América Latina : introducción al Extremo Occidente 9789682315220, 9682315220


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Spanish; Castilian Pages [430] Year 2007

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América Latina : introducción al Extremo Occidente
 9789682315220, 9682315220

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traducción de

DANIEL ZADUNA1SK.Y

revisada por el autor

El Estado militar en América Latina por ALAIN ROUQUIÉ

m

siglo ventúno

edHores MEXICO ÍS P A Ñ A

ARGENTINA COLOMBIA

siglo veintiuno editores, sa CERRO D a A G U A 7*0, M É X IC O 3® fr.F.

siglo veintiuno de espana editores, sa

C /P ft2 A 5, MADRID 33, 6&fA HA

siglo veintiuno argenlina editores, sa siglo veintiuno de Colombia, ltda

AV, 3a. \7-73 fRIMER USO. BOGOTA. R I. CCMMA4IA

portada de mana oscos primera edición en español, 1984 © siglo xxi editores, s. a. de c. v. isbn 968-23-1304-x primera edición en francés, 1982 © éditions du seuil título original: l'état militaire en amérique latine derechos reservados conforme a la ley impreso y hecho en raéxico/printed and made in mexico

Indice Reconocimientos Introducción

Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo

PRIMERA PARTE Ir En busca de las Amérieas: sociedades y po­ deres 2: Ei grado cero del militarismo y el nacimiento del Estado civil 3: La modernización por medio del ejército 4: Ei surgimiento del poder militar 5: El sexto lado del pentágono

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29 52 85 114 134

SEGUNDA PARTE Capítulo 6: Guardias pretorianas y Estado patrimonial 175 Capítulo 7: Democracias testigos y supremacía civil 210 Capítulo 8: De los militares legalistas al Estado terrorista 251 Capítulo 9: La excepción y la regia; repúblicas pretoria* ñas y partidos militares 303 Capítulo 10: La revolución desde el estado mayor 345 Capítulo 11: El Estado militar y su futuro: aventuras y , desventuras de la desmilitarización 381 Epílogo 422 Orientación bibliográfica 425

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¡Se van, se uatt y nunca uolveréni (Bu«nos A.iiei, 25 de mayo de 1973) uVocS que inaentou ese estado E ¡nventou de inventar Toda a escuridáo. . . -4 pesar de vocé Amanhá ha de $er Outro día. ” (Chico Buarque de Holanda, 1970)

Recoito cimientos La presente obra es fruto de un prolongado -trabajo de investi­ gación y reflexión realizado en el estimulante marco del Centre d ’études et de recherches internationales de la Fondation nationaie des sciences politiques. Debe mucho también a Los cursos dirigidos por mí en el Institut d’études politiques y en el [nstitut des hautes études de 1’Amérique latine. Agradezco a todos mis colegas de dichas instituciones, a Los investigadores y estudiantes que me ayudaron con sus observaciones, críticas y sugerencias. Algunos de Los análisis aquí desarrollados llegaron a la Luz pública, bajo distintas formas, en publicaciones periódicas. Otros fueron sometidos a la prueba de fuego en coloquios y mesas redondas. Las discusiones allí suscitadas me permitieron completar, profundizar o corregir mi orientación. Expreso aquí mi agradecimiento a los organizadores y participantes en dichas reuniones. Agradezco muy especialmente a los organismos que me brindaron su ayuda, especialmente al Institut d’études politiques de Aix-en-Provence, a la CLACSO (Buenos Aires), al Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, a la Fundación Getulio Vargas (Río de Janeiro) y al Latin American Program del Wilson Center (Washington). Finalmente, debo agradecer a todas las personas no citadas en el texto, pero que constituyen la carne y la sangre del mismo, los testigos y actores, civiles o militares, que participaron en mis investigaciones sobre el terreno, aportaron documentos y me ayudaron a comprender. Son muchos, y el libro en gran medida les pertenece, aun cuando no compartan todas las hi­ pótesis y conclusiones expuestas. A.R.

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Introducción En septiembre de 107 3; la opinión pública francesa descubrió con estupor al militarismo latino americano en su modalidad terrorista y chilena, vale decir, inesperada. Hasta los izquierdis­ tas habían reaccionado con indiferencia ante las masacres de Djakarta. En Francia, empero, la “vía chilena” había suscitado tales expectativas a favor o en contra, con ayuda de analogías superficiales y dudosas, que nos apresuramos a exorcizar ese golpe de Estado tan poco exótico y tan distinto de los acciden­ tes que sólo, suceden a los demás. La marea negra continental de un pretorianismo cuya única novedad era su fecha y ciertas modalidades de ejecución, nos resultó reconfortante. Gracias a un cúmulo de ideas superficiales, lo intolerable se volvió habi­ tual. El árbol de la ITT sirvió para ocultar el bosque de factores más profundos y duraderos. La verborragia hizo el resto. Luego sobrevino la indiferencia. Se perdió el interés por América Latina. Desde 1959, sólo la queremos revolucionaría o épica. Guando se impone la bota, el martirologio reemplázala voluntad de comprender. El folklore vuelve a la superficie. No cuesta mucho hacerse de renombre con una denuncia del centesimo octogésimo golpe militar boliviano y las extravagancias auto­ ritarias —y triviales— de esos nuevos padre Ubu que son el calamitoso Pinochet o los “carceleros” uruguayos, pálidos y sustituíbles. ¿Pero quién trata de penetrar en los misterios insondables de la sumisión de los hombres de armas a un poder civil inerme o de la extraña y cuasi milagrosa alquimia que opera en esas frágiles democracias liberales desde donde esta­ mos hablando, cualesquiera sean las convicciones y proyectos sociales a los que aspiramos? Ahora bien, la militarización de los sistemas políticos latinoamericanos no es cosa reciente, ni tampoco es perma­ nente ni inherente al orden político de los Estados independien­ tes del subcontinente. En 1954, trece de los veinte Estados latinoamericanos se hallaban bajo gobierno militar. En 1980, las dos terceras partes de la población de América llamada Latina vivía en Estados gobernados por regímenes militares o dominados por lós militares. Más o menos para la misma época —es decir, antes del retomo de los civiles al gobierno en Ecuador y Perú— ocho naciones sudamericanas, que abarcaban más de 11

las cuatro quintas partes del territorio continental, se encontra­ ban gobernadas por oficiales apoyados en el poder de bus pares y de golpes de Estado más- o menoí lejanos. La hegemonía del poder militar en esas naciones que pertenecen cnlturaimente a Occidente, sobre todo en cuanto concierne, aparte del idioma y la religión, a las normas jurídicas e institucionales, no podía sino perturbar las conciencias en nuestras “democracias Industria­ lizadas”. Con ayuda de la indignada impaciencia de observadores y actores, florecieron teorías ingeniosas o inverifLcables. Esas explicaciones útiles-para-toda-ocasión, esas claves universales, no son sino extrapolaciones más o menos coherentes derivadas de datos frágiles o hechos espectaculares. Su. única ventaja radica en que nos dan algunas pistas para explorar un terreno donde reina la confusión, debido precisamente a la falta de estudios empíricos serios. Pero resultan reconfortantes para sus consumidores. Las sucesivas interpretaciones responden a la moda y se adaptan a la coyuntura. Los modelos florecen y se marchitan. Una nueva ortodoxia reemplaza a la anterior, que vuelve a surgir más adelante bajo una forma más sofisticada e igualmente convincente, vale decir, coherente y flexible, a menudo ni verdadera ni falsa. Algunas ideas sencillas pero erróneas Sin embargo, esta, hegemonía del poder militar, proble­ mática y, por qué no, inquietante, no resulta fácil de interpretar. Dígase lo que se diga, no es idéntica en el tiempo ni en el es­ pacio. Las coyunturas cíclicas requieren la mayor prudencia. La interpretación de las tendencias que parecen esbozarse es asunto extraordinariamente delicado. A veces resulta un tanto cruel recordar ciertas afirmaciones rigurosamente fundamentadas, ciertos juicios taxativos, que la historia no tardó en desmentir y demoler. Así, un buen observador de la realidad latinoameri­ cana escribía en 1929, un año antes de que la Argentina entrara en la era militar de la cual no había salido medio siglo después: “La Argentina es hoy uno de los Estados más estables y orga­ nizados, no sólo de América sino del mundo. Una revolución allí resulta tan inconcebible como en Inglaterra”.1 Un investi’ Cedí Jane, Liberty and Ússpotism in in Spanish America, with Apieface by Salva­ dor de Madariagi. Nueva Yotk, 1966, pág. 173 (peimera edición: Oxford, 1929).

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gador norteamericano, destacado estudioso del papel de los mili.taces en la política latinoamericana, afirmaba, a principios de la década del sesenta, que en Bolivia, así cokig en Uruguay y Chile, el militarismo se encontraba definitivamente extirpado.2 Cierto es que la. clase política chilena y los dirigentes de la Unidad Popular repitieron hasta el cansancio, entre 1970 y 1973 ^tanto para convencerse a sí mismos como para halagar a la oficialidad—, que sus militares eran, legalistas y disciplinados, en fin, distin­ tos de los demás. Había en ese patético razonamiento tanta ingenuidad como habilidad táctica. En síntesis, en la materia que nos ocupa, nada más traicionera que la instantánea, el corte temporal, la percepción estática. Con todo, la persistencia de un fenómeno que en sus comienzos parecía circunscripto a un área cultural relativamente homogénea, constituía terreno fértil para las explicaciones globales y ahistóricas. ¿Acaso no existiría un tipo de relación entre las instituciones militares por un lado, el poder y la so­ ciedad civil por el otro, propio del mundo ibérico? ¿El léxico del militarismo no es sobre todo español? En efecto, la penín­ sula ibérica, aparece, del general Riego al generalísimo Franco, pasando por los bien denominados espadones del siglo XIX, como el lugar clásico de los pronunciamientos y las juntas de oficiales. De modo que el injerto hispánico podría proporcio­ nar la explicación de un fenómeno tan persistente. En ocasiones, la explicación cultural y “esencialista” adquiere formas más elaboradas, las cuales, a pesar de su riqueza descriptiva, rayan peligrosamente en la tautológica psicología de los pueblos, Ponen el énfasis en la norma autoritaria de los sistemas políticos latinoamericanos, cuyo instrumento es, frecuentemente; el ejército. Dicha incapacidad para ejercer la democracia derivaría de la tradición jurídica, de la herencia de los juristas y teólogos españoles a partir del siglo XVI e incluso de las Siete partidas de Alfonso X, contemporáneo de nuestro San Luis.3 Este recurso a la “tradición íbero-latina”, 3 Edwin Lieuwen: “The CJianging Role of ths Milífaxy in Latin America”, Journal of Inter-American S ni dies, (octubre, 1961), págs. 559-569. 3 Para una discusión de estas ideas, véame principalmente Richard W, Morse: “Toward a Theory of Spanish American Government”, en Hugh M. Hamill, Dictatorship in Spanish America. Nueva York, 1965; y Howaid Wiaída; “Toward a Framework for the Study of Political Change in the Iberic-Latm Tradition; the Corporative Model”, WorldPolitics (enero, 1913), págs. 205-2365.

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canceptualizada ora como ‘‘naodalo corporalivista'ora como “neoíalangismo” o méditerranean gyndiealism, tiene por único mérito el resaltar La especificidad de Las pautas y mecanismos sociopolfticos, Peto, ¿por qué las paulas de la ciudad ibérica medieval habrían de "tener mayor peso en ultramar que las ins­ titucionalizadas en 3os códigos y constituciones del liberalismo décimonónico europeo y anglosajón? ¿Acaso se ignora que laa mismas causas sociales producen, efectos parecidos? ¿No se trata de una expresión de ignorancia o de un. etnocentrismo de pueblo elegido? Poique,, efectivamente, en estos autores, norteamericanos todos ellos, los componentes no ibéricos de ese mundo apresuradamente bautizado latino desaparecen b u l dejar rastro. ¿Por qué privilegiar a Alfonso el Sabio «obre Atahualpa o Moctezuma? Más concretamente, ¿qué decir acerca de los protagonistas? Qué le deben a Castilla los generales Stroessner, Geisel, Médici, Leigh o Pinochet? Y en esa capital británica llamada Buenos Aires, una población italiana que habla el español por costumbre (con acento genovés) vivió más de cincuenta años bajo la ley de 1a bota militar. Para rematar la duda, ¿será necesario recordar el golpe de 1980 en el vecino estado de Surinan, de lengua y cultura holandesas? Otros autores, partiendo de un enfoque más histórico, quieren ver en la frecuencia de las intervenciones militares en la vida política de los Estados latinoamericanos contemporá­ neos, los “vestigios culturales de las guerras civiles del siglo xix *’ hispanoamericano. El militarismo se remontaría al derrum­ be del Estado español, liberador de las fuerzas centrífugas y anárquicas de los caudillos. Los golpes de Estado de hoy y del mañana no serían sino la prolongación de la “violencia descentralizada” y difusa de las guerras de la independencia. Los oficiales de estado mayor y los comandos serían los des­ cendientes de los “hombres fuertes” locales, seguidos por sus gentes armadas. La asimilación de los caudillos militares, en su mayoría aficionados provistos de rimbombantes grados militares, al oficial de carrera, se presta a confusión. Aquel guerrero im­ provisado era producto de la desorganización social y la dis­ gregación del Estado, mientras que el oficial es hombre de la organización y sólo existe por y para el Estado. Por otra paite, dicha concepción es históricamente inaplicable en una serie de países. En Argentina, Chile, Perú e incluso Bolivia, hubo una solución de continuidad entre el período turbulento de la independencia y los comienzos de la era militar, en el siglo 14

x x .. En estos países el poder civil reinó soberano durante varias década» después de la eliminación de! caudillismo, el cual, pe» otra parte, prádScmente no existió en Chile, por no hablar de Brasil, donde la Independencia, si "bien no iue del todo incruenta, tampoco dio Lugar a violentos estallidos ni a guerras prolongadas. Por el contrario, en los países donde eL fenómeno del caudillismo ocupó un lugar preponderante hasta épocas relativamente recientes, no ha habido reg ímenes ni intervenciones militares en Las últimas décadas; es el caso de México a partir de los año* treinta y Venezuela a partir de 1958. Todo lo cual indica que las raíces del militarismo no han de buscarse en un “clima" humano complejo y diversificado. A partir de La segunda mita del siglo xx, dicha interpre­ tación se vio despLazada. por las teorías que vinculan eL milita­ rismo al subdesarrollo. El papel de los militares en los nuevos Estados de las ex colonias del África nepa acrecentó las dudas en cuanto a la explicación cultural. Empezó a ponerse el acento sobre el contexto económico, social e internacional del milita­ rismo americano. La descolonización y los desengaños del neo colonialismo sirvieron para redescubrir América. Si bien se ignoraban los mecanismos del poder militar, en cambio se cono­ cían plenamente los índices del subdesarrollo. Había una gran tentación de recurrir al análisis estadístico comparado. Los investigadores se abocaron a la búsqueda de relaciones entre los indicadores de desarrollo y el “grado51 de intervención militar en la vida política. Los nostálgicos de las ciencias exactas elabo­ raron ecuaciones de inestabilidad política. Estos métodos “con­ textúales” y estadísticos, basados en índices frecuentemente poco homogéneos, abstraídos de toda perspectiva histórica y marco teórico, sirven indudablemente para estimular el ape­ tito, no para calmarlo. Sin embargo, no parece exagerado pensar que en esos países escasamente desarrollados, donde las estructuras sociales son débiles y rudimentarias y los técnicos escasos, el ejército profesional constituye una fuerza de encuadramiento, una reser­ va de capacidades cuya imagen (y conciencia) de eficiencia le abre las puertas del poder. Por otra parte, ¿acaso las tensiones del crecimiento no se contradicen con el pluralismo político? ¿Acaso los regímenes civiles y las luchas entre partidos no son incompatibles con la modernización en orden? Si es así, la democracia, inscripta en todas las contitucíones del continente, sería un lujo de países ricos. Sin gobierno autoritario, no se 16

produce la acumulación de capital necesaria para el famoso “despegue”, Los positivistas finiseculares consideraban qiLe las turbulentas repúblicas sudamericanae eran por naturaleza inaptas para el gobierno representativo y apelaban con -todas sus fuerzas al “cesarismo democrático” del “gendarme necesario”» adaptado a la idiosincracía de sus pueblos abigarrados. Lo mismo dicen, con uria terminología más “científica1 los teóericos de la mo­ dernización y el desarrollo. En este antiguo e inextricable debate, frecuentemente la explicación cede ante Injustificación de los regímenes existentes. La historia reciente de América Latina no ratifica estas explicaciones, coherentes pero falaces. El desempeño económico de los regímenes militares argentino* peruano o ecuatoriano en los diez últimos años, no parece susten­ tar la hipótesis del militarismo modernizador. Por no hablar del largo reinado de dictadores militares como Trujillo y Stroessner, y ía forma en que han contribuido al subdesarrollo de sus respectivos feudos. De acuerdo al razonamiento de los “desarroDistas”, cuanto más complejo es el sistema social y moderna la economía, menos facilidades habrá para la intervención política de las fuer­ zas armadas. La realidad refuta esta perspectiva tan optimista. 'Las tres sociedades más adelantadas del continente han sufrido los regímenes militares más violentos y tenaces en los setenta: Uruguay, Chile y Argentina son, preciamente, naciones plura­ listas modernas. Incluso resulta difícil incluir a la Argentina, europea, urbana y mesoerátíca, entre las naciones subdesarrolladas. Sin embargo, la hegemonía del poder militar es la norma desde 1930. Las “verdugocracias ” del Cono Sur no parecen responder al retraso económico, ni menos a un supuesto arcaís­ mo social. A finales de la década del sesenta y sobre todo a partir de 1973, surgieron nuevas interpretaciones que vinculaban la mi­ litarización a la acción de intereses foráneos a las sociedades latinoamericanas. Esto significó un avance en el análisis. Por un lado, se partía dé una realidad: la extr oversión económica y la dominación de los países industrializados, principalmente Estados Unidos, la dependencia acumulativa, muy especialmente en la formación y funcionamiento de las instituciones armadas. Por el otro, al insistir, con toda razón, en la sumisión de los militares latinoamericanos a la égida norteamericana, en la coordinación interamericana de los ejércitos y en la elaboración de las hipótesis bélicas por el Pentágono, se colocaban las ins­ 16

tituciones militares, sus especificidades y sus funciones en su justo lugaiPeí o la indignación de la civilidad contra esos soldados que, con la bendición más o menos abierta de un país extranjero, vuelven las amias que se Ies había, confiado contra el propio pueblo al que debían defender, dio lugar a teorías engañosas. Si la psicología de los pueblos erró el tiro, la. historia explicada como un complot basado en un economicismo sin matices sólo da la impresión de dar en el blanco. Al apropiarse de ese razo­ namiento y descargar sus responsabilidades sobre la potencia tutelar, las elites nacionales matan dos pájaros de un tiro: encubren los conflictos de clase hasta el punto de exculpar a los propios militares, y adquieren a bajo precio el popular ró­ tulo de antiimperialistas. Es también un recurso de la “Í2 quierda chic” para otorgar blasones de nobleza intelectual a un con­ formismo tercermundista que no se preocupa gran cosa por los matices. El “pensamiento prefabricado”, ingenuo o interesado, procede mediante vastas afirmaciones y adopta de buen grado el método deductivo. Así, los ejércitos latinoamericanos, “ programados” por Washington o “meros apéndices” del Pen­ tágono, sólo actuarían manipulados por los intereses yanquis. En última instancia, dichos ejércitos no serían sino los “partidos políticos del gran capital internacional”, a, como gusta decir un militar historiador marxista brasileño: “Los que cuentan no son los militares uniformados; sino General Motors, General Electric... quienes son, en efecto, los generales más poderosos.” La concepción instrumentalista del poder militar va más allá: la instauración de regímenes autoritarios por los ejércitos correspondería a las necesidades actuales del capitalismo mundial y a la nueva división internacional del trabajo montada por éste. La actual etapa de desarrollo “exigiría” un Estado fuerte, represor de los movimientos sociales, encargado dé garantizar las inversiones y acelerar la acumulación. Estas interpretaciones cósmicas, economicistas, que pres­ cinden de las particularidades nacionales, de las mediaciones internas y la naturaleza de los aparatos militares e incluso del análisis sociológico, merecen algunas observaciones. Las “dic­ taduras de las corporaciones” no nacieron en América Latina junto con lo que podríamos llamar la “intemadonalización del mercado interno” ni por sugerencia de la Trilateral. Sí esta teoría sostuviera que los inversores prefieren un régimen de orden, responderíamos que lo mismo puede decirse de las 17

dictaduras del siglo xix; una auténtica peiogmUada. Poi olía parte, ¿cómo expidear que, a pesar de la ITT, y Chile, Los dos países económicamerrte más dependientes de Estados- Unidos, como son México y Venezuela, poseen regímenes civiles y militares tranquilos, o que Las grandes empresas industriales norteamericanas le ponen mala cara al Chite de los Chicago boys desde 1973, al Uruguay que está abierto a todo el mundo y que hubo “d esínversión13 incluso en la Argentina a partir de 1976? Es un capital verdaderamente extraño, capaz de instaurar regímenes a su propia conveniencia e incapaz de aprovecharlos después. Poi otra parte, si bien la influencia militar de Estados Unidos es innegable, sus efectos no son mecánicos. Ni impidió la radicaüzación de los coroneles peruanos en torno al general Velasco Alvarado a partir de 1968, ni el régimen revolucionario del general Torres en Bolivia. Incluso, es un arma de doble filo: ¿acaso no produjo a los £1mejores y más capaces jefes guerrilleros de Guatemala, Luis Turcios Lima y Yon Sosa”?4 Por su parte, La explicación teológica basada en la doctrina de la “seguridad nacional", cuya influencia sería decisiva en la instauración de las actuales dictaduras militares, exagera el peso de las ideologías y de una retórica contrarrevolucionaria repre­ sentada en Europa por Franco durante cuarenta años, o el de las hipótesis bélicas vigentes en los ejércitos de todos los países occidentales, incluido el francés. Lo cual no significa que la dimensión ideológica de los regímenes en cuestión sea un factor despreciable. Como no son despreciables la dependencia militar externa, las conspiraciones de la omnipresente CIA ni el control a distancia que Estados Unidos trata de ejercer sobre las fuerzas armadas continentales. Pero deducir mecánicamente, de esa voluntad de cooptación y penetración, una manipulación perinde ac cadaver, significa despreciar a los propios protagonis­ tas, sus valores, su inserción nacional e incluso sus contradiccio­ nes internas. La fragilidad de las concepciones instrumentalistas se refleja en la incoherencia de sus defensores, que no vacilan en atribuirle al imperialismo norteamericano una versatilidad asom­ brosa. Se observa en algunos países cómo los militares ceden sus puestos a los civiles, los regímenes marciales se distienden 4 Susanne Joñas y David Tobis, Guatemala, una historia inmediata. México, 1976, pág. 210.

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en forma gradual o repentina. y3 mientras en 1976 se fustigaba la necesaria, complementa don del gran capital con el militarismo represivo, en 1.977 se descubre que .s desigualdades, amplían y “masífican” las brechas sociales en lugar de cerrarlas. En estas sociedades penetradas y extrovertidas, no se observan las relaciones entre las clases fundamentales tal como se dan en Europa, y cuyas contradicciones fueron sistematizadas por el pensamiento mamista, puesto que los enfrentamientos y mutaciones de las clases dirigentes que marcaron la evolución del viejo continente no ocupan el centro de la dinámica social. Sólo la extrapolación dogmática de la realidad europea —otra forma de dependencia—permite ver a las burguesías industriales partiendo al asalto del poder de las aristocracias agrarias. En realidad, las cosas son muy diferentes. La lógica excluyente de los sistemas económicos conduce al compromiso entre los grupos dominantes, mientras que el papel de las exportaciones primarias como motor de la economía hace que él desarrollo industrial no sea antagónico sino que esté subordinado a la producción agrícola. Una vez rotas sus vinculaciones con el artesano, el industrial prácticamente no se diferencia del clan 40

de Los glandes propietarios y de los financistas tradíciünidos, de donde surgió en la mayoría, de los caso», Por otra parte, lu búsqueda discreta de una. ganancia zrápida tiene poc consecuen­ cia La diversifica clon de las inversiones y au transferencia de un sector previsoriamente retraído hacia otro más rentable, incluso en La industiia. Esto no significa que la burguesía industrial no existe,, sino que no siempre se la distingue y que eLla misma suele no ser consciente del papel histórico que se le atribuye. Los “ electos pertinentes* de su acción no pueden compararse con los de las burguesías europeas, porque La oscilación de un sector a otro, complicado por la. asociación con el capítaL extranjero, la convieite, en La mayoría de los casos en una bur­ guesía subordinada. Una vez más, antes de hablar de dualismo, de La oposición entre lo tradicional y moderno en eL campo social como si se tratase de dos paradigmas exclusivos y coherentes, es necesario tener en cuenta los dos aspectos contradictorios y complemen­ tarios de Las estructuras de dominación. Más concretamente, Los sectores dirigentes de las clases superiores, debido a La permanencia e incluso al inmovilismo de las estructuras sociales, suelen ser a la vez modernos y arcaicos: encabezan el progreso técnico más suntuario y socialmente retrógrado, reflejan la cultura europea más modena e incluso refinada, mientra ejercen el poder social con la mayor brutalidad. Ese “efecto de fusión” de los hábitos y valores duales deriva justamente del lugar que ocupan dichos sectores sociales en el funcionamiento del sistema global: al garantizar la dominación externa, emplean su legiti­ midad exógena para ejercer la hegemonía interna. Dicho de otra manera, las oligarquías esclarecidas, modernas en el plano de las ideas y los gustos, se aferran a una dominación social del tipo más tradicional. Es por eso que, como señala muy acertadamente Alain Touraine en su análisis de la “desrticulación” de las sociedades dependientes, para sus élites la reproducción social es más importante que la producción: el mantenimiento de los privilegios suele primar sobre la tasa de ganancias. La especificidad principal de estas sociedades, más allá de sus profundas diferencias y sus particularidades irreductibles, proviene de la preservación de la estructura social tradicional en medio del proceso de industrialización. Esta industrialización inducida, mimética, sin revolución industrial, suele ser asimilada a la “modernización conservadora”, cuyos efectos perversos en Alemania y Japón han sido analizados por Barrington Moore. 41

La contra dicción intrínseca, al querei “resolver lo in soluble ’% no habría engendrado regímenes bastardos,, militarismo, aventurerismo? Sin avanzar en la. comparación, señalemos jbnplemente que este tipo de configuración social es más propieio para la instauración del despotismo que para la coolormaeión de sistemas liberales y representativos. Control, social y estilo de autoridad La concentración del poder económico y social, la rigidez de las divisiones y la perennidad de las estructuras de dominación., incluso en las sociedades más urbanizadas y secularizadas, sirvieron para diseñar en todo el continente y en distintos grados, modelos de autoridad y tipos de relación específicos. Es asombrosa la verticalidad de las relaciones sociales y la generalización del modelo autoritario de dominación. En efec­ to, no sólo son escasos o problemáticos los vínculos sociales horizontales —libre e igualitarios— sino que el estilo de las relaciones eh te-mas as en casi todos los países del subcontinente, por encima de los matices y gradaciones existentes inclusive en cada país, es invariablemente represivo, paternalista y monopólico. De ah.í se desprende que los mecanismos de exclusión de los dominados son ambivalentes y aplicados conjunta y sucesivamente al modo de cooptación obligatoria y marginalización. La verticalidad de las relaciones sociales y las modalidades de dominación se encaman en el clientelismo y los diferentes sistemas de padrinazgo. El cacique, gran propietario, comerciante o dignatario, hombre establecido e intermediario obligado con el resto de la sociedad, tiene en sus manos una red de incondicionales a los cuales hace concesiones como favor, aunque deriven de las leyes dei mercado o de obligaciones contractuales libres. El aislamiento geográfico, la inseguridad legal, la escasez de determinados bienes (tierra, agua, trabajo), crean relaciones recíprocas desiguales. En torno al “poderoso” se organiza una red de favores, aparentemente particulares, en la cual cada individuo favorecido se convierte en eterno deudor y cautivo de su bienhechor. Cierto es que este fenómeno es observable en las formas más arcaicas de explotación agraria. 42

Así, en Chile, bajo la Unidad Popula*, se vio a miserables inquilinos —campesinos sin tierra que retribuyen al patrón del fundo con jornadas de trabajo el derecho a explotar una miserabLe parcela— marúiestai en las calles contra la reforma agraria. Pero La “política de la escasez” no afecta únicamente al mundo rural tradicional. También la ciudad muestraejemplos de solidaridad vertical más o menos institucionalizados. La inestabilidad laboral y la precariedad de la vivienda llevan al individuo a buscar protectores, favores, seguridad, No son raros los casos en que, con el fin de garantizar la lealtad de sus clientes, el patrón apadrine a sus hijos,, creando así unas relaciones ambiguas y complejas de compadrazgo cuya eficacia eociopolítica está fuera de duda. Con sus vínculos ficticios ypararreligiososde parentesco, el compadrazgo santifica Las relaciones clienteUstas de dominación y garantiza la lealtad irreversible de los desposeídos al poderoso, de los clientes al cacique. Semejantes mecanismos no son privativos de “patriar­ cas” seniles ni de los caudillos de antaño. Podemos recordar el caso del director de un ingenio azucarero en Pernambuco, Brasil, orgulloso de ser padrino de uno de los hijos de cada obrero, a quienes tutea y quienes a su vez lo llaman —respe­ tuosamente—por su nombre de pila. Estos sistemas de reciproci­ dad y obligaciones, si bien no siempre asumen estas formas canónicas, tiñen el conjunto de la vida social y condicionan la cultura política. Incluso el monopolio sindical del otorga­ miento de empleos, practicado en ciertos países y ramas de la industria, suele generar trabas clientelistaa no previstas por el legislador. En México se dice que uno no llega a ninguna parte sin amigos, pero esas relaciones de amistad rara vez son igualita­ rias, generalmente son desiguales y verticales, sin llegar por cierto al mismo grado de distanciamiento que caracteriza a la clásica relación patrón-cliente en el medio rural. En la mismí­ sima Cuba castrista, la racionalidad leninista y soviética, em­ peñada en la construcción del socialismo, choca con el nudo gordiano del sociolismo, contrario a las rigideces burocráticas y los imperativos de la planificación y la economía.17 Con escasas excepciones, los partidos tradicionales, las organizaciones políticas gubernamentales de los sistemas tanto uni como pluripartidistas, se estructuran pragmáticamente en 11 Denunciado semana a semana, a partir de 1979, en el diario oficial Granma, mediante historietas.

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"tomo a Las autoridades sociales y loa "‘líderes naturales" locales. A nivel de barrios y comunas, ios dirigentes de Los partidos que ejercen el poder —partido dominante "levoIucionarLo” en México, bipartidism-o conservador (UDN/PSD) en eL Brasil anterior a 1964, conservadores y Liberales en Colombia e incluso radicales y peronistas en 2a Argentina— generalmente son hombres que, por su posición, controlan a la población a través de los servicios piestados y Las deudas contraídas. Son ellos quienes Llevan a la gente a votar y pueden coLocar en el mercado electora] haces de votos Incluso unánimes, mediante diversos procedimientos entre los que nunca falta la gratificación ni tampoco la coerción. Citemos algunas referencias brasileñas: el mandonismo del hombre fuerte y violento es la otra cara de la moneda de su vigilancia paternalista (fithotismo). De ahí que, como se decía en Brasil en la etapa, democrática, “las reuniones electorales no ganan las elecciones”.14 En otras pala­ bras, el voto de opinión no existe. Por otra parte, los partidos y gobiernos, mediante concesiones rentables, servicios indivi­ duales a explotación política de un Estado-providencia fuerte­ mente personalizado, refuerzan ese controL: el seguro y La asistencia sociales no son producto de las leyes de un gobierno anónimo, sino de la benevolencia y eL afecto del soberano, sea hombre o partido. La integración del sistema se efectúa de esa manera suavemente, sin los cúmulos de pedidos y exigencias característicos de Los procesos democráticos abiertos. El trata­ miento particularista de las cuestiones sociales pasa por Los mecanismos de cooptación de grupos que atomizan Las grandes concentraciones socioeconómicas. Evidentemente, estos vínculos de solidaridad vertical frenan cualquier intento de agrupamiento sobre bases clasistas o de intereses comunes. Los dominados no tienen la menor posibilidad de elegir a su patrón ni a sus compañeros. Aquí, la pirámide social no es una imagen estática sino la configuración dinámica dé la realidad de los vínculos sociales. El estilo de mando que deriva de estas relaciones desiguales pero no neutras tiene su contrapartida en una violencia que los teólogos última­ mente llaman “estructural” y que resulta poco visible para los observadores: sólo la violencia de los desposeídos llega a la primera plana de los periódicos. La brutalidad cotidiana con la cual se despoja al campesino sin título de propiedad o al “colo'* Milton Seniia, Como nao se faz un presidente. Rio de Janeiro, 1968, pág. 22.

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no" molesto, La de la. tropa, que desaloja de la fábrica & Iob obroros que sólo reclaman esL pago de sus jornales, no es cosa del pasado. La violencia de los de arriba estalla a ceda momento, incluso en Las sociedades aparentemente menos represi\aa, para penetrar en Los e&pacios litares de la industria moderna can su proletariado combativo y organizado, ante cualquier conflicto social o tensión económica. Esta violencia es anterior a los numerosos Estados térroristaa que han florecido en los úLtunos años a la sombra de galones y patíbulos para institucionalizarla. Antes de que los militares se lanzaran a la guerra antisubveisiva con sus téc­ nicas sofisticadas, ya en las comisarías brasileñas, argentinas o chilenas se torturaba a la doméstica acubada de robar a su patrona o al roto que robaba un animal. Estas prácticas llegaron a la luz pública, en toda su amplitud y horror, cuando empezaron a sei aplicadas a la clase poLítica y a los sectores urbanos medios que hasta el momento las desconocían. Obsérvese, por último, más allá de las circunstancias his­ tóricas, la importancia del verticalismo social e incluso sus afinidades con la mentalidad y prácticas de una institución, que magnifica los valores desigualitarios y jerárquicos: el ejército. Cultura política y legitimidad Si quisiéramos subrayar en pocas palabras el aspecto más asombroso de la vida política latinoamericana, seguramente no nos referiríamos a los golpes de Estado, ni a los putscha, ni al continuismo de los presidentes vitalicios, ni al sempiterno fraude electoral (fenómeno que conviene señalar), sino prin­ cipalmente al constante y platónico apego que se profesa hacia las instituciones representativas de la democracia occidental. Los mismos que violan o distorsionan los principios liberales y los marcos institucionales, declaman su amor por los valores permanentes del orden democrático. Los propagandistas del fascismo no cosechan triunfos al sur del río Bravo. Civiles y militares no juran sino por la democracia, ni reconocen otra legitimidad que la que deriva del liberalismo. La dependencia de las elites dirigentes latinoamericanas con respecto a la “madre del parlamentarismo” y posteriormente al “líder del mundo 45

libre” explica, quisa., esta sorprendente fidelidad. Porque en el “Tercer Mundo de Occidente" hasta los dictadores más ru­ pestres cultivan, modales democráticos. Los TrujiLlo, Somoza, Stroessner, al igual que muchos de sus predecesores, se hacen reelegir regularmente por el pueblo o, si la Constitución Nacional lo prohíbe, ceden el sillón a algún comparsa fiel, reservándose el modesto cargo de comandante de las Ehiersas Armadas. Existe un verdadero abismo entre las Constituciones escritas y las Constituciones de la vida real. Como señala Gon­ zález Casanova en su clásico estudio sobre la “democracia en México”, ”cada ciudadano [.. .] adquiere el hábito de comparar el modelo ortodoxo con. la realidad pagana en la cual vive, peca o va a pecar.. Y agrega: “Mientras que en Europa los modelos teóricos y legislativos son el resultado de un concepto directo y creativo entre la experiencia y el pensamiento político y legis­ lativo, de donde derivan instrumentos y técnicas específicas, en nuestro país la creación está mediada por un pensamiento foráneo que nosotros apropiamos por imitación; existe en la legislación un proceso semejante al del tipo religioso, en el cual los ídolos se ocultan bajo los altares con la misma psicología del perseguido y el idólatra”. Los valores que deberían subyacer tras las prácticas conformes a las instituciones vigentes, cumplen la función de una utopía, de un ideal inaccesible o alcanzable únicamente mediante un gran milagro. Así, la vida política se desarrolla en dos niveles. La inspiración jurídica y la ideología manifiesta son de tipo representativo y formalmente igualitarias. La concentración del poder social y Iob modos de dominación que derivan de ellas son en gran medida incompatibles con la legitimidad oficial, en grado mayor, incluso, que en nuestras antiguas democracias. La apropiación de los recursos económi­ cos y políticos por una minoría, unida a la desposesión de unas masas aplastadas bajo un cúmulo de desigualdades, confi­ gura el divorcio esencial entre el dicho y el hecho. Estas relaciones asimétricas no saltan a la vista en las sociedades más modernas. Constituyen, sin embargo, escollos insalvables para la participación social. Detrás de la “escena pública” de la soberanía popular funciona una “escena privada”, acorde con los mecanismos de dominación. Todo intento de particpación no controlada, es decir, independiente de un acuerdo de los actores de la “escena privada”, aparece como una amenaza para el “pacto de dominación”. Es por eso que en los Estados latinoamericanos se observan 46

dos tipos de legitimidad en acción. Por un lado, la Legitimidad de orden Legal y mayoritario coniforme a los preceptos constitu­ cionales, por el afcro, una. legitimidad que pudiéramos llamar oligárquica, cuya “iórmuLa justiñcatoria” es generalmente de índole histórica o tradicional. Encontramos esta, dualidad en sistemas tan dlsínaiLes como la moderna Argentina y la atrasadísima República negra de Haití. En la "pigmentociacia” caribeña, como en el mas europeo de Los países latinoamerica­ no, se enfrentan los partidarios del poder para “los más capaces” y los del poder para “los más numerosos”,39 Liberalismo contra democracia. Así se comprende cómo una política que no refle­ je las relaciones de dominación entraña la ilegitimidad del gobierno que la promueva. Tanto la verticalidad de las relaciones sociales como la distancia, a veces sideral, entre las ideologías institucionales y los comportamientos sociales configuran una cultura polí­ tica engañosa. La ilusión del universalismo jurídico encubre el particularismo de las relaciones personales y de fuerza. Las leyes no sólo existen, como en otras partes, para ser distorsionadas, sino también, como se dice en Brasil, para ingles ver, para engañar a los ingleses. Una legislación perfecta, de avanzada, inaplicable e inaplicada: eso son estas etéreas blue sky laws, hechas para ser exhibidas en la Organización Internacional del Trabajo (OIT) o en los foros internacionales. Las instituciones judiciales no escapan a la suerte de la ley. No se equivocan el lenguaje popular y el folklore sentencioso de los refraneros cuando afirman, “para los amigos justicia y para los enemigos, la ley”, o bien, “La justicia es para los que visten ruana” (el poncho colombiano, típica vestimenta campesina). Estas distor­ siones rayanas en la esquizofrenia no provienen, como sostienen algunos autores al norte del río Bravo, de una aparente inca­ pacidad psicológica para ejercer la democracia» propia de las sociedades latinoamericanas e incluso de todo el mundo hispá­ nico, sino de circunstancias sociohistóricas objetivas, cuyo conocimiento es requisito indispensable para la comprensión de los fenómenos políticos. 19 Paia el caso de Haití, véase Kcrn Delinee, Armes et politique en Haiti Patís, 1979, págs. 26-30; y Micheline LabeLis, ¡déologie de couleur et Cíasses sociales en Haiti. Montreai, 1978.

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Aceic a del listado En el centro de esta red de determinaciones específicas se encuentra un elemento desconocido o poco conocido: el Estado. Ho se puede analizar el poder militar en América Lati­ na sin hablar deL Estado, y de una forma particular de ese Estado, correspondiente a las sociedades dependientes, Por otra parte, las disertaciones acerca del Estado que ignoran el pape] central de Las burocracias militares caen en el terreno de la abs­ tracción. Ese Estado, tanto más desconocido por cuanto encubre realidades diferentes para unos y otros, ora nación y territorio, ora sistema político, en el mejor de Los casos centro político y burocracia publica o aun Eslado de derecho, en muchos casos pálido instrumento de las íuezas sociales al cual se le atribuye, ante toda la evidencia, una relativa autonomía en relación a una versión empobrecida y distorsionada de las sagradas escri­ turas, no resulta, por cierto, fácil de definir ni analizar. Pero no debemos caer en el facüismo de Ja imprecisión o 1a ambi­ güedad. Sencillamente y a gro&so modo llamaremos Estado a un centro político único que controla un territorio y la población que lo habita,20 y que deriva su poder y legitimidad .de las relaciones de fuerzas sociales. Precisemos algunas particularidades del desarrollo del Estado en América Latina. En cuanto a la situación histórica y estructural de las sociedades latinoamericanas, el Estado es en primer término —y podríamos decir que a partir del periodo colonial preestatal—, el centro de transacciones e intercambio entre los grupos poseedores locales y las burguesías extranjeras. En ese sentido puede decirse, paradójicamente, que el Estado de las sociedades dependientes es un Estado relativamente inde­ pendiente de los intereses sectoriales internos. Afirmación que debemos matizar, excluyendo en primer término a los sistemas políticos patrimoniales de las arqueodictaduras familiares e introduciendo una distinción económica, clásica por otra parte.21 El papel y capacidad de la burguesía y las instituciones w Esta es una interpretación libre de la definición de Charles Tilly, The Formation of National States in Western Europe. Prínceton, 1975, cap. I, págs. 70-71. 51 Distinción hecha por Fernando Henrique Cardoso entre las sociedades que contro­ lan nacionalmente la producción y aquellas donde predomina la economía de encla­ ve. F. H. Cardoio y E. Faleito, Dépendance et Développement en Ambique latine. París, 1978, págs. 94-125.

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es1a.tales no son iguales en Jai naciones donde Los grupo* eco­ nómicos locales controlan la producción que en la de países con economía de encLawe. Goiv esa salvedad, en todos los casos, a distintos grados y con intereses divergentes de numerosas clases poseedoras. Rara vez —o en menor medida que en otras partes— es instrumento de un sector de las clases dominantes. Su margen de maniobra es relativamente amplio, incluso en aquellas sociedades donde el sector exportador está en manos de grupos locales. El equilibrio dinámico entre las burguesías internas y exteriores en el seno del Estado es no sólo conflictivo, sino también sumamente precario. Basta una crisis coyuntura! del mercado, el fin de un cicLo especulativo o el fracaso de un proyecto económico para que tambalee todo el andamiaje. Entonces, el aparato estatal es el único capaz de arbitrar e incluso asumir la conducción de la sociedad y provocar ajustes que ninguna fuerza social puede garantizar. Al Estado le resulta tanto más fácil hacerse cargo de los intereses de la Nación —tal como los definen sus personeros, claro está— por cuanto la clase dirigente local, por fuera de los períodos de euforia y viento en popa, resulta incapaz o se debate en medio de dificultades insuperables para imponer a las clases subordinadas sus intereses coyunturaies como intereses generales de la Nación. Dejando de lado las soluciones de continuidad y cambios de sector preponderante, que no escasean en este tipo de econo­ mía, esto se debe a dos razones esenciales: por un lado, el ca­ rácter “asociado” (al extranjero) de estas burguesías, y las difi­ cultades paxa “nacionalizar” la imagen del capital extranjero, y por el otro el carácter exclusivista de los sistemas políticos. La redistribución “dientelizada”, destinada a garantizar el con­ sentimiento de los dominados, evidentemente sólo es posible en épocas de vacas gordas. Y esta función del Estado siempre ha sido decisiva en América Latina, incluso mucho antes de que se acuñara el término welfare State. En efecto, históricamente, el centro del poder nacional desempeñó un papel original y decisivo en la creación de las clases sociales. Puede incluso decirse, exagerando un poco, que no fueron las clases dominantes quienes crearon el Estado como instrumento de dominación, sino que éste ayudó a poner en pie y consolidar los grupos sociales. En el siglo xix se crea la aristocracia latifundista y las burguesías rurales mediante entrega de tierras a amigos y clientes, a subordinados y a aquellos 49

que poseían los medios financieros pasa ayudat al fisco o Loe medios “militares” para apuntalar ai feliz detentador provisional del poder. La adjudicación de la& inagotables tierras públicas facilita La acumulación primativa. de una leisure-class “progresis­ ta’3 o tra1lio Halperín Donghi, Historia contemporánea de América latina, Madrid, 1969, capítulo III.

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mera. potencia industrial, favorece la. entrada en escena, de los países productores de materias piañas, el restablecimiento del oí de 21 político se vuelve necesidad indispensable para. las naciones del subcontinente. Para.inglesar en la “ era económica” y aprovechar la enoime demanda europea y el mejoramiento de los transportes, es necesario construir un. Estado. Cuando Las bases económicas permiten el surgimiento de un grupo domi­ nante, capaz de impulsar ]a gran transformación impuesta. por el orden neocoIoniaJ, éste debe, en primer término, poner fin al militarismo descentralizado y los desmarres de la soldadesca. La modernización económica., cuyos garantes y beneficiarios son los sectores exportadores de materias primas, es inconcebible sin monopolio estatal de la violencia y la formación de urt nuevo tipo de ejército. “Paz y administración”, “orden y progreso” , son las divisas positivistas de la época. El general Roca. presiden­ te constitucional de la Argentina (1880-1886 y 1898-1904) no es el único que piensa que las “revoluciones (se refiere a las insurrecciones políticas) no se cotizan en la Bolsa de Londres”. Para los sectores dominantes, ávidos de progreso material —y en ocasiones cultural, pero nunca social—, que buscan la depen­ dencia de sus países con respecto a las metrópolis occidentales, es necesario desarmar a la sociedad civil y desmilitarizar la vida política para producir, exportar y ganar la confianza del capital extranjero. Los países de América meridional irán realizando el objetivo de construir el Estado más o menos tardíamente. Y ciertas naciones centroamericanas y caribeñas (como Nicaragua y República Dominicana) serán sacudidas por convulsiones permanentes a todo lo largo del primer tercio del siglo XX, sin poder construir un organismo político reconocido y dotado de un mínimo de consistencia y permanencia. En otras partes, el proceso de desmilitarización seguirá vías muy diversas, a veces inesperadas, como en Ecuador. Se verá facilitado por la incapa­ cidad del militarismo depredador para justificar su existencia, es decir, hacer la guerra. Ninguno de estos militares alborotadores, esta soldadesca de verbo altisonante, estos agitadores de sables que aspiran al reconocimiento de la Nación, es decir, a los beneficios del tesoro público —“héroes de julio” o “de diciembre”, “protec­ tores supremos”, “benefactores”, “restauradores” y demás— dejará de desacreditarse ante el enemigo externo. Así, el célebre general Santa Anna, extravagante figura del panteón caudillis64

ta, que durante treinta años, fue eL asóte de su país, México, en la guerra ele 1847 contra Estados Unidos, provocada, por la secesión de Texas, demostró una incapacidad militar casi tan grande como su habilidad política. Este admirador de Napoléon, aficionado a Los gallos de riña, que hizo celebrar un solemne funeral para su pierna, amputada al servicio de la Patria, cuati o veces dictador y cuatro veces derrocado, perdió sucesivamente a tres ejércitos indisciplinados y mal preparados ante las fuerzas militares yanquis y permitió que los norteamericanos ocuparan México y desmembraran el territorio nacional. La magnitud del desastre destruyo el prestigio del ejército; algunos años más tarde, los oficiales perdieron los exorbitantes privilegios heredados de la época colonial. Los ejércitos del Perú, que detentan el poder ininterrumpidamente hasta 1872, y de Bolivia, que ocupan el gobierno e incluso el país, en 1879, al estallar la guerra del Pacífico, contra Chile, se derrumban ante la ofensiva de un país cuyos militares habían sido metidos en cintura por los civiles cincuenta años atrás. A pesar de algunos episodios heroicos, gracias a esa derrota Perú perdió todos sus derechos sobre la rica provincia minera de Tarapacá, mientras que Bolivia se encuentra privada desde entonces de su salida al mar. Chile nos brinda el ejemplo más acabado de construcción de Estado contra los militares. Las turbulencias de la indepen­ dencia, que la historiografía oficial llama el período de “anar­ quía”, fueron allí más breves pero no menos agudas que en los pajses vecinos. Cinco revoluciones jalonan los tres años que preceden*a la batalla de Lircay (1830), punto final de los en­ frentamientos facciosos, y a partir de la Constitución autorita­ ria y conservadora de 1833, el país conoce una era de estabilidad política que contrasta con la desorganización reinante en el resto de la América española. La derrota de los pipiólos, libera­ les, republicanos “exaltados” y federalistas, a manos de sus adversarios, los pelucones, centralistas conservadores que aspiran a un gobierno de orden bajo la tutela de la aristocracia de origen vasco español, es también la victoria de los civiles contra el ejército. En Lircay las milicias civiles aplastan a un sector del ejército vinculado a los liberales. El ministro Portales organiza una república conservadora que conocerá un equilibrio asombroso hasta 1891. Esta “república portalista”, dotada de un ejecutivo fuerte, impone el predominio del poder civil al depurar al cuerpo de oficiales de todos los elementos liberales 65

y de cuantos se habían caracterizado par su afición a los pro­ nunciamientos y motines. Para contrarresta* a este ejército, reducido a menos de 3.000 efectivos (L837).13Portales organiza las milicias civiles militarizadas, que llegarán a contar con 25.000 hambres. La interminable “pacificación" de la “fron­ tera” araucana al sur y las guerras contra la alianza peruanoboliviana (1836-1839 y 1879-1883), asf como e] espectro de la potencia argentina hacia, el este a fines de siglo, ayudan también a separar a los militares chilenos de los asuntos políti­ cos. Por una extraña iionfa de la historia, el general Pinochet y sus mentores ideológicos, quienes reivindican en 1973 a la República autoritaria de Portales, indudablemente olvidan que el restaurador del “principio de autoridad” y croador del Estado Chileno se impuso como primer objetivo, desmilitarizar la vida pública. Totalmente distinta es la situación del Perú. Los grupos dirigentes más dinámicos, que luchan por establecer la suprema­ cía civil, sólo obtienen un éxito limitado. Entre 1821 y 1879 los jefes militares se suceden en el poder de manera práctica­ mente ininterrumpida. La idea misma de un gobierno no militar (parece extraña o utópica. Tan es así, que se forma un partido “civilista” cuyo programa político, sumamente moderado, reivindica apenas el principio de alternancia de civiles y mili­ tares en el poder. En 1872, apoyándose en ese partido, Manuel Pardo se convierte en el primer presidente constitucional del Perú, presidente electo por el Congreso tras una revuelta popu­ lar que expulsa a los militares del poder. Pardo reduce el pre­ supuesto militar, crea una guardia nacional con mayor número de efectivos que el ejército con el fin de neutralizarlo, pero la derrota en la guerra del Pacífico, a manos de Chile, brindará a los pretorianos la oportunidad de tomarse revancha. De acuerdo al esquema conocido, el ejército humillado, sublevado por la sangre derramada en vano y por algunas heroicas gestas indivi­ duales, responsabiliza por su derrota a la falta de pertrechos y a la incompetencia de los “políticos*’ civiles, ambiciosos, corrup­ tos y —siempre de acuerdo a los militares— desprovistos de sentimiento nacional y sentido del interés general. Tres años después de la catástrofe (las tropas chilenas han llegado hasta Lima), el general Cáceres —héroe de la Breña, una de las batallas 13 Alain Joxe, Las fuerzas armadas en el sistema político de Chile. Santiago, 1970, págs. 44-45.

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contra Chile—asume La presidencia gracias al golpe de Estado de 18S6. Cáceres gobierna con mano inerte. EL pueblo se cansa rápidamente de ese gobierno arbitrario, mientras que la oligar­ quía financiara., ligada, al capital inglés, reprocha a Las militares restaurados su desconocimiento de la* leyes del progreso y denuncia el dirigismo autoritario en materia económica. Los poderosos intereses del guano y el nitrato, partidarios del iaissez-fa, iré y las grandes concesiones a las empresas extranjeras, se oponen al gobierno. La desmilitarización es necesaria para imponer el liberalismo e insertar al Perú en La economía mun­ dial. Los “civilistas ” apoyan a PiéroLa, ex “dirigista” convertido al liberalismo, cuando organiza a sus montoneras y se alza contra el gobierno. Tras una guerra que dura, varios meses, el ejército regular es derrotado por civiles mal pertrechados y carentes de instrucción militar. Piérola entra en Lima en 1895 y ocupa la presidencia. Nueva humillación del ejército peruano. Los civiles ocupan el poder durante veinte años. Pero la oligarquía y los grupos dominantes abandonarán su sólido antimilitarismo sólo en 1930. Indudablemente, el caso más asombroso de consolidación política contra el militarismo dominante es el de Ecuador, a mediados del siglo pasado. El proceso ecuatoriano tiene un titular: Gabriel García Moreno, creador de la “ República del Sagrado Corazón de Jesús”, asombroso jefe de Estado teocrático, reverenciado en la Francia finisecular por los hermanos de las escuelas católicas. Se trata de un político que se apoya en la Iglesia para construir el Estado. Entre 1830 y 1845, Ecuador se debate bajo la bota de los militares, amos absolutos del país. Pero se esboza una división regional y política entre la costa y la sierra. En 1852, el general Urbina concierta una alianza entre el ejército y la burguesía comercial y liberal de la costa. Su gobierno toma medidas li­ berales en favor de los campesinos pobres de la sierra. Los lati­ fundistas conservadores del interior resisten y se sublevan. Los alzamientos locales amenazan con disgregar el país. Se forman gobiernos autónomos en Guayaquil, capital costera, Quito, capital serrana y nacional, en Cuenca y Loja, en el altiplano andino. Perú aprovecha la ocasión para ocupar parte del terri­ torio de su vecino. El puerto principal queda bloqueado. Es entonces que, en el gobierno quiteño, aparece un hombre enér­ gico y fuera de lo común: García Moreno, químico, especialista 67

en derecho canónico, personalidad extraña y muy controveitída en la historia ecuatoriana., que tomará el poder y resistirá a las fuerzas centrífugas por la fuerza. Este hambre, que aLgunos consideran providencial, “ven­ gador y mártir del derecho cristiano” ,M es para sus detractores el “santo del patíbulo”, un fanático reiígio&o, sádico y amante de ia represión. Efectivamente, García Moreno reprime impla­ cablemente porque cree cumplir cooi los designios divinos; consagra el país al Sagrado Corazón el mismo año (1873) que París construye la basílica del mismo na mbre, pero, conscien­ te del peligro que corre el Estado en 1859, trata de modernizar el país y centralizar el poder para que las contradicciones regionales y sectoriales pasen a segundo plano. Por consiguiente, construye caminos (mediante trabajos forzados), escuelas (paia los jesuítas y los hermanos de las congregaciones católi­ cas), introduce la enseñanza técnica (pero cierra la universidad), inicia grandes obras y reforma el sistema fiscal y financiero, Algunos lo consideran el creador del Ecuador moderno. Para esta tarea modernizante no puede contar con el ejército, fuerza de disgregación, ni con los partidos, inexistentes. Queda la Iglesia, institución nacional, “único vínculo entre los ecuatoria­ nos” , dice el autócrata. La paradoja es flagrante: mientras sus enemigos los liberales, encabezados por el escritor Juan Montalvo, exaltan el “cosmopolitismo” contra el oscurantismo del gobierno, García Moreno apela a una Iglesia ultramontana para que lo ayude a trasformar el país. Más aún, es a la Iglesia del Syllabus a quien este químico te ólogo conf ía la tarea de promover la ciencia y el progreso y le otorga el monopolio asfixiante de partido único. García Moreno construye el Estado contra “el militarismo de treinta años’’,15 según la frase del peruano García Calderón, ardiente admirador de los “grandes jefes americanos”. Lo cual no impide al teócrata, imbuido de su misión divina, enviar a oficiales ecuatorianos a estudiar en Prusía. Es cierto que, ante la anarquía de 1860, había solicitado infructuosamente la instauración de un protectorado francés sobre Ecuador. M Exponemos aquí la tesis desarrollada por el historiador ecuatoriano Enrique Ayala. en sus obras y principalmente en el artículo “Gabriel (Jarcia Moreno y la ges­ tación del Estado nacional en el Ecuador”, Crítica y Utopia (Buenos Aires, septiembre de 1981), págs. 126-163. ls F. García Calderón, Les Démocraties de ¡'Amérique latine, París, 1912, pág. 199.

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;LJn militarismo sis militares? Desarmados los ejércitos alborotadores, apaciguada la anarquía que sobreviene tras la independencia, aseguradas las estructuras sociales y el lugar de Ianaciónen el mercado mundial, surgen los ejércitos modernos, columna vertebral del Estado y garantes de su funcionamiento. Era la época de los caudillos, en el continente existían pocos ejércitos estatales permanentes, dotados del monopolio de la violencia legal, y los oficiales eran aventureros o guerreros más que militares. Sin embargo, algunos son profesionales que tratan de crear una organización militar embrionaria. En este sentido, podemos comparar a dos figuras disímiles y simbólicas de los oficiales de carrera de las guerras de la independencia: en Buenos Aires, San Martín; libertador de Argentina, Chile y Perú; en Caracas, Miranda, ''precursor” de la gesta emancipadora de acuerdo a la historiografía venezo­ lana. San Martín llega a España a los ocho años de edad, ingresa al colegio de los nobles de Madrid, en 1789 se incorpora al regimiento de Murcia y, en fin, sigue la carrera normal del oficial español. En 1811 se retira del ejército español con el grado de teniente coronel. En 1812 vuelve a su país natal, donde organiza el Ejército de los Andes, punta de lanza de la emancipación del Cono Sur, de acuerdo a los mejores modelos militares Éste no tiene nada que ver con la montonera. Unidad de mando, estruc­ tura jerárquica, distribución por armas o servicios, uniformidad del equipo, son otros tantos rasgos específicos de los ejércitos regulares, presentes aquí. Este ejército, que comprende cuatro batallones de infantería, cinco escuadrones de granaderos a caballo y una artillería, se divide en tres cuerpos, cada uno con su Estado Mayor. San Martín no es el único oficial de carrera en su ejército. Miranda, hijo de un fabricante de paños, parte para España, obtiene su galones de capitán en el regimiento Princesa tras realizar algunos estudios militares y en 1774 participa en la campaña de Marruecos. Combate en Florida contra Inglaterra y obtiene el grado de teniente coronel, pero es degradado debido a presuntas actividades comerciales ilegales. Se le acusa de practicar contrabando de esclavos y mercadería en el Atlántico 69

Norte. Su des-tino de aventurero al servicio de la independencia data, aparentemente, de ese episodio oscuro. General sin patra ni ejército, se presenta, ante Pitt, Catalina la Grande y los j efes de la Hevolución. Francesa para abogar por su causa y bu&car apoyo para emancipar a su país de la tutela española. Dictador efímero, generalísimo derrotado, sus propios oficiales lo entre­ garán a los españoles. Pero en la mayoría de los casos, los jefes de los ejércitos de la. independencia jamás han conocido un ejército regular ni realizado estudios militares. Jefes de bandas o fracciones, capitanes de montoneras de campesinos harapientos, adoptan altos “títulos militares. Los caudillos de la época turbulenta que acompaña al nacimiento de las naciones latinoamericanas son civiles que adquieren alguna experiencia militar en las sublevaciones que promueven ellos mismos. Lo mismo sucede en la revolución mexicana, un siglo más tarde. En su incisivo y colorido retrato de las costumbres revolucionarias, John Reed nos ha dejado crónicas muy precisas. Así, a propósito de Venustiano Carranza, presidente de la República en 1915, el periodista norteamericano observa: “Cuando estalló la revolu­ ción de Madero, Carranza partió a la guerra en forma totalmente medieval. Armó a los peones que trabajaban en sus tierras y se puso a la cabe2 a como lo hubiera hecho un señor feudal.. Los oficiales de esas tropas vestidas de sarape o poncho, ignoran por completo el arte de la guerra. Ex soLdados, guerreros por vocación, se distinguen por su coraje o su ferocidad, su intrepidez y su resistencia. Los que no mueren en combate ascienden rápidamente. Obtienen sus ascensos en las acciones en las cuales se destacan. Nacidos bajo el signo épico, penetran en una jerarquía sumamente permeable y elástica. Se decía que Latorre, general y luego dictador del Uruguay, era insensi­ ble al dolor. El Chacho Peñaloza, caudillo de las llanuras de La Rioja, en el norte argentino, obtiene el grado de capitán al tomar los cañones enemigos con sus boleadoras. Otros oficiales más políticos de períodos menos violentos, deben sus galones a sus “méritos revolucionarios”, es decir, a la amistad del jefe a quien ayudan a conquistar el poder. Elegidos discrecional­ mente, tampoco ellos tienen formación técnica. En estos ejércitos la disciplina y la jerarquía cuentan menos que la lealtad 14 John Reed, Le Mexique inswgé, París, 1975, pág. 302. (Edición en Castellano: México insurgente. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina).

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y la confianza.. Citemos nuevamente a John Heed, a proposito de los oficiaLes de Los ejércitos revolucionarios mexicanos: “No tenían otra función que combatir al trente ds sus propias tropas. Todos los soldados miraban al general que los había reclutado como a un señor feudal. Le eran completamente adictos y ningún otro oficiaL de otro cLan podía tener autoridad sobre ellos.” n De ahí que la demarca toria entre los ejércitos privados y estatales no fuera muy clara, tanto más por cuanto las escuelas militares generalmente sólo existen en el papel y al ejército nacional se Lo reconoce únicamente por el uniforme. Los oficiales no constituyen una Casta, por cuanto no conforman un cuerpo con normas de admisión definidas. El militarismo de la época presenta distintas características de acuerdo a la cuestión social y al país de que se trate, pero obedece en todos los casos a una misma lógica. En la mayoría de los casos La jerarquía militar está calcada de la social. Los caudillos y generales son grandes propietarios o dignatarios, o sus hijos. Pero la violencia y el premio a la valentía o el arrojo son factores de democratización del acceso al prestigio, el ascenso social y el poder. Facundo Quiroga, caudillo y general de la provincia argentina de La Rioja, es hijo de un gran hacendado, heredero de un cargo de capitán en la milicia provincial. Posteriormente, y hasta fines del siglo, cuando los oficiales argentinos se forman en las unidades, para ser aspirante se requieren sólidas recomen­ daciones familiares. Para esos hombres acomodados, el oficio militar no es, por lo general, una función permanente. Terminadas las campañas, los ejércitos se disuelven. Para el dignatario que se dedica a ella, la carrera es un servicio honorario más que una profesión. En otras partes, en sociedades más fluidas y conmo­ cionadas, donde ninguna clase dirigente impone su autoridad, en esos pueblos enfermos, países invertebrados, según la fórmula orteguiana del boliviano Alcides Arguedas, donde se suceden los “caudillos bárbaros”, el militarismo constituye un verdaero medio de ascenso social. En Bolivia, el popular Tata Belzú,18 mestizo de origen muy humilde, que a los quince ^ños ingresa a las filas del ejército revolucionario del Alto Perú, es un comba­ tiente que en 1848 llega a la presidencia. Melgarejo, soldado de 11 ídem, pág. 93. '* Tata, término quechua que significa “papá”, es el nombre afectuoso que se le da a un protector.

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infantería, a los nueve años, según se dice, Luego empleado de escribanía antes de Cegar a ^general”, parece caía.eterizarse por sus desmesuras, más que por su popularidad entre las nnasae iadígenas. Peto este militarote borracho, asesinado por su cuña­ do, también es un mestizo que, gracias a su valentía, hace una rápida carrera militar y Llega a la cima del poder debido a un goLpe de Estado. No está confirmado que haya fusilado su. camisa, ni que en. 187 0 haya declarado la guerra a Prusla para, ayudai a Napoleón 111, ni que haya dicho “dejadme gozar” cuando le preguntaron cuál era su programa político, pero el mito descansa sobre anécdotas como éstas. Los siete años de gobierno de este hombre sensual y violento, perverso e inescru­ puloso, dispuesto a vender tanto las tierras de las comunidades indígenas como pedazos del territorio nacional, dieron lugar a un nuevo término en el léxico político boliviano: el melgarejismo, mezcla de libertinaje, desmesura y militarismo. EL término aún sobrevive en el altiplano. La llamada época del militarismo en el Uruguay, es decir, de los gobiernos dictatoriales de Lorenzo Latorre, Máximo Santos y sus comparsas entre 1876 y 1886, descansa sobre soldados de fortuna y guerreros por vocación. Es un militarismo que nada tiene que ver con las dictaduras pretorianas. El poder no está en manos de una institución sino de los "héroes mili­ tares”. Antes de llegar a capitán general, Santos había sido boyero. Pero es a partir de este episodio que el ejército uruguayo, en tanto corporación, adquiere sus intereses profesionales. En 1885 se funda la Academia Militar y se inicia el proceso de tecnificación y modernización del ejército permanente. Ejército de características singulares y sumamente contradictorias. Si bien se trata de una institución amplia y masivamente partidista, y en este sentido preestatal, el “militarismo” uruguayo del siglo xix, se parece muy poco a las violentas y destructoras anarquías de los países vecinos, donde los “militares” hacen (y deshacen) la ley. Latorre y Santos imponen el orden en el país, garantizan la seguridad del comercio y la propiedad y prohíben el vagabundeo en un momento en que los grandes propietarios necesitan tranquilidad para producir carne y lana destinadas al mercado europeo. Estos gobiernos de militares, contemporáneos del telégrafo y el ferrocarril, presiden la ‘‘muerte del gaucho” y la transformación del paisaje rural, con el cierre de los campos mediante la introducción del alambrado. La centralización del poder acompaña a la integración en el 72

mercado mundial Aguí» el mil ■¡taruma, lejos de constituir un obsiácula pata la. creación del Estado, contribuye a fortalecerlo. Como se ha señalado, el auténtico militarismo no puede preceder a la constitución de un Estado estab3e y educiente, y en él resto de América latina generalmente es posterior; pero en el Uruguay los dos fenómenos son simultáneos, de ahí que el militarismo no pudo perdurar, Tanto más por cuanto a partir de las guerras cüÁLes que dieron origen a este Estado tampón, Las fuerzas militares están ligadas a la existencia de dos partidos: el Colorado y el Blanco, o nacional, que nacen precisamente en los campos de batalla de 1836. Hasta ]a guerra del Paraguay, primera guerra exterior en la cual participan los uruguayas (1864-1870), prácticamente no existe el ejército nacional. Y los caudillos que se disputan el poder en interminables guerras cíviLes, están vinculados a uno u otro de los grandes vecinos: en efecto, Brasil y Argentina codician esta “provincia*’, llamada cisplatina por unos y oriental por los otros. El partido Colorado es aliado de aquél, mientras que los bLancos reciben apoyo de ésta. Ahora bien, por razones históricas imposibles de detallar aquí, el ejército nacional a partir de 1850 es mayoritariamente colorado, mientras que la guardia nacional de Monte­ video y el litoral es mayoritariamente blanca. La preponderancia política de los colorados provoca sublevaciones armadas del partido nacional blanco: la última se produce en 1904 y termina con la muerte del caudillo blanco Aparicio Saravia. El acuerdo firmado por los dos partidos, en virtud del cual los blancos renuncian a la lucha armada contra el partido colorado domi­ nante, incluye cláusulas militares relativas a los derechos de los oficiales del “ejército revolucionario”, que no cambian el color político de la institución pero sí demuestran su falta de autono­ mía en relación al sistema político y partidista. En todos los casos mencionados, el poder militar y el desa­ rrollo de los aparatos coercitivos no acrecientan el poder del Estado y las posibilidades de state-building, como ocurrió en Europa en la época clásica. Como dice muy correctamente S. Finner, si bien los grandes ejércitos permanentes o en vías de serlo fortalecen la capacidad de extracción y coerción del o de un poder y le permiten construir un Estado,19 este extrac'* Samuel Finer, “State and Nation-Building in Europe: the Role of the Military”, ea Charles Tílly y col., The Forrmtion of the National State in Western Europe. Princeton, 1975, págs. 96-100.

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tion-coercition-cyale no se produce en las naciones dependientes, de economía extrovertida. El ejército no cumple tareas fiscales aparte de su papel presupuesta oro, poique los ingresos nacionales provienen en su mayoría de las aduanas y el coraeieLo exterior. Esta es una particularidad de los países periféricos que no se debe subestimar. Militares sin militarismo. El nacimiento de las fuerzas armadas estatales La transición de los ejércitos temporarios ad hoc al ejército permanente, de los ejércitos privados de los caudillos al ejército estatal monopólico no se ha producido en toda América latina. La transferencia de la lealtad, del jefe a la figura impersonal del Estado, no es un proceso sencillo ni espontáneo. Esta evolu­ ción fue producto de numerosos factores convergentes. Las necesidades de la economía habrían tenido un peso decisivo, en la medida en que se iba conformando el esqueleto del aparato estatal. Ahora bien, el crecimiento extrovertido de unas forma­ ciones sociales que se integran al mercado mundial hacia fines de siglo exige estabilidad política y paz social. El Estado se constituye conforme a los intereses de las clases dirigentes exportadoras. lias necesidades de organización socioeconómica, de construcción de infraestructuras, de ampliación de los servi­ cios y la administación pública coadyuvan a la edificación estatal. Por el contrario, en las naciones que no logran integrarse al comercio internacional en esta época, que viven replegadas sobre la producción en pequeña escala, que carecen de productos exportables que permitan el surgimiento de una burguesía fuerte y la instauración de un poder social estable, la cristaliza­ ción del Estado se produce tardíamente, las convulsiones sociales se prolongan, el ejército nacional se construye con grandes dificultades y en algunos casos ni siquiera supera el estado de ejército privado con fachada estatal. Esto se observa claramente en el caso de Nicaragua, del siglo xix hasta la era de Somoza, lo mismo que en el de Honduras desde comienzos del siglo xx hasta la creación del enclave bananero. No sólo la economía influye en este proceso. En algunos países, la organización de un ejército regular, bien dotado en 74

cuanto sl tropas y equipo, monopolizado! de la violencia, es también una reivindicación de los sectores más profesional.es del cuerpo de oficiales. Los valores corporativos y la ética militar se abren paso poco a poco, Los numerosos litigios entre repúblicas vecinas exigen ejércitos convenientemente pertrechados y adiestrados, con tropas calificadas. Los modelos europeos (y sus viajantes, Los mercaderes de armas} empujan en la misma dirección. EL sentimiento nacional se desarrolla en los ej ércitos a la vez que se esfuma en el seno de una burgue­ sía que se vuelve cosmopolita y se vuelca al exterior. Además, el empleo de las fuerzas militares para aplastar las disidencias civiles internas, por ejempLo en Brasil,30 sobre todo en 1896 y 1914, da a los oficiales la conciencia de ser garantes del status regni, es decir, del Estado, y que por consiguiente son acreedores a beneficios presupuestarios y legislativos. Como símbolos de la identidad nacional, los ejércitos, sean vencedores o vencidos, adquieren en las guerras extranj eras —bastante infre­ cuentes, por cierto— un nuevo peso específica. La larga guerra del Paraguay (1864-1870), que resulta mortífera debido a las deficiencias logísticas y el pésimo equipamiento de las unidades, significa un hito en la historia del ejército brasileño, cuyos cuadros, convertidos en “ defensores de 1a Patria”, a partir de entonces hablan con vo2 fuerte y altanera. En otro contexto, la guerra del Pacífico (1879-1883) produce efectos similares en Chile, Perú y Bolivia. Las reivindicaciones de los oficiales esclarecidos, defensores de los intereses corporativos, abarcan desde la reorganización de las unidades hasta la instauración del servicio militar universal, pasando, claro está, por la adquisición de armas modernas y una mayor independencia institucional. Los primeros ejércitos estatales que surgen en la segunda mitad d el siglo XIX son muy disímiles entre s í, pero poseen algunos rasgos comunes que los diferencian de los modernos ejércitos que los sucederán: mediocridad y escasez de tropas, falta de formación profesional de Los oficiales y promoción aún en gran medida discrecional. Los efectivos reales de los primeros ejércitos permanentes están, en general, muy por deba­ jo de las cifras teóricas que se manejan en las oficinas y en los cálculos presupuestarios. Teóricamente, la tropa se compone de 10 Nos referimos a la guerrilla rural de Canudos y el movimiento campesino del Contestado. Estas sublevaciones sociales y religiosas, vinculadas a problemas de la tierra, sirvieron pira demostrar la falta de preparación material y técnica del ejército brasileño.

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voluntarios bajo contrato por un período limitado, pero prolon­ gado. En realidad, lo más común es eJ reclutamiento forzado (con eL Lazo, como dicen en Brasil). La mayoría.de los “contra­ tados” prouiene de La leus. Los ejércitos se nutren de Los “de­ sechos sociales” del país, los infortunados que caen en. las redes de los sargentos reclutadores, los desocupados y las víctimas de catástrofe, como los ñordestinos que huyen de la. sequía en Brasil. El sujeto que disgusta, a Las autoridadei sociales o políticas, o que no tiene “amo” que responda por él„ es enviado al servicio militar como a presidio. En algunos países» los reos de derecho común son enviados directamente aL ejército; es el caso de Argentina y Uruguay. La tropa es disciplinada mediante los castigos corporales. Los oficiales son cabos de varas, mas que intelectuales con uniforme, En Brasil, el código disciplinario prusiano vigente, el del conde de Lippe, que data de 1763, prevé la pena de azotes para ia menor infracción. Estos castigos, teóricamente abolidos por la ley de 1374, siguen vigentes en el ejército y la marina hasta el siglo X X . En 1903, los soldados de la fortaLeza de Santa Cruz, en la Bahía de Guanabara, se sublevan debido a Las condiciones de vida y disciplina, y masacran a los oficiales culpables de sus sufrimientos. En 1910 se amotinan las tripu­ laciones de la flota contra la severidad e inhumanidad de la disciplina: es la revuelta da chibata, por el instrumento con que se aplican los castigos físicos. En otros países ios soldados se encuentran en la misma situación atroz; así, un autor uruguayo escribe: “Deploro como cualquiera la terrible necesidad de los castigos corporales que prescriben nuestras leyes militares [. . .] pero echad una mirada a nuestro ejército de línea: está integrado por un gran número de esclavos africanos [esto fue escrito en la década del cincuenta del siglo pasado], indo­ lentes, acostumbrados al rigor [.. .] y, peor aún, por carne de patíbulo y presidio [ . . Se quiere abolir los castigos corporales. Esto es justo y corresponde al nivel de libertad y civilización alcanzado por nuestra República, pero antes reformemos el personal de nuestro ejército, purgándolo de criminales y de la hez de la sociedad [.. ,]”21 Motines, “crímenes militares” -nom bre que da la prensa a una criminalidad elevada y específica, que suele desbordar 11 Citado por Eduardo Acevedo. Manual de historia uruguaya, Montevideo, 1936, pág. 141.

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los minos de ios cuarteles—, eleuada tasa de deserción: son otros tantos í en ámenos reveladores. del carácter de los ejércitos ]a1i»oameTicanos más avanzados de comienzos del siglo. El pueblo le huye al servicio militar por todos los medios.,*3 y no son raros los casos de automutflaeión. En 1862» el ministro de Guerra del Brasil afirmaba que en tiempos de paz el ejército perdía, la tercera. parte de sus efectivos. Después de la introduc­ ción de la conscripción obligatoria por sorteo,'el número de Insubordinados sigue siendo muy elevado, del orden de la quinta parte del contingente.13 La evasión a las obligaciones militares persiste en nuestros días en países donde el servicio militar es teóricamente obligatorio, pero donde, en los hechos, la redada de jóvenes en edad militar (la recluta), reempLaza a la presen­ tación voluntaria exigida por la ley. Esto ocurría hasta hace poco en las regiones rurales de Perú y Colombia y aún persite en muchos países centroamericanos. El método de “selección al revés” y la evasión de las “obligaciones militares” condicionan la ubicación del ejército en la nación y la situación social de los oficiales. En el ejército y la marina sólo se encuentran los hombres que no han podido escapar a ello. A principios de siglo un escritor brasileño hablaba del ‘'divorcio monstruoso entre el ejército y el pueblo”. El tipo de reclutamiento se refleja en la composición racial de las fuerza? armadas. En los países andinos la tropa es mayoritariamente indígena, y habla quechua y aymara en Bolivia y Perú. En la Argentina es fuertemente mestiza. En Brasil, las tripulaciones de la marina eran a principios de siglo en un 50 por ciento negras y un 30 por ciento mulatas. La guerra del Paraguay significó una masacre de africanos. Aunque los escla­ vos estaban exentos del servicio militar, los amos del Nordeste los vendían al ejército como carne de cañón. Suele decirse que la Argentina se “blanqueó” gracias a esta guerra, resolvió defi­ nitivamente su “problema” negro enviando al frente a los bata­ llones de pardos. El reclutamiento de los oficiales por recomendación o relación familiar, o incluso, como en Brasil, de acuerdo a 31 Hubo en la historia brasileña, en 1838-1840, una insurrección en el Nordeste, a balamda, originada en un movimiento de protesta contra el reclutamiento forzado. 33 losé Musilo da Carvalho, “As forjas armadas na primeiia República. O podar desestabilizador", Cadernos do Departamento de ciencia política n° 1 '(Marzo, 1974), pág. 132.

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lineamientos aristrocráticos máa o me no a respetados, crea una enorme brecha entre los cuadros y la tropa., un auténtico abismo y no sólo jerárquico, sino también social, étnico y a veces lingüístico. Este distarticiamienta social, agregado al carácter particularista y no meritacrático del acceso al gra-do de oficial, acrecienta el poder civil sobre el ejército. En la mayoría de los “viejos ejércitos” del continente, el oficial, hijo rebelde de una familia importante, vastago de algún, dignatario empobrecido o humilde protegido de sigan poderoso, generalmente ingresa como aspirante, adjunto a un jefe de cuerpo. Hombre escasa­ mente instruido, carente de formación teórica, no debe bus ascensos a sus cualidades profesionales sino al padrinazgo, a los favores de un politic o civil o a los azares de una vida polí­ tica donde la acción militar suele jugar un papel decisivo. Todavía no se ha producido la separación entre los grupos dominantes civiles y la corporación militar. La autonomía Institucional de las fuerzas armadas latinoamericanas ea muy débil. Los militares son todavía en gran medida civileB y no pueden escapar a esa subordinación. EL espíritu de cuerpo importa menos que la lealtad para con las camarillas políticas. Es la militarización de los ejércitos lo que permitirá la autorre­ gulación institucional y la emancipación del cuerpo de oficiales del yugo de las elites civiles. En particular, la creación de un sistema de enseñanza militar acrecentará la homogeneidad del cuerpo de oficiales, garantizará que el ejército se cierre institucionalmente sobre sí mismo, desarrollará el sentido de identidad y luego superiori­ dad militar. La instrucción de oficiales y suboficiales en escuelas donde reciben una formación específica, separada del medio civil, de sus valores y parámetros, además de elevar el nivel de conocimientos, difunde la ética militar. Pero sobre todo la enseñanza propiamente militar introduce modalidades de reclu­ tamiento en las que los civiles no tienen la menor participación. El oficial de escuela es cooptado por sus pares, mientras que la recomendación política se ejerce con mayor dificultad. Con el reclutamiento tradicional, los oficiales no conforman un grupo autónomo, socialmente distinto de los grupos dirigentes. La sociedad militar, carente de la cohesión que otorga el paso por un molde común, se basa en la élite establecida y posee sus mismas divisiones. Su poder es escaso. La autoridad política de los civiles se impone con facilidad. El paso obligatorio de los oficiales por escuelas militares de buen nivel dotará a la 78

sociedad militai de los recursos morales, ideológicos e institucio­ nales necesarios para escapar a. la tuteLa civil. Pero el proceso es lento, incluso en los países que poseen academias militares desde tiempo atrás. La creación de las escuelas para oficiales se produce en el período que va de 1840 (Brasil) a 1896 (Perú), por no hablar sino del siglo xk. En 1891, tras varios intentos, se funda el CoLegio Militar boliviano en. Sucre, mientras que el Uruguay poseía ya su Academia en 1885 y la Escuela Politécnica guate­ malteca data de 1873. En la Argentina el Colegio Militar se funda en 1869, bajo la presidencia de Sarmiento, pero la mayo­ ría de los oficiales empieza a asistir a la institución apenas en 1901. Lo mismo sucede en Brasil, donde se distingue a los oficiales de escuela de los tarim beiros, formados entre la tropa y sobre el terreno y carentes de instrucción teórica. Estos últimos critican la. educación libresca que reciben los cadetes de la Escuela de Praia Vermelha, sobre todo a partir de la reforma positivista de los estudios introducida en 1890 por Benjamin Constant Botelho de Magalhaes. Al nuevo plan de estudios se le reprocha principalmente su diletantismo enciclo­ pédico, el hecho de dar preferencia a la sociología sobre las materias militares y de formar “doctores en uniforme” en lugar de desarrollar el espíritu castrense. Preponderancia civil y modernización militar El eclipse de los guerreros en los países donde un grupo dirigente coherente impone su hegemonía, inicia un período de preponderancia civil y estabilidad política. Los caudillos son puestos en vereda debido a las necesidades del progreso capita­ lista; las fuerzas armadas engendradas por éste aún no poseen los recursos institucionales necesarios para su intervención. Los militares tiene poder, pero el poder militar no existe. Esto no contradice la experiencia de los países donde algún hombre fuerte más o menos militar se impone sobre el Estado para eri­ girse en dictador vitalicio o patriarca inamovible, como Cipriano Castro (1899-1908) y Juan Vicente Gómez (1908-1935) en Venezuela, o Porfirio Díaz (1876-1911) en México, por no citar sino un par de casos. 79

tín la Argentina, el ejercito se encuentra en La frontera” , en el sur de Buenos Aires, dedicado a contener y pacificar a los Indios insumisos, hasta que la “campaña del desiertopone fin a sus amenazas y, a partir de L880, a.bre inmensos territorios al cultivo. Las guerras .civiles y las normas de reclutamiento de oficiales no permiten, distinguir .a éstos, de las elites nacionales ni, me no i aún, independia arlos del poder política. Como ejemplo dé ello veamos la trayectoria de un típico militar del viejo ejér­ cito : eL general Roca, por dos veces presidente después de haber sido, en 1879, el héroe de la conquista de las tierras australes sobre Los indios. Siendo estudiante, combate en las ñlas del ejército nacional contra La secesión de La provincia de Buenos Aires, gana galones de teniente en Cepeda (1859) y dos años más tarde participa an .la batalla de Pavón, doc fechas claves en la historia de las guerras civiles argentinas. Asciende a coroneL a los veintinueve años por su acción contra la sublevación de un caudillo provincial, y luego a general tras derrotar una rebelión encabezada poi el ex presidente, “general” Mitre. Sin embargo, hasta 1880, las guerras civiles'en las cuales se forja la fisonomía política del país son luchas entre civiles y, de 1860 a 1930, la Argentina conoce una sucesión ininterrum­ pida de gobiernos constitucionales. En Chile, el orden portaliano dura hasta 1891. La breve guerra intestina entre dos fracciones de la oligarquía, que provo­ ca el suicidio del presidente Balmaceda, no amengua la supremacía civil. El ejército permanece fiel al Presidente, a pesar de la deserción de un grupo de oficiales, mientras que la marina se alinea con el parlamento, la banca y los intereses ingleses, contrarios a la política nacionalista de Balmaceda. Pero los militares no toman la iniciativa, y la crisis sólo conduce al debilitamiento del ejecutivo y la parlamentarización del régimen. En Bolivia, la derrota en la guerra del Pacífico desacredita por completo a los militares, más dispuestos a dominar la vida política que a garantizar la soberanía y la integridad territorial del país. Se inicia una era civil que dura, a grosso modo, de 1884 a 1930; en ese período los partidos oligárquicos y los intereses regionales se disputan el poder, en ocasiones por las armas, pero el ejército en tanto institución permanece al margen de la vida política. Mientras la economía minera, sustentada por la cotización de la plata y luego,desde principios del siglo x x , por el ascenso del estaño, asegura la prosperidad y el poder de las burguesías locales, los partidos Conservador, Liberal y 80 bu s

Republicano se suceden en la jefatura deL Estado. El ejército, desmovilizado y i educido, es transforma-do de aniba abajo gracias a la. renta minera, en et marco de la modernización del aparato estatal. Expectante y amargado, permanece na lejos del poder, pero sin participar institucionalmente en él. Bra­ sil, con su Inmenso territorio y el singular proceso de su in­ dependencia, merece una mención, especial, porque la partici­ pación decisiva de los militares en el derrocamiento del Imperio y la instauración de la República (1889) aparentemente va en sentido contrario a la desmilitarización hispanoamericana en la misma época. En realidad, la instauración de la República es precedida por una “cuestión militar” que el Imperio se muestra incapaz de resolver, pero que levela el descontento de loí militares, más que su íueiaa política. Bajo el Imperio, el ejército brasileño ea una organización militar de segundo orden, hecho a medida de la debilidad del Estado federal, que no detenta el monopolio de las asmas ni de la violencia legal. Porque en cuestiones internas, el poder central cumple esencialmente una función de árbitro:24 los grupos dominantes locales gozan de indisputado poder. Miran con malos ojos a la administración central, y en primer lugar al ejército. La constitución de 1891, hecha a medida de los clanes oligárquicos provinciales, otorga gran autonomía a los estados y limita las posibilidades de control federal. Brasil tiende a convertirse en una suerte de federación de veinte naciones, para indignación de los militares, defensores del Estado y enemigos de las fuerzas centrífugas. Las oligarquías terratenientes que gobiernan el país desconfían del ejército; sólo la guardia nacional, que desaparece apenas en 1918, merece su confianza porque en gran medida la controlan. Esta fuerza censual, que recluta a los soldados entre los ciuda­ danos activos y productivos y a los oficiales en las clases supe­ riores, es para muchos un contraejército. En efecto, el ejército recluta a sus efectivos entre los elementos marginales y los que, por su bajo nivel de ingresos, no pueden aspirar a la guardia nacional. Los oficiales de la guardia, que compran sus grados e incluso, en cierto período, eran electos por sus hombres, ejercen la autoridad social local. El gran propietario es frecuentemente doctor (en derecho) y coronel (de la guardia nacional), a punto 14 El Estado imperial y luego el republicano, débiles en materia interna, son fuertes en política exterior, gracias al apoyo de las clases beneficiadas por su afcción: así durante varias décadas, Brasil resiste con éxito las presiones de Inglaterra en favor de la prohibición de la trata de negros.

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tal que en el Nordeste coronel es sinónimo de dignatario y latifundista.. Este ejército burgués, que llegada. La ocasión sirve de milicia electoral, constituye un elemento importante en la. formación del siitema, político brasileño ■sirve para intercambiar servicios entre el Estado y el poder particular. “ El propio ejército, tras la disolución déla guardia nacional sigue ocupando, por mucho tiempo, un lugar secundario, contrapesado por las fuerzas públicas estaduales. Estaa policías militarizadas, dotadas en algunas casos de artillería y aviación, entrenadas por misiones militares europeas (como en el caso de la fuerza pública de Sao Paulo a principios de siglo), no dependen del Estado federal. Los gobernadores pueden emplearlas a su arbitrio y en ocasión no dejan de hacerlo contra el gobierno nacional. El control del Estado central sobre estos ejércitos locales se impondrá de manera muy gradual. En 1937, oficiales del ejército asumen el mando de las policías militarizadas y recién en 1964 las mismas quedan finalmente subordinadas al Estado Mayor del ejército. Pero a pesar de los reclamos de los oficiales, durante muchos años el ejército contará con menos efectivos que las policías de los estados de la fede­ ración brasileña. Efectivos aproximados del ejército federal brasileño y de las fuerzas públicas locales (en miles de hombres) 1909 1917 1921 1927 1932 1937 Ejército Estados

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29 29

38 28

58 33

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FUENTE: Robert M. Levine: The Vargas Jiegime. The Critica! Years: 1934-1938. Nueva York, 1970, pág. 157.

Para imponer la superioridad del ejército, los oficiales brasileños reivindican la aplicación estricta de la ley del servicio militar obligatorio y universal, y la obtienen en 1916, como recompensa tardía por haber participado en el derrocamiento del Imperio. Pero no por ello los potentados locales dejan de 15 Para las distintas interpretaciones del papel de la guardia nacional, véase, además de la obra citada de John Schultz (nota 7 del presente capítulo), el artículo de María Auxiliadora Faria, “A guardia nacional en Minas Gerais”, Revisto Brasileira de estu­ dios políticos (julio» 1979).

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interferir en el Cunciona.miento de la Institución. Las autoridades políticas provinciales intervienen en el reclutamiento de efectivce, a pesar de la conacripeión; también Influyen en la elección de los comandantes de guarnición. Además, Las Influencias política.* y el favoritismo pesan enormemente en los ascensos. Sólo asciende en la jerarquía quien posee un buen “padrino”, los méritos o cualidades profesionales del interesado tienen poco peso a principios de siglo. Mal vistos, mal pagos, mal equipados, mal entrenados, los militares brasileños que, bajo el Imperio, se encuentran alejados ■del Poder y son hostiles a él —son antiesclavistas y republicanos de convicción— van adquiriendo peso poco a poco, sin dejar por ello de sentirse odiados y despreciados. En esa carrera militar carente de atractivos, el reclutamiento se vuelve cada vez más endógeno, lo cual acrecienta el divorcio entre los milires y las elites civiles y también el espíritu de cuerpo que moldea el desarrollo de la enseñanza militar. Los oficiales de escuela empiezan a mirar con desprecio a los hachareis civiles, los jurisconsultos que pueblan la administración y la vida política. A la reivindicación de una institución militar numérica y técnicamente fortalecida, se agrega la aspiración a ía autono­ mía, garantía de una mayor profesionalización. Cuando la guerra del Paraguay y luego la caída del Imperio amplían la audiencia de los despreciados soldados, los propios cuadros del ejército exigen una reforma de su institución y su moderni­ zación, de acuerdo a los moldes más prestigiosos del momento. En otros países, cuando los oficiales expresan idénticos deseos, la reforma y modernización del ejército se efectúa en función de consideraciones políticas. La decisión de reorgani­ zar las fuerzas armadas obedece a la aspiración civil de despoli­ tizar la institución, militarizándola, y separarla de las fracciones y partidos en pugna mediante su mayor profesionalización. En la mayoría de los casos, los resultados no responden a las aspiraciones: al dotar al ejército de autonomía por encima de los partidos, se le otorgan en gran medida los medios para su propia intervención política. No era ésa la intención del legisla­ dor. En Perú, es el “civilista” Piérola quien, tras derrotar a los militares, se propone reconstruir un ejército nacional tecmficado, que se ocupe de sus tareas específicas y se mantenga al margen de la escena política. En Colombia, al finalizar la guerra de los mil días (1899-1902), el gobierno de Rafael Reyes trata de crear un ejército regular, teóricamente despojado de lealtades parti83

distas. Los gobiernos que se suceden a partir de 1902, todos ellos conservadores, introducen el servicio militar obligatorio, instalan o reinstalan Las escueLas militares, traen mi&iones ex­ tranjeras para terminar con los ejércitos de Los partidos y dotar al Estado de una. institución defensiva apolítica, uale decii, ^partidista. En Bolivia, la “ dominaeLón del estaño’’- y la cons­ trucción del ejército nacional son procesos simultáneos. Así, a partir de 1904, el país crea La armadura, defensiva deL Estado pata, garantizar el orden y la estabilidad al servicio de Las nuevas y prósperas empresas mineras. En La mayoría de los casos Las transformaciones de] ejército vienen acompañadas de La Instauración del servicio 'militar obligatorio. Son pocos los países, como eL Uruguay, donde el ejército se moderniza conservando el reclutamien to “voluntario”. Muchos factores concurren en el caso uruguayo: el pacifismo del Partido Colorado puede ser uno, pero es más importante la negativa del Partido Blanco a permitir que la conscripción deje a la juventud rural, controlada por sus caudillos, en manos de los instructores de un ejército considerado mayoritariamente leal al partido contrario. En La Argentina, por el contrario, el servicio militar obligatorio justifica las grandes reformas de 1901. La instauración de la conscripción y la mayor profesionalización del cuerpo de oficiales, previstos por la ley de reforma, se inscriben en el enorme esfuerzo por modernizar a la sociedad argentina para justificar la preeminencia y legitimidad del grupo dirigente. Pero en ese país de inmigración masiva, la conscrip­ ción es, además, el antídoto del cosmopolitismo. El ejército será el crisoL, la institución que “argentinizará ” al extranjero y moldeará al argentino. Es en verdad una pesada y delicada responsabilidad social que trae aparejadas otras y no favorece precisamente La despolitización irreversible de la institución militar.

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Capítulo 3

La modernización por medio del ejército A principios de slgio, Los ejércitos nacionales de la mayoría de los países del continente sufren un salto cualitativo. Bajo la influencia de diversos factores, el “viejo ejército** desaparece y surge un “ejército nuevo”. La modernización mili tai, que es total, comienza por la “piafeskmalizacíón” de la oficialidad. Fórmula ambigua y mistitific adora de aquí en adelante en boca de civiles enfrentados a ejércitos insubordinados, pero constitucionalmente “profesionales, apolíticos,no deliberantes”. En 1973, se creía en Europa a fuerza de oírlo en boca de los dirigentes de la Unidad Popular, que el chileno era un ejército profesional. Vale decir, distinto de los nuestros. Desgracia­ damente se demostró lo contrario. Pero este malentendido resulta muy elocuente en cuanto a las razones políticas de una mutación que consiste en hacer de los oficiales auténticos profesionales de las armas, con lo cual se sobreentiende que de ahí en adelante no se ocuparán de otra cosa que su profesión. En síntesis, la reforma mediante la cual se busca organizar a la 1‘nación en armas” hace del oficio militar una profesión perma­ nente, de tiempo completo, remunerada, que requiere estudios y una prolongada preparación física e intelectual sujeta, en su desenvolvimiento, a normas burocráticas estrictamente codifi­ cadas. Esta transformación más o menos completa o dramática según la situación anterior de la institución militar nacional sólo puede parecer anodina a quienes busquen comprender el poder militar ignorando al ejército, su historia y sus estructuras. Si el objetivo es aclarar el cómo para responder al por qué, difícilmente se puede pasar por alto la especificidad de los ejércitos modernos. Como tampoco se puede dejar de lado las particularidades nacionales. El papel político permanente, incluso aplastante, de los ejércitos del subcontinente, su pre­ torianismo que aparentemente tiende a desmilitarizarlos, en ocasiones hace que se subestime su naturaleza militar. De ahí a considerarlos meras fuerzas políticas, que compiten con las 85

demás por el poder, hay un soto paso. Dar ese paso significa resignarse a no comprenda, na fiólo a Los "partidos militares’ sino tampoco el funcionamiento de la mayoría de los sistemas políticos latinoamericanos desde hace medio siglo. Es por ello que a continuación estudiaremos cómo se organizan esos ejércitos que tanto pesan en la historia del conti­ nente, qué son esos militares que los componen y dirigen y, en fin, cómo llega la política a los o5 dales. Poique aquí se presenta una paradoja: el proceso de modernización que, ex­ plícitamente o no, tenía por objeto separar a los militares de la política, significó el fin de La. hegemonía de los civiles en casi todos los países de La región. Las medidas defensivas destinadas a estabilizar la vida política y reglamentar el funcio­ namiento armonioso del Estado provocaron, por el contrario, quebrantos institucionales que condujeron a la usurpación militarista. Al emanciparse de la sociedad civil y laclase dirigente, las fuerzas armadas se repolitizan sobre nuevas bases, de acuerdo a su propia lógica organizativa. Organización militar y “profesionalización” Todos los ejércitos se organizan de acuerdo al mismo modelo y se mantienen más o menos próximos al mismo. El grado de “militarización” de las instituciones defensivas es variable. No obstante, es sorprendente la similitud de comporta­ miento y “mentalidad” de militares separados por el tiempo y el espacio. No postulamos la existencia de una esencia militar universal, pero debemos reconocer que los ejércitos son institu­ ciones cuyo funcionamiento corresponde a sus funciones. Las fuerzas militares, organizaciones complejas de tipo particular, tienen todas como norte, si no como razón de ser, el empleo de la violencia legítima. De esta misión que las define, derivan normas y un sistema de organización. Sus valores corresponden, por un lado, al funcionamiento de la institución y, por el otro, a sus funciones, es decir, los objetivos que se fija. Los valores organizativos derivan de la estructura piramidal, la centralización del mando, que posibilitan la toma de decisio­ nes en el combate. Los valores operativos responden a la finalidad y necesidad del combate: ¿en nombre de quién combatimos? ¿Por qué aquél es nuestro enemigo? Estos dos subsistemas

están inextricablemente ligados, peí o uno puede predominar sobre el otio y Los ejércitos se diferencian entre si por el peso relativo de uno y otro cuerpo de normas, Los ejércitos difieren de todas las demás organizaciones por el hecho de ser instituciones absoluta o casi absolutamente ‘■•totalizantes5', Si bien los militares se hacen con civiles, el oficio de las armas no puede compararse con los demás. La distinción entre civiles y militares, valorizada en alto grado en el seno de la institución, en modo alguno se limita a la significación dis­ criminatoria y unificad ora de vestir el uniforme. Organización coercitiva en la cual la autoridad descansa sobre una coacción tanto física como simbólica, el ejército es una burocracia en la cual no existen mecanismos formales de contrapoder y limitación de La autoridad central. Para decirlo en pocas palabrs y de forma gráfica: dado que la concentración del mando corresponde a las necesidades del combate, ¡oficiales y suboficiales deben solicitar autorización al coronel para poder casarse! La autosu­ ficiencia del ejército, su capacidad de no necesitar recurrir a la sociedad —como lo demuestra la existencia de capellanes, médicos, músicos, peluqueros y veterinarios “militares”— obedece al mismo fin. Esta particularidad, este aislamiento voluntario que supuestamente prefigura la autonomía del ejército en campaña, tiene una función adicional, simbólica: a través de ritos y mitoLogías, imágenes y métodos de identi­ ficación, busca imponer el monopolio de La violencia y la nece­ sidad del aparato de defensa. Estos valores organizativos pueden parecer relativamente universales. Las normas que hemos llamado operativas, conocidas generalmente como ética militar o “sistemas simbólicos” de los ejércitos,1 en cambio, están condicionadas por el entorno sociop olítico; más precisamente, corresponden al tipo de re­ clutamiento, el armamento, la estrategia del período, en fin, a la civilización de que se trata. Así, a un ejército de masas reclutado entre sectores rurales de bajo nivel cultural, correspon­ de la exaltación del heroísmo, el honor y la abnegación con el fin de inculcar obediencia y disciplina a la tropa. Estos eran los valores vigentes en los ejércitos occidentales cuando los Estados latinoamericanos los adoptaron como maestros. La importan­ cia de la formación del carácter y la “apostura militar” de los oficiales, reflejo del abismo que separa a la tropa —los 1 Véase Etienne Sehweisguth, “L'institution militaire et son systeme de valeuis", Revue frangaise de sociologie, XIX, L978, págs. 385-390.

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hombres— del mando —Los Jefes—, demra.de la misma necesidad.

Éste es el modelo militar q_ue loa países de América latina tratarán de adoptar o, según los malintencionados, de imitar. En la mayoría de los casos lo hacen en frío, es decir, por fuera de toda eventualidad de conflicto armado. Esto ayuda a aciecenta? la rigidez institucional y la retórica justlficatorla de estas singulares burocracias dotadas de valores heroicos. La construcción de semejante organización requiere un buen nivel de autosuficiencia, una socialización especifica y inerte de sus miembros permanentes la institucionalización de una carrera militar mediante una formación técnica continua, impartida en una red de escuelas propias: otros tantos factores que coadyuvan a una insularidad normativa que, como veremos, cerró el ejército a la sociedad para mejor abrirle el camino del poder, Vimos en el capítulo anterior que la modernización obede­ ció a distintos imperativos, de acuerdo a los países. Pero es evidente que en todos los casos, incluso en aquellos donde los grupos dominantes lo permitieron a regañadientes, como en Brasil, la formación de los ejércitos modernos reviste un carácter eminentemente funcional en relación al nuevo papel de las periferias latinoamericanas en la economía mundial. Los ejércitos modernizados son instituciones estatales que garantizan el orden interior y permiten la explotación pacífica de las riquezas mineras y agrícolas que Europa necesita. Como instituciones modernas, de elevado nivel técnico de acuerdo a los criterios internacionales, es decir, europeos, de la época, transmiten al exterior una imagen de seriedad y competencia que infunde confianza a los inversionistas. Son de alguna manera el comple­ mento para “consumo externo” de ese parlamentarismo de fachada westminsteriana que las elites latinoamericanas finise­ culares se complacen en asumir, Con todo, no es verdad que la creación de esos ejércitos haya sido inducida por las metrópolis económicas mundiales para mejor controlar sus fuentes de materias primas. Debido a que Inglaterra, primera potencia mundial en la época de la trans­ formación, primer inversionista en el subcontinente y su primer proveedor de bienes manufacturados, no constituye un modelo militar y es sólo un proveedor secundario de cañones. Al mismo tiempo, Francia, que comparte con Alemaniaun cuasi-monopolio de la exportación de tecnología militar, aparte del rubro arma­ mentos ocupa un lugar modesto en el comercio exterior de las naciones latinoamericanas. Dada la permanente rivalidad entre 88

dichos' países europeos, cío puede postularse la existencia de una. entente o una división del trabajo cayo principal beneficiario sería Gran Bretaña. Se trata de un proceso, dependiente, sí, paro dirigido desda adentro y en respuesta a necesidades in­ ternas. El ejército moderno, símbolo de progreso, es un instru­ mento de centralización y, p oí consiguiente, de fortalecimiento e incluso construcción del Estado. Su perfeccionamiento y expansión, en tanto ejército nacional, presuponen la unificación de La clase dirigente. Cuanto más tardía la unificación, más demorado es el proceso de profesionalización, en algunos casos en beneficio de un poder civil inestable y en otros para ceder a un poder dictatorial de facto. Dado que el prestigia de un ejército bien organizado y entrenado se refleja sobre el propio Estado, no es casual que estas naciones extravertidas busquen instructores entre los dos ejércitos más prestigiosos del mundo de aquel entonces, entre L880 y 1920: el francés y el alemán. Esos dos países enemigos, sucesivamente vencedores y vencidos en dos guerras, ofrecen sus servicios a todas las naciones en trance de reorganizar sus aparatos de defensa. Están enjuego sus influencias diplomáticas y comerciales, la expansión de su industria armamentista. Su rivalidad ultramarina es una forma de guerra por otros medios. En -esta áspera lucha militar y comercial, todos los medios son lícitos. Agentes secretos libran campañas a través de la prensa local y recogen información sobre el “enemigo”.2 En Brasil, Los alemanes no vacilan en desacreditar el material francés, mientras que los franceses denuncian el racismo de los oficiales alemanes, que se sienten a disgusto en una nación mestiza.3 La lucha por la influencia y preponderancia militar coloca a los Estados latinoamericanos en una situación privilegiada, que éstos aprovechan en función de sus propias necesidades geoestratégicas. No obstante, es necesario enfatizar que La moderni­ zación extrovertida, mediante la adquisición de técnica y armamentos, produce una estrecha dependencia. Estos ejércitos, símbolos de la emancipación, portaestandartes de la soberanía, son “europeos” sólo en apariencia. La falta de industria pesada 2 Véanse sobre todo los informes secretos del capitán Salats al ministro de Marina francés (París, Archivos, SHM serie BB7 136), citados por Manuel Domingos Neio en su tesis L 'influencc étrangére sur k modernisation de l'armée brésilienne (18891930), Universidad de París-III, 1979, págs. 140-150. 3 Manuel Domingos Neto, ob. cit, pág. 199.

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local Jos hace depender por completo de Krupp o Schneidei, Necesariamente deben integrarse al juego d ípLomático y tienen voz en las decisiones de política exterior que afectan. el comercio. Ésa es una de la razones por las cuales los militares de los paúes más ricos del continente han sido en muchos casos la punta de lanza del desarrollo industrial, con el fin de paliar las “de­ pendencias criticas'’ que atenían contra la capacidad operativa de estas fuerzas armadas miméticas. Una modernización extrovertida Si bien los tres adversarios de la guerra del Pacífico —el vencedor Chile y los vencidos Perú y Bolivia— no fueron los primeros Estados que se volvieron hacia Europa para reorgani­ zar sus ejércitos, sí lo hicieron de manera más completa y total que otros. Chile adoptó la escuela alemana y aún hoy se observan rastros prusianos en su ejército. Es verdad que los oficiales han desechado, junto con los uniformes prusianos, los monóculos y loe bigotes a la Kaiser; pero los cadetes del Colegio Militar siguen usando el casco con punta y los desfiles se efectúan al paso de ganso. En 1885, el gobierno chileno resuelve contra­ tar a una misión alemana para “profesionalizar” la fuerza de tierra. La guerra victoriosa ha puesto al desnudo las debilidades del aparato militar nacional y los peligros siguen latentes. Chile se siente rodeado de enemigos. El irredentismo peruano y boliviano preocupa a Santiago. Perú no acepta la pérdida de la provincia de Tarapacá ni la ocupación de Tacna y Arica. Bolivia, convertica en nación mediterránea, mantiene los ojos puestos en el puerto pacífico de Antofagasta, su salida al mar perdida. El enorme vecino argentino, que prosigue su expansión en territorio patagónico, aparece hostil a los ojos de la estrecha nación, arrinconada tras una cordillera de límites imprecisos. El coronel Kómer, jefe de la misión de 1886 a 1910, trans­ formará al ejército de veteranos del Pacífico en una fuerza moderna, dotada de un cuerpo de oficiales a la prusiana, de alto nivel y poseedor de gran prestigio en todo el continente. Con­ sumada la independencia, el libertador O’Higgins había creado la primera escuela militar de América latina (1817); ahora, en 1886, Kórner crea una Escuela de Guerra según el modelo de la 90

Kriegídkadernie, con un programa de estudios de tres años. Les mejores elementos se incorporan, a regimientos alemanes e incluso a la guardia imperial. A comienzos ele siglo, hay más de treinta oficiales alemanes sirviendo de instructores en Chile, En 1906 culmina el programa. de reformas organizativas y de régimen interno, y el ejército chileno se ha vuelto un auténtico reflejo del ejército alemán. EL coronel Korner, ascendido a ge­ neral, se Incorpora al ejército nacional y en 1891 es nombrado jefe del Estado Mayor. Cuando se producen los enfrentamien­ tos entre el presidente nacionalista Balmaceda y la oligarquía parlamentaria, Korner y sus partidarios se enrolan en las filas de los adversarios del Presidente, aunque el ejército en su conjunto permanece leal, Algunos ven en ello la prueba de una orientación antinacional estrechamente vinculada a intereses europeos. Es inegable que la misión alemana benefició enor­ memente a La industria de allende el Rin, en especial a Krupp. En 1898, a instancias de Korner, el gobierno solicita y obtiene un préstamo de monto elevado para la adquisición de armas y, dada la carrera armamentista en curso en el Cono Sur, no vacila en ofrecer a sus acreedores, en prenda de garantía, los ingresos aduaneros del país.4 Para la misma época, e indudablemente en respuesta al desafío chileno, Perú contrata una misión militar francesa. Un primer equipo, comandado por el capitán Paul Clément, llega a Lima en 1896. Los franceses reorganizan e instruyen a los peruanos hasta 1940, con una interrupción en 19141918. A diferencia de sus pares alemanes en Chile, los oficia­ les franceses se mantienen al margen de la vida política perua­ na, ejerciendo, no obstante, una influencia nada despreciable. El ejército francés de la época, que pone el acento en la defen­ sa, la fortificación y la vigilancia de fronteras, interesa a los peruanos principalmente por sus aportes a la ciencia militar. En sus informes y directivas, inspiradas en su experiencia colonial, los franceses insisten sobre todo en los transportes y comuni­ caciones, la presencia militar en el seno de la población y el conocimiento del país. Hay quienes ven en dicha influencia una de las causas de la orientación “populista” y social de Ja oficialidad peruana, tal como se manifiesta en la década del 4 Alain Joxe, Las fuerzas armadas en el sistema político de Chile. Santiago, 1970, pág. 50.

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sesenta.5 Parece improbable que exista una filiación directa. No obstante, la influencia francesa tiene consecuencias muy distintas de Jas de los oficales prusianos en la uecina República enemiga. Bolivia tarda más en te ponerse de los trastornos de la guerra y sus decisiones son más eclécticas. En 1905, una. mi­ sión militar francesa privada, reíorma Los programas de La Es­ cuela Militar y 1a Escuela de Guerra. Pero a partir de 1910, La Paz imita a Santiago y contrata a instructores alemanes. El coronel Hans Kundt, jefe de la misión, es nombrado jefe del Estado Mayor. Con su equipo de doce oficiales y subofi­ ciales alemanes, germaniza el sistema de instrucción de cuadros y tropa e introduce los reglamentos del ejército alemán. Su contrato inicial, de tres años, se prorroga hasta 1914, En. 1921, Kundt, ascendido a general, vuelve a Bolivia, adquiere la ciuda­ danía boliviana y participa en la vida política del país, convir­ tiéndose en uno de los pilares más firmes del Partido Republi­ cano. Esta “politización” a la antigua de un militar destacado, va en detrimento de los intereses de la máquina de guerra. Cuan­ do Bolivia enfrenta a Paraguay por la cuestión del Chaco (19321935), el ejército de Kundt es derrotado por los paraguayos, tal como el viejo ejército había sido vencido por Chile en el Pacífico. La derrota y la difícil amalgama entre los jóvenes oficiales formados en la escuela y los generales, veteranos y políticos, estarán presentes por mucho tiempo en el espíritu de los militares bolivianosEn la cosmopolita Argentina, que trata desde el comien­ zo de “profesionalizar” al cuerpo de oficiales, las preferencias extranjeras se caracterizan por b u eclecticismo. Los primeros directores del Colegio Militar, encargado de formar a los oficia­ les y fundado por Sarmiento en 1869, son un coronel austrohúngaro y un mayor de caballería francés. El ejército francés es el espejo del argentino hasta 1904, pero el armamento del viejo ejército es alemán: cañones Krupp desde 1884, fusil Mauser modelo 1891. En 1900, se impone el prestigio del Gran Estado Mayor Imperial. La Escuela Superior de Guerra nace bajo auspicios alemanes. Los profesores son oficiales prove­ nientes del ejército alemán. Esta escuela, de donde egresan los 5 Tesis expuesta por Frederick Nunn, en “An OverView oí the European Military Missiuns in Latín America’’, en Bryan Loveman y Thomas M. Davis, The Politks of Antipolitics. Lincoln (Nebtaska), 1978.

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“diplomados” deL Estado Mayor, será, hasta la víspera de la Segunda Guana Mundial, el bastión de la tradición militar geiafánica. Los admiradores argentinos de la máquina, militar prusiana siguen analizando la guerra de 1870 desde el punto de vista alemán incluso deapués del 18, como si Alemania no hu­ biese sido üa vencida en la Gran Guerra. El proceso de germanización se completa a partir de 1904 cpn el envío masivo de oficiales, argentinos a efectuar prácticas en Los regimientos del ejército imperial. La incorporación a las unidades alemanas no afecta sólo a una minoría de oficiales. En 1920, un agregado militar brasileño sostiene que “la mitad de Los oficiales argentinos ha pasado por la escuela o la tropa alemana**. La influencia del Offizier Korps no tiene rival. La mitad de los ciento veinte títulos publicados entre 1918 y 1930 poi la “Biblioteca del Oficial'’, colección de textos militares, son traducciones del alemán, La admiración por el modelo alemán no conoce límites. En 1914, pocos oficiales argentinos pensaban que la más formidable maquinaria bélica de la historia pudiese ser derrotada. Se dice que el general José Uriburu, que en 1930 se convertirá en el primer presiden­ te militar de la Argentina contemporánea y que, desde su paso por la guardia del Kaiser, era conocido con el sugestivo mote de “von Pepe”, anunció ante el Círculo Militar, mapa en mano, la ineluctable victoria de los ejércitos imperiales en La guerra mundial. No les faltaba razón a los elementos aislados que se preocupaban por la “tutela mental”7 producto de la imitación mecánica del modelo alemán y denunciaban sus peligros. En Brasil, los oficiales aspiran a fortalecer el ejército na­ cional. Muchos civiles no comparten los temores de las oli­ garquías regionales respecto de un ejército fuerte, instrumento del Estado Federal. El mal desempeño de éste frente a los campesinos rebeldes de Canudos, la desconfianza hacia la Ar­ gentina —su eterno rival en el subcontinente— exigen la reorga­ nización y puesta al día del equipo militar. Para ello, es nece­ sario apelar a Europa. Es lo que buscan alemanes y franceses. Desde fines de siglo, ambos países compiten en la venta de ‘ Mayor Armando Duval, A Argentina, potencia militar. Río de Janeiro, 1922, tomo II, pág. 368. 1 Teniente coronel A. Maligne, “El ejército en octubre 1910", Revista de derecho, historia y letras. Buenos Aires, marzo 1911, pág. 271.

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cañones al Brasil. En 1906, eL estado de Sáo Paulo contrata una misión francesa, paca reorganizar e instruir ]a “fuerza pública” , que se vuelve así un ejército local temible. Sin embargo, parece que Alemania se impondrá, gracias a una hábil campaña propa­ gandística. Entre 1905 y 1912, una treintena de oficiales bra­ sileños pasa por Las filas del ejército alemán para recibir instruc­ ción. En 1_908, el mariscal Hermes de Fonseca, ministro de Guerra y el más prestigioso e influyente militar brasileño, es invitado por el gobierno imperial a asistir a Las grandes ma­ niobras; inicia negociaciones en vista de contratar una misión militar. Pero en 1910, el mismo mariscal, invitado por el go­ bierno francés, colmado de honores y atenciones, entierra el proyecto alemán aunque sin contratar una misión francesa. La competencia entre ambas naciones corresponde a los altos intereses en juego: los pedidos de la industria bélica incluyen el reequipamiento de la artillería, un programa de defensa cos­ tera y la creación de una fuerza aérea. Los practicantes del ejército alemán vuelven a su país para constituir una “misión indígena”, encargada de instruir a los cadetes de la Escuela Militar conforme al modelo germáni­ co. Los oficiales más viejos, que deben su promoción al padri­ nazgo político más que a su instrucción y capacidad militar, son hostiles a las misiones extranjeras. Las innovaciones les ha­ cen temer por sus carreras y no todos se sienten capaces de adaptarse al modelo europeo. Con todo, la victoria de las ar­ mas zanja la cuestión entre Francia y Alemania, y en 1919 se contrata a una misión francesa. Dirigida por el general Gamelin, permanecerá en Brasil hasta 1939 y transformará el ajército de arriba abajo. Las compras de armas (francesas, claro esta) permiten, en primer término, cerrar la enorme brecha entre el ejército brasileño y los de los demás países industriales. Pero la influen­ cia francesa se nota sobre todo en la organización, la enseñan­ za y las carreras. A la dispersión de los efectivos a lo ancho de todo el territorio, a la manera de un cuerpo policial, su­ cede la formación de grandes unidades con capacidad de manio­ bra, coordinadas por un Estado Mayor concebido de acuerdo a un plan francés. Los oficiales, que hasta ese momento reci­ bían, en el mejor de los casos, una educación libresca y muy intelectual, reciben a partir de entonces una sólida formación militar a todos los niveles, incluso, a partir de 1924, en la Escuela Militar, bajo la batuta de los instructores franceses. 94

Se crea_n escuelas de logística y servicios auxiliares. El viejo ejército, puesto al día por los franceses, sufre una verdadera revolución, sobre todo en el terreno de las promociones, estric­ tamente codificadas por ley y por eL sacrosanto escalafón, sustraído a las influencias poLíticas. El mérito y la formación profesional rigen las carreras. La influencia francesa es profunda y duradera. En 1937, todos los miembros del alto mando del ejército de tierra han sido instruidos por los franceses, lo mismo que todos los minis­ tros de Guerra de 1934 a 1960. El general Goes Monteiro, que domina la escena militar dé 1930 a 1946, es el primero de su promoción en el curso de perfeccionamiento que organiza la mi­ sión en Rio, en 1921. Los discípulos brasileños del ejército francés no pierden ocasión de recordar la deuda que han con­ traído con sus instructores, ni de expresar su admiración par los prestigiosos oficiales que comandan la misión. Así, la imagen del general Gamelin en Brasil dista mucho de aquella que posee en Francia el Jefe del Estado Mayor de la débácle. He aquí lo que dice de él una revista militar brasileña en 1926:8 “Fun­ dó nuestra doctrina de guerra, cuyos principios dejo asentados en nuestros reglamentos básicos, y nos familiarizó con ella a través de sus magníficas lecciones prácticas y teóricas, en el campo de maniobras y en la sala de conferencias”. Y aún en 1940, el ministro de Guerra, general Gaspar Dutra, afirmaba, en discurso pronunciado en presencia del presidente Vargas, al iniciarse las maniobras de la III Región Militar: “Recuerdo las grandes maniobras de 1922, al frente de las mismas se hallaba la figura excepcional del general Gamelin, nombre que merece hoy admiración universal y que nosotros pronunciamos siempre con nostalgia y veneración.”9 El galicismo mental de estos admiradores del ejército de Foch y Pétain suscita el asombro de sus contemporáneos. El gemelo del von Pepe argentino y, sin duda, no menos real que éste, es el personaje de una novela de Jorge Amado, carica­ tura de general francófilo, vejestorio henchido de su propia importancia y aspirante a la Academia—, destacado discípulo de la misión francesa, invencible en el campo de maniobras. Este general Waldomiro Moreira, a quien sus adversarios llaman 5 A defesa nocional (10 octubre 1926), citada por Manuel Domingos Neto en Alain Rouquié y col.. Les Pañis militaires au Brésil. París, 1980, pag, 60. * Revista do clube militar (abril 1940), pág. 35.

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sig3iL£icativamente “línea M agm at” „ co m en ta en. la. piensa, los sucesos de la Segunda Guerra Mundial con absoluta falta, de ésito, ya que las Pamer División en de HrütT, “sin el menor respeto por tas reglas esiablecidas d.e la ciencia militar, desmien­ ten nochtí a noche sus vaticionios de la mañana ’\ L® Dejando de lado Los ejércitos ne oc okmialLsfcas creado &por Estadas Unidos, que serán tema, de un próximo capítulo, en casi “todos los países encontramos el mismo afán por integrarse a La escuela europea., en condiciones diferentes y en función de distingos parámetros; nivel de desarrollo, situación geopo­ lítica, grado de consolidación del Estado Nacional. Evidente­ mente, no todos los países pueden contratar a las costosas misiones europeas. En este sentido, debemos remarcar ese curioso fenómeno de prusiñcación de “segunda mano” que se produce en numerosos países de] continente por intermedio del ejército chileno. Ecuador, Colombia, E] Salvador y Venezuela contratan misiones militares chilenas para reorganizar y “euro­ peizar” sus ejércitos nacionales. En Colombia, en 1907, es un equipo de oficíales chilenos el que crea una Escuela Militar digna de ese nombre. Lo mismo sucede en Venezuela en 1910, pero ahí se imponen los rivales peruanos y es a ese país donde van a formarse los aspirantes a oficiales; en 1920, una misión francesa crea la aviación militar e instruye al ejército de tierra. Este despliegue de la presencia extranjera no deja de sus­ citar problemas en los ejércitos anfitriones. Al principio, mu­ chos se resisten a las misiones europeas. Algunos, por favorecer a una influencia militar distinta —los germanófílos en Brasil, por ejemplo—, pero también hay muchos oficiales del “viejo ejército” que no ven con agrado la perspectiva de volver a la escuela, ni de tener bajo su mando a elementos que saben más que ellos, ni, sobre todo, de que unos extranjeros vengan a inmiscuirse en los resortes internos de poder de la institución. Por su parte, los “misioneros” vienen con el ánimo de transfor­ mar y dirigir todo, e incluso de ejercer directamente el mando para aplicar mejor sus reformas. Sólo esto explica la plena integración de los jefes de las misiones alemanes en Chile y Bolivia. El general Gamelin se queja del jefe del Estado Mayor del ejército brasileño, a quien, dice, “le disgusta nuestra tute­ la” (sic) y “sueña con una misión militar francesa completa­ mente subordinada a él”.11 Es verdad que las tareas de la misión

10 Jorge Amado, Fardo, fardSo, camisola de dormir. Río de Janeiro, 1978, pág. 66. u General Gamelin, Notes sur Vaction de ¡a mission militáire franfaise au Brésil.

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extranjera no &e limitan a la. traneierenda de tecnología. $ el ases oramiento. La. preparación de la defen&a nacional y la. ela­ boración de una “doctrina, de guerra'3 ya son cuestiones polí­ ticas. De ahí Los fie cuentes conflictos y la impaciencia que acom­ paña a La admiración de los discípulos por el ejército mentor. Ésta es una de las paradojas de la moderniüación extrovertida, que muchos olvidan cuando los ejércitos del continente cambian de aína. Reclutamiento y formación de cuadros El eje de La modernización militar es la reforma del reclu­ tamiento de oficiales. Se trata, evidentemente, de loimai cua­ dros más Instruidos y elevar eL nivel ptofesionaL y técnico del conjunto de los graduados. Para ello se prevé, en La mayo­ ría de los casos, una fuente única de reclutamiento. Se impone la obligatoriedad de pasar por La escuela militar para obtener el galón de oficial o, al menos, ésa es la aspiración de todos Loe ejércitos, aun cuando no siempre puedan alcanzarla. La for­ mación de un molde único busca acrecentar la homogenei­ dad y el espíritu de cuerpo de los cuadros. Esta homogeneidad es justamente lo que más admiran los reformadores militares argentinos en el Offizier Korps: “Sus oficíales provienen de un solo y mismo origen, pertenecen a la misma clase social y, para ser admitidos, se someten a las mismas pruebas. Constitu­ yen una verdadera familia,”12 declaraba, a propósito de los oficiales alemanes, un general argentino defensor del “viejo ejército”. Pero la supresión de las fuentes alternas de recluta­ miento no se consuma en todas partes. Un oficia] brasileño, en un informe a su ministerio acerca del ejército peruano de 1922, señala con desaprobación que, en virtud de una ley de 1901, la tercera parte de los puestos de oficiales están reservados para la promoción de suboficiales debido a la falta de aspirantes a la Escuela Militar. “Existe una falta de homogeRío, abril 1925, Archivos SHA, París. Gtado por Eliezer Rizzo de Oliveira, La participation politique des militaires au Brésil (1945-1964), tesis IEP, París, 1980, pág. 80. 11 Argentina, Cámara de Diputados, Diario de sesiones, Buenos Aires, tomo I, pág. 620.

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neidad —comenta— que origina una cierta, rivalidad interna" 13 La extinción o supresión de las antiguas modalidades de reclutamiento de oficiales es maso menos todia. En Guatemala, a pesar de que La Escuela Politécnica, donde se forman los “ oficiales de catrera/', data de 1873, Los ofieiaLes ascendidos desde la Ir opa desaparecen apemas en 1944. La existencia prolongada de dichos oficiales es una fuente importante de divisiones en el interior de La institución.14 La barrera entre oficiales y suboficiales se vuelve más o menos infranqueable de acuerdo al país que se trate. Es per­ meable en Bolivia y absolutamente estanca en la Argentina. En la mayoría de le» casos, tras un período de transición» los suboficiales ya no pueden aspirar aL galón de teniente, o bien deben realiza* el examen de ingreso a la Academia Militar (Perú). Esto engendra entre los sargentos un vivo sentimiento de frustración, y entre los oficiales La conciencia de pertenecer a una elite, lo cua] conlleva el germen de un auténtico espíritu de casta. En estos ejércitos formados en tiempos de paz, alta­ mente burocratizados, la estratificación social interna está perfectamente definida, y el mito del soldado que lleva en su mochila el bastón de mariscal no tiene posibilidades de realizarse, Pero estas reformas, cualquiera sea su grado de rigidez, tienen una consecuencia adicional. A la cohesión nueva que adquiere un cuerpo de oficiales que pasan por la misma escuela, se agrega la autonomía en el reclutamiento, que en principio lo pone a salvo de las presiones poLíticas directas. El paso obligado por un tipo de formación único implica una selección basada en criterios teóricamente objetivos y universalistas. Los oficíales de escuela son cooptados por sus pares en función de la imagen que tienen del oficial y de las necesidades de la institución. El control por “padrinos” civiles, el reclutamiento por recomendación de los “soldados distinguidos” o los “oficia­ les promocionados” son cosas del pasado. Al incrementar la independencia de la corporación, la reforma en el reclutamiento sienta las bases del poder militar. La fuer7a de la socialización o resocialización específica 13 Bertoldo Klinger, "Apontamentos sobre a organisajjlo militar do Perú”, Fundado flettilio Vargas, CPDOC, Archivos B. Klin?.cr, 22.02.07 GER, pág. 6. u Para el caso de Guatemala, véase Jerry L, Weaver, "La clite política de un régimen dominada por militares-, el ejemplo de Guatemala”. Revista latinoamericana de socio­ logía (I, 1969), págs. 21-37.

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otoigada. por ]a institución acrecienta no sólo el espíritu de cuerpo de Los cuadros sino también su sentimiento de pertenecer a la rama militar del Estado. La influencia de esta formación es tanto mayor poi cuando se-realiza, en un relativo aislamiento, se inicia a tempiana edad y es de prolongada duración. Por ejemplo, en Guatemala, los futuros oficiales ingresan a la Escuela Politécnica a los catorce años y el curso dura cinco.15 En la Argentina, La edad de Los ingresantes oscila entre los catorce y Los dieciocho años; en la mayoría de los países está entre los dieciséis y diecisiete, según se exija o no que el aspi­ rante haya completado estudios secundarios. En semejantes condiciones se produce una fuerte interiorización de los valores y modelos de conducta propuestos, lo cual garantiza una acabada socialización particularista y un espíritu de cuerpo fuertemente arraigado. ¿Quién puede ser oficial, quién llega a serlo realmente? Las exigencias de determinado nivel de escolaridad constituyen aparentemente los únicos límites de un reclutamiento amplio. Si sé exige estudios secundarios completos, se puede suponer que la familia del cadete posee un nivel de ingresos relativamente alto. En realidad, en los países de elevada tasa de analfabetismo (Guatemala, Perú, Solivia, etcétera) el mero acceso a los estudios secundarios supone una fuerte discriminación. Las clases popu­ lares poseen escasa representación en esas escuelas militares, sobre todo en las sociedades donde ocupan un lugar marginal. No es menos cierto que muchos oficiales eligen la carrera de las armas por razones económicas, porque los estudios militares son de breve duración y en general gratuitos. Lo cual no sig­ nifica que los oficiales sean reclutados entre las clases más desposeídas ni que el ejército constituya un medio de ascenso social en todos los países. El sistema de cooptación cerrada da lugar a una selección escasamente democrática con rasgos sociales e incluso étnicos. Así, la exigencia de una talla mínima a los aspirantes a las Escuela Militar (1,60 ó 1,65 metros, esta­ tura que sólo el 16 por ciento de la tropa alcanza en Perú) elimina prácticamente a todos los indígenas en los países andinos. En Bolivia, el concepto vago y aparentemente anodino de “familia distinguida”16 implica una estricta selección social. 15 R. S. Adams, El problema del desarrollo político a la luz de la reciente historia sociopolítica de Guatemala”, Revista latinoamericana de sociología (N° 2,, 196 8), pág. 183. 18 Lo cual en principio significa simplemente hijo legítimo. Véase Guillermo Bedregal,

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En la Argentina, se aplica. eLmlsnso emerlo en las investigaciones de rnoraLidad efectuadas a Las familias de los aspirantes, Tcotonio dos Santos, “Socialismo y fascismo en América latina", Revista mexica­ na de sociología (enero-marzo 1977), págs. 186-187.

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Alemania e Italia, se muestra débil e incapaz de emprender el camino del progreso social. Sin embargo, todo esto se aplica escasamente a Chile y en nada al Uruguay donde el moroso golpe de Estado tuvo un carácter más bien preventivo. Para tomar una distinción clásica, estos regímenes son, quizá, “verdugocracias”; no son totalitarios sino autoritarios, porque care­ cen de una ideología destinada a regimentar a los ciudadanos. En Chile, la doctrina' de la seguridad nacional al uso militar apareció después del golpe de Estado. La movilización de las clases medias se detiene con el ascenso de Pinochet, quien no ha creado partido alguno. Estos regímenes sin partido único ni aparato de movilización no poseen ni aspiran a una base de masas. No movilizan a los ciudadanos: los despolitizan. No adoctrinan a los trabajadores: los incitan a volver al sector privado. No los hacen marchar juntos (zusammen marchieren) y conservando el paso, sino que los aíslan. Por feroces que sean, no todas las dictaduras o regímenes contrarrevolucionarios son fascistas ipso facto. El fascismo hitleriano o mussoliniano empleaba una retórica anticapitalisa, ausente en los ditirambos al mercado sudamericano. El fascismo es, ante todo, el “disfraz popular de la contrarrevolución”; como decía Bertolt Brecht, “pretende proteger al proletario como el proxeneta protege a la prostituta”. Nada de eso sucede aquí, donde la violencia se ejerce sin tapujos. Los militares no se ocultan. Por consiguiente, este “fascismo dependiente” es depen­ diente pero no es fascismo. En cuanto a la fórmula de un “fas­ cismo exterior”, exportado por Estados Unidos para reducir a Chile y Uruguay al estado de colonias, suena bien pero es insuficiente.94 Sería necesario demostrar que los ejércitos, instrumentos de esta dominación, son exclusivamente merce­ narios, a las órdenes de un Estado extranjero, o nacionales sólo de nombre. La diatriba se aparta de la realidad. En ambos casos, Estados Unidos favoreció soluciones “limpias” de “demo­ cracias restringidas” y ambas dictaduras demostraron du­ rante el gobierno de Cárter que eran capaces de enfrentar 94 Ksta tesis del colonial-lascismo, formulada por llelgio Jaguaribe para el caso de Brasil (Les Temps modernas, octubre 1967, pág. 602) ha conocido últimamente un nuevo auge. Véase “Fascismo y colonialismo en el caso chileno”, Chile-América (Roma), julio-agosto 1970, págs. 70-80. Para una crítica de la misma véase Atilio Borón, “El fascismo como categoría histórica: en torno al problema de las dictaduias en América latina”, Revista mexicana de sociología (abril-junio 1977), págs. 481530.

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a la administración norteamericana en caso de necesidad. En realidad, incluso en circunstancias y enfrentamientos sociales análogos, a sociedades diferentes corresponden dicta­ duras contrarrevolucionarias disímiles. Aunque las condiciones sean parecidas, no se puede repetir el fascismo fuera de su contexto europeo de preguerra. Además, las similitudes entre los dos “fascismos” que estamos analizando son tan limitadas como diferentes las sociedades chilena y uruguaya. En Chile, la dictadura militar surge en una sociedad muy “movilizada, polarizada y politizada”’5 y evoluciona hacia un poder uniper­ sonal ratificado en los plebiscitos mediante los cuales el general Pinochet asegura su preeminencia. La nostalgia por el orden y un cierto éxito económico le dan al régimen una cierta legiti­ midad sectorial. En Uruguay, donde la clase obrera no fue vencida ni los partidos tradicionales desmentelados, el proceso de militarización se produce casi sin rupturas. El noviembre de 1980, los generales, sin rostro, divididos, convocan a un referéndum para legitimar su poder, pero son derrotados. Este régimen sin líder, sin éxitos económicos y sin unidad se encuen­ tra a la deriva, a la espera de que surja un caudillo militar o se produzca el derrumbe final. El nombramiento del general Gregorio Alvarez a la presidencia en agosto de 1981 es, tal vez, el esbozo de la realización de la primera hipótesis. El objetivo de estos Estados militares no es fundar un nuevo orden político sino suprimir la política. Estas repú­ blicas militares gozan de cierta autonomía en relación tanto a Estados Unidos como a las burguesías que se benefician con su instauración. El dirigismo espontáneo de esos oficiales de ejércitos estatales no coincide sino coyunturalmente con las políticas neoliberales que propugnan. Los oficiales uruguayos, funcionarios uniformados, no están todos convencidos, sobre todo en los grados subalternos, alejados de esos negocios jugosos que son patrimonio de sus superiores,96 de la necesidad de privatizar las empresas públicas y “adelgazar” el Estado. Pruebas al canto: la facultad otorgada al Estado de despedir a los funcio­ narios no se aplica con todo el rigor que desearían los econo­ mistas de la escuela de Chicago. Se diráque es una contradicción 95 Manuel Antonio Carretón, Procesos políticos en un régimen autoritario. Dinámicas de institucionalización y oposición en Chile (1973-1980). Santiago, 1980 (miineogr.), pág. 9. M Pasóla Mertcns, ob. cit., pág. 148.

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secundaria. Pero, cómo explicar el hecho de que en Chile las minas de cobre nacionalizadas en 1970 no fueran devueltas a las empresas norteamericanas. Porque los militares se negaron a desnacionalizar ese recurso natural estratégico. Y es también por eso que el Estado tiene peso determinante en la economía y que, a pesar de la privatización de las empresas nacionalizadas por la Unidad Popular, los gastos públicos representan el trein­ ta por ciento del PBI, contra el veintidós con cinco por ciento en 1960.97 Más que definir- el carácter de esos regímenes, es necesario determinar las funciones que desempeñan los militares en ellos. Constituyen una suerte de hegemonía sustitutiva frente a las crisis que hemos analizado. Un corset para reempla­ zar al cuerpo y la carne de una clase dirigente coherente. La prótesis militar sustituye a la naturaleza viva de un consenso organizado y eficiente. El Estado-aparato reemplaza al Estadorelación de fuerzas sociales. Lo cual no significa que el ejército está por encima de las clases o que es instrumento de la bur­ guesía, sino que puede actuar de acuerdo con las dos modali­ dades, no alternativa sino simultáneamente.

97 Banco Sudameris, ob. cit

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Capítulo 9

La excepción y la regla: Repúblicas pretorianas y partidos militares El militarismo como ruptura brutal de un orden constitucional de largo arraigo no debe ocultarnos, empero, la continuidad del poder marcial en otras naciones del continente. Lo específico del militarismo latinoamericano no os el golpe de Estado aislado y devastador, sino la dominación del Estado por los militares. Esta prolongada hegemonía militar, que en la mayoría de los casos se remonta a la década del treinta, ha hecho del “estado de excepción” —en relación con principios constitucionales jamás derogados—la norma de la vida política. Esta tutela militar de medio siglo de existencia se encuentra prácticamente institu­ cionalizada, hasta el punto que el “factor militar” se ha vuelto un participante legítimo de la vida pública, a medida que el ejército y el Estado se transformaban al unísono, en función de ese proceso permanente, pero de acuerdo a modalidades distintas. Los procedimientos y mecanismos políticos que rigen a estas repúblicas pretorianas no están inscriptos en ningún tratado constitucional. Los ejércitos que lían perpetuado así su participación constituyen verdaderas fuerzas políticas, cuyo funcionamiento está condicionado por su naturaleza y sus ob­ jetivos manifiestos. En ello radica la singularidad de estas situa­ ciones híbridas. La inestabilidad crónica que sufre Bolivia desde hace más de medio siglo no siempre ha asegurado la tutela corporativa de las fuerzas armadas sobre el sistema político. El fraccionalisrao, incluso la anarquía militar y el enfrentamiento entre los caudillos uniformados no favorecen al hegcmonismo. Pero la institucionalización, para hacerse sentir, no necesariamente tiene que asumir la modalidad consagrada del “partido de coro­ neles” que domina el juego político y legitima las aspiraciones corporativas de los militares, como sucede en El Salvador desde 1948. Puede suceder que los oficiales no ejerzan el poder de manera directa, como en Brasil antes de 1964. O que entreguen 303

el poder a los civiles, como ha sucedido en numerosas ocasiones en la Argentina a partir de 1930. Institucionalización de hecho del poder militar. Argentina: tutela militar y golpe de Estado permanente La presencia de los actores militares es una de las constan­ tes reconocidas del juego político argentino. El poder militar, instaurado salvajemente en marzo de 1976, no es un accidente en el camino ni una desviación sin consecuencias, como no lo fueron las dictaduras, más benignas, de 1943, 1955, 1962 ó 1966. Desde 1930 el más europeo de los Estados sudamericanos ha conocido diversas variantes de hegemonía marcial, que incluyen gobiernos civiles y legales. De 1930 a 1973, ningún presidente electo en el marco de una sucesión normal pudo llegar al cabo de su mandato constitucional. Merece destacarse la propensión de los militares a ocupar la Casa Rosada, sede del ejecutivo: de los dieciséis presidentes que tuvo la Argentina en ese período, once fueron militares. Más singular aún es el hecho de que sólo dos presidentes electos arribaron al cabo de sus mandatos legales: ambos eran generales y probablemente no hubieran llegado al poder de no haber sido por un oportuno golpe de Estado que les proporcionó los recursos políticos para acceder a la primera magistradura con el apoyo del ejército. Es así como el general Justo resulta electo presidente de una coalición conservadora en febrero de 1932, tras el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930, en el cual participó, que derrocó al presidente radical Yrigoyen y puso fin a la experiencia de participación política ampliada, iniciada en 1916. Por su parte, el general Perón, elegido constitucionalmen­ te en febrero de 1946 gracias al apoyo de los sindicatos obreros, ya era el hombre fuerte del régimen militar instaurado por la “revolución” del 4 de junio de 1943. El carácter “mixto” de ambos regímenes, completamente distintos entre sí, se une, en el caso del general Justo, a la restricción de la democracia, pri­ mer ensayo de un elemento constante de la Argentina en la era militar. Justo resulta electo en 1932 gracias a la proscripción del partido mayoritario, La Unión Cívica Radical del derro­ cado presidente Yrigoyen. Con este ostracismo se injerta el fraude electoral, que algunos califican de “patriótico” porque le 304

permite a la “razón”, encamada en las eütes conservadoras restauradas en 1930, mantenerse en el poder y arrancar la conducción de la cosa pública, en estos tiempos de crisis, de las “manos inexpertas” de la “plebe” radical. Así como los radicales sufren proscripciones y fraude de 1930 a 1943, el peronismo, mayoritario en la elecciones presi­ denciales de 1946 y 1951, sufre lo propio a partir del golpe de Estado “libertador” de 1955. Hasta 1973, la vida política gira en torno al problema insoluble de la integración política sin riesgo de los electores y las masas peronistas. La democracia minoritaria implica la inestabilidad de los gobiernos mal elegidos. Y los sucesivos golpes de Estado de 1962 y 1966 obedecen, entre otras razones, a la voluntad militar de cerrarle el camino del poder ai “populacho” justicialista. La proscripción de los vencedores del sufragio universal puede obedecer, de parte de los militares, a una “neutralidad” prejuiciada en favor de los vencidos de la víspera. El gobierno de facto apoya a un candidato que defiende sus colores. Pero a partir de 1955, los desheredados votos peronistas desbaratan los planes sabiamente elaborados, ejecutados por los militares. En 1958, después de tres años de gobierno antiperonista, el candidato de la oposición resulta electo gracias a los votos de los partidarios del general Perón; éste, expulsado del poder en 1955, quiere dar una prueba de fuerza. El presidente electo, Arturo Frondizi, está condenado de entrada por un ejército de tendencias ultraliberales resuelto a “desperonizar” el país. En 1963, tras el derrocamiento del presidente Frondizi como culminación de una serie de idas y venidas jalonadas de enfrentamientos militares, el ejército, dominado por su ala antiliberal desarrollista (los azules), permite el triunfo electoral del candidato ligado a la fracción militar vencida. Y el presiden­ te Dlia, vinculado a los oficiales que derrocaron a Frondizi, será depuesto a su vez en 1966 por los militares “industrialis­ tas”, partidarios de la política económica aplicada por este último. De modo que los presidentes minoritarios llegan al poder bajo la estrecha vigilancia de un ejército dividido en tendencias de innegables afinidades civiles. La discrepancia entre la orienta­ ción dominante en el ejército y la del gobierno civil entraña una inestabilidad crónica. El ejército no interviene como ultima ratio ni en condiciones excepcionales, sino como “partido mi­ litar”, para imponer por la fuerza la política rechazada por la 305

opinión pública. Esta lógica desestabilizadora es atemperada, 0 bien agravada (1963), por los mecanismos propiamente militares, tales como la búsqueda de los compromisos necesa­ rios para la conservación de la unidad institucional. Por más que el gobierno civil maniobre frente a la tutela militar, está condenado desde el vamos a la impotencia y, finalmente, la caída. El mismo proceso se repitió, en lo fundamental, entre 1973 y 1976, bajo los gobiernos peronistas que precedieron al golpe de Estado de marzo. Fue en virtud de los mismos mecanis­ mos que los militares, expulsados del poder por la marca electo­ ral del 25 de abril de 1973 en medio de un repudio casi unánime pudieron hacer olvidar tres años más tarde el inmovilismo autoritario y la impopularidad de siete años de “gobierno de las fuerzas armadas” (1966-1973) e imponerse nuevamente por la violencia a una opinión pública anonadada pero aliviada. Sin embargo, el retorno de los peronistas y de Perón en persona al poder en 1973, después del fracaso de la “revolución argentina” presidida por el general Onganía, parecía el fin de un ciclo histórico: al volver de su prolongado exilio español, Perón se ofrecía para evitar el argentinazo, el ascenso de la vio­ lencia revolucionaria tan temida por los militares divididos. Era el fin de las proscripciones: los militares, derrotados política­ mente, volvían a sus cuarteles. En reaüdad, a pesar de la apa­ rente debacle, las afuerzas armadas no se alejan de la escena política. Un sector militar aspira a participar en la “revolución justicialista” después de haberle dado a Perón la luz verde para destituir al efímero presidente Cámpora, a quien él mismo había hecho elegir. Y a la muerte del líder (julio de 1974), su heredera, esposa y ahora presidente busca apoyo militar. El alto mando aplica la política inversa, de neutralidad y último recurso. La paciencia y el inmovilismo del Estado Mayor rehabi­ litan la intervención del ejército y justifican la feroz represión aplicada por el régimen instaurado en marzo de 1976.' Así, en la Argentina, las relaciones entre civiles y militares responden a políticas y expectativas profundamente distintas de las que prevalecen en los sistemas pluralistas representativos estables. En primer término, contra la visión caracterizada por el etnocentrismo liberal, en el sistema político argentino no 1 Véase Alain Rouquié, "Argéntiñe 1977: anarchie militaire ou Etat tcrroriste?", I ludes (octubre 1977), págs. 325-339.

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existen dos esferas separadas, como dos bandos dispuestos a librar una batalla campal: civiles de un lado, militares del otro. Por la simple razón de que la intervención de los militares, aun­ que no es legítima, sí es legitimada por amplios sectores de opinión. Las sublevaciones militares, lejos de provocar el frente unido de la clase política o de las fuerzas sociales organizadas en defensa de las instituciones democráticas, obtienen inmedia­ tamente el apoyo, público o no, de la oposición al oficialismo de turno. Pero el ir a golpear a la puerta del cuartel no es tan sólo un medio de revancha política a disposición de los sectores minoritarios. Casi ningún partido rechaza el militarismo. A pesar de sus decididas tendencias conservadoras y su anticomu­ nismo tradicional, las fuerzas armadas no aparecen en ningún discurso de la clase política (incluso después de 1976) como pertenecientes por definición o por naturaleza a un sector ideo­ lógico o social definido y excluyen te. No sólo los peronistas, sean de derecha o de izquirda, les tienden la mano a los milita­ res, sino que hasta el Partido Comunista ortodoxo y casi todos los sectores de la extrema izquierda no violenta claman por la alianza con los “oficiales patriotas y progresistas” o por una improbable revolución “nasserista”.2 Nadie repudia al ejército en bloque, como peligro para el Ubre desarrollo de la vida política o mero “instrumento de las clases dominantes” . Los militares son vistos como socios di­ fíciles, incluso imprevisibles, en un juego complejo y a veces bizantino en el cual nada se hace sin ellos ni en su contra. Si no existe antimilitarismo en las organizaciones partidistas y repre­ sentativas —indudablemente, no puede decirse lo mismo de la ciudadanía, sobre todo a partir de 1976—, se debe no sólo a que los civiles golpean a las puertas de los cuarteles para resolver sus propios conflictos, sino también a que los oficiales buscan apoyo civil para resolver las luchas intestinas del “partido militar”. Hoy, como ayer, las oposiciones cultivan sus vinculaciones militares para acrecentar su propio peso o incluso para derrocar a algunas autoridades constituidas, y los sucesivos gobiernos tratan de obtener en las armas una legitimidad aparentemente 1 El Partido Comunista, legal en ese momento, en febrero de 1975, un año antes del golpe de Estado, comentando un discurso de la presidente Isabel Perón, abogaba por la “formación de un gabinete de coalición democrática integrado por civiles y militares patriotas” (Nuestra Palabra, órgano del Partido Comunista Argentino, 26 febrero 1975).

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decisiva. Por su parte, los militares conciertan alianzas con los partidos (e incluso con los sindicatos) para satisfacer sus ambi­ ciones personales, pero en la mayoría de los casos para fortale­ cer una tendencia o camarilla contra sus adversarios institucio­ nales. Así se comprende que, en una situación de interdepen­ dencia que conduce a la militarización de la vida política y a la politización aceptada de las instituciones militares, el retorno al modelo constitucional liberal parece poco probable. Menos comprensible es, sin duda, en vista de los procedimientos codi­ ficados y aceptados, el nivel de violencia excepcional del golpe de Estado de marzo de 1976, que lo asemeja a un proceso de ruptura.contrarrevolucionaria y que ha sumido al país en uno de los períodos más negros e inciertos de su historia. La Junta que derroca y arresta a la señora de Perón el 24 de marzo de 1976, tiene como prioridad la lucha contra el te­ rrorismo y los movimienos guerrilleros, uno de los cuales se reivindica peronista.3 En realidad, el vacío de poder, la des­ composición del peronismo oficial y el caos económico con­ forman el marco de una violencia política ante la cual el ejér­ cito no podía permanecer indiferente. Pero existen dos amena­ zas que explican la puesta en marcha de una “máquina de matar” que prolonga sus exacciones an ti terroristas más allá de la destrucción militar de la guerrilla. Gracias al gobierno electo en 1973, la izquierda revolucionaria de la juventud peronista se ha infiltrado en todos los engranajes del Estado y, según los militares, hay que extirparla. Por otra parte, la movilización de una clase obrera altamente combativa, que desborda los sindicatos oficiales burocratizados y en muchos casos corruptos, aparece como un grave peligro para el orden establecido. Es por ello que la antiguerrilla encubre la represión tanto contra una clase social (los obreros) como contra una clase generacional (la juventud), caldo de cultivo potencial de la “delincuencia subver­ siva”. Pero lo más asombroso no es la envergadura terrorista contrarrevolucionaria de este nuevo avatar del militarismo argentino. Lo más chocante es que los actores políticos no militares siguen actuando a la manera tradicional, haciendo, casi abstracción de la demencia asesina del aparato represivo. Aun con las manos ensangrentadas, el partido militar sigue sien­ do un socio legítimo. 1 El Movimiento Montonero. El Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), de filia­ ción marxista-leninista, proviene del trotskismo.

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El caso brasileño: “poder moderador” y “democracia vigilada” Si bien las fuerzas armadas brasileñas pasan a controlar el poder en 1964, derrocando al presidente constitucional Jo&o iGoulart, acá se trata, a diferencia de la Argentina, de una situación excepcional que no se producía desde 1889, con la caída del Impero. No obstante, el ejército está presente en todos los jalones de la historia nacional y actúa con peso decisivo en todos los períodos de crisis. Es el viejo ejército de Deodoro da Fonseca y Floriano Peixotto el que instaura la República en 1889 y luego entrega el poder a los civiles. Es él quien ayuda a poner fin a esa República oligárquica en 1930. También es él quien permite, en 1937, la instauración de la dictadura centralizadora del Estado novo de Getulio Vargas mediante un golpe de fuerza. Y el ejército, después de apoyar esa experiencia autoritaria, derroca a Vargas en 1945 e instaura un régimen democrático. Para muchos historiadores ese paréntesis no auto­ ritario constituye una atípica y breve “experiencia democráti­ ca” —an experiment in democracy, según el título de la clásica obra de Skidmore—4 que llega a su fin con la “revolución de abril” de 1964. El carácter radicalmente nuevo de la acción de los milita­ res brasileños en materia institucional en 1964 comprende factores más tradicionales en cuanto al contenido político y económico de la aparente solución de continuidad. Si se tiene en cuenta el sentido de las seis intervenciones militares sin toma del poder que se produjeron en Brasil después de 1930, se observa que las fuerzas armadas atentaron contra la democra­ cia pluralista en cuatro ocasiones (1937, 1954, 1961 y 1964) y sólo en dos intervinieron para asegurar la legalidad constitu­ cional (1945 y 1955). En relación a los proyectos de desarrollo, el golpe de 1964 tampoco es un caso aparte:5 dos de las in4 Tilomas E. Skidmore, Politics in Brazil (1930-1964). An Experiment in Democracy. Nueva York, 1967. s Véase Stepan, ob. cit., págs. 85-88. Luciano Martins, “Notes sur le role et le com-

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tervenciones anteriores podrían considerarse económicamente liberales y antinacionalistas (1954 y 1961). Al punto tal, que algunos autores califican a dichas intervenciones sin usurpación, de golpes de ensayo contra el sistema político vigente.6 Esta sucesión de presiones e intervenciones putschistas reguladoras, alternando en un sentido y otro, parece dar crédito a la tesis del “poder moderador” que el ejército habría heredado del emperador y ejercido hasta 1964. Ese poder moderador, difícil de definir en términos jurídicos, tiene por objeto evitar las crisis, restablecer el equilibrio político, “corregir” la autori­ dad de derecho y la representación nacional cuando éstas chocan con las relaciones de fuerza reales, con las autoridades de hecho.7 Se trata, pues, de un “poder no activo, no creador, que conserva, restablece”,8 mantiene el “orden” y garantiza el “progreso”, según reza la divisa nacional. En realidad, circunscribir la acción militar a este modelo equivaldría a atribuir a las fuerzas armadas una coherencia política, una unidad de puntos de vista del cual, justamente, carecen. Como se ha señalado en numerosas ocasiones, las fuerzas armadas brasileñas no intervienen en la vida política porque son más unidas, más eficientes, más capaces de mante­ ner la continuidad de la política nacional,9 sino porque son justamente lo contrario. A partir de 1930, los militares, funda­ mentalmente el ejército de tierra, constituyen un poder por encima del poder, contra el cual no se puede gobernar; pero de 1930 a 1946, las fuerzas armadas, profundamente politizadas o, al menos, “ideologizadas”, se encuentran divididas en dos gran­ des tendencias cuyos enfrentamientos públicos jalonan la vida portement des militaires au Brésil”, en Anouar Abdel-Malek, L ’Armée dans la nation Argel, 1975, págs. 241-254. 6 Véase Lewis A. Tambs, “Five Times against the System: Brazilian l'oreign Mili­ tary Expeditions and their Effect on National Poütics", en Hcnry 11. Keitli, Robert A. Haycs y col., Perspectives on Armed Poli'ics in Brazil. Tempe (Arizona), págs. 179-206. 7 Tal es la interpretación ds Charles Morazé en su clásica obra. Les Truis Ages du BrésiL París, 1954, págs. 80-88. ’ Joao Camilo Oliveira Torres, "As forjas armadas como fórija política”. Revista brasileira de estiidospolíticos (Belo Horizonte, enero 1966), págs. 39-41. * Véase Peter Flynn, Brazil: Political Analysis. Londres, 1978, pág. 518.

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política. Las mayorías o, mejor, los grupos dominantes, ora partidarios del nacionalismo populista de Vargas y sus herede­ ros, ora próximos a los liberales conservadores, determinan las limitaciones y garantías de la autonomía gubernamental. No sólo el sector hegemómonico del ejército sanciona y ratifica los resultados electorales para la designación de los gobernantes, sino que el gobierno debe, a su vez, neutralizar a sus adversa­ rios en las fuerzas armadas para tener las manos libres. Esto exige que los cargos neurálgicos sean ocupados por oficiales prestigiosos y leales o siquiera simpatizantes. Sin este célebre dispositiuo militar, expresión cuasi oficial que designa a una cuasi institución, no hay estabilidad política.10 Además, ese barómetro que constituyen las elecciones en el Clube Militar debe estar en consonancia con la orientación del gobierno, es decir, la mayoría elegida para dirigir ese centro social militar no debe resultar hostil al gobierno de tumo. A partir de 1950, en ese sistema civil con un fuerte componente militar, las elec­ ciones del Clube Militar son tan importantes para la superviven­ cia de los gobiernos como lo son las elecciones políticas nacio­ nales.11 Por cierto que los partidos y las fuerzas políticas prolongan su acción al seno del ejército de manera casi institucional. Así, la Unión Democrática Nacional (UDN, el partido conservador), se identifica con la línea Cruzada democrática, también llamada “UDN militar”, cuyos dirigentes toman el poder en 1964. Dicho partido juega un papel de primer orden en el golpe de Estado y ocupa los ministerios civiles del primer presidente “revolucionario”, general Castelo Branco. A su vez, los líderes de las fuerzas armadas forman clientelas o alianzas civiles, con lo cual se produce un continuo intercambio entre el orden militar y el campo civil. En las elecciones presidenciales de 1945, las banderas de ambos campos están en manos de dos 10 Véase María Victoria Mosquita Benavides, O Govcrno de Kubitschek: desenvolvlmento economico e estabilidade política (¡956-1961). Rio de Janeiro, 1976, págs. 158-165. 11 Sobre el rol político del Clube Militar puede consultarse Robert A. Hayes, ob. cit., págs. 139-171; igualmente Paul Manor, “Factions et idéologie dans 1’ armée brésilienne: nationalistcs ct libcraux (1946-1951)", Revue d' histoire moderne et coiitcmporaine (París, octubre-diciembre 1978) págs. 556-586; Antonio Carlos Peixotto, “Le Clube militar et les affrontcmcnts au sein des forces armées (19451964)”, en Alain Kouquié (cd.), Les Partís militaires au BrésiL París, 1980, págs. 65-104.

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generales: la UDN con el brigadier Eduardo Gomes y los getulistas con el general Dutra por el Partido Social Demócrata. Candi­ dato nuevamente en 1950, Gones es derrotado por el propio Vargas; en 1955 es reemplazado como candidato de la UDN por el tenente Juares Távora. En 1960, el general Teixeira Lott es el candidato de las fuerzas anti UDN. Numerosos militares participan en los organismos de dirección y en los congresos de los partidos. El general “profesionalista” Goes Monteiro, estrechamente vinculado a la vida política nacional en la era getulista, es uno de los fundadores y senador por el PSD, uno de los dos paridos herederos del Estado novo. Por no hablar del ex tenente Luis Carlos Prestes, el “caballero de la esperanza”, quien pasa al medio civil y es elegido secretario general del Partido Comunista. Aplicando la lógica “pretoriana”,12 cada grupo busca apoyo entre los militares para acrecentar su poder. Los favores obtenidos por los vencedores de ninguna manera menguan la pasión “militarista” de los vencidos. Así, Salles Oliveira, el in­ fortunado adversario de Vargas en 1937, apela a los militares al inicio del Estado novo para restablecer la democracia. El ex candidato presidencial liberal, lejos de atacar al ejército que acaba de instaurar la dictadura, declara desde el exilio que “no hay solución a la crisis brasileña por fuera del ejército”.13 Treinta años más tarde, el historiador militar marxista Werneck Sodre, en su Historia militar do Brasil, publicada poco después del golpe de Estado de 1964,14 reafirma en términos conmove­ dores su ciega fe en la esencia democrática y popular del ejér­ cito de su país, refutando a quienes denuncian la complicidad de los militares brasileños con la reacción social o los intereses del gran capital extranjero. Si bien entre 1930 y .1964 todos los actores políticos buscan atraer a los oficiales, no todas las intervenciones del ejército son estrictamente militares. La toma del poder por el ejército en 1964 no escapa a esta característica; no obstan17 Hacemos nuestro el concepto de Huntington, pero sin compartir su neoinstitucionalismo. La “politización general de todas las fuerzas e instituciones sociales”, característica de las “sociedades pretorianas”, no se explica con una referencia tautológica a la debilidad de las instituciones políticas. Véase Samuel P. Huntington, Political Order on Changing Societies. New Haven, 1968. 15 Citado por Skidmore, ob. cit., págs. 57-60. 14 Wameck Sodre, Historia militar do Brasil. Rio, 1965, sobre todo págs. 405-408.

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te, es lícito preguntarse por qué los militares, contrariando sus prácticas anteriores, en esa ocasión ocuparon el poder de manera directa y por un período prolongado. Dicho de otra manera, por qué el ejército no se limitó a intervenir correcti­ vamente. No faltan las justificaciones civiles o militares, que no deben confundirse con las causas coyunturales o profundas del cambio de régimen. En el clima de guerra fría provocado por la crisis cubana, tanto en Río como en Brasilia o Washington se podía creeer —o fingir que se creía—que existía una situación revolucionaria en la cual la amenaza comunista era apremian­ te.15 Los militares habrían tomado del poder in extremis para salvar a la “democracia”, es decir, según ellos y sus aliados, “una forma de desarrollo en la cual una parte importante de las deci­ siones obedece a la influencia del libre juego de las fuerzas del mercado”:16 el capitalismo, ni más ni menos. Ante la mag­ nitud de la amenaza no bastaba la fuerza reguladora. Pero los acontecimientos de 1964 obedecen a factores más complejos, unos inmediatos y otros más generales. Es verdad, como señala Peter Flynn, que en 1963-1964, bajo la presidencia de Goulart, todo el mundo, tanto el oficialismo como la oposición, trata de destruir el sistema político for­ mal”,17 desviarlo, provocarle un cortocircuito. Y los milita­ res se inquietan al comprobar que, con Goulart, vuelve al poder el nacionalismo populista derrocado en 1954. Los jefes de la derecha militar, incapaces de impedir que asuma la presidencia en septiembre de 1961,18 preparan a partir de ese momento su derrocamiento y conservan el poder para impedir el retor­ no de los “viejos demonios”. En 1961, Goulart se encuentra 15 El embajador norteamericano Lincoln Gordon saludó con alborozo la caída de Goulart, “gran victoria para el mundo libre... sin la cual el Occidente quizás hubiera perdido al conjunto de las repúblicas sudamericanas” (mensaje a Dean Ruste, 2 de íibril de 1964, citado por PhyUis R. Parker, Brazil and the Quiet Intervention, 1964, Austin, 1979, págs. 82-83). “ Así lo dijo claramente, entre otros, Gibson Barbosa, ministro de Relaciones Exteriores del general Medid, ante los representantes de Business International, en 1970. Jornal do Brasil, 29 octubre 1970. 17 Peter Flynn, oh, cit., pág. 274. “ Tras la inesperada renuncia del presidente Quadros, quien había sido elegido con el apoyo de la UDN.

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en la misma situación que conocerá el chileno Allende en 1970. Por otra parte, la crisis económica y sobre todo la infla­ ción, desorden ihonetario que eriza la piel de la burocracia militar, así como el oportuno motín de los sargentos en Bra­ silia, en septiembre de 1963,19 percibido como un intento de destrucción revolucionaria de la jeraquía, cimentan la unidad de los cuadros militares contra el régimen constitucional y ha­ cen cundir la idea de la tutela marcial sobre el Estado. Pero puede haber otra interpretación de los hechos. El proyecto de desarrollo nacional iniciado en los años treinta y que subyace tras los regímenes políticos populistas, entra en crisis hacia 1953-1954, crisis que hace olvidar la crea­ ción de la dirección nacional de petróleo, Petrobrás, en 1953, y que se expresa simbólicamente en el suicidio de Getulio Vargas al año siguiente.20 Bajo la presidencia de Kubitschek (1956-1961), el constructor de Brasilia, cuya política desenvolvimentista abre el país al gran capital internacional, Brasil conoce un nuevo proceso de industrialización. En esta nueva etapa, en la cual se instalan industrias de fuerte concentración de capital que producen bienes de consumo durables con alta tecnología, se reestructura la distribución de los ingresos. Llega a su fin la relativa expansión del mercado popular urbano, característica del llamado período “populista”. Las tensiones sociales se acrecientan a la vez que disminuyen los recursos del Estado “integrador” instaurado por Getulio Vargas, el cual ya no puede absorber los conflictos sociales. El control del Estado sobre los trabajadores, a cambio de una legislación la­ boral paternalista, se transforma en presión radicalizada de los trabajadores contra la máquina estatal. Surge el espectro de la “República sindicalista”, según el modelo peronista argentino, como inversión del sistema populista, el cual deja de ser una garantía contra la amenza social. Para los militares, se tra­ ta evidentemente de un fenómeno a todas luces subversivo. Así lo ve un general revolucionan) de 1964, quien condena simultáneamente al creador de Brasilia y el ex ministro de Trabajo de Vargas: “El proceso inflacionario y faraónico [. . .] fue 15 Numerosos autores sostienen incluso hoy que la revuelta de los sargentos, así como los motines posteriores de los marinos, fueron preparados y desencadenados por agentes provocadores anticomunistas. 10 Como señala muy correctamente Luciano Martins, ob. cit., pág. 252.

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agravado por la demagogia doctrinaria del comunismo y ambos provocaron una desastrosa política salarial en la cual los sindi­ catos eran manipulados por notorios líderes comunistas y las reivindicaciones se volvían exigencias impuestas al gobierno.”21 Por otra parte, el nacionalismo ya no cumple su papel de freno de las luchas sociales: la solidaridad nacional de la etapa populista no resiste la desnacionalización de amplios sectores de la economía. Asimismo, ciertos sectores de la bur­ guesía nacional, que hasta entonces buscaban amparo bajo el ala del Estado, lo repudian para abrazar la vieja ideología li­ beral y/o asociarse a las empresas extranjeras. La crisis del Estado populista es una crisis general del Estado. La revolución de 1964 es de alguna manera un golpe a fauor del Estado, una ruptura institucional que busca reforzar la organización estatal, reconstruyéndola sobre bases nuevas. No es de extrañar que al mismo tiempo, en el terreno militar, la tendencia nacionalista pierda terreno frente a la ofensiva ideológica de la llamada corriente “democrática”, estrechamente vinculada al ejército norteamericano. La guerra fría y el agotamiento del proyecto nacional de desarrollo favo­ recen a los liberales “atlantistas”, sector dominado por los veteranos de la Fuerza Expedicionaria Brasileña de la Segunda Guerra Mundial. En efecto, los oficiales brasileños de la FEB, integrados al cuarto cuerpo de ejército norteamericano que libró la batalla de Italia, conforman un prestigioso núcleo, auténtico grupo de presión militar, acérrimo partidario de la amistad americano-brasileña y del American way of life. Este mismo grupo de oficiales proamericanos, antigetulistas y partidarios de la Ubre empresa tiene una importante participación en la elaboración de la doctrina de seguridad nacional en la Escola Superior de Guerra. Si bien había sido reestructurada en 1949 con ayuda de una misión norteamericana, la ESG no es un in­ jerto extranjero sino una institución que corresponde a una tradición intelectual originada en el tenentisnio.21 La raíz de la doctrina que, al unir el desarrollo con la se­ guridad, otorga al ejército la función de definir los “objetivos nacionales permanentes” y justifica su usurpación, es la interio­ rización y racionalización de los valores de la guerra fría de 31 General José Campos AragSo. “A revoluto en marcha”./! defesa nacional (Rio, mayo-junio 1965), pág. 14. n Pctcr Flynn, ob. cit.. pág. 321.

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en la misma situación que conocerá el chileno Allende en 1970. Por otra parte, la crisis económica y sobre todo la infla­ ción, desorden riionetario que eriza la piel de la burocracia militar, así como el oportuno motín de los sargentos en Bra­ silia, en septiembre de 1963,19 percibido como un intento de destrucción revolucionaria de la jeraquía, cimentan la unidad de los cuadros militares contra el régimen constitucional y ha­ cen cundir la idea de la tutela marcial sobre el Estado. Pero puede haber otra interpretación de los hechos. El proyecto de desarrollo nacional iniciado en los años treinta y que subyace tras los regímenes políticos populistas, entra en crisis hacia 1953-1954, crisis que hace olvidar la crea­ ción de la dirección nacional de petróleo, Petrobrás, en 1953, y que se expresa simbólicamente en el suicidio de Getulio Vargas al año siguiente.20 Bajo la presidencia de Kubitschek (1956-1961), el constructor de Brasilia, cuya política desenvolvimentisla abre el país al gran capital internacional, Brasil conoce un nuevo proceso de industrialización. En esta nueva etapa, en la cual se instalan industrias de fuerte concentración de capital que producen bienes de consumo durables con alta tecnología, se reestructura la distribución de los ingresos. Llega a su fin la relativa expansión del mercado popular urbano, característica del llamado período “populista”. Las tensiones sociales se acrecientan a la vez que disminuyen los recursos del Estado “integrador” instaurado por Getulio Vargas, el cual ya no puede absorber los conflictos sociales. El control del Estado sobre los trabajadores, a cambio de una legislación la­ boral paternalista, se transforma en presión radicalizada de los trabajadores contra la máquina estatal. Surge el espectro de la “República sindicalista”, según el modelo peronista argentino, como inversión del sistema populista, el cual deja de ser una garantía contra la amenza social. Para los militares, se tra­ ta evidentemente de un fenómeno a todas luces subversivo. Así lo ve un general revolucionan) de 1964, quien condena simultáneamente al creador de Brasilia y el ex ministro de Trabajo de Vargas: “El proceso inflacionario y faraónico [. . .] fue 19 Numerosos autores sostienen incluso hoy que la revuelta de los sargentos, así como los motines posteriores de los marinos, fueron preparados y desencadenados por agentes provocadores anticomunistas. ” Como señala muy correctamente Luciano Maitins, ob. cit., pág. 252.

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agravado por la demagogia doctrinaria del comunismo y ambos provocaron una desastrosa política salarial en la cual los sindi­ catos eran manipulados por notorios líderes comunistas y las reivindicaciones se volvían exigencias impuestas al gobierno.”21 Por otra parte, el nacionalismo ya no cumple su papel de freno de las luchas sociales: la solidaridad nacional de la etapa populista no resiste la desnacionalización de amplios sectores de la economía. Asimismo, ciertos sectores de la bur­ guesía nacional, que hasta entonces buscaban amparo bajo el ala del Estado, lo repudian para abrazar la vieja ideología li­ beral y/o asociarse a las empresas extranjeras. La crisis del Estado populista es una crisis general del Estado. La revolución de 1964 es de alguna manera un golpe a fauor del Estado, una ruptura institucional que busca reforzar la organización estatal, reconstruyéndola sobre bases nuevas. No es de extrañar que al mismo tiempo, en el terreno militar, la tendencia nacionalista pierda terreno frente a la ofensiva ideológica de la llamada corriente “democrática”, estrechamente vinculada al ejército norteamericano. La guerra fría y el agotamiento del proyecto nacional de desarrollo favo­ recen a los liberales “atlantistas”, sector dominado por los veteranos de la Fuerza Expedicionaria Brasileña de la Segunda Guerra Mundial. En efecto, los oficiales brasileños de la FEB, integrados al cuarto cuerpo de ejército norteamericano que libró la batalla de Italia, conforman un prestigioso núcleo, auténtico grupo de presión militar, acérrimo partidario de la amistad americano-brasileña y del American way of life. Este mismo grupo de oficiales proamericanos, antigetulistas y partidarios de la Ubre empresa tiene una importante participación en la elaboración de la doctrina de seguridad nacional en la Escola Superior de Guerra. Si bien había sido reestructurada en 1949 con ayuda de una misión norteamericana, la ESG no es un in­ jerto extranjero sino una institución que corresponde a una tradición intelectual originada en el tenentismo .22 La raíz de la doctrina que, al unir el desarrollo con la se­ guridad, otorga al ejército la función de definir los “objetivos nacionales permanentes” y justifica su usurpación, es la interio­ rización y racionalización de los valores de la guerra fría de 51 General José Campos Aragüo. “A revoluto en marcha”./! defesa nacional (Rio, mayo-junio 1965), pág. 14. 13 Pctcr Flynn, ob. cit., pág. 321.

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los años cincuenta. La concepción planetaria del “antagonis­ mo dominante” y el carácter insuperable del enfrentamiento Oriente/Occidente, que es su eje y piedra angular, aparece mu­ cho antes de los años sesenta, cuando el Pentágono invita a los ejércitos continentales a prepararse para la lucha antisubversi­ va y la guerra contrarrevolucionaria. Pero va de suyo que la reorientación estratégica kennediana fortalece al clan de oficia­ les “democráticos” de la Sorbona brasileña, a expensas de los nacionalistas, debilitados por la amenaza castiista. Cuando la guerra fría cunde por el continente americano, el grupo de la ESG ya está listo para expresar la coyuntura en términos político-corporativos y asumir la hegemonía en las fuerzas arma­ das. En 1964, el general Castello Branco, jefe de la revolución, no pretende instaurar una verdadera dictadura militar. La movi­ lización contra Goulart se realiza en nombre de un orden cons­ titucional amenazado por el comunismo y la demagogia del Estado populista. Los vencedores de 1964 son liberales que bus­ can proteger, fortalecer al Estado, depurar el sistema democráti­ co vigente sin abolirlo. Se trata de defender las instituciones creadas por la Constitución de 1946, prohibiendo la participa­ ción política de sus presuntos “adversarios”: los dirigentes de izquierda y los políticos populistas. Ese proyecto “modera­ do” de democracia vigilada no tardará en demostrar su impo­ tencia frente a los partidos tradicionales, a las presiones de los sectores más duros del aparato militar y a la insatisfacción susci­ tada por el modelo económico escogido.23 Tras las derrotas electorales de 1965, inaceptables para el nuevo régimen, y una poderosa movilización popular contra las limitaciones a la democracia y el costo social del modelo económico, se promulga el acta institucional número 5, de diciembre de 1968, que otor­ ga al presidente poderes dictatoriales, sancionando así la marcha al autoritarismo iniciada en 1966.

11 Véase Ronald M. Sclineider, The Political System of Brazil The Emergcnce of a Modern Authoritarian Regime (1964-1970). Nueva York, 1971.

La causa del Estado La inversión pretoriana, que caracteriza con modalidades diversas a los sistemas políticos argentino y brasileño, no puede explicarse tautológicamente como el intento civil de cooptar a los militares. A lo largo de un prolongado período de más de medio siglo, la evocación del peligro revolucionario o de la influencia del Pentágono resulta a la vez anacrónica e irrele­ vante. La propensión a intervenir, así como la búsqueda de alianzas militares por las fuerzas políticas civiles reflejan la evidente falta de unidad de la clase dirigente. Suele utilizarse el concepto de crisis de hegemonía para significar que el grupo o fracción dominante ya no posee los medios para orientar legítimamente a la sociedad, o que a ningún sector de las clases dominantes se lo reconoce como apto para dirigir el proceso. El rechazo de las clases medias radicalizadas y la inoperancia de los medios de control sobre las clases populares expresan de manera dramática la incapacidad de las burgue­ sías para “organizar el consenso” de las capas subordinadas. En tales condiciones, la tesis de un “arbitraje bonapartista” entre la burguesía y las fuerzas armadas parece tener algún fundamento. A cambio de la seguridad económica, la burgue­ sía en crisis cedería a los militares el control directo del Estado y el sistema político. El aparato defensivo, por su naturaleza, defiende lo existente y, por consiguiente, en caso de extremo debilitamiento de la dominación social, constituye el último recurso para la reproducción del sistema. Pero tales interpreta­ ciones, aunque atractivas, nos parecen insuficientes. En efecto, ¿por qué los militares? ¿Acaso las dictaduras civiles no son más seguras, más previsibles, de menor costo social? El “arbitraje bonapartista” con un Badinguet tratable, más que con una organización estatal, ¿no sería más útil para superar la crisis de hegemonía? La explicación centrada en los imputs de la crisis no implica que se debe recurrir inevitable­ mente al output militar. Es necesario volver sobre los ejércitos mismos para encontrar las raíces de su tutela. La usurpación o hegemonía marcial nos llevan a desentrañar la naturaleza de los aparatos militares y los Estados. El hecho de que un organis­ mo del Estado se transforme en el Estado mismo no afecta únicamente a la estructura de la sociedad. 317

El caso brasileño ilustra muy bien la importancia de las relaciones entre las fuerzas armadas y el Estado. Históricamente, el Estado brasileño domina y dirige las fuerzas centrífugas que se extienden sobre la inmensidad continental del país. Bajo el Imperio y luego bajo la República nueva creada en 1930, la burocracia estatal posee un alto grado de autonomía. Se ha dicho que el peso de la maquinaria estatal obedece a la dependencia extraña y a la necesidad de que el centro polí­ tico intervenga para compensar la inestabilidad de las fluctua­ ciones económicas mundiales;24 la historia financiera del café es fiel reflejo de esa función. Se suele recordar, también, la tradición esclavista, lo tardío de la abolición, la necesidad de los amos de esclavos de contar con protección estatal, frente a los peligros internos y externos. El Estado así constituido reglamenta la participación de los actores sociales y sirve de instancia mediadora. Como apunta correctamente Luciano Martins, resulta difícil delimitar al Estado del sistema políti­ co,25 los partidos y grupos de presión poseen un carácter semiestatal por ser tributarios de la centralización estatal. Y si el Estado sustituye tan fácilmente a la Nación y absorbe o so­ foca la sociedad civil, no es extraño que sea sustituido a su vez por su núcleo más duro, De modo que el ejército, garante de esa preeminencia y esa función, pasa a regir la máquina estatal. Sus intervenciones hacen retroceder a los grupos sociales y fuerzas políticas que obstaculicen su funcionamiento o expansión. Los militares no son los “perros guardianes” de la oligarquía o el gran capital, sino los guardianes del Estado, al que desembarazan de los actores considerados peligrosos o inútiles. Como puertas esclu­ sas a la participación, en los años sesenta justifican su “estatolatría” devoradora y tradicional en términos económicos. Cierto que entre las preocupaciones más importantes de los militares están la grandeza del país, su capacidad estratégica de producción industrial. Pero el crecimiento es de alguna manera un seudónimo del Estado. Y la doctrina de la seguridad nacional, estrecha unión de seguridad y desarrollo, no tiene otro fin que sustraer a la expansión económica de los albures de la 34 Tesis expuesta por Raymundo Faoro, Os donos do poder (Formaftto do patronato político brasilciro). Rio de Janeiro, 1958, págs. 226-270. 15 Luciano Martins, Pouvoir et développement économique. Formation et evolution des structures politiques au Brésil. París 1976, pág. 28.

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vida política,26 lo cual bien puede significar la eliminación de la incertidumbre política provocada por la democracia. Las definiciones de “poder nacional” elaboradas por la Escuela Superior de Guerra son muy claras al respecto. “El poder nacional es la expresión integrada de los medios de todo tipo con que cuenta la Nación en una época determinada para la promóción y preservación, por parte del Estado, tanto en lo interno como en el terreno internacional, de los objetivos nacionales a pesar de los antagonismos existentes.”27 Y la política de seguridad nacional es el “conjunto de medidas, planes y normas destinadas a anular, reducir, neutralizar o rechazar los obstáculos actuales a la realización o mantenimien­ to de los objetivos nacionales”. Hay un hilo conductor desde el general Goes Monteiro, que en 1937 clama por un “aumento progresivo del poder del Estado [. . .] para regular la vida colec­ tiva”,28 hasta el general presidente Medid, quien en 1970 justifica la supresión de la democracia liberal en virtud de “las violentas mutaciones de la estructura socioeconómica” en una etapa de industrialización planificada.29 El sueño tenentista de una modernización conservadora llevada a cabo por un Estado “despolitizado”, se realiza después de 1964. El gran cuerpo burocrático del Estado funda el “estado administrati­ vo”. Si este autoritarismo tecnocrático viene a garantizar el sistema de dominación contra quienes quieren cambiarlo, esta coincidencia no es tan sólo la traducción de la orientación conservadora al léxico militar. Su ideología no es el fascismo ni el liberalismo sino una “ideología de Estado” o, como dice muy correctamente F.H. Cardoso, “el nacional-estatismo que reemplaza al nacional-populismo antiimperialista anterior” .30 u Véase Wanderley Guilherme dos Santos, "Urna revisáo da crise brasileira”, Ceder­ nos brasileiros (SSo Paulo, noviembre-diciembre 1966), págs. 51-57. 51 Revista brasileira de estudos políticos, número especial sobre a seguranza nacional (julio 1966), pág. 136. 3* Pedro Goes Monteixo, A revolufáo de 30 e a finalidade política do exército (Esbo(o histórico). Río de Janeiro, 1937, pág. 181. 19 Conferencia pronunciada por el general Garrastazú Medid en la Fscuela Superior de Guerra, 12 de marzo de 1970. Publicada en Estrategia n° 5, Buenos Aires, 1970, págs. 59-60. J0 Fernando Henrique Cardoso, Autoritarismo e democratizafáo , Río de Janeiro,

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Esto no significa que los militares posean una ecuanimidad suprasocial ni que las políticas sostenidas por ellos no favo­ rezcan a tal o cual sector de los poseedores. El modelo de apertura ultraliberal impuesto en 1964 en materia económica corona la contrarrevolución política. Ésta liberó al Estado del peso de los sindicatos y el lastre de los partidos nacio­ nalistas y populistas. Aquélla sanciona a los “malos produc­ tores y malos consumidores”31 y efectúa una redistribución regresiva de los ingresos. Pero con ello los militares brasileños mantienen, incluso acrecientan, su autonomía política, con­ virtiéndose en algo más que meros instrumentos de la burgue­ sía. Estado y dominación no hegemónica Los mecanismos de la preponderancia militar en la Ar­ gentina no difieren esencialmente, al menos en cuanto a sus fines aparentes, de los de Brasil. Mediante la discontinuidad política provocada por sus intervenciones periódicas, el ejér­ cito argentino expulsa sucesivamente del poder a las clases medias y su representante (1930), la oligarquía agroexportadora (1943), los sindicatos obreros y los partidos populares (1955), los sectores industriales (1962), los partidos políticos tradicionales (1966) y nuevamente los sindicatos y el populis­ mo en 1976, pero esta vez como primer paso para impedir la convergencia de la clase obrera con las clases medias radicali­ zadas. Estas intervenciones, aparentemente destinadas a sus­ traer el control del Estado ora de manos de los industriales, ora de los agricultores y ganaderos, ora de los obreros organi­ zados, generalmente favorecen a las clases poseedoras; pero no siempre, como lo demuestra la “revolución de 1943”, que llevó al peronismo a la pila bautismal. Los golpes de Estado de 1955, 1962, 1966 y 1976 se producen en coyun­ turas de salarios elevados y les ponen fin, pero en 1943, cuando 1975, pág. 48. J1 Michcl de Certe:iu, “Les Chrétiens et la dictadure au Brcsil”, Politique aujourd' hui (noviembre 1969), pág. 45.

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el derrocamiento del presidente conservador Castillo, los salarios estaban en baja y aumentaron netamente bajo el gobierno mi­ litar de 1943-1946. El ejército argentino no es el partido de las clases medias, ni el protector de la burguesía industrial, ni la punta de lanza de la gran burguesía agraria o las empresas multinacionales. Sus intervenciones modifican el sentido de las transferencias entre sectores y cumplen la función de revertir las corrientes sociales. La alternancia de golpes de Estado y presiones marciales de diverso contenido no tiene otra explicación en una sociedad que desde 1930 se caracteriza por los desequilibrios sectoriales recurrentes, seguidos de estancamientos cíclicos.32 La estrangu­ lación externa que caracteriza a la economía argentina y la condena al estancamiento y la incertidumbre, deriva de una dis­ torsión mayúscula que a grosso modo puede sintetizarse así: la industria, sector dinámico y preponderante, depende de los ingresos de la agricultura y la ganadería, sector motor que provee las divisas, pero de escaso dinamismo. No se trata de un efecto de arrastre sino del crecimiento de un sector a ex­ pensas del otro. Las intervenciones del poder militar modifican las posiciones relativas de los distintos sectores en distintos sentidos, sobre todo al provocar la transferencia de renta de o hacia la agricultura y la ganadería.33 Para tomar un ejemplo > reciente, el reemplazo del general Videla por el efímero general Viola (1981) a la cabeza del “proceso de reorganización nacio­ nal” instaurado en 1976, beneficia transitoriamente a los sectores agroexportadores. En cambio, bajo el preconsulado económico del señor Martínez de Hoz, que abarcó los cinco años anteriores, la sobrevaluación del peso benefició esencial­ mente a los sectores financieros y especuladores. Incluso con una sucesión política planificada, la fragilidad del sistema se refleja en la rapidez de las oscilaciones intersectoriales. ¿Cómo explicar esta situación de crisis permanente en un país rico, dotado de una mano de obra altamente calificada y que desconoce prácticamente todas las características socio" Véase Carlos F. Díaz Alejandro, Essays on the Economic History of the Argentino Republic. New Havcn, 1970, págs. 370-400. Aldo Ferrer, La economía argentina (Las etapas de su desarrollo y problemas actuales). México, 1963, pág. 250. ” Véase ONU-CEPAL, El desarrollo económico y la distribución del ingreso en la Argentina. Nueva York, 1968, págs. 217 y ss.

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culturales del subdesarrollo? En los rasgos singulares de esta estructura social es posible aprehender el origen de las trabas que la paralizan y formular algunas hipótesis. La particularidad de la sociedad argentina deriva ante todo de la existencia de un grupo dominante nacional, relativamente homogéneo, que detenta el prestigio y domina el sector motor de la máquina económica.'A diferencia de las economías de enclave (Chile o Venezuela), los sistemas exportadores más diversificados (Perú, México) y en contraste con los países que han pasado por ciclos de prosperidad económica con sus secuelas de efí­ meras dominaciones regionales (como Brasil), la Argentina moderna no tiene sino una elite histórica, de alguna manera “natural”, que reivindica —y en algunos casos desciende direc­ tamente— del grupo dominante que a principios de siglo llevó al país a la prosperidad y lo hizo conocer en el mundo entero. Ese grupo, que se ha ampliado y diversificado, desciende en parte de los constructores de la economía agroganadera que integraron el país al mercado mundial como productor de cereales y carne. Es asombrosa la exigüidad y el exclusivimos social de esta minoría, en contraste con el carácter moderno y masificado de la sociedad argentina. En un país integrado por descendientes de inmigrantes europeos con un fuerte sector terciario, densa­ mente urbanizado antes del comienzo de la industrialización, a principios de siglo la expansión del consumo ya había supera­ do el desarrollo de las fuerza productivas. Ahora bien, aunque el sistema agroexportador es sagrado incluso para los sectores menos favorecidos por él, hasta el punto de que ninguna fuerza política, ningún grupo social ha presentado un modelo de desarrollo distinto, la expansión horizontal del país, que garan­ tizaba su equilibrio dinámico y su estabilidad, llega a su fin en 1930. Desde entonces no se han ampliado las superficies cultiva­ das ni la concentración de la tierra. Al volverse estática la producción, el aumento de la demanda interna de productos exportables genera enfrentamientos insolubles y significativos. En 1900, la Argentina consumía el cuarenta y seis por ciento de su producción agraria; en 1958, casi el ochenta por ciento.34 Las cifras son aun más elocuentes para la producción ganadera. El segundo rasgo deriva del modelo de acumulación tradiM ONU-CEPAL, El desarrollo económico de la Argentina. Nueva York, 1959, pág. 23.

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cional, que privilegia la movilidad de las inversiones y tiene por consecuencia la polivalencia sectorial de la gran burgue­ sía. Evidentemente, ello sólo es posible gracias a su acceso exclusivo al Estado. Antes de 1930, la escasa diversificación y la utilización al máximo de las ventajas comparativas con que cuenta la Argentina le imponen a esa estrategia y a quienes la aplican un papel funcional en el conjunto del sistema que ellos legitiman. Después de 1930, con los cambios estructurales que sufre la economía nacional, y sobre todo a partir de 1950, el eclecticismo económico y la especulación provocan ciclos de estancamiento, con lo cual se arraiga la inestabilidad polí­ tica. No se trata de culpar a la fracción multisectorial domi­ nante por las restricciones políticas, sino de describir un meca­ nismo socieconómico basado en una fluidez financiera que sólo es posible gracias a la permeabilidad del Estado. Si tenemos en cuenta, sin caer en la interpretación conspirativa de la historia, que la continuidad de la propiedad terri­ torial en la Argentina se combina al más alto nivel con la movi­ lidad de recursos y la diversificación de intereses, vemos que las capas superiores de la burguesía, lejos de impulsar y orien­ tar el desarrollo, cumplen un papel desestabilizador. Los grupos dominantes, ora ganaderos, ora agricultores, ora industriales, pero siempre financieros y comerciales, tratan de precaverse contra los “esquemas rígidos de inversión”3S y así aprovechar las coyunturas favorables como especuladores, evitando los riesgos de la producción. Pero la existencia de una burguesía multisectorial influyente y minoritaria constituye un obstácu­ lo para cualquier sector dominante que busque imponer su he­ gemonía social. Los enfrentamientos y contradicciones coyunturales se producen entre los distintos estratos en el seno de cada sector productivo, entre grupos no diversificados y grupos multisectoriales. Y la diversificación económica del estrato su­ perior de la gran burguesía se prolonga en la escena política. La movilidad sectorial se reproduce en el plano de las alianzas que permiten su dominación permanente pero obstaculizan su hegemonía. Puede aliarse a las capas agrarias subalternas 55 Como lo demostró muy claramente, para principios de siglo, Jorge P. Sábato cu sus sugestivas Notas sobre la formación ¡le la clase dominante en la Argentina moderna (¡880-1914). Buenos Aires, C1SEA, 1979 (mimeografiado). Así lo vio en su momento un observador extranjero tan perspicaz como Julcs Huret, En Argentine: de Buenos Aires au Grand Chaco. París, 1911, pág. 36.

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para formar un frente único rural (como sucedió en 1970), puede hacer equipo con ciertos grupos industriales contra los ganaderos no diversificados como en 1936-1940, pero se trata en todos los casos de alianzas precarias y transitorias. El obje­ tivo de ese grupo y de quienes comparten su rol socioeconó­ mico y político es tener las manos libres de todo compromiso a largo plazo, conservando a la vez su acceso inmediato a las decisiones del Estado. A pesar de su antidirigismo y de su li­ beralismo a ultranza, este sector lo debe todo al Estado, que en el siglo pasado distribuyó la propiedad territorial y en la actua­ lidad concede las operaciones comerciales más rentables, favo­ reciendo a tal o cual grupo mediante la transferencia de ingre­ sos. Desde esa posición neurálgica que defiende con uñas y dientes, el grupo posee un verdadero poder de veto económico que puede transformarse rápidamente en poder de “deslegiti­ mación” política. Se comprende fácilmente que ese rol, inscripto sobre el telón de fondo de un sistema político escasamente autónomo y el arraigo de un grupo dominante versátil constituyen las raíces de la situación pretoriana. Esa oligarquía acechante está condenada a vivir en un estado de guerra de todos contra todos. Porque tiene contradicciones estructurales con todos los grupos económicos y sociales: con los productores rurales porque mantiene vínculos privilegiados con el comercio inter­ nacional y los organismos donde se fijan los precios; con los industriales no diversificados, debido a la política monetaria, la asignación de recursos financieros y el carácter de la indus­ trialización. No es casual que, entre los tres grandes de América latina, la Argentina sea el más atrasado en materia de industria pesada y maquinaria. Por otra parte, el grupo minoritario y “alternativo” enfrentado a casi todos los sectores sociales internos no puede concertar los compromisos ni las alianzas estables y permanente, necesarias para volverse “hegemónico”, sin perder su poder de dominación. Por esa razón estructural se opone por principio al gobierno de opinión y a la “ciega ley de los números”. Impera en la Argentina una dominación sin hegemonía, reflejada, por ejemplo, en la ausencia de un partido conservador moderno, capaz de imponerse en las elecciones. En cuanto a las fuerzas armadas, aparte de constituir el terreno y encrucijada de las luchas intersectoriales de las clases poseeedoras, su relación con el sistema tiende a identifi­ carlas con el Estado. Este ejército/Estado, que goza de un cierto 324

margen de autonomía en relación a las clases superiores, se halla vinculado marginalmente a todos los grupos organizados. Esto le permite “asociar” intereses sectoriales divergentes a través de una perspectiva institucional, es decir, en pos de objetivos profesionales. Así, las fuerzas armadas pueden imponerle al sistema, para su mejor defensa, las adaptaciones que consi­ deren necesarias en lo económico, político o social: La polí­ tica social del peronismo, el neutralismo en la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo de una industria pesada, son otros tantos ejemplos elocuentes de una defensa del statu quo que trascien­ de las aspiraciones de sus propios beneficiarios. La acción de los militares, aparentemente contraria a cualquier supremacía sectorial prolongada, fortalece, en la mayoría de los casos de manera involuntaria, a veces en forma voluntaria, a la oligarquía multisectorial enquistada en el Estado. Al restablecer el equilibrio social e impedir la prepon­ derancia de un sector sobre los demás, el ejército ¿ata de preservar el sistema. En los hechos, impone una situación de empate social que, lejos de superar la crisis de hegemonía, la perpetúa. Al bloquear los desequilibrios sociales, motores de la evolución y el progreso, las intervenciones estabilizadoras inmovilizan a la sociedad argentina y prolongan su crisis global. Reproducen la inestabilidad social que beneficia a los “nego­ ciantes móviles” de la gran burguesía. La “institucionalización de la ilegitimidad”,36 lejos de sentar las bases de esa “democra­ cia fuerte y sólida” que no necesitaría recurrir a los soldados, como -rezan los textos militares, disminuye más y más las posibilidades de instaurar el sistema representativo. La invasión militar, o la guerra por otros medios Es indudable que, una vez en el poder, el ejército, organis­ mo estatal usurpador, tiende a invadir todo el Estado, cualquie­ ra sea el respeto que profesen sus jefes por las instituciones representativas. En Brasil, el sistema de dominación militar pasó de la “democracia manipulada” bajo el general Castello Branco 54 Según la fórmula de Irving Horowitz, “The Norm of lUegitimacy. The Politicsl Sociology of Latin America”, en Horowitz, Gcrassi y col., ob. cit., pág. 5.

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al Estado autoritario modernizante con fachada constitucional y pluralista a partir de 1968. El “bipartidismo coercitivo” y la competencia periférica tolerada dan sanción popular al régimen de excepción. No obstante, de 1968 a 1976, los tu­ tores militares parecen haber tenido por norma la violación de su propia legalidad. El régimen gravitó naturalmente hacia la militarización del Estado. No sólo las fuerzas armadas controlan la sucesión presi­ dencial sin el menor respeto por las normas constitucionales, como se observó en 1969, durante la enfermedad del presiden­ te Costa e Silva,37 sino que la designación del candidato oficial a la presidencia fue hasta 1978 una función reservada a la asam­ blea de generales, mientras el partido oficialista y el poder legis­ lativo se limitaban a ratificar la decisión. En 1978, en lugar de convocar al “pequeño senado” de los generales, el “grupo de Planalto”, en torno al presidente Geisel, impone a un delfín, el general Figueiredo, sin el aval de los electores uniformados, lo cual suscitó una grave crisis en el ejército a la vez que inició la “desinstitucionalización” del régimen militar.38 Por otra parte, ese régimen, siempre dispuesto a modifi­ car las reglas del juego cuando le resultan desfavorables,39 no va­ cila en concentrar en el ejecutivo las atribuciones de los demás poderes. Paralelamente, bajo control del ejecutivo, se desa­ rrollan los organismos burocráticos-militares o de preponderan­ cia militar como centros de decisión. Señalemos entre ellos el alto mando del ejército de tierra, el Servicio Nacional de Información y el Consejo Nacional de Seguridad, siendo estos últimos creaciones del régimen pos-1964. El SN1, cuya conduc­ ción parece ser el camino real hacia las más encumbradas funciones políticas, aparece como una especie de “ministerio invisible”.40 Tiene delegaciones en todos los departamentos ministeriales y una densa red de informantes que cubre todo 17 En esa ocasión, una junta de ministros de las tres armas derrocó al vicepresidente civil Pedro Alcixo, sucesor constitucional, y tomó el poder. s* Véase Femando Henrique Cardoso, “Les impasses du régime autoritaire: le cas brésilien”, Problémes d' Amérique latine, n° 54 (diciembre 1979), págs. 89-108. 59 Sobre tas “elecciones de geometría variable”, véase nucstio artículo “Le Modéle brésilien á 1’ épreuvc”. Eludes, mayo 1977, págs. 625-640. 40 Veja, Río de Janeiro (15 de octubre 1969).

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el territorio nacional. Lo cual da una idea de los recursos con que cuenta el jefe del SNI en el seno del aparato militar.41 El Consejo Nacional de Seguridad, creado por decreto-ley de 1968, es de alguna manera, teóricamente, el centro del poder. La reforma constitucional de 1969 le encomienda la tarea de “establecer los objetivos- permanentes y las bases de la polí­ tica nacional”. Nada menos. Entre sus veintiún miembros se encuentran el presidente, el vicepresidente, los jefes del SNI y los de las casas civil y militar de la presidencia. Es el sanc­ tasanctórum de un régimen que, por definición y doctrina, de prioridad a las cuestiones de seguridad. De 1964 a 1974, cuando llega a la presidencia el general Geisel, el endurecimiento de las fuerzas armadas frente al avance o la radicalización de los sectores de oposición amplía la esfera de influencia de la juris­ dicción militar y militariza aun más las instituciones. Es dable preguntarse si no se han hecho intentos similares, aunque sin mayor éxito, por regimentar al conjunto de la sociedad. Junto con la ideología del “Brasil gran potencia”, el proyecto Rondon de movilización de los estudiantes, los campos de tra­ bajo en el Nordeste y la gesta trasamazónica parecerían inscri­ birse en esta perspectiva. De 1969 a 1974, las decisiones funda­ mentales del régimen obedecen a criterios militares. No es ilícito pensar que se trata de un proceso de “descivilización” de la sociedad brasileña. Fenómeno que parecería confirmar­ se en la transfusión de los conceptos de seguridad nacional al seno del aparato productivo a través de la presencia de oficia­ les de alto grado en las direcciones de las grandes empresas y la presencia de estudiantes civiles en la ESG.42 Las decisiones de esa época referidas al problema energé­ tico y de los recursos naturales parecen obedecer a preocupa­ ciones de índole estratégica más que de mera racionalidad económica. El enfrentamiento histórico con la Argentina, la potencia rival, por el leadership continental, y las considera41 tíos de sus ex jefes llegaron a la presidencia de la República. En vísperas de acceder al poder, el general Medid declaró: "El ejercicio de la dirección del organismo nacio­ nal de información durante dos años me permitió conocer el derecho y el revés de los hombres y las cosas”. Industria e produtividade, Río de Janeiro (noviembre 1969).

41 De los mil doscientos setenta y seis graduados de la ESG entre 1950 y 1967, seicientos cuarenta y seis eran civiles. Barry Ames, Rhetoric and Reality in a Mili­ tary Regime: Brazilsince 1964. Beverly 1lilis, 1975, págs. 8-9.

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ciones geopolíticas dan lugar a las posiciones “duras” con res­ pecto a la explotación de los yacimientos de hierro del Mutún, Bolivia, la construcción de la represa de Itaipú sobre el Paraná y la firma del acuerdo nuclear con la República Federal de Alemania en 1975. El reciente acercamiento a la Argentina, que pone fin a la “guerra de las represas” y consagra la supre­ macía brasileña, parece confirmar esta interpretación. Sea como fuere, el veto brasileño al empleo del mineral de hierro boliviano por parte de Argentina, la intransigencia de Itamaraty frente a los Estados del litoral del Paraná, así como el plan nuclear germano-brasileño no fueron determinados solamente por las necesidades del país en materia energética ni menos aún de mineral de hierro, del cual Brasil es gran exportador, sino en respuesta a una férrea lógica militar.43 En la Argentina, donde la intervención militar anula por completo los mecanismos representativos, la militarización es aun más evidente. Pero asume variadas formas, de acuerdo al régimen. Las instituciones burocrático-políticas no son las mismas en 1966 y 1976, la condición sine qua non impuesta por el general Onganía para asumir la presidencia fue que los jefes de las tres armas se mantuvieran al margen del poder. La Junta de comandantes en jefe no debe gobernar sino el día del golpe de Estado, el tiempo suficiente para designar al Presidente. El solo concentra la suma del poder de la Repú­ blica. Los comandantes en jefe que lo han designado le deben obediencia. Hay en ello, indudablemente, una fuente de conflic­ tos, en la medida en que el autócrata inspirado que derrocó al presidente Illia no ha Ajado un término a su mandato. El carácter monárquico del ejecutivo no impide que. los criterios militares determinen las orientaciones del régimen y sus organismos políticos. Tanto más por cuanto, como en Brasil, lo que legitima el Estado de excepción es la defensa nacional: "No hay seguridad sin desarrollo ni desarrollo sin seguridad”, sostiene el secretario del Consejo Nacional de Seguridad (CONASE). La legislación se basa en las hipótesis y necesidades bélicas elaboradas por el Estado Mayor. De acuerdo con una revista 43 Véase J. E. Greño Velasco, “La controversia argentino-brasileña en el Alto Para­ ná”, Revista de política internacional n° 133, Madrid (mayo-junto 1974), págs. 94-109; Osny Duarte Peroira, Itaipú: pros e contras: breve analise da historia das rekfOes entre Argentina, Uruguai e Brasil e ensaio politico-juridico sobre o aproveitamento hidrolétrico do rio Paraná. Río, 1974, 667 págs.

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católica, la ley de defensa nacional y la ley del servicio civil expresan una “hipertrofia del concepto de seguridad y una militarización de la vida civil”.44 Este desbordamiento del poder militar se expresa también en las enormes prerrogativas acordadas al CONASE y al Ser­ vicio de Informaciones del Estado (SIDE). Con todo, el ejército no ejerce el poder y la asunción de las funciones ejecutivas por los oficiales es muy limitada. Completamente distintos es el régimen de 1976: con el precedente de Onganía y las necesidades y consecuencias de la “guerra sucia” contra la subversión, se invierten las relaciones entre la Junta de comandantes en Jefe y el presidente. Tras algunos amagos de independencia por parte del general Videla, la Junta reduce al presidente designado al grado de ejecutor de las orientaciones definidas por las fuerzas armadas. En lugar de monarquía militar, un colegiado. La reestructuración del poder obedece a la voluntad de perpetuarse, de mantener la iniciativa frente a los civiles y preservar una armoniosa continui­ dad institucional. Dado que, a diferencia de 1966, el desarrollo no estaba a la orden del día y los militares argentinos consi­ deraban que estaban en guerra, los engranajes burocráticos son más limitados y la administración pública es colonizada por los oficiales. Los consejos de planificación por donde pasaba la participación militar bajo Onganía ya no tienen razón de ser. Lo importante es evitar o institucionalizar los conflictos intramilitares. Esa función la cumplen la Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL) y la secretaría de la Presidencia.45 Por lo demás, los oficiales están presentes en la Administra­ ción federal, las provincias, los organismos descentralizados (que van desde la organización del campeonato mundial de fútbol de 1978 —Ente Autárquico Mundial 78— hasta la Caja de Jubilaciones de la Industria). Bajo ningún régimen anterior se había visto semejante invasión. Es otra característica de la dictadura militar más sangrienta que haya conocido la Argenti­ na. 44 Criterio, Buenos Aires (23 marzo 1967).