A hombros de gigantes. Postdata shandiana 8429730214


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Spanish Pages [286] Year 1990

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Table of contents :
Dedicatoria
Nota explicativa del traductor alemán
Prólogo a la edición vicenal
Prefacio
A HOMBROS DE GIGANTES
I
II
III
IV
V
VI
VIl
VIII
IX
X
XI
XII
Xlll
XIV
XV
X V I
XVII
XVIII
XIX
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LXIII
LXIV
LXV
LXVI
LXVII
LXVIII
LXIX
LXX
LXXI
LXXII
LXXIII
LXXIV
LXXV
LXXVI
LXXVII
LXXVIII
Epílogo
«Nomenclátor» o «A modo de índice»
PERSONAS Y PERSONAJES
LUGARES, COSAS Y NO-COSAS
Sumario
Contraportada
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A hombros de gigantes. Postdata shandiana
 8429730214

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Robert K. Merton

___________________________________ 1__________________

A HOMBROS Di

GIGANTES

Robert K. Merton A HOMBROS DE 6I6ANTES POSTDATA SHANDIANA Con un epílogo de Denis Donoghue y un prólogo del autor Traducción de Enrique Murillo

Título original inglés: On the Shoulders of Giants. Copyright © 1965 by Robert K. Merton. Copyright © 1965 by The Free Press, A Division of Macmillan Pu­ blishing Co., Inc.

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las Leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informá­ tico y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o présta­ mo públicos.

Cubierta de Jordi Fornas. Primera edición: enero de 1990. © de esta edición (incluidos la traducción y el diseño de la cubierta: Edicions 62 s/a., Provença 278, 08008-Barcelona. Impreso en Limpergraf s/a., calle del Río 17, Nave 3, Ripollet. Depósito Legal: B. 38.977-1989. ISBN: 84-297-30214.

Para los tres efabies Stephanie Robert C. Vanessa

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Nota explicativa del traductor alemán de este libro, basada en un comentario que le fue solicitado al autor: «Tal como usted suponía, la dedicatoria está dirigida, en efecto, a mis tres hijos, dispuestos por orden de edad, y también, cosa que no era tan fácil de suponer, a sus quince gatos (y no, como infirió usted, comprensiblemente, a quince nietos míos). La alusión resulta muy fácil de captar para mis íntimos. De todos modos, los demás pueden encontrar una clave en la antinomia "los tres efables... y sus quince inefables", pues estos adjetivos em­ parejados son, naturalmente, un eco del poema "The Naming of Cats”, de T. S. Eliot, incluido en su inolvidable Old Pos­ sum’s Book of Practical Cats (Hartcourt, Brace & World, Inc., 1967, vigesimoprimera edición), que fue leído sucesiva y fre­ cuentemente por cada uno de los tres efables. Otra clave la proporciona mi confesión, en la nota a la página 86, de que, al alcanzar la mediana edad, me convertí en un "inveterado ailurófilo”.» Quiero ahora, de pasada, confesar que acuñé el tan necesa­ rio término de ailurophile para designar, con un lenguaje mar­ cadamente científico, lo que los profanos describen con la ex­ presión compuesta «cat-lover» [amante de los gatos].1Aunque no pretendo ni por un momento afirmar que el Oxford English Dictionary tiene prejuicios en contra de ese «conocido cua­ drúpedo carnívoro (Felis Domesticus), domesticado desde la Antigüedad, que se utiliza para cazar ratones y como animal de compañía», debo informar que el Suplement de ese mismo diccionario correspondiente a 1972 incluye los vocablos ailurophobia (miedo enfermizo a los gatos) y ailurophobe (persona que padece esa enfermedad), pero no contiene ni una sola men­ ción del término que con tanto cariño acuñé: ailurophile 1. Tal como ocurre en este caso, he añadido la traducción de cier­ tos términos ingleses entre corchetes, cuando así me lo exigía el texto original y me he permitido algunos comentarios que asimismo se indi­ carán entre corchetes. (N- del t,)

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(como tampoco de su obvio derivado, ailurophilia), ¿Es posi­ ble que el poco menos que omnisciente director del Simple­ ment, que me inspira la mayor de las consideraciones, no haya ojeado todavía A hombros de gigantes?

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Prólogo a la edición vicenal

La primera edición de este epistolario no lleva prólogo, y hay inmejorables razones para que así sea. Las cartas carecen por lo general de prólogo (aunque algunos colegas lejanos se quejan de que las mías, frecuentemente, lo lleven). No obstan­ te, mi editor me informa de que la aparición de esta nueva edi­ ción me impone claramente el deber de escribir un prólogo en donde he de contar algunas cosas acerca de lo que, ante mi sorpresa, se ha convertido en un libro triplemente editado. Acepto no tanto por convicción como por obediencia. Pero puedo, al menos, ser misericordiosamente breve. El subtítulo aclaratorio es un indicador que señala hacia el antepasado que determinó este pródigo hijo de mi parto de ingenio, que ya se aproxima a la madurez, Al reconstruir en este momento sus orígenes, he recordado que adopté para es­ cribirlo el Método Shandiano de composición, un método no lineal, que avanza retrocediendo, y al mismo tiempo se me ha ocurrido que esta forma abierta se asemeja al curso seguido por la historia en general, por la historia de las ideas en par­ ticular y, en cierto sentido, también por la investigación cien­ tífica. Para alguien que es, como me ocurre a mí, un adicto de toda la vida de The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman, esta compleja hipótesis tenía por fuerza que traer­ le a la memoria la exposición gráfica, incluida en el Capítu­ lo XL del Libro vi, de las trayectorias excéntricas que seguían los cuatro primeros, e innovadores, libros de la obra, cuyo cur­ so es exactamente éste:

El lector diligente del presente libro puede, retrospectiva­ mente, hacer un intento de trazar el mapa de su divagante cur-



so por el mismo procedimiento; yo no me atrevo a hacerlo. Pero puedo dar testimonio de que, en cuanto tomé la decisión de seguir el complicado curso del aforismo comúnmente atri­ buido a Newton — «si he llegado a ver más lejos, fue encara­ mándome a hombros de gigantes»—, la pauta temporal quedó establecida con absoluta claridad: tanto la historia del aforis­ mo como mi historia de esa historia tendrían que avanzar y retroceder en el tiempo social, del mismo modo que iban a en­ trelazarse el tiempo particular del autor y el del lector. Tal como observó correctamente el penetrante historiógrafo Sieg­ fried Kracauer,1A hombros de gigantes (por abreviar, OTSOG [del título en inglés: On the Shoulders of Giants']), en su ras­ treo de los constantes altibajos de la historia del aforismo, se fija tanto en las discontinuidades como en las continuidades. Haciéndolo así, nos permite comprender que la historia es con­ tingente. Y es por eso que la historia de OTSOG nos propor­ ciona indicaciones no sólo de lo que sí ocurrió, sino también de lo que no llegó a ocurrir a lo largo de su fiel relato. Sin em­ bargo, tengo que añadir, con la mayor sinceridad del mundo, que muchos eruditos, porque son incapaces de comprender que la interpretación histórica tiene que asumir por fuerza esta clase de experimentación intelectual, estigmatizarán la concepción otsogiana con el calificativo de simple inmodera­ ción antiobjetiva. Permítaseme también que confiese que esta historiografía otsogiana no fue exclusivamente producto de la planificación. Sólo cuando la investigación de los viajes y aventuras del afo­ rismo newtoniano se hallaba bastante avanzada descubrí que estaba pensando y escribiendo con el estado de ánimo carac­ terístico de Shandy, y que este estado estaba siendo constan­ temente reforzado por todo aquello que, de forma tan casual como afortunada, iba encontrándome por el camino. Solamen­ te en el tardío instante en que hice este descubrimiento, y a fin de darme a mí mismo una lección, recordé el fragmento canónico del Estilo Shandiano; «Que de todas las diversas formas de comenzar un libro que se practican actualmente a lo largo y ancho del mundo 1. Insinuado en su publicación postuma History: The Last Things' Before the Last (Nueva York: Oxford University Press, 1969), pp. 189190, y dicho más directamente en una carta fechada el 16 de marzo de 1966, cuyo recuerdo permanece muy vivo en la: memoria de su receptor,

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conocido, estoy seguro de que mi propia forma de hacerlo es la mejor. Y sé que es también la más religiosa, pues empiezo escribiendo la primera frase, para después confiar en que Dios Todopoderoso me ayude a escribir la segunda» (Libro vm, Ca­ pítulo i i ). Se había producido un caso evidente de criptomnesia pues, durante un breve momento de epifanía joyceana, creí de he­ cho que yo había sido el descubridor —aunque no, desde lue­ go, el inventor— de este método. Fue un notable alivio que de esa manera pudiese volver a recobrar el juicio. Esta sincopada sinopsis del Método Shandiano, un método que no es un método, ha tenido naturalmente reverberaciones posteriores a su primera formulación, especialmente en nues­ tra época. Pongo como ejemplos solamente a Forster, Gide y Claudel, que limitan sus reflexiones acerca del «proceso crea­ dor» a su funcionamiento en el campo de las artes. Así, me parece evidente que Forster estaba poniendo en práctica el Mé­ todo Shandiano, en forma de parábola, cuando se refirió a «esa anciana dama de la anécdota» que exclamó: «¿cómo puedo decir lo que estoy pensando antes de ver lo que digo?». Ésta es, por supuesto, una muestra de la doctrina shandiana en su más alto grado de pureza, y perteneciente al mis­ mo tipo que el adoptado a todo lo largo de este librito. Pero no hay por qué limitar su trascendencia a las artes. Tal como afirmé firmemente hace casi veinte años —siendo sin duda be­ neficiario de una miscelánea de intuiciones shandianas—, la labor de las ciencias avanza en general siguiendo una pauta inexorablemente lineal. Como tiene relación con gran parte de lo que sigue en este libro, proporcionaré a continuación un fragmento tomado de Social Theory and Social Structure (1968), pues, en lugar del siempre arriesgado rodeo de la pa­ ráfrasis, prefiero dar una cita selecta y comprimida; en esa obra me refería a «esa tremenda diferencia que media entre las versiones aca­ badas de la obra científica, tal como aparecen una vez impre­ sas, y el verdadero curso de la investigación seguido por el in­ vestigador. La diferencia se parece un poco a la que media en­ tre los libros de texto que tratan de los «métodos científicos», y los verdaderos modos de pensar, sentir y realizar su trabajo utilizados por los científicos. Los libros que hablan de méto­ dos presentan patrones ideales: cómo deberían pensar, sentir

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y actuar los científicos; pero estas pulcras pautas normativas, como bien sabe todo el que ha emprendido esta clase de in­ vestigaciones, no reproducen las adaptaciones, típicamente chapuceras e igualmente oportunistas, llevadas a cabo por los científicos en el curso de sus investigaciones. Es típico que los artículos o monografías científicos presenten un aspecto in­ maculado que reproduce sólo en escasa o incluso nula medida los saltos intuitivos, los arranques en falso, los errores, los ca­ bos sueltos y los felices accidentes que salpicaron la investiga­ ción de cabo a rabo» (p. 4).2 Para que este prólogo proporcione un contexto personal, inaccesible por otros procedimientos, a las páginas que siguen, no puedo abandonar aquí esta cuestión. Pues sólo ahora, tras muchos años de discontinuidad, comprendo que lo esencial de esta idea ya aparecía en mi disertación doctoral de hace casi medio siglo, formulada con estas palabras : «... las teorías y leyes científicas son presentadas de forma ri­ gurosamente lógica y "científica" (de acuerdo con las reglas demostrativas de cada época) y no en el orden en el cual se llegó a concebir la teoría o la ley. Esto equivale a decir que, mucho después de que la teoría haya sido calificada de acep­ table por el científico de acuerdo con su experiencia privada, ese científico se ve obligado a crear una prueba o demostra­ ción de acuerdo con el canon aprobado de verificación cientí­ fica vigente en la cultura en la que trabaja. Tal como ha seña­ lado Poincaré, los más importantes descubrimientos científicos fueron adivinados antes de haber sido demostrados. Pero la intuición, aunque sea un poderoso instrumento de invención, no es jamás base suficiente para que una doctrina quede in­ corporada a la ciencia. La demostración sigue siendo necesa­ ria» (pp. 220-221 ).3 2. Como no estaba a mi alcance el Tercer Programa de la BBC, y como no soy suscriptor de su revista «The Listener», yo ignoraba que, al­ rededor de cinco años antes, mi posteriormente buen amigo Peter Medawar había hecho unas observaciones muy parecidas en su charla ra­ diofónica «Is the scientific paper a fraud?» (publicada luego en «The Listener» del 12 de septiembre de 1963). Pero, claro está, tal como atesti­ guan ampliamente las páginas de este libro, el «plagio anticipado» es un fenómeno corrientísimo en la historia de la ciencia y del saber. 3. Esa disertación de 1938, Science, Technology and. Society in Séventeenth-Century England, ha sido reeditada de vez en cuando; la más

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Dicho en otras y más compactas palabras, el truco más di­ fícil del arte y la artesanía científicos consiste en ejercer la disciplina sin dejar por ello de obedecer al propio daimón; y éste es un tema subyacente de este libro que será fácilmente identificado por el lector atento. Hay otros temas mayores y menores, más accesibles incluso, que no requieren aquí una mención explícita. Debería subrayar, no obstante, que este li­ bro proporciona una verdadera nosografía y materia médica de ciertas afecciones claramente identificadas, y cuya presen­ cia entre eruditos y científicos es endémica: adivinacionismo denigratorio (o la costumbre de encontrar en épocas remotas presuntas anticipaciones de ideas o hallazgos recién descubier­ tos en el presente); el correlativo síndrome anatópico o pa­ limpséstico (encubrir las versiones más antiguas de una idea por el método consistente en adjudicárselas a un autor rela­ tivamente reciente en cuya obra se encontró esa idea por vez primera); la criptomnesia honesta («recuerdo sumergido o su­ bliminal de acontecimientos olvidados por el yo supraliminal», como cuando se olvida la fuente de una idea que uno toma por nueva y propia); el idiolectismo [grimgribber] 4 oscurantista (el arte de la invención de jergas especializadas); insanabile scribendi cacoethes (la tormentosa comezón de publicar, afec­ ción que sólo se remedia garabateando palabras en una hoja de papel); el humillado complejo de Parvus, o enanismo (dis­ minuir los méritos eruditos de la propia obra contrastándola ambiciosamente con la enorme obra realizada por los gigantes de la ciencia y del saber); la peregrinosis provinciana (temor subliminal a la erudición extranjera); y, por no extender más esta lista preliminar, el tu quoque (tú también) defensivo, identificado por primera vez en el siglo xvn, que aquí se rela­ ciona específicamente con la costumbre de hacer frente a una acusación de plagio replicando que también el acusador ha co­ metido plagios. Desde la primera hasta la última página, el médico del alma confía en que, diagnosticando de este modo la afección, se da un primer paso hacia la profilaxis o cura­ ción. reciente reedición en tapa dura fue la de Howard Fertig, Inc., y en libro de bolsillo la de Humanities Press. 4. A veces, como aquí, he creído conveniente dar entre corchetes el término usado en el original inglés, por ejemplo en ocasiones como ésta, en donde se trata de un término técnico, o jocosamente técnico.

(N. del t.)

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Diagnosticada desde hace mucho tiempo por ese maestro de observadores del siglo xvm que fue Richard Steele, gracias a «Lecturas excesivas y escasa Comprensión», la enfermedad endémica de los eruditos que se conoce con el nombre de pe­ dantería no requiere diagnósticos adicionales, pues su transpa­ rente y árida arrogancia carente de fundamento, se satiriza, castiga y, en último término, ennoblece a sí misma al rendir tácito tributo a esa otra erudición, la auténtica, en la que a la pasión del aficionado por el saber se añade el compromiso del profesional con una disciplina rigurosa y fundamentada. Hablar aquí de otros temas del libro sería una usurpación y casi un acto subversivo. Pero es aconsejable añadir una pa­ labra más sobre su tono. Sin leer excesivamente entre líneas este libro, cosa que supondría cargarlo con un exceso de inter­ pretación, quiero referirme una vez más al modo shandiano que lo anima, y propongo aquí que se le otorgue el lugar que le corresponde desde el punto de vista sintáctico, a la misma altura que los modos indicativo, subjuntivo e imperativo. (A los cuales, por supuesto, hay que añadir también el «modo por-supuesto», tai como descubrirá muy pronto el lector aten­ to.) Es evidente que el Modo Shandiano exige la adopción de una perspectiva cómica para contemplar los asuntos serios. De acuerdo con este modo, y a pesar de las apariencias, lo verda­ deramente cómico está muy alejado de lo simplemente frívolo. Trasciende de largo el simple chiste. Ésta es, naturalmente, una pretensión que dista mucho de ser radical. Es bien sabido que ha habido numerosos escritores —en el amplio campo que va desde, por ejemplo, Aristóteles, hasta, por ejemplo, Eider, Olson— que ya han percibido todo esto antes que yo. Auden exageró la nota, sin duda, en su obiter dictum: «sólo se puede ser serio con la comedia». Pero tiene toda la razón cuando suma su voz a la de Cassirer y otros, y reconoce el carácter liberador de lo cómico. Acerca de este tema y sus diversas va­ riaciones, quiero elegir una luminosa frase del memorable Es­ say on Man (1953) de Ernst Cassirer, para librar así al lector de similares observaciones hechas por otros autores. En una obra cómica, escribe Cassirer, «las cosas y los acontecimientos empiezan a perder su peso material; la burla se disuelve en la risa, y la risa es liberación». Cassirer dice aquí, sin duda, una verdad, ¿De qué sirve, si no, el Tristram Shandy? Pero para reconocerle todas sus virtudes al sentido de lo cómico hay que añadir a esa verdad estética y psicológica otra verdad,

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sociológica, según la cual los libros cómicos se enfrentan, con tolerada irreverencia, a la ironía inherente a las formas socialmente establecidas del pensar, sentir y actuar. Y esto, a su vez, nos recuerda que no es en absoluto cierto que todo lo que es está bien, o, si vamos a eso, que está mal. Lo que importa, en todo caso, es que todo lo que es, es posible. Por motivos que se irán haciendo gradualmente más evi­ dentes, este libro carece de un índice de contenidos. Pero, ha­ cia el final, propone un glosario Otsogal, y, en su final mismo, un «Nomenclátor o A modo de índice», primero de «Personas y Personajes» y luego de «Lugares, Cosas y No-cosas». Finalmente, quisiera reconocer aquí la deuda que he con­ traído con William Jovanovich por haber creado, a Peter Jovanovich por haber dirigido, a Jacqueline Decter por haber orga­ nizado, y a Denis Donoghue por haber escrito su conclusión a esta edición que señala la llegada de OTSOG a la madurez. R.K.M. Primero de año de 1985

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Prefacio

Es un placer escribir un prefacio para esta brillante, enlo­ quecida y desenfrenada Postdata Shandiana, una postdata de doscientas setenta y siete páginas [en la edición inglesa], con un número de notas a pie de página muchísimo mayor que el que jamás haya podido tener ninguna carta dirigida a un amigo. Este libro es puro juego, retozo, brinco, baile, una excur­ sión increíblemente alocada hacia el mundo de la erudición, con ininterrumpidos rodeos, idas y venidas que, sin embargo, se jacta de tener una trama con un comienzo y un desenlace (aunque no se puede garantizar el nudo). Leyéndolo, me he reído de cabo a rabo, y a menudo lo hacía a carcajadas. He aquí a un catedrático universitario de sociología que se ríe de los catedráticos universitarios, que se ríe de sí mismo y de sus hermanos de forma indirecta y que, sin embargo, acaba ganán­ dose nuestro más profundo respeto por su erudición. De he­ cho, se ganó el mío desde la página 27, cuando suelta como si tal cosa su primera y sencilla referencia a Didacus Stella (en Luc. 10, tom. 2). El libro se presenta como una carta a un colega, dedicada a rastrear el origen de la famosa frase atribuida a Sir Isaac Newton: «Si he llegado a ver más lejos, fue encaramándome a hombros de gigantes.» De hecho, todo empezó como una car­ ta dirigida por el doctor Merton a un amigo. Yo lo vi por vez primera en esa forma, y no era un texto escrito pensando en su edición. Pero, ¿cómo puede haber alguien que cuente con el tiempo necesario para escribir una carta así, el tiempo ne­ cesario para leer todos esos libros y luego reírse de ellos, el tiempo necesario para coleccionar semejante vocabulario? Yo creía que Sir Francis Bacon poseía el más extraño repertorio de palabras jamás impreso. Pero ni siquiera Bacon habló de la criptomnesia ni del minimifidianism [neologismo traducible como miniminicionismo]. Si éste es un buen ejemplo de las cartas que el doctor Merton les escribe a sus colegas, quisiera preguntar con toda humildad, ¿y sus alumnos, y los estudian­ tes de Columbia que se matriculan en sociología como asig­

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natura principal de su carrera? ¿Dónde encajan ellos, y a qué otras cosas dedica su vida el doctor Merton? Hace falta algún tiempo para averiguar por qué camino nos lleva este libro, para descubrir qué diablos está haciendo el doctor Merton, a dónde se dirige y por qué. Pero en cuanto lo averiguamos, abandonar la lectura es imposible; aunque a ve­ ces nos entren ganas de hacerlo. Todas estas digresiones, no­ tas al margen, preámbulos y excursiones provocan hipos, his­ teria y aumento de la tensión arterial. No obstante, el lector sigue leyendo. Deslumbrado, avanzando a tientas, se aferra con desesperación al hilo que el doctor Merton ha dejado caer. Y le sigue hasta el final. No me han presentado al doctor Merton, ni tampoco le he visto nunca. ¿Qué clase de persona es un hombre que, como él, se sumerge bajo las piedras como un pececillo de agua dul­ ce en pos de su presa, y vuelve a salir lanzando un surtidor como toda una ballena erudita? ¿Cómo se comporta en casa, con su familia, qué actitud adopta? ¿Cómo trata a su hija Va­ nessa, de la que no nos dice otra cosa que su hechizador nom­ bre (y, como diría el propio Merton, todo el mundo sabe de dónde viene ese nombre)? Oh, sí, nos cuenta que Vanessa no es de las personas que usan la expresión «again and again» [una y otra vez, a menudo], sino que dice again and again and again and again and again [una y otra y otra y otra y otra y otra vez], ¿Son todos los Merton tan deliciosamente prolijos? ¿Hablan todos tan aprisa como escribe Merton père, galopan­ do, gritando, susurrando, tropezando, enderezándose, perdien­ do el aliento pero siempre con alegría y seguridad? Este libro proporciona diversión, pero también sabiduría. «Sigue tus propias inclinaciones hacia donde te lleven —escri­ be Merton—, pues es el mejor modo de escribir una historia.» De ahí pasa a lo que él llama lo esencial del Método Shandia­ no. «Al hacer esta contundente declaración —dice Merton (no importa sobre qué cosa la haga)—, al hacer esta contundente declaración, en modo alguno debilitada por ningún tipo de re­ serva (la cursiva es mía) me expongo a ser acusado de com­ portamiento antierudito.» El comportamiento antierudito del doctor Merton es maravilloso; es una ráfaga de aire fresco en un lugar en el que hace falta el aire fresco. «Ojalá ■ —laménta­ la verdadera erudición no fuese lo que es, una serie de mo­ mentos anticulminantes.» Cuando más queremos al doctor Merton es, quizá, cuando se disculpa por el hecho de que cierto abstruso libro de refe*

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rencia no se encuentre en su biblioteca (cosa que ocurre casi cada tres páginas). Por ejemplo, el número de octubre de 1838 de The Edinburgh Review, o la copia de un fragmento con la referencia «en Cod. Corpus Christi Oxon. 283 fol. 147ra». He aquí, en cualquier caso, una muestra de auténtica eru­ dición que no es una serie de momentos anticulminantes. ¡Le deseo nuevos éxitos, doctor Merton, en todas sus investigacio­ nes e invenciones! Ca t h e r in e D r in k e r B ow en

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A HOMBROS DE GIGANTES

8 Nov. Robert K. Merton Dept, de Sociología Universidad de Columbia Querido Bob: Muchísimas gracias por haberme enviado una copia de tu conferencia presidencial... ... El artículo despierta toda clase de ecos, como puedes ver; muchas gracias. Por cierto, no he leído el artículo de Koyré que citas en la nota 34; quizá repasa la historia del epi­ grama que mencionas con ref. a Newton; pero la frase parece tener una antigüedad bastante notable. Yo me la he encon­ trado dos veces, en Gilson y Lavisse, como comentario hecho por Bernard de Chartres a comienzos del siglo x i i . Pero es probable que Tales dijera lo mismo, y que sólo recordara va­ gamente de dónde lo había sacado...

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30 Diciembre Doctor Bernard Bailyn Facultad de Historia Universidad de Harvard Querido Bud: Aquí me tienes, preparando una serie de conferencias sobre sociología de la ciencia que estoy destinado a dictar la próxima primavera. En ellas ampliaré algunas de las observaciones que hacía en mi artículo sobre el tema de las prioridades. Y como en este momento me encuentro precisamente tratando de de­ cidir si elaboro mucho, un poco, o absolutamente nada el asun­ to del aforismo del enano-sobre-los-hombros-de-gigantes, me he puesto a pensar, naturalmente, en tu pregunta acerca de su historia. Estos son los datos que tengo a mano. Hasta donde puedo decir, basándome en pruebas impresas, todo empezó para mí en 1942, en forma de tardía novedad, al publicar un artículo titulado A note on science and democracy (cuya nota, como esi típico, se extendía a lo largo de once laberínticas páginas de texto impreso). En ese artículo me refiero a «la frase de New­ ton: "Si he llegado a ver más lejos, fue encaramándome a hombros de gigantes”», y, en la inevitable nota a pie de página, añado: «resulta bastante interesante que el aforismo de New­ ton sea una tópica frase que ha sido repetidamente expresada desde el siglo xn por lo menos». En apoyo de tal afirmación cito, de manera bastante críptica, « Isis, 1935, 24, 107-9; Î938, 25, 451-2». Todo esto lo reiteré cuando se reimprimió el artícu­ lo en «Social Theory and Social Structure». Al igual que otros muchos antes de mí, me abalancé sobre el aforismo en cuanto lo encontré por vez primera: dice mu­ chas cosas con pocas palabras, y las dice de forma no sólo pintoresca, sino también gráfica. Entre 1942, cuando escribí la nota, y 1949, cuando hice la reimpresión de esa referencia sin añadir más comentarios, había estado coleccionando afanosa­ mente, como la ardilla de tu jardín pero sin su presumible co­ 26

nocimiento de que sabe por qué hace lo que hace, hasta las más mínimas alusiones al epigrama, y almacenándolas previ­ soramente. Al igual que ese peludo roedor, no siempre conse­ guía acordarme de dónde había escondido las cosas. La historia, o al menos aquellos fragmentos que soy capaz de recordar esta mañana, fue más o menos así.

ŒI Todo el mundo sabe, por supuesto, que el aforismo se re­ monta a Didacus Stella1 (en Luc. 10, tom. 2) y que su origen puede estar incluso allí, ¿quién puede adivinarlo? Todo el mun­ do lo sabe porque Robert Burton, ese ardillesco coleccionista de innumerables cosas que valía la pena saber, dice que así es.2 Ni siquiera se limita a eso. Burton llega incluso a dar una cita intacta: « Pigmei Gigantum humeris impositi pîusquam ipsi Gigantes vident.» Esta forma es algo diferente de la que 1. Por motivos que el lector verá más adelante, no castellanizo este nombre, a diferencia de lo que hago con los demás, siguiendo la tradi­ ción española en esta materia. (N. del t.) 2, Pero, ¿quién o qué es «Didacus Stella en Luc. 10, tom. 2»?, popodríamos preguntarnos. B urton escribe en su texto, página 8 de su libro, que él, Burton, puede «decir con Didacus Stella», y luego le pone a su cita esta nota a pie de página: «en Luc. 10, tom. 2». Ese indiscuti­ blemente gran historiador del Renacimiento Científico que es Alexan­ der Koyré, informa fielmente que Burton utiliza la frase «como una cita de Didacus Stella, en Luc. 10, tom. 2», y nos apremia a «Cf. [L. T.] M ore, Isaac Newton, 177, nota 28». L. T. More (tal como Koyré nos dice) se refiere, en efecto, a Burton, el cual «cita Didacus Stella, en Luc. 10, tomo 2», como base sobre la cual deduce que «esta famosa fra­ se» se remonta a una época muy anterior a la de Newton. Pero a me* dida que pasamos de los textos de los eruditos a los de los compila­ dores, y abrimos las páginas de una de la más duraderamente popula­ res compilaciones de frases célebres que hayan sido creadas en la his­ toria —por este rodeo habrás averiguado ya que estoy refiriéndome al Familiar Quotations de Bartlett—, comprobamos que la «fuente» de este último aparece toda ella en cursiva, así: «Didacus Stella en Lu­ can 10, Tom. I I . » ¿Quién es, pues, Didacus Stella, o qué es Didacus Stella en Lucan 10 Tom. I I ? Puedo identificar vagamente a este «Líícan» o Lucano: fue uno de los miembros de esa multitud de autores latinos que tanto admiraban los hombres de la Edad Media; un autor de la misma categoría que, por ejemplo, Estacio o Frontino. Pero, ¿se refiere Burton a él, o existe un tipo más extraordinario incluso, ese tal Didacus Stella?

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aparece en las Familiar Quotations de Bartlett (o, al menos, tal como aparece en mi ejemplar de la impresión hecha en 1939 de la edición undécima, o sea la de 1937). Ellos —a saber, o bien el propio Barlett (cosa que se podría comprobar fácil­ mente) o quizá sus coeditores postumos, el enérgico Christo­ pher Morley y la infatigable Louella Everett—, ellos hacen que Burton omita el par de Ges mayúsculas de Gigantum y Gigan­ tes, aunque permiten que la P mayúscula de Pigmei resulte ilesa, posiblemente porque tenía ïa buena suerte de aparecer al comienzo de la frase. Dos o tres compiladores que he con­ sultado hacen lo mismo que hizo el propio Burton; traducen el latín al inglés. El compacto latín queda transformado hasta adquirir esta forma bastante literal: «Unos pigmeos instala­ dos a hombros de gigantes ven más que los propios gigantes.» El dicho parece perder parte de su fuerza con esta transición. En efecto, parece negar la verdad de lo que Burton tuvo el in­ genio de insinuar como adición al aforismo, una adición no epigramática pero informada, no obstante de ingenio y capa­ cidad de comprensión. Burton cita la frase en inglés y luego dice, reflexivamente: «Es probable que yo añada algo, altere y vea más lejos que mis predecesores.» Burton era capaz de todo esto, pero no lo fueron, en cambio, los compiladores de las Quotations de Bartlett. Pues, en su traducción del mot al inglés, no vieron, evidentemente, más lejos que su predecesor Burton cuando alteraron su versión inglesa de la frase del elu­ sivo Didacus Stella. En esta versión, como podrás comprobar* la fuerza del supuesto original en latín se amengua muy poco, casi nada: ^«Un enano encaramado a hombros de un gigante puede ver más lejos que el propio gigante.» Así, en la forma en que todo esto nos llega a nosotros, ciu­ dadanos del siglo XX, a través del ubicuo Bartlett, tanto la cualidad epigramática del original como la instructiva adición de Burton, se han perdido. Lo cual es una pena porque, con su adición, Burton hizo una cosa que no está al alcance de todos: añadir a una honesta humildad un sincero reconoci­ miento de los propios méritos. Es más, con su eliminación, los compiladores de Bartlett han privado a Burton de su notable­ mente solvente y envidiablemente sucinta teoría acerca de cómo crece el saber. No habría que hacerle cosas así a un escritor como Burton.

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Fue, ciertamente, autor de un solo libro, pero se trata de un libro grandioso, tumultuoso y simpático (con citas tan diver­ sas y apropiadas que llegan a convertirse en productos origi­ nales de quien las había tomado en préstamo): The Anatomy of Melancholy, What I t is, with AU the Kinds, Causes, Symp­ toms, Prognostics and Several Cures of It [todo ello] in Three Partitions, with their several Sections, Members and Subsec­ tions, Philosophically, Medically, Historically Opened and Cut Up, el cual, como bien recuerdas, es atribuido pseudonímicamente, en la página del titulo, a «Democritus Junior», nombre rectificado y expansionado, de forma muy apropiada al caso, como «Democritus Minor» en ediciones posteriores. (Esto por lo que se refiere a cómo aparece en la impresión hecha en 1867 de la edición de 1651/2; de momento, pero sólo de mo­ mento, no me hago responsable del aspecto que puedan tener las cosas en otras ediciones o impresiones.) Bien, me parece perfecto que Koyré y More, que BartlettMorley-y-Everett, citen a Burton como el escritor que cita a Didacus Stella como fuente del aforismo cuyo origen estamos buscando. Pero creo que los eruditos, ya que no los compila­ dores modernos, deberían habernos facilitado el contexto en el que Burton pone este aforismo. Acerca de este particular permanecen todos extrañamente silenciosos. Y sin embargo, como ocurre casi siempre, es el contexto el que proporciona gran parte del significado del texto. Tengo que decirte, pues, que Burton introduce el aforismo en un momento muy tem­ prano del libro; en cierto sentido, antes de que empiece el libro en sí. Aparece en la página 8 de una introducción de 74 páginas, cuyo título es «Democritus Junior al Lector», una in­ troducción que pretende informar al lector sobre la filosofía y la táctica empleada en el libro y, sobre todo, que pretende prevenir, de la forma más cauta y profiláctica, la presumible acusación de que él, el autor, haya inadvertidamente podido o bien tomar excesivos préstamos (y no siempre con el debido reconocimiento) de los escritos anteriores de otros autores, o bien, peor incluso, que haya cultivado ese procedimiento que, si no recuerdo mal. George Sarton describió una vez con la expresión «escribir en plan negro, para que firme otro, pero al revés» (aunque Burton me informa de que Aulo Gelio ya lo había descrito dieciocho siglos antes, con estas palabras: «escritores e impostores más tardíos... pergeñan multitud de absurdas e insolentes ficciones, amparándose tras el nombre

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de un filósofo tan noble como Democrito, a fin de darse cré­ dito a sí mismos, y ser por ese medio más respetados»; procedimiento acerca del cual el Democritus pseudónimo se apresura a decir que «Y o no practico»). Esto por lo que se refiere al contexto general del Aforismo, que forma parte de la apología de Burton para su libro. Pero el contexto más inmediato resulta más revelador incluso: Bur­ ton está metido en el empeño de defender su decisión de utili­ zar sin restricciones el saber del pasado, y explica que «no tengo que decir en mi defensa más que estas palabras de Ma­ crobio, Omne meum, nihil meum, todo es mío, nada es mío». Siguiendo en su actitud defensiva, el cosechador Burton ex­ plica a continuación que «he coleccionado laboriosamente este Centón a partir de la obra de diversos escritores, y sine injuria, no he agraviado a ningún autor, sino que le he dado a cada uno lo suyo; lo cual tanto elogia Hierón de Nepote; no sólo no robó versos, pági­ nas, tratados enteros, como hacen algunos en nuestros días, ocultando los nombres de sus autores, sino que dijo que esto era de Cipriano, esto de Lactancio, esto de Hilario, y que eso dijo Minucio Felix, y eso Victorino, y que hasta aquí llegó Ar­ nobio: Yo cito y menciono a mis autores (que, por mucho que algunos escritorzuelos analfabetos tilden de pedantes, a fin de protegerse de su propia ignorancia, y opongan a su propio es­ tilo tan afectadamente bueno, pienso utilizar aquí y utilizaré) sumpsi, non surripui...». y consigue con este último latinajo una bella frase que niega su propia sustancia ya que se trata, por supuesto, de una simple repetición en forma compacta de la opinión que Cice­ rón tenía del plagio. En su prolongada defensa frente a la acusación de que, en el mejor de los casos, no es más que un cosechador de los fru­ tos de la sabiduría de otros, y, en el peor, un ladrón que se apropia furtivamente de las perlas del ingenio de los demás, Burton se aproxima cautelosamente a ese pasaje, el de Dida­ cus Stella, que tanto absorbe tu interés y el mío. «... Es cierto que me dedico a concoquere quod hausi, dis­ pongo de lo que conquisto. Les hago pagar tributo, en la con­ fección de éste mi Maceronicon [deduzco que esto último es un neologismo derivado del nombre del conocido amigo de

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Virgilio y Ovidio, Emilio Macer], pero el método es mío y sólo mío, apropiándome aquí de lo dicho por Wecker e Ter. nihil dictum quod non dictum prius, methodus sola artificem ostendit, nada podemos decir que no haya sido dicho ya, mas la composición y el método sólo son nuestros, y ahí es donde se ve al auténtico sabio. [Y ahora plantea el tema del método cuya legitimación procede de la existencia de amplios prece­ dentes.] Oribasio, Esio, Avicena lo sacan todo de Galeno, pero usan su propio método, diverso stilo, non diversa fide. Nues­ tros poetas roban a Homero; lo que éste vomita, dice Eliano, se lo comen los demás a lametazos. Los teólogos siguen em­ pleando verbatim las palabras de Agustín, y nuestros acicala­ dores de relatos hacen lo mismo; el que llega el último es ge­ neralmente el mejor... [Y sólo ahora se siente dispuesto Bur­ ton a introducir el Aforismo, cuidadosamente citado.] Aunque hubo en la Antigüedad muchos gigantes de la Física y la Filo­ sofía, afirmo con Didacus Stella...» Dirás, sin duda, que estoy siendo muy duro con Bartlett por no haber informado acerca de este contexto de autojustificación en el que aparece el Aforismo. Dirás que, al fin y al cabo, Bartlett proporciona algunos retazos del pasaje que aca­ bo de citarte entero. Pero tu defensa no hace más que agravar la ofensa. Porque en ningún lugar llega Bartlett a insinuar si­ quiera la pregunta —ni mucho menos a dar la respuesta— de cómo fue que Burton sacó a colación al misterioso Didacus Stella en Luc. 10, tom. 2 y el Aforismo. Pues toma buena nota de este dato, y medita sobre su significado : ¡en la primera edi­ ción de la Anatomy, no se dice ni una palabra sobre Didacus Stella ni sobre el Aforismo! En cambio, en la segunda edición, que apareció tres años después, en 1624, ya sale todo. Estoy seguro de que la importancia de este detalle universalmente menospreciado no dejará de llamar tu atención, como tam­ poco deja de llamar la mía. Burton estaba utilizando a Dida­ cus Stella como experto imparcial en calidad de testigo de que él, Burton, no era un plagiario ni tampoco un simple compi­ lador; de que, en lugar de eso, se había encaramado a hom­ bros de sus predecesores para ver mucho más lejos que ellos, y que ésta era una costumbre consagrada desde hacía tiempo por el Aforismo. Como bien sabemos, la Anatomy fue religiosamente leída por sucesivas generaciones de lectores ilustrados, desde su misma aparición en 1621 (y no como el Dr. John Ferriar —ese

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comentarista al que ahora recordamos sobre todo por su me­ morable error—, no como el Dr. Ferriar dice erróneamente, en 1617). Luego fue reimpresa una y otra vez (o, como diría Va­ nessa, mi hija de diez años, y como, efectivamente, ha dicho), una y otra y otra y otra y otra y otra y otra vez, en 1624, 1628, 1632, 1638, 1651/2, 1660 y 1676. En su libro, Burton-Democritus estableció una cabeza de puente que permitió que el antiguo Aforismo entrase en el si­ glo XVII. Desde entonces pudo ser sacado a relucir por toda clase de personas, tanto aquellas que estaban dotadas de un cerebro auténticamente grandioso y que tenían derecho a este tipo de combinación de humildad-y-confianza-en-sí-mismos, como aquéllas otras provistas de cerebros que en los mejores casos sólo merecerían ser calificados de medianos, para las que tal derecho es cuando menos discutible. A la manera de Bur­ ton, la Anatomy of Melancholy mira en dos direcciones: hacia los antiguos, en busca de saberes que valga la pena transmitir a los contemporáneos, y hacia los modernos que, sacando par­ tido de esos saberes, pueden disponerse a ampliarlos y ahon­ darlos.

G II Entre los gigantes del siglo xv ii que dijeron modestamente de sí mismos que estaban encaramados a hombros de los gi­ gantes del pasado, el más grande de todos fue, por supuesto, Newton. Y lo hizo personalizando un poquitín el viejo dicho, dejando abierta la cuestión de si no era más que un enano que había sido elevado hasta un lugar eminente desde el que podía ver más lejos que otros, y dejando también como asunto pro­ blemático el de si había visto más lejos. Éstos son los sutiles cambios que se producen cuando se le da a la frase la siguien­ te forma: «Si he llegado a ver más lejos, fue encaramándome a hom­ bros de Gigantes.» Antes de comenzar la exploración del contexto histórico de la personalísima versión que da Newton del Aforismo, debe­ ríamos hacer una pausa para examinar algunos aspectos oscu­

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ros de la primera parte de su vida a fin de comprender mejor cómo fue que acabó modificando el Aforismo de esta manera. Todos los grandes hombres se convierten inevitablemente en elogiados protagonistas de complicadas hagiologías, y es ló­ gico que así sea. Ahora bien, como Eclesiástico, también yo opino que deberíamos estar siempre prestos a alabar a los hombres famosos. Pero sólo estoy dispuesto a llegar hasta ahí. Permíteme, pues, que me cargue de un plumazo la historia del nacimiento de Newton tal como la cuenta Edward J. Wood (en su tratado de apropiadísimo título, Gigantes y enanos, un libro que, si bien fue publicado en la relativamente reciente fecha de 1868, permanece, pese a su título, extrañamente silencioso con respecto a nues,tro Aforismo). En la página 285 te encon­ trarás con que Wood nos cuenta con el mayor aplomo que «Sir Isaac Newton, nacido en 1642, fue, según se dice, hijo postu­ mo, ya que su padre murió a la edad de noventa y seis años». No sé qué hacer con esto. Tal como le corresponde a todo científico auténtico, trato de no tener prejuicios respecto a co­ sas que pueden parecer milagrosas, pues sé que incluso la pro­ babilidad más remota tiene una posibilidad finita de conver­ tirse en realidad. Sin embargo, como veremos a su debido tiempo, ni siquiera Jonathan Swift,1en su profundo análisis de la gerontología, llegó a atribuir semejante poder generativo a personas tan próximas a cumplir los cien años; yo, por mi par­ te, opino de la misma forma que él. Hay una historia muy diferente relativa al nacimiento de Newton (registrada por su devoto biógrafo, Brewster)2que no solamente parece auténtica y verosímil, sino que disfruta del mérito adicional de forjar un estrecho vínculo simbólico entre el Aforismo y aquel gigante de la ciencia. La historia (sinteti­ 1. Swift fue también hijo postumo, pero su padre murió mucho an­ tes de llegar a ser nonagenario. 2. Más exactamente, Sir David Brewster, Capellán Honorario del Rey, Maestro en Artes, Doctor en Derecho Civil, Miembro de la Royal Society, vicepresidente de la Royal Society de Edimburgo, y Miembro de la Real Academia Irlandesa, aparte de científico importante por de­ recho propio, que, en el curso de sus ochenta y siete años de vida, abandonó su carrera de ministro presbiteriano porque, como dice el Dictionary of National Biography, «jamás pudo predicar sin sentir ex­ trema nerviosidad, que a veces le producía desmayos», para empren­ der, primero, una carrera de preceptor, en «la familia del general Diroon de Mount Annan, en Dumfriesshire», y, sólo un año más tarde, en 1805, para presentarse como candidato a la cátedra de Matemáticas de la Universidad de Edimburgo, aunque sólo para que se hiciera con

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zada en una frase) dice así: «El recién nacido... traído al mun­ do era de una talla tan diminuta que, tal como su madre le dijo posteriormente al propio Newton, hubiese cabido en una jarra de litro...» Es indudable que jamás en la vida ha habido un comienzo tan pequeño que haya tenido una conclusión tan grande. Pero es hora de abandonar las anécdotas sobre el naci­ miento de Newton para pasar a la historia de su truncada uti­ lización del Aforismo. Es sin duda interesante, y fue subra­ yado de nuevo recientemente con motivo de la publicación por parte de Alexander Koyré, en «Isis», diciembre de 1952, de Una carta inédita de Robert Hooke a Isaac Newton, el hecho de que la paráfrasis que hizo Newton del Aforismo apareciese en una carta conciliadora dirigida a Hooke, aquel genio tan con­ tencioso, que se había negado a aceptar la prioridad de New­ ton en el descubrimiento de la teoría de los colores. Newton se mostraba humilde al mismo tiempo que negaba, con toda la razón, que nadie antes que él, y Hooke menos que nadie, había establecido la teoría desarrollada por él. No podía ha­ ber ocasión mejor para demostrar la versatilidad del Aforismo. Lo que hizo surgir esta gran discusión con Hooke (durante cuyo prolongado desarrollo Newton escribió su ahora famosa carta con la incluso más famosa frase) fue la aparición de la primera carta de Newton sobre la luz y el color. Esto ocurrió ella «Mr. (posteriormente Sir John) Leslie», y esto a pesar dé que Brewster había recibido firmes promesas de apoyo por parte del gran Herschel, así como por parte de otros eminentes científicos. De todo lo cual resultó que, cinco años más tarde, en 1809, le convencieron para que se ocupara de la dirección de la Edinburgh Encyclopedia, empleo que le tuvo entretenido nada menos que veintidós años, en el curso de los cuales, sin embargo, comenzó y llevó a cabo su obra científica. De hecho, su primer artículo para la Royal Society de Londres fue remi­ tido a esa institución en una fecha tan temprana como la del año 1813. Este artículo se titulaba, de forma apropiadísima para el tema que aquí estudiamos, Algunas propiedades de la luz, y tras éste siguieron otros muchos, la mayoría de ellos sobre la polarización de la luz. La conse­ cuencia de todo esto fue que sus importantes trabajos científicos pro­ vocaron muy pronto el respeto de sus colegas, y, poco después, el pre­ mio simbólico de la medalla Copley, después la medalla Rumford, y, más adelante, una de las medallas de la Royal Society, todo lo cual fue complementado, en 1816, por el Premio del Instituto Francés, que le concedió la mitad del correspondiente a esa fecha y que se otorgaba en aquel entonces a los dos mayores descubrimientos de ciencias físicas llevados a cabo en Europa, lo cual suponía una limitación muy injusta, dada la situación de la ciencia americana en aquella época.

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en 1672, en la Philosophical Transactions. Tal como nos re­ cuerda I. B. Cohen en su magistral Franklin and Newton (1956, p. 51), fue «la primera vez que un importante descubrimiento científico fue anunciado de forma impresa en una revista».3 A partir del momento de esa publicación, y de forma inter­ mitente a todo lo largo de los años setenta del siglo xvn, la discusión con Hooke se enfrió y se calentó alternativamente, pero, a pesar de los esfuerzos realizados por sus amigos mu­ tuos, nunca se llegó a un acuerdo satisfactorio para los dos grandes científicos. Aunque no tuviera la misma estatura que Newton —¿acaso hubo alguien de su talla?—, Hooke puede ser clasificado junto a él, sin ofender a sus más devotos admirado­ res y sin temor a ser mal mirado por nadie. Hooke fue un ge­ nio que sólo'ahora empieza a obtener el reconocimiento que desde hace mucho tiempo se le debía. Si yo tuviera tiempo, y tú paciencia, revisaría ahora los de­ talles de ese decenio de enfrentamientos y quizá llevaría in­ cluso la historia hasta 1704, un año después de la muerte de Hooke, fecha en la que Newton publicó finalmente su Opticks, obra terminada desde hacía al menos diez años. Pero en reali­ dad no hace ninguna falta realizar tal esfuerzo, pues carece de relación con la historia de cómo fue que el Aforismo adaptado por Newton terminó siendo conocido como una frase acuñada por él. Lo único que nos interesa es que, desde hace ya mucho tiempo y por motivos que parecen razonablemente obvios, suele creerse que ese dicho fue creado por Newton. Y no por­ que él declarase nunca que así fue, ni porque jamás llegara ni siquiera a insinuarlo. Todo lo contrario. Simplemente, New­ ton no vio ninguna necesidad, incluso en aquellos tiempos en los que no había un ejemplar de las Familiar Quotations de Bartlett en los anaqueles de todo el mundo, de anunciar el an­ tiguo linaje del dicho. Al fin y al cabo, aunque no estuviera el Bartlett a mano, Burton, ese asistemático predecesor de Bartlett, sí lo estaba. No hubiera sido correcto por parte de Newton el insultar a Hooke dudando sobre este aspecto de sus conocimientos, aunque se las arregló bastante bien a la hora de lanzarle otros insultos, más ofensivos, como cuando dijo 3. Nuevas pruebas descubiertas por A. R. H all en 1948, Sir Isaac Newton’s notebook, 1661-1665, «Cambridge Historical Journal», 9, pp. 239250, demuestran que la teoría de los colorés ya había sido completada en el invierno de 1666. Newton, como recordarás, tenía por costumbre no hacer imprimir sus trabajos hasta que estaba completamente seguro, y a veces ni siquiera entonces.

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que Hooke era unas veces tonto y otras charlatán, lo primero cuando no entendía ciertas cuestiones básicas de óptica, y lo segundo, según la acusación de Newton, cuando le robaba al­ gunas ideas a «Honorato Faber, en su diálogo De Lumine, que las había sacado de Grimaldi». No valía la pena irritar a Hoo­ ke con minucias tales como la de recordarle las diversas fuen­ tes del Aforismo. Ni valía tampoco la pena que Newton se pu­ siera pedante y citara, de segunda mano, esa fuente de Dida­ cus Stella que Burton le había proporcionado. Como personas notablemente cultivadas que eran ambos (aunque hay algunos intransigentes que siguen dudando esto de Hooke), hay que suponer que tanto Hooke como Newton recordaban al poeta metafísico George Herbert, que, en su Jacula Prudentum, ha­ bía declarado que «un enano encaramado al hombro de un gigante es, de los dos, el que ve más lejos», y esto algún tiempo atrás, en 1640.4 Es más, aunque Hooke no fuera, por sus orígenes, todo un caballero, era, como el resto de sus colegas, una persona capaz de comportarse caballerosamente.5

c Al releer la insinuación que, como si tal cosa, he dejado caer en la nota precedente, debo confesar, y rectificar hasta 4. Como de costumbre, B artlett modernizó sin querer la versión que dio Herbert del Aforismo. Debo agradecerle a Stephen Cole que localizara el auténtico original en la biblioteca de Columbia, tal como queda registrado en The Complete Works of George Herbert, editadas por el Rev. Alexander B. Grosart e impresas para su difusión privada como parte de The Fuller Worthies’ Library; búscalo en el volumen 3 p. 317. 5. Debería matizar esta alusión a la cuna de Hooke; ese genial co­ lumnista y hombre de mundo del Londres del siglo xvn que se lla­ maba John Aubrey nos informa que nuestro Hooke era un Hooke «de los Hooke.de Hooke, de Hants» y que «su padre era ministro» en la parroquia de «Freshwater, de la isla de Wight», en donde «nació Hooke». Pero, claro, Aubrey no es siempre un testimonio que se encuen­ tre más allá de toda sospecha.

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donde me sea posible, la injusticia que he cometido con el autor de las deliciosas e informativas Brief Lives.1 No puedo defenderme diciendo que ha habido otros que antes de mí han tratado también con escasa amabilidad a Aubrey; por citar un ejemplo notable, su buen amigo, Anthony à Wood, dijo de él que era «un charlatán, y tenía cabeza de mandril». (Tal como supones, se trata del grosero Wood que firmó el inapreciable Athenae Oxoniensis, y que anotó un día en su diario, después de una pelea con su cuñada: «Carne fría, compañía fría, recep­ ción fría, mujer fría, ridicula como un payaso.» Pero, tras esta helada nota, regreso con alegría al cálido y benévolo Aubrey.) Este es el mismo Aubrey, por supuesto, a quien de pequeño se le ocurrió la idea de la historia oral (que algunos creen, erróneamente, que fue un invento realizado en el siglo xx por Alian Nevins, aquel imaginativo historiador). Pues, tal como Aubrey cuenta de sí mismo en incrédula tercera persona: «de Pequeño, siempre sintió una gran pasión por conversar con ancianos, que eran Historias Vivas». Es también el mismo Aubrey que, siempre atento a los descubrimientos casuales [ serendipity], informa acerca de dos grandes hallazgos ca­ suales de la historia de la ciencia y la tecnología. Por si, casual­ mente, no recordaras en este momento su relato de ambos fe­ lices accidentes ocurridos en el curso de los esfuerzos huma­ nos por descubrir e inventar cosas, te los cito a continuación. (Por cierto, el primer episodio muestra claramente de qué ma­ nera es posible que las malas intenciones generen consecuen­ cias beneficiosas [como observaría posteriormente Goethe al describir «Die Kraft, die stets das Bose will, und stets das Gut­ te schafft»]. Con su prosa típicamente compacta, Aubrey cuen­ ta que: «Una mujer (creo que en Italia) quiso envenenar a su Esposo (que era un Hidrópico) hirviendo un Sapo en su Potaje; eso le curó; y así fue cómo se descubrió la Medici­ na.» Y así, parece ser, quedó neutralizada por primera vez la prodigiosa acumulación de líquido seroso que tenía el en­ fermo en su cuerpo. El segundo episodio (que se anticipa a la moraleja metodo­ 1. El ejemplar de Aubrey que yo poseo, y que ahora se encuentra en mi escritorio, ante mis ojos, es la edición de Andrew Ciarle, que fue publicada por Oxford en la Clarendon Press, en 1898, y no la relativa­ mente reciente edición de Oliver Lawson Dick, publicada por Seeker and Warburg (Londres) en 1950. Pero cualquier edición servirá si qui­ sieras buscar por tu cuenta más detalles al respecto.

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lógica formulada por Lamb, justamente famosa joya en mate­ ria de descubrimientos casuales que lleva por título «iDisserta­ tion Upon Roast P ig») se refiere a un invento del siglo xvii que permitía ventilar las minas de carbón. Así cuenta Aubrey la feliz casualidad: «Sir Paul Neale dijo que en el obispado de Durham hay una Mina de Carbón, que a causa de las humedades mataba tan frecuentemente a los Mineros (a veces tres o cuatro en un solo mes) que no podía sacarle ningún provecho. Ocurrió una vez que habiéndose los Mineros embriagado, estaban tan ale­ gres que pusiéronse a jugar con teas, y a tirarse los unos a los otros brasas ardiendo junto a la boca del Pozo, en donde suele haber hogueras. Quiso la Fortuna que una brasa ardiendo ca­ yera al fondo del Pozo, lugar desde el cual surgió un estruen­ do tal como si allí hubiese un Cañón; ellos, apreciando la Di­ versión, tiraron más brasas al fondo, que causaron nuevos ruidos, varias veces, y después cesaron. Bajaron luego a tra­ bajar y se hallaron exentos de Humedades, y habiendo así por su buena Fortuna descubierto este Experimento, lo repiten ahora cada mañana, y siempre arrojan algunas Brasas al fon­ do, y trabajan con tan poco riesgo como en otras Minas.» La verdad es que, cuanto más pienso en la vida de Aubrey, más dispuesto estoy a tachar de irreflexiva la calumnia según la cual no es una persona que esté por encima de toda sospe­ cha. Al fin y al cabo es la misma persona perceptiva que, du­ rante su agotadora racha de trabajo de campo en los cemen­ terios, que tenía por objetivo descubrir en qué momento ter­ minaban las vidas sin importancia, comprendió que incluso los epitafios grabados en las lápidas pueden resultar engañosos para la gente poco imaginativa; por ejemplo, la losa que pedía a quien pasara junto a ella que rezase «Una oración por el alma de Constantino Darrel, que falleció en el Año del Señor de 1400, y por su esposa, que falleció en el Año del Señor de 1495». Desde entonces, los lectores de tumbas andan con pies de plomo. Cuando Aubrey, pues, dice que Robert Hooke era «de los Hookes de Hooke, en Hants», probablemente no dice sino la verdad, Aubrey era, por supuesto, un hombre que sentía sim­ patía por Hoolce, a pesar de que éste fuera, lamentablemente, y según el atento relato del propio Aubrey, una persona de «estatura apenas mediana, un poco encorvado, paliducho, de 38

cara enteca y cabeza grande; [y, ahora, fíjate bien en esto] de ojos redondos y saltones, y poco vivos; de color gris». Fue este amigo de ojos grises, grandes y saltones quien permitió que los locales de la Royal Society fueran utilizados con una finalidad especial y amistosa cuando Aubrey se escondió en ellos mientras un alguacil andaba buscándole por todas partes por no haber pagado sus considerables deudas, ganándose de este modo la eterna gratitud de Aubrey. Como muestra final del firme aprecio que sentía por él, Aubrey cargó sobre los hombros de Hooke, en su última voluntad y testamento, la tarea de garantizarle una fama póstuma preparando sus ma­ nuscritos para su publicación. Por todo lo cual resulta más irónico incluso que Aubrey, que sintió tanta fascinación por las lápidas a lo largo de buena parte de su alegre y turbulen­ ta vida, tuviese que disfrutar del eterno descanso en una tum­ ba no identificada (aunque ahora sabemos, gracias a una ano­ tación tardíamente descubierta en un registro de parroquia, que «1697, J o h n A u b e r y , Desconocido, fue enterrado el 7 de junio» en el cementerio de la Iglesia de St. Mary Magda­ lene). Otra cosa acerca de Aubrey: jamás ha habido nadie, ni an­ tes ni después de él, con tanto ojo oftalmológico. Esta afirma­ ción está ampliamente documentada, tal como podrás ver por ti mismo en la antología que he recopilado a partir de las di­ versas biografías escritas por él: E l buen ojo de A u b rey p a r a lo s ojos

Francis Bacon:

«Eran sus Ojos color avellana, delica­ dos y vivos; el Dr. Harvey me dijo que eran Ojos de víbora.» Sir John Birkenhead: «Era de estatura mediana, con gran­ des ojos reventones, de aspecto poco amable.» James Bovey: «... de ojos color avellana oscuro, ta­ maño mediano, pero los más anima­ dos que he visto en mi vida... Los Pe­ lirrojos jamás le tratan con amabili­ dad. Nunca, en ninguno de sus Viajes, le han robado.» Willia;m Camden: «Dícese de él que tenía mal la vista (era, imagino, Legañoso), cosa que 39

Thomas Chaloner:

Elizabeth Danvers: Sir John Denham:

Venetia Digby: El poeta Thomas Goffe, y su esposa :

William Harvey: William Herbert: Thomas Hobbes:

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causa graves inconvenientes a un Anti­ cuario como él.» «... le vi muerto: estaba tan extrema­ damente hinchado que no pude ver qué clase de ojos tuvo, y de su nariz sólo la punta, que destacaba a modo de Verruga, y sus Testes estaban tan hinchados que cada uno era tan gran­ de como una cabeza.» «Bellísima, pero corta de vista.» «Tenía ojos de un gris ganso claro, no muy grandes; pero poseían cierta ex­ traña cualidad Penetrante, aunque no porque tuvieran especial brillo, sino porque (al igual que Momo) cuando conversaba contigo te miraba como si estuviera viéndote los pensamientos... Fue estafado a menudo por los Tahú­ res, y, para su ruina, trabó conoci­ miento con el poco recomendable Crew.» «Su rostro, un breve óvalo; cejas cas­ taño oscuro que poseían gran dulzura, lo mismo que en sus párpados.» «Ella [que es la que llevaba los pan­ talones] miraba [a los amigos de Tho­ mas en Oxford] con mal Ojo, como si tuvieran intención de dejarla sin pro­ visiones.» «... de Ojo pequeño, redondo, muy ne­ gro, animado.» «Robusto, pero huesudo, coloradoté, de mirada penetrante y ojo severo.» «Tenía buenos ojos, y de color avella­ na, rebosantes de Vida y Ánimo, hasta el último momento. Cuando más fer­ vientes eran sus palabras, era como si en ellos brillaran unas brasas encen­ didas. Tenía dos clases de mirada: cuando reía, ingeniosa, y si estaba muy alegre casi ni se le llegaban a ver los Ojos; en cambio, cuando estaba

Robert Hooke: Ben Jonson:

Ralph Kettell:

[E l hijo del guarda­ bosques de] Sir Henry Lee: Andrew Marvell:

John Milton:

[Isaac Newton:

serio, abría mucho los ojos (es decir los párpados). Eran medianos, ni muy grandes ni muy pequeños... Jamás permanecía ocioso; sus pensamientos estaban siempre activos.» «... tiene la cabeza grande; de ojos re­ dondos y saltones, y poco vivos; de co­ lor gris.» «Ben Jonson tenía un ojo más bajo que el otro, y más grande, como Clun el Actor; quizá fue él quien engendró a Clun.» «Con levita, sobrepelliz y capucha puestas, era el suyo un aspecto gigan­ tesco y terrible, con aquellos sus ojos grises y penetrantes.» «...un muchacho bisojo, nada agra­ dable.» «Era de estatura mediana, bastante corpulento, de cara redonda, mejillas sonrosadas, ojos avellana, pelo casta­ ño.» «Empezó a fallarle la vista cuando es­ cribía en contra de Salmasio, y antes de que completara del todo ese escri­ to uno de sus ojos dejó de ver. Mien­ tras escribía otros libros, después de éste, su otro ojo fue perdiendo vista. Había perdido mucha vista unos 20 años antes de su muerte. Su padre leía sin gafas a los 84 años. Su madre tenía la vista muy débil, y empezó a usar gafas cuando apenas contaba treinta años de edad... [John Milton] tenía los ojos grises oscuros... Su Voz era delicada y musical, y era hombre muy diestro.» «Debido a la furiosa antipatía que sen­ tía por él, Aubrey no llegó evidente­ mente a decidirse a escribir una breve biografía del que fue el más grande de 41

William Oughtred:

sus contemporáneos. Pero Bernard le Bovier de Fontenelle, en su Elogium of Sir Isaac Newton, la primera bio­ grafía de este gran hombre, observa, en la traducción inglesa de 1728, que "tenía ojos vivos y muy penetran­ tes".»] «Era un hombre bajito, de pelo negro y ojos negros (de gran viveza). Su mente no descansaba nunca.»

[La esposa de] John Overall [la mayor Belleza de Inglaterra de su época]: «Tenía (según me contaron) los Ojos más encantadores que jamás se hu­ bieran visto, aunque asombrosamen­ te lascivos.» Sir William Petty: «Tiene los ojos de un color que re­ cuerda al gris ganso, pero muy cortos de vista, y, en cuanto a su aspecto, bellos, y garantes de su buen carácter, y no engañan, pues es persona de buenísimo carácter. Cejas espesas, oscu­ ras y rectas (horizontales).» Francis Potter: «Tenía el rostro bastante alargado y la piel clara y pálida, y ojos grises.» William Prynne: «Su forma de Estudiar era como si­ gue: se ponía una ancha capa de re­ tazos, que le cubría 2 o 3 pulgadas, al menos, por encima de sus ojos, y que le servía de Sombrilla para defender sus Ojos de la luz. Cada tres horas aproximadamente su criado tenía que llevarle un bollo y un jarra de Cerve­ za para refocilar su agotado ánimo: así estudiaba y bebía, y masticaba un poco de pan; y esto le mantenía hasta la noche, y luego, se tomaba una bue­ na Cena: y hacía muy bien no comien­ do antes, para no entorpecer su fanta­ sía, que luego no hay modo de recu­ perar; pues con la Invención ocurre como con los fluidos, en cuanto se 42

Sir Walter Raleigh:

John Selden:

Edmund Waller:

pone a fluir, lo hace con toda su fuer­ za: pero frenada, fluye sólo guttim: y lo mismo ocurre con el sudor, si lo contienes, lo malogras.» «Tenía un aspecto notabilísimo, una frente extraordinariamente ancha, cara alargada y párpados desabridos, y ojos diríase como de cerdo. Su Bar­ ba se le encrespaba naturalmente... Se fumó una pipa de Tabaco antes de su­ bir al cadalso, lo cual escandalizó a al­ gunas personas de carácter estirado, pero en mi opinión fue una cosa acer­ tada y adecuada, para serenar su áni­ mo.» «Era muy alto, deduzco que medía unos seis pies, de rostro ovalado, ca­ beza no muy grande, larga nariz incli­ nada hacia un lado, ojos grandes y sal­ tones (de color gris). Era un Poeta... Mr. J. Selden escribió un libro en cuarto titulado Trabletalke; que no so­ portará la Prueba de las Prensas.» «De estatura algo superior a la me­ dia, delgado de cuerpo, en absoluto ro­ busto; piel finísima, la cara bastante cetrina, el pelo rizado, de color tirando a castaño; ojos redondos, algo reven­ tones e inquietos; ovalado de rostro, con la frente ancha y muy arrugada: la cabeza no es pequeña, el cerebro muy ardiente, y propenso a la cólera. Su actitud es un poco como de maes­ tro, y posee un gran dominio del idio­ ma inglés.»

CE IV El perspicaz y sensible Aubrey, pues, resulta garantía sufi­ ciente de la caballerosidad de Hooke. Eso mismo nos dice el comportamiento del propio Hooke. En lo más reñido de la

polémica con el joven Newton, por ejemplo, aproximadamen­ te a mitad de la ruidosa década de los años setenta del si­ glo XVII, Hooke podía aún mostrarse educadísimo cuando se dirigía al hombre a quien acusaba de estar tratándole injus­ tamente, y de haberle robado, en una carta que empieza «A mi estimadísimo amigo Mr. Isaac Newton, en sus habita­ ciones del Trinity College, Cambridge» y que termina, a la educada manera de la época, expresando la esperanza de que Newton «perdone la franqueza de este vuestro afectuosísimo y humilde siervo».1Difícilmente hubiera podido Hooke mostrarse más conciliador. En su notablemente rápida respuesta (5 de febrero de 1675/6),2 Newton se dirige a Hooke en términos ligeramente menos afectuosos que los empleados por Hooke para dirigirse a él, pues sólo escribe: «Señor.» Pero de inmediato compensa esta actitud distante escribiendo a continuación: «Al leer vuestra carta me sentí sobremanera complacido y satisfecho ante vuestra generosidad, y creo que habéis actuado tal como corresponde a un espíritu verdaderamente Filosó­ fico. Nada hay en materia de Filosofía que desee yo evitar tan­ to como la discusión, ni ningún tipo de discusión que deteste tanto como la impresa : y por consecuencia acepto con alegría vuestra proposición de mantener una correspondencia pri­ vada.» Newton hace a continuación un comentario sociológico muy profundo acerca del comportamiento de los hombres en general e, implícitamente, del comportamiento de los cientí­ ficos en particular, y que, hasta este momento, yo creía haber sido el primero en haber formulado. Ese plagiario por antici­ 1. La carta original de Hooke se encuentra en la biblioteca del Tri­ nity College en Cambridge; es más fácil localizar una copia auténtica que aparece en las páginas 412-413 del primer volumen de la nueva y autorizada edición de The Correspondence of Isaac Newton, editada por H. W. Turnbull y publicada para la Royal Society por la University Press de Cambridge, 1959. 2. Gracias a la amabilidad de la Biblioteca de la Historical Society de Pennsylvania, que se encuentra en Filadelfia, y que, felizmente, po­ see el original de la carta de Newton, puedo reproducirla como frontis­ picio de este relato.

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pación que se llamaba Newton continúa la frase de su carta que acabo de citar con esta penetrante observación: «Lo que se hace ante muchos testigos raras veces se hace atendiendo solamente a la verdad: mientras que lo que ocurre sólo entre amigos y en privado generalmente merece más el nombre de consulta que el de discusión, y espero que así sea entre vos y yo.» Esto por lo que respecta a la versión que da Newton de esta doctrina; toma ahora nota de la mía. Me temo que yo expresé la cuestión de manera menos elocuente, pero lo esen­ cial de la idea está ahí. La expuse en el artículo que leí en la primera sesión plenaria del Cuarto Congreso Mundial de So­ ciología, celebrado en Milán y Stresa en el año 1959, del 8 al 15 de septiembre. Leí mi artículo el 8 de septiembre, aproxi­ madamente a las cuatro y media de la tarde; hubo muchos testigos, alrededor de mil, y una prospección de su recuerdo colectivo permitiría fácilmente señalar la hora exacta. La cues­ tión es que Newton no pudo en modo alguno meter anticipa­ damente las narices en mi texto. En ese artículo, en su página dieciséis (recorrida aproxima­ damente una tercera parte del camino),3formulé, de forma por completo independiente de Newton,4 la misma verdad socioló­ gica acerca de lo diferente que resulta el comportamiento de los hombres, sobre todo de los científicos (y más particular3. Me refiero, aquí, a las páginas de mi manuscrito. El fragmento crucial aparece en las páginas 29-30 del artículo, tal como fue publicado por la International Sociological Association (con el título, profético y no solamente retrospectivo, de «Social Conflict over Styles of Sociolo­ gical Work») en Transactions of the Fourth World Congress of Socio­ logy, 1959, vol. in. 4. Es cierto que ya había leído la vida de Newton escrita por Brewster, del mismo modo que había leído la de More, así como el vigoroso ensayo escrito por Keynes sobre él, y también el de Andrade, y, con anterioridad, los largos ensayos de Augustus de Morgan sobre Newton, su amigo y sobrino, y su vida y obra. También es cierto que ya había estudiado el texto publicado por K oyrü en «Isis» acerca de la carta inédita de Hooke a Newton, Pero no recuerdo haberme fijado en la observación sociológica hecha por Newton en 1675/1676, en su carta a Hooke. Como máximo, podría tratarse de un sutil caso de criptomnesia. Estoy dispuesto a admitir que Newton tuvo prioridad, pero ja­ más a cosía de que se me tache de plagiario. Mi descubrimiento fue realizado de forma esencialmente independiente, aunque con cierto re­ traso.

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mente, de los sociólogos), según ocurra en el foro público o en privado. Lo que dije fue lo siguiente, y toma nota por favor de la similitud de mis ideas con respecto a las de Newton, aun* que no se produzca, lamento decirlo, ninguna similaridad de expresión : «Lo que quiero decir es que, a menudo, estas polémicas tienen mayor relación con la distribución de recursos intelec­ tuales entre los diversos tipos de investigaciones sociológicas que con ninguna clase de rigurosamente formulada oposición entre diversas ideas sociológicas. »Estas polémicas siguen el curso, perfectamente identifica­ do por la sociología clásica, propio del enfrentamiento social. Al ataque le sigue el contraataque, y se va produciendo una gradual alienación de cada una de las partes en relación con el enfrentamiento. [Y ahora llegamos al descubrimiento socio­ lógico realizado con absoluta independencia, insisto, de lo que Newton dijo en su larga carta inédita dirigida a Hooke unos 283 años antes.] Como el enfrentamiento es público, no se convierte tanto en una búsqueda de la verdad como en una batalla de prestigio social. (¿Cuántos sociólogos [y aquí sigo citando mi artículo; no se trata de una reflexión posterior], cuántos sociólogos han admitido los errores que han cometido como consecuencia de estas polémicas?).» Admitirás sin duda que este fragmento expone de forma muy comprensible esa doctrina. De modo que reconozco, con cierto dolor —y con no poco orgullo—, la prioridad de Newton en esta idea.

C

V

Pero la biografía de esta idea sociológica no termina aquí. Pues sólo ahora llegamos a su momento crucial. Si Newton se anticipó a Merton, ¡ ¡ ¡también —lesa majestad aparte— Hooke se anticipó a ./Vewíon!!!

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(E V i Te garantizo que, al formular tan pasmoso anuncio, no pre­ tendo provocar nuevas disputas entre los historiadores de la ciencia. Al fin y al cabo, las polémicas sobre prioridades en el descubrimiento, como aquella en la que Hooke enzarzó a New­ ton (y a otros muchos), son asaz abundantes y asaz irritantes como para haber atraído el interés de los historiadores desde hace mucho, muchísimo tiempo. No me interesa avivar de nuevo las brasas de esas discusiones, y menos aún echar más leña al fuego que han provocado siempre. A diferencia de Aubrey, no soy un acérrimo partidario de Hooke y no tengo por qué ponerme de su lado y en contra de todos los demás, especialmente de Newton. (Quizá se deba esto a que, a dife­ rencia de Aubrey, nunca recibí una brusca nota de Newton que, completa, dice lo siguiente: «Tengo entendido que tenéis una carta para mí de Mr. Lu­ cas. Absteneos, os lo ruego, de remitirme más misivas de esa naturaleza.»)1 A diferencia de Aubrey, pues, no voy a ser yo quien acuse a Newton de haber plagiado a Hooke. Pues estoy convencido de que fue la brusquedad con la que Newton trató a Aubrey,2 en mayor medida que los datos objetivos de la cuestión, lo que impulsó a Aubrey a escribir, en sus Brief Lives, ese pa­ saje en el que acusa fríamente a Newton de haber hurtado a Hooke su más duradera contribución a la ciencia. Como, al igual que yo, es posible que hayas tachado de tu memoria la acusación de Aubrey, aunque sólo sea porque es un recuerdo doloroso, la repito aquí: L Basta que mire la edición que hizo Turnbull de Newton (π, 269) para que encuentres reproducida en su totalidad esta seca nota. 2. ¡Pobre Aubrey! Tuvo la mala fortuna de ser, como intermediario entre Newton y Anthony Lucas, ese profesor de teología de Lieja que aseteó repetidas veces a Newton con impertinentes objeciones dirigidas en contra de sus diversos experimentos y teorías, el responsable de que llegaran hasta Newton estas desagradables noticias. Newton, persona a veces muy irascible, canalizó muy pronto su furia desbordada hacia el mensajero que le llevaba tan malas noticias, y fue por esta razón que, comprensiblemente, no llegó a suscitar en Aubrey nada que merezca el calificativo de profundo afecto, sino más bien lo contrario.

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«Hace 9 o 10 años, Mr. Hooke escribió a Mr. Isaac Newton, del Trinity College, en Cambridge, para hacerle una Demos­ tración de su teoría [Intento de demostrar el Movimiento de la Tierra], sin decirle, al principio, la proporción de la gra­ vedad respecto a la distancia, ni cuál era la línea curva que así se establecía. Mr. Newton, en su Respuesta a la carta, expresó que a él no se le había ocurrido; y en su primer intento, cal­ culó la Curva suponiendo que la atracción era la misma desde cualquier distancia: ante lo cual, Mr. Hooke le envió, en su siguiente carta, la totalidad de su Hipótesis, scit que la gravi­ tación era recíproca al cuadrado de la distancia; lo cual cons­ tituye la doctrina celestial completa, respecto a la cual Mr. Newton había hecho una demostración, sin en absoluto reco­ nocer que había recibido de Mr. Hooke la primera indicación de su existencia. De la misma manera, Mr. Newton imprimió en el mismo Libro algunas otras Teorías y experimentos de Mr. Hooke, sin reconocer de quién los había aprendido. »Éste es el mayor Descubrimiento de la Naturaleza que haya sido realizado desde la Creación del Mundo. Y antes ja­ más había sido ni siquiera insinuado por ningún hombre. Ojalá él [Hooke] hubiese escrito más claramente, y hubiera gastado un poco más de papel.» A partir de este pasaje acusador, inferirás fácilmente que la atracción que Hooke ejerció sobre Aubrey era directamente proporcional al cuadrado de la distancia (psicológica) que le separaba de Newton. Como testigo doblemente prejuiciado, por lo tanto, Aubrey no puede ser tomado en serio cuando ar­ gumenta que Newton estaba en deuda para con Hooke en lo que se refiere a una de las principales leyes de la gravitación. Pero en lo que se refiere al descubrimiento sociológico de Newton sobre los efectos distorsionadores que producen en los científicos las polémicas celebradas en público (a diferen­ cia de las que ocurren en privado) —ese descubrimiento mío que reconozco generosamente que fue anticipado por New­ ton—, mi propio testimonio debe ser tomado muchísimo más en serio que el de Aubrey. Pues se puede demostrar que Hoo­ ke, en la carta que yo llamo «carta de avivar las Brasas»,3 fue el Gigante a cuyos hombros se encaramó Newton para robar­ me la prioridad. Hooke lo anticipa todo en un pasaje ahora inolvidable que tengo el placer de citarte extensamente: 3. Ya verás por qué, si esperas un momenti to.

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«Vuestro propósito y el mío tienden, o así lo supongo, a la misma cosa, a saber, el Descubrimiento de la verdad, y supon­ go que ambos soportamos el tener que oír objeciones, en la medida en que no se expresen en forma de hostilidad mani­ fiesta, y tenemos también mentes igualmente inclinadas a ce­ der ante las más obvias deducciones hechas por la razón a par­ tir de un experimento. Si por consiguiente estuvierais dispues­ to a mantener una correspondencia acerca de tales asuntos [y toma ahora buena nota de lo que sigue] por medio de car­ tas privadas [te pido de nuevo que observes que Hooke dice aquí: "cartas privadas"] me sentiré muy complacido en mantener tal correspondencia, y cuando tenga el placer de leer vuestro excelente discurso (acerca del cual todavía no puedo saber nada ya que no he tenido adecuado conocimiento del mismo) me sentiré dispuesto a, si no se estima por vuestra parte como muestra de falta de agradecimiento, enviaros li­ bremente mis objeciones, caso de tener alguna, o mis coinci­ dencias, si, como es más probable, me convencéis. [Y ahora viene la formulación decisiva que, evidentemente, dio pie a la anticipación newtoniana de mi aforismo sociológico.] Esta forma de polemizar me parece la más filosófica de las dos, pues aunque confieso que la colisión de dos inflexibles conten­ dientes puede producir la luz, pienso, sin embargo, que si la discusión se celebra a oídos de otros producirá un acalora­ miento concomitante que no sirve para otra cosa que no sea... avivar las brasas. Espero, Señor, que perdonéis esta franqueza de vuestro afectuoso y humilde siervo.» R obert H ooke

Probablemente hayas asumido que he subrayado una pe­ queña parte de la carta con la sola intención de que adviertas la ingeniosa y metafórica versión que presenta Hooke de la ley sociológica cuya historia estamos examinando. Pero cuan­ do destacaba el pasaje de esa manera lo hacía también con otra intención. El nombre en clave que daba Hooke privada­ mente a esta carta tan importante y crucial también contenía la frase subrayada, tal como podrás comprobar mirando en su Diario4la página correspondiente al 20 de enero de 1675/6. En donde escribe, enigmáticamente: «Escr. carta a Mr. New­ ton acerca de Oldenburg avivar las brasas.» 4. The Diary of Robert Hooke, primera edición, ¡1935!

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Fue, por tanto, la carta de «avivar las brasas» lo que atizó la llama de la inspiración de Newton y le condujo, muchísimo antes que a mí, a constatar que cuando los científicos hablan de sus diferencias en público se ven a menudo impelidos a emprender un discurso polémico que pretende más salvar sus propias hipótesis (y de paso las apariencias) que esforzarse, desinteresadamente, por Descubrir la Verdad. Lo que, por lo tanto, tenemos ante nosotros es una teoría virtualmente autoejemplilicadora: en la misma carta donde Newton está a pun­ to de establecer su inmortal versión del Aforismo, da ante­ riormente un ejemplo del propio Aforismo basado en los cri­ terios expuestos por Hooke sobre las ventajas de las corres­ pondencias privadas, para llegar a lo que a partir de ahora tendrá que ser conocido por el nombre de el Principio de Hooke-Newton-Merton acerca de la interacción entre científi­ cos. De hecho, es tan grande la admiración que siento por el indispensable papel desempeñado por Hooke en el origen de esta idea que, al menos yo, estoy dispuesto a dejar de utilizar el epónimo tripartito y bautizar esa idea con el sencillo nom­ bre de principio del «avivar las brasas».

c Vil Pero no podemos permitirnos el prolongar más tiempo esta compleja cuestión sociológica si pretendemos llevar adelante la historia del Aforismo de los gigantes y los enanos. En la carta dirigida a Hooke donde Newton lanza su comentario so­ ciológico, haciéndolo como si se tratara de un descubrimiento sin importancia, escribe a continuación lo que sigue. (Tengo que citarle extensamente para que sus ideas no queden des­ provistas de contexto.) «Vuestras animadversiones serán por consecuencia muy bienvenidas por mí: pues, aunque me había cansado hace tiempo de esta cuestión, y no he vuelto a sentir ni creo que jamás llegue a sentir de nuevo la vieja pasión que me inspiró, de modo que no creo que vuelva a deleitarme el emplear el tiempo en tales asuntos...»

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Aquí está Newton, naturalmente, en uno de esos repetidos estados de ánimo en los que acostumbraba a amenazar con abandonar por completo toda empresa científica, tal como le ocurrió el día en el que le escribió a Leibniz una carta donde le decía que «me sentía tan perseguido por las discusiones provocadas por mi teoría de la luz, que culpé a mi propia im­ prudencia por haberme permitido emprender con tan consi­ derable bendición una carrera en pos de una sombra». Esto le escribió Newton a esa misma persona que le inspiraba las suficientes dosis de ironía como para enzarzarse con ella en esa famosa discusión acerca de la prioridad en el invento del cálculo, una discusión, además, que acabó siendo tina de las más violentas de toda la historia de la ciencia, y en la cual, tal como yo mismo escribí una vez y tú, según me dices en tu car­ ta, pudiste leer, dije, y no soy capaz de resistir la tentación de citarlo aquí, que «cuando finalmente la Royal Society creó un comité para juz­ gar aquellas contradictorias declaraciones, Newton, que era en ese momento presidente de la Society, nombró de forma fraudulenta a los miembros del comité, contribuyó a dirigir sus actividades, escribió de forma anónima el prólogo del se­ gundo de los informes que publicó —el esbozo está escrito de su puño y letra-— e incluyó en ese prólogo una desconcertan­ te referencia a la vieja máxima legal, según la cual, "nadie es testigo adecuado de su propio encausamiento [y que] sería un juez inicuo, que aplastaría bajo su bota las leyes de todo el mundo, aquel que admitiera como testigo por derecho al pro­ pio encausado". Podemos valorar [seguía diciendo yo, como sin duda recordarás] la tremenda magnitud de los acosos a los que entonces estaba sometido Newton en su intento de autovindicación cuando le vemos adoptar estos medios en defensa de sus, por otra parte, válidas pretensiones. Y si se vio impul­ sado a llegar a tales extremos no fue porque él fuera débil, sino porque los valores institucionales [que afirmaban el mé­ rito de la originalidad] eran fortísimos».1 En su carta del 5 de febrero de 1675/6 dirigida a Hooke, Newton sigue diciendo: i. Como quizá recordarás, he tomado este pasaje de las páginas 653654 de mi artículo Priorities in scientific discovery: a chapter in the sociology of science, publicado en la «American Sociological Review», 1957, vol. 22.

«no obstante, enfrentarme a las Objeciones más fuertes y per­ tinentes que se me puedan hacer es cosa que podría desear, y no conozco a persona mejor dotada para lanzármelas que vos. Y así, planteándomelas, me complaceréis. Y si hubiese en mis papeles alguna otra cosa en la que vierais que he dado por su­ puesto más de la cuenta, o que no os he reconocido vuestros derechos, decidlo, con tal de que me hagáis el favor de reser­ var en una carta privada vuestros sentimientos al respecto [rkm: n.b.]. Espero que lleguéis a comprobar también que no siento vuestra misma pasión por las obras filosóficas, aunque eso no sea obstáculo para que pueda ceder por equidad y amistad. Pero, entretanto, confiáis demasiado en mi habilidad para investigar estas cuestiones. Des-Cartes dio un gran paso. Vos habéis añadido mucho en diversos aspectos, y sobre todo en el de tomar en consideración filosófica los colores de las láminas delgadas. [Y ahora viene el Aforismo tal como él lo expresó.] Si he llegado a ver más lejos, fue encarándome a hombros de Gigantes». La cursiva es la misma que aparece en la impresión que hizo Brewster de la carta, pero no hay ninguna cursiva en la carta. No puedo, por lo tanto, dejar de subrayar que mi olfato de erudito para los problemas no me falló. En el boceto de este relato que escribí entonces tenía una dependencia abso­ luta de Brewster (Turnbull y la holografía de la carta no eran todavía accesibles), pero escribí: «No puedo decir por ahora si la frase crucial fue subrayada por el propio Newton —ca­ rezco de fuentes que me permitan asegurarlo—, pero dudo que fuera así. Recordemos que Newton no vivió en el siglo xx, sino en el x v i i ; que Burton estaba siendo todavía reimpreso, y seguramente leído, con mucha regularidad; que George Her­ bert había incluido el Aforismo en su folleto. ¿Por qué hubiera tenido Newton que destacar esta frase de entre todas las de­ mas frases de su carta? Si hubiese estado dotado de auténtica presciencia, hubiese podido subrayar esta frase, ya que con­ tenía una verdad sociológica, pero estoy convencido de que en realidad él no apreció el valor de lo que con ella estaba di­ ciendo, y, en cualquier caso, es obvio que tampoco supo apre­ ciarlo Brewster, su biógrafo. No hay en el texto de Brewster ni una sola palabra que subraye el hecho de que Newton se anticipó a Merton; naturalmente, Brewster no hubiera podido enterarse de semejante anticipación (aunque sí habría podi­ do al menor observar que Hooke se anticipó a Newton en la

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carta de "avivar las brasas”)· No obstante, de haber poseído una visión verdaderamente sociológica, Brewster hubiera po­ dido ver por sí mismo que Newton había tenido aquí una sin­ gularmente ilustradora “intuición" sociológica, como suele de­ cirse en la fea jerga deí ramo.»

c VIH Volvamos, sin embargo, a los hombros de los gigantes. Hemos descubierto a Newton utilizando de forma truncada e idiosincrática lo que debemos seguir dando por supuesto que es el Aforismo encontrado inicialmente en Didacus Stella. Tal como he tratado de insinuar, el Aforismo se convirtió a partir de entonces en propiedad de Newton, y no porque él se atribuyera deliberadamente esa propiedad, sino porque se la atribuyeron sus admiradores. Cuando se publicó la carta (en una fecha y circunstancias de primera publicación que tam­ bién tendría que rastrear un día),1 era natural que esta nada sentenciosa sentencia fuese vehementemente leída, recordada y hasta atribuida, por quienes carecían de más información, a él. Quizás empezó a ocurrir este fenómeno antes de que la car­ ta llegara a la imprenta. En estas cuestiones, y a pesar de sus deseos de secreto e intimidad, Newton no era precisamente una persona silenciosa, aunque se guardó sus opiniones en casi todo lo demás. Puede que Ies mostrara la carta a algunos 1. La encontré por primera vez en las en tiempos magistrales Me­ moirs of the Life, Writings, and Discoveries of Sir Isaac' Newton de David B rewster, publicadas en 1855 por Thomas Constable and Co., en Edimburgo, y por Hamilton, Adams, and Co., en Londres. Aparece en las pp. 141-143 del primer volumen. Ahora que he podido examinar personalmente la carta de Newton, veo que Brewster no es tan magistral como había llegado a creer. Por mucho que fuese «Uno de los Ocho Socios del Instituto Imperial de Francia, y miembro correspondiente de las Academias de San Petersburgo, Viena, Berlín, Copenhague, Estocolmo, Munich, Gotinga, Bruse­ las, Haerlem, Erlangen, Canton de Vaud, Módena, Washington, Nueva York, Boston, Quebec, Ciudad del Cabo, etc., etc.» (tal como podemos comprobar consultando esa película de viajes que es la primera página de su biografía), de hecho no transcribió la carta de Newton con cabal fidelidad. Porque expurgó sistemáticamente —podríamos decir que brewsterizó— el texto de la carta, a fin de suprimir todo aquello en lo que Newton podía estar insinuando que no se sentía tratado con justi­ cia por Hooke.

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amigos2o a Edmond Hailey, uno de los miembros de su círcu­ lo de consejeros. (Recuerdo vagamente algo así, pero ahora ya estoy cansado, y no tengo ganas ni siquiera de revolver mi pro­ pia biblioteca en busca de los detalles de esta anécdota. En cualquier caso, su importancia no es muy grande. Ni siquiera estoy seguro de que tenga que ver con la pista que estoy si­ guiendo.) En pocas palabras, no conozco los detalles de cómo empezó a correr la voz sobre el Aforismo, pero sí sé una cosa : en el siglo XIX, y quizás incluso antes, se le atribuía comúnmente a Newton como un dicho creado originariamente por él. Des­ pués de todo, la idolatría de la que era objeto Newton, una idolatría que para algunos de nosotros está muy justificada, ya estaba en pleno auge durante el siglo xvm. ¿Recuerdas la «espléndida vulgarización» de Voltaire, Eléments de la Philo­ sophie de N euton? (¿Por qué, al parecer, publicó Voltaire este texto en «Londres»? Ah, sí, estuvo exiliado en Inglaterra, pero eso fue en los años veinte del siglo xvm, y este libro, al me­ nos su « Nouvelle édition» citada por I, B. Cohén, lleva la fecha de 1737.3No hay duda de que, para entonces, Voltaire ya había regresado a Francia. O quizás ocurrió que la anglomanía dé Voltaire era considerada como un rasgo insoportable, y que 2. Sea como fuere, ¡es posible que la carta de los hombros de los gigantes no llegase a ser recibida jamas por Hooke! Como observa T urn ­ bull, «No se ha encontrado la contestación a esta carta. Es posible que Hooke no llegara a recibirla [la cursiva es mía], pues no menciona en su Diary (Londres, 1935) que la haya recibido. Sin embargo, el sobre tiene escrito, aparentemente en la letra de Hooke, un endoso que dice: "Carta de Mr. Newton y catálogo de Loadstones."» En pocas palabras, Hoolce pudo haberla recibido, pero también pudo no haberla recibido! He aquí un asunto difícil de resolver. 3. Ésta es, al menos, la fecha citada en la bibliografía de I.B.C. Pero este meticuloso erudito me decepciona un poco cuando en là pá­ gina 210 de su texto nos informa de que «los Elements de Voltaire, impresos en francés et año 1738, fueron publicados ese mismo año en su traducción al inglés... [la cursiva es mía]». Ahora bien, si esa obra fue publicada primero (?) en francés el año 1738, ¿cómo es posible que apareciese una nouvelle edition el ano anterior? ¿Nos encontramos, aca­ so, ante un nuevo ejemplo de esa costumbre que tenía Voltaire de des­ pistar a los eruditos de épocas posteriores y que consistía en fechar erróneamente sus libros, en adscribirlos a pseudónimos o a otros au­ tores, y a dar también erróneamente el lugar de publicación, todo lo cual no pretendía en realidad más que burlar las persecuciones a las que se veía regularmente sometido por culpa de sus enfurecedores jui­ cios y opiniones? En cualquier caso, ahora sabemos que el libro apare­ ció al final de los años treinta de ese siglo.

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tuviera que publicar esa obra en el país que más capaz sería de apreciar esa manía. En fin, algún día trataré de aclarar este asunto.) A la postre resulta que no será «algún día», sino que ha sido al día siguiente. He localizado mi ejemplar del Voltaire de Brandes, publicado por Albert & Charles Boni en 1930, que cuenta toda la historia en su primer volumen. Compruebo ahí que mi deducción ha sido completamente acertada en lo que se refiere a los principios que la guiaban, pero completamente errónea en cuanto a los detalles. Voltaire estaba huyendo, una vez más, de la ira de las autoridades, a quienes había enfure­ cido su poema «Le Mondain», en donde se burlaba de todos los que rendían alabanzas a las épocas verdaderamente anti­ guas, no ya la simple Antigüedad, sino incluso la edad de oro de Adán, Eva y su inmediata progenie, toda aquella gente que andaba desnuda por ahí y que se alimentaba de bellotas. En estos momentos Voltaire buscó la seguridad que le brindaban Amsterdam y Leyden, en donde los Neuton's Elémens había sido llevado a la imprenta. Seguramente tú recordarás, aun­ que yo lo había olvidado, que la encantadora, inteligente y devota compañera de este turbado Voltaire durante un perio­ do de quince años, Gabrielle Emilie le Tonnelier de Breteuil, Marquise du Châtelet-Lomont, tuvo en la confección del libro un singular papel, que quedó descrito por un prior contem­ poráneo de la Sorbona a través de una metáfora inolvidable­ mente desarrollada: «El sistema de Newton es un laberinto, a través del cual Monsieur de Voltaire ha sabido encontrar el camino con la ayuda de un hilo que fue puesto en sus manos por la Ariadna moderna. Estos Teseo y Ariadna de nuestra época merecen más alabanzas si cabe que los de la Antigüedad, pues los de la leyenda griega ardían el uno por el otro en llamas de amor exclusivamente sensual, mientras que los de la nuestra sienten el uno por el otro un amor exclusivamente intelectual.» La marquesa escribió una carta en la que apremiaba a Vol­ taire a «andarse con tiento respecto a hacer publicar el Neuton en Francia», y él retrasó su impresión en Holanda, pues aún confiaba en obtener autorización para poder hacerlo en su país. Pero, como siempre, estaba condenado a tener proble­ mas. Aunque retuvo el final de su manuscrito para impedir que el libro fuese publicado prematuramente, su codicioso edi55

tor holandés no sólo contrató a un matemático para que ter­ minara el manuscrito, sino que añadió al modesto y erudito título original, Eiémens de la Philosophie de Neuton, un atra­ yente subtítulo que afirmaba que allí se hacía accesible para todo el mundo (las palabras exactas eran, mis à la portée de tout le monde) la compleja obra de Newton. [Si hemos de ser justos, el avaricioso editor no exageraba mucho.] Es, así, evi­ dente, que sí había cierto enredo detrás del hecho, aparente­ mente inocente, de que los Eiémens fuesen publicados por vez primera fuera de Francia (aunque no fuera, como en mi igno­ rancia había supuesto yo, en Inglaterra, sino en Holanda). Te habrás fijado, supongo, de qué modo tan indirecto se nos ha colado Voltaire en nuestra historia del Aforismo; aunque, cla­ ro está, tenía que ser de modo indirecto por fuerza, pues, ¿te lo imaginas a él comparándose con un enano encaramado a hombros de un gigante? Sin embargo, si Voltaire no se apro­ vechó del Aforismo, sabemos que su ídolo sí lo hizo. Fuera como fuese, Newton era un ídolo popular y venerado de la época, en la misma medida en que Einstein lo es en la nuestra. Eso nos cuenta Voltaire en su elogio. Podemos dedu­ cirlo también, para algunos círculos, por la dedicatoria que es­ cribe Voltaire en su libro para su querida Marquise. (Aunque ahora me falla la memoria. ¿Qué dice la dedicatoria?) Como tengo a mano el soberbio relato que hace Catherine Drinker Bowen de la vida de un biógrafo, puedo pedirle, ines­ peradamente, que me eche una mano, y digo inesperadamente porque nunca había sabido, hasta que leí su libro, que en una ocasión sintió la tentación de escribir una biografía de New­ ton. Lamento, en cierto sentido, que no lo hiciera. ¿Tiene in­ cuestionablemente razón cuando opina que su gran descono­ cimiento de los temas científicos hubiese hecho imposible que escribiera una biografía de Newton, o que le saliera muy mal en caso de haberse animado a escribiría? Es obvio que tengo más confianza en Catherine Drinker Bowen que la que ella te­ nía en sí misma; aunque, claro, si digo esto en serio lo mejor sería quizá que aceptara su propio juicio acerca de esta cues­ tión. De todos modos, aunque no llegó a convertir a Newton en el tema de una biografía, y en lugar de eso acabó escribien­ do su magnífico libro sobre la vida y la época de Sir Edward Coke, sí llegó a proporcionarme lo que yo necesito en este mo­ mento, a saber, las palabras exactas con las que Voltaire de­ dicó a su Marquise la obra que dedicó a los elementos de la filosofía de Newton. Dice así (y confío lo suficiente en Mrs, 56

Bowen como para negarme a investigarlo más): « Minerve de la France, immortelle Emilie, Disciple de N euton et de la Vé­ rité.»

CI Ί 0& Como es obvio que no seré capaz de seguir la pista de toda la historia del Aforismo en esta sola carta, interrumpo la con­ tinuidad estricta de mi exposición para referirme ahora a la nota de investigación publicada por George Sarton en «Isis» (1935, 24, 107-9). En esa nota Sarton logra, como es típico en él, detectar la importancia del Aforismo, en la forma que adop­ ta en Bernard de Chartres, aunque este dato sólo lo tenemos gracias a los escritos de su devoto alumno John de Salisbury. Bernard murió en 1126.1 Sus obras, presumiblemente volumi­ nosas, se han perdido, y es por ello que debemos a la erudita piedad filial de John de Salisbury lo que ahora es la primera aparición autentificada por escrito de la idea de los pigmeos a hombros de gigantes. A fin de averiguar algo sobre John, abrí el índice del se­ gundo volumen de la monumental Introduction de Sarton para buscar la referencia que de él da Sarton. En el índice apare­ cen tres columnas de «Juanes» de diversas variedades, empe­ zando por «Juan, San» y terminando con una contrarreferencia que dice: «Juan, véase también Yahyâ y Yühanna.» Con­ cretando más, hay .143 Juanes, de uno u otro tipo, catalogados en esta parte del índice, y eso que sólo habla de Juanes de los siglos XII y X III que merecen ser mencionados. En el primer volumen de la Introduction de Sarton, que abarca el período que va desde Homero hasta Ornar Khayam, o sea, aproxima­ damente desde el siglo ix antes de Cristo hasta el final del si­ glo XI después de Cristo, hay menos Juanes, y están más ais­ lados. En conjunto, no aparecen más que ocho. A éstos habría, probablemente, que añadir cuatro Juanas, pues Sarton acon­ seja a sus lectores que miran la lista de Juanes, «véase Juana», de la misma manera que aconseja a aquellos de nosotros que buscamos Juanas que veamos también los Juanes. Pero tam­ bién las Juanas son escasas, pues en total hay cuatro. PodríaI. Cf. Sarto m, Introduction to the History o f Science (vol. il, Pt. Ϊ, 195-196), para más datos.

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mos añadir a un Joannitus para obtener en total trece Juanes con sus variantes para el período de aproximadamente dos milenios que abarca el primer volumen de Sarton, que en modo alguno pueden competir con los 143 Juanes, sin varian­ tias, que se encuentran en los dos siglos abarcados por el ser gundo volumen de Sarton. He visto, además, que hay en este segundo período once «Yahyás», de modo que resulta evidente que el mundo de lengua árabe no tenía en absoluto prejuicios en contra del nombre cristiano de Juan, o, mejor dicho, en contra del nombre propio de Juan en su traducción de apelli­ do árabe como Yahyá. Añádase a todo esto, de acuerdo con la sugerencia que hace Sarton, la aparición de Yühanna, uno solo, durante los siglos xii y xm , que en la lista aparece como «Yühanna, nac. al-'IbrT-al-MalatT». Y que resulta ser un sirio que era historiador, gramático, filósofo, teólogo, médico, astró­ nomo, hombre de letras y traductor del árabe al sirio, que ori­ ginalmente se llamaba Abü-l-Faraj Yühanna ibn al-'Ibrî-al-Malatî, al que se puede describir como Bar Hebraeus o, si lo pre­ fieres, como Bar 'Ebhrâyâ. Entre unas cosas y otras, lo mejor será olvidarnos de este Yühanna, lo cual nos deja con un total máximo de Juanes, incluidas las variantes arábigas, de nada menos que 154 para los dos siglos que van desde i 100 a 130G.2 En el panteón erigido por Sarton a los gigantes de la cien-, da y del saber, así como a los indispensables enanos que se encaraman a sus hombros, encontramos Juanes medievales de todas las variedades posibles. Está Juan Argyropulos, conocido solamente (y aun así sólo por unos pocos) por su traducción al latín de las categorías de Aristóteles; el Juan Basingstoke 2. Por supuesto, todo esto apenas cuenta si lo comparamos con lo que ocurre en el siglo xiv, que estuvo atestado de Juanes dedicados a la ciencia. Sarton incluye una lista de 426 en el volumen ni, y eso sin citar —cosa que tampoco yo pienso hacer— a .los que llevan nombres relacionados con el de Juan, y entre los cuales están los Johanan, Johann, Johannes, Johannitius, Gian, Ion, Yahyá, Yühanna y, por su­ puesto, Jack. Digo «por supuesto» solamente porque el índice de Sar­ ton nos aconseja cuando buscamos en Juan, « véase también... Jack*. Pero te advierto que no sigas ese consejo, pues si lo hicieras podrías llevarte una decepción. El único personaje con ese nombre que aparece en la lista es Jack Straw, que no es en absoluto un científico sino el tipo que, junto con Wat Tyler y John Ball, asumió el liderazgo de la rebelión campesina inglesa de 1381, Ion también resulta ser una entra­ da solitaria, la de cierto Mayster Ion Gardener, citado como autor de un poema de 196 versos en inglés cuyo título, tan apropiado para este Juan, es el de The feate of gardenings. [Apropiado porque, llamándose Gardener (Jardinero) escribe sobre gardeninge (jardinería).]

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del siglo X III, que no sólo estudió eii Oxford y en París, sino que, extraordinariamente, también io hizo en Atenas, convir­ tiéndose de este modo, nos cuenta Sarton, «en uno de los pri­ meros ingleses que tuvo un verdadero conocimiento del grie­ go». Por elegir sólo a otro más, mientras seguimos buscando al Juan que nos interesa aquí, citaré a Juan de Montecorvino, conocido en su país como Giovanni di Montecorvino entre los que preferían la lengua vernácula, y como Joannes de Monte Corvino entre ios demás. Aunque nació cerca de Salerno, mu­ rió, según todas las versiones, en Peiping. Pues, durante sus aproximadamente ochenta años de vida, viajó como misionero a Oriente, y, a la altura de 1305, ya se encontraba perfecta­ mente establecido en Khánbaliq (Peiping, por supuesto) donde contaba «con el favor* del Gran Khan». Este Juan nos lleva, por fin, a nuestro Juan, John de Salisbury, que salvó para la pos­ teridad el aforismo de su maestro, Bernard de Chartres, sobre el modo en el cual progresa el saber. Pero no parece completamente justo suponer a partir de ahí que Bernard, según nos lo transmite John, concibió así, por las buenas, un aforismo. Es cierto que, en lo que se dice que dijo, se puede discernir la posibilidad de una versión in­ glesa que expresa sucintamente una verdad. Esto se puede ex­ presar, como de hecho lo hace Sarton, de la forma más tosca; veamos: «En comparación con los antiguos, nosotros somos como enanos encaramados a hombros de gigantes.» Pero, tal como el propio John (de Salisbury) dice en su Metcilogicon,3 se puede expresar también de esta manera: 3. Así es cómo aparece, al menos, en la edición del Metálogicon he­ cha por C. C. J. Webb, publicada en 1939; lo encontrarás en la p. 136, dice Sarton . Mejor será que tomes nota del número de esa página si quieres localizar el fragmento, que parece haber demostrado poseer cierta tendencia peripatética; me refiero al sentido itinerante del término, y no al filosófico. Pues, en su Introduction to the History of Science (II, 196), Sarton, que de momento sigue siendo mi máxima autoridad por lo que a Bernard se refiere, localiza el pasaje clave en el libro 3, capí­ tulo 4 del Metálogicon, pero en The History of Science and the New Humanism, el librito en el que recoge las Conferencias Colvert y que fue publicado en 1931, el mismo año que el segundo volumen de la In­ troduction, Sarton invierte la localización del pasaje y dice que se en­ cuentra en el libro 4, cap. 3. Como Sarton tenía la manía de leer las pruebas de imprenta de todo lo que escribía, me resulta imposible juz­ gar (mientras no salga de mi despacho) cuál de las dos es la correc-

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«Dicebat Bernardus Carnotensis nos esse quasi nanos gtgantium humeris insidentes, ut possimus plura eis et remo­ tiora videre, non utique proprii visus acumine, aut eminentia corporis, sed quia in altum subvehimur et extollimur magni­ tudine gigantea.» Notarás que al extraer esa frase sentenciosa de la recia so­ lidez de lo que Bernard dijo (o se dice que dijo), se gana algo, pero también se pierde algo. Se gana en tersura: el Aforismo, tan compacto, conquista el interés de quien lo lee o lo escu­ cha, y hace que éste sea más capaz de llevarlo consigo y trans­ mitírselo a otros. Ésta es una ganancia neta (suponiendo que no sea repetido con tanta frecuencia que acabe perdiendo tan­ to interés como sentido, y termine convertido en un cansino tópico). Pero también hay pérdida. Pues Bernard hizo explí­ cita esa idea tan singularmente importante que dice que no es necesario que los sucesores sean más brillantes que sus prede­ cesores —ni siquiera tan brillantes como ellos—, porque, de todos modos, y siendo como es la acumulación de conocimien­ tos, aquéllos pueden saber más y por tanto ver más lejos. Esto se transmite en la versión aforística de forma implícita. Pero, tal como hemos visto, las cosas implícitas no avanzan siempre al mismo ritmo que la frase explícita, a medida que ésta se pone a viajar. Lo que se pierde por completo en el Aforismo es el sentido del respeto presente en la idea, quizá vaga pero de­ tectable, que tenía Bernard del modo en que la ciencia proce­ de por acumulación, un respeto cuya ausencia creó las condi­ ciones necesarias para la gran «Batalla de los Libros» que de­ batía en torno a los méritos intelectuales (y de otros tipos) que tenían, relativamente hablando, los Antiguos y los Moder­ nos, una batalla que se desencadenó de forma intermitente a lo largo del siglo x v i i y hasta bien entrado el xvm. Pero ésta es una historia completamente distinta, que sólo abordaré cuando haya algo interesante para la figura en la que apare­ cen combinados nuestros enanos y nuestros gigantes.

ta. Pero es presumible que encuentres la cita en la p. 136 de la edición que hizo Webb del Metalogicon (obra que, como recordarás sin duda, no es del propio Bernard sino de su alumno John). [De hecho se encuentra en el libro m , cap. 4, como podrás com­ probar si le echas una ojeada al Metalogicus, en Patrologiae Latinae, ed. J. P. Migne, París, 1853.]

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