Argumentacion y proyeccion de mundo

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Cristóbal Holzapfel

Argumentación y proyección de mundo

Jh Fo n d o ju v e n a l H e r n á n d e z J a q íje

La publicación de esta obra fue evaluada por el Comité Editorial del Fondo Juvenal Hernández y revisada por pares evaluadores especialistas en la materia, propuestos por Consejeros Editoriales de las distintas disciplinas.

E D IT O R IA L U N IV E R SIT A R IA

ÍNDICE

Abreviaturas Introducción Argumentación y conversación. Deslinde de la retórica de la concepción sobre ella deVan Eemeren y Grootendorst

11

13

P r im e r a P a r t e

Demarcación de la retórica Se c c i ó n 1

Algunas aproximaciones a la retórica 1.1. La retórica y los sofistas 1.2. Clasificación socrática de las artes 1.3. La retórica de Hellmut Geissner

21 21 25 29

Se c c i ó n 2

La democracia y ciertas bases retóricas 2.1. El campo de la retórica es la argumentación 2.2. Argumentación y principio de razón suficiente 2.3. Lógica y Retórica 2.4. Espíritu de fineza y espíritu geométrico 2.5. Derecho a réplica y habilitación del orador 2.6. El auditorio 2.7. Persuadir y convencer 2.8. Auditorio externo y auditorio interno 2.9. Auditorio universal y auditorio de elite 2.10. El acuerdo

45 45 55 64 67 72 83 91 94 99 100

S e c c ió n 3

Lugares y figuras retóricas 3.1. Lugares 3.2. Figuras

105 105 113

Se g u n d a P a r t e

Retórica y argumentación 1. La “última palabra’’ 2. Deslindando el terreno de la argumentación

131 139

T e r c e r a Pa r t e

Argumentos Se c c i ó n 1

Argumentos en curso 1.1. Nociones y definiciones 1.2. Contradicción 1.3. Incompatibilidad 1.4. Autofagia y retorsión 1.5. Ridículo 1.6. Tautología y coincidencia de los opuestos 1.7. Regla de justicia 1.8. Reciprocidad y simetría 1.9. Transitividad 1.10. Inclusión 1.11. División 1.12. Complementariedad 1.13. Dilema 1.14. Argumentum ad ignorantiam 1.15. Comparación 1.16. Sacrificio 1.17. Compensación 1.18. Probabilidad

149 149 152 152 159 162 165 168 172 175 177 180 181 184 189 192 200 205 207

Se c c i ó n 2

Argumentos de fondo. Enlaces desucesióny de coexistencia 2.1. Enlaces de sucesión 2.2. Enlaces de coexistencia

211 212 252

Se c c i ó n 3

Ejemplo, ilustración y modelo 3.1. Argumento del ejemplo 3.2. Argumento de la ilustración 3.3. Argumento del modelo

335 336 346 351

Bibliografía

367

A l Agora ateniense

ABREVIATURAS

Adh Ah BW CcL Che ChD Fda Ffe GBE GdW GE Gph IA Jyh Ls Me M er Het HCH PRF

PdW Pf Phil

Searle John, Actos de habla, Van Eemeren y Grootendorst, Los actos de habla en las discusiones argumentativas. Martin Heidegger - KarlJaspers, Briefwechsel Í9 2 0 -Í9 6 3 (Episto­ lario) . Juan Manuel, Cuentos del Conde Lucanor. AustinJ.L. ¿Cómo hacer cosas con palabras? Chronik der Deutschen (Crónica de los alemanes). Barthes Roland, Fragmentos de un discurso amoroso. Fink, Fenómenos fundamentales de la existencia humana. Geschichte. Die grosse Bild-Enzyklopádie (Historia. La gran En­ ciclopedia ilustrada). Winkler Heinrich August, Geschichte des Westens (Historia de Occidente). Schulz Walter, Grundprobleme der Ethik (Problemas fundamen­ tales de la ética). Weischedel Wilhelm, Der Gott der Philosophen (El dios de los filósofos). Vico Giambattista, Instituciones oratorias. Caillois Roger, Los juegos y los hombres. Baudrillard De la seducción. Kant, Metafísica de las costumbres. Eliade Mircea, El mito del eterno retorno. Acevedo Jorge, Heidegger: existir en la era técnica. Encina-Castedo, Historia de Chile. Persuasión, Retórica y Filosofa, Joaquín Barceló, editor. Jaspers, Psychologie der Weltanschauungen (Psicología de las con­ cepciones de mundo). Carpió Adolfo, Principios defilosofa. Hirschberger Johannes, Philosophie.

Pyc R Rda R dp Rh Sch SG SvG Syn Syt R Tda UZG

Foucault, Las palabras y las cosas. Aristóteles, Retórica. Valenzuela Rodrigo, Retórica. Un ensayo sobre tres dimensiones de la argumentación. Pérez Rosales Vicente, Recuerdos del pasado. Geissner Hellmut, Rhetorik. Safranski Rüdiger, Schopenhauer. Eco Umberto, Tratado de semiótica general Heidegger, Der Satz vom Grund (La proposición del fundamen­ to). Sartre, El ser y la nada. Heidegger, Ser y tiempo (trad. de Rivera). Perelman Cháim y Lucie Olbrechts-Tyteca, Tratado de la ar­ gumentación. Jaspers, Ursrpung und Ziel der Geschichte (Origen y meta de la historia).

I n tr o d u c c ió n

ARGUM ENTACIÓN Y CONVERSACIÓN D e s l in d e d e la r e t ó r i c a d e la c o n c e p c i ó n d e SOBRE ELLA DE VAN EEMEREN Y GROOTENDORST

Frans H. van Eemeren y R ob Grootendorst recuerdan, en Los actos de habla en las discusiones argumentativas, que Karl Popper habría concebido en Conocimiento objetivo (1972) “la función argumentativa como la función más importante del uso del lenguaje”1. Nuestro propósito aquí es explorar el nexo entre argumentación y proyección de mundo; en otras palabras, la cuestión es cómo proyecta­ mos el mundo sobre la base de la argumentación o, mejor todavía, cómo proyectamos argumentativamente el mundo. Distinguimos entre mundo y cosmos, considerando en ello que el mundo es ante todo humano, aunque, por cierto, con una base cósmica, la naturaleza. Sobre ella se despliega la proyección humana, constituyén­ dose de este modo el mundo. Ahora bien, en la medida en que hablamos y nos comunicamos unos con otros, estamos argumentando acerca de la justificación o no justifi­ cación que tiene esto o lo otro, cierta decisión que se ha tomado o que se está a punto de tomar, como también en tom o a lo que pensamos, sentimos, recordamos, imaginamos, e incluso soñamos. Y en todo ello se explaya a la vez nuestro ser social, puesto que también atendemos a las decisiones, pensamientos, sentimientos, fantasías, y demás de nuestros congéneres. ¿Significa esto que en el plano del lenguaje todo es argumentación? De ninguna manera. Ya la breve puesta a colación del pasaje de Popper presenta la argumentación como una de las funciones del lenguaje, si bien (para él) la más importante. A nuestro parecer, hay otra manifestación del lenguaje que claramente se distingue de la argumentación, cual es la conversación. Es interesante incluir en este punto de nuestro análisis la teleología, a saber, cuándo hay

1

Van Eemeren y Grootendorst, Los actos de habla en las discusiones argumentativas, Santiago: Ediciones UDP, 2013, p. 44. En adelante:‘Ah’.

alguna finalidad que se persigue y cuándo no. La argumentación sería en este sentido claramente teleológica, puesto que en ella los usuarios del lenguaje siempre se están proponiendo metas, objetivos, finalidades. En contraste con ello, cuando meramente conversamos lo hacemos simple­ mente por conversar, en cierto modo nos entregamos placenteramente al flujo verbal, al decir y hablar sin premura ni rumbo. Es cierto que rara vez estamos frente a lo que sería pura argumentación o pura conversación, por lo general ellas se mezclan, habiendo en la comunicación momentos argumentativos y momentos conversacionales. Por otra parte, argumenta­ ción y conversación se requieren mutuamente. La proyección de mundo es siempre el resultado de una conjunción entre ambas. Procuraré a continuación mostrar vivamente esto a través de una experiencia cercana que me ha tocado vivir. Cierta persona de unos 73 años de edad, hombre casado, con hijos, y que a estas alturas vive solo con su esposa, comienza a tener desde hace un tiempo conductas que muestran claramente que está perdiendo el juicio. Su conducta es a ratos agresiva en contra de su mujer e incluso en ocasiones en relación con hijos y nietos. Pero como esto sucede solo ocasionalmente, la esposa comienza a deliberar si acaso no habrá llega­ do el momento de internarlo en un sanatorio. Ella vacila al respecto, puesto que la persona en cuestión cierta parte considerable del tiempo se encuentra relativamente en sus cabales. Esta misma situación de incertidumbre induce a que distintos miembros de la familia manifiesten opiniones discrepantes. Se pueden escuchar argumentaciones que van y vienen, justificando unos la necesidad de que sea internado y, los otros, que aquello es una medida excesivamente extrema y que habría que dejar que siga viviendo en su casa. Claramente se puede observar en ello que con las argumentaciones y contraargumentaciones no se llega a ninguna conclusión, y al mismo tiempo se puede observar también que mientras los involucrados en la toma de una semejante decisión no se sienten holgadamente a conversar sobre el tema, nada pasará. Esto quiere decir que la argumentación sin conversación suele no resultar ni tener éxito alguno y que frecuentemente sucede que las diferencias iniciales sobre diversas cuestiones se replantean, se reconstituyen e incluso se agudizan. Ahora bien, por la índole de una y otra —argumentación y conversa­ ción—solo sobre la primera puede erigirse propiamente una teoría, y esto dado su carácter racional exclusivo; en cambio la conversación repele a

la teoría, justamente por su afinidad con la libertad. La conversación es precisamente libre. Su gracia está en no saber cuándo comienza y cuándo termina, como respecto a que estando inmerso en ella podemos seguir rumbos por completo impredecibles y que nos pueden llevar a lugares insospechados. Si ya en la “nueva retórica” de Cháim Perelman y Lucie OlbrechtsTyteca se echa de menos una debida consideración del papel que juega la conversación y en relación precisamente con la argumentación, como que debería ser un complemento infaltable de ella, en la pragmadialéctica de Frans van Eemeren y R oben Grootendorst la mencionada falta se hace aun más ostensible. Ya el solo subtítulo de la obra Los actos de habla en las discusiones argumentativas nos muestra que hay en esto un escollo; dice así: “U n modelo teórico para el análisis de discusiones orientadas hacia la resolución de diferencias de opinión” . A mi entender, justamente a la conversación le cabe un papel crucial en lo que concierne al acuerdo, al consenso y a las diferencias de opinión. C on estos autores holandeses se trata de establecer reglas para la ar­ gumentación, por de pronto: verbalizar los punto de vista, externalizar las opiniones (Ah, p. 33), intercambiar visiones (Ah, p. 34): En su forma simple esto significa que un usuario del lenguaje, que ha avanzado un punto de vista en relación a una opinión expresada, debe estar preparado para defender ese punto de vista, y que un usuario del lenguaje que arroja dudas sobre la aceptabilidad de este punto de vista debe estar preparado para atacarlo (Ah, p. 34). Y justamente cuando hay diferencia de opiniones la argumentación sigue el cauce de una disputa: Uno solo puede hablar de una disputa de pleno derecho si un usua­ rio del lenguaje explícitamente ha arrojado dudas sobre el punto de vista de la otra parte. Los interlocutores pueden únicamente arribar conjuntamente a la eliminación de la diferencia de opinión si ellos permiten que esta devenga en una disputa adecuada y están preparados para hacer un esfuerzo conjunto con el fin de resolverla (Ah, p. 34). Al mismo tiempo entran en juego en estas reglas de la argumentación: solicitudes de precisión (de lo que se está diciendo o sosteniendo), ex­ plicaciones de puntos poco claros (Ah, pp. 35-36):

El lenguaje usado en las discusiones puede estudiarse desde varios ángulos. El nuestro está determinado por el terreno de la teoría de la argumentación, y esto implica que estamos particularmente interesados en aspectos del lenguaje en discusiones que resulten relevantes a la resolución de disputas sobre opiniones expresadas, y en métodos que puedan contribuir a la mejora de la práctica de la discusión (Ah, p. 36). Ahora bien, para Van Eemeren y Grootendorst se trata de que la teoría de los actos de habla se centre no únicamente en los actos ilocutivos, sino también perlocutivos, y sobre todo considerando que si se persigue convencer a alguien respecto de lo que se está diciendo, convencer es más bien un acto perlocutivo. Se trata pues de alcanzar una conjunción entre argumentar y convencer, en lo que el primero es de carácter ilocutivo y, el segundo, perlocutivo (Ah, p. 37). En las interlocuciones se supone que se hacen presentes “opiniones expresas”, “puntos de vista” y “jueces racionales” . Sobre todo lo que atañe al “juez racional” nos muestra que se está considerando únicamente el tipo de lenguaje que se da en una argumentación, sin ningún comple­ mento en la conversación (Ah, p. 41). C on la expresión ju e z racional nos referimos a los usuarios del len­ guaje a quienes el orador concibe como el evaluador de lo que está diciendo. La argumentación avanzada o desarrollada en defensa de un punto de vista se diseña para justificar, satisfaciendo a un juez ra­ cional; la opinión expresada que se relaciona con el punto de vista, y la argumentación que se desarrolla en defensa de un punto de vista negativo se diseña para refutar la opinión expresada, satisfaciendo a un juez racional (Ah, p. 42). De algún modo, da la impresión de que el mencionado “juez racional” cumple aquí un papel muy similar a lo que atañe al “como-si” kantiano. Así como se trata con Kant, en lo referente a lo que Vaihinger llamó “filosofía del como-si”, de suponer, por ejemplo, que hay un Dios al interior de tu conciencia moral que juzga sobre tus acciones, y que re­ viste todos los poderes de la Tierra como en el Cielo (Metafísica de las costumbres, Teoría de la virtud), asimismo se trata ahora con los autores neerlandeses de suponer “como-si” hubiera un “juez racional” en toda argumentación que desemboca en disputa; y habría que agregar: aun­ que este sea una figura puramente imaginaria, ya que es posible que en

cualquier ronda de interlocutores ninguno amerite ser propiamente un “juez racional” de nada. En cuanto al Tratado de la argumentación de Perelman y OlbrechtsTyteca, a cuyo estudio principalmente nos abocaremos, si bien, como decíamos, no se atiende especialmente al rol que le cabe a la conversación como complemento de la argumentación, sin embargo en su obra al menos se atiende muy especialmente a los límites de toda argumenta­ ción2. Por ejemplo, uno de los tipos de argumento es el de comparación: argumentamos cuando comparamos en términos económicos a Chile con Alemania (y en este caso con el objetivo de realzar los logros de la economía chilena), y al revés si alguien hace la misma comparación, invirtiendo el orden, y por tanto compara la economía de Alemania con la chilena, tendría en ese caso el objetivo de criticar esa gran economía. Pues bien, el Tda nos muestra que toda comparación encuentra un límite en lo incomparable. ¿Y qué es lo incomparable, a qué entes concretos se refiere? Pues bien, es nada menos que lo que más quieres, con lo que tienes un vínculo mayor: tus hijos, tu esposa, tu familia, tu perro, tu gato, tu casa, cierto libro que te ha marcado, cierto profesor que suscitó un gran cambio en ti; respecto de todos estos entes o fenómenos nor­ malmente no estás dispuesto a que se haga ninguna comparación; ellos son precisamente incomparables para ti. Y por eso, agregaríamos que si bien significativamente se resisten ellos a toda argumentación, en cambio admiten perfectamente que sobre ello se converse, que es lo que por lo general hacemos. Así como se reconocen límites en el argumento de comparación, lo mismo en los argumentos de división, inclusión, sacrificio, regla de justicia, compensación, despilfarro, etc. Tal vez el Cuento II de los Cuentos del Conde Lucanor hace patente los límites de la argumentación. Se trata en él de unos labradores, padre e hijo, que tienen que ir a abastecerse de víveres al mercado de la villa más próxima. Con ese fin van con un burro. Mas, ocurre que los transeúntes que se cruzan en el camino opinan sobre ellos, diciendo que al parecer son un par de insensatos, ya que, siendo el burro una bestia de carga, ellos van a pie. A raíz de esto el padre le dice al hijo que mejor vaya este

2

Perelman Cháim y Lucie Olbrechts-Tyteca, Tratado de la argumentación, Edit. Gredos, Madrid, 1958, p. 30. En adelante ‘Tda’.

último cabalgando en el burro y él a pie. Los transeúntes, al verlos ahora, opinan que el padre está muy equivocado en su proceder, porque siendo él un anciano, permite que el hijo, con mayor brío, vaya en el burro y el padre a pie. A raíz de esto decidieron hacer las cosas de otra forma, y fue ahora el anciano el que se subió al burro, y el hijo siguió caminan­ do. Los transeúntes opinaban ahora que ese padre era muy cruel, ya que estando él más acostumbrado a duros trabajos, permitía que el hijo fuera a pie. A raíz de esto padre e hijo deliberaron nuevamente y decidieron montar ambos el burro. Pues bien, ahora los transeúntes opinaban que era un abuso lo que ellos hacían con ese pobre animal3.

3

Juan Manuel, Cuentos del Conde de Lucanor. En adelante ‘CcL’. http://www.ciudadseva.com /textos/ cuentos/esp/j uanma/lucanor/lucanor. htm

P r im e r a Pa r t e

Demarcación de la retórica

Se c c i ó n 1

ALGUNAS APROXIMACIONES A LA RETÓRICA

1.1. La retórica y los sofistas Sin duda alguna la retórica constituye un elemento no solo presente sino decisivo en nuestra existencia en comunidad. Ella es a todas luces algo propio del ser humano. El hombre no solamente expresa sus pensamien­ tos, deseos y sentimientos, sino que los lleva a cabo haciendo uso de la retórica —esté consciente de ello o no. Si consideramos tan solo que el énfasis ya es una figura retórica, sucede que permanentemente hacemos uso de él en nuestro hablar, hasta el punto que simplemente no podría­ mos prescindir de él. Téngase en cuenta que hay énfasis de volumen, de ritmo y de timbre de voz. Mas, debido a la relación directa que tiene la retórica con la persuasión, desde luego se la puede mal utilizar, y ello ocurre cuando se desliga de algún vínculo o dependencia de lo ético. Esto permite entender por qué en Platón ha habido una condena de la retórica. Pero ya, Aristóteles da a ella la acogida que se merece, atendiendo a la presencia masiva que tiene en la sociedad. En la tradición occidental fueron los sofistas de la Grecia antigua quienes se presentaron como maestros en retórica, y podríamos decir que el problema de su modo de concebir la retórica radicaba en la pre­ sunción de una completa independencia y libertad de ella. Se trataba de persuadir a toda costa, sin consideraciones morales de ninguna especie, y ello en atención a los intereses de cada cual. Pues bien, a ellos los enfrenta Sócrates. Es en función de esta temprana aparición de la retórica que se puede entender su caída en descrédito a lo largo de los siglos. Podríamos decir que cuando la retórica se presenta con tal pretendida independencia, haciendo gala de una persuasión que vale por sí misma, estamos de cara a lo que se ha llamado “mala retórica”, mientras que una supuesta “buena retórica” sería la que está comprometida en la realización de ideales y acciones loables. Y si esta distinción, entendida así, resulta problemática,

su problematicidad se debe a que el problema principal radica en qué es lo que se estima como loable, valioso y moralmente aceptado. El filósofo argentino Adolfo Carpió, en su obra Principios de lafilosofía, dice lo siguiente, al referirse al siglo de Pericles, el siglo V a.C., la época de Sócrates y los sofistas: Según se dijo, la participación de los ciudadanos en el gobierno llega en esta época a su máximo desarrollo; cada vez interviene mayor número de gente en las asambleas y en los tribunales, tareas que hasta entonces habían estado reservadas, de hecho si no de derecho, a la aristocracia. Pero ahora el número de intervinientes crece cada vez más, y estos recién llegados a la política, por así decirlo, sienten la necesidad de prepararse, por lo menos en alguna medida, para la nueva tarea que se les ofrece, desean adquirir los instrumentos necesarios para que su actuación en público sea eficaz. Por tanto, buscan, por una parte, información, una especie de barniz de cultura general que los capacite para enfrentarse con los problemas de que ahora tendrán que ocuparse, una especie de “educación superior”. Por otra parte, necesitan también un instrumento con el que persuadir a quienes los escuchen, un arte que les permita expresarse con elegancia, y discutir, convencer y ganar en las controversias: el arte de la retórica u orato­ ria. Pues bien, los encargados de satisfacer estos requerimientos de la época son unos personajes que se conocen con el nombre de sofistas4. Pensemos que la “Asamblea de los Quinientos” que condenó a Sócrates era precisamente de ese número, de 500 jueces, de tal manera que las posibilidades que se ofrecían para los ciudadanos en relación a ocupar cargos públicos eran bastante altas, y entonces, según escuchábamos re­ cién de parte de Carpió, resultaba comprensible que se ofrecieran estos maestros de retórica. Sigamos con Carpió al respecto: Hoy día el término “sofista” tiene exclusivamente sentido peyorativo: se llama sofista a un discutidor que trata de hacer valer malas razones y no buenas, y que intenta convencer mediante argumentaciones falaces, engañosas. Pero en la época a que estamos refiriéndonos la palabra no tenía este sentido negativo, sino solo ocasionalmente.

4

Carpió, Adolfo: Principios defilosofía, Buenos Aires: Glauco, 2003, p. 58. En adelante ‘P f \

Si queremos traducir “sofista” por un término que exprese la función social correspondiente a nuestros días, quizás lo menos alejado sería traducirlo por “profesor”, “disertante”, “conferencista”. En efecto, los sofistas eran maestros ambulantes que iban de ciudad en ciudad enseñando, y que —cosa entonces insólita y que a muchos (entre ellos Platón) pareció escandalosa- cobraban por sus lecciones, y en algunos casos sumas elevadas (Pdf, p. 58-59). Carpió nos recuerda que en el Cratilo de Platón, Sócrates alude iróni­ camente a la lección del sofista Pródico, por la que cobra 50 dracmas. Agreguemos que Sócrates reconoce allí no haber pagado la lección cara, que costaba la mencionada cantidad, sino tan solo la lección breve, que apenas costaba un dracma, razón por la cual no sabe acerca de la “ciencia de los nombres”5. Y continúa Carpió refiriéndose a los sofistas, diciendo: En general no fueron más que meros profesionales de la educación; no se ocuparon de la investigación, fuese esta científica o filosófica. En tal sentido, su finalidad era bien limitada: responder a las “nece­ sidades” educativas de la época. Hoy en día se anuncian conferencias o se publican libros sobre “qué es el arte”, o “qué es la filosofía” , o “qué es la política”, cómo aprender inglés en 15 días, cómo mejorar la memoria o hacerse simpático, tener éxito en los negocios o aumentar el número de amigos. Los sofistas respondían a exigencias parecidas o equivalentes en su tiempo: Hipias (nac. por el 480, contemporáneo, un poco más joven, de Protágoras), por ejemplo, se hizo famoso por enseñar la mnemotecnia, el arte de la memoria (Pdf, p. 59). Aun así, de todos modos Carpió reconoce que hubo sofistas que se des­ tacaron y que alcanzaron un rango superior con su pensamiento, como Protágoras y Gorgias. De todos modos ellos también se hacían pagar por sus enseñanzas, al menos Protágoras, y considerando esto Carpió cuenta lo siguiente: En este sentido es ilustrativa la siguiente anécdota. Protágoras había convenido con un discípulo que, una vez que este ganase su primer pleito (a los que los griegos, y en particular los atenienses eran muy afectos), debía pagarle los correspondientes honorarios. Pues bien,

5

Platón: Cratilo, Madrid: Gredos, 1992, 384 b-c.

Protágoras concluyó de impartirle sus enseñanzas, pero el discípulo no iniciaba ningún pleito, y por tanto no le pagaba. Finalmente Protágoras se cansó, y amenazó con llevarlo a los tribunales, diciéndole: “Debes pagarme, porque si vamos a los jueces, pueden ocurrir dos cosas: o tú ganas el pleito, y entonces deberás pagarme según lo convenido, al ganar tu primer pleito; o bien gano yo, y en tal caso deberás pagarme por haberlo dictaminado así los jueces” . Pero el discípulo, que al parecer había aprendido muy bien el arte de discutir, le contestó: “Te equivocas. En ninguno de los dos casos te pagaré. Porque si tú ganas el pleito, no te pagaré de acuerdo al convenio, consistente en pagarte cuando ganase el primer pleito; y si lo gano yo, no te pagaré porque la sentencia judicial me dará la razón a mí (Pdf, p. 59-60). Este es un muy buen ejemplo para considerar cómo en Grecia asistimos ante todo a la realización del tránsito del mito al logos, a la razón, lo que dará nacimiento a la filosofía y posteriormente a las ciencias. Y junto con ello, el nacimiento aparejado será el de la lógica y naturalmente de un pensar lógico, un pensar que se rige por ella. Pensemos que en los primeros pasos de la filosofía llamada “pre-socrática” ya Parménides pensó que lo más radical y universal se expresa en el término ‘ser’ y que este no puede haber comenzado a ser, porque tendría que hacerlo desde el supuesto no-ser, que, por definición, no es, y así tampoco podría finalizar el ser, ya que también sucedería que más allá de este final tendría que “ser el no-ser”, lo que nuevamente es contradictorio e imposible. A partir de Parménides especialmente comienza a desarrollarse un pensamiento rigurosamente lógico, ya que incluso para este pensador se cumple que “lo mismo es pensar y ser”, de tal manera que lo que es tiene que satisfacer las determinaciones del pensamiento. Pues bien, será posteriormente Aristóteles quien habrá de fundar la Lógica, propiamente tal, con sus distintos principios y reglas, y entonces una de las cuestiones que tendrá que preocupar es deslindar la retórica de la lógica. De este modo, advertimos en los argumentos que arriba reproducimos entre Protágoras y su discípulo abogado cómo ellos se debaten haciendo uso de falacias, que, sin embargo, son tan ingeniosas, que parecen de todo punto lógicas. Que Protágoras, según lo acordado, manifieste que en ambos casos ganará: tanto debido a que triunfa con su querella en contra

del discípulo, como al no triunfar, porque ha triunfado el discípulo, ya que ese fue el acuerdo: justamente pagarle con las ganancias obtenidas de su primer pleito ganado, esta victoria de Protágoras se cumple desde distintos puntos de vista que los del discípulo, que manifiesta por su parte que en ninguno de ambos casos pagará, porque si gana Protágoras no tiene por qué pagar, ya que él no ha ganado el pleito, y si gana él, tampoco, ya que la sentencia judicial le dará la razón. Como vemos, los argumentos son aquí tan agudos que resulta franca­ mente difícil precisar qué es aquí lo rigurosamente lógico y qué lo retórico.

1.2. Clasificación socrática de las artes La retórica, debido a su propia índole, tiene que ver con la persuasión, mientras que la lógica y los saberes que se ciñen a ella tienen que ver con la convicción; tan solo a partir de ello se entiende que forzosamente tenga que caer en descrédito. Ello habla del poder articulador y configurador del mundo de la razón. Si los griegos hicieron el tránsito del mito al logos, lo que dio lugar al nacimiento de la filosofía, se entiende a su vez que ya en esa época la retórica haya sido desacreditada, y en lo fundamental por parte de Sócrates en su enfrentamiento con los sofistas, que se ofrecían justamente como maestros en el arte de la retórica. Había muchos jóve­ nes que en el siglo del apogeo de la civilización helena, el siglo V a. C., tenían la intención de seguir la carrera política o de las leyes, y en ello, está claro, importa hablar bien, de modo efectivo y a la vez elegante. Visto desde esta perspectiva, los sofistas de aquel tiempo surgen a partir de una necesidad social. Ejemplarmente Sócrates habrá de enfrentar en muchos Diálogos a los sofistas, entre ellos, en República, Protágoras y Gorgias, llevando estos últimos incluso el título de los dos más destacados sofistas de la época. En todos ellos se entra, de manera directa o indirecta, en el tema de la retórica y su justificación. En el Diálogo Gorgias se trata de la cuestión de la justificación de la retórica, ya que los sofistas la proponen como un instrumento de poder, lo que no solamente es provocativo sino controvertido. Si la justicia es para ellos “la ley del más fuerte”, la retórica se justifica para alcanzar el poder y conservarlo.

La cuestión de la justificación de la retórica hay que enfocarla a su vez en el contexto del papel que pudiera o no cumplir en el Estado ideal concebido por Platón. Digamos desde ya que si aristotélicamente enten­ demos la retórica como “el arte de la persuasión para mover a la acción”, resulta que hay una doble posibilidad enjuego: o bien la utilizamos con loables fines de reforzar la comunicación de la verdad, de mover a acciones ejemplares como la realización del bien, en alguna de sus formas; o bien la utilizamos, sin importar que los fines que perseguimos son de carácter egoísta o que nos servimos del engaño y la artimaña para convencer al otro. Semejante visión negativa de la retórica, en que prácticamente solo se tiene en la mira su posible innoble uso, prima en el Gorgias, Diálogo que, según la cronología de Francis JVÍ. Comford, pertenece al primer periodo de la obra platónica. En el Pedro, que pertenece al periodo medio, al menos se hace referencia a una retórica digna de filósofos. Sócrates le dice a Fedro: Para poder llegar a ser, Fedro, un luchador consumado es verosímil —quizás incluso necesario—que pase como en todas las otras cosas. Si va con tu naturaleza la retórica, serás un retórico famoso si unes a ello ciencia y ejercicio, y cuanto de estas cosas te falte, irá en de­ trimento de tu perfección. Pero todo lo que de ella es arte, no creo que se alcance por el camino que deja ver el método de Lisias y el de Trasímaco”6. La posibilidad de una genuina retórica se ha mantenido como un deside­ rátum desde el Fedro en adelante. Casi dos milenios después las siguientes palabras de Giambattista Vico de sus Instituciones oratorias: “Así pues, será óptimo orador aquel que habla desde la verdad y de acuerdo con la dignidad. Y es el caso que Demóstenes fue oyente de Platón durante muchos años, y Cicerón reconoce haber extraído toda su fecundidad y fuerza discursiva de la Academia. Mas cuando los estudios de la filosofía se separaron de los de la elocuencia —a los que por naturaleza estaban unidos—y comenzó la desunión entre lengua y corazón, los profesores de este arte, faltos de la filosofía y

6

Platón: Fedro, Madrid: Gredos, 1993, p. 44.

simples charlatanes, se arrogaron el nombre de sofistas, esto es, el nombre antiguo de los filósofos”7. Volviendo al Gorgias, el argumento de fondo de Sócrates para desacreditar la retórica es que cuando aquel a quien le dirigimos el discurso (hoy diría­ mos el receptor) es alguien que sabe del asunto que se le habla, la retórica no tiene un papel justificado a realizar. De ello se desprende que el único papel que le cabría es el que tiene que ver con un receptor ignorante. Sócrates pone para ello el ejemplo del médico que debe practicarle una operación dolorosa a un paciente ignorante. Para que este se someta a la operación los argumentos lógico-racionales no han de bastar, por lo que se hace necesaria la persuasión (retórica). Y, claro está, agregaríamos aquí, un receptor de esta naturaleza prác­ ticamente no tiene cabida en un Estado ideal que deposita ante todo sus esfuerzos en la educación, de lo que tendría que resultar que tanto el gobernante, el militar o el comerciante (los que, de acuerdo con la invocación mítica que hace Platón, innatamente están determinados por predominar en ellos respectivamente el oro, la plata o el hierro) saben por de pronto de su oficio. Por ende, a lo más entonces la retórica se justifi­ caría en función de lo que se aparta de la estricta competencia individual. Observemos además cómo en el Gorgias se desarrolla un segundo argumento de la descalificación socrática de la retórica en el coloquio con el sofista del mismo nombre (el sofista viejo, aquí menos brillante que sus discípulos Polo y Calicles, que intervendrán a continuación). En esa descalificación Sócrates recurre a una clasificación de las artes que da que pensar hasta nuestros días. Las artes se clasifican en aquellas cuyo objeto es el cultivo del cuerpo o el cultivo del alma8. Pero entre ellas hay unas que persiguen el genuino cultivo del cuerpo o del alma, y otras que persiguen el falso cultivo de ellos. Entre las que se ordenan al genuino cultivo del cuerpo están la gimnasia y la medicina (que corresponde en este caso a lo que hoy lla­ maríamos la dietética, ya que se refiere a lo que atañe a la alimentación). Las que se ordenan, por el contrario, al falso cultivo del cuerpo, al no apoyarse en la gimnasia o la dietética, propenden al engaño, en cuanto 7 8

Vico, Giambattista: The art of rhetoric (Institutiones oratoriae, 1711-1741, trad. y ed. de Giorgio A. Pintón & Arthur W. Shipee: Amsterdam: Rodopi, 1996, cap. 1. En adelante ‘IA \ Platón: Gorgias, Madrid: Gredos, 1993, 464 d.

generan un cuerpo feo (la culinaria como una mera rutina que no tiene en cuenta la dietética), u ocultan aquella fealdad por medio del adorno (como la cosmética). Entre las que se proponen el genuino cultivo del alma está ante todo la filosofía, pero agregaríamos también las que hoy llamamos bellas artes, como también el derecho, la historia y las ciencias. Con apoyo posteriormente en Aristóteles, podríamos agregar aquí la lógica (vinculada a su vez con la filosofía). Para entender esto podemos hacer valer la contraposición aristotélica entre una ciencia que tiene que ver con el modo correcto de razonar (la lógica) y otro arte que tiene que ver con el modo incorrecto de razonar (la retórica). En otras palabras, lo que a Sócrates le interesa destacar, y ello representa su impronta más señera, es que tan solo el concepto plenamente justificado racionalmente, y no lo que es meramente persuasivo, puede justificar algo —en este caso, lo que concierne a la justicia. De este modo, se produce un engarce con el tema que continuará desarrollándose a continuación en lo que sigue del Diálogo: la justicia. Pues bien: Sócrates termina comparando la cosmética, que induce a un falso cuidado del cuerpo, con la retórica, que induce a un falso cuidado del alma. Interesante es también en la clasificación socrática de las artes, según contribuyen o no a un genuino cuidado de cuerpo y alma, esta manera de entender las artes precisamente en ese estrecho vínculo con lo que somos —este compuesto de alma y cuerpo—y que requiere de cuidado y formación. Mas, volviendo al punto socrático central -la justificación de la retó­ rica tan solo en relación con un receptor ignorante—sin duda alguna que no es suficiente y no le hace justicia a la retórica y sus posibilidades. Por ejemplo, y pensando en nuestra época, es sabido que el fumador puede estar absolutamente convencido de los efectos letales del cigarrillo, mas la convicción racional, y sobre la base de datos, estadísticas y estudios científicos muy precisos, no es suficiente. Está claro que al fumador, y aunque fuere un adulto en su total sano juicio, hay que persuadirlo para que deje de fumar. Pero, antes que eso, lo fundamental es advertir cómo el ser humano mismo, junto con ser racional, es también retórico, así como puede ser lúdico, emocional o volitivo. La retórica, y la persuasión aparejada con ella, cabe reconocerlas en ese vínculo esencial con el hombre. Pensemos,

por ejemplo, cómo hay retórica no solo en un discurso que pronunciamos y que nos proponemos que sea efectivo, sino en el cortejo erótico, en el intento de obtener la adhesión de alguien para algo que nos interesa. No siempre basta convencer con argumentos racionales, sino que requerimos persuadir en las más distintas situaciones, así como también necesitamos ser persuadidos. En nuestra época además sucede que la retórica publicitaria permite en buena medida mover la economía, y ha llegado a ser de una fuerza tal en los medios de comunicación, en las calles de las ciudades, que simplemente cabe decir que se ha convertido en parte constitutiva de la sociedad. El hombre es argumentativo y lo es en el doble sentido lógico y retórico, y se trata de reconocer en cada caso si los argumentos que de­ sarrollamos se inclinan en una u otra dirección, como, al mismo tiempo, que hay muchos de ellos que se mantienen en la frontera entre ambos. Por otra parte, las expresiones artísticas y en particular la literatura y la poesía comparten muchos elementos con la retórica. Desde ya puede reconocerse que hay muchas figuras literarias, como la metáfora, la me­ tonimia, la metalepsis o la sinécdoque, por nombrar solo algunas, que son tanto literarias como retóricas. Por último, cabe considerar que la distinción tradicional entre ló­ gica y retórica, basada en la pareja distinción entre concepto e imagen, aduciendo con ello que la lógica tiene relación con el concepto y la retórica con la imagen, deja mucho que desear, ya que, como veremos, también la forma cómo enlazamos unos conceptos con otros puede ser de carácter retórico.

1.3. La retórica de Hellmut Geissner Dentro de la serie de libros publicados por la editorial alemana Bayerischer Schulbuch de München, hay uno de 1976 dedicado a la retórica; otros han sido dedicados a la lingüística, la crítica literaria, la ética, el derecho, y otros. En cada caso se trata de un equipo altamente especializado de investigadores que se abocan a algún tema, como los señalados. El libro

Retórica (Rhetorik) está dirigido por Hellmut Geissner9. Destaquemos de él los aspectos más significativos: Por de pronto en lo que se refiere a las bases comunicacionales de la retórica se parte por recordar el así llamado triángulo de la comunicación, que consta de tres partes o momentos: emisor, receptor y referente (aludiendo este último al mundo, la realidad). N o cabe duda de que la retórica, como la literatura, el arte, en otras palabras, toda forma de lenguaje, cabe situarla en la tensión entre esos tres momentos. En este contexto se establece una diferencia importante, en cuanto a lo que se persigue con la comunicación: la información o la formación, y por eso leemos:

La psicología informativa emplea el concepto ‘información’ espe­ cialmente en el sentido de la técnica de la información; de acuerdo con ella, se trata en general de información, independientemente de si la finalidad de la comunicación pueda ser transmisión del saber o estructuración del saber (information) o formación de la opinión, cambio de actitudes o desencadenamiento de la acción (persuasión). Como observamos, de acuerdo con el libro citado y con el equipo que lo ha escrito, lo decisivo, atendiendo a lo que más se aprecia, es simplemente la información, aunque se trate de la particularidad de la formación de opiniones. Respecto de ello, en todo caso, cabe argüir que se echa de menos lo que podríamos llamar la comunicación simplemente, en otras palabras, el simple y llano conversar, que no se traduce en formación ni en in­ formación. Es más: probablemente la esencia de la comunicación radica precisamente recién en esto último. El equipo de Geissner destaca luego, respecto de la comunicación, el retroacoplamiento, el cual, en buenas cuentas, significa algo muy cercano a lo que usualmente llamamos ‘retroalimentación’: El aspecto cibernético de la comunicación radica en que el emisor puede recibir informaciones sobre los logros de su comunicado, vale decir, sobre la efectividad de su comunicación a través de un proceso de retroacoplamiento. La posibilidad de un máximo retroacoplamiento la 9

Rhetorik, Hellmut Geissner, Editor, München: Bayerischer Schulbuch Verlag, München, 1978. En adelante ‘R h \ Las traducciones al castellano de este texto son mías.

tenemos en la comunicación directa y bilateral, y tan solo un mínimo retroacomplamiento en la comunicación indirecta y unilateral. Entre ambos tenemos un amplio espectro de fases intermedias. Ello se corresponde claramente con la distinción entre lo que suele llamar­ se también: one-way-communication, comunicación de una sola vía, en la que la retroalimentación sería menor, y two-way-communication, comunicación en dos vías; en otras palabras, de ida y vuelta, en la que la retroalimentación sería naturalmente mayor. Por ejemplo, la primera puede corresponder a una clase que hace el Profesor, al modo de la lectio, la lección, la Vorlesung de una universidad alemana, de acuerdo con la cual el Profesor desde su pupitre lee un texto que los alumnos simplemente escuchan y toman apuntes sobre él, mientras que un seminario supone participación de los alumnos. La lectio es pues one-way-communication y el seminario two-way-communication. En la segunda posibilidad aumenta tanto la comprensibilidad de lo comunicado como también su efectividad, en cuanto a las acciones que puede desencadenar, y el equipo de Geissner estima que comprensibilidad y efectividad constituyen los principales aspectos de toda comunicación. Del capítulo del libro en cuestión, “Percepción selectiva y disonan­ cia cognitiva”, nos interesa destacar algunos puntos. Se trata aquí de los factores que son determinantes en la recepción de una comunicación, los que serían: 1. La inteligencia, se entiende, tanto del emisor como del receptor, incidiendo ello por cierto en la claridad del mensaje. 2. La preinformación, y al respecto leemos que: “Personas que ya saben algo sobre un determinado campo, se les puede también abastecer con comunicados de difícil comprensión”. 3. El nivel de formación, que ciertamente también incide en el mensaje. 4. Percepción selectiva, y al respecto leemos que: “Las personas seleccionan en caso de duda aquellos comunicados que se co­ rresponden con sus motivaciones, necesidades y metas. Lo que no se corresponde con ello es menos considerado y más bien postergado en casos de duda” . 5. Expectación de la percepción, y leemos al respecto que: “La percepción humana también está influenciada a través de sus ex­

pectativas (cognitivas). Las personas pueden falsificar percepciones a partir de lo que esperan. Esto significa que: los contenidos no esperados por los receptores tienen que ser preparados muy cla­ ramente, para que puedan siquiera ser percibidos” . Al mismo tiempo los autores de Rhetorik destacan el papel que cumple tanto la denotación —lo que más directamente una palabra significa—y la connotación —que corresponde a todo un amplio campo de asociaciones que puede evocar una palabra. A partir de ello se puede advertir clara­ mente que la connotación juega un notable papel en la comunicación. O tro acápite interesante es el que concierne a la “credibilidad del emisor”. Es un punto que ya Aristóteles tiene particularmente en cuenta, y justo en los inicios del Libro II de los tres “libros” de que se compone su Retórica. Aristóteles: Las causas de que los oradores sean dignos de crédito son tres, pues son las mismas por las que damos crédito a alguien, fuera de los dis­ cursos de exhibición. Y son: la discreción, la integridad y la buena voluntad. Pues es por todas estas causas o por alguna de ellas por las que engañan en lo que dicen o aconsejan. Pues o bien no forman una opinión correcta por falta de discreción o bien forman una opi­ nión correcta y no dicen lo que piensan por malicia o son discretos e íntegros, pero no tienen buena voluntad, por lo cual cabe que no aconsejen lo mejor a sabiendas10. Siguiendo con la credibilidad, con Geissner, se plantea una singular re­ lación con el tiempo. De acuerdo con estudios realizados, las personas con mayor credibilidad obviamente influyen de manera más efectiva en relación con la recepción en los primeros momentos; pero se constata, a la vez, que, pasado un tiempo, esa efectividad baja, y parejamente sube la relativa a personas de menor credibilidad. La explicación de esto ra­ dica en que en los primeros momentos es muy determinante la persona, mientras que con el paso del tiempo el receptor separa el contenido de la persona que lo transmitió. O tro aspecto es el llamado “efecto boomerang”, que está en relación con la importancia que tiene el grupo de referencia (el grupo a que per­

10

Aristóteles: Retórica, trad. de Alberto Bernabé, Madrid: Alianza, 2 0 0 2 ,1378a. En adelante: ‘R ’.

tenece el receptor): si el mensaje está en discordancia con ese grupo, la efectividad del logro de la comunicación es baja, e incluso ocurre que el receptor tiende a reforzar mayormente su propia posición concordante con la de su grupo. Así, por ejemplo, se hizo un experimento en el que se les pronunciaba un discurso a boy-scouts, en el que se sostenía que el boyscoutismo estaba pasado de moda, que era más interesante visitar ciudades, ruinas, templos, que andar por la naturaleza, etc. El efecto fue que los boy-scouts con un débil compromiso con su grupo fueron influenciados por este mensaje, pero los que sentían una fuerte adhesión al boyscoutismo tendieron incluso a reforzar esa adhesión. También importa el factor de la así llamada: “inclinación a la persuabilidad”, esto es, la diversa inclinación que tienen las personas a dejarse influir por mensajes. Una de las variables importantes que intervienen aquí es la autoestima. Al respecto, leemos que: Personas con una baja valoración de sí mismas, con baja autoestima, con inseguridad personal, se inclinan más bien, de acuerdo con nu­ merosas investigaciones, a adoptar otras opiniones, a adaptarse, esto es, a dejarse influenciar, que las personas con una valoración más elevada de sí mismas. Examinemos también lo que comprende el tema sobre el “Efecto de distintas secuencias arguméntales”. Primero se trata aquí del así llamado “efecto-primacy”. U n autor citado —Luchins—se refiere a este efecto en los siguientes términos: Una persona fue descrita como muy extrovertida: ella tenía muchos amigos; iba frecuentemente al cine; acompañaba a otros inmedia­ tamente, cuando alguien proponía ir al día siguiente al teatro; le gustaba beber; se alegraba, se reía, etc. Luego se describió a la misma persona como introvertida: ella tenía pocos amigos; escuchaba con mucho gusto la música seria; no se hacía amiga de cualquiera; leía con gusto libros, etc. Resulta que luego Luchins incluyó ambas descripciones en un mismo relato, exponiendo el cambio en cuestión de manera muy sutil. Las per­ sonas testeadas debían leer el texto y luego describir al “héroe”, y como la secuencia del relato era primero “extrovertido” y luego “introvertido”, aparecía siempre como héroe el personaje extrovertido; si se invertía la

secuencia, resultaba lo contrario (efecto de lo que está primero o efectoprimacy). Podríamos, desde luego, ampliar los alcances de este efecto y recono­ cer que él se lo utiliza en los diarios, en la televisión, etc. Justamente los titulares de los diarios representan lo que está primero y ello es por sobre todo lo que impacta. Lo mismo la televisión en cuanto a sus respectivos titulares. En todo caso, se podría objetar a esto último que ello se logra debido a que a una noticia se la destaca más que a otra, con letras más grandes, con colores, de modo más altisonante en un compacto, etc., mas cabe reconocer que el efecto-primacy igual se cumpliría aunque todo fuera presentado de igual manera, vale decir, impresiona sobre todo lo que se presenta como lo primero. Entremos ahora en la cuestión de la discrepancia entre la opinión del receptor y el contenido de la comunicación: Es una vivencia impresionante que las personas testadas en este expe­ rimento solo perciben de manera precisa los mensajes cuyo contenido concuerda con su propia opinión. Cuando, en cambio, un mensaje se aparta de su propia opinión, entonces resulta una percepción fal­ sificada (o bien efectos de asimilación o efectos de contraste). En una gran discrepancia de las opiniones se percibía mayormente la diferencia (efecto de contraste), en una pequeña discrepancia se percibía menos la diferencia; el mensaje era entonces asimilado. Esto se relaciona no solo con la valoración de los argumentos, sino tam­ bién con la propia percepción de ellos: Así pues, la percepción está determinada por una mezcla de factores de comprensibilidad y efectividad, e influenciada a través de la dis­ crepancia entre mensaje y receptor. O tro factor importante de analizar en cuanto a la efectividad de la co­ municación, y en particular de la persuasión retórica, es la apelación al temor. En ello podemos tener presente la campaña contra el cigarrillo, que recurre a esta apelación al temor de modo francamente extremo (imágenes de figuras estragadas de personas cuasi moribundas, presentación de consecuencias horrorosas del tabaquismo en la piel y la afectación de distintos órganos). En el libro Retórica leemos al respecto:

Todavía se discute mucho acerca del grado de apelación al temor que debe aplicarse, con el fin de que los receptores se comporten así como lo quiere el emisor. Algunas veces es necesaria una alta apelación al temor, otras veces una baja. Hoy en día se supone, para explicar estos distintos resultados, que las apelaciones al temor están en interacción con factores de personalidad, por ejemplo sentimiento de inseguridad o nivel de miedo. / Así ha proyectado Mac Guire un modelo, según el cual las personas que tienen un nivel de miedo menor recién reaccionan a altas apelaciones al temor, por ejemplo, para dejar el cigarrillo, mientras que personas que en general ya son muy miedosas y permanentemente piensan en la muerte, son movi­ dos solo con pequeñas dosis de apelaciones al temor, a modificar su opinión o comportamiento; sin embargo, si la dosis es muy grande, entran otros mecanismos psíquicos en acción, para defenderse de este ataque violento a su seguridad personal, bagatelizando entonces la cosa, convirtiéndola en risible, sin darle mayor importancia, adop­ tando así la posición contraria. Esto implica que en las apelaciones al temor hay que considerar bien el nivel de miedo del grupo receptor. En todo caso, parece que en relación con la campaña contra el cigarrillo simplemente se ha optado, como decíamos, por recurrir a una extrema apelación al temor. Todavía no sabemos de los resultados de esta campa­ ña. Mas, contrario a lo que recién leíamos, es probable que en este caso una altísima apelación al temor sea efectiva, dado que el cigarrillo, está demostrado, produce efectos letales. Y si bien podría argüirse que esto ya se sabía, cabe agregar que hoy se sabe mucho más y lo que se sabe está avalado por las estadísticas. O tro factor, en cuanto a la efectividad de un mensaje, es el que corresponde a argumentaciones uni-, bi- o multilaterales. Al respecto leemos que, de acuerdo con investigaciones de Lumsdaine y Sheffield, se da la siguiente situación: Ella muestra que la exposición unilateral de un contenido no es siempre efectiva, ya que su efectividad depende de las características antropológicas de sus receptores. Las personas que están en contra de la opinión que representa el emisor son mayormente influenciadas cuando el emisor argumenta bilateralmente. Las personas que son de la misma opinión que la del emisor son más influenciadas por argu­

mentaciones unilaterales que por las bilaterales. Además: las personas que son inteligentes son mayormente influidas por argumentaciones bilaterales, mientras que los menos inteligentes con baja formación escolar son más influenciadas por argumentaciones unilaterales. Podría decirse que la inteligencia tiene que ver con un abrirse a un mundo de posibilidades, de diversidad, y que además ella se juega en la consideración, examen y análisis de esas posibilidades, que no solo son distintas, sino diversas y contrapuestas. Desde luego en ello incide tam­ bién la formación que tenemos. Por decirlo así, podemos ser formados en una cultura de la diversidad tanto en la familia como en la educación básica, media y superior. Mas, por la contraparte, cabría decir que nuestra inteligencia se limita cuando nuestras argumentaciones son nada más que unilaterales, sobre todo cuando ello va de la mano con la cerrazón. Nuestra mente queda nada más que dirigida hacia una sola posibilidad, un solo punto o cues­ tión. Y desde luego ello también tiene que ver con nuestra formación, ya que podemos haber sido educados en un medio familiar, escolar o universitario en el que sucedía que el mundo era contemplado nada más que desde una sola perspectiva. En ello conviene a su vez atender al hecho de que ya una argumen­ tación bilateral suele ser más rica en su análisis que una argumentación unilateral. En este caso, se trata de que argumentamos respecto de algo en términos de pro y contra, y es indudable que ello ya significa cierto enriquecimiento argumentativo y retórico. Pero está claro, también, que tanto más se enriquece la argumentación cuando esta es multilateral y en principio va incorporando muchas posibilidades que se traducen en perspectivas y puntos de vista diferentes. Y una última cuestión en torno a estas distintas modalidades de argumentación desde uno o más lados: en nuestros argumentos influye también el hecho de estar a favor o en contra de las posiciones que ellos sustentan, y ello se puede entender, de acuerdo con la Retórica, en los siguientes términos: Si, por otro lado, ya estoy de por sí a favor de ellos, me confunden an­ tes los argumentos de pro y contra, que yo mismo no tengo. Además: las personas que son más inteligentes exigen correspondientemente una argumentación más inteligente, esto es, más diferenciada, vale

decir, una bilateral: los menos inteligentes, no. Hay que adecuarse por tanto con el modo de argumentar al grupo receptor. Esto es importante porque nos hace caer en cuenta que igual hay distin­ tas situaciones en las que la argumentación unilateral tiene su intrínseca justificación. Si ya tengo una opinión formada de algo, la argumentación bilateral, y mucho más la argumentación multilateral, me puede resultar ociosa y preferiría no malgastar el tiempo prestando atención a aquello. Mas, sea como fuere, precisamente en términos de argumentacio­ nes unilaterales férreas, sucede que estas nos inducen a no considerar argumentaciones bi- o multilaterales, y no hacemos más que reforzar entonces nuestra convicción o visión que tenemos de algo. Es más, cabe agregar que en ello está precisamente el punto álgido de la argumentación unilateral: que por su propia condición no se deja rebatir. Y a partir del apoyo en la argumentación unilateral suelen articularse ideologías que, por ejemplo, expresan un rechazo a algo: a negros, judíos, árabes, pobres, homosexuales, mujeres, niños, viejos, etc. En el examen que hemos emprendido de algunos de los puntos prin­ cipales del libro Retórica, terminemos con la consideración de un “bestiario retórico” que se nos ofrece. De alguna manera en toda reunión, en toda discusión, en todo consejo o comité, suele haberlos siguientes personajes: El disputador, representado como perro. El positivo, representado como caballo. El sabelotodo, representado como mono (el así llamado “mono sabio”). El parlanchín, representado como rana. El tímido, representado como chivo. El objetor, representado como puercoespín. El indiferente, representado como hipopótamo. El interrogador, representado como zorro. Y el infaltable altivo, representado como el así llamado “vaca sagrada”.

Sin lugar a dudas cada uno de nosotros somos parte de este bestiario, que por eso es precisamente un “bestiario humano”, con personificaciones animales. Por otra parte, hay que considerarlo a él como dinámico, en cuanto que, dependiendo naturalmente de las circunstancias, alguien es a ratos más perro-disputador que caballo-positivo, menos mono-sabelotodo que rana-parlanchina, más puercoespín-objetor que hipopótamo-indiferente, y rara vez o casi nunca somos vaca-sagrada, aunque, por los motivos

que fuere, si se nos comienza a colmar de halagos, nos podemos llegar a sentir, por cierto injustificadamente, como una vaca-sagrada, aunque por suerte tal vez con una tremenda sensación de extrañeza en ese papel. Aprovecho a su vez de destacar que el equivalente a la expresión vacasagrada se dice en alemán ‘grosses Tier\ a saber, ‘gran animal’. Y hay que hacer notar, a propósito de esto, que es el único caso en que la personi­ ficación hecha en estos dos idiomas —alemán y castellano—no coincide, ya que en nuestro idioma se recurre a una de las creencias de la religión hindú: la vaca sagrada. Mas, destaquemos que es universal el imaginario de la rana como parlanchína o dicharachera, del mono como sabio o sabelotodo, y las otras figuras como el hipopótamo para la indiferencia, el zorro como interrogador, el perro como disputador y el chivo como tímido e introvertido; estas representaciones son muy apropiadas y en general coinciden con las asociaciones que hacemos con esos animales. De todos modos, por mucho que al citado bestiario hay que consi­ derarlo en su dinámica, estimando que cada cual puede adoptar a ratos la figura de cualquiera de esos animales, sin embargo de una u otra forma es patente que cada personalidad tiende a organizarse en tom o a alguno de estos personajes en particular. Respecto de nuestro bestiario retórico, interesa también tener en cuen­ ta la diferencia entre cómo nos ven los otros y cómo nos apreciamos a nosotros mismos. Suele suceder tal vez que uno mismo no se percibe como un perro-disputador, sin embargo los otros sí, y lo que es más claro todavía, probablemente alguien no se siente como vaca-sagrada, pero los otros lo ven así. Todas estas consideraciones nos permiten a su vez percatarnos de la plasticidad del mentado bestiario, y es de tal relevancia la comunicación entre los seres humanos que se muestra en ello claramente mediatizada por poderosos factores psicológicos. Y, habría que agregar, aunque se trate de un grupo que se reúne y discute distintos asuntos nada más que sobre la base de términos estrictamente lógicos, ninguno de los integrantes del grupo en cuestión puede escapar a la determinación de estos factores psicológicos, si bien es cierto que grupos de científicos o de técnicos lo­ gran en general un alto grado de logicidad que trae consigo que supuestos factores retóricos y psicológicos queden en la retaguardia. Pues bien, la obra Retórica nos ofrece una estrategia para enfrentar a cada uno de ellos, y que sería la siguiente:

• •

• • • • • • •

Respecto del perro-discutidor, se trata de permanecer tranquilo y sujeto al asunto, invitando al grupo a contradecir sus opiniones. Respecto del caballo-positivo, le induces a que resuma los aspectos más importantes del tema en cuestión, invitándolo a participar en la discusión. Respecto del mono-sabelotodo, motivas al grupo a tomar posición frente a sus aseveraciones. Respecto del rana-parlanchín, interrumpes suavemente, estable­ ciendo límites de tiempo. Respecto del chivo-tímido, le haces preguntas suaves y directas, acrecentando su autoestima. Respecto del puercoespín-objetor, reconoces sus conocimientos y experiencia. Respecto del hipopótamo-indiferente, le preguntas por su trabajo y procuras dar ejemplos concernientes a su campo. Respecto del zorro-interrogador, las preguntas que él hace las devuelves al grupo. Respecto del vaca-sagrada, la idea es evitar toda crítica dirigida a él, empleando a la vez una técnica argumentativa condicional, en términos de “si...pero” .

Como se puede observar, atendiendo a estas sugerencias acerca de cómo tratar con los distintos tipos humanos que habitualmente se presentan en nuestras reuniones de trabajo, se trata de sacar el mejor partido de cada cual, por mucho que sea tímido, disputador, objetor o indiferente. Y ello por supuesto también en aras de una mejor comunicación y teniendo el propósito de la formación de grupos que puedan realizarse de la mejor forma de acuerdo con sus posibilidades. El libro dirigido por Geissner presenta además otras sugerencias en las que también conviene detenerse. Por de pronto lo que se describe como un “pensar en 5 pasos”, y que es expresado de la siguiente forma: •

“Quién habla qué, cuándo y dónde, por qué y para qué, de qué manera, y con o a quién” .

Sin embargo, es posible distinguir aquí más pasos o instancias, a saber 10, y que serían los siguientes, respecto de alguien que habla:

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.

¿Quién? ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Desde dónde? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿De qué manera? ¿Con quién? ¿A quién?

Los cinco pasos de Geissner han sido profusamente discutidos. En todo caso, se justifica la propuesta de una clasificación más completa y que conste de 10 pasos. La consideración de cada uno de ellos contribuye a un deliberar más adecuado y ajustado, ya que la puesta en práctica de la comunicación va resultando de la atención puesta en ese marco de referencia completo, a saber: 1. ¿Quién habla algo? 2. ¿Qué cosa es? 3. ¿Cuándo lo dice, en qué época o momento? Incluyendo esto también: ¿En qué circunstancias o situación lo dice? 4. ¿Dónde lo dice, en qué ambiente, medio o lugar? 5. ¿Desde dónde, vale decir, desde qué perspectiva, idiosincrasia, mentalidad, ideología? Sin lugar a dudas este es el aspecto decisi­ vo tanto en la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer ( Verdad y método), como de Paul R icoeur (El conflicto de las interpretaciones). 6. ¿Por qué dice eso, cuál es su motivación, pero también la razón de lo que está diciendo? 7. ¿Para qué, con qué fin lo dice, qué persigue con ello? 8. ¿De qué manera lo dice, a saber, cómo presenta aquello? 9. ¿Con quién dice lo que dice?, esto es, si está en comunión con algún grupo en relación con lo que está diciendo, o siquiera si lo dice solo o acompañado por otras personas. 10. ¿A quién se lo dice?

Respecto del “Paso 5”, esto es, desde dónde se dice algo, es claramente reconocible que desde Gadamer y R icoeur en adelante ha tenido un notorio impacto, y en general con una tendencia que resulta a lo menos discutible, ya que se parte de la base que cada cual, en cierto modo, está irremediablemente atrapado en sus discursos. El siguiente texto de la Crítica de la razón dialéctica de Sartre nos lleva a cuestionarnos esto y justamente para tomar distancia de los juicios del pensador francés: /.../Lukacz tiene los instrumentos que hacen falta para comprender a Heidegger, pero no le comprenderá, porque tendría que leerle, captar el sentido de sus frases una tras otra. Y eso, que yo sepa, no hay ya ni un marxista que sea capaz de hacerlo. Es que no pueden despojarse de ellos mismos: niegan la frase enemiga (de miedo, de rabia, por pereza) justo en el momento en que quieren abrirse a ella. Esta contradicción les bloquea. Literalmente no comprenden una palabra de lo que leen”11. Independientemente de que Sartre puede tener toda la razón en lo que está planteando, y habría que agregar que no solo el marxista, sino quien es de derecha, o de alguna religión en particular, suelen —qué duda cabeestar completamente atrapados en sus discursos, pero el punto está —en términos de una supuesta genuina comunicación—en que hagamos siem­ pre el esfuerzo por salir de la jaula de los propios discursos. (Más adelante, hacia fines de la presente obra, abordaremos los ar­ gumentos del “triple enlace de coexistencia de la persona con sus actos, discursos, y grupos a que pertenece”, teniendo muy presente, por su­ puesto, lo pertinaces que son estos, sucediendo que en muchos casos se queda atrapado en esos enlaces de por vida). Volviendo a nuestros 10 pasos, hagámoslos actuar y llevarlos al terreno histórico. Por ejemplo, en el siglo XI, si tenemos en cuenta el perdón que le pide el R ey germano Enrique IV al papa Gregorio VII en la así llamada “romería a Canossa”: 1. ¿Quién habla? El R ey germano Enrique IV.

Citado por Jorge Acevedo, Heidegger: existir en la era técnica, Santiago: Ediciones UDP, 2014, p. 425. En adelante ‘H et’.

2. ¿Qué es lo que dice? Pide perdón al papa Gregorio VIL 3. ¿Cuándo pide este perdón y en qué circunstancia lo hace? En el siglo XI, más exactamente en enero de 1077, en pleno in­ vierno, y la circunstancia es lo que tiene que ver con el conflicto de las investiduras, que plantea la cuestión de quién tiene más poder: el R ey o el Papa. Como Enrique IV no acepta el llamado “dictum papae”, el Papa lo excomulga. Ese “dictum” estipula que el Papa inviste el supremo poder en el mundo, que solo él tiene derecho a nombrar obispos y arzobispos, que solo él puede coronar al Emperador del Sacro Imperio Romano-Germano, como también destituirlo. En vistas de esa excomunión, los Prín­ cipes Electores le ponen como condición a Enrique liberarse de ella dentro de un año, y si no lo hace, ellos le habrán de retirar su apoyo. Enrique entonces se ve perdido y parte rumbo a en­ contrarse con el Papa para clamarle perdón, lo que sucede en la Fortaleza de Canossa, al norte de Italia. 4. ¿Dónde dice lo que dice, en qué lugar o ambiente? En la Fortaleza de Canossa, donde el Papa se ha refugiado, pensando que Enrique lo atacará. El ambiente es frío, pues es invierno. Como el Papa no quiere abrirle las puertas al Rey, este implora perdón, estando descalzo bajo la nieve en las afueras de la fortaleza durante tres días. 5. ¿Desde dónde dice Enrique lo que dice? Lo que dice se enmarca en la así llamada “guerra de las investidu­ ras”. Es una cuestión de poder que está enjuego, particularmente desde la época de Enrique en adelante: ¿tiene más poder el Papa, el Arzobispo, versus el R ey o el Emperador? 6. ¿Por qué dice el hablante lo que dice, cuál es su motivación, pero también la razón de lo que está diciendo? La razón es la de superar la excomunión que ha sancionado el Papa sobre el que habla —Enrique IV. Los hechos posteriores demuestran que la razón de pedir perdón no supuso un genuino arrepentimiento. 7. ¿Para qué, con qué fin lo dice, qué persigue con ello?

Como ya se insinuaba en el punto anterior, en la acción de pe­ dir perdón de Enrique IV prima el para qué, la finalidad, sobre cualquier razón de algún supuesto genuino arrepentimiento. A él le interesa simplemente que el Papa retire su excomunión para volver a contar con el apoyo de los Príncipes Electores. 8. ¿De qué manera lo dice, a saber cómo presenta aquello? Con apoyo en los cronistas, sabemos que el R ey se humilla cla­ mando perdón al Papa durante al menos tres días, estando descalzo y bajo la nieve. Su clamor es particularmente lastimero. 9. ¿Con quién dice lo que dice? Podemos suponer que al menos la pequeña corte que lo acompaña lo apoya en su súplica. 10. ¿A quién dice lo que dice? El R ey Enrique IV dirige su súplica al papa Gregorio VII. En este contexto los autores de Retórica nos recuerdan, en contraste con lo anterior, los pasos argumentativos correlativos propios de la escolástica, y que serían los que siguen: 1. Quaestio o propositio. Aquí ante todo se tiene en cuenta el asunto de qué se trata. 2. Videtur quod non. Es decir, lo que se ha visto y dicho del asunto y lo que no. 3. In oppositum: contra. Vale decir, se trae a colación todas las objecio­ nes que se pueden formular en contra de lo que se ha planteado sobre el asunto en discusión. 4. In oppositum: pro. Es decir, lo que se puede decir a favor de esos planteamientos. 5. Solutio, vale decir, finalmente la solución, el resultado y el nuevo planteamiento a partir de todo lo críticamente examinado de lo que se ha dicho, los pro y los contra. En Retórica se trae por último a colación los pasos argumentativos que considera el filósofo norteamericano John Dewey: 1. Se enfrenta una dificultad. 2. Ella es localizada, precisada y definida. 3. Proposición de posibles soluciones.

4. Consecuencias lógicas de la solución que se adopta y que se ha expresado en una proposición. 5. Aplicación del método de ensayo y error a esa proposición. 6. En la medida que esta proposición sale victoriosa de posibles objeciones, reforzamiento de ella. Así, junto con la puesta en escena de un bestiario retórico, atendiendo a la manera de enfrentar a cada uno de los integrantes con sus peculiaridades psicológicas, sacándole a cada uno el mejor partido, el análisis se centra por último además en el asunto que en cada caso está en discusión y cuáles serían posibles modos de abordarlo.

Se c c i ó n 2

LA DEMOCRACIA Y CIERTAS BASES RETÓRICAS

2.1. El campo de la retórica es la argumentación 2. Í. Í. Sin duda, lo que enuncia el título de más arriba constituye el meollo de la concepción de la retórica de Perelman y su colaboradora OlbrechtsTyteca. Digamos algunas palabras sobre el autor principal de la obra Tda, que principalmente analizaremos: Chaím Perelman, datos extraídos princi­ palmente del Prólogo de esa obra. Perelman nace en Polonia en 1917 y desde los 12 años vive en Bélgica, donde estudia Derecho y Filosofía, doctorándose sobre la lógica de Frege. Fue profesor en la Universidad de Bruselas. Perelman trabajó además en la U N ESC O y mostró particular simpatía por los países socialistas. En los 60 se formó el “Grupo de Bru­ selas” en tom o a Perelman. Frege y Austin influyen sobre Perelman, el cual también pertenece al “Grupo de Zürich”, que tenía como órgano de expresión la revista Dialéctica. Su figura central era Gonseth, que tenía una postura particularmente antimetafísica. En 1958 publica Cháim Perelman con la autora Lucie OlbrechtsTyteca, el Trait de Vargumentation. Este puede ser considerado entre los grandes tratados de retórica, después de Aristóteles y Quintiliano12. Lo decisivo para Perelman no es lo que podría considerarse de carácter estético en la retórica —el ornato, el delectare, como tampoco en función de la persuasión- sino entenderla como teoría de la argumentación, y ello

12 Marcus Fabius Quintiliano (35-95 d.C.), retórico hispanorromano. Desarrolló una brillante carrera com o abogado y profesor de retórica en la R om a de Vespasiano. Ejerció durante veinte años com o abogado y profesor; luego se retiró para dedicarse a escribir. Su obra principal Institutio Oratoria recoge todo cuanto es necesario para formar a un orador; consta de doce volúmenes.

trae inevitablemente consigo una ruptura con la concepción tradicional de la razón. Ello lo podremos observar cuando más adelante entremos en el análisis de la argumentación y de los distintos tipos de argumentos. Con Perelman veremos a su vez cómo en tanto seres humanos, por estar determinados por la argumentación, lo que llamamos realidad es siempre resultado de la construcción de ella que ha realizado la argumen­ tación, y en este sentido esta “construcción de la realidad” es eminente­ mente retórica, simplemente porque es argumentativa. En este sentido la concepción de la “nueva retórica” de Perelman vale como anticipo de lo que a futuro será el constructivismo.

2. 1.2. Por de pronto, como se trata de una “teoría de la argumentación”, cabe señalar que la diferencia entre los términos ‘argumento’ y ‘argumentación’ es simplemente que la argumentación corresponde a la ilación de distintos argumentos. Con ello se destaca precisamente una de las características del argumento, cual es su encadenamiento. Es propio de un argumento encadenarse con otros, y en general ellos se presentan en la forma de cadenas argumentativas. ¿Será que, antes que los argumentos, las palabras solas, una simple frase, un enunciado, todo lo cual corresponde a los componentes de un argumento, pueden cambiar el mundo? Por su parte, las palabras no son solo eso, palabras, sino que conllevan pensamientos, sentimientos, impulsos, deseos, expectativas, sueños. El poder de la palabra radica no únicamente en lo que podríamos llamar “carga de realidad”, sino también en su carga de lo posible, de lo futuro, de nuestras proyecciones, incluso en su “carga de fantasía, de ficción”. Como ilustración de lo que estamos diciendo tomemos la expresión aparecida en Estados Unidos de 1850: “ ¡Go west young Man!” (Dirígete al Oeste hombre joven) la que fue pronunciada por Horace Greeley, el fundador del New York Tribune, un impulsor de los sindicatos, de la emancipación femenina, de la antiesclavitud, del movimiento “free-soil” (suelo libre). ¿Qué trajo consigo esta consigna? “Pues, un movimiento en especial justamente de jóvenes y también de gente pobre hacia el Oeste, en busca de una mejor suerte y de hacer una nueva vida. Lo que conocemos

como “conquista del Oeste” guarda relación con aquella consigna. Ello viene a ser el corolario de nuestra hipótesis de la que hemos arrancado: las palabras, los enunciados, los argumentos mueven el mundo. Ahora bien, no toda palabra consigue esto, también hay palabras huecas que no conducen a nada, y que flotan en el aire con su oquedad, como gases de un bebida de fantasía. Ciertamente esta partida hacia el oeste consistía no únicamente en una aventura individual, sino que también se enmarcaba dentro de las políticas de la nación del norte. Dentro de este contexto, la consabida consigna corresponde relacionarla no solo con la conquista del oeste sino también del sur, hacia México, y del norte, hacia Alaska. Es así como la enorme expansión de Estados Unidos incluyó incluso la compra por precios que al día de hoy parecen irrisorios tanto de Nuevo México como de Alaska a los rusos, en cada caso por cifras que no sobrepasaron los 10 millones de dólares. Volviendo al poder de la palabra, hagamos referencia también a las palabras pronunciadas por el historiador Frederikjackson Tum er, a saber “la frontera móvil” en una conferencia que diera en el “Congreso Anual de la Asociación de Historia Americana de Chicago” en 1893. Esta con­ ferencia, pronunciada en un círculo cerrado de historiadores, trascendió más allá de ese ámbito académico hacia la amplia opinión pública. Jackson Tum er contrastaba en la mencionada conferencia la frontera europea de la ciudad amurallada, que él describía como fija, con la frontera abierta (open frontier), vinculada con Estados Unidos. Por último, la frontera abierta se asocia al mismo tiempo con la idea defree soil, suelo libre o descampado. Ella era precisamente una frontera móvil, por corresponder al “borde extremo de la tierra libre” . Era a la vez la línea en que la civilización y lo salvaje (o lo silvestre) se separan13. Son palabras las que mueven las fronteras en el mundo, en particular en nuestra casa, nuestra Madre Tierra. Las palabras ‘fe’, ‘religión’, ‘oro’, ‘plata’, ‘cobre’, ‘petróleo’, ‘agua’, y por supuesto aquello a lo que se refieren constituyen ejemplos de ese movimiento. Y dentro de este,

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A propósito de la consigna “Go west young man!” y de las ideas de “open frontier” y “free soil” cfr. Winkler, Heinrich August, Geschichte des Westens. Von denAnfángen in der Antike bis zum 20. Jahrhundert (Historia de occidente. D e los inicios en la Antigüedad hasta el siglo XX), München: Beck, 2009, p. 678 ss. En adelante ‘GdW ’.

como certeramente lo ve Eugen Fink en sus Fenómenos fundamentales de la existencia humana, goza de un privilegio la civilización sobre lo que esta estima como su contrario, lo incivilizado, lo salvaje, lo nativo, lo silvestre.14 A lo largo de la historia de la humanidad se constata cómo las fronteras se van corriendo precisamente desde lo civilizado a lo que se califica como incivilizado. Incluso tras el propósito que se presenta como religioso suele haber a la vez propósitos económicos y geopolíticos como en la conquista hispano-lusitana de Latinoamérica, la expansión del Islam. En ocasiones el propósito es exclusivamente religioso, como sucedió en Magallanes después de los viajes de Fitz R oy en la primera mitad del siglo XIX . El historiador magallánico Mateo Martinic describe los intentos de evangelización de la iglesia presbiteriana inglesa, en lo cual cabe destacar que se trata de llevar la “palabra de Dios” a tribus de Tierra del Fuego. Una vez que Fitz R oy se había llevado a algunos yaganes y kawescar a Londres, a uno de los cuales se le apodó Jemmy Button, y en el viaje de vuelta, con Charles Darwin a bordo, fue este devuelto en Magallanes, la primera embarcación de los sacerdotes ingleses, cuyo jefe de la misión era el presbítero Gardiner, al desembarcar exactamente en el lugar donde se había dejado al menos 3 años antes al mentado Button, primero los curas son bien acogidos, y de pronto se da vuelta la situación, siendo mortalmente atacados por un grupo de las mencionadas tribus, cuyo jefe es nada menos que el propio Jemmy Button. Tengamos pre­ sente relativamente a esto, que por muy evangelizador que haya sido el propósito sacerdotal —la misión fracasada de Gardiner al cabo de un par de años es reiniciada por el presbítero Stirling, la cual también fracasa, y luego siguen varias más—en la medida que los presbíteros ingleses tienen al final éxito con hacer llegar su palabra y sus argumentos, transformando las costumbres de los nativos: que dejen de andar desnudos, dejen de ser nómadas, dejen de ser polígamos, todo ello contribuye al final nada más que a diezmar a esas tribus, incluido en esta fatal consecuencia el contagio de diversas pestes y vicios del hombre occidental15.

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Fink, Eugen: Fenómenos existencialesfundamentales de la existencia humana.Traducción parcial mía con apoyo de D iego Sanhueza, M iguel Pefaur, Edgar Barkemeyer, Carlos Calvo, Gonzalo Parra, Javiera Canales y Lucas Miranda. Esta traducción se encuentra parcialmente en el sitio web: www.observacionesfilosoficas. net, pp. 146,183, 211. En adelante: ‘Ffe\ Martinic, Mateo, Crónica de las tierras del sur del Canal Beagle, Punta Arenas: Lakutaia, 2005, pp. 57 ss.

2 .1 .3 .

Cuando atendemos a los alcances de la interpretación en la comunicación, ya sea en tanto argumentación o conversación, podemos entender la jus­ tificación que tiene la constitución de lo que, más que un método, podría considerarse una disciplina filosófica, cual es la hermenéutica. Q ue sobre distintos hechos, situaciones, personas haya distintas y frecuentemente contrapuestas interpretaciones y visiones correspondientes es particular­ mente relevante para la “nueva retórica” . Recordemos que la retórica se mueve en el campo de lo probable, lo plausible, lo que no es evidente. La cuestión es que hay ciertas dificultades de la hermenéutica que podrían considerarse como insalvables, si bien lo que persigue la hermenéutica es precisamente lograr una suerte de “ciencia de la interpretación”. Sin embargo, justamente de ciencia y cientificidad poco o nada puede haber desde el momento en que atendemos a las subjetividades y sus a veces diametralmente opuestas perspectivas. La hermenéutica, como todo, tiene su historia, la cual se origina particularmente en el texto aristotélico Peri hermeneias, De la interpretación. U n par de milenios más tarde Schleiermacher con su opción por una interpretación simbólica de los textos bíblicos constituye otro hito. La incorporación de lo que podríamos llamar “factor de la subjetividad” se lo debemos especialmente a Nietzsche. Y precisamente, en una última etapa y que tiene alcances de una nueva fundación de la hermenéutica con Hans-Georg Gadamer y Paul Ricoeur, se subraya nuevamente lo que hemos llamado el “factor subjetividad”, sobre todo atendiendo a que en toda interpretación hay que tener en cuenta desde dónde dice algo quien lo está diciendo. Este momento se complementa con otros como respecto del sentido que tiene lo que decimos, por qué lo decimos. Pues bien, ese “desde dónde decimos lo que decimos” cobra, a modo de ejemplo, particular relevancia, si atendemos a las visiones completa­ mente contrapuestas de Martín Lutero que tienen Hegel y Marx. En 1830, en las Lecciones de Filosofía de la Historia de Hegel leemos frases sobre Lutero como las siguientes: Lutero es “el sol que todo lo ilumina”, el acontecimiento a través del cual “el espíritu subjetivo es libre en la verdad” y “la libertad cristiana real”. Con la obra de Lutero “se ha levantado el nuevo, el último telón, alrededor del cual los pueblos se reúnen, la bandera del espíritu libre, el

cual está consigo mismo, a saber, en la verdad, y solo en ella está consigo mismo” . Indudablemente, cómo no, hay grandeza en Lutero, y es lo que resalta en las palabras de Hegel. Por ejemplo, ello se refleja en su gesto de clavar el 31 de octubre de 1517 en la Catedral de W ittemberg sus 95 tesis con sus respectivas demandas, entre ellas la supresión de las indulgencias, que le acarreaban descrédito moral a la Iglesia. Ahora bien, Marx, que tiene una visión completamente contrapuesta, atiende más bien al enfrentamiento de Lutero con los campesinos y con su líder Thomas Müntzer. En la “Introducción” a la Filosofía del Derecho de Hegel, Marx presenta la siguiente visión de Lutero: Lutero derrotó la esclavitud con la devoción, porque por convicción puso la esclavitud en su lugar. El rompió con la fe en la autoridad porque restauró la autoridad de la fe. El convirtió a los curas en laicos, porque convirtió a los laicos en curas. El liberó a los seres humanos de la religiosidad porque hizo de la religiosidad la interioridad del ser humano. El emancipó al cuerpo de las cadenas porque puso al corazón en cadenas. Teniendo en cuenta estas visiones completamente discordantes, en definitiva la hermenéutica puede a lo más constatar que se deben a la distinta procedencia ideológica de las respectivas interpretaciones. Pero esto mismo le da a su vez la mayor de las justificaciones a la hermenéutica, ya que nos hace ver que en general más bien lo que tiene lugar es un interpretar las cosas y no un pretendido saber de ellas (GdW, pp. 227 ss.). Por otra parte, también hay que poner de relieve el alcance que tiene lo que se aproxima a una suerte de metalenguaje, en el sentido que, por ejemplo, en este mismo texto, al exponer las visiones contrapuestas, y sobre todo tomando conciencia lo más cabal posible de ellas, tienden a suavizar sus aristas demasiado agudas.

2 .1 .4 .

Rodrigo Valenzuela en su libro Retórica distingue tres dimensiones de la argumentación (lo que corresponde al subtítulo del libro), a saber, las relativas al discurso técnico, poético y polémico. Veamos algunos alcances de cada uno de estos:

1. El discurso técnico versa sobre todo acerca de un saber cómo hacer ciertas cosas, el saber de los oficios, trabajos, profesiones, él nos muestra sobre todo cómo lograr lo que perseguimos, pero no por qué queremos aquello: Son irrebatibles los cálculos que muestran cómo una reducción de personal levantaría el resultado de la empresa, pero ¿queremos dejar gente sin trabajo o preferimos dejar a los dueños sin dividendos duran­ te esta difícil coyuntura, mientras redefinimos productos o mercados en un ajuste de más largo plazo? N o dudamos que la cirugía que nos describe el veterinario salvará al perro atropellado, pero ¿queremos sal­ varlo, considerando la mermada calidad de vida que tendrá después?16. 2. Al discurso poético le corresponde suplir aquella falencia del discurso técnico, en cuanto a señalarnos una meta y por qué deberíamos perseguirla. Su marco general del pensamiento suele no ser la lógica, sino la metáfora. Su material particular de pensamiento no es el dato sino el cuento, la historia. El efecto del discurso no es el de un espolón racional que fuerza las puertas de la aceptación, sino el de un canto seductor que logra que sean abiertas desde adentro. Su fuerza no está en la mecánica que obliga, sino en la estética que atrae (Rda, p. 21). 3. El discurso polémico nuevamente viene a suplir ciertas deficien­ cias de los discursos anteriores —técnico y poético—puesto que acoge las diferencias de perspectivas, opiniones, juicios de los interlocutores. Al igual que en el fútbol, ese desafío requiere de destrezas otras que la técnica y la estética. A ojos del purista, el juego entonces se ensucia, aparecen la estrategia, la astucia, el oportunismo. Malas artes para el que cree que los problemas se resuelven solo con las reglas de una técnica y con la estética de una visión de mundo impoluta por pequeñeces. Pero la ciudad es más sabia que el purista. Sabe que el mundo no es utopía. Sabe que las perspectivas y los intereses son inevitablemente diversos, que el conflicto resultante de esa diversidad no es un mal,

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Valenzuela, Rodrigo: Retórica. Un ensayo sobre tres dimensiones de la argumentación, Santiago: Jurídica, 2009, pp. 18-19. En adelante ‘Rda’.

sino un bien, porque abre la mente a nuevas opciones y que, entonces, hay que darle espacio para que se manifieste, a la vez sin mordaza y sin quebrar la comunidad. La ciudad logra ese equilibrio entre conflicto y cohesión mediante el agón (PRF, p. 24). De este modo, llegamos al punto que nos interesa relevar, a saber, que en definitiva es este así llamado “discurso polémico” el que permite la articulación de la comunidad y sobre bases democráticas. Se pone en práctica en él un saludable agón, es decir, un espacio que posibilita, por decirlo así, el encuentro en la legítima disensión y la competencia agonal entre los distintos discursos. En uno de sus textos filológicos, esto es, El certamen de Homero, el joven Nietzsche plantea que hay dos diosas Eris, una que es bélica y la otra que, en términos de enfrentamiento, da cabida a la ambición, a la envidia, al apetito por el poder, y, a fin de cuentas, permite el florecimiento de la cultura. Nietzsche: Esta segunda Eris impulsa incluso al hombre torpe al trabajo y cuando uno que no tiene posesiones mira al otro, que es rico, se apresura de igual modo a sembrar y plantar y a poner en orden la casa; el vecino rivaliza con el vecino que se afana por el bienestar. Esta Eris es buena para los hombres. También el alfarero es rencoroso con el alfarero, y el carpintero con el carpintero, el mendigo envidia al mendigo y el cantor al cantor17. Con estas consideraciones estamos destacando un punto crucial de la retórica y que la distingue no solo de la lógica, sino de la ética, y ello concierne a que ella procura dirigir la mirada al ser humano tal cual es. Claramente quienes mejor intuyeron esto fueron los sofistas, pero con la limitación de que no estaban ligando esta concepción de la retórica con alguna forma de democracia, o digamos al menos, de una convivencia armónica entre los ciudadanos, teniendo presente que este objetivo jamás podría perderse de vista. A diferencia de la postura extrema de los sofis­ tas, en la que sobre todo está enjuego la concepción de un ser humano egoísta y afanado en conquistar y conservar el poder (y aunque al menos sea esto no por las armas sino por el dominio de la palabra), en la Retórica

17

Nietzsche, Friedrich: Obras Completas vol. I, El certamen de Homero, Madrid,Tecnos, 2011, pág. 564. Citado por R odrigo Pefaur, en: “La retórica griega com o expresión del agón: una perspectiva nietzscheana”, www. cristobalholzapfel. el

aristotélica, especialmente en su Libro II, asistimos a una visión trans­ parente y descamada del ser humano, que frecuentemente tiene como móviles la ira, la envidia, el desprecio, y otros, y sin embargo al mismo tiempo se trata, digámoslo así, de aprovechar esa energía (cuasi al modo de las artes marciales orientales) de tal modo que el orador saque el mejor partido de ello. El siguiente pasaje sobre la irritación y la indignación es elocuente al respecto: También nos irritamos contra quienes menosprecian a aquellos a los que sería vergonzoso que no defendiéramos, como a nuestros padres, hijos, mujeres o subordinados. Y contra los que no agradecen un favor, pues el menosprecio es particularmente injustificado. Y contra los que nos contestan con ironía cuando hablamos en serio, porque la ironía es muestra de desprecio. Y contra los que tratan bien a los demás si no lo hacen con nosotros, pues también es muestra de des­ precio considerar que uno no es digno de lo mismo que los demás. También puede provocar irritación el olvido, incluso de los nombres, por insignificante que eso sea, porque el olvido parece ser muestra de menosprecio; y es que el olvido se debe a despreocupación, y la despreocupación de una forma de desprecio (R, 1379b). Y fijémonos que en las conclusiones finales a que llega Aristóteles (que a continuación citaremos) se observa patentemente el aprovechamiento de la inmensa energía que supone, por cierto, la irritación: Con esto queda tratado, a un tiempo, con quiénes nos indignamos, en qué estado de ánimo y por qué motivos. Y es evidente que el orador debe mover con su palabra a sus oyentes, para disponerlos a la indignación, y presentar a los adversarios como culpables de aquello por lo que nos indignamos y poseedores de las cualidades que mueven a la indignación (R, 1380a).

2 .1 .5 .

Los caminos en la historia entran a tallar de modo relevante en lo que es la comunicación y de modo particular tanto en lo que es la argumentación y la conversación como la proyección de mundo que resulta de ellas. Y nos referimos a los a caminos y rutas —terrestres, acuáticas y finalmente

aéreas—que han permitido que se conforme, que se constituya lo que llamamos mundo. Relativamente a las “vías de comunicación”, y que lo serían no solo en términos estrictamente físicos, a lo largo de la historia se da la secuencia antedicha: tierra, agua, aire; primero los caminos y rutas terrestres, como el camino de la seda que permitió unir Oriente y Occidente, y así también el camino de la porcelana, del incienso, de la piedra lumbre, de la sal y otras especias. Luego la navegación acuática, no solo fluvial, sino especialmente marítima. Y finalmente las rutas aéreas desde comienzos del siglo X X hasta nuestros días. Lo que es interesante aquí es que cada viajero por estos caminos terrestres, acuáticos o aéreos lleva consigo un “mundo propio”, vale de­ cir, una cultura, una lengua, una religión, una moral, una ideología; en términos generales, un “sistema de ideas y creencias” que inevitablemente ha de entrar en contacto con el de otros viajeros, como de los lugareños, los habitantes del villorrio, de la ciudad, de la metrópolis remota donde ha llegado. Ello es también relevante para lo que entendemos por comunica­ ción y su alcance, pues únicamente cuando esta llega a producirse en esta escala, que podríamos llamar “internacional”, es que se completa y fecunda propiamente. Sin embargo, y de modo relevante también para la comunicación, tanto argumentativa como conversacional, actúa la dicotomía “guerra y paz”, la cual siempre y en todos los frentes está gravitando en la historia, y ello importa también en relación con nuestro tema. Sin duda que, a propósito de la comunicación, la argumentación está más ligada a la guerra como la conversación a la paz, si bien, cabe precisar, la guerra es más es el resultado del fracaso del entendimiento por vías argumentativas. La mencionada dicotomía, por otra parte, es particularmente sugestiva, porque suele presentarse amalgamada en la historia. De algún modo, el ejemplo más descollante es la “pax romana”, que implicaba, por cierto sometimiento a Roma, y si era necesario —y, por lo general, precisamente lo era- sometimiento a través de la guerra, siendo el objetivo último esta singular “paz” . Hasta cierto punto, la doctrina de la “pax romana”, a sabiendas o no, se ha generalizado en la historia, y distintos Reinos, Im­ perios y Estados la han aplicado rigurosamente. Por ejemplo, es patente que la conquista española de América conlleva la misma impronta.

Pues bien, queda como pregunta si los caminos y rutas que se abren tienen como primera motivación la paz, y la paz en alianza con el comer­ cio de la seda y de las especias, o la guerra. Cabría aventurar, a riesgo de equivocarse, de que ha sido más bien la motivación bélica de los hunos, los mongoles, los tártaros, los magiares, de Genghis Kan o Alejandro Magno, lo que ha comenzado por abrir, por desbrozar caminos. Mas, hay en esto una diferencia notoria, cual es que esa motivación bélica juega un papel doble por lo general, y casi sin excepción: que el camino, la ruta, se abre, se despeja para el vencedor, el conquistador, pero no para el vencido, el conquistado. En cambio, cuando la motivación ha sido el comercio, el camino es de ida y vuelta, es decir, no solo de la ida del conquistador, que es el único que se permite volver, para ir nuevamente al territorio ya conquistado, sino también el camino que es de ida y vuelta para ambos que han entrado en alguna negociación comercial18.

2.2. Argumentación y principio de razón suficiente Cuando entendemos la retórica como teoría de la argumentación pode­ mos advertir su cercanía con lo que esencialmente es el hombre. Precisa­ mente el ser humano está hasta tal punto determinado por la razón, por el logos, que su modo de ser es ante todo argumentativo. Con extrema frecuencia y por lo general estamos desplegando argumentos para hacer esto o lo otro y no solo cuando tomamos deliberadamente decisiones. Con el aprendizaje que vamos desarrollando al habitar en el mundo, con la experiencia que vamos ganando —podríamos decir—que la argumen­ tación la llevamos en cierto modo ínsita en nosotros. Cuando optamos por esto desdeñamos aquello, nos inclinamos por lo de más allá, cuando preferimos ir a un determinado lugar y postergar nuestra ida a otro, en todo ello estamos siempre argumentando, y, en cierto modo, cabe decir, de que somos en esos argumentos. Para entender ello mejor nos podemos valer del principio de razón suficiente, formulado por Leibniz, ya que este principio nos hace caer en cuenta de que si todos los fenómenos naturales obedecen a razones 18

Geschichte. Die grosse Bild-Enzyklopadie (Historia. La gran Enciclopedia ilustrada), London: DK, Dorling Kindersley, 2007, pp. 82-83. En adelante ‘G BE \ / Ed. Cast.: Historia (La guía visual definitiva), Londres: DK, 2011. En Chile a través de Cosar Editores S.A.

suficientes para ser lo que son y comportarse como se comportan, así también nosotros requerimos de razones, que Leibniz piensa como “si­ quiera suficientes” para hacer lo que hacemos o dejar de hacerlo19. La palabra ratio del principium rationis sufficientis tiene al menos dos acepciones que aquí nos interesan: ‘razón’ y ‘fundamento’. En cuanto al principio de razón suficiente, podemos distinguir tres estadios. 1. Estadio ontológico, de acuerdo con el cual todas las cosas, el uni­ verso íntegro, se comporta como se comporta de acuerdo con este principio. Supongamos una nube que se forma, en cada una de las formas que va adquiriendo hay razones para ello, dadas por las presiones, la temperatura, la época del año, la región geográfica, y demás. Y lo mismo todo cuanto sucede. En este estadio el principio está en las cosas mismas al modo del logos, ratio, fundamento o razón que determinan que ellas sean como son. 2. Estadio epistemológico, de acuerdo con el cual el principio de­ termina el saber, el conocimiento y la ciencia, en cuanto a un volver a dar la razón suficiente o fundamento a lo que de por sí lo tiene en ello mismo. Si un científico explica que las mareas se producen debido a las fases de la luna, le vuelve a dar la razón —al menos suficiente—a ese fenómeno que, de por sí, la tiene. En otras palabras, no porque el científico de con esa razón suficiente la está creando, sino que la luna está desde tiempos inmemoriales rigiendo sobre las mareas en el planeta Tierra. Si en el estadio ontológico el principio actúa como fundamento que está en las cosas mismas y su entorno (el sonido que se despla­ za como se desplaza, la luz que se comporta como se comporta, la temperatura que es la que tiene que haber en cualquier lugar y momento del Planeta o del universo en plenitud), el estadio epistemológico es más bien el de la fundamentación (cómo fun­ damenta el ser humano que la temperatura es la que tiene que haber aquí o acullá, etc.).

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Leibniz: Theodizee, Edit. Insel, Frankfurt am Main, 1986. Ed. cast.: Teodicea, # 44, en: Obras,Tomo V, trad. de Patricio Azcárate, Casa Editorial de Medina, s/a.

La mencionada fundamentación, en relación con el estadio ontológico del principio de razón suficiente, es en rigor un volver a dar el fundamento a lo que de por sí lo tiene en ello mismo. Por ejemplo, tales y cuales son las razones de acuerdo con las cuales hay aquí y en este momento la temperatura que hay, y por su­ puesto habría que señalar exactamente esas razones: frente frío o caliente en el Océano, vientos que van en tal dirección y de tal velocidad, etc. 3. Estadio existencia! Este es el estadio de la razón suficiente que más nos interesa en cuanto a la retórica concebida como teoría de la argumentación. Si decidimos, si hacemos, si evitamos algo, si nos interesa, nos motiva, nos inquieta, nos gusta o nos disgus­ ta algo, en todo ello nos regimos por razones que deberían ser suficientes para ello. Aquí no hay un fundamento previo en las cosas, sino que está todo por hacerse. Este es el motivo por el cual no hay aquí tam­ poco un volver a dar el fundamento, sino un simple y gratuito dar elfundamento. Y agreguemos que junto con ser simple y gratuito el mencionado dar el fundamento es también libre. A causa de ello el estadio existencial constituye a la vez una definición de la libertad del ser humano de hacer esto o lo otro. Pero, por decirlo así, y de modo capcioso, así como el color rojo no es rojo, así tampoco la libertad es libre. Al ser ella expresión también del principio de razón suficiente en su estadio existen­ cial, ella requiere precisamente de principios, de razones, de fundamentos para validar lo que decidimos, pensamos e incluso recordamos, imaginamos y sentimos. En atención a los tres estadios que propongo relativos al principio de razón suficiente, formulado por Leibniz, cabe anotar que más que una interpretación constituyen una propuesta para entender los alcances ex­ traordinarios del mencionado principio. A continuación algunas consideraciones respecto de la verdad y el error, y agreguemos la falsedad y el engaño, según como se dan estos en cada uno de los señalados estadios: Ad 1: Unicamente en el estadio ontológico del principio de razón puede haber verdad. Las cosas son como son al estar regidas íntegramente

por el logos, la razón cósmica universal. La piedra cae como tiene que caer, con la velocidad con que cae, dónde cae y cuándo cae, y lo mismo cada ola del mar, su forma que va cambiando de instante en instante, la altura que alcanza, el recorrido que sigue y cómo se estrella contra las rocas, y lo mismo todo lo que hace el Planeta Tierra en su órbita alrededor del sol. Todo ello obedece al secreto logos, como una suerte de cara oculta del cosmos. Casi dos milenios antes que Leibniz, Heráclito ya había tenido claramente la intuición de que el cosmos es íntegramente logos. Incluso la bolita de la ruleta que ha tirado el croupier en el casino, qué número sale, ello reviste una necesidad por cuanto hay siempre razones que hacen que salga en cada caso tal número que no tal otro, atendiendo a todos los factores que pueden influir en ello, la rugosidad, lisura, sequedad o humedad de la mano del croupier, la fuerza con que lanzó la bolita, la forma de esta última, su peso, etc., todo ello incide en que cada vez salga el número que tiene que salir y no algún otro. Y en principio sería posible predecir qué número saldrá cada vez, aunque el estado de avance actual de la ciencia, con todo lo impresionante que es, no es suficiente, no permitiendo ello todavía una predicción exacta. En este sentido, el cosmos es íntegramente logos y el asunto está en captar el pliegue en que ambos se unen, conformando una unidad ontológica primordial. El logos es el Señor del cosmos, ya que todo lo que acontece en él no puede sino “obedecerle” (hablando figurativamente) y aunque esta sea una obediencia ciega. El logos es pues por lo mismo también el poder. Es más, él constituye el supremo poder de todo, al cual nada se le puede resistir. La enfermedad que se desarrolla en alguien, se desarrolla como tie­ ne que desarrollarse y aunque la consecuencia sea al final la muerte, no menos que la nube que se forma y se deforma. Y siendo el logos el supremo poder, es por lo mismo omnipotente, y de este modo, da lugar a concebirlo incluso al modo de lo que entende­ mos como divino y Dios mismo, aunque probablemente con esta última asociación no estemos sino en el terreno semántico del acto de nombrar algo, y nada más que eso. Respecto del estadio ontológico del principio de razón suficiente nos valemos de la concepción por sobre todo heideggeriana de la verdad en

plena identidad con el ser20. El cosmos en tanto logos, en tanto razón y fundamento de cuanto acontece, yace siempre en su sempiterna verdad, sin que pudiera haber en él ni el más mínimo asomo de error. Logos, en latín ratio, tiene dos acepciones principales: en tanto fundamento y en tanto razón. Pues bien, con Heidegger cabe sostener que si todo tiene fundamento para ser como es y comportarse como se comporta, lo único que carece de fundamento (Grund) es el fundamen­ to mismo de todo: el fundamento es él mismo sin fundamento, esto es abismo (Abgrund)21. Esta consideración es importante desde el momento que la identidad entre ser y verdad en Heidegger en definitiva es con respecto al ser en tanto abismo, y no simplemente como fundamento. Con todo, esto importa poco en relación con nuestro estadio ontoló­ gico del principio de razón suficiente, pues nos hace caer en cuenta que si hay un logos detrás de todo acontecer, ese logos como fundamento, a fin de cuentas es abismal. Ahora bien, se podría considerar que al interior del estadio ontoló­ gico del principio de razón suficiente corresponde hacer la distinción entre fundamento y manifestación (así como nos referíamos recién a una distinción pareja, a saber, entre logos y acontecer), y ello lo decimos en el sentido de que cualquiera manifestación tiene precisamente un fun­ damento para ser como es. Sin embargo, en relación con el mencionado estadio ontológico propiamente tal, cabe agregar que en él fundamento y manifestación son uno solo -ambos participan de la verdad del ser- y que recién el estadio epistemológico del volver a dar el fundamento se vale de la mencionada distinción. En otras palabras, con apoyo en Heráclito, podemos sostener taxativamente que el cosmos es logos. Pero agreguemos también que el pliegue entre ambos provoca las mayores inquietudes e interrogantes filosóficas. Ad 2: En el estadio epistemológico que corresponde a la fundamentación puede haber verdad o error, acierto o desacierto respecto de aquello a lo que una proposición se refiere. La historia de la ciencia es

20

Heidegger: De la esencia de la verdad, en: Hitos, trad. de Helena Cortés y Arturo Leyte, Madrid: Alianza,

2001 . 21

Heidegger: La proposición del fundamento, trad. de Félix Duque y Jorge Pérez de Tudela, Barcelona: Serbal-Guitard, 1991. / Ed. al.: Der Satz vom Grund, Pfullingen: Neske, 1971. En adelante:‘SvG’.

significativamente una historia del error, y ello es así en mayor o menor grado, dependiendo de qué ciencia se trate. Por ejemplo la Astronomía, seguramente en razón del alcance de su objeto de estudio, supone una historia de desaciertos contrastados, claro está, con otros que han sido aciertos. A propósito de esa historia, el supuesto del sistema geocéntrico, heliocéntrico, con centro en la vía láctea (válido hasta 1929) todos son errores, y probablemente el sistema sin centro actual también podría serlo a futuro. De todos modos, hay que aducir que en la ciencia en general y en la Astronomía en particular priman más los aciertos que los desaciertos. La relación entre ambos estadios, el ontológico y el epistemológico, se deja concebir como una relación entre fundamento y fundamentación. Toda fundamentación, en la que puede haber verdad o error, acierto o desacierto, remite a un fundamento que es verdadero en sí mismo, simplemente porque es como es. Yendo probablemente más allá de lo que Heidegger pensara estric­ tamente con su planteamiento de la identidad entre ser y verdad, soste­ nemos aquí que la mencionada verdad del ser implica también la verdad de los hechos, aunque no por ello corresponde reducirla a lo meramente factual. También las relaciones matemáticas suponen ser verdaderas y ellas no constituyen hechos. Pues bien, cada cosa es como es y en eso radica su verdad. Que noso­ tros digamos en términos de la concepción aristotélica de la verdad como adecuación que aquello es tal y tal, sea que comenzamos a describirlo o explicarlo, si hay adecuación o concordancia, vale decir, acierto, entonces la proposición que estamos enunciando es verdadera. De lo contrario, cuando no hay la mentada adecuación, hay desacierto, error. Sin duda la práctica de la justicia es asaz decidora al respecto. Si al­ guien cometió un delito, un robo, un asesinato, o no, es lo que la justi­ cia, a través de un procedimiento regulado, intenta averiguar. Cometió alguien un delito, en el hecho de que lo haya cometido, está la verdad, lo mismo en el hecho de que no lo haya cometido. Lo que hagan los peritos, procuradores, fiscales, defensores, jueces, todos ellos se estarán moviendo siempre en la adecuación o desadecuación, en una sola palabra, en la fundamentación. Ad 3. Si hablamos de fundamentación, esta también concierne al estadio existencial del principio de razón suficiente. Esta fundamentación se presenta aquí más suavemente como justificación. En efecto, si concibié­

ramos a un ser humano que está siempre procurando la fundamentación de su hacer o no hacer, en función de contrastar esto con un fundamento previo, dado por un programa preestablecido, le estaríamos otorgando rasgos robóticos o propios de un androide. En rigor, no se hace presente aquí la fundamentación, sino la justificación. ¿Qué justificación tiene lo que hago o no hago, lo que elijo, decido, pienso, recuerdo, imagino o siento? ¿Qué justificación tiene incluso hasta lo que sueño? Y por su­ puesto ¿qué justificación tiene lo que los otros hacen o dejan de hacer, eligen, deciden, y demás? Con esta justificación simplemente damos el fundamento, y como ya veíamos, ello le brinda también un sentido a la libertad, pero justamente por haber la demanda de la justificación, para decirlo de modo capcioso, ella misma no es libre. Lo que libremente hago también tengo que justificarlo. Ahora bien, ciertamente cabe reconocer aquí que hay ese espacio de la libertad donde incluso toda justificación desaparece. Ello se da cuando deliciosamente no hacemos nada. Y en razón del poder que tiene el afán de justificación, si somos compelidos de pronto a justificar ese no hacer nada, perdemos de inmediato también ese espacio. Una comparación con la comunicación es decidora al respecto. Por lo general la comunicación, y precisamente como argumentación, es entendida de modo constructivo y teleológico, como que a través de ella logramos encontramos unos con otros, clarificar situaciones, sacar a luz las condiciones para la acción, y otros, al mismo tiempo no po­ demos descuidar que hay la sola conversación que no persigue nada. Y así encontramos también a las personas hablando de esto o de lo otro, dejando pasar el tiempo con ello, solo estando en eso, y solo estando entregados a eso. De lo que estamos tratando aquí es de la posibilidad de la suspen­ sión del principio de razón suficiente, la cual se da tanto en el estadio ontológico como en el existencial. Siguiendo a Heidegger en esto —y en lo relativo al estadio ontológico: si todo tiene fundamento lo único que carece de él es el propio fundamento. Hay en esto pues suspensión del principio. Pero también, y en lo que concierne al estadio existencial, si no hago nada, y agreguemos lo que es de mayor relevancia: si amo, amo porque amo. El amor es de tal índole que supone suspensión de nuestra racionalidad. Y me refiero con ello al acto mismo de amar, ya que está

claro que ulteriormente a ese acto le podemos otorgar múltiples razones suficientes. Lo mismo si juego, como lo plantean diversos filósofos del juego, juego porque juego. El juego también es de tal índole que supone la mencionada suspensión. Y lo mismo el creer de la fe, como el crear del arte, el recordar, imaginar o sentir. En verdad, hay apego racional y desapego, pudiendo darse entre am­ bos un perfecto complemento, precisamente en el amar, sentir, imaginar, y otros. El caso del juego es singular, porque en general supone llevar la propia racionalidad a un plano precisamente lúdico. El ejemplo extremo de ello es el así llamado “juego-ciencia” : el ajedrez. Como lo han caracterizado Huizinga, Caillois y Fink en distinta forma, el juego está esencialmente determinado por el “como-si” (Ffe, pp. 250 ss.)22. El niño es el homo ludens par excelence, y él juega como si fuera papá, hijo (como lo es él mismo por lo demás), tío o abuelo, pero también que es un héroe, un águila, un delfín, el sol, un árbol, o lo que fuere. El actor de teatro o de cine hará esto más adelante profesionalmente, y si ello se presenta dentro del ámbito artístico, es porque el arte conlleva al mismo tiempo una impronta esencial lúdica. El cuadro colgado de la pared es como si fuera el “Combate Naval de Lepanto”, pero no lo es. El juego y, junto con él, el arte, constituyen la gran excepción, pro­ bablemente la más notable posibilidad del ser humano de transponerse a otro mundo, un mundo precisamente de fantasía. Eugen Fink nos presenta una visión completamente acertada al comenzar su análisis del juego en Fenómenos fundamentales de la existencia humana con la fantasía y cómo esta caracteriza lo humano (Ffe, pp. 220 ss.). ¿Será que tras el mito y la religión también está el poder de la fantasía? Y no me refiero con ello a lo divino en cuanto tal, porque perfectamente puede ser y ser perfectamente racional, ateniéndose a las exigencias y al rigor de nuestro pensamiento, como ejemplarmente se presenta Dios en el pensamiento aristotélico. Pero cómo vestimos ese ámbito de lo divi­ no con diversos relatos, representaciones e imágenes, ello queda librado precisamente a la fantasía humana. Es interesante cómo lo humano se inserta en cada uno de los estadios del principio de razón. En el estadio ontológico claramente nacemos,

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El com o-si en Huizinga, Caillois y Fink. Huizinga, Johan, Homo ludens, trad. de Eugenio Imaz, Buenos Aires: Emecé, 1968. / Caillois, Roger, Los juegos y los hombres, trad. de Jorge Ferreiro, México: FCE, 1967.

vivimos y morimos, como todo por lo demás. El estadio ontológico lo compartimos con la ola del mar, la nube de Magallanes, el ornitorrin­ co, y demás. Aquí se hace valer no solo la determinación, sino lo que concebimos como destino. Así como nacemos tenemos que morir, lo mismo que todo lo que llega a ser tendrá que dejar de ser, como ya lo sostiene el legado más antiguo de la filosofía occidental, los fragmentos de Anaximandro. Tengamos en cuenta que especialmente nuestros cuerpos están completamente insertos en el mencionado estadio, lo que se refleja en la dependencia total de diversas necesidades, como tener que alimentarse o dormir. Nuestras mentes, en cambio, si bien con sus condiciones y capacidades son desde luego partes dependientes del estadio ontológico del principio de razón, sin embargo en ellas ya vive la llama de la libertad, la que se afinca especialmente en su índole creativa. Nuestras mentes abren creativamente un mundo de nuevas posibilidades. Pero con ello ya entramos precisamente en los siguientes estadios: el epistemológico y el existencial. Hasta cierto punto los estadios epistemológico y existencial pueden ser iluminados a través de la distinción aristotélica y posteriormente kan­ tiana entre razón teórica y razón práctica. En ambos se hace presente el ser humano como el gestor, ya sea de la fundamentación epistemológica o de la justificación existencial. Pero sobre todo esta última -la justifica­ ción existencial- es más amplia que la razón práctica, que está en mayor o menor grado circunscrita especialmente en Kant, pero, hasta cierto punto, también en Aristóteles, por lo que es de índole ética y política. La justificación, en cambio, puede concernir a lo que estoy sitiendo, imaginando o soñando, y mucho más todavía. Pues bien, respecto de cómo se presenta lo humano en el estadio epistemológico, podemos decir que en gran medida nuestro mundo íntegro es un fruto de este estadio. Tengamos en cuenta nada más que la ingeniería y la tecnología. Los puentes, los edificios, las extracciones de petróleo, la explotación minera, los celulares, los computadores, todo ello es fruto de la fundamentación propia del estadio epistemológico. En él la mente, y ante todo subrayando su capacidad racional, tiende a aislarse, separarse. A nuestra capacidad racional la caracteriza el proceso de abstracción, que llega a ser epocalmente tan extrema que se hace ne­

cesario ulteriormente recuperar el cuerpo y la vida. El pensamiento de Foucault de Las palabras y las cosas es ejemplar en ello23. En el estadio existencial el ser humano está, por decirlo así, de lleno y en plenitud. Sin embargo, hay que tener en cuenta que este estadio es cada vez más invadido por el estadio epistemológico. La justificación existencial que le busquemos a esto o lo otro semeja de modo creciente más fundamentación epistemológica, y ello no solo en el ámbito laboral, donde hasta cierto punto es entendible, sino en el diario vivir. El término ‘argumentar’ es muy distinto de ‘razonar’. En cierto modo, y con apoyo en Perelman, argumentamos cuando abandonamos el terreno de las evidencias y entramos en el terreno de lo plausible, lo probable. Serían propios del estadio epistemológico, eminentemente lógico y científico, el razonamiento y la fundamentación, en cambio serían propias del estadio existencial la argumentación y la justificación. Con todo, se podría replicar arguyendo que las Ciencias Sociales y las Humanidades significan de por sí que hemos abandonado el terreno de las evidencias, y si es así se hacen presentes en ellas argumentos de índole retórica. Concedido esto, no veo ninguna dificultad en ello, siempre que no implique excluir de esos campos el razonamiento lógico.

2.3. Lógica y Retórica Desde el momento que se entiende la retórica como teoría de la argu­ mentación la frontera entre lógica y retórica tiende a diluirse. Solemos utilizar en nuestras argumentaciones no solamente las típicas así llamadas “figuras retóricas” de la anáfora, el énfasis, la metalepsis, la sinécdoque, el oxímoron, la conduplicatio o la reprehensio, y tantas otras más, sino también varias de las figuras que Perelman analiza y que le dan una im­ pronta original a su Tratado, como argumentos de reciprocidad, de jus­ ticia, de división, de inclusión, de comparación o de sacrificio —que más adelante analizaremos—respecto de los cuales francamente resulta muy difícil dirimir qué sería lo estrictamente lógico y lo retórico. Y además sucede con esos argumentos que nos hacen caer en cuenta de nuestro esencial modo de ser argumentativo que es lo que más nos interesa. Por

23

Foucault: Las palabras y las cosas, trad. de Cecilia Frost, Madrid: Siglo XXI, 1989, Cap. VIII.

ejemplo, si subimos un cerro estamos ya determinados por un argumento de sacrificio, en cuanto precisamente a todo lo que estamos dispuestos a sacrificar en esa subida. Podríamos decir que cada paso que vamos dando en nuestra ascensión ya tiene un peculiar peso argumentativo como por cierto superar las ganas que nos daría detenernos y recostarnos en el suelo debido al cansancio. Como observamos, en una situación así no podríamos decir con suficiente precisión qué es lógico y qué retórico. Del mismo modo -cabe agregar- este enfoque singular de la “nueva retórica” trae consigo que también las fronteras entre las así llamadas “buena” y “mala retórica” parejamente se diluyen. Si volvemos al mismo ejemplo anterior de nuestra ascensión del cerro, acompañada y reforzada por el argumento de sacrificio, no podríamos tampoco decir aquí con total seguridad qué es precisamente “buena” o “mala retórica”. De todos modos, es interesante observar que naturalmente la lógica goza de un merecido privilegio. Desde el momento que el hombre ha hecho el tránsito del mito al logos, es perfectamente entendible, justificable y esperable que él haya procurado afirmarse lo más decididamente posible en el logos, intentando a la par cumplir con todas las exigencias y el rigor de este. En ello sin duda la personalidad descollante ha sido Aristóteles, quien no injustificadamente es reconocido como el “padre de la lógica occidental” . Agreguemos que a su vez lo notable es -e n lo que respecta a nuestro tem a- que Aristóteles también puede ser reconocido como el “padre de la retórica occidental”, ya que la formulación sistemática que hace el Estagirita de la retórica significa indiscutiblemente echar sus bases, haciendo con ello mucho más que lo que hicieran anteriormente los sofistas. Y claro, desde el momento que la lógica goza de un merecido privile­ gio, es perfectamente entendible a su vez que ella haya pasado a ser el modelo de pensar no solo para la filosofía, sino también para la ciencia. En efecto, únicamente es posible el modo de pensar de la matemática, de la geometría, de la física o la química sobre la base de un modo de razonar estrictamente lógico. Visto de esta forma es a la vez muy deci­ dora la distinción, realizada también por Aristóteles, entre lógica formal y lógica material. La primera, como dice su nombre, tiene que ver con la forma de razonar, los principios y reglas que lo rigen, como, por ejemplo, el principio de no-contradicción, o la regla que sostiene que de

premisas negativas nada se injiere. En ello importa única y exclusivamente la corrección o incorrección de nuestros razonamientos. Mientras que la lógica material tiene que ver, como dice su nombre, con la materia de nuestros razonamientos, y en ello naturalmente lo que está enjuego es si esa materia, esos contenidos, son verdaderos o falsos. La lógica material se traduce de este modo en el camino de la ciencia; en otras palabras, si se quiere: la lógica material es la ciencia. Por ejemplo, si la edad de la Tierra es aproximadamente de 4.500 millones de años, constituye una cuestión respecto de la cual, en cuanto a su posible verdad o falsedad, solo a la ciencia le compete determinar. Como ya decíamos, la lógica ha gozado de un merecido privilegio. La filosofía y la ciencia se han regido por ella y ella a la vez nos ha ense­ ñado a pensar correctamente, respetando principios y reglas en nuestros razonamientos, que nos permiten alcanzar legítimas conclusiones. Mas, ese mismo privilegio ha sido también causa, en parte, del descrédito de la retórica. Sin embargo, cabe también reconocer que es la propia retórica en su ejercicio la que a la vez ha sido causa del descrédito tradicional que ha padecido, y ello en particular desde Platón en adelante. Ello se debe a haberla entendido, y en rigor esto ha sido más bien su propia autocomprensión, al modo ya sea de la aceptación de cualquier artimaña del discurso con el fin de salir airosos y triunfantes en un certamen, o de la concepción de la retórica y de las figuras retóricas en particular, como mero adorno que contribuye a embellecer el discurso. En el curso de nuestra indagación podremos observar a la vez que aquel privilegio de la lógica sobre la retórica se advierte en el hecho de que muchas argumentaciones que, precisamente ya en razón de que deben ser calificadas como cuasi-lógicas, tienen igual como modelo y referente la argumentación estrictamente lógica. El consabido privilegio de la lógica se ha traducido históricamente por último no solo en el hecho de que la lógica le ha abierto el camino a la ciencia, sino a lo que deriva en definitiva de la ciencia, cual es la tecnología: es patente que la construcción de un televisor, de un celular, de un computador o del internet a fin de cuentas ha sido posible gracias a la lógica y el pensar lógico que está en el origen. Sin embargo, hay que reconocer que lo dicho más arriba resulta discutible, y al respecto otros enfoques y aproximaciones son posibles.

!

Ello es así sobre todo en atención a que el naciente logos en Grecia pro­ bablemente ya inició su desvirtuación en su cuna de nacimiento con la misma lógica (así al menos lo vería Heidegger), en la medida en que lo propio de la razón comenzó a encuadrarse en un orden delimitado de principios y reglas. Ello constituiría la base además para la desvirtuación final de la razón como razón instrumental, la cual viene a estar al servicio de la ciencia, de poderes fácticos, de ideologías, o de lo que fuere, y que quizás el primero en avizorarlo, antes que la Escuela de Frankfurt, fue Max Weber. Justo esta desvirtuación se presenta hoy en su mayor apogeo en una época que ha sido concebida como “era de la técnica”, como ya lo hiciera Jaspers en su obra Origen y meta de la historia, de 1950. Jaspers dice allí que el planeta se ha convertido en una fábrica: La técnica ha transformado radicalmente la existencia cotidiana del ser humano en su entorno, ha obligado a modos de trabajo y a la sociedad a ajustarse a nuevos carriles: en el producir masivo, en la transformación de la existencia completa en una maquinaria técni­ camente dirigida, y del Planeta en una sola fábrica (UZG , p. 129)24. Visto de esta forma, tal vez no corresponda en definitiva hablar de un merecido privilegio de la lógica sobre la retórica, como lo hacíamos antes, sino en el sentido de un equilibrio que debería haber entre ambas, en cuanto a que no solamente la lógica tiene su justificación, sino por cierto tam­ bién la retórica. Pues bien, al reconocimiento del mentado equilibrio nos conduce sobre todo la concepción de la retórica como teoría de la argumentación. Con apoyo en Perelman, podremos ver en numerosas oportunidades cómo ciertos argumentos simplemente pueden conside­ rarse tanto lógicos desde un ángulo como retóricos desde otro.

2.4. Espíritu de fineza y espíritu geométrico Ya hemos dicho que si se trata de deslindar el campo de la retórica, cabe reconocer, con apoyo en el Tda, que este es el de la deliberación y ar­ gumentación, que es distinto de lo que concierne a la evidencia:

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Jaspers: Ursprung und Ziel der Geschichte, München: Piper, 1950, p. 129 (trad.m.). En adelante: ‘U Z G ’. / Ed. cast.: Jaspers, Origen y meta de la historia, Madrid: Alianza, 1981.

El campo de la argumentación es el de lo verosímil, lo plausible, lo probable, en la medida en que esto último escapa a la certeza del cálculo (Tda, p. 30). En razón de ello corresponde hacer la siguiente acotación: /.../u n a ciencia racional no puede contentarse con opiniones más o menos verosímiles, sino que elabora un sistema de proposiciones necesarias y sobre las cuales es inevitable estar de acuerdo (Tda, p. 31). En atención a ello (nos recuerda Perelman) leemos en las Reglas para la dirección del espíritu, de Descartes: Siempre que dos hombres formulan juicios contrarios sobre el mismo asunto, es seguro que uno de los dos se equivoca. Más aún, ninguno de los dos posee la verdad; pues, si tuviera una idea clara y evidente, podría exponerla a su adversario de modo que terminara por con­ vencerlo (Tda, p. 31). Mas, en el terreno de la retórica se trata de que justamente al revés, sobre un mismo asunto puede haber una oposición tal que los fundamentos que respaldan cada una de sus argumentaciones están debidamente jus­ tificados. En efecto, cuando se trata de temas como si acaso conviene o no construir centrales atómicas, las razones que pueda haber en pro y en contra pueden estar en cada caso debidamente justificadas. Es cierto que un científico o un técnico especializado puede explicar perfectamente cómo funciona una central e incluso ponemos sobre aviso en cuanto a sus riesgos, mas ellos no son los llamados a dirimir la cuestión de si acaso conviene o no construirlas. Ello lo ha tenido claramente presente Pascal, cuando nos ofrece la siguiente distinción, según comenta Perelman al respecto: Oponiendo la voluntad al entendimiento, el espíritu de finura al espíritu geométrico, el corazón a la razón y el arte de persuadir al de convencer, Pascal ya había tratado de obviar las insuficiencias del método geométrico, lo cual se deduce de la consideración de que el hombre caído ya no es únicamente un ente de razón. / A fines análogos corresponden la oposición kantiana entre la fe y la ciencia y la antítesis bergsoniana entre la intuición y la razón (Tda, p. 33).

Claro está, el espíritu geométrico es el que tiene que ver con todo lo demostrable, con las evidencias, con la ciencia, mientras que el espíritu de fineza con todo aquello que no se puede demostrar, como lo que no solamente compete al arte, sino también a la religión, la moral, la política, a todo aquello propio del terreno de lo que conocemos como “humanidades” . Y, según nos dice Pascal, de lo que se trata en este te­ rreno es de razones profundas, de aquello que compete más al corazón que a la cabeza, lo que nos lleva a recordar esa otra conocida afirmación de Pascal de que el corazón tiene razones que la razón no puede comprender. Pues bien, es en relación con las materias propias del espíritu de fineza donde corresponde ubicar también a la retórica. Si bien aquilatamos lo que concierne a cada uno de esos espíritus pascalianos, podríamos decir que, cuando pensamos en el mundo, si los principales asuntos, aquellos en los que se dirime qué debemos hacer, estuvieran en manos del espíritu geométrico, lo más probable es que estaríamos bajo el imperio de una tecnocracia, y ello al parecer no es en absoluto deseable. Ahora bien, lo inquietante es que el espíritu geométrico parece tener cada vez más poder en nuestra época, llevando las riendas de la dirección del mundo y relegando cada vez más al espíritu de fineza a un segundo y tercer planos. La argumentación, según el Tratado, a diferencia de los razonamientos y demostraciones de la ciencia, tiene que ver a la par con la adhesión, que aparece como su finalidad: Si, para los antiguos, la retórica se presentaba como el estudio de una técnica para uso del vulgo impaciente por llegar rápidamente a unas conclusiones, por formarse una opinión, sin esforzarse por realizar primero una investigación seria, en lo que a nosotros se refiere, no queremos reducir el estudio de la argumentación a lo que se adapta a un público de ignorantes. Ese aspecto de la retórica explica que Platón la haya atacado ferozmente en el Gorgias y que haya favo­ recido su decadencia en la opinión filosófica. El orador, en efecto, está obligado, si desea ser eficaz, a adaptarse al auditorio, por lo que resulta fácil comprender que el discurso más eficaz ante un auditorio incompetente no sea necesariamente el que logra convencer al filóso­ fo. Pero ¿por qué no admitimos que se puede dirigir argumentaciones a cualquier clase de auditorios? Cuando Platón sueña, en el Fedro,

con una retórica que sea digna del filósofo, lo que preconiza es una técnica que pueda convencer a los mismos dioses (Tda, p. 38-39). Y agregan nuestros autores, Perelman y Olbrechts-Tyteca, que la bofeta­ da, la caricia, la maldición, la bendición, la promesa, la amenaza, quedan fuera de la retórica, en tanto quedan fuera de la argumentación. En estos casos se intenta obtener la adhesión, de manera inmediata, y sin que ello esté mediatizado por el lenguaje. Nótese que la bofetada, etc., pueden inducir a una adhesión inmediata, mas es por coacción y temor que no por una argumentación abierta. Como a nosotros nos interesa esta concepción de una “nueva retóri­ ca”, fundada y desarrollada por Perelman, y esta se basa en la argumen­ tación, ello nos sirve como base para sacar a luz un modo de ser argu­ mentativo del hombre. Ahora bien, como destacábamos anteriormente, con la retórica así concebida, nos movemos en el tercer estadio de la razón suficiente, el estadio existencial. El hombre prácticamente en todo lo que decide y hace se mueve en este estadio: él está dando o restando razones suficientes y fundamentos a lo que hace y deja de hacer. Mas, estas razones suficientes, que se expresan en argumentos, frecuentemente no son deliberadas. En este sentido, podemos decir que en la caricia o la bofetada hay argumentación interna e implícita que no se manifiesta, y lo deseable, de acuerdo con la concepción de la “nueva retórica” sería que esa argumentación se desplegara expresamente. Esto lo destacamos aquí, dado que en el curso de nuestro análisis se mostrará como problemático simplemente excluir del campo de la retórica la caricia o la bofetada. El propio Perelman, según veremos, manifestará ciertas vacilaciones en cuanto a este punto. Por ejemplo, digamos desde ya: ¿qué pasa con una mirada crítica que alguien dirige a otro, sin decir nada? ¿No hay allí argumentación? Cuando en 1934, con ocasión de haber sido invitado Martin Heidegger por la Federación de Estudiantes Nacional-Socialistas de la Universidad de Heidelberg a dictar allí una conferencia, y el tema que desarrollará Heidegger será “La Universidad en el nuevo R eino”, y Karl Jaspers, uno de los auditores, hasta ese m o­ mento su amigo, cuando al término de esa conferencia, todos se levantan

a aplaudir, él es el único que se queda sentado sin aplaudir, ¿no hay allí argumentación?25. Yo diría que por supuesto que la hay. La cara, el rostro, es aquella parte de nosotros en la que más signi­ ficativamente se expresa lo que somos y cómo estamos. Los ojos dicen algo, lo mismo que un rostro sombrío o luminoso, la comisura de los labios, el arqueo de los labios hacia arriba o hacia abajo, como gesto de alegría o de tristeza, el ceño fruncido, el gesto adusto de levantar la cara mirando al otro hacia abajo, el gesto contrario de bajar la cara como gesto de sumisión, el movimiento lateral de la cabeza para escuchar mejor, el gesto de bajar la cabeza y cerrar los ojos como actitud de rechazo, y por supuesto las innumerables intensidades de la mirada: mirada atenta, mirada cautiva, mirada de aprecio o de desprecio. Destaquemos el íntimo nexo que tiene ello con la interpretación y cómo ella es clave para que se logre la comunicación, sucediendo entonces que el emisor llegue al receptor a través de un mensaje, teniendo en ello como modelo el “triángulo de la comunicación” . La interpretación de signos y señales, gestos, ademanes, miradas, movimientos es la base de la comunicación. Mas, agreguemos que una supuesta recta apreciación de aquello que interpretamos, es decir, sope­ sarlo, justipreciarlo, es lo que permite que la comunicación se complete. Mas, desde luego todo ello únicamente puede lograrse a partir de una disposición al otro, un estar abierto a lo que el otro me dice, sin descuidar en esto naturalmente que también debemos estar preocupados de lo que decimos, a quién se lo decimos, en qué circunstancias, el modo cómo se lo decimos, y otros tantos aspectos. Diría que por lo mismo hay tres pasos en la comunicación: recepción, interpretación y apreciación. En cuanto a la primera etapa de recepción, entra en consideración aquí no solo la recepción, acogedora o no, de lo que el interlocutor me dice, sino cómo es recibido por el interlocutor lo que digo. Siempre está pues enjuego la reciprocidad en la comunicación. Es más: es evidente que la reciprocidad es constitutiva de la comuni­ cación y ella se presenta en las tres etapas de recepción, interpretación y apreciación. Sin duda que en la reciprocidad se juega lo sustancial de

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Martin Heidegger - Karl Jaspers: Briefwechsel 1920-1963 (Epistolario), München: Piper, 1992. Las tra­ ducciones son mías. En adelante: BW. Las citas serán de acuerdo con la fecha de las cartas. / Briefwechsel, tb. publicado en Gesamtausgabe.

la comunicación. Ella se manifiesta a la vez como una disposición a la escucha, cuya falla o falta representa la más frecuente deficiencia en la comunicación. En segundo lugar entra al ruedo el recto interpretar no solo lo dicho, sino también lo relativo a la intencionalidad del sujeto que sea el caso al decir aquello. Y en tercer lugar justipreciamos tanto lo dicho como al sujeto que ha dicho algo. A fin de cuentas, solo cabe decir al respecto que deseable es que las argumentaciones se verbalicen, que no se queden únicamente en la mirada crítica o benevolente, en el abrazo afectuoso o en el gesto de repulsa, en el aplaudir o no aplaudir. Mas, incluso esta declaración de que sería “deseable” que, por ejemplo, un rechazo a través de una mirada o de otro gesto, se verbalice, a fin de cuentas, también resulta cuestionable. En ocasiones la mirada u otro ademán se bastan con holgura a sí mismos y no requieren de ninguna justificación ulterior -y por cierto en su intrínseca silenciosidad expresan algún argumento.

2.5. Derecho a réplica y habilitación del orador Siempre en el marco del deslinde del campo de la retórica y, en rigor, de la “nueva retórica”, Perelman sostiene que lo propio de los sistemas formales axiomáticos de la ciencia es procurar un lenguaje completa­ mente unívoco y hacer valer únicamente lo que es demostrable, y por la contraparte: Pero, cuando se trata de argumentar o de influir, por medio del discurso, en la intensidad de la adhesión de un auditorio a ciertas tesis, ya no es posible ignorar por completo, al creerlas irrelevantes, las condiciones psíquicas y sociales sin las cuales la argumentación no tendría objeto ni efecto. Pues toda argumentación pretende la adhesión de los individuos y, por tanto, supone la existencia de un contacto intelectual (Tda, p. 48). La retórica pues está entendida ante todo en función de la búsqueda de la adhesión del auditorio. Destaquemos el término ‘adhesión’ que, en buenas cuentas, viene a reemplazar al término ‘persuasión’ a través del cual Aristóteles definía a la retórica como “el arte de la persuasión para

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mover a la acción”. Cabría decir, a propósito de esto, que es probable que al entender la retórica en términos de adhesión se logre de mejor manera evitar la posibilidad del deslizamiento a la “mala retórica”. En efecto, si se trata de persuadir, ya la sola palabra quizás incluye demasiadas posibilidades, muchas de las cuales no serían del todo legítimas. La retórica tiene que ver, como podemos observar, no solo con la formación de la democracia y de un ciudadano democrático, sino, antes bien, con la formación de la comunidad: Para que haya argumentación, es necesario que, en un momento dado, se produzca una comunidad efectiva de personas. Es preciso que se esté de acuerdo, antes y en principio, en la formación de esta comunidad intelectual y, después, en el hecho de debatir juntos una cuestión determinada. Ahora bien, esto no resulta de ningún modo evidente (Tda, p. 48). Así, por ejemplo, nos recuerda nuestro autor que en Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll no están siempre aseguradas las condiciones para que se produzca la comunicación. Por tratarse de una especie de paraíso del absurdo y del sin-sentido, nada asegura que se habla o discuta en serio de algo: En nuestro mundo jerarquizado, ordenado, existen generalmente reglas que establecen cómo se puede entablar la conversación, un acuerdo previo que procede de las mismas normas de la vida social. Entre Alicia y los habitantes de las maravillas no hay ni jerarquía, ni prelación ni funciones que hagan que uno deba responder antes que otro. Incluso las conversaciones, una vez iniciadas, a menudo se paran en seco, como la conversación con el lorito, quien se vale de su edad: / Pero Alicia no quiso que siguiera hablando sin decir antes su edad, y, como el lorito se negara a confesar su edad, no se le permitió decir nada más (Tda, p. 50). Interesa pues la formación de la comunidad, respecto de la cual sería tal vez legítimo llamarla “comunidad retórica”. Pero al mismo tiempo la cuestión clave en la formación de esa comunidad es la habilitación del orador, en otras palabras, el asunto es quién puede hablar y tiene derecho a hacerlo bajo determinadas circunstancias y situaciones. Y ello naturalmente se relaciona a la vez con la condición mínima requerida

de ser reconocido como interlocutor válido. Esto no está siempre y en todos los casos asegurado; no siempre todos y cada uno son reconocidos como interlocutores válidos. La formación de la comunidad exige aquella habilitación, bajo ciertas condiciones y exigencias, y justamente porque en ella hay fuerzas afincadas en prejuicios sociales, raciales, políticos, re­ ligiosos, que inducen a que el ser reconocido como interlocutor válido no está en absoluto asegurado ni constituye ninguna garantía. Puede suceder también que es posible gozar de esa garantía, pero tan solo de modo provisional; al momento siguiente o al día siguiente esa garantía puede que haya caducado. Es patente que incluso las relaciones de amis­ tad y de pareja, como desde luego además la constitución de sociedades comerciales, están afectas a ello. Naturalmente la consecuencia de la no habilitación del orador es que el triángulo de la comunicación no logra realizarse en la medida en que él ante todo supone el fluir del emisor al receptor a través de un mensaje, sucediendo a la vez que tanto emisor como receptor son roles intercam­ biables, puesto que una vez que el receptor ha recibido el mensaje, este se constituye ahora en emisor que le responde al otro, que por su parte ha pasado a ser receptor. Este intercambio de emisor y receptor es condición de una genuina comunicación. Visiblemente ello se vincula con el derecho a réplica. Si yo te digo algo, tienes el derecho a responderme. Ello repercute en la formación del ciudadano democrático y de la comunidad. El derecho a réplica está a la vez vinculado con la habilitación del orador, que ciertamente lo limita. En general, sucede que goza del derecho a réplica el que está habilitado como orador. Hay tantas situaciones que así lo demuestran, en las que sucede, por ejemplo, que tan solo el emisor está habilitado, y el receptor solo hace el papel de escucha, que eventualmente recibe una orden. En este sentido, se pueden ver distintos procesos políticos como procesos de desarrollo retóricos (siempre entendiendo la retórica como argumentación, vale decir como “nueva retórica”). Traigamos a cola­ ción la figura de R obert Blum, mártir de la Revolución de 1848. Se trata de un luchador alemán que persigue una nueva forma de gobierno constitucional. El llega a ser diputado en la Asamblea Constitucional de la Catedral de San Pablo en Frankfurt y, cuando por intervención del R ey de Prusia esa Asamblea es reducida a su mínima expresión, Blum se dirige a apoyar a los revolucionarios en las barricadas de Viena. Como el

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gobierno de los Habsburgo acaba también por aplacar ese levantamiento, Blum es juzgado y condenado a muerte26. Ello nos muestra, como tantos otros ejemplos que se pudieran ex­ poner, que la democracia se forma sobre la base de ganar espacios de comunicación, lo que se asocia con el reconocimiento de interlocutores válidos en distintas instancias de toma de decisión, del derecho a réplica de personas, grupos y organizaciones y de la habilitación de quienes tienen derecho a voz y voto. Blum supuso erróneamente que sería reconocido en Viena, y aun bajo los Habsburgo, como interlocutor válido, en su calidad de diputado de la Asamblea de Frankfurt, pero se equivocó, y esa equivocación le costó la vida. Incluso la orden de fusilamiento había sido revertida en último momento, pero el emisario con la contraorden llegó demasiado tarde. Desolados quedaron su esposa e hijos en Alemania. En el Tom o VIII de Situaciones, titulado “Alrededor del 6 8 ” , Sartre se dirige a los padres de los hijos de la “Revolución del 6 8 ” en los si­ guientes términos: Padres: no lo olviden: sus hijos son su único porvenir. Depende de ustedes que los masacren en nombre del humanismo, que ellos los dejen hundirse a ustedes, generación perdida, en el negro agujero que los espera, en el olvido, o que los salven de la nada: porque us­ tedes no se salvarán solos, se los digo. Retengan, en todo caso, que si sus hijos son revolucionarios es porque las cobardías de ustedes han hecho su destino. Ellos no se lo explicarán [a ustedes]; la palabra ha explotado en mayo, ellos se emborracharon de palabras, ya no tienen nada que decir a esos niños [enfants] endurecidos, podridos, asesinados a quienes se llama adultos. Nosotros [se] lo explicaremos [a ustedes]. Nosotros, ¿quiénes? Algunos adultos menos pútridos o más conscientes de su putrefacción (Het, p. 422). Este provocativo texto nos hace ver la complejidad que reviste la habi­ litación del orador y el derecho a réplica. De un lado, se advierte que Sartre le resta uno y otro a la generación pasada, aquella anterior a la generación de los jóvenes de la Revolución del 68. Pero como esta ge­ neración anterior es la propia de Sartre, para poder legitimar su discurso, se siente igualmente habilitado como orador (o escritor), dado que él 26

Chronik der Deutschen (Crónica de los alemanes), Dortmund: Harenberg, 1983, p. 549. En adelante: ‘C hD ’.

correspondería al grupo de los “menos pútridos o más conscientes de su putrefacción”. En fin, estos distintos aspectos -habilitación del orador y derecho a réplica—que hacen posible la formación de una comunidad retórica, nos llevan a contemplar con interés aquel planteamiento que Umberto Eco levanta como ideal de comunicación de un “espacio semántico global” en el que sería posible que todos los interlocutores fueran válidos y que los mensajes -dice él- de modo muy provocativo, pudieran ir desde ‘Cristo’ hasta el ‘R atón Mickey’, sin ninguna interferencia27. Con todo, podríamos estimar al respecto que esta es una utopía, la cual —personal­ mente— no tengo claro tampoco si es siquiera deseable, precisamente porque entre Cristo y el R atón Mickey cabe establecer cruciales dife­ rencias, y simplemente no se puede hablar de ellos en un mismo código. Tal vez corresponde agregar que Eco está en lo cierto con la propuesta de un espacio semántico global, solo que el ejemplo de que se vale resulta demasiado extremo. Atendiendo a lo ya dicho, podemos entender mejor las siguientes aclaraciones de Perelman: El conjunto de aquellos a quienes uno desea dirigirse es muy variable. Está lejos de comprender, para cada uno, a todos los seres humanos. En cambio, el universo al cual quiere dirigirse el niño aumenta, en la medida en que el mundo de los adultos le está cerrado, con la ad­ junción de los animales y de todos los objetos inanimados a los que considera sus interlocutores naturales (Tda, p. 50). A propósito de ello, diríamos que, de acuerdo con la clasificación de los juegos de R oger Caillois, la realización del juego de mimicry, de roles, de simulacro e imitación, de jugar a ser otro —un pájaro, un volcán, y también médico o paciente, hombre o mujer, asesino o ladrón, sin que se presente ninguna dificultad en ello- contribuye a ese espacio comunicacional que ante todo ha caracterizado nuestra infancia (Jh, pp. 52 ss.). Es más, la expresión de Eco que recordábamos arriba, del “espacio se­ mántico global”, la podríamos entender de esta forma y adscribirla ante todo al niño y su mundo (aunque por cierto las pretensiones de Eco van más allá). El niño se mueve del modo más llano y natural en ese espacio 27

Cfr. Eco, Umberto: Tratado de semiótica general, Barcelona: Lumen, 2000, pp. 125 ss. En adelante: ‘SG \

semántico global, en el que los interlocutores válidos no son solamente humanos sino animales, vegetales o minerales; en cierto modo, ese viene a ser un mundo en el que todo habla. Y, si se quiere ¿acaso en el fondo no es así: que todo habla y con todo mantenemos alguna conversación? La concepción heideggeriana del lenguaje como “casa del ser” nos encamina en esa dirección. Al mismo tiempo, la concepción jaspersiana del primer momento del lenguaje, a saber, la expresión (Ausdruck) apunta a lo mismo: por de pronto, todo expresa algo: el paisaje, la mirada, un rostro, y aunque no se inicie todavía la fonación de ningún sonido28. Hemos destacado cómo la retórica entendida como teoría de la argu­ mentación contribuye a la formación de una comunidad democrática. En ello juegan un papel ideas como las de ser reconocido como interlocutor válido y el derecho a réplica. Mas, tengamos en claro que entendemos a la retórica como argumentación y no como ha sido tradicional, como mero “arte de la persuasión” . En el solo persuadir al otro, o antes que ello tenga lugar, en el intento de llevarlo a cabo, no hay ningún reconocimiento del otro justamente como un interlocutor válido, y ello naturalmente incide no solo en cómo el candidato a parlamentario se dirige a los electores, sino en el modo como se hace un spot publicitario. Para vender cierto producto ¿se trata únicamente de persuadir o de argumentar?: Para argumentar es preciso, en efecto, atribuir un valor a la adhesión del interlocutor, a su consentimiento, a su concurso mental. Por tanto, una distinción apreciada a veces es la de ser una persona con la que se llega a discutir (Tda, p. 50). Tengamos en cuenta que en sociedades tradicionales y conservadoras, especialmente de siglos atrás, a quien era plebeyo no se le dirigía la palabra así simplemente, salvo que fuera a lo mejor por necesidad o por mero pasatiempo del señor o caballero que fuera el caso. Y definitivamente el plebeyo no estaba autorizado a dirigirle la palabra a un señor, a no ser que se le diera autorización para ello —diríamos pues que no estaba habilitado como orador. Algo similar se da en sociedades arcaicas, y especialmente en lo que respecta al trato con la mujer, como los Masai en Kenia. Con ellas el 28

Jaspers: Von der Wahrheit, München: Piper, 1994, p. 397.

encuentro es principalmente de índole sexual. Los hombres preparan sus comidas y las mujeres las suyas, y si una mujer tan solo ha mirado la comida de un hombre, este no la come. Mas, así puede suceder también en distintas circunstancias (y que no necesariamente tienen una base en las distinciones entre estamentos sociales) que a ciertas personas no les concedemos la habilitación como oradores, como por supuesto cuando se cortan las relaciones con al­ guien o, como recuerda Perelman, cuando Churchill les prohibió a los diplomáticos ingleses que siquiera escucharan las propuestas de paz que pudieran hacerles los emisarios alemanes. Advirtamos además que la habilitación del orador está directamente relacionada con la jerarquía y la capacidad de mando. En otras palabras, el que manda, el que le da una orden a alguien, está al mismo tiempo habilitado para ello, pero sobre él tanto en el gobierno civil como en el mando militar, hay por supuesto otros que gozan de una habilitación mayor. Es decidor que la primera confrontación naval en la II Guerra Mundial, a saber, la destrucción de toda la flota francesa por parte de los ingleses en el Golfo de Orán, diríamos como sojuzgamiento por no plegarse a las fuerzas aliadas, se debe a la orden que ya está dada por el primer ministro W inston Chuchill29. Capitanes o almirantes que hayan estimado esto como insensato, demencial, o lo que fuere, no contaban, y precisamente por no estar habilitados para tomar una decisión distinta. Hasta el mismo Aristóteles sostiene que: /.../ no hay que discutir con todo el mundo, ni hay que ejercitarse frente a un individuo cualquiera. Pues, frente a alguno, los argu­ mentos se tornan necesariamente viciados: en efecto, contra el que intenta por todos los medios parecer que evita el encuentro, es justo intentar por todos los medios probar algo por razonamiento, pero no es elegante (Tda, pp. 51-52). Pero, por otra parte, también cabe considerar lo siguiente: Además, cabe señalar que el querer convencer a alguien siempre implica cierta modestia por parte de la persona que argumenta: lo que dice no constituye un “dogma de fe”, no dispone de la autoridad

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II Guerra Mundial, Time-Life, Tomo: “La lucha por el Mediterráneo”, España: Folio, 2008, pp. 36 ss.

que hace que lo que se dice sea indiscutible y lleve inmediatamente a la convicción. El orador admite que debe persuadir al interlocutor, pensar en los argumentos que pueden influir en él, preocuparse por él, interesarse por su estado de ánimo (Tda, p. 51). En función de ello también cabe tener en cuenta lo siguiente: Los seres que quieren que los demás, adultos o niños, los tengan en cuenta, desean que no se les ordene más, que se les razone, que se preste atención a sus reacciones, que se los considere miembros de una sociedad más o menos igualitaria. A quien le importe poco un contacto semejante con los demás, se le tachará de altivo, antipático, al contrario de los que, fuere cual fuere la relevancia de sus funciones, no dudan en mostrar, a través de los discursos al público, el valor que atribuyen a su apreciación (Tda, p. 51). Sin duda todas estas consideraciones juegan un papel de la mayor relevan­ cia en términos de las condiciones que permiten la genuina comunica­ ción en la que reconocemos al otro como un igual, y, en definitiva, si se quiere, como un ser humano. Y lo original de la mirada de Perelman es que ello tiene que ver fundamentalmente con la argumentación. Con la persuasión sucede, por el contrario, que si me percato de que en verdad ciertas personas me están tratando de persuadir respecto de algo, y no se esfuerzan en convencerme con argumentos, me puedo sentir degradado, no reconocido en mi valía: Repetidas veces, sin embargo, se ha indicado que no siempre es loable querer persuadir a alguien: en efecto, pueden parecer poco honorables las condiciones en las cuales se efectúa el contacto inte­ lectual (Tda, p. 51). Y a propósito de ello, esta anécdota de Aristipo: Conocida es la célebre anécdota de Aristipo, a quien se le reprocha­ ba que se había rebajado ante el tirano Dionisio, hasta el punto de ponerse a sus pies para que lo oyera. Aristipo se defendió diciendo que no era culpa suya, sino de Dionisio por tener los oídos en los pies (Tda, p. 51). Ahora bien, la distinción entre persuadir y argumentar, como entender la retórica como teoría de la argumentación, permite salvaguardar a

la retórica de deslizarse a una mala retórica. Mas, esta distinción entre “buena” y “mala retórica” se juega ante todo sobre la base de la relación entre orador y auditorio. Es preciso por supuesto que haya un ajuste, una adaptación del orador respecto del auditorio que sea el caso, pero la cuestión es hasta dónde, acaso concediendo demasiado el propio punto de vista. Cuando no se tiene en absoluto en cuenta al auditorio, resultando para el orador completamente indiferente la índole particular de su au­ ditorio o simplemente de quien le escucha, Perelman cita a propósito de ello a K. F. Brunner, que trata de cierto tipo de oradores, haciendo la siguiente comparación: Se desploman en una silla, apoyando sosamente los zapatos, y anuncian bruscamente, a ellos mismos o a otros, nunca se sabe, lo siguiente: “Fulano y mengano han demostrado /.../ que la hembra de la rata blanca responde negativamente al choque eléctrico / . . . / ” . Muy bien, señor-les dije- ¿y qué? Dígame primero por qué debo preocuparme por este hecho, entonces escucharé (Tda, p. 53). La cuestión de la relación entre orador y auditorio se expresa en los más distintos ámbitos: así el emisor puede ser el político, y su audiencia el lector de noticias, y la teleaudiencia, el editor o el periodista y los lectores del diario, y demás, y así podemos observar claramente que la retórica en cada caso puede volverse mala retórica cuando únicamente cuenta ganarse la aprobación del público, utilizando cualquier medio para ello —el chisme, el rumor, el sensacionalismo, lo obsceno, la pornografía. Lo cierto es que ello debe preocuparnos especialmente, ya que en particular en nuestro país la televisión se ha vuelto, con el fenómeno de la farándula, el reino de la bajeza moral y de la perversión de la comunicación hasta niveles insospechados. Si tenemos a la vista el triángulo de la comunicación —emisor-receptor-mensaje—ciertamente para que haya buena o mala retórica también influyen las otras instancias de la calidad del emisor y del mensaje que se transmite. Respecto de este último —el mensaje—aparte de la relevancia del mismo, entra a tallar la calidad de la argumentación que se desarrolla al respecto. Está claro que sobre esto tendremos que volver en reiteradas oportunidades. En cuanto al emisor —el orador—Perelman nos dice lo siguiente:

La calidad del orador, sin la cual no lo escucharían, y, muy a menu­ do, ni siquiera lo autorizarían a tomar la palabra, puede variar según las circunstancias: unas veces bastará con presentarse como un ser humano, decentemente vestido; otras, será preciso ser adulto; otras, miembro de un grupo constituido; otras, portavoz de este grupo. Hay funciones que, solas, autorizan a tomar la palabra en ciertos casos o ante ciertos auditorios; existen campos en los que se reglamentan con minuciosidad estos problemas de habilitación (Tda, p. 54). Como ejemplo de la habilitación del orador, recordemos —naturalmente entre innumerables que podrían citarse- el caso del nacional-socialista R udolf Hess, que el 10 de mayo de 1941 despegó desde Alemania en un avión Messerschmitt, lanzándose en paracaídas en las cercanías de Glasgow, Escocia, y a consecuencia de lo cual desde luego el avión se estrelló y más encima en un área urbana, con el fin de entrevistarse con las autoridades británicas y negociar sobre la posibilidad de una guerra conjunta que podría emprender Inglaterra con Alemania contra la Unión Soviética. Hess había estado con Hitler en la cárcel en 1923 a consecuencia del intento de golpe de estado de M ünchen, dándose entonces la oportu­ nidad de que Hitler le dictara a Hess su obra más conocida —Mein Kampf, M i lucha—y que posteriormente la corrigiera, y a la sazón de su salto en paracaídas en Escocia era nada menos que supuestamente el representante directo del Führer, y, después de Hermann Góring, el segundo sucesor designado. Pues bien, Hess no fue autorizado como portavoz por el gobierno alemán y este más encima declaró que se encontraba fuera de sus cabales, en estado demencial. Las autoridades británicas procedieron entonces simplemente a arrestarlo, enviándolo a prisión (ChD, p. 904). Hemos visto que la retórica se juega en cuanto a legitimación muy particularmente en lo que se refiere a la relación entre orador y audito­ rio. En ello lo que cuenta es hasta qué grado el orador debe adaptarse a su auditorio, ya que esto puede ser en un grado tal que lo único que importa es cómo obtener su aprobación a como dé lugar. Patentemente ello es importante hoy en día en que los gobiernos parecen manejarse fundamentalmente centrándose en la política comunicacional, en que lo que importa es no tanto el valor que puede tener la construcción de una carretera, el “Plan Transantiago”, la construcción o no construcción del puente sobre el Canal de Chacao, que las empresas mineras paguen tal

royalty o tal otro, sino, más que nada, cómo se presentan, en términos de imagen, todos estos proyectos u obras realizadas o no realizadas. Y en ello naturalmente juegan un papel parejo decisivo las encuestas. En algunos casos sucede incluso que por muy desastroso que sea un proyecto y su puesta en marcha como lo ha sido en sus inicios el “Plan Transantiago”, en el que parecía que prácticamente nada funcionaba como corresponde, y que la gente protestaba por el trato indigno que estaban recibiendo en vistas de no tener a su alcance y a su debido tiempo la locomoción colectiva, sin embargo, si la política comunicacional presenta una imagen relativamente convincente de este Plan, de sus proyecciones futuras, de los beneficios que traerá, y demás, entonces todos los malos ratos, las incomodidades y hasta la indignidad padecida comienzan a encontrar una justificación. Es probable incluso que en este caso las incomodida­ des continúen durante un tiempo en principio no previsible, mas en la medida en que tras ello hay una presentación del Plan en cuestión que sea adecuada, esto por sí solo parece capaz de superar cualquier escollo. Lo cierto es que la aludida política comunicacional es llevada hasta tal extremo que las autoridades responsables de la puesta en marcha del “Plan Transantiago” pueden darse hasta el lujo en muchos casos de hacer la vista gorda y practicar la política del avestruz respecto de la verdade­ ra dimensión de las dificultades que está teniendo la población en sus desplazamientos de un punto a otro por la ciudad. Y ello es pues una muestra, francamente escandalosa, de lo que es capaz de resistir, sustentar y promover una política comunicacional bien conducida en términos de la retórica —y nótese además entendida esta como argumentación, como lo hacemos aquí, y no como mera persuasión. Con lo último dicho tocamos un punto muy sensible, que nos hace ver que solo hasta cierto punto una retórica como argumentación, como la “nueva retórica” perelmaniana, nos puede precaver del descrédito de la retórica cuando esta pasa a ser lisa y llanamente “mala retórica” (vol­ veremos sobre este punto más adelante).

2.6. El auditorio 2 . 6. 1. Uno de los temas relevantes de la retórica lo constituye, como hemos puesto de relieve, la preocupación por el auditorio. La cuestión que debe­ mos plantearnos ahora es cómo definir el auditorio. La respuesta que nos da Perelman es bastante simple, clara y convincente a la vez. El auditorio lo constituye simplemente la persona o las personas que nos escuchan. Sin embargo esta definición está igualmente envuelta en dificultades. En definitiva, se trata, para nuestro autor, de que construimos el auditorio: ¿Cómo definir semejante auditorio? ¿Es la persona a quien el orador interpela por su nombre? N o siempre: el diputado que, en el Parla­ mento inglés, debe dirigirse al presidente, puede intentar convencer, no solo a quienes lo escuchan, sino también a la opinión pública de su país. ¿Es el conjunto de personas que el orador ve ante sí cuando toma la palabra? N o necesariamente. El orador puede ignorar, perfec­ tamente, una parte de dicho conjunto: un presidente de gobierno, en un discurso al Congreso, puede renunciar de antemano a convencer a los miembros de la oposición y contentarse con la adhesión de su grupo mayoritario. Por lo demás, quien concede una entrevista a un periodista considera que el auditorio lo constituyen los lectores del periódico más que la persona que se encuentra delante de él. El secreto de las deliberaciones, dado que modifica la idea que el orador se hace del auditorio, puede transformar los términos de su discurso. Con estos ejemplos se ve de inmediato cuán difícil resulta determinar, con ayuda de criterios puramente materiales, el auditorio de aquel que habla. Esta dificultad es mucho mayor aun cuando se trate del auditorio del escritor, pues, en la mayoría del los casos, no se puede localizar con certeza a los lectores (Tda, pp. 54-55). Y atendiendo a todas estas consideraciones, Perelman acaba presentando su definición de auditorio: Por esta razón, nos parece preferible definir el auditorio, desde el punto de vista retórico, como el conjunto de aquellos en quienes el orador quiere influir con su argumentación (Tda, p. 55).

Si construimos pues el auditorio, se trata de que esa construcción sea lo más adecuada y ajustada al auditorio tal cual es, y de acuerdo con la ocasión. Y tengamos a la vista también esta otra afirmación: La argumentación efectiva emana del hecho de concebir al presunto auditorio lo más cerca posible de la realidad. Una imagen inadecuada del auditorio, ya la cause la ignorancia o el concurso imprevisto de diversas circunstancias, puede tener las más lamentables consecuencias (Tda, p. 56). Mas, según podemos observar, inmediatamente se muestra que este planteamiento del construccionismo enseña algún flanco débil, ya que si decimos que la construcción de nuestro auditorio tendría que ser lo más precisa y ajustada posible ¿acaso no estamos dando a suponer con esto que hay una inevitable remisión a un auditorio “real”, anterior e independiente de nuestra construcción? Por cierto que sí, y esta es una dificultad que se presenta como insalvable. Claro está, si sostenemos que la realidad o el ser es pura proyección o construcción nuestra ¿qué es entonces lo dado de la realidad? Y tendremos que conceder que tendría que haber tal, que probablemente ello será al modo de una materia prima, o lo que fuere, pero de inmediato estamos con ello reconociendo que no todo de aquello que llamamos “realidad” es fruto de una construcción, sino que tal vez, a lo más lo que tiene que ver con el modo como cada cual lo percibe y agregaríamos la coloratura subjetiva que le damos a cada cosa, fenómeno, situación, hecho, circunstancia. Ciertamente puede ser problemático ulteriormente establecer cuál sería pues la supuesta reali­ dad “en sí”, que se mantiene incólume, con independencia de nuestras percepciones y subjetividades, mas cabe agregar que no porque haya esta dificultad ulterior le restamos un valor a la tesis de que no todo puede ser fruto de nuestra construcción y que tendría que haber algo previamente dado. El asunto entonces es, en definitiva, precisar el radio y alcance de aquello dado de antemano. Es decir, si se quiere, en definitiva, hay construcción del auditorio o de la realidad, pero no total. Y la verdad es que, según podemos observar en lo que sigue, la consideración de la distinción entre la construcción (mental) del auditorio y la remisión a un supuesto auditorio anterior a esa construcción, es a tal punto decisiva que se puede dar, por ejemplo, la siguiente situación:

Una argumentación considerada persuasiva corre el riesgo de provocar un efecto revulsivo en un auditorio para el que las razones a favor son, de hecho, razones en contra. Lo que se diga a favor de una medida, alegando que es susceptible de disminuir la tensión social, levantará contra esta medida a todos aquellos que deseen que se produzcan confusiones. / El conocimiento, por parte del orador, de aquellos cuya adhesión piensa obtener es, pues, una condición previa a toda argumentación eficaz (Tda, p. 56). Así Benjamín Vicuña Mackenna, que ya había participado activamente en la Revolución de 1851 en un levantamiento en Coquimbo, con ocasión de la antesala de una nueva revolución en 1858, junto a Manuel Antonio Matta y Guillermo Matta, convocan a la constitución de una “Asamblea Constituyente”, lo que estaba expresamente prohibido bajo el gobierno de Manuel Bulnes. Leemos, en la Historia de Chile de Encina-Castedo, que Vicuña Mackenna ató una bandera a un taco de billar y la puso a flamear en una ventana de alguna sala de una calle céntrica de Santia­ go, donde debía celebrarse el solemne acontecimiento. Al mediodía se presentó el teniente Echevers exigiendo el desalojo de la sala, a lo que los revolucionarios se negaron. Como luego de esta negativa, y una vez que estaban nuevamente solos, alguien atravesó las abrazaderas de hierro con un palo, Santiago Riesco llamó esta revolución la “Revolución del Colihue”. La convocatoria a la Asamblea Constituyente fue nula y por supuesto no tuvo ningún efecto30. Desde nuestra mirada, diríamos que ello es consecuencia de una deficiente “construcción del auditorio”. La preocupación por la índole del auditorio ha sido de tal alcance, que ha dado lugar a la orientación de muchos de los tratadistas de la retórica: En la Retórica, Aristóteles, al hablar de auditorios clasificados según la edad y la fortuna, inserta varias descripciones, sutiles y siempre válidas, de psicología diferencial. Cicerón demuestra que es preciso hablar de manera distinta a la especie humana “ignorante y vulgar, que prefiere siempre lo útil a lo honesto” y a “la otra ilustrada y culta que pone la dignidad moral por encima de todo”. A su vez, Quintiliano estudia las diferencias de carácter, importantes para el orador (Tda, p. 56). 30

Encina-Castedo: Historia de Chile, Santiago: Zig-Zag, 1964,Tomo II, pp. 1111-1112. En adelante:‘H C H ’.

Recordemos a su vez que para Sócrates sucedía incluso que la retórica, en general descalificada por él y por Platón, tenía una única justificación en función de un auditorio al modo de una masa ignorante, a la cual le serán siempre inapropiadas las buenas razones, simplemente porque no las entiende. C on Perelman, en cambio, se podría decir más bien al revés: desde el momento que no entendemos más a la retórica como mero arte de la persuasión, sino como teoría de la argumentación, ello trae consigo necesariamente para esta “nueva retórica” una subida de nivel del público escucha, del auditorio. En todos los casos pues hay que considerar el papel que juega el auditorio. U no de los grandes tratadistas de la retórica —Giambattista Vico—dice: “Todo objeto de la elocuencia concierne a nuestros oyen­ tes y, conforme con sus opiniones, debemos regular nuestros discursos (Tda, p. 61). En ello naturalmente corresponde tener en cuenta los distintos tipos de auditorio, en relación con la retórica, teniendo en consideración cómo el medio influye sobre el individuo. A este respecto Perelman trae a co­ lación al sociólogo Maurice Millioud, que sostiene que si se quiere que un hombre inculto cambie de opinión, hay que trasplantarlo. Y al hablar de ‘trasplantar’ podemos reconocer cómo el ser humano es similar a las plantas, que crecen y se desarrollan de distinta forma en uno u otro medio: Cada medio podría caracterizarse por sus opiniones dominantes, por sus convicciones no discutidas, por las premisas que admite sin vacilar: estas concepciones forman parte de su cultura, y a todo orador que quiera persuadir a un auditorio particular no le queda otro remedio que adaptarse a él. También la cultura propia de cada auditorio se transparenta a través de los discursos que le destinan, de tal modo que, de muchos de estos discursos, nos creemos autorizados a extraer cual­ quier información sobre las civilizaciones desaparecidas (Tda, p. 57). En el mismo contexto cita nuestro autor a Max W ertheimer, creador de la psicología de la Gestalt, que dice: Se pueden observar cambios maravillosos en los individuos, como cuando una persona apasionadamente sectaria se convierte en miem­ bro de un jurado, árbitro o juez, y entonces sus acciones muestran el

delicado paso de la actitud sectaria a un esfuerzo honesto por tratar el problema en cuestión de forma justa y objetiva (Tda, p. 57). Esto último es algo muy visible y a la orden del día: en muchos casos observamos que el cargo convierte a la persona: que si alguien es elegido parlamentario, director de una institución, ascendido a general, experi­ menta generalmente una transformación tal que suele ya no reconocerse la persona que los demás conocían hasta ese momento, lo cual naturalmente por lo mismo pasa a ser tema interesante para guionistas y novelistas.

2 . 6. 2 . Para la retórica el auditorio ha sido pues hasta tal punto importante que incluso la principal clasificación de distintos géneros retóricos se apoya en esto. Así los géneros deliberativo, judicial y epidíctico se aplican ya sea a deliberar sobre lo conveniente o inconveniente (el deliberativo), sobre lo justo o injusto (el judicial), o se abocan tan solo a disfrutar del discurso que se les transmite, sin tener que pronunciarse sobre el conte­ nido de este (como el epidíctico). Es visible que es sobre todo debido a este último -e l género epidíctico—que la retórica se fue deslizando hasta convertirse en “mala retórica”, ya que cada vez más estuvo enjuego su uso en términos de mero adorno del discurso. Y así dice Baltasar Gracián que hay discursos que son: “como un festín, en el que no se preparan las viandas a gusto de los sazonadores sino de los convidados” (Tda, p. 61). Ahora bien, como a la par está en juego la habilitación del orador —en lo que la habilitación no está siempre garantizada—hay que tener en cuenta a su vez que la mencionada habilitación no es ajena al auditorio al cual ha de dirigirse. En razón de ello Perelman recuerda aquí un pasaje de la obra de Lawrence Sterne —La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy— donde el protagonista dice: Mi padre, (que quería convencer a mi madre para que requiriera los servicios de un partero), trató de hacerle ver sus razones desde todas las perspectivas; discutió la cuestión con ella como cristiano, como pagano, como marido, como padre, como patriota, como hombre. Mi madre le respondía a todo tan solo como mujer, lo cual era bastante duro para ella; pues al no ser capaz de asumir tal variedad

de facetas y combatir protegida por ellas, la lucha era desigual: siete contra uno (Tda, p. 59). Y por supuesto lo que llama la atención en todo esto es este extraordi­ nario cambio de rostros. Mas, hay que tener en cuenta a la vez que ese conjunto de rostros del sujeto-orador está en relación, cuando no en dependencia, del conjunto de rostros del interlocutor, y que en este caso es uno solo y que equivale a la vez al auditorio. En efecto, en el ejemplo de más arriba alguna susceptibilidad tiene que haber en ella respecto de cada uno de aquellos personajes. Pero lo que es más importante todavía es que el orador va en cada caso creando, construyendo su auditorio -e n función de lo cual se presenta ante su mujer, creando personajes como cristiano, pagano, etc., y actuando en consecuencia. Este sencillo ejemplo es capaz de condensar varias de las cuestiones que se juegan en toda comunicación, en toda relación en términos comunicacionales entre las personas. Extrapolando, lo mismo que se da en la relación de ese marido con su esposa, se da en un complejo auditorio, máxime si este es asaz heterogéneo. En todo caso, lo interesante del ejemplo es que cabe suponer que este “auditorio” no puede ser más homogéneo, desde el momento que está compuesto por una sola persona, mas ese mismo auditorio —la Señora esposa—se vuelve complejo y heterogéneo desde el momento que la persuasión no tiene efecto, y entonces se requiere por parte del orador -e l Señor esposo—actuar distintos roles. Por eso, y como ya veíamos, si ahora tenemos delante una compleja audiencia, la cuestión es que mi auditorio estará constituido por aquellos a quienes especialmente me estoy dirigiendo, a quienes quiero influir para obtener su adhesión. Perelman nos recuerda además respecto de esta relación con el au­ ditorio, cómo influyen también el decorado, la ambientación, la ilumi­ nación, y esto ha sido así desde los inicios mismos del teatro griego, y de seguro que también mucho antes. Así, por ejemplo, cuando uno se para en el centro del Teatro de Epidauro en Grecia, es verdaderamente impresionante constatar que ante esas graderías de 14.000 espectadores, uno puede hablar del modo más callado posible, y sin embargo se escucha aquello hasta la última corrida de asientos, situados en las alturas. En cuanto a la atención que merece el auditorio, Perelman nos ofrece una sutil distinción entre el orador preocupado por su auditorio y de cómo

adaptarse en la justa medida a él y el orador apasionado. Este último, el orador apasionado —en contraste con el anterior—suele estar motivado más bien por sí mismo, por su propia gracia, elegancia o habilidad, y entonces para él prácticamente las razones que haya que desarrollar en el discurso cuentan poco o nada. Por supuesto, corresponde agregar, que hay también oradores apasionados, cuya pasión es relativa a las convicciones que tienen respecto de ciertas ideas. Pero en esta relación, tan solo en apariencia simple, entre orador y auditorio, se dan distintas tensiones singulares. Así, de ciertas palabras de Demóstenes, considerado como padre de la retórica, se desprende que el orador debe tener particularmente en cuenta a su auditorio, desde el momento que —contra lo que podríamos esperar- este último, el audi­ torio, lo forma a él: /.../ en ningún momento los oradores os hacen o perversos u hom ­ bres de provecho, sino vosotros los hacéis ser de un extremo o del otro, según queráis; pues no sois vosotros los que aspiráis a lo que ellos desean, sino que son ellos los que aspiran a lo que estimen que vosotros deseáis. Así pues, es necesario que seáis vosotros los primeros en fomentar nobles deseos, y todo irá bien; pues, en ese caso, o nadie propondrá ningún mal consejo, o bien ningún interés le reportará el proponerlo por no disponer de quienes le hagan caso (Tda, p. 62). Es incuestionable lo que plantea Demóstenes, solo que cabe agregar que esta consideración es una de las tantas que cabe descubrir en la compleja relación tensional entre orador y auditorio, ya que si bien, como señala Demóstenes, la audiencia hace al orador, de otro lado, si al orador le reconocemos un poder suficiente, el auditorio, la audiencia, la opinión pública, significativamente él está llamado a formarlo y conducirlo. Mas ello no significa de ningún modo que las palabras de Demóstenes queden invalidadas, sino que lo que hemos dicho corresponde nada más que a otra de las tantas perspectivas que hay que tener en cuenta en esta relación. A fin de cuentas lo que siempre habrá que calibrar es hasta qué punto el orador debe adaptarse a su auditorio, sobre todo en atención a que en ciertas ocasiones se justificaría incluso estar completamente en contra de él e intentar llevarlo en una dirección opuesta a la que el auditorio está siguiendo.

Desde luego cada auditorio en el ámbito de la retórica tiene sus propias demandas y exigencias. Es más: se da el caso incluso de auditorios hasta tal punto cerrados en una sola posición que prácticamente el diálogo, la discusión y la crítica quedan fuera de lugar. Supongamos el encontrarse ante un grupo violento, agresivo o cautivo en una sola idea obsesiva, lo que ciertamente es muy frecuente. Así nos dice Perelman con un dejo de ironía que plantear la suspensión voluntaria de los movimientos cardíacos sería algo descabellado en una revista médica pero no en una novela. Y así como, por otra parte, enfrentado el orador a un auditorio, el escrúpulo juega un papel determinante, no menos que el temor al ridículo. Más adelante veremos cómo este último —el ridículo y el temor al ridículoestá completamente presente en toda relación con el auditorio. Tradicionalmente distintas exposiciones de la retórica se centraban en especial en clasificar los distintos tipos de auditorio. Mas, resulta prácti­ camente vano hacer una clasificación así, y sobre todo hoy en día en que el multiculturalismo ha cobrado tanta fuerza. En todo caso, y siguiendo a nuestro autor, muy a grandes rasgos se puede distinguir entre auditorio universal y auditorios particulares. Así Husserl sostiene en La crisis de las ciencias europeas: En nuestro trabajo filosófico, somos funcionarios de la humanidad (Tda, p. 65). En efecto, hay una gran verdad en esto. Dado el alcance que tiene la filosofía, por tratar del ser y del hombre, su auditorio no puede ser sino universal, la humanidad entera. En relación con la filosofía, carece de base hablar de auditorios particulares. Estos conciernen únicamente a los profesores de filosofía, pero los filósofos propiamente tales -Sócrates, Descartes, Kant, Nietzsche—por mencionar solo algunos ejemplos, le hablan a la humanidad toda. Y si el filósofo enseña y le habla a un auditorio particular en una universidad, una academia, dicta una conferencia o presenta una ponen­ cia en un congreso, ese auditorio inmediato vale nada más que como mediación para el auditorio universal. Lo anterior constituye a su vez una explicación acerca de la razón de por qué no puede jamás justificarse todo ese conjunto de nombres que circulan en la historia de la filosofía y en las aulas: filosofía griega, alemana, francesa, española o incluso latinoamericana, ya que en rigor no hay tal,

ni puede haberlo. La filosofía, por dirigirse a un auditorio universal, no admite estas circunscripciones geográficas o, si se quiere, geopolíticas. Mas, cabría agregar que la vinculación con el mentado auditorio universal no es exclusiva de la filosofía, sino que también concierne al arte y a la ciencia. Por cierto un Fidias, un Leonardo, un Goethe no están únicamente referidos a su círculo, su comunidad, al mecenas, al rey o al papa que les ha hecho un encargo, sino que también su auditorio, o simplemente su público en general es la humanidad entera. La filosofía y el arte no pueden sino dirigirse a un auditorio univer­ sal, y esto naturalmente pone en cuestión nombres de distintas filosofías llamadas nacionales o continentales. Por otro lado, para Perelman ha sido sobre todo el racionalismo el que ha tenido que ver con la constitución de este auditorio universal, mas ello ha ido acompañado del intento parejo de desacreditar la retórica. Ello ha sido a la vez sobre la base del supuesto de que las verdades de la filosofía son a tal punto concluyentes que basta dirigirse a un auditorio universal, sin ninguna diferenciación interna, y es lo que hace cada filósofo por su cuenta. Así se podría ver por ejemplo a Platón, y de acuerdo con este ejemplo no es casual que él también haya condenado la retórica.

2.7. Persuadir y convencer Interesa además tener a continuación en cuenta la distinción entre per­ suadir y convencer, por de pronto, por cuanto juega un papel en la pareja distinción entre auditorio particular y universal. Es claramente visible que cuanto más se amplía el auditorio, trascendiendo las fronteras de lo particular —de lo local, lo regional o incluso lo nacional—tanto más cobran peso las buenas razones en la argumentación; ya no basta simplemente la persuasión. Es cierto, en todo caso, que con ella sola —con la persua­ sión- se suele movilizar masas humanas completas y por millones, como incluso una nación completa, pero cuando el auditorio es efectivamente universal, importa más el convencer que el mero persuadir. Mas, por otra parte, la mentada distinción tiene que ver también con otra distinción crucial: aquella entre pensar y actuar. La persuasión está más directamente vinculada con la acción que con la convicción. En otras palabras, podemos estar muy convencidos de no hacer algo,

supongamos de no fumar (como lo hemos visto en el capítulo sobre la retórica de Geissner) mas ello no obsta a que efectivamente dejemos de hacerlo. Aunque seamos adultos responsables se advierte claramente que en este caso las buenas razones no bastan y es necesario que, igual que a los niños, se nos tenga que persuadir para dejar de hacerlo, y aun cuando, como sucede en algunos casos, el cigarrillo esté provocando una muerte inminente. De acuerdo con el modo como concibe Perelman la retórica, ya sabemos, se trata de entenderla más en función de la argumentación que de la mera persuasión. Está claro que si intentamos convencer a alguien por medio de argumentos respecto de alguna cuestión, lo reconocemos mucho más como interlocutor válido que si meramente procuramos per­ suadirlo. Ello es así por cierto cuando el contacto es intelectual. Cuando, por el contrario, el contacto es más bien emocional o afectivo, como en lo que atañe al cortejo erótico, ciertamente la persuasión que eventual­ mente pueda intervenir en ello tiene entonces una clara justificación. Por otra parte, el argumentar es claramente afín con el convencer, y de esta forma podemos atender a la pareja dupla entre convencer y persuadir. Pues bien, ya en el persuadir o en el convencer se busca la adhesión de una persona o de un grupo; y en ello se supone que el convencer está más apegado a un discurso estrictamente racional, mientras que la persuasión está más alejada de ello. Sin embargo (según cita de Perelman): Para Rousseau, de nada sirve convencer a un niño “si Von ne sait le persuader” (si no se sabe persuadirlo) (Tda, p. 66) —lo que se encuentra en el Emilio. Al parecer lo que tiene Rousseau en cuenta es algo muy plausible, en cuanto a que la convicción involucra un compromiso intelectual que no necesariamente lleva a un compromiso cabal de la persona: En cambio, para aquel que está preocupado por el carácter racional de la adhesión, convencer es más que persuadir. Además, el carácter racional de la convicción tenderá, unas veces, hacia los medios uti­ lizados; otras, hacia las facultades a las que se dirige. Para Pascal, al autómata es a quien se persuade y entiende por autómata el cuerpo, la imaginación, el sentimiento, en una palabra, todo lo que no es en absoluto la razón (Tda, p. 66).

Da que pensar lo planteado por Pascal, en la medida en que pareciera que son susceptibles de persuasión aquellos que no están bien adiestrados en el discurso netamente racional y pueden caer bajo el influjo de lo irracional: Los criterios por los cuales se cree que es posible separar la convicción y la persuasión se basan siempre en la determinación de pretender aislar de un conjunto (conjunto de procedimientos, de facultades) ciertos elementos considerados racionales. Conviene resaltar que el aislamiento a veces se refiere a los razonamientos y se mostrará, por ejemplo, que tal silogismo, aunque llegue a convencer al oyente no conseguirá persuadirlo. Pero, hablar así de este silogismo es aislarlo de todo un contexto, es suponer que sus premisas son conocidas independientemente del contexto, es transformarlas en verdades in­ quebrantables, intangibles. Se nos dirá, por ejemplo, que tal persona, convencida de lo malo que es masticar demasiado deprisa, no dejará por ello de hacerlo; de este modo, se aísla de todo un conjunto el razonamiento sobre el que descansa esta convicción. Se olvida, por ejemplo, que esta convicción puede enfrentarse a otra, la que nos afirma que se gana tiempo comiendo más rápido (Tda, pp. 66-67). En efecto, en muchas situaciones los razonamientos, justamente por aislar ciertos datos de un conjunto, logran a partir de ello ser objetivos y convincentes. En definitiva, Perelman delimita los distintos campos de la siguiente manera: Nosotros nos proponemos llamar persuasiva a la argumentación que solo pretende servir para un auditorio particular, y nominar convin­ cente a la que se supone que obtiene la adhesión de todo ente de razón (Tda, p. 67). Se puede comparar este modo de zanjar las cosas de Perelman con la distinción que nos ofrece Walter Schulz entre un ethos de lo cercano y un ethos de lo lejano, dado que en el primero influyen factores emocionales, mientras que el segundo posee una base racional31. Si el ethos, como el origen de lo ético, y que se traduce como ‘carácter’, ‘conciencia’ o incluso ‘habitar’, le da también una impronta a nuestra relación con los

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Schulz,Walter: Grundprobleme der Ethik (Problemas fundamentales de la ética), Stuttgart: Neske, 1998, pp. 320 ss. En adelante:‘GE’.

otros ser humanos, para Schulz juegan un papel la cercanía y la lejanía. Por ejemplo, en el ethos de lo cercano se expresa sin mayores tropiezos cierta confianza en el prójimo, que precisamente es un próximo. En cam­ bio, por ejemplo, en la relación entre los países es necesario el derecho internacional (cuyo fundador ha sido Francisco Vitoria en el siglo XVI) que prescribe regulaciones de carácter netamente racional. A propósito de la distinción entre convicción y persuasión, Kant distingue entre dos tipos de juicio: Cuando este es válido para todo ser que posea razón, su fundamento es objetivamente suficiente y, en este caso, el tener por verdadero se llama convicción. Si solo se basa en la índole especial del sujeto, se llama persuasión. / La persuasión es una mera apariencia, ya que el fundamento del juicio, fundamento que únicamente se halla en el sujeto, es tomado por objetivo. Semejante juicio tampoco posee pues más que una validez privada y el tener por verdadero es incomuni­ cable / .../ / Subjetivamente no es, por tanto, posible distinguir la persuasión de la convicción cuando el sujeto considera el tener por verdad como simple fenómeno del propio psiquismo. Pero el ensayo que hacemos con sus fundamentos valederos para nosotros, con el fin de ver si producen en el entendimiento de otros el mismo efecto que en el nuestro, es, a pesar de tratarse de un medio subjetivo, no capaz de dar como resultado la convicción, pero sí la validez meramente privada del juicio, es decir un medio para descubrir en él lo que constituya mera persuasión /.../L a persuasión puedo conservarla para mí, si me siento a gusto con ella, pero no puedo ni debo pretender hacerla pasar por válida fuera de mí (Tda, p. 68).

2.8. Auditorio externo y auditorio interno Perelman introduce la consideración de un supuesto auditorio interno, el que cada cual lleva dentro de sí, y al que solemos presentar nuestras ideas, planes y decisiones, para ser precisamente discutidos y analizados. Convicción o persuasión pueden mover o no mover a este auditorio interno. Y así como los auditorios externos, también el auditorio interno está altamente diferenciado: si algo nos convence es porque dentro de

nosotros hay un auditorio al que le atribuimos un carácter normativo, ciertos derechos, que se expresan —si se quiere—como derecho a voz y voto. Con la filosofía se da el caso particular de que su auditorio, externo o interno, es universal. Salta a la vista que al hablar de un auditorio interno, si vemos en lontananza el alcance que ello tiene, se da aquí una conexión con lo que podríamos llamar una cavidad que desde antiguo se ha forjado dentro del hombre, en la que se han alojado el pneuma, la psiké, el anima, la mente, la razón, la conciencia. Nietzsche es el que habla de semejante cavidad, habiéndose formado ella con la introversión del instinto. Es como si la humanidad en su desarrollo hubiera ido creando en sí misma, y por cierto en cada sujeto humano en particular, una habitación, una casa cada vez mayor, donde se habrá de alojar todo aquello que llamamos alma, y otros, que recién mencionábamos más arriba. El auditorio interno nos lleva a traer a colación a Arnold Gehlen, muy cercano, por su parte, al pensamiento de Nietzsche. El describe el desarrollo del ser humano al modo de una interiorización de la exterioridad. Nos dice Gehlen en su obra titulada simplemente Der Mensch (El hom­ bre) que el ser humano a lo largo de la historia ha ido interiorizando la exterioridad, vale decir, ha tenido que generar en sí mismo un espacio tan abierto que sea capaz de alojar el universo entero32. Podríamos, por lo tanto agregar a ello que, por ejemplo, si hoy sabemos, con apoyo en la ciencia, de la existencia de cientos de miles de millones de galaxias, cada una de las cuales tendría cientos de miles de millones de estrellas, y que nuestro sol es apenas una de ellas, se trata entonces de que esa exte­ rioridad en específico, la hemos interiorizado —o tal vez, dado que esto nos resulta tan inconcebible, sobrepasando incluso nuestra imaginación, habría que decir más modestamente, que estamos en proceso de lograr esa interiorización y que sin duda esta nunca concluirá. De este modo, hemos asistido históricamente no tan solo a echar los cimientos de una casa cada vez más amplia en nosotros, sino que —para continuar con esta referencia arquitectónica—hemos tenido que ir ha­ ciendo ampliaciones cada vez mayores en ella.

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Gehlen, Arnold: Der Mensch. Seine Natur und Stellung in derWelt, Wiesbaden: Quelle & Meyer, 1997. /E d . Cast.: El hombre. Su naturaleza y posición en el mundo, trad. de Fernando Carlos Vevia, Salamanca: Sígueme, 1980.

Por otra parte, si de acuerdo con la concepción de Perelman sobre la retórica, lo que en ella está en juego es concitar la adhesión del au­ ditorio, ciertamente a quien ante todo debemos convencer o persuadir es a nuestro propio auditorio interno. A su vez, se suma a ello la con­ sideración de la “nueva retórica” como argumentación. En este marco, se trata pues de que, con respecto a ese auditorio interno, tenemos ante todo que argumentar, no bastando con persuadirlo, sino de convencerlo y hacerlo con buenas razones. En vista de estas consideraciones viene al caso, por lo mismo, recordar que una de las más significativas refacciones que ha tenido este espacio interno nuestro es la que realizó Kant. Según nos expone en los Prefacios de su opera magna —Crítica de la razón pura— es la razón quien es llamada a juzgar sobre sí misma, vale decir, se trata de la constitución de la obra Crítica de la razón pura como tribunal de la razón. Mas, por otra parte, la remodelación de nuestro espacio interno no termina aquí, ya que además Kant desarrolla una concepción pareja de la conciencia moral también como un tribunal en otras de sus grandes obras, Metafísica de las costumbres. Pues bien, en uno u otro tribunal —podríamos decir—entra a tallar un auditorio interno, el cual puede, en todo caso, estar compuesto de distintas partes: tan solo juez y acusado, como en la Crítica de la razón pura, en que la razón es llamada a comparecer ante sí misma. En el segundo tribunal -e l de la conciencia moral en la Metafísica de las costumbres- se agregan al juez, que preside el tribunal, el acusado, un fiscal acusador y un abogado defensor33. Con todo, un tribunal compuesto de distintas partes es, según advierte Kant, una representación espuria de un tribunal. En este singular tribunal sucede que la misma persona es juez y parte (en particular, juez y acusado), y desde luego, cabría agregar, en la realidad humana, ello constituye claramente un tribunal ya de partida corrupto. Sin embargo, el propio Kant nos da la salida a este impasse en su pen­ samiento sobre la ilustración (¿Qué es ilustración?), donde plantea que la humanidad habría evolucionado hasta un punto tal que habría llegado a tener mayoría de edad (Mündigkeit), lo que podemos traducir también como ‘madurez’. El asunto es entonces que la madurez o la mayoría de

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Kant: Metaphysik der Sitien. Ed. por Karl Vorlánder, Leipzig, 1907. / Ed. cast.: Metafísica de las costumbres. trad. de Adela Contina y Jesús Conill, Madrid:Tecnos, 1999. En adelante: 'M e'. Se señala primero la pág. de esta edición y luego la correspondiente de la edición alemana.

edad de la humanidad consiste precisamente en ser capaz ahora de ser juez y parte, lo que significa que cada persona en particular puede ahora desdoblarse en juez y parte, y no por ello ni la razón ni la conciencia pierden su sentido de ecuanimidad y equidad. Esto recibe a su vez otro nombre decisivo: la autonomía, y él nos da que pensar respecto de su contraparte: la heteronomía -q u e con este innovador pensamiento kantiano habríamos dejado atrás. Habría en esto además el planteamiento no de una, sino de dos revoluciones copernicanas: una en el orden del conocimiento (desde ahora en adelante se reconoce que el sujeto modifica al objeto), y otra en el orden moral (el hombre desde ahora en adelante determina por sí mismo qué debe hacer). Respecto de este último punto, hay que reconocer, sin embargo, que el paso hacia una plena autonomía moral no se da con Kant todavía a cabalidad, en cuanto a que el juez al interior de nuestra conciencia sigue siendo Dios, aunque él se preocupa de aclarar al respecto que este Dios es una proyección ideal nuestra. Se trata pues de “como si” hubiera Dios en nuestra conciencia, en tanto una instancia que tiene todos los poderes en la tierra como en el cielo; y habría que agregar aquí que ese supuesto expresado como si hubiera un poder absoluto (Dios) en nosotros que nos juzga se debería a que, de lo contrario, el hombre se descarría (ya que Kant no lo dice expresamente) (Me, “Teoría de la virtud). A partir de estos distintos pasos decisivos ya dados por Kant se puede entender mejor la concepción perelmaniana de la “nueva retórica” que se da ante todo como una argumentación con nosotros mismos y con nuestro propio auditorio interno; en rigor, ante este. Podríamos decir que en la relación con ese auditorio interno se expresa nuestra mayoría de edad y autonomía. Mas, cabe agregar esta otra consideración: si con la filosofía sucede que se hace presente un auditorio universal, este se encuentra ante todo en nosotros mismos (en cierto modo, nosotros lo construimos): Los filósofos siempre procuran dirigirse a un auditorio de este tipo, no porque esperen conseguir el consentimiento efectivo de todos los hombres —pues saben muy bien que solo una pequeña minoría ten­ drá ocasión de conocer sus escritos—, sino porque creen que a todos aquellos que comprendan sus razones no les quedará más remedio que adherirse a sus conclusiones. Por tanto, el acuerdo de un auditorio

universal no es una cuestión de hecho, sino de derecho. Porque se afirma lo que es conforme a un hecho objetivo, lo que constituye una aserción de quienes se someten a los datos de la experiencia o a las luces de la razón (Tda, p. 72).

Mas, a su vez, cómo no reconocerlo, el auditorio universal puede ser enormemente variable, en cuanto a que concierne a cada grupo o pueblo en particular para los cuales él se perfila de uno o de otro modo: En lugar de creer en la existencia de un auditorio universal, análogo al espíritu divino que solo puede dar su consentimiento a “la verdad”, se podría, con toda razón, caracterizar a cada orador por la imagen que él mismo se forma del auditorio universal al que trata de conquistar con sus propias opiniones. / El auditorio universal lo constituye cada uno a partir de lo que sabe de sus semejantes, de manera que trascienden las pocas oposiciones de las que tiene conciencia. Así, cada cultura, cada individuo posee su propia concepción del auditorio universal, y el estudio de estas variaciones sería muy instructivo, pues nos haría conocer lo que los hombres han considerado, a lo largo de la historia, real, verdadero y objetivamente válido (Tda, p. 75). Lo cierto es que, cuando bien lo examinamos, la concepción del auditorio interno es de enorme relevancia, por cuanto trae como consecuencia que todo posible auditorio externo queda remitido a este auditorio interno, a este monólogo, este soliloquio, este diálogo consigo mismo, en que cada cual suele encontrarse muy frecuentemente en estado de deliberación interna. Mas, si a ello se agrega que, como ya hemos visto anteriormen­ te, el auditorio —según Perelman—lo construimos, esto significa que por cierto también ese auditorio interno sería una construcción. Y esto, cuando nos detenemos a pensarlo, termina siendo muy decidor: sucede no solo que hablamos y discutimos con grupos y personas imaginarias de allá fuera, con auditorios externos, sino con un fantasma propio, nuestra propia creación. Ciertamente el auditorio externo puede ser real, y por lo general lo es, mas, de todos modos siempre viene a ser una construcción nuestra, fruto de alguna proyección. Por otra parte, el auditorio interno se presenta particularmente vivaz, lleno de inquietudes y preocupaciones: ¿Haré tal cosa o no? ¿Debo tomar esta drástica decisión ahora? Tal vez mañana mejor, ya que debería pri­ mero consultarlo con otra persona. ¿O mejor ahora mismo y así dejo el

problema atrás de una vez por todas? Por cierto que es nuestra conciencia, la conciencia kantiana como tribunal, la que delibera de este modo, y que desde la mirada retórica se presenta como auditorio interno.

2.9. Auditorio universal y auditorio de elite En todo caso, no obstante lo discutible que sea el supuesto de un auditorio universal (en cuanto a lo que significa algo así como hablarle al “hombre en abstracto”) y a parejas con ello el papel que juega la convicción, sin embargo de todos modos encontramos en ello una justificación, sobre todo en atención a que la posibilidad contraria —que la filosofía se dirigiera a auditorios particulares- parece insostenible. Precisamente, entre otras razones, también debido a esto, ejemplarmente el pensamiento platónico puede ser descrito como philosophia perennis. En todo caso, según hemos visto, también el arte se dirigiría en cualquiera de sus formas —sea como literatura o música—a un auditorio universal, aunque, como dice Sartre, en Situations II , el escritor se dirige a todos los hombres, aunque en definitiva probablemente su círculo de lectores sea bien reducido (según recuerda Perelman, Tda, p. 77). Ahora bien, si cabe reconocer que la filosofía se dirige a un audito­ rio universal, con todas las dificultades que ello encierra, lo que podría considerarse objetable es que a partir de ello se justifique la condena de la retórica, que recurre siempre a auditorios particulares. Como adelan­ tábamos, lo que individualmente diga cada filósofo, de cara a un real o imaginario auditorio universal, tiene que estar debidamente fundamentado y justificado; en cambio a quien se vale de la retórica le bastan como des­ tinatarios auditorios particulares a los que puede convencer con razones no debidamente fundadas. Es el caso además que también la Iglesia se dirige a un auditorio uni­ versal, y entonces suele suceder que si alguien manifiesta un desacuerdo es descalificado de manera recalcitrante. En ello entra enjuego una nueva alternativa: el auditorio de elite. Quienes alardean de una revelación sobrenatural o de un saber mís­ tico, quienes apelan a los buenos, a los creyentes, a los hombres que tienen la gracia, manifiestan su preferencia por un auditorio de elite. Este auditorio de elite puede confundirse incluso con el Ser perfecto.

/ Al auditorio de elite no siempre se lo considera, ni mucho menos, asimilable al auditorio universal. En efecto, con frecuencia sucede que el auditorio de elite quiere seguir siendo distinto del resto de los hombres: la elite, en este caso, se caracteriza por su situación je ­ rárquica. Pero a menudo también se estima que el auditorio de elite es el modelo al que deben amoldarse los hombres para ser dignos de este nombre: el auditorio de elite crea la norma para todo el mundo. En este otro caso, la elite es la vanguardia que todos seguirán y a la que se acomodarán. Unicamente importa su opinión, porque, a fin de cuentas, es la que será determinante. / El auditorio de elite solo encarna al auditorio universal para aquellos que le reconocen este papel de vanguardia y de modelo. Para los demás, en cambio, no constituirá más que un auditorio particular. El estatuto de un audi­ torio varía según las consideraciones que se sustentan (Tda, p. 76). Observamos aquí cómo este auditorio de elite está en un estrecho vínculo con el argumento de autoridad (argumentum ad verecundiam) y desde luego tiene carácter retórico en la medida en que el recurso a la autoridad carece de un sustento lógico suficiente. El caso particular de la ciencia supone, siguiendo a Perelman, que el auditorio de elite se asimila con el auditorio universal, por cuanto se supone que todo miembro de la comunidad científica especialista en determinada materia tendría que llegar a las mismas conclusiones. O, más bien, podría sostenerse más completamente que los auditorios de elite específicos en la ciencia están representados por Sociedades Científicas y Comités Editoriales de revistas especializadas, y esta instancia vale como un primer paso, un filtro para llegar con la teoría propuesta, el hallazgo, o lo que fuere, a la elite de la comunidad científica internacional. N o sucedería así en las religiones, en las que sucede que el sínodo, la curia —o la instancia que corresponda de acuerdo con cada religión- está claramente separada de los feligreses.

2.10. El acuerdo Si condensáramos muy en breve lo que hemos analizado hasta ahora, diríamos que hemos dado los siguientes pasos:

1. El papel que juega la retórica, entendida con un énfasis en la argumentación y no en la persuasión. 2. La retórica, así concebida, que contribuye a la construcción de la democracia, en lo que entran enjuego, por ejemplo, el derecho a réplica, la habilitación del orador, la validación del interlocutor. 3. La relación del orador con el auditorio, sea este particular o uni­ versal, externo o interno o, por último, de elite. 4. El planteamiento de la construcción del auditorio. Si ya el entender la retórica como argumentación a través de la cual se persigue la adhesión del auditorio, su comprensión más estricta en función del acuerdo, permite su salvaguarda, ya que en todo ello, en el lograr acuerdo, lo que se exige es no solo argumentación, sino reciprocidad y el mutuo reconocimiento de interlocutores que se validan entre sí: El orador, utilizando las premisas que serán el fundamento de su cons­ trucción, cuenta con la adhesión de los oyentes a las proposiciones de partida, pero estos pueden rechazársela, bien porque no aceptan lo que el orador les presenta como adquirido, bien porque perciben el carácter unilateral de la elección de las premisas, bien porque les sor­ prende el carácter tendencioso de su presentación (Tda, p. 119-120). En general, Perelman considera dos ámbitos del acuerdo: respecto de lo real y respecto de lo preferible. En cuanto a lo real y su estructura se trata de lo que atañe a hechos, verdades y presunciones. En cuanto al ámbito de lo preferible, se trata de valores, jerarquías, y los lugares de lo preferible (en lo que nos ofrece su propia clasificación de los tradicionales topoi). Si las verdades tienen que ver con lo real, y cómo establecer que algo es real, los valores representan más bien la actitud que tenemos ante eso real. La concepción que desarrolla nuestro autor de la verdad dice relación con un sistema que permite validar los hechos. En otras palabras, se trata de un aparato conceptual como el que hay en cada forma de saber, por ejemplo, de las distintas ciencias en particular y que permite establecer que un hecho es tal y que tiene ciertas características determinadas. Por ejemplo, se trata de cómo se establece lo que es un hecho jurídico, su­ pongamos bajo qué circunstancias se configura un delito; o, en relación con el periodismo, cuándo y considerando qué parámetros cabe estable­ cer un hecho como noticioso. Y así, lo mismo valdría para la física, la sociología o la historia.

Por su parte, las presunciones tienen que ver con lo que subyace al discurso: ante todo la presunción de normalidad. Esta presunción se da a su vez en relación a un grupo de referencia, pues lo normal, la media, la moda, remite a las costumbres y códigos sociales, políticos, culturales que rigen en determinados grupos, comunidades o sociedades. Cabe agregar que la norma se asocia con lo normal. Esto resulta bastante decidor en alemán, dado que en ese idioma el deber (Pflicht) proviene de man pjlegt, ‘se acostumbra’. En todo caso, lo que se estipula como normal en un momento his­ tórico dado puede representar las mayores atrocidades, lo descabellado, lo absurdo, lo abominable. A propósito de ello, la siguiente cita de Pascal nos da qué pensar: Los hombres son tan irremediablemente locos que sería estar loco de otro tipo de locura el no estar loco (Tda, p.152). Otra presunción, por lo demás muy ligada a la de la normalidad, es la de credulidad, o más bien credibilidad, y también llamada de buena fe: en el diálogo me apoyo por lo general en el hecho de que el interlocutor dice lo que dice de buena fe, y en este sentido, le creo. En cada discusión sobre un tema no puedo estar partiendo de la base de que el interlocutor me está engañando. Justamente el engaño, la burla, el sarcasmo, el disimulo, el ardid, más bien tienden a clausurar la comunicación. De todos modos, corresponde agregar al respecto que el entramado de las relaciones humanas es tan complejo, que en general solo hasta cierto punto asumimos este principio de credibilidad. Frecuentemente sucede que suponemos cierta intencionalidad tras las palabras del otro, y ello se debería a que se encuentra conmigo en una relación de com­ petencia, en una suerte de agón discursivo. En cualquier reunión social se da algo así como: ¡Quién dice lo más interesante, novedoso, divertido, ingenioso! En este sentido, nunca hay que perder de vista que el campo de las relaciones humanas es algo tensionado y atravesado por distintas fuerzas e intencionalidades ocultas. Por otro lado, al entender la retórica como teoría de la argumen­ tación, sucede que si bien la retórica de modo significativo se mueve en la cotidianidad y bajo sus códigos —lo que se acostumbra, se estila, lo regular, lo establecido—también tiene en sus manos la posibilidad de enfrentar esos códigos, pues la argumentación da lugar a la posibilidad de

la contraargumentación, y junto con ello del diálogo y la comunicación. Por la contraparte, sucede que cuando entendemos la retórica en fun­ ción de la persuasión, ella queda completamente apegada a los códigos en uso de una comunidad o sociedad determinada. Ello es así, dado que la persuasión conlleva esa limitante de basarse en lugares comunes, en lo que es de fácil comprensión para la gente, en lo generalmente admitido y probablemente sin mayores reparos. Observada la retórica tradicional desde esta perspectiva, se entiende que su desvirtuación y desacreditación han tenido que ver también con el hecho de acomodarse e instalarse en la cercanía de los poderes fácticos, allegarse donde más calienta el sol. Las figuras retóricas pueden verse también desde esta perspectiva, en la medida en que en ellas se expresa no solo el sentido común, sino también los lugares comunes. Se trata precisamente de que ellas logren persuadir. Por esta razón, se colige de ello que en una concepción de la retórica como argumentación las figuras retóricas tengan una importancia menor. Pero, antes de las figuras, tendremos que ocuparnos de los lugares, los topoi.

Se c c i ó n 3

LUGARES Y FIGURAS RETÓRICAS

3.1. Lugares Siguiendo el Tda, se trata de que la retórica se explaya fundamentalmente en dos ámbitos: el que tiene que ver con la argumentación que participa en la constitución de la estructura de lo real, y el que tiene que ver con la actitud que adoptamos respecto de lo real, y ello atañe a lo valórico, léase valores y jerarquías valóricas. Ahora bien, como este tema es complejo y resulta muy controvertido -m e refiero a cómo justificar valores y jerarquías- por de pronto Perelman trae a colación la así llamada “moral provisional” cartesiana. Se vincula con ella el hecho de que Descartes se propuso desde muy temprano escribir una moral, mas de acuerdo a su obra filosófica, especialmente las Meditaciones metafísicas y el Discurso del método, se trata de no admitir como verdadera ninguna idea que no se presente de modo claro y distinto a nuestra mente, y todo lo que concierne a lo valórico no cumple con ese requisito. Tal vez este sea el motivo principal, debido al cual Descartes nunca llegó a escribir ese proyectado tratado de la moral. En cuanto a la moral provisional, a la que habría que atenerse entre tanto, mientras no se fundamente la moral adecuadamente, tengamos en cuenta la siguiente cita de Descartes, del Discurso del método: Y dado que las acciones de la vida no toleran con frecuencia ningún plazo, es una verdad muy cierta que, mientras no esté en nuestro poder distinguir las opiniones más verdaderas, debemos seguir las más probables; /.../ y, en lo sucesivo, considerarlas no dudosas, en cuanto aluden a la práctica, sino muy verdaderas y muy ciertas, ya que la razón que nos ha determinado a seguirlas se halla en la misma línea (Discurso del método, parte III) (Tda, p. 132). Probablemente la distinción más interesante que nos ofrece Perelman respecto de este ámbito de lo preferible es aquella entre valores concretos

y abstractos. Por de pronto, los valores abstractos son los que están clara­ mente en la línea de la construcción de la democracia, ya que permiten la discusión en tomo a ellos. N o cabe fijar definitivamente lo que sea ningún valor; siempre corresponde estar abierto a nuevas maneras de entenderlo. Como veremos más adelante, ello tiene que ver con cierta competencia que se produce entre distintas definiciones respecto de una noción. En vista de las razones aludidas, los valores abstractos son afines a sociedades dinámicas, mientras que, en contraste con ello, los valores con­ cretos, por cuanto quedan prendidos a ciertas realidades determinadas, son más bien propios de sociedades inmovilistas o estáticas, que son en general sociedades de tipo autoritario. Así, supongamos, es distinto considerar la justicia siempre como una noción abierta, susceptible de ser definida de distintas maneras, que reducir la justicia a una sola definición definitiva, o lo que supone una estrechez aun mayor, a lo que dictaminan los tribunales de justicia, es decir, a un valor concreto; si se quiere, una cosa es el poder, y otra reducirlo a la Casa Blanca o al Kremlin. Los valores concretos también se pueden expresar en la medida en que concebimos la moral sobre todo con apoyo en reglas determinadas que habría que obedecer. Se trata entonces de reglas que obligan a ciertos comportamientos muy específicos, así como las nociones de Confucio: compromiso, fidelidad, lealtad, solidaridad, disciplina, como también los 5 deberes del mismo filósofo: entre gobernantes y gobernados, entre padre e hijo, entre marido y mujer, entre hermano mayor y hermano menor y entre amigos (según recuerda Perelman). Y así también hay jerarquías abstractas como de lo justo sobre lo útil, como concretas: los hombres sobre los animales, jerarquías que por cierto son también discutibles, en este caso, sobre todo la última que hoy por hoy ocasiona mucha controversia. En cierto modo, si bien lo sopesamos, esta distinción entre valores abstractos y concretos guarda cierta simetría con la pareja distinción entre valores y bienes realizada por Max Scheler. U n valor como la utilidad en la medida en que se concreta, convierte a la silla, el escritorio, la lámpara, en bienes. Esto tiene que ver con la posibilidad de que los valores, en cierto modo, se materialicen, y al hacerlo consigan que cada cosa en la que ellos se realizan pase a ser un bien.

A su vez cabe tener en consideración que nuestras argumentaciones se apoyan en lugares (topoi), tema al que se le ha dado tanta importancia que una buena parte de los tratados tradicionales de retórica versan sobre ellos. El propio Aristóteles tiene no solamente su Tratado de Retórica, sino también los Tópicos. Perelman en su clasificación al respecto destaca lugares de la cantidad, la cualidad, el orden, lo existente, la esencia y la persona. Por de pronto el lugar de la cantidad tiene tal peso que suele estar presente en un sinnúmero de argumentaciones que desarrollamos. Si prestamos atención, advertimos, por ejemplo, cómo la democracia, en cuanto a su justificación, se apoya en un argumento sobre la base del lu­ gar de la cantidad: que la mayoría es la que decide quién debe gobernar: Se pueden considerar lugares de la cantidad la preferencia dada a lo probable sobre lo improbable, a lo fácil sobre lo difícil, a lo que corre menos peligro de que se nos escape. La mayoría de los lugares que tienden a mostrar la eficacia de un medio serán lugares de la cantidad (Tda., p. 151). Así nuevamente Aristóteles (Tópicos): /.../ de entre dos cosas, aquella que, si la tenemos todos, no preci­ samos para nada de la otra, es más deseable /.../: pues, siendo todos justos, la valentía no tiene ninguna utilidad, mientras que, aun siendo todos valientes, la justicia es útil (Tda., p. 151). Cabe agregar que la presunción de la normalidad, que analizábamos anteriormente, y más precisamente, el paso de lo normal a la norma, se apoya también en el lugar de la cantidad. En cuanto a los lugares de la cualidad, conviene tratarlos haciendo el contrapunto con los lugares de cantidad. Podemos argumentar de tal manera, como lo hace Ortega y Gasset, al sostener que cuando todo el mundo está de acuerdo con algo, ello resulta sospechoso, y es más que probable que no sea verdadero o no tenga validez suficiente. Del mismo modo, cuando Aristóteles plantea que en el campo del saber lo que rige es más bien la aristocracia (entendida esta en relación al gobierno de los mejores —aristox) y de ninguna manera la democracia. Y también como ejemplo de lugar de la cualidad, Pascal:

¿Por qué se siguen las antiguas leyes y las antiguas opiniones? ¿Por­ qué son las mejores? N o, pero son únicas y nos quitan la raíz de la diversidad (Tda., p. 159). En la “nueva retórica” entran a tallar los lugares en tanto particularmente referidos a la argumentación, y por ende se trata de lugares de la argu­ mentación. Desde luego la mayoría de estos lugares los encontramos en la retórica tradicional, fundamentalmente en los Tópicos de Aristóteles, y de ellos Perelman toma los que específicamente se relacionan con la argumentación. Ellos son lugares de la cantidad, de la cualidad, y otros lugares que tienen que ver con el orden, lo existente, la esencia, la persona. Ahora bien, los lugares de la cantidad y de la cualidad, que hemos comenzado a examinar, corresponde tratarlos al unísono: el contraste entre lo fácil y lo difícil nos sirve como ejemplo de ello. Así las argumen­ taciones que se inclinan a lo fácil corresponden a lugares de la cantidad, y a lo difícil a lugares de la cualidad. Por ejemplo, es preferible optar por tal solución a un problema porque es más fácil de ese modo. Tengamos a la vista para ello la implementación del “Plan Transan­ tiago”. Lo fácil, en este caso, respecto de los problemas de locomoción colectiva en la ciudad de Santiago, hubiera sido simplemente haberse quedado con las micros amarillas, haberlas mejorado un poco, lo mismo que los recorridos. Lo difícil en este caso corresponde justamente a haber implementado el Plan en cuestión, y lo cierto es que en su implemen­ tación se ha podido ver que la dificultad era tan grande que sobrepasó todo lo esperado. Ahora bien, también se podría ver esto desde otra perspectiva —lo que nos recuerda que la retórica está ligada a lo que es discutible, siendo ajena a las evidencias—y decir que en el mencionado Plan se optó por lo fácil, ya que en términos cualitativos no se hizo un estudio previo suficientemente riguroso. En el primer caso, es cierto que se optó por lo difícil, ya que lo más fácil hubiera sido continuar con el deplorable sistema de locomoción de las “micros amarillas” . En el segundo caso se tiene a la vista que lo difícil correspondía a hacer un estudio más acabado y que hubiera necesitado más tiempo, dedicación y fínanciamiento. Aristóteles, otorgándole su preferencia a lo difícil y por lo mismo al lugar de la cualidad:

/Es preferible/ lo más difícil a lo menos difícil; pues nos gusta más tener las cosas que no es posible obtener fácilmente (Tda, p. 156). Así escuchamos también en nuestro entorno expresiones despectivas como que alguien “es una mujer fácil”, a lo que habría que agregar naturalmente que así también hay “hombres fáciles” . Y está claro que tendemos a no valorar particularmente aquello. Tanto Michel Foucault en Las palabras y las cosas (Pyc, Cap. VI) como el historiador Arnold Toynbee en su Estudio de la historia34, advierten como en distintos campos es determinante esta relación. Así Toynbee, al analizar el tránsito de la cultura a la civilización, estima que ello tiene que ver con el desafío de lo difícil. De este modo nos muestra que las civilizaciones como China, India, Egipto, Grecia, Roma, los aztecas, los mayas, los incas han requerido de un medio ambiente, un entorno difícil de enfrentar, que les exige superarse a sí mismos, y esto sería lo que permite dejar de estar haciendo siempre lo mismo, como es lo pro­ pio en general de las culturas, a comenzar a hacer ahora cosas distintas y progresar, que es lo propio de las civilizaciones. Por este motivo y por todo lo que implica el desafío y la exigencia de lo difícil, no se habrían desarrollado las civilizaciones en las regiones tropicales, ya que ahí la naturaleza es por sobre todo dadivosa y basta con recoger los frutos que ella nos regala. Por el contrario, sucede que cuando el entorno es dema­ siado hostil, como en las regiones polares meridionales o septentrionales, como es el caso de los esquimales o los lapones, tampoco es posible ahí el salto de la cultura a la civilización, dado que todos los esfuerzos están dirigidos únicamente a sobrevivir. En todo caso -a mi juicio, y desde luego de muchos que me antece­ den—lo que está enjuego en esta distinción entre cultura y civilización no debería estimarse sobre la base de una muy cuestionable jerarquía, en términos de inferioridad-superioridad. Tengamos en cuenta al respecto que nosotros, hoy por hoy, con nuestra tan aparentemente admirable civilización, con nuestros celulares, computadores, televisores, y demás, hemos provocado un daño de tales proporciones a la Madre Tierra que estamos a punto de comenzar a sucumbir nosotros mismos a causa de ello, ante todo a través de la injerencia que tenemos en el calentamiento global.

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Toynbee, Arnold: Estudio de la historia, Madrid: Alianza, 1971, Compendio I/IV, pp. 144 ss.

Pero, antes que estos descollantes ejemplos históricos, cabe advertir cómo lo fácil y lo difícil nos determinan individualmente. Sobre todo el proponemos metas difíciles de alcanzar es lo que nos hace progresar individualmente. Es así como, por ejemplo, quien toca piano querrá na­ turalmente hacerlo cada vez mejor, quien hace buenos negocios querrá tener cada vez más éxito, quien estudia una ciencia querrá conocerla cada vez más. Y, como vemos, claramente se observa en ello cierta relación con la concepción del hombre como voluntad de poder de Nietzsche, ya que ante todo esta significa voluntad de superación, un querer siempre más, pero entendido esto en primer lugar no como un más de cosas, un más diríamos cuantitativo, sino un más cualitativo, dado por la superación. C on todo, lo fácil también nos determina, por cuanto alude a algo así como que la línea recta es la más corta entre dos puntos. Ello nos hace ver que cuando se nos ofrece una solución fácil para un problema complejo, desde luego deberíamos optar por ella. Mas, el asunto está en que ello mismo —lo fácil—puede significar un mero acomodo a lo ya existente, sin que, por lo mismo, nos propongamos un cambio sustancial. Sin em­ bargo, muchas veces sucede que con el propuesto cambio sustancial nos extraviamos y erramos, precisamente por haber dejado de lado algunos aspectos de lo fácil. Para volver a nuestro primer ejemplo, esto es exactamente lo que ha ocurrido con el “Plan Transantiago”. Si se hubiera optado por respetar la experiencia acumulada a lo largo de los años con los recorridos de las micros amarillas, que se iban adecuando a las necesidades de la población, esto es, se hubiera optado por eso que representa en este caso lo fácil, de seguro que la implementación de este Plan no habría sido desastrosa como lo ha sido en su primera etapa. De todos modos, lo que interesa para nosotros es que lo fácil y lo difícil corresponden distintamente a lugares de la cantidad y de la cualidad, y en los cuales se apoya una porción importante de nuestras argumentaciones. U n ejemplo-modelo de lugar de la cualidad lo constituyen las si­ guientes palabras de Calvino en su obra Instituciones de la religión cristiana: la vida de los hombres nunca estuvo tan bien reglada, que lo que fuese mejor agradase a la mayoría (Tda, p. 154). Este es un ejemplo que toca los principales problemas envueltos en la dupla de lugares de la cantidad y de la cualidad, ya que por cierto, siguiendo

lo dicho por Calvino, si la vida de los hombres estuviera regulada a la perfección, se cumpliría que lo que agrada a la mayoría es efectivamen­ te siempre lo mejor. Pero, está claro, ello es iluso, si bien —podríamos agregar- este es el propósito de la democracia considerada como siempre perfectible. Aún así, puede estimarse como ilusorio que alguna vez pudiera alcanzarse un estado de esta naturaleza y una nación que estuviera tan bien organizada, en términos ante todo de la educación de sus ciudadanos, del bienestar económico, del logro de un elevado grado de cultura, que se cumpliera aquel propósito, que por supuesto tiene el cariz de una utopía. Por otra parte, está claro que lo verdadero no puede estar en de­ pendencia de mayorías, por lo demás en general, fluctuantes. En una sociedad de masas, como es la nuestra, justo lo que tiene mucha fuerza y justificación es la defensa de los valores del individuo, y por supuesto la consideración de este como único e irrepetible. Que prevalezca el lugar de la cantidad, por ejemplo, en la política, puede significar y de hecho significa que a los individuos se los está considerando como meros nú­ meros, y entonces prácticamente todo se rige por estadísticas y encuestas. Y sucede precisamente que quien detenta el poder suele mirar a los go­ bernados, los súbditos, como meros números. Así lo podemos observar en el siguiente pasaje de Hamlet: “Thanks Rosenkrantz and gentle Guildenstern” —dice el Rey. “Thanks Guildenstern and gentle Rosenkrantz”—responde la Reina (Tda, p. 155). En otras palabras, estos reyes, al dirigirse a sus súbditos, da lo mismo para ellos que a uno lo traten de gentil, gentle, y al otro no, como después viceversa. Podría decirse que es tal el peso que tiene en la cotidianidad y la historia el lugar de la cantidad, que se entiende que el lugar de la cualidad irrumpa como salvación una y otra vez y haya que volver rei­ teradamente a reafirmarlo. Por otra parte, observemos también los extremos a que puede con­ ducir la consideración exclusiva del lugar de la cualidad. Así Quintiliano al sostener que “la mayoría de las cosas puede parecer que carecen de valor, por el simple hecho de que se les atribuye un valor” (Tda, 156). Aparte de que en retórica habría los tradicionales lugares de la cantidad y de la cualidad, que tienen una enorme relevancia, también hay otros lugares como del orden, de lo existente, de la esencia y de la persona.

Perelman nos dice, al comenzar a examinar los lugares del orden, lo siguiente: Los lugares del orden afirman la superioridad de lo anterior sobre lo posterior, ora de la causa, de los principios, ora del fin o del objetivo (Tda, p. 160). En ello podemos observar no solamente la determinación de un orden de carácter racional, sino a la vez cómo a partir de ello proyectamos nuestro mundo, lo cual quiere decir que con ese objetivo nos apoyamos en estas jerarquías y que se presentan como lugares en los que se mueven nuestras argumentaciones, diríamos, como pez en el agua. En cuanto a la superioridad de lo anterior sobre lo posterior, como a su vez de lo que es principio, causa u origen, Plotino: Si estas formas producidas / __/ existían por sí solas, no estarían en el último lugar; /si lo estuvieran, se debe a que/ ahí abajo las cosas primitivas, las causas productoras son las que, porque son causas, se hallan en primer lugar (Tda, p. 160). Aparejado con este lugar del orden está el lugar de la esencia, suponién­ dose en ello una superioridad de la esencia sobre la existencia. Tradicio­ nalmente, atendiendo a distintos desarrollos filosóficos, especialmente desde Platón en adelante (en el cual se entendería la esencia como la idea o el arquetipo), la esencia ha gozado del reconocimiento de un estatuto ontológico superior. Mas, según reconoce el propio Perelman, con el existencialismo, lo anterior se invierte. Ello se refleja precisamente en la inversión de los conceptos ‘esencia’ y ‘existencia’. Así leemos en el Parágrafo 9 de Ser y tiempo de Heidegger que: “La “esencia” del Dasein /a saber, del ser hum ano/ está en su existencia”35. O como dirá posteriormente Sartre: “La existencia precede a la esencia”36. Lo cierto es que esto equivale a una inversión formidable de in­ calculables proporciones. En todo caso, habría que precisar que ello se

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36

Cfr. Heidegger: Ser y Tiempo, trad. de Jorge E. Rivera, Edit. Universitaria, Stgo., 1997, parágrafo 9. En adelante:‘Syt, R \ Tb.: Ser y tiempo, trad. de José Gaos, Fondo de Cultura Económica, México, 1962, p. 21. Ed. al.: Sein uná Zeit, Edit. Niemeyer,Tübingen, 1977. Sartre: El existencialismo es un humanismo, trad. de Victoria Praci de Fernández, Barcelona: Edhasa, 2009. http:/ / w ww .uruguaypiensa.org.uy/im gnoticias/766.pdf

limita al ser humano, ya que en él se cumple que su existir va haciendo la esencia. Y lo que se asocia íntimamente con esto, y sin lo cual ello no tendría probablemente lugar, es que se trata de una nueva filosofía (la filosofía de la existencia) que se orienta al individuo, a lo que pasa con cada cual en su individualidad única e irrepetible, ya que, de lo contrario, al estar en juego, como en la tradición anterior, un hombre genérico, lo que se traduce en una concepción por ejemplo como la del hombre como animal racional, esa precedencia de la existencia sobre la esencia no se cumpliría. Es en relación con nuestra individualidad única que se verifica la esencia que previamente se estipula sobre cada cual: que seamos racionales, sociales, políticos, no es lo decisivo, sino que nuestro ser es ante todo una posibilidad que tendría que realizarse, y a partir de ello va haciendo su propia definición, su esencia. Lo anterior nos hace ver que como lugares de la argumentación tanto puede reconocerse la esencia, como distintamente la existencia. El asunto es nada más, agregaríamos, cómo argumentamos a partir de ello. En cuanto al lugar de la persona, salta a la vista que la argumentación se ha basado en él hasta el cansancio. La persona, por diversas razones aparentemente indiscutibles, debe ser considerada como superior a cosas y animales. Mas, cabe advertir cómo hoy en día, por ejemplo, a través del filósofo Peter Singer que trata sobre el derecho de los animales, pre­ cisamente en una época en que los animales están cada vez más amena­ zados de extinción debido a la explotación del entorno, aquella supuesta superioridad está cada vez más puesta en cuestión37.

3.2. Figuras Las figuras retóricas tradicionales, desde el momento que entendemos la retórica como argumentación, tienen considerablemente menos impor­ tancia que al entender la retórica en función de la persuasión. Desde luego ellas cumplen un papel mucho más fuerte en relación con la posibilidad de persuadir al interlocutor. Por otra parte, en una buena porción las figuras retóricas han contribuido al descrédito de la retórica, ya que en la medida en que se abusa de ellas, tienden a desgastarse y producir un

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Singer, Peter: Liberación animal, Madrid: Taurus, 2011.

efecto de saturación. Así especialmente, figuras como la anáfora, con­ sistente en la reiteración de la primera palabra en cada oración que se inicia con “nosotros”, “el partido”, “el gobierno” o “yo” . O, también, la epífora, que corresponde al revés de la anáfora; en ella se trata de la repetición de la última palabra. Así, si decimos: “Todo desemboca en la actual encrucijada. Todos los caminos nos llevan a estrellarnos con esta encrucijada. Todo se juega, vivir o morir, en esa encrucijada” . En ambos casos la figura retórica tiende a desgastarse debido al uso indiscriminado que se hace de ella. Así también en el caso de la cita, la narración, el arcaísmo, todas estas figuras en las que en distinta forma se cita algo de la tradición, provocando con ello el efecto persuasivo de anclar las propias palabras en la venerable tradición, con lo cual se acentúa el sentimiento de pertenencia La teoría de los signos de Umberto Eco nos suministra unos con­ ceptos que nos sirven aquí de elementos de juicio: la hipo-codificación y la hiper-codificación (SG, p. 82 ss.). Por de pronto hay que tener en consideración respecto de esto que para Eco el signo tiene tal peso que lo que llamamos realidad no solo se nos presenta como signo, sino que, más encima, nunca podemos considerar una realidad más allá de los signos y de cómo los decodificamos. En ello juegan un papel la hipocodificación y la hipercodificación. La hipocodificación sucede cuando recién comenzamos a armar un código de algo, supongamos de un idioma que estamos comenzando a aprender, o lo relativo a una persona que veni­ mos conociendo. La hipercodificación induce a reforzar a través de la repetición lo que hemos aprendido, percibido, experimentado de alguna forma, y en razón de ello tiende a estereotiparse, en la medida en que remite a lo archisabido, lo ya conocido, lo que hemos escuchado muchas veces, pero que suele estar en un lenguaje tan simple, llano y pegajoso, que al final terminamos hastiados, saturados de ello, desviando entonces nuestra atención hacia otra cosa. Pues bien, las figuras retóricas, así la anáfora, epífora, cita, y otras, tienden a ser hipercodificadas, por lo cual entran en un proceso de agonía. Y lo mismo sucede especialmente con ciertos spot publicitarios, como también con la mayoría de las teleseries. Nos ayuda a entender todavía mejor los conceptos de Eco de la hipo- e hipercodificación, si los relacionamos con parejas conceptuales similares de Gilíes Deleuze y de Paul Ricoeur.

Así en Deleuze se trata de la dupla singularidad-regularidad38. En efecto, los procesos parten por ser singulares, vale decir únicos e irrepe­ tibles, algo completamente nuevo e inédito, pero luego se regularizan. Por lo mismo, en cierto modo muchas de nuestras experiencias están transidas de lo singular y lo regular. Algo similar se da en Ricoeur y la dupla innovación-sedimentación que nos propone39. También aquí sucede que los procesos parten primero por el contacto primerizo que tenemos con algo o alguien, por lo cual ello se traduce en innovación. Mas, una vez ganadas las nuevas experiencias, con el fin de fijarlas suficientemente, es necesario que estas se sedimenten. Así, pues, sucede también con el discurso y la comunicación: que es necesario que haya primero singularidades y parejamente con ello inno­ vación. En el caso de la retórica y de las figuras retóricas en particular esto se puede expresar, como veíamos, como anáfora o como epífora (que, independientemente de su abuso, son figuras potentes). Ello naturalmen­ te y de modo espontáneo suscita un efecto persuasivo o de llamado de adhesión a lo que el orador sostiene, que es lo que persigue la retórica. Y lo mismo, si comenzamos ocupando el litotes o el eufemismo, cuando decimos, por ejemplo, que tal o cual persona no es precisamente un santo. Pero luego, en la medida en que estas figuras retóricas se sedimentan y se convierten en regulares en nuestra comunicación, es posible que de la hipocodificación pasemos a la hipercodificación, que conduce al des­ gaste y finalmente a la agonía. Cabría acotar que a la agonía no le sigue la muerte, puesto que pese a todo las figuras retóricas se mantienen para ser eventualmente renovadas a futuro. Ingresemos a continuación en las figuras retóricas, expuestas a modo de diccionario, en lo cual me apoyo fundamentalmente en el dicciona­ rio de retórica que Hellmut Geissner agrega a su obra (ya analizada en capítulo anterior)40:

38 39

Cfr. Deleuze: Lógica del sentido, trad. de Miguel Morey, Buenos Aires: Paidós, 1989, pp. 79, 91 Cfr. Ricoeur, Paul: Finitud y culpabilidad, trad. de Alfonso García y Luis M. Valdés, Madrid: Taurus, 1991,

40

P- 77. Consultar también: http://www.apoloybaco.com/Lapoesiafigurasretoricas.htm; http:/ / w w w 3.gettysburg. edu/~mvinuela/FigurasRet.html.





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Acoplamiento: reforzamiento de una expresión a través de la referencia a sus sinónimos. Por ejemplo: te pido, te ruego, te im ploro... Acumulación: cuando dejamos fuera el concepto general. Por ejemplo: “Al fin descansan los bosques / ganado, hombres, ciu­ dad y potreros” . Alegoría: Por ejemplo: la tijera política ha ido cortando la nación, y nos hemos quedado sin “Campos de Hielo” . Aliteración: semejanza fonética de dos o más vocablos. Por ejemplo: bueno, bonito y barato Aliteraciónfinal: por la dignidad, la honestidad, por la solidaridad... Anadiplosis: la frase siguiente comienza con el término de la ante­ rior. Por ejemplo: “su abrigo era de fierro / de fierro su hábito”, “si ahora Ud. no hace nada / hace precisamente lo correcto” . Anacoluto: la construcción de la primera frase no coincide con la correspondiente de la segunda. Por ejemplo: nosotros vamos a acabar con la inflación, y acabar con ella no lo conseguiremos solos. Anáfora: repetición de la primera palabra en distintas frases. Por ejemplo: nosotros que representamos a la clase media, nosotros que procuramos una solución de los problemas de la clase media, nosotros que abogamos por que la clase media esté suficientemente representada en el parlamento. Anticlímax: cambio de una expresión más fuerte a una más suave. Por ejemplo: “En torno al papa circulan los cardenales. / Y en torno a los cardenales circulan los obispos. / Y en torno a los obispos circulan los secretarios. / Y en torno a los secretarios circulan los escribanos. / Y en torno a los escribanos circulan los artesanos. / Y en torno a los artesanos circulan los auxiliares. / Y en torno a los auxiliares circulan / los perros, las gallinas y los mendigos” (Bertold Brecht, La vida de Galileo). Antítesis: contraposición. Por ejemplo: “Si él cesa de esparcir men­ tiras sobre nosotros, cesaremos nosotros de esparcir la verdad sobre él” (Harold Wilson en referencia a Edward Heath). “Todos ha­ blan del tiempo, menos nosotros” (Deutsche Bundesbahn, DBB).



Antonomasia: una propiedad representa al nombre: “ojos de le­ chuza” por Atenea; o un nombre propio representa a una especie: “Creso” por hombre rico. • Aposopiesis: callar lo más importante. Por ejemplo: “si los fascistas tuvieran representación en el parlamento, entonces...” . • Apostrofe: “ ¡Amigos!”, “ ¡Compañeros del destino!” . • Arcaísmo: “nos negaron la sal y el agua”; “esta es una tierra que mana leche y miel”. • Asíndeton: encadenamiento sin conjunciones. Por ejemplo: la frase de César: “vini, vidi, vici”, “vine, vi, vencí”. • Cadena: “Nos enorgullecemos también de las aflicciones, y entre­ tanto sabemos que la aflicción trae consigo paciencia; la paciencia empero trae consigo experiencia; la experiencia esperanza; y la esperanza no permite que nada se estropee” (San Pablo, “Carta a los Romanos”). • Catacresis: aumento de imágenes que lógicamente no se corres­ ponden en la oración. Por ejemplo: “El Presidente esculpió hoy su discurso en las mentes de los ciudadanos” . • Clímax: levantamiento de una expresión débil a una fuerte. Por ejemplo: una mañana sintió que se aburría, al día siguiente sintió que estaba deprimido, al tercer día la vida le parecía un perma­ nente fastidio. • Ciclo: repetición de la palabra inicial al final. Por ejemplo: “A horse, a horse, my kingdom for a horse!” (Shakespeare, Ricardo III) • Cita: “Sería mejor adaptarse al statu quo actual, porque como dice Sócrates: ‘Más vale padecer injusticia que cometerla’”. • Cocomprensión: en una entrevista de la Revista Life a De Gaulle le preguntan sobre Jacqueline Kennedy, dice simplemente: “Es una vedette” . • Comparación: él es fuerte como un tigre. • Conduplicación: “¿Suponían Uds., suponían Uds., pero realmente suponían Uds. que Pinochet entregaría el poder?”. • Contradictio: “yo no soy el que soy”; “la justicia no es la justicia” . • Corrección: podemos, quiero decir, tenemos, más aún, debemos resguardar la soberanía nacional” . • Dialogismo: “¿Que no habrían más mitologías dominantes? ¿Que las religiones estarían feneciendo? ¡Ved tan solo la religión del















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poder histórico, atended a los sacerdotes de la mitología de ideas y a sus piernas ensangrentadas! ¿No están incluso todas las virtudes al servicio de esta nueva creencia?” (Nietzsche, De la utilidad e inutilidad de los estudios historiografíaspara la vida). Diáfora: repetición de la misma palabra o parte de una frase con acentuación en la diferencia de significación. Por ejemplo: sí, claro has estado en Grecia, pero realmente no has estado allí. Diairesis: división. Por ejemplo: cuando hablamos de la fuerza productiva del país, hablamos de sus obreros, campesinos, em­ presarios, empleados. Ejemplo: “También la convulsiva tortuga que no encuentra más el camino al agua, también el inocente tiburón al que le atraviesan los pescadores un palo en las fauces, también los pelícanos que se ahogan en petróleo serán salvados de este mondo cañe, como los vivisectados perros, monos y ratas” (Thomas Nader, Manifiesto nihilista). Elipsis: se deja fuera una palabra o parte de una frase. Por ejem­ plo: final bueno, todo bueno; cuanto más rápido, tanto mejor; “cuando se produce el declive, todo rueda hacia abajo” . Enfasis: puede ser dinámico: cambio de volumen; rítmico: cambio de amplitudes rítmicas; melódico: cambio de tono (tonos más graves o más agudos). Por ejemplo: “Los derechos de los traba­ jadores son custodiados de día y de noche, de día y de noche, de día y de noche / . . . / ”. Esta misma frase puede ser pronunciada de manera distinta de acuerdo con los tres tipos de énfasis. Epanalepsis: retoma de una palabra o parte de una frase. Por ejem­ plo: observamos cómo el país está en proceso de crecimiento, crecimiento que se debe al compromiso del gobierno con los más desposeídos. Epífora: inversión de la anáfora, repetición de la palabra final de la oración. Por ejemplo: “Se miraban los hombres de Mahagonny / Sí, decían los hombres de Mahagonny” (Brecht Auge y caída de la ciudad de Mahagonny). Eufemismo: fulano de tal ha cesado de existir. Exclamación : “ ¡Muere! La alegría vendrá después” . Figura etimológica: “Speak the speech” (Flamlet).

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Hipérbaton: (desorden gramatical). Por ejemplo: solo él es por lo acontecido, responsable. Hipérbole: exageración. Por ejemplo: este momento es importante, decisivo, es el momento culminante en la historia de la nación. Histeronproteron: anticipación de lo que lógica o temporalmente es posterior. Por ejemplo: “Su marido está muerto y le envía saludos” (Fausto). Invocación: llamado o solicitud a Dios, a las musas, u otro. Ironía: “Uds. santos demagogos, ayudad” (Grass, Los plebeyos ensayan la rebelión). Litotes: Por ejemplo: “ella no es fea”; “este señor no es precisa­ mente un dechado de virtudes”. Metalepsis: tiene muchas acepciones y en todo caso lo común sería la transposición a otra escena o a otro personaje, y por lo tanto es muy corriente en literatura. Metáfora: Por ejemplo: “Los recuerdos aletean, barridos hasta acá” (Paul Verlaine, El ruiseñor). Perelman pone como ejemplo de metáfora un célebre pasaje de La riqueza de las naciones de Adam Smith, de acuerdo al cual el individuo que: “/ . . . / solo tiene en cuenta su propia ganancia y, en este como en otros muchos casos, una mano invisible le induce a cumplir un fin que no formaba parte de la intención” (Tda, p. 272). Metonimia: cambio de nombre; una palabra es utilizada en sentido extensivo relativamente a un concepto afín. Por ejemplo: “él conoce todo Neruda”; “ella bebió cinco copas”; “la Casa Blanca sostiene...”. Pero también puede ser canas por vejez, laurel por gloria. Umberto Eco entiende la metonimia como figura retórica clave en la publicidad, y tendría que ver con la yuxtaposición. Por ejemplo: poner en una foto el jabón marca “Camay”, junto a una mujer buenamoza y distinguida, visitando un museo con un catálogo “Guggenheim” en sus manos. Lo que se suscita con ello en el lector del diario o la revista con este spot es que por aso­ ciación con aquella mujer tenderemos a comprar jabón Camay41.

Eco, Umberto: Einführung in die Semiotik (Introducción a la semiótica - corresponde a La estructura ausente), trad. al alem. de JürgenTrabant, Edit.Wilhelm Fink, München, 1972.

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Narración: relato ilustrador o símil. Por ejemplo, Platón al ilustrar su pensamiento a través del mito o símil de la caverna. Onomatopeya: refuerzo fonético de la expresión. Por ejemplo: “eres un plomo”; “eres una seda”; “el viento ululaba a través del marco de las ventanas ‘fhfhfhfh’”. Oxímoron: aglutinamiento de contrapuestos. Por ejemplo: “U n oscuro hombre de honor” (Goethe, Fausto); “silencio hablante”. Paradoja: aparente contradicción. Por ejemplo: es sorprendente cuanto de-forma la formación en el colegio. Paralelismo: oraciones o frases que describen una simetría, tratán­ dose normalmente de contraposiciones. Por ejemplo: norte claro, sur oscuro, aguacero seguro. Paréntesis: Por ejemplo: “Deberíamos evitar la impresión de que alguien en esta casa —y aunque sea solo por 5 minutos—haya va­ cilado” (Günther Grass, Los plebeyos ensayan la rebelión). Paronomasia: juego de palabras. Por ejemplo: “El empresario se llama empresario porque emprende algo. El trabajador se llama trabajador porque trabaja. / Si los trabajadores emprendieran algo, los empresarios tendrían que trabajar” (Del cabaret-político “La pulga de Colonia”). “El hombre propone y Dios dispone” . Perífrasis: circunloquio, rodeo de palabras, ambajes, efugios, con la intención de evitar la referencia a algo chocante, desagradable, indecente, obsceno, escandaloso. Por ejemplo: ¿Que cómo en­ cuentro la comida? Pues, en realidad no es lo que más me gusta... Personificación: Por ejemplo: “/ . . . / vino la noche y movía indife­ rente las hojas de los árboles” (Rilke, El jardín de los olivos). Poliptoton: repetición en distintas flexiones. Por ejemplo: “Mejor que estar conmovido / es conmoverse” (Brecht). Polisíndeton: serialización de palabras o frases uniformemente or­ denadas. Por ejemplo: “Y te mecen, danzan y cantan” (Goethe). Pregunta retórica: pregunta aparente; a ella le sigue una afirmación o una negación, dependiendo de lo que persigue quien hace la pregunta. Por ejemplo: ¿Quién no habría de creer eso? Prolepsis: consistente en refutar por anticipado las objeciones previstas a una afirmación. Por ejemplo, la frase “pensarás que es imposible, pero ya otros han realizado tal hazaña”.

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Quiasmo: posición cruzada de palabras. Por ejemplo: “Ars longa, vita brevis”. Resumen : Por ejemplo: “En buenas cuentas, lo que quiero decir / . . . / ”. En síntesis, cabe reconocer que nos encontramos en una situación crítica”. “Al fin y al cabo, de lo que se trata / . . . / ”. Refrán o proverbio: “A quien madruga, Dios le ayuda” . Repetición no necesariamente literal: “nosotros los más jóvenes, que no hemos vivido ese tiempo, que no hemos vivido ese tiempo conscientemente, creemos, a pesar de eso, que / . . . / ”. Retardo: ascenso de la tensión a través de la postergación. Por ejemplo: “El camino es... lo recto... es... la verdad... es... la vida... es... el tao”. Sinestesia: forma particular de la metáfora, concentración de dis­ tintos niveles de sentido. Por ejemplo: lo único que puedo decir de él es que es bueno. Sinécdoque: la parte por el todo. Por ejemplo: la garra por el león, el ala por el pájaro, la cola por el diablo. Sucesiva negación: aumento de la expectación en el auditor a través de la formulación de varias negaciones. Por ejemplo: “N o es algo que queramos simplemente vender, no es algo para todos, no es algo fácil de fabricar, es algo que necesitamos todos los días; es la nueva / . . . / ”. Sustentio: aumento de la tensión a través de la sorpresa. Por ejemplo: “ensuciarse las manos no es prueba d e ... autenticidad”. Sinonimia: combinación de palabras emparentadas en su signifi­ cado. Por ejemplo: “quiero decir que esto es bajo todo punto de vista lo recto, lo justo, lo ...equitativo” . Zeugma: conexión entre distintos sustantivos a través de un ver­ bo, que de acuerdo con su significado, solo calza con uno. Por ejemplo: mientras jugaba ajedrez, jugaba con esa idea, que le daba vueltas en el pensamiento.

Interesante es detenerse a pensar de dónde provienen las figuras retóri­ cas. Con Perelman podemos decir que ante todo la figura tiene como característica ser aislable del corriente de las locuciones verbales. Esta “aislabilidad” se explica porque en esas locuciones, en ese flujo verbal, de pronto se advierte que ciertos giros o modos de hablar o de expresarse

que se utilizan tienen un efecto persuasivo: así por cierto ante todo el énfasis, ya sea de volumen, rítmico o melódico, pero también si a través de sucesivas negaciones que anteceden a lo que voy a decir a continua­ ción, estas negaciones generan un aumento en el nivel de expectativa del auditor, y lo mismo si antes de plantear propiamente el asunto que me interesa introduzco el tema a través de distintas preguntas retóricas, o si simplemente a través del retardo o de la aposopiesis aumento la tensión respecto de lo que diré a continuación. Pues bien, parece evidente que en esto radica el origen de las figuras retóricas, vale decir, sucede que una vez que se han usado reiteradamente esos giros y modos de expresarse acaban sedimentándose. En este sentido, cabe agregar que lo que pri­ mero se constituye es el modismo o giro, el cual eventualmente puede convertirse ulteriormente en figura retórica. Considerado el origen de las figuras retóricas desde esta perspectiva, en principio está claro que cualquier giro se puede convertir en figura, y que nada conspira en con­ tra de ello; si acaso ese giro es probadamente persuasivo y mucha gente comienza a usarlo, es probable que se convierta en figura. Por ejemplo, si la aposopiesis tiene como efecto la tensión que se produce al callar lo más importante, entonces ella reúne ya tan solo en función de esto las condiciones como para que se constituya en figura retórica. Por su parte, Perelman, en su clasificación de las figuras retóricas, parte por considerar la hipotiposis (también llamada demonstratio) y que significa, en sus palabras, que el orador “expone las cosas de manera tal que el asunto parece desarrollarse y la cosa pasa ante nuestro ojos” (tomado esto último de la Retórica a Herenio, de Cicerón, y para ser más preciso, obra del siglo I a.C. atribuida a Cicerón desde el el siglo IV, lo cual le aseguró una pervivencia a lo largo del medioevo, pero que es en verdad de autor desconocido). Hay que considerar aquí que cada figura retórica, cuando se con­ sultan diccionarios de ellas, muchos de los cuales se encuentran hoy en Internet, admite distintas acepciones y frecuentemente muy contrarias entre sí. Una de ellas, entre muchas, es la prolepsis, que se entiende como figura consistente en refutar por anticipado las objeciones previstas a una afirmación: la frase “pensarás que es imposible, pero ya otros han reali­

zado tal hazaña”42, y en la misma línea, la prolepsis es: “Frase en la que se anticipa un suceso posterior alterando el orden de los conceptos. Ej. ‘Muramos y lancémonos en medio del combate’”43. Mientras que para Perelman la prolepsis corresponde a la introducción que hace el orador de objeciones imaginarias. Perelman, al poner como ejemplo de metáfora el célebre pasaje de La riqueza de las naciones de Adam Smith, de acuerdo con el cual el individuo que, teniendo en cuenta solo su propia ganancia, una mano invisible le induce a cumplir un fin que él no perseguía, cual es el que otros se beneficien de lo que él ha hecho (Tda, p. 272), hace resaltar que lo más que le interesa de una figura retórica es su carácter argumentativo, y no lo que concierne al mero estilo u ornato. Por otro lado, así como Jean Baudrillard plantea respecto de la seduc­ ción que ella va siempre enmascarada, es decir, no se puede dar a cono­ cer, ya que solo así cumpliría con su cometido: simplemente seducir44, en correspondencia con ello, nos dice Perelman respecto de las figuras retóricas, que ellas son efectivas en la medida en que van escondidas (cfr. Tda, p. 274). En lo fundamental, para Perelman hay figuras de elección, de presencia y de comunión. En palabras de nuestro autor, el efecto de estos tipos de figuras es “dentro de la presentación de los datos, el de imponer o sugerir una elección, el de aumentar la presencia o el de realizar la comunión con el auditorio” (Tda, p. 275). En cuanto a las figuras de elección, corresponde destacar ante todo la definición oratoria, la cual se explica extraordinariamente a través de un ejemplo de Paul Alphonse Barón de su obra De la rhétorique, publicada en 1879, y en la que cita una definición de ‘ejército’, que por cierto es de carácter retórico, de Esprit Fléchier, del siglo XVII, orador y retórico, como a su vez obispo de Nimes, y que dice así: ¿Qué es un ejército? Es un cuerpo animado por un infinidad de pasiones diferentes que un hombre hábil mueve para la defensa de la patria; es una tropa de hombres armados que siguen ciegamente las órdenes de un jefe cuyas intenciones desconocen; es una multitud de 42 43 44

www.wordreference.com/diccionario español en línea www.definici0n.org Baudrillard, Jean: De la seducción, trad. Elena Benarroch, Madrid: Cátedra, 1989, pp. 69 ss.

almas en su mayoría abyectos y mercenarios, los cuales, sin pensar en su propia reputación, trabajan por la de los reyes y conquistadores; es un conjunto confuso de libertinos / . . . / (Tda, p. 276). Así también, otro ejemplo de definición oratoria sería hablar de supuestas “universidades” “que están abocadas principalmente al lucro, y que al no desarrollar ni invertir recursos importantes en investigación, practican una docencia consistente nada más que en la repetición de lo ya sabido” . El epíteto —y habría que agregar el apostrofe, la antonomasia, la com­ paración—son también figuras de elección, como también la perífrasis; Perelman nos dice a propósito de ella que: las tres diosas infernales que según la leyenda tejen la trama de nuestros días” para designar a las Parcas, será una perífrasis si esta expresión no sirve para proporcionar una definición del término “Parcas” sino para reemplazarlo, lo cual supone que se conoce la existencia del nombre al que sustituye esta expresión (Tda, p. 277). En cuanto a la antonomasia como figura de elección, por ejemplo: “los nietos del Africano” por los Gracos (aquellos tribunos de la plebe del siglo II a.C. que encontraron una muerte temprana por ser del “Partido de los Populares” que enfrentaban a los “Optimates”). También es figura de elección la prolepsis o anticipación (praesumptio). Ejemplo: Sin embargo, era menos un castigo que un medio para prevenir el crimen (Quintiliano, Instituciones oratorias, Tda, p. 278). A su vez la reprehensio; otra vez Quintiliano: Ciudadanos, dije, si está permitido llamarlos por ese nombre (Tda, p. 278). Por último, la corrección: Si el acusado se lo hubiese rogado a sus huéspedes, o más bien, si solamente les hubiese hecho una señal / . . . / (Tda, p. 278, Retórica a Herenio). Las figuras de la presencia se llaman justamente así porque refuerzan la presencia de lo dicho. Ante todo, la onomatopeya (que, por otro lado, así como ya leemos en el Cratilo platónico, guarda relación con el origen

del lenguaje. Perelman cita un ejemplo de Dumarsais, y de su obra De tropes, cuya primera edición es de 1730: la petite bouteille fairglouglou (“la botellita hace gluglú”) (Tda, p. 279). También es de presencia la figura de la conduplicación: Guerras, C. Graco, guerras domésticas e intestinas, eso es lo que tú provocas / . . . / (Tda, p. 280, Retórica a Herenio). También la adjectio (que significa ‘suma’): Maté, sí, maté / . . . / (Tda, p. 280, Quintiliano). Lo mismo la anáfora. El ejemplo de Perelman corresponde a una cita de Giambattista Vico, de su obra De las instituciones oratorias: Tres veces le eché los brazos al cuello. / Tres veces se desvaneció la vana imagen (Tda, p. 279). A su vez, un ejemplo extraordinario de amplificación, tomado de la mis­ ma obra de Vico, que de forma muy rotunda contribuye a reforzar la presencia de lo que se dice: Tus ojos están formados para la impudencia, el rostro para la auda­ cia, la lengua para los perjurios, las manos para las rapiñas, el vientre para la glotonería / . . . / los pies para la huida: por tanto, eres todo malignidad (Tda, p. 281). Por cierto también la sinonimia es figura de presencia: te lo propuse, te lo planteé, te lo presenté... pero tú ni siquiera lo consideraste45. Según Perelman, también podría considerarse como figura de pre­ sencia la interpretado, para lo cual cita un ejemplo de la Retórica a Herenio: Es la república lo que has trastrocado de arriba abajo, el Estado lo que has abatido por completo (Tda, p. 281). También es de presencia la figura de la hipotiposis, que, como ya sabe­ mos, es una suerte de demonstratio, vale decir, se presenta lo dicho de tal manera que parece que estuviera ocurriendo en ese mismo instante; a propósito de ello, agrega Perelman, que el uso del tiempo verbal del presente, contribuye fuertemente a ello. Tal vez ello se explica de fondo 45

Como podemos observar, al comparar las clasificaciones de figuras retóricas de Geissner y Perelman, lo que en el primero se presenta bajo el nombre de figura de “acoplamiento” en el segundo aparece como “sinonimia”. Esto es bastante frecuente al comparar distintos diccionarios de figuras retóricas.

porque la presencia y su reforzamiento están íntimamente emparentados con “el presente” como tiempo verbal. Por último, figura de presencia es también la enálage de tiempo, a saber, la sustitución de un tiempo por otro. Y el ejemplo de Perelman a propósito de ello: “Si hablas, eres hombre m uerto” (Tda, p. 282). La enálage de tiempo es de crucial importancia, sobre todo en atención a los traslapes de tiempo en el discurso que ella posibilita, como traer al tiempo presente la referencia a hechos del pasado o del futuro. Volve­ remos sobre ello. En cuanto a las figuras de comunión, como ya veíamos, se apela aquí a un engarce con la tradición, las costumbres o códigos aceptados por la comunidad a la que nos dirigimos; así por ejemplo, la figura de la alusión: en ella se hace referencia a un común pasado, o algo similar. Perelman ofrece un ejemplo tomado de una cita que Barón hace de Mirabeau: Yo no necesitaba esta lección para saber que solo hay un paso del Capitolio a la roca de Tarpeya (Tda, p. 282). Ejemplo conmovedor, por cierto, ya que Mirabeau murió guillotinado, y de ser uno de los revolucionarios que ocupara los más altos cargos —fue diputado y Presidente de la Asamblea Nacional (por tanto, de haber sido miembro del “Capitolio”) - pasó a ser repudiado y, en definitiva, ejecutado (similar pues a los que en Rom a se consideraba enemigos de la patria y eran lanzados desde la roca de Tarpeya). Por cierto, la cita, el refrán, el proverbio, también son figuras de co­ munión. Cabe agregar a esta lista, además, a la pregunta retórica, a la que Perelman llama ‘interrogación oratoria’. También es figura de comunión la enálage de persona, que corres­ ponde a la sustitución de “yo” por “tú ” o por “él” . Por ejemplo: “en aquel tiempo me encontraba en una situación embarazosa. Cuando tú te encuentras de tal modo, lo que tiendes a hacer por cierto es luchar a brazo partido, si acaso todavía te quedan fuerzas para ello”. También es enálage de persona cuando usamos el “Usted”; por ejemplo, al dirigirnos a un numeroso auditorio, decimos: “de tal modo que me vi obligado a actuar de inmediato, ya que ha de saber Usted que a veces es necesario ser resoluto” . También la enálage de número, que corresponde, por lo general, al uso del así llamado “plural francés”. Perelman trae un emotivo ejemplo

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a colación, tomado de un texto de Massillon (que contiene Sermones, publicado en 1854): Y aquí tiene, mi querido oyente, algo para instruirlo y confundirlo al mismo tiempo. Usted se queja de que sus desgracias son excesivas / . . . / Ahora bien, ¿qué hay más consolador en nuestras penas? Dios me ve, cuenta mis suspiros, pesa mis aflicciones, mira el correr de mis lágrimas / . . . / (Tda, p. 285). Al respecto, cabe decir que la enálage de número en términos de una generalización de lo que yo digo o pienso (“plural francés”) le otorga una fuerza adicional a mi discurso. Por ejemplo: “La partida de mi padre me lleva a atisbar los abismos de la existencia humana; es así como nos ocurre, y en general, al ser humano, que es recién la confrontación con la muerte la que nos lleva a considerar la existencia humana y su sentido en todo su rigor y seriedad”. Además corresponde a enálage de número el uso del impersonal “se”. Al respecto, Perelman: “Señalemos que el indefinido on (sé) se utiliza a menudo para introducir una norma. O nfait ceci (es preciso hacer esto)” (Tda, p. 259), y que, en rigor debería traducirse en este caso como “se precisa hacer esto” . Por último, interesan las figuras de comunión en cuanto al lenguaje que se ocupa en el discurso: si ese lenguaje supone o no aspectos que permitan producir o reforzar la comunión con el auditorio: Todo sistema lingüístico implica unas reglas formales de estructura que enlazan a los usuarios de este sistema, pero la utilización de dicho sistema se acomoda a diversos estilos, a fórmulas concretas caracte­ rísticas de un medio, al lugar que ocupa, a una atmósfera cultural (Tda, p. 263). Y, claro está, esa comunión fortalecida a golpes de martillo suele generar extravíos, como el sectarismo, diversas formas de chauvinismo, naciona­ lismo, y fanatismos de distinta índole: El lenguaje que, en una sociedad igualitaria, es de todo el mundo y evoluciona casi libremente, se establece dentro de una sociedad jerárquica. Las expresiones, las fórmulas se hacen rituales, se escu­ chan dentro de un ambiente de comunión y sumisión total (Tda, pp. 264-265).

Se g u n d a P a r t e

R etórica y argumentación

1. La “última palabra” Nuestra visión de la retórica tiene que ver con la argumentación, lo cual se apoya fundamentalmente en Perelman y la propuesta de su “nueva retórica” . Pero junto con ello se trata de fondo de que el hombre está determinado por un modo de ser argumentativo. Y, cabe agregar, que somos hasta tal punto argumentativos que estamos a la vez determinados por la búsqueda de alcanzar la “última palabra” . De alguna manera sucede que en distintos órdenes de los más diversos asuntos, la cuestión es “quién tiene la última palabra” . Es más, ello se traduce a su vez en dichos muy presentes en nuestra cotidianidad: “quién corta el queque”; “quién tiene el toro por las astas”; “quién lleva la batuta”, “quién manda el buque”, “quién lleva el tim ón” . En efecto, la argumentación, se quiera o no, sea esto voluntario o involuntario, consciente o inconsciente, se encamina inexorablemente y está completamente entregada a la posibilidad de una última palabra. Cabe agregar que, si no fuera así, la argumentación sería sin fin, no habiendo nada que justificara su término, su clausura, su culminación. Escuchemos lo que plantea Roland Barthes en su obra Fragmentos de un discurso amoroso en torno a la “última palabra”: Todo participante sueña con tenerla última palabra. Hablar el último, “concluir”, es dar un destino a todo lo que se ha dicho, es dominar, poseer, dispensar, asestar el sentido; en el espacio de la palabra, lo que viene último ocupa un lugar soberano, guardado, de acuerdo con un privilegio regulado, por los profesores, los presidentes, los jueces, los confesores: todo combate de lenguaje (maché de los anti­ guos Sofistas, disputatio de los Escolásticos) se dirige a la posesión de ese lugar; mediante la última palabra voy a desorganizar, a “liqui­ dar” al adversario, voy a infligirle una herida (narcísica) mortal, voy a reducirlo al silencio, voy a castrarlo de toda palabra. La escena se

desarrolla con vistas a ese triunfo: no se trata de ningún modo de que cada réplica concurra a la victoria de una verdad y construya poco a poco esta verdad, sino solamente que la última réplica sea la buena: es el último golpe de dados lo que cuenta46. Interesante reflexión esta que nos hace tomar conciencia de la impor­ tancia del golpe final, lo que cierra el broche, lo que le pone el punto a las íes. Y, como ya hemos dicho, hay muchas expresiones que tienen de por sí tal fuerza que se convierten en dichos que circulan en nuestro mundo como monedas de cambio. Por otra parte, hay que destacar que la argumentación encaminada a la última palabra tiene tal poder que pasa a ser a la vez un poder configurador de la sociedad, ya que esta se organiza de acuerdo con un orden que está determinado por autoridades de distinta índole, desde el rey, pasando por el presidente hasta el rector de una universidad, el decano de una facultad, el gerente de una empresa, hasta el profesor y el juez, todo lo cual supone un orden de mando y es patente que implica en cada caso quien tiene la “última palabra”. Y, como vemos, en verdad sucede que cada “última palabra” es parcial y relativa a otras “últimas palabras” de más arriba en la jerarquía o, si se quiere, en la cadena de mando. Esto quiere decir que la “última palabra” vale como tal en cada caso en cierto espacio y nivel: en la escuela será el director como en la nación el presidente. Pero está claro que además la cadena de mando puede cambiar e incluso invertirse, según vemos en el plano de la historia y de la coti­ dianidad; quien tiene la “última palabra” en una revolución suelen ser el pueblo y su caudillo, enfrentando al poseedor de la “última palabra” hasta ese momento vigente: el rey, el presidente, la nobleza, el dictador. Ahora bien, si inexorablemente toda argumentación se encamina hacia una “última palabra”, también los elementos previos que posibilitan que haya una argumentación abierta, como especialmente el derecho a réplica, una distribución justa de la palabra y de quienes y cuantos están habilitados como oradores, es decir, quienes y cuantos tienen derecho a voz. Y por cierto, si sucede que la “última palabra” la tiene la mayoría,

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Barthes, Roland: Fragmentos de un discurso amoroso, trad. de Eduardo Molina, Siglo Veintiuno Editores, México, 1989, p. 117. En adelante: ‘Fda\

como es lo propio de una democracia, en definitiva esa mayoría vota por alguien, supongamos por un presidente, que tendrá ahora la última palabra en muy distintos aspectos. Ello nos muestra claramente cómo el ser humano está determinado por la necesidad de una autoridad, por mucho que esta no sea unipersonal, sino que se distribuya en distintos poderes del Estado. Mas, si dimensionamos con una visión más amplia aún el alcance de la “última palabra”, podemos observar que ella se expresa de modo determinante no solo en el ámbito existencial, con todo lo que ello incluye: lo político, lo económico, lo educacional, y otros, sino en el ámbito cosmoslógico-metafísico. Podríamos decir que la última palabra se vincula con un orden teleológico de la realidad tanto cósmica como humana, como que todo se ordena hacia una última finalidad, una última meta, que representa todo el sentido por el cual algo ha sido realizado. Ello tiene un apoyo sobre todo en el pensamiento aristotélico. Así, cla­ ramente se puede observar en los seres vivos que parten por nacer, que crecen y se desarrollan hasta alcanzar un punto de inflexión, a partir del cual luego viene la decadencia que culminará con su muerte. Ahora bien, la naturaleza se organiza de tal modo -y lo mismo un árbol, una montaña, una estrella, una galaxia o un cristal. En los asuntos humanos la “última palabra” también atañe a lo que significa el triunfo, la victoria, el éxito, agregándose a esto la presunción de que en aquello último se recoge, se resume, y diríamos incluso cul­ mina el recorrido completo de algo que por lo general nos ha costado sangre, sudor y lágrimas. Pero está claro también que una obsesión por el triunfo final, que, por ejemplo, puede significar mirar la vida en función de un ingreso en una supuesta “otra vida”, puede quitarnos el goce del recorrido, del camino, de la tarea, y con ello, también, del momento que vivimos. Es por ello que junto con la argumentación que se encamina inexora­ blemente a la “última palabra” está también la posibilidad de la conversa­ ción, diríamos, de la sola conversación, que naturalmente no se encamina a ningún punto final, y la cual, si acaso se interrumpe, es en función de que habrá que hacer otras cosas, la fatiga, cierta interrupción por parte de un tercero, o lo que fuere. En todo caso, sobre todo en una amistad, la conversación, aunque tiene que ser interrumpida, igual continúa y, como bien sabemos, puede continuar hasta la muerte.

Y de pronto la “última palabra” puede ser hasta el suicidio, como en el caso de W erther (cfr. p. Fda, pp. 117-118). Los así llamados héroes se caracterizan también por la manifestación de su “última palabra”, que puede ser la acción temeraria de entregar la vida o también, y de un modo sutil: el silencio. Así también la “última palabra” puede ser precisamente un ultimátum, y sucede en ello que es particularmente decidor que exista esa expresión, ‘ultimátum’, ya que en ella se condensa precisamente la misma idea que estamos analizando. Con todo, cabe agregar, el ultimátum que, sin duda, es un modo de argumentación (el cual ya analizaremos), es visible que reviste un carácter particularmente agresivo. Por lo mis­ mo, el ultimátum es un caso extremo y está claro que no debe abusarse de él. Y justo porque el ultimátum se reserva para casos extremos, se entiende por qué tiene lugar especialmente cuando hay enfrentamiento y particularmente guerra. Ciertamente, así como la “última palabra”, el ultimátum también significa un punto de inflexión en el que sucede que un proceso, algo que está en curso, padece una drástica modificación; así, a raíz del ultimátum en una guerra, lo que suele seguir es la paz, y aunque sea una paz forzada o a regañadientes. Mas, sucede también que no obstante tener la “última palabra” un carácter de cierre y de clausura, conllevando por ello algo agresivo y relativo al poder y la potestad, sin embargo, la “última palabra” puede ser algo singular de carácter oriental. Y ello es de la mayor relevancia en relación con nuestra reflexión en torno a la última palabra, precisamente en atención al poder casi omnímodo que está tiene, pero que, habría que precisar, tiene como resultado una construcción institucional artificial. El budismo nos ilumina en este punto, ya que nos muestra simplemente, a través de un breve relato, que la última palabra —no cabe duda—también conlleva un componente de sin-sentido o, al menos, de un sentido que escapa a los sentidos habituales. Barthes: ¿Qué es un héroe? Aquel que tiene la última réplica. ¿Se ha visto alguna vez un héroe que no hable antes de morir? Renunciar a la última réplica (rechazar la escena) revela pues una moral antiheroica: es la de Abraham: hasta el final del sacrificio que se le ordena, no habla. O más aún, respuesta más subversiva, por menos cubierta/.../, se reemplaza la última réplica por una pirueta incongruente: es lo que hizo el maestro zen que, por toda respuesta a la solemne pregunta:

“¿Quién es Buda?”, se quitó las sandalias, las puso sobre su cabeza y se fue: disolución impecable de la última réplica, dominio del nodominio (Fda, p. 118).

1. 1. Lo que hemos dicho de esta suerte de pulsión por la “última palabra” emparenta a la retórica, y particularmente a la “nueva retórica”, con el juego, y en particular con el juego que Caillois clasificara como de agón, juego de competencia. Y lo mismo que hay ciertas regulaciones del dis­ curso —quién tiene la palabra, en calidad de qué, bajo qué circunstancias— lo mismo lo lúdico. Juego hay a la vez en la medida en que hay algún formato, un diseño, en definitiva un conjunto de reglas que prescriben cómo debe jugarse un juego determinado. A partir de esas reglas se hace posible la “libertad de las movidas” —lo mismo cuando argumentamos. Estos dos componentes del juego, que se traducen en el binomio “regla-libertad” los destaca Caillois, y se darían preferentemente en los juegos de agón, juegos en los cuales se enfrentan unas competencias, habi­ lidades, destrezas, capacidades con otras (Jh, pp. 14 ss.). Por de pronto, en atención a nuestro ser lúdicos —nuestra condición ontológico-existencial de ser homo ludens—lo que más resalta de nuestro modo de ser cotidiano son precisamente los juegos agonales que hay al interior de una empresa, universidad, repartición de gobierno, y entre las empresas, universidades y reparticiones gubernamentales. El agón determina también esencial­ mente tu ser lúdico sobre todo porque se tiene en cuenta en ello lo que tú mismo eres con tus capacidades y habilidades, y cómo inevitablemente estas se habrán de enfrentar con otras. Podríamos decir que de por sí cada cual es agonal, y desde temprano comienza a desarrollar sus capacidades y habilidades en los más diversos ámbitos. Mas ello reviste a la vez un carácter lúdico, puesto que se trata de qué haces con tu agón a la hora de enfrentar un mundo de posibilidades. Pero, a diferencia de los juegos de ilinx, de vértigo, las acrobacias, el agón es acotado, y precisamente por un conjunto muy estricto de reglas a las que hay que someterse, y ello tanto en una empresa, en una universidad como en el gobierno, y otros. Parejamente en los juegos agonales específicos (fútbol, ajedrez, etc., juegos físicos o mentales) encontramos igualmente la imposición

de un conjunto de reglas, las cuales si no se respetaran en absoluto, estos juegos no podrían realizarse. Según destaca Caillois, ellos tienen lugar en un espacio acotado a una mesa, una pista, una cancha, un ring, un tablero, u otro, suponiendo ello cierto espacio (y también tiempo) que se ha aislado del resto, y que tiene que estar especialmente depurado. Con la argumentación, si bien históricamente ha tenido lugar en el ágora, en la plaza, cuando se trata de regularla, el parlamento, los tribu­ nales de justicia, las salas donde se reúne el gabinete o distintos tipos de consejos, el directorio de una empresa, el senado universitario, en cuanto que se trata de recintos cerrados, semeja los espacios depurados del juego. En los juegos agonales se hace presente, como en ningún otro, el mundo con todo su ordenamiento, pero habiendo igual una diferencia fundamental. Como dice Caillois, los juegos (y en particular los agonales) constituyen una “isla de claridad y perfección”. Por de pronto, ello revis­ te un componente ético, dado que el juego de agón tiene que asegurar igualdad de oportunidades y por supuesto respeto a la regla. Los partidos de fútbol o ajedrez dan cuenta cabal de estos requisitos. En cambio, en el mundo, en la sociedad, el agón que podríamos calificar como “regulado” tiene constantemente que enfrentar al agón desregulado de la mafia, de la delincuencia, del terrorismo, y otros. Es particularmente destacable que el juego ante todo apele a tus ca­ pacidades, tus destrezas, tu dotación, aquello que en parte es genético y en parte adquirido, dependiendo esa graduación de uno u otro factor. Y claro está esas destrezas al enfrentarse con otras originan el juego agonal, puesto que en ello hay la incertidumbre propia de lo lúdico. Justamente lo estrictamente lúdico está muy sutilmente relacionado con una delgada línea roja, con un borde, con la cuerda floja, símiles que procuran mos­ trarnos que el resultado está flotando en un punto de ingravidez que se puede inclinar en definitiva hacia uno u otro lado. C on la argumentación enfrentada a la contraargumentación sucede algo similar, en cuanto frecuentemente nos movemos también en esa delgada línea roja: ¿cómo enfrentar el terrorismo hoy por hoy en el mundo? El debate que puede haber sobre esto en principio no tiene fin.

1.2 . Así como hemos partido por reconocer que los límites de la argumenta­ ción están en la conversación, del mismo modo podríamos decir que el juego de agón —el cual en el discurso argumentativo se encamina obse­ sivamente a la obtención de la “última palabra”—encuentra su límite en el juego de alea, aquel tipo de juego, que según intuye Caillois, permite que ahora hable el azar o el destino. Esto quiere decir que el agón es siempre el alea del agón, vale decir, esas capacidades, destrezas, habilidades de que disponemos han sido justamente dadas por azar o destino. Ello reviste un rotundo componente ético, puesto que nos invita a reconocer siempre que esa habilidad de que dispones te ha sido justamente dada, y que podría haber sucedido exactamente lo contrario, como en muchos casos: que se tratara más bien de una inhabilidad e incluso discapacidad. Lo que mejor expresa el ámbito de posibilidades propio de lo lúdico lo muestra el juego de alea, de azar o destino, dependiendo de cómo cada cual lo vivencia. La exposición, el estar expuestos, se da especialmente en este juego. Es más, en este caso hay una exposición total, dado que si contrastamos el juego de alea con el agón, nuestras destrezas o habilidades cuentan mínimamente en el alea. Entre los distintos tipos de juego, el de alea es el único que en lo primordial es más bien extra-humano, y da lugar a que se pueda hablar de un cosmos lúdico, como lo hace Heráclito, probablemente el primer filósofo del juego en Occidente. Fragmento 52: “El tiempo es un niño que juega, buscando dificultar los movimientos del otro: reinado de un niño”47. Y justamente porque es así resalta en este juego ante todo, más que el jugar, el estar puesto enjuego. Heidegger nos hace ver que, si hemos de pensar a fondo el juego, en primer lugar lo que prevalece es que jugamos porque somos puestos enjuego. Leemos en La proposición del fundamento: “El pensamiento se alcanza por medio de ese salto en la amplitud de aquel juego, en el que es puesta nuestra esencia humana. Solo en tanto el hombre es traído a este juego y con ello es puesto enjuego, puede él verdaderamente jugar y permanecer en el juego” (SvG, p. 186). Distingue al pensamiento heideggeriano el ontocentrismo. Es un pensamiento centrado en el ser

47Los filósofos presocráticos, trad. por Conrado Eggers y Victoria E. Juliá, Madrid: Gredos, 1982, p. 386.

de la plenitud y el modo cómo entiende al ser humano, en tanto Dasein, expresa esto: somos el “ahí del ser”, Da-sein, el espacio abierto, la apertura donde se puede revelar u ocultar el ser y todo lo que es. El ontocentrismo se expresa prácticamente en todos los temas abordados por Heidegger: el lenguaje, la historia, el arte, y también por cierto el juego. Esta concepción filosófico-ontocéntrica se patentiza en lo que ya adelantábamos: jugamos porque somos (o estamos) puestos en el juego del ser. ¿Y qué juego es este? Pues el juego de haber nacido, tener que hacer un conjunto de figuras en la vida, y luego tener que morir. En este “juego” somos, o estamos, puestos en juego. ¿Qué o quién nos puso en ello? N o lo sabemos: tal vez el cosmos o el propio Dios. Pero no se trata en este juego solo de nacimiento, vida y muerte, sino de todo lo azaroso o destinal que se nos presenta, razón por la cual cabe agregar que aquello que Heidegger pensó como juego del ser se acerca a lo que Caillois consideró como juego de alea. Se desprende de lo dicho más arriba que todos los juegos se explayan en el juego de alea. ¿Y qué es lo más inquietante que revela el alea? Pues en primer lugar lo incierto, y ello se debe a que estamos íntegramente expuestos a lo que sobrevenga, dado que aquello escapa completamente a nuestro dominio y queda fuera de nuestro control. El ser o estar puestos en el juego del ser trae a luz lo mismo que se destaca con la yección ( Geworfenheit) de Ser y tiempo. Relativamente a ella hay que decir que proyectamos nuestro ser porque, antes que ello, estamos desde ya y desde siempre arrojados, yectos en el ser. La posibilidad de haber nacido no la hemos elegido, lo mismo el cuerpo que tenemos o que hayamos nacido en un hogar de tales carac­ terísticas socio-económico-político-culturales. Se justifica incluso relevar al juego de alea como el “Gran Juego”, en el cual se despliegan todos los otros juegos. Los juegos específicos de alea vendrían nuevamente a ser una suerte de celebración del Gran Juego, en el que de por sí y desde que nacemos hasta que morimos nos encontramos, a saber: la ruleta, la lotería, los juegos de naipes, de dados, y otros.

2. Deslindando el terreno de la argumentación 2 . í . Problemas relativos a la taxonom ía

del Tratado de argumentación

Al ingresar en las “técnicas argumentativas”, o simplemente argumenta­ ciones, según como las trata Perelman, advertimos el notable alcance que tiene su “nueva retórica” . Se trata nada menos que de la realidad o, en rigor, de la proyección de mundo, de cómo lo proyectamos precisamente sobre una base argumentativa. Entendemos por ‘m undo’, a diferencia de ‘cosmos’, el constante fruto de la proyección humana a través de distintas programaciones, llámense estas últimas arte, ciencia, técnica, derecho, economía, moral, política, religión o filosofía. El mundo que construimos está siendo constantemente el resultado de la acción de esas programacio­ nes. Está claro que entre ellas hay enfrentamientos que en definitiva tienen que ver con la mayor o menor incidencia en la mencionada proyección de mundo. Esos enfrentamientos pueden ser intraprogramáticos, por ejemplo, distintas corrientes de opinión al interior de la política, distintos credos al interior de la religión, distintas escuelas al interior de la filosofía. Y a su vez el enfrentamiento puede ser extraprogramático: la técnica con sus avances enfrentándose con cierta moral o religión imperante, cierto modelo económico enfrentándose con la ideología política que en cierto momento domina en determinada sociedad. Para nosotros esto es lo decisivo: la proyección argumentativa del mundo, lo que quiere a la vez decir la mencionada proyección de mundo es ante todo precisamente de carácter argumentativo. Ahora bien, la idea de “construcción de m undo” podría entenderse como ligada a la corriente filosófica del constructivismo de Von Glassersfeld, Vygotzki, Watzlawick y Morin. Sin embargo, hay que precisar, si el constructivismo supone que no hay nada anterior a esa construcción, entonces no adherimos a él. Justamente cuando hablamos de una “cons­ trucción argumentativa de m undo” reconocemos que hay algo anterior a esa construcción: el cosmos, la naturaleza, el universo, el ser. Es más, reconocemos claramente que aquello equivale al “en sí” que concibie­ ra Kant. El cosmos, el ser, lo Otro, es en sí mismo, y por supuesto es completamente independiente de nuestra proyección o construcción de mundo. Con todo, habría que agregar algo que nunca queda del todo claro en el pensamiento kantiano, cual es que en toda relación (y no

solo de orden cognitivo) que tenemos con aquella Otredad, le estamos ganando terreno, la estamos haciendo entrar precisamente en nuestra proyección. En Kant equivaldría esto a una suerte de fenomenización de lo nouménico, del en-sí de cada cosa, fenomenización que en todo caso jamás lograría suprimir el en-sí, es decir, conocerlo íntegramente. Para decirlo más taxativamente aún, y marcando así una diferencia más radical con Kant: cualquier cosa que percibo es en-sí, y nótese, aunque precisamente la estoy percibiendo, puesto que mi percepción no crea nada, y solo es capaz (y siempre) de dar cuenta de ciertos rasgos, incluso en muchos casos de innumerables rasgos, pero no puede dar cuenta cabal de la cosa percibida; en este sentido, cada cosa permanece en su en-sí, que resulta de este modo imposible de cubrir a cabalidad. La relación interpersonal es un ejemplo contundente al respecto. Del otro nunca conoceré por de pronto el fondo inconmensurable de su inconsciente, y aunque lo conozca toda la vida y viva con él. En buenas cuentas, pues, planteamos la construcción de mundo sin adherir al constructivismo. Por esta razón, y para evitar confusiones, preferimos hablar de una proyección (y no de una construcción) argu­ mentativa del mundo sobre una base cósmica, real, sobre la base del ser. Por otra parte, el ser es lo más universal, y lo cósmico, físico y natural corresponde solo a un modo de ser del ser. Desde luego está también el ser de lo psíquico, de lo numérico, de lo valórico, de las leyes científicas, de las leyes jurídicas, cada uno de ellos comportando un modo de ser peculiar y específico, de los cuales se hacen cargo distintas ciencias que están dentro del conjunto de lo que ya Aristóteles llamara “filosofía II”, en oposición a la “filosofía I” que trata del ser en cuanto ser. Consideramos que toda la riqueza del Tda está precisamente en los argumentos, y son estos los que en las siguientes páginas recuperamos casi en su totalidad. Sin embargo, cuestionamos la taxonomía en que estos se presentan, atendiendo a la clasificación diferenciada entre argumentos “cuasi lógicos”, argumentos “que se basan en la estructura de lo real”, y argumentos “que fundamentan la estructura de lo real”. Esta distinción taxonómica presenta dificultades a cada rato, y al final resulta insostenible. Por ejemplo, entre los argumentos cuasilógicos, que conciernen a una relación del discurso consigo mismo, se encuentran los argumentos de sacrificio. Estos expresan lo que estamos dispuestos a sufrir para alcanzar ciertos resultados:

Uno de los argumentos de comparación utilizados con más frecuencia es el que se vale del sacrificio que se está dispuesto a sufrir para obtener cierto resultado. / Esta argumentación se encuentra sobre la base de todo sistema de intercambios, ya se trate de trueque, venta, alquiler de servicios —aunque no sea ciertamente la única en las relaciones de vendedor a comprador. Pero no está reservada al campo económico. El alpinista que se pregunta si está preparado para realizar el esfuerzo necesario para escalar una montaña, recurre a la misma forma de evaluación (Tda, pp. 383-384). Difícilmente podría justificarse que el argumento de sacrificio sea un argumento cuasilógico. En él está en juego ante todo una cuestión de índole existencial: ¿qué estoy dispuesto a sacrificar para alcanzar algo? Si ello compromete una relación del discurso consigo mismo, se podría reco­ nocer que todos los argumentos, dada su naturaleza, son tanto cuasilógicos como guardan a la vez directa relación con la construcción del mundo. Aun así, atendiendo al hecho de que nuestros discursos en general están signados por un modelo lógico, se justifica que al menos conservemos la expresión ‘argumento cuasilógico’ (aunque no nos comprometamos con la clasificación que los ubica como cierto tipo de argumento). En segundo lugar, que unos argumentos estén “basados en la estruc­ tura de lo real” y otros la fundamenten nos parece también una clasifica­ ción insuficiente, dado que en cierto modo, por ejemplo, el argumento de sacrificio (que además cuestionablemente Perelman presenta como concerniendo a una relación del discurso consigo mismo) puede perfec­ tamente fundamentar aquella estructura: tengamos en cuenta nada más que el sacrificio del héroe, advirtiendo a la vez que prácticamente cada nación tiene su panteón de los héroes. Y así se podrían presentar nume­ rosos otros casos que acaban por invalidar la clasificación de Perelman.

2.2. D eslin de de la retórica con apoyo e n A u s tin y Searle En vez de optar por la tan cuestionable clasificación de argumentos cuasiló­ gicos, otros que se basan en la estructura de lo real, y finalmente otros que fundamentan, la clasificación vigente con John Langshaw Austin desde ¿Cómo hacer cosas con palabras? de 1962 de los “actos locucionarios” en

“actos ilocucionarios” y “perlocucionarios” permite deslindar mejor la retórica. Es cierto que los argumentos cuasilógicos, puesto que conciernen a una autorrelación del lenguaje, se acercan más a los primeros, y los otros argumentos que estructuran o fundamentan la realidad se acercan a los actos perlocucionarios, puesto que aquí se trata propiamente de producir efectos con nuestras locuciones y enunciados. Sin embargo la simetría entre unos y otros no calza del todo. Veamos entonces cómo se presenta en Austin y John Searle la men­ cionada distinción. Alguien dice algo. Ya en esto hay un acto, un acto singular (que suele llamarse, con apoyo en Austin, “acto ilocucionario”, el acto de decir, de hablar, y más encima de decirle algo a alguien, siendo estos actos completos, como que en cierto modo aquí el enunciado descansa simplemente en sí mismo: Podemos decir que realizar un acto locucionario es, en general, y eo ipso, realizar un acto ilocucionario (illocutionary act), como propongo denominarlo. Para determinar qué acto ilocucionario estamos rea­ lizando, tenemos que determinar de qué manera estamos usando la locución: preguntando o respondiendo a una pregunta dando alguna información, o dando seguridad, o formulando una advertencia anunciando un veredicto o un propósito dictando sentencia concertando una entrevista, o haciendo una exhortación o una crítica haciendo una identificación o una descripción48. Aquí importa quién dice algo, qué es lo que dice y a quién se lo dice. Se genera en ello a la vez una relación del que dice algo con lo que dice, una relación que suele ser de compromiso, aunque no siempre. Puede tratarse tanto de que el que dice algo lo dice seriamente, como lo dice en broma, nada más se lo figura, lo supone, lo plantea de forma categó­

48

Austin J.L.: ¿Cómo hacer cosas con palabras? Barcelona: Paidós, 1982, Conferencia VIII, pp. 142-143. En adelante ‘C he’.Austin dictó una serie de 12 Conferencias en la Universidad de Harvard en 1955. El libro, com o Compilación de estas Conferencias, fue publicado en 1962.

rica, deliberadamente miente, se equivoca, y otros. Los interlocutores procurarán detectar qué alcance tiene lo que alguien les está diciendo. Así también se fijarán en lo bien o mal expuesto que está lo dicho, si es apropiado, oportuno, relevante, como también a lo mejor si está dicho con estilo, de manera elegante, atractiva, sugestiva, capciosa, y demás. Siguiendo en esto a Austin, para John Searle, 24 años más tarde que la obra del primero, a saber en Actos de habla, los “actos ilocucionarios” corresponden a “actos de habla completos”: Así separamos las nociones de referir y predicar de las nociones de un acto de habla completos, tales como aseverar, preguntar, ordenar, etc. La justificación de esta separación reside en el hecho de que puede aparecer la misma referencia y predicación al realizar diferentes actos de habla completos. Austin bautizó a estos actos de habla comple­ tos con el nombre de “actos ilocucionarios” y de aquí en adelante emplearé esta terminología. Algunos de los verbos castellanos que denotan actos ilocucionarios son: ‘enunciar’, ‘describir’, ‘aseverar’, ‘aconsejar’, ‘observar’, ‘com entar’, ‘m andar’, ‘ordenar’, ‘pedir’, ‘criticar’, ‘pedir disculpas’, ‘censurar’, ‘aprobar’, ‘dar la bienvenida’, ‘prometer’, ‘objetar’, ‘solicitar’ y ‘argumentar’49. Pero luego hay otro tipo de actos, que serían los “perlocucionarios”, a los cuales la retórica se inclina, sea con apoyo en la persuasión o en la argumentación. En ellos procuramos producir algunos efectos en el oyente, en el auditorio o, en general, en el grupo. Austin: A menudo, e incluso normalmente, decir algo producirá ciertas con­ secuencias o efectos sobre los sentimientos, pensamientos o acciones del auditorio, o de quien emite la expresión, o de otras personas. Y es posible que al decir algo lo hagamos con el propósito, intención o designio de producir tales efectos. Podemos decir entonces, pensando en esto, que quien emite la expresión ha realizado un acto que puede ser descripto haciendo referencia meramente oblicua (C.a), o bien no haciendo referencia alguna (C,b), a la realización del acto locucionario o ilocucionario. Llamaremos a la realización de un acto de este tipo la realización de un acto perlocucionario o perlocución (Che, p. 145).

49

Searle, John: Actos de habla, trad. Luis M. Valdés, Madrid: Cátedra, 1990, p. 32. En adelante ‘Adh’.

Y como ejemplo de C.a (referencia oblicua): “Me persuadió que se lo diera a ella”, y de C.b (sin referencia): “Hizo (consiguió) que se lo diera a ella” (Che, p. 146). En estos actos perlocucionarios radica el meollo del pensamiento de Austin sobre el lenguaje, puesto que sobre todo lo que se pone de relieve es que no puede ser concebido únicamente sobre la base de la información, o similares, sino que está en juego lo que él produce, lo que mueve, las acciones que provoca. Veamos a continuación cómo enfoca Searle los actos perlocucionarios: Correlativamente a la noción de actos ilocucionarios está la noción de las consecuencias o efectos que tales actos tienen sobre las acciones, pensamientos o creencias, etc., de los oyentes. Por ejemplo, me­ diante una argumentación yo puedo persuadir o convencer a alguien, al aconsejarle puedo asustarle o alamarle, al hacer una petición puedo lograr que él haga algo, al informarle puedo convencerle (instruirle, elevarle —espiritualmente—, inspirarle, lograr que se dé cuenta). Las expresiones en cursiva denotan actos perlocucionarios (Adh, p. 34). Es patente que la retórica tiene especialmente que ver con los actos per­ locucionarios, pero los ilocucionarios no están excluidos de su ámbito, ya que también a través del ‘describir’, ‘aseverar’, ‘aconsejar’, ‘comen­ tar’, ‘mandar’, ‘ordenar’, ‘pedir’, ‘criticar’, ‘pedir disculpas’, ‘censurar’, ‘aprobar’, ‘prometer’, solemos querer persuadir o convencer a alguien.

T e r c e r a Parte

Argumentos

Como hemos visto, la distinción y consiguiente clasificación del Tda entre argumentos cuasilógicos, otros que se apoyan y otros que fundamentan la estructura de lo real, acusa múltiples insuficiencias. Esta es la razón por la cual —con ocasión de ingresar en el entramado de los distintos tipos de argum ento- planteamos una distinción diferente, esto es, entre “argumentos en curso”, los cuales, como dice su nombre, son los que habitualmente estamos usando, y “argumentos de fondo”, que actúan desde la retaguardia y corresponden a los argumentos de enlace de suce­ sión, que dan cuenta del dinamismo del acontecer, o del triple enlace de coexistencia entre la persona y sus actos, sus discursos y la identidad que mantiene con ciertos grupos, como también entre esencia y acto, enlace simbólico (y otros), dando cuenta estos últimos de cierta estabilidad en la proyección de mundo.

Se c c i ó n 1

ARGUM ENTOS EN C U R SO

1.1. Nociones y definiciones De entrada le brinda mucha fuerza a la retórica de que aun detrás de las nociones y definiciones haya argumentos, por ejemplo, en el definir la noción ‘patria’, si está dada por el suelo, la lengua, la sangre, la raza, la religión, una ideología dominante, u otro (y todas estas definiciones se han ensayado históricamente). Este ejemplo nos sirve para apercibirnos del dinamismo de las nociones, en cuanto surgen y se mantienen sobre la base de ciertas asociaciones (o enlaces) que se hacen en ellas y que las constituyen como tales; mas sucede con frecuencia que aquellos ele­ mentos de asociación comienzan ahora a disociarse. Visiblemente pues a consecuencia de las argumentaciones tanto se constituyen las nociones como se disocian, se disgregan y acaban significando algo muy distinto. Supongamos como ejemplo todos los elementos que históricamente ha habido que asociar para que se constituya una noción como la de ‘Estado’, y cómo en los últimos decenios distintos elementos de esa noción se han ido disociando, sucediendo que de la antigua noción de Estado tal vez apenas ha quedado su esqueleto. O consideremos (según tratamos ya en el análisis de la retórica de Geissner) como en la “guerra de las investiduras”, en lo que la así llamada “romería a Canossa” del rey germano Enrique IV en el siglo X I , marca una pauta, está en juego la definición y alcance de las nociones en torno al poder del rey y del Papa. Mas sucede a la vez, según Perelman, lo siguiente; dejemos que él mismo lo diga: Psicológica y lógicamente, cualquier enlace implica una disociación y a la inversa: del mismo modo que une los elementos diversos en un todo bien estructurado, los disocia del fondo neutro del que los separa. Las dos técnicas son complementarias y siempre se producen al mismo tiempo (Tda, p. 300).

En otras palabras, toda vez que hacemos un enlace o asociación de ciertos elementos para constituir una nueva noción de algo, estamos desde luego también disociando, separando, lo más limpiamente posible, los elementos que estimamos que no pertenecen a esa noción. Así nuevamente en el ejemplo del Estado; el Estado ¿debería entrar seriamente en la compe­ tencia con las demás empresas, poseyendo él mismo muchas empresas de interés nacional? Y si acaso se despoja de muchas empresas que poseía hasta ahora ¿no debería conservar las empresas de suministro básico de la población —electricidad, agua potable, y otros- como, por otra parte, no debería conservar también ciertas instituciones de educación, a nivel primario, medio y superior? O en el ejemplo de la “guerra de las investiduras” : ¿Enrique IV debe someterse al así llamado “dictum papae” del papa Gregorio VII, de acuerdo al cual el Papa se adjudica la prerrogativa de poder destituir a reyes y al propio Kaiser? Y justamente porque Enrique IV manifiesta su desacuerdo con esa y otras prerrogativas, el Papa lo excomulga. Como a raíz de ello los Príncipes Electores germanos retiran su apoyo a Enrique, este se ve obligado a la humillante “Romería a Canossa”, fortaleza donde se ha refugiado el Papa, con el objeto de conseguir la absolución de la excomunión. En ello se observa cómo, al menos hasta este momento de esa historia, es la noción del poder del Papa la que triunfa y se impone sobre otros poderes temporales que pudieran hacerle frente. Por otra parte, observamos en esto también cómo las nociones y las definiciones que se tiene de ellas no son algo meramente abstracto, sino que están vivas y generan significativos cambios históricos. Pues bien, como observamos, respecto de la noción de ‘Estado’ o de las ‘investiduras’ cada agrupación política, religiosa o de otra índole, hace sus asociaciones o disociaciones respecto de las nociones en cuestión. En cuanto a lo que es asociación o disociación de nociones Perelman pone el siguiente ejemplo de Bossuet: Cuando pensé que durante esta semana trataría únicamente de la triste aventura de este miserable, me propuse ofrecer primero dos escenas, de las cuales una representase su mala vida, y la otra, su desdichado fin. Pero, creí que los pecadores, siempre favorables a lo que aleja su conversión, se persuadirían con demasiada facilidad -si hiciera esta

división- de que también podrían separar estas cosas, que, para nuestra desgracia, están encadenadas / . . . / (Tda, pp. 300-301). Es decir, como podemos suponer, desde la mirada de Bossuet, y esto está tomado de uno de sus Sermones, al relatar la vida de un pecador por de pronto cabe establecer un enlace o asociación entre la “mala vida” que llevó y su desdichado fin, pero, por otra parte, cabe hacer esa asociación entre todo ello y el hecho de que fuera pecador; y esta última asociación, si bien a Bossuet le resulta evidente, normalmente para el común de las personas, se trata de elementos que están disociados50. Y, como podemos observar, ejemplos como este nos muestran cómo la realidad la vamos proyectando sobre la base de estas asociaciones o disociaciones de diferentes elementos, en lo relativo a las nociones que tenemos de diversos fenómenos. Ahora bien, como se ha hablado antes de argumentos cuasilógicos que son de carácter retórico, puede suscitar esto la impresión de que el modelo aquí seguiría siendo la lógica y junto con ello los argumentos estrictamente lógicos. Pero no es así; en ello hay distintos ángulos que considerar: Puede parecer que nuestra técnica de análisis dé prioridad al razona­ miento formal sobre la base de la argumentación que solo sería una forma aproximada e imperfecta. Sin embargo, no es esa nuestra idea. Todo lo contrario, creemos que el razonamiento formal resulta de un proceso de simplificación que únicamente es posible en condiciones determinadas, en el interior de sistemas aislados y circunscritos. Pero dada la existencia admitida de demostraciones formales, de validez reconocida, los argumentos cuasilógicos sacan actualmente su fuerza persuasiva de su aproximación a estos modos de razonamiento in­ cuestionables (Tda, pp. 303-304). Vale decir, según podemos observar, en la última cita hay dos cosas: una que corresponde al planteamiento de que el razonamiento lógico se da en el plano de una abstracción de elementos reales, y en este sentido lo que tiene más apego a la realidad es más bien una argumentación cuasilógica; y la segunda se expresa en el hecho de que, dado que el razonamiento 50

Se trata de Jacques Bénigne Bossuet, clérigo, intelectual e historiador francés del siglo XVII, autor, entre muchas otras obras, del Discurso sobre la historia universal (de 1781).

lógico goza de un indiscutible prestigio, y ello naturalmente se liga a la fuerza de convicción que a ellos le acompaña, los argumentos cuasilógi­ cos se llaman así porque su modelo sigue siendo el razonamiento lógico.

1.2. Contradicción Entre las primeras formas de argumentación cabe considerar aquellas que atañen al discurso propiamente tal y, junto con ello, al uso de los términos. Por de pronto, centrémonos en la contradicción. Ya habíamos sostenido que, desde un punto de vista lógico, la contradicción queda fuera del discurso, mientras, desde un punto de vista retórico, ella tiene su justificación. Así, por ejemplo, si decimos que lo que llamamos “rea­ lidad” depende y no depende del sujeto cognoscente. Como vemos, una afirmación como esta puede ser un argumento filosófico, que perfecta­ mente se ajusta al pensamiento de Kant; y, no obstante contener una palmaria contradicción, atendemos a él y lo tomamos en serio. Es cierto que si inquirimos de nuestro interlocutor que ha planteado tal cosa y le preguntamos qué quiere decir con ello, nos puede responder, aducien­ do, nuevamente con apoyo en Kant, que lo que llamamos “realidad” depende, entre otros, de la aplicación de categorías del sujeto, entre las que se encuentra, por ejemplo, la causalidad; y, claro está, ello muestra su dependencia del sujeto. Pero, agrega nuestro imaginario interlocutor, de esa “realidad” de la que hablamos “algo” tiene que ser dado, a saber, algo que no depende de nosotros, y ello sería la “realidad en sí misma”, la cosa en-sí. Como observamos, a pesar de haber habido contradicción en lo que ha planteado al inicio nuestro interlocutor, esa contradicción, en el curso de la argumentación, se ha relativizado.

1.3. Incompatibilidad A continuación cabe considerar cómo la incompatibilidad suscita una forma de argumentación. El caso probablemente más visible y frecuente es el ultimátum, lo que suele darse en forma reiterada en las relaciones internacionales. Casi siempre que el Estado o el ejército más poderoso plantea un ttltimátum, lo hace con el fin de evitar mayores pérdidas y

además naturalmente en función de acelerar el cumplimiento de sus objetivos. Entonces por lo general el ultimátum consiste en plantear por ejemplo una incompatibilidad entre la posesión de un territorio o de una ciudad por parte del enemigo, y el cese de fuego, debido a lo cual se expresa en definitiva la orden del retiro de esos lugares por parte de la facción adversaria. Así, un ejemplo de William Pitt (en este caso el joven), que fuera primer ministro de Jorge III, el rey inglés, de la dinastía de Hannover, durante cuyo largo reinado tuvo lugar no solamente la Independencia de Estados Unidos sino también las guerras napoleónicas, y que durante amplios periodos cayó en un estado demencial, para terminar finalmente completamente loco. A William Pitt le tocó no solo afrontar la locura de su rey sino las guerras napoleónicas, y es en este contexto que debe entenderse la siguiente cita de alguno de sus discursos, como ejemplo de un argumento de incompatibilidad: / . . . / los calificativos “pronta y honorable” se vuelven entonces incompatibles. En este caso, debemos elegir uno de los términos de la alternativa. Si adoptamos la moción, no podemos tener una paz “pronta y honorable” (Tda, pp. 308-309). Veamos a continuación, y nada más que a modo de ejemplo, cómo se presentan numerosas incompatibilidades en la guerra de Chile contra España de 1866: Por orden de su Majestad Católica Isabel II de España zarpó al Pacífico una escuadra con la pretensión de resolver ciertas cuentas pendientes con Perú, que databan de la época del Virreinato. La escuadra ocupó las Islas Chincha, ricas en yacimientos guaneros, y Chile, solidarizando con Perú, no le vendió carbón de piedra a España para sus naves, privándolas así de combustible. Mas, este gesto noble de solidaridad con el país hermano trajo consigo que Chile pagara los platos rotos. Al mando de la flota española estaba primero el almirante Pinzón, al que le sucedió luego el almirante José Manuel Pareja, que había nacido en Lima en 1813, el mismo año en que murió su padre, el general Pa­ reja, sitiado por Carrera en Chillán. Tal vez todo lo que sigue se debe en buena medida al odio del almirante Pareja a Chile. Justo el 18 de septiembre de 1865, Pareja, en franco afán de provocación, envió una nota al gobierno chileno, que equivalía a un ultimátum, en el que exigía

satisfacción por varios asuntos, que el gobierno de Chile no aceptó, y el Congreso Nacional facultó al presidente José Joaquín Pérez para declarar la guerra contra España, lo que así ocurrió. Tenemos aquí al menos dos incompatibilidades que se han puesto de manifiesto: la que suscita la ocupación española de las Islas Chincha, solidarizando Chile con Perú, y protestando a España por ello; y luego la que suscita el ultimátum a Chile del almirante Pareja, y que fatalmente conducirá al enfrentamiento bélico. Previo a la declaración de guerra de Chile a España, la nota del Ministro del Interior, Alvaro Covarrubias, da clara expresión al argumento de incompatibilidad: U n proceder semejante está revelando el espíritu de la más marcada prevención y hostilidad, el deseo de infligir a todo trance una humi­ llación a un país casi desarmado, sin fuerza marítima, porque ha fiado su defensa a su moderación, rectitud y equidad y ha consagrado todos los esfuerzos de su vida a los trabajos fecundos de la paz... Si llega la emergencia, la República fortalecida por la justicia de su causa, sostenida por el heroísmo de sus hijos, tomando a Dios por juez y al mundo civilizado por testigo de la contienda, defenderá su honra y fueros hasta el último trance y llevará la guerra por todos los caminos que le franquea el derecho de gentes, por extremos y dolorosos que sean (H C H , Tom o II, p. 1261). Entretanto la Esmeralda al mando de Juan Williams Rebolledo, que en ese momento era el único buque en condiciones de combatir, se hizo a la mar y sorprendió a la goleta española Covadonga, frente a Papudo. La Covadonga fue cañoneada hasta rendirse y ser tomada por abordaje. Al tomar noticia de este suceso, y llevado por un sentimiento de honor, el almirante Pareja se suicidó. Asume entonces el capitán de navio Casto Méndez Núñez, a quien le correspondió la deshonrosa misión de bombardear Valparaíso. El día 27 de marzo de 1866 informó al Gobernador del puerto que cuatro días más tarde se procedería al bombardeo, solicitando que se izaran bande­ ras blancas en hospitales, iglesias, y otros, y que la población civil fuera erradicada de las zonas de peligro. Y efectivamente 4 días más tarde, el 31 de marzo de 1866 se procede al insensato bombardeo de Valparaíso, sobre el que cayeron alrededor de 2.600 bombas, destruyendo total o

parcialmente almacenes fiscales, la Bolsa, la Intendencia y la línea del ferrocarril (cfr. H C H , pp. 1251-1272). El insensato y demencial bombardeo de Valparaíso, puerto marti­ llado, pese a todos los intentos de disuasión de diplomáticos ingleses y norteamericanos especialmente, de nuevo ocurrió por supuesto a raíz de la incompatibilidad entre las demandas de satisfacción de la corona española, entre las cuales el punto 7o se refería a “Haber denegado en Lota carbón a la Vencedora ’ (HCH, p. 1260), y la negativa del gobierno chileno a satisfacerlas. Dicho sea de paso, el bombardeo por parte del almirante Méndez Núñez, fue realizado por una de las naves más poderosas que había en aquella época, la fragata blindada Numancia (H C H , p. 1263). O tro ejemplo, esta vez relativo a la guerra contra Irak: al presidente Ricardo Lagos le tocó enfrentar la incompatibilidad con respecto a la po­ sición chilena entre el rechazo a esa guerra y la necesidad de la aprobación de Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Si analizamos cómo lo hizo, diríamos que fue una salida muy inteligente y prudente, ya que si bien no fue expresis verbis un rechazo categórico a la invasión de Irak, ya que llamaba a darse un plazo razonable antes de emprender aquello, sin embargo igual esa posición chilena se entendió como rechazo. Y, visto desde el otro ángulo: como en términos formales no se trató de un rechazo categórico, la consecuencia de ello es que la relación con Estados Unidos no se vio afectada, ni tampoco el Tratado51. También podemos pensar en otro conflicto vinculado con nuestro país: el que se refiere a “mar por gas”, por el lado de Bolivia, mientras que por el lado de Chile ambos asuntos se presentan como simplemente incompatibles, ¿o ha estado enjuego también la alternativa: gas por mar?52. Para Perelman habría incompatibilidades que dependen de decisiones humanas, tanto en su constitución como en la posible salida de ellas; así el ejemplo que recién hemos puesto. Pero hay otras incompatibilidades que radican en la naturaleza misma de las cosas. Distinguiendo entre una y otra forma de incompatibilidad, nos dice nuestro autor: 51

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Cristóbal Bywaters: “El ‘n o’ de Ricardo Lagos a la invasión de Irak en 2003: el proceso de toma de decisiones de política exterior en Chile”, Estudios Internacionales (Santiago, en línea) vol. 46, No. 177, Santiago, Enero 2014. Pascale Bonnefoy:“Gas por mar”, Estudios Internacionales (Santiago, en línea) vol. 45, No. 174, Santiago, Enero 2013.

El jefe de gobierno que pide un voto de confianza, a propósito de un problema concreto, crea una incompatibilidad entre su permanencia en el cargo y el rechazo de la solución que preconiza. / . . . / Los diri­ gentes de un grupo pueden decidir, o hacer constar en un momento dado, que hay incompatibilidad entre la pertenencia a un grupo y a otro grupo, mientras que los dirigentes de este último pueden no caer en la cuenta o afirmar lo contrario. / Desde ciertos puntos de vista es posible decidir la existencia de una incompatibilidad, pero para terceros, que son incapaces de modificar esta decisión, la in­ compatibilidad planteada puede tener un aspecto objetivo, que hay que tener en cuenta, como si se tratara de una ley de la naturaleza. El querer ignorar esta obligación de elegir en la cual uno se encuentra puede llevar a graves equivocaciones, como lo dice perfectamente La Bruyére: / “Es difícil ser neutral entre mujeres que son amigas nuestras por igual, aunque entre ellas hayan roto su amistad por motivos en los que no tenemos nada que ver; con frecuencia, es preciso elegir entre ellas, o perderlas a ambas” (Tda, p. 307-308)53. La reciente cita de La Bruyére nos lleva a su vez a tomar en conside­ ración que una incompatibilidad suele extenderse a terceros. Pensemos nada más que en los diferendos internacionales, como el que tuvo tanta gravitación y dio origen a la “guerra fría”. Desde luego esa suerte de diferendo radical y persistente respecto de los más distintos asuntos, se extendió prácticamente hacia todo el mundo civilizado. Ahora bien, la cuestión es a su vez cómo enfrentar una incompati­ bilidad: Las incompatibilidades obligan a una elección que siempre resulta penosa. Será preciso sacrificar una de las dos reglas, uno de los dos valores —excepto si se renuncia a ambos, lo cual acarrea a menudo nuevas incompatibilidades—, o bien hay que recurrir a técnicas variadas que permiten suprimir las incompatibilidades y que podremos calificar de compromiso, en el sentido más amplio del término, pero que, la mayoría de las veces, acarrean también un sacrificio. Asimismo, la vida nos ofrece numerosos e importantes ejemplos de comportamiento

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Jean de La Bruyére fue un escritor y moralista francés del siglo XVII, autor de Los caracteres o las costumbres del siglo, libro que fue de los más leídos en su época.

orientados esencialmente, no a suprimir una incompatibilidad entre dos reglas o entre una conducta y una regla, sino a evitar que se pueda presentar esta incompatibilidad (Tda, p. 309). Respecto de cómo enfrentar una posible incompatibilidad Perelman distingue entre tres posibles tipos humanos y correspondientes actitudes: el hombre lógico, el práctico y el diplomático. En cuanto al primero, dice nuestro autor: La actitud lógica supone que se consigue clarificar suficientemente las nociones empleadas, precisar lo bastante las reglas admitidas, para que los problemas prácticos puedan resolverse sin dificultad por medio de la simple deducción. Esto implica, además, la eliminación de lo imprevisto, el dominio del futuro, el hacerse solubles técnicamente todos los problemas (Tda, p. 310). Respecto de la segunda actitud, la actitud práctica, Perelman nos dice que aquí se resuelven los problemas a medida que se presentan, que se repiensan las nociones y reglas con arreglo a situaciones reales y decisiones indispensables para la acción, que, a su vez, se trata de no comprometerse más de lo necesario, que se aspira a la libertad de acción que permiten las circunstancias, que hay que adaptarse a lo imprevisto y lo que puede deparar el futuro. En tercer lugar, la actitud diplomática: Por último, la tercera de las actitudes, que calificaremos de diplomática, pensando en la expresión “enfermedad diplomática”, es aquella por la cual —al no desear, al menos en un momento dado y en circunstancias determinadas, oponerse a una regla o resolver, de una forma u otra, el conflicto nacido de la incompatibilidad entre dos reglas que pue­ den aplicarse a una situación particular- se inventan procedimientos para impedir que aparezca la incompatibilidad, o para esperar para un momento más oportuno las decisiones que se va a adoptar (Tda, pp. 310-311). La incompatibilidad y cómo se resuelve tiene que ver a su vez con el derecho de prelación, que se refiere a las prerrogativas que pueden tener especialmente las autoridades, por ejemplo, para ingresar primero a un templo, y es por eso que este derecho ha tenido particularmente mucha vigencia en la época del conflicto entre los poderes del Estado y la Iglesia.

U n ejemplo concreto en cuanto al derecho de prelación lo muestra la Iglesia “San M artín” de la ciudad alemana de Worms, en las orillas del R in, ya que ahí se puede observar que los portales de ingreso y además los tronos que hay dentro son equivalentes para el Papa o cardenal y el rey o príncipe. Perelman nos presenta algunos casos divertidos de incompatibilidad, como el siguiente tomado de Proust: En ciertos casos, ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo, se prefiere convenir que el hijo de Luis XIV, Monseigneur, no recibirá en sus habitaciones a ningún soberano extranjero sino fuera, al aire libre, para que no se diga que al entrar en el castillo uno ha prece­ dido al otro, y el Elector palatino, al recibir al duque de Chevreuse a cenar, finge, para no cederle el paso, estar enfermo y cena con él pero acostado, lo que zanja la dificultad (Tda, p. 311). Y otro de estos ejemplos: En Japón, es una regla recibir a las visitas solo si se está vestido de­ centemente. Si una visita inesperada sorprende al granjero en su tra­ bajo, simulará que no lo ha visto, hasta que no se haya cambiado de ropa, lo cual puede hacerse en la misma habitación en la que espera la visita (Tda, p. 311). Hasta aquí, como observamos, se trata de formalidades que, salta a la vista, conllevan un componente de ficción que se expresa de modo teatral, lo cual las reviste de un aspecto no solo de excentricidad sino de comicidad. Así, continuando con este tipo de ejemplos: si como visitas entramos a un baño en casa de amigos, y vemos a una mujer desnuda, ateniéndose a ciertas reglas de caballerosidad fingimos no haber visto nada. Según Perelman, este modo de salir del empacho de la incompatibilidad se da en el plano de la acción: “La ficción, la mentira, el silencio, sirven para evitar una incompa­ tibilidad en el plano de la acción, para no tener que resolverla en el plano teórico. El hipócrita simula adoptar una regla de conducta conforme con la de los demás con el fin de librarse de tener que justificar una conducta que prefiere y que adopta en realidad. Con frecuencia, se ha dicho que la hipocresía es un homenaje que el vi­ cio rinde a la virtud; sería necesario precisar que la hipocresía es un

homenaje a un valor determinado, el que se sacrifica, al tiempo que se simula seguirlo, porque se rehúsa confrontarlo con otros valores (Tda, pp. 312-313). Pero, desde luego, aunque pueda atenderse a rasgos cómicos de la in­ compatibilidad, está claro que ella no es para echarla en broma. Hay situaciones complejas, dramáticas, que guardan relación con ella; por ejemplo, cuando el testigo de Jehová se niega a la transfusión de sangre, no obstante haber en ello peligro de muerte, y el médico tiene entonces que afrontar la mencionada incompatibilidad entre salvar una vida y la negativa a la transfusión. Digamos que es característico de Perelman el que en sus análisis casi siempre se llega al final a ciertos casos humorísticos, que ya hemos visto, o incluso de humor negro. Así la siguiente salida a la incompatibilidad que expone Perelman, basándose en Locke: Será muy difícil conseguir que los hombres sensatos admitan que aquel que, sin lágrimas en los ojos y con aspecto de satisfacción, entregue a su hermano al verdugo para que lo quemen vivo, está sinceramente y de todo corazón preocupado por salvarlo de las llamas del infierno en el mundo del más allá (Tda, p. 318).

1.4. Autofagia y retorsión Perelman considera a su vez que hay argumentos que en cierto modo llevan en sí mismos su propia incompatibilidad, como los argumentos llamados de autofagia (lo que alude a que se autofagocitan), como el siguiente de Pascal: “Nada fortalece más al pirronismo que el hecho de que existan personas que no son pirronianas. Si todas lo fuesen, estarían equivocadas” (Tda, p. 319). A propósito de Pirrón de Elis, cabe decir que probablemente en toda la historia de la filosofía y -m e atrevería a agregar—de la humanidad, no ha habido un escéptico más extremo que el filósofo griego, por lo demás considerado como fundador del escepticismo. Carpió en Principios de filosofía se refiere a Pirrón en los siguientes términos:

Al escepticismo absoluto o sistemático se lo llama también pirroniano porque fue Pirrón de Elis (entre 360 y 270 a. C. aproximadamente) el que lo formuló. Sí puede decirse que lo haya formulado, porque Pirrón era un escéptico absoluto, es decir, negaba la posibilidad de cualquier conocimiento, fuera lo que fuese; y por lo mismo negaba que pudiera siquiera afirmarse esto, que “el conocimiento es impo­ sible”, puesto que ello implicaría ya cierto conocimiento -e l de que no se sabe nada. Pirrón, por tanto, consecuente con su pensamiento, prefería no hablar, y en última instancia, como recurso final, trataba de limitarse a señalar con el dedo. / Todo esto puede parecer extra­ vagante, y en cierto sentido lo es; pero conviene observar dos cosas. En primer lugar, que Pirrón era hombre íntegro, en el sentido de que tomaba con toda seriedad lo que enseñaba, al revés de tantos personajes cuya conducta nada tiene que ver con sus palabras. A Pi­ rrón hubo que practicarle dos o tres operaciones quirúrgicas, en una época en que no existían los anestésicos; pues bien, Pirrón soportó las intervenciones sin exhalar un solo grito ni emitir una sola queja, ya que gritar hubiese sido lo mismo que decir “me duele”, hubiese sido afirmar algo, cosa que su escepticismo le prohibía (Pf, pp.13-14). Cabe destacar al respecto lo notable del hecho de que la filosofía comience con estas experiencias extremas, en este caso de la duda y el escepticismo conducido, sostenido y soportado no solo en el plano teórico —en el que se pueden decir muchas cosas, que no se ajustan a lo que hacemos—sino en el plano práctico. C on ello observamos cómo ya en el tiempo de Pirrón, entre los siglos IV y III a.C. el logos, la razón, ya se ha afirmado hasta tal punto que es capaz de sostener los más extremos planteamientos, y aparejado con ello, modos de ser, de manera autonómica. La razón se presenta así desafiante, enfrentando a todo lo que es, a los fenómenos del universo, para poner en duda su existencia o que pudiere establecerse alguna supuesta verdad. Si se quiere, en definitiva esto viene a ser lo relevante y, más toda­ vía, lo decisivo: que la razón, el pensamiento, se atrevan a todo, en su búsqueda de la verdad. Pero lo que más importa para nosotros ahora es que hay argumentos de autofagia, y precisamente los destacados de Pirrón lo son, por ejemplo, el no poder siquiera declarar “me duele” o exhalar un grito de dolor,

porque implicaría reconocer una verdad. Y, cabe consignar, hay otros argumentos muy similares: La retorsión, llamada en la Edad Media la redarguitio elenchica, consti­ tuye el uso más célebre de la autofagia; es un argumento que tiende a mostrar que el acto por el cual se ataca una regla es incompatible con el principio que sostiene este ataque (Tda, p. 319). Podríamos decir que hay autofagia y retorsión en la formulación aristo­ télica del principio de no-contradicción. De acuerdo a como Aristóteles lo plantea en el Libro y de su Metafísica, este principio es irrefutable, ya que quien lo contradice tiene que asumirlo, si no quiere a su vez con­ tradecirse a sí mismo respecto de su propia refutación. Lo mismo cabría decir de la negación de la verdad que hace Nietzsche, especialmente en Verdad y mentira en sentido extra-moral. Resulta que ello supone que eso mismo que él está sosteniendo en su negación de la verdad tendría que ser verdadero. También cabe citar a Heidegger criticando el principio de razón suficiente de Leibniz, que establece que todo lo que es y todo lo que sucede debe tener razones siquiera suficientes para que sea como es. De acuerdo con ello, todo el universo del pasado, del presente y del futuro, queda sometido a este principio. Pero que todo tenga un fundamento o razón suficiente, supone, siguiendo a Heidegger, que lo único que carece de ello es el fundamento mismo (SG, pp. 204-205). También en el ámbito ético y existencial se expresa este tipo de argu­ mentos. Hacia finales de El ser y la nada de Sartre leemos que al hombre le cabe una responsabilidad sobre todas las cosas humanas que ocurren, pero de lo único que no sería responsable es de que es responsable. Aquí la responsabilidad se muerde la cola, como antes lo hacía el fundamento o la verdad. Sartre: “Soy responsable de todo, en efecto, salvo de mi res­ ponsabilidad misma, pues no soy el fundamento de mi ser. Todo ocurre como si estuviera constreñido a ser responsable”54. Si bien es cierto que estos argumentos técnicamente corresponden a argumentos de retorsión y autofagia, al mismo tiempo se pueden ver como expresión de círculos hermenéuticos, que son aquellos en los que

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Sartre: El ser y la nada, Barcelona: Altaya, 1993, p. 578. En adelante: ‘Syn\

el pensamiento y el lenguaje entran cuando llegan a las fronteras de lo pensable y decible. Por último, otros ejemplos de Perelman de retorsión y autofagia: se puede criticar la ley francesa que autoriza la anarquía. O como hoy en Alemania, lo que tiene que ver con el problema de la legalización de partidos neonazis, cuando ellos mismos niegan la democracia. Así también, de acuerdo con la obra Sofismas anárquicos de Bentham, publicada en 1840, donde el filósofo critica la constitución francesa, debido a su justificación de posibles insurrecciones: Pero justificarlos es fomentarlos / . . . / Justificar la destrucción ilegal de un gobierno es minar cualquier otro gobierno, sin exceptuar al que precisamente se quiere sustituir por el primero. Los legisladores de Francia imitaban, sin pensarlo, al autor de esta ley bárbara que confería al asesino de un príncipe el derecho a sucederle en el trono (Tda, pp. 320-321). Por otra parte, los argumentos de autofagia y de retorsión también pue­ den ser considerados de autoinclusión. Así, según Perelman, si un lisiado preconiza la eliminación de los impedidos, y también cuando Epicteto le replica a Epicuro, quien propondría el abandono de los hijos, diciendo: “Para mí, me parece que aun cuando tu madre y tu padre hubieran adivi­ nado que dirías cosas semejantes, no te habrían expuesto” (Tda, p. 321). A su vez, el argumento de los positivistas lógicos, que es el siguiente: A los positivistas que aseveran que toda proposición es analítica o de naturaleza experimental, se les preguntará si lo que acaban de decir es una proposición analítica o resultante de la experiencia. Al filósofo que pretende que todo juicio es un juicio de realidad o de valor, se le preguntará cuál es el estatuto de su afirmación (Tda, p. 320).

1.5. Ridículo Es particularmente sugestivo que la argumentación conlleva, por decir­ lo así, una “carga” de ridículo, y más precisamente de ridiculización, a partir de lo cual se explica de que haya específicamente un argumento del ridículo:

Una afirmación es ridicula en cuanto entra en conflicto, sin justifica­ ción alguna, con una opinión admitida. De entrada es ridículo quien peca contra la lógica o se equivoca en el enunciado de los hechos, con la condición de que no se le considere un alienado o un ser al que ningún acto amenazaría con descalificarlo porque no disfruta del más mínimo crédito (Tda, p. 322). Y agrega luego: Parecerá ridículo no solo aquel que se oponga a la lógica o la expe­ riencia, sino también quien enuncie principios cuyas consecuencias imprevistas lo enfrentan con concepciones que son obvias en una sociedad dada, y a las que él mismo no osaría oponerse. La oposición a lo normal, a lo razonable, puede ser considerada un caso particular de oposición a una norma admitida (Tda, p. 323). Y así nos recuerda nuestro autor que Platón en el Libro V de La Repú­ blica prevé la risa que habrán de suscitar algunos de sus planteamientos. Sucede además que muchas afirmaciones, propuestas o planteamientos pueden parecer ridículos en el momento presente que se vive, mas luego en la medida en que aquellos argumentos o proposiciones se prueban y van resistiendo a posibles objeciones, dejan de serlo. A propósito de ello Perelman trae a colación a Ghandi: su propuesta de la no-violencia en su momento pareció precisamente ridicula y absurda, mas luego dejó de serlo, en la medida que se fue corroborando con los hechos de que era un arma efectiva para enfrentar al Imperio Británico, con el propósito de la independencia de la India. Visto de esta forma, el ridículo, podríamos decir, consiste justamente en desarrollar un argumento qu e para los parámetros habituales resulta ridícu­ lo, porque contraviene la lógica, la experiencia, lo normal, o simplemente lo que se estima respecto de lo que se está diciendo. Y, en este sentido, cabe agregar que con el argumento del ridículo se reafirma el sentido perelmaniano de la nueva retórica como teoría de la argumentación, ya que ello le da una considerable independencia a la retórica, al no quedar esta atada a la persuasión y lo que es capaz de persuadir, de acuerdo con lo que se estila como tal. Es más: en términos del argumento del ridículo la retórica tiene un arma que es capaz de darle una estocada al mundo de apariencias y opiniones, al establishment, y demás.

Sin embargo, hay otro sentido del ridículo que hasta cierto punto, podría decirse, actúa en sentido contrario, cual es, que todo argumento conlleva una considerable fuerza en la medida en que suscita temor al ridículo, y ello se pone de manifiesto sobre todo al enfrentar a posibles objetores. En otras palabras, el argumento del ridículo es un arma de doble filo, ya que de un lado actúa defendiendo lo establecido, lo normal, las costumbres vigentes, y del otro lado actúa contraviniéndolas. Es visible que uno de los ámbitos en que este argumento tiene más fuerza y más presencia es en la educación: C on frecuencia se usará como medio de educación el miedo al ri­ dículo y la desconsideración que acarrea; este procedimiento es tan poderoso que incluso los psiquiatras han subrayado el peligro de su uso para el equilibrio del niño, acechado de ansiedad (Tda, p. 322). El ridículo suele aplicarse a lo relativo a las consecuencias a que conduce un argumento: Decir de un autor que sus opiniones son inadmisibles, porque las consecuencias serían ridiculas, es una de las más graves objeciones que se pueden presentar en la argumentación. Así, La Bruyére, en sus diálogos sobre el quietismo, ridiculiza esta doctrina mostrando que sus seguidores deberían oponerse tanto al deber de la caridad como al ejercicio de devociones, consecuencias a las que ningún cristiano podría suscribirse (Tda, p. 323). Y así también la crítica que se le hizo a Bélgica por su declaración de neutralidad en las dos guerras mundiales, la cual no fue respetada en absoluto (Tda, p. 325). De la mano con el ridículo va la ironía en la argumentación. Ejemplar en ello es naturalmente Sócrates, dado que la ironía constituye uno de los pasos de la puesta en práctica de su arte mayéutica. Perelman nos recuerda cómo en las controversias arqueológicas suele haber mucha ironía entre argumentación y contraargumentación de los especialistas, y así sucedió en su momento en tom o a la polémica que circundó a la tiara de Saitafames, extraída de una tumba escita, y que fue comprada por el Museo del Louvre. Pues bien, se descubrió finalmente que se trataba de una falsificación realizada por un orfebre ruso.

Ahora bien, lo que nos puede defender del ridículo, según Perel­ man, es el prestigio. Es por ello que en este contexto cita las siguientes palabras de Isócrates: “El prestigio del jefe se mide por su capacidad de imponer reglas que parezcan ridiculas y obligar a sus subordinados a que las admitan” (Tda, p. 327)55. Sin embargo, esta es una solución que parece discutible. Es cierto que claramente sucede que en los hechos es así, mas esto inevitablemente significa apelar al argumento de la autoridad, como es en función en de­ finitiva del reconocimiento de que esta goza de supuestamente quedar al resguardo del ridículo. En razón de ello, lo que más bien uno esperaría de Perelman es una defensa frente a ese posible abuso del argumento del ridículo. Con todo, el asunto en cuestión no deja de ser altamente complejo, ya que por mucho que tendamos a criticar el argumentum ad verecundiam, el argumento de la autoridad, está claro que actúa y se hace presente. Es más: cabría agregar que taxativamente tiene una justificación, ya que si la sociedad se ordena y organiza de alguna manera, el prestigio jugará siempre un rol, y de lo que se trata entonces es, por una parte, de que ese prestigio sea merecido y, en segundo lugar, que no signifique validar una argumentación tan solo en función de él. Y respecto del prestigio, Perelman lleva a este, por último, al extremo al plantear que se requiere de un prestigio que tendría que ser sobre­ humano para llegar a poner en duda cuestiones de fe, máxime cuando ellas se pueden expresar al modo de Tertuliano, diciendo: credo quia absurdum est, “creo porque es absurdo”.

1.6.Tautología y coincidencia de los opuestos Ingresemos ahora en la tautología como argumento cuasilógico. Recorde­ mos por de pronto que Perelman desarrolla una interesante concepción de la definición, en cuanto que a través de ella se persigue apresar la noción

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Isócrates. Se trata de una de las figuras de mayor relevancia en la historia de la retórica. Es relativamente coetáneo de Sócrates y Platón, de quienes a su vez recibe una gran influencia. En el Diálogo platónico “Fe­ dro” es reconocible un elogio a él. A su vez es constatable una influencia del sofista Gorgias. Fue un maestro de retórica. En 392 a.C. funda una escuela de retórica en la que tiene un máximo de 9 alumnos, los cuales reciben una educación de primer nivel. Fue longevo, pues vivió entre el 436 y 338 a.C. N o alcanzó a enterar el siglo, ya que, al parecer, se declaró en ayuno en protesta por la pérdida de la independencia de Grecia.

precisa de algo, y entonces la definición se presenta como particularmente dinámica, contrastando con otras posibles definiciones. El asunto es la conquista de la noción. Y en particular lo que juega un papel en ello es la asociación que se hace con algunos significados, lo que también da lugar a que haya disociación de esos significados atribuidos a una noción a través de alguna definición en particular. Ello es independiente de que se trate de definiciones normativas o descriptivas, nominales o reales. Para John Stuart Mili, en todo caso se trata de definiciones que serían puramente nominales, e incluso meramente convencionales y arbitrarias. Perelman citando a Mili: Las aserciones relativas a la significación de las palabras, entre las cuales las más importantes son las definiciones, ocupan un lugar, y un lugar indispensable en filosofía. Pero, como la significación de las palabras es esencialmente arbitraria, las aserciones de esta clase no son susceptibles ni de verdad ni de falsedad, y, por consiguiente, ni de prueba ni de refutación (Tda, pp. 329-330). Mas, con razón Perelman le critica esto a Mili, diciendo: Si es exacto que las definiciones son arbitrarias, en el sentido de que no se imponen necesariamente, ¿se debe considerar que sean arbitra­ rias, en un sentido mucho más importante, el cual pretendería que no hay razón para elegir una u otra definición y, por tanto, que no existe ninguna posibilidad para argumentar a su favor? Ahora bien, no solo se encuentra en Mili una serie de razonamientos orientados a hacer que prevalezcan sus definiciones de la causa, la inferencia, la inducción, sino que también se halla en su obra dedicada al utili­ tarismo, una definición de la prueba bastante amplia para aplicarla a razonamientos de esta índole (Tda, p. 330). Incluso, podríamos agregar, de alguna manera Mili estaría haciendo uso con ello de lo que ya hemos definido como argumento de retorsión o autofagia: si Mili declara que todas las definiciones son nominales y arbi­ trarias, entonces esta propia declaración, esta suerte de definición ¿también es arbitraria? Q uien sostiene que todo es relativo, arbitrario, caprichoso, engañoso, confuso, artificioso, y similares, no tiene en cuenta por lo general que se dispara en los pies, puesto que no está considerando que con ello también eso que está diciendo se volvería relativo, etc.

Relacionado con los procedimientos de asociación y disociación de significados en la definición de una noción, Perelman introduce un sentido muy peculiar de tautología, planteando que una vez que se ha hecho una asociación de significados en una noción, quedando ello, en cierto modo, establecido, entonces sucede que aquello se convierte en tautología: Una vez transformada en tautología, la afirmación se integra en un sistema deductivo; puede ser considerada analítica y necesaria, y ya no parece estar vinculada a los azares de una generalización empírica. / La calificación de tautología, aplicada a una proposición, aísla, así, esta del contexto que ha permitido la elaboración de las nociones sobre las cuales versa (Tda, p. 337). Sin embargo —a mi juicio—podemos observar que de poco sirve considerar a ciertas proposiciones como tautológicas, en este sentido, dado que es claramente constatable que prácticamente no hay noción que se mantenga en pie con el paso del tiempo (de acuerdo con el mito, Cronos devora sus propios hijos, y esos “hijos”, habría que agregar, corresponden nada menos que a todas las cosas, sin quedar nada fuera). Pero, con todo, lo que resulta muy decidor es que la tautología tiene cabida también en la retórica, al modo de la “tautología aparente”, por ejemplo, cuando decimos que “un niño es un niño”: Se utiliza entonces una identidad formal entre dos términos que no pueden ser idénticos si el enunciado ha de tener algún interés (Tda, p. 337). En efecto, en el ejemplo anterior “un niño es un niño”, podríamos decir que el primer niño no es igual al segundo. Probablemente el primero es puramente formal, y corresponde a lo que en general entendemos como ‘niño’. Pero el segundo refleja lo que predicamos de un niño: que es frágil, que requiere de cuidado, que no tiene suficiente discernimiento, y otros. Y en la misma línea, si decimos que “una mujer es una mujer”, en verdad se suele querer decir o bien que lo que define a una mujer es que se comporte como tal, o bien, al contrario, que la mujer en lo concreto no actúa de acuerdo a lo que se esperaría de ella. A este respecto, Perelman cita a Vico: “Coridón, desde entonces, es para mí, Coridón”, o Dumarsais: “un padre es siempre un padre”.

Perelman nos hace ver que curiosamente se produce una coinciden­ cia entre decir “un duro es un duro” y “un duro no es un duro” . Sin embargo, me atrevería a decir que hay diferencias de matiz entre una y otra proposición. En “un duro es un duro” se procura recalcar que la antigua moneda española, el duro, es igual un duro, lo que supone que no es poca cosa. En la segunda proposición, en cambio, “un duro no es un duro” se subraya que el duro no es todo lo que esperas de él y que probablemente es bien poca cosa. C on ello observamos que entre los argumentos cuasilógicos se in­ cluye no solo la “tautología aparente”, sino además la “contradicción aparente” . Y esto nos lleva a una cuestión más radical que tiene tanto que ver con la tautología como con la contradicción, y además con la coincidentia oppositorum, en cuanto ellas representan posibilidades de expresar las verdades más radicales. Así ejemplarmente Heráclito que reitera una y otra vez la coincidencia de los opuestos, diciendo, por ejemplo, que el día y la noche son uno. Y a su vez Hegel que sostiene que el ser y la nada son lo mismo.

1.7. Regla de justicia A continuación examinaremos diversos argumentos que están muy rela­ cionados entre sí: la regla de justicia, argumento de la reciprocidad y de simetría. Partamos por la regla de justicia: Para que la regla de justicia constituya el fundamento de una demos­ tración rigurosa los objetos a los cuales se aplica habrían debido ser idénticos, es decir, completamente intercambiables. Pero, de hecho, nunca es este el caso. Estos objetos difieren siempre por algún aspecto, y el gran problema, el que suscita la mayoría de las controversias, reside en decidir si las diferencias advertidas son o no desdeñables o, en otros términos, si los objetos se distinguen por los caracteres considerados esenciales, es decir, los únicos que se deben tener en cuenta en la administración de la justicia (Tda, p. 340). Interesante es aquí reconocer que este tipo de argumento es de carácter retórico, ya que se trata en definitiva de qué es lo que hacemos entrar en la balanza como para decir que “esto equivale a aquello otro”, tiene un

mismo valor, jerarquía, relevancia, que ambos son igualmente desdeña­ bles, que estas dos situaciones son inaceptables, irritantes, perturbadoras, o que, al contrario, vale la pena jugárselas por las dos, son igualmente atractivas, y otros. Veamos a continuación un ejemplo histórico de la regla de justicia, cual es el que concierne al jus bellum, el derecho a la guerra sobre todo desde la perspectiva de quien es considerado el fundador del derecho internacional, Francisco de Vitoria del siglo XVI, aunque en relación con el derecho a la guerra hay pensadores relevantes que tanto le anteceden como le suceden. Vitoria (1483-1546), el jurista que emprende la defensa de los indios de América, justifica la conquista de América por parte de España, pero siempre que se les reconozca ciertos derechos a los indios. El plantea en su obra sobre los indios —De indis— que “el Emperador no es el Señor de todo el globo terráqueo” (Imperator non est dominus totus orbis) y que el Papa no tiene potestad mundanal sobre aquellos bárbaros o sobre aquellos infieles (Papa nullam potestatem temporalem habet in barbaros istos, ñeque in alios infideles)” (cfr. GdW, pp. 129 ss.). En una segunda Lección trata sobre eljus bellum, el derecho a la guerra, en lo que se adelanta en siglos a lo que posteriormente Kant expondrá sobre el particular, y en lo que, antes que Vitoria, Cicerón, Augustín, Tomás de Aquino han hecho sus aportes. El asunto es cuándo una guerra es justa o no. Citando la obra Historia de Occidente de Heinrich August Winkler, nos dice su autor al respecto: N i las diferencias de religión, ni el agrandarse de un Reino, ni la propia fama u otra ventaja de un Príncipe serían razones de una guerra justa (bellum justum) . Solo la injusticia padecida puede constituir una razón de guerra justa (Unica est sola causa justa infirendi bellum, injuria accepta), y precisamente no cualquier injusticia arbitraria, sino una particularmente grave, porque se ha agraviado el principio de una relación equilibrada (juxta mensuram delictí), si una guerra fuera justa, entonces y solo entonces se podría hacer todo lo que fuere permitido para la defensa del bien público (GdW, p. 130 trad. m.). Y agrega Winkler: Incluso el caso de que una guerra pueda ser justa desde el punto de vista de ambos lados (bellum justum ex utraque parte) no lo descartó Vitoria: él se presenta cuando la verdadera justicia se encuentra de

un lado, y el otro lado, en vistas de una ignorancia incorregible, esto es, de buena fe, estima a la vez que su causa es justa. Probablemente este último caso del bellumjustum , de la justa guerra, es el que más frecuentemente tiene lugar, y que es lo que torna el conflicto armado entre dos naciones tanto más difícil. Ambos bandos estiman que están en lo justo. Guerras como la de Vietnam son en buena medida un ejemplo de ello. Es decir, en términos de una posible aplicación del argumento de la regla de justicia, se trata pues de aquilatar del modo más preciso cuándo es justa una guerra, cuándo hay derecho a la guerra, jus bellum, y ello hace necesario hacer entrar en una balanza cuestiones que son disímiles o que de un solo lado plantean una diferencia que se desaviene con otra instancia. Por ejemplo, el afán expansionista de un Estado, como el del Imperio Turco-O tom ano de fines del siglo XIX que se contrapone a Estados como el de Macedonia, Rumania, Serbia, Bulgaria, República de Montenegro, y otras, y que provoca las Guerras Balcánicas. Desde luego, la regla de justicia corresponde, ante todo, relacionarla con la práctica de la justicia: La regla de justicia reconoce el valor argumentativo de lo que uno de entre nosotros ha llamado la justicia formal, según la cual los seres de una misma categoría esencial deben ser tratados de la misma manera. La justicia formal no precisa ni cuándo dos objetos forman parte de una misma categoría esencial, ni cuál es el tratamiento que se les ha de dar. De hecho, en toda situación concreta será indispensable una clasificación previa de los objetos y la exigencia de precedentes en cuanto al modo de tratarlos (Tda, pp. 340-341). Y así el siguiente discurso de Demóstenes es un claro ejemplo de una reiterada aplicación de la regla de justicia, de la cual por lo demás él está haciendo permanentemente uso: ¿O pretenden que el acuerdo, si va contra la ciudad, es justo, mientras que, si tiende a su salvación, no lo consentirán? ¿Acaso es justo que suceda esto? ¿Y si algún punto hay en el juramento que favorezca a nuestros enemigos en contra de nuestra ciudad, eso lo harán valer siempre en firme; en cambio, si algo es a la vez justo y conveniente

para nosotros, pero desfavorable para ellos, pensarán que contra eso están obligados a luchar continuamente sin cesar nunca (Tda, p. 341). Ciertas interrupciones de Manuel Antonio Matta en el parlamento chileno hicieron escuela. Leemos en Encina-Castedo que: “En cierta sesión, don Joaquín Larraín apostrofó a los protestantes diciendo: ‘Allí donde se ven religiones fundadas por sastres y por zapateros’..., a lo que interrumpió Matta: ‘Como otras por carpinteros’...” (HCH, p. 1321). Esto nos muestra que cierto argumento de regla de justicia, por supuesto intencionado, de un lado permite descalificar a una religión (la protestante), pero si se extiende más allá la regla de justicia, o se la completa, aquella descalifica­ ción se anula, y por supuesto valiéndose otra vez del mismo argumento. En lo que sigue trasunta esta característica de Perelman, que ya he­ mos relevado, de llevar cada argumento hasta cierto extremo, en el cual se puede tratar ya de algo relativo a lo absoluto o a Dios, o también de alguna expresión de humor negro, como el siguiente ejemplo de regla de justicia de La hora veinticinco de Virgil Gheorgiu: Estas fracciones de hombres que ya solo son trozos de carne reciben la misma cantidad de comida que los prisioneros en perfecta posesión de su cuerpo. Es una gran injusticia. Propongo que estos prisioneros reciban raciones alimenticias proporcionales a la cantidad de cuerpo que posean todavía (Tda, p. 342). Con todo lo horroroso que es el ejemplo —cómo no imaginarse alguna situación extrema de sobrevivencia (y no necesariamente un campo de concentración) cuando ha ocurrido un accidente o una catástrofe naturaly en estas situaciones hasta se puede llegar a justificar un argumento tal. Por otra parte, cabe añadir que este conducir los argumentos hasta cierto extremo nos ayuda a entender que los argumentos retóricos deben ser considerados en sí mismos con independencia de criterios morales, por mucho que se presenten situaciones extremas como la descrita. Si la “nueva retórica” nos hace tomar conciencia de cómo proyecta­ mos argumentativamente la realidad, en ello resulta clave el argumento de la regla de justicia. A través de este argumento establecemos equiparidades entre distintas situaciones, fenómenos o hechos. Interesante es aquí considerar cómo de un lado la justicia juega un papel decisivo en el ordenamiento de las relaciones humanas y de la organización de la sociedad, y, de otro lado, hay una forma correspondiente de argumentar:

precisamente la de la regla de justicia, y, según veremos más adelante, también lo que tiene que ver con el argumento de reciprocidad, de si­ metría, de comparación, y otros, en cada uno de los cuales se destacan apenas ciertos matices que los distingue de los otros. Por otra parte, hay que tener aquí en cuenta que, por ser la regla de justicia argumento cuasilógico, nos movemos con ella en el ámbito de los modos cómo se ordena, se articula el discurso. Veamos a continuación un ejemplo de Locke, citado por Perelman, de regla de justicia, tomado de su Segundo Tratado del gobierno civil y Una Carta concerniente a la tolerancia: Ningún hombre se queja del mal gobierno de los negocios del ve­ cino. Ningún hombre se irrita contra otro por un error cometido al sembrar su campo o al casar a la hija. Nadie corrige a un pródigo que consume el patrimonio en las tabernas / . . . / Pero, si alguien no frecuenta la Iglesia, si no conforma su conducta exactamente a las ceremonias habituales, o si no lleva a sus hijos para iniciarlos en los misterios sagrados de tal o cual congregación, esto causa un tumulto inmediatamente (Tda, p. 342). Como observamos, se destaca aquí la aplicación de la regla de justicia, por cuanto Locke llama la atención cómo hechos graves que suceden en la cotidianidad no deberían ser considerados indiferentes en comparación con las faltas de no cumplir con alguno de los preceptos de la religión.

1.8. Reciprocidad y simetría Luego cabe considerar los argumentos de reciprocidad y de simetría (muy ligados a la regla de justicia). Los matices de diferencia entre reciprocidad y simetría son tan mínimos que resultan desdeñables, razón por la cual trataremos de ambos unidos en un mismo argumento. Corresponde a un argumento de reciprocidad y simetría cuando, por ejemplo, el publicano Diomedonte, a propósito de los impuestos: “Si para vosotros no es deshonroso venderlos, tampoco lo es para nosotros comprarlos” (Tda, p. 343), y Quintiliano: “Lo que es honorable de aprender, también es honorable de enseñar” (Tda, p. 344).

El llamado a ponerse en el lugar del otro es claramente también un argumento de reciprocidad y simetría. Perelman nos recuerda las siguien­ tes palabras de la Retórica a Herenio: quien ha sido generoso en la opulencia, misericordioso en el poder, estará -parece ser- en el derecho a apelar a la generosidad y a la misericordia, cuando la fortuna le sea desfavorable (Tda, p. 345). Así también es argumento de reciprocidad y simetría cuando Isócrates alaba a los atenienses: “/.../consideraban que debían tener hacia sus in­ feriores la misma consideración que ellos tenían a sus superiores / . . . / ” (Tda, p. 345). Advertimos la enorme relevancia del argumento de reciprocidad y simetría al advertir que preceptos morales fundamentales como la “re­ gla áurea de Cristo” y el imperativo categórico kantiano constituyen aplicaciones de él. Y se trata de reconocer cómo a partir de estos casos particulares de la simetría claramente recién se hace posible la comunidad. Ello naturalmente le da una notable fuerza y relevancia a estos argumentos: Los preceptos de moral humanista, ya se trate de enunciados judeocristianos (“N o hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”) o del imperativo categórico de Kant (“Obra de tal suerte que la máxima de tu voluntad pueda al mismo tiempo valer siempre como principio de una legislación universal”), suponen que ni el individuo ni sus reglas de acción pueden aspirar a una situación privilegiada, que, por el contrario, lo rige un principio de reciprocidad, el cual parece racional, en tanto que cuasilógico (Tda, p. 345). Al mismo tiempo, estos argumentos de reciprocidad y simetría pueden dar lugar a argumentos por los contrarios, como el siguiente de la Retórica de Aristóteles: Si no es justo dejarse llevar por la ira ante quien nos ha hecho mal involuntariamente, aquel que nos hace un favor a la fuerza no tiene derecho a agradecimiento alguno (Tda, p. 349). Así también de Baltasar Gilbert en una obra sobre retórica de 1713, citado por Perelman: ¿Cómo sostener que con una prueba suficiente el juez debe condenar al inocente cuya inocencia conoce personalmente, y que, a falta de

pruebas suficientes, no debe absolver al culpable, pese a tener cono­ cimiento personal del crimen? (Tda, p. 350). En los Cuentos del Conde Lucanor suele haber abundantes ejemplos del argumento de reciprocidad y simetría; en ellos se trata de los consejos que da Patronio a su Señor, el Conde: Señor Conde Lucanor—dijo Patronio—, uno de estos hombres llegó a tal extremo de pobreza que no tenía absolutamente nada que comer. Después de mucho esforzarse para encontrar algo con que alimen­ tarse, no halló sino una escudilla llena de altramuces /o sea arvejas/. Al acordarse de cuán rico había sido y verse ahora hambriento, con una escudilla de altramuces como única comida, pues sabéis que son tan amargos y tienen tan mal sabor, se puso a llorar amargamente; pero, como tenía mucha hambre, empezó a comérselos y, mientras los comía, seguía llorando y las pieles las echaba tras de sí. Estando él con este pesar y con esta pena, notó que a sus espaldas caminaba otro hombre y, al volver la cabeza, vio que el hombre que le seguía estaba comiendo las pieles de los altramuces que él había tirado al suelo. Se trataba del otro hombre de quien os dije que también había sido rico. / Cuando aquello vio el que comía los altramuces, preguntó al otro por qué se comía las pieles que él tiraba. El segundo le contestó que había sido más rico que él, pero ahora era tanta su pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba mucho si encontraba, al menos, pieles de altramuces con que alimentarse. Al oír esto, el que comía los altramuces se tuvo por consolado, pues comprendió que había otros más pobres que él, teniendo menos motivos para desesperarse (CcL, cuento XI). En lo que sigue, un ejemplo de este tipo de argumento, tomado de los Ensayos de Montaigne: “Tan absurdo es llorar porque de aquí a cien años no viviremos, como llorar porque no vivíamos hace cien años” (Tda, p. 350). Y nuevamente el ejemplo extremo de Perelman, que en este caso corresponde ya a lo que viene a ser una caricatura del argumento de reciprocidad y simetría, el cual está tomado del Tristram Shandy de Lawrence Steme:

-¿Pero a quién se le ha ocurrido nunca, gritó Kysarcius, la idea de acostarse con su abuela?—/ —Al joven caballero, respondió Yorick, de quien habla Selden, al cual no solo se le ocurrió la idea, sino que la justificó ante su padre mediante un argumento extraído de la ley del talión: —“Vos, señor”, le dijo el muchacho, “os acostasteis con mi madre; ¿por qué no habría yo de hacer lo propio con la vuestra?” (Tda, p. 351). Y por último un ejemplo también divertido de Marcel Jouhandeau, de su libro Un monde36: Lévy, si hubiera sabido que eras tan rico, no te amo; pero, contigo, y no con Raymond, me habría casado y te habría engañado con él, hasta el día en que, a fuerza de robarte, cuando hubiéramos podido ser felices juntos sin ti te habría abandonado. Pero, todo se ha desarrollado de otro modo; soy su mujer y, aunque fueras más rico aún, ni por oro ni por plata, a mi Raym ond le engañaría contigo (Tda, p. 352).

1.9. Transitividad Al establecer ciertas equivalencias en un argumento, uno de los elementos de esa equivalencia permite la asociación con un tercero, originándose con ello un nuevo argumento. Lo que define la argumentación es precisa­ mente este tránsito de un argumento a otro, y una de las maneras en que esto se expresa, al modo de justicia, reciprocidad y simetría, corresponde al argumento de transitividad: La transitividad es una propiedad formal de ciertas relaciones que permite pasar de la afirmación de que existe la misma relación entre los términos a y b y entre los términos b y c, a la conclusión de que también existe entre a y c: las relaciones de igualdad, superioridad, inclusión, ascendencia, son relaciones transitivas. / La transitividad de una relación autoriza demostraciones en forma, pero cuando la transitividad es cuestionable o cuando su afirmación exige modifi­ caciones, precisiones, el argumento de transitividad es de estructura 56

Marcel Jouhandeau: Un monde, obra de 1950. Jouhandeau es un escritor francés originario de Guéret, Creuse, que viviera entre 1888 y 1979.

cuasilógica. Así es como la máxima “los amigos de tus amigos son mis amigos” se presenta como la afirmación de que la amistad es, para quien proclama esta máxima, una relación transitiva. Si se ponen objeciones —basadas en la observación o en un análisis de la noción de amistad—, el defensor de la máxima siempre podrá replicar que así como concibe la amistad verdadera, que los amigos de verdad deben comportarse conforme a esta máxima (Tda, p. 353). La transitividad nos sirve para arrojar luz sobre los argumentos que aquí examinamos, ya que en un sentido ella es perfectamente formal y lógica, cuando se trata de una relación de igualdad, por ejemplo entre números algebraicos, como decir “a” o “b ”, y si estas letras representan cualesquiera cosas, personas, o lo que fuere, admitiendo tácitamente con ello de que esas entidades se dejan representar por una letra, entonces ocurre que la transitividad simplemente se despliega en términos lógicos, sin ninguna dificultad. Mas, si cuestionamos de antemano que alguien pudiere estar representado como “a”, “x” o por un número determinado, como decir alguien es el “924”, entonces no puede desarrollarse la transitividad, al menos en términos estrictamente lógicos. Por otro lado, sucede además que en principio se puede estipular que ciertos fenómenos serían esencialmente de índole transitiva, como el citado ejemplo de la amistad. Podemos decir que “los amigos de tus amigos son mis amigos”, que “los enemigos de tus amigos son mis ene­ migos”, que “los amigos de mis enemigos son mis enemigos”, etc., y, sin embargo, por cierto sucede que atendiendo a situaciones particulares no siempre puede darse esto. Ya cuando decimos que “los amigos de tus amigos son mis amigos”, bien sabemos que esto no siempre es así, y entonces es un argumento cuasilógico. Ello se debe naturalmente a que con ello entramos en una dimensión cualitativa, incluyendo toda la infinita riqueza de lo individual, lo singular, lo único e irrepetible. Está claro que los argumentos de transitividad pueden ser lógicos o cuasilógicos. Las relaciones de igualdad o de superioridad son suscepti­ bles de transitividad, mas ello se cumple en términos lógicos sobre todo cuando de trata de una relación cuantitativa. Por ejemplo, la superioridad: podemos decir que si a es más grande que b y b es más grande que c, por lo tanto a es más grande que c. Y así también, cabe agregar en el plano deportivo, todo campeonato, según nos hace saber Perelman, se basa en

argumentos de transitividad: este ganó a ese, y a su vez le ganó a aquel, por lo tanto está en condiciones de pasar a octavos o cuartos de final, y así en lo que sigue en el campeonato, hasta llegar a la final. El problema, naturalmente, es cuando entran elementos cualitativos a tallar. Supongamos en una relación de superioridad, y más encima po­ niendo un ejemplo concreto, a lo que cabe aducir que por de pronto el reconocimiento de una superioridad (máxime si es en un sentido moral, intelectual o espiritual), resulta cuestionable, y, por lo demás aunque aceptáramos que a es superior a b y b lo es a c, no necesariamente a será superior a c. En muchas facetas lo humano se deja cuantificar: si fulano es más bajo que sutano, y sutano más bajo que merengano, entonces fulano es más bajo que merengano. Si uno coge el número de atención en la farmacia, en ese contexto en cierto modo uno acepta “ser” ese número, y entonces tendrá que someterse a la secuencia de que quienes están representados por números anteriores serán atendidos primero. En todo ello hay transitividad y opera. Perelman presenta un sorites chino de Tá Hio, que corresponde a un extraordinario argumento de transitividad: Los antiguos que querían desempeñar con inteligencia el papel del educador en todo el país, ordenaban primero su principado; al querer ordenar el principado, regulaban primero su vida familiar; al querer regular la vida familiar, cultivaban primero su persona; al desear cul­ tivar su persona, rectificaban primero su corazón; al querer rectificar el corazón, buscaban la sinceridad en sus pensamientos; al buscar la sinceridad en los pensamientos, se dedicaban a la ciencia perfecta; esta ciencia perfecta consiste en adquirir el sentido de las realidades (Tda, p. 358).

1.10. Inclusión Analicemos ahora ciertos argumentos a los que nuestra racionalidad normalmente recurre: la inclusión de la parte en el todo y la división del todo en sus partes. A estos propongo llamarlos de un modo más simple argumentos de inclusión y de división. En cuanto al argumento

de inclusión, los ejemplos hablan por sí mismos, así como según Locke: “Nada de lo que no está permitido por la ley a toda la Iglesia, puede, por algún derecho eclesiástico, ser legal para ninguno de sus miembros” (Tda, p. 358). Como vemos, en este argumento se da por supuesto que las partes no solo pertenecen a un todo, sino que también obtienen desde ahí su legitimidad. Isócrates: / . . . / los que educan a los hombres corrientes, solo les ayudan a ellos; en cambio, si alguien exhortase la virtud a quienes dominan a la masa, ayudaría a ambos, a los que tienen el poder y a sus súbditos / . . . (Tda, p. 359). Argumento por lo demás clave de la propia escuela de oratoria en Atenas que él fundó el año 392 a.C. y que constituye su fundamento. También Aristóteles al plantear que la justicia es la virtud completa, porque en ella no se trata únicamente de una relación de uno consigo mismo, como sería el caso de la valentía, por ejemplo, sino de una re­ lación con los otros. Del mismo modo es argumento de inclusión esta concepción de la realidad, de Henri Poincaré: “Lo que llamamos la realidad objetiva es, en el fondo, lo que es común a varios seres pensantes, y podría ser común a todos / . . . / ” (Tda, p. 360). Pero también sería argumento de inclusión, cuando cuestionamos la transición de la parte al todo, como M erlau-Ponty al criticar el empi­ rismo, en tanto: “el sistema menos capacitado para agotar la experiencia revelada, mientras que la reflexión comprende su verdad subordinada poniéndola en su sitio” (Tda, p. 360). Por otra parte, destaca Perelman que en general es propio del hombre sabio desarrollar argumentos de inclusión por arrancar del supuesto de partes que se incluyen en un todo determinado, y, como decíamos más arriba, obtienen de él su legitimidad. Mas, agrega con razón que el argu­ mento de inclusión - y podemos suponer que también el de división- se apoya especialmente en el lugar de la cantidad. A continuación tengamos en cuenta una aplicación en la economía, y por lo demás lamentablemente muy determinante, ya que tiene que ver con el llamado “costo social”. Se desarrollan argumentos de inclusión en la economía cuando se tienen en cuenta ante todo las cifras macro-

económicas, y en aras de ello se sacrifican las partes. En este caso, como penosamente expresa el dicho “se corta el hilo donde es más delgado” . Veamos cómo se hace presente el argumento de la inclusión en el siguiente pasaje del Tratado de las virtudes de Jankélévitch57: La economía no opera según la sucesión, como la diplomacia según la coexistencia, y cómo esta determinaba el sacrificio de la parte al todo, el interés local al interés total, así, por sus adecuaciones temporales, aquella determina el sacrificio del presente al futuro y del instante fugaz a la más larga duración posible. ¿Puedes querer de verdad que el placer de un segundo comprometa los intereses superiores de toda una vida? (Tda, p. 362). Como podemos observar, se trata a la vez, en el pasaje recién citado, de una aplicación no solo a la economía, sino también al tiempo, y más precisamente a la temporalidad (la cual, de acuerdo con Heidegger, co­ rresponde al modo como temporalizamos el tiempo). En lo dicho por el autor citado se trata de cómo la economía sacrifica el presente al futuro. Cabe agregar aquí que este sacrificio del instante, del presente, de la situación actual en que me encuentro, al futuro, que nos representamos a través de alguna meta u objetivo, es muy propio de la actitud racional, según nos lo muestra Karl Jaspers en su Psicología de las concepciones de mundo. Leemos allí: Cuanto más racionalmente se realiza la autoconformación del hombre, tanto más crece la inclinación de hacer de cada vivenciar instantáneo, cada realidad determinada temporalmente, un medio para otra cosa, para algo futuro o con respecto a un todo. Vivimos reflexivamente con frecuencia más en el pasado o en el futuro; intentamos esquivar el presente”58. Pero si la actitud racional incide tan decididamente en la construcción del mundo y de la realidad, y precisamente a través de la argumentación,

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Vladimir Jankélévitch, filósofo y musicólogo francés, de ascendencia rusa, que nace en Bourges en 1903 y muere en París en 1985. Fue Profesor en La Sorbona desde 1951 y es también autor de Henri Bergson (1931), El no-sé-qué y el casi nada (1957 y 1980), De la música al silencio (1974-1979) y La paradoja moral (1981). El Tratado de las virtudes es de 1949. Jaspers: Psychologie der Weltanschauungen, München: Piper, 1985, p. 108. En lo sucesivo ‘PdW’. Las tra­ ducciones son en general mías. /Ed. cast.: Psicología de las concepciones del mundo, trad. de Mariano Marín, Madrid: Gredos, 1967.

se entiende que se desate una contracorriente que va en la dirección opuesta de rescatar el instante y el presente. Jaspers: Contra las actitudes reflexivas surgen así actitudes oposicionalmente matizadas ante la realidad del instante (el presente concreto ante el valor propio de cada momento, ante la realidad inmediata). A partir de la conciencia de un todo, que es de lo que se trata, surge la pro­ blemática del curso temporal, en el que la vida del alma está cons­ treñida. Porque el alma siempre existe en el tiempo, es ella siempre fragmentaria y finita. Mas, parece que ella pudiera, en la conciencia y vivencia de la infinitud del instante, crecer más allá del tiempo. En todo caso, precisamente la vida temporal que siempre, en cuanto momento actual, está ahí solo de una forma real, se hace problemática para la autorreflexión en la oposición de existencia objetiva temporal e intención a eternidad e intemporalidad (PdW, pp. 108-109). Y en una línea similar a lo que atañe en general al carpe diem (en sentido literal, “toma el día”, y que podemos interpretar en el sentido de coger el instante) nuevamente Jankélévitch, citado por Perelman: “El aconte­ cimiento voluptuoso, por su eficacia misma, encubre un elemento irra­ cional y quoditativo que no es posible determinar con todos los buenos motivos de la razón” (Tda, p. 362).

1.11. División U no de los argumentos que más incide en la organización del mundo es el de la división de partes (en adelante lo llamamos simplemente ‘argumento de división’). Ello tiene que ver con la taxonomía. De alguna manera siem­ pre está enjuego la división de un todo, de algún universo en sus partes, y entonces la cuestión es qué entra en la división, en la clasificación que se hace, y qué no. Por ejemplo, pensando en el derrotero de la historia, si las mujeres tienen derecho a voto o no, o como se da actualmente: si el matrimonio supone también la posibilidad del matrimonio gay o no, ¿qué países más podrían ingresar a la U nión Europea?, etc. Cabe tener en cuenta ante todo que el argumento de división es retórico, y en particular de índole cuasilógica. Como sea que divida un conjunto, por ejemplo, de quiénes tendrían derecho a voto, a la herencia, a

la jubilación, a becas de estudios de posgrado, quiénes tienen la obligación de pagar impuestos, de cumplir con los sacramentos de una religión, de asistir a un enfermo, quiénes son los “presidenciables”, o lo que fuere, en cualquier caso siempre la clasificación que se haga -q u e supone estipular quiénes quedan dentro y quiénes fuera de la clasificación—es arbitraria. Y la verdad es que esto no tiene remedio. Está claro que en la ciencia, y probablemente tan solo en las así lla­ madas “ciencias duras” las clasificaciones pueden y deben ser exhaustivas, mas en lo que atañe a lo que Pascal llama el esprit de fmesse , y todo lo que cae bajo su alero, como las humanidades, no es así ni puede serlo. Por otro lado, los argumentos de inclusión y de división se requieren mutuamente y depende nada más que de la perspectiva que adoptamos para que sea de un tipo o de otro. Por ejemplo, respecto de una herencia de un lado podemos observarla en cuanto a cómo se divide, y de otro lado en cuanto a quiénes están incluidos en ella. Lo mismo respecto del programa de salud “Plan Auge”: se trata de determinar cuáles enferme­ dades son cubiertas por el Plan, y cuáles no lo son. Así también la Retórica de Aristóteles: Todos los hombres cometen injusticia por tres motivos (por esto, por esto o por esto), y, como por dos razones era imposible que se hubiera cometido el delito, hasta los adversarios no dudan que ha sido por la tercera (Tda, p. 363). También Quintiliano, al sostener que hay tres clases de Estado, “según que esté sometido al poder del pueblo, de algunos hombres, de uno solo” (Tda, p. 364). Nuestro autor sostiene a su vez lo siguiente: “Si alguien busca los móviles de un crimen y se pregunta si el asesino ha actuado por celos, odio o codicia” (Tda, p. 365).

1.12. Complementariedad Particularmente sugerente es este argumento que nos muestra que los contrarios se potencian entre sí (lo que, por otra parte, corresponde a la cuestión crucial del pensamiento heraclíteo). De este modo, podría considerarse la complementariedad (o también llamada “negación com­

plementaria”) en el caso de Max Scheler, que plantea que los contrarios de lo valórico y lo disvalórico se potencian mutuamente. Así nos muestra en su Etica no solo que la justicia no tiene sentido, a no ser sobre la base de la injusticia, el bien respecto del mal, y viceversa, sino, además, que en la medida que uno falta, por ejemplo, habiendo injusticia en una co­ munidad determinada, tanto más fuerza cobra su contrario: la justicia59. Es más: en cierto modo los valores viven de esa complementariedad. En razón de ello, corresponde distinguir entre el argumento de com­ plementariedad y la coincidentia oppsitorum: a diferencia de la coincidencia de los opuestos, la complementariedad pone de relieve cómo un valor, una acción, un fenómeno, u otro, vive, se potencia, se acrecienta a partir de su contrario complementario. Lo anterior es constatable en los hechos: por ejemplo, en los países en los que la pobreza es un fenómeno muy reducido se tiende a olvidar el significado de la riqueza, ya que a esta se la da por descontado. Pero apenas la pobreza comienza a ser algo significativo, entonces se hace no­ tar la diferencia entre pobreza y riqueza, lo que se traduce en reclamos, manifestaciones y una acción política de demandas sociales. Lo mismo puede decirse de lo que trae consigo vivir mucho tiempo en un estado de paz asegurado. La consecuencia de ello es que tendemos a no aquilatar lo que eso significa y acabamos olvidando el fantasma de la guerra. Ello quiere decir, siguiendo el pensamiento de la índole dialéctica de los valores, propuesto por Scheler, que los valores necesitan de esa fricción con lo contrario, con el anti-valor o dis-valor, con el fin de mantenerse vivos. Más aún, los valores requieren del dis-valor, de su presencia actual o, al menos, potencial, para mantener su vigencia: así el bien tiene sentido en la medida que hay el mal, y lo mismo la justicia respecto de la injusticia. C on Scheler se subraya la consideración propiamente dialéctica de la negación; ella es constitutiva del fenómeno (correspondiendo ello, a la vez, a la impronta del pensamiento dialéctico hegeliano). El disvalor, el antivalor, mantiene vivo al valor, no menos que la policía se mantie­

59

Scheler, Max: Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik (Elformalismo en la ética y la ética material de los valores), Edit. Francke, Berna, 1966, pp. 311 ss. / Ed. cast.: Scheler: Ética, trad. de Hilario Rodríguez, Madrid: Revista de Occidente, 1941.

ne viva con la delincuencia, y si no hay delincuencia el aparato policial tiende a decaer, a dormir el sueño de los justos. En los procesos cósmicos reconocemos lo mismo: el carnívoro vive del herbívoro y este último en definitiva vive a la vez del primero, ya que el carnívoro contribuye a su selección natural, sin la cual las distintas especies de herbívoros morirían; similar complementariedad encontramos entre el fuego y el aire, entre la vida de los individuos y la muerte que permite la conservación de las especies. Como vemos, este pensamiento pone en conexión procesos cósmicos con procesos del mundo espiritual, como es lo que corresponde a los valores y lo ético. En el terreno político la complementariedad alimenta al mismo tiempo movimientos sociales y políticos que por lo general tienen más fuerza con sus reclamos bajo la opresión de regímenes autoritarios que en democracia. Por último, respecto de la complementariedad, es ejemplar San Pa­ blo, “Epístola a los romanos”, 7, 7-14, en lo que trasunta la idea de una felix culpa: ¿Qué diremos entonces? ¿Que la Ley es pecado? ¡No, por Dios! Pero yo no conocí el pecado sino por la Ley. Pues no conocería la codicia si la Ley no dijera: “N o codiciarás”. Mas, con ocasión del precepto, obró en mí el pecado toda concupiscencia, porque sin la Ley el pecado está muerto. Y yo viví algún tiempo sin ley, pero sobreviniendo el precepto, revivió el pecado y yo quedé muerto y hallé que el precepto que era para vida, fue para muerte. Pues el pecado, con ocasión del precepto, me sedujo y por él me mató”60. Ricoeur, que además cita expresamente el pasaje de la felix culpa (Fyc, p. 398) plantea en el contexto de su pensamiento en torno a la “maldi­ ción de la ley” un problema de máxima relevancia y agudeza, a saber, que la estrategia inveterada de enfrentar el mal a través de la norma, la ley, la sanción y el castigo, no hace sino aumentar, sobredimensionar el mal. Pensemos antes que en leyes, en normas de comportamiento, en atención a las cuales, lo que antes simplemente fluía “más allá del bien y del mal”, comienza a estipularse como pernicioso, vale decir, en algún

60

Sagrada Biblia, trad. de Eloíno Nácar y Alberto Colunga, Madrid: BAC, 1956, Romanos, 7, 7.12.

momento el mal simplemente se creó con el interdicto, la prohibición, el tabú (Fyc, p. 397).

1.13. Dilema 1 .1 3 .1 .

El Diccionario de la Real Academia Española define ‘dilema’ en los si­ guientes términos: “Argumento formado de dos proposiciones contrarias disyuntivamente, con tal artificio, que negada o concedida cualquiera de las dos, queda demostrado lo que se intenta probar”61. De este modo se define más bien lo que se conoce como reductio ad absurdum del cual ya en la Lógica aristotélica se hace uso para probar cierto tipo de silogismos, particularmente los que concluyen en una proposición particular negativa. En nuestro análisis nos apegamos, en cambio, a un sentido más cercano a la cotidianidad, que sería el siguiente: estamos de cara a un posible argumento del dilema cuando confrontamos dos situaciones, que se expresan en respectivas proposiciones o argumentos, los cuales serían igualmente insatisfactorios o igualmente satisfactorios, estando a la vez forzados a elegir entre ambos. Nuestro tratadista define el dilema de la siguiente manera: / .../ forma de argumento en el cual se examinan dos hipótesis para concluir que, cualquiera que sea la elegida, se llega a una opinión, una conducta, de igual alcance, y esto por una de las razones siguientes: o bien conducen cada una a un mismo resultado, o bien llevan a dos resultados de valor idéntico (generalmente dos acontecimientos temidos), o bien acarrean, en cada caso, una incompatibilidad con una regla a la cual se estaba ligado (Tda, p. 366). Así le acontece a Arthur Schopenhauer, cuando recién está saliendo de la pubertad. Su padre Heinrich Floris quería para su hijo que siguiera sus pasos en la carrera empresarial. Por su parte, Arthur, a la altura de 1802, con apenas 14 años, ya ha leído a Voltaire y Rousseau, y a estas lecturas se suman otras de varios literatos europeos. A través de esta experiencia Ar-

61

Diccionario de la RAE, Vigesimoprimera edición, Madrid, 1992.

thur comienza a descubrir que su camino no es el comercio o la empresa. Y como se atreve a manifestarle esto a su padre, este lo pone de golpe ante la gran encrucijada, el dilema, que marcará de una vez y para siempre el rumbo de su vida: o la vida del neg-otium o del otium, de la carrera hacia el éxito empresarial, o literatura y filosofía (todavía no está del todo claro si será precisamente la filosofía). Y como se da a su vez la ocasión de un viaje por Europa que los padres Heinrich Floris y Johanna se proponen realizar, un viaje netamente cultural, consistente en visitar varios de los relevantes hitos de la cultura europea, el padre traduce la necesidad de decisión por parte de su hijo en algo más duro todavía: hacer el viaje y después la carrera empresarial, o no hacer el viaje y optar de inmediato por lo que llamaría­ mos las humanidades, lo que se traducía en ese momento en concreto en continuar su formación en un Gymnasium, el Liceo, que en la tradición alemana conduce posteriormente a la universidad. Atendiendo a la escasa edad de Arthur, que por entonces tenía, es perfectamente comprensible que haya optado por el viaje, si bien en secreto su decisión iba macerándose con vientos favorables hacia la filosofía. Curiosamente será Johanna, con la que a futuro él tuvo una relación tremendamente conflictiva e incluso de quiebre, quien liberará a Arthur de la pesada carga de la exigencia paterna62. A continuación un dilema de Pascal, en tom o a la creencia en la venida del Mesías (si acaso los judíos reconocen a Cristo como aquél): ¿Qué podían hacer los judíos, sus enemigos? Si lo reciben, demues­ tran su autenticidad con su recibimiento, pues que los depositarios de la espera del Mesías lo reciben; si lo rechazan, lo demuestran con su rechazo (Tda, p. 367). Sugestivo argumento que muestra cómo con Cristo los judíos se encon­ traban justamente ante un inquietante dilema. N o podía aceptarse así simplemente que finalmente el Mesías hubiera llegado, cuando en verdad se está en una espera tan amplia que probablemente lo que se justifica y, podríamos agregar, lo que mantiene vivo a Dios, es precisamente esa espera. El dilema nos concierne muy directamente en nuestra cotidianidad. Frecuentemente lo tenemos que enfrentar. Por ejemplo para una familia que paga un arriendo caro por la casa en que vive, enfrenta justamente 62

Safranski, Rúdiger: Schopenhauer, Frankfurt en el Maino: Fischer, 2006, pp. 63 ss. En adelante: ‘Sch’.

el dilema que consiste en persistir en ese gasto excesivo o comprar una casa. Pero, de un lado, continuar con el gasto del arriendo se hace cada vez más insostenible y comprar una casa implica contraer un crédito bancario usurero, que implica pagar casi el doble por el valor de la casa. Al tener el dilema una cercanía con la cotidianidad y, en definitiva, con nuestra dimensión existencial, conlleva él una índole particular­ mente dramática. Podría decirse que ya el traducir un argumento de división en un dilema constituye de por sí algo por lo general gravoso, y más que eso, dramático, puesto que implica llevar todo un conjunto de posibilidades, que en principio podrían entrar en una clasificación, a la alternativa entre dos: Puesto que el argumento por división supone que el conjunto de las partes reconstituye el todo, que las situaciones analizadas agotan el campo de lo posible, cuando las partes o las posibilidades se limitan a dos, el argumento se presenta como una aplicación del tercio ex­ cluido. Se emplea esta forma de la división cuando, en un debate, se reducen las soluciones a dos: la del adversario y la que defiende uno mismo. Tras haber ridiculizado la tesis del adversario -la cual, a veces, se crea con todas las piezas necesarias para la causa—, uno se vale de la que se propone como la única posible (Tda, p. 370). También podríamos decir en este caso que esta forma de argumentar, de traducir cuestiones complejas de muchas alternativas a un dilema, es muy abundante. En tantas situaciones, se podría agregar al respecto que ello tiene su intrínseca justificación, dado que nuestra racionalidad necesita comprimir, sintetizar y hasta, a veces, simplificar. Tanto en la elección final que se haga respecto del tipo de energía en que se invertirá para salir de la crisis energética que vive el país, como respecto de cambiar la Constitución Política del Estado, heredada de la dictadura, por una nueva y si esta tiene su génesis en el Parlamento o en una Asamblea Nacional Constituyente, las múltiples posibilidades que están en juego se redu­ cen al final a solo dos, como lo muestra en especial el último ejemplo. Entramos así en la camisa de fuerza del dilema, si elegir esto o lo otro, en lo que ambas alternativas se perciben como igual de buenas o malas. Tengamos aquí en cuenta además que nuestro lema patrio es un dilema: “Por la razón o la fuerza”, o como este otro que es de O ’Higgins: “O morir con honor o vivir sin gloria”.

ÍA3.2.

La primera forma de concebir el dilema, vale decir, aquella que es cer­ cana a la reducción al absurdo, y que destacábamos más arriba, tiene por cierto también validez. Los siguientes ejemplos de Pascal y La Bruyére así lo enseñan: /.../ todas las veces que una proposición es inconcebible, es preciso dejar en suspenso el juicio y no negarla por esta señal, sino examinar su contraria, y, si se la encuentra manifiestamente falsa, se puede afirmar sin duda alguna la primera, por muy incomprensible que sea (Tda, p. 371). La Bruyére: “La imposibilidad en la que me encuentro de demostrar que Dios no existe me muestra su existencia” (Tda, p. 371). Argumento este sagaz y atractivo, por cuanto nos enseña, de modo próximo a la teología negativa, que Dios no se deja atrapar por nada humano, incluyendo ello a la razón, y por lo tanto, el no poder demostrarlo, demuestra indirec­ tamente que estamos ante lo descomunal, lo sublime, lo precisamente divino63. Mas, la forma de dilema, cercano a la reducción al absurdo que más goza de presencia en la cotidianidad se da no tanto en el sentido estricto de la reductio ad absurdum -a saber, enfrentando dos alternativas, al de­ mostrar lo insostenible que es una de ellas, se prueba la contraria como mejor o preferible—sino en un giro particular, cual es presentando al auditorio de modo disimulado una de las alternativas como deleznable, inconveniente, inapropiada. Una técnica algo diferente consiste en exponer una tesis como portadora de la respuesta al problema, al ser arrojadas, en bloque, a lo indeterminado todas las demás hipótesis. Solo la tesis desarrollada goza de la presencia. A veces, después de haberla expuesto, el orador se dirige a los oyentes, para preguntarles si tienen una solución mejor que ofrecer (Tda, p. 370).

63

A Dionisio Areopagita del siglo IV de la era cristiana se le reconoce como fundador de la teología negativa. Se trata en ella de una vía negativa, una vía de negación de toda representación que tengamos de Dios, dado que es nada más que humana y limitada, de tal modo que, a fin de cuentas, Dios se nos presenta como nada y abismo.

Así Schopenhauer en su Dialéctica enstica, llama a lo siguiente una argucia (Kunstgriff): Para obligar al adversario a que admita una proposición, es preciso añadir la contraria y dejar al adversario que elija; formularemos la contraria de forma bastante cruda para que, al no querer ser paradó­ jico, el interlocutor acepte nuestra proposición, la cual con relación a la otra, parece muy plausible. Por ejemplo, para que afirme que se debe hacer todo lo que ordena el padre, le preguntam os: “¿Hay que obedecer o desobedecer a los padres en todo?” (Tda, pp. 370-371). El caso de dilemas que suponen descalificación de la alternativa contraria correspondería, por ejemplo, a los tan polémicos discursos de George Bush o de Tony Blair en tom o a la justificación de la guerra contra Irak, en los que la alternativa de no ir a la guerra se solía estimar como signo de debilidad, impotencia y hasta cobardía. Así también hay dilemas que dan expresión a lo que expresa el tí­ tulo de una de las obras de Eugen Fink: Todo o nada, es decir, se trata de dilemas en los que abiertamente se menosprecia la alternativa, que representaría la parte contraria. Podríamos decir que esto es de la mayor relevancia, ya que cuando se trata de llegar a la acción, tomando una decisión, en cierto modo siempre se llega a un dilema, en el cual no necesariamente conspiran dos alternativas, sino una, que es la que se habrá de elegir, y todas las demás, pero que se presentan en bloque, como si fueran una sola, son desechadas. En este sentido, sucede con la acción, y sobre todo cuando se trata de decisiones que nos parecen trascendentales, que, llegada la hora de la decisión final, esta se presenta como lo que dice el título de la obra de Fink: todo o nada. (Conspira en ello a la vez el argumento, que examinaremos a continuación —el argumentum ad ignorantiam, puesto que consciente o inconscientemente ignoramos los alcances estrictos, complejos y completos de las alternativas desechadas.)

1.14. Argumentum ad ignorantiam Í.Í4A .

Refirámonos ahora a la posibilidad de recurrir a un argumentum ad igno­ rantiam respecto de la alternativa desechada (que, como veíamos, se daba en el caso de algunos dilemas). Ello tiene lugar sobre todo cuando se desconoce, en lo sustancial, el contenido o el trasfondo de las alternativas en discusión, aunque concierna esto solo a una de ellas. Perelman nos hace ver que suele ser la urgencia de tomar una decisión y de actuar la que cumple aquí un papel que, por cierto, deja mucho que desear. En efecto, la decisión y la consiguiente acción conllevan por lo general una premura que no permite la sopesada consideración de distintas alternativas que están en juego respecto de cualesquiera asuntos. Ello tiene que ver en el fondo con nuestra esencial finitud. En este contexto, es reveladora la sentencia de Goethe: “El hombre actúa sin conciencia”, la cual, inter­ pretada por Karl Jaspers, guarda relación con la imposibilidad, que nos es consustancial, de conocer la totalidad de las consecuencias de una acción, como la totalidad de sus motivaciones (PdW, p. 53-54). Es patente que todos estos aspectos filosóficos, que cabe vincular con el argumento de la ignorancia, y que destaca en particular Jaspers, se presentan de modo ejemplar en la tragedia griega. Tengamos presente a Edipo Rey , y cómo está íntegramente determinado por la ignorancia, como que en él se hace valer particularmente la esencial finitud existencial humana: ignora que ha asesinado a su padre y ha desposado a su madre. Con Yocasta, su esposa, vienen entonces unos años felices. Tienen va­ rios hijos. Pero de pronto adviene la peste. Y entonces hay una nueva profecía del oráculo. Esta vez dice que para acabar con la peste que asóla Tebas el asesino de Laio tiene que ser descubierto. En razón de ello el propio Edipo da inicio a una investigación al respecto. Y así aparece en Tebas, el adivino Tiresias, el cual supuestamente sabe la verdad. Pero al presentarse ante Edipo se resiste a comunicar la verdad y únicamente ante la insistencia y la presión del rey comunica finalmente la verdad terrible. En su pensamiento sobre lo trágico, Jaspers interpreta estos pasajes de Edipo. Por una parte tiene presente el pensamiento de Nietzsche, especialmente el de su texto sobre Verdad y mentira en sentido extramoral,

donde el pensador de Sils María plantea no solo la tesis de que no hay verdad, sino que la verdad nos puede hacer sucumbir64. En este sentido, podríamos decir, cada cual tiene algo de Edipo, y no estoy hablando aquí en sentido freudiano, en cuanto que estuviéra­ mos determinados por el tan controvertido complejo de Edipo, sino en el sentido de que la verdad última y definitiva de lo que somos, y más encima de lo que vendrá, probablemente no la queremos saber. Ello nos permite dimensionar el espesor filosófico del argumentum ad ignorantiam, que probablemente está de fondo determinando nuestro actuar, y por supuesto sin tomar conciencia de ello. Pero, y esto lo toma también Jaspers en su pensamiento sobre lo trágico, se trata de “sufrir para comprender”, que corresponde a la frase que encontramos en el Agamenón de Esquilo. Es decir, al mismo tiem­ po, lo que está enjuego en el sentido de lo trágico, es precisamente el comprender y la verdad, la verdad que se desoculta, que sale a luz. N o sabemos quiénes somos ni qué somos, de dónde provenimos. A lo mejor tu padre no es tu padre, tu madre no es tu madre, o incluso tu hijo no es tu hijo. Tal vez, en ciertos casos, no sabemos tampoco que tu mejor amigo es tu enemigo y que conspira contra ti. Es más, tampoco sabes de ti mismo, significativamente te desconoces y no sabes cómo podrías actuar bajo ciertas circunstancias extremas. Sobre todo en las relaciones humanas hay, como diría Nietzsche, un velo de Maya, un manto de apariencia que todo lo cubre.

ÍA4.2.

Mas, ciertamente, por otro lado, en el argumentum ad ignorantiam puede haber también algo deliberado y, en definitiva, manipulación. Probable­ mente hay intereses previos que instan a que se decida algo determinado, y ello induce a que la alternativa contraria sea desechada (pensando en algún dilema que haga uso del argumentum ad ignorantiam), así como, por ejemplo, sin duda sucedió al aprobar financiamientos adicionales

64

Jaspers, Karl: Über das Tragische (Sobre lo trágico),München: Piper, 1990. En lo fundamental este opúsculo está basado enVon derWahrheit (De la verdad).

del “Plan Transantiago”, que corresponden a un apoyo económico a empresas privadas. Cabe destacar, siguiendo nuevamente la Psicología de las concepciones de mundo, que el argumentum ad ignorantiam caracteriza especialmente la actitud activa, que representa una de las actitudes (.Einstellungen) genera­ doras de cierta concepción de mundo, especialmente la que es de carácter sensoroespacial. Para el sujeto activo el objeto, la cosa, el fenómeno está ahí para ser transformado, frente a lo cual ejerce resistencia; gran parte del empeño de la actitud activa consiste precisamente en superar esa re­ sistencia del objeto que sea el caso. Y como ese despliegue requiere de ágiles decisiones inmediatas, algunas alternativas de acción suelen no ser consideradas o suficientemente atendidas. Para Jaspers, por lo mismo, la actitud activa conlleva un elemento irracional que justamente la sentencia de Goethe refleja muy bien. Con la actitud activa se da además que ella hace separaciones, desde el momento en que tiene que elegir entre esto o aquello. En cuanto tal, está particularmente ligada a la responsabilidad, mientras que la actitud contemplativa, una de cuyas formas es la actitud estética, es todo lo con­ trario; es integradora, y por ello también queda ligada (curiosamente) a la falta de responsabilidad: El hombre activo elige entre posibilidades. Para él hay un esto-o lo otro. Colocado siempre en situaciones finitas, para el hombre no es todo igual, no es posible la totalidad. Las últimas razones y motivos de esta elección quedan en la penumbra, por muchas razones que se puedan allegar ulteriormente para algo en particular, en tanto ellas conducen a la infinitud de lo vivo. Este elegir es el opuesto absoluto al comportamiento contemplativo, en particular al estético, de acuer­ do con el cual lo uno no excluye lo otro, las posibilidades pueden ser sucesivamente recorridas. En tanto así está la responsabilidad del elegir del activo frente a la falta de responsabilidad del contemplativo (PdW, p. 54). Visto desde esta perspectiva, al hombre activo lo caracteriza el cargar con las responsabilidades y aunque ello signifique al mismo tiempo que se ha tenido que tomar decisiones, asumiendo la ignorancia que hay respecto de algunas alternativas enjuego. Al hombre contemplativo, en cambio, le es propia la integración, incluso, cabe agregar, la contemplación de la

totalidad; mas ello suele desembocar en inacción, y por eso se explica la falta de responsabilidad asociada a ella. Si bien lo dimensionamos, sobre todo al asociar el argumentum ad ignorantiam con la actitud activa, el mencionado argumento se muestra como directriz en lo que se refiere a la proyección del mundo, a la or­ ganización del Estado y la sociedad. De este modo observamos cómo hay una irracionalidad inerradicable en las decisiones que se toman y las acciones que se emprenden en la historia. Se genera una guerra, como la guerra franco-prusiana en 1870 con la transformación que hiciera Bismarck a un despacho (el “despacho de Ems”) del emperador alemán al emperador francés Napoleón III. El emperador francés no alcanza a considerar a cabalidad todas las alternativas que están enjuego y declara la guerra como respuesta a esa misiva adulterada que ha recibido, lo que en muy corto plazo, después de la Batalla de Sedán, lo llevará a su caída y finalmente a la muerte en el exilio londinense (ChD, p. 596, GdW, pp. 806-809). Así también, se construyen centrales nucleares con un enorme sa­ crificio económico y humano, para después desmantelarlas, como lo ha comenzado a hacer Alemania en el último decenio. Mas, el argumentum ad ignorantiam es de tal peso que bien puede suceder que en ciertos casos particulares se supere cierta consustancial ignorancia relativa a alternativas de acción en juego, pero en lo más esencial, digamos con Jaspers que, debido a la finitud existencial humana, “actuamos sin conciencia” (y así, antes que en Jaspers, sería también con apoyo en Goethe).

1.15. C om paración 1.15.1.

El argumento de comparación es crucial desde el momento que siempre están enjuego precisamente comparaciones entre fenómenos, situaciones, acontecimientos, y cosas en general. Y por supuesto las cosas son enal­ tecidas o rebajadas en la medida en que entran en una comparación con algo determinado. Evidentemente si un escritor m enor o que recién se está iniciando es comparado con Dostoievski, ello lo enaltece; y viceversa,

empequeñece a Dostoievski compararlo con un escritor menor. Ello nos muestra que tras las comparaciones hay intencionalidad y objetivos que se persiguen, y si se ignoraran los alcances que puede tener una compa­ ración, sería esto un signo de ingenuidad. Veamos cómo el joven Arthur Schopenhauer, cuando recién tenía unos 15 años, compara en su “Diario de vida” a los condenados de las galeras con el condenado a muerte, para inclinarse en este argumento por preferir la suerte de los últimos. Arthur fue invitado por su padre Heinrich Floris y su madre Johanna a emprender un viaje cultural por Europa. Después de haber estado unos meses en Inglaterra, en 1804 recorren Francia y entonces visitan Bordeaux. Leemos en el “Diario de vida” lo siguiente: El sino de estos infelices lo estimo mucho más horroroso que el de los condenados a muerte. Las galeras, que vi desde afuera, parecen el lugar de estadía más sucio y asqueroso, que pudiera pensarse. Las galeras no navegan más a altamar: son naves viejas condenadas. El sitio de los condenados es el banco, al cual están atados. Su alimento es nada más que agua y pan: y no comprendo cómo ellos, sin un alimento más potente y consumidos por la pena, con el arduo trabajo, no sucumben antes: porque durante su esclavitud son tratados como animales de carga (Sch, p. 80). Por otra parte, varios de los argumentos que hemos examinado ante­ riormente, como los de regla de justicia, simetría, reciprocidad, remiten todos al argumento de comparación. Perelman plantea que la idea de medida subyace al argumento de comparación. Así, el siguiente ejemplo de Cicerón: “El delito es el mismo: o robar al Estado, o malgastar el dinero en contra del interés público” (Tda, p. 375). En Santo Tomás está enjuego la comparación en la clasificación de grados de perfección, de acuerdo al movimiento, y en que la máxima perfección está en la inmovilidad, en el reposo; tengamos presente que Dios no necesita moverse —lo que remite a su vez a la concepción aris­ totélica de Dios como m otor inmóvil. Perelman con apoyo en Gilson: Los seres inferiores, en efecto, son incapaces de alcanzar una completa perfección, pero consiguen cierto grado mediocre de excelencia por medio de algunos movimientos. Los que son superiores a ellos pue­

den adquirir una completa perfección por medio de un gran número de movimientos. Superiores todavía a los precedentes son los seres que alcanzan su completa perfección por un reducido número de movimientos, de los cuales el más alto grado pertenece a los que la poseen sin realizar movimiento alguno para adquirirla (Tda, p. 376). Tengamos en consideración que en razón de que el público realiza argumentos de comparación, ello puede no solo enaltecer a alguien, porque se lo está comparando con alguien de mayor prestigio, sino que incluso a partir de esa comparación puede darse un cambio favorable y definitivo para el que ha sido beneficiado con la comparación. Este es el caso del filósofo Fichte en cuanto a lo que atañe a su relación con Kant y la comparación que hizo el mundo académico alemán de la época entre uno y otro. Según nos cuenta W ilhelm Weischedel en su obra La escalera trasera de lafilosofía65, se trata de que, entre muchas peripecias que se dieron en la vida de Johann Gottlieb Fichte, la obtención de un puesto como instructor de los hijos de una familia en Varsovia le permite ganar alguna suma de dinero, tras lo cual decide partir a Kónigsberg a conocer al más connotado filósofo del momento: Immanuel Kant. Este recibe al joven admirador con muchas reservas. Fichte, a la espera de una segunda entrevista, escribe entonces, a lo largo de apenas un mes, un texto que titula Ensayo de una crítica a toda revelación, que posteriormente se lo presenta al maestro. Sucede entonces, para bien de Fichte, que Kant encuentra este escrito extraordinario y se lo presenta a su editor para que lo publique. Esto se lleva a cabo, mas el editor decide hacerlo publicar como anónimo. El escrito se vuelve muy exitoso y todo el mundo cree que es de Kant. Incluso El diario general de literatura deJena, una importante revista de ese tiempo, escribe en sus páginas: “Cada cual que haya leído tan solo los escritos menores, a través de los cuales el filósofo ha obtenido méritos inmortales de la humanidad, sabrá reconocer de inmediato al autor de esta obra” . Cuando después resulta que se sabe que no es Kant sino Fichte el autor, este salta a la fama y pasa a ser reconocido y admirado por el pú­ blico de la época.

65

Cfr. Weischedel, Wilhelm: Die philosophische Hintertreppe, München: dtv, 2003. / Ed. Cast.: Los filósofos entre bambalinas, México: FCE, 1972, cap. sobre Fichte.

Sobre la base de lo que hemos dicho sucede, en palabras de Perelman, que: “La comparación entre Dios y los hombres actúa en provecho del término inferior y en detrimento del término superior” (Tda, p. 377). Y tomando en cuenta esto, pone un ejemplo del contraste entre distintas formas de amor según Plotino, Eneadas, VI: /El alma/ purificada de las impurezas de este mundo y preparada para regresar con su padre, está llena de gozo. Para quienes ignoren este estado, los cuales imaginan según los amores de aquí abajo lo que debe ser el encuentro con el ser más amado, los objetos que queremos aquí son mortales y caducos; solo amamos fantasmas inestables, y no los amamos realmente; no son el bien que buscamos (Tda, p. 378). Y en una línea similar de comparaciones con Dios y lo divino, Bossuet: /.../los soberanos piadosos quieren que toda su gloria se desvanezca en presencia de la de Dios, y lejos de ofenderse porque disminuya su poder con esta idea, saben que nunca se los honra tanto como cuando se los rebaja comparándolos con Dios (Tda, p. 378).

ÍA5.2.

Pero así como hacemos uso del argumento de comparación de modo muy frecuente, cabe considerar además que está enjuego la posibilidad de lo incomparable —y ello da lugar a su vez a un tipo de argumento. El propio argumento de comparación suele conducirnos a lo incomparable, a lo que no admite ninguna comparación- lo que tiene que ver, por ejemplo, con lo divino. Diríamos que con ello el argumento de compa­ ración encuentra también su límite, dado que se rompe aquí con la serie de lo que sería precisamente comparable. El ejemplo es nuevamente de Plotino, Eneadas VI, en la cual al referirse a Dios, dice: “Por tanto, ale­ jemos de él todas las cosas, no digamos siquiera que las cosas dependen de él y que él es libre; /.../ no debe tener absolutamente relación alguna con nada / . . . / ” (Tda, p. 378). Al considerar a Dios como lo absolutamente incomparable, lo que no resiste comparación con nada, advertimos en ello la presencia de ingredientes teológico-negativos. Escuchemos a Dionisio Areopagita al referirse a Dios:

Subiendo aun más, decimos que él no es alma, ni capacidad pensante, ni representación, ni hay en él opinar, decir o pensar/.../” . “Que él no es número, orden, grandeza, pequeñez, igualdad, desigualdad, similitud, disimilitud; que él no está quieto, no puede ser movido, no está en reposo, que no tiene poder, no es poder, y tampoco luz, que él no vive, no es vida, que él no es ser, no es eternidad, no es tiempo. Que no hay una aprehensión intelectual de él, que él no es ciencia, no es verdad, no es poder, no es sabiduría66. Mas, ocurre que la remisión y elevación a lo incomparable no se da tan solo en lo que se refiere a Dios, sino que se vincula con experiencias mucho más cercanas. Así en lo que atañe al amor. Los sentimientos de amor rehúsan toda comparación: Por esta razón, cualquier amor, en la medida en que resulta de una comparación que desemboca en la elección del mejor objeto hacia el que pueda dirigirse, será sospechoso y poco apreciado. Hay senti­ mientos que excluyen toda elección, por muy halagüeña que pudiera ser (Tda, p. 382). Sobre la base del modo cómo Jaspers ha pensado el amor, consideremos tan solo los siguientes dos aspectos: que amamos al individuo y en él lo infinito; es más, solo el amor reconoce al individuo en cuanto tal. En distintas otras actividades del ser humano el individuo puede ser solo caso, medio y hasta ejemplo, pero entonces no se lo considera, no se lo ve en cuanto tal, en su individualidad única e irrepetible: Lo amado es siempre individuo. El individuo es otra expresión para lo absolutamente concreto. La categoría lógica del individuo se realiza solo en el movimiento del amor. Por lo demás siempre indiferen­ te, el individuo es tal únicamente para el amante, y para todos los otros solo particularidad, como un individuo entre muchos. Para el cognoscente es caso, para el que actúa medio, para el historiador es algo vinculado con lo valórico y construido, para el lógico sin-fin y por ello inaprensible. El individuo empírico es la infinitud, que jamás puede ser agotada por el observador. El individuo del amor es

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Dionisio Areopagita, en: Mittelalter. Geshichte der Philosophie in Text und Darstellung (Medioevo. Historia de la filosofía en texto y exposición), Ed. por Rüdiger Bubner, Stuttgart: Reclam, 1982, p. 161, tr.m.

una infinitud asumida, que en cuanto tal nunca llega a ser objeto del observador o del cognoscente (PdW, p. 124). Pues bien, siendo así y dado este alcance universal del amor, que guarda relación con un modo de ser, de relacionarse con personas y cosas, ocurre que lo incomparable se asoma en todo, y más particularmente en relación con aquellas cosas, fenómenos o sucesos que son los que más nos importan. Así tu país, tu casa, tu perro, el libro que estás leyendo, cierta obra de arte que posees o que tú mismo has creado, tu taller, tu piano, tu viola, y, más aún, tu entorno, las montañas que están al lado de tu casa y que te gusta escalar, todo ello sin duda está traspasado por lo incomparable, adoptando a la vez el carácter de lo único, irremplazable e irrepetible. Perelman agrega a propósito de esto cómo el racionalismo, como contrapartida (y así es también nuevamente en Jaspers) nos incita más bien a la abstracción, a lo universal y genérico, descuidando que hay singularidades absolutamente únicas que suelen ser las que más quere­ mos y también las que más nos pueden afectar si están de alguna forma amenazadas en su ser. Si no fuera así, que el nexo amoroso que tenemos con cosas y personas las vuelve incomparables, no se entendería cómo ni por qué Heidegger a la altura del año 1930 rechaza el llamado que le hiciera la Universidad de Berlín a ocupar la principal cátedra filosófica de Alemania, la cátedra de Hegel y Schelling. Apenas Heidegger ha recibido el llamado de Berlín se lo comunica epistolarmente a su amigo Jaspers en los siguientes términos entusiastas y divertidos: “Ayer por la tarde recibí telegráficamente desde el cielo azul un llamado de Berlín” (BW, 29.3.1930). El mismo día Jaspers le escribe a su amigo felicitándolo por ese llama­ do, del cual se ha enterado por la prensa (parece que las cartas se cruzaron): Recién leía en el diario que Ud. ha recibido un llamado a Berlin. Lo felicito de corazón. Sobre Ud. ha caído no solamente el más grande honor que le puede ser otorgado a un filósofo universitario, sino que además pasa a ocupar el puesto más visible y experimentará y elaborará con ello nuevos impulsos hasta ahora no conocidos en su filosofar. N o hay mejor oportunidad. Pero luego viene lo que tiene que haber sido muy impresionante para todo el mundo académico alemán de la época: Heidegger, después de menos de dos meses, rechaza la cátedra más apetecida de Alemania, lo

cual se lo comunica a su amigo de Heidelberg en una carta que dice así: “ ¡Querido Jaspers! / Novedades no tengo para comunicarle y decirle so­ lamente lo que ya le he confiado, a partir de los sentimientos de amistad. Hace algunos días he rechazado el llamado de Berlín” (BW, 17.5.1930). Más adelante, primero en un oscuro Diario de provincia en 1934, apa­ recerá el bello y conmovedor escrito ¿Por qué permanecemos en la provincia? que culmina con un rechazo rotundo (diciendo “irrevocablemente no”) al “llamado” que le hiciera la Universidad de Berlín, y se trata en este caso del rechazo a lo que fue incluso un segundo llamado que le hiciera aquella universidad. En ese texto, con el fin de exponer los motivos de “permanecer en la provincia”, y tras describir su habitat en la cabaña de Todtnauberg, dice: “Este es mi mundo de trabajo visto con los ojos mirones del huésped o del veraneante. Yo mismo nunca miro realmente el paisaje. Siento su transformación continua, de día y de noche, en el gran ir y venir de las estaciones. La pesadez de la montaña y la dureza de la roca primitiva, el contenido crecer de los abetos, la gala luminosa y sencilla de los prados florecientes, el murmullo del arroyo de la montaña en la vasta noche del otoño, la austera sencillez de los llanos totalmente recubiertos de nieve, todo esto se apiña y se agolpa y vibra allá arriba a través de la existencia diaria67. Y luego esa misma impresión sobrecogedora de la naturaleza en su in­ vitación a filosofar: “Cuando en la profunda noche del invierno una ronca tormenta de nieve brama sacudiéndose en torno del albergue y oscurece y oculta todo, entonces es la hora propicia de la filosofía. Su preguntar debe entonces tornarse sencillo y esencial. La elaboración de cada pen­ samiento no puede ser sino ardua y severa. El esfuerzo por acuñar las palabras se parece a la resistencia de los enhiestos abetos contra la tormenta.

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Heidegger: ¿Por qué permanecemos en la provincia?, en: Publicaciones especiales del Departamento de Filosofía de la Universidad de Chile, “D e la experiencia del pensar, y otros escritos”, trad. de Jorge Rodríguez; aparecido originalmente en Revista Eco, N o. 35,1963, Bogotá. / http://www.heideggeriana.com.ar/

Pienso que el ejemplo de Heidegger habla por sí solo y nos muestra con insuperable claridad los límites del argumento de comparación. Simple­ mente lo que más queremos, con lo que nos identificamos, aquello en lo que hemos echado raíces, lo que más apreciamos, no resiste comparación alguna, y por ello mismo no es intercambiable ni transable. Y en ello, como en el ejemplo de Heidegger, hay que destacar cómo los lugares en que habitamos conllevan esta marca de lo incomparable: un bosque, una pradera, unos cerros, una orilla de mar, un río o un lago, todo ello lo internalizamos, lo asimilamos y, en cierto modo, nos lo apropiamos de tal modo que se hace uno con nosotros y vamos con ello doquiera que vayamos por el mundo. Y así como el testimonio de Heidegger, hay tantos relatos, por ejemplo, de algún recóndito lugar, como Tierra del Fuego, de personas que pasaron allí su infancia y tal vez su juventud, y ello queda como marca imborrable, convirtiéndose posteriormente en cuento, poema, pintura, sonata o película.

1.15.3.

A su vez cabe agregar tres peculiaridades de la comparación que destaca Perelman, y podemos observar de qué manera la tercera de ellas permite reconocer cómo la comparación suele estar aliada con la posibilidad de lo incomparable. 1. La comparación es más efectiva cuando se dice primero lo mayor, superior, u otro, de algo, y no cuando se parte por lo menor. Ello tiene que ver con el así llamado “efecto primacy”, que ya hemos analizado. Se trata del efecto de lo que se dice o se presenta primero, dado que ello tiende más a ser acogido y aceptado por el auditor o espectador. 2. Hay una forma de comparación por la pérdida, como cuando a William Pitt, el ministro de Jorge III de Inglaterra, le preguntaban acerca de qué se habría ganado con la guerra, respondía: “todo lo que hubiéramos perdido sin ella” (Tda, p. 380). Y a su vez agrega Perelman que: “El propio Pitt critica a sus adversarios que, para calcular los inconvenientes de la guerra, describen de modo

entusiasta la prosperidad que se ha desvanecido con ella, y que, en su momento, parecían apreciar poco” (Tda, p. 380). Asimismo se da esta comparación por pérdida cuando se compara el tiempo presente con alguna edad de oro anterior, como tam­ bién cuando se hace alguna promesa de felicidad o prosperidad futura, o incluso cuando se habla de la inconveniencia de cambiar el estado actual de las cosas. 3. Hay también una comparación por superlativo, como en Q uintiliano: “Golpeaste a tu madre. ¿Qué más puedo decir? Golpeaste a tu madre” (Tda, p. 381). Aquí huelga cualquier comparación. Es como el non plus ultra. Estos juicios son muy efectivos y obs­ tan a que se pueda prescindir de ser específicos: “La acusación de haber cometido ‘el acto más infame’ se apoyará generalmente menos con pruebas que la de haber ‘hecho mal’” (Tda, p. 381). Según Perelman, lo efectivos que son estos juicios se muestra en que la publicidad hace abundante uso de ellos: se hace alusión a la mejor de las pastas dentales, lavadoras, neumáticos, baterías, celulares, televisores, o lo que fuere, pretendiendo que ello no admite comparación alguna. Vistos ambos argumentos de esta forma —el de comparación y de lo incomparable—podemos reconocer en ellos el alcance y la omnipresencia de que gozan en la cotidianidad y la historia. Cuando comparamos lo que alguien ha hecho, supongamos faltar a la palabra, con Tartufo (el perso­ naje de Moliere), es evidente que de esta forma estamos argumentando, y probablemente de un modo muy efectivo. Lo mismo si alguien en un foro internacional compara alguna de nuestras universidades públicas con el grupo de las 100 universidades mejor evaluadas del mundo. Desde luego en un caso sucede que con la comparación rebajamos, descalifi­ camos, denostamos algo, y en el otro caso lo enaltecemos, apreciamos, destacamos. Al precisar que en uno y otro caso se está argumentando, lo que cabe reconocer es que se está persiguiendo la adhesión de alguien en particular o de algún auditorio.

1.16. Sacrificio A través del argumento de sacrificio se muestra, y probablemente de manera ejemplar, que el hombre está determinado por un modo de ser

argumentativo. Prácticamente en todo momento estamos argumentan­ do respecto de qué hacer, qué dejar de hacer, qué decisiones tomar, y demás. Mas, si bien lo analizamos, esto sucede no solo de un modo explícito sino también implícito, en cuanto hay argumentos de largo aliento en los que nos encontramos, sin la necesidad de que tengamos necesariamente que tomar conciencia de ello. El argumento de sacrificio es de esta especialidad. El se manifiesta en nuestro actuar en relación con todo lo que estamos dispuestos a sacrificar por algo en particular, por lo que perseguimos, en función de los objetivos y metas que nos hemos trazado. Por ejemplo, el estudiante universitario de cualquier disciplina podemos suponer que de por sí está determinado por el argumento de sacrificio, y este se muestra precisamente en gran parte de las cosas que hace —el estudio de ciertas materias, el tiempo que le dedica a ellas—y por cierto también sus padres que financian sus estudios, tal vez además su pareja, que prescinde de muchas distracciones por acompañarlo. Todo este conjunto de situaciones y hechos suponen que se está en uno o más argumentos de sacrificio -e n este caso, como veíamos recién, tanto el estudiante, sus padres, como su pareja. Y ciertamente que tal vez tan solo en un principio este argumento de sacrificio ha sido explícitamente formulado, pero luego la mayor parte de las decisiones que se toman y las acciones subsecuentes pasan a ser simplemente parte del argumento, sin que se esté más actualmente consciente de ello. Desde luego salta a la vista que en el argumento de sacrificio impera la subjetividad. Podría compararse esto con el alcance que tiene lo que es ‘máxima’ en Kant. Nos podemos dar a nosotros máximas de distinta índole, muchas de las cuales expresan precisamente argumentos de sacri­ ficio. Por ejemplo, hacer gimnasia todos los días durante una hora antes del amanecer. Como la máxima en general y la señalada en particular no es universalizable, no podemos pretender que todo el mundo deba hacer lo mismo. De este modo, si analizamos esto, constataremos que nuestro diario vivir se organiza significativamente en tom o a estas máxi­ mas ligadas al sacrificio. A propósito de sacrificio, Perelman nos recuerda que Sartre plan­ tea la inquietud de que no podemos saber si es uno o el mundo el que pone los obstáculos. En efecto, cabe decir que nuestras auto exigencias, nuestros desafíos son tales que de pronto sucede simplemente que por lo general los obstáculos nos los ponemos nosotros mismos, lo que implica

naturalmente que el autosacrificio es también parte de esa autodetermi­ nación. Aunque esto no puede obstar a que seamos ciegos respecto de los obstáculos que vienen del mundo, como un río que se desborda y que amenaza con arrastrar tu casa, depende de ti considerar eso como obstáculo. Para Sartre se trata siempre de la afirmación de la libertad de elegir y aunque ello suponga una “condena” . Calvino dice que los protestantes, a diferencia de los católicos, están más dispuestos íntegramente a sacrificar todo por su fe, incluso a costa de la vida: Pero, dado que ellos /los católicos/ se burlan de la incertidumbre de aquella /la doctrina protestante/, si tuvieran que sellar la suya / su fe/ con su propia sangre y a costa de su vida, se podría ver cuánto la estiman. Nuestra confianza es muy distinta, la cual ni teme los horrores de la muerte, ni el juicio de Dios (Tda, p. 385). Cabe resaltar que de todos modos “no temer el juicio de Dios” parece sacrilegio. A continuación un argumento de sacrificio de Pascal: “Solo creo las historias cuyos testigos se hicieran degollar”. Y lo mismo cabe decir de revolucionarios, comunistas o fascistas, y particularmente hoy, de lo relativo al terrorismo musulmán, en especial lo que atañe a los “hombres suicida” u “hombres bomba”, considerando esto con independencia de una apreciación ética al respecto. En la misma línea, las 11.000 vírgenes que acompañan a Santa Ursula se supone que se sacrifican por ella, si bien es una matanza a manos de los hunos en que la principal es justamente esta santa británica. Este hecho atroz sucedió en Colonia en el siglo IV de la era cristiana. Recién a la altura del siglo XII se vinieron a encontrar las osamentas (de todos modos, la cantidad de estas ha sido recientemente puesta en duda). Sin duda es­ tamos aquí ante uno de aquellos sucesos increíbles de la antigüedad que simplemente provoca estupor. Hay que atender a su vez a las estrategias a seguir en aras de criticar o poner en tela de juicio el argumento de sacrificio. Esta estrategia se despliega teniendo en consideración el valor de aquello por lo que se realiza el sacrificio. Emblemático es ciertamente Cristo como figura sacrificial; en palabras de Bossuet: “Y, en efecto, cristianos, Jesucristo, que es la verdad misma, no por ello ama menos la verdad que su propio

cuerpo; al contrario, para sellar con su sangre la verdad de su palabra quiso sacrificar su propio cuerpo” (Tda, p. 386). Sin embargo en lo relativo al valor del sacrificio emprendido por los griegos por Helena, ya desde la antigua Grecia en adelante ha habido controversia. Isócrates, y por cierto Gorgias, glorifican ese sacrificio; en cambio Fenelón lo critica68: “Nada se ha probado con rigor, no hay nin­ guna verdad de moral en todo eso; solo juzga el valor de las cosas según las pasiones de los hombres” (Tda, p. 386). También Plotino desarrolla argumentos de sacrificio: En relación al alma dice: Ella no cambiaría nada por él /el Prim ero/, aunque le prometieran todo el cielo, porque sabe perfectamente que no hay nada mejor ni preferible a él /.../ Todo lo que antes le causaba placer (dignidades, poder, riqueza, belleza, ciencia), todo lo desprecia y lo dice; pero ¿lo diría si no hubiera encontrado bienes mejores? (Tda, p. 387). Por otra parte, es patente que el argumento de sacrificio es el que se estima como el más elevado del ser humano. Las más grandes hazañas y logros en la ciencia, la técnica, la religión, el arte, y cómo no, también en la guerra, las Revoluciones, las luchas por la Independencia de los países, se llevan a cabo regidos por él. A su vez, el ascetismo se basa íntegramente en él, lo mismo las religiones y sus prácticas —entre ellas, la castidad. El argumento del sacrificio se da también entre los aztecas que elegían a uno de ellos en particular que debía tener el honor de ser inmolado y emprender el viaje de ultratumba con una misión para su pueblo. Apoyándose en Simone Weil, Perelman dirige su atención hacia motivaciones psicológicas tras el sacrificio. Amor y odio se conjugan aquí. Weil: /.../ sufrimientos demasiado grandes con relación a los impulsos del corazón pueden empujar a una y otra actitud: o rehusamos violen­ tamente aquello por lo que hemos dado demasiado, o nos aferramos a ello con una especie de desesperación (Tda, p. 388).

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Fenelón, teólogo y escritor francés, de nombre Francois Salignac de la Mothe, y que se apodara como Fenelón por haber nacido en 1651 en el castillo del mismo nombre. Muere en 1715. La obra tal vez más leída ha sido La educación de las niñas.

Y Perelman trae a colación esta humorística anécdota: “Por la in­ tensidad del pesar se aprecia el valor de la cosa perdida” . Así como en Odier: “El moribundo imagina su propio funeral y calcula su valor por la intensidad de los lamentos que provoca su muerte” . (Tda, p. 390)69. Mas, es fundamental atender en este contexto al hecho de que el sacrificio suele ser inútil. Y habría que agregar aquí, sacrificio inútil del soldado carne de cañón, y más todavía, sacrificio inútil a lo largo de toda la historia de la humanidad, en la medida en que muchas guerras -tal vez la mayoría de ellas—una vez llevadas a cabo y dejando un reguero de muerte y destrucción, suscitan la impresión legítima de sacrificio inútil. Veamos qué dice Bossuet, que pone estas palabras en boca de la Virgen María: “/.../ cuando os veo perder la sangre de mi Hijo, con lo cual su gracia es inútil / . . . / ” (Tda, p. 389). C on ello probablemente tocamos el punto crucial: resulta que, de un lado, el sacrificio da lugar tanto a un acto noble de darse libremente por algo (aunque, de todos modos, ello es controvertido, ya que su jus­ tificación depende naturalmente del valor que tiene aquello por lo que nos sacrificamos). Mas, de otro lado, el sacrificio —y agregaríamos por sobre todo una “cultura laboral del sacrificio”—lleva a un ordenamiento tal de la sociedad que en ella sucede que muchos se sacrifican por otros, pero este sacrificio está de antemano organizado deliberadamente. Así lo podemos observar no solamente en una organización militar, sino también en general en toda estratificación social: en la antigüedad y el medioevo una clase trabajadora se sacrificaba penosamente por otra clase superior, que simplemente se dedicaba al ocio. Por otra parte, como bien anota Jaspers en su Psicología de las con­ cepciones de mundo, es sobre todo nuestra mentalidad racional que se traza metas y objetivos la que nos lleva a existir como desarraigados del presente. Cada instante es sacrificado en aras de alcanzar algo, lo cual, apenas lo hemos alcanzado lo dejamos atrás, y luego ya nos proponemos un nuevo objetivo. El argumento de sacrificio está a la vez ligado al argumento teleológico (muy afín al “argumento pragmático”, que examinaremos más adelante) en el que se expresa una relación entre medios y fines. Ello es evidente

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Charles Odier, psiquiatra y psicoanalista suizo, que tuvo alguna relación con Freud; nacido en Ginebra en 1886 y muerto en Laussane en 1954.

desde el momento que advertimos que los medios precisamente se justi­ fican por su sacrificio en aras de alcanzar un fin, una meta, un objetivo. Jaspers nos enseña cómo la razón es ante todo afín a este argumento teleológico, y por otra parte cómo él supone a la vez una proyección en cuanto al modo como temporalizamos el tiempo; en otras palabras, podemos decir que no solamente los medios tienden a ser sacrificados en aras del fin y la meta, sino parejamente el presente, y en particular cada instante vivido.

1.17. Compensación Conviene reparar en que a nuestro modo de ser, de relacionarnos con los demás, de instalamos en el mundo, le corresponden distintas formas de argumentar, entre ellas, las que hemos venido analizando. Relativo a ese, nuestro modo de ser, se están dando ya sea incompatibilidades, pues­ tas en ridiculo, o por supuesto cuestiones relativas ajusticia o injusticia, reciprocidad, simetría, inclusión, división, complementariedad, dilemas, diversas formas de sacrificio, y por supuesto, a mayor abundamiento, comparaciones. En este contexto incluimos la ignorancia, puesto que también solemos argumentar a partir de ella. Pues bien, se agrega aquí, además, la compensación o no-compensación, que puede darse en diversas situaciones, la cual da origen a una forma de argumentación ad hoc. Al que es despedido de un trabajo y se le brinda un trato al menos digno, se trata no únicamente de indemnizarlo, sino de compensarlo de alguna manera, lo que exige que se recurra a un argumento de compensación; se argumentará, entonces, diciéndole tal vez que sus aptitudes probable­ mente se relacionan con un trabajo distinto, respecto del cual hay cierta oferta relativamente considerable, y que con el fin de apoyarlo en ello se le entregará una sólida carta de recomendación. Por supuesto la compensación, como vivencia humana, está viva­ mente presente en nuestras vidas, razón por la cual la podemos observar recorriendo toda la escala de vivencias humanas, desde lo más básico, como el trabajo (de acuerdo con el ejemplo recién expuesto) hasta lo concerniente al ámbito espiritual, en particular la religión y la mística, como en el siguiente ejemplo de Georges Bernanos: “/.../ el sentido exquisito de su propia debilidad la hubiera reconfortado y consolado

maravillosamente, pues parecía que ella fuera el signo inefable de la presencia de Dios” (Tda, p. 393). Como observamos, estamos aquí ante alguien profundamente religioso, y ello explica como incluso en la de­ bilidad puede encontrar una compensación70. Agreguemos el argumento de compensación de Montesquieu al justi­ ficar en De Vesprit de bis el sistema bicameral, dado que no hay suficiente gente distinguida por el nacimiento, la riqueza o los honores. Compensación también como argumento teleológico, en cuanto al alcance de la semejanza que Dios introduce en las cosas, así como en Santo Tomás, citado por Gilson en Le thomisme: es evidente que una única especie de criaturas no conseguiría expresar el parecido del creador /.../, en cambio, si se trata de seres finitos y creados, será necesaria una multiplicidad de tales seres para expresar bajo el mayor número posible de aspectos la perfección simple de la que se desprenden (Tda, p. 394). Compensación además en el argumento de Russell en Political ideáis, que justifica la violencia de gobierno para disminuir la violencia en el mundo: “Probablemente hay un fin y solo uno, por el cual es beneficioso el uso de la violencia por parte de un gobierno, y es el de disminuir el importe total de la violencia en el m undo” (Tda, p. 394). Por lo demás es exactamente el argumento de Max W eber respecto del “monopolio de la violencia” que tendría el Estado. Cuando Proudhon le escribe a Marx a propósito de evitar polémica entre ambos, ya que el segundo ha tenido una relación contestaría con el primero, dado que al escribir Proudhon Filosofía de la miseria Marx responde con el texto Miseria de lafilosofía, podría esa carta considerarse también como argumento de compensación. Proudhon a Marx: /.../ después de haber demolido todos los dogmatismos a priori no soñemos, por nuestra parte, con adoctrinar al pueblo; no caigamos en la contradicción de su compatriota Martín Lutero, quien, después de haber derribado la teología católica, se puso enseguida, con gran­

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Georges Bernanos, escritor que nace en París en 1888; entre las tantas peripecias de su vida se cuenta su participación en la Primera Guerra Mundial, sus múltiples heridas de guerra a consecuencia de ella, un periodo en Palmas de Mallorca, posteriormente en Brasil, para después ser llamado por D e Gaulle de vuelta a Francia y ser honrado com o héroe de guerra. Muere en París en 1948.

des refuerzos de excomuniones y anatemas, a fundar una teología protestante. Desde hace tres siglos Alemania no se ocupa de otra cosa que de destruir la revocadura hecha por Lutero; no vayamos a preparar nuevas tareas para el género humano con otras capas de yeso. Aplaudo de todo corazón su idea de esclarecer todas las opiniones, hagamos una polémica buena y leal, demos al mundo el ejemplo de una tolerancia sabia y previsora pero, precisamente porque nosotros estamos a la cabeza del movimiento, no nos hagamos jefes de una nueva intolerancia, no nos las demos de apóstoles de una nueva reli­ gión, aunque esta sea la religión de la lógica, la religión de la razón71.

1.18. Probabilidad Desde luego en un mundo en el que se hace tan fuertemente presente la posibilidad, y que en el plano existencial tengamos la amplia libertad de hacer realidad muchas de ellas, está claro que el argumento de probabi­ lidad juega un papel importante. Por lo mismo se entiende que estemos haciendo uso frecuente de él. Hay tantas cosas que hacemos simplemente por una tincada, basados tan solo en una presunción: que vayamos a ver una película, suponiendo que nos habrá de gustar, y así ejemplos simila­ res. Prácticamente la mayoría de las cosas que decidimos y que hacemos están mediatizadas por el argumento de probabilidad. Veamos algunos ejemplos históricos; y naturalmente por tratarse de un argumento de esta índole, la consecuencia puede ser éxito o fracaso: 1. Napoleón desembarcando de la Isla Elba para encaminarse a París y retomar el poder, en lo que tuvo éxito.

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http://w w w .epdlp.com/texto.php?id2=2804 Pierre-Joseph Proudhon, que podría considerarse como el padre del socialismo francés, así como Marx lo fue del socialismo alemán, vivió entre 1809 y 1865. Era de origen muy humilde, de familia de artesanos y campesinos. Su padre era tonelero, oficio que el propio Pierre-Joseph también practicó, junto con muchos otros similares, como mozo de labranza o tipógrafo; su madre era cocinera. Mas Proudhon desde temprano manifestó talento como escritor, y ello se tradujo en 1840 en su obra ¿Qué es la propiedad? Con esta obra pasó a ser conocido en toda Francia. Más tarde en 1843 aparece su obra fundamental, el Sistema de contradicciones económicas o la Filosofía de la Miseria. Al año siguiente, en respuesta Marx acusa recibo de este texto y escribe por su parte Miseria de lafilosofia.Y si bien en La sagrada familia Marx tendrá palabras de elogio para Proudhon, tenderá a polemizar con él.

2. Luis Napoleón (su sobrino) en el intento de golpe de Estado con cierto apoyo de la oficialidad en Estrasburgo, para derribar el gobierno borbón, en lo que fracasó. 3. La misión, por encargo del Estado chileno de Juan Williams Rebolledo junto al alemán Bernhard Eunom Philippi de fun­ dar Punta Arenas, haciéndose a la mar con la goleta Ancud que han construido en un astillero improvisado en la Isla Grande de Chiloé, fracasa en el primer intento puesto que los sorprende una feroz tormenta marítima saliendo de la Isla Grande, y luego tardan varios meses en reparar la averiada Goleta; recién después de ello, el segundo intento será exitoso. Estos ejemplos e innumerables más que pueden acopiarse nos hacen ver que dado que existimos en un mundo de posibilidades, en el que estamos permanentemente expuestos a lo azaroso e inesperado, cada cual enfrenta esto con intuiciones, tincadas, sospechas, presunciones, apuestas, en todo lo cual nos valemos precisamente del argumento de probabilidad. Perelman parte, con respecto a este argumento, con un ejemplo que no deja de ser peculiar, tomado del Fedro: Por cierto que, si entre los enamorados escogieras al mejor, tendrías que hacer la elección entre muy pocos; pero si, por el contrario, quie­ res escoger entre los otros, el que mejor te va, lo podrías hacer entre muchos. Y en consecuencia, es mayor la esperanza de encontrar entre muchos a aquel que es digno de tu predilección (Tda, pp. 395-396). Argumento ciertamente sorprendente en el contexto del pensamiento platónico, puesto que netamente se apoya en el lugar de la cantidad, y reduce a los posibles “enamorados” a algo de orden puramente numérico. También la célebre apuesta de Pascal, expuesta en sus Pensamientos, corresponde a un argumento de probabilidad. Ella versa así: “Dios es o no es” . ¿De qué lado hemos de inclinarnos? La razón no puede decidir nada aquí, pues hay de por medio un caos infinito, que nos separa. Hay un juego que se está jugando en el extremo de esta distancia infinita, donde cara o cruz habrán de decidir. ¿Por qué apostaréis? De acuerdo a la razón, uno no puede inclinarse por uno u otro; de acuerdo a la razón, uno no puede defender ninguna de las dos proposiciones. / Entonces no reprobéis por error a quienes han

elegido una, porque vosotros no sabéis nada sobre ello. /.../ pero uno tiene que apostar. Esto no es opcional. Se está embarcado en el asunto. ¿Qué partido tomaréis? Veamos. Puesto que hay que elegir, veamos cuál nos interesa menos. Tenéis dos cosas que perder: la verdad y el bien; y dos cosas que empeñar: vuestra razón y vuestra voluntad, vuestro conocimiento y vuestra felicidad; y vuestra naturaleza tiene dos cosas de qué huir: el error y la miseria. Vuestra razón no está más espantada en tener que elegir uno en vez de lo otro. Este es un punto establecido. Pero ¿vuestra felicidad? Aquilatemos la pérdida y la ganancia en cuanto a la apuesta de que Dios es. Estimemos las posibilidades. Si ganáis, lo ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada. Apostad entonces sin vacilación por qué El es72. La enorme discusión que se ha dado sobre esta apuesta ha girado en tor­ no a la cuestión de la fe que queda ligada a ella, vale decir, trasunta aquí una concepción de la fe por cierto controvertida, cual es en definitiva la fe como apuesta. Se trata, en cierto modo, de tener fe en Dios, en que existe, a raíz de lo cual tienes todo para ganar, si acaso efectivamente él existe; pero, si no existe, nada has perdido. Independientemente de la cuestión principal en discusión, cual es la de la fe como apuesta, cabe agregar que tal vez algo se pierde, y algo muy grande: nada menos que la vida que podías haberla vivido quizá más plenamente que una vida en la que te la jugaste —y actuaste en con­ secuencia—por algo que en definitiva no es.

72

Pascal: Pensées (Pensamientos). Enciclopedia Británica, The Great Books, Vol. 33, The University o f Chicago, 1952, Sección III, 233, pp. 213 ss., trad. m.

Se c c i ó n 2

ARGUM ENTOS DE FONDO. ENLACES DE SUCESIÓN Y DE COEXISTENCIA

Nuestros argumentos se proyectan en el tiempo y junto con ello también por cierto nuestra proyección de mundo. Pues bien, hay ciertos argumentos que expresan un enlace de sucesión, como ejemplarmente el argumento pragmático (que tiene una impronta teleológica) y que se refiere a cómo hacemos ciertas cosas en función de tales y cuales objetivos. La dinámica de la sociedad se apoya en estos enlaces de sucesión. Probablemente toda obra humana está asentada en este tipo de enlace, por ejemplo considerando en atención a qué y con qué fin se construye un hospital, un puente, una cárcel, y lo mismo en lo que atañe a un programa económico o político. Pero hay lo contrario: enlaces de coexistencia, por ejemplo la coe­ xistencia entre persona y acto, entre orador y discurso, entre orador y grupo al que pertenece. Ellos dan expresión a algo de índole más perma­ nente. Ello está directamente relacionado con la confianza, la cual por lo mismo constituye una clave en la articulación de la sociedad. Parto del supuesto de que un juez, un padre, un hijo, un psicólogo, un profesor se comportan de cierta manera, y ello no solamente como algo arquetípico, sino individualmente considerado, es decir, parto de la base que la persona que conozco, alguien cercano, un familiar, un amigo, actúa de cierto modo que guarda relación con lo que conozco y del trato que he tenido con él. Y lo mismo cabe decir respecto de la coexistencia entre orador y discurso: que, por lo tanto, espero que lo que alguien dice y el alcance que le da, supongamos respecto de una opinión política, esté dentro del radio de lo que conozco de esa persona. Por último, hay co­ existencia también en la relación entre orador y grupo al que pertenece. Algún izquierdista o derechista que conozco espero que digan lo que tienen que decir. Ahora bien, hay muchos casos que se van presentando en los que el enlace de coexistencia no está o está de modo muy precario. Entonces es el momento en que han entrado a tallar “técnicas de frenado”, o más

extremamente aun, suspensión del enlace de coexistencia que sea el caso. Supongamos cierta persona que conozco actuó de un modo completa­ mente inusual o incluso contrario a lo que conozco de ella, o dijo algo de similares características, y que a la vez no tienen nada que ver con los grupos a que ella pertenece o a los que está ligada. Atendiendo a ambos tipos de enlace, es patente que toda sociedad requiere de ambos: de la dinámica que le aporta los enlaces de sucesión, y de la estática, y garantía de cierta permanencia y perpetuidad, que su­ ministran los enlaces de coexistencia.

2.1. Enlaces de sucesión 2 . í . 1. A rgum en to de ensamblaje

Este es un tipo de argumento que proponemos nosotros y que se apoya en elementos tomados de la “nueva retórica”. Por de pronto, Perelman tiene en cuenta, respecto de la realidad, cómo esta requiere de un ajuste (o ensamblaje) entre distintos elementos que frecuentemente están en alguna tensión, y que pese ello tienen que solidarizar entre sí. De este modo, toma un ejemplo de Bossuet, el clérigo, intelectual e historiador francés del siglo XVII: se trata aquí del ajuste entre el pulpito y el altar, como, a la vez, de la predicación con la comunión, porque cuando uno no se apoya en el otro, ellos se vuelven entonces vacíos o vanos. Bossuet: El templo de Dios, cristianos, tiene dos lugares augustos y venerables, me refiero al altar y al púlpito /.../ Hay una alianza muy estrecha entre estos dos lugares sagrados, y las obras que se realizan en ellos guardan una relación admirables /..../ Por esta relación admirable entre el altar y el púlpito, algunos doctores no temieron predicar a los fieles a los que debían aproximar a uno y a otro con igual veneración /.../ Por eso, no es menos culpable aquel que escucha descuidadamente las Sagradas Escrituras que aquel que deja caer por su culpa el cuerpo del Hijo de Dios (Tda, p. 403). Y el ajuste es tal que en definitiva es respecto de un todo armónico; se trata al fin y al cabo de totus peritas. En este sentido, como observamos, partimos aquí incluso por un ajuste de tal alcance que se refiere a lo más

universal; es más: incorpora en él elementos heterogéneos entre los cuales cuenta no solo lo propio de este mundo, sino de un supuesto “más allá” (el púlpito y el altar). Advirtamos, al mismo tiempo, cómo especialmente el hombre, el feligrés de cualquier religión, está determinado en distintos grados por el mencionado ajuste. Basándonos en este y en otros casos que seguiremos analizando, se justifica hablar de un argumento de ajuste o ensamblaje (el cual, como ya adelantábamos, no está considerado en el Tda, y es más bien una propuesta nuestra). En cierto modo, con el ensamblaje, como vemos, lo que está en juego es nada menos que la articulación última del mundo que hace cada cual. Probablemente al tener en cuenta no solo lo que se da en el creyente, sino también en el ateo, claramente observamos en ello el aludido ensamblaje de alcance universal. Y probablemente tam­ bién lo que se refleja en cómo nos templamos afectiva y anímicamente en términos de resignación, tedio, exaltación, serenidad, optimismo o pesimismo, habla por sí mismo de que ello se conecta con un argumento de ensamblaje que hacemos. En razón de estas consideraciones, podemos también preguntarnos acerca del ensamblaje que en cada caso individual hay tras la felicidad, la esperanza, la frustración, la angustia e incluso el temor. Es más: cabe agregar que es muy propio de la madurez ir de la mano con el argumento del ensamblaje como para que este se vaya afi­ nando cada vez más. La madurez consistiría en integrar no solo lo que queremos, sino también lo que no queremos, como asimismo ensamblar elementos disímiles y hasta contrarios entre sí. Con Freud diríamos que el principio de la realidad se impone cada vez más sobre el principio del placer. Justo por esta razón ubicamos aquí al argumento del ensamblaje entre los argumentos de sucesión, puesto que es un ensamblaje dinámico que se va modificando con el tiempo y va padeciendo desajustes y la necesidad de nuevos ajustes. Si lo aquilatamos de este modo, lo que primero Wilhelm Dilthey como posteriormente Karl Jaspers pensaran como Weltanschauung, “con­ cepción de m undo” o “cosmovisión”, supone que en la base se desarrolla un argumento de ensamblaje, del cual podemos tomar conciencia o no.

+ Y entrando ahora en el enlace de sucesión, Perelman nos dice que pueden ser estos de tres tipos, a saber: a. De un acontecimiento con otro. b. De un acontecimiento con su causa. c. De un acontecimiento con sus efectos. Perelman aplica por de pronto estos tres tipos de enlace de sucesión al siguiente ejemplo: Si un ejército, dotado de un excelente servicio de información, ob­ tiene victorias, se puede querer descubrir su causa en la eficacia del servicio en cuestión; se puede, de los éxitos actuales, inferir que posee un buen servicio de información; se puede también, en la eficacia de este último, sostener su confianza en triunfos futuros (Tda, p. 405).

2 . 1 . 2 . Enlace de sucesión de un acontecimiento con otro

Advirtamos la relevancia del enlace de sucesión en sus tres modalidades. Salta a la vista que hacemos uso de él con extraordinaria frecuencia. Por de pronto, en lo relativo a la primera modalidad —el enlace de sucesión de un acontecimiento con otro—se trata de acontecimientos o hechos respecto de los cuales presumimos que están en alguna conexión y dependencia unos con otros, sin que podamos todavía demostrar nada definitivo res­ pecto de ello. Por ejemplo, en el ámbito criminal, que comience a haber en una comunidad una ola de suicidios, como ha sido el caso de Tongoy en Chile, en el año 2007. Se conecta el acontecimiento de un suicidio con otro y a su vez de ambos con un tercero, y así sucesivamente y, des­ de luego, por tratarse precisamente de suicidios. Vale decir, enlazamos un acontecimiento con otro, por de pronto porque está ocurriendo una cantidad desproporcionada de suicidios en una localidad, pero sin que se dé propiamente con una causa.

2 . 1 . 3 . Enlace de sucesión de un acontecimiento con su causa

Detengámonos ahora en el segundo tipo de enlace de sucesión: el que atañe al enlace del acontecimiento con su posible causa. Por ejemplo: ¿qué es lo que causó el desastre de la recesión económica mundial que se inicia en 2007? O, como nos recuerda Perelman: Sancho Panza estima que la causa del trastorno de su Señor está en el encantamiento: ¡Oh, Santo Dios / . . . / ¿Es posible que tal hay en el mundo, y que tengan en él tanta fuerza los encantadores y encantamientos, que hayan trocado el buen juicio de mi señor en una tan disparatada locura? (Tda, p. 408). O tro ejemplo del enlace del acontecimiento con su causa: Si alguien, en un juego, de azar, gana un número de veces anormal­ mente elevado, sospecharán que hace trampas, lo cual haría su triunfo menos verosímil (Tda, p. 407). Tomemos un ejemplo relativo al Príncipe de Maquiavelo. ¿A qué se debe que una obra tan controvertida por su contenido, y sobre todo para la Iglesia, se haya publicado en su época? Justipreciando que una obra filosófico-política como El Príncipe plantea una concepción política completamente nueva, en contraste con la política de la Iglesia, en pleno Renacimiento, a saber una política que se atiene a condiciones concre­ tas, empíricas, circunstancias dadas, y no se orienta más de acuerdo con parámetros supraempíricos e ideales, como supuestamente lo ha hecho la Iglesia, se entiende que tiene que haber sido motivo de controversia. Maquiavelo escribe esta obra en 1513, a la sazón encarcelado en San Casciano, razón por cual ella no puede ver todavía la luz del día. Por de pronto, que haya aparecido se debería a cierta circunstancia fortuita: el papa Clemente VII era de la familia de banqueros y mecenas de la cul­ tura, los Médicis. Antes de ser designado Papa, él era el Cardenal Giulio de Médicis. Tengamos en cuenta en ello que Maquiavelo le dedica El Príncipe a Lorenzo de Médicis, conocido como Lorenzo el Magnífico, que viviera entre 1449 y 1492. A la altura de 1531 el papa Médicis le otorga a la obra en cuestión el “Imprimatur”, la orden de impresión, que incluye también los Discorsi, los Discursos a la década de Tito Livio.

Podemos suponer que, aparte de las motivaciones ya señaladas, tal vez juega un papel en este imprimatur el hecho de que esta orden incluía también una obra que el propio Papa le había encargado a Maquiavelo, esto es, la Historia de Florencia (GdW, p. 100). Salta a la vista que este argumento hasta cierto punto se cubre con el principio de causalidad. Mas, las apariencias engañan, ya que, si bien lo observamos, aquí se trata de una inferencia de carácter retórico que, por lo mismo, carece de base lógica. En el ejemplo del jugador que gana demasiado seguido, es probable que haga trampa, pero no necesaria­ mente. En el ejemplo de la orden de imprimatur del Príncipe es nada más que plausible que la dedicatoria de Maquiavelo a Lorenzo de Médicis haya jugado un rol, o directamente haya sido la causa inmediata de ello. Podría decirse que por lo general primero comenzamos a argumentar por medio de este tipo de enlace. Así probablemente Pierre y Marie Curie al hacer sus investigaciones con el material de pechblenda, intentando obtener radiactividad, están primero en un argumento de enlace, el cual, si se quiere, al mismo tiem­ po es de probabilidad. Es como dispararle a la bandada de pájaros a ver si cae alguno. Y efectivamente de ocho toneladas de pechblenda Marie Curie obtendrá finalmente un gramo de cloruro de radio. Junto con su marido recibirá el Premio Nobel en 190373. Mas, desde luego, hablamos del principio de causalidad una vez que la causa de un fenómeno ha sido demostrada. Ello, en todo caso, no le resta nada al carácter a priori del principio de causalidad. En rigor, si no fuera así no valdría tampoco como principio. De todos modos, no deja de ser interesante lo que se nos ha presen­ tado aquí. Intentemos explorarlo algo más: al considerar el argumento de enlace de sucesión causal descubrimos que tiene afinidad con el argu­ mento de probabilidad, pero habría que agregar también: tiene afinidad con la conjetura. Analicemos esto basándonos en algunos ejemplos. En términos del argumento de enlace de sucesión: si alguien falta al trabajo y justifica esto aduciendo una vez que está enfermo, en otra ocasión que ha tenido que preocuparse de llevar a una tía al hospital, y así sucesivamente,

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El marido de Marie, Pierre, muere después trágicamente a raíz de un accidente automovilístico, y Marie, que era de origen polaco, lo sucede en la cátedra en La Sorbonne. Será la primera mujer en llegar a ser catedrática en esa universidad tras 650 años de historia.

en el lugar de trabajo pueden presumir que tal vez aquella persona está inventando excusas. Pues bien, en este caso es claramente reconocible que esto es de carácter retórico, ya que no se lo puede fundamentar en términos estrictamente lógicos. Ciertamente los argumentos que realizan el jefe o los colegas del lugar de trabajo, aparte de ser descritos como argumento de enlace de sucesión causal, de probabilidad o de conjetura, corresponden también —por qué no—a una suposición o presunción. Sigamos con el ejemplo. Resulta que el jefe del lugar de trabajo emprende entonces una investigación, y constata de que efectivamen­ te todas las veces que el empleado ha faltado las razones que ha dado son efectivas. Pues bien, ahora sí que podemos establecer, aplicando el principio de causalidad, de que efectivamente las causas del ausentismo laboral del empleado han sido esta y esta, lo cual nos muestra que de este modo hemos superado el plano de la mera presunción o conjetura. Hemos pasado con ello al mismo tiempo desde un ámbito retórico a un ámbito lógico. Si vamos más allá del campo de las relaciones humanas, sucede lo mismo. Por ejemplo, para los etólogos sigue habiendo un enigma en el hecho de que las grullas en su viaje migratorio se imponen pasar por sobre la cumbre del Everest, pudiendo esquivarla. Y resulta que, debido a los fuertes vientos en esas alturas, al intentar encumbrar el vuelo hacia la cima, suelen tener que dar la vuelta y procurar un nuevo intento. Como este es un enigma que se mantiene como tal para la ciencia, po­ dríamos decir que nos encontramos hasta ahora en el plano de la mera presunción, conjetura o enlace de sucesión causal. Ahora bien, por otra parte, teniendo en cuenta el principio de causalidad, dado su carácter apriori y su validez universal (lo que en definitiva remite, como cualquier ley científica, al principio de razón suficiente) sabemos de antemano que tiene que haber una causa o un conjunto de causas para ese hecho de no soslayar las grullas la cumbre del Everest. Por ejemplo, una explicación plausible serían los campos magnéticos que tienen relación con el viaje de muchas aves migratorias. Ahora bien, si se llega a establecer una ex­ plicación -supongamos esta de los campos magnéticos- el asunto queda zanjado, aunque habría que agregar, provisoriamente, teniendo en cuenta en ello la teoría de la falsabilidad de Karl Popper: toda ley, toda teoría científica se sostiene en la medida en que no sea falseada por nuevos

descubrimientos, nuevas explicaciones más acertadas de los fenómenos que sea el caso. A su vez, cómo no reconocer que desde el momento en que se da con la causa de algo, de algún modo se acaba el asombro o, si se quiere, el asombro que puede eventualmente continuar es que el fenómeno en cuestión esté regido por la causalidad. Mas, como sea, el asombro signi­ ficativamente disminuye en el estadio lógico. En contraste con ello, el asombro tiende más a mantenerse en el estadio retórico. El ignorar, el no saber algo, el no tener todavía una explicación al respecto, contribu­ ye a mantener el asombro; en cambio la explicación que se logra tiende inexorablemente a eliminarlo. De todos modos, cabe reconocer que si tan sueltos de cuerpo hablamos de un supuesto “estadio retórico” ello es siempre desde la contraparte de un estadio lógico. Por lo general suele verse el contraste entre lógica y retórica a partir de la diferenciación simétrica entre idea e imagen, pero aquí se nos muestra algo nuevo, cual es contrastar lógica y retórica desde el punto de vista de distintas clases de argumentación.

2 . 1 . 4 . Enlace de sucesión de un acontecimiento con su consecuencia

A su vez, con el tercer modo del argumento por enlace de sucesión —aquel que va del acontecimiento a sus efectos o consecuencias—se da lo mismo que hemos dicho ya: que ello lo podemos considerar tanto desde un punto de vista lógico como de uno retórico. En términos retóricos, un ejemplo de Perelman es el siguiente: “/ . . . / el abogado defensor de un científico convicto de espionaje declarará que, sin la guerra, su cliente, en lugar de estar en el banquillo de los acusados, estaría considerado como un candidato al premio N obel” (Tda, p. 409). Asimismo, si una persona reiteradamente es irrespetuosa, puedo presumir que lo será a futuro en otra ocasión en que tenga que relacio­ narme con ella. Llama la atención que, como si se tratara de una ley, justamente presumamos que aquella persona seguirá teniendo a futuro la misma conducta. Cabe preguntarse entonces si ello ostenta una ceguera nuestra a no admitir la posibilidad de algún cambio en la conducta de la persona en cuestión, y está claro que también cabe la posibilidad de que simplemente aquella persona sea irremediablemente irrespetuosa. Pero

importa aquí detenerse en una tercera posibilidad, a saber, que estamos apegados al argumento que ahora examinamos, el del enlace de un acon­ tecimiento con su consecuencia. Esta posibilidad conviene relevarla aquí porque nos permite aquilatar el impacto que tiene la argumentación en nosotros, como que hay que tener en cuenta hasta qué punto vemos el mundo a través de los argumentos y cómo esto puede ser tan extremo que a la vez acabamos estando cautivos de ellos. Atendamos a un ejemplo que concierne a la cuestión teológica de la transubstanciación. Es probable que desde el momento que Martín Lutero clavara en las puertas de la Catedral de W ittemberg sus 95 Tesis el 31 de octubre de 1517, paulatinamente comienza a abrirse paso la Reforma en la Iglesia. Sin embargo, un par de siglos antes, por de pronto con John Wyclif, predicador y profesor de la Universidad de Oxford, que viviera entre 1330 y 1384, constituye un indiscutible antecedente de lo que viene después con Lutero. El negaba la transubstanciación, es decir, aquella doctrina que plantea la conversión del vino en sangre y el pan en cuerpo de Cristo, lo que supuestamente sucede “realmente” en el acto litúrgico; es decir, hay en ello el cuestionamiento del argumento de enlace de un acontecimiento con su consecuencia. Esta negación ya la había osadamente emprendido Berengar de Tours (que viviera entre los años 1000 y 1088). Berengar consideraba que lo que sucede en la liturgia es un acto puramente simbólico, que la verda­ dera transubstanciación se llevaría a cabo solo en la interioridad de cada cual. Encontramos aquí, pues, ya en el siglo XI, un primer intento de desmitologización de las creencias religiosas. Pero obviamente en aquella época las condiciones todavía no estaban dadas y el Concilio de Roma de 1050 condenó su doctrina como falsa y en 1079 Berengar de Tours tuvo que desdecirse de ella (cfr. GdW, pp. 76 ss.). Salta a la vista que el argumento de enlace de un acontecimiento con su consecuencia es similar a la inducción, mas solo hasta cierto punto, ya que la peculiaridad de la inducción consiste en el tránsito de casos particulares a una generalización, que se expresa en una proposición universal. En nuestro actual argumento no hay tal pretensión, ya que se trata a lo más de enlazar A con B. Distinto a la inducción es, por ejem­ plo, cuando presumo que alguien respetará el acuerdo que hemos hecho porque hasta ahora siempre ha cumplido con ello. En este caso no hay nada que la lógica estricta pueda respaldar, y, sin embargo, reconocemos

claramente que si no nos apoyáramos en estos enlaces de carácter retórico, no serían posibles las relaciones humanas estables o armónicas. Si alguien hasta ahora siempre ha sido leal conmigo, no tengo razones justificadas para suponer que a futuro podría no serlo. Estas consideraciones nos permiten damos cuenta del papel que juega la retórica, con su argumentación que le es propia, en la configuración y ordenamiento de una sociedad.

2 . 1 . 5 . A rgum en to pragmático

El argumento pragmático manifiesta especialmente su poder al convertir la relación acontecimiento-consecuencia en una entre medio y fin. De entrada es aquí de la mayor relevancia considerar que puede reconocerse cómo el ser humano al existir en el mundo está siempre, de uno u otro modo, expuesto a las consecuencias de los distintos acontecimientos, los cuales en principio son impredecibles. Y, en este sentido, prácticamente todo el empeño humano radica en transformar la relación acontecimientoconsecuencia en una relación medio-fin. En otras palabras, se trata del control, de la organización y del ordenamiento de los fenómenos en alguna dirección que se estima conveniente en algún sentido. Atendido el argumento pragmático en su justa relevancia, es digno de mención el que la historia de la humanidad, en términos del desarrollo habido desde antaño, desde la prehistoria, se deja pensar a partir de él. Observamos cómo a cada paso el ser humano, expuesto a la secuencia hecho-consecuencia se hace cargo de ello al traducir esta a la relación medio-fin. Escuchamos decir frecuentemente “hay que sembrar para po­ der cosechar”, lo que por supuesto corresponde a una de esas evidencias del sentido común. Pero tal vez no es exagerado decir que la sociedad humana se ha edificado íntegra a partir de esa evidencia: sembrar para cosechar. Peter Watson en su obra monumental, Ideas. Historia intelectual de la humanidad, justamente rastreando cuáles habrían sido las ideas cru­ ciales en la historia humana, sostiene lo siguiente: / .../ para la mayoría de los arqueólogos la idea humana más gran­ diosa es una noción mucho más práctica y terrenal. Para ellos, la domesticación de las plantas y los animales, es decir, la invención

de la agricultura, es claramente la idea más grandiosa de la historia, pues fue ella la que produjo la transformación más profunda que ha experimentado nuestro modo de vida74. Atendiendo a la antigüedad del homo sapiens que nace hace unos 150.000 años, siembra y cosecha datan poco más que de un par de decenas de miles años atrás. Lo que hay antes son culturas de cazadores y recolectores. Anterior a los primeros cultivos es probablemente la crianza de ganado, con la consiguiente experiencia de la reproducción y aprovechamiento de la carne. Los primeros cultivos al parecer tienen lugar en el Medio Oriente, destacando sitios como Catal Hüyük, Abu Hureyra, Góbekli Tepe, Jericó y Ain Ghazal, es decir, en las actuales regiones de Turkía, Irak, Siria, El Líbano, Israel. Los primeros cultivos corresponden prin­ cipalmente a trigo y cebada y luego, esparciéndose por todo el planeta, vendrán también la papa y el maíz como en Sudamérica, el arroz como en China (GBE, pp. 36-37). Por de pronto, en las anteriores culturas de caza y recolección lo que contaba no era precisamente lo que entendemos por trabajo. La caza era ante todo una aventura, en muchos casos sin duda de vida o muerte, y la recolección se realizaba sin mayor esfuerzo de acuerdo con lo que estuviera al alcance de la mano. Pero con los cultivos, con la siembra y la cosecha, lo primero que encuentra su carta de nacimiento es el trabajo, y junto con ello la especialización del trabajo a partir de la división de tareas específicas asignadas a cada cual. El trabajo y su organización posibilitan luego los asentamientos, la aldea, todo a la vez posibilitado por el tránsito del nomadismo de la cacería al sedentarismo del trabajo. Y como una de las características principales del trabajo y sus réditos es la posibilidad de la multiplicación, esta última suscita que el alimento alcance para un número significativamente mayor de habitantes. Es así como el mencio­ nado sedentarismo aparejado al trabajo trae a la vez consigo, a la larga, la edificación de ciudades, la imperiosidad de un orden existente en ellas, y por ello la necesidad de atenerse a ciertos hábitos y costumbres, lo que a su vez dará origen a la moral.

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Watson, Peter: Ideas. Historia intelectual de la humanidad, trad. de Luis Noriega, Barcelona: Crítica, 2013, p. 85.

Si nos atenemos a cierta lógica del sentido común, podemos suponer que primero el ser humano descubrió la reproducción de los animales, y con ello la posibilidad de su multiplicación, lo que lo llevó a reunidos en grupos, manadas y rebaños, para organizar su crianza y aprovechar su carne, leche y lana. Y así como hubo este descubrimiento, por azar o lo que fuere, también se descubrió que las semillas dan origen a plantas, en particular el trigo, el primero de todos que comenzó a sembrarse, y que de ello grupos humanos podían alimentarse. Una vez que hubo la primera siembra y la espléndida cosecha que resultó después, al año siguiente se quiso repetir la experiencia, pero entonces sucedió que algunos animales arrasaron con la siembra. Entonces se intuyó la necesidad de cercados. Quizás hubo luego varias buenas cosechas que resultaron a partir de esta toma de medidas. Pero entonces vino un nuevo fracaso al detectar que hubo saqueo, tal vez de una tribu vecina. Entonces, junto con los cercos, se entendió que había que recurrir a perros guardianes75. En fin, es así como vamos constatando que la organización de la sociedad se va realizando a partir de nuestro lema inicial: sembrar para cosechar. Ello es comparable con el alcance del término ‘producción’ en el pensamiento de Baudrillard. El hombre está empeñado, a través de una producción de sentido, que puede ser de carácter técnico, científico, ju ­ rídico, moral, político y hasta religioso, de organizar el mundo y llevarlo en alguna dirección. Pero existe siempre la posibilidad de que la seducción se interponga, interrumpiendo la producción o desviándola del fin que persigue (cfr. Ls, pp. 48 ss.). Y, así como hemos venido observando, en distintos casos, sucede también aquí que, al pasar del medio a un fin que hemos perseguido, parejamente transitamos de un estadio retórico a un estadio lógico. En buenas cuentas, sucede a la vez que todo el empeño humano está en la realización de ese tránsito, y, desde luego, lo que ello trae consigo es el desplazamiento, la desconsideración y el olvido de la retórica. Ahora bien, ¿cómo argumentamos en términos de la relación acon­ tecimiento-consecuencia, y cómo sucede este tránsito de la retórica a la

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Siguiendo en ello cierta secuencia relativa al desarrollo de la cultura, expuesta en el audiolibro: Der Mensch. Vom Ursprung der Kultur (El ser humano. D el origen de la cultura), München: Frankfurter Rundschau, 2007.

lógica? Veámoslo a través de ejemplos. Al considerar, por ejemplo, que la legalización de la marihuana trae consigo el aumento de su consumo, estamos argumentando, y precisamente pasando del acontecimiento a la consecuencia. Pero, como podemos observar, ese paso no constituye necesidad alguna. Pues bien, si a continuación se comprueba que en efecto hay una relación y que, por ejemplo, contra toda expectativa, se produce un aumento en el consumo de la droga en cuestión, recién entonces transitamos de la retórica a la lógica. En cuanto a esta dupla acontecimiento-consecuencia hay relación ascendente: del acontecimiento a su consecuencia o, al revés, descendente: de la consecuencia al acontecimiento. El argumento pragmático opera en uno u otro sentido. Veíamos recién algunos ejemplos de relación ascendente. Atendamos ahora a argumentos de relación descendente, dados por Perelman: Así, la devaluación de una norma, al mostrar que deriva de una costumbre primitiva, la devaluación del hombre, porque desciende de los animales, la valoración del niño, en razón de la nobleza de los padres, operan más por una relación de coexistencia, por la idea de esencia, que por una relación de sucesión (Tda, p. 409). Como se puede observar, ya por esta doble posibilidad, ascendente y descendente, del argumento pragmático, plantea ello una clara diferencia con la teleología aristotélica, que plasma íntegramente el pensamiento del Estagirita. Ahora bien, como tiene lugar frecuentemente el argumento prag­ mático con arreglo a la consideración de las consecuencias (así para el sentido común), esto esjustificar o no justificar algo en función de ciertas previsibles consecuencias que traerá consigo, se hace valer a la vez con ello el argumento contrario, por ejemplo: que hay que respetar la verdad por sobre todo, sin importar las consecuencias. Con el argumento pragmático de la consecuencia sucede que hay una transferencia de valor de las consecuencias al acontecimiento causal. Esta es precisamente su fuerza y peligrosidad. Huelga aludir al poder que tiene el argumento pragmático relativamente al modo como proyectamos el mundo. Veamos un ejemplo de argumento pragmático de Bentham, y que precisamente nos pone en guardia frente a él:

¿Qué es dar una buena razón en materia de ley? Es alegar los bienes o los males que tiende a producir esta ley / .../ ¿Qué es dar una razón falsa ? Es alegar, a favor o en contra de una ley, cualquier cosa que no sean sus efectos, sea para bien, sea para mal (Tda, p. 410). Atendiendo a los acontecimientos causales principales y secundarios, al­ guien que está acusado de algo puede echarle la culpa a las circunstancias en que vivía, etc. Incluso el supersticioso puede razonar pragmáticamente, de acuerdo con un texto de Odier: Si somos trece para comer, si enciendo tres cigarrillos con una sola cerilla, ¡pues claro! Me pongo nervioso y ya no valgo para nada /.../ Si, por el contrario, exijo que seamos doce, o me niego a encender el tercer cigarrillo, entonces me tranquilizo y recobro todas mis faculta­ des. Luego, esta exigencia y este rechazo son legítimos y razonables. En una palabra, son lógicos y soy lógico conmigo mismo (Tda, p. 411). Es patente de todos modos que el texto citado tiene un sentido irónico. El argumento pragmático de la consecuencia suele presentar el éxito o la felicidad (eudaimoníá) como señales, de acuerdo con el orden del universo. “El estoicismo no duda en servirse de semejante argumento” (Tda, p. 413), nos recuerda Perelman. Este es, por lo demás, exactamente el caso que se refleja en el criterio de “no progresión al infinito” que aplica Aristóteles en la Etica a Nicómaco. Ahí argumenta el Estagirita, sosteniendo que si en el plano de las accio­ nes sucediera que hago algo y ello es en función de un fin determinado, sucediendo nuevamente que este fin pasa a ser otra vez medio de un fin ulterior, no concluyendo esto jamás, para que nuestros deseos se justifi­ quen y no se vacíen de todo contenido, entonces es menester que haya un fin último que ya no es medio de otro superior, y este es la felicidad, eudaimonía. Y claramente se observa en Aristóteles que la aplicación de este criterio tiene que ver con la inscripción de nuestras acciones dentro de un orden teleológico del universo en plenitud. Aristóteles: Pero, claro está, si en el ámbito de nuestras acciones existe un fin que deseamos por él mismo —y los otros por causa de este—y no es el caso que elegimos todas las cosas por causa de otra (pues así habrá

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un progreso al infinito, de manera que nuestra tendencia será sin objeto y vana)76. También Hegel hace uso del argumento pragmático, y además teniendo en cuenta ese orden universal, al considerar que la historia es el juicio del mundo. Mas, cabe hacer el reparo, y como crítica a ello, que esto se cumpliría únicamente si en la historia hubiera un orden y una provi­ dencia, o también si este fuera el mejor de los mundos posibles. Pero si acontece no solo el error, sino el errar y el fracasar, no puede haber tal: que la historia sea en definitiva el juicio final. El problema además es que no sabemos de la totalidad de las conse­ cuencias como de una o varias causas. Relativamente a esto, una vez más vale la pena traer a colación aquí la sentencia que Jaspers cita de Goethe: “El hombre actúa sin conciencia”. Por otra parte, ¿hasta qué causas nos podemos remontar? Quintiliano nos llama la atención sobre esto: “Remontándose de causa en causa y eligiéndolas, se puede llegar adonde uno quiere” (Tda, p. 414). Pero si nos remontamos a una causa demasiado lejana se corre el peligro de no poder hacer la transferencia. Además, hay que atender al hecho de que las consecuencias pueden ser divergentes. Así Aristóteles: “La educación se expone a la envidia, lo que es un mal, y vuelve sabio, lo que es un bien” (Tda, p. 414). El argumento pragmático es además utilitarista por excelencia, y reduce la importancia de la responsabilidad, del deber, de la falta y del pecado. Probablemente teniendo esto en cuenta, se entiende el alcance de esta cita de Montaigne: /.../ dado que se reconoce justamente esta sentencia, no es preciso juzgar los consejos por los acontecimientos. Los cartagineses castiga­ ban las malas resoluciones de sus capitanes, aunque estuvieran coro­ nadas por un buen desenlace. Y, con frecuencia, el pueblo romano rechazó el triunfo de grandes y muy útiles victorias porque la conducta del jefe no respondía en absoluto a su buena suerte (Tda, p. 415). Podemos decir que Montaigne nos quiere mostrar con ello cómo corres­ ponde atender más al plano de los principios que deben regir la acción,

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Aristóteles: Etica a Nicómaco, trad. de José Luis Calvo, Madrid: Alianza, 2005, 1094 a.

y no simplemente contentarse con las consecuencias, aunque hayan sido beneficiosas. Además cabe tener en cuenta, siguiendo la opinión de Perelman, que tanto Calvino (el que más), como Pascal y Leibniz, habrían estado cercanos al argumento pragmático. Así, por ejemplo, con Leibniz con­ viene demostrar que el alma es naturalmente inmortal que no debido a un milagro: Ahora bien, la verdad de la inmaterialidad del Alma sin duda puede ser deducida. Pues es infinitamente más ventajoso para la religión y la moral, sobre todo en los tiempos en que estamos (en los cuales mucha gente apenas respeta la revelación ni los milagros), mostrar que las almas son naturalmente inmortales, y que sería un milagro si no lo fuesen, que sostener que nuestras almas deben morir naturalmente, porque, en virtud de una gracia milagrosa fundada solamente en la promesa de Dios, no mueren. Por tanto, desde hace mucho tiempo sabemos que quienes han querido destruir la religión natural y re­ ducirlo todo a la revelada, como si la razón no nos enseñara nada al respecto, han pasado por sospechosos, y no siempre sin razón (Tda, p. 416). Traigamos además a colación a Tomás de Aquino, en atención a un no­ table argumento de consecuencia, formulado en los siguientes términos: el mal es parte del orden universal, pero Dios no lo ha querido así. A propósito de esto, Tomás plantea que habría no solo causas eficientes, sino deficientes: La forma principal que Dios se propone manifiestamente en las cosas creadas es el bien del orden universal. Pero el orden del universo requiere, ya lo sabemos, que algunas cosas sean deficientes. Por tanto, Dios es causa de las corrupciones y de los defectos de todas las cosas, pero solamente como consecuencia de que quiere causar el bien del orden universal, y de forma accidental. En resumen, el efecto de la causa segunda deficiente puede imputarse a la causa primera carente de cualquier defecto, en cuanto a lo que tal efecto contiene de ser y de perfección, y no en cuanto a lo que contiene de malo y de defectuoso (Tda, p. 418).

M

Esta explicación de la justificación del mal constituye el meollo de la teodicea tomasiana. Así como en Aristóteles están enjuego las 4 causas: material, formal, eficiente y final, refiriéndose la eficiente a quién o qué produce algo, la causa deficiente en el orden de la creación divina supone exactamente lo que describíamos antes: actúa como mera consecuencia. De este modo, queda claro que el Aquinate salvaguarda con este argu­ mento lo que más le interesa: la intrínseca bondad infinita de Dios. Si el mal ocurre nada más que por consecuencia o por causa deficiente, Dios no está interviniendo en ello directamente. En todo caso, no se podría pretender con ello que el asunto quede resuelto de una vez por todas, dado que siempre puede argüirse que si Dios es, entonces todo lo puede, siendo precisamente omnipotente, y de este modo podría también haber creado un mundo en el que no hubiera habido nunca mal. Sin duda la mayor lucidez en tomo al enlace argumentativo del hecho con su consecuencia radica, como ya hemos adelantado, en el plantea­ miento de que gran parte de los empeños del ser humano consisten en convertir lo que es una mera relación de hecho y consecuencia en una relación de medio y fin. Es la manera que tiene nuestra racionalidad de operar sobre todo a la hora de hacer realidad nuestros proyectos. Ello desde luego tiene que ver con lo que es estrategia, producción, control, programa, planificación. Como podemos observar, las consecuencias son distintas de los fines, y, por decirlo así, todos los hechos o sucesos acarrean consecuencias, pero justamente a ello se aplica el control y la organización, pues se trata de encauzar esos hechos —lo cual exige una transformación de ellos—para que sirvan, y, en tanto medios, conduzcan a ciertos fines que interesan. Ya desde que somos bebés comenzamos a aprender lo que atañe a esta transformación: el bebé aprende, según nos recuerda Perelman, que su grito acerca a la madre (“guagua que no llora no mama”). También como argumento pragmático la siguiente anécdota que hizo reír mucho a Kant, y que nos recuerda Perelman: U n rico heredero pagó con creces a su gente para hacer un papel digno en las exequias de su difunto padre. Pero he aquí que estos picaros, cuanto más se les pagaba por estar tristes, más contentos estaban (Tda, p. 419).

Esto sucede pues cuando hay consecuencias indeseadas. Y puede suceder incluso que las consecuencias justo por ser indeseadas, se las jus­ tifique, al ser transformadas en fines. El siguiente ejemplo vale por ello: “Así sucede, especialmente, cuando una guerra acarrea consecuencias que sobrepasan las previsiones, y afirman, después, que el país se había levantado en armas con el fin de defender su existencia” (Tda, p. 419). N o obstante regimos por la “previsión del pasado”, hay consecuencias imprevistas y no deseables como en la guerra. El ejemplo es elocuente, ya que sin duda la decisión de ir a la guerra por lo general proviene de una relación medio-fin, ya sea por razones defensivas u ofensivas —defensa o expansión del territorio, y otros- y sucede entonces que se tiende a justificar todas las terribles consecuencias que la guerra acarrea consigo en función de la finalidad que se ha perseguido. Cabe anotar que normalmente, y por supuesto también en nuestra vida diaria, estamos empeñados en transformar consecuencias en fines. Está claro que especialmente esto se da cuando las consecuencias de un determinado hecho son desagradables, inconvenientes o peijudiciales. El siguiente pasaje de Proust de La búsqueda del tiempo perdido pone de manifiesto ese intento de transformación de una relación, de una conse­ cuencia indeseada en un fin deseado: Asimismo, si un hombre lamentara que la gente no fuera a buscarlo en bastantes ocasiones, no le aconsejaría que fuera más veces de visita, ni que tuviera un vestuario más elegante aun; le diría que no fuera a ninguna invitación, que viviera encerrado en su habitación, que no dejara entrar a nadie, y entonces harían cola ante su puerta. O mejor, no le diría nada. Pues una forma segura de que lo busquen solo tendrá éxito, como la de ser amado, si no se la ha preparado expresamente; por ejemplo, si uno no está siempre en la habitación porque está gravemente enfermo, o porque cree estarlo, o porque tiene escondida a una amante y la prefiere a la gente (Tda, p. 420). De todos modos, por muy abarcador que sea el empeño humano en convertir meras consecuencias en fines deliberadamente perseguidos, hay que tener en cuenta que hay acciones como las del arte que se apartan de ello. Mas, en esto me refiero tan solo a lo que atañe a lo esencial del arte —pensemos por ejemplo en aquella concepción del arte por el arte—ya que,

en cuanto a las tareas que el artista debe realizar en aras de lograr su obra también tendría él que ir transformando meras consecuencias en fines. Sucede también que hay cambio de fines: por ejemplo la caza que tenía el justificado fin de la alimentación, al irse transformando en un mero deporte, y luego, más allá de esa finalidad, en un medio para promover distinciones sociales (destaca Perelman). Interesante transformación que habla primero de un periodo de necesidad respecto de la cacería —en que el fin era la alimentación- un segundo periodo en que se supera el estadio de la necesidad, dado que la alimentación se asegura por otros medios, y aquí pasa entonces a ser el deporte la finalidad perseguida, y el tercer estadio tiene ya definitivamente que ver con lo suntuario y el lujo que acompaña a este deporte, y por ello la finalidad es ahora la promoción de distinciones sociales. Por otra parte, hay que destacar que puede haber consecuencias inesperadas, justamente porque determinados hechos ya se los ha puesto en una relación medio-fin. Y este aspecto, agregaría, es el que más debe importarnos, ya que es probablemente el que mejor refleja la situación actual del mundo. Podríamos decir que a fuerza de convertir meras consecuencias en finalidades deliberadamente perseguidas llegamos a transformar prácticamente el planeta completo. Mas, quedan a la vista las consecuencias inesperadas (y habría que agregar, en parte inesperadas, lo cual habla de la “estupidez humana”) como puede ser hoy en día el calentamiento global; y estupidez que se agranda hasta lo superlativo, cuando reparamos en el hecho de que más encima se sabe, por ejemplo, de las consecuencias nefastas de los monocultivos para flora y fauna, y en razón de intereses económicos, se los realiza igual. A propósito de las mencionadas consecuencias inesperadas, Perelman pone el siguiente ejemplo tragicómico: el traerles los Santos Oleos al moribundo ¿puede provocar su muerte? Este es el caso en el ejemplo que recuerda Perelman de la obra César de Pagnol77: /.../ ¿Y el empleado de los tranvías, el que se había cortado la pierna con su remolque? Después de la transfusión de sangre, tenía una pinta pasable. Pero tenías que venir tú, ¡no veas lo que has hecho! Cuan­ do te vio, creyó morir y murió por creerse muerto /.../ Entonces,

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Marcel Pagnol (1895-1974), novelista, dramaturgo y cineasta francés. César es de 1936.

permíteme decirte que tu papel no es el de matar a mis enfermos. Ya mato bastantes yo solo, y sin hacerlo adrede (Tda, p. 421). Al parecer la discusión que tiene lugar aquí es entre el médico y el cura, y como está establecido que a quien se va a morir el cura tiene que darle la extremaunción, en este caso, como dice el médico, el accidentado murió de impresión de creer que ya estaba muerto. Relato este, por lo demás, muy real si consideramos lo que debe ocurrir con enfermos terminales y heridos graves en un hospital. Debe ser bastante difícil establecer cuál tendría que ser el momento propicio de dar la extremaunción. Desde luego uno de los argumentos que tiene más poder en lo que se refiere a la configuración del mundo es el de la relación entre medios y fines. El asunto consiste siempre por supuesto en la consideración de que los fines sean loables, que tengan una justificación, que no traigan consigo falta de respeto o abuso de los otros. Y a su vez, por cierto, se trata de considerar si acaso los medios para alcanzar ciertos fines son los apropiados, si acaso no se requiere un despliegue muy grande de ellos, si acaso no se trata de sacrificar demasiados medios. Por otra parte, como medios y fines están tan trabados entre sí, suelen producirse alteraciones entre ellos, ya sea porque un medio se convierte en fin, o un fin es cambiado por otro, y, lo que es más frecuente: que los medios cambian normalmente con la intención de perfeccionarlos, en aras de alcanzar el fin anhelado. En el capítulo “La rutina de lo cotidiano” de La reflexión cotidiana Humberto Giannini nos ayuda a enriquecer estos trastrocamientos entre medios y fines, sobre todo atendiendo a un plano existencial y justamente cotidiano: Y no es que no se haga planes a largo plazo. Se los hace. Pero ese largo plazo lo tiene de tal modo asegurado a los carrilles de su pre­ sente, que termina siendo un plazo sin cisuras temporales; en el fondo, un futuro con trascendencia cero. / Tampoco puede decirse que no espera nada del futuro. Espera, pero sin salir al encuentro de lo esperado. Y es así como la rutina acaba por hacer inofensivos sus propios proyectos, por miedo a salirse del trayecto. Y es así como vive de pequeñas postergaciones, de “quehaceres pendientes”, como los ha llamado la psicología: el hombre sometido, por ejemplo, que vive acariciando-postergando el proyecto de llegar algún día a ser independiente; el desterrado nostálgico, que sueña con regresar algún

día al terruño; el estudiante eterno, que proyecta rendir su examen de grado... Siempre: algún día... Proyectos todos parasitarios de un presente continuo del que no se sale jamás78.

En relación con los consabidos trastrocamientos, detengámonos en uno de ellos: la conversión de medios en fines, dado que es muy característica de nuestra época. Podríamos decir que a grandes rasgos sucede que actual­ mente se produce este trastrocamiento, sucediendo que el refrigerador, el auto o el computador se convierten en fines en sí mismos, y lo mismo naturalmente la casa en tal barrio, y otros. Es decir, todo aquello que más bien debería ser visto nada más que como medio para vivir mejor, y probablemente dado que se trata de algo que atrae, como el televisor, el auto, el celular o el computador, entonces aquello, no obstante ser tan solo medio, pasa a ser el fin buscado: / ... / ciertos medios pueden identificarse con algunos fines e incluso pueden convertirse en fines, dejando en la sombra, en lo indeter­ minado, en lo posible, aquello para lo cual pudieran servir. / Las técnicas modernas de la publicidad y la propaganda han explotado a fondo la plasticidad de la naturaleza humana que permite desarrollar necesidades nuevas, suprimir o transformar necesidades antiguas. Estos cambios confirman que solo permanecen invariables y universales los fines enunciados de forma general e imprecisa, y que por el examen de los medios se efectúa a menudo la elucidación del fin (Tda, p. 422). Está claro a su vez que de los medios de que se dispone dependen los fines: “Hay fines que parecen tanto más deseables, cuanto más fácil es su realización. Por eso, resulta útil mostrar que si, hasta ahora, no se ha tenido éxito, obedece a que se habían ignorado los buenos medios, o que se había olvidado de emplearlos. Cabe señalar, a este respecto, que lo imposible y lo difícil o sus opuestos, lo posible y lo fácil, no siempre conciernen a la imposibilidad y la dificultad técnicas, sino también morales, lo cual se opone a las exigencias, lo cual acarrearía sacrificios que uno mismo no estaría dispuesto a asumir” (Tda, p. 423).

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Giannini, Humberto: La reflexión cotidiana, Santiago: Universitaria, 2004, p. 43.

Como observamos, un fin se justifica en la medida que se cuenta con medios posibles para su realización. Esto es importante porque nos ayuda a reflexionar sobre las utopías, en las cuales como expresión de un máxi­ mo idealismo, se considera casi exclusivamente el fin que se persigue, sin atender a los medios de que efectivamente se dispone. Y así también con­ cierne esto al término “idealista”, como se lo usa habitualmente, incluso con un sentido peyorativo, como también “soñador” o “romántico” . Mas, sucede a su vez que fines elevados pueden ser alcanzados a través de medios que son muy asequibles. Esto es lo que trasunta en el siguiente pasaje de los Sermons de Bossuet: “/.../ el Dios no les niega nada necesario a los pecadores, quienes necesitan tres cosas: misericordia divina, fuerza divina, paciencia divina / . . . / ” (Tda, p. 423). Si bien, como establece Kant, el hombre siempre debe ser considerado como un fin en sí mismo y nunca como un medio, alguna justificación encontramos igual en la siguiente provocativa reflexión de Goblot en su obra La lógica del juicio de valor: Ya amamos cuando adivinamos en el amado una fuente de felicidad inagotable, indeterminada, desconocida /.../ Entonces, el amado todavía es un medio, un medio único e imposible de reemplazar con fines innumerables e indeterminados /.../ Amamos verdaderamente, amamos al amigo por él mismo, como el avaro ama su oro, cuando, una vez que el fin ha dejado de ser considerado, el medio es el que se convierte en fin, cuando el valor del amado, de relativo, ha pasado a absoluto (Tda, pp. 423-424). Interesante lo que sostiene Goblot, en cuanto el planteamiento kantiano de validez supuestamente universal de considerar al otro siempre como un fin, se relativiza; por ejemplo, cuando recién conocemos a alguien, probablemente ese verlo como fin en sí mismo es ilusorio pretender que se cumpla de alguna manera en lo inmediato; no hay nada garantizado en ello79. Lo mismo sucede, podríamos agregar, con el hecho de no ver al otro jamás como objeto, sino siempre como otro sujeto igualitario. Tal vez

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Goblot es un lógico francés que viviera entre 1858 y 1935. Enseñó filosofía primero en Caén y luego en Lyon, viniendo de la “Escuela Normal Superior”.Tardíamente se dedicó a la sociología, en la que tiene importantes publicaciones. En su época fue radical, dreyfusista y defensor de los derechos del hombre.

ello tiene una justificación ideal, pero en las relaciones humanas concretas es probable que al comienzo de una relación haya cierta objetualización, sucediendo en el curso de ella que se transforma y el otro pasa a ser un sujeto como yo mismo me considero como tal. Con todo, reconociendo la fuerza y legitimidad del planteamiento kantiano, aunque esté enjuego más bien en ello un ideal, cómo no ad­ vertir que suele suceder que la consideración como medio del otro es nefasta y va acompañada de una negación de lo propiamente humano, personal, único e irrepetible, que es cada cual. Así Simone Weil, citada por Perelman, plantea que un fin verdade­ ramente revolucionario sería tomar en cuenta antes que al producto al trabajador. Esta consideración me trae a la memoria una noticia en Chile, de algún tiempo atrás, respecto de un litigio relativo a unas temporeras en Talca, que en la cosecha de algún fruto se quemaron la piel con los químicos que le ponen a ese fruto, y su reclamo fue que se las considere como trabajadoras con sus derechos, sin que se fije la atención única­ mente en el producto como único y primordial fin de la producción. Se trata, pues, de que el fin no sea la fabricación de un producto, sino la preocupación por los empleados. Simone W eil sobre esto: Hasta ahora los técnicos nunca han tenido otra cosa en mente que no sean las necesidades de la fabricación. Si se tuvieran siempre presentes las necesidades de quienes fabrican, toda la técnica de la producción debería transformarse poco a poco (Tda, p. 424)80.

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Simone Weil vivió escasos 34 años; nace en 1909 y muere en 1943. D e origen judío, no obstante nunca profesó el judaismo, sino que más bien se fue haciendo cada vez más cristiana. Se formó en la “Escuela Normal Superior” en París, trabajó en Liceos enseñando filosofía, teniendo en aquella época una rela­ ción de amistad con otra gran filósofa: Simone de Beauvoir. Sin embargo, pronto se retira de la filosofía y se dedica a trabajar en una fabrica com o obrera, concretamente en “Renault”. Sobre la base de esta experiencia habrá de plantear que uno de los grandes males que afectan a la humanidad es la separación entre el trabajo intelectual y el trabajo manual.Weil pasó a ser una activa luchadora por la causa socialista. En París se encuentra con León Trotski, con quien discute acerca de lo controvertido que le parece el estalinismo reinante en Rusia. Cuando comienza la Guerra Civil española parte a Barcelona a luchar por el bando republicano. En la última etapa de su vida trabaja por la “Francia libre” bajo la ocupación nazi y al servicio de Charles de Gaulle. Pronto en todo caso se retira de esta actividad. Finalmente contrae tuberculosis y se dice que se deja morir con el fin de hacer causa común con los que sufren penurias en aquella época en Francia.

Por otro lado, el mencionado trastrocamiento entre medios y fines pue­ de ser deliberadamente utilizado por el orador, lo que constituye otra vertiente del argumento pragmático. Perelman: Cuando se trata de la orientación recíproca de dos actividades, el orador presentará como medio la que quiera subordinar a la otra y, por consiguiente, devaluar, como en la máxima: hay que comer para vivir y no vivir para comer (Tda, p. 426). Visto el argumento pragmático de esta forma, cabe resaltar cómo estamos de manera igualmente radical determinados por la jerarquía, siendo esto así a su vez sobre la base de lo valórico. Desde el momento que valoramos, preferimos más unas cosas que otras, estableciendo a la par jerarquías que nos orientan en la acción. Al ser nuestra racionalidad eminentemente proyectiva, procuramos ordenar posibles acciones en relaciones entre unas actividades que se subordinan a otras, como asimismo entre medios y fines. Mas, según nos recuerda Perelman, es necesario tener en cuenta lo siguiente: N o olvidemos que, si es cierto que el fin valora los medios no siem­ pre los justifica; pues su uso puede ser condenable en sí, o tener consecuencias desastrosas, cuya importancia puede superar la del fin buscado. N o obstante, un fin noble, atribuido a un crimen, disminuirá el asco que se siente, no solo con respecto al criminal, sino también por su acto: el asesinato político, el crimen del idealista, aun cuando se los castiga con más severidad que el crimen crapuloso, no son objeto de una condenación moral sin reparos (Tda, p. 427). Es de la mayor relevancia lo recién planteado: que el crimen —y di­ gámoslo con todas sus letras: el asesinato por parte de un idealista—es cualitativamente distinto de un asesinato vulgar, con fines nada más que particulares, como el realizado por un narcotraficante, por ejemplo. Con todo, es cierto que en nuestra época, en la que el terrorismo internacional está sobredimensionado y tiene todos los días expresiones terriblemente crueles con masacres de inocentes, tendemos a calibrar esos asesinatos con el mismo rasero que un vulgar crimen. Es comprensible pues que tendamos hoy a olvidar esas relevantes diferencias. Consideremos también que, dado que medios y fines están tan tra­ bados entre sí, pueden cambiar de signo bajo determinadas circunstan­

cias. Ya examinamos la posibilidad muy frecuente de la conversión de medios en fines. Veamos ahora el caso inverso: la conversión de fines en medios. Mas, cabe decir de inmediato, al respecto, que está claro que no es deseable que los fines se transformen en medios, ya que esto acarrea consigo devaluarlos. Pensemos, por ejemplo, si se devalúa la moral o la persona como medio, desde un punto de vista kantiano. Pero, con todo lo injustificado que eso es, por cierto que en la cruda realidad sucede todo el tiempo. En relación con la conversión de fines en medios, el siguiente texto de Jankélévitch de su Traite de vertus: Ustedes dicen: no es necesario sufrir, sino curar / .../ En esta identi­ ficación de la actividad moral con las técnicas, ¿quién no reconoce la filosofía de la aproximación farisea, es decir, de la fullería? Desde luego, si se puede curar sin cirugía ni cauterios, no hay de qué mo­ lestarse. Pero, desde el punto de vista moral se dice que trabajaremos en el dolor y que la anestesia será la peor de las trampas, puesto que desconoces este medio que es el fin mismo (Tda, p. 425). Interesante caso de conversión de fin en medio, ya que el dolor por sí mismo se supone que no solo nos ayuda a crecer espiritualmente, sino que supone el encontrarse ya en una vivencia espiritual, de tal manera que si lo suprimimos o lo reemplazamos por una cura sin dolor, se pierde esa posibilidad; está claro que aquí se está pensando en el plano moral y espiritual, y no meramente físico. Así y todo, respecto de lo que sea la secuencia dolor-cura resulta difícil que el medio del dolor pudiera convertirse en fin, y mutatis mutandis el fin de la cura en el medio del dolor. Eso sí, resulta más convincente cuando cierto valor, normalmente considerado como fin, supongamos la honestidad, se convierte en medio que se ordena a un fin superior. Al mismo tiempo, se da también la situación de cambiar fines apa­ rentes por fines reales. A propósito de ello, lo siguiente: “Se cuenta que Harry Stack Sullivan disuadía a algunos enfermos mentales del suicidio mostrándoles que el deseo del suicidio solo era en ellos un esfuerzo por renacer otra vez” (Tda, p. 427). Tal vez una inteligente forma de disuadir a un suicida de su propósito de ponerle punto final a su vida81.

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Harry Stack Sullivan fue un psiquiatra norteamericano, nacido en Norwich, al lado de Nueva York, en 1892, y muerto en París en 1949. Pertenecía a la corriente del psicoanálisis, mas planteando algo nuevo

Y algunas consideraciones finales en torno a la relación medio-fines: “El medio que prevalece —que requiere menos sacrificio para el fin pre­ visto—goza de un valor inherente, esta vez, a esta superioridad” (Tda, p. 428). Si esto igual se cumple, cabe agregar, en el bien entendido de que es evidente que hay situaciones extremas, como la guerra, por ejemplo, que suelen exigir un sacrificio enorme en aras de alcanzar el fin que se persigue, por ejemplo derrotar al enemigo agresor sobre la base de una justificada defensa. Respecto de ello, basta traer a colación el “Desembarco en Normandía”. En otras palabras, fines elevados y difíciles de alcanzar, como derrotar a Alemania y el nazismo en la II Guerra, demandan grandes sacrificios y por lo tanto ingentes medios. Pero en ello puede tratarse también de casos controvertidos, como lo que diera a conocer un espía británico, antes de morir, que tenía acceso privilegiado a las informaciones sobre los planes de guerra del centro de operaciones de Hitler. Más concretamente, él tenía acceso a la máquina codificadora “enigma” . Churchill supo que se planificaba la operación “Claro de luna” y habría tomado la decisión de no evacuar Coventry, ciudad que iba a ser bombardeada, con el fin de que no se supiera del acceso británico a la información. O como lo que trasunta, en la increíble noticia sobre el espía argen­ tino Ernesto Hoppe, cuya misión en 1943 era traer 40 cajas a Argentina sobre todo con oro de los jerarcas nazis que a esas alturas ya advertían que la guerra se perdería. También por supuesto aquí la determinación de la relación entre medios y fines, tanto por parte de los nazis como del espía, y en el caso de los primeros el despliegue impresionante de medios que suponía (que incluían un submarino y productos de todo lo que les habían robado a los judíos) en relación al fin que perseguían, que era encontrar un futuro en Argentina:

respecto de esta, que él mismo describió com o “psicoanálisis interpersonal”. Él pensaba que la psicopatología tenía que ver con deficiencias en las relaciones humanas, y que ello tenía repercusiones en el inconsciente. Junto con Erich Fromm, Erik H. Erikson, Karen Horney, y otros, representaron un nuevo movimiento en la psiquiatría. Se supone que probablemente a causa de su declarado homosexualismo y su relación de convivencia con un joven de apenas 15 años, que finalmente adoptó su apellido, pasando a llamarse Jimmie Sullivan, no recibió en aquellos años el mismo reconocimiento que sus pares. Es más, su postura homosexual la llevó a tal extremo que a muchos pacientes les diagnosticaba alteraciones psicológicas en función de un supuesto homosexualismo latente, resultando de ello que estos pacientes comenzaron a experimentar con la práctica de relaciones homosexuales.

Espionaje, robos, botes espías, aterrizajes clandestinos, transmisiones sin cable, contraseñas, automóviles veloces, esposas embarazadas, burdeles españoles, denuncias, trampas, prisiones de servicios secretos, escapes en hospitales. ¿Una novela policial? No. U n plan secreto de los jerarcas nazis para traer a la Argentina un valioso botín de guerra en un submarino, según se desprende de la confesión de un espía argentino que trabajaba para Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, difundida ayer por los Archivos Nacionales británicos. El documento acaba de ser desclasificado por el servicio secreto británico MI5, entre otros 180 archivos. Los detalles del plan se conocieron en 1943, luego de 30 días de interrogatorio a un “rufián sin principios” según la descripción del llamado Ernesto Hoppe82.

2 . 1. 6. A rgum ento

de despilfarro

Es patente que el argumento del despilfarro es también un poderoso argumento que ha marcado el rumbo de la historia. Distingue a este ar­ gumento ir más allá del argumento pragmático. En el plano humano se justifica el argumento pragmático en función de ciertos fines próximos a realizar, y que precisamente son realizables sobre una base realista y empírica, como es así por lo general para el sentido común. Mas hay fines tan elevados y que juegan un papel decisivo en la historia —como la justicia social, el bien común, la paz—que demandan, en aras de su reali­ zación, sacrificios y más sacrificios, que a la larga pueden incluso derivar en un fracaso. Es aquí donde entra a tallar el argumento de despilfarro, el cual abre la mente, el entusiasmo y nuestros anhelos más recónditos, a veces incluso hasta lo sensatamente inalcanzable o que, al menos, no parece plausible de aquí a un tiempo indefinido. Es cierto que en el ca­ mino suelen ir quedando obras y que, si bien no se llega a una plenitud anhelada, es mucho lo que se ha avanzado. Es más, podría decirse que es así precisamente como avanzan los pueblos y las naciones, y —qué duda cabe—los individuos. Mas es posible también que, como en la búsqueda de aquello que llamara Kant la “paz perpetua”, al final en los hechos el

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Diario El Clarín de Buenos Aires el 5 de septiembre de 2007.

camino emprendido no tenga sino como resultado guerra y violencia, y podría agregarse que algo similar ha ocurrido con loables fines que ciertas ideologías proponen de manera aparentemente bien fundamentada y que, a la postre, las consecuencias para la distintas sociedades en que aquello se ha puesto en práctica resultan nefastas. Ahora bien, lo interesante de reconocer en el argumento de despil­ farro es que en los hechos mismos, cuando una finalidad es tan lejana, las personas involucradas en ello justifican lo que hacen sobre la base de un argumento de esta naturaleza, sin tomar conciencia de ello y mucho menos teniendo claridad que en sus decisiones y consiguientes acciones los determina este argumento. En razón de ello, él es de los más cercanos a aquello que, se dice, es lo último que se pierde: la esperanza. Por otra parte, sucede que lo que puede volver inútiles nuestras acciones y los sacrificios que hacemos por algo es el hecho de que aban­ donemos el barco a medio camino, antes de haber atracado en algún puerto. Podríamos decir que también desde esta perspectiva se presenta una semejanza muy notoria con el juego, en particular con los juegos de azar. En la ruleta podemos estar apostando una y otra vez, ya sea a un número determinado o a varios, haciendo muchos sacrificios económicos y siempre con la expectativa de que el triunfo final justificará todo aquello, lo que por supuesto no siempre, o incluso escasamente, se cumple. Lo mismo sucede con las concesiones: ya concediste algo, de tal modo que tienes la sensación de que no importa que hagas una concesión más. Y esto se da así en los más diversos ámbitos humanos. Es más: suele ser la clave para que ciertas relaciones o situaciones se mantengan. Por ejem­ plo, en la relación de pareja, si da la casualidad que ella tiene muy mal genio, pero tú la quieres, estarás obligado a soportar muchas situaciones de hostilidad, agresividad y probablemente hasta ofensas y demás. Y pre­ cisamente porque ya hiciste una, dos o muchas concesiones, te dices a ti mismo cada vez: ¡qué más da una más! y así continúas. Por supuesto que es posible también de que alguna vez la gota rebase el vaso y le pongas punto final al asunto. También se da esto en la bolsa de comercio, y —como veíamos re­ cién—en el juego, justamente en razón del parentesco que tiene la bolsa con los juegos de azar: si has comprado ciertas acciones, y comienzan a bajar, argumentativamente haces la concesión de que este proceso a la baja no se ha de mantener mucho tiempo, y persistes, pero como ello

continúa, vuelves una y otra vez a hacer esta concesión. Y lo mismo, si la acción va en alza. ¿Cuál es el momento de vender? ¿Cuándo es el pie del alza? También aquí comienzas a hacer concesiones. Tu estrategia se mueve entre astucia, oportunidad, paciencia, serenidad, persistencia. Para ser un buen corredor de la bolsa requieres fuertes dotes en cada una de estas aptitudes o virtudes. Desde luego la paciencia y la serenidad asociadas con ella es lo que te asegura continuidad y persistencia; a su vez, frialdad (que corresponde a lo que los alemanes llaman Nüchternheit) y aplomo al momento de tomar la decisión, lo cual alude a una no-vacilación, un no-titubeo. Por último, se agrega todavía tal vez lo más importante: una mezcla entre riesgo y contención. El argumento de despilfarro opera muy significativamente en el ámbito existencial y sin duda que es en este ámbito donde reviste mayor justificación. Veamos cómo se presenta el argumento en cuestión teniendo como referente lo que Roland Barthes describe como “escena de la espe­ ra” en sus Fragmentos de un discurso amoroso: cuando estamos esperando que llegue alguien (y se trata de alguien que amamos), comenzamos, de manera consciente o no, a hacer concesiones, en este caso, de orden temporal: he esperado supongamos 5 minutos y la persona no llega; voy a esperar 5 minutos más; la persona no llega; me digo a mí mismo entonces que, bueno, esperaré otros 5 y mi límite será por lo tanto de 15 minutos de espera en total; la persona sigue sin llegar, y entonces otra vez me digo que voy a conceder una nueva posibilidad de que efectivamente llegue en los próximos 5 minutos; mas la persona en cuestión sigue sin aparecer; ¿Qué hago a continuación? ¿Me voy o le otorgo otros cinco minutos? (Fda, pp. 91 ss.). Y a veces se trata en todo esto no solo de la espera de la promesa de un amor, de la amada, sino también del médico, o de una persona que inviste algún cargo. Ello nos hace ver que en las más diversas situaciones quien ocupa el lugar, en cierto modo, subalterno (que en el caso de los Fragmentos de Barthes, corresponde irónicamente a la figura del “enamorado”) está por supuesto más determinado por el argumento de despilfarro y que suele presentarse a la vez como un argumento de la concesión. Nuestro argumento impregna de este modo muy íntimamente las relaciones humanas, desde el momento que ellas están fuertemente ca­ racterizadas por las concesiones que es necesario realizar en aras de que se prolongue en el tiempo un amor, una amistad, un matrimonio, una

sociedad, una empresa, un negocio, una buena relación con los países vecinos. Es sugerente pues cómo el argumento del despilfarro es capaz de entrelazar vivencias humanas materiales y espirituales que van desde los negocios, pasando por ciertos juegos de azar, hasta el amor y —como veremos en la siguiente cita—inclusive la fe. Y en todos estos ámbitos corremos el riesgo de ir a pérdida y que el despilfarro resulte, al final del día, inútil. El argumento del despilfarro consiste en decir que, puesto que ya se ha comenzado una obra, aceptado sacrificios que serían inútiles en caso de renunciar a la empresa, es preciso proseguir en la misma dirección. Es la justificación proporcionada por el banquero que sigue prestando al deudor insolvente esperando, en resumidas cuen­ tas, sacarlo a flote. Es una de las razones que, según Santa Teresa de Jesús, incita a orar, incluso en periodo de “sequía” . Se abandonaría todo, escribe, si no fuera: “que si no se le acordase que hace placer y servicio al Señor de la huerta, y mirase no perder todo lo servido, y aun lo que espera ganar del gran trabajo que es echar muchas veces el caldero en el pozo y sacarle sin agua / . . . / ” (Tda, p. 430). Bella y profunda comparación que, en todo caso, tiene la salvedad, ten­ dríamos que resaltar aquí, que tanto la fe como el amor en su manifestación más genuina son por esencia puro despilfarro, en cuanto se trata de orar o de amar, sin esperar nada a cambio. Y agreguemos que cuando no se ora o ama así, lo más probable es que se trate de una pseudo-fe o de un pseudo-amor. Tanto la concepción del amor de San Pablo en Corintios 2, como en lo que se refiere a la fe, el orar desasido de los Tratados y sermones de Meister Eckart nos hablan de ello83.

2 . 1.7. Argumento de lo redundante Perelman hace a su vez una distinción entre el argumento de despilfarro y de lo redundante. El primero nos anima a continuar hasta el final en lo que sea el caso, y, como hemos visto, ello puede darse en principio en cualquier terreno: económico, político, religioso, o de otra naturaleza.

83

Eckhart, Meister: Tratados y sermones, trad. de Ilse M. Brugger, Barcelona: Edhasa, 1983,“Del desasimiento”.

El argumento de lo redundante, en cambio, ofrece una explicación o justificación, que perfectamente se podría evitar. Al respecto, el siguiente argumento de lo redundante en Leibniz, de su Discurso de metafísica (citado por Perelman), es esclarecedor: Cuando se está en serio en estos sentimientos que lo atribuyen todo a la necesidad de la materia o a cierto azar / . ../ es difícil que se pueda reconocer a un autor como inteligente en cuanto a la naturaleza. Pues el efecto debe responder a su causa, e incluso se lo conoce mejor por el conocimiento de la causa, y no es razonable introducir una inteligencia soberana ordenadora de las cosas, y después, en vez de emplear su sabiduría, servirse solo de las propiedades de la materia para explicar los fenómenos (Tda, p. 434). Cabría decir, a propósito de esto, que se trata de un texto ejemplar que nos sirve para abordar el problema de la relación del conocimiento científico con un supuesto Dios creador y ordenador, dado que si la ciencia logra explicar, supongamos, el comportamiento de los astros, en función de la gravitación, la introducción de Dios pasa a ser una explicación redun­ dante. Y así efectivamente le ocurrió al propio N ew ton que no se pudo librar del reproche de magia por parte de Christian Huygens, y otros, en aras de explicar la actio in distans (acción a distancia) de los astros que se atraen unos con otros. Asimismo se le reprochó a N ew ton no explicar propiamente la causa de la gravedad, sino solo del movimiento, a lo que Newton replicó con la sentencia que se hizo célebre: hipothesis non Jingo. El pasaje se encuentra en el General Scholium, donde dice: I have not as yet been able to discover the reason for these properties of gravity from phenomena, and I do not feign hypotheses” (No he sido capaz de descubrir la razón de estas propiedades de los fenó­ menos, y no finjo hipótesis) (Newton, Philosophia naturalis. Principia mathematica, General scholium, 1713). Por otra parte, por lo que se sabe, igual N ew ton daba cabida por su propia cuenta a la posibilidad del supuesto éter como causa de la acción a distancia. Tal vez esto mismo hizo tomar conciencia a Einstein de que en cuanto a la teoría de la relatividad, o lo que fuere, era necesario dejar fuera lo que en el contexto en que ahora nos movemos llamaríamos hipótesis redundantes, aunque él mismo fuera creyente.

Cóm o no reconocer que con ello se plantea un problema crucial en la ciencia, por cuanto a partir de sus distintos desarrollos, explicaciones y teorías siempre va logrando mostrar que cualquiera hipótesis divina queda fuera de competencia desde el momento que con la sola razón y el método científico se logran explicaciones satisfactorias. Leibniz diría, a propósito de esto, que se alcanzan razones siquiera suficientes relativas al comportamiento de un fenómeno en particular. Veamos a continuación un caso muy similar de una hipótesis redun­ dante en la ciencia: el caso del así llamado “flogisto”: En 1702 el químico Georg Ernst Stahl introdujo el concepto de los “cuerpos singulares”, que más tarde se llamarían “elementos quí­ micos”. Ya en 1642 habían planteado Joachim Jungius y en 1661 R obert Boyle que todos los cuerpos estarían hechos de pequeñas partículas, que constituían los distintos materiales de la naturaleza. Algunos de estos materiales no se podrían seguir subdividiendo. El pensamiento fundamental de los elementos químicos no tuvo, sin embargo, consecuencia práctica alguna para la química. Stahl deduce la existencia de estas sustancias elementales a partir de reacciones químicas. El indaga sobre el parentesco (“afinidad”) de distintas sustancias (especialmente de ácidos y metales) entre sí y lo expone en una tabla. Junto con ello, reconoce los “cuerpos singula­ res”, cuya interrelación estaría posibilitada por un material hipotético de fuego común a todos: el flogisto (ChD, p. 383). Curioso cómo en aquella época se concibió algo que llene el vacío entre cuerpo y cuerpo —el flogisto—así como más tarde sería el éter, que llena los espacios siderales. Todo ello habla del horror vacui que desde siempre ha poseído al hombre; pero, habría que precisar, ha poseído especialmente al hombre occidental, pues, por la contraparte, el hombre oriental, influido por su filosofía, budista o taoísta, no solo concibe el vacío e incluso la nada, sino que también le encuentra un sentido.

2. í . 8 . Argumento de la dirección y procedimiento de etapas En lo fundamental el argumento de la dirección está basado tanto en el ar­ gumento pragmático como en el argumento de despilfarro. Recordemos,

en cuanto a este último, que cuando un fin a alcanzar es demasiado lejano o difícil, suele suceder que tenemos que servirnos de muchos medios para cumplir con nuestra meta, los que a la vez van siendo utilizados, gastados, o incluso sacrificados. Vale decir, sucede generalmente que una vez que nos hemos servido de varios medios, estamos dispuestos a seguir con el mismo procedimiento, sin que en principio este proceso se justifique detenerlo; en cierto modo, los medios se traducen en un etcétera. Y esto puede suceder no solo en razón de la lejanía de un fin, sino también de las dificultades que se van presentando en el camino. Está claro que un fin puede ser más o menos alcanzable en función de lo difícil que puede resultar precisamente alcanzarlo. Reconozcamos relativamente a esto que ambas situaciones —de la lejanía o cercanía y de la dificultad o facilidad de un fin—tienen que ver con cierto margen que hay entre posibilidad e imposibilidad. Esto es en sí mismo interesante: la cuestión de movernos siempre en ese margen. Por ejemplo, la utopía se acerca demasiado a la imposibilidad, mientras que muchos fines están perfectamente dentro del margen de posibilidades factibles. Por otra parte, la lejanía en el tiempo de un fin va de la mano con la dificultad. Justamente el largo sendero en el tiempo, con todos los reveses que ello pueda presentar, conspira en que un fin lejano tenga que enfrentar muchas dificultades para su realización. Pensemos por ejemplo en las Cruzadas y el propósito de recuperar Jerusalén. Pues bien, el argumento de dirección determina ante todo la ruta, diríamos la gran avenida, en pos de un fin, y en razón de ello este ar­ gumento corresponde analizarlo teniendo a la vista otro argumento del cual el argumento de dirección se sirve, pero que, por la contraparte, se le enfrenta y lo contraría: el procedimiento de etapas. Me explico: en aras de alcanzar un fin ante todo marcamos el rumbo con el argumento de dirección, precisando hacia dónde nos dirigimos, qué es lo que per­ seguimos, y por cierto también, de qué medios nos valemos para ello. Mas luego sucede que en el camino se van presentando dificultades o tal vez nuevas oportunidades que tanto habrán de apurar el cumplimiento del fin o retrasarlo. Y entonces se hace muy factible que en vistas de lo que se va dando en las etapas el fin último se modifique. Por cierto lo que interesa aquí es hasta qué punto ese fin se modificará, ya que podría eventualmente alterarse del todo. Muy decidora es aquí la imagen de la

bicicleta, que tanto más inestable es cuanto más lenta va. Y así sucede con las etapas hacia un fin, que nos llevan a tambalear en ellas. Pensemos por ejemplo en la fuerte inversión en Ferrocarriles del Estado, en particular durante el gobierno de Ricardo Lagos: al parecer la puesta en marcha y las primeras etapas son exitosas, pero luego en las siguientes etapas comienzan a haber cuantiosas pérdidas económicas, debido a lo cual se hace necesario cambiar las metas perseguidas, al me­ nos en lo que se refiere a plazos medianos —si bien esto no altera el fin último que corresponde a un transporte de pasajeros adecuado, seguro y confortable, fin, este último, que, por lo demás, acaba por no cumplirse en absoluto. Podríamos decir al respecto que, justamente en vistas de que el argumento de dirección se vale del procedimiento de etapas, es­ tas mismas pueden alterar el fin, y es entonces cuando más se hace valer el argumento de dirección. Es más: cabe agregar que de seguro que en muchos casos comenzamos únicamente con un argumento pragmático, vinculado con un argumento de dirección, y que luego a este se hace necesario aplicarle el procedimiento de etapas; pues bien, como estas eta­ pas pueden significar una alteración del fin, se hace perentorio entonces la reconsideración del argumento de dirección inicial. C on anterioridad, se ha considerado de forma global y estática la relación entre el fin y los medios. Pero es posible descomponer la prosecución de un fin en varias etapas y examinar la manera en que se transforma la situación; el punto de vista será a la vez parcial y dinámico. En numerosas ocasiones se comprueba que interesa no confrontar al interlocutor con todo el intervalo que separa la situación actual del fin último, sino dividir este intervalo en secciones, colocan­ do jalones intermedios, indicando fines parciales cuya realización no provoque una oposición tan fuerte. En efecto, si el paso del punto A al C plantea dificultades, puede que no se encuentren inconvenientes en pasar del punto A al B, de donde el punto C aparecerá en otra perspectiva; llamemos a esta técnica el procedimiento de las etapas. La estructura de lo real condiciona la elección de las mismas, pero nunca la impone. / El argumento de dirección consiste, esencialmente, en la advertencia contra el uso del procedimiento de las etapas: si cede esta vez, usted deberá ceder un poco más la próxima vez, y sabe Dios dónde irá usted a parar. Este argumento interviene, de forma regular,

en las negociaciones entre Estados, entre representantes patronales y obreros, cuando no se quiere que parezca que se cede ante la fuerza, la amenaza o el chantaje (Tda, p. 435). El argumento de dirección es de una notable relevancia desde el momento que permite tener en vista circunstancias particulares que se manifiestan en las etapas, en los medios, de camino al fin. Visto desde esta perspecti­ va, este argumento se acerca mucho a la vida, sus vicisitudes y avatares: La manera en que se operará la división depende de la opinión que se tiene de la mayor o menor facilidad para salvar las etapas determinadas; es raro que el orden en el que se las examina sea del todo indiferente. En efecto, una vez superada una primera etapa, los interlocutores se encuentran ante una nueva configuración de la situación, la cual modifica su actitud ante el resultado final. En algunos casos, uno de los rasgos de esta nueva situación consistirá en permitir el empleo del argumento del despilfarro, al considerar que la primera etapa es el establecimiento de una base. / Podría asimilarse a un procedimien­ to por etapas toda argumentación en varios tiempos. N o obstante, no se la denunciará como procedimiento, ni se la combatirá con el argumento de dirección, más que cuando, en cada fase de la argu­ mentación, se solicite una decisión y esta sea susceptible de cambiar la manera de considerar una decisión ulterior (Tda, p. 436). Ciertamente alguna etapa puede presentar nuevas dificultades y problemas que obligan a replantearse el fin. Pero también, desde luego —cómo n o - el procedimiento por etapas en aras de alcanzar un fin puede constituir una maniobra que normalmente se expresa en términos de “medidas dilato­ rias”. En otras palabras, se finge que se procura alcanzar un fin, mas en las etapas que conducen hacia allá se va dilatando el proceso. Los ejemplos sobran. La mayoría de los chilenos sabíamos perfectamente que la única posibilidad de que se le hiciera un juicio en serio a Pinochet fue cuando estuvo preso en Londres, y que cuando lo liberaron por intervención del propio gobierno de Chile, el de Eduardo Frei Ruiz-Tagle y su canciller José Miguel Inzulza -y por las razones que fueren, justificadas o no, en términos estrictamente jurídicos— se presentaba como muy plausible que en Chile mismo jamás se haría justicia. Y así se fue extendiendo el proceso con declaraciones y aparentes indagatorias, hasta que todo acabó en nada —en rigor, acabó con la muerte del exdictador. Y lo mismo sigue

sucediendo en gran medida con varios juicios pendientes por violación a los derechos humanos. En general, cada candidato a la Presidencia de Chile llega con la promesa de la necesaria descentralización del país, mas luego una vez en el gobierno la promesa se diluye en distintas etapas que acaban por no conectarse adecuadamente con el fin último. Está claro que el mentado procedimiento por etapas en términos de dilación se da así sobre todo en función de poderes fácticos establecidos, y lamentablemente en el aparato de justicia ello tiene especialmente lugar: procesos que duran años y que en numerosos casos terminan en nada: El procedimiento de las etapas puede convertirse en un argumento positivo en favor de una medida entendida como primera en una dirección que se desea. N o obstante, puede ocurrir que esta argu­ mentación sea solo un fingimiento, una maniobra dilatoria, que se simule considerar una reforma, una medida, como un jalón en una dirección, mientras que se está secretamente decidido a no continuar o, al menos, a no hacerlo más que con una “sabia” lentitud. Entre los sofismas dilatorios, Bentham examina el de la marcha gradual, el cual consiste en “querer separar lo que debería formar un todo, en hacer que la medida sea nula o ineficaz al fragmentarla” (Tda, pp. 436-437). Notable ejemplo del pensador inglés del siglo X IX que define meridia­ namente lo que está en juego con ciertas maniobras y manipulaciones políticas: se separan los pasos, las etapas, las medidas del todo al cual pertenecen, y, podríamos agregar, que esto acarrea un olvido del fin. La comunidad, la población, el país, como puede ser ciertamente también una institución, una universidad, una repartición pública, termina por olvidar lo que perseguía y se queda estancada a medio camino, habiendo tras ello, en definitiva, como decimos, una maniobra. Hay gobiernos que llegan fomentando ideas de bien común y justicia social y no solamente no cumplen con ello, sino que terminan haciendo exactamente lo contrario, generando mayor desigualdad, al aumentar la distancia entre riqueza y pobreza. Y la maniobra que hay en ello es mantener precisamente a todos atentos exclusivamente en resolver problemas puntuales. Pero en política se dan cosas peores aún, como desarrollar solamente el “proyecto número 1” del llamado “Bío-tren” en Concepción, que se puso en marcha el primero de diciembre de 1999, olvidándose de la

segunda parte del proyecto, debido a lo cual el mentado tren no se pudo autofinanciar, ya que las instalaciones —vía y estaciones—no llegaban a los lugares más poblados -C oronel y Lota especialmente—y el fin de la historia es que a raíz de un fallo judicial se procede a desmantelar las estaciones e instalaciones. Así y todo, luego de este enorme traspié, el proyecto se ha retomado84. Cabe aducir que ya la expresión ‘etapa’ conlleva el sacrificio del momento vivido. En otras palabras, no vivimos, no nos sumergimos propiamente en el momento en la medida en que lo vemos como mera “etapa” . Es más, el fin suele incluso actuar como algo velado -u n poder oculto—que se encuentra precisamente al término de lo que estamos haciendo y que induce a que los dados se muevan en su dirección. Se produce entonces la pendiente inclinada en cierta dirección que lleva a que todos los asuntos tengan que ir hacia allá. Perelman cita a este respecto un ejemplo sobre la experimentación en animales del Dr. Henri Baruk, que escribe un artículo sobre “La psiquiatría en la sociedad” : El argumento de dirección, el de la pendiente jabonosa o del dedo en el engranaje, insinúa que no habrá medio de pararse en el cami­ no. La mayoría de las veces solo la experiencia del pasado permite eliminar, desde este punto de vista, a los antagonistas. / He aquí un buen ejemplo de su utilización, a propósito de la experimentación en los animales: “La medicina experimental admitía, en el caso de los animales, que para la utilidad de la medicina humana se podía sacrificar al animal. Enseguida se introdujo la idea de que para la utilidad del conjunto de la humanidad, se podían sacrificar algunos seres humanos. Por supuesto esta idea suscitaba, al principio, fuertes defensas internas, pero la costumbre siempre termina por implantarse. Se empieza admi­ tiendo la idea de la experimentación en condenados a muerte, luego se emite la idea de la experimentación de los prisioneros de derecho común y, por último, ¡se concibió la idea de la experimentación en los enemigos! El camino de las ideas es, como se ve, extremadamente temible y al mismo tiempo insidioso” (Tda, p. 438)85.

84 85

Cfr. http:/ / es.wikip edia.org/w ik i/ Historia_y_desarrollo_del_Biotr%C3%A9n Henri Baruk, psiquitra francés que fuera casi centenario, vivió entre 1897 y 1999. En una primera etapa investigó sobre tumores cerebrales. Luego, en el marco de la psiquiatría experimental, investigó sobre “ca­ tatonías” en los animales. Durante 35 años fue director del Manicomio Nacional de Charenton en París.

Ejemplo, como podemos apreciar, terrible, que muestra con sobresaliente lucidez cómo los asuntos humanos suelen deslizarse por una pendiente inclinada y ya nada hay que los detenga, haciendo por de pronto que todo tenga que rodar precisamente en la misma dirección. Una cosa va llevando argumentativamente a la otra, y esto, como en el ejemplo citado, más que nada sobre la base de concesiones que vamos haciendo: Al invocar la costumbre, el Dr. Baruk proporciona una razón a favor de la tesis que constituye lo esencial del argumento de dirección, a saber: la persona no es dueña de su comportamiento ulterior, ni sa­ brá detenerse en una etapa dada de la evolución en cierta dirección (Tda, p. 439). Nuevamente se declaran en esto similitudes con el argumento de des­ pilfarro, que hemos examinado anteriormente. Desde el punto de vista de ciertas conductas criminales o pervertidas, sucede también que a esos sujetos los determina un argumento de concesiones (si lo podemos llamar así): si ya mandaste a matar a alguien, las siguientes órdenes te importarán menos; si ya violaste a alguien, la siguiente víctima es más fácil. Ahora bien, en todos los ejemplos que destacamos recién, que son ejemplos de la aplicación del argumento de despilfarro, corresponde poner de relieve que el procedimiento de etapas es justamente lo que nos puede salvar del despeñadero del despilfarro. En cada etapa podemos tomarnos cierto descanso y poner en cuestión si hemos de continuar en un perpetuo sacrificio que al menos hasta ahora no reporta beneficio alguno. El comerciante que instala alguna tienda ofreciendo algunos productos sabe muy bien de lo que estamos hablando aquí, y en él se presenta en forma viva, y a la vez frecuentemente dramática, la tensión que se genera entre todos estos argumentos: pragmático, de sacrificio, del despilfarro, de la dirección y del procedimiento de etapas. Es frecuente que un co­ merciante en la instalación de algún negocio tarde varios años en lograr tener recién ciertas utilidades. Si bien lo pensamos, los últimos argumentos señalados reflejan muy especialmente de modo inequívoco el modo de ser argumentativo del hombre. Respecto del argumento de dirección asociado con el proce­ dimiento de etapas, veíamos cómo está directamente ligado a conce­ siones o no concesiones que hacemos sobre esto y lo otro. A su vez, el argumento de la dirección está asociado, como hemos visto, con el

argumento pragmático. Se trata de que al trazar una finalidad a realizar, marcamos una dirección a seguir y, junto con ello, las etapas que para ello es necesario cubrir.

2 . 1.9. A rgum ento de superación Precisemos de antemano que ‘superación’ se entiende aquí no al modo de dejar algo atrás, sino de un dinámico superar etapas que va aparejado con un superarse a sí mismo. El argumento de superación es distinto al de la dirección, de acuerdo con el cual se define y se traza previamente una dirección hacia la cual moverse en lo que sigue. En el argumento de superación, en cambio, la meta a alcanzar no está claramente delineada, sino que se trata, por ejem­ plo, de ser historiador, abogado, médico, masón, cristiano, musulmán, budista, y todo lo que se va decidiendo a continuación se traduce en un ser cada vez más genuinamente aquello, demostrando esto, por ejem­ plo, a través de planteamientos y propuestas —y aclaremos: tan solo en el sentido de ser algunas de esas posibilidades a cabalidad y no en cuanto a adoptar una conducta radical o extrema. Lo que se tiene claro es esto y nada más, y se trata de caminar por esa senda, ahondando cada vez más el surco que se ha abierto. Vistas las cosas así, el argumento de superación en lo fundamental es un argumento de autosuperación. Veamos cómo Perelman parte por introducirnos en el argumento de superación: / . . . / los argumentos de la superación insisten en la posibilidad de ir siempre más lejos en un sentido determinado, sin que se entrevea un límite en esta dirección, y esto con un crecimiento continuo de valor. Como lo declara una campesina, en un libro de Johandeau: Plus c’est bon, meilleur c’est (cuanto más bueno, mejor es). Así Calvino afirma que nunca se exagera en la dirección que atribuye la gloria, la virtud a Dios: “Pero nosotros no leemos en absoluto que se haya reprendido a algunas personas por haber bebido demasiado de la fuente de agua viva” (Tda, p. 443). William Pitt replicaba con un argumento de superación a quienes esti­ maban que era hora de que Inglaterra entablara negociaciones de paz con

Francia, diciendo: “Q ue estemos hoy más seguros, no solo lo admito, sino que pretendo también que las perspectivas mejoren de día en día y que esta seguridad esté cada vez más asegurada” (Tda, p. 444). Como podemos observar, este también es un argumento de los que podemos afirmar que ha movido el mundo. A cada cual le ocurre, en mayor o menor grado, que no tiene muy claro lo que quiere, pero al menos sabe que hay algo que le interesa, y ello puede corresponder a la música, al budismo zen, a la filosofía, a hacer negocios, a ser agricultor, ajedrecista o coleccionista de algo en particular. Así como, según Calvino, a nadie se le critica por haber bebido demasiado de la fuente de agua viva, así el argumento de superación da lugar también al fanatismo, muy fuerte y frecuente en la política y en la religión. Es más: podríamos decir que lo que caracteriza al fanatismo es basarse exclusivamente en un argumento de superación, sin que importe nada más, y, a fin de cuentas, dejando en la oscuridad qué es exactamente lo que se persigue. Así, puede ser que se es antinorteamericano, y nada más, y se está dispuesto entonces a hacer lo que fuere, fortaleciéndose cada vez más en esa postura. Y lo mismo sucede con el antisemitismo: Lo que vale no es realizar un objetivo, alcanzar una etapa, sino continuar, superar, trascender, en el sentido indicado por dos o va­ rios jalones. Lo importante no es un objetivo bien definido. Por el contrario, cada situación sirve de jalón y de trampolín que permiten proseguir indefinidamente en cierta dirección (Tda, p. 444). Al sopesar que también hay ejemplos negativos del argumento de supe­ ración, como el del sicario que procura hacer cada vez su labor criminal, resulta entonces al menos dudoso vincular a secas la superación con la autosuperación. Es patente que el argumento de superación opera activamente en quienes —decimos— se la juegan por algo, y por eso incluso suscitan admiración, aunque muchas veces estén equivocados en lo que hacen. Este argumento le da pleno sentido a la lucha por un ideal —supongamos la justicia, el bien común, la paz—y justamente además porque estos se presentan como inalcanzables. En otras palabras, sucede que, por ejem­ plo, tenemos a la vista que nuestro objetivo es la justicia, y entonces desplegamos un argumento de superación —estemos conscientes de ello o no—por cuanto se trata de embarcarnos en una perpetua superación en

aras de alcanzar la justicia. Visto de esta forma, el ideal como inalcanzable, se mantiene recóndito y en el mejor de los casos lo que vamos pudiendo alcanzar son reflejos y destellos de él, pero jamás él mismo: Para fundamentar esta concepción de una dirección ilimitada, cuyos términos están jerarquizados, se presentará al final un ideal inaccesible, pero cuyos términos realizables constituyen encarnaciones cada vez más perfectas, cada vez más próximas al último término; serían su “espejo” e “imagen”, es decir, hay, del ideal a ellas, un movimiento descendente que garantiza el carácter inaccesible de este, cualesquiera que sean los progresos efectuados (Tda, p. 445). Nuevamente sucede aquí, en relación con el argumento de superación, que a través de él se nos revela nuestro modo de ser argumentativo. Podríamos decir que desde el momento que somos animales racionales o también “buscadores de sentido”, somos a la par argumentativos. Y entendido así, hay muchos argumentos que nos están determinando y están actuando internamente siempre, los traigamos o no al observatorio de la conciencia. En relación con el argumento de superación que nos determina puede tratarse incluso de cuestiones relativas a nuestra evolución como seres humanos, como, supongamos, el proceso de humanización paulatina. En todo caso, pensamos en este proceso en tanto depende del hombre en lo que atañe a su realización, es decir, de cómo él conscientemente y a través de elecciones y decisiones que va tomando, se encamina por la senda de una humanización cada vez mayor, superando con ello paulati­ namente el reino de la naturaleza para ingresar en el reino de la libertad (expresando esto de un modo kantiano). Cabe destacar, a su vez, que el argumento de superación, y sobre todo considerando su radicalidad, que se refleja en su poder de determinación, está en una ligazón manifiesta con la concepción nietzscheana de la vo­ luntad de poder, precisamente porque esta se entiende como voluntad de superación. Podríamos decir que al estar el hombre determinado por la voluntad de poder, el modo de expresarse de esta es especialmente en términos de este argumento. Mas, por otra parte, visto el alcance de la superación en una perspec­ tiva más amplia, con base en Aristóteles, podemos sostener que el destino del hombre se juega en imprimirle una forma a la materia bruta y caótica

-e n otras palabras, in-formar la materia. La educación, la cultura, el arte, la filosofía, la ciencia, pero también la política, el derecho, la moral y la religión tienen que ser entendidos de esta manera. Interesante es aquí considerar la diferencia que se manifiesta en esto entre el hombre y el animal, puesto que en este último es visible cómo en su vida natural ya hay un orden que impera, el cual está prerregulado por la especie a la que el animal pertenece. Conduciéndose por el instinto, el animal genera hábitos de conducta. En rigor, en él no hay nada caótico. Pero en el hombre es distinto. Sucede que en él lo que es materia y naturaleza se presenta de modo caótico e informe. Solo la educación y la cultura pueden ordenar ese caos. Claramente podemos observar esto en los niños en una escuela cualquiera. Toda la atención del profesor se centra en contener y encauzar esas fuerzas naturales caóticas que se disparan en cualquier dirección. Y cabe agregar al respecto, que, así como son los dictámenes de la especie los que generan el orden en el mundo animal, así en el caso del ser humano en tiempos pretéritos, al ser su comportamiento gregario, como el del animal, también podíamos observar un orden natural en la tribu. Ello tenía que ver con la inserción del hombre arcaico en la tota­ lidad de un orden cósmico. Mas, desde el momento que esa inserción en una armonía cósmica y divina se perdió y se inició un decisivo proceso de individuación, en especial en la modernidad, el hombre ya no tiene suficientemente claro por qué hace lo que hace, qué sentido hay en todo aquello. Si el proyecto en que nos encontramos es de carácter racional, el pensar solo en soluciones racionales parece inducimos a un círculo vicioso o infernal. Hoy se nos muestra cómo se hace necesario escuchar a otros modos de apertura del mundo, del “ahí”, del ser, como el temple del sentir. Es el pensar meditativo (besinnliches Denken) el que desde la serenidad, para decirlo con Heidegger, nos puede hacer reencontrar el camino.

2.2. Enlaces de coexistencia Atendiendo otra vez a las abundantes e insuperables dificultades que presenta la clasificación de argumentos del Tda, si ya resulta discutible que los argumentos de enlace de sucesión se presenten como descan­

sando en la “estructura de lo real”, y no como los que “fundamentan la estructura de lo real”, lo mismo y con mayor fuerza cabe decir de los enlaces de coexistencia. La realidad no se articula únicamente sobre la base del enlace de sucesión, por ejemplo, entre acontecimiento y causa, sino en términos de una coexistencia, por ejemplo entre la persona y sus actos (podríamos decir, a propósito de ello: operari sequitur esse, “el obrar le sigue al ser”). Pero también cumple un papel en este tipo de enlace el argumento de autoridad, el enlace simbólico, el argumento de la doble jerarquía, y otros que iremos examinando en lo que sigue: Mientras que, en los enlaces de sucesión, los términos confrontados se encuentran en un mismo plano fenomenal, los enlaces de coexis­ tencia unen dos realidades de nivel desigual, al ser una más funda­ mental, más explicativa que la otra. El carácter más estructurado de uno de los términos es lo que distingue esta clase de enlace, al ser completamente secundario el orden temporal; hablamos de enlaces de coexistencia, no para insistir en la simultaneidad de los términos, sino para oponer este tipo de enlaces de lo real a los enlaces de su­ cesión en los cuales es primordial el orden temporal. En filosofía, el enlace de coexistencia fundamental es el que aproxima una esencia a sus manifestaciones. Sin embargo, nos parece que el prototipo de esta construcción teórica se halla en las relaciones que existen entre una persona y sus actos (Tda, p. 450). Indudablemente que el enlace de coexistencia se aproxima más a lo permanente, lo intemporal; en cambio la sucesión, como por lo demás lo dice el propio nombre, se mueve en el acaecer, y justamente en lo sucesivo. Esto es de la mayor relevancia, desde el momento que la realidad que configuramos con nuestras argumentaciones necesita de uno y otro. Por supuesto, necesita de enlaces de sucesión, en particular la relación de un acontecimiento con otro, sobre la base de los cuales se organizan el gobierno, la salud, la educación, la vivienda, la infraestructura vial, pero ello requiere a su vez de enlaces de coexistencia, en lo fundamen­ tal de lo relativo a presuponer que ciertos actos son esperables de tales personas (con apoyo en el conocimiento que tenemos de ellas). Y esto último representa cierta constancia y al mismo tiempo cierta garantía de estabilidad. Es cierto que al mismo tiempo debemos estar siempre abiertos a la posibilidad de ciertas excepciones que suelen presentarse y

que entonces ojala no nos pillen demasiado de improviso, dejándonos en estado de estupefacción. Por ejemplo, sucede que el que ha delinquido es probable que lo siga haciendo, el que es honrado que lo siga siendo, y, en fin, en términos más básicos aún, el que es niño se comporte como tal, lo mismo el joven, el adulto o el viejo; e igual quien es dictador es esperable de él cierta conducta, y cómo no, también de quien es de­ mócrata o autoritario. Igualmente es esperable de alguien que en cierto tipo de discursos, como son particularmente el discurso político, moral o religioso (y aunque se trate de una postura atea) sea relativamente el mismo que ya le conocemos, y amén de que haya ciertas variaciones, en lo fundamental se mantiene. De igual modo es esperable de alguien que siga perteneciendo y vinculándose con ciertos grupos familiares, sociales, políticos o de otra índole. Las relaciones humanas, como podemos ver, se basan fuertemente en esta constancia y lo interesante es, desde el punto de vista de la argu­ mentación, que ello tiene su ancla en un enlace de coexistencia. Con todo, y así ya lo hemos visto anteriormente, sucede que cuando estos enlaces de coexistencia, como entre ser y obrar, son demasiado fuertes, estamos de cara ante sociedades que el propio Perelman ha llamado autoritarias o estáticas (así China, países de religión musulma­ na, Estados totalitarios, tienen estas características). Por la contraparte, en las sociedades democráticas o dinámicas podríamos decir que esos enlaces de coexistencia originarios dan más lugar a posibles cambios y transformaciones, y por lo tanto, cuando estos suceden, no se generan trastornos demasiado grandes. Como vemos, estas últimas sociedades igual requieren de cierta estabilidad, a pesar de que vivan del dinamismo, especialmente de la economía y la tecnología. Por ejemplo, del profesor es esperable cierta conducta que ante todo tiene que ver con el hecho de que se supone que sabe acerca de lo que enseña; del juez podemos esperar que precisamente sea justo en sus fallos, y que ellos resulten de un conocimiento lo más acabado posible de la causa que se discute. Y por supuesto sucede en general que, sobre la base de la experiencia que vamos ganando día a día en las relaciones humanas, de las personas que conocemos, estamos siempre presuponiendo determinadas conductas. El modelo de la República platónica se basa patentemente en la sen­ tencia ta prátein eautó, “cada cual hace lo suyo”, y ello se aplica a los estamentos sociales que se proponen. Sin embargo, salta a la vista que

en términos políticos el mencionado modelo es cuestionable en muchos respectos. La relación entre ser y actuar está concebida tan fuertemente, que se establece en una identidad ideal extrema entre uno y otro. En ello se expresan precisamente los rasgos de una sociedad autoritaria86. Si los enlaces de sucesión son tal vez los que más representarían el dinamismo de una sociedad, los de coexistencia su estabilidad y perma­ nencia. Toda sociedad vive en cierto modo de esta amalgama debidamente equilibrada entre dinamismo y estabilidad. Más adelante veremos cómo esta última, la estabilidad, está garantizada al mismo tiempo que por los enlaces de coexistencia, por otro tipo de enlaces qu e fundamentan la proyección de mundo, y estos vienen a ser el ejemplo, la ilustración, el modelo (que puede devenir antimodelo). Se agregan a ello la analogía, la metáfora, puesto que aquel fundamento de nuestra proyección mundanal por lo general se apoya en relatos históricos o mitológicos. Pensemos en la leyenda de Eneas o de Róm ulo y Rem o y lo que eso significa para Rom a y los italianos. Tradicionalmente el mentado fundamento se muestra, verbi gratiae, en el panteón de los héroes de una nación, como para México es Be­ nito Juárez, para Argentina José de San Martín, para Venezuela Simón Bolívar. Mas, en un ámbito más cercano, diríamos que la educación se basa fuertemente en el ejemplo, la ilustración, el modelo, y por ello no es casual que tenga que ver significativamente con la imitación que genera aprendizaje; así lo observamos incluso en el comportamiento de los animales.

2 . 2 . 1 . Enlace de coexistencia entre persona y acto

2 . 2 . 1 . 1.

Perelman hace una comparación con los objetos que es reveladora respec­ to de la coexistencia: así como en ellos presuponemos ciertas cualidades relativamente constantes, lo mismo respecto de las personas. En ambos casos se juega la captación de rasgos esenciales del mundo:

Cfr. Hirschbergerjohannes: Philosophie, Freiburg im Breisgau: Herder, 1980, pp. 132, ss. En adelante ‘Phil’.

La construcción de la persona humana, sustentada en los actos, está vinculada a una distinción entre lo que se considera importante, na­ tural, propio del ser del que se habla, y lo que se estima transitorio, manifestación exterior del sujeto. Al no constituir este enlace entre la persona y sus actos una relación necesaria, al poseer los mismos rasgos de estabilidad solo la relación que existe entre un objeto y sus cualidades, la simple repetición de un acto puede acarrear, bien una reconstrucción de la persona, bien una adhesión reforzada a la construcción anterior (Tda, pp. 451-452). Si se trata de un enlace de coexistencia relativo a la persona y sus actos, Perelman nos advierte respecto del carácter histórico que ello tiene. Al fin y al cabo este enlace es significativamente de carácter simbólico, y para el hombre arcaico ello se manifestaba de un modo muy distinto al nuestro: Es obvio que la concepción de la persona puede variar mucho según las épocas y la metafísica que se adopte. La argumentación de los primitivos se serviría de una idea de la persona mucho más amplia que la nuestra; pues, sin duda, estaría compuesta de todas las propie­ dades, la sombra, el tótem, el nombre, los fragmentos separados del cuerpo, entre los cuales y el conjunto de la persona solo establecemos, llegado el caso, un enlace simbólico. U n único ejemplo, la belleza de una mujer, basta para mostrar cómo un mismo fenómeno puede considerarse, bien como una de sus manifestaciones transitorias, es decir, un simple acto (Tda, p. 452). En la historia de la humanidad el enlace entre persona y acto está siempre actuando, y en algunos casos se trata de una cuestión difícil de dilucidar. Como ejemplo, lo que atañe a la expresión ‘marrano’ en la España de la época del siglo XIV. En aquel tiempo se da un proceso muy particular de obligación de bautismo, el cual representaba para los judíos su única posibilidad de sobrevivir. Sin embargo, podríamos decir que con ello los españoles se disparaban en los pies, porque siempre quedaba la duda si el converso por presión, también llamado “nuevo cristiano”, era un genuino cristiano por propia convicción, o solo lo era por conveniencia y por sobrevivir. De ahí viene también el término despectivo que significa ‘cerdo’ que se les ponía: “marrano”. Y la cantidad de conversos al final es enorme, puesto que abarca casi la mitad de los judíos en España. Aún así, pese a su conversión, se les aleja de los cargos públicos.

La tarea de distinguir entre genuinos y falsos cristianos se le enco­ mendó a la Inquisición, que al único poder al que estaba sometida era la Corona. Y los métodos de la Inquisición para averiguar esto bien los conocemos: por supuesto incluían la tortura. Está claro también que a raíz de esta indagación muchos supuestamente “falsos cristianos” iban a parar a la hoguera. Al decreto de expulsión de los Reyes Católicos en 1492 le precedió la expulsión de Andalucía en 1488. Tras la expulsión como también de la solución intermedia y provisoria del bautismo por presión, había elementos raciales de por medio. Se trataba para los españoles de la prueba de la “limpieza de sangre”. Recién en 1865 se suspendió esta prueba que fue exigida por casi medio milenio para poder ocupar cargos públicos (cfr. GdW, pp. 107 ss.). Hemos dicho que en contraste con el enlace de sucesión, especial­ mente en lo que atañe a la relación medio-fin, que se abre a la variabilidad del acontecer, el enlace de coexistencia rescata más bien lo que hay de permanente en la realidad. El argumento de enlace entre la persona y sus actos es mucho más determinante en las relaciones humanas de lo que en principio podría suponerse. Es más, las relaciones humanas se apoyan y hasta son posibles a partir de este argumento. Siempre partimos de la base, con apoyo en la experiencia ganada, de que la persona que conocemos actúa de cierta forma y es en atención a este supuesto que la invitamos a nuestra casa, la podemos recomendar a otras, le presentamos nuestros amigos, formamos una sociedad comercial con ella, seguimos un curso de esa persona si acaso es profesor, votamos por ella si es político, le confiamos la dirección de la empresa o de alguno de sus departamentos, hacemos un viaje con ella. Es más: frecuentemente se trata de personas desconocidas para nosotros, como el piloto, y tranquilamente nos subimos al avión comercial por él piloteado, porque en este caso suponemos nuevamente que de un piloto de una aerolínea conocida se esperan tales y cuales actos, y que volemos seguros. Está claro, de todos modos, que en el caso del ejemplo del piloto prácticamente no se justifica hablar de persona, dado que este término supone cierto conocimiento precisamente personal, aunque sea probable­ mente suscitado a través de la pantalla o de los medios de comunicación en general. También puede tratarse, supongamos, de alguien que solo conocemos a través de la escritura, y ni siquiera en forma epistolar, sino a través de obras que versan sobre temas filosóficos, y que más encima

vivió hace un par de milenios. Aún así, ese contacto puede seguir siendo “personal”, y esto sobre todo porque, en mayor o menor grado, entramos en contacto con cierta intimidad del autor, y aunque sea la intimidad de sus pensamientos. Mas, en el caso del piloto no sabemos absolutamente nada de él, y pese a ello, confiamos en él, no en tanto “persona”, sino como un sujeto que se supone está especializado en lo que hace. Y así, como en el caso del piloto, hay un sinnúmero de relaciones humanas en que sucede incluso que confiamos más en alguien en tanto mero “suje­ to especializado en algo” que en él en tanto persona, dado que en este último caso —el de la persona—nos enfrentamos con una complejidad mucho mayor. Por ejemplo, cuando se trata del médico que nos atiende en el servicio de urgencia, de los cocineros que preparan la comida que luego la comemos en el restaurante. Como hemos podido pues observar, prácticamente nada funciona en las relaciones humanas sin la determinación del argumento de enlace mencionado, ya sea de ciertos actos que esperamos de una persona o de alguien, nada más que en tanto mero sujeto. La sociedad claramente requiere de cierta constancia y, entre otros, el argumento de enlace de coexistencia entre persona y acto la suministra. El consabido enlace ya no entre persona y acto sino entre esencia y fenómeno se da en nuestra relación con las cosas en general y en rigor con todo lo no humano, sea esto mineral, vegetal o animal; en todo ello estamos siempre suponiendo que aquello —sea la vía láctea, un río, un árbol o un pez—se comporta de tal modo, de acuerdo con su esencia, su ser. El enlace de coexistencia nos lleva a reflexionar sobre cuestiones profundas y radicales, sobre todo cuando atendemos al ámbito humano. 2 . 2 . 1.2

En el caso del hombre arcaico, como recién leíamos, el enlace relativo a su ser tendría que incluir probablemente la sombra, ciertos demonios, espíritus o antepasados, y tampoco animales o dioses están excluidos de ello. Visto desde esta perspectiva, la idea cristiano-occidental de persona sobre todo ha contribuido a garantizar cierta estabilidad y le imprime una particular fuerza al enlace de coexistencia. De cierta persona que conocemos son esperables ciertos actos, y otros no. Es cierto que de todos modos debemos estar siempre abiertos a posibles cambios e incluso severas

transformaciones, y sin duda que es gratificante que sea así. Veamos a continuación cómo desarrolla Perelman esta problemática en torno a lo que concierne a la idea de persona: Aproximando un fenómeno a la estructura de la persona, se le con­ cede un estatuto más importante, es decir, la manera de construir a la persona podrá ser objeto de acuerdos limitados, precarios, propios de un grupo dado, acuerdos susceptibles de revisión bajo la influencia de una nueva concepción religiosa, filosófica o científica. / La idea de “persona” introduce un elemento de estabilidad. Todo argumento sobre la persona se vale de esta estabilidad: se la presume, al interpretar el acto con arreglo a la persona; se deplora que no sea respetada esta estabilidad, cuando se dirige a alguien el reproche de incoherencia o de cambio injustificado. U n gran número de argumentaciones tiende a probar que la persona no ha cambiado, que el cambio es aparente, que son las circunstancias las que han cambiado, etc. (Tda, p. 452). Lo que se juega con el término ‘persona’ indudablemente es una de las cuestiones de mayor relevancia en Occidente. Y cabe agregar que a la vez es uno de los grandes logros netamente occidentales. En el mundo romano y con antecedentes en Grecia, ‘persona’ era lo que correspon­ día al personaje que se representaba en el teatro, y particularmente en la tragedia, es decir, era algo vinculado con la máscara que usaba el actor. Bajo la influencia de la teología y filosofía cristiana el término pasó a referirse a lo más propio de cada cual, y ello está en comunión con el proceso de individuación que ya se inicia con la filosofía griega y que se radicalizará con el cristianismo. Será en el Siglo de las Luces, con Kant, que el término cobrará nuevo vuelo, en cuanto a que la estimación de alguien como persona supone que siempre se la considere como un fin en sí misma y nunca como medio. Y así llegamos hasta el siglo X X , en el que con Max Scheler surgirá el llamado “personalismo”, en que, tomando distancia de Kant, el planteamiento principal de Scheler habrá de consistir en que a la persona no llegamos a través de la razón, sino de la emoción. Pues bien, es particularmente notable que Perelman ponga de relie­ ve el argumento de enlace de coexistencia, de acuerdo al cual podemos observar cómo este —al plantear justamente un enlace entre la persona y sus actos—permite a la vez la salvaguarda de la persona, ya que se procura rescatar con ello su estabilidad. Advirtamos junto con ello cómo todos

—en mayor o menor grado—estamos determinados por este argumento de enlace; estamos siempre confiando que la persona que conocemos actúa de cierta forma o, si se quiere, en términos negativos, que al menos no actúa de otra forma, que hay ciertas cosas que no haría. Y justamente porque es así, puede provocar escándalo el caso del presidente Bill Clinton y su relación con Mónica Lewinsky, la supuesta pedofilia del senador Jorge Lavandero o de muchísimos curas en el mundo, como también las infidelidades llevadas hasta la exacerbación del filósofo Martin Heidegger, como también su adhesión al nacional-socialismo. En todos estos casos diríamos que ese enlace entre persona y acto se rompe, sobre todo además cuando ello sucede de manera brusca e inesperada. Cabe agregar, por otra parte, que el argumento de enlace de coexis­ tencia es tal vez demasiado fuerte, es decir que acusa un poder demasiado grande y sobredimensionado. Estamos tan apegados a él que tendemos a fijar y estereotipar el conocimiento que tenemos de las personas. Por este motivo se cae en exageraciones y ello provoca alteraciones en las relaciones humanas. Agreguemos también que resulta visible que el men­ cionado argumento es particularmente afín a la moral que en cada caso impera. Es sobre todo la moral (incluyendo la disciplina reflexiva sobre ella) la que contribuye e incita a fijar las conductas de los seres humanos, en términos de lo permitido y lo prohibido, de tal manera que para ella, y ciertamente también para el derecho, este argumento es decisivo: La estabilidad de la persona, sin embargo, nunca está completamente asegurada; diversas técnicas lingüísticas contribuirán a acentuar la impresión de permanencia; la más importante es el uso del nombre propio. La designación de la persona por ciertos rasgos (“el avaro de vuestro padre”), la hipóstasis de algunos sentimientos (aquella cuyo furor os acosaba en vuestra infancia) pueden igualmente concurrir aquí. La calificación, el epíteto (“este héroe, Carlomagno el de la barba florida”) pretenden hacer que sean inmutables ciertos caracteres, cuya estabilidad refuerza la del personaje. Gracias a esta estabilidad se puede atribuir un mérito adquirido, o que se va a adquirir, a alguien de forma intemporal. Como lo destaca justamente Kenneth Burke: “U n héroe es primero un hombre que realiza cosas heroicas, y su ‘heroísmo’ reside en sus actos. Pero después, un hombre puede ser un hombre con potencialidades de acción heroica. Los soldados que se

van a la guerra son héroes en ese sentido / . . . / O un hombre puede ser considerado como un héroe porque ha realizado actos heroicos, mientras que, en su estado actual, puede ser, en todo caso, demasiado viejo o demasiado débil para realizarlos” (Tda, p. 453)87. Al hablar del héroe, como lo hace Burke, constituye ello un ejemplo emblemático de la estabilidad que reclama el argumento de enlace de coexistencia. Es un estereotipo por excelencia y lo mismo podría decirse de cualquier personaje famoso. Cada uno se presenta al modo de una estatua viviente que circula por el mundo y en cada uno de sus actos sus admiradores suponen que tiene que estar siempre garantizada la coexis­ tencia entre persona y acto. Podría decirse que en todos estos casos lo que sucede a la larga es más bien un fenómeno de despersonalización, y ello se debe precisamente a una fijación con ribetes absolutos. Estas consideraciones, como también el texto de Burke sobre el hé­ roe, y si acaso este lo es todo el tiempo, me recuerda el relato de nuestro Vicente Pérez Rosales en sus Recuerdos del pasado, cuando en 1829 él visita nada menos que a José de San Martín, que entonces se encuentra exiliado en la ciudad luz. Pero en ese momento San Martín se presenta como un hombre por de pronto vestido de civil y llevando una vida apacible, melancólica y sencilla, y, claro está, ello suscita una impresión de cierto estupor y a la vez nostalgia, ya que permanentemente se presenta en uno como lector la imagen del héroe a caballo, del libertador, del guerrero, del que conduce al Ejército Libertador atravesando la cordillera de los Andes88. 2 . 2 . 1. 3 .

El argumento de enlace entre persona y acto por excelencia sería el que vale como sentencia: operari sequitur esse, en otras palabras, cada cual actúa

87

88

Este texto está tomado de la obra A grammar of motives, de 1945, de Kenneth Burke, filósofo norteameri­ cano que viviera entre 1897 y 1993.Tuvo una relación de acercamiento y distanciamiento con distintas universidades norteamericanas, así como la de Pensilvania, Columbia y Chicago. Fue maestro de toda una generación, entre otros de Susan Sontag y Frederic Jameson. Para él la clave de la existencia humana es de índole teatral y dramática. Plantea a propósito de ello el llamado “pentad”, una suerte de pentágono, cuyos lados o momentos son el actor, la acción, el escenario, el propósito y los medios. Pérez Rosales,Vicente: Recuerdos del pasado, Santiago: Imprenta Gutenberg, 1886 (tercera edición), pp. 82 ss. En adelante ‘R dp’. / Otra edición: Santiago: Andrés Bello, 1983, cap. V.

de acuerdo a como es, a su esencia. Mas, en algunos casos se justifica simplemente la ruptura entre persona y acto, como cuando se descu­ bre que alguien ha sido falsamente acusado de algo, o cuando cambia completamente la visión que teníamos hasta ahora de un personaje de la historia, como puede haber ocurrido a muchos comunistas en relación con la figura de Stalin, a Beethoven en relación con Napoleón, a muchos liberales moderados con la dictadura de Pinochet. En varios de estos casos se justifica prudentemente más bien frenar, disminuir y suavizar el enlace entre persona y acto, y esto puede ser a la vez parte de un proceso que conduce al final a la ruptura de ese enlace. Así, por ejemplo, toda persona que está en entredicho debido a algo en lo que estaría supuestamente involucrada, lo que es visto, dependiendo del caso, con buenos o malos ojos. Traigamos a colación, a propósito de ello, al actor Tom Cruise, debido a su pertenencia a una secta religiosa, la cientología, de la cual no se sabe mucho en lo relativo a buenas o malas acciones que ella realizaría. Y como el actor ha llegado a ser incluso la segunda autoridad en este grupo a nivel mundial, mucha gente lo cuestiona. Sobre todo ha sido así en el año 2007 en Alemania, ya que Cruise encama como actor al que es considerado un héroe de la resistencia a Hitler en Alemania —me refiero a Von Stauffenberg. La razón de ello está en que no es del todo aceptable para muchos alemanes e instituciones alemanas que alguien que pertenece a una secta, cuyos móviles son dudosos, represente a uno de sus héroes, que además pagó con su propia vida cuando se descubrió que había sido parte de una conspiración para asesinar a Hitler y además el ejecutor del fallido atentado del 20 de julio de 1944 en la “Cueva del Zorro” . De este modo resulta evidente que, sin tener conciencia de ello, nos encontramos a diario, y respecto de un sinnúmero de situaciones, apli­ cando técnicas de ruptura y frenado en el enlace entre persona y acto. Junto con analizar Perelman el mencionado argumento, se refiere además a aquellas técnicas que se encaminan a disociar el enlace entre persona y acto: El hecho de atribuir, por un lado, el acto no a su autor, sino a la buena suerte, y, por otro, un juicio a terceros, a un on (se) impersonal, y otros muchos procedimientos conocidos, intentan, por los motivos más diversos, disminuir la solidaridad entre el acto y la persona. / Todas estas técnicas se aplican, con profusión, en los procesos judiciales,

especialmente en el penal. Los tratados de retórica de los antiguos casi nunca pasan por alto el señalar que el culpable puede, dentro de la deprecación, reconocer el crimen y también implorar piedad en nombre de su pasado. Se pretende aumentar la solidaridad de la persona con sus actos loables y reducirla con los actos por los cuales se la juzga. El papel del orador será el de conseguir que se admita una imagen de la persona capaz de despertar la piedad de los jueces (Tda, pp. 486-487). Si los métodos que Perelman pone de relieve para suavizar el enlace en­ tre persona y acto, como la recurrencia al impersonal on (en francés) o el ‘se’ en castellano, como también el hacer pesar el férreo enlace entre persona y acto, de lo que brinda testimonio toda la vida de alguien, es decir, haciendo valer su pasado, se dan cita en los procesos judiciales, ello es en razón de que de por sí son moneda corriente en la cotidianidad. Cada cual, en mayor o menor grado hace uso y abuso de ellos: a veces escabullimos la responsabilidad sobre algo diciéndonos a nosotros mismos o a otros que así se estilan las cosas o que esto se viene haciendo así desde siempre, como también en ocasiones defendemos a alguien sobre la base de su encomiable e impecable trayectoria, cuando se le está reprochando la realización de algún acto supuestamente impropio. 2 . 2 . 1. 4 .

En la balanza entre persona y acto el peso del segundo ha tenido his­ tóricamente una gravitación excesiva, como que lo que sea la persona, cómo se la evalúa, se la aprecia, se la juzga, se ve ello nada más que a través del prisma del acto y junto con ello de la acción. El filósofo Joaquín Barceló nos recuerda que era un lugar común entre los humanistas del Renacimiento “/.../e l elogio de la vida activa y del quehacer político, en que se enfatiza la importancia de la economía y del comercio, y en que se condena la reclusión en los claustros por cuanto ella evade las solicitaciones de la patria, de la ciudad, de la familia y de los amigos”89. En el caso de uno de estos humanistas de la retórica, Lorenzo Valla, se 89

Barceló, Joaquín: “Lorenzo Valla y el humanismo retórico del siglo X V ”, en: Persuasión, Retórica y Filo­ sofía,Joaquín Barceló, editor, Santiago: Editorial de Economía y Administración, UCh., 1992, p. 124. En adelante ‘PRF’.

presenta esta apreciación de la acción de modo tan extremo que se traduce en descalificación y nada menos que respecto del Estagirita: En uno de los textos en que Valla justifica su rechazo a la autoridad filosófica de Aristóteles, descalifica a este pensador diciendo que “no emprendió ninguna de las actividades en que se destacan los hombres sobresalientes, sea en los consejos públicos o en la administración de las provincias, en la conducción de ejércitos o de procesos judiciales, en la práctica de la medicina o en la jurisprudencia, en las consultorías o en la historiografía” (PRF, ib.). Ante semejante juicio tan lapidario comenta Barceló lo siguiente: Para nosotros, este argumento podría constituir la mejor recomen­ dación de la autoridad de Aristóteles como un sabio auténtico; si Valla pudo usarlo en serio contra el estagirita, ello obedece a que el argumento era atendible entre hombres persuadidos de que el ser humano realiza verdaderamente sus talentos solo en las actividades vinculadas con la vida social y política de la comunidad a que per­ tenece (PRF, ib.). Compartiendo la acotación de Barceló, el argumento de Valla se puede dar vuelta, y decir que por la razón que, según el humanista, juega en contra, para nosotros juega a favor de Aristóteles, a saber, que justamente por mantenerse el fundador del Liceo al margen de la política y los ne­ gocios, pudo hacer lo que hizo, que es simplemente colosal. Ahora bien, habría que precisar que en Lorenzo Valla el reclamo que le hace a Aristóteles evidentemente no es con la mira puesta en el trabajo, sino en la acción. Si en una sociedad esclavista, como a la que ha pertenecido no solo la Grecia clásica, sino que marca la historia de la humanidad por lo menos hasta fines del siglo X IX , el trabajo lo realiza­ ban las clases serviles, la acción siempre gozó de buena reputación, y me refiero a la acción de planificar y organizar el Estado, la salud pública, la educación, y otros. Nos podemos valer aquí de la distinción esclarecedora de Hannah Arendt en La condición humana entre arbeiten, ‘laborar’, que acontece en armonía con el ritmo cósmico, y que se limita significativa­ mente a la satisfacción de necesidades básicas; herstellen, ‘producir’ que ya implica violencia contra la naturaleza, transformación radical de los entes naturales; handeln, que corresponde a la acción propiamente tal, y

que se distingue por estar preñada de sentido, dándose de preferencia en el terreno político90. Lo que hace su entrada en el Renacimiento (la época de Lorenzo Valla) viene a ser a la larga nada más que el anuncio de lo que va a ir cobrando cada vez más peso en los tiempos modernos y particularmente desde la Revolución Industrial en adelante, cual es un énfasis cada vez mayor en el trabajo. De hecho, y como se destaca en La condición humana, asistiremos a un histórico giro de la vida contemplativa a la vida activa. El último eslabón de esta cadena lo muestra nuestro tiempo, marcado por criterios de productividad que se han traspasado de ámbitos, de suyo propios, a saber los de la economía, la política y la técnica, a la cultura, lo cual acaba por afectarla severamente. El diagnóstico de Arendt no equivale únicamente a que genera alienación el mero trabajar (laborar o producir), y justo porque es ajeno al actuar con sentido, sino que nos encaminamos a una sociedad de la automatización en la que eventualmente nos libraremos del peso del trabajo, vale decir, una sociedad laboral sin trabajo (Lch, cap. “Labor y vida”, pp. 109 ss.). 2 . 2 . 1. 5 .

Es claramente reconocible que cuanto más retrocedemos en la historia, tanto más fuerza ha tenido el argumento de enlace de coexistencia. En contraste con ello, aquellos rasgos epocales nuestros - “velocidad del cambio”, “cambio de paradigmas”—inducen a que se vayan aflojando estereotipos, dados especialmente por la moral y el derecho, que fijan a la persona en una relación supuestamente armónica con sus actos. En la historia de la filosofía ha sido por sobre todo la filosofía de la existencia o existencialismo la corriente que más ha contribuido a generar una concepción móvil del ser humano. Desde el momento que Jaspers o Heidegger piensan al hombre como poder-ser y posibilidad, la concep­ ción del hombre se abre en esta dirección. Posteriormente siguen Sartre, Camus y Ortega y Gasset ahondando en este mismo surco:

90

Arendt, Hannah: La condición humana, trad. de Ram ón Gil, Buenos Aires: Paidós, 2003, pp. 21-22. Preciso que traduzco de un modo distinto arbeiten, herstellen y handeln que como lo hace Ramón Gil.

El existencialismo, al hacer hincapié en la libertad de la persona, que la opondría claramente con las cosas, ha podido elaborar una ontología original. Ciertas páginas, que parecen de una metafísica complicada, afirman únicamente que se rehúsa ver en la relación de la persona con sus actos una simple réplica de la relación entre un objeto y sus propiedades. El objeto, definido a partir de sus propiedades, pro­ porciona el modelo de una concepción de la persona, estabilizada a partir de algunos de sus actos, transformados en cualidades, virtudes, que se integran en una esencia invariable. Pero si la persona no po­ seía el poder de transformarse, modificarse, convertirse, dar de algún modo la espalda al pasado, la formación educativa sería un señuelo, la moral no tendría sentido y las ideas de responsabilidad, mérito y culpabilidad, vinculadas a la de la libertad de la persona, deberían abandonarse en beneficio de una simple apreciación pragmática de los comportamientos (Tda, p. 454). Como vemos, está claro que no nos podemos quedar únicamente con la movilidad de un sujeto expuesto a una transformación incesante. Si nos basamos exclusivamente en un presupuesto de esta índole, tampoco es posible la ética, en la medida en que ella se apoya no solo en la libertad, sino en la responsabilidad, la cual, por su parte, hace posible a la vez la culpabilidad —a saber, que alguien contrae una culpa particular por algo que ha hecho: En la argumentación, la persona —considerada soporte de una serie de cualidades, el autor de una serie de actos y juicios, el objeto de una serie de apreciaciones—es un ser duradero en tom o al cual se agrupa toda una ristra de fenómenos a los cuales da cohesión y significación. Pero, como sujeto libre, la persona posee esta espontaneidad, este poder de cambiar y transformarse, esta posibilidad de ser persuadida y resistirse a la persuasión, lo cual hacen del hombre un objeto de estudio sui generis y, de las ciencias humanas, disciplinas que no pue­ den contentarse con copiar fielmente la metodología de las ciencias naturales (Tda, pp. 454-455). Viene al caso recordar aquí la distinción de Ortega y Gasset entre “ensimismamiento y alteración”, que corresponde al mismo tiempo al

título de una de sus obras91. En una línea similar, al menos colindante, entra aquí también en el tapete de la discusión la distinción entre ídem (que podemos traducir como ‘el mismo’) e ipse (traducible como ‘sí mismo’) en Ricoeur. Pues bien, sucede que el ídem se mantiene a lo largo del tiempo. En cambio el ipse, nuestro sí-mismo está en constante alteración y se va modificando con nuestras experiencias92. 2 . 2 . 1. 6 .

Uno de los argumentos que ha sido más fuerte y determinante en la historia de Occidente ha sido el de enlace de coexistencia entre la per­ sona y sus actos. Y agreguemos, ya que hablamos de Occidente, que probablemente en Oriente el enlace de coexistencia entre persona y acto ha sido más férreo aún. Ello ha tenido que ver sobre todo con una concepción tradicional del hombre que le ha concedido poca movilidad a este, subrayando siempre que a la persona le corresponden determina­ dos actos, en lo cual especialmente la religión, la moral y el derecho han contribuido a establecer esas fijaciones. Lo que ha ocurrido en la historia de la filosofía con la filosofía de la existencia ha sido decisivo en aras de liberar al hombre en sus posibilidades. De hecho, el punto crucial es el que corresponde a la definición del hombre como poder-ser y posibilidad, cuyo fundador ha sido Jaspers, y Heidegger ha seguido por ese mismo camino. Es más, el posible ser-sí-mismo del hombre ha sido concebido como un poder-ser asumido. Ello ha permitido resguardar el posible símismo de objetivaciones, identificaciones que acaban tergiversándolo, al identificar el sí-mismo con algún modelo de “hombre nuevo”, u otro. El sí-mismo no puede ser identificado con ser cristiano, judío o maho­ metano, con ser de izquierda o derecha, con ser de color de piel blanco, negro o amarillo, con ser heterosexual u homosexual. Todo ello se presta para elitismos, partidismos, sectarismos, y reconozcamos que gran parte de la violencia que hay en el mundo se debe a estas identificaciones im­ propias del sí-mismo. Incluso cuando el sí-mismo se identifica con ser hombre o ser mujer, también nos apartamos de nuestro ser, generando una “alienación ontológica”. Eugen Fink, a propósito de esto último,

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Ortega y Gasset: Ensimismamiento y alteración, Meditación de la técnica, y otros Ensayos, Madrid: Alianza, 2014. Ricoeur: Si mismo como otro, trad. de Agustín Neira Calvo, M éxico, D.F.: Siglo XXI. Sexto Estudio.

concibe de modo muy sugerente a Eros, como el que recompone las mitades partidas de hombre y mujer (alusión al mito del andrógino, de acuerdo con el discurso de Aristófanes en el Banquete platónico): El quiebre de lo humano es siempre cubierto de nuevo por Eros y siempre repuesto en los niños; siempre se repite el mismo juego de unión y disociación, sin interrupción retorna lo mismo. ¿Mas cómo puede caracterizarse adecuadamente la diferencia de los sexos hu­ manos? Subsiste el peligro de construir una oposición tipológica, en cierto modo, elevarla a principios abstractos y con ello hacer caso omiso de la realidad concreta del vivir, pletórico de tensiones del Eros masculino-femenino (Ffe, p. 205). Veamos cómo se presenta esta liberación y a la vez ampliación de las posibilidades humanas en José Ortega y Gasset, en particular en su obra Historia como sistema, publicada en versión inglesa en 1935 y aparecida en versión castellana en 1941. En esta obra el filósofo español nos muestra cómo la persona es en definitiva sucesivas máscaras que tienen en cada caso una vigencia limitada, de acuerdo con las insuficiencias que se van presentando en el desenvolvimiento del programa vital individual93. Ello tiene que ver con un deslinde filosófico del modo físico de aproximarse al hombre. En efecto, hay las así llamadas “ciencias del espíritu”, que tratan del hombre, como la filosofía, la historia, el derecho, la religión, pero hay otras ciencias físicas que también tratan del hombre: medici­ na, biología, entre otras. Pues bien, para Ortega, como también es así para Heidegger y para Sartre, el hombre carece de naturaleza; no hay una naturaleza humana, sobre todo por lo que veíamos antes: su ser es esencialmente posibilidad; y en palabras de Ortega, como iremos vien­ do, porque la realidad radical es la vida, y la vida es drama, el cual está en perpetuo movimiento, determinado tanto por una razón vital como histórica. Dice el pensador ibérico: Descartes mismo escribió ya un Tratado del hombre. Pero hoy sabe­ mos que todos los portentos, en principio inagotables, de las ciencias naturales se detendrán siempre ante la extraña realidad que es la vida humana. ¿Por qué? Si todas las cosas han rendido grandes porciones

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Cfr. Ortega y Gasset: Historia como sistema. Revista de Occidente en Alianza Edit., Madrid 1981, pp. 47-48.

de su secreto a la razón física, ¿por qué se resiste esta sola tan deno­ dadamente? La causa tiene que ser profunda y radical; tal vez, nada menos que esto: que el hombre no es una cosa, que es falso hablar de la naturaleza humana, que el hombre no tiene naturaleza. Y o com­ prendo que oír esto ponga los pelos de punta a cualquier físico, ya que significa, con otras palabras, declarar de raíz a la física incompetente para hablar del hombre. Pero que no se hagan ilusiones: con más o menos claridad de conciencia, sospechando o no que hay otro modo de conocimiento, otra razón capaz de hablar sobre el hombre -la convicción de esa incompetencia es hoy un hecho de primera mag­ nitud en el horizonte europeo. Podrán los físicos sentir ante él enojo o dolor -aunque ambos sean en este caso un poco pueriles- pero esa convicción es el precipitado histórico de trescientos años de fracaso94. Es interesante recordar que R obert Musil ya en 1921 comienza su opera magna —El hombre sin atributos— que estará escribiendo hasta su muerte acaecida en Ginebra en 1942, obra que en verdad, como tantas otras grandes, quedará inconclusa. En ella se concibe precisamente a un hombre sin atributos, representado por su protagonista —Ulrich—el cual se asume justamente como poder-ser y posibilidad. A ello se agrega que este perso­ naje critica el entorno social austríaco de la Viena de 1913, atendiendo a cómo en general lo que prima y limita las posibilidades humanas es la gris realidad de “hombres con atributos”, que son algo definido, definitivo, pero que al mismo tiempo constituye su atadura, su prisión95. Y nótese que esta obra es anterior a Ser y tiempo, aparecido en 1927. De todos modos, es probable que acuse influencias de la obra —Psicología de las concepciones de mundo— de Jaspers, que aparece en 1919, y donde ya se concibe al hombre como posibilidad. Con apoyo en Perelman, interesa ahora atender al carácter temporal del enlace entre persona y acto. Con ese fin, nuestro autor se apoya en el filósofo y sociólogo francés Raym ond Aron. Se trata de diferenciar entre el presente, en que una persona se hace patente como mucho más sujeta a cambios y oscilaciones, y el pasado, que nos inclina más bien a fijar el enlace mencionado:

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http://www.laeditorialvirtual.com.ar/Pages/Ortega_y_Gasset/Ortega_HistoriaComoSistema.htm Cfr. Musil, Robert: El hombre sin atributos, Barcelona: Seix-Barral, 2004.

La reacción del acto en el agente está encaminada a modificar constan­ temente nuestra concepción de la persona, ya se trate de actos nuevos que se le atribuyan, o de actos antiguos a los que se hace referencia. Unos y otros desempeñan un papel análogo en la argumentación, aunque se conceda preponderancia a los actos más recientes. Salvo en casos límite, que examinaremos en un apartado ulterior, la construc­ ción de la persona nunca está terminada, ni siquiera a su muerte. Pero es obvio que cuanto más retrocede un personaje en la historia, más rígida se vuelve la imagen que uno se hace de él. Como ha observa­ do muy bien R . Aron: “El otro, presente, nos recuerda sin cesar su capacidad de cambiar; ausente, está prisionero de la imagen que nos hemos formado de él / . . . / Si distinguimos aun en nuestros amigos lo que son de lo que hacen, esta distinción desaparece a medida que los hombres se hunden en el pasado” (Tda, p. 456)96. Mas, por supuesto que siempre es deseable tener un grado de apertura suficiente para considerar posibilidades de cambios y alteraciones res­ pecto de la representación que tenemos de las personas, y esto es así en nuestra cotidianidad, como también en la historia, donde está en juego el pasado. Con todo, tiene tal peso el argumento de enlace persona-acto que se entiende a partir de ello el estupor que manifiesta Isócrates en la siguiente reflexión, de acuerdo con una cita de Perelman: Lo mejor sería, en efecto, que los hombres malvados tuvieran por naturaleza alguna señal para reprenderlos antes de que hubiera sido injuriado algún ciudadano; pero ya que no es posible distinguirlos hasta que dañen a alguien, y eso en el caso de que sean descubiertos, conviene que todos odien a los que son así y los consideren enemigos públicos (Tda, p. 457).

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Perelman cita aquí la obra de Raymond Aron -Introducción a lafilosofía de la historia. Ensayo sobre los límites de la objetividad histórica- tesis doctoral de la Ecole Nórmale Supérieure, defendida y publicada en 1938. Aron vivió entre 1905 y 1983. Se trata de una de esas personalidades multifacéticas, que fuera filósofo y sociólogo principalmente, pero también escritor, periodista, y no solamente politólogo, sino también político, y por si fuera poco, también fue militar al incorporarse en las filas en defensa de la patria en la II Guerra Mundial. Respecto de su labor periodística y política fue Jefe de Redacción del periódico Francia Libre que se editaba en Inglaterra en la II Guerra. Junto con provenir intelectualmente del marxismo, fue un severo crítico de este y en particular del comunismo. Una breve cita, probablemente tomada de su obra de 1955 —El opio de los intelectuales— condensa esto: “El marxismo es un elemento esencial del opio de los intelectuales porque su doctrina de la inevitabilidad histórica lo aísla de poder ser rectificado por algo tan trivial com o la realidad de los hechos”.

Y podríamos agregar a esta cita de Isócrates que de por sí toda sociedad se encamina a través de la educación, pero también del derecho, la moral y la política, a que el enlace entre persona y acto sea lo más seguro y nítido posible: que ciertos actos sean precisamente esperables de los ciudadanos, y no otros. Mas, lo que es éticamente sustentable de ello, cabe aducir, es que se esté siempre en la perspectiva de que, desarrollando y fomentando cierta forma especialmente a través de la educación se logre el objetivo en cuestión. En otras palabras, este objetivo debe significar una tarea y dedicación a lo largo del tiempo, que requiere de la inversión de mucho esfuerzo y sacrificios. Y lo que no es en absoluto éticamente sustentable es el establecimiento de un argumento de enlace entre persona y acto sobre la base de la apariencia, del aspecto que tiene una persona, su color de piel, la raza a que pertenece, su nivel económico, y otros. 2.2.1.7. Mas, por mucho que pongamos un énfasis en el acto, y mental y físi­ camente le demos más libertad a la persona de cambiar y de actuar de maneras no previstas por nosotros, por la comunidad a que pertenecemos o la sociedad toda, de alguna manera sucede que toda clasificación que hagamos del ser humano, sea esta sobre una base psicológica, socioló­ gica, política, jurídica, u otra, siempre se está suponiendo en ello que individuos de tales y cuales características se habrán de conducir de un determinado modo. En ello pesa hoy naturalmente de forma extraordi­ nariamente gravitante la estadística que brinda estudios sobre todo tipo de grupos humanos. Acontece además que entre las opciones de acto y persona nuestros argumentos y valoraciones están en dependencia de la última; en otras palabras, tendemos a juzgar y justificar actos en función de la persona que los ha realizado. Es perfectamente comprensible que sea así, en atención a que lo que nos interesa en definitiva son las personas, y si estas realizan actos extraordinarios, loables o abominables, esos actos, por decirlo así, aunque tiendan a justificarse por sí mismos y, junto con ello, a indepen­ dizarse, para ulteriormente ser evaluados en forma aislada y abstracta, lo cierto es que conviene siempre recordar y tener presente quién los realizó. Cabe agregar de todos modos que cuanto más grande el acto o la obra, es decir, cuando se transforma en acontecimiento, tanto más pasa a

valer por sí mismo, Y esto se entiende muy bien al tener en cuenta que hay acontecimientos fundacionales de un país, de un nuevo estado de cosas, como también puede ser la publicación de un libro que inspirará y orientará a futuras generaciones: Es raro que la influencia del acto sobre la persona se limite a una valoración o a una devaluación de esta última. La mayoría de las veces la persona sirve, por decirlo así, de correo que permite pasar de los actos conocidos a los actos desconocidos, del conocimiento de actos pasados a la previsión de actos futuros. Esta técnica se utiliza constantemente, sobre todo en los debates judiciales. A veces, este procedimiento abarcará actos de igual naturaleza (quien nunca fue sedicioso no maquinará destruir reinos) / esto último es cita de Calvin o /; otras, permitirá pasar de ciertos actos a otros semejantes (quien ha levantado falso testimonio no vacilará en presentar falsos testigos en su favor) /esto último es cita de Isócrates/; otras, se complicará con un argumento afortiori (quien ha matado, no dudará en mentir) /y esto último es cita de Quintiliano/ (Tda, p. 459)97. Está claro que nociones fuertemente determinantes de la conducta del ciudadano en la sociedad, como el prestigio, la reputación, el recono­ cimiento y, junto con ello, la fama, están a su vez determinadas por el argumento de enlace entre persona y acto. La siguiente cita de Isócrates nos habla de ello: / .../ sería el más desdichado de todos si habiéndome gastado muchos de mis bienes en beneficio de la ciudad, pareciera conspirar por lo de otros y tener en poco vuestra mala opinión, cuando claramente no solo mi hacienda sino mi propia vida las tuve en menos que una buena fama entre vosotros (Tda, p. 460). Perelman comenta respecto de la cita de Isócrates en tom o a fama y reputación: El haberse preocupado, en otro tiempo, por la buena reputación se convierte en una garantía de que no se haría nada que pudiera determinar su pérdida. Los actos anteriores, y la buena reputación que se deduce de ello, pasan a ser una especie de capital que se ha

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Los paréntesis son míos.

incorporado a la persona, un activo que se tiene el derecho de invocar para su defensa, / A menudo, la idea que uno se hace de la persona, en lugar de constituir un desenlace, es más bien el punto de partida de la argumentación y sirve para prever ciertos actos desconocidos, bien para interpretar de cierta forma los conocidos, bien para trans­ ferir a los actos el juicio emitido sobre el agente (Tda, pp. 460-461). Ante todo, detengámonos a analizar el concepto de ‘fama’ para recono­ cer que este es claramente epocal. En otras palabras, lo que se reconoce como “famoso” va cambiando de parámetros a lo largo del tiempo, y en nuestra época con mayor fuerza aún. En la tradición la fama se cimentaba no solo en cuestiones vinculadas con el poder de alguien en particular, sino además con el aporte que había hecho a la sociedad, vale decir, no se vinculaba únicamente con el hecho de romper con lo establecido, las costumbres, y demás. En cambio, hoy en día pareciera que ya la sola transgresión de diversos códigos morales, políticos, y otros, de por sí puede ser razón suficiente de la fama. Esto se ha invertido a tal punto que hoy en día alguien puede ser famoso por las infidelidades que comete, porque estafó, robó, traicionó, u otros. Y junto con ello, la fama se ha vuelto sobre todo algo farandulesco, y agregaría, además, perverso. Las consecuencias de ello son claramente previsibles y no pueden ser sino nefastas para la sociedad en su conjunto. En segundo lugar, tengamos en cuenta estas distintas posibilidades que considera Perelman y que se generan al poner un énfasis en la persona. Estas posibilidades las traigo nuevamente a la memoria: “prever ciertos actos desconocidos”, y esto supone ya sea “interpretar de cierta forma los conocidos” o “transferir a los actos el juicio emitido sobre el agente”. A propósito de ello, pienso que es oportuno llamar la atención sobre el hecho de que repudiamos en general el argumentum ad hominem, vale decir, cuando se descalifica un argumento no atendiendo al contenido y a valores de verdad o falsedad, sino simplemente sobre la base de la consideración que tenemos de la persona que ha sostenido el argumento. Pero nos parece aceptable y lo damos sin más como legítimo el transferir los actos que alguien realiza a consideraciones y juicios sobre el agente, la persona que los ha realizado. En el primer caso pretendemos objetar un argumento juzgando a la persona que lo emite, y en el segundo valo­ ramos o desvaloramos a una persona en función de la concordancia con sus actos. Lo primero es considerado ilegítimo y lo segundo no.

Esto parece una inconsecuencia, pero probablemente no lo es. En verdad, es inevitable hacer inferencias sobre las personas en consideración a como actúan. Es más: respecto de esas acciones nos solemos preguntar por sutilezas y matices de sus motivaciones, por lo que exactamente la persona perseguía al actuar de cierta forma. Y la inferencia que hacemos a partir de la persona ejecutora de esas acciones simplemente no se puede parar ni prohibir. En rigor, cuando juzgamos a una persona, la alabamos o repudiamos no constituye en absoluto un argumentum ad hominem, puesto que se tiene nada más en cuenta la persona y no la inferencia ilegítima que se hace de un escrito o de unas palabras dichas, apoyándose para ello en una descalificación de la persona. Entendidas las cosas de esta manera, el histórico “dedo de Lagos” de 1988 (en ese momento Lagos era Pre­ sidente del PPD-Partido por la Democracia) cuando en plena dictadura el político acusa por la televisión abierta al dictador de ser el responsable de mantener el statu quo, y no abrirse a la posibilidad de transitar a la democracia, no constituye un argumentum ad hominem, y consiguiente­ mente no puede ser criticado por supuestamente haberse servido de él98. 2.2.1.8. El argumento de enlace entre persona y acto es clave para todos los ámbitos que están bajo la jurisdicción de la razón práctica: moral, derecho, política, educación, por citar varios de los más relevantes. Necesitamos suponer y anticipar el comportamiento del otro. Diríamos que en el plano de las relaciones que podemos llamar “cercanas” con W alter Schulz, como son las relaciones de amistad, de amor, y familiares, cada cual se apoya en el conocimiento que ya tiene de esas personas de su entorno para suponer que actuarán de cierta forma. En el lado opuesto, de relaciones llamadas por Schulz “lejanas”, sin duda que interviene en ello algo más bien de carácter genérico y preestablecido (GE, p. 320 ss.). Por ejemplo aquí se trata del supuesto de que el ciudadano, el consumidor, el propietario, el arrendador o el arrendatario, el estudiante, el profesor, el director de la escuela, el policía, el militar, el bombero, el profesional, la esposa, el árbitro, el jugador de fútbol, el presidente, el ministro, se comportan de

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https://www.youtube.com/watch?v=BBeBEXzGlvI

ciertas formas que incluso suelen estar prescritas. Podríamos agregar que justo en este caso, dado que no hay conocimiento personal, se presuponen ciertos comportamientos que no es raro que incluso estén normados por reglas que deben cumplirse cabalmente. Mas, a lo anterior se agrega todavía un concepto que ha jugado un papel crucial en la moral: la intención, y que ha dado lugar a posiciones controvertidas entre los partidarios precisamente de una moral en que se tiene en cuenta principalmente la intención y una moral en la que más que nada cuenta el acto. En este último caso se presenta también la posición extrema, que solo valida el acto, independientemente de las buenas o malas intenciones que lo hayan originado: Cuando se pasa del conocimiento de los actos anteriores a las conside­ raciones sobre los actos futuros, el papel de la persona es importante, pero esta solo interviene como un eslabón privilegiado dentro del conjunto de los hechos invocados. En cambio, desde el momento en que interviene la llamada intención, se hace hincapié esencialmente en la persona y su carácter permanente. La intención está, en efecto, vinculada al agente, es su emanación, resulta de su voluntad, de lo que lo caracteriza íntimamente. Al no conocerse de forma directa la intención de los demás, solo se la puede presumir por lo que se sabe de la persona en la cual es duradera. A veces la intención se revela gracias a actos repetidos y concordantes, pero hay casos en los cuales solo la idea que se tiene del agente permite determinarla. El mismo acto, realizado por algún otro, se considera como diferente y apre­ ciado de modo distinto, porque se creerá que se ha realizado con una intención diferente. El recurrir a la intención constituirá entonces el nudo de la argumentación y subordinará el acto al agente, cuya intención permitirá comprender y apreciar el acto (Tda, pp. 463-464). Así como ciertos actos de los animales se asocian con ellos, lo que tiene que ver con la etología, que estudia el comportamiento animal, podríamos decir que el hombre no se libera de esto, y lo que mejor representa este aspecto es lo que en el sentido más amplio concebimos como moral. Por supuesto atendemos en ello al mismo tiempo a la diferencia entre animal y ser humano, en el sentido de que en el primero el instinto tiene casi el alcance de una ley natural que lo lleva a comportarse como se comporta; en cambio en el caso del segundo la moral supone un dominio preci-

sámente sobre el instinto y deseos ad hoc que se asocian con él. Pero, si más específicamente la moral (a diferencia de la ética) de acuerdo con su etimología, tiene que ver con las costumbres, se trata entonces también en el ámbito humano de que a cada persona le corresponden ciertos actos. Y esto es así, como veíamos, tanto en las relaciones cercanas como en las lejanas. Es más: cabe decir que las relaciones humanas -d e amistad, familiares, pero también las que nos atañen como ciudadanos—son po­ sibles sobre la base del mencionado enlace. Agreguemos que en la relación que la persona tiene consigo misma —la autorrelación—lo que concierne a su identidad, y a lo que desde un punto de vista psicológico corresponde a la constitución identitaria y, junto con ello, a la formación del yo, todo ello es también posible con apoyo en el argumento de enlace de coexistencia entre persona y acto. Lo que a su vez debe importarnos a nosotros es reconocer que se trata precisamente de un argumento, y además de carácter retórico, en todo caso, eso sí, al modo como Perelman la concibe: como retórica de la ar­ gumentación. En otras palabras, no es un argumento lógico sino retórico el que enlaza a la persona con sus actos. Ahora bien, el mencionado enlace de coexistencia tiene tal poder que nos encontramos de modo a-crítico en un mundo en el que ya estamos ante personas enlazadas a los actos que conocemos de ellas, o en un proceso permanentemente renovado de hacer este enlace, y entonces no reparamos que en verdad hay en ello algo arbitrario, que no puede justificarse sobre una base estrictamente lógica. En cierto modo actúa en ello una cierta ontología que se apoya en una concepción cósica del mundo (Heidegger llamaría a esto ontología de la Vorhandenheit, de lo que meramente “está ahí”, de acuerdo con la traducción de Rivera y de lo “a la mano”, de acuerdo con la traducción de Gaos). (Syt R , parágrafo 9). Como vemos minerales, vegetales, animales, pero también artefactos con sus propiedades y atributos, extrapolamos esta ontología, cotidianamente en ejercicio, por decirlo así, a los seres humanos, generándose entonces esta cosificación. Con Sartre podemos decir que el ser humano es para-sí en pos de un en-sí que nunca alcanza, vale decir, su ser está en un constante desafío consigo mismo, incluso enfrentando siempre la “nada” de lo que no es, de lo que quiere ser pero no es o no puede ser, o no puede ser todavía. Esto significa, en lo relativo a nuestro argumento de enlace de coexistenica entre persona y acto, que en cuanto somos para-sí está siempre enjuego una no-coincidencia con

nosotros, puesto que nunca alcanzamos a establecernos como en-sí. Sin embargo, el ser humano en su cotidianidad puja igual por establecerse como un en-sí, aunque eso adopte a fin de cuentas un carácter lúdico o ceremonial. A propósito de esto el ejemplo del “mozo de café” de El ser y la nada: Consideremos a ese mozo de café. Tiene el gesto vivo y marcado, algo demasiado fijo, algo demasiado rápido; acude hacia los parroquianos con paso un poco demasiado vivo, se inclina con presteza algo exce­ siva; su voz, sus ojos expresan un interés quizás excesivamente lleno de solicitud por el encargo del cliente; en fin, he aquí que vuelve, queriendo imitar en su actitud el rigor inflexible de quién sabe qué autómata, no sin sostener su bandeja con una suerte de temeridad de funámbulo, poniéndola en un equilibrio perpetuamente inestable, permanentemente roto y perpetuamente restablecido con un leve movimiento del brazo y de la mano. Toda su conducta parece un juego. Se aplica a engranar sus movimientos como si fuesen meca­ nismos regidos los unos por los otros, su mímica y su voz mismas parecen mecanismos; se da la presteza y la rapidez inexorable de las cosas. Juega, se divierte. Pero, ¿a qué juega? N o hay que observarlo mucho para darse cuenta: juega a ser mozo de café (Syn, p. 93). Esto trae consigo que las personas queden para otras personas atrapadas de modo marcadamente fijo en ciertos enlaces que hacemos con sus actos. Y, aunque esto es bastante comprensible y hasta necesario para las rela­ ciones humanas y para la organización de la sociedad, sin embargo, tiene a la vez plena justificación la tendencia a desatar, a desligar esos enlaces. Y, agregaría, en ello cumplen un papel decisivo el arte, en particular la poesía y la literatura, y ciertamente la filosofía: Así es como Calvino, recordando las aflicciones de Job, las cuales pueden atribuirse simultáneamente a Dios, a Satán y a los hombres, verá que Dios ha actuado bien; Satán y los hombres, por el contrario, de modo condenable, porque no eran semejantes sus intenciones. Ahora bien, la idea que tenemos de estas depende esencialmente de lo que sabemos de los agentes. / Toda argumentación moral basada en la intención es una moral del agente, que se opone a una moral del acto, mucho más formalista. El ejemplo mencionado, dado que hace que intervengan agentes tan característicos como Dios y Satán,

muestra muy bien el mecanismo de estos argumentos, pero no es motivo de controversia moral del cual no se sirva uno. Las inten­ ciones del agente, los motivos que han determinado su acción, se considerarán a menudo como la realidad que se esconde tras mani­ festaciones puramente exteriores y que es preciso tratar de conocer a través de las apariencias, pues son las que, en resumidas cuentas, tendrían importancia únicamente (Tda, p. 464).

2.2.1.9. En síntesis, hay la necesidad de la realización perpetua y constante del argumento de coexistencia entre persona y acto, pero asumiendo a la vez con ello lo controvertido que es. Cada cual hace uso del argumento de coexistencia todo el tiempo, y como destacábamos, no podría haber relaciones humanas sin ello, pero por lo mismo y debido a la fuerza de este argumento, fijamos, clasificamos, estereotipamos, estandarizamos a las personas, sucediendo además que nos dejamos cómodamente arrastrar por enlaces ya realizados, consolidados, heredados. Y si hemos de recibir alguna orientación de lo que hemos analizado del enlace de coexistencia, diría que se trata pues de reconocer su relevancia, pero a la vez estar abierto a sus posibles excepciones, que suelen ser numerosas, pero también más interesantes y atractivas de lo que pudiéramos sospechar. El argumento de enlace entre persona y acto tiene que ver incluso con la fisonomía. Sin quererlo, y probablemente resistiéndonos mucho a ello en tantas ocasiones, estamos muy determinados y prejuiciados por la fisonomía. En un bello cuerpo suponemos todo lo mejor, lo mismo que en un rostro agradable, plácido, como, por la contraparte, ciertas miradas nos pueden parecer ávidas, menesterosas, lascivas, agresivas, cargadas de odio o almibaradas. Y suponemos a la vez que las personas que tienen ciertos rasgos fisonómicos actúan de cierta forma. En la misma línea, el Caballero de Mére dice: ¿Acaso no vemos que nos parece mucho mayor el mérito en un her­ moso cuerpo que en uno mal hecho? Asimismo, cuando el mérito está perfectamente reconocido, nos resulta más amable la persona.

Lo mismo sucede con lo que es evidente; cuando nos satisface el rostro, el sonido de la voz nos parece más agradable (Tda, p. 467)". En otras palabras, buscamos y anhelamos la coherencia, y digamos mejor, la armonía total. Hasta tal punto hacemos este enlace con las personas que frecuentemente no se está dispuesto a un cambio de ellas, puesto que se sigue suponiendo que prácticamente como por ley ellas seguirán actuan­ do de cierta forma. Así el delincuente, por mucho que probablemente se haya reformado durante años en la cárcel, se presupone que seguirá delinquiendo hasta la muerte. N o quiero decir que siempre y en todos los casos sea así, sino simplemente que es marcadamente así. Visto de esta forma, y atendiendo nuevamente a nuestro ejemplo del delincuente, podríamos decir que en definitiva respecto de su reforma, su reorientación, y demás, lo que en el fondo más le afecta es precisamente el argumento de enlace que hemos analizado. Y es a partir de una argu­ mentación como la señalada que subsecuentemente hay consecuencias, como en nuestro ejemplo, el trato que le dará la comunidad o la sociedad en que vive, si acaso verdaderamente lo integra o no. Con el fin de hacer más gráfico este quedar preso en un argumento de enlace de coexistencia entre persona y acto, Perelman trae una cita impactante del luchador por la causa de los negros en E E .U U ., Walter W hite100. En su libro Dos razas se reencontraron en mí dice: “Yo era un negro, formaba parte de lo que, según la historia, se opone al bien, a lo que es justo, a la luz” (Tda, p. 468). Como podemos observar, el racismo y toda forma de segregacionismo representan casos extremos de argumentos de enlace. El judío, el árabe, el mapuche, pero también el gitano, el homosexual suelen quedar atrapados en ello. Y, como se advierte claramente también, en todas estas situaciones es lo genérico, lo que tiene que ver con ciertas abstracciones enjuego, lo que está suscitado por relaciones que hemos llamado lejanas (antes) lo que provoca el rechazo, la xenofobia, homofobia y demás, estando a la vez cada una de estas fobias articuladas en el argumento de enlace. Efec­ 99

Antoine Gombaud, escritor francés nacido en 1607 y muerto en 1687, el cual creó el personaje “Caba­ llero de Mére”, y entonces los amigos comenzaron a llamarlo a él por ese nombre. Planteó interesantes problemas matemáticos a Pascal, de los que fue resultando con el tiempo el cálculo probabilístico. 100 Walter W hite nace en Adanta, Georgia, en 1893 y muere en N ew York en 1955. El propio White, aparte de tener este singular nombre, que parece que lo hubiera marcado de por vida, en términos de una contrariedad, tenía también sangre negra. Este conflicto se expresa en Dos razas se reencontraron en mí.

tivamente suele no haber en estos rechazos y fobias una relación cercana con alguien en particular, una persona concreta, una familia, un grupo determinado. N o, el rechazo se presenta en bloque. 2 .2 .1.10.

Ahora bien, uno de los argumentos característicos del argumento de en­ lace de coexistencia es el argumentum ad verecundiam. También aquí, según vemos, se trata de cómo el prestigio de la autoridad se basa nuevamente en una simetría supuesta entre persona y acto. Perelman ve al argumento de autoridad como la forma de un argumento más amplio que es el de prestigio, y dice al respecto: En muchos argumentos influye el prestigio, como -lo hemos visto- en el argumento por el sacrificio. Pero existe una serie de argumentos, cuyo alcance está condicionado por el prestigio. La palabra de ho­ nor, dada por alguien como única prueba de la aserción, dependerá de la opinión que se tenga de él como hombre de honor; el respeto que inspira la integridad de Bruto es el principal fundamento de su argumentación en Julio César de Shakespeare (Tda, p. 469). Y continúa Perelman más adelante: “El argumento de prestigio que se caracteriza con más claridad es el argumento de autoridad, el cual utiliza actos o juicios de una persona o de un grupo de personas como medio de prueba a favor de una tesis” (Tda, p. 470). En general el argumento de la autoridad tiende a ser muy criticado y reconocido únicamente en su carácter de ejemplar de una mala retórica. Perelman, citando a Locke: El argumento de autoridad es el modo de razonamiento retórico atacado más vivamente porque, en los ambientes hostiles a la Ubre investigación científica, fue el más utilizado y esto de manera abusiva, perentoria, es decir, concediéndole un valor apremiante, como si las autoridades invocadas fueran infalibles. Locke indica que: “Cualquiera que sostenga sus pretensiones por medio de autoridades semejantes, cree que, por eso mismo, debe triunfar, y está dispuesto a calificar de imprudente a toda persona que ose contradecirlas. Eso es —pienso—lo que puede llamarse argumentum ad verecundiam (Tda, p. 470).

Mas, cabe aducir que si bien se justifica criticar el argumento de au­ toridad y ponerle, por otra parte, un máximo de restricciones, lo cierto es que de uno u otro modo permanecemos atados y dependientes de él. Siempre hay algo a lo que otorgamos un valor especial, reconocemos cierto prestigio en algo o alguien, y ello puede ser no solamente una persona en particular, sino, según agrega Perelman, puede ser también la opinión pública o hasta el sano sentido común. Visto de esta forma, con el argumento de autoridad sucede algo similar a la refutación que emprende Sócrates en La República contra Trasímaco y la ideología del poder que este sustenta, como a su vez la forma cómo lo entiende, al plantear que el poder puede ser no solamente el del rey, de una clase aristocrática, sino también de la mayoría que detente el gobierno. A su vez sucede entonces que en cada caso lo que se define como justicia tiene un alcance distinto, al entenderla de acuerdo con lo que conviene a quien tiene el poder en sus manos101. Con todo, la crítica al argumento de autoridad se apoya en una base sólida, cual es que lo que debe importar es ante todo la búsqueda de la verdad, y no que se estime que algo es verdadero en función de que lo sostiene alguien que goza de prestigio. Hasta ahí ello tiene una justifica­ ción indiscutible. Pero lo que carece de toda justificación es la pretensión de dejar fuera toda consideración de prestigio y reconocimiento social. Siempre nos importa quién dice algo y con qué autoridad lo dice. No es lo mismo la afirmación del especialista en cualesquiera materias que la del lego. N o es lo mismo escuchar a la “Sra. Juanita” sobre relaciones internacionales, que a un cientista político o un analista internacional, si bien cabe reconocer, viceversa, que a veces espontáneamente la “Sra. Juanita” dice cosas más inteligentes y acertadas que aquellos otros: A menudo, parece que se ataca el argumento de autoridad, cuando lo que se cuestiona es la autoridad invocada. El mismo Pascal que se burla del argumento de autoridad, cuando se trata de la autoridad de la gens de condition (gente de condición), no duda en apelar a la de San Agustín; Calvino recusa la de la Iglesia, pero admite la de los profetas. / Como las autoridades se contradicen, se puede evidentemente, al igual que Descartes, querer descartarlas a todas en beneficio de otros medios

101 Cfr. Platón: La República, trad. de Conrado Eggers, Madrid: Gredos, 1988, 338 a ss.

de prueba; la mayoría de las veces se contentan con enumerar a las autoridades de las que pueden fiarse, o indicar aquellas a las cuales darán preferencia en caso de conflicto (cfr. la ley de las citaciones de Teodosio)” (Tda, pp. 471-472)102. C on el fin de subrayar más todavía lo inevitable que es el argumento de autoridad, Perelman cualifica la autoridad en los siguientes términos: Las autoridades invocadas son muy variables: ora será “la opinión unánime” o “la opinión común”, ora ciertas categorías de hombres, “los científicos”, “los filósofos”, “los Padres de la Iglesia”, “los pro­ fetas”; a veces, la autoridad será impersonal: “la física”, “la doctrina”, “la religión” , “la Biblia”; otras, se tratará de autoridades designadas por su nombre (Tda, p. 472). Por último, es esperable que tratándose de la autoridad, para el discurso religioso la autoridad nos remita finalmente al Maestro, al Señor, a Jesús, a Dios, así en el siguiente texto de Bossuet, citado por Perelman: U n maestro /Jesús/ en quien se manifiesta tanta autoridad, aunque su doctrina sea oscura, merece que lo creamos sobre su palabra: ipsum audite / . . . / Podéis reconocer su autoridad al considerar los respetos que le tributan Moisés y Elias, es decir, la ley y los profetas, como os he explicado / . . . / N o busquemos las razones de las verdades que nos enseña: toda la razón es que habló (Tda, p. 474). Si bien atendemos a estas consideraciones, podemos percatarnos, por ejemplo, que para la persona religiosa, para el creyente, siempre regirá por lo tanto el argumento de la autoridad en torno a las materias de­ cisivas que le conciernen. Por otra parte, siempre está en juego alguna autoridad, y aun cuando criticamos el argumento, invocamos con ello otra autoridad —aunque sea la autoridad de la razón. Vistas las cosas de este modo, acabamos aquí en una suerte de argumento de autofagia. Además, cabe agregar que de lo que se trata entonces es de descubrir en cada argumento cuál es la autoridad a que se apela:

102 Teodosio II (401-450 d.C.) Emperador romano de Oriente, llamado “El Calígrafo”, a la vez que Valentiniano III era Emperador romano de Occidente. Bajo el reinado de Teodosio II se publica la “Ley de Citas” que prescribe seguir las opiniones de cinco legisladores (Ulpiano, Gavo, Paulo, Modestino y Papiniano). Podríamos decir que en ello se muestra de modo ejemplar la presencia y determinación del argumento de autoridad y la importancia que tuvo ello en el Derecho Romano.

En cuanto hay conflicto entre autoridades, se plantea el problema de los fundamentos; estos deberían permitir determinar el crédito que merecen las autoridades respectivamente. Actualmente, el fun­ damento alegado la mayoría de las veces en favor de la autoridad es la competencia, pero no sucede lo mismo en cada medio y en cada época. La lucha contra el argumento de autoridad que, a veces, solo es en la lucha contra ciertas autoridades, pero en favor de otras, pue­ de resultar, por otra parte, del hecho de que se desea reemplazar el fundamento tradicional de la autoridad por un fundamento diferente, lo cual acarrearía casi siempre, como consecuencia, un cambio de autoridad (Tda, p. 475). En este sentido, la tarea que compete entonces a la comunicación es que en ella se develen completamente las autoridades que tácita o explícita­ mente se están invocando. (Más adelante veremos cómo este reconoci­ miento de autoridades, que a su vez están en un orden jerárquico —sobre una autoridad hay otra— remite al mismo tiempo al argumento de la jerarquía en cadena.) En el intento por develar las autoridades que están en juego en un argumento se hace valer la concepción jaspersiana de la comunicación que justamente en lo fundamental consiste en poner todas las cartas sobre la mesa, que se develen todos los supuestos que están actuando desde un trasfondo (cfr. PdW, p. 125)103. 2 . 2 . 1. 11 .

Perelman considera a continuación la situación extrema que se produce cuando la persona o el agente es visto como un ser perfecto, o al menos, cercano a la perfección, sucediendo que entonces la argumentación suele encaminarse a demostrar que esta persona es imposible que cometiera ciertas acciones deleznables. Perelman: La técnica más eficaz para impedir la reacción del acto sobre el agente consiste en considerar a este como un ser perfecto, para bien o para mal, como un dios o un demonio (Tda, p. 477).

103 Jaspers: Philosophie, München: Piper, 1994, p. 66. / Ed. cast. Jaspers: Filosofía, trad. de Fernando Vela, Madrid: Revista de Occidente, 1958.

Como observamos, se trata aquí de un uso muy singular de la palabra ‘perfecto’, como que da la impresión que simplemente tuviera el sentido del que hace a cabalidad su oficio, y así entonces también el demonio puede ser perfecto (digamos, “en lo suyo”, como cuando decimos que “alguien es un perfecto demonio”). Perelman citando la Teodicea de Leibniz: A su vez, la técnica más eficaz para evitar la reacción del agente sobre el acto estriba en tratar a este último como una verdad o la expresión de un hecho. Denominaremos estos dos procedimientos técnicas de ruptura. / En cuanto a una persona, a un agente, que se lo considera un ser perfecto, divino, la idea que uno se forma de sus actos va a beneficiar evidentemente la idea que se tiene del agente, pero lo inverso ya no será cierto. Leibniz nos proporciona una explicación de este proceso, que estima conforme a una bonne logique des vraisembalances (buena lógica de las verosimilitudes), al imaginar: / . . . / que haya algo semejante entre los hombres a este caso que se comprueba en Dios. U n hombre podría dar muestras tan grandes y tan importantes de su virtud y santidad que todas las razones que se pudieran emplear contra él para imputarle un supuesto crimen (por ejemplo, un robo, un asesinato) merecerían que se las rechazara como calumnias de algunos falsos testigos o como un juego extraordinario del azar, que, a veces, hace sospechar a los más inocentes. De mane­ ra que en un caso en el que cualquier otro estaría en peligro de ser condenado, o de ser puesto en tela de juicio (según los derechos de los lugares) los jueces absolverían a este hombre por unanimidad” (Tda, pp. 477-478). Lo que recién hemos leído es de una extraordinaria relevancia. Visible­ mente ello tiene que ver con el prestigio de una persona. Cuando este es muy alto, esa persona queda al cubierto de todo tipo de imputaciones negativas que pudieren hacérsele. Aunque se trate de crímenes, de todo esto queda inmune, y son simplemente declarados como calumnias. Y así como se da la consabida inmunidad en relación al propio Dios, lo mismo ocurre con toda autoridad suprema, sea el Rey, el Presidente de la R e ­ pública, y por supuesto el héroe. Vicente Pérez Rosales en sus Recuerdos del pasado relata que al tener largas conversaciones con el general José de San Martín en su exilio parisino en 1829, le habla de ciertas acusaciones

contra él y O ’Higgins que circulan en Chile, mas el semblante del héroe retirado que tiene enfrente pesa tanto que Pérez Rosales al final no aplica ruptura del enlace de coexistencia, ni siquiera suspensión o frenado. San Martín le pregunta a nuestro compratiota: ¿Qué se decía en Chile de los aijentinos, cuando usted salió para acá? ¿Se acordaban del Ejército de los Andes? —Señor, le contesté, aconte­ cimientos hai que no pueden ser olvidados i el paso de los Andes es uno de ellos. —Bien está, repuso; pero eso no era precisamente lo que quería averiguar. ¿Me quedan aun en Chile los pocos amigos sinceros que dejé al salir? Porque amigos de nombre, amiguito, prosiguió poniéndome con cariño la mano en el hombro, rodean con tanta abundancia al que dispone de empleos que poder repartir, cuanta es la escasez de los sinceros. —Con la entrada de Freire al poder, contesté, conmovido por el aspecto que asumió el semblante del jeneral al terminar su frase, muchos de los amigos íntimos de usted, por serlo también de O ’Hjggins, han enmudecido, i otros como Solar, cuya casa frecuentaba usted tanto, han sido arrancados entre gallos i media noche del seno de sus familias, para hacerles pagar en el destierro el crimen de la amistad que profesaban al héroe de Rancagua. -D e manera, repuso San Martin, con viveza, mi pobre reputación, por igual motivo ¿no andará de lo mejor parada por allá? Así es la verdad, contesté, porque... no me atrevo... -Atrévase, usted, querido, dijo entonces, animándome, haga usted cuenta que está hablando con un condiscípulo suyo. ¿Por qué... decía usted? Porque así como O ’Higgins, proseguí diciendo con timidez, tiene sus enemigos por ella, a usted tampoco le faltan, pues son contados los hijos de la Patria Vieja que no atribuyan a usted i a don Bernardo la desastrosa muerte de los Carrera, cuya ejecución califican de inútil i de atroz asesinato; ni faltan tampoco malas lenguas que atribuyan a usted poca pureza en la administración de los dineros que Chile ponía en sus manos para que atendiese con ellos a la libertad del Perú (Rdp, pp. 83-84). Y luego los signos de arrepentimiento de Pérez Rosales por sus aparen­ temente imprudentes palabras: ¡Pobre amigo! Pésame aun haber pulsado en aquella conversación tan repugnante cuerda; pues de todo podría la maledicencia acusar a San Martin menos de peculado. Yo conocía la pureza de San Martin

en el manejo de los dineros que corrían por su mano; pero ignoraba muchos de sus rasgos de jeneroso desprendimiento en obsequio del mismo país, por cuya libertad lidiaba. Ignoraba que los diez mil pe­ sos, suma enorme entonces obsequiados al héroe por el cabildo de Santiago para costear su viaje a Buenos Aires, después de la batalla de Chacabuco, los había este cedido para que, con ellos, se echasen los primeros cimientos de nuestra actual Biblioteca Nacional (Rdp, p. 85). Es decir, conspira aquí en favor de evitar que el modelo se convierta en antimodelo, aplicando técnicas de frenado o suspensión, de un lado el prestigio sublime del héroe, o de las autoridades supremas en general, como el pasado. En 1829 ya estamos a varios años de la gesta libertadora (la Batalla de Chacabuco fue en 1817), y podríamos agregar que, dado que San Martín aún vive, todavía es posible que el modelo de él sufra algunos reveses. Pero ya en la próxima visita de Pérez Rosales en la humilde posada del general retirado a la orilla de las “turbias aguas del R ío M arne”, el héroe ya no está. Y, podríamos agregar, que desde ese momento en adelante el modelo de San Martín la historia lo habrá de ir fortaleciendo cada vez más (naturalmente con independencia de las disputas que haya, no en la historia concreta, sino en la historiografía). 2 . 2 . 1. 12 .

Si nos figuramos el argumento de enlace entre persona y acto como una balanza, que se inclina en uno y otro sentido, este argumento es de la mayor relevancia para las relaciones humanas tanto en la inclinación hacia la persona como hacia el acto. Si se trata de lo primero, podríamos decir que en ello se expresa el poder del ordenamiento humano en aras de la construcción de una sociedad armónica. Si el ciudadano tiene que ser formado y educado, es necesario que haya reconocimiento y mere­ cido prestigio por los logros alcanzados. Es así como toda una variedad de actos habrá de justificarse en razón del prestigio de la persona. Mas, ello naturalmente tiene ciertos límites, y son los propios actos, cuando escapan a lo que eventualmente se podría justificar, los que imponen estos límites, y ello además por de pronto cuando ciertos actos no son admitidos como tales, o son desfigurados o deliberadamente encubiertos.

Es por ello que podríamos decir que, si del lado de la inclinación de la balanza entre persona y acto hacia la persona habla en ello el ordena­ miento humano de la sociedad, en el caso contrario, de la inclinación de la balanza hacia la prerrogativa del acto sobre la persona, entran a hablar aquí los fenómenos mismos. Veamos cómo se va inclinando la balanza de modo diferenciado ha­ cia la persona o el acto en un par de ejemplos de la literatura universal, donde es tema recurrente, así en obras ejemplares como El posadero de Pushkin o El primer amor de Turgeniev. En El posadero un oficial rapta a la bella hija del posadero de la posta de caballos en medio de la inmensa estepa rusa. Después de muchas peripecias el padre logra encontrar a su hija viviendo con su otrora rap­ tor en un departamento en San Petersburgo, mostrándose feliz en ello. Observamos entonces por parte del padre una actitud de hacer valer el acto mismo de su hija en su intrínseca justificación, y con independencia de su persona. Al fin y al cabo la vida de ella en la posta de caballos no tenía ningún destino. En El primer amor el púber Vladimir se enamora de una chica unos años mayor que él, Zenaida, hija de unos arredantarios de una villa vecina a la familia de Vladimir. Al cabo de un tiempo se entera de que Zenaida se ha convertido en amante de su padre. En este caso se inclina la balanza más bien hacia la persona, justificando cualquier acto cometido por ella, refiriéndose esto tanto a Zenaida como a su padre. De hecho, Vladimir procura al final un encuentro con ella, al enterarse de que está de paso en Moscú, pero este se posterga, y cuando se decide a realizarlo, ella ya se ha retirado de este mundo. Asimismo en los ámbitos de la juridicidad, el periodismo, la política y la moral pública, está actuando esta balanza persona-acto de modo permanente: Las técnicas que rompen, o que frenan, la interacción del acto y la persona deben ponerse en movimiento cuando existe una incom­ patibilidad entre lo que creemos de la persona y lo que pensamos del acto, y cuando nos negamos a operar las modificaciones que se impondrían, porque queremos preservar, bien a la persona al abrigo de la influencia del acto, bien a este al abrigo de la influencia de la persona. Esto significa que las técnicas que vamos a exponer tienen

por resultado el transformar la interacción en acción que va en un sentido y no en el otro (Tda, p. 477). En efecto, tanto puede tratarse de mostrar que ciertos actos presentan un cuadro completamente desacostumbrado, inesperado o hasta contrario a cierta persona, y que ello invita a poner a esta persona en tela de juicio, o al menos a abrimos a la posibilidad de considerar aspectos hasta ahora desconocidos de ella, como también puede suceder que fijemos nuestra atención sobre todo en ciertos actos, y estimemos que una persona de tales y cuales características, conocidas por nosotros hasta el momento, no los podría haber realizado. 2.2.1.13. De todos modos, es patente que en la medida en que las sociedades se vuelven más democráticas, en las que hay una suficiente independencia de los poderes del Estado, que la justicia funciona única y exclusiva­ mente sobre la base de sus propios criterios, avanza a la vez con ello la posibilidad de aplicar técnicas de frenado o ruptura a los argumentos de enlace, pero está claro a la vez que ello nunca se logra cabalmente. Por ejemplo, podemos ver que en distintas constituciones, y en la nuestra -la chilena—también, el Presidente de la República, y habría que agregar los diplomáticos, y distintas otras autoridades, gozan de inmunidad, la cual incluso en algunos casos, permite que no se concurra al Congreso o a los Tribunales de Justicia a emitir algunas declaraciones respecto de un asunto que se investiga. Y así como esto se consagra en el papel, antes que ello está ya en acción en la cotidianidad y de seguro que de modo más notorio aún. A ciertas personas se las considera simplemente casi por sobre los juicios valóneos del común de las personas. Incluso se da esto también con un alcance tal que sucede que cuando se comprueba fehacientemente que unas de estas prestigiosas personas ha cometido actos reprobables, reñidos con la moral y el derecho, se tiende a justificarlos, haciendo valer entonces una excepción al respecto: aquellas personas valen entonces como casos excepcionales. El acontecer diario, que se relata en los medios de comunicación, está repleto de esto. Si un presidente, un ministro, el gerente de una empresa estatal ha tenido algo que ver con algún desfalco, malversación de fondos,

queda de alguna manera no solo a resguardo de ello, sino que se tiende a justificarlo en algún sentido, aunque sea sobre bases muy febles. Pero, si una persona común y corriente está involucrada en algo medianamente parecido, tratándose en ello en general de montos de dinero mucho menores, a ella sí que le cae encima todo el peso de la ley. Estas consideraciones nos hacen ver que el desarrollo de la democracia está íntimamente relacionado, como hemos visto antes, no solo con la posibilidad de argumentar respecto del ámbito más amplio de temas, con el derecho a réplica, con la habilitación del máximo número de oradores posibles, sino también, como vemos ahora, con la técnica de frenado y ruptura en el argumento de enlace de coexistencia entre persona y acto.

2 . 2 . 2 Enlace de coexistencia entre persona y discurso

2.2.2.1. En el Tda la terminología fluctúa para nombrar los tres argumentos de enlace de coexistencia, ya que relativamente a cada uno de ellos hay nombres como ‘persona’, ‘acto’, ‘orador’, ‘auditorio’, ‘grupo’. Atendiendo a lo que se ha ganado al aquilatar los alcances y la riqueza del término ‘persona’ optamos por señalarla a ella como el eje de estos argumentos, y los llamamos entonces: “enlace de enlace coexistencia entre persona y acto” (que ya examinamos), entre “persona y discurso” y entre “persona y grupo”. Se suma a ello que la concepción de la retórica que se baraja en estas páginas es de tal amplitud —ya que sacamos a luz el modo de ser argumentativo del ser humano y a la vez establecemos un nexo entre la argumentación y la proyección de mundo—que obsta a nuestra opción por la terminología aludida. Ahora bien, a partir de este eje, que somos nosotros mismos —la persona—prácticamente en todo momento están gravitando los tres enlaces -co n el acto, con el discurso, con el grupo- y significativamente por lo demás se presentan estos como inseparables, porque entre ellos hay una interacción tal que cada uno reclama la con­ junción con los otros dos. Y por supuesto, con mayor énfasis en uno u otro, en el acto, el discurso o el grupo, los mencionados enlaces pueden entrar en crisis, y entonces se aplica el frenado o la ruptura del enlace.

A propósito del triple enlace de la persona con los actos, el discurso y el grupo habla por sí misma la vida de Thomas Hobbes, que pudo mantener al menos decorosamente el mencionado triple enlace, lo que además reviste un carácter particularmente dramático. El caso de H ob­ bes es perfectamente comparable al de Maquiavelo, que estuvo con los Médicis, con Savonarola, bajo cuya regencia en Florencia incluso deten­ tó un elevado cargo, y luego con la vuelta de los Médicis al poder fue cuestionado y acabó siendo encarcelado. La diferencia con Hobbes es que este último pudo mantenerse con Carlos I, con Cromwell y final­ mente con Carlos II de Inglaterra. En razón de ello, tal vez lo que más se aproxima al caso de Hobbes es la vida del pintor Jacques-Louis David o del escritor Henri-M arie Beyle (Stendhal), que lograron mantenerse bajo los Borbones, la Revolución, Napoléon y la vuelta de los Borbones. Cada uno de estos personajes ha tenido, de uno u otro modo, que entrar en algún ajuste entre la persona de ellos, sus actos, sus discursos y los grupos con quienes se identificaron. Desde luego respecto de cada uno, y de acuerdo con la época que vivieron, es posible que se activen los mecanismos de frenado o incluso suspensión de cualquiera de los enlaces de coexistencia mencionados (como le sucedió ejemplarmente a Maquiavelo). Recordemos también, entre numerosos casos de la historia, la decisión de Aristóteles de autoexiliarse y retirarse a la Isla de Eubea, a consecuencia de la muerte prematura de Alejandro Magno -d el cual, cuando era todavía Príncipe, Aristóteles había sido su preceptor—y la persecución de los macedonios que se inició en Atenas. En este último caso, como observamos, el modo de abordar el enlace de coexistencia sobre todo entre persona y grupo que se hace, resulta cuestionable, puesto que se cae con ello más bien en el prejuicio. Volviendo a Hobbes, la justificación de su conducta bajo tan diversos regímenes se encuentra en su propia obra, en concreto, en el Leviatán, como que es ahí donde encontramos el enlace entre persona y discurso. W inkler sostiene respecto del Leviatán de Thomas Hobbes que no hay en la Tierra nadie ante quien él tenga que justificarse, que él decide soberanamente lo que es justo e injusto, lo que es norma y lo que es excepción. El Leviatán, aquel monstruo mitológico que Hobbes toma del Libro de Job del Anti­ guo Testamento, vale como metáfora filosófico-política del Estado que Hobbes concibe. El Leviatán supone un poder absoluto de la ley, de

J

acuerdo con el cual la conciencia de los ciudadanos, y la moral de cada cual no cuentan (GdW, pp. 136 ss.). Hobbes pertenecía al grupo de los realistas en torno a Carlos I, de la casa de los Estuardo. Por este motivo tuvo que autoexiliarse en 1640 en París. Recién en 1654 pudo volver a Inglaterra. Entonces apoyó al régimen de los llamados “independientes” bajo Oliver Cromwell, que llegó a ser el Lord Protector entre 1653 y 1658. Más tarde, después de 1660, apoyó la monarquía restaurada, bajo Carlos II, mas ese mismo año moría Thomas Hobbes, a los 91 años. 2.2.2.2. Lorenzo Valla, que fuera profesor de elocuencia en la Universidad de Pavía, entró en 1445 al servicio del Alfonso de Aragón, R ey de Nápoles, realizando actividades como traductor e historiador. Ese mismo año tuvo que comparecer ante la Inquisición de Nápoles y solo la protección que le brindara el R ey le permitieron salir indemne del proceso. Las acusaciones que se le imputaban guardan relación con una ruptura del enlace de coexistencia entre persona y discurso. Dice Joaquín Barceló al respecto: “El cargo formulado en su contra fue el de haber sostenido que el Credo —el símbolo de los apóstoles—era obra del Concilio de Nicea (que efectivamente introdujo la fórmula del homoousios)” (PRF, pp. 124125). Recordemos que la homoousios se refiere a la doctrina teológica que sostiene que el Padre y el Hijo serían de una misma naturaleza. Y continúa Barceló: Pero a ello era fácil añadir otros escándalos. En una obra de juven­ tud, el diálogo De voluptate (1431), había denigrado a los filósofos, en particular a Aristóteles, había adoptado una posición epicúrea postulando al placer como el bien supremo del hombre e identificán­ dolo con la utilidad, había elogiado la embriaguez, había condenado el pudor y la virginidad, admitiendo la licencia sexual y haciendo encomio del adulterio; había sostenido además que las virtudes no son deseables por sí mismas, que están subordinadas al placer, que la prudencia se identifica con la malicia y que nada es amado por sí mismo, ni siquiera el propio Dios (PRF, p. 125).

Esta relación nos ayuda a dimensionar la determinación radical de la palabra. Desde el punto de vista de la muy cuestionable Inquisición se hacen valer los escritos de Valla para fundamentar una severa acusación. En otras palabras, lo que está obrando aquí desde la retaguardia es lo férreo que se estipula el enlace entre persona y discurso: la persona es sus discursos, y atendiendo a los alcances del triple enlace, corresponde añadir que la persona es también sus actos como por último es en función de los grupos con que se identifica. Perelman: En las relaciones entre el acto y la persona, el discurso, como acto del orador, merece una atención especial, a la vez porque, por muchos motivos, el discurso es la manifestación, por excelencia, de la per­ sona, y porque la interacción entre orador y discurso desempeña un papel muy importante en la argumentación. Lo quiera o no, utilice él mismo o no enlaces del tipo acto-persona, el orador corre el ries­ go de que el oyente lo considere en conexión con el discurso. Esta interacción entre orador y discurso sería incluso la característica de la argumentación, en oposición con la demostración. En el caso de la deducción formal, se reduce al mínimo el papel del orador; aumenta en la medida en que el lenguaje utilizado se aleja de la univocación, y el contexto, las intenciones y los fines adquieren importancia (Tda, p. 487). Es visible que en términos de la diferencia entre lógica y retórica, en esta última —y agreguemos, prácticamente por definición—el papel del orador, y junto con ello el rol de la persona, detrás de cada discurso, cada pala­ bra, es enfáticamente mayor que en la lógica. Perelman recuerda ciertas palabras de Vilfredo Pareto al respecto: “Es cierto, como ha advertido Pareto, que la moralidad de Euclides no influye para nada en la validez de sus demostraciones geométricas” (Tda, p. 487)104. La siguiente reflexión de La Bruyére nos lleva a considerar la rele­ vancia de la persona en el discurso:

104 Marqués Vilfredo Pareto, ingeniero, economista, sociólogo y filósofo italiano, que viviera entre 18481923. Con tesis cercanas al socialismo, en su última etapa, cuando se retira a Céligny, cerca de Ginebra, se distancia de él. Le preocupó especialmente la cuestión de la desigualdad en la distribución del ingreso. Llamó la atención de que el 20% de la población era dueña del 80% de la propiedad en Italia.

U n clérigo mundano e irreligioso, si sube al púlpito, es declamador. En cambio, hay hombres santos y cuyo carácter es eficaz para la persuasión: cuando aparecen, toda la gente que debe escucharlos ya está emocionada y persuadida con su sola presencia; el discurso que van a pronunciar hará el resto (Tda, p. 490). Estas consideraciones han llevado a los antiguos estudiosos de la retó­ rica a plantear que incluso hay un “ethos oratorio” —agrega Perelman. Ello a su vez nos induce a reconocer la relevancia que tiene el hablar y el lenguaje para el zoón lógon éjon, el animal no solo racional, sino que habla. Es por ello que un punto necesario de atender, como parte del mencionado “ethos oratorio”, es el de la autorreferencia, es decir, aquella práctica lamentablemente muy frecuente de los oradores de referirse a sí mismos, de hablar de modo excesivo de sus propios logros, conquistas, y demás. Con apoyo en Plutarco, Perelman nos dice que esto se justi­ fica únicamente cuando esa autorreferencia contribuye a esclarecer el asunto de que se trata. En todos los otros casos, por lo general el elogio de sí mismo produce un efecto negativo. En el mismo contexto, viene al caso traer a colación la visión que Platón nos presenta de los sofistas, mostrando cómo ellos están siempre empeñados en alcanzar el triunfo en las discusiones, en tener la última palabra. La conversación, el diálogo se transforma así en maché, erística, enfrentamiento. Y en ello se manifiesta la velada intención de lucimiento personal. 2.2.2.3. Especialmente desde el momento que Michel Foucault dicta en 1970 la Lección Inaugural El orden del discurso, con ocasión de su ingreso en el Collége de France, cobra vuelo la discusión en torno al autor en relación con la obra, que a nosotros nos interesa aquí, puesto que el autor está obviamente del lado de la persona, y, por su parte, la obra guarda cierta afinidad con el discurso, y podría decirse en un sentido muy amplio que la obra puede ser enfocada como discurso científico, artístico, u otro. También aquí pues se hace presente una balanza con su variada inclina­ ción: si hacia el autor o hacia la obra. Foucault: Creo que existe otro principio de enrarecimiento de un discurso. Y hasta cierto punto es complementario del primero. Se refiere al

autor. Al autor no considerado, desde luego, como el individuo que habla y que ha pronunciado o escrito un texto, sino al autor como principio de agrupación del discurso, como unidad y origen de sus significaciones, como foco de su coherencia. Este principio no actúa en todas partes ni de forma constante: alrededor de nosotros, existen bastantes discursos que circulan, sin que su sentido o su eficacia tengan que venir avalados por un autor al cual se les atribuirían, por ejem­ plo, conversaciones cotidianas, inmediatamente olvidadas; decretos o contratos que tienen necesidad de firmas pero no de autor, fórmulas técnicas que se transmiten en el anonimato. Pero en los terrenos en los que la atribución a un autor es indispensable —literatura, filosofía, ciencia—se percibe que no juega siempre la misma función105. En efecto, en relación con lo último, es reconocible que tras muchos inventos se desconoce frecuentemente al inventor: ¿quién inventó la lava­ dora, el refrigerador, la televisión, el neumático, el calefón, el calentador eléctrico, los paneles solares? Más se sabe ciertamente de la autoría en los ámbitos científico, filosófico y artístico. La explicación de ello está en que en relación con toda suerte de aparatos técnicos, ellos mismos, como obra, preponderan hasta tal punto que el inventor queda en el anonimato. En el caso de la ciencia, la filosofía y el arte ciertamente, con todo el peso que tienen las respectivas obras, de todos modos el autor, el creador, el pensador se hacen valer, y al parecer sobre todo en el arte. Interesante es aquí que, por ejemplo en la pintura, la firma del pintor comienza recién en el Renacimiento. Ello está en directa relación con la constitución del individuo y cómo este se abre paso especialmente a través del arte. Ello relativamente coincide epocalmente con la aparición del ante­ cedente de los nombres propios, tal como los conocemos hoy. Jacques Barzun, centenario, que fuera profesor en la Universidad de Columbia, dice al respecto: La expresión natural de Italia no habría significado nada para un mendigo de Nápoles en el siglo XVI: era napolitano, si no hijo de alguna aldea vecina aún más próxima a su corazón. Esta expansión de la ciudadanía hizo menos personal, más abstracto, el sentimiento de obediencia, que no se debía ya a un señor de la localidad sino 105 Foucault: El orden del discurso, Buenos Aires:Tusquets, 1992, p. 16.

a un rey distante, y finalmente a un Estado de carácter totalmente abstracto. La abstracción es otro tema implícito en la monarquía106. En buenas cuentas, en cuanto al nombre y junto con ello, al individuo, con la modernidad se inicia el abandono de los gentilicios para dar paso a los patronímicos. Ello se condice con el modo como Barzun lee la historia del último medio milenio en términos de un proceso de abs­ tracción. Esto trae consigo que el eminentemente moderno proceso de individuación tiene su revés en un parejo proceso de despersonalización. Con la abstracción paulatina, que lleva adelante su curso indefectible­ mente, el individuo tiende hoy a esfumarse en códigos numéricos, en barrios de ciudades con bloques departamentales o casas todas iguales, y que dominan el paisaje hasta perderse en el horizonte. Precisamente, en razón de ello, el reconocimiento de la autoría en los ámbitos mencionados implica en la actualidad algo que tiene el cariz de un rescate del individuo.

2 . 2 . 3 . Enlace de coexistencia entre persona y grupo

Tengamos en cuenta que la sociedad se organiza en tom o a jerarquías. En cierto modo, siempre se hace presente en los más distintos ámbitos una cadena de mando, implícita o explícita, y ella se ordena -podríamos agregar- en función de quien en cada caso va teniendo la última palabra (según ya analizamos en capítulo anterior). Si se trata de la orden, del mandato en particular, es patente que tiene que haber plena coherencia entre persona y acto, entre quien da la orden y el acto que le sigue a ella. En este caso, como observamos, se trata no solamente de ir más allá de la relación del orador consigo mismo -e n cuanto a si hay coherencia entre su discurso y lo que se conoce de él, y ello de cara a un auditorio que lo juzgará al respecto—sino que se trata de una coherencia que traspasa esa autorrelación y alcanza al otro, al que recibe la orden para ejecutarla. La coherencia, por decirlo así, se amplía entonces, se intersubjetiviza. Pero, así como en estas y otras situaciones podemos observar la jus­ tificación que tiene el argumento de enlace de coexistencia (en este caso

106 Barzun, Jacques: Amanecer y decadencia de Occidente, Madrid: Taurus, 2002, pp. 377-378.

referente al enlace entre persona y discurso) así también puede caerse en el exceso, esperándose de alguien, del orador, que solo pueda y deba decir tales y cuales cosas, sin que el auditorio le vaya a conceder posibi­ lidades de innovación. Con ello no solo se estereotipa a la persona, sino también al discurso. Es por ello que es muy comprensible que también en este enlace especial entre persona y discurso se apliquen técnicas de ruptura y frenado, y ello en aras de liberar tanto a la persona como a sus posibles discursos. Nos interesa además en estas consideraciones que específicamente la relación entre el orador y el grupo es también de enlace, similar a otros argumentos de enlace que hemos venido examinando últimamente, como el argumento de enlace de sucesión —entre otros, el argumento pragmá­ tico, que transforma la relación hecho-consecuencia en una entre medio y fin—como a su vez el del enlace de coexistencia, especialmente entre persona y acto. Y este es a su vez el punto que hay que destacar: que se trata ahora de un argumento de enlace entre persona y grupo. Visto desde esta perspectiva, cabe puntualizar que este argumento de enlace de coexistencia sería el argumento retórico por excelencia; es más, este argumento sería el que define a la retórica en cuanto tal, por cuanto lo que ella procura como cuestión central es la adhesión del auditorio, o del grupo en general. D entro del mismo contexto agreguemos que este argumento de enlace suele procurar además la aprobación de cierto grupo con el fin de parejamente reprobar la pertenencia de alguien a otro grupo. Bien sabemos la presencia y frecuencia que esto tiene. A veces basta nada más saber que alguien es de tal grupo -sea que es partidario de un candidato o de otro, que es de tal equipo de fútbol, de tal religión, que es negro o blanco, cristiano o musulmán, de izquierda o de derecha—como para sacar ciertas conclusiones que suelen ser apresuradas; ello nos muestra cómo, para bien o para mal, argumentamos de esta manera: De este modo, podemos repetir aquí lo que hemos indicado sobre la relación entre la persona y sus actos: los individuos influyen en la imagen que tenemos de los grupos a los cuales pertenecen e, inver­ samente, lo que pensamos del grupo nos predispone a cierta imagen de los que lo integran; si una academia da lustre a sus miembros, cada uno de ellos contribuye a representar y a ilustrar a la academia. / El

valor de un individuo recae sobre el grupo; una deficiencia indivi­ dual puede, en algunos casos, comprometer la reputación del grupo entero, tanto más fácilmente cuanto que se niega a utilizar técnicas de ruptura. / Jouhandeau relata esta anécdota: / “Elise ha llamado a un marroquí para descargar las gavillas y este busca a un francés para que le ayude, pero le ayuda tan mal que al final exclama, ante los aplausos de Elise: ‘Y pensar que he sido colonizado por esto’” (Tda, p. 494)107. Así como una persona puede desvalorizar el grupo a que pertenece, y ello pese a que una golondrina no hace verano, así también por supuesto sucede lo contrario. Cuando hay una predisposición favorable a cierto grupo, la pertenencia a él constituye una ventaja, como, por el contra­ rio, la relación hostil hacia ese grupo, una desventaja. Perelman sobre la noción de ‘grupo’: La argumentación que atañe al grupo y a sus miembros es mucho más compleja que la que concierne a la persona y a sus actos, primero porque una misma persona pertenece siempre a grupos múltiples, pero sobre todo porque la noción de grupo es más indeterminada que la de persona. La vacilación puede referirse a las fronteras del grupo y también a la de su propia existencia. / A ciertos grupos —nacionales, familiares, religiosos, profesionales—los reconocerán todos, hasta los protegerán las instituciones. Pero otros nacen a merced del compor­ tamiento de sus miembros: en el colegio, dentro de ciertas clases de niños, pueden formarse subdivisiones más o menos calcadas de las categorías sociales existentes; también puede producirse una oposición entre los pequeños y los mayores, los cuales constituirían dos grupos caracterizados, cuyos miembros se sienten solidarios (Tda, p. 495). A su vez, los grupos se conforman tanto sobre la base de comunes pro­ yectos, gustos, aficiones, y demás, como también en términos negativos, en función de la comunidad que experimentan en el rechazo o distanciamiento de otros grupos. A partir de esta distinción conviene pregun­ tarse acerca de qué conformación de grupo es la que más explicaría el fenómeno de la violencia. 107 Al respecto, cabe mencionar que la esposa del escritor francés Marcel Jouhandeau tenía como nombre artístico precisamente “Elise” y se llamaba Elisabeth Toulemont.

Aparte de esta última consideración y como cuestión de fondo, in­ teresa destacar hasta qué punto la persona está determinada por el grupo (cuestión eminentemente sociológica, por cierto) desde luego partiendo por la familia, el colegio, y como sucede con mucha fuerza hoy, por el hecho de compartir con otros unos mismos gustos en la vestimenta, en la práctica de un deporte, en cierta música, en cierta jerga. Es por ello que la noción de grupo y la interacción con el grupo por parte del orador son de primera importancia para la retórica: La interacción entre el individuo y el grupo puede utilizarse para valorar o devaluar a uno o a otro. Se insistirá en los errores de cier­ tos arqueólogos para descalificar a los especialistas en esta materia. Inversamente, si uno no puede elogiarse a sí mismo, puede presen­ tarse como partidario de tal política o como miembro de tal Iglesia, lo cual es susceptible de constituir una importante recomendación. Observémoslo: se trata de una aplicación muy eficaz de la técnica que consiste en hacer pasar juicios de apreciación inexpresados so capa de juicios de hecho indiscutibles. El orador no insiste en la valoración implícita por los oyentes de todos los que pertenecen al grupo en cuestión; en la medida en que la valoración parece evidente, actúa de la mejor forma posible (Tda, p. 496). Luis Napoleón, el futuro emperador Napoleón III, había pertenecido a la carbonería, aquel grupo nacionalista, precursor de la unificación de Italia. Felice Orsini y su padre también pertenecían a aquel grupo insurgente. Orsini, al ver en Napoleón III un obstáculo para la unificación italiana, realiza un atentado contra el Emperador el 14 de enero de 1858, quien se dirige en esos momentos a la ópera en París con la Emperatriz Eugenia Montijo. Orsini, junto a otros dos revolucionarios, lanzan tres bombas, que tienen como consecuencia 8 muertos y 142 heridos, pero la pareja real salva ilesa y a continuación asisten igual al estreno de Guillermo Tell de Rossini. Orsini es condenado a muerte y guillotinado el 13 de marzo (cfr. GdW, p. 716). Al respecto podemos decir que la anterior pertenencia a un grupo, como la cabonería por parte del joven Luis Napoleón no obsta para perdonar la vida a un miembro de ese mismo grupo revolucionario que ha atentado contra él. Aun así, previo a la ejecución de Orsini el Em­ perador hizo publicar una carta que le dirigiera el revolucionario en la

que lo exhortaba a unirse a la causa de la unificación e independencia de Italia (GdW, ib.). El enlace entre persona y grupo ha tenido tanta fuerza que nuestro modo de ser otrora fue gregario y que esto se extendió a varios cientos de miles de años. En aquella época pues el enlace era total, hasta tal punto que tampoco tiene cabida en ese contexto la noción de ‘individuo’. Como dice Nietzsche, el individuo es la creación más reciente, antes fuimos rebaño. Por otra parte, el individuo ha nacido en cierto momento. Jaspers identifica este nacimiento con los profetas de la Biblia, con filósofos orien­ tales y occidentales (griegos), como, por otra parte, con reyes, héroes de varios siglos antes de Cristo108. Y lo que cabe agregar al respecto es que primero los individuos eran muy pocos -se limitaban precisamente a las personalidades a que hacemos referencia. Con el tiempo su número fue aumentando hasta que llegan estos a generalizarse, como sería lo propio de nuestra época. Pues bien, la relación entre persona y grupo da lugar a variadas argu­ mentaciones, ya sea simplemente en términos de plantear la pertenencia de alguien a un grupo, rechazar esta pertenencia o plantear que alguien está en conflicto con cierto grupo y que probablemente se identifica más bien con otro. Perelman atiende a la variable relación entre persona y grupo citando a Racine, que discurre acerca de su obra teatral Fedra, y en particular de su personaje protagónico: La pertenencia a un grupo dado puede hacer que se prejuzgue la existencia de ciertas cualidades en el jefe de sus miembros, y esta presunción es tanto más sólida cuento más marcado es el sentimiento de clase o de casta. De este modo, Racine se esfuerza, en el prefacio a su obra, por hacer a Phedre un poco menos odiosa que en la tragedia griega, a causa del rango que ocupa: / “Creí que la calumnia tenía algo demasiado bajo y sucio para ponerlo en boca de una princesa que, además, tiene sentimientos tan nobles y tan virtuosos. Esta

108 Cfr. Jaspers: Die grossen Philosophen, München: Piper, 1988, pp. 35 ss. En adelante ‘DgPh’. / Ed. cast.: Los grandes maestros espirituales, trad. de Elisa Lucena y Pablo Simón, Madrid: Tecnos, 2012. / En la ed. cast. no se incluyó el cap. en el cual se encuentra esta idea del nacimiento del individuo, a saber el cap. “Von menschlicher Grósse überhaupt”, D e la grandeza humana en general.

bajeza me parece más conveniente en una nodriza, que podía tener inclinaciones más serviles” (Tda, p. 496-497)109. Racine desarrolla pues un argumento de coexistencia entre persona y grupo, ya que supone que Fedra, por ser princesa, pertenece a un grupo que se caracteriza por ciertos rasgos de nobleza y dignidad. En el mismo contexto Perelman cita a Pascal, que expresa que el sacrificio de los már­ tires cristianos se siente más, porque se trata de los “nuestros”, lo cual se basa a su vez en San Pablo: Algunos modos de comportarse son conformes a la idea que se tiene de los miembros de un grupo: el comportamiento de los nobles es noble; el de los villanos, villano; el de los cristianos, cristiano; el de los hombres, humano. A menudo se describe el comportamiento por la denominación misma del grupo; influye, por otra parte, en la imagen que se forma de este. / El valor del acto depende —lo sa­ bemos—del prestigio del individuo y, el del individuo, de lo que se atribuye al grupo; persona y grupo desempeñan, con relación a los actos y a los individuos, un papel análogo, que puede conjugarse. El grupo se enorgullecerá de la conducta de aquellos a los que considera miembros suyos, se olvidará a menudo de ocuparse de las personas ajenas a él: / /Pascal:/ “Los ejemplos de las muertes valerosas de los lacedemonios y otros pueblos no nos afectan apenas. Pues, ¿qué nos aporta? Pero, el ejemplo de la muerte de los mártires nos conmueve; ya que son “nuestros miembros” (Rom., XII, 5) (Tda, p. 497). El grupo siempre lo experimentamos como mi grupo o ciertos grupos próximos a los que pertenezco o con los que me identifico. Y si hay algo que afecta a alguno de ellos o incluso una pérdida, la siento como propia. Pensemos en ello no solamente en la familia, en el círculo de amigos, sino también en el partido político, o en tantos casos puede ser también un grupo que se reviste del carácter de un Imaginario, como puede ser el equipo de fútbol, ya que, salvo ver ese equipo en la televisión,

109 Racine, en su obra Fedra, publicada en 1677, se basa en el Hipólito de Eurípides en donde se cuenta el mito de Fedra. La visión de este personaje por parte de Racine es, com o escuchábamos de él mismo, más acogedora. En efecto, sucede en su versión que Fedra a la vez que se siente atraída por Hipólito, tiene remordimientos y una inclinación al suicidio, puesto que se trata de su hijastro, el cual a su vez está enamorado de Aricia.

en el estadio, no tengo ninguna relación personal con ninguno de sus miembros. O a veces los grupos se constituyen de modo circunstancial, sobre todo cuando se es afectado por algo y hay que enfrentar aquello de manera conjunta, como lo que puede suceder en un terremoto, bajo inclementes temporales, u otro. Así como hemos visto en relación con otros argumentos de coe­ xistencia, a Perelman le interesan a la vez técnicas de ruptura y frenado del enlace, en este caso entre persona (o individuo) y grupo, y cómo corresponde argumentar en consecuencia: Si alguien expresa una opinión violentamente opuesta a la de los demás miembros del grupo y si se niegan a admitir que esta opinión puede ser atribuida al grupo, entonces se impondrá una ruptura; se apreciará una incompatibilidad entre la adhesión a una tesis y la pertenencia a un grupo (Tda, pp. 498-499). Como podemos observar, se presentan situaciones aquí de las más fre­ cuentes en la cotidianidad. Pensemos nada más en el mundo político, y particularmente en los parlamentarios: vemos allí cómo de pronto alguien, y por lo general varios, acaban formando un subgrupo dentro del grupo, el conglomerado al que pertenecen. Aparecen entonces unos llamados “díscolos”, “colorines”, “bancada verde”, y demás (como en los últimos decenios en Chile). Y entonces cuando hay discrepancia entre esas personas o subgrupos con el partido o el conglomerado de partidos unidos en un pacto, se abre la posibilidad de la ruptura entre persona o subgrupo y grupo. Y, claro está, esta exclusión puede provenir tanto del grupo como de la propia persona que, por decirlo así, se autoexcluye, se aleja, corta el cordón umbilical. Por otra parte, esta autoexclusión puede estar suscitada tanto por algo meramente negativo: no estoy de acuerdo con la decisión que tomará el partido, con la ley que se votará, con el presupuesto que se aprobará, o frecuentemente teniendo que ver con cuestiones más profundas: no estoy de acuerdo con la línea que está siguiendo mi partido en temas políticos, económicos, sociales o educa­ cionales. Y ciertamente la autoexclusión puede apoyarse en algo positivo: adhiero más a las tesis de otro partido. El animal racional que somos, según Aristóteles, es co-esencialmente un animal político y social, y en este sentido hay un tipo de argumento que es máximamente representativo de esto, cual es el argumento de

enlace de coexistencia entre persona y grupo. Gran parte de los empeños del ser humano van en pos de la organización de la sociedad, y es por ello también que la relación entre individuo y grupo es decisiva. Cada cual está determinado en gran medida, esté consciente de ello o no, por los grupos a que pertenece (con los que se identifica) o por los grupos que, según el parecer de los demás, se ligan con esa persona. Se es pobre, se es de clase media, se es rico, se es de una familia influyente, se pertenece a cierto partido, a un club de ajedrez o de bridge, se es jugador de la ruleta, se es montañista, se estudió en tal universidad, se es de tal religión. En cada caso, si bien lo examinamos, nuestro yo, que pretendemos tan independiente y autónomo, está tendido entre muchos hilos, a tal punto que, llevando las cosas a un extremo, somos como un insecto atrapado en una telaraña. Por otra parte, la relación entre persona y grupo está determinada a su vez por el argumento parejo de enlace de coexistencia entre persona y acto. Suponemos que la persona que conocemos, porque pertenece a tal grupo, actuará en consecuencia, de acuerdo con lo que esperamos precisamente de los integrantes de ese grupo. Y, por lo mismo, está claro también que a este doble argumento de enlace de coexistencia se agrega un tercero, crucial para la retórica: el enlace entre orador y dis­ curso; suponemos que la persona de tal grupo dirá, sostendrá, defenderá o estará en contra de tales cosas, y lo manifestará verbalmente. Y cuando detectamos una falla o alteración en la coexistencia entre persona y acto o entre persona y discurso, esto naturalmente afecta este otro argumento de coexistencia, a saber, entre persona y grupo: Observemos que el problema del enlace individuo-grupo, en la ar­ gumentación, se complica, con relación al problema acto-persona, por el hecho de la posible inclusión de un individuo en un grupo del cual no formaba parte hasta ahora. Si el individuo a defiende las opiniones del grupo b, podrá integrarse, mediante terceros, en este grupo. Desde ese momento sus argumentos, sus juicios, se interpre­ tarán como si fueran los de un miembro del grupo b, y no de un observador extraño; de ahí, a veces, el interés, para la argumentación, de mantener las distancias entre el individuo o ciertos grupos a los que favorece (Tda, p. 499). Es el caso muy frecuente de políticos pertenecientes a partidos o coali­ ciones y que para esos conglomerados comienzan de pronto a resultar

completamente imprevisibles. En otras palabras, respecto de la pertenencia o no pertenencia de la persona a un grupo, de las dudas o vacilaciones que tenga respecto de esa pertenencia, de las opiniones divergentes que comienza a manifestar respecto de él, todo depende de la argumentación, de qué argumentos esgrime y cómo los esgrime, como también de qué consecuencias traen estos consigo. Perelman citando a Georges Bemanos a propósito de esto: “Según Bernanos: / ‘El hombre del Antiguo Régi­ men tenía la conciencia católica, el corazón y el cerebro monárquico y el temperamento republicano’” (Tda, p. 500). En uno mismo conviven inclinaciones hacia uno u otro grupo, que provienen de distintas fuentes: de la razón, el sentimiento, la voluntad. A veces los grupos suelen ser tan fuertes y compactos que procuran ser como un bote bien calafateado en el que no entre agua por ningún orificio. Entonces sucede que en esos grupos lo que más se hace valer es la disciplina rigurosa, y resulta particularmente notable cómo estos, debido a esta interna cohesión, logran tan solo por ello un poder enorme, incluso con independencia del mensaje que comunican o enseñan. La película “La ola” de 2008, del director y guionista, Dennis Gansel, nos muestra de modo convincente, y que indirectamente arroja luz sobre distintas manifestaciones históricas, que tan solo basta con darle a un grupo ciertos signos de identidad, que pueden consistir simplemente en cierto modo de saludar, en cierta vestimenta, o simplemente tomar asiento rápidamente, quedando en posición recta, como para que se logre una identidad pode­ rosa, más precisamente, aquello que Sartre describiera como “grupo de fusión” . El paso siguiente es que este grupo, así constituido, está ahora en condiciones no solo para realizar el bien común, si se lo encauzara en esa dirección, sino para cometer desmanes y atrocidades110. Sobre todo algunos grupos religiosos suelen tener estas características, pero también grupos políticos. En uno y otro caso la persona práctica­ mente no cuenta y el único que cuenta es el jefe, el líder o el profeta. En rigor, solo él merece entonces ser llamado individuo, puesto que sería el único que goza propiamente de independencia y autonomía. Cabe agregar que tal vez esta cohesión de grupo se da porque su modo de ser se deja impregnar por una moral estricta que obliga a seguir un

110 http:/ 7www.lahiguera.net/cinemania/pelicula/3948/sinopsis.php

conjunto de reglas de comportamiento. Sobre esta base se entiende que las técnicas de frenado o ruptura, dirigidas a un grupo, baste en general aplicarlas al líder grupal. Pero también se da el caso de líderes o portavoces que no represen­ tan a su grupo, como tampoco las palabras, el discurso pronunciado, y esto debido a que esa representación muy frecuentemente es puramente nominal. Y está claro que la técnica de frenado suele ser la antesala de la ruptura definitiva respecto de cierto enlace entre persona y grupo. Podemos poner en entredicho primero que el gobernador de N ew York, el Sr. Spitzer, sea digno de su cargo, en vistas de lo que sabemos de él: que junto con haber combatido severamente redes de prostitu­ ción, él recurría a una de ellas111. En un primer momento, cuando nos enteramos de ello, el enlace entre este gobernador y el grupo, digamos de otros gobernadores y autoridades a que pertenece, y lo que nosotros esperamos de ese grupo, es puesto en entredicho, para llegar a lo mejor al final de este proceso a una ruptura en este enlace, como también puede ocurrir que el enlace en cuestión se mantenga. N o obstante, por todo lo que venimos analizando, la relevancia del grupo es tan férrea que es causa del estereotipo, de quedar como el insecto atrapado en la telaraña, de lo que hablábamos antes. A lo largo de la historia, en ocasiones la ventura o desventura de un ciudadano es motivo de una división de una nación completa, como es en el caso de Francia, a propósito del “caso Dreyfus” y que alude al capitán Alfred Dreyfus, que fue falsamente acusado de espionaje; pues bien este caso dividió a Francia entre dreyfusistas y no-dreyfusistas durante doce años por lo menos: entre 1894 y 1906. A veces sucede también que la pertenencia al grupo no da lugar a excepciones que pudiera reconocer la gente en general, actuando en esto lo más nefasto de todo: el prejuicio. Es por ello que lo que decimos tiene que ver frecuentemente con cuestiones de racismo de variada índole. El ejemplo que pone Perelman al respecto es particularmente triste; se trata de un pasaje del negro Joseph Zobel, de su libro publicado en 1950: La Rué Cases-Negres112:

111 The New York Times, 10.03.2008. 112 Zobel nació en la Martinica en 1915 y murió en Ales, Francia, en 2006.

Con frecuencia, he oído este razonamiento. ¿Acaso mi madre no me ha repetido muchas veces que ya es bastante con que sea negro para que encima evite cometer la más leve falta? Sí, sé que todo el mundo, blanco y negro, está de acuerdo en que un negro, que suscita tan poca indulgencia por su color, solo es tolerable en la medida en que se comporta como un santo (Tda, p. 501).

2 . 2 . 4 Enlace de coexistencia entre esencia y acto

En relación con el argumento de enlace de coexistencia corresponde considerar no solo el triple enlace de la persona con el acto, el discurso y el grupo, sino también entre esencia y acto. U no es el enlace que hace­ mos argumentativamente entre lo que conocemos de cierta persona y los actos que realiza o que se espera que realice, y otro es el enlace entre lo que concebimos como la esencia de un fenómeno determinado y el acto correspondiente a ella, vale decir, su manifestación o fenomenización. Diríamos que preferentemente en este último caso —el del enlace en­ tre esencia y acto—se hace presente el platonismo y, cabría agregar aquí, un platonismo que tiene en este sentido un alcance tal que representa ni más ni menos que nuestro modo de pensar. Y digo “platonismo” en cuanto a que sucede aquí, como en el pensamiento de Platón, que los fenómenos son tales porque son nada más que la manifestación de una esencia que los determina. Entendidas las cosas así, como decíamos, el enlace entre esencia y acto conlleva una marca platónica, pero lo cierto que también los otros argumentos de enlace. Pongamos como ejemplo de ello el enlace entre persona y acto (pero incluyendo en ello también los otros enlaces examinados). Y en lo que atañe al enlace entre esencia y acto, sucede que nos formamos una idea de la esencia de una persona (o de un fenómeno cualquiera) y suponemos que su manifestación o acción, las cosas que hace y también en lo relativo a las cosas que dice como en cuanto a los grupos que directamente o indirectamente se conectan con ella, es un resultado de esa esencia. Cabe agregar que cuando identificamos lo anterior como “platonis­ m o” estamos diciendo con ello algo mucho más amplio que concerniente estrictamente a Platón y el pensamiento filosófico (precisamente platónico)

que se generó a partir de él y que ha perdurado por más de dos milenios, el cual, además, en principio, debería perdurar para siempre. Estamos en verdad haciendo referencia con ello a lo que particularmente se institu­ ye con esta filosofía, cual es la philosophia perennis, queriendo decir este término en este contexto no simplemente algo de carácter temporal, como lo que recién decíamos -q u e se trataría de una filosofía que durará para siempre—sino que alude a una cuestión más fundamental, cual es que siempre estaremos remitidos a la esencia, al arquetipo, a la idea en nuestro pensar y orientarnos en el mundo. También en esto, cabe añadir a lo anterior, puede captarse el alcance de la afirmación de Heidegger, cuando sostiene que “toda la filosofía occidental es platonismo113. Es más: corresponde reconocer a la vez la actualidad de Platón y su pensamiento del mundo de ideas. Tal vez como nadie, el destacado físico del siglo XX, autor del principio de incertidumbre, W erner Heisenberg, nos hace ver en un artículo del compendio El hombre y el átomo, que la física moderna es platónica. Ello lo justifica aduciendo que para la física siempre está enjuego la explicación del fenómeno, dada por la ley. Su­ pongamos, si se trata de la caída de los cuerpos y del movimiento de los astros, lo que atañe a la ley de gravitación universal, ella, en sí misma, siendo inmaterial, es similar a la idea o arquetipo platónico, y todos los movimientos están regidos por ella. La idea platónica tiene de este modo también el sentido de fórmula. Heisenberg: En el último límite de la serie de las figuras materiales se encuentra, para Platón, algo que ya no es propiamente material, sino una forma matemática; por lo tanto, si se quiere, una estructura espiritual. /.../ Curiosamente, pues, queda replanteada por la moderna física atómi­ ca, y en particular por la teoría cuántica, de un modo singularmente nuevo, esta antigua cuestión del materialismo y el idealismo114. Y, pasando a otro campo, digamos también que en la biología, el ADN, la doble espiral del par cromosómico, vale también como una suerte de idea o arquetipo a partir del cual se explica su fenomenización en cada ser vivo. Así nuestro tamaño, nuestro color de ojos, nuestra piel lisa o 113 Heidegger: Nietzsche,Tomo 2, Pfullingen: Neske, p. 220. / Ed. cast.: Nietzsche,Tomo 2, trad. de Juan Luis Vermal, Barcelona: Destino, 2000. 114 Heisenberg, Werner: “El descubrimiento de Planck y los problemas filosóficos de la física atómica”, en: El Hombre y el átomo, España: Guadarrama, s/a, p. 84.

rugosa, su color, y hasta nuestras pestañas y uñas, como las de todo animal, o todo lo concerniente a la forma de una planta, está predeterminado por el ADN. El argumento de enlace entre esencia y acto nos introduce de lleno en la problemática en torno al controvertido término ‘esencia’. Siempre estamos en pos de la esencia de cualquier fenómeno. Y esta esencia no necesariamente debemos considerarla en un sentido platónico, como in­ mutable y eterna, sino en devenir. Mas, desde luego suponemos a la vez que más allá del fenómeno en devenir que sea el caso, hay ciertos rasgos esenciales que conserva. Y esto también tiene que ver con la mentalidad del hombre, en otras palabras, con algo dado que nos determina. Vistas las cosas de esta laya, toda crítica radical al “esencialismo” se queda corta, y a lo más tiene una justificación cuando se tiene en la mira al supuesto de una esencia inalterable. El propio Perelman aporta algo notable al respecto, al considerar que siempre estamos en pos de alcanzar una no­ ción satisfactoria de algo —supongamos: ¿qué es el socialismo?, ¿qué es el Estado?, ¿qué es el capitalismo?, ¿qué es la conciencia? —y entonces entran en competencia respecto de ello numerosas definiciones. Supongamos respecto del Estado: podemos advertir cómo nada más en el siglo XX nos hemos dado una vuelta de campana con definiciones concernientes a la mujer, al matrimonio, al homosexualismo, y así podríamos seguir, incluyendo nuestro propio sistema solar, al cual no pertenece más Plutón, todo ello de acuerdo con la U nión Astronómica Internacional (IAU) que logró reunir a 2.500 miembros en Praga en 2006115. Reconozcámoslo o no, siempre estamos girando en tom o a la esencia de los fenómenos y entonces todo depende nada más de cómo conside­ ramos con cierta precisión eso que llamamos “esencia”:

Las mismas interacciones que hemos constatado en las relaciones del acto y la persona, del individuo y el grupo, se encuentran cada vez que unos acontecimientos, objetos, seres, instituciones, se agrupan de forma comprensiva, que se los considera característicos de una época, un estilo, un régimen, una estructura. Estas construcciones in­ telectuales se esfuerzan por asociar y explicar fenómenos particulares, concretos, individuales, tratándolos como manifestaciones de una

115 http://w w w .elm undo.es/elm undo/2006/08/24/ciencia/1156425985.htm l

esencia que se expresa igualmente a través de otros acontecimientos, objetos, seres o instituciones. La historia, la sociología, la estética, constituyen el campo predilecto para las explicaciones de este tipo: los acontecimientos caracterizan una época; las obras, un estilo; las instituciones, un régimen. Incluso los comportamientos y la manera de ser de los hombres pueden explicarse no solo por su pertenencia a un grupo, sino también por la época o el régimen del que son una muestra: hablar del hombre del medievo o del comportamiento ca­ pitalista es intentar mostrar cómo este hombre, este comportamiento, participan de una esencia y la expresan, y cómo, a su vez, permiten caracterizarla (Tda, pp. 501-502). De lo que se trata con la esencia y lo esencial, así concebido, es lo que nombramos como la impronta, el carácter, el sello, la marca de algo, y si se quisiera excluir entonces la esencia habría que ser consecuente y excluir todo esto también, lo que a lo menos parece completamente descabellado. Es presumiblemente justo por la gravitación ontológica de la que goza la esencia que, desde antiguo, y especialmente en la modernidad, se le ha dirigido una crítica implacable, mas en lo que yerra la mencionada crítica es en el intento de dejarla fuera de competencia. Y justamente en razón de esa gravitación ontológica que tiene, se entiende que se puede caer en excesos y abusar de ella. Si, de acuerdo con nuestra terminología, es lo que entendemos por noción lo que da expresión a la esencia de algo. Pues bien, las nociones son susceptibles de múltiples definiciones, que además históricamente van mudando. En este sentido, suele incurrirse en un argumento de autoridad, cuando se pretende que hemos logrado dar con la definición perfecta, última, definitiva y absoluta de esto o lo otro. Algo de esto nos sugiere la siguiente cita del Tda: Siempre que el acto y la esencia parezcan oponerse, en lugar de poder interpretarse uno con otro, se aplicarán procedimientos que permitan justificar la incompatibilidad: el hombre que no sea de su época será un precursor o un retrasado; la obra que presenta rasgos diferentes al estilo del autor se habrá elaborado bajo una influencia extraña o manifestará ya signos de degeneración, ya no será una expresión tan pura del estilo en cuestión; lo que no corresponde a la imagen de la esencia será excepcional, y una u otra de las innumerables explica­ ciones concebibles justificará esta excepción (Tda, p. 502).

2 .2 .5 . Enlace simbólico

El enlace simbólico, como una forma de enlace de coexistencia, es de una relevancia extraordinaria en la historia de la humanidad. De hecho, es absolutamente determinante en todas las culturas y civilizaciones que reconocían un fundamento en el mito, esto es, en ciertos relatos o narraciones de carácter simbólico de diversos fenómenos, hechos, acontecimientos. El enlace simbólico es también una forma de enlace de coexistencia porque enlaza algo -p o r ejemplo una montaña, el océano, una estrella—y ve aquello como poder, grandeza, la seguridad, el destino, la esperanza, lo divino,: Estimamos que es útil aproximar el enlace simbólico a los enlaces de coexistencia. En efecto, el símbolo, a nuestro juicio, se distingue del signo porque no es puramente convencional; si posee una significa­ ción y un valor representativo, ambos se extraen del hecho de que parece existir, entre el símbolo y lo que evoca, una relación que, a falta de un término mejor, calificaremos de relación de participación. La naturaleza casi mágica, en todo caso irracional, de esta relación es lo que diferencia el enlace simbólico de los demás enlaces, tanto de sucesión como de coexistencia. Lo mismo que estos, se considera que el nexo simbólico es parte integrante de lo real, pero no se refiere a una estructura definida de este último. Por el hecho de que, con mucha frecuencia, el símbolo y lo simbolizado no forman parte de lo que se tiene por una misma capa de realidad, por un mismo campo, podría juzgarse analógica su relación. Pero, de ese modo, se destruiría lo que hay de impresionante en el enlace simbólico, pues, para que desempeñe su papel es preciso que el símbolo y lo simbolizado se integren en una realidad mítica o especulativa, en la cual participan recíprocamente. En esta nueva realidad existe un enlace de coexis­ tencia entre los elementos de la relación simbólica, aun cuando, de hecho, el símbolo está separado de lo simbolizado por un intervalo temporal (Tda, p. 509). C on el símbolo en su relación con lo simbolizado, podría decirse que ocurre algo similar que en la relación entre signo y cosa que detectara Ferdinand de Saussure en su Tratado de lingüística general: así como entre la palabra ‘caballo’ y el animal que llamamos así no hay nada en común,

y ello se corrobora además en cuanto que ese objeto se llama ‘Pferd’ en alemán y ‘horse’ en inglés, lo mismo en la relación entre el símbolo y lo representado, pero nada más que en términos de una “huella psíquica” en nosotros. De Saussure: Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica. La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su huella psíquica, la representa­ ción que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa imagen es sensorial, y si llegamos a llamarla “material” es solamente en este sentido y por oposición al otro término de la asociación, el concepto, generalmente más abstracto116. Y así como por supuesto hay muchas palabras que, por decirlo así, tienen un origen conceptual, dado que la sola palabra las define, como la palabra que más nos importa en nuestra indagación —la palabra ‘retórica’—que viene de ‘reor’, ‘fluir’, ‘hablar’ (como nos recuerda Vico en sus Insti­ tuciones oratorias)117, así también podría decirse el símbolo no tiene una relación del todo arbitraria con lo representado. Al mismo tiempo los símbolos concitan distintas voluntades y las mueven hacia la realización de alguna acción: El enlace simbólico acarrea transferencias entre el símbolo y lo simbo­ lizado. Cuando a la cruz, la bandera, la persona real, se los considera símbolo del cristianismo, de la patria, del Estado, estas realidades suscitan un amor o un odio, una veneración o un desprecio, que serían incomprensibles y ridiculas si a su carácter representativo no se le uniera un nexo de participación, el cual es indispensable para despertar el fervor patriótico o religioso. Las ceremonias de comunión exigen, en efecto, un soporte material sobre el que pudiera concen­ trarse la emoción, ya que la idea abstracta la suscitaría y nutriría con gran dificultad. Este nexo entre el soporte y la cosa que representa no lo proporciona un enlace admitido por todos, es decir, objetivo, sino un enlace que únicamente reconocen los miembros del grupo;

116 Cfr. Saussure: Curso de lingüística general, Buenos Aires: Losada, 2008, Apartado “Naturaleza del signo lingüístico”, pp. 91-92. 117 “Si la ‘retórica’ [rhetorica] pudiera verterse en latín con la elegancia griega que la caracteriza, se diría ‘lo que fluye’ [fiuentia] o ‘lo que se dice’ [dicentia]” (IA, cap. 1).

la creencia en estas estructuras de participación es un aspecto de la comunión entre ellos (Tda, pp. 509-510). Como vemos, podrá haber símbolos universales, pero en general ellos se sustentan en algún tipo de adhesión a ellos y de comunión interna de un grupo que suscita la común adhesión. Lo cierto es que en todo momento, si bien lo analizamos, distintos fenómenos que percibimos se convierten en símbolos para nosotros. Si trabajamos en una prestigiosa universidad, esta rápidamente adopta ese carácter para quien recién ha ingresado en ella, y entonces sucede que ciertos edificios, algún campus, y no solo el escudo de la universidad, van adoptando ese carácter: Ahora bien, dado el carácter indeterminado e indefinido objetiva­ mente del enlace simbólico, hay posibilidad de conferir a cualquier cosa, a cualquier acto, a cualquier acontecimiento, un valor simbó­ lico y de modificar, de ese modo, su significación y su importancia. Tanto más fácilmente se admitirá el aspecto simbólico de un acto cuanto menos plausible sea otra interpretación. / Algunos indicios pueden llegar a simbolizar una situación, una manera de vivir, una clase social, como el hecho de poseer un coche de una marca deter­ minada o llevar una chistera. Asimismo, si un individuo, miembro de un grupo, se convierte en su símbolo, se dará más importancia a su comportamiento, porque será más representativo que el de los demás miembros del mismo grupo. A veces se elegirá a este indivi­ duo simbólico, que encarna al grupo, para desempeñar este papel: ora porque es el mejor en un campo concreto, como el campeón de boxeo, ora porque es un individuo cualquiera, que no se distingue por nada, ni siquiera por su nombre, como el soldado desconocido (Tda, pp. 511-512). Se suele ver simplemente al político, al actor de cine, al astronauta, al futbolista, al tenista, simplemente como un líder, una estrella, un actor social, u otro, pero sin detenerse a considerar su carácter simbólico, y cómo resulta que con cada uno de estos personajes, para decirlo más específicamente, se ha constituido un enlace simbólico. Cualquiera de esos personajes comienza a simbolizar poder, veracidad, resolución, habilidad, e incluso en algunos casos algo con carácter de sublimidad y trascendencia, sucediendo que a la vez todo ello repercute sobre el poder que cada uno de ellos detenta. Y desde luego cabe también la posibilidad

de carácter negativo de que cualquiera de los personajes mencionados pueda significar lo contrario a lo anterior: ignorancia, irresponsabilidad, negligencia, falsedad, corrupción, atropello, estafa, y entonces tendemos a aplicar técnicas de frenado o de ruptura del enlace entre la persona y lo simbolizado. Sucede a lo largo del tiempo que quien simbolizaba ecuanimidad, justicia y resolución comienza a simbolizar desde ahora en adelante justo todo lo contrario. Los ejemplos de la cotidianidad sobran, ya tan solo porque conspiran en ello la edad, el desgaste, el hecho de que por tener ciertas personas muy reputadas algo bajo su dominio, terminan abusando de ello, haciendo ostentación, mal-utilizándolo, degradándolo. Gran parte de los conflictos de las relaciones humanas se condensan en posibles quiebres de distintos enlaces simbólicos. Y si bien puede sostenerse que es en los enlaces de coexistencia en general, y sus posibles crisis o quiebres, en los que radica la principal explicación de potenciales conflictos en las relaciones humanas, habría que agregar que es parti­ cularmente en uno de estos mencionados enlaces, a saber, en el enlace simbólico. Siempre estamos tendencialmente elevando a personas y grupos a un sitial simbólico, y ellos son vestidos con los mejores ropajes de que disponemos en nuestra imaginación, mas luego aparecen fisuras, zonas oscuras. N o es menor enterarse de que el presidente de un país ha robado. Tengamos nada más en cuenta lo que le pasa a Beethoven con el retiro de su dedicatoria a Napoleón de la “Eroica”, la Tercera Sinfonía, cuando Napoleón se autocorona Emperador. Y algo similar, aunque no de la misma proporción, sucedió más de medio siglo más tarde cuando el sobrino de Napoleón, Luis Napoleón, se proclamó también Empe­ rador de los franceses, muchos seguidores y admiradores le retiraron su apoyo, entre ellos el escritor Víctor Hugo. Mas, lo interesante que hay adicionalmente en este punto es que frecuentemente sucede también que el símbolo en ocasiones resiste los embates de la adversidad. Los nuevos datos que se dan a conocer sobre alguien en particular o sobre lo que ha hecho no llegan a derribarlo; pero a la vez puede naturalmente suceder que de cierta visión amistosa y de alabanza conquistada se pasa a una de rechazo y repulsión. Como sabemos, el origen de la cultura ha sido vinculado con la pro­ hibición del incesto, la cocción de alimentos, el entierro de cadáveres, el paso del robo al cambio, como en la Filosofía del dinero de Georg Sim-

mel118; pues bien, otra forma de observarlo es en el sentido del tránsito del signo al símbolo. Se trata entonces del hecho de que las cosas no solo significan algo, en tanto signos, sino que simbolizan algo. Lo simbólico puede expresarse en mitos, iconos, figuras, relatos, arquetipos, y demás, y entonces podemos ver cómo lo simbólico se carga de significaciones que van mucho más allá de lo dado. Esto dado puede ser un volcán, un río, una estrella, un tronco tallado de madera, pero que a fin de cuentas es un tótem, que adopta un poder simbólico extraordinario. El equivale entonces al centro espiritual de la tribu y en él se cifra su historia y su destino. Amparo, salud, paz, poder, pero también desvarío, desesperación, ruina, peste, todo ello está en dependencia del tótem, y se requiere de unos hombres sabios, de un adivino, de un chamán, para interpretar qué es lo que este comunica. Ernst Cassirer concibe al ser humano como “animal simbólico”, o si se quiere, simbolizador en Filosofía de las formas simbólicas, obra de tres tomos que se publicara entre 1923 y 1929. El origen de las formas sim­ bólicas radicaría en el mito y, ulteriormente, como resultado de aquel origen, se desarrollarían arte, religión, técnica, derecho, ciencia. El filósofo de la Escuela kantiana de la Universidad de Hamburgo distingue a su vez tres estadios en la configuración del símbolo: el primero de carácter mimético, que es de expresión (.Ausdruck), el segundo caracterizado por la función analógica de la representación (Darstellung) y el tercero, que sería el propiamente simbólico de la significación (Bedeutung)119. Pues bien, si lo simbólico se constituye originariamente con el mito, llama la atención que, pese al tránsito del mito al logos —que exhibe, al parecer, la transformación más radical que ha tenido la humanidad hasta ahora—el poder del símbolo no haya drásticamente disminuido. En el estadio racional del logos, se podría suponer, tendría que bastarnos úni­ camente con los signos y con una comunicación y relaciones humanas únicamente basadas en ellos. Pero no es así. La cruz, la media-luna, pero también las marcas de diversos artículos —de un automóvil, de la ropa, de computadores, relojes—todo ello, bien lo sabemos, ostenta símbolos de status, de todo lo cual se valen los publicistas. En cierto modo, agre­

118 Cfr. Simmel, Georg: Filosofía del dinero, trad. de Ramón García Cotarelo, Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1974, pp. 110 ss. 119 Cfr. Cassirer, Ernst: Filosofía de las formas simbólicas, México: FCE, 1972, vol. 1, pp. 20 ss.

guemos, que todo lo que podría verse como “magia de la publicidad” encuentra en la capacidad humana de simbolización su indesmentible clave. Y, como fácilmente se puede barruntar, todo ello viene a equiva­ ler a su vez a resabios del estadio mítico de la humanidad. De acuerdo con Mircea Eliade, las religiones constituirían una prolongación de la mentalidad arquetípica del hombre arcaico que precisamente se rige por arquetipos, expresados en relatos —mitos, leyendas, alegorías—en los que se encuentran sentidos ocultos de lo que el hombre arcaico hace, decide, siente, recuerda, quiere, piensa o sueña120. Es así pues que podemos observar que en nuestro mundo lo simbó­ lico se viste con nuevos ropajes y no se extingue en absoluto, volviendo a nacer a cada rato con la publicidad, la televisión, el Internet, y otros. De alguna forma todos estos medios pasan a ser nuevos soportes de lo simbólico. Lo que en los últimos decenios se suele llamar el “imaginario” representa precisamente lo simbólico. Y la carga semántica y simbóli­ ca del Imaginario la encontramos en el cantante rock, en la estrella de cine, en el político, en algún gurú, o como los llama Jean Baudrillard de manera certera: “maestros de ceremonia” . Si bien atendemos a lo que estamos aquí planteando, podemos damos cuenta cómo en definitiva el símbolo viene a representar, ante todo, poder. En otras palabras, al pare­ cer mientras algo, un fenómeno, una persona, un grupo, a veces incluso un mero objeto, no es dotado con una carga propiamente simbólica, no es propiamente poseedor de poder. El símbolo posee de este modo un poder magnético, electrizante, capaz de suscitar en el interlocutor, en el espectador, en el oyente, en la audiencia, nuevas asociaciones, sueños y fantasías. Diríamos simplemente, a propósito de esto, que el símbolo tiene poder porque te hace soñar. Visto desde esta perspectiva, el ser humano está muy marcadamente determinado por un “querer soñar”, y si inda­ gamos un poco lo que hay tras esto, cabe agregar que ese “querer soñar” alude a la vez a un querer entregarse, descansar, que otro te represente una obra de teatro, una película, y que tú simplemente te deleites en su contemplación. Cada cual tiene algo de la mujer tradicional que goza con el deliquio. Este se refiere a un desfallecimiento y que, de acuerdo con Ortega y Gasset, en el caso de la novia trae como consecuencia que

120 Cfr. Eliade, Mircea: El mito del eterno retorno, trad. de Ricardo Anaya, Madrid: Alianza, 2000. En adelante: ‘Mer’,pp. 15 ss.

el hombre la lleva en brazos al lecho nupcial, poniendo ingeniosamente en simetría el pensador hispano la “levitación de la monja mística y el deliquio de los enamorados”121. A fin de cuentas, y como contribución a una comprensión más a fondo del poder, el poder es siempre poder simbólico. El caso extremo de ello nos lo muestran la gente, las multitudes, las inmensas masas humanas, que se acercan a los famosos que detentan el poder simbólico, simple­ mente para tener el placer de contemplarlos por un momento, de verlos moverse o tal vez hablar con su característico estilo o sus movimientos animales. Y es tan sorprendente que con eso les basta: tan solo mirar y a lo mejor escuchar, para luego retirarse profundamente imbuidos de una impresión que les ha calado hasta la médula y que llevarán consigo por un tiempo indefinido, tal vez incluso hasta su propia muerte. Ha sucedido allí que cierto halo del poder simbólico te tocó —una suerte de primera comunión o de confirmación. Recordemos cuando en 1998, con ocasión de la venida del presidente Bill Clinton a Chile, saliendo del Palacio Presidencial de La Moneda, y saliéndose a su vez de protocolo, entró a una Fuente de Soda, que hasta ese momento se llamaba “San R em o” y pidió un vaso de Coca-Cola, vaso que se conserva hasta el día de hoy, y por su parte, la Fuente de Soda cambió de nombre y se llama desde entonces “La Picá de Clinton”122. La anterior disquisición nos hace ver que vivimos en el exceso del poder simbólico y probablemente no tenemos más remedio que asu­ mirlo, porque simplemente es así. Pero igual se justifica tener en cuenta la posibilidad del camino de vuelta: ya no del signo al símbolo, sino del símbolo al signo. Desde luego, este es afín al tránsito del mito al logos. Si desde los griegos nos encontramos en el estadio de la razón, deberíamos estar en condiciones de leer los signos de un modo estrictamente racional y, de este modo, evitar la sobreinterpretación. De esta guisa, podríamos precavemos de mundos imaginarios y trasmundos que nos transportan a paraísos artificiales. Así también, podríamos elegir a nuestros candidatos sin la necesidad del trabajo simbólico que hacen los publicistas con esa proliferación ad infinitum de carteles que tapizan las ciudades de modo absurdo e insensato. Habría pues que incitar al ciudadano a parar el sal­

121 Ortega y Gasset: Estudios sobre el amor; Madrid: Revista de Occidente, 1957, p. 114. 122 h ttp ://urbansantiago.blogspot.com/2010/ 10/la-pica-del-clinton.html

to al Imaginario, enseñando en los establecimientos educacionales una cultura hermenéutica distinta que se atenga sobre todo al signo tal cual es y no al carácter simbólico que este adopta debido a la incontención de nuestras almas aladas, C on todo lo sugerente que parece una propuesta de esta índole, no convence, ya que tiene visos de un modelo de una sociedad tecnocientífica con la que soñara el positivismo decimonónico. En una sociedad así da la impresión que soñar estuviera prohibido, y que el único sueño válido sería justamente el de esa sociedad. La ciencia-ficción, con su propio Imaginario y sus distopías se ha encargado de un modo más que certero y efectivo de hacernos ver la inhumanidad que se esconde tras ese escenario. Y no olvidemos que nuevamente ha sido también el poder simbólico el que ha estado tras ese proyecto, que para el que tiene ojos es manifiesto que se ha hecho igualmente realidad, con las consecuencias del sufrimiento de nuestra madre: el planeta en el que habitamos y que tendrían que seguir habitando las futuras generaciones. N o, más bien se trata de asumir que en el paso del signo al símbolo, que más que eso es un salto, y como recién dábamos a entender, no hay camino de regreso, no hay una vuelta al signo, porque, ante todo, quizás el ser humano tampoco estuvo jamás en el mero signo. Siendo animal simbolizador, desde el homo sapiens en adelante ha estado siempre habi­ tando en el símbolo. N o, se trata, y hoy en día como cuestión de salvación, de volver a recuperar el poder simbólico de la naturaleza, de la Tierra, de los astros, del asombro que provoca el solo hecho de que haya algo, de que el ser sea. Me temo que sin esto, y consiguientemente sin una vuelta a la filosofía y a la metafísica, estamos perdidos. Junto con el símbolo y nuestra correspondiente capacidad simbólica se presenta el mito, la metáfora y nuestra capacidad de imaginación y fantasía. Probablemente se ha atendido poco, salvo Arnold Gehlen, Eugen Fink, como también Kant, respecto de la determinación de la imaginación y fantasía en el ser humano. Este ha sido concebido preferentemente desde la razón, la fe, la voluntad, la emocionalidad, el poder, el trabajo, u otros, pero no de modo suficientemente enfático y ampliamente desarrollado, desde la imaginación, y como podemos observar, ella es clave en lo que se refiere a la concepción de la cultura que hemos explayado anterior­ mente, en términos de un tránsito del signo al símbolo. Al parecer, le es

intrínseco al hombre ir más allá de la mera información que suministran los fenómenos, situaciones, y el mundo en su conjunto, revistiendo aquello de un carácter simbólico que ulteriormente se hace necesario descifrar. ¿Lo que llamamos “realidad” se constituye a partir de lo que ten­ dría meramente el carácter del signo o entran a tallar aquí estructuras simbólicas? Pienso que la respuesta más apropiada a esta pregunta sería decir que ambos, tanto el signo como el símbolo, y cada uno con sus respectivos enlaces, participan en la construcción de la “realidad” . De un lado entendemos a nivel de signo que la cuchara es para tomar la sopa, que los fósforos son para encender la estufa, que si abro la ventana en invierno entrará algo de frío en la habitación. Pero de otro lado sucede que la casa en que vivo adopta el carácter simbólico de retiro, protección, descanso, de los lazos amicales o amorosos que me unen con las personas que viven en ella o que la visitan. Cuanto más atrás nos vamos en el tiempo, más poder han tenido las estructuras simbólicas en la configuración de la realidad, sobre todo en el estadio mitológico y religioso de la humanidad. La montaña que se alza sobre la tribu, y que suscita la impresión tanto de protección como de amenaza, simboliza incluso mucho más que eso, dado que se cree que es una divinidad protectora y que el destino de la tribu está en completa dependencia de ella. Mircea Eliade destaca que al hombre arcaico lo caracteriza una singular ontología, de acuerdo con la cual este nunca percibe meras cosas, sino cosas con el plus de lo sagrado (Mer, pp. 14 ss.). Mas, nosotros con todo nuestro desarrollo científico-tecnológico no hemos dejado atrás las estructuras simbólicas en lo que se refiere a la configuración de la realidad. El cine y la televisión, por nombrar solo algunos ejemplos, están pronunciadamente moviéndose en el terreno de lo que distintas cosas, fenómenos, hechos, situaciones simbolizan, más que meramente significan. Ahora bien, si tanto hay enlaces sígnicos como simbólicos que de­ terminan la construcción que hacemos de la realidad, el cuento de Hans Christian Andersen “De los nuevos trajes del Emperador” es particu­ larmente revelador, puesto que, según él, sucede que los ciudadanos y las autoridades “ven” lo que se espera, se supone, por razones de poder, que ellos vean. Ello compromete no solamente el modo cómo se cons­ tituye la relación sujeto-objeto, sino, más ampliamente, el enlace entre el hombre y el mundo.

Recordemos que el cuento de Andersen trata sobre un emperador vanidoso que es engañado por unos supuestos sastres que le prometen confeccionar para él el traje más bello que pueda imaginarse. Como el Emperador accede a esto, los impostores se hacen pagar un cuantioso caudal de oro. Cuando ciertos ministros enviados por el Emperador van a ver cómo va el traje, advierten que no hay ninguno y que los sastres tejen con algo que no es nada. Mas, estos sastres han dicho que el que no ve el traje en confección es inepto o estúpido. Es por ello que los ministros no se atreven a reconocer que no ven nada. Y lo mismo le ocurre después al propio Emperador. Llegado el día en que el traje está listo, se organiza un desfile con el fin de que el pueblo admire tal bellísima obra (que no es ninguna). El Emperador se pasea entonces desnudo por las calles de la ciudad. Y cada ciudadano se dice a sí mismo que no puede declarar que él está desnudo, porque lo creerán inepto o estúpido. Entonces es un niño el que murmulla entre la multitud de que el Emperador está desnudo. Después de esto todo el mundo ya se siente en libertad para decir lo mismo, y todo acaba en una gran carcajada123. Este cuento es relevante para considerar tanto el poder que tiene la argumentación, en cuanto a lo que es la construcción de la realidad y la proyección de mundo, como, por otra parte, para considerar a su vez el poder que tienen los hechos por sí mismos, que en algún momento vuelven a manifestarse en lo que son, diluyendo con ello el velo de Maya de la argumentación que hasta ahora los cubría. Agregaría en este contexto que el mencionado cuento es clave para aquilatar el principal desarrollo filosófico de la modernidad. Por mucho que el sujeto tenga la primacía desde Descartes, Kant y la filosofía inglesa, pudiendo traspasar esta convicción más allá del ámbito académico y llegar al público en general, en algún momento (y en el cuento es a través de la inocencia del niño) los hechos, los fenómenos, las cosas tal como son, acaban imponiéndose —y cabe añadir que, sin duda, todo el tiempo lo están haciendo. Y lo que cabe también tener en cuenta aquí es cómo la primacía moderna del sujeto se condice perfectamente con la política y el poder que han tenido en este espacio de tiempo las ideologías, la propaganda,

123 Andersen:“D e los nuevos trajes del Emperador”, en: Los cuentos de Hans Christian Andersen, editados por N o el Daniel, Colonia:Taschen, 2013.

la publicidad y los medios de comunicación. Esto también tiene que ver, por cierto, con la presencia de un sujeto moderno plenipotenciario. El Cuento de Andersen aparecido el 7 de abril de 1837, tiene como antecedente el “Cuento XXXII” de la colección española de relatos “El Conde de Lucanor” de 1335, de Juan Manuel, vale decir, casi exactamente medio milenio antes que Andersen124. El relato es prácticamente el mismo que el de Andersen, solo que aquí la diferencia está en que el que no ve la tela no es hijo de su padre (lo cual naturalmente podía afectar severamente cuestiones de sucesión, primogenitura y herencia), sucediendo en este caso más encima que si el Emperador no ve la tela, habría que suponer que perdería el trono. Entonces es un sencillo palafrenero (que por su inferior rango social no tiene nada que perder al decir la verdad) el que le dice directamente al Emperador que está desnudo.

2.2.6. Argumento de la jerarquía en cadena 2 .2 .6 . 1 .

Vivimos en un mundo completamente jerarquizado. Las valoraciones humanas ya han caído sobre cosas, fenómenos, personas, grupos, si­ tuaciones. Y, si bien es cierto que en una sociedad democrática hay un particular dinamismo y juego en esas valoraciones, porque hay en ello un perpetuo cambio y transformación, sucediendo que lo que antes va­ lorábamos de una forma, ahora más bien le restamos valor, no es menos cierto que al menos el hecho de que las cosas no son simplemente cosas, sino que son cosas valoradas y consecuentemente jerarquizadas, y que a consecuencia de esto las apreciamos, y por ello también, las queremos, deseamos, anhelamos. Significativamente ello tiene que ver con la carencia, y más claramente con la experiencia de la carencia, que lleva a cada cual a anhelar más, a anhelar lo que tiene el vecino y lo que nos presenta la publicidad. No nos basta con todas las funciones que ya es capaz de llevar a cabo nuestro celular; no, queremos uno nuevo que tenga otras funciones adicionales, y así sucesivamente. Y si bien el anhelo de algo más podría verse también

124 D onjuán Manuel, El Conde Lucanor, Barcelona: Edebe, 2014.

como lo ve Nietzsche, no en función de la carencia, sino más bien de una voluntad de superación, ínsita en nuestro ser, sea pues la carencia o esta voluntad de superación, el hecho es que queremos siempre más. Pues bien, en gran medida nuestras valoraciones están determinadas por esto, valorando siempre con el signo “más” lo que no tenemos, pero que quisiéramos tener. Los pueblos arcaicos se libraban de esta ansia, de este permanente estado de ansiedad en la medida en que por de pronto habitaban en el tiempo cíclico de una perpetua rememoración de sus mitos a través de la práctica de sus ritos. De este modo estaban siempre volviendo a recrear el presente remitidos al pasado inmemorial, sin estar obsesivamente lanzados, como nosotros, al futuro, a lo que todavía no sucede, a lo que todavía no tenemos, y que nos genera insatisfacción y ansiedad (Mer, pp. 15 ss.). Pues bien, en el complejo de nuestras valoraciones y jerarquizaciones claramente puede reconocerse que las jerarquías están en dependencia unas de otras. Esto quiere decir que, por ejemplo, la jerarquía que se observa en quien asume el cargo de portavoz o ministro secretario ge­ neral de un gobierno, está la jerarquía que establece el Presidente que lo ha designado en ese cargo, y el Presidente no se sustrae en ello al orden jerárquico que viene dado por el partido o los partidos que conforman la coalición gobernante; probablemente le corresponde esa secretaría de gobierno a cierto partido. Ello nos hace ver que las jerarquías no solo pueden ser dobles, sino triples, cuádruples, y demás. Perelman pone el ejemplo del periódico, el cual es esclarecedor res­ pecto de la doble jerarquía, y como adelantábamos, jerarquía que podría ser incluso triple o cuádruple. Vemos los titulares de un diario y tras ello está naturalmente la jerarquía de los destacados que ha determinado el jefe de prensa con el comité de redacción, pero tras ello por cierto está también la jerarquía establecida por los dueños del diario y la corriente política a que ellos pertenecen o en atención simplemente al carácter que ellos quieren darle a este diario, y aunque sea este a-político. Como observamos, dado que por lo general las jerarquías son múl­ tiples, preferimos hablar no de “doble jerarquía”, sino de “jerarquía en cadena”. Cabe destacar que este argumento es parte de los argumentos que venimos analizando en el último tiempo, que son los argumentos de enlace de coexistencia: en la jerarquía en cadena se trata de un enlace de

coexistencia entre esencia y fenómeno, entendiendo por ‘esencia’ (como ya aclaramos) simplemente la definición, determinación o explicación relativa a algo. Ahora bien, no se trata simplemente de que el argumento de la jerarquía en cadena sea un argumento de coexistencia, sino que a la vez determina todos los argumentos de coexistencia. Por ejemplo, si uno de estos era el de la coexistencia entre persona y discurso, ese enlace suele estar determinado por la jerarquía en cadena, y lo mismo el que se refiere a la coexistencia entre persona y grupo, como en el enlace simbólico entre algo y su carácter simbólico: que respecto de un trozo de madera se hagan ciertos enlaces simbólicos que explican por qué él pasa a ser un tótem, en las jerarquías que se manifiestan visiblemente allí a través de todo un conjunto de figuras del tótem, está la jerarquía que hay entre dioses, espíritus y demonios, mayores y menores. Al mismo tiempo, respecto del enlace entre persona y discurso, cada discurso está supeditado a una gradación de jerarquías; y naturalmente algo similar corresponde poner de relieve respecto del enlace entre persona y grupo. Platón al proponer una jerarquía entre las almas está aplicando el argumento de la jerarquía en cadena. Por de pronto, en esta jerarquía se advierte la influencia de la religión órfica, y la jerarquía que está estable­ cida allí en lo que respecta al estatuto de lo espiritual sobre lo material. Se trata de almas que antes de nacer en un cuerpo tuvieron la posibilidad de empaparse de la verdad, la que en el pensamiento platónico está dada por el mundo de las ideas, esencias o arquetipos de todas las cosas. Cuanto más tiempo las almas gozaron de la contemplación del mundo de ideas, tanto más sabias son (de acuerdo con el “mito de las almas aladas” del Fedro). Cada alma tiene un auriga, que es la razón, y tiene que conducir de la mejor forma al caballo blanco de la voluntad y al caballo negro del deseo para ascender al mundo de ideas. Pero hay almas en que sus aurigas no logran dirigir bien sus caballos hacia arriba, y permanecen apegadas a todas las cosas que brillan de este mundo. Sobre la base de esto, ya en­ contramos el principal parámetro para establecer una jerarquía entre las almas: las que permanezcan más en el mundo de ideas, cuando nazcan en un cuerpo, serán las almas de los sabios; al contrario, las que menos tiempo permanezcan en ese mundo serán las almas de los ignorantes. El alma superior es la del filósofo como del que sirve a la Belleza, a las musas y a Eros. A ella le sigue la del rey respetuoso de las leyes. La tercera alma es la del funcionario del Estado, del dueño de casa y del comerciante. La

cuarta alma es la del gimnasta, a saber del que se preocupa de la mejor forma del cuidado del cuerpo. La quinta alma es la del adivino. La sexta alma es la del poeta. La séptima alma es del artesano y del campesino. La octava alma es la del sofista (¡a tener en cuenta!). Y finalmente la novena alma es la del tirano. Esta es pues la controvertida jerarquía platónica de las almas; nótese el bajo lugar que ocupa el alma del poeta. C on todo, las almas tienen la posibilidad de un segundo nacimiento y en este se les garantiza cierta autonomía en la elección de su futuro destino. Después de este segundo nacimiento pasan 10.000 años hasta que las almas pueden regresar a su hogar, que es siempre una estrella. Y solo el filósofo, en la medida en que elige hasta una tercera vez la vida que ha seguido, en la que se ha atenido consecuentemente y hasta el final al camino de la virtud, puede regresar a su estrella después de 3.000 años. Y a partir de ese regreso al hogar comienza nuevamente el peregrinaje del alma. El alma del ser humano se parece al agua, viene del cielo y al cielo asciende y nuevamente desciende a la Tierra, en perpetuo cambio (Phil, pp. 122-124). 2.2.Ó.2.

La jerarquía, que en rigor se presenta como jerarquía en cadena, a tal punto que resulta inconcebible alguna excepción al respecto, se presenta a su vez como jerarquía cuantitativa o cualitativa. Mas, desde ya conviene tomar conciencia de las dificultades involucradas en distinguir limpia­ mente entre lo cuantitativo y cualitativo. Esta distinción se funda, al fin y al cabo, únicamente en nuestra intencionalidad, si nosotros queremos destacar lo cualitativo o cuantitativo de algo. Tomemos un ejemplo del propio Perelman: “quien puede lo más, puede lo menos”; si bien él pone esta como ejemplo de jerarquía cualitativa, sin embargo, atendiendo precisamente al alcance de lo que es “más” y “menos”, reconocemos a la par algo de orden cuantitativo en ello. En cierto modo, en toda jerarquía cualitativa se esconde algo al mismo tiempo cuantitativo. En la misma línea el siguiente ejemplo, tomado del Discurso de metafísica, de Leibniz, al hablar de Dios: “/ . . . / al tener cuidado de los pajarillos no descuidará /D io s/ a las criaturas racionales que le son infinitamente más queridas / . . . / ” (Tda, p. 519). Y lo mismo cabe decir del siguiente pasaje de Bos­ suet: “Si /el dem onio/ se mantiene con tanta firmeza contra Dios, aunque

!

sabe que todos sus esfuerzos serán inútiles, ¿qué no emprenderá contra nosotros, cuya debilidad ha experimentado con tanta frecuencia?” (Tda, p. 519). Lo que hace interesante a todos los argumentos de jerarquía en cadena es precisamente que estén en ese límite entre lo cuantitativo y lo cualitativo. Si el demonio logra mantener su fuerza y dominio contra Dios, ¿cómo no habría de poder dominar sobre los frágiles seres huma­ nos? Hay en esto algo no solo cualitativo, sino también cuantitativo, y cuasi lógico y matemático. Por supuesto, como el énfasis que le ponemos a algo admite toda una gradación, hay también casos que son nítidos e indiscutibles en términos de tratarse de jerarquía cuantitativa o cualitativa; así el siguiente ejemplo de Antífona, dirigiéndose a Creonte, se refiere nítidamente a una jerarquía cualitativa.: “N o pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebran­ tables de los dioses” (Tda, p. 520). Antígona le reclama al R ey Creonte que no se someta a la jerarquía de un supuesto derecho divino, según el cual su hermano Polinices tiene derecho, como cualquier otro ciudadano, a recibir digna sepultura. El drama de Antígona, que ella discute primero con su hermana Ismene, es que solo a su hermano Eteocles se le ha dado digna sepultura, mas no a Polinices, por orden del rey tebano, ya que Polinices habría luchado contra Tebas. ¿Cómo se refuta un argumento de la jerarquía en cadena?: La refutación de una doble jerarquía se realiza, bien cuestionando una de las jerarquías, bien poniendo en duda el enlace establecido entre ellas —lo cual supone un cambio en la visión propuesta de lo real—, bien demostrando que otra doble jerarquía viene a combatir los efectos de la primera. En cambio, la aceptación de una doble je ­ rarquía confirma generalmente la estructura de lo real, evocada para unir las dos series (Tda, p. 524). Tomemos un ejemplo de Quintiliano, citado por Perelman: “Es indig­ no meter en prisión a un caballero romano; un crimen azotarlo; casi un parricidio, matarlo; ¿cómo llamaré a la acción de ponerlo en una cruz?” (Tda, p. 525). Claro está, una serie jerárquica nos habla de encarcelar, azotar, matar, crucificar, y la otra serie jerárquica, que aquí como en general tiene un carácter tácito, nos dice, tenemos que suponer, que un caballero roma­

no es superior y que no puede ser comparado con ciudadanos de otros pueblos. Pues bien, si se trata de refutar este argumento de jerarquía en cadena, o bien cuestionamos cualquiera de las dos series o la simetría que se pretende entre una y otra. En este caso es claro que lo que podemos cuestionar sin dificultad es la supuesta superioridad del romano sobre otros pueblos. Otro modo de refutar un argumento de la jerarquía en cadena consiste en traer a colación una jerarquía distinta para aplicársela a la primera. En el caso del ejemplo del caballero romano todo depende de si es que este ha hecho mal como para merecer más que morir de una vez, morir en una agonía prolongada como es lo que le ocurre a un crucificado. 2.2.Ó.3. La jerarquía en cadena es absolutamente determinante de las cosas hu­ manas, por cuanto lo que decimos, planteamos, rechazamos, criticamos remite ante todo a una concepción de mundo, y en esta se encuentra la segunda jerarquía, en la que, por ejemplo, está establecida la superioridad del espíritu sobre la materia, y que determina a la primera. Visto el alcance de la jerarquía en cadena de este modo, ello se conecta visiblemente con la teoría del sentido que desarrolla Wilhelm Weischedel, filósofo de la Universidad Libre de Berlín, en su obra El dios de losfilósofos125. En lo fundamental esta teoría plantea que es algo universal lo que le da sentido a lo particular. Ello sucede tanto en el ámbito existencial como en el ámbito semántico del sentido, tanto en el plano de nuestras acciones como del lenguaje. Así la acción de César de cruzar el Rubicón tiene sentido de acuerdo con su estrategia política y militar, y esta de acuerdo con la historia de Roma, y así sucesivamente. Lo mismo una palabra tiene sentido dentro de un verso de Goethe, y este dentro de un poema, como el mencionado poema dentro de la poética de Goethe en su conjunto, y así sucesivamente. Lo anterior nos muestra que el universal propio del sentido es siempre relativo y gradual, ya que lo universal, como la estrategia política y militar de César, se presenta nuevamente como una instancia particular, si nos

125 Weischedel, Wilhelm: Der Gott der Philosophen (El dios de los filósofos), Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1983, tomo 2, pp. 168 ss. En adelante:‘Gph’.

preguntamos por el sentido de ella, el cual lo tendríamos que encontrar en la historia de Roma. El sentido pues para Weischedel se presenta en cadenas (Sinnketten) que van de lo más particular, como una acción determinada —supongamos: ir a comprar el pan por la mañana—hasta lo más universal. Pero el asunto es que no solamente nos determina una cadena de sentidos, sino múltiples. Si alguien le pregunta a otro acerca del motivo de levantarse temprano un domingo por la mañana, desde luego la razón puede ser la necesidad de hacer un trabajo especial, practicar un deporte, juntarse con amigos en un café, ir a misa, y en cualquiera de estos casos estaríamos ante la presencia de distintas cadenas de sentido. Esta dispersión de cadenas de sentido, de todos modos, por lo general es aparente, ya que esas cadenas tienden a ordenarse en algún tronco cen­ tral. Podríamos decir que hay tanto fuentes ocasionales como persistentes de sentido; unas, que serían las primeras, dan cuenta del nacimiento del sentido. Todo sentido nace en una ocasión, y luego puede pronto morir. Pero, si se mantiene en el tiempo, se convierte en fuente persistente de sentido126. En la teoría del sentido de Weischedel, se trata de cómo el sentido en su dimensión particular remite a un “universal” del cual lo recibe, así en lo que se refiere ahora a la remisión del tiempo efímero de una ocasión a una persistencia sostenida en el tiempo. En ambos casos podemos reconocer que ante todo la palabra ‘sentido’ tiene que ver (así como le expresa una de sus acepciones) con ‘dirección’. Algo tiene sentido en la medida en que representa una dirección. Mas, a esta dirección se le agrega un segundo componente: un sistema de re­ ferencia. Y este último, en relación con lo que venimos desarrollando, vale tanto para lo más universal, para lo que persiste o se prolonga en el tiempo, como para la jerarquía en cadena, y más precisamente, la segunda jerarquía que le da sentido a la primera. Es cierto que no corresponde, en todo caso, asimilar lo que es la constitución del sentido con un proceso de jerarquización, mas podemos simplemente agregar que ello corresponde a una forma de darle sentido a algo, más precisamente en lo que atañe a que una primera jerarquía de hechos, fenómenos, situaciones, o lo que

126 Holzapfel, Cristóbal: A la búsqueda del sentido, Edit. Sudamericana, Santiago, 2005, pp. 53 ss.

sea, remite a una segunda jerarquía en la que la primera encuentra un sentido más amplio. Destaquemos que también, a propósito de la jerarquía en cadena, se revela decididamente nuestro modo de ser argumentativo. Por de pronto, aquello a lo que nos inclinamos, lo que creemos o pensamos, las decisiones que tomamos o no tomamos, todo remite a la jerarquía en cadena en la que está envuelto el hecho mismo del que estamos ha­ blando (lo que creemos o pensamos, etc.) y cierta concepción de mundo ( Weltanschauung) donde aquello encuentra su justificación. Cabe recono­ cer a la vez que las jerarquías se multiplican al considerar que dentro de la jerarquía en cadena, que podríamos describir como acción-concepción de mundo, hay múltiples jerarquías intermedias.

2 .2 .7 .Argumento degrado y de orden

Dentro de los argumentos de enlace de coexistencia se encuentran tam­ bién los argumentos de grado y de orden. También aquí, como en los argumentos de coexistencia en general, sucede que está en juego una relación entre lo esencial y las manifestaciones de esto. En el caso de los argumentos de grado y de orden este juego se presenta siempre en una tensión entre uno y otro. En otras palabras, en ellos de lo que se trata es si la diferencia entre una cosa y otra es simplemente de grado o, más radicalmente, es una cuestión de orden o que atañe a la naturaleza misma de lo que se discute. También en esto suele presentarse a la vez el argumento de la jerarquía en cadena. Con el fin de entender esto, tengamos nuevamente presente que prácticamente toda jerarquía que establecemos está fundamentada en una segunda, y probablemente muchas más jerarquías de fondo. Por ejemplo, al pretender establecer una jerarquía de la educación pública sobre la educación privada, ello claramente remite a ciertas convicciones políticas. Sobre esta base podemos ahora entender que de un argumento en que se consideran ciertas diferencias solo de grado, podemos cuestionar esto y sostener, en cambio, que aquellas diferencias son más bien de orden y, por lo tanto, más radicales. Veamos el siguiente argumento de Cicerón:

N o hay que juzgar las malas acciones por su resultado, sino por el vicio que suponen. El asunto de la falta puede ser más o menos con­ siderable, pero la falta en sí / . . . / no implica ni el más ni el menos. Que un piloto pierda una nave cargada de oro o un barco cargado de paja, habrá cierta diferencia en el valor perdido, ninguna en la pericia del piloto / ... / lo mismo es causar daño que rebasar los límites: una vez fuera, la falta está hecha; por mucho que os alejéis de la barrera, no añadiréis nada a la falta de haberla cruzado (Tda, p. 528). La diferencia de grado sería, en el ejemplo citado, si el barco lleva paja u oro, y la diferencia de orden corresponde a la pericia o impericia del piloto, y lo mismo se podría aplicar al gerente comercial de una empresa, en cuanto a causa de él hay una pérdida de activos o de pasivos, esa can­ tidad constituye tan solo una cuestión de grado, pero no así su habilidad o inhabilidad profesional. De similar modo advertimos esta diferencia entre lo que es de grado y de orden en un argumento de La evolución creatriz de Bergson, en que se plantea una distinción entre ciencia antigua y moderna: La diferencia es profunda / entre la ciencia antigua y la ciencia mo­ derna/. Incluso es radical, por cierto lado. Pero, desde el punto de vista desde el que la consideramos, es una diferencia de grado y no de naturaleza. El espíritu humano ha pasado del primer género de conocimiento al segundo de perfeccionamiento gradual, simplemen­ te buscando una precisión más alta. Entre estas dos ciencias, hay la misma relación que entre la notación de las fases de un movimiento con la vista y el registro mucho más completo de tales fases mediante la fotografía instantánea (Tda, p. 530). De modo muy atingente Perelman trae a colación la teoría de la evolu­ ción, y en atención a su cuestión central tan profusamente discutida. Si el hombre es simplemente el resultado de una evolución de las especies, siendo el mono su pariente más cercano, debido a lo cual él tendría nada más que una diferencia de grado con el mono o, al contrario, se reconoce aquí una diferencia de orden o de naturaleza, y este planteamiento por cierto se traduce en una abierta oposición a la teoría evolutiva, al menos en cuanto pretende dejar fuera al hombre de la cadena de la evolución. O bien la discusión puede darse en el sentido de que se reconoce que nuestro antepasado es el mono, pero al mismo tiempo agregando que

con respecto a él se expresa una diferencia de orden en lo que concierne al ser humano. Sucede pues en general en una serie cualquiera, cuando se marca muy profundamente un corte en algún punto, lo que era meramente diferencia de grado ahora pasa a ser diferencia de orden. Y así también, podemos argumentar en sentido contrario, arguyendo que lo que en principio se presentaba como diferencia de orden constituye nada más que una dife­ rencia de grado. Alguien puede sostener que si en la elección presidencial norteamericana fue elegido Presidente de Estados Unidos Barak Obama, esto constituye nada más que una diferencia de grado, aunque se trate del primer Presidente negro (o “de color”), y justamente enfrentando de este modo a otros que verían en ello más bien una diferencia de orden. O también alguien más (del “discurso del género”) puede decir que se elija un Presidente de otro color de piel marca solo una diferencia de grado, en cambio estaríamos ante una diferencia de orden si se eligiera por primera vez una mujer. Está claro que los argumentos de grado y de orden, como vamos viendo, los utilizamos mucho más frecuentemente de lo que en principio pudiéramos imaginar, estemos conscientes de ello o no. Así al argumentar alguien diciendo que entre las políticas de la derecha en el mundo globalizado y las políticas de distintos gobiernos en Europa o en Latinoamérica que se definen como de la centro-izquierda, no hay diferencias de orden, sino solo de grado, el interlocutor replica sosteniendo que en esto sí las hay. Y ello a su vez naturalmente conducirá a una contra-réplica en la que el primero insistirá en la diferencia solo de grado que hay en ello. En cada caso cada cual viste sus argumentos con numerosos alcances y ejemplos, ya sea que se considere, supongamos, la política tributaria, la política de educación o relativa a los subsidios de empresas. Es frecuen­ te entonces que suceda en este tipo de discusiones que los dialogantes queden atascados nada más que en los contenidos de lo que se discute, y ello es perfectamente comprensible, ya que es precisamente eso lo que interesa. Sin embargo, es bastante lo que se puede abreviar la discusión si los interlocutores reparan por un momento en que están nada más que desarrollando, cada uno por su cuenta y riesgo, argumentos de grado y de orden. Estos argumentos se presentan en el marco de procesos de toda especie —cósmicos, físicos, químicos, psicológicos, sociológicos, históricos, económicos, políticos, religiosos, y otros. En la medida en que en cual­

quiera de esos procesos se manifiesta una gradualidad en su desarrollo, el argumento que expresa ello es en consecuencia un argumento de grado. Por el contrario, en la medida en que en esos procesos se reconocen cambios que pasan a ser transformaciones y metamorfosis, el argumento que expresa esto es de orden. En principio, por ejemplo, los argumentos que hacen referencia a una revolución suelen ser de orden, ya que una revolución, en general, conlleva una transformación radical en el estado de las cosas en una nación determinada. Mas, igual se puede contraargumentar, aduciendo que cierta revolución en particular ha significado tan solo diferencias de grado. Así algunos historiadores han argumentado con respecto a la Revolución de 1848: si bien esta trajo consigo la caída de algunas monarquías europeas, sin embargo en Alemania mismo, donde prácticamente fue su epicentro, la Asamblea reunida en la Catedral de San Pablo, en Frankfurt, solo alcanzó a sesionar un tiempo, y pronto se procedió a su disolución. La cuestión es siempre si los cambios en distintos ámbitos suponen continuidades interrumpidas por discontinuidades, como puede ser en lo histórico una revolución, en lo político un quiebre institucional, en lo psicológico un brote esquizofrénico, en lo religioso una conversión (como emblemáticamente es la de San Pablo). Por ejemplo, lo que atañe al cambio geológico de una era glacial a una de deshielo, llamada también de desglaciación o interglacial. Se trata de un asunto muy discutido hoy en día. Si desde hace unos 10.000 años nos encontramos en el periodo de desglaciación, conocido como Holoceno ¿estaríamos ya en el extremo de este, bajo el efecto del calentamiento global, generándose actualmente un cambio que sería más bien de orden, debido a lo cual entraríamos en una nueva Era hasta ahora no conocida? De hecho los periodos intergla­ ciales o de desglaciación anteriores han durado no menos de 60.000 años (incluso algunos hasta casi un millón de años), de tal modo que si recién desde hace 10.000 años nos encontramos en uno de estos periodos, apa­ rentemente los efectos de derretimiento de glaciares que observamos hoy serían demasiado extremos y prematuros, y por eso entonces la discusión inquietante a que asistimos en los últimos años: ese derretimiento de los glaciares ¿es de causa natural o humana? Sobre las transiciones que se producen entre lo que es diferencia de grado a lo que es diferencia de orden, o viceversa:

Entre las sucesiones, desempeña un papel muy importante la del tiempo que transcurre. Los fenómenos a los que esta sucesión sirve de guía adoptan un aspecto continuo, homogéneo y, con frecuencia, también cuantificable: duración, crecimiento, envejecimiento, olvi­ do, perfeccionamiento, pueden determinarse con arreglo al tiempo transcurrido. Pero a menudo se desglosan los fenómenos sucesivos de modo que se vuelven heterogéneos. Ya hemos aludido a que se consideran ciertos periodos históricos como esencias, cuyos fenóme­ nos particulares solo serían su manifestación. Desde el punto de vista que nos ocupa en este estudio, estas esencias desempeñan el papel de naturalezas, de principios, lo cual equivale a decir que, cada vez que se utilicen semejantes esencias, se estará inclinado a acentuar el papel de los acontecimientos fuente o testigo de la discontinuidad: revolución, guerras, fait duprince, pensador notable, en resumen todo fenómeno capaz de justificar la escisión entre dos fases de la historia... Inversamente, siempre que se renuncie a ciertas esencias, se reducirá el papel de estos acontecimientos (Tda, p. 532). Como podemos ver, Perelman atiende aquí a un conjunto de factores que pueden alterar por sobre todo una continuidad, una sucesión pareja de es­ tado de las cosas, y de este modo pasar así diferencias de grado a diferencias de orden. Se refería en ello también como ejemplo a un fait duprince, que corresponde (según explica él mismo) a un “acto de gobierno que obliga a la obediencia” . Conspira en los procesos mencionados el tiempo de su desenvolvimiento. Por ejemplo, en 2007 no se hubiera llegado a la crisis hipotecaria norteamericana si de modo parejo los bancos no hubieran estado ofreciendo créditos fáciles y para una gama demasiado amplia de cHentes que no siempre estaban en condiciones de pagar esos créditos. Y así, siguiendo un proceso continuo, en que la apuesta era que a futuro las propiedades compradas subirían de precio, sucedió lo contrario y las propiedades comenzaron a bajar, lo que trajo pérdidas enormes para los bancos acreedores. Se calcula que en total esas pérdidas habrían llegado a ser de un trillón de dólares, o sea mil billones de dólares. Pues bien, ¿podría suponerse que con ello pasamos de diferencias de grado a una diferencia de orden? Por cierto que sí, y únicamente entonces se declara ello como “crisis”, a saber, “recesión”, y recesión de alcance mundial.

En cuanto a diferencias de grado y de orden, Montaigne sobre la muerte: / . . . / no sentimos ninguna sacudida cuando la juventud muere en nosotros, lo cual es en esencia y en verdad una muerte más dura de lo que es la muerte de una vida que se marchita, y de lo que es la muerte de la vejez. Asimismo, no es tan brusco el salto de la mala existencia a la no existencia, como lo es el de una existencia dulce y floreciente a una existencia aburrida y dolorida (Tda, p. 533). Uno tiende de inmediato a estar de acuerdo con Montaigne: la verdadera muerte es el fin de la juventud. La otra, la de la vejez, incluso en general se agradece sobre todo cuando el cuerpo o la mente están decrépitos, o en el desvarío. Vista la muerte desde esta perspectiva, nos induce esto a mirar no como precisamente lamentable que siglos atrás en general la gente haya muerto más joven, atravesando ello todas las clases sociales, con independencia de su calidad de vida. Tengamos en cuenta de qué edad murieron músicos como Mozart, Schubert, Schumann o Félix Mendelsohn. Por otra parte, en relación con lo que tiene que ver con la argumen­ tación en la cita de Montaigne, se muestra en ella algo bastante extremo, por cuanto de lo que se trata es de invertir lo que se supone que representa una diferencia de orden, como no puede haber para nuestras existencias una mayor, cual es la muerte definitiva, por otra diferencia de orden, que estaría dada por la “muerte” de la juventud. En otras palabras, de acuerdo con la inversión argumentativa en cuestión, la muerte definitiva pasaría a ser ahora nada más que una diferencia de grado y ocurre en una vida que de por sí ya languidecía, mientras que la muerte de la juventud viene a ser la que marca la verdadera diferencia de orden. Pero ¿cómo no? dado que estamos en el terreno de la argumentación, al argumento de Montaigne siempre se le puede contraponer el contra­ argumento que hace prevalecería muerte, que hemos llamado “definitiva” como la que marca la más grande de las diferencias de orden. Y es así como se presenta en el siguiente argumento de Bossuet: Así, el hombre, insignificante en sí y avergonzado de su insignifican­ cia, procura engrandecerse y multiplicarse con sus títulos, con sus posesiones, con sus vanidades: unas veces conde, otras señor, posee­ dor de tantas riquezas, dueño de tantas personas, ministro de tantos

consejos, y así con lo demás. Sin embargo, aunque se multiplique tanto como quiera, para abatirlo solo bastará con una muerte (Tda, pp. 533-534). A diferencia del pensamiento de Montaigne, reconocemos en este de Bossuet la gran tradición reflexiva en tom o al fenómeno de la muerte. N o importan obras, investiduras, posesiones, no importa con todo lo que te vas vistiendo y con lo que te vas expandiendo, al final igual la muerte llega, y ella no necesita multiplicarse, le basta con ser ella y nada más, le basta con ser una, y ya como tal es definitiva. Como en parte ya lo hemos adelantado, la diferencia de grado es afín a lo cuantitativo y la diferencia de orden a lo cualitativo (a saber, ello nada más que como una cuestión de cierto énfasis en uno u otro). Cuánto debe saber alguien acerca de cierta materia, supongamos de arte o historia, para ser declarado un erudito. Qué droga y qué grado y cuantía de ella consume alguien para ser declarado drogadicto. Q ué síntomas presenta alguien y en qué cantidad para que se declare que tiene influenza. Como vemos, en todo tipo de cosas cuando algo traspasa un nivel determinado, cambia de calidad, y se constituye una diferencia de orden. Y fácilmente se colige de los ejemplos dados no solo una relación entre lo cuantitativo y lo cualitativo, sino a la par entre lo que es de grado y lo que es de orden. En concordancia con ello, tiene que haber un argumento que al­ guien emite —alguien que en general está habilitado para ello- y que corresponde a un argumento de orden, con el fin de dar cuenta de un cambio sustancial. En la declaración que tiene que hacer una instancia gubernamental de cualquier gobierno del mundo para declarar una zona como “zona de catástrofe”, debido a temporales, tsunami, terremoto, erupción volcánica, se está haciendo uso de argumentos de grado y de orden, ya que por lo general, ya sea al interior de una comisión de expertos o de algún grupo con capacidad decisoria, se discutirá si la inclemencia que se está enfrentando constituye una diferencia de grado o de orden. Este fue justamente el problema que se produjo en los últimos días del primer gobierno de Michelle Bachelet al haberse puesto en evidencia muchas vacilaciones a la hora de declarar a través de la ONEM I (Oficina Nacional de Emergencia, dependiente del Ministerio del Interior) si el megaterremoto del 27 de febrero de 2010, conocido como el “27F”, ocasionaría un tsunami o no, vale decir, se trataba de reconocer, respecto

del comportamiento del océano, si este terremoto planteaba una diferen­ cia de orden o solo de grado. El no reconocer clara y tajantemente que estábamos ante una diferencia de orden ocasionó la pérdida de muchas vidas humanas, que se podrían haber salvado si acaso se hubieran tomado las medidas correspondientes.

Se c c i ó n 3

EJEMPLO, ILUSTRACIÓN Y MODELO

Hemos examinado los argumentos de enlaces de sucesión, como el ar­ gumento pragmático, y argumentos de enlace de la triple coexistencia entre persona y acto, discurso y grupo, como a su vez el del enlace entre esencia y fenómeno, el enlace simbólico, el de la jerarquía en cadena, y por último el de grado y orden. Si en los enlaces de sucesión se expresa cómo proyectamos dinámicamente el mundo sobre la base de nexos cau­ sales y teleológicos, los enlaces de coexistencia sobre todo lo que expresan corresponden a unos argumentos que apuntan más bien a cierta estabilidad en la proyección de mundo: se trata de suponer que una persona actúa de cierta manera, que dice ciertas cosas, que está ligada a ciertos grupos; y por supuesto hay cierta garantía de aquella estabilidad y permanencia en cuanto a que a la esencia de las cosas en general le corresponde la manifestación de ciertos fenómenos, y que también podemos atribuirle cierto poder sugestivo sobre nosotros a una autoridad, una celebridad, lo que corresponde al enlace simbólico; por otra parte, también contribuye a garantizar aquella estabilidad el reconocimiento de ciertas jerarquía en cadena, como lo que atañe a las concepciones de mundo que hay tras nuestras decisiones y actos, como por último que hay que estar siempre reconociendo diferencias de grado o de orden en los distintos procesos, ya sean estos humanos o cósmicos. Ahora entramos en argumentos que también juegan un papel funda­ mental en nuestra proyección de mundo: estos pueden ser de tres tipos, a saber, argumentos basados en el ejemplo, la ilustración y el modelo: En los apartados siguientes analizaremos los enlaces que fundamentan lo real recurriendo al caso particular. Este puede desempeñar papeles muy diversos: como ejemplo, permitirá una generalización; como ilustración, sostendrá una regularidad ya establecida; como modelo, incitará a la imitación (Tda, p. 536).

3.1. Argumento del ejemplo Por de pronto es interesante considerar cómo el ejemplo, la ilustración y el modelo pueden tener tal fuerza de determinación que justamente fundamentan nuestra proyección de mundo. Así sucede, verbi gratiae, con el primero de ellos, el argumento del ejemplo. Respecto de muchas situaciones, ya sea en aras de justificarlas o denostarlas, argumentamos recurriendo a ejemplos característicos. Así alguien puede referirse en términos muy negativos al gobierno de George W . Bush, aduciendo que ha tenido una actitud permanentemente beligerante en el ámbito inter­ nacional, lo mismo su padre, y muchos otros presidentes de E E .U U . Con ello se persigue probablemente el fin de denostar ya sea a un gobierno de turno norteamericano o incluso la nación misma. Ello nos muestra que el argumento del ejemplo colinda con el del modelo, y agreguemos que este último puede tener también su reverso, y expresarse, como en este caso, como argumento del antimodelo. Pero el ejemplo puede valer simplemente como tal, sin necesariamente elevarse a modelo. Así, al poner como ejemplo a varios italianos alegres que hemos conocido, sosteniendo a partir de ello que la alegría es un carácter en general del italiano. Y como observamos en el ejemplo de los italianos, se juega el problema de la inducción con su generalización que siempre ha sido objeto de crítica. Mas, como observaremos en nuestro análisis, el argumento del ejemplo lo usamos tanto para formular una regla general, para generalizar una idea, como para criticar esa regla general: ¿Cuándo se introduce un fenómeno en el discurso a título de ejem­ plo, es decir, como el principio de una generalización? ¿En favor de qué regla constituye un argumento el ejemplo citado? Estas son las dos preguntas que se plantean todos naturalmente. / N o debe considerarse que cualquier descripción de un fenómeno tenga que servir de ejemplo. Para algunos teóricos de la historia la descripción se caracterizaría justamente por fijarse en lo que, en los acontecimientos estudiados, es único, debido al lugar particular que ocupan en una serie cuyo conjunto forma un proceso continuo, el cual se distingue por estos mismos acontecimientos (Tda, p. 537). En efecto ¿bajo qué circunstancias nos podemos permitir hacer una ge­ neralización a partir de un solo ejemplo o incluso de unos cuantos? En

respuesta a ello, se trata naturalmente de que esos ejemplos sean revela­ dores, decidores, característicos. Y justamente al proceder de esta forma, es decir, al hacer una generalización de partir de uno, o preferentemente de varios ejemplos, se advierte como el argumento del ejemplo adopta al mismo tiempo el carácter de argumento del modelo. Perelman destaca que en la historia o, en rigor, en la historiografía, se hace muy frecuente uso del argumento del ejemplo, pero por supues­ to tomando en cuenta que los ejemplos, como recién decíamos, sean suficientemente representativos. El argumento del ejemplo tiene lugar también en la ciencia, aunque en este caso se está particularmente aten­ to a lo que se refiere a que el argumento del ejemplo se traduce en un proceso de controvertida inducción. Además el argumento del ejemplo es frecuente en el Derecho: En las ciencias, se tratan los casos particulares, bien como ejemplos que deben llevar a la formulación de una ley o a la determinación de una estructura, bien como muestra, o sea, como ilustración de una ley o de una estructura reconocidas. En Derecho, el invocar lo precedente equivale a tratarlo como un ejemplo que funda una regla, nueva, al menos, en algunos de sus aspectos. Por otra parte, con frecuencia, se estima que una disposición jurídica es un ejemplo de principios generales, reconocibles a partir de esta disposición (Tda, p. 537). El argumento del ejemplo por de pronto lo vemos en acción cuando contamos algo y queremos de alguna manera significar con el relato lo interesante, lo relevante, lo decidor que ello es, como que tal vez contie­ ne aquello alguna enseñanza o arroja alguna luz sobre algo. Y está claro a su vez que no todo hecho es merecedor de constituirse en ejemplo. Frecuentemente se comienza con la mención de un caso o la recopilación de varios, a partir de lo cual se busca alcanzar una generalización. Solía escucharse entre latifundistas del sur de Chile de los años sesenta que el mapuche es flojo, luego se apoyaba esto en distintos relatos, y uno siempre se quedaba con la impresión que tras ello estaba actuando un prejuicio racial. Por lo demás, al parecer con el pasar del tiempo se ha mostrado más bien lo contrario. En el caso referido, la intención de esa argumentación queda a lo mejor claramente de manifiesto, pero hay otros casos en que ello resulta muy incierto. Que alguien manifieste, por ejemplo, que es muy proba­

ble que Napoleón haya sido envenenado por los ingleses en la isla Santa Elena, aparte de ser muy interesante el caso, no se percibe claramente si su pretensión es extraer alguna regla general de ello. Q ue alguien relate acerca del suicidio de Walter Benjamin en 1940 en Port Bou, en la frontera franco-hispana, en pleno intento de escapatoria de los nazis que iban sobre sus talones, deja en la oscuridad cualquier generalidad que pudiéramos extraer de ello (¿o tal vez no?). En muchas circunstancias, el orador manifiesta claramente su in­ tención de presentar los hechos como ejemplos; pero no siempre es así. Algunas revistas americanas se complacen en contar la carrera de tal gran industrial, de tal político o de una estrella de cine, sin sacar ninguna conclusión explícita. ¿Estos hechos son simplemente una contribución a la historia o a la pequeña historia?, ¿sirven de ejemplos para una generalización espontánea?, ¿son ilustraciones de algunas recetas muy conocidas para triunfar socialmente?, ¿quieren proponer a los héroes de estos relatos como modelos prestigiosos, y contribuir así a la educación del público? (Tda, p. 537). Claro está, podríamos decir que los ejemplos suelen brillar por sí mismos y relativamente a aquello que quieren hacer valer o, al menos, suele de­ jarlo abierto el orador o emisor del relato respectivo. Tal vez, el emisor expresamente quiere con ello dejar eso así, para que cada cual extraiga sus propias conclusiones. Y —cómo no— podríamos agregar que hay tantos ejemplos que son precisamente ejemplos de nada, y que por lo tanto valen como algo limitado a ellos mismos, sin que se pueda extraer ninguna conclusión. O, por cierto, como es tan frecuente por lo demás, las conclusiones que se pueden extraer de algún ejemplo valen simple­ mente como obvias. Así, si hablamos en torno al pirata Henry Morgan, en rigor corsario, que nació en Gales en 1635 y murió en Jamaica en 1688, y que trabajó para la corona británica, y hacemos referencia a sus hazañas, entre otras, de haber asaltado las ciudades fortificadas en Portobelo y de Panamá, y de haber sido llamado posteriormente a Inglaterra y haber sido condecorado por el R ey Carlos II y nombrado Gobernador de Jamaica, las conclusiones que alguien podría extraer de todo esto quedan abiertas, aunque, qué duda cabe, con ese relato el que lo dice lo más probablemente que esté denostando al Reino Unido, al menos en lo que concierne a su debut internacional en el siglo XVII.

Lo mismo, podríamos agregar, si hablamos del rockero Jim Morrison que murió a consecuencia de la drogadicción, o de Nietzsche que declaró que Dios ha muerto y acabó loco, puede que las conclusiones -e n uno y otro caso—no se digan expresamente, pero se insinúan, y desde luego serían en los últimos ejemplos citados demasiado simplistas. Sobre todo cierta moralina, que se hace siempre contumazmente presente, suele recurrir al argumento del ejemplo y pretender con ello inducir a ciertas conclusiones reduccionistas. Nuestra experiencia opera significativamente de tal modo que se ve obligada a ir avanzando de ejemplo en ejemplo, y en ello consiste a su vez lo que entendemos por aprendizaje. A través del método, tal vez no conscientemente asumido, de ensayo y error, vamos cada cierto tiempo extrayendo conclusiones que con los nuevos ejemplos que se van pre­ sentando están amenazadas de ser cuestionadas y superadas, llegando así a otras nuevas. En los argumentos del ejemplo, la ilustración y el modelo recurrimos de manera diferenciada a algo que trasciende el caso particular al que nos estamos refiriendo. En otras palabras, si desarrollamos un argumento del ejemplo, este lo solemos hacer valer por algo que tiene un significado, algo que nos enseña, nos orienta, o también algo que nos prevé, nos ad­ vierte. En todo caso, no podríamos decir que necesariamente se expresa en ello algo universal, sino, como decíamos arriba, simplemente algo “que trasciende el caso particular”. Sucede incluso en muchos argumentos del ejemplo que la conclusión que pudiéramos extraer queda incierta y abierta a interpretaciones subjetivas. Veamos un caso: si alguien argumenta diciendo que escuchaba en una casa particular a los dueños de casa y los invitados hablar mal de los coreanos en Chile, la conclusión que alguien pudiera extraer de ello —supongamos algo que se expresa en términos de que “los chilenos son xenófobos”—queda relativamente incierta, ya que perfectamente podría limitarse a ese caso puntual. También sucede que la conclusión inducida e inexpresa salta a la vista en otros argumentos del ejemplo. Que alguien diga, pongamos por caso: cierto grupo terrorista ejecutó hoy un rehén en alguna parte del planeta, la conclusión implícita en ello es que es propio del terrorista, —de cualquier sector ideológico—realizar este tipo de acciones, aunque, más precisamente y con toda seguridad, la intención del emisor sería en este

caso destacar que los terroristas de determinado sector ideológico realizan este tipo de acciones. El argumento del ejemplo arroja además la posibilidad de un argu­ mento de lo particular a lo particular. Cabe recordar, a propósito de esto, que Sócrates critica justamente esta forma de argumentar. N o se trata, como en el Laques, de responder respecto de qué es la valentía, en función de que en este caso el soldado tal, el general tal o el ejército tal actuaron de manera valiente127. A partir de los ejemplos jamás podremos legíti­ mamente transitar al universal, a la idea. En contraste con ello, el recto camino socrático es justamente al revés: que es la idea la que posibilita los casos particulares (y, para precisar, ello correspondería a un argumento de ilustración). Y no obstante los reparos socráticos, que podemos suponer, cabe reconocer que el argumento que lleva a transitar de lo particular a lo particular tiene cierta validez. Tal vez lo que justifica esta validez es que lo particular no es en general un mero caso, una suerte de moneda de cambio, algo meramente cuantitativo, numérico y, por ello mismo, a fin de cuentas, abstracto, sino esos “casos” constituyen precisamente ejem­ plos, en los que potencialmente se encuentra ya el trascender lo particular. De hecho, el niño en su proceso de aprendizaje, sobre la base de la percepción y aprehensión de distintos casos particulares, está ya encami­ nado hacia la formación del concepto -supongamos, desde un caso en que el compañero violó las reglas del juego que estaban jugando, pasando por otro caso en que otro niño violó las reglas de un juego distinto—en ello observamos cómo ese niño transita precisamente de un caso particular a otro, y junto con ello desarrolla, de modo tácito, el argumento del tránsito de lo particular a lo particular. Más precisamente, de lo que se trata aquí es que en el tránsito de lo particular a lo particular se alcanzan conclusiones, que siguen siendo particulares. Perelman citando la Retórica de Aristóteles: El empleo de la argumentación, por el ejemplo, aunque proclama­ do abiertamente, tiende a menudo a hacemos pasar de este a una conclusión igualmente particular, sin que se enuncie ninguna regla; esto es lo que se llama la argumentación de lo particular a lo particular.

127 Platón: Laques, Madrid: Gredos, 2006, pp. 191y ss.

/Aristóteles/: “Es preciso hacer los preparativos para luchar con el gran rey y no dejarse someter a Egipto. En efecto, Darío no pasó a Europa antes de conquistar Egipto, y, cuando lo hubo tomado, pasó, y, más tarde, Jeijes no emprendió nada antes de haberlo conquistado, y, una vez que lo hizo, pasó a Europa, de manera que si el príncipe de que se trate toma Egipto, pasará a Europa; por eso, no hay que dejarle que lo haga” (Tda, p. 539). En efecto, Aristóteles extrae, sobre la base de los ejemplos de Darío y Jeijes, la conclusión de que quien conquista primero Egipto pasa a con­ quistar luego territorios europeos. Y el aprendizaje se desarrolla entonces reuniendo numerosas conclusiones particulares, a las que hemos llegado, para alcanzar otras mayores, y así sucesivamente. Incluso sucede, que como los casos o ejemplos no se limitan a ser algo nada más que particular, habiendo en cada uno de ellos un trascender, un ir más allá de sus propios límites, el caso particular ocupa prácticamente el lugar de la regla o generalización, o al menos tiende a ello; justamente en razón de ello hay que tener especial cuidado en elegirlo. Por otra parte, las nociones utilizadas para describir el caso particular que sirve de ejemplo desempeñan implícitamente el papel de la regla que permite el paso de un caso a otro (Tda, pp. 539-540). Como observamos, pues, de lo particular a lo particular hay no solo un camino, que ya como niños aprendemos a recorrer una y otra vez, lo que se da al modo de cierta aventura intelectual, sino que también hay un juego entre ambos, que está principalmente marcado por la semejanza y la analogía, como en el caso del niño que aprende lo que es violación de la regla transitando de un caso a otro en que va constatando esa violación. Por otra parte, ese camino o tránsito de lo particular a lo particular es tal que está siempre afecto a los avatares del tiempo, y en definitiva al devenir de todo, ya que puede suceder que nos perdamos en un mar de particularidades, sin llegar a reunirías bajo un universal conceptual. Agreguemos que este sumergirse en lo particular tiene la impronta de cierta fascinante exploración, sin llegar a alcanzar el concepto, y ello sobre todo en atención a que pueden presentarse hechos o casos particulares que lo impiden:

El rechazo del ejemplo, bien porque es contrario a la verdad histó­ rica, bien porque se pueden oponer razones convincentes a la gene­ ralización propuesta, debilitaría considerablemente la adhesión a la tesis que se quiere promover. En efecto, la elección del ejemplo, en calidad de elemento de prueba, compromete al orador, como una especie de confesión. Se tiene derecho a suponer que la firmeza de la tesis es solidaria con la argumentación que pretende establecerla. / ¿Cuál es la generalización que puede extraerse del ejemplo? Con esta pregunta se relaciona estrechamente la de saber cuáles son los casos que pueden considerarse ejemplos de la misma regla (Tda, p. 541). En los argumentos del ejemplo, de la ilustración y del modelo se manifiesta un interesante juego entre lo particular y lo universal. Por de pronto, en cuanto al ejemplo, este al presentarse con otros que sean suficientemente representativos, hace valer su adscripción a algo de alcance universal. En el caso del argumento de la ilustración esto se da al revés, ya que recu­ rrimos a él para precisamente ilustrar algo universal, una regla o una ley. En cuanto al modelo, se supone que él tiene de por sí suficiente fuerza y alcance como para representar algo universal. Si ya en lo particular observamos cierta capacidad de trascender, de ir más allá de los estrictos límites que lo determinan, con el argumento del modelo la trascendencia se cumple a cabalidad: el caso particular ya es la regla, la generalización. El mundo que proyectamos a partir de cómo lo percibimos, sentimos y pensamos, significativamente tiene que ver con estos recorridos que van de lo particular a lo universal y viceversa. En el nivel más básico de esa aprehensión del mundo podríamos decir que esto tiene que ser así porque cada cosa forma parte de las totalidades a que pertenece; en términos aristotélicos, pertenece a especies y géneros (los universales). Cabe agregar que en el orden de lo físico, es claramente reconocible que esos géneros y especies en los que las cosas están insertas, sean aque­ llos géneros mineral, vegetal o animal, marcan la pauta y contienen la fórmula relativa tanto al modo como son esas cosas o entes, como a la forma y comportamiento para todos los individuos que caen bajo ellos. Estos géneros y especies suponen por ende cierta jurisdicción sobre los fenómenos que abarcan. Por ejemplo, una piedra lleva la marca de lo que es piedra en general, una encina en particular se desarrolla y produce lo que las encinas en general, una hormiga se comporta como lo hacen en

general las hormigas. Es por ello que podríamos expresar esto también en el sentido de que patentemente hay una determinación de lo universal sobre lo particular. Pues bien, si en el ámbito físico es así, no lo es menos en el ámbito humano y cultural. Aquello particular a que nos referimos es susceptible de integrarse en constelaciones más amplias —ideologías, códigos, cosmovisiones-, y normalmente los argumentos del ejemplo, la ilustración y el modelo se mueven en este plano. Como ya adelantamos, es decidor al respecto que la teoría del sentido de Wilhelm Weischedel plantee que el sentido lo da siempre lo universal a lo particular (cfr. Gph, tomo 2, p. 169). ¿Qué sentido tiene que lea este libro? Se trata de un libro de “Historia del Antiguo Egipto”, y por consiguiente ese plano universal de la historia y mi interés de conocerla le da sentido al acto de leer este libro. ¿Qué sentido tiene que acepte este trabajo? Es un trabajo que tiene que ver con mi profesión de ingeniero, y por lo tanto es la Ingeniería como un saber universal lo que le da sentido a esta decisión y lo mismo la razón de que tenga que sustentar a mi familia. Igual en el plano del lenguaje: a una palabra en particular le da sentido el contexto universal en que se encuentra, así la palabra ‘baldía’ en el poema “La tierra baldía” de T. S. Elliot. Sucede a su vez que lo particular y lo universal se presentan aquí como términos relativos. Por ejemplo lo universal en el caso de Elliot, dado por el mencionado poe­ ma, si nos preguntamos ahora por el sentido de él, el poema pasa a ser ahora lo más particular y este sentido lo da la poética de este autor en su conjunto. Como también si subsecuentemente nos preguntamos por el sentido de la poética de este autor, ello viene a ser la poesía inglesa del siglo X X que le da sentido, y así sucesivamente. (Como ya hacíamos ver en el punto 2.2.6. “Argumento de la jerarquía en cadena”, en esta teoría de sentido lo particular y lo universal funcionan relativamente como “lo más particular” y “lo más universal” .) Agreguemos que la relación entre lo particular y lo universal se pa­ tentiza en el criterio aristotélico de la definición por género y diferencia específica, en cuanto a que lo que define un término es ante todo su pertenencia a un género, respecto del cual lo caracteriza una diferencia específica. Ahora bien, entre algo particular y el universal, al que supuestamente pertenece, hay una tensión específica. Lo particular suele “rebelarse” a

quedar sometido a cierto universal, como cuando hablamos de los “por­ fiados hechos” que justamente boicotean o hacen estallar algún universal. El siguiente ejemplo de Berkeley en torno a ciertas precisiones respecto del término ‘pecado’ así lo muestra: Además, observo que el pecado o la torpeza moral no consiste en la acción física externa o movimiento, sino en la desviación interna de la voluntad respecto a las leyes de la razón y de la religión. Es obvio, puesto que matar a un enemigo en la batalla y condenar legalmente a muerte a un criminal no se consideran pecados; sin embargo, el acto externo es exactamente el mismo que en el caso de asesinato (Tda, p. 541). Aquella tensión entre lo particular y el universal se maximiza cuando más encima la subsunción del primero al segundo trae consigo ciertas decisiones y acciones a seguir. Así nos lo hace ver el siguiente pasaje de Simone W eil en tom o a una comparación entre el hambriento y el recluso, citado por Perelman: Del mismo modo que la única forma de mostrar respeto por quien pasa hambre consiste en darle de comer, así el único medio de mostrar respeto por quien está fuera de la ley consiste en reintegrarlo a la ley, sometiéndolo al castigo que prescribe la ley (Tda, p. 540). Perelman tiene toda la razón al llamar la atención sobre esta simetría, al menos equívoca, que nos presenta Simone Weil, ya que en el caso del hambriento hay consentimiento de parte de él en relación a quien le suministra alimento o alguna ayuda para que se alimente, mientras que en el caso del delincuente, el sometimiento a la ley y castigo correspon­ diente, no lo hay. Ahora bien, lo más seguro es que W eil se percate de esta asimetría, y entonces su argumento adopta un carácter provocativo. En todo caso, este ejemplo sirve para mostrar la diferenciada tensión entre lo particular y lo universal: en el caso del hambriento el sometimiento de lo particular al universal es suave y fluido, y en el caso del recluso es impuesto y forzado. El universal es pues el significado, la definición, esto es, el regulador. Si en ello reconocemos un platonismo, esto no debe llamarnos la aten­ ción, puesto que este atraviesa y determina la filosofía completa, como lo han reconocido eminentes pensadores. Ahora bien, es evidente que si

lo decisivo en lo que venimos diciendo es lo universal, esto supone que a su vez se hace presente en ello el argumento de la jerarquía en cadena. En su oportunidad veíamos que prácticamente todo lo que hacemos y decidimos está determinado no solo por jerarquías dobles, sino triples, y en definitiva, múltiples jerarquías -razón por la cual optamos por hablar de “jerarquía en cadena” . Si digo por ejemplo que conviene hacer tal cosa, que me propongo tal otra, que desecho aquella, intervienen en ello múltiples jerarquías que adoptan un alcance universal o, en rigor, más universal. Como decíamos en su oportunidad, tras los “destacados” de un diario hay varias jerarquías en cadena. Veamos a continuación cómo se relaciona el argumento del ejemplo con el argumento de la jerarquía en cadena. A este respecto la Retórica de Aristóteles, citada por Perelman: Todos los pueblos honran a los sabios, por ejemplo: los paríanos han honrado a Arquíloco, pese a sus difamaciones, y los quiotas, a H o­ mero, aunque no era ciudadano suyo, y los de Mitilene a Safo, aun cuando era una mujer, y los lacedemonios a Quilón / ... / aunque no tuvieron mucha afición por las letras / . . . / (Tda, p. 542). Hay aquí pues un encuentro entre el argumento del ejemplo y el de la jerarquía en cadena, dado que todos los ejemplos puestos quedan sometidos a la sentencia universal inicial: “Todos los pueblos honran a los sabios”, y en ella está a la vez la segunda jerarquía que determina la jerarquía que hace cada pueblo en particular—sean estos paríanos, quiotas, lacedemonios, o los de Mitilene. Los casos relativos a adagios, sentencias, vaticinios, augurios, tienen por lo general también el mismo carácter, y representan un encuentro entre ambos tipos de argumento. La gente suele decir que en razón del buen o mal augurio relativo a cierta persona, se ponen como ejemplo distintos hechos de su vida. Obviamente en todos estos casos es la segunda jerarquía que determina a la primera, correspondiendo ello también al vaticinio, sentencia u otro. Perelman muestra cómo el argumento del ejemplo puede llegar también a lo caricaturesco: Si, para probar que las penas pueden encanecer en una noche los ca­ bellos de ciertas víctimas, se cuenta de este accidente poco común que le sucedió a un comerciante que se desesperaba por haber perdido sus mercancías en el mar, y que su peluca encaneció súbitamente, se obtiene un efecto que destaca lo cómico de la argumentación (Tda, p. 542).

3.2. Argumento de la ilustración Recordemos que en el tipo de argumentos que examinamos última­ mente se trata de los argumentos que fundamentan nuestra proyección de mundo. En el juego de la relación entre lo particular y lo universal, en términos de argumentación, naturalmente el universal goza de una preeminencia indiscutible. Pues bien, en el universal se sitúa cómoda­ mente el argumento de la ilustración, y desde ese sitial, debidamente resguardado y asegurado, ilustramos la norma, la ley, la conclusión, la teoría o simplemente la definición a que hemos llegado: La ilustración difiere del ejemplo debido al estatuto de la regla que utilizan para fundarla. / Mientras que el ejemplo se encarga de fundamentar la regla, la ilustración tiene como función el reforzar la adhesión a una regla conocida y admitida, proporcionando casos particulares que esclarecen el enunciado general, muestran el inte­ rés de este por la variedad de las aplicaciones posibles, aumentan su presencia en la conciencia (Tda, p. 546). En relación con nuestro actual argumento de la ilustración, he aquí un bello ejemplo, tomado de las Pláticas de Epicteto, citado por Perelman: “Las dificultades son las que señalan a los hombres. Por eso, cuando sobre­ venga una dificultad, recuerda que Dios, como un maestro de gimnasia, te enfrentó con un joven y rudo compañero” (Tda, p. 552). Perelman nos recuerda también que expresiones como “más rico que Creso” tie­ nen también el carácter de ilustración y que se deslizan hacia el cliché128. Veamos a continuación cómo Giorgio Agamben se vale provocati­ vamente del argumento de ilustración, al reflexionar sobre el genio en Profanaciones. Por de pronto, él nos advierte cómo el genio se refleja en cierta asociación que históricamente hemos acabado por olvidar, y que resulta bastante evidente, a saber, con “generar” y “generación” . En este sentido, el Genio era venerado, en particular en Roma, como una deidad con un componente sexual. A propósito de esto, nos recuerda qu egenialis lectus alude al lecho de la generación, de la procreación. Pero esta impronta 128 Recordemos que Creso fue un rey lidio entre 560 y 546 a.C. y que Lidia era este reino del Asia Menor que ocupaba el territorio de lo que es hoy Turquía, siendo aun más amplio. N o solo su reino, sino él mismo era inmensamente rico, y por eso la expresión conocida de ser tan rico com o Creso que, en términos retóricos, equivale a una antonomasia.

genial (en el sentido del genio que nos determina) que cada cual lleva no se limita a un componente sexual, sino que genio tiene que ver también con ingenio. De ahí que en los ritos practicados en honor del Genio como deidad lo consagrado a él no haya sido algo de carácter genital, sino la frente. Y recurriendo al argumento de la ilustración, Agamben nos dirige, a este respecto, la pregunta si acaso no será que cuando nos llevamos la mano a la frente, como expresión del gesto de estupor por algo que falta, que hemos olvidado, que no hemos considerado o respecto de lo cual nos hemos equivocado, estamos con ello reiterando el gesto de un antiguo rito de nuestros antepasados. Agamben:

Se llama mi Genius, porque me ha engendrado (Genius meus nominatur, quia me genuit). Pero eso no basta. Genius no era solamente la personificación de la energía sexual. Ciertamente cada ser humano varón tenía su propio Genius y cada mujer tenía su Juno, ambos manifestaciones de la fecundidad que genera y perpetúa la vida. Pero, como es evidente en el término ingenium, que designa la suma de las cualidades físicas y morales innatas en aquel que comienza a ser, Genius era de alguna manera la divinización de la persona, el principio que rige y expresa toda su existencia. Por esto a Genius era consagrada la frente, no el pubis; y el gesto de llevarnos la mano a la frente, que hacemos casi sin darnos cuenta en los momentos de desconcierto, cuando nos parece casi que nos hemos olvidado de nosotros mismos, recuerda el gesto ritual del culto de Genius (unde venerantes deum tangimus frontem). Y dado que este dios es, en cierto sentido, el más íntimo y propio, es necesario aplacarlo y mantenerlo propicio en todos los aspectos y en todos los momentos de la vida”129. En efecto, el gesto de llevarnos la mano a la frente es un momento en que parece que nuestro yo quedara en suspenso, como que dejáramos por unas fracciones de segundo de ser quienes somos. Son tantos los ejemplos y a cada cual le pasa más o menos seguido. Se nos olvidó el pasaporte y nos acordamos de ello cuando ya hemos llegado al aeropuerto o tal vez teníamos el pasaporte vencido. Etc.

129 Agamben, Giorgio: Profanierungen, Suhrkamp, Frankfurt a/M , 2005. p. 8. / Ed.cast.: Profanaciones, trad. de Flavia Costa y Edgardo Castro, Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2005.

Como vemos, en el argumento de la ilustración no se trata como en el respectivo del ejemplo, de ir ascendiendo la empinada cuesta del universal recopilando casos particulares, sino de que ya estamos al final de esta cuesta, o al menos en el descanso, habiendo ya alcanzado el universal, y ahora lisa y llanamente exhibimos lo que abarca este universal —regla, ley, norma, fórmula—con ilustraciones o casos particulares. La toma de conciencia de estos dos tipos de argumento —del ejemplo y de la ilustración—es de la mayor relevancia si atendemos a las implican­ cias que ello reviste para la educación. U no de los serios problemas que afectan a la educación es que se entregan, en cierto modo, “paquetes” ya hechos. En otras palabras, el profesor ante todo presenta la ley, la formula y recurre a continuación, sépalo o no, al argumento de la ilustración, con el fin de exhibir casos particulares que caen bajo su dominio. Pero, cuando esto es nada más que así, el alumno queda fuera del proceso de descubrimiento que condujo a esa ley, con toda la pasión, el esfuerzo, el ímpetu de la búsqueda, de la exploración que hay en ello. Pues bien, es el argumento del ejemplo, el cual, como decíamos antes, nos presenta el empinado camino de exploración que conduce al establecimiento de una ley o fórmula universal, el que puede suplir aquella falta. La educación, la pedagogía, pues, debería hacer valer siempre ambos caminos y únicamente así se podría superar el estado en que se encuentra en la actualidad, particularmente en nuestro país, en que probablemente lo que prima es, en primer lugar, la apatía, la abulia, el desgano. La razón está marcada por dos obsesiones muy notorias: una que es la tendencia a suponer que todo debe provenir de un principio; sobre todo Heidegger enfrenta esto planteando el criterio de igual originariedad o de co-originariedad, y lo refiere a las determinaciones ontológicoexistenciales del ser humano, al que llama Dasein (cfr. SytR, parágrafo 4, 31). La segunda obsesión tiene que ver con la tendencia a que las cosas se justifican en lo que son en la medida en que hay una ley que las explica, vale decir, suponemos entonces, desde esta perspectiva, que lo universal determina a lo particular. Esto se presenta de modo muy notorio en un pasaje de Descartes, citado por Perelman: El edificio construido por un único arquitecto es más bello; una ciudad, igualmente, resulta más ordenada; una constitución, obra de un único legislador, está incomparablemente mejor reglamentada, lo

mismo que la verdadera religión, dont Dieu seul afait les ordonnances (cuyas normas las hizo Dios solamente) (Tda, p. 548-549). El propósito de Descartes a través de la formulación de la regla citada del superior valor de las obras que provienen de un solo maestro, es justificar la reconstrucción no solo de la filosofía, de la metafísica, sino del cuerpo íntegro de las ciencias a partir del fundamento incuestionable dado por una certeza indubitable, a saber, de una verdad absoluta. Por su parte, Perelman ilustra la regla cartesiana, poniendo como ejemplo de una posible argumentación al respecto el que se sostenga que la verdadera religión se reconoce porque sus normas las hizo un Dios único. Perelman aclara respecto de la ilustración, lo siguiente: Porque la ilustración pretende aumentar la presencia, concretando con ayuda de un caso particular una regla abstracta, a menudo se tiende a ver en ella una imagen, a vivid picture of an abstract matter. Ahora bien, la ilustración no tiende a reemplazar lo abstracto por lo concreto, ni a transponer las estructuras en otro campo como lo haría la analogía. Ciertamente, es un caso particular, corrobora la regla e incluso puede servir para enunciarla, como en el refrán (Tda, p. 550). Perelman cita un decidor ejemplo de argumento de ilustración de Aris­ tóteles en que este procura ilustrar con la carrera de los atletas cierta diferencia de estilos. Aristóteles: / . . . . / pues no hay nadie que no desee ver claramente el fin. Esto explica que, una vez llegados a la meta del estadio en el que corren, los atletas jadean y sucumben, mientras que antes, en tanto en cuanto tenían el término a la vista, no sentían la fatiga (Tda, p. 550). Ilustración esta que vale, más allá de lo que estrictamente concierne al estilo, para toda suerte de vivencias humanas, sobre todo las que tienen que ver con la creación, la producción y el trabajo. Es recién al llegar a la meta, después de todo el esfuerzo realizado, y frecuentemente la sobreexigencia, que nos permitimos jadear. La ilustración sirve obviamente la mayor parte de las veces para “facilitar la comprensión de la regla”, nos recuerda Perelman, y esto se aplica de modo autorreferente al propio argumento de ilustración. Pero esta aplicación traspasa a su vez esta frontera, ya que el texto completo que desarrollamos aquí vale en igual sentido, por cuanto al ir primero

enunciando la regla general de algún tipo de argumento, como los ar­ gumentos de sacrificio, de lo irreparable, de división, de inclusión, del argumento pragmático, de coexistencia, y otros, en todos estos casos se trata de cómo subsecuentemente tenemos que ilustrar con ejemplos lo que hemos dicho. El siguiente ejemplo de Leibniz es en el mismo tenor, vale decir, enunciando primero la regla general. Leibniz: / ... / es preciso que [el mal moral] solo sea admitido o permitido cuando se lo considere una consecuencia cierta de un deber indispensable; de modo que aquel que no quiera permitir el pecado de los demás, faltaría él mismo a lo que debe. Sería como si un oficial que debe vigilar un puesto importante lo abandona, sobre todo en un momento de peligro, para impedir una querella en la ciudad entre dos soldados de la guarnición que están dispuestos a matarse (Tda, p. 551). Si el mal solo tiene justificación como consecuencia del deber cumplido, la ilustración de Leibniz es muy apropiada: el oficial tiene que proteger un puesto en el campo de batalla, y si acaso hay a la vez una reyerta entre dos soldados en el pueblo aledaño y que él podría interrumpir, por no abandonar su puesto, él tiene que admitirla como mera consecuencia. Al mismo tiempo, el argumento leibniciano de ilustración muestra lo problemático que es un enunciado que pretende validez universal en el terreno de la moral, como la prohibición total de la mentira y que no admite excepciones, y otros. En el ejemplo de Leibniz, la regla general de la justificación del mal como consecuencia del deber cumplido en­ frenta implícita o explícitamente otra regla general que sostendría que en ningún caso se cumple que el mal, la falta, tenga una justificación. Y ulteriormente podemos observar cómo los defensores de una u otra regla entrarán a discutir sobre la justificación, legitimidad o validez de cualquiera de ellas sobre la base de la utilización del argumento de ilustración; cada cual entonces ilustra la regla que respalda con los ejemplos más sugestivos, los que más impresionan y que eventualmente son capaces por su propio peso de convencer respecto del valor de la regla general en cuestión. Gran parte de nuestros desvelos consiste en descubrir qué regla general habría tras distintos sucesos y cómo se enunciaría esta. En ello reconocemos un juego permanente entre la regla general y sus posibles ilustraciones, en que ocurre a la vez que a partir de una ilustración, de

algún ejemplo vivo que se nos presenta, o muchos, pretendemos descubrir la regla general. A veces esto se eleva a cuestiones de orden teológico, como lo que nos enseña el siguiente ejemplo del Caballero de Méré, puesto por Perelman: Cuando pienso que el Señor quiere a este y odia a aquel sin que se sepa por qué, no encuentro otra razón más que una serie de encantos que descubre en uno y que no halla en el otro, y estoy persuadido de que el mejor medio, y quizás el único, para salvarse es el de gustarle (Tda, p. 551). Desde luego la ilustración suele usarse también de manera irónica respecto de la regla general que estaría respaldando. Si, a modo de muestra, un crítico de la Iglesia Católica comienza a ilustrar las “buenas acciones” de la iglesia, hablando de un sinnúmero de atrocidades cometidas en nom­ bre del Dios cristiano a lo largo de la historia, está claro que esto sigue siendo argumento de ilustración, aunque usado para criticar, objetar o invalidar alguna regla general. Así también podemos destacar primero la “sensatez” de alguien y luego ilustrarla con numerosos casos en que esa persona se ha comportado insensatamente: Este empleo irónico de la ilustración inadecuada resulta especialmente chocante con relación a las calificaciones. A este respecto, se observará que la “regla”, según el sentido que nos ocupa, es todo enunciado general en comparación con lo que es una aplicación suya. La califi­ cación dada a una persona puede considerarse como una regla cuyos comportamientos proporcionarían ilustraciones. Antonio utiliza la ilustración voluntariamente inadecuada cuando, sin dejar de repetir que Bruto es un hombre honorable, enumera sus actos de ingratitud y de traición (Tda, p. 552).

3.3. Argumento del modelo Hemos dicho que los argumentos del ejemplo, de la ilustración y del modelo tienen que ver a la vez con un singular juego que hay entre lo particular y lo universal y, en este sentido, se advierte su impronta deci­ didamente retórica. Ella tiene singularmente que ver con ese juego, ya que si está más cercana a la imagen que la idea, la retórica cumple sobre

todo el papel de la mediación para que lo que dice la idea la imagen lo refuerce y se pueda lograr con ello la adhesión del auditorio, cualesquiera que este sea. En los recorridos que emprendemos entre el universal y el particular sucede con el argumento del modelo que escojo y destaco un caso, hecho, ejemplo particular y lo hago valer como universal. Así en un discurso recordatorio del Desembarco en Normandía se puede contar la historia heroica de uno de los caídos en la Playa de Oklahoma y hacer valer esa historia como modelo de lo propio de los soldados de las tropas aliadas. El relato concerniente a Salvador Allende en La Moneda, rechazando cualquier posibilidad de abandono del país y con declaraciones expresas de quedarse allí aunque por ello tuviera que dar la vida, vale también como argumento del modelo. Este argumento lo puede exponer alguien —un político en un discurso, o un ciudadano corriente en una conversación cualquiera—como ejemplo de valentía, bravura, heroísmo, y tal vez que­ rer decimos con ello que Allende es comparable con Balmaceda, y que pertenecería a cierta categoría superior de hombres grandes y notables. Ahora bien, ciertamente el argumento del modelo está siempre expuesto a la acción del antimodelo o, dicho más precisamente, que el modelo, con el paso del tiempo, se vuelva antimodelo, o bien, que ese modelo para alguien o para un grupo, es antimodelo para otro o para otro grupo. Sin duda, el Presidente de una nación, que era un modelo para sus electores, por razones de haberse involucrado en asuntos de corrupción, se convierte en antimodelo. El cantante pop que no solo con su música, sino con su modo de ser, tal vez estrafalario y transgresor, es modelo para vastos grupos juveniles, es más bien un antimodelo para otros grupos. Está claro que la emulación es decisiva en nuestro proceso de apren­ dizaje, y no solo en la infancia, cuando ella es más fuerte, sino también en etapas posteriores de la vida, por de pronto, en la juventud: Cuando se trata de la conducta, un comportam iento particular puede no solo servir para fundamentar o ilustrar una regla general, sino también para incitar a una acción que se inspira en él. / Exis­ ten conductas espontáneas de imitación, lo que, con frecuencia, ha llevado a considerar que la tendencia a la imitación es un instinto, y de una importancia capital a los ojos del sociólogo. Por otra parte, es conocido el lugar atribuido por la psicología contemporánea a

los procesos de identificación. Nosotros mismos hemos insistido en el papel de la inercia, en el hecho de que la repetición de una mis­ ma conducta —contrariamente al desvío y al cambio—no tiene que justificarse, y en la importancia que, por consiguiente, se concede a lo precedente. Pero, no siempre es espontánea la imitación de una conducta. Puede ocurrir que se invite a imitarla. La argumentación se fundará, bien en la regla de justicia, bien en un modelo al que se pedirá que se conforme, como en el ejemplo de Aristóteles: “Si para las augustas diosas fue bueno someterse a la sentencia del Areópago, ¡cómo no va a ser lo mismo para Mixidémides! (Tda, pp. 554-555)130. Pues bien, el argumento del modelo de Aristóteles nos dice que si en esta colina de Ares, donde fue edificado el “Areópago”, fueron juzgadas las diosas, ¿cómo no habría de justificarse que un mortal como Mixidémides se sometiera al mismo tribunal? El argumento del modelo opera muy visiblemente en la historia, suce­ diendo que, por ejemplo, en la actualidad los países desarrollados son vistos como modelos para países subdesarrollados o emergentes. También es el caso de países en relación con el país vecino. Con la historia de Portugal sucede que parece atenerse al modelo de España, para seguir en forma a veces casi calcada similares desarrollos. El equivalente de ello sería en el siglo XX Canadá, que está estrechamente ligado a Estados Unidos. En la compleja política del siglo XIX este vínculo de Portugal con respecto a España se advierte claramente, por de pronto, en lo que concierne al movimiento liberal. El Pronunciamiento sobre todo liberal de Cádiz en España le da ánimos a oficiales de tendencias liberales en Oporto. Unidos ellos con miembros de la masonería se levantan contra la ocupación de Gran Bretaña y en particular contra el Dictador de facto, el general inglés Beresford. En 1821 retorna de Brasil el R ey Juan VI, donde había estado exiliado desde 1807, en aquel entonces con apoyo de los británicos, con ocasión de la invasión napoleónica de España. Entretanto se ha acordado una nueva Constitución en Portugal y Juan VI la suscribe.

130 Mixidémides es un personaje, del siglo IV a.C., que tuvo que ver con Autocles, un encargado ateniense de lograr con sus deliberaciones acuerdos de paz. Una misión que se le encargara a Autocles en Tracia tuvo que ver con Mixidémides.

En aquellos mismos días Brasil ha declarado su independencia de Portugal, la Madre Patria. En octubre de 1822 el primogénito de Juan VI, Pedro I, fue designado Emperador del Brasil. Y así como entonces retornó la monarquía en España, otra vez sir­ vió ella como modelo para Portugal, donde se produjo un movimiento monárquico contra los liberales, encabezado por D on Miguel, el hijo menor de Juan VI. Su propio padre, Juan VI, logra salvarse en un barco de guerra inglés, y luego hacer valer nuevamente su regencia, mas sin poder evitar una guerra civil, en la que se enfrentaron fuerzas absolutistas contra fuerzas constitucionales (GdW, pp. 472-474). Ante todo cabe reconocer respecto del argumento del modelo no solo la fuerza, sino la necesidad de modelos que tiene el hombre, y ello por de pronto, como decíamos más arriba, en función de nuestro apren­ dizaje por imitación. Pero, más que eso, habría que reconocer el papel del modelo y de la puesta en acción del argumento del modelo como muy avasalladoramente presente en nuestro mundo, en la medida en que este tiene una marca claramente iconográfica, y hoy en día más encima a través de medios tecnológicos altamente sofisticados. Está claro que la publicidad está trabajando y emprendiendo a diario su acción de persuasión y en definitiva de la venta de los productos publicitados sobre la base del modelo y, por lo tanto, tenemos que reconocer que la amplitud de este puede expresarse no solo en personas que con sus vestimentas y ademanes se presentan como modelos — justamente por ello no es casual la palabra ‘modelo’ relativa al mundo de la moda—sino en productos como la lavadora, el celular, el automóvil o el notebook. El argumento del modelo se expresa en función de la recurrencia precisamente a un modelo con el fin de justificar o promover cierta acción que interesa. Invocamos un modelo determinado para seguir un camino de acción y para que otros también lo sigan. Toda religión, toda filosofía, todo arte, toda ciencia tiene sus modelos y por cierto la historia de la humanidad está llena de personajes que se presentan como modelos y que ulteriormente grupos humanos que suelen agrandarse enormente al comenzar a seguir, y consecuentemente argumentar en distintas situaciones, justificando acciones, decisiones, sucesos en función de las enseñanzas de ese modelo o de lo que ellos mismos ven o creen ver en él, todo lo cual naturalmente se basa en interpretaciones:

Pueden servir de modelo las personas o los grupos cuyo prestigio valore los actos. El valor de la persona, reconocido de antemano, constituye la premisa de la que se sacará una conclusión que preconice un comportamiento particular. N o se imita a cualquiera: para servir de modelo, es preciso un mínimo de prestigio. Según Rousseau: / El mono imita al hombre a quien teme, y no imita a los animales a quienes desprecia; juzga bueno lo que hace un ser mejor que él/ (Tda, p. 555). Monos o perros que efectivamente “ven” al hombre como un ser supe­ rior, que les asegura techo y comida, al que se someten y que, en cierto sentido muy sui generis, constituye un modelo para ellos —por supuesto esto dicho con todas las reservas del caso. La cuestión es cómo interpretamos en cada caso el modelo y esto tiene tanto peso que, según hemos visto, históricamente frente al modelo está siempre enjuego la posibilidad del antimodelo. El modelo puede ser un héroe, un sabio, pero también la Iglesia, una doctrina política, el padre, y otros. Si el modelo tiene que ver con la imitación, y consideramos que aprendemos y nos orientamos en el mundo por imitación, entonces el argumento del modelo es crucial en lo que se refiere al modo cómo proyectamos el mundo. Lo que hacemos, emprendemos, decidimos o elegimos está en mayor o menor grado determinado por ciertos modelos que valen entonces como faros que nos orientan en nuestra navegación existencial. Estos modelos no necesariamente son personas físicas concre­ tas, actuales o del pasado, sino que también pueden ser ideales, parámetros de la más diversa índole. Perelman, haciendo un juego con la sentencia cartesiana, fundadora de la modernidad: Normalmente, se propone el modelo glorificado para que todos lo imiten. Unas veces se trata de un modelo reservando a un reducido número o solo a uno mismo; otras, es un patrón (pattern) que se ha de seguir en ciertas circunstancias: comportaos, en esta situación, como un buen padre de familia; amad al prójimo como a vosotros mismos; considerad como verdaderas únicamente las proposiciones concebidas tan clara y tan directamente como la proposición je pense done je suis (pienso, luego existo) (Tda, p. 556). Adviértase en esta última cita cómo el modelo de pronto es también un pensamiento determinado, y lo es justamente porque le es propia una

capacidad de orientarnos. En el modelo se condensan aspiraciones y expectativas, y considerándolo con ese alcance, advertimos la relevancia que le cabe en relación con lo futuro, lo que se expresa, por ejemplo, en la sociedad, la educación, la política, el derecho y la economía que queremos. Ello se explica a la vez por el vínculo que tiene la noción de ‘m odelo’ con varios otros términos, especialmente con la ‘forma’ Así como sucede, aristotélicamente hablando, que en la formación recibimos una forma, podríamos decir que, junto con ello, recibimos y nos ajus­ tamos a un modelo. Y el modelo tiene también que ver con la historia: U n hombre, un medio, una época, se caracterizan por los modelos que ellos se proponen y por la manera cómo los conciben. Para marcar la revolución intelectual que se produjo en Francia con el viraje decisivo del siglo XVII, es significativo constatar que Pierre de la Ramée, para la elaboración de su dialéctica, buscará modelos en los poetas, los oradores, los filósofos y los juristas, mientras que Descartes se propone a sí mismo como modelo para sus lectores (Tda, p. 556). A su vez, con el modelo se genera una cadena, ya que es frecuente que el modelo sea tal porque él mismo se ciñe a otro modelo: El modelo indica la conducta que se ha de seguir. También sirve como garantía de una conducta adoptada. Pascal, para justificar los sarcasmos que dirige a los jesuítas, apelará a algunos Padres de la Iglesia y a Dios mismo, que no dudaron en fustigar el error. / El hecho de seguir un modelo reconocido, de estar sujeto a él, garantiza el valor de la conducta; por tanto, el agente que valora esta actitud, a su vez, puede servir de modelo: se propondrá al filósofo como modelo para la ciudad porque él mismo tiene como modelo a los dioses; Santa Teresa será la inspiradora de la conducta de los cristianos porque ella misma tenía como modelo a Jesús (Tda, pp. 556-557). Podemos relacionar el argumento del modelo con el pensamiento de Jaspers en torno a lo grande, que no puede estar representado por nada concreto en particular. En otras palabras, ningún modelo particular puede enseñar o mostrar lo que es verdaderamente grande. Nuestro pensador advierte respecto del peligro de simplemente igualar la grandeza (huma­ na) con la existencia (que en su pensamiento equivale al ser-sí-mismo), lo cual ocurre cuando se absolutiza lo grande, a raíz de una medición

según logros que ha resultado insuperable. Pero una evaluación tal puede establecer al final como grande lo que tal vez nada más brilla como tal131. Por su parte, Heidegger en Los himnos de Hólderlin “Germania” y í(El R in ”: Lo grande tiene grandeza porque -y en tanto qu e- siempre tiene sobre sí algo más. Este poder-tener-sobre-sí algo más grande es el misterio de lo grande. Lo pequeño no puede tal cosa, aunque se tenga adecuadamente en cuenta, del modo más directo y cómodo, la amplísima distancia que lo separa de lo grande. Pero lo pequeño se quiere a sí mismo, es decir, precisamente ser pequeño y su misterio no es un misterio, sino un truco y molesta astucia que empequeñece y sospecha de todo lo que no es igual a ella y, de ese modo, lo hace igual a sí132. Por otra parte, está claro que en gran medida el modelo nos concierne ante todo a nosotros mismos, por cuanto somos susceptibles a la idea de darle un buen ejemplo a los demás, ya sea como padres, maestros, jefes, o autoridades de alguna índole. De este modo se entienden las palabras que Isócrates, este maestro de retórica radicado en Atenas en la época de Sócrates y Platón, le dirige a Nicocles, lo que corresponde a uno de los libros de este autor. Tengamos en cuenta que Isócrates formó una Escuela de Retórica a la que pertenecieron destacados generales y autoridades, como es el caso de Nicocles, que fue gobernador de Salamis en Chipre. Las palabras de Isócrates a Nicocles son las siguientes: / . . . / pon tu propia prudencia como ejemplo para los demás, sabe­ dor de que la manera de vivir de toda la ciudad concuerda con sus gobernantes. Sea para ti una señal de tu buen reinado el ver que tus súbditos son más ricos y prudentes gracias a tu cuidado (Tda, p. 555).

131 Jaspers: Diegrossen Philosophen (Los grandesfilósofos), München: Piper, 1988. Esta obra parte por un capítulo dedicado a la definición de lo grande (“Vom menschlicher Grósse überhaupt”, D e la grandeza humana en general), que lamentablemente no fue incluido en la edición castellana: Los grandes maestros espirituales de oriente y occidente, óp. cit. 132 Heidegger: Holderlins Hymnen “Germanien” und “Der Rhein”, Edit.Vittorio Klostermann, Frankfurt en el M aino,“Germanien”, p. 146. Edic. cast.:Traducción al castellano, notas, y estudio preliminar del Himno “Germania” de Friedrich Hólderlin,Tesis para optar al Grado de Magister en Filosofía, Mención Meta­ física, de Carolina Merino R ., Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, Santiago. 1996, p. 134. Traducción realizada bajo mi supervisión.

El argumento del modelo tiene en definitiva un trasfondo tanto ontológico como cosmológico. De alguna manera todos los fenómenos se rigen por modelos, que se expresan al modo de una legalidad. Una roca, un río, una nube, una estrella se desarrollan según modelos corres­ pondientes de lo que es cada uno de estos fenómenos, teniendo a la vez esos modelos un carácter arquetípico, comparable al de la idea platónica. Vistas las cosas así, todo se desarrolla por imitación del modelo. Si esto sucede en un plano no consciente en la inmensidad de la naturaleza, en el caso del ser humano, en la medida en que se pasa de la infancia a la adolescencia la imitación se convierte en algo consciente y acaba por incluir la posibilidad de un autocuestionamiento. Si tratamos del argumento del modelo o, si se quiere, por el mode­ lo, de acuerdo al cual argumentamos respecto de algo invocando algún modelo, ante todo está claro que esto se aplica a nosotros mismos. Si la imitación cumple un papel fundamental en el aprendizaje, en la experien­ cia, en la formación y en definitiva en la orientación existencial humana, el argumento del modelo es crucial en todo ello, precisamente porque se apoya en la realidad y presencia indiscutible de la imitación. Siendo así, el padre debe tener en cuenta que el hijo irá aprendiendo de él por imitación, y lo mismo se aplica al profesor, al médico, al sacerdote, o a la autoridad en general. Si cada cual, en mayor o menor grado, puede ser visto como modelo para otros, el argumento del modelo está perma­ nentemente desarrollándose, aunque sea de modo inexpreso. Perelman reflexiona al respecto, citando al Caballero de Méré: Se describirá al ser prestigioso con arreglo a su papel de modelo, se evidenciará tal o cual carácter o acto suyo, incluso se adaptará su imagen o su situación para que puedan inspirarse en su conducta con más facilidad. De este modo, escribirá el Caballero de Méré: / “U n hombre honesto debe vivir, más o menos, como un gran príncipe que se encuentra en un país extranjero sin súbditos ni séquito, y a quien la fortuna obliga a vivir como un honesto particular / (Tda, p. 558). Bella imagen esta del Caballero de Méré al describir al hombre honesto como un príncipe en tierra extranjera, sin las granjerias de su noble con­ dición, y sometido, al igual que el común de los plebeyos, a los avatares de la fortuna. En otras palabras, solo así se prueba en valía como príncipe.

Como ya hemos visto, el modelo puede ser no solamente una per­ sona o un grupo humano, sino una doctrina, un credo, una idea, y hasta un pensamiento. Podríamos decir que el llamado imperativo pindárico “¡Llega a ser el que eres!” tiene carácter de modelo para muchos pensa­ dores, entre los que se cuentan Kierkegaard, Nietzsche, Scheler, Jaspers o Heidegger, y desde luego que puede ser modelo para muchos más. El Werther de Goethe fue modelo para toda una generación, el Fausto lo fue incluso para las generaciones venideras, el Quijote es modelo no solo para los españoles, sino para el mundo entero, y en todos estos casos se trata de figuras literarias. Así sucede también que tras el modelo que admiramos se esconde otro modelo, como puede ser la monarquía; así en el ejemplo siguiente de Perelman, tomado de la obra A Nicocles de Isócrates: / . . . / se dice que también los dioses están regidos por Zeus. Si es verídico el relato sobre estas cosas, está claro que los dioses prefieren esta institución; pero si nadie lo sabe con exactitud y al figurárnoslo hemos supuesto que es así entre los dioses, esto es una señal de que preferimos todos la monarquía (Tda, p. 558). Y en la misma dirección este ejemplo tomado de las Cartas persas de Montesquieu: Así, aun cuando no hubiera Dios, deberíamos seguir amando la justi­ cia, es decir, esforzarnos por parecemos a este ser del que nos hemos formado una idea tan bella, y que, si existiera, sería necesariamente justo (Tda, p. 559). Así como hay argumentación del modelo, puede haberla también del antimodelo. Hay una dialéctica en ello, puesto que también aquí la nega­ ción viene a ser constitutiva del fenómeno. Todo aquello que repelemos del antimodelo, lo que es revulsivo de él, es integrado al argumento del modelo. Cada modelo, por ejemplo una ideología política, supone un antimodelo, la ideología contraria, y este suele ser más efectivo que el modelo en lo que atañe a promover una acción determinada. En este sentido debe entenderse la siguiente cita de Montaigne: Puede que haya alguien como yo, que me instruyo mejor con el contraste que con el ejemplo, huyendo de algo que está siguiéndolo. En esta clase de disciplina pensaba el viejo Carón, cuando decía que los sabios tienen más que aprender de los locos que los locos de los

sabios, y aquel antiguo músico que tocaba la lira, de quien Pausanias cuenta que solía obligar a sus discípulos a que oyeran a uno que vivía enfrente y que tocaba horriblemente, y así aprendían a odiar las notas desafinadas y las medidas equivocadas (Tda, p. 560). En la medida en que la humanidad se ha ido desarrollando, siguiendo un proceso de individuación, así como el argumento del modelo tiende a quedar desplazado, gana más terreno el argumento del antimodelo, teniendo aquí más que nada en cuenta posibles antimodelos humanos. En efecto, cada cual en su individuación y la autonomía e independencia asociada con ello, tiende más bien a no reconocer expresamente ciertos modelos que pudieran regirlo, y más bien lo que lo caracteriza es el orien­ tarse en la existencia de acuerdo con lo que haría o decidiría, siguiendo en ello a antimodelos. Está claro que afirma mucho más la independencia de la personalidad de cada cual no ceñirse a ciertos modelos y, a cambio de eso, orientarse al menos según el antimodelo (naturalmente tomando esto planteado con muchas reservas, por de pronto en el terreno ético). Perelman reflexiona de la siguiente manera sobre lo expuesto de la rela­ ción entre modelo y antimodelo: A primera vista, todo lo que hemos dicho del modelo puede aplicarse, mutatis mutandis, al antimodelo. Una veces, se estará incitado, en el momento de una deliberación, a elegir un comportamiento porque se opone al del antimodelo; otras veces, la repulsión llegará incluso a provocar el cambio de una actitud anteriormente adoptada, por la única razón de que también es la del antimodelo. Sin embargo, un rasgo importante distingue esta forma de argumentación de la que recurre al modelo: mientras que, en esta última, se propone confor­ marse, aunque fuese con torpeza, a alguien, y mientras que la conducta que se va a adoptar es relativamente muy conocida, en el argumento del antimodelo se incita a distinguirse de alguien, sin que de ello se pueda inferir siempre una conducta precisa. A menudo, mediante la referencia implícita a un modelo, será posible cierta determinación de esta conducta: el alejarse de Sancho Panza solo puede concebirlo quien conoce la figura de don Quijote; la visión del ilota solo puede determinar una conducta para quien conoce el comportamiento de un espartano aguerrido (Tda, p. 561).

El juego entre modelo y antimodelo se advierte de manera espléndida en el siguiente pasaje de Bossuet: De Tertuliano también aprendo que los demonios, ante sus ídolos, no solo hacían votos y ofrecían sacrificios, el propio tributo de Dios, sino que los recubrían con las ropas y los adornos que utilizaban los magistrados, y ponían delante de ellos los fasces, los bastones de ordenanza y las restantes señales de autoridad pública, porque, en efecto, dice este gran personaje: “los demonios son los magistrados del siglo” / . . . / ¿Y a qué insolencia, hermanos, no se ha atrevido este rival de Dios? Siempre le ha gustado hacer lo que Dios hacía, no para acercarse de algún modo a su santidad, su capital enemiga, sino como un vasallo rebelde, que, por desprecio o insolencia, se reviste de la misma pompa que su soberano (Tda, p. 562)133. Pensemos en las relaciones hasta cierto punto lamentables que tenemos como país con dos de nuestros vecinos, Bolivia y Perú, y como es cla­ ramente parte de la política de esas naciones el argumentar en ciertos momentos en términos políticos, poniendo a Chile como antimodelo para ellos, y ello fundamentalmente en razón de los territorios de esos países perdidos en la guerra (tanto la de la Confederación como la del Pacífico). Como es bien sabido, especialmente cuando en esos países el gobierno de turno se ve en dificultades, debido a que ha disminuido el respaldo de la ciudadanía, entonces, en aras de subir el índice de apro­ bación, se valen del recurso del “tema Chile” y las supuestas injusticias que nuestra nación les infligió. El argumento del antimodelo puede ser tan fuerte, cualitativa y cuan­ titativamente, en función no solo de la autonomía, a que nos referíamos, sino en función de que casi siempre es más fácil criticar que hacer. Su

133 Tertuliano, hijo de oficial romano, nacido en Cartago (que se ubicaba en el actual Túnez), que viviera entre 150 y 220 d.C., estudió Leyes y Retórica. Durante un tiempo ejerció como abogado en Roma. En general sus escritos tienen cierto carácter polémico-combativo, como contra la Gnosis de los Valentinianos, y otras corrientes que él consideraba heréticas. Estimaba que entre cristianismo e Imperio Romano debía haber plena armonía e invitaba a los cristianos a una fiel obediencia al Emperador. Tengamos en cuenta que esto está planteado en una época anterior a Constantino. Cuando bajo el Emperador Severo se inicia una persecución de los cristianos en Cartago, Tertuliano sale en la defensa de estos últimos. Tuvo una cercanía con los montañistas y adoptó una posición que resultaba muy controvertida para la Iglesia. Jerónimo se refirió a Tertuliano diciendo irónicamente que este habría fundado su propia iglesia. En buena medida es gracias a este teólogo que se introduce el concepto de trinidad, por de pronto en la traducción al latín‘trinitatis’ del término griego correspondiente (trías).

limitación, entre otros, se hace notar en el hecho de que puede conlle­ var el marasmo de la inacción. En efecto el destacar lo negativo de algo, de una situación, de un gobierno, o de lo que fuere, no conduce por sí solo a hacer nada. Mientras que cuando trazamos un modelo a seguir, a hacer realidad, al menos es más difícil luego sustraerse o marginarse de la posibilidad de realización. El argumento del modelo puede servirse también del antimodelo como para provocar efectos repulsivos respecto de este último. Se suele argumentar más en el sentido de destacar los rasgos negativos del antimo­ delo, de alguien o algo a lo que nos oponemos, para con ello favorecer al modelo en que se cree, y esto corresponde casi al día a día de la política. El político suele dirigirse al auditorio resaltando rasgos negativos de las ideas de los opositores a las suyas propias. Mas, trátese del argumento del modelo o del antimodelo, en ambos casos requerimos de una información previa de uno u otro, pues puede suceder que el orador presente algo como antimodelo -supongamos, cier­ tas ideas o planteamientos—sin saber que probablemente para el auditorio al que se está dirigiendo justo esas ideas son favorablemente acogidas, a tal punto que lo que era para el orador antimodelo, resulta que para ese público es modelo. O por supuesto podría ser también viceversa: que lo que es modelo para el orador, para el auditorio es antimodelo. De esto tienen que saber los representantes diplomáticos de Chile en La Paz o en Lima y tenerlo siempre presente: que la imagen de Chile que para el funcionario del caso constituye un modelo, en esos lugares es todo lo contrario: Los inconvenientes de la argumentación por el modelo o el antimo­ delo se manifiestan cuando el modelo implica rasgos represensibles o el antimodelo, cualidades dignas de imitación. En efecto, toda discriminación entre los actos del modelo o del antimodelo, supone un criterio distinto al de la persona o el grupo que se exalta o que se desprecia, criterio que hace que el argumento por el modelo sea inutilizable, por tanto, superfluo o incluso peligroso (Tda, pp. 563-564). Los modelos naturalmente están expuestos a los avatares del tiempo y la historia, y ello no solo para los individuos, sino para las naciones. Incluso en la vida de un solo individuo lo que era modelo en la niñez (que podía ser el Príncipe o la Princesa de algún cuento) ya no es modelo para el

joven, así este ejemplo divertido de Perelman: “/.../ a un padre, que le dice a su hijo, mal estudiante: “A tu edad, Napoleón era el primero de la clase”, le replica el muchacho: “A tu edad, era emperador” (Tda, p. 563). Hay que tener también en cuenta que el peso del modelo o anti­ modelo es tal, que el propio orador debe considerar hasta qué punto no solamente él mismo, sino su comportamiento (sus actos), el propio discurso, y los grupos con los que se identifica, se revisten de aquellos caracteres. (Como observamos, también aquí actúa de fondo el argumento del triple enlace de coexistencia.) Si el orador sabe que él, sus actos o sus discursos son reconocidos como modelo, su comunicación resultará fluida y podrá lograr con mayor facilidad la adhesión, que constituye la finalidad de la retórica: El argumento por el modelo o el antimodelo puede aplicarse espon­ táneamente al discurso mismo: el orador que afirma creer en ciertas cosas no las fundamenta solo con su autoridad. Su comportamiento al respecto, si tiene prestigio, también puede servir de modelo, animar a comportarse como lo hace, y a la inversa, si es el antimodelo, se alejará de él (Tda, p. 563). Salta a la vista que un argumento como el del modelo conlleva un ingrediente platónico indesmentible, sobre todo considerando que en definitiva el modelo puede ser la idea o el arquetipo suprasensible, per­ fecto y eterno. Si bien Kant desarrolla un pensamiento que está en las antípodas del pensamiento platónico, sin embargo igual en su pensamiento se detectan numerosos resabios platónicos, a saber, en lo que concierne precisamente al modelo. Kant tiene claramente presente en la Metafísica de las costumbres que el modelo de la virtud no puede ser empírico, ya que no hay nada perfecto en el orden empírico, y en lo que respecta a la virtud requerimos precisamente de un modelo de perfección absoluta. Cada modelo de los que se nos presentan en este mundo y en esta vida, a veces personas emblemáticas en muchos sentidos, tiene lugares sombríos, y podríamos agregar que eso precisamente hace que sean humanos y no unos supuestos dioses en un ultramundo: Para obviar estos inconvenientes, se induce a los autores a embellecer o a ensombrecer la realidad, a crear héroes o monstruos, totalmente buenos o malos, a transformar la historia en mito, en leyenda, en estampa. Pero, incluso entonces, la multiplicidad de modelos o de

antimodelos no permite extraer una regla de conducta única y clara. Los objetos tomados de la experiencia no pueden, por esta razón —según Kant—, considerarse como modelo (o arquetipo) (Tda, p. 564). Y luego cita un pasaje de la Crítica de la razón pura: Q uien quisiera derivar de la experiencia los conceptos de la virtud y convertir lo que, en el mejor de los casos, en un simple ejemplo de explicación imperfecta en modelo de fuente cognoscitiva (que es el modo de proceder de muchos), haría de la virtud algo ambiguo y mudable según el tiempo y las circunstancias, algo inservible para constituir una regla (Tda, p. 564). Kant eleva esto a un grado extremo al plantear algo muy sugestivo y profundamente bello: que llevamos un “hombre divino” en nosotros: / . . . / un hombre que solo existe en el pensamiento, pero que co­ rresponde plenamente a la idea de sabiduría. Así como la idea ofrece la regla, así sirve el ideal, en este caso, como arquetipo de la completa determinación de la copia. N o poseemos otra guía de nuestras accio­ nes que el comportamiento de ese hombre divino que llevamos en nosotros, con el que nos comparamos, a la luz del cual nos juzgamos y en virtud del cual nos hacemos mejores, aunque nunca podamos llegar a ser como él. Aunque no se conceda realidad objetiva (exis­ tencia) a esos ideales, no por ello hay que tomarlos por quimeras. Al contrario, suministran un modelo indispensable a la razón, la cual necesita el concepto de aquello que es enteramente completo en su especie con el fin de apreciar y medir el grado de insuficiencia de lo que es incompleto (Tda, pp. 564-565). Singular belleza y claridad hay en esta idea de un “hombre divino que llevamos en nosotros” . Si nos preguntamos a propósito de esto si acaso no correspondería ello a lo que se conoce como ‘ángel’, nuestro supuesto ángel protector, debemos tener presente que tal vez con ello vamos de­ masiado lejos, ya que, siguiendo a Kant, se trata de cómo el arquetipo, la idea o el ideal de un hombre divino interno puede no tener realidad, y sin embargo igual representa un poder que nos determina y —agreguemos—, nos orienta en la acción.

A partir de lo expuesto podemos advertir que hay en la concepción de este supuesto hombre divino interno una base filosófica para las reli­ giones. Lo dicho se plantea en términos kantianos como una exigencia del pensamiento —y tiene además que ver con su “filosofía del como si”—; en este caso se expresaría esto diciendo que debemos suponer como si hubiera el mentado hombre divino en nosotros. Pues bien, la religión le suministra un contenido a aquello al proponernos un dios con tales y cuales carac­ terísticas, con un cierto relato y enseñanza. Pero lo interesante es, como veíamos, que la sola idea tiene poder suficiente y puede perfectamente cubrir la necesidad de orientación en las decisiones y las acciones que requiere el hombre: Kant se da cuenta de la importancia que tiene el modelo para la con­ ducta, pero cree que este modelo solo es un ideal que cada hombre lleva en sí, sin que los límites naturales permitan que se realice dentro de un ejemplo fenomenal. / Este arquetipo, que encuentra Kant en “ese hombre divino que llevamos en nosotros”, lo proporcionan las religiones a los hombres gracias a la idea o a la imagen que presentan de Dios, del Ser perfectamente bueno o, al menos, de su representante y portavoz en la tierra (Tda, p. 565). En la Metafísica de las costumbres Kant plantea con mucha fuerza que la moralidad (Sittlichkeit) no puede apoyarse en ejemplos, y aunque sean ellos ejemplos arquetípicos o modelos (.Muster). El pensador de Kónigsberg se preocupa entonces de precisar qué papel debe cumplir el ejemplo (concreto), sea este relativo a personas, hechos o acciones: El buen ejemplo (la conducta ejemplar) no debe servir como modelo, sino solo como prueba de que lo prescrito por el deber es factible. Por tanto, lo que proporciona al maestro el canon infalible de su educación no es la comparación con algún otro hombre (tal como es), sino la comparación con la idea (de la humanidad) de cómo debe ser, por tanto, con la ley (Me, 356/480). El pasaje citado en torno a la significación ética de lo ideal continúa haciendo un interesante y osado parangón con contenidos religiosos, ya que, sostiene Kant, incluso el “Santo del Evangelio” tiene que ser previamente comparado con nuestro ideal de perfección moral. En ello

trasunta aquella peculiar idea que tiene Kant de la religión, al concebirla dentro de los límites de la razón pura, como reza el título de una de sus obras. Esto puede verse como una osada exigencia de su ética, en la cual lo verdaderamente revolucionario que tiene, y aun para el hombre del siglo XVIII, es su carácter autonómico, lo cual implica, entre otros as­ pectos, al menos una parcial no dependencia de Dios o de una religión en particular. Prestemos atención a lo que nos dice —con atrevimiento y claridad ilustrada—en sus últimas palabras de la Metafísica de las Costumbres: De aquí se desprende que en la ética, como filosofía pura práctica de la legislación interna, solo sean concebibles para nosotros las re­ laciones morales del hombre con el hombre: pero qué tipo de relación existe más allá de esto entre Dios y el hombre es algo que sobrepasa sus límites por completo y nos resulta verdaderamente inconcebible; con lo cual se confirma lo que antes se afirmó: que la ética no pue­ de ampliarse más allá de los límites de los deberes recíprocos de los hombres (Me, 370-371/491).

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