestro país y también otros que se ciñeron exclusivamente a aquellos que compusieron su obra artística en español8. Es el caso de Fitzmaurice-Kelly, que rompe en parte con el modelo de Menéndez Pelayo o Amador de los Ríos, al poner sobre la mesa la tríada nación, literatura y lengua. Por el servilismo que demostró siempre hacia Menéndez Pelayo, el hispanista de Glasgow no dejó de escribir unas pocas páginas sobre los escritores anteriores al uso del castellano como lengua literaria, y también por agasajar al maestro seguramente llamaría españoles a los pueblos prerromanos que habían habitado la península. Sin embargo, el escocés se situaba lejos de opiniones tan diferentes a la suya como la de Amador de los Ríos, quien habla del sustrato oriental que se había reproducido “tanto en los cantares latinos del cristianismo, como en los poetas castellanos, construyendo así la unidad interna del arte español, amplísima e indestructible base de la nacionalidad literaria de la península ibérica” (Ríos 1969: 258-259); o de Menéndez Pelayo, quien había

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que había experimentado la nación al verse despojada de su hegemonía mundial: “¿Por qué causas se pervirtió, se marchitó y se hundió rápidamente aquel gran florecimiento? A nadie se le oculta que esta cuestión literaria está enlazada con otra cuestión política. ¿Por qué la grandeza, crédito y poder de la monarquía española cayeron también rápidamente, precediendo a su caída la de las letras?” (Núñez de Arce 1876: 54). Sobre la ideación del concepto historiográfico de siglo de oro, puede leerse un resumen con bibliografía de referencia en Ferri Coll (2017b). Véanse especialmente, en lo que respecta a la historiografía literaria del siglo xix, los trabajos de Romero Tobar (1999, 2006 y 2008), de Pérez Isasi (2010) y de Fernández Prieto (2011). En estos se recoge asimismo un caudal bibliográfico importante para el seguimiento del tema.

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sentenciado en las “recias” oposiciones en que ganó la plaza de catedrático de Historia Crítica de Literatura Española en 1878: Si la historia de nuestra literatura es la del ingenio español, menester será buscarle dondequiera que se halle y en cualquier lengua o dialecto en que esté formulado. El concepto de nacionalidad es harto vago y etéreo para que en él se pueda fundar literatura alguna (1941: I, 73).

En 1898 precisamente, don Marcelino abandonaría su cátedra para ocupar el puesto de director de la Biblioteca Nacional. Dicho cambio tiene su importancia histórica. Quien mejor preparado estaba a aquellas alturas para redactar una historia de la literatura española dentro del ámbito universitario acababa de alejarse de este para zambullirse de lleno en el mundo de la bibliofilia y la archivística en el templo supremo de tales disciplinas. La opinión del escocés fue, en este sentido, más cercana a la de Menéndez Pidal. Azorín siempre se sintió más atraído por este último que por Menéndez Pelayo, representante para el alicantino de la erudición y la bibliofilia, pero cuya obra se hallaba horra de amor. Copio abajo, por atinadas, las palabras de Miguel Ángel Lozano al respecto: Si la crítica en España ha sido retórica y erudita, en el sentido de acumulación de datos y documentos, Azorín demanda una “erudición de matices”, que relacione cambiantes aspectos de las manifestaciones estéticas. Para esta nueva erudición es necesario poseer una “libre sensibilidad” abierta a las novedades y estar libre de prejuicios. Todo ello viene a definir la tarea del ensayista que percibe y entiende desde sus criterios la vitalidad estética del texto; pero tal vez quede un concepto por considerar, y es el sentido del término sistema. Se suele aludir al carácter “impresionista” de la crítica azoriniana, tal vez desmesurando el calificativo que él empleó solo para definir las páginas de Al margen de los clásicos, tal vez para restarle importancia, y por ello, se suele afirmar que Azorín como crítico, carece de sistema [...]. Azorín estima la obra literaria por su adecuación a “valores vitales”, por su influencia en nuestra sensibilidad, por su aptitud para ser vivificada en el acto de la lectura gracias a un lector que transfunde su propia vida al texto, y queda afectado por él [...]. La tarea crítica de

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Azorín responde por sistema [...] a unos criterios rectores desde los cuales nuestra historia literaria adquiere vida y sentido (1999: 55)9.

Tanto Menéndez Pidal como Azorín entendieron que el carácter nacional pervivía en la tradición. Este último trató el asunto en un artículo publicado en ABC el 21 de mayo de 1910, rotulado “La continuidad nacional”, donde puede leerse: España, como los demás países, tiene una tradición, un arte, un paisaje, una raza suyas, y que a vigorizar, a hacer fuertes, a continuar todos estos rasgos suyos, peculiares, es a lo que debe tender todo el esfuerzo del artista y del gobernante.

En este sentido, la historia literaria no se concibe como un proyecto erudito sino más bien cultural, capaz de dar cuenta del estado de civilización de un pueblo (García 2010; Martín-Hervás 2017 a y b)10.

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Encuentro ciertas similitudes entre el caso de Azorín y el de otro de nuestros críticos y escritores más relevantes, también no profesional. Me refiero a Valera. Traigo aquí a colación la opinión de Francisco Blanco García, contemporáneo tanto de Azorín como de Menéndez Pelayo: “Consiste además el mérito de Valera en prestar amenidad a todo lo que toca con la varilla mágica de su ingenio, en escoger las flores de la belleza y del arte, despojándolas de las espinas del tecnicismo y del análisis, en hermosear las verdades más abstrusas con el risueño manto de la ficción genial. Diserta sobre Literatura en el mismo tono que sobre Filosofía y Crematística, preocupándose menos de enseñar que de agradar, haciendo gala de opiniones peregrinas, y mezclando con la cuestión principal multitud de accesorios incidentales, siempre instructivos o de singular encanto. Es un autor de causeries pulcro y aristocrático, que encanta a las mujeres instruidas y a los hombres perezosos, que emplea en sus obras las cortesanías del trato social, y ha logrado por este camino lo que no se logra por otros más difíciles” (1899-1912: II, 600). 10 Miguel Ángel García opina que “entre las contribuciones decisivas a la definición de esta cultura e identidad nacionales al servicio de una ideología liberal se hallan el pensamiento krausista; los textos regeneracionistas de Costa, Altamira y otros; las ideas de Unamuno sobre la intrahistoria, el quijotismo y el sentimiento trágico de la vida; la interpretación de Azorín sobre la literatura o la sociedad y la geografía españolas; los estudios sobre la épica de Menéndez Pidal y los de la Escuela de Filología fundada por él; la ‘manera española’ de ver las cosas

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La idea se hallaba ya en el manoseado artículo de Larra “Literatura. Rápida ojeada sobre la historia e índole de la nuestra. Su estado actual. Su porvenir. Profesión de fe” (1836), donde se alude a la literatura nacional. No estoy seguro de con qué intención Ortega dijo alguna vez que Azorín era un hombre del xix, pero si con ello el madrileño aludía a la proximidad del escritor alicantino a las tesis renovadoras románticas, acertó plenamente en su juicio. Por el periodista romántico, Azorín sintió especial predilección. Aparte de las opiniones del autor de El doncel de don Enrique el Doliente acerca de que la literatura era el termómetro que medía el grado de civilización de los pueblos, parecer que también había suscrito Giner de los Ríos —“La literatura es la sonda que mide la profundidad del estrato afectivo de una cultura como la filosofía mide la profundidad del estrato intelectual”, en Estudios sobre literatura y arte (1876)—, a Azorín le llamó la atención el hecho de que Larra atribuyera el atraso que padecía el país a su falta de coherencia. A este tema dedicó un artículo en ABC titulado, precisamente, “El ilogismo español” (7 de julio de 1912), donde defiende que “la obra del progreso humano, la obra de la civilización humana es una cuestión de lógica”. En Un discurso de La Cierva afirmó asimismo que “el problema de España es un problema de coherencia” (1947-1954d [1914]: 119). Y añadió: “Siendo los valores literarios un índice de la sensibilidad general, por ellos se ha de ver el carácter y las particularidades de un pueblo a lo largo del tiempo” (1947-1954d [1914]: 81)11.

que hilvana los ensayos de Ortega; o la poesía de Antonio Machado sobre todo Campos de Castilla”. Añade que “a la historiografía liberal y nacionalista le va a incumbir la forja de una identidad nacional de origien castellanófilo, extrayéndola del presunto reflejo del ‘espíritu del pueblo’ en la lengua, la literatura y el arte a lo largo de la historia”. Así las cosas, concluye que “dado que la literatura se considera también imprescindible para conocer el espíritu nacional, a la invención de España corresponderá una paralela ‘invención de la literatura española’ por parte de esta misma historiografía liberarl encabezada por Menéndez Pidal” (García 2010: 95). 11 Véase sobre el particular Fox (1973), quien concluye así: “Podríamos decir que atraen a Azorín —sea en la literatura o en la política— las virtudes morales que adopta el hombre frente a la realidad más que la naturaleza misma de la realidad.

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En el libro Castilla, importante desde su dedicatoria al pintor Aureliano de Beruete hasta su última página (ya sabe el lector que Azorín no daba puntada sin hilo), en que comparece la tríada a que aludía arriba (nación, literatura, lengua), se puede ver claramente el deseo de Azorín de encontrar coherencia y logicidad en la civilización española, analizada esta en parte a través de su literatura. Castilla, como quintaesencia del carácter español, “ha dado el tono a nuestra nacionalidad”, escribía Azorín en ABC el 15 de abril de 1909. En el mismo artículo se lamenta el periodista de Monóvar de la actual postración de esa región al tiempo que arenga a los “hombres del siglo xx”, o sea a los jóvenes, “a restaurar la vida de esta parte de España, la más gloriosa, aquella a la que debemos nuestro espíritu”. Cuando el periodista alicantino imagina otro desenlace para La Celestina en el relato “Las nubes”, no hace otra cosa sino dar coherencia a un argumento ilógico. Se preguntaba Azorín “por qué no se han de casar Calisto y Melibea” (1947-1954c: 1001-1002). El autor de Castilla creía que no había nada que impidiera la unión legítima de los amantes, porque ambos pertenecían a familias distinguidas, por lo que ninguna de las dos estirpes habría podido verse mancillada con la boda. Va más lejos Azorín. Si Calisto, piensa él, no se hubiera dejado los sesos sobre los adoquines, los dos amantes habrían contraído matrimonio. La culpa, sigue conjeturando, no fue de Celestina sino de la codicia de los criados. Poco preocupa a Azorín que a los lectores de la comedia y tragicomedia de Calisto y Melibea les interesara más el proceso de amores y un fin trágico que el hecho de que el autor de la obra se expresara con coherencia. Ni siquiera repara en los elementos paródicos de la obra, sobre todo en la muerte ordinaria y nada heroica de un amante

Por eso no nos debe sorprender que hasta durante los años en que militaba en el partido conservador nunca haya dejado de elogiar a los krausistas más destacados. [...] Se daba cuenta Azorín de las enormes contradicciones en la realidad española; pero creía que sólo se curaría esta enfermedad con la conciencia de imponer la coherencia. [...] Sin embargo, para que fuera coherente su propio pensamiento tenía que demostrar a sus compatriotas que había una tradición —una continuidad— de esta actitud en España. [...] Y bajo este ideario Azorín realizó gran parte de su labor patriótica como crítico literario” (1973: 85-86).

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patoso cuando abandona furtivamente el solar, mancillado ya, de los padres de su amada. En efecto, si la literatura nacional ha de ser el escaparate de todos aquellos elementos constitutivos de la nación cuya sucesión y continuidad permiten su supervivencia, era menester que el relato de esta descansara no sobre la erudición o la bibliografía sino sobre la coherencia y el amor a la literatura, que por extensión lo es también a la nación. Para tal fin era necesario buscar en las obras literarias los asuntos y los personajes más representativos de esta. Así, en uno de los artículos que dedicó al Lazarillo (Diario de Barcelona, 7 de diciembre de 1909), Azorín fijó su atención en el hidalgo, quien “constituye uno de los hombres representativos, simbólicos de nuestra patria”. Y continúa escribiendo: Todo el heroico espíritu de España estaba en él. Su consuelo supremo e íntimo era su espada. Su nobleza, su admirable austeridad, le hacían ahogar con un continente sereno y aun risueño sus dolores y sus angustias interiores. No hay en nuestra literatura un tipo, una creación —por encima de D. Quijote— que mejor sintetice y retrate la esencia de Castilla.

Y no solo los personajes literarios son representativos, también los propios escritores. A propósito de Larra y Mesonero afirmó que “los dos nos dan la síntesis del espíritu castellano” (La Vanguardia, 18 de octubre de 1911). Conmina al lector a percatarse de tal observación: Ahora ved el otro aspecto del espíritu castellano. Travesead por las campiñas de Segovia, de Ávila, de Toledo; deambulad por las callejuelas torcidas y pinas; entrad en los mechinales de los labriegos y oficiales de mano; departid con unos y con otros. Veréis qué cordura, qué sensatez, qué fina y llana discreción, qué agudeza práctica en el juicio. Capmany se sentía encantado con el habla de nuestro pueblo; encanto sutil, regodeo exquisito es platicar con un labrador de Arévalo, de Torrijos, de Medina del Campo o de Villanueva de los Infantes. El léxico castellano se dilata impensada y pintorescamente; un proloquio, un adagio de castizo sabor viene de cuando en cuando a esmaltar la gustosa cháchara. Pues este sentido práctico, esta escrupulosidad, esta sensatez, son las cualidades que brillan y nos dan de ojos en la prosa del meticuloso y sosegado don Ramón. Su

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prosa es su cara: una cara ancha, bondadosa, cuidadosamente rasurada, con los espejuelos de unas gafas.

Y continúa preguntándose si “hay algo más romántico, más exaltado, más generoso que el espíritu de Castilla”. A la hora de valorar el lugar que deben ocupar ambos periodistas en la literatura nacional, Azorín acierta al verlos como las dos caras de una misma moneda, la del progreso. De 1898 precisamente es el artículo de Martínez Ruiz titulado “Homenaje a Larra”, publicado por El Progreso12. Dedicó también al autor de “Vuelva usted mañana” sus Lecturas españolas de 1912 y publicó el volumen Rivas y Larra (1916), donde se engolfa con más vehemencia en las causas de la decadencia española atribuidas por Larra al hecho de que nuestro país no hubiera seguido la estela europea de renovación intelectual y científica bajo el paraguas de la Reforma. Al mismo tiempo, defiende la españolidad del periodista madrileño, a quien considera “único escritor castizo de su tiempo” (1973 [1916]: 77). Sobresale el epígrafe del libro rotulado “Larra y los clásicos”, donde Azorín destaca la modernidad de Larra apuntalada en la idea de que “la literatura ha de ser una cosa viva y moderna” (1973 [1916]: 106), opinión que ya se había hecho pública en su primera conferencia notable dictada en el Ateneo de Valencia bajo el sintomático título de La crítica literaria en España (1893): Mientras sus demás compatriotas permanecen cerrados sobre sí mismos, sin comunicación con el mundo, sin curiosidad intelectual ninguna, Larra se pone en contacto [...] con el pensamiento exterior, viaja, observa, establece una relación entre lo de casa y lo de fuera (1973 [1916]: 105).

Se precisaba de hombres nuevos para acometer empresas nuevas. O, dicho de otro modo, no podían capitanear la regeneración de España quienes habían sido responsables de su postración. En este sentido, a Azorín se le ocurrió dibujar el parangón entre la juventud que se había arremolinado en torno a Larra y los jóvenes escritores españoles

12 Sobre las relaciones de estilo habidas entre Larra y Azorín, véase Escobar (1999).

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a los que metió en su hatillo en los cuatro conocidos artículos de 1913 sobre la generación del 98 (1913 a, b, c y d). No en vano, en varios lugares, Azorín recordó los homenajes que él mismo y los jóvenes próximos a él rindieron a Larra, como si se tratara de un rito iniciático. Lo que unía a los miembros de esa generación, como a la de Larra, no era tanto el hecho de comulgar con una estética o de compartir un mismo estatuto literario, sino la capacidad de regenerar el país por la potencialidad que estos jóvenes, los de la década del 30 y los del último decenio del siglo xix, presentaban para luchar “contra todo lo absurdo, lo ilógico y lo incoherente de la vida española” (1973 [1916]: 105). Estas últimas palabras, que Azorín circunscribe al caso de Larra, bien se pueden extender a los jóvenes grupos literarios románticos y noventayochistas. Se dirá en contra de Azorín que, en ocasiones, fundaba sus juicios en impresiones personales, y que estas podían cambiar de un texto a otro. Es verdad, y se puede ver palmariamente en sus exámenes sobre el Romanticismo español. Sin embargo, no conviene perder de vista que Azorín, ante todo, fue periodista. El molde de sus escritos es el artículo de prensa y este viene ligado de forma indefectible a la actualidad. Esa es la razón de que las opiniones del periodista, a diferencia de las del historiador, no tengan un valor absoluto sino relativo, en íntima correspondencia con el día a día. Incluso cuando concibe un libro, aunque sea de ficción, el patrón suele ser el artículo de periódico, e intenta que cada capítulo sea breve y trate de un asunto al que se puede poner broche. La costumbre de Azorín, en otro orden de cosas, de ir agavillando los artículos en libros ha provocado en el lector contemporáneo una falsa ilusión: la de que el periodista de Monóvar los había pensado así y llevado a la imprenta de una tacada después de un largo proceso de elaboración. Pero no siempre fue de esa manera, porque los artículos fueron saltando de las páginas de los periódicos a las manos de los linotipistas para transformarse en un género distinto, el libro, ajeno a las vicisitudes y reglas elementales del periodismo. Lo propio se puede decir de las conferencias. No obstante, en lo esencial, Azorín se mantuvo constante hasta el punto de exclamar en 1941: “¡Cómo no habían de estar junto a Larra [...] a fines del siglo xix quienes [...] se

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colocaban frente a un estado caduco, que perdía los restos de nuestro gran imperio colonial!” (“Comento a Larra”, 1963 a: IX, 1247). De vuelta a 1898, año del que he partido en este capítulo, creo que, tal vez, Azorín vio la oportunidad de utilizar el simbolismo evocado por la fecha en sus coetáneos para trasladarles todo el amor que él sentía por la literatura nacional, edificio que había resistido el paso del tiempo, y que, a fin de cuentas, se había ido levantando echando mano de los mimbres que tejían el carácter nacional. Solo una legión de jóvenes como él podía llevar a cabo la empresa de regenerar un país que debía mirarse en su propia literatura y tomar esta como brújula capaz de guiar su destino. Aquella pudo ser, en definitiva, la misma ilusión, creo yo, que un día había albergado su querido Cervantes, el joven que creyó en Lepanto, no el anciano inventor del Quijote.

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La literatura nacional en El alma castellana y Los pueblos (1900-1905)

Leonardo Romero Tobar Universidad de Zaragoza

El quinquenio cifrado entre los dos títulos de los citados libros corresponde a una etapa crucial en la evolución de José Martínez Ruiz. Los centenares de artículos que el escritor fue publicando en los periódicos para incluirlos después en libros de variada hechura —los ensayos narrativos citados, la inquietante autobiografía Diario de un enfermo (1901), la pieza teatral La fuerza del amor (1901), la trilogía novelesca que tiene a “Azorín” como protagonista (formada por La voluntad, 1902, Antonio Azorín, 1903 y Las confesiones de un pequeño filósofo, 1904) y la crónica de viajes La ruta de don Quijote (1905)— ofrecen los estadios de ese proceso que va desde el periodista que firmaba “J. Martínez Ruiz” o su variante en las iniciales “J. M. R.” hasta llegar a ser el definitivo “Azorín” que firma el libro de 1905. Lo han señalado sus estudiosos, de los que aquí recuerdo a dos imprescindibles.

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José María Valverde afirmaba en 1971 que nuestro autor, en el primer volumen, “encuentra la base del que será su más característico estilo” (Valverde 1971: 115) para con el segundo llegar “a una armonía nítida, lograda en íntima renuncia, en melancólico acomodo a los límites de lo posible, dejando atrás su agitación juvenil, reformadora o destructora” (Valverde 1971: 10). Y Fernando Sainz de Bujanda, que tres años más tarde dedicaba varias páginas de su monografía bibliográfica a la caracterización de esta etapa, que denomina “madurez: plenitud creadora” (Sainz de Bujanda 1974: 95-105). Como se ha afirmado en muchas ocasiones, en esta etapa de principios del siglo xx se asienta el modelo del arte azoriniano en el que se incluye, claro está, la consolidación de su canon de la “literatura nacional española” que ya había avanzado desde sus primeros artículos de 1892. He mostrado en otros lugares (Romero Tobar 2006; 2008) cómo los hispanistas germanos de comienzos del siglo xix sentaron los fundamentos de esta idea a partir de referentes culturales —espíritu caballeresco, religiosidad, orientalismo— que encarnaba un espíritu colectivo en el que se integraban la grandiosidad épica y la cotidianeidad de lo vivido cotidianamente. “Spanische Nationalliteratur” (literatura nacional española) fue el término acuñado para su traducción a la lengua española. El conjunto textual conformado por el Romancero, el teatro aureosecular, la narrativa picaresca y el Quijote dieron el repertorio imprescindible para esta conceptualización, cuyo relato diacrónico se tradujo en las “historias de la literatura” ampliamente cultivadas en varias lenguas durante el siglo xix. Con anterioridad al establecimiento de este sintagma, los escritores hispanos del siglo xviii habían hablado de la “literatura española” o de la “literatura nacional”, pero fueron los hispanistas germanos quienes dieron carta de naturaleza a la denominación y su significado. El idealismo filosófico en el que se basaban los hispanistas alemanes del xix que elaboraron este concepto tiene presencia bibliográfica en la biblioteca de Azorín con las obras de Julián Sanz del Río y la traducción del Ideal de la Humanidad para la vida de Krause, pero las monografías específicas no aparecen allí, como tampoco las encuentro citadas en sus páginas críticas del autor (me refiero a los libros de Ferdinand Wolf, Edward Brinckmeier, Hedwig Dohm, Friederick

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Bouterweck y los españoles que siguieron su trazado, como Hermenegildo Giner de los Ríos). De todas formas, el contundente establecimiento de la historiografía literaria a lo largo del xix dejó su huella en los textos escritos de crítica y creación del gran escritor. El primero en el que se refirió directamente a esta disciplina intelectual es su discurso, en el Ateneo valenciano en 1893, sobre “La crítica literaria en España” (Azorín 1947: I, 9-25), texto retórico en el que daba cuenta de algunas historias literarias españolas. En este escrito madrugador leemos noticias y estimaciones que estaban configurando su concepción de la “literatura nacional española”, como es la valoración de algunos escritores imprescindibles1 pues en este discurso Azorín formula una distinción entre la crítica histórica y la crítica de actualidad. Aunque no se puede afirmar con precisión qué historias literarias había leído el joven periodista antes del quinquenio 1900-19052, en este discurso parte de la distinción entre “crítica histórica o hermenéutica y crítica de actualidad o militante” que toma de la reciente Historia de la literatura del siglo XIX (1891-1894) del agustino Blanco García. También en el discurso alude a la antología de Pablo Piferrer Clásicos españoles (1848) y a la no concluida obra de Amador de los Ríos (1861-1865) para centrarse en estudiosos de campos históricoliterarios específicos, como fueron los ensayos de Leandro Fernández de Moratín y de Agustín Durán, los prólogos a las ediciones de la BAE y los estudios de Menéndez Pelayo3. En el repertorio de libros de

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Valga este juicio sobre Lope de Vega, formulado en el folleto Anarquistas literarios (1895): “Este ilustre revolté, desdeñando toda la preceptiva establecida, saltando por encima de todo miramiento literario, crea el teatro genuinamente español. Todo el gran cuadro de la España caballeresca de los siglos xvi y xvii está en su obra. Un cuadro idealizado; los hombres, las costumbres, las cosas, están vistos a través del honor y de la galantería. Todos los caballeros son valientes; todas las damas, hermosas” (Azorín 1947: I, 157) Recuérdese que en alguna ocasión evocó sus lecturas en la biblioteca madrileña del Instituto de San Isidro, fundada a partir de la biblioteca del Colegio Imperial. Repárese en su desdén sobre los manuales de historia literaria que habían proliferado en el xix, “pues no queremos contar como tales (Historias literarias) los infinitos manuales que se han escrito desde Gil y Zárate hasta Sánchez de Castro,

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su biblioteca (Johnson 1996) son muy pocos los libros generales de historia literaria que aparecen, siendo así que sus contribuciones a la “historia literaria” son imprescindibles, tanto las enunciadas en libros suyos, que ofrecen un mínimo perfil sistemático4, como en las páginas periodísticas que dedicó en distintos momentos de su vida a la materia (AA. VV. 1963). Valga como muestra otro texto azoriniano veinte años posterior, el artículo “La historia literaria” (Azorín 1913)5 en el que nuestro autor se fija en los manuales de Fitzmaurice-Kelly y Ernest Merimée para subrayar cómo el autor francés contextualiza los textos literarios en el ambiente artístico y social de la época en la que se escribieron, pues le importaba mucho “una historia en que la producción literaria se nos ofrezca no solo colocada en su medio social, sino en la verdadera realidad que tuvo en su tiempo. Eso es lo que pedimos” (Azorín 1947: II, 847). Con independencia de la lejanía en la que nuestro autor se coloca en relación con las historias literarias, de lo que no cabe ninguna duda es del papel que representaron la historia, el arte, el paisaje y los textos literarios a la hora de construir la moderna idea de “nación española” desde su visión personalísima (Morales Moya 2013: 704-712). Una dimensión insoslayable de su crítica literaria es la transparencia con la que los textos reflejaban el espíritu nacional (Volksgeist), lo que Giner de los Ríos había llamado la “historia interna de la realidad española”. E. Inman Fox (1995) hizo notar cómo sus comentarios sobre los clásicos españoles tenían un correlato con la publicación de los primeros volúmenes de la colección “Clásicos castellanos”, actividad crítica y empresa editorial que coinciden “en su proyecto de definición

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pasando por Ticknor, aunque su obra tiene páginas y hasta capítulos dignos de estima” (Azorín 1947: I, 12). Anarquistas literarios (1895), Lecturas españolas (1912), Al margen de los clásicos (1915), Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1914), obras censadas en el repertorio de Fermín de los Reyes. El texto se publicó en ABC el 9 de enero de 1913 y fue reeditado después en Clásicos y modernos (1913).

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de la mentalidad española a través de la interpretación literaria” (Fox 1992: 12). El alma castellana (1600-1800) (1900) consta de dos partes en las que el “siglo xvii” se contrapone al “siglo xviii”. En la segunda parte muestra que, a pesar de la pervivencia del mundo anterior —vigencia de las prohibiciones, economía aún subdesarrollada—, la innovación intelectual y material de la Ilustración se impuso hasta llegar al momento culminante de las Cortes gaditanas con el que concluye la obra. Azorín refundió en este libro los doce textos del librito Los hidalgos. La vida en el siglo XVII (publicado meses antes del mismo año 1900) con siete más dedicados a lo “novador” que introdujo la centuria dieciochesca. Contraposición de tipos humanos y de formas de comunicación, entrada de neologismos en el habla cotidiana, cambios en la vida material, en los modelos morales y en los usos de la sociedad perfilan el nuevo casticismo que Ramón de la Cruz había pergeñado irónicamente en el sainete La civilización (1763) y que Azorín sintetiza en la segunda parte de El alma castellana. Del año 1901 es la edición de la tragicomedia La fuerza del amor, que el actor Antonio Vico no quiso subir al escenario y que solamente apareció como texto impreso precedida de un prólogo de Pío Baroja. Los ecos más resonantes de los textos en que se había tejido el discurso de Los hidalgos (1900) se convierten aquí en el conflicto escénico de unos personajes que rezuman por todos sus poros literatura española aureosecular. Los artículos reunidos en Los pueblos (1905) tienen como subtítulo Ensayos sobre la vida provinciana, que remite muy expresivamente a la realidad humana y urbanística que compendiaban las vetustas poblaciones en las que se reunían la tradición y la actualidad de la colectividad española. En estas páginas se habla de textos y de escritores, pero el mayor relieve lo reciben los tipos humanos y los espacios en los que estos vivían. Escalona, Olmedo, Arévalo, Almodóvar del Campo, Infantes, Briviesca son lugares que simbolizan “La decadencia” (título del primer capítulo) traída por la infausta política económica y agraria vigente en el país desde los Reyes Católicos: “toda la vida nacional estaba aquí encerrada”. La provocadora alegría de las “troteras y danzaderas” del Arcipreste de Hita, el alborozo de los estudiantes

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universitarios, las caravanas de mercaderes, los ruidos de los talleres eran muestras de la vieja España que personalizaba la figura del hidalgo que, al amanecer envuelto en el campaneo de los conventos, “recoge su espada contemplándola como se contempla a un ser amado. Esta espada es toda España, esta espada es toda el alma de la raza” (Azorín 1947: II, 172)6. La “patria” es el constructo identificador de la identidad nacional frente a los “otros”, tal como analiza en el apartado “Una opinión de Wells”: “El tópico patria necesita una afirmación continuada y entusiasta. El patriotismo no es una flor que se abre en el vacío, le hace falta un extranjero. Este extranjero, ante el cual se afirma nuestra patria, es otra patria en la cual los políticos tratan de explotar desesperadamente el último recurso”7. En la edición de 1914, Azorín incluiría los cinco artículos de El Imparcial titulados “La Andalucía trágica”, que podemos leer como si fuera la segunda parte de la serie de denuncia “El hambre en Andalucía” que su admirado “Clarín” había escrito para El Día de 1882. Fuera de mi atención queda la crónica viajera La ruta de don Quijote (1905), en la que, como es sabido, Azorín trabajó por encargo de Ortega y Munilla, director de El Imparcial, el periódico en el que escribía entonces. En el año del centenario de la primera parte del Quijote, nuestro joven periodista visitó los lugares de la Mancha que había inmortalizado el hidalgo cervantino. La configuración de libro de viajes que tiene esta obra de encargo no atenúa el cervantismo de nuestro escritor, que dedicó al alcalaíno más de doscientos trabajos para reiterar una vez más su motivo recurrente del valor vital que posee el paso del tiempo. Y en la hábil contundencia con la que concluía sus escritos, el último capítulo de este libro —”La exaltación española”— contrapone “la fantasía loca, irrazonada e impetuosa que rompe de pronto la inacción para caer otra vez en el marasmo” con “aquella vena ensoñadora que tanto admira el pueblo inglés en

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La cita se encuentra en el texto “Un hidalgo”. El artículo se publicó el 24 de septiembre de 1904 en España y lo recogió José María Valverde en su edición de Los pueblos (1974: 191-195)

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nuestro Hidalgo” (Azorín 1947: II, 313). Realismo frente a Idealismo en la romántico-germana tipificación de la literatura española. Azorín siempre hizo patente su entendimiento abierto de la literatura española, tanto la antigua como la moderna y, por supuesto, de lo que se escribía en el tiempo en el que estaba al pie de las prensas. Su voracidad lectora se manifiesta claramente en las dos obras que aquí considero tanto por los textos que cita o reelabora en ellas como por las ideas que expone sobre la “literatura nacional”. El conjunto de textos que cita al final de cada uno de los capítulos de El alma castellana responde a sus curiosidades enciclopédicas, si bien los textos de creación literaria son los más abundantes en estas listas. Una clasificación de estas “fuentes” que nombra sería una elocuente representación de los escritores castellanos del xvi al xviii que él más frecuentaba (Cervantes, Gracián, Zabaleta, Quevedo...), aunque también aparecen escritores en otras lenguas (el latino Luis Vives, el catalán Maragall, la francesa Mme. D’Aulnoy o el británico Herbert Wells). De los autores en castellano no olvida a ninguno de los clásicos en citas literales, en reelaboraciones de sus textos y, por supuesto, en los juicios valorativos que emite; se detiene con mayor paladeo en la prosa más que en el verso lírico, si bien la versificación teatral —Lope y Calderón por modo excelente— le seduce por su representación de la vida en movimiento y porque “el mismo impulso de la acción lleva a nuestros antiguos poetas al culteranismo” (Azorín 1947: I, 652).8 La palabra “culteranismo” nos lleva a considerar el empleo de los términos denominadores de conceptos histórico-literarios o tendencias artísticas que aparecen en las páginas de estos textos azorinianos, términos que son pocos y están escasamente definidos o explicados. Clásico, dentro de su generalización semántica, es el más frecuente; por ejemplo “J. M. R.” en la dedicatoria al lector de Diario de un

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Sus mucho más elaborados juicios sobre la prosa adelanta analogías estilísticas entre diversos autores, como en el siguiente caso: “Vicente Espinel marca la perfección en la prosa castellana [...]. En Quevedo hay notables reminiscencias de Espinel; las hay también en el más amado discípulo del maestro: Lope de Vega” (Azorín 1947: I, 654).

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enfermo (1901), presenta a su autor “enamorado de los clásicos, de ellos tomó el vigor en el estilo y la sobriedad en la pintura” (Azorín 1947: I, 691). En este libro, “El Greco” —a quien va dedicado— es la figura central. Siglo de Oro lo encuentro usado en una ocasión en El alma castellana: “En España, por ejemplo, podría demostrarse que la literatura del siglo de oro decayó por la Inquisición; que esa misma literatura floreció por la Inquisición, y que la Inquisición no tuvo nada que ver con la literatura” (Azorín 1947: I, 680). Este volumen se abre con un feroz prólogo irónico en el que varios hidalgos —el escritor entre ellos— comen pajarillos fritos en una taberna de la calle de la Montera, acción que para él significa el hundimiento del intenso “honor” de los castellanos antiguos. Y muy señaladamente, para la línea de adaptación del concepto germano al que me he referido líneas más arriba, es importante añadir que no he encontrado en este volumen el sintagma literatura nacional española. Perseguir las citas textuales y las reelaboraciones de textos anteriores a El alma castellana conformarían el más significativo espejo de cómo vivía Azorín en sus lecturas el conjunto de la “literatura nacional española”, apropiada por él en su sentido más profundo. Las reelaboraciones intertextuales que en los trabajos que aquí considero efectuó Azorín sobre textos del Siglo de Oro darían para una sabrosa antología de la que solo traigo a cuento, por supuesto, las múltiples iluminaciones que le proporcionaban Cervantes y los personajes de sus obras (don Alonso Quijano, el licenciado Vidriera, Rincón y Cortado, la ilustre fregona como “la Tolosa y la Molinera”, “tantas veces evocadas”), según podemos leer en su descripción del decaído amigo del Diario de un enfermo: “la vejez llega pobre y desamparada, el entusiasmo amengua, las fuerzas faltan, la fe muere”. Esta descripción reitera las palabras cervantinas en su carta al conde de Lemos: “el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo las ideas sobre el deseo de vivir” (Azorín 1947: I, 732). Queden para ese trabajo la recopilación de todas las reelaboraciones del hidalgo del Lazarillo, de la vieja Celestina en “la Grijalva” de la tragicomedia, los pícaros de las novelas áureas, el propio don Alonso Quijano. Fijémonos que en la tragicomedia La fuerza del amor aparece un clérigo-poeta llamado Burguillos que —como el modelo

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original del xvii— puede mostrar un enorme manuscrito que contiene una comedia de la que el personaje dice: “pues hícela en dos días y este es el borrador... Pero obras más peregrinas llevo acabadas para una mujer a quien amo y ve aquí novecientos y un sonetos y doce redondillas hechas a las piernas de la dama” (Azorín 1947: I, 746-7). Ironía sobre los relieves de lo vulgar, desánimo por la miseria de la decadencia colectiva, emoción por el tiempo que pasa y vuelve en las lecturas, idealismo frente a realismo son rasgos que sintetizan la visión personal de Azorín y su vivencia de la que había sido hasta su tiempo caracterización tópica de la literatura española, que, situada una vez más en un mesón castizo y con personajes y citas de su olimpo de autores memorables, se puede sintetizar en este final de su artículo de 1904, “El arte nacional”, recogido en Los pueblos y más tarde en Fantasías y devaneos (1920): Cuando todas las inteligencias y todas las voluntades estaban de tal modo empleadas, encadenadas, en una realidad tan perentoria, baja e inexorable, ¿cómo sería posible que no levantase tempestades de carcajadas el idealismo puro, exaltado, altruista, inactual de un Alonso Quijano el Bueno?

Bibliografía AA. VV.: (R. Lapesa, J. Marías, P. Laín Entralgo, J. M.ª Maravall, F. Chueca. P. Garagorri) (1963), Revista de Occidente, 2.ª época, 4, pp. 68-83. Azorín (1947): Obras completas (Ángel Cruz Rueda, ed.), vol. I. Madrid: Aguilar. — (1947): Obras completas (Ángel Cruz Rueda, ed.), vol. II. Madrid: Aguilar. — (1974): Los pueblos. La Andalucía trágica y otros artículos (19-041905) (J. M.ª Valverde, ed.). Madrid: Castalia. Egido, Aurora (2004): “El más moderno”, en El barroco de los modernos. Valladolid: Universidad de Valladolid, pp. 65-83.

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Fox, E. Inman (1992): Azorín: Guía de la obra completa. Madrid: Castalia. — (1997): “Azorín y Castilla”, en La invención de España. Madrid: Cátedra, pp. 132- 138. Johnson, Roberta (1996): Las bibliotecas de Azorín. Alicante: Caja de Ahorros del Mediterráneo. Morales Moya, Antonio (2013): “Azorín: En la tierra la fuerza de España”, en Morales, A., J. P. Fusi, A. de Blas (eds.), Historia de la nación y del nacionalismo español. Barcelona: Galaxia Gutenberg, pp. 704-712. Reyes, Fermín de los (2010): Las historias literarias. Repertorio bibliográfico. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza. Romero Tobar, Leonardo (2006): La literatura en su historia. Madrid: Arco Libros. — (2008): “Usos de literatura nacional española anteriores al romanticismo español”, en L. Romero Tobar (ed.), Literatura y nación. La emergencia de las literaturas nacionales. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza, pp. 467-489. Sainz de Bujanda, Fernando (1974): “Clausura de un centenario. Guía bibliográfica de Azorín, Madrid”, en Revista de Occidente. Valverde, José María (1971): Azorín. Barcelona: Planeta.

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Laura Palomo Alepuz Universidad de Alicante

Introducción De sobra es conocida la deuda que la cultura hispánica contrajo con Azorín, uno de los escritores que más contribuyó al conocimiento de nuestra literatura clásica en el siglo xx, tanto a través de su obra narrativa como de la periodística1. Como señala Miguel Ángel Lozano, la vocación sobresaliente de Martínez Ruiz es la de crítico y esta labor es la más perdurable, frecuentada y constante desde el primer texto de entidad que compuso,

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Carme Riera (2007: 17) declara que “sin la continua dedicación a los clásicos, la obra de Azorín hubiera sido muy otra y, posiblemente, la repercusión de aquéllos en la vida nacional también”.

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la conferencia pronunciada en el Ateneo Literario de Valencia en 1893, “La crítica literaria en España”, hasta el último libro que publicó, Ejercicios de castellano (1960)2. Dentro de esta amplia trayectoria resaltan los cuatro volúmenes de ensayos de crítica e historia literaria que vieron la luz entre 1912 y 1915: Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1913) y Al margen de los clásicos (1915)3. Estos libros, que el propio autor vincula entre sí4, recogían, en su mayor parte, artículos publicados ya en la prensa periódica —sobre todo en La Vanguardia y ABC— en los que predominan: el comentario sobre autores, obras o corrientes fundamentales dentro de la literatura hispánica5; recreaciones artísticas o breves composiciones líricas que tienen como nexo común tres líneas temáticas principales: la revisión de los valores artísticos, políticos y morales imperantes en la realidad contemporánea

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Asimismo, Fox (1962: 13) señala que la mayor contribución de Azorín a las letras españolas son sus composiciones sobre la literatura española. Todas las citas referidas a estas obras se han tomado de la edición de las Obras escogidas de Miguel Ángel Lozano Marco (1998). La coherencia temática entre los cuatro libros fue resaltada por el propio Azorín en distintas ocasiones. Si en la dedicatoria a Ramón María Tenreiro de Clásicos y modernos declara que este libro es como la segunda parte de Lecturas españolas, y en la destinada a Ortega y Gasset de Los valores literarios, explica que este volumen completa a los dos anteriores, en el “Nuevo prefacio” a Lecturas españolas, que de acuerdo con Miguel Ángel Lozano se publicó en un momento cercano a 1915, que es cuando aparece el último tomo de la serie, indica: “Con las LECTURAS ESPAÑOLAS inaugurábamos antaño una serie de libros sobre la antigua literatura española; sobre la antigua, con algo de la moderna. Después de LECTURAS, y como complemento de este libro, hemos publicado Clásicos y modernos, Los valores literarios y Al margen de los clásicos, especie este último de manual de literatura española” (697). Azorín se revela como un apasionado lector y un magnífico conocedor de toda nuestra tradición literaria: desde la literatura medieval hasta la contemporánea; y nos proporciona sugerente información tanto sobre autores y obras canónicas (entre las que destaca, por su relevancia, el Quijote), como sobre otros más periféricos u olvidados, como Mor de Fuentes, Somoza y Rosalía de Castro. También aborda cuestiones relacionadas con el fenómeno literario, como los conceptos de genio creativo, estilo o casticismo.

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a Azorín6; la reflexión sobre nuestra tradición cultural, y la preocupación regeneracionista por el problema de España7. Azorín publica estos libros en un momento de crisis personal, después de que su vinculación política con el Partido Conservador y, en concreto, su alineamiento con dos de sus personalidades más destacadas, Juan de la Cierva y, especialmente, Antonio Maura, le hubiera puesto en entredicho para una parte de la opinión pública española de la época (Martín-Hervás 2017a). Por esta razón, algunos críticos han entendido que su labor de reivindicación de los clásicos está relacionada con su postura ideológica o incluso con un deseo de recuperar el prestigio perdido en el terreno literario8. Lo cierto es que, como señala Antonio Machado en la crítica que publicó después de la aparición de Lecturas españolas en El porvenir castellano, el 22 de julio de 1912, es injusta la acusación que se le hace de reaccionario. Aunque es evidente que a lo largo de su carrera hubo una evolución hacia el conservadurismo, también es verdad que, como humanista, Azorín se mostró comprometido con la realidad que

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En este sentido, tienen tremenda relevancia para entender su pensamiento el nuevo prefacio que pone al frente de Lecturas españolas, en el que define a los clásicos como un reflejo de nuestra sensibilidad moderna y defiende la necesidad de entenderlos como un valor dinámico, que evoluciona y está en continua formación, y la dedicatoria a Ortega que abre Los valores literarios, en la que incide en la importancia de reexaminar los valores sancionados. También está presente esta idea en “Leopoldo Alas”, “La justicia y la especie”, “Los clásicos”, “La generación de 1898” y “La evolución de la sensibilidad”, de Clásicos y modernos. Según declara el propio autor en el prólogo a Lecturas españolas, este asunto es el hilo que vincula los textos incluidos en este libro y el tema principal de su epílogo, en el que el autor identifica la falta de curiosidad intelectual como una de las causas fundamentales de la decadencia española. Asimismo, en la dedicatoria a Ramón María Tenreiro de Clásicos y modernos, se refiere a este tema como el enlace entre las dos obras. De hecho, es la cuestión más relevante de varios de los textos que lo forman, entre los que destacan “La decadencia de España”, “La generación de 1898” y “Proceso del patriotismo”. Ortega y Gasset sugiere, en el artículo que publicó para celebrar la salida de Lecturas españolas (recogido en Ensayos sobre la generación del 98, de 1989), que en su libro Azorín “resucita de sus cenizas parlamentarias” y que en él flota el arrepentimiento (202).

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le rodeaba, se preocupó por el atraso secular de nuestro país y manifestó en numerosas ocasiones una fe en el progreso de la humanidad que revelan una dimensión social y educativa de su labor. En relación con este último aspecto, Azorín, como señala Christian Manso (1996: 119), atribuye a su papel como divulgador de los clásicos un valor didáctico. En efecto, el escritor monovero se muestra muy crítico con el estado de la historia de la literatura (que considera incompleta, parcial y poco accesible), no se siente satisfecho con las modalidades de crítica que se practicaban en su época (López Estrada: 1990, 69) y considera que la educación, y especialmente la educación literaria, se encuentra en un periodo de estancamiento, por lo que trata de encarnar esa labor de difusión de la literatura que cree necesaria en España9. Su propósito es favorecer un conocimiento de la cultura hispánica que permita, a través del ahondamiento en nuestra tradición, comprender mejor el espíritu de nuestro pueblo y reafirmar nuestra identidad, con la idea de facilitar una evolución en la sensibilidad colectiva que propicie ese anhelado desarrollo. En este sentido, la crítica ha coincidido en apuntar la influencia que la obra divulgativa de la literatura que lleva a cabo Azorín tendría en cuestiones relacionadas con su enseñanza y su popularización (López Estrada 1990; Fox 1988; Londero 1998; Lozano 1998; Riera 2007; Miguel Ángel García 2015) e incluso se ha señalado el carácter didáctico que presentan los ensayos de la tetralogía (Martín-Hervás 2015b). De hecho, en relación con esto, es fundamental tener presente que Azorín, en el nuevo prefacio a Lecturas españolas, declara que Al margen de los clásicos es una “especie [...] de manual de literatura” (687).

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En palabras de Dolores Thion Soriano-Mollá, la aspiración de Azorín es la de construir una “nación literaria” (citado en Miguel Ángel Martín Hervás 2017: 143).

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Al margen de los clásicos Indica López Estrada (1990) que en Azorín la condición de crítico está unida a la de autor de creación y que, al mismo tiempo, ambas están canalizadas por su naturaleza de lector apasionado, fino y penetrante10. De los cuatro volúmenes que forman la tetralogía crítica de Azorín, Al margen de los clásicos es aquel de tono más lírico y, por ello, quizás, de mayor belleza artística. Si en muchos de los anteriores predominaban la reflexión y la argumentación, en este caso el autor se deja llevar por su espíritu creativo. Publicado en 1915 por la Residencia de Estudiantes, se abría con una dedicatoria a Juan Ramón Jiménez, probablemente para agradecerle la organización del homenaje que los intelectuales le brindaron en 1913 en Aranjuez, después de su fallido intento de entrar en la Real Academia Española. A esta sigue una especie de nota prologal en la que presenta el libro —“[l]as presentes páginas han sido motivadas por la lectura de autores clásicos españoles. Son como notas puestas al margen de los libros. La impresión producida en una sensibilidad por un gran poeta o un gran prosista” (1256)—, en la que explica que los clásicos son como un “oasis grato en nuestro vivir” y que cierra con unos versos del mismo poeta. Esta caracterización modesta de su trabajo ha dado pie a que se haya entendido la labor crítica de Azorín como “impresionista”, por considerar que no sigue una metodología sistemática11. Quizá se pierde de vista que Azorín no era ni filólogo ni pretendía hacer una investigación académica. Era un creador dotado de un alma sensible que se acerca con amor a la obra literaria, que la vivifica12 en el acto de la

10 Pérez López (1973: 20) indica que la interpretación crítica suele difuminarse en un tono lírico en estas composiciones. 11 Miguel Ángel Lozano (2000) opina que este calificativo es “desmesurado”, por entender que la crítica que realiza Azorín, en su calidad de creador, está relacionada con los que él considera “valores vitales” (112) de la literatura: su capacidad de evocación, de provocar emociones en el lector, de reinterpretar y darle nueva vida a los textos. 12 En relación con este aspecto, señala Dolores Thion Soriano Mollá que Azorín entiende a los clásicos como valores atemporales que en el acto de escritura se

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lectura, que entiende el arte como un valor cultural y educativo y una fuente de placer y que, por instinto de solidaridad, por creer que algo tan enriquecedor debe estar al alcance de todos y no solo de las élites más cultivadas13, se erige en su divulgador. Al margen de los clásicos no es, por tanto, un libro de erudición científica, sino una obra creativa de profundo tejido metaliterario, alta calidad artística y honda dimensión social. Son sus páginas una especie de historia de la literatura española desde la cual el autor se aproxima a aquellos creadores, obras o fragmentos que han herido su sensibilidad, despiertan su emoción, lo conmueven estéticamente o a las que lo une una corriente de empatía, de identificación, que Ortega reconoce en su artículo “Primores de lo vulgar” como sinfronismo (1989: 222): los poetas primitivos (el cantor del Cid, Berceo, Juan Ruiz, Manrique), el Romancero, Fray Luis de León, Garcilaso, Góngora, el Quijote, Bartolomé Argensola, La fuerza de la sangre, el Persiles, Quevedo, La vida es sueño, Somoza y Bécquer. Sus apreciaciones, comentarios y valoraciones contribuyen a iluminar zonas en penumbra, a acercar al lector obras de su conocimiento desde otra perspectiva distinta, a revalorizar y a poner el foco del interés sobre escritores y obras más o menos olvidados14. La razón es que Azorín entiende su papel como crítico como el de un mediador, un individuo que es capaz de mirar y que, por esta

revitalizan y explica que las lecturas del escritor “son ante todo sentidas”: “En su recreación, cuando Azorín pasa al acto de escritura las somete a un tratamiento muy personal, a una fragmentación en la que va acentuando facetas fundamentales de la idea esencial que el personaje debe encarnar para ir fraguando así su valor humano y universal” (2012:177). 13 Es importante tener en cuenta que, como señala Fox (1988: 140-141), cuando Azorín empezó a sacar a la luz sus ensayos crítico-literarios, el público no tenía acceso a las ediciones eruditas de los clásicos, porque no existían las colecciones más económicas, como las de Clásicos Castellanos, Austral, Aguilar o EspasaCalpe, que después llenaron este vacío, y las que había eran poco cómodas (Biblioteca de Autores Españoles) o extremadamente especializadas y lujosas. 14 José Montero Padilla (2009) indica que Azorín “acertó a percibir con claridad aspectos, singularidades y valores de las obras antiguas y nuevas, que pasaban inadvertidos para otros” (2009:119).

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razón, enseña a mirar al lector con la intención de despertar una curiosidad, una conexión emocional con la obra de arte que permita el desarrollo de una sensibilidad colectiva que, en última instancia, contribuya al progreso humano.

La influencia krausista: la literatura como identidad y como forma de progreso Esta percepción de la literatura como una fuerza que permite conocer mejor el pasado para, al mismo tiempo, proyectarse hacia el futuro15, como una forma de comprensión de la propia identidad y de perfeccionamiento social, está muy influenciada por la filosofía krausistainstitucionista (también modelada con elementos de regeneracionismo) y especialmente vinculada con la obra de Giner de los Ríos, como sugiere Miguel Ángel Lozano (1998). El krausismo había penetrado en España, a finales del siglo xix, principalmente a través de Julián Sanz del Río, que había entrado en contacto con esta corriente filosófica durante una estancia en Alemania. Desde su cátedra de Historia de la Filosofía en la Universidad Central y a partir de la publicación de su obra Ideal de la humanidad para la vida, comenzará su labor de propagación del pensamiento de Krause. Poco a poco empezó a calar entre las capas más ilustradas y progresistas de la población hasta alcanzar gran resonancia social. Se han señalado como las causas del éxito de su implantación en nuestro país el hecho de que este sistema filosófico tuviera características que lo acercaban a la idiosincrasia española, como su humanismo, su espíritu armónico y su asociacionismo (Romano García 1976), su afinidad con la religiosidad española, sus implicaciones éticas y

15 Juan López Morillas (1990: 19) identifica como una concepción krausista aquella que entiende la literatura al mismo tiempo como diagnosis del pasado y prognosis del futuro; y Mainer (2010: 378) declara que la labor crítica de Azorín permitió “entronizar la literatura española como un lugar de encuentro entre el pasado y la sensibilidad moderna”.

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prácticas, propicias para la renovación social que esperaban los progresistas (Prieto de Paula, 1991), y la ejemplaridad de sus representantes. Por esta razón, esta corriente filosófica tendrá una profunda impregnación en el mundo universitario, que desencadenará continuos ataques por parte del sector más conservador de la sociedad y tendrá como consecuencia la pérdida de sus cátedras universitarias de varios de los profesores krausistas (aunque en varios casos, solo temporalmente) y el cambio en la dirección de sus esfuerzos reformistas hacia la actividad pedagógica, que consideraban la base de la regeneración nacional, especialmente a partir de la creación de la Institución Libre de Enseñanza, de la que Giner de los Ríos sería inspirador. El krausismo-institucionismo estará en la base del pensamiento de muchos intelectuales de finales del siglo xix y principios del siglo xx como Unamuno, Machado, Ortega y Gasset o Azorín, en el origen de cambios políticos, sociales y éticos, innovaciones pedagógicas y la renovación de la crítica y de la filología. El mismo Azorín lo declara así en un artículo muy significativo que dedica a Giner de los Ríos, publicado en ABC el 18 de febrero de 1916, en el que reacciona a la declaración de que la Institución Libre de Enseñanza ha hecho poca cosa por nuestro país y defiende su tremenda importancia para la reforma cultural: ¿Poca cosa, cuando toda la literatura, todo el arte, mucha parte de la política, gran parte de la pedagogía, han sido renovados por el espíritu emanado de ese Instituto? Lentamente, a lo largo de cuarenta o cincuenta años, la irradiación de ese núcleo selecto de pensadores y de maestros se ha extendido por toda España. La obra sigue su marcha progresiva. El espíritu de la Ilustración Libre —es decir, el espíritu de Giner— ha determinado el grupo de escritores de 1898; ese espíritu ha suscitado el amor a la Naturaleza y, consecuentemente, al paisaje y a las cosas españolas, castellanas, amor que ha renovado nuestra pintura (Berruete, Zuloaga, etc.); ese espíritu ha hecho que se vuelva la vista a los valores literarios tradicionales, y que los viejos poetas sean vueltos a la vida, y que se hagan ediciones de los clásicos, como antes no se habían hecho, y que surja una nueva escuela de filólogos y de críticos con un espíritu que antes no existía. Desde el cuidado en el vestir y las maneras hasta el amor a una vieja ciudad o a un poeta primitivo, ¡qué gama tan fecunda y humana de matices y de aspectos debe la cultura a ese viejecito [...].

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Esa influencia sobre la generación del 98 de la que habla el escritor en el artículo es evidente en la filosofía de Unamuno y Azorín16. Ambos entienden el krausismo español como un fruto sabroso nacido de la fertilización extranjera de nuestro pensamiento17, al mismo tiempo que un fenómeno plenamente implantado en nuestra sociedad a través de su vinculación con el misticismo; están de acuerdo en ver en la europeización una solución para afrontar los problemas nacionales18; y defienden una concepción de la historia muy similar. Los dos distinguen entre una historia externa —la oficial, pública, política—, que se ocupa de los grandes acontecimientos y de las personalidades reputadas, se recoge en los anales, se estudia en los colegios y durante años se ha entendido como la única; y la interna, la historia de las ideas de un pueblo, la historia menuda, de las personas humildes que, con su labor callada, contribuyen al verdadero desarrollo de la sociedad, la cual se materializa en la literatura, en la lengua y en el folclore y se identifica con el canal de conocimiento del espíritu nacional. Esta última diferenciación la encontramos en los Estudios de literatura y arte (1876)19 de Giner de los Ríos. El ilustre maestro contrapone la historia de las instituciones a la recóndita de los pueblos, que en su opinión encuentra su máxima manifestación en la literatura y especialmente en la poesía épica, que, en una ilustrativa metáfora biológica, entiende como el músculo y la sangre frente al esqueleto de los hechos, que sería la historia. También en esta obra gineriana encontramos formuladas muchas de las ideas sobre literatura que Azorín recoge en sus ensayos críticoliterarios. En relación con la distinción anterior, Giner de los Ríos identifica en cualquier obra de arte dos elementos: uno permanente,

16 Fox (1988: 117-118) declara que el krausismo es la herencia conceptual más importante que estos dos pensadores reciben del siglo xix. 17 Véase Unamuno, En torno del casticismo (2015: 141) y Azorín, Obras escogidas (1998: 708). 18 Antonio Robles Egea señala que “nunca se había sentido un impulso europeizador tan profundo en España como se vivió en los años posteriores a 1898” (1998: 319). 19 Utilizamos en este caso la edición de La Lectura de 1919.

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universal, humano “que se dirige a lo que hay de inmutable y de común entre nosotros” (1876: 95) y otro variable, transitorio, que se hace eco de la sociedad en la que la obra ha nacido. En Al margen de los clásicos es evidente, por un lado, un deseo de contextualizar, de comprender la realidad en la que fue concebida la obra a cuyo estudio está dedicado el texto y que, por lo general, parte de la recreación de este ambiente histórico al que ella misma remite, a la vez que se resalta su carácter universal, su proyección humana, las características que hacen que nos llegue, que nos conmueva, que nos siga zarandeando siglos después de haberse creado20. Por otro lado, tiene origen en el pensamiento de Giner de los Ríos la creencia de que las grandes obras maestras de un pueblo contribuyen a su mejoramiento a través del refinamiento de la sensibilidad. El filósofo malacitano las concibe como “piedras miliares” que marcan “el progreso de la humanidad en su peregrinación sobre la tierra” (1876: 98), porque encierran al mismo tiempo el elemento subjetivo de quien las compuso y un sentido trascendente de lo universal. De forma similar, Azorín, en el texto denominado “José Somoza”, explica que el arte tiene una dimensión docente, porque aquellas obras que aparentemente parecen inútiles producen utilidad en el momento en que contribuyen al desarrollo de la sensibilidad humana, y en el ensayo dedicado a Bécquer explica que este poeta, aun siendo despreciado, desconocido o ignorado en su época, contribuyó más a afinar nuestros sentimientos que otros de sus laureados contemporáneos y, por lo tanto, ha aportado más que ellos en favor del progreso humano: El ideal humano —la justicia, el progreso— no es sino una cuestión de sensibilidad. Este arte, que no tiene por objetivo más que la belleza —la belleza y nada más que la belleza—, al darnos una visión honda, aguda

20 Jesús Collado Gómez (2013: 607) explica que Azorín no trata de reflejar solamente de forma descriptiva la realidad que aparece en sus descripciones y narraciones, sino que se advierte en los textos que componen Al margen de los clásicos un sustrato afectivo compuesto de símbolos universales con los que el autor hace referencia a las grandes preguntas del hombre: el paso del tiempo, la muerte o la razón de la existencia.

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y nueva de la vida y de las cosas, afina nuestra sensibilidad, hace que veamos, que comprendamos, que sintamos lo que antes no veíamos, ni comprendíamos, ni sentíamos. Un paso más en la civilización se habrá logrado; en adelante, la visión del mundo será otra y nuestro sentir no podrá tolerar sin contrariedad, sin dolor, sin protesta, lo que antes tolerábamos indiferentemente; y, por otro lado, ansiará férvidamente lo que antes no sentíamos necesidad de ansiar. El concepto del dolor ajeno, del sufrimiento ajeno, del derecho ajeno, habrá sido modificado, agrandado, sublimado, al ser intensificada y afinada la sensibilidad humana (1998: 1350).

Asimismo, tanto la revalorización de la literatura de la Edad Media, a la que dedica Azorín un capítulo en Al margen de los clásicos (y la conciencia de que el elemento árabe singulariza a la producción hispánica frente a otras europeas de este periodo), como la referencia a muchos de las manifestaciones culturales o de los clásicos —como el Romancero, Berceo, Jorge Manrique, Fray Luis de León, Quevedo, Calderón o Cervantes— de la tradición española a los que el monovero destina comentarios, reflexiones, análisis o recreaciones, también han sido referenciados en Estudios de literatura y arte, de Giner de los Ríos.

Conclusión Por último, el ejemplo ético y profesional de Giner de los Ríos, su concepción de la labor pedagógica como un arte de “formar hombres” (Abellán 1988: 160) y, concretamente, la importancia concedida a la educación literaria como instrumento de mejora de la sociedad, están en la raíz de la actividad de divulgación que Martínez Ruiz llevó a cabo a lo largo de toda su vida, en diferentes medios y a pesar de los innumerables vaivenes sociales y políticos que azotaron al siglo xx, por su compromiso con la educación de la sociedad española y su deseo de contribuir al establecimiento de un futuro más próspero. En conclusión, los continuos y aleatorios avances y retrocesos que se van sucediendo en nuestra vida cultural no nos han quitado la sensación, abrumadora, de que la labor de difusión del conocimiento

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sobre la cultura española que llevó a cabo Azorín en sus textos críticos todavía es necesaria en un mundo que ha dejado de creer en la dimensión social, humanística y educativa de la literatura; pero si, como decía Ortega, el arte de este escritor es un ensayo de salvar al universo de su destrucción, es indudable que, a través de su labor de divulgación, ha contribuido al perfeccionamiento de nuestra sensibilidad y al refinamiento de generaciones y generaciones de lectores, y de este modo, al progreso de nuestra sociedad.

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La nación literaria que acabó en nacionalismo Dolores Thion Soriano-Mollá Université de Pau et des Pays de l’Adour

“La cultura de un pueblo —y la índole de la cultura— de un pueblo puede graduarse por su manera de entender el patriotismo”. Azorín (1913) 1998: 1241-1246

Probablemente parezca hoy una osadía hablar de nación literaria y aún más de nacionalismo dados los valores y las funciones que dichas voces han adquirido y están desempeñando en la historia próxima o del tiempo presente. Reflexionar sobre la invención de la literatura nacional supone, obviamente, la presunción de la invención de una nación literaria, juego metafórico en el que hemos tenido la tentación de caer, pero con el que queremos denominar, en términos generales, al conjunto de obras literarias generadas a través del tiempo en un territorio y de las cuales tenemos conciencia de que comparten ciertos rasgos comunes de la comunidad que lo crea y en la que, como patrimonio, habitan. Se entremezclan forzosamente en esta neológica composición los conceptos de etnia, pueblo, territorio y Estado.

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Dada la naturaleza de los textos de Azorín en torno a 1907 y 1915, en los que fundamentaremos este trabajo, y el contexto político y sociocultural en el que vieron la luz, las interpretaciones nacionalistas basadas en la instrumentación política de la literatura han sido frecuentes y no solo en razón del presente político del escritor, de los proyectos regeneracionistas y la evolución de los regionalismos periféricos en términos de nacionalismo incluso hasta la Transición. Los avances de la crítica a partir de los años ochenta así lo han demostrado. Desde los estudios sobre las relaciones entre ideología, literatura y filología que animaron los análisis revisionistas de nuestra historia literaria después del Franquismo, sobre todo de los conceptos de 98 y Modernismo, y el posterior éxito del concepto de canon y sus funcionamientos estéticos y sociohistóricos, una prolija bibliografía ha estudiado ya el proceso de formación de las historias de la literatura —nuestra nación literaria— en tanto que cánones nacionales en el proceso de formación de la nación liberal, como instrumento de definición de la identidad y como creación de una ideología nacionalista. En este estudio nos apoyaremos en una selección de textos azorinianos todavía dispersos en la prensa y en los célebres volúmenes Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1913) y Al margen de los clásicos (1915), en los que se fragua esa invención de la literatura nacional; una invención que se aparta de los métodos historicistas tradicionales y positivistas un tanto a contracorriente de los proyectos nacionalizadores y nacionalistas dominantes en su presente, simplemente, debido al personalismo de Azorín, al que nunca renunció. Con el fin de evitar posibles lecturas anacrónicas de nociones tan complejas y tan cargadas de connotaciones ideológicas como son las de patria, nación y nacionalismo, hemos de aclarar que la voz nación, en sus orígenes, designaba a los extranjeros, a los nacidos en un lugar, y dicho término se usó en el ámbito universitario para designar a aquellos estudiantes que procedían de otro país, mientras que patria designaba al conjunto de gentes que habitaba una provincia, país o región. Nacer o habitar, por aproximación, favoreció un uso común e indiferenciado entre patria y nación hasta el siglo xx.

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La nación, desde el siglo xix, fue un concepto fecundo, utilizado por primera vez para designar España en la Constitución de Cádiz. Desde entonces ha ido ofreciendo tres ejes de interpretación y de aplicación de orden distinto. El primero de ellos, bajo un enfoque estatalista, considera “la nación como Estado o el Estado disfrazado de Nación; o sea, no como estructura política o administrativa que rige un territorio sino como conjunto del territorio y de los habitantes pertenecientes a un Estado” (Álvarez Junco 2005: 22). El segundo, bajo un enfoque primordialista, propone una lectura étnica o culturalista de la nación, herencia de Herder y del Romanticismo. Bajo este punto de vista, predomina el sentido de comunidad cuyos lazos provienen de la lengua, la raza, la religión y el pasado histórico. La nación es entonces la “unidad social con rasgos sociales compartidos” de Max Weber (Álvarez Junco 2005: 25) o una forma de ser, una psicología colectiva en la que predomina un manifiesto interés por lo territorial pero en la que “no se desea subrayar que de esta afirmación inicial de peculiaridades culturales acabarán deduciéndose inevitablemente demandas de control político sobre un territorio” (Álvarez Junco 2005: 26). En la tercera visión de nación, de enfoque voluntarista o subjetivo, esta aparece “como un conjunto humano que se distingue por su voluntad de constituir una comunidad política” para la que Ernest Renan precisa “la importancia de los recuerdos comunes, los proyectos de futuro compartidos, el sentimiento de pertenencia al grupo, la voluntad de vivir juntos” (Álvarez Junco 2005: 27). Esta última definición, no obstante, sigue correspondiendo a la que nos ofrece la Real Academia hoy, no para nación sino para el término patria. Del mismo modo se suele entender el nacionalismo patriotismo; o sea, como “sentimiento fervoroso de pertenencia a una nación y de identificación con su realidad y con su historia” —en su primera acepción de la RAE— , sin que ello excluya una “política activa” para el aumento y prestigio de un Estado o de un movimiento social que desde un punto de vista político funciona de manera organizada con el fin de establecer, consolidar o “reforzar a una nación como entidad soberana” (Álvarez Junco 2005: 58). En la misma línea, también se considera nacionalismo al proceso de “construcción, de mantenimiento y reforzamiento de las naciones existentes” (Álvarez

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Junco 2005: 59), término que se suele utilizar en España para denominar el proceso de construcción nacional referido a los años 18151945, aunque los elementos constitutivos de ese proceso no sean los mismos en cada régimen o para cada Estado (Álvarez Junco 2013). Para hablar con cierta propiedad de nación literaria, acudamos al mismo Azorín, quien en 1918 se preguntaba: Primero tendríamos que ponernos de acuerdo en el significado de nación, y aquí ya comenzaría el embolismo y la confusión. ¿Raza? ¿Lengua? ¿Fronteras naturales? ¿Historia? ¿Costumbres? En un grave, dificilísimo aprieto habría de verse quien intentara darnos un concepto de nación; el mismo en que se han visto todos cuantos han abordado este problema. En resumen de cuentas se ha venido a parar —tales son las irreductibles contradicciones y antinomias—; se ha venido a parar en que nación no es la lengua, ni la historia, ni la raza, ni el derecho consuetudinario... sino algo tan sutil, tan delicado, tan etéreo, tan inefable como la comunidad de sentimientos, de aspiraciones, de anhelos. Hasta el siglo xix los escritores clásicos han empleado la voz nación, al igual que han empleado la voz patria, refiriéndose a las distintas regiones de España. Se decía, por ejemplo, “mi patria”, con relación a Cataluña, Castilla, Valencia o Andalucía. Y se hablaba de la nación catalana, de la vasca o de la andaluza. No se veía en ello ninguna hostilidad hacia la gran colectividad de España. ¿De qué manera las cosas han cambiado que ahora cuando se habla de estas patrias y estas naciones sentimos cierto desasosiego? ¿Cómo ahora sentimos, con respecto a estos conceptos, lo que antes no se sentía? (Azorín 1918).

Aunque este texto sea algo posterior nos permite entrever las ideas de Azorín, cómo, de manera intuitiva o consciente, evolucionó al menos como observador —“se ha venido a parar en”— de la idea de nación romántica y primordialista a la voluntarista, y cómo contribuyó a reforzar esa “comunidad de sentimientos” a partir de sus propias herramientas culturales. Nos interesa también subrayar el uso indistinto que Azorín hace, al igual que sus coetáneos, de los términos nación y patria, y por derivación, de nacionalismo o patriotismo. Para Azorín, en 1913 existían tres tipos de patriotismo o de sentimiento de la patria, el que Larra satirizaba en “Un castellano viejo”,

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por ser antes que nada ceguera patriotera: el patriotismo decoroso que conoce sus defectos, pero los encubre ante el exterior por falso pundonor, y el patriotismo de aquellos quienes “aman con mayor o menor conciencia a, con mayor o menor reflexión la tierra en que han nacido y viven, pero todos la aman leal, recta y noblemente” (Azorín 1998a: 1241-1246)]. Veamos cómo se identifica él con este patriotismo o nacionalismo voluntarista, que desborda en el culturalista porque recurre a su propio saber y lo pone al servicio de la comunidad. Estamos ante el patriotismo de un hombre que conociendo el arte, la literatura y la historia de su patria, supiese ligar en su espíritu un paisaje o una vieja ciudad, como estados de alma, al libro de un clásico o al lienzo de un gran pintor del pasado; es decir, al hombre que espiritualmente, lleno de amor, henchido de callado entusiasmo, supiese fusionar, dentro de su espíritu, en un todo armónico, todos estos elementos de su patria: el paisaje, la historia, el arte, la literatura, los hombres.

Se trata de una fusión que no excluye el juicio crítico sincero y delicado; de una perspectiva íntima y personal a cuya labor se entregará desde la crítica y la creación literarias para contribuir a divulgar y reforzar ese patriotismo o nacionalismo. Citemos de nuevo sus palabras, “fusionar los elementos de su patria” (Azorín 1918) y crear comunidad subjetiva y emocionalmente desde la nación literaria, anhelando para España “días de bienandanza, de paz y de progreso” (Azorín 1998a: 1241-1246]. Esos estados de alma, que Azorín buscaba en la literatura del pasado y del presente, conllevan la idea de esa comunión con una cultura anterior que hay que explorar para modernizar la que entonces se producía. Por ello se ha ubicado a Azorín entre los liberales —de su presente— que participaron en la modernización de España desde la Institución Libre de Enseñanza, la Junta para Ampliación de Estudios y el Centro de Estudios Históricos. En este último, los estudios literarios y filológicos trabajaron para salir de los moldes de la tradición clasicista y católica y construir un discurso literario nacional y laico. Todos ellos participaron en lo que se ha denominado el nacionalismo

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liberal pero que, de resultas de nuestra historia, preferimos denominar construcción nacional liberal. Para todos ellos, herederos del Romanticismo, la literatura representa la identidad cultural de la comunidad o colectividad de la que emerge, según estudian los métodos historicistas y naturalistas decimonónicos. La literatura legitima la identidad cultural indagando en su pasado, a la vez que ella misma crea identidad a través de su estudio y la lectura. Para Azorín, que apostaba por los métodos críticos impresionistas y psicológicos, ese proceso de legitimación se realiza merced a la imaginación, a la intuición, a la memoria y a la sensibilidad personales; o sea, como observaremos, a su modelo de discurso nacional de su propia nación literaria1. Dentro del paradigma de la invención de una nación, de la construcción de un patrimonio y de unas identidades nacionales, las historias de la literatura han ejercido siempre el papel de crisoles, casi mausoleos colectivos, que sintetizan lo que se valora como lo más granado y representativo de nuestra cultura. Guías de la calidad artística, tesoros de los valores e ideas nacionales, las historias literarias son construcciones nacionales (Mainer 1994; Romero Tobar 2004) que ya desde la Ilustración han cumplido y cumplen la misión de ofrecer una visión de futuro “prospectiva y proyección de una sociedad moderna”, pero también pretérita, mediante la “elaboración del pasado del que sentirse orgulloso” (Álvarez Barrientos 2004: 114). Ahora bien, España representaba un caso singular en lo referente a la escritura de una historia literaria, integral, digna de ese nombre. La célebre Historia crítica de la literatura española (1861-1865), de Amador de los Ríos,

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Azorín mantiene una postura ecléctica al referirse a las relaciones entre literatura y sociedad. Ante la disyuntiva, ¿influye la literatura en la sociedad o la sociedad en la literatura? o lo que viene a ser lo mismo: ¿la sociedad imita a la literatura o es la naturaleza la que opera tal imitación? ¿Es el arte el que crea la realidad? Frente a la idea de Taine de que la literatura es según la sociedad, o que, al contrario, como pensaba Wilde, la sociedad es según la literatura, Azorín piensa que la sociedad influye en la literatura pero que también, como demostró Brunetière, que la literatura influye en la sociedad porque, por paradójico que parezca, crea realidad.

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cuyos siete primeros volúmenes abarcan hasta el siglo xv, quedó inacabada. Opúsculos, lecciones, panoramas, juicios y otros manuales didácticos de corte historicista y escritos por españoles fueron descalificados por Azorín2. Ya en La evolución de la crítica (1899) se oponía a los dictados de las historias de la literatura en España, hijas de la erudición y de la cátedra por su dogmatismo ordenador y selectivo3; juicios que reiterará constantemente en la prensa y que también recoge en el prólogo a Lecturas españolas (1912): que cada crítico, que cada publicista, en vez de atenerse a un patrón marcado y sancionado, fuese por sí mismo a comprobar si lo que en las cátedras y en los libros académicos se dice que hay en tal autor, en tal obra, existe realmente, o no existe. Así se podría formar una corriente viva de apreciación, y la literatura del pasado, “los clásicos”, serían una cosa de actualidad y no una cosa muerta y sin alma (1998a: 697).

Es importante resaltar que las historias de literatura españolas que fueron fuente de autoridad fueron las extranjeras, en particular las de Fitzmaurice-Kelly y la de Merimée, por asociar antiguos y modernos con criterios de selección, en general guiados por criterios imparciales y un alto sentido de la jerarquía literaria. Azorín entiende la selección en términos de representatividad y de capacidad de influencia sobre

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“Nada más arriesgado que esta empresa. Una ya larga experiencia me ha hecho ver que, cuando he intentado poner la pluma sobre el renombre de los literatos más idos, han comenzado a gruñir, rezongar y murmurar una porción de señores, los cuales no parecían sino legatarios o cabezaleros de los genios de antaño. Y, sin embargo, la tarea es precisa; la historia de la literatura castellana está por hacer. Tenemos una multitud de tratados, manuales, compendios y sinopsis. En cada uno de ellos se repite lo dicho en el anterior; ningún historiador, ningún preceptista osa salirse del cauce trazado por sus antecesores. Si hace un siglo se dijo que tal escritor era un portento, lo mismo se dice en el último manual, después de haber rodado por cincuenta” (Azorín1998a: 1908]. Entre las anécdotas narradas por Guillermo Díaz-Plaja destacan la del suspenso de Azorín en la asignatura de Literatura General Española durante sus estudios en la universidad, así como su negativa a que el historiador publicase una antología cronológica de “En torno a Azorín” (1975).

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las tendencias estéticas y sobre la creación de otras obras arte. Estos serán los criterios para entrar en la nación literaria de Azorín, ser “cosa de actualidad y no una cosa muerta y sin alma” (Azorín 1911). Azorín no fue un historiador, y es una muestra clara de lo que Leonardo Romero Tobar distinguía entre “historiador” y el “estudioso de la literatura”, que yo me atrevería a caracterizar en el caso de Azorín como el crítico y el lector, pero ante todo periodista. La síntesis y la concentración, el público a los que se dirige e incluso la autocensura le obligan a expresar de manera sugestiva sus ideas en el espacio de la nota y del apunte, lo que sin duda hubiese merecido la profundidad meditativa del ensayo reposado o del tratado extenso. Cuántas veces lamenta Azorín lo que se puede decir o no en la hoja del periódico; cuántas reacciones suscita ser iconoclasta. Por esas funciones de lector, crítico y periodista, Azorín tiene que ofrecer su propia visión de la nación literaria —o de la literatura española recogiendo sus diversidades, para él todavía regionales— , y en una dinámica diacrónica en sentido inverso y con textos aislados sin trabazón cronológica: “El historiador persigue el pasado del presente mientras que el estudioso de la literatura revive el presente del pasado, un presente que puede iluminar en un ‘orden simultáneo’ a textos de tiempos muy distantes” (Romero Tobar 2004: 78). Y ello, a pesar de que, al hilo del pensamiento de Leonardo Romero, “difícilmente se puedan formular asertos de validez general a partir de textos individuales” y de que la lectura, en términos generales actuales, es un acto individual, personal, en el que “la memoria lectora enriquece al texto con el eco de otros” (Romero Tobar 2004: 78). Las lecturas, la memoria, la sensibilidad y capacidad sugestiva de Azorín irán creando los eslabones que den sentido de ácrona homogeneidad a los textos —algunos críticos prefieren la histórica idea continuidad generadora de posteriores nacionalismos esencialistas y conservadores—, anteponiendo la selección personal de las obras y su libre, rápida e impresionista interpretación al análisis crítico y erudito. Una vez más hay que recordar que casi todos los textos que configuran las obras críticas de Azorín se publicaron antes en la prensa, lo que exige cierta prudencia a la hora de establecer causalidades. Por muy difícil que sea deslindar

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vida pública, política y literatura, por esta última apuesta el escritor en los textos que nos ocupan en estas primeras décadas del siglo xx. Desde la llamada crisis estética del joven Martínez Ruiz, y a partir de 1903, para él lo importante cuando escribe crítica literaria no son las ideologías, ni siquiera las ideas que puede transmitir un texto, como tampoco lo es el discurso historicista que pueden generar. Lo fundamental es el valor estético o valor literario de la obra como entidad autónoma y, a través de él, aunque parezca una paradoja, el diálogo psicológico y el encuentro emocional que puede estimular como lazo de identidad. Para ello acude al concepto de valor literario, por su carácter flexible, dinámico y de gran modernidad4. El giro estético de Azorín se va entonces fraguando bajo la influencia del simbolismo y de la autonomía del texto; no porque estuviese meramente obedeciendo al joven Ortega, quien instaba a crear nación. Desde sus posiciones regeneracionistas, el principio rector de la historia y crítica de la literatura para Azorín —y ya no José Martínez Ruiz— es el de la belleza y ya no las grandes ideas; porque “los tópicos abstractos y épicos que hasta ahora los poetas han llevado y traído ya no nos dicen nada; ya no se puede hablar con enfáticas generalidades del campo, de la Naturaleza, del amor, de los hombres” (Azorín 1998a: 750; Lozano 1997: 135; Mainer y Gracia 1997: 135). En otras palabras: ¿cómo crear nación con unos textos que ya no dicen nada? En consecuencia, la nación literaria de Azorín se rige por la espontaneidad, por la capacidad de sugestión, la intuición y emoción en la que han de entrar en comunicación las obras y sus lectores. Lo que necesitamos, nos dice Azorín, son “hechos microscópicos que sean reveladores de vida y que, ensamblados armónicamente, con simplicidad, con claridad, nos muestren la fuerza misteriosa del Universo” (1998a: 750).

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De hecho, anotemos a modo de excurso que Azorín al leer se proyecta de manera íntima y personal en dichos textos, a modo de espejo en el que él mismo era la imagen en mise en abîme. ¿Cabe participación e identificación en la “comunidad cultural” o en la nación literaria más personal, íntima y creativa? Su título Al margen de los clásicos resulta elocuente.

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Para Azorín el artista es un hombre dotado de la capacidad de ver aquello que los demás no ven y capaz de trasladarlo a su obra, por lo tanto, de crear las cosas, de crear realidad a modo de performance verbal, al igual que hacen los pintores impresionistas en sus cuadros con los colores, luces y sombras cambiantes no percibidos por el común de los mortales (Azorín 1912). Recogiendo sus propias palabras, el artista es aquel que “pone por primera vez en evidencia un estado nuevo de sensibilidad; es una nueva manera de ver las cosas; son nuevos matices, son aspectos desconocidos de la Naturaleza lo que el poeta nos revela” (Azorín 1907). Esta sensibilidad suya puede crear patrimonio también, en la medida que el poeta anticipa “espiritualmente, vive en un tiempo en que su sensibilidad será la sensibilidad de todos” (Azorín 1907). Así, es en el arte en lo pequeño, en los detalles insignificantes, en lo cotidiano, en lo ordinario, en lo prosaico, en donde Azorín busca en nuestro acervo literario para crear nación; una nación que asocia su sentido primigenio, basado en una relación de alteridad, del otro, del extranjero frente a la comunidad, porque esa relación permite conocerse mejor a sí mismo y enriquecerse. Bajo estos parámetros es obvio que, como reiteradamente declaraba, la historia de literatura estaba por escribir: “No nos atemoricemos ni escandalicemos cuando alguien pone mano en los viejos valores. Los viejos valores necesitan de una revisión, de un nuevo contraste. Si nos obstinamos en no verlo así, no haremos más que dar una prueba de esta desidia, de esta apatía, de esta incurable y profunda negligencia, que es la que nos mata a los españoles [Azorín 1998a: 1021]. La idea, por lo tanto, de nación literaria de Azorín en torno a 1910 será aquella en su sentido primigenio, “nacida en”, ahora bien, no comunidad estable y cerrada. Al igual que las cambiantes sensibilidades, que van descubriendo nuevos matices, es abierta, movediza, dinámica y fecunda, para que logre crear comunidad entre los lectores y las obras literarias, clásicas y contemporáneas, porque “en la memoria de todos están las obras creadas por los grandes maestros; esos grandes artistas han formado en la nación como un ambiente espiritual, un ambiente de finura estética, que impide la aceptación de valores ficticios” (Azorín 1917b: 91). Cabría ahora preguntarse quiénes constituyen la nación literaria.

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Las reglas del juego están perfectamente definidas. La visión que Azorín ofrece de la literatura nacional a través de los autores que van protagonizando esos libros no configura más que su personal selección, la que a él, a fe de sus declaraciones, le emociona y, por lo tanto, su personal e independiente nación literaria. Nunca declaró querer componer la historia literaria que echaba en falta, ni fijar cánones, sino hablar de sus lecturas, tal vez realizadas por el mero azar de un regalo o de una fortuita compra y de unos voluntarios silencios selectivos, como los de la picaresca, Calderón o el teatro del Siglo de Oro. La estrategia está clara y la prensa, una vez más, es su motor. Por esas mismas razones, es más importante el método que el canon que intencional o indirectamente establece. En Los valores literarios había recurrido ya a un breve pero eficaz diálogo de Stendhal de Racine et Shakespeare: El viejo.— Continuemos. El joven.— Examinemos. He aquí todo el siglo xix (Azorín 1998a: 1021).

“Examinemos”, porque Azorín exige —es en este caso a Ortega y Gasset a quien dedica la obra— una actitud crítica y selectiva que deseche “lo viejo nocivo... Detengámonos un momento; veamos lo que hay debajo de todas esas oriflamas y alharacas. Examinemos” (Azorín 1998a: 1157). Examinar para Azorín es también “buscar nuestro espíritu a través de los clásicos; a través de los clásicos que, dejando aparte enseñanzas arcaicas, deben ser revisados e interpretados bajo una luz moderna” (Azorín 1998a: 817) para comprender el presente de los fenómenos humanos, lo lógico, lo necesario (Azorín 1929). La nación literaria queda constituida, por lo tanto, por aquellos sabios o artistas que con la verdad y la belleza han logrado crear un nuevo estado dichoso de conciencia colectiva, que han levantado el nivel de la moral humana, que han hecho que entre los hombres el amor y la bondad sean mayores?” (Azorín 1907c).

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No obstante, en ella cabían muchos autores, del presente y del pasado, jóvenes y viejos, clásicos y modernos5 con los que él se identifica, aun cuando el público medio, la gran masa, “se puede decir que permanecerá insensible a ella” (Azorín 1907b). Los autores que forman esa nación literaria azoriniana comparten algunos rasgos con el propio autor, que se conoce o reconoce en ellos porque le remiten a la imagen de su propia proyección: Cervantes, por su carácter independiente y “solitario, anticortesano y antiuniversitario, un hombre de los caminos y de los campos yermos y bellamente tristes de la Mancha” (Azorín 1907a); Fray Luis de Granada, por su “carácter reflexivo, por el efecto del vocablo oportuno”, por “un final de período sonoro y enérgico” (Azorín 1906), así como Santa Teresa, por su perseverancia, templanza, y abnegación; y no precisamente ambos por su cualidad religiosa de místicos. Lo que destaca de Garcilaso, Gracián, Quevedo, Larra..., por citar algunos, es su carácter independiente, iconoclasta, rebelde y divergente. Sus obras son fruto de la espontaneidad y libertad. Su originalidad reside en ser obras fuertes y vivas: La poesía había tenido en los siglos xv y xvi una vitalidad, una frescura, una espontaneidad, como ya no volvió luego a tener. El Arcipreste de Hita, Gonzalo de Berceo, Juan Lorenzo Segura, Fray Luis de León, Garcilaso, no son del siglo xvii; si queremos deleitarnos con la verdadera poesía clásica, a ellos tenemos que acudir; dos de ellos, Fray Luis y Garcilaso, son los dos únicos poetas de nuestro pasado que han sentido la Naturaleza, que han reflejado el paisaje. Es esta una época felicísima, pletórica de vida, en que cada artista vive en su propio centro, sin preocuparse de los demás, en que el arte no es todavía una “fórmula”, sino una manifestación espontánea, sencilla, del sentimiento (Azorín 1907a).

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Solía ser norma común entre críticos y cronistas evitar comentarios y análisis de obras coetáneas nacionales salvo para contados amigos íntimos, como fue Baroja en el caso de Azorín. Para evitar polémicas y disensiones los críticos solían recurrir a las lecturas extranjeras o a las de aquellos escritores ya fallecidos.

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Del xviii, Feijoo, Isla, Cadalso, Sarmiento, le interesan el espíritu de claridad, de examen exacto, de análisis, y el deseo vehemente de progreso apoyado en la razón y en la justicia. A juicio de Azorín, lo “claro, conciso y preciso” encarnan a su entender las “tres condiciones de la vida” y su “fuerza misteriosa y poderosa”. Azorín anota, orienta pero no diserta ni explica para llevar a su lector a la “fuerza misteriosa del universo”. Resaltaba precisamente Miguel Ángel Lozano que en “El casticismo”, indica el periodista que para el conocimiento y sentimiento del mundo partimos de “nuestras sensaciones”, y así el mejor prosista no es el de mayor riqueza léxica, “sino quien ha hecho expresar a la prosa mayor número de sensaciones y más intensas. Casticistas son en este sentido tanto los clásicos como los jóvenes poetas, en especial Juan Ramón Jiménez” (Lozano 1999: 53), modelo de sensibilidad moderna: No podrá darse una más sugeridora idealidad basada en una más escrupulosa y menudamente observada realidad. El acercamiento a la vida real es —lo repetiremos— lo que ha determinado el espléndido renacimiento de nuestra lírica y ha hecho posible un poeta tan delicado y sutil como Juan R. Jiménez (Azorín 1998c: 1161).

En suma, clásicos y casticistas son todos aquellos, antiguos y modernos, que han contribuido a hacer evolucionar la lengua, el estilo, los valores estéticos, que han sabido interpretar y sentir la literatura española, con sus variedades y riquezas —castellana, mediterránea, gallega, santanderina, mallorquina, por citar algunos de los adjetivos que él fue usando—, en sus constantes idas y venidas entre el centro y las periferias sentidas como nación6, entre el pasado y el presente, en una relación de alteridad que se convierte en confusa ósmosis entre

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De hecho, Azorín se mostró bastante crítico respecto al centralismo literario y la sociabilidad que imperaban como modus vivendi en el Madrid coetáneo frente al desarrollo literario en otras regiones y también con el sentido mundo urbano y civilizado frente al retiro en el mundo provinciano o rural. Y sin embargo seguía escribiendo sobre literatura “española” y “castellana”, tanto en el Diario de Barcelona como en La Vanguardia.

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los más antiguos —el conde Lucanor, Juan Luis Vives, Garcilaso, Cervantes, Saavedra Fajardo, Góngora, Gracián, Torres Villarroel, Feijoo, Cadalso, la Celestina, José Somoza, entre tantos otros— y los más contemporáneos —Galdós, Rosalía de Castro, Bécquer, Silverio Lanza, Baroja, Palacio Valdés, Ramón y Cajal, Teníus, Gabriel Alomar, Eugenio Noel, Juan Ramón Jiménez—, los españoles citados y los franceses Víctor Hugo, Gauthier, Dumas, Baudelaire... Lo que Azorín propone es captar la vida palpitando, lo íntimo, lo que cambia. Porque “a través del tiempo, todo cambia y todo es lo mismo. Cambian las civilizaciones y los hombres, y perdura inextinguido y eterno el deseo vehemente de un devenir de dicha y de reposo” (Azorín 1901b). Lo que no cambia está muerto. “Un autor no será nada, es decir, no será clásico, si no refleja nuestra sensibilidad” (Azorín 1998c: 698). La emoción es lo que permite superar fronteras humanas, en el espacio y en el tiempo. Por ello, afirma Azorín: En este problema de la nación y de la nacionalidad, lo mismo que en el problema de la patria, habrá siempre un aspecto localista, íntimo, y otro aspecto universalista y de humanidad. No es posible negar que el arte, la literatura, las costumbres, la modalidad general, en fin, de la patria pequeña deben ser fomentados y mantenidos. ¡Son nuestro propio espíritu! ¡Encuentran eco tales vibraciones del ambiente en lo más íntimo de nuestro ser! Pero ¿y la humanidad? ¿Y el progreso que fatalmente se ha de realizar con la universalización de los sentimientos humanos? ¿Cómo resolvemos ese conflicto del localismo y de la universalización? Tenemos, pues: por un lado internacionalismo, universalización, y por otro... localismo, intimismo. ¿Cómo resolveremos el terrible, perennal conflicto? El tiempo lo va resolviendo paulatina, dulce, suavemente. Por encima de fronteras, razas, costumbres, idiomas, la humanidad camina hacia la universalización de los sentimientos. ¿Y esa universalización y homogeneidad en el sentir de las sociedades humanas —por sobre las barreras y obstáculos localistas— es el Progreso? (Azorín 1918).

La desaparición de las fronteras, la homogeneización de los valores, la atenuación de los nacionalismos esencialistas, la marcha del hombre hacia la universalización, obviamente, “sentimental”, representa, en consecuencia, un gran “avance en el camino de la humanidad” (Azorín

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1917a: 87). A los crecientes nacionalismos en España y Europa, Azorín antepone: el fomento y corroboración por todos los medios (política, literatura, filología, etc.), ¿está el ensanchamiento de la sociedad humana, el borrar fronteras, el acabar con los antagonismos que dividen a los pueblos, el formar de toda la humanidad una gran familia? Y también aquí hay espíritu europeo y espíritu aldeano (Azorín 1917a: 87).

En suma, la crítica para Azorín es revitalización, la de los más antiguos pero también la de los contemporáneos y algunos coetáneos, muchas veces en relación de alteridad con los foráneos; todos ellos acercándolos a la actualidad7, que es además razón de ser en el ejercicio periodístico (Pérez 1974). Ahora bien, todo ello de manera fragmentaria y asistemática, supeditada a ese asedio constante de la actualidad que es noticia ante la que Azorín reacciona8. En consecuencia, su nación literaria no ofrece una visión cartográfica ordenada por criterios referenciales, ni se justifica con un discurso argumentativo e historicista. Con todo, la literatura y el periodismo pueden desempeñar una importante labor en aras a la armonía entre el aparato estatal y los ciudadanos —pueblo, liberales y conservadores—; o sea, entre el Estado y la nación (Azorín 1917d: 91). La nación literaria de Azorín es, por lo tanto, esa comunidad que las obras literarias generan a partir del acto de lectura. Es una nación abierta, sin fronteras, en diálogo permanente con la cultura europea —sobre todo, francesa—, que se conforma en cada momento en la

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Ello implica, como ya precisó Guillermo Díaz-Plaja (1975: 60), una “constante toma de posiciones, sobre la marcha” a ritmo muchas veces de efemérides: la celebración de centenarios y otros homenajes, la muerte de un escritor, la novedad de un nuevo libro, el estreno de una obra. No es extraño que exista un diálogo indirecto con la colección de Lecturas Castellanas de La Lectura publicadas por el Centro de Estudios Históricos; de modo que la selección de autores es a veces circunstancial pero siempre fruto de sus lecturas.

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interpretación activa, estética, sensible y conjugada de las obras del pasado y del presente, en aras a una sociedad de progreso, libertad, bonanza y felicidad, propia de la utopía liberal. Azorín utilizó algunas de estas ideas en clave o de manera metafórica en otros ámbitos y con otras finalidades, por ejemplo, entre conservadores políticos a los que pretendió renovar, o como manera de afirmar su autoridad intelectual ante el empuje de Ortega, cuando acuñó el concepto del 98 o, incluso, cuando quiso volver del exilio y durante el Franquismo. Todo ello favoreció y ha favorecido la lectura e interpretación de estas ideas literarias según unos otros valores, esos sí, nacionalistas, esencialistas y políticos en el curso de la historia. Proporcionemos algunos ejemplos. La lectura que todos estos textos generaron en torno al concepto de generación del 98 y la búsqueda de un alma e identidad nacionales de índole más ideológico que estético fue decisiva en la apropiación política “nacionalista franquista” que se realizó durante muchas décadas de nuestra historia de la obra crítica de Azorín. La búsqueda de valores, sugestiones y emociones en los textos del pasado, por ser pasado, fue símbolo de viejo, estable, tradicional, patrimonio y por lo tanto de conservador. Bien se sabe, Azorín trató primero de obtener su reconocimiento y luego de no perderlo en esa constante y eterna dialéctica entre lo viejo y lo nuevo, lo antiguo y lo moderno. En estos paradigmas, lo antiguo puede ser o no clásico y lo pasado no es forzosamente antiguo. Ya lo afirmaba Azorín cuando, a contracorriente, reivindicaba la cultura y la literatura del siglo xviii. Pregunta el crítico a sus lectores: ¿Cuándo era viejo, pasado de moda, anticuado el espíritu de claridad, de examen exacto, de análisis de que representan estos nombres? Un deseo vehemente de progreso apoyado en la razón y en la justicia, ¿cómo podrá nunca ser de mal gusto, grotesco y anárquico? [...] Sepamos con exactitud lo que son las cosas. Hagamos inteligibles la vida y el mundo. Dejemos que los bagatelistas y noveleros nos llamen anticuados. ¿Siglo xviii? Sí, desde luego, muy siglo xviii (Azorín 1917c).

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Porque clásico es sinónimo popular de lo estable, de lo asimilado, de lo compartido o lo que vendría ahora a ser lo mismo, de lo patriótico, lo nacional o lo tradicional; por lo tanto, en muchas mentes populares, de conservadurismo. Y es más si todo ello se enmarca como respuesta a un imaginario social institucionalizado, de nacionalismo estatal. En aquellos años en que Azorín ofreció su interpretación crítica de la historia de la literatura española a través de la lectura creativa de sus obras, su actitud fue considerada por sus biógrafos como un apartamiento de la vida política. Para otros estudiosos, los artículos que Azorín publicó eran sintomáticos de su evolución política. En efecto, cuando el escritor evolucionó por las aguas del conservadurismo político, con su apoyo a Antonio Maura y a Ricardo de la Cierva, volver la mirada a la literatura clásica fue entendida por Mainer como una calculada afirmación del conservadurismo, como una estrategia para afirmar su neoconservadurismo y como aplicación de su personal “noción de ensayismo patriótico”; ideas que también defendió Fox y que otros estudiosos han compartido. Para Fox, el escritor estaba elaborando una “construcción de una historiografía castellano-céntrica” y la noción de “continuidad a lo largo de los siglos de una mentalidad nacional”, que se ha delimitado en torno a un “estudio sistemático de la literatura española” (Romero Tobar 2004: 83) con la definición de un canon “clásico” (Fox 1997: 132; Alzamora 2012). Otros estudiosos van más lejos. Dilucidan en ello la afirmación de unos valores que podríamos calificar de “identidad colectiva nacional”, un proceso de “construcción de un nacionalismo español castellanófilo, así como la búsqueda de ‘una definición de la mentalidad española a través de la interpretación literaria” (Ferrándiz 2008: 432). Para José Ferrándiz todo ello queda probado en un artículo titulado “Deseo”, publicado en 15 de febrero de 1911 en el primer número de España, órgano de la juventud conservadora de Madrid, en el que Azorín incitaba al viaje, al descubrimiento de las ciudades españolas, a la contemplación del paisaje y a la admiración de las artes y las letras. El que Azorín estimulase a la juventud a comulgar con “Velázquez, Cervantes, Goya, Quevedo, El Greco, Garcilaso, Zurbarán, Fray Luis de León, Murillo o santa Teresa”, se ha interpretado como una estrategia para la finalidad

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política que animaba al escritor al exhortar a aquellos singulares lectores: “Cuando esos jóvenes hayan sentido hondamente nuestra historia, nuestra raza, nuestra tierra, entonces serán conservadores de veras: conservadores por el espíritu y el corazón, no para las actas de diputado, las partes insustanciales del Congreso, las trapacerías brillantes de la política” (Ferrándiz 2008: 433)9. Nótese el cambio del polisémico concepto de clásico por el de conservador, atributo de aquellas juventudes a las que estaba arengando Azorín para que examinasen y no continuasen. Ser un joven conservador en 1911 y en este contexto implica sentir hondamente, por lo tanto, dar significado presente a “nuestra historia, nuestra raza, nuestra tierra”, a nuestra historia, con sensibilidades jóvenes y modernas. La permeabilidad entre periodismo, política y literatura en la misma persona de Azorín y su uso subjetivo, metafórico del lenguaje —cuando estaba escribiendo pensando también en la Academia10— es fuente de este tipo de lecturas que someten su personal nación, construida a partir de su concepto de lectura y de valor literario, a un proceso de nacionalización esencialista, tradicionalista y reaccionaria. Y ello porque se sigue asimilando la historia literaria al concepto de tradición e identidad nacional católica, a partir de reconstrucciones diacrónicas elaboradas según los preceptos y las reglas de Menéndez Pelayo. La que proponía Azorín, como ya se ha desarrollado, se basaba en el concepto de valor literario, o sea, con la subjetiva, impresionista y personal manera de leer y entresacar constantes humanas universales en la literatura. Afirmar, por lo tanto, que aquellos libros

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“Prosigue Azorín: ‘conservadores de veras: conservadores por el espíritu y el corazón, no para las actas de diputados, y no en el sentido contemporáneo de nacionalismo’. ¿Realmente estaba reclamando Azorín la permanencia? ¿Conservador para él entonces significaba mantener el orden social y los valores tradicionales frente a las innovaciones y los cambios radicales? ¿El continuismo frente al examen?” (Azorín, “Deseo”, artículo publicado el 15 de febrero de 1911, recogido por Ferrándiz 2008: 433) 10 En unos momentos en que Azorín aspiraba acceder al reconocimiento de la Academia, fue antes el criterio literario el que animó la composición de estas antologías en unos momentos que en quería ser premiado por la Academia.

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de críticas son nacionalistas es hacer uso instrumental y político de ellos a posteriori, despojándolos de sus primigenios valores. Son unas lecturas sesgadas, descontextualizadas y eficazmente nacionalistas como fueron las del Franquismo, en el sentido de reaccionarias y autoritarias. Bien lo sabía Azorín: Las circunstancias hacen la vida y las circunstancias en perpetuo flujo y reflujo llevan al hombre a la desdicha o a la fortuna. Un escritor es insigne por la circunstancia y es ilustre un literato por las circunstancias. Nada hay bueno o malo en sí, todo es accidental y contingente, todo debido a la inexorable ciega combinación de los minúsculos e innumerables detalles que llamamos Fortuna” (Azorín 1901a).

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Mainer, José-Carlos (1981): “De historiografía literaria española: el fundamento liberal”, en Santiago Castillo (ed.), Estudios de historia de España: homenaje a Manuel Tuñón de Lara. Madrid: Universidad Internacional Menéndez Pelayo, pp. 439-472. — (1994): “Literatura nacional y literaturas regionales”, en José-Carlos Mainer y José María Enguita (eds.), Literaturas regionales en España: historia y crítica. Zaragoza: Instituto Fernando el Católico, pp. 7-22. Pérez López, Manuel (1974): Azorín y la literatura española. Salamanca: Universidad de Salamanca. Romero Tobar, Leonardo (ed.) (2004): Historia literaria/historia de la literatura. Zaragoza: Prensas Universitarias de Zaragoza.

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Como bien ha señalado Martín-Hervás (2017), en los inicios del siglo xx existe en España una acuciante necesidad de hacer nación. Se busca, así, remedio para lo que Unamuno consideró una de las mayores desgracias nacionales: la endeblez de una conciencia pública nacional. Dentro, pues, de tal contexto hay que situar la preocupación y conciencia azoriniana por lograr un progreso construido en la “continuidad nacional”. Precisamente sería tal conciencia lo que lo impulsaría a escribir, según Fox, su tetralogía crítica, constituida por Lecturas españolas, Clásicos y modernos, Los valores literarios y Al margen de los clásicos (2017: 90). Como sigue indicando Martín-Hervás, tales textos bien podrían considerarse un singular esbozo de manual de historia de la literatura española, destinado a dar a conocer a los clásicos, si bien desde un ángulo de enfoque muy distinto al de la historiografía y crítica literaria tradicionales. Martínez Ruiz defiende, siempre, la necesidad de leer a los clásicos conforme a la moderna sensibilidad literaria, de manera que esa lectura e interpretación de los textos clásicos de nuestra tradición responde a un “valor dinámico” (2017: 130) muy alejado de los parámetros consolidados en los ámbitos académicos.

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Singularmente representativo es el Nuevo prefacio que añadió a sus Lecturas españolas, en tanto sintetiza perfectamente la lectura de los clásicos defendida por él. Ante la pregunta de qué es un clásico, responde Azorín: Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna [...] Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso los clásicos evolucionan: evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones. Complemento de la anterior definición: Un autor clásico es un autor que siempre se está formando. No han escrito las obras clásicas sus autores; las va escribiendo la posterioridad (1998: 698).

Bajo la influencia krausista, Azorín considera que son, verdaderamente, el arte y la literatura los elementos que mejor identifican el “genio nacional”, para desligarse de factores ya consolidados como el honor, la raza, la religión... Como recoge Martín-Hervás, en el escritor de Monóvar existe un deseo conjunto nacionalizador y modernizador de “redefinir una tradición que fuese a la vez aprovechable para el futuro” (2017: 127). En su aproximación a la tetralogía azoriniana, Martín-Hervás detecta, en consecuencia, la delineación de un Volkgeist que muy poco tiene que ver con el asentado en la centuria decimonónica. Si en un principio el autor todavía pudo defender valores tradicionales como la religión y la monarquía, en la elaboración de su tetralogía no cabe duda de que sus ideas responden a muy distintos parámetros. Los requisitos que Martínez Ruiz atribuye a la nacionalidad cultural española, a partir del análisis de tales obras, aparecen sintetizados por Martín-Hervás en los siguientes rasgos: capacidad para la observación penetrante de la realidad, sensibilidad para comprender el medio y el paisaje, conciencia de la fugacidad del tiempo, habilidad para combinar realismo e idealismo, espíritu científico, claridad y sobriedad en el lenguaje y una noción casta (vital, moderna) y no casticista del estilo (2017: 165). La separación, en consecuencia, del perfil del Volksgeist consolidado en el siglo anterior no puede resultar más clara, pues si uno de los principios estéticos fundamentales de los decimonónicos, para definir el espíritu nacional, fue el realismo, la concepción azoriniana de este

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resulta bien distinta. Esa necesaria consideración de una observación profunda de lo real, de una aproximación sensitiva al medio exterior, nada tiene que ver con la concepción decimonónica de dicha categoría literaria. Desde tal perspectiva pueden entenderse los recelos de los académicos ante un crítico que establecía unas nuevas vías de acercamiento a los textos clásicos y que, incluso, se atrevía a censurar y rechazar obras consideradas canónicas en nuestra historia literaria. Tal como recuerda Florit Durán, Martínez Ruiz no tiene, así, ningún reparo en adoptar una posición contraria ante el teatro barroco (1999: 293). Este Volksgeist de carácter literario-cultural que esboza Azorín aparece, por lo demás, muy claramente mediado por la estética personal del escritor, de manera que si él reclama la necesaria asimilación de esos textos del pasado a la sensibilidad literaria moderna, en el caso de sus interpretaciones críticas es, esencialmente, la suya la que domina de manera notoria. Habida cuenta de la fervorosa devoción que Martínez Ruiz mantuvo siempre hacia Cervantes, en su tetralogía crítica podemos encontrar numerosos artículos vinculados a él y a su obra. Si Azorín quería dar a conocer los valores definidores de nuestro genio nacional, nada más adecuado que referirse al autor que se había constituido como el exponente más representativo de nuestras letras, consolidado ya como el primer autor de estas. Como bien ha estudiado Pérez Magallón, la monumentalización de Cervantes, su destacada posición en el patrimonio cultural y como valor de identidad nacional, afecta tanto a su persona como a su obra (2015: 24)1. La separación, no obstante, del cervantismo tradicional no puede resultar más evidente en la obra de Azorín. En ese temprano discurso sobre La crítica literaria en España pronunciado en el Ateneo Literario de Valencia, en 1893, el escritor se refiere al abundante caudal de estudios sobre Cervantes, para señalar que junto a aportaciones excelentes, otras

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Escribe Azorín en La ruta de don Quijote: “Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro ídolo y nuestro espejo” (1984: 80).

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han soltado infinitos disparates; quién pretende que es todo puro simbolismo; quién, que todos los personajes de la famosa historia son retratos de personas de la época; cuál otro pretende explicar el sentido oculto. Pero ¿y el autor? ¿Qué no habrán dicho del celebérrimo manco? Uno, que era el mejor geógrafo de su tiempo; otro, que el más excelente médico, y el de más allá, el más famoso astrónomo; todo con pruebas y argumentos sacados de su nunca bastante leído libro (1947: 13).

El evidente rechazo por parte del autor alicantino de esa crítica en ocasiones verdaderamente disparatada, desarrollada a lo largo del siglo xix, que se volcó, especialmente, en la reconstrucción del perfil biográfico del autor y en las interpretaciones esotéricas de su obra maestra, recuerda a la también clara denuncia de tal tipo de aproximación llevada a cabo por Pereda en uno de sus artículos incluidos en Esbozos y rasguños (1881): “El cervantismo”. Desde luego, las aproximaciones azorinianas, tanto al autor como a sus obras, se alejan ostensiblemente del tal tipo de cervantismo y en los títulos de algunas de estas, exclusivamente dedicadas al alcalaíno, el escritor quiere ponerlo ya de manifiesto. En 1947 y 1948 Martínez Ruiz recopilaría, junto a textos inéditos, toda una serie de artículos y cuentos dedicados a Cervantes bajo los títulos, respectivamente, de Con Cervantes y Con permiso de los cervantistas. Si la distancia con el cervantismo establecido se evidencia en la segunda, en la primera resulta, asimismo, enormemente significativa la elección de la preposición. No sobre o acerca de, sino con. Muy representativo, al respecto, resulta el prólogo que antepuso a la segunda recopilación, en el que el crítico establece la dualidad entre lo que llama cervantismo erudito y sensitivo. Mientras el primero se funda en el rastreo documental, el segundo lo hace sobre la imaginación. De ambos este es el camino que toma el artista. Para precisar: el artista que puede enamorarse de Cervantes; que puede aspirar a sentir, a comprender, a compenetrarse con Cervantes. Sentir a Cervantes es, ante todo, actualizar a Cervantes (1954: 188).

Ese “compenetrarse con Cervantes”, “sentir a Cervantes”, resulta claro en cualquiera de los textos que el autor alicantino le dedicó. Su

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acercamiento, pues, a la figura del escritor nada tiene que ver con las biografías al uso que, por lo demás, él conocía bien, como lo atestigua su artículo “Vidas de Cervantes”, recogido en Con permiso de los cervantistas. En general, de la biografía cervantina al autor le interesó especialmente, como ha señalado Manso (1994: 522), el periodo de madurez, idea que ya había anticipado Pérez López (1974: 103). Por su parte, Catena (1973: 95) se refiere a la presencia, en la obra de Martínez Ruiz, de una extravagante biografía cervantina que reúne tanto lo que vivió como lo que pudo vivir, de tal modo que la fértil imaginación del autor transformaría no solo la obra literaria cervantina, en sus numerosas recreaciones, sino también la propia vida del escritor. En general, puede decirse que en las aproximaciones críticas a los textos cervantinos se advierte ese tipo de crítica científica, por él elogiada, en ese temprano ensayo dedicado a La evolución de la crítica. Al referirse a la obra de Hennequin, que identifica con tal tipo de aproximación, señala que en la misma el estudio de la obra se lleva a cabo para conocer al hombre. Escribe allí: Quien levanta determinado peso es porque tiene fuerza para ello; pues quien compone determinada obra es porque reúne tales o cuales particularidades psicológicas, y quien la lee y en tal obra se complace y no en tal otra, es porque también en su temperamento hay algo esencial y concreto que a ello le impulsa (1947: 437).

Resulta este, sin duda, un texto con sentido verdaderamente programático en relación con la crítica azoriniana. Pues si por un lado vincula directamente el texto con su creador, considerando la obra como reflejo de quien la escribe, por otro realza el papel que tiene el otro punto esencial en el proceso comunicativo: el lector. Estimada la obra como espejo del temperamento de su autor, en el proceso de recepción deberá existir un lector que encuentre en la misma también un reflejo del suyo. En las aproximaciones críticas azorinianas uno y otro aspecto no dejarán, pues, de estar siempre presentes. En Con permiso de los cervantistas encontramos, así, un buen número de entradas dedicadas a Cervantes: “Cervantes y los gitanos”,

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“Cervantes sin dinero”, “Cervantes y el dinero”, “Cervantes y el ideal”, “Cervantes y América”, “Cervantes y el teatro”, “Cervantes y Lepanto”... En tales textos el autor parte de su creación literaria para intentar aprehender la condición y temperamento del escritor. Por ejemplo, en “Cervantes y los gitanos” concluye asegurando la simpatía del escritor hacia estos a través de la lectura de sus propios textos. Buen conocedor de las biografías sobre el autor alcalaíno, en su acercamiento al escritor, en ese deseo por llegar a “compenetrarse con Cervantes”, Azorín parte, fundamentalmente, de su creación literaria. Lo que él busca ante todo —y recordemos su homologación “sentir a Cervantes” es “actualizar a Cervantes”— es llegar a la sensación de vida que el escritor ha experimentado y que desea transmitir al lector. Al abordar, pues, muy diversos y variados temas, Azorín, a partir de los textos, se sumerge en la intimidad del autor para reproducir, desde ella, las emociones y sensaciones que este debió de experimentar. Junto a este tipo de aproximación crítica también es perceptible en su lectura de Cervantes, frente a esa crítica meramente formalista, la crítica psicológica. En este caso se estudia el medio para comprender la obra. La andariega y agitada vida cervantina, en su época de juventud, se vislumbra, así, con toda evidencia para el crítico en la obra que para él resulta más autobiográfica, El licenciado Vidriera, tal como señala en “La novela de la inteligencia”, reunida también en la misma recopilación. Por otra parte, escribirá respecto a su obra maestra: La vida de Cervantes, errabundo, angustiado, pobre, diríase que, tal como es y no de otro modo, viene a ser indispensable para la emoción total que en el lector culto produce el Quijote (1954: 1031).

Por lo demás, el lector de Cervantes azoriniano, tanto en sus interpretaciones críticas como en sus personales recreaciones literarias, deja impresa, en todo momento, como se indicó, su huella personal. Si Lozano señaló, como propio de su estética literaria, el interés por la observación de objetos anodinos, sucesos irrelevantes, ambientes vulgares y vidas opacas en cuya armonía se advierte, no obstante, la fuerza misteriosa del universo (1998: 39), ello se aprecia en sus aproximaciones críticas y recreaciones literarias de los textos cervantinos.

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Por ejemplo, en su artículo “La casa de Miranda”, incluido en la misma colección, el autor, justificando precisamente la parquedad de trazos descriptivos en la obra de Cervantes, reflexiona sobre el tratamiento de la descripción en la tradición literaria. Escribe allí: “Habrá de pasar mucho tiempo hasta que las cosas, las pobres y humildes cosas, entren en el arte” (1543: 370). Son, justamente esas “pobres y humildes cosas”, ausentes en los textos cervantinos, las que él desea hacer emerger, con poderosa luz propia, en sus personales recreaciones e interpretaciones. Pensemos en artículos incluidos en esta misma obra, como “Una minuta de Cervantes”, donde el tema gira exclusivamente en torno a la comida que comparten Ricote y el resto de personajes, o “El palacio ducal”, en donde llena los huecos del texto cervantino imaginando cómo es y qué tipo de vida llevan sus moradores. Algunos de los rasgos caracterizadores del espíritu nacional, según Martínez Ruiz, no podían dejar de estar presentes en su visión sobre Cervantes. La búsqueda de armonía entre la realidad y el ideal aparecía como uno de los factores destacados por Martín-Hervás, que dicho crítico hacía extensivo, en realidad, a un rasgo del genio universal (2017: 152). Sin discutir su aserción, parece, no obstante, que tal dicotomía alcanza su más clara expresión en esa obra maestra de nuestra tradición literaria que es el Quijote. En el artículo, significativamente titulado “El genio nacional”, Martínez Ruiz, refiriéndose a esta obra y a la mencionada dualidad realismo/idealismo perceptible en ella, escribe: “Y esa maravillosa alianza del idealismo y del practicismo es precisamente lo que constituye el genio castellano” (1998: 707). La misma alcanza, según la interpretación azoriniana, al propio creador. En “Un viandante”, una de las recreaciones incluidas en Con Cervantes, el autor presenta un relato en donde personaje y creador se encuentran. Configurado como lo que Vidal Ortuño ha denominado cuentos-acertijo (2007: 188), el narrador sitúa a un viajero en una venta. Tras un somero retrato —y Azorín siempre utiliza los mismos rasgos descriptivos al presentar al escritor— se introduce en su interioridad para exponer su conflicto, consecuencia del desajuste producido en él entre la realidad externa y su conciencia, solo superado por la creación personal del “ensueño interior”. El relato concluye con un

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efectista broche último al hallar, en la figura de un loco caballero que ampara a un menesteroso, la concreción de su ensueño. También en la visión azoriniana sobre el famoso caballero manchego se advierte su distancia del cervantismo consolidado. Si ya don Juan Valera protestó por la esquematización simbólica a que habían sido sometidos los protagonistas de Cervantes (Baquero Escudero 1989: 43), Azorín defiende que tan importante es en el héroe cervantino la acción como la reflexión. En “Los retratos”, incluido en Con permiso de los cervantistas, rechaza, pues, las habituales representaciones del caballero que inciden solo en su fantasía imaginativa. También en “Una entrevista”, de la misma obra, el crítico vuelve a destacar cómo a la vez que hombre de acción don Quijote es un intelectual. La seriedad científica, el rigor reflexivo que erigía el crítico como otro de los factores representativos del Volgskeit español, se hacen extensivos también al héroe nacional por excelencia. Los textos que dedicara Azorín a Cervantes resultan, innegablemente, muy numerosos2, y en ellos se perciben algunos de los rasgos propios de su práctica lectora. La voraz curiosidad —de ahí lo habitual de las continuaciones y ampliaciones—, el interés por esas vidas anodinas y apenas insinuadas —son muchas las recreaciones y aproximaciones críticas a personajes secundarios cervantinos—, la aproximación sensitiva a los ambientes —recuérdese su bello ensayo “Al margen de La fuerza de la sangre”— y el interés, en general, concedido a las conciencias íntimas de personajes y autor, dominan su crítica y sus recreaciones cervantinas. En general, toda la obra del escritor mereció páginas azorinianas3, desde su teatro hasta la Galatea, el Persiles y, por supuesto, las Novelas ejemplares, de una y otra tonalidad literaria, y el Quijote. Constituido este como el monumento cultural máximo del genio nacional, a él dedicaría numerosas páginas, en algunas de las cuales se advierte, de manera clara, esa lectura actualizada

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La crítica ha analizado tal aspecto en la obra azoriniana. Desde los estudios de Cruz Rueda (1949) y Catena (1973) hasta los más recientes de Sánchez (1999) y Martínez Torrón (2005). Véase Pérez López (1974: 105)

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de los clásicos defendida por él. En “La evolución de la sensibilidad literaria”, artículo incluido en Clásicos y modernos, no deja de ser significativo que el autor elija, precisamente, la obra maestra cervantina como ejemplo notorio de la idea manifiesta en el título. Escrito a raíz de la publicación del primer Quijote, en la edición de Rodríguez Marín, vuelve a incidir en su rechazo de una crítica erudita de índole estrictamente documental. Frente a la misma defiende un tipo de crítica psicológica, capaz de penetrar en valores más profundos, como la aprehensión, a través de los textos, de la sensibilidad literaria de cada época. Desde luego, los clásicos resultan para él un representativo muestrario para aproximarnos a la sensibilidad española de esas épocas pasadas, especialmente el Quijote. Es precisamente el capítulo LII de esta parte el que presenta Martínez Ruiz en su artículo como ejemplo notorio del cambio producido en la sensibilidad del lector actual. El efecto puramente cómico y risible de la presentación de la dura pelea entre el cabrero y el caballero manchego no obtiene ya tal respuesta en el lector de hoy que, lejos de reír, se entristece con ella. Si la sensibilidad evoluciona, pues, a través del tiempo, la manera de leer tendrá, necesariamente, que cambiar también para que se produzca la conexión entre esas obras de nuestra tradición literaria y la sensibilidad moderna. Solo de esta forma se conseguirá que el autor clásico sea un reflejo de esta, tal como él defendía. Con la aparición de la continuación del Quijote del mismo Rodríguez Marín, Azorín publicaría otro ensayo, “Sobre el Quijote”, incorporado en Los valores literarios, en el que vuelve a rechazar las aproximaciones académicas al texto cervantino que han olvidado la necesidad de establecer su vinculación con el hombre presente. En este caso la obra de Cervantes es interpretada como un “libro de realidad” (1998: 1023) que ofrece a los lectores de hoy un reflejo magnífico de lo que todavía estos pueden seguir percibiendo en torno a ellos. Frente a la crítica erudita, que adolece de “trabajar en lo abstracto” (1998: 1023), propugna un acercamiento diferente a la obra clásica, pues “poner en relación la realidad de hoy con la realidad pintada por Cervantes, sería establecer una armonía de humanidad y cordialidad entre la obra y el lector” (1998: 1024). El objetivo, en consecuencia, de la crítica azoriniana consiste en establecer la “armonía” entre esos

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textos consagrados como un legado clásico de nuestra identidad nacional y unos lectores muy alejados en el tiempo, pero que pueden seguir hallando en ellos un reflejo de sí mismos. De todos los textos cervantinos a los que dedicó atención —muchos, como se apuntó—, su novela póstuma nos sirve, especialmente, para ejemplificar la nueva forma postulada por Azorín para interpretar y actualizar a los clásicos. Aunque no dedicó a la misma ninguna recreación, resulta innegable su interés por ella. En los textos que escribió sobre el Persiles se aprecia, así, su rechazo de esa crítica formalista que ha alejado el texto cervantino de la sensibilidad moderna haciéndolo prácticamente desaparecer del interés del lector. Azorín no encuentra sino un amplio desdén y desinterés por la última obra de Cervantes cuya propia interpretación crítica pretende combatir. Como recoge Cruz Rueda (1949), entre las glosas cervantinas que figuran en Al margen de los clásicos (1915) aparece “Al margen del Persiles”, dividido en cuatro secciones, la primera de las cuales se titula, en la primera edición, “Cervantes en el Persiles”. Años después incluiría un nuevo comentario en Los dos Luises y otros ensayos (1921) bajo el título “Una nota al Persiles”, en el que evoca las peregrinaciones de los personajes por ese ignoto mundo polar que Cervantes nunca conoció. Como bien señala Rull (2015), cuando el autor se aproxima por vez primera a la novela póstuma de Cervantes lo impulsa, fundamentalmente, su deseo de reivindicarla. Tal como indicamos, Azorín muestra su asombro por el desinterés generalizado sobre ella e incide en su rechazo de una crítica erudita, incapaz de rebasar los estrechos límites en que se mueve. Frente a esta, el autor propone un nuevo acercamiento crítico al texto, de manera que es, nuevamente, una lectura esencialmente sensitiva que busca evidenciar la vigencia y modernidad de la obra clásica lo que volvemos a hallar aquí. En tal proceso de revisión modernizada del texto clásico se evidencia, por lo demás, de forma expresiva, cómo los principios estéticos del autor condicionan su lectura. Ello es así hasta el punto de que en el proceso de interpretación y valoración de la novela cabría hablar, en algún caso, de singular manipulación de su sentido primigenio.

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Si en ese capítulo inicial —“Cervantes en el Persiles”— Martínez Ruiz defiende la obra para elogiar, ante todo, su prosa clara y sencilla4, aquí reaparece ya esa mencionada afición azoriniana por las figuras secundarias. De todos los personajes, el que destaca ahora el crítico es Rosemunda5, para anticipar una idea que explayará mucho más detalladamente después: la naturaleza trágica de la obra. Si, como se indicó, ninguno de los personajes o episodios del Persiles movieron a Azorín a elaborar su propia recreación, en “Al margen del Persiles” casi cabría hablar de pequeña recreación inserta acerca de esta figura femenina, verdaderamente poco positiva en el texto original pero que, sin duda, seduce al escritor. Carente de pasado, el autor imagina ahora una comprimida semblanza que justifica el presente de la misma reflejado en la obra. También traza una pequeña semblanza en torno a Clodio, otro de esos personajes cervantinos que le atrae, que aparece en esa misma parte de la novela. Pese al papel negativo que también desempeña dicho personaje en el relato, Azorín intenta justificar su atracción por él precisando que “el mismo Cervantes nos muestra simpatía por este hombre”6 (1981: 47). En tercer lugar se fijará el crítico en quien considera casi un rey shakespeariano, el desdichado rey Policarpo. Precisamente al referirse a esa reunión de muchos personajes procedentes de diversos lugares en su reino, el crítico desarrolla la que se convierte en su clave interpretativa esencial del texto cervantino: su sentido trágico, reflejado en el peregrinaje sin rumbo hacia lo desconocido, de todos los personajes. Comenta así: “¿No es ésta también la vida humana? ¿No puede ser esto un símbolo del poeta” (1981: 49), para referirse inmediatamente al “misterio trágico de esta extraña deambulación por lo desconocido” (1981: 52)7. Si en la época de Cervantes, como han mostrado críticos como Vilanova

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Son muchos los ejemplos que reproduce. No deja de resultar curiosa esta singular transformación del “Rosamunda” original. Citaremos por la edición de Con Cervantes. Rull señala, al respecto, la posible influencia en relación con tal visión de El sentimiento trágico de la vida, de Unamuno. Según él, Azorín debía de estar en estas fechas impregnado por su filosofía (2015: 213).

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o Avalle-Arce, los ideales de la Contrarreforma influyeron, sin duda, en la interpretación alegórica de signo religioso que se proyectó sobre este modelo novelesco, al considerar al peregrino como el símbolo del alma que debe atravesar innumerables dificultades para conseguir su purificación, distinta es, desde luego, la moderna interpretación azoriniana. Incluso aquí, como se indicó, cabría hablar de una visible manipulación en su lectura del texto comentado. El crítico afirma, así, que los personajes no buscan aventuras, sino que “marchan divagando por lo desconocido, sin rumbo, sin plan, dejándose llevar por el azar” (1981: 53), cuando cualquier lector del Persiles conoce perfectamente tanto la ansiada meta que guía el peregrinaje de los protagonistas como las perseguidas por el resto de personajes. Especial atención dedica el crítico al momento en que se produce la transición entre lo que se ha considerado la primera y la segunda parte de la novela, esto es, la transición desde esas remotas tierras septentrionales a países fácilmente reconocibles por su proximidad. Desde una isla solitaria habitada únicamente por dos eremitas que ahora, por fin, pueden regresar a su país, los personajes reciben tumultuosas noticias de lo que está sucediendo en Europa. A sus respectivos países regresan todos, por lo que el crítico se pregunta: “¿Ha acabado ya con esta dispersión el misterio trágico de esta extraña deambulación por lo desconocido?” (1981: 52). Su respuesta es negativa, pues en la isla quedará voluntariamente uno de los personajes para, al cuidado del faro, poder guiar a los perdidos navegantes. Sin duda esa lucecita del faro que brillará en medio de la noche no podría resultar más estimulante para la sensibilidad lectora de Azorín, quien oculta en su artículo que tal personaje, Rutilio, abandona posteriormente el lugar para reaparecer en Roma y reunirse con los protagonistas. Singularmente tamizado a través de la estética azoriniana resulta también otro de los momentos de la novela. Hasta esa isla despoblada un navío traerá, como se indicó, nuevas noticias. En tal situación, el crítico recuerda cómo uno de los personajes al oír cierta nueva, se queda absorto, meditativo. Se reproduce, a continuación, el texto original: “Puso los ojos en el suelo —escribe Cervantes— y la mano en la mejilla” (1981: 53). No hay duda de que tal pasaje obtendría una honda repercusión en la sensibilidad lectora de Azorín, creador de

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tantos personajes meditabundos y melancólicos, tan inequívocamente autobiográficos. Lo que también omite aquí el crítico es que la noticia que sume, obligadamente, en profunda reflexión a Arnaldo es la de los duros aprietos que atraviesa su padre, el rey de Dinamarca; tras esos momentos de íntimo debate, decide, finalmente, separarse de Auristela para cumplir con su deber como príncipe heredero. Será asimismo a propósito de la despedida de esos parajes nórdicos, con el regreso de los españoles a “sus viejas ciudades castellanas” (1981: 52), cuando reaparezca el motivo de ese pasado peregrino y admirable jamás recuperado y cuya huella indeleble, no obstante, marcará para siempre sus vidas. Unos sentimientos que el propio Azorín había proyectado tanto en el mismo autor como en sus criaturas literarias8. Por lo demás, en sus comentarios a la parte segunda, el crítico vuelve a dar muestras de su interés por los personajes secundarios, casi siluetas, en algún caso, que aparecen en un momento para inmediatamente desaparecer. Pues junto a Feliciana de la Voz —la protagonista de una de esas numerosas historias episódicas— recuerda Azorín a esa vieja peregrina cuya aparición en la obra es verdaderamente fugaz, o a ese mancebo asesinado cuyo homicidio no llega a aclararse nunca. Los interrogantes que en ambas ocasiones plantea el juicio crítico no obtendrán, sin embargo, ninguna respuesta en la creación literaria pues, como se indicó, Azorín no reescribiría ninguno de los numerosos episodios que conforman el Persiles. Este resulta, con todo, un libro verdaderamente fascinante para Martínez Ruiz, quien, como solía hacer, proyecta en él su propia sensibilidad literaria mostrando, a la postre, frente al desinterés generalizado que percibe en torno a ella, la vigencia y sentido que la novela póstuma cervantina puede seguir ofreciendo al lector moderno. En conclusión, para Martínez Ruiz es necesaria una vía de acercamiento a los clásicos, distinta de la puramente académica, que consiga insuflar nueva vida a los textos acercándolos al hombre actual. En su deseo de hallar los rasgos, en este caso literario-culturales, que

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Recuérdese, como destacado botón de muestra, “La fragancia del vaso”.

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caracterizan al genio nacional, Azorín se distancia de los consolidados en el siglo anterior para proponer otros acordes con lo que él considera la natural evolución de la sensibilidad. Especialmente significativa resulta su separación, en cuanto a su conceptualización, de lo que se convirtió en categoría estética fundamental del pensamiento decimonónico, y respecto a la cual, qué duda cabe, la obra de Cervantes se constituyó en modelo recurrente: el realismo. A este respecto, lo que Azorín proclama es la observación penetrante y sensitiva de la realidad. Ello hace que, en un artículo titulado “Génesis del Quijote”, el crítico, pasando revista a la ajetreada vida del autor alcalaíno, concluya lo siguiente: Todo esto habrá formado en su espíritu una recia trama de realidad viva, auténtica, netamente española; un amor se habrá creado en él hacia las cosas prosaicas, menudas, diarias (1954: 1193).

Precisamente la fascinación que el mismo crítico experimentó por ese ámbito de lo real definido por su pequeñez e insignificancia. Respecto a la misma categoría del realismo, también reitera, como elemento caracterizador del genio nacional, su especial armonización con el idealismo, dualismo en relación con el cual el universo literario cervantino constituye, sin duda, una muestra excepcional en nuestra tradición literaria. Por lo demás, si para Azorín el texto refleja las particularidades psicológicas de quien lo escribe, ese texto reclamará, también, a un lector cuyo temperamento se vea plasmado en él. La selección e interpretación, en consecuencia, llevadas a cabo sobre las obras de Cervantes por ese lector particular que fue Martínez Ruiz aparecen claramente condicionadas por su propia estética. Una estética, en definitiva, moderna, que rompe con las concepciones del más puro academicismo y que aspira a mostrar cómo el genio nacional puede pervivir y prolongarse en las obras clásicas a través de lecturas distintas.

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Azorín ante Velázquez: la creación de un clásico para la nación fabulada

Gemma Márquez Fernández Universidad de Barcelona

A lo largo del desarrollo del pensamiento europeísta de Azorín hay un momento en el que se manifiesta de forma privilegiada su posición respecto al modo en que deben articularse la cultura española y la europea: se trata de la polémica Zuloaga, cuyas circunstancias tienen la virtud de convocar los mimbres ideológicos y estéticos con que se trenza la singular fórmula de europeísmo que el escritor defiende en torno a 1910. Por una parte, la polémica confronta a Azorín con una actitud más decidida que la suya a abandonar la propia tradición —considerada retrógrada— para saltar sin demora hacia la modernidad europea, lo que hace que, por contraste, la fórmula azoriniana quede mejor definida. Por otra, en el seno de la polémica Zuloaga se reconocen las premisas institucionistas desde las que el escritor concibe el progreso español hacia una forma propia de modernidad. Pero además, la polémica revela cómo esa apuesta azoriniana por lo

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que él llama “la continuidad nacional” se sostiene sobre una serie de referentes estéticos desde los que traza una línea que llega a los proyectos estéticos e ideológicos del presente, de manera que aquellos quedan interpretados como precedente legitimador de estos últimos. En el caso de la polémica Zuloaga, ese referente que se presenta como raíz de una España encaminada a Europa por sus propios pasos y sin renunciar a su personalidad es Velázquez. En el seno del debate sobre la imagen que España mantiene ante el mundo europeo, el interés de Azorín por Velázquez —que se remonta como mínimo a 1900— cobra toda su profundidad, y los juegos literarios en los que el escritor ha implicado al pintor sevillano adquieren un sentido que propongo explicar aquí. La prudencia con que Azorín se plantea el avance de España hacia la modernidad europea tiene que ver con la incomodidad del escritor ante los que considera efectos de una injerencia extranjera en la creación de la imagen nacional. Desde esta perspectiva, el discurso sobre España estaría siendo elaborado por una voz ajena que se empeña en situar al país en una posición de otredad respecto al proyecto civilizatorio de Europa, y que en ello encuentra el pretexto para exigirle una transformación brusca según un plan diseñado por otras culturas. Frente a esto, Azorín se propone sustraer el relato sobre la propia nación a las narraciones elaboradas desde la mirada extranjera, oponiéndoles otras que se deshagan de los tópicos sobre la España negra. Esa reelaboración de un relato alternativo no se fundamenta tanto en una reconstrucción histórica como en una reinterpretación de las representaciones estéticas del país, y se guía por dos consignas: por un lado, rastrear en la historia cultural española los valores de tolerancia y justicia exigibles a una civilización moderna; por otro, dilucidar las aportaciones más valiosas de la cultura nacional a la europea, o lo que es lo mismo, construir un canon de clásicos. La recepción azoriniana de la pintura zuloaguesca en torno a 1910 y su confrontación con el modelo velazqueño constituyen un caso particular de la empresa de relectura descrita. Que la postura del escritor en la polémica Zuloaga está atravesada por la reflexión acerca de la relación entre España y Europa lo demuestra el particular giro que ha adoptado la mirada de Azorín hacia la obra del pintor eibarrés. La

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primera recepción de la obra zuloaguesca por parte de Azorín había tenido manifestaciones muy puntuales, pero en cualquier caso de signo positivo: un par de menciones admirativas en sendos artículos de 1902 y 1905 (Martínez Ruiz 1902 y 1905a), la dedicatoria de 1904 al frente de “Los toros” (Martínez Ruiz 1904a) y la asistencia de Azorín al banquete celebrado en Lhardy en honor del pintor vasco. Después cesan las referencias, que no reaparecen hasta 1910, con “La España de un pintor” (ABC, 7 de abril de 1910), y en esta ocasión para poner de manifiesto el rechazo del escritor ante la visión de España que Zuloaga presenta en sus cuadros, visión que Azorín juzga mediatizada por la mirada europea y excesivamente condescendiente con ella, y que llega a tildar de “falso casticismo” reaccionario. “La España de un pintor” aparece tras los dos artículos con que Ramiro de Maeztu ha iniciado el debate: “Los asuntos de Zuloaga” y “Europa y España. La cuestión Zuloaga”, ambos en el Heraldo de Madrid (9 y 25 de marzo, respectivamente). Frente a Maeztu, Azorín niega que los cuadros del eibarrés representen la verdadera España. La negativa de Azorín es diáfana: pese a su amoroso estudio de los clásicos españoles (“Velázquez, el Greco, Goya”), Zuloaga presenta su país desde la perspectiva de la España negra creada por Europa. La idea romántica de una España primaria, último reducto europeo que resiste a la civilización, hace que el pintor atienda únicamente a elementos minoritarios del país que, aunque no son representativos del mismo, se ajustan al preconcepto con que el eibarrés se acerca a la realidad. A los pocos días, “Falso casticismo” (26 de abril de 1910) responde a las acusaciones vertidas por Maeztu y Bonafoux en “Una cuestión de ojos” y “Del circo liliputiense” respectivamente. El primero en el Heraldo de Madrid (20 de abril) y el segundo en Madrid Cómico (23 de abril), achacaban al conservadurismo de Azorín el hecho de que el autor no aceptase que en la obra de Zuloaga estaba representada la verdadera España. Más argumentativo que el vitriólico Bonafoux, Maeztu atribuía a Azorín falta de espíritu europeísta, así como acomodamiento mental a problemas españoles que la costumbre hacía parecer normales, pero que respondían a graves carencias del país. Intentando centrar la discusión en el “terreno puramente artístico”, Azorín insiste en que Zuloaga ejerce una selección arcaizante respecto a la

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realidad española. Para el escritor, quien quiera “representar un país en su estado actual ha de recoger en sus lienzos, no las supervivencias del pasado, sino las características del presente”, sabiendo encontrar en este último la “honda vitalidad” de la vida nacional. Zuloaga, por el contrario, caería en el error “reaccionario” de creer que lo castizo ha de vestirse con ropajes del pasado, como el escritor “que en su estilo afecta giros y locuciones de escritores de hace dos siglos”. Maeztu vuelve a la carga en “La visión de Zuloaga” (Nuevo Mundo, 28 de abril), artículo que defiende la libertad del pintor para filtrar la realidad según su personalidad artística, cifrada en una estilización propia de ese “realismo esencial” que puede encontrarse en el Greco, Velázquez o Goya. Ratifica asimismo Maeztu que es de mentalidad el problema por el que Azorín no puede ver la España verdadera en los cuadros del eibarrés. En “La continuidad nacional” (21 de mayo), Azorín plantea un freno al europeísmo proclamado por los defensores de Zuloaga. El escritor se distancia ahora del movimiento ideológico que propuso la europeización de España como paliativo a la crisis de fin de siglo, movimiento al que vincula el desarrollo de un arte que contempla lo nacional según la mirada extranjera: España había de aparecer así como “una tierra hosca, agresiva, brutal, tétrica, negra, llena de supersticiones y de horrores”. Tras señalar en la España negra de Regoyos y Verhaeren el inicio de esa visión del país, Azorín expone la relación que a su juicio debe establecer España con la modernidad europea: el país no debe renunciar a su propio ser, en cuyas peculiaridades debe perseverar para ser una voz original en el concierto europeo. Reflexiones del mismo tenor constituyen “La invasión extranjera” (23 de mayo), donde Azorín señala la necesidad de preguntarse por el contenido exacto de esa europeización de España que otros propugnan. Señalando la paradoja de que se hable de europeizar el país cuando este siempre ha formado parte de la historia de Europa —en ocasiones a la cabeza de sus naciones—, el escritor propone una solución de coherencia con la personalidad cultural española. Para una acción reformadora efectiva, es necesario actuar con arreglo a un estudio minucioso de “nuestro pueblo, nuestro ambiente, nuestras condiciones físicas, nuestra tradición”, y no “a lo que pasa

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en Europa”. De otro modo se quebraría bruscamente la “continuidad nacional” que la tradición ha ido desarrollando a lo largo del tiempo. Lo singular de esta defensa del ser nacional es que en realidad es una forma posibilista de europeísmo. A este respecto, Azorín se sitúa en un punto medio entre el afán europeizador de Maeztu y el deseo de iberizar Europa de Unamuno. El maestro alicantino no niega la necesidad de reforma política y social en España, pero como ya postulara en “Geología y política “ (ABC, 3 de febrero de 1910), los cambios deben adecuarse a la personalidad y al ritmo de evolución propios de cada país. De otra forma, las estrategias de transformación están abocadas al fracaso. Por otra parte, una importación superficial de la modernidad europea supondría negar a España su capacidad de participación específica en el proyecto europeo: España debe contribuir a Europa con su genuina voz, ya que solo de ese modo aportará el complemento cultural necesario al resto de voces nacionales. Europeizarse irreflexivamente supondría perder la ocasión de ofrecer a Europa una parte auténtica e indispensable de sí misma y, por tanto, implicaría el empobrecimiento ideológico del conjunto. De ahí que Azorín afirme “algo que parece paradoja, pero que encierra una verdad evidentísima: cuanto más europeos seamos, seremos menos europeos, y cuanto menos europeos seamos, lo seremos en más alto grado”. España, en suma, debe hallar su propio modo de ser europea. Las raíces institucionistas de esta posición son evidentes, y de hecho Azorín las había encontrado refrendadas en la carta que Giner de los Ríos le había enviado con motivo de la publicación de España en 1909. Al hilo de su lectura, Giner se preguntaba por la posibilidad de que el país, tan resignado en su estancamiento, pudiera desarrollar un camino propio hacia la modernidad, y lo hacía en unos términos tan atentos a la continuidad nacional como los que utilizaría Azorín en la polémica Zuloaga un año después: “¡Cuándo, en la evolución castiza, y sin romperla —vano empeño, además—, vendrá de nuevo nuestra hora, la de hoy, no la de ayer!” (24 de octubre de 1909). Que Azorín escuchó esta interrogación de Giner y que desde ella renovó el examen de la tradición que había iniciado con El alma castellana lo corrobora la nota que posteriormente colocaría al frente de la reedición de España, en 1920. Allí, el escritor veía en la pregunta de Giner “un anhelo y

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una fórmula”, y afirmaba que la deseada hora había de llegar “para el arte, en un consorcio de la tradición honda y libre, con un sentido de la vida tolerante, justo y humano” (Martínez Ruiz 1947: 439). De 1909 a 1920, por tanto, discurre para Azorín una trayectoria intelectual inspirada por esta concreta idea de europeísmo, y como se trasluce tanto en la nota de 1920 como en sus consideraciones sobre la polémica Zuloaga, dicha consigna implica una lectura muy concreta de la tradición artística y un modo determinado de enlazar con ella que el propio Azorín ha cultivado desde 1904 y que va a seguir reelaborando hasta 1960. Es en este punto donde aparece un Velázquez azoriniano que se contrapone al que Zuloaga ha asumido en su pintura. Lo señala el escritor en “La invasión extranjera” (ABC, 23 de mayo de 1910), artículo en el que afirma claramente que un europeísmo errado desemboca en una lectura errónea de la tradición estética española, puesto que ve en ella lo más pintoresco (desde la mirada europea) pero a su vez lo más accesorio, aquello que no superaría la prueba del paso del tiempo ni su articulación con una sensibilidad más universal. En este sentido, Azorín atribuye a Zuloaga una visión distorsionada de la obra velazqueña. Al contrario de la interpretación zuloaguesca, Azorín presenta a Velázquez como modelo de una forma española de ser en el seno de la historia que, a su vez, se opone a la colonización cultural representada por la pintura de Zuloaga. Representa Velázquez “esta tradición castiza, hondamente nuestra” y que constituye una otredad respecto a la cultura europea: en ella debe beber todo artista contemporáneo para mantener la continuidad nacional. Es necesario precisar que esa otredad que España representa como nación según la propuesta azoriniana ya no está devaluada en tanto que concebida como resistencia a la civilización moderna. Antes bien, esa alteridad se entiende como personalidad nacional propia que encuentra su forma singular de alcanzar los más altos logros culturales, aquellos que le permitirán confluir con el resto de modernidades europeas. De hecho, lo que Azorín encuentra en el universo velazqueño es, en un primer momento, una constatación de los valores que Europa le está negando a España, y entre ellos, ese “sentido de la vida tolerante, justo y humano” en que el escritor cifra la posibilidad de que la vitalidad nacional se restablezca. Dichos valores habrían quedado

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documentados en las pinturas de Velázquez mediante una gestualidad que aparece definida en “La España de un pintor”, cuando Azorín afirma que la verdadera España del siglo xvii está “no en los reyes y en los bufones —de los que en el presente podría surgir un Gregorio el botero, por ejemplo—, sino en este pequeño cuadro de Velázquez que representa una vista de Aranjuez, y en que un caballero se inclina ligeramente ante una dama, con una gracia, con una dignidad, con una elegancia insuperables, para ofrecerle una flor”. Se refiere Azorín a La fuente de los tritones, y su valoración de este gesto del caballero no es anecdótica: viene de lejos y en ella ha insistido antes en dos ocasiones. La primera, en 1904, en el artículo publicado en el diario España el 14 de noviembre con el título “Un hidalgo. Las raíces de España”, que en 1905 quedará recogido en Los pueblos. En esa estampa, Azorín recrea la figura del hidalgo al que sirve Lázaro de Tormes apuntando a la dignidad, un punto tierna, que existe en su patético intento de disimular el hambre. El escritor presenta al hidalgo en conversación con unas damas a las que ha encontrado durante un paseo, y su actitud ante ellas queda sintetizada mediante el referente iconográfico del caballero velazqueño: ¿No habéis visto en cierto lienzo de Velázquez —La fuente de los tritones— la manera con que un galán se inclina ante una dama? Este gesto supremo, rendido y altivo al mismo tiempo, sobrio, sin extremosidad molesta, sin la puntita de afectación francesa, discreto, elegante, ligero; este gesto único, maravilloso, solo lo ha tenido España; este gesto, esta leve inclinación es toda la vieja y legendaria cortesía española; este gesto es Girón, Infantado, Lerma, Uceda, Alba, Villamediana [...].

La segunda ocasión es la del 15 de febrero de 1906, fecha en que ABC publica el artículo “Impresiones parlamentarias. Sobre las maneras”, cuyo título es ya lo suficientemente significativo como para intuir las fuentes institucionistas de las que procede esta preocupación azoriniana por los gestos mediante los cuales se expresan los españoles: [...] existe una tradición, una nacionalidad, en las maneras, y [...] estas cambian con las épocas, con los pueblos, con las clases sociales.

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Velázquez, en dos pinturas maravillosas (La rendición de Breda y La fuente de los Tritones), nos ha legado dos inapreciables documentos relativos a la cortesía, a la urbanidad, a las maneras españolas: uno, representado en el abrazo y la sonrisa de Spínola en La rendición, y otro, en el caballero que, en La fuente, se inclina para ofrecer una rosa a una dama. Por estos documentos podemos ver que nuestra tradición es la sobriedad, que no toca a lo hosco, la austeridad ligera, suave, y un cierto dejo de afabilidad, de intimidad, que no llega, por ejemplo, a la efusión desordenada, a la amabilidad abrumadora, ruidosa y a veces extemporánea de nuestros vecinos los franceses.

Es llamativo el modo en que Azorín está reelaborando aquí uno de los tópicos con que el liberalismo había criticado la decadencia de la España áurea, ya que dicha reelaboración revela en qué consiste la operación azoriniana frente a la leyenda negra que ha definido la nación española como un cuerpo extraño a la civilización europea. En efecto, el hidalgo aferrado a los últimos restos de una dignidad mal entendida se había convertido en imagen de un país apegado a una idea de grandeza vacía e improductiva, precariamente sostenida por unos valores caducos que ya no tenían cabida en un mundo progresivamente burgués. Para ciertos sectores, la posibilidad de integrarse en esa realidad burguesa pasaría por la renuncia al pasado, mientras que al mismo tiempo se insiste en la incapacidad del país para abandonar unas señas de identidad periclitadas. Ante esa actitud, Azorín relee la tradición en un sentido nuevo que permite conservarla a la vez que integrarla en la modernidad. Así, en lugar de un pundonor estéril, ve en el gesto del hidalgo la expresión de una cortesía que hace aparecer como una forma propiamente española de elegancia moral. Infiltrada por el referente velazqueño, la reverencia del hidalgo es reivindicable y se coloca en un continuo que va desde la pequeña nobleza venida a menos hasta los grandes de España para acabar cristalizando en la tolerancia y la humanidad de Spínola. En cuanto al entramado que sustenta este modo de hallar un complejo trasfondo cultural en un gesto aparentemente anecdótico, Azorín lo ha construido a partir de la teoría spenceriana sobre las buenas maneras, de la que ha leído en el ensayo que Giner de los Ríos le

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dedica al tema en 1879: en “Spencer y las buenas maneras”, Giner las definía como la exteriorización de una elegancia espiritual que cada individuo alcanza tras un largo trabajo civilizatorio. Por un lado, el laboreo de la sensibilidad se trasluce en todos los detalles de la apariencia individual; por otro, cuando élites e instituciones se dedican a ese cultivo civilizador de la sensibilidad, las maneras se convierten en patrimonio colectivo (Giner 1922). Azorín se muestra explícitamente heredero de esta concepción de la gestualidad social en otro artículo de título gineriano, “Maneras”, que se publica el 29 de noviembre de 1909 en ABC: Las maneras son como el índice del libro de la personalidad humana. Traducen, indican las maneras la verdadera, honda e íntima personalidad. Por ellas, estudiándolas atentamente, se viene en conocimiento [...] de lo que es el espíritu. [...] A su vez, correlativamente, la curva de la personalidad, que comienza en las maneras, irá extendiéndose, ampliándose, hasta manifestarse en la vida de los asuntos públicos.

Pero si un aspecto de este juego azoriniano demuestra su filiación con la teoría spenceriana, ese es el intento de encontrar un resto de la gestualidad descrita para las élites políticas del xvii español en las de un momento de decadencia como el xx. Siguiendo a Herbert Spencer, las maneras son uno de los últimos resplandores que todavía quedan en las sociedades después de haber caído desde una posición dominante. Azorín se afanará, entonces, por encontrar en los políticos de su tiempo un eco de las maneras del seiscientos. A este respecto, el caso de Spínola es paradigmático, porque como Azorín ha leído en Carl Justi, lo que Velázquez retrata en él es la nobleza con que el general —y todo el ejército vencedor— reconoce el comportamiento admirable del enemigo durante la batalla (Justi, 1889). Es esta nobleza la que se advierte en el gesto con que Spínola le echa la mano por el hombro a Nassau mientras este entrega las llaves de la ciudad a los vencedores. Es decir: nos encontramos aquí ante una civilización de la subjetividad que le permite a esta encontrar un valor y aun una común humanidad en el adversario y relacionarse con él conforme a ese reconocimiento. El referente que Azorín encuentra en

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Spínola es, de hecho, una necesidad perentoria en el progreso español hacia la modernidad, tantas veces desarrollado a golpe de intolerancia. Por ello quiere reconocer ese modelo en aquellos contemporáneos que se enfrentan en la arena política: en Antonio Maura, cuando le tiende las manos a Lerroux en los pasillos del Congreso después de la agitada sesión parlamentaria del 1 de noviembre de 1904 (“Impresiones parlamentarias. El epílogo”, España, 1 de noviembre de 1904), o en la psicología de Romero Robledo (“Impresiones parlamentarias. Romero Robledo”, ABC, 4 de marzo de 1906). En este sentido, el juego de Azorín queda retratado con diafanidad: poner entre paréntesis la conflictividad de las relaciones de dominio que España mantuvo en Flandes y rescatar de ese marco —vía Las lanzas— el gesto en que se aprecian los valores que el progresismo más urgido le niega al país, para elevar dicho gesto —vía Giner— a categoría y postular su continuidad en la labor de los políticos —conservadores, por cierto— contemporáneos. En términos más generales, la premisa ideológica que rige la revisión azoriniana de la tradición literaria y artística consistiría en buscar en el pasado unas señas de identidad que puedan producir la vida del presente y la del futuro. Ni que decir tiene que dichas señas son supuestas y que equivalen en realidad a lo que el escritor cree que necesita la nación del presente. Así definida, la estrategia azoriniana es la que Eric Hobsbawm y Terence Ranger han denominado invención de la tradición, un modo de legitimar la construcción de identidades sociales que caracterizaría los modernos nacionalismos desde su aparición en el siglo xix: Por “invención de la tradición” entendemos una serie de prácticas, normalmente gobernadas por reglas abiertas o tácitamente aceptadas y de naturaleza simbólica o ritual, que buscan inculcar ciertos valores y normas de conducta a través de una repetición que, automáticamente, implica continuidad con el pasado... Sin embargo, en tanto que hay tales referencias a un pasado histórico, la peculiaridad de estas “tradiciones inventadas” radica en que dicha continuidad es mayormente ficticia. En suma, no son sino reacciones a situaciones nuevas que toman la forma de referencias a situaciones antiguas o que establecen su propio pasado a través de un ejercicio de casi obligatoria repetición (1-2).

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Las circunstancias concretas de la polémica Zuloaga favorecen que esta maniobra ideológica aparezca en su dimensión más regresiva, como un modo de sortear las críticas obviando los problemas históricos del país y afirmando cualidades nacionales que Europa se empeña en desconocer. De hecho, ya Blanco Aguinaga (1967) había acusado a Azorín de actuar como un mixtificador de la historia que rehuía la conflictividad de la tradición literaria para poder contemplar en ella una identidad española ajena al cambio. Sin embargo, y sin negar el peligro de que se incline hacia esa dimensión, no debe subestimarse la función mediadora que su modo de inventar la tradición implicaba precisamente respecto a la posibilidad de un cambio. En efecto, inventar una continuidad entre el pasado y los valores de la modernidad europea también es una estrategia para atraerse al sector más salvable del tradicionalismo reacio a dicha modernización. Así ha sido en España por lo menos desde la época ilustrada, y también en el seno de la polémica con la visión extranjera del país. Como mediación entre pasado y presente es como Azorín entiende su labor de revisión de los clásicos, y como mediadora entre ambas épocas es como concibe la pintura velazqueña, cuyas ambigüedades más propicias va a utilizar el escritor justamente para fabular esa nación pretérita que, llegando hasta el presente, pudiera integrarse en Europa con independencia. De ello es prueba, por ejemplo, el juego literario de Azorín con Las meninas, y particularmente con un motivo pictórico que de 1905 a 1960 aparece hasta seis veces en su obra: la puerta de cuarterones que se abre al fondo del cuadro y ante la que se encuentra el aposentador de palacio, José Nieto. A lo largo de ese arco temporal, la puertita de Las Meninas va a convertirse en punto de fuga para la fabulación azoriniana sobre la intrahistoria española, fabulación sostenida a medias por el saber histórico y a medias por la pulsión creadora que la indeterminación de la figura de José Nieto azuza en el escritor. El primer ejemplo de ello se encuentra en el artículo publicado en Blanco y Negro el 11 de noviembre de 1905. Se trata de “Don José Nieto”, que en 1909 pasaría al volumen España. En él hace Azorín un ejercicio de ekphrasis que se detiene en los personajes del primer plano (la infanta Margarita de Austria, las dos niñas que la rodean, Mari-Bárbola y Nicolás de Pertusato,

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y los reyes, que no vemos pero que están enfrente de la escena). Pero de este primer plano, idéntico en el texto al de la pintura, Azorín salta a un segundo plano distinto, en el que don José Nieto se encuentra junto a la dueña y al criado, porque todavía no se ha colocado sobre la escalera. Esto se lo pide Velázquez, que antes de comenzar a pintar ha echado la vista en torno, ha mirado “la luz de las ventanas”, ha observado “la puertecilla del fondo”, y entonces se ha dirigido a don José Nieto para pedirle que se coloque junto a ella. En este juego, Azorín coincide con Karl Justi, que en su trabajo sobre Velázquez señala la puerta de Las Meninas como foco de luz expresamente empleado para difuminar la visibilidad de los cuadros de las paredes, por lo que la presencia del aposentador bajo el dintel tendría la función de graduar la luz que entra por la puerta (Justi 1889: 416). Una vez lo tiene situado allí, Azorín se pregunta por la vida de don José Nieto y se lanza a una especulación sobre su biografía: su posible participación en las terribles contiendas de Flandes e Italia, el huerto del caserón que habita, sus lecturas de Petrarca y Boecio, que aplacan su carácter irascible para que finalmente pueda aparecer “como un hombre muy plácido” en la pintura de Velázquez. Con ademán institucionista, Azorín combina una serie de referentes literarios e históricos para aventurar una viñeta de la vida nacional del xvii. No es gratuito, además, que esta ekphrasis de 1905 se recupere en 1909 para incluirla en España, obra en la que Azorín rastrea las huellas de los protagonistas intrahistóricos de la vida nacional para recrear literariamente sus vidas. El propósito es siempre construir una imagen de la historia española al margen tanto de los tópicos de la historiografía decimonónica como de la leyenda negra, discursos que han caído recurrentemente en ese falso casticismo del que Azorín ha de acusar a Zuloaga un año después. Las sugestiones literarias, artísticas e históricas que fundamentan esta reinvención de la historia son muy diversas a lo largo de España, pero la referencia a don José Nieto reviste un valor especial, por cuanto su análisis revela con qué potencialidades semánticas del clásico se construye ese sentido nuevo que atañe a la imagen nacional.

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Como en otras ekphrasis de la serie “Los amigos del Museo”, publicada en Blanco y Negro1, el texto abandona la escena general para elaborar un detalle del cuadro combinando creativamente otros referentes literarios e históricos. Lo significativo en este caso es que el detalle escogido no es en absoluto accesorio. Bien al contrario, esa aproximación azoriniana a la pintura que oscila entre la erudición y la ensoñación — “desbarros de un espíritu fino”, los llamará Azorín en sus Memorias inmemoriales (Martínez Ruiz 1946: 137)— va a encontrar un punto clave de Las Meninas y a intuir su potencial para generar fabulaciones. En efecto, sabemos que todas las líneas de fuga del cuadro van a parar a un punto situado detrás de José Nieto, un poco más allá de la puerta, en el espacio que quedaría detrás de la estancia representada. Este punto de fuga al que se dirigen inevitablemente las miradas en algún momento u otro mientras contemplan el cuadro sirve también en el caso de Azorín como punto de fuga de la imaginación. Es la espoleta espiritual del cuadro. Y tanto es así, que su potencialidad fabuladora va a ocasionar hasta cinco elaboraciones más en la obra azoriniana. La siguiente referencia a la puerta de Las Meninas aparece el 27 de agosto de 1912, en “Al margen de los clásicos. Las nubes”, que se publica ahora en ABC para aparecer ese mismo año recogido en Castilla. Aquí el motivo velazqueño sirve simplemente como término de comparación para describir la puertecita que puede verse al fondo de los corredores de la casa de Calixto y Melibea. Más complejas, en cambio, son las referencias a la puerta de Las Meninas y a don José Nieto que presenta “La casa cerrada”, relato también integrado en Castilla en el que el aposentador de Felipe IV queda definido como una figura mediadora entre pasado y presente. El protagonista del relato, un hombre ciego, regresa a la casa en que vivió durante su

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Por ejemplo, en “Los amigos del museo. Un buen señor” (2 de diciembre de 1905) o “Los amigos del museo. Unos espectadores” (23 de diciembre de 1905). Completaban esta serie “Los amigos del museo. Un elegante” (25 de diciembre de 1905), “Los amigos del museo. Un sensual” (9 de diciembre de 1905) y “Los amigos del museo. Un magistrado” (13 enero de 1906). Todos estos artículos se recogieron en En lontananza (1963).

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juventud, cerrada desde hace años. Pese a que este hombre pide a su acompañante que le vaya describiendo tanto el camino como las estancias, es él quien va pormenorizando unos escenarios que permanecen idénticos a su recuerdo. Como fuente de representación, la memoria supera entonces a la vista, idea que experimenta una vuelta de tuerca cuando el dueño de la casa pide al acompañante que le describa la reproducción de Las Meninas que se encuentra en el sobrado. Prescindiendo de las indicaciones ajenas y del apoyo material de la imagen, el personaje ciego la describe a partir de su recuerdo, y se centra en la figura de José Nieto: —¿Ves ese señor que está en el fondo, junto a una puertecita de cuarterones, levantando una cortina, con un pie en un escalón y otro pie en otro? Es don José Nieto; muchas veces hemos platicado en estas soledades. Ese hombre lejano (lejano en ese fondo del cuadro... y en el tiempo) siempre ha ejercido sobre mí una profunda sugestión. No sé quién es; pero su figura es para mí tan real, tan viva, tan eterna, como la de un héroe o la de un genio...

De nuevo la elaboración subjetiva de una creación velazqueña avala la continuidad entre pasado y presente. Y si bien esta vez se trata de un encadenamiento en el plano biográfico, no deja de ser este el mecanismo fundamental que en otras ocasiones sirve para fabular en origen unas señas de identidad que han de caracterizar a la nación contemporánea. Así, es la condición de enigma de José Nieto la que lo convierte en figura con la que establecer un diálogo y, por tanto, en mediadora entre dos épocas. Lo particular de ambas es que son épocas imaginadas: si para el hombre ciego el pasado es una recreación de la memoria y el presente se define según dicha reelaboración, para Azorín el pasado nacional es una selección de rasgos que permitirán definir el presente según las necesidades contemporáneas. En ese juego, la figura de José Nieto funciona como una mediación entre la intrahistoria que es posible fabular a partir del cuadro y el país deseado en el siglo xx. De ahí las fugas literarias que el aposentador de Felipe IV ocasiona en textos azorinianos como “España. Los místicos”, artículo que ABC publica el 10 de noviembre de 1917, y en el que la puerta del

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fondo de Las Meninas le sirve al escritor para salir del cuadro y entrar en la intrahistoria que se despliega tras el lienzo: Ved el fondo de Las Meninas, de Velázquez: aquella puertecita de cuarterones que da a una galería es —permitida la fantasía— todo el siglo xvii. La galería dará la vuelta a un patio; será la balaustrada de afiligranada piedra, y en el patio, por lo menos —seguiremos imaginando— habrá unos cipreses y unos rosales. Y por la galería se oirá de cuando en cuando el rugir de la seda de los anchos verdugados y el tric-trac de una espada. En medio de este fausto, de esta riqueza, de esta alegría de vivir, hay unos hombres que no quieren ser nada, que se apartan del mundo, que viven en un cuartito encalado de blanco. A muchos de ellos les han ofrecido una mitra y la han rehusado con una sonrisa de bondad; otros se han retirado de la vida palaciana, después de haber sido confesores de reyes; no falta quien, tras largo y fatigoso peregrinar por las Indias, viendo industrias y rarezas que no habían visto nunca ojos europeos, se ha recogido al breve término de un huertecillo.

La condición enigmática y mediadora que se afirmaba en “La casa cerrada” es la que aquí posibilita desplegar todo un espacio histórico tras la puertecita velazqueña. Abierta a lo que no está representado en el cuadro pero aludiendo a todo ello, dicha puerta ofrece a Azorín la oportunidad de imaginar ese siglo xvii que no se puede ver tras ella. Una amalgama de ensoñación y referencias históricas hace posible describir no solo el espacio inmediato tras el umbral, sino también todo el que se extiende más allá del palacio hasta las celdas de los místicos. Ahora bien, el artículo de 1917, además de una fabulación de la intrahistoria española, apunta hacia los aspectos estéticos de la obra velazqueña que permitirán a Azorín una segunda operación con el pintor: convertirlo en un clásico nacional que constituye una contribución innegable y singular a la cultura universal. En manos de Azorín, la figura de Velázquez entra en un canon cuya existencia demostraría la de una personalidad nacional autónoma y valiosa en el conjunto europeo. Para ello, el escritor se encarga de explorar aquellos rasgos que vinculan al pintor con una de las líneas más productivas del canon occidental: la simbolista, aunque siempre formulada de un modo particularmente español. Velázquez aparece en Azorín como

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eslabón fundamental de una tradición estética que ha tenido continuidad a lo largo de la historia nacional: un realismo en el que surgen siempre, y en los aspectos más anodinos de la cotidianidad, apoyos para desplegar el impulso espiritual. O como dirá el mismo Azorín a propósito de las Novelas ejemplares de Cervantes, Velázquez sería un caso de “subjetivación de la materia” (Martínez Ruiz 1920). En el artículo de 1917, concretamente, la puerta de Las Meninas resulta ser uno de esos ejemplos de realidad cotidiana en los que hace pie el despliegue de la imaginación poética. Si se me permite el paralelismo con uno de los grandes referentes románticos que habrían de alimentar el simbolismo finisecular en España (Prieto de Paula 2002: 62), el umbral velazqueño es en los artículos azorinianos otra imagen de aquello que Leopardi había descubierto en El infinito: todas las potencialidades que surgen del límite. Si el seto del poema “priva a la mirada / de tanto espacio del último horizonte”, pero al tiempo permite a la mente imaginar “espacios sin fin” (Leopardi 1974: 139), del mismo modo lo hace el umbral que ocupa José Nieto. Las últimas alusiones relevantes que Azorín hace a Velázquez insisten en los aspectos de sus cuadros que lo harían saltar del canon nacional al universal, o lo que es lo mismo, muestra que la cultura nacional tiene algo específico que decir en el conjunto de la occidental. En “El tiempo pasado” (La Prensa, 9 de octubre de 1938), por ejemplo, el pintor vuelve a ser una mediación entre el presente del protagonista, Senén Sereix, y su incursión fantástica en un siglo xvii cifrado en sus mejores artistas: “Cervantes, Quevedo, Gracián, Ribera, Zurbarán, Lope de Vega”. Pero, sobre todo, Velázquez hace un intento de insuflar a la obra de arte la capacidad de evocar, sin resolverlo, el misterio humano: Siempre estarán indelebles en mí las visitas que yo hacía al estudio de Velázquez. “La gran cuestión para el artista —me decía don Diego— es la perspectiva. Hay una perspectiva física y otra espiritual. La primera no es difícil lograrla. La segunda pocos son los que la alcanzan. Dígame usted, Senén; sea usted sincero. ¿He logrado yo, en el cuadro de las meninas, donde pongo al fondo una perspectiva, que se columbra por una puertecita de cuarterones; he logrado yo, en ese cuadro, repito, esa perspectiva espiritual? Ese caballero que asciende por unos escalones, don José Nieto,

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¿nos dice algo de esperanzas, alegrías que no conocemos, dolores que ignoramos, de su destino, en fin?”.

Esa posibilidad de sugerir el misterio humano es la que Azorín seguirá atribuyendo a Las Meninas en el último artículo que dedica al pintor y al aposentador. Se trata del “Recuadro a Velázquez”, que ABC publica el 10 de diciembre de 1960, y donde el escritor vincula de nuevo el germen fabulador del cuadro con el límite al conocimiento que la figura de José Nieto opone a la voluntad de saber. Lo hace, además, indicando la pertenencia del pintor a una tradición nacional inequívoca, pero a la vez poniéndolo en paralelo con Rembrandt, un artista que —como había declarado en trabajos anteriores2— representa para Azorín el prototipo de pintura realista impregnada de espíritu: En Rembrandt, el postrer reflejo del sol en una pared blanca puede ser lo capital, y eso ocurre en El buen samaritano. En Velázquez lo podrá ser un caballero, don José Nieto, que en el fondo del cuadro Las meninas se marcha no sabemos a dónde ni por qué. Con la meditación, esos designios que suponemos en don José Nieto van creciendo, intensificándose: ya la sensibilidad del contemplador está exacerbada. [...] Las estéticas sistemáticas quiebran en Velázquez. Todo depende aquí de la sensación y del momento. Puede decirnos Velázquez lo que nos dice Jorge Manrique: “fugacidad”. O retorciendo más, lo que nos dice Berceo: “perennidad”. [...] No aspiraremos —con Velázquez— a más. Con Velázquez tenemos todo un mundo de sensaciones. La pintura, ¿qué es? Todo. La pintura, ¿qué es? Nada. La vida de Velázquez se deslizó plácidamente; era Velázquez pintor palaciego, pintor de cámara. No conoció las convulsiones dramáticas de otros pintores. ¿Fue feliz? ¿Fue desgraciado en lo íntimo? No lo sabemos. Y es mejor no saberlo. El buen samaritano ve o no ve los últimos fulgores del sol; don José Nieto va o no va a alguna parte. No nos importa ni una

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Así, en el “Prólogo” a Pintar como querer, donde también se compara a Velázquez con Rembrandt (Martínez Ruiz 1954: 6), o en las notas sobre la capacidad de sugestión de “Lo inacabado” (Martínez Ruiz 1959: 134).

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cosa ni otra. El hombre, como decía Calderón, que también fue palaciego, es “monstruo en su laberinto”.

En su última mirada literaria a don José Nieto, Azorín describe los rasgos esenciales que en una pintura espolean su sensibilidad: el detalle que se convierte en centro, los vacíos que generan relato, la infiltración de la subjetividad del espectador en dichos vacíos. Todos ellos aparecen como gérmenes de creación literaria. En ese sentido, la obra de Velázquez es propiciatoria, y además permite ver al espectador la contradicción inherente a la representación artística: todo su poder, y a la vez, toda su fragilidad. La de Velázquez es una pintura que deja a la vista su propio límite, que es también el de todo saber humano. Ante este, Azorín concluye por afirmar el carácter irreductible del enigma, que ni el cuadro ni el escritor quieren revelar. La falta de respuesta es la que permite el juego creador, las sucesivas relecturas, la fructificación del clásico. Creo que lo que Azorín logra con Las Meninas y su puertita de cuarterones es aquello que Antonio García Berrio señalaba en “Azorín, lector mítico”, ese ensayo en el que abordaba las claves de la lectura azoriniana de los clásicos. Decía García Berrio que Azorín encontraba en esos clásicos “formantes esenciales de la emoción poética” (García Berrio 1998: 36), es decir, motivos literarios que alcanzaban un valor mítico por cuanto poseían una capacidad inagotable de sugerencia y una vinculación con los conflictos más hondos de la subjetividad humana. Azorín poseería, de este modo, una intuición singular para hallar imágenes de intensa fuerza simbólica, capaces de dejar en la imaginación del lector “una siembra maravillosa de sugerencias míticas” (García Berrio 1998: 36). Esto es lo que ocurre con la puerta de Las Meninas y con la figura de José Nieto: el escritor halla en ellos su condición de semilla para multitud de fabulaciones, superponiéndole a la fuga geométrica una fuga imaginativa. Este vuelo de la imaginación se despliega en primer lugar hacia lo intrahistórico, pero finalmente reconoce en ese punto de fuga del cuadro algo más universal: una imagen del carácter irreductible del misterio humano, que precisamente por estar clausurado al conocimiento hace insuficiente cualquier especulación y relanza constantemente el relato en torno a él. Como dirá

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Azorín sobre el Persiles de Cervantes, un libro en el que la imaginación también abre un espacio infinito de exploración, la puerta de Las Meninas representa “el anhelo, a través del espacio [...] de una certidumbre que el espíritu acaba por no encontrar” (Martínez Ruiz 1920). Y he aquí el ejercicio de Azorín, que se postula como continuador en su presente de la propuesta velazqueña: sus juegos literarios con Las Meninas son la prueba de que es posible hacer fructificar las semillas del pasado en la obra del propio tiempo, y de que esa fructificación quiere además ofrecer a la cultura occidental las imágenes más valiosas en las que esta se ha mirado a lo largo de los siglos.

Bibliografía Azorín (1902): “En el Museo. Diálogo ético”, en La Correspondencia de España, 6 de abril. — (1904a): “Fantasías y devaneos. Los toros”, en España, 30 de septiembre. — (1904b): “Impresiones parlamentarias. El epílogo”, en España, 1 de noviembre. — (1904c): “Un hidalgo. Las raíces de España”, en España, 14 de noviembre. — (1905a): “Los Maeztu”, en ABC, 31 de octubre. — (1905b): “Don José Nieto”, en Blanco y Negro, 11 de noviembre. — (1905c): “Los amigos del museo. Un elegante”, en Blanco y Negro, 25 de noviembre. — (1905d): “Los amigos del museo. Un buen señor”, en Blanco y Negro, 2 de diciembre. — (1905e): “Los amigos del museo. Un sensual”, en Blanco y Negro, 9 de diciembre. — (1905f ): “Los amigos del museo. Unos espectadores”, en Blanco y Negro, 23 de diciembre. — (1906a): “Los amigos del museo. Un magistrado”, en Blanco y Negro, 13 de enero. — (1906b): “Impresiones parlamentarias. Sobre las maneras”, en ABC, 15 de febrero.

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— (1906c): “Impresiones parlamentarias. Romero Robledo”, en ABC, 4 de marzo. — (1909): “Maneras”, en ABC, 29 de noviembre. — (1910a): “Geología y política”, en ABC, 3 de febrero. — (1910b): “La España de un pintor”, en ABC, 7 de abril. — (1910c): “Falso casticismo”, en ABC, 26 de abril. — (1910d): “La continuidad nacional”, en ABC, 21 de mayo. — (1910e): “La invasión extranjera”, en ABC, 23 de mayo. — (1912): “Al margen de los clásicos. Las nubes”, en ABC, 27 de agosto. — (1917): “España. Los místicos”, en ABC, 10 de noviembre. — (1920): “De un transeúnte”, en ABC, 28 de marzo. — (1938): “El tiempo pasado”, en La Prensa, 9 de octubre. — (1946): “La pintura”, en Memorias inmemoriales. Madrid: Biblioteca Nueva, pp. 136-138. — (1947): Obras completas. Madrid: Aguilar. — (1947): “Recuadro a Velázquez”, en ABC, 10 de diciembre. — (1954): “Prólogo”, en Pintar como querer. Madrid: Biblioteca Nueva, pp. 5-7. — (1959): “Lo inacabado”, en Agenda. Madrid: Biblioteca Nueva, pp. 133-136. — (1998): “La casa cerrada”, en Castilla. Madrid: Espasa-Calpe, pp. 199-203. Bonafoux, Luis (1910): “Del circo liliputiense”, en Madrid Cómico, 23 de abril. Blanco Aguinaga, Carlos (1967): “Escepticismo, paisajismo y los clásicos: Azorín o la mistificación de la realidad”, en Ínsula, 247 (junio), pp. 3-5 García Berrio, Antonio (1998): “Azorín, lector mítico”, en Herminia Provencio Garrigós y Estanislao Ramón Trives (eds.), Azorín en el primer milenio de la lengua castellana. Actas del congreso internacional. Murcia: Universidad de Murcia, pp. 36-46. Giner de los Ríos, Francisco (1922): “Spencer y las buenas maneras”, en Estudios sobre la educación, Obras completas. Vol. VII. Madrid: Espasa-Calpe, pp. 137-185.

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Hobsbawm, Eric, y Terence Ranger (2012): La invención de la tradición. Barcelona: Crítica. Justi, Karl (1889): Diego Velázquez and his times. London: H. Grevel & Co. Leopardi, Giacomo (1974): Leopardi (Antonio Colinas, ed.). Gijón: Júcar. Maeztu, Ramiro de (1910a): “Los asuntos de Zuloaga”, en Heraldo de Madrid, 9 de marzo. — (1910b): “Europa y España. La cuetión Zuloaga”, en Heraldo de Madrid, 25 de marzo. — (1910c): “La visión de Zuloaga”, en Nuevo Mundo, 28 de abril. Prieto de Paula, Ángel L. (2002): “Subjetivación, irracionalismo, música: rasgos del simbolismo en la poesía española hacia 1900”, en Miguel Ángel Lozano Marco (ed.), Simbolismo y modernismo. Anales de Literatura Española, 15, pp. 55-70.

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El Quijote según Azorín: los cuentos-ensayos de Con Cervantes (1947) 1

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Al considerar la literatura de finales del siglo xx, Darío Villanueva afirma que “ya no cabe ser escritor (ni lector) adánico” (Villanueva 1992: 27), puesto que ya todo está escrito y al autor contemporáneo solo le corresponde reinterpretar y reelaborar lo existente, aunque de forma innovadora. Esta definición se ajusta perfectamente a la personalidad artística de Azorín, quien en su extensa trayectoria creativa esgrimió su genial capacidad reformuladora ante el maremagnum literario al que tuvo acceso, adoptando una postura libre y antidogmática con respecto al caudal de sus hipotextos. Para alcanzar su objetivo, Azorín se apoya en dos principios teóricos para él fundamentales, sobre todo con relación a los clásicos españoles: es decir, la fórmula unamuniana

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Véase también Londero 2016a y 2016b.

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de “la tradición vive en el fondo del presente” (Unamuno 1966: 794), por un lado, y el evolucionismo aplicado a la crítica literaria, en la estela de Ferdinand Brunetière, por otro (Fox 2000: 125). De ahí que en su afán “popularizador” (Fox 1976: 129) y reactualizador de los grandes escritores del pasado hispánico —entre los cuales destaca Cervantes—, Azorín los contemple desde una perspectiva conceptual dinámica y subjetiva, porque está convencido de su valor en eterno movimiento, paralelo con la cambiante sensibilidad de los lectores2. Así lo declara en el “Nuevo prefacio” a la segunda edición de Lecturas españolas (1920), donde llega a invertir los planos temporales entre el emisor y el receptor: ¿Qué es un autor clásico? Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna. [...] Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso los clásicos evolucionan: evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones. [...] No estimemos [...] los valores literarios como algo inmóvil, incambiable. Todo lo que no cambia está muerto. Queramos que nuestro pasado clásico sea una cosa viva, palpitante, vibrante (Azorín 1998b: II, 698).

Por lo tanto, como glosa Carme Riera en Azorín y el concepto de clásico, el escritor monovarense “lee a los clásicos no como erudito sino como creador que es”, colocándolos en un ambiente acrónico y atópico, y aprovechando “las interpretaciones académicas y [...] los métodos críticos al uso [...] cuando lo considera oportuno” (Riera 2007: 145), y siempre a condición de que las obras y su hermeneusis posterior coincidan con su propia forma de sentir y escribir (Londero 2012: 98). Ahora bien, en el heterodoxo camino que Azorín recorre por las páginas de sus modelos literarios hispánicos favoritos —la Celestina, el Lazarillo, la Vida de Santa Teresa, el Tenorio, y otros muchos—, desde La crítica literaria en España (1893) hasta Los recuadros (1963), la producción cervantina, y sobre todo el Quijote, ocupa un lugar privilegiado. De esta manera, el autor se pone en línea con la

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Al respecto, véase Florit Durán 1999 y Londero 2012.

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típica actitud hiperquijotista de los noventayochistas, que consideraban al hidalgo errante como icono de la compleja identidad española suspendida entre real e ideal, acción y contemplación (Descousiz 1970, Laitenberger 1987, Fox 1997). Desde su peculiar cervantismo, “pelgar”, “drope” y “zarramplín” (Azorín 1959b: 187), Azorín demuestra el profundo aprecio que tiene a Cervantes y a su obra maestra en toda su trayectoria crítica y creadora, a partir del primer libro, que remite por completo al Quijote, La ruta de don Quijote (1905). En los quince artículos que lo conforman, redactados para El Imparcial de Madrid desde el 4 hasta el 25 de marzo de 1905, y recogidos en un libro publicado el mismo año (Madrid, Leonardo Williams), Azorín aprovecha la ocasión del tercer centenario de la primera parte del Quijote para emprender un viaje personal y metaliterario, concreto y abstracto, en el pasado y el presente, por algunos capítulos centrales de la novela cervantina y por los lugares en los que Cervantes se inspiraría para su narración (las ventas, los molinos de viento, los batanes, el Toboso, la cueva de Montesinos), subrayando el equilibrio precario entre realidad e ilusión que él vislumbra tanto en las páginas de Cervantes como en la Mancha de 1905, hundida en una abulia absoluta que inhibe toda evolución (Londero 1998, Londero 2013). En el marco de las reescrituras azorinianas de las obras cervantinas, entre las que descuellan el relato largo El licenciado Vidriera (1915), la comedia Cervantes, o la casa encantada (1931) y los “cuentos sin cuento” (Azorín 1959a: 148)3 (1939-1943) de El buen Sancho (1954), amén de una notable cantidad de artículos-cuentos de talante narrativo-interpretativo que salpican su producción4, se sitúan en una posición especial las dos últimas colecciones de breves relatos-ensayos donde el autor encierra una pequeña y valiosa summa de su amor a

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En su edición de El buen Sancho, José Manuel Vidal Ortuño utiliza esta definición azoriniana para describir los textos incluidos en la colección de 1954 (Vidal Ortuño 2004: 25). Entre los escasos comentarios acerca de las reescrituras azorinianas de obras cervantinas, señalo Rull (2015).

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Cervantes: me refiero a Con Cervantes (Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1947) y a Con permiso de los cervantistas (Madrid, Biblioteca Nueva, 1948). El segundo libro ha sido estudiado por la crítica (Martínez Cachero 1987-1988, García Sánchez, en Azorín 2005), mientras que el primero no ha dado pie a intervenciones exclusivas y analíticas: por lo tanto, voy a concentrarme en Con Cervantes, que se publicó a raíz del cuarto centenario del nacimiento del gran alcalaíno. El libro de 1947 contiene varios artículos que salieron en la prensa periódica en los años treinta y cuarenta (ABC, La Prensa, Ahora, La Libertad, Diario de Barcelona)5 o que se habían publicado en colecciones de artículos y cuentos muy anteriores, como Lecturas españolas (1912) o Al margen de los clásicos (1915), o bien más recientes, como Pensando en España (1940). Algunos de los textos incluidos se extienden en cuestiones relacionadas con la biografía y la crítica cervantinas. Al respecto hay que recordar el “Epílogo, si se quiere” (1935), donde Azorín rinde homenaje a tres importantes biografías de Cervantes: Vida de Miguel de Cervantes Saavedra (1737), de Gregorio Mayans y Siscar, Life of Miguel de Cervantes Saavedra (1892), de James Fitzmaurice-Kelly, y Efemérides cervantinas (1905), de Emilio Cotarelo y Mori. En particular, el escritor reconoce el notable alcance de la obra de Mayans, fundador del cervantismo moderno, que “sienta las bases de la investigación metódica de la vida y obra de Cervantes” (Close, en Cervantes 1998: CL). Según Azorín, en la biografía de Mayans hay una fina crítica que no ha perdido lozanía. El autor no sabe de la vida de Miguel lo que sabemos ahora. Pero sabe y siente otras cosas. Las observaciones críticas de Mayans con referencia a Cervantes son sagaces y profundas. Fue don Gregorio el más grande de los eruditos, verdadero humanista del siglo xviii (Azorín 1981: 210).

Otros muchos artículos reformulan episodios de la primera y, sobre todo, de la segunda parte del Quijote. En el “Prólogo hipotético” (1944) con el que se abre el libro, Azorín declara:

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El recuento completo y exacto de los artículos de Con Cervantes publicados en la prensa se encuentra en Fox (1992: 222-262).

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He reunido en este breve volumen artículos en que me he puesto en contacto con Cervantes. No todo lo que he escrito a propósito de tal asunto está incluido aquí; he apartado lo crítico, y me he atenido a lo novelesco. A juzgar por lo que siento, solo llega profundamente a los lectores lo que se les da en forma de vida: vida más o menos palpitante. [...] nosotros preferimos, al estudio erudito, la fantasía creadora (CC: 9) 6.

En línea con este propósito preliminar azoriniano, he escogido un reducido, pero (espero) significativo conjunto de artículos de Con Cervantes, donde el autor luce sus dones mejores en la labor transcodificadora del Quijote, basándose como de costumbre en situaciones y personajes que resultan afines a su propia estética y visión del mundo. Puesto que —como veíamos acerca de su relación con los clásicos— Azorín cree que el texto literario se desarrolla si cambia, adaptándose a nuevas ópticas históricas, filosóficas y culturales, la mejor manera para hacerlo progresar en el tiempo es someterlo a la práctica hipertextual, activa y creativa (Genette 1992). En consecuencia, ante el Quijote Azorín elige los capítulos más reveladores para él, y los reconstruye a través de una estrategia por lo general transformadora y amplificadora, que a menudo desemboca en continuaciones originales o en transposiciones temáticas y diegéticas, dando a los hipotextos cervantinos una sustancia semántica y una estructura novedosas. Para empezar, Azorín brinda variantes personales del incipit y del explicit de la inmortal novela. Por ejemplo, en “La primera salida”7 (CC: 155-157), al retomar el primer capítulo del Quijote, el autor centra su atención en los libros y la lectura —uno de sus temas favoritos— y deja de lado los motivos del surgir de la locura y del culto por los libros de caballerías de Alonso Quijano, evidenciados por Cervantes. Veamos cómo en este caso Azorín se sirve más bien de la reductio intensificante para conseguir su finalidad:

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De ahora en adelante me referiré a esta edición de Con Cervantes (1981) con las siglas CC. Se publicó en ABC el 24 de mayo de 1942.

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[...] llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer (DQ: I, 1)8. La ruina de la casa la había acarreado la compra de libros (CC: 155). Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio [...] él se enfrascó tanto en la lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio (DQ: I, 1; 38-39). El señor, metido en su cuarto, cerrada la puerta por dentro, pasaba los días y las noches leyéndolas (CC: 156). [...] le pareció convenible y necesario [...] hacerse caballero andante e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban [...] (DQ: I, 1; 40-41). Lo malo fue que el señor, poco a poco, iba formando el propósito de huirse en busca de aventuras (CC: 156).

En cambio, con respecto al final de la novela cervantina, en “Don Quijote”9 (CC: 152-155) Azorín recurre a la adiectio cuando, al parafrasear el capítulo 73 de la segunda parte, amplifica el párrafo donde Cervantes narra la acogida que el ama y la sobrina deparan al maltrecho hidalgo. De esta forma, incide en el paciente afecto de las dos mujeres por don Quijote, celebrando la delicadeza femenina, tal y como acostumbra a hacer en tantos escritos suyos, como Doña Inés (1925), Fabia Linde (1927) o María Fontán (1944): [...] entraron en el pueblo y se fueron a casa de don Quijote, y hallaron a la puerta della al ama y a su sobrina, a quien ya habían llegado las nuevas de su venida (DQ: II, 73; 1212).

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Cervantes 1998: 37. Remitiré a esta edición con las siglas DQ. Salió en ABC el 17 de mayo de 1942.

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Don Quijote vuelve al pueblo. [...] El ama y la sobrina le reciben amorosamente; se sienta don Quijote armado de todas armas, puesta la celada, y le contemplan un instante en silencio las dos mujeres. Comienzan a quitarle las armas. (CC: 152).

En lo que atañe al reencuentro del protagonista con el cura y Sansón Carrasco en el mismo capítulo, Azorín se desvía del modelo transponiéndolo desde el punto de vista tanto discursivo como semántico. Además, como se ha visto, deja en la sombra el sentimiento de derrota del hidalgo para poner de relieve su incansable fe en el ideal. No es una casualidad, en efecto, que al glosar la conclusión del Quijote Azorín siempre haya considerado al caballero errante un “gran idealista”, como sostiene en La ruta de don Quijote10, o que, en su metanovela de 1943, Capricho, Alonso Quijano se prepare a la muerte con sosiego y totalmente seguro del “triunfo de [su] idea”11, porque en la poética azoriniana la ficción, lo ideal, siempre terminan imponiéndose a la realidad. Es más: en “Don Quijote” nuestro autor se ejercita en un arte que le es muy querido y habitual, o sea el de crear continuaciones nuevas para los textos que reelabora, como veremos más adelante también. Así, más allá de la novela cervantina, se relata lo que ocurre tras la muerte del caballero andante, cuando todo se resuelve: “la hacienda de don Quijote ha sido desempeñada y se han pagado todas las deudas; a Sancho se le han comprado unas feraces tierras de pan llevar; al cura se le ha hecho un cuantioso donativo para que repare su iglesia” (CC: 155). Precisamente a Sancho, continuador del espíritu quijotesco, está reservado “Sancho encantado” (CC: 65-69)12, donde se imagina que a seis años de la muerte del hidalgo el buen escudero todavía se cree el gobernador de la Ínsula Barataria, como él mismo dice en el monólogo conclusivo, basado en la esperanza —cervantina y, por cierto, muy azoriniana— de que lo real y lo ideal puedan convivir, pero dando la

10 Azorín, “X. La cueva de Montesinos”, La ruta de don Quijote, en Azorín 1998b: II, 457. 11 Azorín, “XXXIV. Habla Alonso Quijano”, Capricho, en Azorín 1998a: I, 1273. 12 El artículo salió en La Prensa el 4 de junio de 1939, y fue recogido en Pensando en España (Madrid, Biblioteca Nueva, 1940) antes que en Con Cervantes.

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prioridad al segundo sobre el primero: “El duque me nombró gobernador perpetuo y voy a ser gobernador de por vida. ¿Y qué mal hay en ello? Lo cierto es lo que se cree. Y aquí se da la feliz concomitancia entre lo que creo y la realidad” (CC: 69). Para Azorín, el arte prevalece sobre la vida, y esta es la tónica de muchas reformulaciones suyas de textos cervantinos. Asimismo, aquí el narrador sostiene: “Sancho Panza está por lo visto loco. Pero esta locura es el comienzo de la sabiduría. Sancho está encantado, y este encantamiento es la felicidad” (CC: 69). No muy lejos de esta actitud se encontraba Unamuno, cuando en las últimas páginas de su Vida de don Quijote y Sancho (1915) declaraba que Sancho, enloquecido mientras don Quijote recobraba el juicio en su “lecho de muerte”, “es [...] el que ha de asentar para siempre el quijotismo sobre la tierra de los hombres” (Unamuno 1988: 516). Al Sancho gobernador se enlazan otros personajes importantes de la segunda parte del Quijote —que Azorín prefiere por ser la más metaliteraria—, bastante presentes en los textos de Con Cervantes: se trata de los duques. La visión que de ellos y de su corte proporciona nuestro autor es benévola (Castells 1998), a diferencia de Cervantes y de la mayoría de sus críticos, quienes ven en estas figuras como unos alter ego opuestos del hidalgo errante, al sintetizar en sí “indifference to values”, “lavish waste”, “hollow elitism”, “smug contempt and idle malice” (Creel 2005: 90-93). Como Unamuno, Azorín —muy dado a la ironía, pero para nada a la comicidad explícita— desecha la vertiente ridículo-grotesca de las crueles burlas a las que el duque y la duquesa someten a los dos protagonistas, mientras que evidencia la atmósfera de “cordialidad, tolerancia, comprensión, largueza con un poco de despilfarro” que reina en su casa, según aseguraría en “Cervantes y los duques”, de Con permiso de los cervantistas13. El principal artículo que Azorín dedica a los duques en Con Cervantes, “Los primeros frutos”, se remonta a 192414 (CC: 58-64) y comienza mostrando

13 Se publicó primeramente en Destino (23-08-1947). La cita procede de Azorín (2005: 235). 14 Por primera vez apareció en ABC (02-04-1924) y en 1925 se volvió a editar en Los Quinteros y otras páginas (Madrid: Rafael Caro Raggio, 1925).

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a la figura de doña Rodríguez en su primera aparición, en analogía a Cervantes. Por el contrario, Azorín no aprovecha el aspecto burlesco que se despliega en el episodio de doña Rodríguez/dueña Dolorida (II, 52). Esta elección no asombra en Azorín, quien suele ofrecer a sus lectores versiones “a lo serio” y “a lo sosegado” de las mayores figuras literarias hispánicas en las que se inspira: Calisto y Melibea, el Lazarillo, el Buscón, Segismundo, don Juan. En cuanto a los duques y al vasto paréntesis diegético que ellos protagonizan en Cervantes (II, 30-57), el escritor levantino se ciñe al momento conclusivo, el más profundo y reflexivo, cuando tras la partida de Quijote y Sancho, los nobles burlones se percatan del alto valor humano de sus víctimas. Así comenta el narrador de “Los primeros frutos”: “En el palacio de los duques, a esta misma hora, está ya seguramente dando sus frutos la doctrina inmortal de la Caballería” (CC: 63). Y su tardío aprecio del gran caballero se explicita y perpetúa en la prolongación que Azorín concibe para toda la macrosecuencia. Han transcurrido muchos años de la muerte de don Quijote, y los duques “levantaban un santo hospital en memoria de don Alonso Quijano”. Sin embargo, el elemento de mayor interés radica en una peculiar invención metaliteraria de Azorín, quien imagina que los duques bibliófilos (como él mismo) —lectores de la primera parte de la novela en la ficción cervantina— leerán la segunda también: “Cervantes publicó la segunda parte de su historia inmortal. El duque compró cuatro o seis ejemplares del libro y los llevó a su palacio. En la casa el espíritu de don Quijote había ido labrando en los ánimos” (CC: 64). Un eficaz paralelismo con “Los primeros frutos” se da en “Al margen del Quijote” (CC: 34-37)15, que gira alrededor del personaje quizá más metaliterario y libresco, más complejo en su doble identidad real/ ficticia, de toda la obra maestra cervantina: Álvaro Tarfe16. Un escritor

15 Antes de recopilarse en Con Cervantes, el artículo había sido publicado en ABC el 2 de septiembre de 1913 y recogido en Al margen de los clásicos (Madrid: Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1915). 16 Un breve y acertado análisis de “Al margen del Quijote” se debe a Carrasco Urgoiti (2007: 51-53).

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como Azorín —que sobrepuso un seudónimo a su nombre de pila a lo largo de su carrera literaria y de su vida personal— no podía no sentirse atraído hacia esta figura liminar, medio hombre y medio libro, en el que se encarnan el entrelazamiento de la vida con el arte y la pasión por la lectura. Efectivamente, aquí el alicantino no se detiene demasiado en remedar el coloquio entre el “morisco ahidalgado” y el hidalgo manchego en el capítulo 72 de la segunda parte, sino que otra vez traspasa las fronteras textuales del Quijote, al suponer ahora que, en vez de haber leído el apócrifo y de haber actuado en él, Álvaro Tarfe: compró un ejemplar de la primera parte del Ingenioso hidalgo. Leía el caballero continuamente este libro; prendóse de esta honda y humana filosofía. [...] Su único consuelo era la lectura de este libro sin par. Su amigo, su compañero inseparable, su confidente, era el ejemplar en que leía las hazañas del gran don Quijote (CC: 36-37).

No obstante, el artículo más acertado de la colección es, sin lugar a dudas, “El Caballero del Verde Gabán” (CC: 21-25), que ya se había incluido en Lecturas españolas (1912): ante los tres capítulos (1618) de la segunda parte dedicados a don Diego de Miranda17, Azorín da constancia de su intensa sintonía con los fundamentos filosóficos que impregnan este episodio, cargado de referencias al “epicureísmo cristiano” (Márquez Villanueva 1975: 204) de raíz erasmista, pero también de conceptos procedentes del pensamiento escéptico y estoico muy corrientes en la preceptiva renacentista y barroca, y bien conocidos por Cervantes. Como se sabe, y como realza Augustin Redondo: lo que caracteriza fundamentalmente a don Diego es su discreción, su prudencia, virtud que se está erigiendo en valor político y han de exaltar muchos tratadistas de finales del siglo xvi y de principios del siglo xvii por parecerles que es la calidad fundamental para ejercer el arte de gobernar [...]. Con mucha discreción, el Caballero del Verde Gabán entabla

17 Diego de Miranda es “uno de los personajes mejor trazados [...] en el Quijote” (Márquez Villanueva 1975: 202).

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un diálogo con don Quijote y se admira de la prudencia de este, cuando no se halla dominado por su locura caballeresca (Redondo 1995: 524525)18.

En Cervantes, el patrón y la praxis de vida del Caballero del Verde Gabán se acomodan a los principios epicúreos de la aponía y de la ataraxia como “ausencia de dolor [...] o de turbación”, mientras que don Quijote, “dispuesto a soportar cualquier dolor” para realizar sus gestas, cultiva el ideal estoico (y escéptico también) del dominio de las pasiones (apatía) y de la aceptación de sí mismo y de los males del mundo como fase inevitable en el viaje activo hacia la imperturbabilidad del alma (Álvarez 2007: 155-156). Si bien desde perspectivas filosóficas diferentes, tanto don Diego como don Quijote, ambos en su edad madura —“la de la melancolía reflexiva, la del buen entendimiento, la de la razonable prudencia” (Redondo 1995: 525)—, aspiran al justo medio de ascendencia aristotélica, que en la tratadística política áurea —desde los Monita et exempla politica (1606) del neoestoico Lipsio hasta las Empresas políticas (1640) de Saavedra Fajardo— constituye la meta primaria del hombre (y del gobernador) equilibrado, tras la fatigosa labor de contención de las pasiones. Esta ladera prudente y discreta que une a los dos personajes sale al descubierto cuando don Diego habla de don Quijote con su hijo Lorenzo, elogiando los momentos de sabiduría que en él se alternan a los desvaríos de su locura. Por su parte, Azorín simplifica el párrafo cervantino, mostrando su plena adhesión al modelo: —¿Quién diremos, señor, que es este caballero que vuesa merced nos ha traído a casa? Que el nombre, la figura y el decir que es caballero andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos. —No sé lo que te diga, hijo —respondió don Diego—; solo te sabré decir que le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos [...] (DQ: II, 18; 773).

18 Al respecto, véase también da Costa Vieira (2004).

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—Pero ¿quién es este hombre tan extraño? —pregunta Lorenzo a su padre. —No sé —contesta don Diego—. No sé; a veces parece un loco y otras creo que es la persona más inteligente y discreta que he tratado jamás (CC: 22).

En efecto, la correspondencia entre las ideas expresadas aquí por Cervantes y la estética azoriniana es muy estrecha: por ejemplo, en su tratadillo filosófico-político-artístico de 1908, El Político, apoyándose en los pensadores de la Antigüedad (Sócrates, Platón, Aristóteles, los estoicos y Séneca) y en sus discípulos áureos a quienes más acudió (Gracián, Saavedra Fajardo y, sobre todo, Montaigne19), el autor insiste en la “balanza del yo” (cap. XXVIII) que el buen hombre de gobierno y de letras debe mantener para conquistar el autocontrol necesario en la gestión del Estado y en la escritura (Londero 2002). Por otra parte, el entorno apartado y apacible donde el del Verde Gabán vive con su familia, dominado por ese “maravilloso silencio que en toda la casa había” (DQ: II, 18; 776), se enlaza al ideal de paz y ocio epicúreo, horaciano, erasmista y luisiano (Martínez Mata 2015), que en Montaigne se convierte en el culto por la retraite (De la solitude; Essais, I, 39), y que Azorín con frecuencia recobra en los “aposentos reducidos” y solitarios de sus ficciones. Puesto que para nuestro autor “el silencio sedante” debe ser un constante “compañero de los coloquios interiores del artista”20, en “El Caballero del Verde Gabán” el fragmento cervantino se extiende y enfatiza así: “Y un silencio profundo, un silencio ideal, un silencio que os sosiega los nervios y os invita al trabajo, un silencio que Cervantes califica de ‘maravilloso’ y que dice que es lo que más ha sorprendido a don Quijote, reina en toda la casa” (CC: 23). Con todo, el viaje hacia la sabiduría y la ataraxia está empedrado de obstáculos, y la armonía de los opuestos es una meta muy difícil de alcanzar. De ahí que este texto de Con Cervantes termine con una

19 Sobre el profundo conocimiento y la admiración de los Essais de Montaigne que Azorín manifiesta en toda su producción, véase Londero (1999-2000). 20 Azorín, “Un sensitivo”, Los valores literarios (1913), en Azorín 1998b: II, 1055.

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larga pregunta en la que Azorín contrapone la realidad prosaica y el estatismo (don Diego) a la existencia vagabunda y fantasiosa de don Quijote21, o sea, volviendo a proponer, al fin y al cabo, el contraste noventayochista entre contemplación y acción: Y yo os pregunto, amigas mías, buenos amigos: ¿qué creéis que importa más para el aumento y grandeza de las naciones: estos espíritus solitarios, errabundos, fantásticos y perseguidores del ideal, o estos otros prosaicos, metódicos, respetuosos con las tradiciones, amantes de las leyes, activos, laboriosos y honrados [...]? (CC: 24).

Un clásico como el Quijote ha despertado y seguirá despertando interpretaciones de todo tipo, y por esta razón nunca dejará de ser actual. El “Epílogo, si se quiere” termina con la siguiente observación acerca de los universales humanos que se vierten a la literatura: “Del siglo xvi o del xvii hemos venido al xx. Pero existe un depósito de pasiones, de intereses y de sentimientos que ha permanecido casi intacto. Tal psicología de un escritor antiguo es la psicología de otro escritor moderno” (CC: 212). En el fondo, el hombre siempre permanece idéntico en su esencia, y el mérito de los grandes clásicos estriba precisamente en hacernos “capire” no solo “dove siamo arrivati”, sino también, y en especial, “chi siamo”. Esto lo dice Italo Calvino (Calvino 1995: 13). Pero bien podría decirlo nuestro Azorín.

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21 “Don Quijote y don Diego encarnan [...] el más absoluto conflicto axiológico. Caballeros, cincuentones y manchegos ambos, pero el uno andante y el otro estante” (Márquez Villanueva 1975: 153-154).

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Al margen de dos novelas ejemplares: La fuerza de la sangre y El licenciado Vidriera

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“Este sería el ideal: una base de ciencias y un cimiento de clásicos del país en que se ha nacido y se vive” (Azorín 1998b: 1415). Esta frase, que resume el ideario pedagógico de don Francisco Giner de los Ríos, se encuentra en el “Postfacio que pudiera ser prefacio” con el que Azorín cierra su Licenciado Vidriera en 1915. Como sabemos, el escritor levantino utiliza el título de la novela de Cervantes para una especie de reescritura en un libro homenaje que pudiera ser “de circunstancias”, pero las supera para convertirlo en una de sus obras más originales. La circunstancia que parece justificar el nuevo texto es una efeméride cervantina a la que se anticipa, como lo muestra el encabezado de cubierta y de portada: “En el tricentenario de Cervantes/ mcmxvi”; pero los capítulos de este libro, terminado de imprimir el 14 de agosto de 1915, ya habían ido apareciendo meses antes en el diario La Vanguardia, todos los martes, desde el 19 de enero hasta el 20 de abril. Giner

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de los Ríos falleció el 18 de febrero, justo cuando el relato de la vida del protagonista, superada la infancia en el capítulo quinto —titulado significativamente “Acaba a aurora”—, comienza a coincidir con el relato cervantino reproduciendo literalmente el primer párrafo de la novela de 1613. A partir de aquí se produce una cierta modificación en el tono narrativo, tal vez acorde con el cambio de edad (el personaje se instala en Salamanca para estudiar en su universidad), tal vez ocasionada por la muerte de Giner de los Ríos, lo que pudo llevar al escritor a realizar un cambio en la concepción de la obra (Lozano Marco 2000: 82-83). La circunstancia sobrevenida hace que, en este libro, su autor rinda un doble homenaje: a Cervantes y a Giner, lo que redondea su sentido, pues en la consideración de los clásicos como reveladores del espíritu de una nación la figura de Giner de los Ríos es fundamental. Azorín lo declaró de forma muy explícita un año después: “El espíritu de la Institución Libre —es decir, el espíritu de Giner— ha determinado el grupo de escritores del 98” (Azorín 1916). Su legado es enorme: ha suscitado el interés por el ambiente español, el paisaje, el arte, “los valores literarios tradicionales”... Su labor renovadora al frente de la Institución Libre de Enseñanza da espléndidos frutos en los comienzos del siglo xx, propiciando la fundación de organismos que van a ir modernizando el país: la Junta para la Ampliación de Estudios, el Centro de Estudios Históricos, de cuya sección de Filología han de salir los hombres que a partir de 1910 lleven a cabo la edición de los Clásicos Castellanos de La Lectura, motivo de no pocos artículos de Azorín. En la construcción de una conciencia nacional, ese hombre sencillo, austero, cordial, modesto, es referente fundamental. En ese mismo “Postfacio”, pocas líneas después de la frase citada, leemos en forma interrogativa algo que el escritor ha ido exponiendo en varios lugares y es asunto central en su pensamiento. Es una pregunta retórica que, en realidad, enfatiza una afirmación: ¿Cómo podremos sentir la tierra, esta tierra en que hemos nacido, si no nos sentimos hondamente ligados a sus grandes órbitas? ¿Cómo podremos sentir el paisaje de Castilla, si no sentimos a Luis de León, a Cervantes, a Lope, a Garcilaso?

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Este sentimiento nacionalista castellano-céntrico —como lo califica certeramente Inman Fox (1997: 132)—, esta invención coherente con la herencia krausista-institucionista, la encontramos formulada en muchos lugares de su obra: está ya contenida en el breve prologuillo a Lecturas españolas, donde apunta que “la coherencia del volumen estriba en una curiosidad por lo que constituye el ambiente español —paisajes, letras, arte, hombres, ciudades, interiores” (Azorín 1998b: 696), y aparece plenamente desarrollada en el último capítulo de Los valores literarios, titulado “Proceso del patriotismo” (1998b: 12331246), donde identifica tal cualidad en el hombre que pudiera ligar en su espíritu, “como estados de alma”, el libro de un clásico y el cuadro de un pintor del pasado con un paisaje o una vieja ciudad. Se fusionan, por tanto, dentro de su espíritu, la literatura, el arte, el paisaje, las viejas ciudades y los hombres. El inicio de Lecturas españolas y el final de Los valores literarios pueden delimitar, en un espacio coherente, una trilogía cuyos libros están compuestos por breves ensayos de crítica y de historia literaria marcados por el signo de la reflexión y el propósito acorde con un regeneracionismo intelectual, cultural, que fue subrayado por Ortega y Gasset en su reseña del primer volumen. Lecturas españolas es, para el filósofo madrileño, “un ensayo histórico de trascendencia” (1987: 302) donde Azorín traza la línea crítica del pensamiento en torno del llamado “problema de España”; y así fue entendido, como lo podemos comprobar en ese pasaje de Troteras y danzaderas (1913) donde los asistentes a la conferencia de Mazorral (Maeztu) —entre los que se encuentra Antón Tejero (Ortega)— critican las ideas del conferenciante apoyándose en el libro de Halconete (Azorín): “Mazorral no ha dicho nada nuevo [afirma uno de los asistentes]. Todo eso se viene escribiendo en España desde hace siglos: ahí está el libro de Halconete, que lo puede atestiguar” (Pérez de Ayala 1972: 305). En la dedicatoria a Ramón María Tenreiro, que figura al frente del volumen central, Clásicos y modernos, el escritor resume su contenido intencional, común con el que le precede, y también con el siguiente: “preocupación por el ‘problema’ de nuestra patria; deseo de buscar nuestro espíritu a través de los clásicos”; unos clásicos que “deben ser revisados e interpretados bajo una luz moderna” (1998b:

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817). Algo diferencia el primer libro de los dos siguientes: la ausencia en estos de lo que fue destacado con admiración por Ortega en su reseña crítica: las páginas “bellas y transparentes” de esos capítulos de pura creación literaria situados entre los ensayos de carácter crítico: “Jardines de Castilla”, “La música”, “La familia” y “Primavera, melancolía”. El interés de ese libro viene reforzado por estos remansos líricodescriptivos en los que apunta también cierta vena narrativa y predomina lo poético. Páginas admirables que no tienen correspondencia en Clásicos y modernos ni en Los valores literarios. Estos dos libros, casi gemelos, se inician con una referencia a Cervantes y terminan con sendos artículos de largo alcance referentes al sentido de los clásicos en la conformación de una conciencia nacional, a los que siguen unas “Notas epilogales”. Hasta ahora, he hablado de una trilogía cuando en realidad Azorín, en el “Nuevo prefacio” a Lecturas, se refiere a cuatro libros, y añade el último publicado, Al margen de los clásicos, al que califica de “especie de manual de literatura española”. El “Nuevo prefacio”, como bien sabemos, es el texto imprescindible para conocer el sentido de la obra del escritor levantino como crítico, lector y divulgador de nuestra historia literaria; aquello que consideraba Inman Fox como “la contribución más duradera de Azorín a las letras españolas” (1988: 136). Este breve pero importante prefacio debió de ser redactado hacia 1915, poco después de aparecer Al margen de los clásicos —último libro que menciona—, y fue colocado al frente de la reimpresión de Lecturas para la editorial Thomas Nelson & Sons, Ltd., cuya Colección Española comenzó a dirigir Azorín en 1914, de manera que se advierte que esta sucesión de cuatro libros se había cerrado recientemente. Al margen de los clásicos resulta un libro disonante en el conjunto citado por su autor. Similar al contenido de los otros tres libros solo encontramos el ensayo dedicado a José Somoza y, en parte, el último, dedicado a Bécquer. El sentido de los demás capítulos responde a otra actitud, a otra disposición y propósito, puesto de manifiesto en el breve prologuillo: son el resultado de la “impresión producida en una sensibilidad por un gran poeta o un gran prosista: eso es todo” (Azorín 1998b: 1256). Vienen a ser unos ejercicios de imaginación caprichosa que tienen más que ver con el mundo de Azorín (el de “los detalles

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insignificantes, lo ordinario, lo prosaico”) que con el texto glosado, del cual su glosa puede separarse mucho. Sorprende la primera pieza, y nos pone en aviso sobre la índole del libro: “El cantor del Cid” resulta ser un lugareño de un pueblecito castellano, que posee unas tierras y un corral con gallos, a los que es aficionado; vive con cierta holgura, deambula por el pueblo, donde sus vecinos lo ven con simpatía, aunque dicen que es poeta, lo que causa extrañeza y hasta conmiseración. Este lugareño, de “saneada hacienda”, se encierra algunas horas y va escribiendo —entre el trajín de las faenas agrícolas— unos versos donde cuenta las hazañas de un héroe: “va relatando, llana y apaciblemente, los hechos de este personaje” (1998b: 1258). En los versos se cuelan los cantos de los gallos y las tareas cotidianas, como la de dar cebada a los caballos; y así, en esos pocos versos transcritos, referentes a los gallos y a la cebada, alude al contenido del Cantar, rebajando su vuelo épico para insertarlo en una cotidianeidad anodina. Del mismo modo, Berceo es contemplado en una vida apacible y Jorge Manrique aparece asociado, a la manera simbolista, mediante correlatos poéticos, a sensaciones sutiles: “la impresión que nos produce el son remoto de un piano en que se toca un nocturno de Chopin, o la de una rosa que comienza a ajarse...” (Azorín 1998b: 1261). Más interés para nuestro propósito tiene la semblanza de Juan Ruiz, hombre aficionado a las “sensaciones enérgicas, a los placeres fuertes” que nunca podrá disfrutar del “silencio, la paz, el recogimiento íntimo, la emoción delicada y tierna” (1998b: 1260). La poesía “delicada y profunda” no es para él. Páginas muy personales las de este libro, diferentes a las de los anteriores, pero relacionables en cierto modo con las de Castilla. Recordemos que el primer título que el escritor tenía pensado para ese libro de 1912 era precisamente Al margen de los clásicos. Que lo utilizara ahora tiene su sentido. Ambos dependen de la actividad lectora; pero no tiene el de 1915 la altura de aquel. Machado acusó su impacto, como buen lector, y en su criterio nos reconocemos: Castilla es un libro “tan intenso, tan cargado de alma” que remueve su espíritu hondamente (Machado 2009: 106). Es un libro de melancolía que no puede terminarse de leer sin un estremecimiento, después de atravesar páginas conmovedoras bajo serena apariencia. El libro de 1915 es

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otra cosa, más ligero, de menor vuelo poético, más marcado por ese impresionismo lector que tanto se le achaca para rebajar la altura de su crítica: unas líneas, o unos pocos versos de alguno de nuestros poetas, le sugieren ciertas meditaciones o imágenes sugestivas que no siempre casan con el texto inspirador; en otros casos nos dan un buen ejemplo de lector sensible al trazar bellas páginas en las que resume el encanto del Persiles y alienta a su lectura de manera eficaz. Pero desde el breve prólogo, el propósito es más modesto que el expresado en el libro de 1912; en aquel nos dice que pretende “aprisionar una partícula del espíritu de Castilla”, así como poner de manifiesto “una preocupación por el poder del tiempo” al experimentar la sensación “de la corriente perdurable —e inexorable— de las cosas” (1998b: 618). Frente a esto, las páginas del libro de 1915, “motivadas por la lectura de autores clásicos españoles”, solo dan cuenta de la “impresión producida en una sensibilidad”. Pero en ese prologuillo hay algo más; algo que suele pasar inadvertido, sobre cuyo sentido debemos indagar. Es un pasaje breve, pero de largo alcance. Recordémoslo: Cuando nos acercamos al ocaso de la vida y vamos —dolorosamente— viendo las cosas en sí, y no en sus representaciones, estas lecturas de los clásicos parece que son a manera de un oasis grato en nuestro vivir (1998b: 1256).

Es posible que el texto no quede claro del todo a primera vista, pero entendemos su sentido: la lectura de los clásicos es un descanso y un paliativo para nuestros dolores. Podemos encontrar aquí un eco de aquellas hermosas palabras de Cervantes en el prólogo a sus Ejemplares: “Horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse”. Pero advertimos en ese breve texto unos términos de raíz filosófica que el escritor utiliza en ocasiones: cosa en sí y representación, y sospechamos que está hablando en sentido schopenhaueriano con cierto camuflaje al utilizar el término kantiano por excelencia. Azorín había leído bien al filósofo pesimista. El mismo Ortega lo había querido subrayar con malicia cuando en su artículo de 1908, “Sobre la pequeña filosofía” (acre diatriba contra el Azorín maurista), lo califica desdeñosamente de “lector aficionado a Schopenhauer” (1983: 52).

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Da la sensación de que Azorín no quiere utilizar el término voluntad y lo sustituye por el kantiano cosa en sí, como una especie de sinónimo con más prestigio; porque la voluntad schopenhaueriana no es otra cosa que el resultado de identificar la incognoscible cosa en sí. Azorín leyó bien Sobre la voluntad en la naturaleza; allí queda expuesto con claridad que esa cosa en sí, considerada como inconocible (sic), no es más que aquello que hallamos en el interior de nuestro ser propio como voluntad; que esa voluntad es independiente de la inteligencia, la cual es de origen secundario y posterior; y que voluntad sin inteligencia es lo que se manifiesta y “sucede real y efectivamente en la Naturaleza entera, desde el animal hacia abajo” (1970: 42). Schopenhauer reitera sus ideas, con diferentes modulaciones, en varios libros. El citado, Sobre la voluntad en la naturaleza (traducido por Unamuno a comienzos del siglo xx), es una buena síntesis del argumento nuclear de su obra mayor, El mundo como voluntad y representación. Los asuntos referentes a la estética los reconsidera en otro libro, leído y anotado por Azorín, como hemos podido comprobar: Metafísica de lo bello y estética. Aquí, en sus páginas iniciales, establece su punto de partida: el mundo como voluntad “es el mundo del deseo y, por tanto, del dolor y de las mil clases de penas”. El mundo como representación, que permite contemplar y conocer aboliendo el deseo, “es en sí mismo fundamentalmente libre de dolor; además encierra un espectáculo digno de verse. En el goce del mismo consiste el placer estético” (Schopenhauer s.a.: 7) De esto trata Azorín en esas cuatro líneas: el placer estético que experimentamos en la lectura de nuestros clásicos (esto es: en la representación del mundo que en ellos encontramos) es como un oasis, una tregua en medio de los sufrimientos, los afanes, las luchas, los egoísmos, las ambiciones, los deseos..., que forman la verdadera trama de la existencia cotidiana. En cierto modo, ya había tratado sobre esa liberación del mundo de la voluntad cuando en 1905, en el texto que considero como el manifiesto azoriniano de un nuevo arte (Lozano Marco 1999: 107-112), describe también las cualidades de la forma que dan cuerpo a su materia: el estilo logrado, sin el cual su mundo no podría existir:

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Yo he tratado de que sean [estas páginas de Los pueblos] claras, sencillas, y, sobre todo, que, lejos de dar toda la medida de una voluntad libre, desenfrenada, desconocedora de sí misma, romántica, muestren un poder contenido, reprimido, clásico (1998b: 1610).

La voluntad, como fuerza desconocedora de sí misma, está concebida al modo schopenhaueriano: el escritor transforma mediante su estilo, de manera consciente, el mundo como voluntad en una representación liberada de los apremios, contingencias y deseos propios de esa misma experiencia vital de la que se distancia para objetivarla y contemplarla. También podríamos expresarlo en términos nietzscheanos: el escritor transforma lo dionisíaco en apolíneo. Pero el sentido de lo expresado en “Confesión de un autor” corresponde más al maestro que al discípulo díscolo. Estas consideraciones pueden servirnos para entender el capítulo sobre La fuerza de la sangre, a la vez que el texto de Azorín ejemplifica lo apuntado. Porque de entre todas las lecturas glosadas en Al margen de los clásicos, esta puede ser la más extraña. En el título están la referencia y el asunto: se inspira en la conocida novela ejemplar. El procedimiento tiene su precedente en Castilla, donde había incluido ese par de capítulos inspirados en La ilustre fregona y en La tía fingida (atribuida a Cervantes), que Azorín modifica y acerca al alcalaíno al introducir el pasaje del Quijote que le da título: “Cerrera, cerrera”. En los dos capítulos sigue un mismo diseño: una primera parte con la ambientación vívida del momento relatado en la ejemplar: el bullicio del mesón del Sevillano, en Toledo; la vida de los estudiantes en la floreciente Salamanca del siglo xvi. Los años pasan; y este es el asunto de ambos textos, lo que Azorín añade: sus futuros. Constanza, algo embarnecida por la edad, tiene ocasión de regresar al mesón toledano veinticinco años después para sentir dolorosamente cómo aquello no es lo que recordaba y que allí no queda nada de lo que ella vivió; nos deja una sensación de melancolía ante la memoria de un tiempo dichoso que se ha evaporado. El autor de La tía fingida concluye su novela de manera feliz: gracias al matrimonio con el estudiante, la joven prostituta, Esperanza, se salva de un fin desastroso, “porque las más de su trato pueblan las camas de los hospitales, y

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mueren en ellas miserables y desventuradas” (1982: 370). En “Cerrera, cerrera” la cabra tira al monte, sigue su natural instinto: algunos años después, la muchacha abandona al marido para tener el final del que se había salvado en la novela que le sirve de referente. Las dos novelas recreadas en Castilla han de ser recordadas en su integridad para asistir a unas continuaciones posibles. Las tramas originales permanecen y se encuentran como subsumidas en estas recreaciones. El caso de La fuerza de la sangre es muy diferente: no se trata del paso del tiempo, ni de las zozobras de los personajes, que aquí desaparecen; porque lo que encontramos en este texto de Azorín es un vaciado total del argumento. Se elimina la novela, se disuelven los sucesos, desaparecen los personajes, para dejar solo dos elementos ambientales. La fuerza de la sangre viene a ser, de entre el conjunto de las Ejemplares, una novela especial por su violencia. Leocadia es una muchacha de dieciséis años arrancada por la fuerza del grupo familiar con el que regresaba a casa en una noche de verano, y violada por un joven caballero “de inclinación torcida”, Rodolfo, quien la posee en la oscuridad de su aposento cuando ella aún estaba inconsciente. Rodolfo se nos hace más repugnante todavía cuando, al escuchar los lamentos, congojas y razones de la muchacha, siente solo el renovado impulso de volver a gozarla, a lo que ella, ahora, se opone con todas sus fuerzas. El asunto es crudo: muestra la egoísta satisfacción de los deseos, el brutal ejercicio de un impulso ciego: el comportamiento propio de lo que “sucede real y efectivamente en la Naturaleza entera, desde el animal hacia abajo” (Schopenhauer 1970: 42), un acto carente de conciencia y comprensión del sufrimiento ajeno. Pues bien, de esta novela Azorín solo destaca dos elementos: la noche de luna y un aposento guarnecido de damasco: el lugar del rapto y el de la violación, pero sin rapto ni violación. “Cervantes, en La fuerza de la sangre, nos da la sensación de una noche de luna”, leemos en el inicio del capítulo; esta sensación va unida a otra: la de una casa que se levanta en la ciudad. De esta casa solo sabemos que tiene un salón tapizado de damasco. Son los dos temas cuyas variaciones va a desarrollar en las dos partes del texto; dos partes separadas por un breve pasaje entre paréntesis donde glosa unos versos de Góngora.

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El mismo procedimiento lo emplea en algunos capítulos de Castilla, como en el mencionado “Cerrera, cerrera”: una primera parte alusiva al contenido de la novela, un fragmento central, entre paréntesis, donde introduce y glosa el pasaje del Quijote —segundo texto—, y una segunda parte en la que desarrolla la imaginada continuación (este procedimiento de un segundo texto también lo ha empleado en Las nubes y en Lo fatal.) En “Al margen de La fuerza de la sangre” no hay nada de narrativo. Todo es pura evocación contemplativa. La frase escrita por Cervantes: “la noche era clara, la hora las once, el camino solo y el paso tardo”, es lo que suscita en el lector-escritor un estado de ánimo que le mueve a escribir evocando una sucesión de imágenes en el mismo sentido: la luz de luna en los ramajes, en el río, en los jardines... Todo ello con una “grande y profunda calma”. La palabra calma, repetida tres veces en el mismo párrafo, junto con otras como encanto, reposado, sedante..., crea como un espacio interior de serena contemplación. Lo contrario de lo que acontece en la novela. En la segunda parte, el salón tapizado de damasco es otro ámbito de silencio “profundo y sedante”, y de paz. La paz de este salón —escribe Azorín— “va a unirse a la paz de la cuesta del río en las noches claras de luna” (1998b: 1296). Como si nada hubiera pasado en esa cuesta y en ese salón. El fragmento central, separado y cerrado entre paréntesis, es una especie de intermedio lírico. Suscitado por el encanto de las noches de luna, viene el recuerdo de unos versos de Góngora que refuerzan el clima poético. Alude a una breve canción, “Donde las altas ruedas”, de cuatro estrofas aliradas en las que Coridón, el nombre de un pastor Virgiliano, se queja de ausencia al injusto Amor, al pie de un fresno levantado sobre un peñasco junto al Betis, “que entre juncias va dormido”, y en cuyas aguas la luna deja “espejos claros de cristal luciente”. Es un idilio, en su sentido original: un cuadrito delicado sobre un convencional tema bucólico; un contrapunto de la brutalidad a la que asistimos en la novela. Es evidente que, aunque lo parezca, Azorín no ignora lo que ha pasado, pero se refiere a ello con una alusión tan mínima y tan vaga que ese suceso solo puede ser conocido por quienes hayan leído la novela ejemplar. De tal suceso solo dice lo siguiente: “De la lectura

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de la novela, por encima de todo, a pesar de la trama, contra el hecho patético que allí se narra; de la lectura de la novela queda en el espíritu esta sensación de luz nocturna y dulce” (1998b: 1295). Una frase de apenas dos líneas en el relato de Cervantes tiene más relevancia para Azorín, en sus impresiones de lector, que las páginas dedicadas a eso que llama “el hecho patético”, única alusión al acto criminal y a sus consecuencias. También en esa estancia adamascada “han resonado gritos de angustia, se han derramado lágrimas, se han visto satisfechos anhelos” (1998: 1296). Pero el salón permanece con su “silencio profundo y sedante”. Finalmente, el sentido de este capítulo queda condensado en una frase: La impresión que nos produce la novela de Cervantes es la de las cosas que perduran y que continúan más allá de los deleznables y rápidos gestos de los hombres (1998b: 1297).

El hecho brutal de la violación viene a ser como un accidente lamentable, pasajero, en medio de lo perdurable; porque la violencia no afecta ni a la noche de luna ni al apacible aposento, que permanecen intactos en su belleza, en su capacidad para producir sentimientos nobles y delicados. Azorín elimina personajes y acción para dejar un ambiente que perdura, a través de los siglos, “sobre los deleznables y rápidos gestos de los hombres”. Vemos que lo que hace en sus páginas, sobre las que tiene potestad de autor, es eliminar toda presencia del mundo como voluntad para recrearse en el mundo como representación. Es lo que hace en casi toda su obra, de manera señalada desde Antonio Azorín hasta Salvadora de Olbena o Ejercicios de castellano. El impulso sexual es una manifestación de la voluntad en estado puro. En sus novelas, en su obra, no hay sexo, ni pasiones; como mucho, en Don Juan advertimos insinuada una pasión contenida; pero, ante todo, lo que encontramos son sentimientos sutiles y delicados: los que dice sentir el protagonista en Veraneo sentimental al recordar a las atractivas y bellas muchachas del balneario: “una vaga sensación de amor” (2016: 75), o tal vez un pequeño regodeo contemplativo en un detalle de un erotismo sugestivo, que nunca pasa de la grata contemplación sensual. Cuando los campeones por antonomasia del

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amor como pasión entran en la obra de Azorín, lo hacen a cambio de olvidar su vida anterior para rectificar radicalmente y vivir una nueva vida. El mito romántico más popular, el personaje desmedido, violento, egoísta, para quien todo queda subordinado a lograr su propia satisfacción, queda aludido con una breve frase al comienzo de la novela, encuadrando el prólogo, para dejar atrás su figura mítica: “Don Juan del Prado y Ramos era un gran pecador; un día adoleció gravemente [...] no llegó a morir; pero su espíritu salió de la grave enfermedad profundamente transformado” (1998a: 615). El adalid del amor sexual se convierte en un hombre piadoso; al igual que doña Inés (en la versión de Azorín), tras una vida de experiencias amorosas, a cuyo epílogo asistimos, renuncia a su último amor para dedicarse al ejercicio piadoso creando una especie de hogar-escuela para niños pobres. En ambos casos parece resonar esa frase que resume la más alta cualidad ética en El mundo como voluntad y representación: “todo verdadero amor puro es piedad y todo amor que no sea piedad es egoísmo. El amor personal es el eros; la piedad es ágape” (Schopenhauer 1960: 86). Esta actitud y comportamiento aparecen resaltados en las dos novelas aludidas, dada su temática, pero los encontramos también en el resto de su obra. Al hablar de El escritor, por ejemplo, de la que siempre se recuerda la escena del brazo en alto, no se alude a un asunto relevante: Luis Dávila, el héroe de guerra, se arrepiente para ir hacia otro heroísmo: el de la renuncia y la piedad. Como un Miguel de Mañara (Luis ha leído su Discurso de la verdad), emplea su fortuna en socorrer a los pobres, a los enfermos, a los desvalidos. Un libro como Pueblo. Novela de los que trabajan y sufren no es reivindicativo, sino piadoso; en su capítulo dos afirma “considerar como el más funesto enemigo la emoción conturbadora y violenta” (1998a: 956). Azorín elimina de su obra el mundo como voluntad para instalarse —e instalar al lector— en el mundo como representación: allí viven Félix Vargas, Joaquín Albert o Tomás Verdú, Antonio Quiroga, Víctor Albert, Salvadora López de Ledona..., y tantos otros. Toda su obra es un gran esfuerzo para eliminar lo pasional, lo conturbador, lo violento, y habitar en lo apacible, lo sereno. José Martínez Ruiz sabe que como hombre —como todo hombre— es esclavo de la voluntad;

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pero que como escritor puede distanciarse, objetivarla, contemplarla, entenderla y vencerla. A ello le ayuda un procedimiento propio, una actitud vital (y aquí recuerdo a Inman Fox): Azorín no crea su representación a partir de su experiencia en el “mundo como voluntad” sino, como bien sabemos, a partir de su experiencia lectora; es decir: se trata de una representación elaborada sobre otra representación. Azorín se contempla y se objetiva en Tomás Rueda cuando, a partir de la obra de Cervantes, diseña su propio discurso, alterando todo lo que haya que alterar para su propósito. El tratamiento que recibe El licenciado Vidriera viene a ser muy diferente, casi el opuesto, al que recibe La fuerza de la sangre. El protagonista lo llena todo, y se conserva la línea argumental con la alteración de su contenido. Como sabemos, el título de la novela cervantina es el mote que la gente pone al personaje en el periodo de su locura, cuando se cree de vidrio; él dice llamarse, cuando adolescente, Tomás Rodaja, para presentarse como licenciado Rueda al recobrar la cordura. El centro de la novela, las dos terceras partes de su extensión, contiene el periodo de su enajenación, manifestada en su manía y en una retahíla de sentencias, aforismos, apotegmas, facecias, chistes, dichos ingeniosos, etc., recogidos de obras ajenas, es decir: de sus lecturas, de su sabiduría libresca. El título de la novela hace referencia a este periodo, central y extenso, precedido por el más breve del encuentro, el estudio y los viajes; y seguido y terminado, en pocos párrafos (la tercera parte es brevísima), con su fracaso como letrado y su marcha a Flandes, donde muere dejando fama de valiente. Sabemos que, en el texto azoriniano, ni enloquece, ni pretende ejercer como letrado, ni muere en Flandes heroicamente, quedando así alterados el contenido y el sentido del texto original. Azorín calificó este libro de “ensayo novelesco” (1941: 13). Se trata de una original fusión de géneros, diferente de sus novelas basadas en personajes literarios, y tal vez algo más cercano a los capítulos de Castilla. En 1941 cambió su título por el de Tomás Rueda, por parecerle más concreto. En realidad, el título anterior, el que coincide con el de la novela ejemplar —con el que había aparecido en tres reimpresiones—, se justifica por su alusión cervantina de cara al tercer centenario, no por su contenido, ya que aquí no aparece un licenciado

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Vidriera enajenado y perseguido por un público curioso. En el nombre “Tomás Rueda”, plenamente azoriniano, se une el que dice tener en la primera parte de la ejemplar con el sobrenombre declarado en la segunda. Azorín señala así la unidad y continuidad en un personaje cuya vida no es alterada en una etapa de enajenación. Tomás Rueda nunca se enajena: permanece siempre fiel a sí mismo y, en vez de locura, su crisis se resuelve en lucidez. El ensayo novelesco de Azorín es un Bildungsroman adelgazado, depurado (en el sentido del purismo poético que va a ser moda en los años siguientes), y también un Künstlerroman: la novela de formación de un artista, un escritor, un hombre sensible orientado hacia su mundo interior. Esta singular obra (como también Félix Vargas y las demás) responde claramente al criterio expresado en la siguiente cita: Una novela será tanto más elevada y noble cuanta más vida interior y cuanta menos exterior presente. [...] El arte consiste en que con la menor cantidad posible de vida exterior se ponga en el más fuerte movimiento la interior, porque la interior es verdaderamente objeto de nuestro interés. El cometido del novelista no es referir grandes acontecimientos, sino hacer interesantes los pequeños.

El texto parece escrito por la mano de Azorín, y todo en él nos remite a su arte de novelista. Parece definir muy bien su Licenciado Vidriera. Pero lo leemos, como lo leyó Azorín, en Metafísica de lo bello y estética (s.a.: 49). No se trataría tanto de una influencia como de una confluencia de criterios, porque este es el criterio rector del novelista. E incluso en el seno del ensayo novelesco, saturado por la vida interior del personaje, encontramos una reflexión análoga del narrador, referida al decurso de los sucesos en la novela: Si nuestro Tomás hubiese consignado en un libro los sucesos que le han acaecido durante la vida, este libro debería titularse Diario... de nada. De nada, y, sin embargo, ¡de tanto! De nada ruidoso y excepcional, y, sin embargo, ¡de tantos matices o incidentes que le han llegado a lo hondo del espíritu! (1998b: 1387).

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Decíamos que se trata de un bildungsroman en el que asistimos a la formación de una sensibilidad, desde la infancia hasta el ingreso en la madurez, en el momento en que asegura con el matrimonio su equilibrio emocional y proyecta su vida en el ejercicio de la literatura. La etapa de la infancia, desde el inicio de su conciencia, es un añadido a la trama de la novela ejemplar, que aquí es prologada por cinco capítulos, de un total de trece, y no prolongada en un futuro, como ha sucedido en las recreaciones de Castilla. El bildungsroman tiene sus peculiaridades y características, pero tal vez la más definitiva, la que constituye su esencia, sea la que resalta Ricardo Gullón: “el tránsito de la inocencia al conocimiento” (1984: 91). En el texto azoriniano este suceso vital se produce en el capítulo X, “Un vino dulce y violento”, el episodio alternativo al texto cervantino: allí, en 1613, aquella mujer “de todo rumbo y manejo” se enamora de Tomás, lo pretende sin ser correspondida, y finalmente le envía el membrillo toledano con el hechizo que provoca su locura. En la obra azoriniana el caso es diferente, y está relatado con insinuaciones y textos interpuestos. Vamos asistiendo al suceso a través de evocaciones de la Celestina y de dos o tres pasajes de La perfecta casada. Al parecer, Tomás se fija en una mujer cuya imagen le va cautivando; no pasa inadvertido este hecho a la desconocida quien, tal vez, sea la que le envíe a una alcahueta. Las relaciones con esta mujer son violentas, atormentadas, aniquiladoras. El narrador escribe: “Existen mujeres terribles; mujeres apasionadas y ardientes; mujeres que subyugan y de cuyo sortilegio es imposible desprenderse” (1998b: 1399) Tomás queda a merced de esta mujer fatal, una verdadera “hija de Lilith”; el narrador se refiere a unos “abscondidos rincones, secretos testigos de sus proezas” (1998b: 1400), según son aludidos en una página de Fray Luis (1992: 127) en la que este nos remite a otra página del Libro de los Proverbios, y es en esta secuencia de textos donde atisbamos un relato de lo sucedido. Porque en Proverbios, 7, 6-27, leemos la historia de un joven inocente aniquilado por una mujer lúbrica, de extremada lascivia. Ella le sale al paso, lo seduce con palabras lujuriosas; él “se fue tras ella entontecido como buey que se lleva al matadero”. El último versículo define el final de esas relaciones: “su casa es el camino del sepulcro,

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que baja a las profundidades de la muerte”. Esto explica el estado en el que queda Tomás: la “conmoción de todo su organismo fue tan violenta”, que “sintió su cerebro todo hecho fuego” (1998b: 1400). La enfermedad y su recuperación vino a durar seis meses (como en su modelo cervantino), y de ella salió transformado. Ha sido un original ejemplo de intertextualidad y de consulta bibliográfica. El suceso, tomado de Cervantes, queda en buena medida referido mediante textos ajenos de clásicos castellanos, y, en uno de ellos, se nos remite a otro, a la Biblia, al que debemos acudir para entender la experiencia de Tomás. Ese capítulo 7 del Libro de los Proverbios (que en la Vulgata, traducción de Nácar-Colunga —de donde he citado—, recibe el título de “Los halagos seductores” y en la versión de Reina-Valera uno más directo: “Las artimañas de la ramera”) viene a ser el correlato narrativo para referir unos sucesos entrevistos en textos presentes y aludidos. El Licenciado Vidriera azoriniano es un libro repleto de citas bibliográficas. La voz del narrador, quien se presenta en el capítulo XIII como “el autor” y que coprotagoniza este ensayo novelesco, trae continuas referencias textuales a las que se añaden los pertinentes datos bibliográficos. Utiliza, por ejemplo, un fragmento de La Dorotea para dar contenido a un personaje ocasional: un hombre ensimismado en la orilla de un río; una traducción del Amphitrion por Pérez de Oliva sirve para reflexionar sobre la experiencia de la vida en sus edades, y otra del Diálogo de la dignidad del hombre, del mismo autor, para tratar sobre la necesidad de la soledad; tres citas de Gracián —dos de El político y una de El Criticón— abordan el tema de las naciones de España; otro fragmento de El donado hablador le permite ambientar un interior de época... El País Vasco queda descrito desde Zamacola (¡en un libro de 1818!); el interior doméstico holandés se nos muestra en una traducción que el autor dice hacer de un libro de 1697, Les Delices de la Holande, y a Gabriela, en la que viene a representar a su esposa, Julia Guinda, la describe con una cita en francés de Jules Lemaître, escritor fallecido en 1914. Libro de libros, pues: inspirado en uno cervantino, proyectado sobre él y traspasado por varios más. En el personaje de Tomás Rueda asistimos a la formación de una conciencia, a la educación de una sensibilidad encaminada a consolidar

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una realidad interior. El niño Tomás es un solitario que entra en la vida asistiendo a la desaparición de su hogar, de su familia, y observando el mundo en sus detalles. Al igual que el niño Martínez Ruiz, gusta de subir al sobrado, siente atracción por las ventanas, contempla las arañas..., hasta que encuentra unos libros que, según deducimos, fueron de su madre. La lectura de poetas y noveladores “hacen abrir los ojos a este niño ante el espectáculo del mundo y ponen en su alma [...] un fermento de ideal” (1998b: 1373). Los libros operan sobre una sensibilidad apta para percibir los matices de las cosas y los afectos sutiles que nos relacionan con los demás. Recordemos el muro blanco, como sinécdoque de Salamanca, sobre cuya superficie Tomás ve resbalar la luz del sol, con sus diversos matices y cambiantes según las horas y las estaciones, durante años; y también su afecto hacia personajes soñadores y bondadosos, orientados hacia su mundo interior, como don Lope de Almendares: donde todos ven motivo de burla, él ve bondad y discreción. Sobresale su amistad con Asensio, un músico ciego de intensa sensibilidad, que comparte el gusto de Tomás por la poesía y siente sobre su rostro, sin poderla ver, la grandeza del universo. Sabemos que su crisis, la enfermedad que sigue a su experiencia en el “mundo como voluntad”, le devuelve a un “mundo como representación” más intenso, con una sensibilidad hiperestesiada. Gana en lucidez a costa de sufrimiento: ve matices y percibe relaciones que antes no percibía. Él no es de vidrio, sino vidrioso: “que fácilmente se resiente, enoja o desazona” (DRAE); le dañan las asperezas y le resulta insoportable el ambiente en que vive: el ambiente español, violento, agresivo y frívolo. Esa aspereza en el ambiente moral, y en el físico, le hacen abandonar España e instalarse en Holanda, en un interior doméstico donde, en compañía de una esposa que garantiza su equilibrio, Tomás puede crear. Su escritura, que brota casi por instinto de su subconsciente, viene a insertarse en la “historia interna” de su país, tal y como la concibe Giner de los Ríos. Tomás lee a los clásicos, y a partir de estas lecturas se crea una realidad interior en la que se apoya para escribir. Lo mismo le ha de pasar a Félix Vargas, a don Pablo (en Doña Inés), y a su mismo autor, cuya reescritura cervantina no es otra cosa que lo que leemos en ese capítulo final: el texto acaba refiriéndose a sí mismo.

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El desenlace es curioso: Tomás recibe una carta de España que le llena de sorpresa y de júbilo. Llama entusiasmado a Gabriela; se la da a leer: “La carta dice así”, pero solo encontramos tres puntos suspensivos y el blanco de la página. El final no puede ser más abrupto. Se nos deja sin conocer un contenido al parecer importante. Pero tal vez no sea el contenido sino la emoción que suscita lo que se quiere enfatizar: el júbilo nos deja con una sensación de esperanza. Y el sentido de esa esperanza pudiera estar, como apunté años atrás (2000), en el “Postfacio que pudiera ser prefacio”, eliminado en la edición de 1941, pero fundamental para entender el sentido de la obra en el momento de su aparición1. Lo que ahí leemos es precisamente la solución al problema que denunciaba Tomás Rueda, lo que tanto daño le hace: la aspereza, la violencia y agresividad del ambiente español puede modificarse gracias a maestros como don Francisco Giner de los Ríos, maestros que enseñan “la serenidad espiritual, la escrupulosidad, la limpieza, la precisión” (1998b: 1415). “Los clásicos son solidaridad y sensibilidad” (1998b: 1415). Es el último argumento del libro y la conclusión no solo del postfacio, sino también de la obra entera: solidaridad con el ambiente en que vivimos; sensibilidad como perfeccionamiento personal. Son los dos conceptos básicos para fundamentar en ellos la tolerancia, la convivencia, y para poder inventar los rasgos constitutivos de una conciencia nacional. La literatura es elemento fundamental en la concepción de una historia interna, como pensaba don Francisco Giner y Azorín reflejaba en su idea de la continuidad nacional; es, por tanto, reveladora de una manera de estar en el mundo. Pero en Martínez Ruiz todo ello ha de ponerse en consonancia con el impacto que en él produjo la lectura de Jean-Marie Guyau, tal y como lo manifiesta en su librito de 1899 La evolución de la crítica. En esta obra, en la que más bien da cuenta de

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José-Carlos Mainer, en el excelente estudio que acompaña a la edición facsímil de El licenciado Vidriera visto por Azorín, relaciona el desenlace —Gabriela leyendo la carta— con cuadros de Vermeer en los que, en un interior doméstico, sitúa a una figura femenina en similar actitud (Mainer 2016: 32-33). El ambiente doméstico holandés pudo inspirar este final. De todos modos, prefiero mantener mi versión, tal y como la recojo aquí.

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su propia evolución, el escritor repasa diferentes tendencias y escuelas críticas para mostrar su adhesión, con un notable entusiasmo, a la llamada “crítica sociológica”, aprendida en Guyau; no tiene nada que ver con el arte social que defendía pocos años antes: es “la que muestra al lector las bellezas de la obra; la que le hace simpatizar, entrar en sociedad, socializar con la obra” (Azorín 1975: 235). Socializa porque cohesiona la sociedad en el reconocimiento de unos valores estéticos y éticos que han de ser factores de progreso en una positiva evolución de la sensibilidad. El arte, la literatura, ha de carecer necesariamente de utilidad práctica inmediata —en ello coinciden Giner, Schopenhauer y Guyau—; cumplen una función que no podrían cumplir si estuvieran al servicio de ideologías determinadas o de fines prácticos concretos (en el caso del segundo, porque caería dentro del mundo de la voluntad). “El arte es vida —escribe Martínez Ruiz en 1899—; vida que se extiende a todos los hombres, a todos los seres, a todas las cosas del universo, y hace de hombres y de cosas una sociedad universal, solidaria, amorosa” (1975: 236). La sociedad mejora cuando reconoce y admira algo más elevado. Todo ello no corresponde, claro está, a un pretendido espíritu nacional: se trata de una verdad universal. La belleza lo es en todas partes, siempre que haya individuos capaces de reconocerla y de valorarla, aunque puede haber acentos diferenciales: “Sobre un fondo común humano, poner nuestro sello: ese es el ideal” (1998b: 1432), escribe en Un pueblecito pocas semanas antes de comenzar El licenciado Vidriera. Solidaridad y sensibilidad; los dos conceptos van unidos, se interrelacionan. Porque la sensibilidad no es una cualidad que pertenece solo a la esfera privada e íntima, individual, sino que se manifiesta en el ámbito público, en el trato con los demás: en el respeto, la tolerancia, la convivencia. La educación de la sensibilidad ha sido un empeño fundamental para Martínez Ruiz: afinar y enriquecer nuestra visión del mundo y mejorar las relaciones con nuestro ambiente para mitigar la aspereza, la violencia y la agresividad que tanto daño hacían a Tomás Rueda, el personaje recreado por Azorín para ver desde él la vida y objetivar en él sus sentimientos. “Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos” (1998b: 698), escribe por aquellos días en su “Nuevo prefacio”, y no lo ha podido ejemplificar mejor.

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Bibliografía Azorín (): “Don Francisco Giner”, en ABC, 18 de febrero. — (1941): Tomás Rueda. Buenos Aires: Espasa-Calpe. — (1975): La evolución de la crítica. Obras completas, I. Madrid: Aguilar. — (1998a): Obras escogidas, I. Novela. Madrid: Espasa-Calpe. — (1998b): Obras escogidas, II. Ensayo. Madrid: Espasa-Calpe. — (2016): Veraneo sentimental. Ed. de Miguel Ángel Lozano Marco. Madrid: Biblioteca Nueva. Cervantes, Miguel de (1982): Novelas ejemplares, III, ed. de Juan Bautista Avalle-Arce. Madrid: Castalia. Fox, E. Inman (1988) [1967]: “Lectura y literatura (En torno a la inspiración libresca de Azorín)”, en Ideología y política en las letras de fin de siglo. Madrid: Espasa-Calpe. — (1997): La invención de España. Madrid: Cátedra. Gullón, Ricardo (1984): La novela lírica. Madrid: Cátedra. León, Fray Luis de (1992): La perfecta casada. Ed. de Javier San José Lera. Madrid: Espasa-Calpe. Lozano Marco, Miguel Ángel (1999): “Un peculiar manifiesto: ‘Confesión de un autor’”, en Ramón F. Llorens y Jesús Pérez Magallón (eds.), Luz Vital. Estudios de cultura hispánica en memoria de Victor Ouimette. Montréal/Alicante: McGill University/Caja de Ahorros del Mediterráneo, pp. 107-112. — (2000): “El licenciado Vidriera visto por Azorín. Los clásicos como posibilidad”, en Homenaje a José María Martínez Cachero, III. Oviedo: Universidad de Oviedo, pp. 73-85. Machado, Antonio (2009): Epistolario. Ed. de Jordi Doménech. Barcelona: Editorial Octaedro. Mainer, José-Carlos (2016): De Cervantes y de Azorín. Introducción [en separata] a la edición facsímil de El licenciado Vidriera visto por Azorín (1915). Madrid: Boletín Oficial del Estado/Residencia de Estudiantes. Ortega y Gasset, José (1983): Obras completas, X. Madrid: Alianza Editorial/Revista de Occidente.

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— (1987): Meditaciones sobre la literatura y el arte. Ed. de E. Inman Fox. Madrid: Castalia, pp. 299-305. Pérez de Ayala, Ramón (1972), Troteras y danzaderas. Ed. de Andrés Amorós. Madrid: Castalia. Schopenhauer, Arthur (s.a.): Metafísica de lo Bello y Estética. Trad. de Luis Jiménez García de Luna. Madrid: B. Rodríguez Serra, Editor. — (1960): El mundo como voluntad y representación. Trad. de Eduardo Ovejero y Mauri, III, 2.ª ed. Buenos Aires: Aguilar. — (1970): Sobre la voluntad en la naturaleza. Trad. de Miguel de Unamuno. Madrid: Alianza Editorial.

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Francisco Giner de los Ríos encabezó, junto a otros políticos e intelectuales de la segunda mitad del siglo xix, el proyecto de forjar una nación española desde los supuestos del liberalismo ideológico que la conectara con las dinámicas de progreso occidentales y la librara de su secular atraso. Si bien la mayor parte de iniciativas, como asegura Chacón Delgado, del proyecto de construcción nacional del liberalismo español del siglo xix fueron propiamente económicas y políticas (y, por tanto, relativas a la construcción de un “Estado” más que de una nación) (2013: 223-224), no lo es menos que Giner y muchos escritores y pensadores sí propagaron un conjunto de imaginarios e idearios que contribuyeran a forjar una “nación literaria” distinta a la propugnada por los sectores conservadores y tradicionalistas.

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Después de la victoria del ejército liderado ya por Francisco Franco en 1939, los discursos del poder político, religioso y cultural instauraron un proyecto colectivo que bebía de las fuentes del tradicionalismo decimonónico —además de otras fuentes ideológicas conservadoras— y que no admitía brechas ni visiones alternativas. La nación española auténtica se erigía al final de la Guerra Civil como el único camino posible frente a la España republicana, que, a juicio de los vencedores de la contienda, había pervertido su naturaleza y había traicionado por completo sus raíces. En consonancia, el campo cultural y literario debía responder a las directrices configuradoras de esa España “única e indivisible”, “unidad de destino en lo universal”, según rezaban los preceptos del Movimiento y el catecismo de Falange. La censura estatal y el control de los medios de comunicación, así como de los planes académicos de estudio a todos los niveles, fueron factores decisivos para excavar una zanja profunda que alejara la realidad española de 1939 de la de 1936: los escritores y pensadores afines al proyecto republicano o los que, como algunas voces del 98, denunciaban los males de España, eran silenciados, borrados o demonizados por el régimen. Sin embargo, y pese a que se quiso divulgar la idea de una naturaleza adánica de la nueva realidad española que se imponía con el franquismo, era preciso buscar referentes del pasado que se adecuaran sin generar conflictos a la circunstancia del momento. En este sentido hemos estudiado cómo, especialmente durante la década de los cuarenta, se hipostasiaron determinadas lecturas de escritores ya fallecidos, como Joan Maragall o Benito Pérez Galdós, adecuándolos a las directrices ideológicas hegemónicas. El regreso de José Martínez Ruiz y de Pío Baroja de su autoexilio parisino durante la guerra propició que el franquismo se apropiara rápidamente del capital cultural de ambos escritores. Al margen de estas estrategias propagandísticas —no solo interiores, sino también desarrolladas con la mirada puesta en el exterior—, la esfera literaria recibió al autor de El árbol de la ciencia y al de La voluntad con los brazos abiertos, pues en ellos redescubrió una tradición literaria que no generaba problemas con la censura y permitía a la literatura española enraizarse en un contexto complejo. Para reflejar cómo la crítica literaria de posguerra halla en Martínez Ruiz a la voz de la autoridad

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literaria, a un padre narrativo, utilizaremos el corpus de artículos y reseñas que creamos para nuestra investigación doctoral a partir del cotejo y vaciado del semanario barcelonés Destino. Creada en 1937 por un grupo de catalanes que habían huido de la Barcelona republicana y se habían refugiado en Burgos, Destino renació en la capital catalana en 1939 de la mano de Ignasi Agustí, Josep Vergés y Joan Teixidor para acabar constituyéndose en una publicación de información diversa (con especial acento en la cultural) y un talante liberal, europeo y cosmopolita que se acentuaría con la victoria aliada al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Si Pío Baroja sería el modelo narrativo, Azorín conformaría, para los críticos de la revista barcelonesa en Destino, el paradigma estilístico por excelencia. El magisterio de Azorín, en tanto que crítico e incluso más como estilista, en la labor de los críticos literarios del semanario Destino, se prueba a partir de tres hechos fundamentales: 1) La extensa colaboración de Azorín en la revista de forma continuada desde 1940 hasta 1947, cuando quedó interrumpida hasta dos colaboraciones puntuales en 1960: una en el número extraordinario dedicado a Joan Maragall (Azorín 1960: 15) y otra, dedicada a Pío Baroja (Azorín 1960: 55)1. Tras ellas dejó de publicar definitivamente en Destino por causa de su avanzada edad. 2) La devoción que muchos de los redactores del semanario mostraron por el autor de Monóvar en la recepción crítica de las obras publicadas coetáneamente. 3) En un breve y amistoso debate entre Eugenio Nadal y Josep Pla, el estilo de Azorín se erige en paradigma en una controversia que, más allá de las circunstancias personales de ambos periodistas, traza singulares puentes hacia el modelo estilístico que se preconizaba en aquellos años en la prensa española. Este será el esquema tripartito que seguiremos en esta aproximación. En primer lugar, cabe recordar que Azorín, en tanto que colaborador, fue uno de los fichajes estrella de la época de Ignacio Agustí, y

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Las colaboraciones de Azorín quedarán consignadas en las tablas del Apéndice final.

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el colaborador mejor pagado en la revista en los años cuarenta. Agustí relata las condiciones del contrato de Azorín en Ganas de hablar: “Recuerdo que en aquel tiempo contraté los artículos de Azorín por doscientas pesetas cada uno, una cifra superior a la corriente para los articulistas de la época” (Agustí 1974: 44). La colaboración azoriniana contó con una gran multiplicidad temática y genérica, que abarcó desde el relato breve, los cuadros de costumbres, el ensayo, la crítica literaria y artística hasta las semblanzas, los artículos de opinión o meras crónicas. En total, contamos con 88 artículos, desde el año 1940 hasta 1960 —con el mencionado lapso temporal entre 1947 y 1960—2, que contemplan las facetas más importantes de Martínez Ruiz. En primer lugar, la de creador literario —como colaborador, pero también como objeto de estudio de los críticos literarios-; en segundo, la de divulgador de los clásicos.

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El profesor E. Inman Fox, en su obra Azorín: guía de la obra completa, ofrece en el capítulo III, “Hacia el periodismo completo de José Martínez Ruiz Azorín (1892-1965)” (1992: 97-283), un registro de lo que debería ser la enumeración de todas las colaboraciones en prensa del escritor levantino. En un cotejo comparativo con nuestra tabla de referencias de Destino, se han hallado ausencias durante los dos primeros años: la primera entrada de E. Inman Fox pertenece al año 1941 (“Los cuatro textos”), cuando la primera colaboración real de Azorín en el semanario barcelonés pertenece a 1940 (“Pintura de mi casa”). Fox apunta una sola colaboración en Destino para 1941, hasta “El enigma del arte” a mediados de 1942, cuando entre la primera colaboración y esta última median 26 artículos. A partir de 1942 y hasta 1947, todas las referencias muestran correspondencias exactas, excepto “El hijo y la madre” (no salieron con el número del 3 de agosto de 1943, sino con el del 3 de julio del mismo año) y “En el estudio” (no apareció el 16 de noviembre de 1943, sino el 16 del octubre anterior). A partir de 1947, Azorín abandonó su colaboración casi semanal en Destino y el prof. Fox circunscribe la colaboración en prensa del escritor hasta su muerte al diario ABC, a lo que suma una puntual en Papeles de Son Armadans en 1959 (con el texto “La catedral de Gaudí”, 01/12/1959). No obstante, Azorín sí colaboraría en dos ocasiones más con el semanario barcelonés en 1960 —información que probablemente se le pasó por alto por la singularidad de sus casos— con motivo de dos números extraordinarios de la revista: el primero, dedicado a Joan Maragall (con el texto “Maragall y las Euménides”, 1960, 1179: p. 15) y, el segundo, dedicado a Pío Baroja (con el artículo “Recuadro de Baroja”, 1960, 1192: p. 55).

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Guillermo Díaz-Plaja, bajo la orteguiana máscara de Sagitario, iba a celebrar en “La saeta en el aire” el cincuentenario de Azorín como escritor (1944: 10), y haría un especial hincapié en dicho quehacer divulgador —que no trivializador— de los clásicos españoles que había desempeñado el escritor: Azorín trabaja toda la noche, en un augusto silencio: entonces dialoga con los maestros de otrora, a los que tanto nos ha acercado cumpliendo ese sencillo y genial milagro de humanizarlos de hacérnoslos ver sin el polvillo arqueológico que nubla su dulce y eterna realidad. A esa hora sagrada en que todo se vuelve lúcido, en una de estas noches de frío madrileño, Azorín irá evocando las etapas de su obra imperecedera, de sus grandes actos de servicio a la cultura española, de su inmensa labor de difusión espiritual. “Transmitir lo mejor a los más”, escribía yo en la dedicatoria de un libro a Azorín. He aquí un lema que yo quisiera heredar de su obra para la mía: tender un puente entre la fría erudición (el áspero e inhumano mundo del erudito) y la viva realidad de la vida cotidiana, del pueblo. He aquí una obra digna de ser llevada a término (Díaz Plaja 1944: 10).

En tercer lugar, se desprende del análisis de la presencia de Azorín en Destino su faceta como crítico artístico —que desempeñó asimismo en la revista barcelonesa, y sobre la cual escribió José María Junoy3 (que compartía con Azorín la doble faceta de creador y crítico literario y artístico) en su artículo “Azorín, crítico de arte” (1943: 11)—. A continuación, y en cuarto lugar, Destino daría cuenta del trabajo de Martínez Ruiz en torno al teatro: Ángel Zúñiga reseñó La comedia de la felicidad, del autor ruso Nicolas Evreinoff, que se estrenó en el Teatro Barcelona con una versión en castellano de la pluma de Azorín4,

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Poeta, crítico y periodista, de la misma generación que Guillermo Díaz-Plaja o Joan Teixidor, se formó en la época de anteguerra en diversos medios de comunicación barceloneses. Sería el director de La nova revista —revista ilustrada, de arte y literatura, íntegramente en catalán, fundada por Ricard Fábregas en 1927, que siguió editándose hasta 1929—. Remitimos al lector al artículo, que profundiza en la faceta teatral azoriniana, del profesor Inman Fox (1997: 109-122).

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y se reseñaría el estreno de la obra azoriniana dedicada a Cervantes: Cervantes o la casa encantada, en el Teatro Comedia de Barcelona (Redacción 1948: 13). El segundo hecho que prueba la huella azoriniana en el semanario barcelonés es, como se ha podido comprobar ya, la admiración sin reservas de los redactores, escritores e intelectuales agrupados en torno a Destino hacia el escritor de Monóvar. Dejando aparte las reseñas y artículos críticos de sus obras literarias, se le irán publicando con gran continuidad a lo largo de todos esos años artículos de homenaje, series de artículos retrospectivos sobre su obra y números monográficos dedicados a su figura literaria, cuestión que de la que se ocupa la profesora Sotelo en otro capítulo de este volumen. Y en tercer y último lugar, la prueba definitiva de la influencia estilística de José Martínez Ruiz en Destino es el paradigma azoriniano que se establece en medio de un debate amistoso entre Josep Pla y Eugenio Nadal en el año 1941, en la revista Destino, a propósito del estilo literario.

El debate en torno al estilo de 1941 Volvamos, entonces, al periodo inicial de nuestro estudio: los primeros años de la década de los cuarenta en Destino. Azorín sería el gran baluarte que presidiría un amable debate entre Eugenio Nadal y el escritor ampurdanés, Josep Pla, en torno al estilo literario en términos generales, que aparecería en los números de Destino 223-224 y 228, en el año 1941. Nadal, escritor culto, con un estilo lírico y refinado, fue un crítico literario particularmente atento a la cuestión del estilo y se manifestó en la mayoría de ocasiones como un defensor del estilo culto, si bien rechazó el exceso retórico —algo que, por el contrario, no aplicaba en demasía a su propia labor de escritura—. Ejerció, hasta su prematura muerte en 1944, como redactor jefe de Destino. Su óptica claramente falangista le convirtió en el primer filtro censor de los artículos que llegaban a la sección cultural del semanario, como recuerda en sus memorias Ángel Zúñiga: “Eugenio Nadal, buena persona, casi siempre

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vestía la camisa azul [...]. Un día escribí un artículo muy proaliado. Eugenio me lo rechazó con bastante insolencia” (1983: 122). En este sentido, cabe recordar que el “estilo” era, por otra parte, una seña de identidad clamorosamente falangista, presente en los discursos de José Antonio (abrió el discurso fundacional de Falange en el Teatro de la Comedia de Madrid, el 29 de octubre de 1933, con las siguientes palabras: “Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo”) y que daría título a una revista de la delegación territorial de Falange en Granollers entre 1940 y 1942. Por su parte, Pla, escritor genial y de trayectoria estética coherente durante toda su vida —y, por otro lado, el otro gran fichaje estrella de la revista, cuya colaboración se extendería desde 1940 hasta 1975—, era eminentemente partidario de un estilo sencillo, de tono coloquial y ritmo sintáctico rápido, pues aseveraba, citando ejemplos ilustres como Cervantes o Quevedo, que “en general, suelen durar los escritores que escriben sencilla y llanamente”. Pla considera que se está reaccionando contra ese retoricismo literario: “Yo vi nacer uno de los últimos estilos literarios que se han ensayado en España, estilo frente al cual se está ya francamente reaccionando. Se está volviendo a la sencillez” (Pla 1941b: 8). Debemos abrir aquí un paréntesis: en la época serán numerosas las ocasiones en que se aluda a la “agramaticalidad” de Josep Pla y de Pío Baroja. En el semanario barcelonés, sobre todo en la pluma de Néstor Luján, se defenderá siempre la vida palpitante de la obra del novelista vasco y la del escritor ampurdanés, incapaz de sujetarse a las rígidas normas de la gramática y la ortografía. Josep Pla, siempre polémico, adopta una postura radical y sin posibilidad de réplica, aunque barnizada con su sorna habitual. En contraposición, Eugenio Nadal va a matizar algo más la cuestión y, partiendo de una alabanza del modus operandi del ampurdanés, realizará una defensa de un estilo más clasicista y “difícil”, que también ha sobrevivido a lo largo de la historia en los ejemplos de Góngora, Herrera, Alemán o Dante. Si bien recomendará por igual un ritmo breve y la “síntesis expresiva”, afirmará que “se sobreviven los autores que nos han legado una expresión precisa, bella, feliz, de algo vivo

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—que puede ser, clara, pensamiento, suceso, poesía...”. Es decir, el resultado literario debe ser hermoso y debe estar conectado con lo humano. Con ello, se adhiere a la demanda por parte de la crítica y de los lectores de una “rehumanización” de la literatura, de que los autores tiendan puentes entre su obra y el público receptor (frente a la autosuficiencia del arte que propugnaba Ortega y Gasset). Nadal busca que “cada palabra, cada expresión, cada frase, tenga una plenitud de intención: que esté henchida de sentido” (Nadal 1941: 10) y que, además, sea bella. Quien tendrá la última palabra en el debate será Josep Pla, en el número 228 (1941c: 10), confirmando, punto por punto, la mayoría de matizaciones de Nadal en su artículo. Este intercambio de posiciones no es, sin embargo, gratuito. Se enfrascan en él en el preciso momento en que están saliendo a la luz las memorias de José Martínez Ruiz, Azorín, quien, como tótem vivo y superviviente de la Guerra Civil y las “depuraciones” franquistas, se erigió en Destino —tal y como ya se ha precisado— en paradigma del estilo literario —mientras que Baroja lo sería del arte de novelar—. Prueba de esta admiración por el maestro levantino son las múltiples reseñas que Nadal haría de sus obras más recientes, al igual que un artículo entero dedicado a Azorín por Josep Pla. En dicho artículo, “Azorín (un pequeño ensayo)”, Pla da cuenta de una obra del siglo xviii del padre Jacinto Bejarano: Sentimientos patrióticos o conversaciones cristianas, que un cura de aldea, verdadero amigo del país, inspira a sus feligreses se llenan los coloquios al fuego de la chimenea en las noches de invierno, los interlocutores son: el cura, cirujano, sacristán, procurador y el tío Cochazo, que inspiraría, por un lado, el libro de Azorín Un pueblecito. Riofrío de Ávila (Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, Madrid, 1916) y una de las preocupaciones sempiternas del autor: el estilo. Cita Pla al padre Bejarano: “La claridad es la primera calidad del estilo” (Pla 1942: 7); y con esa premisa iba a forjar Azorín su estética literaria, casi una obsesión literaturizada a lo largo de su producción escrita. No es gratuito que, en 1916, uno de los críticos más penetrantes y de mayor elegancia de Cataluña, Alexandre Plana, escribiera en su sección “Las ideas y el libro” de La Vanguardia un artículo titulado “Azorín: Un pueblecillo: Riofrío de Ávila”. En dicho artículo, Plana

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—por entonces, mentor de Pla y quien le ayudaría a buscar una voz más personal, clara y natural— cifraba el interés azoriniano por el libro del padre Bejarano —que lejos de ser solo un cura de aldea, era un notable erudito y ejerció de catedrático sustituto en la Universidad de Salamanca— en la misma idea que iba a citar Pla casi medio siglo después: con toda probabilidad, el maestro Plana recomendaría como modelo al joven escritor ampurdanés la escritura azoriniana y el libro Un pueblecillo como ejemplo paradigmático: Azorín escribe al margen de las páginas de ese libro ignorado, unas glosas que son la fisionomía espiritual e intelectual de Bejarano. Las escribe atenta y amorosamente. Porque encuentra en Bejarano atisbos e indicaciones que confirman su pensamiento; y descubre sensaciones que, a través de los años trascurridos desde 1791, las siente él mismo. Las coincidencias en el modo de pensar y de sentir le inclina a amar ese libro y a interesarse por su autor. Bejarano piensa del estilo algo que Azorín piensa. La claridad es la primera calidad del estilo, dicen ambos. Uno y otro se esfuerzan para dar a las palabras que han escogido el orden más sencillo para expresar su pensamiento. Uno y otro saben que la sencillez del estilo es resultado de una paciente y atenta educación, que es obra de arte, que no puede conseguirse sin esfuerzo. Bejarano debió amar, como Azorín, los libros raros y los pensamientos sutiles que el vulgo ilustrado no comprende. Bejarano y Azorín aman unas mismas cosas y ante una misma impresión reaccionaría igualmente, contando con el cambio de sensibilidad motivado por los libros más modernos y las sensaciones nuevas (Plana, 1916: 8)5.

Y es que el estilo iba a ser siempre el gran caballo de batalla de Pla. Plana, en la etapa formativa del joven Pla, procuró que se alejara de los supuestos del Noucentisme que provocaban que sus textos iniciales no fueran sino afectados, artificiosos en exceso. Plana le aconsejó un modelo estilístico más cercano a la vida, al “català que es parla”, como explica en la biografía Cristina Badosa:

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La cursiva es de Plana. El quehacer crítico de Alexandre Plana en su colaboración con La Vanguardia en torno a la segunda década del siglo xx será objeto de estudio del prof. Adolfo Sotelo Vázquez (2002: 63-66).

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La solució que li proposava d’escriure d’una manera natural i seguint el propi temperament presentava una dificultat: la inexperiència, que només l’escola de la vida, les lectures i la pràctica de l’ofici podien resoldre. Pla havia de cercar en ell mateix la veu que s’adigués a les sensacions que li produïen els paisatges i l’experiència vital quotidiana (Badosa, 1996: 30)6.

El vínculo de Azorín con el debate sobre el estilo es evidente: además de ser el maestro vivo, Martínez Ruiz fue siempre un escritor perennemente preocupado por el estilo (un estilo claro, sencillo, sin retoricismos: en lucha continua por la palabra exacta y contenedora del significado más completo, simple y pura como la nieve); una preocupación que acabaría por constituirse como el leitmotiv de muchas de sus obras. Además, ante la evidente referencia que Pla hace al maestro en su artículo “Una generación” (1941a: 1 y 2), Azorín responde, al número siguiente, con un elogioso retrato del escritor ampurdanés titulado “Una sardana” (1941: 1-2). Este debate entre un estilo purista y uno más “despreocupado” vería también, hacia el año 1943, una ramificación entre Josep Pla y un lector de la revista, Luis García de Vegueta (núms. 300 y 303). Pla responde desde su tribuna pública a una carta que García de Vegueta le había enviado en privado, donde defenderá de nuevo un estilo coloquial y aludirá como autoridad a Miguel de Unamuno y a su concepción del idioma como “organismo vivo” (“Calendario sin fechas. A un purista tímido”, 1943, 300: p. 8), a la que García de Vegueta contesta (“Contestación a José Pla”, 1943, 303: p. 6) diciendo que un estilo culto no tiene por qué ser sinónimo de retoricismo vacuo y que un tono coloquial no ha de ser necesariamente agramatical (con ello, critica las interferencias lingüísticas entre el castellano y el catalán de Pla y su deficiente dominio del idioma).

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Damos la traducción del catalán original: “La solución que le proponía de escribir de una forma natural y siguiendo el propio carácter presentaba una dificultad: la inexperiencia, que solo la escuela de la vida, las lecturas y la práctica del oficio podían resolver. Pla tenía que buscar en sí mismo la voz que se adecuara a las sensaciones que le suscitaban los paisajes y la experiencia vital cotidiana”.

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La concepción del estilo que podemos inducir del análisis de estos artículos radica en un necesario dominio del lenguaje y de todos sus recursos —para Nadal, la forma bella era un ingrediente necesario—, sin caer en la vana acumulación de figuras retóricas sin conexión alguna en cuanto a su significado. La palabra ha de ser bella, pero con sentido. Así pues, esa premisa estilística es una pauta que aplica a Eugenio Nadal en todas sus críticas. Y, en el caso contrario, Josep Pla, quien también aplicaría en sus artículos sobre cuestiones literarias su concepción particular del estilo literario. Cabe reincidir, en último lugar, en que si bien Nadal prevenía a los escritores frente a la retórica vacua, ni él ni otros redactores de Destino lograron siempre sustraerse de la tentadora sonoridad de la misma.

Recepción crítica de la obra azoriniana Se hablará en la revista barcelonesa no solo de novelas suyas, como El escritor (1941), La isla sin aurora (1944) o María Fontán (1944), sino también de recopilaciones de cuentos (Cavilar y contar, 1942) o ensayos de carácter patriótico como Españoles en París (1939), Pensando en España (1939) o Sintiendo a España (1942). Debemos presentar estas novelas tardías como lo haría, años más tarde, el profesor Sobejano: “Impávido, inflexible para consigo mismo, pero sumamente flexible ante cualquier régimen, produjo en este periodo, además de innumerables fascículos y ensayos, seis novelas, como todas las suyas sui generis” (Sobejano 2005: 45). Es importante partir, en el caso azoriniano, de una insalvable indefinición genérica —patente ya en La voluntad (1902)— que redunda en una reflexión acerca de la escritura que confiere una naturaleza metaliteraria a sus seis últimas novelas, de las que solo las tres citadas aparecerían en las páginas culturales de Destino, y que son reflexiones ligeramente noveladas acerca del propósito de escribir y del paso del tiempo —los dos grandes motivos temáticos del escritor—. Así ocurre en El escritor y en La isla sin aurora. María Fontán va a ser, por otro lado, una tentativa de novela sentimental, cercana a la estética de las narraciones de este tipo de principio de siglo.

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Eugenio Nadal reseñaría bien pronto Españoles en París (Colección Austral, Buenos Aires, 1939), donde ya profesaría su admiración por el maestro, a quien elogia también en su intercambio de artículos con Josep Pla. Aprovechando su exilio en París durante la Guerra Civil, Azorín recrea cómo vivían los españoles la contienda desde el extranjero en “una serie de cuadros conmovedores, finos, humanos, de la vida e inquietudes de los refugiados españoles en París” (Nadal 1940: 9). Dirá Nadal —desde una óptica evidentemente falangista— que en la obra de los españoles que vivieron la guerra fuera de España se palpa “una sensación aplastante de tristeza, de dolor que contrasta con el enérgico aliento optimista de las obras de la zona española” (Nadal 1940: 9). A la vez, destaca los rasgos del autor presentes en toda su trayectoria, como la “técnica del cuadro literario”, la “evocación del drama a través de lo más individual y privado”, la pintura como trasunto del autor, la fina crítica artística y un “estilo sobrio, detallista, amable y rico de léxico” (Nadal 1940: 9). Del mismo año (1939) es Pensando en España (Ignasi Agustí cita otra edición: Biblioteca Nueva, Madrid, 1940): una serie de “exquisitas” crónicas escritas también en París. Agustí habla de “poeta” y de orfebre capaz de poner su mejor “artesanía al servicio de la emoción” (Agustí 1940: 11). El último de sus ensayos patrióticos será Sintiendo a España (Tartessos, Barcelona, 1942). Volverá a ser Eugenio Nadal quien cite el ensayo —“más ligado a la actualidad” que los dos anteriores— donde Azorín expresa su “dolor por España” mediante “anécdotas, breves relatos y charlas imaginarias que caen plenamente en el estilo del maestro” (Nadal 1942a: 10). Apunta Nadal un cambio notable respecto de su obra precedente: apenas hay descripción exterior, sino que todo es subjetivismo y mundo interior, aunque abunda su característica crítica artística y literaria, “ponderada, fina, comprensiva” (Nadal 1942a: 10). La primera novela que publica Martínez Ruiz tras la Guerra Civil es El escritor (Madrid: Espasa-Calpe, 1942), obra donde Azorín parece volcar sus preocupaciones fundamentales en un enfrentamiento simbólico entre un escritor mayor, Antonio Quiroga, y otro joven, Luis Dávila —simbólico en tanto que trasunto de la vida personal del propio Azorín, que se veía ya mayor ante la llegada de las nuevas

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generaciones de escritores—. Dicha novela iba a obtener tres reseñas específicamente dedicadas a su aparición. En primer lugar, “Critilo” (quien aventuramos que puede ser Juan Ramón Masoliver7) analiza los temas vertebradores de la producción de Martínez Ruiz para focalizar su atención al final en su última novela (“libro de obsesión azoriniana”): Pocos casos habrá de preocupación tan única, escrupulosa, obsesa por los libros, comparables a la de Azorín. La lengua, las voces, el estilo han sido su eviterna preocupación; los clásicos, España, su espíritu y su paisaje, han sido pasto a la íntima sensibilidad del gran prosista (Masoliver 1942: 10). De nuevo, la obsesión por el estilo. Corroborémoslo con una cita de la misma novela. Luis Dávila pregunta a Antonio Quiroga —al que la crítica ha acertado en señalar como alter ego de Martínez Ruiz (Urrutia 1976: 461-483)—: ¿Cree usted —me pregunta— que la vejez resta fuerzas al escritor? Cuando todo se apoca en el viejo, ¿cree usted que permanecen intactas las fuerzas mentales? ¿Qué opina usted de todo esto? En realidad, opinar, yo no opino nada; lo que hago es sentir. Indudablemente, siento la vida y veo las cosas de distinta manera que en la mocedad. No escribo lo mismo. No tengo ahora, esta es la verdad, ni la fluidez, ni el color, ni el ímpetu de los verdes años (Azorín 1943: 89).

Azorín teme la vejez, la posible pérdida de facultades y la posible incoherencia respecto de su ideario estético. El escritor acaba siendo un juego de espejos donde Azorín es el emisor, el mensaje y el destinatario de su propia obra. En segundo lugar, Eugenio Nadal repasa los leitmotivs propios del autor, presentes también en esta novela: “el proceso creador de la obra literaria”, “cuestiones de estilo”, “los diversos modos de escribir”, “la preocupación del tiempo”, “la crítica literaria”... Unos motivos que

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Así lo creyó el profesor Antonio Vilanova en una consulta puntual en el mes de noviembre de 2007.

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con los años han ido depurándose, llevándose hasta su propio límite. Pone frente a frente dos generaciones encarnadas en dos personajes, ambos escritores: el dilema eterno de la gente antigua frente a la gente nueva. Y en cuanto a la cuestión eterna del estilo, “insiste Azorín [...] en la necesidad de un estilo breve, claro, sencillo, que rehúya, en la expresión y en la estructura de las obras, todo efectismo” (Nadal 1942b: 10). Un estilo que Nadal calificará como “de milagro”. Y en tercer y último lugar, B. Ruiz Soto (una de las máscaras de Antonio Espina) titulará “El misterio del escritor” un artículo a propósito también de El escritor de Azorín (1942: 10); un misterio que, intrínsecamente, juzga el crítico “indescifrable”. Espina tratará en su texto no solo el estilo azoriniano, sino también la concepción que el maestro levantino tiene de la creación y de la crítica literarias: “la creación y la crítica, dos funciones al parecer tan separadas y aun antagónicas, excitan la atención de Azorín“ (Espina 1942: 10), quien, a través de uno de sus heterónimos, Antonio Quiroga, considera que la labor crítica y la creadora deberían ir enlazadas, pues indefectiblemente una forma parte de la otra. Trasciende Espina la mera reseña literaria para reflexionar en torno a cuestiones estilísticas, en torno a la relación entre el espíritu del autor y el espíritu del lenguaje, o en torno al acto creador y artístico. En la contraposición que realiza Juan Ramón Masoliver (como “Andrónico”) entre el poemario de Baroja, Canciones del suburbio, y la novela de Azorín, La isla sin aurora (Destino, Barcelona, 1944), el crítico dignifica la obra de este último. Porque, si bien en una primera lectura parece “una confesión sobre el oficio de literato” (a través de tres heterónimos: un poeta, un dramaturgo y un novelista) que podría haberse quedado reducida a una especie de confesión biográfica —sensible y sencilla, eso sí—, Masoliver apunta que, en una segunda lectura, la obra trasciende ese mero apunte biográfico, concreto, y que en ella “se plantean las verdades íntimas del transcurrir del hombre, los problemas que agobian el ánimo de todo escritor” (Masoliver 1944: 13-14). La “verdad íntima” que Azorín plantea en La isla sin aurora es el inexorable paso del tiempo y la angustia humana que ello suscita —no es baladí el nombre del transatlántico al que

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se suben los tres personajes: “Sin retorno”—; una verdad tamizada por el entramado surrealista, fantástico e imaginario de la obra. La última novela de Martínez Ruiz, reseñada durante los años cuarenta en Destino, es María Fontán (Espasa-Calpe, 1944). Rafael Vázquez Zamora —otro gran defensor de Azorín, a la vez que lo será también de Baroja— elaborará una particular “Carta sin sobre a María Fontán”: una reseña peculiar en la que, dirigiéndose a la protagonista del relato, elogia al autor (Vázquez Zamora 1945: 21-22). Como si el personaje de Azorín estuviera tan vivo en las páginas de la novela que Vázquez-Zamora se dirigiera al mismo en una crítica en forma epistolar: una carta abierta que repasa su constitución como personaje (mujer imprevisible, culta, que inspira ternura...) o la estructura de la obra (31 capítulos que, como en los Goncourt, dan una visión muy real de la vida pero de un modo fragmentario e impresionista). Nada más lejos de una crítica analítica, con ansias de difundir un juicio más o menos objetivo sobre una obra literaria como María Fontán, que el mismo autor subtituló “novela rosa” y que el profesor Sobejano definió como una “novela rosa estilizada” (Sobejano 2005: 45). Más allá del número homenaje de 1967, objeto del trabajo de la profesora M.ª Luisa Sotelo, la presencia directa e indirecta de José Martínez Ruiz en el Destino de los años cincuenta y sesenta se alejará de la hipostatización característica del primer lustro del franquismo (de la mano, sobre todo, de Eugenio Nadal) y culminará la consagración del escritor de Monóvar por parte de la crítica literaria del semanario barcelónes.

Bibliografía Agustí, Ignasi (1940): “Pensando en España”, en Destino, 153, p. 11. — (1974): Ganas de hablar. Barcelona: Planeta. Azorín, Martínez Ruiz, José (1943): El escritor. Madrid: EspasaCalpe. Badosa, Cristina (1996): Josep Pla. Biografia del solitari. Barcelona: Edicions 62.

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Chacón Delgado, Pedro José (2013): Historia y nación: Costa y el regeneracionismo en el fin de siglo. Santander: Universidad de Cantabria. Díaz Plaja, Guillermo (Sagitario) (1944): “La saeta en el aire. En las bodas de oro de Azorín y las letras”, en Destino, 340, p. 10. Espina, Antonio (“B. Ruiz Soto”) (1942): “El misterio del escritor”, en Destino, 303, p. 6. García de Vegueta, Luis (1943): “Contestación a José Pla”, en Destino, 303, p. 6. Inman Fox, E. (1992): Azorín: guía de la obra completa. Madrid: Castalia. — (1997): “La campaña teatral de Azorín, experimentalismo, Evreinoff e Ifach: estudio del teatro experimental (nuevo) en Francia, Italia y Rusia entre 1925 y 1935; y la obra del mismo Azorín Farsa docente (antes Ifach) estrenada en 1942”, en Anales Azorinianos, 6, pp. 109-122. Junoy, Josep Maria (1943): “Azorín, crítico de arte”, en Destino, 314, p. 11. Masoliver, Juan Ramón (“Critilo”) (1942): “El Escritor de Azorín”, en Destino, 246, p. 10. — (“Andrónico”) (1944): “La vida de los libros”, en Destino, 356, pp. 13-14. Nadal, Eugenio (1940): “Españoles en París”, en Destino, 136, p. 9. — (1941): “Sobre el arte de escribir”, en Destino, 224, p. 10. Nadal, Eugenio (1942a): “Sintiendo a España”, en Destino, 271, p. 10. — (1942b): “El escritor”, en Destino, 246, p. 10. Pla, Josep (1941a): “Una generación”, en Destino, 222, p. 1 y 2. — (1941b): “Calendario sin fechas. Sobre el arte de escribir”, en Destino, 223, p. 8. — (1941c): “A Eugenio Nadal. Sobre el arte de escribir”, en Destino, 228, p. 10. — (1942): “Azorín (un pequeño ensayo)”, en Destino, 249, p. 7. — (1943): “Calendario sin fechas. A un purista tímido”, en Destino, 300, p. 8.

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Plana, Alejandro (1916): “Las ideas y el libro. Azorín: Un pueblecillo: Riofrío de Ávila”, en La Vanguardia, 16 de junio, p. 8. Redacción (1948): “Cervantes y Azorín, cara a cara”, en Destino, 561, p. 13. Sotelo Vázquez, Adolfo (2002): “Alexandre Plana, un crítico olvidado”, en Quimera: Revista de Literatura, 221, p. 63-66. Sobejano, Gonzalo (2005): Novela española de nuestro tiempo: En busca del pueblo perdido. Madrid: Mare Nostrum. Urrutia, Jorge (1976): “El escritor, de Azorín: literatura y justificación”, en Archivum, 26, pp. 461-483. Vázquez Zamora, Rafael (1945): “Carta sin sobre a María Fontán”, en Destino, 400, pp. 21-22. Zúñiga, Ángel (1983): Mi futuro es ayer. Barcelona: Planeta, p. 122.

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Apéndice. Colaboraciones de Azorín en Destino (1940-1960): Título Pintura de mi casa La luna y el ciprés Correo de Madrid Holganza en Vitoria La palabra en el aire La visita de Santillana El portal de Belén La escalera y el techo Montañas del Canigó La casa en Bétera Diálogos entre P y C Enrique Borrás El patio azul Cocoteros en Corisco Los cuatro textos Arte español Una sardana Senectud El astrólogo dormido No tan pacífico Fracaso de Prometeo Su voz Valentina Sentado en el estribo El sueño de Verdaguer La afirmación El enigma del arte El discípulo La casa

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Sección Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras

Páginas 1y2 10 10 10 10

Año 1940 1940 1940 1940 1940

Número 153 157 161 166 170

G.º Literario Memorias Relato breve Crónica Crónica Crónica

Arte y Letras

10

1940

176

Crónica

Arte y Letras

2y3 10

1940 1941

179 185

Ensayo Ensayo

Arte y Letras

10

1941

188

Ensayo

Arte y Letras Arte y Letras De Mediodía a Medianoche Arte y Letras

10 12

1941 1941

193 196

Crónica Relato breve

12 y 13

1941

200

Teatro

10

1941

206

Ensayo

10

1941

211

Crónica

1y2 10 1y2 10 2 10 7 10 10 14 y 15

1941 1941 1941 1941 1941 1942 1942 1942 1942 1942

215 219 223 229 231 235 240 245 249 250

Poesía Ensayo Ensayo Ensayo Relato breve Retrato Crónica Retrato Crónica Relato breve

10

1942

253

Ensayo

1y3 10 1y3 10

1942 1942 1942 1942

257 261 266 270

Ensayo Ensayo Crónica Crónica

Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras

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El magisterio literario de Azorín Cruceros de la Historia La batalla del Bruch Los ruidos Nada de particular “No me olvides” La caja de plata El llanto del niño EL hijo y la madre La Pardo Bazán Su mejor obra El arte de la pintura En el estudio Los diccionarios La cuestión Cézanne Algo sobre poesía La Gramática El capitán Pasquier El doctor Rubio Menéndez y Pelayo En la ventana La novelística Julia Maura Mariona Rebull Turania Poetas, ¡a estudiar! La novela Atropos en el Louvre La situación de Penélope Las memorias deseadas Fray Luis de León “Forta ha sigut la tempesta”

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273

Arte y Letras

10

1942

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Crónica

Arte y Letras

10 1y3 10 10 10 10 7 7

1942 1943 1943 1943 1943 1943 1943 1943

279 289 294 300 302 306 311 315

Crónica Crónica Relato Crónica Ensayo Ensayo Relato breve Crítica literaria

11

1943

319

Crítica

10

1943

322

Crítica

11

1943

326

Crítica

10 7 10 28 9 13 7 13 7 7 13 7 13 7 7

1943 1944 1944 1944 1944 1944 1944 1944 1944 1944 1944 1944 1944 1944 1944

331 340 344 348 352 353 357 358 361 366 368 375 379 383 387

Ensayo Crítica Poesía Ensayo Relato breve Ensayo Retrato Crónica Ensayo Crítica literaria Novela Crónica Ensayo Novela Crónica

7

1945

393

Ensayo

7

1945

398

Ensayo

7

1945

401

Retrato

7

1945

404

Poesía

Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras

Arte y Letras. Las Exposiciones y los Artistas Arte y Letras Arte y Letras. Las Exposiciones y los Artistas Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras

Arte y Letras Arte y Letras

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274 Libros grandes, libros chicos Ese es Cervantes En Valencia Réspice a Carmen Si gustáis Felipe II El tercer retazo Mejor es sin pausas Mejor es sin pausas El capitalista sin remedio El retorno a la infancia La naturalidad en el teatro Las cartas El progreso de los tiempos Valdecebro Ofelia Larra, dramaturgo María Ángela La diplomacia Eduardo Benot Una comedia repudiada Cervantes y los Duques Costumbres La voz En Alcalá de Henares El paisaje Maragall y las Euménides Recuadro de Baroja

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Blanca Ripoll Sintes Libros Destino (Día del Libro)

3y4

1945

405

Ensayo

7 3y4 13 7 7 3 7 7

1945 1945 1945 1945 1945 1945 1946 1946

408 414 418 424 435 440 443 444

Ensayo Crónica Crítica Ensayo Retrato Ensayo Ensayo Ensayo

7

1946

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Relato breve

Arte y Letras

13

1946

453

Ensayo

Arte y Letras

13

1946

457

Teatro

Arte y Letras

13

1946

463

Crítica literaria

Arte y Letras

13

1946

475

Ensayo

Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras Arte y Letras Panorama de Arte y Letras

13 13 19 19

1946 1946 1946 1946

478 483 487 491

Ensayo Ensayo Ensayo Relato breve

10

1947

498

Ensayo

7

1947

501

Estudio

10

1947

510

Teatro

10

1947

527

Ensayo

10

1947

530

Crónica

10

1947

535

Ensayo

10

1947

539

Crónica

3

1947

541

Crónica

15

1960

1179

Perfil

55

1960

1192

Biografía

Arte y Letras

Panorama de Arte y Letras Panorama de Arte y Letras Panorama de Arte y Letras Panorama de Arte y Letras Panorama de Arte y Letras

Panorama de Arte y Letras

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Azorín, maestro de las letras españolas, en la revista Destino

Marisa Sotelo Vázquez Universidad de Barcelona

Después de 1939 había sido necesaria una reconstrucción, desde los discursos de poder del Estado franquista, de una “nación literaria” acorde con la nación única e indivisible que se imponía al final de la Guerra Civil. En la forja de dicho proyecto cultural, que aglutinara las señas de identidad de la sociedad española, no se encaminaron demasiados esfuerzos más allá de la rigidez censorial, la vigilancia editorial y periodística y sucintas y poco exitosas políticas activas en desarrollo cultural desde el prisma de la ideología hegemónica. Sí se dedicó energía y voluntad a eliminar cualquier atisbo de relación entre el rico pasado cultural de preguerra y la realidad literaria de los años cuarenta. En este sentido, los escritores fallecidos, ejecutados o en el exilio susceptibles de ser vinculados a la experiencia republicana, se eliminaron del panorama editorial y de los programas educativos.

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Era, con todo, necesario buscar voces de autoridad, “padres literarios” que permitieran a la literatura española de los cuarenta enraizarse con una tradición anterior. Los discursos del poder hallaron esas voces en la tradición cultural conservadora, si bien desde el campo literario se prefirió con creces tomar como referencia a dos maestros vivos que habían regresado al país al terminar la contienda: Pío Baroja y José Martínez Ruiz, Azorín. Con los años, y gracias a una vida longeva, la figura de Azorín se desvistió de cualquier conato de utilización ideológica y se convirtió en un maestro reverenciado por las diversas generaciones literarias que se sucedieron hasta finales de los sesenta. Este reconocimiento y admiración se evidencia en el número necrológico dedicado por la barcelonesa revista Destino al último representante del 98. “¡Cuánto cuesta morirse!”, parece que fueron las últimas palabras de Azorín antes de fallecer en Madrid a los noventa y tres años el día 2 de marzo de 1967. Tras la muerte del longevo escritor, los principales diarios y revistas españolas le dedicaron amplias páginas de artículos necrológicos, sobre todo el diario ABC, en el que el autor de La voluntad había colaborado asiduamente durante más de veinticinco años, y, en la prensa barcelonesa, La Vanguardia y la revista Destino, que editó un número extraordinario subtitulado “Azorín, maestro de las letras españolas”. Más allá de la afición de la revista barcelonesa a los números especiales a todo color dedicados a la conmemoración de alguna fecha emblemática o de los números monográficos1, el interés por el autor de La voluntad se justificaba sobradamente, pues, tal como ha señalado la profesora Blanca Ripoll en su estudio sobre la revista Destino2, Azorín fue uno de los fichajes estrellas y el colaborador

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Destino dedicaba un número especial en Navidad; además, había dedicado números monográficos a Santa Teresa y concretamente unos años antes, en 1960, el número 1179 al poeta catalán Joan Maragall, entre otros. La crítica de la literatura española en el semanario Destino (1939-1968). La novela. Tesis doctoral. Barcelona: Universidad de Barcelona, 2011. Una parte de la misma fue publicada con el título de Destino y la novela de postguerra (1939-1949) (Ripoll Sintes 2012).

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mejor pagado3 de la mencionada publicación barcelonesa. Pues “si Pío Baroja sería el modelo narrativo a seguir, Azorín conformaría, para los críticos de Destino, en el paradigma estilístico por excelencia” (Ripoll Sintes 2012: 96-97). No es, pues, de extrañar que a la muerte del escritor alicantino la revista cultural más importante de la posguerra le dedicara un número extraordinario, el 1544, en cuya portada se reproducía un conocido retrato de José Martínez Ruiz, embozado en su capa, prenda que en su juventud fue muy dado a vestir emulando la imagen de un verdadero dandy. Ya en el interior, la redacción de la revista justificaba así la elección de dicha fotografía: “ofrecemos esta imagen juvenil del maestro recientemente fallecido que corresponde al momento que comenzó a usar el seudónimo de Azorín, que constituyó en uno de los nombres literarios más indiscutibles de la literatura castellana”. Además de las secciones habituales, este número contará con nueve colaboraciones dedicadas al autor de La voluntad, encabezadas por el artículo titulado “En la muerte de Azorín”, del periodista y director de la revista, Néstor Luján, encargado de abrir el homenaje al escritor de Monóvar, que desde 1940 a 1960 había publicado en la sección “Arte y Letras” un total de ochenta y ocho artículos4 de crítica literaria y de arte, además de ensayos, relatos breves, crónicas y memorias, que dan imagen de su poliédrica personalidad artística A continuación el profesor de la Universidad de Barcelona, José Manuel Blecua, que no era colaborador habitual de la revista pero sí reconocido especialista en la literatura áurea, titulaba su artículo “Azorín y los clásicos”; un joven Baltasar Porcel, que por aquellos años se estaba abriendo camino en diferentes medios de prensa y radio barceloneses, probablemente enviado a Madrid por la revista, escribía una extensa crónica necrológica: “José Martínez Ruiz, Azorín, de

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Ignasi Agustí relata en sus memorias, Ganas de hablar, las condiciones del contrato de Azorín en Destino: “Recuerdo que en aquel tiempo contraté los artículos de Azorín por doscientas pesetas cada uno, una cifra superior a la corriente para los articulistas de la época” (Agustí 1974: 44). Tomo el dato de la tesis de la profesora Blanca Ripoll referenciada en la cita 2.

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cuerpo presente”; Guillermo Díaz Plaja, le dedicaba al estilista del 98 su sección “La letra y el instante”, marbete de claras resonancias orteguianas; el traductor Ancochea Millet, una breve “Nota de lectura”; el crítico y profesor de la Universidad de Barcelona, Joaquín Marco, evocaba la figura de Azorín a través de dos de sus autobiografías líricas, “La voluntad y Antonio Azorín”; el escritor barcelonés Pedro Gimferrer, un espléndido artículo titulado “De Don Juan a Doña Inés”; el crítico mallorquín Lluís Ripoll evocaba la presencia de “Azorín en Mallorca” en 1906 y reproducía un breve artículo del escritor enviado al periódico La Almudaina en señal de gratitud por las atenciones recibidas en la isla. Cerraba este número especial el artículo “Un gran escritor no desaparece”, de la pluma de Rafael Vázquez Zamora, uno de los críticos con mayor presencia en la revista Destino desde 1942 y con regularidad desde 1945, y la reproducción de las seis secuencias de un guion cinematográfico titulado “Primores de la cámara”, fechado el 16 de febrero de 1954, escrito por Azorín para un documental en color sobre sí mismo, y que había sido recogido en los Apéndices del libro de Jorge Campos, Conversaciones con Azorín5. Sorprende, sin embargo, la ausencia de la firma de Josep Pla en este número extraordinario, sobre todo si tenemos en cuenta que fue el alma de la publicación y el colaborador que desde los años cuarenta y sin interrupción tuvo una sección semanal personalísima con el marbete de “Calendario sin fechas”. Además, tal como ha estudiado la profesora Blanca Ripoll, “Azorín sería el gran baluarte que presidiría un amable debate entre Eugenio Nadal6 y el escritor ampurdanés, Josep Pla, en torno a la cuestión del estilo”, debate que se desarrollaría

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Es bien conocido que Azorín fue, durante los últimos años de su vida, muy aficionado al cine. Sus opiniones sobre guiones, directores, actores eran muy originales. En este caso, el título recoge una expresión típicamente azoriniana, “primores de la cámara”, aunque quizás poco apropiada para la actividad cinematográfica. Entre sus obras dedicadas al séptimo arte se encuentran El cine y el momento (Madrid: Biblioteca Nueva, 1953) y El efímero cine (Madrid: Afrodisio Aguado, 1955). Escritor culto, con un estilo lírico y refinado, de indiscutible filiación falangista. Tras su prematura muerte, y como homenaje a su memoria, se dio su nombre al

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en los números 223-224 y 228 de la revista barcelonesa durante el año 1941. Algo debió de ocurrir para que Pla, colaborador habitual de Destino7, una de sus firmas más destacadas y, con toda seguridad, buen conocedor de la obra de Azorín, no participara en el homenaje y en cambio apareciera en el mismo número una curiosa e insólita colaboración de circunstancias titulada “Apología de la pesca”, en su sección habitual de “Calendario sin fechas”. Una lectura detenida de estos artículos evidencia la gran admiración que profesaban todos estos autores, críticos, profesores o poetas al maestro del 98, aunque evidentemente no todos tienen el mismo valor literario ni demuestran igual conocimiento de la obra de Azorín. En realidad, vistos los títulos, más allá de los consagrados a evocar la personalidad literaria y humana del escritor, otros parecen querer atender a las diferentes facetas y épocas de su trayectoria artística. Y como apéndice, se transcribirá el breve artículo de Azorín enviado al periódico mallorquín, La Almudaina, en 1906, antes mencionado, pues no está recogido en el capítulo XIV, “Mallorca”, del libro El paisaje de España, visto por los españoles (1917). En la vertiente humana y literaria, uno de los mejores artículos es el de Néstor Luján, que partiendo de la frase de Rilke, “cada cual muere de la muerte que le corresponde”, argumenta cómo la muerte aproxima todavía más si cabe la figura de Azorín a la sensibilidad de sus lectores: Azorín ha rendido su vida con la pulcritud, con la estoica claridad que su espíritu exigía. Ha muerto en plena mañana, en sus queridas mañanas, claras como la niñez. Ya está entre sus pares, aquellos graves, apesadumbrados espíritus viriles de la generación del 98. Al apartarse definitivamente de nosotros, su obra parece acercarse más a nuestra sensibilidad. Parece, a la vez, bañar de vivacidad las obras de sus compañeros generacionales (Luján 1967: 10).

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premio homónimo de novela que se falla cada año desde 1944 la noche de Reyes en la ciudad de Barcelona. Josep Pla colaboró ininterrumpidamente en Destino desde 1940 a 1975.

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A continuación se refiere a las características del lenguaje y el estilo azoriniano con estas sugestivas palabras, en las que destaca una brillante adjetivación: Está su obra escrita con un lenguaje sabroso y austero. Circula por ella el aire delgado, vivificante, primitivo; una alegría mañanera, medieval, resplandeciente. Azorín no es un escritor fatigado. Es un autor que se afana con el idioma, como se amasa y se hornea el pan, con un afán diariamente renovado, de hacer algo vivo, crujiente, nutricio (Luján 1967: 10).

La comparación del trabajo de Azorín con el del panadero que laboriosamente amasa, hornea y da forma a los diversos tipos de pan no es banal ni caprichosa, sino que cuadra perfectamente con la personalidad de Néstor Luján, que era un gran gastrónomo. El símil de ese elemento nutricio esencial le sirve para resaltar lo que el crítico llama certeramente “el engolosinamiento verbal del escritor” frente a la sobriedad natural del hombre. Trascribe Luján un espléndido pasaje del libro de memorias, Madrid, concretamente del capítulo titulado “Los pupilajes”, en el que Azorín manifiesta un minucioso conocimiento de todos los tipos de pan y de sus nombres respectivos: ...tengo vivo afecto al pan. Evoco ahora los nombres tan españoles de pan de España: hogaza, mollete, rosca, libreta, tolera, oblada, bodigo, zatico, cantero, corrusco, pan lendado o con levadura o lenda, pan ázimo o cenceño, sin levadura, pan pintado, en fin, pan con adornos o dibujos trazados con la pintadera. Y si hay pan blanquísimo, pan candeal, también hay pan substancioso, pan moreno, vago o prieto... (Azorín 1962f: 191).

Para Néstor Luján, la obra de Azorín gravita sobre todo el siglo xx con subyugante energía, porque reforma, regenera la prosa castellana y la dota de un vigor moral impresionante en medio de la vacuidad de la retórica finisecular: Aquella España finisecular, moralmente enferma, presentaba entre los síntomas de su dolencia una literatura vana, verbal, insignificante. Tenía en lugar de literatura una retórica corrompida y deliberadamente

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perfumada. Azorín devasta literalmente esta retórica. Cercena el idioma con una crueldad deliberada, silenciosa, implacable. Poda, injerta, desbroza, arranca si es preciso, con una firme resolución. Lleva a su prosa una excesiva, una violenta sobriedad (Luján 1967: 11).

Esta búsqueda de la sobriedad y la sencillez tan difícil de conseguir —a juicio del director de Destino— le convierte en un clásico y le empareja con Cervantes. Por último, cierra el artículo subrayando que este maestro de la prosa honró con su colaboración las páginas de la revista Destino, con unos artículos modélicos primero manuscritos y más tarde mecanografiados en tinta violeta. La contribución del profesor José Manuel Blecua, profesor de la Universidad de Barcelona, es, como no podía ser de otra forma, fruto de una lectura temprana de un libro de Azorín, que confiesa, fue para él libro de cabecera, Páginas escogidas, publicado en la colección de Calleja en 1917. En un tono muy subjetivo, parte de la evocación de los que fueron maestros directos o indirectos de su generación, que califica como “generación destruida”, Unamuno, Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Américo Castro, Ortega y Gasset, D’Ors, Carles Riba, Valle-Inclán, Antonio Machado, Juan Ramón, Salinas, Baroja y Azorín, entre otros. Confiesa a continuación tener una deuda con Azorín, precisamente desde la lectura de aquellas Páginas escogidas, cuando ya con una pasión incurable quería ser investigador y profesor de Literatura. La deuda tiene que ver con el descubrimiento de un mundo “lleno de sensibilidad extrema, de gracia y de novedad en la manera de acercarse a un clásico, manera que —escribe— contrastaba poderosamente con mis lecturas de alevín erudito, y nada digamos del contraste con los habituales libros de texto escolares o universitarios” (Blecua 1967: 12). Tras esa primera lectura juvenil vendrían Lecturas españolas, Al margen de los clásicos y Clásicos y modernos. Subraya el profesor Blecua la importancia de Azorín como educador de la sensibilidad, pues “el secreto estaba en la especial manera de acercarse a una obra”, para justificar esta certera observación que, sin embargo, contrapone innecesariamente al estudio de la historia de la literatura como disciplina académica, y cita textualmente al propio Azorín, quien había

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dicho en más de una ocasión que “leyó a los clásicos por puro deleite espiritual”. Porque cuando se lee: con propósito de erudición ¡qué fácil es perder el espíritu del autor leído! Cuando se lee impensadamente, por goce, acaso no se puedan dar luego detalles del libro, pero el espíritu, el ambiente de la obra, sí lo recogemos. Y esta impresión total, esta sensibilidad, es lo que, en definitiva, nos da el verdadero valor del libro (Azorín 1917: 271).

Nótese —escribe el profesor Blecua— cómo aparecen en este párrafo reunidas unas cuantas palabras clave en la estética azoriniana: goce, impresión y sensibilidad. Lo que le lleva a establecer una relación directa entre la pintura impresionista y la crítica literaria de Azorín: “¿He hecho yo crítica? No sé; he intentado expresar la impresión que en mí producía una obra de arte” (Azorín 1917: 271). Termina su artículo recomendando vivamente la lectura de Clásicos redivivos, a su juicio uno de los libros más originales del autor, que señala unas “notas decisivas de un buen número de escritores clásicos, situándolos en la sociedad actual, con una fantasía sorprendente” (Blecua 1967: 13). De la misma manera que sostiene que la lectura de los autores clásicos —él toma el ejemplo de Garcilaso— tendrá forzosamente un antes y un después de los libros de Azorín, porque nadie que haya leído sus comentarios “se acercará después a un clásico con la misma disposición. Lo hará con una nueva óptica, mucho más sensible que antes, que le hará percibir abundantes notas decisivas para la comprensión de la obra total y de su autor” (Blecua 1967: 13). También subraya el profesor Blecua la importancia de que su ingente tarea crítica se volcara durante más de medio siglo en los periódicos de mayor circulación, lo que hizo de “Azorín el gran profesor de Literatura Española”. No era la primera vez que Guillermo Díaz Plaja8 se ocupaba de Azorín en la revista Destino. Concretamente lo había hecho en dos

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Los artículos dedicados por Guillermo Díaz Plaja a Azorín merecerían un capítulo aparte, pues fueron varios desde muy temprano: ya en 1941, “El primer Azorín-I” (núm. 221, p. 10); “El primer Azorín-II” (núm. 227, p.10); “La saeta

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artículos muy tempranos de 1941, titulados “El primer Azorín”; y en 1944, con el seudónimo de Sagitario, celebraba en “La saeta en el aire” el cincuentenario de Azorín como escritor con el artículo “En las bodas de oro de Azorín y las letras”; posteriormente subrayará su labor de divulgador de los clásicos en “La lectura y el instante” en 1966, y, ahora, con motivo de su fallecimiento, abordará el homenaje a la memoria del maestro del 98 desde tres perspectivas: “Azorín, o la continuidad”, sobre la tradición de escritores en prensa; “Azorín, o la curiosidad”, centrada en la búsqueda infatigable de la belleza, y “Azorín, o el Magisterio”, donde lo considera admirable maestro de las primeras letras. En la primera perspectiva, Díaz Plaja reflexiona sobre la necesaria colaboración del escritor en los periódicos, de manera que la labor periodística se convierte en una segunda naturaleza, y ello ha ocurrido con escritores tan importantes como Unamuno, Ortega o D’Ors, que han descendido constantemente a la plazuela popular de la hoja diaria, aunque para ello “han tenido que descender al humilde plano, al honroso plano de lo didáctico para transportar toda su sabiduría a los cauces humildes del artículo con objeto de que el manantial de sus ideas llegase a todas partes” (Díaz Plaja 1967: 16) Esta reflexión introductoria sobre las relaciones entre prensa y literatura, entre un público minoritario lector de libros y el amplio destinatario de la prensa, se confirma en el caso de “Azorín, que también es un hermoso ejemplo de acción intelectual trascendido al periódico”: Durante trece lustros —se dice pronto. Durante sesenta y cinco años— la pequeña firma de Azorín ha aparecido al pie de unas columnas que si bien parecían afectadas por la terrible fragilidad de la hoja diaria, han sido luego, al convertirse en volumen, columnas vivas de pensamiento

en el aire. En las bodas de oro de Azorín y las letras” (1944, núm. 340, p. 10); “La letra y el instante” (1966, núm. 1502, p. 57). Además, Díaz Plaja escribió: “El teatro de Azorín”, en Cuadernos de Literatura Contemporánea (1945, 16-17, pp. 369-387; “Azorín, el tiempo y la magia” (conferencia, Alicante, 7 de junio de 1953); “En torno a Azorín” (Madrid: Espasa-Calpe, 1955), y “El escritor y la mitología del 98” (La Vanguardia Española, 8 de junio de 1963).

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educador y de lección permanente. [...] Libros tan importantes como Rivas y Larra, Al margen de los clásicos, De Granda a Castelar, Los dos Luises [...] hayan sido primero artículos volanderos (Díaz Plaja 1967: 16).

En la segunda faceta “Azorín, o la curiosidad”, el crítico y profesor, trabajador incansable el mismo como divulgador de la literatura española, se fija en la etimología del seudónimo Azorín, diminutivo de azor, “pájaro de altanería. Remóntase sobre las nubes y, con agudeza increíble, percibe la caza movediza y se lanza fulminante a su captura” (Díaz Plaja 1967: 16). Y partiendo de la acepción del diccionario, compara la mirada del azor con la del maestro, evocado ya al final de su vida, escrutando con curiosidad en su casa madrileña “una edición italiana del xvi o un opúsculo delicioso del romanticismo francés”. Rememora Díaz Plaja, que todavía entonces: [...] la mirada de azor de Azorín sabía hallar, una entre mil, la página relevante, el párrafo clave, la palabra significativa. Era una caza de altanería de la belleza con el goce tranquilo de la posesión. Pero era algo más: era el profundo instinto que le llevaba a destacar, didácticamente, educadoramente, aquellos elementos que tenían una significación que permitiese una definición, una línea de sentido, una lección en suma. [...] Para atravesar la frontera de su curiosidad sólo era necesario un pasaporte: la belleza (Díaz Plaja 1967: 16).

Y en la tercera faceta “Azorín, o el Magisterio”, Díaz Plaja resume con una reflexión muy bella el quehacer literario del escritor fallecido: “cuando decimos que se ha muerto un maestro, en el fondo queremos decir devolviendo a esta palabra su sentido estricto y primigenio, que Azorín nos ha enseñado a leer”: Nos hacía ver, con aquella sencillez transparente de su prosa, con aquel modo directo y simple de decir, que aquel escritor no era un ente lejano y nebuloso, sino una criatura de carne y hueso a la que, acercándonos, podía percibírsele el latido del corazón (Díaz Plaja 1967: 16).

El extenso artículo de Pedro Gimferrer, “De Don Juan a Doña Inés”, es sin duda el mejor como artículo de crítica literaria sobre

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la producción azoriniana y probablemente el más original, pues se aparta de las obras más conocidas y estudiadas del primer Azorín, La voluntad, Antonio Azorín o los libros dedicados a los clásicos, para analizar con detalle las dos obras de raigambre zorrillesca, Don Juan y Doña Inés, que son —según el crítico y poeta— dos novelas que se complementan, a pesar de su distinto planteamiento técnico, para componer, “en versión masculina y femenina, un melancólico bosquejo del crepúsculo de la edad de los amores” (Gimferrer 1967: 20). Gimferrer sostiene que a esta última etapa de creciente movimiento regresivo en el terreno ideológico del escritor de Monóvar le corresponde un gran interés por los problemas técnicos de la narrativa9, de ahí que —a contrapelo de la crítica canónica, que las había calificado de “estampas de visión estática, sin relieve histórico y sin aquella intención crítica que servía de nexo entre pasado y presente”10 — sostenga: “De don Juan (1922) a La isla sin aurora (1944) nos hallamos ante una serie de novelas insólitas, cuya novedad y compleja elaboración pocas veces habían de verse igualadas en castellano” (Gimferrer

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De hecho, la preocupación por los problemas técnicos de la novela no se circunscribe en Azorín al último periodo de su producción narrativa. Basta con recordar una de las páginas de La voluntad —“Y este defecto, esta elocuencia y corrección de los diálogos, insoportables, falsos, va desde Cervantes hasta Galdós... Y en la vida no se habla así; se habla con incoherencias, con pausa, con párrafos breves, incorrectos... naturales [...] ante todo no debe haber fábula... la vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria... todo menos simétrica, geométrica, rígida, como aparece en las novelas. Y por eso los Goncourt, que son los que, a mi entender, se han acercado más al desiderátum, no dan una vida, sino fragmentos, sensaciones separadas” (Azorín 1972: 133-4)— para calibrar la modernidad de las reflexiones sobre la poética narrativa de Azorín, tal como advertía el profesor Antonio Vilanova en su columna habitual “La letra y el espíritu. Azorín y la realidad” (1958: 31): “Si se tiene en cuenta que lo que el arte esencialmente estático de Azorín llama aquí sensaciones son en las verdaderas novelas, las de Baroja, por ejemplo, instantáneas vitales o trozos de vida, será fácil percibir la absoluta y radical modernidad de la concepción novelesca azoriniana en lo que respecta a la estructura fragmentada del relato para lograr una más exacta utilización de la vida diaria y una más fiel representación de la realidad”. 10 El juicio es de José María Valverde (1971) y coincide con el de anteriores críticos e historiadores de la novela, como Eugenio de Nora.

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1967: 20). Y añade: “Incomprendida en su tiempo, y generalmente condenada aun hoy por la opinión crítica dominante, la novela del Azorín maduro es precursora en muchos aspectos de la sensibilidad posterior” (Gimferrer 1967: 20). No se debe olvidar que Gimferrer está hablando en la década de los años sesenta, cuando la novela en España va abandonando progresivamente el realismo social para adentrarse en los diferentes senderos del realismo experimental. A juicio del autor de Arde el mar, serán los lectores jóvenes los que empezarán a justipreciar estas obras que abren la etapa más controvertida del Azorín narrador. Ciertamente, como señala el crítico, se trata de novelas insólitas y —como siempre en Azorín— fragmentarias, en las que “el esquema argumental de ambas novelas es sencillo, pero resulta difícil captarlo porque está solamente aludido”, y añade que Azorín era consciente de ello, tal como se desprende de su formulación en el prólogo a Félix Vargas (1928), donde preconiza “la elipsis en el tiempo, el espacio y el espíritu. La supresión de las transiciones”. Por ello, apostilla Gimferrer: [...] Esta renuncia presidirá justamente una zona considerable de la novelística posterior: muchos capítulos de Azorín, en su impasible enumeración objetal, recuerdan sorprendentemente los procedimientos que había generalizado en la pasada década el nouveau roman. En ambos casos existe una clara afinidad con la expresión cinematográfica (probablemente Azorín intuyó lo que había de venir) (Gimferrer 1967: 21).

Don Juan es la más innovadora y hasta la más desconcertante de las dos novelas. Aparentemente caótica y, sin embargo, con una estructura perfectamente medida. El viejo amador se ha convertido con los años en un caballero de trato afable y hábitos señoriles. A pesar de esa conversión que contraviene el mito donjuanesco, “con increíble sutileza Azorín insinúa pasajes de un velado fuego erótico”, que, a juicio de Gimferrer, confirman la opinión de Enrique Díez Canedo de que este don Juan “alejado del vértice de las pasiones, sentía el amor como un roce de alas invisibles”; por ello, el antiguo seductor hallará refugio en la paz del claustro.

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En cuanto a Doña Inés, cree Gimferrer que una suave melancolía empaña el ambiente de la obra, situada en 1840. A la vez, subraya que se trata de una de las creaciones artísticas más logradas de Azorín: “Su fragmentarismo es, como en la novela anterior, deliberado, y resulta curioso el empeño de cierta crítica en tomar por incapacidad de contar normalmente una historia lo que es patente voluntad de no contarla normalmente” (Gimferrer 1967: 21). El juego de palabras encubre la postura claramente disidente de Gimferrer respecto a la crítica canónica, que se había ocupado de la producción azoriniana resaltando siempre la superioridad estética de la primera etapa del autor de La voluntad. La diferencia fundamental entre estas dos últimas novelas es que no hay en Doña Inés las súbitas transiciones que quiebran el desarrollo de Don Juan: “Se trata en realidad de un relato lineal a tempo lento fragmentado en estampas intermitentes” (Gimferrer 1967: 21). Y matizará todavía más las diferencias entre ambas obras desde el punto de vista político social, con las consecuencias éticas que de dicha postura puedan derivarse: De Don Juan a Doña Inés ha habido en Azorín un fundamental cambio de postura que se hará sentir profundamente en la evolución de su obra posterior. En la segunda novela ha desaparecido totalmente la voluntad de crítica político social y se adopta un claro tono de scherzo literario, intemporal y vagamente metafísico [...] Prescindiendo ahora de sus evidentes consecuencias éticas, esta actitud del escritor, que estéticamente pudo llevarle al amaneramiento inmovilista en algunos de sus libros paisajísticos, dio pie en el terreno novelesco a unas de las más arriesgadas trayectorias experimentales de nuestra literatura (Gimferrer 1967: 21).

Esta incomprensión de la crítica hacia el último Azorín se debe, a juicio de Gimferrer, a que no siempre tuvo un público a la altura de sus preocupaciones estéticas, a pesar de ser uno de los más conscientes escritores que ha tenido España. Por ello, Don Juan y Doña Inés esperan —con El caballero inactual, El escritor y las demás novelas azorinianas— un estudio que sitúe más justamente estas insólitas tentativas aisladas en el panorama de la novela española de este siglo. Opinión discutible si se contrasta con la de José María Valverde, para

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quien dichas novelas son esencialmente “elusividad artística y afán de esencialización de lo narrado, aunque con resultados muy dudosos” (Valverde 1971: 403). Gimferrer cierra el artículo compartiendo un juicio de Vicente Aleixandre sobre el legado de Azorín: “sus obras narrativas —y por ello se les ha negado a menudo la condición de tales— no dejan huella en nosotros por los valores propios de una novela, sino por los que distinguen a un poema” (Gimferrer 1967: 21). Este juicio de Aleixandre, que había expresado en la necrológica dedicada a Azorín, será también compartido por Rafael Vázquez Zamora en su artículo “Un gran escritor no desaparece”, que transcribe en el siguiente párrafo: Es una sensación de orfandad la que me domina. Ha muerto el último maestro del 98, que lo era, sin disputa, de todos los que hoy sostienen una pluma en la mano. Especialmente, los que escribimos en verso somos más deudores que nadie de ese gran maestro de la prosa, creador de una nueva sensibilidad de la que de alguna manera somos todos hijos (apud. Vázquez Zamora 1967: 23).

Indudablemente, Aleixandre tenía razón al subrayar la deuda de los poetas con la antirretórica y la nueva sensibilidad azoriniana. Por ello, su reflexión se convierte en un lugar común entre los críticos de Destino, singularmente para Vázquez Zamora, que vuelve a resaltar algunos valores de Azorín ya mencionados, como su capacidad de acercar los clásicos españoles a un amplio número de lectores liberándoles de la “lejana e indiferente monumentalidad en que solía tenérseles” (Vázquez Zamora 1967: 23), de la misma manera que, a su juicio, había enseñado a los españoles a descubrir la belleza del paisaje. Al evocar la extensa colaboración de Azorín en la revista Destino, el envío periódico de sus artículos cuidadosamente corregidos, el crítico escribe: ¡Cuántas veces me he preguntado qué ha sido exactamente Azorín en nuestra literatura! ¿Un periodista del espíritu? ¿Un ensayista? ¿Un especialísimo historiador de la literatura? ¿Son novelas algunos de los libros

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suyos que como tal se han tenido? ¿Tiene su teatro la importancia que algunos le han dado? (Vázquez Zamora 1967: 23).

Para responderse a renglón seguido: Sencillamente, ha sido Azorín EL ESCRITOR y todo lo ha convertido en admirable literatura, no de un género concreto sino que ha sido el hombre de letras que cada día, manteniéndose fidelísimo a sí mismo, nos dio el tono y el ritmo de su expresión, su mínima fórmula —y a la vez de poderosa resonancia— y su inconfundible manera de comunicarse con el lector y consigo mismo. Y con una especialísima facultad para atraer a los demás a la literatura y a los libros, y para comentar día a día lecturas y temas, luces y formas de la tierra, aspectos múltiples de lo español en lo físico y en lo espiritual (Vázquez Zamora 1967: 23).

Por último, cabe referir la minuciosa crónica necrológica de Baltasar Porcel, “José Martínez Ruiz, Azorín, de cuerpo presente”, escrita y fechada en Madrid, el jueves 5 de marzo de 1967, pero que resulta un tanto aséptica. En ella detalla el itinerario seguido por la calle de Zorrilla hasta llegar al domicilio de Azorín, en el número 21 de la mencionada calle madrileña: el ambiente de la casa, la sala con dos estampas impresas en Berlín de Montaigne y Stendhal —dato muy significativo— y el cuadro del escritor pintado por Zuloaga presidiendo la estancia —“Un Azorín de frente abombada y calva, la expresión soñolienta, un dedo en el bolsillo del chaleco, el fondo bravío y castellano, árido, con la silueta de una fortaleza encimada. Y un cielo de azul límpido, riente” (Porcel 1967: 14)—, la gran cantidad de coronas de flores ante la cámara mortuoria al fondo de la casa, en la habitación del escritor. Tras una descripción del féretro, nos habla del rostro de Azorín, “reposado, con los pómulos y la barbilla agudos. Un rostro intemporal que nada tiene que ver con esta cara fatigada, rugosa, de sus últimas fotografías, Un rostro, el de ahora, terso, lejanamente infantil” (Porcel 1967: 15). Finalmente, tras escuchar los comentarios de algunos de los allí presentes lamentando el escaso eco que la muerte de escritor había tenido en la prensa de la noche, Porcel abandona la casa y se dirige hacia

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el Prado. El paseo está desierto, el cielo es reluciente y en la Cuesta de Moyano compra un libro de “tapas rugosas, achocolatadas. Un libro pequeño. En el lomo solo pone ‘Azorín’”. Lo abre al azar y lee: [...] una larga tapia blanca que en los aledaños del pueblo forma el corral de un viejo caserón; hay una puerta desmesurada. ¿Va a salir por ella un caballero con barba puntiaguda y ojos hundidos y soñadores? Los sembrados se extienden verdes hacia lo lejos y se pierden en el horizonte azul. Canta una alondra; baja su canto hasta el caballero, y es como un himno —¡tan sutil!— del amor y de lo fugaz (Azorín 1962e: 1186).

Tras el bello fragmento azoriniano de “Castilla”, del libro El paisaje español visto por los españoles (1917), Porcel cierra la crónica necrológica con esta reflexión: “pienso que este trozo de prosa estática, tan lejana y vagamente difuminada como un grabado decimonónico, podría ser la mejor definición de Azorín” (Porcel 1967: 15). Hasta aquí este breve recorrido por el homenaje de los colaboradores de la barcelonesa revista Destino al escritor de Mónovar. Recorrido que tiene más de homenaje y cálida admiración que de crítica propiamente dicha, pero aun así puede ser válido porque, entre todos, dibujan la figura poliédrica de Azorín, el escritor en el que reconocían haber aprendido a leer y haberse contagiado con su lectura de una nueva sensibilidad, de una manera distinta de contemplar el paisaje, de entender la literatura y la vida, cuando ambas parecen confundirse y fundirse en su persona y su obra, como evidencia el párrafo con que se cierra este capítulo: Este es mi ensueño; cuando me abrume la fatiga, cuando mi mano esté cansada de escribir, cuando los años pesen sobre mi cerebro —si llegan a pesar—, así quisiera yo vivir y así quisiera yo morir. La tierra que amo es Mallorca; el paisaje que quisiera ver a todas horas es el de Miramar, y esta casa vieja con su ancho patio en que yo quisiera vivir está en la costa, frente a la inmensidad sosegada y azul (Azorín 1906 —véase Apéndice—).

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Bibliografía Agustí, Ignasi (1974): Ganas de hablar. Barcelona: Planeta. Ancochea Millet, N. (1967): “Nota de lectura”, en Destino, 1544, p. 17. Azorín, José Martínez Ruiz (1917): Páginas escogidas. Madrid: Calleja. — (1962a): Lecturas españolas, en Obras completas, t. II. Madrid: Aguilar. — (1962b): Clásicos y modernos, en Obras completas, t. II. Madrid: Aguilar. — (1962c): Al margen de los clásicos, en Obras completas, t. III. Madrid: Aguilar. — (1962d): Rivas y Larra, en Obras completas, t. III. Madrid: Aguilar. — (1962e): El paisaje de España visto por los españoles, en Obras completas, t. III. Madrid: Aguilar. — (1962f ): “Los pupilajes”, Madrid, en Obras completas, t. VI. Madrid: Aguilar. — (1972): La voluntad, ed. Inman Fox. Madrid: Castalia. Blecua, José Manuel (1967): “Azorín y los clásicos”, en Destino, 1544, pp. 12-13. Campos, Jorge (1964): Conversaciones con Azorín. Madrid: Taurus. Díaz Plaja, Guillermo (1967): “La letra y el instante”, en Destino, 1544, p. 16. Gimferrer, Pedro (1967): “De Don Juan a Doña Inés”, en Destino, 1544, pp. 20-21. — (1994): “Perfil de Vicente Aleixandre”, en Ínsula, 576 (diciembre), pp. 1-4. Luján, Nestor (1967): “En la muerte de Azorín”, en Destino, 1544, pp. 10-11. Llorens García, Ramón (1999): El último Azorín (1936-1967). Alicante: Universidad de Alicante. Marco, Joaquín (1967): “La voluntad y Antonio Azorín”, en Destino, 1544, pp. 18-19.

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Porcel, Baltasar (1967): “José Martínez Ruiz, Azorín, de cuerpo presente”, en Destino, 1544, pp. 14-15. Ripoll, Lluis (1967): “Azorín en Mallorca”, en Destino, 1544, p. 22. Ripoll Sintes, Blanca (2011): La crítica de la literatura española en el semanario Destino (1939-1968). La novela. Tesis doctoral. Barcelona: Universidad de Barcelona. — (2012): Destino y la novela de postguerra (1939-1949). Vigo: Academia del Hispanismo. — (2015): “La revista Destino (1939-1980) y la reconstrucción de la cultura burguesa en la España de Franco”, en Amnis. Revue de civilisation contemporaine Europes/Amériques, 1, [06-12-2017]. Valverde, José María (1971): Azorín. Barcelona: Planeta. Vázquez Zamora, Rafael (1967): “Un gran escritor no desaparece”, en Destino, 1544, p. 23. Vilanova, Antonio (1958): “La letra y el espirítu. Azorín y la realidad”, en Destino, 1069, p. 31. VV. AA. (1968): “Los Amantes viejos, Azorín” (aniversario de su muerte), en Revista de Occidente, 59.

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Apéndice Azorín, José Martínez Ruiz (1906): “Deseo”, en Almudaina. Yo soy un viejecito que se levanta todas las mañanas a las cinco. Cuando me levanto doy con mi bastón en el suelo y grito incomodado: “¡Isabel, Isabel!”. Isabel se ha descuidado un poco y no me ha servido a punto el chocolate; esta es la causa de mi furor extraordinario. Viene Isabel y pone una bandeja sobre el ancho tablero de nogal. Yo voy mojando este chocolate con una esponjosa ensaimada, después bebo un vaso de agua, mi mano cansada tiembla un poco; un hilillo de esa agua fresca, cristalina, corre por mi barbilla. Si no bebéis un vaso de agua después del chocolate será inútil que toméis chocolate. Yo voy andando después pasito a pasito, por la casa. En el reborde de una chimenea hay un rimero voluminoso de periódicos con la faja intacta: tengo un libro sobre la mesilla de noche en cuyo tejuelo pone “Montaigne o Emerson”; la señal que se ve en este libro, si a primeros de mes está en la página 62, a últimos está en la 64. No hago nada y no me sucede nada; el aire es sutil y trasparente; tengo higueras anchas y almendros tempraneros; desde mi huerta se ve el mar, el patio de mi casa es ancho, luce en él un zócalo de azulejos antiguos, las paredes están enlosadas y limpias. En mi casa tengo muchas cámaras para guardar los melones y los membrillos colgados de vencejos, y un almijar donde seco los higos en otoño. Un día, cuando menos lo espero, toso ligeramente, siento un frío suave y me quedo inmóvil; Isabel cuando entra en la sala y me ve, llora un poco y después comienza a registrar los cajones. Este es mi ensueño; cuando me abrume la fatiga, cuando mi mano esté cansada de escribir, cuando los años pesen sobre mi cerebro —si llegan a pesar—, así quisiera yo vivir y así quisiera yo morir. La tierra que amo es Mallorca; el paisaje que quisiera ver a todas horas es el de Miramar, y esta casa vieja con su ancho patio en que yo quisiera vivir está en la costa, frente a la inmensidad sosegada y azul.

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Clásicos de allende el Pirineo (1924) Béatrice Bottin Université de Pau et des Pays de l’Adour

A finales de 19241, el flamante académico2 da a la estampa un tomito de unas 86 páginas, titulado Racine y Molière (Azorín 1924)3. Compuesto de siete capítulos dedicados a los renombrados dramaturgos del teatro clásico francés, los seis primeros son ya conocidos porque su contenido ha sido difundido en 1920 y 1922 bajo forma de artículos en ABC (Azorín 1920; 1922); por consiguiente, el último y séptimo es el único estudio original de esta obra. La primera pregunta que se puede formular, en estas condiciones, es la siguiente: ¿por qué Azorín pretendió agrupar semejantes textos en lo que puede aparecer a priori un simple opúsculo, y en un momento muy particular de su trayectoria de escritor?

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En el “Prólogo”, Azorín indica: “Madrid, noviembre de 1924”. José Martínez Ruiz, Azorín, fue elegido académico de la Real Academia Española el 26 de octubre de 1924. El estudio de esta obra se ha realizado en el tomo IV de la edición de las obras completas.

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Entre las razones más obvias se ha de adelantar la hipótesis plausible de que Azorín deseaba en 1922 “celebrar el tercer centenario del nacimiento de Molière”, como lo precisa en el capítulo III de su obra (Azorín 1959: 600), y que más tarde concibió el proyecto de reunir sus textos más recientes sobre estas dos eminentes figuras del clasicismo francés. Sin embargo, lo que llama la atención es que en 1924 tan solo publica dos libros. El primero, titulado Una hora de España (entre 1560 y 1590) (Azorín 1924) es su discurso de ingreso en la Real Academia Española, pronunciado el 26 de octubre de ese año. El título del segundo forma un rotundo contraste con el primero por integrar dos apellidos extranjeros, Racine y Molière, pero en la portada se puede leer: “Azorín / De la Real Academia Española”, como si entre el uno y el otro existiera un lazo orgánico, íntimo, como si en este final de 1924 España y Francia, en sus facetas más aupadas, históricas, hubieran de ser consagradas por igual. En un sucinto y enjundioso “Prólogo”, Azorín empieza de entrada por indicar precisamente el modelo de exploración de su presente temática poniendo de realce, una vez más, lo que ha sido desde el inicio de su carrera de crítico literario su único y válido criterio en la materia: “He reunido en este breve volumen algunas impresiones de literatura extranjera” (Azorín 1959: 581). Criterio —sus “impresiones”— que erige su propia subjetividad en herramienta lo suficientemente aguzada para penetrar los arcanos de los textos literarios y también para renovar del todo su modo de aproximación a la literatura nacional, como lo demostró con acierto, particularmente, en Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios y Al margen de los clásicos (1914). Azorín pudo ofrecer a España y a las aulas universitarias una metodología novedosa basada fundamentalmente en el mismo acto de lectura, insistiendo, por ende, en el papel del lector, desembarazado de todo el engorroso aparato escolástico y dando vía libre a su sola sensibilidad. Conviene añadir, por fin, que dichas “impresiones” son de contemplar bajo la armoniosa coincidencia de dos tendencias contradictorias y complementarias: la sensitiva, por cierto, que viene confortada por la intelectiva. Tras enunciar su modo operativo, que ha aplicado a la literatura española, cree necesario Azorín tomar unas

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precauciones oratorias perfectamente a tono con el nuevo objeto de su campo de investigación, por muy elevado que sea su grado de conocimiento de este último: Por mucho que se conozca la lengua de su país, y por mucho que se haya frecuentado la literatura de ese pueblo, siempre existen matices, tonalidades y cambiantes que no podemos percibir. El muro que nos separa de otra nación —con distinta lengua y de distinta raza— podrá llegar a ser del más límpido y delgado cristal; pero en todo momento el muro existirá (Azorín 1959: 581).

A pesar de tal obstáculo, con el que hasta pueden tropezar “hombres del mismo idioma, nacidos del propio tronco histórico” (Azorín 1959: 581), Azorín no tiene la menor intención de renunciar a su propósito, ni mucho menos. En efecto, para él obedece a una doble obligación, que concibe como consustancial a su propio estatuto de literato. El uso del imperativo no puede ser más idóneo para expresar su conceptualización del mismo: “Y estudiemos las literaturas extrañas para recreo de nuestro espíritu y para tener en ellas contraste con que estimar y valorar la propia” (581). Ni que decir tiene que la primera parte de esta cláusula es una clara reminiscencia horaciana, que remite ya al papel de la literatura —“aprovechar deleitando”—, pero en este caso preciso solo se puede entender plenamente el sentido de esta oración —y sobre todo su segunda parte— remontándonos hasta 1913, cuando Azorín enuncia los cánones definitorios de la generación de 1898, entre los cuales figura la regla de oro por lo que a la literatura nacional respecta: En la literatura española, la generación de 1898, representa un renacimiento [...]. Un renacimiento es, sencillamente, la fecundación del pensamiento nacional por el pensamiento extranjero. Ni un artista, ni una sociedad de artistas, podrán renovarse —ser algo— o renovar el arte, sin una influencia extraña [...] Aun los artistas que parecen más originales [...] deben toda su fuerza, todo su vigor, toda su luminosidad, a una sugestión extraña (Azorín 1959: 912-913).

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Es sintomática, desde luego, la vuelta bajo la pluma del escritor del adjetivo “extraña” en su “Prólogo” de 1924, que evidencia una postura inalterable, inconmovible, en el teorizante de la literatura española del 98, de una literatura nacional que ya en 1600, 1760, 1830 según él, había conocido fases de esplendores sin precedente debido a estas “sugestiones extrañas” (Azorín 1959: 913). Tras este imprescindible trabajo hermenéutico, es posible conjeturar ya lo que podía animar a Azorín a reunir a Francia —con dos de sus figuras más emblemáticas de su Gran Siglo— con España, en el momento de su coronación de escritor, como miembro electo de la Real Academia Española. Por lo que a Racine se refiere, no duda Azorín en proclamarse de entrada como “ferviente racinista”, indicando no obstante con la mayor ecuanimidad saber a ciencia cierta la fortuna literaria de que goza la obra del escritor francés: “Muy leído es el autor de El misántropo; no lo es tanto el de Berenice” (Azorín 1959: 582), lo que le autoriza también para poder afirmar rotundamente que es el primer poeta de Francia. Reconoce, de buen grado, que acercarse a su esencia requiere asiduas y minuciosas lecturas, y que la “uniformidad” de su teatro puede ser un motivo de alejamiento, de disuasión, para el público. Muy enterado del contenido de cada una de sus tragedias, cuya aproximación no deja de suscitar en cada crítico interrogaciones de índole varia y contrapuesta, como lo testifican los trabajos de Sarcey, Fagnet, Lemaître, lo que preocupa —e interesa sumamente— a Azorín es lo que denomina “el problema de Racine”, de distintiva trascendencia en su opinión, y que hasta la fecha no ha encontrado solución válida, definitiva, en su propio país. De naturaleza psicológica, está centrado en el examen de la psique raciniana que, según los enfoques, devuelve del dramaturgo dos facetas opuestas. De allí una dualidad que sigue siendo enigmática y que, por consiguiente, alimenta continuas controversias entre los especialistas: “La lucha existe —y no lleva trazas de acabar— entre el Racine de los retratos tradicionales, orondo y carilucio, y el Racine anguloso y febril del retrato de Lancret”. Para Azorín, sin embargo, lo que prevalece en Racine, no cabe la menor sombra de duda, “es la visión moderna del gran poeta” (Azorín 1959: 582), o sea la de un clásico según su propia definición, y concepción, que codifica en el Nuevo prefacio de 1920 de Lecturas

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españolas: “un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna [...] Por eso, los clásicos evolucionan, evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones” (Azorín 1959: 538). Así que, para él, el aspecto que ha de destacar es el de “batallador, impetuoso, agresivo, de carácter cáustico” (Azorín 1961: 582-583). Lo que le lleva a zanjar el problema de una vez para siempre: la “ternura” de Racine es “tópico tradicional”. Cabe notar al respecto que, en su continuo vaivén de una literatura a otra —y viceversa— no desperdicia la ocasión para trazar un paralelo psicológico con un escritor español que presenta, a su juicio, este rasgo idéntico de carácter: Entre nosotros, ‘la serenidad’ de fray Luis de León es un tópico análogo [...] Racine y fray Luis de León son dos grandes poetas de temperamentos afines y de astro hermanos. En el fondo de los dos espíritus alentaba un ardiente fuego que se traducía al exterior en obras de una transparencia, de una ternura, de una limpidez maravillosas (Azorín 1961: 583).

Esta paradoja tan marcada por Azorín, tan fructífera también, no ha de pasar desapercibida, ni mucho menos: es cosa sobradamente conocida que mantiene con Racine una relación especular, siendo este último, como lo confesará más tarde, su paradigma estilístico. La proyección azoriniana no puede ser más obvia. Curiosamente, para aproximarse a Berenice, empieza Azorín por fijar su atención en Fedra, cuya nueva edición “primorosa”, “cuidada”, y “elegante” (Azorín 1961: 585) a cargo del editor Georges Crès, de París, le sugiere algunas consideraciones sobre el teatro en general de Racine: así revela uno de sus rasgos fundamentales por lo que a la literatura respecta: el de un sempiterno curioso, inquieto, lector, deseoso de acrisolar su conocimiento gracias a la aportación ajena, perfeccionar luego su propia obra y hacerse eco, vulgarizándolos, de sus descubrimientos, a nivel de un amplio público. Así se entiende perfectamente el cometido de Azorín respecto de Racine y de su teatro. Dos escollos pueden surgir susceptibles de repeler al lector, o al espectador. El primero lo constituye lo que llama las “apariencias de las superfluidades”, bajo cuyas denominaciones designa: “Todo aparato de nombres, costumbres y ceremonias de los tiempos antiguos”

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(Azorín 1961: 585). Así que para penetrar el meollo de la obra raciniana conviene vencerlas, hacer caso omiso de ellas: “bajo la faramalla antigua, pinta la pasión moderna” (Azorín 1961: 586). No es que Azorín defienda a toda costa tal arbitrio, por ser resuelto partidario de contemplar en la obra de Racine el único sello de lo moderno. Sin embargo, explica que la etiqueta lo exigía: “no se hubiera tolerado un tal prosaísmo [...]; el nivel de nobleza en el arte, en el espíritu (Luis XIV, Le Nôtre, Descartes, Pascal, Poussin...) lo impedía”. El segundo escollo, quizás el más difícil de sortear, radica en “la extraordinaria condensación espiritual de la obra”, que permanentemente solicita la atención del lector, del espectador: “Estáis en un salón donde todo fulge, y donde no falta ni el más pequeño detalle [...]. En el menor epíteto, en el más breve inciso de una frase, se halla un dato importante que necesitamos para el conocimiento de la acción y de la psicología de los personajes” (Azorín 1961: 586). Dicho escollo, no lo subraya en vano, es tanto más arduo cuanto implica un radical cambio de mentalidad en el que pretende poner al descubierto los secretos del alma francesa: “Si la fabulación de una comedia de Lope o de Tirso [...] puede inspirarnos interés por sus mismas peripecias, en Racine, en sus tragedias, lo que inspira profundo interés es la marcha, la trayectoria, las fluctuaciones de una pasión” (Azorín 1961: 567). O sea, lo que piensan o sienten los personajes “en este minuto en que no hacen nada”. Si Azorín ha elegido Berenice es que es el caso extremo del refinamiento raciniano: es la única tragedia en la que se ha borrado toda manifestación de peripecia, de que no estaban desprovistas sus obras como Fedra, Ifigenia, Mitrídates, Bayaceto. Para Azorín, esta pieza es la culminación del genio francés: “vemos como en un limpísimo cristal, todas las actuaciones de tres almas” (Azorín 1961: 567). Siempre con la congruencia de un ilustrado literato que ha retenido la enseñanza de su maestro Montaigne4, Azorín intenta esbozar una genealogía de estas mujeres tan emblemáticas de Francia: “la Angélica de L’épreuve,

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“frotter et limer la cervelle contre celle d’autrui” (Michel de Montaigne 2007: 235).

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de Marivaux, el exquisito, delicado Marivaux” (Azorín 1961: 568) o también “La joven tarentina que Chénier nos deja entrever en sus versos, pura y trágica”. Siguiendo esta vía tan fecunda para quien posee espíritu tan sagaz, metódico y sintético, Azorín no siente el menor titubeo al exponer una paradoja de la que espera evidenciar un vínculo más dentro de la filogénesis psicológica de que se vale para su aproximación a la producción literaria. Contemplar a Racine y Stendhal bajo el mismo denominador común puede sorprender, de buenas a primeras. Para Azorín, pensándolo bien, “la diferencia entre uno y otro autor... es nula. Stendhal, esencialmente, es igual, idéntico a Racine” (Azorín 1961: 589), lo que demuestra palmariamente: “Le atraen a Stendhal el desenvolvimiento de un carácter, sus meandros, sus contradicciones, su vario ondular, su complejidad. Y como para un psicólogo —y para todos— la condensación máxima de un temperamento se da en la pasión” (Azorín 1961: 590). No niega, desde luego, lo que aparentemente puede chocar en esta reunión de personalidades de rasgos tan enfrentados: “El primero (Racine) es límpido, escueto, frío, terso; el segundo (Stendhal), ondulante, lleno de altibajos, de digresiones, de paradojas, de cosas pintorescas, de afirmaciones imprevistas”. Con todo, para Azorín de cada uno sobresale “algo sustantivo” que estrecha sus vínculos ónticos. Ese algo “idéntico en Stendhal y en Racine” [...] es el estudio de un carácter, la psicología, el análisis agudo y penetrante del alma humana”. En Tartufo, lo que atrae a Azorín es sobre todo la misma figura del impostor que ha sabido forjarse paulatinamente poderosas armas, mediante su supuesta fervorosa devoción, con las que adueñarse del alma de Orgón, “un señor de buena posición” (Azorín 1961: 592), antes de ostentar un poder omnímodo en “este hogar” (1961: 593). Azorín se para en esta fase tan capital de esta ascendencia hacia el poder y lo que supone en Tartufo: “calcula el lector la perseverancia, la flexibilidad, la astucia fina y sutil que habrá necesitado” (Azorín 1961: 592-593). Además, si este falso devoto ha conquistado una parte de la familia de Orgón con sus ostentatorias unciones, ha de arrostrar a otra parte que “protesta sordamente contra este intolerable valimiento”. Con lo que le convendrá desactivar todos los fermentos de enfado en

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esta última. Y lógicamente concluye Azorín: “Una imprudencia cualquiera puede agravar su situación y perderle”. Sin embargo, enamorado de la mujer de Orgón, no vacila en declararle su amor e intenta forzarla en un salón bastante transitado de la casa, lo que no deja de asombrar a Azorín: “A Tartufo, fino, sutil, astuto, ¿no le vemos mejor insinuándose poco a poco en el ánimo de la señora de Orgón?” Observa, juiciosamente, que la contradicción “psicológica” (Azorín 1961: 594) del protagonista no puede ser más obvia: “Habilidad para llegar a dominar en una casa; falta de habilidad para lanzarse a la conquista brusca de la mujer del protector”. Ofendida esta última por falta de respeto, se queja a su marido que, obcecado, se resiste a creer en tan vil conducta. Con todo, acepta asistir, desde un escondite, a la repetición de la escena. Ante los fingidos requiebros que le dirige la mujer al impostor, este no puede oponer resistencia, lo que le vale por parte de Azorín un comentario mordaz: “¡qué inocente, qué ingenuo, qué zonzo y parapoco es este buen hombre!”. Y como para mortificarlo más recurre a una comparación poco halagadora para el protagonista francés: “Cualquiera de aquellos ermitaños, falsos místicos, eremitas de doble fondo, que aparecen en nuestras novelas picarescas [...] tiene más cautela y trastienda que el famoso diplomático Tartufo”. Este descubre por fin su ser profundo, pero no por eso rehúye el enfrentamiento con toda la familia. En efecto, dueño de todos los bienes de Orgón y de documentos comprometidos, no solo arruina la familia, se hace con la casa, sino que denuncia a Orgón como conspirador a la justicia, precipitándolo, de hecho, a la cárcel. Azorín saca las consecuencias lógicas de tal drama en que se ha convertido finalmente la comedia: “Triunfa la maldad. Queda victorioso el vicio” (Azorín 1961: 595). O sea, el único y válido mensaje de que quiere dejar constancia Molière como desenlace de su obra: “el realista, observador, atento a la sociedad, no podía falsear la realidad”. Pero, por un motivo de orden protocolario y algo afectuoso, Molière inventa una solución final “absurda, fantástica, irracional”, según Azorín, haciendo que “un rey [...] a cien leguas de la realidad cotidiana de sus súbditos modestos” intervenga para restablecer a Orgón en bienes y castigar a Tartufo. Tras esta lectura que, con penetración

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psicológica, muestra que a la obra de Molière se la puede perfectamente concebir bajo una versión moderna, Azorín evidencia, una vez más, la penetración de su definición del autor clásico por excelencia. Cuando aborda el estudio de El misántropo empieza por expresar su punto de vista de lector perspicaz de la obra del comediógrafo francés: no coincide del todo con la crítica en general, según la cual El misántropo sería “la obra capital” (Azorín 1961: 596) de Molière. Para él, es más bien Don Juan la obra que más realza la “filosofía del francés”, mientras que considera —al revés del sentido común— que sus obras más trágicas son Georges Dandin y El avaro: “no conocemos nada más trágico que el monólogo de ‘la arquilla’”. Con este argumento, Azorín explica —atinadamente— que la lectura, la interpretación de un texto evolucionan conforme la sensibilidad, la mentalidad de un pueblo: “lo que antes hacía reír, ahora hace pensar” (Azorín 1961: 596). Para él, habida cuenta de los ejes de la pieza, El misántropo “pudiera titularse Un soneto y una carta”. Lo que sobresale, a sus ojos, del carácter del protagonista, Alcestes —“hombre virtuoso, austero, íntegro”— es su rigidez, rasgo que es su punto flaco: “Un hombre que quisiera aplicar la rigidez a las cosas menudas, prosaicas, de la vida [...] que fuera intransigente y reñido en los detalles sería francamente insoportable” (Azorín 1961: 596-597). Analiza luego detalladamente los ejes en torno a los cuales gira la obra. La sinceridad, primero, del protagonista, que le obliga a pronunciar un juicio desfavorable sobre un soneto compuesto por un amigo suyo que ha solicitado su opinión, armando mucho alboroto. A lo cual reacciona, condescendiente, Azorín: “Perjuicio para nadie no hubiera habido por una sonrisa benévola y aprobatoria. ¿Qué importa al mundo que un señor que no es poeta escriba para distraerse un soneto malo?” (Azorín 1961: 597). Lo de la carta desencadena un escandalazo, de poca monta según Azorín, pero que está a tono con la idiosincrasia del protagonista. Alcestes se derrite de amor por una “viudita jovial” cuya desenvoltura alimenta, a más no poder, los chismorreos. Lo que no deja de revelar una flagrante contradicción psicológica en su ser profundo: “este varón inmaculado, que predica la rigidez, no tiene inconveniente

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en dar el espectáculo —escandaloso— de su pasión por una mujer inconveniente”. Al respecto, Azorín se esfuerza por levantar el entredicho que pesa sobre esta “viudita”, rindiéndose sin embargo ante la evidencia de que no habrá manera de desvanecer tal reputación: “Pero todos ven en ella (la viudita) otra cosa, y esto es lo esencial, estos son los hechos para la efectividad del amor de Alcestes..., que piensa, él lo reconoce, lo mismo que todos” (Azorín 1961: 597-598). A esta mujer, que apenas sí se distingue por ser “ligera de palabras” (598), en opinión de Azorín, se le descubre, por azar, una carta de amor dirigida a un desconocido. Lo que da una campanada entre los mismos miembros del cenáculo de Alcestes, indignados si bien por el contenido, sobre todo por un documento procedente de la mano de una mujer. A lo que Azorín, punzante, reacciona remachando la incongruencia profunda del protagonista: “Si todo esto —la carta, las murmuraciones [...]— si todo esto es escandaloso, terriblemente inmoral, ¿por qué el varón puro, inmaculado, se obstina en casarse con la muchacha?”. Tras muchas peripecias, Alcestes le propone a la “viudita” casarse con él e ir a vivir en un desierto, propuesta que rechaza ella y que, regocijado, aprueba Azorín: “Y este es un rasgo que acaba de hacernos simpática a esa muchacha viva, inteligente, llena de donosura y de ingenio”. Acaba Azorín con una conclusión muy severa acerca de este protagonista que contradice la opinión general: “Y este es el célebre personaje ensalzado tradicional y unánimemente por la crítica [...] desagradable la impresión de este hombre [...] haciendo cuestión personal de todas las pequeñeces, permitiéndose así lo que no permite a los demás y encolerizado en todo momento” (Azorín 1961: 598-599). En la lectura de estas dos obras, Azorín omite voluntariamente aspectos subalternos, accesorios y lo que denomina “la faramalla” o todo lo que se podría concebir bajo el vocablo de costumbrismo para concentrase exclusivamente en lo que constituye, en su opinión, lo primordialmente psicológico que atañe al protagonista y a sus relaciones más inmediatas susceptibles de dilucidar unas cuantas facetas de su personalidad. Es evidente que no puede ser más consecuente consigo mismo por lo que a los clásicos respecta. Obrando así, con apasionamiento en esta vía, lo que propone, a la postre, son las posibles directrices de una

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escenografía moderna de unas piezas, y algunas que otras didascalias gruesas de las condiciones de enunciación idóneas para cuadrar con el novedoso diseño dramatúrgico. Para Azorín, lo que subyace en estos caracteres es un espíritu que corresponde a lo que Andrés Chénier precisa en su poema La invención: “Ce n’est qu’aux inventeurs que la vie est promise” (599). Lo que hace observar Azorín es que en Molière resalta por doquier la invención, que es de entender como “un descubrimiento [...] una innovación, una oposición, una divergencia en lo tradicional”. Pero, y aquí introduce una matización profundamente anclada en el genio francés, con la salvedad de que no puede prescindir de ella este francófilo tan distinguido. Pero versos más abajo, Chenier añade: “Mais inventer ce n’est pas, en un brusque abandon, / Blesser la vérité, le bon sens, la raison”. Con lo que puede concluir, con mucho tacto y acierto: “Todo Molière —y toda Francia— están en los tres versos citados”. En una reseña sobre Racine y Molière que publica en octubre de 1925, en la Revista de Occidente, Antonio Espina hace hincapié en la “frecuentación seria (que) hicieron los hombres del 98” (Espina 1925: 121) de los clásicos españoles. Por lo que a Azorín respecta, añade expresamente: “El empeño analista, amoroso, delicado y también radical —etimológicamente— de Azorín logró preciosas adquisiciones para su propia obra y para la conciencia estética española de ayer y de hoy”. Lo curioso es que, hablando de Racine y Molière, no se da cuenta el crítico de lo que pueden significar estos dos renombrados clásicos franceses para Azorín, y sobre todo a finales de 1924, ni de los estrechos vínculos que mantienen con su propia obra. No podían faltar a la hora de celebrar su ingreso en la RAE, por ser, para él, los garantes de una literatura nacional que no se podía concebir sin su presencia. Venían, por cierto, a sumarse a todos sus trabajos anteriores dedicados a la literatura española, y en particular, a codearse, de algún modo, con otros dos franceses que Azorín había integrado en 1912 en el patrimonio nacional de la literatura española: Alejandro Dumas y Teófilo Gauthier. Racine y Molière eran, a la vez, los clásicos y los modernos que necesitaba Azorín para rematar su empresa de renovación de la literatura nacional.

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Bibliografía Azorín (1920a): “Racine y Stendhal”, en ABC, 27 de abril. — (1920b): “Relectura del Tartufo en el libro”, en ABC, 4 de septiembre. — (1920c): “Mujeres de Racine” (Berenice en el texto), en ABC, 10 de septiembre. — (1920d): “Relectura de El Misántropo” (El Misántropo en el libro), en ABC, 14 de septiembre. — (1922a): “Molière, Tricolor”, en ABC, 16 de enero. — (1922b): “Molière y Cervantes”, en ABC, 8 de febrero. — (1924): Una hora de España (Entre 1560 y 1590). Madrid: Imprenta de Rafael Caro Raggio. — (1959a): Lecturas españolas (1912). Obras completas. Tomo II. Madrid: Aguilar. — (1959b): “La España de Gautier”, en Lecturas españolas. Obras completas. Tomo II. Madrid: Aguilar, pp. 605-609. — (1959c): “Dumas, en España”, en Lecturas españolas. Obras completas. Tomo II. Madrid: Aguilar, pp. 609-613. — (1959d): Clásicos y modernos (1913). Obras completas. Tomo II. Madrid: Aguilar. — (1959e): Los valores literarios (1914). Obras completas. Tomo II. Madrid: Aguilar. — (1961a): “Racine y Molière. Cuadernos literarios de «La Lectura » en Racine y Molière, 1924”. Obras completas. Tomo IV. Madrid: Aguilar. — (1961b): Al margen de los clásicos (1914). Obras completas. Tomo III. Madrid: Aguilar. — (1961c): “La generación de 1898”, en Clásicos y modernos. Obras completas. Tomo II. Madrid: Aguilar. — (1962): “La calle de Racine”, en París (1945). Obras completas. Tomo VII. Madrid: Aguilar. Espina, Antonio (1925): “Azorín: Racine y Molière. (Cuadernos literarios)”, en Revista de Occidente, Año III, nº XXVIII. Montaigne, Michel de (2007): “De l’institution des enfants, à Madame Diane de Foix, Comtesse de Gurson”, en Les essais, I, XXV. Paris: La pochotèque. Le livre de poche. Librairie Générale Française.

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Azorín, corresponsal en el París de la Gran Guerra (1918)

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Cuatro son los libros que recogen crónicas y artículos escritos por Azorín durante la Primera Guerra Mundial y publicados en la prensa desde 1914 a 1918, tal como E. Inman Fox detalla en su excelente guía de la obra azoriniana (1992). El más antiguo es Entre España y Francia (Páginas de un francófilo), publicado a finales de 1916 o a principios de 1917, ya que el volumen carece de año de impresión. En él recoge artículos de carácter histórico y literario con recuerdos de su primera estancia en Francia como corresponsal de guerra del diario ABC de Madrid. Sigue la colección de reportajes París bombardeado, sobre la vida parisina en 1918, bajo los disparos del famoso cañón Káiser Guillermo, sucesor del Gran Berta, tal como recuerda José María Valverde (1971: 324) en su biografía de Azorín. París bombardeado ha sido hace algunos años editado con un espléndido estudio introductorio por Jorge Urrutia (2008: 11-36). Otra colección singular es Los norteamericanos, que reuniría como conjunto así denominado en el volumen III de sus Obras completas

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(1947-1954), y que refiere la presencia de las tropas de Estados Unidos en territorio francés en la fase final de la guerra. Laureano Robles llevaría a cabo una edición ampliada en 1999 y Ferrándiz Lozano estudiaría las circunstancias de las relaciones de Azorín con EE. UU. (2001). Y, por último, Con bandera de Francia, publicado muchos años después, en 1950. En él recuperaría numerosos artículos de sus etapas de corresponsal en París durante la Gran Guerra. Azorín se fue convirtiendo ya en los primeros meses de la guerra, a pesar de trabajar en un periódico absolutamente germanófilo como era ABC, en un decidido partidario de Francia, y como tal se presentará en el subtítulo del primero de los libros recordados hace un momento con el apodo de francófilo. Nos vamos a referir en esta oportunidad, exclusivamente, a París bombardeado, en cuyas páginas confirma su condición, ampliamente demostrada en los años anteriores, de francófilo, su amor por Francia y en particular por la ciudad de París, a la que dedica este libro de manera monográfica. Porque París bombardeado es el más literario de los libros de Azorín relacionados con la Gran Guerra. Así lo considera Jorge Urrutia, quien señala que Azorín prescinde “de las observaciones políticas, del tema de la neutralidad e, incluso, de los alemanes”, por lo que, a pesar de su brevedad, lo considera una de las “obras mayores de la creación azoriniana y un ejemplo extraordinario de cuál era su concepción de la literatura” (2008: 24-25). Incluso le extraña a este crítico que nunca se haya reeditado hasta la fecha de su edición en la Biblioteca Azorín de la editorial Biblioteca Nueva, en 2008. En efecto, es muy advertible la diferencia de este volumen respecto a los otros, y un buen ejemplo son los artículos contra los alemanes que Azorín publicó en ABC en el primer año de la Guerra, y que recogió en su Entre España y Francia (Paginas de un francófilo), a lo que nos hemos referido en un trabajo anterior en relación con el escritor y diplomático del siglo xvii, Diego Saavedra Fajardo (2016: 109-124). Aunque también en aquel libro el amor por Francia era bien patente, como se puede leer en las páginas de su prólogo: Nos hallábamos en el mediodía de Francia en el verano de 1914 y contemplamos —llenos de emoción, de esperanzas— la movilización del

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ejército. Pocos días después comenzamos nuestra campaña en favor de la bella, la noble, la inmortal Francia. En este volumen van reunidas algunas de las páginas que hemos escrito. Hemos procurado que el presente volumen tenga cierto carácter de permanencia. Amante su autor de las letras, de las artes, debía sentirse preocupado por la cuestión de las relaciones espirituales entre España y Francia. Otros han tratado de la política y de la milicia; otros han escrito de panoramas de la guerra y las escenas de heroísmo. Nosotros, apasionados de Francia, entusiastas de España, hemos creído que debíamos dedicar, en estos años, nuestra pluma a destruir nocivos prejuicios, relativos a dos pueblos y a procurar —dentro de nuestra modestia— una mutua y más cordial y perfecta comprensión. A Francia hemos vuelto varias veces después de comenzada la guerra. Y ante el verde, suave, dulce paisaje de sus campiñas, renovamos nuestro antiguo amor: ante el suave paisaje de sus campos y en las librerías donde, entre amena charla, vamos buscando los volúmenes novísimos y repasando los viejos autores —savia de un pueblo— que se llaman Montaigne, Molière, Pascal, Descartes, Saint-Beuve... (1917: 5-6).

Más rendido aún en su francofilia, ahora, en el nuevo libro, escribirá: “¡Divino París! ¡Divina Francia! En mi corazón está la luz suave de tu cielo, el sutil razonar de tus filósofos y la sonrisa maravillosa de tus mujeres” (2008: 79). El libro está compuesto de una breve introducción, escrita para la edición y fechada en Madrid en 1919, y por trece capítulos, tras los que Azorín incluye una segunda parte, titulada “En la lejanía...”, compuesta a su vez de dos capítulos, numerados también en romanos y no muy extensos. El primero de ellos tiene cinco apartados separados por tres asteriscos, y el segundo cuatro. Esta última parte aparece fechada en Madrid el 24 de noviembre de 1918. Es interesante advertir que el libro en su conjunto es muy breve: cuarenta y cinco páginas ocupa en la edición de la Biblioteca Azorín que manejamos, es decir, no llega a las cincuenta en una edición de bolsillo. Pero más interesante aún es observar cómo se ha construido el libro, ya que no todos los textos se publicaron en ABC, como podría esperarse. Así, el capítulo I, “Llegada a París” no apareció en el periódico madrileño del que era corresponsal, quizá, como conjetura Urrutia,

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por no ser realmente una crónica de guerra, que era el cometido para el que Azorín había sido enviado a París por el diario: Parece que nunca se recibió en el periódico, por lo que se publicó por primera vez en el volumen, aunque cabe la sospecha de que el diario lo considerara impertinente (no pertinente) por no ser una crónica de guerra y por el paralelismo que traza entre España y Francia, en el que resultan malparadas las gentes españolas, ruidosas y siempre quejándose (2008: 26).

Sí se publicaron en el periódico los restantes capítulos, entre el 20 de mayo y el 12 de junio de 1918, como informa Fox en su imprescindible bibliografía azoriniana (1992), excepción hecha de los capítulos VII, VIII y XIII, sin que haya una explicación clara, aunque Urrutia opina que “el autor no debió pensarlos apropiados” (2008: 28) por contener, sobre todo, rumores en torno al cañón Káiser Guillermo, cuya veracidad Azorín no pudo comprobar, aunque ahora, por los datos que nos revela la historia sobre el célebre cañón, sabemos que no eran tan exagerados esos rumores que incluye Azorín en su texto. El capítulo IX tampoco responde con exactitud al género de la crónica de guerra, ya que se trata de una escena de costumbres, tan características del estilo de Azorín. Y, por último, el capítulo XIII tampoco apareció en ABC, sin que haya ninguna causa especial para que así ocurriera. Al final de esta colección de artículos, presentados como capítulos, Azorín incluye una segunda datación (el volumen, por tanto, contará con tres): París, mayo y junio de 1918. Todo el libro, en cada una de sus tres partes, es un emocionado canto a la ciudad de París en la que, a pesar de todo y sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias bélicas y los bombardeos que amenizaron su estancia en esas semanas, Azorín se encontró muy a gusto y disfrutó de avenidas, jardines, paseos, librerías, etc. En este sentido es muy significativo recordar el lugar en el que se hospedó, y que recuerda con añoranza, cuando al final del prólogo, escribe: “No volverán las horas pasadas en aquellos días trágicos, allá arriba, en el cuartito silencioso del hotel Majestic...” (2008: 40).

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El edificio del hotel Majestic está situado en el número 19 de la Avenida Kléber, en las proximidades de la Plaza de la Estrella (L’Étoile. Charles-de-Gaulle), la del Arco del Triunfo. Fue construido con el nombre de Hôtel Basiliewski en 1864, en la zona más importante de la expansión urbana de París, realizada dentro del Plan Haussmann. Funcionó como hotel entre 1908 y 1936 y se convirtió en uno de los más importantes de París por su repercusión social, sobre todo teniendo en cuenta que previamente había sido la sede del Palacio de Castilla, residencia de la reina destronada de España Isabel II, entre 1868 y 1904, cuando fue acogida en París por Napoleón III y la emperatriz española Eugenia de Montijo, y que continuó allí tras la caída del Segundo Imperio Francés en 1870 e incluso tras la restauración borbónica en España, en 1874, en la persona de su hijo Alfonso XII. Durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial, entre 1940 y 1944, fue sede de la comandancia militar alemana (Militärbefehlshaber in Frankreich, MBF). En los mismos sótanos en los que cuenta Azorín que se refugió durante algunos de los bombardeos, la Gestapo torturaba a sus prisioneros. El edificio fue liberado por milicianos de la CNT-FAI, miembros de la 2.ª División Blindada del general Leclerc, tal como recuerda Juan Pedro Quiñonero (2009). Tras la guerra, fue establecida allí la primera sede de la Unesco, entre 1946 y 1958. A partir de aquel año sirvió al Ministerio francés de Asuntos Exteriores como centro de conferencias internacionales, entre las que estuvieron las negociaciones que pusieron fin a la guerra de Vietnam en 1973, al conflicto de Camboya en 1991 y al de Costa de Marfil en 2003, en los denominados acuerdos Kléber. En 2007 el presidente Jacques Chirac autorizó su venta a Qatari Diar, la sociedad de inversiones públicas de Catar, que planea transformarlo en un hotel de lujo. París, Francia... Vivir el tiempo y recrearlo, recuperar del tiempo los recuerdos y hacer funcionar la memoria para guardar para siempre imágenes y sensaciones que no pueden ser olvidadas: ese es el objetivo central del libro que en 1919 reúne Azorín. Acaso del conjunto que construye Martínez Ruiz para conformar este breve libro, París bombardeado, los textos más personales son justamente los añadidos a las crónicas periodísticas. En ellos, escritos por Azorín ex profeso para

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este libro, surge el escritor, el prosista inconfundible obsesionado por el tiempo. Es muy interesante el final del prólogo que escribe en marzo de 1919, cuando ya todo ha pasado, cuando aquellas semanas en París no son ya sino recuerdo, memoria. Hay que releer estas líneas para descubrir aquí al Azorín de siempre, al Azorín preocupado por el tiempo, aunque ahora, en 1919, no se produce el eterno retorno que protagonizó su cuento “Las nubes”, de su libro Castilla. Ahora parece que las experiencias de París no volverán, y esto genera nostalgia, que se une al afecto irrenunciable hacia París, hacia Francia, y refiriéndose a las páginas añadidas para la edición al final, escribe: Han sido escritas esas páginas a algunos meses de distancia; las otras las escribía día por día, hora por hora, bajo la presión inmediata de lo que yo iba viendo. Mucho he escrito durante la guerra; pero entre todo, acaso lo que más place al artista literario —o lo que menos le disgusta— son esos breves párrafos en que el espíritu, en la lejanía, cada vez mayor, vuelve a sentir unos minutos que ya pasaron para no volver jamás, y evoca unas cosas a las cuales se aferra con profundo cariño antes de que se esfumen definitivamente en el pasado ¡Y esos minutos no volverán! No volverán las horas pasadas en aquellos días trágicos, allá arriba, en el cuartito silencioso del hotel Majestic.... (2008: 40-41).

En los textos integrados en los capítulos finales con el título “En la lejanía...”, se refiere a “la neblina de los recuerdos” cuando intenta mostrar, antes de que se desvanezcan en la memoria poco a poco, las sensaciones de aquellas semanas parisinas, que ahora le parecen nada menos que un sueño: “¿No es un sueño todo esto? ¡Qué lejos está todo! Todo es como una neblina sutilísima —la neblina de los recuerdos— que se va desvaneciendo poco a poco” (2008: 75). Y entonces surge el Azorín obsesionado por retener, si fuera posible, las sensaciones percibidas, aunque duda de que eso pueda llegar a conseguirse: Pero en esa neblina destacan, a manera de estrellas, unos puntitos luminosos: son las sensaciones más gratas, más intensas, que hemos sentido; alrededor de esos puntitos, en ellos mismos, se condensa y cristaliza todo nuestro pensar y sentir de muchos días. Lentamente esos puntitos

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brillantes se irán apagando también y entonces solo quedará en nuestro espíritu un anhelo, una sensación vaga y confusa... (2008: 75).

Una sensación vaga y confusa... ¿No estamos ante el mejor Azorín, ante el pequeño filósofo que, obsesionado por el transcurrir de los días, se aferra en retener las sensaciones que esos días produjeron y que aún se conservan en su pensamiento? Por eso, la función de escritor es decisiva, porque él es el único que puede eternizarlas, superando el imparable embate del tiempo y la consiguiente disipación o disolución de los recuerdos... Se trata de una actitud azoriniana que se conecta con el claro “autobiografismo” de su narrativa y de su obra toda, desde el comienzo hasta el final, una de las más características y definitorias notas de la novela lírica. Al mismo tiempo, la contemplación de esta actitud subjetivizadora puede llegar a explicar alguno de los secretos de la técnica de Azorín en sus libros, tales como la vacilación en cuanto a la actitud del narrador, la variación de los procedimientos narrativos y la diversidad de los resultados de tales técnicas y formalizaciones novelísticas. Precisamente, si hay algo que atrae siempre de estas páginas azorinianas —de estas en particular, pero también de otras muchas de su obra completa— es esa capacidad del prosista para dejar de ser prosista a cada momento, es decir, dejar de serlo y convertirse en poeta en prosa, lo que indudablemente consigue con esa magistral habilidad para otorgar a cada palabra, a cada expresión, de una extraordinaria tensión anímica, subjetiva, poética, lírica en definitiva. En su artículo célebre “La generación del 98” (en realidad cuatro artículos, que recogería en su libro Clásicos y modernos), había escrito que el escritor de su generación (es decir, él mismo) “se esfuerza, en fin, en acercarse a la realidad y en desarticular el idioma, en agudizarlo, en aportar a él viejas palabras, plásticas palabras, con el fin de aprisionar menuda y fuertemente esa realidad” (1998: 1000). Y esa ha de ser una de las funciones atribuidas por Azorín al lenguaje, a la escritura: “Aprisionar menuda y fuertemente esa realidad”. Tal como él había hecho: menuda y fuertemente constató cómo era la realidad que nos quiso transmitir, en el caso que nos ocupa, del París bombardeado de 1918.

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Y el párrafo final del artículo al que nos referimos antes continúa con otras referencias a los signos que podríamos denominar generacionales que, a su juicio, no hacen sino continuar lo que ya establecieron los de la generación anterior, y cita entonces a Echegaray (y su grito pasional), a Galdós (y su amor a la realidad) y a Campoamor (y su espíritu corrosivo). Se refiere al desastre y a la curiosidad por lo extranjero. Pensar que, tras nuestras fronteras, hay otra cultura, inmensa, atractiva, culta, y una sociedad avanzada que el periodista admira, descubre y describe... Y es que lo que nos interesa es advertir cómo Martínez Ruiz deja establecida la relación clara entre la España del 98 y su descubrimiento del país a través de la literatura. Pero ahora va más lejos. Y le preocupa que España no sea como Francia, la Francia que él ama: la dulce, suave, ordenada y silenciosa Francia... Y es que cuando Azorín escribe esto ya había desarrollado una intensa etapa de su escritura en la que había defendido y puesto en práctica lo que ahora establece como signo generacional: “Aprisionar menuda y fuertemente esa realidad...”. Hemos aludido a su capacidad de subjetivización, que hace su escritura poética, lírica. Y conste que no nos referimos tan solo a sus líricas descripciones paisajísticas, al comienzo de tantos y tantos capítulos de muchas de sus novelas, sino a la tensión subjetiva o subjetivizadora que sustantivos, adjetivos, verbos o adverbios, cuidadosamente acumulados, pueden llegar a tener. Que esta intención es uno de los objetivos más perseguidos por Azorín, en su renovación de la literatura de su tiempo, es evidente. Una poderosa tendencia individualizadora domina toda su obra de los primeros años del siglo y su búsqueda, posiblemente experimental, de nuevos caminos de expresión para su constante tendencia a la subjetivización, ha sido mantenida a través de los años. Y nuestro encuentro con el cronista de guerra será un encuentro con este escritor subjetivo que ha disfrutado estando esos días en París y que ha relatado a sus lectores de ABC cómo los bombardeos no afectan a la población de una manera especial, ya que la gente seguía viviendo su vida a pesar de todo. Por eso, al reunir sus artículos en este libro, Azorín quiere descubrirse en ese mundo de serenidad con la que él ha vivido la guerra.

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Concluyo mi estudio con un texto del maestro que nos lo muestra tal como es, genio y figura para la historia de nuestra literatura y para la historia del pensamiento español: No tengo ninguna preocupación. No me sucede nada. Para mí, el espectáculo supremo es la calle. Encerrado entre cuatro paredes no puedo estar más allá de una hora: soy un hombre callejero; necesito el aire libre. Para trabajar es preciso que yo no haga nada. Cuando estoy afanado; cuando estoy ansioso de hacer algo; cuando estoy preocupado por que se me ocurra alguna cosa... entonces no se me ocurre nada, ni puedo hacer nada tampoco. Mi cerebro trabaja, sin darme cuenta yo de ello, cuando voy a la ventura por las calles sin pensar en nada y sin preocupación ninguna. Yo, por lo tanto, para producir necesito no trabajar. ¡Qué deliciosos paseos por París en estas mañanas templadas de primavera! La armonía de la ciudad, su larga e intensa tradición intelectual se refleja en el ambiente (2008: 745-76).

Genio y figura, sin duda alguna...

Bibliografía Azorín (1917): Entre España y Francia (Páginas de un francófilo). Barcelona/Paris: Blond y Gay. — (1919): París bombardeado. Madrid: Renacimiento. — (1947-1954): Obras completas. Madrid: Aguilar. — (1950): Con bandera de Francia. Madrid: Biblioteca Nueva. — (1998): Clásicos y modernos, Obras escogidas. II Ensayos. Ed. de Miguel Ángel Lozano Marco. Madrid: Espasa. — (1999): Los norteamericanos. Introducción, edición y notas de Laureano Robles. Alicante: Instituto de Cultura Juan Gil Albert. — (2008): París bombardeado. Introducción de Jorge Urrutia. Madrid: Biblioteca Nueva. Díez de Revenga, Francisco Javier (2016): “Azorín, Saavedra Fajardo y la Gran Guerra (1914-1918)”, en Revista de Historiografía, 24, pp. 109-124.

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Ferrándiz Lozano, José (2001): “Al servicio de los Estados Unidos”, en Azorín, la cara intelectual. Entre el periodismo y la política. Alicante: Aguaclara/Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil Albert, pp. 141-157. Fox, E. Inman (1992): Azorín: guía de la obra completa. Madrid: Castalia. Quiñonero, Juan Pedro (2009): “Vuelven a ver la luz las crónicas de Azorín desde el París de 1918”, en ABC, 4 de enero. Urrutia, Jorge (2008), “París, el espacio inconmovible”, en Azorín, París bombardeado. Madrid: Biblioteca Nueva. Valverde, José María (1971): Azorín. Barcelona: Planeta.

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La narrativa de Azorín anterior a 1928 a la luz del contraste entre España y Europa

Elisabeth Delrue Université Picardie Jules Verne

A finales del siglo xix, una crisis profunda afecta en España a todos los campos: económico, político, social y cultural (Serrano 1987: 281). En 1900, el retraso cultural es objeto de debates en el país: España se siente inferior respecto a las otras naciones europeas en materia de arte, filosofía, investigación científica e intenta comprender por qué motivos. La innovación artística y cultural difícilmente logra imponerse a causa del conformismo cultural, del inmovilismo del pensamiento, la escasez de los mercados, el analfabetismo endémico. Y, por tanto, la existencia de los intelectuales y artistas sin lectores ni público resulta muy precaria. Europa, sobre todo Francia con su capital, París, está involucrada en un proceso radical de cambio de civilización, la modernidad, que cuestiona valores y modelos, generando dos actitudes antagónicas entre los españoles: el repliegue identitario pregonado por la mayoría o las aspiraciones al cambio reivindicadas por las élites

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intelectuales (Serrano y Salaun 1900). Por otra parte, la novela se ha vuelto un objeto de consumo, un producto fuertemente mercantilizado para un público no exigente a raíz del auge de la novela semanal, un género particular que se engloba dentro del fenómeno editorial de las colecciones de literatura breve que se inaugura en 1907 con la aparición de El Cuento Semanal y prolonga su éxito hasta el año 1932, en que se publica el último número de La Novela de Hoy (Cabello 2015: 17-36). Estamos, pues, ante el nacimiento de la cultura de masas. En 1913, en el cuarto y último artículo que publicó el 18 de febrero en el diario ABC, Azorín define el concepto de renacimiento que representa la generación del 98 como “fecundación del pensamiento nacional a partir del extranjero” (Azorín 1913: 5) .Por lo tanto, he decidido centrar mi estudio en las novelas editadas por Miguel Ángel Lozano Marco en el primer tomo de la Biblioteca Castro: Diario de un enfermo (1901), La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903), Las confesiones de un pequeño filósofo (1904), El licenciado Vidriera visto por Azorín (1915), Don Juan (1922), Doña Inés (1925). Y eso por dos motivos: por un lado, como explica Miguel Ángel Lozano Marco en su completo prólogo, a partir de 19281944, “el verdadero paisaje del libro es el cerebro del protagonista” (Azorín II, 2011: XXII); por otro lado, según parece, en la actualidad, es muy poco leído el Azorín novelista, se leen más sus ensayos y sus libros de viaje que sus novelas. Basándome en el análisis de este corpus, pretendo demostrar cómo Azorín proyecta la dicción de la realidad ficcional de estas novelas en el ámbito cultural europeo para enraizar la renovación estética que promueve en la herencia de Europa postulando un destinatario urbano y culto, al que quiere influenciar, tal y como lo recomienda en su artículo del ABC anteriormente citado1, y ello, recurriendo a varias modalidades de intertextualidad e interdiscursividad. Para ello, atribuiré a la realidad que aflorará en el espacio (varias veces, el paisaje), el tiempo y los personajes ficcionales, el estatuto de construcción ideológica propia

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“Ni un artista ni una sociedad de artistas podrán renovarse —ser algo— o renovar el arte sin una influencia extraña” (Azorín 1913:5).

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de una cultura, en el sentido que le confiere Pascal Ory de “représentations collectives propres à une société” (Ory 2004: 8). Para el término de intertextualidad me basaré en la definición de Julia Kristeva, proporcionada en su artículo de 1967 (Kristeva 1967: 438-465) y recogida luego, en 1969, en Séméiotiké: “Le mot (le texte) est un croisement de mots (de textes) où on lit au moins un autre mot (texte) (...). Tout texte se construit comme mosaïque de citations, tout texte est absorption et transformation d’un autre texte. A la place de la notion d’intersubjectivité s’installe celle d’intertextualité, et le langage poétique se lit, au moins comme double” (Kristeva 1969: 84-85). Pero en alguna ocasión echaré mano de los planteamientos de Michael Riffaterre, quien considera al intertexto como “el conjunto de los textos que podemos asociar a aquel que tenemos ante el conjunto de los textos que hablamos [...] en la lectura de un pasaje dado” (Riffaterre 1997: 170), en la medida en que la intertextualidad supone para él una disposición, “que orienta la lectura del texto [...]. Es el modo de percepción del texto que rige la producción de la significancia, mientras que la lectura lineal sólo rige la producción del sentido” (Riffaterre 1997: 171). En lo que atañe al concepto de interdiscursividad, me refiero a las relaciones que cualquier texto mantiene con todos los enunciados o discursos registrados en la correspondiente cultura, tal y como la define Cesare Segre (1984: 106), lo cual corresponde al concepto de intermedialidad según Heinrich F. Plett (1991: 3-29). Pero, para el objetivo que persigo, me parece más eficiente recurrir a la figura de la écfrasis, con antecedentes en el mundo clásico, en la descripción del escudo de Aquiles fraguado por Hefestos, en la Ilíada de Homero, centrada en la relación entre palabra e imagen, objeto de intensa atención crítica, definida tradicionalmente como ejercicio literario que describe un objeto de arte. José Enrique Martínez, por su parte, la singulariza como “descripción que ‘evidencia’ o ‘pone ante los ojos’ del receptor el objeto descrito; su función es, pues, despertar en el receptor la imagen del objeto ausente” (Martínez 2008: 229). En cuanto a la figura del destinatario, distinguiré dos facetas: primero, la del lector-receptor, es decir “lecteur anonyme sans identité véritable, apostrophé par le narrateur dans le cours du récit” (Jouve

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1993:28); segundo, la figura postulada, sistemáticamente, por el proceso de comunicación literario iniciado por el escritor (Maingueneau 1986: 12), del lector desdibujado, es decir, “ni décrit, ni nommé mais implicitement présent à travers le savoir et les valeurs que le narrateur suppose chez le destinataire de son texte” (Jouve 1993: 28). Esta figura postulada del lector desdibujado aflorará en el abanico de referencias culturales, alusiones, citas, presupuestamente compartidas, salpicadas en el relato, y las explicaciones añadidas para dar cuenta de una realidad, supuestamente, incógnita, cuyo minucioso recuento permitirá esbozar un retrato tipo que reúna las competencias y aptitudes del receptor postuladas en el texto. Mi análisis, por lo tanto, se centrará en el estudio del peritexto como reivindicación de una filiación literaria, sobre todo francesa, los modelos de la ficción, de la pintura y de la música y de otros discursos europeos al servicio de la dicción de la realidad española, y la plasmación del antagonismo modernidad europea vs. retraso español mediante la interdiscursividad.

El peritexto como reivindicación de una filiación literaria francesa El peritexto, en la terminología de Gérard Genette2, lo materializan en el espacio del volumen, alrededor del texto, el título, el subtítulo,

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“Un elemento del paratexto, si es un mensaje materializado, tiene necesariamente un emplazamiento que podemos situar por referencia al texto mismo: alrededor del texto, en el espacio del volumen, como título o prefacio y a veces inserto en los intersticios del texto, como los títulos de capítulo y ciertas notas. Llamaré peritexto a esta primera categoría espacial, ciertamente la más típica [...]. Alrededor del texto todavía, pero a una más respetuosa (o más prudente) distancia, todos los mensajes que se sitúan, al menos al principio, en el exterior del libro: generalmente con un soporte mediático (entrevistas, conversaciones) o bajo la forma de una comunicación privada (correspondencias, diarios íntimos y otros). A esta segunda categoría la bautizo, a falta de un término mejor, epitexto [...] Como es evidente, peritexto y epitexto comparten exhaustivamente el campo espacial del paratexto: dicho de otro modo y para los amantes de las fórmulas, paratexto = peritexto + epitexto” (Genette 2001: 11).

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el prefacio, las dedicatorias, los epígrafes, las ilustraciones, los títulos de capítulo y ciertas notas incluidas, que facilitan el proceso interpretativo, insistiendo en tal o cual aspecto. Aquí me limitaré a las dedicatorias y a los textos epigráficos.

La dedicatoria Traduce admiración y adhesión al arte narrativo del escritor a quien se dedica la novela. El final de la dedicatoria al libro Antonio Azorín es relevante al respecto. Si al principio elogia en ella a Ricardo Baroja, destaca su alusión admirativa a Montaigne cuando remite a la vida banal y corriente del antihéroe de su novela: Azorín es un hombre vulgar [...] No le sucede nada de extraordinario, tal como un adulterio o un simple desafío [...]. Y si él y no yo, que soy su cronista, tuviera que llevar la cuenta de su vida, bien pudiera repetir la frase de nuestro común maestro Montaigne: Je ne puis tenir registre de ma vie par mes actions; fortune les met trop bas, je le tiens par mes fantaisies. Essais, III, IX De la vanité (Azorín 2011: 231)

Durante los últimos veinte años de su vida (1572-1592), Montaigne compila día a día artículos, reflexiones, ensayos sobre medicina, literatura, política, filosofía. En sus ensayos, las reflexiones de toda una vida presentan a la humanidad tal como es, en toda su banalidad, confrontada a los pesares cotidianos (Conche 2015). Por tanto, al identificar claramente a Montaigne como su maestro, el redactor de la dedicatoria señala a su destinatario una adhesión a sus posturas ideológicas y estéticas y, por tanto, un contrato genérico de lectura, la imitación del maestro en sus prácticas de escritura.

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Los textos epigráficos Se trata de multiplicar las citas previas a la lectura del texto mismo. Esta práctica permite entroncar con la literatura francesa la novela Don Juan y el capítulo 34 de Las confesiones de un pequeño filósofo. El epígrafe que antecede Don Juan, como forma de dedicatoria a Racine, es un extracto de su prefacio a Bérenice: “...toute l’invention consiste à faire quelque chose de rien” (Azorín 2011: 485). En el texto completo de su prefacio (Guyot 2014), Racine puntualizaba que una tragedia podía evitar la sangre y los muertos, bastaba con que su acción fuera grande, sus actores heroicos, con que se agudizaran las pasiones, con que aflorara la tristeza que provoca el placer de la tragedia. Los prefacios anteriores de otras obras suyas atestiguan el anhelo de Racine de explorar las virtualidades del género y de justificar sus opciones estéticas. La tragedia Bérenice se distingue de las obras anteriores escritas por el dramaturgo francés Racine. En ella no hay acción, se exponen los sentimientos. Además, se detecta un cruce de varias reescrituras: la de las fuentes antiguas (Titus y Berenice de Suetone, y la de Tácito, Flavius Josephus con Antiochus), la de las fuentes literarias (Virgilio con Dido y Eneas, Ovidio con Carta de Dido a Eneas, la literatura galante del siglo xvii con Carta de Berenice a Titus). En 1670, Berenice tuvo un éxito mayor que la obra rival de Corneille, Titus et Berenice. Por tanto, Azorín inscribe su novela Don Juan en esta herencia. El otro texto epigráfico remite a la poesía francesa. Se trata de la cita del poema de Stéphane Mallarmé Brise marine, colocada al principio del capítulo XXXIV de Las confesiones de un pequeño filósofo (Azorín 2011: 417). Para Sergio Ligada, Mallarmé es el maestro de la poesía simbolista iniciada por Baudelaire y basada en el símbolo y la analogía. El simbolismo rechaza el realismo y el naturalismo a la vez que procura expresar la idea abstracta por el juego de los símbolos. En 1892, sucede a Verlaine como príncipe de los poetas. Brise marine es un poema de juventud con influencias de Baudelaire. El tema del viaje y del aburrimiento, en que se centra, traduce la imposible búsqueda de lo absoluto de Mallarmé. El viaje se hace metáfora de la creación poética (Ligada 2011).

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En resumen, la filiación francesa reivindicada no es sorprendente. En su artículo del 18 de febrero en el diario ABC de 1913, Azorín recalca la influencia de Francia en el pensamiento nacional tanto en 1760 como en los años 1830-1847, y en 1898 apunta la de Verlaine en la mentalidad poética de Rubén Darío (Azorín 1913: 5). Pero, sobre todo, lo que me parece interesante es la filiación reivindicada con obras producto de una hibridación de varios discursos, enfocadas en la banalidad de la vida con poca acción y con un poema que insiste en la dificultad de la creación. Recordemos que en esos años ejercen hegemonía los productos literarios mercantilizados destinados únicamente a entretener y agradar a un lector poco exigente, mediante argumentos dedicados al tema amoroso en sus múltiples variantes (celos, traición, adulterio, desengaño, honor). La dedicatoria y los textos epigráficos mencionados apuntan, pues, a que Azorín encauzará su renovación estética en el camino abierto por Montaigne, Racine y el simbolismo de Verlaine, descartando el realismo y el naturalismo. Pero también recurrirá a otras modalidades.

Los modelos de la ficción, de la pintura y de la música y de otros discursos europeos al servicio de la dicción de la realidad española En el corpus contemplado, para textualizar la realidad española se intentan borrar dos tipos de fronteras: aquella entre ficción española y realidad europea por un lado y, por otro, la frontera entre el arte europeo y el español, instaurando pasarelas simbólicas de un mundo a otro que remedan intentos de acercamiento y fecundación. Así, por ejemplo, para esbozar los personajes ficticios, la instancia narrativa convoca la biografía de escritores franceses o alemanes y, por tanto, establece un paralelismo entre ambas vidas, la ficticia y la real. En Las confesiones de un pequeño filósofo, para caracterizar al tío Antonio apunta: “mi tío Antonio padecía la misma enfermedad —el mal de piedra— que otro célebre y amable escéptico: Montaigne” (Azorín 2011: 416) y en Doña Inés puntualiza:

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El cuentista alemán Hoffmann padecía el achaque de ver en el momento presente el desenvolvimiento de lo futuro [...]. La lectura de la biografía de Hoffman hizo aflorar en la conciencia de don Pablo lo que estaba latente en lo profundo [...]. A la manera que algunas enfermedades llevan el nombre de los investigadores que las han descubierto [...] él llamaba a su achaque el mal de Hoffmann (Azorín 2011: 573). Al tratarse de los franceses don Pablo duda entre Montaigne y Pascal; por los dos siente profunda simpatía. Y si quiere a Pascal, contradictor de Montaigne, se debe al desequilibrio doloroso de tal escritor. Ese desequilibrio es, en parte el mismo de don Pablo; él lo reconoce sinceramente (Azorín 2011: 569).

O, en el Licenciado Vidriera, establece un paralelo entre los libros inéditos de Tomás y los de Montaigne: “¿Se encontrarán algún día en un granero, allá en la alta cámara de una casa como los Viajes de Montaigne?” (Azorín 2011: 471). La instancia narrativa también menciona el encuentro con personajes sacados de la literatura francesa. En Diario de un enfermo, por ejemplo, se nos dice: “Hoy he visto en la catedral a Pécuchet” (Azorín 2011: 32). Esta alusión al famoso héroe de la novela de Flaubert, Bouvard et Pécuchet, permite estimular en el destinatario culto el recuerdo de este famoso libro enciclopédico de la tontería humana que representa la falta de originalidad del pequeño burgués medio y de la vida misma. O, al menos, incitar a este destinatario a consultarlo. De todos modos, esta mención permite incorporar sutilmente en una novela española la sugestión de imitar, con muy poca intriga, lo que desconcertó al publico francés, esta novela filosófica, última de Flaubert, el autor de Madame Bovary, publicada después de su muerte, con dos antihéroes, ambos personajes mediocres: Bouvard y Pécuchet, deseosos de comprender el mundo y de dominarlo por el saber, manejando de manera ecléctica y arbitraria todas las ciencias. Bouvard y Pécuchet revelan al lector la condición del hombre en tanto que animal razonable. Es un cuento filosófico más que una novela, nos proporciona el estado de conocimiento del siglo xix, nos pasea por los diferentes campos del conocimiento (Poyet 2012). A un tiempo, al

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citar a Pecuchet, la instancia narrativa convoca en la mente del receptor, como con las dedicatorias y los textos epigráficos, una práctica de escritura francesa, una herencia estética con la cual pretende entroncar su propia producción. Para plasmar la personalidad de otros personajes, convoca a aquellos sacados de la literatura francesa. En Las confesiones de un pequeño filósofo, por ejemplo, caracteriza a la tía Águeda señalando: “Tenía toda la penetración, todo el despejo natural, toda la bondad ingénita de esas almas que Montaigne ha llamado universales, abiertas y prestas a todo.” (Azorín 2011:415). O también inserta la representación verbal de la representación visual de un cuadro flamenco en Antonio Azorín, como si quisiera transmitir una visión analógica del universo atenta a percibir las correspondencias sutiles entre las cosas o descifrar la realidad a partir de la búsqueda de correspondencias entre los objetos sensibles: Sirve a la mesa Remedios. Remedios es una moza fina, rubia, limpia, compuestita, callada [...]. Esta moza tan meticulosa y apañada —piensa Azorín— me recuerda esas mujeres que se ven en los cuadros flamencos, metidas en una cocina limpia, con un banco, con un armario coronado de relucientes cacharros, con una ventana que deja ver a lo lejos un verde prado por el que serpentea un camino blanco” (Azorín 2011: 243).

Y para la evocación del espacio, establece una equivalencia entre las escaleras aludidas y las que describen Balzac y Victor Hugo en sus novelas, como en Doña Inés: “Las escaleras pronas y oscuras evocan viejas novelas de Balzac y de Victor Hugo en primitivas traducciones” (Azorín 2011: 546). Rossini y El barbero de Sevilla se mencionan varias veces entre las aficiones de algunos personajes como valoración positiva de sus competencias culturales. Así, en Las confesiones de un pequeño filósofo, el narrador singulariza al tío Antonio como “oyendo eternamente música de Rossini” (Azorín 2011: 416) y en Antonio Azorín apunta “El barbero de Sevilla (que al maestro Yuste gustaba tanto y que Azorín ha oído profundamente conmovido)” (Azorín 2011: 257).

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La sugestión de las lecturas de los personajes mediante la única mención de los libros esparcidos en su biblioteca es otra manera de evocar su bagaje intelectual tanto como la presencia de tal o cual litografía o cuadro colgado en las casas descritas que sugiere sus inclinaciones culturales, como en La voluntad: “En un ángulo, casi perdidos en la sombra, tres gruesos volúmenes que resaltan en azulada mancha, llevan en el lomo: Schopenhauer” (Azorín 2011: 60). Se trata, pues, de evocar o sugerir antes que de nombrar de manera directa, lo cual sería un toque simbolista. Para la evocación de los sentimientos y del estado anímico de los personajes alude a los poetas franceses, Baudelaire y Verlaine, es decir, al simbolismo, como si quisiera dar cuenta y hacer más patentes las características concretas de este movimiento literario: buscar evocar impresiones más que expresar ideas, dotar de expresión visual a las experiencias emocionales. Así lo advertimos cuando, en Las confesiones de un pequeño filósofo, apunta el narrador “Yo he visto en mi niñez muchas fotografías, con pequeñas ventanas, de pueblos que jamás he visitado y al verlas he sentido esta extraña inquietud de que el poeta Baudelaire también hablaba” (Azorín 2011: 423) o en Diario de un enfermo al confesar este: “Espantado de la siniestra calma, huyendo de mí, recito unos versos de Verlaine” (Azorín 201: 31). Incluso, en este mismo libro, alude directamente al poema l’Albatros, de Baudelaire, para plasmar con palabras los sentimientos experimentados ante la muerte de un ser querido: “El albatros, sereno y raudo en el espacio, marcha desmañado y ridículo sobre cubierta, entre la burla y la algazara de la dotación bárbara. Así el poeta...” (Azorín 2011: 42). Si bien la referencia mencionada textualiza el dolor, asimismo lanza un guiño al lector culto, pues el ave en tierra comparada con la grandeza del artista, ahogada entre la vulgaridad de la masa insensible, recuerda con nitidez la situación vivida con especial relevancia por los novelistas españoles frente a la competencia de las colecciones de literatura breve. Pero también detectamos huellas difusas de intertextualidad en el sentido de Riffaterre (1997: 170-171) en el reciclaje de un episodio de Charles Demailly, de Goncourt (1889), en Diario de un enfermo (Azorín 2011: 23-25), en el motivo repetido del encuentro silencioso

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con una mujer que representa el ideal, que remite al asunto del soneto de Baudelaire A une passante. Por otra parte, tres tipos de discursos se entreveran en el discurso literario: el filosófico, el político anárquico en particular, y el biológico y científico en alusiones, citas explícitas o referencias, y todos dimanan de Europa. Esta superposición de reglas discursivas en un enunciado específico acrecienta otra vez la fecundación del pensamiento nacional a partir del europeo, señalando la apropiación por el locutor español de este bagaje semántico y cultural en su utilización espontánea. Se nombra, por ejemplo, directamente a los filósofos Schopenhauer, Nietzsche, Kant, Kierkegaard, en Diario de un enfermo: “Mi tristeza se pronuncia de una manera dolorosa. Estoy jadeante de melancolía; siento la angustia metafísica, el concepto inventado por Kierkegaard” (Azorín 2011: 8), o en Antonio Azorín: “Lo cual significa que tanto la espinaca como el perejil ‘no quieren ser trasplantados’. Esta frase es de un viejo tratadista de horticultura; yo creo que hubiese encantado al autor de La Voluntad en la Naturaleza, o sea Schopenhauer” (Azorín 2011: 246), y, más adelante: “¿Es un animal nietzcheano la araña? Yo creo que sí. Y entre todas las arañas, hay un orden que más que ningún otro profesa en el reino animal esta novísima filosofía que ahora nos obsesiona a los hombres” (Azorín 2011: 249). Y también se detecta la presencia ideológica de los anarquistas Hamon, Faure, Proudhon en La voluntad cuando “Yuste se para y dice: Azorín, la propiedad es el mal...” (Azorín 2011: 67), o, se advierte en la misma obra, con obviedad, la mención de científicos afamados —Lamarck y Darwin, William Bowles, Clausius—, cuando el mismo Yuste cuenta “Hace un siglo Juan Bautista Lamarck ponía el siguiente ejemplo en su Filosofía zoológica” (Azorín 2011: 68). Y otra vez menciona: “desde que Lamarck, Darwin y demás naturalistas contemporáneos han puesto en evidencia que el hombre es la función y el medio”. Por último, en inciso, cuando el narrador puntualiza “acaso escéptico de la moderna entropía del universo” (Azorín 2011: 62), el término entropía incorporado en bastardilla remite claramente a la noción de muerte calorífica del mundo, formulada por el físico alemán Clausius. En resumen, el recurso a la intertextualidad permitiría superar las nacionalidades, los límites cronológicos y estilos personales, sugerir

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ideas y emociones a partir de imágenes. Pero, si bien en el recurso a la pintura y a la música afloraba, varias veces, la voluntad de traspasar los límites impuestos por las distintas formas de expresión artística, en otras ocasiones cumple otro cometido: el de provocar una experiencia estimulante que aliente la creación personal del artista, haciéndole descubrir sus propias potencialidades, mediante una descripción ecfrástica que hace ostensible los efectos propios de la inmediata experiencia estética, es decir, su directa percepción.

Plasmación del antagonismo modernidad europea vs. retraso español mediante la interdiscursividad La écfrasis musical se utiliza en un extracto de Antonio Azorín, cuando un pianista toca sucesivamente un concierto de Hummel para piano (op. 83), en la sinfonía de El barbero de Sevilla y, por último, en el concierto en mi menor de Chopin en la casa de un amigo de Azorín, donde se observó luto durante unos meses: Estas notas de los grandes maestros han resonado audazmente en toda la casa; desde el fondo de las habitaciones lejanas, las mujeres enlutadas —esas mujeres tristes de los pueblos— oirían llenas de espanto y de indignación las melodías de Chopin y Rossini. Una ráfaga de frescura y sanidad ha pasado por el aire; algo parecía conmoverse y desgajarse [ ..]. Bastaría abrir las puertas y dejar entrar el sol, salir, viajar, gritar, chapuzarse en agua fresca, correr, saltar, comer grandes trozos de carne para que esta tristeza se acabase. Pero esto no lo haremos los españoles, y mientras no lo hagamos, las notas de un piano pueden causar una indignación terrible (Azorín 2011: 258-259).

La tarea de mediación discursiva vertebrada, en estas líneas, por las sensaciones, narradas en un fragmento descriptivo, de los efectos de la experiencia vivencial de oyentes prototípicos de la España del atraso cultural, como lo son las arriba aludidas mujeres “enlutadas” y “tristes”, ofrece a la imaginación perceptiva del lector, en una actividad copartícipe, la respuesta emocional que activa y despliega la audición

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en su inmediata experiencia. De hecho, las palabras, en su acción parafrástica, activan, de manera viva y enérgica, la potencial resonancia de las melodías vividas a través de su detallada y minuciosa fuerza expresiva: “han resonado audazmente”, “llenas de espanto y de indignación”, “una ráfaga de frescura y sanidad”, “algo parecía conmoverse y desgajarse”. Al apuntar hacia el resultado de la personal experiencia que se desarrolla en el diálogo perceptivo con la obra, haciendo aflorar en él indicaciones relativas a esa experiencia vivencial, auditiva, que se pretende compartir, el narrador, a mi juicio, pretende suscitar en el lector cortesano y culto al que postula esos efectos similares que “hacen despertar en el artista estados psicológicos latentes, determinan avivamientos de la sensibilidad que sin esas sugestiones acaso no hubieran sido tan vivas o quizá no hubieran sido de ese modo” (Azorín 1913: 5), tal y como recomienda en el cuarto artículo del ABC el propio autor de carne y hueso. Pero, además, enlaza con el propio lector virtual del texto descriptivo, al cual se dedica la enunciación del texto a través de aclaraciones intencionadas, como si la obra estuviera presente y disponible en la situación enunciativa, desde la óptica de su eficacia comunicativa: ¿Dónde está el escándalo? —preguntará el lector—. El escándalo está en que en esta casa se haya tocado el piano. Es muy difícil explicar a un lector cortesano, o sea a un hombre que vive en una gran ciudad donde los dolores son fugitivos, el ambiente de dolor, de tristeza, de resignación, casi agresiva —y que pase la antítesis— que se forma en ciertas casas de pueblo cuando se conlleva un duelo por la muerte de un deudo (Azorín 2011: 258).

La función fática (Jakobson 1964: 347-395) se detecta aquí cuando el narrador intenta llamar la atención del interlocutor para atraerlo e involucrarlo, de tal manera que se crea un vínculo destinadordestinatario y un interés en lo que se transmitirá. Según Emilio Casares (2005: 35-70), la recepción de Rossini en España condicionó la escena lírica decimonónica y su obra adquirió un alcance sin precedente desde el estreno en Barcelona de l’Italiana en Algeri, en 1816. Surgen desde este momento dos posturas

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antagónicas: la primera, más progresista y de tendencia europeizante, considera al compositor como un músico liberal, de ideas avanzadas y artífice de la renovación de la estética operística. La segunda disyuntiva surge con posterioridad e identifica la obra de Rossini y el dominio de la ópera italiana con la decadencia de la música lírica española. Más importante aún es la ascensión de la producción rossiniana como símbolo de la nueva creación lírica europea. En cuanto a Hummel, discípulo más conocido de Mozart, fue una figura de transición entre el clasicismo de Haydn y Mozart y el romanticismo de Mendelsohn y Schubert. Entre 1820 y 1840, hasta se le consideró como el mejor pianista de Europa y los ocho conciertos para piano figuran entre sus obras más interesantes y apreciadas. Por último, Chopin, liberal, nacionalista, patriota, revolucionó el universo pianístico y encarna los ideales del Romanticismo definidos por la historiografía positivista. De modo que, siendo los músicos y las obras referenciadas claros productos de la cultura europea evocados desde, por un lado, su correspondiente percepción entre un público reacio a ella y, por otro, la que solicitara y mereciera entre espectadores cultos y cortesanos, se discursiva el difícil parto de la modernidad estética procedente de Europa en una España aferrada a su tradición, remedando, de esta manera, la polaridad antagónica que rige, de por siglos, la misma esencia del país. Por su parte, la representación verbal de una representación visual se utiliza esta vez en La voluntad, cuando se describen un “dibujo de Villette representando una caravana de artistas bohemios que caminan un día de viento por un llano, mientras a lo lejos se ve la cima de la torre Eiffel” (Azorín 2011: 77) y una litografía de Daumier: Hay una famosa litografía de Daumier que representa el galop final de un baile en la Ópera de París; es un caos pintoresco delirante, frenético de cabezas tocadas con inverosímiles caretas, de piernas que corren, de brazos en violentas actitudes de máscaras en fin que se atropellan, saltan, gesticulan, gritan, bailan en un espasmo postrero de la orgía... Pues bien: el mundo es como este dibujo de Daumier en que el artista —como Gavarni en los suyos y como más tarde Forain en sus visiones de la ópera— ha sabido hacer revivir el austero y a la vez cómico espíritu de las antiguas Danzas de la muerte... (Azorín 2011: 169-170).

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En ambos extractos, al parecer, lo que se pretende compartir remite a la modernidad estética parisiense, pues, como recalca Christophe Charle, la capital francesa es, en aquellos momentos, “l’abri provisoire de ce qu’on désigne alors comme modernité” (Charle 1998: 12). En la primera cita, aflora la función referencial definida por Roman Jakobson (1964: 347-395), en la transmisión de información objetiva, por medio de oraciones declarativas, que requiere el acto conjunto de informar de las nuevas tendencias y de dar a conocer a un artista moderno de gran valía, tal como lo hiciera el corresponsal en París, Enrique Gómez Carrillo (1900: 101-108; 1902: 160, 238-245), en sus crónicas sobre la vida parisina. La descripción del dibujo de Villette funcionaría, pues, como una clase de explicación añadida para dar cuenta de una realidad, supuestamente incógnita, destinada a la figura postulada del lector desdibujado, urbano y culto, español. De la misma manera, la ausencia de comentario explicativo o secuencia descriptiva tras la mención de los cuadros de la marquesa de Leganés de Van Dick, Goya y Velázquez en el mismo apartado de la novela apuntaría, en contrapartida, la inutilidad de proporcionar alguna que otra aclaración a ese mismo destinatario forzosamente conocedor de dichas obras. En cambio, en la segunda cita, emergen, a un tiempo, otras dos funciones definidas por Jakobson (1964: 347-395): por un lado, la función emotiva o expresiva, y, por otro, la función poética. La primera se centra en el destinatario que exterioriza la actitud del hablante hacia aquello que transmite, proyectando su propia perspectiva con matiz expresivo en lo que está comunicando. La segunda asigna la forma más idónea a lo que se desea transmitir mediante la selección apropiada de las palabras y su combinación (Jakobson 1964: 347-395). De hecho, aquí la fuerza expresiva y de presentación de los vocablos arreciada en el fluir de hipérboles acumuladas, de sinécdoques y metonimias encadenadas y verbos en presente del indicativo enumerados, actualizando este tiempo además aquellos hechos y recreándolos así con mayor intensidad y viveza, ofrece a la imaginación del lector, de forma intensa y repentina, la construcción de una imagen plástica que activa, de pronto, una potencial resonancia y una respuesta emocional, cercana al plano de la vivencia inmediata frente a la obra referenciada.

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Villette es considerado como uno de los representantes del arte de Montmartre con sus caricaturas y dibujos humorísticos de gran popularidad. Fundó y dirigió Le Pierrot, colaboró en Le Chat Noir, cabaret del barrio bohemio de Montmartre (Delrue 2012: 90-110). Los hermanos Goncourt se trataron con Gavarni en 1852. Para ellos “era el pintor de la vida moderna” (Le Men 1991: 71-85). Forain (1852-1831), impregnado de teorías impresionistas sobre la luz y el color, trató los temas de la modernidad logrando hacer de lo banal algo asombroso. En los años 1870-1880, Huysmanns coleccionó sus acuarelas y contribuyó a su fama, dedicándole artículos de crítica de arte (Huysmanns 2008) y recurriendo a su talento para ilustrar sus obras literarias. Baudelaire, por su parte, celebró al caricaturista Daumier en el libro de Chamfleury de 1865, Historia de la caricatura moderna, con unos versos bajo el título de Honoré Daumier, y en 1866 en el suyo propio, Les Epaves, con la mención Vers pour le portrait de M. Honoré Daumier (Guyaux 2007: 934). La mención de Gavarni y de Forain, cuyas producciones vienen asociadas a las de Daumier, por lo visto, ya recomendadas por la flor y nata de los escritores franceses contemporáneos, apuntan una posible influencia para los artistas españoles, plasmando las emociones generadas por ellas, para facilitar el acceso a la experiencia estética directa compartiendo los efectos que produce la percepción en el espectador (Riffaterre 2000: 174; De la Calle 2005: 62-65). La identificación del lector con el protagonista, favorecida por su implicación personal y afectiva (Iser 1994: 154-157; Picard 1986; Jouve 1992) con el recurso a la focalización interna, que le permite compartir sus sueños, sus pensamientos, sus angustias, sus sentimientos, su vida interior, acrecienta el impacto emocional e intelectual de las influencias en la mente del destinatario culto postulado. Este, mediante la “prefiguración” de la mimesis3 a través de la lectura (Ricoeur

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En Temps et récit, Ricoeur desdobla, efectivamente, en tres dimensiones la noción aristotélica de mimesis. La configuración narrativa mimesis II es la mediación en tanto temporalidad narrada entre una prefiguración mimesis I, ligada a las acciones de la vida cotidiana que corresponde al caudal cultural en el que está

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1983), podrá reorientar su obrar en su vida real creativa, como lo hizo tan siquiera el mismo José Martínez Ruiz, quien de la novela La voluntad (1902) tomará el seudónimo de Azorín.

Conclusiones A través de las distintas modalidades de intertextualidad e interdiscursividad anteriormente enumeradas, Azorín esboza una renovación estética. En primer lugar, está basada en el camino abierto por Montaigne, Racine, el Flaubert de Bouvard y Pécuchet, con temáticas centradas en la vida banal y corriente de antihéroes confrontados a los pesares cotidianos, gracias a un ensamblaje de varios discursos o reciclaje de varias fuentes. En segundo lugar, radica en toques simbolistas de Verlaine, Baudelaire o Mallarmé, obvios en la búsqueda de correspondencias sutiles entre los objetos sensibles (pintura, música...), superando nacionalidades, límites cronológicos, dotando de expresión visual a las experiencias emocionales. Pero esta renovación estética pretende fomentarla en los potenciales artistas que lo lean, facilitando su identificación al narrador de primera persona o al protagonista, Azorín, que la emprende, textualizando sus experiencias estimulantes, para alentar su creación personal, aunque esta disguste o desconcierte a las masas acostumbradas a productos mercantilizados.

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inserto el autor, y una refiguración mimesis III a través de la lectura, que corresponde a la relación obra-lector que a partir de la obra puede llegar a cambiar su obrar en la vida real.

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Azorín memorialista: París (1945)

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Las impresiones o relatos autobiográficos, concebidos y escritos de forma retrospectiva, en los que una persona real describe o narra acontecimientos acaecidos durante épocas determinadas, enmarcadas en contextos que a su vez están engarzados con acontecimientos de orden diverso, desde políticos a culturales, constituyen una especie de metagénero literario cuyos antecedentes se remontan desde los orígenes mismos de la literatura hasta el momento presente. Confesiones, diarios, autobiografías, impresiones de viaje, autorretratos, epistolarios, memorias configuran un corpus literario que podría estar denominado bajo el marbete de literatura del yo. Bien es verdad que los límites fronterizos entre estas modalidades narrativas son, en ocasiones, de difícil delimitación, pues se producen no pocas interferencias y mixturas. La carga autobiográfica de Azorín es evidente y discurre por numerosos títulos de su obra. La copiosa bibliografía existente y referida a su producción literaria asume este rasgo que convierte o moldea sus

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creaciones literarias con un marcado carácter de personales etopeyas1. El Azorín memorialista nos remite a títulos precisos: Las confesiones de un pequeño filósofo (1904), Valencia y Madrid (1941), París (1945) y Memorias inmemoriales (1946). De estos títulos nos ocupamos solo de París, aunque no nos ceñiremos exclusivamente a los pormenores de este libro, sino también a su formación libresca y posibles motivos que condujeron a Azorín a inscribir su nombre en la literatura memorialista. Un primer testimonio fehaciente sería el material noticioso referido a la literatura del yo, a su amplio referente subsistente y reunido en su biblioteca particular. Literatura memorialista que configuraría o moldearía sutilmente la obra de Azorín desde época bien temprana, tal como se constata en su colaboración en Alma española, infartada en la serie de autobiografías de jóvenes intelectuales y artistas bajo el marbete de “Juventud triunfante: Autobiografías” (1903: 5), cuyo contenido está configurado por apartados —Mi madre, Mi primera obra literaria, Mi filosofía de las cosas y La rareza de mi carácter— plenos de impresiones intimistas y evocadoras sobre su infancia y juventud. No olvidemos tampoco su afición por el género autobiográfico, pues Azorín no solo reivindica a escritores pertenecientes a los siglos xviii o xix que publicaron memorias, sino que también están presentes libros sobre dicho género en el fondo editorial de su biblioteca particular. Señalemos como botón de muestra la obra El bosquejillo

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La crítica azoriniana ha insistido en este esencial rasgo autobiográfico que discurre en su producción literaria, como en el caso de Martínez Cachero: “Ha de repararse en la condición autobiográfica de los personajes, bien explícita por declarada en Antonio Azorín de La voluntad y de Antonio Azorín; bastante explícita en los protagonistas de obras como Félix Vargas o El enfermo; reconocible en aspectos y rasgos de otros como don Juan (en la novela de este título) o los tres viajeros de La isla sin aurora —el poeta, el novelista y el dramático, personajes bastante a imagen y semejanza de Azorín—; existente incluso en seres femeninos —doña Inés, María Fontán, Salvadora de Olbena, en las novelas a las que dan título—, a los que el autor otorga rasgos privativos suyos como finura, melancolía, sensibilidad [...] Su Tomás Rueda se nos confunde con el dialoguista de La voluntad y con el viajero de Los pueblos, y al fin nos descubre lo que es: tenue velo tras el cual se esconde Azorín” (1998, III: 749-750).

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de la vida y escritos de don José Mor de Fuentes, delineado por él mismo, publicado en pleno Romanticismo aunque con no pocos visos de escritura ilustrada, dada la formación neoclásica de Mor de Fuentes. Azorín reivindica el género autobiográfico y a los escritores olvidados, como en el caso del citado Mor de Fuentes, lo que posibilitó futuras investigaciones de filósofos o historiadores de la literatura2. En la biblioteca particular de Azorín, cuyo fondo bibliográfico está custodiado por la casa museo de su mismo nombre, encontramos también un corpus de memorias copioso e interesantísimo. A los ya citados en estas líneas, entresacadas de su artículo sobre Mor de Fuentes perteneciente a Lecturas españolas (1912) cabría añadir diversos títulos de relatos autobiográficos leídos por Azorín y que configurarían un conjunto de obras cuyas reminiscencias podrían considerarse como la fuente histórica y literaria de su obra memorialista, fundamentalmente las tituladas Valencia (1941), Madrid (1941) y París (1945). Evidentemente, Las confesiones de un pequeño filósofo (1904) y Memorias inmemoriales (1946) están bajo el mismo matiz memorialista, pero por razones de espacio solo me referiré a aquellas obras de su biblioteca que pudieran considerarse interesantes para el mejor entendimiento de este corpus literario. Por ejemplo, en su biblioteca Azorín reunió toda la obra de Moratín. Veintiuna entradas o fichas bibliográficas

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Azorín realiza una sutil y aguda crítica sobre la obra de Mor de Fuentes. Las palabras finales de su artículo, que a continuación citamos, fueron recogidas por Manuel Alvar en 1952, al editar dicha obra en Anejos del Boletín de la Universidad de Granada con una dedicatoria que reza así: “Al maestro Azorín, que un día nos descubrió a Mor de Fuentes”. Las palabras de M. Alvar responderán a las conclusiones del enjundioso artículo azoriniano: “[...] en estas páginas del Bosquejillo aparece ya la prosa viva, enérgica, real, plástica, pintoresca, que más tarde había de desenvolverse bajo la pluma de escritores más cercanos a nosotros. Para ver toda la modernidad de Mor de Fuentes basta comparar sus impresiones de París con las recogidas cuatro años después por Mesonero en su libro Recuerdos de viaje. “En resolución: Mor de Fuentes merece más que cuatro desabridas líneas en nuestros compendios de historia literaria; mi tarea ha ido encaminada a despertar algún interés a esta figura casi desconocida de nuestros historiados y críticos” (Azorín 1998, II: 758-759).

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aparecen catalogadas en su fondo, entre ellas la titulada Obras póstumas de don Leandro Fernández de Moratín, en cuyo tercer volumen aparece un opúsculo escrito en el año 1826, titulado Fragmento de la vida de Moratín, escrito por él mismo (1867-1868, III: 301-306). Godoy, el valido de Carlos IV, también figura en este conjunto de memorias reunido en su biblioteca particular. Seis tomos pertenecientes a la Imprenta Americana de Lecointe y Lasserre (1839-1841) que, sin lugar a duda, leyó Azorín, al igual que las Memorias de Jovellanos (1830) o el clásico relato autobiográfico de Torres Villarroel (1743), figuran en un lugar señero en la historia de la literatura dieciochesca. La literatura memorialista del siglo xix y comienzos del xx está también presente en el fondo editorial de su biblioteca3. Cabría señalar en un primer lugar Los recuerdos de un anciano (1878), de A. Alcalá Galiano y Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica (1841), de Mesonero Romanos. La primera es, sin duda, un referente para los estudiosos de la literatura memorialista, fundamentalmente para el conocimiento de la guerra de la Independencia y el Trienio Liberal. La segunda no tiene un matiz historicista acusado y sí más literario. Esta obra la tuvo en cuenta Azorín en la redacción de París; al menos esta es la impresión del lector actual, aunque no utilice el galicismo flanear para deambular por el París urbano de la época, tal como hiciera Mesonero Romanos en su citada obra. Azorín reúne también un fondo noticioso sobre memorias cuya autoría corresponde al célebre político y orador Emilio Castelar, aunque en puridad la que mayor relación mantiene con la literatura de memorias es la que figura en el fondo azoriniano bajo el título Autobiografía (1922). Bien es verdad que Azorín no se identifica con

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Cfr. Roberta Johnson, Las bibliotecas de Azorín (1996). Monografía de gran utilidad para el escrutinio del fondo bibliográfico azoriniano, pero escasa en cuanto a referencias exactas demandadas por el bibliófilo, por lo que es necesario consultar numerosos catálogos y fondos editoriales para averiguar el tipo de edición manejado por Azorín. En sus escritos memorialistas siempre se comporta como un bibliófilo conocedor de todo lo que rodea a la edición comprada, sus características especiales, tipo de impresión, si es una editio princeps o no, su valor monetario y si se trata de una rareza bibliográfica.

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la prosa ni con el estilo de Castelar, impregnado de pretenciosidad y envanecimiento, rasgos que brillan por su ausencia en él. Sin embargo, sus obras Recuerdos y esperanzas (s. a.), Recuerdos de Italia (1872) y, fundamentalmente, Un año en París (1875) ofrecen mayor interés al lector para entender el periplo viajero de Azorín a través de su libro París. En este fondo bibliográfico no podían faltar, entre otros, celebérrimas memorias o recuerdos de literatos ilustres, como la titulada Recuerdos del tiempo viejo (1880, 1882 y 1885), o de Zorrilla, como la publicada en Los Lunes de El Imparcial por entregas (1879-1882). El primer viaje que Zorrilla realiza a Francia es el que más concomitancias tiene con el contenido ofrecido en la monografía París. Del resto, su viaje a América y su estancia en México y Cuba, así como las tormentosas relaciones con su padre que vertebran en gran medida sus Recuerdos, en nada guardan relación con París. Pese a tener reunida en su biblioteca particular una copiosa colección de obras de Zorrilla de indudable interés para el bibliófilo, este autor apenas tuvo incidencia en sus artículos de crítica literaria; tan solo aparecen referencias aisladas en escasas páginas de sus Obras completas y lo escrito bajo el título “Habla Juan Tenorio” en su novela Capricho (1943). La literatura memorialista está presente siempre en el Azorín lector, tanto en época temprana como hasta en los últimos años de su vida. Recordemos las obras leídas que pudieron también incidir en su formación libresca y bibliófila, como las debidas a Manuel del Palacio —Mi vida en prosa (s. a.)4—, Nicolás Estévanez —Fragmentos de mis memorias (1903)5—, Genaro Cavestany —Memorias de un viejo (1917) y Memorias de un sesentón sevillano (1918)—, Francisco Flores —Recuerdos de la Revolución (1913)6 y Memorias íntimas del teatro

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Memorias que Azorín pudo leer en fecha temprana en Los Lunes del Imparcial, durante los años 1901 y 1902. Al igual que en el caso anterior se publicaron en Los Lunes del Imparcial, desde el 13 de marzo de1899 hasta el 23 de octubre de 1900. Memorias que finalizan en 1875 y de contenido interesantísimo por las semblanzas de políticos de la época, como Cánovas del Castillo, Emilio Castelar, Fernando Garrido... Recrea también el ambiente teatral del momento, del mundo de los actores y empresarios.

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(s. a.)— y Manuel Azaña —Memorias íntimas (1939)—, entre otras obras publicadas hasta los años treinta del siglo xx. Tal predilección por la literatura memorialista hizo que siguiera formando parte indeleble de sus lecturas, tal como se constata a través de las obras de Baroja7, Gutiérrez Gamero8, Campo Alange9 o Francisco Cossío10, reunidas en su biblioteca particular y publicadas tan solo unos años antes de su fallecimiento. El libro París entronca, pues, con una modalidad narrativa añeja, de ilustre tradición literaria, las memorias, los recuerdos de un tiempo pasado. Entre 1936 y 1939 la diáspora de escritores, artistas y científicos es proverbial. La emigración forzosa nacida del temor a la represión fue notoria y bien conocida gracias a los testimonios de los exilados, tanto desde el punto de vista epistolar como a través de sus memorias11. Sin embargo, en Azorín la monografía París, a pesar de estar escrita desde el exilio, no guarda, salvo en matices íntimos, los recuerdos violentamente cercenados por las vivencias entusiastas durante la época republicana12. Ramón Gómez de la Serna, Juan

Azorín tiene en su biblioteca particular los siete volúmenes de Desde la última vuelta del camino. Memorias. El primer volumen, El escritor según él y según los críticos, fechado en el año 1944, empezó a publicarlo Baroja en 1941 en la revista Semana. 8 En el fondo editorial de su biblioteca particular se encuentra el ejemplar titulado Mis primeros ochenta años (Memorias) (1948), aunque dichas Memorias empezaron a editarse en Madrid, en la editorial Atlántida, en 1925. 9 Azorín poseía el ejemplar de Mi niñez y su mundo (1956) de la condesa de Campo Alange. 10 En su biblioteca se conserva el libro titulado Confesiones. Mi familia, mis amigos y mi época (1959). 11 Pedro Salinas comunicará a través de una carta escrita desde México su desazón y amargura: “[...] Emigrados por todas partes, y de toda condición, desde el científico de la Junta, al poeta moderno. Pequeña lista: Canedo, Lafora, Encina, Salazar, Bal y Rosita, Recaséns, Gaos, Moreno Villa, Bergamín, Urgatye (sic.), Prados, Gaya, Gil-Albert, Petere, Jarnés, Ontañón, Medianaveitia, Giral, Joaquín Xirau, Carner y... Domenchina con su pareja. Casi toda la lira. Además de los políticos, y ex embajadores que pululan” (1922: 205). Cfr. Anna Caballé (1995 y 2000-2001). 12 Para la estancia de Azorín en París referida a los posibles problemas crematísticos, estados anímicos, incidencias relativas al periplo del viaje y causas del exilio 7

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Ramón Jiménez, Manuel Azaña, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Luis Buñuel, Corpus Barga, entre otros muchos, vieron cómo su memoria de la España real, no la recordada con añoranza o nostalgia, quedó interrumpida con el exilio. El alejamiento geográfico incapacitaría a la mayoría de ellos para eflexionar sobre los años de posguerra en España. Tampoco en Azorín se observa una determinada tipología de memorias, las escritas entre los años 1939 y 1975, fecha esta última en que Julián Marías —Una vida presente— establece la disección motivada por razones de índole cultural y político. En París tampoco percibimos las connotaciones ni el sentimiento autoexculpatorio condicionados por la ideología política. Lo que predomina y subyace en sus memorias es la sensibilidad, la percepción del valor de lo insignificante, el cotidiano vivir, con sus paseos, sus frecuentes referencias literarias engarzadas con su amor al libro. París no es una autobiografía en el sentido estricto de la palabra, al igual que otros libros memorialistas, pues omite no lo más sustancial de lo vivido o experimentado, sino aquello que no concuerda con su peculiar y personal estética. Por ello, en la monografía París Azorín engarza ininterrumpidamente sensaciones vividas, experimentadas en la gran urbe parisiense, alejándose de un hilo narrativo que rememorara unas vivencias biográficas retrospectivas. Su estilo es bien distinto, pues acumula impresiones, sensaciones vitales y estados anímicos de forma continuada, de ahí que el libro, en su conjunto, sea una especie de mosaico en el que se plasman todas las sensaciones o impresiones susceptibles de figurar en él. Sensaciones, emociones y vivencias de Azorín que moldean su imagen y proyectan al lector fragmentos de la realidad vivida desde una perspectiva humana, próxima, como si en dichas páginas de París quisiera mostrar al lector el lado más humano de su ser. De ahí esa sensación de abatimiento, de soledad, de incertidumbre al inicio de París. Desasosiego que con el correr del tiempo desaparecerá o menguará

en la ciudad del Sena, cfr. Llorens García (1999), Manso (1986 y 1995), Valentini (1995), Esteve López (1995), Ferrándiz Lozano (1995), Paya Bernabé (1995), Ricau (1995) y Rigual Bonastre (1995).

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en gran manera. Es evidente que estas sensaciones no se perciben en sus dos estancias anteriores en la capital francesa, en la primavera de 1905, como cronista del viaje de Alfonso XIII, y en 1918, como corresponsal de guerra. También es verdad que Azorín se muestra en numerosas páginas absorto ante la grandeur de Francia, acumulando datos e incidencias sobre dichos contextos urbanos. Páginas precisas que engarzan lo visto con lo leído. Sus lecturas asoman con no poca frecuencia en las descripciones del París urbano. Montaigne, Balzac, Flaubert, Fénelon, Racine, los hermanos Goncourt, entre otros muchos, están en la mente de Azorín, como si en ellos residiera el soporte perfecto para la descripción urbana. Sus lecturas se materializan de forma continua en París, lo le da un marcado sesgo literario. Así, por ejemplo, y como si de un botón de muestra se tratara, su descripción de la calle de Visconti: La casa ante la que nos hemos detenido dicen que es la misma en que murió Racine; se duda de la atribución exacta. Vivió en esta mansión una de las actrices que interpretaban el teatro de Racine; una actriz por quien el poeta se sintió apasionado. ¿Refleja o no el teatro de Racine la psicología de su tiempo? [...] El problema que nos planteamos a propósito de Racine —problema reavivado ahora frente a su hipotética morada— es el mismo problema que se nos ofrece con la literatura francesa moderna (1945: 207-208).

A continuación, Azorín escribe una larga descripción sobre las comedias de costumbres referidas a las relaciones matrimoniales y vuelve, de nuevo, a literaturizar su descripción: Todo arte es exageración; se acentúan los rasgos para que predominen en la obra; se acentúan los rasgos que juzgamos esenciales para que pueda haber obra literaria. Pero La parisiense de Becque, por ejemplo, ¿representa verdaderamente la coyunda matrimonial francesa? Pero la comedia de costumbres políticas que hemos leído estos días, La vida pública, de Eduardo Fabre, ¿representa con autenticidad la política francesa de nuestros días? Y cuanto más ilustre sea el arquetipo que el artista nos presente, como en el caso de madame Bovary, ¿no se correrá más el peligro de la generalización? ¿Y no se irá formando, ajena a la verdadera historia, otra

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historia tan auténtica como la verdadera, puesto que el arte es una realidad visible y tangible? (1945: 208).

Esta sutil descripción armoniza lo descriptivo con su visión y forma de entender el arte, sin prescindir de lo insignificante o, en ocasiones, imperceptible para cualquier observador. Fusión entre lo urbano y literario que manifiesta claramente su formación literaria y que nos conduce a un sinfín de contextos relacionados íntimamente con el mundo editorial, con la bibliografía, con las librerías de lance dispersas por el París de la época. Su regusto por la vetustez subyace en no pocas ocasiones cuando habla del libro, de sus paseos conducentes a la búsqueda de una determinada edición u obra literaria. Su deambular frecuente por los alrededores del Sena le impulsaba ese deseo incontenible por el libro. Sus palabras no pueden ser más elocuentes: Nos llamaban otra vez los libros, al otro lado, el izquierdo del Sena; veníamos a ver libros y volvíamos a nuestra borrachez de libros. Nos desabríamos de nosotros mismos; sentíamos irritación contra nosotros mismos. Se imponía a nosotros, hipotéticamente, la vida a los libros; pero siempre, en esta lucha, los libros salían victoriosos (1945: 110).

Su afán por literaturizar sus memorias en París es proverbial, impregna todas las descripciones o visitas realizadas a edificios vitales para la sociedad parisiense, como sus frecuentes visitas al Palacio de Justicia, situado en La Galerie Marchande. Azorín, sentado en un banco de madera, observa, escudriña, examina, analiza, fija la atención al mundo de la abogacía, a los movimientos de los juristas, su ir y venir, su forma de andar, de conversar, a los abogados viejos, jóvenes, acreditados o sin fama “si son de París o de provincias; si proceden de Balzac o de Flaubert; si están en una comedia de Dumas o en un drama de Sardou [...]” (1945: 160). El mundo editorial, de la imprenta, de la encuadernación no escapa del trasiego urbano azoriniano. Las descripciones del París urbano están en íntima conexión con todo lo que ataña a la cultura, al libro, a las artes, a los centros culturales, facultades, bibliotecas, teatros, museos... Cada uno de estos contextos podría ser material noticioso digno de

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prestarle más atención, pues las reflexiones azorinianas están plagadas de una rara sensación que bascula entre lo sensitivo, lo emocional y lo puramente descriptivo. Un deambular por París que permite al lector adentrarse en las sensaciones experimentadas por el propio Azorín en el momento de captar una realidad circundante en la que no faltan tampoco las anécdotas, como la protagonizada en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, o el peculiar comportamiento de hombres y mujeres infartados en la vorágine de la gran ciudad. El metro de París es para Azorín motivo de especial atención, pues le permite divagar, bajar en una estación desconocida y reemprender la marcha para descender en una nueva estación desconocida. En él puede escudriñar su entorno social, fijarse en las trazas de los viajeros, llegar a un extremo de París y, al salir, encontrarse en un contexto urbano en que no había pensado. En el capítulo “El encuentro inesperado”, Azorín ha asumido plenamente el concepto del vocablo flâner que, como buen conocedor de la lengua castellana, no utiliza, pues es consciente de que se trata de un galicismo inadmisible, a pesar de haber sido castellanizado mediante el vocablo flanear y utilizado por grandes escritores del siglo xix, como Larra o Mesonero Romanos. Azorín, en sus memorias, utiliza la riqueza de sinónimos que le ofrece su propia lengua, de ahí la utilización verbal de palabras como callejear, corretear, vagar, ruar, ir y venir, pasear, bordear, girar, discurrir, ambular, caracolear... Este caminar a la ventura, sin objeto determinado, vagando lentamente, observando y curioseando, le permite escudriñar el entorno observado, percibir los estados anímicos de los viandantes mediante sus gestos. El escritor deambula por la glorieta de la Capilla Expiatoria, observando los movimientos de la guardadora de las sillas, una anciana de contextura “más bien gruesa que ahilada”, “cabello de plata”... Describe su encuentro con una mujer anciana que regenta una librería de lance, cuyos libros embutidos en sus cajas son vulgares, aunque todos estén tratados cual si fueran joyas bibliográficas. Azorín ofrece su lado más íntimo, más bondadoso, pues a pesar de conocer el nulo valor de los libros actúa de esta guisa: “No necesito yo ninguno de estos volúmenes, y siempre compro alguno; la sonrisa bondadosa de la librera me desquita de la vulgaridad del libro. Y poco a poco hemos llegado

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a ser amigos esta anciana y yo. Al verme llegar desde lejos, ya está sonriendo” (1945: 98). Sus encuentros con esta librera y su entorno le permiten medir el tiempo, el cotidiano vivir en París, como si la presencia de esta mujer que compra nuevos libros con el objeto de ir reponiendo sus existencias, envolviéndolas con ternura en papel transparente, plasmara el curso de la vida: “Tres primaveras y tres inviernos he estado viendo a la librera de la Mégisserie; tres primaveras y tres inviernos he estado comprando libros mediocres; no he logrado escudriñar el problema de tiempo de esta sonriente —perdurablemente sonriente— mujer” (1945: 98). El libro París podría titularse “Memorias literarias en la ciudad parisiense”, pues todo rezuma en este específico campo de las humanidades. Lo literario vertebra a lo largo del libro, como si las vivencias literarias experimentadas en el exilio revitalizaran su ser, incapaz de prescindir de la lectura. París acopia de continuo reflexiones literarias de muy diversa índole, desde los clásicos hasta los más recientes o próximos escritores de su época. El comentario de textos franceses y españoles impresiona al lector, pues percibe en ellos una formación literaria poco común. Azorín desgrana las fuentes literarias de los novelistas, dramaturgos o poetas de muy distintas épocas, marcando con sutil reflexión las posibles incidencias o antecedentes históricos, literarios y lingüísticos de una determinada obra. Así, por ejemplo, el estudio comparativo entre Paul de Kock y Alarcón, o la incidencia de Balzac, Musset y Karr en la concepción del célebre relato breve El sombrero de tres picos, es un modelo del buen hacer y al que todo crítico debe aspirar. Literatura comparada que fluye con toda espontaneidad en sus memorias parisienses, de ahí que en sus reflexiones, en sus juicios críticos, se entrecrucen diversas líneas interpretativas y basadas o fundamentadas en el específico campo de la investigación literaria, desde la lexicografía hasta las raíces textuales de un determinado opúsculo u obra literaria. Así, por ejemplo, en las primeras páginas de París, Azorín comenta el drama Ruy Blas, de Víctor Hugo, a raíz de una crítica que sobre dicha obra había realizado un crítico francés desde las páginas del diario Le Temps, en 1836, pues aludía al equívoco cometido por el propio Hugo al escribir el topónimo Caramanchel en lugar de Caravanchel.

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El propio Azorín aclara esta confusión en una carta dirigida al redactor de Le Temps: La acción de Ruy Blas se desenvuelve en el siglo xvii; en esta época Carabanchel se llamaba Caramanchel. No es esto solo, sino que un gracioso, en la comedia de Tirso de Molina titulada Don Gil de las Calzas Verdes, se llama Caramanchel. (No precisaba yo en la carta ¡ahora es cuando cito un pasaje decisivo!: Doña Juana dice: “¿Llamaste? Y el interrogado contesta: “Caramanchel, porque nací en el de Abajo”). Aindamáis, un crítico teatral de nuestros días, Ricardo J. Catarineu, se firmaba Caramanchel. Envié la esquela y esperé: a los dos días Le Temps publicaba mi rectificación” (1945: 28).

Azorín no solo emite reflexiones o juicios críticos sobre un determinado texto literario o autor, sino que también muestra su faceta erudita en su libro París a raíz de su visita a la Sorbona, desde un primer instante, en los albores de su redacción. Una vez más, Azorín pone un ejemplo de caramanchelismo protagonizado por el profesor de la Sorbona G. Michant sobre una escena de El burlador, de Tirso de Molina, crucial, relativa a la salvación o condena de don Juan. El manuscrito, citado por Azorín y cuya propiedad corresponde a Lord Ramsay —Castillo de Bedford— describe el dilema de la condena o salvación y los motivos por los cuales Tirso de Molina se decide por la condena. Azorín remite al lector, en su libro Los Quinteros y otras páginas, a un cuento publicado antes en ABC en el que El Padre Téllez, compadecido de Don Juan, lo salva; el Burlador puede morir arrepentido. El Burlador se salva. Tirso de Molina acaba de escribir esta escena, como decimos. En este momento le llaman a la iglesia; lo requiere, para confesarse, una penitente. Y esta penitente es una pobre joven burlada, escarnecida, deshonrada por un burlador. Cuando torna a su celda el Padre Téllez borra con pluma iracunda lo escrito antes y condena a Don Juan. En el manuscrito pueden verse estas enmiendas. Se lee con facilidad el texto tachado (1945: 29).

Cuando este cuento apareció publicado en ABC, señala Azorín, el corresponsal en Madrid de la publicación Journal des Débats envió

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la noticia del paradero del manuscrito a dicho periódico, pues podía interesar a los estudiosos de Molière. Y así es como Michaut, profesor de la Sorbona, en su libro Les Luttes de Molière (1925), ofrece el dato proporcionado por Azorín. En el libro París las aclaraciones, explicaciones y enmiendas a un determinado concepto, vocablo o texto literario son copiosas. Con frecuencia analiza vocablos cuya traducción del francés al español es de difícil comprensión, y clarifica de forma sutil las variantes y matices que diferencian dicho concepto. Asaz crítico se muestra cuando la traducción no es correcta, cuando no corresponde al campo semántico adecuado, como en el caso de las publicaciones del doctor Fiessinger, académico correspondiente de la Academia de Medicina y redactorjefe del Journal des Practiciens que recientemente ha publicado: un libro excelente, el cual forma parte de la ‘Biblioteca de los Prácticos”, practiciens, o sea el médico práctico [...] Pero el doctor Fiessinger nos pone en un aprieto: acabamos de traducir un breve texto suyo y recelamos no haberlo trasladado bien [...] El texto del doctor Fiessinger es intraducible, no porque ignoremos el significado de las voces, sino por falta de claridad en el autor (1945: 182).

Estos neologismos inadecuados o interpretaciones de voces, mal traducidas o interpretadas, pueden cambiar el sentido de la frase o crear equívocos de interpretación. Azorín registra el habla de las personas, sus acentos, tonalidades de quienes pregonan sus artículos para venderlos en plazas públicas o calles, escucha el habla de viandantes, de las personas, consciente de que cada país, cada región tiene un modo de hablar, de pronunciar las palabras, de poner un acento singular inconfundible y enraizado en un contexto geográfico o urbano preciso. Para ello, recurre una vez más a su academicismo, a las referencias bibliográficas existentes en materia del habla, a filólogos ilustres, corrobora sus asertos y reflexiona desde el punto de vista científico, academicista; de ahí que su referente sea Navarro Tomás, cuyas publicaciones sobre el lenguaje han sido imprescindibles para numerosas generaciones universitarias especializadas en la filología española y europea.

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En París todo discurre bajo este prisma de observación. La literatura se adueña de todos los campos del saber humano. La literatura permite a Azorín diseccionar un mundo social parisino cambiante, distinto, según la perspectiva del escritor. Es consciente de las múltiples miradas literarias sobre París: según la de Paul de Kock, representa la frivolidad vana, a diferencia de la de Théodore Banville, que en sus Odas funambulescas muestra el lado de la frivolidad transcendente, lírica. Según Azorín, se podría formar “una cronología crítica de los distintos Parises en la literatura; figurarían en ella además de Paul de Kock —¿por qué no?— y el de Balzac, y el de Educación sentimental, de Flaubert, el París, fino y límpido, de Taine” (1945: 106). En la monografía París no podían faltar las referencias a la literatura memorialista. Él mismo confiesa que el “modelo perpetuo de estas Memorias” (1945: 75) es el maestro Montaigne, cuyas publicaciones son siempre un referente en la obra de Azorín, tal como se constata en las numerosas entradas bibliográficas existentes en su biblioteca particular y en el conjunto de su obra literaria. Hay alusiones y reflexiones profundas también sobre las Memorias de Pío Baroja, al que Azorín dedica un capítulo de su libro en el que desgrana sus vivencias en París y la repercusión de su obra citada en la crítica del momento. Y referencias asimismo a la literatura memorialista francesa, especialmente a la debida a Paul de Kock, publicada en París en 1874, o a la del célebre actor André Antoine, cuyas memorias permitieron a Azorín adentrarse en el mundo de los actores, del teatro, en el capítulo titulado, precisamente, “El teatro”. Lecturas, erudición y bibliofilia constituyen los pilares de París. Su interés por el libro, su pasión por la escritura, por la observación y escrutinio de todo lo que le rodea es proverbial. El deleite que experimenta Azorín por la paciente búsqueda de una determinada edición o rareza bibliográfica es evidente también en estas páginas. Recorre las librerías de lance de París, los establecimientos del bulevar SaintMichel, los puestos del Sena. La búsqueda de un fondo bibliográfico antiguo de la literatura española aviva su emoción, aunque sea consciente de la imposibilidad de comprar determinados ejemplares por su alto valor económico. Azorín da datos del valor del libro desde el punto de vista del bibliófilo, desde fechas de edición, tirada editorial

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hasta el colector o editor del volumen en cuestión —corrección del texto, posibles erratas, errores de interpretación o incorrecciones cometidas por el impresor figuran en esta monografía—. En definitiva, París muestra una faceta íntima de Azorín, a pesar de la ausencia de recuerdos familiares o añoranzas propias de la literatura memorialista. Sus paseos, sus reflexiones íntimas sobre su estancia en la capital francesa desvelan su cotidianidad, sus paseos por los bulevares parisinos, su deambular por las grandes avenidas o calles angostas y vetustas cuyas edificaciones le permiten rememorar acontecimientos históricos o literarios, engarzando sus vivencias personales con la cultura francesa desde múltiples puntos de vista y a través de diversas épocas, a fin de desgranar y percibir con sutil visión su cultura, sus costumbres y tradiciones múltiples. Cotidianidad no exenta de silencios y estados anímicos próximos a la soledad. Sus preocupaciones crematísticas, su desasosiego al llegar a París, plasmados en las primeras páginas se atenúan, menguan y debilitan con el paso del tiempo, ofreciendo al lector lo mejor de su prosa, el primor por lo pequeño, por lo imperceptible.

Bibliografía Alcalá Galiano, Antonio (1878): “Recuerdos de un anciano por el Excmo. Señor...”, en Luis Navarro (ed.), Imprenta Central, a cargo de Víctor Saiz. Madrid: Biblioteca Clásica, VII. Azaña, Manuel (1939): Memorias íntimas de.... Joaquín Arrarás (ed.). Madrid: Ediciones Españolas. Azorín (1903): “Juventud triunfante: Autobiografía”, en Alma Española, 3 (22 de noviembre). — (1998): Obras Escogidas. Ensayos. III. Miguel Ángel Lozano Marco (coord.). Madrid: Espasa-Calpe. Baroja, Pío (1944-1949): Desde la última vuelta del camino. Memorias, 7 vols. Madrid: Biblioteca Nueva. Caballé, Anna (1995): Narcisos de tinta. Ensayos sobre la literatura autobiográfica en lengua castellana (siglos XIX y XX). Málaga: Megazul.

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— (1913): Recuerdos de la Revolución (Memorias íntimas). Prólogo de Julio Burrell. Madrid: Ruiz Hermanos, editores. Godoy, Manuel (1839-1841): Memorias de Don Manuel Godoy, príncipe de la Paz, o sea cuenta dada de su vida política; para servir a la historia del reinado del Señor D. Carlos IV de Borbón. Única edición original, publicada por el mismo Príncipe. 6 vols. Paris: Imprenta Americana de Lecointe y Lasserre. Gutiérrez Gamero, Emilio (1949): Mis primeros ochenta años (Memorias). Prólogo del duque de Maura. 3 vols. Madrid: Editorial Aguilar, Colección Crisol, n.º 245-247. Johnson, Roberta (1996): Las Bibliotecas de Azorín. Alicante: Caja de Ahorros del Mediterráneo. Jovellanos, Melchor Gaspar de (1830): Colección de varias obras en prosa y en verso del Excmo. Sr. D. Gaspar Melchor de Jovellanos, adicionadas con algunas notas. Por D. Ramón María Cañedo. 7 vols. Madrid: Imprenta de León Amarita. Llorens García, Ramón F. (1999): El último Azorín (1936-1967). Alicante: Publicaciones de la Universidad de Alicante. Manso, Christian (1986): “Un español en París: dolor y melancolía”, en José Martínez Ruiz (Azorín). Actes du Premier Colloque International, Pau, 25-26 avril 1985. Pau: Université de Pau et des Pays de L’Adour, pp. 197-218. — (1995): “Facetas del exilio (sobre Sintiendo a España)”, en Azorín et la France. Actes du Deuxième Colloque International, Pau, 23-25 avril 1992. Pau: J & D Editions, pp. 301-310. Mesonero Romanos, Ramón (1841): Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica de 1840 a 1841. Su autor El Curioso Parlante. Madrid: M. de Burgos. Palacio, Manuel del (s. a. [1934]): Mi vida en prosa. Crónicas íntimas. Madrid: Librería General de Victoriano Suárez. Payá Bernabé, José (1995): “Nuevos datos sobre el exilio de Azorín”, en Azorín et la France, en Actes du Deuxième Colloque International. Pau, 23-25 avril, 1992. Pau: J & D Editions, pp. 311-325. Ricau Hernández, Marie-Andrée (1995): “María Fontán o la adecuación entre París y una figura azoriniana”, en Azorín et la France,

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Los mitos griegos a través de Españoles en París

José Manuel Vidal Ortuño Instituto J. L. Castillo-Puche, Yecla.

A Españoles en París, libro de relatos de Azorín, no le han faltado críticos que hayan puesto de manifiesto su alta calidad literaria; entre ellos, prestigiosos azorinistas como Christian Manso (1993), José María Martínez Cachero (1995), María Martínez del Portal (1992, 1998) o Ana Luisa Baquero (1993). Unos y otros han analizado, con gran perspicacia, aspectos temáticos y formales de esta obra. De ahí que, al acercarme a ella, lo haga partiendo de un aspecto muy concreto de la misma: las recreaciones de los mitos helénicos y hebraicos. Si José Martínez Ruiz se volcó otras veces con los mitos de la literatura española, lo hace ahora con estos otros de la literatura universal, para hermanarlos con una serie de personajes que vive en el exilio el dolor de la Guerra de España. En sus célebres artículos sobre “La generación de 1898”, de 1913 (hoy en Clásicos y modernos), Azorín afirmaba que esta era “sencillamente la fecundación del pensamiento nacional por el pensamiento extranjero” (Azorín 1998: 995). En los principios, esta influencia

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quedaba limitada a escritores como Verlaine, Nietzsche o Teófilo Gautier. Sin embargo, con los años, esa influencia extranjera se fue ampliando y llegados a Españoles en París podemos decir que esta ya no es tan solo de un presente más o menos cercano, sino también pretérita: supone una vuelta hacia las literaturas griega y hebrea. No es, con todo, una tendencia nueva en Azorín; recordemos en primer lugar su obra teatral no estrenada Judit, de 1925, rescatada por los profesores Mediavilla y De Paco (1993, 2012); después el peso que una obra como el Edipo en Colono, de Sófocles, tiene en otra pieza teatral suya, Comedia del arte, de 1927 y, por último, el cuento “La mano en la mano” (Ahora, 15.4.1936), que Martínez Ruiz incluyó unos años más tarde en Cavilar y contar (1942) y que en la prensa llevaba el significativo epígrafe de “Fedra”. Con todo y con eso, no se trata tampoco de una tendencia nueva ni exclusiva de Azorín y casi podríamos hablar de una moda que se da en el mundo durante el período de entreguerras. Un período al que, si le ponemos límites, podría estar acotado —aunque no totalmente— entre 1916 y 1939. De 1916 es Figuras de la Pasión del Señor, de Gabriel Miró. De 1917 es la novela (o nivola) de Unamuno Abel Sánchez y del 18, su modernizada y hasta cristianizada pieza teatral Fedra. De 1935 es la bella obra de teatro de Jean Giraudoux La guerra de Troya no sucederá, una vuelta a los héroes de la Ilíada para advertir de los peligros de un conflicto bélico que se acercaba, y de 1936, una colección de relatos de Marguerite Yourcenar, Fuegos, que rescata a algunos personajes griegos —los más— y uno de la literatura hebrea; libro este de la Yourcenar que, a la postre, bien podría hermanarse con el de Azorín que nos ocupa. Y entre medias, A Electra le sienta bien el luto, del norteamericano Eugene O’Neill, un Edipo de Cocteau, hecho ópera por Stravinski, y otro de André Gide. Aunque, claro está, habrá obras o primeros escritos en prensa que escaparán a tan estricto margen. En este contexto, pues, cabe situar Españoles en París, escrito entre 1936 y 1938, simultáneamente a la Guerra Civil española, y publicado por fin en Argentina el año 39 (Fox 1992). Además, importa tener en cuenta la idea azoriniana de la actualidad de los clásicos siempre, sean estos de la literatura que sean. Así, en la ya mencionada Comedia del arte, el actor Antonio Valdés reflexiona

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sobre la vigencia de los personajes de la tragedia griega: “La psicología humana es lo mismo ahora que hace mil años. Se sienten ahora como hace mil años el amor, el odio, los celos, la ambición. Los trajes antiguos importan poco. Por debajo de los trajes están las pasiones, los sentimientos, los afectos, que son iguales a los de ahora” (Azorín 1969: 249). Y dentro de Españoles en París nos encontramos con “Homero en el Louvre”, uno de los cuentos más autobiográficos y más ensayísticos de esta colección, dos componentes que alguien podrá considerar no muy pertinentes con este género literario, pero sí dentro de la cuentística azoriniana, en la cual vida y ensayo vienen a ser nuevas formas de narrar. Así pues, Martínez Ruiz nos ofrece en “Homero en el Louvre” algunas claves acerca de la literatura antigua en una obra moderna. Nos dice: Todo ha sido ya dicho. Lo más de las obras literarias son repeticiones. Los arquetipos de la estética son reducidos. Sobre esas normas se plasma lo demás. Y esas normas son, principalmente, la literatura hebrea y la literatura helénica. En una y otra parte se encuentra —en germen o desenvuelto- todo. ¿Para qué leer tanto y tanto librito mediocre? ¿Para qué malgastar el tiempo leyendo repeticiones y repeticiones? Las grandes figuras bíblicas u odiseicas nos llaman. Vayamos a ellas. Reposemos en ellas. Gocemos, dulce y calladamente, de ellas (Azorín 1984: 151).

Añade nuestro escritor que la literatura helénica aporta, por cima de su claridad, “una tristeza infinita”, que es la misma que aqueja a esta galería de personajes desterrados que transitan por las páginas de Españoles en París. Además, como muy bien supo ver María Martínez del Portal (1998: 434), el escritor Paco Aldave, personaje de uno de los cuentos, “Jacob está en París”, tiene “la obsesión de encontrar en la vida los personajes del arte y de la historia” (Azorín 1984: 37). Y, como si dijéramos, a esa búsqueda se lanza Azorín por las calles de París, mientras en España tiene lugar una cruenta guerra. Por razones de espacio y de tiempo, en este trabajo me voy a ocupar únicamente de los mitos griegos, cuya presencia en este libro salta a la vista con solo leer algunos de los títulos de sus relatos; por

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ejemplo, “Edipo llega a París”, “Hay loto en París” o bien “Homero en el Louvre”. Este último contiene no solo la poética que da orden y estructura a este libro de cuentos, sino que nos ofrece también una pequeña recreación de la Odisea, una Odisea en miniatura. El narrador, tan allegable con el autor, dice no haber conocido a Homero “hasta hace poco”. Señala, además, que “todo es sencillo, claro, coloreado y vigoroso en la Odisea”. Destaca el “mar blanco y azul”. Le sorprende que a Ulises nunca se le llame Odiseo y que más racional acaso fuera “llamar a la Odisea la Ulisea”. Al igual que en otras recreaciones literarias, quedan limadas algunas asperezas, como, por ejemplo, el reencuentro de Ulises, tantos años después, con su perro Argos; leemos: “Ha entrado en la casa un mendigo astroso y aquí está esperando un socorro. ¿Nadie le conoce? Sí, le reconoce un perrito, Argos, que le ha visto entrar. Se ha acercado a Ulises, le ha husmeado y ha comenzado a mover prestamente la cola. Y luego, gruñendo de alegría, se ha puesto en dos pies y le ha colocado las patas delanteras en su busto. En el corazón de Ulises se ha hecho una gran alegría” (Azorín 1984: 154). Nada que ver con la dolorosa escena que nos narra la Odisea. Luego, llevado por esa curiosidad tan de cualquier lector, consistente en saber qué pasó después, Azorín propone un nuevo desenlace para la obra de Homero, en virtud del cual la casualidad trunca la vida del héroe legendario: “un hijo que él ha tenido con Circe, la engañadora, le mata sin saber que mata a su propio padre. La fatalidad, como a Edipo, mata a Ulises” (Azorín, 1984: 155). Un final que José Martínez Ruiz toma prestado de una de las secuelas que tuvo el poema homérico, la Telegonía, de Eugamón de Cirene (De Riquer 1984: 22). “Edipo llega a París”, principiando esta colección de relatos, es un claro homenaje al Edipo en Colono de Sófocles. No es la primera vez que Azorín echa mano de esta tragedia griega como fuente de inspiración, ya que, según hemos visto, la misma jugó un papel importante en su obra de teatro Comedia del arte. En esta, el actor Antonio Valdés quiere interpretar esta obra, a la cual considera “una de las más bellas tragedias del teatro griego” (1969: 224); su identificación con el personaje de Edipo es tal que Antonio Valdés llegará a interpretar el papel siendo ciego; de manera que podríamos decir —siguiendo a Oscar Wilde- que la naturaleza imita al arte. Y en esta tragedia de Sófocles

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se inspirará de nuevo Azorín, años más tarde, en su novela, La isla sin aurora, de 1944, concretamente en el capítulo XXI, titulado “El bosque de los laureles”. Por tanto, la tragedia de Sófocles Edipo en Colono vuelve a aparecer en el relato “Edipo llega a París” y aquí cabría preguntarse por qué. La respuesta es sencilla: Edipo es un exiliado de Tebas, como exiliados españoles son los personajes del cuento azoriniano: Antonio Lara y Juan Vélez. Si estos han venido a Francia huyendo de una guerra fratricida, lo mismo ha hecho el viejo Edipo guiado por su hija Antígona: de Tebas han venido a Colono, a las puertas de la acogedora Atenas, huyendo de una guerra que libran los hijos de Edipo, Etéocles y Polinices, que, por otro lado, también son sus hermanos. Azorín no olvida el otro Edipo anterior, el Edipo rey. Ni pasa por alto, tampoco, las nuevas teorías del psicoanálisis, que sacaron a la luz el mito griego dando nombre a un conocido complejo: “No ve [Edipo] el cielo de París, y ve allá en la lejanía —en la lejanía de la historia—, la figura de una mujer grácil, amorosa, que se inclina sobre él y posa los labios en su frente” (Azorín 1984: 15). Es como si el amor de Edipo hacia su madre, Yocasta, hubiese estado ahí, desde su nacimiento, sin que obrase la fatalidad... En el cuento de Martínez Ruiz, el actor español Juan Vélez, que ahora reside en el sur de Francia, ha viajado hasta París, porque allí se va a representar el Edipo de André Gide (hecho que acaso pudo ser el motivo de inspiración de este relato). En esta ciudad se encuentra con otro exiliado, el poeta Antonio Lara. Y Juan Vélez y Antonio Lara, convertidos respectivamente en una suerte de Edipo y Antígona, visitan el Louvre y se detienen en la sala de la estatuaria griega frente al busto de Sófocles. Idealmente, la criatura (Edipo) comparece ante su autor (una imagen del gran trágico griego), como si de un encuentro unamuniano se tratase. Al fin, todo resultará ser una representación donde el actor le dice al poeta: Esta mañana, como has visto, el viejo actor Juan Vélez, yo en persona, ha representado a trechos y solo para ti el papel de Edipo (...). Sin el dolor auténtico no hubiera podido entregarme al dolor ficticio. Y ahora,

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querido Antonio, aquí, en el cuarto del hotel, a solas contigo, vuelvo a las profundidades de mi melancolía (Azorín 1984: 17).

Nos encontramos, pues, con el tema del arte como refugio. Asimismo, “Por Gaiferos preguntad” podría estar indirectamente relacionado con Edipo en Colono. Acaso muy indirectamente. En dicho relato, otro poeta, Emeterio Pisa, vive obsesionado por este personaje de los romances carolingios, que, como bien sabemos, tiene su importancia en la segunda parte del Quijote (cap. XXVI, episodio del retablo de maese Pedro). De hecho, el cuento empieza con unos versos muy conocidos, uno de los cuales le da título: “Caballero, si a Francia ides, / por Gaiferos preguntad”. A través de Fuensanta, una muchacha que Emeterio Pisa conoce en la iglesita de San Julián el Pobre, llegará hasta el padre de esta, Octavio Maldonado, anciano e impedido. Se trata de un intelectual español que, en otros tiempos, firmara sus artículos con el seudónimo de Gaiferos; y Octavio Maldonado, lejos de la tierra española, solo halla consuelo pronunciando la toponimia castellana de los viejos romances; dice: “Cuando estoy solo repito en alta voz: Carrión de los Condes, Aranda de Duero, Puebla de Sanabria, Salas de los Infantes... Esos nombres, sonoros y solemnes, nombres de pueblos españoles, me dan la sensación honda de España” (Azorín 1984: 83). Con toda razón habló Manso de que significante y significado vienen a ser aquí la misma cosa (Manso 1993). En cierto sentido, pues, las figuras de Octavio Maldonado y su hija Fuensanta pueden ser parangonables a las de Edipo y Antígona. Y más allá, pienso que podrían relacionarse con las de Ramón Menéndez Pidal y su hija Jimena. Téngase en cuenta que, cuando se publicó este relato (La Prensa, 4.7.1937), don Ramón, también exiliado en París, estaría ultimando su Flor nueva de romances viejos, libro que fue publicado, en 1938, en la recién inaugurada colección Austral y que lleva al frente esta curiosa dedicatoria: “A Jimena, que, Antígona de mi ceguera transitoria, recreó mis días de tedio, llevándome a sacar del olvido este Romancerillo, que estaba hacía muchos años arrumbado” (Menéndez Pidal 1994). De ser esto así, a través de la figura de Octavio Maldonado nos encontraríamos con una imagen harto sombría de Menéndez Pidal; una imagen literaturizada, que contrastaría con la jovialidad

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que Azorín le atribuye en su libro de memorias París (1945), donde recuerda al gran filólogo, en esos mismo años de exilio, “ágil, enjuto, sonriente”, siempre joven, en perpetuo contraste entre los viejos legajos que estudiaba y su eterna lozanía (Azorín 1962: 1046). Si en el cuento anterior, la inspiración, como tantas otras veces, pudo venir de la literatura o de algún puntual hecho acaecido, en “No está la Venus de Milo” está claro que esta procede de la escultura griega del museo del Louvre. Su protagonista, Rodrigo de Carvajal, duque de Bracamonte y señor de Valflores, ha sufrido en persona el terrible zarpazo de la Guerra Civil española: su mujer, Natividad Crespí, condesa de Ridaura, “había sido asesinada y el duque está en París”. En sus visitas al Louvre —otra vez el refugio del arte-, don Rodrigo cree ver a su difunta esposa encarnada en la famosa Venus de Milo : “Los ojos de la Venus de Milo eran los ojos de Natividad. El óvalo de la cara, idéntico. Y análoga la actitud que Natividad, en ciertos momentos, solía adoptar” (Azorín 1984: 21). Tras misteriosa desaparición de la famosa estatua y posterior aparición en forma de una dama enlutada, la realidad termina al fin por imponerse, cuando Rodrigo de Carvajal es ingresado en un sanatorio mental de Suiza. Sin embargo, creo que ha sido “Una carta de España” el relato de esta colección más alabado por la crítica (Martínez del Portal 1998). Y en él diríase que el motivo griego ocupa un lugar secundario y sirve, en todo caso, para afianzar ideas azorinianas anteriores. Nos presenta a un senecto matrimonio, el formado por Daniel y Rosario, trasuntos —qué duda cabe- de Azorín y de su esposa, Julia Guinda. Viven exiliados en la capital de Francia, preocupados por la suerte que pueda haber corrido la familia que “no ha podido escapar de Madrid”. Esas noticias, tan llenas de incertidumbres, han de llegarles mediante telegrama, postal o carta; telegrama, postal o carta que traerían consigo desasosiego, malos presentimientos, miedos. Daniel, que lee el Agamenón, de Esquilo, le comenta a Rosario cómo el héroe de la Ilíada vuelve de la guerra de Troya a su patria, Argos, feliz, triunfador, lleno de optimismo; su esposa, Clitemnestra, “ha tendido sobre la escalinata del palacio una rica alfombra para que él ascienda muellemente hasta la puerta” (Azorín 1984: 33). Si en la tragedia griega se ponía el acento en esa alfombra púrpura y de ricos bordados, reservada solo

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a los dioses, no a un mortal, aunque este fuese el mismísimo héroe Agamenón, Azorín lo pondrá en la puerta que este ha de cruzar: “Y Agamenón traspone los umbrales del palacio, y tras la puerta, que se cierra, encuentra el horror y la muerte”. Según apuntara María Martínez del Portal (1992, 1998), para Azorín puertas y ventanas son equiparables a una carta cerrada, porque, según leemos en este cuento, “una puerta se abre —como en la tragedia de Esquilo- y detrás está la muerte. Una carta se abre, como podía suceder ahora, y dentro está el espanto” (Azorín, 1984: 34). Frase que, sin forzar nada, nos retrotrae a Las confesiones de un pequeño filósofo (1904); allí, en su capítulo XLI, “Las puertas”, J. Martínez Ruiz escribe lo siguiente: “Yo siento una profunda veneración por ellas; porque sabed que hay un instante en nuestra vida, un instante único, supremo, en que detrás de una puerta que vamos a abrir está nuestra felicidad o nuestro infortunio...” (Azorín 1998: 604). Recordemos, asimismo, el sugerente final de “El viejo inquisidor”, de Una hora de España (1924), con una puerta abriéndose lentamente y con ese final abierto, donde presumimos el duro enfrentamiento que necesariamente habrá entre el padre, que ahora representa a la Inquisición, y su hijo, quien durante su estancia en Europa ha bebido de las fuentes de la herejía protestante (María Martínez del Portal 1993). Y lo mismo más o menos se puede afirmar respecto a las cartas; de hecho, en Doña Inés, novela de 1925, en el capítulo V, titulado “La carta”, podemos leer que “una carta no es nada y lo es todo [...] Una carta es la alegría y es el dolor [...] Una carta que puede traer la dicha y puede traer el infortunio” (Azorín 1998: 683-684). Dos cuentos, en apariencia distintos, pueden aparecer hermanados: “Hay loto en París” y “El pobre pescador”. Ambos nos hablan de la resistencia al olvido y, por paradójico que parezca, de la necesidad del dolor. El primero toma como base un conocido episodio de la Odisea: llegada de Ulises y sus hombres al país de los lotófagos; el segundo, en cambio, según rezaba el epígrafe que el cuento llevó en la prensa (pero no en el libro (Payá Bernabé 1992), tiene ese aire didáctico de cuento para niños, con moraleja incluida, que tanto lo acerca a las literaturas antiguas.

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Recordemos que es la de los lotófagos una de las primeras aventuras con que se encuentra Ulises, después de salir de Troya. Tras el episodio de los cícones (canto IX), Odiseo y sus hombres llegan “(...) a tierra / de lotófagos, pueblo que come un florido alimento”. El héroe envía a tres heraldos para que se encuentren con estos pobladores que “a probar unos frutos de loto les dieron”. Cuando probaron “la pulpa melosa del loto” —cuenta Ulises- “no querían traernos noticias ni ansiaban la vuelta, / y querían quedarse allá junto a los hombres lotófagos / y comer siempre loto olvidando el regreso a la patria”. Este es el aspecto fundamental que tomará Martínez Ruiz: “olvidando el regreso a la patria” (Homero 1996: 134-135). Así pues, en el cuento de Azorín “Hay loto en París”, el personaje de Emilio Cantos busca loto “porque quería olvidar”, ya que “en España, durante los meses de convulsión que allá pasó, había llegado a un sopor doloroso. No podía escribir ni leer” (Azorín 1984: 43). Instalado en París, la angustia no cesa: “El cerco de Madrid se iba estrechando y Emilio iba sintiendo cada vez más angustia. Tenía allí seres queridos y en ellos pensaba a todas horas. Todo en el universo eran ideas, menos el dolor de España y el dolor de los seres adorados” (Azorín 1984: 44). Encontrará el amnésico fruto en las profundidades de un París ignorado, comprado a un viejecito venido de la India. Cuando tiene en su poder este fruto, que es “a modo de una blanda y brillante ciruela”, piensa que con una navajita “cortaría un pedacito de loto y olvidaría como Ulises” (evidente desliz de Martínez Ruiz o de su personaje, ya que al principio del relato el protagonista afirma: “Cuando Ulises estuvo en el país de los lotófagos, él y sus compañeros comieron loto. El fruto es conocido y hace olvidar las penas” (Azorín 1984: 43). En la Sorbona, otro personaje enigmático, Simón el Mago, le dirá a Cantos que las propiedades amnésicas de dicho fruto son falsas, ya que desde la antigüedad remota ha existido una confusión entre el Leteo, o río del olvido, y el loto; en consecuencia, “la afinidad de los vocablos ha hecho que pasen al loto las virtudes del Leteo” (Azorín 1984: 45). Por último, un libro raro y antiguo comprado en los pretiles del Sena, le informará a nuestro personaje de que “el fruto hace olvidar la patria”, lo que inmediatamente le lleva a pensar: “¡Olvidar la patria! ¡Olvidar España! ¡Y con España los seres queridos!” (1984: 46). De ahí el bello

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final que el cuento posee, con Emilio Cantos apostado en uno de los puentes del Sena, decidido a tomar una determinación: Si en el lapso de cinco minutos pasaba un barco debajo del puente, Emilio se comería el loto. Si no pasaba ninguno, lo tiraría al río. La cajita, abierta, estaba entre sus dedos. Emilio esperaba con ansiedad suprema y pasó un barco. Y pasó otro barco. Y pasó un tercer barco. De los dedos —al revés de lo que Emilio se había prometido- cayó a las aguas del Sena el legendario loto” (Azorín 1984: 46).

Tal y como hemos dicho, “El pobre pescador” tiene todas las características de un relato tradicional, destinado a los niños, pero su asunto es coetáneo al de los otros relatos, porque su innominado protagonista ha sido —leemos- “un gran señor en España. La muerte le ha acechado violentamente en España y él ha podido escapar a la muerte” (Azorín 1984: 75). De todo cuanto poseía, solo le ha quedado al caballero su afición a pescar. De repente, sucede lo maravilloso: “un día pescó un pececito nada más”, pero en el vientre del pez había un anillo de oro. Este anillo de oro posee cualidades mágicas (como otro anillo azoriniano, el de la obra teatral Angelita), ya que al girarlo en el dedo hacia la derecha es capaz de transformar el mísero aposento del pobre pescador en suntuoso palacio con corte de sirvientes. Sin embargo, una vez allí nuestro personaje no recuerda nada; de ahí que el pobre pescador dé vueltas al anillo en sentido contrario y regrese de nuevo a las márgenes del Sena, donde se hallaba pescando, feliz y aliviado, “porque en el palacio no se acordaba de nada. No se acordaba de su España querida. No se acordaba de sus familiares adorados. Y ahora tornaba a estar en posesión de sus recuerdos”, que son “el dolor, pero también el consuelo supremo” (Azorín 1984: 78). A todo conocedor de la literatura española no le pasará desapercibido el homenaje al ejemplo onceno que don Juan Manuel mandó poner en El conde Lucanor (el de “Don Illán, el mágico de Toledo”), tal y como nos lo hizo ver Ana Luisa Baquero (Baquero Escudero 1993). Un tiempo mágico que no queda ahí, puesto que al final todo el relato resulta ser la invención de un personaje, dándose la técnica del cuento en el cuento.

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Termino este repaso por los mitos griegos presentes en Españoles en París con el cuento titulado “Las cuatro arpías”, que como otros portó en la prensa el epígrafe de “Parábola”. Leyéndolo, da la impresión de que estos maléficos seres de la mitología grecolatina han ido viajando en el tiempo. Desde el siglo xii, estas arpías se han quedado como dormidas en la piedra de un capitel de la iglesia de San Julián el Pobre de París, donde ahora —en el ahora del relato, claro está- las contempla Arsenio Lagunero, labrador opulento, de 64 años (edad de Azorín entonces), natural de Nava del Rey, provincia de Valladolid, coleccionista de capiteles. Ante la imposibilidad de conseguir el original de la iglesita románica, Arsenio habrá de conformarse con una copia que, veinte años ha, realizó un escultor famoso. Cuando lo envía a su casa de España, sus familiares le escriben lo siguiente: “Desde el día en que las cuatro arpías entraron en casa, toda la familia está enzarzada en enconadas rencillas” (Azorín 1984: 62). El cuento, atendiendo a su factura tradicional, tiene una moraleja explícita: “Las arpías son las malas pasiones que, por el pecado original, llevamos en el fondo del alma” [...] Dolorosamente han actuado. Si removemos nuestras malas pasiones, ellas harán todo el daño de que son capaces” (1984: 63). El relato, pese a la ingenuidad que posee, podría ser una denuncia de la Guerra Civil española. Recordemos al respecto que fue Christian Manso, en aquel temprano artículo de 1985 —cuando estos cuentos eran aún “poco estudiados” (Manso 1993)—, quien señalaba entonces cómo Españoles en París convirtió a Azorín en “el auténtico escritor de la guerra de España” (Manso 1985: 170). Españoles en París es, en definitiva, un libro conmovedor, profundamente humano. En él, Azorín supo reflejar la tragedia que en esos años estaba viviendo España y la tristeza que entraña todo destierro. Se valió para ello de los grandes mitos de la literatura griega y hebraica, actualizándolos, revisándolos, trayéndolos al presente. Esta colección de cuentos sirve de pórtico de entrada al no siempre bien valorado período de senectud del escritor, un estado de cosas al que algunos jóvenes críticos, más libres de prejuicios, se están esforzando en darle la vuelta.

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Bibliografía Azorín (1962): París. Obras completas, VII. Madrid: Aguilar. — (1969): Teatro. María Martínez del Portal ed. Barcelona: Bruguera. — (1984): Españoles en París. Madrid: Espasa-Calpe. — (1998): Obras escogidas. Miguel Ángel Lozano Marco ed., I (Novela completa), II (Ensayos), III (Teatro, memorias, cuentos, epistolario). Madrid: Espasa-Calpe. Baquero Escudero, Ana Luisa (1993): “Españoles en París: una aproximación al género cuento en Azorín”, en Montearabí, 15, pp. 9-31. Esquilo (1990): Tragedias completas. Traducción y notas de José Alsina Clota. Madrid: Cátedra. Fox, E. Inman (1992): Azorín: guía de la obra completa. Madrid: Castalia, 1992. Homero (1996): Odisea. Traducción de Fernando Gutiérrez, introducción y notas de José Alsina. Barcelona: Planeta. Manso, Christian (1993): “Un español en París: dolor y melancolía”, en Actes du premier Colloque International “José Martínez Ruiz (Azorín)”. Pau, 1985, Biarritz : J&D Éditions, pp. 171-187. Martínez Cachero, José María (1995): “Sobre Españoles en París”, en Actes du deuxième Colloque International “Azorín et la France”. Pau, 1992. Biarritz: J&D Éditions, pp. 291-299. Martínez del Portal, María (1992): “Introducción” a José Martínez Ruiz (Azorín), Fabia Linde y otros cuentos. Yecla: Ateneo Literario, pp. 7-33. — (1993): “Lo inacabado en los desenlaces de la cuentística de José Martínez Ruiz”, en Ínsula, 556, pp. 18-19. — (1998): “Introducción. Los cuentos de J. Martínez Ruiz”, en Azorín, Obras escogidas, III. Madrid: Espasa-Calpe, pp. 405-441. Menéndez Pidal, Ramón (1994): Flor nueva de romances viejos. Madrid: Espasa-Calpe. Paco, Mariano de; Díez, Antonio (1993); “Introducción” a Azorín, en Judit (Tragedia moderna). Alicante: Caja de Ahorros del Mediterráneo.

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— (2012): “Introducción” a su ed. de Azorín, en Teatro desconocido. Judit e Ifach. Madrid: Biblioteca Nueva, pp. 9-100. Payá Bernabé, José (1995): “Nuevos datos sobre el exilio de Azorín”, en Actes du deuxième Colloque International “Azorín et la France”. Pau, 1992. Biarritz: J&D Éditions, pp 311-325 Riquer, Martín de; Valverde, José María (1984): Historia de la literatura universal, II. Barcelona: Planeta. Sófocles (1990): Tragedias completas. Traducción y notas de José Vara Donado. Madrid: Cátedra.

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Quienquiera que se proponga acercarse a la literatura nacional bajo la pluma de Azorín no puede menos que leer o releer el cuarto artículo que forma parte de su estudio sobre “La generación de 1898”, publicado el 18 de febrero de 1913 en ABC (Azorín 1959: 912-918). En efecto, el autor define en él, con una claridad meridiana, su concepción óptima de la literatura española a partir de una observación presente que vale, según él, para cada periodo en que gozó la producción literaria nacional del mayor auge, del máximo esplendor. Acerca de la literatura actual, de la cual es insigne artífice, afirma, nada más comenzar, con mucha certeza: “En la literatura española, la generación de 1898 representa un renacimiento” (Azorín 1959: 912), que en este campo particular de creación estética se ha de entender de la manera siguiente: “Un renacimiento es, sencillamente, la fecundación del pensamiento nacional por el pensamiento extranjero” (912). Dicha fecundación no la considera como una “imitación o rapsodia” (913), sino más bien como una “influencia” (912), una “sugestión” (913), una “excitación” (913), un “impulso” (914), que pone mucho esmero en acompañar del adjetivo “extraño/a”, enunciando

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repetidamente, por tanto, lo que a sus ojos es el factor primordial para tal renacimiento. Tales conjunciones, tales articulaciones, son las únicas condiciones susceptibles de hacer “despertar en el artista estados psicológicos latentes” (913) y “determinar avivamientos de la sensibilidad que, sin esas sugestiones, acaso no hubiera sido tan intensa o quizá no hubiera sido de ese modo” (913). No puede ser más perentorio el aserto del teorizante, ni tan entusiasta, solícita, su postura respecto a un producto ajeno. Ni que decir tiene, por consiguiente, que su conceptualización de la literatura nacional descansa, por cierto, en esta paradoja que lleva implícitos una tensión, un dinamismo fecundos, a la par que una apertura necesaria, exigente y continua hacia lo transfronterizo, hacia lo transnacional. Sin embargo, carecería de exactitud el designio de Azorín si no se aclarase del todo lo que implica en él el mismo término literatura en una época clave de su carrera. Al respecto, conviene recalcar lo que deja constancia en su “Discurso en Aranjuez” del 23 de noviembre de 1913: La estética no es más que una parte del gran problema social (...) Desearemos la renovación del arte literario; ansiaremos una revisión de todos los valores artísticos tradicionales; mas esas esperanzas y esos anhelos se hallan englobados y difusos en otros ideales más apremiantes y más altos. En balde perseguiríamos lo menos si no pusiéramos antes nuestro empeño en conseguir lo más (Azorín 1963: 69-70).

Planteada la problemática de la literatura nacional desde una perspectiva que llena todos los requisitos en los que asienta el propio Azorín su trayectoria de literato y también su aprehensión de teorizante e historiador de la literatura nacional, intentaré a continuación indagar, primero, si estas declaraciones de 1913 se han de reiterar tan nítidas y concluyentes a lo largo de la producción azoriniana, lo que, de comprobarse, llevaría el sello distintivo de un auténtico compromiso literario existencial por parte del escritor. Tras esta fase más bien teórica de sumo interés, por supuesto, vendrá la segunda, cuyo objeto es la aproximación más bien práctica a la aludida combinatoria azoriniana, con la pretensión de averiguar de qué medios se vale el literato para

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forjar una obra en unas encrucijadas intersubjetivas, interlingüísticas e interculturales. El primer ejemplo que es digno de interés, por reunir varias condiciones estipuladas más arriba, lo ofrece un artículo que publica Azorín el 17 de mayo de 1949 en ABC, titulado “Henri Clouard”. Está fechado, como se puede advertir, en una época posterior a la última fase de su periodo creativo, situándose, además, en una confluencia de relevancia máxima. La reflexión de Azorín se elabora con respecto al proyecto de Henri Clouard de escribir la historia de la literatura francesa contemporánea, o sea desde 1885. Aprovecha la ocasión de la reciente publicación de su primer tomo para formular unas cuantas observaciones que calan hondo en la problemática planteada ya. Tras consideraciones sobre los escollos tanto formales como de fondo, el plan escogido —“sobreponerse a amistades, a gratitudes, a gustos personales, a tendencias políticas” (Azorín 1949b: 1), que estima que ha sorteado con mucha habilidad en un periodo particularmente delicado sobre el que sigue planeando la presencia de la “ocupación”—, admira Azorín la exhaustividad, la rigurosidad y, sobre todo, la imparcialidad de este estudio, si bien no puede evitar echar de menos la ausencia del “infortunadísimo Pierre Drieu La Rochelle”. Mediante este balance sustancial, sintético, en el que resalta toda la agilidad de pensamiento y la seguridad de juicio de las que hace alarde dentro del embrollo de la producción francesa de la primera parte del siglo xx, Azorín puede llegar a la conclusión que apologiza desde sus años de escritor en ciernes, reivindicando para la literatura el papel supremo dentro de la sociedad, lo cual es, a la vez, “la modalidad media del sentir” de una época (Azorín 1959: 902) y un auténtico catalizador social: En las naciones todo se resuelve en literatura; la literatura es la expresión de la sociedad. La historia escrita por Henri Clouard, escrupulosa, minuciosa, exacta, es una verdadera enciclopedia de la ideología moderna de Francia (Azorín 1949b: 1).

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De ahí las preguntas que surgen como corolario obligado: ¿qué incidencias puede tener en el propio escritor tal calado en una literatura extranjera?, ¿habrá repercusiones en su propia disposición de ánimo, en su propio discernimiento de crítico, en su propio estro de creador? Contesta Azorín, como es de esperar, con mucho acierto conforme a su principio intangible en materia de literatura: “Para un extranjero puede ser también muy útil (alude a lo que precede): no se comprende enteramente —ni se gusta— la literatura propia si no se comprende y gusta una literatura extranjera” (1949b: 1). Si bien es cierto que la relación sigue tan estrecha, íntima, en su espíritu entre lo propio y lo ajeno, es notable, con todo, un ligero punto de inflexión, ya que actualmente los campos movilizados por Azorín no son exactamente los de la propia creación literaria. Sin embargo, no cabe duda de que son factores que predisponen, incitan a la misma, sobre todo en un ser como Azorín. Así que se pueden considerar como potentes incentivos para esta última y, por consiguiente, cabe recalcar que redundan en beneficio del mismo actor creativo. Acaba Azorín su reflexión con otro aspecto que también debe concebirse dentro de este incesante vaivén transfronterizo. Si en un primer tiempo se ha de contemplar el contenido de su artículo como un vector de información destinado a un lectorado español, haciendo Azorín de mediador transcultural, concebirlo solo en esta faceta sería disminuir su alcance; en realidad, aboga también Azorín por un papel de no poca consideración, por lo que a la misma literatura francesa respecta: “Se ha dicho que para los nacionales, el extranjero es a modo de la posteridad (...) El autor de estas líneas, en cuanto extranjero, es un átomo de posteridad, en relación con Francia” (1949b: 1). Siguen, pues, unas cuantas ilustraciones de este papel consistente, a su juicio, en disipar malentendidos, mejor, en enderezar entuertos que menoscaban, indebidamente, la autoridad y el prestigio de determinados autores franceses, un papel que estriba ni más ni menos que en rehabilitarlos: “Ninguno de los clásicos franceses me da a mí, como Bossuet, la sensación profunda e intensa de tiempo, del paso del tiempo, del fluir del tiempo, de ‘écoulement’. Ni en Proust siento lo mismo que en el ‘Discurso sobre la historia universal’(...). Bossuet,

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sin embargo, a pesar de Lanson, a pesar de Brunetière, a pesar de una hermosa página de Valéry, no tiene, por causa de ideologías, el valor que debiera” (1949b: 1). Sigue su demostración —magistral— con otros ejemplos sacados de la literatura francesa contemporánea, con los que da una prueba fehaciente y meridiana de su elevadísima exigencia intelectual con respecto al sustancial meollo que emana de esta sinergia transnacional. Un tercer texto, a guisa de colofón, viene complementando, puntualizando y apurando la integridad de la cuestión. Forma parte del “Prólogo” de Con banderas de Francia, obra publicada en 1950. En realidad, este texto lo compone en julio de 1949, o sea poco después del anterior, con lo que se evidencia, quizá más, su deseo de profundizar y rematar la reflexión que indujo en él obra tan propensa a hacer un balance, mejor dicho, el balance de su propia vida de creador. No es nada extraño que, con este fin, recurra a un artificio que le ambienta adecuadamente en su medio, por excelencia, de afinidades electivas: He vuelto, imaginariamente, a París. Al llegar a la estación de Austerlitz, se me plantea el problema; los pensamientos vagos, neblinosos, del viaje se concretan en un punto resaltante. Hay una cuestión previa, ya ventilada, resuelta, archivada: no se puede conocer la literatura propia plenamente si no se conoce una extranjera; no se puede conocer el propio idioma en sus puridades si no se conoce otro extraño. Para mí, esa literatura y ese idioma son los de Francia. Dejemos lo ya resuelto (Azorín 1954: 453).

Habida cuenta de tales aseveraciones, que son una constante significativa en la obra de Azorín, no le queda a uno más remedio que encontrar un resultado tangible, nítido, en la misma creación literaria de este último, o sea en la literatura nacional, al fin y al cabo. Lo facilita afortunadamente el propio Azorín, mediante una referencia de fuste, paradigmática, en uno de sus libros de memorias, París, publicado en 1945 (Azorín 1962: 821-1058). Durante sus correteos por el barrio latino, deambula Azorín por la calle de Racine (Azorín 1962: 821-1058). Como suele hacerlo muy

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a menudo, se empeña inmediatamente en idear una sutil ecuación entre el aspecto físico de la calle y los rasgos sobresalientes de la obra del consagrado del lugar. Una vez comprobada la pertinencia de esta ecuación, tras una ida y una vuelta por esta calle, cuyos aledaños rebosan de cultura y de literatura, Azorín, a quien encandila manifiestamente el tropismo de tal entorno urbano, revela a quien le alienta a proseguir el acrisolamiento de su estilo, a quien le permite tender hacia la misma pulcritud, es decir, en su prístina creación de literatura nacional. Empieza con una referencia que, de por sí, descubre una faceta fundamental del escritor que, antes que nada, es un incomparable aficionado a los libros —la mayoría, raros— de inestimable valor y que se pasa la vida coleccionando y devorando con infinito gusto, un aficionado, claro está, cuya idiosincrasia está incontestablemente imbuida de fetichismo. Dicha referencia, en tales circunstancias, no podía ser más descollante: “En la mesa en que escribo tengo un ejemplar de la primera edición rarísima del Abrégé de l’histoire de Port-Royal (Colonia, 1742). El volumen es chico, cuadrilongo, de 144 páginas” (Azorín 1962: 868). No es anodina, al respecto, la reiteración de la mención del librito, unos años más tarde, siempre nimbado de un halo magnetizador que redobla la fruición de su posesión física: “Poseo un ejemplar de la edición príncipe de este librito, rareza bibliográfica, preciadísima por los racinistas” (Azorín 1951: 1). Lo que en este librito atrae en sumo grado a Azorín, lo que le inspira su extrema devoción, es la suprema calidad de la lengua francesa que, mutatis mutandis, desearía conseguir en su propio idioma, en su propio estilo: Dicen los críticos que no es posible llegar, en prosa francesa, más allá de donde se llega en este libro. ¿Y no será una lección para nosotros, que caminamos en este momento por la calle de Racine? Quisiéramos expresar lo inefable anímico con las palabras precisas y claras de Racine en esta historia de Port-Royal (Azorín 1962: 868).

Azorín reconoce que tiene una deuda con Racine; la va a expresar en una confesión íntima en la que se conjugan la emoción, la humildad y la sinceridad, predominando en él, un escritor renombrado de

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más de 70 años, un ahínco inmarcesible, tenaz, que le anima a perseguir constantemente el ideal raciniano que no ha alcanzado todavía: “Cuando lo intentamos, juzgamos frustrados todos nuestros esfuerzos. Creemos haber conseguido la claridad, sin adherencias superfluas, y vemos fracasados nuestros conatos. Pero el ejemplo nos alienta; no desesperamos (869). Al lado de este libro que reviste un genuino carácter de talismán, figura el diamante que descubrió Azorín en el escaparate de una tiendecita de pedrería de esta calle de Racine, del que extrae una lección en relación estrecha con la característica mineral de este objeto: Como el diamante o el rubí que contemplamos en la tienda de la calle de Racine, queremos ser duros con nosotros mismos: duros en el trabajo y duros en la censura de nuestro trabajo [...] ¿Quién podrá llegar hasta escribir la página en que solo se traducen sentimientos escuetos, sin oriflamas vistosas? (869).

Esta fecundación extraña la cultiva Azorín a todo lo largo de su vida de escritor/periodista. Debido a su trascendencia en su propia carrera, multiplica los ejemplos que, como se pudo comprobar ya, se han de considerar no desde una perspectiva unilateral sino más bien bilateral, siendo Francia, en la circunstancia, la interlocutora válida. El primer caso que me parece, pues, oportuno evocar en esta muy particular conyuntura, lo presenta Azorín en un artículo publicado en ABC el 20 de enero de1949, titulado “Antifrancesismo” (Azorín 1949a: 1). De buenas a primeras, inclina su título a concebirlo a contrapelo de todo lo preconizado hasta ahora. Azorín se fija en la personalidad de don Pedro Antonio de Alarcón, afirmando desde el mismo principio de su texto que este escritor “detesta a Francia, detesta a París”. En dos ocasiones, según él, Alarcón “ha explanado su antifrancesismo: en un artículo sobre el pañuelo (1859) y en ‘De Madrid a Nápoles (1861)’”. Si en el artículo “Alarcón no es serio, sino reidero, irónico, humorístico”, comenta Azorín, en el libro es harina de otro costal. Sin embargo, gusta de recordar a su lector que “A los once años, en Guadix, su pueblo natal, Alarcón aprende el francés, sin maestro, sin

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diccionario, sin gramática; lo aprende, afanosa y trabajosamente con un ‘Telémaco’ en francés y otro en castellano”. Acerca de este aprendizaje de autodidacta, Azorín, que también se inició solo en la adquisición del francés, no desperdicia la ocasión para poner de realce un punto que juzga capital al respecto: “Aprendido así el francés, la sintaxis del idioma había de penetrar intensamente en Alarcón: la sintaxis, y no el vocabulario, es la esencia de una lengua; la sintaxis es lo que hace evolucionar el idioma, y no las palabras”. Como era de esperar, tras estas dos capitales puntualizaciones ha echado mano Azorín del caso de Alarcón para erigirlo en la misma ambigüedad, en la misma paradoja, proclamando que consciente, o más bien inconscientemente, Alarcón sacó su fama de lo que más execraba. Y celebrando, por consiguiente, estas nupcias secretas, sibilinas, puede aseverar triunfalmente: “Alarcón, aquejado de antifrancesismo, es francés por la sintaxis; a la sintaxis debe lo que le distingue de sus coetáneos: el movimiento, la vivacidad, la precisión”. La detestación que abriga Alarcón respecto de Francia representa, por cierto, para Azorín, un caso que le viene de perillas. En efecto, a pesar de ser aparentemente su contrafigura, Alarcón bebe, en realidad, en un manantial que comparte radicalmente con él. Intuyó Azorín que Alarcón remite a uno de esos casos clínicos de represión primitiva basado en una fijación inconsciente que no solo construyó su propia identidad de ser ambiguo por excelencia, sino que también le abrió simultáneamente una perspectiva de potencialidad intelectiva de sello muy marcado. Este caso no se le podía escapar a Azorín, tan versado en esos terrenos de la próvida ambigüedad. Asimismo, esta fecundación es digna de la mayor atención cuando se manifiesta a la inversa de su modalidad habitual, o sea, cuando un escritor francés pretende que España ha ejercido una influencia en su obra. ¿Cómo puede reaccionar Azorín frente a tal situación? ¿Qué papel puede desempeñar? ¿Cómo ha de aprehender la literatura nacional en este caso? Plantea el problema con un artículo titulado “Españolismo”, que publica en ABC el primero de mayo de 1952 (Azorín 1952). Nada más empezar, anuncia a qué alude su título: “Me refiero al españolismo de Víctor Hugo” (1952: 1). Tras un lujo de detalles eruditos relativos a las relaciones entre Hugo y España, como lo hizo en otra

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parte (Azorín 1949c: 1), Azorín asienta las bases de su problemática a partir de un libro del poeta, “Les feuilles d’automne, hojas de otoño”, que, por la tan cuidada y pormenorizada descripción que de él traza, delata toda la fascinación que suscita la obra en su fuero interno: Poseo un bello ejemplar de la primera edición. Se trata de un volumen en cuarto, de 347 páginas, con cuarenta composiciones. El papel es blanco, de una blancura nívea, nítida, y la impresión limpia. Está editado por Eugène Renduel, el editor de los románticos (Azorín 1952: 1) .

Escrutando el libro mismo, Azorín atestigua una efectiva presencia española bajo múltiples aspectos, entre los cuales elige el único que, a su parecer, es digno de tener en cuenta. Cita, tras traducirlo, un verso en el que confiesa Hugo con respecto a España: “Bello país cuyo idioma está hecho para mi voz”1. Es, sin lugar a duda, el punto de articulación más congruente entre España y Hugo, que Azorín se va a esforzar por dilucidar. Insiste, al respecto, en que Hugo no dejó de forjar una lengua nueva, rica, viva, y que cuando reconoce que “el español se adecúa a su dicción” hay que interpretarlo como una “hipérbole significativa” a la cual se podría añadir “laudable”, por la admiración que siente Azorín hacia el “inmenso poeta”. ¿Cómo lo explica Azorín? No puede negar, de entrada, que “existen hondas diferencias entre el castellano y el francés” (1952: 1), con lo que le incumbe descubrir el significado de la aseveración de Hugo en otro campo, o al menos en un campo conexo: “En Víctor Hugo, el recurso retórico, estético, filosófico, acaso esencial, es la antítesis: vida y muerte, bien y mal, luz y sombra, juventud y ancianidad”. Esto lleva Azorín a discernir un vínculo estrecho y certero de Hugo con el idioma castellano, mejor, con su modo de dicción: “En el castellano, la antítesis se expone de un modo vigoroso, resonante; diríase que nuestro idioma tiende a la antítesis”. Con este fin se le impone aportar una prueba que esté a la altura de la espera de los entendidos en la materia, lo que comprende

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“De même, si jamais je vous revois, / Beau pays dont la langue est faite pour ma voix”. Poema XV (sin título) (Victor Hugo 2010: 307).

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perfectamente Azorín, aduciendo un ejemplo que, a su parecer, es inmejorable: “En una de las poesías de ‘Hojas de otoño’ se expone una antíteis suprema: la antítesis del ‘Libro de la oración’ de fray Luis de Granada. Víctor Hugo, en esa poesía, la que ostenta el lema de Calderón, como fray Luis en su ‘Libro’, hacen llegar la antítesis a su máximo. Nos encontramos en pleno españolismo: habla Víctor Hugo y hablan nuestros ascéticos”2. Mediante su arte de formar y enlazar los acordes, Azorín ha creado un impresionante continuum retórico histórico que se inscribe de perlas dentro de su combinatoria creativa, mostrando cómo por encima de las fronteras geográficas, por encima de los periodos históricos, marchan al unísono el egregio poeta francés y los ascéticos españoles. Y finalmente, como para corroborar todo lo que ha avanzado, tiene a bien Azorín acudir a una muestra del texto de Hugo, que traduce: “No son más que cuatro las estrofas, magníficas de este poema: ‘Todo vanidad; cuanto más poder, más evanescencia. Napoleón, César, Mahoma, Pericles: nada que no caiga y se desvanezca”3. Y acaba: “En la tierra, a unos cuantos pies de profundidad, todo es silencio. ¡Y tanto estrépito en la superficie!”4. Concluye Azorín su demostración con la referencia española imprescindible para poner énfasis en su fecundísima combinatoria: “Nuestro fray Luis de Granada dice: ‘Luego el enterrador toma la azada y pisón, y comienza a trastornar huesos sobre huesos, y a tapiar encima la tierra muy tapiada’”. De este caso se puede inferir que la literatura nacional —fruto de una fecundación extraña— es capaz, a su vez, de generar una beneficiosa fecundación en una literatura extraña, con lo que se puede vislumbrar, en Azorín, unas cuantas premisas susceptibles de prefigurar un flujo genesíaco inscrito en un perpetuo movimiento alternativo de una intelectualidad

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Alusión al lema de Calderón que pone a modo de epígrafe Victor Hugo en su Poema IV (sin título): “De todo, nada. De todos, nadie” (266). “Hélas! plus de grandeur contient plus de néant! / (...) Napoléon, César, Mahomet, Periclés, / Rien qui ne tombe et ne s’efface! », Poema IV (266). “A quelques pieds sous terre un silence profond, / Et tant de bruit à la surface”. Poema IV (266).

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transfronteriza, en el que la literatura nacional podría desempeñar un papel transcendental, en un sentido como en otro.

Para concluir, es preciso abordar rápidamente otra cuestión inherente a la preconización de Azorín en materia de literatura nacional, a saber, el mismo acto de traducir, la traducción, condición sine qua non para que su teoría cobre la mayor pertinencia, la credibilidad suprema. Desde sus años mozos, Martínez Ruiz, el futuro Azorín, dio pruebas manifiestas de sus dotes de traductor, que a lo largo de su extensísima carrera de periodista/escritor se pudieron corroborar ampliamente. En efecto, necesita traducir sin cesar, día tras día, para informar a su lectorado sobre las mil y una facetas de la Francia de las épocas remotas como de las más contemporáneas, para nutrir sus trabajos críticos de fondo y también para darl empuje a sus propias creaciones literarias. En estas condiciones, Azorín se ha de considerar como un traductor nato que lleva implícito a un lector voracísimo e inteligente que se interesa tanto por el Manuel du cordonnier, por A. Liégeart, director de la Escuela Práctica de Comercio y de Industria de Romans (Drôme) (Paris, Baillère, 1922) (Azorín 1962: 923), por La truffe, étude sur les truffes et les truffières del doctor C. de Ferry de la Bellone (París, 1888, Baillères et fils) (Azorín 1962: 919-920), como por un poema de Stéphane Mallarmé, “Le Savetier” (Azorín 1948: 1). No comparte mi opinión, por supuesto, don Julio Casares, que en 1944, en su libro Crítica profana (Casares 1964: 87-153), no deja de multiplicar los ejemplos de galicismos —estrambóticos, según él— que ha observado en la obra de Azorín y que lo convierten, por ende, en un escritor basto, un erudito a la violeta, en su opinión. Su libro es una ristra de desatinos que ha rastreado en los libros de Azorín y que intenta explicitar desde su autoridad de doxósofo. Dos ejemplos bastan para ilustrar su designio. Acerca del adjetivo ombrajoso, que descubre en La voluntad 5, comenta:

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La cita es la siguiente: “El campo (...) rasgado por los trozos del ramaje ombrajoso (La voluntad, p. 9)” (Casares 1964: 102).

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Nuestra pobre lengua, seca, rígida e impropia para las sutilezas modernas, no tiene noticia sino de umbroso, sombroso, sombrío, umbrío, umbrátil, etc. Ninguno de estos adjetivos servía, por lo visto, para el caso. ¡En cambio, qué delicado, qué elegante, qué expresivo es ese ombrajoso, hurtado a nuestros vecinos!” (Casares 1964: 100). Por cierto, que este galicismo no solo muestra el poco estudio que se hace de nuestro idioma, sino que al tiempo descubre el perfecto desconocimiento del francés. Ombrageux, no es, como cree Azorín, lo que hace sombra o está cubierto de ella; ombrageux significa “asustadizo, que se espanta de su sombra”, y se dice especialmente de los caballos (un cheval ombrageux). Azorín, encariñado con su invención, le da una nueva forma más adelante: ‘...tres almendros sombrajosos arrojan sobre el negro fondo del poblado sus claras notas gayas’ (La voluntad, pág. 68) (Casares 1964: 100-101).

Otro ejemplo del mismo estilo: ¿Cuando escribe que el Greco era un pintor tormentario (La voluntad, pág. 120) quería decir que Theotocópuli se dedicaba a trazar máquinas y artificios de guerra para atacar o defender las fortificaciones? ¿Creía que arte tormentario correspondía a lo que los franceses llaman art tourmenté? ¿Sabía que arte tormentario es propia y exclusivamente LA ARTILLERÍA? (Casares 1964: 102).

La argumentación de Julio Casares no carece de pertinencia ni de fundamento. Sin embargo, no pudo o no quiso entrever lo que preocupaba sumamente a Martínez Ruiz cuando se lanzaba a la aventura de su propia escritura. No podía contentarse con una lengua fijada —¿encorsetada?— por la Academia. Iba a la búsqueda de una lengua que respondiera a criterios estéticos, ideológicos, novedosos, pasados, ante todo, por la criba de su propia subjetividad. En cuanto demiurgo, se otorgaba a sí mismo el derecho de crear, inventar, innovar. En lo que respecta a “sombrajoso”, claro que conocía el adjetivo francés, pero se desentendió de lo que significaba corrientemente en su lengua vernácula. Lo que le importó sobremanera fue su traslado al castellano por representar, para él, una nueva modalidad sensorial idónea

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para aprehender la sombra del ramaje, por establecer un juego sonoro sinestésico entre las consonantes y las vocales del vocablo “ramaje” y del adjetivo “sombrajoso”, por una musicalidad que resulta de toda la frase (a base de una combinatoria fonemática de vibrantes, fricativas y oclusivas). Azorín propugnaba paulatinamente una nueva poética —poiêzis— que había de rebasar las fronteras oficiales y nacionales. Se caracterizaba Azorín por los tres sustantivos con los que Juan Ramón Jiménez definía el modernismo: “un movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza” (Proel 1935: 1). No cabe la menor duda de que el francófilo Azorín sí puede ser, en estas condiciones, un cumplido artífice de la literatura nacional.

Bibliografía Azorín (1948): “Dos poetas”, en ABC, 16 de abril. —(1949a): “Antifrancesismo”, en ABC, 20 de enero. — (1949b): “Henri Clouard”, en ABC, 10 de mayo. — (1949c): “Hispanismo”, en ABC, 16 de junio. — (1951): “André Gide”, en ABC, 31 de marzo. — (1952): “Españolismo”, en ABC, 01 de mayo. — (1954): “Prólogo”, en Con bandera de Francia, en Obras completas, tomo IX. Madrid: Aguilar. — (1959): Clásicos y modernos, en Obras completas, tomo II. Madrid: Aguilar. — (1962): París, en Obras completas, tomo VII. Madrid: Aguilar. — (1963): “Discurso en Aranjuez”, en Revista de Occidente, Año I, 2.ª ép., n.°4. Casares, Julio (1964): Crítica profana. Madrid: Espasa-Calpe, Austral, 469. Hugo, Victor (2010): Les orientales. Les feuilles d’automne. Paris: Le livre de poche, classiques, 16059. Proel (1935): “El poeta Juan Ramón Jiménez”, en La Voz, 18 de marzo.

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