Andanzas y recuerdos 9788432142864, 8432142867

El autor nos ofrece un texto lleno de imágenes escritas durante una vida, que muestran su primera impresión pero también

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Spanish Pages 352 [208] Year 2013

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PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
ÍNDICE
PARA COMENZAR
1. IMPRESIONES DEL GENIO Y FIGURA DE PARÍS (1959)
2. DEL NOROESTE DE EUROPA
3. ¿CORAZÓN DE EUROPA?
4. DE LOS ALPES
5. UN VIEJO IMPERIO
6. CUENTOS DE VIENA
7. DE HUNGRÍA, BUDA Y PEST (1991)
8. UN POCO DE PRAGA (1992)
9. ECLIPSE EN KISTELEK (1999)
10. DE ITALIA
11. ROMA
12. JORNADA VATICANA (1987)
13. EL MAR DE COLÓN
14. HISTORIADOR EN NUEVA YORK (1985)
15. IMPRESIONES COLOMBIANAS (1994)
16. BIENVENIDOS AL SUR
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Andanzas y recuerdos
 9788432142864, 8432142867

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JOSÉ LUIS COMELLAS

ANDANZAS Y RECUERDOS

EDICIONES RIALP, S.A. MADRID

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© 2013 by JOSÉ LUIS COMELLAS © 2013 by EDICIONES RIALP, S.A. Alcalá 290. 28027 Madrid (www.rialp.com)

ISBN: 978-84-321-4286-4 Realización ePub: produccioneditorial.com No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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ÍNDICE

PORTADA PORTADA INTERIOR CRÉDITOS PARA COMENZAR 1. IMPRESIONES DEL GENIO Y FIGURA DE PARÍS (1959) 2. DEL NOROESTE DE EUROPA 3. ¿CORAZÓN DE EUROPA? 4. DE LOS ALPES 5. UN VIEJO IMPERIO 6. CUENTOS DE VIENA 7. DE HUNGRÍA, BUDA Y PEST (1991) 8. UN POCO DE PRAGA (1992) 9. ECLIPSE EN KISTELEK (1999) 10. DE ITALIA 11. ROMA 12. JORNADA VATICANA (1987) 13. EL MAR DE COLÓN 14. HISTORIADOR EN NUEVA YORK (1985) 4

15. IMPRESIONES COLOMBIANAS (1994) 16. BIENVENIDOS AL SUR

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PARA COMENZAR

Decía Jorge Luis Borges que nada más falso y superficial que un libro de viajes. El viajero resulta ser un peregrino efímero que llega, ve y se va, convencido de que lo visto y vivido es el retrato de la realidad. Cuando la realidad es un ser y un estar, que supone la penetración, la decantación, la experiencia de haber saboreado las mil sensaciones de lo visto y vivido a lo largo de todas sus dimensiones: y el tiempo, desde Einstein por lo menos, es una dimensión. No se conoce un escenario hasta haber trasegado todo su complejo espíritu, y es que el verdadero espíritu de las cosas es siempre más rico y complejo de lo que parece a primera vista. Para Claude Monet, por el contrario, lo único que vale es la primera impresión. La primera impresión ilumina lo que se contempla de una luz primaria e «inocente», capaz de presentarnos en su esencia más pura la naturaleza de las cosas. Lo demás son añadidos, postizos, detalles muchas veces marginales, más determinados por aquello en lo que nos detenemos que por lo que es, y que por eso perturban más que enriquecen la realidad. No me decido por ninguna de las razones, tan admirables tanto la una como la otra por la condición de sus autores. Enseguida explicaré un poco más. Sea lo que fuere, debo al eventual lector de estas notas una confesión, sincera, creo, aunque, como tantas confesiones sinceras pueda hacerme daño: no me gustan los libros de viajes. Al menos no me gustan —los que he leído— tal como han sido escritos. Puedo encontrar en ellos, solo faltaba otra cosa, un primoroso estilo literario, una excelente construcción, ideas sabrosas o reflexiones de categoría: ocurre simplemente que no encuentro en la mayoría de ellos lo que he venido a buscar. Tal vez porque no son libros de viajes tal como la expresión nos permite entender: o tienen mucho de guías turísticas, que nunca me han servido de gran cosa en mis andanzas; o tienen mucho de paranovelas, llenas de diálogos ingeniosos o de salidas de viejecitos charlatanes o de matronas extrovertidas que podrían encontrarse con sensible indiferencia en cualquier otra parte del mundo o del propio país. O tienen mucho de escenas ferroviarias, por lo general en el ambiente circunstancial y muchas veces sórdido de una estación. Lo que probablemente no sabría decir, y no pretendo decirlo, es lo que debe ser un libro de viajes. Una segunda advertencia: lo que se relata en las páginas siguientes no está escrito ahora, sino en su momento, distante tal vez muchos años. El texto, sea el que sea, refleja imágenes directas, vividas cada día o casi cada día. Por eso mismo, esas imágenes pueden representar más una primera impresión que una reflexión decantada por el tiempo. No se trata de que me sienta más cerca del pintor expresionista que del entrañable escritor viejecito y semiciego, sino que el material de que dispongo fue 6

elaborado sobre la marcha, y por su carácter vivo he debido ahora manipularlo lo menos posible. En este caso sí que es cierto que la manipulación podría representar una sofisticación. No hace falta decirlo: los textos de este libro están redactados, sin la menor intención de pasar a la imprenta, en épocas muy distintas, desde los años cincuenta a los umbrales del siglo XXI. Nadie se extrañe de encontrar diferentes estilos y el reflejo de distintas actitudes ante las cosas, porque nunca se escribe exactamente con la misma intención o la misma disposición mental a lo largo de los tiempos. La razón que ahora me ha movido a publicar estas impresiones de primera mano es precisamente su viveza y su espontaneidad. Me ha parecido que no vendría del todo mal compartir aquella sensación con mis amigos, y ya he dicho muchas veces que considero amigos a cuantos son capaces de leerme, coincidan o no con cuanto me siento movido a comunicar. La coincidencia en casos como este no es necesaria, y muchas veces la discrepancia, si no llega al enfado, suele ser enriquecedora. Añado, sin la menor intención de llegar más lejos: he limado, cuando lo he creído conveniente, los textos; he corregido erratas, he arreglado algo, para bien o para mal, y sobre todo he suprimido muchísimo, porque lo que he escrito de mis viajes exigiría, buenos o más bien malos, varios tomos. Muchos escenarios que he visitado en mi vida quedan sin aludir, porque en ellos apenas he escrito más que asuntos referentes a mis afanes, o porque aquellas páginas no recogen más que habitualidades propias de todos los días. De aquí —ya sé que puede parecer imperdonable— que falten referencias a ciudades o entornos donde he residido algún tiempo. Y no se extrañe que no aparezcan en el mapa ciudades o comarcas españolas, que, por entrañables que resulten, o precisamente porque me lo resultan, corresponderían a una pretensión muy distinta. Por el mismo motivo no he tocado —salvo una alusión muy indirecta y en forma de una suerte de recuerdo virtual— mis relatos de vivencias de montaña. La montaña es un mundo tan especial y tan amado para el montañero fracasado que suscribe, que debe permanecer, como un libro que probablemente no tendré ocasión de escribir, situado en un mundo que no hubiera cabido de ninguna manera en estas páginas. Sigo un orden más geográfico que cronológico, quién sabe si para conjurar todo asomo de crónica. Después de Europa va América. No soy viajero impenitente, aunque me hubiera gustado serlo, de suerte que apenas he estado en muchos más países que los que aquí aparecen, aunque algunas de las incomparecencias puedan parece inexcusables. No tengo derecho a escribir un libro de viajes, pero siento el derecho a saltarme ese derecho como hicieron todos aquellos que escribieron libros de viajes y no fueron impenitentes viajeros. Y si arranco de París no me mueve una bien resabida —y resabiada— convención: se trata del primer viaje de mi vida al extranjero, con una beca del Consejo para realizar investigaciones históricas. Tuve muy poco tiempo para reflejar mis impresiones, pero quizá aquellas son las que valen, más que las de tiempos en que París se convirtió en poco menos que una rutina: por más que jamás de los jamases pueda ser París una rutina entera.

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1. IMPRESIONES DEL GENIO Y FIGURA DE PARÍS (1959)

Mi primera vivencia de París ha sido subterránea. Tal vez un estúpido pudor a no comportarme como un paleto me ha hecho estudiar con detalle el plano y las líneas del metro. Apenas llegado a la estación de Austerlitz, encuentro una boca del metro y cambiando varias veces de línea llego a la placita donde vive Raymond Darrigo. No conocía a Raymond, pero me han hablado de él, y pronto descubro que es el mejor introductor que podía haber esperado aquí. Damos muchas vueltas para encontrar el alojamiento adecuado, y al fin me decido por la Maison des Arts, en la Rue Cîteaux, casi esquina al Boulevard Diderot, muy cerca de la solemne Gare de Lyon. Y me he apuntado a un restaurante estudiantil muy barato, siempre que se adquiera compromiso por quince días: se llama Mabillon, en la calle del mismo nombre, en pleno Barrio Latino. Entre estos dos puntos se desarrollará mi vida en París, pasando por el Archivo Histórico — también en la Rue des Archives, y la Biblioteca Nacional, que no está en la imaginada Rue de la Bibliothêque, sino en la Rue Richelieu—. En suma, me voy a mover entre nombres históricos: el Císter, el ilustrado, el padre de la paleografía, el cardenal regente. Aprenderé historia, que a eso he venido: también, es lo que espero, aprenderé París. A estas alturas (escribo cosa de un mes más tarde), no he aprendido todo, pero he visto lo suficiente para no considerarme un paleto. Aparte de que aquí abundan mucho los paletos, porque París es receptáculo de gentes venidas de todo del mundo, como inmigrantes, como negociantes o como turistas. Por doquier están preguntando dónde están las cosas, o por dónde se va a ellas. Los mismos parisinos se ven obligados a preguntar cuando llegan a un barrio poco habitual para ellos. Por fortuna, aquí todos poseen una especial amabilidad y sobre todo una especial facilidad para dar detalles y direcciones: se conoce que por uso inveterado han adquirido esa costumbre. París no es esa ciudad despampanante, que le hace sentirse a uno chiquitito, como me habían dicho. No hay un bulevard o una avenida más ancha que La Castellana, no hay rascacielos a la vista, los edificios no pasan de los cinco pisos: eso sí, todos son de noble piedra, todos oscuros, todos solemnes, llenos de empaque y nobleza; y coronados con absoluta igualdad por las grises mansardas, que contribuyen a proporcionar al conjunto un sabor poderoso y al mismo tiempo grato a la vista. Los escaparates son más pequeños y menos detonantes que los de la Gran Vía, pero están montados con exquisito gusto y exponen al público los más preciosos objetos. Diría que cuanto más pequeños son los escaparates, por ejemplo en la severa pero lujosa Rue de la Paix, más carísimo es su contenido. La exquisitez, el gusto, el «esprit», eso es lo que domina en París. Sí, ciudad 8

de buen ver, solemne, oscura, excelentemente trazada, de acuerdo con una lógica muy europea, pero dotada de un espíritu, de un «esprit», que es distinto, peculiar y exquisito. Sin este rasgo específico de distinción no sería París lo que es. Quizá precisamente por eso aquel que espere encontrarse aquí con una realidad enorme y aplastante se lleve una pequeña decepción. París es la primera ciudad del continente y la cuarta del mundo, pero lo disimula hasta cierto punto, porque no pretende sobresalir por su grandeza sino por su calidad, quiero decir por su gusto, su sentido de la proporción y la estética, por su porte distinguido, por su encanto y su finura. El que busca un París que solo puede contemplarse con la boca abierta, se equivoca. Es elegante sin ser grandioso, es elegante casi sin pretenderlo, que ahí está precisamente el secreto de la verdadera elegancia. El París que más frecuento, de L´Étoile a la Bastilla, de Cadet a Luxembourg, es regular, oscuro, solemne sin necesidad de aplastar o de quedar por encima, muy bien trazado en sentido funcional, pero el que piense en un trazado hipodámico, como el de Barcelona o el barrio de Salamanca se equivoca. Es cartesiano sin exagerar: predomina el equilibrio y el sentido de la proporción sobre la geometría. Los grandes bulevares, Capuchinos, Italianos, Hausmann, Sebastopol, empalman unos con otros de cualquier manera, sin buscar lo riguroso, lo geométrico, lo continuado. En París no hay nada continuado. Es como un ordenado desorden. El bulevar St. Germain va primero al suroeste, después al sur, al final al sureste; y esta gracia de las curvas resulta simpática: y, sobre todo, nada aburrida. Lo que predomina en cambio es la armonía, es decir, la relación proporcionada de unas cosas con otras. Las calles son rectas, pero no se cortan en ángulos rectos: parece ir cada cual por su lado, como a lo suyo, pero sin estorbar a las demás. Y qué sentido de la perspectiva. Tres calles confluyen en una glorieta, y en la glorieta hay una fuente: y la fuente se ve exactamente igual desde cualquiera de las tres. Una plaza disimula la falta de paralelismo de las calles o avenidas que conducen a ella. Es fácil ver al final un jardín, una estatua, una torre, que relacionan unas vías con otras. Quizá por eso resulta más difícil perderse en París que en otras partes: porque siempre está a la vista algo que nos resulta conocido. y lo conocido acaba por hacerse familiar. Ya sé que todo este trazado, tan oportuno, tan funcional, tan lógico: es en buena parte idea del barón de Hausmann, el mejor alcalde de todos los tiempos. Pero París mismo abona esta conjunción de orden, espontaneidad, gracia y elegancia, que es la mejor de sus virtudes. Edificios oscuros, de cuatro o cinco pisos, graves y gratos a la vista, coronados todos por esa mansarda de pizarra o de cinc, no sé, que rompe la monotonía de la fachada, y les confiere una fisonomía singular más solemne y más graciosa al mismo tiempo. Apenas sé quién fue este Mansard o Mansart, arquitecto de Luis XIV, pero pienso que los parisinos deben estarle eternamente agradecidos. Sin mansardas, los edificios de París hubieran perdido las tres cuartas partes de su encanto y hubieran parecido excesivamente severos y monótonos. Edificios oscuros. Bueno, no por naturaleza. Cuando los lavan adquieren una blancura deslumbrante, casi marmórea. Es lo que acaba de suceder ahora mismo con el Hôtel de Ville. ¡Que sorpresa! Acabo comprendiendo, si es que mi comprensión no está equivocada. No soy geólogo, pero sé la suficiente geología para distinguir entre la caliza del cretácico de la «caliza luteciense» del mioceno, que tanto abunda en la Navarra Media, clara, porosa, propensa a formar 9

paredes de roca no muy dura. No tengo ni idea del origen de la palabra, pero parece lo más lógico del mundo suponer que la caliza luteciense es la que se descubre en las colinas de París, como Montmartre o Montparnasse. La vieja Lutecia está construida de caliza. Su porosidad y su capacidad de absorción se traga el polvo, el humo de los tubos de escape y todo lo demás. No sé si en los tiempos de Pipino el Breve o de San Luis París era una ciudad de color claro. Hoy es por necesidad oscura hasta que la lavan. Qué diferencia: en ninguna ciudad he visto nada parecido. Y lo que son las cosas, tan acostumbrados estamos a ver París oscuro, que cuando lo restauran sentimos que han hecho una falsificación. ¿Será preferible que mantengan las fachadas severamente oscuras y las cúpulas verdes, en vez de esta otra combinación de blanco y oro que parece una falta de respeto artificiosa? No todo son solemnes edificios de piedra. Para acudir al Archivo he de ir por la Rue des Franc-Bourgeois, lo mejorcito del Marais, el barrio de la época de Mazarino y Enrique IV. Hay callecitas deliciosas, rue des quattre Fils, rue de la Pule, rue Pavée. Casas pequeñas, blancas o de colores suaves, patios encantadores, muchas tiendecitas donde se vende de todo, fondas, tabernas típicas, y un buen número de judíos. Ciertamente, no se puede visitar el Marais sin llegarse a la plaza de los Vosgos, cuadrada, porticada, con mansiones de ladrillo —eso sí, con elevadas mansardas—, un palacio antiguo o Palais Royal, y el peso venerable de los siglos, pero con singular gracia. Aquí vivió Víctor Hugo, como recuerda una placa. Y otras placas evocan no sé cuántos recuerdos. Por el ladrillo y los soportales tiene mucho de española, y es que las modas de aquellos tiempos se copiaban como se copian las de ahora. Esto es otro París, como también es otro Montmartre y supongo que lo será Montparnasse, u otros barrios periféricos. Parises Hay muchos Parises y hay muchos ambientes parisinos sin que cambie la arquitectura. Está el París lujosísimo y carísimo de los alrededores de la Place Vendôme, la rue de la Paix, la avenue Matignon y el bulevard Saint Honoré. Está el París comercial de la rue de Rivoli y sus grandes almacenes por donde pulula la gente. El abarrotado y degradado de les Halles, donde se encuentra de todo, en medio de cierta cochambre y los consiguientes clochards, que son aquí una institución. Hacen gracia a la gente y hasta se presume de ellos. Está el París solemne de los Campos Elíseos y el Arco de Triunfo, y al otro lado del río, sin que los bulevares dejen de ser los mismos, con sus árboles, su caliza luteciense ennegrecida y sus mansardas, está el Barrio Latino, lleno de estudiantes inquietos, que alternan las clases con la cerveza, charlan a gusto y proporcionan un toque juvenil a un barrio antiguo. No faltan, eso sí, los existencialistas convencionales y barbuditos, dotados de un gregarismo de tribu, a pesar de su pregonado individualismo, que acuden cuando pueden a Aux Deux Magots, y contemplan desde la otra acera, en mística actitud, la casa de Sartre. Cuando al anochecer se enciende la luz de una ventana, comentan extasiados: «el maestro trabaja». Y siguen contemplando devotamente. París sin existencialistas sería otra cosa, pero no puede decirse que abunden. Las islas son un muy otro París. La ÎIe de la Cité, cuna del primer París, está llena de 10

monumentos, y basta para distinguirla la prestancia de Nôtre Dame, una catedral tan del siglo XIII como tantas, pero distinta, porque París confiere carácter. No tiene torres. Su fachada, sin muchos adornos, es casi cuadrada y transmite, más que la elevación del gótico, una inmensa serenidad. Se siente la presencia de lo santo sin necesidad de entrar, como por contagio de una bienaventurada paz. Por dentro es, ciertamente, más elevada, más gótica, por más que las columnas cilíndricas delaten una vez más la querencia de lo clásico. París, de San Luis a Napoleón III, es clásico, no puede evitarlo, y no se lo critico. Aunque quien desee vivir el gótico más puro puede visitar la cercana Sainte Chapelle, cuyas maravillosas vidrieras conducen a lo alto con una vocación de pureza inigualable. La inmediata isla de San Luis es más modestita, tiene menos monumentos, pero sus casitas casi de juguete, en sus callejuelas deliciosas, son un monumento en sí mismas. La isla de San Luis es famosa por sus tabernas y cervecerías: en la Taverne d´Alsace he encontrado la cerveza más rica que he probado en mi vida. Como se empipaban los alsacianos gordos y colorados con su bock en la mano. Tal vez Raymond ha bebido un poco más que yo, porque luego, pasado el puente, en el bulevard Saint Germain, se ha sacado la cazadora y se ha puesto a torear los coches. —¡Raymond!, que te va a pasar algo… —¡Soy un toreador! Lo que hace ser hispanista. ¿Hay un estilo parisino? Me lo he preguntado al recorrer ese casi kilómetro de palacios del Louvre, desde el Carré de Francisco I hasta las dos alas Napoleón III de las Tullerías. Cuántos siglos, al menos teóricamente, entre un extremo y otro… Y todo el enorme conjunto es del mismo estilo, como clásica es Nôtre Dame. O clásico es Saint Sulpice o el Arco de Triunfo. París imprime carácter, y por él resbalan todos los siglos. La Tour de Saint Jacques, en el mismísimo centro, junto a Châtelet, allí donde se juntan tantas líneas del metro, donde he de bajarme cientos de veces, y que es referencia para toda la ciudad, no me recuerda a los peregrinos que allí se reunían para hacer juntos el camino de mi Santiago. No es románica, pero tampoco se aprecia el gótico: cuadrada, maciza, simétrica, sin remate como Nôtre Dame, es estilo parisino puro. Y el París París está a muy pocos metros, en la Concordia. ¿Será la plaza más bella del mundo? La gracia de los edificios, presidida por el hotel Crillon y el ministerio de Marina, exactamente iguales y perfectamente simétricos, juega milagrosamente con el obelisco de Ramsés II, tres mil quinientos años más antiguo, con los preciosos jardines, con las dos fuentes y con la Magdalena, que se ve al fondo, justo por el hueco que dejan los dos hoteles: ¡qué bien calculado está todo! La Magdalena es un templo griego de la época clásica, con sus enormes ocho columnas, su frontón y su friso, magníficos, dignos de Fidias, increíblemente edificada por Napoleón, y templo católico, donde se dice misa todos los días. París es un mundo en el espacio y en el tiempo. Aquí cabe todo. Politique El ambiente está más caldeado de lo que suponía, por obra, cómo no, de la política. La 11

Cuarta República ha fallecido, la Quinta está naciendo, y aún no se conoce cómo se va a articular. La gente está dividida, que si De Gaulle sí, que si De Gaulle no. Se lo aceptó esperanzadamente como pacificador de Argelia, pero ahora su papel no aparece claro, a pesar de sus frases engoladas, de las que algunos se ríen. Por supuesto, se ríe «Le Canard Enchainé» y sus lectores, que son muchos. Es fácil imitar su porte entre solemne y teatral, y la gente lo imita con facilidad. La izquierda lo ridiculiza y la derecha lo tiene por traidor. No hay de momento solución para Argelia ni para los dos millones de franceses que viven allí desde hace tres generaciones. Salvarlos equivale a una guerra civil, abandonarlos supone dejarlos en manos de un FLN que no ha tenido inconveniente en matar. Y repatriarlos sería una catástrofe demográfica y económica, amén de una humillación. El diálogo es cada vez más difícil. Argelia, la Argelia francesa y civilizada, el país más europeo de África, está expuesto a un difícil porvenir. Y en la misma Francia hay muchos argelinos, se ven por doquier en las calles y en los barrios, al parecer más que nunca. Tienen algo de quinta columna, aunque se los ve amables y pacíficos. Eso sí, cuando pueden, escriben por las esquinas una pregunta que saca de quicio a los franceses: «Et l´Algérie?». Ayer, la gente que salía del cine se encontró con una de esas pintadas escrita en la acera de enfrente. A muchos se les hinchó una vena del cuello, y docenas de personas se pusieron a gritar: «¡L’Algérie est française!, ¡l’Algérie est française!». Nunca pude imaginar un grupo de franceses tan fuera de sí. Y es que Argelia es un motivo de orgullo nacional. Pase Indochina, pase el Senegal. Pero si se pierde Argelia se pierde Francia. Hasta tal punto ha llegado la efervescencia de los ánimos, que cuando entras en un bar, el dueño te advierte: «Pas de politique» . Y solo cuando le das garantía, te deja pasar. La grandeur de la France y la corriente implacable del anticolonialismo. De momento, no se entrevé la solución, aunque algún día se encontrará tal vez una vía intermedia, y otro día más lejano el equilibrio. Siento que las cosas estén así, pero peor lo hemos pasado en España, y los mismos franceses durante la guerra mundial. Si de algo me sirve la experiencia histórica es para saber que siempre, de una manera u otra, los problemas se acaban resolviendo, no tal vez como quisiéramos, pero sí de una forma a la que, pasado el tiempo, acabamos adaptándonos, por costumbre o por «la force des choses». O porque el problema no era tan excluyente como en principio habíamos pensado. La tensión de la historia no consiste en la eternización de un problema, sino en que, casi siempre, acaba surgiendo un problema nuevo. Hoy, domingo, he recorrido la avenida de los Campos Elíseos de principio a fin. Es tal vez menos grandiosa y solemne de lo que me pareció la primera vez. Tal vez le falte algo, ser más acogedora y menos residencial, más llena de encanto que de esa cierta frialdad oficial que la distingue desde el primer momento. Por otra parte si quiere ser la avenida más seria del mundo, le resta un poco de seriedad estar en cuesta, por poco empinada que sea. Los Campos Elíseos, tal como han sido considerados desde hace dos mil quinientos años, deben ser un paraíso gozoso, un paraíso llano y sin tacha. O, quién sabe, al fondo, está siempre visible, cada vez más cerca, la Gloria, la gloria del Arco de Triunfo que espera como coronación de todas las aspiraciones del mundo, y a la gloria siempre hay que subir. Al cabo, termina el caminante aceptando esta subida llena de 12

sentido y de esperanza. ¡Allá al fondo está el fin anhelado! Cada vez más cerca, cada vez más cerca, y la progresiva cercanía acrece las ansias. El Point Rond es la firme promesa, ese otro point rond que es la enorme glorieta de l´Etoile, constituye la plena realidad. Arriba del todo. Cualquier dirección es hacia abajo: qué supremo acierto. Y en el corazón de aquella altura, el arco triunfal de Chalgrin, enorme, pesado, pero elevado a los cielos, aplomado con toda su gloriosa solemnidad por pilares indestructibles, ornado por altorrelieves en que se funden el ardor expresivo de lo romántico con la serenidad majestuosa de lo clásico. Constituye un símbolo de grandeza ante el que no hay más remedio que rendirse. Es un arco tan enorme, tan alto y tan lleno de soberbia majestad que no cabe más que el homenaje. Se puede subir. No me interesó demasiado el museo, sí la vista prodigiosa desde arriba, en el punto más alto en muchos kilómetros a la redonda, del centro de París. La altura del monumento, cincuenta metros, se une a la altura del lugar, y permite una visión prodigiosa, por encima de todos los solemnes monumentos de esta ciudad. La perspectiva de las doce soberbias avenidas que se abren simétricamente en todas las direcciones del horizonte produce un efecto subyugante, único, quién sabe si en el mundo. El Arco de Triunfo está en el centro del enorme círculo de l´Etoile, y los rayos divergentes de esa estrella, extendidos hasta las lejanías, señalan el centro irradiante de París. Y París queda convertido así, partiendo de este punto, en el centro del mundo. Es un símbolo, ya lo sé, como es un símbolo el de la tumba del Soldado Desconocido, a la que oficiales y particulares llevan ramos de flores todos los días. Pero es un símbolo poderoso, que parece clavado en el centro, como destinado a estar en el centro. Y, sin embargo, he contemplado hoy otra vista más amplia y más cósmica. He subido a la Butte Montmartre, la cota más alta de París, en su extremo norte. Por los alrededores, las «boites» y los clubs nocturnos, más famosos que concurridos. Al pasar por el Moulin Rouge, más pequeño y artificial que otra cosa, me dicen François o Raymond, ya no sé: «aquí es donde vienen los españoles tontos». No me ofende en absoluto. No solo reconoce que no soy tonto —y eso, verdad o mentira, siempre halaga— sino que revela que un centro al que vienen quienes se dejan llevar por el cine y la novelería, no tiene la calidad que los de fuera creen ver: aquí vienen también cientos de americanos, creyendo que si no han visto el Moulin Rouge no han visto París. Se engañan. Aquí ya no cantan Charles Aznavour, Josephine Baker, Edith Piaf o Ives Montand, que ya, si actúan, eligen otros locales más serios y prestigiosos. Pero los turistas buscan «lo de siempre». Hemos pasado por la Place du Tertre, más llena de pintores que de curiosos, aunque estos nunca faltan. Aquí se hicieron famosos Toulouse Lautrec, Utrillo, Braque, Picasso o Juan Gris. Sus sucesores, y conste que no me considero un experto en pintura, no tienen la categoría de los de la «belle époque», y caen en una especie de amaneramiento montmartriano, más artificioso que auténtico. Pero los turistas siguen comprando sus cuadros, simplemente porque están pintados en la place du Tertre, y por eso se mantiene el negocio. La fuerza del tópico, del lugar común, sigue gravitando en nuestros tiempos como en aquellos que hicieron famosos a los famosos. Llegamos al Sacre Coeur no por el funicular, sino por la larga escalinata, que es más auténtico. Estamos en el punto más alto de París. La basílica bizantina de mármol blanco también cabe en el espíritu múltiple de esta ciudad que todo lo acoge. Por fuera es 13

original y esplendente. Por dentro no deja de ser un buen templo, aunque parece más frío. Aquí late el espíritu de los primeros mártires de París —Mons Martyrum— que tanto inspiró a muchos peregrinos y que señaló el retorno a la fe de Manuel García Morente, en uno de los episodios más conocidos de la crisis de conciencia española a raíz de la guerra civil. Otros muchos habrán recobrado la fe con el aliento de los mártires. Desde lo alto de la escalinata, París entero se ofrece como un océano inmenso, cuyos límites no se pueden adivinar en las últimas lejanías del horizonte. Aquí y allá se levantan, identificándose por encima de la incontable muchedumbre, aquellos edificios más descollantes: Nôtre Dame, llena de gracia, el Panteón y los Inválidos, con sus cúpulas verdosas, San Sulpice, con sus altas y desgarbadas torres, el Arco de Triunfo, desde aquí apenas entrevisto, Saint Jacques, que sirve para identificar el Louvre, los palacios, las iglesias, los parques, también —casi una sorpresa— las enormes, altísimas chimeneas de las fábricas levantándose en el horizonte más allá de Montparnasse, y, por supuesto, la estrepitosa Torre Eiffel, allá en una esquina, un poco avergonzada, como una jirafa en una reunión de alta sociedad, pero amable al mismo tiempo, porque su vieja silueta, que hoy cumple sesenta años, se ha consustanciado con la propia silueta de París, se ha hecho insustituible y querida. París, desde aquí, es un panorama de infinitas sugerencias, de seis millones de sugerencias, de seis millones de latidos por segundo, de seis millones de anhelos simultáneos que dentro de sus casas y sus avenidas, y sus jardines, y sus cabarets, y sus iglesias, y sus centros artísticos, culturales, científicos y mundanos, viven, se agitan, se relacionan y se multiplican. Solo así, contemplado en un único y simultáneo golpe de vista, es posible concebir toda la grandeza innumerable de París que vive, sin que unas vidas nada sepan de otras, pero todas se entrelazan no se sabe cómo en ese abrazo invisible e inmenso que siento, como un torbellino de pasiones multiformes que sobrecogen, palpitando a mis pies.

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2. DEL NOROESTE DE EUROPA

El patrón de los burgueses El Niederhein, el Bajo Rin, atraviesa anchuroso, cosa de cuatrocientos metros, la llanura verde de prados y bosques. Viene de cruzar mil kilómetros de sur a norte, pero aquí, en una curva tan majestuosa que no se adivina a simple vista, se desvía hacia el oeste para adentrarse en Holanda. Y allí, casi no se sabe cómo, desaparece. Por lo menos es una verdad como un templo que en la costa holandesa no desemboca ningún río que se llame Rin. La corriente, tan poderosa, definitiva, que cruza frente a Xanten o Kleve, se divide, pasada la frontera, en una serie de brazos perezosos, entre los cuales se cuentan, por su fama, el Waal y el Lek. Aquí, en el borde de Renania-Westfalia, el Rin conserva su fuerza magnífica, su corriente poderosa, a pesar de haberse convertido plenamente en un río de llanura; también su sugerencia de viejas leyendas europeas de castillos, de ninfas, de gigantes, de nibelungos… Que no en balde pretende la tradición que Sigfrido era de Xanten. El río de Europa, se ve surcado ahora por una incesante muchedumbre de lanchones negros cargados de mercancía, y deslumbrantes barcos blancos de turismo, para cuyos potentes motores la corriente de cuatro o cinco nudos significa muy poca cosa. Aquí, a diferencia de lo que ocurre no demasiado lejos, aguas arriba, en Bonn, Colonia, Düsseldorf, Duisburg, las orillas están casi desiertas. No se divisa ninguna población, dicen que por el peligro de las riadas. El Rin, antiguo y majestuoso, sigue su camino, muy consciente de su papel, indiferente a las precauciones de los hombres. Solo encontramos una especie de chiringuito, sencillo y limpio, en que una cerveza, frente a la corriente y a la historia, semeja un placer de dioses, cuando menos de Wotan o de Donner. Pocos kilómetros tierra adentro, digámoslo así, Xanten se presenta con todos los ingredientes de una pequeña ciudad: comercios, calles bien urbanizadas, centros de recreo o culturales, pero también con sus recovecos, sus pequeñas plazas y sus casitas de colores, casitas de juguete, que parecen salidas de un cuento de los hermanos Grimm. En los pueblos alemanes es difícil distinguir las casas antiguas de las modernas o reconstruidas después de la guerra. Todo es o parece igual a como era desde hace mucho tiempo. Una de las más prestantes es la Gotisches Haus, o casa Gótica, con su fachada escalonada y sus altas ventanas rasgadas, sede hoy de un restaurante bastante caro; pero no es seguro que sea más antigua que las demás. Casitas de colores. En Xanten, como en tantas pequeñas ciudades de esta zona, no hay otro edificio de piedra que la sólida 15

catedral de Skt. Viktor, casi una fortaleza, con dos anchas torres laterales que parecerían castillos si no estuviesen coronadas por sendas agujas. La mole de la catedral lo domina todo y lo protege todo. Impone en su interior un enorme púlpito de madera, profusa y primorosamente esculpido, que parece constituir característica de toda esta zona, aunque pocos de los que he visto hasta ahora le llegan a este. Y, como es costumbre también, unos preciosos retablos en tríptico, que se abren como un gran libro, se apoyan en cada columna, y enseñan preciosas tablas con pinturas del Renacimiento. He dicho que en Xanten no hay otros monumentos de piedra que la catedral, y he mentido. En las afueras de la ciudad, hacia el otro lado, el norte, se conservan emocionantes ruinas romanas. Un despedazado anfiteatro, mayor tal vez que el de Itálica, pero más despedazado todavía —ahora, el parecer, en reconstrucción— se ofrece en todo su patetismo, y no muy lejos meditan los restos de un bellísimo templo con sus columnas de mármol, sus frisos y su entablamento, más hermoso, quién sabe, en su patética desolación, que cuando estaba lleno de vida: las ruinas son lo que queda de la Colonia Ulpia Traiana. Me dicen, y me lo creo, que no existe otro anfiteatro más al norte: y no deja de ser admirable que los romanos, que establecieron una fortaleza en las faldas del Mont Blanc (Chamonix, Campus Munitus) o que nos dejaron un órgano de agua en Acquincum, cerca de Budapest, o unas termas en lo que sigue siendo un balneario británico, Bath, levantaran estas espléndidas edificaciones en la patria de Sigfrido. Nunca se sabe, realmente, hasta dónde llegaron los romanos. Por cierto que muy cerca del Parque Arqueológico se cruzan, muy rectas, la Trajanstrasse y la Siegfriedstrasse. Parece que el emperador trianero y el héroe del cantar de los Nibelungos —y de la Tetralogía de Wagner— se entienden perfectamente, o cuando menos son capaces de cruzarse entre sí sin estorbarse lo más mínimo. Pero a donde vamos realmente es a Kevelaer, un poco más al oeste, cerca de la frontera holandesa. Nos dicen que es un famoso lugar de peregrinaciones. Debo confesar que hasta ahora no tenía la menor idea. A Kevelaer lo consideran el «Lourdes del Norte». Qué poco nos suena el nombre a los del Sur. Es un pueblo pequeño, de color rosado y talante acogedor, entre bosques y prados, rodeado de amplios parques. Varias torres se levantan airosas en medio del caserío, y si busco entre ellas el templo que guía las peregrinaciones, no acierto. Pero nada más fácil que dar con esta hermosa capilla hexagonal que preside una aún más hermosa Virgen, que se ve ya desde fuera, porque la puerta dispone de un amplio mirador transparente para cuando los peregrinos no caben en el templo. Y digo que es fácil llegar, porque todas las comitivas van en la misma dirección, y constituyen para quien no conoce el camino una guía que no falla. La capilla se alza, entre humilde y graciosa, junto a un parque bien arbolado. No tarda en llegar el primer cortejo de romeros, precedido de una cruz alzada, estandartes, monaguillos de rojo y blanco, sacerdotes, y enseguida las autoridades del pueblo correspondiente, con sus insignias y respetables trajes negros. Todo es seriedad, recato, orden absoluto, y algún cántico o bisbiseo discreto de oración. Nada recuerda a las concentraciones masivas de Lourdes, los altavoces, la variedad de las gentes. Aquí predomina la discreción, matizada por una seriedad muy especial. Hoy por lo menos se adivina que vienen peregrinos de distintos pueblos, presidido cada uno por sus respectivas autoridades. Tienen muy bien calculado el tiempo, entran a su hora en la 16

capilla, rezan y cantan, presentan una ofrenda, se despiden devotamente de la Señora y dejan su lugar a otra peregrinación. Vienen de Alemania, Bélgica, Holanda, siempre discretos y ordenados. La advocación de la Virgen es «Consolatrix Aflictorum», y parece que consoló a muchos en los terribles tiempos de la guerra de los Treinta Años, en épocas de peste y otras calamidades. Se cuentan numerosos milagros y curaciones. La Virgencita deliciosa de Kevelaer no tiene por qué ser menos efectiva a la hora de ayudar a la gente que la de Lourdes, u otra cualquiera. Al fin y al cabo, no cabe la menor duda de que siempre se trata de la misma: aunque nadie sería capaz de contar todos sus nombres. ¿Cómo empezó esta devoción? Las crónicas cuentan que a un burgués se le apareció una vez la Virgen María, y le pidió que le edificase una capilla a sus expensas. El burgués dudó. No fue la suya una duda de fe, sino de convencimiento, o más bien de voluntad. Y por de pronto no hizo nada. Algún tiempo más tarde volvió a aparecérsele la Virgen, solicitando el mismo favor. Esta vez la preocupación del burgués fue mayor, pero decidió esperar. Y vino la tercera aparición, que le conturbó en gran manera. ¿Qué hacer? Decidió consultar el asunto con su mujer. —¿Cómo, que has soñado que se te aparecía la Virgen? ¡Pero si yo he soñado también que se me aparecía, y pedía que le edificaras una capilla a tus expensas! —¿Y cómo era la Virgen? —Era una mujer joven y hermosa, de cabellos castaños, hábito blanco y manto azul. —¿Y que llevaba en la cabeza? —Una corona dorada con una cruz encima. Todo coincidía... Y sigue contando la crónica: «Entristecióse sobremanera el burgués, al darse cuenta de que la aparición había sido verdadera y tendría que edificar la iglesia...». ¡Toma, el burgués! Si hubiese sido un humilde pastorcito, la cosa no hubiera ofrecido problema. Los pastorcitos, no se sabe cómo, consiguen enseguida que alguien les edifique el templo: y todo hubiera salido bien. En cambio, nuestro hombre estaba destrozado porque en la construcción de la iglesia tendría que gastar su ahorros de muchos años. ¡Pero la hizo! Vaya si la hizo, y bien hermosa que quedó, y cuántos afligidos fueron consolados en aquel lugar desde entonces. No sé cómo se llamaba nuestro hombre, pero yo pienso que deberían declararlo patrón de los burgueses. Cuento de Brujas Las autopistas europeas poseen la inmensa ventaja de que por ellas es fácil llegar a todas partes. Qué lejos estamos, a fines del siglo XX, de aquellos viajes interminables de Carlos V, que para recorrer estas tierras necesitaba días enteros y malas noches. Como que, según los minuciosos recuentos de Foronda, durmió en 3200 camas distintas. Por su parte, las autopistas tienen el inconveniente de que desde ellas no se ve nada. El episodio de un árbol caído, un mesón, un borrico arrastrando una carreta, es absolutamente desconocido. Pero tampoco se cruzan pueblos, no se ve el mar, no se sabe si lo que se atraviesa es río o canal, no es posible el saludo ni siquiera la contemplación. No existe el paisaje, u ocurre como si no existiera. La velocidad no deja ver, pero mucho menos 17

dejan ver los deflectores de sonido, que, para no molestar a los vecinos, se levantan a un lado y otro hasta dos o tres metros de altura. En más de dos horas de camino por las bajuras de los Países Bajos no he visto una vaca holandesa, ni un molino de viento: es esta una carencia de cosas que hasta me hace sentirme molesto. En casi trescientos kilómetros de recorrido por la zona más densamente poblada de Europa, puedo decir que no he visto siquiera una casa. Ni aún puedo decir en que país estoy, porque no existen fronteras ni aduanas, no es preciso detenerse en ningún sitio, y hasta la única referencia posible, el idioma de la señalización de la ruta, no me sirve de gran cosa, porque no sé distinguir el neerlandés del flamenco: y menos a ciento treinta kilómetros por hora. La ventaja de las autopistas, no hay más remedio que admitirlo, es la rapidez y la facilidad. En esas dos horas y pico es posible atravesar cuatro países distintos, cada cual, eso sí, con su lengua. Cosas de nuestra entrañable Europa: todo cerca de todo, y docenas de idiomas. Qué contraste con América, donde las distancias son de miles de kilómetros dentro del mismo país, y se pueden recorrer varias o muchas naciones sin cambiar de lengua. Al fin se entiende la gran señalización: BRÜGGE, Puentes; los españoles, por curiosa analogía fonética, decimos Brujas. El nombre no ha sido inventado por capricho, como que durante casi dos siglos Brujas fue de soberanía española. Y solo al llegar el viajero descubre que la aventura merece la pena. Brujas tiene una sugestión especial. Uno se la imagina, porque ya sabe algo, como un país de hadas. Y efectivamente, es un país de hadas, que no de brujas, con sus casitas de juguete, como uno se figura que eran las casitas en los tiempos infantiles (o en los tiempos bajomedievales), con sus instituciones comunales, sus síndicos y sus gremios. Brujas es sin duda una de las ciudades mejor conservadas de Occidente. Casi nada ha cambiado o no parece haber cambiado allí desde el siglo XV, sin que por eso sea una ciudad petrificada o en ruinas. Su secreto está, como suele ocurrir en tales casos, en la historia que tiene que contarnos, que es, eso sí, una historia muy peculiar. Brujas se desarrolló, lo mismo que tantas otras ciudades, en la Baja Edad Media, cuando sus habitantes adquirieron una especial destreza en el arte de tejer paños. Unos ciudadanos los elaboraban y otros los vendían por ahí adelante, como en otras partes también. Y como en otras partes también, con la crisis del siglo XIV, los comerciantes se enriquecieron más que los artesanos. Comenzaron los censos, los préstamos, las hipotecas, el Verlag y el Domestic System. Los negociantes eran menos, pero más ricos, y llevaban las de ganar, como en todas partes en aquellos tiempos, y en otros más recientes. Hasta que un día sobrevino un movimiento que fue la excepción de una regla que tendía a imponerse en casi toda Europa: los artesanos eran más pobres que los negociantes, pero más numerosos, y esta vez ganó la fuerza del número. Hubo una sublevación, y los gremios se hicieron dueños de la ciudad, reorganizaron su status, levantaron soberbias torres comunales como símbolo de su dominio conjunto, y convirtieron a Brujas en el primer centro textil del mundo. Los paños de Brujas fueron apreciados en Francia, en Alemania, en Polonia, en Suecia, en España: todos venían a comprar, y aquellos géneros se vendían por su fama en las grandes ferias periódicas de Occidente. Todos eran ricos, pero nadie demasiado rico. En Brujas no hay grandes monumentos privados, nada que se parezca a un suntuoso palacio particular. Solo se levantaban 18

soberbios edificios comunales o corporativos, y magníficas iglesias. El resto, casitas de juguete, limpias y cómodas, ni suntuosas ni miserables, sin otro motivo decorativo que las fachadas escalonadas a dos vertientes, pintadas de blanco, de rojo, de sepia, de color limón. Ninguna o casi ninguna parece superar o pretender superar a las demás. Todas esbeltas, gratas a la vista, de tres pisos, con ventanitas góticas de lo más airoso: en el primero, tres ventanas, en el segundo dos, y en el tercero, que no hay espacio para más, una. Cuántas casitas de juguete, todas muy parecidas, ninguna idéntica a la otra. Brujas fabricaba y vendía a la vez, medio mundo le compraba. La situación se mantuvo durante cosa de siglo y medio; pero no pudo perdurar por tiempo indefinido. Las condiciones creadas por los descubrimientos geográficos y las grandes navegaciones de ultramar, los circuitos universales, la économie-monde que dice Chaunu, el capital, el crédito, la bolsa, las operaciones mercantiles a gran escala tenían que acabar predominando sobre la economía familiar y honrada de los gremios, en la que (cuántas veces se ha dicho, hasta convertirse en tópico, pero no en mentira), nadie podía hacerse rico y nadie podía hacerse pobre. La nueva economía favorecía especialmente a los grandes puertos, y Brujas, cegados por entonces sus modestos canales, tenía una mala salida al mar. Luego nacería Zeebrugge, pero un poco tarde, convertida hoy en base naval belga. Tampoco disponía de grandes capitales acumulados, ni de la suficiente experiencia en el tráfico a larga distancia. En el siglo XVI quedó oscurecida por Amberes, ciudad de acaudalados comerciantes que sabían reinvertir bien sus beneficios; en el XVII por Amsterdam, el ombligo financiero del mundo. Desde entonces, Brujas se mantuvo como una villa artesana, que trabaja con esmero, que por eso mismo no muere, pero que tampoco ha sabido situarse en el centro de la corriente de los tiempos. Hasta que otra corriente, la del turismo, ha venido a revalorizarla a fines de este siglo. Prácticamente nada ha cambiado en Brujas desde 1500, pero se mantiene admirablemente bien parecida, admirablemente conservada o, cuando ha procedido, admirablemente bien restaurada. Es una ciudad museo, pero un museo cuyas piezas están vivas, bullentes, vencedoras de todas las edades. Impresiona el Market, con su torre inmensa, símbolo de la potencia de las corporaciones; o el Burg, con su espléndido ayuntamiento —este sí que es un verdadero palacio, pero no de reyes ni de señores— y su sala gótica, de un flamígero sobredorado y recargado al máximo, que quiere ser una expresión de orgullo y sobre todo de prosperidad. O la iglesia de Santa María, donde se conserva en mármol una Virgen con el Niño, de Miguel Ángel (¿quién la esperaría aquí?), sin la fuerza de expresión de otras obras suyas, pero dotada de una peculiar serenidad, especialmente en el rostro de la Señora, que recuerda de modo invencible, pero esta vez sin dolor, a la Pietà. O la Iglesia del Salvador, donde he visto el púlpito más enorme, recargado y difícil de tallar que recuerdo (más que el de Xanten, hay que admitirlo). Tierra es esta de extraordinarios púlpitos, no sé si de extraordinarios predicadores; y retablos que son una maravilla de dulzura y amabilidad, propia del país de Van Eyck y de Memling, que tiene aquí su propio museo. Pero Brujas posee quizá su mayor encanto en sus casitas pintadas, en sus plazoletas, en sus barrios típicos —hay uno de los españoles, que fueron buenos clientes, pero no distintos a los demás—, en sus carillones que componen encantadoras melodías, y en sus 19

canales, que cruzan las traseras de las casas, y quizá por eso mismo no son tan hermosos como las calles, pero permiten ver de lejos algunos de los mejores monumentos, y ofrecen pequeños desembarcaderos particulares a estilo veneciano. He podido navegar por alguno de estos canales, acompañado, por supuesto, de numerosos turistas con explicaciones políglotas. A veces es preferible coger un barquito en vez de andar hasta un lugar lejano que vale la pena. Brujas no es un país de brujas, sino un país de hadas. Un país de hadas que no es Disneylandia ni tampoco de cartón piedra, sino de piedra de verdad, tal como lo era en los tiempos de la Lonja, y de las urcas, y de los gremios y guildas, y de los jubones rojos y verdes. Solo vienen a estropear el cuadro los turistas con sus atuendos estrafalarios y sus cámaras. Pero son necesarios. Tan necesarios, como que yo mismo, para vivir por unas horas el encanto de Brujas, he tenido que convertirme en turista. Amsterdam, dureza y belleza A Amsterdam es inevitable llegar con prejuicios. Uno, desde mucho tiempo antes, ha oído y ha leído testimonios y leyendas de Amsterdam como ciudad especialmente dura y agresiva, sobre todo por la extensión que aquí ha cobrado el contrabando de armas, el negocio y uso fácil de la droga, del sexo, de la prostitución a ultranza, de la homosexualidad convertida en gloria y espectáculo público, por la potencia de los centros del crimen organizado, y unas cuantas cosas más, que a un español educado en las que antes se llamaban buenas costumbres puede escandalizar en un cierto grado. También es sabido que Amsterdam es una ciudad culta y bella, cuajada de museos, jardines, salas de conciertos donde es posible escuchar a una de las orquestas más famosas de Europa, y encontrar los mejores legados de la historia, del refinamiento, del arte, de la literatura y del más alto talante intelectual. Y todo eso merece su condigna valoración; aparte todo ello, tiene el privilegio de poseer una estructura urbana sorprendente, tal vez única en el mundo. Prescindamos de todos los prejuicios, y dispongámonos a ver y a palpar la realidad. La realidad siempre guarda algo capaz de sorprendernos, por mucho que nos hayan hablado de ella antes de experimentarla. Por de pronto, tenemos suerte, y podemos aparcar no muy lejos del Mercado de las Flores, el Bloenmarkt. A lo largo de los andenes de un canal, el Singel, se alinean puestos, unos en la acera o en la calzada de una calle sin tráfico, otros en barcazas flotantes acoderadas al muelle. Da lo mismo pisar tierra que madera flotante: todo son flores: muchos tulipanes, por supuesto, trescientas o más clases distintas de tulipanes, quizá como no se pueden encontrar en ningún otro lugar del mundo; pero también rosas, camelias, hortensias, gladiolos, dalias, crisantemos, lirios, claveles, geranios, margaritas, violetas y no sé cuántas clases de flores más, cuyo nombre no conozco, ni falta que me hace. Hay ejemplares del Lejano Oriente, y no sé de cuántos sitios exóticos. Uno no es botánico ni sabe distinguir, solo dejarse embriagar de aromas y de colorido, en un recorrido algo así como de un kilómetro. Nunca pude imaginar que pudieran verse juntas tantas y tan variadas flores, la mayoría de ellas carísimas. Pero la contemplación de toda esta belleza es absolutamente gratis. Qué forma tan reconfortante de estrenar la visita a Amsterdam. 20

Por el momento nos alejamos del centro para visitar a buena hora el Rijks Museum. Está más allá de un puente, en una hermosa explanada, y luce una bien equilibrada arquitectura en que se mezclan con sabiduría el neogótico y el neorrenacentista, obra de un ponderado arquitecto, Peer Kuypers. La pintura que encierra no es tanta como suponía (cuántas cosas supone uno antes de conocerlas), pero la calidad compensa con creces la cantidad. Faltan los primitivos, falta Van Dyck, falta Rubens. Casi se puede adivinar: faltan los católicos. Pero allí están varias de las obras maestras de Rembrandt, entre ellas la llamada Guardia Nocturna (que ni es guardia ni aparece de noche, cosas del tenebrismo), los Síndicos, y varios introspectivos autorretratos. Rembrandt no se admiraba, que se sepa, a sí mismo, ni se refugiaba a sí mismo, pero gustaba de representarse: quién sabe si hacerlo permite conocerse mejor. Debe tener cuarenta o cincuenta autorretratos, muchos de los cuales, quizá los mejores, están aquí. Por la finura del pincel, el dominio de las luces y las sombras, la maestría en la representación de la profundidad, como que sus cuadros parecen realizados en tres dimensiones, y la penetración casi sobrenatural en el alma de los personajes, Rembrandt es para mí, con Velázquez, la cumbre del arte de la pintura, y hoy he disfrutado con su obra quizá como nunca. A su lado, Franz Hals es otra cosa, más burlón o más retratista de burlones, holandeses gordos, colorados, bebedores de cerveza, felices y prósperos como ellos solos: a los que todo sale bien, y eso tanto ellos como el pintor lo saben. Pero qué poderosos y opulentos retratos los suyos. Y en un estadio intermedio se encuentra Van der Helst, menos profundo y psicólogo que Rembrandt, menos expresivo que Hals, pero sincero y preciso, admirable dominador del retrato en grupo, esa especialidad de la pintura holandesa del XVII, en que cada personaje no puede ser otra cosa que él mismo. Pero el cuadro no tiene sentido si no se considera la relación de circunstancia creada por el conjunto. También encanta un cuadro de Vermeer, La lechera; no es bello, como otros, el personaje: lo es la pintura y la luz sobrenatural que todo lo envuelve en pasmosa serenidad. Por lo demás, en el Rijks hay mucho mobiliario de época, muchos objetos de arte menor, dignos de admirarse por sí mismos, si no estuviesen al lado de espléndidas pinturas. No mucho más lejos se encuentra el Concertgebouw, un edificio menos espectacular que el Rijks, pero tan clásico y armonioso como él, y en su interior una mezcla, conseguida o no, de clásico y moderno, con el privilegio, con lo poco que he podido apreciar, de una acústica como tienen pocas salas del mundo; sede también de una de las orquestas más depuradas y biensonantes de Europa y sus alrededores, que hubiera deseado con ansia poder escuchar precisamente aquí. No todo es posible, ni siquiera en Amsterdam, donde dicen que son posibles todas las cosas. Regresamos al centro cruzando calles y canales: una calle, un canal, una calle, un canal, una calle, un canal, así hasta ocho veces, si no he contado mal: cualquiera sabe, porque uno pierde la cuenta. A Amsterdam le llaman «la Venecia del Norte» Me molesta esta manía de comparar. Tanto Venecia como Amsterdam están cruzadas por multitud de canales, pero se parecen menos que un huevo a una castaña. Son radicalmente distintas, incompatiblemente distintas. Venecia es un dédalo de callejuelas y estrechos canales. Todo es deliciosamente estrecho y curvo. Hasta el Gran Canal tiene forma de S, y se lo encuentra uno de nuevo donde menos lo espera. La personalidad de Venecia es 21

inimitable. La de Amsterdam también. Las calles de la capital holandesa son amplias y rectas. Los canales son igualmente amplios y rectos. Lo que caracteriza a Amsterdam es justamente la regularidad y la simetría. Cierto: tanto las avenidas como los canales tuercen cada varios cientos de metros: pero aquí no hay curvas, sino quebradas abiertas y absolutamente regulares. En virtud de un principio planificador cuyos orígenes desconozco, el plano de Amsterdam dibuja un hexágono perfecto. Una vista aérea de la ciudad sorprende por su asombrosa geometría: como que un trazado urbano como este no se encuentra en ninguna otra ciudad del mundo. Cada hexágono encierra otro hexágono más pequeño, ese otro, y así sucesivamente hasta llegar al Dam, el dique central en que se creó la ciudad, y donde se encuentran el palacio real y el monumento a la nación, equidistante de todos los lados del hexágono, y rematado por un esbelto obelisco. La geometría solo se rompe más al Norte, al encontrarse con el curso del Amstel, el enorme río-canal que une el Zuyderzee con el mar del Norte, y donde atracan los grandes barcos. Pero también el Amstel, de donde viene el nombre de la ciudad, refuerza la geometría, porque es en un centenar de kilómetros perfectamente recto. La alternancia es otra forma de regularidad: una calle, un canal... Pero los canales a su vez son calles. Tienen aceras, por las que es fácil pasear a la vista del agua, y hasta hay canales por cuyas orillas se circula en bicicleta: cómo no, esas bicicletas que son institución privilegiada en Amsterdam. También hay escaleras para bajar al agua y pequeños embarcaderos. Muchas casas conservan los enormes garfios que permitían subir a los pisos las mercancías desembarcadas directamente desde el canal. Estos garfios me resultan un tanto tétricos, quizá como efecto inducido por la lectura de La muñeca ahorcada de Mac Lean. La imaginación también juega y a veces traiciona la vista. La verdad es que los canales no solo son calles sino que casi siempre superan a las calles sin canal en vistosidad y elegancia: permiten, por supuesto, gracias a la anchura, una extraordinaria perspectiva. Las casas son hermosas, casas de burgueses acomodados, a veces opulentos, pobladores de aquel Amsterdam feliz, al que, sí, todo le salía bien, y al que debía dinero medio mundo. Me dicen que las casas son estrechas porque el municipio cobraba por cada pie de fachada. Cobraría lo suyo, pero los amsterdameses tenían florines suficientes para pagar. En Brujas no hay más de tres ventanas por piso a la calle en las viviendas particulares; en Amsterdam hay casas con hasta seis ventanas por piso. Por lo general, son cuatro. Ventanas altas y airosas, tejados escalonados a dos vertientes, coronados por el «cuello» en forma de botella o de campana: el cuello es uno de los distintivos de Amsterdam. Casas blancas, rojas, verdes, amarillas, negras: no he visto tantas fachadas pintadas de negro como en Amsterdam, como si se tratara de una severa advertencia. Todas distintas de color y de traza, todas, al mismo tiempo, muy características. Aquí todo es tipismo, pero un tipismo prestante y bien entonado, sin llegar a la pretenciosidad: porque esta ciudad, aunque residencia real, no es principesca, sino burguesa, poblada de burgueses ricos y felices, que solo necesitan realizar una ostentación discreta de su poder. El Herengracht y el Keysergracht son posiblemente las dos calles-canales más elegantes. Pero da gusto pasear por todas. Cuidado, eso sí, con las bicicletas. No sé si las bicicletas son o no símbolo de la buena burguesía, pero lo cierto es que son las dueñas y señoras de Amsterdam. Ya lo sabía, ya me lo habían advertido, pero he estado varias veces a punto de meter la pata. En 22

Amsterdam las bicicletas tienen preferencia sobre los peatones. Hay que apartarse para dejar paso a una bicicleta, y si uno no lo hace a tiempo, lo apartan a timbrazo limpio o con gritos indignados. Cuentan que una buena señora fue arrollada una vez por una bicicleta: se partió una pierna, tuvo que ir al hospital, donde estuvo ocho días ingresada, y después pasó cuatro meses de recuperación. Y encima tuvo que pagar una multa por «atropellar a una bicicleta». Es difícil que a uno le atropelle solo una bicicleta, porque son multitud, y van en manada a buena velocidad, como dicen que iban los bisontes en estampida. En Amsterdam hay dos millones de bicicletas, algo así como el doble de sus habitantes, tal vez por manía coleccionista, tal vez por si una se estropea. La bicicleta, reconozcámoslo, es una auténtica necesidad en una gran ciudad en la que está casi totalmente prohibida la circulación de automóviles, y apenas hay otro medio de transporte público que los trolebuses. Al final, en el centro geométrico, que no en el centro geográfico, porque el Amstel lo corta todo, se encuentra la plaza del Dam, el dique en que nació esta ciudad, y que le defiende de las avenidas del río. El palacio real, donde ahora no reside la reina, es antiguo, oscuro y airoso, pero no constituye, diría yo, una joya arquitectónica. La plaza, especialmente en la zona del monumento a la liberación, está densamente ocupada, no tengo más remedio que añadir afeada, por colonias de hippies desgreñados, desharrapados y poco lavados. Me atrevo a decir también que se trata de una especie a extinguir, digna de un zoológico, y que ya se ve poco por el mundo en estos tiempos de fin de siglo, pero que en Amsterdam sigue siendo un colectivo que resiste por fidelidad a una vieja tradición. Antes eran «provos», muy activos y agresivos; ahora, cuando la gente está ya aburrida de provocaciones y no les hace ni caso, se limitan a estar, a vegetar sentados en las gradas o en el suelo, silenciosos, sin pensar en nada, si es que son siquiera capaces de pensar en algo. Total, que el histórico Dam, más sucio y oscuro que el resto de la ciudad, es una vieja reliquia que no vale la pena. Y es una pena que no la valga. Cerca esta la catedral. Amsterdam, calvinista. Calvinismo compatible con el negocio, siempre que se reinvierta más que se disfrute. No sé si los amsterdameses gordos, colorados y felices disfrutaban más que reinvertían, pero así es esta ciudad hermosa y alegre. Y catedrales calvinistas, tan bellas como frías y desoladas, esta lo mismo que la de Ginebra. Por cierto, la Njeuwe Kerke posee un órgano magnífico de poderosa nobleza. Está anunciado un concierto para esta tarde a las ocho, y como el organista ensayaba piezas de Bach y de César Franck, la visita ha durado más de lo previsto. También hay iglesias católicas, como la de san Nicolás, dotada de otro soberbio órgano que se tapa y se destapa como un joyero. En otro tiempo el culto católico estuvo rigurosamente prohibido, y era preciso celebrarlo a escondidas, como en la época de las catacumbas. No sé cuándo empezaron a cambiar las mentalidades. Lo único cierto es que Amsterdam ha acabado por convertirse en la capital mundial de la tolerancia, y que se siente orgulloso de su condición. Bendita sea la tolerancia, y bendita sea la libertad, me apresuro a decir. Lo que pienso, y me juzgo con derecho a pensar, que por algo se proclama la libertad de pensamiento, es que puede ser inconveniente pasarse de la raya si quieren evitarse consecuencias indeseables. Muy cerca de donde estoy se encuentra la calle en que las prostitutas son exhibidas en los escaparates, no sé si con o contra sus 23

deseos, tal vez contra. También en muchos cofeeshops se puede adquirir droga sin el menor inconveniente legal. No faltan lugares en los que es posible negociar un buen asesinato sin dejar el menor rastro. El contrabando de armas está tan generalizado como el contrabando de drogas. Amsterdam es, que yo sepa, la única ciudad del mundo en que existe un monumento a la homosexualidad, como también existe otro al «pequeño tunante», que imagino parecido a Oliver Twist, y casi tan simpático como él. Ignoro si existió de verdad. Busco, porque estoy seguro de encontrarlo, otro monumento a Thyll Eulenspiegel, el eterno burlón que se reía del mundo entero, pero no lo hay, y me dicen que el personaje ni era flamenco. Yo me lo imaginaba desde siempre en Amsterdam. Por lo menos hubiera merecido haber nacido aquí. Contrabando, drogas, sexo al por mayor, culto a la homosexualidad, hippies, hasta bicicletas agresivas a las que se conceden más derechos que a los humanos corrientes, hampones de mala vida: quizá para un español educado en un mundo de valores más bien tradicional, hay cosas que, sin escandalizarle, porque hoy ya no escandaliza absolutamente nada, no le gustan demasiado. Pero qué injusticia si juzgáramos a Amsterdam solo por todo eso. Ahí están el órgano, Rembrandt, las casas de colores con escalones y cuellos, el Concertgebow, las flores del Singel, las torres agudas, los carillones y los maravillosos relojes dorados. Amsterdam no es la capital del mundo, pero es hasta cierto punto un símbolo del mundo, con todo lo deseable y lo indeseable que habita en su infinita variedad: en ese sentido constituye casi casi el centro del mundo. Dicen, y con cierta razón al menos, que si construimos un globo terráqueo de cartón y forramos los continentes con láminas de plomo, el globo irá rodando hasta descansar justamente en Amsterdam. Imagino que por algo será (y como el propio mundo tiene problemas, ese es su problema). La catedral de Colonia Renania, corazón de Alemania Occidental y corazón de Europa. Un corazón que late con fuerza, eso se advierte a primera vista, y produce, en su conjunto, una sensación de vida reconfortante. Aquí se alcanza la máxima densidad de autopistas, y también, aunque las autopistas no permitan verla, la máxima densidad de población del continente. Solo de vez en cuando, entre los enormes árboles copudos, se divisan las fábricas. Son fábricas brillantes como el cristal y el aluminio, poderosas, llenas de energía, pero en absoluto amenazadoras. No despiden bocanadas de humo negro ni se escucha su ruido. Quedan lejos los tiempos en que Düsseldorf y Manchester competían entre sí sobre quién tenía más chimeneas, o quién arrojaba más humo a la atmósfera. Los hombres de hace cien años no tenían la menor idea de lo que es la contaminación, y se gloriaban del progreso a costa de sus pulmones. Ahora lo que se piensa y lo que sucede es una cosa muy distinta. Estas fábricas se combinan tan bien con los bosques que a veces se confunden casi con ellos. Fábricas limpias y ciudades limpias y cuidadas, aunque las ciudades apenas se descubren hasta que sale uno de la vía principal y se acerca a ellas. Colonia es una excepción, desde el momento en que se descubre, no la urbe, sino la catedral, desde muchos kilómetros antes de llegar: es justamente lo único que se descubre desde muchos kilómetros antes en esta parte de Alemania. Las torres se 24

levantan gloriosamente por encima de los bosques y de las fábricas. El espectador queda avasallado desde el primer momento por la enormidad de estas torres. Y ahora que las tengo delante, me tiene sin cuidado que las hayan terminado en 1874, si cumplen a la perfección el plan con que fueron proyectadas: lo importante no es la fecha, sino la belleza en sí y la fidelidad al espíritu de quien las pensó. Y uno hubiera jurado que estas torres son del siglo XIII y no del XIX; no solo por el sentido que las informa, sino por la pátina que las cubre. Son torres negras como el carbón, no se si por el humo de otros tiempos o por los tubos de escape de hoy: lo cierto es que parece haberse posado en ellas el polvo de todos los siglos. Tienen, tal como están, un cierto encanto otoñal y decrépito que, quién sabe, tal vez convendría conservar por mor del sabor de lo antiguo, pero pienso que un buen lavado de cara no les vendría mal; y para eso nada mejor que el agua de Colonia. Torres robustas, tan anchas, que una casi no deja lugar a la otra, y crecen como pegadas. Es más, vistas desde abajo, hasta parecen curvas, convergentes, tal es el efecto óptico que producen. Y al mismo tiempo, qué paradoja, son tan altas —la suprema aspiración del gótico— que sus agujas parecen horadar las nubes de Renania. Dicen que tienen 174 metros, y fueron durante un tiempo la construcción más alta del mundo. El milagro de las torres de Colonia consiste en que su robustez no está reñida en absoluto con su traza esbelta y angélicamente airosa. No solo por razón de su altura, sino, ante todo, por las finísimas estrías verticales que conducen siempre arriba, más arriba; por sus alargadas ventanitas góticas, por los vanos estilizados, por las vidrieras alargadas y puntiagudas, por los gabletes y, al final, por las finísimas agujas, rematadas por esa maravillosa «flor de cruz» que constituye el símbolo más excelso de las torres. Todo tira hasta lo alto, es una continuada ascensión que no parece encontrar otra meta que la excelsitud de los cielos. La elevación del gótico, el ansia de altura, puede con todas las robusteces del mundo. La pena es que no puede contemplarse toda esta gracilidad aérea desde la perspectiva adecuada. La vista desde abajo traiciona la proporción del conjunto. La plaza que se extiende delante de la fachada es demasiado pequeña: sigo levantando los ojos hacia allá arriba, todo lo que puedo: continúo viendo el conjunto en escorzo. Una calle se abre frente a la catedral: creo que se llama Burgmauer o algo así. Me alejo un poco, y una de las torres queda oculta. Más allá, la calle, que no es muy ancha, describe una ligera curva, y se pierde todo el efecto. Sí, desde el otro lado del río puede contemplarse el conjunto de la catedral de un solo vistazo: cabe todo en los ojos. Pero se ve por la espalda, que es otra forma de perder la perspectiva. Imagino que la solución ideal consistiría en alquilar un helicóptero y elevarse a doscientos metros de altura, alejándose un poco del conjunto, o dándole la vuelta completa: cómo hubiera podido estrujar el alma la maravillosa maquinaria del gótico, esa aspiración de arcángeles. Creo que, una vez consagrado el experimento, la gente hubiera estado dispuesta a pagar el peso del helicóptero en oro. Hay que ver y hay de adivinar. Pero también la adivinación, que tiene un poco de mágica y de sobrenatural, resulta reconfortante. El espíritu se pierde en esa maquinaria que eleva a los cielos: las estrías, las agujas, los remates, el juego de contrapesos de los botareles, arbotantes, pináculos, en que lo aéreo, el vano, puede con el macizo, como si la catedral entera no pesara, como si estuviese suspendida en el aire. He pensado siempre 25

que una catedral gótica es un milagro: debería caerse, todas las leyes de la física y del mundo inducen a suponer que debería caerse. Y por obra de un sabio y finísimo juego de equilibrios y contrarrestos sabiamente calculados, en que cada pieza sostiene a la otra, la máquina no se cae, y, no se sabe cómo, puede desafiar los siglos. Para llegar a las torres hay que subir 509 escalones. ¿Te animas?, pregunto a María Jesús. No es que le convenza la idea, pero me sigue por complacerme. Sí, la subida en continuas revueltas en hélice y con no mucha luz, se hace interminable. Después de no sé cuántos escalones, que no los cuento, y no sé cuántos minutos, me dice: —Qué, ¿crees que ya estamos cerca del final? —No, aún queda un buen rato —informa una joven que desciende. Por doquier nos encontramos con turistas españoles. Pero llegamos, y a la llegada preciso es reconocer que el premio es reconfortante. El cuerpo de campanas se encuentra a unos cien metros de altura, pero es más que suficiente para contemplar a su pies toda la ciudad, casi enteramente blanca y nueva, porque resultó brutalmente destruida por los bombardeos durante la última guerra, y hubo de ser reconstruida con viviendas sencillas y claras, sin pretensiones, como obligaban las necesidades de entonces, pero limpias y armoniosas. (Cerca de la entrada se enseñan algunas fotografías aterradoras de la ciudad convertida en montones de ruinas, excepto la catedral, que fue respetada, aunque sufrió daños en su torre izquierda, aún en discreta restauración, y se quebraron gran parte de las vidrieras, hoy repuestas tal como estaban). Desde aquí arriba se ven las agujas de otros cien templos, restaurados también, imagino, que parecen diminutos; y las avenidas, los parques, las fábricas, los puentes, el Rin majestuoso, los barcos y los pontones, todo como deben ver las cosas los ángeles. El interior del templo es de una estilizada belleza, menos impresionante que la prodigiosa maquinaria exterior, pero que trasiega por su parte una profunda espiritualidad. La nave mayor, con sus 144 metros de longitud, es una de las más largas del mundo, la más larga, desde luego, de las catedrales góticas (la de Sevilla es, aclaro, la de mayor superficie). Colonia ofrece longitud y elevación, fuerte en sus complejas columnas múltiples, que se despliegan allá arriba en nervaturas, delicada en sus bóvedas de crucería. No está llena de retablos, como otras catedrales alemanas: es limpia, esclarecida, sin complicaciones innecesarias. Como si todo fuera del siglo XIII, que aquí dentro en gran parte lo es. El transepto es enorme, y lo mismo la larguísima cabecera, que parece una nueva catedral, inundada de luz por las cristaleras blancas del ábside. En el crucero la cúpula está rematada por una aguda y altísima linterna, que al exterior se prolonga por una aguja que casi puja con la altura de las torres. Qué triunfo de la verticalidad. Las vidrieras son famosas, por más que ninguna de ellas pueda presumir de años, ni falta que hace. Fueron primorosamente labradas y coloreadas con el espíritu del gótico y con la técnica moderna. Muchas saltaron por los aires durante los terribles bombardeos de la segunda guerra mundial, pero han sido primorosamente restauradas con los mismos cristales de alta calidad y la misma técnica de colorido. No es posible distinguir las que fueron y las que son. Representan figuras de Cristo, de la Virgen, de los apóstoles, de los santos, con frecuencia dispuestos en grupos, en escenas. Hasta las cristaleras se relacionan unas con otras, como si esas figuras hablasen entre sí, o se hicieran señas. Es 26

imposible imaginarse la elevación arcangélica del gótico sin pensar en los vitrales que adornan entre finas columnas las paredes de sus templos, y estos de Colonia, de más de quince metros de altura cada uno, figuran entre los mejores. En la cabecera se encuentra nada menos que la tumba de los Reyes Magos, en un rico triple sarcófago dorado y ornamentado. Encontrármelos en Colonia ha sido una sorpresa para mi ignorancia. Lo sabían hasta los peregrinos medievales que viajaban hasta esta catedral para venerar tan altas reliquias, pero yo no lo sabía. ¿Cómo han llegado hasta aquí? Según las versiones, los Reyes Magos reposaban en Jerusalén, no en Oriente, como podríamos suponer. Pero siguieron viajando de muertos tanto como de vivos. Santa Elena encontró la tumba en Tierra Santa, y se llevó los restos a Bizancio. Durante una cruzada, alguien los trajo a Milán, en cuya catedral descansaron por espacio de siglos. Pero Federico Barbarroja trasladó aquellos despojos a la catedral de Colonia, entonces todavía en construcción. El lugar se hizo desde entonces centro de peregrinaciones. Ahí es nada: los Reyes Magos. El monumento es digno de lo que significa. Y en el siglo XIX se abrieron los féretros, y en ellos se encontraron los huesos de tres varones, se llamaran o no Melchor, Gaspar y Baltasar, no lo discutamos, para qué. Es curioso: en Alemania, quien reparte regalos a los niños es Nikolaus, San Nicolás, el Santa Claus de los anglosajones. En Francia es Papá Noel. A España vienen los Magos, procedentes, digo yo ahora, de Colonia. Se conoce que siguen siendo tan viajeros como siempre. Hacen felices a los niños españoles, y luego regresan —eso sí, per aliam viam, que dice el Evangelio— de nuevo a Colonia, donde les basta subir a sus torres para encontrarse muy cerca del cielo. La casa de Beethoven Cuando uno llega al centro de Bonn, se siente a gusto. Es una pequeña ciudad como para quedarse, mediana, andable, familiar, con muchas calles peatonales, casitas de colores como en los pueblos, pero no a dos vertientes, como si se quisiera sacrificar el tipismo a la sencillez con gusto. Por esas calles se encuentran mercadillos en que se vende de todo, pequeñas plazas, algún que otro palacio del XVIII sin excesivas pretensiones, viejos recuerdos de otros tiempos, y a la vez un excelente comercio, buenos servicios para lo que sea, cultura, ciencia, refinamiento, avalado todo por una prestigiosa universidad que tiene su rectorado en un palacio que creo que fue del príncipe-arzobispo, pero cuyas prolongadas lonjas llegan a asomarse hasta las orillas del Rin. Se adivina la animación de una ciudad típicamente universitaria; aunque no sea más que por las librerías, centros de estudios especializados, y, cómo no, bares, cafeterías y lugares de esparcimiento; pero los estudiantes están ahora de vacaciones. Todo agradable, a medida humana, y con absoluta normalidad. Nada se sale de tono en Bonn. Sí, se siente uno a gusto. Cuando, tras una hora o más de plácido paseo, alguien comenta: «parece mentira que esta sea la capital de la nación más rica y poblada de Europa», me siento sobresaltado. Qué tonto soy, no había caído en ello. Y no es fácil caer, cuando se ven las cosas con ojos de ingenuo. Es cierto: uno oye hablar, o lee una y otra vez de la política de Bonn, la respuesta de Bonn, las opiniones de Bonn, las decisiones de Bonn. Bonn pesa en el 27

mundo tanto o más que Londres, París, Roma, Tokio; no digamos ya que Madrid o Buenos Aires. Y sin embargo, se presenta a los ojos como un pueblo apacible, de encantadora intranscendencia. ¿Dónde están las cancillerías, los centros burocráticos, los ministerios, las embajadas, las oficinas en que se deciden los destinos de setenta millones de hombres ricos, cultos e inteligentes, y también, en buena parte, de medio mundo? Apenas se los ve, a orillas del Rin, torres de aluminio y cristal envueltas en árboles, magníficas residencias y chalets de lujo, varios kilómetros aguas arriba, hacia Bad Godesberg. Bonn, el viejo Bonn, no parece afectado por el hecho. Y sí debe estarlo. Las instituciones, las embajadas, la cantidad de familias de funcionarios, las comunicaciones, tienen que haber trascendido a Bonn, mejorando el nivel de vida, las posibilidades. Pero la vieja y sencilla ciudad lo disimula todo admirablemente, como si aquí no pasara nada. Lo que disimula un poco menos, hasta el punto de que sobre ello he visto las únicas pintadas en Alemania, es el hecho de que ahora mismo esté perdiendo la condición que ha mantenido durante cuarenta y cinco años. Hasta hay muecas a Berlín. La reunificación tiene un alto precio, como están descubriendo, un poco sorprendidos y otro poco disgustados, los alemanes occidentales; y el sacrificio de Bonn es uno de los muchos ingredientes del coste. El gobierno ha prometido todo un plan de promoción para que la ciudad no decaiga, y ojalá el propósito se cumpla, bien quisiera que sin fábricas ni rascacielos, para que Bonn siga poseyendo ese encanto provinciano que ha sabido mantener hasta el momento. No se puede pasar por Bonn sin visitar la casa de Beethoven. En el fondo, he venido a Bonn exclusivamente para eso. Un periodista me dijo una vez que es difícil dar con ella, porque todos los alemanes pronuncian Beethoven de una manera distinta; como que en su tiempo escribían Bethofen o Bachofen. No conocían el apellido flamenco, aunque todo signifique de una manera u otra «huerto de calabazas». Está visto que el apellido no hace a los genios. Sin embargo, es fácil bajar por la Friedrichstrasse, que va de la plaza principal hacia el río, y desviarse a mitad de camino por la Bonngasse: es extraño que no se llame Beethovenstrasse. Quizá porque ya se llamaba así cuando nació el compositor. El número 20 lleva la indicación: Beethoven Gebursthaus. Es una casa muy decente, pintada de verde y crema. Esta no es, pienso, porque he visto docenas de fotografías y grabados en historias de la música. Y efectivamente, no es. La casa de los Beethoven se encuentra, traspuesta la entrada, en una construcción más modesta, amarilla, la pared cubierta de hiedra, perpendicular al edificio principal, en el patio. No puedo decir, como Rossini, «creía entrar en la casa de un dios», pero de verdad no puede atravesarse aquella puerta sin sentir un escalofrío de emoción. Allí, en una humilde bohardilla, nació el músico. Toda la casa, en realidad —incluso la zona que «no es»— se encuentra convertida en un museo (la misma ampliación artificiosa se da, apenas hace falta decirlo, en la casa de Mozart, en Salzburgo). Se conserva parte del mobiliario, dos escritorios que se sabe que fueron de Beethoven (traídos de Viena), retratos familiares, manuscritos y algunas partituras, o el testamento de Heiligenstadt, letra destrozada por la tempestad interior, un escrito que sobrecoge. Aquí están también los aparatos acústicos que empleaba en sus malos tiempos para oír un poco, y dos mascarillas que reproducen su rostro, hecha una en vida, otra después de 28

su muerte: lógicamente impresionante. Entre los instrumentos figuran dos violines de buen aspecto, y dos pianos que corresponden a la época final: el que construyó Boadwood especialmente para Beethoven, y el magnífico Graf. Se emociona uno cuando piensa: con este piano compuso la Appasionata, con este otro la Waldstein. Emoción no falta en verdad, aunque cabe suponer que casi nada es originario de aquí, y solo está aquí porque esta es la casa natal; no es siquiera la de los tiempos de juventud, cuando todo el mundo sabía la promesa del músico, por más que nadie pudiera suponer el vuelo aguileño de su vida madura. Todo lo que ahora estoy viendo, excepto, supongo, los retratos de familia, tiene que proceder de Viena, hasta los manuscritos, y no digamos ya los instrumentos. Imposible que los hayan comprado, porque hay cosas que no tienen precio en este mundo. ¿Quién mandó traerlos? ¿Antes o después de la guerra? El hecho es que casi nada es originario de Bonn. Pero quizá sea preferible que todos estos recuerdos estén en Bonn. No es mucho, en conjunto, para lo que uno hubiera querido, pero es lo suficiente para que el alma se sienta enaltecida y aplastada a la vez por el peso de uno de los más grandes genios que ha sido capaz de alcanzar el género humano. Al final del pasillo superior hay una habitación pequeña, absolutamente vacía, y cerrada a todo el mundo por una enorme maroma roja. Nadie puede entrar aquí, y todo el mundo lo comprende con respeto, porque en esta habitación nació Beethoven. Sin duda, de toda la casa-museo, es el detalle más acertado y el más emocionante. Para terminar Bonn, nos asomamos al Rin. Sigue siendo el río majestuoso de las anchas aguas y los barcos blancos y negros —pasajeros y mercancías— que continuamente lo surcan; pero a varios kilómetros hacia el sur se divisan opulentas, las verdes colinas —la Siebengebirge— que señalan, aguas arriba, la transición del Niederhein al Mittelrhein. Allí comienzan los bosques oscuros, los castillos y las leyendas y, por supuesto, los grandes recorridos turísticos. Quizá un día podré recorrer ese Rin, soñador y romántico que nos imaginamos todos: o tal vez —goce completo— podré navegar por él en uno de esos barcos blancos. Hoy toca recrearse en la placidez amable, atractiva y hasta sorprendente de Bonn. Si todo ello es compatible con la música de Beethoven, mucho mejor todavía.

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3. ¿CORAZÓN DE EUROPA?

En medio de Europa, entre Francia, Alemania, Austria, Italia, participando de sus idiomas, centrada en los Alpes, fuente del Rin y del Ródano, alimentando el Po desde el Ticino, ¿es Suiza una mezcla de todo eso, o es una cosa completamente distinta? Cada vez que llego a Suiza, y ya lo he hecho unas cuántas, me formulo la misma pregunta y me siento incapaz de contestarla. ¿Es la síntesis, el conjunto, el paradigma, de lo más granado de Europa, o es algo, no se sabe cómo ni por qué, distinto, ya que no de Europa, sí al menos del resto de Europa? Una pregunta inquietante, a la que he creído poder dar, según los casos y las experiencias, muchas respuestas provisionales, pero ninguna definitiva. ¿Sabré alguna vez lo que es Suiza, cómo se debe definir a Suiza? Muy típica, muy suya, muy cerrada, muy abierta, muy nacional y sede de todos los organismos internacionales habidos y por haber: habla francés, alemán, italiano pero no quiere ser Francia, Alemania ni Italia, ni parecérseles siquiera. Nacida de las guerras de religión, ha venido a ser el símbolo de la tolerancia: y porque ha sido tolerante, aquí han encontrado refugio Calvino, Voltaire, Luis XVIIII, Wagner, Nietzsche, Lenin, Einstein. Suiza es refugio de genios (o paraíso de genios, que han venido aquí a solazarse, como Byron, Picasso o Stravinski); no tanto, diría, patria de genios. Apenas se puede hablar de un poeta de fama universal, de un pintor, de un filósofo, de un innovador científico de talla que hayan nacido en este país adelantado, civilizadísimo, culto por demás, como si Suiza no perteneciera a esa cuna de hombres de excepción que es Europa. No entiendo el por qué, si es que hay un por qué. Otro rasgo distintivo, y en este caso admirablemente amable: Suiza es el único país de Europa —ya digo, si es Europa— que no ha tenido ni una mala guerra. Nunca ha declarado las hostilidades a nadie, siempre ha permanecido neutral ante las contiendas de los demás, y, lo que es más raro todavía, su neutralidad ha sido siempre respetada. Que no se me diga que no es invadible, porque eso es mentira. No posee potencia militar que infunda precauciones serias, está rodeada por las más poderosas potencias europeas, ofrece buenos caminos a cualquier invasor, porque a pesar de sus montañas casi impenetrables, es fácil de cruzar de un lado a otro; los anchurosos valles del Ródano y del Rin la atraviesan enteramente y sin obstáculos de este a oeste. Parece que es obligatorio respetar a Suiza, como en cambio no se ha respetado a Bélgica, a Noruega, a Polonia o a Croacia. Quizá por ese respeto, o por esa eterna neutralidad no violada, este país es sede de tantas organizaciones internacionales, desde la Cruz Roja (que nació aquí, y con la bandera de Suiza con los colores al revés), hasta las Naciones Unidas, la FAO, la Organización Mundial de la Salud, o la Oficina Internacional de Patentes. Es parte del mundo, pero de ninguna facción del mundo. Como por definición. 30

Es distinta. Por de pronto, cuando atravesamos la frontera, procedamos de donde procedamos, nos detienen a la entrada. ¿Todavía aduanas, cuando han desaparecido en miles de kilómetros a la redonda? ¿Qué país extraño es este? Enseguida nos vemos obligados a recordar: no pertenece a la Unión Europea ni a la Comunidad Europea. Llamativa excepción en una nación que está en el corazón del continente y que no se lleva mal, sino todo lo contrario, con ninguna otra. Eso sí, no nos registran el coche ni abren el equipaje. Simplemente, y con la máxima educación, toman la matrícula y piden los documentos de cada uno, no el pasaporte, que la mayoría de los europeos ya no llevamos cuando viajamos por Europa. Lo que quieren saber es a dónde vamos y cuántos días permaneceremos en Suiza. En el fondo, lo único que quieren saber es que no venimos para quedarnos. Este país fue centro de inmigración durante muchos años, y sus habitantes, que no pasan de siete millones, son acogedores y educadísimos; pero no les apetece tener que soportar a más vecinos que no comparten su propia identidad. Luego nos preguntan si deseamos adquirir la vignette. Las autopistas suizas son teóricamente gratis, pero para circular por ellas es preciso disponer de la vignette, que cuesta lo suyo. O por un día, o por una semana, o por un mes. Otra pequeña contradicción, que no nos detenemos a analizar. Pronto adquirimos la certeza de que los suizos, a diferencia de Suiza, se parecen muchísimo entre sí. Suiza es una asombrosa variedad: tiene montañas altísimas cubiertas de nieve, valles profundos y amables vegas fértiles en que se cultiva la vid, llanuras que hubiéramos jurado que no son suizas en el Mitland, clima alpino, clima atlántico, clima mediterráneo, fríos polares que llegan a los huesos, calores caliginosos de hasta cuarenta grados cuando sopla el Foehnn, cascadas de vértigo y ríos anchurosos que discurren sin prisa o se detienen en los lagos sempiternamente tranquilos. Los suizos, en cambio, son siempre ellos mismos, de Ginebra a Zurich, de Basilea a Lugano. Hablan cuatro idiomas oficiales, aparte de otras lenguas como el arpitano en el Jura, o el Walcha en las faldas del monte Rosa; practican diversas confesiones, el catolicismo, el calvinismo, el luteranismo, sin que falten —todavía— «cristianos viejos», católicos reticentes a Roma. Sin contar los ortodoxos, los judíos, y hasta los zoroastristas, que también lo son de antiguo. Pero todos son y se sienten suizos, y es muy difícil diferenciar un suizo de otro. Se sienten suizos y son muy suizos, muy patriotas. Todos cantan con unción el himno suizo —el salmo suizo le llaman— con cuatro letras distintas, pero todas vienen a decir lo mismo: Cuando asoma el sol y dora nuestras montañas, nuestro corazón se dirige a Ti, Señor, para que protejas a Helvecia; cuando la plenitud del día lo llena todo de júbilo..., cuando la tarde serena declina, cuando brillan en lo infinito las estrellas... nuestro corazón se dirige a Ti... No es fácil ver a un suizo emocionado, pero al fin y al cabo Rousseau es uno de los padres del romanticismo, y hasta lacrimoso... En ningún país del mundo se ven tantas banderas, banderas que flamean a lo largo de las calles como si todo fuera una fiesta. Se ven banderas en los centros oficiales, en los teatros, en los mercados, en las fuentes, en las estaciones de ferrocarril; en los obeliscos o en las estatuas: banderas del cantón, de la ciudad, pero sobre todo de Suiza: Suiza prevalece sobre la disparidad. Los suizos no solo son patriotas, sino que presumen de serlo, se sienten orgullosos de ser suizos, y de que lo suizo sea lo mejor del mundo: sus quesos, sus laminados, sus chocolates, sus 31

ferrocarriles de cremallera, sus relojes, hasta sus vacas, que son, no hace falta decirlo, vacas suizas. Poner en duda esta superioridad es ofenderles. Hay que tener mucho cuidado, porque estas gentes son amables y muy tolerantes, pero no admiten la más mínima censura a las cosas de este país. Solo teniendo en cuenta esta dosis sorprendente de patriotismo es posible comprender la dureza del servicio militar en la Confederación Helvética. La conversación surge al descubrir un conjunto de bunkers —entre vacas— cerca del lago Fussel. —¡Cómo! ¿Es que hay ejército en Suiza? —Sí y no. —¿Podrías explicarte un poco? —Bueno, no hay ejército, no hay cuarteles, pero hay un servicio militar muy eficiente, que se realiza en campamentos, y en que se aprende a manejar las armas y todo lo necesario para defenderse. —¿Y cuánto dura el servicio militar? —Depende de lo que quieras entender por eso. Las maniobras pueden durar quince días, pero la instrucción completa requiere bastantes meses alternados por pequeñas temporadas. —O sea que te llaman a filas varias veces. —Suele ser así, pero entiende, avisan siempre con la suficiente anterioridad. Nunca se cometen inoportunidades. Pueden llamarte para otro breve servicio hasta los veintiséis años. A esa edad se considera completa la instrucción militar. Luego el soldado regresa a su casa con su uniforme y su fusil, porque ante cualquier circunstancia puede ser llamado de nuevo. —¿Hasta cuándo? —Hasta los cincuenta años. A partir de entonces, ya nadie puede ser obligado a prestar servicio. —¿Hay militares de carrera? —No hay carrera militar propiamente dicha. En Suiza nadie es general, pero está muy bien previsto quién puede serlo en caso de emergencia. No creas, aquí estudiamos estrategia, táctica, logística... Somos los más pacíficos y pacifistas del mundo, pero sabríamos defendernos en caso de necesidad..., que ojalá no llegue a producirse. Y tenemos la mejor infantería... Invencible. Me guardo muy bien de decir que la mejor infantería del mundo es la española, o así al menos se ha pregonado durante siglos. Pero también es cierto que los infantes suizos estaban muy bien cotizados en el Renacimiento, o en la guerra de los Treinta Años. Todavía hoy forman, siguiendo una vieja tradición, la Guardia Pontificia. Y me quedo pensando. Suiza, por suerte, no ha tenido una mala guerra que echarse al coleto, no tiene cuarteles ni generales, pero cuenta con el servicio militar más largo del mundo... de los diecisiete a los cincuenta años. Y cualquier cuarentón puede ser llamado en algún momento, aunque no sea más que para que se mantenga en forma. Pienso que si en el otro país que tiene —o ha tenido— la mejor infantería del mundo existiese ese mismo nivel de exigencia, armaríamos la tremenda o haríamos una revolución. Cierto que tampoco tremolamos banderas por todas partes, ni cantamos con veneración el himno, el único himno de Europa que no tiene letra. En fin, quizá porque los suizos son 32

tan patriotas y están tan bien dispuestos a defender a la patria, no han sido invadidos nunca por sus poderosos vecinos. No hay generales. ¿Hay políticos? He aquí otra cuestión todavía más difícil de descifrar. Me refiero a «políticos profesionales». Por supuesto, y eso es indiscutible: hay un presidente, hay ministros, hay un parlamento y por consiguiente parlamentarios. Y para que haya parlamentarios, hay elecciones, pero no hay en cambio —¡qué fortuna!— campañas electorales. ¿Para qué? Los ciudadanos suizos son lo suficientemente cultos y dotados de razonables criterios como para no necesitar que les digan a quién tienen que votar. Pretender tal cosa sería considerada una ingerencia indeseable. Tendrán criterio, no digo que no, pero no he visto a un suizo hablar de política. Se habla del tiempo, de economía, de problemas de la vida, de sucesos, de arte, hasta de fútbol, pero parece innecesario hablar de política. Cuando pregunto quién es el presidente, el suizo se queda pensando como si tuviera que hacer un duro esfuerzo de memoria. —Creo que es… —Bueno, claro, como no tiene potestad ejecutiva… —¿Cómo que no la tiene? ¡Si es ministro! Ministro de... Ahora sí que no entiendo nada. Más tarde me enteraré de que la presidencia de la Confederación Helvética es rotatoria entre los ministros. Me da la impresión de que mi amigo tampoco entiende mucho, ni necesita entender. Y es que —increíble— la prensa suiza no habla de política. Habla de sucesos, de problemas internacionales, de economía, del tiempo, de deportes, pero no concede la menor importancia a la política interior. Solo, después de una buena búsqueda, encuentro un recuadrito en la cuarta página: NOTA DEL PARTIDO SOCIALDEMÓCRATA. «El partido socialdemócrata pone en conocimiento de sus amables simpatizantes que, si bien no se opone a la proyectada reforma del sistema de nombramiento de viceconsejeros cantonales, con vistas a una mayor eficacia en la administración de determinados sectores, estima la conveniencia, guardando el más absoluto respeto al Consejo Federal, de que el asunto sea objeto de una deliberación más casuística, a fin de que el proyecto quede asentado sobre la base más sólida posible». Ahí queda eso. Los suizos no saben quién es su presidente, ni les importa poco ni mucho, pero son ejemplares demócratas, y no hace falta más. Dicen que los pueblos felices no tienen historia. Suiza tiene poca historia, como que ni siquiera se sabe si existió Guillermo Tell. Y la Fiesta Nacional se celebra el 1º de agosto, que, al parecer, no es aniversario de nada; pero es un día muy bueno para tal objeto. Los pueblos más felices de todos son los que no tienen política. Los suizos deben sentir motivos para ser felices: tienen paz, tienen riqueza y tienen una buena y eficaz administración. Todo parece que funciona a pedir de boca. Si son felices o no, resulta difícil asegurarlo, porque la pregunta necesita de una confianza que los suizos no conceden nunca. Y lo único indiscutible es que resulta más fácil ver a un elefante desfilando sobre una cuerda que a un suizo riéndose. Como si la risa fuera un detalle de mal gusto, propio de pueblos más expansivos y poco educados. Incluso la sonrisa la venden muy cara, a lo sumo en un saludo o en un encuentro gratamente inesperado. Aquí las gentes son corteses, amables, pero nada rientes y muy poco sonrientes. Tendrán, supongo, alguna forma de divertirse, pero hasta cuando bailan sus 33

danzas típicas, que son alegres y a tres por cuatro, toman la cosa con la mayor seriedad. No digamos que son como otros centroeuropeos, porque los alemanes se reúnen, hacen gala de su buen humor, cuentan chistes o sueltan carcajadas. No digamos los austriacos. Los flamencos son colorados, forman grupos, cantan y beben que es un gusto. La llamada flema británica coexiste con momentos de expansión y de euforia colectiva. Los suizos no parecen ser así, o cuando menos no los he visto así. La impresión que nos producen es de frialdad y reserva. No trates de intimar con un suizo, porque para ello necesitarías muchos años, y aún de esa manera difícilmente llegarás a penetrar en su corazón o en sus problemas. Esta actitud, que no sé si llamar defensiva, nada tiene que ver con una amabilidad que siempre se hace grata, en tanto uno no intente llegar más allá. Parece que cada cual va exclusivamente a lo suyo, hasta que haces una pregunta respetuosa o pides un favor en debida forma, y ves que te atienden con solicitud, o te ayudan cuando saben que lo necesitas. Lo que no desean es que te metas en su vida, ni en la individual ni en la colectiva. Son puntuales, cumplidores, laboriosos, concienzudos y honestos, al menos por lo que se refiere a su aspecto formal y a su comportamiento visible. No puedo decir más, lógicamente. Bien portados, austeros, y por eso mismo enemigos de todo lo exagerado. He visto una magnífica tienda ROLEX, que vende relojes carísimos. Todos los compradores —y conste que había cola— son extranjeros, en su mayoría japoneses, también árabes. Salen del establecimiento mirándose las muñecas. Es posible que la tradición calvinista (aunque la mayoría en Suiza son católicos) les aconseje el ahorro y la reinversión. Viven bien, eso se ve en la calle inmediatamente, pero no son gastosos. Utilizan el autobús, el tren o el tranvía, y quizá por eso no se ven atosigamientos de tráfico. Que se sienten superiores, ellos y sus cosas, es indiscutible. Los francófonos se sienten superiores a los franceses, los italohablantes a los italianos; no sé que decir de los que hablan alemán, porque tal vez tienen un complejo idiomático, o cuando menos los alemanes se ríen de su mal manejo de la lengua: ellos dicen con evidente satisfacción que hablan «alemán suizo», y si los alemanes se expresan de otra manera, ese es su problema. Los problemas siempre son de los otros. Me parece que los de Zurich son precisamente los más orgullosos y «suyos» de todos, o al menos coincido con los —no suizos— que me lo han contado. Sobre el complejo de superioridad he tenido ocasión de vivir una curiosa anécdota con un relojero de Ginebra. Los relojeros de Ginebra poseen una dignidad especial, que les separa del resto de los artífices de este mundo. Este de la Rue du Rhône es alto y de buen tamaño, de grandes bigotes rubios y bata blanca impecable. Me han pedido de casa un reloj de cuco, y aquí los hay a montones, preciosos. Eso sí, los más accesibles son los que no cantan; los que cantan, carísimos. Discutiendo razonadamente de precios, me sale la palabra «quatre-vingt». —¿Y por qué dice usted quatre-vingt, señor, si no es francés? —Perdone, no entiendo exactamente lo que me quiere decir. —Es que solo los franceses dicen quatre-vingt. Como si los franceses fuesen una ridícula minoría entre los francoparlantes. —¿Y cómo se dice entonces, por favor? —Pues mire..., soixante, septante, huitante, novante, ¿no le parece más lógico?¿Y más inteligente? 34

—Es más lógico, en efecto. Y ahora al relojero de Ginebra le brillan los ojos. —¿Y sabe usted por qué los franceses dicen quatre-vingt? —y señala con el dedo hacia abajo—. ¡Porque cuentan con los dedos de los pies! Pobres galos. Parece que aún viven como en los tiempos de Astérix. En fin, Suiza es rica, quizá el país de más alto nivel de vida de Europa, y también el de más alta calidad de vida. Trabajan mucho, es cierto, pero su trabajo les rinde mucho. No siempre fue así, desde luego, y no acierto a adivinar cómo se ha operado la transformación, aunque algo, no mucho, logro sonsacar a la gente o a otros que la conocen. Suiza fue durante siglos un país más bien pobre, mal comunicado y fuera de las grandes rutas, habitado por campesinos que cultivaban sus valles y ejercían de ganaderos en los prados y en las montañas. Siempre existió una artesanía tradicional y cuidadosa, pero los suizos apenas exportaban otra cosa que quesos y soldados, imagino que más disciplinados que valientes —sin que dejaran de ser valientes—, que precisamente por su sentido de la fidelidad y la disciplina resultaron muy útiles a las grandes monarquías europeas. Pienso que a Suiza la descubrieron los ingleses, al menos eso lo deduzco del hecho de que Suiza aparece antes en la literatura inglesa que en otras. Los jóvenes que realizaban el Grand Tour se cansaron de viajar por Europa, Italia, Francia, Países Bajos, la misma España pintoresca. Pero Suiza, aquella gran desconocida, sorprendía por sus altísimas montañas coronadas todo el año de nieves, los esplendentes glaciares, los lagos, muchos lagos, bellísimos, cuajados de rincones encantadores. Suiza pasó no solo a la literatura, sino a la pintura y a la misma geografía de los lugares sorprendentes de Europa. Se puso de moda. Aquí vinieron Byron o Shelley, o los pintores, o los amigos de descripciones peregrinas. Luego llegó el turismo. Asombra la cantidad de hoteles que en Suiza llevan nombres ingleses, o hasta el Jardín Inglés de Ginebra. A los turistas sucedieron los alpinistas a lo Whymper, que escalaron montañas que desde siglos se habían imaginado inaccesibles. Por supuesto, vinieron también, si se quiere con un poco de retraso, turistas del resto de Europa. Suiza fue la meca del turismo en el siglo XIX, y el turismo continúa siendo ahora mismo una de sus principales fuentes de riqueza, como que me dicen que un tercio de su población activa está empleada en el sector de la hostelería. ¡Qué mina se encontraron, al principio sin buscarla! El turismo significa, al mismo tiempo que descubrimiento, riqueza y modernización. Llegó la revolución industrial, y los laboriosos suizos supieron aprovecharla de la manera más conveniente. Se dice que, habitantes de un país montañoso donde los transportes son difíciles, aprendieron a fabricar objetos pequeños de alto valor: relojes, joyas bien engastadas, juguetes, bombones de altísima calidad, llaves y cerraduras de seguridad, productos químicos y farmacéuticos... No me cabe duda de que pudo ser así, pero insisto en que las comunicaciones de Suiza con el exterior no son tan malas: ahí están el Gran San Bernardo, el paso de San Gotardo, el Simplón, con sus ferrocarriles, sus viaductos y sus famosos túneles, producto también del desarrollo y de la revolución industrial. No digo que no haya puertos difíciles, caramba si los hay. Ahí está el Susten Pass, entre Andermatt y el Oberland, cuyo nombre ya de por sí asusta a cualquier español; y cuando llega uno a lo alto, un letrero advierte: DESCENSO OBLIGATORIO EN 35

SEGUNDA MARCHA.

Cuando en Suiza algo es obligatorio, la cosa va en serio. Sé de alguien al que se estropeó el embrague en aquel demoníaco descenso. Pero los accesos a las principales zonas industriales de Suiza son expeditos por lo menos desde mediados del siglo XIX. Apunto otra causa: Suiza carece de materias primas, y es en especial indigente en carbón y en hierro: allí la revolución industrial hubo de buscar otros caminos, y bien que se las ingeniaron los suizos para encontrarlos. Productos pequeños, preciosos, inigualables, y carísimos: cómo saben los suizos compensar el precio con una muy alta calidad, que invita a comprar. Y, efectivamente, «vende» la marca suiza: «Swiss Made», no se olvidan nunca de poner. Quizá por tradición calvinista, no lo sé, predominó el ahorro —y en su caso la reinversión— sobre el gasto y el lujo. El hecho es que la riqueza de Suiza no solo se aprecia en sus relojes, en sus medicamentos, en sus deliciosos chocolates o en sus sabrosísimos quesos Emmental, Gruyère, Vacherin, Srinz, Tête de Moine, sin igual en el mundo. Se aprecia también en la confidencialidad de su banca y en la proliferación de sus no menos famosas Compañías de Seguros, que a veces me producen la impresión, no sé si estaré equivocado, de que vienen a ser en el fondo la misma cosa. La banca suiza puede tener su origen en la capacidad de ahorro y la acumulación de capitales; pero también es cierto que la eterna neutralidad, la seguridad, la garantía y el sentido del acuerdo entre caballeros han movido a medio mundo, y sobre todo a los ricos y poderosos de ese medio mundo, a depositar sus fondos en Suiza. Me entero también, no sin cierta sorpresa, de que la mayoría de los edificios que estoy viendo, incluidas las casas particulares, son propiedad de bancos. Y los bancos alquilan los pisos a precios razonables, según lo que uno desee o necesite. De modo que aumenta mi sospecha —lo anoto como sospecha— de que aquí no mandan los políticos, que casi no existen; sino los banqueros. Pero nadie protesta. Son tan discretos, tan anónimos, tan institución ellos mismos —y por otro lado van tan bien las cosas en el país— que jamás he oído a nadie decir cosa alguna contra la banca, cuyo capital, por otra parte, aunque todo es secreto, parece bastante bien distribuido. A lo sumo, la aspiración de un suizo consiste en llegar a tener participación en un banco. Por lo que se refiere a las compañías de seguros, muchas de ellas nos suenan ya como suizas desde hace mucho tiempo, pero lo que no sabía hasta ahora es que estas casas son las mayores aseguradoras del mundo entero —desde automóviles hasta riesgo contra terremotos—, sin rival en el resto de los continentes. Aquí, junto con la banca, lo hacen casi todo. No existe en Suiza ese estado tan poco poderoso, seguridad social. —¿Cómo, que aquí no hay seguridad social? —Pues claro que la hay, y es la mejor del mundo. Tenemos muchas compañías aseguradoras de excelente calidad, que corren con los tratamientos médicos o con la adquisición de nuestros afamados productos farmacéuticos. —Naturalmente, hay que pagar. —No al médico o a la farmacia. Por lo general solo a la compañía, de acuerdo con un plan convenido de antemano entre el asegurado y el seguro. Claro que si uno desea una consulta particular... tiene absoluta libertad para hacerla, por supuesto... Aquí todo se hace por acuerdos honorables, y, por lo que dicen, no demasiado gravosos. La gente suele poseer fondos suficientes para hacer frente a sus gastos sin gran 36

sacrificio, y por su parte existen numerosas organizaciones benéficas y asistenciales. Total, Suiza parece un país feliz. Seguro que algunos son infelices. Pero no lo dicen. Ginebra Cuando el viajero llega de España, Francia o Italia lo primero que se encuentra casi siempre es Ginebra. A Ginebra puede llegarse desde el Sur, tras atravesar el túnel del Mont Blanc y admirar desde Chamonix los más impresionantes paisajes alpinos; o desde la amabilidad de la Saboya, o desde la autopista de Lyon, encajada entre las angosturas del Ródano, que no parecen terminar nunca, hasta el milagro del lago Leman, que es siempre una agradecidísima sorpresa; o desde el aeropuerto de Cointrin que es, como siempre que se viene desde arriba, un llegar de sopetón. En todo caso, Ginebra es una estampa blanca y hermosa, como una aparición llena de luz y de prestancia. Ginebra se presenta siempre vestida de sociedad, elegante sin exagerar, porque la belleza se impone por sí sola. Lo primero que se descubre es el alto surtidor que surge como por milagro del lago; y solo entonces se descubre el lago mismo, lleno de velas blancas, yates de lujo blancos y cisnes blancos, enormes, casi tan grandes como los yates. Ginebra no puede separarse de su entorno, es difícil imaginársela en otro sitio que donde justamente está. Ginebra es monumental en sí, aunque no sea una ciudad monumental. No sé si me explico. No posee monumentos excepcionales, lo excepcional es su conjunto en cuanto tal, su elegancia, avalada por un especial orden estético y una extraordinaria calidad de vida, que eso también cuenta. No es monumento la catedral, friísima, desangelada —en su sentido más literal, sin ángeles—; porque fue despojada de todas sus imágenes en 1525, cuando se impuso la Reforma: ahora es una «catedral reformada», como se advierte en los rótulos. La principal reforma está probablemente en la fachada, al estilo de un templo griego o romano, teoría de columnas bajo un frontón: uno piensa que es un parlamento —porque todos los parlamentos tienen, por razones que ignoro, un frontón en la fachada—, y en este caso se equivoca. Las torres, más bien mochas, se encuentran en la parte trasera, cerca del ábside. Dentro, frialdad, algunas vidrieras —otras son simplemente cristales— y la silla de Calvino, de madera y cuero: hubiera jurado que es una silla castellana, pero seguro que Calvino no la hizo traer de España. Todo parece hecho a retazos, y casi nada me llama la atención. En un parque cercano está el monumento a la Reforma, y en uno de sus lados aparece el Muro de los Reformadores: cuatro figuras principales representan a Zwinglio, Calvino y Knox; no sé quién es el otro. Presiden a otros muchos que permanecen hieráticos en el muro de casi cien metros. ¿Tantos reformadores hubo en Suiza? Bien, por de pronto Knox era escocés. Y también veo a Cronwell, que era inglés y no fue reformador, sino militar y político, aunque muy protestante y muy autoritario. Ginebra siente una veneración especial por los reformadores, aunque es de mayoría católica. Siempre prevalecen a la vista las verdades oficiales o los tópicos consagrados, qué se yo. Tiene algo de monumental y de indiscutible belleza el palacio de la ópera, aunque uno descubre muy pronto que se trata de una copia casi literal del Palais Garnier, la magnificente Ópera de París. Ginebra tiene aires de ser ella misma, no copia nada, y 37

menos si es francés; pero en este caso la copia no disimula. Eso sí, posee un significado muy respetable y se la contempla con gusto. Aquí toca la orquesta de la Suisse Romande, que ya no es la de los tiempos fabulosos de Ansermet, pero aún conserva una parte de su bien adquirida prestancia. Quizá el monumento de Ginebra que más me llama la atención es la Iglesia Rusa, blanca restallante, con sus múltiples torrecitas de diferentes alturas, coronadas por cúpulas encebolladas, todas ellas de oro. Está nuevecita, y no sé si es reciente, nadie me lo dice, ni tampoco me interesa. No digo que sea una obra de arte, solo que me llama la atención, y por eso la guardaré en el recuerdo. Pero, ya digo, el monumento es Ginebra en todo su conjunto. Ese conjunto hay que contemplarlo desde el otro lado del río, es decir, desde la Rive Droite. Por cierto, añado incidentalmente, los ginebrinos hablan de Rive Droite y Rive Gauche, como en París. Uno piensa en París y se equivoca siempre, porque todo es al revés. El río no desemboca en el mar, sino que el mar desemboca en el río. El Ródano no nace aquí, sino mucho más arriba, en el tremendo Furkapass, en los Alpes del ValaisWalschen, al pie de un magnífico glaciar. Dicen que nace en una cueva, un túnel a todas luces artificial, a donde llevan a los turistas. Atraviesa todo el Valais, y va a desembocar al lago Leman. ¡Pero no por Ginebra, sino por el extremo contrario! En Ginebra el lago se transforma de nuevo en río, y de acuerdo con los cánones geográficos, vuelve a llamarse Ródano. Pero aquí no desemboca, sino que emboca. Uno, instintivamente, se imagina todo lo contrario, y de ahí vienen los equívocos, de los que, discretamente, eso sí, se ríen los ginebrinos. Ginebra da al lago y al río: se encuentra justamente en la confluencia de ambos. El lago extiende hasta la ciudad su parte más estrecha, lo que llaman La Rade; no juzguemos las dimensiones del Leman por lo poquito que se ve. El río es ancho y caudaloso, atravesado por varios hermosos puentes; aquí están las compuertas que regulan el nivel del lago y una islita florida en la cual está la tumba de Rousseau. La orilla norte —evitemos lo de derecha e izquierda— no ofrece calles interesantes, pero va a parar a las grandes extensiones que vinculan Ginebra al Mundo: la antigua Sociedad de Naciones, hoy Naciones Unidas, la Cruz Roja y demás instituciones, que ocupan un inmenso parque, en que se levantan edificios orgullosos o funcionales, según los casos. En esta parte está también la estación ferroviaria y el aeropuerto de Cointrin: en ninguna parte he visto un aeropuerto tan pegado a la ciudad, como que está prácticamente en la otra acera de una calle. Supongo que lo habrán hecho así por necesidades de espacio. En Ginebra no es fácil encontrar un kilómetro llano en muchas millas a la redonda. Es desde este barrio desde donde hay que contemplar la verdadera Ginebra, que se extiende al otro lado; aprovechando los altos, hay buenos miradores. Si se para uno en la place Mont Blanc o baja por la Rue Mont Blanc hacia el puente Mont Blanc, podrá contemplar la cabezota enorme de la montaña más alta de Europa (que no está en Suiza, sino en Francia; Ginebra está rodeada de Francia a muy pocos kilómetros por todas partes), en caso de que la visibilidad lo permita, que por desgracia no lo permite casi nunca. De todas formas, es fácil divisar montañas blancas por encima de las casas blancas. Desde aquí, la Ginebra clásica se ofrece en toda su espléndida fragancia, fachadas limpias y prestantes sobre las aguas azules. Delante de toda la fachada se alza el surtidor —«Jeu d´Eau», le llaman— que lanza un chorro ingente que se levanta del 38

lago al cielo, en una curva de suprema elegancia, hasta 145 metros de altura. Es como una cascada al revés, agua que asciende y desciende en un viaje de muchos segundos, no se cuántos, pero muchos, como si aquellas masas líquidas fuesen ingrávidas y se sostuviesen por si solas en el aire. Puede que sea el surtidor más grande del mundo, pero puedo asegurar que es el más elegante de todos; juega a las mil maravillas con la elegancia peculiar de Ginebra. En su torno, los cisnes enormes y los yates de lujo se pavonean como si tal cosa. El Pont du Mont Blanc desemboca justamente en el punto que separa río y lago. Aquí, en la orilla Sur, se encuentra enseguida el Jardín Inglés, lleno de flores muy bien cuidadas, presididas por el famoso reloj floral. La verdad es que a estas alturas un reloj floral ya no es ninguna novedad, repetido con más o menos acierto en tantas ciudades del mundo, sin ir más lejos en La Coruña o en Cádiz; pero aquí, en Ginebra, tiene un sentido especial, porque es la ciudad de los relojes, y, como se advierte enseguida, también de las flores. Sigue hacia la izquierda la Promenade du Lac, donde se pueden ver de cerca el surtidor, los embarcaderos de los yates y los cisnes, y al otro lado las mansiones señoriales. El alto nivel de vida se aprecia ya aquí, y tal vez más todavía en la inmediata Rue du Rhône, que no da al río, sino que es paralela a él, a no muchos metros: por doquier se ve un comercio de élite, restaurantes de lujo, qué boutiques, qué joyerías, qué anticuarios. Y bancos, muchos bancos. No acierto a precisar si los clientes son ginebrinos o extranjeros, si bien los más fáciles de advertir son estos últimos. El mundo entero, perdón, qué disparate, los ricos del mundo entero, depositan aquí sus fondos, con la garantía absoluta de la seguridad y la discreción. Entre ellos los árabes, los árabes de los petrodólares, se entiende. A veces se los adivina a través de los cristales tintados de sus limusinas de lujo, o cuando salen de ellas para entrar en el establecimiento crediticio o en la joyería carísima. Un espectáculo digno de verse: un Rolls-Royce de los más ostentosos, y dentro el jeque correspondiente; detrás, otro vehículo un poquitín menos lujoso, que lleva a una dama con velo y extraordinariamente enjoyada, sin duda la favorita; y detrás de ella otros vehículos menos llamativos, en que viajan otras mujeres, todas con velo: el harén completo. No es fácil saber de dónde vienen o a dónde van, pero la caravana atraviesa las calles más elegantes de Ginebra. No todo son bancos ni millonarios. En el centro de Ginebra se ven igualmente bibliotecas, museos, salas de conciertos, centros culturales, exposiciones de arte. Todo eso hay que reconocerlo y que admirarlo. También la educación de la gente en las aceras o en los pasos de peatones. Nadie te molesta, nadie habla alto, nadie te mira con un gesto de desprecio. Realmente ni te mira siquiera. Por estas calles, cada cual va a lo suyo, respetando cuidadosamente, pero sin preocuparse por ello, lo de los demás. Berna No es en absoluto la mayor ciudad de Suiza. Debe ser la cuarta o la quinta, después de Zurich, Ginebra, Basilea, y por ahí se va con Lausana. Uno se espera otra ciudad blanca, y aquí viene la primera sorpresa: Berna es una ciudad de piedra, la única ciudad exclusivamente de piedra de todo el país. Ni fachadas enlucidas, ni estructuras o balcones de madera: una piedra arenisca de un color gris verdoso que produce de entrada 39

una sensación extraña, yo diría que monótona, hasta que uno se va acostumbrando, y hasta se encariña con ella. Berna era una ciudad de madera hasta principios del siglo XV, cuando un devastador incendio la destruyó por completo. Los berneses, decididos a no repetir la suerte, reconstruyeron la ciudad entera con la piedra que encontraron por los alrededores, siempre la misma piedra, y así la dejaron desde entonces. Naturalmente que Berna ha crecido como un enorme fruto pulposo que se extiende en todas direcciones con barrios modernos y grandes avenidas, todo lo espléndidas que puedan ser, pero que ahora no me interesan. El casco histórico, todo piedra, se encierra en dos barrios, Gelbes Quartier y Grünes Quartier, o barrio amarillo y barrio verde. No conozco el porqué de los colores: la cantera gris verdosa viste a ambos. En el exterior están la enorme estación —qué monumentos las estaciones ferroviarias suizas— y el palacio federal, sólido, clásico, que aunque sea del siglo XIX parece antiguo, como de siempre. Aquí se alberga el Parlamento y, supongo que en algún rinconcito, el discreto gobierno. También los hoteles, entre ellos el que ocupamos. Las calles están llenas de gentes, pero una impresión extraña me domina, como si no estuviéramos en Suiza. La mayor parte de estas gentes no son naturales, tampoco turistas. Van mal vestidos, tiran cosas al suelo, muestran caras torvas, cantan destempladamente o redoblan tambores. No sé qué son, desarraigados, despechados, tal vez venidos de muy lejos. Prefiero no preguntármelo, por respeto a la humanidad o por lo que sea; pero por primera vez no me siento plenamente en Suiza. Por fortuna, es fácil esquivar la zona, y pronto entramos en el barrio verde o Innere Stadt. Aquí todo es discreto y absolutamente helvético. Las calles están asoportaladas, las tiendas no llaman la atención, medio escondidas en la penumbra de los pilares, pero parecen de categoría. Al cambiar de zona, pasamos de la Marketgasse a la Kramsgasse. En la primera estaban y aún están los mercadillos al aire libre, y en la segunda los comercios en los bajos de las casas. La separación entre una y otra la marca la torre, antes de defensa, donde se encuentra el famoso reloj, o los relojes, uno enorme y dorado, que marca las horas y puede verse desde cientos de metros de distancia, y el otro astronómico, que señala los signos del zodiaco, los días de la semana, el movimiento de los planetas, las fases de la luna y otras muchas cosas, por obra de sus figuras que se mueven y gesticulan. Antes de cada hora, una buena cantidad de gentes, supongo que en su mayoría turistas, pero también suizos viajeros, tradicionales y curiosos, se agolpan delante del reloj. En un momento determinado, el gallito de oro que aparece a la izquierda de las figuras, emite su canto. Enseguida dan los cuartos, y las horas las golpea en una gran campana un caballero que aparece en la parte superior. Una figura que representa un bufón se contorsiona agitando dos campanitas más pequeñas; debajo, el viejo Cronos vuelve su reloj de arena y su cetro, en tanto las figuras se mueven en círculo: jinetes a caballo, campesinos, burgueses, y varios osos, que no pueden faltar en Berna. Una vez terminado el desfile, el gallito vuelve a gritar su curiosa melodía. Es un gritito agudo y extraño, que no se parece mucho al canto de un gallo, o por lo menos, que yo sepa, de un gallo español; pero resulta la mar de expresivo y suena casi como una pregunta, tal vez sobre qué es el tiempo, pregunta que hasta ahora, de Heráclito a Einstein, nadie ha sabido responder. El delicioso cacareo es quizá lo que más me ha encantado del extraordinario reloj de Berna. 40

Allí empieza la Kramsgasse, la calle central del barrio antiguo, toda seria y asoportalada. Dicen que Berna es la ciudad de las flores. Sin embargo, encuentro menos flores que en otros lugares de Suiza, donde es frecuente ver casas blancas con balcones de madera en que lucen invariables los geranios rojos: son como un símbolo del país, sobre todo en las zonas alpinas, y no cabe duda de que son un acierto, alegran el ánimo. En las calles asoportaladas de Berna —seis kilómetros de soportales, eso no es frecuente en Europa, ni, supongo, en el mundo— no hay más que ventanas, todo lo hermosas que se quiera, en medio de los macizos de piedra gris verdosa, pero no es fácil que a esas ventanas se asomen las flores. Lo que sí se ven en abundancia son esas fuentes-estatuas tan frecuentes en Suiza: una fuente con sus caños en las cuatro direcciones, una columna esbelta sobre ella; sobre la columna, a su vez, un caballero, y encima del caballero, una bandera que el personaje sostiene sobre una lanza. Esta superposición fuente-columnacaballero-bandera no falla nunca, se encuentra por doquier lo mismo en las ciudades que en las pequeñas poblaciones, y constituye una verdadera obligación, no se por qué. En los pueblos se forman tradiciones culturales cuyo origen es a veces difícil de rastrear: pero la costumbre, como casi todas las costumbres de este mundo, se impone por sí sola, y es difícil de desarraigar, ni falta que hace en este caso. La insistencia acaba por hacerme gracia, y en cada ciudad o pueblo busco la combinación fuente-columnacaballero-bandera y, naturalmente, la encuentro. En Berna hay once monumentos de este tipo, todos ellos muy parecidos. A veces el caballero parece absolutamente anónimo, en otros casos es un héroe popular, legendario, simbólico, hasta un oso con bandera y todo, el animal que es el tótem de Berna. Y frente al palacio de Justicia, la diosa Justicia, con los ojos vendados, y con su lanza abanderada correspondiente. No es frecuente ver a mujeres sobre las fuentes, pero en este caso la figura femenina resulta absolutamente apropiada. Banderas sostenidas por los personajes de las fuentes, pero también banderas colgadas de las casas o en guirnaldas que atraviesan las calles, como si hoy fuera día de fiesta. Pero, por lo que dicen, en esto de las banderas ocurre como si fuera fiesta todo el año. Las banderas, ya lo he dicho, llenan todo el paisaje urbano de Suiza, y en Berna más que en ninguna otra parte. En esta Kramsgasse, entre dos de las fuentes con figuras, se encuentra la casa de Einstein. Albert Einstein vivió en Berna entre 1902 y 1913, como alto empleado de la Oficina Mundial de Patentes, y luego profesor invitado de la Universidad. Casó con Mileva, y aquí tuvo su primer hijo. Debió vivir bastante feliz, pues las cosas le salieron bien, y fue en Berna donde descubrió el Primer Principio de la Relatividad, que le hizo famoso. La casa es una casa cualquiera, en el sentido de que en la Kramsgasse las casas son tan parecidas que resulta difícil distinguir una de otra. Esta se distingue por la placa que lleva en la fachada. No debía de ser de mal pasar la vida del gran físico, porque la Kramsgasse es la calle más elegante del centro histórico. Habitaba en el segundo piso, y allí se encuentra un pequeño museo, amueblado con menaje de la época, en que parece que solo son auténticos einstenianos la mesa de trabajo y un canapé. Hay fotografías y varios escritos, al parecer xerocopiados. Lo emocionante no son las cosas, sino el lugar mismo en que nacieron las ideas tal vez más geniales del siglo XX. Varias veces paso por delante de la casa, y siempre con la misma admiración. En la calle de más al sur, la Munstergasse, se encuentra la catedral, llamada aquí 41

Munster, como si fuera un monasterio. En otras ciudades suizas he visto el mismo nombre. Luce una magnífica torre gótica que domina toda la ciudad, y algunas buenas vidrieras; en otros casos los ventanales se cubren por cristales transparentes. Aquí no hubo destrucción de vidrieras —¡por lo menos no hubo guerras!—; tal vez la inconoclastia de los reformados las suprimió. Porque, efectivamente, la de Berna es también una «catedral reformada». Otra supresión afortunadamente evitada es la extraordinaria portada, que representa el Juicio Final. Dicen que durante un tiempo las figuras estuvieron tapadas; la explicación oficial es que las imágenes fueron respetadas porque la escena —incluido el ángel con la balanza— es un símbolo de la justicia, que como tal resulta ejemplar para las gentes que la contemplan. Ahora contemplan la fachada millares de turistas, que se van ejemplarizados o no según entiendan lo que allí se representa. La escena, de especialísima viveza, es de las más impresionantes del gótico, por su perfección representativa, su composición como conjunto y la belleza de sus figuras: ha conservado sus colores primitivos o estos han sido restaurados. Vale la pena venir a Berna aunque solo sea por contemplar esta maravillosa portada. La Innere Stadt se levanta treinta a cincuenta metros por encima del nivel del río. La orilla de enfrente es bastante más alta. Y hay que ir al otro lado para darse cuenta de que Berna está casi completamente cercada por el río, que describe una especie de U en torno a la ciudad. Me dicen que fue edificada precisamente aquí por razones defensivas. El río, ancho y de fuerte caudal no es fácilmente atravesable, de modo que solo hubo que edificar una corta muralla en la parte de tierra, donde ahora está la Torre del Reloj y la Torre de la Prisión. Los suizos saben ahorrar hasta a la hora de construir murallas. El río es el Aar (otros, los castizos, dicen Aare, que pronuncian con una especie de erre larga), un nombre que conocemos todos, porque es la primera palabra que aparece en todas las Enciclopedias, y, no se por qué, figura en casi todos los crucigramas: «río de Suiza». Sí, ya lo sabía, pero lo que no sabía es que el Aar pasa precisamente por Berna, es más caudaloso que cualquier río español, y atraviesa casi totalmente el país de sur a norte, en un curso de 300 kilómetros, hasta desembocar en el Rin. Es el único gran río todo y solo suizo, y constituye por lo mismo una especie de símbolo nacional. Lleva una velocidad sorprendente: dicen que cuando va crecido, alcanza hasta veinticinco kilómetros por hora. Cualquiera se tira a este río, o navega por él. Pues sí se tiran. No se qué día del verano, cuando aún lleva mucha agua del deshielo del glaciar en que nace, los berneses corren la aventura. Se lanzan desde la presa que está por debajo de la catedral, y nadan, o más bien se dejan llevar por la fuerte corriente. A veinticinco por hora, baten todos los récords de los grandes nadadores, y rodean toda la ciudad. Me cuentan que lo más difícil no es arrojarse al agua, sino, terminada la travesía, ganar la orilla, porque la corriente empuja hacia el centro. Menuda aventura, pero siempre hay aventureros. Berna es así la única ciudad importante de Suiza que no se asoma a orillas de un lago. Pero no está mal el río, encabezando todas las enciclopedias del mundo. Junto a esta orilla externa está el famoso Parque de las Rosas. Quizá por él consideren a Berna la ciudad florida, aparte de que es un magnífico mirador que domina la urbe y el cerrado meandro del río. Y cerca se encuentra otro parque en que están los osos. Berna es la ciudad de los osos, ya sea por una hazaña atribuida creo que al conde Bertoldo, que pasa por su fundador, o bien al propio nombre de Berna, porque Bern suena casi igual 42

que Bör, oso. Lo mismo ocurre con Berlín, otra ciudad de los osos. Madrid suena a madroño, pero también le han puesto un oso apoyado en él, no sé exactamente por qué. Los osos de Berna, que vienen a contemplar los niños y los turistas, deben ser viejos a juzgar por su pelaje, bastante estropeado a lo que parece. Los berneses deben cuidarlos con esmero, si no no serían suizos; pero la verdad es que no producen esa impresión. Seguro que eran mucho más aguerridos y temibles los osos del tiempo del conde Bertoldo. Algo de Zurich Tenemos reservado hotel en Dietikon, una de las urbanizaciones que constituyen el círculo exterior de Zurich. Por todas partes, fábricas no grandes, pero brillantes, como recién inauguradas. Por el nombre del barrio, deduzco estúpidamente que son fábricas de productos alimenticios, componentes de una buena y equilibrada dieta. Cuando llegamos al núcleo urbano, resulta que estamos en Dietlikon. Vaya, el fallo de una letra ha destruido mis suposiciones. Sin embargo, no encontramos el hotel, aunque aquí hay tantos hoteles por lo menos como fábricas, pero ninguno es el «nuestro». Indagando un poco más, nos enteramos de que una cosa es Dietlikon y otra Dietikon, no confundamos, qué ignorancia, y viene a resultar que en Dietikon está efectivamente el hotel que buscamos. Entretanto damos con Utikon, y más tarde me entero de la existencia de Zimikon, Nänikon, Wenikon, y otros varios suburbios de Zurich que responden a nombres parecidos. Uno entiende muy poco de topónimos de esta parte de la Suiza germanófona, y no me pongo a hacer más averiguaciones. La conurbación de Zurich tiene como un millón de habitantes, en tanto el casco urbano no pasa de los 200.000. Entre fábricas, parques, barriadas y pequeños bosques se pierde uno fácilmente. Zurich es no solo la ciudad más grande de Suiza, sino la de más alto nivel de vida. Se adivina en la cantidad de bancos, cuatrocientos en total, en los comercios de lujo, en los edificios admirablemente construidos, en los tranvías silenciosos, blancos y azules, los colores de Zurich, enormes, casi como trenes de cinco vagones, en los restaurantes carísimos, y quizá sobre todo, en la cantidad de ejecutivos y ejecutivas bien vestidos, impecables, con sus carteras bajo el brazo, como si aquí no hubiera otro tipo de gente. Son por sí solos todo un espectáculo. (Ciertamente, y lo digo con la necesaria prudencia, aquí no he tropezado con esa variedad de personas raras que he encontrado en algunos rincones de Berna. ¿Es que en Zurich no hay inmigrantes? Oigo decir algo así como «un día se los llevaron en autobuses», pero tal vez no he comprendido bien. Añado, por si viene a cuento, que a los zuriqueses cuesta entenderles bastante). La distinción, las tiendas, los edificios orgullosos, los bancos, los ejecutivos impecables alcanzan su máximo nivel en la Bahnofstrasse, la calle más elegante de Zurich. Añado que en Suiza abundan las Bahnofstrasse, lleven a la estación, o no tanto: todas las que se llaman así resultan figurar entre las más hermosas de la ciudad. Como si existiera una especie de culto hacia las estaciones de ferrocarril, o los trenes con sus estaciones constituyeran un motivo de orgullo nacional. No lo sé, puede que se trate al fin y al cabo de una casualidad. Lo cierto es que la Hauptbanhof, la estación principal de Zurich, porque tiene no se cuántas, es uno de los monumentos más impresionantes de la 43

ciudad. Más sin duda que la catedral, que también recibe el apelativo de Münster: tiene unas torres feas como ellas solas, aunque la traza interior conserva mucho de un modesto románico primitivo. Casi al lado está el Monasterio de Mujeres (esta vez sí merece el apelativo de Münster), parece que no monjas de vocación, sino mujeres nobles que buscaban educación esmerada, al mismo tiempo que una vida retirada de los peligros mundanos. Aquí se conjugan el gótico y el neogótico de las sucesivas restauraciones. Lo más notable, al menos para mi gusto, son las vidrieras realizadas por Chagall, muy largas y lánguidas, de colores apagados y suaves contrastes, que ofrecen unas figuras estilizadas, de efecto un tanto triste en un día triste como hoy. Los motivos aconsejan buscar una interpretación, aunque el efecto general resulta tal vez más bello si no se trata de interpretar nada. Basta dejarse llevar por este espíritu de lejana y sugerente languidez. Anejo queda un claustro gótico medio abierto a la calle: pero no abierto a lo mundano, porque la calle es tranquilísima, un remanso en medio del tráfago; y el pequeño espacio recogido invita a una serena meditación. Quién lo hubiera adivinado en el torbellino de intereses, grandezas y ambiciones que es Zurich. No lejos es fácil encontrar también el Museo de Porcelanas, con algunos ejemplares muy curiosos del XVIII. Hay porcelana china, delicada y misteriosa, pero también se luce porcelana alemana y suiza de muy buena calidad. Veo también un montón de enormes estufas, como las que adornan los palacios de Viena, aquí todas juntas y susceptibles de una valiosa y delicada distinción de matices: todas parecidas y todas en algo distintas. En estos países de inviernos muy fríos tuvieron que cumplir un papel fundamental estas voluminosas estufas capaces de calentar una gran sala y a la vez de embellecerla con su airosa traza y sus motivos decorativos. Por lo demás, Zurich abunda en museos, no muy grandes, pero distribuidos por la ciudad, casi todos dedicados preferentemente a arte contemporáneo. Cerca del río encuentro un edificio moderno y no demasiado llamativo, ante el cual los turistas se hacen fotografías y más fotografías. Donde hay turistas siempre hay algo interesante. Me acerco y resulta ser la oficina central de la FIFA. Desde aquí se rigen los destinos de ese fenómeno social tan extendido a fines del siglo XX que es el fútbol. Es extraño que esta sede mundial no esté en Ginebra, sino en Zurich. Al fin y al cabo, en Suiza. (No, no me hagas una foto). No me acaba de convencer del todo la presencia urbana de Zurich. La geografía es variada, desigual, alternan calles soberbias con otras de tono menor, edificios que parecen palacios, aunque son bancos o sedes de grandes empresas, y otros que no se conjugan con ellos, aunque en Zurich es imposible encontrarse con casuchas humildes o callejonesque no inviten a meterse por ellos. La estructura de la ciudad, excepto la regular, amplia y fastuosa Bahnofstrasse, es desigual, como si muchas cosas no pudieran estar en su sitio o no hallasen el enclave adecuado. Parte de la causa de este aparente caos la tiene el relieve, y es que Zurich no puede escaparse de las montañas que la rodean. Unos barrios están a 400 metros de altura sobre el nivel del mar; otros a 800. Como que el mejor medio de llegar a la tan prestigiosa Universidad consiste en subirse a un funicular. Zurich, como todas las grandes ciudades suizas, excepto Berna, se asienta entre un río, el Limmat, y un lago. La niebla apenas me ha permitido ver el lago. El día, gris implacable, húmedo y culpable de horizontes turbios, no me ha permitido disfrutar como 44

de otros esclarecidos rincones de Suiza. Quizá en otra sazón pueda disfrutar de una visión distinta. La atmósfera envuelve a las ciudades y nos envuelve a nosotros mismos. Lucerna en el centro Rodando hacia el norte, atravesamos el Brüning Pass, y todo cambia. Las montañas son mas suaves, a los pinos y abetos suceden las hayas. Las casitas, más que balcones, tienen contraventanas rojas y verdes, siempre con sus geranios rozagantes, y el paisaje se hace más dócil. Muchas casas son de madera, vestidas de tablones superpuestos que semejan escamas, como si tuvieran la piel de un organismo vivo. Pero no hay nada de monstruoso en ellas, me apresuro a decir, tienen la naturalidad de lo absolutamente espontáneo, de lo que uno se imagina que es el relajado y beatífico descanso rural. Hemos entrado en el corazón de Suiza. Si Suiza es el corazón de Europa —¡lo sea o no lo sea!— también tiene su propio corazón. Desisto de mi propósito de subir al monte Pilatus, que domina gloriosamente desde su altura el lago de los Cuatro Cantones, porque allá arriba imperan las nubes y me hubiera perdido el espectáculo. Así que me decido a seguir hasta Lucerna. No es una ciudad grande, y tal vez por eso mismo encantadora, entre antigua y moderna a la vez, y como Ginebra o Zurich, mitad a caballo del río, mitad asomada a la belleza del lago. Hay casas pintadas de colores o con dibujos que adornan la fachada; otras más puestas al día, pero con un gesto de amabilidad que no se pega codazos con las otras. Lucerna posee esta extraña sabiduría en que nada desentona de nada. Conserva todo su sabor delicioso —como que me parece la ciudad más acogedora de Suiza—, sin renunciar a ninguna de las conquistas de la modernidad. El río, el Reuss, está cruzado por dos preciosos puentes de madera, cubiertos y artesonados, y bajo la cubierta lucen paneles pintados con motivos que describen la historia de la ciudad: una historia, hay que advertirlo, que no es preciso conocer para disfrutar de su deliciosa ingenuidad. Del puente grande, el Puente de la Capilla, de doscientos metros de largo, dicen, y puede ser verdad, que es el puente de madera más largo del mundo. Tuvo que ser en parte reconstruido pero con tanta fidelidad a su origen, que conserva todo el sabor, como de cuento de hadas, de la Edad Media. No, no conviene que la gente sepa lo de la destrucción. ¡Qué más da! Lo que es absolutamente fiel a lo auténtico, es auténtico, y dejémonos de erudiciones. Es un puente cubierto digno de ser atravesado en un día de lluvia, aunque hoy no llueve. Sí es verdad que un toldo de nubes nos oculta los cielos. Adosada al puente está la Torre del Agua, una construcción de piedra, octogonal, de unos treinta metros de altura: tuvo una finalidad defensiva, y fue más tarde una capilla. Dicen que es el objeto más fotografiado de Lucerna, como el puente es su más fuerte reclamo turístico. Lo cierto es que no he visto un puente más rústico, más encantador y más original. Produce un regusto especialísimo atravesarlo, y lo hemos atravesado una vez y otra, porque las dos orillas del Reuss están llenas de cosas interesantes. Muy cerca está el otro puente, el Puente de las Agujas, igualmente de madera, cubierto y lleno de pinturas antiguas. Las agujas son, por lo que me dicen, las compuertas que estrechaban el curso del río, y servían para hacer girar ruedas de molino. Por allí se va hasta la plaza del antiguo mercado: hoy es todavía mercadillo, con todo el sabor de sus 45

casas medievales y unas pintorescas escenas que hubiéranse imaginado de otros tiempos. Al otro lado del Reuss se va a dar a una amplia calle, que se llama, ¿cómo no?, Bahnofstrasse. No es que conduzca directamente a la estación, pero es verdad que desemboca en la Banhofplatz, donde sí, a la derecha, se llega a ella. Al comienzo de la Bahnofstrasse, entre los dos puentes de madera, se levanta la enorme iglesia de los jesuitas, la más amplia y airosa de Lucerna. Los jesuitas son en buena parte los artífices de que Lucerna, como otras zonas de Europa Central, sea católica. El templo, sin duda el mayor de la ciudad, tiene una factura exterior solemne, que más parece renacentista que barroca, aunque sus torres están rematadas por cúpulas encebolladas. Por dentro es de un deslumbrante barroco alemán que sorprende. Lucerna encierra también rincones íntimos, sin demasiadas pretensiones, pero de especial limpieza, bien cuidados, en que el decoro y la simpatía saben jugar con absoluta compenetración. En una casa corriente veo una gran cigüeña de madera que cuelga de un balcón. Es, caramba, un detalle anómalo, que aconseja indagar la causa. —Es que en esa casa ha nacido un bebé. Curiosa costumbre, no la conocía en otras partes. —¿Hay mucha natalidad en Suiza? —La normal. Pero tenemos la mortalidad más baja de Europa. En fin, parece que la población aumenta. Y eso no está mal del todo. También hay que visitar el famoso «león de Lucerna». Se encuentra en un parque, tallado en roca viva, una roca gris de la propia montaña, y es un altorrelieve de 13 metros de la cabeza a la cola, encuadrado en un nicho de 20 metros. No se distingue su enorme tamaño hasta que uno está cerca, tan perfectas son sus proporciones. Es un león moribundo, pero fuerte, magnífico, esculpido románticamente por un artista romántico. No lo sabía hasta ahora, pero está erigido en honor de los soldados suizos que dieron su vida hasta el último hombre en defensa de Luis XVI —que no era su rey, pero al cual habían jurado fidelidad— durante el asalto a las Tullerías en agosto de 1792. De pronto caigo en la cuenta de que es el único monumento del mundo levantado contra la Revolución Francesa. Es una sorprendente excepción, pero, atendida la hazaña que representa, no deja de ser absolutamente digna y hasta diría que admirable. Quién sabe, lo digo con toda la prudencia necesaria, pero también con la mayor seriedad, que en orden a la comprensión de la historia y de los heroísmos, hacía falta un monumento como este. Ayer hizo un tiempo nebuloso, que apenas permitía distinguir el paisaje. Hoy ha amanecido un día radiante. Me aproximo a la ribera del lago, por la plaza de los Cisnes, elegante y hermosa como ninguna en Lucerna, adornada de espléndidos edificios. El más orgulloso de todos es la oficina central de una de las más famosas marcas de relojes. Los precios que se muestran en las vitrinas tiran para atrás, como que algunos ejemplares andan por los 250.000 dólares. Hay gente para todo, porque abundan los compradores millonarios que vienen expresamente aquí —siempre del extranjero, ya digo— para hacerse con estas joyas, que tal vez no son más puntuales que mi reloj de cuarzo, pero complejos y adornados de servicios y extensiones inútiles como ellos solos. Vaya uno a saber por qué las cosas que valen valen. Pero no he venido a la orilla del lago para meditar sobre el valor de uso y el valor de cambio, sino para contemplar el paisaje. 46

El lago de los Cuatro Cantones no es ni con mucho el mayor de Suiza, pero no hay otro más bello ni más increíblemente variado. Baña los cuatro cantones históricos de la región central: los de Lucerna, Unterwalden, Uri y Schwyz. De Uri era Guillermo Tell, y de Schwyz viene el nombre de Suiza. La historia de esta nación tan llena de personalidad comenzó aquí. Hacia el sur se extiende la mirada a lo largo de todas las anfractuosidades del lago y las montañas nevadas. A pocos kilómetros se levanta la mole olímpica y resplandeciente del Pilatus, anteayer y ayer oculta por las nubes. Más cerca aún, la deliciosa península de Triebschen, cubierta de álamos. A Triebschen llega un servicio de barquitos que sale desde cerca de Gran Casino y conduce a aquella peninsulita donde existe un puerto de yates; pero también, y quizá principalmente, a Villa Wagner, que se conserva casi igual que hace ciento cincuenta años. Allí pasó el gran compositor una larga temporada de su vida, vivió con Cósima, nació su hijo Sigfried, y en honor de la madre y el hijo compuso el Idilio de Sigfrido, interpretado en el amplio zaguán al pie de las escaleras por una reducida orquesta de dieciocho músicos alquilados en Lucerna. Aquella felicidad y aquel recogimiento trascenderían a la historia de la música, y en Triebschen escribiría Wagner Oper und Dram y pondría su pie firme en un nuevo concepto del arte. También en Triebschen hospedó Wagner por un tiempo a Nietzsche. Una temporada de acuerdo, y más tarde las discusiones entre dos caracteres incompatibles. Cuántos recuerdos de la historia en aquel pequeño rincón del mundo. Un paseo por el lago de los Cuatro Cantones —y barcos grandes o pequeños que se ofrecen a hacerlo no faltan nunca— es uno de los premios más hermosos que se pueden recibir en Suiza. Las aguas siempre de color variable, las montañas espléndidas con sus cumbres restallantes de nieve, los espolones rocosos implacables que parecen interrumpir el paso, y al fin, en el último momento, dejan un estrecho que permite seguir adelante... suponen una aventura llena de sorpresas. Se trata, en realidad, de cuatro lagos enlazados entre sí, escondidos unos de otros y llenos de parajes inesperados que parecen de cuento y resultan ser cotidiana realidad. Especialmente hacia el sureste, por el cantón de Uri, alcanza el paisaje su más soberbia grandeza, quizá al mismo tiempo su más profunda intimidad. Y el alma agradece esta nueva experiencia, precisamente porque no la esperaba.

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4. DE LOS ALPES

No me he propuesto escribir un libro de montaña. Tal vez un día lo intente. Pero en este caso, cuando se habla de Suiza, si no se aludiera de alguna forma a los Alpes, cualquier impresión quedaría incompleta. Vayan dos relatos, aunque sean distintos para cumplir siquiera ese deber moral. El Ogro, el Monje y la Doncella Interlaken es a todas luces un nombre moderno. Del siglo XX, o tal vez del XIX. Es una palabra que se traduce por sí sola a todos los idiomas, y queda claro lo que significa. Su finalidad exclusivamente turística destaca desde el primer momento. Los lagos son el Thun y el Brienz, ambos alargados y estrechados por las montañas. La pequeña ciudad, si es que puede llamarse siquiera pequeña ciudad, se encuentra lógicamente en un istmo entre los dos: un istmo de cosa de tres kilómetros, en que cabe, parece mentira, hasta un pequeño aeropuerto. E incluso tiene un río. ¿Qué río? El Aare, nada menos que el Aare, el río de Berna, el símbolo de Suiza, aquí recién nacido, alegre y juvenil, que, naturalmente parte el istmo y atraviesa entre lago y lago. En todas direcciones salen funiculares, teleféricos, trenes de cremallera. Apenas se ven más que hoteles, centros comerciales, agencias turísticas y alpinas, y un casino de la belle époque. Por cierto, y sí debo decirlo: aquellos que más entusiasmo sienten al ver un casino son españoles. Acuden ilusionados y regresan defraudados porque aquí no se permite jugar más que cinco euros. Qué rácanos son estos suizos. Pienso, no sé si me equivoco, que si esa limitación existiese en España se la calificaría inmediatamente de antidemocrática y contraria a los derechos humanos. Los suizos tienen dinero, pero no son aficionados a arriesgarlo, por lo menos innecesariamente, y no protestan por el comedimiento. El suizo es comedido, en esto como en otras muchas cosas, y no seré yo quien lo critique. Prefiero ir a los parques, que llenan los grandes espacios vacíos, más césped que árboles, para permitir la contemplación. Desde aquí se divisa gran parte de los Alpes del Oberland, en primer término el Eiger, el Ogro de las montañas, con su pared negra, la más asesina de Europa, que cuenta por centenares sus víctimas, y que solo logran vencer los privilegiados... cuando no perecen ellos mismos, por grande que sea su fama como escaladores. En medio, el Mönch, el monje con su enorme capucha blanca de nieve, que no se quita en todo el año. Y a la derecha, la Jungfrau, la grácil doncella con sus cornisas y su antecima, que es, no cabe duda, una de las más bellas montañas de los Alpes. Ver el conjunto desde aquí alegra el alma, y posee la gracia del reencuentro con viejas y 48

entrañables formas conocidas. Se anuncia tormenta para mañana. No sé lo que será posible. Así es como el día siguiente se presenta con nubes, y solo cabe discutir a qué hora va a estallar la tormenta. Sí, se puede subir a la Jungfraujoch, siempre que se adquieran los billetes combinados correspondientes. Está perfectamente claro que no vamos a ver absolutamente nada, pero, pensándolo bien es fácil concluir que más vale ir que no ir. Primero hasta Gründelwald, ya muy cerca de la cara Norte del Eiger. Las montañas grises y negras se elevan repentinamente sobre la verde campiña ondulada, cuajada de pueblecitos blancos y rojos con tejados a dos vertientes y balcones de madera. Aún no se distingue ni la base de ninguno de los gigantes. De allí, vamos en un tren más modesto hasta Kleine Scheidegg, un nombre que resuena en el alma de todos los buenos alpinistas, porque es en este punto donde se inician los grandes triunfos y las grandes tragedias. El Ogro se presenta desde aquí mostrando su cara más amenazadora, la tremenda Pared Norte, que parece un escudo negro e implacable. Solo los elegidos pueden tan siquiera desafiarlo. No consigo llegar, siquiera con la vista, hasta la cima porque las nubes ocultan casi todo a partir de los 3700 metros. A la izquierda, amenazan otras enormes moles de roca que trepan hasta las nubes, correspondientes a la cara Este, menos famosa, pero no menos amenazadora y terrible. Aquí, en Kleine Scheidegg, hay que transbordar al cremallera, el ferrocarril más audaz de Europa. El trenillo, que con su tuerca se agarra a los dientes de la vía central, traca, traca, traca, tarda cosa de 40 minutos en hacer sus ocho kilómetros de ascenso, pero vale la pena esperar. Muy pronto se introduce en el túnel, mucho antes de que empiecen las rocas, y la pendiente es todavía suave. Comprendo: se sumerge en las honduras de la tierra para evitar que la vía pueda quedar interceptada por los aludes de nieve. No sé cuándo perforamos la inmensa pared de roca, el ruido es siempre el mismo, y los viajeros seguimos esperando con el mismo silencio pensado en muchos idiomas. Sentimos que vamos ganando altura por la inclinación de los vagones y le presión del aire en los oídos. Así durante mucho tiempo, hasta que de pronto nos anuncian en alemán, inglés, francés, italiano, español y japonés que el tren va a detenerse durante cinco minutos para que quienes lo deseemos podamos contemplar los enormes acantilados. Lo deseamos casi todos. Ya imagino: es el famoso panel transparente en la cara Norte del Eiger, por el que se ha salvado la vida a tantos escaladores. Corremos al andén, y de allí, por túneles, a los grandes miradores acristalados. Son más de los que imaginaba, y hay sitio para todos. Dios mío, que visión aterradora. Estamos a la altura del tercer nevero, por encima de la Rampa, cerca de la Travesía de los Dioses y la Araña. Dos kilómetros en vertical sobre la base de la pared. Los miradores están dispuestos de forma que se pueda observar directamente hacia abajo. El abismo produce un vértigo casi cósmico, como de fuera de este mundo, tal vez como el que pudo expresar poéticamente la visión de Rilke. El vacío se abre hasta descansar allá abajo y más abajo, en un pedestal retorcido de nieve, como un sudario dispuesto a recoger a los suicidas que se han lanzado a la aventura. Por un momento me siento en la pared del Eiger, y hasta pienso qué corredores sobre la Rampa, qué complicados entresijos, qué posibles puntos de presa, qué cornisas utilizaría para seguir subiendo; pero dejo de pensar porque no soy quién para hacerlo. Es esto demasiado grande para mí. 49

Visión fugaz, relampagueante, como todos los grandes recuerdos de la vida. Hay que correr de nuevo al tren, que los suizos no esperan, y soy de los últimos en regresar. Otra vez el monótono run-run, y diez minutos más tarde una nueva detención para contemplar «los hielos eternos». Es un glaciar, sin duda la cabecera del glaciar de Aletsch, visible también desde el andén izquierdo, como si el tren hubiese girado hacia la derecha y bordease ahora la pared Este. Hielos eternos, frío y soledad infinitas entre la niebla que apenas permite adivinar lejanías. Prosigue el viaje, y a los pocos minutos nos anuncian que ya hemos llegado. Seguimos en el túnel, en plena oscuridad: no me daba cuenta de que a esta altura es imposible una estación al aire libre. A la salida nos entregan una acreditación de haber llegado al Top of Europe. Entendamos; no estamos en el Mont Blanc, ni siquiera en la Jungfrau, sino en la estación ferroviaria más alta del continente. De momento no sé cómo es la Jungfraujoch. Todo son túneles. Por todas partes hay calefacción, aunque los termómetros conectados al exterior marcan doce grados bajo cero. Pero parece que aun no hay ocasión de salir afuera. Y ahora nos invitan a todos los llegados en el tren a visitar el Museo del Hielo, que es realmente, algo que no me produce una especial ilusión. Pronto pasaremos frío, imagino, porque las figuras de hielo, sean como sean, necesitan conservarse. Un pasaje subterráneo conduce a un túnel excavado en el corazón del glaciar, un túnel de cien, doscientos metros de longitud: para llegar al Museo del Hielo hay que alejarse de toda fuente de calor y adentrarse en aquel mundo recóndito que ignora los días y las noches, los veranos y los inviernos; que ignora también que hace docenas de miles de años han pasado las glaciaciones. El túnel, débilmente iluminado, tiene reflejos verdosos; las paredes, translúcidas, dejan ver, pero no se dejan penetrar; hay hielo detrás del hielo, formas, burbujas, pero todo se desvanece en el hielo mismo. Hay una impresión como de fondo de océano que subyuga el ánimo, estamos en un mundo distinto, en que las cosas no pueden medirse ni tomarse con el mismo criterio. Golpeo las paredes semitransparentes con los puños: parece que van a ceder, pero son invulnerables. Ni siquiera con un piolet conseguiría abrir un diminuto agujero. Si pienso que con mi propio calor voy a fundir siquiera un milímetro de ese cristal aparentemente frágil, me equivoco: el único resultado sería mi propia congelación. Hay una cuerda fija para los que no se atreven a pisar firme, pero prefiero pisar firme. Uno no se encuentra en un universo de hielo todos los días. El museo consiste en una serie de nichos a modo de capillas laterales, en que se han tallado en el agua, quizá semisólida, figuras humanas, de animales, jarrones, auténticas naturalezas muertas, muertas también de congelación. Hay en aquellas figuras un poco de arte, aunque lo que más conmueve es su propia naturaleza física. Duran años. Cuando se van desfigurando, no por fusión, sino por agregación, tallan o moldean otras. El Museo del Hielo es un reclamo turístico, algo artificial dentro de lo natural aunque no carece de gusto y de originalidad. Volvemos al calor. Hay bares, restaurantes, tiendas de recuerdos, una escuela de esquí, y una escuela de perros esquimales, que tiran de trineos para desplazarse o para recreo de la gente que quiere viajar en ellos, y, por culpa de la mala visibilidad y la amenaza de tormenta, son pocos los que se animan a la pequeña aventura. La mayoría de la gente permanece en el interior, como si estuviéramos en una zona de recreo dentro de una gran ciudad. No se nota que estamos en el «Top of Europe», excepto en el anorak de algunos y en las fotografías y los posters que nos 50

rodean. Al fin salimos a la intemperie, primero a la terraza, luego a la nieve pura, que permite el paso hasta un espolón de rocas que domina los glaciares. Hace el frío que puede esperarse a estas alturas, pero, extrañamente, apenas sopla viento, y se puede caminar con facilidad, sin hundirse demasiado en una nieve que por efecto de las nubes permanece casi dura. Con buen tiempo, la vista hubiera sido grandiosa, y me hubiera permitido tomar conciencia de lo que es la formación de la Jungfraujoch, de las vías de acceso a la gran montaña, de los glaciares y de los valles verdegueantes que nos rodean. Las nubes y la niebla lo velan casi todo. El paisaje nevado, con sus múltiples formas, tiene así algo de fantasma, de desolación que se pierde en la nada. Así es, bien lo sé, muchas veces el espíritu de la alta montaña, y, aunque hubiera querido otra cosa, no dejo de reconocer que la «cosa» de hoy es como es. La Jungfraujoch se muestra como una eminencia secundaria en medio del collado entre el Mönch y la Jungfrau: quizá es una aglomeración de rocas, quizá el resultado de la colisión entre dos glaciares. Hacia el Sur se extienden las pendientes que en complicada arquitectura de peñas y hielo ascienden hacia la antecima de la Jungfrau. Se adivinan los corredores, las cornisas, las aristas, los aletones que forman la compleja vía, no difícil en cuanto a su pendiente, que es por aquí relativamente suave, sino por su estructura. Cuando uno se ve en la montaña advierte que las cosas son infinitamente más difíciles y complicadas de lo que parecía desde abajo. Pero hoy no puedo trepar ni con la vista; ni siquiera adivino si desde este collado se puede ver la cima: sospecho que no. Casi nunca se ve la cima cuando se asciende a la montaña: solo desde lejos... o cuando se está llegando. Hoy no puedo permitirme ninguno de esos lujos. Por lo menos, desde el espolón rocoso puedo sentirme en el corazón de los Alpes. A pocos cientos de metros de la estación de la Jungfraujoch se encuentra la Esfinge. Llaman así a un antiguo observatorio, edificio alargado con una cúpula en su extremo, que a distancia produce la curiosa silueta que ha merecido su nombre. Puede llegarse allí, en ligera cuesta, por la nieve, o por un largo túnel, que en la Jungfraujoch todo son túneles. El camino, de todas formas, es fácil, aunque más largo de lo que parece en principio. El observatorio está enclavado en una altura secundaria, a cosa de 3700 metros: debió ser el más alto de Europa. Ahora está convertido en un observatorio meteorológico, porque los astrónomos debieron de aburrirse con tantos días de tempestad y de aislamiento absoluto en la nieve. Me asomo a la terraza del observatorio. Está nevando, nevando en agosto, y la visibilidad se ha reducido todavía más. Pero la impresión de desolación inmensa en la alta montaña es desde aquí todavía más pura y más tremenda. Por unos difíciles escalones se desciende hasta el glaciar, y puedo permitirme por un momento pisar el hielo fósil. El glaciar de Aletsch, con sus 27 kilómetros, es el más largo de Europa, y creo que también el más complejo, alimentado por multitud de lenguas, que bajan del Aletschorn —que no he conseguido ver—, la Jungfrau, el Mönsch y la brutal aglomeración de hielos de la zona Este del Eiger. En el punto de confluencia se abre una amplia explanada de un blanco deslumbrante, de por lo menos un kilómetro de extensión, que alguien, supongo que francés, bautizó como Concorde, en recuerdo de la plaza parisina. El nombre ha trascendido al Baltoro, en Pakistán, el glaciar más extenso del mundo. En su parte alta, el hielo tiene pocas grietas, 51

no es muy inclinado, y resulta fácilmente practicable; más abajo, conforme aumenta el caudal y se estrujan los glaciares unos a otros, el panorama es mucho más atormentado. Entre las brumas van surgiendo figuras espectrales, que luego, conforme se acercan, van haciéndose de colores, anoraks rojos, azules, amarillos, de alpinistas que habían comenzado la excursión y han de retirarse, por la nevada y la amenaza de tormenta. El glaciar más grande de Europa se hace así el último recuerdo de la alta montaña en este verano. Regresamos a Kleine Scheidegg. La gran sorpresa, en cuanto vemos la luz, es el sol. ¡Se han aclarado las nubes por esta parte! La cara Norte del Eiger se levanta con más orgullo que nunca, también más pavorosa que nunca, justo frente a frente, como el mayor desafío de los Alpes. Y puedo recorrer —¡solo con la vista, claro está!— todo el mítico itinerario: la Flecha, la Cornisa, el Pasamanos, los dos Neveros, la Chimenea, la Rampa, la Travesía de los Dioses, la Rueca, la Araña, el Embudo, y finalmente el bello couloir de roca y nieve que conduce gloriosamente al triunfo final: todo en un golpe de vista, y para no olvidarlo jamás. Solo el diez por ciento de los que intentaron la epopeya consiguieron coronarla, y solo una parte de los que no lo consiguieron volvieron para contar su fracaso. La cara Norte del Eiger, en toda su grandeza y toda su tragedia está ahí. Luego ha vuelto a empeorar el tiempo. Como es domingo, hemos ido a misa en Interlaken. La mitad de los asistentes eran españoles. A poco comenzó a oírse fuera el fragor de los truenos. Cuando salimos, llovía torrencialmente, y se anuncian nuevas tormentas. Me parece que por este año se acabaron los Alpes. Gracias a Dios, se acaban bien. El último Cervino Bien sabido es, y lo he dicho otras veces, que no se puede llegar a Zermatt en coche. Zermatt, esa capilla sixtina del mundo de los alpinistas, es un escenario demasiado sagrado para permitir la circulación rodada: o, si se trata de precisarlo más, la circulación automóvil, que es hoy la proscrita. Después del accidentado ascenso desde Visp, es preciso dejar el coche en el gigantesco aparcamiento de Tasch, a unos ocho o nueve kilómetros del punto de destino, un aparcamiento, eso sí, absolutamente seguro. Junto a él se levanta el enorme panel en que aparecen los nombres de los trescientos hoteles de Zermatt, sobre los que parpadean pequeños pilotos verdes o rojos. Luz verde significa plazas disponibles. Basta pulsar el botón verde, y se establece automáticamente la comunicación. La primera pregunta del recepcionista es siempre la misma: —¿Con vistas al Cervino o sin vistas al Cervino? Porque en Zermatt es mucho más importante la vista que la categoría del hotel. Y es que no hay valor más maravilloso que asomarse a la ventana y contemplar, frente a frente, la montaña más bella del mundo. Sí, al final es preciso reconocer que el privilegio no tiene precio. Desde Tasch hay que tomar un tren que hace en pocos minutos el trayecto hasta Zermatt. Contra lo que en principio supuse, no es un cremallera, sino un tren normal, si es que los trenes alpinos suizos pueden considerarse normales. No tienen prisa, no son excesivamente cómodos, pero dejan tiempo suficiente para asomarse al paisaje hasta 52

sumergirse en él. Vamos subiendo por un valle hondo, perfumado de abetos, y de pequeños graneros de heno —los famosos Spycher—, y desde donde se descubre de pronto alguna esbelta montaña nevada, que los novatos confunden inevitablemente con el Cervino, pero no es el Cervino. En quince o veinte minutos llegamos a Zermatt. Apenas hace falta decir que Zermatt es una de las mecas del alpinismo mundial, nombre famoso donde los hay, ligado a tantas hazañas, a tantas epopeyas y a tantas tragedias desde los tiempos de Whymper. Y Zermatt no defrauda. No se limita a un espacio donde se levantan los hoteles, los chalets alpinos, las instalaciones turísticas, los remontes. Tiene los aires de una pequeña ciudad, con mucha vida, mucho comercio y calles muy bien organizadas. Si vamos a descender a los detalles, Zermatt solo tiene una calle propiamente dicha: ¡la Bahnofstrasse, naturalmente!; porque, estrechada por las montañas a un lado y otro, las demás vías son secundarias y siempre en cuesta. Quizá por fortuna, es en estas calles secundarias donde se encuentran los hoteles, para conseguir una mejor vista. La Bahnofstrasse está siempre llena de gente, posee magníficos comercios, cafés, centros culturales, clubs de recreo, bancos, oficinas y esos bazares en que se encuentra de todo, desde piolets, clavijas, crampones o largos de cuerda hasta relojes, juguetes, chocolatinas, libros, zapatos, joyas, trajes a medida, instrumentos musicales, camisas, cristalerías, o las famosas navajas del ejército suizo, con sus doce o quince instrumentos desplegables, que lo mismo sirven para revolver un puchero, recortar papeles o atornillar una tuerca floja. Ni faltan restaurantes en que se sirven los mejores menús europeos. Pero con esto no he dicho más que la mitad. Zermatt es al mismo tiempo un pueblecito alpino que destila encantadora rusticidad. Sus casas de madera, con tejado de pizarra a dos vertientes, sus balcones, de madera también, cuajados de geranios, con sus contraventanas de vivos colores, sus mismos techos, sostenidos por gruesas vigas perfectamente visibles, componen un cuadro apacible y grato, que parece propio de un mundo de ensueño. Elegante y aldeano, es una mezcla incomprensible de ambientes y de siglos distintos, que, sin embargo se entienden admirablemente entre sí. No hay automóviles, ni siquiera bicicletas por la Bahnofstrasse. Frente a la estación hay taxis eléctricos que por una buena cantidad de francos llevan a los turistas que pueden pagarlos y a su equipaje hasta los hoteles; pero utilizan calles secundarias. También hay una buena cantidad de coches de caballos, que a mi humilde modo de ver contaminan más que los automóviles; por lo menos dejan un olor detestable. Prejuicios del ecologismo: parece que se prefiere que a gente se muera de peste antes que por los escapes de las máquinas del siglo XX. Agradezco que nuestro hotel esté lejos de las cocheras: no deja de ser una suerte. Zermatt, población de ensueño en un paisaje de ensueño. Se ven montañas pobladas de pinos y abetos por una y otra parte; pero el Cervino, ¿dónde está el Cervino? Pensaba que se veía desde todo Zermatt: cuando contemplé todo el conjunto desde la arista Furggen, imaginé que tenía que ser así, y me equivoqué. Hay que subir a las alturas, o llegar, calle arriba, hasta la iglesia. La iglesia tiene una aguda flecha lanzada a los cielos, e invita a rezar a la hermosa Virgencita que la preside. Allí pasamos un buen rato. En el atrio, o muy cerca, está el cementerio rústico y sencillo, donde descansan los huesos de los que fallecieron en el Cervino, desde los compañeros de Whymper hasta los más 53

recientes. Hay en las cruces, todas sencillas e iguales, muchos nombres famosos. Y desde el puente inmediato, la más hermosa vista sobre el Cervino: quién lo diría, en la parte más baja del pueblo, pero enfilando el valle en forma de V, que termina justamente en esa otra V al revés que es la montaña más famosa del mundo. Este sí que es el Cervino, mi verdadero Cervino, la silueta que aprendí a conocer desde mis tiempos de niño, en las cajas de cerillas, en las postales, en los anuncios de tantos productos, en las tapas de los libros de Geografía, en tantos reclamos sobre las maravillas de la naturaleza, hasta en los estuches de los lápices de colores de Johann Sindel. El Cervino, visto justo hacia el diedro de la arista Hornli es un verdadero milagro, un prodigio de belleza natural como tal vez no hay otro, una composición estética de admirable esbeltez y armonía. Hay montañas más altas, pero no tan bellas, hay moles enormes, aplastantes, pero no tan airosas, hay agujas que perforan los cielos, pero no con esta admirable proporción entre las partes. Desde las alturas de Furggen en toda la longitud de su perfil, en este rinconcito de los Spycher de Zmutt, desde más cerca, se puede obtener una visión conjunta que no es posible durante el esfuerzo trabajoso y a veces terrible de la arista misma. En Schwarzsee, el lago negro, el antiguo refugio se ha convertido en un hotelito caro y sofisticado. Hoy hasta es posible divisar, como en tantos hoteles de las costas, señoras gordas en bikini tomando el sol. Puaf, el verdadero alpinista desprecia todo esto y prefiere seguir hasta la Hornlihutte, que ya tampoco es una cabaña, sino un acogedor refugio donde se puede encontrar de todo. De paso se ganan seiscientos metros de altura, y con un poco de suerte se puede llegar a la cima al día siguiente. En el Filo del Cuchillo es difícil apartarse cuando llegan las cordadas que descienden de la Hornli o de Solvay. —Momentino, prego. —Bitte, bitte, eine minute. —Very thank you. —Arretez-vous, si’l vous plait. —Danke Schön. —Spasibo. —Obrigado. Puede dudarse de la universalidad del Cervino hasta que se pasa por el Filo del Cuchillo. El Cervino es la Torre de Babel de los tiempos modernos, y, como ella, parece que quiere alcanzar los cielos. Cuando se sale a las tres de la madrugada de Schwarzsee o de Hornlihutte, brillan las estrellas con un resplandor como no puede concebirse aquí abajo, pero una enorme nube triangular oculta las constelaciones hacia el sudoeste, hasta las Pléyades. Los veteranos y los aficionados a la astronomía saben que no es una nube, sino el propio Cervino que llega increíblemente hasta «allá arriba». Luego, el Tobogán, cuidado, la primera Placa Mosseley, y al fin el refugio Hornli. La Primera Torre, no demasiado larga, pero que exige clavijas, la segunda Mosseley Platte, bien equipada, pero siempre peligrosa. El Cervino es la belleza personificada en forma de montaña, pero la roca es fea, oscura, quebradiza. Metes una clavija y abres una diaclasa que se puede derrumbar en cualquier momento. Agarras una presa, y te quedas con ella en la mano. Esta marga caliza oscura, que recuerda a la andesita, pero qué no lo es, no sé cómo se llama, pero puede ser traidora. Y conviene dejar espacio con los escaladores que van 54

delante, porque los desprendimientos de piedras, ¡sin querer! son frecuentes. A 4000 metros se encuentra la cabaña Solvay. Esta sí que es una verdadera cabaña, aunque no suele faltar lo indispensable. Eso sí, hay que saber si está abierta, porque a veces la cierran con su puerta de hierro. Solvay tiene la antipatiquez de que cuando se descansa allí hay que bajar para volver a subir, y al regreso hay que subir para volver a bajar. Pero su vista es casi comparable a la de la cumbre. Se está en el Matterhorn, el Cervino, a la izquierda se levanta el maravilloso abanico celeste y blanco del Weisshorn, una de las montañas más bellas por su arquitectura de los Alpes, aunque, no sé por qué es menos famosa; también se ven el Breithorn, el 4000 más fácil de los Alpes, el Zinalrothorn, el Bishorn, el Gabelhorn. A veces se le ocurre a uno pensar: «Cuantos cuernos tienen los suizos». Inmediatamente se arrepiente de haberlo pensado. La arista se empina con peligro hasta el Hombro. Luego, ya jadeando por la altura, un breve descanso, y a abandonar la arista: el que la sigue en su desvío hacia la izquierda está perdido. No es mucho más preferible la Pared Norte, pero no hay más remedio. Los escalones son peligrosos por las placas de hielo, que pueden desprenderse en cualquier momento: y un desprendimiento significa casi siempre la muerte. Por fortuna, hay cuerdas fijas, casi siempre seguras: pero cuidado, y despacito. Llega un momento en que se oye cantar el Himno a la Alegría. Todos los que llegan al triunfo del Cervino se sienten movidos a cantar el Himno a la Alegría, pero solo un poco, porque la falta de aire ahoga los pulmones. El cielo es de un azul profundo, cuando no hay nubes. La chimenea final, una cuerda fija, un nevero suave, y la cumbre, o más que cumbre una arista: cumbre suiza y cumbre italiana, dos amontonamientos de hielo y roca desde los que parece que puede contemplarse medio mundo. Un vértice geodésico y una cruz. Allí no cabe mucha gente. Hay que irse enseguida. Ya no estamos en los tiempos de Whymper, el conquistador, que dice que pudo vivir «una hora gloriosa». Justo no muchos minutos antes de que sucediera la tragedia en el descenso por la cara Norte. El Cervino. Cuántos recuerdos de la humanidad que se esfuerza, que sufre y que triunfa, cuántas emociones, cuántas evocaciones. Siempre uno conserva invenciblemente la ilusión incomparable de subir un día al Cervino. O de volver a subir cuando ya lo ha conseguido. Pero Zermatt admite otras muchos goces que valen mil veces la pena. Uno es absolutamente fácil y asequible a todo el mundo. Solo hace falta bajar de nuevo por la Bahnofstrasse y llegar a la estación, que son dos estaciones. A la izquierda está la principal, de los ferrocarriles suizos; a la derecha la del cremallera que conduce a la Görnergrat. Conviene pedir viaje combinado, Hin und Zürück, ida y vuelta. Te dan las horas fijadas. Y no podemos regresar con retraso porque no nos admiten más que a un tren. El pequeño convoy se engarfia en su dentado camino y con la calma conveniente para admirarlo todo, va dando vueltas y más vueltas sobre un paisaje maravilloso, mientras gana altura y más altura. Las montañas y los valles quedan sucesivamente a derecha o a izquierda, como si el mundo se estuviese volviendo del revés. Al atravesar el vertiginoso puente de Findeln se siente uno suspendido en las alturas, sobre todo el prodigio de la naturaleza, y al fondo se levanta el Cervino, de cuerpo entero, suspendido también allá enfrente como si colgase del cielo, con el mundo a sus pies. Es una visión aérea, como de igual a igual, que no he vuelto a experimentar. Luego el tren se da media vuelta, se aleja del Cervino y sus entornos, enfila hacia el 55

Este, y se entromete, túneles y glaciares, por las escarpas del Görner. Después de cuarenta minutos de viaje, se llega a la estación, y bajamos todos. Está al pie de un observatorio astronómico antiguo, pero que parece que está dedicado a algo. Luego me entero de que lo utilizan entre Alemania e Italia. Los italianos se dedican a la actividad solar, y cuentan con un espléndido coronógrafo. Los alemanes prefieren el cielo profundo y alcanzan las lejanas galaxias con cámaras de gran amplitud. Felices ellos, tan cerca del cielo. Oh, sorpresa, en la terraza del observatorio funciona un restaurante, por supuesto, solo a horas del mediodía y durante el verano. No hay carretera ni ningún otro medio de comunicación. Para llegar o para escaparse del Görnergrat no hay más que el tren cremallera. Pero lo primero que se debe hacer es asomarse desde la terraza a la luz cegadora del glaciar, de las múltiples lenguas del glaciar que descienden desde las distintas estribaciones del monte Rosa. Hay que entornar los ojos, porque no se puede resistir tanta intensidad. Los glaciares, con sus cornisas, sus grietas, sus grandes poliedros de hielo vivo, sus morrenas y la fuerza inmensa de la naturaleza que se impone a todo. Y sobre el conjunto, el macizo imponente del monte Rosa, el más amplio de los Alpes, con sus docenas de cumbres nevadas de más de 4000 metros, el Breithorn, la Testa Grigia, el Klein Matterhorn, el Lyskamm, el Pollux y el Castor, los dos famosos gemelos mitológicos reunidos en la montaña, el Dufour, el Nordend, en desfile poderoso ante la vista que sigue con los ojos entornados, pero que no quiere perderse nada. Al otro lado, el Cervino desde un ángulo que parece inédito, el Dent Blanche, ese otro pico agudo y limpio que es su más digno rival, el Rothorn con el Sunnega, y esa magnífica mitra estriada de hielos eternos que es el Weisshorn. Nombres en tres idiomas en el mismo corazón de los Alpes. La vista parece que quiere quedarse con todas esas cosas, aunque está claro que todas no caben. Pero siguen bailando en el recuerdo como imágenes que se niegan a desaparecer, y seguirán así durante toda la vida. Última noche en Zermatt. Ya no queda más que el regreso. O queda un último rito que sería un disparate despreciar, y aquellos que lo desprecian no saben lo que se han perdido: un amanecer en el Cervino. Estamos cansados, no apetece demasiado madrugar, pero sabemos muy bien que, si el tiempo sigue estando bonancible, merece millones de veces la pena. Abro la ventana: el cielo es limpio, de un gris azulado indeciso, mientras las estrellas se van apagando una a una. Allí, a la derecha, se yergue la montaña, solo igual a sí misma, que decía Rilke, negra y desafiante. De pronto, un chispazo de luz, como un fogonazo repentino, prende en lo más alto de la cima. Enseguida otros destellos, amarillos, anaranjados, rojos, verdes, violetas, encienden toda la pirámide retorcida de la cumbre, mientras el resto sigue de luto riguroso. Luces extrañas, como un triángulo agudo multicolor, que no parece tener explicación posible. Es un espectáculo fascinante, que no parece de este mundo, y tal vez no lo sea, quizás un verdadero milagro. Los colores van cambiando lentamente, pero se mantiene la policromía. Contemplo fascinado, no puedo dejar de contemplar como si la vida entera estuviese concentrada en aquel punto supremo, allá arriba. Es la despedida definitiva, mi último Cervino: nunca más volveré a verlo en esta vida. Contemplo y contemplo sin condiciones, hasta que al cabo de un minuto la imagen empieza a diluirse, como si las olas de un mar desconocido la hicieran vacilar. No, no son las olas, son mis lágrimas, 56

ahora me doy cuenta, y no me avergüenzo. En unos instantes se desvanece el prodigio, y la pirámide del Cervino adquiere su color normal a la luz del sol. Aún tardará media hora en amanecer en Zermatt. Llega el momento de marcharse, de tomar las cosas con absoluta normalidad, como exigen los ritmos de la vida. Los últimos paseos y los últimos trámites por la Bahnofstrasse, y casi al filo del mediodía tomamos el Gletscher Express, que también, a pesar de su pomposo nombre, para en Tasch, como todos los trenes. Allí de nuevo a la carretera, en la bajada sinuosa y difícil hasta Visp. En Visp comemos y reponemos fuerzas. Luego, a la carretera general, con su tráfico y sus complicaciones, siguiendo el curso de un Ródano juvenil. Los suizos tardan en hacer la autopista, que solo llega hasta Sierre; parece que los ecologistas se oponen a su construcción, como si estos entornos fuesen sagrados. Tal vez tengan una parte de razón, por más que el tráfico por el Valais sea lento y trabajoso, sin que resulte fácil contemplar, entre el tráfago, las bellezas del paisaje. Pararemos un poco en Sion, para contemplar aquella pequeña ciudad llena de encanto, encuadrada entre dos colinas, como Lyon, más arriscadas que aquellas, con un convento y una fortaleza: la «colina que reza» y la «colina que defiende». En tanto, un sol solemne, color naranja, busca su ocaso tras las siluetas amoratadas del Wildstrubel. El Wildstrubel. Manfredo. Byron. Schumann. Balakyrev. Tchaikovsky. La trompa de los Alpes emite sus últimos sonidos, que bajan rodando por las pendientes de los montes, en tanto Manfredo, perdido el último pretexto para seguir siendo, expira al trasponer del sol. Also bluss das Alphorn, murmuro entre dientes casi sin saber lo que digo. Tampoco tal vez lo sabía Johannes Brahms cuando, quizá pensando en el coral de trompas del final, escribió estas palabras al final de su Primera. El resto del viaje no fue más que un poema sinfónico.

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5. UN VIEJO IMPERIO

Austria, Hungría, Bohemia, fueron el corazón de un viejo imperio europeo que hizo historia y dejó huellas muy profundas. También las huellas que dejó en el alma de quien relata son demasiadas, tan ricas y tan diversas, que apenas pueden ser ahora recordadas. Cuántos apuntes tomados un año u otro son, no digo contradictorios, pero si digo necesitados de un complemento. Valgan unas cuantas impresiones sobre tantas y tan ricas vivencias que me sería lamentablemente imposible tratar de reconstruir en su integridad. Historia y destino de dos principados Pasamos a la orilla de los lagos: ambos quedan a la izquierda, aguas limpias, embarcaciones y pueblecitos blancos; a la derecha se alzan las montañas orgullosas, cercadas de bosques y coronadas de nieve. Un letrero nos advierte: «Entra usted en el país de Heidi». Imagino que estamos en los Alpes de Glaris. Es inevitable recordar el candoroso personaje del relato de Johanna Spyri, tan sencillo y encantador, si se quiere tan ingenuo, como los paisajes que estamos disfrutando, pero no nos detenemos. Nuestra ruta está en buena parte programada, y en atención al orden más vale así. —¿Y si pasamos por Lietschenstein?— se me ocurre proponer. —Hay que desviarse de la autopista. —Bueno, es solo un pequeño desvío: un café y de paso un país más. Hay consenso. Entrar en Lietchenstein y abrirse el paisaje es todo uno. No es que hayamos alcanzado la llanura, eso ni soñarlo, sino que el valle se hace más amplio. Un río, joven y caudaloso, como todos los ríos jóvenes de Centroeuropa, abre sin esfuerzo su cauce. —Es el Inn, claro. Ya nos acercamos a Innsbruck. —No, aquí pone que es el Rin. —No puede ser: el Rin va al lago de Constanza. —Pues pone que es el Rin. Qué error el mío. Y qué grande el capricho de los ríos. El Rin nace en San Gotardo, a pocos kilómetros del Ródano, y diríase que, como él, está destinado al Mediterráneo. Pero el Rin tuerce hacia el Norte, y después de atravesar Lietschenstein se va a Constanza y de allí cae por las cataratas de Schaffhausen y se mete impensadamente por la selva Negra. Los ríos son como son, y hay que dejarlos fluir. Vaduz es una ciudad pequeñita, que ni siquiera parece la capital de un principado. Yo 58

diría que no es más que un pueblo tranquilo, de unos 2000 habitantes, al lado de la carretera, eso sí, con casas limpias, bien aseadas, y buenos jardines. Solo dos edificios hermosos, la iglesia y el ayuntamiento. Por lo demás, nada llama la atención. Me corrijo: la carretera no es que esté muy transitada, pero casi todos los automóviles que transitan o están son Rolls-Royce de lujo. Qué aficiones más extrañas tienen los vecinos de Lietschenstein. ¿Serán todos del príncipe? —Dónde está el palacio del príncipe? —pregunto. —Allí —y me señalan casi al cielo. En lo alto de una peña, sobre la montaña, se ve una edificación muy compleja, en parte castillo medieval, en parte palacio, en parte residencia moderna. —Sí, allí vive el príncipe, pero gobierna junto con el pueblo, y es muy querido por el pueblo. No hago más averiguaciones, y así no me entero de cómo se las arregla el príncipe para llegar allá arriba, o para venir aquí abajo. ¿Empleará un helicóptero? Tal vez el príncipe no tenga más problemas que subir y bajar. En un pequeño estado de pocos miles de habitantes parece muy fácil gobernar con el pueblo, sobre todo si el pueblo es feliz y todo el mundo dispone de un Rolls-Royce. Bien, tomamos café, y María Jesús me llama la atención sobre un grupo de personas, hombres y mujeres, que charlan animadamente en una lengua que no es alemán, ni francés, ni italiano, pero que tiene palabras que suenan a los tres, o a lo mejor a rumano. Pregunto, no se cómo, qué idioma es, y la señora me responde amablemente: —Rhetischen. Vaya, en todas partes se aprende algo. Nunca había oído hablar en rético. Pero sigo sin atreverme a preguntar de quién son los Rolls-Royce. Mientras los demás se quedan en el café, salgo discretamente a la calle. En todas las casas hay una placa: Doktor Schatz, Doktor M. Fensburg, Doktor H. R Schmidt. Es increíble, cuántos médicos hay en Lietschenstein. Si parece que aquí acude media Europa a consultarse. Hasta que advierto que algunos dicen ser abogados. Hay quién se titula «asesor fiscal», y el que en la placa aparece como Doktor/Doktor, en Derecho Mercantil y en Ciencias Económicas, añade: «creación de empresas». Toma, ya había olvidado que Lietschenstein es un paraíso fiscal, en el que pueden crearse cuentas numeradas, sin titular visible, y abrir empresas fantasmas, que solo existen en el papel, pero a las cuales van a parar sin peligro alguno millones de dólares. Ahora ya se a quién pertenecen los Rolls-Royce; o, mejor dicho, sigo sin saberlo, porque sus dueños lo mismo pueden ser los expertos en finanzas que sus clientes, o muy probablemente tanto unos como otros. Debe ser este uno de los países más seguros del mundo, pero decidimos marcharnos pronto. A los pocos kilómetros, estamos en Austria. Un desvío de la autopista señala: VORALBERG. Y es entonces cuando se me ocurre la pequeña —o grandísima— historia con su correspondente moraleja. Éranse que se eran dos pequeños condados, dirigidos por dos príncipes alpinos, montañeses cazurros, que se las sabían todas. Los Lietschenstein y los Habichburg o Habsburgo. Tuvieron buen cuidado de no invadirse el uno a otro, aunque deseos sin duda no les faltaron. Pero los Habsburgo, más ambiciosos o con más suerte, empezaron a extenderse, primero por el Voralberg, luego por el Tirol, donde ya se proclamaron duques, más tarde por el Wachau y las llanuras del Danubio. 59

Allí se establecieron en la ciudad de Vindobona y se proclamaron reyes. Fundaron el Österreich, o Imperio del Este. Ya tenían sus miras puestas en Hungría. Rodolfo I, a fines del siglo XIII, fue nombrado Rey de Romanos, con derecho a la corona imperial. Federico III sería elegido, en el siglo XV, Rey de Romanos y poco después Emperador. Los Habsburgo se las arreglaron para ser elegidos sucesivamente para ceñir la corona del Imperio. De Federico es el lema AEIOU, Austriae Est Imperium Orbis Universi. Los Austrias no se conformaban con menos. Y el método fue casi siempre el mismo: bellum gerant alii, tu, felix Austria, nube. Y con matrimonios lo arreglaron casi todo. Maximiliano casaría con María de Borgoña, para heredar los fabulosos dominios de Carlos el Temerario, y luego con Ana de Bretaña para adquirir nuevos derechos. Casó a sus hijos y nietos con príncipes o princesas de las mejores dinastías europeas. En la Albertina de Viena se conserva una colección de grabados dibujados por los más famosos artistas, entre ellos Durero o Burgkmair, bajo el título «Los Triunfos de Maximiliano». No fueron triunfos, sino bodas afortunadas. Una serie de caballeros de armas portan orgullosos los estandartes de estos reinos «conquistados» por Maximiliano: «Burgundia», «Flanders» «Maitland», «Naples», «Castelia», «Aragonia», «Cecilia». Al final aparece un caballero de rostro atezado, con una pluma sobre la cabeza, en cuyo estandarte campea: «India». Sí, es un indio. Ya se conocía entonces el descubrimiento y el comienzo de la conquista del Nuevo Mundo: otro triunfo de Maximiliano. Al fin y al cabo, su nieto Carlos V sería el primero —y único— emperador europeo-americano. En los dominios de la Casa de Austria no se pondría el sol. Qué sorprendente contraste en la historia de aquellos dos pequeños principados. Pero la historia es como es, y un día cambió su rumbo. La casa de Austria empezó a bajar peldaños, aunque su decadencia fue lenta. Perdió el Franco Condado, después Holanda, luego España pasó a la casa de Borbón y Portugal a la de Braganza. En tiempos napoleónicos, Francisco II hubo de renunciar al Sacro Imperio Romano-Germánico, aunque siguió siendo emperador. Y tras la primera guerra mundial, se disolvió el Imperio y los Habsburgo se vieron sin un palmo de terreno. Hoy son una familia de intelectuales y conservan una cierta prestancia, pero el esplendor del pasado no vuelve. Entretanto, la casa de Lietschenstein conserva su pequeñito principado sin mengua alguna desde hace mil años. ¿Quién ha sido más listo? ¿Quién es ahora mismo más rico?: porque todos los habitantes de Lietschenstein son ricos, y doy por supuesto que el príncipe también. Un príncipe tan discreto, que no se siquiera cómo se llama. La moraleja histórica, se interprete como quiera interpretarse, está ahí. Los palacios del rey loco Visto casi todo lo visible en Innsbruck, el tan renombrado —más por los gestos del emperador Maximiliano que por su interés— Tejado de Oro, la catedral, el Arco de Triunfo, los palacios de María Teresa, los cristales preciosos de Swarowski, proyectaba hoy subir al Hofelekkar, que tiene que ser un maravilloso mirador con la Zugspitze por un lado y el Grossglockner por el otro; pero se ha organizado una excursión a los castillos de Luis II en Baviera, y era difícil no aceptar. Me he equivocado o no, cualquiera sabe; todo depende de los gustos. El viaje me permite contemplar la pared sur 60

de la Zugspitze desde el lado austriaco. Nunca mejor empleada la palabra pared, porque es un murallón vertical, implacable, de dos kilómetros de altura. La Zugspitze es la montaña más alta de Alemania. Pero por lo que aquí me cuentan —y no lo sabía—, lo es desde hace poco mas de un siglo. Por lo visto, la cima se encontraba en territorio austriaco, pero el emperador Francisco José se la regaló a Guillermo I «para que Alemania tenga una montaña alta». Las cosas que hace la diplomacia, y ahora me explico mejor lo del Pacto de los Tres Emperadores. Debió ser el único regalo de una montaña que recuerda la historia. La carretera soslaya hábilmente la Zugspitze, y en menos tiempo del que calculaba, nos encontramos en Garmisch-Partenkirschen. Medio ciudad, medio estación de invierno —y también de verano—, amplia de varios kilómetros, pero sin calles cerradas. Todo son magníficos chalets, hoteles y restaurantes separados por los árboles, los prados y los magníficos jardines. Al final se mantiene la Villa Strauss, donde Richard escribió la Sinfonía de los Alpes después de subir a la Zugspitze. Justo al otro lado, al pie de la montaña, se ve desde casi todas partes el gigantesco trampolín de los saltos de esquí. Seguimos adelante, porque vamos a los castillos. La Alta Baviera, Alemania al fin y al cabo, es un país amable, juguetón, menos arriscado por lo general que el Tirol: enseguida se alcanza la zona de suaves colinas y dulces lagos, pero lleno de amenidad y belleza, con pequeños paraísos que surgen a cada recurva. Los abetos y pinos negros cubren todas las tierras, altas y bajas. De pronto, ahí está el palacio de Linderhoff, en el valle de Grassweig. Luis II podía estar loco, pero poseía un gusto exquisito a la hora de escoger escenarios. Es portentoso el efecto de la alta pared del fondo, blanca caliza poblada de abetos negros, que componen una especie de tejido sutilísimo, diríase que artificial, si no fuera por sus dimensiones de kilómetros. Delante de este milagro de cortina se levanta el palacio, que, sin embargo, no juega con el paisaje, ni trata de jugar, como sí ocurrirá en Neuschwanstein. Todo lo contrario. Por una escalinata que es cascada artificial, como inspirada en La Granja, se llega a un pequeño Versalles. Luis II quiso que fuera así y no otra cosa. Salones dieciochescos, arañas de Sajonia, porcelanas de Limoges, tapices de Gobelinos, bustos clásicos en los que Luis XIV aparece una y otra vez, acompañado si es preciso por Colbert o Bossuet; flores de lis, retratos de Luis XIV, como si fuera el dueño del palacio, espejos versallescos que engrandecen y multiplican los ámbitos. Ni un detalle bávaro: el palacio es francés y solo francés. Luis II, monarca constitucional, con su gobierno responsable y su parlamento, quiso una vez sentirse rey absoluto, reencarnarse en Luis XIV, cuya efigie preside el palacio, en vez de la suya propia. Otros locos se creen Napoleón. Luis II, quizá con más gusto, quiso creerse el rey Sol, y así, y no por casualidad, es el sol otro de los motivos que presiden los techos de Linderhof. Enigmática personalidad la de este otro Luis. Era un hombre tímido y retraído, pero nada influenciable (como no lo fuera por Wagner). Tenía escaso poder, pero resultaba imposible contradecirle. Vivía en sus palacios para él solo, y nunca comió con nadie, ni siquiera ante la presencia de sirvientes. He aquí el comedor, un comedor perfectamente versallesco, y una mesa pequeña, con cuatro sillas, de las que solo una era utilizada. Y aquí viene lo más curioso: la mesa descendía por una trampilla, como en el escenario de un teatro, y momentos después era alzada de nuevo llena de viandas. El rey jamás vio a 61

quienes le servían, ni los sirvientes vieron a quien se sentaba a ella. Nadie sabe por qué quería comer solo. Hay quien dice que tenía unos dientes horribles, pero entonces semejante boca hubiera sido vista inevitablemente por muchos. No fue así. Todo se debe a aquel peculiar retraimiento. Quería estar solo siempre que podía. O tal vez se sentía acompañado de María Teresa, de la Maintenon, de Colbert, de Louvois, de Vauban: no se sabe. Lo único cierto es que quiso disponer para él solo de un palacio versallesco, y pasear por sus salones para sentirse Luis XIV. Dicen que nunca se le vio tan feliz como cuando podía estar en Linderhof. Un incidente inesperado. Ante el espectáculo de los mármoles, de los decorados, de las joyas, de una alfombra tejida con plumas de avestruz, uno de los visitantes —seguro que no español— no se pudo contener, y estalló: —¡Todos estos lujos están hechos con la sangre del pueblo! Es intolerable, lo que estamos viendo: no produce admiración, sino vergüenza. Esto es obra de un déspota que explotó miserablemente a millones de hombres… —Perdone usted —le corrigió educadamente el guía que nos enseñaba—. El rey Luis no explotó a nadie, porque no gobernaba, ni pudo disponer de los impuestos que aprobaba el parlamento. Hizo todas estas obras a costa de su propio patrimonio. Es cierto que terminó arruinado, pero no arruinó a nadie. Puedo decirle, en cambio, que este palacio es visitado cada año por tres millones de personas. Y con las entradas que pagan —entre ellos usted— en solo un cuarto de siglo los gastos quedan sobradamente amortizados. Me lo creo bastante: cuando menos, sin dispendios parecidos a este no existirían ni el el friso de las Panateneas, ni la capilla Sixtina, ni el Hermitage, ni las glorias que adornan Europa y que seguimos disfrutando pasados los siglos. Casi tenemos que agradecerlos. No comprendo a Luis II, ni parece que nadie le comprenda. Pero sin él no tendríamos Linderhof ni Schwanstein, ni tal vez Tannhauser, Lohengrin o Parsifal. Entre palacio y palacio, nos desviamos un poco para visitar Oberammergau, el pequeño pueblo que se ha hecho famoso por sus representaciones de la Pasión, en que participan con entusiasmo y al mismo tiempo con organización y acierto casi todos sus habitantes, que no deben pasar de tres mil. Por lo que me dicen, estas representaciones se celebran desde el siglo XVII, y no han decaído, sino que viven su máximo auge. Hace falta una vocación colectiva especial, una fidelidad singular a una tradición, para mantener esta costumbre durante siglos, con la llama siempre encendida. Pero Oberammergau no solo es famosa por su Pasión, sino por otras muchas cosas. Una de ellas, la que se ve a primera vista apenas uno ha llegado, es la pintura de sus casas. Son casas típicamente bávaras, y aquí, como en tantas partes de Centroeuropa, es costumbre pintar las fachadas: pero no solo de colores, o de motivos decorativos, sino de figuras, de figuras humanas o de animales, en que todos los seres vivientes están relacionados entre sí, diría, si la comparación tiene sentido, como los retratos de grupo flamencos: son casas-cuadros, no obra de maestros de la pintura, sino de un arte popular que es ingenuo, auténtico y precioso al mismo tiempo. Hay que ver para reconocer, y para dejarse encantar con su delicia. Cada casa es una pequeña historia, o un libro de cuentos. En unos casos se relatan vidas de santos, en otros historias ocurridas en el pueblo o en la comarca, o cuentos de los hermanos Grimm. Es un pueblecito de ensueño, de los que 62

parece que no debieran existir más que en el mundo maravilloso de los niños. En cualquier momento pueden aparecer por esas puertas de colores hadas, enanos, gnomos del bosque. En Oberammergau también se trabaja primorosamente la madera, con tallas o figuritas de nacimiento que parecen reproducir a su vez el pueblo, porque el pueblo es un «nacimiento» con muchas y deliciosas escenas. También se hacen primorosos relojes de cuco y objetos de artesanía de alta calidad. Aquí comemos y bebemos de la mejor cerveza bávara. Y luego de nuevo hacia las montañas. Sé que estoy en Neuschwanstein cuando descubro la cadena principal de los Alpes Bávaros, tan bien ordenadas sus cimas. El castillo aparece a última hora, enriscado en una roca boscosa, separada de la montaña por un tajo del que cae una cascada; enfrente, los dos lagos, uno verde —por las piritas —, y otro azul; al fondo, los Alpes. «Me parece que he descubierto el lugar más bello del mundo para edificar en él el castillo», escribió Luis II a su arquitecto Georg Dollmann, que no pudo ser un arquitecto corriente cuando fue capaz de trazar palacios tan distintos como los de Linderhof y Neuschwanstein, aunque el genial ideador fue, a todas luces, Luis II, que estuvo siempre muy atento a lo que hacían para él, y dio muchas de las ideas principales. Neuschwanstein, que podría ser traducido libremente como «nuevo cisne de piedra», parece un nombre puesto adrede, y muy acertadamente, por el rey loco, pero no es así porque ya existía, en el mismo lugar y antes de su reinado un viejo castillo, Schwanstein, o Peña del Cisne, que encandiló los ojos de Luis cuando era niño, y pudo contemplarlo desde el cercano Hoheschwangau. La palabra cisne ya aparece en aquel lugar mil veces antes de que se construyera el fantástico castillo, pero este que vemos es en verdad un maravilloso cisne de piedra, blanco, bello, coronado de altas torres y pináculos, gabletes y miradores de increíble imaginación, y tan lleno de vida que dijérase que va a emprender el vuelo de un momento a otro. Un castillo airoso y casi proyectado hacia los aires como el de los cuentos de Blancanieves que imaginábamos de niños: y no es de extrañar que Walt Disney se hubiese inspirado precisamente en él para concebir la primera película en tecnicolor. Un castillo encantado para un paisaje encantado. Visto desde el puente de María, el Marienbrücke, que salva en salto prodigioso el desfiladero, justo al lado del tajo de la cascada, es todo un conjunto de portentosa imaginación natural y artificial como no parece que pudiera existir en el mundo. Neuschwanschtein es todo él un cisne, un cisne blanco, airoso e inmaculado; pero el tema del cisne, de Lohengrin, se convierte en signo del palacio todo, y la figura del cisne aparece repetida una y otra vez, hasta hacerse obsesiva, en los motivos del interior; como que en uno de los salones está repetido de una forma u otra hasta trescientas veces. El interior no está a la altura de la traza externa, porque no es fácil armar un castillo gótico por dentro, sobre todo si se desea que tenga la comodidad y la funcionalidad de un edificio moderno. Por cierto, y no sé si es verdad, Neuschwanstein es, nos dicen, el primer edificio del mundo en que se empleó la calefacción central, y hasta —estúpida curiosidad de algunos— nos llevan hasta los sótanos para que veamos las calderas y las tuberías. La decoración de los salones, dorada y con mosaicos o pinturas que quieren ser medievales, tiene que ver más con Ravenna que con las selvas de Baviera; pero preciso es reconocer que existen espacios magníficos, como el salón del trono, un trono de un 63

sacro emperador, que Luis II no llegó nunca a ocupar, y una sala de música destinada a escuchar los coros de Los Maestros Cantores, que el rey loco no llegó tampoco a oír nunca, pues murió pocos meses antes de la inauguración definitiva del palacio. Una sala de música de extraordinarias condiciones acústicas, como que basta musitar «chssss» muy bajito en una esquina para que se pueda percibir claramente en la esquina contraria. ¿Por qué será que los arquitectos de otros tiempos conocían ¿o adivinaban? mejor los efectos sonoros de los espacios interiores que los que hoy construyen los teatros o los auditorios? Hay secretos que no se revelan nunca, y que, desaparecidos los artífices, se han perdido para nuestro tiempo. Con Lohengrin y Los Maestros Cantores, Tannhäuser desempeña un papel fundamental en la decoración (lo mismo que en la Cueva de Venus en Linderhof). La idolatría de Luis por la música y los símbolos wagnerianos está presente en todos sus palacios, y para comprender aquella forma de concebir el arte es preciso tener todo eso en cuenta. Pero el motivo más maravilloso, quién lo duda, es el paisaje. Todas las grandes salas se orientan al exterior, con los dos lagos al alcance de los ojos, y más al fondo los Alpes azules. Intento contemplar una y otra vez aquel milagro, apartando pesados cortinones; pero también una y otra vez los celadores de palacio me lo impiden. Solo quedan unos destellos fugaces, aunque imperecederos. No sé por qué no permiten a los visitantes disfrutar aquella gloria del arte conjunto, el arte total, el Gesamtkunstwerk. Wagner lo hubiera comprendido perfectamente, mucho mejor que los celadores. Luis II pasó algunas temporadas en Neuschwanstein, contemplando las obras, o residiendo en el cercano Hoheschwangau, pero no llegó a ver su Palacio del Cisne terminado. Parece que iban a declararlo oficialmente loco e impedir que siguiera con sus incomprensibles fantasías. Los ministros rezongaban, y hasta el pueblo comentaba que aquellos cisnes de piedra no se compadecían con la amabilidad natural del paisaje, o que la música de Wagner nada tenía que ver con las alegres canciones de Baviera. Luis murió en circunstancias misteriosas —cualquier conjetura vale, pero se queda en conjetura— cuando navegaba una noche en barca de oro por el lago. Si consideramos su obra tenemos ciertos motivos para pensar que los locos egregios, empezando por Don Quijote, tienen más razón que los cuerdos, o por lo menos más profunda intuición. Y no cabe duda de que sin estos sueños imposibles la región de las montañas de Baviera que estamos visitando, todo el año llena de turistas, sería prácticamente desconocida de millones de personas. Regresamos al Tirol por otro camino, el puerto de Fernpass. Hemos dado la vuelta completa a la Zugspitze, con sus inmensos paredones y el glaciar donde pasó miedo Richard Strauss. Al fin nos saluda la silueta familiar de Hofelekkar. Innsbruck no encierra milagros ni símbolos misteriosos, que solo se comprenden a una luz distinta de las que son corrientes en este mundo. Pero por eso mismo, al regresar nos sentimos de nuevo en nuestra casa. Todo suena a música de Mozart Es casi imposible decir nada nuevo sobre Salzburgo. Y es que sobre Salzburgo ya está dicho todo, y además bien dicho. Desde el mismísimo Mozart, parece mentira, que ya 64

cerca de los días finales de su corta vida comentaba: «He conocido parajes muy hermosos, pero todo lo que he visto es muy poco, a mi parecer, comparado con las deliciosas bellezas de Salzburgo. Aquí, a cada paso, se ve un nuevo paisaje, una nueva maravilla de Dios». Tanto se alaba a Salzburgo, sus bellezas, su encanto, su música, vinculada indisolublemente a Mozart, de tal forma se repiten una y otra vez las mismas cualidades, que uno acaba sintiendo la sensación de un tópico. Hay que llegar a Salzburgo con las alforjas vacías de recuerdos anteriores, de lo que se ha escrito antes, y de lugares comunes, de tal manera que encontrarse de nuevo con la realidad tenga el sabor de la primera vez, como si fuera una sorpresa. La mejor manera de llegar, digo de llegar, es venir por el Salzkammergut, bordeando los lagos —¡mejor aún navegando: hay barquitos de alquiler!—, el Wolfgangsee, el Traunsee, el Mondsee (donde dicen que están sepultados bajo el agua y el fango los tesoros nazis), para saborear hasta el fondo esta naturaleza privilegiada: qué deseos vienen de quedarse por unos días en estos pueblecitos y en estas orillas entre el azul maravilloso del agua profunda, el verde de los prados y los bosques, y el blanco de las nieves allá en las alturas. Es la mejor forma de llegar, pero me temo, como ocurrió la primera vez, cuando vine desde Viena, que al viajero le sobrevenga el dichoso Síndrome de Stendhal, y le ataque precisamente después, en Salzburgo, de suerte que le hastíen casi la armonía y la belleza que encantaban a Mozart. También quizá la identificación de Salzburgo con Mozart, aunque no tenga nada de gratuita, pueda inducirnos a prejuicios. Conviene llegar sin ideas previas, como de sopetón, como si se despertase sin bagaje previo, en aquella realidad tan difícil de describir y al mismo tiempo tan llena de lugares comunes como encanto, delicia, hechizo, gracia, armonía, amabilidad. Lo malo del caso es que cuando se han desechado por rebuscadas esas palabras quedan ya muy pocas para describir lo que realmente es Salzburgo, su ambiente y su alma. La ciudad puede tener sus 150.000 habitantes, pero el verdadero Salzburgo es el que forma la Innere Stadt, el centro histórico. Fuera, las calles son convencionales, los edificios más o menos modernos, aunque no llegan nunca a la exageración, y los monumentos antiguos bien escasos. La orilla norte del Salzach, aunque forme parte de la Innere Stadt, se encuentra tocada también por la modernidad. Las calles son casi siempre rectas, las casas apenas tienen escudos o recuerdos de otros tiempos. El Mozarteum es un edificio claro y elegante, limpio, como la música que en él se estudia e interpreta, pero no tiene nada de monumental. Es, más que otra cosa, un conservatorio, un centro de investigaciones mozartianas. Mis amigos astrónomos me llaman: —Mira, mira, qué interesante. —¿Qué es lo interesante? —Que en esta casa nació Doppler. Efectivamente, una placa así lo recuerda. Y es preciso rendir homenaje al recuerdo de Doppler, que no sabía que era de Salzburgo. Sin el descubrimiento del corrimiento al rojo del espectro y su relación con la distancia del foco emisor, tal vez seguiríamos sin saber nada del Big Bang y la expansión del Universo. Pero el edificio en sí no nos dice absolutamente nada. Lo más destacable del barrio norte del río es sin duda el palacio Mirabell. Grande y claro, pero de un neoclásico un poco monótono. No lo he visto por dentro; pero lo más 65

importante y famoso son sus jardines, entre los cuales pueden contarse hasta 4.000 flores de las variedades más diversas que puedan imaginarse. Por lo demás, nada notable hasta que se llega al río y se ve el otro lado. El río, el Salzach, es afluente de un afluente del Danubio, pero es más caudaloso que cualquiera de los ríos que corren o intentan correr por España. Cuando un ibérico viaja al centro de Europa no puede evitar un complejo fluvial que hace que el alma se le caiga a los pies. Ríos estos, enormes y caudalosos, por poco importantes y nada citados en los libros de geografía que sean. El Salzach es un hermoso río de agua dulce, a pesar de su nombre. Las minas de sal están no lejos de aquí, en Hallein, y la venta de este producto fue la base de la riqueza de la región durante muchos años, e incluso miles de años. Anuncian visitas a Hallein a precios muy razonables, pero la idea no me seduce gran cosa. Prefiero saborear Salzburgo. El mismo nombre de Salzburgo tiene que ver muy probablemente con la sal. Y a la sal alude, con una raíz no céltica, sino germana, el cercano pueblo de Hallstatt, más famoso por su yacimiento prehistórico que por su sal gema. Por cierto que en el camino se encuentra también Willendorf, donde el hombre se animó a hacer por primera vez escultura exenta. Señoras tan gordas como las de Willendorf no han vuelto a ser representadas en bulto redondo hasta los tiempos de Botero. Para gustos se pintan épocas históricas o prehistóricas. Prehistoria, historia, arte, música y una geografía privilegiada han venido a reunirse en este rincón de Austria. Salzburgo, contemplada desde arriba, por ejemplo desde la Fortaleza, ofrece un conjunto armonioso y amable, atravesada por el río y entre las colinas del Monschberg, donde se divisa un antiguo monasterio, y el Kapuzinerberg, al otro lado del río. Y lejos, la cima orgullosa del Untersberg, con casi 2000 metros o, por el otro lado, las campiñas risueñas por donde el río busca su camino. Por cierto, Alemania está cerquísima, a solo cinco kilómetros. No lo sabía. Pero para disfrutar del auténtico sabor de Salzburgo, ya decía, hay que cruzar el río y penetrar en la Innere Stadt. No puedo asegurar que su tipismo esté buscado adrede —hay que ver las traiciones a que obliga el turismo—, pero la ciudad hubiera sido típica de todas formas. Hay casas pintadas de vivos colores, bellas molduras y enormes portalones. De muchas tiendas penden vistosos anuncios colgantes que llegan hasta mitad de la calle, y que sustituyen las letras por los objetos que venden. Una bota anuncia una zapatería, una herradura una ferretería, unas tijeras una peluquería, y una gran jarra una taberna. Me dicen que tales reclamos están hechos para antepasados analfabetos, y así se conservan. No me lo creo, por supuesto. Fue así hace siglos, pero lo de ahora no es lo de entonces. La mejor disculpa: así por lo menos se conserva la tradición. La verdad es que hay siluetas tan bellas y tan sofisticadas que se entienden menos que si estuviesen escritas en alemán con letra gótica. Se perdona todo, al menos por razón de la belleza. La Getreidesgasse es la más abarrotada de estos reclamos, y enseguida se entiende el motivo: es la calle en que está la casa de Mozart, también por eso mismo la más llena de turistas. La casa es hermosa, tiene cuatro pisos, y parece que fue en el tercero donde nació el músico. No es una casa distinta a las demás, pero su buena presencia y si situación en lo más céntrico de la ciudad hace pensar que el subdirector de la orquesta de cámara del Príncipe-Arzobispo no debía tener un mal pasar. El hecho es que toda la casa es un museo mozartiano y cualquiera sabe cuál era la parte que ocupaba la familia. Ni tampoco 66

se sabe lo que era de Mozart y lo que se ha traído para que parezca de Mozart. El piano o clave de martillos puede que sea el mismo que tocó Leopoldo y en que Wofgang interpretó su primer minuetto. El violín para niño es tan diminuto que uno se pregunta cómo un niño, por pequeño que fuera pudo tocarlo; pero puede ser de verdad. De verdad son algunos trozos de partitura, con esa letra mozartiana de patas de mosca, que es lo menos parecido a la luminosidad de la música más clara que se puede imaginar. Lo de menos, en estos casos, no es lo que se ve, sino lo que suena. Y me emociona menos el museo, por bien instalado que esté, que saber que en este mismo sitio nació y vivió sus primeros años uno de los compositores más maravillosos de la historia. Visitamos la Residencia, el palacio del Príncipe-Arzobispo, un edificio altivo y solemne, muy distinto de la difícilmente accesible Fortaleza (ahora hay un funicular), solamente utilizada en la Edad Media o en tiempos de peligro. Frente a la Residencia, la aparatosa fuente de los Caballos. Parece que los príncipes, más que arzobispos, eran excelentes jinetes y muy aficionados a cabalgar y a coleccionar soberbios alazanes. Aquí hay esculturas de caballos por todas partes, muchos más monumentos a los nobles equinos que a los músicos, aunque Salzburgo sigue sonando a música —o la música sigue sonando— por todos sus rincones. Por cierto que dos visitas coincidieron con el Festival: no es posible conseguir entradas, por supuesto, ni se me ha ocurrido nunca adquirirlas con anticipación. No hay posibilidades de penetrar en el exteriormente horrible edificio Grosses Festpielhaus, ni en otros locales, entre ellos el propio Mozarteum. Ni tampoco he venido con traje oscuro. Por supuesto, los caballeros van correctamente ataviados, algunos con indumentaria de etiqueta, que así son las convenciones, más que el respeto que siempre exige la música. Curiosamente, he advertido en estos últimos años que las damas van con frecuencia ataviadas de tirolesas. También lo he observado en Innsbruck, en algunos buenos locales, con la particularidad en favor de Innsbruck, de que aquello es el Tirol y no el Salzkammergut. ¿Otra convención o la moda de los pequeños nacionalismos tan exigente en estos años de fin de siglo? Solo puedo formularme la pregunta. La catedral es grande, italiana de la cabeza a los pies, bien medida, serena, pero nada austriaca; ni siquiera el interior barroco desborda los cánones de la proporción y el buen gusto. Apenas hay curvas; por doquier domina la línea recta y el sentido de la proporción, ni que esta catedral hubiera sido concebida por un discípulo de Vitrubio. No me la imagino en Salzburgo; parece más propia de la Toscana o de las Marcas, pero aquí está, la tengo delante. Junto a la Catedral tocan músicos callejeros, tan numerosos, individuales o en grupo, y tan cercanos entre sí, que se estorban unos a otros. En Salzburgo todo suena a música, pero da la impresión de que es obligatorio hacerla oír en las cercanías de la catedral. Eso sí, los solistas o los concertistas, aquí como en Viena o en Linz, están muy bien afinados y tocan maravillosamente. No hay eso que entendemos como músicos callejeros, sino calles en que crecen los músicos como las setas en el bosque. Todo es perfectamente natural. Aparte de la catedral, vale la pena ver la iglesia de los franciscanos, barroca y coronada por una esbelta torre que compite con la del templo principal. Y la de san Pedro tiene, por excepción una portada románica, una llamativa cúpula encebollada y un interior de riquísimo y complicadísimo barroco. Son elementos que parecen contradecirse entre sí, 67

que se dan cachetes el uno al otro. Pero en Salzburgo todo suena bien. Qué se le va a hacer: es preciso recurrir a la música de Mozart. Parece que no se va a compaginar,y al final todo acaba maravillosamente.

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6. CUENTOS DE VIENA

He recorrido Austria por todos sus rincones, del Tirol al Burgenland, de los prados de Linz a los salvajes macizos del Hohe Tauern y las formaciones increíbles de los Karavanken. He visitado pueblos campesinos y grandes ciudades. Sería exageración decir que he visto todo lo que se puede ver, porque tal cosa es imposible hasta para los austriacos, pero he llegado a lugares que nunca imaginé visitar. Fue en principio una casualidad, luego, por razón del cariño que se toma a lo bello y a lo digno de admirarse, una contemplación deliberada. Y tal vez no sea intempestivo confesar al final de mi larga vida que, si me fuera posible volver de nuevo a algún país del mundo, ese país sería Austria. No sé explicar por qué, pero sé en cambio que en el fondo del alma de un ser humano hay muchas cosas inexplicables, y me quedo con esa especie de razón. Hay motivos parciales, por supuesto. Para un historiador vale la pena recordar que Austria fue la cabecera de un Imperio que iba del Báltico al Mediterráneo, de los Alpes a los Cárpatos. Para un aficionado a la música, Austria es el país donde nacieron o vivieron la mayor parte de los creadores de las más maravillosas armonías de la Tierra. El arte ofrece todas las facetas de las escuelas y de los tiempos. Y también, diría, se encuentra y se puede saborear en Austria un espíritu especial, en que conviven el orden. el rigor y el método de más al Norte con la gracia, la espontaneidad, el sentido luminoso y la simpatía de más al sur. Ya sé que recordarlo no sirve para comunicar lo que es una experiencia muy personal. Y por otra parte, también sé que de contar todos mis recuerdos de andar y ver por aquellos parajes, no cabrían en un libro. Habré de limitarme a unos cuantos fogonazos parciales, tal vez mal escogidos. Ha salido a relucir, por razones de continuidad, algún aspecto del Tirol o de Salzburgo. Ahora debo ir a Viena, esa capital de un imperio gigantesco que se ha quedado demasiado grande a un pequeño país. De Schwechat al Ring La primera vez que viajé a Viena llegué volando. Toda Europa occidental estaba cubierta de una espesa capa de nubes bajas. Se me negó el placer de ir contemplando el cambio siempre sorprendente de los paisajes. Solo perforaban la monotonía del gris las cimas más altas del Pirineo y los Alpes. Cuando grito entusiasmado «¡Ahí está la Jungfrau!, qué hermosa...», toda la parte derecha del pasaje se inclina sobre las ventanillas. Casi todos retiran la vista al momento: o no son aficionados a la montaña, o piensan que la Jungfrau tiene que ser forzosanente una muchachita. Seguimos volando 69

sobre el gris. Llega un momento en que el vuelo se prolonga más de lo previsto: ya deberíamos estar sobre Hungría. Al fin bajamos, y se descubre un lago largamente extendido de Norte a Sur, que luego sabré que es el Neusiedler See, entre Hungría y Austria. El piloto ha querido buscar el suelo más bajo para poder descender con seguridad. Luego damos media vuelta a baja altura, lo cruzamos y en pocos minutos aterrizamos en Viena. Schwechat se me antoja un aeropuerto pequeño y modestito (creo que lo están ampliando). ¿Será Viena una ciudad pequeña y modestita, más de lo que imaginaba? Vamos a comprobarlo enseguida. Un microbús lleva a los pasajeros que así lo solicitan a su respectivo hotel. Debe ser casi una forma de hacer un buen recorrido por la ciudad. Viena está cerquísima de su aeropuerto, otro detalle que me llama la atención. Debo reconocer que mi primera impresión de Viena distó mucho de ofrecer el esplendor y la solemnidad que esperaba encontrar. Calles viejas y curvas, irregularmente pavimentadas, casas limpias, pintadas de blanco o de crema, con persianas verdes, con patios o amplios portalones, por donde podrían entrar en otros tiempos coches de caballos; mujeres con un cubo de agua, en plan de limpieza, nada del otro mundo. Luego calles cada vez mejores, hasta el momento en que cruzamos el Ring, qué relámpago de magnificencia: solo unos segundos. Al otro lado, no lejos del Palacio de Justicia, está nuestro hotel. Una vez en Viena, la primera zona que vemos y recorremos es la correspondiente al Ring. No estoy seguro de que sea conveniente empezar por aquí, pero no puede caber la menor duda de que es en alto grado reconfortante. Solo iremos tomando conciencia de lo que es esta gran avenida, con sus casi cinco kilómetros de longitud y la cantidad y calidad de objetos que atesora, a lo largo de los días; pero desde este primero nos hacemos una cuenta aproximada de lo que es y lo que representa. Acabo convencido de que es la avenida en que se levantan más edificios monumentales en el mundo. No hay nada parecido en Londres, en París, en Roma. Si se quiere visitar todo en detalle hacen falta semanas. El nombre (anillo) es solo simbólico, como lo es el Zeil de Frankfurt o el Korut de Budapest. Ni es rendondo ni envuelve toda Viena. Me recuerda —por su plano, que no por su presencia— al trazado de Amsterdam: poligonal. Y repito ahora que esta geometría más realza que limita el conjunto. Ocurre que durante siglos Viena estuvo defendida por una muralla que seguía este trazado. Y en el siglo XVII, ante la muralla se trazó un glacis de acuerdo con el sistema Vauban, en ligera pendiente y absolutamente descampado para favorecer los disparos de los defensores en caso de asedio. En el glacis no se podía edificar, ni siquiera plantar un árbol. En algún museo he visto después un plano de esta Viena, cercada de una cinta poligonal de unos seiscientos metros de ancho. Más allá de esa cinta se edificaron barrios nuevos; y por eso hay en Viena edificios antiguos fuera del Ring. Cuando en la segunda mitad del XIX se decidió derribar las murallas —como en todas partes, habían cambiado las prácticas de la guerra—, quedó ese enorme descampado poligonal. El gobierno decidió vender parte de aquellos privilegiados terrenos a particulares, y con lo cobrado construir suntuosos edificios. O cobraron mucho, o el reinado de Francisco José fue extraordinariamente próspero para Austria: creo que las dos cosas, pero el hecho es que entre 1850 y 1890 se construyeron muchos de los centros públicos más bellos y fastuosos de Europa: uno detrás de otro, todos en la misma avenida. 70

Yendo un poco por orden, y muy a vuelapluma, ahí están los que recuerdo. En primer lugar, la Bolsa, enorme y clásica, de piedra blanca y ladrillo, el único ladrillo visible en el Ring, pero dotado el conjunto de especial dignidad. Luego la Universidad, enorme y bellamente proporcionada, rematada por una cúpula mansarda que la hace venerable y monumental. Después viene el Ayuntamiento, el único edificio neogótico del Ring, airoso y especialmente esclarecido, con sus cuatro torres, que le proporcionan su soberana esbeltez; la central de ellas de cien metros de altura, sobre la que se alza un personaje que la remata como, digamos, el Giraldillo, pero que creo que no gira. He indagado varias veces sobre su identidad, y nadie sabe decírmela: quizá no la tenga. Muchos le llaman simplemente «el hombre de Viena». No puedo figurarme otra cosa: es la representación del vienés, de la ciudad entera, lo de menos es su nombre. Delante del Ayuntamiento se abre una gran plaza, adornada de jardines y amplios espacios en los cuales ahora mismo veo un mercadillo y tenderetes donde se despachan bocadillos y cervezas: comidas rápidas que a muchos pueden venirle de perilla, aunque tal vez el espectáculo no pegue con la gracia elevada del fondo. A media tarde retiran los tenderetes y colocan filas de sillas: al anochecer se proyectará sobre una pantalla gigante un concierto dirigido por von Karajan. Y así todas las tardes de verano. Música clásica de alta categoría, y gratis, que así es Viena. Al otro lado de la avenida muestra su equilibrio clásico el Burgtheater, un edificio que ya había visto muchas veces en fotos. Qué nobleza, qué limpieza de líneas, que balconadas de absoluta proporción clásica. Parece que por contraste de estilos, se da de cachetes con el Ayuntamiento: pues no, no se da. Aquí estrenó Beethoven su primera Sinfonía: bien que el edificio era entonces otro. Viene luego el Parlamento, presidido en su centro por el edificio saliente en forma de un templo griego (me dicen que porque los griegos inventaron la democracia). Por esta razón o por otra, casi todos los parlamentos de Europa están rematados por un frontón, como casi todos los de América están rematados por una cúpula: el mimetismo no deja de ser curioso, se me ocurre pensar. El edificio, en su conjunto, puede ser menos admirable que los anteriores, pero delante de la fachada principal se alza una fuente con figuras, y sobre una columna una estatua en mármol de Palas Atenea coronada de oro, esta sí en verdad admirable. Tal vez sirva para inspirar el acierto de los parlamentarios, que en los complejos avatares de la vida política siempre hace falta. Al otro lado de la avenida, medio oculto por los árboles de un vasto parque, está el Hofburg, el palacio imperial, el símbolo de un poder casi sagrado —el Sacro Imperio— durante siglos. No voy a detallar ahora, pero lo cierto es que el Hofburg tiene elementos renacentistas, barrocos, neoclásicos, testigos de muchas épocas y de muchas luchas que conmovieron Europa entera, o detuvieron a los turcos en tiempos de Solimán el Magnífico y de Carlos V, en los de Mehmet IV y Leopoldo, en dos ocasiones en que Europa pudo quedar devorada por los otomanos. El Hofburg es así un abigarrado grupo de palacios que se extienden por un espacio de cientos de metros, y que encierran museos, bibliotecas. caballerizas, teatros imperiales y dependencias gubernativas. En una de ellas vive ahora el presidente; el resto se puede visitar. El interior siempre es mucho más esplendoroso que el interior. Pero el último de estos palacios, el Neue Hofburg, sí que es un soberbio edificio adornado de dobles columnatas, que cierra la Heldenplatz o plaza de los Héroes, 71

adornada también por dos espléndidas estatuas del príncipe Eugenio y el archiduque Carlos, cabalgando sobre caballos de porte español, levantados sobre dos patas, como el de Felipe IV en Madrid, ese milagro atribuido a Galileo. No sé quien ha sido el autor de este doble milagro vienés. La Heldenplaptz es, en su conjunto, la magnificencia hecha forma. Puesto que hablo de caballos españoles, deseo conocer la famosa Escuela Española de Equitación, donde aún se conservan, y bailan aquellos pura raza que ahora solo podemos admirar en los cuadros de Velázquez. Aquí están redivivos. El picadero forma parte del Hofburg, y es un magnífico edificio de gran porte, en el que se pueden adivinar como en otra parte cualquiera de las dependencias palaciegas, rasgos de un pasado esplendoroso. Contemplamos todo con admiración no disimulada, pero falta algo. —¿Y los caballos, dónde están? —Ah, los caballos. Ahora mismo están veraneando en Croacia. Por lo visto, aquí veranea todo el mundo, desde la Orquesta Filarmónica hasta los famosos «Lippizaner». El Hofburg hubiera sido una barrera entre los esplendores del Ring y el venerable y amable tipismo de la Viena antigua, si no existiera un pasaje que permite atravesar bajo el palacio entero. Es como un túnel entre dos edades, y pronto me doy cuenta de que lo lógico hubiera sido atravesarlo en sentido contrario. Pero de momento voy a seguir paseando por el Ring. Casi enfrente del Hofburg se extiende una amplísima plaza ajardinada, presidida por una enorme estatua de la reina-emperatriz María Teresa. También María Teresa era enorme, sin duda tan voluminosa como nuestra Isabelona, aunque aquí, regiamente sentada, aparece revestida de una especial dignidad. María Teresa es juzgada de forma muy distinta de acuerdo con la ideología de cada uno: para los progresistas fue una reina adusta, autoritaria, conservadora de lo antiguo, poco propicia al ambiente de la Ilustración. Para los de signo opuesto, fue la salvadora de la Casa de Austria, que sin su entereza y su aguante hubiera desaparecido, una reina inteligente, protectora de sus súbditos, de la religión, de los valores, de las ciencias, de las artes, de la música. Ahí está, en la plaza que lleva su nombre entre dos edificios idénticos, de magnífico porte clásico, uno frente al otro, que son dos famosos museos: el de Bellas Artes y el de Ciencias Naturales. Algún día tendré que visitarlos detenidamente. La gran avenida toma luego el nombre de Opernring, y, efectivamente, ahí a la izquierda se encuentra la Ópera, el noble edificio tantas veces visto en las fotografías. Levantado en estilo neorrenacentista, como tantos otros en el Ring, posee una especial dignidad, a tono con la solemnidad del entorno. El edificio fue destruido en 1945, a fines de la segunda guerra mundial, en un ya inútil bombardeo, justo cuando se estaba representando «Fidelio». Y fue reconstruido con notable presteza en 1955, con la reanudación de «Fidelio», como si nada hubiera pasado. Posee un foyer en mármol y oro, muy propio del esplendor imperial, y un recinto interior grande y cómodo, ante uno de los escenarios más amplios que existen; todo más sencillo que antes, por razón de la reconstrucción. La orquesta titular, ya es sabido, es la Filarmónica de Viena, que desde los tiempos de Hans Richter y Gustav Mahler goza fama, y la sigue gozando, de ser la mejor del mundo. Pena que ande ahora fuera de Viena. 72

El Ring sigue doblando en suaves ángulos a la izquierda; de pronto se divisa, ya fuera del Ring, pero descubierto por una enorme plaza con un estanque que lo refleja todo, otro de los grandes monumentos de Viena: la iglesia de San Carlos, mil veces conocida, y una de las obras más extrañas y proteicas del barroco, concebida por el genio de Fischer von Erlach. Clásica, barroca, distinta, equilibrada y desigual, mezcla de varias cosas e idéntica a sí misma, desconcertante y concertada, no sé cómo decirlo, ni quizá nadie sabe. Un frontón clásico, una fachada ancha y pesada, dos torres (¿con algo de orientales?) que apenas sobresalen, una cúpula enorme y elevada hasta más de 70 metros de altura, y flanqueándolo todo, dos robustas y altísimas columnas con decoración que sube en hélice, como la columna de Trajano en el Foro de Roma: diríase que la mismísima columna de Trajano rediviva, y por dos veces. Columnas exentas, como si no formasen parte del templo, que están ahí como por casualidad, pero que son tan necesarias que si no estuviesen todo carecería de sentido, achaparrado y torpe, a pesar de la cúpula. Una cúpula vaticana, un frontón corintio, dos columnas del Foro, dos capillas laterales: todo juega o no se sabe si juega o no, pero resulta. Ahí está, y preciso es aceptarlo como uno de los templos más famosos de la Cristiandad. Por fuera no es fácil decir si San Carlos es barroco o es otra cosa; por dentro el barroco se impone con toda su fuerza. La vista se ve obligada a llegar hasta el fondo. Sobre el altar mayor, entre dos robustas columnas, las figuras retorcidas y entremezcladas, todas envueltas en oro, contemplan el triunfo de San Carlos, elevado entre nubes al cielo: y el cielo es una «gloria» que recuerda muchísimo a la del Vaticano, casi, diría, mayor que ella, que lo domina todo con una fuerza que sobrecoge. Reconozco que no me juzgo precisamente admirador del barroco, pero hay momentos —aquí y en otras partes— en que no tengo más remedio que confesar mi admiración. Volvemos al Ring. Hay otras muchas cosas que describir, pero no podemos detenernos, ni aquí quiero detenerme. En el tramo siguiente está, a la derecha, el Stadtpark o parque de la ciudad. No sé por qué imaginaba por aquí el Prater. Estaba equivocado. El Stadtpark es mucho más pequeño, pero famoso por dos detalles muy conocidos: uno el Kursalon, la elegante sala de fiestas, restaurante y teatro musical de fastuosas arañas de cristal, vinculado desde hace siglo y medio a los valses de Lanner y sobre todo de los dos Strauss, que lo han hecho famoso de una vez para siempre, y que ha dado su nombre —Kursaal— a tantas salas del mundo. El otro detalle es el casi inmediato monumento de oro entre mármoles a Johann Strauss tocando el violín, casi en el mismo lugar en que lo hizo con su orquesta tantos miles de veces. (Dicen, y es cierto, que la dorada figura agarra el mástil del instrumento al revés, es decir, por delante y no por detrás, y de esa forma debe ser muy difícil manejar los dedos. Pero el detalle pasa desapercibido a casi todos, y no perjudica para nada la obra de arte). Dicen también que es el objeto más fotografiado de Viena y sus alrededores, y puede ser cierto. Hay que rendirse al tópico: María Jesús y yo al final nos hacemos una foto ante el monumento a Johann Strauss. Corazón de Viena Viena es una fruta sabrosa con dos cáscaras y tres pulpas distintas separadas por ellas. 73

En el centro está la ciudad antigua, gótica y barroca; la rodea el Ring, esa amplísima avenida donde están los grandes edificios oficiales y oficiosos. En el barrio exterior hay viviendas caras, edificios magníficos y buen comercio; el otro cascarón es el Gürtel — cinturón—, una avenida llena de tráfico, y más allá la pulpa exterior, a donde acuden los vieneses más divertidos, y quizá los turistas más amantes de la juerga, porque allí se encuentran las salas de fiestas, los locales para trasnochadores y toda clase de distracciones más o menos frívolas. Para llegar al corazón de Viena, lo mejor, para quien se aloja en la zona del Ring, es pasar bajo el palacio del Burg. En el pasaje tocan pequeñas bandas de música —luego se descubre que muchas de ellas pasean sempiternamente por las calles de la Viena antigua — o cantan bien entonados coros. Los intérpretes no cobran ni les paga nadie: lo hacen por gusto, por pura afición, hasta por necesidad musical, o en ocasiones para promocionarse. Las cosas no han variado mucho desde el siglo XVII, o desde que a mediados del XVIII el muchacho Joseph Haydn se enroló en una de estas bandas callejeras, y hubo de tocar unas veces el violín, otras la flauta, el oboe o la trompa. Cuando se dio cuenta, sabía instrumentar y se convirtió en el Padre de la Sinfonía. A la salida del túnel está la fachada interna del Hofburg, poderosa y barroca, llena de hercúleas esculturas. A su lado, la Michaelerkirsche, o iglesia de San Miguel, toda blanca, con una airosa torre de cinco cuerpos y un agudo remate en flecha. La entrada parece clásica y resulta ser románica; el interior es gótico y la decoración barroca. Las iglesias de Viena pueden permitirse el lujo de estas transiciones de estilo sin perder la armonía ni la personalidad. La Michaelerkirsche fue en cierto modo la capilla imperial para ciertas ceremonias públicas, y en su cripta están enterrados buena parte de los emperadores. Nunca me ha gustado demasiado visitar criptas, y menos si están llenas de tumbas. Al lado hay una casa señorial, donde vivían nobles, y donde se alojaron, en el tercer piso, Joseph Haydn, y en el cuarto, por un tiempo, su discípulo Ludwig van Beethoven. En Viena no hay una calle donde no haya vivido un músico famoso. Luego hablaré de la Loos Haus. La Kohlmarktstrasse, que fue mercado de frutas y verduras, vende ahora cosas más caras: aquí se juntan las tiendas de lujo y las marcas famosas: Chanel, Armani, Gucci, Vuitton, Rolex, y otras que me suenan menos, pero por lo visto no más baratas. No sé si la Kohlmarkt está llena de gente (los que tienen prisa se ven obligados a empujar educadamente a los que no la tienen) por el atractivo de los escaparates o de las compras, o porque es la vía de entrada hacia el centro antiguo más lógica de Viena. Al final nos sorprende otra iglesia, la Peterskirsche, ya a la entrada del Graben. Si San Miguel es una mezcla de estilos, San Pedro, aunque goza fama de haber sido el templo más anrtiguo de Viena (dicen que ya existía en el siglo IX o algo así), es hoy barroca por los cuatro costados: la fachada, movida y compleja; la enorme cúpula central, elíptica y verde (verdes son todas las cúpulas de Viena: imagino que desde un helicóptero, toda la ciudad debe verse como un inmenso plantel de lechugas); un altar mayor historiado, en que se entremezclan la escultura y la pintura, y un gigantesco órgano que parece digno de una catedral. La liturgia, puedo decirlo, es muy buena, y lo que se canta no solo está muy bien cantado —los vieneses se pintan solos para improvisar coros—, sino con una música de una calidad como ya quisiéramos en España. 74

Salimos al Graben. Es una calle peatonal que parece una avenida. Siempre llena de gente, con veladores y terrazas, hace a Viena más típica que nunca. No faltan establecimientos de lujo, magníficos escaparates, pero el Graben es muy especialmente un lugar de cita y reunión, y por tanto abundante en cafés y restaurantes. Pero la vista se detiene siempre, como si el resto no interesase apenas, en la muy llamativa Pestsäule, o columna de la peste. Fue erigida por Leopoldo I tras haber superado la peste de 1679, la más terrible que ha sufrido Viena, pero también, a lo que parece, felizmente terminada cuando ya los supervivientes no lo esperaban. Hoy nadie se acuerda de la peste ni de nada parecido, a pesar del nombre de la columna, que es lugar de cita para todo el mundo, y, por supuesto, para las bandas ambulantes de música. Nada parece recordar una calamidad a la vista de esta exageración suprema del barroco. Se eleva hasta la altura de lo que sería un sexto o séptimo piso, en retorcida estructura que sugiere lo salomónico, pero es imposible adivinar la verdadera columna desde el momento en que está revestida de figuras entrelazadas y en disposiciones inverosímiles, que no me molesto en descifrar, ni falta que hace. El movimiento, la fuerza de la expresión, la grandilocuencia del barroco lo dominan todo. Viena es en gran parte barroca, pero esta columna o lo que sea, porque no soy capaz de definirla, son el colmo de lo que se sale de todas las órbitas imaginables. Será bella o será fea, tampoco voy a juzgar, ni soy quién para hacerlo; pero que figura entre lo más llamativo que he visto, es indiscutible. Eso sí, al final está rematada por una representación dorada, todo lo barroca que se quiera, pero serena y majestuosa, de la Santísima Trinidad. Por el Graben se llega a la plaza de San Esteban, que así se llama la catedral (los vieneses la llaman cariñosamente, que no en plan despectivo, «Steffi»). Las fotografías que tantas veces había visto de San Esteban me hicieron imaginar una catedral de arte oriental (Viena está «al Este de Occidente», y hasta eso viene a significar Osterreich): quizá por su asimetría, o por la excesiva inclinación de sus tejados vidriados. Qué error. Gótico purísimo, esencia de Occidente. La portada es románica, propia de la época en que se comenzó. El resto es gótico estriado y espiritual como pocos, que siempre lleva hacia arriba, y parece atraer hacia el cielo a toda la ciudad: ¡desde cuántos sitios, y qué diferentes, se ve siempre la torre de la catedral señalando hacia arriba, arriba! La inclinación de los tejados no parece excesiva cuando se los contempla desde el suelo, que es como los contemplaban los hombres del medioevo, cuando no había fotografías aéreas. Y el vidriado de las tejas, en tonos blancos, grises y verdosos, que dibujan líneas convergentes de gran armonía, es toda una obra de arte, y muy especialmente en la cabecera, donde luce en gran tamaño el escudo de Austria. Y si la vertiente no fuera tan inclinada, no se vería desde la calle: qué pena, nos hubiéramos perdido el espectáculo. Pero lo que más destaca de San Esteban, por encima de sus tejados vidriados, es su torre, esbelta como ninguna, con sus estrías verticales y sus elementos cada vez más finos, hasta el remate prolongado de la aguja que se clava en el cielo, a 123 metros, por lo que me dicen. Curiosamente, la torre no se levanta sobre la fachada, sino en el crucero, y así produce una suerte de asimetría dinámica que yo diría que la eleva todavía más. Es una torre sin par, porque la otra, su gemela, en el otro lado del crucero, estaba a medio construir cuando llegó el Renacimiento. ¡Cada época tiene su arte!, que dijo en Viena Gustav Klimmt. Quizá haya sido mejor así, para evitar todo asomo de rivalidad. 75

En esta segunda media torre, rematada por una cúpula, está el cuerpo de campanas, presididas por la enorme Pummerin, una de las más grandes y de sonido más grave de Europa, que solo se deja oír en el comienzo del año, el domingo de Pascua, el día de Corpus y en la fiesta de la Asunción. Los vieneses se muestran más orgullosos de la Pummerin que de muchas de las otras cosas sobresalientes de su ciudad. El interior del templo tiene la misma finura espiritual, todo elevación y belleza. Se advierte la necesidad de unas cubiertas muy inclinadas, para hacer posible el triunfo total de la verticalidad. De las pilastras múltiples surgen multitud de columnas que no siempre terminan en las delicadas nervaturas de la bóveda, sino que se transforman en estatuas. En Viena todo son estatuas. Entre lo más notable de la catedral figura el púlpito de mármol, al que se accede por una historiada escalera de caracol: qué púlpitos los alemanes, y qué complicado para los predicadores llegar hasta allá arriba. Tal vez lo mejor del sermón esté contenido ya en la decoración. El púlpito cuenta con la firma de su escultor, Pilgram, así como su autorretrato, firme y serio, en bajorrelieve. También me sorprende el enorme túmulo, igualmente historiado, de Federico III. Y para más historia, al pie de cada pilastra, hay un altar. El barroco tenía que introducirse en el gótico, como en casi todas partes. Si no nos dejáramos distraer por él, la espiritualidad de San Esteban la convertiría en un excelente lugar para orar un poco, si los turistas no nos distrajeran también, y estos ya sin remedio. La Stefansplatz tiene otras cosas que ver (y una de ellas la he dejado para luego). En la esquina de la Kartnerstrasse se encuentra el Stock im Eisen. Es una de esas extrañas tradiciones vienesas que se conservan indefinidamente, casi no se sabe cómo, o los de fuera no sabemos cómo. Por aquí había un árbol al cual alguien atribuyó el don de conceder suerte a aquel que metiese un clavo en su tronco. La suerte debió repetirse en algún caso, cuando todo el mundo dio en meter clavos y más clavos al buen árbol. La cosa duró no sé cuánto tiempo, hasta que, como era de esperar, el árbol se secó. Entonces lo cortaron y metieron un trozo del tronco en una gran urna de cristal, donde se conserva, y es objeto de la curiosidad pública, por lo menos de los turistas. Y es que los vieneses son amigos de conservarlo todo. Cómo no se iba a secar el árbol si ya no se ven más que cabezas de clavos. Pero ahí está el detalle, todo lo tonto que se quiera, pero vienés por los cuatro costados. Seguiría hablando de la Viena antigua todo lo que quisiera, pero he de cortar por necesidad. La Kartnerstrasse es la calle más elegante de toda ella. Hay hoteles y restaurantes magníficos, entre ellos el Sacher, donde preparan la famosa «Sacher Torte». Me dicen que el canciller Metternich pidió al primer Sacher que inventara un postre «diferente y exquisito», y salió eso. El restaurante Sacher se reservó la exclusiva y mantiene el secreto de la fórmula. Naturalmente, todos hemos tomado imitaciones más o menos afortunadas, en España y en Alemania; pero ya que estamos en Viena es preciso saborear el original. Otra vez María Jesús y yo nos rendimos al tópico, entramos y pedimos café con Sacher Torte. Vale la pena. Es distinto y exquisito, de verdad. Bien, al otro lado del barrio antiguo, tras el Graben están el Freyung, el Am Hof, la iglesia griega, y en su torno algunas de las más famosas tabernas de Viena, donde bebían Beethoven y Schubert, por citar dos músicos bebedores, nunca beodos, que se sepa. Se alternan iglesias y palacios barrocos, la asombrosa Cancillería de Bohemia, callejas 76

deliciosas y placitas de un encanto singular. También esto es Viena. De arte Recorriendo las calles, he tropezado con ruinas romanas y con exponentes del arte de última hora. De algunos de estos afortunados tropezones he escrito breves apuntes, y quizá solo quepa recordar tan siquiera una pequeña parte de lo que resta. Pero hoy he visitado el Kunsthistorisches Museum, y no tengo más remedio que dejar cuando menos una impresión generalísima, que otra cosa no es posible, de lo visto y lo vivido. En Viena hay trescientos museos, una cifra que impresiona y que pocas ciudades del mundo podrán igualar, si es que alguna la iguala. El Kunsthistorisches, uno de los dos clásicos edificios que rodean la gran estatua de María Teresa, es el más importante de ellos. No solo admira el contenido sino el continente, y esta conjunción es tal vez lo más sorprendente para mí. El Prado llama la atención por dentro, que no por la casi modesta promesa del exterior de Villanueva. El Louvre es otra cosa, un gran palacio en cuyo interior se ha amontonado, quizá sin mucho orden, un interminable museo. El British produce la impresión de tres templos clásicos destinados, como el mismo Louvre, a otra cosa. El de Viena está expresamente destinado a ser un museo, y resulta ser así, como una obra de arte del propio museo. De qué manera impone la soberbia escalinata de entrada, la doble cúpula del vestíbulo, el mobiliario, los mármoles y los bronces imperiales, los techos artesonados, que no están hechos para un palacio, sino para lo que es, y por esa misma razón valdría la pena visitar el edificio aunque no hubiera en sus salas ni una escultura ni un cuadro. Se pasa de salón en salón, y a veces se disfruta tanto del salón como de las obras que encierra. Hay una magnífica colección de restos egipcios, cerámica griega, esculturas clásicas, arte paleocristiano, no fácil de encontrar de esta forma reunido en otras partes. Destacan en lo medieval y en lo moderno las artes menores: vidrios, marfiles, joyas engastadas, muebles y hasta tallas en cuerno de rinoceronte. De entre los lienzos, me encanta una de las más conocidas Madonas de Rafael, varios Tizianos, multitud de superpoblados y coloristas Brueghel —¡qué difícil es para mí clasificarle!—, retratos de van Dyck, algún Hals y dos autorretratos de Rembrandt que son, lo confieso, un puro misterio. No es el Rembrandt feliz que bebe cerveza con Saskia en un ambiente del más puro barroco flamenco, sino un hombre que se contempla a sí mismo, que se concentra en sí mismo, y lo pinta tal como lo ve por fuera y por dentro. Representa un tremendo, indescifrable enigma personal, pero no nos revela la solución. Todo se queda dentro, en la más profunda de las honduras humanas. Contrasta, y no valen de ninguna manera las comparaciones, con los tres Velázquez encantadores, dos retratos de la princesa Margarita, luego emperatriz de Austria, y el no menos delicioso de Felipe Próspero, aquel niño debilucho, ceñido de cintas con campanillas para que puedan localizarle si se ha perdido en las inmensidades de palacio. Se le quiere desde el primer momento, por su inocencia de infante, por su fragilidad, por su media sonrisa, por su gesto apoyado sobre un brazo del sillón, en el cual no descansa el heredero de la corona, sino ese perrito faldero que viene a ser tal vez el perro más simpático pintado jamás por artista alguno. La infanta Margarita es inconfundible: la mismísima de las Meninas: un retrato es 77

anterior a la obra maestra, el de una princesita niña; el otro fue pintado cuando Margarita empezaba a sentirse mujer, sin dejar de ser niña todavía...: qué sabiduría en los trazos, en los toques de pincel, en el juego de los colores, en el contraste de luces y sombras. No sé si estos cuadros debieran estar junto a Las Meninas, o si conviene dejarlos separados, para poder admirarlos y gozarlos, cada uno por su cuenta. Viena es clásica, y su clasicismo destaca solo con pasear por sus calles o con saborear su inteligente equilibrio. Lo es hasta con ese arte neoneoclásico de la época de Francisco José, que se admira a lo largo del Ring y sus esplendores, pero también en otros muchos detalles. Los vieneses mismos son clásicos en sus costumbres, en sus tradiciones y su talante. Con todo, tropieza uno con detalles que parecen romper con todas las tradiciones habidas y por haber, y que los vieneses mismos, con una mezcla de humor y de respeto nada fácil de interpretar, admiten como algo propio. —Sí, es verdad, también tenemos esto. El que llega al fiinal del Kohlmarkt y se encuentra con el esplendor del Hofburg y la silueta equilibrada de la Michaelerkirsche, no se escandaliza en absoluto con la traza de la Loos Haus, que se levanta justo frente por frente del palacio imperial. En sí, no se diferencia de tantos otros edificios de moderna sencillez, nada agresivos, que se pueden contemplar en cualquier capital de Europa. Pero Francisco José I se escandalizó cuando le construyeron justo delante de su palacio una casa sin friso ni adorno alguno, solo ventanas lisas asomadas a la calle. «La casa sin cejas», siguen llamándola, por la falta de los pequeños doseles que adornan parece que por obligación todas las casas de la Viena clásica. Y el emperador ordenó cerrar todos los soberbios ventanales de su palacio que miran a la Michaelkerkirsche para no verse obligado a contemplar aquel adefesio. En fin, contrastes más escandalizantes pueden encontrarse en Viena. Justo delante de la catedral se levanta la Haas Haus, un edificio de aluminio y cristal, en estructuras cilíndricas, combinadas con paneles dispuestos de forma escalonada, como una especie de extraña escalera, en la misma fachada. Una construcción supermoderna que no hubiera escandalizado en una avenida de cualquier otra ciudad, pongamos al final de la Diagonal o más allá de la Plaza de Castilla. Es una muestra de las últimas tendencias, dignifica a un barrio moderno y futurista. Pero a diez metros de una de las catedrales góticas más hermosas de Europa es un insulto y se da de cachetes con ella. Y si es, como es, un insulto intencionado, me parece más indignante todavía. No me vale que se alegue el valor del contraste, porque el contraste, si seguimos la norma inventada por los griegos y adoptada felizmente por los europeos de diecinueve siglos, es la amable relación de unas partes diferentes con otras, para enriquecer el conjunto. Y aquí se ven demasiado claros los cachetes, que no el enriquecimiento. Tampoco me vale el argumento de que los cristales convexos reflejan —deformadas— la torre y la fachada de la catedral. Hay obras de no admiten caricatura. Llevemos la Haas Haus al futurista Karl Marx Hoff, si los supuestos proletarios de Viena la admiten: que a lo mejor la incendian (lo que no dejaría de ser una pena). En fin: la construcción más espectacular de la Viena posmoderna es la Hundertwasser Haus. Está cerca de otras casas, vulgares, pero diría yo que no las molesta, porque como son vulgares no existe alrededor nada valioso que molestar. Por otra parte, no me resulta ofensiva, es como un chiste disparatado y carcajeante de «La Codorniz» en sus buenos tiempos; pero mucho más grande, como que 78

no es una casa —en el supuesto de que pueda hablarse de casa—, sino una manzana entera. No hay dos ventanas iguales, y muchas de ellas están en distintos planos, lo cual indica que no existen pisos propiamente dichos; a estas ventanas no se asoma nadie, porque no se puede subir a ellas, no hay escaleras, pero sí de algunas sale un árbol. La azotea parece una selva, una selva lo más selvática posible. Y la combinación de colores, que nunca coincide con el ámbito de cada supuesta vivienda, es todo un arco iris; los colores, sin orden, como en el dibujo de un niño. No sé si decir que el conjunto resulta delicioso. «Es curioso», comenta nada asustado, aunque sin comprender, el turista, como que la Hundertwasser Haus es una de las atracciones turísticas más concurridas de Viena, y no digamos de las más fotografiadas. Es aquí donde un vienés dijo aquello de «pues sí, tenemos esto también». Yo no derribaría la Hudertwasser Haus. Vale la pena conservarla, no sé para qué, pero vale la pena. Sin embargo, el símbolo intencional del arte nuevo y protestatario es Sezession. En Viena hay que contar con Sezession, porque si se ignora se ignora también la realidad compleja y complementaria de Viena. En una ciudad conservadora, clásica, tradicional, defensora de valores que vienen de antiguo, fastuosa, elegante, caracterizada por el buen gusto, y por si esto fuera poco cabeza de un Imperio autocrático e inmenso, no tenía más remedio que haber Sezession. Hay toda una generación —parece contradictorio, pero tal vez no lo es— coetánea de Francisco José, que vive la crisis de fin de siglo con una agudeza singular, y de ella salen muchos de los más destacados herejes: Freud, Kafka (el checo que también vivió en Viena), Klimt, Schönberg, Kokoschka. Como vinieron después tantas «Escuelas de Viena» secesionistas y escandalizantes, desde las psicoanalistas hasta las expresionistas, dodecafónicas y marxistas. Sezession fue un movimiento encabezado por los modernistas —maestros en el «Jugend Stil»— Gustav Klimt y Otto Wagner. Pero también existe un monumento que se llamaba y se sigue llamando Sezession. No hay más remedio que verlo, se quiera o no se quiera, porque se encuentra en un enclave obligatorio, no lejos del Ring. Es un edículo bastante modesto, a decir verdad, y que se ha vuelto viejo antes de tiempo. Pequeño, achaparrado, con pocas ventanas, apenas sirve más que de base a una cúpula de tres cuartos de esfera adornada con motivos vegetales metálicos, De lejos creí vislumbrar un observatorio astronómico: pero qué bajo para ver los astros. Cualquier edificio cercano lo supera por cuatro o cinco alturas. Los vieneses lo conocen como «el repollo de oro». El edificio es tan barato, tan poco llamativo y tan vulgar que no consigue epatar a ningún burgués, por sensible o conservador que sea. Con ello pierde la principal de sus finalidades; por el contrario, consigue su segunda finalidad, casi tan importante como la primera: estropear la perspectiva de varios de los edificios más bellos de Viena, entre ellos el templo de San Carlos, si queremos verlo desde uno de sus ángulos más adecuados. «Cada tiempo tiene su arte, y cada arte su libertad», nos recuerda la inscripción del friso. Naturalmente que sí, cada arte tiene su libertad, totalmente de acuerdo; es un poco más discutible que tenga derecho a fastidiar de intento otras artes. De música Una reacción absolutamente vienesa. Cuando la gran peste de 1679, de la que tantos 79

recuerdos se guardan, muchos dieron en la costumbre de agruparse formando pequeñas bandas espontáneas de música, o coros, para ir tocando y cantando alegremente por las calles. Una forma muy adecuada de endulzar las penas. A otros no se les hubiera ocurrido semejante recurso. A los vieneses. sí. Y a partir de entonces se mantuvo la costumbre. Como el amor, la música: en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las penas. Más tarde, María Teresa, amante de la música pero también del orden, transformó las bandas callejeras en bandas oficiales, uniformadas y organizadas. La música callejera siguió de todas formas, entonces y ahora mismo. Todos los vieneses saben música, tocan algún instrumento, o en todo caso se agrupan muy bien para formar coros. Parece que llevan la música en la masa de la sangre. Por eso Viena ha sido siempre la capital de la música. Cuando en otras partes se mantenían las rigideces del contrapunto, en Viena se hacía lo que dio en llamarse «música galante». Nada frívola, contra todo lo que pudiera deducirse del nombre: sí, casi siempre alegre y dotada de un finísimo sentido del humor, y más parecida a una amable conversación que a la geometría del barroco. ¿Qué hubiera sido del arte musical sin los «pequeños maestros vieneses» del siglo XVIII? Es una verdadera pena que se escuche tan pocas veces en las salas de conciertos o que no se encuentre casi nunca en las colecciones discográficas la música de Wagenseil, Mattihias Monn, Dittersdorf, Kozeluch, Albrechtberger, tan fresca, tan encantadora, tan llena de viveza y de amabilidad. Quizá tengan la culpa Haydn y Mozart: pero es muy posible que sin los pequeños maestros no hubieran llegado a existir los grandes. Sí, efectivamente, en Viena pasaron su vida creadora Gluck, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms, Bruckner, Mahler, Hugo Wolf; después, cuando nació la música contemporánea, Schönberg, Alban Berg, Anton Webern. Viena nunca dejó de inventar música, de crear nuevas corrientes, sin dejar de ser un punto de referencia necesario. Hoy, aunque no sabemos en qué dirección camina el arte, lo sigue siendo todavía. El misterio de por qué aquí nacieron o a aquí tuvieron que venir tantos grandes maestros puede tener una razón de fondo, pero no es fácil indagar en ella. Es un enigma tanto como una realidad. Y sin la música compuesta en Viena, la historia del arte musical hubiera sido muy distinta, e inevitablemente más pobre. Por eso es cierto que uno viene cuando puede a Viena para muchas cosas o para muchos haceres, pero también para escuchar música cuando puede, que aquí se hace buena música por todas partes, y cuando no es posible acudir a una de sus salas, activas prácticamente todos los días, es posible acudir a otras que también valen la pena. Reconforta. No tengo más remedio que mencionar otra forma de música, sin duda, reconozcámoslo, más vienesa que ninguna otra. El vals posee un encanto vienés, una Gemütichkeit especialísima, que representa el alma de la ciudad, su genio y figura quizá como ninguna otra creación imaginable. Si pensamos de alguna forma en Viena, no tenemos más remedio que pensar en el vals. Sí, vendrá del Landler, un baile de siglos, habrá existido ya desde antes de Lanner y los Strauss, pero fue entonces, en la época sobredorada y deliciosa de la Viena de mediados de siglo y del larguísimo reinado de Francisco José, cuando se consagró definitivamente y, al paso que se identificó con el alma de esta ciudad, conquistó el mundo. Su misterio es muy difícil de explicar: sensual y delicado, ligero y penetrante, soberanamente burgués y al mismo tiempo dotado de un 80

encanto señorial; encantador y arrebatador. Burgués, como que el hijo rebelde compuso un himno revolucionario en 1848, mientras el padre conservador componía una marcha en honor de Radetzky, el general que aplastó la revolución, una marcha a su vez burguesa por los cuatro costados. Muerto el padre al año siguiente, el hijo revolucionario pasaría a convertirse en el músico imperial por excelencia, hasta invadir el palacio de Schönbrunn y componer el Vals de Emperador. ¿Qué más da una cosa u otra cuando del encanto del vals se trata? La entrega a aquella danza arrebatadora dejó a Richard Wagner impresionado cuando describe la mirada de Johann Strauss hijo, «tan llena de una fuerza hechizante como la de una serpiente pitón en el momento de atacar», y a los vieneses entregados a aquel ritmo embriagador «como si estuvieran poseídos por una suerte de un elixir mágico». Viena había encontrado su propia pócima milagrosa, capaz de mantenerle feliz en las alegrías y las penas, que «los vieneses nunca se vienen abajo», como dice uno de los adagios locales. El vals conquistó a los vieneses como, en nombre de Viena conquistó el mundo. Que lo diga si no el editor que fletó un barco que viajó de Southampton a Nueva York cargado con cuatro millones de ejemplares de El Danubio Azul. El Danubio Azul. Realmente el Danubio no es azul ni es tan siquiera Danubio. El que pasa por Viena, el Donaukanal, regulado por una esclusa, es estrecho y tortuoso, cauce domesticado que apenas se advierte. El ancho y solemne, el que lleva el agua de verdad, sigue un curso artificial y rectilíneo, sin la gracia de un verdadero río. Y el verdadero Danubio, el Alte Donau, no es más que una serie de brazos muertos, sin enlace entre sí, que ya no sirven más que para amenizar el parque. Y ninguno de ellos es azul, ni parece que lo haya sido nunca. Su agua es parduzca, como la de tantos ríos que bajan de la montaña a la llanura, después de haber atravesado tantas ciudades. El Danubio Azul es un vals metáfora que vale por todos los ríos del mundo. Los vieneses siguen entusiasmados con un río que no existe, pero que suena divinamente, lo mismo ahora que hace ciento cincuenta años. Gemütlichkeit Esta palabra, sobre todo si se trata concretamente de la Wiener Gemütlichkeit, es casi imposible de traducir. Satisfacción, alegría, disfrute, buen humor; también encanto, hechizo, o quizá sobre todo capacidad de sentirse a gusto. Dicen que los vieneses tienen un alto sentido crítico. Puede ser así, aunque lo dudo, pero lo cierto es que se toman a amable chacota todo lo que no les gusta, que es en cierto modo disfrutar de lo ingrato (hasta de la peste); pero disfrutan casi siempre, y eso está a la vista. Tocan o escuchan música, festejan como si todos los días fuesen festivos, aunque por su parte también trabajan con eficiencia, y hasta tal vez disfrutan trabajando. Disfrutan con casi todo en tanto convierten en broma lo que no les permite disfrutar. Y al disfrutar contagian esa capacidad de sentirse a gusto a todos los demás. Es posible que en eso consista su secreto, y el secreto de que en Viena uno se sienta más a gusto que en cualquiera otra ciudad de Europa. El vienés, por lo común —hablo por supuesto, en términos generales— es conservador, o si se quiere tradicional. Un argumento muy suyo es: «esto se hace así 81

porque siempre se ha hecho así». El imperio de la costumbre diríase a primera vista que es un atentado contra la espontaneidad, y sin embargo diríase también que todas las costumbres vienesas son espontáneas, por mucho que se repitan, como si siempre se practicasen por primera vez: fijar como punto de encuentro la Pestsaule, iniciar la cabalgata en el Kohlmarkt, tomar café en el Dommayer o en la Herrengasse (o, para una tertulia, en el Hawelka), beber vino blanco en los bares del barrio de los escoceses (llamado así por una iglesia escocesa que no fue nunca de los escoceses sino de los irlandeses, pero no hay quien cambie el nombre), tocar el cristal de la Stock im Eisen para obtener buena suerte, o montar por fidelidad secular en la noria gigante del Prater. El mundo entero conoce desde hace algunos años una costumbre rigurosamente obligatoria: terminar el no menos tradicional Concierto de Año Nuevo en la Musikverein con la marcha Radetzky. Como un año se rompa esta costumbre, linchan al director. Y quizá, después de lo dicho, no sea una contradicción esto otro: el vienés es respetuoso con las formas rupturistas, al menos mientras esas obras se conserven, estén ahí y no les impongan otras nuevas. Sonríe indulgente ante la Hundertwasser Haus como ante una gracia digna de celebrarse, y se muestra comprensivo, tal vez satisfecho, ante la boca abierta de los turistas que en manada la contemplan; procura no fijar su vista al mismo tiempo en la Steffi y la Haas, pero no hace ascos de esta última, y entra gustoso en su interior si desea adquirir cualquier cosa en el centro comercial que se alberga tras los cilindros de espejos; hace chistes sobre el cupulín de Sezession, pero de ninguna manera permitiría el derribo del pequeño edículo, porque es un accidente de Viena tan suyo, tan permanente, simbólico y expresivo como la estatua de Sissi en los jardines del Hofburg. Porque es en alto grado tolerante, tan tolerante como conservador —¡cómo sabe unir indisolublemente esas dos cualidades!—, el vienés pasa por todo, y no solo pasa, sino que lo hace suyo. En esto, como en tantas otras cosas, resulta envidiable. Y la tolerancia resulta para todo extraño acogedora. Por eso debe ser tan fácil acostumbrarse enseguida y sentirse a gusto con el sabor de la Wiener Gemütlichkeit. Pequeña despedida en Grinzing Me han dicho que no puede uno marcharse de Viena sin ir a cenar a Grinzing. Aquí te dicen las cosas con tanta amabilísima seguridad, que no tienes más remedio que hacerles caso. De este modo, casi sin darte cuenta, te vas introduciendo en ese mundo mágico de las obligaciones deliciosas. Grinzing es un pueblecito de las afueras de Viena, entre Heiligenstadt y los bosques que suben al Kahlenberg. Hoy aquellos paseos entre árboles y pequeños arroyos que tanto inspiraron a Beethoven, Schubert, Brahms, Bruckner o Mahler (¡y a los Strauss!), o sugirieron los mejores poemas a Grillparzer y Mayhofer, o donde encontró los motivos para sus mejores cuadros Kuppelwieser... todo tan cerca de Viena y al mismo tiempo naturaleza pura, están hoy prácticamente englobados en la conurbación de la gran capital, por más que sepan conservar todavía mucho de su tipismo primitivo. Oh, cómo me gustaría tener tiempo para recorrer Heiligenstadt, subir al Kahlenberg, que presidió majestuoso la gran batalla que libró a Europa de los turcos y cubrió de gloria a Juan Sobiesky, y pasear sin prisa entre las hayas, los abetos, los robles y los abedules. Y sentarme en la misma piedra —en la Beethovensruhe— sobre la que se 82

escribió la página más encantadora de la Pastoral. Todo quedará, tiene que quedar, para otra vez. Tomamos el tranvía de la línea 38 en la gran plaza que se abre hacia la Iglesia Votiva. El medio más rápido para trasladarse por Viena es a todas luces el metro; pero no ves absolutamente nada hasta que llegas. El más lento y más caro, el coche de caballos, típico para los barrios típicos y apto para contemplarlo todo; el cochero levanta el látigo cada vez que quiere enseñarte algo, lo conozcas o no. El tranvía es casi intermedio. Va despacio y permite saborear los barrios que vamos atravesando. Anochece, pero aun tenemos tiempo para reconocer la casa natal de Schubert. De modo que era de por aquí, tan cerca de los bosques. Parece que vamos a llegar a Döbling, pero al fin nos vemos en Grinzing. Aquí todo son Heuriger. Heuriger es el adjetivo del vino verde que se cosecha por estas tierras, Döbling o el mismo Heiligenstadt; pero también las tabernas donde lo venden. Casitas aisladas de pueblo, a veces casi cabañas de madera, con aspecto todo lo rústico que se quiera, pero acogedoras y bien instaladas. En ellas se come, se bebe y se hace música. Hay en todas mucha gente: sería tonto preguntar si hay alegría. Una alegría bastante bien avenida con la educación. Como hace calor y tengo sed, meto la pata y pido una cerveza para empezar. El camarero me mira con cara de indignación. —¡Nicht Bier, mein Herr! —So ... Weisswein. —Ja, Weisswein, sehr gut. Okey —añade por si no le he entendido. Luego me dice que es un vino de cosecha propia. Todos los Heuriger que se precian poseen su viñedo particular. Es un vino más agrio que el del Rin o que el Ribeiro, pero se asienta bien cuando se come lo suficiente. Aquí todo el mundo come en buenas cantidades, verdura con patatas, carne con patatas, gulasch. Sigue sonando la música popular, se está a gusto, pero no queremos regresar tarde. Mañana nos espera un largo viaje. Es fácil encontrar la parada del 38. Luego, un paseo breve hasta el hotel. Cumplido el rito, que en Viena todo son ritos, ritos agradables, hay que añadir. Nos despedimos con un hasta la vista, porque es segurísimo que volveremos. —Auf Wiedersehen. Como un estrambote: Beethoven en la Pasqualati Haus (No sé si cabe aquí este pequeño sucedido de la última estancia en Viena el año del eclipse. Parece una tonta anécdota, pero significó mucho más). Dos días en Viena dan para muy poco. Pero sirven cuando menos para hacer lo que no se pudo otras veces. Esta tarde he logrado visitar la casa donde Beethoven vivió más tiempo, y en la que dejó los más sabrosos recuerdos, la Pasqualati Haus. En otras ocasiones la había buscado sin dar con ella. Y es que se encuentra en un lugar muy raro, entre la Herrengasse y la Schotergasse, un lugar que no se llama ni Strasse y ni Gasse, ni Platz, por rara excepción en Viena, sino Molkerbastei, que no es calle, ni escalera, ni cornisa, ni plazoleta, sino una mezcla de esas cuatro cosas. El bastión de Molker: deduzco que fue uno de los refuerzos de la muralla, sobre el Ring, casi frente por frente de la Universidad. No se puede llegar sino por su espalda en un recorrido de lo más 83

extraño, es un lugar recóndito; me explico que tan poca gente consiga dar con este rincón. Comprendo que María Jesús esté agotada después de dar tantas vueltas. Al fin la Pasqualati Haus, alzada como un prestante palacio en medio de un barrio bajo: el barón Pasqualati habrá sabido por qué. La decisión de Beethoven me la explico mejor: el cuarto piso, donde vivió, tiene una extraordinaria vista sobre Viena y sus cercanías, era lo que él siempre buscaba. Bien: pues no solo hay que llegar hasta este lugar inimaginable, sino subir los cuatro pisos por una escalera de caracol. Me imagino a Beethoven echando tacos cada vez que tenía que subir después de sus largas correrías. Nos recibe un señor de melenas enrevesadas y entrecanas: no hay nadie más en el museo. —Son las cinco menos cinco y este se cierra a las cinco. No ha llegado a tiempo. Trato de explicar que estoy dispuesto a pagar la entrada por cinco minutos. El señor se muestra muy poco comprensivo. María Jesús junta las manos en son de súplica, y dice en inglés que yo soy músico, y que como admiro a Beethoven, soy capaz de pagar la entrada que sea. Al fin me dejan pasar. Ella se queda en el zaguán. Pago un precio muy alto por un museo tan pequeño, pero Beethoven se lo merece. Solo él. Hay varios objetos suyos, no muchos, entre ellos el piano de cuatro cuerdas que fabricaron expresamente para el sordo. Está abierto, y solo se interpone la lámina de plástico. Me dan ganas de suplicar que me dejen dar siquiera un acorde en do menor. Me acerco y el señor clama indignado: —¡Kein, Mein Herr, das ist ein Sacrilegium! Me asusta su furia: casi parece el mismísimo Beethoven. Y sin duda tiene razón. Pero me deja seguir visitando. —Vier Minuten —dice el hombre, implacable. Hay varios retratos del genio, y otro de Schindler, y hasta del barón Pasqualati, que no debió ser un genio, pero que tenía genio, a juzgar por sus discusiones. Era, sí, lo suficientemente interesado para mantener a un hombre tan difícil, pero tan famoso en su casa. En ninguna otra vivió tantos años. Solo de saberlo y de ver tantos objetos personales me emociono. —Drei Minuten. Ahí está la mascarilla, esta probablemente la más verdadera, e impresionante. Rostro noble y no avejentado, pero un tanto demacrado por la enfermedad. No parece la de un muerto, no se ve la muerte en aquella faz, sino una vida llena de fascinante intensidad. Hasta esos ojos que no existen parecen destellar fuego. Qué difícil tenía que ser sostener aquella mirada. Luego, un mechón de cabellos rizados y entrecanos, que casi parecen los de mi acompañante, por más que se encuentren autentificados por los expertos. Pena que la mayor parte de los cabellos de Beethoven se encuentren en los Estados Unidos. Lo que hace el poder del dinero. —Zwei Minuten. Siento que mi tiempo se acaba. Y trato de decir cosas de Beethoven al señor extraño y brusco, que parece haber heredado rasgos de Beethoven mismo, quién sabe si por convivir durante tantos años entre estos recuerdos, o por un síndrome psicológico. Pero en cuanto se da cuenta de que yo también convivo con Beethoven, aunque de otra forma —y desde luego infinitamente más modesta— se ablanda repentinamente. 84

—Venga por aquí. Voy a enseñarle algo. En un rincón apartado, abre con una enorme llave un viejo armario y extrae unos legajos. Bocetos de partituras. Aquí está la Quinta Sinfonía, la Quinta antes de nacer. Hay algo como de milagro. ¿Por qué están en blanco los cuatro primeros compases? No vale decir que comienza en el quinto compás porque es la quinta sinfonía, puesto que en principio fue presentada como la sexta. Luego se cambiaría el orden. ¿Pensó en un trémolo de cuerdas, a lo Bruckner, para crear ambiente? Al final, se decidió por los golpes secos sin preámbulo. Y aquí están esos golpes que tantos problemas crean a todos los directores del mundo. Lo veo y no lo creo: corchea, corchea, negra; silencio de negra; al siguiente compás, silencio de corchea y el segundo golpe. ¡Ahora sí! ¡Los golpes del destino a la puerta! Con el debido intervalo. Por qué luego se cambiaron las coas, no lo sé. El viejo y yo golpeamos la mesa con los nudillos al mismo tiempo: pam-pam-pam-pam (silencio expectante) pam-pam-pam-pam. Claro, eso quería decir. Y seguimos cantando la partitura durante un rato, como si fuésemos viejos amigos. Luego me enseña el borrador del comienzo de la Octava. Abrupto y estrepitoso, en lugar de la suave introducción de las maderas que ahora conocemos. Esta vez la rectificación fue un acierto definitivo. Y seguimos repasando cosas. El viejo que se parece a Beethoven se ha olvidado del reloj, para mi dicha. Todo parece haberse transfigurado, ya no sé en qué tiempo ni en que siglo vivo, ni tampoco ese detalle tiene la menor importancia. En un momento determinado hace acto de presencia un grupo de visitantes. —¡Fuera, fuera! ¡Aquí ya no se recibe a nadie! ¡Americanos tenían que ser! Y los despide casi a patadas. Juzgo que debo marcharme también yo, no vaya a pasarme algo. En el zaguán recobro a María Jesús. Bajamos las escaleras de caracol todavía como fuera del tiempo. Sí, me encuentro en el Bastión de Molker, por encima del amplio adarve. No se ve la Universidad, ni la Iglesia Votiva, ni el Gürtel, nada. Solo sé que Beethoven casi me ha echado por las escaleras. Ni siquiera estoy seguro de que dentro de unos días va a ocurrir un eclipse de sol. A lo mejor me he equivocado, y eso va a ocurrir en el siglo XX. Del valle de las rosas, Brahms, dragones, nazis y cerveza (Omito las correrías por el Hohe Tauern y el Grossglockner) Bajamos del glaciar. La temperatura ha descendido, las cumbres empiezan a cubrirse de niebla, y es preciso llegar a los valles llenos de hombres antes de que se haga demasiado tarde. La carretera desciende ahora hacia el Sur, hacia Carintia, en curvas vertiginosas y cerradas. Hace días se precipitó por estos taludes un autobús checo y cuentan que perecieron todos sus ocupantes. Vamos, faltaba más, con la máxima precaución. De pronto se abre el precioso valle de Heiligenblut, de un verde musgo que casi resulta pegadizo, y donde encontramos, por primera vez en horas, las primeras casas. El nombre viene de una ampolla con la sangre de Cristo que trajo un soldado de las cruzadas, y de la que se cuentan milagros. La verdad de la leyenda parece tan poco probable como tantas del medievo, pero es bella como tantas también, digna de este paisaje. Llegamos a un punto en que la fina aguja de la iglesia de Heiligenblut se 85

proyecta justamente sobre la aguja, no menos fina, pero ya lejana y nevada, del Grossglockner. Qué coincidencia: es otro milagro. —¡Para un momento! —grito mientras requiero la cámara. —No se puede, con estas curvas tan cerradas podríamos provocar un accidente. Cuando ya tengo la máquina preparada, las dos agujas ya aparecen separadas, y el milagro se desvanece pronto, tragado por otros caprichos del paisaje. Los Alpes se transforman en montañas verdes y llenas de opulenta hermosura. Estamos en el país de Carintia, que durante un tiempo, por un despiste geográfico, imaginé en Yugoslavia: error de bulto, aunque tal vez no tan disparatado, por cuanto Yugoslavia —o lo que queda de ella— está a pocos kilómetros hacia del sur. Y en momentos en que se abre el valle se divisan al fondo los Dolomitas eslovenos, los Karavanken, con sus dedos abiertos apuntando al cielo. Antes de llegar a Klagenfurt, encontramos un lago largo y encantado, de aguas unas veces azules, otras verdes, el Worthersee, circundado de casitas blancas y cruzado de yates de recreo, tan blancos como las casitas. Es todo como un país de leyenda, como el despertar de un sueño que no se sabe si es todavía sueño o realidad. Al fondo de los verdes y azules, se levantan los Karavanken amoratados. —Efectivamente —oigo decir en Portschacht—, el Rosental es el paisaje más bello del mundo. Cuántas cosas, según los naturales de muchos países, son las más bellas del mundo. Pero si tuviera que escoger la composición más armónica y perfecta, de más amable relación de unas cosas con otras, tal vez me hubiera quedado con el Rosental y el Worthersee. Aquí, en esta deliciosa peninsulita que se adentra con un encanto singular en las aguas del lago, compuso Brahms su segunda sinfonía. Y comprendo perfectamente (escuchando tantas veces, contemplando ahora) que escribiera entonces: «estos rincones están tan llenos de melodías, que hay que andar con mucho cuidado, para no pisarlas». Los dos primeros movimientos de la Segunda son tal vez lo más inspirado de la vida de Brahms, y me lo explico ahora mejor que nunca. Al fondo del valle se encuentra la pequeña ciudad de Klagenfurt, donde será conveniente dormir, que no en Graz, más lejana, porque ya comienza a anochecer. Klangenfurt, cabeza de Carintia y enclave entre tres mundos distintos —germano, latino y eslavo—, tiene más que ver de lo que parece a primera vista. Su símbolo es el dragón, que aparece por todas partes, y preside en efigie la plaza comunal. Nadie sabe muy bien, que las leyendas deben quedar semienvueltas en el misterio, cuando apareció el dragón que se dedicaba a raptar a las doncellas de la comarca, para devorarlas, y cuanto más bellas, por supuesto, mejor. Hasta dicen que el nombre de Klagenfurt viene de «ribera de los lamentos», porque el dragón habitaba en las orillas del lago. Nadie podía con él. Hasta que un día apareció un valeroso caballero que venía de no se sabe qué remoto país, y con su maza partió la cabeza del dragón. El caballero desapareció misteriosamente, pero desde aquel día los habitantes de Klagenfurt pudieron vivir felices, y felices en aquel paraíso de la tierra siguen viviendo ahora, en el entrecruce de tres culturas. Es ya de noche cuando nos asomamos a la plaza. Allí está el enorme dragón de bronce, de no sé cuantos metros de largo, con sus fauces amenazadoras abiertas, vomitando agua sobre el estanque, y una cola retorcida sobre las aguas. A cierta distancia el caballero de la maza aguarda el momento de descargar el golpe. Por algún motivo que desconozco, deseo que se demore: el dragón, en medio de todo, es un monstruo tan proporcionado, 86

que adorna toda la plaza comunal, y hasta resulta simpático: lo mismo parece que le ocurre a la gente, que hasta se siente orgullosa de él. Son curiosos estos vecinos de Klagenfurt, charlatanes, divertidos, discutidores, desenfadados. Visten de colores más chillones y de maneras más exageradas. Cantan por la noche, y no esperan el cambio del semáforo. No parecen germanos, quizá más bien italianos o, quién sabe, lo intuyo, sureslavos. Eso sí, saborean la cerveza con más fervor que nadie. Y otro hecho que puede resultar desconcertante: aquí hay más nazis que en otra parte cualquiera de cuantas conozco, no tengo la menor idea de por qué es así, ni me atrevo a preguntarlo. Atraído por la riquísima cerveza de Carintia entro por un momento en un bar. En una mesa está sentado un grupo de señores de cierta edad, la mayoría gordos y calvos, de camisa parda y pantalones cortos. Cuando menos lo pienso, tal vez por efecto de tanta espuma, se ponen a cantar Die Fahne Hoch, el himno de las Juventudes Hitlerianas. Me sobresalto, y me aparto un poco. —No se preocupe, señor —me dice el barman—: son completamente inofensivos. Vista la edad, la obesidad y las calvas, me lo creo, pero por si acaso pago y dejo media cerveza sin consumir. Salimos de Klagenfurt en una hermosa mañana, con los Karavanken al fondo, a la derecha, y a sus pies el espléndido valle de Rosental. No hemos visto una sola rosa pero, eso sí, bellísimos paisajes admirablemente construidos, con fondos que parecen azules más que verdes, como si el cielo hubiese bajado a la tierra. No sé cuál es el secreto de este país privilegiado, pero el privilegio a todas luces existe. Luego, Estiria, menos fragosa, pero como un prodigio de serenidad y sosiego, después de tanto movimiento telúrico. Su capital, Graz, es la segunda ciudad de Austria, con medio millón de habitantes, diríase que no tan grande, pero muy bien puesta. Tiene unas cuantas cosas de qué presumir, y presume: del mayor reloj de cuco del mundo (realmente no es de cuco, pero casi lo parece, como la casa de los enanitos del bosque, en lo alto del monte que domina la ciudad): un reloj realmente enorme, de muchos metros de diámetro, cuya hora se puede apreciar desde todas partes; los grandes almacenes más antiguos del mundo, unos años anteriores a La Samaritaine de París; el mayor confesonario del mundo, en su catedral jesuítica, una joya de caoba precedida por una galería de columnas salomónicas: tan larga es la peregrinación hasta la rejilla, que diríase que hay tiempo para rezar completo el Confiteor; y la mejor cerveza del mundo, la misma que he tomado en Klagenfurt, pero que se elabora aquí, y de cuya categoría puedo dar fe. También presumen en Graz de su hijo Arnold Schwarzenegger, el actor de hazañas imposibles en Terminator y películas por el estilo, que, por difícil que parezca, ve mucha gente en el mundo, y, por supuesto, aquí. El estadio del Sturm Graz, un equipo de fútbol que «no creas, no es tan malo, como que hemos jugado dos copas de Europa, bien es verdad, hemos perdido», lleva el nombre de Arnold Schwarzenegger. Y también, junto a un puente que atraviesa el río, se conserva la casita donde vivió en el siglo XVII Johannes Kepler, el descubridor de las leyes que rigen el comportamiento de los planetas. Es como para enorgullecerse de ello, aunque tal vez los habitantes de Graz diríase que lo recuerdan menos. Comemos. La cerveza, como ya era de esperar, ha sido lo mejor. Qué pena que no haya trascendido como Kepler o como Schwarzenegger; por lo menos es un hecho que 87

no la he vuelto a encontrar en ninguna otra parte del mundo. Terminamos así la vuelta completa a Austria. No es la vuelta al mundo, ni mucho menos, pero la aventura ha sido mucho más completa de lo que había imaginado, y ha valido un millón de veces la pena.

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7. DE HUNGRÍA, BUDA Y PEST (1991)

Corremos por las tierras del Burgenland, sembrados y barbechos, sin una sola eminencia a la vista. Es la región más oriental de Austria, también la más llana. En cierto modo, el prólogo de Hungría, de la cual formó parte antes del tratado de Trianon. Siente uno haber ingresado en Europa oriental, en el Este, como se decía hace poco, como si el Este fuera un mundo distinto de Europa. Primer mundo, segundo mundo, tercer mundo... ¿Que sentimos la impresión de un país distinto? Sí, en cuanto que lo que vemos no es un paraíso de prados y bosques. Pero al mismo tiempo nos resulta familiar en el sentido de que nos recuerda invenciblemente los campos de Castilla. El paisaje no cambia en absoluto por el hecho de cruzar la frontera. Casi todas las fronteras del mundo son artificiales, nada nos dice «este metro es Austria», «este otro es Hungría». Hasta que llegamos a la aduana. Vaya si se nota. Una cosa es la geografía, otra cosa son los hombres y sus maneras. Lo de menos resulta el nombre que campea en letras grandes: MAGYAROSZÁG, que es por lo visto como llaman a este país sus habitantes. Lo que nos impresiona son las alambradas, los perros, las metralletas. ¿Es que no ha desaparecido el Telón de Acero? ¿Es que todavía perdura el régimen comunista? El sistema ha cambiado, pero muchas costumbres, por lo que se infiere, no. La policía revisa una y otra vez nuestros pasaportes. Nos los devuelven, y otros policías los requieren a su vez. Los perros tienen unos dientes terroríficos, y cualquiera les dice nada, no vayan a traducir mal la caricia. Registran nuestro equipaje de arriba a abajo, hasta que deducen que no transportamos nada subversivo ni peligroso. Una vez finiquitado el trámite, nos dejan pasar. Ya nadie nos molestará el resto del viaje. Siguen los sembrados, prados y algunos árboles, no muchos. Hungría es famosa por sus frutos y por su ganadería, pero por más que lo intento, no consigo ver una sola vaca húngara, esas vacas de cuernos largos y rectos. Hay campos interminables de color amarillo oro, campos floridos. Pronto identifico lo que aquí tanto predomina: es colza, ese vegetal que en España está virtualmente prohibido por culpa del malhadado «síndrome tóxico», que ha dejado desacreditada una plantación que sin duda no tiene la culpa de la manipulación de unos cuantos desaprensivos, pero que parece que nuestros compatriotas consideran equivocadamente un veneno: por lo visto en Hungría no padecen los mismos prejuicios. Por la carretera apenas vemos húngaros, sí una enorme cantidad de turcos, a bordo de sus coches viejos y deteriorados, en espera interminable antes de pasar la frontera. Podrá dudarse de la muchedumbre de turcos que acuden a trabajar al mundo germano hasta presenciar esta caravana de muchos kilómetros, detenidos los vehículos, llenos algunos de familias enteras. Por lo visto venían antes por 89

Yugoslavia, pero ahora con la guerra han de atravesar Hungría, donde no están acostumbrados a ver estas gentes extrañas. O históricamente no tan extrañas, porque durante 160 años fueron los turcos los dueños de estos pagos. Ahora son otros los amos, que tal vez no han perdido la memoria y les ven con cara de pocos amigos. Como todos los inmigrantes, producen un poco de lástima. Luego, sí, vemos húngaros, no muchos, la mayoría en bicicleta, otros en coches casi tan viejos como los turcos, tipo Lada o Trabant, como en los tiempos comunistas. Quizá no pueden tener todavía otra cosa. Sentimos la impresión de haber accedido a un país mucho más pobre, y esta impresión no desaparecerá nunca del todo. A Hungría ha llegado la libertad, pero la libertad, contra lo que muchos esperan, no regala sin más la riqueza. Y muchos húngaros tendrán que aprender las pequeñas malicias del mercado libre; y por desgracia, los que primero aprenden son los que más se aprovechan. Ah, si fuera posible pasar de un sistema al otro para disfrutar de todas sus ventajas sin sufrir ninguno de sus inconvenientes… Poco a poco nos aproximamos al gran recodo del Danubio. El paisaje se mueve, conforme rozamos las últimas estribaciones de los Cárpatos; y el río, que podía haber continuado sesteando tranquilamente por la llanura con solo desviarse unos kilómetros más al sur, tiene el capricho de encajonarse curiosamente entre colinas, sin perder un ápice de su anchura y de su majestuosidad. Un cauce impuesto por una falla, supongo. Ahí es donde el Danubio experimenta un recodo de cosa de ciento veinte grados, un hecho que recogen los libros de geografía, porque es absolutamente anómalo en un río de esta categoría. Ahora tuerce decididamente hacia el sur, hacia Budapest. La falla se hace notar también en la gran cantidad de fuentes termales que hay por aquí: algo así como trescientas entre Esztergom y Budapest. Esztergom es la sede de la iglesia primada de Hungría. Me llama la atención una gran basílica en pleno campo, y solo más tarde descubro algo más abajo una pequeña ciudad, que parece haber sido la capital de los magiares hace muchos siglos. Los vecinos de Budapest, una ciudad enorme que no tiene catedral, peregrinan a esta basílica, donde desde hace poco reposan los restos del cardenal Mindsenty. Quizá lo que más me impresiona de Esztergon es el enorme puente sobre el Danubio, volado en los estertores de la segunda guerra mundial, del que solo se conservan los pilares, como cadáveres de monstruos ahogados que claman al cielo; y no ha sido reconstruido. Es un espectáculo patético, que obliga sin remedio a recordar cosas horribles. Laboriosa llegada a Budapest. Fuentes termales, magníficos chalets —¿levantados antes de los comunistas o por ellos?—, bloques de edificios cúbicos, monótonos, sin gracia, colmenas humanas casi inhumanas, de un estilo que los húngaros conocen como «barroco estalinista». Y para que no falte nada, unas ruinas romanas, enormes, aún hoy en plena excavación, de lo que se llamó Aquincum, por su abundancia en aguas termales. También Buda significa fuente, y pronto me entero de que hay en pleno casco docenas de ellas: algunos hoteles poseen piscinas climatizadas por la propia naturaleza, lo que no deja de ser un lujo que en otras partes del mundo no se da. No sé desde cuándo estamos en Buda, tan interminables son los alrededores, en los que es preciso preguntar de alguna manera nombres conocidos para ir guiándose. Calles estrechas bajo el castillo y las murallas, sin apenas poder tomar conciencia de ello. Y por el puente Erszebet 90

atravesamos el río, y entramos en Pest, la ciudad enorme y llana, con amplias avenidas y bien cubierta por las señalizaciones. Si Buda significa manantial, Pest quiere decir horno, y hoy merece el nombre más que nunca, porque los termómetros callejeros señalan 39º: supongo que exageran como en todas las ciudades de Europa. Pero hace un calor de momento casi insoportable. ¿Lograremos sobrevivir? Primer paseo Budapest, por lo que leo, es el resultado de la fusión de tres ciudades, Óbuda, Buda y Pest, que solo en el siglo pasado tomaron este nombre conjunto. No tengo la menor idea de dónde está o estaba Óbuda: supongo que por la parte de Buda, y me quedo en el suponer. Pero no puede hablarse de ciudades separadas, porque siempre hubo relación entre ellas —como entre Sevilla y Triana—, de suerte que los dos grandes barrios que están a uno y otro lado del río son desde hace siglos la cabeza de este país. Lo que ocurre es que esta vez Triana creció mucho más que Sevilla, o por decirlo más exactamente, Buda, la ciudad alta, encaramada e incómoda, ceñida a la fortaleza y la muralla, debió ceder la primacía a la pequeña Pest, tendida sobre la llanura y con muchas más posibilidades de expansión. Con esa inversión de papeles, Pest es hoy como cuatro o cinco Budas. Pero ello no impide que el Danubio —Duna, dicen aquí— sea la arteria vital de la ciudad y cumpla un papel como el que cumple el Támesis en Londres o el Sena en París (y que no lo cumple más que simbólicamente el mismo Danubio en Viena), un río, la verdad, que no sé si une o separa, porque tiene como cuatrocientos metros de ancho, y cruzar un puente exige una buena caminata. Pero lo que sí está claro es que la combinación ciudad-río es una de las más logradas de Europa, y sin ella habría perdido Budapest lo mejor de su personalidad. Fue, y todavía es, una ciudad hermosa, entre compañera y rival de Viena. Las circunstancias históricas no le han sido favorables. Sometida primero al Imperio, tuvo que soportar las órdenes de la capital, hasta que se estableció la Monarquía Dual: de entonces, no cabe duda, datan sus mejores tiempos. Trianon desmembró a Hungría más que a ninguna otra nación de Europa, y la segunda guerra mundial remató la decadencia. Budapest fue una de las capitales más destruidas por la guerra, porque, temerosa más aún de los rusos que de los alemanes, se defendió heroicamente durante tres meses interminables, en el invierno 1944-45. Y Budapest fue al mismo tiempo la única gran ciudad que no fue reconstruida: los húngaros no pudieron y los rusos no quisieron hacerlo. Por eso constituye el último y más impresionante testimonio que queda en Europa de un desastre que ocurrió hace casi cincuenta años. Por doquier se ven los impactos de los proyectiles, a veces verdaderos agujeros. Hay barrios en que los muros parecen coladores. Y sin embargo, hay gentes que viven en esas casas que ni se destruyeron del todo ni se reconstruyeron. La ciudad está ahora negra: no le lavaron la cara desde hace por lo menos sesenta años. Algún día lo harán, y entonces será todo mucho más alegre: cómo lo deseo. Nuestro hotel está en la avenida Rackoczy, una de las más amplias y hermosas de la ciudad. Es un hotel enorme, que fue famoso y ha vivido, como todo, su decadencia. El mobiliario está viejo y desvencijado, las alfombras raídas, y el ascensor, grande, con 91

puertas de madera, pega tales crujidos y da tales saltos que uno se siente movido a pulsar el timbre de alarma: pero no lo hay. Una vez en la calle, se descubre que el nivel de vida es por lo general bajo, y la gente viste con desaliño. Los pasos subterráneos de peatones son más amplios e iluminados que los de Madrid. ¿Obra de los comunistas? Claramente poscomunistas son los grandes almacenes que quedan a la izquierda. Hungría, poco a poco, se va haciendo a las formas de vida propias de Occidente, aunque, como ya era de temer, aprende antes las cosas malas que las buenas. Se ve mucha mendicidad, y por todas partes te piden una limosna: nunca la agradecen, sea por orgullo, sea porque piensan que los de fuera somos ricos y damos injustamente por rutina parte de lo que nos sobra. Abundan también los vendedores ambulantes, que intentan colocarte la mercancía, te interese o no te interese. Yo no entiendo una palabra, pero María Jesús, que parece hablar todos los idiomas del mundo con su facilidad para comunicarse, se entiende por señas, un lenguaje que yo no domino, y regatea: obtiene sustanciosas rebajas, hasta que ambas partes parecen satisfechas. Tengo la impresión de que las mercancías son inútiles, pero tampoco entiendo una palabra de compras. Acabamos con bolsas colgando de los brazos. No hay mucho tráfico, esa es la verdad, pero, los coches, casi todos viejos y alguno muy moderno, pasan a una velocidad endiablada y haciendo un ruido espantoso. Por qué tienen los húngaros tanta prisa justo un domingo, es para mí un misterio: tal vez muchos estrenan velocidad, o quieren asustar a los vecinos que aún no tienen coche, que son sin duda la gran mayoría. Antes todos eran pobres; ahora unos son ricos y otros más pobres aún. Después de una larga caminata, llegamos al río. Al otro lado, muy lejos, los monumentos de Buda empiezan a encenderse, porque declina la tarde. María Jesús prefiere volver al hotel, por si acaso. Mañana conoceremos de verdad Budapest. Pest Bien, quisiera esbozar una visión general de la impresión o las impresiones que me produce esta ciudad, y me siento perplejo como tantas otras veces. No se trata de que Budapest sea una realidad indefinida, sino de que es una realidad muy compleja. Nada de esa mezcla de Este y Oeste a que tantas veces se alude. Budapest, y sobre todo su barrio moderno, Pest, es una ciudad occidental edificada conforme a los más clásicos moldes europeos de los siglos XIX y XX. Sus regidores quisieron hacerla así, como una perfecta réplica de Viena, con toques autóctonos si se quiere, pero absolutamente afines a la cultura occidental de su época. Si hoy la vemos pobre y hasta cierto punto atrasada es por razones históricas, que no culturales. Esos accidentes, incluida la rebelión de 1956, aplastada por los tanques soviéticos, la llenan de contrastes hoy todavía bien visibles: elegante y pobre, anticuada y moderna, bella y destartalada. Tiene detalles de la gran capital que fue y puede volver a ser, y otros que hacen más bien pensar en el tercer mundo. Por otra parte, no es fácil entenderse en Budapest, donde la inmensa mayoría de la gente no parece conocer más que un idioma (tal vez, quizá, también el ruso); y no es nada sencillo aprender magiar en cincuenta horas, sobre todo cuando uno se entera de que la lengua tiene nueve vocales e infinidad de sonidos consonánticos. Así se explica la 92

cantidad de signos, acentos, diéresis y circunflejos que rodean sus letras hasta desfigurarlas. ¿Cómo se pronunciará lo que estamos leyendo? Solo en casos muy concretos llegamos a saberlo. Por de pronto, es fácil enterarse de que calle se escribe utca —se pronuncia utcha—; plaza, ter; puente, hid. Hay el Margrit Hid (puente de Margarita), el Erszebet Hid (de Isabel, Sissi, que al contrario que Francisco José, adoraba Budapest), el Szabadadsag Hid, y el más famoso de todos, el Puente de las Cadenas, o Lanch Hid. Por lo demás, si pides cava, no te dan champán, sino café: un café malísimo, no sé si legítimo heredero de la «bebida turca» del siglo XVII, que de aquí se acabó difundiendo a toda Europa. El magiar es una de las lenguas más antiguas del continente, y distinto a todos; su grafía es, en cambio, moderna. Todavía a mediados del siglo XIX Szechenyi no sabía escribir en húngaro y hubo de redactar en latín Sine Hungaria non est vita para no tener que hacerlo en alemán. Luego inventarían todos esos signos para representar lo mejor posible una fonética tan variada. A lo que parece, ellos se las entienden bien; los demás, ciertamente no. Quisiera conocer mejor a los magiares, su carácter, los rasgos de su alma, ese algo que los hace sentirse tan distintos de los demás, pero apenas me es posible. La Vaci Utca, estrecha, concurridísima, llena de tiendas, es algo así como la calle Sierpes de Budapest. María Jesús encuentra unas magníficas y baratas mantelerías, y me las muestra por el derecho y por el revés, sin conseguir que yo entienda gran cosa para opinar que sí o que no. Solo entiendo en la calle a un señor, que, aunque húngaro y veterano, habla un italiano muy aceptable. Es alto, estirado, canoso y charlatán. Al enterarse de que soy español, me cuenta que fue voluntario en la guerra civil, en el CTV italiano. Las simpatías le llevaron, sin duda alguna a aquel bando, y se las arregló para enrolarse. Y al saber que vengo de Sevilla, me pondera la figura de Queipo de Llano y de Fal Conde, como si yo los hubiera conocido. Venera la memoria de Franco, porque fue el primero que derrotó al comunismo. Es un hombre apasionado, le brillan los ojos y los recuerdos lejanos se le hacen de pronto presentes. Es apasionado a ojos vistas. ¿Serán así todos los húngaros? Aún quedan fascistas por estos pagos. Seguro que también quedan comunistas; ahora, en su turno de disfrazados, ignoro si son tan apasionados como ellos. No hace falta decir que han caído muchos monumentos, han retirado la estrella roja de diez toneladas de peso que coronaba espectacularmente el edificio del Parlamento; del monumento a la Victoria que se ve allá en lo alto de Buda, han retirado la hoz y el martillo. Sigue siendo el monumento a la Victoria, y hacen bien en conservarlo, porque es sumamente airoso, pero ya no se sabe de quién es la Victoria y sobre quién. Se ven pedestales sin estatuas, o pedestales con estatua distinta, de modo que es fácil confundir a Kossuth con Bela Kun. Lo peor de todo para el turista es el cambio de nombre de las calles. No hay uno que coincida con los del plano que traigo, y eso que este plano no tiene más de dos años. Avanzamos ahora por la avenida Andrassy, la avenida más señorial de la ciudad, que se cruza con el Korut, que es el equivalente al Ring de Viena, y probablemente imitado de él, puesto que es también poligonal. Sus edificios son menos prestantes, o tal vez han sido más maltratados. Cerca de la intersección de Andrassy con el Korut está la Ópera: no hace falta que nadie me lo diga porque es prácticamente idéntica a la vienesa. Supongo que a los húngaros no les gustará que les recuerden esto de las copias, pero ni 93

quiero ni podría hacerlo, por aquello de que no hablo su lengua. La avenida Andrassy sí que es solemne de verdad, jalonada de nobles edificios de piedra, poderosos, pesados, como mansiones de personajes de alta relevancia histórica. Muchos de ellos, probablemente, han cambiado de dueño, como deduzco, y es mera deducción, de la enorme cantidad de tiendas de anticuarios que me tropiezo, en que se ven magníficos ejemplares de mobiliario, toda clase de elementos decorativos de alto lujo, joyas de prestancia, etc. No sé si alguien compra todo eso, ni quién es ese alguien. Pero la avenida Andrassy, aunque muy negra y en ocasiones deteriorada, posee la misma prestancia que los mejores bulevares de París. Un testigo casi inesperado de viejos buenos tiempos. Y desemboca, kilómetros más allá, en el parque ante el cual se alza la amplia y no menos solemne plaza de los Héroes, en gloriosa disposición semicircular. Muchos héroes hubo en Hungría, a juzgar por el número de estatuas. Los húngaros, nacionalistas como ellos solos, siempre rindieron culto a sus reales o míticos antepasados, y ahora pueden volver a hacerlo. En el grupo central —un racimo escultórico muy bien conseguido— cabalgan juntos los siete caudillos de las siete tribus magiares que en el siglo IX se apoderaron de estas tierras. En realidad, no todos cabalgaron juntos, ni siquiera todos eran magiares, porque los invasores de Panonia pertenecían a varios pueblos distintos, procedentes muchos de ellos de más allá de los Urales; pero el magiar, Arpad, impuso su ley y consiguió la unificación del país. Se le considera el padre del pueblo húngaro. Los húngaros repiten una y otra vez que ellos no son húngaros, nombre que se reserva a los hunos —y la palabra es realmente la misma—, sino magiares, y somos nosotros los que equivocamos el nombre. Con todo, observo que por aquí muchos se llaman Atila —padrecito— sin el menor complejo. Sin embargo, el héroe de Hungría por excelencia es san Esteban que, genialmente, con la conversión al cristianismo, consiguió la unidad religiosa, política y moral de este pueblo, además de vincularlo de una vez para siempre a la cultura occidental. La estatua de san Esteban, monarca, caudillo y santo, es la más prestante de todas. Ya he dicho que Budapest no es sede episcopal, y por tanto, a diferencia de las grandes capitales de Europa, no tiene catedral. Pero sí una hermosa basílica, que no podía menos que estar dedicada a san Esteban: tiene un corte exterior neoclásico, y es barroca o neobarroca por dentro, ornada con 56 tipos distintos de mármol, rojo, rosa, gris; solo es blanca, en inmaculado mármol de Carrrara, la enorme imagen del santo, dotada de una extraña dignidad que llega a sobrecoger. Pero el edificio más representativo —y nunca mejor empleada esta palabra— de Budapest es el Parlamento, que se levanta majestuosamente a orillas del Danubio, frente por frente del viejo palacio de Buda. Es uno de los clásicos del mundo, aunque data de principios de este siglo, cuando se convocó un concurso entre los más famosos arquitectos, y este, tal vez merecidamente, se llevó el premio: pero hubo otros dos proyectos tan buenos también, que se decidió edificar otros dos centros oficiales a los lados del principal, para formar lo que no puede resultar sino una espectacular plaza. Es quizá demasiado Parlamento para lo que ha sido la vida parlamentaria de Hungría en los últimos noventa años: y sobre este punto abundan los chistes. La gran estrella roja ha sido sustituida por una vistosa veleta, que ahora se interpreta también como símbolo del 94

arte giratoria de determinados políticos. El Parlamento no es gótico, ni barroco ni neoclásico, sino una síntesis estética que busca el pretendido «estilo nacional», como quien trata de encontrar en él su propia personalidad colectiva. Otros edificios de fines del XIX o principios del XX tratan de reflejar ese tan deseado «estilo nacional»: lo consigan o no, porque no creo que los estilos ni las personalidades surjan de la noche a la mañana, y este estilo nacional húngaro es tal vez más hijo de una época que de un alma popular. Lo que no impide que el Parlamento, con sus trescientas sesenta y cinco torres —eso se dice, aunque no he podido contarlas— que dan tanto a la fachada de la gran plaza, como a la avenida sobre el río, sea uno de los más bonitos o cuando menos sorprendentes del mundo. Algo de Buda Todo esto en Pest, aunque el barrio que goza fama de monumental es Buda. Atravesamos el Danubio por el Margit Hid, el puente Margarita, llamado así porque une las dos orillas con la isla Margarita, y resulta casi un puente en ángulo. La isla Margarita es un espléndido y enorme parque, donde se cultivan más de trescientos tipos de rosas, y cuenta, cómo no, con baños termales, y amplias zonas deportivas y de recreo. Es una suerte disponer en el corazón de la ciudad de una isla tan frondosa, tan verde y arbolada como esta. Buda es la montaña rocosa de la orilla derecha del río: allí se alzan el viejo palacio real —rodeado de bastiones, casi inaccesible, más bello de noche cuando lo iluminan—, la iglesia de san Matías, el hotel Gellert, allá en lo alto, famoso no solo por su historia sino por sus baños a estilo turco, sus callejas y plazoletas típicas, y el Bastión de los Pescadores, que todos nos ponderan y hay que visitar también, cómo no. La iglesia de san Matías puede que se asiente sobre las ruinas de un templo del siglo X. Siempre tuvo una significación especial en Hungría, aquí se coronaban los reyes, muchos se casaban ante sus altares, y varios de ellos descansan en sus tumbas dentro de la iglesia. También están depositadas unas arquetas que contienen un puñado de tierra de cada provincia de Hungría. Saber estas cosas ayuda a comprender el significado simbólico de la basílica de San Matías. Gran parte de la obra es reconstrucción decimonónica, pero tiene elementos antiguos, y la portada parece del XIV o del XV. Por fuera es casi todo gótico o neogótico. Por dentro, elementos barrocos, muy espectaculares. La cabecera es espléndida, lo mismo que el ábside estrellado por fuera. Otro detalle curioso: la iglesia está dedicada a Santa María, pero todo el mundo la conoce como San Matías. No es fácil entenderse en húngaro, tampoco es fácil entender las cosas de los húngaros: para ellos no será fácil entender lo nuestro. Ah, delante de San Matías hay una columna de la Peste, del estilo de la de Viena, pero más sencilla. Cuántos parentescos, deseados o no. Por toda la zona hay mercadillos, con recuerdos, baratijas, orfebrería y libros antiguos. Me dijeron que podría encontrar partituras, pero parece que hoy no queda una. Un poco más abajo está otro atractivo turístico, el baluarte de los Pescadores. De lo antiguo no queda nada sino una obra de «estilo nacional», con murallas simbólicas, terrazas y siete torrecitas cilíndricas con remates cónicos, en recuerdo de las famosas siete tribus. Aquí este tipo de torrecitas han acabado por convertirse en símbolos típicos, tan repetidos a 95

fines del XIX. Las terrazas ofrecen magníficos miradores, que permiten distinguir desde lo alto todo Pest, tanto el complicado Parlamento como, allá lejos, el parque y la Plaza de los Héroes. La ciudad es enorme, mayor de lo que suponía. También por aquí, otro espléndido monumento a san Esteban, pedestal poderoso y majestad en el rey héroe, a caballo parado. La majestad se manifiesta mejor en el reposo que en la corveta equina tantas veces buscada por el artista: qué bien se aprecia en esta magnífica estatua. Hungría honra a sus héroes, a sus símbolos y hasta a sus mitos. Es nacionalista por naturaleza y tal vez por necesidad. Pequeña y rodeada por cinco o seis pueblos, todos distintos del magiar, tiene que afirmarse a sí misma, decir que es ella y ninguna otra, dejar bien sentado que ahí está. Arpad, al fin y al cabo, fue uno de los invasores de Panonia, pero vino para quedarse, y desde hace mil doscientos años se quedó. Doce siglos confieren derecho y tradición peculiar. Otras muchas invasiones vinieron después —una muy reciente, la que agujereó sus casas—, pero todos los invasores acabaron por marcharse. Los húngaros, aunque maltrechos y restañando sus heridas, permanecen y saben lo que son. New York en Budapest Un pequeño grupo de matrimonios españoles nos ponemos de acuerdo para cenar en uno de los cafés más típicos y representativos de Budapest, que lleva un nombre bien típico y representativo de esta tierra: New York. Nunca se sabe cómo y por qué se ponen los nombres y en virtud de qué sortilegio acaban convirtiéndose en arquetipos. El New York fue y trata de seguir siendo el café restaurante más elegante y típico de Budapest, que se encuentra en los bajos de un edificio destruido por la guerra, en ruinas cubiertas por andamios. Cuando entramos, sorprenden los racimos de globos blancos luminosos que cuelgan del techo, las alfombras rojas, un tanto gastadas, pero espléndidas, las escaleras doradas, las nobles molduras, los frisos, las mesas de caoba, los camareros de rigurosa etiqueta. Todo recuerda otros tiempos, unos tiempos felices y lejanos, que realmente existieron, y nadie sabe si volverán de alguna manera a ser. Una orquesta zíngara toca entre las mesas con sus violines encantados: qué músicos, y quizá sobre todo qué instrumentos: tampoco son de hoy, eso está claro. Al llegar a nosotros, tocan melodías italianas: se han equivocado por poco, pero en estas remotas regiones de Europa el error se perdona fácilmente. Pedimos unas czardas, y entonces surge de los violines una rasgada pasión. Las czardas suenan aquí como el Danubio Azul en Viena. Son lo más contrapuesto que se puede imaginar, solo faltaba, pero lo uno y lo otro se enraízan en lo más hondo del alma de un pueblo. ¿Pasión húngara o pasión zíngara? ¿O es que son las dos una misma pasión? No puedo decirlo, no sé preguntar. A lo sumo, entiendo algo así como Zyngar no Magyar (Magyar suena algo así como MAGOO). Los zíngaros fueron algo así como unos invasores, o más bien inmigrantes, que llegaron y pensaron en adoptar esta tierra como suya, aunque ya era de otros. Y en parte se asentaron, no todos; el resto siguieron ascendiendo por la cuenca del Danubio hasta Baviera, luego Francia y finalmente a España, ya por el XIV. Quizá los zíngaros estén más magiarizados que españolizados los gitanos. Y así como en España unos han bebido de otros para cristalizar un folklore común —que cualquiera 96

sabe de dónde viene—, algo por el estilo, aunque más profundo, parece haber ocurrido aquí. La czarda tiene que ser de raíz húngara por una razón muy sencilla: con qué devoción cantan los húngaros su himno nacional, que arranca con una entrada de czarda, para transformarse en un solemne caudal sonoro que es casi una oración catedralicia. Pero ahí están los violines húngaros, o hungarozíngaros, lo que sea, violines que lloran, que suspiran, que arrebatan. Quizá en este ruinoso New York de Budapest he comenzado a comprender de verdad el alma húngara.

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8. UN POCO DE PRAGA (1992)

Un largo camino Por Komaron/Komarno cruzamos la frontera. El cambio de orden de dos letras separa dos países. Son realmente dos barrios de la misma ciudad, pero uno está en Hungría, y otro, de momento en Checoslovaquia. En esta compleja encrucijada de Europa cambian los nombres de las ciudades con la misma facilidad que los de las calles o los de las estatuas. (¿Quien diría que Carlsbad es ahora Karlovy Vary, o Troppau es Opàva?) Tropezamos en la frontera con menos dificultades de las previstas. Anuncian controles rigurosos, que se quedan en simple rutina, por obra de la pereza de los funcionarios, que no se exceden en sus deberes (quizá porque saben que muy pronto ya no serán checos). Nada de alambradas y perros furiosos. Eso sí, el número de aduaneros tiende a infinito; unos fuman, otros están sentados a la puerta de sus casetas, otros dormitan sobre los andenes. Si estos individuos tuviesen poblados bigotes negros, sería fácil imaginarnos dentro de una novela de García Márquez. Pues ya estamos en Checoslovaquia. Casi por chiripa, porque dentro de un mes este territorio se llamará Eslovaquia. La fiebre de los nacionalismos que barre ahora la Europa del Este da lugar a continuas escisiones. Pero en Checoslovaquia las cosas suceden de manera distinta. Aquí se dio la «revolución de terciopelo», que permitió pasar del comunismo a la democracia en veinticuatro horas y sin disparar un tiro. Y ahora van a separarse Chequia y Eslovaquia sin una palabra gruesa y a gusto de ambas. Una alcanzará la gloria inmarcesible de la independencia nacional, y la otra se librará de la hija pobre, a la que tenía que mantener a su costa. Enseguida siento la impresión, con todo, de que hemos entrado en un país más desarrollado. Circulan más automóviles, aunque muchos de ellos siguen siendo los destartalados de los comunistas. Se ven buenas granjas y se elevan al cielo altos postes coronados de una especie de globo ovoide, que no sé a qué invento de la técnica checa he de atribuir. Al fin me doy cuenta de que son depósitos elevados de agua. Bratislava, antigua Pressburgo, que tiene un tercer nombre húngaro inescribible, va a ser la capital del nuevo estado. Es una ciudad enorme, como varias ciudades distintas dispersas por la llanura y las colinas circundantes, dejando espacios libres entre ellas. No debe ser cómodo vivir aquí, y por supuesto no me tienta el menor deseo de convertirme en vecino de la nueva capital de Eslovaquia. Lo único que me llama la atención es un castillo que se engarfia en las rocas de la colina más alta. El paisaje se ha quebrado un tanto, y al fondo se divisan las estribaciones de los Tatra, que por lo que oigo adoran los 98

eslovacos como su cordillera nacional, aunque sus alturas son relativamente modestas. Pero este movimiento, que parece agitar de pronto las tierras, como si una piedra hubiera caído en un estanque, se desvanece pronto. Moravia, penillanura de suaves ondulaciones, cultivos, prados y bosques, es más que nada monótona, quizá, quién sabe, porque el camino se nos está haciendo largo. Checoslovaquia es menos extensa que España, pero por lo menos tan larga como ella. Brno, antes Brunn, queda a un lado de la autopista, y apenas podemos distinguir otra cosa que la silueta de una catedral gótica. En fin, ahí está Jihlava, y muestro mi deseo de visitarla, porque en ella pasó Mahler sus años de niño. Vivía en una plaza triangular, en uno de cuyos lados se encontraba un cuartel; los redobles y las marchas repetidas hirieron de tal modo su corazón infantil, que introduce muchos de los temas entonces escuchados en buena parte de sus sinfonías, que pese a todo poco tienen, ciertamente, de marciales. Pues bien: ahí está la plaza triangular, todavía se conserva el cuartel, y al otro lado la casa de Mahler, lo mismo que hace ciento treinta años. Parece que no pasa el tiempo, al menos en un pueblecito de Moravia. Al fin, después de muchos kilómetros, nos vemos rodando por los bosques y prados de Bohemia. La música nos sigue acompañando, pues acabo de citar sin darme cuenta el título de uno de los más conocidos poemas sinfónicos de Smetana. Diríase que en este caso el arte supera a la naturaleza, o cuando menos —que todo se perdona al artista— la idealiza. Eso sí, los bosques son de apretados y enormes pinos negros, y los prados más jugosos que los que antes hemos visto. Diríase que el paisaje encierra más misterio que encanto o amenidad. Y a todo esto, ¿dónde está la divisoria? El Morava desemboca en el Danubio, el Moldava en el Elba; estamos pasando el espinazo dorsal de Europa, entre la vertiente del mar Negro y la del mar del Norte, y sin embargo no se ven montañas por ninguna parte, ni parece que nos encontremos en un territorio particularmente elevado. Llegado un momento, tengo la sensación de que estamos descendiendo, un descenso lento, suave, interminable; pero puede ser una impresión falsa. Ya cerca de Praga, diviso muy a lo lejos la silueta de una montaña cónica, aguda, blanquísima, que rompe la monotonía del paisaje; pero cualquiera sabe lo que es. Pienso en la Montaña Blanca, por simple asociación de ideas: allí donde los españoles pusieron una pica en Bohemia. Pero ya son las afueras de Praga lo que llama nuestra atención. Praga pudiera ser una ciudad tan importante como Budapest, pero no lo parece. Por de pronto no tiene su buena organización urbana ni sus grandes líneas de fuerza: eso se advierte desde el primer momento. Ambas ciudades tienen, con todo, un algo de común: ambas se asientan a caballo de un río, con una orilla más elevada que la otra, y en ella se levanta la antigua fortaleza. Las ciudades, cuando pueden, se construyen a orillas de un río, pero bajo la presidencia de una altura defendible en caso de necesidad. Mala Strana es la ciudad fortificada mientras que Store Mesto, el barrio amplio que se levanta al otro lado del puente de Carlos, es tan antigua y llena de callejuelas que se entrecruzan como la que ronda el castillo: en nada recuerda Pest. Y es que Store Mesto significa «ciudad vieja». Debieron nacer las dos al mismo tiempo. Praga tiene historia, mucha más historia constructiva que Budapest. Nunca fue invadida, nunca llegaron aquí los turcos, el devenir de los tiempos no fue truncado por graves traumas, aunque la ensangrentaron momentáneamente las guerras hussitas o aquí 99

comenzó, con una anécdota y después una batalla de dos horas, la guerra de los Treinta Años. Pero nunca fue asediada, nunca estuvo ocupada por fuerzas extrañas que vinieran a destruir una cultura o a edificar otra. Por eso en Praga hay iglesias románicas y góticas, palacios renacentistas y barrocos, edificios neoclásicos y románticos. Quizá no vivió la época dorada del Ring y del Korut con la misma prosperidad que Viena o Budapest. Por eso tal vez a última hora se quedó un poco atrás. La impresión que me queda es que los más brillantes momentos de Praga se vivieron cuando el emperador residió en la ciudad. Primero Carlos IV: hay que ver cuántas veces se repite el nombre de Carlos: el puente de Carlos, las torres de Carlos, la calle de Carlos, o Karlova, el baluarte de Carlos, y la universidad de Carlos, o Karolinska. No es que hubiera en Praga muchos Carlos, sino que todos los nombres se refieren al mismo, que reinó larga y felizmente, nada menos que en el complicado siglo XIV, cuando gran parte de Europa sufrió una fuerte crisis acompañada de una decadencia casi general. Carlos IV tuvo tiempo, sabiduría y dinero para embellecer la ciudad, edificar grandes y bellas construcciones e ilustrarla con un ramalazo de cultura que perduró por siglos. Rodolfo II, el otro residente en Praga, a fines del XVI y comienzos del XVII, fue protector de las artes, hizo venir a arquitectos, pintores, músicos, y la ciudad vivió un esplendoroso barroco hasta que la guerra de los Treinta Años acabó con tantos goces. No todo, ciertamente, es obra y recuerdo de estos dos felices reinados, pero buena parte de lo que aquí puede admirarse es testimonio de dos sabrosos momentos históricos. Nos alojamos en el hotel Olympic 2, que por desgracia no tiene punto de comparación con el casi inmediato Olympic 1, ambos en un barrio relativamente moderno, pero nada espectacular. Para llegar aquí desde la ciudad antigua es conveniente pasar por el Túnel del Silencio. En los tiempos comunistas, los jerarcas del Partido, que vivían o trabajaban en los aledaños, se sentían molestos por el ruido del tráfico, y entonces convirtieron la calle en túnel por espacio de 700 metros, un túnel absolutamente innecesario, según tuve ocasión de comprobar, hasta que me explicaron la causa. Hoy, en que estamos en democracia, el túnel lo atraviesan todos los automovilistas. Los hoteles Olympic quedan bastante lejos del centro monumental, aunque Praga no es una ciudad demasiado grande, y en ella resultan relativamente factibles los paseos a pie. De todas formas, tenemos delante del hotel una estación de metro, Invalidowna, que es una de las pocas palabras checas que he logrado traducir por pura lógica. Parece que había aquí un asilo para inválidos. Cuando se baja al metro por las escaleras mecánicas, parece que se desciende al infierno. Las líneas de metro de Praga —creo que también las de Moscú, ya es sabido cómo aquí se imitaban las cosas— parece que son las más profundas del mundo. Todo porque se las quiso convertir en refugio antiaéreo, e incluso antinuclear. Los comunistas, imbuidos del dogma de la necesidad histórica, creían firmemente en la tercera guerra mundial, como nunca hemos llegado a creer con demasiada convicción los occidentales, y vivían cuidadosamente preparados para ella. A veces, asombra su grado de prevención. Cuando menos, el metro de Praga es fresquito, y sus servicios son rápidos y baratos. Bien, salimos en Karlova, y vamos como es obligatorio al puente de Carlos, uno de los atractivos más solicitados de la ciudad: es un puente lleno de estatuas a un lado y otro. El puente fue construido por Carlos IV; las estatuas son del siglo XVII y del XVIII. Sin duda es este último detalle, quizá sin parangón con ningún otro puente del mundo, el que lo ha 100

hecho tan famoso. Ayer noche, bajo una pobre iluminación, estas estatuas nos parecieron fantasmas muertos de sueño (si los muertos de sueño no fuéramos nosotros); pero lo que más nos sorprendió eran los miles de personas que ocupaban el puente, como si encontrarse en él constituyera un extraño privilegio. Ahora, en esta clara mañana, las estatuas se han transformado en apóstoles, santos, monarcas y héroes, algunos de muy buena traza; pero la cantidad de personas que abarrotan el puente es todavía mayor, hasta el punto de que es necesario abrirse paso a codazos. Ni que el puente de Carlos hubiese sido hecho solamente para estar en él. Estos millares de turistas (quizá también praguenses o simplemente checos, no lo sé) «están» como una masa; algunos contemplan las figuras, y hasta les sacan fotografías. Los demás, la mayoría, no hacen nada: ni parecen contemplar, sí esperar. Tampoco, por su heterogeneidad parecen protagonistas de una manifestación o concentración de un signo determinado. Están, simplemente están, como si hacerlo proporcionara un indefinible placer, que a lo mejor hasta lo proporciona; pero mi deseo de cruzar el puente, que es a lo que he venido, no me permite saberlo. El puente de Carlos es el símbolo del abarrotamiento de Praga por sus visitantes. En París, en Viena, en Roma, en el mismo Budapest, aunque menos, se ven turistas; pero no se contempla esta densidad tan sorprendente que no parece sino que todos los turistas del mundo se hubiesen reunido intencionadamente en Praga. Los motivos para que esto sea así se me escapan. Quizá se trate de una razón de espacio. Puede que tanto en París como Roma o en Budapest las zonas dignas de visitarse ocupan una superficie de bastantes kilómetros cuadrados, mientras que en Praga la zona turística se limita a Mala Strana y Stare Mesto. No se me ocurre visitar los barrios modernos, si es que los hay; lo cual significa que me estoy comportando como un turista más, aunque no me gusta —¿será orgullo?— hacer las cosas en manada. Todos van en grupo, y se entrechocan unos grupos con otros, por aquello de que siguen las mismas rutas. Es fundamental para un turista no perderse de su grupo, sobre todo si este está conducido por un guía. Los guías van provistos de espectaculares paraguas, no porque exista peligro de lluvia, sino porque, levantados, constituyen un signo de identificación. Es preciso seguir al paraguas elegido, porque si se confunde el blanco y azul con el rojo y verde, se corre el peligro de ver lo ya visto o de recibir explicaciones en japonés o en sueco. El movimiento de la cabeza de los turistas que van en grupo es tan unánime como el de los cisnes en el lago de azur, y lo comprendo: «a la derecha tenemos... Si ahora vuelven la vista a mano izquierda... Fíjense ahora un poco más arriba:..». Prefiero, y no sé si me equivoco, explorar por cuenta propia, y enterarme por los folletos. Stare Mesto y Mala Strana Visitamos Mala Strana, el barrio del castillo. Cumple un papel similar a Buda, aunque topográficamente no está tan elevado. Más que castillo es palacio, o complejo de palacios. Aquí vivieron reyes, séquitos y grandes señores; he ahí, por ejemplo, el espléndido palacio Schwarzenberg. En su mayoría son renacentistas o de un barroco incipiente. La gente se entera enseguida de dónde está la ventana de la célebre Defenestración. Parece estúpido que por el simple hecho de tirar a dos caballeros por una ventana, que además, según me entero, no se mataron, haya estallado una guerra que 101

ensangrentó a toda Europa durante Treinta Años. Y es que las guerras comienzan por cualquier tontería, se extienden como la peste, y duran mucho más de lo que se había esperado. Desde el rapto de Helena hasta el atentado de Sarajevo, siempre ha sido así, y es que la gente nunca aprende historia, o nunca aprende de la historia. Los palacios tienen patios enormes, unos porticados, otro sin columnas, y los estilos se entrecruzan, pero la zona palaciega no termina nunca, En uno de estos patios, el más grande, está la catedral de San Vito. Una catedral en un patio: un fenómeno como no conozco otro el en mundo. Y eso que el templo no es pequeño, como que pasa de 130 metros, coronado por dos esbeltas torres góticas y compuesto por una gran nave central de doble cuerpo, triforio y cristaleras y muchas capillas, todas distintas. Hay elementos románicos y otros que datan del siglo pasado. La crucería gótica es impresionante, lo mismo que los arbotantes en el exterior. El palacio episcopal no está al lado de San Vito, quizá por falta de sitio o por razones de jurisdicción, pero es una magnífica construcción, medio del Renacimiento, medio del barroco. En otro lugar está el antiguo convento de Loreto, que encierra en su patio otra joya: una reproducción de la italiana casa de la Virgen, en el más puro Renacimiento; y en cuyas vitrinas pueden verse cálices y ostensorios de increíble belleza, que me acaban reconciliando por completo con las llamadas artes menores. Después de dar vueltas y más vueltas por la zona de los palacios —quizá nos hemos perdido muchos detalles—, descendemos hacia el río por la Callejuela del Oro, con sus casitas bajas, pintada cada una de un color distinto: donde se dice que en otro tiempo trabajaban en su misterioso quehacer los alquimistas, en busca de la fórmula mágica que les permitiese obtener el metal precioso. Hoy el oro llega de otras partes, pero aquí se trabaja, se labra, se engastan piedras preciosas, pues todas estas casitas tan viejas y tan modestas son extraordinarias joyerías: llenas, eso es inevitable, de señoras, acompañadas de sus pacientes y en ocasiones opulentos esposos. El tipo de negocio no ha cambiado demasiado de naturaleza en el espacio de quinientos años. Atravesamos el puente de Carlos en sentido contrario. No es más fácil que a la ida. Los miles de turistas serán distintos a los de esta mañana, pero siguen siendo miles. Pienso que si se dedicasen a bailar la polca, que el lugar no es del todo inapropiado para ello, su peso y el de las treinta enormes estatuas que lo flanquean harían que todo el monumento se viniese abajo, hasta hundirse en el Moldava. El Moldava. Justo junto al puente de Carlos, al lado de la pequeña presa que canturrea aguas arriba, se encuentra el viejo edificio de la Compañía de Aguas, convertido desde hace no mucho en Museo Smetana. No es que se conserven demasiados recuerdos del gran músico, escritos, partituras, instrumentos, retratos: pero el lugar elegido es el más apropiado del mundo entero para un museo Smetana. No en balde todos los años, por San Juan, el Festival de Praga se inaugura invariablemente con El Moldava. La pequeña presa hace que el río canturree quedamente su propia música; y al mismo tiempo en el museo, una especie de metrónomo hace sonar, cuando llega la ocasión, Vltava: así los dos Moldavas suenan a la vez. Qué acertado detalle... Vamos hacia Stare Mesto, la Ciudad Vieja. En Praga, a diferencia de Budapest, el río no separa lo viejo de lo nuevo: son viejos los dos barrios a la vez. La torre de Carlos, llamada también Torre de la Pólvora, de un gótico solemne del XIV, lleva directamente al 102

barrio: por la calle Karlova, naturalmente. Como ciudad antigua, en varios cientos de metros conviven pacíficamente detalles románicos, torres góticas, fachadas renacentistas y decorados palacios barrocos. No todo son fachadas escalonadas, como en Brujas o en Amsterdam, pero también abunda en Praga este recurso centroeuropeo. Seguimos en Europa: nunca, es la verdad, hemos salido de ella. En una bifurcación luce la curiosa Casa del Pozo de Oro. Hay casas que llevan el nombre de las no menos curiosas figuras que campean sobre su dintel: la Casa de los dos Soles, la Casa de los Tres Violines, la Casa de las Tres Avestruces. No me es fácil enterarme del significado o del simbolismo que encierran. Al fin se llega a la Plaza comunal, donde se alzan el Ayuntamiento antiguo, varios palacios del XVI o XVII, entre ellos el famoso palacio Kinsky, y al fondo las agujas de la iglesia de Santa María de Tyn. Mucha gente se agrupa en la esquina del Ayuntamiento, ante el reloj astronómico. Puede que sea mayor que el de Berna, e incluso más completo, por más que la concepción sea la misma, desde la Muerte que inicia las campanadas hasta el gallito que canta al final. Aparece muy clara la evolución del año conforme la esfera del zodiaco gira de forma excéntrica sobre la esfera de las horas: en azul se señalan las propias del día, en negro las de la noche. La excentricidad hace ver muy intuitivamente cómo en verano los días son más largos y en invierno son más largas las noches. Por las ventanitas, cuando suena la campana, asoman los doce apóstoles, inclinando levemente la cabeza, y otros personajes importantes. El reloj astronómico, la convivencia del gótico con el barroco, las casas pintadas y las fachadas escalonadas me han reconciliado con Praga. Estoy tan en Europa como cuando estaba en Francia, en Flandes, en Suiza o en Tirol. Solo el lenguaje, para mí tan cabalístico como el húngaro, me hace sentirme inevitablemente en el extranjero. Sí, también Mozart. Pasamos ante el Teatro Estatal o de los Estados, no sé exactamente cómo se traduce. Parece modesto, más pintoresco que regio. Sin embargo, fue aquí donde Mozart estrenó «Don Giovanni» con gran éxito, como que todos los praguenses estuvieron tarareando sus melodías durante meses. También escribió aquí «Las Bodas de Fígaro» y siempre fue bien recibido. Es curioso: a Mozart le fue mejor en Praga que en Salzburgo o que en Viena. Por el mismo camino, más al fondo y a la derecha, llegamos a la plaza Vaclav o de san Wenceslao, en cierto modo el corazón de Praga. La llaman plaza, y siempre la han llamado así, por más que parece una avenida, de setecientos metros de largo y sesenta de ancho. La preside al fondo el majestuoso edificio del Museo Nacional, y, delante de él, la gran estatua ecuestre de San Wenceslao. Hay edificios neoclásicos, modernistas y hasta cubistas, pese a lo cual el escenario no es demasiado explosivo, quizá por la vastedad del espacio, tampoco del todo armónico. De noche sigue siendo lugar de reunión de la juventud: quizá por uno de los episodios que acabaron cambiando el mundo, la Primavera de Praga de 1968, en que los estudiantes se sublevaron contra el comunismo. No tengo más remedio que recordar que en Occidente también los estudiantes se sublevaron al mismo tiempo, en mayo de 1968, contra la sociedad de consumo (para luego ingresar en ella) y con en nombre del neomarxismo. Los estudiantes siempre se sublevan contra lo que hay. Ambas revoluciones fracasaron de momento, para imponer más tarde muchos de sus postulados. Aún está por evaluar el 103

significado exacto de las revueltas de 1968 —o de la Revolución de 1968—, y sobre todo sus consecuencias últimas. Aquí tenemos uno de sus más simbólicos escenarios. Último día. Recorremos el barrio judío, que no nos encandila ni poco ni mucho. A lo mejor, es más típicamente judío el Callejón del Oro que estas casitas con pocos monumentos, tan de Praga, intercambiables por otras cualesquiera de la ciudad: aunque aquí haya nacido Kafka o haya vivido Mahler. Penetro por primera vez en una sinagoga, para lo cual he de cubrirme la cabeza con un pañuelo, que es lo único para el efecto que tengo a mano. Los judíos se cubren ante lo que nosotros nos descubrimos. Son dos formas de reverencia que nuestras culturas interpretan en sentido opuesto. Para un occidental descubrirse es despojarse de un atuendo de dignidad, como el sombrero que distinguía a los auténticos caballeros. En mis tiempos de niño, todos los hombres (también mi padre, bien lo recuerdo) salían a la calle tocados con un sombrero que denotaba respetabilidad. También los obreros o los campesinos se ponían una gorra o una boina: el prurito era «cubrirse». Y solo se descubrían al entrar en una iglesia, al paso de un personaje importante, o del rey. Y cuando el rey decía a alguien: «cubríos» le estaba designando duque. Los judíos hacen lo contrario, tal vez para interponer una especie de humillada barrera entre el Altísimo, el Innombrable, y nuestra mísera realidad. Quizá no sea esta la sinagoga principal, me habré equivocado: al menos, aunque entro en ella con respeto, no encuentro nada que me llame la atención, no me produce impresión alguna, es fría y simbólica como una logia masónica, quizá porque las logias masónicas tratan de imitar a las sinagogas. Lo que realmente me interesa es el reloj de la esquina. Los judíos empiezan el día cuando sus relojes marcan las doce a las seis de la mañana. Las agujas se mueven en sentido contrario a las nuestras. No lo sabía. Todos los días se aprende algo nuevo, y en Praga se aprende siempre, por supuesto. Bueno, se imponen las compras. María Jesús tampoco es una excepción a todas las turistas, aunque su sentido común le impone moderación. La desgracia de los maridos son las esperas interminables. Recuerdo los alaridos de aquel señor que a la puerta de una tienda de Andorra atronaba la calle con un NO PUEDO MAAAS, NO PUEDO MAAAAAS. Ni María Jesús ni yo llegamos a tanto, aunque sé muy bien que si poseo alguna virtud, entre ellas no figura la paciencia. No entiendo una palabra de géneros, pero me maravilla la belleza de los cristales, que es lo que más se vende en Praga: cristal de Bohemia auténtico. Vidrios tallados en mil aristas, que a veces parecen diamantes, jarras, vasos, fuentes floreros, objetos enormes o diminutos, todos iridiscentes, como un milagro luminoso. Al final nos adentramos por la calle París, nombre tal vez derivado de alguna alianza. No tiene la piedra solemne de las calles parisinas, pero es amplia, toda blanca, de edificios muy modernos, aunque llenos de una especial majestad. Y al fin nos asomamos al bucle del Moldava. Es aquí donde se despide de Praga, ancho y majestuoso, en busca del Elba. Bien lo describe el poema sinfónico de Smetana en aquel pasaje final en que la gloria se perpetúa en un decrescendo maravilloso que hace sentir la sugerencia infinita de lo que se pierde en la lejanía. ¿Qué mejor forma de despedirse de Praga?

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9. ECLIPSE EN KISTELEK (1999)

Descartado desde el primer momento el Norte de París: treinta millones previstos de curiosos y ochenta por ciento de probabilidades de cielo nublado. Después, descartado Salzburgo: en pleno Festival, con dificultades de alojamiento y con frecuentes tormentas en los Alpes. Entre Hungría y Rumanía, preferimos Hungría: menos complicaciones y más probable estabilidad. De medio a un millón de personas se agruparán en torno al lago Balatón, pero nos alojaremos en Budapest. En su momento, viajaremos a Sufok, en plena zona de totalidad. De Budapest, muchas sensaciones de lo que ya en otros viajes se ha hecho familiar. Solo aquí una referencia a dos cosas inesperadas. Una, hemos hecho por primera vez un viaje en barco por el Danubio. Vale la pena: no tiene nada que ver con un recorrido por el Sena en un «bateau mouche», allá hundido en el cauce, entre altos malecones. Aquí, el río tiene más de 400 metros de ancho, y es posible saborear todo el panorama hacia las dos orillas: el palacio Vigadó, el Puente de las Cadenas, el Parlamento desde sus más variadas y sorprendentes perspectivas, el palacio de Buda con San Matías, el Baluarte de los Pescadores, el Hotel Gellert con sus instalaciones balnearias, la isla Margarita, con sus bosques y sus fuentes: nada tiene desperdicio. Otra sorpresa: visitando el Museo de Bellas Artes, en la plaza de los Héroes, nos encontramos con Javier Tusell, Veva y dos hijos: —¡Hombre! ¡Qué causalidad! —¡Y tu por aquí! Esta sí que es buena… —¿De modo que también has venido al eclipse? —¿Qué eclipse? Comprendo que he metido la pata, y para sacarla hablo de historia, de libros y de pintura. Para un intelectual de categoría, un eclipse es una bagatela despreciable que no justifica un viaje de cuatro mil kilómetros: qué disparate. Departimos amigablemente durante un buen rato. Bien: el tiempo es espléndido durante estos dos días, hace calor y luce un sol claro, dispuesto a eclipsarse cuando llegue el momento: todo parece indicar que nuestra elección ha sido todo un acierto. Hasta que viene el anuncio de la llegada de un frente frío que puede echar abajo todas las expectativas. Nos acostamos temprano, porque mañana habrá que levantarse a las tres si queremos llegar con tiempo al acontecimiento. A las diez y media de la noche, cuando ya estoy durmiendo, suenan fuertes golpes a la puerta del apartamento. —¿Que pasa? —José Luis, soy yo, Jorge, tenemos que hablar inmediatamente. 105

—Me visto aprisa y salgo. Va a celebrarse un consejo de expertos, al cual ha sido también convocado el meteorólogo, José Miguel. Estamos el contacto con el Meteosat y con los servicios meteorológicos de media Europa. El frente frío se nos echa encima. Varios opinamos que el lago Balatón puede no ser el escenario más conveniente. Orografía más complicada, mayor humedad, peligro sobre todo a mediodía. Por otra parte, dicen que en el Balatón se van a congregar cuatro millones de personas, y las carreteras pueden quedar colapsadas. ¿Y entonces? Propongo retirarnos hacia el sureste, hacia la Hungría esteparia. No es seguro, pero es probable que la solución resulte. Al fin se inclina la mayoría por la propuesta, aunque no hay unanimidad. —Como y donde queráis —concede Jorge, no de muy buen humor—. Pero si la cosa falla, la responsabilidad es vuestra. En fin, hay que aceptarla, con todas sus consecuencias. Decidimos ir hacia Szeged, en la esquina sureste de Hungría, la ciudad más soleada del país. Me levanto a las tres. Me asomo a la ventana: Júpiter y Saturno brillan limpiamente hacia el sur. Ya es casi seguro. Pero empiezan los contratiempos. El autobús de la expedición no puede salir porque se le cruza otro esloveno. Hay que enterarse de quién es el esloveno y despertarlo. No salimos hasta las cinco. La carretera de Szeged está desierta, pero el sol asoma entre celajes. A las seis el cielo esta ya casi cubierto, a las siete comienza a llover, y a las ocho cae una tormenta de campeonato, que apenas permite avanzar con los faros encendidos. Caen rayos, truenos y demonios, todo junto. Un tiempo espléndido y de pronto una tormenta al amanecer: esto es absolutamente incomprensible: como si las tormentas húngaras hablasen húngaro. Y si es el frente frío, a mediodía aún peor. Atravesamos campos plantados de maíz y girasol, pero apenas echamos cuenta de ellos, porque estamos tan a oscuras —por dentro y por fuera— como si fuese de noche. En medio de esta oscuridad, el eclipse pasará totalmente desapercibido. ¡El eclipse! ¿Para esto hemos venido? ¿Para esto hemos esperado tantos años? Intentamos olvidarnos del eclipse, pero no lo conseguimos. Silencio ominoso. Szeged es una ciudad vieja, más pequeña de lo que suponía, justo a las puertas de Rumanía y de Serbia. Pobre y arruinada, como si todo esto hubiese tardado más tiempo en salir del comunismo. Sigue lloviendo, aunque ahora más suavemente. Al otro lado del Tisza, sobre un prado, un campamento de astrónomos, provistos a lo que parece de un acabado instrumental. Desgraciados. Desgraciados también nosotros. Y encima de todo, mi responsabilidad. Siento rabia. Esto es un milagro, un milagro al revés. El peor día del verano en la esquina más soleada de Hungría, justo hoy, 11 de agosto de 1999. No sé qué pensar, o prefiero no pensar. Todos estamos con el corazón en un puño. Qué día dramático. Quince días, diez mil kilómetros para poder disfrutar dos minutos y medio realmente excepcionales en nuestras vidas. Y ahora eso se nos niega. Nos ponemos en contacto con los servicios meteorológicos. ¡Está despejando el cielo en el lago Balatón! Y nosotros, imbéciles, en el sur de Hungría. Imbécil sobre todo yo. No hay tiempo, ni soñado, para regresar. Vamos de todas formas al norte, procurando mantenernos en la línea de totalidad. A los quince kilómetros vemos un claro en el horizonte. ¿Vamos a él? ¡No!, que venga el claro hacia nosotros. Es sin duda más seguro. Cuanto más al sur, más fácilmente se disolverán las nubes. Lo que interesa es la formación. Las nubes vienen del suroeste, pero la formación de nubes, el eje de la rampa 106

de labilidad, viene del noroeste. Lo confirmo con José Miguel, que sigue comunicando con media Europa. Nos establecemos en el área de servicio de Kistelek, y allí montamos el campo. ¡Dios mío!, aún a esperar: todo pende de un hilo, de un milagro al derecho. Y se lo pido a san Esteban, que es sin duda en este punto el mejor intercesor, y le pico su vena patriótica… ¡Por favor, san Esteban, no dejes quedar mal a Hungría! ¡No dejes quedar mal a Hungría! ¡Hazlo por Hungría! Y a las once en punto se produce el milagro al derecho: las nubes se rompen, y surge el sol en toda su gloria. Es recibido con una ensordecedora salva de aplausos. Estamos enfebrecidos con tanta tensión y ahora ante esta suprema paradoja: es preciso que brille el sol para que pueda ser eclipsado... El primer contacto se produjo en el instante preciso. Tanto los que medían con el cronómetro como los que seguían con el telescopio, o los que proyectaban imágenes, manejaban el fotómetro o las cámaras, o simplemente, los que preferíamos las gafas de eclipse sin más, lanzamos, cincuenta voces simultáneas, el mismo grito: ¡¡YA!! Algo de sintonía con el Universo debe existir entre los que nos dedicamos a este oficio, para percibir al mismo tiempo el cósmico mordisco. Unos me invitan a observar por su telescopio, otros a constatar la imagen proyectada, otros a medir la temperatura o la fuerza del viento; pero, aunque complazco a todo el mundo con mi participación, y lo agradezco, solo faltaba, intencionadamente no he traído ni prismáticos ni cámara filtrada, solo mis gafas de eclipse, porque prefiero vivir el fenómeno en toda su grandiosa simplicidad, de tú a tú, si es lícito expresarse de esta manera, sin intermediarios de ninguna clase. En el eclipse de mi vida no quiero más que ver, ver a pleno pulmón, vivir a manos llenas; creo que es preferible, y veo que otros eligen hacer lo mismo, sin atender a sus aparatos. —Parece que va a ser parcial —dice alguien con un dejo de aprensión. —No os preocupéis, la totalidad está asegurada. Bien sé por experiencia de tantos años que la curvatura de la sombra semeja tener un radio menor que la curvatura del limbo del sol. Es una impresión que no falla, por el mismo motivo que un objeto pintado de blanco parece de mayor tamaño que otro idéntico pintado de negro. Un efecto visual que aparece en muchos libros de física. Vamos por la fase 3 cuando aparecen de nuevo las nubes. Una de ellas oculta por largo rato el sol. —¡Maldición! —exclama otro alguien. Nubes espesas, que lo parecen cada vez más. Pero no mueren las esperanzas. Las nubes avanzan en la mala dirección, pero la formación de nubes avanza en la buena. Incertidumbre hasta el instante supremo. En la fase 7 reaparece el sol, y lo perdemos cada vez menos, conforme progresa la fase. Aplaudimos siempre que reaparece. Ya no hay nubes cercanas, y sin embargo el ambiente se va oscureciendo y adquiere la solemnidad de los grandes acontecimientos. Viene la fase 8, y el sol es ya una fina hoz de oro; y después la fase 9, cuando la naturaleza se apaga, las aves se posan y las bestias buscan su guarida. Hasta aquí he llegado tres veces en mi vida. Lo que resta es sensacional y rigurosamente nuevo. El astro de luz es solo un fino perfil, y sin embargo aún podemos vernos, leer, escribir, manejar un instrumento. El mundo está en agonía, eso se ve claro, pero todavía sigue vivo. —¡Ahí viene la sombra, ahí viene la sombra! 107

Lo primero que llega, en un eclipse total, no es la ocultación del sol, sino la de la tierra. Una noche oscura avanza desde el oestenoroeste, y todo se vuelve negro. Y esa noche avanza velozmente, como que marcha a cuatro mil kilómetros por hora. A la una y veintidós minutos del mediodía solo quedan unos resquicios de sol, puntitos de luz insignificantes, pero aún de una belleza mágica, las perlas de Bailly. Hasta que, de pronto, todo se hace oscuro, allí arriba y acá abajo. El paso de una diezmilésima de sol visible a la totalidad es como pasar del infinito al cero, de un horizonte ceniciento a la falta absoluta de horizonte. El instante es de una grandeza avasalladora, un portento como no hay ni puede haber otro en el mundo. Todo se hace un universo de emoción, el alma se estremece ante lo nunca visto, y todo, hasta no se sabe dónde, se envuelve en un silencio absoluto, que es como el silencio de la nada. No se oye ni la brisa, ni un mugido, ni una tos, ni siquiera un automóvil, como que todos se han detenido para contemplar lo que ocurre. Silencio, porque en ese momento supremo no cabe palabra alguna, aunque el cuerpo y el espíritu se ericen de una emoción absolutamente inédita en la vida. Durante esos dos minutos y medio solo escucho el comentario de alguien que murmura: —Esto es algo que no puede ser. No sé quién lo ha dicho, pero es la versión más acertada de lo que se siente ante un eclipse total de sol. La totalidad. Es como el apagarse de todas las cosas, como la muerte cósmica, como el fin del mundo. Ahora comprendo por primera vez el terror del hombre primitivo, el dragón de los chinos, las lágrimas al mar de las mujeres japonesas, las rodillas en la playa de los jamaicanos durante el cuarto viaje de Colón; o el terror del ignorante, porque en algún momento todos nos tornamos primitivos e ignorantes. Tal vez ha llegado el fin de los tiempos, quizá un dragón ha devorado el sol, o es posible que delante de él se haya interpuesto la luna: para los efectos es absolutamente lo mismo. Casi todos sabíamos que en la fase total la oscuridad no es nunca absoluta, ni aunque el eclipse dure siete minutos, que este va a durar solo dos y medio; se adivinan como vagas sombras en la lejanía, allá a cincuenta, ochenta kilómetros, en los parajes donde el eclipse es «casi total». Y, además de esto, allí está la corona, tenue pero visible nube de plata, muy pequeña, yo diría que igual de redonda, pero más pequeña que en otros eclipses coincidentes, como el de hoy, con un máximo de actividad solar. Con todo, su luz, que parece —y es— de fuera de este mundo, no hace más que resaltar la negrura del círculo central al que rodea. Ese círculo es el sol, un sol negro, absolutamente negro, más que otro punto cualquiera del cielo. Si pensaba que la corona amortigua el efecto de un eclipse, ahora me doy cuenta de que lo potencia, de que lo hace más dramático: como en el arte del claroscuro, la suave luminiscencia de la corona hace al sol más negro, más negación de luz que de ninguna otra manera. Es de noche: en la bóveda celeste se ven Venus y Mercurio, Betelgeuse, Rígel, Aldebarán, Capella, Pollux y Cástor, como en una noche de invierno. Todo está en el cielo, ahora mismo, invertido. Tantas sensaciones se viven en dos minutos veinticinco segundos. Nadie los olvidará. Luego empieza a insinuarse algo por el lado derecho del círculo negro: primero las protuberancias, diminutas lenguas de fuego de color rojizo. No las hemos visto al comienzo de la totalidad: entonces, deslumbrados por la luz, es 108

imposible ver nada de lo que se mostrará en el tercer contacto, cuando estamos acostumbrados a la oscuridad. Por eso mismo el final es mucho más espectacular que el comienzo. Enseguida aparecen dentellones blancos de luz deslumbrante, las perlas de Bailly; y casi inmediatamente, la corona se enriquece de pronto con una llama cegadora, que proporciona la más espectacular de todas las imágenes de la jornada: ¡el Anillo de Diamantes! Comprendo que todos los fotógrafos estén pendientes de este momento — segundo y medio— porque es realmente único en la vida de un hombre. La gente grita, como fuera de sí, y prorrumpe en aplausos como si el sol y la luna hubiesen completado una representación perfecta. Y la consiguen siempre, sin esforzarse. Luego, la luz gloriosa de un nuevo día. Parece como si nos hubiésemos vuelto locos; saltamos, gritamos, bailamos, nos abrazamos. Esta reacción no me extraña en absoluto. Por dos veces he visto un reportaje sobre la observación de un eclipse total por un grupo de astrónomos profesionales. Tan sesudos ellos, con sus sofisticados instrumentos. Hasta que emerge el anillo de diamantes, y estalla de nuevo la luz: entonces astrónomos y astrónomas abandonan su material científico, gritan, saltan, bailan y se besan con fruición. Cuánto más los aficionados. No sé si los psicólogos se han dado cuenta de lo que significa la catarsis de un eclipse culminado por el anillo de diamantes; pero valdría la pena estudiarlo, porque es un sentimiento tremendamente elemental. Bajo la diestra dirección de Federico, que por algo es director de una banda de música, organizamos una cabalgata jubilosa durante cierto tiempo. Luego, cada cual vuelve a su cámara, a cronometrar la emersión de las manchas, a medir la recuperación de la temperatura —que había descendido en una hora más de cinco grados—, hasta el último contacto. Pero el momento maravilloso ya ha pasado. He visto el eclipse, hasta con el dramatismo de los dos milagros contrapuestos y casi increíbles. Sueño cumplido. Desde hace muchos años venía diciendo: ver el eclipse de 1999, y morir. Poco después de la totalidad he pensado: pues no tengo la menor intención de morirme. Entonces menos que nunca, porque parecía como si el mundo hubiese vuelto a nacer.

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10. DE ITALIA

El Duomo de Milán (2000) La fachada. Está ahí, la tengo delante. Es la perfección. Siento que todo lo que pueda añadir sobre esta primera impresión sobra, disminuye la intensidad, empobrece sin remedio. Y, sin embargo, comprendo que necesito escribir para concretar lo que veo. Es una catedral gótica, eso es indiscutible, pero distinta de las catedrales góticas que he visto por otras partes de Europa, incluida España. Está estampada en mármol, no tiene sillares; carece de torres que presidan la portada, o del campanile exento como el que acompaña en otras catedrales italianas; y sin embargo tiende como todas o quién sabe si como ninguna hacia arriba y más arriba, por la fuerza ascensional de sus cientos o miles de pináculos (no puedo contarlos), cada uno más alto que el otro conforme se va hacia el centro, y, mucho más extraño todavía, conforme la construcción se adentra hacia el interior. Es un ascenso en tres dimensiones que sorprende por su concepción. Los pináculos que están allá atrás son mucho más altos que los que adornan la fachada. Parece que no debiera resultar, y resulta. Quizá más sorprendente todavía es la sensación de absoluto equilibrio. A pesar de las estrías y del bosque de torrecillas, el conjunto no es en absoluto un desbordamiento de lo vertical, sino un todo de serena armonía. Es gótica y clásica al mismo tiempo. No es una metáfora sino un silogismo lleno de sentido común. Es justamente esa conjunción tan difícil de explicar entre la alta espiritualidad del gótico y la lógica del más puro reposo mediterráneo aquello que más me sorprende en la figura grande y armoniosa que tengo delante de mis ojos. El mármol de las catedrales italianas las hace distintas a todas las demás. Es el blanco que deslumbra de sol, de luz, de brillo que parece irradiar del alma que lleva dentro. Por eso, cuando uno contempla la catedral de Milán puede sentirse en la gloria antes de entrar en ella. Contemplo los frontones, los tímpanos, los capiteles, las columnas, las estrías, los pináculos, las agujas, las figurillas que coronan las agujas, y que no tienen más remedio que ser santos, tan altos están. Todo sin un fallo en esa máquina prodigiosa, tan enorme y delicada como la Edad Media que le infundió su espíritu (aunque, ya lo sé, la fábrica estuvo en obras durante siglos, fiel, como en tantos casos, al propósito inicial). Por su proporción, tan grande como es en sus dimensiones reales, parece pequeña a ojo de buen cubero, y es que hasta los buenos cuberos pueden equivocarse cuando miden una obra tan bien proporcionada. Las cinco naves se adivinan ya sin dificultad desde fuera, porque la estructura queda reflejada en su misma fachada; y la coronación de la cúpula supone la cumbre de ese 110

bosque de mil pináculos, presididos ya en las regiones celestes, por la Madonnina: no podía ser de otro modo. Y esta estructura se advierte de nuevo en el interior, amplio, elevado, con sus bóvedas de crucería, dicen que las más altas del mundo, y pueden serlo. Es un espíritu, permítaseme decirlo, aunque sea un disparate, ambrosiano, con la elegancia, la precisión en los conceptos, la elevación y la santidad de aquel luminoso padre de la Iglesia que tantos recuerdos dejó en Milán. Se me ocurre decirlo, quizá porque, justamente hoy, Domingo in Albis, acabo de escuchar la misa de pontifical en ambrosiano, una liturgia cantada en una suerte de pregregoriano llena de melismas y giros que son para mí completamente nuevos, con evidentes influjos del orientalismo presente en los primeros tiempos de la era cristiana: que Ambrosio fue al fin y al cabo dos siglos y medio anterior a Gregorio Magno. Una liturgia vivida y vivible, pero desconocida para muchos, con un Credo después del ofertorio y una especie de Agnus Dei que precede a la bendición final. Se siente uno en otros tiempos. Salí de la catedral casi como si acabara de ganar el jubileo. Fuera, la enorme plaza. Bienaventurada Milán, que tiene ante la catedral una plaza enorme, como no la tienen Colonia o Sevilla, o Siena o la misma Florencia. El espacio es mucho mayor de lo que imaginaba, perfectamente digno en su conjunto, con un palacio real que pocas veces cumplió su oficio, pero ahí está; nobles edificaciones en todos sus costados, y la pretenciosa Galería cubierta, como en tantas ciudades de Italia, pero esta vez en planta de cruz y enorme, la mayor, a lo que parece, del país. Y en el centro de la plaza, pequeña cuando se la ve de lejos, grande cuando uno se acerca, la estatua ecuestre de Víctor Manuel II. No me engañaban las fotografías: el caballo del monarca se está cayendo, no por obra de un fenómeno natural, sino por voluntad del escultor, que tenía que ser por fuerza un artista de renombre. El noble bruto frena bruscamente, pies por delante y corvas encogidas por detrás, asustado ante un evento inesperado, o ante un espectáculo horrible. Y encima se inclina hacia un costado. Si el monarca cabalgador no se cae es porque, buen jinete, sabe dominar la situación. Él queda bien en la escena, no tanto el caballo. Si lo cuento es porque me cuesta trabajo explicármelo, y porque en otras ciudades de Italia he visto monumentos parecidos, con el caballo en plena frenada. Mi ignorancia me impide conocer la causa de que tantas estatuas sean así. No encuentro a nadie que me lo quiera explicar: a lo sumo, me dicen que la escena representa una batalla, y que puede ser la de Solferino, con sus horribles escenas de sangre que inspiraron el nacimiento de la Cruz Roja: quizá se explique con ello el espanto del caballo. Seguro que los italianos saben algo más que no quieren explicarme. No se resuelve mi ignorancia. Pero ante la vista tengo la imagen de la catedral de Milán, que es definitiva y no requiere explicación alguna. El Castello Sforzesco y la carrera de las artes Milán es la capital de la industria, de las finanzas, del diseño de altísima calidad, es una ciudad moderna que está viviendo en el siglo XX el momento más brillante de su vida. Pero tiene también una antiquísima historia, aunque no encierre tantos restos venerables como otras ciudades de Italia. Atravesando la fastuosa Galleria de bóvedas acristaladas se llega enseguida a la piazza della Scala, donde se alza el más famoso teatro 111

de ópera del mundo, testigo del estreno de tantas obras que luego han dado la vuelta al planeta. Por fuera solo ofrece una severa fachada neoclásica que no promete demasiado, Por dentro, es un templo esplendoroso del arte, con sus ocho niveles de palcos, sus 3000 localidades y su inmenso escenario. En la plaza quedan varios cafés con mucha historia, en que discutieron compositores, libretistas, escenógrafos y barítonos, y siguen llenando aficionados venidos de todo el mundo. No mucho más allá se encuentra el museo Brera, que es al mismo tiempo academia de arte, con un espléndido patio renacentista, y una pinacoteca donde se pueden admirar varios de los mejores cuadros italianos del Cinquecento. Hoy me acerco especialmente al Castello Sforzesco, que contiene sin duda la colección más rica de Milán. Desde la piazza del Duomo, por la hermosa Via Dante, se divisa pronto el viejo castillo de los Sforza, un conjunto de fortificaciones flanqueado por torres. La principal, pesadota, abre sus puertas a todo el conjunto. Hay patios diversos, y al fondo un espléndido jardín que es más bien un parque público, y sirve a los milaneses para respirar, en una ciudad tan maciza y atosigada. Lo que más me ha interesado es la colección de escultura, y no precisamente porque sea más aficionado a este género del arte que a otros. Casi todas son medievales, pero lo mismo, salvo por los motivos representados, podrían ser romanas o renacentistas. Estatuas, imágenes, altorrelieves, retablos, capiteles historiados, representan figuras bien proporcionadas, y las caras constituyen perfectos retratos que parecen arrancados del natural, sin que importe en absoluto que aquellos relieves sean del siglo IV, del XII o del XV, porque el mismo espíritu y la misma técnica de representación aparece en todos con casi absoluta naturalidad. Viendo aquellas figuras se comprende perfectamente cómo el clasicismo y el Renacimiento están ligados por una tradición estética que no existe en el resto del mundo, y el propio Renacimiento pudo ser, más que un hallazgo, un reperfeccionamiento de algo que tenía ya su tradición, una tradición que no fue necesario descubrir, sino reanimar con nuevo ímpetu. ¿Es imaginable en Italia algo parecido, por ejemplo, al Pórtico de la Gloria? Aquí no hubo, a lo que parece, esa genialidad medieval, sino la fidelidad a una tradición nunca del todo olvidada. Por eso fue el Renacimiento como fue, y no otra cosa: que sin Italia tal vez lo hubiera sido. Hablo de escultura. La pintura es cosa distinta, quizá porque la pintura clásica no tuvo gran cosa que enseñar a la moderna. A vista de un no especialista, como es la mía, resulta tan difícil por lo menos esculpir como pintar. Y, sin embargo, a esa misma vista, la pintura clásica tiene rasgos de primitivismo. No conoce, ni nadie conoce, la obra de Apeles, pero las pinturas de las ánforas griegas, tan admiradas, supongo que no sin razón por los entendidos, tienen para mí algo de caricaturas; como los frescos pompeyanos, tal vez llenos de armonía compositiva, son superficiales, carecen de perspectiva y de profundidad; por su mérito intrínseco no pujaría por ellos en una subasta. ¡Qué diferencia con el finísimo, transparente, friso de las Panateneas! ¿Por qué ese contraste asombroso, a mis ojos, entre la pintura antigua y la escultura antigua? ¿Tan difícil es pintar? ¿Tan fácil es esculpir? ¿Por qué la escultura no fue superada tal vez desde Praxíteles, y la pintura tuvo que esperar hasta los tiempos de Velázquez o de Rembrandt? Y si no es atrevimiento meter de rondón a la música, ¿por qué esa diferencia abismal entre la Canción de Seikilos y una fuga de Bach? ¿Por qué la literatura alcanza una majestad imponente con los poemas homéricos y la pintura no llega a ella hasta dos 112

mil trescientos años más tarde, y la música hasta dos mil seiscientos? No pretendo discutir nada a nadie: no soy quién para ello, solo faltaba. Quede aquí constancia de mi perplejidad, una perplejidad que tal vez nunca había sentido tan fuerte hasta mi visita de hoy al Castello Sforzesco. No se puede salir del museo sin contemplar la Pietà Rondanini. Es la última obra de Miguel Ángel, como podría muy bien ser la primera, por aquello de la aparente tosquedad. Y obra inacabada, como los Esclavos de la Academia de Florencia; y lo inacabado de Miguel Ángel —como, a su sombra, y en otra medida, lo inacabado de Rodin— es lo más genial de su autor, aunque constituya un misterio indescifrable, o precisamente por serlo. Lo que se ve es un doble boceto: el de dos obras distintas, una expresiva y desgarrada, otra estilizada, en que se sacrifica la perfección de la forma en aras de una absoluta espiritualidad incorpórea. Faltan muchas cosas, como también sobran otras muchas, entre otras un brazo yerto que ya no pertenece a nadie, y que no sabemos por qué Miguel Angel no rompió a martillazos. Solo se puede adivinar, y las sugerencias que ofrece la obra son ilimitadas. Lo que ya no cabe intuir es lo que quiso hacer al final, porque falta mármol para cualquiera de los dos proyectos, y no digamos para un tercero. Quizá la mejor solución haya sido la muerte de Miguel Ángel, como la mejor solución de Schubert fue olvidarse la Incompleta en el fondo de un arcón. Aunque cualquiera sabe: un genio se diferencia de los demás mortales en que es capaz de encontrar la luz desde un túnel sin salida. Mil batallas idílicas (2000) La llanura del Po es opulenta. Tierra excelente y bien regada. Ahí se planta y se recoge de todo: cereal, frutas, hortalizas, legumbres, tabaco, viñas, rosas, cultivos especializados y cuidados con especial esmero. También es una llanura arbolada: alerces, castaños, fresnos, pinos, abedules, nogales, robles, álamos. Castilla es una llanura parda y sin árboles. La Pampa es una llanura verde sin árboles. Padania es una llanura verde con árboles. Los árboles no dejan ver el bosque, ni tampoco otras muchas cosas. Es una circunstancia que tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Por ejemplo, las fábricas de la Italia del Norte, fábricas modernas, sin chimeneas y de un aluminio brillante, están tan bien escondidas entre las frondas como las de la cuenca del Ruhr. El viajero juraría que se encuentra enmedio de un país eminentemente agrícola, y juraría en falso, porque la cuenca del Po es uno de los grandes focos industriales de Europa. Pero la misma inadvertencia puede ocurrir a veinte metros de un anfiteatro romano, o de una portada barroca, que el viajero no se entera. Ciertamente, el verde frondoso de la cuenca del Po, de tan repetido, puede resultar para quien recorre sus centenares de kilómetros —sobre todo si los recorre por autopista, como hoy es casi inevitable— de una monotonía exasperante. El Paraíso debió ser un jardín delicioso y ameno, pero pequeño: el encanto y la pequeñez parece que van unidas. La cuenca del Po es un paraíso demasiado grande. Y quizá lo que más sorprende es que los nombres de los pueblos de este paraíso son nombres de batallas, a veces batallas terribles: Asti, Tesino, Bercelli, Pavía, Legnano, Trebbia, Solferino, Villafranca, Adda, Monza, Magenta, Novara, Luzzara, Marengo, Arcola, Rivoli, Vittorio Veneto, y, 113

naturalmente, S. Martino di Battaglia. Batallas de las guerras púnicas, de los tiempos de los lombardos, de los principios del Renacimiento, de Carlos V, de los ducados dieciochescos, de Napoleón, del Risorgimento, o de la primera guerra mundial: eso sí, colocados en admirable desorden cronológico. Probablemente en ningún otro rincón del mundo se han librado tantas batallas por kilómetro cuadrado. No en balde se llamó al Milanesado la Plaza de Armas de Europa. Quien sea dueño de Italia será dueño del mundo, dijo Maquiavelo y repitió Napoleón. Y la puerta de Italia está en este paraíso. Los amantes de Verona (2000) Dicen que Verona es una de las ciudades más ricas de Italia, y sin duda porque soy un ingenuo, me cuesta trabajo creerlo. Después de atravesada por noble puerta la muralla de los Scaligeri —a la derecha, la famosa Arena, el anfiteatro donde se siguen celebrando festivales de alta categoría— nos metemos por entre un dédalo de calles y callejas de modesto aspecto, en que aparecen de vez en cuando viejos palacios de color ocre despintado. Por esas calles tarde o temprano se puede llegar a la piazza dell’ Erbe, el centro de la ciudad, en la que se levantan unos cuantos edificios no demasiado pretenciosos. A veces, los palacios, de vejestorios y deformes, parecen verdaderos camaranchones. La sorpresa viene cuando me asomo a los escaparates de estas tortuosas rúas y veo trajes, aderezos, relojes y joyas de precios prohibitivos, diseños exclusivos de las marcas más prestigiosas del mundo, solo al alcance de los millonarios. Como Verona no es una ciudad eminentemente turística, y no veo razón por la que la gente de Milán o de Venecia haya de venir aquí a comprarse esos brazaletes engastados, deduzco que quienes los adquieren son los veroneses y, por exclusión, deduzco también que los veroneses opulentos viven en esos camaranchones que parecen venirse abajo. En Verona no encuentro un barrio amplio, residencial, de lujosas viviendas. Quizá ocurre aquí tres cuartos de lo que me he acostumbrado a admitir en Sevilla, donde las mansiones aristocráticas ofrecen al exterior muros encalados con frecuencia desconchados: durante un tiempo no supe distinguir las casas de los marqueses de las de los gitanos. La única forma de apreciar la diferencia consiste en penetrar al interior, hazaña que es tan difícil de practicar en Sevilla como puede serlo en Verona. Sin embargo, la aristocracia sevillana es de estirpe terrateniente, y aquí debe existir una alta burguesía industrial: sin embargo, no consigo precisar la diferencia por lo que se refiere al aspecto exterior de los domicilios. Supongo que los vejestorios camaranchones, cuanto más vejestorios mejor, atraen especialmente a las gentes bien situadas. «Esto es como Olite, pero con tiendas carísimas», comento a María Jesús, que tiene más ojo que yo para comprender las aparentes contradicciones, y se escandaliza un poco de mi observación. Qué simplotes somos algunos hombres para los matices y los detalles sutiles. También hay nobleza decadente, por supuesto. Ahí está la casa de los Capuletti, vestigio casi ruinoso de una antigua grandeza. Un pequeño patio, muros de piedra carcomida, unas ventanitas ojivales y una modesta balconada-barbacana en el vano principal. La hiedra trepa por los muros, y parece que les ayuda a sostenerse. Nadie vería en esta casa —ni siquiera semirrestaurada como parece— cosa de particular si no 114

hubiera existido Shakespeare. Cuántas veces un drama humano, de tantísimos que se suceden en la vida, cobra una resonancia especial, como si fuera distinto a todos los demás, por la presencia de un extraordinario narrador. Esa pequeña muestra de la nobleza del siglo XIV, con su patio oscuro y su barbacana solitaria posee una sencilla intimidad, un extraño silencio en que apenas se adivinan los discretos cuchicheos de Romeo y Julieta. Capuletos y Montescos, gibelinos y güelfos, leyenda de amor imposible en un pequeño espacio con más historia que prestancia, pero que por eso mismo posee un indudable sello de autenticidad. El amor traspasa los siglos, traspasa las diferencias sociales o ideológicas, traspasa los muros de una casa tan maciza como esta. Es fácil imaginarse a Julieta apenas asomada al balcón con barbacana: parece la escena más natural del mundo, también la más eterna. La casa de Julieta me ha emocionado más que todas las joyas que lucen en los escaparates para los veroneses de hoy. Venecia fantasma (1999) Esta vez he llegado a Venecia por mar. Realmente no hay otro camino. Las ocasiones anteriores había llegado desde Mestre, por el largo terraplén artificial en que se estrechan la vía del tren y la autopista, para alcanzar el Tronchetto: al fin y al cabo, el terraplén va por el mar, atraviesa la parte norte de la laguna. Eso sí, en el Tronchetto lo mejor es embarcarse en el vaporetto, para llegar a la plaza de San Marcos, que es la única forma correcta de entrar en Venecia. Sin embargo, esta vez he llegado desde el Lido de Iesolo, uno de los tres Lidos que aíslan la laguna del Adriático. Ello me ha dado ocasión de encararme abiertamente con el Adriático, ese mar que ya huele a eslavo u oriental, por el que circulan barcos con nombres escritos en caracteres griegos, un mar que recuerda a los ilirios, a los aqueos o a los piratas sarracenos, y que no es el Mediterráneo, porque no es azul, sino gris, y porque tiene mareas. Es un mar distinto y extraño. Por él salieron las Cruzadas y por él entró la Peste Negra. Llegar a Venecia desde Punta Sabbioni significa atravesar gran parte de la laguna y cruzar por frente a esas islas que casi no son islas que se llaman Torcello, Burano y Murano, origen esta última de ese delicado cristal que solo los venecianos saben fundir y soplar. Cuál sea la clave de esa delicadeza lo explica la constante indecisión: islas que casi no son islas, tierra que casi no es tierra, mar que casi no es mar. Una indecisión que tiene algo de metafísica, pero que en cierto modo se palpa, o apenas se palpa, porque todo es y no es en la laguna de Venecia. Resulta una paradoja que la capital de los mares se alce sobre un mar que tiene —me lo han dicho en el barco— una profundidad media de sesenta centímetros. Poco más que una charca en un día de lluvia. Los barcos navegan por los canales más profundos, que todavía hoy están señalizados como caminos tortuosos por postes hincados en el limo del fondo. Salirse de esos estrechos pasillos supone un embarrancamiento seguro. Venecia, la ciudad que nunca fue invadida, no está defendida del resto del mundo por el mar, sino por la falta de mar. Cualquier intruso queda envuelto en el fango sin remedio. Un mar muy poco mar, pero desde cuya superficie no se ve el fondo, porque las aguas son turbias, y una tierra que es muy poca tierra, como que las islas parecen barcos. Venecia misma es un barco, o, mejor dicho, una flota de barcos abarloados y varados 115

en las aguas someras, separados entre sí por estrechos canales. Flota por milagro, y parece que está a punto de hundirse. La impresión no es falsa: se está hundiendo realmente, de siglo en siglo, y se acabará hundiendo —nunca del todo, porque no hay agua suficiente— a pesar de todos los esfuerzos, si san Marcos no lo remedia. De vez en cuando, por efecto de las lluvias, de los vientos o de las mareas, o de los tres factores a la vez, sobreviene el fenómeno del acqua alta, y los venecianos, tan diestros en el arte de los canales, montan en un periquete una especie de canales al revés, pasarelas de tablas levantadas sobre caballetes, que están preparados en el Porto degli Schiavoni, frente a la Señoría, o en la plaza de san Marcos. Medio metro de altura sobre el suelo es suficiente a su vez para atravesar las zonas inundadas, porque tampoco el acqua es tan alta. El hundimiento de Venecia, según dicen los entendidos, no está provocado por el peso de los edificios —San Marcos no se hunde más que Ca´Rezzonico—, ni por el deterioro del entramado de troncos sobre que está construido todo, sino por fenómenos más difíciles de explicar. El mecanismo no está bien comprendido —en Venecia no se comprende bien nada—, pero el hecho es que cuanto más terreno gana el delta del Po, más espacio gana el agua de la laguna. También el hombre ha cavado la tumba de la ciudad sin darse cuenta. El dragado del canal de la Giudecca para que puedan llegar los barcos de porte al Tronchetto ha hecho que el fango sobre el que se asienta Venecia se deslice hacia el nuevo cauce; y sobre todo los numerosos pozos que se han excavado desde hace siglos para obtener agua dulce de la capa freática han reblandecido todavía más el terreno. Venecia es como una esponja llena de agujeros que se empapa cada vez más. Cuando la gente se ha dado cuenta de lo que ocurre, ya era demasiado tarde. Venecia es realmente una ciudad inhabitable, y por eso mismo no está habitada, aunque de tal hecho no me he enterado hasta ahora. Todas las guías dan un número muy distinto de pobladores, y todas tienen razón, según la hora del día: pueden ser 130.000, 90.000, 40.000, 21.000. La mayor parte de los venecianos no viven en Venecia, sino en Marghera, en Mestre, en Mira. Eso sí, se levantan muy temprano para que, cuando lleguen los turistas, estén todos en su sitio: las tiendas de recuerdos, las cocinas de los restaurantes, las taquillas de los museos, las góndolas y los vaporettos, los puestos de policía, los barcos de los bomberos o las ambulancias flotantes; los músicos de los cafés de la plaza de San Marcos, los empleados de los bancos, los vendedores callejeros, los curas que dicen misa en las iglesias, los militares que izan o arrían las banderas a tambor batiente y con vistosos uniformes, o los encargados de poner multas a los barcos mal aparcados. También, y esto es lo único que sabía, los profesores de la Universidad. Cuando llegan los turistas, o los pocos que duermen aquí se levantan, ya todo está funcionando. Parece que es una ciudad viva, y todo el mundo se comporta como si lo fuera. Realmente, Venecia es una ficción, un fantasma que resucita todas las mañanas y desaparece en las sombras de la nada todas las noches. Una ciudad artificial, solo para verla, un expediente, un pretexto, un lugar de cita, aunque sea, eso no puede negarse, un lugar maravilloso. Algún día será más fantasma todavía. No podrán tocar los músicos bajo las galerías de Sansovino, ni podrá llegarse a pie enjuto hasta el puente de Rialto, ni habrá dependientes en las tiendas de cristal de Murano, porque casi todo habrá sido invadido por las aguas. Todo no, porque parecerán flotar como islas maravillosas, cuando menos, el Campanile, 116

la enorme cúpula de la Salute, las cresterías del Palacio Ducal, hasta el alto Puente de los Suspiros. Hay demasiada poca agua para que toda el agua pueda tragarse la tierra, por poca tierra que sea. Ya no habrá venecianos en Venecia ni a la hora del almuerzo. Pero seguirá habiendo turistas, eso es seguro; turistas que admirarán lo que sobresalga de las aguas, sin salir de las góndolas o de los vaporettos. La lucha entre la poca tierra y la poca agua terminará en un eterno empate. Impresiones venecianas (1994) Todo ha nacido en el agua. Lo han dicho casi todos, de Tales a Rilke, y ahora lo confirman los biólogos. Venecia nació en el agua, mojada como nació Venus, y vivió y sigue viviendo en el agua. Primero como ciudad palustre, después como ciudad navegante y comercial, pero siempre sobre estacas. No tenía otros caminos que los de la mar, y supo utilizarlos. Balsas, pinazas, barcas, góndolas, galeras, carabos, galeotas, cruzaron los canales, salieron del dédalo de los esteros, se asomaron al Adriático, y negociando mediterráneamente con el Este y el Oeste, se llenaron y llenaron sus casas de beneficios y materiales traídos de uno y otro lado del mar. Trataron con los papas, con los angevinos, con los normandos, con los catalanes, con los castellanos, con los franceses y flamencos al mismo tiempo que con los ragusanos, los griegos, los bizantinos, los árabes, los turcos, los egipcios, los etíopes. Llegaron al país de los tártaros, y con Marco Polo al lejanísimo imperio del Gran Khan. Con todos, fieles e infieles, supieron quedar bien, de todos sacaron partido, se constituyeron en intermediarios entre Oriente y Occidente, y tanto de un lado como de otro allegaron riquezas, técnicas, cultura, influencias, y también los materiales preciosos con los que decorar sus templos y palacios. Así es Venecia una síntesis de dos mundos muy difícil de explicar, pero que debe su grandeza y su larguísima historia justamente a esa síntesis. Venecia creció y se mojó a orillas del río Alto, o Rialto, origen del actual Gran Canal, pero se edificó saltando por infinidad de canalillos y esteros. Se asienta, según me dicen, sobre 117 islas distintas. Para vivir esa complejísima geografía solo sirven los puentes y las góndolas. Sus cimientos son estacas de madera clavadas en el fondo blando de la marisma: millones de estacas que se pudren con los siglos y que son sustituidas cuando hace falta. En algunos rincones pueden verse hacinados montones de troncos, destinados a utilizarse como futuros cimientos. En Venecia no hay más cimientos que los de madera. Sobre la madera, la piedra, el mármol, el estuco o el ladrillo: y toda la gloria teatral y fastuosa de la opulencia veneciana. Es un gigante con pies de barro, pero así ha vivido y prosperado por espacio de siglos. Cuando, de una manera u otra, el viajero se ve al fin en la plaza de San Marcos, en el puente de Rialto, en el campo de Sant’ Angelo o en la plazuela de La Fenice, donde se levanta el teatro de la Ópera, siente una extraña impresión que al principio no sabe explicar. Venecia es una gran ciudad, con templos, palacios, teatros, oficinas, comercio de alta calidad, restaurantes buenos o regulares según los casos, y una vida muy activa. Algo falta, sin embargo, y uno, sobre todo si es algo despistado, tarda cierto tiempo en darse cuenta de que en Venecia no hay automóviles. Ni tranvías, ni autobuses, ni siquiera caballos o carros de tracción animal. Y sin embargo, puede existir sin eso, y ser 117

además una ciudad dotada de todos los adelantos modernos, y cuyos servicios funcionan con la misma eficacia que en cualquier otra ciudad del mundo. Cuántas cosas de esta vida nos parecen indispensables, y sin embargo podemos pasarnos perfectamente sin ellas, como pasaron sin ellas tantas generaciones de hombres felices. Naturalmente que en una ciudad como Venecia, que vive del negocio y del turismo, hacen falta taxis. Los taxis, que reciben este nombre y tienen sus distintivos, su color, sus tarifas, sus números de teléfono para llamarlos desde donde hace falta, son embarcaciones rápidas y silenciosas. También son barcos, más amplios, lentos y ruidosos, como mandan los cánones, los autobuses o vaporetti, con sus líneas, sus horarios, sus paradas y sus colas de gente que espera ante el letrero correspondiente. También son barcos los vehículos de la policía que cruzan los canales a velocidad de vértigo, haciendo sonar sus sirenas y levantando olas que azotan los malecones; o las ambulancias, o los bomberos, llamados aquí vigili del fuoco. A todas partes se llega por esos cientos de canales, siempre que se conozca bien la dirección. Cierto es, y fuerza resulta confesarlo, que también es posible atravesar Venecia entera a pie, de parte a parte, sin mojarse los zapatos, excepto los día de «acqua alta», que son pocos al año: porque para atravesar los canales y pasar de una isla a otra hay miles de puentes: cierto que como los puentes de Venecia están sobreelevados precisamente para facilitar la circulación acuática, el peatón ha de subir y bajar escaleras, se pasa la vida subiendo y bajando en la vía pública de la ciudad más llana del mundo. Por eso en Venecia no tiene sentido tampoco una bicicleta. Eso sí, los buenos médicos o los buenos ejecutivos tienen una potente motora aparcada delante de su casa, que da indefectiblemente a un canal. Claro está que, como en todas las ciudades del mundo hay tramos de la vía pública, es decir del canal, con la señal de prohibido aparcar. Por supuesto, como Venecia es Italia, la circulación es caótica, así sea acuática, son continuos los bocinazos y los insultos, y a veces se levantan verdaderas tempestades en un vaso de agua. El palacio Ducal es una mole imponente, que impresiona más de lo que uno podía suponer. Los órdenes parecen invertidos: columnas ligeras en la base, paramentos macizos, cortados por graciosas y ornamentadas ventanas góticas en los cuerpos superiores; pero el conjunto no produce sensación de inestabilidad sino de solidez inalterable: a la Serenísima no hay quien le quite el sueño. Inalterablemente Serenísima permaneció por espacio de siglos y siglos. Venecia supo ganarse con habilidad muchas falsas famas, entre ellas la de República cuasi democrática. Es cierto, el Dux era algo parecido a un rey constitucional. Vivía en un palacio espléndido, disfrutaba de una vida regalada y fastuosa, se le rendían honores y recibía con aparato a los embajadores extranjeros, pero su poder era limitado, no podía tomar decisiones importantes, casi todo tenía que consultarlo y al terminar su mandato había de rendir cuentas de su gestión y ser juzgado por ello; podía incluso pasar del palacio ducal a la cárcel, un tránsito por otra parte bien corto, pues bastaba cruzar el Puente de los Suspiros. Pero a quien debía rendir cuentas no era al pueblo, sino al Consejo de los Diez, que eran quienes dirigían sin garantías a los de abajo, a la República. Después estaba el Gran Consejo, que elaboraba las leyes, solo elegido por los grandes, y a veces —entre los grandes— hasta por sorteo. La República era solo un grupo de magnates. Se explica que al siempre ingenuo Juan 118

Jacobo Rousseau, cuando visitó ilusionadamente la república de Venecia, se le cayera el alma a los pies, y las lágrimas, siempre fáciles en un hombre como él, se le asomaran a los ojos. (Entonces se encerró en su gabinete y escribió El Contrato Social, que fue, lo confiesa él mismo, aunque esté prohibido decirlo, un libro de utopía, solo verificable en «un pueblo de ángeles». Diría que seguimos sin ser ángeles). En la visita al palacio de la Señoría me abstuve de considerar si Venecia fue una monarquía, una república o una democracia: es claro que estuvo en manos de hombres muy ricos y muy presuntuosos, que fueron capaces de lograr tanta magnificencia. El exterior está cubierto de delicadas taraceas de mármol rosa y blanco: a distancia, el rosa y el blanco apenas se distinguen, y el efecto conjunto parece dorado. Tiene un pórtico suntuoso, escaleras magníficas, un patio de extraordinaria belleza, salones principescos, y una enorme Sala del Gran Consejo, en que el Paraíso de Tintoretto, con sus dimensiones de 23 x 7 metros constituye, según dicen, la obra al óleo más grande del mundo. La impresión que se obtiene, aparte de la belleza, es de magnificencia y poder: todo poder pretende impresionar, así sea el de una República. Por cierto que la República no era benevolente con los presos. Después de los salones del palacio, el itinerario pasa por el Puente de los Suspiros, elevado y cubierto, y el turista visitante ha de atravesar, quiera que no quiera, las oscuras mazmorras con sus grillos y cadenas. A muchos condenados se les colgaba en una jaula de madera, en la que quedaban expuestos a la irrisión del público durante un tiempo, a veces hasta que morían. Cómo gustan estas cosas a los guías y a veces a los mismos turistas. La verdad es que he pasado por todos los horrores a uña de caballo, y he salido cuanto antes a la calle. El palacio ducal da a la Piazetta, un amplio espacio entre el edificio y el mar; pero doblada la esquina se encuentra el visitante en la verdadera plaza de San Marcos, mucho más amplia todavía, y produce un efecto en Venecia, donde nunca hay espacio para nada, realmente escenográfico. «El más hermoso salón de Europa», parece que dijo Napoleón. Quizá es salón más que plaza, por grandes que sean sus dimensiones. Un salón o una plaza pueden ser elegantes en Italia, aunque sean irregulares o asimétricos; en otra parte del mundo probablemente no lo serían. La plaza de San Marcos es un trapecio irregular, sus constructores sabrán por qué. En un extremo, el costado del Palacio Ducal y la gran fachada de la basílica. Enfrente, cubriendo el lado más corto, una galería neoclásica que hizo edificar Napoleón para completar su salón, pero que no llega al resto. Y a los costados, las largas líneas rectas, ligeramente convergentes, de las dos Procuradurías, la Vieja y la Nueva una ya plenamente renacentista, otra de una dignísima transición. El aspecto del hermoso y elevado campanile rojo, de remate blanco y apuntado —al fin un remate de torre apuntado en Italia— como complemento del conjunto, es de una impecable limpieza. No hay más remedio que recordar a Galileo, que subió su telescopio al Campanile para enseñar a todo el mundo los satélites de Júpiter. La plaza de San Marcos es luminosa, como hecha para un día de fiesta y de sol radiante, como son tantos en Venecia. San Marcos es enorme, desconcertante, rebelde a cualquier clasificación, solemne y extraño, diferente a todo, románico y bizantino, sin ser plenamente ninguna de las dos cosas. Su construcción está fechada entre los siglos IX y XIII, sin que se adviertan 119

claramente los añadidos, porque todo sigue una tradición creada y desarrollada allí mismo. Destaca, por encima del resto, el bosque de cúpulas que da al conjunto una apariencia bulbosa, como en Oriente. La fachada está ornamentada de grandes puertas, frisos y estatuas. Por todas partes, sobre columnas o remates, campean los leones alados, símbolo de san Marcos y de toda Venecia. El interior impresiona por su volumen y su fuerza, aunque la oscuridad solo permite adivinar la gloria de las cúpulas doradas. Todo son mosaicos, que brillan como joyas, primorosos, cubriendo enormes superficies, y asombra tomar conciencia de cómo lo infinitamente pequeño, en cantidades infinitas, llega a ser casi infinitamente grande. Allí se dan la mano Oriente y Occidente, el genio de lo clásico y la fantasía desbordada. Hasta llegar a la Palla d´Oro, tras el altar mayor, un retablo bizantino de incalculable belleza e incalculable riqueza. Tiene tres por dos metros, es de oro con centenares de figuras vidriadas y esmaltadas, adornadas por piedras preciosas, rubíes, esmeraldas, topacios, como no parece que pueda existir nada igual. Ante tanta presencia oriental, llegó un momento en que ya no sabía a ciencia cierta si me encontraba en San Marcos o en Santa Sofía. Pero, por encima de los tesoros y de las tradiciones sentí la fuerza de la Iglesia primitiva, de los primeros ritos, de los Santos Padres, de una Iglesia que nació en el Mediterráneo Oriental y se afincó luego en Roma, porque era la capital del Imperio. Por eso produce San Marcos, con no ser tan antiguo, esa impresión de lo prístino, de lo originario, de lo primigenio. Venecia, por lo demás, es una ciudad antigua —salvo la estación, no es fácil descubrir un solo edificio moderno—, en muchos lugares degradada por el agua y el tiempo, de callejas estrechas que se entrecruzan tan absurdamente que no hay más remedio que perderse por ellas. Caminar y perderse es todo uno. Las calles, como Venecia misma, están hechas solo para los venecianos, y los turistas no tienen otro recurso que preguntar por las direcciones a cada esquina. No vale decir «a la derecha, luego a la izquierda, después otra vez a la derecha, y desde allí todo seguido». En Venecia no hay nada seguido, y hasta las nociones de derecha e izquierda pierden su sentido. Ninguna indicación es útil más que hasta la esquina siguiente. Menos mal que los venecianos son amables y te dan las indicaciones necesarias, eso sí, con una cierta sonrisa de superioridad. Qué tontos y qué lentos para hacerse cargo de las cosas son los forasteros. Por supuesto, los nombres de las callejas son irrelevantes, porque nunca se vuelve a pasar por la misma. Y los números son un misterio más veneciano que cualquiera de los demás: en una plazuela de cuatro casas, una lleva el 397, otra el 151, otra el 412 y la cuarta el 618. Los venecianos aseguran que estas indicaciones son —para ellos— utilísimas, y habrá que creerles. Callejas y canales. Los canales son callejas también, estrechísimas, tortuosas, y a menudo malolientes, cruzadas siempre por góndolas, porque parece haber tantas góndolas como venecianos. Para cruzar el canal hace falta un puente, pero no siempre está donde parece que debiera, y de ahí tantas idas, tantas vueltas y revueltas. Los venecianos no comprenden cómo la gente de fuera puede ser tan estúpida. Un detalle sobre los nombres. En Venecia una calle se llama calle y no vía; un río se llama río y no fiume. Cuando uno se encuentra, no lejos del teatro de la Fenice, con la Calle del Carbón, se pregunta si no está realmente en Segovia o en Tordesillas. Nada digamos de la Calle del Camino de la Vida, un nombre de un dantesco castellano donde por cierto vivía mi amigo Giovanni Stiffoni. Es curioso que Venecia, la única ciudad de 120

Italia que nunca estuvo bajo el dominio español, tenga un dialecto tan parecido al castellano. En Venecia todo es parecido y distinto. Gondolada No esperaba hacer un paseo en góndola: y doy por supuesto que mi falta de propósito se debe en parte a la manía un poco tonta de huir del tópico; y en parte también por los precios bastante prohibitivos que imponen los gondoleros. Pero al fin me he decidido a aceptar la propuesta de un grupo de amigos españoles. Y la verdad es que, por otra parte, me empujaba una cierta curiosidad. Aclaro: no por el supuesto ambiente romántico, no por las canciones de barcarola a una imaginada luz de la luna, ni por vivir una experiencia de ensueño, ni esas sensaciones que piensa la gente que se sienten cuando se viaja en góndola. La góndola no es cómoda, ni romántica, ni produce felicidad, ni permite contemplar la belleza del canal desde una perspectiva distinta, ni la voz del gondolero, cascada y convencional casi siempre, ayuda en absoluto a la situación. No, mi interés no iba por ninguno de esos caminos, sino por saber cómo funciona una góndola. La góndola parece la más absurda de las embarcaciones, curvada como un plátano, carente de las más elementales líneas de agua, con una obra muerta que se levanta hasta alturas peligrosas, y movida por un único remo que se apoya en una chumacera artística, pero asimétrica, desde la cual parece absurdo ponerse a singlar. Y las góndolas, sin embargo, se mueven con presteza por los canales, maniobran con asombrosa facilidad, se evitan unas a otras con un indolente golpe de remo y se desplazan sin esfuerzo aparente por parte del que las conduce. La verdad es que mi curiosidad no quedó del todo satisfecha. La góndola, por su forma curvada, no hunde en el agua más que una parte de su eslora; el resto se mueve en el aire. De tal circunstancia y de su redondez tiene que derivar su extraordinaria capacidad de maniobra: una góndola, digámoslo con expresión impropia, «rueda» más que surca. Cómo se puede mover una masa tan grande por obra de un solo remo, situado, además, en una posición excéntrica, no puedo ni adivinarlo; sí resulta patente que el gondolero posee una habilidad especial en un ejercicio aprendido de muchas generaciones, domina la inclinación del remo, utiliza el propio peso de su cuerpo —por eso singla de pie— y se vale de toda suerte de recursos, incluso dando patadas a la pared de un canal estrecho para evitar la colisión, o para imprimir a la embarcación un giro de noventa grados. Siempre parece que el accidente es inevitable, pero siempre se evita con habilidad suprema. He de rendirme a los gondoleros. En mis tiempos me tuve por un buen remero, pero estoy completamente equivocado, qué vergüenza. No sé remar, no supe remar nunca en mi vida. No ha sido, por cierto, un mal viaje. Una góndola puede colarse por donde no es capaz de hacerlo ninguna otra embarcación, y he tenido ocasión de disfrutar rincones pequeñitos e íntimos que jamás hubiera podido adivinar. Más aún: con nosotros venía Josefina Meneses, que esta preparando ahora «Gianni Schicchi», y es una mujer de tan discreta conversación como extraordinaria voz. A media «gondolada», un tanto aburridos por la ronquera del por otra parte extraordinario conductor, pedimos a Josefina que cantara, y entonó unas piezas con el estilo que ella bien conoce. Las gentes se 121

arremolinaban en los puentes, gritando guarda, guarda, una soprana, una vera soprana! Y nosotros disfrutamos de verdad. Con todo, confieso que disfruté utilizando el vaporetto. No tiene la misma gracia, ni el mismo encanto, ni la misma suavidad, ni siquiera la misma habilidad, porque los conductores de esos autobuses urbanos se comportan con la misma brusquedad que en otras partes emplean los conductores de autobuses sobre ruedas, quizá por aquello de la prisa: los atraques son tan violentos que las amuras quedan hechas trizas. Pero el paseo en vaporetto permite recorrer de un tirón y a una velocidad razonable la principal y más hermosa avenida de Venecia, el Gran Canal, al que dan, que no a las calles, las fachadas de sus más famosos palacios. El Gran Canal tiene 3800 metros de longitud, parece mentira, y de 30 a 70 metros de anchura . Dibuja una enorme S invertida, entre San Marcos y Santa Lucía, y esos cambios de orientación, aunque explican su longitud, contribuyen en buenísima parte a la desorientación. Marchar «paralelo al canal» no significa en absoluto ir siempre en la misma dirección. Si no fuera por el sol (y no todo el mundo se fija en él), el viajero no se da cuenta de si se mueve hacia el norte, hacia el este o hacia el oeste, o incluso al suroeste. Aparte de que el viajero va mucho más atento a las bellezas que contempla que al rumbo que sigue. Santa María de la Salute es un templo fantástico, del barroco inicial, en que la sola cúpula es mayor que todo lo demás junto —paramentos, tímpanos, frontones, frisos, cornisas—, en una imagen que fascina por su proporción y por sus proporciones: uno de los muchos recuerdos difícilmente borrables que Venecia deja en la mente. Y doscientos palacios a lo largo del recorrido, la Ca´d´Oro, la Ca´Razzonico, la Ca´Foscari, el Palazzo Sansovin, el Palazzo Vendramin, el Palazzo Grassi, el Palazzo Contarini, el Palazzo Loredan, unos góticos y floridos, otros de un espléndido y limpio Renacimiento, todos de la época en que Venecia era reina de los mares, y todos guardianes de recuerdos históricos; unos cayéndose, otros recién restaurados, generalmente para museos o centros públicos, todos bellos y a veces cautivadores. No se conoce Venecia hasta que se recorre de extremo a extremo —y no solo hasta el puente de Rialto, como aconsejan— todo ese museo al aire libre o al agua libre que es el Gran Canal. Al final del recorrido queda uno embriagado hasta el mareo, de tantas y tan bellas cosas que ha visto en cuarenta minutos. Venecia es también dueña y señora de la luz. Sin la luz de Venecia no se comprendería el color elegante y rico de Tiziano, o esa atmósfera de Canaletto o Guardi, que ilumina y se respira a un tiempo, o esa luz audible de la música de Vivaldi. Es una luz fuerte, pero tamizada, que enciende las cosas, pero no obliga a cerrar los ojos, como esa otra luz cegadora de tantos rincones del Mediterráneo: al contrario, parece que obliga a abrirlos, y desgraciado el que no los abra bien, porque se pierde todo. Una luz que posee un sfumato especial, que envuelve y alimenta sin ofender jamás, que tiene la gracia de una sonrisa madura, que cubre el horizonte entero de una peculiar serenidad. Nada en demasía, como la filosofía de los griegos, nada exagerado, nada restallante: es una luz que parece tener una experiencia infinita, una luz de miles de años. Dejándonos envolver sin prisa por aquella luz sabrosa, pasamos María Jesús y yo los últimos minutos en Venecia, mientras llegaba el barco que venía a recogernos. Después, el anochecer de caricia, la serenidad en el ambiente, los recuerdos que se entremezclan sin querer, y las imágenes de Venecia, San Marcos, el Campanile, el Palacio Ducal, la 122

Salute, San Giorgio, esbelto en su isla, que se van difuminando en el crepúsculo del Adriático. La Señoría y el señorío de Florencia (1994) La primera vez que llegué a Florencia venía de Roma, y no sufrí el síndrome de Stendhal, antes al contrario, sentí una cierta decepción. Y es que cuando se viene de Roma no hay Stendhal que se sienta mareado por las bellezas de cualquier otra ciudad del orbe. Esta vez procedo de Venecia, esa hermosa destartalada, y la impresión ha sido distinta. Florencia es la finura, la distinción, la elegancia, el sabio equilibrio, la proporción en la medida de lo posible. Los florentinos son también elegantes —lo fueron siempre—, visten con gusto estudiado, y hablan con una entonación peculiar; no pronuncian la «che», tan afín al italiano, puesto que el italiano es un derivado más o menos impuro del toscano. Su buena educación no se ve acompañada siempre de la amabilidad. Sin ánimo de generalizar, en absoluto lo pretendo, encuentro que los florentinos son un tanto orgullosos y despectivos hacia el resto de los italianos y hacia los foráneos. Es la suya una elegancia sobria, es decir, una verdadera elegancia. Ni siquiera en los templos o en los palacios barrocos se encuentra un detalle de más. Ni un gesto desproporcionado, ni una sola exageración. Todo es un ejemplo de mesura, esto es, de medida, de cosa pensada en su exacta proporción. Y eso desde la vieja Señoría, o la aguja que no pincha de la Abadía, hasta los palacios del XVIII o la misma estación. Quizá es este sentido de la medida el que lleva a los florentinos a considerarse los inventores del hombre como medida de todas las cosas. Quizá es que no han leído a Protágoras, que tuvo la desgracia de no haber nacido en Florencia, como sí lo hicieron Dante, Maquiavelo, Brunelleschi, Lorenzo el Magnífico, Bocaccio, Ghiberti, Cimabue, Donatello, Della Robbia, Ghirlandaio, Andrea del Sarto, Benvenuto Cellini, Miguel Ángel, Américo Vespucci, y casi Galileo y Leonardo. La nómina de florentinos, fuerza es reconocerlo, arrasa a la de cualquier otra ciudad del planeta. Cómo supo jactarse legítimamente de ello ese otro florentino elegantísimo que es Giovanni Papini. Florencia es la ciudad que produjo más genios per cápita; y eso, si no es una casualidad, que no lo parece, debe tener unas causas que habría que estudiar muy a fondo, con detenimiento. Pero recordemos también, por si es justo, que los florentinos no lo inventaron todo: ni América, a pesar de su nombre, ni la palanca, ni la medida del canon, porque otros se les adelantaron. Sí pudieron inventar el Renacimiento, o por lo menos fueron ellos los principales impulsores. Ya ha pasado de moda la teoría de Burckhardt —un enamorado de Florencia — que define el Renacimiento como el descubrimiento del hombre por sí mismo; pero sí es cierto que Florencia tiene mucho que ver con el humanismo, en el sentido más tópico del término. Humano, demasiado humano. Sin llegar a Nietzsche, que no tenía nada de florentino, solo faltaba, pero yo bien me entiendo. Y es que algunos de los que ahora se proponen enseñarme y explicarme Florencia pretenden que fue aquí donde el hombre aprendió a desprenderse del magma de las cosas y a empezar a ser tan solo él mismo. Cito un ejemplo: en la iglesia de la Santa Croce (qué casualidad, justo donde Stendhal se sintió mareado, quién sabe si por una mala digestión), allí donde están enterradas tantas 123

glorias y tantas vanidades humanas (hasta tal punto vanidades que varias de ellas ni siquiera están de veras enterradas allí), nos enseñan nuestros amigos los frescos del Giotto y nos dicen: por primera vez el artista trata de destacar al hombre, a cada hombre, respecto de su entorno, del cual hasta entonces se sentía prisionero, por obra de una concepción nebulosa, atormentada por el temor a lo absoluto y a lo divino. Ni entiendo que esa emancipación del hombre respecto del universo contribuya a su realización más plena ni a su gloria, ni entiendo tampoco que el Giotto, el humilde pintor de Asís, que busca sabiamente la perspectiva y la profundidad, y representa a los seres humanos como son, hasta el fondo de su alma, y representa también a los pájaros y a las frondas como son, pecara en absoluto de soberbia y de afán antropólatra. Sencillo, ingenuo y amable como fue toda su vida, Giotto hubiera sido incapaz de practicar la soberbia humana, y hasta hubiera reaccionado con indignación, si es que era capaz de indignarse, ante los que quisieran atribuirle el primer paso en el sentido de absolutización del ser humano. No sé, la verdad sea dicha, si de una concepción exclusivista de lo humano y de lo humanista deriva esta especie de orgullo infatuado y despectivo de algunos florentinos, cuando menos de los que he conocido en el plano intelectual. No pretendo pasarme de imprudente ni caer en ensayismos baratos; y menos todavía pretendo generalizar, porque sería radicalmente injusto. Florencia es elegante, posee una prestancia especial, vive el señorío, entiende de belleza, humana o no, como nadie; fue desde el siglo XIII y sigue siendo hoy, con su Universidad Europea, uno de los focos más insignes de la cultura universal; pero hay en el mundo otras señorías y otros señoríosque ellos no pueden desconocer, y tengo motivos para pensar que no desconocen. Paletismo en Florencia, ¡imposible! Para curarse de todo asomo de vanidad no hay como acercarse a la Casa del Dante. La Casa del Dante no se encuentra fácilmente, porque está en una calleja no muy bien señalizada, no lejos de la Abadía. Es un recio, sobrio caserón del siglo XIII, que ocupa una esquina, una esquina entrante, que forma como una pequeña plazuela, llena de intimidad. El interior, salvo el amplio zaguán, no dice nada, porque allí se encuentran las oficinas de la Società Dante, que sigue impartiendo cultura italiana por el mundo. Sobre la puerta, un pequeño escudo y unas pequeñas letras alighieri, que el escudo no da para más, son testimonio de una buena familia venida a menos. Pero en aquella casa nació una de las grandes luminarias de este mundo, un hombre profundamente humano, pero no demasiado humano, con sus virtudes y sus pecados, que, perdido en la selva oscura del camino de nuestra vida, supo encontrar la vía recta con la ayuda de experimentados guías —¡y qué bien se dejó conducir!— hasta alcanzar el Paraíso refulgente, donde no hay más que luz, donde todo es transparente y los seres no tienen rostro. Y los seres que no tienen rostro no son demasiado humanos ni demasiado maquiavélicos, ni siquiera, diría, demasiado miguelangelescos, ni tampoco como ciertos papas del Renacimiento. En este rinconcito de la Florencia profunda me siento amparado, me siento protegido, al abrigo de todos los intelectuales del mundo. La sonrisa etrusca En Milán me he encontrado con unas cuantas matrículas o placas ovales de Padania, 124

no tantas como esperaba, tal vez porque resulta incómodo escribir Padania con todas las letras, para evitar que se confunda con la matrícula de Padua. En Italia, más que en España, que también, el Norte desprecia al Sur, los civilizados e industriosos zahieren a los terroni haraganes y mafiosos. En Milán, sin embargo, se presume más de Lombardía que de Padania, porque los lombardos, de origen germánico, eran un pueblo superior. En estos tiempos de los regionalismos europeos, cada región es superior a las demás, con la añadidura, por supuesto, de que unas regiones son más superiores que otras. Pero si los milaneses presumen de lombardos, por lo que he creído entender, más presumen los florentinos de etruscos. Los etruscos eran cultos, refinados, ingeniosos, pacíficos y pacifistas, y lo inventaron casi todo, de modo que no dejaron nada que inventar a los romanos. Por lo contrario, los romanos eran un pueblo burdo, ignorante, guerrero, que solo entendía de violencia y brutalidades, y que gracias a ellas llegaron a granjearse un imperio inmenso. Pero si pudieron edificarlo fue porque copiaron de los etruscos su organización, su sentido del método, su alfabeto, su ingeniería, su arte y todo lo demás. Por lo que oigo en Florencia, los latinos no fueron más que unos copiones, unos aprovechados, aunque parece indudable que supieron aprovecharse muy bien. En fin, que los florentinos consideran terroni a los romanos, aunque etruscos y latinos bien pudieron ser dos ramas del mismo tronco. Pero hoy tendemos todos a considerarnos de estirpes distintas, y con ese estirpismo puede que nos cueste tanto trabajo y tantos siglos construir Europa como costó construir Italia. Si ha nacido ya un Cavour, todavía no conocemos su nombre. Sin embargo, los florentinos hablan de Toscana cuando se refieren al paisaje. Toscana, la más hermosa tierra del mundo. Ciertamente es hermosa, sosegadamente verde, movida sin prisas por suaves colinas, en las que crecen los prados, los frutales, y esos cultivos especiales que los toscanos saben cuidar con un esmero especial, como si se tratase de una obra de arte. Toda la carretera de Florencia a Pistoia está jalonada de viveros. Kilómetros y kilómetros de viveros como no se encuentran en ningún otro lugar de Europa. En ellos crecen con la misma naturalidad abetos nórdicos que palmeras tropicales porque el clima de Toscana, como tantas otras cosas, es equidistante entre los dos extremos: y los toscanos exportan esas plantas, incluidas las más exóticas, a todo el continente, o fuera de él. Diligentes como ellos solos, se han adelantado a otros en esa transformación de la agricultura tradicional que están exigiendo la globalización de la economía y las nuevas necesidades de la contingentación europea. Cultivan toda clase de árboles, pero sin olvidar nunca los cipreses, esos cipreses negros que se alinean a lo largo de las colinas de Toscana o conducen derecho a las casas señoriales por lo menos desde los tiempos de los pintores del Quattrocento. Quizá algunos grandes terratenientes andaluces les han imitado o han tenido la misma idea. Lo cierto es que el ciprés, considerado en otras partes del mundo como un árbol fúnebre de desolados recuerdos, es aquí un signo de distinción. Severo, esbelto e imponente, el ciprés crece en Toscana más alto que en otras partes: o lo da la estirpe o lo da la excelencia de la tierra. Quizá, por qué no, ambas cosas. Opulencia donde hay tantos palacios en el punto más oportuno del paisaje. Los toscanos son y siempre fueron ricos, cuidadosos y refinados. Saben vivir bien y saben vivir bellamente. No sé si ese arte de vivir lo deben también a los etruscos; lo único 125

indudable es que lo tienen muy bien aprendido. Cosas de la primera vista a Florencia (1981) Después de un viaje entre nieblas, llegamos al Piazzale Michelangelo bajo la gloria del sol, y desde aquel mirador privilegiado, sobre las colinas verdes y artísticas de la Toscana, contemplamos toda la sinfonía de la ciudad: la cúpula enorme de Brunelleschi —más alta que el propio Campanile—, mancha roja descollante sobre todo el conjunto de amarillos, blancos y grises, y las torres del Duomo, de la Abadía, del Bargello, de la Señoría y de docenas de iglesias más o palacios más, porque todo el que se daba importancia quería tener una torre, y, a ser posible, una torre bella. En Florencia, la belleza fue y sigue siendo una condición indispensable. Las torres y los monumentos dominan sobre el rebaño dócil de la ciudad acostada con un placer especial sobre las riberas del Arno, un río que parece exprofeso del Quattrocento, un río manso, pero que muy de vez en cuando siente la peligrosa cólera de los mansos y lo arrasa todo, como sucedió, sin ir más lejos, en 1966. El Piazzale Michelangelo, aunque la vista soberanamente armoniosa no llega a abrumar, promete mucho: es como un pórtico, como una obertura digna de lo que se espera. Luego, atravesado el río, se pierde el conjunto y es preciso ir desgranando las cosas que se encuentran, una a una. Pasado el puente principal, lo primero que se encuentra es la iglesia de Santa Croce: una iglesia que fue de los franciscanos, y no sé si aún sigue siendo; aunque en Florencia todo parece, antes que de nadie, de los turistas. Turistas en cantidades ingentes, que lo invaden todo y lo abarrotan todo. Cuántas veces en mi viaje abomino de los turistas que no hacen más que entorpecer, hasta que reconozco humildemente que no soy más que uno de ellos —¿por qué he de ser distinto, caramba?— y puedo entorpecer como cualquier otro la contemplación del detalle o la toma de una fotografía. Inútil hacer fotografías en Florencia: en vez de aparecer portadas, columnas o estatuas, no salen más que turistas. ¿Cómo se las arreglan las agencias que hacen postales de monumentos sin gente delante? Quizá una mañanita de enero, o después de anunciar un inminente terremoto. En Roma hay probablemente tantos turistas como en Florencia, o tal vez más, pero en Roma están más dispersos, aparte de que hay casi cuatro millones de romanos muy callejeros, y el turismo pasa más desapercibido. Estaba diciendo que Santa Croce es una iglesia gótica, presentada al exterior por una portada de mármol, como tantas grandes iglesias italianas, que ofrece ya de entrada la estructura en ojivas, pero disimulando la elevación del gótico en casetones, y una disposición armónica en que lo que predomina es el espíritu clásico. En Florencia parece que no es posible pensar de otra forma. Armonía, proporción, belleza en la disposición de unas partes con otras, más que ansias celestes. No sé si los francisanos fueron los responsables del mármol clasicista, o se lo impusieron después los florentinos. El interior, aunque dicen aquí que es la iglesia franciscana más grande del mundo, puede defraudar un poco. No hay bóvedas de crucería, sino un techo de madera: vigas oscuras y taraceas bien labradas. Santa Croce fue por un tiempo una iglesia humilde hasta que alguien decidió vestirla de lujo, supongo que desde el momento en que personajes 126

importantes dieron en la costumbre de querer ser enterrados allí. Ya se sabe: una vez que lo hace uno, lo hacen todos. Cosas de la vanidad humana: también los muertos tienen su modas, y no hay nada que más me moleste —tal vez el estúpido soy yo— que los caprichos de los muertos: quiero ser enterrado en tal sitio, y de la siguiente manera y con los siguientes requisitos... Las sepulturas son muy diversas y de muy diversos estilos, aparte de que no todos los monumentos son coetáneos a la sepultura: como que algunos de los muertos no están, y otros fueron llevados allí sin permiso del interfecto. Hay esculturas en verdad magníficas, obra de autores tan famosos quizá como los que se encuentran enterrados allí. Entre las tumbas recuerdo ahora las de Dante, Miguel Ángel, Maquiavelo, Galileo, Alfieri, Foscolo, Vasari, Rossini. La gloria, en todos los sentidos, está fuera y muy por encima de todos los monumentos. Más que las tumbas, me interesaron los frescos de Cimabue y de Giotto, sobre todo en las capillas de la derecha. Cimabue, todo idealismo de santificación, es, con toda la belleza de sus formas, un pintor medieval hierático, sin sombra de realismo: pinta las cosas como deben ser en el Paraíso. En Giotto hay, aunque todavía germinal, una ruptura de la idealización, que convierte a los santos en personajes de carne y hueso, como lo fueron de verdad, con la condición humana de lo santo; en su humildad de raíz franciscana hay ya movimientos, actitudes, imperfecciones, que los santos también tenían granitos; escorzo, fondos de paisajes: árboles, murallas, castillos, templos; no hay el dorado uniforme de la gloria celestial. Y sí una preocupación por la perspectiva que no parece que se le ocurriera antes a nadie. Debería saberlo, pero parece como si lo hubiera aprendido en este viaje. Nunca viajarás sin saber una cosa más. Entre Santa Croce y la Señoría se entrevén, por entre calles estrechas, la torre maciza y pétrea del Barghello y la aguja airosa de la iglesia de la Abadía, la única torre terminada en punta que hay en Florencia: no muy alta, ciertamente, pero apuntada, como para negar el clasicismo aplomado de la ciudad. Fue allí, en la iglesia fundada por los benedictinos, donde Dante Alighieri, que vivía muy cerca, no pudo evitar una distracción durante la misa para fijarse en una muchachita de quince años, recatada y bellísima, que se llamaba Beatrice Portinari. Sin aquella visión celestial, tal vez la historia de la literatura hubiese sido otra. El Barghello es por su parte un sólido palacio, con una alta torre almenada, donde vivía y gobernaba en sus tiempos el Podestá. Vale la pena verlo y asomarse al patio. Fue más tarde cárcel —qué destino el de los más nobles edificios, como la Torre de Londres o la Maison Carré de Nimes, o el castillo de Sant´Ángelo de Roma—, para convertirse hoy en un magnífico museo de escultura, donde no faltan obras de Miguel Ángel (el Baco), Donatello y Sansovino. El Palacio de la Señoría, o Palazzo Vecchio, es una enorme estructura de piedra maciza, que define todo el carácter bajomedieval de la mayor parte de la ciudad. Llegados a la plaza, se transforma en una imponente, hinchada manifestación de poderío. Es un cubo de piedra de rústico pero vigoroso almohadillado, con ventanitas góticas en varios cuerpos. Y en el último, unos arcos lombardos que sobresalen, aumentan allí arriba la planta del edificio que es así más amplio en el remate que en la base: efecto entre inquietante y magnífico que todos conocíamos ya por las fotografías, pero que resalta más aún en la realidad, un efecto como pocos palacios de su porte pueden 127

producir. Sobre el gran cubo, la alta torre, ampliada también hasta las almenas finales, que se hacen así dominadoras: imponen, esa es la verdad. Aquí está todo el espíritu de la Florencia bajomedieval; e imaginaba, engañado, que existían otros palacios-fortaleza por el estilo. Si exceptuamos, en todo caso, el Barghello, no hay réplica posible: quizá un palacio de su porte y de su época no merezca tener rival. En la plaza, frente a la Señoría, dos estatuas, una de bronce y ecuestre, de Cosme de Médicis, fundida por Juan de Bolonia, y otra del mejor mármol de Carrara, que representa a Neptuno, y que, por algún motivo que desconozco, los florentinos distinguidos desprecian. Gran parte de la plaza aparece adornada por otras estatuas, y, sobre todo, por la logia de los Lanzi, donde se pueden ver desde el exterior varias esculturas de categoría, entre ellas el finísimo Perseo de Benvenuto Cellini. Desde el Palazzo Vecchio hasta la orilla del río se extienden las dos galerías renacentistas de los Uffizi, que encierran hoy el famoso museo. El Oficio, construido para oficinas o ministerios por Vasari, es de un limpio renacentista. Hablaré de los Uffizi dentro de un momento. Pero la verdadera flor de Florencia no se descubre hasta que se llega, por la via del Calzaiuoli, a la plaza del Duomo. Ante tanta belleza no hay más que rendirse, aunque uno no quiera. La catedral de Florencia es, además de una de las más grandes, de las más bellas de la Cristiandad, al menos en su deslumbrante exterior. Tanto la esplendorosa fachada como el esbelto campanile de Giotto están forrados de mármol, una sorprendente combinación de mármol a tres colores: blanco, rosa y verde. Con tal discreción y sabiduría, que nadie podría imaginar una trabazón mejor dispuesta. Sorprende, impresiona, pero sobre todo agrada. Hay obras arquitectónicas que se imponen, que aplastan, que se ganan al espectador por su empuje o por su fuerza, y por tanto conquistan. El Duomo de Florencia, a pesar de sus dimensiones, no conquista, no domina: se abre generoso a la admiración sin exigir el menor esfuerzo a cambio. Florencia, la flor; el Duomo, Santa Maria del Fiore, dibuja también en su planta la figura de una flor, gracias a un crucero desarrollado por grados convexos, con ábsides y absidiolos: una disposición que se multiplica a sí misma sin romper por eso la limpia geometría de los mármoles de tres colores: son sin duda estas partes de graciosas curvas y recurvas lo más bello y encantador del aspecto externo del Duomo. El campanile, comenzado y diseñado por Giotto, ligeramente exento, es de un gótico purísimo, de finas ventanas ojivales muy bien combinadas, y recubierto, como el propio cuerpo de la catedral, de las mismas placas de mármol a tres colores: bandas horizontales en un edificio vertical. Giotto proyectó el remate en forma de aguja pero a los florentinos de tiempos posteriores no les gustaban los ángulos agudos, y truncado se quedó, aunque bien proporcionado, el esbelto campanile. Quizá la culpa la tiene la consigna: «nada más alto que la cúpula». El campanile tiene 89 metros, la cúpula 91. No lo parece cuando se los contempla a los dos desde abajo, pero sí cuando se tiende la vista desde lejos. La enorme cúpula de Brunelleschi es de otra época y de otra mentalidad; pero ya estaba prefigurada en cierto modo por Arnolfo di Cambio cuando dejó un agujero de 46 metros de diámetro, aun cuando no supiera cómo poder llenarlo. Los florentinos eran así de pretenciosos, quizá como sus coetáneos sevillanos: «fagamos una obra tal...». Afortunadamente, apareció el genio de Brunelleschi, símbolo de la audacia y la técnica del Quattrocento. La cúpula proyectada resultaba tan enorme que no había cimbra ni 128

andamiaje que pudiera soportarla. Todavía no sabemos bien cómo obró Brunelleschi, o por lo menos yo no lo sé: se ha hablado de que la cúpula se sostiene a sí misma a lo largo de todo el proceso de construcción, que si la disposición de los materiales a espinapez, que si los aros concéntricos: todo eso es muy fácil de decir, pero, imagino, muy difícil de llevar a cabo. Otros arquitectos no se lo creían, pero ahí está el «Cupolone» por excelencia, aunque el del Vaticano todavía le supere: cierto que los florentinos aseguran, y puede ser verdad, que Bramante y Miguel Ángel se inspiraron en Brunelleschi. Eso sí, la cúpula de San Pedro está hecha para ser vista desde todas partes, y sobre todo desde la inmensa plaza construida expresamente para ello; mientras la cúpula de Brunelleschi apenas se ve desde la pequeña plaza del Duomo, y menos desde las estrechas calles que la cercan: está hecha para ser contemplada a distancia: por ejemplo, desde el Piazzale Michelangelo, al otro lado del río. El interior del templo sorprende mucho menos. Es de estructura gótica, y ya es sabido que al gótico de Italia le falta esbeltez, y en este caso hasta le sobra la horizontalidad que le proporcionan los tirantes que, no sé por qué, atraviesan la nave central. Los mármoles del suelo y las estatuas ornan el templo, que no parece demasiado grande, a pesar de sus enormes dimensiones, tal es su proporción. Los florentinos la consideran la tercera catedral de la Cristiandad, después de San Pedro de Roma y San Pablo de Londres. Pretensión que indignaría, supongo, a cualquier sevillano. Tal vez sea cuestión de longitud. Cuando sobrepaso el enorme hueco de la cúpula y advierto lo que queda todavía hasta la cabecera, me entran ciertas dudas. Frente a la catedral está el famoso Baptisterio, adornado también con placas de mármol en disposición geométrica, que realza su planta octogonal, aunque con menor magnificencia que el Duomo. Realmente el baptisterio es anterior a la catedral, románico, y la diferencia se ve a las claras. En este caso, el interior es más bello que el exterior, con su cúpula dorada, en que brillan en la penumbra miles de estrellas de tipo bizantino. Aquel interior tiene algo de extraño, de diferente, de cosa de otro mundo, de oriental, un toque que no se encuentra en ninguna otra parte de Florencia, símbolo de Occidente por todos conceptos. Pero lo más famoso del baptisterio no es su exterior marmóreo ni su interior bizantino, sino las extraordinarias puertas labradas por Lorenzo Ghiberti y sus discípulos, entre ellos Donatello: una paciente obra de más de cuarenta años en que se funden el empeño, la fuerza y la belleza. Posiblemente no hay puertas tan bien talladas en ninguna otra parte, y cada una de ellas merecería horas de análisis y contemplación. ¿Qué más de Florencia? Ya he dicho que la aguja esbelta de la Abadía y qué pena que no queden otras, o el palacio-fortaleza de Barghello, y qué pena que no queden otros. La iglesia de Santa María Novella, ya casi en las afueras, también forrada de mármol y de magnífica fachada, en la que ahora no se puede entrar, y donde hubiéramos visto, entre otras cosas, los frescos de Ghirlandaio. Los palacios Strozzi, Rucellai y MediciRicciardi, todos del más solemne Renacimiento, con poderosos sillares almohadillados, que contrastan con los bajomedievales, graciosos, pero más modestos, de la época del Consejo de los Quinientos. He hablado de la intimista Casa del Dante. El jabalí herido o Porcellino, del Mercado de la Paja, obra patética del XVII. En el Mercado de la Paja se venden hoy chucherías de todas clases, o artículos más o menos imitados de los 129

carísimos que se ven en las tiendas distinguidas de la ciudad. Este mercado y también el de San Lorenzo, todavía más al norte, están materialmente abarrotados por los turistas que emplean en adquirir a buen precio cosas »compradas en Florencia», un tiempo que hubiera convenido aprovechar en otros menesteres. Pero la compra —para el recuerdo o para el regalo— parece una auténtica obligación cuando se viaja. Un poco: de los Ufizzi a mi propio Stendhal Sesenta museos hay en Florencia, y visitar uno al día, cuando los hay que merecen mucho más, llevaría dos meses. El de los Uffizzi está todavía sin restaurar del todo, herida una de sus alas, la Norte, por la bomba terrorista de hace dos años. Muchas salas permanecen cerradas. Aun así, y siquiera fuese en una visita de pocas horas, pudimos visitar María Jesús y yo, además de la limpia y científica geometría de Vasari, la finura de Filipo Lippi, el realismo elegante de Piero della Francesca, la limpieza fresquísima y juvenil de Botticelli, la belleza que es pura armonía de Rafael, el colorido y la modernidad de Tiziano, el tenebrismo expresivo de Caravaggio. Al final, un poco agotados, descansamos un rato en la terraza-cafetería que se abre a la altura del cuerpo de barbacanas del Palazzo Vecchio, desde donde se puede apreciar mejor que desde ningún otro sitio la teoría de escudos florentinos que cobija cada arco lombardo: ningún lugar más apropiado para apreciar las proporciones enormes y nobles del monumento, amén de un buen panorama de la ciudad. Como la cerveza era de las mejores —y eso también influye en la prosaica sensibilidad del que suscribe—, recuerdo aquel momento de descanso y recapitulación de todo lo visto, en conversación entrañable, como el instante más placentero de mi paso por Florencia. El Museo de la Academia se dedica preferentemente a la escultura, y de ella a la de Miguel Ángel, de quien se conserva un buen número de obras, desde las juveniles hasta las de su época final. El enorme David de más de cinco metros, y elevado además sobre un pedestal, ocupa por su fama un lugar de honor, y es sin duda el personaje más visitado del museo. Extraño desnudo el de este David semipagano o pagano del todo, con la piedra en la mano derecha y la honda en la izquierda, como si Miguel Ángel quisiera destacar su propia zurdez. Lo desconcertante, sin embargo, no es eso, sino dos hechos que parecen incompatibles: el cuidado por la anatomía, ese cuidado telúrico del culto al cuerpo del Renacimiento antropocéntrico, y el simultáneo descuido de las proporciones que hacían sagrado para el artista de comienzos del XVI el canon de Policleto. Aquí nada de eso: la cabeza es demasiado grande con respecto al cuerpo, los brazos demasiado largos, la manos demasiado grandes aún para esos brazos. ¿Rebeldía del joven genio? ¿Necesidad de adaptarse al bloque de mármol, ya comenzado a tallar, que le dejaron? ¿Quiso destacar acaso la voluntad y la fuerza por encima de todo lo demás? Lo cierto es que la figura está desproporcionada y la desproporción es sin duda intencionada, aunque hemos llegado demasiado tarde para preguntarlo. Aparte de que es peligroso hacer preguntas a un genio. La verdad es que quizá me han interesado más los Esclavos, esas figuras sin terminar, que al parecer no son esclavos, sino los atlantes que iban a sostener el sepulcro de Julio II, y que se quedaron en bocetos, tal vez los bocetos más significativos del mundo. Cómo 130

lo inacabado, a veces solo insinuado, puede expresar vida, esfuerzo, dolor, es inexplicable, un misterio en que se esconde el genio, pero se esconde de una manera que queda paradójicamente más patente que la obra terminada. El boceto produce una impresión que expresa lo que va a ser antes de ser, el gesto antes que la cara, el espíritu antes que la forma. Miguel Ángel tiene la obra ya terminada, incluso en los detalles, en el momento de comenzarla. La intención, que no tiene limitaciones, puede ser, más que la realización, donde es fácil que se cuele como en todo lo de este mundo, alguna impureza. El palacio Pitti es, contra lo que suponía, un edificio enorme, el mayor de Florencia, que se levanta al otro lado del río. Refleja toda la grandeza de los Medicis, que no fueron reyes, ni príncipes, ni siquiera duques hasta entrado el XVIII, pero que quisieron presumir de todo eso desde el principio. Tenían el dinero necesario, y tenían algo más necesario aún, los mejores artistas del mundo. Los salones, con su soberbio mobiliario y sus frescos decorados con motivos mitológicos, son el paradigma del fausto y del orgullo principesco. En los muros cuelgan, no siempre en orden lógico, lienzos de Rafael, Andrea del Sarto, un tondo de Miguel Ángel, muchos Rubens, un Van Dyck, un Velázquez, dos Murillos y otros muchísimos, porque si algo sobra son cuadros: buenísimos, buenos y no tanto, llenando todas las paredes con un auténtico horror al vacío. Quizá sea este el vicio de los coleccionistas, y los Medicis eran coleccionistas consumados. María Jesús, más entendida que yo, quiso ver el museo completo; yo, a las varias horas huí, no sé si presa del síndrome de Stendhal o de síndrome del aburrimiento. Bien está el arte: es una auténtica necesidad del espíritu humano. El arte eleva y reconforta. Pero uno no puede vivir del arte toda la vida si no es un artista, y hasta imagino que los artistas tendrán otros desahogos. Por fortuna, el palacio Pitti tiene unos extensos jardines, al comienzo bien cuidados, y al exterior, casi selváticos, creo entender que intencionadamente selváticos. Y la selva también es una necesidad del espíritu humano, sobre todo cuando uno lleva varios días en Florencia. El color de Siena (1994) Esta vez viajamos de Florencia a Siena. Visto lo visto, comprendo que hemos debido invertir el orden, siquiera fuese por motivos cronológicos; pero uno no siempre es libre para conocer las cosas de antemano o para elegir el itinerario más adecuado con la historia, porque para viajar se impone siempre la geografía. Siena, otra ciudad de Toscana, bajomedieval, burguesa, pañera, rival de Florencia: vencedora y luego vencida por ella, finalmente parte integrante del poder de los Medicis y de la Señoría, luego del ducado de Toscana. Siena tiene muchos puntos comunes con su más afortunada vecina, aunque tiene también muchos puntos de diferencia. Por el camino ya se advierte que el terreno se hace más montañoso, las suaves y amables colinas se hacen más bruscas, y ocurre que la ciudad está enclavada en lo alto de la más arriscada de ellas. Para llegar a Siena desde cualquier parte hay que subir, y subir en segunda. Antes de la entrada hay un gran aparcamiento, y en él es preciso dejar el vehículo. A las puertas que se abren entre las almenadas murallas hay que llegar a pie. Una vez dentro, se aprecia la estructura medieval de la pequeña ciudad, las callejas, los 131

palacios góticos, las iglesias, la magnífica catedral de mármol, con la inseparable compañía del baptisterio y el campanile. Siena no tuvo la suerte de Florencia y su gloria fue mucho más efímera: eso se ve desde el primer momento. Puede ser, respecto de Florencia, lo que Brujas respecto de Amberes. Artesanas de cientos de telares las dos, en los siglos XII y XIII, Siena se declaró gibelina, mientras su vecina se hacía de los güelfos. No creo que jugasen en la elección motivos ideológicos de ninguna clase, sino que una tenía que hacer exactamente lo contrario de lo que hacía la otra. Con lo cual se cortaron los préstamos a los papas, mientras que los emperadores, lejanos y atraídos por más inmediatos intereses, se olvidaron de sus aliados toscanos. Los prestamistas sieneses se arruinaron, mientras Florencia superaba su nivel artesano-industrial con un nivel financiero capaz de enriquecer a todos y cada uno de los Quinientos. Como gran centro comercial y financiero entró Florencia en la Edad Moderna, mientras Siena seguía modestamente con sus artesanos. La diferencia se nota hoy sin el menor esfuerzo: Siena es una pequeña ciudad medieval, y el Renacimiento no entró apenas por sus puertas. Como no hay mal que por bien no venga, Siena está mejor conservada, es casi como era hace seiscientos años. Roma es ocre, Florencia es dorada, Siena es, naturalmente, color siena, dulce, acogedora, con una cierta sencillez que no tiene que ver con su pasado guerrero y peleador, sino con sus casas de la buena burguesía, sus amables artistas, su historia detenida en un determinado momento del pasado, como un río que se hace remanso, y ahí se queda. No hay que buscar lo deslumbrante en Siena: se puede buscar y encontrar lo profundo, lo auténtico. Pienso si es esta autenticidad —aunque cualquiera sabe lo que procede del humor de cada día— lo que más me ha trascendido, la causa de que haya salido de Siena con más regusto que de otras partes. Por un lugar o por otro, de cualquier forma, se va a parar a la Plaza del Campo. Nadie espere una plaza regular o solemne, o cuadrada, o llana, o de cualquier otra forma. La Plaza del Campo no tiene forma, de tan irregular que es, aunque predomina lo curvo sobre lo anguloso: algo así como un enorme huevo trazado muy a ojo. Ya digo que tampoco es llana, porque es todo suave cuesta, cuesta arriba, cuesta abajo, sin que se sepa muy bien cuándo empieza la una o termina la otra. Tanta irregularidad no es un defecto: es una cualidad singular que la diferencia de las demás plazas de cualquier ciudad: y su fama es en verdad merecida. Casonas y palacios, mal alineados, pero graciosos y auténticos, de ventanitas góticas sonrientes y afortunados pináculos; y presidiéndolo todo, el Gran Palacio Comunal, enorme peñasco que no puede hacer la competencia, en lo que a armonía se refiere, a la Señoría de Florencia, pero que no le va a la zaga en inexpugnabilidad. Y sobre el palacio, la altísima torre, la Torre del Mangia, con sus salientes remates almenados. El conjunto es armónico o inarmónico según se quiera entender; pero de una forma u otra siempre resulta grato a la vista. Se contempla una vez, y ya queda grabado para mucho tiempo. En la Plaza del Campo se celebra dos veces al año la extraordinaria Carrera del Palio, en que compiten las distintas contrade o barrios de la ciudad. Hay diez o doce contrade, no sé cuántas; pero más de las que parecen posibles en una pequeña población; y todas se llevan a matar. Cada barrio tiene su bandera, con sus colores característicos, y simbolizada por un extraño bicho, la tortuga, la serpiente, el dragón, el caracol; y como 132

el caminante cambia de barrio a cada paso, se encuentra por todas partes con banderas distintas. La Plaza del Campo es lo menos parecido a un hipódromo que se pueda imaginar. Doce caballos, rodeados por sesenta mil espectadores, (es decir, la totalidad de los vecinos de Siena) se lanzan desde lo alto de la cuesta, y han de dar tres vueltas a la plaza, solo tres, pero vertiginosas, montados por jinetes vestidos a usanza medieval, por un carril estrechísimo en el cual, por supuesto no caben los doce. Y todo entre la fiebre y los alaridos de la multitud, lo cerrado de las curvas y lo irregular del terreno. Vale todo: cruzarse, estorbar, empujar. De los doce jinetes que han salido, llegan a la meta tres o cuatro. Aunque la suerte del jinete no importa gran cosa: gana el caballo que llega el primero, con hombre encima o sin él. Según cuentan, aunque cada contrada suspira por la victoria, se da más importancia a impedir el triunfo del más directo rival que a obtener el triunfo propio. —Como los del Sevilla y el Betis —murmuré yo. Nadie se creyó ni lo de los contrade ni lo del Betis, excepto los dos sevillanos que me acompañaban, y, naturalmente, los sieneses. Hay que ser muy peculiar para comprender las peculiaridades de los demás. El caballo y el jinete, acompañados por los correspondientes feligreses, entran en la parroquia, para ofrecer el palio a la Virgen. El palio es lo único que se gana, no hay premio en metálico. No me han informado sobre el comportamiento del caballo dentro de la iglesia. A la catedral se sube —porque en Siena hay que subir o bajar para todo— pasando por el baptisterio, que oculta el resto hasta el último momento. El baptisterio es, como el de Florencia, octogonal y chapado de mármol, aunque menos lujoso. En la cúpula hay notables pinturas y un cielo de estrellas cada vez más pequeñas conforme se acercan al vértice. Así, la cúpula semiesférica parece realzada. Los italianos y su preocupación por la perspectiva. La catedral, lo mismo que el esbelto campanile, solo tiene dos tonos de mármol, el blanco y el negro, en rectas horizontales. La combinación resulta menos elegante que en Florencia, y, vista Florencia, el efecto sorpresa es menos espectacular, por más que la fachada esté en cuanto a la traza y relieves, tal vez mejor concebida. La combinación, un cuadrado rematado por un gablete, produce una impresión conjunta de serenidad y dinamismo. El campanile ofrece un curioso efecto de ventanitas góticas, separadas por parteluces, con un hueco más y una columna más por cada cuerpo: el perfil resulta así más grácil. Pena que los italianos no sepan rematar mejor sus torres: casi todas ellas tienen algo de torres de ajedrez. El interior de la catedral de Siena, a pesar de la diferencia de tamaños, es para mí más logrado que el de la de Florencia. Es un gótico más esbelto, más funcional, más entrecruzado. Eleva el espíritu. Y las pinturas son deliciosas: Duccio, Simone Martini, Lorenzetti: lo más hermoso del alborear del Quattrocento. Ingenuidad, suavidad, gracia, limpieza y dulzura de la escuela sienesa, esta ciudad agitada y guerrera donde tiene también su asiento la serenidad del artista. Algo más y muy importante, quizá lo más importante de todo, queda por decir del mármol. Espléndido el púlpito, labrado por Niccolò Pisano, el mejor que he encontrado hasta ahora en Italia: fuerza, belleza, expresión y originalidad en la traza. Y luego el suelo. No hay más remedio que andar mirando al suelo. He visto muchos suelos de mosaico. Este de la catedral es de mármol, 133

un mármol recortado y taraceado, cuyos fragmentos se yuxtaponen para formar dibujos de excepcional belleza. Casi parece un suelo pintado. No es pintado. Cada color es de un material distinto. Una técnica así no la he visto en otras partes. Las piececitas no son teselas, porque solo se llaman así las de los mosaicos: estas, aunque alguien me lo ha dicho, no recuerdo como se llaman. Pero el efecto es sorprendente. Y cuánto detalle y cuánta finura. Aquí está todo el espíritu de los artistas de Siena. Los tres milagros del campo dei Miracoli (2000) Varias veces en Florencia y nunca en Pisa. Y me atraía Pisa, tal vez por sugerencia de Galileo o de Pascal. Para cuántos experimentos sobre la gravedad se prestan las torres inclinadas. Y lo que se dice torre verdaderamente inclinada, no hay más que una. Al fin me encuentro, casi sin esperarlo, en pleno Campo dei Miracoli. Es el corazón de Pisa, aunque no está en el centro de Pisa, sino casi fuera de la ciudad. Es realmente un campo, un campo de césped verde y suave, pero tan resistente que las manadas de turistas no logran pisotearlo. Quién sabe si es el primer milagro, pero de momento lo paso por alto. Debería ser una plaza, una plaza bien urbanizada y pavimentada, pero la han dejado como siempre fue, un campo; y en él crecen, como enormes frutos de mármol, las tres maravillas de Pisa, que valen mucho más que el resto de la ciudad, una ciudad hermosa e interesante, que apenas se divisa desde allí. El Campo dei Miracoli está presente como si no existiera nada más que él, ajeno a todo lo que pueda rodearlo. Las maravillas de mármol son de este a oeste, y por este orden, el baptisterio, la catedral y la torre. Y se explica: el bautismo conduce a la iglesia, y la iglesia conduce al milagro. El conjunto, todo de mármol y en medio del campo, constituye uno de los parajes más singulares del mundo. Mi deseo de llegar a Pisa es tan antiguo como mis primeros viajes a Italia: a decir verdad, más antiguo; solo esta vez lo he visto cumplido, y siento, con esa maravilla en los ojos, que más que deseo era un sueño de toda la vida. Los tres monumentos están tan ligados entre sí, por el material, por la intención constructora, por la belleza de lo que se complementa, que no podrían subsistir por separado, no tendría cada uno sentido sin la presencia de los otros dos. Sin embargo, a diferencia de Florencia o de Siena, los tres elementos están separados por la suficiente distancia como para que la vista pueda recrearse en cada uno sin que la presencia del otro se entremezcle, perturbadora, en el conjunto. El baptisterio es enorme, dicen que el mayor de Italia, que es como decir del mundo; de mármol brillante, redondo, aunque parezca octogonal, de varios cuerpos, el primero de arcos de medio punto, el resto de un gótico florido brillantísimo y realzado por una magnífica cúpula, que sobresale por encima de todo y lo hace todavía más solemne: ¡es más alto que la catedral, y hasta que la mismísima y famosa torre! El baptisterio lo domina y lo empequeñece todo a su alrededor. Es él solo un templo, además de su enorme pila bautismal en el centro donde deben caber, si es preciso, docenas de catecúmenos, y de un púlpito primorosamente trabajado. Luego hablaré de sus portentosas cualidades sonoras. La catedral resplandece al sol con sus cuatro cuerpos de mármol, de anchura decreciente; un cuerpo horizontal otro cuerpo de bordes inclinados, otro horizontal y otro inclinado de nuevo: va así disminuyendo de anchura progresivamente, una vez sí y otra 134

no, para ser rematado al final por un noble frontón: qué impresión de equilibrio y majestad. No iguala el efecto de Milán, porque Milán es inigualable, pero el canon, reforzado por la simetría de las arquerías de medio punto, produce una sensación de grandeza y de sosiego que reconforta el ánimo. Qué solución más acertada la de los cuatro cuerpos, tranquilos y decrecientes a la vez. —Es una joya del Renacimiento. —¿Cómo del Renacimiento? ¡Pero si es románica! —¿Románica con ese mármol, ese equilibrio, esos frontones y esos grandes arcos de medio punto? —Acércate y lo verás. Hay que acercarse, en efecto, Tiene que acercarse uno, por lo menos si no es italiano. Columnas sencillas, capiteles corintios historiados, portada románica con tímpano de bajorrelieves pintados, las trompas que sostienen la cúpula… Románico auténtico, pero románico de tradición clásica, como todo en Italia. Italia vive el arte clásico desde Roma hasta el barroco; mantiene la tradición como no supo mantenerla el resto de Europa: y así resulta tan difícil identificar los estilos y las fechas: todo o casi todo perdura. Hasta me pregunto (como en el Palazzo Sforzesco de Milán) si aquí el Renacimiento no es un descubrimiento, que dice Burckhardt, sino un perfeccionamiento de la propia tradición. La catedral, por dentro, mantiene por supuesto el espíritu románico, pero es luminosa como un templo gótico, gracias a las cristaleras superpuestas de sus cinco naves a distinta altura. Qué amplitud. El techo es artesonado, y al fondo, en el ábside se muestra un Pantocrátor enorme en mosaico. La torre es un milagro mucho más visible, lo mismo de cerca que de lejos. Tiene que caerse, no tiene más remedio que caerse; sin embargo, sostenida por los ángeles, no se cae, ni se caerá. No se cae, a pesar de los inquietantes 4,40 metros que se desvía de la vertical. Es un desafío a la Ley de la Gravitación Universal (se exceptúa Pisa). Comprendo perfectamente el terror del arquitecto, Bonano, que cuando iba por el segundo cuerpo, se dio cuenta de la creciente inclinación de su obra. Algo había salido mal, y, asustado, echó a correr y se dice que nunca más se supo de él. Así quedó abandonada la torre hasta que otros arquitectos se decidieron a la aventura y coronaron la obra hasta los seis cuerpos actuales más el campanile. Y no se cayó, es un milagro patente. La causa del desequilibrio no es difícil de explicar, aunque es preciso caer en ella. El fallo del terreno inclina la torre en sentido contrario al río, precisamente porque las capas que sostienen los cimientos se corren hacia el río: con ello, el lado más seco se encuentra cada vez más desamparado. Pero el milagro va a durar, eso es seguro. Por eso tanta gente trepa sin temor hasta el campanile subiendo por una escalera de caracol de pendiente variable: eso es lo único que se nota: eso sí, una vez arriba puede uno asomarse al lado colgado y siente una sensación parecida al vértigo. La torre de Pisa es bella, con sus arcadas de mármol similares a las de la catedral, pero, por supuesto, en disposición cilíndrica. Sería igualmente bella si no estuviese inclinada. Pero si es famosa en el mundo entero es precisamente porque lo está. Durante no sé cuánto tiempo estuve contemplando sin cerrar los ojos la torre de Pisa, con un placer entre estético y científico, como cuando estudio a través del telescopio un cúmulo globular o una nebulosa de emisión. De pocos puntos de Italia conservo un 135

recuerdo tan singular. Y el tercer milagro del Campo dei Miracoli se encuentra en el baptisterio. No por fuera, pese a su enormidad, su armonía y su belleza, sino por dentro. Ya me habían hablado de sus prodigiosas condiciones sonoras, y de cómo un cuchicheo en un extremo cualquiera de su ámbito puede escucharse sin dificultad en el opuesto. Pero la realidad es mucho más compleja que esta. Estábamos admirando el soberbio púlpito, la pila poligonal y otros detalles, cuando un señor, imagino que un empleado encargado del menester, reclamó silencio y se puso a desgranar, con voz de excelente barítono, varias series de escalas descendentes, terceras, cuartas, quintas, mayores y menores. A los pocos segundos comenzó a sonar un coro de voces maravillosamente entonadas que parecían descender de los cielos y que se entremezclaban unas con otras en múltiple y excelsa armonía. El coro siguió cantando durante muchos segundos, no sé cuántos, por sí solo, en mil modulaciones sobrenaturales. El tercer milagro me sobrecogió más que los otros dos. Niccolò Pisano, que construyó el baptisterio, quizá ni pudo imaginar sus prodigiosas cualidades. Los milagros se producen muchas veces sin intervención intencionada de los hombres, y, precisamente porque son escogidos para ello los más humildes, sin que ellos mismos se den cuenta de que se han convertido en instrumentos del prodigio. San Francisco de Asís predicando a los pájaros (2000) Ni Liszt ni Messien: Giotto. Ni siquiera el gran compositor francés, que tanto entendía de pájaros, y también de san Francisco de Asís, al que convirtió en protagonista de la última de sus óperas, comprendió que la taumaturgia no está en las avecillas, sino en el humilde fraile de estameña. Los pájaros no revolotean, no trinan, no gorjean, no dan saltos, sino que acuden presurosos y se detienen atentos, escuchan como absortos las palabras del santo, aunque no las entienden. A veces es lo que no se entiende aquello que hay que escuchar con más respeto. Y los pájaros escuchan con respeto porque son criaturas de Dios, son sencillos como los niños y poseen la misma capacidad de asombro que los niños. Por su parte, Francesco Bernardone no adopta una pose de gran orador, no se remanga los puños para hablar, ni gesticula: se inclina hacia adelante, porque los pájaros que atienden y no comprenden merecen la máxima consideración. Francisco, el del Cántico de las Criaturas, ama a todos, y si los hombres no le escuchan predica a los pájaros, sabiendo que hablar de Dios nunca está de más. Qué sencillez, qué humildad, qué ingenuidad de niño inocente hay en estos frescos franciscanos de Giotto. El pintor, dicen todos, representa a cada personaje con su auténtica realidad humana, tal como cada uno es y siente; y eso es verdad, pero también cada pájaro es él mismo, no se confunde con los demás, sin que esa identidad impermutable sirva de pretexto al envanecimiento del yo, porque tanto Francisco como los pájaros saben muy bien que no hay motivo de soberbia en no ser sino ellos mismos; son criaturas sumisas a las inspiraciones de Dios. Los frescos del Giotto han sobrevivido casi ilesos al derrumbamiento provocado por el terremoto de hace tres años. Se dijo que habían quedado destruidos, y no es cierto. Se ha hecho una ligera restauración del original, tan sincera, que las partes que no han podido 136

ser arregladas tal como eran se han quedado en blanco. Esta vez me he sentido más penetrado del espíritu de Asís, que en el viaje anterior, quizá porque no venía de los esplendores de Padua. Son dos cosas distintas, ambas plenamente comprensibles en sí, pero que no pueden comprenderse a la vez. Hoy me quedo con la sencillez, con la humildad, con la ingenuidad encantadora del Giotto, de san Francisco y de los pájaros. Para complemento de una sola impresión: algo de la primera llegada a Asís (1994) Se encuentra al fondo de la Umbria, quizá la región más íntima y recogida de Italia. No es que toda ella sea umbrosa; los árboles solo crecen en abundancia sobre las faldas de los Apeninos. El resto son todo colinas suaves, prados de un verde tímido, ríos serenos, pequeños caseríos de campesinos mesurados que miran y no tienen una palabra de más, al contrario de lo que es frecuente en esta larga península; colores débiles, como si no quisieran hacer daño. De estos paisajes humildes y graciosos de la Umbria tomaron sus motivos y colores los pintores del primer Quattrocento, cuando aún la opulencia no se había apoderado del arte. Nada de la riqueza desbordante de Toscana; aquí todo es sencillo y modesto, con esa sencillez y modestia que tan poco quedan por el mundo, y que por eso mismo se nos hacen tan necesarias como amables. A Asís se le ve desde muy lejos, pero como si se alzara de pronto en la falda del monte Subasio, un monte, que no una colina, altivo y arriscado, propicio para sostener una fortaleza. Quizá demasiado orgulloso como para que Francisco quisiera nacer allí; pero a nadie le es dado escoger el lugar se su nacimiento. Eso sí, es uno de los pueblos más hermosos que cabe imaginar. En cuestas que trepan por las laderas de la montaña se ven castillos, murallas, palacios, calles angostas y casitas de color siena, que recuerdan a las de la ciudad de ese nombre. Asís es más pequeño, más íntimo; y cuando no hay turistas que merodeen por los alrededores, resulta un lugar inigualable para ver y para vivir. La basílica, o, por mejor decirlo, las basílicas, están a un lado, casi superpuestas por razón de la fuerte pendiente. Realmente, hay tres planos: el sepulcro, la iglesia vieja y la nueva. El templo inferior es como estrujado, recogido —sobre todo si no está lleno de gente—, oscuro, de un gótico de crucerías rebajadas que suena a severo, y paredes pintadas al fresco por Giotto y sus discípulos. El templo superior es quizá no más amplio, pero sí más airoso, dotado de luz y de celeste elevación, en que el aire transpira espiritualidad y devoción. Las pinturas del Giotto comienzan a desprenderse del hieratismo bizantino y lo altomedieval, para expresar acción, vida intensa, una vida en que espíritu y materia conviven sin violencia en cada anécdota: san Francisco conteniendo el templo de San Juan de Letrán que se derrumba, predicando a los pájaros con seráfica sonrisa, o expulsando a los demonios de la ciudad de Arezzo, unos demonios que parecen murciélagos y que, ante la para ellos insoportable presencia de la santidad, han de saltar atropelladamente por las murallas. Giotto, con toda su ingenuidad, también con toda su capacidad para transformar el convencionalismo estático en humanismo tangible, asequible al momento, al lugar, a la circunstancia de cada momento, fue un santo y un revolucionario: en este viaje lo he comprendido mejor que nunca. También Francesco Bernardone es un santo y un revolucionario: uno de los hombres 137

más santos y más revolucionarios que han existido. No me atrevería a afirmar, con Nordström o Toynbee, que es el primer hombre moderno o el primer heraldo de la modernidad. El hombre moderno se me antoja, aunque no quisiera incurrir en prejuicio, más pretencioso, más dominador. Francisco, el juglar de Dios, el pobre y humilde, cubierto de estameña y gozoso en las pequeñas anécdotas, no señala el triunfo de lo moderno, tal como solemos entenderlo, sino el alborear de una nueva edad, la Baja Edad Media, con sus ciudades trabajadoras, su placitas comunales y sus gremios, con sus catedrales góticas, sus Vírgenes sonrientes, sus viajes, sus flores y su amable e ingenua simpatía. Con Francisco, la Iglesia sale de los gruesos muros de los conventos, centro de retiro, de oración, de severa liturgia, de reglas de disciplina, de cilicios que preservan del perverso espíritu del mundo, para abrirse a los hombres que no son santos, para predicar y evangelizar, para encontrar la huella de la mano de Dios en el hermano río, en la hermana fuente, en el hermano árbol, la hermana oveja, el hermano borriquillo, el hermano sol y la hermana luna, y también en la hermana muerte, una muerte que puede ser libertadora, en que no todo será ira del supremo juez justiciero y no todo el siglo solvet in favilla. Es la de Francisco una revolución optimista de esperanza, de amor, de servicio generoso, de alegría por todo lo que ha hecho Dios, y Dios está haciendo cosas continuamente. La penitencia no es castigo, sino preparación, la muerte no es muerte, sino vida, la tristeza de las cosas no es la invitación al apartamiento, sino a la gozosa aceptación; la pobreza enriquece, la humildad eleva, la poquedad del ser acerca a Dios, que es Padre y nosotros niños chicos. En la penumbra dulce y acogedora de Asís, a pesar de las idas y venidas de los turistas —y de mis propias idas y venidas— viví otra vez el Canto de las Criaturas. Laudato si, mi Signore, por el hermano sol, por la hermana luna, por las estrellas claras y limpias... y por la hermana agua, y la hermana tierra que da las hierbas, y los frutos, y las flores de color... Laudato si, mi Signore, per quelli che perdonano per lo tuo amore. Enséñanos a perdonar, como lo enseñó Francisco a aquellos condottieri que hicieron la paz inmediatamente ante sus versos, para que en el mundo sea la paz, la bendición de la paz. Cuántos hombres de hoy no saben perdonar, y porque no saben, así anda el mundo con tantos odios, tantas incomprensiones y tantas represalias. Perdonar, perdonar: qué difícil y qué gratificante. El que perdona gana, aunque probablemente ni él mismo se da cuenta. Qué falta hace volver a convertir el perdón en poesía, aunque sea necesario venir a Asís.

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11. ROMA

Todo lo que he escrito, bien o mal, de mis viajes a Roma, exigiría un libro. Todo lo que podría decirse de Roma exigiría por lo menos una biblioteca. Pido disculpas, qué he de hacerle, por la fragmentación de los relatos y una selección y un orden que tal vez no sean los más adecuados. Sirva cuando menos lo que sigue para renovar recuerdos que puedan, eso quisiera, resultar de una cierta utilidad. El camino (2000) Se dice y se repite, como si fuera cierto, que todos los caminos conducen a Roma. Quizá el adagio pretende —y si es así, con razón— que pueden hacerse cosas que valen la pena de muchas maneras distintas. Por lo que se refiere al viaje a Roma, parece claro que lo procedente es escoger la vía más directa. Si utilizamos el automóvil, se puede ir de Madrid a Roma por Zaragoza, Barcelona, Montpellier, Orange, Nîmes, Marsella, Niza, Génova, Livorno. Todo autopista, no tiene pérdida. O se puede llegar por aire a Fiumicino. O por mar a Civittavecchia. Hay, sin embargo, otros muchos caminos, que exigen un cierto rodeo. Naturalmente que se puede viajar de Madrid a Roma pasando por Buenos Aires, Melbourne, Bombay y Chipre: se llega, aunque ello suponga dar la vuelta al mundo. ¿Que duda cabe de que en ocasiones es preciso o conveniente dar un rodeo? Recordemos esos sinuosos caminos de montaña, llenos de revueltas que parecen innecesarias, hasta que nos damos cuenta de que han conseguido burlar el despeñadero o ahorrar la peligrosa escalada. Es una sabiduría de siglos la que esconden esos senderos anónimos, que no han sido trazados por ningún ingeniero, pero que se las ingenian no se sabe cómo para llegar a donde hace falta de la manera más conveniente posible. En otras ocasiones, por el contrario, el rodeo es un recurso de falsedad o de hipocresía. Es más noble, más franco, no andarse con rodeos. El fariseo y el levita dieron un rodeo para no verse obligados a atender al pobre hombre malherido en el camino de Jerusalén a Jericó. Qué fina observación psicológica en el texto evangélico: un rodeo para evitar el compromiso. Es como un engañarse a sí mismo, cuando engañarse a sí mismo es el peor de los engaños, porque nos convierte en víctimas de nuestro propio engaño. Y nos hace doblemente culpables, porque ese engaño no nos engaña siquiera: damos el rodeo precisamente porque somos conscientes de que existe ese compromiso, y de que debemos afrontarlo. Menos mal que casi siempre, para arreglar las cosas, aparece un buen samaritano. Lo cierto es que, de una manera u otra, por todos los caminos, mejor o peor, tarde o 139

temprano, se llega a Roma. El problema se plantea, y de forma inesperada, precisamente entonces. Cualquier autopista conduce sin pérdida posible al Grande Raccordo Annulare. Y una vez en aquel inmenso ruedo de circunvalación, el viajero se encuentra con una serie de indicaciones de entrada/salida: Salaria-Salario, Flaminia-Flaminio, CassiaCassio, Aurelia-Aurelio, Laurentina-Laurentino, Appia-Appio. Escoge el género equivocado, y, como además no suele haber ninguna otra indicación, de pronto se encuentra otra vez en el Grande Raccordo Annulare. El viajero que quiere entrar en Roma llega a veces a desesperarse. Sé de una persona que, después de dos horas de búsqueda de una entrada efectiva se paró en una gasolinera, y le dijeron que iba camino de Nápoles. Dar con la entrada, ese es el problema. Hasta que el viajero, una vez debidamente advertido, acaba tomando por Aurelio —o sea Aurelia al revés— que conduce casi directamente a San Pedro. Y ya es sabido que donde está San Pedro está la puerta. Vuelapluma de desconciertos (1989) Roma. Venerable y descocada, monumental atiborrada de magnificencias y modesta en sus casitas de color ocre, antiquísima y ultramoderna, clásica y desordenada, meditabunda y vocinglera, cabeza del orbe católico y repleta de símbolos paganos, bella y deforme: es un cúmulo, un cúmulo tremendo y desconcertante de sensaciones, mezcla densísima de dos mil quinientos años amontonados de cualquier manera. Y ese montón inmenso, aplastante, mareante, de una extraña pero realísima síntesis viviente que no se puede describir de ninguna manera, nos dice al mismo tiempo sin réplica posible: esto es Roma. Roma es, por todo eso y por mucho más que ni siquiera se ve, pero que está ahí, la ciudad más original del mundo, no puedo decir que distinta a todas, sino con un poco de todas: lo diferencial en ella es precisamente la suma, el conjunto de cuanto puede verse, nuevo y viejo, en todo el mundo civilizado; y todo tan mezclado entre sí, que si tratáramos de separarlo, descuartizaríamos a Roma entera. Reconstruir el Coliseo representaría desvalijar San Pedro, cuya basílica está forrada de los mármoles de aquel. Pero también al revés: si retiramos el Atlante berninesco se caería en pedazos un obelisco egipcio. Todo está inexplicablemente entremezclado, e inexplicablemente entremezclado hay que dejarlo para que cada cosa siga siendo lo que es. Entremezcla que se da lo mismo en el espacio que en el tiempo. En medio del Foro romano se alza una cúpula barroca, y detrás una torrecita del siglo XII. La plaza del Capitolio, donde aún resuenan las catilinarias de Cicerón, está decorada por Miguel Ángel, y la loba capitolina reposa bajo el orden palladiano. Los restos del Coloso no están en el Coliseo, sino en columnas renacentistas. Rafael está enterrado cristianamente en el Panteón, el templo de Todos los Dioses. El Teatro Marcelo es al tiempo un palacio nobiliario y un conjunto de viviendas para clases modestas. No solo se confunden lo clásico latino con lo medieval o con lo barroco, sino el antes y el después. Unas veces el después está encima del antes y otras ocurre todo lo contrario. En Roma no solo se padece el síndrome de Stendhal, sino el síndrome de Einstein, en que el espacio y el tiempo se confunden y vienen a ser la misma cosa. Hasta que se descubre que en Roma no hay imposibles, de modo que tampoco hay antes ni después: justo por eso se la llama 140

la Ciudad Eterna. No solo es la mezcla de lo antiguo y lo moderno, sino que una cosa puede ser antigua y moderna a la vez. Ahí está el Castel Sant´Angelo, como una tarta de varios pisos desiguales: panteón de Adriano, torre de defensa medieval, residencia de papas, cárcel, ceca, oficina pública, museo. En dos mil años hay tiempo para muchas cosas, pero parece que en Roma hay más tiempo que en otras partes. En cualquier ciudad europea que se precie hay un barrio antiguo, un barrio medieval un barrio renacentista, un barrio barroco, y un barrio del siglo XIX o del siglo XX. En Roma no hay barrios: todos los siglos conviven en la misma calle, o en la misma plaza o hasta en el mismo monumento. Roma no puede estudiarse por estilos ni por épocas, porque todo está a la vez en todas partes. La misma superposición indescriptible se encuentra con solo pasear por la vía pública. El palacio orgulloso alterna con la casucha, sin que el contacto parezca molestarle lo más mínimo. Acabo de subir por Vía Condotti para llegar a la plaza de España. En Vía Condotti, una calle estrecha de apariencia más bien humilde, se aglomeran las firmas de calidad que la convierten en una de las más distinguidas de Roma y de Europa. En pequeños escaparates, como para restar importancia a la cosa —que así lo requieren las normas de la distinción— puede admirarse un modelo de nueve millones de liras, con una pequeña etiqueta, menos importante aún, que añade: «con estola, trece millones». Es un ejemplo del mundo de la posmodernidad, en que, como observa Lyotard, al valor de uso y al valor de cambio se agrega el valor de firma. Pues bien, tumbados a los pies del elegantísimo escaparate yacen vivos o muertos, cualquiera sabe, dos tipos desastrados, desharrapados, que uno no sabe tampoco si son mendigos, hippies o drogadictos, o las tres cosas a la vez. Una estampa auténtica de Vittorio de Sica, en la que los distinguidos transeúntes de Vía Condotti no reparan o fingen no reparar. En un rinconcito de la Vía de Portacoeli se ven dos placas una al lado de la otra. Una dice. «Gran Oriente de la Orden Masónica del Rito Escocés». La otra: «se conceden cien días de indulgencia al que se detuviere a rezar un Avemaría delante de esta casa». Roma es así. No se comprende. Si se comprendiera, sería como otra ciudad cualquiera del mundo. Edificada sobre siete colinas: en mis tiempos de bachiller me las sabía de memoria, ahora no, aunque las tengo delante. Unas son colinas prestantes, otras apenas destacan y resulta difícil adivinarlas. Hoy deben ser más de siete, como consecuencia del crecimiento de la ciudad: ahí está el monte Mario, donde se alzan las antenas de la televisión, o el Gianicolo, desde el que se obtiene la visión más espléndida, casi mágica, de la ciudad. Colinas pobladas de pinos, que son sus testigos más significativos, más que el propio relieve. Roma es así, dispersa, desparramada y abierta, sembrada entre pinos, en manchones irregulares que reaparecen aquí y allá: más extensa, por esta dispersión, que otras ciudades de cuatro millones de habitantes. Roma resucita de entre las colinas y los pinos cuando menos se lo espera: con esa capacidad de resurrección que es sin duda la más asombrosa de sus propiedades. Parece que se acaba aquí, y no se acaba: reaparece. Pinos solemnes, de troncos rectos y sólidos y copas redondas, mediterráneos como ellos solos, de un color verde oscuro que contrasta con el verde claro de parques y jardines. Diríase que los pinos de Roma son más oscuros que los de otras partes, como si quisieran imponer en el ambiente una nota de especial severidad. Trepan por las colinas 141

hasta otear la ciudad desde lo alto; la dominan toda, y por eso se ven también desde casi todas partes. Pinos robustos de Villa Borghese, entreverados con otros árboles, pero siempre con una etiqueta de distinción; pinos del Gianicolo o del monte Mario, más desgarrados a veces en sus gestos solitarios; pinos en bosques, en grupos, aislados casi patéticamente. Pinos de edad irreconocible, que pueden ser tan viejos como las columnas, aunque eso nadie lo sabe. Los pinos de Roma, sea cual sea su talla, son serios, carecen de sentido del humor, al contrario de los hombres que los codean o que viven a su sombra; pero por eso mismo se hacen respetar, son un elemento más, sin duda imprescindible, de la inmensa respetabilidad de Roma. Forman parte de una urbe monumental, son monumentos en sí mismos, están ahí, y cumplen un fundamental papel decorativo que en absoluto interrumpe, sino que afirma la identidad de lo romano. Todo, la verdad sea dicha, hace falta en Roma: el montón de ruinas, la lápida, la catacumba, el escaparate de lujo, la balaustrada, el anuncio del último grito de la moda, el puente comenzado por Caracalla y terminado por Mussolini, el friso de mármol y el tenderete de los helados: y muchísimas cosas más que parecen, todas ellas, necesarias. Diríase que Roma, con tanta y tan increíble diversidad, debiera darse cachetes consigo misma; y sin embargo una extraña armonía lo envuelve todo y lo exculpa todo: nada sobra, por lo menos en el sentido romano de la superabundancia de la síntesis tan imposible y tan real. Agua sonora (1994) En otras ciudades de Europa, cuando se excava, aparecen restos romanos. En Roma, cuando se excava, aparece agua. No conozco el secreto de la fuerza de estas «sorgentes» que dan vida a las cascadas artificiales de Tívoli o a las infinitas y bellísimas fontanas que se reparten por toda la ciudad. Roma es una ciudad de manantiales. No llegan quizá a doscientos, como en Buda, el barrio antiguo de la capital de Hungría, ni hay aquí, que yo sepa, una fractura del terreno; pero preciso es reconocer que están mucho mejor aprovechados. Hoy es fácil obtener magníficos surtidores de agua merced a las bombas y a los grupos a presión, pero ignoro cómo se las ingeniaban en el Renacimiento y el barroco —tanto en Roma como en Tívoli— para conseguir tan prodigiosos efectos. Sí, ya sé que Torricelli descubrió la presión atmosférica precisamente a la hora de construir una fuente para los Medici; pero nunca fue capaz de mejorar el rendimiento de las bombas. Sigo sin saber cómo pudieron provocarse tantos surtidores y tantas cascadas. La Fuente de las Tortugas, la Fuente del Tritón, la Fuente de las Náyades, la Fuente de Trevi, las tres fuentes de la Piazza Navona, las dos de la piazza Farnese, la de la Barcaza, la de la Minerva, y tantas otras... Las fuentes admiran por la gracia cantarina —a veces, más que cantarina, atronadora— del agua que brota, que salta, que cae en mil juegos escenográficos, y admira también por sus grandes y complejísimas esculturas, tan llenas de movimiento como la propia agua. El elemento sólido apenas tendría sentido sin el elemento líquido, y este carecería de la mayor parte de su solemnidad y grandeza sin la presencia de aquel. Ambos se necesitan y se complementan, para constituir gracias a sus desconcertantes combinaciones casi la misma cosa, Gesamtkunstwerk, Obra Conjunta de Arte, que diría Wagner. En la Fontana de Trevi —¡cuando menos en ella!— las artes que se asocian son tres, la 142

arquitectura, la escultura y el agua sonora, es decir, la música. Aquel escenario barroco hasta no poder más, tendrá todo el sabor artificioso de «consabida postal» que se quiera, pero es una absoluta sorpresa: sorpresa porque tanta magnificencia no puede caber en una plazuela tan pequeña, y porque, más todavía que escultura o arquitectura, es ante todo música, música a todo volumen, hasta estremecer los oídos. Bernini, Nicola Salvi y Respighi lo han conseguido. Que me perdonen los amigos de las precisiones cronológicas el disparate de considerar a un músico del siglo XX como uno de los autores de la Fontana de Trevi; pero después de haberla visto y de haberla oído no tengo más remedio que sentirlo así. Uno va a Roma prevenido contra los tópicos, quizá por efecto de una no confesada soberbia intelectual; pero no puede menos de rendirse ante el peso monumental de la Fontana de Trevi. Sí, me he librado muy bien de la pequeña estupidez de arrojar una moneda al agua, de espaldas a la fuente y por encima del hombro izquierdo, para obtener la gracia de volver un día a Roma. Espero que Dios me la conceda [y, efectivamente, me la ha concedido unas cuantas veces] sin necesidad de seguir ese rito. Pero lejos de toda frivolidad, me he dejado abrumar por la grandeza sonora del agua, y, más que a mediodía, como quería Respighi, en plena noche, cuando la iluminación artificial, que el músico no conoció, hace que el conjunto parezca como una aparición sobrenatural en medio de la oscuridad, una presencia única, sin nada alrededor. Música también, suave y penetrante, en el Tritón, en contraste con la escultura musculosa y opulenta de Bernini; música incidental y variada, buena compañía, en la fuente de las Náyades, música cósmica de los cuatro ríos del mundo en la Piazza Navona, donde dos genios, Bernini y Borromini, se acompañan sin desearlo. Traigo los oídos embriagados de música gracias a las fontanas de Roma. Roma no se hunde ni puede hundirse, como tal vez se acabe hundiendo Venecia: es el agua la que salta al cielo; agua dulce, sabrosísima, llena y bullente de vida, que guardó la salud de Vespasiano y sigue guardando la de Romano Prodi. De Roma antigua (1991) Tu regere imperio populos, Romane, memento. Recuerda, romano, que tu destino es regir a los pueblos con tu imperio. Las poderosas palabras de Virgilio no son una profecía, sino el canto a una enorme realidad, cuando Roma ya regía a todos los pueblos de la tierra entonces conocida, y apenas le restaba otra misión que conservar y regir aquel imperio que se extendía por tres continentes. Lo conservó por espacio de cinco siglos más. Y para tomar conciencia de aquel prodigio, no tengo más remedio que recordar aquí el comienzo de la monumental Historia de Roma, de León Homo: «Érase que se era un pequeño pueblecito enclavado entre los marjales de la desembocadura del Tíber, cuyos habitantes se dedicaban a la agricultura, la caza y la pesca. Pasan los tiempos, y aquel pueblecito se transforma en el más vasto y poderoso imperio que recordaban los siglos. ¿Cuento de hadas? No, verdadera historia: la historia de Roma». La epopeya romana es uno de esos hechos portentosos que no se explican pero que fueron, y en cierto modo ahí están. El latín fue el lenguaje de la gente culta y de las universidades hasta el siglo XVIII (y de la Iglesia hasta el siglo XX), y lenguas derivadas 143

del latín se hablan hoy en más de treinta naciones del mundo culto; el derecho romano es la base de todos los derechos de los países civilizados; el concepto de estado, de dominio territorial, de provincia, de municipio, de límites o frontera son ideaciones romanas que se mantienen hasta la actualidad. Las vías de comunicación siguen las huellas de las calzadas romanas que atravesaban gran parte de Europa, de Asia y de África; los órdenes arquitectónicos siguen respetando el canon de Vitrubio, el arco de medio punto, la bóveda de cañón, la cúpula semiesférica, son recursos aún vigentes. Y el poderío de lo romano es y ha sido ejemplo de todos los proyectos de vasta dominación. Hasta el siglo XIX existió en Centroeuropa, como símbolo de unidad y aspiración, un Sacro Imperio Romano-Germánico, que abarcó el ámbito de lo que hoy son nueve países distintos. Roma significó siempre la fuerza, la disciplina, el valor, la ley, la organización, las virtudes cívicas, el patrimonio común, que fueron por siglos ejemplo para toda Europa y el ámbito mediterráneo. No me he propuesto en este momento destacar las virtudes y los valores de Roma, ni tampoco hasta qué punto esta concepción tan seria de la vida perdura en los romanos de hoy. Ocurre, simplemente, que al llegar a Roma, uno no puede menos que recordar su grandeza y su enorme fuerza institucional, porque Roma suena y sabe precisamente a eso. He escrito antes sobre lo desconcertante que resulta Roma en nuestros días, y este contraste entre la norma y el canon que fueron y el desorden que predomina ahora, es la primera sorpresa que desconcierta a una persona versada en historia y en conceptos históricos. Y puede sorprender también la relativamente escasa proporción de recuerdos de aquella Roma regidora de pueblos que cantaba Virgilio. Casi más, y no quiero exagerar, que monumentos romanos, el visitante queda impresionado por la cantidad de obeliscos egipcios con que se tropieza en su callejeo por la ciudad. Obeliscos que pueden ser dos mil años más antiguos que el imperio romano, pero que son mucho más abundantes en Roma que en Egipto. Se los trajeron los romanos tras la conquista del país del Nilo, sin duda como símbolo de poder y de venerable antigüedad: dieron en esa extraña costumbre, y en ella perseveraron. Se encuentran obeliscos egipcios por doquier y donde menos se los espera: frente a la basílica de Vaticano, en la Plaza Navona, como remate de una fuente, en lo alto de una escalinata, en Montecitorio, en Sopra Minerva, y hasta a lomos de un elefante. Se dice, y hasta puede ser verdad, que los obeliscos servían como elemento de orientación en aquella —y esta— Roma inmensamente enrevesada. De obelisco en obelisco, y en innumerables zigzagueos, se llega a todas partes, hasta el corazón de la ciudad o hasta la tumba de Pedro. Me ha sorprendido lo poco que queda de la Roma republicana. O los cónsules no tuvieron demasiado interés edificador, o su obra ha sido destruida para edificar sobre ella otra más suntuosa. Lo más admirable que queda es sin duda el Panteón de Agripa —que sí se preocupó de grabar su nombre en el entablamento del edificio, como harían después los emperadores. En cambio, los Césares tuvieron buen cuidado de dejar memoria de sí: el Ara Pacis de Augusto, la columna de Trajano, el Anfiteatro Flavio, los arcos triunfales de Tito, Septimio Severo y Constantino, las Termas de Caracalla y tantas cosas más. De entonces data la costumbre de todos los amos de Roma de colocar su nombre, en solemnes y enormes letras de oro, en el frontis de su monumento. Cuántos monumentos tiene Roma, quizá, entre otros motivos, porque contó a lo largo de los siglos con muchos 144

amos deseosos de dejar memoria de sí. La mayoría de los de la época imperial se encuentran en la zona de los Foros, que van desde la colina del Capitolio hasta el Coliseo: cerca de un kilómetro de ruinas, cientos o miles de ruinas. Hay motivos para suponer que los Foros son el kilómetro más ruinoso del mundo. Fue aquel el centro neurálgico de la Roma imperial, pero por el maltrato del tiempo y probablemente, sobre todo, de los hombres, casi nada queda en pie. Entre lo más intacto y hasta más bello, la columna de Trajano, mejor trabajada de lo que suponía, con su espiral de relatos de la conquista de la Dacia, en relieves finísimos en que uno se pierde antes de llegar al final. El resto, un caos de maravillas rotas. Tres columnas aquí, un arco allá, medio friso de mármol, pedestales sin estatuas o fragmentos de estatuas sin pedestal. El Foro está más destruido de lo que uno es capaz de imaginar, y los restos de la gloria que fue se amontonan en absoluto desorden. Templos, arcos, tribunales, curias, tabularios, consistorios, muros, basílicas, arcos, plazas solemnes de reuniones o de consultas, todo aparece despedazado, y solo cabe admirar la belleza patética de tres columnas abrazadas por un entablamento, o un ara partida a martillazos. Hoy se han hecho reconstrucciones ideales de todos aquellos edificios llenos de vida y de concurrencia de patricios y plebeyos; un observador de lo que queda apenas puede imaginar más que pesadillas informes de los pedazos del corazón de aquel Imperio poderoso y admirado. Aparte de la Columna Trajana, han sobrevivido con una salud aceptable tres famosos arcos de triunfo: el sobrio y aplomado de Tito, el solemne de Septimio Severo y el florido de Constantino. ¿Es tristeza, es desolación, es añoranza de una grandeza que no puede volver, es veneración a una cultura que nos ha regalado, más que recuerdos, tantos legados que hoy perduran entre nosotros? No sé decirlo a ciencia cierta. Tengo que confesar, casi avergonzado, que las innumerables y amontonadas ruinas del Foro me han producido, más que nada, una sensación de desconcierto. Al fin, visto ya desde un kilómetro antes, es el Coliseo la ruina más enorme y majestuosa que imaginarse pueda. De casi doscientos metros en su diámetro mayor, unos 160 de ancho, es, en su estado actual entre la ruina y el muro poderoso que sigue en pie, tal vez más emocionante que en la mejor época de los Flavios, cuando era escenario de juegos violentos y feroces de un pueblo que pedía panem et circenses para olvidarse de las cornadas de la vida. Tal como está sosteniendo su enormidad a duras penas, es perfectamente reconocible por las fotografías que el visitante tantas veces ha visto en su vida escolar o en tantas publicaciones y revistas: pero su presencia directa produce un efecto estremecedor. El nombre de Coliseo no viene de sus dimensiones, sino del Coloso que se alzaba en los aledaños, y del que hoy solo se conservan unos fragmentos —una cabeza, una mano, apabullantes— al otro lado del Foro, en lo que fue Capitolio. El Coliseo, como obra de arte grandiosa y proporcionada, es digno de haber sido otra cosa que un local de espectáculos brutales y de mal gusto. Aunque parece que casi nada tiene que ver con el martirio de los cristianos arrojados a las fieras: estas diversiones neronianas tenían lugar más bien en el Circo Vaticano, y no es ninguna casualidad que la gran Basílica, corazón de la Cristiandad, haya sido edificada precisamente allí, que así fructifica la sangre de los mártires. Nerón no llegó a conocer el Coliseo, como que el circo fue levantado por los Flavios precisamente contra Nerón, destruyendo las edificaciones levantadas por él. De todas formas, repito, parece una pena o una 145

vergüenza para la humanidad el motivo de la construcción de este monumento bello e inmenso. Tal vez dentro de unos siglos, los humanos del futuro sientan una sensación de desprecio o de indignidad cuando encuentren que las edificaciones públicas más grandes del siglo XX eran estadios de fútbol: en aquellos espacios no matamos a nadie, pero acudimos a matar nuestras propias cornadas de la vida con una suerte de refugio en el panem et circenses. El Coliseo es prestante, majestuoso, por fuera; una horrorosa osamenta descuartizada por dentro. Como un monstruo con todo su complejísimo y repugnante espinazo al aire. El interior del Coliseo aplasta, pero apesta. No me sentí capaz de pasar muchos minutos allí. En el otro extremo, separado de los Foros Imperiales y sobre la colina capitolina, se alzaba el antiguo Capitolio, del cual apenas se conservan algunos cimientos y las estatuas. La colina, en tiempos de Paulo III, era pasto de cabras, y el papa se propuso edificar allí algo digno. Miguel Ángel se encargó del diseño. A la colina se asciende por una larga escalinata: un breve escalón y un descanso, un escalón y un descanso: así se puede subir a ella hasta a caballo. Los edificios del XVII y del XVIII que coronan la colina son hoy el ayuntamiento de Roma y el museo Capitolino. A la entrada, espera la enorme estatua de bronce de Marco Aurelio, dignísima, como pocas estatuas ecuestres de los romanos. También acompañan los dióscuros Pollux y Castor, y otros restos, entre ellos, fragmentos del Coloso. Casi al lado, aunque en este caso hay que trepar por una empinada escalinata de 124 escalones, está el templo de Santa María de Araceli, que fue bizantino y reformado luego varias veces, como tantos monumentos en Roma: también quedan allí restos del Capitolio. Subimos los escalones fáciles, no los difíciles. Tanta historia junta, aunque no siempre visible, emociona casi lo mismo que las ruinas del Foro. Otro gran testimonio del genio arquitectónico de los romanos es, en uno de los más típicos rincones de la ciudad antigua, el Panteón de Agripa. Por fuera, un frontón clásico, todo lo restaurado que se quiera, pero con la inscripción conmemorativa del cónsul que lo hizo edificar, con la fría expresión de las columnas paralelas. Dentro, una inmensa cúpula que lo llena todo, y, aunque restaurada en parte también —ya desde tiempos de Adriano—, es el mejor testigo del genial invento de los romanos que permitió levantar gigantescas estructuras en tres dimensiones, que parecen semiesferas colgadas del cielo, pero que no se caen, porque el empuje de unas piezas descansa sobre el contrarresto de las que quedan abajo y van transmitiendo los empujes ligeramente oblicuos hasta descansar por su propio peso sobre la vertical. Aquí se inspiraron para lograr obras más bellas y airosas Brunelleschi, Bramante y Miguel Ángel. El tambor circular es de unos 45 metros, de una altura igual al radio. La altura total de la cúpula es igual a su diámetro: cuánta geometría en medio de tanta proporción. El Panteón admiró a Miguel Ángel, que lo consideraba «obra angélica, que no humana» y al siempre imaginativo Stendhal, que creyó haber retrocedido de pronto veinte siglos. Curioso: la enorme cúpula no tiene clave. Quizá los constructores no se atrevieron a llegar a la horizontal, o quisieron obtener una iluminación natural del recinto. Allá arriba se abre un agujero de varios metros por el que entra la luz y también el agua cuando llueve. Ello no impide el uso cristiano, desde hace siglos del templo, y el que allí estén enterrados Rafael y varios monarcas de la casa de Saboya. 146

Para mí, la obra romana más fina, que me encantó, es el Ara Pacis Augusta, a orillas del Tíber, y hoy, para evitar daños, cubierta de una enorme urna de cristal. Se trata de un edículo, un templo de no grandes dimensiones, en cuyos muros se representa el cortejo que celebraba las victorias de Augusto en Hispania y las Galias, que significaron el comienzo de la Pax Perpetua. Los altorrelieves son de una calidad finísima, que sabe unir, como al parecer en ningún otro caso, la delicadeza griega del friso de las Panateneas y el fuerte realismo romano del retrato, en que cada personaje no puede ser más que él mismo. El emperador, su esposa, sus hijos, senadores, magistrados, sacerdotes, patricios de Roma, desfilan con especial dignidad, algunos con sus niños cogidos de la mano, que la dignidad no impide el cariño y el cuidado, en un conjunto admirablemente logrado, esculpido en un momento de la historia en que el mundo creyó haber llegado a una paz permanente y al comienzo de la Edad de Oro. Qué gozo tan maravilloso y tan ilusorio. Sobre el Ara Pacis cabalgaron después centenares de guerras, aunque el monumento, por milagro, haya quedado intacto, al contrario que la mayoría de los otros. Como intacta sigue siendo nuestra esperanza, solo esperanza, de una paz para siempre. De palacios (1989) Es relativamente poco lo que Roma conserva de los tiempos medievales. De románico, concretamente. Porque el gótico, todavía abundante en el norte de esta península, es aquí casi totalmente desconocido. Hasta me figuro, tal vez con horror, que la palabra «gótico», empleada como adjetivo despectivo cuando no como insulto —y es una pena que sea así—, procede del clasicismo incondicional de estas latitudes. He visitado las dos Basílicas Mayores, San Juan de Letrán y Santa María la Mayor, que de la época paleocristiana apenas conservan más que su antigua planta basilical, al fin y al cabo paradigma de lo clásico: como clásicas son también sus fachadas fastuosas y deslumbrantes del Renacimiento o el primer barroco. Todo venerable más por lo que fue hace mil seiscientos años que por lo magnífico que llegó a ser hace cuatrocientos. Pero es curioso: de un lado de Santa María la Mayor surge una torrecilla encantadora del mejor románico. Otros surgimientos inesperados sobresalen también de Santa Francesca Romana, que florece sorprendentemente entre las ruinas del Foro, Santa María in Trastevere o Santa María in Cosmedin, en uno de cuyos costados está la famosa y un poco tonta Boca de la Verdad, en la que tienen que meter la mano todos los turistas. Son torrecillas deliciosas, con ventanitas superpuestas dobles o triples, entre ingenuas y encaramadas sobre el paisaje, que en medio de la horizontalidad de Roma siempre alegran la vista. Mediterráneas a todas luces; diría, aunque la corriente va seguro al revés, que muy catalanas. Pero es el Renacimiento el que estalla en Roma, hasta enlazar luego, muy poco a poco, con el barroco. Por doquier se levantan palacios renacentistas, barrocos moderados o hasta neoclásicos. Palacios y más palacios. Diríase que en Roma hay más palacios que casas, y hasta tal vez es verdad. Cuando se patea a conciencia la ciudad, ocurre que uno no solo se aburre de ver palacios, sino que pierde la conciencia de su condición, como si un palacio fuese la cosa más lógica y natural del mundo. 147

Hay que salir de Roma para darse cuenta de que la aparente regla es excepción. Cierto que no todos son palacios suntuosos, al menos al exterior. Muchos aparecen revocados de ese ocre humilde, común a la ciudad; eso si, anchos, con esa tendencia a la horizontalidad que en todo palacio romano es imperativa, de grandes portalones flanqueados de columnas, y bandas de dos o tres pisos con muchas ventanas adoseladas, rectas y curvas; o, en la parte central, adornadas de grandes balcones: todos los vanos y los balcones especialmente, provistos de candelabros. Los candelabros parecen inherentes a los palacios romanos, como si necesitasen ser ellos los que iluminen a la calle. O como si deseasen iluminarse a sí mismos, para brillar con luz propia y no prestada. No sé exactamente cuál es el sentido de esta luz: seguridad, referencias, pretenciosidad; en todo caso, afán de lucir y lucirse. Algunos palacios son monumentales, enormes, almohadillados de soberbios sillares travertinos, con patios maravillosos y balconadas magníficas; palacios de grandes familias acreditadas por los siglos y por el número de papas conseguidos, que en Roma fue ese durante mucho tiempo el criterio fundamental de clasificación. Hay que hacerse a la idea de que Roma no solo fue en el Renacimiento y en el Barroco —hasta bien entrado el XVIII— una ciudad papal sino una ciudad señorial, cuyos grandes señores aspiraban con toda el alma a ser papas, y en aquellos tiempos de dominio terrenal de los Pontífices, a veces lo conseguían. Altísima dignidad que los más ilustres aspiraban a merecer, y no digo que no lo mereciesen. Ahí están los Colonna, los Borghese, los Orsini, los Barberini, los Chigi, los Farnese, los Aldobrandini: cada cual con su noble mansión, su patio, sus jardines, sus balcones iluminados, sus coches de tiros largos, sus salones suntuosos, sus lacayos y sus ambiciones humanas. Que después de tantos siglos, y a pesar de todo esto, la Iglesia de Dios haya seguido siendo Una, Santa, Católica, Apostólica ¡y Romana!, es un milagro admirable que no hay más remedio que admitir como tal. La historia de Roma está llena de milagros, como también, quién puede negarlo, está llena de ambiciones palaciegas y de enrevesados politiqueos; y si no fuera todo esto y mucho más, pero sobre todo y por encima de todo, también el corazón venerable de la Cristiandad, Roma dejaría de ser lo que fue y en determinados ambientes mundanos sigue siendo. Cabalga sobre sus propios pecados con una gracia singular y prodigiosa, solo a ella concedida. El Renacimiento, serenamente entablado, moldura y friso de grave dignidad en línea recta y horizontal, va derivando poco a poco al manierismo gigante de Vignola y luego al Barroco movido y retorcido de Bernini o Borromini, con sus fachadas recargadas, sus frontones partidos, sus líneas curvas, su preferencia por la ornamentación y el gesto teatral, en que gesticulan lo mismo los palacios que los templos, las estatuas que las fontanas, como si todo deseara salirse de su sitio. Y se pasa de un estilo a otro en una transición paulatina, casi imperceptible, de grado en grado en cada caso. Qué fácil es reconocerlo. Roma es no una lección, sino una asignatura de Historia del Arte. Del XIX o principios del XX apenas puede admirarse, si es que alguien lo admira, el Victoriano, ese pretencioso edificio-monumento que conmemora a Víctor Manuel II y la unificación de Italia, más conocido por los romanos como «Il Pastelone», «La Tarta» o hasta «la Máquina de Escribir», motes de humor italiano que tratan de burlarse con un lejano deje de cariño del gusto de Sacconi. Se critica al Victoriano de pretencioso, 148

exagerado, y también de entrometido por no acomodarse a su entorno, a tan pocos metros del Capitolio o el Palazzo Venezia. ¿Pero no es toda Roma un conjunto maravilloso de contradicciones? Si el Victoriano se da de cachetes con lo que le rodea, es, imagino, por su modernidad. En Roma todo tiene obligación de ser antiguo. Allá por el siglo XXX quedará el asunto remediado, y los guías, esa institución que tampoco perece, hablarán de un monumento del pasado de una era en que todavía había reyes y soldados desconocidos. La mirada de Moisés (2000) Otras veces no había podido entrar en San Pedro ad Vincula: estaba cerrado. Ahora mismo, con motivo del Jubileo, parece que están abiertas todas o casi todas las iglesias de Roma. Vale la pena subir la interminable escalinata. La iglesia no promete gran cosa al exterior. Por dentro es magnífica, con sus tres naves rematadas por ricas bóvedas de crucería, cuadros del Guercino y la urna con las cadenas que un ángel quebró para que Pedro pudiese huir de la cárcel y librarse de las asechanzas de Herodes Agripa: desde entonces es un signo de liberación. De la primitiva basílica del siglo IV apenas queda más que eso, pero por lo menos queda algo. Con todo, la belleza más impresionante de este San Pedro ad Víncula es el Moisés de Miguel Ángel. Que nadie me pregunte por qué está en esta iglesia tan difícil de encontrar la figura destinada a guardar la tumba de Julio II, porque, como ocurre con todos los infinitos misterios de Roma, no tengo la menor idea. Quién sabe si es mejor no saberlo, para dejar todo el espacio posible a la admiración. Por la mañana he contemplado una vez más la Pietà, dulce perfección del sfumato, dolor piadoso que todo lo siente sin una sola palabra, suavidad serena y joven hasta lo inexplicable. Y qué contraste con este Moisés hercúleo, gesto fiero de un instante que vale por toda una eternidad. Moisés tiene la fuerza del conductor, una fuerza irresistible, avasalladora. Impresiona. No inspira amor, sino temor, un temor reverente ante lo que se impone por sí solo. Uno se siente aniquilado: tiene que rendirse, por muy de dura cerviz que sea el pueblo dirigido. Y qué mirada: es una mirada que atraviesa, que traspasa, que ve a través de uno y ve también lo que hay dentro, y por supuesto, lo que está más allá. Viendo este Moisés he recordado por asociación de ideas a Nietzsche, el hombre que mató a Dios, que creyó que lo mató porque no podía soportar su mirada, una mirada que le penetraba, que llegaba hasta lo más recóndito de su interior, y por tanto a cuanto hubiera querido ocultar en el santuario de su yo. No soportaba que lo atravesase. Algo de la mirada de Dios debió quedar preso en los ojos de Moisés, los ojos que podían traspasar el granito blanco del monte Horeb, en el Sinaí. Las cosas son como son, y nada hay tan escondido que no salga un día a la luz. Y así es como hay que aceptar lo que es. Ante las mirada que traspasa, la única reacción posible, y así, la conveniente, es dejarse traspasar. Esto es lo que no comprendió Nietzsche, y supieron comprender tantos hombres ignorantes y sencillos. Dejarse traspasar, dejarse ver hasta el fondo por la mirada que no conoce límites. Qué experiencia, qué lección, que luz en San Pietro in Vincoli. De romanos (1989) 149

No sé si los romanos han hecho a Roma como es, o si ha sido Roma con su fisonomía, genio y figura, la que ha hecho a los romanos como son. Imagino a los romanos de tiempos de Cicerón o de Virgilio mesurados, viri prudentes, puntuales, cumplidores, organizados, capaces de grandes hazañas, precisos en sus ideas y en sus actos. Todo cambia en veinte siglos, de suerte que encuentro a los romanos de hoy tan desordenados como hoy es su ciudad, gesticulantes, extrovertidos, y, eso sí, hay que añadir, elegantes y bien vestidos, mejor en estos tiempos de informalismos que en Madrid, en Nueva York e incluso que en París. No en balde aquí están los centros del diseño y del modelo, las tiendas elegantes, las modas y los modos refinados, como si un aroma de Renacimiento hubiera quedado flotando todavía sobre la ciudad. Los romanos son simpáticos, pero al mismo tiempo educados. Gritan y discuten, pero no pelean. Un hecho que me llama la atención, y se la ha llamado a otros españoles que conozco, ocurre cuando se produce un pequeño accidente de tráfico en la vía urbana, con las consiguientes abolladuras: un espectáculo continuo e inevitable en la vida de Roma, por lo que enseguida voy a decir. Los conductores salen de sus vehículos hechos unas furias, se insultan, gritan, mueven los brazos como actores de teatro en plena acción. Tengo la seguridad de que van a terminar haciéndose pedazos. Pero no ocurre nada. Poco a poco, las palabras se van sosegando, los gestos se tornan menos agresivos. Median las razones y las explicaciones. La tormenta se aplaca, los protagonistas se dan la mano, orillan sus coches, y se van a tomar un aperitivo al bar más cercano. Es un hecho que no puede menos de admirarnos a los españoles. Aquí tenemos la misma tendencia a indignarnos a la menor provocación, quizá con menos teatro, pero parecido talante discutidor. Sin embargo, nos cuesta inclinarnos al sosiego, tendemos a sostenella y no enmendalla. Y así nos va al final, y pasa lo que pasa. En realidad, nos admiran estos italianos, tan dados a los arreglos, tan sabiamente diplomáticos; facciamo una piccola combinazione... En el Renacimiento, te envenenaban con una sonrisa que casi había que agradecerles. Ahora guardan las formas hábiles en sus negocios, en las relaciones internacionales, hasta en los deportes. Se salen con la suya hasta cuando parece que te están haciendo un favor. Son casi institucionales las trampejas amabilísimas de los taxistas. Contaba un famoso corresponsal en Roma que en su viaje de despedida, camino del aeropuerto, se dispuso a no dejarse timar. Al llegar a Ciampino pidió factura por el importe del servicio, que le fue extendida con toda pulcritud. Todo en regla. Hasta que ya en la sala de embarque se dio cuenta de que el taxista se había quedado con el bolígrafo que le había dejado. En fin, ya lo adelantaba, el tráfico tumultuoso es uno de los tipismos romanos más conocidos. Los atascos son impresionantes, y muy mal recibidos por quienes tienen que padecerlos. Es difícil ver a un romano verdaderamente enfadado, excepto cuando conduce un automóvil y se encuentra con un embotellamiento. En parte por este motivo, y en parte por el carácter anárquico y desordenado de la ciudad, los romanos conducen como locos, aceleran al máximo cuando pueden, hacen maniobras bruscas no anunciadas previamente, te adelantan lo mismo por la derecha que por la izquierda, se meten por la dirección prohibida, se saltan los semáforos —lo mismo hacen, por supuesto, los peatones— y aparcan donde no deben. Los guardias adoptan una actitud muy digna, y en esa actitud se quedan. Todo eso, me apresuro a decirlo, no desvirtúa, antes refuerza el 150

sabor especialísimo y la simpatía contagiosa de una ciudad que sabe latín desde hace dos mil quinientos años.

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12. JORNADA VATICANA (1987)

Una vez se encuentra el peregrino en la Via della Conciliazione, siente que sale de Roma para entrar en Roma. Es una sensación muy difícil de explicar y no la explico. Realmente, se sale de un estado, Italia, para entrar en otro Estado, el Vaticano, pero no solo se trata de eso. Es un cambio que tiene todos los significados posibles, entre ellos, uno más el que va del desorden gracioso y atrayente al orden grandioso: que es tal vez el primero que se percibe, sin tener en cuenta otros factores mucho más profundos. Cuando llega uno por primera vez al Vaticano, ya se conoce de memoria todas las imágenes, como si hubiera estado allí infinidad de veces. Ya sabe de la excelsa sabiduría de unas proporciones que enmascara la enormidad de las dimensiones reales, y por tanto las cosas que se ven parecen más pequeñas de lo que se imaginaba. Sí, todo eso ya es sabido, archisabido; y sin embargo el que llega no puede evitar una sensación estremecedora de sorpresa. La realidad, por realidad y por admirable, supera todas las suposiciones. Y me estoy refiriendo tan solo a la impresión visual de lo contemplado, no a lo que significa aquella presencia en cuanto principio y fin de todos los caminos del mundo. Columnata La columnata de Bernini no por conocida ha dejado de sorprenderme. A mí me sorprende hasta la geometría. Se dice que es una enorme plaza elíptica. Lo es y no lo es, ahí está el misterio. Es elíptica la línea marcada en el suelo. El plano consiste en otra cosa: dos semicírculos opuestos separados por un cuadrado. Las fuentes señalan los teóricos focos de la elipse, pero esos puntos maravillosos, indicados también en el suelo, en que el tetrástilo de cuatro columnas se convierte en una sola columna visible en todas las direcciones en que se observe, no coinciden con los focos, sino con un punto intermedio entre ellos y el centro. La extraordinariamente sabia geometría deja al observador absorto de admiración, pero más admira aún la suprema armonía. Bernini, tan ganado por la dinámica movida del barroco en otras de sus obras, logra aquí el triunfo supremo del canon, la absoluta serenidad, una serenidad tan bella, que la belleza vence a la grandeza, y por eso mismo nadie podría decir que la plaza de San Pedro es grande. Ni pequeña tampoco: no se puede medir, no se debe medir —aunque los prosaicos medidores sumarán 320 metros de eje mayor—, a pesar de sus armónicas proporciones geométricas, o quizá exactamente gracias a ellas. Todo, la columnata con sus cuatro hileras de columnas, las estatuas que gravitan sobre ellas, las fuentes, el 152

obelisco, son la pura manifestación del equilibrio: y, sin embargo, pese a esta estricta proporción de las formas y las posiciones, el conjunto no resulta frío, hay algo que está por encima de la geometría misma, aunque no se sepa lo que es. Bernini concibió la columnata como «los brazos abiertos de la Iglesia, que acoge a todos los fieles que acuden a ella, y a todos los que no son fieles, también»; y no tengo la menor dificultad en creerme esa bellísima intención. Ya sé que la columnata no parte directamente de la fachada del templo: lo impiden los edificios de la residencia pontificia y los museos, construidos ya antes que ella, y que no era posible derribar para despejar el terreno. Lo afortunado es que el ámbito de separación entre el semicírculo y la solemne rectitud de la fachada, lejos de constituir un estorbo, evita toda ofuscación de una cosa por otra y sirve para prolongar todavía más el maravilloso camino hacia la glorificación final. Hay inconvenientes que, no se sabe cómo, acaban transformándose en ventajas. ¿Obra del genio?, ¿obra de la casualidad? En el fondo da lo mismo. Fachada La fachada, columnas, frontón, ventanales, frisos, relojes, estatuas, es la fachada más conocida del mundo, y por eso no depara sorpresas. Es lo que sabemos que es, aunque produzca, dentro de su aparente frialdad, una mezcla inevitable de admiración y veneración. La enorme cúpula, conforme el observador se acerca, se va ocultando tras el solemne paramento, en una sucesión de funciones contemplativas que por necesidad hubo de ser estudiada. Primero es la cúpula, elevada con prestancia suprema por el altísimo tambor, que lo domina todo. La cúpula se hace ver desde muchos sitios de Roma y de fuera de Roma. Al final, a la hora de entrar, no hay más que fachada. No sé por qué, los dos relojes simétricos que campean casi en los extremos del último cuerpo, me parecieron el detalle más armonioso de todos, el toque genial que rompe por una vez con la serenidad severa de las líneas rectas, para añadir una especie de gracia sonriente que, casi sin pensar, lo ilumina todo de amable, acogedora simpatía. Nunca podré olvidar, es curioso, los dos relojes de la fachada de San Pedro. Interior Entré en la basílica de San Pedro, como se que ocurre a casi todo el mundo, con dos sensaciones contrapuestas: una, la de penetrar en el corazón mismo de la Cristiandad, con todo el sentido que eso por sí solo proporciona; otra, la frialdad, la oscuridad, la pesadez de las formas. Poco a poco va uno recobrándose de la impresión inicial. No es que San Pedro posea el recogimiento del románico o la gracia angélica del gótico, pero conduce con enorme dignidad al final del camino, guía con absoluta lógica a lo que es su objeto. No distrae la atención, no perturba, sino que serena casi sin que se sepa cómo. Y va descubriendo poco a poco, sin prisas, esa grandeza piadosa que es su razón de ser. Grandeza, por supuesto, aunque, como lo sabemos todos, la perfecta proporción la disimula lo mismo que en el caso de la columnata. Hay que moverse para ir apreciando sus verdaderas dimensiones: 186 metros de longitud tiene su nave principal (con el 153

pórtico cubierto, esplendoroso, que fue una de mis grandes sorpresas, más de doscientos). Para recorrer cada una de las columnas hacen falta veinticinco pasos, y los pilares que sostienen la cúpula miden 73 metros de perímetro. Bajo las bóvedas de la nave central podría cobijarse el gran obelisco de la plaza, sin que la punta llegase al techo; y, más increíble todavía: bajo la cúpula de Miguel Ángel, con sus 136 metros de altura, cabría holgadamente la Giralda. Sé que, para un sevillano, semejante afirmación sería muy difícil de creer: hay que venir a San Pedro para creer. Aquí creer es muy fácil. Y si uno desea tomarse la molestia, puede subirse los 551 escalones para ahorrase el ascensor. La grandeza se comprueba así, recorriéndola. Pero, una vez comprobada, no aplasta, sino que transmite la paz y la armonía. Al final, la Gloria del Bernini es como la ventana del Paraíso, la luz que llega a través de aquel transparente, como si viniera del Más Allá. Y quién sabe, tal vez viene. La Sixtina He visitado la capilla Sixtina ocho días después de su reapertura, tras otros tantos años de restauración. Es significativo, han tardado más en restaurarla que en pintarla: un detalle que dice mucho del cuidado de los restauradores y de la genialidad de Miguel Ángel. Está tal vez como la vio Julio II. A la vista del natural, aparece más claro que en la fotografía que aquello no es pintura, o no es solo pintura, como también se ha dicho de las Meninas. Arte total, si se quiere. Hay soberanía poderosa, pero no hay composición porque Miguel Ángel no la buscó. En la bóveda todo aparece entremezclado en un aparente caos, como en mil cuadros distintos que hay que ordenar como un rompecabezas, o más bien contemplar y analizar detenidamente las figuras, una a una, como si las demás no existieran. El genio no está en el conjunto, sino en cada individualidad, o en cada detalle de cada individualidad: los ojos que todo lo auscultan de la Sibila, o ese contacto sin contacto entre el dedo del Creador y el del primer hombre: el centímetro de vacío más lleno de algo de todo el Universo. Por su parte, el Juicio Final es una colección de figuras relacionadas y aisladas a un tiempo. Hay espacios sin representar, cuya función de aparente nada supongo que habrán analizado los entendidos, que yo no entiendo, ni puedo explicar el papel de los vanos intermedios, o la personalidad de cada individuo, que requiere también un análisis individual, como si solo él existiera en el fresco. Se siente la impresión de que Miguel Ángel se enfrentó a lo imposible, como solo puede decirse de los genios: pensemos en el Beethoven de la Novena Sinfonía o en el Shakespeare de Hamlet. Si hubo un fracaso, fue el fracaso más portentoso e inimitable del mundo. Fuerza, expresión y poder, estallido del mal genio del genio, que soltaba un taco grueso cada vez que un goterón de pintura caía en la cara del artista, que no paraba de lanzar juramentos ni delante del papa. Quién sabe si los goterones fueron solo un pretexto para aquellas expresiones de fuerza sobrehumana. Confío en que el mal genio que se sigue escuchando inevitablemente en aquellas figuras no distraiga a los cardenales a la hora de elegir al sucesor de Pedro: para que no lo hagan ya se encarga el hálito del Espíritu Santo, por más que a lo largo de veinte siglos de historia no es nada seguro que siempre le hayan hecho caso. 154

De la Capilla Sixtina sale uno impresionado, si se quiere, desasosegado. Para regresar a la paz no hay como volver a entrar en la basílica, incluso sin necesidad de abandonar a Miguel Ángel: en la primera capilla, a la derecha, está la Pietà. Tampoco la Pietà es solo escultura, sino mucho más: tiene alma, entre otras cosas. Una madre que parece más joven que su Hijo sostiene el cuerpo yerto, yerto de verdad, aunque sea imposible verle la cara. La vida y la muerte, y, no sabemos dónde, también la Resurrección. Perfecta anatomía, estudio hasta el último detalle de la profunda corporeidad del ser humano, que es también espíritu al mismo tiempo. Un espíritu que aletea sobre el conjunto, que tiene vencida ya a la muerte, y que es mucho más espíritu que cualquier otra obra del Renacimiento. Cuando uno sale de San Pedro siente que ha subido por una vez en la barca de Pedro, esa barca que sufre el rugido de los vientos, que zarandean las olas de todas las tempestades de este mundo, pero a bordo suena un «no temáis». Una barca que a pesar de todo no se hunde, ni se hundirá jamás.

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13. EL MAR DE COLÓN

Llevamos no sé cuántas horas volando sobre el mar azul y las nubes blancas. No sé cuántas, porque en estos casos el reloj no sirve para nada. Marca la hora del país que hemos dejado, que no es la del meridiano que estamos atravesando, ni tampoco la del país al que nos dirigimos, cuyo huso horario es también muy distinto al válido ahora mismo. La hora es un concepto muy preciso para el que practica una vida sedentaria, el que se levanta todas las mañanas y se acuesta todas las noches de acuerdo con un horario establecido, o séase con lo que marca su reloj. Los pilotos de las líneas aéreas tienen que adelantar sus relojes cada dos por tres, levantarse cuando en su casa es por la tarde o dormir poco después de la salida del sol. Lo mismo ocurre a los viajeros que, en este siglo de los desplazamientos aéreos, viven noches de cinco horas o días de veinte, y han de adaptarse al cambio después de realizar un viaje. La mayoría de los seres humanos no nos damos cuenta en nuestra vida cotidiana de que cuando cenamos, para los australianos ya es mañana, o a la hora del desayuno no reparamos en que en las Hawaii todavía es ayer. Curioso planeta el nuestro, tan bien organizado y tan bien comunicado, pero que por esférico y en continua rotación, resulta ser un mundo en que el tiempo es siempre un concepto relativo. Solo sé que hace bastantes horas que hemos despegado de Barajas, y sigue a nuestros pies el océano azul e imperturbable. Sí me doy cuenta de que estamos a la altura de los alisios, y los dos frentes nubosos que hemos atravesado quedan ya muy atrás. Pero la propia persistencia del azul del mar hace el viaje todavía más interminable. Allá abajo no se distingue un punto concreto, ni un barquito, nada. Como si viviéramos en tiempos precolombinos, o como si el pájaro en que volamos se encontrase detenido sobre la inmensidad de las aguas. Qué grande es el mundo, qué pequeños somos nosotros, o qué lentos son los aviones aún en tiempos de los turborreactores. Es curioso: nunca me había parado a pensar en lo lentos que eran los viajes sobre los océanos en tiempos de la navegación a vela. Sí, Colón llegó a Guanahaní un doce de octubre, después de haber partido un tres de septiembre; o Magallanes arribó a las Islas de los Ladrones año y medio después de haber zarpado de Sanlúcar; o Cook no tardó menos, en pleno XVIII, en descubrir Tahití, no puedo menos de pensar en la infinita paciencia y el infinito aguante de una siempre incomóda navegación de semanas, meses, años interminables, sin ver más que mar y cielo, como si los barcos estuviesen detenidos por media eternidad. En ocasiones, tampoco podrán estar seguros de si algún día iban a avistar una nueva tierra, ni siquiera de que esa tierra pudiera existir. Y es ahora, en un vuelo trasatlántico diurno, cuando tomo conciencia por primera vez de lo desesperadamente interminable —aparte 156

de aventurada y peligrosa— que es la travesía de un océano. Al cabo de una eternidad, y casi por sorpresa, comienzan a levantarse poderosas formaciones de nubes. Torres, yunques, hongos, mariposas, camellos, las formas más variadas, e inimaginables que he visto nunca. El cielo se transforma en un caleidoscopio de personajes casi vivos, del tamaño de enormes montañas celestes, que hacen gestos desde todas partes. Cúmulus congestus, las nubes bellísimas y fabulosas del Caribe que hacen acto de presencia en un escenario hasta ahora de absoluta monotonía. Estamos cerca de tierra, eso no falla. Cuántos navegantes de cuántos siglos supieron relacionar estas nubes de increíble fantasía con la cercanía de las islas que buscaban... o tal vez de islas desconocidas. En las aguas, allá abajo, se adivinan finísimas líneas que revelan el fuerte oleaje inducido por el alisio. Emoción. El piloto nos advierte después de un breve y educado aviso: —Buenas tardes, señores pasajeros: estamos volando sobre la isla Dominica. Dominica. Un domingo de noviembre de 1493, Colón, que buscaba Cipango al sur de la tierra descubierta en su primer viaje, dio con esta isla, bella y anubarrada. Al fin tierra, después de un viaje interminable. No sabía que Cipango quedaba medio hemisferio más allá. Cuántas singladuras aún por definir. Qué grande era el mundo, qué inmensa la Mar Océana. Lo es para un avión, lo fue infinitamente más para una carabela. Aún restan para quien sigue el camino que marca el declinar del sol, mil millas hasta la Tierra Firme. Pero al final, por largo que sea ese camino, un Nuevo Mundo está esperando.

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14. HISTORIADOR EN NUEVA YORK (1985)

Hemos salido de Madrid a la una de la tarde y hemos llegado a Nueva York a la una de la tarde. Milagros de la velocidad de los aviones, de los caprichos de los relojes y del hecho de que en España marchamos con dos horas de adelanto y aquí no. Otra cosa es el tiempo útil, porque una cosa es el viaje y otra los trámites del viaje. Hay que resolver todos los requisitos obligatorios a la llegada de un vuelo, recoger los equipajes cuando los descargan, pasar por aduana y someterse a las inspecciones de «inmigración»: aquí soy, por primera vez en mi vida, un inmigrante (me recomendaron que no dijera que vengo a un simposio internacional, sino de turismo, para evitar complicaciones); y hasta he tenido que hacer una declaración solemne y por escrito de que no soy comunista. Jamás he tenido que hacer este aserto en España, ni en los tiempos más estrictos de la dictadura, y sí en el país que goza fama —no digo que inmerecida— de ser el más democrático del mundo. Aquí son las cosas muy distintas que en Europa, y a veces es menester no tratar de explicarlas, sino aceptarlas. Luego, el largo viaje del Kennedy a Manhattan, a través de las zonas residenciales de Queens, entre viviendas bajas rodeadas de zonas ajardinadas, lo más opuesto que se puede imaginar a aquella visión tópica de Nueva York. De pronto se descubre al otro lado del puente de Williamsburg el bosque de rascacielos y, en efecto, se cumple el tópico, que parece a la vez grandioso y absurdo. Nos metemos por entre calles y avenidas que me parecen sorprendentemente estrechas, hasta que llegamos al hotel, que se encuentra en la avenida Lexington esquina a la calle 49. No terminan aquí los trámites retardatorios, porque en recepción me aseguran que no esperan a ningún mister Comellas, y no hay habitaciones disponibles. Al cabo de hora y media estoy a punto de buscar otra solución, hasta que se descubre que ha ocurrido un error de fechas, y habían anotado nuestra llegada para el día de ayer. Al fin, en un cuarto no muy hermoso, pero suficiente, del piso 26, que en Nueva York es un piso bastante bajo, descubro que justo enfrente está la fachada a Lexington del Waldorf Astoria. Menuda pretensión de hace un momento, cuando intentaba cambiarme de acera. Callejeo A todo esto, son las cinco de la tarde. Ya sé que los trámites, aquí como en todas partes, son mucho más lentos que los aviones. Nuestros relojes marcan las once de la noche, pero luce el claro sol de primavera de la media tarde. Nunca está uno lo suficientemente cansado cuando se trata de explorar lo nuevo. Atravesamos Lexington, Park Avenue, la Madison, y nos metemos por la Quinta Avenida, como mandan los 158

cánones. Seguir los tópicos es a veces muy conveniente. Encontramos enseguida la catedral de san Patricio, y allí penetramos como primera visita a la ciudad. Por fuera es un bello templo neogótico, inspirado en la catedral de Colonia. Hubiera sido imponente si no estuviera abismada por dos rascacielos cercanos: no por ello pierde su belleza, que eso es otra cosa, pero parece una catedral pequeñita. Por dentro puede resultar un poco fría, pero es silente, y observo no sin cierta sorpresa que las docenas de personas que están en ella no son turistas, como en todas las catedrales de Europa, sino fieles. Unos rezan, otros leen sosegadamente. Muchos son jóvenes. Y uno se siente movido a quedarse por un rato, como si lo demás no existiera. Cuando se sale al exterior, rascacielos por todas partes, que al fin y al cabo esto es Manhattan; pero, debo añadir, pocas veces se siente uno ahogado en un abismo. Es cierto, los rascacielos son monstruosos, unos de treinta pisos, otros de ochenta, alguno de más de cien, en un caos de desigualdades que parece alucinante; pero nunca se ve un rascacielos pegado a otro, por doquier se encuentran espacios abiertos en que resulta posible respirar. Nueva York es distinto de todas las grandes capitales europeas; pero si el recién llegado evita mirar hacia arriba —y el ejercicio llega a desnucar a cualquiera— puede casi imaginarse en una ciudad convencional, con su tráfico intenso, pero no más atosigante que en Madrid, en Londres o París, con sus aceras y sus gentes presurosas, con sus vendedores ambulantes, sus escaparates, autobuses y sus semáforos, en que la falta del verde (en una ciudad donde no parece haber sitio para setos, y menos para jardines) se nota hasta en estos artilugios de los pasos de peatones que señalan en blanco WALK y en rojo NOT WALK, y a los que la gente hace, cuando puede permitirse la audacia, tan poco caso como en Madrid o en Roma. Evidentemente no estoy en Madrid ni en ninguna otra gran ciudad española. En primer lugar, porque todos los letreros están en inglés; en segundo y casi principal lugar, porque no se ve una sola pintada política o subversiva, un hecho que puede llamar la atención cuando se llega de un país en que se desborda por doquier la pasión política y el afán de manifestarla. Parece que la mayoría de los neoyorquinos permanecen ajenos a esas pasiones o las sienten con una cierta lenidad, como si se tratara de un tema secundario o terciario en sus afanes, que evidentemente son otros. Hablaré en su momento de la gente. Trataré de completar, siquiera de momento, la primera impresión de la presencia urbana. Este primer paseo por Nueva York, descontada la sensación inmensa pero no del todo atosigante de los rascacielos, ha tenido algo de perfectamente natural, con el aliciente que siempre proporciona lo que no se ha visto nunca. Es imposible perderse en Manhattan. Todo son avenidas y calles, y como casi todo el mundo sabe, tanto unas como otras están numeradas. Pensé que las avenidas eran mucho más anchas que las calles, y no es así. Hay calles, como la 42, que son más anchas que las avenidas, y avenidas, como la Park —única de doble dirección— más anchas que otras: pero todas increíblemente estrechas para lo que es la ciudad. Se conoce que se hicieron los trazados mucho antes de que comenzase el tráfico motorizado y de que se construyesen los rascacielos. Conté cuidadosamente los pasos, y puedo asegurar que la Quinta Avenida es unos dos metros más estrecha que mi sevillana Virgen de Luján, que ni siquiera se considera avenida; ni llega a los principales tramos de la Gran Vía madrileña, menos a la Castellana, los Campos Elíseos, la Unter den Linden, y nada digamos de la bonaerense Nueve de Julio, que ya se pasa un poco de anchura. Es 159

increíble en una ciudad como Nueva York. Ya es sabido que las avenidas son las longitudinales, de norte a sur, y por consiguiente las más largas, larguísimas. Broadway tiene 14 kilómetros. Catorce avenidas en total, sin contar con la Roosevelt, que no es exactamente una avenida, sino autopista exenta; y al otro lado, con idéntico papel, la West Highway. No hay sitio para más —con ser ya mucho—, porque la isla de Manhattan es mucho más larga de norte a sur que de este a oeste. Y las calles son transversales a las avenidas: hay más de doscientas. Como las avenidas, están numeradas, y se empieza a contar por el sur: quizá por razón del progresivo desarrollo de Nueva York a partir de la zona del puerto. O mejor dicho, en esa zona primitiva, cercana a Battery Park, las calles no tienen número, sino, para más humanidad, un nombre propio, en algunas ocasiones tan vulgar —aunque famoso— como Wall Street, donde estaba el muro de defensa. Tampoco las avenidas —otro detalle humano— guardan un orden estricto. Tenemos la Primera, la Segunda, la Tercera, la Lexington, la Park, la Madison, la Quinta, la Sexta, la Broadway ligeramente diagonal que cruza la anterior; la Séptima: y desde entonces, hasta el West Side, que yo sepa, ya siguen su orden. La Sexta recibe también el nombre de Avenida de las Américas, que es el oficial aunque la gente prefiere el numérico. En el cruce con Broadway se encuentra lo más parecido a una plaza en el centro de Nueva York, la Times Square, que no es más que un triángulo, que se utiliza para actos oficiales, fiestas y concentraciones, aunque en él no cabe ni la diezmilésima parte de la población de la ciudad. No me molestan estas pequeñas irregularidades que, ya digo, parece que humanizan lo inhumano. Entre la Tercera y la Quinta Avenida hay tres, y ninguna se llama Cuarta. Lo más notable en Nueva York, y que ya empieza a definir su variedad, es la personalidad específica de cada avenida y hasta de cada trozo de avenida. La Primera es discreta, la Segunda residencial, la Tercera de mediano comercio, Lexington está llena de hoteles, Park Avenue es lujosa y señorial, todo lo que aspira a elegante tiene que ubicarse allí; Madison es bulliciosa y variada; la Quinta tiene el gran comercio, los grandes bancos, o edificios de referencia, como la catedral de San Patricio o la Biblioteca Pública, esa pesada construcción que es la más grande biblioteca del mundo; y, además, como forma esquina entre la Quinta Avenida y la vital calle 42, constituye un lugar habitualísimo de cita y de encuentro. La Sexta es animada, siempre llena de gente; Broadway, desenfadada: allí no se concibe otra actividad que la diversión; la Séptima es desigual, y a partir de allí, hacia el West Side, alternan la aventura, las bandas organizadas y los intentos de rehabilitación. Esto no es más que una tosca sugerencia de los infinitos Nueva Yorks que hay en Nueva York. Los mismos barrios cambian de aspecto de forma sorprendente, a veces en pocos años. Harlem fue en otro tiempo un barrio residencial respetable, de viviendas muy dignas, dotadas de una regularidad que no es fácil encontrar en otros barrios neoyorkinos: quizá, a primera vista, lo más europeo de América. Un buen día, los allí residentes decidieron cambiar de ubicación y se trasladaron a otros barrios, dejando sus viviendas más o menos abandonadas, hasta que luego las ocuparon los negros o los hispanos, que ahora, hay que decirlo, las tienen cochambrosas: aparte de que, como aquí te repiten en continuo latiguillo, la misma policía no se atreve a penetrar en lo profundo de Harlem. Esto de los cambios y retrocesos parece ser fruto de una lucha continua entre 160

vecindades. Lo que era barrio de los italianos es ahora en gran parte barrio chino, como que a los mediterráneos solo les quedan unas cuantas calles en las que se defienden con cierto éxito —aparte de con armas, cortas o largas, apenas hay que decirlo—. Parece que, mafia por mafia, la amarilla es más eficaz, aunque no puedo precisar más. El barro chino o Chinatown está lleno de honorables restaurantes y honorables clientes durante el día, y resulta altamente recomendable no aventurarse allí por la noche. Soho —cuántos nombres londinenses, a veces de connotaciones sensiblemente parecidas— fue una zona aristocrática, pasó al mundo del hampa, y ahora está siendo rehabilitado. El Village pasó de barrio antiguo a ultramoderno, con bloques exentos y ¡al fin! jardines. En Nueva York todo fluye, todo cambia, que diría Heráclito. Me cuentan que después del letargo invernal uno sale de paseo por las calles y no las conoce: donde estaba una iglesia, hay ahora un banco; unos grandes almacenes se han convertido en una pista de patinaje sobre hielo, o un bonito grupo de chalets en un rascacielos de aluminio y cristal. Todo es impredecible. No se puede decir en un momento determinado cuáles son las zonas de más porvenir. Nueva York es en este aspecto la ciudad más caleidoscópica del mundo. Allí hay todo lo imaginable. Pero nada inamovible. Toda la gente Y lo que se dice de la ciudad puede decirse de sus habitantes. Nueva York no será la mayor ciudad del mundo, pero sí la ciudad mundo: el mundo entero está allí, en abigarrada e indescriptible mescolanza. Hay unas cuantas variedades de negros: los del hampa, los pequeños vendedores, los empleados en los servicios —porteros, taxistas, camareros—, los que trabajan en funciones propias de las clases medias, y los ejecutivos, vestidos correctísimamente, impecables, elegantes, con sus carteras lustrosas y un aire indudable de distinción, que no tienen tal vez sus congéneres de rostro sonrosado. Hay ya una clase media negra bien situada y por lo general estimada. Se integran, me dicen, mejor que los hispanos. Tal vez es que llevan en Estados Unidos siglos, y los otros no; tal vez se trata de un problema idiomático. Algunos universitarios me arguyen un poco molestos que los negros aprenden un buen inglés, y los hispanos se niegan a hacer lo mismo, aferrados a su lengua de siempre. Trato de matizar las cosas, aunque tal vez no acierto del todo. Los negros nacen oyendo hablar inglés, porque aquí han olvidado el swahili desde el siglo XVII, mientras los hispanos son inmigrantes recientes: pero también ocurre, y pido que se me entienda, que el castellano es uno de los vehículos de expresión más ricos, más sonoros, más claros y más potentes que existen en el mundo, y sería un disparate olvidar esa joya. Otra cosa es que aquellos que eligen residir en Estados Unidos debieran aprender también inglés. Porque no lo hacen, se unen entre sí, forman minorías poco asimiladas, y les cuesta integrarse. Los hispanos son alegres, comunicativos, aficionados a cantar y festejar: un español puede ser estimado por ellos, pero se echa de ver que constituyen un mundo distinto. Hay asiáticos misteriosos y de lentos andares: nunca se ve un asiático con prisas, como ocurre con el resto de los habitantes de Nueva York: los más movidos de entre ellos son por supuesto, los japoneses, casi siempre acompañados de compatriotas, bien vestidos y con cierto aire de timidez, como pidiendo disculpas a todo el mundo, aunque ellos saben muy bien a lo que 161

van. O chinos vestidos de chinos, como para que se los distinga de los japoneses, tal vez también porque son muy tradicionales. O rabinos solemnes, con sombrero hongo, grandes barbas y levita, que parecen ir rezando o murmurando algo por la calle. O irlandeses pelirrojos de corbatas chillonas y con aires de ir pregonando que lo son. O germanos, o eslavos, o griegos, o hindúes de turbante o sari, o anglosajones hasta la médula, que también se los encuentra uno, iba a decir a veces. Los únicos que no he encontrado en Nueva York son indios americanos. Y todos ellos pasando y parando, hablando y cantando —no solo los hispanos, conste —, en grupos o aislados, sin transiciones, sin cambios paulatinos, entremezclados caóticamente sin renunciar ninguno a su identidad, que más parece que tratan de mostrar que de disimular, en un todo junto, todo denso, casi aplastante. Es el más fabuloso muestrario humano que es posible imaginar, un museo viviente de todas las razas, de todos los pueblos, de todas las lenguas. Nueva York es el mundo entero. Ya sé que hay mundo más allá, pero no hace falta viajar para verlo. Mucho se suele contar de la indiferencia del neoyorkino hacia todo lo que le rodea: no se fija en los demás, vive para sí mismo, camina aprisa para sí mismo, como si el prójimo no existiera. Debo matizar el tópico. Todos los tópicos tienen algo o mucho de cierto, pero no son ciertos en todos los casos. Entre otras razones, aquí, porque Nueva York es la ciudad mundo y las distintas gentes del mundo se comportan de diferente manera. La frialdad no es una nota generalizada. Es cierto que la gente va a lo suyo, y que lo suyo es casi siempre importante, y le corre prisa, porque las distancias son largas y hay que llegar a la hora. Pero también, repito, hay grupos, hay animación y alegría, hay personas que marchan hablando por la calle, y nunca falta cuando menos una dosis de educación. El ciudadano se detiene y procura satisfacerte cuando le haces una pregunta, y aunque las prisas derivan en inevitables tropezones, todos los viandantes llevan en la reserva un excuse me que sueltan mecánicamente, y siguen su ruta… La gente en Nueva York viste de muchos modos, mejor dicho, de todos los modos; pero, en general, y me refiero significativamente a Manhattan, no va mal ataviada. En Europa nos formamos una falsa idea sobre la vestimenta habitual de los americanos, cuando vemos a los turistas de anorak, niqui, pantalones cortos o sandalias. Aquí es asombroso ver el número de mujeres que van por las calles de tacón alto, con las distancias que normalmente tendrán que recorrer. Las ejecutivas van más elegantes que los ejecutivos, y de ellos, los que mejor cuidan la imagen son los negros. Hay señoras de sombrero, señores de chaleco impecable y niños que parecen de primera comunión. Sí, hay niños en Nueva York, no en un número llamativo, pero más de los que suponía. Los sacan a pasear, en cochecito o a pie, las madres o ayas de limpio uniforme. He visto por las calles pocos gamberros, pocos hippies, pocos punkies y demás fauna tan abundante por las grandes ciudades de Europa, y, por supuesto, en España. En Broadway, un individuo de mala catadura ofrecía coca, aunque no he visto que nadie le hiciera caso. Se que está en marcha una campaña de concienciación contra la droga, que bien quisiera ver repetida en otras partes, como también esos movimientos en favor de la familia, fáciles de encontrar aquí, Hubiera tenido que permanecer más tiempo para conocer su alcance real.

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Naturaleza casi pura Donde hay niños en abundancia es, lógicamente, en Central Park. La verdad es que no hay en muchos kilómetros a la redonda otro sitio realmente adecuado para llevarlos. Central Park es una enorme isla verde —qué excepción— en el centro de Nueva York. Hace verdadera falta, y vendrían bien otros parques, menos centrales si se quiere, distribuidos a lo largo y ancho de la ciudad. No los hay: por compensación, este es un parque gigantesco: tiene como cuatro kilómetros de largo por uno de ancho. Un rasgo típicamente neoyorquino: es un rectángulo perfecto, como si a Nueva York le faltasen ángulos rectos. Deberían estar prohibidos los parques rectangulares, y posiblemente lo estén, porque todos los que he visto en el mundo entero tienen su fantasía y sus curvas amables: este es la rigurosa excepción. Por fortuna, una vez dentro, desaparece todo vestigio de geometría. Es un mundo variado e informal, no muy bien cuidado —un detalle que se agradece, porque lo hace menos urbano y más selvático—, donde a cada momento se encuentra un cambio de paisaje. Hay zonas de prado, de bosque, de lagos, de peñas, recreos infantiles y un zoo que está en remodelación. Es fácil perderse por allí —qué goce en una ciudad donde es imposible perderse— y en aquellos parajes casi cabe imaginarse que se está viviendo una aventura. Lo que más llama la atención es la irregularidad del terreno: a diferencia del resto de la ciudad, hay cuestas, elevaciones, valles, afloramientos de rocas y hasta verdaderas colinas. Hasta el punto de que tal vez Central Park no sea producto de una iniciativa estética, sino de la necesidad. Hubiera sido un problema urbanizar, y más hacerlo geométricamente, una zona tan accidentada. Como en Nueva York los humanos son capaces de todos los imposibles, pensé por un momento en montañas artificiales. Desdicen la sospecha esos afloramientos de rocas redondas, oscuras, a veces ligeramente ocres, que parecen de granito y pizarras cámbricas: surgen por todas partes y con buzamientos consecuentes. Central Park está lleno de peñas de verdad. Y solo ahora comprendo lo de los rascacielos. Siempre imaginé a Nueva York, y especialmente a Manhattan, como una barra arenosa —quizá por aquello de Sandy Hook—, o una isla marismática entre dos ríos de llanura que ya están desembocando. Pues no es así. Manhattan es un islote de peña viva en forma de cetáceo, y aunque en las calles apenas se notan las pendientes, repartidas sin prisas en una docena de kilómetros, he visto que en la zona noroeste la escarpa se levanta unos 150 metros sobre el Hudson. Manhattan puede aguantar todos los cientos de pisos que le echen. Ya digo que Central Park es tan complejo y variado, que en él se pierde uno con facilidad. Imagino que debe existir una oficina de niños perdidos. No tiene la elegante delicadeza de los grandes parques europeos; pero es absolutamente necesario como pulmón de la enorme ciudad, aunque sea un pulmón rectangular. Apenas hay otros espacios verdes, y escasean incluso los espacios abiertos. Nueva York es posiblemente la gran ciudad del mundo civilizado en que es más difícil encontrar algo parecido a una plaza. La estrechez de las calles y el intenso tráfico peatonal impiden en casi todas partes plantar arbolitos en las aceras. El neoyorkino sufre 163

la falta de árboles, de setos, de jardines, pero hace lo que puede por paliar el mal. Uno de los detalles que más llaman la atención es el de los grandes buildings, bancos u oficinas, que tienen una planta baja como de ocho o diez metros de altura, y en ella no hay mesas, ventanillas o mostradores, sino árboles, árboles de verdad, entre macizos de césped y retoños de flores. Uno quiere entrar en un centro financiero y se encuentra en un bosque. Si quiere tomar el ascensor ha de seguir varios senderillos caprichosos y enarenados. Los neoyorquinos son muy aficionados a las flores: por todas partes se ven floristerías, o personas con ramilletes pequeños en las manos. Las mesas están llenas de flores, y también muchos despachos. Park Avenue es la única avenida que puede permitirse un seto central, de un verde reconfortante. Es la vuelta a la naturaleza, que los neoyorquinos practican de la única manera que pueden. Y algo es mejor que nada. El simposio y la gente En estos apuntes apenas debo hablar del simposio sobre los problemas de las ciudades. Se habla todos los días, en ocasiones sobre temas de interés o por personas que saben ofrecerlo; otras sesiones resultan más bien aburridas, si bien es cierto que no todo el mundo se ilustra o se aburre con lo mismo. He tenido ocasión de encontrarme con John Elliot, ahora trasladado del King’s College londinense a la universidad de Princeton: siempre tan agradable, tan cordial, con esa finura intelectual tan suya. Cómo me alegro de haberlo visto de nuevo, esta vez en este Continente. Edward Malefakis es otra cosa, muy otra cosa, con su humor salpimentado y sus ideas originales. Parece como si en cada momento se le estuviese ocurriendo una idea distinta. También ha sido otro encuentro casi inesperado. Por cierto, y eso no lo sabía en absoluto, que es un extraordinario cocinero, y tiene montado un famoso restaurante griego en el Soho: me ha invitado a visitarlo; pero como no estoy seguro de si la visita es con menú incluido, me he abstenido de ir, por temor a quedarme sin mis limitadas pesetas, convertidas eventualmente en todavía menos dólares. Asisten también Oriol Bohigas, que ha hablado de la arquitectura de Barcelona, y Nicolás Sánchez Albornoz, que tiene que ver con el Spanish Institute, un hombre de pocas palabras y muchas ideas. También de pocas y buenas palabras es Rafael Moneo, que ahora da clases en Harvard. Con muchos de ellos es bastante fácil hacer buenas migas. Tras algunas sesiones hay comidas oficiales, pero comoquiera que apenas comenzado el segundo plato se inician los discursos, y la buena educación exige estar atentos, nunca hay forma de terminarlo. Se habla de política, no solo entre españoles, sino también por el interés de los americanos en saber de nosotros y de nuestra democracia. ¿Quién es más demócrata, mister Suárez o mister González? No es fácil explicar las cosas, porque aquí tienen una idea distinta de Europa acerca de lo que es o debe ser una democracia, y sobre todo de lo que es o debe ser la derecha y la izquierda. El interés no es en absoluto pasional, sino exclusivamente curioso, casi científico: al fin y al cabo España es un país lejano y exótico. ¿No tenéis miedo de los rusos? Con lo cerca que estáis de ellos... También los conceptos de distancia son distintos. Por lo demás, en Nueva York no es costumbre hablar de política. La política para los políticos, como las finanzas para los financieros, o los hexápodos para los entomólogos. Ya he dicho que aquí no se conoce el fenómeno de 164

las pintadas, y solamente están pintados los vagones del metro, no con letreros expresivos de cualquier ideología o con reivindicaciones sociales, sino con unos grafiti muy característicos que decoran, si tal puede decirse, los costados de los vagones. Si los empleados los borran, y parece que tienen medios rápidos para hacerlo, a las pocas horas aparecen pintados de nuevo. Por la gente de Harlem o del Bronx. No está claro si se trata de una forma de protesta, de una diversión o simplemente de una costumbre consagrada. La gente no se extraña en absoluto de los vagones repintados; solo se preocupa de encontrar sitio en ellos, sobre todo a las horas punta. El metro de Nueva York, con sus quinientas estaciones y sus más de mil kilómetros de líneas, es una de las instituciones más características de la ciudad, y la gente te pregunta enseguida si has viajado en él. Por supuesto, es, en medio de esta enormidad, un medio de transporte masivo, rápido y relativamente barato. Por lo demás, ya digo, de política, nada. La gente sabe quién es el Presidente, pero duda cuando le preguntas por el nombre del Secretario de Comercio, o hasta por el alcalde actual de la ciudad. Me dicen que la derecha se concentra más bien en las clases modestas, y la izquierda en parte de las clases medias, muy especialmente las intelectuales: de esta última particularidad (en sentido un tanto tópico del «progresismo») tengo ocasión de enterarme todos los días. Arte en Manhattan En Nueva York no hay muchas obras de arte nativas. Los pocos monumentos que intentan serlo difícilmente lo consiguen, y a veces dan pena. En cambio, hay muchísimas obras de arte traídas de fuera. Ello se debe al poder del dólar, al propio complejo de inferioridad intelectual del americano medio, de los magnates neoyorkinos que intentan vestirse con ropas ajenas, a la curiosidad por lo que para ellos es exótico, y a una inteligente política fiscal, que desgrava las inversiones en arte. La mayor parte de los fondos de los museos de Nueva York son producto de donaciones, mitad benéficas, mitad interesadas. Así se han conseguido reunir tantas cosas. El Metropolitan Museum, enclavado al borde del Central Park, con fachada a lo más aristocrático de la Quinta Avenida, no parece demasiado grande por fuera, pero es inmenso por dentro, como que requeriría muchos días de visita, por más que María Jesús y yo no pudimos dedicar más que uno al menester: eso sí, fuimos los primeros en entrar y los últimos en salir, comiendo aprisa en uno de sus varios restaurantes. Allí hay de todo, desde templos egipcios enteros hasta salones de los castillos del Loire, desde arte chino hasta serigrafías árabes. Sin duda hay demasiado, como para que uno acabe agarrando una borrachera de arte o perdiendo el gusto. Se encuentran las mejores calidades, pero no todo es calidad: parece como si se prefiriera el imperio de lo cuantitativo —¡aunque no está expuesto todo lo que hay!—: es decir, hay demasiado, como parece obligación en Nueva York. María Jesús tiene una capacidad enorme para «aguantar» el arte: lo disfruta todo, lo vive todo, lo asimila todo. Y, debo confesarlo una vez más, llego con frecuencia al borde de la saturación. De lo mucho que he visto, solo comento algunos rasgos de pintura. Aquí hay más cuadros de Rembrandt que en ninguna parte: ni Amsterdam, ni Londres ni 165

Viena. Y he visto confirmada mi impresión del mejor retratista de todos los tiempos; cómo reconstruye el genio y la figura con una fuerza que se mete por los ojos del alma, hasta llegar al fondo. Franz Hals es otro retratista extraordinario, que sabe dar a sus personajes todavía una mayor expresividad, como que parece que van a salir del cuadro; pero no profundiza hasta los hondones más íntimos de la psicología. Van Dyck es por su parte muy fino, pero quizá un poco recortadito; y Rubens tiende más a la opulencia innecesaria que a la penetración. Monet me parece mucho más que Manet, y no le llegan Renoir ni Degas. Pissarro es el colmo de la naturalidad amable. Por lo demás, casi todo está en su sitio y en su fama. No hay muchos españoles, y, salvo casos, no de lo mejor: el Conde Duque de Velázquez, o no es la versión original, o no llega a lo que esperaba. No he visto ni un Murillo ni un Zurbarán, y aunque hay bastantes Goyas, no figuran entre lo mejor. Creo que en Nueva York no se puede admirar la calidad de la pintura española, ni a pesar de los excelentes lienzos —cuántos de Sorolla, muy buenos—, que en lamentables condiciones están expuestos en la Hispanic Society, una sociedad venida a menos, enclavada casi en lo peor de Harlem. Una pena. La Coleción Frick, en la Quinta Avenida, calle 70, es relativamente pequeña —una hora de recorrido—, pero excelentemente cuidada: una auténtica miniatura de museo, que vale más que su fama, con ser mucha. Todos los cuadros están muy restaurados: la restauración de cuadros —y otras obras de arte— es una obsesión en Nueva York. A veces demasiado restaurados. Huelen a clara de huevo, y llega un momento en que uno se siente movido a desconfiar: ¿qué es lo que realmente queda de lo auténtico? Aquí no existe, o no se tolera, la pátina. El Guggenheim está también en la Quinta Avenida, más lejos, frente al Parque, un poco más allá del Metropolitan y en la acera opuesta. Enseguida se descubre por qué la gente lo conoce como «el Sacacorchos». La estructura helicoidal puede que sea original, pero seguro que es molesta. Lo más cómodo es subir en ascensor e ir bajando de vuelta en vuelta: si se contemplan con detalle los objetos, la lentitud evita el mareo. El arte contemporáneo exige ser un experto en la cuestión para distinguir lo realmente valioso de lo que es montón. No faltan rinconcitos —curvos todos, por supuesto— con firmas de Picasso, Juan Gris, Braque, hasta Dalí, en que es necesario detenerse. Mucho, muchísimo pop-art. Pero para ver arte contemporáneo es imprescindible ir al MOMA. El MOMA o Museum of Modern Art, está enclavado en el Rockefeller Center, es decir, en el rascacielos más grande, que no el más alto, de Nueva York; y montado en unas condiciones técnicas inmejorables. El visitante pasa de unas secciones a otras a través de jardines colgantes entre invernaderos de aluminio y cristal, que permiten tomar un sano contacto con la naturaleza, aunque resulte ser una naturaleza prisionera. Allí hay de todo, desde postimpresionismo hasta el último grito o tal vez el último silencio de lo actual. Me llamó la atención la evolución de Matisse desde su delicado estilo original hasta los escarceos más modernos, en una peregrinación en que ya no parece ejercer un papel de director, sino más bien de dirigido, a veces casi arrastrado. De lo demás, ahorro el comentario, porque casi todo es como sabía que era o como yo estimo que es, o entiendo que es, o no entiendo, como que siento la impresión de que hay arte que no está destinado a ser comprendido, sino a otra cosa. Había una colección especial del aduanero Rousseau, muy interesante por lo variada 166

—no imaginaba que fuese tan distinto a sí mismo—, aunque en términos generales menos amable y por supuesto menos ingenuo de lo que suponía hasta ahora. Cuando un ingenuo se entera de que lo valoran por ingenuo, trata de aparecer ingenuo: y la ingenuidad solo vale cuando uno no sabe que la tiene. Y ahí estuvo, para mí, la desgracia del Rousseau final. (Quizá sea, mutatis mutandis, que hay que mutar muchísimo, lo que le ocurrió al bueno de Mozart cuando se dio cuenta de que lo que la gente admiraba en él era su cualidad de niño prodigio: y quiso seguir siendo niño prodigio en unos años en que ya no era niño: para mi gusto, lo menos bueno de Mozart es lo correspondiente a una adolescencia en que busca la infantilidad intencionada, y le sale burlona. Por suerte para él y para la música universal, pudo luego mantener su encantadora naturalidad sin afectaciones de ninguna clase). Nadie ha dudado de que Picasso es un genio. Hay que reconocerlo, aunque sea un genio de mal genio o resulte intencionadamente agresivo. Quien en solo tres líneas representa un caballo, que no tiene más remedio que ser un caballo, pertenece al mundo de los genios sin discusión posible. No sé si decir, permítaseme la insensatez en aras de la sinceridad, si tal vez Picasso abusa de su genialidad, si la busca cuando el genio no necesita buscarla: su pintura posee una cualidad aplastante por sí misma. Lo que no puede o no quiere evitar Picasso es un rasgo malhumorado, sin un detalle de simpatía. Para cubistas, prefiero a Braque o a Juan Gris, que son mucho más arquitectos, y, no sé cómo decirlo, más sinceros. ¿Hay sinceridad en Picasso? La simple pregunta me supone hasta un problema de conciencia. Demasiados cuadros para desconfiar en el MOMA. Un enorme lienzo gris uniforme, con una línea vertical rosada: para eso se necesitan cinco metros de tela. O fondos monocromáticos rodeados de un marco. Se lleva la palma un cuadro sin pintar. Completamente en blanco. La representación de la nada, o quizá mejor, la no representación. ¿No está ahí toda la filosofía del no que ha buscado el arte del siglo XX? Para mayor negatividad, el título: «Sin título». Me recordó alguna escena del Gog de Papini. Es como el término del viaje del arte a la metafísica. Después de lo visto, un ingenuo —y reconozco que lo soy de alto grado— no puede menos de preguntarse: ¿qué es lo que de nuevo le queda por hacer al arte? Claustros y mariposas Esta mañana hemos ido con los Jordano —que llevan aquí casi un año— a visitar los Cloisters. No es que me interese o me alegre demasiado ver pedazos del Viejo Mundo artificialmente trasplantados al Nuevo. Esas cosas deben interesar a los americanos, que son los transplantadores. Pero hemos ido. Y de paso he tenido ocasión de regresar por el planetario Heyden, y eso sí que me interesaba. Con este motivo he tenido ocasión de conocer el extremo norte de Manhattan y de recorrer parte de Harlem con sus casas de construcción noble en las que la mayor parte de los cristales están sustituidos por cartones. The Cloisters se encuentran en el Tryon Park, levantado en la escarpa del Hudson, y con una panorámica espléndida sobre el río, New Jersey y el puente de Washington. Por fin un pedazo de naturaleza que se agradece en el alma. El Hudson es un río de llanura, ancho y perezoso, pero discurre entre paredes casi verticales de 167

pizarras y margas con un desnivel de más de cien metros. Está visto que en América todo, además de grande, es distinto. El parque tiene rincones bonitos y balconadas espléndidas. En una de ellas vimos un cortejo peregrino: una pareja de novios, unas cincuenta o sesenta personas muy bien vestidas acompañando su boda, un sacerdote de no sé qué rito o qué secta, revestido de una capa blanca con una enorme mariposa rosa y violeta, a la espalda; y detrás de todo, siempre detrás, a varios metros del cortejo, un negro con un trombón de varas tocando melodías que querían ser alegres, pero como siempre le salían en modo menor, parecían lúgubres. Llegados a uno de los miradores, los acompañantes, provistos de globos de colores, los lanzaron al cielo, entre gritos y deseos de felicidad. Por desgracia, el viento del suroeste hacía retroceder los globos, que en su mayor parte quedaban enganchados en los árboles: no parecía un buen augurio, y el oficiante de la mariposa no sabía como reaccionar. Mientras, siempre a cinco metros del grupo, el negro del trombón de varas seguía tocando melodías lúgubres. The Cloisters es un conjunto mejor amañado de lo que suponía, espléndidamente situado en uno de los rincones más bellos del parque, aunque, evidentemente, son demasiados claustros juntos. No solo claustros, sino capillas y ábsides románicos. Entre ellos el de Fuentidueña, cuya emigración tanta polémica despertó. No culpo a los americanos por su afán de atesorar lo que ellos no tienen, sino a quienes los vendieron y se vendieron para vergüenza nuestra. Los dólares hacen siempre el milagro y el pecado. Y como el que no se consuela es porque no quiere, allí había muchos más claustros franceses y flamencos que españoles. Hay esculturas medievales maravillosas. El conjunto pertenece al Metropolitan Museum, y es obra, como siempre, de muníficos y filantrópicos millonarios. Es como para pasear y meditar despacio, saboreando cada detalle, mientras suena una música gregoriana que por razón de la estereofonía no se sabe de dónde viene. Románico en Nueva York. Bueno, en medio de todo no se da cachetes con el paisaje. No se sabe cómo, pero en Nueva York cabe todo: el mundo entero. De lo que no sé No tengo idea acerca de dónde viene la manzana, o qué significa la manzana: cuidado que lo he preguntado infinidad de veces. La manzana, una manzana roja y oronda —the Apple, the Big Apple— es el símbolo de Nueva York, y se la encuentra por doquier. Los neoyorquinos se sienten muy satisfechos con ella, pero ninguno de los que he consultado ha sabido darme una explicación convincente. Manhattan es como un fruto, un fruto apetitoso, me dicen. Como si un hispano hubiese confundido Manhattan con manzana — máxime que los castizos pronuncian «manhana»—. Pero no es eso. El símbolo no se limita a Manhattan. (He estado en Staten Island, allí donde se reúnen los aficionados a la astronomía, aprovechando aquella isla boscosa con pocas casas y abundantes claros: un viajecito que hice, más que nada, para navegar un poco por la bahía, y que me deparó la observación, por mí inesperada, de un eclipse de luna: pero la constelación más maravillosa, al regreso, fueron los millones de luces de Nueva York que se elevaban hasta el cielo en tropel inimaginable: mucho más de cuanto hubiera podido figurarme). 168

Bien, pues en Staten Island se ven por todas partes tantos símbolos de la manzana como en Manhattan. No, lo de la manzana parece anterior a los rascacielos o a los music-halls de Broadway, o al Madison Square Garden; pero me quedo sin saber lo que representa. A ver si alguien en Europa me lo aclara. No pretendo tachar de incultos a los neoyorkinos, por más que no sea tal vez la cultura su virtud más prominente; pero existen curiosidades propensas a las preguntas de este curioso que no han encontrado contestación. Te enseñan con verdadero interés y una educación exquisita los detalles más típicos de la ciudad, en un deseo consciente o inconsciente de hacerte ver que también tienen cosas antiguas. En los barrios mejor conservados, allá por el Soho o el Village, pero también en otros rincones, existen mansiones señoriales o semiseñoriales que recuerdan a Londres, con su ladrillo rojo y su rudimento de jardincillo, con escaleras que suben, tres o cuatro peldaños, a la puerta principal. Tienen un encanto y un sabor indisimulable y hasta se hacen agradecer en una ciudad que tiende a lo vertical. Son de estilo federalista, me dicen. —¿Federalista? ¿De la época de Jefferson? —No ..., creo que no. —¿De los federales en la época de la Guerra de Secesión? —No, no..., antes..., antes. —¿De cuándo entonces? —Pues... Procuraré enterarme en Europa, también. Tiempo variable en Nueva York. Por dos veces se ha repetido la serie calor-tormentachubasco-respuesta fría-lluvia. Dos veranos y dos inviernos en una semana. El día que llegamos, máxima de 32º; el siguiente, máxima de 15. Ya sabía que Nueva York tiene un clima bastante extremado; lo que no sabía es que los cambios se pueden producir de manera tan brusca. Ni es un lugar ideal para vivir: por lo que me dicen, la gente lo pasa mal en invierno y en verano. El hombre es un ser inteligente que sabe escoger con buen criterio sus lugares de establecimiento; pero más que el clima, deben operar otros factores. Que lo diga Sevilla, o, sin llegar tan cerca, Moscú. Por lo que he visto en el Heyden, las borrascas, contra lo que suponía, barren limpiamente todo el continente de lado a lado, y se revitalizan al desembocar en el Atlántico. Nueva York sufre la alternancia entre el suroeste cálido y el nordeste frío. Goza o sufre por efecto de un entrecruce de corrientes, un clima continental en una isla al borde del Océano. Hemos ido a ver las Naciones Unidas bajo una cortina casi helada de agua que venía del East River. Con el día hermoso y casi veraniego que vivimos ayer… Qué pocas cosas se entienden en Nueva York: hasta la coexistencia de dos climas contrapuestos. Por cierto que cada vez que empieza a llover aparecen por todas las esquinas negros con ristras de paraguas a cinco dólares unidad: ni que tuvieran un servicio de previsión meteorológica para conocer el momento. La gente les arrebata la mercancía de las manos, y en pocos segundos se llena la calle de paraguas. Cuando escampa, hay quien cierra el paraguas, lo pliega y lo tira a la papelera más próxima. Si cae otro chaparrón, compra otro paraguas a otro negro, y en paz. Total por cinco dólares... En el país más rico del mundo, están 169

previstas y resueltas todas las contingencias. En el aire No se puede decir que se ha estado en Nueva York si no se ha subido al Empire State. El Empire State ya no es el edificio más alto del mundo, ni siquiera de Nueva York, pero conserva su dignidad y su indiscutible prestigio. Es sin duda el más bello rascacielos, el más airoso, el más equilibrado. Una sabia combinación de cubos superpuestos mantiene la armonía del conjunto, sin dejar de apuntar con toda decisión hacia arriba, como mandan los cánones. Las ventanas rasgadas y las estrías externas realzan aún más la verticalidad. El Empire State rasca el cielo como ningún otro rascacielos del mundo (más ahora con su aguda antena por remate): hasta el punto de que pienso si la palabra no habrá surgido a raíz de la construcción del edificio. No siempre se puede escoger el día indicado. Hoy la tarde estaba nublada y la visibilidad era escasa, sobre todo hacia el mar: por eso preferimos el Empire a las Torres Gemelas, y me alegro de la elección. María Jesús temía un poco al vértigo, y yo a la diferencia rápida de presiones, pero no hemos sentido a bordo de los ascensores el menor efecto desagradable. El primer equipo de ascensores (son 73 en total) lleva hasta el piso 86, donde están —inevitable en Nueva York— las tiendas de recuerdos, las postales y demás. Cuatro grandes balaustradas permiten acodarse sobre el abismo norte, este, sur, oeste, cuatro abismos distintos, a cual más vertiginoso. Entretanto, hay tiempo de aclimatarse. Un segundo grupo ascensor lleva al piso 102, donde se encuentra el mirador pequeño, acristalado. Allí, a una altura de 420 metros —la de Pamplona sobre el nivel del mar— la impresión aumenta todavía más. Las calles parecen estrechísimas, ahogadas por las inmensas moles que las dominan, y sobre el fondo de aquellos desfiladeros se mueven continuamente unas hormiguitas que no tienen más remedio que ser automóviles, y a los márgenes diminutos puntitos, que son seres humanos. El espectáculo tiene algo de absurdo, porque el que está arriba no comprende como se hacina todo el mundo allá abajo. ¿Por qué la mayoría de la gente se empeña en agolparse en las honduras? El que sube al Empire State siente la misma impresión que el que escala una montaña y siente que hay una enormidad humana, casi incomprensiblemente reunida allá abajo del todo. Y, también como el montañero, tiene la obligación de identificar las demás alturas que le rodean: el Rockefeller, la Chrysler, la PanAm, las Twin Towers, el Citicorp. Y luego las calles, las avenidas, las pocas plazas, los pocos parques, los ríos, las islas. La visibilidad, ya digo, era escasa, y la tarde declinaba lentamente; pero la sensación de grandeza y de altura era inigualable. Todo el plano de Nueva York se ofrecía a nuestros pies más geométrico que nunca: todo era recto, con ángulos de noventa grados; líneas, aristas, superficies, cuadrados, rectángulos, cubos y componentes de cubos. Como estruendosa excepción, hacia el oeste, un enorme cilindro: el Madison Square Garden. Su planta circular parece en medio de tanta línea recta una monstruosidad, una bofetada, una herejía. La estatua de la Libertad, allá en su isla, cubierta de andamios para su restauración, era un prisma más. Uno mira y mira y no acaba de mirar. Tuvimos que dar varias vueltas al observatorio para terminar saturados de aquel paisaje, distinto de los demás paisajes del mundo. Pero 170

lo más estremecedor de todo es el ruido; un ruido elemental sin forma, sin color, sin distintivos, que viene de abajo, de todos los abajos a la vez. Parece como si la tierra temblara, como un sordo rumor de mar embravecido escuchado a lo lejos, o quizá algo más indefinible todavía, más grave, más profundo, más inidentificable… Un ruido formado por catorce millones de ruidos a la vez, en una grandeza cósmica y avasalladora, pero que no viene del cosmos, sino de sus insignificantes pero innumerables criaturas. Antes de la despedida, son inevitables las compras. Me consuelo pensando que es lo que hace todo el mundo; pero no disfruto. A veces dejo entrar a María Jesús y me quedo en la calle, en espera interminable, viendo pasar gente, que en Nueva York siempre es un espectáculo. La gente va de compras a las grandes superficies, por razón de su mayor surtido, que no por el precio. MACY´S, The Greatest Shop in the World, es, efectivamente, enorme, pero monótono. Yo hubiera querido ver aparatos fotográficos, óptica de precisión, discos, accesorios para automóviles, libros, pero hube de aguantarme en los pisos dedicados exclusivamente a trapos, que son muchos y a mi modo de ver todos iguales. Hasta que nos sentimos mareados, sin haber comprado nada, y salimos a la Sexta Avenida. Los Bloomingdales son mucho más elegantes, mármoles negros y tapizados rojos, rematados con un gusto exquisito, y llenos de artículos para verlos, solo para verlos. Quizá más sabor tenía Sarks, uno de los más antiguos, con empaque y sabia elegancia. Cerca del vestíbulo, un enorme negro tocaba un no menos enorme piano de cola blanco: melodías agradables que la megafonía distribuía por todos los rincones. Todo para verlo también, claro, pero verlo ya tiene su encanto. Al fin resultó que los artículos más asequibles estaban en las tiendas corrientes, sobre todo aquellas que ofrecen saldos de primavera, porque aquí hay saldos en todas las estaciones, con rebajas de hasta un 50 por 100, no fáciles de ver en Europa. La pequeña sorpresa es que cobran un 8 por 100 más de lo que marca el precio, por obra de un impuesto municipal neoyorkino. La gente lo sabe, paga de más y no protesta. Eso sí, hay quien va a comprar a la vecina New Jersey, donde no existe tal impuesto, y así amortiza los gastos de desplazamiento. En cambio, los de New Jersey vienen a beber a Nueva York, porque allí todavía impera la ley seca. Cosas curiosas de este país y sus cincuenta Estados. Al fin recalamos en una buena tienda que ofrece unos bonitos paraguas con mango de cabeza de pato, a muy buen precio. María Jesús se compra uno. Ya en la calle, decide volver a entrar a comprarse otro paraguas de pato para no sé quién. Salimos de nuevo y le gusta tanto la compra, que decide repetir: siempre habrá destinatarios que agradezcan el detalle del pato. Y cuando ya parece todo decidido, hay un último viaje de regreso para adquirir un nuevo pato. El dependiente pone una cara muy rara, y aparece otro señor que casi parece un guardaespaldas. —Qué, ¿les gustan los paraguas? —Pues, sí son muy originales, y además vivimos en Sevilla, España, donde está lloviendo continuamente. Estos americanos, como bien me consta, saben muy poca geografía. Nos vamos con los cuatro patos, y hago todo lo posible porque no haya un quinto.

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Despedida Es el último día. Un paseo más, y al fin recalamos en Central Park, como tanta gente, para tomarnos el sandwich y bebernos el refresco. La mañana se presentaba tristona, gris, gris, y el parque entero, con sus colinas verdes, sus sauces llorones, sus plátanos, sus grandes y pequeños lagos, sus columpios vacíos de niños, parecía a tono con las circunstancias. Pero en medio de todo reinaba un ambiente de intimidad y comprensión, como si lo que veíamos se nos hubiese hecho familiar, y Nueva York ya se nos hubiera metido por los ojos como cosa de toda la vida. Al doblar un recodo se hizo visible el origen de la música. Una banda de negros, una pequeña banda de pocos negros, un trompeta, un saxofón, un contrabajo, un batería, interpretaba piezas de jazz para un público heterogéneo sentado acá y allá en los bancos de madera. Tocaban con la habitual aparente displicencia melancólica propia del jazz auténtico, sin el menor virtuosismo, pero con absoluta naturalidad, es decir, improvisando, haciéndose señas unos a otros. Y entonces sucedió lo increíble. Me senté en un banco y María Jesús se sentó a mi lado. Toda la glorieta, con sus setos, sus arbolitos tiernos, su césped no muy bien cortado, sus bancos y una manguera que aparecía cruzada por allí, se dejaba envolver de la música dulzona, monótona y sin argumento. Yo, también. Por un buen rato. Luego tiramos el dólar de rigor y nos levantamos, que era hora de marcharnos. Seguía sin comprender del todo mi actitud, pero no me preocupaba gran cosa por ello. Solo en Nueva York había sido posible que, por primera y última vez en mi vida, me sentara en un banco para escuchar música de jazz.

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15. IMPRESIONES COLOMBIANAS (1994)

[La fecha es fundamental, porque mucho de lo que en aquellos meses de octubre y noviembre viví y presencié puede no ser cierto hoy. Sé, por informaciones bien conocidas y por contactos con mis amigos colombianos, que las cosas han cambiado mucho desde entonces y por lo general a mejor. Cuanto refiero no es válido más que para aquella fecha; aunque, tenida en cuenta esta circunstancia, la validez puede ser tan aceptable como mi buena intención a la hora de contar las cosas]. Impresiones colombianas. Impresiones nada más, porque esta «estadía» de veintipocos días se me antoja menos susceptible de una adecuada narración como la de otros viajes. En primer lugar porque mi permanencia en Colombia ha sido más profesional que turística, de suerte que no me ha permitido ver y conocer más que una pequeña parte de lo que hubiera deseado —¡y casi nada, tal vez, de lo que más hubiera deseado!—; y en segundo, pero principal lugar porque Colombia es una realidad tan desigual, tan abigarrada, diría tan poco cartesiana, que no puede ser abarcada en un esquema homogéneo: cualquier versión con intención generalizadora que pudiera exponer en estas cuartillas, aunque basada en hechos reales, sería falsa, porque todo aserto encontraría inmediatamente su contradicción. Desconcertante, esa podría ser la palabra, al menos para mí, y supongo que para muchos europeos; no para los colombianos, que son capaces de vivir ese desconcierto como la cosa más natural del mundo. Y doy por supuesto que todo ser humano tiene derecho a considerar perfectamente natural aquello a lo que se ha habituado. Colombia es distinta en su propia naturaleza porque aquí no hay estaciones, el sol sale todos los días a las seis de las mañana y se pone a las seis de la tarde; no hay propiamente cosechas, sino que muchos frutos se recogen a lo largo de todo el año. Hace frío con el sol en el cénit y caen cataratas del cielo sin que se formen frentes de lluvias. Como si estuviéramos en un planeta distinto. Y a pesar de eso —primera contradicción — resulta, por ejemplo, que aquí se habla español con más propiedad y galanura que en la mayor parte de América; el castellano es limpio y lozano, y los colombianos no «cantan» como otros vecinos suyos; conservan muchas voces mejor que nosotros los peninsulares, y hasta palabras como «gentil» y «donoso» tienen el sabor de un buen vino añejo. Las «personerías» nos recuerdan una institución que existió desde el Fuero Juzgo y que matizó razonablemente Carlos III, pero que en España ha desaparecido porque olía a Antiguo Régimen, aunque hubiera sido creada para la protección del procomún. En Colombia se usan, como en la Península, dos apellidos; apenas hay inmigración extranjera, y el carácter español (español-colonial) se conserva con más fuerza que en 173

otras partes. El saludo es «cómo le va, señor», y la De «servicio ejecutivo» son los autobuses sin colombiano, que es casi como aprender castellano rápida y gustosamente. Todo es parecido y todo es cosas mejor en algún momento…

respuesta al teléfono, «a la orden». paradas fijas. Hay que aprender de otros tiempos, pero se aprende distinto. Tal vez podré explicar las

Una noche en Bogotá Vienen en el mismo vuelo Javier Armentia, director del planetario de Pamplona, y Dieter Vorzholm, que dirige el de Bremen. De vez en cuando nos levantamos y nos acercamos a las butacas de los otros. Mi alarma se despierta cuando nos sirven la prensa colombiana. La verdad es que los titulares asustan: «Dos Escaños Para las Trabajadoras del Sexo». «Trece Bandas Rivales se Disputan Sector Oriente». «Policías más Peligrosos que Delincuentes en los Barrios». «Ocho Muertos por Encapuchados Desconocidos». «No Estaban Presos, Estaban de Parranda». ¿En qué mundo vamos a meternos? ¿Qué es lo que vamos a encontrar a nuestra llegada? ¿Qué es distinto, Colombia o la prensa? Lo comentamos María Jesús, Dieter y Javier, y coincidimos en que no va a ser para tanto. En fin, después de una tarde interminable, porque vamos hacia el oeste y siempre es la misma hora, doblamos hacia el sur y todo se hace oscuridad hasta que se encienden a nuestros pies las luces de Bogotá. En el aeropuerto de El Dorado nos están esperando varias personas, entre las que puedo identificar a Juan José Sala, Director del planetario de Bogotá, y a Leonor Rosso, antigua compañera de estudios de María Jesús. No sé, bastante gente quizá. El camino discurre por entre pasadizos subterráneos, con vitrinas en que se exhiben objetos de la orfebrería indígena, como en el famoso Museo del Oro: el aeropuerto ha de merecer su nombre. No sé si todo es un caos, o es que no entendemos o que no nos entendemos. Enlazamos con Medellín, no enlazamos con Medellín. Sí, claro que sí. No, es imposible. El avión está esperando. El avión ha salido ya. Unas azafatas repiten «Medellín, Medellín», pero después de muchos malentendidos resulta que no se refieren al enlace ni a nuestro vuelo. En este caso, lo mejor es dejarse conducir, y que resuelvan los que mejor parecen conocer la situación. Al final es casi seguro, nunca seguro del todo, porque no existen seguridades absolutas, que hemos perdido el enlace, pero al fin el profesor Sala nos dice que en previsión de lo previsible nos han reservado un hotel en Bogotá. Luego nos arreglan el vuelo a Medellín para mañana por la mañana. Nos dividimos. La expedición se reparte en tres automóviles. Javier yo vamos con Sala. Es de noche. Zona de parque, más o menos urbanizada. Muy pocas luces, una tapia blanca interminable hacia la derecha. Pregunto qué hay detrás y me dicen que el cementerio. Desechemos todos los augurios. Bogotá, me dice Sala, tiene ocho millones de habitantes. En todas las enciclopedias que acabo de leerme se mencionan tres o cuatro; pero ya es sabido cómo crecen estas ciudades-hongo del continente americano. La emigración a Bogotá ha sido acelerada por el temor de los campesinos a la guerrilla y al bandidaje que los partisanos practican en los campos: es preferible abandonarlo todo a seguir padeciendo más depredaciones y más muertes. Los recién venidos encuentran trabajo o no lo encuentran y viven de la caridad pública, pero no se les ocurre ni por asomo 174

regresar; aquí subsisten cuando menos. A los colombianos no les gusta hablar de estas cosas, sin duda desagradables y hasta comprometidas para todos; pero nos vamos enterando de ellas, porque al fin y al cabo las realidades, y quizá las tristes más que las otras, trascienden sin remedio. El trayecto es larguísimo, se nos hace interminable. De vez en cuando, surge un grupo de hombres armados con metralletas y vestidos con chalecos antibalas: nunca se sabe si son militares o paramilitares, policías o guerrilleros; cuando menos, para nosotros los ignorantes, su aspecto es siempre el mismo. Solo dos veces nos detienen para un supuesto o real control. Quienes nos acompañan saben lo que han de decir, y nos dejan pasar sin más incidencias. De pronto, más luces, como si estuviésemos entrando en el centro: pero me doy cuenta de que no puedo orientarme, y ni lo intento. Luego, cuando parece que hemos llegado al centro de verdad, rodamos por un barrio antiguo, de calles estrechas, mal cuidadas y mal pavimentadas, que recuerda de alguna manera a un pueblo andaluz, o tal vez canario. Estamos en el barrio de La Candelaria, el más auténtico y más típico de la Bogotá colonial. Nunca supe, ni aquí ni en otros barrios coloniales de Hispanoamérica, si la arquitectura imita a la de Canarias, o si la de Canarias imita a esta por razón de una convivencia de siglos. Ni tampoco sé exactamente cómo ni por qué nace lo típico, o en qué sentido lo típico es lo típico. Lo cierto es que estamos en un barrio típico de verdad, y esa verdad se evidencia cuando se descubre que lo típico posee una belleza característica y al mismo tiempo absolutamente espontánea. Nos depositan en un hotel de hermoso nombre. La recepción es amable y calmosa. Nos atienden como a clientes ilustres, aunque no todos los servicios funcionan como hubiera sido deseable. El ascensor solo sube o baja si se dan dos o tres golpecitos a la puerta, pero no nos traiciona en ningún caso. Los pasillos son estrechos y desnudos, flanqueados de puertas lisas y sin marco, pintadas de un ocre oscuro: diría que estamos en una prisión. Sin embargo, las habitaciones son muy aceptables, y las camas limpias y francamente cómodas. Descorro las cortinas y adivino allá arriba un cerro altísimo, en cuya cima se distinguen varias edificaciones iluminadas, que parecen estrellas clavadas en el cielo. Sabía que Bogotá está dominada por montañas, pero no sabía que se encontrasen tan cerca. Pienso que es el cerro Candelaria. Luego me dicen que es el Montserrate. Muy cerca, el Guadalupe. Hasta allí ascienden un funicular y un teleférico. Espero poder subir un día, aunque no pueda ser el de mañana. A 3200 metros, supongo. El panorama de la ciudad y del altiplano tiene que ser subyugante. Aventura para conseguir un vaso de agua. Nos enteramos de que el agua del grifo no es potable. ¿Cómo es posible que no lo sea en una ciudad de ocho millones de habitantes? No formulo la pregunta, simplemente busco la solución, llamo por teléfono: —Por favor, ¿podrían subirme un vaso de agua? —Señor, ahorita mismo se la subimos. Pasan diez minutos, quince, veinte, y el agua no llega. Llamo de nuevo. —No se preocupe, señor, ahorita mismo se la subimos. Una hora más tarde sigo sin disponer de agua potable. Decido bajar yo mismo, dando los golpecitos de marras a la puerta del ascensor. En el restaurante, la poca gente que queda, se levanta después de cenar. Tomo una jarra de una mesa. —No se moleste, señor, ya se la subimos. 175

—No, para mí no es molestia alguna, muchas gracias –respondo, agarrando bien la jarra. Sé que no se trata de mala voluntad, sino una lentitud ancestral, quién sabe si difícilmente evitable. Me esfuerzo por comprender para no ser injusto. Los que me acogen y yo pertenecemos a dos culturas, si por tales se entiende una forma de entender la vida, o cuando menos de entender la importancia del tiempo. Los europeos podemos sentirnos molestos ante lo que nos parece una calma chicha; los de aquí pueden considerar que los europeos somos unos impacientes insoportables: pero por amabilidad nos soportan. Me río del intranscendente lance, y solo por curioso y tal vez instructivo lo cuento. Dos golpes a la puerta del ascensor, y estoy en el cuarto con el preciado líquido. El agua debe ser milagrosa, porque a poco de bebérmela, me quedo profundamente dormido. O bien, es verdad, ocurre que nuestros relojes marcan las cuatro de la madrugada, aunque en una torre cercana suenan lentamente las campanadas de las diez. Medellín Nos encontramos no exactamente en El Dorado, sino en una terminal aneja, de vuelos nacionales, que llaman el Puente Aéreo. Allí Dieter, Javier y yo cambiamos los primeros dólares y desayunamos los dulzones jugos del trópico, cuyos nombres tardaremos en aprender. —¿Les provoca un tinto? —nos preguntan. Me sorprende la expresión, hasta que me explican si quiero tomar un café. Café negro, que es el único que aquí se admite, y que es obligatorio en todas las reuniones. Temo que sea un café cargado, pero sé que debo aceptar. Pues nada de cargado, ligero, sabroso, como en estos pagos saben prepararlo: auténtico café de Colombia. Me propongo decir siempre que sí ante semejante provocación. Mis nuevos amigos hablan un español dulce, rico y correctísimo, pero emplean palabras que nosotros no entendemos, como nosotros podemos emplear otras que aquí no entenderían. Me hablan de la jovencita colombiana que en una cafetería de Madrid dijo a un camarero: «Por favor, señor, ¿me regala un tris de limón?». Y ante la confusión del mozo, espetó a su madre: «por favor, mamá, ¿como se dice limón en España?». Nos harán falta unos cuantos días para entenderlo todo. El vuelo de Bogotá a Medellín dura solo veinticinco minutos, algo incomprensible en esta inmensa América, y debo añadir que se me ha hecho más corto de lo que quisiera. Ahora, en pleno día y desde la altura, descubro la naturaleza mágica de este país. Después de los escarpes de la Cordillera Oriental, y por entre un dédalo de nubes maravillosas, cuya vista ya no nos abandonará durante tres semanas, se abren paisajes quebrados de mil verdes sobrenaturales, todos distintos, como un laberinto infinito de formas, pliegues, quebradas, bosques, taludes, valles hundidos, ríos caudalosos, todo lozano y brillante, con sabor de paraíso. Es como un friso recién creado, como un tapiz verde miles de veces flexionado en una variedad de formas fragantes que desafían cualquier imaginación. Esperaba paisajes exóticos en Colombia, pero esta superficie, más que exótica paradisiaca, supera cuanto pudiera esperar. El aeropuerto de Medellín está realmente en Río Negro, a 2500 metros de altura y a 50 kilómetros de la ciudad. En Medellín y sus alrededores no hay espacio llano más que 176

para dos estadios y un pequeño aeródromo local donde solo pueden aterrizar aparatos de hélice. Río Negro, cuyas instalaciones visibles son por cierto más modernas que las de El Dorado, con una gran bóveda semicilíndrica de cristal, ratificó la impresión de tierra privilegiada que había divisado desde las alturas. Aquí están esperándonos Gabriel Jaime Gómez Carder y otros directivos del planetario, entre ellos Rodrigo Múnera, que nos conduce de buenas a primeras a una finca que posee por los alrededores, y desde la que suele observar cuando el tiempo lo permite. Ahora, en la estación de las lluvias, no es fácil, aunque aquí, como todo es posible, también lo es encontrar una noche limpiamente constelada… La estación de las lluvias puede resultar enojosa, pero favorece la estampa ubérrima de la tierra, verde, esponjosa, acogedora y extraña a la vez, con enormes árboles cuyo nombre no conozco, alto césped, barreras de bambú, y suculentas colinas ideales para un observatorio. A 2500 metros de altura (por debajo del nivel de Bogotá, pero de todas formas a una cota prohibitiva en Europa), se respira un aire tibio y ligero a un tiempo, con esa mezcla de cordillera y calidez que distingue a esta parte de Colombia. ¿Por qué llueve o deja de llover en esta tierra? Nadie consigue explicármelo bien, aunque algunos deben ser especialistas en ello: que si ondas frías, ondas cálidas, que se encuentran de norte a sur o de sur a norte, según la época del año. En esta, de acuerdo con lo que he podido observar, llueve con todos los vientos posibles: el viento es lo de menos, y creo que la presión tampoco tiene mucho que ver. Ni puede decirse que la lluvia venga del Caribe, del Pacífico o de la selva: procede simplemente de la mezcla de masas de aire, una mezcla que produce esas nubes que parecen castillos. Cuando descarga, la tromba de agua es torrencial, pero casi nunca tarda en restablecerse la bonanza. Apenas llegados a casa de Rodrigo, comenzó a descargar un formidable aguacero acompañado de un impresionante aparato eléctrico. Como la ocasión »provocaba», me decidí a saborear otro tinto, todo aroma y suavidad. Por entre el agua achocolatada que rodaba sobre la carretera, bajamos a Medellín. Un descenso de mil metros en diez kilómetros, con incesantes curvas y unas pendientes de las que solo se ofrecen a los ciclistas en el Premio de la Montaña. De pronto aparece Medellín allá abajo, pero muy abajo, en el fondo de un alargado valle. La ciudad nos parece enorme, tres millones de habitantes, que se agrupan en la terraza del río —el río Medellín— a lo largo de quince o veinte kilómetros de norte a sur, y solo tres o cuatro de este a oeste, trepando por los cordales que la cercan, cuando ello es posible. Tardo mucho tiempo en saber cómo es realmente Medellín, porque nos llevan una y otra vez del apartamento al planetario y del planetario al apartamento, que se encuentran justamente en los dos extremos o cerca de ellos, tratando casi siempre de evitar el centro. Solo unas pocas veces vamos en taxi al centro, para oír misa, telefonear, comprar algo o cambiar dinero. En el centro hay rascacielos aislados, casas bajas o medianas, algunas plazas cuadradas e iglesias coloniales, como la bella basílica de la Candelaria, antigua catedral: la nueva es un enorme edificio de ladrillo, pero no puede decirse que sea un monumento. Todo en Medellín es desconcertante: la riqueza y la pobreza, el movimiento y el marasmo, la belleza y la fealdad, el «edificio inteligente» y la casucha de adobe; los grandes almacenes y los pintorescos tenderetes y carricoches que venden también de todo; los autobuses antiquísimos de colores y adornos plateados, y las líneas elevadas del 177

metro, que están construyendo alemanes y españoles en medio de cierta polémica. Muchas zonas de esta ciudad tan deslavazada están sin edificar. Hay grandes parques o semiparques —porque a veces parecen la selva— que hacen desaparecer las calles o convierten a estas en verdaderas carreteras; en determinados momentos se ve uno en pleno campo durante un par de kilómetros, sin que pueda advertir otra cosa que una tapia o una gasolinera: hasta que de pronto se ve rodeado de rascacielos. Nos hablan del «alcalde verde» que les ha tocado, por su preocupación ecológica, y es posible que a él se deba una parte de estas desconcertantes desapariciones de la presencia urbana. La historia de Medellín es tan sorprendente como su realidad actual. Durante tres siglos se movió en un apacible ambiente provinciano y rural. Hasta que de pronto llegó la explosión. Los antioqueños o paisas, como aquí los llaman, son emprendedores y al mismo tiempo ahorradores. Tienen fama de calvinistas, aunque en su mayoría son sinceros católicos. Empezaron a enriquecerse con las minas y los cultivos especializados, conforme las comunicaciones hicieron sus bienes exportables. Pasaron luego a la industria y el comercio, y desde hace no muchos años, algunos de ellos, los más aprovechados, amasaron inmensas fortunas con el narcotráfico. La materia prima está cercana, y la tecnología disponible. Cuentan —y de eso sabemos algo todos— que fue la guerra de Vietnam la que generó cientos de miles de jóvenes americanos de alta capacidad de consumo, moralmente destrozados y ya carentes de principios, los que empezaron la corriente y constituyeron la primera masa de demandantes de cocaína. Pienso también en la tan olvidada revolución intelectual del 68, con su nihilismo y su hedonismo, la que movió la corriente, no ya de cientos de miles sino de millones de jóvenes en América y en Europa. Así fue como en Medellín se formó el cártel —aquí dicen cartél— de narcotráfico más poderoso del mundo, cuyo principal capo fue Pablo Escobar, un hombre más fuerte que el presidente, que el alcalde, que el ejército, que la policía y hasta que muchos Estados. Todos le temían y nadie se atrevía a hablar o a denunciarle, hasta que hace dos años Escobar fue muerto casualmente en un tiroteo. Ahora, el cártel de Medellín está prácticamente desarticulado; quedan los antiguos esbirros a sueldo, la falta de escrúpulos, el clima de violencia, las armas en poder de indeseables, la inseguridad. Medellín ha de padecer las consecuencias de su inmediato pasado, su mala fama, en gran parte inmerecida, porque cuando menos el noventa por ciento de sus habitantes son honrados, amén de encantadores y emprendedores por vocación. Por esto mismo, parece que la capital de Antioquia —así, sin acento en la i, escriben y pronuncian— vuelve a vivir momentos de prosperidad. Medellín, devoción sincera y delincuencia, peligro y encanto, lujo y cochambre, naturaleza maravillosa y fealdad urbana, trabajo y miseria, porvenir y atraso, todo muy difícil de definir, al menos por mí, pero al mismo tiempo con una personalidad colectiva muy poderosa. Algo del Encuentro Nos han alojado en un apartamento de El Poblado, que a pesar de su nombre no muy prometedor, es uno de los barrios más elegantes de Medellín, lleno de buenos chalets y palacetes, que ascienden por las laderas del suroeste de la ciudad. Como casi todos los 178

grupos de apartamentos, el nuestro está cercado de una verja y custodiado por hombres armados. Dentro hay un hermoso zaguán con un piano de cola y un cuadro de Botero; un hermoso salón con amplios ventanales y hermosos muebles, y tres habitaciones con baño. Una, doble, la ocupamos María Jesús y yo; otra, Javier Armentia, y la tercera Dieter Vorzholm, un hombre agradable y adaptable a todo lo que Colombia exige, en un grado mucho mayor de cuanto pude imaginar. Desconozco en absoluto qué prócer ha cedido el palacete a los astrónomos europeos. Del apartamento al planetario y del planetario al apartamento nos transporta de dos a cuatro veces al día Jairo, el chófer de la institución, un hombre de deje curioso y curiosa personalidad. El Lada de Jairo es un coche antiquísimo, de arranque brusco, que se cala cada dos por tres y se niega a subir las cuestas. «Este carro da brinquitos», nos explica Jairo; «pero no se preocupen, que ya llegamos». Y, efectivamente llegamos, aunque con los brinquitos y los «trancones» o atascos de tráfico, tardamos más de una hora. Jairo es un hombre amable y amigo de dar toda clase de explicaciones, que no siempre comprendemos bien. Hasta que una noche, después de una cena a la que hemos tenido que asistir los congresistas invitados, se planta. —Los señores no tienen la culpa, claro que no la tienen. Culpa no tienen, no. Y Jairo, desde hace cuatro años, va al planetario a las ocho, a las ocho siempre, todas las mañanas, todas. No ha faltado nunca. Y ha manejado el carro, lo ha manejado bien. Y sirve hasta las seis, todo el día hasta las seis, y lleva a todo el mundo y a toda la gente a donde le dicen. Y ahora son las diez, y Jairo sigue manejando, y el carro anda dando brinquitos, pero anda, y lleva a la gente, y la gente llega. Y, miren, son las diez, y Jairo sigue manejando. Ustedes culpa no tienen, los señores y la señora no tienen culpa, pero mañana alguien me va a oír unas palabritas. Ya lo creo que me van a oír. No sabemos cuáles habrán sido las palabritas de Jairo, pero el hecho es que desde la mañana siguiente viene a buscarnos al apartamento un directivo del planetario en su coche particular. No hacemos preguntas, de modo que no estamos seguros de quién ha fallado, si Jairo o el Lada. Probablemente los dos. El V Encuentro Internacional de Astronomía se celebra en el Planetario de Medellín (y de aquí que me encuentre rodeado de un buen número de directores de planetarios). Este es uno de los mejores del país, con una cúpula de 23 metros, y está servido por una buena batería de óptica y una excelente acústica. Allí me corresponde pronunciar la conferencia inaugural sobre paradigmas del Universo a través de los tiempos, y me piden otra conferencia fuera de programa, que doy con gusto, quizá un tanto improvisada. Sale bien o no. Gabriel Jaime Carder no es el colombiano amable y concesivo que conocí en España, sino un hombre de carácter que sabe manejar con acierto y autoridad este pequeño maremágnum… Habla de «Historia de un modelo». Dieter lo hace sobre macroestructuras en el Universo, Regino Marfínez del Principio Cosmológico, Alexis De Greiff del Universo Inflacionario, Javier Armentia de los objetos más lejanos en el horizonte cósmico, William Lalinde del Telescopio Espacial, Andrés Mejía de modelos de galaxias, y otros de temas que no voy a enumerar aquí. Predomina la cosmología sobre la astrofísica, por motivos que se me escapan. Dos españoles, un alemán, un dominicano, un profesor de Houston y el resto colombianos de buena altura. El Encuentro se desarrolla a buen nivel general y es seguido con el mayor interés por más 179

de doscientos participantes venidos de todos los puntos cardinales. Con un público tan curioso, es difícil librarse de las preguntas en los descansos: de aquí que no pudiera participar del sabroso brebaje de los «coffee-breaks», sin duda para mayor tranquilidad de mi excitable corazón. Árboles y frutas Cerca del planetario se encuentra el Jardín Botánico. Colombia es el tercer país del mundo más rico en flora: porque cuenta con todas las alturas y todos los climas, tiene todas las plantas posibles, desde los brotes alpinos a las palmeras cocoteras del trópico o los cactus del desierto. Medellín, de clima más bien cálido, pero sin exageración y rodeado de montañas, se presta a mantener toda esta variedad. Y si hay toda la vegetación posible, este es sobre todo el país de las flores. Solo en orquídeas hay hasta setecientas variedades de todas las formas y colores imaginables, hasta las que crecen a expensas de los troncos o las ramas de los árboles. En el Jardín Botánico, que es como un mapa verde de Colombia, vemos frondosas jacarandas, el árbol del caucho, un árbol enorme formado por otros cientos o miles de troncos que suben y bajan en forma de lianas o raíces aéreas; la jagua, un árbol de la selva, que produce un jugo negro con que los indios se pintaban y se pintan la cara; la balsa, de madera toda blanda, casi como goma, pero flexible y resistente, ligera como ella sola, y por eso mismo utilizada para las embarcaciones indígenas: es un árbol tranquilo, descansado, suave, de enormes hojas descoloridas que parecen dormir. Hay vainillas trepadoras, bambúes que se cimbrean, y troncos rojos que parecen tintos en sangre, pero que, aunque lo parece, no manchan. O enormes flores de loto y nenúfares que flotan en los estanques: aquí reciben otros nombres pero no tengo tiempo de anotarlos. Una noche vienen a traernos al apartamento un enorme cesto de frutas. Qué oportuno e inesperado regalo. Colombia es también uno de los países más ricos del mundo en frutas: la pitahalla, como piña, pero de sabor diferente; los marfrapos o platanitos en miniatura, suaves y dulces; la granadilla, que algo trae de la granada peninsular, pero en pequeño; el zapote, de color patata, semilla gruesa, hueso casi todo —que pena—, y carne amarilla y dulzona; la guanábana, muy sabrosa, que da un zumo exquisito; la papayuela, que casi parece una guinda, pero es completamente distinta; el chotaduro, que recuerda, solo por su aspecto, a los fresones; el carambolo, de forma estriada, y pese a su promesa visual un tanto áspero; la guayaba, el lulo, la cumba, la macuya, y tantas otras cuyo nombre no he podido anotar. Entre los cuatro que vivimos aquí tratamos de hacer los honores al cesto, pero, pese a la delicia de los sabores, no podemos terminarlo. Frutas dulzonas, suaves, cándidas, redonditas, agraciadas, con un lejano y tropical toque de insulsez. Muchas jovencitas colombianas se parecen a estas frutas. De Quirama a Bogotá La última jornada del Encuentro se celebra no en Medellín, sino en el Recinto de Quirama entre Río Negro y La Ceja, en plena montaña y no lejos del aeropuerto: quizá por eso —para facilitar la salida de los invitados—, pero también porque el centro de 180

Quirama es un instituto de alta investigación, similar a nuestro CSIC, por más que esté todavía poco más que en sus cimientos. En Quirama hay residencias, aulas, laboratorios, bibliotecas y hasta un pequeño observatorio. Lo que hubiera dado yo o hubieran dado mis amigos por poder utilizarlo tan siquiera una noche a 3500 metros de altura y con el cielo limpio de nubes, y tan siquiera con la promesa de una noche serena. Antonio Bernal pronunció la última lección sobre «el hombre en el Universo». En el fondo resulta gratificante, después de tanto Universo, un poco de hombre. Al fin y al cabo formamos parte del Universo, y además no una parte cualquiera. Ni Antonio ni yo somos decididos partidarios del Principio Antrópico, pero, armados de la debida prudencia, tampoco lo despreciamos, como hacen otros. Hemos coincidido en muchos puntos. Luego llegó, pronunciada en tono vibrante por Gabriel Jaime, la «Proclama de Quirama», en pro del desarrollo de la noble ciencia de la Astronomía en Colombia. Cuando un hispanoamericano se pone a lanzar a los vientos una arenga con la fuerza de un Libertador, es irresistible. El acto terminó en la apoteosis. Reparto de diplomas, unas dulzonas frutas, y al avión. Leonor nos invita a cenar en un lujoso restaurante, Tramonti, que domina toda la ciudad. Pena que sea de noche. Un mar de luces se extiende a nuestros pies hasta los últimos confines del horizonte. De pronto, se desata la tormenta, a una hora desusada, al menos para lo que era habitual en Medellín. Luces en el cielo y luces en la tierra: incendio cósmico total. Parece que todo va a quedar arrasado por la furia de los elementos, pero Colombia está acostumbrada a estas violencias y a otras peores, y subsiste incólume. Más que nunca me siento en un universo similar y distinto al mismo tiempo. Como en un planeta remoto donde suceden cosas impensables, pero en el que las gentes hablan lo mismo que nosotros y, más importante todavía, piensan lo mismo que nosotros. La Candelaria De nuevo a nuestro viejo hotel bogotano del barrio de La Candelaria. No hablo ahora del hotel, sino del barrio. Es típico por sí mismo, no por su ambiente, como otros rincones de esta enorme y desigual ciudad. En él predomina el llamado estilo colonial del siglo XVIII, abundan los balcones de madera y los patios con columnas finas, de leño o de metal pintado de verde. No veo arquerías internas, como en los patios de Sevilla. En conjunto no sería una maravilla en cualquier comarca andaluza, pero es algo fuera de lo corriente en el Nuevo Mundo, y eso lo saben desde los turistas hasta los cacos. Sucio e inseguro, eso no hay más remedio que admitirlo. Parte de la Candelaria se sume en la degradación; otra parte trata de ser mantenida o restaurada a base de establecer en sus casitas blancas centros culturales, escuelas, bibliotecas o museos. He visto el Museo Colonial, en que se conservan obras de la escuela de Zurbarán o de Murillo. Y muchos conventos de tradición barroca, que guardan curiosos cuadros, entre ellos uno de la Santísima Trinidad como un personaje de tres cabezas, que no es un mal lienzo, y ejemplar único en el mundo, porque la Iglesia prohibió este tipo de representaciones que pudieran inducir una visión monstruosa de lo que es un misterio y 181

debe seguir siéndolo: pero ahí está el cuadro, tan antiguo como interesante. Con todo, más que las pinturas me llaman la atención los bargueños. La antigua Bogotá es una ciudad del XVIII, y en el XVIII se hacían bargueños preciosos de maderas nobles, lacadas, taraceadas, delicadamente torneadas, llenos de molduras, puertas, cajones y cajoncitos, sin que falte algún resorte secreto capaz de descubrir lo por tantos años escondido: la joya, la carta de amor, el testamento, la llave del tesoro. No podían faltar, por supuesto, las casas de los libertadores, que por algo nacieron todos en el siglo XVIII: Bolívar, Nariño, Zea, Caldas. Allí está la casa del Florero, donde se inició el motín que degeneró en el movimiento insurreccional, o la cárcel donde Bolívar fue preso después de querer asumir poderes dictatoriales, y la ventana por donde se descolgó gracias al ingenio de doña Manolita, la Libertadora del Libertador. Todos tienen, como en el resto de América, su aura legendaria, su devoción oficial o privada, sus efigies, sus recuerdos dignos de veneración. Justo al pie de las cuestas de La Candelaria se alza la gran plaza de Bolívar, donde ocupan solemnemente los cuatro lados la Casa de Gobierno, el Ayuntamiento, el Parlamento y la Catedral, al lado del Sagrario, al estilo de México (y de Sevilla...). La fachada catedralicia recuerda mucho la de Jaén, y es de las mejores que el Renacimiento regaló a América. Casi anejo a la plaza está el Palacio de Nariño, sede del Presidente. Ernesto Samper es hoy un hombre joven, liberal, emprendedor, que ha prometido luchar contra la corrupción y el narcotráfico, es decir, lo que han prometido todos, pero en el que la gente está depositando una especial confianza, que ojalá no defraude. En la misma casa de Nariño se encuentra el observatorio de Mutis, razón por la que no es fácil entrar en él; pero al fin, por gracia de nuestros valedores, lo conseguimos. El observatorio es una alta torre octogonal, que parece tanto un faro como lo que es. Hay que subir por una escalera de caracol una altura equivalente a la de varios pisos, y algunos de mis amigos, poco habituados a la montaña, sufren un cierto mal de altura. Al final todos disfrutamos. Donde estaba el antiguo templete se ha montado, quizá en el siglo XIX, una cúpula que alberga un relativamente modesto telescopio de 12 cm de abertura. Lo que más nos sorprende es la montura ecuatorial, con un eje polar casi horizontal: consecuencia de que nos encontramos cerca del ecuador. El sol pasa por el cénit dos veces al año, en mayo y en agosto, y ninguna de esas fechas se considera verano. Aquí llaman «verano» a la estación seca (que coincide más bien con el invierno), e «invierno» a la estación lluviosa, que viene más bien en verano. Las palabras no tienen que ver con las temperaturas, sino con la frecuencia de las lluvias, que coincide más bien con el calor. De todas formas, en Bogotá nunca hace verdadero calor. La oscilación térmica, casi igual en todo el año, va de una mínima de 12 grados a una máxima de 21: así debían ser las temperaturas en el Paraíso. Cuántos recuerdos de Mutis en este estrecho recinto. Aquel hombre extraordinario fue al tiempo humanista, jurista, botánico, zoólogo, físico, geógrafo, astrónomo. Los colombianos le rinden culto como a un ejemplar antepasado y padre de la patria, a pesar de que José Celestino Mutis fue gaditano y siempre fiel a su amado rey de España. Falleció en 1808 y su muerte le libró del desgarramiento de su corazón ante la separación de los dos jirones más entrañables de su patria. El profesor Jorge Arias, que dirige las instalaciones del observatorio, y parece saber tanto de historia como de 182

astronomía, concibe la guerra de emancipación como una guerra civil entre hermanos, en que lucharon realistas españolistas, realistas independentistas, liberales españolistas y liberales independentistas: fueron estos últimos, más por ricos e ilustrados que por numerosos, quienes se llevaron el gato al agua. Pero esa guerra civil, en el fondo, no ha terminado o, si se quiere, unas guerras civiles son herederas de otras. Hoy la guerra civil tiene los rasgos propios de nuestro tiempo: no hay frentes ni estados mayores, ni divisiones de infantería o de tanques: la guerra se reduce, aunque dolorosamente, a tiros en la selva, atentados, golpes de mano, secuestros. Ejército fiel al estado contra guerrilleros casi invisibles, fieles a líderes con apodos extraños. Hace veinte, treinta años, los guerrilleros sabían por qué luchaban. Eran los pobres, los desheredados, con una fe ciega en el marxismo y en la teología de la liberación. Hoy ya no creen en esas cosas, u ocurre como si no creyeran. Sus principales víctimas son los campesinos que sufren sus continuos saqueos y se ven obligados a emigrar a las ciudades, donde se convierten en una masa sin nombre, más pobres aún que antes, pero sin ideas claras sobre aquello que vale la pena en la vida. Salgo del observatorio de Mutis sabiendo un poco más de Mutis, de astronomía ecuatorial y de historia de Colombia. La Academia Conferencias en diversas universidades —la Universidad Nacional, la Universidad de los Andes, la de las Américas, la de la Sabana, el Liceo Moderno—, otra en el planetario de Bogotá, como estaba comprometido, y donde Sala nos recibe con su amabilidad acostumbrada. Siento que tengo que agradecerle mucho más de lo que él me agradece a mí. Debajo de las instalaciones hay un recorrido imaginario por toda la geografía de Colombia: un descenso en hélice va llevando desde los nevados de la cordillera a los páramos del altiplano, la sabana, los valles, la selva, la costa del Caribe, y finalmente los fondos marinos. Muy bien planteado el paseo, quizá mejor que en el Museo de Historia Natural de Nueva York, el recorrido es rápido, pero permite contemplar los paisajes, la flora, la fauna y la vida: árboles, frutos, piedras volcánicas, dunas de La Guajira, pólipos de coral, enmarcados en excelentes fotografías de fondo. Toda una soberana excursión. He sido invitado también por Mauricio Obregón, catedrático de la Universidad de los Andes y famoso colombinista, a quien ya había conocido en Sevilla. Vive en una soberbia hacienda en La Siberia, el altiplano al norte de Bogotá, cercada de vallas eléctricas para defenderse de irruptores y una puerta de hierro donde se nos piden hasta los pasaportes y se quedan de momento con ellos. Obregón es hombre comunicativo, profesor y navegante. Hablamos mucho de Colón y de navegación en general. Su despacho es una especie de sala de bitácora, con una gran aguja, varios astrolabios, sextantes, catalejos, cartas náuticas. Siente no poder ver el mar, pero se lo imagina a lo largo de la enorme sabana del altiplano. Acaba de terminar un libro muy de los suyos: «De los argonautas a los astronautas». La comida se prolonga hasta entrada la noche por la necesidad de asistir a un espectáculo folkórico, sin duda muy largo, pero que tengo que decir que me gusta. Tras una afectuosa despedida, salimos de nuevo hacia Bogotá. Es ya de noche, una noche clara y estrellada. Sala y yo no tenemos más remedio que pedir al conductor que se pare un momento y nos deje salir al frío relente. Esta Siberia 183

no es tan gélida como la asiática, pero podemos estar a cinco grados. El aire, en la altura de la serranía, está limpísimo. Salvo la Polar y la Sigma del Octante, se ven casi todas las estrellas, de Casiopea al Fénix y el Tucán. La Ballena se aproxima al cénit, Fomathaut refulge a gran altura. Más allá, el esplendor de Achernar. Orión se levanta horizontal, como lo vio Colón en la noche de Guanahaní. Qué emoción la de este cielo del ecuador, limpio, rutilante, en que brillan a la vez las estrellas del Norte y las del Sur. El viaje a las universidades, situadas casi todas fuera del casco urbano, me permite conocer nuevos paisajes, sabanas, lagos, bosques de árboles enormes, pueblos pequeños y curiosos, típicos y llenos de un encanto perfectamente auténtico, como no es posible en la gran ciudad. También estoy invitado a una sesión de la Academia de la Historia. Los más conocidos historiadores colombianos se reúnen aquí. El local de sesiones es, como el de Madrid o el de Sevilla, una sala larga con muchos cuadros históricos en las paredes que recuerdan las efigies de los grandes próceres, y una mesa tan larga como la sala, a la que se sientan todos los ilustrísimos señores. Presencio, de acuerdo con el complejo ritual de todas las academias del mundo, la elección de dos nuevos miembros de número, por supuesto, con el consabido sistema de las bolas blancas y negras. Una vez efectuado el escrutinio, el presidente solicita el asenso de los presentes, y todos descargan una fuerte palmada sobre la mesa. El ruido de la unanimidad es tan fuerte, que parece como si todos se hubieran enfadado a la vez. Luego, la segunda votación, con los mismos resultados. Conocido el sistema pensé por un momento, pero al fin me abstuve pudorosamente de dar una palmada sobre la mesa: era preferible la falta de unanimidad a una indiscreción por mi parte. A su debido tiempo pronunció su disertación un académico, acerca de la diferencia entre la música de los negros y la de los indios. Una es alegre y rítmica, la otra cadenciosa y triste. Lo extraño para mí fue el olvido de la condición de esclavitud de los negros, una condición que por lo visto no les impidió celebrar sus fiestas con júbilo, y la tristeza de los indios sometidos por los españoles al dominio colonial. Con la mayor educación y aprecio por la docta disertación del académico, manifesté mi deseo de expresar el carácter polirrítmico, destinado exclusivamente a instrumentos de percusión, de la tradición africana, y la música melódica de los chibchas y los muiscas, basada en una escala pentatónica —«como en otras grandes culturas»— que equivale a nuestro modo menor «auténtico», carente de sensible. Esta música nos produce a nosotros, los occidentales, que no a los indios, una sensación de tristeza. Los chibchas, quimbayas o muiscas, empleaban esta tonalidad aparentemente triste desde siglos antes de la conquista. Para suavizar cualquier sensación de impertinencia, terminé transmitiendo a la Academia Colombiana un cordial y sentido saludo de afecto y admiración de parte de la Real Academia de la Historia, misión que me había sido encargada con el mayor interés por mis compañeros de allende el mar. Mentira solemne y educadísima, que con seguridad me van a agradecer también los de Madrid. Todos amigos, más que nunca. El Museo del Oro Es la atracción más digna de visitarse en Bogotá, dicen las guías turísticas, y probablemente tienen razón. Colombia es el país del oro, como Méjico, Perú y lo que 184

hoy es Bolivia lo fueron de la plata. Aquí nació el mito de El Dorado, que movió a los conquistadores a buscarlo en los sitios más inverosímiles. Los indios se referían probablemente al cacique muisca que, de acuerdo con el ritual, se arrojaba, espolvoreado con el amarillo metal, a la laguna de Guatavita. Y los españoles no dieron nunca con El Dorado, porque ni el cacique era realmente tan rico ni el oro de Colombia se hallaba concentrado en un solo lugar. Se aprovecharon de él los muiscas, los quimbayas, los tolimas, los calimas, los de Tierradentro, los del Chacó, los de la cultura de San Agustín, pero ninguna de estas tribus llegó a nadar en oro. Paradójicamente, en este país de tan desiguales niveles de riqueza, el oro está, todavía hoy, bastante bien repartido, y aunque el conjunto no tiene nada de despreciable, nadie es dueño de soberbios filones. Por otra parte, los indígenas no valoraban en gran cosa el oro; o, por decirlo con mayor propiedad, no lo valoraban como elemento de cambio —esa estupidez de europeos y asiáticos—, sino por sus extraordinarias propiedades para la orfebrería: puede malearse, reducirse a láminas muy finas, troquelarse, convertirse en objetos sumamente delicados: y eran estas figuras, no el material, lo que el pueblo indio custodiaba con esmero. Cada cultura tenía su método de trabajar el oro: hay objetos enormes bien labrados y hay objetos diminutos como insectos —o que representan insectos— de una finura extraordinaria; unos resultan ser imágenes casi realistas de algo, otros tienen un significado puramente simbólico; unos poseen una finalidad práctica, otros no tienen más objeto que el puramente decorativo o bien el ritual. Los muiscas, los quimbayas y demás poseían una perfecta técnica para producir tan variadas y en ocasiones tan delicadas figuras. Fundían, moldeaban, percutían, alisaban, estiraban. Utilizaban rodillos de cerámica y dominaban el método de la cera perdida. En técnica, los artífices del área chibcha de los siglos XIV y XV poco o nada tienen que envidiar a sus coetáneos europeos; tampoco les van a la zaga en su capacidad para reproducir los más mínimos detalles cuando se lo proponen: que casi nunca se lo proponen. Y aquí es donde empieza a percibirse la diferencia. No es que no sean capaces de representar las cosas, sino que las más veces no pretenden representar las cosas, sino sus símbolos. La realidad está no reproducida, sino aludida. El aguijón significa el escorpión, los colmillos el tigre. Los caciques y chamanes se disfrazaban de lo que no eran a base de orejeras, narigueras, pectorales, tiaras y extrañas crestas, que pretendían hacerles más parecidos a determinados animales totémicos que a hombres importantes. El símbolo predomina sobre el objeto, el significado esotérico sobre la realidad, la asociación ilógica sobre la representación, el misterio sin sentido sobre la explicación… Pienso, y tal vez me equivoco, que en esta deriva irracional, en la mera simbolización de lo que no se sabe qué significa, propia del alma misteriosa e introvertida del indio, radica en primer lugar la facilidad de la conquista de pueblos enteros y enormes por pequeñas, ridículas partidas de europeos, que sin embargo tenían los pies firmemente asentados en el suelo y sabían a lo que iban y lo que tenían que hacer para conseguir su objeto; y en segundo término, la dificultad de asimilación de los pueblos amerindios a la cultura y civilización occidental, un proceso que siempre estuvo lleno de reminiscencias ancestrales y de sincretismos. No estoy seguro de que el Museo del Oro, con sus 36.000 piezas, único en el mundo y por muchos conceptos admirable, me haya permitido conocer mejor el universo 185

misterioso, simbólico y fatalista de los primitivos habitantes de estas tierras, pero quizá me haya ayudado de alguna manera. Este enigma es uno de los grandes legados de la humanidad, aunque nunca sepamos exactamente lo que significa, entre otras razones porque es en esencia intraducible. Excursión a Macondo La excursión de hoy es mucho más larga que la de ayer. Cierto que de Bogotá a Girardot no hay más que 110 kilómetros, una distancia que en España no nos hubiera costado una hora. Pero en Colombia las distancias no pueden medirse en kilómetros, sino en dificultades. Las fuertes pendientes y el mal estado de las carreteras (los baches se llaman «huecos») obligan a viajar a una velocidad muy prudencial. No es extraño que en la excursión a Girardot hayamos empleado todo el día. En esos cien kilómetros cuántos paisajes y cuántos climas por medio. Precisamente por su variedad ha elegido el itinerario Álvaro, que es quien «maneja» o conduce. Álvaro es un hombre nacido y criado en el campo, que ama la naturaleza, los ríos, los árboles, la vida al aire libre: un excelente guía para esta ocasión. La carretera va, siempre que puede, hacia el suroeste. Primero por la sabana, ese desierto verde y fresco, luego por los páramos de los últimos escarpes de la Cordillera Oriental, que nunca ofrecen a la vista airosas montañas. Estamos más altos que el Aspe, Collarada, el Eiger o el Mont Ventoux, pero nadie hubiera podido adivinarlo. Se ven colinas de rocas coloreadas, rojas, verdes, ocres, azufradas, que me recuerdan los caprichos pictóricos de la argentina Quebrada de Humahuaca. Y luego viene el descenso, un descenso que nos llevará de los 3400 metros a los 500 en que se encuentra Girardot, en el valle del Magdalena. Primero son rocas desoladas y algunos arbustos del páramo; luego, coníferas de muchas clases y cipreses, todos en sus variedades andinas, que no tienen que ver mucho con las nuestras. El paisaje va descendiendo cada vez más, de un valle profundo a otro más profundo... Ahora los árboles tienen forma de sombrilla japonesa, troncos rectos y un cono ancho de hojas menudas de gran finura: aquí les llaman «pagodas» por su sugerencia oriental. Luego surgen los helechos arborescentes poderosos, opulentos, dueños del paisaje como monstruos del jurásico. Más tarde llegamos al reino del café, un arbusto más bien humilde, semicubierto siempre por la sombra de los gigantescos y desgarbados samanes: ya es sabido que la combinación samán-café es casi ritual. Álvaro me explica que hay plantas de café que dan una o dos cosechas al año, de polvo muy concentrado; otras producen todo el año un fruto mucho más suave: cultivan una clase u otra según los gustos o según la tierra. Pasamos por Mosquera, La Masa, Apulo, Tocaima. Aquí tomamos unas arepas, tortas de maíz que temo que no me van a gustar, pero que están deliciosas. Álvaro nos pide que nos despojemos de la ropa de abrigo, porque va a comenzar el calor, y pronto descubrimos que lleva toda la razón. Subimos un grado por cada 300 metros que descendemos, y ahora ya la temperatura es francamente elevada. Nos espera todavía mucho más. Del clima frío al templado, del templado al cálido, del cálido al tórrido, en no muchos kilómetros de recorrido: como si hubiéramos cambiado de continente. Y de pronto descubrimos la verdad: ¡realmente nos encontramos en el ecuador! Hasta ahora 186

bien que lo disimulaban las montañas. Por su parte, los árboles han cambiado, sobre todo por lo que se refiere al tamaño de las hojas: de las hojas finas pasamos a las grandes, como la palma de la mano, y de las grandes a las enormes, en alguna de las cuales podría envolverse casi el cuerpo entero. La ceiba, señora de la selva, la yuca, con sus raíces colgantes comestibles, el curiosísimo árbol del pan, de sugerencia polinesia, fruto remoto e inexplicable; y el impresionante árbol del caucho con su tronco no sé si de diez o quince metros de ancho, aunque realmente no es un tronco, sino cientos o miles de ellos, que parecen subir y bajar. En el país de las raíces aéreas es difícil distinguir el arriba del abajo. Es un mundo distinto, categórico y misterioso a un tiempo: un mundo, eso sí, restallante de vida. Las calles de Girardot están desiertas; la ciudad se calcina lentamente bajo un sol que brilla en el cénit con una fuerza implacable. Aquí abajo hay menos nubes que en la cordillera, y nada mitiga la calígine agobiante: todo es calma chicha, polvillo anaranjado, enormes insectos, vida lenta, como si tuviera que arrastrarse perezosamente. Todo me recuerda a Macondo. —¿Está por aquí cerca Macondo? —No, es un nombre imaginario inventado por García Márquez. Nos encontramos en el valle del Magdalena, el río que es la arteria central de Colombia. Lo atravesamos por un puente de hierro: es ancho, solemne, achocolatado, y forma lentos remolinos que se vuelven y revuelven como una masa esponjosa: nadie sabría decir si de agua o de barro. Sobre la llanura, plantaciones de arroz. De lejos se ven los cebúes como toros distorsionados, con una estrecha joroba y cortos cuernos curvados. El cebú es un animal procedente de la India, pero que se ha aclimatado a las tierras bajas de Colombia; lento, perezoso, apenas sirve más que para el aprovechamiento de su carne. Cuando en un restaurante de medio pelo te anuncian «carne de res», se trata de carne de cebú. Diríase que aquí abajo no hay más que arroz, cebúes y Macondos, pero no es verdad. De vez en cuando se ven complejos turísticos o zonas de descanso, parques, piscinas, restaurantes. En uno de ellos comemos con soberana lentitud y apenas sin conversación: me entretengo en contar las hojas enormes de los árboles: parece que son pocas, pero es que los árboles son también enormes. Los colombianos, lo mismo que muchos europeos, van a veranear al calor, paradoja que me cuesta entender, pero ya sé que no entiendo muchas de las cosas que hace casi todo el mundo porque las hace casi todo el mundo. A pesar de lo apasionante que, a pesar de todo, tiene este universo cálido, una vez tomado el último refresco dulzón, me muestro dispuesto a regresar. Volvemos por otra carretera, que atraviesa sin dificultad la llanura hasta que se enfrenta con los paredones de las tierras altas. Subimos por violentísimas curvas que tratan de superar violentísimas pendientes. —Por acá se caen muchos carros —nos cuenta Álvaro. A veces desde arriba del todo, es decir, están cayendo dos kilómetros. No trato de imaginármelo siquiera. Después de media eternidad, porque el tráfico es denso, nos vemos arriba. De nuevo a ponerse la ropa de abrigo. Hemos pasado en doce kilómetros, de treinta y siete a diez grados. A lo lejos se ven los nevados de la cordillera. Y por encima se levantan maravillosas torres de cumulonimbus, restallantes, abullonados, 187

navíos celestes que son una fuerza de la naturaleza. En Colombia he encontrado muchas cosas extraordinariamente hermosas: pero las nubes son más hermosas que ninguna otra. Otras excursiones me han permitido conocer un poco mejor esta tierra. Colombia es mucho más de cuanto he podido ver. No he llegado a los nevados de la Cordillera, al salto de Tequendama, a la laguna del Dorado, ni a la costa del Caribe o la del Pacífico. No sé si otra vez será. Cuanto he escrito en estos apuntes sé que resulta por necesidad y limitación tan imperfecto como incompleto. Tal vez sea preferible haber intentado describir algo a salto de mata que haber renunciado a dejar recuerdo alguno de este país, al fin sorprendentemente entrañable, en que he encontrado tantos, tan variados y tan buenos amigos.

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16. BIENVENIDOS AL SUR

Cuando llega uno a Sudamérica —y yo he tenido que hacerlo unas cuantas veces, siempre para dar cursos en distintas universidades— se encuentra uno como en casa cual si el largo vuelo hubiera sido doméstico. La gente habla más o menos el mismo idioma, tiene más o menos las mismas costumbres, el clima, en cuanto tal es muy parecido, el propio de las latitudes templadas, los árboles son casi siempre similares a los nuestros, se habla —con entusiasmo— de fútbol, o —mal— de los políticos, las comidas van seguidas de largas sobremesas, y los ciudadanos no tienen empacho en ser impuntuales. Es fácil adquirir confianza, sobre todo si se conversa con sentido del humor. Para ir del aeropuerto al hotel no se coge un taxi —cuidado con el verbo, que es una grosería imperdonable—, sino que se toma un remis, o automóvil de alquiler prepagado y con destino fijo. Nunca he llegado a saber si el remis es más barato que el taxi, u ocurre lo contrario, ni tampoco resulta fácil comprobarlo; pero sé que en el aeropuerto se toma siempre un remis. Una vez que se llega, ya todo parece absolutamente normal. La diferencia está en el cambio de hemisferio. Sale uno de Barajas en mangas de camisa y en Ezeiza le están esperando con abrigo y bufanda. Si se trata de damas, van todas de abrigo de pieles, que en el Sur son obligatorios, no sé si por costumbre o porque el pelo de llamita o de liebre patagónica está mucho más barato que en Europa. Esto del cambio de estaciones es más espectacular si se viaja en verano o en invierno; pero a todo se acostumbra uno. Por cierto, que si el viajero está explicando un curso, le advierten el 20 de septiembre: —Mañana no hay clase porque es el Día de la Primavera. —Pero si la primavera comienza el 23. —Perdone, señor, pero acá es el 21. Es preferible no recurrir a la segunda ley de Kepler, sino expresarlo de otra manera. —Son ustedes unos europeos incorregibles (la alusión a Europa siempre sienta bien). Su memoria histórica les dice que la primavera empieza el 21 (de marzo), y siguen aplicando esa memoria histórica a septiembre. El viajero, si es observador, advierte otras diferencias. Por ejemplo, el sol no se mueve de izquierda a derecha, sino de derecha a izquierda. Y la luna no es mentirosa como en Europa, de tal suerte que dibuja una C cuando está creciente y una D cuando decrece. Quizá el viajero observador descubre también en los mapas del tiempo que el aire, en el seno de las borrascas, se mueve en el sentido de los anticiclones, y en los anticiclones va en el sentido de las borrascas. Como si uno se hubiese trasladado con Alicia al otro lado del espejo. Una diferencia más cósmica, pero que muchos tal vez no descubren, es el 189

cielo del sur. Un cielo nuevo, riquísimo, poblado de estrellas y nebulosas, entre ellas las llamativas Nubes de Magallanes: pero estrellas completamente distintas y sorprendentes, como si uno se hubiese trasladado, no a otro planeta (que al fin y al cabo un marciano del hemisferio Norte observaría las mismas constelaciones que un europeo, un norteamericano o un japonés), sino a otro sistema solar. Un cielo nuevo, como en el Apocalipsis. Esta sensación mágica de todo igual y todo distinto es uno de los encantos más increíbles de Sudamérica. Los Buenos Aires (1983-1997) Buenos Aires se hace familiar, por lo menos a un español, mucho antes de lo que uno se imagina. A los dos o tres días todo se ha hecho como propio de todos los días, aunque el recién llegado no haya recorrido más que la milésima parte de esta ciudad enorme. Y es más, añado: cuando se regresa a Buenos Aires después de una larga ausencia se siente la impresión de una suerte de vuelta a casa. Semejante cualidad, que diría que se transmite por grato contagio, es, no me cabe duda, el primero de sus misterios. Hay que aceptarlo, no vale hacerse preguntas: pero es un misterio francamente amable. No resulta fácil resumir lo que es Buenos Aires en pocas palabras, precisamente porque es un mundo en que todo cabe: diez millones de habitantes, la cultura y la ignorancia, la fortuna y la miseria, la belleza y el mal gusto, el buen corazón y la crueldad, esa crueldad porteña que tanto se empeñan en destacar las letras de los tangos y los escritores de este siglo, y que —al menos que yo sepa— solo se manifiesta en casos muy limitados. Todo es verdad, es una parte de la verdad, y por eso mismo se opone a toda la verdad. Buenos Aires es un mundo, o uno de los rincones más expresivos de lo que es el mundo, sin que su fisonomía multiforme le impida poseer una acusada e intransferible personalidad, que no sería posible definir sino en un largo ensayo. También ocurre —y esto desconcierta— que Buenos Aires vive muchos tiempos a la vez, como no los viven Madrid o Londres: los viajeros de los «colectivos» o autobuses urbanos («manejados» por un «colectivero») que, colgados de los estribos, se supone que sin pagar, nos recuerdan una estampa de hace cincuenta años. Las niñas que salen del colegio perfectamente uniformadas y con sus batas blancas son de hace treinta. La lavadora de tambor vertical o las llaves de los hoteles parecen de veinte años atrás. Y por lo menos diez tiene la luz ámbar de los semáforos antes del verde, en otras partes suprimida. Los microchips, la pornografía, la antena parabólica, son por suerte o por desgracia, actualísimos. Buenos Aires compendia no solo muchas razas, muchas culturas y muchos estilos, sino también, y esto es lo más original, muchos tiempos distintos. El viajero que llega a Buenos Aires suele ser depositado por el remis correspondiente a la vera del hotel que ha reservado o, en todo caso, al lugar a que debe su visita. Por lo general en el centro. Si, tras unos cuantos días de estancia o estadía, traza un círculo de cuatro o cinco kilómetros en torno al Obelisco —en el cruce de Corrientes y Nueve de Julio— se encontrará una y otra vez con lo que todo el mundo identifica con Buenos Aires: los barrios del Centro, Palermo, Recoleta, Retiro, Belgrano, todos elegantes, y el de la Boca, nada elegante con toda la intención del mundo, tan distinto, tan renombrado y tan a mano. Y los monumentos más conocidos del mundo entero, la Casa del Cabildo, 190

donde nació Argentina, la Casa Rosada, donde reside el presidente, la catedral, el Congreso, el Teatro Colón, la Biblioteca Nacional, el Banco de la Nación, los más suntuosos y nobles edificios, los grandes almacenes, las prestigiosas librerías, de que tanto presumen los bonaerenses, los más concurridos cafés. También están aquí los principales bancos, las dos grandes estaciones ferroviarias, las más importantes facultades universitarias, y hasta, muy cerca, el Aeroparque, ese milagro, con Río de Janeiro, no conozco más casos, que permite acceder a un aeropuerto de vuelos nacionales embutido en el centro de la ciudad. Aquí está el «todo Buenos Aires», pero no todo Buenos Aires. No basta hojear un plano, porque en él nunca cabe la ciudad, sino más bien salir de ella en automóvil, o, todavía más, en tren (cuidado, no volveré a viajar en «primera», sino en «pullman»), para recorrer toda esa inmensidad. Casas bajas, en unos barrios decentes y acicaladas, en otros deterioradas al máximo, y más allá todavía, las famosas y lastimosas »villas miseria», que ocupan también kilómetros y kilómetros de espacio urbano, donde apenas se ven más que chapas de hojalata, cartón, chiquillos desgreñados que juegan al fútbol por las calles de tierra, y perros, muchos perros, al parecer sin dueño. Buenos Aires es todo eso, un mundo sin medida, a todos los niveles posibles. No tiene otros límites definidos, que yo haya podido precisar al menos, que el mar: el mar o el río (el Río de la Plata): mar o río, hasta eso es un poco de las dos cosas. Lo único que persiste en todos los Buenos Aires —excepto si se quiere en las «villas miseria»— es el trazado hipodámico, común a todas las ciudades y hasta pueblos de este continente. Las calles rectas cruzadas con otras mediante ángulos de noventa grados avanzan en la misma hierática formación por entre los lujos y las galas esplendorosas, las pequeñas mansiones de las clases medias o los barrios pobres. Líneas rectas implacables, a las que no se les ve el fin como símbolo de una inmensidad casi cósmica, que a los europeos se nos antoja casi de otro mundo (digamos del Nuevo Mundo). La idea procede del sentido ordenado y armónico de los griegos (por lo menos desde Hipodamos de Mileto) o de los romanos con su cardo y decumano, pero ha venido a cuajar en este continente, por obra, reconozcámoslo, de los españoles. Ancha es Castilla, pero muchísimo más ancha es América. Lo que ocurre es que el crecimiento demográfico —unido a una fortísima inmigración— ha aumentado hasta el infinito las dimensiones de la cuadrícula. Eso sí, los argentinos miden por «cuadras» o manzanas, y numeran las casas. Estos números aumentan todavía más el efecto, hasta provocar una abismática sensación de infinito, propia del vértigo que producen las cifras astronómicas. No conozco bien los motivos de tan rápida progresión, o no he entendido bien las explicaciones: que si los metros, que si el número de cuadras. El hecho es que en algunas calles de Buenos Aires la numeración pasa del 9.000, tal vez se llega a las cinco cifras. Eso sí, en cada bocacalle un rótulo señala claramente la numeración de cada manzana. Otro detalle que puede llamar la atención es el que se refiere a los nombres de las calles. El culto a los héroes se revela en muchas ciudades en los rótulos que anuncian el nombre de sus vías, lo mismo en Milán que en Varsovia. Pero Buenos Aires está más lleno que ninguna otra ciudad del recuerdo de sus héroes. El primero de ellos merece la plaza de San Martín, la avenida de San Martín, la calle de José San Martín y la avenida del Libertador. Otros, presidentes, ministros, y sobre todo militares, merecen parecidos 191

recordatorios. La mayoría son reconocidos como «patricios», y no falta tampoco la avenida de las Patricias Argentinas. Comento en algún rato libre esta suerte de asombro ante la doctora Carmen Carlé, discípula de Sánchez Albornoz, ilustre medievalista, y hoy sin duda la historiadora más reconocida en este país: una mujer tan encantadora como de fuerte carácter, no carente de cierta sorna: «Sí, mire —me dice—, acá todos los patricios tienen nombre de calle». En ninguna parte del mundo he visto tantas placas dedicadas a generales, justo en uno de los países que apenas tienen —para ventura suya— una mala guerra que echarse al coleto. Nombres que en España hubieran provocado indignación, aquí se repiten una y otra vez. Ciertamente me extraña, pero no me molesta que aquí lo hagan: los argentinos honran a sus antepasados con gratitud y son —quizá envidiablemente— muy patriotas. Cualquier persona culta o semiculta ha oído hablar de la avenida de Mayo, Alvear, Corrientes, Rivadavia, Florida, Córdoba, Santa Fe, Callao, Libertador, Mitre, Belgrano, amén de la Nueve de Julio, que tal vez no suena tanto en Europa, y es sin embargo, como dicen los argentinos posiblemente con razón, la avenida más ancha del mundo, con sus casi 150 metros de una acera a otra. En Buenos Aires hay muchísimas avenidas, más que en Manhattan, París o Londres. Y es aquí, en estas avenidas, donde uno se siente en una gran urbe. Trascienden la elegancia, el buen gusto, el «sprit», el orden y las proporciones, no en un grado tan absoluto como en París, en Barcelona o en los bulevares de Budapest; pero con un sentido de las cosas como no es fácil encontrar en otros lugares de América. Buenos Aires puede figurar sin duda como una de las grandes ciudades europeas, y decirlo así no molesta en absoluto a los bonaerenses, sino que, en todo caso, les halaga. Me dicen una y otra vez que la avenida de Mayo es muy parecida a la Gran Vía. Tal vez el ambiente, la naturalidad, la animación, el bullicio, el orden dentro del desorden, contribuyen al recuerdo. Casi lo mismo podría decirse de otras avenidas abarrotadas y alegres del centro. También hay un Buenos Aires parisino, muy de la solemnidad y el gusto de los bulevares, sobre todo en el barrio de Palermo, justo donde está la embajada francesa, y no sé si precisamente por eso, con sus edificios bien aplomados coronados por mansardas; o un barrio inglés, en el distrito de Caballito, con sus casas georgianas y victorianas: tal vez menos londinenses que el West End, pero con sus escaleras de acceso, sus ventanas rasgadas y sus rudimentos de jardines. Dicen que esas casas las construyeron los ingleses que vinieron a trazar los ferrocarriles argentinos; pero siento la impresión de que hay más casas que ingleses hubo: sin duda las buenas familias argentinas supieron imitar el estilo. Y no podía faltar en la geografía porteña el barrio italiano, que se identifica hoy con La Boca, en el extremo sur de la ciudad, justo donde en 1536 don Pedro de Mendoza fundó la ciudad de Nuestra Señora del Buen Aire, aprovechando la presencia de las aguas entonces limpias del Riachuelo. En el siglo XIX, el antiguo barrio quedó atestado de inmigrantes italianos que allí establecieron un dominio particular, construyendo casitas modestas, pintadas de colores, cuajadas de recuerdos y de vivencias típicas. Hoy de aquella italianidad quedan muchos más apellidos italianos que en el resto de Buenos Aires —que ya es decir—, el dialecto lunfardo, las casitas de colores, hoy exagerados para atracción de turistas, y el tango, esa creación supertípica, nada italiana, hija de la cultura urbana porteña y abigarrada de 192

gentes de todas las procedencias, que acabó explotando en moda mundial en los tiempos de Carlos Gardel y compañía, y que hoy tiene su símbolo más específico en la calle Caminito, no sé si más típica que artificiosa o más artificiosa que típica. Hoy el barrio de la Boca apenas recuerda a Italia, como no sea a las callejas de Nápoles, donde se tiende la ropa a secar de casa a casa, por encima de la calle. La Boca figura entre los rincones más característicos del mundo, pero es más porteño que ninguna otra cosa, y tal vez más artificial de cara al turismo que otra cosa. Buenos Aires es como un resumen de muchas y muy distintas ciudades de Europa, pero sería un disparate quedarse solamente en esto. Buenos Aires es por encima de todo bonaerense, con su personalidad intransferible, su ambiente, una identidad tan bien definida como pueden tenerla Londres, Pekín o Estambul. Es ella misma en sus calles y avenidas, en los edificios elegantes, los hoteles, las mansiones, los teatros, los centros oficiales, y esas cúpulas airosas, a veces verdaderas cúpulas torre, que lucen en las esquinas. En su conjunto, me parece, lo diré con espontánea sinceridad, una de las ciudades más grandes y hermosas del mundo: por más que no esté bien cuidada, eso se nota también, por culpa sin duda de los problemas económicos. Debió estarlo a principios de siglo, cuando Argentina, centro de inmigración, exportadora de trigo y carne como ningún otro país, era sinónimo de riqueza y prosperidad. Muchos recuerdos perduran de aquellos buenos tiempos, y eso también se nota. Al final del viaje de 1997, con unos días para nosotros, María Jesús y yo nos dedicamos a recorrer lo mejorcito de Buenos Aires a otro «aire», con un ritmo más sosegado. El paseo clásico va de la plaza de Mayo, con la Casa del Cabildo frente a la Casa Rosada: una blanquita y humilde, pequeño ayuntamiento colonial, germen de la futura Argentina, frente al palacio rosa entre clásico y francés, símbolo de la Argentina actual; hasta llegar al soberbio Capitolio del Congreso, tres kilómetros más arriba, después de seguir las esplendideces de la Avenida de Mayo. Disfrutamos de las cúpulas, los nobles edificios de color claro, las «vidrieras» o escaparates, donde se expone de todo, los cafés acogedores. Es indispensable tomarse un buen café en el Tortoni, allá por el número 800, un establecimiento típico y monumental al mismo tiempo, donde acudieron o formaron famosa tertulia Yrigoyen, Hugo Wast, Carlos Gardel, Ortega y Gasset, Ginastera, Pirandello, Borges y tantos otros que aparecen allí recordados. El Tortoni es tan famoso como los más ilustres cafés de París o de Viena. Tiene tal vez más encanto. He aludido ya a los cafés librerías, donde se bebe y se lee, y solo, llegado el caso, se compra. Hemos ido dos veces al Teatro Colón, enorme, abierto a cuatro calles y soberbio por dentro, con sus escalinatas de mármol, sus esculturas, sus tapices, un espléndido foyer, un patio de butacas con sillones forrados de rojo y un espacio tan amplio entre una fila y otra, que puede pasarse a cualquier localidad sin rozar las rodillas de los demás espectadores, y por supuesto sin obligarles a levantarse: una comodidad que no he visto en ningún otro teatro de ópera del mundo. Seis pisos de palcos y plateas dorados sin exageración, bajo las arañas de cristal, completan un aforo de 4.000 espectadores cómodamente sentados. Recuerda al Garnier de París, la Ópera de Viena y la Scala de Millán, sin necesidad de imitar a ninguno. Qué espléndida acústica. El otro día pude escuchar el Concierto en Re de Beethoven, dirigido por Penderecki, un tanto envejecido, 193

con la batuta en la mano izquierda, pero muy preciso en los tiempos, con un Uto Ughi al violin, que ha habido sacar lo mejor de su maestro Menuhin: me dejó un sabor en los labios del alma y una humedad en los ojos que, lo reconozco, ha sido el mejor recuerdo de este viaje. Y el Congreso, más allá de la Nueve de Julio, un edificio enorme y regio en una plaza no menos enorme y regia. Los parlamentos europeos se conocen por su columnata coronada por un frontón. De aquí que en mi primer viaje haya metido la pata. En la plaza de Mayo a un costado, entre el Cabildo y la Casa Rosada, se levantan doce poderosas columnas corintias que sostienen un enorme frontón. «El Parlamento», dije. «No, doctor, es la Catedral». Increíble. Una catedral neo-neoclásica, sin mucho que ver, en la que llama la atención la capilla donde está enterrado el libertador San Martín, custodiado perennemente por soldados uniformados de gran gala. Por el contrario, los parlamentos americanos, comenzando quizá por al Capitolio de Washington, se caracterizan por su gran cúpula central sobre altos tambores. En la capital de un país americano, donde ves una soberbia cúpula coronando un edificio civil, ya sabes que allí esta el Parlamento de la nación. La cúpula del bonaerense es quizá la más airosa del continente, y preside un edificio mucho más regio que la Casa Rosada. Es obligatorio pasear por la peatonal calle Florida, comercial y animada como ella sola; la multitud que la atesta camina despacio, quizá porque no puede hacerlo de otra manera, pero habla fuerte, casi a gritos, para poder entenderse con sus vecinos cercanos: así, Florida, con todo su encanto, produce un estruendo que recuerda al de una manifestación ruidosa. O la avenida Corrientes, no menos abarrotada, llena de tiendas de lujo y famosos cafés, casinos y librerías. La gente la utiliza para tomar algo o comprar lo que puede durante el día, y para divertirse durante la noche. Hemos visitado el famoso cementerio de La Recoleta, tumba de patricios de ayer, y hasta de hace poco, como la familia Perón, con monumentos, estatuas y frisos en que las familias de los fallecidos famosos quisieron embellecer las sepulturas con esos peregrinos lujos, galas, esos faustos de la muerte que nunca he conseguido comprender del todo. La Recoleta proporciona al alma un sabor algo parecido al de las pirámides y mastabas, pero con un aire indisimulable de fin de siglo. Hemos visitado las iglesias que conservan aún algo de lo colonial: los Jesuitas, San Francisco, Santo Domingo. Hemos estado en Olivos, San Isidro y el Tigre, con sus mansiones de lujo, donde la ciudad se va fundiendo poco a poco, con calma infinita, con el delta y los esteros del Paraná, canales e islas bajas con una vegetación que, a pocos kilómetros de Buenos Aires, es ya aplatanadamente tropical. Al final se me hace todo Buenos Aires tan familiar, que me produce la impresión de que ha transcurrido aquí la mayor parte de mi vida. Justo ahora es cuando tengo que marcharme. Tucumán —y los tucumanos— (1986) ¿Dos Argentinas? Al principio lo pienso así: Buenos Aires y el resto. El resto no puede ser más distinto a Buenos Aires, como si se tratase de dos países distintos y aun contrapuestos. O quizá más bien como si Buenos Aires fuese distinta al resto. Enorme, con un tercio o más de la población total, pero distinta. ¿Y cuál es más Argentina o 194

menos Argentina? Otro tema de discusión, que aquí no acabaría nunca. Más tarde me doy cuenta de que decir «el resto» carece de sentido: hay muchas Argentinas, desde la selva tropical y caliente del Norte hasta las tierras secas, frías y desoladas de la meseta patagónica, desde los nevados de la Cordillera hasta las costas bajas de la Pampa, en que la tierra cenagosa casi se confunde con el agua somera y poco profunda. ¡Y todas son Argentina!, ¡todas se proclaman orgullosamente lo mejorcito de Argentina! Que estos hablen mal de aquellos es otra cosa. En Buenos Aires se ríen de los tucumanos, perezosos, tranquilos y remolones, cuyo carácter contrasta con la «vivasidá porteña». —Desime, pibe, che, no más, ¿este árbol qué es? —(desganado) ... un algarrobo..., man. —Pero desíme, este árbol ¿qué produse? —...algarrobas... man. —Y las algarrobas, ¿cómo las recogés? — ...cuando están maduras... las tira el viento..., man. —Pero desíme, ¿y si no hase viento? —Pues... se pierde la cosecha... man. Los tucumanos no hablan mejor de los porteños: son falsos y ladinos, dice uno de mis nuevos amigos. —Y se dedican a cantar y bailar tangos, que no son de acá, no tienen nada de argentinos. Naturalmente, no puedo preguntar cómo son los tucumanos. —Son raros, especiales, distintos —me dice un profesor de fuera. —¿Distintos a qué? —A los demás argentinos. Cada vez siento más problemático definir qué es la argentinidad. Y sin embargo, todos, absolutamente todos, se consideran muy argentinos. En Tucumán, que es la cuna de la nación (que no Buenos Aires, con su Cabildo, que eran cuatro gatos), son más argentinos que nadie. Son lentos, desde luego, tardones, impuntuales, trasnochadores, pero no tan arrastrados como dicen los porteños. (Todos los chistes sobre tucumanos los presentan tendidos sobre la hierba y hablando con desesperante lentitud). Luego voy descubriendo que son tercos, difíciles de convencer, «peleadores», como ellos mismos confiesan, ardientes proclives a los extremos, hasta a la extrema derecha y la extrema izquierda (aunque estas palabras relacionadas con las manos, no las emplean ni siquiera las entienden). Cuando en mis conferencias me refiero a temas políticos, extreman la atención. Por cierto que, en un ciclo que organizan las dos universidades principales, la Nacional y la Católica, me piden dos conferencias de hora y media cada una, con un descanso de media hora. Como se comienza impuntualmente a las cinco, las clases, coloquios incluidos, terminan a las diez de la noche. Y luego, nos invitan a cenar, hasta las tantas, porque no tienen prisa. Siempre, e inevitablemente carne. —A ver, querrán una parrillada, ¿no? Y yo qué voy a decir. Carne de vaca, que no de ternera. En la parrillada se mezclan todas las vísceras posibles. No podía imaginar que las vacas tuviesen tantas vísceras 195

dentro. La conversación, lenta y con frecuencia sabrosa, se prolonga hasta altas horas. A veces aparece una guitarra, y lo educado es quedarse a la guitarreada. Me pregunto cuántas horas duermen los tucumanos, y al fin me entero: aquí la siesta es una institución obligada. Tal vez parezcan una mezcla de andaluces y aragoneses, pero trasladados, por supuesto a otro mundo. Todos insisten una y otra vez que tenemos que ir a la Casa de la Nación para presenciar el espectáculo de luz y sonido que representa los episodios de la Independencia, y especialmente el Congreso de Tucumán, que en 1816 proclamó la existencia de las Provincias Unidas del Sur, más tarde República Argentina. Tampoco podemos dejar de visitar el Campo de las Carreras, donde el general Belgrano, rodeado de sus famosos sesenta granaderos, derrotó a La Serna. La Casa de la Nación es un edificio de planta baja, blanqueado y amplio, tal vez de la misma época que el Cabildo de Buenos Aires. El espectáculo tiene lugar en el patio, lleno de gente, un patio con flores que huele a Andalucía, y los personajes asoman a las puertas y ventanas, mientras suenan las voces o la música. El texto y la acción son fuertemente románticos. En Europa no podría verse una representación así, pero aquí son posibles cosas como esta. El drama llega al corazón de la gente. Al final, todo son gritos patrióticos, y tanto los imaginarios héroes y patricios como los asistentes, conmovidos, terminan cantando el himno nacional. Ya había notado que los argentinos son muy patriotas. Pero hoy mi asombro ha llegado al máximo. En algún momento, no ahora, lo he comentado con alguna persona de confianza. «Somos un pueblo joven», me dicen, casi en tono de disculpa. Puede que sea así. A veces he llegado a pensar que el patriotismo es aquí una necesidad. En cuanto nos ponemos a escarbar, encontramos españoles, italianos, griegos, sirios, libaneses, franceses, eslavos, alemanes, judíos, orientales. No es que renieguen de sus raíces, es que necesitan algo que los una para convivir y para dar sentido a este país... O acaban sintiendo la patria sus hijos, que ya han nacido aquí y no conocen otra cosa. La educación, patriota ya desde la enseñanza primaria, hace el resto. El patriotismo. No exageremos, por favor, pero cómo lo echo de menos en España. Seguramente eludimos por prejuicios esa necesidad. Respeto a los argentinos, y en muchos casos los admiro. Eso sí, no han conseguido que visite el Campo de las Carreras. San Miguel de Tucumán es una ciudad de más de medio millón de habitantes, extensa e intensa. No contiene grandes monumentos históricos, pero rezuma sabor sin necesidad de mostrar belleza. En sus calles típicas abundan las «casas chorizo», estrechadas al máximo, a lo sumo con dos ventanas a la calle, un largo pasillo con algún patizuelo lateral, y una salida por la parte de atrás a un patio general o a un pequeño jardín. Las casas chorizo son una paradoja en una ciudad en que sobra el espacio, y no me las explico. O individualismo o falta de medios para una construcción más amplia. O el municipio cobra por metro de calle edificado. Soberbio el palacio de Gobierno y algunos edificios oficiales. Frente al hotel se abre uno de los parques más amplios y más bellos de la ciudad, donde se encuentra un pequeño lago y hasta un ingenio de azúcar, como símbolo del cultivo de la caña, que es aquí el más frecuente. Todo San Miguel está rodeado de cañaverales. Los lapachos rosados en flor, las calles sucias, las carretas cargadas de caña, las escenas y bailes típicos en plena calle, la primavera lozana, los 196

guardias de tráfico encaramados a torretas metálicas, los bares llenos, la música fácil y pegadiza, las vías rectas con nombres de patricios, que se extienden hasta no se sabe dónde, el trasnocheo obligado, compensado por la siesta ritual, diseñan la cautivadora personalidad de la vida tucumana. Al final, el Rector, doctor Oscar Luis Partridge, nos invita a cenar. Por primera vez, no lo veo con su terno oscuro y sus insignias, sino en mangas de camisa. No cabe la menor duda de que hemos llegado a la etapa de la más absoluta confianza. También asisten el Secretario General, Juan Carlos Catalano, el Decano, el profesor de Historia de España, Muñoz Moraleda, con sus respectivas esposas. No hay más remedio que pechar de nuevo con la carne, aunque esta sea muy buena, bien regada con un excelente vino de Salta. Tucumanos y salteños se llevan mal, pero a la hora de degustar los caldos se olvidan todas las diferencias. La conversación se distiende. Al final vienen los brindis. La tradición consiste en ir brindando por cada uno de los sesenta granaderos de Belgrano, cuyos nombres conoce todo el mundo de memoria. La alegría y el humor suben de tono. Cuando vamos por el brindis número 15, más o menos, Partidge decide con muy buen criterio cortar la lista, y nos olvidamos del resto de los granaderos. Aparece Nelson, el muchacho para todo del Rectorado, que nos ha llevado a tantas partes en el coche de la Universidad, ahora provisto de una guitarra. Ya tengo experiencia de que la guitarreada es otro rito consagrado. Alguien saca de algún sitio un tambor indio, y a falta de palillos lo golpea con dos cucharas. Se tocan zambas: la palabra suena igual que la samba brasileña, pero la música suena como un vals. Se oyen también cuecas, vidalas y chacareras. La chacarera se escribe a tres por cuatro, pero se baila a seis por ocho, lo mismo que la sevillana, si bien con un acento distinto: tácatacatacataca tácatacatacatá, tacatacatacatacata tácatacatacatacatá. El decano y la decana se lanzan a bailar: todo muy parecido a la sevillana, incluido el desplante final, que es prácticamente idéntico. Hay solo «la primera» y «la segunda». No cabe duda de que somos parientes, sobre todo los del Sur de un lado y los del Norte del otro, o séase los más cercanos al trópico. Salimos a las tantas de la madrugada. Allá en lo alto brilla Canopus. El rombo no es la Cruz del Sur, sino la Falsa Cruz. Y Orión se presenta al revés, no por efecto del vino de Salta, sino porque estamos en el otro hemisferio. Adiós, Tucumán, alguna vez volveremos. Del oasis al Pacífico (1986 y 1991) Durante el viaje de Tucumán a Mendoza he de volar sobre el desierto. Allá abajo tierras pardas, amarillas, reacias a la vegetación y a la amabilidad. El color del suelo cambia en cientos de kilómetros relativamente poco, dentro del tono terroso: hasta que a veces, inesperadamente, se torna blanco, un blanco purísimo y deslumbrante. ¿Nieve? No puede ser nieve, aún no hemos llegado a la Cordillera. ¿Niebla? Sería un fenómeno absurdo: humedad sobre el desierto. Acabo preguntando a una azafata. —Sal, señor. Lo que me dice casi parece una oración. Sal, otro imposible. Al cabo de poco tiempo me convenzo: estoy viendo saladares, enormes saladares. Hace millones de años, antes de que se levantaran los Andes, hubo aquí un océano. Y lo que son los juegos de la 197

naturaleza: se evaporaron las aguas, quedaron lagos cada vez más salobres, y al final solo quedó la sal. Los saladares tienen kilómetros de extensión, no sé cuántos. Tampoco sé cómo son vistos desde tierra, porque nunca he cruzado uno. Llego a comprender que el desierto es justamente una consecuencia de los Andes, esa inmensa barrera que se interpone entre las tierras llanas y el océano, una barrera tan alta que las lluvias del Pacífico no son capaces de atravesarla. Sin embargo, llega un momento en que por fin empiezan a verse rectángulos verdes, árboles, cultivos, al fin un verde oasis enorme, mientras el avión desciende; es la señal de que estamos llegando a Mendoza. Mendoza es en este sentido un milagro. El agua purísima del río, que desciende justo desde las nieves eternas y los glaciares más altos de los Andes, riega aquí, encauzada por la mano del hombre, toda la ciudad y su entorno, un paisaje amable donde casi no llueve nunca. En Mendoza se crían los mejores vinos de Argentina. Cultivos, álamos, laurisilva, pastos donde se mueven sin prisa los ganados. Quizá el mayor milagro es Mendoza misma. Si espero encontrar casas coloniales o iglesias barrocas, me equivoco de medio a medio. Me han dicho y aquí me siguen diciendo, que Mendoza es la ciudad más española de Argentina, pero no lo es por su geografía urbana. Mendoza fue casi totalmente destruida por un tremendo terremoto en 1861. Y fue reconstruida en 1863 de acuerdo con los planos de un arquitecto francés de indudable buen gusto. Mantuvo la consabida estructura hipodámica, pero con una especial armonía. En el centro, una gran plaza. Dos amplias avenidas en cruz, hoy peatonales y llenas de señorío, y cuatro plazas en las cuatro esquinas para evitar la monotonía y la tendencia centrípeta. El acierto no solo está en la planta, sino en el alzado. Cuántas construcciones son de la misma altura, como en Barcelona o en París. Las calles ofrecen una fisonomía armónica, como no es fácil encontrar en otras ciudades de este continente. Y mucho más todavía. Todas las calles están arboladas. Fresnos, álamos, plátanos, hasta sauces llorones crecen en las aceras sin solución de continuidad. Con frecuencia las ramas forman un verdadero túnel que libra a los peatones y hasta a los automovilistas de los ardores del sol. Quizá me equivoque, pero me parece que Mendoza, o cuando menos el centro de Mendoza, con sus cinco plazas incluidas, es el trazado urbano con más árboles por metro cuadrado. del mundo. Cómo esto es posible en una ciudad en la que llueve menos que en cualquier punto de Europa y casi de América, parece un milagro. No lo es gracias a los canales, que aquí llaman acequias. Entre la acera y la calzada, a un lado y otro de la calle, corre un canalillo de aguas limpias, que vienen de la Cordillera y aquí se multiplican por doquier para regar los árboles y los jardines. El ruido del tráfico es atenuado por el suave murmullo del agua que corre por aquí y por allá. Qué insuperable acierto. Mendoza es también una ciudad de muy aceptable nivel de vida, habitada en buena parte por una clase media culta y educada —y conste que no hablo solamente de los universitarios que me han invitado a venir aquí— como tal vez no es fácil encontrar en otras urbes de este continente. Por qué esto es así, por qué se advierten menos diferencias, lo mismo en las gentes que en los edificios o en la manera de vestir, es un hecho que no logro explicarme satisfactoriamente, y sobre el que solo apenas me atrevo a preguntar. Pero me siento rodeado de un clima grato y moderado —no digo que especialmente amable, porque amabilidad la he encontrado en casi todos los rincones de Hispanoamérica que he podido visitar—, un clima, digo, en que casi nada choca, casi 198

nada es exagerado, todo hecho mesura y buen comportamiento. El clima humano y el clima urbano de Mendoza son todo lo agradables que he creído advertir, y lo expreso con sinceridad y agradecimiento al mismo tiempo. Otra cosa parece ser el clima atmosférico. Siempre he venido aquí en plena primavera, y eso es una ventaja. Me dicen, y lo compruebo con los datos estadísticos, que las temperaturas en invierno y en verano son extremadas. Los mendocinos conocen tanto los fríos de cero grados como los calores de cuarenta. Los árboles suavizan la sensación, pero los termómetros recuerdan que estamos en un desierto de régimen continental. Cierto que si el Atlántico se encuentra a más de mil kilómetros de distancia, el Pacífico solo está a apenas doscientos. Pero el inmenso murallón de la Cordillera absorbe las lluvias del Oeste y se queda con toda al agua. Por fortuna, el río Mendoza trae esa misma agua desde las alturas, y aquí los hombres se encargan de embalsarla y distribuirla por toda la ciudad. Riega y alivia la sed cuanto se pueda desear, pero apenas sobrevive después de pasar por este bebedor oasis. Unos me dicen que el Mendoza no desemboca en ningún sitio; otros, que algún hilillo de agua va a parar al Río Negro, y de allí al Atlántico. Pero casi todo se queda aquí, en este paraíso verde privilegiado. Al oeste de la ciudad se levanta el Cerro de la Gloria, el mayor de los parques que rodean Mendoza, también generosamente poblado de árboles. Uno no se imagina en el desierto, sino en el bosque. El nombre no se lo debe a su altura celeste, sino al grandioso monumento a San Martín al frente de su ejército de los Andes. Como la figura más importante no es la del Libertador, sino una Victoria alada enorme que preside el conjunto, el monumento es sin duda el más original y el más diferente de toda Argentina, sin contar con la rara belleza de las figuras y los bajorrelieves. Por desgracia, desde el Cerro de la Gloria no se ven los Andes, sino una parte de la precordillera, que hoy parece un amontonamiento negruzco. Pero en el ámbito del parque, a la izquierda, se levanta la Universidad Nacional de Cuyo, donde he de explicar el curso que se me ha encargado. Las instalaciones de la Universidad son mucho más decorosas que las de otras homólogas argentinas donde he estado, pero sobre todo destaca la calidad de los profesores que he tenido ocasión de conocer y tratar. Profesores cultos y cultivados, dotados de la misma elegancia que parece destilar la ciudad. El rector, Enrique Zuleta, es profesor de Historia de la Cultura, y pronto descubro que conoce la literatura española mucho mejor que yo. No vienen a mis clases más alumnos que en otras partes, pero son particularmente atentos, y ese detalle lo agradece siempre el profesor. Lo que no puede faltar es que le inviten a uno a cenar —cada día un profesor distinto—, sin que escasee, por supuesto, la carne. La que nos ofrece un día Zuleta se puede cortar como mantequilla. Volveré a Mendoza (y efectivamente, he vuelto cuatro veces: me ahorraré tres crónicas). (de 1991) La Cordillera es para un amante de la montaña el reclamo fundamental de Mendoza. Desde la terraza del hotel, a la altura de un piso 14, se ven las moles oscuras y feotas de la precordillera. Solo una vez, durante una fiesta campera, logré distinguir por encima una montaña altísima, que debe desbordar los 6000 metros y cuyo nombre nadie supo 199

decirme, porque los historiadores no son andinistas. ¿El Tupungato? Sigo sin saberlo. Por cuatro veces intenté llegar al corazón de la Cordillera, y en solo una lo conseguí plenamente. Mendoza tiene la casi total garantía de un tiempo soleado —salvo las temibles tormentas del verano—, pero la Cordillera, como todas las grandes cordilleras del mundo, está casi siempre llena de nubes. Mendoza está a solo 170 kilómetros del Aconcagua y a menos de 200 de la frontera de Chile, pero llegar no es tan fácil. En invierno, todos los caminos están cerrados por la nieve y los hielos. La carretera discurre al principio hacia el sur, para salvar los mogotes enormes de la precordillera, a través de viñas que cultivan famosos caldos y más tarde campos petrolíferos con instalaciones para la extracción de gas, que un día pueden remediar la penuria de Argentina en cuestión de carburantes. Luego, terrenos oscuros cada vez más quebrados, pero faltos de belleza. Cree el viajero que no va a llegar nunca, cuando en Potrerillos se vence un collado y se llega a una zona donde existe un parador y otros establecimientos hoteleros. Al fin, algunos árboles, álamos alargados. Los argentinos te hacen visitar el parador e invitan al viajero a tomar algo, cuando lo que desea el viajero es llegar a las montañas coronadas de nieves perpetuas. Desde un ribazo cercano, la vista descubre de pronto el Cordón del Plata. Así le llaman, quizá por un inconsciente influjo rioplatense. El nombre de Cordón de Plata hubiera sido mil veces merecido. Es una cordillera secundaria, un tanto diagonal, que atraviesa del macizo del Aconcagua al del Tupungato, independiente de los dos, y formado por una serie de montañas entre los 4000 y 5000 metros, dispuestas con admirable orden y una elegancia, una armonía conjunta como no es posible encontrar en el resto de los brutales Andes. No, esto no es Europa, no puede serlo, pero tampoco parece América. El perfil delicado del conjunto tiene, no sé, algo de oriental, aunque parece un disparate decirlo. Las cumbres nevadas semejan colgadas de un cielo azul oscuro, y comoquiera que a su pie las tierras son oscuras también, diríase que estas montañas, amables y poderosas a un tiempo, no pesan, son como nubes sostenidas en el aire, que se mantienen en las alturas durante millones de años. El Cordón del Plata es un umbral digno de figurar entre los más hermosos del mundo. Cuantas veces he llegado allí, después de la inevitable —y agradecible— comida, pido permiso para trepar, a veces con algún compañero, hasta el colladito que divisa el Cordón. Es como un sueño, tanto, que el conjunto diríase, quién sabe si por esa misma delicadeza «oriental», visto a la luz de la luna. La carretera sigue. El «cajón del Mendoza», el río hundido allá abajo entre montañas y barrancos sin formas, obliga a torcer al norte por entre un paisaje atormentado carente de amabilidades. Al fin, después de un camino que parece interminable, se abre una amplia llanada, y al fondo están los Andes de Uspallata. «Estos son los Andes de verdad». Enormes, con alturas de 5000 a 6000 metros, pero feos, redondeados coronados de nieve que desciende por barrancos y couloirs en figura de larguísimas patas de araña. Las «coliflores» y los racimos compactos de nieve huelen a Himalaya, pero es todo tan deforme y tan feo que prefiero mil veces la limpieza bella y limpia de Potrerillos. Ahora la carretera se lanza decidida hacia el oeste, dispuesta a atravesar la Cordillera, en una suprema aventura, por la tremenda vaguada que traza el río. Raras veces se acierta a ver las nieves: el camino pasa encajonado por entre las moles oscuras de 200

andesita, ese granito sin mica que distingue estas rocas. Tajos, barrancos, quebradas. Las quebradas son aquí lechos de torrentes que bajan furiosos cuando el deshielo. Hay en algunas tierras más blandas estratos amarillos, ocres, negros, que dibujan sobre las laderas algo parecido a mantas indias. Hasta que se abre el paisaje cerca de la estación de Penitentes, y se divisan por doquier montañas deslumbrantes que quieren llegar al cielo, y nieve en abundancia que desciende hasta la carretera. Los Penitentes son una serie de agujas de roca y hielo, que pinchan las alturas como una inmensa procesión de encapuchados brillantes. Al otro lado de la carretera, se extienden las pistas de esquí. Un poco más allá, la pirámide tetraédrica del Cerro Tolosa, compleja y definitiva al mismo tiempo. ¡Por fin una cumbre destacada, altísima, digna mil veces de ser conquistada! No puedo ni soñar en hacerlo en las presentes circunstancias, pero el corazón se me va sin remedio hasta allá arriba. Muy alto y muy lejos vuelan majestuosamente los cóndores. Tienen que ser unos bichos enormes, vistos a varios kilómetros de distancia. Planean sin moverse en apariencia, como clavados en el cielo, oteando los precipicios de hielo. No tengo más remedio que pedir a los demás que se detengan un momento para vivir tanta gloria con la máxima intensidad. Las trompetas de la montaña suenan a la máxima potencia. Ya estamos entre los gigantes. Traspasado el Tolosa, nuevas y más imponentes moles de nieve y hielo se elevan hasta alturas nunca contempladas por mí, en una visión que no sé si es un sueño o un exceso de realidad. Siempre he sentido un éxtasis especial ante la contemplación de la alta montaña, no sé por qué, solo Dios lo sabe, y ese transporte a un mundo fuera del mundo o a un tiempo fuera del tiempo me sostuvo en un estado de suspenso, como si la vida no pudiera ser otra cosa que lo que estaba viendo. ¡Al fin los Andes de verdad!, con toda su grandeza, su fuerza majestuosa. Pasamos el Puente del Inca, que no es un puente propiamente dicho, sino un breve túnel natural que atraviesa el río cuando no está helado, y mucho menos se trata de ruinas incaicas, sino de un pretendido hotel-balneario, qué pretensión, que pronto fue barrido por los aludes. Y enseguida, a la derecha, se abre de pronto el enorme anfiteatro de Los Horcones, flanqueado de picachos blancos de nieve y negros de andesita, que enmarcan como en un cuadro planetario la silueta de la montaña más alta de América y del mundo, si descontamos el Himalaya-Karakorum. —El Aconcagua —murmuro con respeto. —Sí, el Aconcagua —me dicen. Con sus casi siete mil metros, es la montaña más alta que he visto en mi vida. La más alta, la más bella, con su armoniosa silueta de dos cimas separadas por una de las aristas más vertiginosas del mundo —la otra es la del Nanga Parbat—, una cabeza enorme, admirablemente construida, con todas sus corcovas, sus domos, sus estrías, sus aditamentos, sus glaciares colgantes, sobre todo el famoso Glaciar de los Polacos, con su pared de hielo de setecientos metros en vertical. Contemplarlo todo, y luego, qué se le va a hacer, volver a la vida de las cosas reales. Hoy ya no se pasa por el imponente collado de Cristo Redentor, donde la majestuosa silueta, la más alta del mundo, preside los Andes y sigue siendo venerada por todos los que pueden llegar allí. Quisiera figurar un día entre los veneradores, pero hoy he de seguir el programa marcado. El túnel se llama también de Cristo Redentor, aunque queda 201

muchos cientos de metros por abajo, y está —cuidado— débilmente iluminado. A la salida, la frontera. Uno ya está acostumbrado a Europa, y se asombra de que tarden tanto en dejarle pasar las aduanas. Y por si fuera poco, una de las fronteras más altas del mundo es también la más contaminada del mundo. Cientos de camiones con los motores rugiendo —porque si los apagan, no hay quién los arranque, por falta de oxígeno—, despiden humazos que no hay más remedio que respirar entre la cándida nieve durante las dos horas que duran los trámites. Los pasaportes son lo de menos; hacen falta papeles y más papeles, certificados y más certificados, firmas y otras firmas supletorias. Entre otras cosas, debo suscribir una declaración en la cual aseguro bajo juramento que no llevo conmigo ningún animal. Espero que no se me haya colado una pulga argentina. Aquí la evidencia no basta, es preciso el documento. Menos mal que en medio de la confusión se me ocurre decir que soy español. «Ah, español», dicen con respeto. Suspenden el registro y desde entonces todo son facilidades. Estamos en Chile. Ahora hay que bajar. Los Andes, a los que se sube suavemente desde Argentina, son en Chile un escalón que baja de los siete mil a los cero metros de un salto. Ni el Himalaya conoce ese desnivel. Y aunque el túnel se encuentra solo a 3.300, bajar a la llanura en 25 kilómetros supone una pendiente media del 14 por ciento: en algunos tramos mucho más. A ese descenso vertiginoso le llaman «Los Caracoles». La carretera se enrevesa en curvas cerradísimas y continuas que parecen inasequibles a los camiones pesados que descansan en la aduana: cierto que muchos de ellos aparecen despatarrados en las cunetas, o incapaces de salir adelante, sin la menor posibilidad de dar la vuelta y retornar a su origen. Aconsejan no detenerse y prestar ayuda: es más funcional que lo hagan los agentes de tráfico. Detenerse está prohibido, crearía un problema internacional. Abajo y más abajo; al fin, cuando parece que el descenso se suaviza, se descubre un nuevo valle profundo, «todavía más abajo». El descenso de Fausto a los infiernos, por obra de Berlioz, no fue tan interminable. Al mismo tiempo que se desciende, cambia el mundo. Primero se ven cresterías altísimas, cubiertas de nieve y hielo, el reino implacable de las alturas; luego van apareciendo rocas negras y tajos vertiginosos, como el «Salto del Soldado», que no hay soldado, por chileno que sea, que se lo salte; después el prado verde y duro, lo que en Europa se llama el «alpe»: al fin vida vegetal, que reconforta. Y más tarde, las enormes araucarias, las coníferas de los Andes, de troncos rectos y ramas casi horizontales de singular elegancia, que sorprenden no solo por su belleza, sino por su estatura: miden como cincuenta metros; algunas, ochenta. Y al final, el hombre. Aquí está la primera pequeña ciudad que nos encontramos, y que se llama, precisamente, Los Andes. Hemos regresado al mundo habitable. Por entre un paisaje variado de colinas y bosques, diríase europeo, llega uno de pronto, como a la vuelta de una esquina, a Santiago. Quizá por eso, Santiago parece pequeño al principio, como si todo estuviera cerca. Luego se ve que la ciudad se extiende por muchos barrios residenciales, a muchos kilómetros del centro. Nos alojamos en el hotel Libertador, el tercer hotel Libertador en quince días, aunque estoy casi seguro de que este es un Libertador distinto. El paisaje urbano, contemplado desde la ventana, es desconcertante. Enfrente, la iglesia de Santo Domingo, de estilo colonial, y esbelta torre, 202

pintada como otras, y no sé por qué, de rojo; al lado, un rascacielos de aluminio y cristal; al otro, la futurista Torre de Telecomunicaciones; y sobre el todo, un globo cautivo que pretende declarar la guerra a la contaminación, por encima una de las avenidas más contaminadas del mundo. En efecto, Santiago, en el fondo del sinclinal andino, rodeada de montañas de aires calmosos por efecto del anticiclón subtropical, y cruzada de millones de tubos de escape, hace todos los esfuerzos, hasta ahora inútiles, por librarse del humazo. La ciudad, aunque con rascacielos, palacios lujosos y casitas modestas, no hace gestos agresivos, y se respira en medio de todo algo así como una cierta moderación que quiere huir de los excesos. En la Plaza de Armas están la catedral, el edificio de Correos, el Museo Histórico Nacional, y el Ayuntamiento. Un monumento a Pedro de Valdivia nos recuerda que aquí no tienen importancia solo los patricios. No hay muchas calles de héroes, y sí de santos: o de órdenes religiosas como Agustinas, Huérfanas, Monjitas. También se encuentran en el centro el Teatro Nacional —de la ópera—, la Corte de Justicia, o la Casa de la Moneda, hoy convertida en sede de la Presidencia. Se ven edificios solemnes, otros modernistas, otros Art Nouveau, en profusa mescolanza. Santiago no aplasta, pero resulta tan variado como decoroso. Por otra parte, Santiago no siempre puede permitirse —yo diría que por fortuna— el lujo americano de la absoluta regularidad geométrica y las calles interminables, porque la orografía impone sus condiciones: la ciudad está dominada por los cerros, como el de Santa Lucía y San Cristóbal, que se introducen como proas en la geografía urbana: son magníficos miradores, pero interrumpen el trazado: casi es una gozada ver en América el fin de una calle. Y la vista que se aprecia desde lo alto permite que la silueta de la ciudad se recorte contra el fondo inmenso y majestuoso de la Cordillera: quizá ninguna otra ciudad del mundo disfrute de este altísimo privilegio. Imposible llegar a cien kilómetros del Pacífico y no ver ese otro sueño de toda la vida. La travesía, por autopista, no es ninguna aventura, y aunque me hablan de la cordillera litoral, no distingo cadenas de montañas que merezcan ese nombre. No parece que el Mapocho, el río que parte a Santiago por gala en dos, tenga excesivas dificultades para encontrar su desembocadura. El paisaje es variado y arbolado, de colinas redondas, opulentas. Poblados y blancos cortijos llevan curiosos nombres de apellidos, precedidos de lo que supongo un artículo en plural: Lo López, lo Vasquez, Lo Barnechea, Lo Zapata, Lo Valdivia. Imagino, quizá no me equivoco, poderosos hacendados que dieron su apellido a los lugares. El pequeño puerto de Zapata es ahora atravesado por un túnel. Y al fin, desde no mucha altura —menor de la que había imaginado—, se divisa el Pacífico. Por primera vez el Pacifico, el océano más enorme del globo. Es una mañana primaveral, pero ligeramente brumosa, y la expresión sabe expresarla el chófer mejor de lo que yo hubiera podido hacerlo: —Hoy no se ve lo infinito. El infinito hay que adivinarlo, pero la puerta del infinito está ahí, ahí mismo. Visitamos primero Viña del Mar, una ciudad turística y veraniega, donde se celebra todos los años el Festival de la Canción, en un anfiteatro que me obligan a visitar. «Aquí cantó Julio Iglesias», me dicen con un orgullo que yo no comparto del todo: como si quisieran halagar al viajero español. Y me nombran otros astros españoles cuyos 203

nombres ni siquiera me suenan: hasta los taxistas se asombran de mi ignorancia. Viña del Mar, recostada sobre colinas, tiene muchas playas cortas, separadas por acantilados, hoteles, lujosas mansiones, casinos, y en la colina de mayor consideración, un antiguo castillo que es hoy residencia presidencial. Más que todo eso me interesa el parque acuático, donde se ven pingüinos y lobos marinos. Frente a la costa, una isla blanquísima, guanera, dicen. Parece de nieve, pero no puede ser nieve. ¿Caliza? —No señor, son pelícanos. Millares de pelícanos. Pelícanos y guano: por fin sentí, entre la bruma, toda la inmensa emoción del Pacífico. Sin pelícanos ni guano, la isla sería negra. Valparaíso se asienta sobre una colina, en un recodo de la costa más protegido. Nada más distinto a Viña del Mar: Valparaíso es un viejo puerto con mucha historia a sus espaldas, mucho tumulto y mucha cochambre, como mandan los cánones de todos los grandes puertos del mundo: brea, calabrotes, marineros de brazos tatuados, contenedores, mercancías extrañas, sirenas, aduanas, edificios carcomidos por la sal, ventajistas y chantajistas, calles estrechas, barcos de vela al lado de grandes trasatlánticos, y también barcos de guerra dueños sin rival de millones de millas cuadradas de Pacífico que nadie les disputa. Y un magnífico Club Náutico donde comimos opíparamente. Por primera vez en mucho tiempo pude pedir ¡pescado! Iguazú (1989) De entre los muchos viajes a pequeñas universidades de provincias o excursiones entre curso y curso, podría contar sin duda muchas historias sorprendentes. Para no hacer el relato interminable, quedan aquí las impresiones de uno de los accidentes más asombrosos del mundo. Salimos puntuales desde Aeroparque y volamos sobre campos cultivados, luego sobre dos ríos casi paralelos, anchos y terrosos, el Paraná y el Uruguay, después sobre bosques cada vez más espesos, y finalmente sobre la selva cerrada. Se dibujan allá abajo circulitos verdes, que corresponden a copas inmensas de árboles inmensos. No sabía que en esta tierra en que vamos a pisar en el mismo día Brasil, Argentina y Paraguay, existe una selva con los mismos —¿o no son los mismos?— caracteres que la africana. Y henos aquí, de pronto, en la selva. Para llegar a las Cataratas, es preciso atravesar la selva. Sin la selva, hasta las cataratas deberían llamarse otra cosa. Selva verde, pero de un verde no «lujuriante» como pretende el tópico, ni agresivo. Es un verde oscuro, grave, como con la pátina de siglos y milenios. Un verde que no se puede traspasar, pero que no ofende la vista. Árboles gigantes, redondos, copudos, algunos con hojas tan grandes como raquetas de tenis; árboles menudos, recién nacidos, sobre el cadáver de los que se van descomponiendo. De las ramas penden brotes vegetales que no pertenecen al árbol mismo, pero que multiplican la presencia del verde hasta no dejar el menor espacio entre sí. Helechos, lianas, orquídeas, flores extrañas, distintas a todas las que he visto, se entremezclan en un caos tan perfectamente ordenado, que no dejan un solo centímetro a las otras. Hay, para mi sorpresa, coníferas del tipo de los cedros; enormes ombúes o guatambúes, palos rosa, incienso, las más variadas formas de palmera, como la palma, el pindo, el ambay, el palmito; o la planta del ílex, de donde se extrae la hierba mate. Y, 204

por todas partes, lianas que se enroscan en los troncos o cuelgan de las ramas, proliferando en una exageración que los naturales de los países templados hubiéramos juzgado imposible. Es el reino vegetal en toda su salud salvaje. Las especies trepan unas sobre otras, se entrelazan, llegan a formas simbióticas, que ya no pueden vivir unas sin las otras. Las trepadoras tienen una indisimulable propensión a la disposición helicoidal, como serpientes que se agarraran a los troncos. Es todo un muro verde tan cerrado como un muro de acero, pero más vivo, y también más bello. Cada paso exige muchos golpes de machete; para nuestra fortuna, otros se han encargado de abrir los estrechos caminos por los que nos vamos entremetiendo. Al fin y al cabo, nos encontramos en una zona turística, aunque el turismo solo ahora comienza a descubrirla. La selva es una fuerza inmensa de la naturaleza, tan fuerza como la de las cataratas. Pero no se piense que todo es vida. Y es que como en la sencilla y tremenda dolora de Campoamor, la vida solo se alimenta de la vida. También el caminante se topa con árboles secos, como esqueletos de miembros retorcidos, con miles de dedos apuntando al cielo, que no se caen porque no tienen hacia dónde caerse. Con los años y los siglos se irán pudriendo, y serán devorados por otros árboles. Es la ley de la selva… Cuando puede escarbarse un poco, se descubre que todo brota de una tierra roja, en denso contraste con el verdor que sostiene; y cuando puede levantarse la vista por encima de las copas, se advierte un cielo naranja, que se conjuga con un sol también naranja, como si la campana celeste fuera toda ella un sol. La humedad caliente se respira y se palpa con una presencia atosigante, llena los pulmones y el alma con una fuerza y una calma —qué fuerza calmosa la de la selva— que obliga a plegarse a su propio e insistente ritmo. La selva no invade solo la vista, sino también el oído. Es junto a los lugares más solitarios, los menos frecuentados por el hombre, donde este ruido llega a hacerse ensordecedor. Hay pajaritos y pajarracos, de peregrinos graznidos, insectos enormes o pequeños, zumbadores, y bestias de cuatro patas, difíciles de ver, porque la propia selva las oculta, y los humanos no figuramos, por fortuna, entre sus piezas preferidas. Los caimanes o yacarés, de color de barro, se hunden miméticamente en las ciénagas. Los osos hormigueros, que tienen casi tanto de insectos enormes como de mamíferos, arrastran una cola que casi parece de pavo real. Los tucanes devoran los huevos de otras aves, pero temen al hombre y son por eso difíciles de ver. He tenido la suerte de divisar uno sobre las ramas de un árbol alto a cien metros de distancia, y he podido contemplarlo con prismáticos: Posee un pico casi tan voluminoso como su cuerpo, unos ojillos redondos e ingenuos y un plumaje multicolor. En cuanto se enteró de mi presencia, levantó un vuelo largo y pausado, muy propio del lugar. Cataratas. Ya a lo lejos se adivina el rebrillo del agua espumeante, y desde kilómetros antes se escucha su fragor. Cuando al fin se descubre todo el frente en arco de tres kilometros de cataratas, la impresión es sencillamente estremecedora… He aquí uno de los más grandes espectáculos de la naturaleza. Hemos tenido suerte. No es la época de lluvias, pero durante los días anteriores ha llovido, contra pronóstico torrencialmente; el río trae 4.000 metros cúbicos por segundo, frente a los 1.400 habituales. Las masas inmensas de agua que se despeñan desde una altura de 80 metros aparecen ante la vista en toda su cegadora majestuosidad, como que muchos de los 275 saltos se han fundido, 205

formando una sola cortina de líquido en movimiento y de espuma hirviente, a veces en un frente de un kilómetro entero. Agua hecha fuerza aplastante, pero agua de colores: blanca, parda, marrón, ocre, amarilla, en vetas verticales que se conservan en toda la línea de caída hacia el abismo. Cada veta es el resultado de un distinto nivel de disolución, y se mantiene hasta el final. Toda la inmensa teoría de un océano que de pronto, por sorpresa, se despeña entre el vértigo del vacío y el trueno continuo que hace estremecerse la tierra, se convierte en espumas, en nubes que se forman allí mismo, y van y vienen, y provocan lluvia de verdad. Muchas personas llevan paraguas o impermeables, que no sirven para nada en un mundo en que el agua lo invade todo. Poco importa mojarse en el trópico, con una temperatura casi constante de treinta grados. Después de su épica aventura, la masa rugiente bordea por sus dos lados la isla de San Martín, y se une para reanudar la marcha, achocolatada pero decidida hacia su destino final. Argentina posee las cascadas y Brasil el patio de butacas. Para ver todo el espectáculo es preciso ir a Brasil. Pero para vivir la fuerza elemental es preferible permanecer a este lado y recorrer las sendas —los «paseos altos» y los «paseos bajos»— construidas por los argentinos para sentir la presencia de este cataclismo. Unas veces con el agua que se derrumba allá abajo, otras sintiendo su trueno a pocos metros. Un saliente rocoso permite contemplar la cascada principal, San Martín, de arriba a abajo y de extremo a extremo, casi un kilómetro. El ánimo queda literalmente arrasado por aquella fuerza que ruge, pero vale mil veces la pena dejarse aplastar. Las cataratas tienen nombre, no sé si vale la pena denominarlas de alguna forma. Varias de ellas tienen nombres de calles: San Martín Mitre, Belgrano, Rivadavia; otras se llaman Adán y Eva, los Tres Mosqueteros, Bozzeti y otros, que no parecen a tono con las circunstancias. Lo mejor es no bautizar este bautismo cósmico que no necesita tener nombre; cualquier palabra, por mucho que se rebusque, se queda corta. Pienso que no acertó Heredia, a pesar de su tronitonancia y sus aliteraciones: en su oda al Niágara, y cualquier poeta hubiera fracasado en el Iguazú. Tampoco ha nacido el pintor capaz de representar este mundo que se desboca, ni tal vez siquiera la música sea capaz de reproducir esta impresión: ni Wagner, ni Richard Strauss, ni Respighi, ni siquiera Ginastera o Heitor Vila-Lobos, que conocían bien esto. Lo que estamos contemplando es una evidencia categórica que se impone definitivamente, y no hay que darle más vueltas. En el centro de todo este mundo que se hunde está la Garganta del Diablo, la más impresionante de todas, y geológicamente la primera; es una horca de rocas y aguas tan inaccesible, que hay que aproximarse a ella por un camino distinto, que parte a varios kilómetros de distancia. Al final, una larga pasarela nos lleva hasta el borde mismo. Desde bastante antes empezamos a mojarnos, porque el agua cae y salta al mismo tiempo, hasta elevarse al cielo en una nube perenne que se ve desde enorme distancia, como si las aguas luchasen consigo mismas, arriba y abajo, en una batalla que dura millones de años, y no se resolverá hasta el fin del mundo. Bajo el sol y el perenne aguacero al mismo tiempo, el viajero ve las ondas mansas del Iguazú superior —tres kilómetros de anchura— avanzar lentamente entre las isletas de la selva; ajenas a la sorpresa que les espera, luego aceleran, aceleran más y más, como atraídas por una pasión invencible, y de pronto se precipitan en el vértigo de truenos y espuma que hace 206

temblar la tierra toda. El final de la aventura allá abajo, no se ve, no se puede conocer, oculto por la espuma y las nubes blancas. Quizá más valga así. Es una historia digna de no tener final. Un día más tarde vamos a Brasil. Sí, aquí se ven todas las cataratas de frente, hasta la Santa María, la más caudalosa de las brasileñas, que cae por un costado. Un trampolín que se eleva y penetra en el agua es el mejor mirador de todos los posibles. Aquí sí es posible contemplar todo el conjunto de un solo golpe, en toda su soberana belleza. Desde aquí las cataratas no solo parecen plateadas, sino ingrávidas, como si flotasen en algún lugar del cosmos; pero, sin duda, un poco lejos. El mirador de Brasil está en el patio de butacas, pero algo así como en la fila 21. Pasamos el tercer día de nuevo en Argentina, envueltos por el fragor del agua. Es preferible despedirse de esta manera. Cuatro viajes al Cono Sur. Diecisiete universidades, cientos de lecciones y conferencias, nuevos amigos, montañas nevadas, llanuras interminables, la desolación de la puna, ríos que parecen mares, ciudades enormes y chicas, pingüinos, caimanes y llamas: todo un mundo interminable, tan diverso de sí mismo como se pueda imaginar, y sin embargo próximo, por la lengua, la cultura y miles de tradiciones comunes. Lo abandono todo un anochecer de color rojo, en que allá abajo se van perdiendo las últimas costas del Nuevo Mundo. Luego, el océano y la noche se lo tragan todo. Queda una profunda nostalgia de lo vivido, pero al mismo tiempo la caricia de la ilusión querida y entrañable. El regreso a casa.

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Índice PORTADA INTERIOR CRÉDITOS ÍNDICE PARA COMENZAR 1. IMPRESIONES DEL GENIO Y FIGURA DE PARÍS (1959) 2. DEL NOROESTE DE EUROPA 3. ¿CORAZÓN DE EUROPA? 4. DE LOS ALPES 5. UN VIEJO IMPERIO 6. CUENTOS DE VIENA 7. DE HUNGRÍA, BUDA Y PEST (1991) 8. UN POCO DE PRAGA (1992) 9. ECLIPSE EN KISTELEK (1999) 10. DE ITALIA 11. ROMA 12. JORNADA VATICANA (1987) 13. EL MAR DE COLÓN 14. HISTORIADOR EN NUEVA YORK (1985) 15. IMPRESIONES COLOMBIANAS (1994) 16. BIENVENIDOS AL SUR

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