Antología de cuentos cosmopolitas : 1900-1936 8481988413, 9788481988413


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Table of contents :
ÍNDICE
NOTA A LA EDICIÓN
INTRODUCCIÓN
BLANCA DE LOS RÍOS
LUIS VALERA DELAVAT
CARMEN DE BURGOS
VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
GREGORIO MARTÍNEZ SIERRA
Y MARÍA DE LA O LEJÁRRAGA
LUIS DE OTEYZA
JOSÉ FRANCÉS Y SÁNCHEZ HEREDERO
PRUDENCIO IGLESIAS HERMIDA
CLAUDIO DE LA TORRE
ANTONIO DE HOYOS Y VINENT
ISABEL OYARZÁBAL DE PALENCIA
ADOLFO SÁNCHEZ CARRERE
JOSÉ DÍAZ FERNÁNDEZ
ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO
ELISABETH MULDER PIERLUISSI
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Antología de cuentos cosmopolitas : 1900-1936
 8481988413, 9788481988413

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La Antología de cuentos cosmopolitas (1900-1936) ha sido realizada por el Grupo de Investigación de la Universidad Complutense de Madrid 941375: «Temas y géneros en la literatura española de la Edad de Plata (y su proyección)». Trata de recuperar autores hoy poco conocidos, pero que tuvieron en su momento una notable proyección pública: Blanca de los Ríos, Carmen de Burgos, Vicente Blasco Ibáñez, Ernesto Giménez Caballero, Gregorio y María Martínez Sierra, Claudio de la Torre, Luis de Oteyza, José Francés, Prudencio Iglesias Hermida, Luis Valera, Antonio de Hoyos y Vinent, Isabel de Palencia, Adolfo Sánchez Carrere, José Díaz Fernández y Elisabeth Mulder aparecen en esta antología. En todos ellos se ha buscado como nexo común el cosmopolitismo.

UNIVERSIDAD COMPLUTENSE MADRID

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Antología de cuentos cosmopolitas (1900-1936)

LB-20

Antología de cuentos cosmopolitas (1900-1936)

ISBN 978-84-00-09321-1

CSIC

Colección LITERATURA BREVE - 20 Consejo Superior de Investigaciones Científicas

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS COSMOPOLITAS (1900-1936)

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COLECCIÓN LITERATURA BREVE: 20 Director: Alberto Sánchez Álvarez-Insúa (CSIC) Consejo editorial: Luis Alberto de Cuenca (CSIC) Abelardo Linares (Editorial Renacimiento) Lily Litvak (Universidad de Texas) José Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Secretaria: Julia María Labrador Ben (UCM) Consejo asesor: José Luis Martínez Montalbán (Cinematografía, UAM) Ángela Ena Bordonada (Narrativa, UCM) José Paulino Ayuso (Teatro, UCM) Marta Palenque (Poesía, Universidad de Sevilla) Jesús Martínez Martín (Historia del libro y la lectura, UCM)

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS COSMOPOLITAS (1900-1936)

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS Madrid, 2010

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Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por ningún medio ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones. Esta publicación se realiza dentro del proyecto bianual 2008-2010 del Grupo de Investigación de la Universidad Complutense UCM 941375 «Temas y géneros de la literatura española en la Edad de Plata (y su proyección)». Para su realización se ha contado con la financiación del Grupo, en colaboración con el Proyecto del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas Memoria cultural e identidades fronterizas: entre la construcción narrativa y el giro icónico FFI 2008-05054-C02-01/FISO y dentro de la colección Literatura Breve del CSIC. Catálogo general de publicaciones oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es/

© CSIC © Todos los derechos están reservados © Del Prólogo y la Antología, los autores NIPO: 472-11-115-3 e-NIPO: 472-11-116-9 ISBN Entimema: 978-84-8198-841-3 ISBN CSIC: 978-84-00-09321-1 e-ISBN CSIC: 978-84-00-09322-8 Depósito legal: M-54.115-2010 Imagen de cubierta: Variación sobre la portada de Picaresca puritana de Luis de Oteyza Edición a cargo de Cyan, Proyectos Editoriales, S.A. Impreso en España - Printed in Spain

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ÍNDICE

Nota a la edición ..................................................................................

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Introducción..........................................................................................

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BLANCA DE LOS RÍOS .................................................................... La Dogaresa...................................................................................

37 41

LUIS VALERA..................................................................................... La esfera prodigiosa ......................................................................

45 49

CARMEN DE BURGOS (Colombine)................................................ Viaje sentimental............................................................................

83 87

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ ............................................................ El que quiso casarse con la princesa ............................................

95 99

GREGORIO MARTÍNEZ SIERRA Y MARÍA DE LA O LEJÁRRAGA.................................................... 103 Kosima y Kenkô ............................................................................. 107 El brahmín poeta ........................................................................... 113 LUIS DE OTEYZA.............................................................................. Prólogo de Alfonso Hernández-Catá a Picaresca puritana ......... La tercera razón de Dorothy.......................................................... Exégeta perspicaz .......................................................................... Una costumbre del oeste................................................................ Matizando ...................................................................................... Petición innecesaria....................................................................... No reparando en gastos.................................................................

117 121 125 127 129 131 133 135

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JOSÉ FRANCÉS Y SÁNCHEZ HEREDERO .................................... Bajo el cielo de otoño .................................................................... La sombra de Rodenbach .............................................................. Fox Hunting ...................................................................................

137 141 145 149

PRUDENCIO IGLESIAS HERMIDA................................................. 153 De Madrid al Cairo. Novela.......................................................... 157 CLAUDIO DE LA TORRE ................................................................. 193 Ciudad de Plata ............................................................................. 197 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT ................................................... 213 Madame d’Opporidol .................................................................... 217 CUENTOS RADIOFÓNICOS EN LA REVISTA ONDAS ................ ISABEL DE PALENCIA (Beatriz Galindo), La madre y la radiofonía................................................................................ ADOLFO SÁNCHEZ CARRERE, Neptuno, radioescucha ......... JOSÉ DÍAZ FERNÁNDEZ, Fuga de una señorita ......................

225 229 235 241

ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO ................................................ 245 Procesión ....................................................................................... 249 ELISABETH MULDER PIERLUISSI ................................................ 253 Instituto de belleza......................................................................... 257

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NOTA A LA EDICIÓN

La presente antología Cuentos cosmopolitas (1900-1936) ha sido realizada en el marco del Grupo de Investigación de la Universidad Complutense de Madrid 941375: «Temas y géneros en la literatura española de la Edad de Plata (y su proyección)». La selección, realizada por los distintos componentes del grupo, dirigidos por José Paulino Ayuso, ha tratado de recuperar autores hoy poco conocidos, pero que tuvieron, en su momento una notable proyección pública. En todos ellos se ha buscado como nexo común el cosmopolitismo. Ángela Ena Bordonada ha seleccionado varios cuentos de Blanca de los Ríos, Carmen de Burgos, Vicente Blasco Ibáñez y Ernesto Giménez Caballero; Dolores Romero Sánchez ha escogido dos relatos de Gregorio y María Martínez Sierra junto con un tercero de Claudio de la Torre; Alberto Sánchez Álvarez-Insúa, seis breves narraciones de Luis de Oteyza, precedidas por una nota introductoria sobre dicho autor original de Alfonso Hernández-Catá; José Paulino Ayuso ha antologado tres cuentos de José Francés; Julia María Labrador Ben, una novela corta de Prudencio Iglesias Hermida; Antonio Cruz Casado, una narración de Luis Valera y otra de Antonio de Hoyos y Vinent; Marta Blanco Carpintero ha buscado, dentro de la revista Ondas, un texto de cada uno de los siguientes autores: Isabel Oyarzábal de Palencia, Adolfo Sánchez Carrere y José Díaz Fernández; y, finalmente, el volumen se cierra con una obra de Elisabeth Mulder seleccionada por María del Mar Mañas.

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INTRODUCCIÓN

Esta Antología se presenta como el primer resultado de un trabajo que aspira a ir recuperando para el conocimiento general la producción de la literatura más extendida, reconocida y leída de la España del primer tercio del siglo XX, ese periodo que conocemos como la Edad de Plata de la cultura española, y dentro del cual la creación literaria alcanza una cota no conocida quizás en mucho tiempo. Porque coinciden entonces, al menos en una parte de esos años, algunos de los más apreciados y universales escritores de finales del siglo XIX, entre ellos Pérez Galdós, Juan Valera, Emilia Pardo Bazán, Vicente Blasco Ibáñez, con la irrupción de los escritores finiseculares, de Unamuno a Azorín, Valle-Inclán, con Baroja, Maeztu, los hermanos Machado, y junto a ellos Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna, Gabriel Miró, Pérez de Ayala y otros muchos, cuya actividad se prolonga en los años veinte, cuando acude entusiasta la nueva promoción de la «Joven literatura», que solemos situar en la influencia de las Vanguardias y reconocemos bajo la denominación de Generación del 27. Hasta aquí, pues, nada que no sea objeto del conocimiento de la historia literaria general y signo de la modernidad y de la excelencia de la literatura española más propia y a la vez universal. Y una característica que conviene recordar ya desde ahora es que todos los nombres citados poseen un amplio conocimiento de otros lugares, países, lenguas y culturas y, sin ficticias divisiones (tal vez justificadas por otros motivos), todos ellos contribuyen al renacimiento (como decía Azorín) o fecundación de la cultura española por las culturas foráneas, pues todos ellos estuvieron en relación con sus contemporáneos de otros países, personalmente o a través de las lecturas. En ellos está en gran medida el germen del cosmopolitismo, en unos más visible y temáticamente desarrollado que en otros, tanto en su vida como en su obra, pese a cierta tendencia crítica a resaltar en algunos de ellos las facetas más tradicionales o costumbristas. Pero la otra vertiente de esta cota está en la literatura que podemos considerar de consumo, de amplia divulgación, de colección o cómo se quiera llamar, ya que todos estos rasgos la delimitan en su forma de producción

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y de difusión. Está sostenida por un amplio número de escritores y por una extraordinaria cantidad de lectores, cuyas posibilidades económicas de gasto y de tiempo se encauzan a través de esta curiosidad lectora. Sus géneros más apreciados son naturalmente los narrativos y sus canales de comunicación tradicionales, las colecciones de cuentos o novelas cortas, donde encontramos también, y no por casualidad o descuido, los nombres de Valle-Inclán, de Unamuno y de Gómez de la Serna, entre otros. Esta producción literaria pone al alcance de lectores más numerosos y por ello, en general, menos exigentes, los temas y los géneros de consumo, desde el melodrama de tema social, con tendencia crítica, hasta la novela galante o de crímenes, más próxima al costumbrismo, pero también los grandes temas literarios, los mitos de la época, las figuras femeninas y los nuevos modos de comportamiento de la mujer, los espectáculos y los viajes o los avances técnicos. Constituye por tanto una fuente necesaria de conocimiento, que nos permite ir poco a poco tomando el pulso a la sociedad española a través de sus lecturas y que nos reclama no sólo atención, sino reconocimiento. Justamente en este empeño debe insertarse la Antología que ahora ofrecemos, como una variada muestra del interés que en España se produjo por lo ajeno, lo que estaba más allá en el espacio, en el tiempo, en la percepción cotidiana, o inserto en el mundo soñado de la riqueza y los éxitos mundanos; y ya no sólo por parte de aquellas extraordinarias figuras, sino en toda la urdimbre de la sociedad que producía y leía literatura. Recorriendo estos cuentos o fragmentos de relatos se percibe el pulso de una sociedad que se interesa por lo extraño y trata de reconocerlo y asimilarlo, sin prescindir en absoluto de la mirada irónica o de la perspectiva desencantada, con cierto escepticismo cuando lo cosmopolita no resulta más que una falsedad o un engaño. Estas páginas prologales pretenden ofrecer unas referencias circunstanciales a la sociedad española y a la evolución literaria del cuento, tan característico de la época, y al cual nos hemos reducido por necesidades de espacio (buscando también la variedad y amenidad de la lectura actual) para ofrecer el marco adecuado, breve y preciso, a la colección de relatos que se han seleccionado. A estas dos partes primeras añadiremos una perspectiva de lectura para señalar, de modo puramente indicativo, rasgos que aparecen en esta trayectoria cosmopolita de los cuentos, respecto de su tema y de sus formas narrativas, ya que ambos tienden a adecuarse a las grandes líneas de evolución de la literatura española en el tiempo que nos ocupa, desde el exotismo y decadentismo modernistas hasta la tensa y nerviosa escritura de la vanguardia.

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LA SOCIEDAD ESPAÑOLA: ENTRE LA ANGUSTIA, EL DESCONTENTO Y EL VACÍO DE SEÑAS DE IDENTIDAD

«Now is the winter of our discontent made glorious summer by this sun of York.» W. Shakespeare, King Richard III, Act I, Scene I

En los pasados siglos XIX y XX los españoles tuvieron muy pocos motivos para la satisfacción y muchos para la angustia. La restauración borbónica en la figura de Fernando VII supuso el triunfo de la España negra que, de forma más o menos soterrada, habría de prolongarse hasta el final del primorriverismo y, posteriormente, durante todo el franquismo. Reaccionarismo político y mojigatería de costumbres amargaron la existencia de sucesivas generaciones de españoles. En los finales del XIX, fecha en la que iniciamos nuestra labor antológica, los motivos de angustia se verán incrementados y el desastre del 98 añadirá a la angustia y la insatisfacción un gigantesco vacío de señas de identidad. El siglo XIX fue, en toda Europa, un salto atrás en materia de costumbres y formas de pensar con respecto al siglo precedente e incluso a los anteriores. A esa angustia personal consustancial al burgués decimonónico vendría, en el caso de España, a sumarse la conciencia de nuestro retraso. Nuestros índices de analfabetismo rozaban lo escalofriante, nuestra preparación científico-técnica dejaba mucho que desear, nuestras estructuras políticas eran un dogal terrible que impedía la marcha hacia el deseado progreso. Y de pronto, recién inaugurado el siglo XX, el invierno de nuestro descontento se ilumina y se templa simulando ser un glorioso verano con el sol de York de la creación humana, conjuradora de todas las angustias. Jamás España conoció un periodo tan fructífero en lo que a la ciencia, la tecnología, el arte y la cultura se refiere: las vanguardias y los movimientos de avanzada se suceden y la literatura ⎯aquello que se lee, no lo que se escucha desde un tablado o pomposamente se declama⎯ conoce un desarrollo inusitado y alcanza unas cotas de perfección aún hoy insuperadas; y aunque la novela, la gran novela es un producto del XIX europeo

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y también del español, se desarrollará notablemente en el XX. Con un cierto retraso, España se incorporará al desarrollo de la narrativa, prácticamente ausente desde Cervantes. La España del 98, la España del vacío de señas de identidad y de todos los desastres vuelca su angustia en la literatura, la ciencia y las artes plásticas: nace así la Edad de Plata de la cultura española; y no sólo renace la gran novela sino también la novela corta, el cuento y un periodismo cargado de literatura. Hay que tener en cuenta que entre el final del siglo XIX y mediados de los años veinte se produce un desarrollo económico en España, que comienza con la repatriación de los capitales de Cuba y sigue con los beneficios de la neutralidad del país durante la Gran Guerra. Esto favorece también el aumento y progreso de la burguesía liberal y de las clases medias junto con la expansión de las ciudades. Éste será el medio natural del crecimiento señalado de la prensa y de la literatura, para satisfacer las necesidades de este público lector. Sin embargo, a la par crecen los elementos de desequilibrio y contraste. La industrialización es desigual, tanto en la distribución territorial como en la variedad de sus aplicaciones; el proletariado urbano surge con fuerza en algunos lugares, mientras en el campo subsiste una situación de miseria endémica, de la cual hay testimonios en la literatura social y en el famoso viaje del Rey con el doctor Marañón a las Hurdes y, más tarde, en la película, mucho menos citada que otras, de Luis Buñuel. De esta manera, aumentan también las tensiones ideológicas y la conflictividad social. Junto al relativo auge económico se constata el aumento de población, hasta alcanzar los veinticuatro millones. Y cuando está terminando el periodo, a mediados de los años treinta, Madrid y Barcelona rondan el millón de habitantes, mientras otras ciudades como Bilbao y Valencia superan los ciento cincuenta mil. En la práctica, un buen número de ciudades duplican su población y eso supone una merma de la población rural. Estos hechos socioeconómicos y la insuficiencia de la estructura representativa favorece la politización tanto de los grupos proletarios como de las clases medias liberales, animados por una prensa que se decanta a favor de determinadas opciones políticas. De todo ello da fe la creación de instituciones o grupos que tratan de recoger esta inquietud y encauzar la energía que comportan, bien en el campo de la reivindicación laboral, bien en el terreno menor de la formación de especialistas y de impulso a la cultura. La creación en 1907 de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, que heredaría los

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planteamientos de la Institución Libre de Enseñanza (1873), inauguró una etapa de desarrollo hasta entonces no alcanzado para la ciencia y la cultura española. Su primer presidente, Santiago Ramón y Cajal, que obtuvo el Premio Nobel de Medicina el año anterior, 1906, prefirió la creación de la Junta al desempeño de la cartera ministerial de Instrucción Pública. El término «para», asociado a la «ampliación de estudios», supuso que una gran mayoría de nuestros jóvenes científicos salieran al extranjero. De esta forma, la ciencia española alcanza una equiparación con la de los países desarrollados en campos como la histología, la fisiología, la físicoquímica, la historia, la lingüística, etc. Paralelamente, los índices de analfabetismo, terroríficos a finales de XIX e inicios del XX se reducen notablemente, la industrialización tiene un notable desarrollo, sobre todo en Cataluña y Vascongadas, y pese a la monarquía y el reaccionarismo de la clase política se va consolidando una burguesía culta y liberal que se convierte en el aliado necesario de una clase obrera emergente. En 1879, Pablo Iglesias funda el PSOE, como expresión española de la II Internacional. En 1888 se funda la UGT, pero habrían de pasar muchos años hasta que el Partido Socialista alcanzase representación parlamentaria (1910). Pero la otra gran organización obrera, la anarcosindicalista, le llevó siempre ventaja. La sección española de la I Internacional (Londres, 1864) formará también en 1910 CNT-FAI. La sociedad española no sólo evolucionará cultural, artística y políticamente. Las costumbres se van modificando y la mujer se incorpora como miembro de pleno derecho al desarrollo sociopolítico, aunque habrá que esperar a un reconocimiento pleno de sus derechos representativos con la aprobación del voto femenino y la participación de las mujeres en los comicios al final del periodo. En todos estos procesos, como ya se ha dicho, la prensa y la literatura jugarán un papel fundamental. Pero recordemos ahora también dos creaciones de este momento, que perduran no sólo en la memoria sino en la realidad cultural de estos días: la Residencia de Estudiantes (en 1910), fruto de la Institución Libre de Enseñanza, a la que acompaña muy pronto la Residencia de Señoritas; y la Revista de Occidente, que sale a la luz en 1923 bajo el patrocinio de José Ortega y Gasset y pretende, como se ha dicho, ser un órgano de formación de minorías, dando acogida en sus páginas a todas las novedades de la cultura interior y a las más importantes creaciones de la ciencia, el pensamiento político, la filosofía y la literatura europeas. Un cambio profundo en la producción y el modelo editorial tiene lugar incluso antes del periodo de entreguerras. Europa y el mundo entran literariamente en España y los pocos que saben leer lo hacen de forma continua

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aunque desordenada, con una confusión ideológica más que notable: los lectores de Marx y de Bakunin son los mismos que los de Nietzsche o D’Annunzio. En cualquier caso, los libros se abaratan sobre la base de las grandes tiradas y en 1907 se inicia un fenómeno imparable que habría de revolucionar los hábitos de lectura. Con la aparición de El Cuento Semanal los quioscos se llenan de revistas literarias. Pero será otra colección, La Novela Corta, la que sustituya el papel couché y el fotocromo decimonónicos por un papel prensa de ínfima calidad, ¡pero con doscientos mil ejemplares de tirada y a cinco céntimos el ejemplar! Las colecciones serían innumerables: Los Contemporáneos (la más larga de todas con más de ochocientos títulos), La Novela Semanal, La Novela de Hoy, La Novela con Regalo (regalaban las tapas editoriales para encuadernarlas), para desembocar en La Novela Mundial, la última de las más importantes colecciones. Antes y después de la guerra un cierto sector de la crítica y de la historiografía literaria abominó este tipo de literatura. Algunos, por razones de género: la novela corta y el cuento carecían de entidad para ellos, eran obras menores. Un germano, un anglosajón o el recientemente fallecido Monterroso se hubieran muerto de risa al escucharles. Otros etiquetaron las colecciones como literatura trivial o subliteratura, denominación absurda pues en las mismas colaboraron la práctica totalidad de la nómina de autores de cada periodo. Finalmente, los hispanistas franceses acuñaron la denominación de literature de gare, equivalente a la española «literatura de kiosco». Nada hay que objetar a ambas definiciones, siempre y cuando no se homologue el medio de distribución de forma peyorativa con el contenido: en las estaciones y en los kioscos pueden comercializarse libros de toda laya, y de hecho sucede en la actualidad con las publicaciones seriadas: al lado de la prensa y de las novelitas «del corazón» se alinean La relatividad general de Einstein o las novelas de Proust. En aquellas colecciones literarias hubo de todo. Con la narrativa se editó teatro, poesía e incluso argumentos novelados del cine mudo para atender una demanda tan notable que superó con creces el ritmo de producción de los autores. Pero las series no solamente conocieron una diversidad de género sino también de contenidos: las dos grandes preocupaciones de los españoles desde finales del XIX, el sexo y la política, darán lugar a un gran número de colecciones de carácter más o menos monotemático. A las primeras de ellas vamos a referirnos ahora. Serán la expresión sociológica de los sueños tanto tiempo inconfesados de sus autores y, en mayor proporción todavía, de sus lectores.

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Los «canonistas» de la historiografía y la crítica literaria se han resistido siempre a considerar la literatura como un hecho social, algo tan reñido con la hermenéutica como con la estética de la recepción y la teoría de la lectura. Hablábamos antes de literatura como aquello que se lee y eso merece tal vez una reflexión. Salido de la mente del autor, codificado en un conjunto de signos, el texto una vez impreso y difundido ya no le pertenece, es cien por cien de los lectores, de los pretendidos y de los inopinados. Serán ellos los que buceen en aquello que es y aquello que no es, en sus contenidos y en sus carencias. Porque lo que caracteriza el texto es su «porosidad». El lector bucea por sus huecos, sus anfractuosidades y sus vericuetos y, gracias a ello, construye sobre el armazón textual un universo propio. Así cada lectura es única e irrepetible y hay más lecturas que lectores, porque es posible releer. A caballo sobre el texto, la lectura es un continuo arrancar y parar, con posibilidades de vuelta, adelanto y marcha atrás y adelante. Pero lo importante es que el lector aborda la lectura desde el horizonte de sus expectativas, vive en ella, como decía Bioy Casares, otra aventura distinta a la de la vida. Gracias a la literatura puede evadirse de sus limitaciones espacio-temporales, romper sus cadenas sociales. Puede ser rey o mendigo, héroe o villano, novio en la boda y cadáver en el entierro. Y puede, claro está, ser el protagonista de una orgía. Puede hacer aquello que siempre quiso hacer, pero que no pudo o no se atrevió a llevar a cabo. Este aspecto es el que ahora nos interesa y el que pasaremos a analizar. Pero hay otro aspecto importante a considerar: el lector debe reconocerse en el texto. Hubo, desde luego, grandes colecciones de autores extranjeros, varias de ellas antecesoras de El Cuento Semanal, como La Novela Ilustrada, La Novela Maestra y La Novela de Ahora, pero, y contrariamente a lo planteado por los editores ante la propuesta de Zamacois: «los autores españoles no venden», el éxito de El Cuento demostró lo contrario y cuando faltos de originales las colecciones tuvieron que recurrir a autores extranjeros de prestigio, la protesta del público fue unánime: querían autores españoles, querían reconocerse. De hecho, las colecciones desaparecen cuando entran en competencia con otras y los autores de prestigio, popular, se entiende, se van, atraídos por una mejor remuneración. El vacío de señas de identidad, al que nos referíamos antes, da lugar a un discurso narrativo nuevo, a la gestación por y en el imaginario colectivo de unos planteamientos que, en todos los casos, tienen carácter de propuesta. Cada poema, cada artículo, cada novela o cada obra teatral plantean, tal

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vez de una forma no del todo consciente por parte de sus autores, cómo son y cómo deberían ser España y los españoles. No que decir tiene que en modo alguno los planteamientos son uniformes. Lenta, pero inexorablemente, se van dibujando las señas de identidad de lo que luego se llamaría las dos Españas, que acabarían enfrentadas a sangre y fuego. La España liberal, culta, cosmopolita y tolerante es arrollada por esa España negra cuyo referente es siempre el pasado y una ilusoria idea imperial, falso planteamiento que tiene más de propaganda que de creencia. La España cosmopolita busca abrirse al mundo y los planteamientos intelectuales tienen mucho de indagación. Política y sexo se convierten en objeto de tratamiento y de estudio literario. Con el inicio del siglo XX, el realismo decimonónico que arranca de Jacinto Octavio Picón genera obras de contenido erótico. Felipe Trigo, Zamacois y más tarde El Caballero Audaz, Belda, Retana, y la casi totalidad de la generación ligada a El Cuento Semanal escribirán novelas subidas de tono que, en el fondo, no son otra cosa que un grito de libertad. Aspiran a que las pautas de comportamiento sexual de los españoles sean similares a las del resto de los ciudadanos europeos. Francia es, claro está, el referente inmediato. Estos autores entienden también que la liberación sexual de la mujer es condición sine qua non de la del hombre. Este planteamiento es muy notable en el caso de Felipe Trigo. Pero si esos textos narrativos, bastante más serios de lo que parecen, han de irse sucediendo a lo largo del primer tercio del siglo, otros de carácter jocoso regocijante les acompañarán desde sus inicios, algunos en forma de libros, otros de revista ilustrada. Zamacois publica precisamente el semanario Vida Galante y ya en los años veinte las revistas de este tenor aparecerán a decenas. Y para completar el cuadro aparecerá también un buen número de colecciones de novelas cortas de carácter erótico. Fueron centenares. El librero y erudito José Blas Vega, la mayor autoridad en esta materia, realizó su catalogación inicial y uno de nosotros, Alberto Sánchez Álvarez-Insúa, la continuó en su libro Bibliografía e historia de las colecciones literarias en España (1907-1957) (Madrid: Libris, 1996). El número aproximado de dichas colecciones supera los dos centenares y agrupa un total de más de cincuenta mil obras. Los títulos de las colecciones responden en algunos casos perfectamente a los contenidos: La Novela Pasional, La Novela Galante, La Novela Pícara, La Novela Picaresca o El cofrecillo del amor. En otros casos, el nombre entraña una cierta promesa: La Novela Deliciosa, La Novela Mimosa o La Novela Paraíso. Y, finalmente, a veces el título se

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planteaba como antítesis: La Novela Inocente. Estas colecciones conocieron un gradiente continuo de contenidos eróticos que van desde unas novelas galantes y pasionales que se mantienen dentro de los límites de la corrección literaria y moral, a las que suceden otras que van cargando poco a poco las tintas en lo que a contenidos y lenguaje se refieren, adquiriendo también una cierta dimensión jocosa, que no habrá de abandonarlas en los casos extremos de auténticos contenidos pornográficos. Normalmente estaban ilustradas con sugerentes dibujos de línea que reforzaban el texto y unas portadas a color todavía más sugerentes. En el extremo del gradiente estuvieron las colecciones claramente pornográficas a las que no faltaba un lenguaje tan explícito como soez, y en las que dibujos o incluso fotografías mostraban sin pudor falos en erección y otras lindezas. Colección Venus y Colección Aretino fueron de ese tenor. Surgidas de la mano de Antonio Astiazarain se editaron en Tabernes (Francia), o al menos eso decían. Tampoco se quedaron atrás las salidas de las prensas y de la pluma de José Sanxo o Víctor Ripalda o Laura Brunet (dos de sus seudónimos), Biblioteca Lesbos y Biblioteca Fauno. Retrocediendo en los excesos de la carne, decir que las anteriormente citadas: Pasional, Galante e, incluso, la Deliciosa fueron mucho más comedidas. Los grandes núcleos editoriales fueron Madrid y Barcelona, aunque algunas se editaron en Sevilla y otras localidades. Curiosamente, la producción madrileña y catalana mostraron notables diferencias. La Novela Pasional, editada en Madrid, fue mucho más literaria y comedida que La Novela Deliciosa, La Novela Paraíso y La Novela del Día, editadas en Barcelona. La Pasional contó con autores de prestigio: Gómez de la Serna, Carrére, Hernández Catá, Gómez Carrillo, Retana, Colombine, y el poeta Juan G. Olmedilla. Dibujaron en ella, entre otros, Penagos y Valera de Seijas, aunque el primero se ocultara con el seudónimo de Zala, algo absurdo, pues su estilo era inconfundible. Frente a tanta «finura», la producción catalana fue mucho más contundente, regocijante y subida de tono. Sus autores fueron más o menos desconocidos o firmaron con seudónimo, y sus dibujantes obsequiaron al lector con pechos abultados, grupas ampulosas y sólidas morbideces. Decir también que algunas piezas maestras del erotismo aparecieron en colecciones que podríamos denominar de carácter general, como algunas novelas cortas de Retana y Belda aparecidas en La Novela de Hoy. Otro ámbito de estudio será la política en las que van a destacar colecciones como Las Novelas Rojas (hubo dos con el mismo título), La Novela Proletaria y, sobre todo, las salidas de las prensas de Tierra y Libertad

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y La Revista Blanca dirigidas por los Montseny; Federico Urales y Federica Montseny, de ideología anarquista, La Novela Ideal y La Novela Libre. Algunas otras, como La Novela Política, La Novela Gráfica y Los 13 tuvieron planteamientos ideológicos unas veces claramente derechistas y otros, cuando menos, confusos. No deja de ser significativo que las novelas burguesas catalanas se publicaran en la lengua vernácula: La Novela D’Ara, La Novel.la Catalana, etc., mientras que las «proletarias» aparecieran en castellano. No fue sólo Cataluña la que utilizó su propia lengua, Valencia editó series como El Cuento Valenciá y El Cuento del Dumenche y dentro del ámbito de las colecciones en lengua castellana hay que señalar que la aparición de centros de edición en muchas ciudades, e incluso, pueblos fue en fenómeno característico: a Madrid, Barcelona y Valencia hay que añadir Sevilla, Murcia, Palma de Mallorca y Puentegenil. La demanda de lectura es tan notable que da lugar a la aparición de colecciones «sustitutorias» de la narrativa como son las colecciones teatrales que curiosamente llevan el título de «novelas»: La Novela Teatral y La Novela Cómica. Ambas recuperan la tradición del teatro para leer del XIX, nunca interrumpido. Aparecen también un gran número de novelizaciones de películas del cine mudo, cuyo ejemplo más notable sería La Novela Semanal Cinematográfica, colecciones de poesía como Los Poetas, biografías y descripciones novelizadas de sucesos históricos o luctuosos: La Novela Vivida, dirigida precisamente por uno de nuestros autores, Luis de Oteyza, junto a su prologuista y amigo Alfonso Hernández-Catá. Tal avalancha editorial convertirá la lectura en la forma más barata de ocio, y grandes colectivos como los proletarios, que verán en su formación la forma más inmediata de alcanzar el poder político, las mujeres que llevaban ya largo tiempo luchando por su libertad, e incluso los niños tendrán acceso a la lectura, algo anteriormente inopinado. Todo este gran edificio cultural e ideológico se altera profundamente con el estallido de la guerra civil. La gran mayoría de las colecciones desaparecen y otras continúan en precario como literatura de combate. El final de la guerra crea un paréntesis que será breve. En precario aparecerán colecciones nuevas y las dos generaciones la de pre y posguerra se hermanarán en la producción literaria. ALBERTO SÁNCHEZ ÁLVAREZ-INSÚA

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EL CUENTO EN LA EDAD DE PLATA

En el primer tercio del siglo XX, el relato breve conoce un auge que se irá incrementando a lo largo de toda la centuria, hasta el punto de que hoy, afortunadamente, se empieza a desterrar el concepto del cuento como hijo menor de la narrativa, cuyos autores debían buscar en la novela el prestigio y el reconocimiento de unos valores literarios que en el cuento se les negaba. Hay muchos factores que explican este auge del cuento a principios del siglo xx. Por una parte, se recogen los frutos del progresivo desarrollo que experimenta en el siglo XIX, ya desde el Romanticismo y, sobre todo, en la segunda mitad, cuando el cuento se empieza a considerar «como género literario, autónomo, con características propias» (Ángeles Encinar y Anthony Percival, Cuento español contemporáneo, Madrid, Cátedra, 1993, p. 15). Es cuando surgen los grandes autores, desde Hoffmann, Poe, Gogol, Maupassant, Chejov a nuestros Alarcón, Flores, Bécquer, Galdós, Pardo Bazán, J.O. Picón, Clarín, que serán maestros de los que vendrán después. Por otro lado, hay que tener en cuenta algo tan decisivo en la difusión del cuento como la modernización de la prensa. Ya desde mediados del siglo XIX, pero, particularmente, en las primeras décadas del XX, la prensa vive importantes cambios tecnológicos y económicos que afectan muy positivamente al formato, la presentación, la mejora tipográfica y de materiales, la profusión de ilustraciones —fundamental es la aplicación de la fotografía—, la variedad temática, con nuevas secciones de actualidad, sociedad, reportajes —nace la figura del corresponsal—, cultura, teatro, cine, libros, deporte, sin olvidar las secciones, de gran éxito, dedicadas a la mujer y a la infancia. Se puede ya hablar de una prensa moderna, atractiva para el lector, que redunda en el nacimiento de numerosos diarios y revistas que alcanzan grandes tiradas. En estas publicaciones periodísticas, de amplia difusión, suele haber un espacio reservado —a veces, una sección fija— para el cuento, que puede sustituir o convivir con el folletín de las novelas seriadas, de gran

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éxito entre el público que, desde mediados del siglo XIX, la prensa insertaba en sus páginas. En este primer tercio del siglo xx, al hablar de publicación seriada en la prensa, no hay que pensar necesariamente en aquellas novelas, de tono melodramático que coincidían en temas, estilos e ideologías con la llamada «novela por entregas». Por el contrario, aparecen en la prensa, por capítulos, antes que en libro, obras de muchos de nuestros escritores, originando la presencia de variantes entre ambas versiones. Sirven como ejemplo dos autores radicalmente distintos por su personalidad y estilo literario: Blasco Ibáñez publica la primera versión de sus «novelas valencianas» y de otras posteriores en el diario Pueblo, de Valencia, que él mismo había fundado y dirigido; y, por otro lado, está el caso llamativo de Valle-Inclán, que —siempre por razones económicas— no sólo publica por este procedimiento su narrativa —cuentos y novelas—, sino que todo su teatro aparece, antes que en libro, en medios periodísticos tan diversos como Nueva España, El Mundo, El Sol, La Pluma o España. La colaboración literaria es, pues, una presencia obligada no sólo en las publicaciones especializadas como El Lunes, suplemento literario de El Imparcial, o en las muchas revistas literarias que desde los últimos años del siglo XIX van apareciendo, sino que también ocupa secciones fijas en la prensa diaria de distintas ideologías: La Correspondencia de España, El Heraldo de Madrid, El Liberal, El Sol, La Voz, etc.; así como en revistas de información general, de tiradas muy amplias, que alcanzan a un público igualmente amplio y variado: Por esos mundos, La Ilustración Española y Americana, Blanco y Negro, La Esfera, Estampa, etc. Exponente ejemplar es la revista Lecturas que nace en 1921 como suplemento literario de El Hogar y la Moda, revista publicada desde 1909 —se mantuvo hasta 1987—, dirigida como deja claro su título a la mujer y su entorno familiar, el mismo destinatario prioritario que tendría su filial Lecturas: la mujer de clase y formación media. Un anuncio de la propia Lecturas, incluido en todos sus números, resume su contenido fundamentalmente literario, a cargo de un elevado número de autores y autoras clásicos y actuales, extranjeros y españoles, donde no faltan las firmas menos populistas de Baroja, Azorín, Valle-Inclán, Unamuno o Gómez de la Serna: Una revista mensual de más de cien páginas, cuyos números tienen; 1 comedia, 2 novelas largas [seriadas], 6 cuentos, 3 novelas cortas, 6 artículos (crónicas de nuestras primeras actrices, páginas cinematográficas, variedades, etc.).

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Hay dos rasgos esenciales del cuento que lo convierten en el género más adecuado para su publicación en la prensa moderna del momento: cumplía una de las funciones primeras de la narrativa, la de ser lectura de entretenimiento, y, a la vez, la brevedad de su contenido era una ventaja sobre el relato más extenso, a la hora de su publicación en el reducido espacio que podía ocupar una o media página de un diario o una revista. Téngase en cuenta que los diarios y revistas de principios del XX tenían un formato mayor que los actuales y los cuentos solían presentarse en varias columnas dentro de una página, el tamaño de las letras era igualmente más reducido, por lo que un cuento publicado en la prensa podía ocupar varias páginas en formato de libro. Por otra parte, el cuento, sobre todo el cuento nuevo del siglo XX, con su brevedad y capacidad de sintetizar emociones y contenidos, se convirtió en el género idóneo de un periodismo adecuado al ritmo rápido y necesidad de concisión impuesto por una sociedad moderna, fundamentalmente urbana. En este sentido, doña Emilia Pardo Bazán explica con ironía, en 1904, el auge del género breve como un «síntoma de pereza en el productor y en el público» («La nueva generación de novelistas y cuentistas españoles», Helios, III, 1904). La mayoría de los cuentos publicados en la prensa ha quedado en su forma original, siendo necesaria su recuperación. La presente Antología reproduce algunos cuentos publicados originariamente en diarios o revistas. Es el caso de «Viaje sentimental», de Carmen de Burgos, publicado en la revista Por esos mundos (1-V-1912); «El que quiso casarse con la princesa», de Vicente Blasco Ibáñez, en el diario ABC (21-II-1923); «Ciudad de Plata», de Claudio de la Torre, aparece en la Revista de Occidente, en enero de 1925; y los cuentos «Fuga de una señorita», de José Díaz Fernández, «Neptuno, radioescucha», de Adolfo Sánchez Carrere, y «La madre y la radiotelefonía», de Isabel Palencia, se publican en la revista Ondas, en diversas fechas del año 1927. Pero, con frecuencia, son recogidos posteriormente en libros de cuentos, de un solo autor o, como se verá más adelante, de varios, con sentido antológico. La difusión del cuento recibe otros estímulos procedentes de las iniciativas de la nueva empresa editorial que, desde principios del siglo XX y, sobre todo, desde la segunda década, está dotada de modernas tecnologías y es gestionada con sentido de mercado. Se incrementan —ya son frecuentes en el siglo XIX— modalidades editoriales tan afines al cuento como los libros de cuentos de un autor o autora, fácilmente localizables en la producción de

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cualquiera de ellos. Nuestra Antología recoge «La Dogaresa. Impresión veneciana», de Blanca de los Ríos, procedente de El Salvador (Cuentos varios), publicado junto con La rondeña (Cuentos andaluces), en 1902; «La esfera prodigiosa» es del libro de Luis Valera, Visto y soñado (1903); «Kosima y Kenkô» y «El brahmin poeta», del matrimonio Martínez Sierra, fueron publicados en Aldea Ilusoria, París, 1907; los tres relatos de José Francés pertenecen al volumen Cuentos del mar y de la tierra (1920); «Madame d’Opporidol», de Antonio de Hoyos, se recoge de El pecado y la noche (1913); y los breves cuentos de Luis de Oteyza son del volumen Picaresca puritana. Cuentos alegres norteamericanos (1931). Además hemos incluido partes interesantes de una novela corta, de Prudencio Iglesias, titulada De Madrid al Cairo (1918). Por otra parte, son abundantes las antologías colectivas. Son especialmente características aquellas que —se insiste en el título— presentan sus cuentos o a sus autores como «los mejores» del momento. Ya en 1894, Enrique Gómez Carrillo publica, en la editorial Garnier de París, Cuentos escogidos de los mejores autores castellanos contemporáneos, que incluye, entre otros nombres menos conocidos hoy, a Pardo Bazán, Valera, Pereda, etc. En esta misma línea, muy importante es la recopilación de Arturo Vinardell Roig, Los mejores cuentos de los mejores autores españoles contemporáneos (París, Bouret, 1902), que recoge relatos de escritores representantes de distintas tendencias y generaciones: desde los consagrados Galdós, Pardo Bazán, Echegaray, Blasco Ibáñez, Palacio Valdés…, a los defensores de la nueva literatura Gómez Carrillo, Valle-Inclán, Machado y, el todavía, Martínez Ruiz, por lo que dicha antología es un buen exponente de la realidad literaria española del arranque del siglo XX. En los planes editoriales no faltan las colecciones de cuentos. En 1899, se inicia la Biblioteca Mignon, fundada por el editor Bernardo Rodríguez Serra, que se mantendrá hasta 1910 (Ángeles Ezama Gil hace un detenido comentario de esta colección, presentando el catálogo en El cuento de la prensa y otros cuentos, Universidad de Zaragoza, 1992, pp. 37-38 y 252254). De los 56 volúmenes publicados, la gran mayoría recoge cuentos y novelas breves, donde también están representadas todas las tendencias literarias del momento, desde Valera, Pereda, Galdós, Picón, Clarín, Blasco Ibáñez…, a Baroja, Rusiñol, Benavente, Martínez Sierra, Valle-Inclán, o autores que alcanzarían gran popularidad entre el público, como Alberto Insúa, sin faltar los nombres de dos escritoras, Blanca de los Ríos y Carmen de Burgos, que también están presentes en nuestra Antología, aunque

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como autoras de cuentos de otra procedencia. A lo largo del primer tercio del siglo XX, surgen otras colecciones de cuentos, pero, sin duda, las más populares son las colecciones de cuentos infantiles que, desde 1886 y durante todo el periodo que atendemos, publica la célebre Editorial Calleja, siendo imitada por otras editoriales y contribuyendo a la modernización de la literatura infantil, que ocupa ya una sección fija en importantes publicaciones periódicas (Blanco y Negro, Estampa, etc.). Por otra parte, los concursos de cuentos —tan numerosos en toda la centuria pasada, hasta hoy mismo— contribuyen a dar publicidad a la editorial, publicación periodística u organismo que los convoca. El siglo XX se abre —exactamente se anuncia el 1 de enero de 1900— con el concurso de cuentos convocado por el diario madrileño El Liberal. El jurado estaba compuesto por Valera, Echegaray y Fernández Flores, Fernanflor. Obtuvo el primer premio Las tres cosas del tío Juan, de José Nogales, quedando en segundo lugar La chucha, de Pardo Bazán. Con frecuencia, estos concursos sacaron a la luz el nombre de autores que su obra posterior daría celebridad. Es el caso de Gabriel Miró que, bajo el nombre de «El bachiller Sansón Carrasco», ganó con su relato Nómada el primer premio del primer concurso —no de cuentos, sino de novelas cortas— convocado por El Cuento Semanal, en 19071, teniendo de jurado a Valle-Inclán, Baroja, Felipe Trigo y Zamacois. Dos décadas después, José Díaz Fernández gana el premio convocado por El Imparcial, en 1927, con su cuento El blocao, al que, para superar el control de la censura primorriverista, más permisiva con los libros extensos, añadiría otros relatos, a modo de episodios sobre el mismo tema de la guerra de Marruecos, convirtiéndose en lo que se consideraría como la primera novela social de preguerra, publicada con el mismo título, en 1928. Estos y otros factores explican la rica presencia del cuento en las primeras décadas del siglo XX —en la prensa o en libro—, con variedad de temas, estilos y autores. Obsérvese que la gran mayoría de los escritores, también escritoras, no importa que fueran narradores, poetas o dramaturgos, escribían cuento e, incluso, algunos de los que luego serán grandes maestros inician en el cuento su trayectoria literaria (Valle-Inclán, Baroja…). Por este motivo, 1 El auge del cuento puede explicar que El Cuento Semanal, una colección bien calculada como producto de mercado por su fundador, Eduardo Zamacois, que inaugura el gran fenómeno socioliterario de las colecciones de novela corta, lleve incorporado en su título el término «cuento», aun tratándose de relatos que rebasan cumplidamente la extensión tradicional de este género.

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sería largo y ocioso intentar hacer aquí una nómina de los autores de este periodo que pueden ser presentados como maestros en el género cuentístico. La crítica ya se ha encargado sobradamente de mostrarlo en abundantes estudios y ediciones de sus obras. Sí conviene recordar que grandes maestros del cuento han naufragado en la novela extensa, por diversas razones estéticas o ideológicas, lo que ha contribuido a que hayan sido relegados a un olvido generalizado; pero si existiese una Historia del cuento español del siglo XX, ellos compartirían honores con los nombres hoy más reconocidos. Es el caso de Silverio Lanza, tal vez, el mejor cuentista de la época; Isidoro Fernández Flores, Fernanflor, que muere en 1902, pero su sentido del humor, el dinamismo y la brevedad de sus relatos (significativo es el título de su Cuentos rápidos, de 1886), lo convierte en adelantado del cuento moderno del siglo XX; y Felipe Trigo, Miguel Sawa, Alfonso Hernández Catá, Luis Taboada, Antonio Palomero, Dorio de Gádex, Antonio de Hoyos y Vinent, etc. También hay importantes contribuciones al cuento de las escritoras de la época, frecuentemente olvidadas en las antologías generales: además de las presentes en nuestra Antología —Blanca de los Ríos, Carmen de Burgos, Isabel de Palencia y Elisabeth Mulder— hay que recordar a Sofía Casanova, Caterina Albert (Víctor Catalá), la gran cuentista que fue Ángeles Vicente, Sara Insúa, Mª Luz Morales, Matilde Muñoz, las Hermanas Nelken (Margarita y Magda Donato), Concha Espina, Mª Teresa León y un largo etcétera de nombres que pueblan con sus relatos las publicaciones de la época. En una visión general, el cuento del primer tercio del siglo XX participa de los mismos rasgos que definen a la novela de este periodo2. Lo primero destacable es la variedad y convivencia de estilos, temas y autores. Por un lado, hay que distinguir la presencia —como en novela— de una estética y unos procedimientos enraizados en el realismo-naturalismo decimonónico que se mantendrá en la producción de una gran mayoría de escritores y escritoras, sobre todo, de aquellos que contaban, no es casual, con el mayor favor del público. Se trata de un tipo de cuento que comparte rasgos con la estética citada: procura la verosimilitud —en ocasiones, se 2 Sobre los rasgos del cuento en este periodo remito a los estudios de Ángeles Ezama Gil, El cuento de la prensa y otros cuentos. Aproximación al estudio del relato breve entre 1890 y 1900, cit.; Mª Pilar Celma, Literatura y periodismo en las revistas del fin de siglo: estudios e índices (1888-1907), Madrid, Júcar, 1991; José María Martínez Cachero, Introducción a Antología del cuento español 1900-1936, Madrid, Clásicos Castalia, 1994; Epicteto Díaz Navarro y José Ramón González, El cuento español en el siglo XX, Madrid, Alianza, 2002, pp. 16-84.

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convierte en cuadro costumbrista—, puede haber una carga moral o aleccionadora y, por lo general, termina en un desenlace cerrado y sorpresivo para el lector. Lo nuevo viene de aquellos escritores que, en todos los géneros, desean imponer el cambio, ya desde el mismo comienzo de siglo —recuérdese el mítico año 1902 que entroniza con importantes títulos la nueva novela española— hasta la culminación de esta línea innovadora en las vanguardias. Es una línea en la que, en el cuento, se aprecian múltiples modalidades, dependiendo de sus autores. Sin entrar en una clasificación del cuento en la época, en términos generales, se pueden observar unos rasgos que serán los característicos del cuento del siglo XX: brevedad —ya existe, desde principios del XX, el llamado microrrelato—, concisión, cuidado del lenguaje, desinterés por la anécdota, ausencia de contenidos didácticos, a excepción de la intención crítica social presente ocasionalmente, y, sobre todo, fuerte tendencia al final» abierto, sin desenlaces sorpresivos. Los temas son igualmente variados. Junto al cuento de temática tradicional, predominan los llamados de actualidad, que desarrollan una amplia temática (desde el cuento de crítica social al de viajes o el «cuento cosmopolita», aquí atendido), y otros que, por la naturaleza de sus contenidos y el medio donde se publican —generalmente la prensa o una prensa especializada, como las numerosas revistas humorísticas y las eróticas— son más frecuentes en el relato breve que en la novela extensa: el cuento erótico (en ocasiones, pornográfico), el cuento de humor y el cuento fantástico. Entiéndase «cuento fantástico» en su sentido más amplio y ambiguo, que ya viene del siglo XIX (Hoffmann, Poe…, o en otra línea, Melville, Verne o Wells): desde las incursiones en lo sobrenatural con sus ingredientes de terror provocado por aparecidos y conexiones con el otro mundo, frecuentes en el llamado cuento espiritista, a las perturbaciones y manipulaciones de la mente —cuentos psíquicos, cuentos de locos— y, por otro lado, la investigación biológica que enlaza con la ficción científica o ciencia-ficción y todas sus derivaciones hacia la anticipación social y tecnológica y el viaje a través del tiempo y del espacio. Es una inmensa variedad temática en la que, por su misma amplitud, no se nombran aquí autores ni obras, pero dejan constancia de que, como se ha dicho al principio de este apartado, en la Edad de Plata el cuento alcanza un momento de auge y riqueza de autores y tratamientos que viene a reflejar, en uno de sus aspectos, la presente Antología. ÁNGELA ENA BORDONADA

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Hemos querido presentar esta colección de relatos seleccionándolos desde un principio de variedad, como puede advertirse en el número de autores que aparecen en las páginas de la Antología, algunos de ellos famosos incluso internacionalmente en su época y reconocidos todavía hoy; otros más olvidados o sólo recordados en conjuntos colectivos. Y es que la idea de la continuidad está latiendo por debajo de este planteamiento, porque queremos evitar rupturas que provienen de la decantación del tiempo y de la necesaria simplificación de la memoria, para aproximarnos a la creación y difusión de la literatura de la época, sin presuponer las caracterizaciones de las que hoy partimos. La variedad reside también en la muy distinta extensión de los textos, entre aquellos que se acercan a la de la novela corta y otros que no pasan ni quieren pasar del apunte con apenas dos páginas de sencilla trama. También los medios de publicación nos ofrecen alguna variedad. Y aunque domina sin duda el cuento tomado de una colección seleccionada y producida por el autor, los hay también procedentes de revistas y otras publicaciones periódicas, por ejemplo, de moda. Pero lo que en esa amplia proyección temporal y conjunto de autores ofrece un fundamento y una relación interior a los cuentos es el carácter que hemos denominado cosmopolita, y que ahora trataremos de justificar, ya que, en principio, se advierte también en este punto, junto a las similitudes, notables diferencias entre la evocación de estética prerrafaelista y sentimiento decadente y la exaltación de la crepitante ciudad del automóvil, pasando por los lejanos mundos, en el espacio y en el tiempo, del Oriente, con su exotismo misterioso. Aquí vamos a encontrar la mirada humorística de Oteyza sobre la sociedad norteamericana cerca de la sugestión del budismo esotérico. Y justamente el abanico o despliegue de naipes literarios que es esta baraja de cuentos nos refiere al cosmopolitismo como concepto de pluralidad de sentidos y de formas de realización, pero también a una marcada tendencia inscrita en la sociedad española de comienzos del siglo XX, tal como hemos querido describirla antes, que encuentra en la literatura no sólo un

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medio natural de expresión sino un campo de conocimiento. Y si, como hemos dicho y ahora mismo expondremos, el cosmopolitismo nos parece, en sí mismo y en virtud de los ejemplos seleccionados, un concepto sumamente equívoco, habrá que aceptar que así es la realidad literaria, atenta sobre todo al gusto y a la sensibilidad del momento en que se escribe. Evitemos debates académicos y panoramas históricos. Tal vez el sentido de apertura intelectual y humano al otro y al mundo ajeno encuentre su asiento moderno en la Ilustración y en la filosofía kantiana. Parte de ahí una imagen del hombre como ciudadano del mundo, el aprecio a las razas y culturas diferentes a la propia (recuérdese en España a Jovellanos), la curiosidad que se encauza por los viajes y relatos de viajes, reales o ficticios, la aceptación de principios y normas universales. Aquí no hemos querido establecer ningún criterio específico en este sentido filosófico, sino fijarnos muy limitadamente, para España y en los treinta primeros años del siglo XX, en la actitud psicológica y vital de apertura hacia otras culturas y mundos posibles, proyectada en los relatos de consumo popular, que comporta naturalmente implicaciones ideológicas y sociales. Se trata de una actitud que valora la diferencia y la aprecia, recreándola en la ficción, aunque no necesariamente de forma cándida o rendida, sino en contraste con la propia realidad y aun con un punto ocasional más que evidente de reserva irónica. Si el cosmopolitismo implica superación de barreras (físicas, culturales, lingüísticas) debe acarrear consigo también la idea del movimiento y del cambio, junto con la percepción clara de la distancia, ya que son las formas naturales de materializar en el relato la sensación de extrañeza. De ahí que aparezcan en estos ejemplos ciudades, paisajes y lugares extraordinarios, en general avalados por un prestigio artístico consolidado, y de ahí también que se incluya como motivo principal o complementario el viaje y los medios específicos de viajar (ferrocarril o barco). En realidad, el movimiento físico representa de algún modo el proceso mental de traslado y por ello es el viaje este supuesto permanente de los cuentos. Pero la técnica nos abre otras nuevas posibilidades de conjugar y conjurar la distancia, y así aparecen ya las referencias a la radiofonía como un medio de publicidad del nuevo invento a través del prestigio consolidado de la literatura escrita. Y así lo que se mira y se conoce fuera pronto formará parte de nuestro propio mundo, sin perder del todo el punto de exotismo cosmopolita, porque se identifica con lo ajeno aún: es el salón de belleza (y otras instituciones que aquí no aparecen).

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El cosmopolitismo lo consideramos como marca propia y definidora de estos cuentos, y lo entendemos fundamentalmente como una cuestión de pensamiento y de sensibilidad. De sugestión literaria también. Porque de lo que se va a tratar en sus páginas es de temas literarios universales, elaborados bajo mil formas: en verdad no hay ningún tema propia y exclusivamente literario, sino que hay un modo literario de tratar los temas humanos del amor, el destino, la belleza frágil y mortal, el descubrimiento de sí, el afán de belleza o de salvación, el odio y el crimen… El cosmopolitismo afecta a la adecuada selección de esos temas, porque su perspectiva favorece tratar bien los anhelos más sutiles, las necesidades de huida o de reconocimiento, como el conocimiento vinculado a las novedades materiales, a las sorpresas o a la vulgaridad, incluso, de lo que por fin se llega a conocer. Pero, mucho más aún, el cosmopolitismo afecta al modo de presentarlos, ya que se trata, sobre todo, de un ejercicio literario que, suponiendo lo anterior, quiere marcar tanto la distancia respecto de lo que se refiere, como los efectos de atracción y de sugestión que comporta. Y ahora esa marca literaria la entendemos mejor como un indicio revelador de la cultura española de los inicios del siglo XX en una de sus vertientes. No sólo hay una España castiza y un costumbrismo literario autocomplaciente. En realidad, el carácter de tal rasgo definidor de la época lo ha señalado, bien que con muy negativa valoración, la doctrina del comunismo al considerar que el cosmopolitismo responde a un modo de pensamiento burgués, en cierta forma individualista, que aspira a superar las tradiciones nacionales. Y, en efecto, ese aspecto burgués liberal es el que determina una parte importante y dominante de la producción literaria de la época, reflejada en el consumo y la lectura. En este sentido lo que seleccionamos y ofrecemos es una muestra, mínima, aunque variada, de posibilidades cosmopolitas. Sin duda, para ir definiendo mejor el panorama de la escritura literaria y sus distintos fines e intereses (en particular de los cuentos), habrá que buscar en otros lugares los cuentos proletarios, reivindicativos y revolucionarios, que serían precisos para completar el trazo ideológico y vital de la sociedad española de la época y la huella de sus conflictos. Pero ahora no es la intención y posibilidad de expresión social de la literatura lo que más nos interesa, sino reconocer y hacer aflorar esta veta cosmopolita que, entre otras más llamativas, puede quedar oculta, y que hemos detectado y presentado como un síntoma de la apertura y de la curiosidad que se desarrollan en España.

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Sin ánimo de hacer apología ni de entregarnos a una visión entusiasta de este rasgo, se aprecia que no consideramos justo tomar el cosmopolitismo sólo por lo más superficial e imitativo de las costumbres, los adornos, las fiestas, la reunión en los balnearios y en los refugios alpinos o marítimos. Es éste el cosmopolitismo de una clase de personas que coinciden en los mismos lugares, en las mismas fechas y que imponen sus modas, signo de un bienestar que se identifica con frivolidad mundana y derroche económico. En cierta forma a eso se refería críticamente Elisabeth Mulder al hablar «de ese unitario comportamiento de la sociedad culta europea. Ser elegante es ser cosmopolita». Aunque tampoco se puede reducir y restringir a esa pequeña élite mundana. Si hay algo de todo esto en la realidad de los años veinte y aun en la imagen social («los felices veinte»), sin duda responde a un motivo más radical que se desvía o agosta en el brillo de lo anecdótico y trivial y es ese anecdotario superficial el que se ha traspasado intensamente (y no sin intención) a las imágenes frívolas del papel couché a partir de la posguerra española. Pero la literatura, tal y como la presentamos aquí, y no hace falta que sea la más alta y arrebatada creación, sino el cuento de precisos límites y clara estructura, alcanza un sentido, una profundidad y una sugestión que invitan a reconsiderar nuestros conocimientos y prejuicios elevados a juicios. Es cierto que hay que reconocer algunos de esos comportamientos frívolos en los relatos, pero en su presentación suelen descubrir una dimensión oculta, que es la más importante para el sentido del cuento. Anotemos dos casos. Blasco Ibáñez trata de un ambiente que conocía bien, la Costa Azul y, en concreto Niza. Pero los personajes que ahí residen son, justamente, las gentes de escasos recursos, aristócratas rusos exiliados, que han vuelto a un lugar que antes dominaban con sus fortunas y esplendores. Y cuando José Francés presenta a las extranjeras que pasan el verano en una playa de moda del norte de España recurre a los elementos tradicionales de la elegancia, la distinción, aunque les añade la distancia, el recato y el misterio... para desvelar finalmente la tragedia que acarrea para ellas la guerra. Como se deduce, tampoco aquí el cosmopolitismo está tomado por el lado del internacionalismo más o menos utópìco o como una doctrina político-social. De hecho, la internacional proletaria podía estimar esta perspectiva como burguesa y enemiga de su idea y propósito de construcción de un movimiento general reivindicativo y revolucionario. Pero tampoco los cuentos se hacen eco directo de otras ideas más próximas a la versión política de la unidad de las Naciones, nacidas después de la Primera Guerra

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Mundial, que presenta, por ejemplo, Elisabeth Mulder en su ensayo Nacionalismo y Cosmopolitismo, cuando escribe: El ideal humano actual es el de un individualismo colectivo —aunque la frase parezca paradójica— porque el individualismo aislado es demasiada responsabilidad... / Un federalismo mundial ofrecería a cada pueblo esa doble ventaja de estar solo y de no estarlo./ Un federalismo mundial... Es decir, Cosmópolis. Una federación de asociaciones, no ya económica, como la predica el sindicalismo en oposición al unitarismo de los socialistas, sino de todos los órdenes y de carácter universal comprendiendo la fusión de todos los estados sin excepción de razas ni banderas, crearía la gran Patria común, grande en el sentido material y espiritual, grande y sobre todo, habitable./ Acaso constituya el cosmopolitismo el único medio de que el mundo sea habitable...

Si los cuentos no actúan necesariamente como transmisores de las ideas, no dejan de tener su importancia como creadores de imágenes, sugeridores de apertura intelectual y moral, incitadores de cambio y, a veces, conciencia de los males y de las limitaciones particulares. Incluso en alguno de los relatos, como en la novela de Prudencio Iglesias ni la actitud moral del protagonista ni el efecto de la revolución resultan ejemplares en modo alguno. Ya en concreto, los aspectos que el lector que recorra esta Antología encontrará en los más de veinte títulos seleccionados cubren las facetas principales de ese complejo cosmopolita de época, facetas que se insertan como motivos en distintos cuentos. Podríamos decir que, de la lista siguiente, cada autor elige unos ingredientes en cantidades distintas para elaborar su fórmula magistral en la farmacopea literaria de su invención. Los motivos que hemos detectado más repetidos son: 1. Ambientes y culturas lejanas (espacio/tiempo revestido humanamente), sobre todo orientales, cargadas de un caudal de exotismo y de misterio, pero también por ello susceptibles de servir de engaño y provocar el desengaño. Así, «La esfera prodigiosa», «Kosima y Kenkô», «El brahmín poeta», que responden de modo distinto a las características propias del relato cosmopolita del modernismo. El primero marca, dentro de la suntuosidad del palacio, la lucha entre el amor y la necesidad, la decadencia de los sentimientos y el misterioso final envuelto en un halo de magia que traspasa el eterno

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límite de lo material para trascender la muerte a través de la virtud. Y el segundo es un cuento de inspiración india en el que late el deseo modernista de la búsqueda de la belleza y que se desarrolla a través del diálogo entre el poeta y la sabiduría mientras la luna se refleja sobre el río Ganges. «Madame d’Opporidol» muestra, en cambio, el engaño que puede ocultar el brillo de la decadencia exótica, en este caso otomana. Y también vinculado a paisajes exóticos, pero de gran sugestión cultural, está el relato De Madrid al Cairo. Novela (el fragmento más extenso seleccionado) en que aparece la ciudad egipcia, las pirámides, las ruinas de Tebas, la corte de algún rey, todo en una trama de carácter aventurero. En contraste con lo anterior, la presencia de otros ambientes modernos y desenfadados, donde es lo práctico y humorístico, en vena erótica, lo que domina, como sucede en la Norteamérica narrada por Oteyza, en su paradójica Picaresca puritana. El viaje, tanto de salida como de entrada. Insinuado en el caso de «Fuga de una señorita», que busca mejores y más abiertos horizontes para su vida, y descrito desde el contraste costumbrista y temperamental de lo francés y lo español en «Viaje sentimental». Desde luego está incluido en De Madrid al Cairo, aunque ese fragmento se ha suprimido, por menos interesante. Ya el viaje por sí mismo, que produce un relato lleno de rupturas propias del vanguardismo, es el tema de «Ciudad de Plata», aunque más bien centrado en la figura del viajero. Las costumbres que se universalizan o las costumbres propias de otra sociedad son también materia de estos cuentos, en particular dos de José Francés: el veraneo de dos señoras francesas en alguna playa cosmopolita del norte de España, en «Bajo el cielo de otoño», y los rituales de la caza del zorro en Inglaterra, en «Fox Hunting». En el primer caso hay una referencia histórica que sitúa el contexto en un tiempo de dolor universal también: la Primera Guerra Mundial. Ya se ha hecho referencia a las nuevas modas y tratamientos corporales y estéticos en «Instituto de Belleza» de Beatriz Mulder, que tendría incluso un interés particular en la presentación de nuevos tipos femeninos. Toda acción necesita un espacio adecuado, y así hay todo un conjunto de lugares geográficos, de ciudades en primer lugar, que evocan y construyen el imaginario de lo cosmopolita: en estos cuentos

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está Niza, Venecia, Pekín, el Japón, diversos lugares y santuarios de la India, Egipto, un lugar cerca de París... Hay sitios determinados que traen consigo una evocación sin falta: barcos o trenes, unidos al viaje, hoteles, playas, balnearios o ruinas y colosos. Naturalmente puede darse un lugar hermoso y plácido, habitado por seres desesperados (la Costa Azul, refugio de los exiliados rusos) o desgraciados (las jóvenes veraneantes de las playas españolas), así como espacios magníficos que encierran la mentira y el engaño. A veces los lugares cosmopolitas pero vulgares no son más que el marco de una historia también vulgar. En otros casos, como en la novela de Prudencio Iglesias, el lugar es más el escenario de la acción de un ambicioso aventurero sin escrúpulos. 6. El segundo gran capítulo del cosmopolitismo, junto al espacio y, en ocasiones, a la conjunción/disyunción de los tiempos (como en «La esfera prodigiosa» o «Ciudad de Plata»), es el que se refiere a los personajes. En esta selección encontramos una gran variedad con rasgos exóticos, diferenciadores, bien en situaciones vitales particularmente difíciles o extrañas, bien rodeados del necesario misterio que despierta el interés y la curiosidad que acompañan a lo distinto cuando aparece en el seno de lo cotidiano: así ocurre con pareja femenina de veraneantes que presenta «Bajo el cielo de otoño». Entre los personajes extraordinarios por su profesión o su carácter o su rango encontramos rusos blancos, una supuesta princesa otomana, delegados comerciales o diplomáticos, expertos en lenguas y culturas orientales, sacerdotes hindúes, pero también lánguidas jóvenes, descarados vividores, exiliados políticos, jóvenes y bellas cazafortunas. Y no falta la representación de las nuevas tipologías femeninas, en trance de transformación hacia la modernidad: esteticistas. profesoras de gimnasia, radioescuchas, etc., que podrían acogerse a estas palabras de José Díaz Fernández: «Aquella muchacha había nacido con un alma móvil y fugitiva» («Fuga de una señorita»). La variedad es grande y podría ser mayor. Lo importante es la extrañeza y la ambigüedad que descubre sus vidas. 7. Algunos cuentos exploran la vena esotérica, misteriosa, ligada a las costumbres exóticas o a alguna forma de religión, aunque puede ser simplemente una manifestación de lo maravilloso no explicado, como en «La sombra de Rodenbach» o «Ciudad de Plata»; otros, por el contrario, se sitúan en lo más aparentemente cotidiano y

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explotan la veta de lo trivial, aunque siempre dentro del juego de las distancias y las diferencias en su descripción: «Cuentos alegres norteamericanos», «El que quiso casarse con la princesa», «Viaje sentimental», «La madre y la radiotelefonía», etc. 8. La ciudad es el emblema espacial, físico y humano de la modernidad, en su vertiente tecnológica, y por ello, al presentarse en el contraste con el pasado o con formas más atrasadas de vida y de creencias, que también tienen su implantación en el ámbito urbano, puede ser referida a este universo de lo cosmopolita, hasta llegar a identificarse en general (lo urbano es o debe ser cosmopolita) y en particular: por ejemplo París. En este ámbito es donde crecen y tienen su lugar natural esas «nuevas tecnologías» que explotan y divulgan la literatura a la vez que pretenden situarse dentro de ella, con sus cuentos originales radiofónicos. Es interesante anotar que el pretexto para la novela de aventuras De Madrid al Cairo (¡publicada en 1918!) es precisamente filmar una película documental de los monumentos y lugares exóticos. Otras ciudades (hemos mencionado antes Venecia, Brujas) ofrecen un rostro bien diferente, parecen mirar hacia adentro, hacia la tradición, el arte, la literatura. Es un cosmopolitismo derivado de su prestigio estético.

*** En cualquier caso, con esta relación no pretendemos establecer los rasgos generales de una posible literatura cosmopolita, sino más bien recoger y ordenar una serie de elementos que se nos han mostrado con claridad en esta selección de relatos. Por supuesto que en cada una de las narraciones se combinan varios de estos elementos, porque espacio, personajes, tiempo y acción no son más que categorías que actúan en unidad y convergencia, según la finalidad del autor. Pero todavía tendríamos que añadir esa figura esencial, la que hace que un acontecimiento sea relato, el narrador, cuya voz reúne y trenza los cabos y les confiere la unidad de una perspectiva determinada. Y aquí está quizás lo más definidor. Puede estar el relato escrito en primera o en tercera persona, pero lo que marca su dimensión artística no son los elementos descritos o su simple combinación, sino la perspectiva esencialmente literaria, creativa, sugestiva, al servicio de una particular y definida sensibilidad hacia lo ajeno, distinto o extraordinario que constituye una invitación al lector. Encontramos así

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como sus características el interés decantado hacia la curiosidad, la ruptura de lo cotidiano, la implicación en lo que aparece como ajeno. Los efectos de esta perspectiva se encuentran en el grado de ambigüedad, imprecisión, misterio que acompaña a determinadas leyendas y recreaciones, en busca del efecto de la sugestión y el encantamiento del lector; pero aparecen también en la mirada irónica, decepcionada, que descubre la falsedad humana dentro de esos mundos extraños, o bien la capacidad de fingimiento ilusorio con que los creamos, aportando un punto de contrariedad indispensable a la experiencia de la vida; y se desarrollan finalmente en el contraste que permite la doble visión de los acontecimientos, desde dentro y desde fuera, a través de distintos narradores, comentarios de personajes o del narrador, para dar cuenta de la inevitable contradicción de lo que se considera real. Resulta así que la amplitud y la variedad que indicábamos antes en esta colección nos muestran precisamente la integración (sin solución de continuidad) de esta apertura a lo cosmopolita en los ciclos literarios propios de la época: el decadentismo simbolista, en su versión de modernismo hispánico, con sus referencias artísticas, exóticas, orientalistas y evasionistas; y el vanguardismo, con su ruptura de formas, intensidad y brevedad y dominio de lo técnico, urbano e inmediato. Porque en realidad si lo que denominamos cosmopolitismo es un rasgo propio del siglo, que acompaña a la evolución social e ideológica, esto debe traslucirse en la creación literaria. Y esto es precisamente lo que hemos hallado, una corriente que atraviesa las tendencias y marca bien unos temas, bien una estética, bien un conjunto de todo ello. Y si lo sugestivo y sentimental domina el tono de la sensibilidad modernista, el entusiasmo, la ruptura y el humor aparecen como marcas del periodo de las vanguardias. Pero un cuento vanguardista como «Ciudad de Plata» puede culminar con una referencia a lo inexplicable o esotérico. En ambos casos, la ciudad, con sus múltiples facetas y posibilidades, desde la ciudad muerta, encantada o extraña hasta la moderna ciudad industrial, resulta otra de las constantes, junto a la necesidad de buscar y de alejarse. El cosmopolitismo está en función de la tendencia literaria general y cambia con ella y así se configura como un rasgo que enraíza en la percepción social y en la propia tradición literaria, con el desenvolvimiento de sus géneros: es un componente más de la literatura dentro de las líneas que se trazan en las primeras décadas del siglo XX en España, pero un componente que podemos llegar a entender y presentar como una marca de esa época. JOSÉ PAULINO AYUSO

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Blanca de los Ríos (Sevilla, 1862-Madrid, 1956), perteneciente a una familia de ilustres nombres en las artes y las letras, orientó muy pronto su vocación hacia la literatura en su doble aspecto de la investigación crítica y la creación. Escritora de ideología conservadora, aunque siempre defensora de los derechos de la mujer, fue colaboradora habitual de importantes publicaciones periodísticas, fundó y dirigió la revista Raza española y obtuvo gran prestigio social y literario en su época. Recibió la Gran Cruz de Alfonso XII y la de Alfonso X el Sabio, fue propuesta para ingresar en la Real Academia en más de una ocasión y formó parte, entre 1927 y 1929, de la Asamblea Nacional convocada por Primo de Rivera, junto a otras intelectuales moderadas como María de Maeztu y María de Echarri. Entre sus trabajos de investigación destacan sus estudios sobre el Siglo de Oro, particularmente sobre Tirso de Molina. Como creadora, escribió varios libros de poemas, por los que Juan Valera la incluye en su Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX (1902), pero destaca su amplia producción narrativa: las novelas La niña de Sanabria, Melita Palma, Sangre española, publicadas en 1907; las novelas breves Las hijas de Don Juan (en El Cuento Semanal, nº 42, 1907), Madrid goyesco (El Cuento Semanal, nº 68, 1908), Los diablos azules (Los Contemporáneos, nº 54, 1910), etc.; y numerosos cuentos, en la prensa y en los libros La Rondeña (Cuentos andaluces) y El Salvador (Cuentos varios), de 1902, donde se publica el cuento «La Dogaresa. Impresión veneciana», aquí presentado.

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I Todas las mañanas, después del imprescindible paseo por las poéticas lagunas, cuando los ojos deslumbrados al vivo reverberar del sol en los trémulos espejos del agua y la imaginación sobreexcitada por el sugestivo influjo de aquella ciudad de ensueño, pedíanme reposo y tranquilas realidades, gustábame hacer estación en la Piazza, en la única de Venecia y, por su estilo y singular fisonomía, única también en el mundo. Mi arribada a la plaza de San Marcos era preludio de una hora deliciosa que tras el prolongado balanceo de la góndola, tras la incesante ondulación de las aguas, donde refulgía chispeante el sol de mayo; tras del continuo espectáculo de construcciones desaplomadas, de miembros arquitectónicos desarticulados, sillares desengarzados de los muros y marmóreas graderías desprendidas o rotas en anchas hiendas, en cuyo fondo gargoteaba la laguna, proporcionábame primero la tranquilizadora sensación de la tierra firme, de las líneas serenas, de los edificios en reposo, y después el deleitable espectáculo de Bazar oriental, de feria cosmopolita, de romería artística que ofrece la histórica plaza, con su rica decoración monumental, que tiene por fondo el bizantino joyel de San Marcos, con sus caladas arquerías, jaspes brilladores, mosaicos de oro y centelleantes ventanales; y el aéreo Palacio de los Doges, que parece hecho para espejar su gentileza en el cristal azul de la laguna; y ciñendo los soportales, como lujoso cíngulo de pedrería, los cafés de muros de espejos y los escaparates deslumbrantes de joyas y gemas orientales, de fúlgidas lunas y multicolora cristalería veneciana, amontonada como fantásticas estalactitas en gruta prodigiosa; y bañándolo, abrillantándolo todo, la caliente luz de Italia; y por donde quiera flotando en inquietas 1

Blanca de los Ríos, La dogaresa. Impresión veneciana, en El Salvador (cuentos varios), Madrid, Establecimientos Tipográficos de Idamor Moreno, 1902. [En el mismo volumen, La Rondeña (cuentos andaluces).]

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manchas vivas, como animadas nubes, las palomas que fraternizan bulliciosamente con niños y muchachas.

II Entre San Marcos y el Palacio Ducal, junto a la rica puerta gótico-renaciente della Carta, hay un rinconcito que parece hecho para nido de ensueños de poetas y pintores, corren por el bajo plinto de blanco mármol ceñido al muro gallardas quimeras y fantasías del Renacimiento, que alarga aquella rama florida de su estilo hasta tocar las piedras de la Basílica, más arriba, engastado en jaspe de brillante tonalidad, luce marmóreo ornamento de arábiga tracería y en la misma arista del ángulo, como partiendo jurisdicciones entre la Iglesia y el Palacio, levántanse cuatro adustos y misteriosos personajes de pórfido, dos extrañas parejas de guerreros abrazados, que con la mano libre oprimen enérgicamente el puño de la ancha espada, como si quisieran significar juntamente la guerra y la paz, o la fuerza y el amor: supónelos la tradición traídos de Tolemaida en el siglo XIII, y con sus paños y actitudes hieráticas, y con los calientes tonos roji-sienosos del pórfido pulimentado, en cuyos resaltos brilla el sol en largos rieles, añaden al conjunto una deliciosa nota de color y de prestigio oriental. Aquel era mi rincón favorito en Venecia. Mas... ¿éralo por sí mismo, o tal vez porque servía de fondo insustituible a un grupo sugestivo que atrajo todas mis simpatías? Tan unidas están en mi recuerdo las figuras y el fondo de aquel inolvidable cuadro veneciano, que no acertaré a definir si el lugar embellecía a los personajes o eran éstos los que infundían calor de alma a las venerandas piedras. Sentadas en el marmóreo plinto hallaba yo todas las mañanas dos figuras femeninas, indescriptibles de puro delicadas, exquisitas y tiernamente interesantes. Érase una jovencita gentil, aérea, romántica, ensoñadora como nos figuramos a Desdémona, cuya mansión legendaria se mira aún en las lagunas; tenía el cutis delicado y pálido como alabastro oriental; el sedoso cabello rubio con el rubio de sol vinculado en las venecianas; las pupilas azules como el Adriático, y en torno a los ojos vago esplendor difuso como la niebla irisada que envuelve las remotas cumbres alpestres; vestía un traje rojo de tonos de brasa, que reverberaban en su palidez ebúrnea, y aunque por

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entonces mediaba mayo, se envolvía en amplia esclavina roja forrada de blancos armiños. Creeríasela una gentil Dogaresa sentada a la puerta de su calado palacio. Era en toda su ideal persona tan tenue, tan incorpórea, que viéndola forzosamente se pensaba en una tierna azucena próxima a troncharse, en un aroma fuyente, en un alma pronta a tender el vuelo hacia lo infinito. Ella misma debía sentir algo semejante, y aquella su presentida, inminente emancipación de la tierra, asociábala a seres tan leves y vagarosos como las palomas que parecen espíritus alados. Por eso diariamente iba a sentarse en aquel rincón predilecto, donde tenía cita con todas las palomas de San Marcos; por eso siempre se me aparecía su figura virginal rodeada de alas blancas, negras, plomizas, tornasoladas, que como nerviosos abanicos vivientes se plegaban y desplegaban en torno a su busto rafaélico, rozándola al pasar y envolviéndola en tumultuosos giros, revuelos y aleteos, que solían arrancarle súbitos gritos o risas infantiles, que se rompían o apagaban en su garganta con esfuerzo de asténico organismo. La otra figura del grupo, así por el parecido que con la ideal Dogaresa tenía, como por el apasionado interés acariciador y temeroso con que la miraba, revelábase madre suya y era, más bien había sido en su plenitud, lo que hubiera llegado a ser su hija, a no herirla en capullo la muerte, una opulenta rubia hermana de las diosas del Ticiano. Siempre que la miraba acordábame del Partenón iluminado por el sol de Grecia, porque, en efecto, aquella mujer era la ruina de una helénica belleza, alumbrada por una llama abrasadora, el amor; amor de madre que alegraba y enjuvenecía con fulguraciones de aurora su vespertina hermosura; amor de madre tierno hasta las lágrimas en sus turbadas alegrías, generoso hasta la sonrisa en sus acallados sobresaltos. ¡Dios mío, qué cuadro, qué nuevo triunfo de la muerte brindaba a los pintores simbolistas aquel rincón histórico! La madre viendo avanzar hacia la rubia cabecita de la Dogaresa gentil el descarnado espectro invisible para la amenazada virgen, y enmascarando con heroicas sonrisas su terror apocalíptico; la hija viendo en las fugitivas palomas el símbolo del alma que va a levantar el vuelo, y sonriendo también a la madre; como si en aquel tumulto de alas no viese más que un alegre juego que la tornaba a sus niñeces... ¿Ocurría, en efecto, aquella muda tragedia? Yo de mí sé decir que la veía clara, distinta, obsesionante, y que poseída de ella, como si fuesen algo mío aquellas dos mujeres, en cuya intimidad se entrometía mi interés, ocasión hubo en que me adelanté hacia ellas,

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como si las conociese, resuelta a decirles... ¿qué?... Sin duda una inconveniencia; por eso siempre me reprimí a tiempo, y no llegué a cruzar con ellas, no ya el saludo, ni aun la mirada. Y era natural, no las conocía. Sin embargo, mi corazón estaba lleno de afecto por ellas, las amaba con el amor efusivo con que amamos a los que padecen, a los que lloran, y más aún, a los que mueren callando.

III Algunos meses después volví a Venecia. En la mañana del día siguiente a mi llegada un interés vivísimo, apasionado, llevóme a buscar en el rincón favorito el grupo de la Dogaresa y su madre; y acaso no miento si digo que aquel desinteresado interés fue la causa de mi vuelta a la ciudad de las lagunas. Acudí al ángulo de San Marcos a la hora en que solía llegar la Dogaresa apoyada en el brazo de su madre, y... sin sorpresa alguna, como cosa fatalmente prevista, mas con dolor desconsolado, vi en el sitio de siempre a la madre sola, enlutada, cruelmente envejecida, envuelta en la misma nube de alas inquietas que envolvía diariamente a la gentil damita del traje rojo y de los blancos armiños. Había tal ternura inexpresable en aquella cita de la madre, ya desposeída de su hija, con las cariñosas palomas que parecían revolar en torno al recuerdo de la ideal ausente, que esta vez pudo más en mí la compasión que las conveniencias, y llevada de impulso irresistible, avancé hacia la madre. Cerca ya de ella me detuve; pero mi actitud y mi emoción fueron harto elocuentes para no ser comprendidas por aquella inconsolable: ¡Ah, lei la conosceva, lo so, lo so! —gimió sordamente, y señalando a las palomas, añadió con voz ahogada en dolor: ¡Oggi non siamo sole intorno al suo ricordo! Si cien veces vuelvo a Venecia, sé que otras tantas se me aparecerá en el ángulo de San Marcos la patética imagen de la rubia Dogaresa que será siempre para mí alma romántica de aquellas piedras históricas.

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LUIS VALERA DELAVAT (Madrid, 1870-Fuenterrabía, 1926)

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Luis Valera Delavat fue hijo del escritor y diplomático Juan Valera. La sombra del famoso padre y la actitud vital del mismo parece presidir parte de la trayectoria de Luis Valera, también diplomático, especialmente en la predilección por los temas exóticos y misteriosos. De la misma manera que sucede en La buena fama, de Juan Valera, en «La esfera prodigiosa» se incluye un fondo mistérico, procedente de las doctrinas esotéricas de madame Blavatsky, tan en boga a finales del siglo XIX. El cuento «La esfera prodigiosa» apareció publicado en la recopilación Visto y soñado (Madrid, Tello, 1903, pp. 61-126).

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I Casi seguro estoy de que lo que aquí me propongo referir no ha de merecer crédito alguno a quien lo lea. Una vez leído, se dirá sin duda que es una patraña, más o menos ingeniosa, inventada y escrita por mí para pasar entretenidamente un rato, y con la pretensión, quizás muy infundada, de que quien lo lea pase también un rato entretenido. Esto me mueve a declarar, a guisa de proemio, que yo no he inventado nada de lo que aquí relato, sino que lo relato tal y como lo oí de boca de un amigo mío, sujeto que me juró solemnemente haber sido testigo presencial del rarísimo y misterioso lance de la esfera, y persona a quien siempre tuve, y tuvieron cuantos la conocían, por muy formal y por tan verídica como falta de la imaginación necesaria para urdir un complicado embuste. Y como ese lance, soñado o real, me parece divertido y curioso, pasaré, sin más preámbulos, a ponerle por escrito, ateniéndome estrictamente a la relación que me hizo mi amigo, al cual, para designarle con algún nombre y apellido, pues no es cosa de mentar aquí los suyos propios, llamaré Lucas Van Stralen. Conocíle a los pocos días de mi llegada a Pekín. Era un muchacho de unos veintiocho años, de nacionalidad holandesa, rubio deslavazado, blanco de cutis, con ojos del mismo azul que el de los adornos de la porcelana de Delft, más bien bajo que alto, airoso, fino de modales, algo tímido y muy modosito y muy sensato. Grandes eran sus dotes de observador; su fantasía, escasa. Desempeñaba un destino subalterno en la oficina pekinesa de las Aduanas marítimas del Imperio Celeste, cuya administración está en manos de europeos, bajo la alta dirección del famoso Sir Robert Hart. Tenía aficiones literarias, mucha cultura y la manía, general entonces en Pekín, de coleccionar bibelots chinescos. Estas circunstancias y el carácter simpático de Van Stralen me llevaron a trabar amistad con él. Intimamos pronto, y pronto nos hicimos casi inseparables. Terminados nuestros diarios quehaceres respectivos, solíamos salir juntos, yendo el uno a buscar al

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otro, ora para visitar los templos, palacios y jardines imperiales, ora para recorrer las tiendas de los chamarileros. En cierta ocasión, allá por el mes de marzo de 1901, cuando las negociaciones diplomáticas estaban en un periodo crítico, hube yo, durante unos cuatro días, de andar muy atareado y sin tiempo para hacer de turista o para curiosear en los tenduchos. Dejé, por tanto, de ver a Van Stralen durante esos cuatro días; pero, llegado el quinto, ya con más vagar, me fui por la mañana, temprano, a su casa, con ánimo de sacarle de ella y de irnos juntos de parranda por la calle de Ha-ta-men, donde estaban los principales comercios de antiguallas y objetos de arte. Van Stralen vivía entonces fuera y al nordeste del barrio de las Legaciones, en una casita china, donde se había instalado después del sitio, por haber sido incendiada, a manos de los boxers, la vivienda europea que antes habitara. Encontré a mi amigo tumbado sobre un diván, en la habitación mayor de la casa, pieza que él había dispuesto para que le sirviera a la vez de sala, despacho y comedor. Noté en seguida que Van Stralen no me recibía con su acostumbrada cordialidad para conmigo. Nunca le había visto yo así. Apenas si contestaba con monosílabos a mis preguntas. Se negó a salir conmigo de paseo, dándome por excusa que no tenía humor para nada. Inquirí entonces por su salud. Me respondió que se sentía muy bien. —¿Pues qué le ocurre a usted? —dije luego a Van Stralen, algo resentido ya por su comportamiento—. ¿Ha tenido usted algún disgusto? ¿Le ha ocurrido a usted algo de particular? ¿Le han venido a usted con algún chisme en estos días, desde la última vez que nos hemos visto? Acudía yo aquí creyendo que me iba usted a recibir como antes: con los brazos abiertos. En lugar de eso, usted, que tiene un carácter tan igual y tan afectuoso, me está poniendo cara fosca. ¿Qué motivo he dado yo a usted para que así se porte conmigo? —Ninguno —respondió Van Stralen, como avergonzado—. Dispénseme usted. No sé lo que me pasa: me siento raro y no lo puedo remediar. Se calló medio minuto, y viendo que yo le miraba con sorpresa, añadió luego: —No ha habido chisme, ni yo tengo la menor queja contra usted. Sigo siendo tan amigo de usted como antes. Lo que hay es que me pasa, o mejor dicho, me ha pasado algo de tan fuera de lo corriente, de tan inaudito y nunca visto, que me tiene como loco... A veces creo que estoy loco...

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pero no, no lo estoy... Lo que me pasó es tan cierto como que ahora es de día; y, sin embargo, si yo lo contara, ¿quién habría de creerme? —Pero, hombre, ¿qué es lo que ha ocurrido a usted de tan extraño? —dije yo, interrumpiendo a Van Stralen—. ¿Por qué no me lo cuenta usted? Así se le quitaría un peso de encima. Además, me tiene usted muerto de curiosidad. Algo muy singular ha de ser por fuerza lo ocurrido, para sacar de sus casillas a persona tan razonable, tan flemática como usted. —¡Y de tan singular! —replicó Van Stralen, con una risilla nerviosa que nunca le había oído, y comenzando a pasearse por la habitación—. Por eso mismo no quiero contárselo a nadie. Porque me tendrían por embustero... o por loco de remate... Nada, nada; no haga usted caso de mí. Voy a hacer un esfuerzo por desechar de mi mente la serie de raras visiones que en ella tengo estampada desde hace cuatro días con sus cuatro noches, durante las cuales no he logrado pegar los ojos ni un minuto. No me cabe duda de que lo que pasó ha sido una realidad, una realidad muy fuera de lo que solemos llamar real, pero realidad al fin y al cabo, y no alucinación o sueño. Y sin embargo, lo mejor que puedo hacer es convencerme de que ha sido sueño o alucinación, y desecharlo y olvidarlo como a tal... Todo esto último lo decía Van Stralen, no ya dirigiéndose a mí, sino a modo de soliloquio, con la mirada vaga, como si de nuevo estuviera contemplando las visiones que tan desatinado le tenían. De pronto volvió a mirarme, recobró su fisonomía habitual y me dijo: —En su cara de usted leo su extrañeza. La comprendo. Tentado estoy de contárselo todo. Su extrañeza de usted de seguro aumentaría entonces; pero quizás yo me aliviaría... Pero no, no puedo. Déjeme usted hoy. Mañana se me habrá pasado esta excitación, borraré de mi memoria lo sucedido, e iremos juntos de paseo a donde usted quiera. —Cuando usted guste y venga a buscarme, amigo Lucas —y en diciendo esto me despedí algo fríamente de Van Stralen, y salí de la habitación, sospechando si mi amigo habría bebido demasiado la víspera, o habría fumado opio, o habría verdaderamente perdido el juicio. No reconocía a mi Van Stralen, tan juicioso y tan sereno. Me le habían cambiado durante los cuatro días últimos. Al cruzar el umbral de la casa, oí la voz del holandesito, que me llamaba, y le vi venir corriendo hacia mí. Le aguardé. Apenas estuvo a mi lado, tomándome del brazo y llevándome hacia la sala de donde acabábamos de salir, me dijo:

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—Lo he pensado mejor. No quiero que se marche usted. Voy a contarle punto por punto lo que me ha sucedido. Necesito desahogarme: así me aliviaré. Pero antes de que cuente a usted nada, ha de prometerme usted, por lo que más quiera, que no referirá a nadie, al menos mientras yo esté con vida, lo que le confíe. Repito que no quiero que me tengan por loco, porque no lo estoy. Otras razones, de que se irá usted haciendo cargo a medida que me oiga, tengo también para ocultar lo ocurrido. Además, mientras hable yo, no me ha de interrumpir usted, por mucho que le pasme mi relación. Terminada ésta, ambos podremos hacer comentarios. Prometí a Van Stralen guardar el secreto y no despegar los labios mientras él hablara. Van Stralen me llevó a su sala-despacho, me instaló en el diván, me proveyó de cigarrillos y licores, y permaneciendo él de pie, comenzó a hablar de la siguiente manera:

II —El lunes pasado, por la mañana, vi a usted por última vez hasta hoy. El lunes por la tarde me fui solo a la calle de Ha-ta-men, a recorrer tiendas de chamarileros y anticuarios. En casa del vejeto chino de las gafas redondas, Hung-Chong creo que se llama, vi un Buda de bronce, de la mitad del tamaño natural, o un poco menos, y verdaderamente muy hermoso. El héroe divino está sentado, con las piernas cruzadas sobre un lecho de flores de loto que forma el zócalo de la estatua. Admirable es su expresión de soñadora serenidad, de místico arrobamiento; no menos admirables son el modelado de su cuerpo semi-femenino y la elegancia y sobriedad de las pleguerías, adornos y atributos... No busque usted al Buda con la mirada. Lo tengo guardado en un armario. Ya sabrá usted por qué y lo verá luego. Por ahora, bástele a usted saber que el Buda me encantó, que lo compré y que me lo traje a casa, colocándole en sitio preferente, en esta sala, sobre la mesa del centro. El martes, también por la tarde, volví a la calle de Ha-ta-men, y visité varias tiendas de anticuarios. En una de ellas, la de Hung-Chong, estaba ese individuo europeo o americano a quien usted y yo hemos encontrado por ahí algunas veces, cuya nacionalidad no hemos podido averiguar nunca, que no había visitado ninguna de las Legaciones ni apenas trataba a nadie en Pekín, y que había llamado sobremanera la atención de usted

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tanto como la mía por su extrema delgadez, sus flotantes melenas grises, su aspecto algo derrotado, sus raros ademanes y la facilidad, corrección y puro acento con que por acaso le oímos hablar en alemán, inglés, francés, italiano, chino y ruso, en las tiendas de europeos o celestes donde solíamos encontrarle. Recuerdo que un día dirigió a usted algunas palabras en castellano, y que se quedó usted absorto de lo bien que le hablaba, y que hasta llegó usted a sospechar si el misterioso extranjero sería un español, cosa que no pudo usted averiguar, porque el hombre dio una respuesta ambigua a la pregunta que usted le hizo acerca de si era o no compatriota suyo. Pues bien: encontré, como decía, a este señor en la tienda del chamarilero, y como le oyese discurrir en chino y muy atinadamente sobre el mayor o menor mérito de un jarrón de la familia rosa, llevado de mi curiosidad de saber quién era y de dónde venía, se me ocurrió un modo de trabar conversación con él, esperando que, de unas cosas en otras, llegaría el hombre a soltar alguna prenda sobre su nacionalidad, oficio, etc. Saludándole y echándole en inglés unos cumplidos acerca de lo mucho que entendía de arte chino, le rogué que me dijera si cierto tatarrete que había en el escaparate era antiguo o moderno. El extranjero, muy amablemente, cogió el tarro, le examinó, me contestó que era antiguo y... no añadió palabra. Pero yo no desistí de mi propósito. Con mucha maña y a fuerza de preguntar sobre tal o cual muñeco, vaso o bronce de los que en la tienda se veían, logré que al cabo se enredara en la conversación. Mi interlocutor hubo por fin de entusiasmarse y ponerse a perorar sobre el arte chino, el japonés, el indio y el persa, sobre estética, historia del arte en general, relaciones de unos pueblos con otros y su recíproco influjo civilizador, y sobre qué sé yo cuántas cosas más. Su elocuencia me tenía pasmado; su erudición era maravillosa, y no tan sólo de la que se logra quemándose las cejas sobre libros, sino también de la adquirida recorriendo mundo. Seguro estoy de que el hombre ese conoce casi toda Europa y ha vivido bastantes años en la India, el Irán, la China y algunas regiones del África y América. Parecía saber y entender de todo. Vamos, que era una especie de Mezzofanti enciclopédico, peregrino y estrafalario. De todo hablaba, repito, salvo de su propia persona. El diablo de hombre rehuía mis indirectas. Se las mantenía tiesas y erre que erre en guardar el incógnito. Al fin, por no pecar de entrometido y fisgón, desistí de mi primer empeño; mas como la charla del desconocido era tan amena como instructiva, surgió en mi mente otro empeño nuevo: el de llevarme al sabio desconocido a mi casa, tanto para prolongar el palique con él, cuanto para

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enseñarle mi colección de antigüedades chinas —ya sabe usted que las poseo de primer orden—, y que me ilustrara de paso sobre el mérito de algunas porcelanas, que yo tengo por auténticas, de la época de los Ming, aunque hay personas, de las que presumen de entendidas, las cuales, en mi concepto equivocadamente, sostienen que esas porcelanas son imitaciones o reproducciones muy modernas. Convidé al desconocido a tomar una copa de schiedam en mi casa, incitándole a venir a ella con el cebo de las joyas artísticas que en ella había de ver. No sin trabajo y de puro porfiar, a la postre logré que consintiera en acompañarme. Atardecía cuando entramos en esta sala. Mi boy, único criado que tengo, no había vuelto aún de hacer unas compras y recados. Yo mismo tuve que encender la lámpara de petróleo que pende del techo. Iluminada la habitación, instalado mi huésped en ese mismo diván donde está usted sentado ahora, y después de servirle el schiedam, le fui enseñando las principales piezas de mi colección. Al cabo de un rato, el hombre se levantó, comenzó a curiosear de un lado para otro y acabó por fijarse en el Buda de bronce que había comprado yo la víspera. —Hermosa estatua —dijo; y, luego de examinarla más despacio, añadió: —¿Sabe usted que esta imagen —si he de juzgar por ciertos pormenores de su hechura y fiándome tan sólo de mis escasos conocimientos iconográficos— debe de ser indostánica, y muy antigua, apenas posterior en dos o tres siglos a la muerte del propio Sakia-Muni? Quizás sea de las que, en el siglo II de la era cristiana, trajeron a China los amarillos peregrinos que iban a las orillas del Ganges a beber en las más puras fuentes la doctrina del divino Bagavat. Pocas estatuas de Buda he visto tan bellas de forma y de tan elevada inspiración artística. ¡Qué fisonomía tan noble! ¡Qué serenidad de alma en ese rostro!... Verdaderamente es ésta la más hermosa pieza de la colección de usted. Y el desconocido seguía mirando y remirando, y dando vueltas a la estatua entre sus dedos, no obstante lo pesada que es y lo difícil de manejar en razón de su tamaño. Usted no ignora que casi todas las imágenes de Buda son huecas y que dentro de ellas guardaban a menudo los sacerdotes, por piedad o lo que fuese, joyas, lingotes de oro y plata, y también oraciones y sentencias escritas en largas tiras de papel, tapando luego la oquedad así rellenada con una planchita de la misma materia que la imagen, la cual planchita se encolaba o se soldaba, según el caso, a los rebordes del zócalo o de la base.

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Tampoco ignora usted que tanto los chinos como los soldados extranjeros en cuyas manos cayeron Budas durante el sitio o el saqueo de Pekín, tuvieron buen cuidado de vaciar los Budas de las joyas y metales preciosos que contenían, arrancando para ello la planchita mencionada. La imagen que examinaba el extranjero había llegado a mi poder en esa forma: destripada, digámoslo así. Su interior estaba, pues, a la vista. Yo no había reparado en que contuviese nada, y eso que me fijo en todo; pero mi desconocido huésped hubo de notar que en el fondo de la estatua, más allá del estrecho canal formado por el cuello, pegadito, al parecer, a la cúspide del cráneo, había un amarillo papelucho, enrollado en forma de cilindro. —¿Ve usted ese papel? —me dijo el extranjero, haciendo de suerte que la luz de la lámpara bañase el interior de la imagen—; pues quizás confirme mis suposiciones iconográficas. Se me antoja que está cubierto de escrituras. Yo no distingo bien. Usted tiene sin duda mejor vista, y podrá decírmelo. —Sí, lo está —repliqué yo. —Pues a sacarlo de su escondite y a leerlo —replicó mi interlocutor. Y, arremangándose el brazo derecho, lo introdujo en la estatua. Dentro de ella anduvo mi huésped revolviendo durante un rato. Como tardara en asir el papelito, le pregunté al fin: —¿No alcanza usted? ¿Quiere usted unas pinzas? El hombre había tendido la imagen sobre la mesa. Medio agachado y con la cara vuelta hacia el lado opuesto a aquel donde yo me hallaba, hacía inútiles esfuerzos por extraer el rollo de papel. Al oírme, se levantó, me miró con una expresión de vivísima sorpresa pintada en el rostro, y dijo: —Sí alcanzo, o mejor dicho, alcanzaría, a no ser por un obstáculo material que se opone a ello. No sé lo que será; pero mis dedos, que se deslizan holgadamente por el cuello de la estatua, tropiezan luego con algo duro, liso, y a juzgar por el tacto, de forma esférica, que llena casi toda la cabeza del Buda, de suerte que mis dedos no pueden pasar entre ese algo y las paredes. Sin embargo, yo no he visto nada dentro de la cabeza, ni lo veo tampoco ahora que vuelvo a mirar. —¡Cosa más rara! —dije yo—. Tampoco he visto nada cuando miré, y eso que mis ojos son de lince. A ver, déjeme usted probar a mí. Y yo también me arremangué, metí el brazo dentro del Buda, llegué con los dedos hasta el final del cuello, y palpé un obstáculo. Pusimos entonces el Buda sobre la coronilla, casi debajo de la lámpara, y de modo que los rayos de ésta penetrasen bien hasta el fondo de la imagen.

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Merced a esta operación, pudimos ver que, en efecto, allí donde nos lo indicara el sentido del tacto, había un cuerpo liso, de forma convexa. Parecía ser el casquete de una esfera de vidrio o de metal. La luz se quebraba en su tersa superficie, haciendo mil cambiantes. El desconocido lanzó una exclamación bronca, como de sorpresa y regocijo, todo en uno. —¡Esto va picando en historia! —añadió después—. ¡Barrunto que vamos a hacer, que ya hemos hecho, algún descubrimiento singular! Lo que hay dentro de la cabeza de la imagen es, sin género de duda, una esfera cristalina. Rodaba y giraba cuando la movía yo con los dedos. En la penumbra no brillaba, no se la veía, porque es transparente. Ahora, herida por los rayos de la lámpara, se la ve, reluce y tiene cambiantes. Todo me lo explico ahora, salvo el por qué está la esfera metida ahí dentro. ¡Y eso hay que averiguarlo, sí, señor, hay que averiguarlo! El hecho es por demás curioso, y hasta anormal, para que no procuremos ponerle en claro sin tardanza. ¡Preciso es extraer esa esfera y también el papelito, porque en el papelito debe de estar la solución al enigma! No se puede usted figurar con qué calor hablaba el extranjero. Estaba el hombre exaltadísimo. Gesticulaba mucho, daba brinquitos sobre una u otra de sus largas y delgadas piernas de ave zancuda, sacudía la cabeza y se pasaba las manos por las revueltas melenas grises. Sus ojos relucían detrás de los temblorosos lentes, con guarnición de oro, que llevaba cabalgando en su aguileña nariz. De puro emocionado, se le entorpecía la lengua al perorar y salían las palabras atropelladamente. Sospeché si habría traído un loco a mi casa. Temeroso de que se exaltara más aún si le contradecía, quise humorarle. Por lo demás, extrañaba yo también lo de la esfera. Nunca había yo oído ni leído de una esfera encerrada en la cabeza de un Buda. Repuse, pues: —Sí, hay que sacar ambos objetos. Sin duda encierran algo de misterioso. Pero lo que precisamente pueda ser, no lo imagino ni lo presupongo. —Ni yo, pero me da el corazón que es algo de inaudito —murmuró el sabio extravagante, mientras volvía a hundir el brazo hasta el codo dentro de la estatua. Yo le miraba hacer, creído en que estaría procurando atrapar el papelito. En cuanto a sacar la bola, o lo que fuese, no lo consideraba posible, dada la estrechez del cuello, a no ser abriendo la cabeza del Buda en dos. Hubo un rato de silencio. El desconocido seguía braceando dentro de la estatua. De pronto le oí dar un grito de pasmo y de alegría, y le vi sacar

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la mano, escondida en el Buda, agitándola triunfalmente en el aire. Allí, sujeta entre sus dedos, estaba la codiciada esfera. ¡Y qué esfera! Invisible casi, de puro diáfana, cuando la mano que la sostenía estaba en la sombra; reluciente como un ascua de oro, rutilante como una gema, cuando le daba la luz de lleno. Su tamaño, algo mayor que el de una naranja de las gordas. Decirle a usted de qué materia estaba hecha, es lo que no sabría. Hubiérase dicho que de cristal hueco, a no ser porque no era quebradiza, sino más dura que un diamante, pues ni con un diamante pudimos rayar su deslumbradora superficie. Y lo más singular era que el globo ese apenas si pesaba. Se le escapó de las manos a mi amigo o visitante mientras le estábamos examinando, y, en vez de caer de prisa al suelo, descendió muy despacio, flotando casi, como una pompa de jabón. El remolino de aire que se armó al precipitarnos ambos para recoger la esfera, hizo dar a ésta unos cuantos barzones por el ambiente, subir, bajar, bailar en raudo giro, e ir a chocar contra unos u otros muebles, rebotando en ellos y resonando con armonioso y suave retintín. El políglota extranjero y yo, hechos unos páparos, boquiabiertos y mudos de admiración, ya no pensábamos ni siquiera en recoger la misteriosa bola. Inmóviles, seguíamos sus evoluciones con ojos tamaños como los de un ternero. Al fin le vimos posarse suavemente sobre la alcatifa tientsinesa de aquel rincón; dar tres botes leves, trazando tres luminosas curvas, y desaparecer, invisible ya, en la penumbra espesa que hay debajo de aquel velador de laca. Mi huésped salió entonces de su estado contemplativo. Bruscamente se volvió hacia el Buda, agarró ya sin tropiezos el papel amarillo, y, sentándose en una butaca, lo desenrolló y se puso a leerlo. Yo, entre tanto, me había precipitado en pos de la hialina esfera. La recogí y la estuve examinando a mis anchas, sin pensar en otra cosa, durante unos veinte o treinta minutos. Me entretuve en sopesarla, en hacerla resonar, en admirar sus destellos e irisaciones, y en cavilar acerca de qué misteriosa materia estaría hecha, y sobre quién la habría fabricado y con qué objeto. Se me ocurrieron infinitas suposiciones, a cual más disparatada. Cuando comunicaba alguna de ellas al lector del rollo de papel, o no me contestaba el lector, de puro absorto que estaba en su lectura, o me contestaba tan sólo con una especie de gruñido inarticulado, como para darme a entender que no le perturbara en la difícil tarea de descifrar el texto que tenía delante de los ojos.

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III Al fin, de pronto, cruzó una nueva idea por mi mente. —¡El diámetro de la esfera es mucho mayor que el del cuello del Buda! —exclamé, mirando de hito en hito al desconocido, que ya había terminado su lectura y se estaba levantando de la butaca con aire muy solemne—. Hasta ahora no había caído en ello. Y como la esfera no es elástica, usted no ha podido sacarla de donde dice. ¿Qué engaño es éste? ¿Se está usted burlando de mí? ¿Está usted haciendo juegos de manos, y con qué propósito? —No hay burla ni juegos de manos —respondió gravemente mi interlocutor—. Aunque a usted le parezca imposible, y aunque esté en contradicción con las leyes físicas que conocemos, es cierto, absolutamente cierto, que he sacado la esfera de la cabeza del Buda, donde usted la vio y la palpó... ¿He dicho sacado? pues me expresé mal. La esfera salió por sí sola, tras de mis dedos, sin que éstos la tocasen... No me interrumpa usted... Voy a ver si le explico lo ocurrido... ¿Ha visto usted o ha hecho usted alguna vez ese experimento de física infantil que consiste en colocar un huevo descascarado y duro sobre el cuello de una botella, donde previamente se echa un papel encendido? ¿Ha visto usted cómo, en virtud de la combustión, enrareciéndose el aire dentro de la botella y pesando y empujando el de fuera, se estira el huevo, se cuela poco a poco por el gollete, y acaba por hundirse hasta el fondo del frasco? Pues bien: de modo parecido, aunque sin deteriorarse y recobrando luego su prístina forma, obediente a otro influjo, que no es el peso del aire como para el huevo, pasó la esfera que tiene usted en la mano por el cuello de la estatua. El influjo, la fuerza a que obedeció, es... Aquí no pude menos de interrumpir al viejo melenudo. Estaba yo indignado de lo que conceptuaba como una nueva burla. Furioso le dije: —No creo una palabra de lo que está usted contando. Palpé y vi algo dentro del Buda, que no sé lo que sería, ni si estaría ahí antes, y que yo tomé por una esfera, porque usted me lo sugirió mañosamente. Luego hizo usted como si sacara de la estatua una esfera que tenía usted oculta en la mano, y que es ésta que ahora tengo yo. ¿Con qué fin ha representado usted esa comedia? El extranjero, sonriéndose bondadosamente, como una persona mayor se sonríe de las impertinencias de un chiquillo, me contestó, sin dejarme proseguir:

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—Iba a explicar a usted la causa del fenómeno que niega; pero ya que usted no presta fe a mis palabras, mejor será que tome yo otro camino para probarle mi veracidad. ¡Hombre incrédulo y suspicaz, convénzase usted por la evidencia de los hechos! El desconocido tomó la esfera entre sus manos, sujetándola apenas entre los dos dedos índices, apoyados cada uno contra un polo de la esfera. Luego fue separando muy poco a poco los dedos. ¡La esfera, perdidos los puntos de apoyo que la mantenían en el aire, no cayó al suelo, como parecía natural que cayese, sino que se mantuvo flotando en el mismo punto del espacio! Ocurrió además que la esfera, a medida que cada uno de los dedos índices de mi huésped se alejaba de ella, fue cambiando de forma: primero, tomó forma aovada; después, por degradaciones imperceptibles, se trocó en un cilindro con los extremos ligeramente redondeados. De esta suerte concluyó el endiablado objeto por parecer un larguísimo y delgadísimo tubo de cristal. El señor extranjero había puesto despacito los brazos en cruz, estando entonces todo lo separado que podía ser su dedo índice derecho de su izquierdo dedo índice. Cada extremo de la esfera transformada en canuto rozaba apenas la yema del correspondiente dedo. El extranjero realizó este prodigioso cambio sin el menor esfuerzo físico. El esfuerzo era mental. La fisonomía de aquel hombre así lo revelaba. Su expresión era la de una persona que reconcentra su pensamiento, que está abstraída en intrincado problema. Harto se le alcanzará a usted que tan inaudito espectáculo me ofuscase, me tuviese embobado, patidifuso, cortadas la respiración y la palabra. En mi vida había visto cosa igual; es más: creo que no la volveré a ver. El extranjero se estuvo quieto dos o tres minutos, con los brazos estirados. El tubo mágico seguía suspendido horizontalmente en el aire. Sus cabos parecían atraídos por las yemas de los dedos como las puntas de un alambre por unos trozos de piedra imán. De súbito, el extranjero alzó los brazos y se echó a reír. En un parpadear de ojos, sin transición visible, en la centésima parte de un segundo, la barra hialina volvió a ser esfera, y vi la esfera saltar hacia el techo, rebotar en él y descender girando vigorosamente. —¿Y ahora —me decía el peregrino sabio— dudará usted de mis explicaciones? ¿Seguirá usted considerándome como a un prestidigitador? —Como a un prestidigitador, ya no; pero sí considero a usted como a un prodigioso mágico. Si antes no me explicaba la forma en que pudo usted sacar esa misteriosa esfera de su escondite, y no quería creer lo que

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me explicaba usted, ahora que lo he visto y que me lo ha demostrado usted prácticamente, todavía me lo explico menos. ¡Revéleme usted, se lo suplico, en virtud de qué oculto poder, de qué prodigiosa fuerza psíquica, pues no emplea usted para ello la de sus músculos, logra usted hacer cambiar de forma a la materia, a despecho de las leyes naturales! —Yo no soy mago —contestó el extranjero—: soy un hombre como usted, bastante más viejo y que ha visto algunas cosas más y sabe acaso algunas más que usted... Pero no poseo poder alguno oculto. El poder oculto reside en la esfera. Una volición mía, ignorante de los efectos que podía tener, la hizo salir de la cabeza del Buda. Yo también me maravillé de encontrarla de pronto entre mis dedos. Leí el papel, y el papel me dio la clave del misterio. Cuando usted entró en sospechas, le iba a dar la explicación del caso. Apenas comencé, me trató usted de farsante y de embaucador. Entonces, para convencer a usted de previa manera y por patente modo, ya con una sapiente volición, hice obrar a la esfera uno de los mil prodigios que está de continuo en potencia propincua de realizar... — ¡No entiendo una palabra de lo que usted me dice! —Bueno: todo se aclarará ahora. Procederé metódicamente, tomando las cosas ab ovo. Y al tiempo que me contestaba, el extranjero volvió a sentarse en la butaca y sacó del bolsillo el rollo de papel que extrajera antes de la cabeza de la imagen. Extendiéndole sobre sus rodillas, añadió: —Siéntese usted, que la explicación va para largo... No es cosa de que haga yo aquí una historia de la introducción y difusión del Budismo en China. Baste decir que, hacia el año 200 antes de la Era cristiana, los primeros misioneros budistas del Indostán penetraron en el Celeste Imperio. Tres siglos después, la nueva doctrina era oficialmente reconocida como una de las religiones del Estado. Los Emperadores amarillos mandaban misiones científicas a las tierras que bañan el Ganges y el Indo, a fin de que esas misiones estudiasen el culto y la liturgia de la religión fundada por el divino Sakia-Muni, y adquirieran y trajeran a China libros canónicos, sagradas reliquias y venerandas imágenes. Numerosos peregrinos, nacidos en las márgenes del Yang-tsé-kiang y del Hoang-hó, traspasaban también los ingentes montes Himalaya, caminaban hacia el Sur hasta llegar al Magadá, la Tierra Santa de los budistas, y visitaban los lugares frecuentados durante su vida terrestre por el Príncipe Sidarta, el hijo de Mayadevi, antes y después de que lograra la condición de Buda.

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Entre estos miles de peregrinos cuéntase al célebre Fa-hien, que visitó la India en el siglo IV de nuestra Era, y cuyos Viajes haya usted quizás leído. En época bastante posterior hubo otro peregrino, llamado HiuengTsang, cuya vida y andanzas son las que verdaderamente nos importan. Hiueng-Tsang escribió una obra en doce libros, refiriendo por lo menudo su viaje a la India y lo que le ocurrió mientras estuvo en ella. Muerto Hiueng-Tsang, dos de sus discípulos predilectos y más aprovechados compusieron una biografía de él. Leí en otro tiempo tanto la Relación del viaje a la India de Hiueng-Tsang como su mencionada biografía, y merced a mi memoria, que no es mala, estoy en condiciones de referir a usted, y voy a referirle, sin entrar en pormenores, cuanto le ocurrió a Hiueng-Tsang desde su nacimiento hasta su muerte, todo lo cual, aunque a usted no se le alcance por ahora, guarda no poca relación con los prodigiosos lances de la esfera que acaban de ocurrir. Y vamos al grano. Hiueng-Tsang vio la luz en la ciudad de Tchin-lieu, en el Imperio chino, a principios del siglo VII. Desde muy niño comenzó a estudiar en un convento budista. A los trece años recibió las órdenes menores y se marchó del convento, recorriendo en compañía de un hermano suyo, monje también, los principales centros docentes y religiosos del Imperio chino. A los veinte años se ordenó de mayores. Era ya un pozo de sabiduría, y gran predicador, profundo teólogo y atinado exégeta de los libros canónicos budistas. Su fama había cundido por cuantas regiones habita la amarilla gente. De todos los monasterios, de todas las escuelas acudían a él doctores y estudiantes para oír sus enseñanzas y para rogarle que les explicase los dudosos puntos de doctrina. Estos puntos dudosos debían de ser no escasos en número, a causa de que, según tengo entendido, las traducciones chinas de los sagrados textos sánscritos estaban llenas de errores y de párrafos obscuros o truncados. El propio Hiueng-Tsang no sabía a veces qué interpretación darles; y como era varón tan fervoroso como resuelto y emprendedor, hizo y realizó el propósito, a los veintiséis años, de marcharse a la India, de aprender en ella el sánscrito y de salir de dudas, leyendo y estudiando en sánscrito las obras cuya traducción chinesca a tantas falsas o heréticas deducciones se prestaba. Menester fueron la más inquebrantable resolución, la constancia más heroica, el más sublime sufrimiento, para que Hiueng-Tsang lograra su propósito. Tuvo primero que burlar la vigilancia de las autoridades chinas, las cuales se oponían a que saliese del Imperio. Traspasada la frontera, el

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santo peregrino hubo de internarse solo en un inmenso desierto, donde, durante los muchos días que tardó en recorrerle, padeció hambre y sed, se extravió, y fue maltratado por bandidos. Al salir de aquellos ardorosos arenales, se halló Hiueng-Tsang en el país de los tártaros oigures, cuyo Khan, budista muy devoto y muy bárbaro e ignorante, al saber que había penetrado en sus dominios el gran teólogo chinesco, se empeñó en agasajar al gran teólogo y en convencerle de que se quedase en la Tartaria enseñando y predicando la doctrina de Sakia-Muni. Hiueng-Tsang se negó muy cortésmente a ello, replicando que él no había salido de su tierra para enseñar la Ley, sino para estudiarla. El Khan de Tartaria se enfureció entonces, y detuvo a Hieung-Tsang de fuerza. Hieung-Tsang, preso, amenazó a sus carceleros con dejarse morir de hambre, y en prueba de que lo haría si no le devolvían su libertad, no probó ni un bocado en un par de semanas. El Khan, al saber esto, se arrepintió, dio suelta al prisionero, le colmó de regalos y le concedió una escolta para que le acompañase hasta la India. Hiueng-Tsang atravesó así la Dzungaria, el valle del Iaxartes y la Bactriana, no sin que le ocurriesen otras mil peripecias y mil peligrosos lances. Antes de que sus ojos lograran contemplar los fértiles valles de la India, estuvo más de media docena de veces a punto de perecer. Catorce de las personas de su escolta murieron de hambre y frío en los ventisqueros de los montes Monsur-Dabagán. No viene al caso hablar aquí de las muchas cosas curiosísimas que refiere Hiueng-Tsang en esta parte de sus viajes, las cuales cosas prueban que, en el siglo VII, cuando Europa estaba sumida en la barbarie, florecían en el centro del Asia reinos y naciones que habían llegado a un alto grado de cultura. El hablar de éstos alargaría por demás mi relación, y comprendo que esté usted impaciente de saber a qué atenerse respecto de la esfera. Abreviando, pues, diré a usted que Hiueng-Tsang llegó, de milagro, vivo a la India, entrando en ella por la frontera de Kabulistán. Lo primero que hizo el celeste peregrino al pisar el sagrado suelo de la patria de SakiaMuni, fue visitar una célebre caverna de la región de Purashapura, donde era fama que el Buda había convertido al rey de los dragones, y a la cual solían acudir los devotos para ver si lograban contemplar la sombra del Bagavat, que muy de tarde en tarde se aparecía a aquel de sus fieles que, en razón de su virtud, se había hecho digno de tan inefable dicha. HiuengTsang la tuvo. Después de rezar muchas horas seguidas en la caverna, macerando su cuerpo, humillando su espíritu, se le apareció la luminosa y resplandeciente sombra de Buda.

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Reconfortado, enardecido por la visión sublime, Hiueng-Tsang prosiguió sus peregrinaciones. Pasó a Cachemira, recorrió las principales ciudades de la India Central, y penetró, por último, en el Magadá. Allí se estuvo cinco años estudiando el sanscrito y la literatura budista. Luego continuó su viaje, descendió casi hasta el Cabo Comorín, y visitó el Malabar, el Pendjab y las regiones vecinas de la Persia, para regresar otra vez al Magadá, donde hubo de permanecer todavía algunos años más, prosiguiendo infatigablemente sus estudios. Llegó a ser maestro de sus maestros, definidor de la Ley en los Concilios, favorito de reyes, campeón de la fe ortodoxa. Tan sólo al cabo de tres lustros, después de un viaje de vuelta no menos borrascoso que el de ida, hubo Hiueng-Tsang de tornar a su patria. En ella fue triunfalmente recibido por el Emperador, el pueblo y los letrados y religiosos. A su entrada en la capital chinesca formáronse las tropas para rendirle obsequio; flores fueron arrojadas debajo de sus pies; engalanáronse los habitantes como en día de fiesta nacional; tellizas, reposteros, sedas y bordados cubrieron el suelo de las calles por donde pasaran el santo peregrino y su séquito de imágenes, reliquias y sagrados textos en el sanscrito idioma. El Emperador de la China agasajó espléndidamente a Hiueng-Tsang; rindió parias a su inmenso saber y a su probada virtud, y, ganoso de conservarle siempre al lado suyo, le ofreció el cargo de Ministro. HiuengTsang rehusó. Quería huir del mundo y de sus pompas, encerrarse en un convento y dedicarse en él a la vida contemplativa y a la traducción de las obras literarias que trajera del Magadá. El Emperador tuvo que acceder a la demanda. Hiueng-Tsang, oculto en su retiro, iluminada la mente por la luz de Buda, fue publicando en chino, uno tras otro, mil trescientos treinta y cinco volúmenes de obras traducidas del sanscrito. Hombre tan recto, magnánimo y virtuoso murió muy anciano, inundada el alma de suave alegría, convencido de que esa alma había de reencarnarse en otros cuerpos, y de que, por medio de tales existencias sucesivas, si en ellas continuaba cumpliendo celosamente sus deberes para con Buda, había de llegar por fin a la inteligencia transcendental de las cosas todas, que hasta entonces no había logrado sino penetrar, en parte y muy confusamente, a pesar de sus austeridades, buenas obras y esfuerzos introinspectivos. Hasta aquí —prosiguió diciendo el extranjero— lo que se sabe en Europa de la vida de Hiueng-Tsang y lo que de esa vida se cuenta en la biografía que, en loor de él y para conocimiento del vulgo, se escribió.

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Pero sepa usted, amigo mío, que yo acabo de descubrir bastante más acerca de tan interesante existencia. Esta tira de papel que extraje de la cabeza del Buda y que tengo ahora entre las manos, está cubierta de caracteres sanscritos, trazados sin duda por el propio Hiueng-Tsang. Así se infiere claramente de lo que acabo de leer. Bien es verdad que los caracteres están ya algo borrosos y que yo, de puro afán de enterarme, he leído muy deprisa el manuscrito; mas aunque parezca inmodestia de mi parte, debo declarar a usted que entiendo lo bastante la lengua de los Vedas para tener la seguridad de que no he interpretado erróneamente lo que en el manuscrito se relata, y que es ni más ni menos que una historia de la iniciación del peregrino celeste en las doctrinas esotéricas del Budismo, seguida de una exposición sucinta y parcial de estas doctrinas y de una explicación de lo que es la esfera, así como de sus miríficas virtudes. Ahora bien, y a fin de que luego lo entienda usted todo con claridad mayor, antes de revelar a usted lo que la esfera es y cuáles son esas virtudes, se me antoja que convendría mucho poner de manifiesto, aunque sea de muy somero modo, algo de lo que el Budismo esotérico representa y significa. —He leído las obras de Sinnett, Hartmann, Annie Besant y la señora Blavatsky —dije, interrumpiendo al extranjero—. Algo se me alcanza, pues, de lo que sea el Budismo esotérico, o Teosofía, como también se llama; pero si usted no me juzga suficientemente instruido, o si usted cree necesario refrescarme la memoria con su exposición de doctrina, hable usted y diga cuanto quiera, que yo le oiré con sumo gusto, por más que no se me cocerá el pan hasta que me explique usted lo de la esfera. —Si ha leído usted esos libros, aunque contienen no pocos errores —respondió mi interlocutor—, reputo a usted por casi tan ilustrado como yo en la doctrina secreta. Y digo casi tan ilustrado, porque ha de saber usted que, durante unos diez o doce años que estuve en la India, y que fue cuando aprendí el sánscrito, me cobró grande amistad un cierto Godapatha, sacerdote budista que, por obra de la introinspección, sujetándose a terribles pruebas, tanto físicas como intelectuales, había llegado a ser Mahatma o adepto de última o ínfima categoría. Este amigo mío se empeñó en tomarme por chela o catecúmeno, leyéndome la cartilla, el A B C como si dijéramos, de la doctrina oculta del Budismo, y explicándomela algo mejor de cómo la entienden y explican esos autores que usted ha leído. Godapatha porfiaba por convencerme de que me fuera a cierto convento fronterizo del Tibet y me encastillase allí, renunciando al mundo y desembarazándome de

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toda sensualidad y de todo material deseo, por donde, si estudiaba yo bien, acaso llegaría a un alto grado de esa iluminación espiritual cuyo poder es incomprensible para los profanos. Movido por mi insaciable curiosidad, a punto estuve de hacer lo que me rogaba mi amigo el adepto; pero luego, pensándolo despacio, no me sentí con fuerzas para tan áspera iniciación. El mundo me había maleado por demás; estaba ya muy duro el alcacer para zampoñas. Pero dejémonos de divagaciones. Volvamos a Hiueng-Tsang. Los arrestos de Hiueng-Tsang eran mucho mayores que los míos: ningún obstáculo le arredró. Quiso y supo iniciarse en los arcanos del Budismo. En verdad esto era lo que principalmente se proponía cuando emprendió su viaje desde la China al Magadá. En este papel refiere el santo peregrino cómo dio comienzo a su iniciación en la índica ciudad de Kisinagara, cuyas ruinas aún existen, bajo la alta dirección de un Arhat o Mahatma llamado Agatasatru, personaje sublime que, a fuerza de pasarse días y días, meses y meses, años y años intensamente absorto dentro de sí mismo, había rasgado al fin el velo de Isis, que encubre los misterios de la Naturaleza; traspasado de místico modo la cortina de Maya, o sea de la Ilusión, y ya purificado y perfeccionado por sus prácticas tremendamente ascéticas, hasta había llegado a alcanzar las seis incomprensibles facultades sobrenaturales, atributo de los más conspicuos Custodios de la ciencia espiritual. Agatasatru era veinte veces más docto en ocultismo que mi maestro Godapatha. Agatasatru se movía a través de los más resistentes obstáculos materiales, como nosotros nos movemos en la atmósfera que nos rodea; Agatasatru leía como en abierto libro los pensamientos más secretos de los demás hombres; Agatasatru sabía lo pasado y lo futuro; tenía clara memoria de sus anteriores encarnaciones en la Tierra y en otros planetas; poseía el don de ubicuidad, esto es, podía proyectar fantásticas apariciones suyas en muchos lugares al mismo tiempo; ejercía pleno dominio sobre los espíritus elementales; había penetrado la apariencia de las cosas, o lo que es lo mismo, conocía la esencia de ellas, y hasta podía regirlas a su antojo, dentro de ciertas leyes primordiales, realizando así estupendos milagros. En suma, Agatasatru era uno de los adeptos preclarísimos del Radja-Yoga, o magia blanca, por la cual llega a sublimarse el espíritu humano de inefable modo, y que no hay que confundir con el Hatha-Yoga, la nefanda magia negra, muy inferior en poder y eficacia, y cuyos iniciados acaban por perder el alma en manos de los espíritus malignos.

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Fácilmente comprenderá usted que, merced a tal maestro, HiuengTsang se encarrilase bien por la vía de la iniciación y recorriese no poco camino en escaso tiempo. Esto, no obstante la excesiva modestia con que Hieung-Tsang habla de su propia persona, se saca en limpio de la lectura del papel, pues en el papel dice Hiueng-Tsang que al cabo de quince años de estudios, vigilias y maceraciones, alcanzó el grado de Arhat de quinta clase, o sea de la categoría inmediata superior a la de mi amigo Godapatha. Indudablemente, de haber permanecido Hiueng-Tsang otros quince o veinte años en la India estudiando a la vera y bajo los auspicios de Agatasatru, Hiueng-Tsang hubiese llegado a ser tan sobresaliente adepto como su propio iniciador. Pero Hiueng-Tsang, de puro pánfilo, altruista y generoso, renunció a tamaña felicidad. Recordaba que no había venido tan sólo a la India para penetrar los arcanos del Budismo esotérico, sino también para estudiar el sanscrito, y en sabiéndole, enmendar los yerros de interpretación que contenían los textos chinos de doctrina exotérica o pública y corriente. Si a él le importaba ir subiendo por el secreto camino de perfección, no importaba menos a aquellos de sus compatriotas, incapaces de semejante ascenso, el poseer un texto de la doctrina vulgar, limpio de errores, fácilmente comprensible y que les sirviese de guía, pauta y apoyo dentro de la baja esfera espiritual en que vivían. Esta nobilísima consideración fue la que movió a Hiueng-Tsang a quedarse a media miel, a no pasar adelante, guiado por Agatasatru, en el desarrollo de sus facultades psíquicas. Cumplidos sus quince años de residencia en la India, Hiueng-Tsang manifestó a Agatasatru que no podía demorar por más tiempo su vuelta al Imperio chino. Agatasatru, merced a su don de vidente espiritual, estaba al cabo de todo y no necesitaba, para hacerse cargo, de las explicaciones que le diera Hiueng-Tsang; pero se las dejó dar y alabó cuanto se merecía la abnegación de su discípulo, prometiendo a éste que mandaría frecuentemente a visitarle una de sus proyecciones anímicas, con lo que, de muy sencillo modo, podría seguir ayudándole e iniciándole. Además —y aquí entramos ya de lleno en lo que tanto nos interesa—, como Hiueng-Tsang comunicase a Agatasatru su propósito de fundar en China una escuela de ocultismo, Agatasatru, a fin de facilitar las tareas pedagógicas de Hiueng-Tsang, le regaló la esfera que por dichosísima casualidad hemos hallado.

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No dice el papel cómo se las compuso Agatasatru para fabricar la esfera, ni de qué materia la fabricó, y aunque lo dijese no lo entenderíamos del todo; pero nos es lícito excogitar que Agatasatru la fabricó facilísimamente, plasmándola de cualquier vulgar substancia, de lo que tuviese más a mano: de una pizca de lodo, de un engandujo que colgara de su traje, de pelusa hallado en un rincón, o de otra quisicosa despreciable y parva. Bastóle sin duda a Agatasatru figurar la esfera en su intelecto para que la esfera —en un soplo, en el mismísimo punto en que él hubiese sugestionado la parva y despreciable quisicosa susodicha— surgiese entre sus manos tal y como la vemos, hialina, sonora, casi imponderable, y, lo que es más, según reza el papel, indestructible, como no sea por un poder mágico equivalente o superior al que la creó. Pasmoso le parecerá a usted todo esto; pero sepa usted que tales creaciones son coser y cantar, verdaderamente juego de niños, para un señor Mahatma de las facultades de Agatasatru. Una vez creada la esfera, Agatasatru hizo algo todavía más prodigioso, y que fue dotar la esfera de inagotable energía psíquica. Estas cosas son muy difíciles de explicar: no hay palabras que nos las den a entender, por la sencilla razón de que no podemos entender esas cosas no estando iniciados en los más sublimes arcanos de la Teosofía y del Radja-Yoga. Y como no las entiendo sino a medias, no podré explicarme sino a medias también, o menos que a medias, y usted tendrá que contentarse con esa vaga explicación... Agatasatru, sin perder nada de su propia fuerza psíquica, acumuló no poca de esa misma fuerza en el globo que acababa de crear, y lo hizo de tal modo y con tal tino, que, a medida que la fuerza acumulada se va gastando en experiencias, va renovándose por otra parte, en virtud de no sé qué misterioso agente, de tal suerte que perdura en la esfera la misma cantidad de energía psíquica que la depositada en ella por Agatasatru. Usted me preguntará que con qué fin hizo esto el Gran Mahatma. Esto es lo que me resta por decir. No me valdré para decirlo de lo que en el papel declara y comenta Hiueng-Tsang, porque su declaración y sus comentarios son excesivamente abstrusos. Me valdré antes de un imperfecto símil, más asequible a nuestro entendimiento, que se me ha ocurrido ahora mismo, y que viene bastante bien al caso. Así como en los colegios e institutos bien organizados del mundo occidental hay gabinetes de física y química provistos de infinidad de aparatos, maquinarias y armatostes para la instrucción práctica de los alumnos, así quiso Agatasatru que, en el centro docente de ocultismo próximo

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a ser fundado, hubiera un gabinetito de experimental enseñanza psíquica, cuyo único instrumento, pues otros no eran menester, fuese la esfera prodigiosa regalada a Hiueng-Tsang. Usted no ignora que el desenvolvimiento de las fuerzas espirituales latentes en todo hombre, desenvolvimiento que constituye el fin de RadjaYoga, ha de ser conseguido, más que por nada, por el esfuerzo del propio chela o alumno, con muy poca ayuda externa, salvo la dirección de su maestro. Sin embargo, esta ayuda hay que darla indefectiblemente a principio de los estudios. Para ello creó Agatasatru la esfera y la dotó de tan extraordinaria eficacia: para que los chelas incipientes tomasen de la esfera la energía psíquica de que carecían aún, y pudieran de ese modo hacer alguna de las experiencias ocultistas más rudimentarias. Claro está que a medida que el chela iba desarrollando su propia potencia espiritual, iba siendo pari pasu menor la cantidad de espiritual potencia supletoria que necesitaba extraer de la esfera. En otros términos: los chelas se servían del globo mágico como de unos andadores espirituales, hasta que ya se sentían con arrestos y seguridad bastante para caminar sin esos andadores por la senda del ocultismo. Al objeto de realizar las experiencias, bastaba que el incipiente chela tuviese el globo entre las manos, y que, con fe absoluta en el éxito, desease vehementemente obrar tal o cual prodigio de los de menor cuantía, como el ver las cosas a través de un cuerpo opaco, o mandar un psicograma a cualquier compañero suyo que estuviese en otra habitación del colegio. —¿De modo —exclamé yo—, que por lo dicho, a usted o a mí, o a otra persona que tenga la esfera entre las manos, como usted la tenía cuando la estiró en forma de longaniza, le bastaría desear vehementemente y con fe ciega alguna cosa, por extraordinaria que fuese, para que esa cosa ocurriera en el acto? ¡Pues no es menudo dije el que he adquirido! ¡Con él van a ser mías todas las riquezas, todas las mujeres de este mundo; mío el poder; mía la facultad de arreglarlo todo a mi capricho, de trastornar el orden de la naturaleza y de cambiar el curso de los acontecimientos! —Poco a poco, amiguito: no se exalte usted —replicó el sabio extranjero con mucha sorna—. No le creía a usted tan interesado. Ya está usted pensando en la esfera como en un medio de granjería, como en un conducto para satisfacer sus livianos deseos, sus pasiones malas, y esa abominable ambición de dominio material que radica en el alma de casi todos los hombres. Caiga usted de su burra. Sepa usted que Agatasatru no hacía las cosas a humo de pajas ni a medio mogate. Agatasatru previó que la esfera

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podía caer en manos de gente perversa, codiciosa o muy dada a impuros deleites y corporales apetitos, y se las compuso de modo que la esfera careciese de eficacia para satisfacer los deseos de tal gente. Esto, con la mayor claridad, lo dice Hiueng-Tsang en las explicaciones que puso en el papel. Ya, ya puede usted coger la esfera y desear que se le llene la casa de monedillas de veinte francos, que no se verificará el prodigio. Otra cosa ocurriría si, prescindiendo de todo ruin afán de lucro, de toda intención de medro mundanal, solicitase usted, por ejemplo, de la esfera el préstamo de la energía psíquica necesaria para poder asomarse, como por un balcón, a la región donde moran los espíritus, o para darse un paseo, con el cuerpo astral, por los ámbitos interplanetarios. Ya vio usted que, sin saber lo que me hacía, como M. Jourdain al hablar en prosa, extraje la esfera de su cárcel tan sólo porque deseaba extraerla, y que luego, después de leer el papel, ya conscientemente, la estiré de prodigioso modo. Mucho me tarda hacer nuevas experiencias; pero considero conveniente terminar antes mi relación de la vida esotérica de Hiueng-Tsang. Hiueng-Tsang regresó a China con la esfera, que estimaba en más que cuantos otros objetos traía; se guardó muy bien de hacer público lo de su teosófico saber, y una vez instalado en su convento, abrió un secreto curso de Radja-Yoga para enseñanza de unos cuantos jóvenes, fervorosos y bien predispuestos chelas, almáciga o plantel de los futuros Mahatmas de la China. Es de suponer que, muerto Hiueng-Tsang, al menos durante algún tiempo, prosiguiesen sus discípulos dando enseñanza esotérica a otros chinescos mozalbetes, valiéndose para ello de la esfera que, con el papel redactado por Hiueng-Tsang, se guardaría dentro de la cabeza del Buda donde la hemos hallado. Pero es de suponer también, pues de otro modo no se explicarían las cosas, que la escuela esotérica fundada por HiuengTsang decayese poco a poco, o periclitase de repente, llegando al fin y al cabo los budistas sacerdotes chinos a olvidarse de que semejante escuela hubiese existido alguna vez. En apoyo de estas suposiciones, además del hecho de haberse bastardeado y materializado el Budismo en el Celeste Imperio, podría yo aducir también la terrible persecución que a mediados del siglo IX de nuestra Era sufrieron en toda la China los sectarios de Sakia-Muni, persecución durante la cual fueron destruidos unos 45.000 templos y monasterios. Quizás entonces hubieron de huir a la India los chelas del colegio fundado por Hiueng-Tsang, y de huir muertos de miedo, sin acordarse de cargar con la esfera, de la cual, por razones que ya he

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dicho, no podían valerse en tal apuro a fin de salvar sus vidas, haciéndose invisibles o mediante algún otro prodigio de la misma laya. Quizás pereciesen los chelas todos a manos de sus perseguidores. Mas dejémonos de conjeturas acerca de esto, y no nos pongamos tampoco a cavilar sobre cómo han ido a parar la imagen de Buda, la esfera y el papel a la tienda del chamarilero Hung-Chong. Agatasatru hubo, sin duda, de prever cuanto ha ocurrido y cuanto ocurra en adelante a la esfera; y como Agatasatru sabía dónde le apretaba la babucha, es de suponer muy fundadamente que todo lo ordenara a un fin que no podemos ni sospechar nosotros. Como quiera que sea, el caso es que somos ahora dueños del globo prodigioso, y que podemos realizar con él muy útiles e interesantes experiencias. ¡Basta ya, pues, de explicaciones, y venga la bola, inagotable depósito de acumulada energía psíquica! ¡Sin más tardanza, vamos usted y yo a hacer de chelas autodidácticos y a levantar audazmente un pico de la cortina de Maya, averiguando el cómo y el por qué de tantas cosas cuya apariencia es lo único que nos dan a conocer nuestros groseros sentimientos corporales!

V Al oír estas palabras, confieso que me entró cierto reconcomio. —¿Experiencias sobrenaturales? —dije—. ¡Las hará usted si quiere, yo no! Si no hubiera visto el maravilloso estiramiento de ese endiablado globo, no creería, a pesar de lo que usted me ha explicado, en la posibilidad de hacerlas. Ahora, aunque me parece que estoy soñando, ya creo en esa posibilidad; pero, por lo mismo, me abstendré de poner a prueba la eficacia de la esfera mágica. No estoy iniciado en los misterios del RadjaYoga, ciencia que hasta hoy había tenido no más que por una filfa divertida; y no estando iniciado ni preparado en modo alguno, se me antoja que la bola, en manos de persona tan profana como yo, bien podría resultar chisme no menos peligroso que un fusil cargado entre las de un niño. Quien busca el peligro... —En él perece, sí señor —contestóme riéndose el extranjero—; pero también es cierto que quien no se arriesga no pasa la mar. Por otra parte, no hace falta iniciación ni preparación alguna. Considere usted que la esfera en sí misma es un aparato preparatorio, que ha de prestarnos y suplir lo que nos falta. Además, repito, Paris vaut bien une messe, y yo, al menos,

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por amor a la sabiduría, por noble curiosidad, estimo que bien puede uno exponerse a cualquier percance a fin de averiguar transcendentales cosas ignoradas. Voy, pues, a intentar, solo, algunos experimentos, ya que no quiere usted intentarlos conmigo. A todo esto, el alumno de Godapatha se había levantado, había cogido la esfera que yacía por el suelo cerca del balcón, y con ella entre las manos, había vuelto a sentarse en la butaca. Yo estaba sentado, frente a él, a horcajadas, sobre un banquillo. Detrás del extranjero había ese espejo chino, de luna grande, que ve usted ahí, cortando la esquina. Apenas había concluido de hablar el extranjero, cuando oí a Ta-tai, mi perrita chinesca, que estaba arañando la puerta del cuarto para que yo se la abriese. Me levanté, abrí la puerta, entró la perrilla y di media vuelta para tornar a sentarme. ¡El extranjero había desaparecido! No había lugar en la habitación donde pudiera haberse ocultado. ¡La sangre se me heló dentro de las venas, los pelos se me pusieron de punta! Vacilando, mudo de terror, sin poder raciocinar, di unos pasos y me planté delante de la butaca vacía. En el espejo se reflejaba mi imagen: la imagen de un hombre pálido, desencajado, muerto de miedo. De pronto, oí la voz del extranjero, que me preguntaba: —¿No me ve usted? Pegué un respingo hacia atrás y me di un porrazo contra la mesa del centro. ¡La voz había sonado en el aire, delante de mí, como si saliese de la butaca donde aquel hombre había estado poco antes! —¿No me ve usted? —preguntó de nuevo la voz—. Pues no me he movido de mi sitio. Sigo en la butaca. He deseado ser invisible, y lo soy. Repóngase usted, acérquese y pálpeme para convencerse. Ya comprenderá usted que estuviese yo fuera de mis casillas. A pesar del anterior prodigio de la esfera, el nuevo me había cogido de susto. Creía estar delirando. Permanecí todavía un par de minutos cerca de la mesa, palpándome, enjugándome el sudor frío que corría por mi rostro. Al fin me sobrepuse un poco a mi primer sorpresa, y me decidí a palpar también al extranjero. Mis manos se paseaban en el aire, por cima de la butaca. Yo no veía al hombre aquél ni a la esfera que tenía el hombre entre los dedos; pero le

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tocaba, sentía la resistencia de su cuerpo, le tiraba de sus invisibles melenas, de su invisible ropa. En mi cara percibía el roce de su aliento, y oía su voz muy cerca de mí, diciéndome: —¿Lo ve usted, lo ve usted? ¿El RadjaYoga, es una filfa? ¡Qué sensación tan extraña! Aquello era como oír y tocar a una persona en un sitio a obscuras, salvo que había luz. Yo veía toda la butaca como si nadie estuviera sentado en ella. El espejo reflejaba únicamente el respaldo de la butaca y mi propia persona, cuando también debiera de haber reflejado la cabeza del extranjero, que sobresalía por cima del respaldo. Le digo a usted que era para volverse loco. Y como loco estaba yo. En cuanto a Ta-tai, desde el punto en que había oído la desconocida voz de un ser invisible, estaba refugiada en el extremo opuesto del cuarto, debajo de una mesa, gruñendo sordamente. De pronto volví a ver al extranjero. ¡Parecía haber surgido, haberse cuajado de la nada entre mis manos! Estaba riéndose, tumbado en la butaca, cruzadas las piernas, sujetando la prodigiosa esfera contra el pecho. —Cuando usted se levantó y me volvió la espalda —me decía— estaba yo deseando hacerme invisible, que fue lo que buenamente se me ocurrió primero para experimentar la esfera. Al operarse de instantáneo modo mi deseo, no sentí físicamente alteración alguna en mi persona. Ningún dolor, ninguna molestia, ni tampoco ninguna impresión agradable. Lo que me reveló que mi volición se había realizado, fue que dejé de verme con mis propios ojos. ¡Qué sensación tan nueva y peregrina! ¡De no haber tenido yo, por los cuatro sentidos restantes, la conciencia de mi propio ser corpóreo, hubiera podido hacerme la ilusión de que era un espíritu puro! El extranjero se calló por un momento. Estaba como transfigurado. Le brillaban los ojos de alegría. Temblaba de emoción. Contemplaba y acariciaba la esfera como un amante contempla y acaricia a su querida, como un avaro sus tesoros. Luego repuso: —Vamos, anímese usted... Haga usted también la experiencia. Ya ve que no hay peligro. Mucho tuvo que porfiar el desconocido para convencerme. La curiosidad me impelía a hacer el experimento; pero el temor de lo sobrenatural me atenaceaba y me retenía, lo declaro a usted con toda ingenuidad. Al fin me decidí. Cerré los ojos sin pensarlo, como quien va a despeñarse desde una altura; puse tímidamente las manos sobre la esfera, que el extranjero me había entregado, y deseé ser invisible, pero deseé con pocos bríos,

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haciendo un esfuerzo para desear y vacilando, a última hora, entre la curiosidad y el miedo. El extranjero se reía a carcajadas. —Abra usted los ojos —me dijo al fin—, y mírese, que el espectáculo vale la pena de ser visto. Avergonzado, ruborizándome, abrí los ojos. Como tenía la cabeza gacha, lo primero que se ofreció a mi contemplación fueron mis piernas y mis botas. Di un grito de espanto. Ta-tai ladró furiosamente, ensañando los dientes al extranjero. Botas y piernas aparecían incoloras, desvaídas como una daguerreotipia cuando se la pone a cierta luz; sus contornos no eran firmes, sino que estaban esfumados, y a través de ellas, como a través de una neblina, veía yo confusamente los dibujos de la alfombra. Y, sin embargo, al tentarlas, sentía yo que mis piernas no habían dejado de ser macizas. Pero la mano con que las tentaba también se había vuelto semitransparente: semejaba la mano de un fantasma, tal como nos figuramos que son las manos de esos seres imaginarios. Levanté la cara y me miré en el espejo. Reflejaba la luna la imagen de un ente borroso, de apariencia espectral. ¿Ha visto usted esas fotografías de sombras evocadas por los modernos espiritistas? Pues algo así veía yo en el espejo. El desconocido habló: —Ha deseado usted a medias, y tan sólo a medias ha dejado usted de ser visible. ¡Deseche el miedo y ponga ahínco en sus voliciones! Así lo hice. Repuesto ya de mi asombro, me entretuve en aparecer y desaparecer en el espejo con la rapidez de una visión cinematográfica. Ya había perdido el miedo y me divertía como un chiquillo. Al fin el extranjero me quitó la bola mágica de las manos. —Déjese usted de juegos —me dijo en tono de reprensión—. Las cosas serias hay que tratarlas y usarlas seriamente. Pasemos a otra experiencia. Iba a contestarle no sé qué, cuando de súbito cambió todo el aspecto del cuarto. Fue aquello como una instantánea mutación de escena. ¡Me hallaba, no ya en Pekín, sino en Rotterdam, en casa de mi madre, abriendo la puerta de su dormitorio! Veía a mi madre de pie cerca del balcón, vuelta de espaldas, regando los tiestos de jacintos y rosas que con tanto cariño cultiva. Se había borrador en mi memoria todo recuerdo de Pekín, del extranjero y de la esfera. Sin extrañeza alguna, del modo más natural del mundo, como si llegase de la calle y no hubiese dejado de vivir ni un solo día en Rotterdam, me acerqué a mi madre para saludarla y darle un

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beso. Mi madre, al oírme entrar, se había vuelto hacia la puerta, y me decía, con su voz tranquila y dulce: «Buenas tardes, Lucas. ¿Dónde has estado?». Sin efusión extremada, como quien repite una ceremonia no interrumpida durante años y años, tomé a mi madre entre los brazos, y ya me alzaba de puntillas para besarle el rostro, porque mi madre es bastante más alta que yo, cuando se desvaneció repentinamente todo aquello que estaba viendo y tocando: ¡balcón de Rotterdam, rosas y jacintos, familiar aspecto de la materna alcoba, y hasta el propio ser de mi madre que entre mis brazos sujetaba! Me hallé de nuevo en esta habitación, pero no ya cerca del extranjero, sino al lado de la ventana, puesto de puntillas y con los brazos en el aire, acombados como para abrazar el vacío. Estaba yo turulato. Me pasé la mano por la frente, me restregué los ojos. No entendía lo ocurrido. Conservaba la clara visión del dormitorio de mi madre, y todavía sonaban en mis oídos las palabras de ella. —¿Qué es esto? —pregunté con voz muy hosca. —Una muestra del poder sugestionante de los adeptos del Radja-Yoga —me contestó risueño el desconocido—. Solicité que se figurase usted estar en su casa de Rotterdam. No se queje usted de la burla, puesto que la visión ha sido grata. Podía haber sugestionado a usted para que se figurase estar en manos de los boxers, padeciendo horrible suplicio. Después de esta experiencia, podemos reírnos de las que en la Salpétrière realiza el Dr. Charcot. Ahora comprenderá usted esos prodigios que en las plazas públicas de la India hace hasta el más insignificante yogui, cualquiera de esos faquires que, de modo empírico, como yo sé valerme de la esfera, saber valerse de ciertas misteriosas fuerzas psíquicas, cuyo origen y causa no conocen sin embargo, pero que han logrado alcanzar y de las que se sirven para dar espectáculos mágicos en los pueblos, a trueque de un puñado de monedillas. No supe si enfadarme o no con el extranjero. Me parecía mucha la confianza que se había tomado conmigo. Estuve a punto de soltarle una fresca; pero me abstuve, reflexionando que tenía el hombre aquél la prodigiosa esfera entre las manos y que podía jugarme cualquier trastada inconcebible y peligrosa. El extranjero, no obstante, conoció que estaba yo algo mohíno. Muy finamente me pidió disculpas y me ofreció la esfera para que yo a mi vez le sugestionase a él. Rehusé el hacerlo y quedamos tan amigos como antes. Sería cuento de nunca acabar si refiriese a usted por lo menudo cuantas experiencias fuimos luego realizando. Abreviaré, pues, y sólo diré que el extranjero leyó mis pensamientos, y que yo leí también los suyos, aunque

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con menos tino, sin duda porque, como él decía, mi voluntad es floja y andaba yo sobradamente maravillado de tanto prodigio para reconcentrarme bien; que estuvimos viendo a través de cuerpos opacos, mucho mejor que con esos rayos X que ahora llaman tanto la atención de Europa; y que el desconocido cambió de aspecto a su antojo, tomando la apariencia, ora de una bayadera india, ora de un enorme dragón chinesco, ora de una especie de duende velludo y achaparrado. Ta-tai, al ver estos seres estrambóticos pasearse por la habitación, había vuelto a refugiarse debajo de aquel mueble, y gañía de terror, erizado todo el pelo. Declaro que yo tampoco las tenía todas conmigo mientras contemplaba boquiabierto tan insólitos visitantes en mi habitación. Luego, al desconocido se le antojó hacerse luminoso, y al punto se encendió todo él. Parecía estar ardiendo. Despedía un fulgor vivísimo, semejante al de un foco de luz eléctrica, salvo que el fulgor no era blanquecino, sino que variaba de colores y se tornasolaba como las flotantes vestiduras de la Loie Fuller. Yo no quise hacer esta experiencia a pesar de que el extranjero me aseguró que no me quemaría. El extranjero, después de cada nuevo prodigio, se exaltaba un poco más. Estaba nerviosísimo, manoteaba mucho, charlaba por los codos y me decía a cada paso: —¡Váyase usted al Tibet! ¡Váyase usted al Tibet! Allí están las superiores escuelas de ocultismo. Usted es joven, puede todavía dominar sus instintos materiales, descartarse de sus groseros apetitos, y caminar con paso firme por la vía de la iniciación espiritual. Yo ya soy viejo para emprender tan ardua tarea. He adquirido sobrados resabios, tengo sobre mí una carga demasiado grande de vicios y bellaquerías. ¡Ay, maestro Godapatha! ¿Por qué no te escuché? ¿Quién puede, con esta esfera en la mano, negar las verdades de la Teosofía? En cuanto al estado en que me hallaba yo, no tengo para qué describirle. Ya puede usted hacerse cargo de él. Me movía, accionaba, pensaba como en un sueño estrafalario. ¡Y el sueño era una realidad!

VI Al fin el desconocido dejó por un rato de hacer experiencias. Se enjugó la frente del sudor que la inundaba; lampó una copa de schiedam; musitando, dio dos o tres barzones por el salón, y luego me dijo:

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—La verdad es que esto es poco serio. Reñí a usted porque usaba de la esfera como de un juguete. Con grave inconsecuencia, he caído yo en la misma culpa. Todas estas cosas que hemos estado haciendo son experimentos de ocultismo recreativo, de los que a regañadientes se prestan a hacer algunos Mahatmas para convicción y pasmo de los incrédulos. Debiéramos de ensayar algo de más transcendencia. ¿Qué le parecería a usted si yo, por ejemplo, me proyectara, en cuerpo y alma, fuera del tiempo y del espacio? Vamos, ¿si me largara a la región de las Ideas puras? ¡Éste sí que sería un viaje verdaderamente metafísico! — ¿Está usted loco? —exclamé yo—. ¿No le basta a usted con lo que ya ha logrado? ¡Valiente desatino me propone usted!... Además —añadí luego—, eso es imposible: aunque lo pida usted a esa endiablada esfera, no lo podrá usted realizar. —¿Que no? —replicó vivamente el extranjero, y tomó otra vez entre las manos la bola que había dejado poco antes sobre la mesa—. ¡Ahora mismo vamos a hacer la prueba! Digo la verdad: apenas vi al desconocido coger la esfera, cuando se disipó mi escepticismo y me entró un terror pánico. — ¡Por Dios, por Dios! —exclamé—. ¡No intente usted esa experiencia, se lo ruego, se lo suplico, se lo prohíbo! Pero el extranjero no me hacía caso. Se había puesto de pie, oprimiendo firmemente la esfera contra el pecho, la cabeza echada hacia atrás, los ojos casi en blanco, inundando el rostro de alegría soñadora. No pude ya contenerme. Instintivamente me arrojé sobre el extranjero, me abracé a él con una mano, y con la otra procuré apoderarme de la esfera. Ta-tai, al ver aquello, hubo sin duda de figurarse que el desconocido y yo bregábamos, y ladrando furiosa se lanzó también sobre él y le asió con los dientes por un faldón del chaquet, tirando a todo tirar. El extranjero siguió impasible, arrobado en el fervor de su deseo. Se limitaba a resistir mis esfuerzos por quitarle el maldito globo de Agatasatru. De pronto, me hice cargo de que —¡oh prodigio espantable!— ni la esfera ni el desconocido ofrecían ya la misma resistencia material al contacto de mis manos. ¡Esfera y hombre se estaban ablandando y también desvaneciendo lentamente! Acrecentóse entonces la pavura que había hecho presa en mí. Di un paso atrás, temblando de pies a cabeza y haciendo visajes de epiléptico. Pero al punto procuré dominarme, y sin reflexionar que todo era ya inútil, me precipité otra vez sobre aquel suicida de nuevo género, y sollozando, gritando, riendo como un loco, le trinqué

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desesperadamente por el talle. ¡Luego, con horrible angustia, clavados en él mis ojos, fascinado y enmudecido ya por el portento, sentí y vi cómo el hombre aquél iba poco a poco esfumándose, deshaciéndose, desconcretándose, desmaterializándose, que no sé cómo decirlo, entre mis convulsos brazos, hasta desaparecer del todo y quedar yo con los brazos cruzados sobre el pecho! Lucas Van Stralen se calló. Reinó un silencio embarazoso para mí. Sin saber qué decir miraba yo a mi amigo. Su extraña relación me tenía asombrado. Dudaba de que Van Stralen estuviera en su cabal juicio, y no me atrevía a hacer ninguna reflexión ni a manifestarle ninguna duda. Al fin, Van Stralen rompió de nuevo a hablar. Pausadamente, con voz sombría, dijo: —Hace cuatro días y cuatro noches que estoy aguardando al extranjero. No me he movido de casa, no he dormido apenas, ni he probado comida desde que se lanzó ese hombre fuera de este mundo entre mis manos. Ya empiezo a dudar de su regreso. No sé dónde estará: quizás sea en eso que llaman cuarta dimensión los sabios matemáticos; quizás en la región de las Ideas puras, para donde él me anunció que se marchaba, aunque ignoro dónde estará esa región, si de región puede calificarse lo que está fuera del tiempo y del espacio. Todo ello es para mí un misterio incomprensible y tampoco comprendo por qué el desconocido no vuelve y se materializa y se concreta de nuevo, puesto que se largó con la esfera y la esfera le sirvió para desmaterializarse o desconcretarse, debiendo, por tanto, servirle también la esfera para tornar a concretarse o materializarse. Verdad es que ya no hay esfera, sino idea de esfera. Pero el desconocido, aunque trocado en ser inmaterial, en idea pura, no debe de haber perdido por ello su conciencia y su voluntad, y acaso pueda, por tanto, servirse de ellas para influir sobre la energía psíquica de la esfera, energía que no es cosa material, y no puede, pues, haber variado de condición. Cuanto más cavilo, menos lo entiendo. A veces se me ocurre que quizás algún eminentísimo Mahatma, sabedor del caso, e iracundo por lo que considerará como una profanación, se opone con su poder a que regrese el audaz desconocido a este mundo tangible y visible. —Quizás también —dije yo algo socarronamente, interrumpiendo las estrafalarias reflexiones de Van Stralen—, ocurra que el extranjero hay ido a concretarse, como usted dice, en otro lugar de este tangible y visible mundo, a fin de quedarse así dueño absoluto de la esfera, dejando a usted con un palmo de narices.

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—También se me ha ocurrido eso —dijo plácidamente Van Stralen—; pero en serio y no broma, como a usted. Aunque luego he reflexionado que la esfera carecería de eficacia de usarla el desconocido para ese fin, que, bien mirado, tendría no poco de latrocinio. Bien es verdad que fue el propio extranjero quien me dio a entender lo de que la esfera no valía para la realización de propósitos malos o ruines; pero quizás me lo diese a entender para engañarme mejor... En fin, no quiero ya quebrarme más la cabeza buscando la explicación de un misterio impenetrable... Además, no sé por qué le he hablado a usted de todo esto. Ya, ya veo que usted no me cree y me tiene por loco. Veremos lo que dice usted cuando contemple mis piezas de convicción. Y Van Stralen, sacando una llave de su bolsillo, abrió un armario y extrajo de él un Buda de bronce, varias prendas de vestir, un rollito de papel y otros objetos menudos. —Todas estas cosas —dijo luego—, las guardé precipitadamente en ese armario a la media hora de haberse desmaterializado el desconocido. Durante esa media hora estuve anonadado, tirado por el suelo, donde me había caído cuando el hombre ése se hubo proyectado del todo fuera de este mundo. Un taque violento de la puerta de mi casa vino a sacarme del estupor en que yacía. Comprendí que mi boy acababa de regresar. Di un brinco, me arrojé sobre cuanto hubiera podido delatar la pasada estancia de otra persona en la habitación y lo arrojé en el armario, cerrando éste con llave. No quería que mi boy supiera que alguien había venido a casa. Nadie nos había visto entrar cuando el extranjero y yo veníamos de la tienda de Hung-Chong el anticuario. En las calles, desiertas a esa hora, durante el trayecto, no habíamos encontrado a nadie. Estaba, pues, seguro de que nadie me preguntaría por el extranjero cuando se notase su desaparición. Son obvios los motivos que tengo para ocultar lo sucedido. —Aquí tiene usted —añadió a poco Van Stralen— el Buda de marras. Ya sé que nada prueba el Buda; pero aquí tiene usted también el papel que había en el interior de su cabeza; y al decir esto, Van Stralen me puso entre las manos una larga y acombada tira de ese papel amarillento que tiene algo de la consistencia de la seda, como todo papel chino, y sobre el cual se veían infinidad de caracteres, para mí incomprensibles, escritos en tinta roja y ya algo borrosos. —No entiendo estos garrapatos —dije yo—. Pueden que sean sánscritos; pero el sánscrito es gringo para mí.

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—Tengo otras pruebas —repuso Van Stralen—. Y sin añadir palabra me enseñó un mugriento sombrero de blando fieltro, gris, con alas muy anchas, y una plumilla blanquinegra espetada entre la copa y el cintajo que la rodeaba. —¿Reconoce usted el sombrero del políglota desconocido que habló a usted en castellano? Recuerdo que chocó a usted el aspecto de este couvre chef, único de su especie en Pekín. En efecto: el sombrero parecía ser el que yo había visto sobre la cabeza del misterioso personaje a quien aludía mi amigo. Luego sacó éste un larguísimo gabán de paño pardo, provisto de esclavina desmesurada. Aquí ya no cabía duda: el gabán era el que usaba siempre el extranjero para pasearse por Pekín. No había otro igual en toda la capital chinesca. —Gabán y sombrero —dijo Van Stralen— los dejó el desconocido sobre el diván al entrar en esta habitación. Se proyectó fuera del tiempo y del espacio únicamente con el trajecillo que llevaba puesto, y desnuda la cabeza. —¿De modo —dije yo con mucha seriedad— que el extranjero ha hecho con usted, aunque sea irreverente comparación, y Dios me la perdone, algo semejante a lo que hizo Elías con su discípulo Eliseo al remontarse al cielo en un carro de llamas, arrojándole desde el espacio azul el manto que usaba en este mundo? ¿El desconocido ha dejado a usted, para recuerdo suyo, esa especie de balandrán grotesco y ese grotesco sombrerazo que ya no necesitaba? Conocí que a Van Stralen no le había agradado la broma. Nada me replicó, pero frunció el ceño. Pareció vacilar medio minuto, y luego se decidió a seguir enseñándome lo que llamaba sus pruebas de convicción. —Éste es un trozo que arrancó Ta-tai del chaquet del extranjero. Y éstos son sus lentes, cuyo cordoncillo hubo de engancharse en un botón de mi americana cuando me arrojé por segunda vez para detenerle en este mundo. El cordoncillo se rompió del tirón, y los lentes, que cabalgaban sobre las narices del extranjero, quedaron colgando de mi americana. Dije a usted cómo sentí que el extranjero ya no ofrecía tanta resistencia material a mi contacto. Tampoco la oponían ya los lentes cuando pasó el percance. No sé cómo hube de oprimirlos contra mi pecho, y en uno de sus reblandecidos cristales quedó estampada la huella de uno de los botones de mi americana, la misma que llevo ahora. ¡Contemple usted esa huella y cásela con el tercer botón contando desde arriba! —añadió triunfalmente Van Stralen.

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Miré los lentes, y vi que habían tomado, ignoro y no puedo explicar de qué manera, la impronta perfectísima del botón. —Los lentes, poco a poco —decía Van Stralen—, durante las dos primeras horas después de la desmaterialización del desconocido, a medida, sin duda, que se fugaba o desvanecía el agente que les hiciera perder su consistencia, fueron solidificándose de nuevo, pero guardaron esa huella. ¿Cabe prueba alguna más irrecusable de la verdad de mi relato? Dígame usted ahora su opinión. —Mire usted, Van Stralen —dije al cabo de unos minutos—. Lo que usted me cuenta es extraordinario sobre toda ponderación, y sobre ser extraordinario, me parece inverosímil. Se lo digo a usted con toda franqueza. Quizás sea verdad, quizás sea una alucinación que ha padecido usted... No, no discutamos. Usted cree firmemente en ello, y yo en ello me resisto a creer, a pesar de todas las singulares pruebas que usted aduce. Nadie le creería a usted si lo contara. Lo mejor que puede usted hacer, por tanto, es callarse, ocultar o destruir esas prendas de vestir del extranjero, y no volver a pensar en lo ocurrido, sea lo que sea lo ocurrido. —No volveré a hablar de ello —replicó Van Stralen—; pero no destruiré las prendas ni el papel que había en la cabeza del Buda. Pienso hacerlo traducir en cuanto encuentre alguien que sepa el sanscrito. Así averiguaré si el extranjero le tradujo fielmente o me ensartó algún embuste. Y ahora —añadió, recogiendo balandrán, sombrero, Buda, lentes y papel y guardándolos otra vez en el armario—, sáqueme usted a pasear, que estoy muy necesitado de aire puro. Ya tengo muy poco que añadir a esta extraordinaria relación. El políglota extranjero nunca más fue visto en Pekín, ni se supo por dónde se había ido, ni nadie preguntó por él, ni extrañó su desaparición. Van Stralen cambió mucho de carácter. Se hizo taciturno, insociable. Dio en pasearse solo, gesticulando y musitando palabras incomprensibles. Dejó de frecuentarme. La gente creyó que se había trastornado de resultas de los horrores del sitio del barrio europeo por los boxers, sitio durante el cual se había portado con grande valentía. Yo me marché de Pekín a los tres meses de haberme referido Van Stralen su singular historia de la esfera. Me escribió Van Stralen desde Shanghai, a fines de 1901, que, de paso para no sé qué puerto del Sur de la China, a donde había sido trasladado, hubo de incendiarse un godown o depósito de mercancías de Taku, en el cual estaba guardado el baúl que contenía las ropas del extranjero y el manuscrito de Hiueng-Tsang. Dicho baúl ardió, quedando destruidos ropas y papel.

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Hace pocos meses he sabido, con grandísimo pesar, que Van Stralen falleció del cólera en Shanghai. Y como le prometí tan sólo no contar a nadie la historia de la esfera mientras él estuviese en vida, me considero desligado ya de la promesa, y he escrito y publico la historia susodicha porque la juzgo curiosa y porque quizás alguno de los muchos teósofos europeos pueda y quiera darnos la solución del enigma que contiene.

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Carmen de Burgos (Almería, 1867-Madrid, 1932) pasó la primera etapa de su vida en Almería, donde, casada muy joven y decepcionada de su matrimonio, se inició en el periodismo desde la imprenta de su suegro, a la vez que fue forjando su futuro de mujer independiente y progresista. Estudió Magisterio y cuando, ya separada de su marido, en 1901 obtuvo una plaza en la Escuela Normal de Maestras de Guadalajara, dejó Almería y, junto a su hija María, marchó a Madrid donde comenzó una sólida trayectoria de mujer profesional que vivió de su trabajo como pedagoga, periodista, conferenciante y escritora. Su presencia se hizo notar en el Madrid literario de principios del siglo XX. Colaboró en los más importantes medios periodísticos, popularizando el pseudónimo Colombine, y fue la primera mujer corresponsal de guerra. Se introdujo en el mundillo de las letras, haciéndose célebre su concurrida tertulia «Los miércoles de Colombine», y, desde 1909, mantuvo una enriquecedora relación con Ramón Gómez de la Serna. Viajó en varias ocasiones por Europa y América. Recibió premios y homenajes, perteneciendo a numerosas asociaciones nacionales e internacionales, siempre en relación con sus actividades progresistas. Fue, por encima de todo, defensora de los derechos de la mujer y de otros fines sociales manifiestos en su lucha contra la pena de muerte o su defensa de los judíos sefardíes. Murió en 1932, en plena actividad, tras su intervención en una mesa redonda en el Círculo Radical Socialista. En su amplia producción literaria, además de sus habituales colaboraciones periodísticas —fundó y dirigió, en 1908, Revista Crítica—, destacan sus libros de viajes, biografías y ensayos sobre temas sociales y literarios, y, sobre todo, su obra narrativa: diez novelas extensas —Los inadaptados (1909), Los anticuarios (1919), etc.—, más de ochenta novelas cortas en las que muestra su maestría como narradora —El veneno del arte (1910), Ellas y ellos o

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ellos y ellas (1916), El hombre negro (1916), El perseguidor (1917), El artículo 438 (1921), etc.— y sus numerosos cuentos publicados en la prensa o recopilados en libros: Alucinación (1905), Cuentos de Colombine (1908).

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Había dejado París para ir a pasar unos días en Rancy. Un precioso hotel, oculto entre los seculares tilos y encinas del antiguo bosque, fue el retiro que para mi trabajo me ofrecieron unos primos míos, que desde hace algunos años habitan en ese poético pueblecillo. Una paz blanda, adormecedora reinaba en el gran jardín descuidado, donde las plantas crecían libremente en las umbrías, mientras que las amplias platabandas, enzarzadas de seca maleza, presentaban un aspecto árido, selvático, quizás más agradable que el de los vecinos hoteles, tan cuidados y recortados por la mano del jardinero. La amable y espléndida hospitalidad de mis primos se avaloraba con el régimen de libertad absoluta que reinaba en la casa; cada uno podía entrar, salir, ir a París, para donde había trenes cada cuarto de hora, y volver cuando quisiera, en la seguridad de hallar abundante mesa, bien servida a la española. Aquello era un rincón madrileño. Todos los días se servía el abundante cocido, quizás insustituible por su misma vulgaridad, y todos los platos clásicos de nuestra tierra. La servidumbre, compuesta de cuatro criadas y dos criados, era toda española, y la familia, numerosa, tenía tres preciosas chicuelas de cinco a diez años, que suplían a los pájaros con sus risas y sus charlas. No se oía en todo el día una palabra de francés hasta la tarde, en que se abría la puerta de la tapia que separaba el jardín de otro hotel vecino y varias señoras y caballeros hacían su intrusión, con un desagradable acento, que parecía a nuestros oídos, acostumbrados al amplio hablar de Castilla, algo de forzado, cómico o convencional, como si escuchásemos el falso acento de las máscaras. Era la hora de las reuniones, las meriendas y los paseos a que obligaba la vecindad en aquella vida casi campestre. Yo aprovechaba la libertad que se me concedía para escapar de las reuniones. Me adormecía la blanda paz del campo en mis trabajos y en mi ensueño lejano. Pasaba semanas enteras sin ir al Louvre y apenas tenía

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ganas de hacer la toilette y bajar a tomar una taza de té, para hacer honor a mis huéspedes. Cuando esto sucedía, experimentaba la impresión extraña de estar asistiendo a una representación de teatro. Los concurrentes habituales eran dos lindas rubitas de 18 a 20 años, encargada la una de la teneduría de libros en un comercio de la ciudad, y la otra de pasear y exhibir sobre su rubia cabellera todas las creaciones de sombreros de una modista de la calle de la Paix. Ambas eran sobrinas de la propietaria de los dos hoteles, Mlle. Annie, una solterona acartonada, huesuda, de renegrida piel, cuya boca, hocicuda, ornaba un áspero bigote, y que, con movimientos lánguidos y ojos viscosamente dulces, recitaba tiernas poesías compuestas por ella a las mariposas, los árboles y los pajarillos. Su alma tierna y sentimental gustaba de rodearse de todos los jóvenes melenudos de las cercanías, que soportaban sus ternuras, en gracia de los bellos ojos de las sobrinitas. La acompañaba siempre una corte abigarrada, extravagante y mal vestida, de niños pintores, poetas, literatos, futuros genios incomprendidos, que me hacían recordar nuestro café de Levante. Mlle. Annie parecía la musa de aquel aquelarre, apoyada en el brazo de un compositor barbudo y casi ciego, cuya voz campanuda y porte grave representaba el emblema de la ciencia y la sabiduría. Era una troupe deliciosa que tomaba en serio su alta misión y se pasaba la vida contenta y satisfecha de sus mutuos elogios, esperando la fortuna y la gloria. En los últimos días de mi estancia allí, dos nuevas personas vinieron a aumentar la pequeña sociedad: Alberto, joven español, sobrino de mis parientes, que se hospedaba también en su hotel, y una señora de París, esposa de un rico carnicero, a la que el marido le alquiló un departamento en el hotel de la propietaria para que pasase el verano. Él iba a verla los domingos, y los demás días ella no parecía triste por la separación. Mme. Susana era una mujer de unos treinta y cinco años, alegre, simpática, entrometida, que llenó con sus cantos y sus risas todo el ambiente, logrando eclipsar la belleza de las jovencitas y los romanticismos de Annie para ser la predilecta de todos. Más atrayente que bella, alta, fuerte, con pies y manos grandes y plebeyas, movimientos duros, sin flexibilidad, de ésos en que parece jugar la articulación con goznes; era provocativa, con su pecho abultado, sus caderas amplias, la rigidez de su corsé y la viveza del cambio en sus actitudes. Unas facciones movibles, de boca grande, ojos pequeños y vivos, grises y maliciosos, con más luz que color, y una cabellera de un rubio ceniza. Se vestía con esa elegancia peculiar de las

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francesas, que podía hacerla pasar por una gran dama española, y su toilette era siempre de una riqueza y gusto irreprochable, aunque un tanto llamativo. Desde muy temprano nos despertaban los cantos de Susana y sus gritos a través de la tapia, por encima de la cual nos arrojaba dulces, bombones y flores. Los niños no tardaron en ser sus amigos, y Alberto la acompañaba continuamente en sus bailes y sus juegos. La francesa parecía preferirlo a todos sus compatriotas, con el interés que nuestro exotismo español la inspiraba. Su fuerza brusca y su exuberancia de vida formaban un contraste con el joven pálido de cutis lechoso, ojos claros y aspecto delicado y débil. Cuando le llamaba a su lado con voz zalamera «Mr. Alberto, Mr. Alberto», parecía que iba a acunarlo piadosa en sus rodillas.

*** Volví al cabo de dos meses de regreso de un nuevo viaje. Empezaban los días de septiembre y Rancy estaba ya en pleno otoño. Tuve una sensación grata al encontrarme otra vez allí, en el pedazo de patria que habían hecho mis primos en torno suyo. El paisaje estaba melancólico, el jardín triste y mustio, los árboles empezaban a desprenderse de sus hojas. Todo tenía un aspecto de abandono, de soledad. La vejez del invierno se aproximaba. Las niñas de casa se habían marchado a sus internados, las sobrinitas de la propietaria se hallaban en su residencia de la ciudad. Sólo quedaba Mlle. Annie, apoyada en el brazo de su Wagner ciego, y Susana, que mantenía a su lado la escasa troupe de artistas melenudos. Pregunté por Alberto. Mi prima me contestó riendo con sencillez: —Hace quince días que se ha marchado a Madrid. Susana y él estaban enamoradísimos. —Lo había adivinado. —Pero después de irte tú, su amor no fue un misterio para nadie. Él acariciaba a los perros sueltos en los jardines, que ya lo conocían y pasaba las noches en el hotel de al lado. No se tomaban el trabajo de disimular. El día que él se fue, ocurrió una escena desgarradora. Se nos desmayó Susana, y después ha pasado varios días llorando sobre su lecho y diciéndonos con amargura: «Lloro sobre la tumba de mi felicidad». —¿Y ahora? —Se escriben todos los días. Está loca por él.

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Sentí compasión ante un corazón de mujer herida en sus amores, y aquella tarde acompañé a Susana al paseo. Me abrazó con efusión al verme, con un apasionamiento de recuerdo. Yo era compatriota del ausente, algo suyo le hablaba en mí. Quiso hacer alarde de su conocimiento de español pronunciando con dificultad. —Da-me un be-so. —Te qui-e-ro mu-cho, mu-cho, mu-cho (en la repetición de las palabras adquiría extraordinaria velocidad). —Cá-ya-te pe-go1. Se le veía un constante recuerdo de los momentos cuyo proceso describían aquellas palabras. Fuimos a la feria de Rancy. Una feria capaz de entristecer a un alegre, con su hilera de farolillos alumbrando la larga y polvorienta carretera, al extremo de la cual, en una pequeña plaza, se agrupaban casetas de lona con baratijas como en nuestras verbenas, y algunas atracciones de cochecitos, montaña rusa, y tobogán. No me pareció Susana nada melancólica allí. Subió a todas las atracciones riendo como una loca con sus bohemios, que le arrojaban serpentinas, y muy complacida con la compañía de un señor holandés, tan pequeño y barrigudo, que sus bracitos parecían unas aspas de molino de su país; pero de regreso volvió a sus melancolías, al recuerdo de Alberto, a su repetición de las palabras españolas que había aprendido, y a burlarse con crueldad del amor del holandés, al que llamaba: La pauvre petite chose2. No volví a acompañarla, y mi prima me dijo varias veces: —Susana sigue escribiéndose con Alberto, pero está muy consolada. Me parece que La petite chose se ha hecho ya amigo de los perros. La víspera de mi vuelta a España, Susana se me acercó muy triste. —Señora —me dijo— usted vuelve a su país de sol, ¡verá a Alberto!... Yo me quedo aquí sola... —¿Y su esposo? —¿Usted sabe lo que es un esposo que no tiene más misión que mantenernos? Me casé con él porque era pobre, ya lo sabía. Le gusté, y cumple su obligación de cuidarme por egoísmo... ¡Si al menos tuviéramos 1 2

Cállate, perro (nota de la autora). Pobre pequeña cosa (traducción de la autora).

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hijos! Yo he buscado en vano el amor en muchas aventuras, añadió con ingenuidad... y ya ve usted qué desgracia ha sido encontrarlo en lo imposib1e. —Y la petite chose? —pregunté. Lanzó una carcajada. —Me quiere mucho, pobrecillo, pero no me hace olvidar a mi español, mi único amor. ¡Cómo se debe amar en España! Nuestros hombres son fríos... nos hacen viciosas... —No exagere, atajé galante. Guardó un momento de silencio, y dijo con resolución: —Yo me voy a España, a ver a Alberto. Siquiera quince días de felicidad. Mi marido me dejará ir con usted. Cuando la familia lo supo experimentó gran alarma. Inducida por ella, dije a Susana que no podía traerla en mi compañía, pretextando que necesitaba detenerme algún tiempo en Biarritz. —Lo siento —me contestó— pero diré que voy con usted y me escaparé de todas maneras. Se lo he escrito ya a Alberto. Debe estar contentísimo. Sabía la frivolidad de mi amigo y la poca importancia que concedió a la aventura, uno de los fáciles triunfos que su condición de español le había proporcionado entre las mujeres francesas. Me atreví a decirle: —¿No teme usted que haya cambio en él? Los hombres son mudables. Acaso un viejo compromiso... Palideció intensamente y me dijo ansiosa: —¿Sabe usted algo? —No. —¿Entonces?... —Es prevenir a usted contra un desengaño. Cuando los conocimientos son breves, el ambiente influye mucho. Tal vez en Madrid no se amen ustedes así... —No, no —me atajó—. Alberto me quiere con toda su alma... como yo... ¡Sí me quedaré a su lado! —¡Qué locura, Alberto no es rico! —Sufriría la pobreza por él. Y después de una breve pausa, añadió: —Siento ir sola. ¿Pero qué remedio? Pasaré mal camino, porque no sé decir en español más que ca-ya-te pe-go y da-me un be-so.

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Sentí un impulso de compasión. Si de todas maneras el viaje era inevitable, nada se adelantaba con hacerle sufrir las molestias del camino, sola en un país cuyo idioma desconocía. Me era simpático el arranque de pasión de aquella mujer que iba en busca de un amor cuyo recuerdo podría llenar después toda su existencia. Fingí desistir de mi viaje a Biarritz, y me ofrecí a acompañarla. La petite chose, muy desolado, nos acompañó hasta París, y le regaló bombones y un frasquito de sales para el camino. En la estación del Quay d’Orsay estaba el marido, que me la recomendó tiernamente. Susana estaba radiante. ¡Amar en España! Sin embargo, pronto hizo amistad con un compañero de viaje, con el que charló alegremente todo el camino. Cuando llegamos a los Pirineos, el paisaje montañoso y el mar la cautivaron. Batía palmas como una niña y murmuraba sin cesar: «¡La bella España!». Quiso detenerse en San Sebastián para ver a los reyes, con esa curiosidad de las hijas de la República, que les creen algo extraordinario. Me dejó en el hotel y ella estuvo en la playa, en el teatro, en el casino... Parecía atacada de un vértigo de alegría y movimiento. Sus ojos sin color, se habían hecho chispas de luz. Conforme nos acercábamos a Madrid decayó su alegría. —¿Cree usted que Alberto habrá recibido mi telegrama? ¿Cree usted que estará en la estación? Procuré tranquilizarla, pero desde el Escorial permaneció asomada a la ventanilla. Al llegar a la estación de Madrid se escapó un grito de sus labios, indescriptible de pasión y júbilo: —¡Alberto! Se abrazó con transporte a su cuello. Él pareció responder con el mismo enajenamiento al abrazo, aunque un observador podía verlo inquieto y contrariado. —Maldito sea el demonio. ¿Para qué habrá venido esto? —¿Qué es lo que dices? —preguntó ella. —Nada, que soy feliz, muy feliz, mi adorada… —repuso en francés, mientras la besaba apasionado; y añadió en español—: ¡valiente lata! Sentí pena y me apresuré a despedirme. Pasaron ocho días, y una tarde Susana se presentó en mi casa. —¡Qué razón tenía usted al prevenirme que no debía venir! —me dijo al entrar—. ¡Qué españoles! Es indigno lo que Alberto hace conmigo; me deja sola, ni una flor, ni un obsequio... —Ya le dije que no es rico.

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—Un desamor, una desconsideración —siguió ella—. Se avergüenza de mí. A veces se adelanta o se atrasa en la calle para que algunas personas no le vean conmigo. Me dejó sola en el café para que una señorita no lo viese en mi compañía. Es indigno, de mal gusto. Censura mis toilettes, mi modo de andar, dice que soy llamativa... Me ha prohibido cruzar las piernas al sentarme... y fumar delante de gente... he de estar así... Y tomaba rabiosamente una postura caricaturesca de colegiala. Procuré calmarla asegurándole que todo aquello era hijo de las costumbres; que Alberto la quería... pero no pude conseguirlo, y se fue rabiosa y agitada, diciéndome: —Me marcharé de un momento a otro a París... Los hombres franceses no son groseros; nos hacen mimosas. No pude menos de sonreír recordando sus palabras de otros días, y dominé el impulso de decirle como entonces: —No exagere... Al cabo de un mes recibí una carta de Susana fechada en París. Una carta romántica, sentimental, que esfumaba su silueta en otro tipo distinto del suyo. Tal vez tomada de alguna novela de ésas que no se traducen. Me contaba que Alberto había sido cada vez más cruel con ella, que se había marchado desesperada sin decirle adiós. Seguía en su desolación al lado de su marido; su vida estaba deshecha. Todo eran quejas, lágrimas, reproches, en los cuales no quedaba muy satisfecho mi amor nacional. Me recordaba con amargura sus ilusiones, sus horas de esperanza, y me pedía que la compadeciera y no la olvidase. Al final, en una posdata, me rogaba que le remitiésemos unos objetos de su uso que dejó en el hotel y que habría recogido Alberto. Escribí a éste que viniera a verme y, con espíritu femenino, le recriminé su comportamiento con la pobre mujer. Quiso él disculparse con lo vulgar de la aventura. —No —le dije—, la falta de galantería no es excusable. Esa señora iba a estar aquí sólo quince días. Podías haber disimulado un poco… —Pero sabes lo que son quince días con una mujer que llama la atención en todas partes con su tipo, que habla a voces en francés por la calle, que quiere besarte en plena Puerta del Sol y cruza las piernas en la cervecería, y fuma en el teatro, y suelta la carcajada en la iglesia... y te pone en ridículo en todas partes... y… —Bueno, bueno... a pesar de eso, escucha cómo pone ahora a los españoles...

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Le leí la carta. Estalló la cólera de Alberto. —La miserable. Ahora quiero decírtelo todo. Cansado de sus modales, de sus recriminaciones y deseoso de serle agradable, pretexté ocupaciones que sólo me permitían comer y pasar las noches a su lado... le regalé flores... una sortija... ella salía sola y parecía complacida... Pero las dos últimas noches de su estancia en Madrid varió de aspecto, fue cuando vino a verte... se negó a recibirme en su habitación... El día de su marcha supe por la camarera que me había suplantado un torero... el Piernas. Con él hizo una excursión a Sevilla... no le he escrito por no insultarla. ¿Comprendes? ¡Y aún habla de su amor y su romanticismo! No pude menos de reírme; pero luego, recordando la figura fuerte de Susana al lado de la debilidad de Alberto, la complicada psicología de su espíritu galo y los instintos nobles de mujer que fracasan en una aspereza, le dije con seriedad: —¡Quién sabe! ¡Acaso te amó de veras!

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VICENTE BLASCO IBÁÑEZ (Valencia, 1867-Menton [Francia], 1928)

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Vicente Blasco Ibáñez (Valencia, 1867-Menton [Francia], 1928) estudia Leyes en Valencia, iniciándose en el republicanismo al que será fiel durante toda su vida. En 1889, funda la revista La Bandera Federal, por la que sufre varios procesos. En 1894, saca el diario El Pueblo, portavoz de su pensamiento político y donde publica como folletín algunas de sus novelas más valiosas, las referidas a su tierra valenciana: Arroz y tartana (1894), Flor de mayo (1895), La barraca (1898), Entre naranjos (1900) y Cañas y barro (1902). Su compromiso activo —por el que sufrió cárcel y exilio en varias ocasiones, llegando a ser diputado, por Valencia, de Fusión Republicana— se vierte en sus cuatro «novelas sociales»: La catedral (1903), El intruso (1904), La bodega (1905) y La horda (1905). Motivos personales y políticos explican el abandono de la política y el cambio temático de sus novelas: La maja desnuda (1906), Sangre y arena (1908) —novela taurina de gran éxito— y Los muertos mandan (1909). En 1909, marcha a Argentina donde lleva a cabo un ambicioso proyecto empresarial que fracasará en 1914, año en el que se instala en París, en vísperas del comienzo de la guerra europea. Dos años después, en 1916, publica Los cuatro jinetes del Apocalipsis, novela de la guerra, su novela más internacional a partir de la traducción al inglés en 1918. Estados Unidos le abre las puertas, firma un contrato millonario con la Metro, empresa cinematográfica de Hollywood, por sus derechos para la película homónima, protagonizada por el que sería gran galán del cine mudo, Rodolfo Valentino. Es el escritor más leído de su época y, por lo tanto, el que obtuvo mayores ganancias con su literatura. Compra la villa Fontana Rosa (recuerdo de su casa de la Malvarrosa valenciana) en Menton, lugar de la Costa Azul. Allí escribe el resto de sus novelas, algunas destinadas al cine: El paraíso de las mujeres (1921), La tierra de todos (1922), La reina Calafia (1923), Novelas de la Costa Azul (1924) —a las que pertenece el relato aquí presentado— y las últimas, en las que vuelve al tema español: El Papa del mar

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(1925), A los pies de Venus (1926), En busca del gran Khan (1929). En 1929 murió en Menton. Cuatro años después, sus restos serían recibidos por el presidente de la República, don Niceto Alcalá Zamora, en el puerto de Valencia.

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EL QUE QUISO CASARSE CON LA PRINCESA

La revolución rusa ha esparcido por el mundo miles y miles de seres que gozaron en otro tiempo las delicias de la riqueza o del poder, y ahora viven en una miseria doblemente dolorosa, por el recuerdo del pasado y por la falta de esperanza. Son parecidos a los emigrados de la revolución francesa, que paladearon la «dulzura de vivir» bajo la antigua monarquía instalada en Versalles, y luego tuvieron que ejercer viles oficios en Inglaterra y Alemania, sufriendo muchas veces el tormento del hambre. Esta emigración rusa se concentra especialmente en la llamada Costa Azul. El ensueño de todos los rusos refugiados en Berlín, Londres o París es poder trasladarse a Niza. Hijos de una tierra invernal, piensan en el sol gratuito que dora las costas de este mar color de violeta, célebre desde los primeros vagidos de la poesía griega. Vivir en Niza representa prescindir de la calefacción, comer naranjas a bajo precio, instalarse en un antro miserable de las afueras con otros compatriotas sin miedo a los rigores de la temperatura. Además, muchos de los pobres actuales vivieron en este país hace diez o doce años, cuando gastaban miles y miles de rublos. Aquí dejaron recuerdos de amor, de vanidad o de orgullo, y se sienten atraídos por estos fragmentos de vida que representan toda la gloria de su pasado. Los rusos, antes de la guerra, eran en la Costa Azul el gran señor manirroto o la dama algo loca y siempre elegante que asombraban a las gentes arrojando el dinero a puñados. Hoy forman un coro triste, y sobre su masa dolorosa parecen destacarse con más crudo relieve la prodigalidad de los americanos del Norte y la opulencia señorial de los ingleses, actuales dominadores de la tierra. Muchos de estos emigrados aceptaron valerosamente su desgracia. En Mentón, cerca de mi casa, hay granjas cultivadas por generales y coroneles rusos; pero cultivadas verdaderamente, pues estos hombres que mandaron regimientos o divisiones son ahora gañanes para poder comer; y remueven la tierra con la pala, abren surcos, cargan carros, crían aves de corral. Otros, menos enérgicos o vigorosos, trabajan como porteros de hotel o simples mozos de comedor.

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Con frecuencia, algunas damas inglesas o francesas creen conocer al criado viejo, de chaleco a listas y mandil azul, que limpia su cuarto: al fin acaban por enterarse de que en otros tiempos bailaron con él en Montecarlo, cuando se llamaba príncipe o conde, era capitán de la Guardia imperial y venía todos los inviernos a derrochar su patrimonio en la Costa Azul. Otros no se deciden a trabajar, y apelan a toda clase de expedientes, representando una molestia peligrosa para el que los recibe en su casa. Con lentitud eslava cuentan la novela de su pasado, y acaban pidiendo tranquilamente mil o dos mil francos, como si aún viviesen en sus tiempos de magnificencia. Es verdad que se contentan finalmente con veinte francos; ¡pero son tantos los que llegan, creyendo ser cada uno el único que merece protección!... En Niza, señoras de la antigua corte imperial inventan rifas para vivir. Otras tienen casa de huéspedes o una tiendecita de sombreros. Antes del triunfo del bolcheviquismo, mis novelas eran muy traducidas y leídas en Rusia. (Debo advertir de paso que España jamás tuvo tratado de propiedad intelectual con Rusia, y los libros nuestros eran reproducidos libremente. Hubo novela mía que fue publicada al mismo tiempo por cinco editores diferentes, sin pedirme ninguna autorización.) Como vivo rodeado de tantos náufragos de la catástrofe rusa que en sus tiempos felices fueron lectores míos, recibo frecuentemente sus visitas. Grandes damas me buscan para que las ayude a vender ricas diademas en forma de mitra, semejantes a las que ostentan las vírgenes bizantinas, y que lucieron ellas muchas veces en las fiestas de la corte imperial. Otras me enseñan capas de marta o armiño, o alhajas de una magnificencia algo bárbara. Es lo último que les queda. Temen las ofertas, escandalosamente bajas, de los usureros que acechan su agonía, y acuden a mí, como si un novelista pudiera arreglarlo todo. Algunas me proponen la adquisición de estos recuerdos de su vida lujosa, desaparecida para siempre, indicando precios verdaderamente extraordinarios por lo modestos. Pero yo no voy a pasearme por mi habitación de trabajo vestido y adornado como una dama de Nicolás II en día de gran ceremonia, y renuncio a tales «ocasiones». Otras de menos años, cuyos maridos, difuntos por fusilamiento, poseyeron minas de platino en Siberia, vienen a que las recomiende para trabajar en el cinematógrafo. ¡Como si el improvisarse artista cinematográfica fuese algo facilísimo!... Algunas de estas grandes damas arruinadas pueden sostenerse modestamente con lo que poseían fuera de su país, y aún encuentran el medio de

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favorecer a sus compañeros de desgracia. Como se consideran pobres al no poder sostener su existencia lujosa de otros tiempos, desean trabajar, y han creado en Niza varios restoranes, que dirigen ellas mismas. Son establecimientos baratos, donde se puede comer por cuatro francos y medio, lo que equivale en Francia a un cubierto español de dos pesetas. Por tal precio no puede esperarse milagros culinarios; pero se nota en el ambiente de la sala y en el arreglo de sus mesas cierta distinción especial, lo que la gente llama chic, algo que revela el buen gusto de la dueña invisible, que está en la cocina dirigiéndolo todo. Los pobres de mala educación no se sienten a su gusto en estos restoranes, y los abandonan. Su clientela se va seleccionando de un modo automático, y acaba por estar formada únicamente de personajes venidos a menos, de héroes de novela, muy interesantes si fuesen dos o tres nada más. Pero son muchos, y sus vidas, que hace quince años hubiesen parecido extraordinarias, acaban por resultar monótonas. La directora de uno de estos restoranes es una princesa Murat. La familia de los Murat está dividida en varias ramas, y una de ellas se estableció matrimonialmente en Rusia. De aquí que la suerte de muchos descendientes del ex rey de Nápoles vaya unida a la de los aristócratas rusos. Esta princesa, nacida, según creo, en los Estados Unidos, posee una elegancia natural y guarda aún la belleza reposada y distinguida de su segunda juventud, después de haber perdido la frescura de la primera. Con una energía americana ha aceptado los deberes y penalidades de su nueva situación. Todas las mañanas, al salir el sol, ya está en el mercado, al mismo tiempo que los compradores de los grandes «Palaces», los cocineros de los hoteles medianos, y los dueños de fondines y casas de huéspedes. Desea que sus clientes coman barato y bien. Discute con los proveedores o les sonríe, empleando la fuerza convincente de una mujer que sabe hacerse agradable. Atrae con su presencia la atención de todos, aun de aquellos que ignoran quién es. El mercado de Niza hace recordar los antiguos mercados de Valencia y de Barcelona. Los vendedores están al aire libre, detrás de las barricadas de hortalizas, que esparcen perfumes de tierra prolífica o de punzantes y vigorosas savias. A través de los portalones de la muralla inmediata se ve brillar la llanura luminosa del Mediterráneo, toda azul y toda azogue. En la atmósfera hay olores de ajo y mimosas, de cebolla y claveles, de violetas y sal marina. Toda mujer, después de llenar su cesta de comestibles, considera indispensable comprar un ramo de flores. Este mercado —tan

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distinto a los mercados cerrados y con techumbre de hierro— predispone las gentes al amor, y hace pensar que en la vida hay algo más que llenar bien el estómago. La princesa se vio detenida una mañana por uno de los «colegas». Era un francés bigotudo, con aire de antiguo gendarme, dueño de un fonducho para trabajadores cerca del puerto. Necesitaba hablar con ella. Venía observándola desde muchas semanas antes. Había admirado su habilidad para comprar y el gran dominio que ejercía sobre las gentes. A mí me gustan las mujeres serias; soy viudo, y tal vez podemos convenirnos el uno al otro. No le hablaré de amor; eso es para las comedias. La vida no es una broma... Usted tiene su establecimiento, yo tengo el mío, podemos casarnos, y ayudándonos como dos personas juiciosas, llegaremos a juntar un capitalito para retirarnos al campo en nuestra vejez. La dueña del restorán contestó, con una de sus sonrisas dulces: —¡Quién sabe!... Es para pensarlo más despacio. Ahora el dueño del fondín del puerto va más tarde al mercado, pues no quiere encontrarse con ella. Además pone una cara fosca, para que las pescaderas y las vendedoras de hortalizas no se atrevan a bromear con él. Sabe que cuando vuelve la espalda todas sonríen y le designan con el mismo apodo: «El que quiso casarse con la princesa».

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GREGORIO MARTÍNEZ SIERRA (Madrid, 1881-Madrid, 1947)

Y MARÍA DE LA O LEJÁRRAGA (La Rioja, 1874-Buenos Aires, 1974)

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Gregorio Martínez Sierra (1881-1947) y María de la O Lejárraga (1874-1974). Cuando hablamos de las obras de Gregorio Martínez Sierra nos referimos a las firmadas por él y escritas por su mujer. Amigos desde la infancia, María de la O Lejárraga (1874-1974) y Gregorio Martínez Sierra (1881-1947) se hicieron pronto novios y se casaron el 30 de noviembre de 1900, cuando ella contaba 24 años y él 19. Habían comenzado a trabajar juntos antes del noviazgo: El poema del trabajo y Cuentos breves fueron los primeros libros de colaboración, pero no los firmaron conjuntamente; él, «por ser reconocidamente poeta», firmó el de poesía y ella, «por ser maestra de escuela», los cuentos1. Más adelante decidieron adoptar el nombre de Gregorio Martínez Sierra para amparar la obra de los dos. La mujer dedicó lo mejor de su tiempo a escribir —y a documentarse— mientras el marido, irresistiblemente abocado a la dirección escénica y a la vida literaria, se ocupó con preferencia de estos menesteres y de lo que podríamos llamar relaciones públicas. Participaron activamente en la vida cultural del primer tercio del siglo xx, colaboraron en las principales revistas literarias (Vida Moderna, Helios, Renacimiento, Blanco y Negro, Nuevo Mundo…), publicaron novelas como Sol de la tarde (1904), La humilde verdad (1905) y Tú eres la paz (1906) y bastantes ensayos (La tristeza del Quijote, de 1905, Feminismo, feminidad, españolismo, de 1917, La mujer moderna, de 1929, La mujer española ante la República, de 1931). Pero los Martínez Sierra son considerados fundamentalmente dramaturgos de éxito con obras como Sólo para mujeres (1913), Canción de cuna (1911) o El reino de Dios (1916). 1 Así lo cuenta María Martínez Sierra en su obra Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración. Edición de Alda Blanco. Valencia: Pretextos, 2000, p. 19.

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Los dos cuentos que aquí se transcriben, «Kosima y Kenkô» y «El brahmín poeta», son publicados por primera vez en 1907 por la editorial Garnier de París en un volumen titulado Aldea ilusoria. Posteriormente se recogen en sus Obras completas publicadas en Madrid por la Tipografía Artística en 1920.

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KOSIMA Y KENKÔ

Ha sido siempre el pueblo de Japón emporio de prudencia y sabias costumbres. Parece que sus viejos legisladores tuvieron trato íntimo con la Naturaleza y de ella aprendieron las leyes de la vida, y en sus sabios preceptos calcaron normas de existencia y reglas de conducta. Entre todas las muchas sapientísimas que fuera largo contar, existe desde siempre una por todo extremo razonable, y es la que manda que se críen y eduquen juntos, y el uno para el otro, aquellos niños que más tarde han de unirse con los vínculos del amor conyugal. Concertaban —y dícese que aún hoy conciertan— los padres, apenas nacidos los hijos, el conveniente ayuntamiento, y desde el punto y hora en que el contrato quedaba establecido, el futuro esposo y la esposa futura vivían en el mismo hogar, aprendían la ciencia de labios de un mismo maestro, partían el mismo pan y deletreaban a un tiempo el libro de la vida. Antiguo, con no medida antigüedad, es el Imperio japonés; no hay quien sepa cuándo la planta humana holló por primera vez la tierra del fértil archipiélago; ignorada es de todos la epopeya de la primera nave que abordó a sus riberas. Pues bien; en tiempos tan lejanos, que su historia se pierde en las brumas remotas de lo incierto, sucedió que nacieron a un tiempo en dos familias de la casta guerrera, iguales en alcurnia y en riqueza, un niño y una niña. Vecinos, y aun amigos de padres, trataron desde luego el casamiento de los rapaces, y de este modo Kosima y Kenkô crecieron juntos. Descubrióles un maestro viejo los misterios de la sabiduría, y no sé qué genio oculto entre los pergaminos de sus libros de estudios les descubrió el amor. Apenas habían cumplido dos lustros, y ya, sin saber que vivían, se amaban. Eran sus juegos pausados y graves como de soñadores; gritaban pocas veces, pero cantaban muchas, y cuando las palabras de la canción decían cariño, se humedecían sus ojos. —Serán felices —decían. Los padres no pensaban en ello: eran guerreros, y hacía muchos años que habían olvidado el amor. Además, el reino andaba siempre en guerra.

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La dinastía reinante desde siglos atrás parecía carcomida y resquebrajada por la mano del tiempo y se tambaleaba sobre el trono como ídolo hueco. Muchos tenían puestos en ella los ojos, atentos a verla caer, y acaso, acaso, a saltar sobre el solio (sic) vacío. Pasaron tiempos. Para Kosima y Kenkô habían transcurrido los días de infancia, y las primeras horas de adolescencia les abrían las puertas de la vida. —¿Quieres —dijo Kenkô una mañana— que lleguemos a la orilla del lago que está al otro lado del bosque? —Vamos —respondió ella. Pusiéronse en marcha. Atravesaron las calles silenciosas de la ciudad, y las casas ligeras parecían sonreírles con el brillante matiz de sus paredes de papel; pasaron plazas y jardines, salieron al camino, entraron en el bosque. Iban, como siempre, charloteando. Sobre sus cabezas charloteaban también los pájaros, atareados en la faena de edificar los nidos, porque estaba naciendo la primavera. Llegaron al lago; sus aguas, por peregrino efecto de espejismo, reflejaban, copiándolas exactamente, las cumbres nevadas de una lejana cordillera; engañada la vista por la ilusoria apariencia, no hubiera acertado a descubrir dónde terminaba la tierra y empezaban las aguas, a no ser por el leve cordón de espuma formado en la orilla al pie de las rocas. Centenares de sauces formaban cerco al lago y parecían sorber sus linfas con las puntas del desmayado ramaje. Como era poco más de mediodía, el sol estaba inmóvil sobre el lago. Cruzaban el aire multitud de insectos, que bañados en luz parecían copos de amarillenta seda; a veces rozaban el agua con las alillas, trazaban un surco y quebraban un rayo de sol; luego subían, trenzando en el espacio tramas sutiles; pasábanse después sobre el ramaje de los sauces, y en su pueril actividad producían leve runruneo, música tenue como de cien instrumentos diminutos y roncos. —¡Cómo hablan los genios de las aguas! —observó Kosima. —¿Sabes tú el secreto del estanque? —dijo Kenkô—. Lo he leído en un libro del maestro, en uno que nunca nos deja leer; dice que dentro, en el hondo, vive la ninfa Hairata; dice que si se arroja una piedra a las aguas, surge y descubre a quien quiere saberlo el secreto de su destino. ¿Quieres que preguntemos? La piedra se balanceaba en la mano impaciente del muchacho. —No, no —gritó la niña—. ¡Me da miedo! —y echó a correr.

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Siguióla Kenkô, y volvieron al pueblo. Pero al siguiente día, atraídos por invencible sugestión, emprendieron de nuevo el camino del lago. Otra vez Kenkô repitió la pregunta: —¿Quieres saber…? —Y otra vez la muchacha huyó llena de espanto; pero al cabo, en el día tercero, como él, temeroso de asustarla, mirase las aguas y nada dijese, insinuó ella con medroso acento—: Si echáramos la piedra… Y la piedra se escapó de manos de Kenkô; trazó en los aires amplísima curva, centelleando al sol, y se hundió en las aguas, levantando al caer tremenda tempestad de burbujas y círculos rotos. Cesó el runruneo de los insectos, y tras un instante de silencio angustioso, rompió a cantar un pájaro, entonando en vibrantes arpegios una marcha triunfal. Las aguas se aquietaban entretanto. Kosima, temblando, buscaba defensa estrechándose contra Kenkô. Vestida con su manto real de espumas surgió la ninfa Hairata. Era hermosa, pero tenía en los ojos verdes reflejos trágicos. Hablaba despacio, con voz musical y frase rítmica, pero hablaba lenguaje desconocido para ellos. En vano intentaron desentrañar el sentido de aquella palabra, que con cadencia melodiosa iba desgranándose entre sus labios; ella decía y escuchaban ellos, sin lograr comprender. Primeramente, la música de su voz tenía resonancias solemnes y acentos levantados, en los que creyeron adivinar promesas de grandezas; hízose luego el vaticinio lento y melancólico, y las últimas frases se escaparon de labios de la ninfa con pausa sollozante. Kosima y Kenkô tambaron a los tristes acentos, adivinando en ellos, con sobresaltos de corazón, anuncio de dolores. Ya la ninfa había vuelto a su verdoso imperio y aún ellos contemplaban con susto las aguas, nuevamente calladas y tranquilas. Al cabo, rompiendo el sortilegio que parecía atarles a la orilla, separáronse y emprendieron la vuelta. Atardecía, y las alturas de los montes se incendiaban reflejando los últimos rayos del sol, que parecían entrar en el ocaso a sangre y fuego. Rumores inusitados venían de la ciudad: oíanse a lo lejos cantos de guerra. —¿Qué podrá ser? —preguntaron a un tiempo Kosima y Kenkô, sorprendidos por el estruendo que rompía la calma perdurable de la vieja ciudad. Cortóles la palabra un grupo de guerreros que hacia ellos venía, y a grandes voces pronunciaba el nombre del muchacho. —¡Kenkô! ¡Kenkô!

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Retrocedió la niña. Apoderáronse los guerreros de su amigo, irguiéronle sobre un palanquín cerrado y diéronse a caminar con prisa en dirección de la ciudad. Kosima les seguía, corriendo también desesperadamente, duplicadas sus fuerzas por impulsos de angustia. Alzaban polvo los pasos precipitados de los guerreros; polvo que envolvían a la enamorada en nubes parduscas, cendales de anticipado luto. Corrían ellos y corría ella. Pasaron las puertas de la ciudad; siguieron la desigual carrera por calles y plazas; al cabo Kosima, cuando ya rendida cayó en tierra, vió abrirse, para dar paso a su amigo, las puertas del Palacio Real. Alzóse a duras penas; subió la gradería del pórtico y llamó. Sus manos menuditas se tiñeron de sangre al golpear contra la puerta. Abrió un guerrero, envuelto en vistoso uniforme azul y grana. —¿Qué buscas, niña? —Busco a Kenkô, mi amigo, mi esposo. —El príncipe Kenkô no tiene esposa —respondió ásperamente el guerrero—. Como heredero del trono, ha de casarse con princesa de su propia sangre. —Y cerró. Kosima, asiéndose a la puerta, sollozaba gritando: —¡Kenkô! ¡Kenkô! Un muchachuelo explicó a la desolada cómo la vieja dinastía se había desplomado, y cómo el padre de Kenkô, atento a la caída, habíase ganado el trono a punta de espada. Tenía razón el áspero guerrero. Su amado era príncipe… ¡Y estaba sola! Había llegado la noche. Encendiéronse los rojos faroles del Palacio; el aire los movía y Kosima creía traducir en sus movimientos cabeceos de compasión irónica. La vieron los soldados guardianes del rey y la arrojaron de la puerta. Andando lentamente, salió de la ciudad y entró en el bosque. La luz de la luna plateaba las frondas nacientes y pintaba en el suelo móviles encajes con sus sombras; todo callaba, que pájaros e insectos dormían. Caminaba Kosima, sin mirar adónde, siempre llorando; estaba sola, sola… La claridad se hizo intensísima, casi deslumbradora; es que la luna reflejaba su luz sobre el lago. Kosima miró las aguas quietas, formando ahora inmenso y argentado espejo; allí, bajo la fría barrera, dormía la ninfa. ¡La ninfa! Entonces comprendió el vaticinio, aquellas solemnes palabras que decían grandeza, aquellos melancólicos acentos que lloraban dolores… Grandezas para él, lágrimas para ella…

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Dejóse caer en el suelo al pie de los sauces, y lloró aún más. Y entonces sucedió que las lágrimas de Kosima resbalaron y fueron a mezclarse con las aguas, y como si tuviesen virtud mágica, al recibirlas rompióse la quietud del lago y removióse en olas la tersa superficie, bramando y rebramando. Cubriéronse las olas de espuma, amontonáronse sobre la orilla, traspasaron el eterno límite que la mano de Dios les señalara, y saltando sobre el cuerpo de Kosima, la envolvieron en húmedo sudario. Fueron después retirándose lentamente: aquietáronse luego… pero la orilla estaba desierta; el cuerpo de la niña dormía en los alcázares del fondo, en brazos de la ninfa…

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EL BRAHMÍN POETA

Hubo en la India, allá en los tiempos de la princesa Sita, un brahmín poeta. Vivía retirado en las orillas rumorosas del Ganges, y alternaba sus horas entre la oración y la poesía; es más, su poesía se trocaba muchas veces en oración. Así había cantado en su lengua sabia, la primera que se habló en el mundo, las hermosuras de su Patria, bella entre las bellas: el río sagrado, el de las ondas verdes sembradas de flores de loto y las arenas áureas; los montes preñados de plata y pedrería; los bosques de palmeras y los campos de cañas. Y sus cantares eran como incienso de acción de gracias, que se alzaba en homenaje de Brahama, el creador. Cantando y adorando fue (sic) feliz el brahmín mucho tiempo; pero un día sintió nacer en su interior inquietud desusada; estaba descontento de su obra. Releyó aquellos versos, que hasta entonces le habían parecido hermosos, y los halló escasos de idea y pobres de forma. «Estos temas —se dijo— son cosa baladí. Es preciso que yo cante algo más bello; lo más bello, lo más grande que exista en el mundo de las criaturas». ¡Podría cantarlo! ¡Ya lo creo! Precisamente bullíanle ahora en el cerebro las fuerzas creadoras centuplicadas; sentía estallar como chispas centenares de bellas metáforas y los conceptos profundos se despeñaban en su imaginación abundantes y rumorosos, como aguas de torrente. Temblando de respeto, asistía el brahmín al florecimiento de su alma, fecundada por milagrosa primavera. Sí: podría cantar; pero ¿cuál es el tema, digno sobre todos de ser cantado? Dióse a la oración con nuevo ahínco, maceró su carne con la penitencia y su espíritu con la contemplación de abstractas verdades. Pedía a sus dioses que le revelasen aquello que ardientemente deseaba conocer, y su oración fue oída porque era fervorosa. Una noche, cuando la luna sembraba senderos de plata sobre las frondas del bosque y estelas de nácar sobre las aguas del río, en la hora en que el silencio envuelve a la tierra en olas de misterio, presentóse a los ojos del

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brahmín poeta una hermosísima mujer. Era blanca, de blancura jamás soñada en la India, vestida con amplio ropaje, ceñida la frente de frescos laureles. Traía en la mano, a guisa de cetro, una rama de obscuro tronco y hojillas duras y plateadas, como si la luz de la luna se hubiese dormido sobre ellas. —Salve, brahmín —dijo con voz sonora. —¿Quién sois? —balbuceó el poeta, más temeroso que complacido ante la luminosa aparición. —Soy la Sabiduría, diosa de otros países, en los cuales el cielo es hermano de la Tierra. He oído tu clamor, mientras tus dioses, sumidos en éxtasis seculares, no pensaban en ti. Sé lo que quieres… Si deseas cantar algo digno de la soberana belleza, canta al Trabajo. También el Trabajo es dios en nuestro Olimpo, y me envía a ti. —¿Cómo podré cantarle dignamente? —No he de decírtelo. Únicamente esta señal: el día en que tu canto sea digno del dios a quien lo elevas, surgirá en el centro de tu huerto un árbol de ramas plateadas como ésta. El brahmín contemplaba el amable cetro de la diosa; el árbol que debía producir tales frondas era desconocido para él. —Es el olivo —dijo la Sabiduría—, el árbol que en mi Patria simboliza la paz entre los hombres y la abundancia de la tierra. Desapareció, y las aguas del Ganges se conmovieron y murmuraron irritadas por aquella intrusión de la vida y del movimiento en el país de la forma rígida y de la inmovilidad secular. A la mañana despertó el brahmín, enajenado de gozo. —Tiene razón la diosa: el Trabajo es la soberana belleza del mundo. ¡Cantémosle! Y cantó: «Tú eres —¡oh, Trabajo!— el soberano de la tierra, la voz de los dioses que resuenan en el mundo. Por ti vive el hombre; por ti, como el cielo se siembra de estrellas cuando el sol se oculta, se siembran los desiertos de ciudades; por ti en los arenales brotan jardines; por ti las aguas, que eran destrucción, son vida, y los vientos, que eran muerte, son fuerza. Por ti los hombres arrancan sus tesoros a los senos del mar y de la tierra; por ti el vellón del animal arisco sirve de relicario al pudor de la hermosa, por ti la ciencia ha bajado desde la mente de Brahama al espíritu de quien le adora. ¡Salve, oh, Trabajo!». Pulió el poeta sus estrofas; sembró sobre ellas como polvo de oro las bellas imágenes; ajustólas al ritmo de aprendió de las palmas cuando

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GREGORIO MARTÍNEZ SIERRA Y MARÍA DE LA O LEJÁRRAGA

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gimen heridas por el viento; puso en ellas rugidos de tormenta y suavidades de gorjeo y agudezas de trino. El alma cantaba y lloraba en los versos. Una vez terminados, leyólos el brahmín en su huerto, hincado de rodillas, vuelto el rostro a Occidente, enviándolos como oración hacia aquel Olimpo donde los dioses son amigos de los hombres; pero la tierra permaneció estéril, y el árbol de ramas plateadas no brotó. Desconsolóse el poeta. Al cabo su canción era hermosa, y él la amaba como a hija predilecta. Pero después reflexionó y dijo: «Orgullo como hombre, he cantado el trabajo del hombre y mi soberbia había enojado a los inmortales. Ensalzaré el trabajo de la Naturaleza, vestidura y custodia de la esencia de Brama». Y nuevas estrofas subieron de su corazón a sus labios. Decían el trabajo incesante de la tierra, que a cada nuevo sol se cubre de nueva hermosura; el agitarse de los mares sobre los cuales se cierne el Espíritu de lo alto, dando vida a infinitos seres; el trabajo de los ricos ríos que muerden sus orillas y arrastran las arenas a lejanos países; la fecunda labor de los vientos, que van llevando los gérmenes de vida de selva en selva; el afanar incesante de hormigas y abejas, la solicitud del ave que forma el nido, el furor de la fiera que destruye para saciar su prole. El himno desenvolvía sus estancias sonoras con magistral serena; era la ondulación de su ritmo como cabecear pausado de campo de trigo. Leyó el brahmín su obra. Su alma se conmovió de nuevo al enviar al dios desconocido el homenaje de su canción. La Naturaleza, agradecida, le pagó con sus mejores armonías, pero en el huerto no brotó el árbol prometido. El brahmín poeta no desmayó, sin embargo. Hay un trabajo más sublime que el esfuerzo gigante de la Naturaleza; es el trabajo del alma, que se esfuerza por alcanzar la perfección y llegar a confundirse con la esencia divina. Y cantó las luchas del espíritu y la carne, de la humildad contra la soberbia, del amor contra el odio. Dijo el trabajo de la penitencia, la semilla de lágrimas, las flores de éxtasis, los frutos de virtud; ensalzó las asperezas del ayuno y los deliquios del amor eterno. Y los versos con que cantaba la mística tarea eran como voces de serafines, como melodía de arpas tañidas por manos celestiales. Volvióse al huerto. Recitó temblando de emoción las encendidas estrofas; y aunque de la selva salieron voces como de espíritus, que llamaron hermano al poeta, la tierra permaneció insensible y el árbol plateado no surgió en el huerto.

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Desengañado el brahmín, rompió la lira. «¡Bien me está —se decía— por haber creído en dioses extraños!». Olvidado de sus deliquios de poeta, dióse a labrar su huerto. Sin embargo, muchas veces, mientras removía la tierra y cuidaba las plantas, veníanle a los labios aquellas canciones que había compuesto, y las cantaba con voz temblorosa. Los hombres que labraban los campos vecinos se deleitaban con ellas, y como hablaban del trabajo, trabajaban, oyéndolas, con más ahínco. El huerto del brahmín, antes cubierto de maleza, estaba ahora vestido de plantas útiles y flores hermosas. Un día que, inclinado sobre la tierra, abría en ella un surco, un pájaro desconocido dejó caer en él una semilla: era verde y carnosa. El brahmín no la conocía, pero la cubrió de tierra y la cuidó con cariño. Llegó la buena estación. Amanecía. El nuevo agricultor entró en el huerto; de pronto lanzó un grito de asombro: en el centro del huerto mecíanse las ramas plateadas del árbol prometido. —¡Oh, inmortales! —exclamó, cayendo de hinojos—, ¿qué hice yo para merecer la promesa? Y la Sabiduría apareció de nuevo. —Has trabajado con tus manos —dijo—, y tus palabras han inclinado a trabajar a otros; las bellas palabras no fecundan la tierra por sí solas. El Trabajo te recompensa porque, trabajando mientras cantabas, acertaste a cantarle dignamente.

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LUIS DE OTEYZA (Zafra, Badajoz, 1883-Caracas, 1961)

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Luis de Oteyza nació en Zafra (Badajoz) el 30 de junio de 1883 y falleció en Caracas el 11 de marzo de 1961. Su actividad más notable fue la de periodista. Fue redactor y director de El Liberal de Barcelona y redactor de El Liberal de Madrid. En 1919 encabeza la fracción disidente de El Liberal y funda La Libertad. Dirigió en 1904 Madrid Cómico y colaboró también en El Globo, La Nación y Heraldo de Madrid. También tuvo actividad radiofónica y presidió la Asociación de Radioaficionados de España. En 1921 fundó Radio Libertad. En 1933 fue nombrado embajador en Caracas y durante la guerra civil se exilió a Argentina y Venezuela. Su labor como periodista se vio completada por la de poeta juvenil: Flores de almendro (1903), Brumas (1905), Baladas (1908), recopiladas más tarde en Versos de los veinte años (1923) y Luis de Oteyza, sus mejores versos (colección Los Poetas, 1929). Famoso es su poema «El regreso de los vencidos» que figura en Las mil mejores poesías de la lengua castellana. Como autor de libros de historia humorística, fue célebre su colección de efemérides publicadas en El Liberal y tituladas En tal día: efemérides históricas (1915). Del mismo tipo son: Galería de obras famosas (1916), Las mujeres en la literatura (1917), Frases históricas (1918), Animales célebres (1919), Los dioses que se fueron (1919), y En tal día: efemérides humorísticas (1919). Destacó también como autor de libros de viajes: De España al Japón (1927), En el remoto Cipango (1927), Al Senegal en avión (1928) y El tapiz mágico: reportajes mundiales (1929). Como novelista, periodista y biógrafo podemos citar los siguientes títulos: Calabazas: politiquillos, escribidores, criticastros, pintamonas… (1904), Abd-el-Krim y los prisioneros (1924), La edificante aventura de Garin (1927), Una aventura de viaje (1928), ¡Viva el rey! (1929), El tesoro de Cuauahtémoc (1930),

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El hombre que tuvo harén (1931), Anticípolis (1931), López de Ayala o el figurón político literario (1932), El diablo blanco (1932) y La tierra es redonda (1933). Entre sus colecciones de cuentos figuran: Anécdotas picantes (1918), El pícaro mundo. Cuentos de diversos países (1928) y Picaresca puritana (1931). Con Alfonso Hernández-Catá, su amigo y prologuista, fundó la colección La Novela Vivida (1928), que mantenía el anonimato de sus autores y cuyos contenidos fueron historias truculentas e históricas: La bailarina fusilada (sobre Mata Hari), El proceso Dreyfus, El huerto del francés, etc. Muchas de ellas fueron obras de César González Ruano. Su último libro editado fue La historia en anécdotas (1957), recopilación de algunas de sus obras anteriores. Los cuentos que han sido seleccionados en esta Antología están incluidos en la colección Picaresca puritana.

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PRÓLOGO A PICARESCA PURITANA

Me une al autor de Picaresca puritana una de esas raras amistades que pueden ser calificadas de fraternales sin hipérbole y sin que acuda al recuerdo sonriente el nombre de Caín. Amistad larga y fiel, rica en pruebas mutuas, no ha necesitado jamás de la lisonja para sostenerse, y ha subsistido sin la menor sombra a trueque de una irreductible discrepancia literaria. Para mí Luis de Oteyza es un periodista específico. La prontitud de su inteligencia, la audacia de sus movimientos, la penetración suficiente, mas no extremada, mediante la cual sus improvisaciones le enraízan al fondo real de la existencia sin adquirir nunca caracteres de análisis; su ligereza verbal, su don de mando, su actividad incansable bajo una apariencia de laxitud, su facilidad de adaptarse a medios distintos y de captar pronto los rasgos cardinales y los perfiles que más pronto hieren la imaginación lo caracterizan, y si lo hubiese militado siempre en la prensa, si no hubiese fundado uno de los mejores periódicos de España —La Libertad— y no hubiese llevado a término tantas campañas y reportajes arriesgados, para mí, por lo dicho antes, sería, aun cuando todas sus páginas se hubiesen insertado en libros, un periodista equivocado de escenario. Cuando Oteyza improvisa, es decir, cuando cuenta lo que ha visto en el ojeo rápido, su inteligencia y su pluma logran un ritmo homogéneo y feliz. Entonces es sagaz e irónico, intencionado y veraz. El ingenio le desborda, y una alegría vital, comunicativa, anima sus páginas. A este respecto, sus libros de viajes acendran sus cualidades de excepción. Pero cuando acomete la novela —y sería injusto no decir el éxito otorgado por el público a El diablo blanco, Viva el rey, Anticípolis y El tesoro de Cuauathémoc—, a mi modo de ver sus dotes se amortiguan, y su mismo estilo chispeante muestra en la vasta extensión como sal gruesa, lo que aparece como fina sal depurada en sus trabajos de prensa, en sus relatos cortos y en el recuerdo de sus periplos. No viene esto de inferioridad del artista ni de inhabilidad del escritor, sino de exceso de fidelidad consciente a un temperamento y a un criterio. Oteyza, hombre metódico a pesar de su fama de despreocupado, ha

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auscu1tado la vida contemporánea, y decidió, desde que en edad temprana rompió su pluma de poeta lírico, que el hombre de hoy, preso en los engranajes de una trituración dramática, sólo paga a quien le hace reír y sólo soporta la compañía de quien no le angustia con la exhibición de dolores. Esto lo lleva a una voluntad de gracejo constante, a un constante deslizamiento sobre las situaciones patéticas y a una interpo1ación, a mi juicio no siempre oportuna, de chanzas, sarcasmos y demás elementos cómicos en momentos en que ya el interés del lector está subyugado por fuerzas de otra índole. La dosificación de estos elementos ha culminado en escritores de obra inmarcesible —Eça de Queiroz, Heine, France—; pero siempre los artistas de tal linaje fueron estilistas, es decir, consiguieron el equilibrio de elementos a fuerza de una habilidad que estanca un poco la gran corriente de solidaridad humana sin la cual no hay escritor verdaderamente grande. Y Oteyza, por su nerviosidad periodística, no es un estilista. Muchas veces él y yo hemos discutido acerca del estilo, que él suele confundir con la manera. El estilo es el conjunto de facciones del alma y no otra cosa. No importa si para obtener la neta visión de esas facciones unos no tienen más que ofrecerse y otros necesitan de lentos lavajes que las hagan surgir limpias de impurezas extrañas. Lo sustancial es que el rostro del espíritu quede íntegro y libre de ajenidades en la escritura. Y aquí es donde el equívoco mueve a error a mi amigo, quien supone que una escritura rápida y descuidada es la mejor prenda de sinceridad. Ese desgarro suyo, forzado cien veces, encubridor mil de sus verdaderas facciones morales, ha llegado a dar del hombre Luis de Oteyza una imagen falsa. Por ajustarse una manera para la cual tiene aptitudes admirables deja en la sombra las que, para mí, constituyen las facciones de su alma que me lo hacen respetar y querer. Este ironista que nada toma en serio es un caballero de la tabla redonda; este «silbante» que se aventura en las partidas más trágicas de la política, y se aleja a la hora en que los logreros se reparten el botín, silba para combatir toda tentación de blasfemia; este dicharachero dilapidador de frases, hombre de tertulia y café, en quien el observador superficial creería ver encarnadas todas las insolvencias es un Quijote perfecto, un hombre sin tacha, un ser de alta alcurnia moral para el cual los deberes jamás prescriben. El Oteyza del bastoncito inquieto y del ingenio chisporroteante es el único que ha aparecido en los libros hasta hoy.

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LUIS DE OTEYZA

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Y, además, también el hombre de aventura, el viajero, el gran curioso. Sus cualidades de escritor brillan íntegras en este librito, cuyo título antitético fuerza ya la sonrisa. Narrador ágil, todos los cuentos de Picaresca puritana ganan en su versión. Tratándose de cuentos casi folklóricos, ¿es poco decir? Un prólogo suele ser un ditirambo, y éste es casi un reproche. La amistad de Luis de Oteyza y mía es de las que resisten no ya esta pequeña y disgregadora prueba que sólo afecta a la vanidad, sino otras. Por otra parte, el reproche es hijo del cariño, de la estimación que del hombre y del artista tengo. Y asimismo de la esperanza de que un día, harto ya de servir de crisol donde las amarguras se transformen en carcajadas, mi fraternal amigo escriba un libro hondo y serio que, a lo mejor y a lo peor, no tenga el éxito que hasta aquí acompaña a todos los hijos de su pluma. ALFONSO HERNÁNDEZ-CATÁ

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LA TERCERA RAZÓN DE DOROTHY

Desde Filadelfia se trasladaron Dorothy y James a Nueva York. Eran novios e iban a casarse en la semana siguiente. Por eso hicieron tal viaje juntos: para comprar algunas cosillas que aún les faltaban de sus equipos nupciales. Y no es que en Filadelfia no haya de todo; pero tan elegante y tan barato como en Nueva York... Con esto convencieron a los padres de Dorothy de que les dejasen hacer el viaje. Además que sólo pensaban pasar fuera el día. Regresarían en el tren de la tarde, pernoctando cada uno en sus respectivos domicilios filadelfianos. Pero ¿sabéis vosotros lo que es Nueva York?... Lo sabéis seguramente, aunque nunca hayáis estado en la Metrópoli mundial. El cinematógrafo os ha mostrado esas calles interminables, donde la multitud se aglomera sin poder desatrancarse y así comprenderéis que James y Dorothy, sólo en ir de un almacén a otro, perdieron mucho tiempo. Luego, dentro de los varios almacenes, perdieron más tiempo todavía. ¡Oh, los grandes almacenes neoyorkinos!... De esto sí que no podéis forjaros idea. Y lo peor es que yo me siento incapaz de describiros magnificencia y esplendor tales. Por más que no resulta absolutamente necesario. Se trata solamente de deciros que, buscando y adquiriendo diversas galas, se les pasaron las horas. Y así, cuando quisieron recordar, la hora de partida del último tren había sonado. Tenían que quedarse durante la noche en Nueva York, lo cual no les desagradó del todo, pues con el trajín que tuvieron estaban harto cansados para emprender el viaje de vuelta. Cenarían en el restorán de un hotel próximo a la estación Y se acostarían inmediatamente, tanto para descansar pronto como para levantarse temprano y regresar a Filadelfia lo antes posible. Con estos propósitos tomaron habitaciones en el New Yorker Hotel y pasaron a la cafetería del mismo. Cenaron todo lo abundantemente que su apetito despierto por sus andanzas les pedía y ya no les restaba más que irse a dormir cuanto antes. Pero a James se le había despertado otro apetito. Después de haber permanecido todo el día junto a su amada, y tras de aquella cena vis a vis... Ardiendo de deseos, propuso a Dorothy que le

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dejase acostarse con ella. Dorothy se negó. Se iría a la cama; pero sola. No accedería a eso, que James no debía ni haberla pedido. De ningún modo. Era inútil seguir hablando de ello. James, sin embargo, insistía en su petición. No le era posible contenerse. Estaba loco de ansias, de anhelos... Y queriéndose los dos tanto, y yendo a casarse tan pronto, Dorothy debía ceder. —He dicho que no y no —terminó Dorothy. Mas como viera a James tan triste, tan desesperado, por su terminante negativa, creyó que debía razonar ésta. Y le dijo: —Me niego por tres razones. Que pasó a exponer: —La primera se funda en lo mismo que tú dices. Nos queremos mucho y nos vamos a casar dentro de unos días. Debemos, pues, contenernos y esperar, ya que va a ser por poco tiempo. Adelantar lo que en seguida ha de venir, conduce sólo a estropear un día tan glorioso como será el de nuestra boda. Tienes que hacerte cargo. Compréndelo, mi futuro maridito. James bajó conmovido la cabeza y Dorothy prosiguió su razonamiento: —La segunda razón consiste en tu propia caballerosidad. Mis padres me han confiado a ella, permitiéndonos que vengamos a Nueva York solos. Con lo que pretendes, burlas esa confianza, faltas a tu caballerosidad... Piénsalo, James. James, pensándolo, se conmovía más y más. Y aún dio Dorothy la razón de mayor fuerza: —Y la tercera razón es que a mí, siempre que hago eso inmediatamente después de comer, se me corta la digestión.

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EXÉGETA PERSPICAZ

La exégesis constituye el fundamento del cristianismo reformado, por lo que las sectas protestantes a la interpretación de los libros de la Sagrada Escritura conceden una importancia decisiva. Y así, ya en las escuelas elementales, el hacer que conozcan y que se explique la Biblia a los tiernos alumnos es importante labor del profesorado evangélico. Una joven profesora, ignoro si metodista, presbiteriana o cuáquera, se esforzaba aquel día en que sus discípulos se formasen perfecto cargo sobre el éxodo de los israelitas desde Egipto a la tierra de promisión. Y dedicó casi toda la clase a referir cómo las persecuciones del faraón contra los dominados judíos hicieron que Dios decidiera dar a su escogido pueblo un caudillo que le arrancara de la esclavitud. Expuso que el faraón obligó a todas las madres judías al sacrificio de sus recién nacidos vástagos, obligándoles a que los arrojasen al Nilo apenas acabaran de darles a luz y refirió el modo con que una pobre mujer, para intentar librar a su vástago del cruel sacrificio, le depositó en las aguas del río sobre una cuna bien calafateada; de qué manera la corriente, piadosa, llevó aquella frágil barquilla río abajo hasta hacerla encallar en los jardines del palacio del faraón. Y cómo la hija de éste, que paseaba tomando la fluvial brisa con sus esclavos, encontró al niño, que adoptó, poniéndole por nombre Moisés, o séase, «salvado de las aguas». Acabada aquí la primera parte de la «Historia del patriarca hebreo», quiso la profesora ver si la habían comprendido ya enteramente sus discípulos. Y antes de pasar al relato de las partes siguientes, tendió su vista por la clase para escoger un alumno al que hacer las oportunas preguntas. —A ver, usted —dijo a un muchachito que parecía haber estado escuchando con profunda atención—: ¿quién fue Moisés?... El interpelado se alzó decidido, y sin vacilar, contestó: —Un hijo que tuvo la hija del faraón. La profesora quedó anonadada. Pues sí que había sido entendido bien lo que explicó... Pacientemente volvió a explicarlo todo. Pero esta vez, dirigiéndose en especial al que suponía equivocado.

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—Fíjese usted bien. El faraón había dado orden a todas las mujeres hebreas de que matasen a los hijos que fuesen teniendo. Una de ellas, para ver si eludía el mandato infame, depositó a su hijito en una cuna y así lo colocó sobre las aguas del Nilo. Dios, que reservaba a ese niño para que libertase al pueblo esclavizado, permitió que la cuna fuese a parar a los jardines del palacio faraónico. El discípulo escuchaba a la profesora con el gesto aburrido del que oye contar una cosa que ya oyó. Al cabo, la profesora terminó así: «La hija del faraón encontró al niño casualmente, y, conmovida, decidió adoptarle». Y el discípulo, con escéptica sonrisa, abundando en lo que antes manifestara, comentó: —Sí, sí; eso dijo ella... Ante la perspicacia de aquel exégeta improvisado, la explicadora de la Biblia pensó que tenía que estudiar el Sagrado Texto por otro sistema que el de los metodistas, los presbiterianos y los cuáqueros.

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UNA COSTUMBRE DEL OESTE

El joven Frederick, viendo sus asuntos por buen camino y considerando que habían de conducirle a elevadas posiciones, decidió formar un hogar. Pero para establecerse así, tendría que casarse, y la cuestión de contraer matrimonio le preocupaba por la calidad de que quería la esposa. Aunque él fuera norteamericano, sus padres procedían de Europa, de la sencilla y comedida Irlanda. Vio, por tanto, en su niñez una familia ejemplar, que resplandecía a la luz de las virtudes maternas y ansió que en la familia que él constituyera brillase gloria igual a la que obtuvo su progenitor. Él había, pues, de buscarse una mujer pura como lo fue su madre de soltera, para garantía de que sería luego casta siempre. Pero Frederick temía que en Nueva York no le fuera posible encontrar ni una muchacha de tal género. ¡Buenas estaban las chicas neoyorkinas! Harto sabía él cuáles eran las disolutas costumbres de esas corrompidas flappers. No; no sería entre ellas donde encontrase lo que ansiaba. ¿Y cómo lo habría de encontrar...? Existe en Nueva York la tradición de que la estatua de Washington que se alza en Wall Street, frente a la Tesorería, esto es, en el lugar más transitado de la metrópoli, se doblará por la cintura, inclinándose severamente, la primera vez que por delante de ella pase una mujer virgen. El aspirante a marido sabía eso, y no ignoraba que, la estatua en cuestión, está siempre tan erguida. Pero pensó que si en Nueva York las costumbres son así, en el Oeste, en el lejano Oeste, en el bucólico Oeste, las costumbres han de ser muy distintas. Y decidió irse a buscar esposa siguiendo las huellas de los hombres sanos, que prefirieron avanzar por la campiña a quedarse en las ciudades. Partió, pues, y allá por Kansas, en una aldea del interior, creyó haber dado con lo que buscaba. Linda, muy linda era la muchachita; pero, sobre todo, con un aspecto tan inocente... Una verdadera flor del campo, cuya belleza estaba en su candor. Flor ignorada que ni las miradas mancharon y que acariciada fue sólo por el sol y por la brisa. De esa pastorcilla haría Frederick la señora de su hogar.

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Y la hizo. Se casó con ella, trasladándola inmediatamente a Nueva York. Siendo, cuando allí la tuvo, uno de los mayores goces que le proporcionaba su matrimonio el comprobar cuánto asombraban a la recién casada las costumbres neoyorkinas. En esto veía Frederick la confirmación de que, según supuso, las costumbres del Oeste eran diferentísimas. Regocijándose con ello tanto… Porque, por ejemplo, la muchacha de Kansas se extrañaba de que las chicas de Nueva York vistiesen todas tan bien y fuesen tan alhajadas. —¿Cómo es posible —preguntábase— que sean ricas todas? Su esposo la explicó que no eran ricas todas; que incluso no era rica ninguna. La mayoría, la inmensa mayoría de ellas se ganaban la vida trabajando como dependientas de las tiendas, como empleadas de los escritorios... Eran simples trabajadoras. —Pero entonces aquí está mucho mejor pagado el trabajo de las mujeres —advertía la ex trabajadora del Oeste. Su esposo hubo de decirla que en eso se equivocaba también. En la ciudad gigante, como en las minúsculas aldeas, el trabajo de las mujeres apenas produce para que se mantengan las trabajadoras. No; no era lo que su esposa creía. —Pero entonces —pasó a preguntar la mujer—, ¿cómo se las arreglan para presentarse en restoranes, bailes y teatros y para presentarse tan bien puestas?... Dudó el marido en contestarle, por no macular la candidez de su mente. Pero, al fin, se decidió a dar respuesta, si bien con los naturales rodeos. De no hacerlo así, pensó acaso la contestación pareciese mentira a aquel modelo de pudor. —Pues verás —comenzó diciendo—, aquí las costumbres son especiales... No te asombre, por tanto, lo que te voy a decir. —Y tras este obligado prólogo, continuó: —Todas esas muchachas tienen amigos. Vamos, más que amigos. Hombres a los que se entregan, y ellos, a cambio de sus complacencias, las invitan, las regalan. Hacen esto en pago de lo que ellas se dejan hacer. —¡Qué enormidad! —exclamó la esposa. Y el esposo preguntó complacidísimo: —Te parece enorme, ¿eh? —Figúrate. Que les den trajes y joyas porque se dejen... Allá, en el Oeste, porque nos dejemos, acostumbran a darnos manzanas o almendras. A mí, una vez, sólo me dieron dos nueces.

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MATIZANDO

Exacta como un reloj de precisión fue miss Booth en todas las cosas de su vida. Y así llegó a disponer las cosas de su muerte con toda exactitud. Porque miss Booth se moría. Enfermedad fatal la tenía postrada en el lecho, que si bien destruía su organismo entero, la dejaba lúcida por completo la mente. Esto último hacía que dispusiera ella misma su sepelio y sus funerales. Soltera y sola, siempre se lo arregló por sí todo. Y todo se lo había arreglado muy bien. Con su trabajo obtuvo buenas ganancias y una gran consideración social. A nadie debía nada y nadie tenía que decir lo más mínimo en contra de ella. Podía morir tranquila, pues supo organizar su vivir. Pero para descansar tranquila, igualmente, en la tumba, tomaba por sí sus disposiciones, según queda dicho. Y según va a verse. Hizo ante el notario el reparto de su fortuna, centavo a centavo. Tanto de mandas para amigos y servidores, en las condiciones estas y aquéllas. Tanto para dotar la iglesia de que era asidua. El resto, que importa tanto, para las escuelas de la ciudad. Además, se gastaría tanto y tanto en sepultarla y conservar su sepultura. Sobre este último extremo fue minuciosa. El sepulcro se compraría en determinado cementerio, la losa y la cruz se encargarían a tal escultor, las preces se rezarían en su iglesia, la carroza fúnebre sería de cierta clase y el ataúd costaría un precio fijo. Pero sobre el ataúd había más que hablar. Ha de saberse que en los Estados Unidos a las solteras se las entierra en cajas forradas de blanco y a las casadas en cajas con forro violeta. Miss Booth no recordó sin duda en aquel momento esta circunstancia y nada dijo respecto al color que debiera ostentar su caja. Los que escuchaban las instrucciones postreras de la agonizante tampoco repararon en el olvido. O incluso no pensaron que era olvido, pues siendo soltera miss Booth, por sabido podía callarse... Sin embargo, uno de los testamentarios, queriendo hacer ver que estaba en detalles, tanto o más que la interesada, dijo:

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—La caja blanca, desde luego. Miss Booth volvió la vista al que había hablado, aprobando con el gesto la intervención, que juzgaba oportuna. —Blanca, claro está —dijo. Reflexionó, no obstante, un momento. Y siempre esclava de la exactitud, que fue su constante norma, hubo de añadir: —Claro que blanca. Pero... con toques violeta.

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PETICIÓN INNECESARIA

La más completa flapper del vasto territorio de la Unión era, indudablemente, aquella empecatada Mabel. Difícil sería hallar, desde Alaska a Florida y desde Maine a California, otra muchacha más aficionada a las juergas. Por eso, cuantos conocían a Mabel, se asombraron de que fuese a casarse con míster Jameson. Y no era que míster Jameson fuese un hombre viejo ni feo. Por el contrario, estaba en plena juventud y poseía un tipo arrogante y unas facciones correctísimas. Pero su profesión... Míster Jameson, tras de su nombre, en la lista del teléfono ponía D. D. A mis lectores que no sepan el inglés, hasta el punto de no comprender el significado de la doble D. inicial, les diré que D. D. es la abreviatura de Doctor of Divinity. Y por si tengo algunos lectores que no sepan el inglés de ninguna manera, añadiré que Doctor of Divinity es el título de los pastores. Míster Jameson era sacerdote. Comprendido ya todo, ¿verdad?... ¡Casarse Mabel con un sacerdote austero y rígido! Pues míster Jameson era un sacerdote perfecto. Lo que Mabel en la clase de flappers, exactamente. Pero Mabel no reparó sino en lo bien que estaba físicamente míster Jameson. Como la gustaban con delirio los hombres jóvenes y guapos, se enamoró de aquél. Y esperaba impaciente el momento de casarse, ya que un sacerdote, y un sacerdote dignísimo, durante el noviazgo se comportaba con formalidad absoluta. Suspiraba Mabel por que llegase el día de la boda. Y el día de la boda llegó, por fin, y hasta transcurrió, llegando la correspondiente noche. Al cabo, míster and mistres Jameson se retiraron a su alcoba. Junto al tálamo nupcial se vio Mabel con su amado. Ésta se apresuró a desnudarse y a meterse en la cama. Pero aquél no mostraba tanta prisa. Con gran calma hizo su tocado de noche. Y todavía, ya en pijama, se sentó en una silla y abrió un libro. Era que estaba entregado a sus oraciones acostumbradas.

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Mabel, en tanto, se revolvía entre las sábanas como un sarmiento en una hoguera. Se abrasaba, la infeliz, de deseos, sintiendo por sus venas circular la sangre como plomo fundido, y mientras, el objeto de sus torturadoras ansias, entregado a la oración fervorosamente. Hubo un momento ya en que Mabel no pudo contenerse. —Pero ¿qué haces, hombre? —preguntó—. ¿Qué haces que no vienes a acostarte? Míster Jameson repuso, con la beatitud de costumbre: —Pido a Dios que me guíe. Y Mabel replicó ansiosa: —No molestes a Dios para eso. Anda, ven acá, que yo te guiaré.

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NO REPARANDO EN GASTOS

Después de la larga travesía del Atlántico, hecha en un navío cuyo pasaje, si no lo integraban hombres exclusivamente, de las mujeres incluidas no se podía decir que perteneciesen al bello sexo, desembarcó nuestro viajero. Estaba en Nueva York. Y sabía bien que la metrópoli norteamericana, teniendo de todo, carece de algo que las ciudades europeas poseen. Sabía que en los Estados Unidos, como la Ley Udstead, rige la Ley Mann. Pero pensaba que, sin duda, habría modo de faltar a ésta tanto y tan bien como a aquélla se falta. Es decir, que si existen tabernas clandestinas, existirán asimismo mujeres que clandestinamente… Todo habría de consistir en pagar esas mujeres a más precio de lo acostumbrado donde la prostitución es lícita, cosa que, dado el deseo que tenía por su forzada abstinencia durante la navegación y la generosidad natural en él, hombre, además, adinerado, no resultaba cosa mayor. Aunque sí tropezaba con una dificultad: no conocía a nadie en Nueva York. ¿Cómo encontrar quien le guiase hacia un lugar prohibido? Pensó en pedírselo a alguno de los criados del hotel donde se alojaba. Pero desechó este pensamiento, avergonzado. En una ciudad tan moral, que semejantes leyes tenía, presentarse como contraventor de ellas a los ojos de quienes habían de respetarle... Ni siquiera abordar a otro de los huéspedes con petición tal le pareció bien. Era ruego que sólo a un íntimo podía hacerse. O a un desconocido. Eso también. Quien no le conociese, poco importaba lo que de él quedase pensando y si, incluso, llegaba a rechazarle agriamente, con dar media vuelta y alejarse... Sí; era lo que iba a hacer. Se lanzó, pues, a la calle dispuesto a preguntar al primero con quien se cruzara. Pero ya en la calle, aunque muchos se cruzaron con él, vaciló de nuevo. Un cualquiera se exponía a que una cualquiera le recomendase y decidió hacer la pregunta a un representante de la autoridad. ¡Nada menos! Pero es que como los guardias neoyorkinos tienen un aspecto tan benevolente... Al guardia de la esquina se dirigió.

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—Perdone usted —le dijo—; pero estoy en una situación difícil. Y he supuesto que usted sabrá hacerse cargo. —Diga, señor —contestó el guardia, amabilísimo. —Pues verá —siguió nuestro hombre, animado por completo—. Acabo de llegar aquí, donde no conozco a nadie. Vengo de Europa y he hecho una travesía terrible. Figúrese que entre todas las pasajeras no había ninguna aprovechable... Vamos, ya usted me entiende. —Feas, ¿eh? —preguntó el simpático guardia. —Horrorosas —contestó el interrogado. Y el guardia siguió, concienzudo: —Pues ha llegado usted a feliz puerto. Aquí lo que sobran son mujeres bonitas. —De eso se trata —dijo el otro, completamente animado—. Yo quisiera una de esas mujeres. Para llevarla a cenar, y luego al teatro y, por fin, a la cama. Pero no sé dónde encontrar una mujer con quien hacer todo eso. Si usted pudiera indicarme dónde la encontraría... El guardia, en perfecto businessman, pues en Nueva York hasta los guardias son hombres de negocios, preguntó: —¿Cuánto quiere usted gastar? —¡Oh, eso es lo mismo! —repuso el necesitado, que ya sabemos que estaba dispuesto a pagar lo que se le pidiese con tal de satisfacer su necesidad. —Entonces —dijo el guardia—, si no repara usted en gastos... Tendió la mano hacia la línea de la calle, que era Broadway, esa amplia avenida que hasta el fin de Nueva York llega y todas las calles neoyorkinas cruza. Y señalando así la ciudad entera, terminó: —Entonces, llame usted a cualquier puerta.

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JOSÉ FRANCÉS Y SÁNCHEZ HEREDERO (Madrid, 1883-Madrid, 1964)

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José Francés y Sánchez Heredero (1883-1964) nació y murió en Madrid. Funcionario del Cuerpo de Correos, fue escritor, crítico de arte y miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. La parte principal de su obra literaria la realizó entre 1903, fecha de publicación de la primera novela, con prólogo de Zamacois (aunque sus primeros escritos figuran en las revistas Gente Conocida y Vida Galante), y 1930, aunque tras la guerra civil recibió el Premio Nacional de Literatura en 1941 por su tragedia Judith (editada en 1944). Perteneciente a la generación intermedia, o de la Novela Popular, su creación se mueve bajo la doble orientación del naturalismo y del simbolismo, más perceptible este último en algunas de sus primeras obras dramáticas, que recrean el mundo intenso y perturbador de Maeterlinck, o el benaventino, cosmopolita y decadente. Ya en 1904 aparecen sus primeras críticas de arte, que continúan en sus comentarios de la revista Nuevo Mundo y más tarde en La Esfera. Reúne los primeros ensayos dramáticos en el volumen Gignol. Teatro para leer (1907), y otra parte significativa de sus dramas en Teatro de amor (1913). El resto de su producción son relatos: novela, novela corta y cuento. Entre los títulos más significativos: Dos cegueras (1903), Alma errante (1904), un cuento o parte de novela premiada por Blanco y Negro; La danza del corazón (1913, novela); La estatua de carne, El sabor de la sangre y A lo largo de los caminos (novelas, de 1915). En ese mismo año publica sus reflexiones sobre la guerra mundial, con el título La muerte danza. Comentarios a la guerra, donde propone su visión aliadófila al dedicar la obra «a todos los que luchan por el triunfo glorioso de Francia, que será el triunfo de la justicia y de la libertad». En 1917 siguen las publicaciones: El alma viajera, El espejo del diablo y Mientras el mundo rueda. Recibe un homenaje e interviene en multitud de actos, jurados,

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premios e imparte conferencias sobre arte. En 1920 reúne sus cuentos bajo el título Cuentos del mar y de la tierra y publica además una selección de novelas cortas, El muerto, y una novela sobre la vida de la farándula española (que conocía por su boda con la actriz Rosario Acosta), La mujer de nadie. A partir de 1922, con el ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, intensifica su actividad en este campo, aunque sigue con la publicación de sus novelas. El delito de soñar y Detrás de la cruz (novelas, 1922), La débil fortaleza (novela, 1923), Una despedida de soltero (novela, 1926) y otras más. Es elegido secretario de la Academia. Ya en 1930, más retirado, publica otra colección de cuentos, Entre el fauno y la sirena, y una antología con reflexiones propias, De la condición del escritor. Los tres cuentos que figuran a continuación pertenecen a su colección Cuentos del mar y de la tierra (1920).

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BAJO EL CIELO DE OTOÑO

Llegaron a mediados de julio. Aun en la playa aristocrática, que la guerra, al vaciar las otras afamadas extranjeras, había hecho más cosmopolita, intrigó su elegante misterio. Francesas ambas, se creyó al principio que venían de Citerea para reclutar nuevos viajeros. Se las imaginó cocotas que, para mayor aliciente de aventura, presumían de honestas damas, incluso con hijos. Tenían un hijo cada una. Apenas habían cumplido los diez años estos niños, y mientras el uno era frágil, enfermizo, con una anticipación de soñadoras inquietudes en las pupilas negras, tenía el otro el aspecto recio, los cabellos rubios, y en el rostro inexpresivo los ojos azules no prometían ni preguntaban. Por las mañanas muy temprano los dos niños jugaban, vestidos con sus trajes de baño, sobre la arena. Solos y tristes, cambiando entre sí palabras francesas y cambiando con los otros niños de las otras madres no misteriosas miradas de ansiedad infantil y comunicativa. Pero se les consideraba contaminados de la galante historia de sus mamás. Todos los niños, todas las ayas y niñeras tenían órdenes severísimas de no acercarse a ellos. En esta playa aristocrática y cosmopolita asoman siempre la rancia hipocresía, la crueldad fanática de los españoles. A las once, todas las mañanas bajaban las dos hermanas. Vestían unos trajes de paseo un poco más cortos nada más que los de otras damas para las danzas yankis del Casino. Y, sin embargo, se murmuraba a su paso, y las kodaks de los caballeros y los impertinentes simbólicos de las damas asaeteaban sus cuerpos ondulantes y rítmicos, sus rostros señorilmente maquillados bajo el pañolillo rojo o la cofia de tafetán gris con lazos negros. Entonces sus hijos corrían hacia ellas y los cuatro entraban al mar. Turnaban en el cuidado de los niños. Cada mañana era una la que permanecía cerca de la orilla, donde el agua apenas la ceñía el vientre, y la otra se aventuraba mar adentro, hasta lejanías que ningún hombre se atrevía a llegar. Después, en las tardes, se las encontraba por los paseos solitarios o en los caminos que conducían a los pueblecillos próximos, siempre acompañadas

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de sus hijos, y misteriosas y tristes. Jamás frecuentaron el Casino ni los teatros ni diversión alguna. Los primeros días no les faltaron pretendientes. Incluso alguno de estos audaces que en invierno juegan a las aventuras picarescas en la cursilona Carrera de San Jerónimo se atrevió a balbucear, en un francés de juguete cómico, piropos y proposiciones. Ni siquiera se molestaban en contestar. Les bastaba con el enorme, abrumador desprecio de las miradas y aquel ademán altivo del brazo con que apartaban al importuno como a un perro sarnoso. Peguntado el dueño del hotel, dijo que eran hermanas, y que las dos tenían los maridos en la guerra. Firmaron las respectivas declaraciones: Madame Brigard y Madame Louviers. Nada más. Pero esto, que ya las hacía doblemente respetables y que justificaba su tristeza, no explicaba los otros aspectos misteriosos de su vida en el hotel. Rara vez hablaban las hermanas. Aun al menos observador no podía escaparse que entre ellas existía algo molesto, gênant. En la sala de lectura, al hojear los periódicos en la mesita del comedor donde abrían, impacientes, sus cartas, nunca coincidían la expresión de sus rostros. Mientras una se entristecía, la otra se regocijaba. Luego, al levantar la mirada del periódico, del plieguecillo escrito por el amado, se ruborizaban de un disfraterno dolor y alegría. Procuraban fingir… Se pensó entonces que los maridos estarían en distintos frentes y su suerte sería bien distinta. La camarera del cuarto, acuciada por algunos huéspedes, por el propio dueño del hotel, se lo preguntó: —No —contestó madame Luoviers— están los dos en Verdún. Madame Brigard sonrió irónicamente. Ayer, inesperadamente, en la playa que los primeros fríos otoñales ha barrido de burgueses presuntuosos, de porvenir intolerable y de toda esa turbamulta de los «quiero y no puedo» de los meses de julio y agosto, el misterio se desveló en tragedia. Cerca de veinte días hacía que no se bañaban las francesas. Se limitaban a permanecer largas horas sentadas frente al mar, contemplando los juegos un poco melancólicos de sus hijos… Pero hoy, a pesar de que septiembre está muy avanzado, de que las primeras lluvias cayeron ayer sobre el acero turbulento de la mar, las francesas se han bañado. Solas, sin los niños, para avanzar ambas hasta lo más lejano, allá donde el pañolillo rojo era sólo un punto poco mayor que una cereza, y donde la gorrita de tafetán gris desaparecía...

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De pronto se vio retroceder a madame Brigard, arrastrando a madame Louviers. Mucho antes de llegar a la orilla se la oyó gritar: —Au secours! Au secours! Hubo un revuelo de inquietud en la playa. Se lanzaron al agua varios bañeros. Algún bañista nadó para acercarse a las dos mujeres. Y cuando volvió todo el grupo hasta la arena, madame Louviers venía ya muerta, ahogada. Madame Brigard sollozaba amargamente. Alguien se acercó para peguntarle el nombre de la muerta, y dominando su dolor, en un repentino desdén, exclamó: —La señora Hirschfeld. —¿Francesa? —Ella, sí. Su marido, no. Era alemán. Lo mataron hace diez días en Verdún… Y envolviendo en una mirada de apasionada liberación al niño rubio de ojos azules, que lloraba aterrado sobre el cadáver de su madre, murmuró: —Al menos, ya no serás alemán, pobre niño… Cuentos del mar y de la tierra Madrid, Editorial Mundo Latino, 1920

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LA SOMBRA DE RODENBACH

Nuestro amigo, el hombre flaco de las barbas lacias, de la mirada errabunda como su vida, seguía nuestra ocasional discusión sobre el misterio ultraterreno con una sonrisa silenciosa en el rostro pálido y en la tarde pálida de octubre. Aprovechó un instante de tregua —esas treguas que señalan el cansancio o el miedo de las palabras— y avanzó su mano, antes que su voz blanda, lenta. —Quisiera contaros un episodio extraño que me aconteció en Brujas hace dos años, cuando todavía el final de la guerra parecía lejano y adverso. Fue en otoño. Bien entrado ya octubre, y volados nuevamente los pájaros blancos de la ilusión. A la habitual tristeza de la ciudad romántica uníase el convencimiento de otro nuevo invierno bélico. Brujas, amigos míos, conservaba por encima de la invasión germánica su melancólico encanto. Veíanse letreros alemanes, soldados alemanes, soportábanse costumbres alemanas y muy pocos hombres belgas que no fueran viejos, mutilados o niños transitaban por las calles. Pero seguían sonando los carillones, continuaba el desfile de los cisnes blancos en las aguas dormidas de los canales, y las beguinas pasaban arrimadas a los muros viejos de casas y conventos, poniendo contra la sombra leprosa el vuelo blanco de sus tocas. Beguinas sin tocas parecían todas las demás mujeres de Brujas, enlutadas, lívidas, mudas, que iban por las calles, que entraban en las tiendas, que acaso se arriesgaban a un nostálgico paseo hacia el lago Minnewater, «el agua en que se ama», buscando el recuerdo de una pasión arrebatada. En las esquinas alternaban con los nichos piadosos —donde una virgen de ingenua y tosca talla sostiene en su mano la banderola con la inscripción: «Soy la inmaculada»—, las proclamas y bandos de los invasores. Dejaron apagar las lamparillas que el fervor antiguo había puesto ante las imágenes y encendieron el rencor. Una tarde descansaba la prolongación permanente de mi melancolía en el pretil de un puente de piedra. Las aguas quietas, verdosas, un poco malolientes, del canal desdoblaban las siluetas y los colores de los edificios y de

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los árboles, con recortes pálidos de cielo. El crepúsculo lloviznaba de sombra la ciudad. Lejos sonaban cornetas. Y de pronto las campanas, esas campanas de Brujas que son como los latidos de su corazón místico y apasionado, empezaron a tocar en la calma vesperal. Campanas del beffroi que voltearon a rebato en agosto de 1914 y habían de voltear a gloria en agosto de 1918; campanas de iglesias, esquiloncillos monjiles. El aire se llenaba de broncíneas vibraciones. Y una voz dijo, súbita y en francés, junto a mí: —Oh! Ces cloches permanentes —glas d’obit, de requiem, de trentaines: sonneries de matines et de vespres— tout le tour balançant leurs encensoirs noirs... Me volví bruscamente. Creía estar solo y, sin embargo, a mi lado alguien decía unas palabras que imaginé haber oído antes de entonces. Vi un hombre alto y gallardo. Un belga mutilado a quien le faltaban los dos brazos. Estaba arrimado al pretil de piedra sin poder recostarse en él. Y esto daba pena, como daría verle entrar en su casa y no poder abrazar a la mujer amada, y si tenía hijos, no alzarles del suelo con sus manos para darles un beso en alto y en la boca. Pero no fue esto, con ser tan profundamente doloroso, lo que me cautivó la mirada. Era su rostro. Un rostro largo, de una piel muy fina y muy blanca y de una expresión soñadora, melancólica. Debajo del bigote rubio, la boca tenía una dulzura casi femenina. Los ojos grandes, verdiazules, miraban las aguas del canal como si las besaran en un adiós supremo. No llevaba sombrero, y la cabellera rubia de un rubio dorado se levantaba en un bello penacho. ¿Dónde había visto yo a aquel hombre antes de entonces? ¿Dónde había oído sus palabras? Nuevamente, su voz lenta sonaba en frases que me causaban el efecto de un ritornello. —¡Oh! ¡Estas campanas! —decía—. Parecen deshojar lánguidamente flores de hierro sobre una tumba… Esta ciudad es la más gris de todas las ciudades: de un gris melancólico que da a las calles de Brujas el aspecto de que siempre es el día de los difuntos. Este gris, como hecho con el blanco de las tocas de las religiosas y el negro de las sotanas sacerdotales, tan frecuentes y tan contagiosas. Misterioso gris de un medio luto eterno. También el canto de las campanas parece negro; pero de un negro algodonoso, fundido en el espacio, que llega en un rumor igualmente gris, arrastrándose, rebotando, ondulando sobre el agua de los canales… Un grito mío le interrumpió. Le había reconocido; había recordado dónde y cuándo aquella música melancólica de sus palabras acunó mi

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corazón. Aquel hombre pálido y rubio era Jorge Rodenbach, tal como Levy Dhurmer le retrató en el cuadro que se conserva en el Luxemburgo; y las palabras eran bien de él, quedaron eternizadas en una novela inolvidable: Brujas la Muerta. Sin embargo, ¿cómo el poeta muerto en París el año 1898 aparecía ahora manco de los dos brazos, con aquella mutilación que, si me apenó por verle que no podía recostarse en el pretil para contemplar «los caminos de silencio incoloros», y por imaginarle que no pudiera abrazar a la amada y levantar hasta sus labios el hijo, me apenó más aún porque ya no podría escribir? Temblando de romper el milagro, le pregunté: —¿Ha perdido usted los brazos en esta guerra? Tardó un rato en contestar. Luego, con voz muy distinta a la de antes, dijo: —Sí. El 15 de agosto de 1914, en el combate de Eeghezee, al Norte de Namur. Incliné la cabeza sobre el pecho tristemente. Y cuando la levanté de nuevo, el hombre había desaparecido, desvanecido acaso como la sonería de las campanas en el aire húmedo del crepúsculo. Y entonces fui yo quien repitió unas palabras de Brujas la Muerta: «Pero el rostro de los muertos que la memoria nos conserva algún tiempo se altera poco a poco y se borra como un pastel, sin cristal, cuyo polvo se evapora. Y en nosotros, nuestros muertos mueren por segunda vez.» Alguien —el más medroso, el más insensible, ¿quién sabe?— se levantó en el silencio y la oscuridad para dar vuelta a la llave eléctrica. La luz nos halló a todos lívidos y mudos. Nuestro amigo, el hombre flaco, ya no sonreía y su mirada errabunda se había detenido, temblorosa de lágrimas. Cuentos del mar y de la tierra Madrid, Editorial Mundo Latino, 1920

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De Celia Verjeles a Clarita Portolés

«A buen seguro, muñeca, me estarás echando una fama de olvidadiza y mala persona capaz de desacreditarme entre los que pudieran aspirar a casarse conmigo el día de mañana (¡un mañana muy lejano!). »Acaso también, como en tu casa no leéis ahora más que periódicos germanófilos, me compadezcas profundamente. Dejándote engañar por esos periódicos, creerás que Inglaterra está agonizando, que todos padecemos de tortícolis a fuerza de tener la cabeza hacia atrás acechando en el cielo la silueta terrible de un Zeppelin, y que por las noches miramos debajo de la cama, esperando, temblorosos, hallarnos con un submarino alemán. »Tranquilízate, Clarita. Me estoy divirtiendo como nunca. Los ingleses son un pueblo admirable. Aquí no se nota lo más mínimo la guerra. No se ha alterado en nada la vida, y ni uno solo de los hombres con quienes hablo dudan un momento del triunfo definitivo. Se encogen de hombros, sonríen y cambian de conversación, elogiando mi pelo crespo y negro, mis ojos zarcos y bravíos y mi carne tan morena, que ahí me enfurecía y aquí ni siquiera disimulo con los polvos. »Soy como un símbolo cálido de la bella España entre las muchachas de pelo de miel, de ojos de zafiro y carnes demasiado sonrosadas de muñeca. »Tu novio el poeta diría que soy como un jirón de copla andaluza, caído por milagro en un salmo bíblico de los que cantan aquí los domingos. Lo cierto es que lo mismo en casa de mis primos en Londres que ahora en el castillo de Mr. James Bland, donde hemos venido a pasar el otoño, me divierten y se divierten mucho conmigo. »Hace tres días salimos de ca[z]a, y no sé si lograré darte una sensación exacta del espectáculo tan pintoresco, tan rebonito, de la fox hunting con levitas rojas, jaurías, sonatas de las trompas doradas y saltos de setos, vallas y riachuelos.

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»Todo esto, que sólo conocía por los álbumes de Noël, por los grabados que adornan el cuarto de mi hermano mayor, por los libros fantásticos de mi niñez y las novelas inglesas de mi juventud, lo he vivido durante unas horas y he sido yo una de esas amazonas de la levita roja y la falda negra que lanza su caballo al galope en la fiebre de la persecución o le deja ir al paso en la calma solitaria del bosque mientras un cazador galante nos dice gratas mentiras al oído y suena el hallalí lejano y fanfarrón... »Dicen que las mujeres rubias y pálidas son más propicias al romanticismo que nosotras las morenas con la cabellera fosca y áspera de criolla. No es verdad. Desafío a romanticismo a cualquiera. »Largas horas quedaba suspensa ante aquellos álbumes de Cecil Aldín o me detenía en un capítulo de novela. Unas veces veía cómo en torno del lago donde se ahogaba el ciervo perseguido, ensangrentando el agua, cercado de cabezas menudas y nerviosas de lebreles, esperaban los cazadores de pelucas empolvadas y dorados casacones de tiempos de Luis XV y la damas con tocados Pompadour. »Otras veces era la silueta del piqueur a caballo, seguido de cientos de perros con la lengua fuera y los rabos en alto, dirigiéndose hacia la explanada que hay delante del castillo y tendiendo sobre el verdor de la planicie la línea de un friso. »Los incidentes cómicos: un jinete que cae dentro de una charca y se levanta, hechos una lástima la levita roja y el pantalón blanco; el señor gordo, rubicundo, de cortas patillas, a quien el viento arrebata la gorrilla de terciopelo negro y quiere detener, sin conseguirlo, el caballo. »Y también la comida, después de la cacería, en el amplio comedor, con las paredes recubiertas de roble adornadas de trofeos venatorios, y alternando con viejas armaduras los retratos de antepasados que pintaron Reynolds, Gainsborough y Hoppner, y los paisajes de Turner y Contable, y a través de la chata ventana de emplomados vidrios pasan los alegres ladridos de la jauría y los vibrantes sones de la trompeta. »Pero siempre los grabados que más me complacía mirar y los paisajes novelescos en que me era más grato detener la imaginación, aquellos en que se veían juntas las siluetas de dos enamorados o prontos a enamorarse. Aún muy niña tenía yo el presentimiento de cómo sería dulce oír palabras de amor durante una cacería. »Esto me acarreó un desengaño fatal cuando se organizó en septiembre de 1909 aquella excursión a la cercanía de Madrid para cazar inofensivas perdices y humildes conejitos, sin jaurías, sin monteros, sin galopadas a través

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de bosques y llanuras, sin habits rouges, y con un compañero de puesto que no acertaba nunca, que estuvo a punto de matar a un guarda y a quien le resultaba pequeño el traje de pana gris. »En cambio, la fox hunting del otro día fue, como te digo, la realización de mis deseos románticos. Prácticos y elegantes en todo, los ingleses prefieren esta caza del zorro, que en el fondo no es más que un pretexto para vestir trajes pintorescos y para mostrar sus proezas de jinetes. »Muy de mañana, delante de todos los cazadores y de los perros impacientes, trajeron el zorro encerrado en una jaula. Daba pena ver el espanto de la fierecilla con sus ojos menudos e inquietantes y erizado su áspero pelo gris. Apenas abrieron la jaula despareció de un salto. Soltaron los perros, y tras ellos lanzamos nuestros caballos al galope. »Un estrépito de ladridos, gritos, risas y metálicos sonidos de las trompas estremeció el aire frío y triste de la mañana envuelta por la niebla. »Para nosotros no había obstáculos, setos, vallas, fosos, riachuelos; los saltábamos entre risas y gritos de alegría. Lo de menos era el pobre zorro, acosado, jadeante, con la lengua fuera, con pellones de barro húmedo en el cuerpo, mojado de sudor y de agua. Lo importante era aquella alegría de la loca carrera con rumbo desconocido, azotado el rostro por el frío aire mañanero. »Al fin, después de treinta o treinta y cinco minutos, el zorro se declaró vencido y cayó reventado al borde mismo de un lago. Uno de los monteros le cogió por el rabo, lo zarandeó en el aire y acabó por tirarlo en medio de la jauría, que le destrozaron en pocos segundos mientras las trompas tocaban el hallalí y nosotros gritábamos: ¡Hip, hip!, ¡hurra!, ¡hurra!, levantando las gorrillas de terciopelo en el extremo tembloroso de las fustas. »Luego soltaron otros fox y tornaron las cabalgadas a lo largo de las verdes praderas. »Ya te veo sonreír pensando que en esta cacería me faltó el aspecto más agradable: el sentimental de una paseata lenta con un jinete enamorado junto a mí. »Pues no, muñeca, no me faltó este grabado romántico que tanto me gusta. Pero, en honor a la verdad, el galán tenía más años de los que fueran necesarios. Ha cumplido ya cuarenta y cinco —muy bien llevados, eso sí—, tiene no sé cuántos miles de libras de renta y es solterón empedernido. »Se llama míster Dowser, y desde que me conoció le gusté mucho. Sin embargo, más que yo parecen gustarle el dinero y la libertad holgachona

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de su soltería. Se ha enterado de mi fortuna y sabe que no tengo dos pesetas, que soy la prima pobre de la mujer de un hombre no muy rico. »En estas condiciones sería muy difícil que quisiera casarse conmigo. »Bromeando se lo dije el otro día. —¡Ay, míster Dowser, usted es lo que llamamos en España un «viejo zorro»! —¡Oh! Cáceme entonces —repuso. —No, míster Dowser, a los zorros viejos no se les caza tan fácilmente. »Y, sin embargo... »Ayer, míster Dowser se me declaró. Han podido más mi carne morena, mis ojos zarcos y mi cabellera fosca de negrita que su horror al matrimonio y sus egoísmos de millonario. »¡He cazado al zorro! Y sin habit rouge, sin cabalgadas locas, sin que lanzaran el hallalí las sonoras trompas. ¡Ah! ¡Y sin perros! Muchos besos de tu invariable amiga, Celia Cuentos del mar y de la tierra Madrid, Editorial Mundo Latino, 1920

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PRUDENCIO IGLESIAS HERMIDA (La Coruña, 1884-Madrid, 1919)

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Prudencio Iglesias Hermida (La Coruña, 1884-Madrid, 1919) cursó el Bachillerato en Lugo y estudió Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid. Comenzó a publicar artículos en la prensa madrileña desde muy joven: La Noche, El Imparcial, El Liberal, Mundo Gráfico, Por Esos Mundos, La Esfera y Nuevo Mundo, revista de la que además fue corresponsal en Francia durante la II Guerra Mundial. Fundó y dirigió publicaciones polémicas como La Protesta, La Nave y La Nueva Europa. En su época fue considerado como un maestro del periodismo. Apasionado y violento, practicó el denominado «matonismo literario», consistente en agredir a todo el que se oponía a sus planteamientos. En sus caricaturas aparece siempre portando un gran garrote. Pese a su gran fortaleza y complexión física, murió joven durante la gran epidemia de la mal denominada «gripe española». Publicó los siguientes libros: De mi Museo (1909), Horas trágicas de la Historia (1910), Las tragedias de mi Raza (1912), La España trágica (1913), Hombres y cosas de mi patria y de mi tiempo (1914), De caballista a matador de toros (1915), La ermita de los fantasmas (1916), Gente extraña (1918) y Un día y una noche en Londres. Colaboró en colecciones de novela breve: en El Cuento Semanal con Los aventureros del gran mundo (1911), en Los Contemporáneos con El beso de la hebrea (1911) y Una hora de amor con Carolina Otero (1912), en El Libro Popular con El asesinato de Sarah Bernhard (1913), en El Cuento Galante con Príncipes y cortesanas (1913), y en La Novela Corta con La última noche del pirata Barbarroja (1916), De caballista a matador de toros (1917), Nuevas hazañas de Juan del Duero (1917), De Madrid al Cairo (1918), Un robo en el Vaticano (1918), Los legionarios de la muerte (1920) y ¡Quién fuera tú! (1920). Las dos últimas se publicaron tras su fallecimiento.

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DE MADRID AL CAIRO. NOVELA

I. EGIPTO. UN ROBO EN EL INTERIOR DE LA GRAN PIRÁMIDE. LAS RUINAS DE TEBAS. LA VIRGEN DEL DESIERTO El Duero solamente se detuvo en Madrid el tiempo necesario para trabajar en las casas de marcas cinematográficas; el auxilio necesario para la explotación de un invento muy curioso. La invención era útil y bonita. Se trataba de que las proyecciones cinematográficas fueran posteriores sobre una luna de cristal esmerilado y con la perfección de la fotografía en colores. Quedaban, pues, rechazadas las vulgares películas iluminadas, tan sin vida ni color. Una casa acogió el invento, y Juan del Duero, con los aparatos necesarios, un buen sueldo y empleados a sus órdenes, salió a impresionar películas del mundo antiguo.

LAS RUINAS DE ÁFRICA Llegó a Egipto. A dos leguas del Nilo y del Cairo, a la entrada del Desierto de Lybia, se alzan las Pirámides. Juan del Duero las distinguió a diez leguas de distancia, y cuando llegó a una de ellas, la altura de su cúspide, la inmensidad de su asiento, la monstruosa sombra que proyectaba sobre las arenas del Desierto le produjeron asombro y respeto. Las tumbas inmortales de los Faraones, encerradas en los monstruosos poliedros de piedra, le parecieron un recuerdo digno del antiguo Egipto, en una época cercana a aquella en que los griegos y los persas guardaban juntos sus rebaños de bueyes a orillas del mar Caspio. A cien metros de la Gran Pirámide se halló la caravana ante la famosa esfinge guardián de las tumbas, enterrada hasta los hombros, con la nariz devorada por la lepra del tiempo y contemplando impasible la llanura con sus ojos milenarios.

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Por detrás de la Esfinge, delante de las Pirámides, cruzaba una caravana. Las campanillas de los camellos y el canto triste de los camelleros impresionaron a los viajeros de Europa. El Duero impresionó una película soberbia, con el sol moribundo, la silueta fantasmal de los monumentos funerarios, la raya oscura de la caravana. Y pensó en la grandeza inmortal del pueblo de las pirámides, que logró lo que ningún otro en el mundo: dejar grabada en la Naturaleza misma la huella de su garra. El Duero ordenó a su gente que se retirara a descansar a la tienda, y él, a los primeros rayos de la Luna, se lanzó a examinar despacio las Pirámides. Un viejo astroso, sonando unos crótalos de bronce, y con la expresión fisonómica de granito, salió al encuentro del viajero. El Duero le dio unas monedas, y renaciendo en él como siempre el hombre fuera de la ley, le dijo al mendigo: —¿De dónde eres? —De allí, de las ruinas de Tebas. —¿Conoces las Pirámides por dentro? —Como la palma de mi mano. —¿Quieres guiarme por el interior de los monumentos? —Es de noche, está prohibido. Pero ¿cuánto me das? —Lo que pidas. El viejo hizo un hoyo en el suelo con las manos, metió allí los crótalos, lo cubrió luego. Midió los pasos que había desde el escondite hasta la Esfinge, se fijó bien en la dirección, y volviéndose hacia el extranjero, exclamó: —Vamos. ¿Llevas alguna lámpara guardada? —¿Lámpara? Ninguna. —Nos mataremos entonces. Vamos. A catorce metros de altura, sobre la base de la Gran Pirámide, hay un agujero casi imperceptible, única entrada que se conoce a la enorme galería, más estrecha en relación que la vivienda de un topo, y que cruza en pasadizo misterioso la mole tallada y casi maciza. Los asaltantes entraron de cabeza en la cueva de la Pirámide y echaron a andar encorvados, en la oscuridad absoluta, tentando las paredes con las manos. El guía iba rosmando oraciones extrañas y dando a sus pasos una medida, un ritmo. Era penoso el camino; el aire, irrespirable; el olor a muerto, tan denso que hacía temer el martillazo en la nuca de la asfixia.

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El guía dio una voz, un aviso, y el Duero, con precauciones, fue reconociendo el camino. De repente se vio forzado a caminar sobre rebordes estrechos de la pared, teniendo a sus pies un profundo abismo negro. El olor a muerte, a carroña, era tan fuertemente irrespirable que el viajero preguntó al guía: —Oye. ¿Enterráis aquí a los amigos? ¿Por qué huele tanto a cadáveres corrompidos? El guía contestó: —A este abismo que tenemos a los pies, nadie le ha hallado el fondo. Los cadáveres de los viajeros que se marean o pierden pie quedan insepultos, como es natural. ¡Si hubiera cuervos o buitres que los devorasen! Pero como no hay nada de esto, sólo el tiempo es capaz de destruirlos. —Pues es un incensario cada cadáver —contestó el Duero. —¿Adónde vamos? —A las cámaras reales. Siguieron en silencio. Hallaron una galería, por la cual tuvieron que arrastrarse, y bordearon en peligro de muerte un pozo sin pretil. ¿Adónde irá a parar ese pozo misterioso? A los sombríos laberintos que la imaginación de Gerardo de Nerval creía destinado a iniciaciones frecuentadas por Moisés y Orfeo. Al llegar a este punto, el guía quiso trabajar bien su dinero, con ponderativas descripciones de los peligros que estaban corriendo. Al Duero le molestó el momento escogido por el miserable, y no le contestó. Como le extrañara que el guía no insistiera en su demanda; se detuvo esperando algo extraño. La voz de campana rota del egipcio sonó al fin: —Viajero, entrégame tu oro. El Duero quedó sorprendido. Realmente era grande la escena. Le interesó verse amenazado por un ladrón en el interior de la Gran Pirámide de Cheops. El Duero avanzó en silencio para echarle la garra al astroso mendigo. —No te acerques. Entrégame tu oro o te lanzaré a las negruras del abismo, como a otros que te precedieron y para los que fue más grato perder la vida que unos cuantos ochavos de su tesoro. El Duero, orientándose con dificultad por la voz, cuyo sonido era repetido por el eco innumerables veces, avanzó con cautela hacia el mendigo. El viejo egipcio, conocedor perfecto del antro milenario en que se

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hallaban, se metió por unas revueltas laberínticas. Su voz seguía sonando con un eco trágico. —Entrégame tu oro, viajero, o no volverás a ver el sol de Egipto. Una rabia sorda encendió la sangre el Duero. Por los rebordes peligrosos de la pared, sobre el abismo, se lanzó lo más de prisa que le fue dado, con riesgo absoluto de perder pie y hundirse en lo desconocido. Buscaba febrilmente al mendigo ladrón que en trance tan duro le ponía. Lo voz del viejo resonaba como un eco de muerte en el interior de la Pirámide. —Te hundirás en el abismo. A más de cien metros de profundidad pasa un brazo del Nilo, que te aguarda hirviendo por los coletazos de los cocodrilos. El Duero oyó aquella amenaza e inmediatamente sintió en la carne un aletazo húmedo. Alzó una mano y atrapó nerviosamente un murciélago, que le clavó las garras en la palma. El viajero, con su mano poderosa, estrujó al bicho. Hizo un esfuerzo de voluntad y quedó sereno, esperando el peligro para vencerlo. El viejo mendigo no resollaba, como si hubiera huido. El Duero callaba también. El silencio se prolongaba, y el viajero, impaciente, lo rompió al fin. —¿Estoy solo? —preguntó. —No —respondió el egipcio. —Bueno. Te doy mi oro —exclamó el viajero—. Pero indícame el medio de salir de aquí. —Trae tu dinero. Extiende la mano. Así. Sonó la bolsa, y enseguida unos dedos fríos, con maestría de prestidigitador, le arrebataron el oro de la mano. El Duero, en el laberinto en que se hallaba, se orientó lo mejor que pudo y le cerró la salida al ladrón. —Oye, egipcio —dijo el Duero—; somos amigos ya, y no te guardo rencor por lo que me has hecho. Al contrario, admiro tu medio de vivir. Yo he oído hablar en Europa de la cobardía de los egipcios. ¿Cómo eres tú tan valiente? El egipcio, sorprendido por el tono amistoso y elogioso del expoliado, sintió como una caricia en su vanidad. Respondió: —Yo tengo una enfermedad propia de Egipto, la fiebre de los tesoros. Los escondo.

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—¿Dónde? —preguntó el Duero como un tiro. El egipcio se rió. —¿Para qué quieres saberlo? El Duero rió también. —Dime; si me vuelvo de espaldas a ti y echo a andar de frente, ¿voy hacia la salida? —Sí. El Duero anduvo un poco y se detuvo en seguida, retrepado contra la pared. Sonreía en la oscuridad. Aguardaba. Una masa blanda pasó rozando su pecho. El visitante tendió los brazos y agarrotó al ladrón. El viejo egipcio, con la velocidad de una lengua de serpiente, le metió a su enemigo un estilete en el costado. El Duero sintió la mordedura mientras sujetaba con las tenazas de sus manos las muñecas del bandido. —¡Hola, mi pobre viejo; caíste en la trampa como un lobo medio ciego! El egipcio pretendió debatirse; pero su aprehensor le dio un rodillazo en la boca y lo inmovilizó fácilmente. —Vamos, quieto. Juzga bien tu situación, estás perdido. El egipcio soltó un gruñido de dolor. —¿Te duele la boca, hijo mío? Anda, devuélveme mi oro. El viejo movió débilmente una muñeca, queriendo libertarla para devolver el dinero, sin duda. El Duero, que lo entendió así, siguió suavemente el movimiento iniciado por el egipcio. Recogió la bolsa en la cintura y sin soltar las muñecas del ladrón, bajó la cabeza hasta coger con los dientes el tesoro. La sujetó bien, como los perros, dando dos cabezadas en el aire, usando la mano izquierda como una argolla aprisionó dos dedos de cada mano del ladrón. —Vamos. Escúchame. Ahora vamos a ser amigos. Yo te voy a dar la libertad a cambio de un itinerario. ¿Me oyes? El egipcio calló, con la cabeza inclinada. El Duero siguió con un poco de tristeza. —Escucha. Yo soy pobre; fui rico y necesito volver a serlo. Ésta es una ocasión que no puedo desaprovechar. ¿Comprendes? El egipcio entendió demasiado lo que le decían, y por eso calló obstinadamente.

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El Duero comprendió que la pasividad ancestral de las gentes del Nilo hay que avivarla rudamente. Así le dio un cabezazo en la cara al viejo. Le contestó un rugido de dolor. —¡Habla! ¿Has comprendido lo que quiero decirte? —Sí. —Bueno. Pues dime pronto dónde guardas tu tesoro. El egipcio, a pesar de su miedo, sintió la necesidad de ser sagaz. Empezó a balbucir nombres extraños de los alrededores de las Pirámides, con objeto, sin duda, de confundir al Duero. —Habla con claridad, como yo. Escucha. Tú me dices donde está el tesoro y yo voy a buscarlo. Y mientras tanto te voy a dejar atado aquí en una fosa de la Pirámide. A la vuelta, si he encontrado el tesoro, te dejo en libertad. Si mi paseo fuera en balde, te lanzaré al abismo, para que seas motivo de discordia entre los cocodrilos. ¿Te enteras? Un rodillazo espantoso le hizo al viejo caer desvanecido. Cuando volvió en sí, obligado brutalmente por el Duero, tuvo que confesar. —¿Cuántos años llevas robando a los viajeros aquí, en la Pirámide? —Treinta y seis. —Tendrás un tesoro. —Inmenso. —¿Dónde lo guardas? — En las ruinas de Tebas; en una fosa muy honda cavada al pie de los colosos del Rameseum. —Un engaño, en esta ocasión, te costará la vida. —Átame. Déjame colgado del abismo. Si te engañase, vuelve; corta la cuerda que me suspende y caeré en la muerte. —¿Tiene alguna señal la fosa? —Una inmensa piedra de granito. Donde acaba la piedra empieza la fosa. —Está bien. El Duero obligó forzosamente al viejo a agacharse y le sujetó el torso entre los muslos. La voz del egipcio suspiró. —No aprietes tanto. Me ahogas. El Duero se arrancó velozmente la faja de pelo de camello que le sujetaba la cintura, y se la pasó por debajo de los brazos al egipcio; le agarrotó luego las manos y la garganta; lo suspendió inmediatamente, y lo fue

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deslizando despacio hacia el abismo. Enganchándose el extremo de la faja a la muñeca derecha, bien afianzado en los rebordes de la pared, con las piernas abiertas, se irguió para respirar a gusto. —Oye, egipcio —exclamó el Duero—. La muerte te aguarda con la boca abierta. ¿A cuánto asciende tu tesoro? —No lo sé. He robado a mucha gente. Las joyas las vendía. Lo guardado en la fosa del Rameseum es oro inglés, nada más. —¿Diste muchos golpes graves? —Muchos; he robado a centenares de personas. La última tuve que matarla, y con ésta, en treinta y seis años, fueron quince las muertes que cometí. El Duero, que oía atentamente, sintió una molestia en el costado. Se acordó entonces de la puñalada que le había tirado el viejo. Echó la mano y desenganchó el puñal, que había quedado prendido en la ropa. La sangre caliente le manchó los dedos. Tiró el acero. Inclinándose hacia el abismo, preguntó: —¿Es falso el escondite que me das de tu tesoro? —Te juro que no. Ya ves, si miento, puedes venir a matarme. —No. Prefiero matarte ahora. Te voy a soltar sobre el abismo. ¿Sabes? El egipcio no respondió. El Duero levantó el pie, se deslizó bajo él la urdimbre de pelo de camello y el viejo fue lanzado al vacío. El eco de la Pirámide recogió el sonido de dos o tres rebotes del cuerpo contra las paredes. Muy hondo tenía que ser el abismo para que el Duero no lograra oír el martillazo de aquel péndulo humano que rodaba sin centro de gravedad. Como una serpiente desorientada, el viajero empezó a arrastrarse buscando la salida de la hoquedad funeraria. Anduvo como una bestia ciega tropezando y cayéndose. La peregrinación duró algún tiempo. Al fin, el viajero vio un punto luminoso e inmóvil que le sirvió de guía. Se lanzó hacia él. Halló la boca de la cueva. Asomó la cabeza y vio la pared, lisa como el acero, de la Pirámide. El punto luminoso que había visto brillar era el lucero de Venus que reverberaba solitario, lejos y alto, sobre la ciudad del Cairo. El Duero se deslizó como una bala por la cuesta piramidal hasta pisar tierra firme.

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El desierto de Lybia. El Cairo, el Nilo. Allá lejos, a doscientas leguas, las ruinas de Tebas, y el tesoro famoso al pie de los colosos del Rameseum. El Duero se dirigió a su tienda a curarse la herida del costado, pero preparándose ya para la gran jornada. A unos cientos de metros de las Pirámides se volvió y contempló los tres fantasmas inmóviles —Cheops, Cephrem y Micerino— en medio de la llanura arenosa. Rodeó unas construcciones arruinadas y dio sobre su tienda. Levantó con cuidado la cortina embreada que cerraba la habitación cónica. Todos los servidores dormían. El Duero entró con cuidado; se lavó la herida. Contempló a los durmientes. Los aligeró de todos los objetos de valor que llevaban en los equipajes. Sacó de la tienda los dos caballos que formaban parte de la caravana, cargando sobre uno de los animales el aparato reformado de cinematógrafo y, montado sobre el otro, se lanzó a galope tendido, en línea recta, hacia el trópico, hacia el lugar donde se ensancha el valle del Nilo para contener las ruinas de Tebas, la de las cien puertas. Fue dejando a sus espaldas la necrópolis de Menphis, la ciudad santa, cuyo solar se halla hoy oculto por un bosque de palmeras. Cruzó como un vendaval la isla Elefantina, aquella ciudad que en tiempos de Grecia y Roma sirvió para guardar las tesoros de marfil del alto Nilo. Ombos, Edfú, Latopolis y por fin los dos colosos de granito negro que señalaban la entrada de Tebas. El Duero no perdió el tiempo, como es natural, en admirar los 12 kilómetros cuadrados cubiertos de gloriosas ruinas. Su itinerario terminaba entonces en el pórtico de los colosos de Rameseum y hacia allí se dirigió rectamente. Las ruinas son lugares admirables de contemplación para los poetas y los idiotas. Los hombres normales con una mirada veloz tienen bastante. Había pasado un día y una noche en la llanura seca, y dos días más a la orilla del Nilo, entre ruinas. Amanecía. Encontró a un árabe rubio que descansaba sobre una columna rota, y lo llamó con un silbido. El árabe levantó la cabeza y le hizo ademán de que guardara silencio. —¿Duermes? —preguntó el Duero. —Escucha —contestó el árabe. Un sonido musical grave, como una lira, hendió el viento. Una serie de suspiros armoniosos siguió tejiendo un trenzado maravilloso de notas. —¿Qué es, qué es eso?

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Era la música tradicional de las ruinas de Tebas. Uno de los colosos del Rameseum tiene una hendidura profunda todo a lo largo de su bloque enorme de granito. Era famosa ya entre griegos y romanos una particularidad de esa herida de piedra; cuando los rayos del sol evaporan el rocío de la noche, el coloso de Rameseum, por un secreto acústico incomprensible, canta. Los vagabundos de aquellos parajes imitan muy hábilmente con la boca el sonido y se ríen del coloso de piedra. —¿Tú eres el guardián de estas ruinas? —preguntó el viajero al árabe rubio. —Estas ruinas no necesitan guardián, se guardan solas. —Entonces, ¿tú aquí qué oficio desempeñas? —Todos, ¿tienes algo que mandarme? El Duero contempló un momento aquella cara de pirata berberisco, con la barba en punta, la mirada de gavilán y la nariz afilada como el talón de un hacha. —No tienes cara de ser muy hombre de fiar, sin embargo. —Mira —interrumpió el árabe—, yo soy capaz de todo si me pagas bien... Pero si me pagas mal procuraré robarte. El Duero contempló sonriendo a aquel granuja. Observó la complexión robusta de los hombros y el cuello, el aspecto incansable, y le dijo: —Te pago la jornada a libra esterlina con tal de que lo más rápidamente posible me ayudes a dejar al aire los cimientos del pórtico de Rameseum. —¿Los cimientos? Hay para un año de trabajo. Aceptado. El Duero se lanzó de un salto al suelo, ató los caballos a un témpano derribado y preguntó al árabe: —¿Tienes herramientas? —Las robamos. El Duero hizo un gesto de asentimiento, y el árabe salió a escape a cumplir su doble ofrecimiento. El Duero halló la piedra descrita por el ladrón de la Gran Pirámide. Con esfuerzos titánicos logró volcarla sobre uno de sus lados. Vio la tierra arcillosa removida, con señales profundas marcadas por una palanca. Cuando el árabe volvió con varios azadones, el puñal del Duero ya tenía embotado el filo en el sepulcro de los tesoros del viejo egipcio. Empezaron a cavar. —¿Sois arqueólogo? —preguntó el árabe sin dejar el trabajo. —Sí —respondió el Duero—; soy un sabio. Vengo comisionado por toda una nación para hacer estudios acabados de estas ruinas.

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—¡Cómo perdéis el tiempo! —dijo con pena el árabe. —¿Sí? ¿Acaso tú lo ganas? —preguntó el Duero. —Ni lo pierdo ni lo gano. Ni más ni menos que un sabio —contestó el miserable. Siguieron trabajando. El árabe dejaba caer su azadón al pie mismo de los colosos. El Duero cavaba a un par de metros de distancia. Un golpe seco, metálico, le obligó al Duero a suavizar el trabajo. Con el puñal raspó la arena, dejando al descubierto la tapa de un arca. El árabe cavaba de espaldas al Duero. Éste observó al asalariado, y viéndole entregado en cuerpo y alma a su tarea, metió los brazos en el hoyo y levantó a bíceps el arca. Era un cofrecito de hierro cubierto de herrumbre, que podía pesar muy bien sus cuatro arrobas. Con facilidad el Duero transportó el cofre a lomos de su caballo. Un pastor de la vieja Tebas, que llevaba sus cabras hambrientas a pastar a orillas del Nilo, pasó cerca de los cavadores y se paró a observar la marcha del trabajo. El Duero, que no quería testigos, levantó la cabeza, y encarándose con el curioso, preguntó: —¿Qué pasa? El pastor, con la pasividad propia de su raza, encogió los hombros y continuó su camino muy despacio. Otro golpe seco hizo de nuevo suspender al Duero los martillazos del azadón. Se inclinó nuevamente sobre la fosa, metiendo los brazos hasta el hombro. Tiró hacia sí y extrajo una arqueta en forma de sepulcro del siglo XIV. Llevaba pendiente de un asa una bolsa de cuero casi petrificada por la humedad y la tierra. Pesaba casi tanto como el cofrecito primero. El Duero pensó de dónde habría sacado el ladrón de las Pirámides aquellas arcas de estilo. Supuso, desde luego, que de algún robo y, sonriendo, transportó el nuevo tesoro a lomos también de su caballo. Antes examinó la bolsa de cuero, y vio con satisfacción que contenía las llaves herrumbrosas de las arquetas. Echó sobre las alforjas la manta desdoblada de pelo de camello que llevaba uno de los caballos en el borrén, y andando hacia el árabe rubio, le gritó: —¡Eh! Deja el trabajo unos momentos, que tengo que hacerte unas preguntas.

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El árabe suspendió la faena, quedando afianzado sobre el mango del azadón. —¿Tú eres de Tebas? —No. —¿No tienes ganas de volver a tu patria? —No. —¿Vives solo? —Sí. —¿No hay mujeres en estas cercanías? El árabe calló. El tono bronceado a fuego de su rostro palideció intensamente. El Duero lo notó. Hombre respetuoso con los sentimientos ajenos, se contuvo para no insistir en el descubrimiento. Notó que allí había, sin duda, un algo sentimental, una figura de mujer que hacía latir más de prisa el corazón del árabe. El Duero sacó su portamonedas de oro y entregó una libra esterlina al cavador de Rameseum. El árabe lo rehusó primero. —¿Cómo? Todavía no la he ganado. —Es lo mismo. Yo te la doy. El árabe, la cogió con temor. El Duero, poniéndole una mano en la espalda al cavador, le dijo: —Ahora vete a trabajar a otra parte. He decidido que no sigamos cavando. —Pero... ¿lo he hecho mal? —Muy mal —contestó el Duero—. Necesito hallar obreros hábiles que lo hagan mejor. El árabe tiró el azadón contra el granito de los colosos y lanzó una mirada de odio al extranjero. Juan quedó riéndose de la cólera del trabajador. Juan tenía cosas de hombre perverso; a veces era redomadamente malvado. Cuando el árabe desapareció entre los restos de los monumentos tebanos, el Duero se lanzó sobre su acémila cargada, y forcejeando con las llaves cubiertas de orín, logró abrir la arqueta de hierro del siglo XIV. Se quedó maravillado. Un tesoro. Centenares de piedras preciosas desengarzadas lanzaban sus quebrados arcoíris a la hoguera del sol de Egipto. El Duero removió con asombro aquella riqueza: entre los brillantes de tamaño inmenso se destacaron las gotas sangrientas de los rubíes y el reflejo verde de las esmeraldas. El tesoro estaba escrupulosamente espulgado.

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Juan volvió a cerrar la arqueta. Abrió el otro pesado cofre y contempló también con admiración su contenido. Una masa pesadísima de libras esterlinas —oro inglés, como había dicho el egipcio viejo— se ofreció a su contemplación. El Duero tomó a bíceps nuevamente el cofre, y calculando su peso, relacionándolo de memoria con el peso leve de una libra esterlina, supuso por aproximación la cuantía del tesoro, descontando, todo aproximadamente, la pesadumbre del cofre. Solamente en oro inglés acuñado poseía más de novecientos mil duros. El valor de las piedras preciosas era incalculable. Tuvo un momento de alegría ruidosa, durante el cual, el eco de las ruinas de Tebas repitió las exclamaciones de satisfacción del aventurero. Los caballos movían la cola melancólicamente, con el cuello tendido, agobiados por el calor africano. El Duero se dio cuenta del martirio de los animales, y acondicionando bien a cada caballo una arqueta, cogió los ramales de ambos y los condujo a abrevar en el Nilo. Un viejo miserable se cruzó en el camino. Le pidió limosna en una melopea extraña, en la que se mezclaban palabras árabes y egipcias. El Duero le interpeló en árabe y con dificultad, muy lentamente, pudieron entenderse. —¿Tú de qué vives? —De las limosnas de los extranjeros que visitan las ruinas. —¿Y no les robas también de paso que les pides? El viejo hizo que no entendía la pregunta. —¿Hay mujeres por estos alrededores? —preguntó el aventurero, sacudiendo amistosamente por el pescuezo al viejo. El miserable hizo un gesto de granujería y afirmó sonriendo. —¿Hay mujeres, dices? ¿Dónde están? —Yo las enseño si me pagan antes. El Duero abrió el bolsillo y entregó una moneda de oro al árabe. —Te advierto —le dijo— que solamente quiero mujeres árabes o egipcias. Si me llevas ante una etíope te corto la cabeza. —¡Oh, señor, la cabeza! Es serio eso. El Duero le dio un latigazo en el cuello con la brida, que dejó aturdido al astroso.

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Llevaron a beber los caballos al Nilo. Un pastorcillo, que también llevaba a abrevar sus bueyes, se vio despertado de sus sueños por la voz del aventurero. —Oye, pastor. ¿Llevas en la alforja algo de comer? —Sí; pero no me lo quite, señor. Es lo que tengo para todo el día. Hasta la noche no vuelvo a casa de mi amo. El Duero le quitó las provisiones de la alforja y le entregó, por lo que valdría veinticinco céntimos, una libra esterlina. Abrevaron los caballos. Concluyó de comer el Duero; bebió también entre las bestias, y encarándose con el viejo, le dijo: —En marcha. Guíame a donde haya mujeres. En silencio tomaron un sendero difícil entre las ruinas. El Duero notó que su guía caminaba difícilmente; pero sonriendo. Eran tantos los tropezones del viejo, que el extranjero se detuvo, preguntándole: —¿Qué te pasa; eres medio ciego o tan torpes tienes las piernas por los años? El viejo, por toda contestación, levantó la chilaba y enseñó, sonriendo, una herida fresca y extensa en una pierna, desde la pantorrilla al tobillo. Los dientes del viejo egipcio, descubiertos por la sonrisa, relampagueaban bajo la nariz chata de triángulo remachado. El Duero admiró el estoicismo del miserable. —¿Te duele? —Sí. —¿Cómo te has hecho eso? —Huyendo de una víbora me caí contra la arista de un pilarote. El Duero se inclinó, y vio por la herida sangrante la blancura velada de la tibia. Y sonreía el viejo miserable. La bravura del egipcio es ésa: la pasividad, el estoicismo. El Duero elevó al mendigo por la cintura y lo sentó sobre uno de los caballos. Siguieron su marcha hasta llegar a un altoyano desnudo de ruinas, pero cubierto de hierbas, desde donde se descubría, lejos, el bosque de palmeras que cubre la antigua necrópolis de Memphis. Detrás del altoyano, vio a la puerta de un aprisco a una belleza de bronce que lo dejó espantado. Era una Venus árabe, joven, perfecta de rostro y cuerpo. Iluminada su belleza de línea por el resplandor de las pupilas negras y por el bronce de la tez. Ante ella, hablándole rendido, se hallaba el árabe rubio que había cavado con el Duero al pie de los colosos de Rameseum.

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El guía egipcio exclamó riendo: —¿Te gusta? Es famosa su belleza en toda el África; la llaman la Virgen del Desierto. Uno de los caballos, al verse en tierra libre, relinchó, haciendo volver la cabeza velozmente al árabe rubio. Sufrió una viva sorpresa al ver al extranjero. La venus de bronce se internó rápidamente en la choza, detrás del aprisco, y el árabe rubio, inmóvil, esperó, sin duda, de espaldas ante la puerta a que el extranjero desapareciese. El Duero era un hombre generoso, comprensivo y muchas veces bueno. Pero en los fueros de la carne era un tirano. Como todos los hércules sanguíneos, inteligentes y castos, cuando llegaba la hora de dar al César lo que es del César tomaba el aspecto de un león encelado. Se encrespaba, se removía, miraba a las mujeres sin pestañear. Pudo en aquella ocasión haber pasado ante la choza sin detenerse. Pero aquella Virgen del Desierto era tan bella y fue su visión tan fugaz que el extranjero, con la doble curiosidad del deseo, se detuvo. El Duero, como los locos, tenía a ratos la sagacidad de un niño. Se dirigió al árabe sonriendo. —Dime, ¿habrá albergue aquí en tu casa para un extranjero que pagará como deba el hospedaje? —Ésta no es mi casa. Pero aquí no se da albergue a nadie. —¿Es posible? La hospitalidad en los árabes es tradicional. El árabe rubio se encogió de hombros y le volvió la espalda. Como en aquel momento apareciera en la puerta de la choza un moro venerable de barbas blancas que se confundían en el pecho con la blancura de la chilaba, el extranjero se dirigió a él. —Pido hospitalidad sólo por un día. He andado muchas leguas desde las Pirámides, y estoy cansado. Déjame descansar bajo tu techo. En cuanto asome la luna, me lanzaré a cruzar el Desierto. —Pasa extranjero —respondió el patriarca—. La gente de mi raza siempre ofrece al caminante un día y una noche de descanso. El Duero agradeció con una inclinación la gentileza. El moro venerable, volviéndose hacia el árabe rubio, que contemplaba con emoción la escena, le gritó. —Aléjate de mi puerta, bandido. Me obligarás a cazarte como a un chacal un día. No quiero a un ladrón por padre de mis nietos. Tuvo un gesto de rabia, de ataque, el árabe rubio; pero algo interior, muy poderoso, le contuvo. Pálido como la luna, con los ojos vidriados por

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el dolor y la ira, y las narices hinchadas por la respiración tumultuosa se alejó bajo las últimas injurias del anciano. Cuando volvió el rostro hacia el extranjero, el moro estaba ya sereno como una estatua, haciendo los honores de su choza. —Pasa, viajero. —¿Eres sólo en esta casa, Sire? —preguntó el caminante. —No; tengo un hijo, una hija y un hermano. —¿Viven contigo? —Mi hija solamente. Mi hijo se halla trabajando con una tribu etíope. Mi hermano, salvo unos días cada año, vive al pie de las Pirámides, sirviendo de guía a los extranjeros. —¿Es viejo tu hermano? —Es más viejo que yo. Hace treinta y seis años que sirve de guía por el interior de las Pirámides. El Duero se dio cuenta inmediatamente. El hermano de aquel hombre era el mendigo astroso y ladrón a quien él había matado en el interior de la Pirámide. Le dijo: —Pues no esperes en una gran temporada a tu hermano. Lo conozco y lo he visto salir de intérprete con unos ingleses al interior del Níger. El moro venerable hizo un gesto de indiferencia. El Duero despidió al mendigo. Entró con los caballos, y el moro viejo cerró detrás de todos la puerta de la cabaña. La choza, por dentro, era un palacio árabe. En el vestíbulo, la Venus de bronce, de frente a una ventana, despedía al árabe rubio, cuya figura gallarda, con el albornoz color tierra, se alejaba hacia las ruinas. El moro venerable hizo ademán de lanzarse sobre su hija. El extranjero, respetuosamente, lo contuvo. La Virgen del Desierto, en presencia de su padre, bajó la cabeza con humildad, pero brillándole en los ojos la energía indomable de la raza. —A ti y a él os voy a ahorcar —gritó el patriarca. —A él no —se atrevió a contestar la Venus. El padre avanzó con la mano levantada y la dejó caer sobre una mejilla de la joven. El Duero, un poco impresionado, vio a la doncella, con la inmovilidad rostral de una estatua, dar la vuelta dignamente y dirigirse al interior de la cabaña.

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II. LA HISTORIA DEL ÁRABE RUBIO. UN PRÍNCIPE DESTERRADO No había pasado mediodía cuando a las puertas de la cabaña del viejo árabe llamó un desconocido. Era un emisario que no quiso detenerse, sino el tiempo preciso para entregar, con destino a Duero un encargo original. Se trataba de un trozo de mármol del tamaño de una mano de un niño, en cuya pulida superficie se leía una inscripción. La inscripción, en aljemirado, decía: «Extranjero: a la hora de alzarse la luna te espero esta noche en las ruinas. Allí, al pie de los colosos. Jafar.» —¿Jafar, Jafar? —se repetía Duero—. Éste será, sin duda, el árabe rubio. Iré a ver qué desea. El patriarca se opuso. —No vayas, extranjero. Ese mendigo es un traidor. Vive del asalto a las caravanas; está desterrado de su patria por ladrón. El Duero escuchó cortésmente los consejos del patriarca, pero sin hacerle ningún caso en su interior. Comió. Pasó la tarde arreglando sus caballos, y al caer el sol se despidió del viejo, besó la mano de Venus y se dispuso a acudir a la cita de Jafar. Salvó la duna que ocultaba la llanura de Tebas. Anduvo un rato sobre la arena caldeada y empezó a sortear al fin los obstáculos de las ruinas para llegar a los colosos de Rameseum. Todavía no brillaba la Luna. Solamente su disco esmerilado luchaba tenuemente con la última claridad solar. Al fin de los colosos se hallaba ya esperando el árabe salteador. Alzó la cabeza, y al ver al extranjero, se levantó lentamente, dirigiéndose hacia él. —Gracias ante todo —le dijo— por haber acudido a mi cita. —Era mi deber —contestó el extranjero—. Tú me dirás lo que deseas. —Siéntate —dijo con noble ademán el árabe, señalando una elevada pilastra seccionada. Se sentaron. La cara del árabe era de una nobleza sin par. Sus pupilas leales se fijaban con serenidad en el Duero. Éste se sintió ganado por la suprema dignidad que se desprendía de toda la figura de aquel hombre. «No tiene trazas ni de mendigo ni de ladrón ni de salteador de caravanas», se dijo así mismo el extranjero. —Habla —añadió.

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El árabe rubio, Jafar, apartó su mirada hacia un lado y empezó. —Por tus dioses, si los tienes, extranjero, o por los seres a quien ames o por tus muertos si no. —Ni tengo dioses —interrumpió el Duero— ni tengo seres a quien amar ni muertos que me hayan querido. —Bueno —contestó Jafar, después de un titubeo—. Entonces hablaremos de .hombre a hombre, y nada más. Hubo una inclinación de asentimiento del extranjero, y el moro siguió: —Yo soy de una tierra lejana. Y soy hijo de un rey. Mi padre, cruel con los hombres, pero bueno conmigo y con mi madre, fue destronado y asesinado, y yo presencié su suplicio. Mi madre murió de horror. El asesino reina en el trono que me corresponde a mí, y yo vivo escapado de mi patria. Huí decidido a vivir errante siempre, sin estar jamás dos días en un mismo sitio. Pero hace un año llegué aquí y conocí a la Virgen del Desierto, desde ese día vivo para su amor y mi venganza. —Bueno —añadió el extranjero—. ¿Y qué quieres de mí? —Que no te atravieses en mi camino. Que te vayas, extranjero. Que no me hagas sufrir. Le tengo horror a la sangre... desde el asesinato de mi padre. El Duero, sin responder, contempló con detenimiento a Jafar. Tenía cara de bravo, serenidad de bravo y contextura de hércules. El Duero sintió una gran simpatía por aquel hombre, que era el primer enemigo serio que se alzaba ante él. —Amas a la Virgen del Desierto. ¿Y ella te ama a ti? —La Venus de Tebas me adora. —¿Y cómo lo sabes? —preguntó sonriendo el Duero. —Porque... porque sí... —¿Y ésa es la suprema razón en que te fundas? Es poco. —Me adora... porque sí —repitió el árabe. Callaron. Jafar tenía la mirada clavada en el suelo con obstinación. El extranjero le contemplaba con simpatía. —Y si tú la adoras a ella, y ella a ti, ¿qué te importa que alguien quiera atravesarse en tu camino? Por las pupilas de Jafar cruzó un relámpago. —¡Oh, no es por ella mi temor! —dijo—. Como su padre me aborrece, pudiera, aprovechando cualquier circunstancia a su favor, imponerse a su hija.

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—¡Oh, muy miserable tendría que ser el hombre que se allanara a robarte a tu novia así! —contestó el extranjero con convicción. Hubo otro silencio en el cual el Duero, con su intento seguro y rectilíneo, iba a conseguir ventajas sobre él. —Dime, ¿por qué te aborrece el padre de tu novia? —Porque dicen que soy un ladrón. —¿Y es verdad? —A ratos, cuando no tengo qué comer. —De tu patria, ¿no te mandan socorros? —Nadie sabe allí mi paradero. —¿Tienes partidarios? —¡Oh, muchos, sí! —Cuéntame bien tu historia —concluyó el Duero. —Escucha —contestó Jafar—, mi patria se halla en el confín sudeste del Desierto de Libia. Se llama Tarbruk. Tiene ocho mil kilómetros cuadrados y ochocientos mil habitantes. —¡Hombre! —exclamó el Duero—. Como Madrid. —¿Eh? —preguntó Jafar. —Nada. Sigue. —Mi patria vive de la guerra. El rey, mi padre, era un aventurero del Yemen que, errante por el mundo, llegó un día de su triunfante juventud a Tarbruk. Se hizo guerrero; por su valor e inteligencia se conquistó un puesto entre los capitanes. Enseñó a los guerreros la táctica moderna, y por el empleo de ella ganó su patria, una victoria renombrada sobre todas las tribus coaligadas de los alrededores. Esta batalla —llamada de los pueblos— duró tres días. Como recompensa, mi padre fue nombrado Gran Capitán, y él se hizo enseguida dictador. Se casó con la mujer más bella y buena del imperio. Nací yo. Dos revoluciones pusieron en peligro su reinado. Mi padre mandó ahorcar a centenares de hombres. Por esto, aun hoy los cuervos de Tarbruk son los más gigantescos de África. Luego una revolución más seria lo arrolló todo y una noche fuimos sorprendidos en palacio. Mi padre fue quemado a fuego lento. Mi madre cayó muerta de horror. Yo maté al hijo del incendiario, y pude huir. Y aquí estoy. —¿Y vive alguno de los compañeros de armas de tu padre? —Precisamente son los jefes de mi partido. —¡Ah! ¿Tú tienes un partido, soldados de tu dinastía en Tarbruk? —Sí. —Entonces... Tú no eres rey en tu patria porque no te da la gana.

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Jafar levantó la cabeza y miró con estupefacción al extranjero. —Nada, lo que oyes —siguió el Duero—. Yo en tu caso ya había causado una revolución, y al frente de ella sería el dueño del palacio donde había nacido. —Yo quiero estar seguro del éxito. No quiero exponer en balde la vida. —¿Tanto la quieres? —Tanto y más —contestó el desterrado—. Si la pierdo, ¿cómo voy gozar de mi amor? El Duero estudió al príncipe velozmente. Un hombre enamorado, a quien el amor que sentía le hacía prudente por el pronto, una tierra poderosa en donde había tesoros que robar. Aquello podía ser todo un porvenir. —Si tú fueras rey de Tarbruk te casarías inmediatamente con la Venus de Tebas —dijo el Duero, como hablando solo. —¡Oh! —contestó el príncipe desterrado con la expresión del sediento que descubre unas rompientes. —¡Te casarías! —insistió el Duero con determinada intención—. ¡Te casarías! —¡Calla!, no me digas más veces eso, que es en mí una obsesión. —Pues ése es el principio del éxito —exclamó el Duero—. ¡A ser rey de Tarbruk! Tú necesitas un emisario que vaya a tu patria, y de acuerdo con los jefes de tu partido, prepare la revolución. El hombre que tú necesitas para lugarteniente soy yo. Yo haré la revolución de tu patria y tú serás rey. El príncipe Jafar se levantó como galvanizado. —¿Podré fiarme de ti? Yo quiero hacerla. Pero... ¿quién eres tú, extranjero? —Un aventurero como tu padre. Puedes fiarte de mí. —Pues bien. Me fiaré de ti —dijo el príncipe. Se levantaron de las columnas rotas donde estaban sentados. Se estrecharon las manos. Echaron a andar lentamente por los blandos senderos tendidos entre las ruinas. Hablaban. El aventurero español iba trazando los primeros rasgos del plan de revolución. El príncipe escuchaba atentamente. Sólo se permitió una observación. —Para estos gastos primeros de viajes y propagandas yo no tengo dinero. Tendrás que ir a pedirlo a Tarbruk. El Duero hizo un gesto de millonario pródigo. —No hay que pedirle dinero a nadie. Lo tengo yo.

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Como el príncipe árabe se quedara indeciso unos momentos, el Duero concluyó: —Ya me lo pagarás cuando triunfemos. Seré primer ministro del rey de Tarbruk. Tebas, la de las cien puertas, no había contenido en su recinto, hace siglos, una ambición más ferviente que la que palpitaba en aquel momento, en medio de las ruinas, en el pecho de un aventurero español. Juan del Duero tendió la mirada por la llanura de Tebas y descubrió, allá en el fondo de un valle que se extiende al Oeste, una necrópolis muy bella, medio oculta por un verdadero bosque de columnas. La visión de la muerte reforzó más la ambición en el aventurero. Como si pensase que la vida es corta, que nada vale nada, puesto que la vida más poderosa tiene por final la muerte, el aventurero se lanzó materialmente a la conquista de la voluntad del príncipe. —Mañana nos vamos al Cairo. Impongo allí en el Banco inglés mi dinero. Tú te quedas en la capital de Egipto viviendo oscuramente sin inspirar sospechas. Yo parto para Tarbruk con cartas tuyas, y preparo la revolución en el reino. Tuvo un gesto de duda el príncipe —¡Ea! Vamos. Ven a despedirte de tu novia mientras yo arreglo los caballos. Con dos palabras mías verás cómo se amansa tu suegro. Arrastrado por el aventurero iba el príncipe dando regates a las pilastras, con las alas del albornoz al viento como un enorme gavilán herido. El Duero, mientras avanzaba a pasos de gigante, iba trazando mentalmente un plan de revolución.

III. EL CAIRO. EL VALLE DE LOS CALIFAS... LAS TUMBAS DE LAS DINASTÍAS. UN ROBO Y UN CÓMPLICE EN LAS TUMBAS DE KAIT-BEY El aventurero y el príncipe Jafar llegaron al Cairo un día a la hora en que el sol perpendicular quemaba las piedras y la arena. Todas las ciudades tienen un color particular. El Cairo tiene un tono tostado, oro viejo, que hace entornar los ojos y aviva la imaginación. El Cairo, ciudad del más puro espíritu árabe, conserva tantas y tan antiguas mezquitas que le dan un aspecto religioso y artístico de cosa muerta, de museo abandonado, que inspira un profundo respeto.

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Los aventureros pasaron ante la gran mezquita de Ahmad-ibn-Tulun. Este príncipe, fundador de una dinastía que tuvo la vida de una flor, mandó construir la mezquita de su nombre y quiso que sostuvieran su pórtico trescientas inmensas columnas. El arquitecto no era del mismo parecer, y como el príncipe murió muy pronto, los alarifes recibieron orden de dejar los pórticos al aire. Hoy es el guardián de la mezquita en ruinas un árabe ciego que amaestra serpientes con la flauta en el pórtico desguarnecido. La música dulce sonaba en aquel momento. Los aventureros se detuvieron. El encantador de serpientes levantó sus ojos muertos como ágatas sin luz, y los dirigió hacia el sitio donde debían estar los transeúntes. —¿Quién es? —preguntó. —Dos caminantes. El viejo extendió los brazos para que se arrojaran en ellos las serpientes. Éstas, rápidamente, treparon hasta el cuello y se arrollaron dócil y suavemente, dejando libre la garganta del encantador. El viejo las acarició con lentitud, girando sus ojos ciegos con impaciencia, como esperando a que los importunos desaparecieran. —¿Tienes miedo de que te robemos las serpientes? —preguntó el Duero. — Lo tuve. Ahora ya no. ¡Las tengo al cuello! —contestó el viejo. El Duero y Jafar contemplaron la mezquita. El aventurero español tuvo una corazonada. —Oye, anciano. ¿Tú no necesitas criado para tus serpientes? —Sí, lo necesito. Pero ¿dónde hallarlo como me conviene? —¿Qué le exiges al criado que te ha de servir? —Fidelidad, bravura, fuerza física y ser árabe como yo. El Duero acercó suavemente al príncipe Jafar y le dijo al encantador de serpientes: —Aquí tienes al criado que necesitas. —A ver. El viejo extendió una mano y repasó la cabeza del príncipe; examinó sus facciones, su barba, el cuello. Palpó los bíceps formidables y las piernas de acero. —Es árabe y fuerte. Me sirve. Pero ¿y su fidelidad? —Yo la garantizo —contestó el aventurero—. ¿Cuánto valen tus serpientes? —Una moneda de oro inglés —respondió el viejo.

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—Tómala. Si el criado no fuera fiel, lo que te robase valdría menos que esta moneda. —Está bien. El príncipe Jafar quedó desde luego al servicio del encantador. El Duero pidió hospedaje para él durante unos días y para sus caballos. Le fue concedido. Inmediatamente se despidió camino del Banco inglés. Impuso su dinero. Dejó su tesoro de piedras en las cajas de seguridad. Volvió a buscar al príncipe; comieron con el ciego en la gran mezquita y salieron luego a recorrer el Cairo y hacer las diligencias necesarias para la partida del aventurero. Rodaron por el viejo Cairo admirando sus enormes artísticas riquezas. En un barrio apartado, detrás de un macizo de casas pobres, de adobes tostados y requemados por el sol, descollaban las cuatrocientas columnas antiguas de El-Azhar, soberbio edificio ruinoso contemporáneo de la fundación del Nuevo Cairo. Hoy es este edificio Universidad musulmana; por sus minaretes abandonados salen como flechas las cigüeñas, que vuelan como empujadas por el aire y los ibis sagrados. Admiraron asimismo la mezquita de Al Hakem, bordada de herraduras e inscripciones, y la soberana mezquita del sultán Hassam, obra del siglo XIV, con sus dos grandes minaretes colosales, su puerta para gigantes y los jaspes multicolores de su mirab. El Duero se fatigó inmediatamente de la bella monotonía de la arquitectura árabe: cúpulas flanqueadas de minaretes en patios con galerías. Tal es también la suntuosa mezquita de Mehmet Ali, en el fondo del viejo Cairo, y ante la cual pasaron los aventureros sin detenerse, de camino hacia las dos necrópolis maravillosas del país. Llegaron, por el Oeste de la ciudad, al valle de los Califas. El príncipe Jafar era a ciertas horas de su vida un hombre contemplativo. Cuando dio vista al valle famoso, el espíritu religioso de su raza se impuso a él quizá. Pero el Duero no consintió en detenerse. De una rápida ojeada revisó la morada donde yacen las dinastías egipcias, al pie del monte Mokatan, bajo la ciudadela. Sus tumbas no son hipogeos ni fosas. Tulun y Bibars, Saladino y Malek-Adel descansan en palacios, creaciones geniales de las arquitecturas arábigas. Es toda una ciudad gótica el cementerio, con un aspecto ligero, sin devoción sombría. Las mezquitas polícromas, entre las tumbas; los alegres minaretes se alzan, como esperanzas, entre las cúpulas redondas que guardan la muerte.

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Detrás del cementerio de las dinastías, al otro lado de la ciudadela, se halla la tumba de Kait-Bey, sultán borghita. Esta tumba, que es una mezquita, tiene un minarete más bello y de líneas más puras que el más suntuoso minarete de la Alhambra; tres pisos en las galerías adornados de centenares de esculturas delicadísimas que hacen del tambor de Kait-bey el modelo de minaretes árabes. Ante este espectáculo se quedó maravillado el Duero. Empezó a pasear por las galerías abandonadas, inundadas de sol, encontrando a cada paso, diez veces en cada trecho, motivos para admirar el arte sutilísimo del escultor genial y anónimo que tenía el secreto de la vida en el cincel. Los millares de herraduras dentadas, de los ajimeces, de los arcos, de las galerías cobijaban una esculturilla supremamente ejecutada, con más gracia y más delicadeza que la más bella Sèvres o Tanagra. El Duero estaba asombrado de la magnitud de aquel tesoro y del abandono criminal en que se hallaba. Cinceladas las figurillas en un mármol más duro habían resistido al tiempo sin más que algún ligero deterioro. Pero, debajo de alguna de las herraduras, faltaba la escultura; sólo se hallaba el álveo desnudo. El príncipe, insensible a la belleza exterior, paseaba atento a sus pensamientos. El Duero contempló las galerías abandonadas, sin un guardián, que evitara los robos de esculturas. El aventurero se asomó a un ajimez: una sombra blanca se movió entre los arriates del jardín. La sombra, agachada, se detuvo al pie de un muro tras un ciprés. El Duero, inclinándose, se desenganchó la browing de la cintura y, apuntando al fantasma, gritó en árabe: —¡Alto! ¿Quién eres? La sombra se agachó más, y arrastrándose, pretendió desaparecer pegada a la pared. El Duero la contuvo de un balazo, que hizo saltar un ladrillo a medio palmo de la cabeza del fantasma. Éste se detuvo al fin; se irguió. Alzó la cabeza hacia el Duero y contempló con serenidad la boca de la pistola que le apuntaba. La contempló sin temblar, con esa serenidad de los árabes cuando llega la hora del «no hay remedio». Era un mozo de veinte años. Árabe puro. Sin barba todavía, y con un ligero bozo. Con ojos enormes, pero ligerísimamente oblicuos de buen árabe ladrón. Llevaba ricas vestiduras blancas, de seda, y en la mano izquierda, que conservaba sobre el pecho, fuera del albornoz, refulgía un brillante espléndido como una gota de luz.

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—¡A ver! Alza la mano derecha, al aire —ordenó el aventurero español, sin bajar el arma. El joven mozo, para hacer lo que le mandaban, guardó antes algo entre las rodillas. Mostró la mano desnuda. El príncipe Jafar se asomó a otro aljimez y contempló la escena. —Jafar —exclamó el aventurero—. ¿Serías capaz de bajar rápidamente al jardín y registrar a ese hombre? El príncipe no contestó. Se pasó a la parte exterior del mirab, se deslizó suavemente por una fina columna e hizo pie en seguida en la arena. Se acercó al joven como si fuera una estatua y lo registró. Le separó las rodillas con violencia y sacó una estatuita entre ellas. La alzó para que la viera el Duero. Éste comprendió que los álveos desnudos que había visto en las galerías habían sido desguarnecidos por aquel mozo. Usando el mismo sistema que Jafar, bajó al jardín, se acercó al galope y contempló con atención al salteador árabe, que se dejaba examinar con la indiferencia del monarca. —¿Cuánto tiempo llevas robando esculturas en la mezquita? —preguntó el Duero. —Un año —contestó el mozo. —¿A quién se las vendes? —A un judío. —¿A cuánto te las paga? —A diez libras esterlinas cada figura. El Duero contempló la estatuita con atención. Valía más, mucho más. —¿Qué haces con el dinero? —Vivir. —¿Y piensas seguir robando? —¡Oh, siempre, sire! El acento de convicción del mozo hizo sonreír al aventurero. Vio en aquel muchacho un carácter fuerte, de fecunda entereza, puesto que para nada necesitaba cómplices ni intermediarios. Robaba en silencio, poco a poco, con constancia. Vendía él mismo lo robado. Se gastaba el dinero. El español hizo un gesto a Jafar y al ladrón: «Subid conmigo». Por la escalera del jardín ascendieron a las galerías.

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—¿Tú sigues algún sistema al robar o robas lo que tienes más cerca? —preguntó el aventurero. —Primero robé las esculturas polícromas y de doble tamaño de las hornacinas bajas. Éstas me valieron a veinte libras. Después las de tamaño tercio, de cuatro colores, quince libras. Ahora las pequeñas, de colores, a diez. —Pues anda, roba las que te quedan y vámonos. Voy a proponerte un negocio que te convendrá. El árabe joven no se hizo repetir la invitación. Con velocidad de funámbulo arrancó todas las esculturas bajas buenas y las amontonó con cuidado al pie del ajimez. El príncipe Jafar y el aventurero lo contemplaban. El Duero, alargándole su puñal, le dijo: —Traza una inscripción en una piedra: «Nadie toque a estas esculturas», colócala encima, en un sitio bien visible, y vámonos. Yo te presto un caballo para que vuelvas a recogerlas y las lleves a casa del judío. ¡Cómo estará la vigilancia en la suntuosa mezquita de Kait-Bey que los aventureros pudieron desvalijar las galerías como si fueran propias! Ningún ser viviente pasó ante los desvalijadores, como no fuera alguna cigüeña que cruzaba la altura lentamente hacia sus ruinas. El aventurero español empujó hacia afuera a sus acompañantes. Parándose ante el árabe ladrón le dijo: —Necesito un hombre bravo que se aliste en mi compañía para llevar a cabo hazañas estupendas en el fondo de Lybia. —¿Cuánto le pagas a ese hombre? —De aquí al lugar de su destino, nada. Desde el momento que empiece a trabajar, si me sirve, le pagaré lo que pida. —Me conviene. ¿Te sirvo? —Veremos. ¿Eres fuerte? El árabe joven calló y el aventurero avanzó contra él. Se enzarzaron en broma. Las piernas del aventurero español, de una fortaleza extraordinaria, cumplieron lo que prometía su aspecto. El árabe joven, muy vigoroso, se sintió zarandeado, sacudido en todas direcciones. El aventurero, así que probó la fuerza del árabe, quiso probar su valor, su estoicismo ante el martirio. Tumbó al árabe de boca contra el suelo, le puso una rodilla en la espalda y las manos en la barbilla, tiró hacia sí suavemente. Los brazos como cables de acero hinchaban su trenzado de músculos. Los riñones del árabe iban cediendo a aquella fuerza graduada de cabría.

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El árabe se arqueaba más cada momento, pero no se quejaba. Con las mandíbulas apretadas y el cuello en una tensión bárbara, callaba y resistía amoratado. El martirio duró unos instantes. El aventurero lo retuvo hasta que se convenció de que no se quejaría. Lo soltó. Le alargó la mano con admiración y quedó convencido de que quedaba admitido a su servicio. Se citaron para primera hora de la noche. El árabe joven partió solo, moviendo el cuello para devolverle la elasticidad perdida, y el aventurero y Jafar se internaron en el viejo Cairo. —Ése —dijo el Duero— es un gran elemento. Con él conquistaré Tarbruk. —¿Y qué me pedirás por tal obra? —Que después del triunfo me nombres tu primer ministro; nada más. Jafar inclinó la cabeza. Por los ojos del aventurero cruzó un relámpago de codicia. Tenía en el pecho la ambición de los grandes conquistadores. Era un bandido genial, como Alejandro y Napoleón.

IV. LA CONQUISTA DE UN IMPERIO. LAS LEYES DEL AVENTURERO Juan del Duero llegó a Tarbruk acompañado del árabe joven. Como aquel hombre no necesitaba descansar, se bañó en el agua fresca de los pozos egipcios y se lanzó en busca de los generales que presidían el partido del príncipe Jafar. Gente fósil, atrasada, sin jugo en el cerebro ni en la sangre. El aventurero habló media hora con aquellos desgraciados y se convenció de que eran un estorbo para el desarrollo de cualquier plan revolucionario. Pensó desde el primer momento en licenciarlos. Tomada esta resolución se lo manifestó así, sin rodeos. El viejo general, jefe del partido, hizo un gesto, una sacudida, como si le hubieran aplicado un reóforo. Aquel hombre medio salvaje, que había llegado a los setenta y cinco años ganando victorias sobre los enemigos de su patria, se quedó estupefacto. —Pero ¿tú quién eres para hablarle de ese modo al jefe del partido del príncipe Jafar?

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El Duero, ante el temblor de los bigotes del general, se sonrió. Llevándose un dedo a los labios, contestó: —Calla. Soy el enviado especial de tu príncipe. Traigo una misión secreta que cumplir. Poniéndole reciamente una mano sobre el hombro, que hizo tambalearse al viejo caudillo, añadió el aventurero: —Bueno, chico. Quedas licenciado. O rinovarse o morire. El glorioso general dio la vuelta indignado, y partió al compás de sus choquezuelas y de su charrasca. El aventurero sonrió y partió también a visitar a otros jefes ilustres. A todos, en un solo día, los licenció como a un solo hombre. Para hacer todas estas barbaridades, el Duero contaba con un amuleto: cartas, retratos, documentos oficiales firmados por el príncipe, en los que daba plenos poderes al aventurero. Y sobre todos estos documentos contaba con numerario abundante, pródigamente repartido. La noticia de la aparición de aquel hombre se corrió como el fuego por Tarbruk. Acudió a él lo peor de cada casa. El aventurero se vio rodeado de una serie constantemente renovada de asesinos y ladrones. Comprendió que aquellos serían sus nuevos partidarios y los cultivó amorosamente, repartiendo entre ellos puñados de dinero. Eran unas caras graciosas las de los espontáneos partidarios: ojos oblicuos de ladrón, orejas despegadas y cara sin frente, de asesino, mirada de lobo. Una asamblea del nuevo partido podría parecer, por las caras de los asambleístas, un plante de galeotes. Las leyes que propuso el aventurero para ser promulgadas en su día tenían un espíritu amplio y lleno de esperanzas: abolición de las deudas, indulto general de los delitos comunes y políticos, abolición de la pena de muerte para los partidarios del príncipe Jafar e implantación de ella para sus enemigos, repartición de prebendas, sin mirar, entre los cofrades, y como final, saqueo inmediato del Tesoro público. El júbilo fue extraordinario. Se formaron pequeños comités de barrio y se empezó a conspirar con la fe de los primeros cristianos. Tarbruk, pequeño reino africano que tiene al Norte el desierto de Lybia, tendido a sus ojos como una esperanza, se convirtió en una caldera de aceite hirviendo; su superficie de ebullición daba idea de la lumbre que guardaba en las entrañas. El reino era rico. Tenía un tesoro fabuloso encerrado en los sótanos de un gran edificio público, tesoro famoso en toda África, la tierra del reino

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era fértil, y hacia el Sur se habían descubierto unas extensas minas de brillantes que causaban envidia hasta en el Nathal. En tres días hubo tres atentados consumados contra altos personajes palatinos. Tres jefes asesinos del nuevo régimen pagaron sus crímenes políticos en la horca. Un miedo, una especie de terror se extendió por el reino, y hasta que llegara la reacción, si llegaba, los ilustres secuaces de Jafar eran los dueños del imperio. El Duero tenía una secreta esperanza, y en ella fundaba la razón de todos los sacrificios. El ansia tempestuosa del aventurero no le dejaba descansar. Alentaba los instintos de traición y de sangre de los revolucionarios, y les prodigaba su dinero. Por lo mismo que nada se regateaba, había que avivar y no dormirse en los preparativos. La cosa tenía que ser rápida. El rey era un bravo. La reina una belleza de bronce que valía tanto, por lo menos, como el célebre tesoro de Tarbruk. Los guerreros que defendían el trono eran salvajes y traidores, porque la traición es planta humana y, por lo tanto, se cría en todos los climas y sirve de alimento a todas las razas. El Duero, sigilosamente, hizo llegar al príncipe Jafar una noche a Tarbruk. Preparó misteriosamente el asalto, y al frente de sus tropas revolucionarias de asesinos, a la derecha de Jafar, vestido de sedas orientales y montado en un caballo blanco, dirigió el aventurero el ataque a palacio. Jafar, más bravo que una espada, parecía de una escultura de oro y bronce, inconmovible, como un ídolo. El Duero a su lado era el león del desierto, que si tiembla es de bravura. Detrás de ellos marchaba, como lugarteniente, el joven árabe contratado por el Duero en el Cairo, ladrón de los tesoros de la mezquita Kait-Bey Como un rebaño de corderos, los árabes, en sus vestiduras blancas, avanzaban silenciosamente por las calles de Tarbruk. Solamente resonaban en la noche el son cóncavo de los cascos de caballo. El ejército revolucionario se acercaba, mansamente, a la residencia real. Al llegar a una bifurcación de la calle principal por donde caminaban, el Duero se volvió hacia las tropas y dio la señal de alto. El príncipe Jafar se despidió del aventurero, y con una escuadra de bravos tornó camino distinto del grupo general de las fuerzas. Iba el príncipe y su séquito a guardar el tesoro real. El Duero quería así evitar el saqueo sin orden de los revolucionarios. Y era el príncipe el

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encargado de cumplir la ordenanza, porque su desinterés servía de garantía al aventurero. El Duero, con los suyos, siguió el camino de palacio. Cuando avistó las altas torres y la mole negra del palacio real de Tarbruk, el aventurero sintió un estremecimiento: la sacudida de un caballo de casta cuando ve el mar o una llanura ante su pupila monocroma. En medio de la mole oscura se destacaba una manga fugaz de oro: era quizá la ventana de los reyes, el resplandor de una lámpara que velaba el sueño real. El Duero se volvió y ordenó que cursaran la orden. «El primer disparo que salga de los sitiados. Después de esa señal, el ataque rabioso.» Todavía avanzaron un rato los revolucionarios, sin que una sola señal les indicara que habían sido descubiertos. Así llegaron a las mismas puertas de palacio. Seis etíopes, con seis cedros gigantescos, avanzaron, enarbolando sus hachas, que relampaguearon trágicamente. El Duero les detuvo con un gesto. Un personaje imponente, suntuoso, se hallaba refugiado en una de las garitas de palacio. Se le hizo salir de su refugio, y con un par de golpes de culata en un costado se le hizo vomitar la contraseña de aquella noche para entrar en palacio. Era un versículo árabe muy bello. —Quad-ja, madiu feky... Las grandes puertas palatinas fueron abiertas por el centinela, y los revolucionarios se hallaron súbitamente en el gran claustro de entrada. Antes de que el centinela pudiera dar la alarma, un acero oportuno le segó la cabeza. Los revolucionarios, muellemente agachados como tigres, avanzaron hacia la bóveda. Es hermosamente trágico, más quizá que una batalla, el asalto a un palacio real. La estulticia, la hipocresía, la farsa buscan los rincones más oscuros para esconderse del torrente de sangre que avanza. En la alta noche se oye un suspiro suave, de seda arrastrada con los pies de los conjurados que, guiados por la traición, muchas veces al servicio de la justicia, avanzan con sigilo para descubrir, de una puñalada, el secreto que guarda su pecho real. Unas veces el crimen castiga a otros crímenes; otras veces castiga la inocencia. El jefe de la guardia del palacio de Tarbruk se despertó. Se puso sobre la carne la chilaba, requirió un sable curvo y salió a los claustros a descubrir

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lo que ocurría. Era un jefe leal; al encontrarse con los revolucionarios, su primer impulso fue el de luchar por los fueros del palacio. No pudo ser, los asaltantes eran tantos, que el sable curvo de un jefe de guardias podía hundirse entre ellos sin que la masa arrolladora lo notase. El jefe quedó muerto al pie de la rampa suave de mármol. Los tigres continuaron el avance. En el primer patio se trabó una lucha rápida con la guardia. El Duero procuraba evitar el fragor, el estruendo. Así lo había recomendado. Sus soldados, acostumbrados de antiguo al silencio traidor de las cárceles, también luchaban instintivamente en silencio. Sólo un ¡ay! dolorido y choques inevitables de los aceros. La guardia no había tenido tiempo de coger los fusiles. Sin embargo, dos disparos simultáneos en el patio resonaron como espantables explosiones. El Duero se sobrecogió. —¡Habrá despertado la reina! —dijo. La lucha llegó a las últimas sacudidas. Muertos o moribundos quedaron en el patio, tendidos los soldados de la guardia. Por la rampa de mármol se lanzaron los traidores hacia el dormitorio de los reyes. El Duero iba al frente, como queriendo encauzar la catarata. Llegaron ante las puertas de caoba del dormitorio real. Apareció el rey en la entrada de la habitación sagrada, envuelto en su chilaba de espuma, con la barba negra aborrascada, la melena como airón de guerra y los ojos brillantes, negros. Llevaba en la mano un arma corta de fuego labrada y embutida de piedras de maravilla. Disparó. El Duero sintió cerca el suspiro de la bala. El ladrón joven de la tumba de Kait-Bey avanzó solo contra el monarca. Un nuevo balazo le quitó el turbante al mozo, y quedaron al aire, temblorosos, sus rizos bentales. Saltó como un tigre sobre el rey; de un golpe seco en la garganta lo derribó de nuca. Cien manos aferradas al caído y lo ataron como a un toro. El rey de Tarbruk, sin una herida, se miró indestructiblemente amarrado, inmóvil y rígido como un difunto. Sus ojos rodaban en las órbitas encarnizados mientras los asaltantes lo transportaban a su lecho. Sobre el cual se destacaba, acurrucada como una pantera, una de las mujeres de más estupenda hermosura africana. —¡La reina! —dijo el Duero con admiración. —¡La reina! —rugió un asaltante alargando un brazo sin respeto hacia la regia condenada. Un suspiro cortó el aire, y el Duero, de un sablazo, dejó sin mano a cercén al asaltante.

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La reina, con sus ojos visionarios, contempló, como a la luz de un relámpago, la figura generosa del aventurero. —¡Jarifa! —rugió el rey, anquilosado entre sus ligaduras. La reina se inclinó hacia su marido. Los labios del rey se movieron tenuemente. La reina contestó silenciosamente también. Un juramento quizá. Era hermosa la reina. El Duero mandó desalojar la habitación a la muchedumbre. Los asaltantes, inmóviles, miraban a la dama real como obsesionados. Aquella mujer hermosa con las negras pupilas, alocada, y los bucles zanios, los brazos caídos sobre las palomas bronceadas en los pechos más próximos empujó, con la fuerza de un búfalo, a los revolucionarios hacia la fuerza. Salieron los legionarios. Un gran rumor se alzó en la antecámara. El Duero salió empujado por su cólera bárbara. Llevaba en la mano izquierda su espada persa, y en la derecha el arma corta que le había arrebatado al rey. —¿Quién se subleva contra una orden mía? ¿Qué pasa? Nadie se sublevaba. Es que acababan de ver a una joven esclava muy bella, escondida tras la suntuosidad de un tapiz. La habían arrancado de su refugio los asaltantes sin freno. El Duero ordenó que le fuera presentada la esclava. Era un bronce: una belleza estatuaria. Bajo la melena de ébano se balanceaban los zarcillos enormes de oro. Le temblaban las aletas de la nariz. Le gustó la esclava al Duero. Ordenó que entrara en la habitación real. Se disponía a encerrarse con la esclava, la reina y el rey atado cuando se interpuso respetuosamente el ladrón de la mezquita del Cairo. —Perdóname —le dijo con respeto—. Déjame entrar. La canana se desparramó por las estancias buscando el dinero y las alhajas del rey. El Duero cerró la puerta y la afianzó con los cerrojos. Inmóviles un momento, se contemplaron todos: el Duero a la reina, el árabe joven a la esclava, a todos, como ante un misterio, el rey, pálido y fantasmal como un cadáver ante la Luna. La esclava tenía un aspecto extraño: muy bella, sí; pero más gallarda todavía. Erguida con cierta desenvoltura, sin temor, junto a la ventana,

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recibiendo en pleno rostro el resplandor de una lámpara de aceites olorosos que alumbraba la cámara real. —Eres hermosa, esclava —dijo el árabe joven avanzando lentamente hacia aquella estatua con vida. La esclava, con una sonrisa extraña, sacó del pecho un pomo, con veneno sin duda, y contestó: —Si te acercas, sólo conseguirás verme morir. La reina quiso, como una pantera, arrebatar a la esclava aquel veneno que podría ser la salvación. El Duero detuvo el brazo real. La reina apartó el brazo como si el contacto de aquel hombre le quemara la piel. —¡Jarifa! —rugió el rey entre sus ligaduras. —Abem Hamar —contestó la reina. Era grande el gesto. El Duero sintió un latigazo extraño del espíritu. Avanzó hacia el lecho real. Era trágica, de dolor, como la herida de una serpiente en el pecho la mirada del rey. Las pupilas, fijas con tanta fuerza, lanzaban un rayo tendido y tembloroso como espada. —Vuestro imperio está perdido —exclamó el aventurero—. Ahora yo soy el rey. No os quedan honores ni riquezas. Sólo os queda un bien: que podréis salvar la vida. El rey, atado, dio una sacudida imperada y brutal, como el coletazo de un tiburón que puso en peligro las ligaduras. El Duero se inclinó, examinando rápidamente las cuerdas; eran cables finos de acero. Servirían para atar a un elefante. El árabe joven, el ladrón de la mezquita de Kait-Bey, se acercaba como un tigre a la esclava. La esclava, refugiada contra el ventanal, miraba con sus pupilas de oro al árabe gallardo y joven que avanzaba contra ella. El Duero, de espaldas al grupo de la esclava y el árabe, se acercaba a la reina. La mujer real, refugiada como una pantera contra el rey, miraba como una loca al aventurero. El Duero decía a la reina: —Majestad, vuestra hermosura a cambio de concederos la vida. —Yo no quiero la vida. Matadme ahora mismo, os lo suplico. El Duero dio un paso y sujetó con su garra de acero un brazo de la reina. —Le concedo la vida al rey. Te concedo la vida a ti, a esa esclava y a todos los servidores de palacio. —No —rugió la reina—. Suéltame. No quiero la vida. Mátame.

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El Duero atenazó los dos brazos de la reina. Un alarido prolongado, como el de un león que muere de fiebre en su cubil, se elevó en la estancia. Era el rey que enloquecía de dolor. Aquella nota musical, grave y temblorosa, hizo pasar un escalofrío por la espalda del aventurero. El rostro fantasmal de la reina significaba el horror próximo a la locura. Aquel rey salvaje, hercúleo y victorioso siempre, enamorado de su reina de bronce, rompió a llorar como un niño. Su llanto de angustia hubiera hecho erizar la emoción por el patio de una cárcel. El Duero hizo un gesto de rabia y avanzó un paso. La reina de Bronce, con los brazaletes que adornaban sus brazos se destrozó la cara. Brotó la sangre humeante. El Duero, aventurero, ladrón y asesino, sintió el respeto trágico en su corazón de macho. Andando hacia atrás salió de la estancia. Hizo salir también, con fiereza, al ladrón de Kait-Bey. Cerró la gran puerta de cedro y puso dos guardianes al pie de las jambas.

V. EL ASALTO DEL BANCO REAL Salió a las galerías solitarias. El Duero visitó las dependencias de palacio. Los muebles de maderas olorosas yacían destrozados por la plebe que arrancara de ellos los metales y piedras preciosas que los guarnecían. Las grandes de Cachemira y Theran flameaban en jirones como banderas italianas en Abisinia. Los grandes ventanales de vidrios de Alepo, rajados en toda su extensión el que menos, pulverizados los más, pregonaban el vandalismo de los revolucionarios. Las grandes cajas de cedro, plata y bronce, sobre columnas de pórfido que habían servido de joyeros a todas las dinastías de Tarbruk, se hallaban saltadas a culatazos. De ellas habían desaparecido, es claro, los tesoros legendarios que habían constituido uno de los orgullos nacionales. Estatuas descabezadas, columnas rotas, panoplias desguarnecidas; trozos de mantos reales ensangrentados; hojas de acero, guarniciones de espada, turbantes, armaduras… En un solo apartado, dentro de una vitrina, de la que solamente quedaban los machos de acero y la peana, los dos muñones de terciopelo que habían servido de soporte a las coronas reales... robadas.

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El Duero sonreía ante tanto destrozo. Al cruzar una de las galerías de palacio, desde cuyos vitrales se descubría el fondo de la Nubia, el aventurero encontró grupos de revolucionarios borrachos. Le saludaron; le dieron la mano. Le echaron a las narices el aliento apestoso de las bodegas reales. El Duero, suavemente, separó a los importunos tirándolos de espaldas. Siguió su peregrinación por el palacio asaltado. Llegó al recinto cerrado de los harenes. El eco de una zambra estruendosa le detuvo un momento. Abrió luego lentamente una de las hojas de cedro y entró en los harenes reales. Se quedó asombrado del espectáculo. Los guerreros revolucionarios de Tarbruk se entregaban a la más estupenda de las zambras. El Duero buscó instintivamente con la mirada las líneas suaves de las odaliscas del harén. En la meseta de la escalera central se encontró con el príncipe Jafar. Se saludaron. El aventurero preguntó con extrañeza: —¿Has abandonado el tesoro nacional? —No; he dejado una guardia de mi confianza. Vengo con mi escolta, porque me comunicó un emisario que necesitabas auxilio. —Auxilio, ¿para qué? —preguntó. —Contra la guardia imperial —contestó el príncipe. —Te engañó el emisario. La guardia imperial se entregó después de ligera resistencia. Tú eres rey de Tarbruk debido a mi esfuerzo. Pero empiezas mal desobedeciendo mis órdenes. Has abandonado el tesoro nacional. —No, te digo —contestó el príncipe—. El edificio queda custodiado por fuerzas leales. —Tan leales que ellas mismas lo asaltarán. —No pueden. Es de granito y bronce inderribable. El que no tenga las llaves misteriosas de esas cerraduras labradas no podrá salvar jamás esos muros. —¿Y esas llaves? —preguntó el Duero. —Tómalas —contestó Jafar, entregándoselas. El príncipe Jafar recorrió el palacio dándose a conocer a las fuerzas revolucionarias. Lo aclamaron.

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El Duero, seguido del árabe de Kait-Bey y de una escolta de bravos que conservaban la serenidad, porque sólo estaban borrachos de crímenes y latrocinios, partió hacia el tesoro nacional. —¿Adónde vamos? —se preguntaban al galope unos guerreros a otros. —Al asalto del Banco Real. En aquella revolución, como en todas, hay siempre un puñado de hombres de buena fe que pelean contra el régimen viejo, creyendo que todos van por la honradez del ideal. Estos eran, precisamente, los que habían quedado a la custodia del Banco. Se explica este hecho porque ellos —que iban a la revolución por amor a la destronada dinastía de Jafar—, al oír camino del Palacio Real que el príncipe buscaba voluntarios para que, a su lado, fueran a guardar el Tesoro de la Nación, se ofrecieron espontáneamente. El Duero, seguido de sus bravos, avanzaba, seguro de la victoria, por la calle real de Tarbruk. Se consumó el asalto al Banco Nacional. El aventurero, sin escrúpulos, robó sin medida. En un minuto se hizo millonario. Éste es el secreto de todas las revoluciones. Y éste es el secreto de muchas grandes fortunas de reinos no imaginarios, en donde los políticos, ministros, presidentes, presidentes del Consejo, caudillos; radicales, etc., se hinchan a fuerza de robar el dinero de las gentes que trabajan. Prudencio Iglesias Hermida: De Madrid al Cairo. Novela. Madrid, Prensa Popular, 20-IV-1918 (La Novela Corta, 120)

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CLAUDIO DE LA TORRE (Las Palmas de Gran Canaria, 1895-Madrid, 1973)

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Claudio de la Torre Millares nació en Las Palmas de Gran Canaria el 30 de octubre de 1895. Se trasladó en su juventud a estudiar a Londres, para pasar posteriormente a completar estudios de Derecho en Madrid. Su vocación literaria es temprana: se inicia colaborando en revistas, pero también tiene gran afición al teatro y al cine. En su madurez llegará a desempeñar cargos de director de la Paramount en España y del Teatro Nacional María Guerrero. Su obra literaria destaca tanto en el teatro como en la prosa. Su primera incursión en la narrativa será el conjunto de relatos breves La huella perdida (1920), al que seguirán En la vida del señor Alegre (Premio Nacional de Literatura en 1924), Alicia al pie de los laureles (1940), Lluvia de arena (1954) y su última novela, Verano de Juan «el Chino», data de 1971. En teatro comienza su andadura en 1925 con la obra Tic-tac, a la que seguirán Tren de Madrugada y El río que nace en junio (Premio Nacional de Literatura en 1950). El relato cosmopolita «Ciudad de Plata» pertenece a una serie de relatos, de índole autobiográfica, que fueron publicados en la primera mitad de los años veinte bajo postulados orteguianos en Revista de Occidente. En concreto éste ve la luz en 1925. En «Ciudad de Plata» confluyen diversas acciones ocurridas en distintos periodos de tiempo, pero con una característica común: el viaje marítimo. El primer viaje se evoca a partir de aquellas diez líneas escritas a bordo con el afán de retener el momento. El segundo se nos narra a partir del cuaderno de viaje fechado el 4 y el 9 de octubre de 1916 y el tercero, aquél que se realiza a bordo del Ciudad de Plata y que origina un cuarto viaje, esta vez no marítimo, sino ficticio y casi esotérico. Se abre una «nueva y caprichosa realidad» que le va a permitir ese otro «viaje remoto» sobre el Oceanía a través de un vanguardista juego de espejos donde confluyen tiempos y espacios. El propio viaje activa la memoria del narrador presentándonos otras travesías realizadas, con lo que la historia se hace cíclica. Murió en Madrid el 10 de enero de 1973.

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CIUDAD DE PLATA

Fueron diez líneas nada más. Las escribí a bordo, precipitadamente, movido de un afán extraordinario de fijar el momento, temeroso, sin duda, de perder su contorno, de olvidar en el transcurso monótono del viaje —tan angustiosa semejanza sospechaba en sus días—, aquel instante único, de agudo significado, que me definió de pronto, inesperadamente, cuando todo en mí me parecía ya definido por unos años, una actitud distinta, de apariencia estable, una suerte de vigilancia escrupulosa para descubrir, entre el ovillo deshecho de mis intuiciones, un hilo entero, recién tejido, con que atar, minuciosamente, la nueva realidad que me tocaba. ¡Con qué gozo lo descubrí, lo enhebré, tiñéndolo a mi pluma estilográfica, y escribí sólo diez líneas! Después las perdí. Una noche, distraído, rompí la cuartilla preciada. Aún lo recuerdo, una hoja de papel pequeñita, con una corona transparente entretejida. ¡Me era tan familiar! Me seguía día por día, de traje en traje, siempre doblada descuidadamente en el bolsillo, junto a la última carta, la última contraseña de teatro, el recibo enigmático del último telegrama. Así se perdió. Multiplicóse alegremente en quince o veinte cuartillas diminutas de más solemne sentido, sin embargo destacando cada una de ellas, bruscamente, la sentencia de una palabra aislada. A veces menos: el eco roto de unas cuantas sílabas iniciado apenas el vocablo mutilado de pronto, sugeridor. No pude rehacerla. Me volaban entre los dedos los blancos trozos rebeldes agitados por un viento sutil de libertad hasta alborotarme confusamente los recuerdos, por dónde empecé a escribir, con qué palabra empecé. Borrábanse mis nociones. Apenas precisaba los límites de la cuartilla, destrozados y revueltos ya en un montoncito leve, con toques rojos, azules —la carta, el teatro, el telegrama—, que el viento de la noche acarició en mi mano y dispersó, rápidamente, sobre el mar. Intenté de nuevo escribirla. Todo fue en vano. Renuncié al fin. No volvería a intentarlo; no trataría de fijar, de nuevo, aquel instante único, aquel momento sorprendente, de improvisto sentido, tan rigurosamente anotado. Quedábame sólo del momento, sin visión precisa, el vago contorno de su

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marco, la realidad exterior que acaso lo engendró, un mudo físico mezquino, falto de sabias sugerencias; una puerta, un camarote, un espejo. Sí recordaba, en cambio, lo días anteriores. ¡Cuánto me afané, en vísperas de mi viaje, por hallar otro barco! Repasaba, anhelante, la lista menuda y apretada de Lloyd, siguiendo con los ojos las rutas vecinas, calculando probables arribos, sumergidas, por último, mis ansias en los mares más distantes, siempre a la caza desesperada de otro buque, de otro barco distinto que no encontraba. Frente a mis ojos, anclado tenazmente ante mi vista, deletreábase sólo el hombre del Ciudad de Plata. Me disgustaba este nombre, antojábaseme de un lirismo injustificado, impropio del menester de un buque. —¡Si fuera de acero! —me decía entre dientes, sin darme cuenta, mientras pasaba nervioso las hojas de Lloyd. No lo podré explicar. Recordaba, eso sí, como apartado antecedente, mi oscura aversión a ciertas palabras, el malestar increíble que llegaba a producirme su mera enunciación. Sobre todo, cuando bajo el manto engañoso del acento grave, fácil al oído, parecíame descubrir fonéticas peculiarísimas, de enfáticos ecos, características del vocabulario. Así desdeñé… Pero no me satisfacía este recuerdo. No se trataba ahora de una simple palabra. Es más: Ciudad de Plata; he aquí un bello hombre. Dulce hallazgo para la evocación de una ciudad andaluza y ribereña. Sólo que yo lo proyectaba mal, lo enfocaba descubiertas sus raíces literarias, sobre un casco herrumbroso, de utilitarios destinos, picado del tráfico de maíz, humeante y lento. Y la mole inestable, de tardo avanzar, repudiaba la fragilidad del hombre, destruía su luminosidad con su nadar de tortuga, vieja y gloriosa bajo el falso prestigio. Llegué a amar este buque extraordinario, por no sé qué caminos. Olvidé, poco a poco, mis intenciones viajeras, y sólo quedó en mí, cálidamente viva, una insaciada curiosidad. Después fue un sentimiento más confuso. Cuando me despedía a bordo de mis amigos, al estrechar sus manos, me pareció más bien un saludo de llegada, no de partida. Difícilmente comprendía el rumbo de mi nueva situación, el comienzo de mi alejamiento. Al contrario, me encontraba, sorprendido, en un estado espiritual de retorno, de inesperado arribo. Y, sobre todo, acrecentábase este sentimiento con la fisonomía tan familiar del barco que veía, sin embargo, por primera vez.

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¡Gran compañía falsificadora! Ni un solo rincón del buque pregonaba sus años. El olor de la pintura fresca avivaba el sentido, de tal manera que apagaba la vista momentánea, la turbia visión del maquillaje. Uno de mis amigos me aclaró la historia. —Es un barco muy viejo. Hace muchos años, más de treinta, era un transporte colonial, de la ruta de América. Pertenecía a la Compañía marítima del Oeste. ¿Sabes cuál es? Aún tiene un servicio regular por esta agua. Compañía poco simpática, de tráfico sospechoso y fabulosos dividendos. Sus barcos son de un porte inconfundible, como éste. Aquí se ha disimulado, sin embargo, la huella del pasado; pero, a poco que observes, la descubrirás. Verás la aparente división de la cubierta, aparcelada hoy por clases, rompiendo débilmente la antigua cubierta única, corrida. Aún en los buques actuales de la Compañía se conserva este tipo: sólo una clase, un acomodo general para los pasajeros, confundidos y mezclados sin pudor a todo lo largo del barco. Claro está que se atiende al negocio: facilitar de este modo al colonial un mercado flotante de mujeres. La Compañía cultiva y renueva este mercado con verdadero escrúpulo, como conviene a servicio tan remunerado en la navegación. Corre, además, tras las buenas demandas y remonta hoy sus buques hasta el Cabo. Mi amigo hizo una pausa. Paseó sus ojos por la cubierta, de proa a popa, y continuó después, con visible desconcierto: —¿Cómo pudo venderse este buque? ¿Cómo ha podido dedicarse hoy, disfrazadamente honesto, después de tantos años azarosos, a un tráfico burgués, a un turismo de lujo y exigente? ¡Verás qué cámaras! Seguro estoy de que estas pinturas graciosas, a poco de que las arañáramos, nos dejarían ver ese color marrón, desteñido a ratos, que da a estos barcos su legítima fisonomía, su aire funerario. Yo debí, en este momento, mirar a mi amigo con vierta ansiedad porque se exaltó, de pronto, en su encono a la antigua Compañía. —¡Compañía odiosa! —continuó—. Hace unos años, además, tenía costumbres muy extrañas. La llamada a bordo, por ejemplo, a la hora de las comidas no se hacía con la trompeta ordinaria de los demás buques. Se utilizaba nada menos que una trompa de caza, tenebrosa, que llenaba de espanto la bahía. Yo no podía oírla con serenidad. Así… Y la voz de mi amigo, al imitar el toque solemne, conseguía tales ecos de comicidad, tal prestigio de cuento infantil, de coco auténtico, que le empujé riéndome hasta la escala mientras nos despedíamos.

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Pero no hubiera podido escoger mi amigo, para despedirme, conversación más desagradable. En cierto modo, me repugnaba el pasado de mi buque, más que por sus timbres pretéritos de gloria por el presente de incomodidades que sin duda me brindaba. Y fue entonces, en este instante, al quedarme solo, cuando sorprendí en mí aquel estado peculiar de ánimo que tan escrupulosamente procuré anotar. Pero apenas conservaba este recuerdo al tercer día de viaje, en rumbo franco hacia otro puerto. Sólo guardaba ya, casi físicamente, la curiosa sensación del barco y sus pasajeros. En realidad no hallé nada extraordinario: un viaje perfecto y un pasaje perfecto, sin asomo de especiales características. Pero esta misma perfección, es decir, esta normalidad inestimable era, precisamente, lo que alteraba mi crítica. Parecía no contentarme, allá en el fondo más conturbado de no sé qué vigente sentido, con este mundo primero que me ofrecía. Es más, los rasgos aparentes de nuestro viaje —seres y cosas— se me antojaban, no su definición más aproximada siquiera, sino el laberinto de las más intrincadas apariencias entre las que agitábase, embrionariamente, una nueva y caprichosa realidad. Concebía, difícilmente, las leyes regulares que parecían regirnos, y aceptaba, en cambio, no ya distintas realidades, sino un confuso mundo de motivos generadores, tan fugaces, que ni en mí declaraban su existencia. Si todo esto, en resumen, no fue más que un anhelo de aventuras, bien satisfecho pude quedar al cuarto día de mi viaje. Un apunte de aventura, solamente: la niebla. La encontramos a medianoche, rozando la una y media, desplegada y en calma. Tuve tres momentos: el primer despertar con los lejanos avisos de otros barcos, como en remotos mares, respondiendo a la angustia insistente de nuestra sirena. Más tarde, cerca ya la madrugada, el acorde unísono de todas las alarmas, confundidas y próximas. Minutos después, el cambio de táctica, los largos silencios, la llamada corta y prudente de nuestro buque que me hizo saltar del lecho. Quedé atento unos segundos. No era una sola sirena; eran dos, distintas. Salí a cubierta y lo comprendí mejor. Ya estaba allí la larga fija muda de los pasajeros, doblada sobre la borda, más que en inquieto acecho en inmóvil actitud de cadáveres rescatados. La niebla, turbia y densa, le llegaba hasta los rostros. Volvió a gemir, desgarrándose, la chimenea de nuestro buque. Quedaron por el amanecer desteñido como unos ecos humanos. El barco se estremeció de banda a banda. Por la proa contestó el peligro: otra nota

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grave, idéntica. Los timbres de la máquina, electrizados, dispararon sus órdenes. Quedamos sin marcha, perplejos… Nos venía el abordaje. Y pasado un momento, en el hondo silencio de la espera, oímos ya el peligro desviado. Se estiraron las cadenas del timón, con ímpetu de riendas, y avanzamos. Atrás llamaba aún el otro barco, invisible y ciego.

*** Repasando aquella mañana mis papeles, en las horas tranquilas, luminosas, que siguieron a la madrugada, me encontré sorprendido con un viejo cuaderno de viaje, perdido hacía ya tiempo en mi memoria. Descubrí, hojeándolo, unas cuantas páginas fechadas en octubre de 1916, que pronto avivaron mi curiosidad. No resisto ahora la tentación de copiarlas porque guardan, en cierto modo, una graciosa similitud con las anteriores.

4 octubre 1916

«Amaneció con niebla. Desde mi primer viaje no la había vuelto a ver. La encontramos entonces frente a Lisboa. Yo viajaba con mi madre y mi hermana mayor, y tenía quince años. Recuerdo que salí sobre cubierta aún no amanecido; la bruma corría a lo largo del barco y la sirena, al dar la alarma, sonaba tan cerca y de tan extraño modo que no parecía el aviso del peligro, sino el peligro mismo. Esta mañana me he despertado con el clamor de la sirena, he sonreído inconscientemente, como ante un recuerdo inesperado, y me he asomado al ventanillo. La niebla estaba allí, junto al barco, inmóvil. Ha sido una niebla espesa, de tonos amarillos, a la que no sé por qué me ha parecido descubrirle olor a cloroformo. Tal era el letargo alrededor. Las olas turbias, apenas se formaban, lamían el barco con sus aguas muertas, silenciosas, produciendo un sopor profundo. Ha durado sólo una hora: una hora callada, quietos en medio de las ondas, con el silencio roto, con una regularidad que, sin embargo, nos sobresalta por la nota larga de la sirena. Ésta ha sido nuestra única manifestación de vida en esta hora. El pasaje permaneció recogido mientras la niebla se trababa poco a poco entre los palos,

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colgándose entre las jarcias, como una vela en calma. Presentíamos cerca o lejos —así la voz nos llamaba o sonaba tan distante como si se despidiera— el lamento de otros barcos, el descanso forzado de otras rutas que no habíamos sospechado. No hemos visto hasta hoy ningún barco por el camino. Sólo ahora entre la niebla los hemos adivinado, como si la niebla fuese para nosotros una isla frágil en medio del océano adonde acudieran todos los barcos en busca del amparo de lo invisible. Así sus voces, a pesar del riesgo, suenan reposadas, graves, como todas las voces prudentes. Afuera, detrás del horizonte, debe estar el mar libre de ayer por donde no pasan barcos, o por donde pasan, tan deprisa y tan callados, que nunca nos advierten su presencia. Ya esta tarde, ¿quién se acuerda de la niebla? Hay un mar azul intenso, clareado por la raya del horizonte y un cielo de nubes blancas, talladas como mármoles e incrustadas a largos trechos, por el reflejo azul de la distancia, sobre el hondo espejo del mar. El viento levanta las espumas de las olas y se las lleva hacia fuera, limpiando la ruta del barco. Alguien vuelve a decir: “¿Quién se acuerda de la niebla?”. Y, como respondiendo cada vez a la pregunta, yo recuerdo esta mañana. Nunca lo diría en voz alta. Es un recuerdo confuso, pero que, poco a poco, se precisa. Es un recuerdo alegre, entre las sombras de la niebla, junto al peligro cercano que ni por un momento lo creí un peligro, oyendo la voz solemne de la sirena, lo mismo que de niño, por las noches, en la penumbra de la alcoba cuando alguien me anunciaba ahuecando la voz: ¡que viene el Coco!»

*** Con las últimas palabras volví a escuchar, sonriendo, la despedida de mi amigo. ¡Qué atrás quedaba! Ya hoy en vísperas de arribo, con la clara mutación de luz de la mañana, aquel momento de la despedida y hasta los días que siguieron perdíanse en perspectiva como en un quieto pasado, sin presencia autónoma, apenas sentidos en la cadena de mis recuerdos por la débil vibración que trasmitíales el secreto tirar de mi presente. Así se preparó el atardecer: un ancho crepúsculo de colores, de rotas lacas, combado sobre el mar, aprisionando la imagen de sus fuegos sobre el ámbito en reposo, de luces vacilantes por entre las que avanzaba nuestro barco, sobre mar de leyenda, dando al aire las lanzas de sus mástiles. Sólo un instante. El milagro se deshizo, poco a poco, y la tarde adquirió, en sus momentos postreros, una uniforme claridad. Aún pude enfocar

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este último prodigio por el cristal redondo de mi camarote, ceñido el paisaje al ancho vidrio, recogido y sujeto ya en el tubo sonoro del crepúsculo. Admiraba el milagro sin noción de su tiempo, como ausente del instante, cuando el aire penetró en mi camarote y me pasó por la frente y me hallé sin saber cómo, en el espejo, ahora de espaldas al paisaje, contemplando sólo la imagen del crepúsculo. ¿Qué velero pequeñito, como una raya en el cristal, me llevó entonces por otro mar adentro hacia un viaje remoto, navegando por las aguas de mi espejo con rumbo a las últimas claridades, a aquellas costas que apegábanse como a orillas de otro mundo, en la linde borrosa ya de mi conciencia? ¡Ah, cómo sufrí y cómo navegaba siempre, siempre, aquietando las aguas con mis manos, fijos los ojos en la tierra virgen! Me es difícil precisar el momento. Tengo, sin embargo, la sensación exacta de cómo desperté. Fue un toque largo, reposado, en creciendo, que quedó esparcido largo rato por los aires. Lo oí distintamente. Apenas terminaba, cuando salí a cubierta aún pude ver a un marinero, al filo de la cámara, arrastrando sobre las tablas la trompa retorcida. Corrí en vano, desesperado. No pude alcanzarle. Ya sonaban, al otro lado, las notas alegres de la trompa que nos llamaba para la comida. Sí, era nuestro camarero, aún erguido por el esfuerzo, brillantes los ojos por la codicia del canto, apretando junto al pecho su trompeta de oro. Me pareció, sin embargo, que nunca le había visto. Luego, al recordarle, me embrollé más y más, bien a pesar mío, en esta loca incertidumbre. A tal identificación llegué, a tan exacto reconocimiento que rechazaba sin querer una imagen que, minuciosamente construida, respondía a un rostro conocido, de rasgos bien familiares, apenas justificados, plenamente, en mi fugaz memoria de unos días. Descubría, pues, la oscura maravilla de sentirme como filtrado por mi mundo de ahora, ayer desatendido, hoy ganándome mis más íntimos paisajes en un avance cauto e inesperado. No quise confesármelo. A solas, de vuelta ya en mi camarote, me apresuré a abandonarlo. Me vestí y bajé al comedor. El pasaje agrupábase, alrededor de las mesas, halagado por el tibio ambiente de la cámara sembrada de humeantes manteles, como blancas hogueras, avivando, bajo la luz eléctrica, el chisporrotear de su cristalería. Se iniciaba, poco a poco, el rezo de la cena guiado por el leve tintineo de la vajilla. ¡Cómo lo sospechaba! No era el mismo pasaje, no eran éstos mis compañeros; eran gente distinta, personas para mí más conocidas, por lo menos. Las sorprendía, de pronto, arraigadas en mi memoria, fijas y atentas en mi

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vida, navegando con su corriente, por no sabía cuántos años, sin turbar jamás el rumbo de sus aguas, esclavas ya de sus orillas. Después se alejaban, volvían, quedábanse apenas trabadas al último jirón de mi recuerdo. Eran, en resumen, con sus gestos y voces, como el mundo anónimo de un sueño del que entresacáramos a intervalos, lúcidamente, la fugaz fisonomía de sus seres. Procuraba, en vano, dominar mi turbación, el malestar que producíame la situación inesperada. Frente a mi descubrimiento, en el atisbo confuso de mi mundo nuevo, percibía, al par que el asombro, como un vago rubor de mis fantasías, como un temor inútil ante el peligro inminente de realizarlas. Por un momento —tal mi grado de lucidez— llegué a sospechar el asalto de aquel mundo, la avalancha arrolladora de sus seres, múltiples y desconocidos, hasta lograr una intimidad espantosa, una especie de contubernio fácil con mis más hondas simpatías. Y allí estaba yo, indefenso, confiado del todo a mi destino, en vísperas de aceptarlo. No podía resignarme tan de grado. Abandoné el comedor y volví malhumorado a la cubierta. También descubría, a mayor infortunio, la inquietud constante que me dominaba. Encontré más aún: hallé como escondida, oculta y laboriosa, tejiendo mis pesares, la causa banal de mi desasosiego. Y esto me dio un caudal de teorías. Ninguna valorizaba la pena. ¿Qué significaba, en realidad, el hecho de no conocer a un camarero, de sorprenderle en su momento lírico, dando al aire las notas de ordenanza y antojárseme todo esto tenebroso, como un canto funerario? Comenzaba ya a encenderse el salón improvisado en la cubierta grande, resguardado por las lonas tendidas, sujetas a ambas bandas, recias y embreadas como mortajas marineras, combadas por el viento muerto de la noche en los costados. Se iluminaba con bujías eléctricas esparcidas sin orden por el techo prendidas a los grandes tornillos, afilando con sus luces agudas el brillo de los metales, la miel oscura de las caobas. Más a la mano, casi a ras de las tablas, colgaba el botín de los viajeros, trofeos del viaje remoto, del recreo por tierras lejanas: aves exóticas, en su mayoría, de pintados picos y plumas multicolores, apagadas ahora entre el rebrillar de las jaulas de lata. Un mundo agrio, cauto y prisionero, moribundo ya en el frío de estas latitudes. Pero el baile comenzaba, y las parejas parecían como dormirse en su contento al compás de cuna de un viejo vals, guardado aún en las colonias y traído cada mes por estos barcos, sobre el océano, bajo la luna romántica de Europa, cantando el violín del viento la nota siempre inédita de todos

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los valses. ¡Noche de despedida! Apenas quedaba resquicio alguno en el alma por el que no soplara, suavemente, la brisa de la melancolía. La última fiesta de a bordo, el término del viaje —llegábamos a la tarde siguiente— creaba en todos los ánimos un atroz abandono. Cerca de la media noche, cansado ya, me retiré a dormir. Las últimas parejas abandonaban también la cubierta, que al rato quedó a oscuras, iluminada solamente por la lumbre de las estrellas. Me extrañó sobremanera, al divisar mi camarote, el verlo encendido por completo, con una profusión de luces que yo jamás usaba. Pero me sorprendí más al empujar la puerta abierta y encontrarme en mi propio camarote, sentada sobre mi cama, con una muchacha para mí desconocida. Un tanto desconcertado empecé a interrogarla, pero mi desconcierto fue aún mayor cuando me pareció notar que ni siquiera me oía, que la mirada le vagaba por el cuarto, indiferente, y la confusa sonrisa de sus labios la situaba muy lejos del momento, ajena en absoluto a mi presencia. No pude comprobarlo porque en este instante volvió a abrirse la puerta para dar paso a un marinerote enorme, con cara sonriente también, que saludó en voz baja a la muchacha. Ésta se puso en pie de un salto, visiblemente pálida, y apenas dijo unas palabras que no entendí. ¡Escena curiosa! Aquellos personajes prescindían de tal modo de mí, la única persona, al fin y al cabo, que estaba en su casa, que ni siquiera una vez se cruzaron nuestras miradas. Esto me irritó de tal manera que perdí de pronto hasta el recuerdo de las palabras y sólo pude articular un grito del que prescindieron también, tranquilamente. El marinero, en tanto, se había acercado a la muchacha e intentaba besarla por la fuerza. ¿Iba yo a consentirlo? No sé cómo justificarme: cuanto más fuerte era mi decisión de intervenir, más inerte y sujeto me sentía. Así presencié, furiosamente inútil, la lucha vil, desproporcionada de aquel hombre con aquella infeliz que sucumbía heroicamente, en una desesperada agonía. A mayor escarnio sorprendí otro testigo: la cara regocijada, de cómplice, de nuestro camarero, oculto tras la puerta, aguardando su turno. Pero le debió cambiar la expresión cuando el marinero, súbitamente, llevando en brazos la muchacha, que aún se defendía, se lanzó a cubierta aullando de rabia y, en un acceso mayor de locura, como ciego se tiró por la borda al mar, abrazado a su víctima. La emoción fue tan violenta que recobré mis fuerzas. Demasiado tarde. Comprendía, desesperado, la culpa de mi pasividad, la inutilidad de mis fuerzas tardías. Me sentí avergonzado y, entonces, por una reacción

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villana de hombre inseguro de sí mismo, quise ser el héroe a destiempo y salí, paladinamente, a la cubierta. Me pareció ver hacia un extremo la figura blanca del camarero borrándose entre las sombras. ¡Ah, éste pagaría por todo! Y mediaba ya la cubierta, a toda carrera, cuando sin explicarme cómo, me sentí detenido, sujetos los brazos por detrás, y oí la voz del propio camarero que me decía: —Pero ¿qué demonios está usted haciendo? —¡Magnífico truco, magnífico! —pensé rápidamente. Y me encontré en el cuarto de la derrota, frente a la cara asustada del oficial de guardia. Bien, esto era mejor: denunciar el crimen. Me lo repetí en voz alta: c-r-i-m-e-n. ¡Cuántas veces había pronunciado esta palabra sin entenderla! Ahora sí la entendía: c-r-i-m-e-n. Y oía unas resonancias extrañas en el fondo profundo de la palabra. Yo sólo las oía, percibiendo el rodar de los ecos por mi alma, casi aturdido. El oficial, en cambio, pareció tranquilizarme con mi relato. Lo interrumpí, descontento. El oficial prescindía de mi narración, ocupado minuciosamente en observarme, a la caza de mis gestos, de mis más leves ademanes. No necesité oír las órdenes confidenciales que daba más tarde al camarero. Las adivinaba fácilmente: se trataba de vigilarme, de reducir mi libertad peligrosa. Sospechaba de mi razón. Empecé entonces a sentir, junto a un afán desesperado de reposo, como una complacencia por mi nuevo estado, sometido y sujeto a estrecha tutela, irresponsable ya. Por de pronto cesaban las alarmas: el cómplice no era el camarero. A éste de ahora le recordaba mejor con su uniforme azul y blanco, de mozo de comedor, diciéndome al oído, disimuladamente: «¿Desea el señor alguna otra cosa?». Sí, era el mismo, menos servicial ahora, pero siempre previsor cuando, de vuelta a la cubierta, camino del camarote, me insinuaba otra vez al oído: «Acuéstese el señor; descanse un poco». «¿Desea alguna cosa el señor?». Concluyó por irritarme. A punto de despedirle no pude contener mi enojo: allí estaba mi camarote, limpio y en orden, sin huellas de la lucha pasada. ¿Qué significaba este cambio? — Necesito —dije al camarero, mirándole fijamente— otro camarote para esta noche. Pero me encontré solo ante mi puerta, atraído blandamente por un halago inesperado, por la luz velada y dulce, caída sobre las sábanas blancas,

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recogida en el espejo, que iluminaba el hogar pasajero con no sé qué nuevas claridades. Afuera, al viento y la noche, quedaba condenado el camarero, sentado en su silla de guardia vigilante y receloso. Esto me decidió, por fin, a entrar en mi camarote. Debía de ser muy tarde, pensaba por consolarme; no es posible un nuevo acomodo. Así tomé mi decisión: allí, en el mismo camarote, pasaría el resto de la noche. ¡La última! Y clavé esta palabra, ahincadamente, en mis últimos escrúpulos. No pude, sin embargo descansar hasta muy cerca la madrugada, renovándose a cada instante ante mis ojos la escena violenta de la medianoche, repartidos los personajes unas veces como simples compañeros, uno a uno, en actitudes de abandono o atentos a mi vigilia; otras, mezclados, confundidos tumultuosamente hasta precipitar el crimen, acelerando su desarrollo con tal arrebato que llegaba en algunos momentos a una visión increíble, a una síntesis perturbadora. Intenté dormir. Apenas mi cuarto en sombras, veía una sola figura, sentada a mis pies, más pequeña en su humildad, velándome el sueño resignada, los brazos sobre el pecho, como orando. ¡Ah, a ti si te conocía; eras la muchachita indefensa, la víctima, la voz que mejor oía en mi remordimiento! Me incorporé en la cama mirándola en silencio, temeroso de ahuyentarla, y oí pasar las horas repartidas en un extraño tictac sobresaltado de un corazón que no era el mío. Me sentí unido con amor infinito a aquel ser desgraciado, sacrificado sin piedad por mí. Fue entonces aquella sombra, en mi noche obscura, mi novia fiel, sumisa. Afuera clareó el amanecer. Navegábamos ya frente a la costa, al largo de la tierra, corriendo sobre las aguas mi noche de bodas.

*** Avanzada la mañana salí sobre cubierta. Los primeros pasajeros con quienes tropecé me reservaban aún otra sorpresa: todos conocían ya lo sucedido y bien se les notaba en sus semblantes atónitos, en sus prudentes desvíos y hasta en la torpeza de saludarme indiferentes. —Ésta era también mi torpeza —no pude menos de confesarme. Porque mi situación se embrollaba: o yo fingía indiferencia después de lo pasado, actitud sin justificación alguna, o volvía de nuevo a relatar el crimen y estaba entonces perdido, confirmaba todas sus sospechas. De cualquier manera, mi propósito se fortalecía, mi decisión estaba tomada: pronto llegaríamos a tierra y éste era un asunto de policía. Por fortuna,

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habíamos ganado algunas horas, entrábamos al mediodía en el puerto. Desde el amanecer costeábamos, cada vez más cerca, engalanado el aire de gaviotas. La mañana brillaba sobre el mar y en los caseríos de la playa. El pasaje anunciaba su alegría con rápidos ademanes, señalando rincones y recuerdos. Todo era bullicio y contento reprimidos, con ímpetu de manifestarse. Tanto alborozo me apenaba, terminó por hacerme aborrecibles el viaje y el pasaje. Como una agresión a la mañana espléndida, a aquel vivo espectáculo, me senté de espaldas al paisaje y abrí desolado mi cuaderno de notas. Lo hojeaba distraído, evocando vagamente las fechas de sus páginas, sin que las graves afirmaciones de mis veinte años me movieran a más que a una melancolía. Sin embargo —¡he de confesarlo todo!—, me sonreí alguna vez durante su lectura.

9 de octubre 1916

«Es el último día de viaje. Ya esta mañana perdimos la sensación del mar inmenso, esa sensación que produce el mar cerrando todos los horizontes, pero que, sin embargo, nunca me ha producido la que tantas veces he oído llamar “sensación de infinito”. El mar a bordo se me hace tan familiar —y no he viajado tanto para podérmelo explicar a gusto— que lo supongo siempre pequeño, guardando amparos que yo no veo, pero que adivino. Me parece un ancho círculo, nada más, que podría girar alrededor del centro que remata nuestro barco. De aquí la impresión de pequeñez —al fin y al cabo dentro de un concepto geométrico— y de aquí también, probablemente, ese confuso mareo que no llega nunca a precisarse, pero que siempre me acompaña, pasivamente. Hay algo monótono en el viaje, sin justificación que me satisfaga del todo. (Nunca he podido comprender por qué me encuentro sobre el mar, tan amigo como soy de la tierra, cómo este acto, que siempre mueve un propósito de los demás mortales, a veces una decisión importante, acto que suele resolver cálculos anteriores, económicos y sentimentales, ha llegado a convertirse para mí en algo tan indiferente que apenas si distingo en mi memoria un viaje de otro. Es posible que esto dependa de que mis viajes no han sido nunca de aventuras y casi siempre de placer; pero no sé por qué, sospecho que un viaje de aventuras no alteraría mis impresiones y sólo me oprimiría el alma. Tampoco he nacido para aventurero. Si el mar para mí no fuera un camino conocido, con un término acogedor, el mar me sería una cosa detestable.)

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No quisiera convencerme de que el mar me es odioso. No me lo ha sido nunca. Siempre me ha producido una impresión bella, y hasta, a veces, una total impresión. Cuando pequeño, el mar estuvo siempre en todos mis paisajes. Nací junto al mar y amé mucho el mar en los libros. Como espíritu tranquilo gustaba en la infancia de los libros de aventuras, los libros que contaban cosas tan distintas de las mías que llegaban a parecerme fáciles, brillantes, para un posible futuro. En cambio, lo mío, lo de inmediata realización se me representaba a menudo lleno de obstáculos. Me pareció con frecuencia más fácil el invernar con el capitán Hatteras en cualquiera de sus expediciones que levantarme todas las mañanas temprano, a la hora del colegio. Esta facultad, que pudiéramos llamarla, la conservé mucho tiempo después, y me hizo, frecuentemente, sin salir de mi estado pasivo, concebir enormes disparates, pero tan personalmente creados que se dibujaban como simples proyectos de rápida realización, sin que los tocaran el tiempo ni el espacio. De aquí, otras tantas veces, el que dejara un cotidiano ejercicio, de posibles resultados, para entregarme a diversas divagaciones donde los más distintos estados y escenarios completaban desordenadamente mis distintas personalidades que, eso sí, eran siempre bellas. Así se engendró, posiblemente, mi amor a lo desconocido; mas como yo era un sedentario, busqué estos amores dentro de mí mismo, quise que dentro de mí vivieran mis fantasías, con una vida “real”, y nacieron de este modo mis aficiones literarias que, al fin y al cabo, tantas veces me han parecido una aventura. El mar, en todo esto, fue un acompañamiento. Tan de continuo ante mi vista, acariciando mis oídos con su rumor, tan de continuo, que llegué a prescindir de él como objetivo. El mar no vivía dentro de mí. Su belleza, además como impresión visual, estaba ya definitivamente fija: el mar entre montañas, la impresión del mar como lo vi en mis primeros años. Por esto, quizá, el mar desde un barco —mar, mar y mar—, sin tierra que cierre algunos horizontes, sin paisaje que dé vida a las olas lejanas, casi no me conmueve. El barco, además, me produce melancolía, la melancolía del hombre sin libertad —el hombre sin hombres—, condenado a un espacio donde renuncia a la contemplación de tantas inquietudes. En el fondo soy un hombre sociable, de repugnantes intenciones analíticas, pero sociable. El mar ni siquiera me da el reposo, como no me lo da el sueño. Para el reposo del espíritu nunca hallé más blando cobijo que el bello espectáculo de la tierra, hombres y pasiones en una naturaleza que ellos han corregido: el espectáculo maravilloso de unas vidas en un dormido rincón.

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El mar, en cambio, nos anula, parece que con su misma grandeza sujeta nuestros impulsos, donde vive, sin embargo, en otra grandeza el latido más heroico de la vida. Ahora hacemos el viaje costero, frente a una costa que no vemos regularmente, pero que siempre adivinamos tras las nubes bajas del horizonte, en el vuelo consciente de la gaviota. Bajamos por una costa ceñida sobre el mar, con apenas repliegues, ligeras curvas que levantan un poco el paisaje. No hay sol. La neblina, menos densa a medida que avanza la mañana, nos permite ver, de vez en cuando, un trozo de tierra, a veces una gran extensión. Vamos encontrando barcos numerosos cruzando la costa en todas direcciones, sin separarse mucho de la tierra, como si buscaran el amparo de estas playas bajas en las que el viento azota fuertemente. Antes, hace una hora, hemos visto a lo lejos una inmensa bahía, el primer puerto importante. Yo me he ido con el pensamiento hacia dentro, en busca ya del camino.»

*** Terminó mi lectura con el punto sonoro del ancla en la bahía. Terminó también nuestro viaje. Reunidas mis maletas junto a la escalera me dispuse a desembarcar. Aún me detuvo un comentario: —El Oceanía —mostraba alguien señalando a otro barco recién llegado—, de la Compañía Marítima del Oeste. Viaje de regreso y de dos meses de navegación. Lo miré con curiosidad. Mi amigo era un buen observador: en realidad, recordaba a nuestro buque a pesar de sus negras pinturas. Se acentuaba aún más en la bahía su porte extraño, su tipo colonial. Recién llegado y estaba ya desierto, como abandonado, cumplida su misión. ¡Dos meses de travesía! —Me permitirá usted —oí que alguien me decía en ese momento— que le acompañe a tierra. Soy un agente de Policía. Vi, en efecto, a un jovencito insignificante, con aire confidencial. Esto facilitaba mis propósitos. Nos dirigimos a tierra y, al entrar en la comisaría del puerto, volvió a decirme: — Hay un parte de a bordo sobre usted. El comisario le explicará. El comisario oyó mi relato sin interés alguno, pero al terminarlo, pasados dos instantes, como si hasta ahora no hubiese entendido lo que oía,

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CLAUDIO DE LA TORRE

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noté que el semblante se le transformaba rápidamente, como si recordara algo importante. —¿Y dice usted —me preguntó de pronto— que el camarero fue su cómplice? La pregunta me desconcertó. Intenté concentrar mis recuerdos y reconstruir la escena: sí, estaba bien clara. —El camarero fue su cómplice —afirmé— para entrar en el camarote. El comisario entonces, visiblemente emocionado, exclamó sin querer: —Porque él asegura en su declaración que presenció el crimen aterrado, sin fuerzas para intervenir. ¡Ah, éste era mi triunfo! Respiré, al fin tranquilo. El comisario, en tanto, murmuraba nervioso: —Buena pista, buena pista… Luego, mirándome con fijeza, como extrañado de mi presencia, me dijo: —Pero ¿cómo ha sabido usted del crimen? No necesitó repetirme la pregunta. Me la repetía yo a mí mismo, cada vez más perplejo. —Entonces, mi relato no es cierto… —Sí —me contestó—, su relato es exacto. Ese crimen ha sucedido anoche, tal como usted lo cuenta, pero ha sido a bordo del Oceanía. Claudio de la Torre en Revista de Occidente, Madrid, enero de 1925, pp. 33-57

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Antonio de Hoyos y Vinent (1885-1940). De familia aristocrática fue él mismo un personaje cosmopolita, ya que estudió en Oxford y Viena, además de en Madrid, y viajó por Europa. Su prosa resulta algo recargada y decandente. Escribió novelas, cuentos, novelas breves. Su literatura se interesa por el misticismo, el misterio, la noche y las formas del pecado. En el ejemplo seleccionado se trata de un relato de ambiente cosmopolita, cuya acción se sitúa en un lujoso hotel parisino, y en el que Julito Calabrés, alter ego de Antonio de Hoyos, cuenta a sus oyentes la trágica historia de una dama turca, Madame D´Opporidol, alojada en el mismo establecimiento. Un final inesperado cierra la confidencia del personaje, inmerso en un mundo que aparece marcado por el lujo, el exotismo y la decadencia. «Madame D´Opporidol» se incluye en la colección de cuentos El pecado y la noche (Madrid, Renacimiento, 1913, pp. 265-280).

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—La princesa Charlensko. —¿Rusa? —Rusa. —¿Princesa auténtica? —¡Lo más auténtica posible! Después de saludar a la eslava que, fastuosa en su pelliza de renard bleu y su sombrero empenachado de plumas negras, desfilaba con aire espléndido de gran señora, más de notar en el cosmopolitismo ferial del restaurant elegante, Julito Calabrés tornó a sentarse entre Olmeido y el marqués del Valle. Estábamos en el Carlton Grill acabando de almorzar. Era día de carreras, y bajo la claridad de las luces eléctricas, que ocultas tras los cristales del techo creaban un día artificial, muy en consonancia con el público cosmopolita que entraba y salía en incesante vaivén, veíanse mujeres a la moda, abracadabrantes en sus extraños atavíos, hombres de sport, banqueros, personalidades del chic mundial, cortesanos célebres... Era un desfile de Tanagras, de figuras de vaso etrusco y de jeroglífico egipcio, apenas moldeadas por crespones y brocados sobre los que resbalaban las pieles y las perlas. Olmeido, tornado escéptico por sus frecuentes permanencias en Cosmópolis, explicó su incredulidad: —¡Hay tanta princesa de pacotilla por esos mundos de Dios! El marqués del Valle quitóse los lentes, y con la experiencia de sus doce años de viajes, impuestos por no sé qué historias de sadismo habidas en su tierra, aseguró: —Yo he conocido muchas. Mujeres de teatro a quienes el capricho senil de un lord convirtió en pairesas de Inglaterra; exbailarinas y exqueridas de toreros, transformadas en grandes duquesas consortes, y hasta alguna viuda de reyezuelo medio idiotizado, que, in articulo mortis, había hecho reina a una titiritera. —¡Bah! —interrumpió Julito, incapaz de callar—. Yo también he conocido muchas... Sin ir más lejos, madame d’Opporidol...

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—¿Griega?... ¿Servia?... ¿Albanesa? —interrogó Olmeido. —Turca; por lo menos, ella lo decía así... Pero os voy a contar la historia. Bebió un sorbo de Chablis y, entre la atención de sus amigos, comenzó: —¡Madame d’Opporidol!... ¡Jamás he encontrado tipo más curioso y original que el de aquella mujer! El primer trámite de nuestra amistad fue una reverencia. Sucedió en el hall del Austerlitz. Ya sabéis que algunas veces, a mi paso por París, cuando estoy muy cansado o tengo demasiadas cosas que hacer, me gusta refugiarme en un hotel tranquilo, huyendo del tráfago del Magestic, del Astoria, del Ritz o el Meurice. Pues bueno: allí la conocí una tarde. Yo había pedido no sé qué aclaración sobre unas señas en el bureau; el encargado era nuevo y no daba pie con bola, y yo comenzaba a desesperarme, cuando una voz femenina vino en mi ayuda. Volvíme para dar las gracias, y entonces la propietaria de la voz se inclinó ante mí en una reverencia. ¡Y qué reverencia! Aquello, más que reverencia, era una zalamea oriental, pero de un orientalismo visto al través del siglo XVIII francés. Era una reverencia de corte, profunda, ceremoniosa, llena de majestad; una reverencia que estaba pidiendo la música de minuetto; una reverencia que la hubiese envidiado madame Tallien, Notre Dame de Thermidor, y aun la vizcondesa de Beauharnais, la gentil Zoloé y sus dos acólitas Laureda y la Volsange, las perversas heroínas del divino marqués; una reverencia que, ahuecando las pomposas sedas en su traje, hacía de ella una figura digna de la galería de Versalles. Olmeido rió: —¡Qué exageración! —¿Exageración? No lo creas, era tal y como yo os lo describo; la señora tenía el secreto de las reverencias. Me fijé en el rostro, en el peinado, en el traje... y vi con asombro que ello constituía un todo armónico con la genuflexión y la voz, hecho de trémolas y gorgoritos. El rostro era una careta trágica; la caricatura sangrienta de una mujer que debió de ser muy bella, un rostro desvastado por los años y las luchas, cansado, arrugado, entristecido, pero tan atrozmente estucado, maquillado, pintado y retocado, que, bajo la capa de pomadas, polvos y colorete, era punto menos que imposible adivinar su edad. Los ojos debieron ser admirables, de un verde luminoso y transparente de agua de mar; ahora aparecían enturbiados bajo las pestañas y las cejas dibujadas con lápiz. Entre los labios, muy rojos, aparecía una dentadura prodigiosa (seguramente, postiza). Sobre aquella mascarilla burlesca de mujer bonita, destacábase la peluca, una peluca de

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muñeca rubia, dorada, rizada, llena de horquillas de pedrería. El cuerpo, sostenido por el corsé cruel, rígido, fue, indudablemente, esbeltísimo, ágil, flexible, aunque ya de tanta belleza quedaban únicamente ruinas, sostenidas por el andamiaje de ballenas. Envolvíala una elegancia de guardarropía, frufruante, aérea, pomposa, juvenil, vaporosa, hecha de gasas marchitas, encajes falsos, pieles no menos ilegítimas y perlas imitadas. Tenía, eso sí, pies de pequeñez inverosímil y manos admirables. Pero lo que le hacía realmente extraordinaria era lo rítmico, pausado y armonioso de sus movimientos, la gravedad ceremoniosa de sus pasos; decididamente, aquella mujer requería música, música de opereta: unas veces, noblemente pausada; otras, frívola y juguetona, llena de escalas locas y fugas rientes, y algunas, falsamente sentimental. No sé por qué, pero es el caso que la buena señora me daba la sensación de una profesora de baile, o mejor aún, de elegancia, de las que formaban las damiselas del siglo de Trianón, haciéndolas duchas en artes de sociedad, bachilleras en alquimia y doctoras en coquetería. —Sin darme yo mismo cuenta —prosiguió Julito— intimé con ella. Ya sabéis lo fácil que eso es en la vida de hotel (cuando el hotel es tranquilo y la vida un poco retraída), una vez cambiado el primer saludo. Una leve enfermedad de ella, correcto interés por mi parte, luego la recíproca, la gripe que me obliga a quedarme en cama, madame d’Opporidol, que se preocupa por mi salud y se ofrece amablemente, y henos convertidos en los mejores amigos del mundo. —Los primeros días de charla —y Calabrés, apasionado con su narración, había dejado de comer—, la señora me habló de cosas sin transcendencia; pero, según fue tomando confianza, acabó por abrirme su pecho. «Era turca. La fatalidad cayó sobre ella, y la desgracia cernióse en su vida. No me explicaba el género de desgracia a que se refería, y sólo dejaba adivinar que un drama terrible había truncado su existencia, tronchando sus ilusiones en flor. De aquella catástrofe misteriosa, quedóle un desencanto infinito de todos y de todo; una amargura melancólica que matizaba de interés sus palabras. Culta, conocía bien los poetas y novelistas en boga, y su conversar, esmaltada de una erudición un poco a la violeta, resultaba interesante». Me hablaba de Turquía; de la belleza dulce y triste de Stambul; me hablaba de la ciudad quimérica envuelta en ensoñadora neblina azul, durmiendo sumida en un silencio opresor. Stambul, la ciudad secular, la que

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contemplaron los viejos Califas; la ciudad de magia concebida por Solimán, el Magnífico, coronada de soberbias cúpulas y empenachada de dorados minaretes; la ciudad que aparecía a los ojos como un portentoso fantasma del pasado, como una de esas raras urbes que la leyenda hace dormir en el fondo del mar... —¿Loti? —interrumpió Olmeido, burlón. Julito rió: —¡Eso mismo pensaba yo!... Pero, déjame seguir... Madame d’Opporidol me hablaba también de la infinita tristeza del vivir de las mujeres turcas contemporáneas; me decía de cómo sus almas de excepción, cultivadas en la soledad de los harenes del día, esos harenes semejantes en todo, menos en su inexpugnable aislamiento, a la casa de cualquier mujer elegante; sus almas, pulidas en la lectura, purificadas en la soledad; sus almas, que, aisladas por las celosías, como las flores de una estufa están al abrigo de las violencias del aire libre, sufrían de verse tratadas en odaliscas, en bestezuelas de placer, sin más razón de existir que el capricho de su amo y señor. Me hablaba de los veranos, en que tras la inacabable monotonía de los eternos días invernales, sacudidos por el aire del mar Negro, el Bósforo relucía como colosal zafiro, y la población patricia turca refugiábase en el lado de Asia, junto al agua. —¡Decididamente, la señora sabía sus clásicos! —volvió a interrumpir el portugués. —Si no me dejas contarlo, me callo —y Julito hizo ademán de reanudar el yantar, abandonando su historia. —No, no; sigue —imploró el marqués del Valle—. Las aventuras de tu madame me van interesando. Desagraviado el narrador, prosiguió: —Así estábamos, cuando la buena señora cayó enferma. Un interés discreto y una caja de bombones, no menos discretamente enviada para endulzar las horas de convalecencia, acabaron, indudablemente, de captarme su confianza, por cuanto casi repuesta ya me envió un recado, diciéndome que tendría sumo placer en verme. Subí al cuarto (piso sexto). La mise en scène estaba cuidada como siempre. Sobre la modestia de la habitación, su buen gusto había marcado un sello de elegancia un poco original. Algunos marfiles, algunos cobres y unos viejos terciopelos con versículos del Corán, bordados en oro y plata, imprimían un exotismo un poco de bazar a la estancia. Cortinillas de color de rosa tamizaban la luz, dejando todo en una favorecedora semipenumbra; algunos ramos de flores mustiábanse en búcaros de cristal. Tendida en

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la chaisse-longue, sobre las pilas de almohadones multicolores, madame d’Opporidol yacía lánguidamente envuelta en un teagow de gasa y seda negra, adornado de grandes cintas de moaré rosa. Al entrar, me tendió la mano y hasta me agració con una sonrisa lejana. Comenzamos a hablar de cosas baladíes, y llevábamos agotados dos o tres temas, en que la conversación se arrastraba lánguidamente, cuando de improviso, Schezerarda [sic] (la dama se llamaba así) suspiró, cerrando los ojos: —¡Qué desgraciada soy! —Y como yo, un poco asombrado, la mirase interrogador, me tendió la mano en un gesto supremo de abandono mientras suspiraba un enigmático: —¡Si supierais!... Volví a contemplarla; una lágrima brillaba en sus ojos y se detenía en el borde de las pestañas, asustada de los estragos que su paso podría causar en la obra de estucado del rostro. Al fin, madame d’Opporidol pareció tomar una determinación transcendental, una de esas determinaciones definitivas que marcan una efeméride en la vida humana, y con voz de hora suprema comenzó: —Amigo mío: voy a contarle mi historia, mi verdadera historia, la que nadie conoce. ¡Es algo tan espantoso, tan terrible, que casi parece una pesadilla. A ningún nacido se la he contado nunca; pero mi pobre corazón no puede ya con el peso de su secreto: usted es artista, usted es un hombre de sentimiento y sabrá comprenderme! —Su voz era patética, altisonante. —Soy turca —prosiguió ella—. Mi padre era Kiazim Pachá, y me educó como educan ahora a todas las hijas de gran familia; como podría educarse cualquier parisién, qué digo, ¡mil veces mejor!, según he podido observar luego. Narraros mi infancia de princesa salvaje en el viejo palacio, escondido en un rincón de Circasia, mi adolescencia de muchacha mimada y voluntariosa sería el cuento de nunca acabar. Fui feliz o casi feliz. Pero casáronme y con mi boda comenzaron mis desdichas. Mi matrimonio fue lo que son allí la mayoría de los matrimonios: una cosa arreglada por las familias, en que la novia desempeña el papel de algo sin voluntad ni discernimiento, del que disponen a su antojo. Mi marido era frío, taciturno, concentrado. Muy vieux jeu, no comprendía a la mujer, sino en cuanto era bella. Y heme aquí a mí, culta, erudita, tan vibrante, tan moderna, condenada al papel de odalisca. ¡Y aquello no era lo peor! Lo peor, lo irresistible, lo anonadante era la monotonía atroz del vivir sedentario, la uniformidad de los días que se deslizaban iguales, tristes, inacabables en aquel acolchado que defiende de cualquier choque exterior y que hace que, en el atroz guateado que nos torna insensibles, echemos de menos las zarzas y las espinas del camino.«¡Loti! ¡No me cabía duda de que la cita era de Loti!».

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Julito hizo una pausa, y luego continuó: —Madame d’Opporidol había callado un momento, para, con tonos más peripatéticos, proseguir después: —Un día ¡día aciago, marcado con piedra negra en la tragedia de mi vida! encontré a Jacobo. No sé cómo fue; desde entonces he creído ciegamente en la fatalidad. Si conoce usted las costumbres turcas, debe saber la imposibilidad casi absoluta de que una mujer musulmana hable con un infiel. En primer lugar, lo inabordable del harem; luego, el misterio del tcharchaf, ese negro capuchón que usan las mujeres en Constantinopla para salir a la calle; la vigilancia de los esclavos que nos rodean a todas horas; pero, sobre todo, la inconsciente vigilancia del público, que conceptuaría un crimen tremendo que una turca hablase a un europeo, hacen imposible todo intento de aproximación. ¡Y, sin embargo, conocí a Jacobo; me amó y le amé! Contarle todas las peripecias de nuestro idilio sería evocar horas felices para mí; horas de melancólicos paseos al través de los viejos cementerios, entre los altos cipreses centenarios, o largas caminatas hacia Eyoub, bajo un cielo triste, sobre cuyo fondo plomizo pasaban empujados por el viento de Asia grandes nubarrones negros; sería ir día por día haciendo la historia de los extraños ardides de que tuvimos que valernos para lograr encontrarnos. Todo fue bien al principio; pero el éxito engendra la audacia, y la audacia nos perdió. Una tarde, mientras mi marido estaba en el Ildiz, hablaba yo con Jacobo. De pronto... No sé cómo fue. De todo lo ocurrido después, conservo el recuerdo confuso de acontecimientos borrosos entrevistos al través de una pesadilla. Cosas terribles, irreales, espeluznantes me arrastraron hasta las cumbres supremas de la tragedia. El último eco de la voz de mi amante confundióse con el primer eco de la voz de mi marido que clamaba venganza. En el tropel de sensaciones que con rapidez vertiginosa pasaron por mi alma, conservo tan sólo la impresión de los ojos de Abul-Bajá, la mirada de suprema angustia de Jacobo al caer herido y la glutinosa y tibia caricia de la sangre que humedecía mis manos. No sé cómo fue; una ráfaga de vesania pasó por mis venas y, enloquecida de dolor e ira, salté sobre el bárbaro Otelo. Entonces pasó algo salvaje, monstruoso; mis uñas se clavaron en su cuello; le sentí palpitar un segundo, y luego, nada. Madame d’Opporidol jadeaba, trágica, sudorosa. Después de breve respiro, siguió:—Huí. De aquella hecatombe conservo dos memorias sagradas: un cofrecillo precioso, que procede del tesoro de los Osmalíes, una de esas raras joyas de la orfebrería oriental y uno de los zapatos que

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llevaba yo la tarde aquella—. Púsose en pie, y con ojos de iluminada y gesto profético me dijo: —¡Venga usted! —Llevóme ante el armario y abrió un cajón: de allí sacó una cajita, y con respetos de sacerdotisa que va a mostrar una santa reliquia, la puso ante mis ojos. Luego, abriendo la tapa, sacó una babucha y anunció peripatética: —¡He aquí el zapato, aún conserva las manchas de la sangre! —Les confieso a ustedes que me sentí defraudado. El cofrecillo era una caja de filigrana de plata; una de esas fáciles labores orientales de escasísimo mérito. Aquello, más que del tesoro de los Osmalíes, pareció procedencia de bazar cosmopolita. En cuanto a la zapatilla de terciopelo rojo, bordada en oro y aljófar, juraría haber visto otras semejantes en la rue Rívoli, un poco antes de llegar a los almacenes del Louvre. Extrañado, fijé mis ojos en la heroína de la tragedia. Schezerarda, erguida, lejana, con el aspecto de la protagonista de un drama de Sófocles; permanecía en pie, tremolando con una mano la babucha trágica. —¿La continuación? —pidió Olmeido al ver que Julito, tras el postrer efecto, callaba, haciéndose el interesante. —¿La continuación? Sencillísima. Estuve más de un año sin volver por el Austerlitz. Cuando el azar me llevó allí, lo primero que noté fue la ausencia de madame d’Opporidol. Interrogué al gerente del hotel. Confieso que su respuesta me dejó yerto. ¡Mi amiga había muerto! —Pero ¿y avisaron a Turquía, a su familia?...—pregunté. Una sonrisa irónica fue la respuesta. Y como yo pidiese explicaciones sobre el fin de la princesa Circasiana, el empleado se echó a reír. ¡Madame d’Opporidol no era turca! ¡Era lisa y llanamente una buena burguesa, que vivía de una pensión insignificante! ¡La descendiente de los Osmalíes, la esposa de Abul-Bajá, la heroína del drama sangriento, era la viuda de un vista de aduanas francés! París, octubre 1912

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CUENTOS RADIOFÓNICOS EN LA REVISTA ONDAS

ISABEL OYARZÁBAL DE PALENCIA (Málaga, 1878-Ciudad de México, 1974)

ADOLFO SÁNCHEZ CARRERE (Valencia ?-1941)

JOSÉ DÍAZ FERNÁNDEZ (Aldea del Obispo [Salamanca], 1898-Toulouse [Francia], 1941)

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Durante la segunda década del siglo XX, la radio se fue haciendo un hueco dentro de la realidad cotidiana de europeos y americanos. Si bien en España el crecimiento y evolución de este medio fue muy lento, tuvo mucha repercusión e influencia como fenómeno social en muchos círculos intelectuales y literarios del momento. Para ellos, el nuevo invento tenía unas posibilidades enormes: por un lado, la ausencia de barreras en las comunicaciones, la rapidez de la información y el sentido colectivo que generó. Es el comienzo del mundo globalizado. Por otro, la capacidad educativa de la radio fue una ventaja que no se pasó por alto en sus comienzos. Los más optimistas, incluso, quisieron ver, detrás de esta caída de las fronteras y de la nueva sociedad de la información, un paso muy importante hacia la total igualdad social. En España, la historia de la radio española está vinculada a una cadena, Unión Radio. Unión Radio será la emisora radiofónica más importante de España durante casi todo el siglo XX. El 16 de diciembre de 1924 se constituye como sociedad mercantil anónima denominada Unión Radio, S. A. Su primera emisión data del 17 de junio de 1925 y su licencia del 1 de abril de 1925. Desde sus comienzos, el grupo inició una agresiva campaña de absorción y expansión, logrando dominar, hasta la guerra civil, el panorama «sinhilista» español. Así, Unión Radio será, durante todo el periodo que va desde 1925 hasta 1936, la emisora más importante del país. Después de la guerra, Unión Radio pasó a llamarse cadena SER. Abandonó su vocación informativa debido a la censura y se dedicó a los espacios de ocio y entretenimiento. Junto con la emisora, el 1 de junio de 1925 nació también una revista, Ondas, soporte propagandístico escrito de la radio. Como la cadena, la revista tiene dos etapas diferenciadas. La primera, con 574 números, va desde su nacimiento hasta el estallido de la guerra civil, el 18 de julio de 1936, y, la segunda, con 528 números, comenzaría en

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1952 y duraría hasta 1975. En ambas etapas, la revista conservó el nombre de Ondas y fue herramienta de difusión de la cadena. La revista se divide en dos partes: la primera de ellas es la programación semanal de todas las cadenas de radio. La información sobre los programas cubrió tanto el ámbito nacional como el internacional, y es la sección más cuidada y amplia de la revista. Generalmente, ocupará sus páginas centrales. En 1931, Ondas consiguió ser la única publicación con dicha información. La segunda parte, en realidad, es el resto de la revista. Hubo secciones fijas sobre divulgación científica, música, cursos, ecos del mundo radiofónico, etc., y algunas que fueron surgiendo y desapareciendo, como los espacios dedicados a la mujer, al niño o al hogar. Quizás por una simple cuestión espacial los géneros más utilizados en Ondas son la poesía y el cuento, que la revista bautizó como «radiocuentos». Este último formato fue el más popular. El radiocuento tiene tres características esenciales: la brevedad (no más de cuatro columnas), el tema (el argumento del cuento tiene que estar obligatoriamente relacionado con la radio) y la comicidad, para entretener a los lectores. Hasta 1929, es bastante normal encontrar radiocuentos en la revista. Pasada esta fecha, el cuento comenzará a formar parte de la programación que sale al aire y, en el papel, el grupo de comunicación dedicará más espacio a las novedades, a los artículos de opinión y a la divulgación científica, sobre todo, de avances tecnológicos. La nómina de autores que colaboran, o bien con Ondas, o bien con las programaciones, es muy extensa y está repleta de nombres consagrados: Juan Chabás, Díaz Fernández, Edgar Neville, Jardiel Poncela, Victoria Kent, Francisco Vighi, José María Salaverría, López de Haro, Francisco Camba, Zamacois, Matilde Muñoz, Fernández Cancela, Concha Espina, José Miguel Echegaray, Juan Pérez Zúñiga, Antonio Espina, Rosa Arciniaga, José Francés, Julio Gómez de la Serna, Andrés Ovejero, Cristóbal de Castro, Tomás Borrás, Luis de Tapia, Cipriano Rivas Cherif, Antonio Zozoya, Azorín, Manuel Machado, Pedro de Répide, estrenos de obras de Marquina, Emilio Carrere, Cristóbal de Castro, Santonja, Manuel Villejas López, Rafael Alberti, Pablo Neruda, Luis Rosales… pero, de esta extensa e incompleta nómina, hay un nombre que destaca por encima de todos ellos: Ramón Gómez de la Serna.

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Isabel Oyarzábal de Palencia nació en Málaga en 1878 en el seno de una familia acomodada y murió, exiliada, en Ciudad de México en 1974. Fue escritora, periodista (colaboradora asidua en el periódico El Sol) y embajadora de España en Suecia y Finlandia durante el tiempo que duró la guerra civil española. Fundó en 1808 La Dama, una revista dirigida a mujeres en 1908. Fue, asimismo, vicepresidenta, junto con Victoria Kent, del club madrileño para mujeres, Lyceum Club. Su pseudónimo habitual fue Beatriz Galindo. Escribió tanto libros de investigación como de creación. Entre estos últimos, destaca, sobre todo, una autobiografía en inglés, I must have liberty (1940), donde entrecruza su experiencia vital con los acontecimientos de los primeros cuarenta años del siglo XX, desde una visión que defiende la causa republicana y que tuvo un gran éxito en Estados Unidos. Otros libros de su bibliografía son El sembrador sembró su semilla (1923), El alma del niño (1921), El traje regional de España: su importancia como expresión primitiva de los ideales estéticos del país (1926), Smouldering Freedom (1946), Diálogos con el dolor (1948) —recopilación de piezas dramáticas breves—, Alexandra Kollontay, ambassadress from Rusia (1947) y En mi hambre mando yo (1959), además de algunos libros infantiles en inglés, como Saint Anthony’s pig (1940) y Juan: son of the fisher man (1941).

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LA MADRE Y LA RADIOTELEFONÍA

Lejos… muy lejos…, en un pueblo que los hombres han adherido a la rocosa falda de un inmenso monte, cual si pretendieran vivir como el jilguero en su jaula colgada al recto muro de una casa, una mujer asomó la cabeza por una ventanuca estrecha, orlada de flores. Tenía los ojos llorosos, y las lágrimas, en un principio, la impedían ver los campos jugosos, abiertos como gigantescos tapices a sus pies, la cascada mal contenida por peñascos que se lanzaba en busca del manso río y aquella blanca cinta de la carretera que se perdía en la línea del horizonte, y por la que transitaban peatones, caballerías y, de vez, un raudo automóvil. Secáronse al fin sus lágrimas y avizoró entonces el paisaje deseosa de representarse el día y la hora en que primero uno, luego otro y al fin el último habían ido marchándose sus hijos a la capital, a la gran ciudad moderna, cuya vida ella desconocía; pero que, enfuerza de oírlo repetir, sabía que estaba llena de peligros. Su imaginación no podía alcanzar más allá que su vista; así antojábasela a veces que tras la línea tenue del horizonte hallábanse ya apostados seres pavorosos, encarnación de los peligros que, según los buenos libros, rodeaban a los jóvenes que se alejaban del regazo materno. Por ello resistíase a separarse de sus hijos; pero la voluntad del padre lo había dispuesto de otro modo, y no hubo más remedio que obedecer… Sin duda, la condición comerciante del marido, habíase dicho ella muchas veces, influía en su ánimo y le fortalecía para la obligada separación. También él había sido enviado, siendo joven, a la gran ciudad para aprender el manejo de los libros mugrientos que daban fe de la existencia holgada de su tienda de géneros. Él se reía cuando ella hablaba de sus temores y se encogía de hombros ante su llanto. —Todas las mujeres son lo mismo —decía recordando, sin duda, otras lágrimas vertidas por él; pero no se molestaba en tranquilizarla ni en desvanecer su miedo, y la madre empezó a hacerse vieja de repente.

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Cierto día prodújose en el pueblo gran expectación. El médico había recibido un aparato, según el cual, a lo que decían, oíase todo lo que ocurría en la capital. No precisaba para ello alambres, sólo acercarse un pequeño disco al oído y escuchar. Asegurábase que aquel invento endemoniado permitía oír los sonidos más tenues: palabras, risas y, por supuesto, músicas y cantos. Durante varias semanas no se habló de otra cosa. La madre temblaba de ansias por conocer el aparato. Estaba segura de que distinguiría las voces de sus hijos entre las cientos de miles que resonaran en la ciudad; pero su marido nada la dijo, y ella no se atrevió a proponer una visita a casa del médico con tal fin. —Esas cosas debían de ser para hombres nada más… Además, ella estaba enferma en la cama. Teníala postrada el miedo. Una noche entró súbito en su alcoba el marido seguido del médico, y la anunciaron que iban a instalar un aparato como aquél que tanta revolución había armado en el pueblo. En dos horas, o menos, quedó colocado, y su marido, sonriendo, se la acercó ofreciéndola un pequeño disco negro. «Arrímatelo al oído y escucha bien —dijo—. Vamos a oír Madrid». Con manos reverentes y temblorosas cogió ella el disco, doblando sobre él la cabeza encanecida. Al principio no oyó nada. Aguzó el oído y contuvo la respiración; luego alzó los ojos angustiados a su marido; éste la sonrió a la par que manipulaba con unos ganchitos en una caja que tenía allí próxima. La madre inclinó de nuevo la cabeza. Esta vez sí distinguió un rumor sordo, más leve, pero análogo al que sentía cuando aplicaba a sus oídos un caracol inmenso que se conservaba en la sala y que había sido traído al pueblo por un tío de su marido, gran viajero por tierras extrañas. Aquel rumor habíanle dicho que era el eco de las entrañas del mar. ¿Sería éste que ahora distinguía el de las entrañas de la tierra? De pronto, sus párpados aletearon de emoción. Había advertido el sonido de una campana muy grave, muy lenta, seguido de un murmullo, confuso primero, luego rítmico, unísono como las pulsaciones de un corazón gigantesco. La madre irguió la cabeza y sonrió con labios un poco temblorosos. Desaparecía la sensación de miedo que tanto tiempo venía atormentándola, y en su lugar experimentaba una misteriosa alegría parecida a… ¿sería

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posible?, parecida a la que en su ánimo produjo el primer movimiento de un hijo en sus entrañas. También entonces habíase desvanecido el vago temor que la inspiraba la idea de la maternidad. Aquella pulsación, descubierta a través del misterioso aparato, le había revelado la existencia de una vida gigantesca llena de posibilidades, fuerte y palpable, alejada de todo ignoto peligro y de extrañas amenazas. La vida de muchos hombres a la vez, de seres humanos como ella, regidos y acaparados por el corazón de una gran ciudad… Revista Ondas, 19 de junio de 1927, p. 10

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Adolfo Sánchez Carrere fue novelista, dramaturgo y periodista de humor, cupletista y revistero taurino de principios del siglo XX; apenas se conservan datos biográficos sobre la vida de Adolfo Sánchez Carrere. Nació en Valencia, en fecha desconocida, y murió en 1941. Entre su obra dramática destacan las sicalípticas El centro de las mujeres (1910) y El órgano de las señoras (1911). Entre sus novelas cortas, Patitas por las nubes o la conquista de Venus: viaje completamente fantástico (1924) o Estrellas y bólidos o cupletistas y mamás (s/f).

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NEPTUNO, RADIOESCUCHA

Polito era, indudablemente, un idólatra. Lo prueba el hecho de que su adoración, extraviándose de los verdaderos caminos, consagrábase, por entero, al culto de Carmenchu y de Neptuno. Carmenchu era su novia y Neptuno el dios d[e] piedra que, acompañado de dos jamelgos hidráulicos, exhibe su magnifico trinchante a la entrada del Paseo del Prado. ¿Que por qué Polito depositaba sus fervores en esta divinidad mitológica que, vista en el paseo antedicho, no resulta, precisamente, una divinidad? Porque Neptuno, según informes de autorizada procedencia, era el patrón de los taberneros, ya que su dominio limitábase al agua, exclusivamente. Y por este motivo debía ser también el encargado de patrocinar a los enamorados que pretenden casarse, puesto que todo el que se casa en esta tierra se ve «con el agua al cuello». Teniendo en cuenta esta circunstancia, Polito persiste en su pretensión idólatra matrimonial, y diariamente, para que le conceda la inmediata realización de su matrimonio con Carmenchu, le ofrenda al dios, fervorosamente, aquello que, a su juicio, le hace más falta a la deidad del tenedor: una cuchara. —Dios de mis devociones —le dice— acepta mi humilde ofrecimiento y concédeme la gracia que te pido, venciendo la oposición de mi novia a nuestra unión en el tálamo. En tu bondad confío y en tu especialidad para tales menesteres. Tú, que eres el símbolo fiel de todo enlace conyugal, puesto que comes bastante malamente, como lo indica el uso de medio cubierto tan sólo, y sabes contener los ímpetus de dos animales (representación de los enamorados que se enyugan para siempre) eres el indicado para satisfacer mis deseos. Satisfácelos y recibe, en acción de gracias, esta modesta cuchara de plata que, aunque es de ley, es justa y, sobre todo, precisa cuando llega un plato de caldo. ¡Era inútil la ofrenda! Carmenchu, bella muchacha que descendía de los Pinos, familia distinguida y opulenta, negábase a consentir en el enlace conyugal de Polito,

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el cual, aunque había entrado en el domicilio de la amada con buen pie, andaba por su mano de cabeza. Carmenchu le saludaba afectuosa donde le veía, mas no le daba la mano. Sin embargo, Polito insistía; insistía siempre. Hasta que una vez… ¡Fue una idea genial! Polito pagaba de vez en cuando la cuota mensual que, como socio de la «Unión general de afición sinhilista», le correspondía. Quiero, con esto, decir (y lo aclaro por si alguno no lo ha comprendido) que Polito era radioescucha, además de ser manchego, y lo que vulgarmente se conoce por un «buen muchacho»; esto es, un hombre que sólo posee los vicios corrientes, a saber: que le gusta el vermut de «quincito» con anchoas; los cigarros de cincuenta y las quinielas feministas del Frontón Madrid, donde tuvo, en cierta ocasión, una señora pelotera, por una señorita pelotari, que le hizo perder dos duros; vicios que, por lo leves, podían disculpársele, debido a que en el pecado llevaba la penitencia. Como iba diciendo antes, la idea de Polito para que el dios le oyese fue verdaderamente genial, pues comprendiendo nuestro hombre que carecía de autoridad y de títulos para tratar con un dios así, mano a mano, decidióse a poner en práctica otro recurso más eficaz y más en armonía con el objeto de su pretensión. —Quiero que Neptuno me oiga, y ha de oírme —pensó. Para ello, encerróse dentro de su habitación por espacio de varios días, al cabo de los cuales salió, dirigiéndose rápidamente a un almacén de utensilios de la Radio, comprando allí un aparato de galena. Éste, momentos después, hallábase en el monumento escultórico y público como mística ofrenda de Polito al dios de los que casan. —Tendrás que oírme —repetía—. Y tendrás que casarme, ya lo verás. Así fue, en efecto. Tres meses más tarde, Polito consiguió que sus fervientes súplicas fuesen atendidas por el dios, que, desde que dejó de ofrecerle cucharas, se mostró con él más benévolo y solícito. Tanto, que al mes siguiente veíase con zapatos de charol y traje negro salir de la iglesia parroquial, llevando del brazo a su novia, Carmenchu, vestida toda de blanco. Y al ingresar la feliz pareja, que iba de blanco y negro, en el nuevo mundo de la dicha conyugal:

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—¿Qué hiciste, Polito, para que el dios te oyera? —preguntó la cónyuge, curiosa. —Pues poner en mi cuarto una emisora —contestó él—. Y regalarle al dios un receptor. —Pero ¿en el Olimpo se oye la Radio? —Mejor que en ninguna parte. ¿No ves que, como allí no hay más que divinidades, se oye todo «divinamente»? —¡Ah! ¿Sí? ¡No sabes cuánto me alegro! —¿Por qué, prenda? —Porque anoche, al mismo dios le he pedido, desde tu emisora, que nos dé media docena de chicos, por l[o] menos. A punto estuvo Polito de perder el conocimiento ante semejante declaración. —¡Me has matado, nenita! —exclamó, rehaciéndose y apoyándose en una columna del atrio para no caer redondo. —Pues lo hice por tu bien. ¿No comprendes que así, teniendo muchos hijos, pagas menos de cédula y de impuesto de utilidades? ¡Oh, la piadosa previsión de las mujeres! Revista Ondas, nº 84, 23 de enero de 1927, p. 23

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José Díaz Fernández nació en Aldea del Obispo (Salamanca) en 1898 y murió en Toulouse en 1941. Fue escritor de renombre y periodista en periódicos como El Sol, Post-Guerra o Crisol. Dirigió la revista Nueva España durante un breve periodo de tiempo (1930-1931). Muy implicado políticamente, fue elegido diputado por Asturias en 1931 por el Partido Radical-Socialista. Al final de la guerra, se exilió en Francia donde murió, intentando obtener un pasaje para exiliarse en Cuba. Entre su obra, destaca la novela El blocao (1928), novela de corte social sobre la guerra en Marruecos y que fue traducida, ya en su tiempo, a varios idiomas; la novela de vanguardia La Venus mecánica (1929), voz de una nueva generación burguesa, que relata la vida de Madrid durante la dictadura de Primo de Rivera y Octubre rojo en Asturias (1935), reportaje anovelado, publicado bajo el seudónimo de José Canel, sobre la sublevación de los mineros asturianos en 1934. Finalmente, cabe destacar también el ensayo El nuevo romanticismo. Polémica de arte, política y literatura (1930), donde el autor da la réplica a las teorías de Ortega y Gasset sobre la deshumanización del arte.

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FUGA DE UNA SEÑORITA

Aquella muchacha había nacido con un alma móvil y fugitiva. Le gustaba salir de casa, sola, a las horas más irregulares, cuando las señoritas se dedican a la costura o a las lecciones de piano. No tenía amigas, ni siquiera novio, y sostenía disputas con sus hermanas mayores cuando pretendían llevarla al teatro o a los paseos. Su alegría era caminar por los laberintos peligrosos de los «taxis» y los tranvías, situarse en los guardacantones, como una en una isla después de un naufragio, y correr la última por delante de los vehículos en el preciso momento en que el tolete del guardia caía como un brazo desmochado para dejarles paso. Era la espectadora de todas las carteleras, la chica que lee los programas a las puertas de los cines y luego pasa de largo, como si hubiese visto ya todas las películas. Como era alta, dura y elegante sembraba público por dondequiera que iba. Cuando se paraba en los escaparates o en los soportales de los almacenes aparecían de pronto a su lado hombres de todas las edades, con el asombro en los ojos, y mujeres de gesto envidioso y vencido que deseaban comprobar exactamente aquella calidad de belleza. Dijérase que de su bolsa de cuero extraía muñecos de todas las fachas y se entretenía en colocarlos a su alrededor para que destacase mejor su figura. Era unas veces la mujer que va a una cita y dice en voz baja la dirección al coger de punto: otras, era señorita que se dirige a visitar a una amiga para tomar el té con ella y enseñarle la carta compleja de la modista sobre el modelo de invierno. Verla a ella a determinada hora tomar un coche o un tranvía era ver también un cuarto de soltero, unas flores y un paquetito de bombones sobre una mesa escritorio, y un hombre joven que pasea inquieto, consultando de vez en cuando el reloj de pulsera. Encontrarla en la selva de la calle, en ciertos momentos, era prenderse en las zarzas floridas de su mirada, al perderla, tener que quitárselas después haciéndose rasguños de decepción en el espíritu. A veces se perdía por las calles extremas, cerca de los vocingleros cines de barrio, de las tabernas y las vallas, y entonces tomaba una silueta

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pecaminosa, un aire nefando de pecado extranjero. Al lado de los jardines tenía figura de mujer de Residencia que ha dejado un día el libro y la cesta de tennis, y cuando se la tropezaba cerca de los muros de los manicomios era una verdadera protagonista de suceso a dos columnas: alma oscilante entre el crimen y el patíbulo. La familia estaba asustada con aquella muchacha trashumante, que conocía todos los rincones de la ciudad y tenía siempre el sombrero puesto dispuesta a salir. Era la antítesis de la mujer que espera al balcón al novio o al marido. La madre y las hermanas le decían: —Eres una mujer de la calle. Y ella contestaba: —En la calle no se hace nada que no esté bien. El padre había decidido no salir de noche para vigilarla. La oían cerrarse en su alcoba; pero aun así no estaban tranquilos, porque temían que la calle, que corría por debajo del balcón, la raptase de madrugada llevándola a la grupa como a un caballista del cinematógrafo. La familia tenía la sospecha terrible de que aquella chica terminaría por extraviarse definitivamente en la ciudad, a pesar de conocerla como nadie. La llevaron a la consulta de un psiquiatra, y el psiquiatra terminó por seguirla en la calle sin atreverse nunca a acompañarla, como un tímido enamorado. Para despertarle el afecto por el hogar, el padre utilizó todos los recursos. Le amuebló el cuarto a todo lujo, le regaló espléndidos vestidos de casa y le compraba las novelas y las revistas más sugestivas. Pero ella, como un ave, no hacía más que golpear con la frente las vidrieras del balcón y prender la mirada en las cúpulas y las azoteas, loca de vehículos, de ascensores y de kilómetros. Entonces el padre le compró un aparato de radio: una galena chiquita, como un juguete. Durante unos días se la vió más sosegada, menos andariega, hasta el punto de pasarse algún tiempo con la cabeza sujeta por los auriculares. Pero la muchacha no oía: meditaba su delito. Y una tarde, cuando la calle se había colocado ya los alfileres de sus focos, metió apresuradamente en una maleta de mano los objetos de tocador, la galena y una guía de ferrocarriles y salió, sin que la vieran. A la puerta mandó parar un taxi que pasaba y ordenó al conductor: —A la estación del Mediodía. Después dijeron que la muchacha se había fugado con un chófer. Revista Ondas, Almanaque 1 de enero de 1927, p. 42

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ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO (Madrid, 1899-Madrid, 1988)

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Ernesto Giménez Caballero (Madrid, 1899-Madrid, 1988), profesor de literatura y brillante escritor y periodista, es uno de los jóvenes integrantes del grupo que, en torno a Ortega y Gasset, da impulso a las vanguardias literarias. Ya en 1923 alcanzó celebridad por su crítica contra la guerra de Marruecos, en la que intervino durante dos años, en su libro Notas marruecas de un soldado (1923), lo que le supuso un proceso por desacato militar. Colaborador de El Sol desde 1924, fundó en 1927 La Gaceta Literaria, una de las más importantes revistas de la vanguardia española. Su matrimonio, en 1925, con la italiana Edith Sironi Negri propicia su contacto con el fascismo italiano que repercutirá ideológicamente en su producción literaria, sobre todo, a partir de 1929, y lo llevará a participar activamente en el nacimiento de la Falange Española y en el de las JONS. Tras la guerra civil, su personalidad literaria y política se diluye en cargos diplomáticos en países hispanoamericanos. Como creador, ha dejado las mejores muestras de la prosa vanguardista, sobre todo, en algunos libros publicados entre 1927 y 1929: Carteles (1927), auténticos posters literarios futuristas, publicados en El Sol y firmados por Gecé; Yo, inspector de alcantarillas (1928), delirante muestra surrealista; Julepe de menta (1928), de donde procede el relato aquí presentado; Hércules jugando a los dados (1928), el superhombre encarnado en el atleta, etc.

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PROCESIÓN

Toda la ciudad lanza su maquinismo contra la procesión. Pero a la procesión la defienden los niños vendiendo aleluyas. Aleluyas finas. Aleluyas. Los automóviles llegan, aúllan, ladran. Mas los automóviles terminan por acercarse mansamente a la fila, como perros. Como son perros los automóviles, como son animales viles, sumisos, de carne esclava, nacidos para servir al poderoso y morder los zancajos del humilde, los automóviles se tienden al borde del arroyo, sujetos ahora por la tenaz cadena de la muchedumbre, única soberana de la tarde. Pasa un avión por el cielo. Pero el avión pasa espiritusantamente, como alguacilillo de paz, barriendo con su vértigo los papeles del firmamento. (Nubes, humos, chimeneas, ¡al cesto de recortes!). El avión sahúma la tarde con el incienso de su bencina. Se oye la nerviosidad —por un momento— de la motocicleta. No se la abre camino. Al fin, la motocicleta (militarista y organillera) saca su instinto plebeyo y se persigna. Trema por Dios. Y ofrece el saicar para ataúd de Cristo. Los tranvías bogan por el horizonte. Fragatas de un solo palo. Amarillas de ocaso y lontananza. Rielando en alta mar, olas de asfalto. Sin poder acercarse. Toda la ciudad tiende al ataque de la procesión. Pero a la procesión la defienden los guardias con su casco de gala. Vibra la sirena de una fábrica. Las cinco. La sirena abre la espita del vermut de las cinco. Legal descanso de las ocho horas. Allá irrumpen los trajes azules hacia el bar y hacia el écran, atravesando la ciudad. Cercando la procesión. (Ansia de oscuridad, de pianola y de aceitunas con palillo.) Mas esta tarde se queda 1a sirena extática en el aire. Como un surtidor muerto. Y toda su exigencia badajea inocua en la campana azul de abril. Si se pone el oído en tierra se oye un rumor siniestro. El Metro socava, como un anarquista, la arena pascual de la procesión para acechar el

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cruce. Y atentar la calma del desfile con el turbión de sus viajeros, lanzados —de pronto— a flor de tierra. Se ve a la ciudad conspirar por todas las esquinas contra la procesión. Pero a la procesión la defienden los aguadores con su cántaro de barro. Agua fresca, agüita como la nieve. ¡Aleluyas finas, cascos de guardia nuevo, agua como la nieve! La ciudad espumajea los dientes como un caballo tascado con freno de oro. La ciudad gira el conmutador de su dínamo, chispeando azules eléctricos de rabia. Pero ya avanzan los coraceros. Sus petos son de plata bruñida y al contacto del sol se liquidan en cristales y en luz pura. La calle, colgaduras y reflejos. Las corazas de los coraceros asaetean los vidrios del balconaje. Y acuchillan de ángulos transparentes los globos de las sombrillas. Repican —castañuelas— sobre los guijos, las pezuñas lucientes de los caballos como castañuelas sobre la arena. La arena lanza a danzar sus granos como vestales entre las patas —sudorosas y aterciopeladas— de los caballos. Un vaho de belfo en fiesta segregan los coraceros con su escuadrón. (La máquina de la ciudad relincha con todas sus tuercas.) Pero a la ciudad la defienden los niños de los balcones. Que han expulsado ya sus primeros manifiestos sobre la multitud. ¡Primeras aleluyas de la tarde! Van pasando (pasando, pasando, pasando) los cirios de los cofrades. Ánimas en ascua, trocitos de sol, bengalas de cera virgen, sin carburador ni cuenta kilómetros. Nietzsche se muerde los bigotes y, así, toma el aspecto de un municipal con barboquejo. Cristo se acerca bamboleante, atado a una encina. Los rieles del tranvía lavan con su linfa perdurable la sangre de los azotes. Cristo se acerca cenando con los suyos, banquete de purpurina. ¡Grupo color de plomo iluminado, de soldaditos santos de plomo! Cristo se acerca de terciopelo morado, franjeado de agremanes y tisú. Un alígero le da una copa, so el olivo. Cristo retuerce sus tirabuzones en el retorcimiento de la oración como rosarios. Un poste de hierros telefónicos amenaza a Cristo. Va a arrojarle las arandelas de su nerviosidad.

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Pero los niños disuaden al poste con nuevos manifiestos. Le distraen con sus pañuelos, pañizuelos de colores. Su confeti polipinto. ¡Aleluyas! Nuevas. Aleluyas. ¡Allí van! Mientras, llega el chinchín de la banda del santo entierro. ¡Chinchín! ¡Pom!... Vestidas de nazareno pisan los adoquines mujeres. Mujeres de pies desnudos. Cada adoquín la plantilla de un pie. Los pies de aquellas mujeres dejan su dactilografía en la arena. (¿Una saeta, aquel chillido? ¿Dónde se clavará?) ¡Chinchín! ¡Pom!... Un corderito y un San Juan. La madre limpia el moco cuando hace falta, muestra sin hacer falta un vientre de seis meses, y lleva sin falta la vela, por lo que pueda venir. La ciudad se duerme cansada de esperar. Toda la tarde es ya de la procesión. El cielo, el adoquín, el guardia, la colgadura, la sombrilla y el reloj de las seis. Nietzsche se muerde un ojo. Pero con el otro ve roncando al automóvil. Roncando ya a pierna suelta. Como (lo que era) bestia inmunda. Sobre la bestia inmunda se posan los pajarillos. Pajarillos de la tarde, revolando, sin miedo, las alas rumorosas. ¡Aleluyas! Aleluyas finas —sin miedo, rumorosas— aleluyas. Aleluyas: los pajarillos de la tarde antigua, de la vieja alegría, de la resurrección pueril y cristiana del mundo. ¡Aleluyas! ¡Aleluyas! ¡Aleluyas! ¡De todos los colores aleluyas! ¡Aleluyas! Sobre la aleta de charol de un Cadillac, el manifiesto azul de don Crispín: Contentísimo Crispín montóse en el calesín. “Procesión”, de “Trisagio de la Aleluya”, en Julepe de menta, Madrid, Cuadernos Literarios, La Lectura, 1928

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ELISABETH MULDER PIERLUISSI (Barcelona, 1904-Barcelona, 1987)

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Elisabeth Mulder (1904-1987) nació en Barcelona en el seno de una familia de la alta burguesía; con antecedentes castellanos, holandeses, puertorriqueños e italianos su madre; era descendiente del compositor Giovani Pierluigi da Palestrina. Su conocimiento de idiomas le permitió traducir durante los años treinta y los cuarenta, entre otros autores, a los simbolistas franceses, a Shelley, a Keats, a Pearl S. Buck, por primera vez en España, y a Pushkin directamente del ruso. Al referirnos a su figura y a su obra es inevitable usar los calificativos, no por tópicos menos ciertos, de «sofisticada» y «cosmopolita». Inicia su labor crítica y creadora de modo precoz en periódicos y revistas barceloneses, como El Noticiero Universal o Sabor y Aroma. Entre 1927 y 1933 escribe libros de poesía: Embrujamiento, La canción cristalina, Sinfonía en rojo, La hora emocionada y Paisajes y meditaciones y no volverá a publicar poesía hasta Poemas mediterráneos (1949), y algún poema esporádico posterior. Tras publicar relatos en prensa, su debut como novelista se produce con Una sombra entre los dos (1934), que fue saludada por la crítica como heredera de Casa de muñecas, de Ibsen. Su siguiente novela, La historia de Java (1935) es un relato lírico desde el punto de vista de la indómita gata Java, como una personalización mítica de la libertad. En 1941 aparece Preludio a la muerte, novela desoladora escrita durante la guerra, en la que en forma de diario refleja la destrucción de la protagonista y que tuvo que modificar su final por imposición de la censura. La década de los cuarenta es la más prolífica en su producción. Crepúsculo de una ninfa (1942) es una novela rural de fuertes influencias simbolistas; El hombre que acabó en las islas (1944) es una novela cosmopolita que combina escenarios, desde el norte de Europa hasta las islas del Caribe; Más

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(1945) plantea un conflicto entre el arte vocacional y el práctico; Las hogueras de otoño (1945) sigue la línea de la alta comedia porque había sido concebida como obra teatral; Alba Grey (1947) es quizá su novela más famosa; en ella se traza un retrato de la protagonista que le da título, en la que se fusionan la nobleza europea y el mundo de las finanzas norteamericanas. En los años cincuenta publica El vendedor de vidas (1953), novela iniciática, que a pesar de su neorrealismo conjuga elementos fantásticos. Flora (l953), Día Negro (1953) y Eran cuatro (1954) son tres novelas breves en las que experimenta con el concepto de punto de vista, experimentación que culminará con su última novela: Luna de las máscaras (1958), en la que retoma el mundo del artista reconstruyendo la historia en forma de puzzle narrativo. Además tiene dos excelentes colecciones de relatos, Una china en la casa y otras historias (1941) y Este mundo (1945), y dos libros infantiles, Los cuentos del viejo reloj (1941) y Las noches del gato verde (1963), reeditado por la editorial Siruela en 2003. Tiene una novela inédita cuya redacción dejó y retomó a lo largo de los años, Retablo de Salomé Amat, y una colección de relatos, Al otro lado de la calle, semiinédita, ya que algunos de ellos han aparecido en prensa. En 1999 aparece en la revista El Extramundi, de modo póstumo, su relato inédito Flamingo o la playa del silencio, que recrea el periodo de su infancia puertorriqueña. Elisabeth Mulder cultivó también el teatro. Estrenó Romanza de medianoche (1936), escrita en colaboración con María Luz Morales, y la adaptación de su propia novela Crepúsculo de una ninfa con el título Casa Fontana (1948), además de algunas obras breves inéditas.

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INSTITUTO DE BELLEZA

El Instituto de Belleza de las señoritas Regoyos era el más famoso de la ciudad. Fama justa, porque se trataba de un establecimiento modelo en el género, dotado de los más modernos aparatos, espléndidamente equipado de los últimos inventos para hacer una Venus de una Arpía, con un buen cirujano estético, con un excelente dermatólogo, con habilísimas masajistas, manicuras, peluqueros; con una magnífica y sajona profesora de cultura física, con una inteligentísima, simpatiquísima y andaluza encargada de la sección de hidroterapia. Y, además con un minúsculo y coquetón restaurante, donde por un precio abordable para cualquier millonaria, le servían a una un almuerzo de tantas calorías como el peso neto que la consumidora requería y el jefe del departamento de Nutrición ordenaba. Cosas verdaderamente raras y exquisitas: garbanzos, patatas, judías blancas; negras y rubias (como los Reyes Magos), mermelada, pan tierno, mantequilla, macarrones, plátanos... Esto para las excesivamente delgadas. Para las excesivamente gruesas: espinacas, ensalada de apio, partículas de carne asada, compota (sin azúcar), pan tostado (en porciones de centímetro cuadrado), lechuga, pizcas de melón... Total: nada entre dos platos, pero servido como en Londres y confeccionado por un chef francés y complaciente que, si la cliente lo requería y mediaba una regia propina, le firmaba el menú. Las señoritas Regoyos fueron en su juventud, guapas y tontas. Ahora eran viejas y ricas y estaban encantadas de la vida. Cuando eran guapas y tontas eran también pobrísimas. Entonces no se las conocía por las señoritas Regoyos, sino por las hermanas Chin-Chin. Bailaban el cancán en teatritos de ínfimo orden y comían de lo que el público les echaba a escena, que era, en su mayoría, tomates. Las hermanas Chin-Chin, después de haber hecho muchos «bolos» lamentables y de no haberse librado de la «fiera», ni por su palmito, encontraron un protector medianamente generoso que quería saber hasta dónde puede llegar la idiotez de un ser humano, creyendo haber encontrado la máxima posibilidad de estupidez en las hermanas Chin-Chin. El espectáculo del fenómeno merecía pagarse, y él lo pagaba, si no bien, por lo menos puntualmente.

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Al principio no sabía el protector por qué Chin-Chin decidirse, pero al hombre no podía, en verdad, acusársele de remilgoso, y, en la duda, optó por las dos. Un día se puso muy malo y barruntó que iba a morirse. Llamó a sus Chin-Chin, les rogó que le dijeran la última sandez, para convencerse de que no le habían timado, vio que no, llamó al notario y les legó una cuarta parte de su fortuna, hecho lo cual pasó plácidamente a mejor vida. Lo primero que hicieron las hermanas Chin-Chin al coger su pequeño capital fue ofrecerse un banquete que les duró la indigestión tres días. Luego, con una compresa de hielo en la cabeza y entre dos aspirinas, hablaron del porvenir. Lo primero que decidieron fue no mirarles más a la cara a conocidos, amigos, parientes y demás gentuza; lo segundo, mudarse de ciudad; lo tercero, hacer con la herencia… ¿qué? No sabían. Desconfiaban de todo el mundo. Estaban convencidas que las iban a robar. No se atrevían a colocar el dinero en ninguna parte porque nada les parecía seguro. Veían la cara escuálida de la miseria sonriéndoles de nuevo. Y eso no. Eso nunca. Volver a los tomates, volver siquiera al chirle cocido del moderado protector… ¡eso jamás! Indecisas sobre el tercer proyecto, decidieron al menos apresurarse a realizar el primero y el segundo, y un buen día, le soltaron cuatro micos a toda la parentela y se fueron con los cuartos a otra parte. Esta otra parte era una gran ciudad cosmopolita, febril, rica. Como, a veces, cuanto más se piensan las cosas, peor se hacen, las nuevas capitalistas decidieron, de la noche a la mañana, poner un negocio. Ahora ya no eran las hermanas Chin-Chin. Ahora eran las señoritas Regoyos, y las señoritas Regoyos querían sacarle a su fortuna el más crecido interés posible. Para eso, lo mejor era un buen negocio, un negocio productivo. Pero ¿cuál? —Mientras lo pensamos —dijo una de las señoritas—, lleguémonos a una peluquería, que tengo el cabello que da lástima. —Una peluquería…. Oye: ¿y por qué no ponemos nosotras una peluquería de señoras? —Sí —¿por qué no? La pusieron. No entendían una palabra del asunto, no sabían lo que se traían entre manos y el negocio les fue tan mal y las engañaron y robaron tanto como ni pudieron soñar en sus más pesimistas anticipaciones. Y un día ante el bolsillo flácido, apareció la sombra amenazante de los tomates y el susto que se les metió a las señoritas Regoyos en el cuerpo fue tan formidable,

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que hasta se les aclaró la inteligencia. Vieron que las robaban porque se dejaban robar, que las cosas iban mal porque nada hacían ellas para que fueran bien. Como dos fieras se echaron a buscar el remedio de aquellos males. Y lo hallaron, naturalmente, en cuanto hallaron las causas: desfalcos en los libros, sueldos exagerados, personal inepto, gandul y antipático que ahuyentaba a la gente en lugar de atraerla; y lo esencial: su propia desidia, su propia ignorancia. Se mandó al cajero a la cárcel, los empleados a la calle, y ellas a aprender, dentro de su propia casa y con sus propios empleados —los nuevos—, una, el oficio de manicura, y otra, el de masajista. Así la peluquería amplió su zona de acción y adquirió más posibilidades de defensa. Con el nuevo sistema el bolsillo reaccionó y los tomates se alejaron. Esto les dio mucho que pensar a las Regoyos, sacaron la conclusión de que el cerebro nos lo da Dios para algo más que para adorno, y comenzaron a usarlo sin descanso. En realidad, lo tenían sin estrenar. Para el cancán no les había hecho falta y, con el protector, utilizarlo hubiera sido perderse. Poco a poco fueron llegando las vacas gordas, según pasaban los años y crecía el impulso comercial de las dos hermanas. Tenían una clientela nutridísima y rica, fama de serias y simpáticas. Un día abrieron un Instituto de Belleza que fue el asombro de la ciudad. Se trataba de un establecimiento al estilo del mejor que existía en el extranjero. Era fastuoso y carísimo. Las señoras se dejaron prender con delicia en aquella dulcísima miel… En este Instituto de Belleza de las señoritas Regoyos trabaja Margaret Spencer, inglesa, profesora de cultura física. Margaret es de mediana estatura, fuerte, ágil, dando la sensación de un ser extraordinariamente sano. Su cabeza tiene la peculiaridad de que todo brilla en ella: el cabello, los ojos, la punta de la nariz, el repliegue de la barbilla, los dos pómulos, algo agudos y violentamente rosados. Su mentalidad también es bastante brillante, aunque no tanto como su nariz. Pero la nariz de Margaret no brillaría, ni su barbilla, ni sus pómulos, si usara los preparados de belleza del Instituto Regoyos, si siguiera los tratamientos estéticos de la casa, si en lugar, de llevar la cara tal como Dios se la hizo, la retocara debidamente con la magia del día: el maquillaje. ¡Pero cualquiera se pinta y acicala cuando tiene que dar una clase de gimnasia tras otra durante ocho horas y que tomar cuatro o cinco duchas diarias para ahuyentar el cansancio, tonificar los músculos y borrar todo vestigio de transpiración! No, lo único que Margaret puede hacer con su cara y con su cuerpo es lavarlo con agua y jabón, y darle tantas fricciones de alcohol como el corazón le pida.

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Pero al lado de sus compañeras, «arregladas» a más no poder, Margaret con su cara limpia, tiene un aire terriblemente provinciano. Sólo hay en toda la casa, llena de empleadas vistosas y coquetas, otra muchacha que tenga el aire tan provinciano como Margaret Spencer, y es Cecilia Reyes. Cecilia Reyes es una morena de tez increíblemente blanca; es alta, delgada, demasiado pálida. Se viste modestísimamente, usa un peinado algo demodé, no se pone ni polvos, no se pinta las uñas. Tiene un carácter bondadoso y paciente en extremo, y como, además, es una excelente manicura, su clientela personal es muy nutrida. Habla poco, pero deja hablar y escucha siempre con incansable atención. No critica, pero acoge las críticas de los demás con una sonrisa incolora. Da la razón a todo el mundo sin el menor esfuerzo, y, sin el menor esfuerzo, olvida todo lo que le han dicho. La salva de parecer servil su reserva, su prudencia y el leve matiz de orgullo que hay en su mirada. De todas las manicuras de la casa, Cecilia Reyes es la que recibe mejores propinas, tal vez porque es la que tiene más aspecto de necesitarlas. Sin embargo, es la que menos las necesita, siendo la única que tiene un montoncito ahorrado. Cecilia Reyes cuenta ahora veintisiete años (aunque aparenta treinta) y hace doce que trabaja. En esos doce años no ha hecho más que economizar cuanto ha podido, aunque a veces sólo fuera unos céntimos, privándose de todo por engrosar su pequeño rincón de la Caja de Ahorros. Pero en los últimos años los ingresos son más nutridos, ya que Cecilia gana un buen sueldo y gasta, si es posible, menos cada vez. Ha aprendido a hacerse ella misma su ropa (la poca ropa que se hace), a reformarla y aprovecharla hasta lo inverosímil, a afinar en todos los sentidos su instinto de administración. No tiene nunca ningún capricho, ningún deseo, ninguna tentación… Sus compañeras se burlan de ella, la llaman avara, egoísta, «Virgen del puño». Nada de esto es cierto. Cecilia es generosa y lo ha demostrado en la práctica algunas veces, cuando se ha tratado de auxiliar a alguien muy necesitado. Pero Cecilia está sola en el mundo, no cuenta con más ayuda que sus propias fuerzas y tiene un verdadero pánico a un mañana desvalido, a una vejez miserable. Es para hacer tolerable esa vejez que Cecilia inmola su juventud. Físicamente, Cecilia es una mujer anodina llena de ignoradas posibilidades: Moralmente, es eso que se conoce por «todo un carácter». Sentimentalmente, es un corazón de un solo amor.

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Cecilia tiene una gran pasión: Roberto, el primer peluquero de la casa; la gran pasión, por otra parte, de la inglesa Margaret Spencer, de todas las empleadas del Instituto, de algunas de sus clientas y, de una manera ideal y platónica, de las mismas señoritas Regoyos. Desde las nueve hasta las once de la mañana el Instituto Regoyos disfruta de una tranquilidad relativa; desde las once hasta las cinco el trabajo es intenso pero normal; desde las cinco hasta las siete o las ocho… el ciclón, el delirio, el maelstrom y el infierno se desencadenan sobre el edificio. Una avalancha de señoras puebla los distintos departamentos de la casa; una avalancha de señoras llama por teléfono desde todos los puntos de la ciudad preguntando si hay alguna hora libre, algún «huequecito»; una avalancha de señoras va a indagarlo personalmente y se marcha defraudada. Fuera, en la calle, los automóviles forman una larguísima fila cromática ante el sobrio letrero en metal blanco y negro: «Instituto de Belleza»; dentro, en el Instituto, las señoras que aguardan «su hora» —no sirve de nada haberla pedido con una semana de anticipación, hay siempre que esperar— forman también un nutrido grupo multicolor de elegancias rubias, morenas, castañas, «platinadas» o rojas. Y zumban todos los aparatos de masaje eléctrico; chasquean suavemente los dedos de las masajistas en los movimientos rítmicos del masaje manual; arde la lucecita roja de las «permanentes»; rumorea la voz ronca de los «cascos secadores»; chocan metálicamente los brazos de las tenacillas rizadoras; juegan con todos los tonos de rubí los hábiles pincelillos de las manicuras; estallan en llovizna, en corriente o en nubes de vapor los tubos hidráulicos con un hálito caliente que huele a champú, a polvos de arroz, a perfumes caros y la goma quemada empapa la atmósfera de voluptuosas emanaciones emborrachando un poco a todas aquellas Evas, ya jóvenes auténticas, ya….auténticamente rejuvenecidas, ocupadas por igual en hacer eterna e irremisible la perdición de Adán. Mientras tanto, en el departamento médico, el dermatólogo tiene sus tratamientos y el cirujano estético sus consultas o sus operaciones; mientras tanto en el minúsculo restaurante se sirve té o cocktail de naranja a quien lo desee, o desde el restaurante se envía al tocador donde se reclame. Y mientras tanto en el gimnasio, al frente de sus discípulas, Margaret Spencer, le declara la guerra al tejido adiposo… Pero es aquí, en este despacho fastuoso de las señoritas Regoyos, donde repercuten todas las vibraciones del Instituto. Y aquí, en este despacho

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fastuoso, apenas se hace otra cosa que barajar cifras, a veces nombres. Hoy por ejemplo: —He visto —dice la señorita Conchita Regoyos— a la nueva devota de Roberto… —¡Ah, ya!... ¿Roberto tiene una devota nueva? —¿No lo sabías? —No —contesta la señorita Rosita Regoyos—. Una no puede estar al tanto de todas las «devotas» de Roberto. ¿Supongo que habrá tomado un abono? —Claro. —¿Cómo es? —¿El abono? —No seas zoquete, Conchita. La interfecta, la… bueno, esta devota de Roberto. —Perlas, chinchillas, Rolls Royce… Una dama cara. —Pero, ¿cómo es? —Habladora, simpática. —Bueno, pero ¿cómo «es»? ¿Cómo «es»? —¡Ah! Guapa. —¡Hum! Supongo que gracias a «nosotras»… —No: gracias a Dios. —¿Cómo? —Que es guapa gracias a Dios, gracias a la naturaleza, a ella, a quien sea, en fin, pero no a «nosotras». —Ya, ya… La señorita Rosita Regoyos vuelve a ensimismarse en los libros de caja; busca en el departamento de peluquería el asiento en que consta el abono de la nueva «devota» de Roberto, lo encuentra, lo contempla un instante y le dice a su hermana: —Si Roberto se instalase por cuenta propia perderíamos muchas clientes. —Unos cuantos granos de arena en un desierto, unas cuantas estrellas en el cielo, unas cuantas gotas en el mar. ¿Qué importancia…? —Claro. Le corta en seco la peroración. Le molesta a Rosita que su hermana filosofé. Ya es bastante desgracia que sentimentalice. Que filosofé no se lo aguanta. Suena otro nombre: —A Cecilia Reyes habrá que subirle el sueldo.

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—¿Por qué? —Trabaja muchas horas extraordinarias. Las señoras llegan tarde muchas veces y ella no se mueve mientras hay una sola que aguarde. Y al otro día llega puntualmente. El interés se paga en estos días. —Sí. Me parece bien que se le aumente el sueldo. Cuando se sabe la noticia, sus compañeras le dicen a Cecilia: —Hija, a ver si ahora te compras un traje nuevo, y unas medias un poco mejorcitas. Y gástate unas pesetas en rouge, que no serán tiradas… Pero ella las deja decir y piensa: «Ahora podré “guardar” un poco más». Todas han aprovechado la ocasión de soltarle una puyita más o me nos desagradable, Roberto, en cambio, la ha felicitado. —¡Que sea enhorabuena, Cecilia! —le ha dicho Roberto. Y Cecilia se ha ruborizado «absurdamente», como si el rouge que le aconsejan sus compañeras hubiera empurpurado de pronto sus pálidas mejillas. Muy pocas, contadísimas veces han hablado la manicura y el peluquero. Ella es muy tímida y huye de él, y él simplemente no la ve. Es una empleada más de la casa, pero la más insignificante e «ininteresante» de todas. Roberto es un hombre guapo y atrayente. Es simpático, elegante, se expresa bien, tiene una innata corrección. Pero Roberto no es tonto, aunque mucha gente crea lo contrario; no es tampoco un «fresco». Si lo fuera ya no estaría allí, ya tendría, por lo menos, automóvil. ¡Va por la casa cada extravagante, cada caprichosa! ¡Va cada millonaria! Pero se nace o no se nace con temperamento de «protegido», y Roberto ha nacido sin él. De diversión y de entretenimiento no lo toma nadie. Roberto tiene sus ideas particulares sobre la vida, ideas fundadas en una simplicidad y una limpidez extraordinarias. Tiene también sus ideas sobre el amor, fundadas sobre las mismas bases. Algún día vendrá una muchacha... Roberto no puede, ni debe, ni «quiere», salir de su clase, de su mundo. Sabe que «gusta», que tiene «devotas», y sabe también que todo ello es superficial, falaz, momentáneo y falso, que aquellas grandes damas, que aquellas neurasténicas prometedoras de ilusiones no pueden, ni deben, ni «quieren» tomarle en serio. Quieren, sí, divertirse. Bueno, pues no va a ser con él. No cree tener gran valor, pero siempre más que el de un juguete…. Y de sus «éxitos», que van de boca en boca rodando por todos los departamentos de la casa y llegan hasta el mismo despacho de la señoritas Regoyos, nadie se ríe con mejor gana que él, ni nadie les concede menor importancia. Loreto, una manicura chiquita, picante, desenvuelta y preciosa, le dice sin rodeos:

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—Oye, Roberto, ¿por qué no sientas la cabeza y te casas conmigo, hijo? —Encanto de mi corazón, porque un cachito de cielo como tú se reserva para un emperador. Y Camila, la andaluza graciosa y de una pura belleza de árabe española, salta: —¡Ay, Jesú! ¡Vayasté a sabe con quién da éste el tropeson! Roberto bromea con todas las chicas, ríe con todas. Son todas buenas muchachas, simpáticas, pero no se ha enamorado de ninguna. «¿Si tendré yo un “tipo” —se pregunta Roberto—, “una mujer de la luna”, como los poetas? ¡Estaría bueno! No importa, esperaremos. Algún día vendrá una muchacha…» Y mientras tanto charla con todas, se divierte con todas. Menos con Cecilia Reyes. A Cecilia no la ve. Ella, que es naturalmente modesta, y que está tan consciente de su aire provinciano e infeliz como del franco «cosmopolitismo» de Roberto, no se extraña de que él la ignore, y piensa: «Claro, ¡qué va a decirle a una como yo!» Un día, a la salida del trabajo, se encuentran en el mismo autobús. El vehículo va atestado de gente. Cecilia, de pie en la plataforma, ve a Roberto en el interior del coche, sentado, leyendo un periódico, levantando de cuando en cuando la cabeza, en las paradas, para ver si han llegado ya a su calle. «Me ha visto —piensa Cecilia—, pero hace ver que no». Y tan segura está de que sus miradas no habrán de cruzarse, que se le queda mirando, mirando, a través del cristal divisorio de la plataforma y por encima de los hombros de una señora. Cuando Roberto sale, disponiéndose a bajar en la próxima parada, ve a Cecilia y se queda un poco cortado. Piensa que una compañera de trabajo suya ha ido de pie, prensada, molesta, mientras él viajaba cómodamente sentado. Esto le mortifica, y se excusa ante la muchacha. —Perdone. No la había visto. Le hubiera cedido mi sitio. Ella, aunque no le cree, enrojece hasta las cejas. Y Roberto toma aquel rubor por indignación ante su conducta y se siente más cortado aún. Repite, un poco torpemente (cosa extraña en él) la misma frase: —Le hubiera cedido mi sitio… —Gracias, pero no importa. No estoy cansada. —¿No?

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—Bueno, un poco, pero casi no lo noto. La costumbre… —Sí… claro… El autobús, que se había detenido, arranca de nuevo. —¡Adiós! ¡Mi parada! —exclama Roberto. —¿Tenía que haber bajado aquí? —Sí, y ya ve… Bueno, no importa. Bajaré en la próxima. —La próxima es la mía. Bajan los dos. Y tres días después Roberto aún se pregunta por qué le dijo a Cecilia si le permitía acompañarla hasta su casa y por qué estuvo hablando con ella, en la puerta más de diez minutos. No la ha vuelto a ver más que en el Instituto, en fugaces encuentros. No ha vuelto a pensar ella excepto con relación al autobús. Sin embargo una semana más tarde, cuando la encuentra nuevamente en él, vuelve a perder (esta vez deliberadamente) «su parada» y desciende en la de Cecilia y de nuevo la acompaña hasta su casa y de nuevo se produce la charla ante la puerta. Todo ello no tiene ni pizca de sentido, pero si sólo las cosas que lo tienen, ocurrieran, en el mundo no ocurriría absolutamente nada. Otro absurdo: —Cecilia, ¿qué hace usted el domingo? —¿Yo? Nada. —¿No sale usted? —No. Nunca salgo. —¿Qué le parecería una excepción en la regla? —Depende. ¿De qué se trata? —De ir conmigo al campo. —¿Pero a usted le gusta el campo? —No sé. No he ido nunca. —Entonces ¿por qué me invita? —Porque me parece usted la clase de muchacha que uno invita a ir al campo. Fruncimiento de cejas por parte de Cecilia. Un mal entendido. Un terrible mal entendido. La chica piensa en su aire provinciano en su peinado «pasado de moda», en su trajecillo archirreformado, en su cara pálida. «Me encuentra rural —piensa—. Me encuentra primitiva. Y me lo dice. Así a la cara. Es una grosería». He dicho ya que Cecilia tenía un matiz de orgullo en la mirada. Y nadie puede tener un matiz de orgullo en la mirada que no arranque directamente de un matiz de orgullo en el carácter. Este orgullo, espoleado por las

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palabras de Roberto, entra en reacción, mejor dicho, en combustión. Cecilia ve rojo, Cecilia piensa, temblándole un poco las manos al pensarlo: «¡Qué infamia! ¡Qué positiva infamia que este hombre guapo, elegante, atractivo, cargado de “éxitos”, se burle de una infeliz muchacha pobre, feúcha, insignificante, sola, y que no le ha hecho nunca daño, ni “puede” hacérselo ¡Qué infamia!» —Bueno: ¿qué le parece a usted lo del campo? —Me parece... No concluye la frase. Le vuelve la espalda a Roberto y echa a correr escaleras arriba. Él, estupefacto al principio, curioso e inquieto después, la sigue. Van que vuelan. Uno tras otro en loca carrera ascendente. Y sólo para que, al llegar al piso de Cecilia, Roberto reciba la puerta en las narices. Ofendidos el uno con el otro, ni se hablan ni se miran. Y pasa así una semana. Hasta que de pronto, una tarde, mientras le está ondulando el pelo a una señora, Roberto exclama: —Bueno, ¡esto se acabó! La señora le da, en el espejo, una mirada dilatada de estupor. —¡Pero si acabamos de empezar! —¡Ay perdón, señora! No quería decir eso. Es que estaba pensando y, sin querer, pensé en voz alta. Discúlpeme. —Pensando… pensando. ¿Qué pensaba usted? —Una tontería. —Roberto, ¡qué hombre más terrible es usted! Roberto esboza una sonrisa de conejo y se dice: «Bueno, yo quisiera saber por qué un hombre que piensa una tontería es un hombre terrible. Yo quisiera que esta pobre mujer me lo explicase. ¡Dios mío! ¡Las cosas que hay que oír y ver y aguantar en este condenado oficio! Y ni una mujer que sea una mujer: todas muñecas. Nos pasamos la vida respirando artificio, falsedad. Acaba uno aquí por no creer en nada, por volverse escéptico. Entra, por ejemplo, una joven rubia, blanca, guapa. Bueno, pues, cuando ha dado la vuelta a todos los departamentos de la casa, ya sabemos que ni es joven, ni es rubia, ni es blanca, ni es guapa. Es una creación nuestra, es un producto del Instituto de Belleza. Muy bien para los de fuera. Si yo no estuviese ligado a este mecanismo de fabricar beldades, confieso que el género “natura” me reventaría. Pero así no, así me ocurre todo lo contrario. Sale uno de aquí enloquecido de controlar imitaciones y, francamente, encontrar algo que no destiña es un sedante.»

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Por la noche aborda resueltamente a Cecilia: —Bueno, ¡esto se acabó! ¿Quiere usted decirme qué demonios ocurre? Mutismo. Altercado. Explicación. Protestas. —¡Pensar eso! ¡Creer eso de mí! —Pues sí. Sinceramente: lo pensé. —¿Y ahora me cree? —Sí. —¿Me lo quiere demostrar? —¿Cómo? —Mi invitación. Acéptela. —Bueno… —¿De veras? —Sí. Cecilia tiene dos trajes de «vestir»: el viejo y el más viejo. Se pone este último. Para el campo ya está bien. Pero cuando regresa se lo quita de un tirón, lo arroja contra el suelo. —¡No hay derecho! —dice—. ¡No hay derecho! Roberto ha estado encantador con ella. Amable, galante, correctísimo, derrochando alegría y simpatía. Y ella a su lado incolora, anodina, provinciana, vestida como su respetable abuela. —¡No hay derecho! —repite—. ¡No hay derecho! Y al día siguiente se encarga tres trajes nuevos. Son sencillos, sin riqueza ni pretensión. Pero son graciosos y modernos. —¿Urge? —pregunta la modista al tomar nota. —¿Que si urge? ¡Es cuestión de vida o muerte! Cuando Roberto la ve con los trajes nuevos le da una larga mirada aprobativa, y si no la felicita es solo por temor a herir su susceptibilidad. Pero extrema con ella sus amabilidades y la invitar de nuevo a ir a merendar al campo. Como ya es casi primavera, Cecilia se pone el más claro de todos sus vestidos. Así, ella misma se siente un poco primaveral, risueña y absurdamente optimista. Cuando vuelve del paseo está mucho más optimista, aún. Trae en el corazón una redada de sueños locos. Trae en la cabeza un puñado de proyectos. Trae sobre todo, confianza en sí misma. Una confianza que no había tenido nunca. ¿Será posible que lo que una mujer quiere...? ¡Ah pues ella quiere! Por querer no queda. ¿Pero realmente será posible…? ¡Sí! ¡Será posible! Y Cecilia comienza a poner en práctica sus proyectos. Comienza el mismo día en que empiezan las vacaciones de Roberto, que

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ha decidido pasarlas en un pueblecillo de los Pirineos para poder hacer excursiones y alpinismo, al que es muy aficionado. Roberto se despide de Cecilia con auténtica melancolía. —Lo único que va a estropearme las vacaciones es no verla a usted durante quince días —le dice. Y al despedirse de ella, le retiene la mano mucho más tiempo de lo que indican los tratados de urbanidad. Cuando Roberto se ha marchado, Cecilia va a la Caja de Ahorros y, sin una vacilación, con una asombrosa sangre fría, les da un pellizco atroz a sus economías. Luego va a ver a las señoritas Regoyos. —Quisiera que me concedieran ahora las vacaciones. —¡Toma! Como a Roberto. ¿Quiere usted ir con él? —No. —¿Qué piensa usted hacer? —Seguir viniendo aquí. —Entonces, ¿para qué…? —Pero no como empleada. Como cliente. Los negocios son los negocios. Y el interrogatorio concluye con la palabra «cliente». Cecilia vacila un momento, sólo un momento: cuando el peluquero le dice: —¿Melena corta o larga? Y en seguida, —Como se use. —¡Zás, zás! Luego, el lavado de cabeza, la permanente, lavado otra vez. —¿Loción? –Sí. Mientras, la manicura manipula. —¿Esmalte? —Sí. —¿Rosa? ¿Rojo? —Rosa, pero no tan pálido. Otro más fuerte. Ése. Paso al gabinete del dermatólogo. —¿Por qué estoy tan excesivamente pálida, doctor? —Dieta equivocada. Pobreza de glóbulos rojos. Falta de actividad en la circulación. Hay que activar esa sangre. —¿Qué he de hacer, doctor?

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—Ejercicio. Y pase por el departamento de Nutrición le darán un plan de menús apropiados para usted. Al gimnasio. —Margaret, ¿a ver qué clase de cultura física me aconseja usted?... Después de media hora de gimnasia sueca, de saltar a la cuerda, van las dos camino de la ducha. —Margaret, no estoy gruesa pero quisiera perder un par de kilos más para estilizarme, ¿comprende? ¿Qué he de hacer? —No tome la ducha. Envuélvase bien en un albornoz, vaya a Hidroterapia y que le den un turco. —¿Un qué? —Un turco. Ya saben allí .Vaya, vaya, que se va a enfriar. Camila se asombra: — ¡Josú, Cecilia! ¿Tú por aquí, mujé? —Ya ves, hija, y a que me deis un turco... Después del baño, a la masajista. Rayos violeta. Vibrador. Masaje manual. Y luego: —Las cejas parecen muy pobladas… —Pues a diezmarlas. Quedan sólo dos hilillos tenues, levemente curvados. Los ojos parecen más grandes. —¿Maquillaje? —Sí. Crema, polvos, rouge, carmín, rímel. Los ojos parecen inmensos. La boca diminuta. Las mejillas radiantes. Ahora, peinar de nuevo el cabello, cepillar unos ricillos ligeramente empolvados, y… —¡Júreme usted que soy yo! —dice Cecilia a la masajista—. ¡Júreme usted que ésa que ésa que se ve en el espejo soy yo, para que pueda creerlo! Parece, en efecto, otra. Pero no queda todo ahí. Por la tarde, Cecilia va a una academia de baile. —Quisiera tomar quince lecciones. Para adquirir gracia de movimientos, ¿comprende? Después va a encargarse tres trajes más, casi lujosos Y regresa a su casa a pie —hay que adelgazar— tratando de andar como la maniquí que exhibía los modelos.

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ANTOLOGÍA DE CUENTOS COSMOPOLITAS

(1900-1936)

Durante quince días, ésta es su rutina diaria: gimnasia, baño turco, «cuidados de belleza» baile, largos paseos a pie, comidas «equilibradas»… Sus noches están llenas de sueños dulces, y sus sueños de Roberto. Se ha desarrollado en ella una nueva capacidad de sonrisa, y una nueva curiosidad ante la vida. Su belleza flamante le ha traído una flamante personalidad. ¡Mujer de «ignoradas posibilidades», tú, cuando te descubres a ti misma, eres el compendio de todas las magias. Cecilia a los veintisiete años, aparentaba treinta. Cecilia a los veintisiete años y medio aparenta veinte. ¿Brujeria? No. Instituto de Belleza. No es raro que, a su regreso, Roberto no la reconozca, y al verla exclame para sí: —¡Qué divina mujer! Pero Roberto viene de los Pirineos, que ha dejado con pena. Le consolaba solamente pensar que iba a encontrar… en Cecilia. Entiéndase: en la perfecta naturalidad, moral y física, de Cecilia. Ve que no. Y se queda un poco desconcertado. Le saca de su abstracción un chillido horroroso. Y todos a una se precipitan en el gimnasio. Allá, cerca del techo, cuelga Margaret Spencer de un trapecio. Una de las cuerdas se ha roto. La otra se está segando. A esta última se agarra Margaret como un mono a una liana. Y cuando ve a Roberto le dice: —Hello, Bob! —¡Margaret, va usted a matarse! —¡Qué penetración! ¿Y no podría usted evitarlo? —Voy a ponerme debajo de usted, Margaret, con los brazos abiertos, así, ¿ve? ¡Déjese caer! —Eso ocurrirá aunque yo no lo intente. Mire la cuerda. En efecto, un segundo más tarde la cuerda se rompe. Margaret cae en los brazos de Roberto primero, al suelo después, con Roberto. «Decididamente —piensa el joven al levantarse, frotándose un codo magullado— Margaret es la única mujer de esta ciudad que puede recordar a los Pirineos…» Ocho horas después Roberto está acompañando a Margaret Spencer a su casa. Ocho días después la está acompañando a escoger la sortija de pedida. Ocho semanas después la está acompañando al nuevo hogar, de regreso de la vicaría.

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TÍTULOS PUBLICADOS EN LA COLECCIÓN 1. Pérez Bowie, José Antonio La Novela Teatral 2. Sánchez Álvarez-Insúa, Alberto y Santamaría Barceló, M.ª Carmen La Novela Mundial 3. García-Abad García, M.ª Teresa La Novela Cómica 4. Mogin Martín, Roselyne La Novela Corta 5. Fernández Gutiérrez, José María La Novela Semanal 6. Naval, M.ª Ángeles La Novela de Vértice y La Novela del Sábado (1939) 7. Correa Ramón, Amelina El Libro Popular 8. Palenque, Marta La poesía en las colecciones de literatura popular: «Los Poetas» (1920 y 1928) y «Romances» (s.f.) 9. Martínez Montalbán, José Luis La Novela Semanal Cinematográfica 10. Villarías Zugazagoitia, José María Nuestra Novela 11. Labajo González, M.ª Trinidad Lecturas (1921-1937) 12. Fernández Gutiérrez, José María La Novela del Sábado (1953-1955) 13. Pierini, Margarita (coord.) La Novela Semanal (Buenos Aires, 1917-1927) 14. Labrador Ben, Julia M.ª y Sánchez Álvarez-Insúa, Alberto Teatro Frívolo y Teatro Selecto 15. Labrador Ben, Julia M.ª; del Castillo, Marie Christine y García Toraño, Covadonga La Novela de Hoy y la Novela de Noche 16. Azcune Fernández, Valentín Biblioteca Teatral 17. Azcune Fernández, Valentín Las pequeñas colecciones teatrales de posguerra 18. Ricci, Cristián H. El espacio urbano en la narrativa del Madrid de la Edad de Plata (1900-1938) 19. Thon, Sonia Una posición ante la vida. La novela corta humorística de Margarita Nelken 20. Antología de cuentos cosmopolitas (1900-1936)

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La Antología de cuentos cosmopolitas (1900-1936) ha sido realizada por el Grupo de Investigación de la Universidad Complutense de Madrid 941375: «Temas y géneros en la literatura española de la Edad de Plata (y su proyección)». Trata de recuperar autores hoy poco conocidos, pero que tuvieron en su momento una notable proyección pública: Blanca de los Ríos, Carmen de Burgos, Vicente Blasco Ibáñez, Ernesto Giménez Caballero, Gregorio y María Martínez Sierra, Claudio de la Torre, Luis de Oteyza, José Francés, Prudencio Iglesias Hermida, Luis Valera, Antonio de Hoyos y Vinent, Isabel de Palencia, Adolfo Sánchez Carrere, José Díaz Fernández y Elisabeth Mulder aparecen en esta antología. En todos ellos se ha buscado como nexo común el cosmopolitismo.

UNIVERSIDAD COMPLUTENSE MADRID

▲entinema

Antología de cuentos cosmopolitas (1900-1936)

LB-20

Antología de cuentos cosmopolitas (1900-1936)

ISBN 978-84-00-09321-1

CSIC

Colección LITERATURA BREVE - 20 Consejo Superior de Investigaciones Científicas