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English Pages [344] Year 1995
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LIBERATIONIS
-onceptos tundamentales de la Teología de la Liberación
IGNACIO
ELLACURÍA JON
SOBRINO
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IGNACIO ELLACURIA JON SOBRINO
MYSTERIUM LIBERATIONIS Conceptos fundamentales de la teología de la liberación
II
EDITORIAL TROTTA
CONTENIDO
TOMO I Presentación
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I. HISTORIA, METODOLOGÍA Y ESPECIFICIDAD DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
© UCA Editores, 1990 © Para esta edición, Editorial Trotta, S.A., 1990 Ferraz, 55. 28008 Madrid Tels. 549 14 43-549 09 79 I S B N : 84-87699-00-6 (Obra completa) I S B N : 84-87699-02-2 (Tomo II) Depósito Legal: VA-498/90 Imprime: Simancas Ediciones, S.A. Pol. Ind. San Cristóbal C/ Estaño, Pare. 152 47012 Valladolid
Historia de la teología de la liberación: Roberto Oliveros Recepción en Europa de la teología de la liberación: Juan José Tamayo Epistemología y método de la teología de la liberación: Clodovis Boff Teología de la liberación y marxismo: Enrique Dussel Teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia: Ricardo Antoncich Hermenéutica bíblica: Gilberto da Silva Golgulho Teología en la teología de la liberación: Pablo Richard Cristología en la teología de la liberación: Julio Lois Eclesiología en la teología de la liberación: Alvaro Quiroz Magaña .. Moral fundamental en la teología de la liberación: Francisco Moreno Rejón Teología de la mujer en la teología de la liberación: Ana María Tepedino y Margarida L. Ribeiro Brandao
II. CONTENIDOS SISTEMÁTICOS DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
15 17 51 79 115 145 169 201 223 253 273 287
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1. TRASCENDENCIA Y LIBERACIÓN HISTÓRICA Pobres y opción fundamental: Gustavo Gutiérrez Historicidad de la salvación cristiana: Ignacio Ellacuría Libertad y liberación: Juan Luis Segundo Utopía y profetismo: Ignacio Ellacuría Revelación, fe, signos de los tiempos: Juan Luis Segundo Centralidad del reino de Dios en la teología de la liberación: Jon Sobrino
301 303 323 373 393 443
2. EL DESIGNIO LIBERADOR DE DIOS Trinidad: Leonardo Boff
511 513
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CONTENIDO
Dios Padre: Ronaldo Muñoz Jesús de Nazaret, el Cristo liberador: Carlos Bravo Cristología sistemática: Jesucristo, el mediador absoluto del reino de Dios: Jon Sobrino María: /. Gevara y M. C. Luccbetti Bingemer Espíntu Santo: José CombUn
531 551 575 601 619
TOMO II 3. LA LIBERACIÓN DE LA CREACIÓN Creación y mundo material: Pedro Trigo Antropología. Persona y comunidad: José Ignacio González Faus . Gracia: José Comblin Pecado: José Ignacio González Faus Sexualidad: Antonio Moser
9 11 49 79 93 107
4. IGLESIA DE LOS POBRES, SACRAMENTO DE LIBERACIÓN . La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación: Ignacio Ellacuría Evangelización: Juan Ramón Moreno Pueblo de Dios: Juan Antonio Estrada El pueblo crucificado: Ignacio Ellacuría Comunión, conflicto y solidaridad eclesial: Jon Sobrino Comunidades eclesiales de base: Marcello de C. Azevedo Sacramentos: "Víctor Codina Sacerdocio, episcopado, papado: José María Castillo Ministerios laicales: Alberto Parra Religión popular: Diego Irarrazaval Inculturación: Paulo Suess Sectas: Franz Damen
125 127 155 175 189 217 245 267 295 319 345 377 423
5. EL ESPÍRITU DE LA LIBERACIÓN Espiritualidad y seguimiento de Jesús: Jon Sobrino Sufrimiento, muerte, cruz y martirio: Javier Jiménez Limón Esperanza, utopía, resurrección: Joáo Batista Libánio Vida religiosa: Carlos Palacio
447 449 477 495 511
6. LA PRAXIS DE LIBERACIÓN Justicia: R. Aguirre y F. /. Vitoria Cormenzana Ideología: ]. B. Libánio y F. 7aborda Revolución, violencia y paz: Juan Hernández Pico
537 539 579 601
Bibliografía índice de citas bíblicas índice de materias índice de autores Nota biográfica de autores Índice general
623 635 645 669 677 683
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T A T TRFR A T I O N ^ C R E A Q [ O N
CREACIÓN Y MUNDO MATERIAL Pedro
Trigo
Sea cual sea la forma expositiva adoptada, el método de la teología de la liberación arranca de la práctica pastoral vivida como experiencia espiritual. Por eso el punto de partida consiste en suscitar la problemática concreta de modo que los contenidos más o menos sistematizados puedan ser captados como respuestas reales a preguntas efectivamente planteadas. La concatenación del tratado deriva de la organicidad de las cuestiones ya que a través de lo problemático de la situación se desvela la estructura de lo real; porque sólo desde el encuentro creyente con el Señor en el hoy de la historia de la salvación puede asumirse ésta como globalidad. Desde este principio sistemático la teoría es siempre modesta ya que las preguntas serán siempre más contundentes que las respuestas; y por eso la teología no será nunca el saber que deje atrás a la fe sino el saber relativo que remita a la caridad, para que el ejercicio más pleno de la praxis solidaria dé nueva luz, que nuevos intentos teológicos traten de entender menos deficientemente. Si nuestro punto de partida es la praxis pastoral vivida como experiencia espiritual es claro que partimos de nuestra fe y que es precisamente esta fe la que da la forma concreta a nuestras preguntas vitales y la que nos mueve a buscar. I.
NUESTRA FE EN LA CREACIÓN
Proclamamos que Dios es el creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible, y que el creador de todo es precisamente el Padre todopoderoso. Que el creador sea el Padre de Jesús, que es también Padre nuestro, cualifica a la creación. Y 11
PEDRO
así nuestra fe en que lo que existe existe como creado por Dios no significa sólo que no está ahí por casualidad o como realidad autárquica sino que es Dios quien lo hace existir de la nada. Nuestra profesión de fe en el mundo como creación de Dios dice más precisamente que todo lo que existe, por venir del amor creador de nuestro Dios, es consistente, compone una unidad dinámica y diferenciada (o una variedad irreductible y mutuamente referida) y, sobre todo, es bueno. No es lo mismo proclamar como creador a un dios desconocido que confesar que quien nos ha creado es todopoderoso y solidario. De otro modo sería una incógnita que sumiría nuestra vida en la incertidumbre: ¿cómo será nuestro hacedor? ¿qué propósitos abrigaría al traernos a la existencia? Y sin embargo no es a través de lo creado como llego a cualificar al creador y por lo tanto a la creación. Por el contrario, es a través de la experiencia (en fe) de Dios como llego a conocerlo, y sólo al identificar a ese Dios previamente conocido con el creador puedo afirmar la bondad, consistencia y unidad diferenciada de lo que existe. Así lo habría visto santo Tomás que, en sus vías, no concluye en Dios sino en el motor inmóvil, la causa primera, el ser necesario, el ser supremo, el fin de todo, «a quien nosotros decimos Dios». Nosotros somos los cristianos que por otro camino hemos llegado a ese Dios concretísimo, que no es la conclusión de un razonamiento humano. Así pues nosotros nos referimos a esta única creación concreta salida del Padre todopoderoso, hecha mediante el Hijo para que culminara en Jesús y vivificada por el Espíritu. Una creación con miras al reino preparado para los elegidos desde la creación del mundo (Mt 25, 34). Es legítimo intentar una filosofía de la creación, incluso distinguir en teología lo que sería la creaturidad abstrayendo cualquier otra cualificación, incluso la condición de imagen de Dios que ostenta la creatura humana \ Nosotros nos referiremos sin embargo al designio creador concreto tal como se revela en Cristo Jesús. La única «prueba» absoluta que poseemos de que el Padre de Jesús es el Señor de la vida y por lo tanto el creador de todo es la resurrección de Jesús. Sólo desde ella podemos afirmar que el Dios solidario es todopoderoso y por lo tanto que lo creado es bueno. Es el Dios que se revela como Padre nuestro en la muerte de Jesús el que se revela como creador en su resurrección. Por el misterio pascual sabemos que la creación brota del amor, que el creador es el Dios solidario. Pero el acontecimiento pascual no admite ninguna prueba científica: descansa en la fe en el testimonio y en la 1.
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J. I. González Faus, Proyecto hermano, Santander, 1987, p. 87.
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consiguiente adhesión al camino de Jesús, con la esperanza de participar en la resurrección 2 . II.
HISTORIA DE LA FE EN LA CREACIÓN
Esta nuestra fe en la creación se inscribe en una larga historia en la que los cristianos hemos luchado por mantener el dato original y expresarlo significativamente, de modo que por una parte pueda responder a las incitaciones de cada cultura y coyuntura histórica y por otra parte no quede atrapado en su horizonte. No siempre lo hemos logrado satisfactoriamente. A veces la ortodoxia ha pagado el precio de la in-significancia y a veces la asunción de la problemática ha degenerado en la mera aculturación de la fe a los parámetros de la cultura de turno. No fue fácil expresar el hecho de la creación en la cultura helenística, que no sólo desconocía esta noción sino que carecía de base para llegar a concebirla. Superar el monismo (naturalista o idealista) sin caer en el dualismo (metafísico y ético), mantener a la vez la trascendencia de Dios respecto del mundo y la relación mutua, comprender que lo distinto (Dios y el mundo) no es lo opuesto (el ser y la nada, el bien y el mal), llegar a la alteridad jerarquizada, pero no con miras al servicio divino (fruto de la menesterosidad de Dios) sino para la comunión que brota de la libre complacencia es la herencia irrenunciable que nos legó la Iglesia de los Padres. La noción de participación, de corte platónico, expresaba bien la trascendencia y la inhabitación de Dios en las criaturas. Pero esta doctrina de la creación, hipnotizada en su éxtasis y sacralizadora del status, se fue volviendo incapaz de dar cuenta, tanto del mal del mundo y de la mundanización de la propia institución eclesiástica, como de la autonomía de la naturaleza vigorosamente experimentada con el desarrollo de las ciencias y la economía. La solución medieval puede ser válida a nivel formal, pero no toma suficientemente en cuenta las dificultades y procesos en marcha y por eso no pudo integrarlos. Además, a nivel sistemático abandonó la perspectiva bíblico-soteriológica y se inscribió en la metafísica. La dificultad gnóstica, prisciliana y albigense fue propuesta de nuevo por Lutero, que, a pesar de que tiene el mérito de volver a relacionar creación y salvación, no fue capaz de sintetizarlas. El momento de autonomía fue vivido por la institución eclesiástica como amenaza para su monopolio ideológico y así los cristianos 2. «La fe en la resurrección es, pues, la forma cristiana de la fe en la creación. Es la fe en la creación bajo las condiciones de esta vida que está sometida a la muerte»: J. Moltmann, Dios en la creación, Salamanca, 1987, p. 80.
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sinceros (como lo fueron paradigmáticamente Galileo o Descartes) no encontraron teólogos capaces de dialogar a fondo. Por eso el siglo XIX recae en el monismo (materialista o idealista) y así, aunque el Vaticano I tiene el mérito de volver a reafirmar extensamente los hitos imprescindibles, sin embargo no los torna comprensibles, ni los descubre como evangelio para los hombres de su época. Habrá que esperar al Vaticano II para que retorne la perspectiva histórico-salvífica, trinitaria, cristológica y kerigmática y se exponga la creación de un modo comprensible, dialogante y sin reduccionismo. A partir de esta herencia, que consideramos telón de fondo y punto de partida, construimos nuestros planteamientos y propuestas 3 .
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humanidad sino la de la humanidad con Dios, la historia de Dios con los hombres. En la pascua de Jesús Dios reveló completamente sus designios (al preferirnos a su Hijo se mostró como el absolutamente solidario) y el poder que posee para llevarlos a cabo (al resucitar a Jesús, el solidario, se descubrió como el creador de la vida que vence a la muerte). Por eso la fe en este Dios torna insuficiente cualquier explicación que demos a nuestra situación. Alegar la condición humana y los pecados de los hombres es una mala teodicea, no porque éstos no sean factores reales y comprobados sino porque, si son la última palabra, Dios no es el creador solidario y todopoderoso. Así pues desde esta situación de pecado la fe en el Creador es una pregunta que no puede ser respondida por ningún discurso sino por la acción creadora de Dios en el presente y en el futuro.
III. PLANTEAMIENTOS Y PROPUESTAS
1.
Creación hoy
a)
En esta situación de descreación, ¿cabe confesar al Creador? La primera pregunta y la más fundamental que surge cuando nos atrevemos a vivir nuestra situación desde la fe cristiana es la siguiente: ¿cómo creer en el Dios de la vida en una situación marcada por la muerte? Si ser creador dice algo de Dios, la situación actual de descreación mueve a preguntar ¿dónde está la santidad de Dios? La pobreza, en el Antiguo Testamento, significa que la creación de Dios está realmente amenazada, la miseria que lenta pero eficazmente mata a millones de seres humanos significa el vaciamiento de la creación de Dios. En esta situación ¿cabe confesar al creador?: «¿Se anuncia en el sepulcro tu fidelidad/ o tu lealtad en el reino de la muerte?» (Sal 88, 11). Si nuestro Dios fuera el que al principio puso en marcha todo y el que al fin de la historia vendrá a declarar imparcialmente el uso que cada quien hizo de su libertad, esta situación de pecado no le salpicaría en absoluto a él: es la obra de seres humanos que Dios castigará en su momento oportuno. Pero nosotros no podemos aceptar que se confine a Dios al pasado y al futuro. Para nosotros Dios es ante todo un tú. Y lo es no porque hayamos llegado a esa conclusión mediante razonamientos sino porque así se nos ha revelado él mismo, y se nos ha revelado aquí, en este mundo, en esta historia. Luego la historia no es sólo la historia de la
¿Hay creación en América latina hoy?
3. Para la historia del tratado y las intervenciones del magisterio, además de Denzinger, ver: L. Scheffczyk, Creación y providencia, Madrid, 1974; Mysterium salutis (MS), vol. H/l, Madrid, 1969, pp. 490-601; J. Ruiz de la Peña, Teología de la creación, Santander, 1986, pp. 89113; Armendáriz, «Variaciones sobre el tema creación»: Estudios Eclesiásticos 218-219 (1981), pp. 867-933; P. Trigo, «La creación en la cultura cristiana»: Anthropos 15 (1987), pp. 127-147.
Por eso, si la fe cristiana en la creación no es algo absolutamente incomprobable, más aún si no es una fe paradójica que confiesa lo contrario de lo que experimenta, si por el contrario «hablamos de lo que sabemos» (Jn 3, 11; cf. 1 Tes 3, 4), más aún si la única prueba absoluta de la fe cristiana en la creación es la resurrección de Jesús, crucificado por los opresores (cf. Rom 4, 17-25), esta fe sólo es posible desde «este valle de lágrimas» y como superación de él. Esta fe sólo es posible para los crucificados y como superación de su cruz. De ahí la inevitabilidad de la pregunta por la creación en América latina hoy. Si no hubiera creación histórica, es decir, si fuera verdad lo de Qohelet de que «nada hay nuevo bajo el sol» (1, 9), la fe en la creación sería la consagración de la condenación que viven nuestros pueblos latinoamericanos (del «imperio del infierno» que decía monseñor Romero). Si no hay creación histórica, Dios no puede decir: «Infundiré mi espíritu en ustedes para que revivan» (Ez 37, 14). Entonces sería justa la queja del pueblo: «Nuestros huesos están calcinados, nuestra esperanza se ha desvanecido; estamos perdidos» (Ez 37, 11). Dios no sería el Señor, el Santo, ni el Creador según la concepción bíblica. Desde nuestra existencia colonizada, desarticulada, sin poder y en dispersión, desde nuestra situación de cautividad, de ser nopueblo, salvación es recreación o no es nada. Pues bien, en esta situación nosotros somos portadores del mismo mensaje del profeta evangelista: «Vean que ahora estoy realizando algo nuevo. Ya está brotando. ¿Es que no lo notan?» (Is 43, 19). Proclamamos que Dios en las entrañas de este infierno está creando personas nuevas y una nueva sociedad. Tener fe es para nosotros ser
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capaces de descubrir dónde se gesta la nueva América. Hacer verdad a la fe es participar con la gente que la construye. Esta proclamación es todo menos triunfalista. Brota de «la noche oscura de la injusticia» \ En estas condiciones tan contrastadas la fe en la creación se expresa como pregunta. A veces es la pregunta de la poca fe del que, desazonado y perplejo, pregunta como Zacarías: «¿Qué garantías me das de eso?» (Le 1, 18); o, aterrorizado, como los apóstoles, se queja a gritos: «¿No te importa que nos hundamos?» (Me 4, 38). Pero otras veces es la fe de María que, para secundar la acción de Dios, pregunta: «¿Cómo será eso?» (Le 1, 34). Y también, muchas otras, es la queja insondable de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Me 15, 34). Esta es la pregunta por la creación histórica hoy en América latina. Es una pregunta hecha desde la vida en presencia de la muerte, desde la vida que resiste a la muerte, desde la nueva vida incipiente que, amenazada por todas partes, lucha por consolidarse. Es decir, es una pregunta desde el seno de la creación histórica en alguna medida experimentada y en marcha. No es, pues, una pregunta acerca de si hay creación histórica, sino acerca de su capacidad para superar a las fuerzas del atraso, la opresión, la represión y la supresión. En este acto histórico de creación se juega la humanidad del hombre y el señorío de Dios que se ha comprometido con los empobrecidos y crucificados para desde ellos recrear a todos. Nosotros no sabemos en absoluto la figura que asumirá la soberanía de Dios en el mundo. No nos toca a nosotros «conocer los tiempos ni las fechas» (Hech 1, 7). Lo que sí se nos pide, porque para ello se nos da gracia, es hacernos hijos del reino. Aunque mientras vivamos siempre estaremos «a la espera de la plena condición de hijos» (Rom 8, 23), pues «la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12, 9). Pero en el otro extremo, en el mínimo, de la creación histórica ¿habrá que considerar como perteneciente a la escatología lo que en otros países es vulgar cotidianidad, lo de «construirán casas y las habitarán/ plantarán y comerán sus frutos/ no construirán para que otro habite/ ni plantarán para que otro coma .../ No se fatigarán en vano/ no engendrarán hijos para la catástrofe» (Is 65, 211-23)? No se trata de no trabajar ni fatigarse ni de pedir la inmortalidad. En la vida hay que construir, plantar, engendrar y todo esto lleva cuidados y fatiga. Sólo se pide que no sea en vano, que no se lo lleven todo unos pocos y que no acabe la vida en una catástrofe. Esto es pedir lo más simple, lo más sagrado: la vida. Esta es la meta de la creación histórica en América latina hoy. 4.
G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo, Lima, 1983, pp. 192-195.
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Porque es nada menos que la vida lo que de mil modos hoy es negado al pueblo. ¿Cómo poder omitir esta pregunta al tratar cristianamente de la creación? ¿Y cómo pensar que el Padre de Jesús no está comprometido en ella? ¿Cómo imaginar que él pueda dejar este asunto para mañana? Mañana habrán muerto muchos hijos de ese Dios. Y nuestro Dios es el Dios de la vida. Claro que por eso vence incluso a la muerte. Pero ¿cómo pensar que el creador de este mundo lo haya hecho como un purgatorio y luego nos dará el cielo para compensar? ¿Será éste únicamente el lugar de la prueba, el gran teatro del mundo? No podemos pensarlo así. Aunque relativa, esta vida es querida por Dios por sí misma. Más aún, esta vida nuestra le afecta a Dios. Con más conocimiento que el salmista podemos decir nosotros: «Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles» (Sal 116, 15). De la conciencia de este compromiso del solidario todopoderoso con nosotros brota esta oración confiada: «Caminaré en presencia del Señor en el país de los que viven» (Sal 116, 9). Este país era para el salmista esta tierra. En América latina hoy ¿no tenemos derecho a orar así? El país donde vive la gente ¿será para nosotros sólo esperanza escatológica? De ahí lo inexcusable del tema de la creación histórica en América latina hoy. b)
La creación hoy, lugar hermenéutico
Desde nuestra situación de rotunda descreación la fe en Dios como creador se nos ha revelado problemática y nos ha conducido inexorablemente al tema de la creación histórica hoy. Si no la hay, nuestro discurso sobre la creación se reduce a ideas reguladoras o a la aceptación fundamentalista de algo esotérico. La experiencia de creación en América latina hoy es así nuestro lugar hermenéutico: ella nos permite entender de qué se trata y determinar la validez de nuestro discurso. Pero, si atravesamos la noche oscura de la injusticia, si el mínimo que es la vida está en peligro y aun negado, no podemos decir sí, pero todavía no: sí experimentamos la radical positividad de lo que existe, aunque todavía esté opacado por la labilidad y el pecado y no haya dado completamente de sí. Por el contrario tenemos que afirmar no, aunque: confesar a Dios como creador de cielos y tierra significa negar fundamento sagrado a lo que hoy aparece revestido con una consistencia que se pretende incontrastable y proclamar como real lo que hoy se presenta como despreciable y sin nombre o como imposible. Es proclamar la liberación de los pobres y que los desposeídos heredarán la tierra y que está llamado a constituirse en realidad un mundo donde habite la justicia. Porque la fe en este mundo como creación de Dios no es una proposición meramente
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positiva sino dialéctica: es la fe que vence tanto la tentación de adorar a este mundo como la del desaliento y la frustración. Por eso la fe cristiana en Dios como creador tiene como sujeto privilegiado al pueblo creyente y oprimido y a los que se solidarizan con él. Creer en Dios creador no puede ser una proposición epifánica. Es una protesta fundada en la esperanza. Por eso se expresa como súplica porque «venga a nosotros tu reino». Confesar a Dios como creador es llamarlo para que «vuelva sobre sí» y ejerza su soberanía. Esta oración se afirma como profecía: «Cuando el Señor se vuelva a las súplicas de los indefensos, el pueblo que será creado alabará al Señor» (Sal 102, 17-19). La protesta, el clamor, la esperanza se convierten en manos nuevas para servir a nuestro Dios en su designio creador. Por eso quien vive de esta fe exclama como Jesús: «Mi Padre hasta el presente trabaja y yo trabajo también» (Jn 5, 17). Pero la fe en Dios creador no alcanza toda su eficacia hasta que no toca de un modo expreso e íntimo la dimensión del propio corazón. Cuando uno desea que este mundo florezca como creación de Dios y se pone a la tarea no tarda en descubrir que uno forma parte del problema que trata de resolver. Es entonces cuando, más allá del trabajo y de la ascética, surge la oración: «¡Oh Dios, crea en mí un corazón puro!» (Sal 51, 12). c)
Creación en América latina hoy: testimonio
Desde nuestra situación de descreación la doctrina sobre la creación se vuelve rigurosamente fe (Heb 11, 1; Rom 4, 17-18; 8, 19-25) y la experiencia de creación se constituye así en nuestro lugar hermenéutico. De ahí, la primacía sistemática de la creación actual y sobre todo futura respecto de la creación al principio. Si crear no es para Dios un accidente sino un acto de su libertad que lo revela y caracteriza (como el Dios de la vida, el amigo de los hombres, el amor fiel) vivir de fe es apoyarnos en el poder solidario que nos funda (Is 7, 9). Si nos atrevemos a vivir sin firmar pacto con la muerte y el abismo (como sí lo hacen quienes presiden esta situación de descreación: Is 28, 14-15), si vivimos en la intemperie sin resignarnos ni deshumanizarnos, es que vivimos de fe. Este es nuestro testimonio en la noche oscura de la injusticia: no vemos la luz del día, pero la no resignación a esta muerte civil del orden establecido, la obstinación para perseguir lo que a la luz del sistema parece imposible, la obsesión por la vida, el reducto de dignidad y respeto tenazmente defendido en esta hora de lobos, el sentido de oportunidad para aprovechar la ocasión y avanzar lo que se pueda, la capacidad de gozo entre tanta estrechez y desilusión, los lazos que en medio de la muerte se van anudando, las pequeñas victorias, la
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capacidad de reponerse ante tanto infortunio y echar de todos modos para adelante... son signos de que avanzamos hacia la aurora. Son sobre todo sacramentos de que arde el fuego sagrado del Dios de la vida. El que con gran frecuencia todo esto sea vivido desde la fe y que la fe no sea sólo alimento que fortalezca sino también luz que ilumina para ver la vida así es lo que caracteriza la fe en el Dios creador como fe en la creación histórica: es la fe de los crucificados que esperan y con el Espíritu que resucitó a Jesús buscan la resurrección. d)
Israel experimenta a su Dios como creador
La proposición: Dios está creando hoy en América latina, expresa nuestra lectura de los signos de los tiempos. Pues bien, como para nosotros, también para el pueblo de Israel la fe en el Señor como creador fue un punto de llegada, un evangelio que sembró de luz la noche de la catástrofe. Israel compartía con sus pueblos vecinos cosmovisiones que afirmaban el origen divino del mundo y la acción soberana de Dios en él. Pero nada de esto entró en sus primeras confesiones de fe. ¿Cómo entra la fe en Dios creador en su credo basado en acontecimientos históricos? En la monarquía, realizadas las promesas, quedaba Dios revelado y su imagen fijada: era el Dios que los sacó de Egipto y les dio la tierra que mana leche y miel. La revelación quedaba confinada al pasado. El presente venía definido por el culto que la celebraba, por la bendición del cielo, la fecundidad de la tierra y la fidelidad del pueblo: El mensaje de los profetas tenía su centro y su impresionante fuerza explosiva en que hacía pedazos la existencia anterior de Israel con Yahvé y abría el horizonte histórico hacia una nueva actividad de Dios con su pueblo 5 .
Jeremías leyó en los acontecimientos políticos la catástrofe para su pueblo. Siglo y medio antes Isaías también proclamó su posibilidad. En esa circunstancia planteó el dilema: fe o catástrofe. ¿Cómo Jeremías proponía asumir la catástrofe con fe y consideraba la esperanza de evitarla como ilusión que desafía a Dios? Pero para ningún profeta la catástrofe era lo último. La acción propia de Dios es salvar. Pero salvar de la catástrofe es crear. La ruina es la traducción histórica del caos y la nada. El mismo Jeremías lo anuncia así: «El Señor crea de nuevo en el país» (31, 22). Porque lo decisivo de la noción bíblica de creación es «el hecho de que la 5. G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, vol. I, Salamanca, 1972, p. 175.
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actuación de Dios hace surgir algo nuevo, algo que antes no existía de ese modo» 6. Oseas (2, 20-22), Jeremías (31, 31-33) y Ezequiel (36, 24-27) definen la dirección de esta actuación futura: Dios va a actuar recreando la humanidad. Si el pueblo responde surge la historia: se revela Dios como creador y el hombre como ser creado creador. Es más, el amor de Dios acabará triunfando, no sobre el hombre sino haciendo que su propia humanidad triunfe en él. La densidad histórica de estas afirmaciones y la necesidad de formularlas en clave creacionista aparecen en el destierro de Babilonia. Allí surge la espléndida visión de la resurrección de los huesos secos (Ez 37, 1-14). Pero es el Segundo Isaías quien emplea por primera vez de un modo sistemático la clave creacionista y el mismo término técnico, bará, que llega a usar 15 veces en pasajes claves 7 . «Para él la creación del universo material no es exactamente la primera entre otras muchas obras de creación-redención, sino una cualidad permanente de toda acción divina» 8 . Entre creación y obrar histórico parece no distinguir claramente y así «habla unas veces de Yahvé creador del mundo y otras de Yahvé creador de Israel» 9. Se presenta como portador de una buena noticia (57, 7) para los desterrados, para el resto decaído y desesperanzado: «ahora son creados» (48, 7). Ya el punto de referencia no será la creación del pueblo a través del Mar Rojo sino la vuelta del destierro (43, 16-19). En el nuevo éxodo brotará el paraíso (43, 19-21). El profeta lo anuncia para que cuando suceda comprenda el pueblo «que el Santo de Israel lo ha creado» (41,20). A través de este proceso hemos llegado a caracterizar la acción creadora por la conjunción de tres notas: el sujeto adecuado es Dios que obra con absoluta soberanía, sin que nada pueda oponerse a sus planes (aunque los lleve a cabo a través de instrumentos suyos); la acción contiene una novedad, es algo 6. Jenni-Westermann, Diccionario teológico manual del Antiguo Testamento (DTMAT), vol. I, Madrid, 1978, p. 490; «Un acontecimiento nuevo, imprevisto y decisivo de verdad»: Auzou, En un principio Dios creó el mundo, Estella, 1982, p. 124; «acción maravillosa de Dios que produce algo sorprendentemente nuevo» (Eichrodt); «acción por la que Dios produce una cosa nueva o prodigiosa» (Imschoot). 7. Jenni-Westermann, op. cit-, vol. I, pp. 486-91; Auzou, op. cit., pp. 123-124, 132-138, 140-148; S. Croatto, El hombre en el mundo, Buenos Aires, 1974, pp. 47-49, 53, 114; Jacob, Teología del Antiguo Testamento, Madrid, 1969, pp. 136, 138-139; Zimmerli, Manual de teología del Antiguo Testamento, Madrid, 1980, pp. 35-36; G. von Rad, El libro del Génesis, Salamanca, 1977, p. 58; G. von Rad, op. cit., vol. I, pp. 191-192; MS, vol. II/I, pp. 477-478, 499500; Néher, La esencia del profetismo, Salamanca, 1978, p. 114; P. Schoonenberg, El mundo de Dios en evolución, Buenos Aires, 1966, pp. 66-67; Renckens, Creación, paraíso y pecado original, Madrid, 1969, pp. 90-91. 8. Comentario bíblico de San Jerónimo, vol. II, Madrid, 1972, pp. 91-107. 9. G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, cit. vol. II, p. 302.
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sorprendente; es una acción salvadora, vivificante. Así pues la acción creadora sucede en la historia; sucede siempre, aunque a veces de un modo especialmente visible, contundente, decisivo; sucede siempre en la misma línea de dar vida; sucede como expresión personal y libre de Dios que de este modo no sólo se revela sino que se entrega. Esta acción de Dios no es intramundana ni mágica, sigue una procesualidad histórica y sólo puede ser percibida por la fe, aunque la palabra que la anuncia y el corazón que la espera ayudan a descubrirla cuando acontece y a secundarla respondiendo a ella 10. 2.
Vivir como creaturas
Desde esta experiencia vivir como creaturas es vivir ante Dios sin Dios11, como primer nivel no sólo legítimo sino imprescindible; pero este nivel no es vivible si a otro nivel más profundo no vivimos también con Dios y si en el nivel último no existimos en Dios. La combinación de los tres niveles (con sus correspondientes actitudes vitales) es lo que compone en toda su riqueza articulada la fe en nuestro Dios como creador y en nosotros como creaturas de un mundo creado por él. a)
Ante Dios sin Dios
Para crearnos Dios nos ha dado lugar 12 . Vivir como creaturas es ocupar ese lugar sin Dios. Ese lugar es el de la relativa positividad 13. Es nuestro lugar. No el de las sombras o apariencias, tampoco un lugar plenamente consistente. Real, verdadero, pero relativo y por lo tanto ambiguo. Este lugar de la finitud, de la contingencia, incluso de la labilidad merece ser amado y vivido. Pero en primer lugar debe ser aceptado como tal, como relativamente ab-soluto, desligado de Dios, a-teo. Dios quiere que su creación viva y conviva en sí misma y por sí misma; para ello la dotó de potencialidades y de consistencia. Pero además es que para él ese lugar que le dio es sagrado. En la cruz de Jesús se reveló que él lo respeta de un modo absoluto: él no interrumpió la autonomía de nuestra historia ni para salvar a su Hijo. Así pues el Dios que nos ha creado no actúa como causalidad mundana ni es por eso objeto de conocimiento en el sentido científico. Existe un nivel de 10. 11. 12. 13.
Vocabulario bíblico, Madrid, 1968, p. 66. D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión, Barcelona, 1968, carta de 19-7-1944. J. Moltmann, op cit., pp. 100-107. J. I. González Faus, op. cit., pp. 62-64.
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realidad que Dios ha creado como a-teo y que debe constituirse como tal: es el ámbito al que se refiere esa noción de historia, objeto de las diversas ciencias, el ámbito en el que «se vive», un ámbito completo y autosuficiente en su nivel. No es nada claro que las personas aceptemos habitar ese primer nivel de la relativa positividad en que consistimos como creaturas. Ser ciudadanos del reino de este mundo sin ilusiones, sin sacralizaciones pero también sin frustración ni tristeza no parece ser empresa fácil ni deseable. La tendencia del hombre religioso es la de saltarse este nivel para vivir directamente en Dios como en un seno materno o como un padre consentidor siempre a mano. Las tentaciones del que quiere vivir como hijo de Dios son mundanizar a Dios y considerar como inconsistente la mundanidad del mundo (Mt 4, 3-7). La tentación del abrumado por la opacidad del mundo es la de sacralizar a los poderes que dominan en él y servirlos abdicando de su humanidad (Mt 4, 8-10). También, por su parte, los poderes han sucumbido hoy a la tentación de divinizarse. Es el caso claro de los Estados. Más allá de su constitución formal, funcionan como salvadores, señores de la vida y de la muerte, que definen los derechos de las personas y jerarquizan los canales de distribución de los recursos vitales en un mundo siempre escaso. Lo mismo hacen los vendedores de mercancías: no publicitan sus relativas virtudes sino que las fetichizan haciéndolas portadoras de la vida plena y feliz. Entre sentirse aherrojado y vivir como dioses no parece quedar mucho espacio para el a-teísmo de la finitud. Casi podemos decir que es casi imposible vivirla si no es ante Dios. Este ante Dios cualifica nuestra autonomía, la convierte en respuesta al Creador, determinada, pues, por su propuesta, aunque internamente autosubsistente. Este ante Dios no es de ningún modo ante el omnividente que desnuda y cosifica. Es por el contrario ante el que se fía de uno y por eso le encarga que viva su vida en ese mundo y para eso lo capacita. Vivir como ateos en este mundo fetichizado es muy duro y arriesgado, pero también liberador. Es una experiencia que en América latina hemos recibido como evangelio de tantos pobres o empobrecidos por solidarios y que compartimos. Luchar contra esta institucionalización en la que no cabe la vida digna sin mitificar el propio proyecto histórico; pretender una revolución relativa y ambigua y mantener la liberación integral como horizonte escatológico y no como pretensión nuestra; jugarnos la única vida por bienes relativos aunque vistos como voluntad de Dios en el discernimiento histórico, es algo nuevo que vamos poco a poco aprendiendo y aceptando. Entregarnos a las tareas históricas sin perder la cotidianidad es el don que vamos recibiendo de muchas personas de nuestro pueblo que viven sencillamente cada momento
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con toda plenitud (sin Dios) porque lo viven en la presencia de Dios. b)
Con Dios
Pero esta vida responsable que llenan el trabajo, los encuentros, las fiestas, la organización popular... vive fundada en otro nivel más complexivo que la cualifica. Es el nivel estrictamente personal en el que somos interlocutores de Dios. Ser creado no significa ser efecto de una causa impersonal sino palabra personal pronunciada libremente por otra palabra personal. Vivir con Dios significa aceptar la propuesta de diálogo en que consiste su acto creador. La palabra creadora es una palabra de vida. Vivir como creatura con Dios significa responderle pronunciando sobre su creación la palabra de vida que somos. Pronunciar con él esa palabra de vida. En nuestra situación de no-pueblo hemos sido llamados a cooperar en la obra que el Hijo hace en obediencia al Padre: «Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, también el Hijo da vida a quien quiere» (Jn 5, 21). Así pues si al nivel del sin Dios sólo se encuentra nuestra obra positiva (a veces), pero relativa y siempre ambigua, en el nivel del con Dios (que sucede también en esta historia) Dios da vida a los muertos. Y lo hace por nuestro ministerio. Lo hacemos con él, si vivimos con él. Aunque lo hacemos no desde nuestra fortaleza sino desde nuestra debilidad, para que así quede claro que todo es de Dios (2 Cor 4, 7). No se trata sin embargo de que el nivel en el que obramos con Dios complete lo que le falta al nivel en el que vivimos sin Dios. Este es el único nivel detectable, objetual. Pero sucede que nuestras manos se convierten en las manos de Dios (la Palabra y el Espíritu) 14 y así a través de nuestras obras limitadas se produce la creación histórica, Dios crea sin quebrar la autonomía mundana. Ser manos de las manos de Dios es así lo contrario de divinización; es obediencia a la Palabra y al Espíritu, obediencia consecuente con la actitud primordial de escucha (en que consiste el con Dios) que nos caracteriza como oyentes de la Palabra y así impide que nos definamos por la relativa positividad (en que consiste el sin Dios). A nivel filosófico es correcto pensar que «el prestar oídos no implica necesariamente una audición efectiva... puesto que la percepción del silencio de Dios es también una respuesta que hace razonable el acto de atender» y asi «la última actitud existencialmente decisiva del hombre consistiría en inclinarse ante este Dios silencioso» 15. 14. Ireneo, Adv. haer. IV 20, 1, 15-23; V 6, 1, 2-5; cf. A. Orbe, Teología de san Madrid, 1985, pp. 266-271. 15. K. Rahner, Oyente de la palabra, Barcelona, 1967, pp. 228-230.
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Pero el hecho es que desde el comienzo Dios ha querido comunicarse con nosotros. En Edén «Dios llamó al hombre» (Gen 3, 9). Le pidió que guardara y cultivara el jardín y que pusiera nombre a los animales, él mismo presentó a Eva a Adán, él les intimó lo que conducía a la vida y a la muerte, él los llevó a la confesión de su pecado, les indicó sus consecuencias y les abrió a la esperanza. En verdad que él habló en múltiples ocasiones y de muchas maneras (Heb 1, 1). Más aún, el que por su Palabra había creado los mundos y las edades (Heb 1, 2), al llegar la plenitud de los tiempos se hizo definitivamente «Dios con nosotros» (Mt 1, 23), su Palabra se hizo carne para que nuestro vivir con él llegara en Jesús hasta su misma comunidad intratrinitaria. Este es el designio que presidió de hecho la creación del mundo. Así pues, si el con Dios tiene por ámbito la palabra que Dios pronuncia sobre el mundo (que se nos invita a pronunciarla con él), trasciende ese ámbito hasta llegar al nivel de la pura comunicación con él. Ya que la Palabra que da vida culmina en nuestra constitución de hijos en el Hijo por la comunicación de su Espíritu con el que decimos: Abbá, Padre (Rom 8, 15). c)
En Dios
Pero este trato personal, que se convierte en obediencia para secundar su acción, se corona cuando se vive en él: Por así decirlo, el hombre es «primero» de Dios y, sólo en virtud de ello, es él mismo... En otras palabras: la criatura, el hombre no coincide con su realidad más profunda; hay en él algo más, una realidad interna (que es él mismo) que remite al Dios creador trascendente y presente en él por inmanencia. Por esto, la realidad en que vivimos y que nosotros mismos somos es un misterio insondable: el misterio del Dios que se desborda en sus criaturas lé .
El que la creación sea «el despliegue del amor de Dios» 17 es la suprema revelación del Sermón del Monte. Allí el amor a los enemigos nos constituye en hijos de nuestro Padre del cielo «que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5, 45). No hay que entender la acción de Dios como una causalidad indiferencíada. Desde la concepción personalista en que nos situamos 18 esa imagen expresa la capta16. E. Schillebeeckx, Jesús, la historia de un viviente, Madrid, 1981, pp. 591- 592; X. Zubm, El hombre y Dios, Madrid, 1985, pp. 148-150; 158-164: 174-178; Agustín, Confesiones, III, 6, 11; Santo Tomás, ST I, 13, 11, ad resp. 17. Auer, El mundo, creación de Dios, Barcelona, 1979, p. 113. 18. Sacramentum mundi (SM), 2, 13; Auer, op. cit., p. 75; S. Croatto, Historia de la
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ción del obrar personalizado del Padre, su voluntad personal y soberana de hacer el bien, de vencer al mal a fuerza de bien. Quien está en Dios es capaz de ver a Dios obrando todo como don personalizado, no desde luego como ser mundano sino por la trascendencia con la que está tan en lo íntimo de cada quien que somos en verdad sus huéspedes. De ahí que una teología de la creación que no bordee el panteísmo (aunque superándolo desde dentro) no merece el nombre de cristiana. Así como el vivir con Dios tiene que ver con la estructura dialógica de Dios que expresa su Palabra, así el en Dios alude al Espíritu vivificador. El es persona de un modo diverso al Padre y al Hijo; por decirlo así, no se nos enfrenta, no nos sale al paso: habita en nosotros como espíritu cósmico haciéndonos activos y consistentes para que vivamos sin Dios; como espíritu de Jesús nos capacita para responder a Dios como hijos en el Hijo, para vivir con él; y finalmente como Espíritu Santo nos pone en la órbita intratrinitaria. Pero todo eso lo lleva a cabo con una alteridad indetectable, aunque no por eso menos irreductible.
3.
Creemos en un solo Dios, padre creador de cielos y tierra
todopoderoso,
a)
Creación y descreación, ¿guerra de dioses?
En el pueblo oprimido hay mucha gente que se apoya en Dios y subsiste; hace así la experiencia del Dios creador. Si ni el hambre ni el desempleo ni la desarticulación política ni la represión han logrado quebrar a estas personas, ¿qué podrá separarlos de esta esperanza? «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1 Cor 15, 55). El dicho del pueblo: «la esperanza es lo último que se pierde mientras haya fe» no expresa voluntarismo ni fanatismo sino la comprensión cabal de una larga y contrastada práctica histórica; es pues teoría. En América latina hay indiscutiblemente creación histórica: mujeres y varones nuevos y semillas de una nueva sociedad. Pero precisamente en esta experiencia de vida renacida y de esperanza reconquistada hemos sentido también la experiencia contrastante de los poderes de la opresión, de las fuerzas de la muerte. Incluso el «misterio de la iniquidad» (2 Tes 2, 3) de que nos habla la apocalíptica no es para nosotros (como tal vez sí lo fue en los años 60) una imaginación irracional que debíamos desechar en el necesario proceso de desmitologización. No hace-
salvación, Buenos Aires, 1970, p. 72; Brunner, La verdad como encuentro, Barcelona, 1967, pp. 120-131; E. Gilson, El tomismo, Pamplona, 1978, pp. 196-197.
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mos justicia a nuestra experiencia si atribuimos nuestra situación sólo al subdesarrollo de nuestros pueblos y sociedades, al imperialismo y al colonialismo interno y al pecado personal (sea individual o social). Cierto que a nivel analítico no hay más instancias. Pero estos agentes históricos operan tales catástrofes que pareciera que el efecto no sólo superara la voluntad subjetiva de los agentes sino que los mecanismos y estructuras, desbordando sus fines, obraran de un modo alocado. De ahí, la tristeza sin fondo, el abatimiento de tanta gente noble entre dragones, bestias y jinetes apocalípticos que borran de un plumazo tantos esfuerzos, marcan con el estigma de la servidumbre a tantas frentes y siembran epidemias y muerte. Es la tristeza que parece haber sentido Jesús en el huerto. ¿No tendríamos que concluir que el poder de Dios no es incontrastable, que si él crea otro destruye, que nuestra historia está signada por la lucha de los dioses? b)
El horizonte caos-cosmos, ¿es irrebasable?
De un modo genérico llamamos a esta polarización antagónica horizonte caos-cosmos porque la calificación de bueno y malo con que cada bloque designa respectivamente a sí mismo y a su opositor se establece sobre todo en base al parámetro dei orden que hace posible la vida humana (desde luego de acuerdo a lo que el sistema entiende por humano). Nuestro horizonte se halla atravesado por dos grandes polarizaciones: Norte-Sur y Oeste-Este. Desde las vigencias sociales, Norte es civilización, progreso, ilustración, luz..., en tanto que Sur equivale a barbarie, atraso, rutina, tinieblas... Nuestra realidad de pueblos queda definida como Sur; nuestro destino, llegar a ser Norte; nuestra tragedia, no poder llegar a serlo a pesar de tantos sacrificios y a causa de tantas deficiencias y pecados. Desde la ideología dominante, Oeste es libertad, democracia, tolerancia, mundo abierto y primacía de la persona; en tanto que Este significaría totalitarismo, dictadura, represión, mundo cerrado y primacía del Partido y el Estado. Nosotros seríamos Occidente como ideal y más o menos como formas institucionales, ya que no como realidad; nuestro ideal, hoy por hoy inasequible por nuestras deficiencias y defecciones, sería llegar plenamente a ser occidentales; nuestra tentación, que habría que estigmatizar, consistiría en prestar oídos a las seducciones del Este y aspirar a resolver nuestros problemas por el cortocircuito revolucionario que nos traería más mal que bien. Estas dos oposiciones en las que se nos inscribe forman parte de otra más global: orden establecido-no adherentes a él. EÍ primer término designa al Estado en el sentido de la «voluntad general»
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como poder: el tren ejecutivo, la burocracia estatal, las fuerzas armadas, la empresa privada, los medios creadores de opinión (que dependen de las instancias anteriores), los partidos políticos y multitud de instituciones intermedias entre las que juegan un papel destacado las religiosas. El segundo término designa a los marginados cuando toman conciencia de que son empobrecidos, a los discriminados cuando no se avienen a procesar su situación en el horizonte establecido, los malditos y finalmente quienes por causas éticas u otras no aceptan la estructuración vigente y se niegan a jugar su juego e incluso luchan por construir otro. En este horizonte el orden es precario y amenazado y por eso la estructuración no tiene más remedio que configurarse como autorepresiva y militante. Y esto es así porque en este horizonte (de cualquier modo que se conceptúe) la persona carece de sustantividad: es un momento del Norte, del Occidente, del Estado como «dios mortal». La violencia es original porque el caos es anterior e interior al cosmos. Por lo tanto, irrebasable. Más aún, sagrada: las fuerzas del bien contra las fuerzas del mal. Las personas somos el campo de esta contienda que nos supera. Nuestra misión es ponernos al servicio de esta guerra santa. Los enemigos no son tampoco seres personales: a pesar suyo son servidores de las fuerzas del mal. No existe historia, sino teomaquia. En este horizonte mundial en que estamos muy precisamente inscritos, ¿qué contenido concreto puede tener confesar que nuestro creador es único, que no existe ningún poder absoluto rival, que él es todopoderoso y absolutamente solidario y que nos ha creado responsables y creadores? c)
Del horizonte caos-cosmos a la fe en la creación
Damos testimonio de que hoy Dios crea. Pero también tenemos que reconocer que existen otros poderes. ¿Cómo vivir sin Dios cuando esta tierra yace en poder de otros poderes? ¿Cómo vivir con Dios cuando se nos exige llevar la marca de la Bestia? ¿Cómo vivir en Dios en una sociedad poseída por otros espíritus? Vivimos en un horizonte tan fuertemente polarizado que acecha casi irresistible la tentación de explicar la realidad como lucha eterna de contrarios. La tentación se vuelve compulsión cuando son los poderes en pugna quienes nos obligan a cuadrarnos ciegamente, a dejarnos moldear por sus consignas y a participar de sus luchas. En este contexto nuestra fe en la creación sólo puede concebirse como una victoria: al adorar sólo a Dios las oposiciones quedan reducidas a la relatividad de la historia y abarcadas por la voluntad de Dios, que hacemos nuestra, de reconciliación univer-
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sal. Esta fe genera ojos nuevos para ver la «democracia cósmica» y manos nuevas para transformar las contradicciones antagónicas en oposiciones saludables y en variedades simbióticas. Pero esta victoria requiere mucha paciencia y con frecuencia toma la forma de esperanza contra esperanza. Desde nuestra fe en el creador solidario y en el mundo como despliegue de su amor no podemos aceptar que este horizonte polarizado exprese la constitución original de la realidad y por lo tanto tampoco podemos alinearnos en uno de los polos arriba descritos. Ni el bien ni el mal son sujetos intramundanos originarios y absolutos aunque mutuamente contrapuestos. Y sin embargo la dimensión fetichista de algunas realidades es tan tremenda que provoca reducirlas a fetiches. La realidad, pues, da pie para semejante representación y difícilmente podrá demostrarse su radical inadecuación. Así pues sólo la liberación del horizonte caos-cosmos «prueba» la verdad de la fe en el creador único y enteramente bueno. Para nosotros la victoria sobre este horizonte polarizado se nos da en la pascua de Jesús. Si vivimos de esta fe se abre el horizonte caos-cosmos: el bien es una dimensión trascendente (Dios sobre todo y Dios en todo) en tanto que el mal es un producto intrahistórico. No son dos polos simétricos. Y ciertamente nosotros podemos testificar que es posible ser ateos de estos poderes y vivir así a la intemperie en tierra ajena. Pero la plena identidad entre el Liberador y el Creador sólo aparecerá al final de la historia 20 . En la historia se experimenta en fe al Dios creador, pero la vigencia absoluta de su poder solidario sólo al fin resultará incontrastable. Es verdad que nosotros «tenemos la vida», «pues el Dios que dijo: "Brille la luz del seno de las tinieblas", la ha encendido en nuestros corazones» (2 Cor 4, 6), pero «continuamente nos entregan a la muerte» (2 Cor 4, 11). Nuestra fe dice que no estamos salvados, aunque nuestra esperanza es cierta y ya la experimentamos a través de sacramentos históricos. En conclusión, reponemos la lucha. Pero esta lucha no es agónica porque la verdad más profunda de todo es la solidaridad del creador y el amor absoluto del Padre. El horizonte caoscosmos no es sagrado, es histórico. Existen sin embargo poderes. Debemos mantenerlos como relativos. La fe en la creación es la correspondencia al modo como Dios se sitúa respecto de la realidad y la coincidencia con su acción sobre ella. Dios se sitúa a favor de los pobres y de los oprimidos. Pero no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva. Dios no aborrece nada de lo que ha creado, si no, no lo hubiera creado (Sab 11, 24). Por eso lo que existe es bueno. No sólo bueno 19. 20.
L. Boff, San Francisco de Asís: ternura y vigor, Santander, 1982, pp. 58-60. W. Pannenberg, La fe de los apóstoles, Salamanca, 1977, pp. 296-298.
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en principio, ya que Dios sigue diciendo ahora su palabra creadora de bendición. Y esta su palabra es más determinante que nuestras propias palabras. d)
La soberanía de Dios en el código sacerdotal (Gen 1)
Esta fe nuestra se nutre de la fe de Israel que, aquilatando la historia de su fe, tras el destierro, llega fundamentalmente a la fe en la creación que (leída desde el acontecimiento de Jesús y desde la historia que él desencadenó, en la que estamos) es la que hemos profesado desde el comienzo de estas páginas. El texto sacerdotal de la creación resalta por contraste sobre el fondo de los mitos de los pueblos vecinos y sobre las prácticas religiosas de la mayor parte del pueblo judío (2 Re, 23, 1-25 et passim). Dios y cielos y tierra, así compendia Gen 1 todo lo que actualmente existe. Y añade, explicando su relación: Dios ha creado cielos y tierra. El primer gran contraste con otras cosmogonías es que en Gen 1 no hay rastros de teogonia ni consiguientemente de teomaquia. Y esto es así porque Dios no emerge de la naturaleza ni es parte de su proceso. De ahí, su libertad respecto de su creación y de ahí también la libertad de la creación respecto de Dios: ya que él no la necesita, el hombre no fue creado para el servicio divino. Pero si la creación por la palabra barre todo naturalismo y panteísmo, también deja fuera de lugar al deísmo puesto que la palabra salva la distancia infinita y llega efectivamente a las criaturas hasta trascenderlas en su inmanencia. Se ha recalcado que la experiencia de la alianza está en la base de nuestro texto. Así pues la doctrina de la creación viene a ser la representación más extrema de la soberanía de Dios que Israel había experimentado a lo largo de su historia. Dice von Rad a propósito de Gen 1, 1: «El patbos oculto de esta frase está en que Dios es el Señor del universo» 21. Así lo expresó, como dijimos, Jesús en el Sermón del Monte, carta de la Nueva Alianza. El que separó las aguas inferiores de las superiores es el que manda la lluvia y quien colocó la lumbrera mayor en el firmamento es el que hace salir su sol de un modo personalizado. Nuestra racionalidad nos impide entenderlo de un modo animista; nuestra fe nos obliga a retenerlo sin ninguna representación. ¿Qué es entonces la creación? Soberanía saludable, amor todopoderoso. Desde nuestra fe cristiana ésta es la primera enseñanza de Gen 1: Dios domina de un modo absoluto sobre todo lo que existe y el contenido de su soberanía incontrastable es la existencia y la vida de cada ser y la armonía de toda la cración. Este dominio es alianza personal, libre 21.
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El libro del (génesis, cit., p. 58.
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amor. Para nosotros los cristianos (al situarnos más allá de la cosmología y la metafísica) la fe en la creación es un modo de aludir al reino de Dios que anunció Jesús: La soberanía de Dios es el ejercicio de la función específicamente divina de Dios en cuanto creador... La venida del tal reino significa que Dios se cuida de los hombres para hacer efectivo su «dominio» en nuestro mundo 2 2 .
Dios crea mediante su Palabra y su Espíritu 23 . Estos «órganos» de la creación son propiamente divinos y de este modo establecerían la inmanencia trascendente de Dios en su creación e impedirían encontrar analogías y representaciones de la acción creadora. Ella no tiene cabida en ninguna categoría de pensamiento 24 . La manera como el texto concibe al caos es muy discutida 25 , pero lo que sí es claro es que ante Dios aparece desprovisto de toda fuerza e influencia. ¿No tenemos que afirmar también nosotros que el concepto de creación sólo puede concebirse en nuestro tiempo como una victoria sobre lo caótico, tanto más presente cuanto más dominamos la tierra? La misma actitud polémica observa el texto respecto de la religión astral 26 . Los astros conservan un rasgo de personalidad y poder: su finalidad es regir el día y la noche. Pero son criaturas de Dios y no dominan en los destinos humanos. Jesús rechazó vigorosamente las señales que le pedían del cielo y en contra de la apocalíptica ambiental insistió que aun en la conmoción cósmica la fe echa fuera al temor (Le 21, 25-28). Hoy especialmente se nos pide una fe en el creador solidario que nos libre del temor a la determinación y al destino y que nos devuelva al gozo de la libertad precaria. Gen 1 señala con extremado vigor la unidad diferenciada de la realidad y el puesto del hombre en ella 27 . Así pues la estructura de la creación no es la polarización y la lucha de los contrarios sino la mutua trabazón simbiótica. La dependencia del hombre respecto de la naturaleza no tiene por qué engendrar resentimiento ni hostilidad. El encargo de dominarla no tiene por qué desconocer la
22. E. Schillebeeckx, op. cit., p. 129. 23. Jacob, op. cit., p. 136; Néher, op. cit., pp. 116-119. 24. SM 2, 12; Eichrodt, op. cit., pp. 118-119; Auer, op. cit., pp. 149. 167. 196; DTMAT, vol. I, p. 489; J. Moltmann, op. cit., pp. 27-28, 90-91; E. Gilson, op. cit., p. 203. 25. S. Croatto, op. cit., pp. 43-47, 95-96; G. von Rad, El libro del Génesis, cit., pp. 57-60; Auzou, op. cit., pp. 217-225; McKenzie, Espíritu y mundo del Antiguo Testamento, Estella, 1968, pp. 122-128; Renckens, op. cit., pp. 57-60; Eichrodt, op. cit., pp. 109-113; Jacob, op. cit., pp. 136-137; Zimmerli, Manual de teología del Antiguo Testamento, Madrid, 1980, pp. 33-34; MS I í / l , pp. 563; G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, vol. I, cit. p. 201. 26. S. Croatto, op. cit., pp. 36, 147-159, 32-33; G. von Rad, El libro del Génesis, cit., pp. 65-66; Auzou, op. cit., pp. 244-251. 27. Eichrodt, op. cit., pp. 119-120; Jacob, op. cit., pp. 142-144; MS 11/1, p. 476.
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legalidad de cada ser ni convertirse en saqueo y destrucción 2S. Un sujeto que se concibe como individuo en competencia con otros individuos y en relación únicamente de sujeto a objeto respecto de la naturaleza es incapaz de captar la unidad de la creación. Y es que en definitiva es la fidelidad de Dios en cada ser la que establece la única unidad que puede componerse con la consistencia de cada ser y con su variedad irreductible 29 . Por eso esta fe nos invita a reconciliar a la humanidad en el seno de una democracia cósmica. El texto se cierra con la palabra de Dios que proclama la bondad de su creación 30 . No es una invitación al optimismo que cierra los ojos a los males del mundo, sino a que compartamos la fe que Dios tuvo y mantiene en su creación para que esa fe se convierta en esperanza de que un día el mal será vencido y lo bueno de la realidad volverá a resplandecer. Así pues un enemigo tiene que ser combatido teniendo en cuenta que ambos hemos sido destinados por nuestro creador a formar parte de su misma comunidad. El mal triunfante, ¿no desmiente al que todo lo hizo bueno? Vivimos nuestra fe en el creador como victoria que vence a este mundo polarizado (cf. 1 Jn 5, 4). Pero esta victoria, ¿no se transforma en agonía? La existencia para nosotros invencible del mal, ¿no desmiente de un modo aplastante la fe en el creador enteramente bueno? Este planteamiento tiene dos vertientes: desde la primera confesamos que este planteamiento es específicamente cristiano: sólo ante el Padre todopoderoso descubrimos la no naturalidad del mal. Pero si desde la fe en el Dios solidario reviste el mal toda su catadura intolerable, desde el mal también la fe se vuelve problemática. Si «este valle de lágrimas» no es lo que Dios creó, ¿es que el Enemigo entró en su campo mientras dormía y sembró mala semilla de la que viene tanto estrago? (cf. Mt 13, 2430). Al fin, ¿no es el propio Jesús quien coloca dos principios y así define como un drama nuestra historia? ¿Dónde queda la soberanía incontrastable del Enteramente Bueno? Desde los pueblos de América latina no es posible trivializar el mal; lo difícil es no convertirlo en un fetiche insaciable. La teología como tema y método (si no quiere volverse no sólo insignificante sino irresponsable, y por eso expresión del mal) tiene que medirse con esta realidad del mal, tiene que bajar a los infiernos. Y no sólo al infierno conceptual, místico y de ultratumba, sino a los condenados de esta tierra convertida en valle de lágrimas. Ahora bien, el 28. J. Moltmann, op. cit., pp. 33-65. 29. E. Lévinas, Totalidad e infinito, Salamanca, 1977, pp. 296-298. 30. Auzou, op. cit., pp. 197-198; S. Croatto, op. cit., pp. 117-119, 200-201; G. von Rad, El libro del Génesis, cit., pp. 62, 72-73; Eichtodt, op. cit., pp. 115-116; N. Lohfink, Exégesis bíblica y teología, Salamanca, 1969, pp. 88-89.
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mal triunfante desmiente al Dios cristiano. Así lo vio santo Tomás que al preguntarse si existe Dios responde: «parece que no». Su argumento resuena hoy y aquí con toda su virulencia: Dios es «el bien infinito. Luego si existiera Dios no habría mal. Pero en el mundo hay mal. Luego Dios no existe». La respuesta que da Tomás a su dificultad tiene la virtud de asumirla completamente. Dice, citando a Agustín: «Dios, siendo el sumamente bueno, de ningún modo permitiría que existiera algo de mal en sus obras si no fuera de tal modo omnipotente y bueno que incluso de lo malo hiciese el bien» 31 . Pero ¿es tan evidente que Dios esté sacando bienes de tantos males? ¿Podemos decir que quien no lo vea es ciego o tiene mala voluntad? Si no podemos decirlo, no es patente que exista el Dios cristiano. No es patente que esto sea creación suya. Así pues el ateísmo desde el sufrimiento del mal del mundo es más cristiano que la confesión de un Dios que es componible con ese mal o que puede afirmarse al margen de él. Y la fe está fundada en la esperanza de que Dios acabará transformando los males en bienes. Es por tanto una fe que toma forma de apuesta ya que sólo al final de la historia será patente que Dios existe. Porque esta historia (y la naturaleza que arrastra consigo violentada) no son epifanía de Dios. Y a pesar de las experiencias que como sacramentos alimentan nuestra fe, nosotros confesamos al creador como un Dios escondido (Is 45, 15). Lo que no significa ausente sino paciente (2 Pe 3, 15).
e)
El testimonio es la apología de Dios
El mal triunfante, nos preguntábamos, ¿no desmiente al todopoderoso que todo lo hizo bueno? Ante todo, ¿cómo entró el mal tan radicalmente? El sin Dios creatural es ocasión de pecado, ya que aunque se mantenga ante Dios es duro y, en ocasiones, insufriblemente duro. Tenemos miedo al desamparo inherente a la libertad y por eso buscamos dioses y mesías, jefes y señores que decidan por nosotros, aunque tengamos que servirlos. Y a su vez los más fuertes y emprendedores siempre tienen la tentación de vivir el sin Dios no ante Dios (responsablemente), sino en la soledad que convierte en ley el propio querer. En la muerte de Jesús se revela que cuando el ante Dios sin Dios por claudicación y sobre todo por codicia de poder se convierte en un desnudo sin Dios, ocurre la muerte, una muerte que afecta a las personas, a la creación inanimada (Mt 27, 45. 52) y al propio «autor de la vida» (Hech 3, 14). El pecado aparece así como descreación. En la cruz también se revela la paciencia de 31.
ST I, 2, 3 primum y ad primutn
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Dios como el colmo de su amor. Pero esta suprema retracción ante la suerte de su Hijo, al mantener siempre abierta la posibilidad de pecado, deja la historia no sólo opaca sino muchas veces sin sentido. La historia toma así la forma de pregunta. Lo dicho hasta aquí plantea en qué consiste el misterio del mal en la forma álgida del pecado desde la teología de la creación. Pero no resuelve el misterio. La respuesta de Dios al pecado es la resurrección como creación. De la muerte de Jesús (el mal absoluto) él sacó la resurrección, el perdón y el envío de su Espíritu que renueva la creación. Si la creación fue creada en Jesús y hacia él, desde el comienzo existen dos dinamismos: el del pecado y el de la gracia. Si Jesús ha vencido y él es el Señor de los tiempos, a pesar de las apariencias, ningún tiempo estuvo en poder del pecado. Ahora bien, esto lo sabemos por la resurrección de Jesús y lo sabemos en fe, una fe que hace historia, pero una historia que está en manos de Dios y que para nosotros no está descifrada en cada una de sus sucesivas figuras sino únicamente en su resolución final. De este modo el que Jesús sea el Señor es el significado más denso de que todo haya sido creado por él, así como la creación en Cristo es el fundamento de que Jesús haya venido a salvar lo que se había perdido. Pero Jesús no está aquí (Me 16, 6). El se fue para darnos lugar enviándonos a seguir su camino. Esta es la prueba de la existencia del creador solidario: el testimonio es la apología de Dios. Es la defensa del propio Dios porque es su Espíritu quien actúa en los testigos recreándolos y capacitándolos para ser agentes del evangelio. Desde su debilidad no superada, para que así aparezca clara la fuerza de Dios, hasta que se manifieste definitivamente recreándolo todo (Ap 21, 5). Iniciábamos el apartado abrumados por la pregunta del mal radical que nos lacera por dentro y no podemos erradicar de nuestra historia. ¿No es demasiado escandaloso que la única respuesta sea que Jesús nos mande a salvar al pueblo, a nosotros tan necesitados de salvación? Pero sólo los pobres con espíritu, que cargan el pecado del mundo, podrán quitarlo. Sus vidas son la resolución de la contradicción entre la existencia de Dios y la del pecado. 4.
Terrenos, productores y criaturas
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El mal no culpable
No hay duda de que mucho del mal que reconocemos en nosotros mismos y en nuestra situación es fruto del pecado. Así lo confesamos sin ningún rodeo. Pero precisamente desde la confe33
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sión, al venir a la luz de la verdad, no podemos menos de confesar que es más el mal padecido que el que cometemos; más aún, a veces el mal cometido está ocasionado, ya que no causado, por la dificultad de vivir y las injusticias que lo agravan. Parte del mal que nos viene de fuera y del que sale de nosotros mismos difícilmente podemos imputarlo como pecado. No nos referimos a las limitaciones y penas anejas a la condición humana; a esas, aunque nos duelan a veces tanto, no las llamamos mal. Nos referimos más bien a lo que podemos llamar nuestra condición histórica. Para poner el ejemplo más punzante. ¿Quién puede negar el carácter pecaminoso de nuestra opresión inveterada? Pero reconocido, ¿no hay que comprenderla también como soluciones brutales y primitivas ante el problema de la falta de productividad y por lo tanto de la escasez que no se acierta a superar de un modo más dinámico? ¿No tenemos que afirmar que buena parte de nuestros males se deben a lo pequeños que somos aún? Esta perspectiva latinoamericana nos da luz para asomarnos al drama agónico de la historia: la humanidad ha consumido gran parte de su dilatadísima trayectoria en procurarse comida, en instalarse con cierta seguridad en un pedazo de tierra, en intentar vivir en comunidad en una convivencia medianamente humana, en lograr una vida individual en la que quepa algo de gozo y libertad creativa. ¿No es cierto que para la mayor parte de la gente los avances han sido lentísimos y han costado sangre y fuego? ¿Pero es que la vida daba para mucho más? ¿Ha logrado siquiera esto mínimo la mayoría de las gentes que han vivido en esta tierra? De la distancia objetiva entre el pecado y otros tipos de mal, más aún, de la posible prevalencia de estos segundos surge una grave tentación: la de romper con la imagen de Dios como creador solidario y con nuestra propia imagen como creaturas religadas amorosamente a ese Dios, a las creaturas nuestras hermanas y a la creación como conjunto. Esta tentación tiene dos caras: considerar al creador como «dios malo» 32 y hacer de la codicia la actitud fundamental. La correspondencia entre ambas caras estriba en que si Dios no es solidario sino indiferente, amoral o incluso enemigo no hay lugar para la confianza en las fuentes sagradas de la vida. Rota la religación que todo lo funda y mantiene, sólo queda el existir como desnudo conato de perdurar a como dé lugar, de aferrarse a la vida caiga quien caiga 33 . Si se cede a esta tentación se rompen los vínculos constituyentes, el hombre se convierte en lobo para el hombre y el único horizonte es el de la opresiónsumisión, el de la guerra.
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En esta situación, ¿qué significa nuestra fe en' el creador solidario? ¿cómo decir que nos quiere y que todo lo hizo bien? b)
Naturaleza: madre, madrastra y víctima
Afirmábamos que buena parte de nuestros males se deben a lo pequeños que somos todavía. Hay aquí entrañado un problema muy característico de nuestra cultura: la ambivalencia entre el gusto por la tierra y la dependencia intolerable de ella, la religación a la naturaleza y la necesidad de cultivarla y canalizarla. Es la pregunta por el desarrollo: ¿será posible que hagamos en esta tierra una casa para la humanidad?; y la pregunta por sus costos: conforme nos vayamos desarrollando ¿tendremos que resignarnos a extrañarnos de la casa que es la tierra? Se necesita y desea acceder a la técnica que asegure la vida, pero no se quiere perder la religación a la tierra. Gran parte de los latinoamericanos viven sin acabar de perder la religación a la tierra, pero sin tierra, y luchando por lograr un mínimo de vida y libertad sin acabar de lograrlo tampoco. Más aún, mientras la mayor parte de los latinoamericanos se consideran religados a la tierra, casi sin percibirlo, el problema ecológico cobra en nuestros países proporciones escalofriantes: selvas y bosques talados, desertización galopante, miles de ríos depauperados o desaparecidos, exterminio de especies marinas y terrestres, destrucción de lechos marinos, desechos difícilmente reciclables de las megalópolis, ruptura tal vez irreparable de muchos ecosistemas, escasez crónica de agua potable... Queriendo a la naturaleza como madre, nos vemos sin embargo atrapados entre su dominancia como dueña y su sometimiento a la degradación y destrucción. Refirámonos a cada aspecto. c)
Desde la dependencia a la naturaleza, ¿hay espacio para la adoración al Creador?
32. P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Madrid, 1969, pp. 513-541. 33. «El conato de conservarse a sí mismo es el primero y único fundamento de la virtud»: B. Spinoza, Etica, México, 1980, p. 191.
Experimentamos y aceptamos que la humanidad, como los demás animales, está compuesta de tierra, brota de ella y de ella depende absolutamente. Pero no son lazos sólo de necesidad sino de complacencia. Además sentimos que las alternancias de la tierra se corresponden con nuestros ritmos interiores, incluso la temporalidad dota de sentido a cada instante por su limitación e irrepetibilidad. Vivir en la tierra hace brotar la alabanza ante su grandeza. Aunque a la larga el individuo acaba percibiendo que la naturaleza está más allá del bien y del mal, es propiamente ahumana, para ella no existe el individuo en lo que éste cree tener de irrepetible y
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absoluto. ¿Es que tenemos que resignarnos a considerar la conciencia como algo derivado y secundario que debe ceder ante los atributos de la vida multiforme e inacabable? El hombre de la tierra puede asumir concepciones, actitudes y conductas contrapuestas. El libro de la Sabiduría (por ejemplo, cap. 2) los caracteriza como individuos libres de toda atadura que los limite y de todo lazo que los constituya. Terrenalidad es para ellos gozo irresponsable y voluntad de poder; así burlan al tiempo hasta que el tiempo los venza. Para bastantes personas de nuestros campos, por el contrario, adecuarse a la naturaleza requiere un proceso de iniciación. Es un secreto. Sólo relativizándose y abriéndose a la contemplación del todo se accede al misterio de la naturaleza: a su armonía. Asumiéndonos en el conjunto de la naturaleza, roto el antropocentrismo, podemos organizar una humanidad natural y alcanzar la paz por el respeto y la simbiosis. La perspectiva de la creación afirma que la naturaleza es don de la libertad del Creador, y que esa libertad constituye y garantiza la libertad humana. Asentada la omnímoda terrenalidad del ser humano, ¿qué contenido concreto puede tener esta fe? Desde la dependencia experimentada de la tierra, ¿queda espacio para reconocer a Dios como creador y al hombre como ser creado creador? La adoración al creador, ¿será algo más que mera simbolización de su dependencia natural? Al fin, ¿no habrá que confesar la ecuación de Spinoza: Deus sive natura**} ¿No expresa ella la objección de Tomás de Aquino según la cual Dios anda sobrando pues lo natural se reduce a la naturaleza como a su principio 35 ?
d)
¿Seremos creaturas de Dios o de la ciencia-técnica?
La dependencia del hombre respecto de la naturaleza toma en el mundo moderno la forma de la dependencia a la ciencia y la técnica. La ciencia, por la técnica, penetra en la estructura de los seres y elementos naturales y los desestructura para reestructurarlos artificialmente. Este proceso fue vivido históricamente como liberación: el siervo de la naturaleza devenía su señor y reducía a la naturaleza a materia prima para sus construcciones. El mismo ser humano en cuanto ser natural llegó a ser visto como materia prima para su propia autoconstrucción. Si Dios había creado el mundo natural y en él al ser humano, ahora éste se convertía en creador de sí mismo y de su mundo. En el proceso técnico la distinción entre la técnica para 34. 35.
Ibid., p. 173. ST I, 2, 3 secundum y ad secundum.
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encontrar y lo encontrado se va volviendo inextricable. Más aún, la materialidad va perdiendo sus contornos, de modo que no van quedando sino ecuaciones entre magnitudes que escapan a toda definición absoluta: masa, energía, movimiento, gravedad... se nos escapan como realidades en sí y sólo quedan las estructuras matemáticas de sus relaciones mutuas. Desentrañar estas relaciones otorga un tremendo poder: el poder que ha operado la evolución de la materia y las diversas formas de vida. Pero la entronización de la perspectiva hylética lleva a desprenderse de las síntesis naturales y de la naturaleza como capacidad sintetizadora. El problema se torna íntimo porque la persona humana es una de esas síntesis y nosotros amamos nuestra condición de seres naturales. ¿Cómo se plantean las relaciones entre naturaleza y creación en este mundo marcado por la ciencia-técnica? ¿En qué condiciones tiene un significado real la confesión de fe: el hombre ha sido creado creador? Actualmente la ciencia-técnica lleva una dirección necrófila. En estas coordenadas el científico tiende a concebirse como productor de artefactos, no como creador creado. Y las personas, reducidas a individuos (mutilada su condición social) y dominadas ¿cómo experimentarse creadoras? El hombre común ¿no tiende a verse casi irresistiblemente como producto de múltiples factores más que como don personal e incondicionado del creador solidario? Hay sobre todo tres procesos específicos que nos afectan a los latinoamericanos de un modo ineludible, sin que hoy por hoy podamos hacer casi nada para modificar su dirección. El primero es la posibilidad real de acabar con la vida natural y por lo tanto con la existencia humana en libre interacción con la naturaleza. ¿Estamos en la antesala de una vida artificial, de un ecosistema producido integralmente por el hombre, aislado de la naturaleza y mantenido por un acto de su voluntad colectiva? De ahora en adelante la pervivencia de la naturaleza en la tierra depende no sólo del creador de la naturaleza sino también del hombre que puede potenciarla o dañarla gravemente. El segundo proceso es el de la mutación genética. Ella significa la incidencia directa en el hombre como creatura por parte del hombre como creador (o destructor). La mutación no es neutra, tiene dos direcciones: o el afianzamiento y perfeccionamiento del hombre como creatura, según el hombre entiende en cada momento qué es lo que debe ser consolidado y qué significa perfeccionamiento, con los riesgos consiguientes de equivocarse en los parámetros o en la ejecución; o la manipulación genética masiva (como vislumbró Huxley), que significa la perversión absoluta del hombre como creador y la degradación del hombre como creatura. De ahora en adelante la humanidad tiene que elegir entre consti-
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tuirse a imagen de Dios, trascendiéndose en la búsqueda, y constituirse a su propia imagen o incluso constituir a parte de la humanidad a imagen de los animales o de los robots. El tercer proceso es el que conduce al holocausto nuclear. No hace ni dos décadas que seres humanos llegaron a la altura de este dudoso poder de acabar con la especie humana. El holocausto nuclear sería la descreación humana total llevada a cabo por el propio hombre. De ahora en adelante la pervivencia de la humanidad depende, al menos negativamente, también del propio ser humano y no sólo de la naturaleza y (en último término) del Creador. Pero la posibilidad del suicidio de la humanidad le concierne a Dios. Si la historia es la posibilidad más alta de la vida que Dios creó, ¿cómo va a frustrarse la libertad creadora que Dios creó como trasunto de su modo de crear? e)
Ambivalencia del trabajo
Una de las puertas por las que se desliza el mal culpable es, decíamos, el mal no culpable. El hace concebir la tentación del dios malo y consiguientemente de la codicia. El paradigma del desierto, tal como aparece en el Pentateuco, sirve para leer gran parte de la historia de la humanidad: la precariedad del desierto vuelve al pueblo masa a merced de las pulsiones más elementales. De ahí la propensión al reniego y la rebelión contra Dios, y la violencia contra los seminómadas que se topaban. Para la Biblia el dilema es fe o muerte. En todo caso queda patente la condición no natural de la humanidad. Es la desproporción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las necesidades de la humanidad la que ocasiona el pecado de la apropiación exclusiva y el marginamiento. Esta desproporción nace de la distancia entre las necesidades y deseos que crean su objeto y su apropiación o construcción mediante el trabajo. El tiempo de las necesidades es poco elástico y el del trabajo requiere establecer hipótesis, proceder por ensayo y error, fabricar instrumentos, acarrear insumos, contar con excedentes para poder consumir mientras se produce... De este modo la cultura se convierte en una apuesta contra el tiempo en la que se juega la vida de personas y grupos humanos. Es verdad que el inmenso esfuerzo desplegado en la producción de alimentos, en la salud, en las comunicaciones, en las ciencias y técnicas (independientemente de las intenciones y representaciones de sus protagonistas y de las estructuras concretas en que acontece) no se ha llevado a cabo sin el concurso del Espíritu dador de vida y es así una participación objetiva en el designio del Creador (GS 34.3). El trabajo, como el modo humano de satisfacer 38
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necesidades, ha sido puesto por Dios (bendición y encargo) como uno de los motores de la historia; más aún, él es fuente de autotrascendencia 36 . Pero él marca al ser humano como inestable, sometido a tremendas tensiones; tanto es así que buena parte de los conflictos entre personas, grupos y pueblos tienen que ver con las condiciones del trabajo, las relaciones de producción y la apropiación de sus frutos; y ordinariamente la posesión de una tecnología más avanzada u otras ventajas comparativas no ha redundado en intercambio generoso sino en la imposición de supremacías. Así pues, la distinción entre el ser humano y sus necesidades y deseos da la medida de su no naturalidad y, por lo tanto, de su dinamismo a la vez que de su ansia y desasosiego. El trabajo es el proceso que cubre la distancia. Pero el ritmo de este proceso nada tiene que ver con el ritmo natural de las necesidades. Ese desfase es fuente de angustia y creatividad. Esta ambivalencia, lejos de suprimirse con el desarrollo, más bien crece con él. Por eso este sin Dios del ser demiúrgico sólo vivido ante Dios puede mantenerse con coraje creativo sin degenerar en avidez posesiva insolidaria. Pero ¿cuál es la finalidad del trabajo? Puede entenderse como el modo humano de satisfacer las necesidades y deseos: cocinar en vez de comer crudo, construir una casa en vez de abrigarse en un cobijo natural, inventar instrumentos en vez de utilizar sólo las manos, los pies, los dientes o la cabeza... Por este rodeo de la cultura se realizaría la humanidad como ser natural; la cultura sería el cultivo de la naturaleza subjetiva y objetiva. Puede entenderse también como la autarquía de la humanidad respecto de su entorno creándose un habitat a partir de los elementos, pero prescindiendo de la naturaleza como configuración viva. f)
Dependencia de la naturaleza y libertad en la creación
Desde el primer horizonte el trabajo sería el modo como el ser humano se integra en la naturaleza. Lo caracterizaría bien el aforismo clásico: el arte imita la naturaleza. La especie humana se diferencia de las otras animales en que, por la distancia que necesita interponer entre sus necesidades y su satisfacción, logra captar (aunque groseramente) el modo de producción de la naturaleza y lo reproduce (aunque toscamente) para su servicio. Sin embargo en esta concepción, ¿no sigue siendo la humanidad una especie determinada por sus necesidades y deseos, y abocada a satisfacerlos a su modo «ingenioso»? ¿Queda espacio para vivir como creaturas? Queda, si la dependencia de la naturaleza, lejos 36.
LE 9; PP 27.
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de totalizar la vida, se inscribe en otro universo del que compone sólo el sustrato material. Y de un modo radical, cuando dicha dependencia no sólo se relativiza sino que se pospone. La relativización de la dependencia de la naturaleza es posible a causa de su indeterminación respecto del modo propiamente humano de satisfacer las necesidades y deseos. No es lo mismo, por ejemplo, comer en solitario para aplacar el hambre, que comer por gusto unos alimentos exquisitos, que comer en comunidad para celebrar una alianza. Un mismo acto puede realizar y consumar la dependencia mientras que otro la realiza y a la vez la trasciende. El refinamiento cultural no es signo de trascendencia. El que vive, por ejemplo, para consumir manjares o para acumular de modo que tenga la vida asegurada vive preso de su condición natural, aunque se crea dueño y señor. Sin embargo un pobre que comparte su mesa escasa o cobija en su casita a un sin techo, en medio de su dependencia agobiante, hace de la satisfacción de la necesidad un acto espiritual. Pero sobre todo hay lugar para la libertad de la existencia creatural cuando los vínculos naturales son pospuestos a la fidelidad al Creador trascendente. Cuando la fe lleva a no poner la confianza en el dinero (Le 16, 13; 18, 28-30) y a convencerse de que la vida no depende de los bienes (Le 12, 15) y por eso, sin tener seguridad económica, se es capaz de no andar angustiado por la vida (Le 12, 22-30) y buscar más bien el reino de Dios y su justicia (Mt 6, 33). Cuando la fe en él lleva a posponer los lazos familiares y aun la propia vida (Le 14, 26; 9, 24) parece que la dependencia de la naturaleza queda superada desde la debilidad de la condición humana. El rico es quien más posibilidades tiene de hacer una aprobación física de Dios como trascendente prefiriéndolo a negocios, satisfacciones y poder, cuando éstos entran en colisión (cosa harto frecuente en esta situación de pecado) con la voluntad de Dios. Sin embargo raramente afrontan este riesgo. ¿Cómo saber si la fe de la institución eclesiástica trasciende? Sólo si está dispuesta a arriesgar su seguridad institucional por defender en concreto los derechos de los pobres y solidarizarse con ellos. Ocasiones no faltan. En el pueblo latinoamericano la probación física de Dios tiene lugar cuando se da lo poco que se tiene para vivir (Me 12, 41-44) y cuando hasta la seguridad misérrima que da el no poder caer más abajo se arriesga al resistir a la opresión, buscar espacios en que ejercer la fraternidad y organizarse y luchar por la liberación (cf. Puebla 452). Sin embargo, la meta no es lograr el recto orden entre nuestra condición de seres naturales y la de creaturas. La meta es articular ambas dimensiones. Esto se logra cuando llegamos a considerar a la naturaleza como creatura de Dios. Pero esto no es posible si antes no consideramos en la práctica a Dios por encima de todo. 40
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Esta preferencia entraña algún género de muerte. Esta muerte nos da la libertad y nos abre a considerar a Dios en todo. Si accedemos así al mundo como creación de Dios podremos vivir la democracia cósmica. Los santos han realizado paradigmáticamente este proceso de iniciación. Es el que nos describe con violenta dialecticidad el libro de Job 3 7 . También en la vida de Pablo la participación en la pasión por el reino conduce a la participación en los dolores de parto de la nueva creación. Y entre los santos cristianos es Francisco, el penitente, el crucificado, quien, como hombre nuevo en la nueva creación, llega hasta la comunicación real con los seres hermanos, que no por eso pierden mágicamente sus propiedades como el hermano fuego que lo cauterizaba o la hermana muerte. Pero es Jesús quien nos abre este camino de vivir como creaturas, a la vez sobre todo y con todo, a través de su vida a la intemperie y desde su preferencia sistemática por pobres y pecadores, desde el desabrigo y la descalificación religiosa 38 . g)
Misión de la Iglesia a los productores: evangelio y conversión
Si el trabajo va abocado a la autarquía respecto de la naturaleza tenemos a un tipo distinto: el moderno productor. Su ámbito de vida no es ya la polis, ni la nación, ni el Occidente, ni siquiera la tierra, sino, por una parte, el sistema planetario y las galaxias, y por otra, el mundo infraatómico. Pero además ese mundo de vida conlleva su propio instrumental que pertenece a otra constelación que los antiguos artefactos que imitaban la naturaleza. Ellos buscan el arjé que persiguieron los presocráticos. Y en realidad lo que expresaba el antiguo concepto de fysis, ¿no vendría expresado hoy por esa materia-energía de los científicos de la física cuántica y ondulatoria, de los astrofísicos que estudian la cosmogénesis y de los químicos moleculares? Hoy este mundo científico, alejado ya de la objetivación racionalista, vuelve a rozar el sentido y la posibilidad existencial de la participación, esa actitud primordial de quien se siente habitando un mundo sagrado, es decir, un mundo dinámico y consistente que debe ser tomado en cuenta. De ahí la posibilidad de que la manipulación dé lugar al respeto 39 . Pero esa posibilidad, sugerida por el desarrollo científico, viene contrastada por el carácter de mercancía que reviste hasta hoy el 37. 38. 39. op. cit.,
G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, Lima, 1986. Ganoczy, op. cit., pp. 71-79. J. Moltmann, op. cit., pp. 199-228; J. Ruiz de la Peña, op. cit., pp. 201-273; Ganoczy, pp. 1173-198.
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trabajo científico-técnico y el propio científico, reconocido sólo en función de su rendimiento respecto de objetivos impuestos por los Estados o las corporaciones. He aquí un campo donde es posible y necesaria la conversión. Pero costosa. Porque, ¿por qué salir del mundo insolidario de la mercancía (en el que, aunque subordinados, son privilegiados) torciendo los propósitos de los príncipes de este mundo? La respuesta evangélica es que es mejor la vida solidaria que la manipulación y discriminación. Y en el fondo la historia consiste en el largo camino hacia la desilusión, el desencanto y el desengaño, es decir, hacia la verdad, el encuentro y la esperanza. En esa dirección sopla el Espíritu dador de vida entre tinieblas, simulacros y falsas promesas. La paciencia de Dios significa su esperanza de que algún día nos convenzamos de que la vida solidaria es el tesoro por el que pueden venderse con alegría seguridades y privilegios. Y sin embargo no podemos escapar del dato amargo de que la mayor parte de la investigación científica y su implementación técnica se destina a las armas y a la manipulación de las masas. De ahí la necesidad de la misión de la Iglesia a los productores para proponerles el evangelio de que Dios los llama a ser productores de vida solidaria y no de manipulación y muerte. Ellos están llamados a ser testigos de la decisión del Espíritu de hacer nuevas todas las cosas y a colaborar con este designio preparando los caminos. La aceptación de este evangelio obligará no pocas veces a cambiar de empresa o de ocupación o de país. La seguridad de la empresa o del empleo no puede anteponerse a este evangelio. Tal vez por aquí vengan las apostasías futuras. Para evitarlas será necesario que la Iglesia emprenda un largo camino de escucha y aprendizaje, de inculturación. Pero esto no será posible si se atrinchera (negándose a interpretar los signos de los tiempos) en el viejo mundo natural, en sus ritmos y costumbres, en su simbología y sacramentalidad. Es una gracia de Dios que el tiempo de los productores coincida con la hora de los pueblos. El Espíritu empuja a los pueblos latinoamericanos, desde su núcleo ético-mítico, al éxodo, al mestizaje con la modernidad. El pueblo más que nadie es consciente de la necesidad de la técnica para curar sus enfermedades, para desgrabar la tierra, para mejorar su productividad, para romper su aislamiento, para ingresar en un horizonte que ya consideran el suyo aunque se vean a años luz. La sed de aprendizaje del pueblo es frenética e insaciable. Y su dirección es la vida. El pueblo aspira a influir en la comunidad científicotécnica de dos maneras. Primera, con su presencia que es un grito. Ese grito es una mala noticia para ella porque le dice que tiene que convertirse de su dirección necrófila, que él no se va a conformar
con la dirección actual 40 . Y segunda, colaborando positivamente con ellos en la construcción de un mundo encaminado solidariamente hacia la vida. Es precisa una fe descomunal y una paciencia verdaderamente divina para apostar por esta dirección. Pero si continúa esta obsesión del pueblo por aprender y se siguen expandiendo las organizaciones de base y si grupos de científicos y técnicos se solidarizan, sí es pensable tras muchos tanteos y forcejeos una colaboración real entre los pueblos y la comunidad científico-técnica. Si esta colaboración no se llega a dar y los pueblos no pueden convertirse en sujetos, el riesgo de una humanidad ya no natural, sino aislada de la naturaleza e internamente jerarquizada por la manipulación genética y a pesar de eso internamente dividida y con peligro de su autodestrucción aumenta considerablemente. Frente a esta posibilidad contamos con la paciencia de Dios, con el testimonio de los testigos de Jesús y con la presencia del Espíritu que anima la creación hacia la vida.
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Creados a imagen de Dios
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¿Cuánto vale la persona?
A causa de los abrumadores poderes desatados por la cienciatécnica sus autores y dueños se nos presentan revestidos de poder y valor, como dioses. Ante ellos los hombres de la tierra y de los suburbios, a pesar de ser tantos, tienden a verse desprovistos de cualquier cualificación y reciben por eso con cierta naturalidad la voz de la ideología dominante: «acuérdate que eres polvo». Esa voz concuerda con su más íntima percepción. Por eso nos preguntamos cuánto vale la gente y por qué vale lo que vale. ¿Vale más o menos, puede valer nada o casi nada o muchísimo o absolutamente? No planteamos un problema especulativo. Nos referimos a los criterios de valoración vigentes. Es incuestionable que para quienes organizan y controlan nuestras sociedades los pobres valen poquísimo. El pueblo no es gente. ¿No es cierto que son los países desarrollados (a los que se asocian los ricos de nuestros países) quienes dominan la tierra, conviven civilizadamente, tienen en alto concepto su dignidad y la de los suyos y logran unas legislaciones que la salvaguarde con eficacia? ¿No sería a esta humanidad llegada a la mayoría de edad a la que más le cuadraría el título de imagen de Dios? ¿No es ella la que de algún modo trasunta su gloria? Y en el otro lado de la escala ¿no sería el pueblo lo menos santo por ser lo más desprovisto de atractivo, de fascinación, de poder? 40.
J. Comblin, Antropología
cristiana, Madrid, 1985, pp. 213-221.
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Si la persona es imagen, es un ser concreto no un ser abstracto, componencial 41 , que tiene que proyectarse para luego realizarse. ¿Pero no es éste precisamente el mecanismo que caracteriza al occidental desarrollado? Si la persona es imagen sigue el paradigma divino. Pero hay muchos dioses y muchos señores (1 Cor 8, 5); por lo tanto no puede evitarse la pregunta sobre de qué Dios es imagen el ser humano. Estos dos problemas se plantearon con toda su crudeza en la vida de Jesús. El no buscaba su propia realización sino hacer lo que le veía hacer al Padre, por eso lo quitaron del medio quienes buscaban su propia gloria. Pero hubo judíos piadosos que condenaron a Jesús por blasfemo porque no aceptaron que él hacía presente a Dios, y no vieron en Jesús la gloria de Dios por la idea que tenían de Dios. Pero además la condición de imagen de Dios, ¿no palidece frente a otros títulos que representarían a Dios de un modo diríamos más específico y cualificado? Por ejemplo, los padres, las autoridades, la jerarquía eclesiástica, los santos, ¿no son mucho más propiamente hablando imágenes de Dios? ¿Sirve, pues, para defender al pueblo este título de imagen de Dios? b)
Santidad de Dios e inviolabilidad del ser humano
El par de categorías sagrado-profano ha funcionado frecuentemente en una dirección dicotomizadora y por lo tanto discriminadora. Pero el cristianismo afirma que, por ser de Dios, toda persona es sagrada; más aún, que nada hay profano, que la acción de profanar es exclusivamente una acción humana que no llega a cualificar a lo profanado. Para los pueblos latinoamericanos la consideración sacral es fundamental. ¿Bajo qué condiciones esta conceptualización apuntala la dignidad del pueblo? «Santo, Santo, Santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria» (Is 6, 3). Dios es el único que tiene peso; él colma a la tierra de su densidad radiante. El peso divino no aplasta; al contrario, da peso. «Ver a Dios es morir», piensa el ser humano desde la conciencia de su inconsistencia. «La gloria de' Dios es el ser humano lleno de vida», dice atónito de alegría quien recibió la revelación de Dios. Por eso Jesús, porque es su Hijo, lejos de separarse, se solidariza completamente con nosotros y carga con nuestros pecados. El santifica el nombre de Dios y manifiesta la gloria del Padre cuidando de que nadie se pierda y dando la vida por todos. Las religiones de la tierra, las religiones étnicas y políticas se fundamentan en la noción de sacralidad estructurada en base a la 41.
Berger y Kellner, El mundo sin bogar, Santander, 1979, pp. 30-43.
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categoría de separación a causa de la prestancia. Es una categoría discriminadora, lleva a una sociedad jerarquizada y acaba convirtiéndose en fetichista. Desde esta perspectiva se sacralizan los poderes fácticos y el pueblo queda desguarecido. No es componible con la noción de creación. Para nosotros, por el contrario, sólo Dios es santo. Y todos somos sagrados porque somos del único santo, del único Señor. Anclados en la esfera del Santo, nada puede hacernos perder nuestra inmunidad y nuestro valor porque ninguna criatura puede llegar a esa esfera y Dios, que podría revocarlos, es fiel y no se arrepentirá. Por lo tanto verter sangre humana, violar su dignidad, posponer la persona a las cosas, poseerla a ella o a algo suyo (como la fuerza de trabajo considerada como mercancía) es sacrilegio. Valorar a las personas sólo por el provecho que puede sacarse de ellas es desconocer el valor de lo divino. Si todos somos sagrados, todos estamos llamados a llegar a ser santos. Llegar a ser santo es elegir la vida de la que participamos y, recibiéndola, compartirla. Este sentido dinámico y relativo de santidad (secundario pero esencial) incluye también la posibilidad de la negativa a recibir el don de Dios. Pero ambas posibilidades caen bajo el juicio exclusivo de Dios y no menguan la inviolabilidad del concepto absoluto y primario de sacralidad. Así pues el concepto cristiano de santidad (concentrado en Dios) y el correlativo de participación son otro modo de expresar la noción de creación. La relevancia de ese concepto estriba en que por una parte salvaguarda la inviolabilidad de cada persona y por la otra convoca a un proceso dinámico de correspondencia al don de Dios. c)
Imagen de Dios, fundamento de la dignidad humana
Que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza es el lugar clásico de la teología de la creación 42. Según la fuente sacerdotal esa sería la definición de la creatura humana. Hoy en la Iglesia latinoamericana es el pivote para defender la dignidad de la persona: «Todo atropello a la dignidad del hombre es atropello al mismo Dios, de quien es imagen» 43. Comencemos refiriéndonos a Gen 1, 26-30. La imagen consistiría en un parecido con vistas a una representación. Aunque más básicamente imagen aludiría al origen humano, ya que en el contexto la expresión «a imagen de Dios» sustituiría a la de «según su especie» correspondiente a plantas y 42. 43.
J. Moltmann, op. cit., pp. 229-254. Puebla 306; cf. 182-184, 331-334, 1142.
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animales. La expresión subraya pues la distancia entre el ser humano y el resto de los vivientes y sitúa a la humanidad en la órbita de Dios. Aunque no igual a él sino parecido (en su apostura y prestancia señorial) y como tal capaz de entablar relaciones con él 44 . Por eso no parece arbitrario inferir del texto que Dios creó al ser humano de tal modo «que la criatura pudiera oir a su creador y responderle» 45. Aunque lo que subrayaría más inmediatamente es la participación en el poder del Dios creador sobre su creación 46 . De ahí el dominio, que supone a la vez distancia y referencia. Este dominio se ha interpretado con frecuencia desde la experiencia de dominio que ha tenido vigencia en nuestra historia y así el texto se pervierte. Porque si el ser humano debe dominar como Dios, su dominio no puede ser sino servicio a la vida: custodiar, salvaguardar y consumar la creación de Dios; ni ecologismo naturalista ni predominio insolidario ya que el propósito divino es conducir la creación a Dios, es decir, al descanso sabático 47 . Respecto del sujeto se ha subrayado la polémica con el contorno cultural en el que la imagen de Dios eran exclusivamente los reyes. Esta rigurosa «democratización» del origen, configuración y representación divinas sería en su tiempo verdaderamente revolucionaria y lo sigue siendo en el nuestro. También habría un matiz que choca con la antropología occidental. En el paralelismo del texto «varón y hembra» sustituye a «a imagen de Dios», lo que significaría que ambos términos son más o menos equivalentes. Sería reduccionista limitar el significado de imagen a la diferenciación y relación que expresan varón y hembra, pero a tenor del texto tampoco es posible descalificar esa interpretación. El mensaje sería que la persona no es el individuo (menos aún el individuo varón), la imagen se realiza en la comunidad humana, cuyo modelo y prototipo es la que constituyen el varón y la mujer. Nuestra civilización es individualista, no comprende que la persona es comunidad. Y sigue siendo machista, aún no reconoce prácticamente la igualdad diferenciada de varón y mujer. Es claro que el orden mundial establecido por el occidente está basado en el desconocimiento práctico de la dignidad de los pueblos del Tercer Mundo; y que la institucionalización vigente en América latina, fundada en la discriminación y el privilegio, no reconoce la dignidad de los pobres como imágenes de Dios. Por eso vivimos en una situación de pecado. En estas condiciones el sentido de la dignidad personal es el mayor tesoro del pobre. Ser pobre con 44. Brunner, op. cit., pp. 192-193. 45. DTMAT, I, p. 98; cf. MS U/1, p. 526. 46. DTMAT, II, pp. 705-707; Comentario bíblico de San Jerónimo, cit., I., p. 69, V, p. 639; MS II/2, p. 903; Auzou, op. cit., pp. 266-267; Mckenzie, op. cit., p. 138; Jacob, op. cit., p. 163; H. Zimmerli, op. cit., p. 37. 47. J. Moltmann, op. cit., pp. 153, 287-307.
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CREACIÓN
Y
MUNDO
MATERIAL
espíritu consiste en vivir con esta dignidad y defenderla como un tesoro inviolable. d)
Imágenes de Dios en Jesús: hijos y hermanos
Para el Nuevo Testamento Jesús es la imagen de Dios (Col 1, 15; Heb 1, 3; 2 Cor 4, 4), él posee la forma de Dios (Flp 2, 6) y en él habita corporalmente la plenitud de la divinidad (Col 2, 9). Esta concentración en Jesús de la condición de imagen de Dios, ¿no despoja al ser humano de sacralidad y aun lo demoniza para que sobre las ruinas humanas resplandezca la gloria de Jesús? La vida de la Iglesia se abre con una experiencia iniciática: la muerte a la figura pasajera del mundo y a la imagen del hombre mundano, y el nacimiento a un ser humano según la imagen de Jesús y a un cuerpo social que es el cuerpo de Jesús en la historia. Pero este acontecimiento decisivo no es sino la revelación del misterio oculto desde la creación del mundo (Rom 16, 25; Ef 3, 9; Col 1, 26). Antes de crear el mundo Dios proyecta «hacer la unidad del universo, de lo terrestre y de lo celeste, por medio de Cristo» (Ef 1, 10). Se trata de un designio unitario y el artífice de esta unidad es Jesús: el reconciliador del mundo, la cabeza de la Iglesia, el que tiene en todo la primacía: «es la imagen del Dios invisible/ nacido antes de toda criatura/ pues por su medio se creó el universo celeste y terrestre.../ El es modelo y fin del universo creado/ él es antes que todo y el universo tiene su consistencia en él» (Col 1, 15-17). Así pues, si el acontecimiento único de Jesús afecta a todas las personas y tiempos, antes de acontecer ya actuaba también como estructura básica de la creación (modelo, fin, artífice y consistencia). El era desde siempre la Imagen increada y creada en la que nosotros fuimos constituidos como imágenes de Dios. La revelación plena del misterio de Dios en el acontecimiento de Jesús lejos, pues, de desvalorizar el contenido de imagen de Dios que constituye a cada persona, es el «fundamento último de su dignidad» (Puebla 333). He aquí la unidad entre la particularidad irreductible del acontecimiento de Jesús y su significado universal. Pero el misterio radica en que esta Imagen los hombres la imaginábamos según nuestras pautas de grandeza; por eso no la reconocimos. Esto significa que Dios y los hombres tenemos criterios distintos para apreciar la grandeza y la gloria. Sólo Dios puede abrirnos los ojos para que comprendamos que glorias aplastantes y discriminadoras son más bien vergüenza, y para que apreciemos la gloria que consiste en dar la vida al mundo. Por eso sólo cuando el orden establecido tenga ojos para ver la dignidad de los pobres como imágenes de Dios podrá confesar la 47
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gloria de Dios en Jesús; y sólo cuando perciba la gloria de Dios eri la vida y muerte concretas de Jesús de Nazaret (y no de cristos inventados como proyección sublimada de paradigmas culturales) podrá reconocer prácticamente en los pobres a sus hermanos predilectos. ¿En qué consiste la gloria de Jesús? Es la «gloria de Hijo único del Padre, lleno de amor y fidelidad» (Jn 1, 14). Así pues, si ser persona consiste en ser imagen de Dios y ser imagen de Dios consiste en seguir a Jesús hasta transformarnos en él, ser persona significa ser hijos de Dios en el Hijo único de Dios. De este modo acontece lo que proclamamos en el credo: «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». El creador es Padre de Jesús, que es primogénito de la humanidad. En él, nosotros, sus criaturas, somos sus hijos. Así pues, al comprendernos como creaturas, en Jesús se nos revela que nuestro nombre más personal es el de hijo(a) y hermano(a). Estas son las relaciones escatológicas; todas las demás pasan con la sombra de este mundo.
ANTROPOLOGÍA PERSONA Y COMUNIDAD
José
Ignacio
González
Faus
I. PARA ILUMINAR GEOGRÁFICA E HISTÓRICAMENTE EL PROBLEMA
1.
Europa y América latina
Una reciente obra de antropología teológica latinoamericana (la de J. Comblin) hace arrancar su estudio de la experiencia de las comunidades creyentes: «lo que los cristianos pueden ofrecer (sobre el hombre) es la vida y la práctica de sus comunidades». En cambio, cualquiera de los tratados clásicos europeos sobre el mismo tema (Flick-Alszeghy, Ladaria, Pannenberg... incluido mi reciente Proyecto de hermano) habla siempre del hombre considerado como individuo (aunque pretenda hablar de él estudiándolo a un nivel de abstracción que haga válidas sus afirmaciones para todos los hombres). No pretendemos valorar esta diferencia, pero sí considerarla como dato sintomático. Occidente sigue siendo hijo (y a veces esclavo) del individualismo de la Modernidad, caracterizada, como se ha dicho repetidas veces, por el «descubrimiento del sujeto». Lo novedoso de la teología latinoamericana es hasta qué grado la experiencia creyente y la vivencia espiritual son experiencias comunitarias, en su modo de realización, pero también muchas veces en su contenido. Es cierto también que la teología europea ha sido consciente, en más de un momento, de esa limitación de sus planteamientos antropológicos: ya en los años sesenta J. B. Metz lanzó aquel grito programático de «desprivatizar la fe» y la teología. Pero hay que reconocer igualmente que aquel programa sigue prácticamente incumplido en Europa: quizá no por falta de conciencia respecto a 48
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la importancia de la tarea, pero sí porque en las iglesias europeas no hay sujeto constituido capaz de realizar esa tarea. Y porque el marco cultural en que se hace la teología quizá rechaza ese programa más que exigirlo. 2.
La inestabilidad de la historia humana
Esta anécdota ambiental, geográfica, nos introduce de lleno en la importancia y la dificultad del problema individuo-comunidad. Europa es hija de la filosofía griega, que vivió asombrada y torturada por la experiencia inconciliable de «lo uno y lo múltiple». Y eso que los griegos pensaban al ser como «ente», como cosa inerte. Cuando en la Ilustración el ser pasa a ser pensado primariamente como persona, como conciencia de ser (Dasein), como sujeto (y, en este sentido, como «único»), el problema de lo uno y lo múltiple se convierte en el problema de la multiplicidad de sujetos. Y el problema de las relaciones individuo-comunidad parece plantearse como el enigma insoluble de una multiplicidad de absolutos. Quizás por eso, Hegel pareció pensar que la historia humana se constituye por una serie de figuras diversas de relaciones individuo-comunidad, y que cada época de equilibrio en esas relaciones viene seguida por otra época de desequilibrio en favor de uno de los dos polos, la cual se resuelve luego en el progreso hacia una nueva figura de equilibrio siempre inestable... A su vez, S. Freud dejó profundamente grabado en la conciencia de Occidente que la comunidad establecida (la «cultura», en lenguaje freudiano), aunque sea necesaria para el individuo, sólo es posible mediante una dosis importante de «malestar» en él. Ese «malestar en la cultura» es intrínseco al hecho mismo de la cultura, y es diverso de otros malestares occidentales o supererogatorios que puedan provenir de las deformaciones o maldades de una cultura determinada. Pero esto que decimos no es típico solamente de una determinada reflexión filosófica. La historia política de los hombres da testimonio también de este doble dato: por un lado, la eficacia y esplendor de los «todos» sociales en los que el individuo estuvo oprimido, en la medida en que se consiguió hacerle tragar esta opresión (pensemos en el antiguo Egipto, en la Grecia de los esclavos e «ilotas», o en el Japón moderno...); pero, por otro lado, la trágica grandeza humana que tiene en ciertos casos la rebelión del individuo (como en Antígona de Sófocles). Y sin embargo, esa indudable e impresionante grandeza humana arrastra a su vez un peligro de «anomía» y desintegración de los «todos» sociales. De ahí la necesidad de redomesticar de nuevo al 50
ANTROPOLOGÍA
individuo, esta vez quizá ya no con la fuerza ni mediante la divinización de los poderes del «todo» (pues la grandeza de Antígona reside precisamente en su pérdida de miedo a la fuerza coactiva del todo), pero sí por medio de mecanismos más sutiles o más aceptables. Citemos algunos ejemplos de esos mecanismos: o por la falsificación del sentimiento patrio (que suele ser característica de todos los fascismos y todas las doctrinas de «seguridad nacional»); o bien por la domesticación del individuo a través de un consumo material loco e insaciable (allí donde esto sea posible); o bien por ambos factores a la vez... Porque, efectivamente, cuando la rebelión del individuo sobrepasa sus límites, y se convierte en individualismo, en autoafirmación exclusiva del yo, entonces la comunidad va volviéndose imposible, la violencia «carga» el ambiente como una tormenta próxima a descargar y el antiguo problema teórico de «lo uno y lo múltiple» se convierte ahora en la mentira práctica por la que el individuo se apropia de «lo Uno», en lugar de situarse en su verdad: en lo múltiple. Así el individuo se identifica con el famoso título de Max Stirner {El Uno y su propiedad), y se arroga para sí mismo necesidad y absolutez. El hombre se convierte en «un lobo para el hombre», y la historia humana quedará definida como «lucha de clases» (en el mejor de los casos), o como «guerra de todos contra todos». No es extraño que las tesis de M. Stirner irritasen tanto a K. Marx porque, además, difícilmente pueden tener refutación «científica», y Marx sólo quería creer en este tipo de argumentos. Pero (quizás mejor que Marx) se puede contraponer a ellas esta otra tesis de la sabiduría del antiguo Oriente: Y si uno ve una cosa egoístamente, como si lo fuera todo, independientemente del Uno y de los muchos, entonces uno se halla en la oscuridad de la ignorancia (Bhagavad Gita, 15).
Todas estas evocaciones introductorias (geográficas e históricas) quizás ayuden a plantear nuestro tema con toda su importancia y toda su envergadura.
II.
1.
DATOS DE LA FE CRISTIANA
El Dios cristiano
Es sorprendente, en todo el contexto anterior, la tajante afirmación cristiana de que Dios no es un individuo y que la «personalidad» de Dios consiste en ser comunión de personas. Es sorprendente que el cristianismo haya mantenido esta profesión trinitaria de Dios como su tarjeta fundamental de identidad, por cuanto 51
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infinidad de veces la Trinidad ha sido combatida por voces «razonables» que la consideran «absolutamente inútil» (caso de Kant), o por los movimientos teológico-políticos que defendían la «monarquía» de Dios como paradigma supremo de la monarquía individual de los emperadores (caso del arrianismo). Es cierto que, en la misma teología cristiana, la doctrina de la Trinidad ha oscilado siempre, insuperablemente, entre explicaciones que acentuaban más la unidad (por afán de salvar el monoteísmo bíblico, irrenunciable para un cristiano) y explicaciones que acentuaban más la pluralidad (por afán de salvar la identidad del Dios cristiano, que amenazaba con quedar absorbido por el Uno platónico o aristotélico). A pesar de ello queda siempre, como resto «sagrado» inaccesible a la razón humana, y como resumen de la doctrina cristiana sobre Dios, este doble dato: a) que las personas en Dios son, a la vez, diversas en sus «relaciones» entre sí y en sus «misiones» hacia los hombres; y b) pero también son consustanciales y coiguales, sin que la diversidad implique ningún tipo de «subordinacionismo» ni la consustancialidad algún tipo de modalismo. Y ninguna de estas dos afirmaciones es prioritaria respecto de ¡a otra. En este sentido, el misterio siempre inaccesible de Dios se convierte, sin dejar de ser Misterio Absoluto, en norte de la comprensión cristiana del hombre: «dime qué imagen de Dios tienes y te diré cuál es tu ideal de hombre». Así se comprende aquel aparente desplante con que un patriarca de la iglesia rusa respondió a la pregunta de un periodista acerca del programa político de la Iglesia: «el programa político de la iglesia rusa es la Trinidad».
ANTROPOLOGÍA
Según el mensaje cristiano, ese modo de ser de Dios se transparenta en la historia humana. Se transparenta, aunque sólo de una manera emergente, en lucha contra la opacidad de la historia y contra la contradicción del pecado humano. Dios llama siempre a un pueblo y para que sea pueblo, o mejor: pueblo de Dios, lo que implica su instauración en la igualdad, la fraternidad y la justicia. Dios se revela como Aquél que hace un pueblo de lo que era «nopueblo» (cf. Os 2, 1-25; 1 Pe 2, 10). Y la elección de personas particulares por Dios siempre es una elección «para los demás», no un privilegio particular que termine en el individuo elegido. Pero esta obra de Dios en la historia está, a su vez, envenenada por una «cizaña» (cf. Mt 13, 25 ss) que se puede visualizar gráficamente en lo que supuso para la historia de Israel la aparición de la monarquía contra la anfictionía. A corto plazo, la
monarquía parece haber engrandecido a Israel, pero a costa de la libertad para todos y, con ella, de la igualdad y la fraternidad. Con lo que, a la larga, la misma monarquía acabará destrozándose a sí misma. De modo semejante, la historia humana no ha progresado a igual ritmo en lo que es creador de fraternidad y comunidad que en lo que es productor de bienestar material y facilidad. Cosas muy eficaces para esto segundo, pero dañinas para lo primero, se aceptaron a gran escala y sin ninguna clase de limitaciones ni compensaciones. Así, los teólogos justificaron la esclavitud del siglo XVI en América latina, igual que justificaron en el siglo XIX la acumulación del capital en unas pocas manos particulares, porque ambas cosas eran «una necesidad de la economía», lo que quiere decir que favorecían muy eficazmente el bienestar material y el enriquecimiento rápido de unos pocos. Como balance histórico, surge el juicio creyente de que nuestro mundo ha progresado mal, y nuestro progreso está seriamente dañado, porque se ha asentado sobre la esclavitud y el expolio de unos individuos por otros (justificándolo por sus rápidas ventajas materiales), y no sobre la comunidad humana. Y, volviendo a la obra de Dios en la historia, hay que añadir que, como compensación de esto, ya el Antiguo Testamento está atravesado por una dialéctica que afirma la virtualidad comunitaria de todo aquello que es, en lo individual, auténtica calidad humana según Dios. Me estoy refiriendo a la célebre dialéctica bíblica de la «representación» o yicariedad, de la que la teología occidental no consigue dar razón cumplida. Un solo justo en Sodoma podía redimir a toda la nación, el «resto» de Israel recrea la fidelidad de todo el pueblo, el siervo de Yahvé sufre todo lo comunitario en su dolor personal y, por eso, «justifica a muchos» (cf. Is 53, 4-12). La pequenez del pueblo escogido se explica porque no ha sido elegido por su grandeza particular, sino para ser luz e imán de todas las naciones; mientras que el pecado del pueblo consistirá en amar más una grandeza particular, competitiva, «como la tienen las otras naciones» (1 Sam 8, 5), que su tarea de ser luz de todos los pueblos desde la pequenez. Los intentos de rescatar una justificación teológica para la ambigua opción por la monarquía (en la que «no te rechazan a ti sino a mí», según dirá Yahvé a Samuel: 1 Sam 8, 7), son intentos que discurren por la idea de una «calidad universal» del monarca, el cual, precisamente por eso, sólo tiene sentido como rey en la medida en que sea vindicador de los pobres, de los indefensos sin voz, de los que no tienen y de los excluidos de la comunidad. Lo que Israel pide a Dios para su rey es que «defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador..., que libre al pobre que clama y al afligido que no tiene protector, que se
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2.
La obra de Dios en la historia
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apiade del indigente y salve la vida de sus pobres, porque la vida de los pobres es preciosa ante los ojos de Dios» (Sal 71, 4.12-14). Y todo poder personal que no se defina y justifique por esta misión o que —como han sido casi todos los poderes individuales en la historia humana— sirva para quebrantar al pobre y apoyar al explotador, será siempre un «rechazo de Dios», un «no querer a Dios por rey» (1 Sam 8, 7), una prepotencia individual injustificada, que acaba desintegrándose como se desintegró la monarquía en Israel. Pues ese poder se convierte entonces en lo que la Biblia llama «poder de las zarzas», es decir: en el poder de los peores, los cuales sólo acceden al poder porque la calidad de los buenos (del olivo, de la higuera o de la vid) consiste en su capacidad de renunciar al poder, precisamente porque sienten que «no voy a renunciar a mis frutos que alegran a dioses y hombres para mecerme sobre los demás árboles» (cf. Jue 9, 7-15). Este modo de obrar de Dios en la historia encuentra su culminación en Cristo, que anunca una paternidad de Dios mediada por el reino de la fraternidad humana, que sólo será rey «desde la cruz», y a quien competen todos los títulos veterotestamentarios que contienen esa dialéctica entre lo personal y lo comunitario: el de siervo de Yahvé, el de hijo del hombre, etc. La resurrección, en cuanto exaltación de Jesús hasta la dimensión misma de Dios, implica la universalización de Jesús, e incluye así la resurrección de todos los hombres, convirtiendo a Jesús en primogénito y primicia de los que mueren (cf. Col 1, 18 y 1 Cor 15, 19). 3.
La comunión de lo santo o la huella de lo trascendente en la historia
Esta teología de la «representación» culmina en el dogma cristiano de la comunión de lo santo. La communio sanctorutn exige ser traducida, a la vez, en masculino y en neutro. Pero debe comenzar por esta segunda traducción para incluir la primera: los santos están en comunión, porque la santidad misma de Dios es comunión. La «comunión de lo santo» expresa simplemente la comunitariedad, la fecundidad y la universalidad del amor, que es Dios. Al profesarla, el creyente se atreve a esperar que puede justificarse por el don de la humanidad de los otros, que le pertenece por esa naturaleza comunitaria de lo santo. Se atreve también a esperar que si algo hay en él de fe, de esperanza y de amor sobrenaturales, servirá para justificar a todos aquellos que no creen y no aman: pues esa fe, esa esperanza y ese amor no son exclusivamente suyos, sino que pertenecen a todos por la comunión de lo santo. Por esta razón, esa comunión de lo santo tiene un lugar específico en el 54
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credo, que conviene detallar un poco más: aparece junto a las notas de la Iglesia y junto al perdón de los pecados. Aparece junto al perdón de los pecados porque, como explica Alberto Magno, uno de los grandes teólogos de la communio sanctorum, «sólo puede haber comunión allí donde desaparece lo que es propio y exclusivo, y esto es el pecado de cada cual». De este modo, el hombre que es pecador «tiene en los otros lo que le falta en sí»1. Y aparece tras las notas características de la Iglesia como declaración de ellas (hoy diríamos: como descripción de la «sacramentalidad» de la Iglesia). Unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad no son, en el fondo, nada más que comunión. Y esta comunión, que caracteriza a la Iglesia, es posible no sólo por la experiencia común creyente sino también por el contenido mismo de esa experiencia de fe: que el Santo es comunión. Todo eso tendrá inmediatamente sus repercusiones prácticas en el imperativo dado a la Iglesia de estructurarse como comunión (koinonía), tal como veremos luego en el apartado 5 de este mismo capítulo. De momento limitémonos a señalar cómo de esa comunión de lo santo brota la comunión de «los santos» que, en un principio, se refirió a todos los creyentes, pero que hoy puede dar verdadera razón del culto católico a los santos. Es una manera de expresar que los santos no son de ellos mismos, sino que son de todo el pueblo cristiano y de todos los hombres, tal como se dijo con acierto en la canonización de Juana de Arco. Pero para eso es preciso que la Iglesia no se sienta tentada a canonizaciones que parezcan bendecir una particularidad de hecho excluyente (aunque sea la misma particularidad de los intereses de la jerarquía), sino que mantenga aquel esquema de justificación de la realeza israelita, y de Jesús en su acercamiento a los marginados: que sólo se puede ser universal a partir y a través de la preferencia hacia los más excluidos. Ello obliga hoy a la Iglesia (si es que quiere parecer de veras sacramento de comunión) a buscar sus santos entre aquellos que trabajaron por «salvar al pobre que clamaba y al afligido que no tenía protector», entre aquellos que lucharon por «socorrer a los pobres y combatir al explotador» (Sal 71, citado). Esta es la fina intuición teológica que late tantas veces en el sentir de los fieles cuando espontáneamente canonizan a hombres como monseñor Romero. Y si esa canonización resulta incómoda para la jerarquía eclesiástica, eso será la llamada más seria a un examen ante Dios en el que se pregunte si ella es efectivamente un «sacramento de la comunión», o más bien ha recaído en el mismo pecado de la monarquía israelita: porque tratar de tender el silencio sobre hombres como el arzobispo Romero, constituye una 1.
ln 111 Sent., dist. 24 B, art. 6.
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manipulación mucho mayor que la que puedan cometer con él los pobres de la tierra que le reivindican como suyo. 4.
La concepción cristiana de la fe
Finalmente, esta comprensión uni-trinitaria de Dios culmina en la teología cristiana de la fe. Porque la fe en Dios sólo es posible, para el cristiano, gracias al ser comunitario de Dios, en virtud del cual Dios puede ser no sólo el término inaccesible de la fe (Padre), sino también la donación de ese término inaccesible, por cuanto Dios es, a la vez, el mediador desde nosotros hacia ese Padre absolutamente trascendente (Hijo o Palabra), y el impulso mismo que recorre e interioriza esa mediación en nosotros (Espíritu). Por esta razón, la fe personal posee a la vez una estructura igualmente comunitaria porque, para la Palabra y el Espíritu de Dios, no vale ya esa separación propia de lo creado, y por la que lo más personal parece menos comunitario y viceversa: el Hijo es recapitulador universal, y el Espíritu es personificador de los muchos, derramado sobre toda carne como «alma» del cuerpo de los creyentes. En las Iglesias cristianas han surgido a veces discusiones sobre el modo de recitar la proclamación de fe que solemos llamar «credo»: sobre si debía decirse «creo» o «creemos». Los peligros de cada opción (una fe gregaria sin riesgo personal o una fe sola, como mérito personal) son comprensibles y, por eso, los cristianos deberían saber combinar ambas fórmulas en sus profesiones creyenes. Pero, si la ley del orar tiene algo de ley para el creer, no estaría de más recordar que, cuando Jesús nos enseña a orar, propone una oración en la que siempre se habla de nuestro y nosotros, y nunca de yo o mío (Padre nuestro, pan nuestro, venga a nosotros, perdónalos como nosotros, no nos dejes, líbranos...). Este detalle debe entenderse desde la convicción jesuánica de que la oración es el acto más íntimo de la persona. Pero es que el mismo Espíritu que clama en nosotros Abbá (Padre: cf. Gal 4, 6) es el que clama en nosotros: «hermano». Ante cada hombre y, sobre todo, ante el peor tratado como hombre. De aquí se seguirá eso que J. B. Metz califica como «la idea totalmente simple pero, a pesar de todo, no evidente en los medios teológicos ordinarios, de que el sujeto del acto de fe, según los datos bíblico-cristianos, no es el yo singular en su carácter de sujeto aislado, sino el yo en su carácter originario intersubjetivo, en su condición de "hermano"...». Hasta tal punto que el impulso de aislamiento de la fe será siempre, para Metz, impulso de la «concupiscencia», mientras que la intersubjetividad «puede ser tratada como una determinación esencial, si no la determinación 56
ANTROPOLOGÍA
central del sujeto creyente cristiano». Lo que significa para nuestro autor que «no somos salvados en consideración de nuestra fe sino sólo en consideración de nuestros hermanos y, a través de ellos, de Dios, en quien está escondida la última pluralidad existencial y división de nuestra existencia creyente (Col 3, 3)» 2 . Pero si la pluralidad y división de nuestra existencia creyente está de ese modo «escondida en Dios», esto marca para la comunidad de creyentes —como hemos dicho hace poco— la más decisiva de las tareas de su misión ante el mundo: la tarea de ser efectivamente sacramento de la comunión entre los hombres, en un mundo marcado por la división, la diferencia y la hostilidad. Este es el último punto que nos queda por ver. 5.
La noción cristiana de «comunión»
(koinonía)
Derivada de su concepción de Dios y del actuar de Dios que se recibe en la fe, la noción de koinonía es una de las más presentes en todos los escritos del Nuevo Testamento, con infinidad de variantes expresivas que aquí no es posible analizar. Uno de los componentes característicos de este concepto es el de ser una comunión en la diversidad; y una diversidad que tiene como complemento la primacía de lo más débil o de lo menos aparente, porque es una diversidad sólo de funciones, pero no de dignidades o valores personales. En Cristo Jesús no hay ni varón ni mujer, esclavo ni señor, etc. La imagen del cuerpo, estirada hasta la alegoría de que tratamos con más cuidado y más miramiento lo que parece más débil o menos digno, y que cuando sufre cualquier miembro sufren todos con él, funciona como visibilización elemental de esa comunión cristiana (cf. 1 Cor 12, 12 ss). La koinonía se contrapone tanto a la masificación como a la uniformidad. En ella no hay desintegración pero tampoco autoritarismo porque —estirando la alegoría del cuerpo— es «el espíritu» lo que la crea, y no algún miembro preeminente. La unidad del cuerpo es tal en el seno, no sólo de la diversidad, sino a veces de la tensión. En ese contexto se convierte en objeto de recomendación para el cristiano individual la orientación servicial y humilde de su vida: precisamente porque la cerrazón en lo individual (o el amor propio) es el pecado, hay que presionarla hasta el otro extremo (en una especie de agere contra ignaciano), tratando de convertirla en servicio, para que así logre ser comunión: «considerando superiores a las demás» (Flp 2, 3), «teniéndose a uno mismo por servidor 2. J. B. Metz, «La incredulidad como problema teológico»: Concilium 6 (1965), pp. 76 y 79. Subrayados del autor.
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de todos» (cf. 1 Cor 9, 19), de modo que «no busque su interés sino el ajeno» (1 Cor 10, 24), etc. El individuo, que puede experimentar muchas veces una sensación de muerte en la práctica del servicio, resucitará transformado cuando, a través del servicio, llegue a la experiencia de comunión. Finalmente, esta koinonía tendrá, para el primitivo cristianismo, dos consecuencias ya casi perdidas, que la teología de la liberación intenta recuperar, y que merece la pena subrayar ahora. a) La primera es una extensión hasta lo material de la vida. Precisamente porque lo «espiritual» es intrínsecamente comunitario, es de todos como veíamos hace un momento, el cristiano se siente llamado a que eso se refleje también en lo material, dado que el Espíritu de Dios no es excluyente sino tansformador de lo material. «Tenlo todo en común con tus hermanos y a nada llames tuyo; pues si tenéis una koinonía en los bienes inmortales, cuánto más en los perecederos». Este es un consejo repetido en varios textos de la primitiva predicación cristiana, y que se refleja en las conocidas descripciones del libro de los Hechos sobre la praxis de la primitiva comunidad. Es importante destacar el «cuánto más» con que se arguye en dichos textos: si el Espíritu (que es lo más personal que existir puede), es intrínsecamente comunitario, «cuánto más lo material» que en modo alguno tiene calidad personal. De acuerdo con esto, más que de una simple «función social» de la propiedad, o incluso más que de una «hipoteca social» (término indudablemente más fuerte), la Iglesia primera habla de una finalidad social y de una verdad social de la propiedad. b) La segunda consecuencia en que se actúa la noción de koinonía es el mandamiento tajante de invertir la autoridad en servicio (y no simplemente por la intención invisible, sino por sus modos visibles de ejercicio). El poder personal, precisamente porque puede ser la máxima afirmación del individuo y la mayor negación de su polo comunitario, es, para el Nuevo Testamento, uno de los mayores pecados. Como por otra parte la autoridad es indispensable en cualquier sociedad humana (aunque sea a la vez insuficiente), y como la Iglesia no está eximida de las leyes de la historia, el Nuevo Testamento retoma el consejo de Jesús (Le 22, 24-27) y la praxis de Jesús (cuya eksousía «no era como la de los escribas y fariseos»: cf. Me 1, 22 y 10, 45), invirtiendo la autoridad en servicio. Se quiere decir con ello que no es el poder el que, por el hecho de ser poder, engloba y representa a todos. Y no lo es desde el momento en que Dios se ha «vaciado» de su poder ante los hombres identificándose con los siervos (cf. Flp 2, 6 ss). Es por el contrario el amor desinteresado el que, por el hecho de ser de Dios, hermana efectivamente a todos los hombres. Y de aquí surge un último elemento decisivo para la visión
cristiana del hombre, y del problema individuo-comunidad. El concepto que en el Nuevo Testamento más se contrapone al de koinonía podría ser el de pleoneksia (avidez, afán de más, «deseo»). Se trata de un concepto combatido repetidas veces en los escritos neotestamentarios y definido incluso como pura y simple «idolatría» (cf. Ef 5, 5; Col 3, 5). El Nuevo Testamento conoce, por tanto, la misma sospecha de las grandes religiones del Oriente ante el deseo como raíz de todos los males. Pero la respuesta neotestamentaria a este drama no se formula nunca como una simple muerte o aniquilación del deseo, en alguna forma de apatía o nirvana, sino como una auténtica transformación del deseo en solidaridad y en comunión no posesiva. Esta transformación es evidentemente imposible para el hombre. Pero el Nuevo Testamento la cree posible por la acción del Espíritu de Dios «derramado en el corazón» del hombre (cf., por ejemplo, Rom 5, 5). Ese parece ser uno de los puntos más característicos de la fe cristiana en el tema de las relaciones individuo-comunidad.
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III.
C O M O RESUENAN ESTOS DATOS DE LA FE EN LA TEOLOGÍA EUROPEA Y EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
La teología de la liberación ha manifestado mayor capacidad para integrar en su reflexión todos estos datos de las fuentes cristianas, de lo que ha sabido hacer la teología en el Primer Mundo. Este es probablemente uno de los factores que explican su inesperada resonancia mundial, a pesar de la pobreza de medios de producción o de distribución, y a pesar de las resistencias interesadas que son ya conocidas. Es lógico pensar que esa mayor facilidad se deba a las diversas situaciones socio-culturales aludidas al comienzo de este trabajo. Por ello se hace preciso ahora examinarlas un poco más detenidamente, sobre todo porque sus trayectorias no dejan de ser paradójicas cuando se las mira de cerca: se diría que recorren un camino de afirmación de la propia vida que acaba perdiéndola, y otro camino inverso que salva la propia vida al haberla perdido (cf. Me 8, 35). 1.
El círculo vicioso del Primer
Mundo
La paradoja evocada se manifiesta en el hecho de que, en el Occidente individualista, es precisamente el individuo lo que se siente más amenazado e insatisfecho. Como si en el Primer Mundo se cumpliera uno de esos castigos bíblicos de Dios que consisten en «entregar a los hombres a sus propios deseos», Occidente experi-
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menta hoy que su cultura de afirmación incondicional del individuo ha ido dejando a éste en manos de su propia soledad; que sus hombres educados en el valor del egoísmo y la «autoconservación» han acabado por conocer la incomunicación; que su recurso ideológico al enmascaramiento de la muerte individual ha acabado por producir individuos secretamente angustiados por una verdadera neurosis de salud; y que su sistema montado para defender a toda costa privilegios individuales por encima de necesidades comunitarias, ha dejado a los individuos solos y empequeñecidos frente a una macroestructura que los aplasta y parece que vaya a llevarlos hasta donde ellos no querrían: hasta su posible aniquilación, a manos de la destrucción nuclear, la depauperación ecológica o la asfixia del supercontrol informático. a)
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Individuo, comunidad y autoridad
Pero es necesario introducir alguna distinción en esa «decadencia individualista» de Occidente, puesto que no todo ha sido en ella igualmente unilateral e igualmente falso, sobre todo si miramos el proceso desde sus inicios. En los orígenes del Occidente moderno, la reivindicación del individuo y de la razón individual dio origen a una de las mayores conquistas de la historia humana, que germinó en la Revolución francesa y que implica el lento alumbramiento histórico de una desacralización de la autoridad y la aparición de eso que solemos llamar «democracia». Entenderemos mejor el significado de todo este proceso si lo comparamos no sólo con la situación inmediatamente anterior (el «derecho divino» de las monarquías absolutas), sino con otras situaciones más autoritarias de la historia. Así, por ejemplo, la antigüedad greco-romana conoció una aparatosa sacralización de la autoridad, apoyada quizá en la experiencia de su absoluta necesidad y de sus beneficios sociales en la paz del Imperio (una experiencia que, por otra parte, también era unilateral, puesto que tendía a olvidar las víctimas de esos beneficios). En esta situación, el papa san León Magno llega a conceder al emperador (es decir, ¡a la autoridad política!) «inspiración del Espíritu Santo» y una casi infalibilidad para sus decisiones. San León se apoyaba en sus buenas experiencias con el emperador a raíz del concilio de Calcedonia, pero quizá no percibía hasta qué punto los intereses del emperador no eran simplemente religiosos, sino eminentemente políticos: la unidad y la paz del imperio 3 . La concepción teofánica de la autoridad
eclesiástica deriva también de esta misma visión sacralizada del mundo y, dentro de ella, de la necesidad de la autoridad. Si el poder es en sí mismo teofánico, lo será todo poder: tanto el civil como el eclesiástico. Pues bien: desde el siglo XV111 se produce en Occidente una radical desacralización de la autoridad: es necesaria, pero ello no significa que sea sagrada. Más bien se impone la idea de que Dios estaría más presente allí donde la total «consubstancialidad» o fraternidad la hagan innecesaria. La autoridad no simboliza tanto la presencia de Dios, cuanto más bien su ausencia. Y, sin embargo, en la Iglesia se ha tratado de mantener sacralizada la autoridad eclesiástica, mientras se iba aceptando la secularización de la autoridad civil. Occidente siente hoy que en esa distinción se esconde una incoherencia importante: tanto que bien puede afirmarse que resulta más coherente el cismático Lefébvre, con su radical enemistad hacia la democracia política (coherente tanto como anacrónico...). Pero, además, puede ser una incoherencia interesada, por cuanto la sacralización de la autoridad parece liberarla de toda ética de los medios: actuando en nombre de Dios, siempre se actuaría bien... De este modo se tiende a identificar víctimas con culpables, con llamativa precipitación y sin atender a los muchos matices que la secularización del concepto de autoridad podría introducir en esa identificación. De este modo ocurre también que procedimientos discutibles de la antigüedad —como el destierro de los herejes—, que se perpetuaron en la Edad Media a través de la Inquisición, perduran en nuestros días, rebajados por la presión social, pero no suficientemente criticados en su fundamentación teológica. Pero esos procedimientos, que antaño entraban en la conciencia moral de la sociedad y del mundo, hoy han sido ya superados por esa conciencia, resultan escandalosos y hacen a la Iglesia increíble. «No puede ser maestra de moral quien demuestra tener tan poca conciencia moral en la solución de sus propios problemas comunitarios», se oye decir en el Occidente moderno. Y la teología debería comprender que, a través de esa dura crítica, no habla sólo lo peor del Occidente moderno, sino esa rara amalgama de todo lo humano en la que justicia y pecado se hallan implicados a la vez. Esto plantea a la Iglesia una serie de tareas importantes, si de veras quiere evangelizar a este Occidente, tan necesitado, por otra parte, de alguna «buena noticia»... b)
Individuo, libertad e individualismo
3. Este punto ha sido tratado en la magna obra de A. Grillmeier, Jesús der Christus itn Glauben der Kirche, II, Freiburg i.B., 1986, pp. 160-170.
En todo este contexto, hay que conceder que es legítima la «preocupación» individualista que manifiestan muchas obras de
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teología del Primer Mundo. Pero hay que añadir que la situación descrita puede llevar a buscar en la fe, o en el ámbito más impreciso de «lo religioso», unas desesperadas salidas individualistas que se convierten en realidad en simples evasiones o huidas hacia adelante. Este tipo de soluciones quizás acabe volviendo a los hombres más crédulos pero, desde luego, no los volverá más creyentes. Y es otra vez mérito innegable de J. B. Metz el haber abierto los ojos ante esta forma de «religión burguesa» y haber señalado al mundo nordatlántico la urgente necesidad de superarla. En cambio, la experiencia de creyentes del Primer Mundo, que han vivido en el Sur tercermundista, se convierte en punto de referencia decisivo para mostrar que la solución a los «males del individuo», en el Norte, no puede venir de una intensificación de ese círculo vicioso de las reivindicaciones individuales, sino que ha de provenir de alguna ruptura dolorosa de dicho círculo. Y esto hace que el planteamiento de los problemas del Tercer Mundo en el Primero, así como la atención a ellos, no puedan ser desautorizados rápidamente como simple «tercermundismo», que es la coartada postrema que últimamente ha comenzado a utilizarse en Occidente. Aunque las soluciones no pueden ser acríticamente trasplantadas, los problemas constituyen una interpelación a cambiar todo un sistema de vida que no solamente es corresponsable de la situación infrahumana del Tercer Mundo (y requiere la conversión del Primero para que pueda ser cambiada esa situación), sino que, además, se convierte en una insuperable trampa deshumanizadora para el mismo Primer Mundo. c)
Un ejemplo en el ámbito religioso
Y al citar este círculo vicioso del mundo nordatlántico, que parece ir del individualismo a la decepción del individuo, se hace inevitable decir una palabra sobre el intento más serio y más rico de superación de ese círculo entrópico, que quizás está constituido por la obra de Marcel Légaut. El programa de ese intento quizás podría formularse así: redimir al individuo de su insignificancia, enseñándole a ser uno mismo 4 . No es fácil en una breve página valorar la obra teológica de Légaut. Pero me gustaría señalar al menos tres cosas: su mérito, su unilateralidad y su peligro. 1) En primer lugar su mérito. En Légaut se ha producido una auténtica redención de la espiritualidad. Muerto Rahner, quizás sea él el único autor que abre camino, que tansmite verdad y que insufla vida. El único maestro que «habla con autoridad y no 4.
Cf. El hombre en búsqueda de su humanidad; Creer en la Iglesia del futuro;
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como los escribas y fariseos del sistema». Este autor, que no cita desesperadamente a nadie, que procede del campo de las ciencias matemáticas, y cuyos escritos no pretenden rehabilitar a la teología en el foro de la universidad sino en el hondón del corazón humano, no se presenta con otras razones teológicas más que éstas: la verdad de la experiencia humana frente al doctrinarismo seguro; el camino hacia la autenticidad humana frente al gregarismo infiel; y la vida de la interioridad humana frente a la superficialidad religiosa. Nadie como él, y quizás sin quererlo, ha sabido volver tan honda y tan seria la categoría de «adoración» en un mundo religioso donde con frecuencia se toma el nombre de Dios banalmente en vano. De ahí que, sobre todo en los hombres combatidos, o sacudidos por la duda, la decepción y el abandono, Légaut deja más huella y obtiene más audiencia que cualquier palabra eclesiástica «oficial». 2) Todo lo anterior era necesario decirlo, para poder agregar, en segundo lugar, su unilateralidad que radica en el carácter mancamente individual de su espiritualidad. En Jesús y en el cristianismo sólo parece encontrar Légaut una llamada a cada persona, a la fidelidad a sí mismo, a los tesoros, desconocidos para cada cual, de la «vida interior». La categoría del «reino de Dios», la Buena Noticia para los pobres, o la constante referencia que para Jesús suponen «los suyos» o «su pueblo» (y que son rasgos muy puestos de relieve en la teología de la liberación), están totalmente ausentes de Légaut, no sólo a la hora de configurar su pensamiento, sino incluso de recibir una alusión o una mención. Sus referencias al otro tienen lugar casi siempre en el modo de una relación de yo a tú: el amor, la paternidad, la figura del maestro, o comunidades muy pequeñas de personas espiritualmente afines. La dimensión del pueblo, de la comunidad de los diferentes, está ausente del todo y sólo aparece (como polo de referencia inevitablemente implícito por la naturaleza del tema) cuando el autor trata de la autoridad y critica, con razón, muchas de sus formas de ejercicio. Légaut insiste con frecuencia, y también con razón, en esa «soledad última» del hombre, y más aún del hombre «espiritual». Pero parece desconocer por completo que esa soledad puede ir acompañada (quizás no al nivel de los contenidos experienciales, pero sí en el nivel de las experiencias de sentido) de la experiencia de la comunidad, de la comunión con los sencillos, de la posibilidad de «dar vida» y de ser evangelizado por los pobres. Frente a aquello de Jesús de «dar la vida por los hermanos» aquí parece estar sólo el vivir la vida para encontrarse consigo mismo. 3) Y finalmente, los peligros de esa unilateralidad. Dicho ahora con cierta crudeza cabría hablar del peligro de degenerar en un cristianismo aristocrático el cual, a su vez, será puerta casi inevitable para un gnosticismo en el que «el hombre espiritual» sea 63
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una expresión con más sentido gnóstico que significado paulino, es decir: aun sin querer, se parecerá más al hombre que está por encima de los demás que al hombre para los demás. Por eso, todo lo que la fe tiene inevitablemente de estructura (por lo que tiene necesariamente de comunidad) se convertirá para este hombre en superestructura, es decir: ya no será lazo de comunión sino armadura inútil de la que la vida interior invitará a desprenderse. Y tal hombre se abrirá a una forma de fe que, de tan desnuda que querrá ser, amenazará con estar sólo vestida de uno mismo. Ciertamente, las formulaciones de M. Légaut, por su finura y por su delicadeza, nunca llegan a expresar todo eso. Pero, en mi opinión, ese es el peligro casi fatal que late en todas ellas, a menos que, sin desecharlas en absoluto, se las complemente a igual intensidad con el otro polo: el polo comunitario de la fe y de la persona que es el que parece ir emergiendo en la teología de América latina.
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(como «fuerza de ruptura» de ese crecimiento), y ubica dicha fuerza no sólo en la interioridad de los individuos sino en los sistemas de convivencia por ellos creados. Semejante manera de concebir se hace más compresible en una comunidad como la latinoamericana, que ha experimentado la falsificación de todas las mediaciones comunitarias (nación, clase, ciudad, iglesia...) y la negación de todas las alteridades con las que la comunidad se construye (cultural, racial, sexual...). Esa falsificación y esa negación son, en definitiva, las que luego originan esas masas en situación de pobreza extrema o casi extrema. Pero son también las que pueden provocar una conciencia lúcida de sí mismas y una conversión hacia la recuperación de las mediaciones y el respeto a las alteridades. Puede que valga la pena desarrollar un poco más todo este punto. a)
2.
La «obra grande de Dios» porque «ha mirado la humillación» del mundo esclavo
De forma igualmente paradójica hay que decir que lo que ha vuelto a la teología de la liberación más sensible a los rasgos anteriormente expuestos del mensaje cristiano, no ha sido precisamente una situación de comunidad «realizada». Pues es evidente que América latina no vive esa situación, aunque tampoco viva la cultura nordatlántica de una comunidad «olvidada», sino más bien una situación dolorosa de comunidad «pisoteada» y destrozada. La clamorosa presencia de grandes masas depauperadas, de diferencias insultantes en niveles de vida, tan distantes en posibilidades como cercanas en el espacio, la realidad de millones de refugiados, de familias con varios miembros desaparecidos..., todo eso constituye un dato que en América latina no puede ser ocultado, porque su sujeto no son pequeñas minorías despreciables, sino las grandes masas del Continente. Este dato permite una captación más inmediata de aquello que Medellín y Puebla calificaron como pecado estructural, y que Puebla define de esta manera: El pecado, fuerza de ruptura, obstaculiza permanentemente el crecimiento en el amor y la comunión, tanto desde el corazón de los hombres como desde las diversas estructuras por ellos creadas, en las cuales el pecado de sus autores ha impreso su huella destructora (n. 281).
Este texto sitúa el crecimiento humano en lo comunitario (el amor y la comunión), concibe el pecado como algo individualista 64
La «humillación» de las mediaciones comunitarias falseadas
Entre las mediaciones comunitarias falseadas no podemos contentarnos con evocar sólo la noción clásica de las «clases sociales», las cuales en América latina viven más intensamente y más simplificadamente esa situación de agresión-de-clase que, tradicionalmente, suele conocerse como «lucha» de clases. Además de eso, conviene evocar la falsificación de las comunidades nacionales por esa doctrina anticristiana de la «seguridad nacional», la cual sólo es un apéndice camuflado de otra doctrina de la seguridad «imperial». La doctrina de la «seguridad nacional» destroza la misma comunidad nacional al presuponer que sólo un reducido tanto por ciento de la nación tiene derecho a ser considerado como tal, y tiene además derecho a defender esa apropiación, incluso violentamente. En este contexto es imposible tratar el tema individuocomunidad en América latina sin decir una palabra sobrecogida ante la realidad atroz de los ejércitos latinoamericanos, puestos al servicio de esa seguridad nacional desde Argentina y Chile hasta El Salvador y Guatemala. Si la institución misma del ejército parece necesaria a algunos por la necesidad de concentrar y controlar las fuerzas requeridas para la defensa, mientras que les resulta cuestionable a otros porque da lugar a tentaciones invencibles de poder, y porque refuerza indirectamente los círculos viciosos (y cada vez más amenazadores) de la violencia, en América latina ya no cabe oscilar en esa ambigüedad, que se ha resuelto fatalmente en favor de la segunda hipótesis. Apenas habrá un ejército latinoamericano que no haya traicionado profundamente a su propio pueblo al que debía servir, poniéndose al servicio de los intereses de una minoría privilegiada y de un imperio exterior que, a través de ellos, se han convertido literalmente en genocidas. Si 65
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hay alguna imagen que encarne la antítesis de todo cuanto veíamos en el apartado II, 2 sobre el poder regio en el antiguo Israel, esa imagen es la de casi todos los ejércitos latinoamericanos: «ensañarse con el pobre que suplica y con el afligido que no tiene protector; alinearse con los poderosos y machacar para ellos la vida de los pobres, que no vale nada ante sus ojos»... (cf. Sal 71, ya citado). El grito angustiado que le costó la vida al arzobispo Romero («¡Son de nuestro mismo pueblo! ¡Matan a sus mismos hermanos! Y ante la orden de un hombre que ordena matar siempre debe prevalecer la palabra de Dios que dice: no matar. Por eso, en el nombre de Dios, yo les pido, les mando, les ordeno: cese la represión») no era un grito casual ni extemporáneo, sino expresión de una angustia más que justificada ante las consecuencias de esa ideología llamada «de la seguridad nacional», que Puebla había condenado como anticristiana, aunque luego, una imprevista manipulación secreta del texto votado por los obispos difuminó claramente esa condena. La reacción asesina que desataron fue la mejor prueba de ello. Y siguiendo nuestra enumeración podemos evocar también la falsificación de las comunidades urbanas que, en América latina, ha tenido lugar mediante la aparición súbita de las más inhumanas megápolis (a la vez mayores y peores que las más grandes capitales europeas cuyos errores han multiplicado), las cuales han aparecido precipitadamente, antes de tiempo, sin ninguna posibilidad de asimilación sana para una sociedad mayoritariamente agrícola, y en la que no se había apenas producido (o se ha producido con una rapidez inasimilable, tanto en el aspecto material, urbano, como en el cultural o cívico) el lento proceso de la configuración de clases medias y de la aparición de pequeñas y medianas ciudades, que caracterizó a la Europa de los siglos XIII y XIV. Este insano y alocado estallido de las megápolis descomunales, debido casi exclusivamente a intereses económ : :os foráneos, parece ser otro de los factores innegables que amontonan y hacen más visible la miseria y la impotencia.
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Junto a ese falseamiento de las mediaciones comunitarias, hemos hablado también de un desprecio de las «alteridades». La experiencia pasiva de ese desprecio marca primero el nacimiento, y luego la historia de los países latinoamericanos, cuyos habitantes originarios indígenas y cuyas culturas autóctonas sintieron ignorada su identidad humana y su dignidad humana por los conquistadores, a pesar de la defensa heroica y admirable de toda una generación de obispos y misioneros (o mejor: de una parte de ellos, abandonados
también —como escribiría monseñor Casaldáliga— «por sus propíos hermanos de báculo y de mesa»). Pueblos, individuos y culturas vieron negada su condición humana, para poder así ser «legítimamente» conquistados y sometidos a esclavitud y a encomienda o vasallaje. Cabe enumerar asimismo otras experiencias anticomunitarias de negación de alteridad. Junto a la alteridad del indio, la alteridad de la mujer, estructural y personalmente pisoteada por el célebre machismo latinoamericano, todavía poderoso. O la propia alteridad cultural, sometida a una colonización tácita europea o norteamericana, y obligada a una mimesis estéril: un europeo sólo debería sentir vergüenza cuando ve que anuncios de televisión, en América latina, utilizan el reclamo de lo «europeo» más o menos como en Europa se recurre al señuelo sexual en la publicidad... De este modo, la situación latinoamericana parece romper aquel esquema clásico hegeliano-marxista, que habla de un primer estadio (o «tesis») de comunismo «grosero», el cual se ve contradicho más tarde por otro estadio de individualismo absoluto, para quedar luego subsumidos ambos en la síntesis de un comunismo perfecto o una comunidad realizada, cuya plena realización es a la vez la plena realización de cada uno de sus miembros. En todo caso, en América latina parece haberse pasado del «comunismo grosero» a la comunidad destrozada. (Y no es éste el momento de discutir si las causas de ese destrozo son exclusivamente exteriores, como afirman los lenguajes de «imperialismo económico», «teoría de la dependencia», etc., o si son sólo interiores, como pretenden los denegadores de esos lenguajes. Como suele ocurrir siempre, hay que pensar más bien en una interacción de ambos factores). Lo que sí importa comentar es que, precisamente en esa situación de comunidad destrozada, es donde han ido naciendo y recreándose en América latina experiencias de reconquista de lo comunitario, que tienen una seriedad y una intensidad difícil de concebir desde el mundo desarrollado. Aunque aquí hemos de ceñirnos a los aspectos teológicos del tema, será bueno dar por supuesto que dicha teología ha venido preparada por verdaderos precursores, o por «signos de los tiempos» que la teología latinoamericana ha sabido leer. Para que no caiga en el olvido puede ser bueno evocar, como el primero de ellos, el gesto del presidente de Costa Rica, Figueres Ferrer, aboliendo el ejército ya en 1948 y convirtiendo esa supresión en mandato constitucional. Gesto aislado, utópico, «inviable», pero del que se ha escrito, casi cuarenta años después, que ha servido para acostumbrar a algunos a la idea de que «no tener ejército era una bendición del Señor». Y ya más cerca de nosotros, es necesario invocar la reconquista de un lugar de privilegio en la literatura universal, llevada a cabo por la reciente novelística latinoamerica-
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b)
La «humillación» de las alteridades despreciadas
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na casi en los mismos momentos en que nacía la teología de la liberación. Estos y otros pequeños «milagros» o signos, han sabido reconocerlos muchos ojos creyentes como señales del Espíritu que anunciaban una venida del Señor para América latina. No es casual, por tanto, si la obra que ha dado nombre a toda la corriente teológica (la Teología de la liberación de G. Gutiérrez) se abre con una larga cita del novelista J. M. Arguedas; ni si Pedro Trigo ha dedicado buena parte de su producción teológica a comentar la novelística latinoamericana reciente. La comunidad con los pobres abre así a un reencuentro con la identidad —y la comunidad— latinoamericana. Es en este contexto donde han ido naciendo importantes experiencias comunitarias creyentes, que suelen polarizarse alrededor de las llamadas «comunidades de base», y que no deben ser mitificadas puesto que son todavía frágiles y amenazadas como toda vida naciente; pero de las que sí cabe decir que el Espíritu de Dios ha aleteado entre ellas mucho más verazmente que entre los intentos primermundistas de «renovación espiritual», los cuales han derivado con frecuencia hacia espiritualismos irreales o hacia «docetismos» comunitarios, o se han mostrado mucho más sensibles hacia lo individual del «don de lenguas» que hacia lo comunitario de la «profecía», para decirlo con el mismo lenguaje de Pablo («el que tiene don de lenguas se construye él solo, mientras que el que tiene don de profecía construye la comunidad»: 1 Cor 14, 4). Porque cabe aplicar aquí los criterios de discernimiento del mismo Pablo: mejor carísma es el que más comunidad puede construir, no sólo hacia dentro (cf. ibid. 14, 5 ss) sino también hacia afuera (ibid. 14, 24 ss). Quizá cabe sospechar por tanto, y hasta decir en voz baja, que en esas experiencias de las comunidades latinoamericanas se han cumplido aquellas palabras de la oración de Jesús, cuando daba gracias al Padre porque comunica los secretos de su reino a los sencillos, y no a los sabios y poderosos. Posiblemente, todos los teólogos de la liberación estarán de acuerdo no sólo en que (como hacía J. Comblin y evocábamos al comienzo de este artículo) su reflexión teológica sobre el hombre no puede prescindir de la experiencia de las comunidades, sino sobre todo en que la vida misma y la existencia de esas comunidades es en realidad más importante que la misma teología de la liberación. En ellas se ha dado una primera reconstrucción de las mediaciones falseadas, desde la experiencia creyente. Y, junto con ésta, se ha dado otra profunda experiencia creyente de afirmación de la alteridad: pues es la alteridad máxima, del más pobre, la que se intenta respetar y afirmar allí: «cuando el pobre crea en el pobre construiremos la comunidad» (Misa salvadoreña). No es por eso extraño que, a propósito de ellas, se haya hablado de una verdadera «eclesiogéne68
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sis»: de un «reinventar la Iglesia» por las comunidades de base (L. Boff). O se haya hablado de una «resurrección de la verdadera Iglesia» (Jon Sobrino). Y esto parece que puede afirmarse ya, a pesar de los grandes problemas que quedan pendientes, para la praxis y para la teología. Más aún: todo lo anterior puede ser afirmado aun reconociendo, por otra parte, que no es total, ni es lo mayoritario en las iglesias y en la teología de América latina. Pero sí que es, en cambio, lo más característico y lo más fuerte. Es muy posible que no sea lo mayoritario, porque una buena parte de esas iglesias, de sus jerarquías y de su producción teológica, se resiste aún a la transformación descrita de resucitar desde la muerte, y prefiere mantener la situación «colonial», tanto para la teología como para la vida de la Iglesia. Esta orientación goza además del apoyo y de la mayor fuerza de muchas instituciones del «Centro». Pero en ella se reflejan los riesgos clásicos de todas las situaciones «coloniales»: copiar casi todos los defectos de la metrópoli, y casi ninguna de sus virtudes. Y este carácter emergente, minoritario o, al menos, no total, es reconocido por los mismos representantes de la teología de la liberación: No todas las iglesias latinoamericanas están en condiciones de interpelar a nadie. Muchas de ellas deben ser interpeladas porque dejan mucho que desear. No existe la iglesia latinoamericana como una Iglesia santa que pueda despertar al resto de las iglesias de su sueño religioso o dogmático 5 .
Pero, aun no siendo todavía mayoritario, sí que puede afirmarse que el proceso de conversión anteriormente descrito es, a la vez, lo más fuerte y lo más característico de América latina. Allí se ha producido una sensación innegable de recuperación de identidad: y no es nada casual si la teología de la liberación ha sido calificada desde sus comienzos como «teología latinoamericana de la liberación». Y ello a pesar de tres aparentes razones en contra. A pesar de que esos comienzos eran todavía muy oscilantes y muy dependientes, de modo que no han ido ganando su identidad hasta que aquellas reflexiones de los inicios se han ido bañando en la vida y en el sufrimiento del pueblo creyente latinoamericano. A pesar también de que la calidad teológica de la categoría «liberación» trasciende las fronteras de lo latinoamericano y es en realidad universal (católica) y cristiana y típicamente neotestamentaria. Y a pesar finalmente de que en América latina hay otras teologías y otros modos de vivir la fe los cuales, sin embargo, han carecido de calidad y de identidad suficientes como para hacer 5. I. Ellacuría, «Las iglesias latinoamericanas interpelan a la iglesia de España»: Sal Terrae 826 (1982), p. 219.
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abortar lo que el Espíritu iba haciendo nacer en América latina, con su discreta forma de actuar, siempre necesitada de discernimiento y siempre fácil de negar, por cuanto actúa «entre el caos y las aguas» (cf. Gen 1, 2). Y repito: porque han carecido de calidad y de identidad suficientes; no porque no lo hayan intentado con las razones de la fuerza y de la manipulación, mucho más que con la fuerza de la verdad y de la transparencia. Pero en América latina ha vuelto a ser verdad que «los torrentes no pudieron extinguir la caridad» (Cant 8, 7). Y por eso ha acabado triunfando aquel pronóstico de Gamaliel en el libro de los Hechos: «Dejad en paz a estos hombres, porque si sus planes y su actividad son cosa de los hombres, fracasarán; pero si son cosa de Dios, no lograréis suprimirlos, y os exponéis a luchar contra Dios» (Hech 5, 33-39). De aquí debería aprender la teología latinoamericana, en sus horas aún agónicas y aún difíciles, que si efectivamente nace movida por el Espíritu de Dios, su mayor enemigo no estará nunca en los ataques de fuera y en los sufrimientos causados desde fuera o en las contradicciones que siempre desata todo paso de Dios por la historia, sino más bien en la propia tentación de infidelidad que siempre sacude y amenaza a los elegidos por Dios.
IV. ALGUNAS CONSECUENCIAS
Tras esta rápida reflexión de nuestros apartados II y III sobre las fuentes de la fe cristiana, y sobre su resonancia en la vida de las iglesias cristianas de hoy, es posible regresar ya a lo central de nuestro tema, y extraer algunas enseñanzas más concretas. Vamos a presentarlas siguiendo la dirección marcada por la Asamblea de Puebla, cuando busca el verdadero equilibrio entre lo individual y lo comunitario distanciándose por igual de todo liberalismo y de todo colectivismo. Pues ambos fracasan en la síntesis individuocomunidad porque son dos formas de materialismo autocentrado que se cierran a lo espiritual. 1.
Para una superación comunitaria atlántico
del individualismo
nord-
El llamado Primer Mundo debe destruir el mito sobre el que se asienta, y que es el mito de la universalidad de la razón individual y de la libertad individual. Razón y libertad pueden ser legítimas, pero no son universales. En cambio, según el inconsciente cultural del Primer Mundo, la razón sería universal por su poder de acceso a la naturaleza misma de la realidad; y la libertad sería universal 70
porque la naturaleza armónica de lo real actúa como una «mano invisible» que armoniza todos los egoísmos individuales en la forma de un servicio al bien común. Ambos presupuestos han entrado hoy en crisis en el mismo mundo desarrollado, si bien con la crisis viene dada también la posibilidad de su redención. Las pavorosas experiencias de irracionalidad de la razón, y de posibilidades esclavizadoras de la libertad (que se manifiestan en la cada vez más hiriente imposibilidad de la convivencia), han ido abriendo camino a categorías como la del «diálogo» (en sentido no meramente personal o político, sino filosófico) o la «razón comunicativa», etc. El ocaso de la Modernidad (que es sobre todo el ocaso de la razón occidental) podría hallar su mejor salida —frente a todos los desencantos «postmodernos»— en aquellos versos de Hólderlin que solía citar el filósofo M. Heidegger: «jetzt dass wir ein Gesprách sind»: ahora que somos un diálogo. J. Habermas o K. Apel deberían convertirse en nombres más significativos para la teología de lo que han sido hasta ahora. Pero si esta razón dialogal no ha de quedar presa de un nuevo «pecado de origen» que la falsifique, como le ocurrió a la «razón universal» de la Ilustración, no se debería hablar de ella sin subrayar inmediatamente las condiciones que le señalan sus promotores: el diálogo no será verdaderamente tal, y se falseará a sí mismo, a menos que intente ejercerse en unas condiciones lo más perfectas posibles de comunicación y de igualdad. Pero precisamente esta condición es la que resulta enormemente difícil de cumplir en el mundo desarrollado, donde la igualdad se halla reducida a una formalidad abstracta que sirve para consagrar infinidad de desigualdades reales. Si esto es así, entonces la razón dialogal, o el empeño por crear consenso y convivencia en situaciones que estructuralmente no la posibilitan, deberá hacer un esfuerzo supletorio por incorporar en su comunicación el punto de vista de los excluidos y de las víctimas de cada situación social, y por dar a ese punto de vista un lugar privilegiado en el diálogo. Las víctimas han de ser el norte de la razón comunicativa, precisamente porque son individuos, impedidos en sus más elementales derechos individuales. Sólo así se podrá corregir esa deformación previa con que la razón accede al diálogo, y que convierte lo que deberían ser «particularidades que se suman», en «privilegios que se restan». De no ser así, la nueva razón occidental que parece ir gestándose tampoco sería una razón comunitaria sino, a lo más, una razón «mayoritaria», que utilizaría su poder mayoritario para asentarse sobre un resto de reducidos a ¡a condición de «sin voz» y, por ello, sin razón. Semejante forma de «razón» habría sustituido la fuerza 71
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de la comunión (que ella misma dice buscar) por la fuerza del número. Y, en este contexto, no resulta casual, sino que constituye una seria advertencia, el que en el Primer Mundo haya comenzado a hablarse últimamente de la sociedad que llaman «de los dos tercios». Una parte de privilegiados, y otra de suficientemente instalados, se ponen de acuerdo tácitamente para expoliar a otra tercera parte de «sumergidos» o víctimas, sobre las cuales se asientan y a las que silencian. El carácter minoritario de este grupo de víctimas (posibilitado tanto por la revolución tecnológica como por la interdependencia del mundo que permite «barrer hacia fuera» otro gran número de víctimas), trastrueca radicalmente todos los planteamientos marxistas del siglo pasado, los cuales presuponían la fuerza mayoritaria cada vez más creciente de las víctimas. Pero no redime la mentira del individualismo occidental, sino que la hace más enmascarada y más insuperable. En cambio, si la razón comunicativa se deja interpelar por ese sentido de «responsabilidad solidaria» (para utilizar el lenguaje de Adela Cortina), el mundo desarrollado podría realizar también la otra crítica (absolutamente necesaria) de su propia noción de progreso y de la «razón instrumental» que la ha engendrado. Por ahí, el Primer Mundo debería llegar a comprender que no todo lo ya factibile es, por eso mismo, ya faciendum: que no todo lo que ya puede hacerse, hay que hacerlo. O que no todo paso material hacia adelante constituye un progreso real en la verdadera dirección humana. Sino que —dada la irreversible unidad e interdependencia que ya ha conquistado nuestro mundo— todo progreso no universal, no solidario y no atento a la situación de las víctimas del planeta, se convierte necesariamente en un crecimiento unilateral y monstruoso, que deforma al organismo humano y rompe la armonía del cuerpo de la humanidad. Todas estas consideraciones obligan al Primer Mundo a una revisión importante del eslogan sacrosanto de los «derechos humanos». En gran parte de la vida del Primer Mundo, «derechos humanos» no ha significado hasta ahora más que «privilegios individuales». El eslogan debe recuperar su valor en la línea de aquella verdad elemental de Augusto César Sandino: «Los derechos de los pobres son más sagrados que los derechos de los poderosos». Y el Primer Mundo podría fácilmente emparentar esta frase con aquella otra de N. Berdiaeff: «El pan para mí es un problema material; mientras que el pan para mi hermano es un problema espiritual». Este acercamiento permitiría entender la palabra «sagrados» en la frase de Sandino y haría ver que, con ella, nos encontramos ante una verdad que es en sí misma religiosa porque —como la realidad de Dios— sólo puede ser reconocida: no se impone por sí misma puesto que —por hipótesis— los
débiles son aquellos que carecen de fuerza hasta para imponer sus derechos más elementales, mientras los poderosos disponen de fuerza y de medios hasta para imponer sus derechos secundarios, o terciarios, o simplemente falsos o enfermizos. Establecer en concreto esa jerarquización de los derechos humanos ya no es cosa que toque hacer aquí, sino que pertenece al campo de la moral. Pero la teología debe poner de relieve que sólo en ella podría encontrarse hoy la posible apertura a ese principio comunitario, que necesita el individualismo del Primer Mundo. Y, con ella, quizás también la posible apertura a la realidad de Dios. Personalmente estoy convencido de que, sin esta profunda revolución, o «conversión», Occidente quedará cada vez más profundamente incapacitado para encontrar algún acceso a Dios, por más que, en sus horas desesperadas, quizá lo busque en evasiones pseudo-religiosas. Se cumplirá así en el Primer Mundo la clásica sentencia paulina: «Se oscureció su insensato corazón y quedaron prisioneros de sus vanas elucubraciones» (Rom 1, 21). Palabras que quizás tienen un desarrollo mucho más concreto en estas otras líneas del Nuevo Testamento, que parecen también un resumen breve de la historia del mundo «ilustrado»: «Sabiendo que nada trajimos a este mundo y nada nos llevaremos de él, aprendamos a contentarnos si tenemos qué comer y con qué vestirnos. Pues los que quieren enriquecerse se precipitan hacia tentaciones y trampas y mil deseos irrazonables y funestos, que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición. Pues la razón de todos los males es el ansia de dinero. Y algunos, obsesionados por ese ansia, no sólo han acabado apartándose de la fe, sino que se han causado a sí mismos mil sufrimientos» (1 Tim 6, 7-10). El ansia de dinero es lo que ha quedado de la razón y la libertad de la Ilustración. Y esta ansia, según el texto citado, parece tener una triple consecuencia: a) la adulteración de la razón humana (que lleva hasta incapacitar para la fe); b) la opresión de los demás hombres (a los que causa ruina y muerte); y c) los mil innecesarios tormentos para uno mismo. Tras hacer esta advertencia, parece honrado reconocer que, hoy por hoy, son mayores los peligros de degeneración de la nueva razón occidental, que las esperanzas de su redención. El horizonte de las víctimas es el más difícil de incorporar para sus verdugos. Pero la teología de la liberación debe saber bien que, en esos brotes de esperanza, es donde tiene ella su verdadero punto de apoyo y su verdadero «hermano en la fe» dentro del Primer Mundo. De modo que, por ahí, la redención del Primer Mundo coincidiría realmente con la liberación del Tercero.
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Para una superación «espiritual» del colectivismo
ANTROPOLOGÍA
marxista
Si la situación del área llamada occidental merece ese calificativo de individualismo que es la degeneración de la persona, la situación de los países comunistas, que suelen designarse como países del Este, merece el calificativo de colectivismo que es degeneración de la comunidad. O simplemente, y para decirlo con palabras del propio Marx, la situación del Este es todavía la de un «comunismo grosero», aunque su imperfección no provenga de la falta de desarrollo de las fuerzas de producción, en la que Marx situaba esa forma «grosera» del comunismo. El hecho innegable es que el propio Marx hacía consistir la realización del ser humano en la identidad entre «ser individual y ser genérico». En la forma como Marx concebía la planificación de la economía, ésta no solamente habría de cubrir todas las necesidades verdaderas de todos los miembros del colectivo social, sino que además había de permitir al individuo concreto «ser por la mañana pescador, por la tarde cazador...», según quisiera. De este sueño marxiano no ha quedado huella en los países comunistas, aunque un occidental (si quiere ser honrado) haya de reconocer que nos aventajan en la realización de la justicia económica y de la igualdad entre los hombres, así como en la superación del hambre y la miseria más clamorosas. Este importante fracaso debe, naturalmente, ser analizado al nivel de las causas y de los motivos intrahistóricos (al igual que Occidente analiza las razones por las que fracasó el proyecto de la Ilustración). Pero, además de esas causas y sin interferir en ellas, es hora de suscitar la pregunta acerca del papel que cabe asignar en semejante fracaso a la forma concreta del ateísmo de Marx. Dicho gráficamente: el proyecto de Marx pretendía realizar lo divino negando a Dios. La coincidencia entre el ser personal y el ser comunitario (que para Marx era la realización del ser humano, tal como hemos dicho) es para el cristiano la definición de Dios, y la realización de la «imagen divina» del hombre. No debe extrañar que esa pretensión de realizar lo divino negando a Dios fracase al tratar de realizarse históricamente. Marx quizá la creyó posible porque, sin ninguna razón científica y de modo simplemente dogmático, atribuyó a la materia, concebida dialécticamente y en proceso, cualidades divinas. Presentar semejante atribución como última palabra de la ciencia y de la filosofía, ya no merece el nombre de ateísmo, sino el de superstición. Por eso el ateísmo marxista, al realizarse históricamente, ha tendido siempre a ser un ateísmo «militante», confesional y perseguidor. Y Max Stirner tenía absoluta razón cuando, criticando toda esa forma «supersticiosa» de izquierda hegeliana, afirmaba que en realidad no eran ateos sino «beatos». Beatos de un mito, 74
lo cual es la más supersticiosa de las beaterías. La irritación ya aludida que este calificativo provocaba en K. Marx, y que se refleja en los ataques a Stirner en La ideología alemana, es seguramente la mejor prueba de su verdad. Y estas afirmaciones deben ser mantenidas aunque se reconozca, por otra parte, la genialidad del proyecto marxiano de realización del hombre, la genialidad de sus análisis económicos sobre la mentira y la injusticia del capitalismo, e incluso la posibilidad de una ruptura en la trayectoria personal de Marx, que le habría llevado a abandonar los planteamientos filosóficos de su juventud, para limitarse al análisis económico de su madurez. (La lectura cronológica de los textos marxianos sobre la religión, los cuales van reduciéndose en número y tamaño, y pasan de una crítica de la naturaleza de la religión a una crítica de sus funciones sociales en aquel momento histórico, abonaría esa posibilidad de una ruptura). Pero esa posible ruptura en la persona de Marx, no se ha reflejado en los sistemas que se reclaman de él. Por consiguiente, si la crítica al individualismo de Occidente la condensábamos antes en la frase citada de N. Berdiaeff («El pan para mí es un asunto material, pero el pan para mi hermano es un asunto espiritual»), habría que añadir ahora que la crítica al colectivismo marxista puede condensarse en la frase evangélica que suele dirigirse al Este desde Occidente: «No sólo de pan vive el hombre». Prescindimos ahora de si ése es el sentido exacto de la frase en los evangelios, y prescindimos también de si Occidente no hace un uso interesado e ideológico de esa verdad, olvidando que el hombre no vive sólo de pan, pero sí que vive necesariamente de pan. A pesar de todo, la frase es veraz, y sigue siendo verdad aunque alguien pretenda que se trata de un pan «dialéctico y en proceso» (o precisamente por eso mismo). Y así, los regímenes comunistas se han encontrado con que, una vez medianamente satisfechas las necesidades humanas más elementales (alimento, vivienda, sanidad y educación), comienza a surgir en el hombre otro tipo de demandas más espirituales e igualmente poderosas, para las cuales los sistemas comunistas no están preparados en absoluto"'. (*) Estas líneas fueron escritas en abril del 88, y pretendían reflejar la opinión más aceptada sobre los países del Este entre las gentes con alguna inquietud social. La caída posterior de los países del Este ha cuestionado, para muchos, esa visión. No tengo ahora tiempo para rehacer este escrito de acuerdo con los últimos acontecimientos, ni lo juzgo tampoco absolutamente indispensable, puesto que las evocaciones del texto están presentadas como arquetipos, aún más que como meras descripciones o análisis sociales. Y, en este sentido, me parece innegable el papel de estímulo (o de amenaza, si se prefiere) que la imagen de los países del Este ha jugado en muchas de las conquistas sociales de Occidente. Por eso, mi impresión es que los occidentales no deberíamos limitarnos a mirar el derrumbe del Este como una confirmación (y casi «canonización») de nuestro sistema, sino que sería más sabio mirarlo en la línea del análisis que hizo san Agustín en La ciudad de Dios: la caída de Roma comenzó
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Esto nos remite otra vez a la necesaria clasificación y jerarquización de los «derechos humanos» desde los derechos de los pobres. Ya dije que no era tarea de este artículo realizar esa clasificación; pero sí quisiera llamar la atención sobre uno de esos derechos, casi nunca mencionado ni catalogado: el derecho a ser estimado, a ser reconocido como persona, como sujeto de dignidad y merecedor de afecto. Hasta qué punto esta demanda es elemental, casi primaria, y está inserta en el fondo de cada individuo por pobre que sea (o quizá más cuanto más pobre es), resulta ser un detalle que ha pasado inadvertido, tanto para el materialismo del individualismo occidental, como para el colectivismo del materialismo del Este. Y quizá es en este preciso punto donde la teología de la liberación puede jugar su papel, de cara a la superación de ambos sistemas, que Puebla dejó como programa. La vuelta a los pobres ha supuesto antes que nada, para la teología de la liberación, un reconocimiento de los pobres como sujetos, el cual ha llevado incluso al proyecto de su transformación en verdaderos sujetos de la sociedad, de la Iglesia y de la teología. Este proyecto puede parecer inviable (y de hecho ha sido discutido por alguno de los mismos teólogos de la liberación, en nombre de la actual situación infrahumana de los pobres, la cual reclamaría primariamente el que sean objeto de la atención y de la dedicación total de los cristianos y de la Iglesia). Pero, sin entrar en esta discusión, cabe decir que el proyecto de la teología de la liberación debe ser mantenido a toda costa, al menos en el sentido en que el Nuevo Testamento habla de anticipaciones de la meta escatológica ya al seno de la historia, porque «nuestra resurrección con Cristo» en algún sentido «ya ha tenido lugar». Y aquí aparece otra vez la importancia de las comunidades de base para la teología latinoamericana, como lugares primarios en los que se posibilita esa recuperación de la calidad de sujetos para los pobres. De este modo se percibe también hasta qué punto dichas comunidades no son un «añadido pastoral» o un complemento accidental de la teología latinoamericana, sino que están en la entraña misma de su reflexión teológica. Y de este modo también, el proyecto de la teología de la liberación, a la vez que pone del revés la concepción individualista del Primer Mundo que convierte al pobre en objeto de explotación, pone también del revés la concepción colectivista leninista
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del Segundo Mundo, que niega al pobre la calidad de sujeto «para sí» obligándole a pasar por la conciencia del Partido, y convirtiéndole también en objeto de dirección. V. CONCLUSIONES
precisamente el día en que se acabaron los cartagineses. Porque entonces Roma dejó de tener una razón exterior para la que vivir. Y sin esa razón fueron apareciendo el autoritarismo, la corrupción, las luchas internas, el imperio... De modo que «los bárbaros», pese a ser militarmente más débiles, no necesitaron más que tiempo para acabar con aquel imperio formidable.
Podemos resumir todas estas reflexiones sobre el problema teológico de las relaciones individuo-comunidad, con cinco conclusiones enunciadas en forma de tesis. 1. La persona debe definirse por su apertura a la comunión y a la trascendencia. El carácter ilimitado de la primera característica la abre a su vez hacia la segunda. Mientras que la pretensión absoluta de la segunda característica fundamenta la primera. El hombre es así onticamente imagen de Dios, y ontologicamente referencia a Dios. Y la cerrazón culpable a esta doble apertura sería el pecado o destrucción de la persona. De esta primera afirmación se sigue un par de tesis complementarias. 2. La comunidad debe definirse como comunión de libertades. O, con otras palabras: sólo crea comunidad aquello que libremente se entrega. Individuo y comunidad, en su verdad última, no crecen en proporción inversa sino en proporción directa. Por eso hemos dicho que toda forma de individualismo —en cuanto falsificación de la persona— no realizará comunidad. Y que toda forma de colectivismo —en cuanto falsificación de la comunidad— no realizará a las personas. La existencia humana en la tierra sólo puede ser un caminar, lento e inacabable, hacia la superación de ambos escollos. 3. Las dos tesis anteriores presuponen, al menos como límite, la identidad entre los conceptos de libertad y amor. Ambos tienen como término antitético el egoísmo, el cual es, a la vez, falsificación de la libertad y destrucción del amor. Si el amor sólo se construye con libertades, hay que añadir también que la libertad sólo se construye en la solidaridad. De ahí la advertencia de Gal 5, 13. 4. Estas dos últimas tesis llevan necesariamente a la doctrina teológica de la gracia. Sin «el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (cf. Rom 5, 5) el hombre aparecería como una pasión, inútil por imposible. Si la fe en el Espíritu empuja al hombre a afirmar a pesar de todo la posibilidad de esa pasión humana, entonces esa afirmación apunta a Dios como condición de posibilidad de la armonía entre «ser individual y ser genérico». Desde aquí se comprenden unas célebres palabras de H. de Lubac: «No es verdad que el hombre no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo que sí es cierto es que, sin
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Dios, acabará fatalmente organizándola contra el hombre» 6 . Porque sin Dios, la relación individuo-comunidad se ve forzada fatalmente a degradarse, o en un autoritarismo (quizás bien intencionado) que lleva al colectivismo, o en un liberalismo (ya no sé si tan bien intencionado) que lleva a las más clamorosas situaciones de injusticia y de muerte. 5. Finalmente, todo lo anterior lleva también a decir una palabra sobre la Iglesia. El dilema decisivo de la Iglesia ante el mundo es si da testimonio de creer en Dios (tratando de transparentarlo) o si da la impresión de utilizar a Dios en defensa propia. Por eso no es casual que la teología de la liberación (aunque, en sus comienzos, no pensó para nada en este punto) haya sido leída como «la oportunidad de una segunda Reforma para la Iglesia» 7 . En efecto, si la Iglesia quiere ser sacramento de esa unidad entre lo individual y lo comunitario que hemos ido persiguiendo a lo largo de este trabajo, no le quedará más remedio que abandonar buena parte de su estructuración societaria actual, para aprender a construirse como «comunidad de comunidades». Semejante tarea es seguramente inagotable y constituye el caminar de la Iglesia por la historia. Por eso los cristianos han de ser profunda y sapiencialmente pacientes ante sus deficiencias de realización. Pero ello no impide la percepción evangélica de que el autoritarismo eclesiástico (con su subsiguiente y cómoda confusión entre unidad y uniformidad), ya no puede justificarse ni siquiera apelando a la necesidad de conservar un «depósito de verdad». Pues dicho autoritarismo significa ya la mayor falsificación de ese depósito a conservar, dado que la verdad cristiana «se construye en la caridad» (Ef 4, 15). Conviene recordar a este respecto la seria advertencia de K. Rahner, cuando alertaba a la Iglesia para que no cayera en un «colectivismo de los corazones» 8 . Si la Iglesia no toma muy en serio esta crítica se privará de credibilidad y hará inaudibles no sólo todas sus alusiones a Dios, sino también todas la exhortaciones a la democracia, que a veces trata de dirigir al Occidente, y todas las críticas al colectivismo que a veces dirige al Este. Pero esta transformación hacia su verdad sólo será posible el día en que en la jerarquía de la Iglesia haya muchos más «maestros del Espíritu» y muchas menos simples «piezas de un engranaje administrativo».
6. 7. 8.
H. de Luhac, El drama del humanismo ateo, Madrid, 1949, p. 11. J. B. Metz, art. cit. K. Rahner, Peligros en el catolicismo actual, Madrid, 1964, p. 40.
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Por razones puramente prácticas dividiremos la exposición en dos partes: la gracia de Dios desde la perspectiva del ser y la gracia desde la perspectiva del actuar. Entramos así, por razones sencillamente didácticas, en la distinción escolástica entre gracia habitual y gracia actual. I. LA GRACIA DESDE LA PERSPECTIVA DEL SER
1.
¿Gracia visible o invisible? ¿Gracia material o inmaterial?
La antigua teología escolástica insistía mucho en lo invisible y lo insensible de la gracia, dado su carácter «sobrenatural». Algunos escolásticos defendían la tesis de que entre una persona dotada de la gracia sobrenatural y otra privada de esta gracia no habría ninguna diferencia perceptible. Según tal concepción, la gracia afectaría sólo el alma y no penetraría en el cuerpo humano; sería una modificación del alma pura. En nuestra perspectiva, la gracia es naturalmente inmaterial e invisible en su origen: si Dios es invisible, su don gracioso, su amor hacia el hombre, es invisible; o sea, es invisible en Dios, en su procedencia. Sin embargo, si el don de Dios es recibido por el hombre que es material y corporal, habrá de ser también de alguna manera corporal y material. Si la gracia no produce modificaciones materiales y corporales, no existe para el hombre, no penetra en el ser humano y la vida humana, permanece ajena al hombre. Por lo tanto, la gracia es material y corporal en el sentido de que trae modificaciones en el ser material y corporal del hombre. No existe en el ser humano un 79
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GRACIA
espíritu puro que quedaría separado del cuerpo. No se puede imaginar que algo penetre en el alma del hombre sin penetrar en su cuerpo. Este efecto corporal puede examinarse desde tres puntos de vista. a) El ser humano es su relación al mundo material, al cosmos. Se relaciona con el mundo material en primer lugar por el trabajo. Por eso, la gracia de Dios trae un cambio en el trabajo, el régimen, las relaciones y el modo de vivir el trabajo humano. La comunión con Dios está inscrita en el régimen de trabajo, puesto que éste relaciona al hombre con la materia. Por eso la gracia de Dios entra en conflicto con la esclavitud, con las formas de servidumbre, con el capitalismo y con todos los regímenes de alienación o explotación del trabajo. La señal de su presencia será el mismo conflicto con tales regímenes de trabajo. b) El ser humano es también su relación a sus hermanos: relación hombre-mujer, relación hermanos, comunidad, grupos primarios o secundarios, tribu, nación, raza, humanidad entera. Tal relación está inscrita en costumbres, instituciones, compromisos, alianzas, formas diversas de comunión, de conflictos, de reconciliación. La gracia de Dios es, entonces, una nueva relación en todas estas dimensiones, desde la relación entre sexos hasta la relación entre razas y naciones. Las relaciones entre los seres humanos son también corporales: lo son las relaciones de familia, por supuesto; pero las otras relaciones están todas condicionadas por la geografía e inscritas en las diferentes situaciones de los cuerpos en la tierra. Están inscritas en las aldeas y los pueblitos, las casas y los caminos, las regiones y las fronteras naturales, los continentes y los mares, las montañas y los ríos, los climas y las producciones materiales. La gracia de Dios está inscrita en la geografía. Podemos pensar que estaba más presente en las antiguas aldeas que en las megalópolis actuales con sus miles de «poblaciones callampas». Estaba más presente en las reducciones paraguayas que en las haciendas de los conquistadores, más en las mismas aldeas indígenas que en las minas de Potosí. c) La gracia de Dios tiene efectos en el mismo cuerpo individual. La presencia de Jesús fue una fuente de salud para los enfermos, los ciegos, los sordos y los mudos. Hay continuidad en toda la tradición cristiana: la gracia restituye la salud. Es verdad que en los últimos siglos las iglesias burguesas han desacreditado la curación de enfermos como práctica pastoral. Esta, sin embargo, se mantuvo siempre en las iglesias populares. Siempre perteneció al cristianismo popular. No es una magia que cura por aplicación automática de palabras, signos o remedios. Pero sí tiene efectos benéficos en la salud del cuerpo. Una gracia de Dios que afectara sólo al alma del hombre no tendría valor para el mundo popular. La gracia ha de tener efectos
visibles y sensibles porque son evidentes en el cuerpo del hombre. Este efecto corporal no es ajeno al cuerpo natural. Al revés, es la salud del cuerpo, la salud de la convivencia humana y la salud en el trabajo. El efecto de la gracia no es algo para el hombre junto al cuerpo humano, sino dentro del cuerpo natural y mortal. Dios se acercó al cuerpo humano y lo hizo digno de su intervención. La gracia no crea otro cuerpo, pero sí da la salud a nuestro cuerpo. Con toda seguridad, lo que siempre constituyó la gran atracción del cristianismo en el mundo popular fue la compasión de Dios por el ser corporal del hombre. El cristianismo no fue una religión de ideas y pensamientos, una religión para filósofos o intelectuales; fue una religión que ofreció remedios a los males de los hombres, sus sufrimientos a causa de las enfermedades, de las peleas y disensiones sociales, de la explotación y la enajenación del trabajo. Dios entró en la vida del cuerpo humano. La gracia no confiere la inmortalidad actual, no elimina todos los males físicos y morales, los males individuales o sociales. No elimina, pero sí ayuda y hace la existencia en este mundo más tolerable, más humana.
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2.
La gracia como presencia del porvenir
El mensaje cristiano es buena nueva, es decir, apertura hacia un porvenir, apertura de una historia. Ofrece a la humanidad un porvenir. Ahora bien, no se trata de una pura promesa de una vida futura, mucho menos de una vida futura en otro mundo después de la muerte. El mundo popular se apartó del cristianismo cuando se le dio a entender que todo lo que la Iglesia tenía que ofrecerle era el cielo después de la muerte. Tal mensaje no puede interesar. Interesa a los privilegiados de esta vida porque les permite rechazar los justos reclamos de los injustamente oprimidos conservando sus privilegios. En el cristianismo, el porvenir se hace presente. La vida del cielo interesa en la medida en que ofrece un objetivo y un contenido a esta vida aquí en la tierra. La vida eterna interesa si proporciona una norma y un camino para una vida mejor aquí en la tierra. Jesús nunca separó el anuncio del presente. Lo que anuncia, lo muestra y lo crea en el tiempo presente. De hecho en el Nuevo Testamento las promesas para el porvenir significan ya el advenimiento de una realidad presente. La gracia es la presencia actual del porvenir de la humanidad, del éxito final de la creación. Jesús no ofrece un vacío de vida presente en función de una plenitud futura. La plenitud futura es ya una plenitud presente, limitada solamente por los límites de la actual condición humana.
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a)
Un mundo nuevo
El Nuevo Testamento anuncia el advenimiento de una nueva creación. Esta ya comenzó. El Verbo de Dios, que estaba presente en la creación, está actuando de nuevo. Está rehaciendo la creación, restaurándola. Por eso el ser humano no puede separarse de la tierra y del mundo material: su transformación es parte de una transformación del mundo, aunque sea el punto culminante y el centro de la recreación del mundo. La gracia es el comienzo de la nueva creación tal como se vive en la fase actual de la evolución. El Espíritu está renovando la faz de la tierra. La gracia es esta renovación, ligada necesariamente a la renovación de los seres humanos. b)
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Una humanidad nueva
El evangelio de Pablo proclama el advenimiento de un hombre nuevo. El hombre nuevo es virtualmente toda la humanidad. Es Cristo y es la humanidad restaurada en Cristo resucitado. Es la nueva humanidad de Jesús resucitado que penetra en los seres humanos, en el cuerpo de los grupos y las relaciones humanas en todos los niveles. La nueva humanidad es también el reino de Dios de los evangelios sinópticos. Dios conquista su reino, lucha en la creación para restaurar en ella su reino. Dios reina en la medida en que restaura la justicia y la paz verdadera. El reino de Dios es la reconquista de la humanidad. Es una lucha contra la enajenación, la corrupción, contra la muerte. Es la resurrección de la humanidad en su perfección. El reino de Dios es la humanidad recuperada en su dignidad y su valor. El reino de Dios está en medio de los pobres y los oprimidos: es la lucha por la vinculación de los oprimidos y la exaltación de los pobres. El reino de Dios ha sido proclamado por las llamadas bienaventuranzas, que son los anuncios del reino. Allá, en medio de los pobres y los oprimidos, Dios comienza de nuevo a reinar. La nueva humanidad se llama también el nuevo pueblo de Dios. Entre los pobres y los oprimidos nace un nuevo pueblo con todos los atributos del pueblo de Dios, del Israel del Antiguo y del Nuevo Testamento. De una muchedumbre dispersa Dios hace un pueblo. A partir de la debilidad de los pobres crea una potencia que desafía a los poderosos de la tierra. En este pueblo de Dios se vive la nueva alianza entre Dios y los hombres. En la fiesta de la comida y la bebida de la eucaristía el pueblo nuevo celebra su nueva alianza con Dios. La gracia es la alianza vivida en la convivencia del nuevo pueblo, en sus luchas 82
comunes, sus esperanzas, sus sufrimientos y sus victorias. Por la alianza, Dios está comprometido con los pobres y los oprimidos. Su fidelidad es la gracia que constituye el fundamento de todos los derechos y de la dignidad del nuevo pueblo. c)
La comunidad
El pueblo nuevo se encarna en comunidades concretas, en las que grupos determinados de personas viven su vida en relaciones múltiples de la vida de cada día. La comunidad hace presente todos los dones de Dios y es la forma concreta como la gracia se hace concreta en medio de los pobres y oprimidos. En la comunidad se hace presente el cuerpo resucitado de Jesús. El cuerpo de Cristo se vive en las pequeñas comunidades. En la comunión eucarística los cuerpos de los presentes forman una continuidad: participan todos del mismo pan y se unen en el mismo pan y el mismo vino. En la comunidad está el Espíritu Santo. La comunidad es el tempo del Espíritu. En la multiplicidad de sus actividades entrelazadas se manifiesta la diversidad de los dones del Espíritu Santo. Estos dones son la gracia de Dios. La vida cristiana se vive, se alimenta, se educa, se expresa, crece comunitariamente. No existe gracia individual aislada de las otras gracias. Las gracias de Dios que están en los individuos están conectadas y forman una sola gracia. Dios no se abre hacia una sola persona sino a cada persona dentro de su comunidad y a cada comunidad dentro de la comunidad de comunidades que es el pueblo de Dios. d)
La persona
El carácter comunitario de la gracia no le quita su valor personal, pues la comunidad es intercambio y comunión de personas. La gracia de Dios es la restauración de la personalidad, la garantía más firme de la persona humana, lo que le permite existir en plenitud de personalidad, pues la persona es correlativa de la comunidad, lejos de estar en contradicción con ella. La gracia de Dios se dirige a cada persona dentro de su comunidad, que es exactamente lo que le permite ser persona. El ser humano no es personal en la medida en que huye de los demás, sino en la medida en que comunica con ellos. La medida de la personalidad es también la medida de la comunidad. Es verdad que la gracia es diálogo entre Dios y la persona humana, pero este diálogo no es un diálogo cerrado —«Dios y mi alma»— sino un diálogo en el que están presentes las otras múltiples personas con las que cada 83
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GRACIA.
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persona se comunica y que le proporcionan el contenido concreto de su personalidad. En la Biblia la gracia se llama vida o vida eterna. Esta vida se hace presente en la actualidad. Es la vida de la persona y la vida de la comunidad simultáneamente. Es la vida del pueblo en la vida de todas las comunidades. La gracia es también justicia y santidad: es la perfección moral del ser humano. Es el ser humano restaurado en su plenitud aunque dentro de los límites de la evolución del individuo, de la comunidad, de la cultura a la que pertenece la comunidad. Finalmente la gracia es libertad. La libertad es un don y una vocación a la vez. Es el don supremo porque es el don que constituye al hombre como imagen de Dios. La gracia de Dios está muy lejos de absorber al ser humano en Dios. Lejos de hacer desaparecer el ser humano en una pseudo-totalidad divina, la gracia restaura la libertad: establece al hombre como sujeto distinto de Dios, independiente de él, autónomo, capaz de tomar posición incluso contra el mismo Dios que le constituye en su libertad. La libertad existe en forma condicionada y limitada en este mundo. Sin embargo no es pura ilusión. Puede nacer y crecer. No existe necesariamente. Es objeto de un trabajo o de una conquista, de una lucha contra muchos obstáculos y adversarios. Sin embargo, ella puede existir y ella constituye a la vez a la persona y la comunidad. La libertad no permanece en el plano de la pura metafísica. Ella se vive en diversos niveles de la experiencia de cada día. La libertad se vive en la formación de la autonomía individual en el seno de la familia y de la comunidad. Se vive en la formación de la pareja y en la procreación de los hijos. Se vive en el trabajo, en las relaciones de clases y demás categorías humanas, en la confrontación y en las luchas por los derechos humanos individuales y comunitarios. La libertad no es atributo constituido. La libertad se conquista o no existe. 3.
Los atributos tradicionales de la gracia
a)
La gratuidad de la gracia
Los autores antiguos enfatizaban mucho el extrinsecismo de la gracia: dentro de la mística de la obediencia, que era casi del servilismo, propio de la mentalidad de los siglos XVI y XVII, siglos del despotismo y de las monarquías absolutas, les gustaba insistir en la dependencia total del hombre y en la casi arbitrariedad de 84
Dios. Insistían, como si fuera una virtud, en la disposición de pasividad total en manos de un déspota absoluto que sería Dios. En tal contexto la gracia era un don casi arbitrario, semejante a las donaciones que por capricho hacían los monarcas a sus favoritos. Tales dones puros eran recibidos con suma gratitud y con las más exageradas expresiones de servilismo. La gracia, ¿será esa gratificación de un monarca absoluto, según el beneplácito del príncipe? Los contemporáneos sienten mucha antipatía hacia cualquier manifestación de mendicidad y asistencialismo. No les gustaría recibir una limosna divina, menos todavía con el nombre de gracia. Les parece un concepto en contradicción con la dignidad humana. Más todavía, repugna a los contemporáneos un don que constituye una obligación. Pues entonces se trataría de un don que todos están obligados a recibir. ¿Qué es una «gracia» obligatoria? ¿Conviene todavía usar el vocabulario de la «gracia» si luego se añade que quienes no aceptan el don serán severamente castigados? Por eso conviene recalcar que la gracia de Dios nos viene según el modo de actuar del Espíritu Santo, como una energía, una fuerza, un movimiento interno que, lejos de hacer violencia a la persona, la despierta y la pone en movimiento. Dios tiene la iniciativa como la tiene en la creación. Pero no se trata de un don que le corta al hombre el camino de la libertad, que le orientaría en un camino contrario a su percepción del valor. La gratuidad de la gracia no puede fundamentar una espiritualidad del aniquilamiento del hombre, como sucedió en el pasado, particularmente en los siglos XVI y XVII. En aquella época se trataba de un fenómeno ligado a una cultura evidentemente superada y casi desaparecida. En las obras religiosas de aquella época hay un lenguaje que hoy día se hace insoportable. Claro está que Dios es Dios y la creatura es la creatura. Pero Dios no creó al hombre con el fin de humillarlo recordándole continuamente que es sólo una creatura y que sólo él es Dios. Sería atribuirle a Dios precisamente la psicología de los monarcas absolutos. Estos sí sentían la necesidad de que se les dijera siempre que eran los soberanos absolutos. Les faltaba seguridad personal. Podemos suponer que Dios no sufre de un complejo de inseguridad, y no necesita que se le recuerde siempre que sólo él es Dios. Por la creación y por la gracia, lo que Dios pretende es que el hombre exista y pueda participar de su libertad y autonomía. b)
La divinización
La teología griega ha hecho del concepto de divinización el centro de la soteriología. Los historiadores pueden mostrar las conexio85
JOSÉ
COMBLIN
GRACIA
El Occidente ha vivido siglos de culpabilización. Los predicadores y los sacerdotes han hecho de la denuncia de los pecados el tema central de su mensaje. El pecado era visto esencialmente como el producto de la malicia humana. Para el predicador ésa era la ocasión que le permitía denunciar la malicia de los hombres, culpabilizarlos y humillarlos. El pecado del hombre hacía la felicidad de la Iglesia: le proporcionaba su público y dejaba a los hombres atados de pies y manos a la buena voluntad de los
pastores. El pecado era el punto de partida del discurso culpabilizante. Siempre se suponía que el hombre tenía la culpa. Si el pecado era sólo venial le tocaba al pecador proporcionar la prueba. Hoy día se ve más que la culpa del hombre proviene de su miseria. El pecado es más consecuencia de su estado de miseria. El hombre es más víctima que autor del pecado. Es más digno de compasión que de culpabilización. Si bien el pecado procede de los hombres, procede de modo colectivo y anónimo, procede antes de estructuras consolidadas que de la malicia personal de los individuos. No se excluye que haya malicia individual, pero lo que se debe a ella no tiene comparación con la masa enorme de males que proceden de las estructuras de dominación y explotación en las que los hombres son más manipulados que manipuladores. El pecado es la expresión de una inmensa pasividad humana, de una falta de libertad. Por consiguiente, el pecado no necesita tanto el perdón que lo apaga, o le quita el castigo, sino más bien una liberación. Si los hombres son víctimas de un pecado que es más fuerte que su voluntad individual, necesitan ser liberados de su pecado. En ese sentido la gracia no consistirá en una sentencia de absolución que apaga el pecado y todas las penas previstas para el pecado. La gracia y el perdón serán el mismo movimiento de liberación por el que los hombres se emancipan de las estructuras que los aplastan y les quitan su libertad, y conquistan una verdadera libertad. La gracia será la liberación del pecado y el advenimiento de la libertad. El pecado oprime al hombre, dentro de sí mismo en primer lugar: por medio de presiones internas, de temores o angustias que paralizan la acción. El hombre puede saber que peca, puede querer no pecar, pero hay en su psicología fuerzas tales que no logra hacer lo que quiere. La liberación vence al pecado dentro del mismo hombre, haciéndole capaz de tomar decisiones personalmente y de actuar libremente. El pecado oprime al hombre desde fuera por medio de presiones exteriores. Las más fuertes le vienen de la educación, de la familia, del ambiente inmediato, del ambiente de la escuela, del grupo, o bien del mundo cerrado de la vida de cada día. El pecado proviene también de las presiones de las fuerzas económicas, políticas, de las dominaciones del dinero o de las armas. El hombre se hace cómplice del pecado que le viene desde fuera. Comete el pecado y lo sufre a la vez. La gracia libera del pecado, es la liberación. Esta liberación es a la vez emancipación de la fuerza que viene del pecado de las estructuras y capacidad de resistir a la tentación del pecado que es personal. Este aspecto de dominación del pecado en el hombre no
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nes entre tal teología y el contexto religioso y filosófico del imperio bizantino. En tal concepto hay un patrimonio cultural inmenso. Los pueblos que no han recibido como herencia tal patrimonio no entienden fácilmente el contenido de la divinización. En todo caso hay algo que la divinización no puede significar: la idea de una elevación del ser humano fuera de su condición humana a un nivel diferente, que sería imaginado como nivel superior al de la condición humana. La divinización no puede significar que el hombre sale de la condición humana, y especialmente no puede significar que sale de la condición corporal para entrar en una pseudocondición puramente espiritual o inmaterial. No se trata, pues, de minimizar la condición corporal o las actividades corporales. La divinización del hombre sólo puede significar el acceso a una plenitud humana. Sólo se justifica si significa una mayor humanización. Hay en la actualidad un temor de que, en la divinización, el hombre desaparezca y llegue a perder su identidad. El hombre podría disolverse en una pseudodivinidad, como si estuviera asumiendo una pseudocondición divina. Los contemporáneos sospechan que en esa soteriología de la divinización se expresaba algo del menosprecio del cuerpo que se encontraba de hecho en una cierta tradición monástica oriental. Para los pobres, una espiritualidad de rechazo del cuerpo, de exaltación de lo puramente espiritual es una tentación constante: sería una legitimación de la condición que les es impuesta por los dominadores. La divinización sólo se puede entender en el sentido de que el ser humano ha sido introducido en el diálogo de las personas divinas. Sus actos le hacen solidario con Cristo. Sus actos son inspirados por el Espíritu Santo. Por lo tanto son actos de diálogo con el Padre. El hombre ha sido introducido en el consorcio de las personas divinas. Por humanos, corporales y materiales que sean sus actos, son dignos de Dios y constituyen respuestas válidas a la palabra del Padre. c)
El perdón de los pecados
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COMBLIN
excluye que sea ofensa a Dios y que el perdón de las ofensas sea parte de la remisión de los pecados. Sin embargo, no podemos separar este aspecto del otro. II. LA GRACIA DESDE LA PERSPECTIVA DEL ACTUAR
La gracia renueva el ser y el actuar del hombre. El actuar no puede separarse del ser. En realidad no tenemos palabras para nombrar un «ser» que no sea a la vez «actuar». La gracia de Dios entra en el ser-actuar del hombre. El ser humano existe en su acción y es su acción inseparablemente, como sucede en todos los vivientes. Sin embargo, los límites de nuestro lenguaje nos obligan a separar conceptualmente y verbalmente lo que está unido en la realidad. 1.
Acción de Dios y acción del hombre
Acción de Dios y acción del hombre son inseparables. La acción de Dios se expresa por una acción del hombre. La acción de Dios, su gracia, no destruye, ni suprime, ni disminuye, ni reemplaza nada de la acción humana. Una acción humana dirigida por la acción de Dios no tiene ni menos iniciativa, ni menos espontaneidad, ni menos creatividad, ni menos autonomía que el actuar humano en general. Al revés, la presencia de la gracia de Dios hace al actuar humano más plenamente humano, con más iniciativa, más espontaneidad, más autonomía, que si la gracia no estuviera presente. No podemos entender el actuar del hombre animado por la gracia como una pasividad vivida como tal. Así como hubo un monotelismo en ciertas deformaciones de la cristología antigua, así también hubo y se mantuvo en toda la historia un cierto monotelismo antropológico de la gracia. En una cierta tradición monástica o mística, la gracia de Dios toma el lugar de la voluntad humana y hace del hombre un puro instrumento que se deja conducir. La pasividad, si es que tal palabra es adecuada, suele referirse a un nivel puramente abstracto y metafísico, sin contacto con la psicología y el comportamiento humano. Pero la gracia actúa como la creación. Así como la creación constituye al hombre como sujeto autor de sus actos, de la misma manera, y más aún, la gracia constituye al hombre autor de sus actos, más autónomo, más libre, más plenamente humano que sin la gracia. El Padre actúa por medio del Espíritu Santo y según el modo del Espíritu. El Espíritu penetra suavemente en el ser humano y le acompaña. No pretende forzarlo. Le confiere energía y dinamismo, lo restablece en la plenitud de sus capacidades. El Espíritu establece un largo camino de restauración del actuar humano, 88
GRACIA
siguiendo todas las etapas marcadas por los obstáculos, la lentitud, los ritmos humanos. La vida individual es una historia análoga a la historia de las comunidades y los pueblos. El Espíritu se adapta a la lentitud de la historia. No produce saltos totales. Tiene momentos fuertes y momentos débiles. Tiene tiempos que parecen muertos y tiempos en los que la historia se acelera. Dios no hace violencia a la historia. Incluso su acción acompaña de tal modo el desarrollo de la historia que la presencia de la gracia no se puede situar puntualmente. No hay fenómenos en los que se pueda decir: aquí está la pura gracia de Dios. El Espíritu actúa en la continuidad del actuar humano. 2.
Gracia individual y social
Si el pecado es a la vez personal y social, nunca puramente personal, ni puramente social, también la gracia es a la vez personal y social. El ser humano actúa socialmente. Aun los profetas que se anticipan y parecen hablar en el desierto, necesitan por lo menos un pequeño público que les escuche. Sin oyentes no serían profetas. Hay un núcleo inicial que es el comienzo del pueblo que el profeta quiere iluminar. La gracia que anima al profeta actúa al mismo tiempo en el núcleo de sus oyentes. La gracia del profeta sería inoperante si no estuviera ligada a la gracia del grupo que acoge la profecía. En realidad, ambas constituyen una sola acción. Lo mismo sucede en todas las manifestaciones de la gracia divina. Una sola gracia envuelve a la familia, a la comunidad, al grupo de creyentes, al pueblo cristiano y a la Iglesia entera. Sus efectos son correlativos. Hay una sola acción que actúa en una multitud de puntos de aplicación, todos conectados. La misma gracia puede actuar con intensidades diversas en sus diversos puntos de aplicación. Lo importante es tener en cuenta la solidaridad de las acciones de los seres humanos. Un acto puramente solitario no tendría ningún significado y sería imposible. Nadie inventa nada. Todos parten de inspiraciones, sugerencias, ejemplos, solicitaciones de otros. Aun los monjes más solitarios están dentro de una tradición monástica de solitarios y actúan conjuntamente con la tradición en la que viven. Esta solidaridad y continuidad de la gracia de Dios es simbolizada por los sacramentos que son actos de la comunidad, en los que la comunidad manifiesta en signos comunitarios que recibe la gracia del Espíritu Santo.
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3.
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La gracia y la historia de los pobres
La gracia de Dios entra en la historia de los hombres. Sin embargo, no se identifica con la historia de los imperios ni de las civilizaciones. La historia dominante y dominadora es hecha por los grandes, los más fuertes, los vencedores en la competición de los pueblos y de los grupos humanos. La gracia no interviene en las conquistas de los grandes ni en sus esfuerzos para mantener sus imperios. En otros tiempos, aun en el Antiguo Testamento, se pregonaba que Dios daba la victoria en los combates, que Dios estaba con el vencedor. Sabemos que eso es mentira. Se les explicó a los habitantes de las Américas que Dios había dado la victoria a los invasores y había entregado su reino en este mundo al rey de España o de Portugal. Lo creyeron los indígenas y aceptaron por temor la religión de sus conquistadores. Sin embargo no creemos que tuvieran razón. No es verdad que Dios sea el autor de las conquistas y de los imperios. Si Dios fuera el Dios de los vencedores, no habría permitido que su Hijo fuera crucificado y vencido por sus adversarios. La cruz nos muestra que Dios entra en la historia de los hombres, pero no por el lado que se suele creer. El Padre entra por el lado de los oprimidos y de los pobres. Es el Dios de la liberación de los pobres. Por lo tanto su gracia es la fuerza que despierta, anima y mantiene la lucha de los oprimidos, de las víctimas de la injusticia y del mal. La gracia es el mismo movimiento de liberación, o sea, el alma de ese movimiento. No se identifica con todo lo que sucede en tales movimientos, por supuesto. Sin embargo está presente según el modo del Espíritu Santo en la raíz de la liberación de los pobres. La gracia produce una historia, no la que se escribe, sino la que se vive en la parte escondida del mundo. Produce una historia paralela, la de los que sufren en medio de los triunfos de los vencedores, la de los perseguidos. La gracia está presente en la historia escondida de los pobres. Ella produce la resistencia, la fidelidad, la esperanza. Produce en todos los pueblos algo semejante a la historia de los pobres de Israel tal como la Biblia la conservó. Esta historia de la liberación de los pobres tiene también sus victorias y no es pura paciencia. Tiene sus momentos de gloria. Conserva la memoria de sus glorias pasadas. Tales victorias son las conquistas de los derechos de los pobres, la ruina de los sistemas de dominación. Si bien los pobres no consiguen nunca justicia total en este mundo, tampoco podemos decir que están siempre sufriendo de la misma manera. Hay situaciones más insoportables y otras más tolerables. No sucede que porque nunca se logra justicia completa, ya no vale la pena luchar por la justicia, como si todas las luchas quedaran inoperantes. La gracia de Dios 90
GRACIA
no es ineficaz. No permanece en un nivel puramente espiritual, alejado de esta historia terrestre. Sus efectos son sensibles aunque no realicen en este mundo lo que está reservado al fin de los tiempos. La gracia no destruye los determinismos, la inercia, el peso del pasado y de las estructuras. Sin embargo, introduce un elemento nuevo, una fuerza que reanima la esperanza de los oprimidos. Si no hubiera efectos sensibles, la gracia sería sólo un estímulo a la resignación. Nuestros contemporáneos son muy sensibles a todo lo que pudiera ser fuerza de paralización de la vida humana. Una gracia que produjera sólo resignación no podría ser del Dios de la vida. La gracia de Dios acompaña el desarrollo de la historia. Las necesidades de los oprimidos cambian según los tiempos. Hay tiempos de adversidad y de pura paciencia; hay tiempos de organización y de protesta; hay tiempos de insurrección y de iniciativa. Hay tiempos en que los dominadores están en el auge de su poder. En otros tiempos están divididos y permiten entradas para los más débiles. La gracia tendrá efectos diferentes según sean las situaciones. Lo que da oportunidades a los pobres son los errores, las rivalidades y las locuras de los grandes. Los imperios, y todas las formas de dominación, se destruyen a sí mismos en gran parte. La acción de los pobres depende de los signos de los tiempos. La gracia de Dios también sigue los signos de los tiempos. Pues el mismo Espíritu envía los signos y la fuerza para actuar según lo que expresan. El Antiguo Testamento muestra cómo Dios retira su gracia a los poderosos, y cómo sus imperios se destruyen o por su misma falta de vitalidad, o por la rivalidad entre ellos. En medio de las luchas de los gigantes, los pequeños buscan su camino. Por eso los libros de la Biblia conservan su actualidad. Si la Biblia es la historia de los pobres, es también la historia de la gracia de Dios. La lectura del Antiguo Testamento es la lectura de la historia de la gracia de Dios en forma paradigmática. Lo que allí se encuentra escrito tiene significado en todos los tiempos.
4.
La gracia de Dios y los desafíos de la historia
En gran parte son los hombres quienes se hacen a sí mismos sus circunstancias. La gracia de Dios consiste también en colocar a los seres humanos en situaciones que les obligan a superarse, a superar sus limitaciones y a multiplicar sus fuerzas. Una circunstancia externa es el inicio de una conversión, de un nuevo camino. Los seres humanos que viven en un estado de protección o de superprotección no pueden producir efectos maravillosos. La gracia de Dios consistirá en quitarles sus protecciones, sus seguridades, su tranquilidad de cuerpo o de alma. La gracia de Dios 91
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consistirá en quitarle a uno sus bienes, a otro su poder, a un tercero su salud, a un cuarto su familia. En tal situación el ser humano está llamado a realizar mucho más de lo habitual, a producir efectos más vigorosos. La gracia de Dios puede colocar a un ser humano ante el desafío de la persecución y del martirio. Allí aparece que lo que importa no es el número de años vividos, sino más bien la densidad y el valor de esos años. Jesús vivió sólo treinta y tres años, pero sus años valen más que los de quienes vivieron setenta u ochenta. Para muchos, gracia de Dios ha sido la prisión, el campo de concentración, el exilio, la renuncia de sus bienes, de su trabajo, de su carrera, de su posición social, aunque no siempre se reconozca en tales desafíos la gracia de Dios. 5.
PECADO
José
Ignacio
González
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El Espíritu Santo y la gracia
La teología escolástica puso más énfasis en el efecto, que es la gracia, que en su autor, que es el Espíritu Santo. Hoy día damos más valor al Espíritu Santo y a su actuación en la humanidad. El concepto de gracia, considerada como don objetivo situado dentro del hombre, insinúa la tentación de materializar la acción del Espíritu Santo. Corre también el peligro de llamar más la atención hacia el mismo hombre que Dios liberta que hacia el Dios liberador. La escolástica tiende a racionalizar y abre los caminos a la secularización. Orienta el pensamiento hacia el hombre más que hacia Dios. La alianza entre Dios y la humanidad es una relación viva, siempre renovada, es una comunicación constante, una comunicación inmediata. Lo que la Biblia proclama es ciertamente que Dios se nos hace inmediato. Si un cierto judaismo multiplica los intermediarios entre Dios y el hombre, el evangelio los opaca para enseñar la comunicación directa de Dios. Más tarde, el peso y la inercia de la historia tendieron a reintroducir elementos judaicos de esas mediaciones. La doctrina escolástica tiene fundamentos porque el Espíritu Santo produce realmente cambios en el ser humano. Sin embargo, hay poca utilidad en contemplar separadamente al Espíritu Santo y los efectos que produce. Lo que realmente importa es que siempre recordemos la presencia activa del Espíritu Santo y no lo que sucede en nosotros. Espiritualmente, no es conveniente que dirijamos nuestra atención hacia nosotros mismos. Hay en la escolástica, sobre todo en la nueva escolástica que comienza en el siglo XVI, algo del antropocentrismo y del individualismo de la civilización moderna. Hoy día creemos más ventajoso volver a contemplar en primer lugar al Espíritu Santo que actúa en nosotros. 92
I.
MUNDO RICO Y MUNDO LATINOAMERICANO
Las situaciones culturales europea y latinoamericana difieren sensiblemente a la hora de abordar el tema teológico del pecado. Por ello es preciso comenzar echando una ojeada a esas situaciones. En Europa se habla hasta la saciedad de «crisis de pecado»; a veces incluso se niega simplemente su realidad. Y no faltan datos o codificaciones culturales de experiencias humanas que parezcan abonar tales posturas. Aunque desde América latina se insiste en que el pecado «da muerte», en Europa las víctimas de esa muerte pueden ser echadas fuera del propio mundo o reducidas —dentro de él— a una minoría fácil de esconder, o no merecedora de consideración «democrática», por su mismo carácter minoritario. En América latina, por el contrario, la inmensa mayoría son las víctimas. Las atrocidades cotidianas, y masivas, y la opresión de seres humanos por otros hombres —o por las estructuras de convivencia— tienen unas dimensiones tales que constituyen uno de los rasgos más perceptibles en cualquier captación de la realidad. Y ese rasgo es tan desproporcionado que, al percibirlo, se capta además, con seguridad, que dichas atrocidades no pueden ser simplemente un resultado de la limitación de la realidad finita. Son dolores gratuitos, supererogatorios, efectos de la responsabilidad y de la maldad de los hombres; no meramente de esa «insoportable levedad del ser» que tan de moda está en Europa. De este modo, el peligro latinoamericano podría ser quizás el de localizar demasiado el pecado y, con ello, localizarlo demasiado parcialmente. Mientras que el peligro europeo está más bien en ser 93
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I.
GONZÁLEZ
FAUS
responsablemente ciegos ante la impresionante realidad y la estremecedora densidad de la culpa humana. 1.
El hombre no «peca» meramente, sino que «es pecador»
Pero hay que añadir que estas diferencias culturales no se entroncan sólo con situaciones infraestructurales (económicas, etc.), sino también con tradiciones superestructurales y, en nuestro caso, teológicas. Para citar un ejemplo de este último punto, la tradición teológica europea estuvo muy marcada por la insistencia polémica en la necesidad de las obras del hombre (fruto de la controversia antiprotestante), así como por la afirmación de que el hombre no es un ser radicalmente corrompido (afirmación que se hacía también en un contexto polémico contra los llamados «agustinismos extremos»). Pues bien: parte de lo que ocurre en las iglesias católicas del mundo rico puede explicarse porque la unilateralidad de todas aquellas polémicas ha acabado cobrándose un precio. Y el precio de esa unilateralidad ha consistido en que las dos afirmaciones citadas, aunque eran en sí mismas válidas, dejaron en el inconsciente teológico una imagen del hombre como un ser neutral ante el bien y el mal, equidistante de ambos, y no condicionado a la hora de decidirse por uno o por otro. (Cabría preguntar también hasta qué punto esta imagen latente tiene algo que ver en la «crisis del pecado» característica del Primer Mundo. Pero ahora hemos de dejar este tipo de preguntas). El tema del pecado se aborda muchas veces en Europa desde ese presupuesto o imagen inconsciente. Pues bien, fue precisamente un latinoamericano (el uruguayo J. L. Segundo) quien más diáfanamente descubrió esa imagen latente, y la hizo aflorar a la conciencia. Frente a esa imagen «neutral» (ni lo uno ni lo otro), en América latina se ha intentado pensar al hombre de una manera más «dialéctica» (lo uno y lo otro): el hombre es un ser infectado por la maldad, casi identificado con ella; pero a la vez el hombre es un ser envuelto en la bondad y la gracia, llamado por ella y que la lleva sembrada en lo mas profundo de su humanidad. Ambos rasgos pertenecen a lo más vivo de la experiencia espiritual latinoamericana.
PECADO
del pecado y que también puede hacerse perceptible mediante otra rápida alusión histórica. En la praxis eclesiástica de la Europa preconciliar, daba la impresión de que el ejemplo fundamental (el «primer analogado») para hablar del tema de la culpa, lo constituía el célebre lamento de Pablo en Rom 7, 14 ss («no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero» etc.), es decir: la experiencia de división y debilidad del hombre. Sobre dicha experiencia, la citada predicación preconciliar arrojaba toda la dureza de los juicios paulinos referentes a la cólera de Dios y la inexcusabilidad del hombre, dando lugar con ello a una «pastoral del miedo» la cual, probablemente, también tendría algo que ver con la citada «crisis del pecado» en el Primer Mundo. (Pero ya hemos dicho que en estos análisis no podemos entrar ahora). Ahora bien: para sorpresa nuestra, resulta que el célebre lamento de Rom 7 sobre la debilidad del hombre está situado en los capítulos de la carta que tratan de la vida del hombre justificado, que ha «muerto al pecado» y vive «en Cristo Jesús» (cf., por ejemplo, Rom 6, 11). Y Pablo, en estos versículos de Rom 7, no menciona para nada la cólera de Dios, sino que los clausura con una exclamación sorprendente: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo!... No hay pues ninguna condena para los que están en Cristo Jesús» (Rom 7, 25-8, 1). En cambio, el juicio paulino contra el pecado de los hombres y la mención de la cólera de Dios se encuentran, como es sabido, en los dos primeros capítulos de la carta. Es a ellos, por tanto, donde debemos acudir si queremos encontrar al analogado fundamental para hablar del tema del pecado. 3.
La definición del pecado: oprimir la verdad (de lo que uno es y de lo que son los demás) mediante la injusticia (con la que uno actúa o la injusticia con que uno siente de sí y de los demás)
A su vez, esta diferencia teológica repercute en un segundo punto que es fundamental para el tratamiento latinoamericano del tema
Digamos, como síntesis de esos dos capítulos, que en ellos Pablo desenmascara con dureza el pecado de paganos y judíos, para concluir (hacia el final del capítulo 3) que todos son pecadores y que, en ese punto, no tiene el creyente ventaja ninguna sobre el gentil. Ahora bien: es importante notar que «judíos» y «paganos» no designan simplemente a dos pueblos de la antigüedad que hoy ya no existen, sino que se refieren a dos modos de ser hombre o dos componentes de todo ser humano, que están personificados en aquellos pueblos, pero que no se agotan en ellos. La prueba de esto puede encontrarse en el dato de que Rom 2, 14 ss reconoce tranquilamente que hay paganos buenos y honrados, a pesar de lo
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2.
El pecado no consiste en la debilidad, sino en la mentira y la ceguera
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que había dicho en el capítulo 1: lo que muestra que allí no hablaba de personas —o grupos de personas— sino de modos de ser hombre. Igualmente al comienzo del capítulo 2, dedicado al pecado judío, Pablo no habla de judíos sino de «cualquier hombre que se constituye en juez», lo que muestra también que no está aludiendo a personas concretas sino a modos de ser hombre. De esos «modos humanos» afirma Pablo que sobre los unos se revela la cólera de Dios (1, 18) y que los otros son inexcusables (2, 1). Ambas calificaciones coinciden en realidad: pues sólo al hombre inexcusable le amenaza la cólera de Dios. Como también coinciden en última instancia las definiciones del pecado de ambos, pese a lo distintas que puedan ser en las instancias intermedias. Veamos esto último un poco más despacio. La maldad del modo pagano de ser hombre consiste en «apresar la verdad mediante la injusticia» (1, 18 ss). La maldad del modo judío (o religioso) de ser hombre consiste en «juzgar al otro siendo igual que él» (2, 1 ss). Es decir: el hombre religioso destruye la verdad de su propia igualdad con los demás, mediante la injusticia de que un hombre condene a otro. (Por eso Pablo repetirá a lo largo de este capítulo 2 que la condena del hombre sólo le compete a Dios). Mientras que el pagano destruye la verdad de su ser creatura de Dios y hermano de los otros, mediante la injusticia de considerarse a sí mismo como único y como dios, y considerar su propio deseo como única norma moral. Y los procesos descritos por Pablo son los siguientes. El pagano realiza una afirmación ególatra de su propia libertad oprimiendo en esa egolatría injusta la verdad de la dignidad y de la libertad de los demás. Y la cólera de Dios se le revela en que acaba descubriéndose a sí mismo como idólatra de las cosas y, por tanto, como esclavo de todos los objetos de su deseo. El mecanismo de excusas montado por el pagano para justificar la divinización de sus propios deseos le convierte en una víctima de ellos. En cambio, el judío realiza una afirmación egoísta de su propia moralidad y de su propia creencia en Dios, utilizando así al bien y a Dios como excusa para ponerse por encima de los demás. De este modo, oprime la verdad de su igualdad con los demás, mediante la injusticia de su orgullo de ser superior. Y se vuelve inexcusable porque, al juzgar a los demás, acaba considerándose a sí mismo como un dios (igual que el pagano), y, al elevarse por encima de los otros, acaba sometido a las mismas «dictaduras del deseo» que los paganos.
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PECADO
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4.
El enmascaramiento
del pecado
Judíos y paganos proceden así ya «sin darse cuenta». Pero ese no darse cuenta puede ser imputado como responsable y pecaminoso, porque se consigue gracias a un impresionante mecanismo de excusas que se construyen los dos, y con el que acaban cegándose o engañándose. Para el pagano, la excusa de que no hay Dios o que, si existe, no le importa lo que él haga de los hombres; o que la norma suprema de acción es una presunta «racionalidad» que no es utilizada como instancia crítica del yo y sus deseos, sino puesta al servicio del egoísmo. Para el judío la excusa de que Dios está de su parte puesto que él afirma estar de parte de Dios; o que Dios no puede menos de condenad a los paganos etc., etc. De este análisis de textos paulinos se sigue que el primer analogado para hablar del pecado no son aquellas acciones que el hombre reconoce como transgresiones {paraptomata) y por las que se lamenta o se duele o siente conciencia de culpa. Pues la conciencia de culpa actúa un poco como la fiebre en el organismo enfermo: es difícil de soportar, pero implica una reacción contra la enfermedad de la parte sana del organismo. El verdadero pecado {la bamartía paulina) entraña una identificación del hombre con él, que instala al hombre en la mentira (cf. Jn. 8, 44: Satán embustero y padre de la mentira) o en la ceguera de corazón (cf. Me 3, 5). De este modo, el pecado se enmascara ante el hombre (o mejor: es el hombre quien se lo enmascara) hasta conseguir anestesiar la conciencia de culpa. Ese es, por ejemplo, el pecado de los fariseos a lo largo de todo el cuarto evangelio; y Jesús «viene» para desenmascarar ese pecado: si reconocieran que están ciegos ya no tendrían pecado, pero, como dicen que ven, su pecado persiste (cf. Jn 9, 41). Quizá sin proponérselo, la teología de la liberación, al ir concibiendo el pecado de esta manera, ha actuado un poco como actuó el Jesús del cuarto evangelio ante el poder religioso (o como el profeta Natán ante David): ha desenmascarado una prepotencia pecaminosa del Primer Mundo, el cual estaba camuflando la verdad con injusticia hasta el punto de «oscurecer su corazón enredándose en sus vanas elucubraciones» (Rom 1, 21). En este contexto, y como ejemplo bien preclaro, valdría la pena registrar cuántas veces —¡y en escritos de espiritualidad!— ha hablado Jon Sobrino de la «honradez con lo real» y de la atención a «lo obvio», como elementos sorprendentes de un seguimiento radical de Jesús. Pero esta aplicación queda también fuera de nuestro análisis. Lo que ahora hemos de mostrar es que, de esta concepción del pecado, como enmascaramiento de la verdad con el egoísmo injusto, se derivan las otras dos características que hemos de comentar como las típicas de la teología de la liberación: el 97
J.
I.
GONZÁLEZ
FAUS
aspecto estructural del pecado y el contenido del pecado como daño del hombre. II. EL PECADO ESTRUCTURAL
Una de las aportaciones más características de la teología latinoamericana en el tema del pecado ha sido la noción de «pecado estructural» o estructuras de pecado. Uno se siente tentado de emparentar esta noción con la tradicional y arraigada leyenda de los antiguos pueblos guaraníes, sobre la busca de la «tierra sin males». Pero aquí hemos de limitarnos a los aspectos teológicos del tema. Para el individualismo cartesiano, connatural a la modernidad europea, no ha resultado fácil comprender esta noción que, sin embargo, permite explicar cómo la maldad personal se potencia y se enmascara a la vez. Pues un hombre solo no podría construirse todo ese sistema de excusas que veíamos en la parte anterior. Ni tampoco la sola razón individual podría ponerse tan eficazmente al servicio de la codicia pagana, si actuara sólo de manera individual e inmediata. Pero allí donde los hombres viven juntos nunca están simplemente contiguos, como una mera yuxtaposición de piedras, sino insertos en un «mundo» de mediaciones y de instituciones: familia, matrimonio, profesión, ciudad, economía, cultura, estado, etc., etc. Por eso la comunidad humana es siempre algo más que la suma de hombres solos. Pero, por esta misma razón, esa comunidad y sus estructuras de convivencia pueden con más facilidad crear una serie de situaciones que hagan necesarias (y por eso aparentemente razonables) aquellas conductas que favorecen la propia codicia, aunque hieran la vida y la dignidad de otros muchos. Por eso el mal, al igual que el ser humano, nunca es meramente personal, aunque sea también personal. Y por eso también, en su ser personalmente pecador el hombre es, a la vez, responsable y víctima. En el espacio de que aquí disponemos sólo nos cabe justificar esta noción de pecado estructural, y mostrar alguna consecuencia que de ella se sigue. 1.
Discusión y justificación del «pecado estructural»
En realidad, con esta intuición, la teología latinoamericana ha recuperado otra noción fundamental del Nuevo Testamento, que es la categoría joánica de «pecado del mundo». Esta categoría es tan central para el evangelista que, en ocasiones, llama al pecado 98
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del mundo simplemente «mundo», dando entonces a la palabra un significado negativo que no es el que tiene siempre en el cuarto evangelio (este dato ya es conocido). En estos casos, «mundo» equivale, según un comentarista, a «la humanidad en cuanto estructurada en un orden socio-religioso enemigo de Dios», o en un sistema opresor basado en el dinero o en el poder de unos pocos. Este pecado incapacita al mundo para captar la verdad: la verdad de que Dios es Padre y Justo (cf. Jn 17, 25) y el hombre es por ello hijo y hermano. Y este pecado del mundo será, para el evangelista, el antagonista decisivo de Jesús quien, a la vez, lo desenmascara y muere víctima de él. Pero esta muerte asesina constituye a su vez, para el evangelista, la más radical puesta en evidencia del pecado del mundo. La teología de la liberación ha recuperado decisivamente esta categoría joánica, aunque pueda decirse que la ha formulado casi exclusivamente en términos de estructuras económicas (cosa lógica dado el enorme clamor de las necesidades humanas más primarias en la gran mayoría de los latinoamericanos). Por esta recuperación se ha encontrado, a la vez, con las condenas radicales de algunos teólogos europeos, y con el apoyo decisivo de Medellín y de Puebla, así como de Juan Pablo II. En efecto, Medellín, ya en la introducción a sus Documentos, habló de estructuras opresoras que son fruto de la explotación y de la injusticia. Habló de situaciones injustas en las que cristalizan los pecados de insolidaridad \ Y Puebla enseña que el pecado, al que define como «fuerza de ruptura», impide el crecimiento de los hombres en fraternidad, actuando no sólo desde el interior de cada cual, sino desde las estructuras que los hombres crean y que llevan impresa esa huella destructora del pecado 2 . Siempre la enseñanza de ambas Asambleas parece quedar resumida en esta sencilla frase circular: el hombre, al pecar, crea estructuras de pecado, las cuales, a su vez, hacen pecar al hombre. Pero quizás la mejor definición del pecado estructural, junto con una percepción intuitiva de su novedad, y de su profunda raíz cristiana, la encontramos en las siguientes palabras de la Segunda Carta Pastoral de monseñor Romero en 1977: Propiamente la Iglesia ha denunciado durante siglos el pecado. Ciertamente ha denunciado el pecado del individuo y también ha denunciado el pecado que pervierte las relaciones entre los hombres sobre todo a nivel familiar. Pero ha vuelto a recordar lo que, desde sus comienzos, ha sido algo fundamental: el pecado social, es decir, la cristalización de los egoísmos individuales en estructuras permanentes que mantienen ese pecado y dejan sentir su poder sobre las grandes mayorías. 1. Medellín, justicia, 2. 2. Puebla 281.
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Y este lenguaje fue asumido por Juan Pablo II, primero cuando su viaje a la Asamblea de Puebla, en Zapopán, donde el papa habló de las «múltiples estructuras de pecado». Y más recientemente en la última encíclica sobre la cuestión social, donde este lenguaje parece haberse intensificado. Allí reivindica el papa la legitimidad de la noción de pecado estructural. Y lo utiliza él mismo para tratar precisamente de la «lectura teológica de los problemas modernos». Finalmente, en la conclusión, resume diciendo que la liberación debe vencer «el pecado y las estructuras de pecado que lo producen» 3. Estas enseñanzas permiten al menos cuestionar la dura acusación de algunos grandes teólogos (Urs von Balthasar y J. Ratzinger entre ellos) contra el lenguaje del pecado estructural. Se acusaba a este lenguaje de desnaturalizar lo más profundo del pecado, que consiste en ser fruto de una libertad personal y responsable. Ni una sola de estas tres palabras puede predicarse de una «estructura». Por eso la categoría de pecado estructural vacía, según estos teólogos, la enseñanza cristiana sobre el pecado. Pero tampoco sería teológicamente correcto limitarse a desautorizar esos ataques mediante una apelación a autoridades extrínsecas, ni aunque se trate de la autoridad del magisterio eclesiástico. Es necesario además poner de relieve el error que cometen esos ataques y que consiste en olvidar la analogía de la noción cristiana de pecado. Con el argumento que esgrimen dichos ataques tampoco sería cristiano hablar de pecado original, dado que éste no puede definirse como fruto de la decisión libre y responsable de cada hombre (o sólo puede explicarse así de manera totalmente mitológica: suponiendo la voluntad de todos los hombres presente ya en la voluntad de Adán, como decían algunos teólogos postridentinos). Si es legítimo teológicamente hablar de pecado original, lo será también hablar de pecado estructural. Y esa legitimidad deriva, como hemos dicho, de la analogía de la noción de pecado. * En efecto: a la noción cristiana de pecado no pertenece sólo el rasgo de ser fruto de una libertad personal y responsable, sino que pecado designa también aquello que Dios rechaza y no puede aceptar en modo alguno. Por ello, negar la noción de pecado estructural equivaldría a afirmar que la situación actual del mundo (y en concreto de los países del Tercer Mundo) no es una situación que provoque el rechazo y la cólera de Dios. Mientras que aceptar la noción de pecado estructural equivale a afirmar la degradación de la relación de toda la humanidad con Dios, precisamente porque implica la degradación de las relaciones de los hombres entre sí. 3.
SRS 36, 37, 46.
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2.
Consecuencias y ejemplos
Conviene subrayar que el pecado estructural es pecado «del mundo», y no sólo de una situación determinada. Puebla habla de él como de un «proceso permanente» \ Se estructura en círculos diversos según situaciones, culturas o relaciones económicas. Y el centro de todos esos círculos es siempre la falsificación o la opresión de la humanidad de los hombres. Señalaremos rápidamente algunos ejemplos: los dos sistemas imperantes en nuestro mundo se asientan sobre una mentira que nunca es proclamada pero se transmite a través de la injusticia de sus relaciones socioeconómicas. La falsa verdad del capitalismo es que el hombre no vale nada. La falsa verdad del comunismo de hecho existente es que el hombre es siempre enemigo. Y de estas mentalidades estructurales se siguen necesariamente conductas personales justificadas por la razón inmanente a cada sistema. Es un hecho conocido que, cuando el pasado terremoto de la ciudad de México (que puso al descubierto la existencia de una serie de empresas piratas de confección), los empresarios se dedicaron a sacar de los escombros sus máquinas, antes que los cuerpos —todavía vivos—de muchas maquiladoras sepultadas. Esta anécdota no es exclusiva de un único país y, menos aún, de un país «atrasado». El periodista alemán Günter Wallraff se caracterizó como un emigrante turco y estuvo dos años trabajando en Alemania bajo ese disfraz. Los increíbles testimonios que aduce en su libro Cabeza de turco superan en inhumanidad la anécdota citada de México. Datos de este género parecen efectivamente increíbles, cuando se los escucha aislados y como anécdotas sin contexto. Pero tienen una absoluta racionalidad, dentro de la lógica de la competitividad y del máximo beneficio: la máquina no puede reponerse sin una cuantiosa inversión; el trabajador puede sustituirse con absoluta facilidad. En cambio, en los sistemas del socialismo real se hace necesario no negar valor al hombre, pero sí negarle fiabilidad y sospechar de él. Porque, o es de la otra clase o no tiene conciencia recta de la propia (con lo que, si se le deja libre, obstaculizará sus verdaderos intereses de clase, que sólo están bien encarnados en la minoría de los miembros del Partido). Los miembros del Partido se ven así, no ya autorizados sino obligados a reservarse a sí mismos todas las zonas del poder, de iniciativa y de decisión, negándolas a todos los demás. Así se configura otro sistema tan opresor como el anterior. Y todavía un ejemplo, más reducido, pero que vale la pena citar porque es muy actual. En mi opinión, la actual cultura de 4.
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Puebla 281.
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masas norteamericana (sobre todo la cultura «de exportación») es un sistema que segrega y suministra por todos sus poros justificaciones y exaltaciones de la violencia. Una violencia —eso sí— enmascarada siempre con argumentos de defensa de la justicia, o de la libertad, o de defensa incluso del mismo Dios (y, en medio de estos contextos, a veces también, ya descaradamente, de defensa del propio egoísmo). Es imposible que un mundo que inhala esos valores subliminalmente, como forma de distracción y descanso, no sea a la larga un mundo inhumanamente agresivo y violento. Todos estos ejemplos hacen ver lo difícil que es la lucha contra el pecado estructural, el cual no es pecado sólo de un sistema humano, sino de todo el sistema humano. Combatirlo y desenmascararlo puede implicar el morir a sus manos como le ocurrió a Jesús. La victoria sobre él sólo tiene lugar de una manera emergente y lenta, y retrasada, cuyas realizaciones humanas son con frecuencia realizaciones crucificadas.
III. EL PECADO COMO DAÑO DEL HOMBRE Y AL HOMBRE
A través de la trayectoria descrita y —sobre todo— de la experiencia impresionante del sufrimiento de tantos inocentes, la teología de la liberación ha podido identificar además el verdadero sentido de la noción cristiana de pecado: el daño del hombre. Puede ser que esta definición escandalice a una teología escolar, que se ha acostumbrado a repetir mecánicamente que el pecado es sólo «ofensa de Dios» y que, por lo rutinario de su tradicionalismo, ha acabado confundiendo la ofensa al amor con una vulgar ofensa «al amo». Por eso será útil recordar que, ya en la Escritura, el padre del pecado (Satán) es, por su misma etimología, el «enemigo del hombre». Y esto tiene otra lectura aún más fuerte en el cuarto evangelio: Satán, «mentiroso y padre de la mentira», es por eso mismo «homicida desde el principio» (Jn 8, 44). Enmascarar la verdad es, como habíamos dicho, el medio para matar o dañar al hombre. Con todo, no cabe negar que, en este punto preciso, la teología de la liberación parece implicar también una cierta reacción importante contra otra tradición teológica inmediatamente anterior que había caído excesivamente en una presentación del pecado como pura transgresión de una ley. Esta noción puede tener su parte de legitimidad pero, cuando se la exclusiviza, es enormemente peligrosa.
1.
Pecado y transgresión de la ley
Su legitimidad radica en que, si la mentira pertenece como hemos dicho a la esencia del pecado, el hombre tenderá siempre a engañarse respecto a lo que constituye su verdadera realización y su daño (como vimos que ocurría a paganos y judíos en nuestra primera parte). En este sentido, Pablo —a pesar de sus duros ataques a la ley— no se recata luego de hablar provocativamente de la «ley de Cristo». Pero la concepción del pecado como mera transgresión legal, se expone además a los peligros siguientes: a) La noción de ley, por su misma naturaleza, nunca consigue superar la impresión de cierta arbitrariedad. Recuérdese a este respecto el callejón sin salida de las antiguas discusiones escolásticas: ¿algo es malo porque Dios lo prohibe, o Dios lo prohibe porque es malo? Si se respondía lo segundo, entonces Dios no es libre ni legislador último: está también él sujeto a un orden exterior, y del que depende. Pero si se respondía lo primero, entonces Dios no se escapa de ser un Dios arbitrario: de modo que la maldad de las cosas —contenido del pecado— se reduce muchas veces a puro capricho injustificado del legislador. Esta sensación de arbitrariedad se pudo ver reforzada por una praxis abusiva del poder eclesiástico que declaraba como pecados mortales (es decir: ¡causas de frustración definitiva del hombre!) determinadas prácticas positivas referentes a la misa dominical, la confesión anual o los diezmos eclesiásticos. Semejante praxis contribuyó insensiblemente a fomentar esa imagen del pecado como imposición arbitraria o voluntaria más que como daño real del hombre; y esa imagen está también en la base de la crisis del pecado en Occidente. Pues bien, la impresionante experiencia del dolor y de la privación de las más elementales condiciones de humanidad, que afecta a tantos latinoamericanos, ha redimido a la teología de la liberación de aquella unilateralidad en que había caído la teología del Primer Mundo. Pues Dios sería sólo una especie de reyezuelo arbitrario, más parecido a Herodes que al Padre de Jesús, si el capitalista que se enriquece pagando sueldos de miseria le ofendiera por faltar a misa un domingo, pero no por matar de hambre a sus empleados. b) Además de eso la ley, en la experiencia de los hombres, nunca consigue evitar toda imperfección y toda injusticia, sobre todo respecto de aquéllos que son más oprimidos en una situación, y tienen menos voz en ella. Viene bien en este momento evocar los vigorosos versos del obispo Casaldáliga: ...quiero subvertir la ley que convierte al pueblo en grey y al Gobierno en carnicero...
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Y no parece referirse a una sola ley, puesto que en otro momento escribe: Malditas sean todas las leyes amañadas por unas pocas manos para amparar cercas y bueyes y hacer la Tierra esclava y esclavos los humanos.
Dicho ahora con menos belleza, pero también con menos imprecisión lírica: necesariamente la ley está hecha por los poderosos, con lo que, insensiblemente, queda configurada como defensora de sus propios intereses y contraria a los intereses de los pobres. La ley es además aplicada por los poderosos y, por tanto, aunque fuese perfecta, su aplicación será siempre (al menos parcialmente) injusta. El sábado en Israel, o las leyes de Indias en América latina, pueden ser propuestos como ejemplos prototípicos de esto, por la enorme distancia que permiten descubrir entre la práctica cotidiana de su aplicación, y lo que Jesús —en su polémica contra el sábado— calificaba como «hacer bien al hombre» (cf. Mt 3, 4). El daño del hombre, como verdadero norte de toda noción de pecado, es el único que puede superar semejante degeneración y, con ella, la degeneración de la conciencia de pecado. 2.
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Y la teología cristiana, aun rechazando y desmitificando esta concepción del pecado, quedó a veces impregnada por ella más de lo conveniente. En mi opinión personal (quiero subrayar que esto ya no pertenece a la teología de la liberación), la idea ya aludida de un poder del papa para imponer cosas bajo el veredicto de «ofensa grave a Dios» —aunque hoy ya fuera de uso— ha sido uno de los mayores pecados del poder papal y, en ocasiones, una ofensa a los hombres, hermanos de aquellos papas y liberados por Jesucristo de la maldición de la ley.
IV.
Una vez dicho lo anterior, hay que recuperar el otro elemento, y añadir que en este daño al hombre reside precisamente la dimensión teologal del pecado. Vamos a describir esa dimensión con unas palabras de Jon Sobrino, que la presentan precisamente como dimensión trinitaria. En todo pecado, precisamente porque hay un ataque al hombre —que es imagen de Dios y está recapitulado en Cristo— hay una falsificación de la verdad trinitaria de Dios: por ser Dios como es, y por ser Dios salvación del hombre, ocurre que la realización humana (histórica, personal y social) se realiza en forma trinitaria. Y, a partir de ahí, continúa Sobrino: Dicho de forma negativa, se peca contra el Padre cuando desaparece el misterio de estar remitido a otro salvíficamente, en favor de la autoafirmación del hombre. Pero también se peca cuando se le exclusiviza y absolutiza. Entonces aparecen los monarquismos políticos y paternalismos eclesiásticos que confunden el libre designio del Padre con la imposición de una arbitraria voluntad, la absolutez del Padre con el despotismo. Ignoran que el misterio de Dios se ha concretado en Jesús y produce la libertad del Espíritu. Se peca contra el Hijo cuando desaparece lo concreto histórico, escandaloso y normativo de Jesús en favor de la pura trascendencia o el sentimiento, como si Jesús fuese lo provisional y no el definitivo acercamiento de Dios a los hombres y de los hombres a Dios. Pero se peca también cuando se le exclusiviza y absolutiza. Entonces surge la imitación voluntarista, la ley sin espíritu, la secta cerrada en lugar de la fraternidad abierta. Se ignora el gozo de la gratitud del Padre y la inventiva imaginación del Espíritu. Se peca contra el Espíritu cuando desaparece la apertura a la novedad histórica como manifestación de Dios, la voluntad de seguir dando vida en la historia —en lugar de sólo juzgarla desde fuera, desde una verdad hecha depósito—, cuando se ahoga el movimiento extático que no sólo nos libera sino que nos hace salir de nosotros mismos. Pero se peca también cuando se le exclusiviza y absolutiza. Entonces surge el anarquismo, el olvido de lo concreto de Jesús y el rechazo de lo que de peligroso tiene su recuerdo 5 .
Pecado y ofensa de Dios
Finalmente, es a través de este norte fundamental del daño del hombre como únicamente puede recuperarse la noción del pecado como ofensa de Dios. El magisterio de la Iglesia ha defendido con fina intuición que el pecado debe ser calificado así, a pesar de aparentes razones filosóficas en contra. Pero la noción de ofensa de Dios carecería de sentido si no se le añade algo fundamental en la primitiva teología cristiana (hasta Tomás y sus comentaristas): que la ofensa de Dios es el daño del hombre. Por desgracia, más de una vez, tanto la praxis eclesiástica como la teología escolar de Occidente han estado marcadas por una idea del pecado como ofensa inmediata «a los dioses», sin pasar por la mediación del hombre. Esta idea es en realidad pagana, y proviene de la mitología griega: Ixión, Prometeo, Sísifo... El primero violó a Juno. El segundo robó el fuego a los dioses para darlo a los hombres. El tercero reveló a Asopo el lugar en que Zeus tenía secuestrada a su hija. Sus castigos ya son conocidos por los mitos correspondientes. Lo que importa notar aquí es que los dos últimos ofendieron a los dioses por favorecer a los hombres. La ofensa de Dios era, en su caso, el bien del hombre. 104
CONCLUSIÓN
5.
«Dios», en Conceptos fundamentales de pastoral, Madrid, 1983, pp. 257-258.
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O con otras palabras: Es verdad que Dios es término de «religación» para el hombre. Pero el poder que Dios tiene ante el hombre no es otro que la verdad humana de su Palabra y la fuerza humanizadora de su Espíritu; no una coacción heterónoma o exterior al hombre. Por eso coinciden el hecho del hombre y la ofensa de Dios. Es verdad también que Dios se ha acercado definitivamente a los hombres. Pero ese acercamiento no anula la historia humana, degradándola a puro escenario de una «prueba» o autorizando al hombre a salirse de ella, sino que se la entrega al hombre convirtiéndola en marco para su creatividad humana, y para la transformación de la historia en reino de Dios: en espacio de libertad y de justicia, de gratuidad y de fraternidad. Por eso la ofensa a Dios pasa por el daño del hombre. Y es verdad también que Dios es siempre novedad inapresable para el hombre, que es siempre mayor que todo lo humano y afirmación de una libertad suprema e inasequible. Pero esa novedad tiene unos rasgos bien definidos, en la humanidad nueva de Jesús y en el imperativo hacia la nueva humanidad de los hombres. Por eso, la falta de respeto o el falseamiento de lo humano es siempre ofensa a Dios.
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Son pocas las palabras que poseen un potencial tan rico y tan provocativo como la palabra «sexualidad». Ya sea hablada, ya escrita, esa palabra posee un extraño poder de desatar una ola de sentimientos contradictorios y de preguntas desconcertantes. Arraigada en lo cotidiano y al mismo tiempo en lo que hay de más profundo y misterioso en la vida humana, la sexualidad juega un poderoso papel tanto en la estructuración de las personas, como en la de la sociedad. Simbolizada por la esfinge, que se afirma como monstruo devorador o como guardián del pasaje a un mundo de sueños, la sexualidad desafía a los seres humanos de todos los tiempos. Por eso, es normal que se halle siempre presente, tanto en los libros más sagrados como en los más profanos; en los escritos más populares como en los más eruditos. La sexualidad simplemente atraviesa toda la trayectoria humana y, de alguna forma, se confunde con ella. La observación de los comportamientos sexuales, con sus constantes y sus cambios más o menos profundos, ha originado que también la reflexión haya ido sufriendo cambios más o menos significativos en todos los niveles. Y ahora que estamos viviendo una verdadera «revolución» en términos de comportamientos sexuales, no es de extrañar que algo parecido esté ocurriendo también en el campo de la reflexión de las diversas ciencias. En medio de esas dos «revoluciones», de los comportamientos y de la comprensión científica, la teología se siente profundamente interpelada, ya que su discurso parece inadecuado para responder a los nuevos desafíos. La teología de la sexualidad vive una aguda tensión entre el deseo, por un lado, de mantenerse fiel a un patrimonio proveniente de la revelación y de su propia historia, y, por otro, de ser fiel a la interpelación de Dios hoy. 107
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Ante la constatación de la necesidad de que se produzcan ciertos cambios, conviene examinar las líneas de fuerza de este patrimonio, tanto bíblico como teológico-eclesial. Sólo así se evitará el peligro de perder referencias importantes para un replanteamiento que no signifique ruptura, sino profundización. En realidad, el replanteamiento en el campo teológico ya se inició hace algunas décadas y ha recorrido un largo camino. Inspirado por una vida eclesial renovada, atento al cambio de una sociedad evolutiva y al avance científico, el discurso teológico moderno sobre la sexualidad ha refundido muchos de sus contenidos. Con todo, a pesar de sus progresos, parece resentirse todavía de la falta de una lectura orgánica que interprete mejor la complejidad de un fenómeno que traspasa el nivel meramente personal e interpersonal. Es en este contexto en el que la teología de la liberación, de cuño latinoamericano, parece ofrecer una aportación enriquecedora. Los mismos referentes genéricos de la Iglesia, de la sociedad y de las ciencias, pero pensados en coordenadas históricas diferentes, vienen provocando un nuevo modo de interpretar la sexualidad. En efecto, la óptica de la liberación no sólo coloca bajo una nueva luz el rico legado histórico, sino que también abre nuevas perspectivas en la línea de una revisión de las prácticas y de la comprensión teórica de la sexualidad. Su lectura, marcada por el prisma socio-político y desde las capas marginadas, al mismo tiempo que amplía, profundiza intuiciones básicas que proceden de otra realidad y de otros tiempos. Así, sin dejar de ser un enigma desafiante, la sexualidad puede quedar mejor iluminada e integrada en el proceso global de liberación. I. UNA REALIDAD QUE EXIGE NUEVOS PLANTEAMIENTOS
La teología constituye un constante empeño en desvelar los proyectos divinos para la historia humana. Ya sea acentuando más la luz que viene de lo alto, ya desde los vestigios que se manifiestan en la creación, o desde los que se manifiestan en la historia, la teología busca una sintonía entre lo ideal y lo real. Se puede afirmar que la teología siempre fue más o menos consciente de la distancia que hay entre la teoría y la práctica, entre lo ideal y lo real 1 . Sin embargo, hay periodos en los que esa distancia se evidencia mejor: lo real pasa a cuestionar lo ideal y la práctica cuestiona la teoría.
1. H. Lepargneur, O descompasso da teoría com a prática: urna indagacáo ñas ratzes da moral, Petrópolis, 1979.
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Los interrogantes sobre la teología de la sexualidad se agudizarán enormemente a partir de los cambios estructurales que se operan y continúan operándose en la sociedad moderna. Un ideal pensado a partir de, y para una sociedad cerrada, ya no responde a las necesidades de una sociedad abierta. Asociadas a los cambios que ocurren en la sociedad, las distintas ciencias, sean del hombre o de lo social, recorren su propio camino. Por eso también ellas presentan sus propios interrogantes. 1.
Una práctica distante de la teoría
El proceso llamado de desmoralización que caracterizaría a la actualidad 2 , no se restringe a la esfera de la sexualidad. No obstante, tampoco la deja de lado. El cambio en el marco general de los valores 3 corresponde a la ruptura de los parámetros sexuales seculares. En términos de normas sexuales, nos encontramos como delante de un espejo roto: ya no reflejan la imagen de quien las contempla. Al contrario de otros tiempos, cuando la violación práctica de un código no significaba su negación, el momento presente parece caracterizarse por el hecho de que las prácticas constituyen una negación de la teoría. Un primer distanciamiento puede observarse en el plano personal e inter-personal. Al llamado hombre moderno no le interesan mucho las normas morales. El va construyendo su propia vida. La libertad sexual va ganando fueros de legitimidad. Nadie parece ya muy preocupado por los problemas que hace pocas décadas recibían un tratamiento privilegiado: masturbación, relaciones prematrimoniales, relaciones promiscuas, anticonceptivos, homosexualidad, divorcio... Como mucho, hay una preocupación que apunta más a la salud que a las dimensiones morales. Para el llamado hombre moderno, esos problemas parecen más propiamente reservados a los célibes que al común de los mortales. Incluso en la franja relativamente pequeña de los que todavía se hacen preguntas, las hacen más en el sentido de cuestionar las posiciones clásicas que para orientarse propiamente por ellas. Asimismo a los teólogos moderados la moral sexual, marcada por los mandamientos y por la primacía de la virginidad, les parece no sólo insuficiente, sino hasta inadecuada 4 . Con todo, el indicador más serio no se encuentra en esta dirección. El problema de fondo apunta menos a las normas 2. 3. 4.
M. Vidal, Moral de actitudes, 1. Moral fundamental, Madrid, J 1981, pp. 33-38. Varios, «La virtud ante el cambio de valores»: Concilium 211 (1987). M. Vidal, op. cit., pp. 284-291.
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propiamente dichas y mucho más a la visión antropológica y teológica que la sustenta. 2.
Interrogantes que brotan de la sociedad
Más que de una ciencia con pretensiones eternas, la teología se entiende como una ciencia profundamente enraizada en un contexto socio-cultural. La luz de la fe que la ilumina es siempre una luz procedente del lugar social de quien la refleja. Cuanto mayores sean los cambios en el marco histórico, mayores serán los reflejos sufridos por la teología. Ninguno de los cambios parece haber sido más decisivo para un marco global que los que surgieron con la revolución industrial. Es allí donde se encuentra el eje del paso de una sociedad cerrada a una sociedad abierta. Aunque en un primer momento ese paso apenas había alcanzado el llamado mundo occidental cristiano, en un segundo momento llega a asumir connotaciones más o menos universales. Y en cualquier caso, ese paso alcanza a las matrices teológicas. La sociedad industrial, y todavía más en su fase postindustrial, se entiende ante todo como sociedad pluralista. Además, reflejando el sistema capitalista, se entiende, también, como sociedad liberal, con todo lo que ello comporta. Los mecanismos de producción y de consumo parecen tener más fuerza que las normas abstractas. Más aún, tienden a dictar normas en todos los campos. Además, en consonancia con las coordenadas anteriores, el secularismo se impone como una consecuencia casi lógica. La religión y todo lo que ella significa se convierte, como máximo, en un asunto privado. Las consecuencias de estos postulados no se hacen esperar: de un modo cada vez más acentuado, los problemas familiares pasan a interesar menos a la sociedad propiamente dicha que a los particulares o a los grupos religiosos. Mientras los mecanismos liberales no queden perturbados, poco importan los valores en juego (la institución familiar, la fidelidad, o la preocupación de los hijos) para el tema que nos ocupa. Una vez más, las normas pensadas en el marco de una sociedad cerrada, donde la religión se presenta como la gran fuerza, poco significan para una sociedad abierta. 3.
Interrogantes que brotan de las ciencias
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cuanto más se aproximan a las ciencias exactas. Tanto en su vertiente personal como en la social, las diversas ciencias van planteando una serie de interrogantes que constituyen casi una negación de las posturas clásicas de la teología. Es importante observar que los interrogantes se dirigen a cualquier tipo de teología 5 , aunque la casi negación práctica se orienta más hacia las posturas clásicas de la teología. Tanto la teología modernizante, de corte europeo, como la teología de la liberación, de corte latinoamericano, se van enriqueciendo con los enfoques científicos. Pero éstos son fatales para la teología clásica. De este modo, la sociología resaltará la relatividad de los valores y de las instituciones cuando se les enfoca desde los diferentes marcos socio-culturales. Si esa sociología es de corte marxista, asociará los enunciados sobre la sexualidad como representantes típicos de una «moral burguesa». La antropología, a su vez, no sólo reforzará esas sospechas básicas, sino que las prolongará. La concepción antropológica del esquema clásico aparecerá como pre-científica. Por tanto, también, toda la postura moral dejará de merecer credibilidad. La psicología profunda, por su parte, señalará todo tipo de mecanismos inconscientes, así como los tabúes, creados o reforzados por una concepción culpabilizante de la sexualidad. Con todo esto, resulta evidente la necesidad de desplazamientos significativos, tanto en la concepción antropológica como en la concepción teológica de la sexualidad. Insistir simplemente en los bellos principios de siempre constituirá no sólo una inutilidad sino también una desfiguración de la luz que brota de la palabra de Dios en la historia. II. LA LUZ QUE BROTA DE LA PALABRA DE DIOS EN LA HISTORIA
No existe teología sin la luz de la palabra de Dios. Como tampoco existe luz en donde esa palabra de Dios no esté articulada con la historia. Una hermenéutica bíblica que tenga en consideración los interrogantes del actual momento histórico no será fácil, dada la multiplicidad de elementos que allí aparecen. Con todo, la sexualidad se presentará, ciertamente, ante todo, como un don divino confiado a los seres humanos, para que éstos vivan en relaciones igualitarias y fecundas en sus diferencias. Afirmar que la sexualidad es fundamentalmente buena constituye, sin embargo, una media verdad. La lectura bíblica hecha en
La mayor parte de las ciencias adquieren fueros de credibilidad a partir del inicio de este siglo. Y presentan mayor credibilidad
5. A. Moser, «Teología moral e ciencias humanas: antigos e novos criterios»: REB (1985), pp. 227-244.
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estos últimos decenios viene resaltando al mismo tiempo la ambivalencia, también fundamental, que caracteriza a la sexualidad. Es solamente a través de esta ambivalencia como pueden interpretarse debidamente ciertos elementos bíblicos y patrísticos, sorprendentes para la mentalidad moderna. El replanteamiento llevado a cabo por la moral renovada, en confrontación simultánea con la palabra de Dios y con los interrogantes de los signos de los tiempos, apunta, a su vez, a algunos de los rasgos más marcados que ponen en evidencia el sentido más profundo de la sexualidad en términos teológicos modernos. Con todos estos elementos podremos valorar, al mismo tiempo, el patrimonio bíblico-teológico y percibir que hay que decir algo más para que la sexualidad sea comprendida y vivida humanamente en nuestros días. 1.
Un don divino confiado a los seres humanos
Nada hay de sorprendente en el hecho de que el Antiguo Testamento destaque la sexualidad humana. Lo que sorprende, desde las primeras páginas del Génesis, y que va siendo tematizado insistentemente a lo largo de toda la teología veterotestamentaria, es que el tratamiento bíblico se distancie de la comprensión corriente que se da en los pueblos vecinos. Aunque externamente la estructura del matrimonio sea muy semejante, por estar inspirada en el código de Hamurabí, la comprensión teológica se distancia al manifestar un nítido proceso desacralizador. Aunque lo común era sacralizar la sexualidad y todo lo que a ella se refiere, la teología bíblica acentúa la sexualidad como realidad creacional. Nada de culto a la fecundidad: la sexualidad es un don que Dios confía a los seres humanos para que ellos lo administren sabiamente 6. Tal vez aquí radique la razón más profunda de que el propio matrimonio no se celebre en las sinagogas, ni mucho menos en el templo, sino en el seno de la familia: el propio Dios, a través del gesto creador, bendice a un hombre y a una mujer que pasan a vivir «en una sola carne» 7. Con esto se resalta una dimensión religiosa intrínseca y profunda a través de la teología de la creación, y al mismo tiempo se destaca una tarea específicamente humana en la construcción de una vida sexual humanizadora. La humanización de la sexualidad no se da, sin embargo, automáticamente. Además de la perspectiva creacional que, sin 6. 7.
Cf. P. Grelot, Le couple humain dans l'Ecriture, París, 1969, pp. 13 ss. E. Schillebeeckx, El matrimonio, Salamanca, 1968, pp. 36 ss.
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sacralizarla, remite al Creador, en los textos bíblicos aparecen algunas coordenadas fundamentales y fecundas en sus diferencias. Procediendo del mismo Creador, el hombre y la mujer están llamados a ser imagen y semejanza del propio Creador. A pesar de la involución histórica, por la que a veces la mujer y más comúnmente el hombre van asumiendo un papel preponderante, queda claro que, de acuerdo con los proyectos de Dios, no debería ser así. Fueron hechos para transformarse en «una sola carne» (Gen 2, 24), donde no habría una relación de dominador/dominado, sino más bien de comunión integradora 8. La comunión integradora sólo es posible, sin embargo, en la medida en que se la vive en la dialéctica de las diferencias, manifestadas en todos los niveles. En la comunión profunda y duradera entre hombre y mujer se revela a lo vivo un designio mayor del Creador, que no se revela en ningún régimen patriarcal y sí en sus diferencias. Las razas, los pueblos, las culturas, los rasgos fisiológicos que marcan las diferencias, apuntan hacia la búsqueda de una comunión que debe ser conquistada en un proceso dialéctico cargado de tensiones. Sólo el referencial permanente del «origen» común evitará la prepotencia de unos sobre otros y posibilitará una diferenciación fecunda. La señal de la comunión en las diferencias está siempre patente en la creación de algo en común. En el caso del matrimonio la generación de los hijos se convierte en señal indeleble de una obra de dos. En los demás campos de la actividad humana, la comunión se hará visible en esas acciones que sólo se lograrán en la medida en que sean resultantes de la fecundidad en sus diferencias. Por ahí ya se percibe lo que va quedando más patente en la teología de los profetas: los planes del Creador no pueden ser debidamente entendidos cuando se analizan únicamente en sus aspectos personales o interpersonales. Dios siempre piensa en grande. A través de las acciones pequeñas se recuerdan los trazos de un plan más global. Como señal de la Alianza, la unión profunda entre un hombre y una mujer apunta hacia el gran sueño de Dios: que aquí en la tierra se construya una única gran familia, que transforme las diferencias en factores de relaciones fecundas y enriquecedoras para todos. 2.
La expresión de una ambivalencia radical
Por más atrayente que pueda parecer a los ojos del hombre moderno una lectura «positiva» y lineal de la sexualidad, tal lectura se vuelve poco convincente, y hasta empobrecedora, si al 8.
M. Vidal, op. cit., p. 253.
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mismo tiempo no se la confronta con la ambivalencia radical que marca la sexualidad humana. La ambivalencia, que no es exclusiva de la sexualidad, es ciertamente uno de los datos más profundos y sorprendentes de la revelación. Aunque se la pudiera intuir a través de las coordenadas del pecado y de la redención, así como a través de otros datos bíblicos, esa comprensión sólo emergió en la teología a duras penas. Podríamos decir que el ángulo primero por el que la ambivalencia se va imponiendo en la teología es el de la negatividad, representada por la desconfianza en relación al placer. Pero, presionada por distintas herejías, la teología se ve obligada a resguardar el lado positivo de la sexualidad, aunque sin dejar de tener problemas respecto del placer 9 . La afirmación de que la sexualidad y el matrimonio son buenos, por tener su origen en el Creador, va seguida por largas reticencias... Esa duplicidad de afirmaciones contradictorias a primera vista recorre casi toda la historia de la teología. Por eso mismo, el discurso de la propia tradición cristiana sobre la sexualidad se hace difícil de entender 10 . Y es que no siempre fue afortunado al expresar una intuición profunda como la de la ambivalencia. El discurso cristiano se hace también más difícil al estar bajo la autoridad de distintos santos Padres, entre los que destaca san Agustín, con toda su genialidad. Es sintomática una de sus afirmaciones que, sacada del contexto de su obra, sirvió para interpretaciones bien poco cristianas: «Haced las obras de la carne sólo en la medida en que llevan a la procreación de los hijos. Y puesto que no tenéis otro modo de engendrar hijos, consentid en ello sólo a disgusto...» " . Esta y otras afirmaciones del mismo género llevaron a un estudioso de la teología a concluir melancólicamente: a la luz de esta teología «las relaciones sexuales necesitan de una excusa. El placer que provocan puede ser tolerado, pero jamás deseado» 12. La intuición de la ambivalencia tardó en ser debidamente expresada. Y con todo, ya el libro de Tobías presenta una clave de lectura esclarecedora: el matrimonio puede entrar en la dinámica de la salvación, pero no todos los matrimonios conducen a ella. Unos llevan a la vida, otros a la muerte. Cerrada sobre sí misma y guiada por la búsqueda del placer, la sexualidad conduce a la disgregación, ya que sólo encuentra su sentido profundo en la apertura a Dios y al prójimo, y no en una actitud narcisista sobre sí mismo.
3
9. J. M. Pohier, «El cristianismo ante el placer»: Conciliutn 100 (1974), pp. 497-506. 10. Cf. B. Háring, «Sexualidad», en Diccionario enciclopédico de teología moral, Madrid, 1978, pp. 1.004-1.015. 11. Cf. San Agustín, Sermo 53, XV, PL 38, pp. 347 ss. 12. J. E. Kerns, Les chrétiens, le mariage et la sexualité, París, 1966, p. 103.
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También es significativa a este respecto la actitud de Jesús ante el matrimonio. Contrastando con la tónica general de la teología judía, Jesús reestructura el matrimonio. Ya no puede entenderse como un absoluto. La realidad primera es el reino. Y la consonancia con el reino puede encontrarse tanto en el matrimonio como en el celibato por causa del reino. A la luz del reino ya no es decisivo casarse (Le 14, 20) o no casarse. Lo que importa es vivir en la dinámica de esa realidad más grande, que es el reino. Es curioso que la psicología profunda presente básicamente la misma intuición cuando sitúa la sexualidad entre dos polos opuestos: el del eros (vida, alegría, amor) y el del thanatos (muerte, tristeza, odio). La sexualidad puede conducir tanto a la vida como a la muerte, tanto al amor como al odio. Todos estos datos parecen converger en el sentido de no concebir la sexualidad como una realidad simple y rectilínea, sino exactamente como una realidad marcada por un proceso dialéctico: la sexualidad trae en sí misma las marcas de la conflictividad. Por un lado, cuanto más fuerte es el deseo de placer y de plenitud, tanto más profundamente se experimentan los límites de su realización. Cuanto más deseada es la expresión de amor, tanto más sufrida es la soledad. Cuanto más real es la sensación de comunión, tanto más pesará la amenaza de muerte, que puede marcar el fin en cualquier momento. Por otro lado, la sexualidad no deja transparentar solamente conflictividad y desilusión. Aunque pasajera, la unión sexual ofrece momentos de belleza, de poesía y plenitud incomparables. A veces la persona siente que su felicidad va más allá de lo que ella podía esperar en un mundo lleno de contradicciones: es como una pregustación de otra vida, donde el amor reina de modo absoluto y no se ve perturbado por la negatividad que lo acompaña en su fase terrena 13. Mezcla de naturaleza y cultura, de instinto animal y de la más alta expresión espiritual; mezcla de necesidad y de libertad, lugar de donación y de dominación, de encuentro y de soledad, de placer y de sufrimiento, podemos preguntarnos si la sexualidad no representa al mismo tiempo paraíso e infierno, salvación y perdición. Salvación cuando el deseo es deseo de encuentro interpersonal, duradero, intenso y profundo con el otro. Lugar de perdición cuando el deseo se transforma en búsqueda errante de placer momentáneo y sin compromiso. La sexualidad nunca es fuerza neutra: o integra o desintegra. En otros términos: es radicalmente ambivalente. Y es a la luz de su intuición profunda, aunque no siempre expresen bien su ambivalencia, como es posible un recto entendimiento de ciertos textos 13. Cf. Chr. Duquoc, «Reflexión théologique sur la sexualité»: Lumiére et Vie 97 (1970), pp. 92 ss.; G. Durand, Sexualité et foi, París, 1977, pp. 100 ss.
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bíblicos, especialmente paulinos, y muchos textos de los Padres de la Iglesia. 3.
Algunos rasgos destacados
El rasgo más destacado que distingue a la ambivalencia del dualismo pesimista es que la primera supone negatividad y positividad, pecado y gracia, salvación y perdición, mientras que el segundo se caracteriza por la pura negatividad. Si puede ser camino de disgregación, la sexualidad puede ser igualmente factor de integración. Todo depende de cómo se la utilice. Iluminada por esta intuición de fondo bíblico y patrístico, cuestionada por el contexto de la modernidad, y reaccionando contra el pesimismo dualista que la precedió, la teología renovada pasa a resaltar lo positivo de la sexualidad, pero sin perder de vista su negatividad. Y ello lo hace señalando a la sexualidad como posible factor de personalización, factor de socialización y camino hacia Dios 1 4 . Es a partir de estos tres ángulos como se puede entrever ei sentido teológico profundo de la sexualidad: energía destinada a facilitar el diálogo y la comunión. Y es a partir de este sentido profundo como habrá que repensar los criterios en el campo de la sexualidad. a)
Posible factor de personalización
La sexualidad puede definirse como una energía vital que atraviesa todo lo humano, empujándolo fuera de sí mismo y obligándolo a establecer lazos con los otros y con el mundo circundante. Como realidad compleja que es, la sexualidad presenta muchas facetas: al lado de los aspectos anatómico-fisiológicos, es preciso tener muy presentes el genético, el hormonal, el cerebral, el psicológícoafectivo, el socio-cultural, el económico. Recientemente se viene insistiendo en dos dimensiones importantes, aunque costará verlas en la superficie: la dimensión religiosa y la político-ideológica. Todas juntas caracterizan la sexualidad humana como algo muy amplio, que de alguna forma se confunde hasta con la personalidad y que, de alguna forma, puede confundirse con la genitalidad 15 . Como energía vital tiene que arrostrar uno de los desafíos mas profundos del ser humano: el de romper la soledad y entrar en
14. 15.
A. Valsecchi, Nuevos caminos de la ética sexual, Salamanca, 1974. Cf. J. Snoeck, Ensato de ética sexual, Sao Paulo, 1981, cap. II-VI.
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diálogo y comunión con los otros. La madurez personal depende de esta mayor o menor capacidad de diálogo y comunión. Ahora bien, la sexualidad es la antítesis de la soledad. Por la sexualidad el ser humano es literalmente empujado al encuentro del otro. Es una llamada profunda al ser humano para vencer su timidez y salir de sí mismo. Por eso se dice que la sexualidad es un lenguaje 16 . Lenguaje diferente, casi sin palabras, pero que se reviste de una capacidad de entendimiento desconocida en otras áreas del lenguaje humano. Y de esta forma es como la sexualidad puede ser factor de personalización: como sólo nos conocemos y nos integramos saliendo de nosotros mismos y la sexualidad está al servicio del encuentro con lo que es diferente de nosotros mismos, ella es un factor primordial de personalización. Con esto ya se percibe que una teología del matrimonio, centrada en la procreación, será siempre unilateral. Lo que está en juego en el matrimonio es ante todo el crecimiento en común de un hombre y de una mujer que se descubren, se confrontan, se aman, y así caminan juntos hacia su realización. b)
Factor de socialización
Hasta aquí hemos visto el significado de la sexualidad bajo el ángulo personal. Forzando a la persona al diálogo, la sexualidad puede salvarla de la soledad y de la esterilidad. Sin embargo, éste es solamente un aspecto de la cuestión. La misión salvífica que se esconde detrás de la sexualidad se desvela mejor cuando la colocamos bajo el prisma de lo comunitario. Por su propia constitución, la sexualidad tiende a romper el estrecho círculo del yo-tú, dando lugar al «nosotros» familiar. Pero no basta acentuar este tercer elemento, constituido por el hijo. Hoy tenemos mayor conciencia de los peligros que representa un hogar idílico, pero cerrado sobre su propia felicidad: enmascara una dimensión fundamental de la sexualidad humana: la dimensión propiamente social. La prohibición del incesto y del matrimonio entre consanguíneos llevó a la familia, incluso a la familia de la era preindustrial, a abrirse a un círculo más amplio. Sin embargo, muchas veces se cerró en el círculo de las «buenas familias», pertenecientes a la misma escala económica y social. Tres hechos ambiguos hicieron saltar el pequeño esquema familiar burgués: la-liberación de la mujer, la rebelión de la juventud y la libertad sexual. En su ambigüedad tienen el mérito 16.
Cf. F. Chirpaz, «Sexualité, morale et poétique»: Lumiére et Vie 97 (1970), pp. 72-88.
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de cuestionar a fondo un concepción demasiado estrecha de la sexualidad, confundida muchas veces con la genitalidad. La sexualidad vista como factor de socialización representa un sentido teológico al mismo tiempo profundo y comprensivo: la sexualidad es una energía destinada por Dios para salvar de la esterilidad no sólo a los individuos, sino sobre todo a las culturas y a los pueblos. La aproximación de personas venidas de ambientes totalmente diferentes puede constituir una señal de salvación, en cuanto que supone un preanuncio de aquella reunificación final que juntará a la humanidad de toda raza y de todo credo en una única gran familia: la familia de las hijas e hijos de Dios. c)
Camino hacia Dios
Sexualidad y Dios parecen términos antagónicos, o al menos sin una mínima relación. Cuando no se leen según su hermenéutica apropiada, los textos bíblicos más primitivos parecen sugerir eso: Dios no tiene nada que ver con la sexualidad humana. Con todo, es preciso no olvidar que esa tónica resulta del empeño por desacralizar la sexualidad en un contexto de casi divinización de la misma. Como hemos visto, en una adecuada teología de la creación se puede mantener la tensión dialéctica que caracteriza a toda la teología bíblica y a toda verdadera teología: distinguir sin dejar de relacionar. Dios no es sexuado, pero está en el origen de la sexualidad humana. Dios no es procreador, pero se encuentra en el origen de toda fecundidad humana. Siendo esto así, la realización de la sexualidad humana pasa forzosamente por la concreción de los planes de Dios con respecto a los seres humanos. Y nada estaría más lejos de la teología bíblica y de la gran tradición teológica que contraponer la realización sexual y la realización espiritual. La batalla contra este dualismo, unas veces craso, otras veces refinado, fue dura, pero no infructuosa. A través de ella se revela siempre de nuevo la ambivalencia de la sexualidad, pero se revela también la sexualidad como camino privilegiado para encontrar a Dios. Todo depende de cómo se viva esa sexualidad. El rasgo divino que señala más directamente a la sexualidad como posible camino hacia Dios es precisamente el del amor. Dios no sólo ama; es amor. Y los seres humanos sólo entrarán en la dinámica de la salvación en la medida en que amen verdaderamente. Amar significa asumir las diferencias en la búsqueda de una comunión enriquecida. Amar significa abrir el camino de la vida y cerrar los caminos de la muerte. El Dios del amor y de la vida, que se encuentra en el origen de todo amor y de toda vida, no puede ser instrumentalizado como barrera para la energía humana que 118
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posibilita la comunión y la vida. Por el contrario, debe de surgir como el camino de la realización humana en todos los sentidos, pero más particularmente en éste. Los planes salvíficos de Dios pasan por la sexualidad. Todo depende de cómo los seres humanos vivan su sexualidad y, consecuentemente, su amor: sintonizados o no con los grandes proyectos de Dios. III. SEXUALIDAD: UN DESAFIO PARA LA LIBERACIÓN
El examen del patrimonio bíblico-teológico ha apuntado varias veces algo que se encuentra implícito, pero que no fue explicitado: la sexualidad sólo podrá ser debidamente entendida e integrada cuando quede situada en un contexto más amplio. Aislar la sexualidad en sí misma es quedarse a medio camino. Deberá ser articulada con algo que la sobrepasa. Con eso ya estamos sugiriendo que es preciso ir más allá del plano personal e interpersonal, tal como son interpretados por la teología renovada. Con todo, ese ir más allá del plano personal e interpersonal nos proyecta directamente al campo socio-político. ¿Cómo articular algo que parece tan íntimo con algo que parece tan distante de las personas individuales? Esta es justamente una de las preocupaciones de la teología de la liberación: reinterpretar en clave social lo que parece estrictamente personal; reinterpretar a partir de los pequeños lo que parece ser privilegio de los sabios y entendidos. Esta visión, al mismo tiempo más amplia y profunda, de la sexualidad no podrá dejar de repercutir tanto en las coordenadas morales como en las coordenadas pastorales. Los criterios de evaluación y la práctica pastoral deberán sufrir cambios significativos. Y no sólo en relación con la teología clásica, sino también respecto a la teología renovada de corte europeo. El desafío consiste en desvelar el rostro socio-político de la sexualidad para que no sea instrumentalizada al servicio de la disgregación y de la muerte, sino para que sea fuente de vida para todos. 1.
Más allá del plano personal y humanista
El hecho de habernos detenido más en la segunda parte es significativo. Queremos dejar claro que en la «luz que emana de la palabra de Dios a través de la historia» se encuentran las líneas de fuerza de una teología válida de la sexualidad. El hecho de haber dedicado un largo espacio a los presupuestos de la teología renovada es igualmente significativo: queremos resaltar los avances que esa concepción antropológica y teológica representa en relación con la teología clásica. 119
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17. Cf. A. Moser, op. cit., pp. 236-242. 18. Cf. G. Gutiérrez, La fuerza histórica de los pobres, Salamanca, 1982, pp. 27 ss; 169 ss; 215 ss. 19. Cf. A. Moser, lntegracao afetiva e compromisso social na América latina, Petrópolis, 1987, pp. 46-48.
siguiente, al exponer los desafíos morales y pastorales, intentaremos resaltar las posibilidades de otra dirección para la sexualidad. A pesar de estar poco explorada teológicamente, la manipulación político-ideológica ya es muy antigua. Desde siempre los dueños del poder buscaron medios para ocultar el verdadero rostro de los problemas sociales y políticos más agudos. En la antigua Roma se acostumbraba «apaciguar» las rebeliones a base de pan y circo. Modernamente, de modo particular en el mundo capitalista, se prefiere recurrir a la droga y al sexo. En un primer acercamiento destacan los aspectos ideológicos ligados a la sexualidad. Esta se va instrumentalizando cada vez más, y sistemáticamente, para llevar a la alienación. Va siendo utilizada como palanca para mantener a gran parte de la población al margen de los procesos decisorios. De este modo se la pone al servicio del statu quo y del poder. En efecto, a medida que la población se «distrae» con el consumo del sexo, pierde todo el peso decisivo en el marco de las determinaciones sociales. Significativamente son los jóvenes los que más sufren las embestidas de estos mecanismos de alienación. Dado que a las mujeres, por sus características sexuales, se las mantiene ya de antemano al margen, es preciso arrastrar sobre todo a los jóvenes, pues teóricamente son ellos los que detentan el mayor potencial de contestación desestabilizadora. El campo de la alienación, llevada a efecto sobre todo a través de la manipulación de la sexualidad, es extremadamente vasto. El ángulo más tangible es el de la comercialización: el sexo se vende y se consume como cualquier otra mercancía. Es más: sirve para vender otras mercancías. El cuerpo femenino se convierte en embalaje para innumerables productos, que van desde los pies hasta la cabeza. Por muy importante que sea señalar los aspectos económicos ligados a la explotación del sexo, es necesario no perder de vista otros ángulos. En primer lugar aparecen las campañas en favor del control de la natalidad. Blandiendo el fantasma de la «explosión demográfica» y de la consiguiente falta de recursos para atender a las necesidades básicas de todos, se señala el control sistemático de la natalidad como única salida. Y para garantizarlo, todos los medios se consideran válidos: desde la distribución indiscriminada de cualquier tipo de anticonceptivos, hasta la esterilización en masa y el incentivo al aborto. Aparentemente se trata de una empresa tan noble como necesaria. Se trata de defender los más sagrados derechos de todos. A pesar de eso, detrás del intento de crear una verdadera psicosis de gravedad, se esconden razones profundamente ideológicas. Las campañas tienen una cierta dirección: van dirigidas hacia algunas razas y a las capas más empobrecidas. El presupuesto secreto es que esas razas y las capas más
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Sin embargo, juzgamos que es necesario avanzar más, exactamente en la dirección de un estudio político-social de la sexualidad. Sólo así podrá articularse debidamente con el gran proyecto de Dios de constituir aquí en la tierra una única gran familia. Y solamente así quedará claro que la integración personal de la sexualidad sólo es posible dentro de un cuadro mayor, del que la sexualidad es un componente. La teología de la liberación pretende exactamente eso: replantear las cuestiones de fondo en clave social. Asumiendo integralmente la revelación y no olvidando los datos de las ciencias humanas, busca más luz en las ciencias sociales. Este replanteamiento resulta decisivo también para la teología moral 17 . Sin él se hace imposible la superación de los estrechos límites de la casuística. Sobre todo se hace imposible la instauración de una praxis cristiana liberadora en el pleno sentido de la palabra. No es, sin embargo, cualquier recurso a las ciencias sociales lo que nos ofrecerá una visión más adecuada de la realidad, ya que hay ciencias de cuño meramente funcionalista, que nada aportan o hasta causan obstáculos a la transformación profunda de la realidad. Una visión crítica presupone un enfoque bíblico-antropológico que refleje mejor la «humanidad». Este enfoque se encuentra a partir del pobre 18. Es a través de los pequeños como se puede encontrar la sabiduría de Dios (Mt 11, 25), fuera de la cual toda integración es ilusoria. El humanismo sólo es verdadero en la medida en que ayuda a rescatar a los malditos de la tierra, que Cristo transforma en benditos. 2.
Las dimensiones socio-políticas de la
sexualidad19
Una nueva comprensión de la política, en su sentido más amplio, y una nueva comprensión de la sexualidad, como dimensión globalizante, posibilitan la percepción de los lazos profundos que unen a la política con la sexualidad. Se trata, sin duda, de una relación hasta cierto punto sorprendente y muy poco explorada. Y sin embargo, presenta un gran interés tanto teológico como políticosocial. Las dimensiones socio-políticas de la sexualidad quedan mejor aclaradas si se examinan sucesivamente en su función negativa y positiva. Resaltaremos primero la faceta negativa. En el párrafo
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empobrecidas, que se concentran primordialmente en el Tercer Mundo, son las causantes de los problemas económicos, sociales y políticos. Por eso hay que diezmarlas de modo hábil y progresivo. Con esto, el verdadero problema, localizado en el nivel de la injusta distribución de los bienes, permanece en la sombra. La liberación sexual es otro de los aspectos por el que la sexualidad se va instrumentalizando. Presentar la virginidad como tabú, el matrimonio como cosa del pasado, forma parte del mismo juego ideológico. En esta línea, la absolutización del sexo, como la dimensión más importante de la vida y lo máximo en términos de realización personal, sigue las mismas coordenadas de una estrategia más global. Cuanto más se distraigan las masas empobrecidas con el sexo, menos probabilidad existe de una contestación de las estructuras económicas, sociales y políticas injustas. Mientras el sexo sea uno de los ídolos de las masas, nada más profundo podrá suceder en términos de restructuración de una sociedad.
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A pesar de los grandes esfuerzos hechos en el sentido de transformar la sexualidad en fuerza de alienación socio-política, la reversión del proceso se presenta como posible. Sin embargo, esa reversión pone exigencias que alcanzan de modo directo a la moral y a la pastoral. Sería ingenuo presuponer que la teología por sí misma va a transformar la sociedad. Esta tiene sus propios mecanismos, ya sean de conservación, ya de cambio. A pesar de ello, en la medida en que la teología se articule con las fuerzas históricas, no dejará de ofrecer una contribución importante en el sentido de reforzar o de desestabilizar una situación histórica determinada. Esto es particularmente verdadero en un continente marcado por raíces profundamente religiosas, como es el caso de América latina. Es innegable que, sobre todo en el campo de la moral, por incidir más directamente sobre las conciencias, posee un extraordinario poder de funcionar como motor o freno histórico. Y en este sentido no se puede dejar de percibir el alcance del tratado de la sexualidad. Si éste prosiguiera en una interpretación sólo pesimista e intimista, no sólo se enfrentaría a un creciente descrédito, sino que estaría reforzando los mecanismos de dominación. Pero, en la medida en que el tratado de la sexualidad se coloque bajo el prisma socio-político, de cuño liberador, se abren perspectivas inusitadas en el sentido de crear condiciones históricas para cambios más globales. El primer paso de este replanteamiento llevará a descubrir la ambivalencia de la sexualidad no limitada al plano personal. Por el
contrario, la ambivalencia se concreta históricamente. Es en el campo socio-político donde se libra la gran batalla para que la sexualidad ejerza una función integradora o disgregadora, tanto a nivel personal como social. Además, como vimos antes, si la sexualidad es energía puesta por Dios al servicio de un plan mayor, es en el ámbito socio-político donde irá revelándose más claramente en su función salvífica o de perdición, de vida o de muerte. El segundo paso del replanteamiento se refiere a las normas morales. Es preciso tener claro que las verdaderas normas morales son las que reposan sobre los valores evangélicos y los expresan como tales. Las normas morales no pueden ser confundidas sin más con esos valores: los expresan con mayor o menor fidelidad. En la concepción clásica, las normas morales asumen una tónica abstracta, o sea, no tienen en cuenta ningún dato histórico; las normas se presentan como principios rígidos, a-históricos, y por eso intemporales. Particularmente en lo que se refiere a la sexualidad, este marco de normas interpela cada vez menos, pues no refleja la imagen que el ser humano se hace de sí mismo en el actual momento histórico. En la concepción renovada, las normas asumen un carácter más personalista: remiten al ser humano en cuanto creado a imagen de Dios e históricamente situado. Por eso mismo se muestran convincentes a las personas afines a la modernidad. A pesar de todo, estas mismas normas parecen distantes para las multitudes de los empobrecidos. Estas no se sienten debidamente interpretadas en sus aspiraciones más profundas. Además, ¿qué significa para esas multitudes «integrar su sexualidad», «autorrealización», cuando sus problemas están mucho más ligados a la mera supervivencia? Para los empobrecidos las exigencias morales deberán pasar por las bienaventuranzas. En ellas se sienten mejor retratados e interpretados. Para ellos será mucho más convincente el lenguaje del reino, que abarca todas las dimensiones humanas con su fuerza transformadora. Conviene notar que estos tres planteamientos no se refieren tan sólo a un lenguaje distinto, sino que se sitúan a partir de tres ópticas diferentes, con todo lo que esto comporta. Sin duda que los tres se consideran intérpretes auténticos del mensaje y de la praxis de Jesucristo. Pero la interpretación de este mensaje y de esta praxis remite siempre al lugar social de quien las interpreta. Esto significa que cada intérprete, individual o colectivo, consciente o inconscientemente, reflexiona a partir de determinadas raíces religiosas e histórico-culturales. En otros términos: sólo hay un único intérprete objetivo y perfecto: el propio Jesucristo. Los demás son más o menos fieles en la medida en que sintonizan más o menos con la práctica de Jesucristo. En este sentido es en el que
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3.
Desafíos morales y pastorales
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la teología de la liberación, también en su vertiente ética, cuestiona las interpretaciones que dejan de lado a los empobrecidos, ya que éstos son los privilegiados por Jesucristo. Como cuestiona a los intérpretes que, por no conectar con las coordenadas globales del gran proyecto de Dios en Jesucristo, se pierden en minucias y en una casuística estéril. Se parecen más a los fariseos que a Jesucristo. Finalmente, en la teología de la liberación se hace más palpable un aspecto que envuelve a toda verdadera teología: tiene presente una praxis eclesial y quiere llevar a otra praxis eclesial y social. La teología actual se estructura, básicamente, a partir de tres esquemas: el clásico, el renovado y el de la liberación. Cada esquema presupone un tipo de pastoral diferente y espera resultados también diferentes. El esquema clásico parte del objeto y del individuo: si cada persona es evangelizada y transformada, la sociedad como un todo también lo será. El esquema renovado parte de la persona, acoge bien a las ciencias humanas, y por eso presupone relaciones interpersonales y comunitarias. El esquema de la liberación pone el acento en las relaciones sociales. A partir de ellas se podrán entender y tratar mejor los problemas personales y comunitarios. Por lo demás, de este modo ya se percibe que, también en el trato de la sexualidad, van a resultar prácticas pastorales muy diferentes: o intimista, o personalista, o social-dialéctica. Pero es importante notar que una pastoral social no mira sólo, ni sobre todo, a las condiciones socio-económicas y políticas; y no cree de forma simplista que, resueltos estos problemas de fondo, terminan los problemas morales. Lo que pretende hacer es que el fermento evangélico penetre en todas las dimensiones de lo humano y así posibilitar a todos vivir en la condición de hijos e hijas de Dios. En su tratamiento de la sexualidad, las coordenadas desarrolladas anteriormente nos aseguran que la humanización no es sólo, ni únicamente, una tarea de intimidad personal. Todo esfuerzo en este nivel será ilusorio en cuanto no esté en conexión con lo social. Pues, si la sexualidad apunta a la comunión, las personas sólo conseguirán integrarse sexualmente en la medida en que lo hagan también en otras dimensiones. La humanización de la sexualidad forma parte de un todo mayor. Ella, como las personas, pueblos y culturas, sólo encuentra su sentido último en cuanto que traspasa sus propios límites: fecundándose mutuamente podrán zambullirse en el amor. Y alimentándose en esta fuente podrán historizar los planes grandiosos de Dios: que, quitadas las barreras, todos puedan vivir verdaderamente la libertad destinada a los hijos e hijas de Dios.
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4. IGLESIA D E L O S P O B R E S S A C R A M E N T O DE LIBERACIÓN
LA IGLESIA DE LOS POBRES, SACRAMENTO HISTÓRICO DE LIBERACIÓN Ignacio
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La teología de la liberación 1 se entiende a sí misma como reflexión desde la fe sobre la realidad y la acción histórica del pueblo de Dios, que sigue la obra de jesús en el anuncio y en la realización del reino. Se entiende a sí misma como una acción del pueblo de Dios en este seguimiento de la obra de Jesús y, como sucedió con Jesús, trata de poner en conexión vivida el mundo de Dios con el mundo de los hombres. Su carácter de reflexión no le priva de ser una acción, y una acción del pueblo de Dios, por más que a veces se vea forzada a ayudarse de un instrumental teórico que parece alejarse tanto de la acción inmediata como del discurso teórico externamente popular. Es, así, una teología que parte de hechos históricos y que pretende llevar a hechos históricos, de modo que no se contenta con ser una reflexión puramente interpretativa; se alimenta de la persuasión creyente en la presencia de Dios dentro de la historia, presencia operativa que, si bien debe ser recogida desde la fe agradecida, no por ello deja de ser acción histórica. Tampoco aquí tiene sentido una fe sin obras; antes bien, esa fe implica el ser asumidos por la fuerza misma de Dios operante en la historia, de suerte que nos convierta en nuevas formas históricas de esa presencia operativa y salvadora de Dios entre los hombres. Desde esta perspectiva la Iglesia se presenta, en primer lugar, como ese pueblo de Dios que prosigue en la historia lo que selló definitivamente Jesús como presencia de Dios entre los hombres. En este trabajo se va a examinar lo que debería ser históricamente hoy la Iglesia en la situación del Tercer Mundo y, especialmente, 1. Aunque bajo este término se entenderían corrientes diversas {como no puede ser menos, dada su propia definición como quehacer histórico), preferiría mantener el término por lo que tiene de diferenciación.
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LA
IGLESIA
DE LOS
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No es ninguna novedad entender la Iglesia como sacramento y, menos aún, como sacramento de salvación. Jesús es el primario y fundamental sacramento de salvación, y la Iglesia, como continuadora y realizadora de Jesús, participa, bien que derivadamente, de ese mismo carácter. La relativa novedad aparece cuando se habla de la Iglesia como sacramento «histórico» de salvación. ¿Qué aporta esta historicidad a la sacramentalidad y a la salvación, a la sacramentalidad salvífica de la Iglesia? Plantear el problema en estos términos puede sonar a excesiva sacralidad: tanto la idea de sacramento como la idea de salvación están depreciadas y parecen referidas a un ámbito sacral que tiene poco que ver con la realidad palpable de todos los días. Y, sin embargo, no se puede echar por la borda lo que se esconde tras esos términos de «sacramento» y de «salvación»; es menester despojarlos de su sacralización interesada para recuperar la plenitud de su sentido. Para ello, nada como «historizarlos», lo cual no significa contar su historia, sino ponerlos en relación con la historia. Una concepción histórica de la salvación no puede teorizar abstractamente sobre lo que es la salvación. Aparte de que esas teorizaciones abstractas son todas ellas históricas a pesar de sus apariencias y, en cuanto abstractas, pueden contradecir el sentido real de la salvación, no es posible hablar de salvación sino desde situaciones concretas. La salvación es siempre salvación de alguien y, en ese alguien, de algo. Hasta tal punto que las características del salvador se deberán buscar desde las características de lo que hay que salvar. Parecerá esto una reducción de lo que es la salvación vista desde el don de Dios, que se adelanta incluso a las necesidades del hombre; pero no es así. Y no lo es, porque las necesidades, entendidas en toda su amplitud, son el camino histórico por el que se puede avanzar hacia el reconocimiento de ese don, que se presentará como «negación» de las necesidades una
vez que, desde ese mismo don, las necesidades aparezcan como «negación» del don de Dios, de la donación misma de Dios a los hombres. Pero es que, además, pueden verse las necesidades como el clamor mismo de Dios hecho carne en el dolor de los hombres; como la voz inconfundible del propio Dios que gime en sus creaturas o, más propiamente, en sus hijos. Se dirá que, bíblicamente, la salvación es salvación del pecado. Pero esto, en vez de negar lo que acabamos de decir, es su confirmación. Al menos si se historiza debidamente el concepto de pecado, cosa que, por cierto, cuenta con una vigorosa y permanente tradición bíblica. El concepto de pecado, en efecto, lo que hace es subrayar el carácter de maldad que puede darse en las necesidades y su relación con lo que es Dios; es así una teologización histórica de la necesidad, entendida, como aquí se ha hecho, en toda su amplitud. Es quizá esta percepción del mal como pecado lo que ha hecho de la historia de Dios entre los hombres una historia de salvación; pero, por lo mismo, la salvación, como presencia de Dios entre los hombres, es algo que no cobra toda su fuerza más que en la vigencia del mal y del pecado y en la experiencia de la superación de éstos. Por todo ello podemos dejar, de momento, lo que ha de ser la salvación. Es claro, y se ha repetido muchas veces, que una concepción de la salvación en términos espiritualistas, personalistas o meramente transhistóricos no sólo no es una cosa evidente de por sí, sino que implica una falsa e interesada ideologización de la salvación. Más aún, una preocupación exclusiva por lo que fuera una salvación extraterrena y extrahistórica merecería el mismo reproche de Juan: el que dice preocuparse por la salvación que no se ve, mientras desprecia la salvación que se ve, es un mentiroso, porque si no hay preocupación por lo que está ante nosotros, ¿cómo va a haber preocupación por lo que no vemos? Vayamos, pues, a considerar lo que la Iglesia ha de ser respecto de la salvación para tratar después, a una, lo que es la salvación históricamente considerada y lo que debe ser la acción de la Iglesia respecto de esa salvación. Es el tema de la sacramentalidad histórica. La sacramentalidad de la Iglesia se basa en una realidad anterior: la corporeidad de la Iglesia. Ha sido una genialidad de la Iglesia primitiva, especialmente de Pablo, el concebir la Iglesia en términos de cuerpo. No vamos a entrar aquí en la rica bibliografía bíblica y dogmática sobre esta concepción de la Iglesia como cuerpo y como cuerpo de Cristo. Tan sólo vamos a poner de relieve lo que significa para una historización de la salvación esta verdad de la corporeidad de la Iglesia y de su carácter de cuerpo respecto de Cristo. Digámoslo sucintamente: la corporeidad histórica de la Iglesia implica que en ella «tome cuerpo» la realidad y la
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de Latino-América. Qué grado de universalidad histórica tenga esta presencia en la situación latinoamericana, es algo que se desprenderá de lo que se irá diciendo a continuación. El resultado de este examen puede formularse así: la Iglesia es sacramento de liberación y debe actuar como sacramento de liberación. Esto, que es formulación del sentir y el vivir de las mayorías creyentes, y que es además elemento esencial de la fe del pueblo peregrinante en la historia, es lo que sirve de base a estas líneas. Su intento no es otro que reflexionar sobre lo que es ya acción vivida del pueblo de Dios, reflexión que parte de esa acción y que quisiera volver a ella para potenciarla.
I.
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acción de Jesucristo para que ella realice una «incorporación» de Jesucristo en la realidad de la historia. Un par de palabras sobre cada uno de esos dos aspectos unitarios 2 . El «tomar cuerpo» quiere significar una serie de aspectos estructurados entre sí. Significa, por lo pronto, que algo se hace presente corporalmente y así se hace realmente presente para quien sólo una presencia corporal es realmente una presencia; significa asimismo que algo se hace más real por el hecho mismo de tomar cuerpo, se realiza deviniendo en otro sin dejar de ser quien era; significa también que algo cobra actualidad en el sentido que atribuimos al cuerpo como actualidad de la persona; significa, finalmente, que algo, que antes no lo estaba, está en condición de actuar. Visto el problema teológicamente, el «tomar cuerpo» responde al «hacerse carne» del Verbo para que pueda ser visto y tocado, para que pueda intervenir de una manera plenamente histórica en la acción de los hombres; como decía san Ireneo, si Cristo es salvador por su condición divina, es salvación por su carne, por su encarnación histórica, por este «tomar cuerpo» entre los hombres. La «incorporación» es como la activación del «tomar cuerpo», es el formar cuerpo con ese cuerpo global y unitario que es la historia material de los hombres. La incorporación es condición indispensable para la efectividad en la historia y, con ello, para la realización plena de aquello que se incorpora. La incorporación presupone así el tomar cuerpo, pero añade el adherirse al cuerpo único de la historia. Sólo si lo que no es histórico ha tomado cuerpo histórico, es posible hablar de incorporación; pero, por otro lado, sólo una efectiva incorporación es lo que mostrará hasta qué punto algo ha tomado cuerpo. Es claro que Jesús tomó cuerpo en la historia, lo cual supone que tomó carne mortal, pero supera el hecho de tomar carne; y es también claro que se incorporó a la historia del hombre. Desaparecida su visibilidad histórica, compete a la Iglesia, esto es, a todo lo que sea su continuación histórica, el seguir tomando cuerpo y el seguir incorporándose. Se dirá que el verdadero cuerpo histórico de Cristo y, por tanto, el lugar preeminente de su tomar cuerpo y de su incorporación no es la Iglesia sin más, sino los pobres y los oprimidos del mundo, de modo que no sería la Iglesia sin más el cuerpo histórico de Cristo, y que fuera de la Iglesia podría hablarse de un verdadero cuerpo de Cristo. Esto, como se verá más tarde, es así, y nos llevaría a considerar que la Iglesia es por antonomasia Iglesia de los pobres y que, como Iglesia de los pobres, es cuerpo histórico de Cristo. Precisamente el «tomar
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cuerpo» y la «incorporación» exigen y llevan consigo una forzosa concreción individualizadora; tomar cuerpo e incorporarse es comprometerse concretamente en la complejidad de la estructura social. Hecha esa salvedad, que se analizará más adelante, conviene volver sobre la Iglesia como cuerpo histórico de Cristo: La fundación de la Iglesia no hay que entenderla de una manera legal y jurídica, como si Cristo hubiera entregado a unos hombres una doctrina y una Carta Magna fundacional, permaneciendo él separado de esa organización. No es así. El origen de la Iglesia es algo más profundo. Cristo fundó su Iglesia para seguir estando presente él mismo en la historia de los hombres, precisamente a través de ese grupo de cristianos que forman su Iglesia. La Iglesia es, entonces, la carne en la que Cristo concreta, a lo largo de los siglos, su propia vida y su misión personal 3 .
Jesús fue el cuerpo histórico de Dios, la actualidad plena de Dios entre los hombres, y la Iglesia debe ser el cuerpo histórico de Cristo, al modo como Jesús lo fue de Dios Padre. La continuación en la historia de la vida y de la misión de Jesús, que le compete a la Iglesia, animada y unificada por el Espíritu de Cristo, hace de ella que sea su cuerpo, su presencia visible y operante. No debe verse en esta expresión, «cuerpo histórico», una contraposición a la más clásica de «cuerpo místico». La Iglesia es cuerpo místico de Cristo en cuanto trata de hacer presente algo que no es palpable de modo inmediato y total, más aún, algo que desborda toda posible captación y presentación; es cuerpo histórico de Cristo en cuanto esa presencia debe darse a lo largo de la historia y debe hacerse efectiva en ella. Como el mismo Jesús histórico, la Iglesia es más que lo que en ella se ve y se puede llegar a ver; pero ese «más» se da y se debe dar en lo que se ve; he ahí la unidad de su carácter místico y de su carácter histórico. Pero su misticismo no estriba en algo misterioso y oculto, sino en algo que supera en la historia a la historia misma, en algo que en el hombre supera al hombre mismo, en algo que obligue a decir: «verdaderamente aquí se esconde el dedo de Dios». Lo sobrenatural no debe concebirse como algo intangible, sino como algo que supera la naturaleza en el mismo sentido en que la vida histórica de Jesús superó lo que se puede esperar «naturalmente» de un hombre; si la vida de Jesús —y lo que en esa vida se transparentaba porque en ella tomaba cuerpo— no es «sobrenatural», carece de sentido cristiano hablar de sobrenaturalismo. Un ejemplo aclarará la trascendencia de esta distinción. Aparentemente puede verse una gran divergencia entre la salvación
Cf. X. Zuhiri, «Kl hombre y su cuerpo»: Salesianum n. 3 (1974), pp. 479-486.
3. Mons. Osear Romero, La Iglesia, cuerpo de Cristo en la historia (segunda Carta Pastoral).
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histórica que propone el Antiguo Testamento y la salvación mística que propondrá el Nuevo. Parecería muy distinto arrancar del «fueron liberados o sacados de Egipto» que del «fueron bautizados en Cristo»; los que partían de una experiencia histórica y de una concreción histórico-política como es la de un pueblo que se ve liberado de la opresión de otro pueblo y que recibe la promesa de una nueva tierra en la que poder vivir libremente, parece que están abismalmente alejados de quienes parten de una experiencia sacramental como es la del bautismo en cuanto realización «mística» de la muerte, la sepultura y la resurrección del Señor. En el primer caso, la praxis creyente toma una dirección que no parece poder coincidir con la praxis de quien recibe misteriosa y gratuitamente por la fe el don salvífico de Dios. Una de las direcciones llevaría al cuerpo místico y la otra llevaría al cuerpo histórico. Y como la del Nuevo Testamento sería la primera, tendríamos que lo cristiano estaría en el orden de la salvación mística. El peligro de esta interpretación es bien real, y como real lo entendió la Iglesia primitiva o algunas comunidades de la Iglesia primitiva. Por eso se vieron forzadas a completar la interpretación más mística de Pablo con el recurso al Jesús histórico, tal como lo transmiten los sinópticos y Juan. Este recurso muestra que no es separable el carácter salvífico o soteriológico de la muerte de Jesús de su carácter histórico; no es separable el «por qué muere Jesús» del «por qué lo matan» 4; más aún, que hay una cierta prioridad del «por qué le matan» sobre el «por qué muere». Pero, vistas las cosas desde el Jesús histórico, tenemos que el conmorir y el conresucitar del bautismo, según Pablo, no son primariamente místicos, sino que son primariamente históricos, pues han de reproducir lo más fielmente posible, en la continuidad de un seguimiento, lo que fue la vida de Jesús y han de llevar a consecuencias similares a las sufridas por Jesús, mientras el contexto del mundo sea semejante al de la historia de Jesús. Su «misticismo» estriba tan sólo en que es la gracia de Jesús y su llamada personal lo que hace posible, a quienes viven como cristianos, avanzar por el camino de la muerte que lleva a la vida, en lugar de hacerlo por el camino de la vida que lleva a la muerte. De ahí que no sea justo el contraponer el «fueron bautizados» al «fueron sacados de Egipto», pues ni aquel es un acontecimiento puramente místico ni éste es un acontecimiento puramente político. Pues bien, desde esta corporeidad histórica, que no excluye la corporeidad mística sino que la reclama, es como debe entenderse
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fundamentalmente la sacramentalidad histórica de la Iglesia. Por lo pronto, ha de repetirse que la sacrametalidad primaria de la Iglesia no proviene de la efectividad de los llamados sacramentos, sino que, al contrario, éstos son efectivos en cuanto participan de la sacramentalidad de la Iglesia. Claro está que tal sacramentalidad pende del sacramento radical y fundamental que es Cristo, y esto, como se acaba de apuntar, no tan sólo en razón de que Cristo es la cabeza de la Iglesia —la contraposición cabeza-cuerpo no es la que se asume al hablar de la corporeidad de Cristo y de la subsiguiente corporeidad de la Iglesia— ni tan sólo en razón de que el Espíritu de Cristo da vida al cuerpo de la Iglesia, sino también en razón de que la Iglesia prosigue, en el mismo Espíritu y por el mismo Espíritu, la vida de Jesús. La sacramentalidad se ha presentado con la doble nota de visibilidad mediacional y efectividad. Cuando, por tanto, se plantea la sacramentalidad de la Iglesia, lo que se reclama es que la Iglesia dé visibilidad y efectividad a la salvación que anuncia 5 . Esta sacramentalidad fundamental de la Iglesia, al ser histórica, exige su presencia a través de acciones particulares, que deben ser presencia visible y realización efectiva de lo que es ella histórica y místicamente. Entre esas acciones están, sin duda, los llamados siete sacramentos, que debieran ser historizados y no reducidos a muecas cultuales; esas acciones, que tocan puntos fundamentales de la vida humana como el nacimiento y la incorporación a una nueva comunidad, la lucha con el pecado, el amor y la muerte, etc., muestran hasta qué punto la salvación cristiana quiere incorporarse a la historia. Pero esas acciones, a pesar de su carácter fundamental y en muchos casos insustituible, no son los únicos lugares de la sacramentalidad de la Iglesia. Ya la teología clásica, que consideraba los sacramentos como «canales» privilegiados de la gracia, admitía que no eran los únicos canales; admitía que la gracia de Cristo se hace presente, visible y eficaz también por otros caminos. Dicho de otra forma, la sacramentalidad de la Iglesia puede y debe hacerse presente históricamente de otros modos. Y esos otros modos, aunque no tengan todas las características excluyentes de los siete sacramentos, no por ello dejarían de ser tal vez más fundamentales respecto de la sacramentalidad de la Iglesia. No podrían considerarse como acciones profanas de la Iglesia, si es que se tratara de acciones que pusieran en ejercicio su misión salvadora. Es un tema en el que no podemos entrar, porque lo que aquí nos preocupa es la sacramentalidad fundamental de la Iglesia y no la peculiaridad de sus acciones sacramentales.
4. Cf. I. Ellacuría, «¿Por qué muere Jesús y por qué le matan?»: Misión Abierta (marzo 1977), pp. 17-26; sobre la bibliografía allí citada, cf. H. Schürmann, Comment Jésus a-t-il vécu sa mort?, París, 1977.
5. Este punto fue desarrollado en I. Ellacuría, «Iglesia y realidad histórica»: ECA 331 (1976), pp. 213-220.
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La Iglesia realiza su sacramentalidad histórica salvífica anunciando y realizando el reino de Dios en la historia. Su praxis fundamental consiste en la realización del reino de Dios en la historia, en un hacer que lleve a que el reino de Dios se realice en la historia. No hay por qué insistir, aunque deba tenerse muy en cuenta, en que la Iglesia no es un fin en sí misma, sino que toda ella, en seguimiento del Jesús histórico, está al servicio del reino de Dios. La Iglesia no sólo debe entenderse a sí misma desde dos puntos ajenos a ella como son Jesucristo y el mundo, tal como se unifican en el reino de Dios, sino que toda su acción debe tener ese mismo carácter de excentricidad. Pocas tentaciones más graves para la Iglesia que la de considerarse como un fin en sí misma y la de valorar cada una de sus acciones en función de lo que le es conveniente o inconveniente para su subsistencia o su esplendor. Es una tentación en la que ha caído con frecuencia y que con frecuencia ha sido señalada por los no creyentes. Una Iglesia centrada sobre sí misma —y no hay más que recorrer documentos eclesiásticos para percatarse de cómo está centrada sobre sí misma— no es un sacramento de salvación; es, más bien, un poder más de la historia que sigue los dinamismos de los poderes históricos. Ni vale decir que el centro de la Iglesia es Jesús resucitado, si es que a ese Jesús resucitado se le priva de toda historicidad; el centro director de la vida de Jesús estaba, sí, en la experiencia de Dios, pero de un Dios que cobraba cuerpo histórico en el reino de Dios. Si la Iglesia no encarna su preocupación central por el Jesús resucitado en una realización del reino de Dios en la historia, está perdiendo su piedra de toque y, con ello, la garantía de estar sirviendo efectivamente al Señor y no a sí misma. Sólo en el vaciamiento de sí misma, en el don de sí a los hombres más necesitados, y esto hasta la muerte y muerte de cruz, puede la Iglesia pretender ser sacramento histórico de la salvación de Cristo. Que Jesús centra su acción y su anuncio no en sí mismo ni siquiera en Dios, sino en el reino de Dios, es cosa fuera de discusión. No será tan indiscutible determinar en qué consistía la complejidad del reino de Dios con toda su riqueza de matices, pero la idea general de que el reino de Dios implica un determinado mundo histórico, esto es, que el reino de Dios no es conciliable con cualquier tipo de relación entre los hombres, es cosa clara. El reino de Dios, como presencia de Dios entre los hombres, va contra todo aquello que, en vez de ser presencia, es ocultamiento y aun negación de lo que es el Dios de Jesucristo, que no es sin más el Dios de las religiones ni el Dios de los poderosos de este mundo. El reino de Dios va, por el contrario, en favor de todo aquello que hace a los hombres hijos de un mismo Padre que está en los cielos. 134
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Pocas expresiones teológicas tan corpóreas e históricas como ésta del reino de Dios, que si, por un lado, hace referencia a Dios, también hace alusión, e inseparablemente, a la presencia salvadora de Dios entre los hombres. Tocará a la Iglesia ir historizando lo que este reino de Dios exige en cada situación y en cada momento, porque ella misma debe configurarse como sacramento histórico de la salvación, salvación que consiste en la implantación del reino de Dios en la historia. Dicho en general, la realización del reino de Dios en la historia implica el «quitar el pecado» del mundo y el hacer presente en los hombres y sus relaciones la vida encarnada de Dios. No se trata tan sólo de sacar el pecado de ahí donde está (en el mundo), sino de quitar el pecado-del-mundo. Cuál sea este pecado mundanal, el pecado que empecata al mundo, es algo que habrá de determinarse en cada caso. Desde este pecado del mundo, deben interpretarse los demás pecados. Sin olvidar que todo pecado pasa por la destrucción del hombre y se objetiva de un modo u otro en estructuras de destrucción del hombre. Claro está que el anuncio del reino entraña una atención muy peculiar a lo que es el hombre en su propia libertad e intimidad, tanto para defenderla como para promoverla; claro está que el pecado del mundo pasa por las conciencias y las voluntades individuales, pero ello no debe hacer olvidar la presencia de un pecado mundanal e histórico. Contra este pecado del mundo incorporado por los individuos y los grupos sociales, el anuncio del reino propone una contradicción bien precisa: la representada por la vida del Jesús histórico. Porque este pecado-del-mundo tiene singular importancia en la configuración de la historia y, desde ella, en la conformación de las vidas personales, por ello la presencia de Dios entre los hombres toma forma en eso que llamamos salvación. Pero entonces queda claro que esa salvación, que será genéricamente salvación del pecado, cobrará distinta forma histórica, según sea el pecado del que se trate y según sea la situación histórica en que se dé. De ahí que haya una historia de la salvación, porque la salvación no se puede presentar de la misma forma en momentos históricos distintos, y de ahí que esa historia de la salvación deba tomar cuerpo e incorporarse a la historia asumiendo el carácter de una salvación también histórica. Ahora se puede entender mejor por qué miente quien dice preocuparse por la salvación transhistórica y no se preocupa primeramente por la salvación histórica. Esta es el camino para aquélla; ésta su verdad y su vida. Es otra forma de dcir que el amor de Dios pasa por el amor del hombre y es imposible sin él.
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LA LIBERACIÓN C O M O FORMA HISTÓRICA DE SALVACIÓN
La Comisión Teológica Internacional publicó en 1977 una Declaración sobre la promoción humana y la salvación cristiana6. De hecho, se trata de una confrontación con la teología de la liberación y es consecuencia de la sesión anual que dedicaron al tema en octubre de 1976. El documento, a pesar de sus valores parciales y de un cierto respeto académico y profesional respecto de la teología de la liberación, no conoce bien el estatuto epistemológico y metodológico de dicha teología, y parece desconocer positivamente los mejores esfuerzos de lo que podría llamarse la «segunda ola» de la teología de la liberación. Su valor no estriba, por tanto, en esta confrontación casi fantasmal, sino en haber dado carta de ciudadanía teológica a lo que ha sido el tema fundamental de los esfuerzos teológicos latinoamericanos, aunque tal tema sea formulado con asepsia y descompromiso histórico en términos de promoción humana. En efecto, no sólo el título de la declaración habla de promoción humana «y» salvación cristiana, poniendo en primer lugar la promoción humana, sino que afirma: Esta unidad de conexión, así como la diferencia que carecteriza la relación entre la promoción humana y la salvación cristiana, en su forma concreta, deben ciertamente convertirse en objeto de investigaciones y análisis nuevos; constituyen sin duda ninguna una de las tareas principales de la teología de hoy 7 .
Resulta ahora que la preocupación radical de la teología latinoamericana, que era considerada por los teólogos de la reacción como divagación y deformación sociologizante, se reconoce como una de las tareas principales de la teología de hoy, una tarea escandalosamente olvidada hasta ahora por las teologías reinantes. ¿Cómo es posible que hasta ahora no se haya suscitado seriamente ese problema? ¿Cómo es posible que no se hayan adelantado principios teológicos de solución para un tema que no sólo es capital en cualquier situación histórica, sino que es esencial a la historia de la salvación y al mensaje cristiano? ¿Cómo es posible que un tema tan esencial en la historia de la revelación, como es el de la liberación, haya tenido tan poquísima importancia en los análisis bíblicos y en las reflexiones teológicas hasta que fue puesto en primer plano por los teólogos de la liberación? Aunque éstos no hubieran logrado sino obligar a los teólogos «internacionales» a preocuparse de este tema fundamental, pro6. Me remito a la traducción francesa, aparecida en La Documentation (1977), pp. 761-768. 7. Ibid., p. 766.
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porcionándoles los elementos básicos de su formulación, habrían realizado una tarea cristiana y teológica de primera magnitud. Es claro, no obstante, que han hecho mucho más que esto. No podemos entrar aquí en una sistematización de lo ya logrado, ni siquiera en una formulación resumida de lo que yo mismo he apuntado modestamente como solución a este problema, que ha constituido el punto de mira fundamental de todos mis trabajos teológicos 8 . Lo que aquí haremos será retomar algunos puntos centrales, no para discutir el problema en toda su amplitud, sino para insinuar cómo la liberación es la forma histórica de salvación y no una genérica «promoción humana» que, en su generalidad abstracta, tiene poco que ver con la historicidad de la salvación y mucho que ver con un positivo descompromiso histórico. El reconocer que la salvación tiene que ver con la promoción humana no supone un gran avance sobre la praxis consuetudinaria de la Iglesia ni sobre su propia autocomprensión eclesial. Quizá equivocándose muchas veces respecto de lo que es una auténtica promoción humana, no puede negarse que la Iglesia ha visto permanentemente que debiera dedicarse de un modo u otro a ella; ni puede negarse que muchos de sus mejores intentos han ido dirigidos a esa promoción humana. Lo que supondría un avance sería, por un lado, determinar qué promoción humana es la que debe intentar la Iglesia y, sólo después, qué concreta promoción humana tiene relación con la salvación cristiana y qué clase de relación es ésta. Es un problema que no puede plantearse al margen de la historia como si fuera una concreción de otros temas generales como el de la relación de lo natural con lo sobrenatural, de la razón con la fe, etc. Debe plantearse, al contrario, históricamente, esto es, viendo de qué debe ser salvado el hombre y viendo cómo esa su salvación histórica no puede separarse, aunque pueda diferenciarse, de la salvación cristiana. Aciertan, por tanto, quienes plantean el problema en términos de fe y justicia o, más generalmente, en términos de salvación y liberación, aunque a veces un planteamiento soterradamente dualista incurra en contradicciones al hablar de que la justicia o la liberación deben considerarse como parte constitutiva, parte integrante, exigencia 8. Cf. «Historia de la salvación y salvación en la historia», en Teología política, San Salvador, 197.3, pp. 1-10; «El anuncio del evangelio a la misión de la Iglesia», ibid., pp. 44-69; «Liberación: misión y carisma de la Iglesia latinoamericana», ibid., pp. 70-90; «Tesis sobre posibilidad, necesidad y sentido de una teología latinoamericana», en Varios, Teología y mundo contemporáneo, Madrid, 1975, pp. 325-350; «Hacia una fundamentación del método teológico latinoamericano»: ECA (agosto-septiembre 1975), pp. 409-425; «En busca de la cuestión fundamental de la pastoral latinoamericana»; Sal Terrae 759/760 (1976), pp. 563-572; «Teorías económicas y relación entre cristianismo y socialismo»: Concilium (mayo 1977). pp. 282-290; «Fe y justicia»: Christus (agosto y octubre 1977).
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ineludible, etc. Aciertan porque concretizan históricamente los términos, pero caen en graves dificultades en la medida en que no conceptúan adecuadamente la unidad y no abren camino a una praxis unitaria. Es un problema que no puede resolverse a espaldas de lo que fue la vida del Jesús histórico tal como es aprehensible en la tradición y en la experiencia de las comunidades primitivas. Los que acusan de excesiva historicidad —que nada tiene que ver con el historicismo— a los esfuerzos teológicos y pastorales latinoamericanos, deberían darse cuenta (cosa que no reconoce adecuadamente la Comisión Teológica Internacional) de la importancia radical atribuida por la «segunda ola» de la teología de la liberación al Jesús histórico como piedra angular de la comprensión de la historia y de la acción sobre ella. Es posible que no se hubiera dado esta vuelta al Jesús histórico —donde, de nuevo, la «historicidad» no debe entenderse en un sentido académico, sino en el sentido de lo que fue su tomar cuerpo en la historia— si no se hubiera dado una praxis creyente en la situación determinada de América latina; como tampoco se hubiera dado el redescubrimiento de la liberación bíblica si no hubiera sido exigida por aquella misma praxis creyente, lo cual no hace sino probar las virtualidades teológicas del método teológico latinoamericano. Pero esto no obsta para que se dé toda primariedad a lo que es más propio del Jesús histórico y para que se tome a este Jesús histórico y su seguimiento como criterio y norma de la praxis eclesial histórica. La inspiración y los resultados de la teología de la liberación no provienen directamente de otras mediaciones, aunque tal vez hayan sido estas mediaciones las que han puesto al descubierto una realidad desde la que, en la fe, se interpela al mensaje cristiano para recibir de éste su novedad irreductible 9 . Aspectos fundamentales de la vida de Jesús como la subordinación del sábado al hombre, la unidad del segundo mandamiento con el primero, la unidad de por qué muere y de por qué le matan, muestran cómo debe buscarse la unidad entre lo que es la salvación cristiana y lo que es la salvación histórica. Desde este punto de vista hay que afirmar, una vez más, que no hay dos ámbitos de problemas (uno, el ámbito de lo profano; y otro, el ámbito de lo sagrado) ni hay tampoco dos historias (una historia profana y otra historia sagrada), sino un solo ámbito y una sola historia. Esto no significa que en esa única historia y en ese único ámbito no se den sub-sistemas que, sin romper la unidad y recibiendo su realidad plena de esa unidad, tengan su propia 9. J. Sobrino, en su Cristología desde América latina (México, 1976) y en muchos de sus escritos, ha mostrado in actu exercito cómo se puede y se debe mantener la primariedad del Jesús histórico desde y para una incorporación histórica.
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autonomía. La unidad de todo lo intramundano es estructural; y la unidad estructural, lejos de uniformar cada uno de los momentos estructurales, se alimenta, por así decirlo, de su diversidad plural. No hay un único momento ni hay una mera pluralidad de momentos iguales; lo que hay es una única unidad constituyente de la peculiaridad de los momentos y constituida por esa misma peculiaridad. Vista la unidad estructuralmente, vista la unidad estructural de la historia, no hay por qué temer la interferencia anuladora de un momento autónomo sobre otro momento también autónomo, aunque todos ellos con una autonomía subordinada a la unidad de la estructura. Y sólo un modelo estructural es capaz de dar la pauta para una acción que, si bien es única, es también diversa; sólo un modelo estructural puede salvar la autonomía relativa de las partes sin romper la unidad estructural del todo. Pero si no hay una historia sagrada y una historia profana, si lo que el Jesús histórico, recogiendo toda la riqueza de la revelación veterotestamentaria, vino a mostrarnos es que no hay dos mundos incomunicados (un mundo de Dios y un mundo de los hombres), lo que sí hay —y lo muestra el mismo Jesús histórico— es la distinción fundamental de gracia y pecado, de historia de la salvación y de historia de la perdición. Eso sí, dentro de una misma historia. La contraposición presentada por el Nuevo Testamento en dos lecturas sólo aparentemente opuestas («el que no está conmigo está contra mí» o «el que no está contra mí está conmigo») muestra lo que queremos decir. La división fundamental de la única historia radica en estar con Jesús o no estar con él, en estar a su favor o estar en su contra. Hay campos históricos en que se acomoda mejor una de las formulaciones: todo el que no está contra Jesús está a su favor; hay otros campos en que el campo de elección, por así decirlo, es más estrecho, y en ese caso todo el que no está positivamente con Jesús está contra él. Uno de esos campos es, sin duda, el que se da en la relación contrapuesta de opresores y oprimidos; sólo el que está positivamente con los oprimidos está con Jesús, porque el que no está con los oprimidos está, por comisión o por omisión, con los opresores, al menos en todos aquellos campos en que se den positivos intereses contrapuestos entre unos y otros, y esto de un modo directo e inmediato o indirecto y aparentemente remoto. Este no estar con Jesús o este estar contra él, en las muy distintas formas que pueden adquirir, es lo que divide la historia y lo que divide las vidas personales en dos, sin dejar espacios neutros; puede que aparentemente los haya, en cuanto que tienen una determinada autonomía técnica, pero no los hay en cuanto que todo lo humano está engarzado, formando una única unidad histórica dotada de un sentido. Desde este punto de vista queda superada incluso la discusión clásica sobre los actos 139
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indiferentes en moral: no se trata de actos indiferentes, aun cuando aparezcan indiferentes, pues en su concreta realidad preparan, retardan o dificultan, según los casos, el advenimiento del reino. La imposibilidad aparente de transformar la historia, cuando no el soterrado interés porque la historia mejore para que no se transforme, es lo que fue llevando a la espiritualización, individualización y transtemporalización de la salvación histórica. La historia es, por definición, tan compleja, tan larga y estructural, tan terrena que parece que poco puede hacer respecto de ella la fe cristiana, la vida continuada de un hombre como el Jesús histórico; si él terminó fracasado en la cruz, por lo que respecta a su vida histórica, lo mejor parece renunciar a la salvación histórica para refugiarse en la fe de la resurrección, en la salvación espiritual e individual por la gracia y el sacramento que lleve a una resurrección final, que sólo al final será una salvación o una condenación de la historia. Pero esta actitud ignora el sentido real de la resurrección y confunde la misión de la Iglesia respecto de la historia. La resurrección, en efecto, no es el transplante del Jesús histórico a un mundo que está más allá de la historia. No en vano, la resurrección está expresada en el Nuevo Testamento como la reasunción por Jesús no tanto de su cuerpo mortal como de su vida histórica transformada; Jesús resucitado prolonga su vida transformada más allá de la muerte y de los poderes de este mundo para convertirse en Señor de la historia, precisamente por su encarnación y su muerte en la historia. Ya nunca más abandonará su carne y, con ella, no abandonará nunca su cuerpo histórico, sino que sigue vivo en él para que, una vez cumplido lo que todavía falta a su pasión, se cumpla también lo que falta a su resurrección. Muerte y resurrección histórica irán continuándose permanentemente hasta que vuelva el Señor. El Espíritu de Cristo sigue vivo y animará su cuerpo histórico como animó su cuerpo mortal y resucitado. Sólo cuando la Iglesia confunde lo que puede y debe hacer como Iglesia es cuando puede entrarle el desaliento o, en el otro extremo, la ambición del poder terreno. La misión de la Iglesia, en efecto, no es, como no lo fue en el caso de Jesús, la realización inmediata de un orden político, sino la realización del reino de Dios, y, como parte de esa realización, la salvación de cualquier orden político. Por orden político entendemos aquí la institucionalización global de las relaciones sociales, la objetivación institucional del hacer humano, que constituye la morada pública de su hacer personal e interpersonal. Respecto de este orden político que lo abarca todo, desde el saber colectivo hasta la organización social, desde las estructuras del poder hasta las vigencias sociales, la Iglesia no tiene corporeidad ni materialidad suficiente como 140
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para constituirse en realizadora inmediata de ese orden político; hay otras instancias para hacerlo. A la Iglesia le compete, sin embargo, la función de la levadura, esto es, del fermento que transforma la masa para hacer de ella pan de vida, pan humano del que los hombres puedan vivir; la Iglesia presupone la exigencia de la masa del mundo y de su organización, y lo que le es propio es convertirse en sal que impida la corrupción y en levadura que transforme la masa desde dentro. Para ello está equipada como lo estuvo Jesús; y no lo está, como no lo estuvo Jesús, para convertirse en un poder de este mundo, que gusta de tener fuerza para domeñar por la fuerza a sus subditos. De ahí que la Iglesia no pueda encerrarse en sí misma como si su objetivo principal fuera la conservación de su estructura institucional y de su lugar acomodado en la sociedad, sino que debe abrirse al mundo, ponerse a su servicio en la marcha de la historia. Sabe la Iglesia que en el problema del hombre se juega no el problema de Dios en sí mismo, pero sí el problema de Dios en la historia, así como sabe que en el problema de Dios en la historia se juega el problema del hombre. Si cada individuo, como miembro de la Iglesia, debe realizar la salvación de sí mismo en relación con los demás, la Iglesia como cuerpo debe realizarla en sí misma, pero en relación con las estructuras históricas. Así, lo que la Iglesia aporta a la salvación de la historia es el signo constitutivo de la historia de la salvación. Pertenece intrínsecamente a esta historia de la salvación, y en ella es la parte visible que nos descubre y hace efectiva la totalidad de la salvación. Carece de sentido la acusación directa o velada de que la teología de la liberación propone tan sólo una salvación socio-política; tal reducción de la salvación no la hace ni siquiera el marxismo; lo que la teología de la liberación afirma es que la historia de la salvación no es lo que es si no alcanza a la dimensión sociopolítica, que es parte esencial suya aunque no sea su totalidad. En efecto, si en esa dimensión colocamos todo lo que tiene que ver con la justicia y con el hacer justicia, todo lo que es pecado y causa de pecado, no se puede menos de decir que es algo perteneciente constitutivamente a la historia de la salvación. Evidentemente, con ello no se agota toda la acción de Dios con los hombres que la Iglesia debe anunciar y realizar, pero sin ello se mutila gravemente esa acción. Ahora bien, esta salvación histórica debe responder lo más posible a la situación que debe ser salvada y en la que se encuentran inmersos los hombres, destinatarios primordiales de la salvación. En el caso de la situación del Tercer Mundo, la realización de la historia de la salvación se presenta predominantemente en términos de liberación, pues su situación queda definida en términos de dominación y opresión. Esta opresión puede ser 141
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analizada con diferentes instrumentales teóricos; pero como hecho, y hecho definitorio, es independiente de cualquier instrumental. Ni es objeción contra la teología de la liberación el decir que el marxismo, por ejemplo, también define esa situación en términos de opresión y explotación y que, por tanto, los teólogos de la liberación no hacen sino repetir lo que otros han dicho y no desde una inspiración cristiana. Y no lo es por una doble razón: en primer lugar, porque debe distinguirse el hecho del análisis con que ese hecho es reconocido; y en segundo lugar, porque ese hecho y la respuesta a ese hecho cobran una especificidad que es propia de la fe cristiana. Así, los mismos hechos históricos que los oprimidos sienten como opresión injusta y que el marxismo interpreta desde la explotación del trabajo humano y desde las consecuencias que se derivan de esa explotación, la fe y la teología los interpretan desde la realidad del pecado y desde la injusticia que clama al cielo. Ha de tenerse en cuenta que lo que pasa a la historia, como ha analizado Zubiri, no es la intencionalidad de los actos humanos, lo que él llama el opus operans, sino el resultado objetivo de los mismos, el opus operatum. En la historia no se juzgan ni se condenan intenciones, no se acusa a las personas de pecados personales; lo que en ella se juzga y condena es lo que en ella importa porque es lo único que en ella se objetiva. Lo que en la historia es fuente de salvación o de opresión es, por tanto, lo que en ella se ha ido objetivando, y es respecto de esas objetivaciones donde se debe dar la acción liberadora. Como inmediatamente veremos, esta liberación histórica no agota todo el proceso liberador, pero es una parte esencial de él, pues, sin ella, donde debiera reinar la gracia reina el pecado. Sólo midiendo y experimentando lo que supone para los hombres esa situación de opresión permanente y estructural, puede saberse hasta qué punto pertenece a la esencia de la historia de salvación la lucha cristiana contra la opresión. Poco importa en un primer momento que esa opresión estructural se mantenga con etiqueta y mecanismos de «seguridad nacional», etc.; lo que importa, para la reflexión cristiana y para la praxis eclesial, es el hecho mismo de la opresión estructural. Cuando se vive como la mayoría del pueblo (aquellos por quienes Jesús, por profundas razones teológicas y humanas, sentía una innegable predilección), sometido a situaciones inhumanas, no le es difícil al creyente ver cómo lo que se está dando es una muerte nueva de Dios en el hombre, una crucifixión renovada de Jesucristo, presente en los oprimidos. Consiguientemente, el empeño de la teología de la liberación por situar su reflexión desde este fundamental locus tbeologicus, no ha de verse, como algunos pretenden, en razones piadosistas, sino en razones puramente cristianas y estrictamente teológicas; si la teología como acción 142
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intelectual tiene unas determinadas exigencias técnicas, como acción intelectual cristiana tiene también unas determinadas exigencias cristianas que no se reducen a aceptar unos datos de fe. Y esto es lo que no parecen entender ciertos grupos de teólogos académicos. Encarnados en esa situación de opresión (que es muy difícil de vivir en una situación de opresión de Primer Mundo), es como se entienden las virtualidades de la contraposición opresión-liberación, enfocadas desde la fe y desde la reflexión teológica. La opresión que no es meramente natural, esto es, que no procede de las leyes físicas de la naturaleza, la opresión estrictamente histórica, es siempre un pecado, es decir, algo positivamente no querido por Dios. En otras situaciones, el trabajo de encontrar «sentido» al mensaje cristiano puede constituir una tarea difícil; en situaciones de opresión, la totalidad del mensaje cristiano ofrece un «sentido» tan inmediato que no hay sino recogerlo y relanzarlo. En estas situaciones de opresión se percibe cómo ahí están en juego el amor de Dios y el amor del hombre, la negación del ser mismo de hijos de Dios y de hermanos en Jesucristo. La experiencia de los anunciadores de la liberación, cuando leen la buena nueva a las gentes sencillas y creyentes, prueba la tremenda fuerza de la palabra liberadora de Dios; ellos sienten la verdad radical de las palabras de Isaías y de Jesús de Nazaret; anunciadores y anunciados, en una única palabra compartida, sienten cómo la totalidad del mensaje cristiano tiene su sentido pleno para los pobres, los perseguidos, los oprimidos y necesitados. No es sólo que el mensaje cristiano tenga como término preferido a los pobres; es que sólo los pobres son capaces de sacar de ese mensaje su plenitud. Y esto es lo que afirma la teología de la liberación, y esto es lo que condiciona su método de hacer teología. Leída la palabra de Dios desde esta situación de pecado y de violencia estructurales, el amor cristiano se presenta forzosamente en términos de lucha por la justicia que libere y salve al hombre crucificado y oprimido. Es que la justicia propugnada por la fe cristiana no se debe contradistinguir del amor cristiano en una situación definida por una injusticia que hace imposible la vida humana. La lucha por la justicia, cuando ella misma no se hace injusta en razón de los medios utilizados, no es más que la forma histórica del amor activo; aunque no todo el amor se reduzca a hacer el bien al prójimo, este hacer bien, cuando es generoso, cuando no tiene fronteras, cuando es humilde y bondadoso, es forma histórica del amor. No cualquier lucha por la justicia es encarnación del amor cristiano, pero no hay amor cristiano sin lucha por la justicia cuando la situación histórica se define en términos de injusticia y de opresión; de ahí que la Iglesia, como sacramento de liberación, tenga la doble tarea de despertar y 143
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acrecentar la lucha por la justicia entre quienes no se han entregado a ella, y la de hacer que quienes se han entregado a ella lo hagan desde lo que es el amor cristiano. También aquí el ejemplo del Jesús histórico es decisorio: en su sociedad, contrapuesta y antagónica, Jesús amó a todos, pero se situó del lado de los oprimidos y desde allí luchó enérgica pero amorosamente contra los opresores. Finalmente, si consideramos el carácter de universalidad que tiene hoy el clamor histórico de los pueblos, de las clases sociales, de los individuos, por la liberación de la opresión, no es difícil ver que la Iglesia, como sacramento universal de salvación, debe constituirse en sacramento de liberación. Este clamor de los pueblos y de las gentes oprimidas es, por sus características reales consideradas desde la revelación, la divinidad crucificada en la humanidad, el siervo de Yahvé, el profeta por antonomasia; es el gran signo de los tiempos. La configuración histórica de la Iglesia, como respuesta salvífica y liberadora a este clamor universal, supondrá, en primer lugar, su conversión permanente a la verdad y a la vida del Jesús histórico; y supondrá, en segundo lugar, su aporte histórico de salvación a un mundo que, si no sigue el camino de Jesús, no quedará salvado; el clamor de la inmensa mayor parte de la humanidad, oprimida por una minoría prepotente, es el clamor del propio Jesús que toma cuerpo histórico en la carne, en la necesidad y en el dolor de los hombres oprimidos. Ciertamente, no se da tan sólo la opresión socio-política y económica, ni todas las formas de opresión derivan exclusiva e inmediatamente de ella. Errarían los cristianos, por tanto, si buscaran solamente un tipo de liberación social. La liberación debe abarcar todo aquello que está oprimido por el pecado y por las raíces del pecado; y debe lograr que queden liberados tanto la objetivación del pecado como el principio interior del mismo; debe abarcar tanto las estructuras injustas como las personas hacedoras de injusticia; debe abarcar tanto lo interior de las personas como lo realizado por ellas. Su meta es aquella libertad plena en la que sea posible y factible la plena y correcta relación de los hombres entre sí y de los hombres con Dios. Su camino no puede ser otro que el seguido por Jesús, camino que la Iglesia debe proseguir históricamene y en el que debe creer y esperar como elemento esencial de la salvación humana.
III. LA IGLESIA DE LOS POBRES, SACRAMENTO HISTÓRICO DE LIBERACIÓN
Acabamos de decir que la Iglesia debe ser sacramento de liberación al modo como lo fue Jesús; caben y se necisitan acomodaciones 144
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históricas en el modo y en la forma de realizar su tarea de salvación, pero no caben ni se necesitan modo y formas que no sean continuación de los que utilizó Jesús. El carácter institucional de la Iglesia, derivado necesariamente de su corporeidad social, tiene exigencias claras que sólo idealismos anarquizantes pueden dejar de ver. Pero ese carácter institucional no tiene por qué configurarse, como a menudo sucede y ha sucedido, conforme a la institucionalidad que necesitan los poderes de este mundo para mantenerse en su condición de poderosos. Ese carácter institucional debe estar subordinado al carácter más profundo de la Iglesia como continuadora de la obra de Jesús. La Iglesia debe seguir creyendo en la especificidad del camino de Jesús y no debe caer en la trampa de las salvaciones genéricas y racionales. Efectivamente, el modo que tiene Jesús de luchar por la salvación y liberación de los hombres es peculiar. Y es peculiar no sólo por los contenidos de esa salvación y liberación, punto en el que aquí no podemos entrar —es el tema de cuál es la praxis cristiana pedida por Jesús—, sino que es peculiar por el modo mismo de enfrentar la salvación y la liberación de los hombres. Jesús no las enfoca de un modo genérico y abstracto que conduzca a la promoción humana o a la defensa de los derechos humanos, etc., sino de un modo peculiar. Enfrentado a una situación que evidencia una sociedad contrapuesta, busca la promoción humana o los derechos humanos desde la parte oprimida, en favor de ella y en lucha contra la parte opresora. Dicho en otros términos, su acción es histórica y concreta y va a las raíces de la opresión. La Iglesia ha de repetir el mismo esquema y ha de situarse en similar alternativa, y esto es lo que corregirá tanto su falsa institucionalidad como una institucionalidad puesta en la línea de las estructuras opresoras. Contra la exagerada institucionalización de la Iglesia, se pretende hoy avanzar a través de las llamadas «comunidades de base». En una breve alocución a un grupo alemán de tales comunidades, decía Rahner: Las comunidades de base son hoy necesarias para la Iglesia. Las iglesias del futuro serán iglesias que se construirán desde abajo mediante comunidades de base de libre iniciativa y asociación 10.
Supuestamente, en estas comunidades de base se encontrará más ágil y viva la fuerza del Espíritu, de modo que las iniciativas surjan libremente de la base a la cabeza, con lo que se evitará el excesivo peso de las estructuras eclesiales, en las que tanto la iniciativa personal como la inspiración cristiana pueden verse ahogadas. La oposición se plantea entre comunidades de base (en 10. K. Rahner, «Oekumenische Basisgemeinden», en Aktion 365, Frankfurt a.M., 1975.
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el sentido de pequeños grupos reunidos libremente para vivir su fe y emprender acciones consecuentes) y las estructuras institucionales, que deben darse, pero a las que no compete ser las iniciadoras de cualquier actividad eclesial. La teología de la liberación propondría el problema en otros términos. Las comunidades de base pueden servir de base a la Iglesia del futuro en razón de sus carácter de base. El lenguaje podrá sonar un tanto marxista, debido al empleo del término «base» y, sin embargo, este término es empleado por comunidades que no sólo no tienen nada que ver con el marxismo, sino que se consideran «base» únicamente en el sentido de que son los elementos básicos o las células originarias del organismo eclesial. La teología de la liberación, en cambio, se fija en que la «base» evangélica del reino de Dios son los pobres, y que sólo los pobres en comunidad pueden lograr que la Iglesia evite tanto su institucionalización excesiva como su mundanización. La raíz última de por qué la Iglesia institucional puede convertirse en opresora de sus propios hijos no está tanto en su carácter institucional, sino en su falta de dedicación a los más necesitados en seguimiento de lo que fue y lo que hizo Jesús. Consiguientemente, sólo una puesta al servicio de los más pobres y necesitados puede desmundanizarla y, una vez desmundanizada, dejará de caer en todos los defectos naturales de la organización y del poder cerrado sobre sí mismo. La base de la Iglesia es la Iglesia de los pobres, siendo algo derivado y sujeto a condiciones históricas la forma diversa en que se vaya dando la Iglesia de los pobres. ¿Qué significa que la base de la Iglesia sea la Iglesia de los pobres? Desde luego, no es fácil ni simple conceptuar qué son y quiénes son los pobres, sobre todo después de las suavizaciones y espiritualizaciones de algunas partes del Nuevo Testamento y, más aún, después de tantas exégesis interesadas en conciliar el reino de Dios con el reino de este mundo 1 1 . Pero por mucho que se reclame la corrección en favor de los pobres de espíritu, en favor del despego de los bienes de este mundo, etc., no se puede olvidar que esos «espirituales» deben ser sustantivamente pobres, lo cual no es imposible para Dios, pero desde el punto de vista de la predicación evangélica resulta extremadamente improbable y difícil. La necesidad de ser pobre, de hacerse uno con el pobre, es un mandato ineludible para quien quiera ser seguidor de Jesús. Pero, aun aceptadas estas correcciones, no deja de ser indudable que lo que con ellas se pretende es no excluir a ninguna 11. A partir de aquí sigo ciertas reflexiones que ya publiqué en «Notas teológicas sobre religiosidad popular»: Fomento Social (julio-septiembre 1977), pp. 2.53-260; por tanto, las siguientes páginas pueden aportar algunas ideas sobre ese tan importante tema de la religiosidad popular.
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persona —todas están llamadas a la salvación, supuesta la debida y real conversión—, pero de ningún modo negar cuál era la preferencia real de Jesús. El peso masivo de la dedicación de Jesús a los pobres, sus ataques no escasos a los ricos y a los dominadores, la elección de sus apóstoles, la condición de sus seguidores, la orientación de su mensaje, dejan pocas dudas acerca de cuál fue el sentir y la voluntad preferente de Jesús. Tan es así que hay que hacerse pobre como él, aun con toda la historicidad que compete a la pobreza, para entrar en el reino. Desde la realidad histórica de Jesús queda de manifiesto y sin ambages lo que él quiso que fuera el reino de Dios entre los hombres. Desde esta perspectiva es como se ha de entender lo que es la Iglesia de los pobres. La Iglesia, en efecto, debe configurarse como seguidora y continuadora de la persona y la obra de Jesús. Consiguientemente, la Iglesia de los pobres no es aquella Iglesia que, siendo rica y estableciéndose como tal, se preocupa de los pobres; no es aquella Iglesia que, estando fuera del mundo de los pobres, le ofrece generosamente su ayuda. Es, más bien, una Iglesia, en la que los pobres son su principal sujeto y su principio de estructuración interna; la unión de Dios con los hombres, tal como se da en Jesucristo, es históricamente una unión de un Dios vaciado en su versión primaria al mundo de los pobres. Así la Iglesia, siendo ella misma pobre y, sobre todo, dedicándose fundamentalmente a la salvación de los pobres, podrá ser lo que es y podrá desarrollar cristianamente su misión de salvación universal. Encarnándose entre los pobres, dedicando últimamente su vida a ellos y muriendo por ellos, es como puede constituirse cristianamente en signo eficaz de salvación para todos los hombres. Quiénes sean estos pobres en la situación real del Tercer Mundo no es un problema para cuya resolución se necesiten alambicadas exégesis escriturísticas ni análisis sociológicos o teorías históricas. Ciertamente, hablar de los «pobres» resulta peligroso frente a otras categorías más politizadas. Pero como hecho primario, como situación real de la mayoría de la humanidad, no caben equivocaciones interesadas. Con el agravante de que, en gran medida, estos pobres y su pobreza son resultado de un pecado que la Iglesia debe esforzarse por quitar del mundo. El norte orientador de la constitución histórica de la misión de la Iglesia, por lo que toca a su destinatario primordial, no puede ser otro. No sólo se trata de que los pobres representen la mayor parte de la humanidad y, en este sentido, sean lugar primario de universalidad; se trata, sobre todo, de que en ellos está especialmente la presencia de Jesús, una presencia escondida, pero no por eso menos real. De aquí que sean los pobres el cuerpo histórico de Cristo, el lugar histórico de su presencia y la «base» de la 147
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comunidad eclesial. Dicho en otros términos, la Iglesia es cuerpo histórico de Cristo en cuanto es Iglesia de los pobres; y es sacramento de liberación, asimismo, en cuanto es Iglesia de los pobres. La razón de ello estriba tanto en el célebre pasaje del juicio final como en la esencia misionera de la Iglesia. Si la Iglesia se configura realmente como Iglesia de los pobres, dejará de ser una Iglesia instalada y mundanizada para convertirse de nuevo en una Iglesia predominantemente misionera, esto es, abierta a una realidad que le obligará a sacar de sí sus mejores reservas espirituales; le obligará igualmente a convertirse a Jesucristo presente realmente de una manera especial en los presos, en los dolientes, en los perseguidos, etc. La Iglesia de los pobres hace, por tanto, referencia a un problema básico de la historia de la salvación. Porque «pobre», en este contexto, no es un concepto absoluto y ahistórico, ni tampoco es un concepto «profano» o neutro. En primer lugar, cuando se habla aquí de pobre, se habla propiamente de una relación pobrerico (más en general, dominado-opresor) en la que se dan ricos porque hay pobres, y aquéllos hacen pobres a éstos o, por lo menos, los despojan de parte de lo que debería ser suyo. Ciertamente, hay otro sentido válido de «pobre»: el de quien se siente y se halla marginado por causas «naturales», no históricas; pero el primer sentido es el fundamental tanto en su carácter dialéctico como en su carácter histórico. En segundo lugar, esta relación no es puramente profana, no sólo porque ya negamos en general esa presunta profanidad, sino, más en particular, porque su especial dialéctica hunde sus raíces en lo que es esencial al cristianismo: el amor a Dios en el amor a los hombres, la justicia como lugar de realización del amor en un mundo de pecado. De ahí la singular importancia cristiana e histórica de una Iglesia de los pobres, cuya misión es romper esa dialéctica en aras del amor, para lograr así la salvación conjunta de las dos partes de la oposición, que actualmente están anudadas por el pecado y no por la gracia. Precisamente la evasiva de quienes suelen acudir al «siempre habrá pobres entre vosotros» se vuelve contra ellos, porque lo que significaría sería que, cuando desaparece el Jesús visible, es cuando toman su puesto los pobres, en los que invisiblemente a los ojos del mundo, pero visiblemente a los ojos de la fe, se hace presente. Esta concepción de la Iglesia como Iglesia de los pobres tiene grandes consecuencias prácticas. Aquí sólo se proponen algunas, y de modo sintético y programático. 1. La fe cristiana debe significar algo real y palpable en la vida de los pobres. Esto puede parecer una obviedad y algo que siempre se ha pretendido en la Iglesia, aunque no siempre se haya conseguido. Sin embargo, no es así. Y no lo es porque, en primer
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lugar, no se ha entendido «pobre» en la línea aquí propuesta, esto es, como un concepto dialéctico e histórico. Y no lo es, en segundo lugar, porque esa significación real y palpable no se refiere tan sólo a un problema de comportamiento individual, sino que se refiere también y de un modo esencial —tan esencial como el anterior— a lo que es la vida real en las estructuras reales que forman parte de la vida humana como totalidad; se refiere, pues, al aspecto socio-político de su vida y a aquellas realidades estructurales socio-políticas que configuran de modo decisivo las vidas personales. Dicho en términos más generales y más teológicos, repitamos una vez más que «historia de la salvación» debe ser también una salvación histórica, debe también salvar históricamente, ser principio de salvación integral también aquí y ahora. Baste, para entender esto, volver la mirada al criterio fundamental de la teoría y de la praxis cristiana: el Jesús histórico. La predilección de Jesús por los pobres no es una predilección puramente afectiva, sino que es una dedicación real por la que van logrando una salvación que no es sólo promesa ultraterrena, sino que es vida eterna ya presente; es imposible desconocer toda la obra real e histórica que hizo Jesús por los pobres de su tiempo. Y es claro que esta historización de la salvación, referida a un pueblo y a un pueblo oprimido, tiene y ha de tener características bien singulares, según sea la naturleza de la opresión. Esto no significa necesariamente que haya de tratarse al pobre como «clase», etc., con mengua de su carácter personal. La existencia efectiva y presionante de realidades sociales no niega la existencia irreductible de realidades personales. No se puede confundir una cosa con otra ni dar por válido que la solución en uno de los órdenes sea sin más la solución del otro. Por otro lado, si bien esta orientación permite desglosar hasta cierto punto a la persona del personaje que representa —y en este sentido sobrepasa o puede sobrepasar la acepción de persona—, no anula la opción fundamental, que sigue siendo la liberación de los oprimidos, con toda la carga socio-política que encierra este concepto. 2. Por ello la fe cristiana, lejos de convertirse en opio —y no sólo opio social—, debe constituirse en lo que es: principio de liberación. Una liberación que lo abarque todo y lo abarque unitariamente: no hay liberación si no se libera el corazón del hombre; pero el corazón del hombre no puede liberarse cuando su totalidad personal, que no es sin más interioridad, está oprimida por unas estructuras y realidades colectivas que lo invaden todo. Si respecto de planteamientos más estructurales la Iglesia debe evitar convertirse en opio respecto de los problemas personales, también debe procurar que planteamientos más individualistas y espiritua-
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listas no se conviertan a su vez en opio respecto de problemas estructurales. Esto sitúa a la Iglesia latinoamericana en una posición difícil. Por un lado, le trae persecución, como le trajo persecución hasta la muerte al propio Jesús: la Iglesia latinoamericana, y más exactamente una Iglesia de los pobres, debe estar convencida de que en un mundo histórico donde no se encuentre ella misma perseguida por los poderosos, no hay predicación auténtica y completa de la fe cristiana, pues aunque no toda persecución es signo y milagro probatorio de la autenticidad de la fe, la falta de persecución por parte de quienes detentan el poder en situación de injusticia es signo, a la larga irrefutable, de falta de temple evangélico en el anuncio de su misión. Pero, por otro lado, el hecho de que la Iglesia no pueda ni deba reducirse a ser una pura fuerza sociopolítica, que agote su tarea en lugar ideológicamente contra las estructuras injustas o que dé prioridad absoluta a esa tarea, le proporciona la incomprensión y el ataque de quienes han parcializado su vida y han optado por una parcialidad política como si fuera la totalidad humana; no saben éstos el daño que causan no sólo a una labor profunda y larga por parte de la Iglesia, sino, lo que es más importante, a las propias personas que dicen servir, cuando a veces se sirven de ellas para lograr un proyecto político irrealizable que ni siquiera tiene en cuenta la totalidad de condiciones materiales en la que se está.
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como seguimiento histórico de la persona y la obra de Jesús, y también como celebración, asimismo histórica, que responda como el seguimiento mismo lo debe hacer a los problemas y a la situación de las mayorías oprimidas que luchan por la justicia. Es así como podría enfocarse el problema de la «religiosidad» popular, el problema de las formas «religiosas» de cultivar la fe y de celebrarla. Con todas sus deficiencias, son una necesidad histórica que responde a su manera a la propia historicidad de la fe, y pueden ser el gran correctivo para que no prive la mediación histórica de la fe sobre la misma fe histórica. Que, por ejemplo, los sacerdotes en su conjunto abandonen o den poca importancia al anuncio y a la vivencia de las fuentes de la fe en pro de una lucha política, es un error; pretextar que esto es «fe» frente a «religión» supone una secularización de la fe que sobrepasa lo que debe ser una recta historización y politización de la misma. El anuncio y la vivencia de la fe cristiana deben ser, eso sí, una evangelización antes que una sacramentalización, precisamente porque la evangelización es parte esencial de la sacramentalización. Una evangelización que puede y debe ser política e histórica, pero que es primariamente anuncio de la salvación que se nos ha ofrecido y dado en Jesús.
3. Así, esta Iglesia de los pobres no permite hacer una separación tajante entre fe y religión, por lo menos en unos determinados contextos sociales y en los primeros momentos de un proceso concientizador. La distinción entre fe y religión, que tiene mucho de válida tanto en el orden teórico general como en el orden práctico de determinados medios sociales, debe utilizarse con cuidado en situaciones como las de América latina. En efecto, esta distinción, bien fundada teológicamente, es necesaria para recuperar la peculiaridad de lo cristiano; pero es manipulable y no siempre se acomoda a la realidad de una Iglesia de los pobres. Puede servir para menospreciar las auténticas necesidades de un estadio cultural y puede también desencarnar la fe, deshistorizarla, ya sea convirtiéndola en algo puramente individual y puramente comunitario y no estructural, ya sea amputando la necesidad de que la fe se encarna en forma «también» religiosa, como lo exige el carácter «corpóreo» de la realidad social. El acento centroeuropeo de la fe frente a la religión supone, sin duda, una recuperación de dimensiones fundamentales, pero tiene el peligro de la subjetivación e idealización individualista y el peligro también de convertirse en una opción para élites. A estos peligros, una auténtica Iglesia de los pobres debe responder entendiendo y practicando la fe
4. En consecuencia, esta Iglesia de los pobres no debe convertirse en una nueva forma de elitismo. El concepto mismo de «Iglesia de los pobres» rebasa el elitismo de quienes plantean el cristianismo como un modo de ser alquitarado que sólo podrían gustar los exquisitos o que sólo podrían poner en práctica los perfectos. La Iglesia de los pobres no cierra a nadie sus puertas ni reduce la plenitud y la universalidad de su misión. Debe siempre conservar la plenitud de su fuerza, aunque esto signifique locura para unos y escándolo para los otros. Pero tampoco debe dar lugar a otra forma de elitismo: aquella que pasa de todo el pueblo a una parte más concientizada de él, y de esta parte más concientizada a lo que puede estimarse como su vanguardia más comprometida, y de esta vanguardia comprometida a los dirigentes verticales, que orientan desde arriba con esquemas preestablecidos y se hacen monopolizadores dogmáticos de lo que son las necesidades populares y de cuál es el modo y el ritmo de resolverlas. Se prefiere entonces el éxito llamativo y rápido de la acción política, antes que el crecimiento lento de la semilla evangélica sembrada en su tierra propia y cuidada con esmero. Ante estas distintas formas de elitismo, la alternativa de la Iglesia de los pobres no constituye ni opio adormilante ni droga estimulante. La fe cristiana no tiene por qué ser opio eternal, pero tampoco excitante apocalíptico o milenarista; es una semilla
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pequeña que poco a poco puede convertirse en un gran árbol capaz de albergar a todos los hombres. Las prisas revolucionarias y los escatologismos desesperados respetan tan poco la realidad popular como la realidad eclesial. Y no es justo ni evangélico confundir el paso del individuo selecto, elitista, con el paso del pueblo real. La poca fe y confianza en el potencial salvífico de la predicación de Jesús hace que fácilmente se pase del seguimiento histórico de Jesús a la acción puramente política. Acción que puede estar plenamente justificada, acción que debe ser modelada conforme a planteamientos técnicos muy rigurosos, pero que no es sin más la fe cristiana y que no puede ser su sustituto, aunque a veces pueda ser su signo encarnatorio en una determinada situación. Quedaría por analizar si en el propio evangelio no aparece un cierto elitismo: pueblo, seguidores, discípulos, apóstoles, los tres, Pedro, etc. Pero como quiera que se resuelva este difícil problema, cabría suponer que nunca el evangelio desconoce un respeto sin límites por lo que en cada momento puede dar de sí un determinado grupo social. Si la Iglesia de los pobres debe configurarse según toda la plenitud y la energía de la fe cristiana, cada uno de los grupos humanos dentro de ella y, sobre todo, cada una de las personas, debe contar con el infinito respeto con que Jesús ejerció su ministerio de evangelización, siempre que no se daba una positiva opresión del hombre por el hombre. No quisiera terminar estas reflexiones sobre la Iglesia de los pobres como sacramento de liberación sin recoger lo que sentían ¡os campesinos evangelizados por un profeta de la Iglesia de los pobres, el padre Rutilio Grande, mártir de esa Iglesia, que por dar testimonio activo de la fe cristiana murió acribillado por las balas de los opresores. He aquí algunos testimonios.
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fueron los primeros en levantar esa comunidad, por eso esas comunidades se sienten bien levantadas de espíritu evangélicamente, porque se adquirió bien a fondo cuando el padre Rutilio llegaba a dar sus misas. Por eso esas comunidades han crecido en número. Cuando él formó esas comunidades, dejó una cantidad de delegados que eran unos ocho. Ahora la comunidad ha llegado a ser 18 delegados, pero delegados que sí han entendido qué es ser seguidores de Cristo y que no hay que pararse por alguna cosa que se inventan en este mundo oprimido. El padre Grande con sus misioneros también nos iluminaron que era bueno celebrar la fiesta de nuestros productos que cosechamos como era el maíz... En esa fiesta no había distinción de saco, de buen calzado, o que anduvieran descalzos o que anduvieran con caitillos de ruedas de hule; ahí todos éramos iguales, ahí no había diferencia de clases. El reto que nos hace la muerte de Rutilio es seguir adelante, no desmayar. Ver bien claro la posición de este hombre, un mártir y un profeta de la Iglesia. Debemos mantener esta posición que este profeta mantuvo y, si es posible, dar la vida por el servicio a los demás, porque para ver el fruto tiene que morir el grano.
La meditación sobre estas palabras de fe viva daría para muchísimas reflexiones. Muestran bien lo que puede ser una Iglesia de los pobres como sacramento de liberación universal, de la que sólo quedan fuera aquellos mismos que quedaron fuera cuando Jesús murió por todos los hombres, a quienes, como Jesús, Rutilio Cirande perdonó también al morir porque no sabían lo que hacían.
Yo pienso que Rutilio ha cumplido con su misión sacerdotal..., había entendido el compromiso cristiano que Dios manda que cumplamos todos los hombres. Este compromiso él lo hacía sirviendo a los demás; se relacionaba con la gente humilde del campo y de la ciudad, enseñando cuál es el verdadero camino de un cristianismo que hay que demostrar ante los demás. Comenzó a desarrollar una línea, a ponerla en práctica con los delegados, y luego fue abriendo un camino cristiano, comprometiéndose con el pueblo, hasta que un día lo vimos morir por las balas asesinas del enemigo, que no quiso que él siguiera trabajando con su pueblo... llevándolo al camino que Cristo quería indicar. Se relacionaba con la gente humilde para enseñarle que el evangelio se vivía en la lucha, no para dejarlo en el aire, sino para poder salir de la injusticia, de la explotación y de la miseria. Por eso los enemigos del pueblo decidieron matarlo junto a su pueblo. Como el trabajo del padre Rutilio Grande y los demás padres misioneros
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Ramón
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INTRODUCCIÓN
El término «evangelizacion» es complejo. Nominalmente podríamos definirlo como comunicación de una buena noticia. Pero son diversas las realidades que convergen para hacer que la buena noticia sea noticia y sea buena: su origen, su contenido, su portador, su receptor, qué es lo que hace que esta noticia sea buena para este receptor, etc. Por otro lado lo que aquí pretendemos esclarecer de alguna manera no es la evangelizacion en general, sino la evangelizacion cristiana. No cualquier «buena noticia» que se anuncia es cristiana, como tampoco es cristiano cualquier modo de anunciarla \ 1.
Importancia del tema
La importancia del tema es crucial. Por eso se plantea con tanta insistencia en las comunidades vivas de la Iglesia, sea en forma directa sea en forma de pregunta sobre la misión de la Iglesia, la misión de la vida consagrada, o de las comunidades de base, o de la parroquia... También el magisterio oficial de la Iglesia le dedica especial atención: el sínodo de 1974, la Evangelii nuntiandi, la conferencia de Puebla, el enfoque dado a la celebración de los quinientos años de evangelizacion de nuestro continente, en el cual
1. Este artículo es la reelaboración de una ponencia presentada ante las religiosas de la Congregaron de Notre-Dame en el «Congreso sobre la misión» tenido en Montreal del 29 de julio al 3 de agosto de 1988.
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se enfatiza la «nueva evangelizacion», no son sino expresiones de una honda preocupación 2 . Y no podía ser de otra manera si, como lo dice el sínodo de 1974 y lo recoge la Evangelii nuntiandi, «la tarea de la evangelizacion de todos los hombres constituye la misión especial de la Iglesia», y si, como insiste Pablo VI, «evangelizar constituye en efecto la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar» (EN 14). Está, pues, claro que en la evangelizacion se está jugando la razón de ser de la Iglesia y, dentro de ella, la de la vida consagrada y la de todos los movimientos de vida cristiana. Por ello la evangelizacion no es un tema más entre los varios que se pueden y deben tratar, sino que es el tema central. Al preguntarnos por lo que significa evangelizar nos estamos preguntando por la esencia misma de la Iglesia. Pienso que esto está ya muy claro en la conciencia de la Iglesia y en nuestra propia conciencia como hombres y mujeres que buscamos vivir nuestra vocación cristiana y eclesial en la vida consagrada. Pero quizás deberíamos clarificar más lo que esto exige de la Iglesia y de las diversas instituciones eclesiales.
evangelizando. El Espíritu Santo que hace nacer a la Iglesia se da como fuerza para la realización de esta misión: Y soplando sobre ellos les dijo: «como el Padre me envió yo los envío a ustedes» (Jn 20, 21). Recibirán una fuerza, el Espíritu Santo, que descenderá sobre ustedes, para ser testigos míos en Jerusalén, en Judea, en Samaría, hasta los confines de la tierra (Hech 1, 8).
Se trata de dar testimonio de Jesús, evangelio definitivo de Dios. El más antiguo de los evangelios que conocemos se titula así: «Comienzo de la buena noticia de Jesús, el Cristo» (Me 1,1). Pero no debemos olvidar que antes que ser el Cristo proclamado es el Jesús que proclama, el Jesús que evangeliza. Es mérito de la Evangelii nuntiandi iluminar el tema de la evangelizacion a partir de Jesús «el primero y más grande evangelizador» (EN 6). Esto lleva a entender la evangelizacion no en abstracto, sino desde la concreción histórica de Jesús de Nazaret. Es mirando a Jesús como la Iglesia aprende a ser evangelizadora.
II.
2.
JESÚS Y LA EVANGELIZACION
Dificultades y exigencias
Hoy encontramos especiales dificultades para evangelizar el mundo moderno, pero si queremos ser honrados debemos preguntarnos: ¿esas dificultades provienen únicamente de las resistencias y obstáculos peculiares del mundo de hoy, como pueden serlo el ateísmo, el secularismo, el consumismo, el hedonismo y todos los demás «ismos» que podemos seguir añadiendo? ¿o provendrán también de una Iglesia que no ha sabido configurarse ella misma y estructurar su pastoral de un modo que potencie su capacidad de transmitir creíblemente a los hombres y mujeres de hoy la buena noticia de Jesús? Nadie niega que un mundo cambiado exige nuevas formas de evangelizar, pero ¿no exige también un nuevo modo de ser Iglesia, y para nosotros, dentro de ella, un nuevo estilo de vida consagrada? ¿cómo ser buena noticia para el mundo de hoy? La Iglesia no es una Iglesia que se constituye primero como tal y después, ya constituida, recibe el evangelio para transmitirlo. De ninguna manera. La Iglesia es constitutivamente misión y su misión es evangelizar. La Iglesia de Jesús se define y constituye como tal 2. En adelante citaremos con frecuencia los dos más importantes documentos eclesiales sobre el tema: Pablo VI, Evangelii nuntiandi, Roma, 1975 (EN); y 111 Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, La evangelizacion en el presente y el futuro de América latina, Puebla, 1979 (Puebla).
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1.
El principio y fundamento
de la evangelizacion
Lo que hay que aprender en primer lugar es qué es lo primero en la evangelizacion. Lo primero no simplemente en el sentido temporal, sino en un sentido radical: qué es lo más fontal, la raíz de que brota y que al mismo tiempo sostiene y nutre todo el proceso evangelizador; su principio y fundamento, es decir, aquello que fundamenta y origina la evangelizacion siendo principio de un modo de ser y de actuar que, precisamente por tener tal fundamento, se hace buena noticia. Cuando Jesús propone la parábola del samaritano al escriba que pregunta por el mandamiento primordial nos da importantes pistas para comprender lo que significa evangelizar, constituirse en buena noticia. Para aquel hombre, asaltado por los bandoleros en el camino de Jericó y abandonado allí medio muerto, no fue buena noticia el sacerdote que lo vio, dio un rodeo y pasó de largo; ni lo fue tampoco el levita que pasó después. Quien sí fue buena noticia fue el samaritano, quien fue capaz de captar su necesidad, dejarse afectar por ella y actuar eficazmente para salvarlo de ella. Voy a analizar un poco más detenidamente lo esencial de esta parábola. Tirado en el camino está ese hombre malherido y a punto de perder una vida que se le escapa. De pronto aparece el samaritano y, nos dice textualmente el evangelio, «al verle tuvo 157
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compasión y acercándose vendó sus heridas echando en ellas aceite y vino, y, montándole sobre su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él». Todo comienza con la expresión «viéndole», el gesto de mirar, la toma de conciencia de que ahí hay una presencia. Pero esa toma de conciencia de esa presencia sufriente y necesitada, no es por sí sola generadora de esperanza y gozo, no es buena noticia. También el sacerdote y el levita que pasaron antes «vieron», pero el modo de mirar, lo que hay detrás de esa mirada no es capaz de impulsar los pasos subsiguientes que dan origen a la buena noticia: «y viéndolo, dieron un rodeo y pasaron de largo». No basta mirar, es fundamental lo que detrás de la mirada se esconde y que genera distintas maneras de mirar, ojos diferentes, en el samaritano y en los dos servidores del templo. Estos miran insolidariamente, desde la distancia, sin dejarse afectar por la situación del otro, que en el fondo no les importa lo suficiente como para hacer el esfuerzo de alterar sus planes de viaje y acercarse. No hay amor compasivo, capacidad para dejarse preocupar por la suerte del otro y, ante su precariedad, ocuparse de él. Muy distinta es la mirada del samaritano. Mirada de quien está abierto a la situación de los otros, porque tiene un corazón solidario, porque es capaz de amor comprometido. Como consecuencia de ello lo que su mirada capta de sufrimiento, de realidad acuciante, le afecta y le afecta de tal manera que «sintió compasión». Lucas emplea aquí el verbo griego splanchnizomai, que repetidas veces aplican los evangelios a Jesús. Significa literalmente conmoverse las entrañas. Y las entrañas se conmueven cuando en ellas ha entrado algo extraño que las irrita, algo que hay que acabar expulsando para quedarse tranquilo. Es compasión en el sentido fuerte de la palabra. La solidaridad con el otro lleva a identificarse con él de forma tal que su dolor, su pasión, se hacen propios (com-pasión) y de tal manera me duelen que se me hacen insoportables: hay que aliviarlos, hay que hacer algo por cambiar la situación de sufrimiento. De ahí brota la acción, como un hacer algo que pone remedio al dolor del otro que es también mi dolor. En consecuencia, con esto nos dice la parábola que el samaritano «se acercó». La identificación solidaria con el otro le lleva al movimiento de acercarse, de hacerse próximo al otro, entrar en su mundo para poder conocer mejor su necesidad y actuar sobre ella. Pero esto exige salir del propio mundo, de los propios intereses y preocupaciones, alterar los propios proyectos, para acomodarse a lo que el servicio a la vida del otro reclama. El samaritano deja de lado sus planes de viaje para entrar en la realidad doliente del herido, ocuparse de él y llevarlo a la curación, a la vida. Ha sabido hacerse buena noticia para el hombre asaltado por los ladrones. La única gramática por medio de la cual se puede expresar la buena noticia cristiana es la gramática del amor misericordioso, la
gramática de la solidaridad con el otro. Y en la raíz, en el origen frontal de esa buena noticia están las entrañas de misericordia. Es significativo que esta forma de actuar, que Jesús presenta como modelo («haz tú lo mismo»), no hace sino reflejar lo que es el modo mismo de hacer de Jesús. Llama la atención el gran número de veces en que el evangelio nos describe la actividad de Jesús a través de una secuencia de tres gestos que se enlazan inseparablemente entre sí: «fijando en él su mirada, lo amó y le dijo...» (Me 10, 21), «vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos» (Mt 14, 14). Antes de la palabra o de la acción, el gesto de mirar, expresión de un corazón misericordioso, preocupado por calar la realidad como es, en su crudeza, sin escamotear nada. Y cuando esa situación en que se encuentra el otro es una situación doliente, el corazón se deja afectar por ese dolor y la mirada se hace compasión: esplanchnistbe, «se le conmovieron las entrañas». Por otro lado, es lo más frecuente que esa mirada recaiga en lo que los evangelios denominan óchlos, «muchedumbre, gentío». Ya en el capítulo cuarto, en el comienzo mismo de la vida pública de Jesús, cuando el evangelista Mateo presenta uno de esos sumarios que después se repiten y que recogen lo más fundamental de la actividad mesiánica de Jesús, leemos textualmente:
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Su fama llegó a toda Siria y le traían todos los pacientes aquejados de enfermedades y sufrimientos diversos: endemoniados, lunáticos, paralíticos, y los sanó. Y lo seguía una gran muchedumbre, de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y del otro lado del Jordán (Mt 4, 24-25).
Marcos, en el capítulo 3, nos describe todavía más esa multitud que acosa a Jesús hasta el punto de que pide que le preparen una barca para que no lo opriman, «pues habiendo curado a muchos, cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarle» (Me 3, 10). Se trata indudablemente de una multitud doliente, una multitud de harapientos, de necesitados y enfermos que en Jesús descubren algo que despierta en ellos la esperanza: algo hay en Jesús que les dice que su realidad de sufrimiento puede ser transformada, que las cosas van a cambiar. Eso los lleva a buscar a Jesús ansiosamente hasta el punto de abalanzarse sobre él y oprimirlo y no dejarle ni siquiera, como algo más adelante describe el evangelista, espacio para comer. Incluso cuando, buscando un momento de respiro, pide Jesús que lo pasen en barca al otro lado del lago, allí está ya la multitud esperándolo. «Y al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos» (Mt 14, 14). Este es el mundo al cual Jesús se acerca, al cual entra, por cuya realidad se deja afectar, y en cuya transformación se compromete.
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Cuando los discípulos de Juan le preguntan si es él el que ha de venir, su respuesta es «vean y den testimonio de lo que han visto y oído». Y ¿qué es lo que han visto y oído? Que ya la realidad se transforma: «los cojos andan, los ciegos ven, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (cf. Mt 11, 3-6). Hay un cambio de realidad que es generador de vida y por ello mismo generador de esperanza. Es la compasión que busca efectivamente cambiar lo que no deja que el otro viva. 2.
La «buena noticia» de la encarnación
Al pretender comprender lo que significa la buena noticia desde la perspectiva del misterio global de la encarnación, nos encontramos con la misma raíz de donde brota la posibilidad de la buena noticia: la misericordia. Cuando san Ignacio de Loyola en sus Ejercicios espirituales presenta la contemplación de la encarnación, un pasaje que es clave para comprender la espiritualidad ignaciana y de los jesuítas, contrapone como en dos planos diferentes, por un lado, el mundo empecatado y, por otro lado, el Dios trinitario que mira a ese mundo. Es un mundo insolidario, un mundo perdido, un mundo sin esperanza. Y Dios mira a ese mundo del único modo con que Dios sabe mirar: con mirada de Padre, con una mirada que surge de la preocupación amorosa por lo que pasa en el mundo. Y a pesar de lo que esa mirada ve, y precisamente por lo que ve, brota en el corazón de Dios, por hablar de alguna manera, la ternura compasiva, se conmueven las entrañas misericordiosas de Dios. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo único» (Jn 3, 16). Y san Pablo dirá: «la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rom 5, 8). La respuesta de Dios a este mundo tirado en el camino, a este mundo agonizante con una muerte sin esperanza es, como en la parábola del samaritano, acercarse al mundo, entrar en el mundo: «el verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros» (Jn 1, 14). Es el amor que se acerca todo lo que es posible acercarse a nuestra historia de insolidaridad, dolor y frustración, pero no para dejarla tal cual está, sino para transformarla, para hacer que sea lo que debe ser. Ya no será posible encontrar a Dios al margen de la historia y de la lucha por hacerla transparencia de Dios, historia de salvación. Así la buena noticia existe simplemente porque Dios es un Dios con entrañas de misericordia, un Dios que busca nuestro bien no porque nosotros seamos buenos, sino porque él es bueno, que nos ama no porque seamos amables, sino porque él es amor. Y esa misericordia actúa a través del acercamiento, a través del hacerse solidario, del identificarse con aquel a quien se ama y que recibe 160
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así la buena noticia de que algo fundamental va a cambiar en su situación. San Pablo describe ese movimiento con la expresión del anonadamiento, del rebajamiento. Es entrar en el mundo pequeño de otro, asumir la limitación de la carne humana. La palabra increada, que estaba junto a Dios, que era Dios, se hace ahora palabra humana, se expresa en arameo, se encarna en una cultura concreta, entra en la historia de un pueblo. Y este movimiento supone además un momento de pasividad: hacerse carne es dejarse dar carne. En todo acercamiento hay un momento de recepción, de dejarse enseñar por el otro, que me da su realidad. En el seno virginal de María, el Verbo se deja dar cuerpo, cuerpo histórico y humano. Y esa carne humana nacerá, como toda carne humana, pequeña y limitada. El niño recién nacido, quien, envuelto en pañales como símbolo de su debilidad, necesita ser criado y enseñado, quien tiene que ser ayudado a «crecer en edad, sabiduría y gracia», expresa con imponente plasticidad lo que encarnarse significa. Tanto Mateo como Lucas, los dos evangelistas de la infancia, dan gran importancia, aunque en contextos diferentes, a la genealogía de Jesús. Genealogías que para el lector moderno resultan aburridas y carentes de especial significado representan, en la mentalidad de los evangelistas, la manera de expresar que la encarnación exige insertarse en la vida de un linaje, de un pueblo concreto, en este caso el judío, del que se recibe la historia, la cultura, y de cuyo destino uno se hace parte. Tomar cuerpo real es incorporarse a las luchas y esperanzas de un pueblo en marcha. El autor de la carta a los Hebreos describe con tremenda fuerza este movimiento solidario de la encarnación afirmando de Jesús que «ha sido probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4, 15). La importancia que tiene en Jesús este momento de pasividad —dejarse dar cuerpo, dejarse dar cultura, dejarse dar identidad— queda resaltada con esos más de treinta años de silencio y oscuridad en Nazaret, en que todo lo que hace Jesús es simplemente ser uno más dentro de la realidad de su pueblo. Sólo después que se ha dejado dar palabra, que se ha impregnado del modo de ser de su pueblo, sale, movido por el Espíritu, a realizar de manera abierta su actividad mesiánica. Y todavía su primer gesto público será solidarizarse con el pueblo pecador y, como uno más entre ellos, recibir de manos de Juan el bautismo de penitencia. 3.
Ser «buena noticia» en un mundo parcialidad hacia los pobres
dividido:
Pasando ahora a fijarnos en la actividad pública de Jesús, parece bastante claro que el horizonte fundamental dentro del que toda 161
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ella se desarrolla es lo que Jesús llama el reino de Dios. Como constatan los evangelios sinópticos, lo que Jesús proclama es el reino de Dios como realidad que viene y que al irrumpir en la historia la va a cambiar de raíz. El hecho de que el centro de la predicación de Jesús no es Dios sin más, sino el reino de Dios, tiene particular importancia. El Dios de Jesús no es un Dios que se desentiende de lo que acontece en el mundo. Por el contrario, se preocupa por lo que sucede en la historia y le importa y afecta la situación de la humanidad, hasta el punto de que, como acabamos de considerar, se hace mediante la encarnación parte de esa historia. Pero éste es un mundo dividido, y en un mundo dividido la buena noticia tiene que ser necesariamente parcial. No suena de la misma manera en los oídos de todos. Ya en el contexto judío, en el cual Jesús realiza su misión, el anuncio del reino que se acerca evoca la presencia de un Dios que viene a hacer justicia, a hacer que las cosas sean como deben ser. En toda sociedad hay fuertes y débiles, poderosos e impotentes. La insolidaridad del corazón del hombre hace que las más de las veces el poderoso utilice su fuerza para aprovecharse del débil, profanando su dignidad y conculcando sus derechos. El débil no tiene cómo defender su derecho; sólo le queda o morir o resignarse a soportar la opresión y el abuso que le impone el egoísmo del poderoso. Esto desencadena una lógica histórica en la cual el poderoso se hace cada vez más poderoso a costa de hacer que el débil sea cada vez más débil y sometido a la arbitrariedad del fuerte. La idea de un rey justo, que viene a ejercer efectivamente su soberanía, supone que va a venir a establecer la justicia defendiendo el derecho del pobre y débil, que no tiene recursos para hacerlo valer. En esto precisamente consiste su calidad de justo. Y esto es precisamente lo que en la mentalidad de los israelitas que escuchan a Jesús evoca la expresión hebrea malkuth Yahwéh, reinado de Yahvé. El pueblo de Dios experimentó la acción justiciera de Dios al ser liberado de la esclavitud de Egipto. Pero cuando dentro del mismo pueblo de Israel aparecen los abusos opresores, la escandalosa división entre pobres y ricos, también entonces Yahvé sale en defensa del débil —el huérfano, la viuda, el emigrante, el asalariado, el pobre...— para hacer respetar su derecho. Hasta tal punto se muestra Dios parcializado hacia el lado de los pobres —y no sólo en los libros proféticos— que no faltan en el Antiguo Testamento textos que nos describen a Yahvé no tanto como juez que da sentencia, sino como parte litigante que asume en el tribunal la defensa del pobre y oprimido y acusa al rico opresor. Basta una rápida lectura del Salmo 72, salmo de entronización real, para captar lo que entiende por un rey justo: 162
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El hará justicia a los humildes del pueblo. Salvará a los hijos de los pobres y aplastará al opresor. ...liberará al pobre suplicante, al desdichado, al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre; el alma de los pobres salvará.
Por ello, cuando Jesús anuncia que viene el reino de Dios, lo que está anunciando es el ejercicio de la soberanía misericordiosa de Dios, que en un mundo injusto toma la forma de implantación de la justicia, reconocimiento efectivo de los derechos de los empobrecidos. Esto va a suponer un cambio radical de situación para los pobres, condenados hasta ahora a condiciones inhumanas de vida, a morir y ver morir a los suyos antes de tiempo, por causa, en definitiva, de la prepotencia y explotación de los poderosos. Y esto, desde luego, no puede menos de sonar como buena noticia, como una gran noticia, en los oídos de los pobres. Aquí radica el sentido del «dichosos ustedes los pobres, porque para ustedes es el reino de Dios». Significa el anuncio del fin de su opresión injusta, fuente de tanto sufrimiento y muerte. Las cosas van a cambiar, y van a cambiar para bien. De este modo el hecho de que cambie realmente la situación de los pobres, de que se sequen las lágrimas del que llora, de que los pobres salten de gozo ante la buena noticia que trae Jesús, se convierte en la presentación programática de su misión y en el criterio fundamental para reconocerlo como mesías: Yo para esto he sido enviado (Le 4, 43). El Espíritu santo está sobre mí, porque me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres (Le 4, 18). Vayan y díganle lo que han visto y oído (Mt 11, 4).
Si lo que se proclama no es buena noticia para los pobres, no es el evangelio de Jesús. Por eso, la primera resonancia que el anuncio de reino produce en los pobres es de alegría y dicha. Vendrá también después la llamada a ser congruentes con los valores del reino que viene, dejándose llenar y transformar por el amor misericordioso de Dios, pero lo primero es sentir el consuelo de esa presencia que pone fin a las causas de su aflicción. La primera palabra que la mujer adúltera oprimida escucha de Jesús es «nadie te ha condenado, vete». Pero ser beneficiado por la misericordia de Dios es llamada a hacerse misericordioso; la siguiente palabra es: «en adelante no peques más» (Jn 8, 11). 4.
El dilema de los ricos
Pero este cambio de situación de los pobres debe realizarse en un contexto en el que la relación entre pobreza y riqueza es causal y 163
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dialéctica. Los pobres son, antes que nada, empobrecidos por causa del acaparamiento y explotación de los ricos; y los ricos son enriquecidos a costa del empobrecimiento y miseria de las grandes masas. Liberar a los pobres dándoles acceso a las condiciones de vida que corresponden a su dignidad humana y de hijos de Dios, supone sacrificar los privilegios de los ricos opresores. Por eso, ante la noticia de que el reino de Dios viene, el rico se siente interpelado y llamado a acoger la benevolencia justiciera de Dios dejándose re-crear y transformar por ella en hermano y persona solidaria. «Conviértanse y crean la buena noticia» (Me 1, 15). Sólo la conversión, metanoia, cambio de mentalidad, ojos nuevos para ver la realidad con el amor solidario con que Dios la mira, puede hacer que la cercanía del reino suene en los oídos del rico como buena noticia. Conversión al Dios que viene en gratuidad y benevolencia a rehacer las cosas, al Dios del reino. Pero convertirse a este Dios es convertirse al pobre y a su causa: «lo que hagan a uno de estos a mí me lo hacen». Y esta conversión es dura, es un cambio terriblemente radical que exige el descentramiento de uno mismo, salir de la óptica de los propios intereses y privilegios individuales, de clase o de nación, para ponerse de parte de los intereses del pobre. «Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien le devolveré el cuadruplo» (Le 19, 8). En ese momento el reino de Dios se hace buena noticia para Zaqueo y la salvación entra en su casa. Pero ¿qué sucede cuando el privilegiado que monopoliza el tener, el saber y el poder, utiliza su fuerza para retener ávidamente sus privilegios y se niega a convertirse a este Dios solidario con el pobre? Jesús plantea con crudeza la disyuntiva ineludible: «no pueden servir a Dios y a las riquezas». Ante la palabra, llena de amor, de Jesús que le pide «anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres», el joven rico «se entristeció y se marchó apenado, porque tenía muchos bienes» (Me 10, 21-22). La palabra de Jesús se hace para él mala noticia que produce tristeza. Pero todavía peor, la cercanía del reino que viene a cambiar el estado de cosas en favor de los pobres, se presenta como amenaza a los intereses del rico. Interfiere con la ley del más fuerte, con la ley del egoísmo. Y el rico que se aferra a sus privilegios no lo puede permitir: o habrá que quitar al evangelio esas peligrosas aristas y reducirlo a un discurso espiritualista que para nada afecta a la realidad o habrá que silenciarlo de modo definitivo. La vida de Jesús está marcada por el conflicto con los poderes socio-religiosos y políticos de su tiempo. Es consecuencia de su terca insistencia en no anunciar un Dios sin reino, sino un Dios comprometido con la vida de los pobres. La interpelación religiosa se hace al mismo tiempo interpelación social, y por ello subversión, que busca reestructurar la sociedad al modo como Dios la quiere. Los
poderes del mundo entablan una guerra a muerte contra esta forma de concebir a Dios, contra esta buena noticia de los pobres. Jesús terminará siendo crucificado. ¿Cómo es posible que la bondad de Dios actuando humanamente en Jesús provoque ese rechazo y agresividad hasta la muerte y muerte de cruz? La parábola del buen pastor resulta iluminadora a este respecto. Buen pastor es el que se preocupa por la vida de las ovejas y, precisamente porque se preocupa, se ocupa de protegerlas eficazmente en su debilidad. Pero la calidad de bueno del buen pastor se manifiesta y verifica en que «da la vida por sus ovejas». Como que ocuparse por la vida de las ovejas y dar por ellas la vida son inseparables, son los rasgos esenciales del buen pastor. Pero ¿por qué? Porque existen lobos que se nutren de la muerte de las ovejas. Cuando el pastor bueno se interpone para defender a las víctimas, la fuerza destructiva del lobo se vuelve contra él. No porque le importe directamente el pastor, sino simplemente porque no lo deja caer sobre su presa. Si, como el mercenario, el buen pastor pudiera ser comprado o atemorizado no habría por qué acabar con él. Pero buen pastor es el que, como decía monseñor Romero y lo hizo realidad con su propia sangre, «no quiere seguridad mientras no le den seguridad a su rebaño».
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5.
Palabra y hechos: la contextura de la evangelización
Después de habernos detenido, aunque sea brevemente, en lo que es el contenido fundamental de la evangelización y en cómo ese contenido afecta a su portador y a sus destinatarios, digamos ahora una palabra sobre el modo concreto de realizar la tarea de la evangelización. Hemos recalcado insistentemente que lo primero es la misericordia, el amor que se deja afectar por la situación del otro. Tras el gesto de ver y dejarse conmover por lo que ve, el impulso solidario de Jesús busca poner remedio a la acuciante situación del otro, comunicar vida a quienes no se permite vivir. Pero ¿cómo realizar este empeño? Los sumarios con que los sinópticos sintetizan la actividad evangelizadora de Jesús contienen esta descripción fundamental: «recorría..., proclamando la buena noticia del reino, curando toda enfermedad y dolencia». La proclamación verbal de la buena noticia ha sido la forma usual, y hasta hace poco prácticamente exclusiva, de entender la evangelización. Sin duda que la trasmisión del mensaje evangélico por la predicación, la catequesis, la celebración litúrgica, etc., es elemento esencial de la tarea evangelizadora. Es la palabra la que ilumina el sentido de lo que acontece, es la palabra la que lleva al oído la buena noticia e invita a
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acogerla por la conversión, es la palabra la que explicita y celebra la presencia de Dios oculta en el curso de la historia, es la palabra que desenmascara y denuncia a las fuerzas del antirreino que se resisten a su fuerza transformadora. Pero para ser evangelizadora, buena noticia, la palabra debe ser eficaz; palabra que realiza ya de alguna manera lo que anuncia, palabra existencial que se encarna, como el Verbo increado, en la historia y la transforma desde dentro. En Jesús la palabra va acompañada de gestos concretos que la realizan transformando la realidad y comunicando efectivamente vida: «los cojos andan, los ciegos ven, los muertos resucitan». Son estos hechos los que dan credibilidad a la palabra, como liberan de la opresión, aunque no sean la liberación final y plena de todas las servidumbres; que son presencia actuante del reino, aunque no sean la irrupción escatológica y definitiva del reino. Pero palabra y hechos son las dimensiones esenciales a través de las cuales toma cuerpo histórico lo que es la realidad primaria de toda evangelización: el amor compasivo y misericordioso. Es este amor el que se hace unas veces palabra y otras obra o ambas al mismo tiempo, atendiendo a la situación concreta de los destinatarios. De nuevo resulta iluminadora la insistencia con que los evangelistas asocian al gesto de ver toda la actividad de Jesús, incluso la predicación o la interpelación personal: «viendo a la muchedumbre... les enseñaba diciendo...», «mirándole lo amó y le dijo...» Evangelizar no es repetir o hacer memorizar fórmulas estereotipadas, por logradas que parezcan. Evangelizar es pronunciar la palabra que se necesita, la palabra que resulta buena noticia en la situación existencial donde se encuentra el destinatario. Evangelizar es transformar la realidad de modo que el otro pueda vivir la vida que le corresponde como persona humana e hijo de Dios. Si la insistencia va a recaer más sobre la palabra o sobre los hechos dependerá de la realidad misma donde se trata de hacer efectiva la presencia de la bondad de Dios. Ante la figura inconsciente que el samaritano encuentra en el camino, no parece que en un primer momento sea útil la palabra, sino la actuación para salvar esa vida y curar sus heridas. Pero llegará un momento en que las palabras podrán ser escuchadas y ayudar a iluminar el sentido hondo de unos hechos en los cuales se ha hecho presente, aunque esa presencia haya sido hasta entonces ignorada, el amor misericordioso de Dios actuando salvadoramente a través del que ha sabido hacerse hermano. Ambos, palabra y hechos, son la expresión concreta e histórica de lo que Jesús es: transparencia en carne humana de la misericordia de Dios; amor preocupado que viene a liberar y comunicar vida. De Jesús se dice que «recorría» los lugares; su amor no se queda quieto, sino que es amor impaciente del que fluye una 166
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manera de ser y de actuar que ya en sí misma es buena noticia. El que Jesús sea así, que hable como habla, que acoja como acoge a los pobres y pecadores, que se enfrente como se enfrenta con los poderes del mundo, que se fatigue y afane recorriendo los caminos de Palestina, que perdone como perdona a la pecadora, a los que le crucifican, que muera como muere y resucite como resucita, en una palabra, que Jesús sea como es, es una buena noticia, porque en su humanidad, en lo que es, aparece el ser mismo, la bondad misma y ternura de Dios: «quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9). El Dios que se ve en Jesús, no es el Dios arbitrario que impone temor y castiga al que viola el orden establecido, sino el Dios cercano y acogedor que quiere ante todo que todos los hombres vivan, pero sobre todo aquellos a quienes las estructuras pecadoras del mundo no dejan vivir: los pobres y pequeños de la tierra. Por eso, todo el acontecimiento Jesús es buena noticia.
III.
ANTE EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
Creo que lo que hasta aquí llevamos dicho esclarece bastante el camino que como evangelizadores debemos recorrer. Vamos, con todo, a tratar de explicitar algunos aspectos que pueden ser más relevantes en nuestro contexto actual. 1.
Las características del mundo de hoy
Sin pretender, ni mucho menos, ser exhaustivos, vamos a recorrer sumariamente algunos de los rasgos característicos de este mundo contemporáneo nuestro en el cual debemos desarrollar nuestra vocación evangelizadora. En primer lugar, está el fenómeno de la planetarización de la historia. El enorme adelanto de las comunicaciones ha acortado de tal manera las distancias que, por primera vez, podemos hablar con propiedad de una humanidad, una historia, de problemas sociales, económicos y políticos comunes a toda la humanidad. Se toma una decisión en el Kremlin o en la Casa Blanca y se producen miles de muertos e ingentes sufrimientos en Afganistán, Centroamérica, Angola o el Medio Oriente. Estornuda el presidente de Estados Unidos y se estremecen los grandes centros bursátiles de Europa, Asia o las Américas. Se aferra el Fondo Monetario Internacional a una política económica y son lanzados al desempleo y al hambre cientos ele mineros y trabajadores en Bolivia, Brasil o Argentina. La proliferación de organizaciones internacionales, encabezadas por la Organización de las Naciones Unidas, expresan claramente la extensión e importancia de este fenómeno. 167
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Junto con esto, el acelerado avance de las ciencias y las tecnologías que llevan al espectacular dominio que de la naturaleza está adquiriendo la humanidad. La tecnificación que esto permite está trayendo indudables mejoras a la calidad de la vida de muchos hombres y mujeres y levanta renovadas esperanzas en los otros. Pero, por otra parte, es una tecnología monopolizada y celosamente custodiada —al menos en sus niveles más avanzados— por las sociedades más poderosas. Esto lleva a un aumento de la distancia que separa a fuertes y débiles y a la aparición de nuevos instrumentos y formas de opresión y explotación. Es este un mundo subdesarrollado y con una impresionante oferta de bienes de consumo y de servicio, pero en el cual hay más pobres que nunca. En su reciente encíclica social 3 , Juan Pablo II afirma: Dejando a un lado el análisis de cifras y estadísticas, es suficiente mirar la realidad de una multitud ingente de hombres y mujeres, niños, adultos y ancianos, en una palabra, de personas humanas concretas e irrepetibles, que sufren el peso intolerable de la miseria. Son muchos millones los que carecen de esperanza debido al hecho de que, en muchos lugares de la tierra, su situación se ha agravado sensiblemente (SRS 13).
Este desarrollo insolidario no ha sido capaz de, teniendo las posibilidades técnicas para ello, erradicar la miseria que condena a muertes tempranas a tantos y tantos millones de seres humanos. Este mundo está marcado por la insolidaridad y la desconfianza de unos para con otros. Un mundo dividido en bloques o grupos con intereses en conflicto: este-oeste, norte-sur, capital-trabajo, ricos y pobres, judíos y árabes, razas opresoras y razas oprimidas... Mundos distintos dentro de este único mundo. Hoy hablamos de Primer Mundo, Segundo Mundo, Tercer Mundo y recientemente de Cuarto Mundo. Mundos con situaciones y condiciones muy contrapuestas. Un estudio hecho en 1983 y auspiciado por la Rockefeller Foundation y otras respetables instituciones calculaba que en el mundo se han dado desde la última guerra mundial unos 125 conflictos armados de gran envergadura, 95 de ellos en el Tercer Mundo, con el resultado de millones y millones de muertos 4. Sólo en Centroamérica llevamos más de 200.000 personas asesinadas desde 1978, muchas de ellas horriblemente mutiladas con derroche de crueldad. La producción de armamentos en 1985 alcanzó los 663.000 millones de dólares, casi 2.000 millones de dólares por día, es decir, tres veces el presupuesto anual de un país de 5 millones de habitantes como es El Salvador, mientras en el mundo cada día mueren 50.000 niños de pura desnutrición. 3. Juan Pablo II, Sollicitudo reí socialis, Roma, 1988 (SRS). 4. Cf. N. Chomski, La quinta libertad, San Salvador, 1987, pp. 26-27.
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Es cierto que decenas de naciones, sujetas hasta entonces al arbitrio de los imperios, han accedido a independencia política en los últimos años, pero no es menos cierto que en vez de transformarse en naciones autónomas, preocupadas de su propia marcha hacia la justa participación en los bienes y servicios destinados a todos, se convierten en piezas de un mecanismo y engranaje gigantesco. Ha surgido una nueva forma de imperialismo. Plaga típica y reveladora de los desequilibrios y conflictos del mundo contemporáneo, son los millones de refugiados «cuya tragedia se refleja en el rostro descompuesto de hombres, mujeres y niños que, en un mundo dividido e inhóspito, no consiguen encontrar ya un hogar» (SRS 24). A esto se añaden los inmigrantes ilegales que arriesgan los mayores peligros y humillaciones, acuciados por la necesidad, quienes son rechazados por una sociedad temerosa de ver reducidos sus niveles de vida al tener que compartir con más sus bienes y recursos. Y podríamos seguir enumerando características: terrorismo, deuda externa, analfabetismo, discriminación, desempleo, droga. Todas ellas contribuyen a reforzar la imagen de un mundo que, en su globalidad, es inhóspito e inhumano, un mundo desolador, que nada tiene que ver con el proyecto de un Dios Padre que nos quiere a todos hermanos. Un mundo en el cual, si a niveles personales puede a veces darse, y se da, la sensibilidad humana y la solidaridad, a niveles estructurales tanto nacionales como internacionales, sigue reinando la ley de la selva. «Nuestros intereses vitales», «la seguridad de la nación», etc., son palabras altisonantes detrás de las que se esconden ídolos de muerte. Mucho más que el ateísmo que niega su existencia, el enemigo real del Dios de Jesús sigue siendo, en nuestro mundo, esta idolatría que sacrifica millones de víctimas humanas ante el altar del poder y del dinero. Y junto con esto va surgiendo entre los pobres una nueva conciencia de su dignidad y sus derechos. Derecho, en primer lugar, a la vida, ese mínimo que es lo máximo, en expresión de monseñor Romero. Y con ella, el derecho a participar en su propia historia y destino. Dios no quiere que las cosas sigan como están: Desde el seno de los diversos países del continente está subiendo hasta el cielo un clamor cada vez más tumultuoso e impresionante. Es el grito de un pueblo que sufre y que demanda justicia, libertad, respeto a los derechos fundamentales del hombre y de los pueblos (Puebla 87).
2.
Los desafíos a la evangelización
Y ahora nos planteamos la pregunta clave: ¿cómo evangelizar a un mundo así? ¿cómo responder al «sordo clamor de millones de 169
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hombres que piden a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte» (Puebla 88)? ¿cómo hacemos para ellos buena noticia? En primer lugar, por lo que somos. Es la totalidad de nuestra existencia la que tiene que ser evangelizadora. Es nuestra manera de ser Iglesia, es el estilo de nuestra vida como instituto religioso, como cristianos, nuestra manera de situarnos ante la realidad de los otros, lo que tiene que ser buena noticia ante todo, hoy como en los tiempos de Jesús, para los condenados de la tierra, para los pobres y oprimidos de este mundo. Lo que somos, nuestro carisma y nuestra manera de vivirlo, tienen que resonar hoy en este mundo como un grito que proclama la misericordia de Dios y hace saltar de dicha a los que por nosotros reencuentran y alimentan su esperanza. «La Iglesia debe mirar a Cristo cuando se pregunta por su acción evangelizadora» (Puebla 1141), nos dicen los obispos latinoamericanos. Recordemos rápidamente, aplicándolo a nosotros mismos, lo que sobre «el primero y más grande evangelizad o s hemos reflexionado. Lo primero para nosotros hoy es dejarnos evangelizar, acoger la buena noticia de la bondad misericordiosa de Dios y dejarnos configurar por ella hasta hacer de nuestras propias entrañas de misericordia su manifestación y cauce. Esto significa, como recordábamos hace un momento, conversión a los pobres y oprimidos, conversión al hermano en cuyo rostro dolorido reconocemos «el rostro sufriente de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela» (Puebla 31). Conversión que debe ser de toda la Iglesia, y de nosotros con ella, pues —y sigo citando a los obispos en Puebla— «No nos hemos comprometido suficientemente con los pobres» (nn. 1134 y 1140). Conversión y reconversión continua donde el amor misericordioso vaya creciendo en nosotros y llevándonos a un siempre mayor compromiso e identificación con los pobres y su causa. En un segundo momento, no tanto cronológico sino dialéctico, la misericordia toma ojos para ver con nueva hondura la realidad del pobre. En este nuestro mundo complejo, planetarizado, tecnificado, en el cual somos conscientes de que la pobreza y el dolor escandalosos de tantos no son debidos a causas puramente naturales, sino que son producto de situaciones y estructuras económicas, sociales y políticas, es necesario mirar con ojos misericordiosos ante todo, pero con la ayuda de cuanto instrumento puedan proporcionar las ciencias humanas y sociales para interpretar los datos que vienen de la realidad, de modo que esa mirada no sea ingenua sino crítica. Ejemplo de esta nueva conciencia es el varias veces mencionado documento de Puebla. Su primera parte se titula: «Visión pastoral de la realidad latinoamericana». Ninguna «cientificidad» puede sustituir lo «pastoral» de esta
visión; sigue siendo la misericordia el motor fundamental de la evangelizacion; pero ninguna misericordia acrítica y desiluminada podrá sustituir, en la complejidad de nuestro mundo, a una misericordia que en su búsqueda de respuestas eficaces a las necesidades reales no duda en mirar también a través del lente de las ciencias humanas y sociales para captar mejor el drama del mundo de hoy y poder discernir la palabra o la acción adecuadas. Pero esta mirada pastoral no debe hacerse desde una atalaya distanciada y protegida, sino en la cercanía comprometida de la encarnación. Hay que acercarse a la realidad de aquellos para quienes debemos hacernos buena noticia. Y acercarse es entrar en su realidad dolorida, dejarnos conmover por la brutalidad de sus heridas. Es entrar en esa cultura de la pobreza, es sufrir la impotencia y marginación de los indígenas, la desesperación de los drogadictos, la amargura de las madres que lloran a los hijos que les han sido arrebatados. Hoy nos hemos hecho conscientes de esta característica de la verdadera evangelizacion y hablamos mucho de encarnación, inculturación, inserción, quizás a veces sin captar todo lo que esto exige de anonadamiento, de vaciamiento de uno mismo. Se trata de dejarse hablar, dejarse enseñar por la realidad y la experiencia del otro, sin prisas, pacientemente. En nuestro continente la primera evangelizacion se hizo a la sombra de la espada, se derribaron por la fuerza divinidades y culturas, se impuso la fe junto con expresiones religiosas y símbolos extraños. Hoy la jerarquía nos habla de una nueva evangelizacion, hecha desde dentro, desde el corazón mismo de las culturas marginadas, en absoluto respeto a la identidad y libertad de los pueblos. De esta visión y acercamiento brotará la compasión. La pasión del otro que se hace también mi pasión, su dolor que me duele en mi propia carne. Y de ahí la urgencia a hacer algo que alivie el dolor, que elimine las causas que lo producen. Será una palabra que consuela, que anuncia o que denuncia; o será una acción concreta que ayuda a romper cadenas o a abrir horizontes de esperanza. Hay diversas maneras de acercarse cristianamente a la realidad de los pobres. No hay que pensar que el acercamiento que permite captar la situación del otro y actuar sobre ella tiene que ser necesariamente para todos acercamiento geográfico. En este mundo planetarizado y con modernos medios de comunicación, la información vuela. La solidaridad entre las comunidades permite estar muy bien enterado y muy cercano a las necesidades de los pobres y actuar sobre ellas potenciando la acción evangelizadora de quienes sí están físicamente insertos en ellas. La imagen del cuerpo que actúa por medio de órganos diversos ilustra hoy mejor que nunca las posibilidades de acción misionera de la Iglesia. Es la solidaridad orgánica que potencia la capacidad de servicio del
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todo. Puedo dar testimonio de primera mano de cómo son buena noticia en El Salvador esos cristianos —y sacerdotes, y religiosas entre ellos— que desafían las leyes que injustamente prohiben la acogida a los pobres desplazados extranjeros; me refiero al movimiento Sanctuary. O cómo hacen más creíble nuestra proclamación del evangelio esos hombres y mujeres que en las escalinatas del Capitolio luchan por la causa de la paz en Centroamérica o de los acosados inmigrantes mexicanos. Nadie puede estar en todas partes ni agotar todas las posibilidades de acción evangelizad o s . Ni el mismo Jesús quien, precisamente por hacerse carne humana, se anonadó y limitó a un puntito en las coordenadas espacio-temporales de la historia. Somos nosotros los que le debemos dar cuerpo histórico concreto en nuestro espacio y nuestro tiempo. Pero la Iglesia como un todo sí es enviada «a todas las gentes», «hasta los confines del mundo», para ser sacramento de salvación y anunciar y realizar la buena noticia del reino. Permítanme seguir ilustrando esta exposición desde la concreción de mi propia Iglesia salvadoreña. Para contribuir a la evangelización de El Salvador es necesaria la presencia encarnada de cristianos, sacerdotes, religiosas y religiosos, misioneros que entren en la realidad, historia y cultura de ese pueblo, y asuman in situ la lucha crucial por la vida y la liberación; que estén dispuestos a llevar su testimonio hasta el martirio. Ita, Dorothy, Maura, Jean, junto con monseñor Romero y tantos otros mártires siguen hoy siendo buena noticia para los pobres de El Salvador. «Mientras haya gente que, como ellos, lo dejan todo para venir a convivir, sufrir y luchar con nosotros y a morir como nosotros y por nosotros tendremos esperanza, porque sabemos que el Dios de la vida no nos ha abandonado», decía una anciana salvadoreña cuando hace poco tiempo celebraban en un campo de refugiados la memoria de las mártires norteamericanas. Solidaridad es dar y recibir. El evangelizador es evangelizado. La fe y esperanza, el acogimiento agradecido, la alegría con que esos pueblos celebran la vida y la fortaleza con que asumen la muerte, el que sean como son, todo esto se hace de mil maneras buena noticia que da sentido, gozo y ternura al evangelizador. En ellos se hace presente Cristo, más crucificado que glorioso ciertamente, pero ahí está reconocible para el que tiene ojos para verlo. Decía monseñor Romero: «con este pueblo no cuesta ser buen pastor». Es la experiencia de la fuerza que el Señor da a través del pueblo que, como en tiempos de Jesús, se agolpa esperanzado alrededor de la buena noticia y encuentra en ella la fuerza para proseguir su lucha liberadora. Y, finalmente, no debemos olvidar que buen pastor es quien da la vida. «Dichosos ustedes cuando los injurien, los persigan y calumnien por mi causa..., esto hicieron también con los profetas 172
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anteriores a ustedes» (Mt 5, 11). El mundo se sigue resistiendo a dejarse transformar por el reino. Las fuerzas del antirreino son terriblemente poderosas y hábiles. Saben ocultar el mal, deformar la verdad, dividir y, cuando les parece necesario, aplastar brutalmente. Monseñor Romero, los miles de mártires que jalonan la reciente historia de América latina, son prueba fehaciente de ello. En este mundo hay que pagar un precio por asumir la causa del pobre, un precio que no consiste en el fondo, sino en correr su misma suerte y destino de desprecios, opresiones y represiones. Pero ¿qué es lo importante para la Iglesia, para nuestros institutos religiosos: ser bien mirados y apoyados por los poderosos del mundo o ser un grito de esperanza, una buena noticia para los despreciados de la tierra? También a la Iglesia y a nosotros, institucionalmente, se aplican las palabras de Jesús: «si uno quiere salvar su vida la perderá; en cambio el que pierda su vida por mí la encontrará» (Mt 16, 25).
IV.
CONCLUSIÓN
Al final de este recorrido tres cosas al menos parecen quedar claramente asentadas: sólo de la raíz de una misericordia que se traduce en solidaridad activa puede brotar una auténtica evangelización; cualquiera que sea la forma que la evangelización asuma, será siempre criterio insustituible de su cualidad de cristiana su capacidad de ser en verdad «buena noticia» para los crucificados de nuestra historia; hay un precio que pagar, «rescate por muchos» (Me 10, 45), por la fidelidad a la misión evangelizadora dentro de un mundo dividido y pecador. Desde cualquiera que sea nuestro carisma específico dentro de la Iglesia debemos dejarnos cuestionar y afectar por los sufrimientos de nuestro mundo y buscar continuamente, bajo la guía del Espíritu, cómo acercarnos a él de modo que en verdad seamos buena noticia de Cristo. Modelo ejemplar de este talante evangelizador es María, tipo de la Iglesia evangelizadora. Es «la esclava del Señor» quien se pone incondicionalmente al servicio liberador del Dios que se acerca en bondad y misericordia. Ella da a la Palabra su carne humana. Ella la entrega a la humanidad. En ella se integran, sin reduccionismos de ninguna clase, las dos dimensiones esenciales de la evangelización, la que une con el que envía: el Padre del que viene toda salvación; y la que une con aquellos a los que la misión nos remite: los pequeños de la tierra. María es «toda de Cristo y, con él, toda servidora de los hombres» (Puebla 294). El misterio de la visitación es un hermoso compendio de lo que la Iglesia debe ser. Con Cristo hecho carne en sus entrañas se lanza a los riesgos del camino para acercarse a aquella cuya situación le ha 173
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sido revelada como signo. Por su ser y hacer que, desde la sencillez, irradia la bondad salvadora que porta en su seno, se hace buena noticia para Isabel, para el Bautista, para esos pobres a los que en el Magníficat anuncia la alegría de urt Dios que hace maravillas en los pequeños como ella, mientras derriba de sus tronos a los poderosos. Que el ejemplo de María nos ayude a discernir los signos de los tiempos y, fieles, tanto al Cristo que nos envía como a los pobres a los que somos enviados, encontrar el camino de la evangelización que el mundo moderno necesita.
PUEBLO DE DIOS
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Conocer a un pueblo es conocer su historia. Los pueblos sin memoria histórica son aquellos que carecen de personalidad colectiva. De ahí que una de las formas más eficientes de colonización cultural estribe en exterminar las raíces colectivas de identidad y en reescribir la historia desde la perspectiva de los vencedores. Así se logra una conquista mucho más radical que la meramente militar. El recuerdo del pasado, la memoria de las propias tradiciones, las raíces folklóricas, religiosas y socio-culturales constituyen siempre un último resorte para preservar una identidad amenazada y conservar los rasgos originales de la conciencia colectiva.
I.
LAS RAICES HISTÓRICAS DEL PUEBLO DE DIOS
Este es también el caso del pueblo bíblico. La fascinación y las contradicciones generadas por Israel estriban en su permanencia como pueblo y como entidad colectiva claramente diferenciada, a pesar de haber perdido su independencia política, económica y cultural durante muchos siglos. Sólo le quedó la historia y las tradiciones religiosas constituyentes de su identidad. La Biblia es el testimonio escrito de una experiencia en la que un pueblo va progresivamente descubriendo a Dios como aquel que rige la historia humana e interviene en ella desde dentro, a través de los profetas y enviados, que se constituye en el Señor de un pueblo y desde ahí establece una alianza universal con toda la humanidad (Gen 8, 21-22; 9, 8-18) para revelarse como Padre de todos y creador del mundo. La formación del pueblo y la conciencia de su personalidad es pareja al descubrimiento de Dios y la progresiva 174
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experiencia de su salvación: Yahvé forma al pueblo en los patriarcas (Gen 12, 1-2; 17, 4-8; 35, 11), lo libera de la opresión y lo escoge como suyo (Ex 19, 3-8; Dt 7, 6) y concluye con una alianza de gracia (Ex 19-24; 34; Dt 5). De ahí surge el don y el imperativo de un pueblo santo (Ex 19, 6; núm 16, 3). El pueblo es de Dios y de él viene su identidad. Para Israel la historia profana es también la salvífica. Su Dios no es alguien lejano y despreocupado de la suerte del hombre, sino, al contrario, es el origen de la vida y el Señor de la historia que interviene salvando y mostrando el camino de salvación. La experiencia del misterio de Dios, la progresiva espiritualización y purificación de su experiencia religiosa y la toma de conciencia de que es un Dios salvador constituyen los jalones de su desarrollo religioso y de su evolución como pueblo. Los mandamientos divinos y el culto sagrado remiten a la vida del hombre de la cual es garante el mismo Dios, por eso son incompatibles con la injusticia, la opresión y la explotación. A su vez, la negación de Dios lleva consigo la descalificación de Israel: se convierte en no-pueblo y las promesas y bendiciones divinas se tornan en maidición y condena (Jer 7, 16-28}. En ísraei, la negación de Dios no es la del ateísmo sino la idolatría y ésta se expresa en la divinización de las grandes potencias, bajo las que Israel busca refugio y seguridad, y la divinización del dinero y los bienes terrenos, que llevan consigo la explotación del hombre («el pobre, la viuda, los huérfanos y los extranjeros»). Ser pueblo de Dios es incompatible con la injusticia y la opresión, y los profetas que defienden a los pobres intervienen con ello en favor del mismo pueblo de Dios (Am 2, 7; Is 3, 13-15; Miq 2, 8-11; 3, 1-4). Esta es la historia de Israel, la que ha permitido su subsistencia como pueblo; ha superado los desastres, las persecuciones y la dispersión con la esperanza en el Dios de la promesa, en la llegada de un mesías que impondrá la paz, la justicia y la reunificación desde la dispersión (Is 11). La vivencia religiosa y la esperanza humana convergen en torno a una promesa de vida para todos y cada uno del pueblo.
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Esta es también la historia que hace suya la Iglesia y la que la ha llevado a asumir el título y los contenidos de «pueblo de Dios». La Iglesia se sabe originada en la historia israelita, asume la herencia del Antiguo Testamento y evoluciona desde la «secta de los nazarenos» (Hech 24, 5, 14; 28, 22) hasta convertirse en el «pueblo de Dios» (Rom 9, 25-26; 2 Cor 6, 16), en el verdadero «Israel de Dios» (Gal 3, 29). Surge un colectivo, que reúne a judíos y gentiles
(Hech 28, 27-28), en el que se integra el «resto de Israel». Entre la Iglesia e Israel hay un largo proceso de toma de conciencia y de constitución eclesial (de «eclesiogénesis») que marca simultáneamente la continuidad y discontinuidad entre ambas entidades. La idea renovada de pueblo de Dios es la que expresa la permanencia de la tradición y el cambio, las raíces históricas de la Iglesia y simultáneamente la novedad rupturista del hecho cristiano. Por un lado, de continuidad: los cristianos hacen suya la memoria histórica de Israel, su visión de Dios y su comprensión del pueblo. Asumen esa herencia y la continúan radicalizándola: Dios es el Señor de la historia, interviene dentro de ella y toma postura en favor de los pobres, de los oprimidos y de los pecadores. Por un lado leen la figura de Jesús en el contexto de Abraham, Moisés y los profetas. Es el mesías que lleva a su culminación las esperanzas mesiánicas, que opera un nuevo éxodo y que interviene de forma decisiva en favor de su pueblo. Con él, el reinado de Dios comienza a hacerse efectivo sobre el pueblo: se rompen las cadenas opresoras, se anuncia la liberación a los pobres, se denuncia a los poderosos y a los ricos, se proclama la ííegada del día de Yahvé (Le 2, 47-55; 4, 17-21). Lo que era promesa de futuro se presenta ahora como futuro que comienza a hacerse presente, como anticipación y actualización de la plenitud última. Dios interviene en la historia humana pero de forma más radicalizada y perfecta. Viene a realizar la fraternidad soñada para los tiempos mesiánicos; a acabar con las dependencias del poder, del prestigio y del dinero; a instaurar una comunidad, la de los tiempos mesiánicos, que se convierta en signo e instrumento del reino de Dios. De ahí las alusiones a Jesús como nuevo Adán, como superior a Abraham y a Moisés, como descendiente de David, siendo mayor que él. Se cumple y supera el Antiguo Testamento al mismo tiempo. El éxodo sirve de modelo para explicar la eclesiogénesis cristiana, pero a su vez la venida de Jesús sirve de clave para reinterpretar las promesas y la idea del mesías, para despojarlo de sus adherencias nacionalistas y políticas, de sus anhelos de grandeza y de poder, en las que se enmarca el sueño de un triunfo de Israel sobre los otros pueblos. Se trata de crear un pueblo nuevo, que no se identifica con ninguna nación, sin opresión ni dependencias; una familia de Dios en la que no haya padres, ni maestros, ni ricos y pobres. Un pueblo de iguales, en el que la autoridad es un servicio, el más rico el que más comparte, el más grande el que se abaja, el primero el que se hace el último. Ese tipo de relaciones culmina la promesa y la supera, asume la herencia y la reinterpreta, resalta la raíz judía de Jesús y su carácter de nuevo Adán. Este carácter igualitario, comunitario y fraterno es el que lleva también a los cristianos a asumir el título de «Iglesia», término que
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II. LA IGLESIA COMO PUEBLO DE DIOS
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se aplica en el Antiguo Testamento al pueblo de Dios reunido en asamblea, resaltando su carácter congregacional y de «convocación» por Dios (ekklesia deriva del verbo kaleo que significa llamar o convocar). La Iglesia es una comunidad determinada por su relación con Dios, una congregación de convocados (que en el Nuevo Testamento son llamados elegidos, santos, ungidos, consagrados, etc.). Así la idea del pueblo de Dios cobra nuevos matices como «Iglesia de Dios». En cuanto asamblea del pueblo de Dios, se resalta el protagonismo de todos; la igualdad común más allá de las diferencias de funciones y carismas; el sentido común de pertenencia y la dignidad de un pueblo todo él santo, consagrado y sacerdotal (1 Pe 2, 7-10). La novedad fundamental está en que se asume a los miembros de todos los pueblos y se supera el particularismo nacional de Israel. La vocación universal como pueblo elegido lleva ahora a la asimilación «de los que un tiempo no eran pueblo» (1 Pe 2, 10) en la Iglesia de Dios que es un pueblo. La vieja asamblea congregada cobra ahora una dimensión realmente universal y surge una nueva comunión que asume y supera la judía. Si el concepto de pueblo de Dios es irrenunciable en cuanto enmarca al pueblo cristiano en la Alianza y en la historia santa, nuevos títulos se añaden que especifican la novedad que se introduce en el título renovado: «cuerpo de Cristo» y «templo del Espíritu Santo» son dos de las más usuales. Esta nueva visión de lo que es ser «pueblo de Dios» corresponde también a una comprensión renovada de quién y cómo es Dios. Del monoteísmo indiferenciado se pasa al Dios trinitario. La paternidad de Yahvé cobra nuevas dimensiones a la luz de la resurrección que es una nueva creación; su opción por los pobres y pecadores se expresa en una reafirmación de que todos somos hijos y de que la misericordia está por encima de la ley, que la santidad pasa por la justicia con el hombre y que el amor filial a Dios y fraternal al hombre es la quintaesencia del culto y de la religión. Nos lo revela Dios mismo que nos muestra en Jesús la forma humana de la filiación divina y que se nos entrega en Espíritu para divinizarnos y hacernos hijos en el Hijo. La comunión de vida trinitaria es la que genera la Iglesia, que tiene que expresarse universalmente, haciendo un pueblo de judíos y gentiles, y creando un signo en medio de la historia de la fraternidad del reinado de Dios. Del Israel monoteísta surge el pueblo del Dios trinitario, de ahí que los aspectos de comunión queden subrayados. El caminar de Dios con su pueblo en la historia cobra nuevos significados desde la encarnación del Verbo y la inhabitación del Espíritu: la promesa mantiene su dinámica de fe y de esperanza pero lleva a la acción de gracias y al compromiso desde un presente en que se palpa la salvación y se testimonia la liberación
La historia de la Iglesia, que tiene la conciencia de continuar y renovar la alianza entre Dios y los hombres, está marcada por la fidelidad y por el pecado, por el compromiso de constituirse como pueblo de Dios renovado y la tendencia a la rejudaización. Por un lado, la Iglesia mantiene su raíz tradicional y su originalidad específica: la conciencia de ser el pueblo de Dios se expresa abundantemente en los grandes Padres de la Iglesia. Al asumir el Antiguo Testamento (contra los intentos de Marción), se defiende el patrimonio judío, que es cristianizado al juntarlo y leerlo desde el Nuevo Testamento (la Biblia cristiana). Sin dudarlo, se aceptan las tradiciones veterotestamentarias como las raíces de la propia identidad y la misma Iglesia se estructura bajo el influjo de sus instituciones que dejan su huella tanto en el culto, como en los ministerios, en la disciplina y en la simbología cristiana. La misma existencia histórica de la Iglesia queda permanentemente referida a Israel, cuya pervivencia como entidad (aunque sea en la forma de un pueblo disperso que ha perdido su tierra, su culto y su independencia socio-política y económica) constituye un interrogante y un cuestionamiento para la comunidad cristiana. Israel es una tarea pendiente para la Iglesia (Rom 11), el signo del fracaso histórico del mismo Jesús (al que sólo se incorporó un «resto») y de la comunidad apostólica. Desde el primer momento la Iglesia primitiva intenta la conversión del pueblo judío. Esta es también la política misional de Pablo y de los apóstoles en las comunidades dispersas del imperio romano y el intento de los Padres Apostólicos, de los Apologetas y de los Padres de la Iglesia: convencer a los judíos de que Jesús es el mesías esperado y de que en la Iglesia ya se han iniciado los tiempos mesiánicos. La misión de los judíos es esencial para la misma existencia de la Iglesia y no constituye una más entre otras. Esa misión tiene que estar basada en el testimonio, en mostrar los frutos mesiánicos, en el signo de una comunidad, referida a Dios, en la que se proclama la misericordia para los pecadores, la solidaridad con los pobres, la liberación de los oprimidos y la instauración de unas relaciones
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que trae la buena noticia. El más allá de la salvación entra en el más acá de la historia y libera no solamente a las almas sino también a los cuerpos: es el hombre todo, corpóreo y espiritual, el que tiene que vivenciar en la comunidad mesiánica de parte de quién está Dios y qué es lo que demanda del hombre. De ahí el contenido inmanente y trascendente al mismo tiempo de las bienaventuranzas y del sermón del monte, que son la carta magna del anuncio del reino de Dios y del proyecto de Iglesia. III. EL PUEBLO DE DIOS EN LA HISTORIA CRISTIANA
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fraternas que no son las mundanas del poder, del dinero o del prestigio. La misión y el testimonio como comunidad mesiánica son los dos complementos de la relación entre los judíos y los cristianos. 1.
Santidad y pecado del pueblo de Dios
Sin embargo, ambas se deterioran progresivamente. La misión dejó paso a la persecución: primero de los judíos contra los cristianos, a los que hostigaron y denunciaron ante las autoridades romanas. Luego, desde el siglo IV, a la inversa: los cristianos persiguieron a los judíos que, como colectividad étnica y no sólo religiosa, han sido culpados de la muerte de Jesús, olvidando que del antiguo Israel proviene la misma Iglesia y no sólo el colectivo judío. Lo que tenía que ser una historia de reconciliación que trajera la liberación al judío y al pagano, se convirtió en un enfrentamiento que desencadenó persecuciones anticristianas y el antisemitismo posterior. La Iglesia, que no logra la conversión de los descendientes del viejo Israel, cae en la tentación de su aniquilación como entidad histérico-religiosa e incluso favorece su persecución física. La cruz de Jesús, que muere por su pueblo y para hacer un pueblo de toda la humanidad, se convierte en un símbolo amenazante, generador de odios y de miedos. La salvación que Dios ofrece se transforma por el pecado en lo más opuesto a una buena noticia que libera. Simultáneamente la misma Iglesia se «rejudaíza» y asume comportamientos y estructuras que vino a superar Jesús. Los Padres de la Iglesia hablan de ella como de la «casta prostituta»: como comunidad se prostituye cuando se entrega al poder, a la búsqueda del dinero y de prestigio mundano; cuando utiliza su significación salvífica y su vinculación con Dios para constituirse en reino de Dios sobre la tierra con el poder y la grandeza de los reinos de este mundo; cuando se alia con el Estado y pasa a legitimar y a consolidar las injusticias de la sociedad, olvidándose de la denuncia y de la crítica profética que asumió Jesús. Se olvida de su Señor en la cruz y cae en una visión triunfalista, en las viejas tentaciones que rechazó Jesús: servirse de la religión como poder en beneficio propio y de sus miembros, y para atacar a los enemigos judíos y no cristianos. Sigue, sin embargo, siendo casta porque conserva la herencia de Jesús: el evangelio y la fuerza de su Espíritu, que suscitan en ella la renovación y la reforma evangélica (ecclesia semper reformanda) y le garantizan la pervivencia más allá de sus pecados. El pueblo de Dios peregrina como Iglesia santa y pecadora al mismo tiempo. Esta rejudaización la afecta también internamente. El Antiguo 180
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Testamento sirvió cada vez más como modelo ejemplar para la organización de la Iglesia, lo cual, unido al influjo de las instituciones civiles y religiosas de la sociedad, determinó el rostro institucional de la Iglesia y las mismas formas de vida cristiana. A lo largo de un lento proceso histórico se asumen por osmosis categorías que ensombrecen la originalidad cristiana del pueblo de Dios. La fraternidad fundamental de todos, más allá de las diferencias de carismas y funciones, dejó paso a una jerarquización en la que se da una hipertrofia de la autoridad, una desvinculación y autonomía progresiva de los ministros respecto a la comunidad, y una individualización de éstos que es correlativa a la pérdida de sentido eclesial y a la masificación de los fieles. El viejo título de «hermanos» que expresa la igualdad de todos pasa progresivamente a ser usual de los ministros entre sí y luego entre los miembros de la vida religiosa. En cambio, la categoría de pueblo se usa cada vez más como equivalente a la «plebe» contrapuesta al «clero», que asumen el papel de dignidades en la Iglesia y se asemejan en su estilo de vida a los funcionarios de la administración romana. El sacerdocio del pueblo de Dios pasa a un segundo plano ante el de los ministros, que asumen categorías y elementos del Antiguo Testamento que, según el Nuevo, habían sido superados por Jesús. La categoría de «consagrados», que designaba a los bautizados en contraste con los no cristianos, pasa a ser el término preferente para los que han recibido el sacramento del orden y para los monjes, entre los que se tiende a monopolizar el ideal de estado de santidad, propio de todos los cristianos. Así la Iglesia se clericaliza, los seglares pierden protagonismo e influencia, las comunidades trasvasan sus competencias a los ministros, los sacramentos comienzan a perder correspondencia con la vida diaria y, en el contexto de la sociedad globalmente cristiana, se deteriora el nivel espiritual de los cristianos y su capacidad de ser fermento de transformación de la sociedad. La especificidad cristiana como pueblo de Dios subsiste como ideal y como meta pero rivaliza en la historia con las tendencias pecaminosas a constituir la Iglesia como un pueblo más, asumiendo sus valores y estructuras mundanas. 2.
La misión del pueblo de Dios
Los contenidos misionales de la teología del pueblo de Dios también cambian. Inicialmente es frecuente que los cristianos hablen de la Iglesia como del «tercer pueblo», que asume a todos los pueblos y permite la inculturación del cristianismo en todas las culturas y naciones. Esta es una base teológica y geográfica para hablar de la catolicidad como una nota de la Iglesia. En este 181
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contexto surgen diversas Iglesias: siria, alejandrina, griega, latina, etc. Como pueblo de pueblos hay una conciencia de unidad eclesial que se expresa en una misma Biblia, sacramentos y estructura ministerial. A esto se añade una comunión de fe y de vida, que conjuga la ortodoxia y las exigencias de ortopraxis. Al margen de esto reina la libertad y la pluralidad que permiten asumir la propia lengua, elegir a los propios ministros con autonomía, y desarrollar una disciplina, cánones, costumbres y tradiciones según la idiosincrasia de cada pueblo. La Iglesia crece desde dentro de cada pueblo y el cristianismo se implanta en cada cultura. Esto se pierde posteriormente. Primero se cae en una identificación entre Iglesia y sociedad del Imperio romano, luego entre Iglesia y la parte bizantina y occidental del antiguo Imperio. Así se cambia la idea de la catolicidad del pueblo de Dios: ya no se trata tanto de implantar el cristianismo en nuevos pueblos y hacer surgir nuevas Iglesias, cuanto de incorporar otros pueblos a la propia Iglesia, y se les obliga a aceptar la liturgia, disciplina, lengua y tradiciones de la Iglesia evangelizadora. Así se produce una «colonización eclesiástica» que es determinante en la expansión colonial desde el siglo XVI y que impide el nacimiento de Iglesias autóctonas y de otras formas de cristianismo diferentes al latino o al griego. La vieja equiparación entre «nación» y pueblo de Dios, propia del viejo Israel, resurge ahora como englobante de Europa y el conflicto de los ritos malabares y chinos confirma este talante. La misma idea de catolicidad se altera y el adjetivo de católico«romana» que se añade a la Iglesia es determinante no sólo de la función de primacía que tiene la Iglesia de Roma en el contexto de una eclesiología de comunión, sino también de la «romanización» primero del cristianismo occidental y luego de la europeización de los pueblos cristianizados. Esto también se nota en lo concerniente a los pobres y a los oprimidos. Inicialmente el testimonio cristiano en la sociedad romana se basa en una solidaridad efectiva con los pobres y un sentido de la fraternidad que atrae a los paganos. La misma Iglesia encuentra su difusión entre las capas populares de la sociedad romana. Prevalece la máxima de san Ireneo de Lyon: «La gloria de Dios es que el hombre crezca y viva, la gloria del hombre es encontrarse con Dios». La salvación de Dios y la promoción y liberación del hombre son las dos dinámicas del único mensaje cristiano. No hay oposición, ni siquiera separación, entre culto a Dios y compromiso con el hombre. Esto permite a los cristianos presentarse como los verdaderos ciudadanos que persiguen el bien de la sociedad romana, con sus oraciones ante Dios y su compromiso con el prójimo. Esta actitud de solidaridad es una de las claves del éxito 182
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cristiano como atestiguan sus adversarios críticos (Celso, Juliano el Apóstata). Las propiedades y bienes de la Iglesia se justifican como «tesoro de los pobres», el culto deja lugar a expresiones de solidaridad con ellos (por ejemplo, el ofertorio de la eucaristía) y la catequesis realza la correlación de fe y justicia social como denuncia ante los ricos y opción por los pobres. Esta tradición nunca se pierde del todo en la Iglesia pero en el curso histórico se van perdiendo o marginando algunos de sus elementos. Por un lado, la dinámica escatológica que lleva a esperar la consumación del reino de Dios desde un pueblo mesiánico y peregrinante en la historia deja paso a una Iglesia instalada en la sociedad y que pierde capacidad para tomar distancia crítica. La escatología progresivamente tiende a convertirse en «teología del más allá», en una teología de ultratumba desde una perspectiva espiritualista e individual, y la salvación «de las almas» posibilita despreocuparse del hombre global desde una óptica dualista platónica. Así se legitiman las injusticias de la sociedad, apelando a que estamos bajo el «régimen del pecado» y a que son permitidas por el mismo Dios. La pérdida de conciencia mesiánica y escatológica empobrece la vida del pueblo de Dios. Por otro lado, el estamento monástico y las diversas corrientes evangélicas y proféticas son las que mejor mantienen el ideal evangélico, preservando una escatología mesiánica e histórica.
IV. EL PUEBLO DE DIOS EN EL CONCILIO VATICANO II
El concilio Vaticano II, a partir del resurgimiento de los estudios patrísticos, de la renovación de la liturgia, de los contactos ecuménicos y de una mayor atención teológica a la Escritura y a la evolución histórica, ha conectado con las raíces eclesiológicas de la Iglesia antigua. Esto ha cristalizado en los dos primeros capítulos de la constitución Lumen gentium, que son el marco eclesiológico fundamental desde el que hay que leer todo lo demás. Por un lado, se ha vuelto al misterio de la Iglesia como punto de partida de toda reflexión eclesiológica, con lo que se reacciona contra una idea institucional, juridicista y sociológica de la Iglesia que ha prevalecido por lo menos desde la época de la Contrarreforma. El misterio de Cristo nos dirige hacia el de la Iglesia, que expresa su dimensión divina y humana, su condición visible e invisible, de realidad institucional y de evento carismático. El Concilio exige un análisis de la realidad eclesial desde una perspectiva de fe. El misterio de la Iglesia estriba en que en una comunidad limitada y pecadora como la nuestra, se hace presente la salvación de Cristo en el Espíritu. Por eso, hablar de la Iglesia implica partir de la actividad del Espíritu Santo, ya que la Iglesia 183
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es mencionada en el símbolo de la fe como una obra del Espíritu que continúa lo iniciado por Cristo. Cristología y pneumatologia, encarnación e inhabitación, son los puntos de partida para reflexionar sobre la Iglesia. El escándalo de la encarnación cobra una dimensión eclesial al contemplar una comunidad de hombres pecadores en los que se conserva y actualiza la herencia de Jesús. La relación de Dios con la Iglesia nos permite creer en ella como obra de Dios, como lugar de nuestra fe, como marco de nuestro compromiso y testimonio, como el «nosotros» que enmarca nuestra fe personal. 1.
Del misterio de la Iglesia al pueblo de Dios
Esta es la perspectiva escogida por el Concilio para hablar de la Iglesia. A continuación se utilizan distintas imágenes, conceptos y títulos para definir y clarificar ese misterio eclesial. Afirmar que la Iglesia es un misterio de fe no es dar una definición ya que ese carácter mistérico tiene que impregnar a toda la eclesiología y a cada una de las definiciones eclesiológicas. Por eso, el misterio de la Iglesia no puede utilizarse como un título que se contrapondría a los otros conceptos. De la misma forma que los títulos cristológicos buscan desvelar el misterio de Cristo, así ocurre con los eclesiológicos. Esto es lo que ha intentado el Concilio en los dos primeros capítulos de la constitución Lumen gentium: ofrecer diversas definiciones, entre las que ha privilegiado el concepto matriz de «pueblo de Dios», dando ese título al capítulo II de la constitución. Así el Concilio se inscribe en la larga tradición bíblico-histórico-dogmática en la que se enclava la «eclesiogénesis». Lógicamente esta predilección por el título de «pueblo de Dios», con amplio respaldo ecuménico, no es exclusiva ni monopolista, exige el complemento de otras imágenes como la de «Iglesia sacramento de salvación» (que por primera vez aparece en el magisterio oficial de la Iglesia), la de «cuerpo de Cristo» etc.
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un segundo bautismo ni puede desplazarlo o sustituirlo con la profesión religiosa). Se restaura así la raíz común de toda dignidad, función y carisma en la Iglesia y se ponen las bases para una eclesiología en la que todos los bautizados son activos tanto en la vida interna como en la misión de la Iglesia (LG 9). El binomio comunidad-pluralidad de ministerios y carismas determina la eclesiología. Esta teología del pueblo de Dios pone las bases para una revitalización de la teología del laicado. Estrictamente, todos somos miembros del pueblo de Dios, que abarca a los ministros y a los seglares, pero al plantear la eclesiología desde lo común y lo igualitario, se ponen las bases para una eclesiología de comunión que lleva a la participación, corresponsabilidad y protagonismo de todos. Esto no ocurre cuando se plantea la eclesiología desde las diferencias, o desde la institución eclesial representada por los ministros, o desde una concepción jerarcológica en la que la sucesión apostólica de los ministros se ve como una transmisión lineal que se da al margen o por encima de la comunidad eclesial. Entonces surge el deísmo eclesiologico: «Dios creó a la jerarquía y se despreocupó de lo demás» (J. Móhler). Por el contrario, la eclesiología del pueblo de Dios subraya que la jerarquía es una parte y no toda la Iglesia, que el Espíritu se da a toda la comunidad, no es monopolio jerárquico (LG 12) y que en la Iglesia todos somos simultáneamente Iglesia docente y discente (en virtud de la común vocación y experiencia espiritual), aunque no todos tengamos una función docente jerárquica.
V. LA RECEPCIÓN POSTCONCILIAR
Al hablar del pueblo de Dios el Concilio ha querido subrayar lo que es común a todos los cristianos, antes que las diferencias ministeriales o carismáticas. Subraya la importancia de la consagración bautismal (LG 10), que es la base desde la que hay que comprender no sólo el protagonismo de los seglares en la Iglesia sino también el sacramento del orden, que presupone y se ordena al bautismo como consagración para una función o ministerio en la Iglesia, y la misma consagración para la vida religiosa (que no es
La eclesiología del pueblo de Dios no sólo es crucial en el Concilio sino que ha sido la que ha tenido una mayor recepción postconciliar, y es la que más ha contribuido a la renovación de la Iglesia. La teología de la liberación, como otras corrientes teológicas, ha hecho de ese concepto el punto de partida de la eclesiología, intentando clarificar el misterio de la Iglesia desde una perspectiva comunitaria y popular. Por un lado, busca recuperar los elementos vitalistas, pneumáticos y soteriológicos que tan marginados han sido por el racionalismo objetivizante y jurídico de las eclesiologías occidentales. La misión del Espíritu es la que permite la configuración y evolución del pueblo de Dios, desde una eclesiología martirial y profética que intenta continuar y actualizar la historia de Jesús. De ahí que el martirologio de las Iglesias del Tercer Mundo se constituya en un testimonio cristológico y pneumático de la vitalidad del seguimiento de Jesús en esas Iglesias. Desde ahí hay una interpelación profética a las viejas
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2.
El significado del pueblo de Dios
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Uno de los mayores retos de la teología del pueblo de Dios estriba en la necesidad de estructurar comunitariamente a la Iglesia y de desarrollar una eclesiología de comunión. El problema no es sólo teológico sino también práctico: ¿cómo pasar de unas Iglesias masificadas y de un gran individualismo a comunidades que comparten la fe y el compromiso cristiano? ¿cómo potenciar la conciencia de pertenencia eclesial en las grandes parroquias, geográficas y numéricas, de la actualidad? Para ello se ha optado por las comunidades eclesiales de base, muy numerosas en América latina, en las que hay una mayor participación y concientización eclesial de todos los miembros, una mayor incidencia en la vida social y eclesial y un mayor protagonismo de los laicos y de los diversos carismas. Esto lleva consigo una reestructuración de los mismos ministerios jerárquicos en una línea más comunitaria y más canalizadora de las energías y actividades del pueblo (más pedagógica e inspiradora que directiva), la exigencia de un estilo más fraternal (no paternalista) y un ejercicio de la autoridad más atento a las competencias y necesidades de los fieles. La Iglesia no es una democracia en cuanto que vive de la vida de Jesús y de la experiencia de su Espíritu. Esto es lo que tienen que promover y testimoniar los ministros y los fieles. Pero el
ejercicio de la autoridad sí puede ser más «democrático», es decir, más respetuoso con las iniciativas y de todos, más flexible ante los distintos carismas, más abierto al principio de subsidiariedad, etc. Si la Iglesia adoptó un estilo ministerial señorial en la época feudal, y un estilo monárquico en su estructura jerárquica con las monarquías absolutas, no se ve cómo puede ignorar la sensibilidad democrática actual. El concepto de «pueblo», que, al ser interpretado en la sociedad romana como «plebe», posibilitó la jerarcología y la polarización del binomio clero-laicos, hoy puede servir también por afinidad para una promoción del pueblo sociológico y de los seglares en la Iglesia. El mismo Concilio habla a veces de pueblo de Dios en sentido restrictivo, contraponiendo los pastores a los otros (LG 23, 1; 24, 1; 26, 3; 28, 2; 45, 1). En este sentido sí se puede hablar de una «Iglesia popular» y de una «Iglesia del pueblo», no en la línea de una Iglesia no jerárquica o con pastores subordinados a la delegación popular, ya que el pueblo de Dios siempre está jerárquicamente estructurado dentro de la sucesión apostólica (Puebla 263), sino como el intento de una Iglesia en la que la gente sencilla, lo que a veces llamamos «la base», se siente protagonista, escuchada y corresponsable. Se trataría de desarrollar un modelo eclesiológico contrapuesto al de una Iglesia clerical en la que el clero ejercería una forma de despotismo ilustrado: «todo para el pueblo pero sin el pueblo». Esta Iglesia popular, rectamente entendida, tendría grandes raíces en la tradición, como, por ejemplo, en la eclesiología cipriánica que urge a no hacer nada sin contar con el pueblo cristiano, o en antiguas prácticas como la de la participación popular en la designación de los ministros. Por eso, un gran reto de la eclesiología del pueblo de Dios es el de la promoción del pueblo pobre en la Iglesia. Es verdad que la Iglesia la constituimos todos, pero también lo es que los pobres y los pecadores constituyen el centro de las preocupaciones evangelizadoras de Jesús y deben serlo de la Iglesia. En realidad hay una sintonía teológica entre la concepción de la Iglesia y la opción preferencial por los pobres: la Iglesia es la comunidad de los que se saben pobres ante Dios y ante los demás, la de aquellos que comienzan siempre su culto confesando sus pecados y su pobreza espiritual, la de los que no tienen oro ni plata sino sólo el testimonio y la vida de Jesús Nazareno. De ahí que la Iglesia como pueblo de Dios tenga afinidad con el pueblo de los pobres, debe servirle de testimonio y de esperanza, abrirlo al Dios que salva y comprometerse con sus búsquedas y sus luchas desde el seguimiento de Jesús. El pueblo de Dios se da en la comunidad que evangeliza a los pobres y que les alienta con la palabra y con los hechos (Sant 2, 1-10). La teología de la liberación busca una mayor
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Iglesias de los países desarrollados sobre la necesidad de una ortopraxis eclesial que responda a la ortodoxia doctrinal y que lleve a la solidaridad intereclesial con los países pobres del Tercer Mundo. Al mismo tiempo la dimensión peregrina del pueblo de Dios se pone en conexión con el discernimiento de los signos de los tiempos (GS 11) reivindicando la convergencia entre la acción liberadora del hombre y la oferta salvadora de Dios y sometiendo la primera a la segunda. No toda liberación del hombre es convergente con la salvación de Dios, pero no hay tampoco una posible separación de ambas en la vida de las Iglesias. El Dios redentor es el Creador que defiende la vida del hombre. La historia de la formación y desarrollo interno del pueblo de Dios se da dentro (y no al margen o yuxtapuesta) de la historia profana. De ahí que las comunidades cristianas se interroguen sobre su significación y función en el mundo, no de forma aislada y abstracta sino en el contexto histórico y conflictivo en el que les ha tocado vivir, que es lo que se intentó en Medellín y Puebla. Este discernimiento es el de toda la comunidad y hay que colaborar para promover una conciencia adulta en todos los fieles, que capacite para asumir la evangelización del mundo y la construcción del reino de Dios.
VI.
EL PASO A UNA ECLESIOLOGIA DE COMUNIÓN CON LOS POBRES
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incardinación de la Iglesia entre las masas pobres del Tercer Mundo, desmarcando así a la Iglesia de la burguesía y de las clases altas de la sociedad. El anuncio del evangelio es universal e interclasista, se dirige a todos, pero hay que hacerlo desde el lugar histórico y social que escogió el mismo Cristo, llamando a la solidaridad y el compartir con los más débiles. Esto exige una reconversión de las mentalidades y una reestructuración de las instituciones. Sólo así es posible el paso de una masa amorfa a un pueblo estructurado en el que los pobres se sienten escuchados, defendidos y evangelizados. Este es el gran reto del pueblo de Dios ya que más de la mitad de sus miembros pertenece a los pueblos pobres del Tercer Mundo. De la respuesta a este reto depende en gran parte la fecundidad del concilio Vaticano II y el mismo futuro de la Iglesia católica.
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Para comprender lo que es el pueblo de Dios, importa mucho volver los ojos sobre la realidad que nos rodea, sobre la realidad de nuestro mundo tras cerca de dos mil años de existencia de la Iglesia, tras cerca de dos mil años desde que Jesús anunció el acercamiento del reino de Dios. Esta realidad no es sino la existencia de una gran parte de la humanidad literal e históricamente crucificada por opresiones naturales y, sobre todo, por opresiones históricas y personales. Y esa realidad despierta en el espíritu cristiano una pregunta insoslayable que abarca otras muchas: ¿qué significa para la historia de la salvación y en la historia de la salvación el hecho de esa realidad histórica que es la mayoría de la humanidad oprimida?, ¿se la puede considerar históricamente salvada, cuando sigue llevando sobre sí los pecados del mundo?, ¿se la puede considerar como salvadora del mundo precisamente por llevar sobre sí el pecado del mundo?, ¿qué relación tiene con la Iglesia como sacramento de salvación? Esta humanidad doliente ¿es algo esencial a la hora de reflexionar sobre lo que es el pueblo de Dios y sobre lo que es la Iglesia? El enunciado de estas preguntas muestra la gravedad histórica y la importancia teológica de la cuestión. Y es que en ella quedan envueltos muchos temas cristológicos y eclesiológicos; podría decirse que la cristología y la eclesiología enteras, en su carácter de soteriología histórica. ¿Cómo se realiza la salvación de la humanidad desde Jesús? ¿Quién continúa en la historia esa función esencial, esa misión salvífica que el Padre encomendó al Hijo? La respuesta a estas preguntas puede dar carne histórica al pueblo de Dios, evitando así la deshistorización de este concepto fundamental; evitando su falsa espiritualización e ideologización. Para ello es esencial la perspectiva de la soteriología histórica. 188 189
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Se trata, ante todo, de una exigencia del método teológico tal como lo entiende la teología latinoamericana: cualquier situación histórica debe verse desde su correspondiente clave en la revelación, pero la revelación debe enfocarse desde la historia a la que se dirige, aunque no cualquier momento histórico es igualmente válido para la rectitud del enfoque. El primer aspecto parece obvio desde la fe cristiana, por más que oculte una dificultad: la de encontrar la debida equivalencia, de modo que no se tome como clave de una situación lo que sería de otra. El segundo aspecto, en circularidad con el anterior, es menos obvio, sobre todo si se mantiene que la situación enriquece y actualiza la plenitud de la revelación y si se sostiene que no cualquier situación es la más apta para que la revelación dé en ella de sí su plenitud y su autenticidad. En nuestro caso estamos ante dos polos decisivos, tanto por lo que toca a la revelación como por lo que toca a la situación. Su tratamiento conjunto aclara un problema fundamental en su doble vertiente: la historicidad de la pasión de Jesús y el carácter salvífico de la crucifixión del pueblo. Dicho de otro modo, aclara el carácter histórico de la salvación de Jesús y el carácter salvífico
de la historia de la humanidad crucificada, una vez aceptado que en Jesús se da la salvación y que en la humanidad ha de darse la realización de esa salvación. Se da así un enriquecimiento tanto de lo que es la pasión de Jesús como de lo que es la crucifixión del pueblo y, consecuentemente, de lo que es Jesús y de lo que es el pueblo. Tal consideración, por otra parte, se enfrenta con dos dificultades muy graves: el dar sentido al aparente fracaso de la crucifixión de un pueblo, tras el anuncio definitivo de la salvación. Está en juego no sólo el fracaso de la historia, sino también el sentido histórico de la inmensa mayor parte de la humanidad y, lo que es más grave, la tarea histórica de su salvación. Es, por tanto, un enfoque preponderantemente soteriológico. No se pondrá el acento en lo que son Jesús y el pueblo, sino en lo que representan para la salvación de la humanidad. Ciertamente no es posible separar los aspectos llamados ontológicos de los llamados soteriológicos, pero sí es posible poner el acento en unos u otros. Y aquí se pondrá en los soteriológicos, advirtiendo que no se pretende reducir el ser y la misión de Jesús ni el ser y la misión del pueblo a la dimensión de la soteriología histórica, aunque ni el ser ni la misión quedan en ninguno de los dos casos debidamente iluminados si se prescinde de la consideración soteriológica. Si esta advertencia es importante para evitar parcializaciones en la consideración de Jesús, que sólo son tales si se absolutizan, lo es también para evitar confusiones sobre el papel histórico que compete al pueblo oprimido en sus luchas históricas. Ese papel no se reduce al que resplandece en su comparación con la pasión y muerte de Jesús. Ni Jesús ni el pueblo crucificado, tal como aquí se le va a considerar, son la única salvación de la historia, aunque sin el uno y el otro la salvación de la historia no puede completarse ni siquiera en lo que tiene de salvación histórica. Lo primero es claro y admitido, si es que se atiende a la complejidad estructural de la historia humana; lo segundo es claro para el creyente, por lo menos en lo que toca al primer término, pero ha de mostrarse a los que no creen. Lo cual ha de hacerse de modo que ese su aporte a la salvación sea, por un lado, la verificación histórica de la salvación cristiana, pero, por otro, no se convierta en una dulcificación y mistificación que impida la organización política popular y su aporte efectivo a la liberación histórica. Proponer la salvación a partir de la crucifixión de Jesús y del pueblo supone el mismo escándalo y la misma locura, sobre todo si se quiere dar a la salvación un contenido verificable en la realidad histórica, donde «verificable» no quiere significar «agotable». Desde una perspectiva cristiana, hoy ya no resulta escandaloso decir que la vida viene de la muerte histórica de Jesús, no obstante el escándalo que esto supuso para quienes vivieron esa muerte y la
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Por soteriología histórica se entiende aquí, ante todo, algo referente a la salvación, tal como ésta es propuesta en la revelación. Pero se acentúa su carácter histórico, y esto en un doble sentido: como realización de esa salvación en la historia única del hombre y como participación activa en ella de la humanidad, en nuestro caso de la humanidad oprimida. Qué humanidad históricamente oprimida sea la continuadora por antonomasia de la obra salvífica de Jesús y en qué medida lo sea, es algo que deberá descubrirse a lo largo de este ensayo. El hacerlo responde a una de las exigencias de la soteriología histórica y aclara lo que ésta ha de ser. Ha de ser, por lo pronto, una soteriología que tenga como punto esencial de referencia la obra salvífica de Jesús; pero ha de ser, asimismo, una soteriología que historice esa obra salvífica y la historice como continuación y seguimiento de Jesús y de su obra. El análisis se hará tan sólo desde un punto de vista: aquel que pone en unidad la figura de Jesús con la de la humanidad oprimida: su pasión y muerte. Hay más puntos de vista, pero éste es esencial y merece un estudio por separado. En él confluye toda la vida y desde él se abre el futuro de la historia.
I. LA PASIÓN DE JESÚS VISTA DESDE EL PUEBLO CRUCIFICADO Y LA CRUCIFIXIÓN DEL PUEBLO VISTA DESDE LA MUERTE DE JESÚS
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tuvieron que anunciar. Y, sin embargo, es menester recuperar el escándalo y la locura si no queremos desvirtuar la verdad histórica de la pasión de Jesús. Y esto en una triple dimensión: en la dimensión del propio Jesús, que sólo paulatinamente pudo ir entendiendo cuál era el camino real del anuncio y la realización del reino de Dios; en la dimensión de quienes le persiguieron a muerte, porque no podían aceptar que la salvación implicara determinadas posiciones históricas; finalmente, en la dimensión del escándalo eclesial, que hace rehuir a la Iglesia el paso por la pasión en el anuncio de la resurrección. Pero sí resulta escandaloso el proponer a los necesitados y oprimidos como la salvación histórica del mundo. Resulta escandaloso a muchos creyentes, que ya no creen ver nada llamativo en el anuncio de que la muerte de Jesús trajo la vida al mundo, pero que no pueden aceptar teóricamente, y menos aún prácticamente, que esa muerte que da vida pase hoy realmente por los oprimidos de la humanidad. Y resulta asimismo escandaloso a quienes buscan la liberación histórica de la humanidad. Es fácil ver a los oprimidos y necesitados como aquellos que requieren ser salvados y liberados, pero no io es el verlos como salvadores y liberadores. Es justo reconocer que hay movimientos históricos que ven en los oprimidos el sujeto radical de la salvación, sobre todo de la liberación histórica de los pueblos. Es conocido, por ejemplo, el famoso texto de Marx: ¿Dónde reside, pues, la posibilidad positiva de la emancipación alemana? Respuesta: en la formación de una clase con cadenas radicales, de una clase de la sociedad civil que no es una clase de la sociedad civil; de una clase que es la disolución de todas; de una esfera que posee un carácter universal debido a sus sufrimientos universales (durch ihre universellen Leiden) y que no reclama para sí ningún derecho especial, porque no se comete contra ella ningún daño especial, sino el daño puro y simple; que no puede invocar ya un título histórico, sino sólo un título humano; que no se encuentra en ninguna índole de antítesis unilateral con las consecuencias, sino en una antítesis total con las premisas del Estado alemán; de una esfera, por último, que no puede emanciparse (emanzipieren) sin emanciparse de todas las demás esferas de la sociedad y, al mismo tiempo, emanciparlas a todas ellas; que es, en una palabra, la pérdida total {der vollige Verlust) del hombre y que, por lo tanto, sólo puede ganarse a sí misma mediante la recuperación total (die vollige Wiedergewinnung) del hombre. Esta disolución (Auflosung) de la sociedad como clase especial (ais ein besonderer Stand) es el proletariado. El proletariado comienza a nacer, en Alemania, de resultas del movimiento industrial en ascenso. Pues lo que forma el proletariado no es la pobreza que nace naturalmente, sino la producida artificialmente; no las masas humanas mecánicamente agobiadas por el peso de la sociedad, sino las que nacen de la aguda disolución de ésta... ...es la disolución de hecho de ese orden universal...
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Este texto, recogido con otros muchos en una edición de los escritos de Marx y Engels sobre la religión (Assmann, Mate), es buena prueba de que sí se ha pensado en los oprimidos como elemento de salvación, en este caso de revolución. Pero de él ha de decirse que tiene en sí mismo una profunda inspiración religiosa que se traduce en la terminología usada y que, por otra parte, no representa todo el pensamiento marxista —y menos su praxis histórica— sobre el problema en cuestión. Los ataques marxistas al Lumpenproletariat como freno a la revolución indican además un punto de vista que, leído con poco rigor, puede dejar fuera del curso histórico a una gran parte de la humanidad crucificada. Es un punto en el que no podemos entrar ahora, pero que es menester no olvidar. Si el marxismo ha tenido la genialidad teórica de dar al desposeído por razones históricas un papel primordial en la recuperación total de la humanidad, en la construcción del hombre nuevo y de la tierra nueva, no por eso ha planteado en toda su universalidad ni en toda su intensidad, esto es, en toda su globalidad, su aporte a la salvación integral de la historia humana. Resulte o no escandaloso el proponer la pasión y la crucifixión de Jesús y del pueblo como centrales para ¡a salvación del hombre, la pasión de Jesús, precisamente por su propia inverosimilitud salvífica, ilumina la inverosimilitud salvífica de la crucifixión del pueblo, mientras que ésta evita una lectura ingenua o ideologizada de aquélla. Por un lado, la resurrección de Jesús y sus efectos históricos son esperanza y futuro para quienes están todavía en los días de pasión. Ciertamente Jesús mantuvo la esperanza en el triunfo definitivo del reino de Dios, al que dedicó su vida y por el que murió. Tras Le 22, 15-18 (y su paralelo Me 14, 25), a pesar de los retoques de la comunidad primitiva, es posible reconstruir una doble profecía de la muerte de Jesús: tras su muerte, Jesús celebrará de nuevo la pascua y organizará un banquete en el reino de Dios que ha de llegar necesariamente. Su muerte no impedirá la salvación futura y él mismo no será presa definitiva de la muerte. No quedarán, por tanto, separadas la irrupción del reino y la mnerte violenta de Jesús (Schürmann). La muerte va inseparablemente unida en el caso de Jesús a la llegada escatológica e histórica del reino, por lo que la resurrección no significará tan sólo una comprobación o un consuelo, sino la seguridad de que ha de continuar su obra y de que él sigue vivo para continuarla. Pero esta esperanza de Jesús no fue tal que la pasión dejara de serlo hasta el punto del grito angustioso del abandono en la cruz. Su lucha por el reino, la certeza de que el reino de Dios triunfará definitivamente, no son óbice para que no «viera» la conexión entre sus días personales de lágrimas, entre el fracaso momentáneo del advenimiento del reino y la gloría del triunfo final. De ahí su 193
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El enfoque ascético y moralista de la cruz cristiana ha desvirtuado la importancia histórica de la cruz y ha suscitado un rechazo de todo lo que tenga que ver con ella. Tal rechazo está plenamente justificado si es que no responde a la salida inmadura de quien se libera de sus fantasmas emocionales. La renovación del misterio de la cruz poco tiene que ver con la represión gratuita, que sitúa la cruz donde uno quiere y no donde está puesta, como si el propio Jesús hubiera buscado para sí la muerte en cruz y no el anuncio del reino. Más peligroso resulta el intento de evadir la historia de la cruz en las teologías de la creación y de la resurrección que hacen de la cruz, en el mejor de los casos, un incidente o un misterio puntual que proyecta místicamente su efectividad sobre las relaciones del hombre con Dios. La consideración «naturalista» de la creación, por muy creyen-
te que se confiese, desconoce la novedad del Dios cristiano que se revela en una historia de la salvación. Ignora incluso que Israel no llegó a la idea del Dios creador por reflexiones racionales sobre el curso de la naturaleza, sino por reflexión teológica sobre lo acaecido al pueblo elegido. Von Rad ha mostrado claramente que es en las luchas políticas del Éxodo donde Israel ha tomado conciencia de que Yahvé es su salvador y redentor; que esta salvación ha sido concebida como la creación y puesta en marcha de un pueblo y que la fe en Dios creador del mundo es un hallazgo posterior, una vez que la experiencia histórica del pueblo de Israel en el fracaso del exilio le va orientando hacia una conciencia universalista, que exige un Dios creador universal de todos los hombres. Una fe al margen de la historia, una fe al margen de los acontecimientos históricos tanto en la vida de Jesús como en la vida de la humanidad, no es, en consecuencia, una fe cristiana. Será, en el mejor de los casos, una especie de teísmo más o menos corregido. Pero tampoco es cristiana una postura que se apoye exclusivamente en la vivencia creyente del Resucitado y olvide las raíces históricas de la resurrección. La tentación es antigua y, con toda probabilidad, ocurrió ya en las comunidades primitivas, lo cual les obligó muy pronto a subrayar la continuidad del Resucitado con el Crucificado. Si así no se hace, se vive en la falsa suposición de que ya ha terminado la lucha contra el pecado y contra la muerte tras el triunfo de la resurrección. De nuevo se reducirá así el reino de Dios a algo futuro que, por su proximidad temporal, ya no necesita de la contribución humana o que, por su lejanía, reduce el reino a la resurrección de los muertos. Y es que si la vida del Resucitado triunfante de la muerte es el futuro de salvación para los cristianos y para una nueva humanidad, la vida del Resucitado es la misma que la de Jesús de Nazaret, que fue crucificado por nosotros, de modo que la vida inmortal del Resucitado es el futuro de salvación sólo bajo la condición de abandonarse a la obediencia del Crucificado, capaz de vencer el pecado (Pannenberg). La conexión inmediata de creación y resurrección es, en consecuencia, falsa desde un punto de vista cristiano, cualquiera que sea el modo de entender la «imagen y semejanza» original, el proceso histórico de muerte y resurrección. Y todo proceso histórico es una creación de futuro y no meramente una renovación del pasado. No se restaura al hombre caído, sino que se construye un hombre nuevo; pero se lo construye en la resurrección de quien ha luchado hasta la muerte contra el pecado. Dicho de otro modo: la esperanza escatológica se expresa a la par como reino de Dios y como resurrección de los muertos, lo cual significa para Pannenberg —que no es precisamente un teólogo de la liberación— que el reino de Dios no es posible como una
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ejemplaridad para los que aparecen más como los condenados de este mundo que como sus salvadores. Jesús en la condenación personal tuvo que aprender el camino de la salvación definitiva. Salvación, digámoslo una vez más, que consistía sustancialmente en el advenimiento del reino de Dios y no en una resurrección personal al margen de lo que fue su predicación terrena del reino. Por el otro extremo, la pasión continuada del pueblo y lo que va con ella: el reino histórico del pecado —como contrapuesto al reino de Dios—, no permiten hacer una lectura ahistórica de la muerte y resurrección de Jesús. El defecto fundamental de tal lectura consistiría en desterrar de la historia el reino de Dios para relegarlo a una etapa más allá de la historia, de modo que en ésta ya no tuviera sentido el continuar la vida y la misión del Jesús anunciador del reino. Esto sería una traición a la vida y a la muerte de Jesús, toda ella dedicada no a sí mismo, sino al reino. Por otro lado, la identificación del reino con la resurrección de Jesús dejaría sin cumplimiento el mensaje de Jesús, que anunciaba persecuciones y muerte a los que fueran a continuar su obra. Cuando Pablo recuerda lo que falta todavía a la pasión de Cristo, está desechando una resurrección ahistórica que hace caso omiso de lo que está ocurriendo en la tierra. Es precisamente el reino del pecado que sigue crucificando a la mayoría de la humanidad el que obliga a la historización de la muerte de Jesús como pascua histórica del reino de Dios.
II.
IMPORTANCIA TEOLÓGICA DE LA CRUZ EN LA HISTORIA DE SALVACIÓN
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comunidad de los hombres en paz perfecta y total justicia, sin un cambio radical de las condiciones naturales presentes de la existencia humana, un cambio que se designa con la resurrección de los muertos. Expresa también que van juntos el destino individual y el destino político del hombre. De ahí que la resurrección remita a la crucifixión: resucita el Crucificado y resucita por haber sido crucificado; ya que le fue arrebatada la vida por el anuncio del reino de Dios, le es devuelta una vida nueva como cumplimiento del reino de Dios. La resurrección remite, así, a la pasión y la pasión a la vida de Jesús como anunciador del reino. Es sabido que tal es el curso seguido en la construcción de los evangelios: la necesidad de historizar la viviencia del Resucitado lleva a la consideración histórica de la pasión, que ocupa un lugar tan desproporcionadamente amplio en los relatos evangélicos y que exige una justificación histórica en la narracción de la vida de Jesús. Como quiera que sea, todo el conjunto intenta valorar teológicamente dos hechos que responden a una misma realidad: el hecho del fracaso de Jesús en el escándalo de su muerte y el hecho de la persecución que sufren pronto las comunidades primitivas. No se trata, por tanto, de un masoquismo expiatorio de índole espiritualista, sino del descubrimiento de una realidad histórica. No se trata, en consecuencia, de luto y mortificación, sino de ruptura y compromiso. La muerte de Jesús pone en claro por qué el anuncio efectivo de la salvación choca con la resistencia del mundo, por qué el reino de Dios combate con el reino del pecado. Y esto aparece tanto en la muerte del profeta, del enviado de Dios, como en la muerte y el destrozo de la humanidad por quienes se hacen dioses dominadores de ella. Si una consideración espiritualista de la pasión lleva a la evasión del compromiso histórico que conduce a la persecución y a la muerte, un compromiso histórico con el pueblo crucificado obliga a volver la mirada sobre el sentido teológico de ese compromiso y a retrotraerse así a la pasión redentora de Jesús. La consideración histórica de la muerte de Jesús ayuda a la consideración teológica de la muerte del pueblo oprimido, y ésta remite a aquélla.
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Puede admitirse que la muerte de Jesús y la crucifixión del pueblo son necesarias, pero sólo si se habla de una necesidad histórica y
no de una necesidad meramente natural. Precisamente su carácter de necesidad histórica aclara la realidad profunda de lo que ocurre en la historia, a la par que abre un campo para su transformación, lo cual no ocurriría si se tratase de una necesidad meramente natural. La propia Escritura, cuando intenta justificar la pasión de Jesús, señala esta necesidad y aun la fórmula a modo de principio: «¿no tenía que padecer (edei pathein) todo eso el mesías para entrar en su gloria?» (Le 24, 36). Pero este «tener que» padecer «para» alcanzar su plenitud es un «tener que» histórico. Histórico, no porque así lo habían anunciado los profetas, sino porque los profetas prefiguraron el suceso en lo que a ellos mismos les acaeció. Esa necesidad se funda, a través de lo que les ocurrió a los profetas, en la oposición entre el anuncio del reino y la verificación histórica del pecado. La resistencia a los poderes opresores y la lucha por la liberación histórica les trajo persecución y muerte, pero esa resistencia y esa lucha no eran sino la consecuencia histórica de una vida que responde a la palabra de Dios. Tan larga experiencia, recogida expresamente por Jesús, lleva a la conclusión de que en nuestro mundo histórico es necesario el paso por la persecución y la muerte para llegar a la gloria de Dios. Y la razón no puede ser más clara: si el reino de Dios y el reino del pecado son dos realidades opuestas y ambas tienen como protagonista al hombre de carne y hueso, quienes ostentan el poder de dominación opresora no podrán menos de ejercitarlo contra quienes sólo tienen el poder de su palabra y de su vida, ofrecidas por la salvación de muchos. No se trata, por tanto, de la imagen biológica de la semilla que muere para dar fruto, ni de una ley dialéctica que exige el paso por la muerte para llegar a una vida nueva. Ciertamente hay textos escriturísticos que hablan de la necesidad de la muerte de la semilla, pero esos textos indican la necesidad y el movimiento dialéctico de esa necesidad, pero no la «naturalizan». Naturalizarla implicaría, por un lado, quitar responsabilidad a quienes matan a los profetas y a quienes crucifican a la humanidad, y echar así un velo a lo que el mal histórico tiene de pecado; e implicaría, por otro, que la nueva vida puede surgir sin la actividad de los hombres, que no necesitarían ni convertirse en su interior ni rebelarse contra su exterior. Es verdad que las imágenes «biológicas» del reino subrayan a veces cómo el crecimiento es cosa de Dios, pero de ahí no pude concluirse que los hombres deben abandonar el cuidado del campo de la historia. La necesidad histórica, en cambio, obliga a subrayar las causas necesitantes de lo que ocurre. La fundamental, desde un punto de vista teológico, está expresada innumerables veces en la Escritura: el paso por la muerte a la gloria es necesario sólo en el supuesto
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III. LA MUERTE DE JESÚS Y LA CRUCIFIXIÓN DEL PUEBLO SON HECHOS HISTÓRICOS Y RESULTADO DE ACCIONES HISTÓRICAS
1.
Necesidad histórica de la muerte de Jesús
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del pecado, un pecado que se apodera del corazón del hombre; pero, sobre todo, un pecado histórico que reina sobre el mundo y sobre los pueblos colectivamente. Hay un «pecado teologal y colectivo» (Moingt) al que se refiere el anuncio de la muerte de Cristo por nuestros pecados, el cual no dice relación directa a nuestros pecados individuales y éticos; una «realidad colectiva» que fundamenta y posibilita los pecados individuales. Es este pecado teologal y colectivo el que destruye la historia y obstaculiza el futuro que Dios querría para ella; este pecado colectivo es el que hace reinar la muerte sobre el mundo, y por ello tenemos necesidad de ser liberados de nuestra obra colectiva de muerte para formar de nuevo el pueblo de Dios. Y es el propio Moingt el que llega a decir que la redención será idénticamente «la liberación política del pueblo y su conversión a Dios». Esta necesidad histórica tiene carácter distinto de la muerte que respecto de la gloria: es necesario pasar por la muerte a la gloria, pero no es necesario que la gloria siga a la muerte. Consecuentemente, una es la actitud en la lucha contra el pecado y otra en la recepción de la vida. En ambos casos hay una cierta exterioridad en relación con el hombre individual: el mal del mundo, el pecado del mundo no es, sin más, la suma de determinadas acciones individuales, ni éstas son ajenas a ese pecado que las domina; igualmente el perdón del mundo, la transformación del mundo, es algo que inicialmente recibe el hombre para después poder aportar su contribución. Pero la exterioridad es distinta en el caso del mal y del bien, del pecado y de la gracia: mientras en el caso del pecado es obra del hombre, en el caso de la gracia es obra de Dios, aunque sea una obra que opera en el hombre y que opera a través de él, quedando así excluida toda pasividad. Aunque Dios dé el crecimiento, no se excluye, sino que se precisa la acción laborante del hombre, ante todo en la destrucción de la objetividad del pecado y, después, en la construcción de la objetivación de la gracia. De lo contrario, la necesidad no tendría carácter histórico, sino que sería puramente natural y el hombre sería o la negación absoluta de Dios o un mero ejecutor de unos presuntos planes divinos. El carácter «necesario» de la muerte de Jesús no es visto sino tras el hecho ocurrido. Ni sus discípulos ni él mismo vieron en un principio, ni siquiera con la consideración de las Escrituras, que el anuncio y el triunfo del reino debieran pasar por la muerte. Cuando ocurrió, las mentes sorprendidas de los creyentes encontraron en los designios de Dios, manifestados en las palabras y en los hechos de las Escrituras —Moisés y los profetas—, los signos de la voluntad divina que hacían «necesaria» la muerte. Esta «necesidad» no se funda en consideraciones expiatorias y sacrificiales. Incluso cuando se recurre al segundo Isaías para explicar, mediante el siervo de Yahvé, el significado de la muerte
de Jesús, el hilo del discurso no es «pecado-ofensa-víctima-expiación-perdón». Este esquema, que puede tener alguna validez para determinadas mentalidades y que expresa en sí mismo algunos puntos válidos, puede convertirse en evasión de lo que ha de hacerse históricamente para quitar el pecado del mundo. En momentos en que se oprimía las conciencias o las conciencias se sentían oprimidas por un cristianismo centrado sobre la idea del pecado, de la culpabilidad y de la condenación eterna, era imprescindible el esquema del perdón, en el que un Dios ofendido perdonaba la culpa y anulaba la condena. Pero este esquema, con sus puntos válidos, no subraya ni la objetivación colectiva de pecado ni la acción humana —destructora de la injusticia y constructora del amor—, que son «necesarias» históricamente. Una nueva teología del pecado debe sobrepasar los esquemas expiatorios, pero no debe permitir que se olvide la existencia del pecado. Olvidarlo sería, entre otras cosas, dejar el campo libre a las fuerzas de opresión masivamente reinantes en nuestro mundo y también descuidar el campo de la conversión personal.
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2.
Implicaciones
Por ello, subrayar el carácter histórico de la muerte de Jesús es fundamental para la cristología y para la soteriología histórica, que como tal cobraría un sentido nuevo. El carácter histórico de la muerte de Jesús implica, por lo pronto, que su muerte ocurrió por razones históricas. Es un punto que con razón subrayan cada día más las nuevas cristologías. Jesús muere —es matado, como insisten tanto los cuatro evangelios como los Hechos— por la vida histórica que llevó, vida de hechos y de palabras que no podía ser tolerada por los representantes y detentadores de la situación religiosa, socio-económica y política. Que se le considere blasfemo, destructor del orden religioso tradicional, perturbador de la estructura social, agitador político, etc., no es sino reconocer desde los más distintos ángulos que la acción, la palabra y la persona misma de Jesús en el anuncio del reino eran de tal modo beligerantes y contrarias al orden establecido y a las instituciones fundamentales, que debían ser castigadas con la muerte. La deshistorización de este hecho radical lleva a enfoques místicos del problema; y esto no por profundización, sino por evasión. El «muerto por nuestros pecados» no puede despacharse fácilmente por el camino de la víctima expiatoria que deja intacto el curso histórico. Implica, asimismo, que Jesús emprendió una determinada marcha histórica no porque llevase a la muerte ni porque él buscase una muerte redentora, sino porque así lo exigía el anuncio
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real del reino de Dios. Ya sea que subraye el carácter soteriológico de la muerte de Jesús, como lo hace Pablo, o el carácter soteriológico de la resurrección, como lo hace Lucas, en ninguno de los dos casos puede olvidarse que el Jesús histórico no buscó de por sí ni la muerte ni la resurrección, sino el anuncio hasta la muerte del reino de Dios, que trajo consigo la resurrección. Jesús vio que su acción le llevaba a un enfrentamiento mortal con quienes le podían quitar la vida, y es absolutamente impensable que no viera la probabilidad real de su muerte, e incluso su cercanía, junto con las causas de ella y de su probabilidad. Más aún, vio mejor y antes el valor salvífico —en un sentido amplio— de su persona y de su vida que el valor salvífico de su muerte. En efecto, no empieza por centrar su acción en la espera de la muerte, sino en el anuncio del reino; y aun cuando ve la muerte como posibilidad real, no ceja en dicho anuncio ni cede en su choque con el poder. No son conciliables su vida y las exigencias a los discípulos con el paso de todo el valor salvífico a la muerte: no puede decirse que haya en él un paulatino deslizamiento de la vida a la muerte como centro de su mensaje, pues aun en los numerosos textos del seguimiento difícil y contradictorio, el acento está en la continuidad de la vida con la muerte y no en la ruptura de la muerte frente el camino de salvación que representa su vida. La salvación, entonces, no puede imputarse exclusivamente a los frutos místicos de la muerte de Jesús, separándola de lo que es un comportamiento real y comprobable. No se trata meramente de una aceptación pasiva y obediente de un destino natural, y menos aún de un destino impuesto por el Padre. Se trata, al menos en un primer plano, de una acción que lleva a la vida a través de la muerte, de modo que no es posible separar lo salvífico y lo histórico en el caso de Jesús. En consecuencia, la muerte de Jesús no es el final del sentido de su vida, sino el final del esquema que debe ser reproducido y seguido en nuevas vidas con la esperanza de la resurrección y con el sello de la exaltación. La muerte de Jesús es el sentido final de su vida sólo porque la muerte a la que le llevó su vida muestra cuál era a la par el sentido histórico y el sentido teológico de su vida; es entonces su vida la que da el sentido último de su muerte, y sólo en consecuencia es la muerte, que ya ha recibido el sentido inicial de la vida, sentido de la vida. De ahí que sus seguidores no deben poner primariamente el centro de su atención en lo que es la muerte como sacrificio, sino en lo que es la vida de Jesús, que sólo será realmente la de él si lleva a las mismas consecuencias a las que llevó la suya. La soteriología histórica lo que hace es buscar dónde y cómo se realizó la acción salvífica de Jesús, para proseguirla en la historia. Es cierto que, en un sentido, la vida y muerte de Jesús se han dado una vez por todas, pues en ellas no se trata de algo puramente
fáctico que tuviera el mismo valor que el de cualquier otra muerte tenida en iguales circunstancias, sino de algo que supone la presencia definitiva de Dios entre los hombres. Pero esa vida y esa muerte continúan en la tierra y no sólo en el cielo: la unicidad de Jesús no está en su separación de la humanidad, sino en el carácter definitivo de su persona y en la omnipresencia salvífica que le compete. Toda la insistencia en su carácter de cabeza respecto de un cuerpo, así como en el envío de su Espíritu por el que se continuará su obra, apuntan a este corrimiento histórico de su vida terrenal. La continuidad no es puramente mística y sacramental, como no fue puramente mística y sacramental su acción en la tierra; dicho de otro modo, no es el culto, ni siquiera la celebración de la eucaristía, el totum de la presencia y de la continuidad de Jesús, sino que se requiere la continuación histórica que siga realizando lo que él realizó y como él lo realizó. Debe aceptarse una dimensión transhistórica en la acción de Jesús, como debe reconocérsela en su biografía personal, pero esa dimensión transhistórica sólo será real si es efectivamente transhistórica, esto es, si atraviesa la historia. Por ello hay que preguntarse acerca de quién sigue realizando en la historia lo que fue su vida y su muerte.
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3.
El pueblo crucificado, principio de salvación universal
Podemos acercarnos a la respuesta considerando que hay un pueblo crucificado, cuya crucifixión es resultado de acciones históricas. Tal vez esta constatación no baste para mostrar que este pueblo crucificado es la continuación histórica de la vida y la muerte de Jesús. Pero antes de profundizar en otros aspectos que muestren el que sea así, conviene arrancar del mismo punto en que arranca el valor salvífico de la vida y la muerte de Jesús. Se entiende aquí por pueblo crucificado aquella colectividad que, siendo la mayoría de la humanidad, debe su situación de crucifixión a un ordenamiento social promovido y sostenido por una minoría que ejerce su dominio en función de un conjunto de factores, los cuales, como tal conjunto y dada su concreta efectividad histórica, deben estimarse como pecado. No se trata, por tanto, de una consideración puramente individual de todo aquel que sufre incluso por acciones injustas de los otros o porque es sacrificado como luchador contra la injusticia reinante; aunque la consideración colectiva del pueblo crucificado no excluye la consideración individualizada, subsume ésta en aquélla, precisamente porque es el lugar histórico de su realización. No se trata tampoco de una consideración puramente natural de los que sufren por desgracias naturales; aunque también los males natura-
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les entran, derivadamente, en cuanto se hacen presentes en un orden histórico determinado. Considerar a una colectividad como sujeto de la salvación no sólo no es ajeno a la Escritura, sino que es en ella un sentido originario. Por ejemplo, un individuo sólo puede constituirse en siervo de Yahvé en tanto que es miembro del pueblo de Israel (J. Jeremías), porque la salvación está ofrecida primariamente al pueblo y en el pueblo. La experiencia conjunta de que la raíz de los pecados individuales está en una presencia del pecado supraindividual y de que la vida de cada uno está configurada por lo que es la vida del pueblo en el que se vive, hace connatural la vivencia de que en esta dimensión de colectividad se juega primariamente tanto la salvación como la perdición. La insistencia moderna en individualizar la existencia humana sólo será realista si no implica un desconocimiento de su dimensión social, cosa que no ocurre en los paroxismos individualistas e idealistas tan propios de la cultura occidental o, por lo menos, de las élites de esa cultura. Todo lo que esta concepción trae de egoísmo y de irresponsabilidad social no deja de ser contraprueba de la falsedad de esa exageración. No se necesita negar la dimensión colectiva y estructural para dar campo a un desarrollo pleno de la persona. Pero si no se trata de una definición teológicamente arbitraria, mucho menos se trata de una definición realmente arbitraria. Se trata, por lo pronto, de una constatación histórica enfocada soteriológicamente. Quien está preocupado creyentemente por el pecado y la salvación del mundo, no puede menos de hacer esa constatación histórica de la humanidad crucificada en esa forma concreta de pueblo crucificado; igualmente, quien considere creyentemente la existencia lacerante de ese pueblo crucificado, tiene que preguntarse por lo que tiene de pecado y de necesidad de salvación. Frente a esta realidad tan masiva y tan grave, la consideración segregada de los casos particulares de quienes no pertenecen al pueblo crucificado pasa a un segundo lugar, aunque deba repetirse de nuevo que la consideración universalista y estructural no tiene por qué anular la consideración individualista y psicológica, sino tan sólo darle su marco real de referencia. Lo que añade la fe cristiana a la constatación histórica del pueblo oprimido es la sospecha de si, además de ser el destinatario principal del esfuerzo salvífico, no será también en su situación crucificada principio de salvación para el mundo entero. No es éste el lugar de caracterizar la magnitud cuantitativa y cualitativa de lo que es la opresión histórica de la actual mayoría de la humanidad, ni tampoco de hacer el estudio pormenorizado de sus causas. Aunque es uno de los hechos fundamentales de los que debe partir la reflexión teológica y aunque haya sido escandalosamente olvidado por quienes teorizan desde el mundo geográfi-
co de los opresores, es de tal evidencia y amplitud que no necesita explanación. Lo que sí necesita es ser vivido experiencialmente. Pues bien, aunque no pueden negarse componentes «naturales» de la actual situación histórica de injusticia que define nuestro mundo, tampoco puede desconocerse lo que tiene de resultado de acciones históricas. Como en el caso de Jesús, no puede hablarse de una necesidad puramente natural: la opresión del pueblo crucificado viene de una necesidad histórica: la necesidad de que muchos sufran para que unos pocos gocen, de que muchos sean desposeídos para que unos pocos posean; la represión de sus vanguardias, por otra parte, sucede según el mismo esquema, aunque con distintos sentidos, que en el caso de Jesús. Este planteamiento general debe, sin duda, historizarse. No siempre y en todo lugar ha ocurrido y ocurre de la misma forma ni por las mismas causas, pues el esquema general de la opresión del hombre por el hombre adquiere colectiva e individualmente formas muy distintas. Pero en la actualidad universal de nuestros días, la opresión tiene unas características históricas globales que no pueden ignorarse y de las que son responsables activos u omisivos cuantos no se ponen al lado de la liberación. Asimismo, dentro de este planteamiento colectivo y generalizante deben hacerse análisis más particularizantes. Aunque se mantenga el esquema universal de que se crucifica al otro para vivir uno mismo, deben examinarse los subsistemas de crucifixión que hay en cada uno de los dos grupos: el grupo de los opresores y el grupo de los oprimidos. Muchas veces se ha insistido en la gravedad y en la multiplicidad de las formas en que, dentro del mundo de los oprimidos, hay quienes se ponen al servicio de los opresores o desatan sus propios instintos de dominación. Es un hecho real que obliga a superar las simplificaciones esquemáticas tanto de las causas de la opresión como de sus formas, para no caer en una división maniquea del mundo, que pondría a un lado todo lo bueno y al otro lado lo malo. Precisamente una consideración estructural del problema evita el caer en el error de admitir como buenos a todos los individuos de un campo y como malos a los del contrario, dejando así de lado el problema de la transformación personal. La huida de la muerte propia en un permanente mirar por sí sin aceptar que la vida se gana cuando se la entrega a los otros, es sin duda una tentación intrínseca y permanente del hombre que queda modulada pero no anulada por la realidad histórico-estructural. El enfoque de la muerte de Jesús y de la crucifixión del pueblo, la remisión de la una a la otra, hace que ambas aparezcan a una nueva luz. La crucifixión del pueblo evita el peligro de mistificar la muerte de Jesús, y la muerte de Jesús evita el peligro de magnificar salvíficamente el mero hecho de la crucifixión del pueblo, como si
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el hecho bruto de ser crucificado aportara sin más la resurrección y la vida. Hay que iluminar esta crucifixión desde lo que fue la muerte de Jesús para ver su alcance salvífico y el modo cristiano de esa salvación. Hay que examinar para ello los principios de vida que se entremezclan con los principios de muerte; aunque la presencia del pecado y de la muerte es masiva en la historia del hombre, también es importantísima y palpable la presencia de la gracia y de la vida. Si no se puede olvidar un aspecto, tampoco el otro. Más aún: la salvación sólo podrá entenderse como un triunfo de la vida sobre la muerte, un triunfo que ya está preanunciado en la resurrección de Jesús, pero que debe ser procesualmente ganado siguiendo sus propios pasos, conforme al sentido que tuvieron en él.
IV.
LA MUERTE DE JESÚS Y LA CRUCIFIXIÓN DEL PUEBLO VISTAS DESDE EL SIERVO DE YAHVE
Una de las pistas en las que se fijó la comunidad cristiana primitiva para comprender y dar su valor adecuado a la muerte de Jesús, fue la figura del siervo de Yahvé tal como la describió el deutero-Isaías. Este hecho permite acudir de nuevo al siervo sufriente para ver desde él lo que fue, en uno de sus aspectos, la muerte de Jesús y, sobre todo, lo que es también, en uno de sus aspectos, la crucifixión del pueblo. Tendrá así tres partes esta sección: en la primera se recogerán algunas de las características del siervo tal como las propone el deutero-Isaías; en la segunda se contrastarán esas características con lo que fue la vida y muerte de Jesús; finalmente, en la tercera, con lo que son o deben ser las características del pueblo oprimido si ha de ser el continuador de la obra redentora de Jesús. Las dos primeras partes estarán orientadas a la tercera. Así, si no llegara a probarse que el pueblo oprimido es la continuación histórica de la crucifixión y del Crucificado, se mostrará al menos qué camino debe seguirse para configurar su muerte con la de Cristo, habida cuenta, sin embargo, de la distinta realidad que son y de la diferente función que les compete. 1.
Características del siervo de Yahvé
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nada de algún modo por la situación. Los que pretenden que es posible una lectura neutra de un texto de la Escritura cometen un doble error: un error epistemológico, al creer posible una lectura no condicionada; y un error teológico, por cuanto desdeñan el lugar más apto de lectura, que será siempre el destinatario principal al que va dirigido el texto: este destinatario es en cada momento histórico un destinatario distinto, y aquí trabajamos con la hipótesis de que en nuestro momento es el pueblo crucificado, hipótesis que será confirmada, si es que el pueblo crucificado queda iluminado por lo que dice el texto y si el texto queda enriquecido y actualizado por la realidad de este destinatario histórico. No es éste lugar de mostrar la justificación epistemológica y teológica de este procedimiento metodológico, que no excluye la utilización más cuidadosa de los análisis exegéticos, sino que tan sólo los subordina; baste con explicitarlo para no llevarse a engaño. Se prescindirá en el análisis de si el «siervo» es un personaje colectivo o individual, si es un rey o un profeta, etc. Nada de esto es relevante para nuestro propósito, pues lo que se intenta aquí formalmente es ver lo que dice el texto al pueblo oprimido, lo que habla el texto a este destinatario histórico. No se hará, claro está, un tratamiento exhaustivo, sino un apuntamiento de las líneas fundamentales. La teología del siervo presupone que el encuentro de Yahvé ocurre en la historia, que se constituye así en el lugar de su proximidad y en el lugar de la respuesta y la responsabilidad del pueblo (J. Jeremías). La unidad entre lo que ocurre en la historia y lo que Dios quiere manifestar y comunicar a los hombres es, en el texto del deutero-Isaías, indisoluble; recordemos las referencias a la humillación de Babilonia y al triunfo de Ciro como pruebas contundentes. En este contexto han de leerse los cuatro cantos del siervo doliente. El primer canto (Is 42, 1-7) habla de la elección del siervo, que es un elegido, un preferido de Yahvé, sobre el que éste ha puesto su espíritu. La finalidad de esta elección es manifestada paladinamente: «para que traiga el derecho a las naciones». Y no contento con esta formulación tan explícita, insiste y amplifica: Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará hasta implantar el derecho en la tierra, y sus leyes que esperan las islas.
Haremos el análisis del siervo doliente de Yahvé desde la perspectiva del pueblo crucificado. Toda lectura se hace desde una situación más que desde una precomprensión, la cual está determi-
Se trata, por tanto, de una implantación objetiva del derecho, de la justicia ante todo, en el sentido real de hacer justicia a un pueblo oprimido, de crear unas leyes en que predomine la justicia
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y no los intereses de los poderosos; aunque también se tiene en cuenta la necesidad de que se interiorice el amor a la justicia, esto es, de que se haga un hombre nuevo que viva de verdad el derecho y la justicia. Hay asimismo una mirada universal sobre las naciones y las islas, esto es, no se queda en un ámbito puramente judaico. Y es una respuesta de Dios a lo que «esperan» los pueblos sin derecho, una respuesta que se implantará por el siervo, que no vacilará ni se quebrará en su misión. La elección es por parte de Dios. Por muy política que parezca la misión en su primer paso (no se habla de que se restaurará el culto, de que se convertirán los pecadores, etc., sino de la implantación del derecho), es lo que Dios quiere, el Dios «que creó y desplegó el cielo», el que consolidó la tierra. Pues bien, este Dios es el que ha elegido al siervo para hacer la justicia: Yo, el Señor, te he llamado para la justicia, te he cogido de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones (42, 6)
Y se vuelve a repetir, explicándolo, lo que es hacer justicia: para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas (42, 7).
Y eso lo dice el Señor y ése es su nombre, es decir, en eso se expresa su ser para los hombres, en ese su anuncio de futuro frente a lo que ha estado sucediendo. El segundo cántico subraya el carácter de elección por parte de Dios: ha elegido a quien desprecian los poderosos, a quien parece no tener fuerzas para hacer reinar la justicia sobre el mundo y que, sin embargo, tiene el respaldo de Dios: En realidad mi derecho lo defendía el Señor, mi salario lo tenía mi Dios. Así dice el Señor, redentor y Santo de Israel, al despreciado, al aborrecido de las naciones, al esclavo de los tiranos: Te verán los reyes, y se alzarán; los príncipes, y se postrarán; porque el Señor es fiel, porque el Santo de Israel te ha elegido (49, 4 y 7)
La elección es para construir una tierra nueva y un pueblo nuevo: «para restaurar el país, para repartir heredades desoladas» (49, 8). Saldrá el pueblo de su estado de pobreza, de opresión y oscuridad a un nuevo estado de abundancia, de libertad y de luz. Y la razón de la intervención divina a través de su siervo es clara: 206
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Porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados (49, 13).
Esta idea de que Dios está al lado del oprimido y contra el opresor es fundamental en el texto y se refiere a un pueblo entero y no solamente a individuos particulares: Haré a tus opresores comerse su propia carne, se embriagarán de su sangre como de vino; y sabrá todo el mundo que yo soy el Señor, tu salvador, que tu redentor es el héroe de Jacob (49, 26).
El tercer cántico da un paso nuevo al resaltar la importancia que pueden tener los sufrimientos en la marcha liberadora del pueblo. La larga experiencia del abatimiento puede llevar a la desconfianza, pero el Señor va a respaldar ese sufrimiento y va a terminar dando la victoria a quien aparentemente está derrotado: El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado (50, 7).
Una gran esperanza se abre en el futuro de los afligidos y perseguidos; su dolor no es en vano, sino que Dios está tras él. Una esperanza que tocarán con sus manos y que transformará por completo sus vidas: Los rescatados del Señor volverán: vendrán a Sión con cánticos, en sus cabezas alegría perpetua, siguiéndolos gozo y alegría, pena y aflicción se alejarán (51, 11).
Pero es en el cuarto cántico donde se desarrolla más el tema de la pasión y gloria del siervo. Ante todo, la contraposición centra lo que es la situación del siervo y su capacidad real de salvación: Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho. Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre ni tenía aspecto humano, así asombrará a muchos pueblos; ante él los reyes cerrarán la boca, al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito (52, 13-15).
Es aquí donde la descripción de la persecución del siervo en su misión de implantar el derecho reviste caracteres muy similares a los que sufre hoy el pueblo oprimido: Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza.
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Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores acostumbrado a sufrimientos ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado. El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores: nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes.
EL PUEBLO
CRUCIFICADO
Este texto, fundamental en cualquier teología de la salvación, en cualquier soteriología, admite diversas lecturas, porque puede iluminar problemas distintos. En el que nos ocupa ahora, no puede desconocerse hasta qué punto se acomoda en la descripción a lo que ocurre con el pueblo crucificado. Si una lectura ya tradicional ha visto preanunciada en él la figura de la pasión de Jesús, no hay por qué cerrar los ojos a lo que tiene de realmente descriptivo —al margen de toda acomodación— de lo que es hoy una inmensa mayor parte de la humanidad. Desde esta perspectiva pueden
subrayarse algunos momentos histórico-teológicos de este cántico impresionante. En primer lugar, se trata de una figura destrozada por la intervención histórica de los hombres: es un hombre de dolores, acostumbrado al sufrimiento, que es llevado a la muerte sin defensa y sin justicia; desestimado y despreciado por todos, alguien en quien no se ve mérito alguno. En segundo lugar, no sólo no se le considera como posible salvador del mundo, sino, todo lo contrario, como leproso, como condenado, herido de Dios y humillado. En tercer lugar, aparece como pecador, como fruto del pecado y como lleno de pecados; por eso le dieron sepultura con los malvados y con los malhechores; fue contado entre los pecadores porque él cargó con el pecado de muchos. En cuarto lugar, la visión creyente ve las cosas de otro modo: su estado no se debe a sus pecados, sufre el pecado sin haberlo cometido; fue traspasado por nuestras rebeliones y triturado por nuestros crímenes, herido por los pecados del pueblo. Cargó con los pecados que no cometió, de modo que está en situación desesperada por los pecados de los demás. Antes de que él muera por los pecados, son los pecados los que le llevan a la muerte, son los que le matan. En quinto lugar, el siervo acepta este destino, acepta que el peso de los pecados le lleve hasta la muerte, aunque él no los cometió. En razón de los pecados de los otros, por los pecados de los otros, acepta su propia muerte. El siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Nuestro castigo cayó sobre él y sus cicatrices nos curaron. Su muerte, lejos de ser sin sentido y sin eficacia, quita, por lo pronto, los pecados que afligían al mundo. Es expiación e intercesión por los pecados. En sexto lugar, el propio siervo, aplastado en su vida sacrificada y en su muerte fracasada, triunfando: no sólo los otros se verán justificados, sino que verá su descendencia y prolongará su años; verá la luz y se saciará de conocimiento. En séptimo lugar, el Señor mismo asume esta situación: carga sobre él todos nuestros crímenes. Más aún, se dice que el Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación, aunque después le premiará y dará la recompensa total. Son las frases más fuertes, pero que admiten la interpretación de que Dios acepta como querido por él, como saludable, el sacrificio de quien históricamente es muerto por los pecados de los hombres. Sólo en un difícil acto de fe el cantor del siervo es capaz de descubrir lo que aparece como todo lo contrario a los ojos de la historia. Precisamente porque ve cargado de pecados y de las consecuencias del pecado a quien no los cometió, se atreve, por la misma injusticia de la situación, a atribuir a Dios lo que está
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Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, se humillaba y no abría la boca... Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron, ¿quién meditó en su destino? Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron. Le dieron sepultura con los malvados y una tumba con los malhechores, aunque no había cometido crímenes ni hubo engaño en su boca. El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento. Mi siervo justificará a muchos porque cargó con los crímenes de ellos. Le dará una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él cargó con el pecado de muchos e intercedió por los pecadores (53, 2-12).
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sucediendo; Dios no puede menos de atribuir un valor plenamente salvífico a este acto de absoluta injusticia histórica. Y se lo puede atribuir porque el propio siervo acepta su destino de salvar por el sufrimiento a quienes son los causantes de él. Finalmente, la orientación global de este cántico, junto con la de los tres anteriores, su sentido profético de anuncio futuro y su ámbito de universalidad, hacen que no pueda determinarse unívocamente la concreción histórica del siervo. Siervo doliente de Yahvé será todo aquel que desempeñe la misión descrita en los cánticos, y lo será por antonomasia quien la desempeñe de forma más total. Por mejor decir, siervo doliente de Yahvé será todo aquel crucificado injustamente por los pecados de los hombres, porque todos los crucificados forman una sola unidad, una sola realidad, aunque esta realidad tenga cabeza y tenga miembros con funciones distintas en la unidad de la expiación. Por mucho que se acentúen los rasgos del sufrimiento y del aparente fracaso, sobresale la esperanza del triunfo, no lo olvidemos, que ha de tener un carácter público e histórico y que se relaciona con la implantación del derecho y de la justicia. Todo lo que pueda haber de representación sustitutiva no obsta para que haya una efectividad histórica.
EL
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CRUCIFICADO
Con anterioridad a la interpretación cristiana del siervo doliente ya se había puesto en relación su figura con la del mesías. Una línea de reflexión teológica vio que el triunfo del mesías no vendría sino después del paso por el dolor y el sufrimiento, y esto precisamente por la existencia del pecado. No puede desconocerse que el propio deutero-Isaías, que tanto subraya el amor de Yahvé por el pueblo, pone en su boca duras quejas sobre el mal comportamiento de ese pueblo. El misterio del pecado y del mal no deja de abrirse camino hasta dar con una interpretación más cabal de la acción de Dios en la historia. El Nuevo Testamento no recoge con profusión la referencia explícita al siervo de Yahvé. El título pais Theou aparece sólo una vez en Mateo (12, 15) y cuatro en los Hechos (3, 13-26; 4, 27-30). Sin embargo, la teología del siervo doliente de Yahvé, en la línea del sufrimiento y la oblación por los pecados, es de primera importancia en el Nuevo Testamento cuando se pretende explicar teológicamente el hecho histórico de la muerte de Jesús. La desaparición casi completa del término puede atribuirse a que las comunidades helenísticas prefirieron muy pronto el título de «hijo de Dios» al de «siervo de Dios», que les resultaba un tanto inasimilable. Para J. Jeremías, la interpretación cristológica del
siervo de Yahvé del deutero-Isaías pertenece a los primeros tiempos de las comunidades cristianas y corresponde al estadio palestino, prehelenístico. Cullmann sostiene que la cristología del siervo es probablemente la cristología más antigua. Sin embargo, no es opinión común de los exegetas el que el propio Jesús tuviese conciencia de ser el siervo de Yahvé del que habla el deutero-Isaías. No necesitamos entrar aquí en esta discusión, porque lo que aquí nos importa subrayar es que la comunidad primitiva vio justificadamente el trasfondo teológico del siervo doliente en los sucesos históricos de la vida de Jesús, en cuyo caso éste, sin saberlo explícitamente, habría desempeñado la misión del siervo. Podría decirse, a modo de objeción, que los sucesos históricos narrados en los evangelios no son sino la carne histórica puesta por las comunidades primitivas para historizar el pensamiento teológico del siervo; pero aunque así fuera —lo cual no parece aceptable en su totalidad—, nos bastaría con el reconocimiento de la necesidad de historizar la salvación y el modo de la salvación. Si, por otra parte, el propio Jesús tuvo conciencia de ser él la realización plena del siervo doliente de Yahvé, es claro que esta conciencia no la tuvo desde el principio de su vida, ni siquiera en los arranques de su vida pública; de lo cual se deduce de nuevo que sólo su vida real de anuncio del reino y de oposición a los enemigos del reino le condujo a la aceptación creyente y esperanzada del destino salvífico del siervo: en él, la lucha contra el pecado habría sido también anterior a la muerte por el pecado. Es, por lo pronto, difícil de admitir que Jesús haya manifestado pública y solemnemente el que su muerte fuera a tener un alcance salvífico (Schürmann). La predicación y el comportamiento de Jesús no se orientan hacia su muerte futura y no dependen de ella (Marxsen). Más difícil resulta responder a la cuestión de si comunicó el sentido salvífico de su muerte a sus discípulos más cercanos, al menos en vísperas de la pasión, ya que no cuando fueron enviados a la misión de anunciar el reino. De hacerlo, tuvo que ser en la última cena. Sin poder entrar a fondo en esta cuestión, nos podemos atener a las posiciones intermedias de los exegetas, entre el positivismo literal de Jeremías y--el escepticismo histórico de Bultmann. Schürmann, después de un largo análisis exegetico, concluye: es una perspectiva soteriologica la que mejor explica los gestos de ofrenda de aquel que va a morir y que anuncia la salvación escatológica; en estos gestos del siervo realizados por Jesús, la salvación escatológica se hace comprensible en la acción simbólica de quien llega hasta el don de sí en la muerte como culminación de toda su vida, que ha sido siempre una pro-existencia, esto es, una vida definitiva por la entrega total a los demás. El reconocimiento del valor salvífico de la muerte de
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Vida y muerte de Jesús y siervo de Yahvé
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Jesús después de la resurrección quedó posibilitado por el recurso de la actitud pro-existente de Jesús, expresada solemnemente en los gestos de la última cena y reconsiderada a la luz de las Escrituras, especialmente a la luz del siervo doliente. Se fue viendo que esa muerte era necesaria, que era conforme a las Escrituras, que tenía un valor salvífico para quienes le siguieron y que ese valor podía extenderse a los pecados de la multitud. Contra la autocomprensión plena de su muerte por parte del propio Jesús está, sin embargo, su grito en la cruz recogido por Mateo (27, 26) y Marcos (15, 35), que parece indicar un absoluto abandono por parte de Dios y, consecuentemente, un desfallecimiento de su fe y de su esperanza. El texto presenta una dificultad tan grave, que los demás evangelistas lo sustituyen por una palabra de confianza (Le 23, 46-47) o por una palabra de plenitud (Jn 19, 30). Siendo posible ver en las palabras de abandono de Jesús el comienzo del salmo 22, que termina con palabras de esperanza semejantes a las del cántico del siervo, no es seguro que ése sea el tenor y el sentido de las palabras puestas en la boca de Jesús por Mateo y Marco. Para Léon-Dufour, Jesús habría querido expresar el estado de derelicción, de abandono, que es la muerte, muerte que de por sí es la separación del Dios vivo. Sin embargo, la experiencia del abandono es simultáneamente proclamada y negada en un diálogo que expresa la presencia del que parece ausente; el diálogo no queda interrumpido, aunque Dios parece haber desaparecido. Jesús, por vez única en los sinópticos, no llama a Yahvé «Padre», sino «Dios». Todo ello hace sospechar que el por qué me has abandonado queda sin respuesta inmediata, que solamente aparecerá después de su muerte y que los evangelistas colocan en voz del centurión: «realmente, este hombre era el hijo de Dios». Jesús, en consecuencia, no habría tenido conciencia explícita del sentido pleno de su muerte, aunque sí la esperanza firme de que su vida y su muerte eran el preanuncio inminente del reino; dicho en otras palabras, que el advenimiento definitivo del reino pasaba por su vida y por su muerte, entre las que ha de aceptarse una continuidad, de modo que la muerte no fue sino la culminación de su vida, el momento definitivo de su entrega total en el anuncio y en la realización del reino. Hasta el punto de que más claro estaría el sentido sacrificial y expiatorio de los sufrimientos del siervo doliente que el de la muerte de Jesús, sólo más tarde comprendida como víctima universal de los pecados del mundo.
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PUEBLO
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Para que el pueblo oprimido sea continuador de la redención de jesús, el siervo
Obviamente, el pueblo crucificado no tiene conciencia explícita de ser el siervo doliente de Yahvé; pero, como acabamos de ver en el caso de Jesús, esto no es razón para negar que lo sea. Tampoco sería razón el decir que Jesús mismo es el siervo doliente de Yahvé, pues el pueblo crucificado sería su continuidad histórica, de modo que no supondría «otro» siervo. Bastaría, por tanto, con mostrar que el pueblo crucificado reúne objetivamente algunas condiciones esenciales del siervo doliente para presumir que, si no lo es actualmente y en. toda su plenitud, es, sin embargo, el lugar histórico más adecuado de su realización. Si se admite que la pasión de Jesús ha de tener continuación histórica, debe admitirse también, en razón de la historicidad, que esa continuación puede adoptar diversas figuras. Dejando de lado las figuras inviduales, esto es, la necesidad de que Jesús prosiga en cada uno de sus seguidores, la continuación histórica por parte del pueblo deberá cobrar distintas figuras. Dicho en otros términos, no puede decirse de una vez por todas quién es el sujeto colectivo que lleva adelante con mayor plenitud la obra redentora de Jesús. Podría decirse que siempre será el pueblo de Dios crucificado; pero esto, siendo acertado, deja sin definir quién es ese pueblo de Dios, que no puede entenderse sin más como la Iglesia oficial, ni siquiera como la Iglesia perseguida. No todo lo que se dice «Iglesia» es, sin más, el pueblo crucificado o el siervo doliente de Yahvé, aunque ese pueblo crucificado, rectamente entendido, pueda considerarse como la parte más viva de la Iglesia, precisamente porque continuaría la pasión y muerte de Jesús. Esa historicidad no impide que pueda llegarse a una aproximación de la figura actual del siervo. Podrá ser distinta en diversas situaciones históricas, podrá representar según aspectos distintos sus rasgos fundamentales, pero no por ello podría dejar de tener ciertas características fundamentales. La más fundamental es que sea aceptado como tal por Dios; pero esta aceptación no es comprobable sino sólo a través de su «semejanza» con lo que le ocurrió al Jesús crucificado de la historia. Según esto, deberá ser crucificado por los pecados del mundo, deberá haber sido convertido en desecho de los hombres mundanos, su apariencia no será humana precisamente porque ha sido deshumanizada; deberá tener un alto grado de universalidad, pues se ha de tratar de una figura redentora del mundo entero; deberá sufrir esta deshumanización total no por sus culpas, sino por cargar con las culpas de los demás; deberá ser desechado y despreciado precisamente como salvador del mundo, de tal forma que este «mundo» no lo acepte como su salvador, antes al contrario, lo juzgue como la expresión 213
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más cabal de lo que se debe evitar y aun condenar; deberá, finalmente, darse una conexión objetiva entre su pasión y la realización del reino de Dios. Por otra parte, no deberá identificarse esta figura histórica del siervo con una determinada organización del pueblo crucificado cuya instancia definitoria sea el alcance del poder político. Desde luego que la salvación prometida a la misión histórica del siervo de Yahvé ha de conseguir una objetivación histórica y que esta objetivación histórica ha de ser lograda mediante una organización, la cual, si ha de ser plenamente liberadora, ha de estar en íntima conexión con lo que es el pueblo crucificado. Pero no es el mismo aspecto aquel por el que el pueblo crucificado —y no un pueblo indiferenciado sin más— aporta la salvación al mundo, como continuador de la obra de Jesús, y aquel otro por el que realiza histórico-políticamente esa salvación. Dicho de otra forma: el pueblo crucificado desborda cualquier concreción histórica que pueda darse a sí mismo en vistas a su salvación histórica, y ese desbordamiento proviene de ser continuación histórica de un Jesús que no llevó su lucha por el reino a través del poder político; pero el hecho de que «desborde» no supone que se pueda apartar de toda concreción histórica, porque el reino de Dios implica la realización de un orden político en el que los hombres vivan en alianza como respuesta a la alianza de Dios. El pueblo crucificado mantiene así una cierta indeterminación, en cuanto no se identifica, al menos formalmente, con un preciso grupo histórico —al menos con todas las concreciones de un grupo histórico—; pero, por otro lado, es suficientemente determinado como para no ser confundido con lo que no puede representar el papel histórico del siervo doliente de Yahvé. Por poner ejemplos a dos niveles distintos: el Primer Mundo no está en esa línea, y sí lo está el Tercer Mundo; no lo están las clases ricas y opresoras, y sí lo están las clases oprimidas; no lo están quienes están al servicio de la opresión, por mucho que sufran en este servicio, y sí lo están los que luchan por la justicia y la liberación. El Tercer Mundo, las clases oprimidas, los que luchan por la justicia, «en tanto que» son Tercer Mundo, clase oprimida y luchadores por la justicia, están en la línea del siervo doliente, por más que no todo lo que hacen lo hagan necesariamente en la línea del siervo. Más aún, como ya se apuntaba al principio de este trabajo, esos tres niveles necesitan desdoblarse —no podemos entrar aquí en el estudio de las formas de ese desdoblamiento— en factores estrictamente políticos y en factores que, siendo históricos, no son formalmente políticos. Esta aproximación del pueblo crucificado al siervo de Yahvé es todo menos gratuita. Si es posible ver en uno y otro rasgos comunes fundamentales, está, además, la identificación hecha por el mismo Jesús —o vista así objetivamente por la comunidad
cristiana primitiva— entre él y los que sufren. Desde luego, los que sufren por su nombre o por el reino, pero también los que sufren sin saber que su sufrimiento tiene que ver con el nombre de Jesús y el anuncio de su reino. Pero es en Mt 25, 31-46 donde se expresa la identificación de un modo más preciso; pasaje que, por cierto, antecede literalmente a un nuevo anuncio de la pasión (26, 1-2). El pasaje tiene una estructura de pacto (Pikaza) en su doble expresión (soy vuestro Dios, que está en los pequeños, y seréis mí pueblo si amáis a los pequeños), un pacto que está mediado a través de la justicia interhumana. Es el juicio del reino, el juicio universal y definitivo, que saca a la luz la verdad de Dios entre los hombres; esta verdad está en la identificación del Hijo del hombre, constituido en Rey, con los hambrientos, con los sedientos, con los peregrinos, con los desnudos, con los enfermos y los presos. Hijo del hombre es el que sufre con los pequeños; y es este Hijo del hombre, en tanto que encarnado en el pueblo crucificado, el que se va a constituir en juez: el pueblo crucificado es ya juez, aunque no formule juicio teológico, en su propia existencia; y ese jucio es salvación, en cuanto descubre, por oposición, el pecado del mundo y en cuanto posibilita el rehacer lo que está mal hecho; en cuanto propone una exigencia nueva como camino ineludible para conseguir la salvación. Se trata, no lo olvidemos, de un juicio universal en que se da sentencia sobre todo el curso de la historia. Pikaza observa que Mt 25, 36-41 implica una visión dialéctica del Jesús histórico; por un lado, ha sido pobre y, por otro, es el que ayuda al pobre; observado esto después de la pascua, Jesús aparece como Hijo del hombre que sufre en los perdidos de la tierra, pero es a la vez Señor que se pone en su ayuda. El pueblo crucificado tiene así una doble vertiente: es la víctima del pecado del mundo y es también quien aportará la salvación al mundo. Pero este segundo aspecto no le desarrollamos aquí; este trabajo, al detenerse en la crucifixión, sólo presenta la primera etapa. Una etapa centrada sobre la resurrección del pueblo debería mostrar cómo el crucificado por los pecados del mundo puede aportar en su resurrección la salvación del mundo. No hay salvación por el mero hecho de la crucifixión y de la muerte: sólo un pueblo que vive, porque ha resucitado de la muerte que se le ha infligido, es el que puede salvar el mundo. El mundo de la opresión no está dispuesto a tolerar esto. Como en el caso de Jesús, está decidido a desechar la piedra angular para la construcción de la historia, está decidido a construir la historia desde el poder y la dominación, es decir, desde la anulación permanente de la inmensa mayoría de la humanidad oprimida. La piedra que desecharon los constructores vino a ser la piedra angular, piedra de tropiezo y roca de escándalo. Esa piedra fue Jesús, pero lo es también el pueblo que ahora es suyo, porque sufre
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el mismo destino histórico: los que en un tiempo «no eran pueblo» ahora son «pueblo de Dios», los que eran «mirados sin misericordia» ahora son «mirados con misericordia». En este pueblo están las piedras vivientes con que se edificará la nueva casa, en la que habitará el sacerdocio nuevo, que ofrecerá las nuevas víctimas a Dios por mediación de Jesucristo (cf. 1 Pe 2, 4-10).
COMUNIÓN, CONFLICTO Y SOLIDARIDAD ECLESIAL ]on
Sobrino
La comunión es un tema central en la Iglesia y en la eclesiología por diversas razones. Positivamente, porque comunión expresa el ideal de la Iglesia y una eterna aspiración de la humanidad, porque la comunión fraterna está en la entraña de la Escritura y de la tradición, y porque cada vez más es cuestión urgente en una Iglesia y un mundo pluriformes y antagónicos. Pero es también un tema que necesita esclarecimiento porque hasta que no se determine qué es esa comunión y qué es lo que la genera realmente poco se habrá avanzado en la comprensión de la comunión eclesial, y ésta podrá así ser beneficiosa; pero podrá llegar a ser hasta perjudicial para la Iglesia, si la comunión degenera en sometimiento o si es usada para hacer pasar a segundo plano realidades más fundamentales de la Iglesia (recuérdese que la «comunión y participación» fueron usadas en Puebla para suavizar la «opción por los pobres»). En este trabajo vamos a tratar la comunión eclesial desde la perspectiva de la Iglesia de los pobres. Lo hacemos no sólo por razones a priori, pues creemos que esa forma de ser Iglesia es la más adecuada en el presente de la humanidad, sino también por razones a posteriori, pues creemos que esa forma de ser Iglesia es la que genera comunión eclesial más real y más cristiana. I. LA IGLESIA DE LOS POBRES COMO IGLESIA DE JESÚS
Para hablar con sentido de la «comunión» eclesial hay que comenzar hablando de lo «eclesial» de esa comunión; en otras palabras, de la Iglesia de Jesús y de cuál debe ser su verdadero rostro en el mundo de hoy. Es este problema previo al de la comunión, pero fundamental y perenne, cuya solución nunca debe 216
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darse por supuesta. No vamos a plantear ahora el problema de la verdadera Iglesia de forma dogmática, sino de forma histórica, según sea hoy el rostro concreto de las diversas Iglesias. Ni lo vamos a plantear, en primer lugar, en la habitual forma polémica y apologética —poniendo a una determinada Iglesia ante y entre otras Iglesias—, sino de forma teologal —poniendo a la Iglesia y a todas las formas históricas de ser Iglesia ante Dios—. Dicho en palabras sencillas, que parecen hasta tautológicas, pero que no lo son: queremos afirmar que la verdadera Iglesia de Jesús es hoy la Iglesia que Dios quiere hoy. Y esto, tan obvio, es importante tenerlo muy presente porque según se determine la forma concreta actual de la verdadera forma de ser Iglesia, de diversas formas se propiciará la comunión eclesial y diversas serán las consecuencias de esa comunión. Por decirlo desde el principio, una Iglesia de Jesús, centrada en los pobres, inspirada por ellos y al servicio del reino de Dios, generará un tipo de comunión, evangélica y cristiana, beneficiosa para la misma Iglesia y, sobre todo, para el reino de Dios y los pobres de este mundo. Y una Iglesia que, en definitiva, no fuera la de Jesús, que históricamente hoy no se pareciese ni recordase a Jesús, y mucho peor si lo oculta o lo tergiversa, no generará comunión cristiana real, aunque pueda generar uniformismo, alianzas tácticas entre las Iglesias, impresión de unidad monolítica con algunos detalles diferenciadores, es decir, comunión superficial; y, peor aún, y aunque suene escandoloso hay que aceptar la posibilidad, podría llegar a generar incluso una comunión nociva para el reino de Dios y los pobres de este mundo. En otras palabras, no cualquier comunión es cristiana y deseable, pero sí lo es aquella que surge alrededor de los crucificados de este mundo. Determinar cuál es hoy, históricamente, la Iglesia de Jesús es, pues, decisivo, pero no es tarea fácil. Contamos con una tradición, en parte normativa; pero veinte siglos de historia nos ofrecen variadas realidades eclesiales y muy variadas —a veces, incluso, opuestas— eclesiologías. En la Iglesia de Jesús ha habido a lo largo de la historia mucho de gracia y de pecado. La Iglesia de Jesús ha tenido muchos rostros —muchas veces muy poco parecidos al de Jesús de Nazaret—. Ha habido también diversas eclesiologías, que, de nuevo, unas veces han esclarecido y otras ocultado, cuando no tergiversado, el rostro de Jesús. Esta diversidad es ya en sí misma un problema grave de manejar, y —aunque sin caer en anacronismos— no debiéramos despacharlo fácilmente apelando a la «historicidad» de la Iglesia y de la eclesiología, lo cual es cierto, pero sin ignorar que, en la realidad, la historización se ha hecho tanto de la gracia como del pecado. Tenemos, pues, que preguntarnos por la Iglesia de Jesús dentro de esta historia de variada realidad eclesial y de variadas
eclesiologías, con sus aportes y con sus declaraciones normativas. Pero, sobre todo, tenemos que seguir preguntándonos hoy y desde hoy. Aquí lo vamos a hacer desde la experiencia salvadoreña y latinoamericana en los últimos años. Mi respuesta, como ya queda dicho —y lo que aprendí de Ignacio Ellacuría—, es que la verdadera Iglesia de Jesús es hoy la Iglesia de los pobres. Como argumento para ello se pudiera aducir la relectura que hoy se hace de la Escritura, varias afirmaciones magisteriales del Vaticano II, Medellín y Puebla, varias teologías. Pero el argumento más decisivo es la propia experiencia de la realidad eclesial latinoamericana en estos años y la convicción de que Dios está pasando por esa realidad con una fuerza con que no se ve su paso por otras realidades eclesiales. El argumento es, pues, en último término, indefenso, pero es ofrecido con honradez y sinceridad. Para ser conciso en el análisis, voy a proponer en primer lugar dos consideraciones formales y metodológicas para analizar históricamente lo que hoy es la verdadera Iglesia —que, en mi opinión, no suelen estar muy presentes y pueden por ello ser polémicas— y decir después muy brevemente qué es la Iglesia de los pobres. Y todo ello con la intención de ver qué forma de ser Iglesia es la que genera hoy verdadera comunión eclesial.
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1.
La Iglesia ante el «hoy» de Dios
A lo largo de la historia han existido innumerables Iglesias y comunidades eclesiales; han existido también innumerables eclesiologías y varias declaraciones del magisterio para iluminar lo que es la verdadera Iglesia y zanjar cuestiones disputadas. Lo primero nos da una perspectiva histórica de la dificultad del problema —¿eran lo mismo la comunidad de Jerusalén, la de Antioquía o la de Corinto?, ¿son hoy lo mismo la Iglesia de Madrid o de Nueva York o las comunidades de Chalatenango en El Salvador?, ¿se puede hablar de una de ellas como de una Iglesia más cristiana que otra?—. Lo segundo muestra una larga y variopinta historia de autocomprensión teológica y magisterial de la Iglesia —¿es más cristiana la eclesiología del cuerpo de Cristo o la de la communio sanctorum o la de Bonifacio VIII o la de societas perfecta o la del Vaticano I o la del Vaticano II o la del Sínodo extraordinario de Roma de 1985?—. Estas preguntas no se hacen anacrónicamente, sino sólo para llegar a una sencilla conclusión: también en el presente, aun con el bagage de la historia precedente y lo que tiene de normatividad, la Iglesia tiene que preguntarse qué es ella misma. Lo que quiero recalcar es que esa pregunta la tiene que hacer no sólo ante sí
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misma y su tradición, sino que la tiene que hacer ante Dios. Y tiene que preguntarse por si misma ante Dios, porque Dios tiene un «hoy», no sólo un «ayer» ya conocido e interpretado, tiene una voluntad para el presente de su creación, no sólo para el pasado. En otras palabras, la Iglesia tiene que ser muy consciente del «hoy» de Dios y de que uno de sus más graves peligros es ignorarlo, caer en algún tipo de deísmo, si se nos permite ese lenguaje, como si Dios hubiese estado presente en el pasado, pero nada diría hoy a la Iglesia y sobre la Iglesia que no lo hubiese determinado de una vez para siempre. Ponerse ante Dios hoy, ser oyentes de la palabra, en las bellas palabras de la Escritura y de K. Rahner, es pues tarea fundamental de la Iglesia, no sólo del creyente individual. Pero hay que ser conscientes de lo que esto significa y de su dificultad práctica y aun teórica. Ponerse ante Dios significa ante todo que la Iglesia acepte que Dios puede seguir hablando hoy y con la novedad de Dios, no simplemente deducible ni extrapolable de lo que ya sabemos acerca de él. Significa, pues, en principio y metodológicamente, desnudarse de muchas cosas, aunque la Iglesia piense que ya tiene mucho de Dios. Significa aceptar el no saber para poder saber de Dios y de su voluntad hoy. Es, creo yo, el primer paso que debe dar la Iglesia hoy, por difícil que sea, para saber qué es ella misma. En otras palabras, la Iglesia no debe buscar su identidad primariamente en la relación horizontal con otras realidades creadas para acercarse o diferenciarse de ellas, para dialogar o pelearse con ellas como si de esa forma descubriese su identidad. Esta la descubre poniéndose delante de Dios, dejando que la irreducible alteridad de Dios la anime y la juzgue, la ilumine y la atraiga, la dé identidad actual. He dicho varias veces, aunque suene chocante, que la Iglesia no le tiene miedo al marxismo —al fin y al cabo, ¿por qué debiera temerlo, siendo como es cosa creada con la cual puede hablar de tú a tú?— sino que le tiene miedo a Dios. Ante Dios la Iglesia se confronta con una irreductible alteridad que la cuestiona, pero también ante Dios recobra su identidad hoy, si escucha —y pone por obra— su palabra. Todo esto significa que la Iglesia, para saber qué es ella misma, debe tomar absolutamente en serio el presente. De varias formas lo está haciendo al intentar escrutar los actuales signos de los tiempos (GS 4), para conocer el mundo en que debe vivir y al que, idealmente, debe servir. Pero con ser esto importante, con ser esto en buena parte ya una realidad en la Iglesia, no es todavía lo más importante para saber lo que es la Iglesia hoy. Conocer los signos de los tiempos es necesario y tiene un significado últimamente teológico-pastoral; al escrutarlos la Iglesia conoce mejor lo que es nuestro mundo y nuestra historia presentes, y ello debe facilitar su
misión. Pero hay que tener claro que ese modo de proceder no es exclusivo ni el más específico de la Iglesia. En el deseo de conocer el mundo actual no se diferencia de otras instituciones humanas —gobiernos, fuerzas armadas, partidos políticos, universidades, multinacionales, empresas— que llevan a cabo análogos discernimientos para poder realizar sus fines, sean éstos legítimos o espúreos. Lo que especifica a la Iglesia y su presente es saber y responder al «hoy» de Dios, escrutar los signos de los tiempos en su acepción teologal, «la presencia de Dios y de su voluntad», como dice Gaudium et spes n. 11. Aceptar que Dios tiene o puede tener hoy una palabra para la historia y para la Iglesia y que puede estar diciéndola de manera novedosa, clara e inocultable es el presupuesto fundamental para la identidad y la misión de la Iglesia. Y si Dios tiene hoy una palabra no basta con afirmarlo rutinariamente, sino buscarla con afán y ponerla a producir con todo lo que es y tiene la Iglesia. Ese «hoy» de Dios es lo que actualiza y lo que hace real lo que la Iglesia ha pensado sobre sí misma en los momentos de verdad de su pasado, pero lo que va o puede ir también más allá de ellos. Por decirlo gráficamente, si recordamos la definición de Iglesia como «convocación de Dios», hay que preguntarse a quiénes convoca hoy Dios y para qué. Si la llamamos «misterio», hay que preguntarse qué realidad inefable y afable quiere Dios expresar hoy a través de ella. Si la llamamos «cuerpo de Cristo», hay que preguntarse qué Cristo quiere hoy hacerse presente a través de ella, qué responsabilidad deposita en su cuerpo para que él ejercite de verdad hoy —no sólo de palabra— su señorío en la historia. Si la llamamos «sacramento de salvación» hay que preguntarse de qué salvación va a ser signo, con qué medios, con qué credibilidad... El «hoy» de Dios —si es que se acepta ese hoy— es lo que concretiza la realidad de la Iglesia. Y si por alguna razón se pensase —explícita o implícitamente— que Dios ya no tiene un hoy, que ya no se escucha su palabra (lo cual parece ocurrir en varios lugares del Primer Mundo), entonces mejor sería para la Iglesia callar un largo tiempo sobre Dios y sobre sí misma, y pedir a Dios que le vuelva a mostrar su rostro actual. Cuál sea el «hoy» de Dios es, pues, la pregunta radical para la Iglesia. Desde El Salvador, desde todo el Tercer Mundo, el mundo más universal, el mundo más querido por Dios a lo largo de toda su revelación, el «hoy» de Dios es una palabra de vida, de justicia, de esperanza y de liberación para las innumerables víctimas de este mundo. Y simultáneamente es una palabra de denuncia radical contra los ídolos que las producen, de desenmascaramiento de la mentira con que quieren ocultarse y de exigencia de conversión para los opresores que les rinden culto.
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Todos lo sabemos y no hay por qué extenderse en ello. En América latina, la Iglesia cree ante todo que Dios tiene un «hoy». Ha vuelto a redescubrir a Dios, como quien escucha los clamores y lamentos de sus hijos y como quien quiere bajar a liberarlos. Lo ha visto también escondido en los pobres y crucificados, en los millones de víctimas de este mundo. Lo ha visto en la esperanza de vida y de dignidad de los oprimidos y como quien los propicia y alienta. Ese es el hoy de Dios en nuestro mundo y desde ese hoy surge la nueva forma de ser Iglesia en América latina. Y digamos de pasada que el redescubierto hoy de Dios es lo que ha hecho eficazmente redescubrir —dentro del círculo hermenéutico— el ayer de Dios en la Escritura, como lo muestra la exégesis que hace la teología de la liberación y la intuitiva lectura de la Escritura que hacen las comunidades de pobres. No todo es nuevo, por supuesto, en el hoy de Dios; puede hablarse de un pasado renovado, pero lo importante es que nuevo o renovado sea el hoy de Dios lo que escucha y pone en práctica la Iglesia. Esto está dicho muy en general, ciertamente. Aceptamos, además, que existen otras muchas realidades en el mundo de hoy a través de las cuales Dios dice o puede decir su palabra, sabemos que diversas Iglesias y teologías concentran los problemas fundamentales —y el hoy de Dios— en otras cosas, y por eso, también, en último término, la teología de la liberación es controvertida. Sabemos también en América latina que la liberación es más que el sobrevivir de los pobres con un mínimo de vida y de dignidad, y por ello hablamos de liberación «integral» —en lenguaje poco dicente—, de liberación «utópica», en lenguaje de Ignacio Ellacuría. Pero dicho todo esto, en América latina siguen siendo verdad las palabras que monseñor Romero dijo en Puebla a Leonardo Boff: «En mi país se está asesinando horrorosamente. Es preciso defender lo mínimo que es el máximo don de Dios: la vida». Siguen siendo verdad las palabras de Ireneo, actualizadas para el hoy de Dios por monseñor Romero en Lovaina: «La gloria de Dios es el pobre que vive». Desde América latina no hay duda de que éste es el hoy de Dios: la vida contra la muerte de las mayorías de pobres, oprimidos y esperanzados. Pero incluso si esto se discutiera, no desaparecería la verdad de lo que he intentado decir en este apartado: es fundamental para la Iglesia buscar el hoy de Dios, y no precipitarse en buscar antes que nada el hoy de la Iglesia, el de su institución y administración, el de su política eclesial o mundanal, el de su doctrina, de su pastoral o de su teología o de su vida religiosa —cosas todas, por cierto, en grave peligro de involución. Quizás lo dicho hasta ahora puede parecer obvio, en teoría al menos. He querido recalcar simplemente que la Iglesia es ante todo cuestión teologal, y, sin abordar ésta, mal se abordarán las
realidades regionales y categoriales de la Iglesia. Sea, pues, ésta, la primera conclusión: para hablar de comunión eclesial, hay que hablar de la Iglesia, pero para hablar de la Iglesia hay que hablar de Dios y para hablar de Dios hay que hablar del «hoy» de Dios: lo que hoy quiere Dios y lo que —porque lo quiere— lo dice. Si no se empieza por ahí, mucho nos tememos que demos vueltas alrededor de mecanismos de comunión, necesarios, por supuesto, pero categoriales; me temo también que esa comunión no llegue a ser en verdad eclesial, es decir, la de la Iglesia que hoy quiere Dios, y que llegue a ser incluso poco evangélica. Para mí sigue siendo una bella descripción de la Iglesia la de que es la «convocación de Dios». Lo que hay que historizar para hoy es a través de qué palabra actual Dios nos «convoca».
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2.
La respuesta «real» de la Iglesia
Una segunda consideración todavía formal y metodológica, y relacionada con la anterior, es que la comunión eclesial sólo puede ser generada por la Iglesia en cuanto ésta responde y corresponde «en la realidad» al hoy de Dios. Y lo que quiero recalcar —cosa, de nuevo, evidente— es que esa respuesta tiene que ser «real» en el sentido de que configura lo más hondo de la Iglesia, lo que voy a llamar la sustancia eclesial real. Y esa sustancia eclesial real, dicho de forma general y tradicional, es el ejercicio in actu de la fe, esperanza y caridad comunitarias. Eso es, en mi opinión, lo que generará o no comunión eclesial antes que cualquier otra cosa. Teología, celebraciones litúrgicas, proclamación y asentamiento de doctrinas, derecho canónico, decisiones administrativas, cultura cristiana —como ahora se repite— son todas ellas cosas necesarias en la Iglesia, que pueden ser muy buenas, aunque a veces no son tan buenas. Pero lo importante es que, buenas o no tan buenas, no son la primera sustancia eclesial real. Y esto es importante recalcarlo porque lo primero puede llevar a coincidencias (o divergencias) entre las diversas Iglesias y hacerse pasar por comunión eclesial; pero ésta no se alcanza, en mi opinión, sólo en este tipo de coincidencia, sino cuando la coincidencia se da en la sustancia eclesial real. ¿Qué es hoy eso que llamamos sustancia eclesial real? Es la realización in actu del responder y corresponder, en fe, esperanza y caridad, al hoy de Dios como comunidad de creyentes. Dicho en el lenguaje del Nuevo Testamento, la sustancia eclesial real es la realización del verdadero pueblo de Dios, dentro del cual se realiza de hecho la igualdad fraterna, la aceptación agradecida de que todos reciben la palabra de Dios y la fe; de que todos están abiertos a hablar unos con otros y a servir unos a
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otros, desde el papa hasta el último sacristán, porque en todos ellos está Dios; de que todos se apoyan mutuamente en el largo caminar de la historia, llevando cada uno las cargas de los otros, perdonándose y animándose; de que todos caminan humildemente con Dios en la historia. Esa Iglesia es el pueblo de Dios real en la historia. La sustancia eclesial real es la realización del verdadero cuerpo de Cristo en la historia, que lo hace presente —sin ambigüedades, aunque con limitaciones—, de modo que quien ve a la Iglesia ve a Cristo (algo o mucho de Cristo), que está encarnada en lo débil de este mundo, que es mundanal por estar en el mundo, pero no mundana por basarse y confiar en el poder y los valores de este mundo pecador, que lleva a cabo la misión de Jesús de Nazaret, la buena nueva a los pobres, la defensa de los oprimidos ante sus opresores, el desenmascaramiento de los ídolos, la riqueza y el poder, sobre todo, que generan víctimas para subsistir. Es, pues, una Iglesia descentrada de sí misma hacia el reino de Dios, convertida por lo tanto, para no buscar su propia vida y la de la institución, sino la del mundo sufriente, una Iglesia que se encarna en el mundo de pecado, carga con él, sufre las consecuencias de cargar con él, es atacada, perseguida y martirizada y acaba como Jesús en la cruz. Y es una Iglesia resucitada, capaz de comunicar lo que de triunfo hay en la resurrección de Jesús: esperanza indestructible, libertad para servir —no a sí misma, sino a los más pobres—, libertad para esclavizarse, como dice Pablo, y libertad para dar la vida, como dice Jesús en el evangelio de Juan. Esa Iglesia es el cuerpo real de Cristo en la historia. La sustancia eclesial real es la realización del templo del Espíritu, es decir, de creyentes con espíritu —Ignacio Ellacuría escribió un magnífico artículo sobre los «pobres con espíritu»—, de creyentes que en la realidad de su vida muestran el espíritu de misericordia —traducido por justicia hacia las mayorías populares—, espíritu de corazón limpio, de la verdad, de ver, analizar, denunciar y desenmascarar la realidad como es, espíritu de paz, paz activa por la que hay que luchar y no sólo rezar o esperar con los brazos cruzados, espíritu de fortaleza para mantenerse en los numerosos riesgos, amenazas y ataques que origina la lucha por la justicia, espíritu de gozo, porque en la persecución se parece un poco más a Jesús, espíritu del mayor amor para entregar la vida por los hermanos, espíritu de gratuidad, de haber recibido de Dios —muchas veces del Dios escondido en los pobres— oídos nuevos para escuchar su palabra, ojos nuevos para ver la realidad, pies nuevos para recorrer nuevos caminos y manos nuevas para transformarla, espíritu de oración, de llamar a Dios «Padre», y espíritu de celebración al llamarlo, como Jesús, Padre «nuestro». Esto es lo que entendemos por la sustancia eclesial real: la
realización en comunidad de la fe en el Dios de la vida y en el Dios de las víctimas; el seguimiento comunitario de Jesús, rehaciendo en la historia la estructura de la vida de Jesús; la vida de una comunidad en el Espíritu, con espíritu tangible —no sólo intencional e interiorista— y verificable, cuando nos muestra más semejantes a Jesús y hace que nuestro destino se parezca más al de Jesús. Esta es la sustancia eclesial real y ésa es la historización actual de la fe, esperanza y caridad que constituyen la identidad eclesial cuando se viven en y como comunidad, en y como pueblo. Todos sabemos que la descripción ofrecida es un ideal, que en la Iglesia existe esa realidad, pero también la contraria, que existe la gracia descrita y el pecado. Pero este enfoque, ideal, sigue siendo sumamente importante al hablar de la comunión eclesial, porque la comunión real es posibilitada por lo real de la Iglesia que se parece a Jesús. La Iglesia, en cuanto Iglesia real de Jesús, es lo que genera comunión. Por eso —sea ésta la segunda conclusión— al hablar de comunión hay que preguntarse qué de Iglesia real existe en este mundo, cuánto existe de sustancia eclesial real. Indudablemente hay que tener también en cuenta a la Iglesia en su facticidad real, en su ambigüedad de santidad y pecado, pero la comunión no se genera alrededor de lo real-fáctico, sino alrededor de lo realcristiano, aunque lo real-fáctico siempre esté allí, con ello haya que cargar, e incluso deba ser categorialmente manejado para que no impida la comunión real. Tampoco excluye esto que haya estructuras, funciones y mecanismos, posteriores a la sustancia eclesial real, una de cuyas tareas es precisamente propiciar y garantizar la comunión eclesial. Pero para lograrla sería un error comenzar por estos mecanismos, por muy nobles que sean, pues eso puede llevar a la comunión institucional, pero no necesariamente a la comunión eclesial, e incluso puede llevar a una falsa comunión que en realidad es uniformismo cuando no sometimiento de unos cristianos a otros, de unas Iglesias a otras. Dicho en palabras sencillas, lo que genera comunión eclesial es Jesús y aquella forma de ser Iglesia generará comunión que se parezca —un poco más que otras— a Jesús, aquella en que se viva —un poco más que en otras— la sustancia eclesial real. Y, recordémoslo, parecerse a Jesús es cosa verificable y cosa que los pobres de este mundo captan muy bien.
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3.
La Iglesia de los pobres. Iglesia del «hoy» de Dios e Iglesia «real»
¿Qué Iglesia o Iglesias están respondiendo al «hoy» de Dios y lo están haciendo desde la realidad de la sustancia eclesial? Yo creo que, de diversas formas, esto está ocurriendo en varios lugares.
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Está ocurriendo en buena medida en América latina en lo que llamamos Iglesia de los pobres. En las Iglesias del Primer Mundo no ocurre mayoritariamente, aunque hay personas y grupos beneméritos solidarios con esa forma de ser Iglesia. Esta Iglesia de los pobres toma absolutamente en serio el hoy de Dios y dicho por Dios, trata de responder a su clamor ante las víctimas, y trata de corresponder a la realidad de Dios comprometiéndose seriamente con la liberación de los oprimidos. Que esta Iglesia es verdadera Iglesia, al menos la más parecida hoy a Jesús, la que mejor se desprende de lo que fue e hizo Jesús, pudiera deducirse a priori desde la misma revelación de Dios y de la vida, actividad y muerte de Jesús, pues pobres y pobreza son mediaciones esenciales de la revelación. Dios se ha dirigido a nuestro mundo, se ha introducido en nuestra historia y se ha hecho parte de nuestra humanidad desde lo débil y pequeño, lo pobre y oprimido. Nuestro Dios es un Dios encarnado y abajado reduplicativamente: abajado a lo humano, y abajado a aquello que, dentro de lo humano, está más abajo, lo pobre y débil. Ese abajamiento no es accidental o pasajero sino que en el abajo de la historia Dios ha encontrado su lugar. Los dolores de quienes están abajo en la historia, sin vida, sin dignidad, sin derechos elementales ni libertad, es lo que le ha movido a revelarse como Dios en el Éxodo, en los profetas y en su Hijo Jesús de Nazaret. El abajo de la historia, la pobreza real que priva de vida, la injusticia que priva de fraternidad, el mundo de verdugos que produce víctimas, ése es lugar de Dios en este mundo. No es el único, pero sin encontrarle en ese lugar, cualquier otro lugar en que se pretenda encontrarle es peligroso y sospechoso. Y si esto es así a lo largo de la revelación de Dios, así se sigue captando hoy en el Tercer Mundo. Ese Tercer Mundo, empobrecido, despojado, oprimido y despreciado, es hoy el mundo de Dios. Y es, por ello, el lugar necesario y adecuado de la Iglesia, aunque tampoco sea absolutamente suficiente. Una Iglesia que vive en el Tercer Mundo puede captar a Dios hoy, puede alegrarse de ello y ofrecerlo como una buena noticia, puede hablar de Jesús de Nazaret como Emmanuel, «Dios con nosotros», puede llamar a Jesús el «hermano mayor», sin tener que avergonzarse de ello, como Jesús no se avergüenza de llamarnos «hermanos». Pero debe, además, constituirse como Iglesia según ese movimiento primario de Dios hacia lo pobre de este mundo. A ello le obliga la revelación de Dios y a ello le fuerza la realidad histórica del Tercer Mundo, mayoría de la humanidad y cada vez más el lugar de la mayoría de las Iglesias cristianas. Dicho con sencillez, desde la revelación y desde nuestra historia actual, no sé qué otra Iglesia que no sea la Iglesia de los pobres puede mantener hoy su identidad cristiana y puede ser
relevante para nuestro Tercer Mundo en directo —y para todo el mundo por implicación— donde sobreabunda la mentira, la opresión, la pobreza, la indignidad y la muerte. No sé qué otra forma de ser Iglesia puede tomar en serio que su misión —como la del mismo Dios y la de su Cristo, Jesús— es la de poner verdad allí donde hay mentira, libertad allí donde hay opresión, justicia allí donde hay inhumana pobreza, fraternidad allí donde hay indignidad, misericordia, amor, justicia, vida allí donde hay sufrimiento, tortura, asesinato, desaparecidos, en una palabra, muerte. Para mí no hay ninguna duda de que la Iglesia de Jesús en el mundo de hoy sólo puede ser Iglesia de los pobres, ciertamente y en directo en el Tercer Mundo, pero también en los otros mundos por implicación. Y esto significa ser una Iglesia que ha hecho una radical opción por los pobres, comprendiendo y practicando esa opción en forma totalizante, no reduciéndola a algo puramente categorial-pastoral y no dejándose paralizar por la casuística estéril de si esa opción es o no preferencial. Esa opción por los pobres es o debiera ser una especie de existencial, sobrenatural e histórico, que abarca todo el ser y hacer de la Iglesia. Esa opción determina su visión de Dios y del mundo, su doctrina y teología, optando por ver el todo, sí, pero desde lo pobre y crucificado; y recobra así la escandalosa afirmación de Isaías de que el siervo de Yahvé ha sido puesto como «luz de las naciones» y la escandalosa afirmación de Pablo de que Cristo crucificado es «sabiduría de Dios». Determina su lugar en el mundo —no sólo geográfica ni siquiera sólo culturalmente, sino teológica y teologalmente— al retrotraerla al pie de la cruz, como dijo bellamente Bonhoeffer, y todavía con mayor sencillez e intuición el canto de los negros oprimidos en los Estados Unidos: «were you there when they crucified my Lord?». Determina su misión fundamental que comienza con la compasión y misericordia —la del buen samaritano, la de Jesús y la del Padre celestial— como reacción primera y última ante el sufrimiento del herido en el camino —en el Tercer Mundo, miles de millones de seres humanos, pueblos enteros crucificados, y por ello la misericordia es justicia—. Determina esa misión proclamando una buena noticia a los pobres de este mundo —buena noticia también sub specie contrarii para los opresores, si se convierten— y transformándola en buena realidad, en milagros y exorcismos de todo tipo, en acogida a todos los privados de dignidad en este mundo. Determina esta misión en la denuncia y desenmascaramiento de las estructuras de pecado, los ídolos de este mundo —la acumulación de la riqueza, la seguridad de los Estados— y en los anatemas a los antiguos y modernos detentadores de todo tipo de poder: escribas, levitas, fariseos, ricos y acumuladores sobre todo, gobernantes... Determina su destino de falsas acusaciones, amenazas,
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persecución, encarcelamiento y muerte en cruz; el destino del siervo de Yahvé que lleva sobre sus hombros nuestros pecados, el pecado del mundo que le desfigura. Determina su esperanza, la de que la vida es posible, la de que el verdugo no triunfará sobre las víctimas, la de que Dios devolverá vida a su pueblo sufriente, y la entronca en esa corriente esperanzada de la historia que protagonizan los pobres, que lo tienen todo en contra, pero que tienen a Dios a s u favor. Determina su celebración, la capacidad de celebrar e incluso de gozar cuando la buena noticia es escuchada por los pobres de este mundo y la ponen a producir, cuando éstos celebran gestos, grandes o pequeños, de resurrección. Determina, por último, su fe en Dios, en el misterio que por ser bueno atrae todo hacia sí y en el que poder descansar, y en el Dios bueno que sigue siendo misterio con quien hay que caminar humildemente —como di c e el profeta Miqueas— en la historia. E st o es, para la Iglesia, hacer una opción por los pobres. Va mucho más allá de actitudes, metodologías y decisiones pastorales sobre el destinatario de la misión. Cierto es que la Iglesia debe dirigirse a todos, pero a todos desde los pobres. Pero es más importante el que desde los pobres la Iglesia rehace todo lo que puede saber, todo lo que debe hacer, todo lo que le está permitido esperar f todo lo que le es dado celebrar. E s a opción determina también —cosa harto difícil— que los pobres tienen un lugar insustituible, privilegiado y central en el interior de la Iglesia, que la constituyen como Iglesia de Jesús y la otorgan dirección a todo lo que debe ser. La opción por los pobres dentro de la Iglesia es mucho más que la «democratización» o «fraternización» —llamémosla así— que el Vaticano II exigió a la Iglesia al proclamar la fundamental igualdad y dignidad de todos los miem Dros del pueblo de Dios; es una consciente «parcialización» y «popularización» de la Iglesia en su interior. Y además, los pobres deben estar en el centro de la Iglesia porque -—como dice Puebla en palabras escalofriantes— la mueven a conversión y la evangelizan. Lo primero no es pequeño servicio de los pobres a la Iglesia: moverla a conversión porque ellos en su misma carne —-muchas veces piltrafas y despojos humanos— le hacen la gran pregunta de Dios: «¿qué has hecho de tu hermano?». Y si esos pobres, inocultables por estar centralmente presentes en el interior de la Iglesia, no la mueven a conversión, nada lo hará. Pero lo segundo es todavía más escandaloso. De los pobres se dice que hacen para la Iglesia lo fundamental de Jesús: evangelizar. Y para que esto no quede en pura retórica, Puebla explica estas palabras: nos evangelizan por sus valores evangélicos, por su apertura a Dios, por su solidaridad, por su sentido comunitario. Los pobres en la Iglesia son, pues, evangelio para la Iglesia. 228
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¿Existe esa Iglesia de los pobres o es una pura ficción teológica? La respuesta es muy importante, pues ya hemos dicho que lo que va a generar comunión eclesial es una Iglesia en cuanto Iglesia real, en cuanto realiza la sustancia eclesial. Para mí no hay duda de que existe esa Iglesia porque la hemos visto, oído y tocado. Ha pasado por momentos brillantes durante la década posterior a Medellín, ahora se la está queriendo hacer morir la muerte de mil cualificaciones, descualificándola a veces al llamarla «Iglesia popular», «Iglesia paralela» con su correspondiente «magisterio paralelo». Pero sigue existiendo. Y para mostrarlo sólo voy a mencionar un criterio de verificación, el más decisivo según el evangelio y la tradición cristiana, criterio a posteriori, por ello más importante, y criterio verificable: el amor y la máxima expresión de ese amor que es el de dar la vida por ¡os hermanos, los mártires. La Iglesia de los pobres en América latina tiene innumerables mártires y es la Iglesia que ha producido más mártires desde el concilio. Y, lo más importante, estos martirios de esa Iglesia —esto se dice desde un punto de vista objetivo e histórico sin prejuzgar la santidad subjetiva de otros mártires— se parecen más al martirio de Jesús de Nazaret; las razones para sus muertes son más parecidas a las de Jesús y el tipo de vida que llevó a la muerte a esos mártires es más semejante a la vida de Jesús de Nazaret. Estas vidas martiriales comenzaron con la verdadera encarnación, con la kénosis de Jesús. Como lo dijo en palabras escalofriantes monseñor Romero: Me alegro, hermanos, de que en este país hayan asesinado a sacerdotes... Pues sería muy triste que en un país en que tantos salvadoreños son asesinados, la Iglesia no contara también sacerdotes entre los asesinados... Es una señal de que la Iglesia se ha encarnado en la pobreza... Una Iglesia que no sufra la persecución, esa Iglesia tenga miedo. No es la verdadera Iglesia de Jesús.
Los mártires muestran, pues, la verdadera encarnación cristiana, como la de Jesús. Son además el símbolo real de muchísimos otros latinoamericanos pobres que mueren anónimamente, lenta o violentamente. Son símbolo porque expresan públicamente una realidad mucho más abarcadora que ellos mismos: el martirio anónimo de muchísimos pobres latinoamericanos, y son símbolo real porque participan en la realidad de esos pobres y sumamente empobrecidos en la muerte. Pero no cualquier Iglesia ha sido perseguida y martirizada, sino aquella que en vida se ha parecido más a Jesús. A estos cristianos se les ha perseguido y dado muerte por anunciar el reino de Dios a los pobres de este mundo, por defenderlos de sus opresores, por ejercitar todo tipo de «milagros» y «exorcismos» en su favor, por 229
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acogerlos en su seno y devolverles la dignidad, por luchar por transformar y erradicar las estructuras de pecado... y por hacer todo ello en presencia de y en contra del antirreino. Esta Iglesia anuncia el reino, y es por lo tanto evangelizadora, pero denuncia también el antirreino y es profética, mala noticia para los opresores. Hacer ambas cosas a la vez es lo que no se le perdona. Los mártires muestran, pues, que son verdaderos evangelizadores y verdaderos profetas como Jesús. Como a Jesús, a estos mártires los han despreciado, los han llamado locos y blasfemos, comunistas y liberacionistas en el lenguaje actual. Como en el caso de Jesús, muy pronto se han juntado fariseos, herodianos y sumos sacerdotes para prenderles, y ya el informe Rockefeller, poco después de Medellín, los informes de la CÍA encontrados en Bolivia en los años setenta, los documentos de Santa Fe de los asesores de Reagan, y tantas otras maquinaciones de oligarquías, fuerzas armadas y gobiernos latinoamericanos les han declarado reos de muerte. Como Jesús, estos mártires han seguido —aun en medio de y conscientes de amenazas y persecuciones— fieles hasta el final, hasta Jerusalén. Han pasado sus crisis galileas, se han puesto ante Dios con gemidos y lágrimas, aprendiendo obediencia, pero han recorrido el camino hasta el final como el sumo sacerdote fiel de la carta a los Hebreos, «misericordiosos» con los pobres y «fieles» a Dios. Y, así, no sólo han denunciado el pecado del mundo, sino que, como el siervo de Yahvé, han cargado no con sus propios pecados sino con los de sus perseguidores y verdugos. Pero también, como en el caso de Jesús, «la hierba no ha crecido sobre su tumba». Siguen vivos y presentes entre los pobres, siguen generando esperanza, creatividad, entrega, heroísmo y vida. Siguen produciendo sobre esta tierra esperanza, libertad y gozo. Están resucitados en los brazos del Padre celestial y en los corazones de los pueblos latinoamericanos. Estos mártires se parecen en vida y en muerte a Jesús, e históricamente —de nuevo dejando a un lado la santidad subjetiva de mártires del pasado— se parecen más a Jesús. Por ponerlo en un sólo ejemplo, cuando se asesinó en 1980 a monseñor Romero, hubo que ir hasta el siglo XI para encontrar a un arzobispo asesinado en el altar, Tomas de Canterbury. Pero con una diferencia. Al arzobispo de Canterbury lo mataron por defender —legítimamente— la libertad y los derechos de la Iglesia. A monseñor Romero lo mataron por defender los derechos de los pobres. Y eso es lo central de la Iglesia de los pobres. Esta Iglesia de los pobres es la que Dios ha querido siempre, aunque pocas veces le ha salido bien sobre la tierra, y es la Iglesia que Dios quiere hoy. En el Vaticano II no tuvo mucha fortuna la expresión «Iglesia de los pobres», aunque la propugnara Juan 230
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XXIII y personalidades como el cardenal Lercaro —el Tercer Mundo no estuvo muy presente en el concilio—, pero la incipiente luz del concilio fue recogida en América latina y la realidad latinoamericana la puso a producir. La Iglesia que quiere el Dios de vida en un mundo de víctimas, la Iglesia que quiere el Dios defensor de huérfanos y viudas en un mundo de pobres y oprimidos, es la Iglesia de los pobres. Con gran fuerza la desean también los mismos pobres, y recuérdese que, antes de que la Iglesia hiciera la opción por los pobres, los pobres ya habían hecho una opción por ella, pues siempre han intuido muy bien —consciente o inconscientemente, con formas religiosas adecuadas o incluso las llamadas desde el Primer Mundo «supersticiosas»— que Jesús está a su favor, que él no se avergüenza de llamarles hermanos, como dice bellamente la carta a los Hebreos. Con fuerza lo ha dicho la teología de la liberación y con fuerza lo han dicho Medellín y Puebla, aunque tristemente, en la vida cotidiana, va desapareciendo el vigor de la opción real, que puede ir degenerando en ortodoxia muerta. Pero esta Iglesia existe, es una realidad cuantitativamente mayor o menor según tiempos y lugares, con limitaciones y fallos, por supuesto, pero es una realidad. Es una Iglesia verdadera oyente de la palabra, que quiere escuchar el «hoy» de Dios y que con humildad y decisión ha tratado de dar una respuesta en su vida y muerte «reales» a ese Dios. La Iglesia de los pobres es, pues, el gran don de Dios al mundo de hoy, la gran reserva de sustancia eclesial para toda la Iglesia y para todas las Iglesias. Si esa Iglesia de los pobres, con innumerables mártires, no es hoy la Iglesia de Jesús, ¿cuál lo será? Por eso, por ahí hay que comenzar al hablar de comunión eclesial en un mundo y en una Iglesia pluriformes. II. UNA COMUNIÓN ECLESIAL ALREDEDOR DE LOS CRUCIFICADOS PARA BAJARLOS DE LA CRUZ
Desde la perspectiva de esta Iglesia de los pobres analicemos ahora la comunión eclesial. Ante todo hay que decir que la comunión eclesial es algo bueno y deseable, pero es también problemática y difícil por varias razones que vamos a analizar brevemente. La razón fundamental ya la dio el anciano Simeón: el problema de la comunión lo plantea el mismo Jesús ante quien hay que tomar postura. En las palabras de la carta a los Hebreos, el problema es la palabra de Dios, más cortante que espada de dos filos. El problema de la comunión está, pues, en que debe basarse en la verdad de Jesús y en la verdad de la palabra de Dios, como cosas reales, no sólo como cosas correctamente formuladas. Ambas realidades, sin embargo, generan también el conflicto y la división 231
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más radicales. Y eso no sólo entre cristianos y no cristianos, sino dentro de los cristianos y dentro de las Iglesias. Recordemos también que simultánea y paralelamente a la división que origina el mismo Jesús, vivimos en un mundo no sólo pluriforme y diversificado, sino dividido y antagónico. Medellín y Puebla lo dijeron con toda claridad en el lenguaje habitual en América latina: hay ricos y hay pobres; más exactamente, hay ricos porque hay pobres y hay pobres porque hay ricos, lo cual sigue siendo verdad y verdad fundamental, y hay que tenerlo en cuenta para comprender cuál es la «pluriformidad» fundamental que existe en el mundo de hoy. Y lo peor es que la brecha entre ricos y pobres va en aumento, como lo muestran las estadísticas y lo proclaman las palabras de Juan Pablo II. Vivimos, pues, en un mundo que no es pura tabula rasa con posibilidades simétricas hacia un lado u otro, sino en un mundo antagónico, duélico, en el que unos hacen, por necesidad, contra otros. Para captar esto no es necesario apelar a la lucha de clases, sino ser fieles a la Escritura y honrados con la visión de nuestra realidad. La estructura teologal de la realidad es la que es antagónica. En la historia real existe el Dios de vida y los ídolos de muerte, existe el reino y el antirreino. Ambos están en pugna y optar por uno es automáticamente optar contra el otro. Y esta estructura antagónica y duélica se introduce también en la Iglesia y entre los creyentes, guste o no, se reconozca o no, sin que la común formulación de la doctrina y de las costumbres la haga desaparecer. En otras palabras, el pecado del mundo, con su fuerza divisiva y antagonizante, se introduce también en la Iglesia; la alternativa antagónica y duélica entre fe e idolatría no se reparte, pues, entre creyentes y no creyentes, sino que atraviesa a todo ser humano, se denominen creyentes y demócratas unos, ateos y marxistas otros. La comunión eclesial se debe desarrollar entonces alrededor del Dios de vida y de Jesús, del reino; pero haciendo contra los ídolos de muerte y el antirreino. Esa comunión es entonces una victoria, no sólo contra la división sino contra el antagonismo de la realidad. El llegar a la comunión tiene que superar, pues, la división, pero sobre todo tiene que vencer a los ídolos y al antirreino. Esto hace más difícil la comunión, pero la hace cristiana. Por eso hay enfoques de la comunión eclesial que —aunque pueden aportar cosas importantes— son limitados por su naturaleza.
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a) Ante todo, hay que recordar que el uniformismo anterior al Vaticano II, en formulación de doctrina, de costumbres y de
teologías, es hoy simplemente anacrónico; por esa simple razón, no sólo por el aliento positivo del concilio, ha ido desapareciendo: va contra la historia. Y, de hecho, es poco cristiano y a veces anticristiano, pues ha sido un uniformismo pretendido a base de sometimiento, no de libertad ni de gracia. No hace falta extenderse en este punto sino esperar que no vuelva a renacer aunque de formas menos burdas. b) En su lugar se ha propuesto el pluralismo. Indudablemente, la realidad de nuestro mundo es plural y de ello hoy todos tenemos más conciencia, así como del pluralismo de formas de ser Iglesia y de eclesiologías a lo largo de la historia. De ahí que, en teoría al menos, se ha propuesto —aun con temor— una pluralidad de teologías y liturgias, una mayor autonomía de las Iglesias locales en sus usos y costumbres. Más aún, se ha visto esa pluralidad como posible complementaridad y, por ello, como enriquecimiento de la Iglesia. Y se espera que la institución eclesial, centrada en el Vaticano, tenga la suficiente creatividad, comprensión y capacidad de diálogo para mantener el pluralismo y hacerlo enriquecedor. Este pluralismo se ha ido abriendo paso dentro de la Iglesia, pero origina dos tipos de problemas que hay que tener en cuenta muy seriamente: uno visto desde la institución conservadora y otro visto desde la Iglesia de los pobres. A la institución conservadora no le asustan pequeños cambios, controlables y manejables en último término, pero le asusta lo que está ocurriendo, por ejemplo, en la India al nivel de teología y liturgia, el replanteamiento —incluso cuando se hace de forma honrada y seria— de la moral sexual cristiana en el Primer Mundo, y le asustan las comunidades de base latinoamericanas por poner ejemplos importantes. Y le asusta con razón, pues todo ello plantea problemas desconocidos eficazmente en los últimos siglos y de una envergadura que la Iglesia institucional no sabe de antemano a dónde la va a llevar. Y entonces se frena el pluralismo y se apela a la comunión no como modo de participar las iglesias locales con la de Roma y de ésta con las iglesias locales, sino como modo de someterse y acatar lo que proviene de Roma. Comunión se convierte en mecanismo de coacción. No quiero minimizar los problemas reales que originan los ejemplos expuestos, pero quisiera llamar la atención ante el hecho de que el modelo de pluralismo no soluciona, ni de lejos, el problema de la comunión eclesial. Para lo que sí ayuda este modelo es para hacerse consciente del presupuesto teologal del pluralismo: la real sinceridad de todos ante el hoy de Dios, dejándole ser Dios, metodológicamente al menos, y acostumbrándonos a que la comunión no sea simple convergencia en lo ya sabido, sino también caminar nuevos caminos fraternalmente y en
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1.
Enfoques insuficientes de la comunión eclesial
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diálogo. El pluralismo supone, pues, lo que Ireneo dijo en bellas palabras: «el lento acostumbrarse del Espíritu a la historia». Que sea lento no debe extrañar, pero lo importante es que la Iglesia llegue a acostumbrarse a lo nuevo. En cualquier caso, no se puede dudar de que en la actualidad un pluralismo real es visto más con desconfianza que con alegría como modo de propiciar la comunión. Por otro lado, visto desde la Iglesia de los pobres, el pluralismo como modelo de comunión eclesial también tiene sus peligros y, ciertamente, tiene sus límites. Hay cosas que no admiten diferentes interpretaciones ni la diversidad sobre ellas es enriquecedora, sino encubridora. Hay preguntas —¿«estaban ustedes allí cuando crucificaron al Señor?»—, hay exigencias —«¿qué has hecho de tu hermano?»—, hay realidades primarias —«un samaritano se encontró con un herido en el camino»—, hay bienaventuranzas —«dichosos ustedes cuando los persigan por causa de la justicia»— y malaventuranzas —«ay de ustedes los ricos»—, hay sentencias —«tuve hambre y me diste de comer»—, hay «locuras» —«la sabiduría de Dios está en la cruz», «si se buscan a sí mismos, aunque quien se busque a sí misma sea la Iglesia, no van a encontrar salvación»—... que no pueden ser desoídas, ni suavizadas, ni reinterpretadas ni espiritualizadas en nombre de ningún pluralismo. Que la liturgia sea diferente en Roma y en Zimbawe es muy deseable, que la teología sea diferente en Frankfurt y en Haití es muy deseable, que se repiensen las cuestiones feministas, ecológicas, de religiosidad popular, es muy deseable y urgente, que se replanteen y se resuelvan lo mejor posible las funciones de los obispos y de las conferencias episcopales es también muy deseable. Pero siguen resonando las palabras de Miqueas sobre el mínimomáximo que el mismo Dios nos pide a todos los creyentes y a todo ser humano, que ponen límite al pluralismo y la dirección hacia la verdadera comunión: «Ya has escuchado lo que el Señor desea de ti: sólo que practiques la justicia y que ames con ternura... y que camines humildemente con tu Dios». El pluralismo, como realidad enriquecedora de la comunión, es, pues, importante. Pero un pluralismo que, sutil o burdamente, oscureciera lo que es absolutamente claro para la fe cristiana, que justificase ese encubrimiento en nombre de la diversidad de situaciones, culturas y teologías, no logrará la comunión eclesial «cristiana». c) Hay también en la Iglesia mecanismos, funciones, carismas para fomentar la comunión y evitar la desunión. Todo ello es bueno y santo, y teológica y sociológicamente necesario. Pero hay que evitar un malentendido importante: estos mecanismos pueden regular, animar incluso a la comunión y poner límites a la división; pero no generan ni pueden generar la realidad de la comunión
eclesial, porque no están destinados a generar la realidad eclesial primaria. Usando la conocida metáfora espacial, la comunión se genera alrededor de un «centro», pero ese centro en cuanto centro real, en cuanto generador efectivo de comunión, no se puede determinar de antemano. El centro que atrae y genera comunión está donde está, y no en otro lugar. De hecho, según los historiadores, si la Iglesia de Roma empezó a considerarse como «centro» de las iglesias, lo fue por el primado de la caridad, y eso a su vez porque en Roma dieron el testimonio del mayor amor Pedro y Pablo. Independientemente de las obvias razones sociológicas de que Roma era el «centro» del imperio, si llegó a ser centro de las iglesias nacientes es porque fue «centro» de realidad eclesial, de amor y de martirio. Esto no quita que hoy también Roma —y derivadamente los episcopados locales— no tengan una importante función con respecto a la comunión eclesial, pero no hay que confundir los planos de la comunión. Roma puede recoger, bien o mal —como lo muestra la historia— lo que ocurre en las iglesias locales, pero no genera la realidad de las iglesias locales ni aquello que atrae a las demás iglesias. Es centro de administración, de vigilancia, de animación en el mejor de los casos, pero no es necesariamente centro de sustancia eclesial real, ni tiene por qué serlo, aunque ojalá lo sea. Y mucho menos es «centro», metáfora hasta cierto punto útil desde un punto de vista cristiano, por estar arriba, metáfora poco cristiana, porque todo lo que sea autoridad y poder, aun los religiosos, por muy necesarios y aun dogmáticos que sean, no son realidades idóneas para generar la sustancia eclesial real ni la comunión. Con todo esto queremos decir que el centro o los centros de realidad eclesial que generan comunión cambian a lo largo de la historia —en el caso de la teología esto es evidente—. Ya veremos después el papel positivo de Roma para la comunión, pero ahora sólo he querido aclarar un posible malentendido fundamental.
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2.
El pueblo crucificado generador de comunión eclesial
¿Cuál es entonces el centro real de la Iglesia universal que genera comunión porque atrae o tiene capacidad de atraer cristianamente a las demás iglesias locales? Ya lo hemos dicho; ese centro es movible. Hoy es la Iglesia de los pobres, iglesias prácticamente todas ellas en el Tercer Mundo. Eso es así de hecho y debiera serlo de derecho. Pero lo es precisamente —y esto hay que recalcarlo— porque la comunión que busca prioritariamente esa Iglesia de los pobres no es hacia dentro de ella misma y de las demás iglesias, sino la comunión con un mundo de pueblos crucificados.
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La Iglesia de los pobres es aquella que, antes de pensar en la comunión intraeclesial, se vuelca en la comunión con los pobres de este mundo, y también aquí se cumplen las palabras de jesús: «El que busca ganar su vida la pierde, pero el que la pierde la gana». La Iglesia que está obsesionada con su propia comunión la pierde, pero la que vive y se desvive por estar en comunión con el mundo de los pobres la gana. A la Iglesia que busca efectivamente el reino de Dios para los crucificados de este mundo, todo lo demás se le da por añadidura. Esta comunión con los crucificados es lo que la capacita para generar comunión eclesial, y también la división más específicamente cristiana. Históricamente así sucede. Es un hecho que, hoy —por reducirme al caso que mejor conozco— la Iglesia de El Salvador atrae a muchos cristianos, grupos de solidaridad, iglesias locales (de hecho, en la última oleada de persecución en noviembre y diciembre de 1989 fueron amenazados y expulsados muchos extranjeros, y si lo fueron es porque estaban allí, pero no rutinariamente como «misioneros» profesionales, sino atraídos por el sufrimiento y la esperanza del país). Lo que empezó a llamar la atención y a hacer que esa Iglesia atrajera a otras fueron los increíbles asesinatos de sacerdotes, de un arzobispo —recuérdese que eso ocurrió en un país cristiano, de lo que hace gala el mundo occidental—. Pero eso desveló ante el mundo una Iglesia, prácticamente desconocida hasta entonces, una Iglesia cuyos sacerdotes, catequistas, los llamados «laicos», es decir, el pueblo de Dios, se habían volcado hacia los pobres y por ello padecieron persecución y muerte. Eso a su vez hizo llamar la atención hacia el pueblo salvadoreño, secularmente bajo la opresión y más recientemente bajo la represión. Y por último se llegó a desvelar la gran verdad del pueblo salvadoreño: un pueblo crucificado, verdadero siervo doliente de Yahvé como repetía Ignacio Ellacuría, un pueblo en trance de la muerte lenta de la pobreza injusta y de la muerte rápida y cruel de la represión. Y ese pueblo crucificado es el que atrae en definitiva y el que produce comunión eclesial. Una Iglesia que es Iglesia de los pobres porque ha comulgado con el pueblo crucificado, esa Iglesia es la que produce comunión, la que se hace centro en un determinado momento de la historia de la Iglesia universal. He mencionado el caso de El Salvador no por triunfalismo, sino porque hoy es una realidad. También hoy hay otras iglesias —grupos eclesiales dentro de ellas, se entiende— que atraen y convocan a las demás, la de Brasil, la de Sudáfrica, la de algunas regiones de la India o de Sri Lanka... Mañana podrán ser otras iglesias. Pero lo importante es que existen centros de realidad eclesial, que generan comunión. Y, notémoslo con claridad, son centro no porque están arriba en la historia, con poder de todo tipo, sino porque están abajo en la historia, al pie de los pueblos
crucificados. Son «centro» no porque están en el centro del poder mundano o eclesiástico, sino porque más bien están en la periferia de este mundo y de las iglesias constituidas. Y esto que lo hemos constatado de hecho es verdad también de derecho. El siervo doliente de Yahvé, los pueblos crucificados de este mundo, son los que han sido puestos por Dios para ser «luz de las naciones». El Crucificado, por serlo, es el que «atrae todo hacia sí». No es esto una verdad filosófica ni mera conclusión teológica; es verdad central en la revelación de Dios que se repite —historizada y verificablemente— a lo largo de la historia. Una Iglesia en comunión con los crucificados puede generar comunión entre las diversas iglesias porque se convierte en una Iglesia simplemente «real», cristianamente real e históricamente real. Es una Iglesia cristiana real porque expresa la sustancia eclesial, como ya hemos dicho antes. Y es una Iglesia histórica real porque se hace Iglesia «local», entendida aquí la localidad no como concepto puramente geográfico, ni siquiera sólo como concepto puramente cultural, sino histórico: participa realmente de la historia del pueblo. Y esa Iglesia, doblemente real, es creíble y por ello puede anunciar la gran verdad de que la Iglesia puede estar en todas partes, si en cada parte se hace Iglesia histórica. Si algo hay que agradecer a monseñor Romero, a mis hermanos mártires y a tantos otros salvadoreños asesinados es que han mostrado que fe y realidad salvadoreña no sólo no se oponen, sino que se potencian mutuamente, que se puede ser en verdad ambas cosas, que cuanto más cristiano se es, más se introduce uno en la verdadera realidad salvadoreña, y que cuando con más intensidad se vive esa realidad histórica, mejor cristiano se puede ser. Muchos cristianos han dado su vida por los salvadoreños y los salvadoreños pueden ser ahora verdaderos cristianos. Esa Iglesia real es la que ilumina a otras iglesias, la que las cuestiona y las anima también, la que las mueve a conversión, las perdona —por qué no decirlo— y les ofrece gracia. En este sentido preciso esas iglesias son las que generan comunión eclesial. Cuantitativamente pueden ser pequeñas, pasan por épocas difíciles de subsistencia debido a los ataques de los poderosos y, a veces, de la misma institución; pero cualitativamente son necesarias y suficientes para generar comunión. Esto es lo que está ocurriendo muy novedosamente en la Iglesia universal de hoy.
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3.
Comunión como solidaridad y desunión como
conflicto
Una Iglesia de los pobres genera comunión de una forma específica. No a la manera de uniformismo, ciertamente. Y curiosamente, quienes han experimentado la realidad de la Iglesia salvadoreña
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viniendo de lugares lejanos no regresan a los suyos —con la excepción de algunos fanáticos neoconversos— con la idea de «imitar» a esa Iglesia, pero sí con la idea de reproducir su estructura fundamental de encarnarse en la realidad objetiva, de mirar al mundo desde abajo y de defender a los pobres, aunque en sus propios países lo hagan a su manera propia. No se trata, pues, de imponer nuevos uniformismos. Tampoco genera comunión a la manera de mero pluralismo, como si la Iglesia se pudiera convertir ahora en una formidable orquesta con nuevos instrumentos —uno de ellos, nuevo, la Iglesia de los pobres— entonando una melodía más maravillosa. (Recordemos que los padres de la Iglesia usaban la metáfora de la cítara, pero en último término para que todos entonásemos no una melodía eclesial, sino la melodía que es Jesucristo). a) El tipo de comunión que genera la Iglesia de los pobres es el de la solidaridad, el de «llevarse mutuamente» —que es algo mucho más importante que simplemente ayudar unas iglesias a otras cuando están en necesidad—, el de dar y recibir unos de otros, lo mejor de unos y de otros. Y la Iglesia de los pobres genera ese proceso de llevarse mutuamente. Ella misma es llevada por otras iglesias cuando recibe todo tipo de apoyo: de medios materiales, de personas que trabajan por los pueblos crucificados al nivel pastoral, asistencial, de derechos humanos, junto a ellos o en sus propios países, de teologías también que ponen sus recursos para iluminar la verdad de los pueblos crucificados. Y, sobre todo, cuando los miembros de otras iglesias se encarnan en esa Iglesia de los pobres y dan lo mejor que tienen. Como ejemplo, recordemos a las cuatro religiosas norteamericanas asesinadas en El Salvador en 1980 —repetido recientemente con el martirio de la religiosa norteamericana Maureen, el 2 de enero de 1990—, el don más precioso de la Iglesia y del pueblo norteamericano a El Salvador. Así, en el hecho mismo de acercarse unas iglesias locales a la Iglesia de los pobres, ésta es llevada por aquéllas. Por su parte, la Iglesia de los pobres lleva a las otras iglesias cuando les ofrece ante todo la pobreza misma, el lugar ideal de la conversión y de la fe cristiana, el lugar de la vida en comunidad que supera el endémico individualismo y el lugar de la trascendencia que supera el romo positivismo; cuando les ofrece una fe, una esperanza, un compromiso, una creatividad, un amor hasta el martirio, un sentido en definitiva que suele estar ausente en aquéllas; cuando les ofrece acogida y perdón —la acogida es automáticamente perdón al Primer Mundo y sus iglesias, aunque a los pobres ni siquiera se les ocurra pensar en ello—; cuando les ofrece gracia, el don de Dios, inesperado, inmerecido y encontrado allí donde menos parece que puede ser encontrado: en los pobres; cuando les ofrece el tesoro escondido y la perla preciosa, porque 238
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unidos a esta Iglesia de los pobres y trabajando por ellos, la vida y la fe recobran en todas partes hondo sentido y por ello se puede vender todo con gozo. Esta solidaridad es, en definitiva, solidaridad en la fe, pero entendido esto de manera bien precisa. Es cierto que cada una de las iglesias, más exactamente, cada uno de los grupos y cristianos convergen en lo sustancial de la común fe, pero cada uno de ellos aporta algo suyo específico a la fe en ese Dios que es misterio inabarcable desde la fe de una sola persona o de una sola Iglesia. La fe de los que están abajo es, por su naturaleza, diferente a la de los que no lo están. Esa fe de los que están abajo expresa mejor el sufrimiento y desconsuelo de las creaturas ante Dios y lo escondido y crucificado de Dios. Expresa mejor la esperanza radical en la vida y la santidad primaria de sobrevivir o mal morir como el siervo, sin que las mayorías casi puedan llegar a tener, por su propia situación de simple subsistencia, las convencionalmente llamadas «virtudes» eximias que presuponen ya dar la vida por descontado. Expresan mejor la necesidad de vivir y luchar por la justicia, la esperanza contagiosa, lo «popular» de la fe. Expresa mejor el amor primario de vivir conjuntamente unos para otros y unos con otros como comunidad y pueblo. Expresa mejor lo que de gracia hay en la historia, la capacidad para la celebración y el gozo en medio de tribulaciones sin cuento. La fe de los que no están abajo, pero se abajan, expresa mejor la conversión, el radical cambio de vida opresora en vida en comunidad con los oprimidos. Expresa mejor el movimiento consciente de la kénosis y la entrega voluntaria —pues no son impuestas por necesidad, como lo son las de los pobres, sino más voluntarias y libres—. Expresa mejor el amor que se despoja y corre riesgos que para ellos pudieran ser evitables. Expresa mejor cómo poner al servicio de los pobres todas las capacidades, conocimientos que en este mundo sólo las élites pueden tener, cómo cristianizar —como Jesús— cualquier tipo de poder poniéndolo al servicio de los oprimidos. Expresa mejor la fe como victoria, pues por su naturaleza —a diferencia de la religiosidad popular— esa fe ha sido asaltada por secularismos, agnosticismos y ateísmos ambientales en el Primer Mundo. Entre todos, pues, entre los que están abajo y los abajados nos podemos acercar un poco más, asintóticamente, al misterio de Dios, mantener a Dios como misterio, ofreciendo cada uno lo que le es más propio para poder confesarlo como Dios entre todos y sin que una sola formulación, conceptualización o experiencia lo agote. Lo que quiero recalcar es que ese movimiento de solidaridad y de solidaridad en la fe comienza en el abajo de la historia, en la cruz de los pueblos. Eso es lo que tiene fuerza histórica para desencadenar solidaridad y radical solidaridad. 239
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términos que el conflicto dentro del mundo: el conflicto entre el Dios de la vida y los ídolos. Y el mayor cuestionamiento a la comunión eclesial es si las iglesias hacen la opción en favor o en contra de las víctimas. Aunque el lenguaje sea fuerte, así es. Y por trágico que sea el decirlo, ha habido veces en que por acción u omisión las iglesias han apoyado más a los ídolos que al Dios de la vida; o, dicho con mayor suavidad, muchas veces los ídolos no han sentido una seria protesta de la Iglesia y han podido actuar con impunidad. Otras veces, dichosamente, las cosas han sido diferentes, las iglesias han optado por el Dios de la vida y han defendido a las víctimas. Y cuando esto ha ocurrido, el conflicto intraeclesial ha sido grande, pero mayor ha sido la solidaridad, como ocurrió paradigmáticamente en El Salvador en los tres años de monseñor Romero.
Esto es, pues, lo que entiendo por solidaridad. Me recuerda —aunque el contexto no es exactamente el mismo— unas bellas palabras de K. Rahner, que he citado muchas veces, sobre la relación del creyente con el evangelio. «El evangelio, dice, es una pesada carga ligera que cuanto más lo lleva uno sobre sus espaldas, más el evangelio lo lleva a uno». Así pienso yo que es la solidaridad: una pesada carga ligera. Cuanto más cargamos sobre nosotros con la Iglesia de los pobres —muy pesada carga pues con ella van las cruces de los pueblos— más carga esa Iglesia con nosotros. Solidaridad significa entonces compaginar dos dimensiones cristianas fundamentales: la disponibilidad a dar —praxis transformadora en lenguaje técnico— y la disponibilidad a recibir —la gracia—. De esa forma se va creando comunión eclesial verdadera y cristiana. Y esta comunión se va ensanchando hasta ser comunión verdaderamente ecuménica, con otras iglesias, y verdaderamente humana con todos los hombres y mujeres de buena voluntad. No hay en esto relativización de nada, sino simplemente honradez con aquello que generó el movimiento de solidaridad: los pueblos crucificados. b) Según todo esto, lo que se opone a la comunión en forma radical no es sólo ni primariamente la división, ni siquiera la desunión. Todas estas cosas no son deseables dentro de la Iglesia universal, por supuesto, pero no son el mayor problema para la comunión. Este problema mayor es la antisolidaridad activa o la pasiva falta de solidaridad. El problema de la desunión hay que plantearlo ante todo como el de hacer una opción fundamental en favor o en contra de los pueblos crucificados. Ambas cosas se realizan análogamente, según un más o un menos, por supuesto; pero hablando de la división, hay que recalcar que lo que divide primariamente a la Iglesia es el pecado del mundo que ciertamente la rodea y que se introduce también en ella. No se trata sólo ni principalmente de las obvias limitaciones y concupiscencias de los miembros de la Iglesia, ni siquiera de los pecados «categoriales» de los cuales nunca se ha visto privada la Iglesia, y en los que todos cooperamos. Se trata del pecado fundamental. Si por las razones que fuere, una o varias iglesias miran más por sí mismas que por los pueblos crucificados, la comunión no crece, aunque puedan existir relaciones, ayudas incluso a otras iglesias. Si peor aún, algunas iglesias —por lo que hacen y sobre todo por lo que no hacen— estuvieran en contra de los pueblos crucificados, entonces la comunión en la Iglesia de Jesús es simplemente imposible. No queda más que ir a reconciliarse con el hermano antes de poner la ofrenda sobre el altar. El mayor conflicto intraeclesial viene expresado en los mismos
Todo lo dicho hasta ahora son cosas centrales y sin las cuales no creo que se pueda generar verdadera comunión eclesial. Eso es lo fundamental que ofrece la experiencia eclesial salvadoreña y latinoamericana. Para terminar, sin embargo, hagamos una breve reflexión sobre el servicio ministerial, «categorial», a la comunión eclesial. Una Iglesia universal, que es a la vez una y católica, pluriforme por lo tanto, necesita un centro, y análogamente lo necesitan las iglesias locales. Este centro debe ser establecido y analizado dogmática, teológica y sociológicamente, y en ello insiste la leología católica. La Iglesia de los pobres acepta cordialmente ese centro de comunión eclesial, y —aun con tensiones y escaramuzas esporádicas de las bases con la jerarquía— comprende la necesidad y los beneficios de ese servicio ministerial a la comunión. Nada nuevo tengo que añadir ni a la reflexión teológica sobre el centro de la comunión ni al deseo de la Iglesia de los pobres de que el tal centro exista de verdad. Sólo quisiera terminar con unas breves reflexiones de tipo histórico desde la experiencia latinoamericana para que el centro de la comunión eclesial sea un servicio real y más fructífero. Es importante ante todo que quienes están en el centro ministerial de la Iglesia, el Santo Padre y su curia, los obispos y sus curias, hagan un esfuerzo por conocer lo que es la Iglesia de los pobres y conocerla en su realidad, en eso que he llamado la sustancia eclesial real. Es importante que la den a conocer a todo el mundo, sin considerarla sólo como una realidad regional, que hay que tener en cuenta, por supuesto, y con la que hay que bregar .1 veces. Es importante que alienten a todas las demás iglesias a que
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4.
El servicio ministerial a la comunión
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se dejen impactar por su sufrimiento, por su esperanza, por su martirio. Es importante que las estructuras eclesiales —nuevos obispos, formación en los seminarios— se dejen penetrar por los ideales de esta Iglesia de los pobres. Y es importante para servir a la comunión eclesial, sobre todo, que cambien los presupuestos que ahora parecen estar más actuantes en los centros de la Iglesia. Los voy a enumerar con toda sencillez desde sus contrarios. No se ve más por estar en el centro, sino que, al contrario, se ve mejor desde la periferia. Hay que salir del centro a la periferia no sólo para enseñar sino sobre todo para aprender. No se está más en comunión por mostrar servilismo hacia el centro —da pena ver el temor actuante hoy en la Iglesia, el de no poder hablar con libertad, con fraterna sencillez y caridad— que por intentar dialogar, y criticar también con honradez y caridad- No se ama más a la Iglesia de Jesús por callar errores o aplaudir mecánicamente o defender sus privilegios, sus honores mundanos que por trabajar por descentrarla de sí misma, llevarla a la pobreza real, introducirla en los conflictos con los poderosos de este mundo. No se es más pastor por avisar y condenar que por anunciar e^ evangelio en definitiva como lo que es: una buena noticia a l ° s pobres de este mundo y a quienes quieren acompañarlos. Y para terminar, sólo una cosa más. Jesús lo dijo con toda claridad «Nadie tiene un amor más grande que el que da su vida por los hermanos». Yo no veo mejor servicio a la comunión eclesial q u e tomar en serio tantas muertes martiriales, proponer a los mártires como los testigos actuales de la fe —hoy, en América latina «inmensa nube», como dice la carta a los Hebreos—. No se trata de idealizarlos a todos, pero sí de presentarlos como auténticos cristianos y seguidores de Jesús, cristianos en los que todos debemos mirarnos, y mirándonos en ellos todos podemos estar más unidos. Yo creo que con estos presupuestos, cuando el centro ministerial de la comunión recoge, aprende y agradece de los centros reales de sustancia eclesial, entonces puede prestar un servicio importante e insustituible a la comunión eclesial de todas las Iglesias. «Con este pueblo no cuesta ser buen pastor», decía monseñor Romero. En la Iglesia de los pobres no cuesta ser buen pastor, no cuesta ejercitar el ministerio de la buena nueva y de la profecía, y también el servicio a la comunión eclesial. Monseñor Romero se encontró con una Iglesia dividida y sumamente conflictiva en la arquidió ces i s y terminó con una Iglesia de la arquidiócesis en comunión como no se había visto antes ni se ha visto después. Fue mérito de él unificarla con su liderazgo, credibilidad y entrega. Pero fue sabiduría de él unificarla con la sustancia eclesial real, la 242
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fe, la esperanza, el amor y el martirio de los pobres. Hubo tensiones y conflictos, pero hubo comunión eclesial. La comunión eclesial es, pues, necesaria, pero es sobre todo posible porque acaece. Alrededor de los pueblos crucificados para bajarlos de la cruz crece la Iglesia de los pobres y, con ella, la comunión eclesial.
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de C.
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Las comunidades eclesiales de base son hoy, en América latina, un componente eclesiológico significativo desde el punto de vista teológico, pastoral e institucional. 'Teológicamente explicitan y valoran bajo nueva luz elementos bíblicos y aspectos de la tradición y de la doctrina de la Iglesia. Pastoralmente crean y agilizan un proceso de evangelización y desarrollo de la fe y de la vida cristiana que responde a las necesidades de la mayor parte de la población. Institucionalmente representan un paradigma de organización eclesial que se distingue de los modelos anteriores y que tiende a repercutir cada vez más en la totalidad institucional de la Iglesia. Las comunidades eclesiales de base son, pues, un elemento clave para la vida eclesial latinoamericana y para su adecuada comprensión en el actual momento histórico. Existen en la actualidad un gran número de publicaciones sobre las comunidades eclesiales de base. Algunas son analíticas y sectoriales. Enfocan aspectos precisos. Ofrecen documentación de ejemplos de su realidad. Otros trabajos estudian el asunto con dimensiones definidas, de cuño teológico, eclesiológico o pastoral. Hay ensayos que surgen de las propias comunidades eclesiales de base. Hay investigaciones y documentos emanados de la Iglesia jerárquica. Y hay también amplio material mimeografiado, orientado a la comunicación, a la motivación o a la discusión en las mismas comunidades o en seminarios y encuentros sobre las mismas. Aparte de su variado tenor y calidad, esta multiplicidad de publicaciones tiene un gran valor hermenéutico. Es como un tapiz que permite situar el tejido espontáneo del diario y real caminar de las comunidades eclesiales de base. Al intentar clasificar esta vasta producción pienso que se la puede agrupar en tres grandes 245
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AZEVEDO
COMUNIDADES
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categorías: estudios descriptivos de la fenomenología de las comunidades eclesiales de base; trabajos que revelan su metodología; estudios que reflexionan sobre las comunidades y elaboran su fundamentación o significación teológica bajo múltiples aspectos. Del contacto directo con las comunidades eclesiales de base, con las personas que a ellas se dedican, y del análisis de la bibliografía, se infiere una constante en la conciencia eclesial actual: las comunidades eclesiales de base son un nuevo modo de vivir la Iglesia, de ser Iglesia y de actuar como Iglesia. Este modo no es nuevo en cuanto que en las comunidades eclesiales de base se recogen y reviven elementos de la más auténtica tradición de la Iglesia desde los inicios. Pero sí es nuevo este modo de ser Iglesia si se le compara con el modelo antes existente de Iglesia y en vigor durante los casi cinco siglos de presencia eclesial en América latina. Este modelo, vigente aún en gran parte, es tributario de la evangelización, institucionalización y acción pastoral de la Iglesia que se consolidó en América latina. Fue el paradigma que dirigió la difusión misionera coincidente con los descubrimientos de la edad moderna y el mismo que permaneció a lo largo del período colonial y, después de la independencia, incluso durante la etapa de la «romanización», en la segunda mitad del siglo XIX. Los orígenes e inspiración de este modelo se enraizan en el contexto del concilio de Trento, con la organización de un cuerpo de doctrina, de un universo litúrgico y disciplinar homogéneo, y con una formación y cualificación específica del clero para ponerlos en práctica y cultivarlos. En términos de expresión y estructura simbólica, continúan manejándose elementos típicos de la precedente configuración del cristianismo en España y Portugal; elementos, a su vez, fruto de diversas influencias. En las huellas del concilio Vaticano II y de su lectura contextualizada en Medellín y Puebla, así como en el cuadro complejo de la realidad latinoamericana, las comunidades eclesiales de base conllevan nuevas opciones fundamentales de Iglesia. Enraizadas en la tradición, las comunidades eclesiales de base nos ofrecen, con todo, algo muy creativo. No basta, pues, el verlas solamente en su pasado y presente. Es importante abrirse a sus perspectivas de futuro. Como se puede verificar en la reflexión subyacente a los documentos de la II y III Asambleas Generales del Episcopado, en Medellín (1968) y Puebla (1979) respectivamente, la teología en América latina tiene una relación directa con las comunidades eclesiales de base. Dicha teología ofrece un conjunto válido de instrumentos para el análisis e interpretación de estas comunidades. Lo mismo se puede decir de las diferentes teologías de la liberación. Aunque en una u otra de sus versiones el universo teológico de la liberación pueda no coincidir plenamente con las
Hay algunas características fundamentales comunes en ese fenómeno eclesial, presente en varias partes del mundo y designado como comunidades de base, comunidades cristianas de base, comunidades eclesiales de base. En el actual estado de la conciencia y reflexión eclesiológica es difícil hablar de las comunidades eclesiales de base de un modo unívoco. A pesar de tener un fondo común, son, de hecho, una realidad diversificada, de la cual se puede inferir un concepto análogo. Incluso en el contexto más homogéneo de América latina, hay diferencias notables entre las comunidades eclesiales de Brasil, Perú, El Salvador y Nicaragua, por ejemplo. Esto dificulta escribir sobre ellas con rigor analítico, sin una cualificación específica. De ahí la necesidad de un punto de referencia concreto que permita la ulterior verificación de los casos análogos. Este punto referencial será aquí el de las comunidades eclesiales de base de Brasil, teniendo presente, sin embargo, que en lo que se dirá estoy privilegiando también lo que parece ser válido para otros países de América latina 1 . No pretendo dar una definición estricta, ni siquiera una descripción de las comunidades eclesiales de base. Esto llevaría a perder una de sus características fundamentales, esto es, la flexibilidad y apertura hacia el cambio y la transformación, desde la sintonía con la realidad y los signos de los tiempos, signos de Dios y de los hombres que se traducen a través de esa misma sensibilidad. Todo esto es parte de la vida de las comunidades y difícilmente se deja conceptualizar. Pero hay algunos elementos característicos contenidos en la propia semántica de su nombre: comunidades eclesiales de base. Son comunidades. Tienden a un estilo de vida cristiana que está en nítido contraste con el cuño individualista y egoísta, privatizado y competitivo, que marca tanto la cultura occidental moderno-contemporánea como la fisonomía eclesiástica que se ha
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fronteras teológicas, sobre todo de Puebla, las teologías de la liberación son una significativa mediación para la comprensión de las comunidades eclesiales de base. I.
¿ Q U E S O N LAS C O M U N I D A D E S ECLESIALES D E BASE?
1. Para justificar la elección de las comunidades eclesiales de base de Brasil como punto de referencia, ver M. Azevedo, Comunidades eclesiales de base. Alcance y desafío de un modo nuevo de ser Iglesia, Madrid, 1986, pp. 27-35. Este libro es traducción del original brasileño: Comunidades de base e inculturacao da fé, Sao Paulo, 1986. Existe una edición en francés: Communautés ecclesiales de base. L'enjeu d'une nouvelle maniere d'etre Eglise, París, 1986; y una edición en inglés: Basic ecclesial communities in Brazil, Washington, D.C., 1987. Las ediciones en portugués y en inglés ofrecen una amplia bibliografía sobre las comunidades eclesiales de base.
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ido afirmando en dicho contexto hasta hace bien poco tiempo. En su evolución, pues, en estos veinticinco o treinta años, las comunidades eclesiales de base han venido subrayando, antes y después de Puebla, el binomio comunión y participación. Al enfatizar la comunión —única raíz que hace viable una comunidad auténtica— las comunidades eclesiales de base desean vivir la fe como una experiencia compartida, mutuamente alimentada y apoyada por sus miembros. Es una dimensión que recupera la inspiración común a las tradiciones del Antiguo y Nuevo Testamento, en el sentido de que la fe se expresa en la alianza entre Dios y los hombres y se vive en la conciencia de que es el legado común de todo un pueblo: el pueblo de Dios. Enraizada en el individuo y vivida al nivel de la persona, la fe, por eso mismo, se explícita también en el nivel socio-relacional. Este plano profundo de comunión en la fe debe conducir a una creciente cualificación de las relaciones interpersonales de la comunidad. Esto hace posible la dimensión de participación, sobre todo en la elaboración e implementación corresponsable de las decisiones. Es una característica que supera la actitud pasiva o puramente sumisa en relación a la iniciativa y al ejercicio de la autoridad de parte del clero, de los religiosos o de los laicos en el seno de la comunidad. Las comunidades eclesiales de base son eclesiales. Este adjetivo tiene un alcance, de hecho, sustancial en la designación de las comunidades. Los catalizadores de esta eclesialidad han sido, en la perspectiva brasileña de las comunidades, la unidad de fe y en la fe, por un lado, y el sentido de pertenencia a la Iglesia como realidad institucional visible, por otro. Aun cuando abiertas al diálogo ecuménico, la experiencia de las comunidades eclesiales de base ha mostrado lo importante que es el partir de una misma fe para el crecimiento consciente de las comunidades de fe. Este rasgo es fundamental por el alcance e importancia de la palabra de Dios y de la lectura, reflexión y oración bíblica en las comunidades eclesiales de base, como veremos. Al subrayar, por otra parte, la ligazón con los pastores y con la realidad visible de la Iglesia, como un dato de su eclesialidad, las comunidades quieren invertir el modelo hostil, reivindicativo y en pie de confrontación, que caracterizó a las comunidades de base de los años sesenta, especialmente en países como Italia, Francia, o la underground church de Estados Unidos. Esto no significa que las comunidades eclesiales de base tengan su origen necesariamente en la iniciativa del clero, aunque ello acontezca también. Independientemente, por lo tanto, del factor originante, lo cierto es que las comunidades eclesiales de base han buscado y encontrado reconocimiento y apoyo en los obispos, disfrutando, al mismo tiempo, de una amplia autonomía. El ser de base es el tercer elemento característico de las
comunidades eclesiales de base. Siendo predominante una activa comunidad de laicos, éstos se entienden como «base», desde un punto de vista eclesiástico, en relación a la estructura jerárquica de la Iglesia. Pero en América latina, las comunidades eclesiales de base con de base también en una perspectiva social y sociológica. Sus varios millares o millones de miembros son personas pobres. No se trata de una postura excluyente sino de un fenómeno comprensible. Los pobres sienten con mayor fuerza la necesidad de mutuo apoyo y de comunidad. En su sencillez son menos exigentes y sofisticados a la hora de entablar, modelar y cultivar relaciones interpersonales. Bajo la presión de necesidades comunes y urgentes, ellos son también más abiertos a la participación. Los pobres, en fin, son más sensibles al don, porque son también más conscientes de sus carencias personales y sociales y de la necesidad de recibir. Rara vez piensan las cosas y las relaciones como algo debido a ellos o merecido. Hay en ellos una humildad que se hace verdad en la sencillez. Esto les abre el corazón a la fe, realidad que forma parte de la economía del don de su salvación y liberación. El hecho de estar eclesial y socialmente en la base hace más fácil para los miembros de las comunidades eclesiales de base la integración de fe y vida, palabra y acción. A la luz del evangelio, esto les permite percibir su situación en el contexto de opresión, violencia e injusticia de una organización social que es preciso transformar. El ser de base les lleva a una fe que no es sólo escucha o conocimiento del mensaje, ni sólo traducción litúrgica de la palabra, sino que es todo esto y mucho más, orientado a acciones concretas y conscientes, a acciones efectivamente transformadoras. Sensibles al imperativo de cambio social, el ser de base les permite captar también que serán ellos, marcados tan a fondo y por tanto tiempo por la injusta inspiración y estructura de la sociedad, los autores principales de esta irreversible transformación. De hecho, no se puede esperar que la misma venga de los beneficiarios del actual estado de cosas. Los sujetos naturales e inmediatos del cambio social son las víctimas que sufren de hecho las consecuencias de la realidad y que constituyen la inmensa mayoría de la población. En este sentido las comunidades eclesiales de base, por la fuerza intrínseca de la encarnación histórica de la fe cristiana y por las indeclinables consecuencias éticas que se deben traducir en la praxis cristiana, tienen una dimensión y un alcance social y político. En efecto, su fe vivida lleva consigo el imperativo de una inspiración evangélica de cara a la estructuración y organización de la sociedad y del bien común de sus miembros y la exigencia de una presencia activa en la construcción de este proyecto. De esta íntima vinculación entre fe y vida, entre fe y acción, entre fe y su proyección ética, entre proyecto evangélico y acción transformadora de una sociedad opresora e injusta, emerge la importancia de
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la praxis liberadora de las comunidades eclesiales de base en el contexto de una realidad que es violenta y que oprime 2 . II. COMO SURGE UNA COMUNIDAD ECLESIAL DE BASE
El proceso de formación de las comunidades eclesiales de base revela tres vertientes. Primera: Renovación de la parroquia. La preocupación más antigua, ya anterior a Medellín, es la dinamización de la parroquia. ¿Cómo superar el individualismo y el anonimato, la conciencia y las actitudes de una religión privatizada o solamente devocional y cúltica, características tan frecuentes en las parroquias latinoamericanas, tan vastas territorialmente y tan numerosas? Las comunidades eclesiales de base, como primera célula eclesial (Medellín), fueron vistas en esta perspectiva, primordialmente sociológica, es decir, de dinamización interna de la parroquia. Todavía hoy, la intención de multiplicar pequeños grupos intraparroquiales está en la raíz de la creación ulterior de las comunidades eclesiales de base en muchas partes 3 . Segunda: Grupos bíblicos. Más allá de los límites jurisdiccionales de la parroquia, irán surgiendo un poco por todas partes, entre Medellín y Puebla, los grupos de oración y reflexión a la luz de la palabra de Dios. Fue ésta una fase intensa, post-conciliar, de nuevas traducciones de la Biblia, de amplia difusión del texto sagrado, a través del «mes de la Biblia», de cursos, introducciones y, sobre todo, popularización de la Escritura. En algunos países se dio un notable esfuerzo en el sentido de explicitar los contenidos bíblicos implícitos en las tradiciones populares de la religiosidad y espiritualidad del pueblo. En Brasil es inestimable la colaboración de Carlos Mesters en la elaboración de una pedagogía popular de acceso a la Biblia. Desde los años sesenta hasta hoy, los círculos bíblicos han sido una fase precursora de las comunidades eclesiales de base, así como en éstas ha sido central la escucha y la lectura de la palabra de Dios. Y así, la perspectiva que caracteriza a las 2. «Praxis» no es sinónimo de práctica, de acción, de comportamiento. No es antinomia de teoría. Praxis supone el conjunto de acción-reflexión por el cual se manifiesta la historicidad de la persona humana y se intenta su realización. Praxis es una forma concreta de realización histórica. Resulta de una doble percepción: la conciencia de historia, como algo que se hace en el tiempo, la conciencia de que esta historia que se hace es el resultado de la acción de los hombres, que resulta de opciones concretas. Praxis, por tanto, es el hacer consciente de la historia. La praxis cristiana es la concretización en la vida del alcance histórico de la fe. Ver F. Taborda, «Fé crista e praxis histórica»: REB 41/162 (1981), pp. 250-278. Para una documentación más amplia de la semántica de las comunidades eclesiales de base ver cap. 2 del libro citado en la nota 1 más arriba. 3. Para una perspectiva anterior a Medellin, ver Caramuru de Barros, Comunidade eclesial de base: urna opcáo pastoral decisiva, Pretrópolis, 1967.
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comunidades eclesiales de base en el tratamiento de la Biblia es la articulación de lo que se lee con lo que se vive. Es la ligazón entre la palabra y la realidad, la identificación en la Biblia de situaciones vividas hoy y sufridas por el pueblo. A través de ello los miembros de las comunidades eclesiales de base se introducen en una visión nueva de Dios, del mundo y de sí mismos, que es decisiva en la fundamentación bíblica que anima la vida de las comunidades 4 . Tercera: Conciencia social y política. Preocupaciones y problemas coincidentes, ideas y aspiraciones relacionadas con lo cotidiano de la vida, desarrolla en y entre las personas una conciencia de unidad y un sentido de solidaridad. Se descubren unas a otras en su suerte común. La experiencia de la fragmentación y el empobrecimiento, de la opresión y la impotencia individual, cede el lugar a la percepción de las posibilidades de un esfuerzo integrado por muchos. Muchas comunidades eclesiales de base han tenido ahí su punto de partida. El grupo se forma de cara a objetivos precisos: construir un puente, abrir o mejorar una carretera, garantizar una producción mínima de alimentos para subsistencia, conseguir escuela, agua o luz para el lugar, luchar por la posesión o propiedad de la tierra. Progresivamente, el darse cuenta de la unión en la fe, el unirse en la oración y la celebración y, sobre todo, el descubrirse a sí mismos en los textos y pasajes bíblicos, hacen surgir una comunidad eclesiástica de base a partir de un grupo ocasional o funcional. Cualquiera que haya sido la vertiente inicial y originaria —la renovación parroquial, los grupos bíblicos o la concientización socio-política— la experiencia ha mostrado que la creación de las comunidades eclesiales de base supone siempre una articulación de la vertiente religiosa con la social. Originariamente una u otra puede haber sido la dominante o haber tenido la precedencia. Pero la comunidad eclesial de base sólo emerge realmente cuando se da la integración entre una y otra. Cuando perdura o domina sólo lo social, se camina hacia un movimiento popular. Cuando permanece sólo lo religioso, se tiene una asociación o movimiento, un 4. El contacto directo con la palabra de Dios en la Biblia y su lectura y acogida en íntima relación con la vida son rasgos fundamentales de la identidad de las comunidades eclesiales de base. Son también un salto cualitativo en la conciencia católica latinoamericana. Entre la amplia bibliografía sobre el tema, me limito aquí a señalar la contribución de Carlos Mesters: Flor sem defesa. Urna explicacáo da Biblia a partir do povo, Petrópolis, 1983 (ahí se encuentran importantes artículos publicados anteriormente); A missáo do povo que sofre. Os cánticos do servo de Deus, no livro do profeta Isaías, Petrópolis, 1981; «O uso da Biblia ñas comunidades eclesiais de base», en S. Torres (ed.), A Igreja que surge na base, Sao Paulo, 1982; Círculos Bíblicos (16 excelentes folletos para la introducción a la reflexión sobre la Biblia en el contexto de la vida), Petrópolis, 1972-1978. Para una apreciación del uso de las Escrituras en las comunidades eclesiales de base desde un punto de vista protestante, ver: G. Cook, Tbe Expectation of tbe Poor. Eatin American Basic Ecclesial Communities in Protestant Perspective, Maryknoll, N.Y., 1985.
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grupo bíblico o de oración. La comunidad eclesial de base supone «fe y lucha del pueblo, evangelio y realidad social»; es una realidad eclesial fundada sobre una fe que abraza la totalidad de la vida 5 . Hay, por tanto, dos coordenadas que se entrecruzan para que se geste una comunidad eclesial de base. Por un lado el énfasis en la palabra de Dios, en la centralidad de Jesucristo, en el alcance de su misión de salvación y liberación. Hay una conciencia de comunión en la fe, un sentido de ser pueblo y de asumir en conjunto la realización del proyecto evangélico. Por otra parte se da la conciencia de inserción en el mundo, de atención a los signos de los tiempos, de impulso para la transformación social, de compromiso con la construcción del futuro. Hay una percepción crítica del contexto de lucha, de las formas ideológicas actuantes y de los inevitables conflictos. Ese doble eje encuentra su intersección en una fe personalizada y adulta, enraizada en la vida y comprometida con la superación de la opresión y la violencia, de la marginalización y de la discriminación. Las comunidades eclesiales de base quieren tener esa fe vivida en la esperanza, sustentada en la verdad y animada por el amor. Esta es la base firme de una sociedad justa, forma incoada de la presencia y de la implantación del Reino.
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5. Ver J. B. Libánio, «Comunidade eclesial de base»: Convergencia 21/191 (1986), pp. 175184; L. Boff, Eclesiogénese. As comunidades eclesiais de base reinventan a Igreja, Petrópolis, 1977; «Notas teológicas da Igreja na Base», en S. Torres (ed.) A Igreja que surge na base, Sao Paulo, 1982; Freí Betto, O que é urna comunidade eclesial de base, Sao Paulo, 3 1983.
de muchos aspectos de este nuevo modo de ser Iglesia que son las comunidades eclesiales de base. El segundo factor es también intraeclesial. Con la colegialidad episcopal, enfatizada en el Concilio, resurgió la valorización y la conciencia de las Iglesias locales. La lectura contextualizada del Concilio en Medellín y Puebla se hace atendiendo a nuestra dramática realidad, marcada por la pobreza y la injusticia. La nueva conciencia del submundo de los pobres, la identificación de éste como reverso de la historia y la consecuente opción preferencial por los pobres, hilo conductor de esta sensibilidad, irían gradualmente transformando la fisonomía eclesiológica y la praxis pastoral de muchas de nuestras iglesias locales. Constituidas, sobre todo, por pobres, que son la inmensa mayoría de nuestro pueblo, las comunidades eclesiales de base son una implementación específica y vivencial de la preferencia eclesial por los pobres. Viendo y pensando la realidad a partir de ellos, estando con ellos y sirviéndoles, la Iglesia retorna hoy a la forma, inspiración e identidad de la misión del propio Cristo. El vino para evangelizar a los pobres... El tercer factor se encuentra en la coyuntura histórica que se vive en varios países latinoamericanos. La permanente situación de una sociedad estratificada y discriminadora, que proviene del pasado colonial, la consolidación de oligarquías nacionales privilegiadas que se afirmaron en el período de la postindependencia, la invasión predatoria y generalizada del capital internacional en nuestras regiones, fue seguida, a partir de los años sesenta, de la implantación de los modelos político-económicos de la Seguridad Nacional. Todo esto amalgamaba a los poderes militares y oligárquicos nacionales con el poder económico internacional en un modelo concentrador y dependiente, opresivo y represor. Ese modelo dejó fuera precisamente a los pobres, sin voz y sin oportunidad, sin participación en los beneficios de su trabajo, que cimentaba como mano de obra explotada el esfuerzo simultáneo de modernización y desarrollo material de los sectores productivos. El factor económico, dominante y determinante, que pervertía la concepción cristiana del hombre y del mundo, hizo que el modelo fuese inaceptable para la Iglesia. Tras una larga historia de tácita o patente participación en el poder y de alianza con él a lo largo de los siglos, la Iglesia, en varios de nuestros países, se encontró, esta vez, del otro lado, asumiendo el convertirse en voz de los que la perdieron o de los que jamás la tuvieron. En ese contexto crítico y desafiante, en el cual la Iglesia pagó un alto precio de persecución y martirio, surgieron las primeras comunidades eclesiales de base. Ellas se nutrirán de esta participación en la cruz de Cristo experimentada en el drama diario de sus vidas. La fase histórica de la represión actuó, en varios países, como un
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III. CONTEXTO HISTÓRICO DEL SURGIMIENTO DE LAS COMUNIDADES ECLESIALES DE BASE
En la coyuntura histórica de la aparición de las comunidades eclesiales de base tres factores fueron particularmente decisivos en América latina. El primero fue el concilio Vaticano II, una experiencia eclesial global sin lugar a dudas. Pero visto desde la perspectiva de las comunidades eclesiales de base, el Concilio fue el acontecimiento, de hecho, que las hizo viables. En contraste con un modo de ser Iglesia que había cristalizado desde la Edad Media y se organizó de modo uniforme desde el concilio de Trento, el Vaticano II asumió y legitimó diferentes tendencias que se venían afirmando y madurando desde la primera mitad de nuestro siglo. Los movimientos bíblico y litúrgico, la renovación en la eclesiología y en la doctrina social de la Iglesia, la creciente participación de los laicos y la sensibilidad hacia el mundo moderno, son elementos decisivos en esta fundamentación remota de la posibilidad misma de existencia de las comunidades. Ahí están las raíces
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factor pedagógico y profundo, aunque doloroso, de una doble dimensión concientizadora. Por un lado, como maduración de una Iglesia realista y solidaria con los pequeños y empobrecidos. Por otro, como constatación de una situación de injusticia social que clama al cíelo y como identificación, cada vez más lúcida, de las causas y procesos que producen dicha injusticia. Uno de los resultados integrados de esta coyuntura histórica fue este modo de ser, de vivir y de actuar como Iglesia, que son precisamente las comunidades eclesiales de base. Si algún día se concretizara la eventual democratización de nuestros regímenes políticos, la justicia social y la participación real en los beneficios económicos, así como el acceso creciente a una participación de todos en la configuración de los destinos nacionales, las comunidades eclesiales de base, y la Iglesia que en ellas vive, tendrían, a un tiempo, la conciencia de haber sido parte significativa en la construcción de esta nueva sociedad y el desafío de cómo continuar siendo Iglesia en el contexto de una sociedad más justa y participativa, más igualitaria probablemente y ciertamente más democrática. No podemos vislumbrar hoy, en el horizonte latinoamericano, la posibilidad de concretización de este ideal. Pero es innegable el camino que se viene haciendo en esta dirección.
IV. POTENCIAL EVANGELIZADOR DE LAS COMUNIDADES
Una confrontación estructural entre el paradigma de evangelización que las comunidades eclesiales de base representan y el que marcó el rumbo durante casi cinco siglos a la evangelización del pueblo sencillo y pobre en el interior de nuestros países y en las periferias urbanas muestra la relevancia del potencial evangelizador de las comunidades eclesiales de base. El modelo anterior a las comunidades eclesiales de base se centraba en el sacerdote, en la parroquia y en sus capillas dispersas, en el sacramento, en la persona individual y en la salvación del alma. Debido a la crónica escasez de sacerdotes la concretización del modelo se realizaba, sobre todo, en el vasto interior, a través de la pastoral de misión y del énfasis en la fiesta. La misión, visita infrecuente, corta e intensa del sacerdote, permitía a los fieles recibir los sacramentos y explicitar su conciencia de pertenencia a la Iglesia. La fiesta, del patrón o de otros santos populares, cataliza a un tiempo las dimensiones religiosas, sociales, lúdicas y políticas de las personas y los grupos. La repetición regular de este esquema y la fidelidad del pueblo al mismo, si bien no esclarecía ni enriquecía el contenido racional de la fe, ni otorgaba a los fieles una posición activa en el contexto eclesial, contribuía sin embargo a la conciencia y la afirmación formal de la fe. El intervalo entre las visitas del 254
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«padre» quedaba cubierto por devociones (novenas, triduos, mes de mayo, prácticas religiosas ligadas al ciclo de la vida —nacimiento, matrimonio y muerte—, o de la naturaleza —plantas, animales, clima—). Zonas remotas del interior, casi en estado de hibernación y resignadas, no sacudidas por la dispersión de la vida moderna, permitieron la transmisión de la fe a lo largo del tiempo con una impresionante fidelidad a sí mismas. Las comunidades eclesiales de base, como dijimos, se sitúan igualmente en esta moldura ambiental. Sus miembros proceden de este mismo sector poblacional. Más que de la aplicación de un modelo alternativo de cuño teórico, diseñado de antemano, fue emergiendo otro paradigma de evangelización, lentamente, pero brotando de la realidad vivida por las comunidades y de su experiencia cotidiana, seguida e incluso incentivada por los pastores. Este modelo está centrado sobre el laico, la comunidad, sobre la Palabra, la salvación y la liberación integral de la persona humana total, a nivel individual y social. De destinatarios del proceso, espectadores en buena parte pasivos de la iniciativa y el desempeño del clérigo, los fieles se convierten en sujetos activos de su propia evangelización. Esta se alimenta sobre todo de la constante referencia a la palabra de Dios en la Escritura, leída, reflexionada y orada, en relación directa con la vida concreta de los miembros de la comunidad y del pueblo. La coherencia con los postulados de la fe suscita la urgencia de la necesaria conversión individual. Y en no menor medida, además, en presencia de la realidad concreta en la que se vive, conduce a percibir como imperativa la transformación estructural. Eucaristía, reconciliación, unción de los enfermos, en su vinculación directa con el ministro ordenado, ponen de relieve la significación de éste para las comunidades. Los laicos, sin embargo, se convierten en elementos clave de la preparación y del acompañamiento de la vida sacramental, en la iniciación al bautismo y la confirmación, en la preparación para la primera comunión, la confesión y el matrimonio. Mucho de lo que antes era hecho, de modo episódico e improvisado, por el padre, lo realizan hoy los laicos, dentro de una pedagogía madurada en las comunidades, promovida por los obispos y por los agentes de pastoral (sacerdotes, religiososo/as, catequistas laicos/as) y llevada adelante por la propia comunidad. De esta forma surgirán nuevas formas de servicio, como expresión de nuevos ministerios6. Estos no son necesariamente sucedáneos 6. Ver F. Pastor, «Misterios laicales y comunidades de base. La renovación pastoral de la Iglesia en América latina»: Gregorianum, 68, 1-2 (1987), pp. 267-305, con amplia bibliografía en las notas; C. Boff, «Em qué ponto estao hoje as comunidades eclesiais de base?»: REB 46/183 (1986), pp. 527-538. Todo este fascículo de la REB, publicado después del VI Encuentro Intereclesial de comunidades eclesiales de base, en Trindade, Estado de Goiás (julio 1986), ofrece material abundante y actual sobre el tema aquí tratado.
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precarios del ministro ordenado, escaso y ausente. Son, sobre todo, respuesta activa al ritmo de la vida y de la fe del grupo, confrontado siempre con nuevas situaciones, violentado por el contexto social en su modo propio de ser y de vivir, y cada vez más consciente de la fragmentación de su universo cultural. Esta última se realiza por los medios de comunicación social (radio transistor y televisión), por la movilidad intensa que permiten los transportes y por la presencia creciente, en el interior, de proyectos industriales, de minería, agricultura y otros, con consecuencias inexorables. La aproximación comparativa a esos dos paradigmas de evangelización explica por qué en el Brasil, por ejemplo, los obispos dedican a las comunidades eclesiales de base una especial atención y hacen de ellas una prioridad pastoral: Las comunidades eclesiales de base constituyen hoy, en nuestro país, una realidad que expresa una de las características más dinámicas de la vida de la Iglesia y que, por diversos motivos, van despertando el interés de otros sectores de la sociedad. Podemos hacer nuestras las palabras de los obispos en Puebla: «Las comunidades de base, que en 1968 (Medeilín) eran apenas una experiencia incipiente, han madurado y se han multiplicado. En comunión con sus obispos, se han convertido en centros de evangelización y en motores de liberación y desarrollo» (Puebla 96). Fenómeno estrictamente eclesial, las comunidades eclesiales de base en nuestro país nacieron en el seno de la Iglesia-institución y se han convertido en un nuevo modo de ser Iglesia. Se puede afirmar que alrededor de ellas se realiza y se desarrollará cada vez más, en el futuro, la acción pastoral y evangelizadora de la Iglesia 7 .
V.
DIMENSIONES ECLESIOLOGICAS
La elaboración de una eclesiología completa y coherente en el contexto de la teología en América latina es algo bastante más amplio que el enfoque eclesiológico de las comunidades eclesiales de base. Pero, de momento, tal como se comprenden ellas mismas y el episcopado, las comunidades eclesiales de base son parte del cuerpo de una eclesiología que se viene gestando en América latina en los últimos veinte años 8 . La existencia y desarrollo de las comunidades eclesiales de base no son un producto de esta 7. Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil (CNBB), Comunidades eclesiais de base na Igreja do Brasil. Documentos de CNBB, n. 25, Sao Paulo, 1982, p. 5 n. 39. 8. Ver A. Quiroz Magaña, Eclesiología en la teología de la liberación, Salamanca, 1983; L. Boff, «As eclesiologías presentes ñas comunidades eclesiais de base», en Urna Igreja que nasce do povo, Petrópolis, 1975; Eclesiogénese (o.c. anteriormente en la nota 5). Para un desarrollo amplio de este tema, ver M. Azevedo, o.c, en la nota 1, pp. 181-222. En este mismo capítulo se encuentran las referencias principales al Documento de Puebla, significativo punto de llegada y de partida en la reflexión y acción pastoral y teológica en América latina.
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elaboración teológica. Históricamente los dos fenómenos se han alimentado recíprocamente, al tiempo que se definían a sí mismos. Cronológicamente las comunidades eclesiales de base surgían ya incluso antes de que se divulgase la expresión refleja de una teología de la Iglesia en el contexto del continente. Pero la realidad de las comunidades eclesiales de base y la experiencia de los teólogos, obispos y otros agentes de pastoral, vividas y aprehendidas durante la evolución de la reflexión y de la acción teológicopastoral, ha sido un factor significativo para el proceso en sí mismo. La realidad de las comunidades eclesiales de base, efectivamente, alimentó, concretizó y confirmó principios y desarrollos de esa eclesiología y le definió sus rumbos. Significó para ella una ocasión de trabajo de campo. Suficientemente elaborada hoy, esta teología —y la eclesiología en ella— se revela como una de las mejores claves de lectura del sentido y alcance de las comunidades eclesiales de base. Recordar, aunque brevemente, algunos aspectos del contexto originante de dicha reflexión teológica en América latina nos podrá ayudar, por ello, a comprender y evaluar el alcance eclesiológico de las comunidades eclesiales de base. La teología en la Iglesia se hace, en general, a partir de dos vertientes principales: el recurso directo a las fuentes —Biblia, tradición e interpretación y enseñanzas del magisterio sobre las mismas— para una mejor comprensión de la revelación y de la Iglesia en cuanto ésta es también parte de aquélla; y el apoyo filosófico, de inspiración griega principalmente, a través del influjo predominante de Platón y Aristóteles, y a través, sobre todo, de san Agustín y santo Tomás de Aquino. Hasta los años sesenta la teología en América latina repitió o reflejó el pensamiento teológico europeo, a partir de esta misma matriz. Y lo hacía, antes del concilio Vaticano II, en términos neoescolásticos, que predominaban en la formación del seminario. Después del Concilio se abrió al influjo no escolástico, pero siempre europeo, y sobre todo transpuso para el continente el enfoque conciliar de la relación Iglesia-Mundo. «Mundo» era entendido aquí como el producto de los tiempos modernos, antes del cual, y a través de los tiempos, la Iglesia asumió una postura agresiva, defensiva o condenatoria. Ese mundo pasaba ahora a ser interlocutor, visto desde un ángulo optimista, compendiado en la Gandium et spes. Con esa aproximación conciliar positiva quedó en la penumbra un análisis menos etnocéntrico y más riguroso de lo «moderno» y de su impacto negativo, no sólo ni sobre todo en el plano de las ideas, sino en sus efectos reales y destructores con respecto a la organización estructural del mundo y de la mayoría de la población, como lo explícito el Sínodo Mundial de los Obispos sobre la justicia en 1971. Tales efectos se manifiestan en los problemas del hambre, del desequilibrio ecológico y de la violencia institucionali257
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9. Ver M. Azevedo, Los religiosos, vocación y misión, Madrid, 21987, cap. 3; «Vida religiosa y opción por los pobres».
a y los intentos de detener este proceso o de darle un nuevo rumbo. 3. La evidencia de que esta pobreza es producto del irrespeto al hombre en sus derechos reconocidos. Es el resultado de la opresión sobre muchos, menos tal vez al nivel consciente de acción de los individuos, pero claramente en la trabazón férrea y en la dinámica interna de los sistemas económicos y políticos que el hombre ha creado para sí mismo. Estos operan, empapándolo todo, a través de la injusticia estructural que es, al mismo tiempo, presupuesto y principio de realimentación. Es la propia naturaleza global del mundo de hoy la que permite esta lectura del mismo. Los profetas de Israel o los cristianos santos de la Iglesia de otros tiempos no podían sentir ni percibir de este modo, a un nivel mundial e interrelacionado, la pobreza de su tiempo, por más que convivieran con la pobreza cotidiana de muchos, de esos muchos «que siempre tendrán con ustedes» a los que Jesús se refería. Es triste la certeza de pobrezas inevitables. Pero es trágica la organización de producción de la pobreza de tantos hombres a escala planetaria y la destrucción irreversible del hombre que en ellos vive y que tiene en su propia realidad su única e irreductible riqueza. La apertura consciente hacia la humanidad concreta como un todo y la comunión real con la verdadera historia de los hombres, dos tendencias que van señalando cada vez más la reciente posición de la Iglesia en muchas partes del mundo, nos convencen de que esta pobreza no puede ser vivida como una fatalidad. Es más bien el resultado del egoísmo que se traduce en injusticia activa y eficaz. Y es, por eso mismo, no sólo desequilibrio en la equidad debida, sino inequívoca negación del amor y de la verdad. En la perspectiva cristiana tal injusticia pervierte y subvierte tanto el plan de Dios como la dignidad y el destino de lps hombres. La realidad terminal que en ella se gesta, la pobreza que es fruto de la injusticia, trae consigo la marca del pecado. La agudeza y la densidad en la percepción de estas articulaciones dio precisamente a la Iglesia esa sensibilidad nueva hacia la realidad de la pobreza en el mundo y hacia todo lo que ésta implica de desafío a la vivencia plena y coherente de la fe. Esta pobreza, que la Iglesia en todas partes va percibiendo cada vez más bajo esta luz, era y es todavía la experiencia diaria y dominante en prácticamente toda América latina. Viviendo en este precario mundo y teniendo en los hombres de este mundo su razón de ser y sus propios miembros, la Iglesia de este continente no encontraba en la doble vertiente, antes mencionada, de las fuentes matrices de la reflexión teológica el instrumental suficiente para dar presencia y alcance a su propia misión en la historia y para realizar la lectura del sentido y de la historicidad de
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zada, de la cual la carrera armamentista y la amenaza nuclear son elementos dramáticos, pero no lo son menos las dependencias políticas y el mercado internacional productor y financiero. En este contexto se sitúa la experiencia liminar y fundante de la reciente reflexión teológica en América latina: la constatación de una pobreza radical y estructural en el propio continente y en vastas regiones del mundo. Esta ha sido producida, reproducida y asimismo constantemente agravada, por la propia organización social, política y económica a escala mundial. No es novedad en la Iglesia la sensibilidad frente a la pobreza. Bajo todas sus formas —de pobreza material o espiritual, de enfermedad o ignorancia, de carencia o rechazo, de soledad o inseguridad, de discriminación u opresión— la pobreza y sus distintos aspectos, percibida concretamente en la vida de los hombres, fue no raras veces punto de partida de grandes vocaciones, instituciones y movimientos en la Iglesia de todos los tiempos. Lo que surge ahora en América latina, a partir de los años sesenta, es una nueva sensibilidad hacia los pobres y la pobreza del mundo. Existe un dinamismo interno en esta experiencia que la convierte en impulso de transformación de las personas en el contexto eclesial. Y por ahí va a tomar una nueva dirección la reflexión teológica 9 . ¿De dónde surge este nuevo enfoque y por qué es nuevo? Viene de una percepción más amplia y completa del mundo en que vivimos en términos de correlación causal. Se objetiva, por un lado, la paradoja de un mundo que toca el culmen histórico de un conocimiento científico, en el plano humanístico y tecnológico, pero que está muy marcado por la deshumanización del hombre. Y ésta se traduce en hambre, ignorancia, desempleo y enfermedad, afrenta a la libertad, violencia institucional, pobreza en macroescala vivida por individuos o por sociedades enteras. ¿Qué es nuevo en este fenómeno? Podemos agrupar la respuesta en tres grandes perspectivas que son interdependientes. 1. La intuición de que el mundo, a despecho de las convicciones y posibilidades actuales de los hombres, se ha organizado de modo que produce y reproduce esta pobreza. En base a las premisas sobre las que operan muchos estados, no se ve esperanza de salida, sino certeza y constatación del agravamiento del problema. 2. Se capta que esta pobreza no es episódica ni coyuntural. Se aprecia como sistemática y estructural. Resultado de un largo proceso evolutivo, se abate hoy, por la voluntad de unos pocos, sobre una gran parte de la humanidad de un modo inexorable e incontrolable. Uno después de otro, se van frustrando los llamados
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los hombres y del mundo. No conocidos en general en la teología de otros tiempos y lugares, se presentaban dos problemas centrales, cuya solución formará parte del proceso de elaboración teológica, reflejándose en la acción evangelizadora y pastoral. 1. ¿Cómo leer y analizar más a fondo esta realidad percibida así empíricamente de un modo contundente? Las teologías precedentes también reflejan, por cierto, el cuadro socio-cultural en el que fueron producidas, y se diversifican también a partir de él. Pero el análisis de la realidad no es en esas teologías ni la preocupación mayor ni, menos todavía, el punto de partida de su reflexión y de su referencia a las fuentes. En base al instrumental hoy disponible, las ciencias sociales, como ayer la filosofía, han llegado a ser utilizadas para enfocar, analizar e interpretar la realidad, convertida ella misma en lugar teológico de primera importancia 10. 2. ¿Cómo leer la historia de la salvación, la acción de Dios, su designio redentor de toda la humanidad en y por Jesucristo, la igualdad y dignidad fundamental de las personas, la paternidad universal de Dios, cómo leer todo esto frente a nuestra realidad dramática y frente a la creciente conciencia que de la misma realidad se va teniendo en nuestros países? ¿Cómo anunciar a los pobres, en su situación de aplastamiento, lo que es en ellos elementalmente humano, un Dios que es Padre y que es justo? ¿Cómo pretender alcanzar en ellos un crecimiento de la fe y la esperanza ante la inviabilidad liminar de su propia existencia y condición humana? 11 . La respuesta a este segundo problema —ligado no tanto al análisis e interpretación de la realidad, cuanto a la evangelización consecuente de los hombres dentro de esta realidad— se dio a 10. El análisis de la realidad es un punto fundamental no sólo para la reflexión teológica, sino también para la vida cotidiana de las comunidades eclesiales de base. Es importante ir más allá de la percepción ingenua de lo fenomenológico. Se requiere una lectura crítica que revele las causas profundas de las situaciones en que están envueltos tantos pueblos. Las comunidades eclesiales de base como, en definitiva, muchas instancias de la Iglesia en América latina, se apropiaron del método «ver-juzgar-actuar» trasmitido por la Acción Católica hace varios años. Este método, sin embargo, fue enriquecido por las comunidades eclesiales de base, sea por una mayor sensibilidad hacia la dimensión histórico-diacrónica de los procesos reales, sea por la elaboración más técnica del instrumental crítico. Ver J. B. Libánio, Formacáo da consciencia critica, Petrópolis-Río de Janeiro, 3 vol., 1979-1980; Discernimento e política, Petrópolis-Río de Janeiro, 1977; G. Cook (o.c. anteriormente en la nota 4) hace amplio uso de Libanio (cap. 6: «Fundamental Orientations of Grassroots Communities in Brazil: A New Way of Seeing Reality», pp. 89-94). En ese contexto, surge también la cuestión, ampliamente debatida, del uso del análisis marxista. Ver al respecto: C. Boff, Teología e prática: Teología do político e suas mediacóes, Petrópolis, 1978; F. Taborda, «Puebla e as ideologías»: Sintese 6/VI (1979), pp. 325; «Fé Crista e praxis histórica»: REB 41/162 (1981), pp. 250-278; M. Azevedo, (o.c. anteriormente en la nota 1, edición española), p. 176, nota 48.
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través de otro elemento fundamental, incorporado también al proceso de reflexión teológica. ¿Será posible abordar la Biblia partiendo primordialmente no del misterio de Dios en sí mismo, ya sistematizado y elaborado por los hombres (lectura descendente), sino de la aprehensión directa de la constante acción de Dios entre los hombres? ¿Cómo descubrir en la Biblia la postura de Dios frente a la pobreza de los hombres, frente a la violencia de unos contra otros, frente a la opresión inscrita en el tejido mismo de las organizaciones sociales humanas? ¿Cómo a partir de ahí, llegar a intuir en el misterio de Dios, radicalmente acogido, otros rasgos menos percibidos y teológicamente menos escrutados anteriormente? ¿Cómo, a partir de ahí, escudriñar el misterio del hombre, el sentido de su vida en la respuesta a Dios y en la construcción libre de su propio mundo? Este nuevo enfoque es parte de lo que se vino a llamar cambio de lugar social. «Lugar social» es el punto a partir del cual se percibe, se comprende, y se interpreta una realidad o se actúa sobre ella. Todos nosotros estamos situados, tenemos nuestro lugar social. La novedad aquí, en términos de reflexión teológica, se da en el paso hacia una visión significativa de los pobres. Por su misma existencia, ellos dan testimonio de la dinámica del pecado individual y del pecado social y de la íntima correlación entre ambos. Tomados como punto de partida y como referencia de fondo en la lectura y comprensión tanto del hombre y de la historia como de Dios y de su acción sobre el mundo, los pobres abren una nueva perspectiva a la Iglesia que evangeliza. Sólo este cambio de lugar social, en la percepción teológica del misterio de la salvación y en la concepción de la evangelización que de ella se deriva, hace hoy posible el encaminar a los hombres y al mundo hacia su necesaria conversión y transformación. Consecuentemente, allí se capta lo que perciben y sufren quienes no se benefician de la actual organización de este mundo y quienes no tienen sobre la misma ningún poder de decisión. Ahí se descubre también el lastre de pecado subyacente a esta realidad. Y ahí también se descubre el sentido radical de la historia de los hombres que es el llegar a ser, por la fuerza del misterio total de Jesucristo, construcción incoada, en la verdad y el amor que realizan la justicia del reino definitivo que no puede ser alcanzado aquí. La transformación del mundo es, como la conversión de la persona, postulado radical para la coherencia plena con el contenido y la teleología de la fe cristiana 12.
11. Ver G. Gutiétrez, Teología de la liberación, Salamanca, 1972; Teología desde el reverso de la historia, Lima, 1977; La fuerza histórica de los pobres, Salamanca, 1982.
12. Ver M. Azevedo {o.c. anteriormente en la nota 1, edición española) p. 198, nota 11 y p. 226, nota 46.
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VI. DIMENSIÓN POLÍTICA DE LAS COMUNIDADES
La percepción integral del hombre en el plano individual y social, así como la comprensión del enraizamiento histórico y encarnacional del misterio de Jesucristo y, por tanto, de la fe cristiana, llevan a las comunidades eclesiales de base y a las teologías de la liberación a ser conscientes de la importancia de la dimensión política, tanto para la persona humana como para la perspectiva apostólica de la misión en la edificación del reino. Por una parte, la naturaleza relacional de la persona humana y la organización de las relaciones humanas en el plano social, orientadas hacia la justicia y hacia el bien común, configuran las raíces y orientan las expresiones políticas del individuo y de la sociedad. En ese sentido, nuestras acciones u omisiones, nuestra palabra o nuestro silencio, tendrán siempre un alcance político, sobre todo en una sociedad de conflictos y contradicciones, de injusticia y opresión. En la perspectiva de la fe cristiana, que establece una relación tan estrecha entre el proyecto histórico y el destino escatológico de la vida humana, lo político no puede menos de formar parte necesariamente del empeño humano por configurar, según la inspiración y los valores evangélicos, la propia realidad social. Las comunidades eclesiales de base han crecido en la conciencia del alcance político de su fe y del significado político de su presencia y acción en el mundo. Por otra parte, en una sociedad conflictiva y pluralista es inevitable que el juego de fuerzas e intereses, de ideologías y objetivos, se haga presente en el ejercicio humano de su dimensión política. Esa interacción contrastante de personas y grupos, de metas y mediaciones, relacionadas con la visión y construcción de una sociedad, implanta la práctica política. Esta adquiere un carácter profesional a través de instrumentos concretos de asociación (partidos) y de representación (cámaras y gobiernos), de acción y participación política y de representación sindical o profesional. De uno u otro modo, el ciudadano siempre estará implicado de alguna forma en la práctica política, aunque sólo sea a través del ejercicio del derecho al voto o a través del impacto de las consecuencias políticas de la actuación de quienes ejercen la política directamente.
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base en Brasil 13 . La Iglesia jerárquica de este país, a través de documentos a nivel nacional o de cartillas y orientaciones a nivel diocesano, se ha esforzado explícitamente por despertar y educar críticamente la conciencia política de un pueblo que fue, por décadas y siglos, manipulado, sometido, reprimido o ignorado en el proceso político. En la medida en que los miembros de las comunidades eclesiales de base, por la propia dinámica interna de su participación, se concientizan sobre su aporte político en la transformación de la realidad y ven surgir liderazgos activos, el proceso exigirá mayor discernimiento y claridad. Hay una tensión patente o latente, según las ocasiones, entre la naturaleza eclesial de las comunidades eclesiales de base (evitando en cuanto tales involucrarse directamente en la política partidista) y una conciencia creciente de la urgencia e importancia de la presencia y participación política de sus miembros, en cuanto cristianos laicos, en las luchas políticas, sindicales y gremiales, en favor de la transformación estructural de la sociedad. Tampoco siempre es fácil trazar, en la práctica, la línea, conceptualmente más nítida, que distingue a las comunidades eclesiales de base de los movimientos populares de distinta naturaleza. Sin poder profundizar aquí el problema, es importante tenerlo presente en el contexto general de las comunidades eclesiales de base, como realidad viva y como tema teológico-eclesiológico 14.
CONCLUSIÓN
Las comunidades eclesiales de base hoy, en el Brasil y en otros países de América latina, ofrecen, a un tiempo, el marco propicio y la vitalidad necesaria para este enfoque eclesiológico que caracteriza la evangelización propugnada por las Asambleas Episcopales Latinoamericanas de Medellín y Puebla, y fundamentalmente en el concilio Vaticano II, así como en varios documentos pontificios de
Las comunidades eclesiales de base en algunos países no han expresado su participación en ese segundo nivel de la participación política. En otras regiones han estado activas también en ese campo. En un tercer grupo de países, finalmente, el problema de la expresión y participación política de los miembros de las comunidades eclesiales de base como tales ha sido un tema intensamente vivido y discutido. Este es el caso de las comunidades eclesiales de
13. Ver el debate, todavía en curso, publicado por la revista Tempo e Presenfa (editada por el Centro Ecuménico de Documentacáo e Informacáo-CEDI-Río de Janeiro) nn. 212 y 213, bajo el título: Participacao dos cristáos na política partidaria, Clodovis Boff, Frei Betto, Pedro Assis Ribeiro de Oliveira, Luis Eduardo W. Wanderley, Luiz Alberto Gomes de Souza y Herbert de Sousa exponen ahí posiciones contrastantes o/y complementarias, que revelan más una búsqueda que una posición ya definida. 14. Ver también el Documento final del Encuentro Intereclesial de comunidades eclesiales de base en Trindade, Estado de Goiás, 25 de julio de 1986, y otros trabajos reunidos en REB 46/183 (1986); M. Azevedo (o.c. anteriormente en la nota 1, edición española), «Las comunidades eclesiales de base y la dimensión sociopolítica de la evangelización», pp. 162-180; J. B. Libánio. «Igreja e poder político»: Vida Pastoral 27/130 (1986), pp. 26-31; L. A. Gomes de Souza, «A Política partidaria ñas comunidades eclesiais de base»: REB 41/164 (1981), pp. 708727; C. Boff y F. Boff, «Comunidades cristas e política partidaria»: REB 38/151 (1978), pp. 387401.
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los últimos años, especialmente en la Exhortación Apostólica de Pablo VI, Evangelii nuntiandi. La Iglesia jerárquica de Brasil y de algunos otros países las ha alabado como decisivas pastoralmente en el proceso de evangelización. En efecto, las comunidades eclesiales de base recapitulan en realidad las intuiciones que la teología ya había tematizado a partir de la misma realidad. El paradigma eclesiológico inherente a las comunidades eclesiales de base concretiza avances cualitativos de gran significación para la evangelización. Explícito algunos más sugerentes 15. — El paso de la hegemonía eclesiástica del clérigo a su inserción específica y cualificada en la comunidad, y la significación y presencia eclesial y activa del laico y de la religiosa en el proceso evangelizador y apostólico de la Iglesia. — El paso del enfoque claramente espiritualizante y devocional a la concepción total de la persona humana en cuanto destinataria de la evangelización: la totalidad material y espiritual, alma y cuerpo, individuo y comunidad, sociedad y cultura. Todas las dimensiones del ser humano y de la humanidad deben ser evangelizadas a fondo, sobre sólidas raíces bíblico-teológicas. — El paso del fiel cristiano, considerado como objeto terminal del esfuerzo evangelizador, al fiel cristiano como sujeto iniciador y continuador de su propia evangelización y de su irradiación hacia el mundo. — El paso de una Iglesia jerárquica e institucional, orientada a 15. Al enfatizar tantos aspectos positivos en las comunidades eclesiales de base, reconozco la realidad actual y el potencial inmenso que significan para el proceso de evangelización en América latina. Esto no quiere decir que las comunidades eclesiales de base no tengan dificultades y no presenten problemas y riesgos. Estos pueden ser sintetizados; todavía hoy, en las palabras con las que Pablo VI trazó, afirmativamente, el perfil de las comunidades eclesiales de base en la Evangelii nuntiandi, 58. Las comunidades eclesiales de base, decía el papa, serán una esperanza para la Iglesia universal, en la medida en que: — procuren alimentarse de la palabra de Dios y no se dejen enredar por la polarización política o por las ideologías que estén de moda, dispuestas a explotar su inmenso potencial humano; — eviten la tentación, siempte amenazante, de la contestación sistemática y del espíritu hipercrítico, bajo el pretexto de autenticidad y de espíritu de colaboración; — permanezcan firmemente unidas a la Iglesia local a través de lo cual se insertan en la Iglesia universal, evitando así el peligro, por demás real, de aislarse en sí mismas y creerse después la única auténtica Iglesia de Cristo, y consiguientemente caer en el peligro de anatematizar a otras comunidades eclesiales; — no se consideren nunca como los únicos destinatarios o los únicos agentes de la evangelización ni como los únicos depositarios del Evangelio sino que sean conscientes de que la Iglesia se encarna de otras formas y no únicamente en ellas; — avancen cada día en la conciencia del deber misionero y en el celo, aplicación e irradiación en este deber; — se muestren en todo universalistas y nunca sectarias. El proceso histórico de evolución eclesial y política en la actual situación de América latina exige de parte de las comunidades eclesiales de base una conciencia crítica y un intenso y constante discernimiento bajo la acción del Espíritu Santo.
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tutelar y mantener, a defender y conservar, al modelo de una Iglesia que, fiel a sí misma, se dispone a acoger y, con frecuencia, a animar y conducir a cambios; una Iglesia abierta a transformarse, al nivel de las personas y de las estructuras, dispuesta a refrendar y legitimar en su seno la vitalidad de las pequeñas comunidades, entreviendo en ellas una promesa y reconociendo su fecundidad eclesial. — El paso de concebir la transformación efectuada siempre de arriba a abajo, o sólo en el plano jurídico y organizacional, a valorar seriamente la creatividad que viene de abajo a arriba. Surgen aquí nuevos comportamientos en las relaciones sociales, al nivel de las comunidades dentro de la Iglesia, fundados sobre la participación y la comunión. Desde ahí se dinamiza no sólo el proceso de evangelización, sino la propia vida interna de la institución eclesial. — El paso del primado de la elaboración teórica, como requisito previo y propedéutico en el proyecto de evangelización, a prestar atención a la realidad y a la experiencia vivida, como punto de partida de la reflexión o como referencial prioritario y permanente de la vivencia ulterior y de la asimilación constante y siempre nueva de los elementos teóricos adquiridos o anteriormente establecidos y ofrecidos por la revelación, por la tradición, por el magisterio y por la teología. Todos estos pasos se han dado, en concreto, por diversos caminos, para confluir en la realidad eclesial y eclesiológica de las comunidades eclesiales de base, una forma fecunda de presencia de la Iglesia en el mundo actual, una extraordinaria mediación para la evangelización de nuestros pueblos, una fuente dinámica de revitalización interna de la propia Iglesia.
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Se ha observado, con razón, que la teología de la liberación ha reflexionado todavía poco sobre los sacramentos. Apenas se puede hablar de una sacramentología de la liberación. Sería falso atribuir este hecho al poco interés por lo sacramental de parte de los teólogos de la liberación, como si la preocupación de éstos se centrase únicamente en lo político, arrinconando lo litúrgico al sector de lo irrelevante. En realidad los autores que han escrito sobre este tema (I. Ellacuría, J. L. Segundo, R. Vidales, J. Sobrino, D. Irarrazaval, F. Taborda...) han destacado la gran importancia de lo sacramental para la perspectiva liberadora: la liturgia es necesaria para que la liberación no se confunda con una liberación meramente política, para que no se olvide que la raíz última de toda opresión es el pecado y para que no se pierda la dimensión gratuita y trascendente de la liberación cristiana. Además, si el pueblo festeja sus luchas liberadoras, ¿no podrá el cristiano celebrarlas sacramentalmente desde su fe en Cristo? Y, al revés, se constata una gran responsabilidad de la Iglesia y de la teología en concreto por haber contribuido a la alienación del pueblo a través de una liturgia muchas veces evasiva y separada de la vida, y por haber presentado una visión tan unilateral de la eficacia ex opere operato que ha desembocado a menudo en una comprensión mecanicista y mágica de los sacramentos. Tampoco la moderna renovación litúrgica ha conseguido historizar la liturgia, ni ha logrado romper el elitismo que aún mantiene a la liturgia distanciada de las grandes mayorías populares. En realidad, la escasa producción litúrgico-sacramental de la teología de la liberación se debe a causas bien explicables. Por una parte, como la misma teología de la liberación ha resaltado, la teología presupone siempre una praxis eclesial e 267
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histórica previa. La teología de la liberación no podrá reflexionar sobre los sacramentos si antes no se configura una nueva praxis sacramental liberadora. Lo mismo sucedió en la historia de la teología: el tratado De sacramentis in genere es del siglo XII, muy posterior a la teología sobre la Trinidad, a la cristología, a la antropología teológica, y, en cambio, anterior a la eclesiología (lo cual tendrá graves consecuencias para la sacramentología medieval). La teología de la liberación ha comenzado reflexionando sobre Dios, cristología, eclesiología, hermenéutica bíblica, espiritualidad, antropología, método teológico... Es ahora cuando puede comenzar a centrar su atención en otros sectores dogmáticos y, en concreto, en los sacramentos. Le mueve a ello no simplemente un afán de coherencia y de sistematización desde el método de la teología de la liberación, sino la convicción de la importancia de lo sacramental en la Iglesia y la necesidad de una nueva reflexión a partir de la nueva realidad emergente en el Tercer Mundo y concretamente en América latina. Los esquemas sacramentales clásicos, y aun los modernos, resultan ya insuficientes para responder a las nuevas exigencias del pueblo de Dios.
Es el grito de un pueblo que sufre y demanda justicia, libertad, respeto a los derechos fundamentales de los hombres y de los pueblos (Puebla 87).
Pero este pueblo es en su gran mayoría cristiano y católico. Esto introduce problemas peculiares en el ámbito sacramental. 2.
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América latina, como todo el Tercer Mundo, es un continente que vive en condiciones de pobreza, que se manifiesta en hambre, desnutrición, alta tasa de mortalidad infantil, viviendas infrahumanas, analfabetismo, desempleo, represión y violencia. Es una situación de muerte —prematura, lenta o violenta— que clama al cielo. A estos problemas de orden económico, social y político, hay que añadir los que provienen del racismo, del machismo y de la agresión cultural, ideológica, religiosa y militar del exterior. El indio, el negro y la mujer están doblemente oprimidos. Es como un inmenso campo de concentración, invisible para quienes visitan sólo los aeropuertos o los barrios residenciales de las grandes capitales de América latina. La pobreza es en América latina una realidad socio-económica colectiva, debida a razones no naturales sino históricas, dialécticamente contrapuesta a la existencia de clases y países ricos, y posee una gran conflictividad y explosividad política. Puebla habla del clamor cada vez más tumultuoso e impresionante que sube al cielo desde los pueblos de América latina:
El mundo de lo sacramental queda impactado por la compleja realidad de América latina. Sin pretender ser exhaustivos, enumeremos algunos hechos y problemas. a) Existe una gran mayoría del pueblo de América latina que vive su fe a través de ritos y ceremonias que orientan los momentos más decisivos de su vida, los nuevos umbrales: nacimiento, adolescencia, matrimonio, muerte. Se puede hablar de «los sacramentos de las cuatro estaciones de la vida», aunque en algunos casos se trata más de sacramentales que de sacramentos en sentido estricto. También las fiestas del año se celebran dentro de la perspectiva de la religión popular. Notemos que estos sectores populares, sobre todo en el campo, son de ordinario los menos atendidos pastoralmente por la escasez de clero, grandes distancias, falta de planificación, etc. b) Hay toda una amplia gama de sectores medios y altos, sobre todo urbanos, que se caracterizan por una práctica sacramental habitual, que muchas veces sacraliza el statu quo ambiental y no cuestiona la situación de injusticia, de la que estos sectores son, en gran parte, responsables y beneficiarios. c) Hay cristianos comprometidos en el cambio social y que viven su fe y los sacramentos en el seno de las comunidades eclesiales de base y que requieren una nueva formulación de lo sacramental en clave liberadora, pues los antiguos esquemas sacramentales han quedado desbordados por la nueva praxis. d) Hay otros sectores que han abandonado la praxis sacramental por considerarla incompatible con la modernidad secular (sectores ilustrados), o simplemente alienante (algunos sectores comprometidos en la praxis política de liberación). Esta amplia gama de prácticas y de posturas sacramentales exige una reflexión. ¿Es realmente alienante la práctica sacramental de las mayorías populares? ¿Se puede aceptar como correcta la práctica de los sectores altos? ¿Qué decir frente a las críticas que provienen de la razón ilustrada o de la praxis social? ¿Cómo recoger la nueva praxis sacramental de las comunidades de base en una teología sacramental liberadora? ¿Aportan algo a la teología sacramental las liturgias de los encuentros de comunidades de base en Brasil, o las celebraciones de las comunidades cristianas
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I.
1.
UNA NUEVA REALIDAD
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Durante el primer milenio, la Iglesia celebró los sacramentos de la fe sin elaborar ningún tratado sistemático sobre los sacramentos, aunque no dejó de reflexionar sobre la iniciación cristiana, la eucaristía o la penitencia. La Iglesia del primer milenio participa simbólicamente del misterio cristiano en su liturgia, sin preocuparse demasiado por definir ni sistematizar los diferentes tipos de sacramentos, ni la estructura de cada uno de ellos. Desde el siglo XII se comienza a elaborar el tratado De sacramentis in genere, que, enriquecido por los grandes escolásticos, asumido en sus líneas fundamentales por Trento y desarrollado por los teólogos postridentinos y neoescolásticos, se mantendrá en vigor hasta el Vaticano II. Esquematizando las grandes líneas de la sacramentología tradicional, podemos decir que durante estos siglos prevalece más que
la dimensión simbólica de los sacramentos, típica de la época patrística, su dimensión instrumental: los sacramentos son instrumentos eficaces de gracia. Aunque no desaparece totalmente el aspecto significativo de los sacramentos («signos eficaces de gracia»), el acento recae en su eficacia, en su causalidad ex opere operato, que no depende de la santidad del ministro, sino de los méritos de la pasión de Cristo. Para la validez del sacramento se requiere y basta que el ministro tenga «la intención de hacer lo que hace la Iglesia». Esta eficacia objetiva de los sacramentos se recalcará en la polémica antiprotestante, para destacar que los sacramentos no son simples ayudas pedagógicas a la fe del sujeto. Aunque siempre se afirma la importancia de las condiciones del sujeto que «recibe» el sacramento {opus operantis), éstas parecen reducirse muchas veces a «no poner óbice» a la gracia ofrecida en el sacramento. La doctrina del número septenario de los sacramentos, que en su origen tiene un marcado sentido simbólico, cada vez se interpreta de forma más exclusivamente aritmética y menos simbólica. La introducción del aristotelismo en la teología medieval y concretamente del hilemorfismo, ofrece instrumentos intelectuales muy precisos para estudiar los sacramentos (materia y forma, substancia y accidentes, causalidad), pero irá cosificando la sacramentalidad al nivel de realidades objetivas e impersonales. Siempre los sacramentos mantendrán su referencia a Jesús, autor de los sacramentos, por su potestad de «excelencia», y nunca dejarán de ser considerados «memorial de la pasión». Algunos autores, como Tomás de Aquino, elaborarán una antropología sacramental, siguiendo la evolución de los grandes momentos de la vida personal y social. El mismo Tomás relacionará los sacramentos con el culto litúrgico de la Iglesia. Pero en realidad la sacramentología tradicional no desarrolló las dimensiones personales, ni mucho menos las eclesiales, de los sacramentos. Los sacramentos son vistos como instrumentos de la humanidad de Jesús, que distribuyen a cada uno la gracia que Cristo nos consiguió con su pasión. De ahí a considerar los sacramentos como «canales de gracia», estamos a un paso. Lentamente se va perdiendo la riqueza de la primera escolástica, y los sacramentos se convierten cada vez más en objetos sagrados, que, regulados por leyes rituales, producen la gracia santificante. La fe del sujeto, la dimensión litúrgica y eclesial, la misma conexión con el misterio pascual, se van lentamente oscureciendo. Esta sacramentología, típica del momento de Iglesia de cristiandad medieval, incapaz de reformularse a partir de las críticas de la Reforma y, más tarde, de la Modernidad, caerá en el triunfalismo, juridicismo y clericalismo típicos de la Iglesia anterior al Vaticano II. Durante todos estos siglos los sacramentos han
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andinas o las eucaristías de monseñor Romero, incluida su última eucaristía martirial? Si hay conexión entre lex orandi y lex credendi (Próspero de Aquitania) y si a los pobres han sido revelados los misterios del reino de Dios (Le 10, 21-22; Mt 11, 25-26), esta nueva praxis sacramental emergente algo deberá decir a la sacramentología de la teología de la liberación. Para ello es necesario que en la lex orandi de la Iglesia se escuche el clamor del pueblo. Si se puede hablar de una Iglesia de los pobres, también se podrá hablar de unos sacramentos de los pobres y para los pobres. II. HORIZONTE DE COMPRENSIÓN DE LOS SACRAMENTOS
La teología de la liberación no profesa una sacramentología «paralela» a la del Magisterio de la Iglesia. Acepta la doctrina y la praxis sacramental común de la Iglesia, pero como toda teología intenta sistematizarlas desde un principio último, que jerarquice y organice todos los datos de forma coherente y, en el caso de la teología de la liberación, que pueda responder al clamor del pueblo pobre y creyente. Lo que caracteriza a una nueva teología no son los nuevos temas tratados, sino el cambio de horizonte teológico: todo se ve nuevo porque cambia el paradigma mental o la matriz cognoscitiva. Lo mismo sucede con la teología de la liberación, que no es una teología «de genitivo» —que trate de la revolución o de la violencia—, sino una reflexión sobre la totalidad del misterio cristiano desde el ángulo de la liberación de los pobres. 1.
El horizonte de la sacramentología
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sido no sólo instrumentos de gracia, sino también de agregación y configuración a la «sociedad cristiana» y han servido para sacralizar situaciones injustas. El horizonte cultural de la sacramentología clásica es el de lo objetivo, lo natural, lo estático; los sacramentos pertenecen al mundo de las cosas, aunque sean «cosas sagradas», en el que se integran los fieles al recibir los sacramentos «administrados» por los sacerdotes. El horizonte teológico subyacente es el de un positivismo juridicista, en el marco de una cristología de cuño anselmiano, sin eclesiología ni pneumatología. Se entendería mal todo lo dicho si se interpretase como una infidelidad de la Iglesia a sus orígenes. La Iglesia, guiada por el Espíritu, continuó viviendo y celebrando los sacramentos de la fe y defendiendo su valor. Pero la sistematización refleja de los sacramentos, aunque llena de intuiciones y matices, irá perdiendo, al correr de los siglos, gran parte de la riqueza teológica de la época patrística y de la primera escolástica. Por esto el Vaticano II renovará la sacramentología invocando una «vuelta a los orígenes».
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La teología sacramental que surge en torno al Vaticano II realiza no sólo un cambio de contenido sino un cambio de paradigma cultural y teológico. Su horizonte es el de la «Modernidad»: predominio de lo antropológico sobre lo cósmico, del sujeto sobre el objeto, de lo evolutivo sobre lo estático, de la razón, la conciencia y la libertad sobre lo individual, del «yo» al «nosotros». A nivel estrictamente teológico, podemos afirmar que los sacramentos se sitúan dentro del ámbito eclesial y concretamente dentro de una Iglesia que es toda ella proto-sacramento, sacramento universal de salvación. Los siete sacramentos son los momentos esenciales del proto-sacramento eclesial, las manifestaciones más claras de la gracia victoriosa y escatológica de Jesús en la Iglesia (K. Rahner, O. Semmelroth), desmenbraciones del sacramento primordial (R. Schulte). En cada sacramento se da un encuentro personal con el Kyrios resucitado (E. Schillebeeckx). El diálogo ecuménico con la Reforma ha ayudado a redescubrir las dimensiones de la palabra (K. Rahner, W. Kasper) y de la fe (J. M. Castillo, L. Villette), mientras que el acercamiento a la Iglesia de Oriente ha hecho revalorizar las dimensiones simbólicas, ¡cónicas y pneumáticas (L. M. Chauvet, C. Floristán, L. Maldonado, R. Hotz, D. Borobio, J. Mateos). Esta visión sacramenta] ha recuperado gran parte de la primitiva tradición patrística y medieval que se había ido perdiendo en el
segundo milenio, y ha permitido situar al mundo sacramental frente a los desafíos de la Modernidad. El sujeto queda revalorizado y su fe aparece como un momento constitutivo esencial del sacramento, que es «sacramento de la fe». La liturgia recobra su carácter comunitario y celebrativo, donde la palabra ocupa un lugar decisivo. Se revaloriza la epíclesis o invocación al Espíritu como elemento constitutivo de lo sacramental, superando así la penosa impresión de automatismo cósmico de la etapa anterior. La eucaristía ha vuelto a ocupar el lugar central de la Iglesia y a ella se orientan los demás sacramentos. De nuevo «la Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace la Iglesia». Las constituciones Lumen gentium y Sacrosanctum concilium, a nivel teórico, y la reforma de los rituales sacramentales, a nivel práctico, han ido introduciendo estas ricas perspectivas eclesiales en los sacramentos. Los sacramentos vuelven a ser los momentos simbólicos y celebrativos esenciales de la Iglesia proto-sacramento. Sin embargo, este horizonte sacramental, con toda su innegable riqueza, no deja de suscitar interrogantes en el Tercer Mundo y concretamente en América latina. La asunción —tardía— por parte de la Iglesia del horizonte de la Modernidad (la primera Ilustración), no puede opacar los elementos ambiguos que la Modernidad encierra en su misma raíz: conexión con los sectores dominantes (burgueses, precapitalistas, capitalistas, neocapitalistas) del mundo moderno, responsables en gran parte de la situación de dependencia del Tercer Mundo; su racionalismo ilustrado, que no sólo avanza hacia un elitismo cada vez menos popular, sino que degenera en un individualismo privatista, en la tecnocracia de la «razón instrumental» y en la idolatría de los «alimentos terrestres»; en fin, un individualismo craso que acaba en un consumismo materialista y en la misma destrucción ecológica del planeta. Traducido al nivel sacramental, el horizonte eclesiológico moderno tiene el riesgo de degenerar en una liturgia elitista y ahistórica, en unos sacramentos bien preparados y bien celebrados por el sector minoritario de la sociedad, en un encuentro con el Resucitado que deje al margen el seguimiento del Jesús histórico, en un optimismo progresista un tanto ingenuo que olvida el pecado, el sufrimiento y la muerte del mundo, en un simbolismo esteticista que no integre al pobre como imagen privilegiada de Jesús (Mt 25), en unas celebraciones que lleguen a encubrir con el rito litúrgico las crueles desigualdades existentes, en una preocupación excesiva por el respeto de la libertad de unos pocos, mientras no tiene en cuenta la falta de libertad de las grandes mayorías, en un comunitarismo más de salón que de solidaridad real con el pueblo, en un desprecio o por lo menos desconocimiento de la religiosidad popular y de sus sacramentales. Esta situación ha
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2.
El horizonte sacramental de la teología del Vaticano 11
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conducido a los mismos teólogos del Primer Mundo a buscar nuevos caminos liberadores para los sacramentos (J. M. Castillo, C. Floristán, G. Fourez...). Cuando la teología de la liberación busca un nuevo horizonte sacramental no lo hace por afán de protagonismo intelectual, sino por un deseo sincero de responder a unas aporías no resueltas y que, gracias al mismo Vaticano II, hoy pueden replantearse. En este sentido se puede afirmar que el nuevo horizonte sacramental de la teología de la liberación —como la misma teología de la liberación— es fruto del Vaticano II, aunque vaya más allá del concilio. Al fin y al cabo ¿no fue el mismo Juan XXIII el primero en hablar de la Iglesia de los pobres como de la imagen de la Iglesia conciliar? 3.
El nuevo horizonte sacramental de la teología de la liberación: el reino de Dios
La teología de la liberación ha hecho del reino de Dios el objeto central de su reflexión, el principio último en torno al cual se articulan los contenidos de la fe cristiana y el paradigma que sirve para mejor responder a la realidad de América latina, al clamor del pueblo, pobre y cristiano en su mayoría 1. El concepto clave de reino de Dios le permite unir la trascendencia con la historia, superando todo dualismo; hace posible historizar la salvación histórica y, en concreto, como liberación de los pobres; sirve para denunciar proféticamente el antirreino presente en nuestra historia; gracias a este principio último puede responder a las esperanzas de las mayorías pobres y así encaminar la praxis transformadora de la historia según los planes de Dios: su Reino. Este principio estructurador de la teología de la liberación corresponde a un nuevo horizonte teológico, a un cambio de rasante, a un nuevo paradigma, a una nueva matriz. Por esto la teología de la liberación no es una teología «regional», sino una nueva forma de hacer teología, aunque siempre con toda la provisionalidad de lo histórico. Hay una «ruptura epistemológica» respecto a otras formas de hacer teología, y no es una simple forma «postmoderna». Se ha cambiado de sujeto social, se hace desde abajo, desde los pobres. Esta es una de las causas de la conflictividad que suscita en la Iglesia y en la sociedad, pero también de la esperanza que despierta en los sectores populares. Esto no significa que haga tabula rasa de anteriores teologías,
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ni que deje de integrar los elementos básicos no sólo de la fe, sino de la tradición teológica anterior. Pero lo hace desde un nuevo horizonte global, desde una nueva óptica formal: todo parece nuevo... A nivel filosófico-cultural este paradigma nuevo se mueve en el ámbito de la dialéctica entre lo objetivo y lo subjetivo, en la mutua imbricación entre el hombre y su mundo. Acentúa lo social, estructural, histórico y liberador. Su diálogo no es sólo con la primera Ilustración, sino con la llamada segunda Ilustración; no sólo con la razón, sino también con la praxis transformadora de la sociedad. Ahora bien, este nuevo horizonte que se concreta en el reino de Dios ya ha servido para estructurar los diferentes tratados teológicos: — Dios es el Dios del reino, el Abbá de Jesús; — Cristo es el mediador escatológico del reino, pero el reino es una tarea todavía inacabada en la historia y requiere de sucesivas mediaciones históricas; — la Iglesia es sacramento del reino y debe convertirse continuamente al reino, si quiere ser Iglesia de los pobres y sacramento histórico de liberación; — la espiritualidad es la liberación con Espíritu, el seguimiento de Jesús en la construcción histórica del reino. Afirmar que el reino de Dios es el horizonte de la sacramentologia en la teología de la liberación es avanzar consecuentemente en esta sistematización teológica, cuyo correlato práctico es hacer que los sacramentos sean liberadores, sobre todo para los pobres. Como veremos, el horizonte del reino de Dios, lejos de negar los aspectos válidos de la sacramentología tradicional y moderna, los subsume en una nueva síntesis: el reino de Dios engloba tanto las afirmaciones cristológicas como las eclesiológicas, pero insistiendo en unos presupuestos, de hecho, nuevos: desde el clamor de los pobres. Pero hay algo más: será la nueva reflexión teológica sobre el misterio-sacramento la que nos llevará intrínsecamente al horizonte sacramental del reino de Dios. 4.
El reino de Dios como misterio-sacramento
primordial
1. J. Sobrino, «La centralidad del "reino de Dios" en la teología de la liberación»; Revista Latinoamericana de Teología 3 (1986), pp. 247-281, y en este volumen, pp. 467-510.
Todos los autores están de acuerdo en que la fundamentación no sólo etimológica sino teológica de los sacramentos debe orientarse hacia el misterio, el mysterion bíblico, que Tertuliano traducirá por sacramentum, para aplicarlo al culto cristiano. En sus orígenes bíblicos el «misterio» no tiene exclusivamente la dimensión cognoscitiva de secreto, ni mucho menos la cúltica de nuestros sacramentos. Lo esencial del misterio es el plan misericor-
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dioso de Dios, su voluntad de salvación, que se realiza en este mundo. Así Daniel, al revelar a Nabucodonosor el misterio del sueño de aquella majestuosa estatua de pies de barro, le habla de «un reino que nunca será destruido, ni su dominio pasará a otro, sino que destruirá y acabará con los demás reinos, pero él durará por siempre» (Dan 2, 44-45, cf. Dan 2, 18. 27-30. 45-47). Este misterio que Pablo y los escritos paulinos fundamentarán en Cristo y verán concretado en la apertura a los gentiles (Rom 16, 25-27; 1 Cor 2, 6-10; 2 Tes 2, 7; Col 1, 27; Ef 1, 22; 2, 11-22; 3, 1021; 1 Tim 3, 9. 16), tendrá su plenitud escatológica al final de los tiempos (Ap 1, 20; 10, 7; 17, 5). Este misterio es concretamente el reino de Dios, como aparece en los únicos pasajes de los sinópticos que hacen referencia al misterio: Me 4, 11; Mt 13, 11; Le 8, 10. Es necesario, pues, unir la noción de misterio con la del reino de Dios: el misterio primordial es este plan salvífico de Dios, revelado en etapas sucesivas, centrado en Cristo y consumado en la nueva tierra y nuevos cielos. Este reino-reinado de Dios, anunciado por los profetas, del que Israel es instrumento, que se nos acerca en Cristo (Me 1, 15), pero cuya realización debe irse extendiendo y concretando en el tiempo de la Iglesia, hasta que Dios sea todo en todo (1 Cor 15, 28), es el misterio primordial de la fe, el sacramento originario. Formulado de otro modo: el situar la sacramentalidad en el horizonte del reino de Dios, como intenta hacer la teología de la liberación, no sólo no es desviarse de la tradición eclesial, sino que es volver a los orígenes bíblicos y más primitivos del misteriosacramento. Reasume el horizonte personalista, cristológico y eclesiológico en el horizonte más abarcante del reino de Dios, del que Cristo constituye el mediador escatológico único y la Iglesia su fermento visible en la historia. Esto significa que los siete sacramentos deberán interpretarse a la luz del reino de Dios y por consiguiente que su sentido, su eficacia, su validez, su misma eclesialidad, deberán siempre hacer referencia al reino de Dios. Si desde el primer milenio la sacramentalidad quedaba referida únicamente a los ritos sacramentales en los que parecía agotarse, y desde el Vaticano II dice referencia a la Iglesia, la perspectiva de la teología de la liberación remite la sacramentalidad al reino, lo cual entronca con la tradición más primitiva de la Iglesia patrística. Saquemos ya alguna consecuencia de esta primera afirmación. El reino desborda la Iglesia, no es meramente intraeclesial, se realiza en la historia, en el mundo, en la secularidad, en lo sociopolítico, económico y cultural, en las estructuras y condiciones de vida de los pueblos. A este reino deberán orientarse los sacramentos. El clamor de los pobres puede introducirse en la sacramentali-
dad eclesial precisamente gracias a este horizonte del reino. El grito de los oprimidos puede resonar en la liturgia legítimamente, sin constituir un insulto ni a la estética ni a la pastoral sacramental, porque la misión de los sacramentos es dignificar y celebrar proféticamente este reino, que, como veremos, tiene que ver con la liberación de los pobres. Pedir a los soldados en una eucaristía que cese la represión, como ordenó «en nombre de Dios» monseñor Romero la víspera de su asesinato (22 de marzo de 1980), no es una injerencia extraña de la política en la liturgia, sino una clara orientación profética de la sacramentalidad hacia el reino de Dios. Lo mismo hacían los Padres de la Iglesia del siglo IV.
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III.
ALGUNAS CARACTERÍSTICAS DEL REINO DE DIOS
El revelador del reino de Dios es Jesús (Heb 1, 1; Jn 1, 18). Hemos de acudir a su vida, predicación, praxis, misterio pascual, para descubrir qué es el reino de Dios. De la multiplicidad de aspectos del reino de Dios vamos solamente a destacar aquellos que nos resultan más relevantes para el horizonte sacramental. 1.
Carácter teologal del reino de Dios
Cuando se habla de misterio, su misma palabra parece aludir a su dimensión teologal y gratuita, algo inabarcable, que necesita de la revelación positiva de Dios y que, aun después de la revelación, trasciende los límites de la razón y de las fuerzas de la naturaleza humana. En cambio, al hablar del reino de Dios tal vez se podría dar la impresión de que al connotar dimensiones históricas, sociales y políticas, deja de ser teologal, en sentido estricto. Sin embargo, precisamente lo que la Biblia afirma es que este plan salvífico de Dios, que se llama reino de Dios, es insondable y trascendente, por nacer del mismo misterio trinitario de Dios. Es un plan que incluye la creación, la preparación del Antiguo Testamento, las misiones del Hijo y del Espíritu, la Iglesia como momento comunitario, visible e histórico de esta historia trinitaria de Dios con el mundo y, en fin, la consumación escatológica final. El reino de Dios es la gratuita comunicación de Dios ad extra, la «economía» en lenguaje patrístico, la Trinidad económica en lenguaje moderno, que nos revela el misterio más profundo de Dios, la Trinidad ad intra, la «teología» de los Padres, la Trinidad inmanente. Este reino de Dios es el que arrancaba de Pablo exclamaciones de asombro y de adoración reverente (Rom 11, 3336). El que este misterioso reino de Dios se realice en los diversos
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momentos de la historia, según los designios del Padre (Hech 1, 8), y el que para ello cuente necesariamente con la libre colaboración humana (por ejemplo, con el fiat de María, Le 1, 38), no rebaja su carácter teologal, sino que lo manifiesta: es el reino de un Dios que crea la historia, entra en ella y se somete a la libertad humana. No se puede identificar lo teologal con lo desencarnado y suprahistórico. El reino de Dios es la misma vida trinitaria de Dios que se comunica al mundo, de la cual la vida humana es ya la primera mediación simbólica.
afirmar que es la vida, en todas sus manifestaciones: desde recuperar la salud al perdón de los pecados, desde la liberación de los demonios hasta el banquete compartido, desde la salvación de un peligro hasta el gozo de un buen vino abundante. La vida es el símbolo y la primera mediación de Dios. Decir que Jesús viene para que tengamos vida en abundancia (Jn 10, 10) equivale a decir que ha venido a instaurar el reino de Dios. 3.
2.
Dimensión simbólica del reino de Dios
Precisamente porque el reino de Dios es misterio, sólo se puede revelar a través de gestos y acciones simbólicas, pues el símbolo es la única forma de inserción del misterio en la historia. El mismo nombre de «reino» es ya un símbolo de la soberanía y voluntad salvífica de Dios. En el Antiguo Testamento la gran gesta simbólica del reino de Dios es el Éxodo, con todos los hechos concomitantes y siguientes. Los gestos simbólicos de los profetas (Is 20, 3; Jer 9, 10-11; Ez 5, 114) y el mismo retorno del exilio no son más que actualizaciones del Éxodo (Is 40, 1-11; 41, 17-20). Y el Éxodo, a su vez, no es más que anticipación simbólica de la plenitud escatológica del reino de Dios (Ez 40-47). El mismo pueblo de Israel es una señal simbólica del reino ante las naciones (Is 2, 1-5). Todos estos símbolos tienen una dimensión histórica, son ya primicias de la plenitud definitiva del reino de Dios, tipos del reino, cuya realidad se insinúa ya en el símbolo, pero lo desborda (1 Cor 10, 1-12). En el Nuevo Testamento este carácter simbólico-histórico del reino viene dado por Jesús. El mismo es señal (Le 2, 12.35; 11, 2932) y tanto su predicación en parábolas como sus milagros y gestos simbólicos (llanto sobre Jerusalén, maldición de la higuera, expulsión de los mercaderes del templo, comidas con pecadores, dejarse ungir por la pecadora, lavatorio de los pies, última cena) son símbolos históricos del reino de Dios que en él se hace cercanía (Me 1, 15). Si expulsa demonios es para dar una señal de la presencia del reino de Dios (Le 11, 20). Las mismas narraciones catequéticas de la resurrección tienen un profundo carácter simbólico para anunciar la nueva vida del Resucitado y su victoria sobre la muerte. Desde esta perspectiva se puede entender la afirmación conciliar de que la Iglesia es sacramento (LG 1; 9; 48;...): es un símbolo del reino de Dios en este mundo, una señal histórica y comunitaria de la presencia y cercanía del reino, su semilla (LG 5). ¿Cuál es el símbolo privilegiado del reino de Dios? Podemos 278
Destinatarios privilegiados del reino
Aquí aparece, una vez más, lo teologal del reino de Dios. Dios vino al mundo por el camino de la pobreza (Le 2, 12; LG 8). Sus destinatarios privilegiados no son los poderosos y ricos, sino los pobres y oprimidos, los que tienen la vida en peligro. La gesta del Éxodo es la liberación de un pueblo de esclavos del poder opresor del Faraón. El retorno del exilio es la liberación de unos desterrados del poder de los grandes imperios. Los milagros de Jesús son gestos de sanación, perdón, exorcismo, resurrección, dirigidos a los sectores marginados de la sociedad (Le 7, 20-23). A ellos revela Dios los misterios del reino (Le 10, 21-22; Mt 11, 25, 26) y de ello Jesús exulta. El reino aparece como liberación concreta de los males que oprimen al pueblo, un verdadero exorcismo de la opresión del diablo (Hech 10, 38). Esta predilección por los pobres es expresión de la benevolencia de Dios, de las entrañas de misericordia del Padre (Le 15, 20), de la bondad de Jesús que se conmueve ante el sufrimiento del pueblo (Mt 14, 14; 20, 34; 15, 32; Me 6, 34; Le 7, 13; Me 1, 41; 8, 2...). De ellos es el reino de los cielos (Mt 5, 1-12; Le 6, 20-23). El juicio escatológico y la entrada definitiva en el reino o la exclusión de él está condicionada a la acogida a estos «últimos», con los que se identifica Jesús (Mt 25, 31-45). De esta forma aparece la gratuidad y trascendencia del reino de Dios, que no se fundamenta en la lejanía metafísica del Dios que está en el cielo, sino en su cercanía misericordiosa hacia los pobres y despreciados de la tierra. El reino se concreta prioritariamente como liberación de los pobres (Le 4, 16-21). 4.
Carácter escatológico del reino de Dios
El reino de Dios es lo último, el ésjaton, la realización del proyecto de Dios sobre este mundo, la victoria amorosa de su soberanía, el cumplimiento de la utopía, oculta durante siglos. Esta definitividad última del reino de Dios es correlativa a su carácter teologal: el reino es de Dios, del Abbá y por serlo es obra 279
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gratuita de su misericordia. El es quien invita al banquete del reino, a las bodas eternas del Cordero. El es quien nos comunica su vida por Jesús y en el Espíritu. Y la resurrección de Jesús es el comienzo de esta gran utopía, las primicias de este triunfo definitivo sobre el mal, el pecado y la muerte. Pero esta escatología debe comprenderse correctamente. No es sólo para el final de los tiempos, cuando el juicio de Dios realice la justicia definitiva y tenga lugar la resurrección de los muertos y la vida perdurable. Ni es tampoco únicamente el triunfo de la gracia sobre el pecado personal en la intimidad de la conciencia. Es también el incipiente triunfo del reino de Dios en la historia presente, la conversión de las estructuras injustas en estructuras de comunión y de participación. La definitividad del reino de Dios abarca lo personal, lo socio-histórico y lo meta-histórico. Por todo ello los símbolos del reino son necesariamente proféticos, tanto los del Antiguo como los del Nuevo Testamento. En los momentos importantes y densos de la historia personal o comunitaria, cuando las palabras ya no son suficientes para expresar la plusvalía de sentido, los profetas, movidos por el Espíritu, realizan acciones simbólicas (oí), que explican con palabras adecuadas. En estas acciones se anuncia el reino de Dios como una buena noticia no sólo futura sino presente, se denuncia lo que se opone al reino de Dios (el anti-reino) y se anticipa el futuro del reino precisamente transformando el presente de muerte en vida. Así, perdonar pecados, comer con los pecadores o curar a un enfermo en sábado, anticipa la plenitud de vida del reino de Dios, realizando una transformación histórica: el pecado es perdonado, los marginados son admitidos a la mesa, el enfermo sana. Y estas acciones resultan conflictivas para el sistema socio-religioso dominante en Israel. Ahí radica la eficacia de estos símbolos del reino: la escatología comienza a ser un «ya sí», en medio del «todavía no» (o del «no») de la opacidad histórica del presente. Lo último se convierte en presente y el presente en lo penúltimo. La escatología del reino se vuelve gracia personal, vida socio-histórica y anticipo de la vida eterna. La utopía se vuelve «topía» y la nueva tierra y los nuevos cielos del Apocalipsis (Ap 21, 1) se anticipan en las victorias parciales de la historia (Is 65, 19-22). Continúan la lucha, el mal, el pecado y la muerte, pero surgen signos esperanzadores de la gracia victoriosa del Padre y del Espíritu del Resucitado.
IV.
SACRAMENTOS
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LOS SACRAMENTOS COMO SÍMBOLOS PROFÉTICOS DEL REINO
Apliquemos ya a los sacramentos el nuevo horizonte sacramental del reino de Dios, que hemos ido proponiendo y descubriendo. 280
1.
Los sacramentos del reino en la historia: los pobres
En la historia humana, dentro de la Iglesia y al margen de ella, nos encontramos con situaciones de pecado que producen víctimas. Estas víctimas del anti-reino son los pobres. Ellos son, sub contrario, sacramentos del reino, precisamente en la medida en que en ellos se manifiesta la privación de la vida, el pecado del mundo y la negación del reino. Su clamor es un clamor por el reino, es una interpelación a toda la sociedad. Su grito es, teológicamente, un signo de los tiempos (GS 4; 11; 44), el mayor signo de los tiempos de nuestro mundo de hoy. Paradójicamente, a la luz de una teología de la cruz y del Crucificado, en ellos se hace presente Cristo. Y la respuesta a su clamor se constituye en condición insustituible para entrar en el reino (Mt 25, 31-45). Por todo ello, los pobres pueden ser llamados, analógica pero verdaderamente, sacramentos del reino, ya que ellos son una profecía viva del reino en cuanto denuncia del anti-reino, anticipación del juicio escatológico de Dios y anuncio de la misteriosa presencia del Crucificado en ellos. Así, escribe C Boff-. El sacramento del pobre nos comunica al Dios de su voluntad y no al Dios de su auxilio. Dios en él es interpelación y no consuelo, cuestionamiento y no justificación. Efectivamente, frente al pobre, el hombre se ve invitado al amor, al servicio, a la solidaridad y a la justicia. Es un sacramento amargo de recibir. Sin embargo, sigue siendo el único «sacramento» absolutamente necesario para la salvación. Los sacramentos rituales tienen excepciones, y no pocas. Pero la pobreza no tiene ninguna. Y es también el «sacramento» absoluto universal de salvación. El camino de Dios pasa necesariamente, para todos sin excepción, por el camino del hombre, del hombre necesitado, sea cual fuere su necesidad: de pan o de palabra 2 .
Cuando se afirma que la Iglesia es sacramento de salvación o sacramento del reino, se quiere decir que, entre otras cosas, en ella esta sacramentalidad analógica y anónima del pobre se vuelve visible y explícita por referencia a Jesús, y, viceversa, que la sacramentalidad eclesial no puede entenderse ni en su teoría teológica, ni en su práctica pastoral, al margen de los pobres, que constituyen el «test» escatológico de toda sacramentalidad. Esta deberá siempre ser una respuesta al clamor del pueblo pobre y deberá orientarse a su liberación integral. Los gestos, a veces heroicos, de muchos no cristianos que luchan y mueren por la liberación de sus pueblos, adquieren a la luz de la fe un sentido muy profundo ya que, sin saberlo, están anticipando la realización del reino de Dios. Y el Espíritu está con ellos. 2. J. Pixley-C. Boff, Opción por los pobres, Madrid, 1986, p. 133.
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Pedro Casaldáliga, el obispo poeta y profeta del Brasil, lo ha expresado con su acostumbrada plasticidad: El Espíritu ha decidido administrar el o c t a v o sacramento: ¡la voz del Pueblo! 3 .
2.
Los sacramentos de la Iglesia: símbolos proféticos del reino
Los sacramentos de la Iglesia son aquellos símbolos proféticos del reino que la Iglesia celebra litúrgicamente y que orientan la existencia cristiana no sólo hacia la Iglesia sino hacia el reino de Dios, del que ella misma es sacramento. Explicitemos estas afirmaciones. a)
Los sacramentos son símbolos proféticos del reino
Los sacramentos son aquellos gestos simbólicos de la Iglesia que se orientan a la realización del reino de Dios, en continuidad con las acciones salvíficas de Yahvé en el Antiguo Testamento y de Jesús en el Nuevo. Son momentos especialmente densos y transparentes del reino de Dios en la Iglesia, lugares pascuales de paso de la muerte a la vida, de efusión pentecostal, en los que se manifiesta la presencia del reino de Dios como don y como tarea. Son los tiempos privilegiados (kairós) de la vida del individuo y de la comunidad, en los que el símbolo se abre al sentido más profundo, se transfigura en gracia escatológica del Reino. En cuanto símbolos proféticos: 1) Anuncian la buena noticia del reino de Dios, sobre todo para aquellos que siempre reciben malas noticias. Es un anuncio de vida, perdón, esperanza, comunión, ligado a Jesús y a su palabra, a su vida, muerte y resurrección. En este sentido los sacramentos son memorial de Jesús, signum rememorativum de la tradición tomista (III q. 60 a. 3). 2) Denuncian el pecado del mundo, el anti-reino presente en la historia y en las personas, raíz de muerte. En este sentido difícilmente una celebración sacramental será liberadora si de alguna forma no parte de la situación del pecado personal y social. Al demostrar lo que es el reino {signum demonstrativum), denuncian lo que es contrario al reino. Por esto los sacramentos poseen 3.
P. Casaldáliga, Cantares de la entera libertad, Managua, 1984, p. 73.
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una fuerte carga crítica, pues cuestionan el «sistema» dominante, son «memoria subversiva» de Jesús. El símbolo eucarístico del pan compartido denuncia la acumulación de bienes por unos pocos y el hambre del mundo como contrarios al reino. 3) Transforman y exigen la transformación de la realidad personal e histórica y de este modo son una señal escatológica del reino de Dios que ya se hace presente (signum prognosticurrí). La eficacia de los sacramentos brota de su mismo ser simbolosproféticos: es la eficacia de la profecía in actu, de unos gestos que realizan lo que simbolizan proféticamente. Es la eficacia —temida por algunos, celebrada por otros— de los gestos proféticos de los profetas y de Jesús. En ellos el reino se hace presente ya. Su eficacia no es sólo eclesial (vinculan a la Iglesia) sino basileica (en orden al reino o basileia). Son don y tarea, opus operatum y opus operantis, exigen conversión personal y social, tienden a la transformación de la sociedad en dirección al reino de Dios. Por esto los sacramentos se deben ir haciendo eficaces en la historia, impulsan al seguimiento de Jesús. Esto explica que se puedan definir los sacramentos como «celebraciones comunitarias del seguimiento de Jesús en los momentos importantes de la vida de la persona» *. Y el «test» de toda celebración sacramental deberá ser siempre la liberación de los pobres, según Mt 25, 31-45. Expresado en términos de la sacramentología clásica, el sacramentum tantum es el símbolo profético, la res et sacramentum es la dimensión eclesial, primer fruto del sacramento, y la res tantum es la realización del reino. Pero todo ello es gracia y don del Espíritu en la Iglesia, ella misma sacramento del reino. b)
Celebrados en la Iglesia
El sujeto de los sacramentos es la comunidad eclesial, ella misma símbolo sacramental del reino de Dios. La Iglesia no sólo enseña el evangelio, no sólo exhorta a su cumplimiento, sino que celebra en clima de oración, a través de símbolos, el misterio del reino, realizado nuclearmente en la muerte y resurrección de Jesús, pero que debe irse realizando en la historia de las personas y de los pueblos. Sus gestos simbólicos no son vacíos, por estar ella animada por el mismo Espíritu que actuó por los profetas y guió la obra de Jesús. Es la comunidad de Jesús y del Espíritu, que anuncia el reino, denuncia el anti-reino y lo anticipa simbólicamente en sus sacramentos. La diferencia entre estas afirmaciones eclesiológicas 4.
J. Sobrino, Introducción a los sacramentos, México, 1979, p. 29.
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y las típicas de la sacramentología postconciliar estriba en que los sacramentos, en esta perspectiva, no sólo acentúan su vinculación eclesial, sino que orientan hacia el reino e invitan a la Iglesia como comunidad a convertirse al reino de Dios. Así aparece mejor tanto la exigencia de compromiso como la gratuidad: el reino es de Dios, hay que agradecer su cercanía en Cristo, pero todavía no ha llegado a su plenitud, es necesario irlo edificando, aunque sea de forma parcial, pues siempre desborda y trasciende nuestro esfuerzo. La epíclesis o invocación al Espíritu, típica de la tradición de la Iglesia, sobre todo del Oriente, adquiere un nuevo sentido: que el Espíritu transforme no sólo los dones simbólicos, ni solamente la comunidad, sino toda la realidad, transfigurándola hacia el reino. El epiclético «Venga tu Espíritu» equivale al «Venga tu reino», y en ambos casos es oración escatológica y también cristológica de la Iglesia: es el «Ven Señor Jesús» de la Iglesia primitiva (Ap 22, 20). En esta plegaria la Iglesia resume no sólo su oración litúrgica sino el clamor del pueblo por el reino y su liberación. Los sacramentos como símbolos proféticos son oración litúrgica de la Iglesia, el lugar donde el clamor del pueblo se convierte en clamor de Cristo y de su Iglesia al Padre, donde el clamor de los pobres se condensa en el grito del Crucificado y en el gemido de la creación pidiendo su liberación (Rom 8, 22 s). Digamos, finalmente, que la dimensión festiva de estas celebraciones es cada vez más destacada por la praxis de las comunidades eclesiales de base y de los sectores populares de la Iglesia. El pueblo festeja y celebra, con sentido de gratuidad. Y a través de estas celebraciones explícita su fe, como ya santo Tomás había señalado al tratar de la fe de los sectores menos cultivados, que conocen y viven los misterios de la fe en las celebraciones litúrgicas que la Iglesia festeja («de quibus ecclesia festa facit»: De Ver q. 14, a. 11).
SACRAMENTOS
sacramentos. Constituyen la práctica sacramental más extendida y arraigada en el pueblo y se diversifican según circunstancias y lugares. Los hay ligados a los momentos liminares de la vida (nacimiento, muerte, tránsito de niñez a juventud, de juventud a madurez), a lugares (santuarios), a tiempos festivos (navidad, semana santa), al ciclo agrícola (siembra, cosecha), a momentos especiales (inauguración de la casa, viaje, enfermedad, trabajo...). Todo un conglomerado de símbolos se entremezclan: imágenes, procesiones, velas, romerías, bendiciones, flores, comidas, ritos de agua... Muchas veces en ellos son los mismos laicos los que asumen funciones destacadas, otras veces son ritos que requieren una presencia cualificada de los ministros de la Iglesia. Estos sacramentales, típicos de la religiosidad popular, pueden degenerar en magia, pasividad o excesos. Pero en su núcleo básico son símbolos proféticos del reino, que se anhela desde la pobreza y la impotencia. Son expresión simbólica del deseo, de la fe, de la piedad, de la confianza en el Dios de la vida. A través de ellos se expresa el potencial evangelizador de los pobres. No hay que despreciarlos. Ni tampoco hay que temer el incluirlos en el ámbito sacramental, ya que la tradición primitiva de la Iglesia no desdeñaba llamar sacramentos a realidades como el lavatorio de los pies, la consagración de las vírgenes, la bendición de objetos, ritos funerarios, etc. La iglesia oriental todavía los considera mysterion. Una doble tarea teológica se requiere: la de enlazar estos sacramentales con los sacramentos de la Iglesia y con otros momentos sacramentales de la vida cristiana.
2.
Los nuevos símbolos
proféticos
La sacramentología clásica distinguía los siete sacramentos, que actúan ex opere operato, de los sacramentales, que actúan ex opere operantis ecclesiae. La sacramentología moderna y el actual derecho canónico, reconocen su sentido (cánones 1166 s), pero no parecen concederles demasiada importancia. La sacramentología de la liberación, en cambio, los considera como los sacramentos de la marginalidad y de los pobres, y, por tanto, los primeros que deberán tenerse en cuenta al hablar de los
La teología de la liberación, junto a los sacramentos clásicos, comienza a reflexionar sobre la nueva floración de símbolos proféticos que surgen en la Iglesia de América latina, sacudida por una fuerte irrupción del Espíritu. Se trata de gestos sacramentales dentro de la vida cristiana, que enriquecen la sacramentalidad litúrgica y la llevan a nuevas configuraciones de praxis cristiana. Los nuevos ministerios laicales de hombres y mujeres, el surgimiento de las comunidades eclesiales de base, la nueva presencia de la mujer en la Iglesia y en la teología, las nuevas formas de vivir el ministerio episcopal, sacerdotal al servicio del pobre, las nuevas formas de vida religiosa inserta, la transmisión de la fe a través de familias a veces deshechas... no dejan de ser formas proféticas y simbólicas del reino y de la respuesta al clamor de los pobres. Sin duda el martirio constituye el símbolo profético más claro de esta nueva sacramentalidad liberadora. El amplio martirologio de América latina es un testimonio sangriento de la fuerza del
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V. ESBOZO DE UNA SACRAMENTOLOGÍA LIBERADORA
1.
Los sacramentos de los pobres: los sacramentales
VÍCTOR
SACRAMENTOS
CODINA
Espíritu que hace surgir estos símbolos vivos del reino. Son una profecía viva del Dios de la vida en un mundo de muerte, una denuncia de la injusticia y una anticipación de la utopía del reino. Y todo ello en seguimiento de Jesús, en defensa de la justicia, desde la fe bautismal. El solo hecho de que muchos hayan muerto a manos de gobierno y ciudadanos llamados cristianos muestra la insuficiencia de la apelación a lo eclesial para discernir la sacramentalidad. Es necesario acudir al reino, al seguimiento de Jesús, para discernir evangélicamente lo sacramental. ¿Quién puede dudar de que la vida y muerte de monseñor Romero son un símbolo profético del reino? El pueblo sencillo lo ha comprendido y acude a su tumba para pedirle y agradecerle favores. La sacramentalidad de la Iglesia no es sólo ritual, sino que se extiende a toda la praxis cristiana. Medellín afirma claramente la orientación del reino de toda la liturgia cristiana (Medellín 9, 2). 3.
Los siete sacramentos
Todos estos niveles y tipos de sacramentalidad hallan en los siete sacramentos de la Iglesia su máxima expresión simbólica. Son los lugares y momentos en los que la sacramentalidad humana, los sacramentales y los nuevos símbolos proféticos encuentran su referencia eclesial clara. Si la teología clásica intentó justificarlos ligándolos a gestos institucionales del Jesús histórico, y la sacramentalidad moderna los ha considerado como los momentos constitutivos de la Iglesia protosacramento, la teología de la liberación los sitúa en el ámbito del reino: son momentos privilegiados del paso de la muerte a la vida y que orientan nuestra vida al servicio del reino en momentos claves de la existencia. Son símbolos proféticos del reino en cuanto liberación de todo aquello que oprime a la persona y a la sociedad. Más que buscar deducciones a priori se trata de mostrar que los sacramentos de la Iglesia tienen una orientación al reino y desvelan los grandes contenidos del reino: misericordia, vida, justicia, liberación, gratuidad, solidaridad, esperanza, comunidad. El septenario sacramental desborda lo aritmético y se adentra en lo simbólico, en la plenitud del reino. A modo de ensayo intentamos desglosar los aspectos liberadores y de orientación al reino de cada sacramento, respetando su tradicional jerarquía: sacramentos principales (bautismo y eucaristía) y sacramentos secundarios (los restantes) J . No se trata de
5. Y. Congar, «La idea de sacramentos mayores o principales»: Conálium 24-37.
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31 (1968), pp.
estructurar una sacramentología completa, sino solamente de concretar en los siete sacramentos el horizonte sacramental del reino de Dios, propio de la teología de la liberación. a) 1.
Los sacramentos principales Bautismo
Este sacramento, el más popular y extendido incluso entre los más pobres, ha sido considerado durante siglos casi exclusivamente desde su dimensión individual (borrar el pecado original que impide salvarse). La generalización del bautismo de niños y la reducción del significado simbólico del agua al lavado, contribuyeron a esta parcialización, no falsa, pero sí empobrecedora. La sacramentología del Vaticano II ha redescubierto la dimensión eclesial del bautismo (LG 9-10) y la teología sacramental moderna (por ejemplo, K. Rahner) ha hecho de la incorporación a la iglesia no sólo un efecto del bautismo sino el primer efecto bautismal del que se derivan los restantes. La teología de la liberación puede considerar el bautismo no sólo como incorporación a la Iglesia sino como orientación e iniciación escatológica al reino de Dios, del que la Iglesia es sacramento. Los mismos relatos bíblicos refuerzan esta perspectiva. El bautismo de Juan, rito profético y popular especialmente para sectores marginales del judaismo y de la sociedad, se orienta al escatológico reino de Dios que ya llega (Mt 3, 2) y para el cual hay que prepararse con una radical conversión (Le 3, 1-20). El bautismo de Jesús por Juan implica el comienzo de sus actividades cvangelizadoras que se orientan hacia el reino (Me 1, 15). Pero este bautismo de Jesús en el Jordán hallará su realización existencial en su muerte (Le 12, 50; Me 10, 38-39), en su descenso a los infiernos (Mt 12, 40; Le 11, 30), de donde resucitará venciendo a la muerte y al pecado (Ap 1, 18). El simbolismo del agua significa pasar de la muerte a la vida, el pasar de una vida marcada por el pecado (personal, histórico y social) a una vida que comience a anticipar la utopía del reino. Por esto los primeros bautismos de la comunidad de Jerusalén en Pentecostés no sólo agregan a la Iglesia (Hech 2, 41), sino que conducen a una vida fraterna y solidaria (Hech 2, 42-47) que anticipa la utopía del reino. La misma historia primitiva de este sacramento supone una gran seriedad en la conversión personal y en la orientación hacia los valores del reino encarnados en Jesús. T.l catecumenado, con sus exigencias, no sólo de formación bíblica sino de conversión (renuncias, exorcismos, apotaxis), expresa que el bautismo exige una clara orientación al reino. La gracia 287
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CODINA
bautismal es el don del Espíritu que remite los pecados y da fuerza para seguir en la vida el camino del reino, iniciado por Jesús. El mismo Espíritu que envió a Jesús a anunciar la buena nueva a los pobres y la liberación de los cautivos (Le 4, 16-21) es el que impulsa al cristiano a hacer presente el reino de Dios en la historia y a luchar contra las estructuras del pecado. Es posible que esta orientación escatológica hacia el reino se haya perdido con los años, desembocando en un excesivo eclesiocentrismo. La pastoral del bautismo en América latina no se centra en la cuestión del bautismo de los niños, sino en la lucha contra las estructuras de pecado: el problema es, en todo caso, el bautismo de los ricos... Por otra parte, dada la elevada tasa de mortalidad infantil existente, sería inconsciencia el promover el retraso bautismal. Los numerosos ritos populares en torno al nacimiento y bautismo pueden ser reinterpretados como formas sacramentales, que, en conexión con el bautismo, orientan al reino, a la vida y a la solidaridad. La pastoral del bautismo deberá traducir históricamente los conceptos genéricos de pecado y gracia, muerte y vida, y alentar a la búsqueda de alternativas utópicas a las estructuras dominantes de pecado. Todo ello se hace en la Iglesia y con la Iglesia, pero abiertos al reino y a la liberación 6. 2.
Eucaristía
Este sacramento ha sido estudiado desde la Reforma con una perspectiva apologética antiprotestante. Los tratados clásicos de eucaristía han sido tratados sobre la presencia real, el sacrificio y la comunión sacramental. El Vaticano II ha dado a la eucaristía una orientación comunitaria (SC 10; PO 6), redescubriendo la eclesialidad de la eucaristía, propia del primer milenio, que se resume en el aforismo «la eucaristía hace la Iglesia, la Iglesia hace la eucaristía» (H. de Lubac). La teología de la liberación, lejos de negar esta adquisición, profundiza en ella. El símbolo eucarístico primigenio es el compartir fraterno de una misma comida y bebida. En la Biblia la imagen del banquete es la que mejor expresa la utopía del reino. En los evangelios las comidas y banquetes simbolizan el reino tanto en las parábolas (Mt 8, 11; 22, 1-4; 25, 1-13), como en los milagros (multiplicación de panes a gente hambrienta, Me 6, 34-44; Me 8, 1-10) y en las acciones simbólicas de Jesús al comer con pecadores y marginados (Me 2, 16; Le 15, 2; Mt 11, 19). Las comidas del Resucitado (Le 24, 13-35; Le 24, 41-43; Jn 21, 12-13) simbolizan también la novedad del 6. V. Codina, «¿Es lícito bautizar a los ricos?»: Selecciones de Teología 57 (1975); Id. «Dimensión social del bautismo», en VV. AA, Fe y justicia, Salamanca, 1981, pp. 99-133.
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reino de vida inaugurado por la resurrección. En el centro de estas comidas está la última cena de Jesús, donde en un ambiente de despedida y de clara referencia a la mesa del reino (Mt 26. 29; Me 14, 25; Le 22, 15-18; 1 Cor 11, 26) el Señor nos dejó su cuerpo y su sangre como el alimento del reino. En la eucaristía no sólo comulgamos con Jesús, sino con su proyecto del reino, no sólo se edifica la Iglesia, sino que se anticipa el banquete del reino. Por esto la eucaristía es inseparable del amor y del servicio fraterno, como Juan testifica, al transmitirnos el gesto simbólico del lavatorio de los pies (Jn 13). Por esto mismo una eucaristía sin compartir real, como sucedió en Corinto, «no es la cena del Señor» ( 1 Cor 11, 21). La tradición patrística corrobora esta dimensión no sólo eclesial sino social de la eucaristía: las ofrendas de los fieles para los pobres, la presencia de los esclavos y la exhortación a su manumisión, la predicación de los Padres sobre la justicia y la defensa de los pobres, la ex-comunión litúrgica de los pecadores públicos (por ejemplo, las matanzas del emperador Teodosio), que debían reconciliarse con la Iglesia para poder ser readmitidos a la comunión eucarística 7 . La eucaristía no puede olvidar el contexto pascual de la cena del señor, de la pascua judía, fiesta de la liberación de Egipto, y sobre todo de la pascua de Jesús, asesinado por su predicación del reino y por denunciar el anti-reino. El don del Resucitado debe convertirse en semilla de una nueva tierra y nuevos cielos, no sólo litúrgica sino históricamente (GS 38-39). La eucaristía no es simplemente celebración de las pequeñas victorias históricas, sino prenda de la liberación final y plena del reino de Dios. Por esto, además de memorial subversivo (J.B. Metz), es fuente de esperanza y comienzo de transfiguración. El pan y el vino se transforman en pan y vino del reino, inicio de la utopía final. Y Jesús, mediador escatológico del reino, se hace presente con su fuerza transformadora. La epíclesis no se limita a la transformación de los dones, ni de la comunidad, sino de toda la historia en el cuerpo del Señor. La teología de la liberación ha reflexionado sobre las eucaristías de los primeros misioneros y obispos de América latina, sobre las eucaristías de las comunidades eclesiales de base y sobre las eucaristías de monseñor Romero 8 . De nuevo, la lex orandi ilumina la lex credendi.
7. J. M. Castillo, «Donde no hay justicia no hay eucaristía», en Varios, Fe y justicia, Salamanca, 1981, pp. 135-171. 8. E. Dussel, «El pan de la celebración, signo comunitario de justicia»: Concilium 72 (1982), pp. 236-249.
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b)
Los restantes sacramentos
Los restantes sacramentos, o sacramentos secundarios, según la formulación patrística, se derivan de los anteriores o se ordenan a ellos. Hagamos una breve reflexión sobre cada uno de ellos, desde el horizonte del reino de Dios. 1.
SACRAMENTOS
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Confirmación
Originariamente unida a la iniciación cristiana, se separó del bautismo por motivos pastorales e históricos. Su teología cada vez se desligó más del tronco bautismal y de la perspectiva iniciática. La teología moderna vuelve a entroncar la confirmación en la iniciación y resalta sus dimensiones eclesiales y pneumáticas (LG 11). En la perspectiva de la teología de la liberación se destaca que el aspecto pentecostal y misionero de este sacramento se orienta al reino. La unión, ya desde el Antiguo Testamento, simboliza el don del Espíritu en orden a realizar el derecho y la justicia para con los pobres y débiles (Sal 72, 1). Lo que los reyes de Israel no realizaron, lo cumplirá el mesías, ungido por el Espíritu, para implantar el derecho y la justicia (Is 7; 9, 6; 11, 6; 61; Le 4). Jesús, el Cristo, en efecto, fue ungido por el Espíritu en el bautismo para su misión mesiánica, pasó por el mundo haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el demonio (Hech 10, 38). El don del Espíritu, comunicado por la confirmación a través del simbolismo de la unción, posee una orientación profética y escatológica hacia el reino, hacia la justicia y la liberación. Recuerda al bautizado y a la Iglesia que su misión es el mundo y el reino. Reducir la confirmación a la renovación bautismal o a una afirmación del Espíritu, sin hacer referencia al Jesús histórico y a su entrega al reino, es desvirtuar el sentido de este sacramento.
también mata al hermano. La definición de pecado de monseñor Romero es paradigmática: «pecado es lo que mató al Hijo de Dios y lo que mata a los hijos de Dios». De ahí se sigue que la conversión debe ser no sólo personal sino también social, histórica y estructural. La reconciliación con la Iglesia debe orientar a deshacer las consecuencias del pecado personal y social, a «quitar el pecado del mundo», siguiendo el camino de Jesús (Jn 1, 29). En la penitencia la Iglesia proféticamente anuncia la misericordia de Dios, denuncia el pecado del mundo e inicia su transformación, al comunicar el Espíritu de Jesús (Jn 20, 19-23) para el perdón de los pecados. El dinamismo de este Espíritu conduce a la liberación de toda esclavitud (Rom 8, 19-27). Los múltiples ritos penitenciales de la religiosidad popular se iluminan desde esta perspectiva. También desde aquí aparece la ambigüedad de ciertas prácticas de penitencia comunitaria, que tranquilizan a sectores económicamente fuertes con una absolución colectiva que no exige un profundo cambio de vida personal. Este nuevo horizonte del reino debería en cambio ayudar a que en algunos momentos, la misma Iglesia como comunidad, pidiera perdón a Dios y al mundo por sus pecados colectivos del pasado (tiempo de la Colonia) y del presente (su alianza con poderosos). La Iglesia debería, como el siervo de Yahvé, cargar con el pecado del mundo, interceder por pecadores y anticipar la liberación.
3.
Matrimonio
Actualiza la fuerza del bautismo para los pecados postbautismales. Su primitiva orientación eclesial —pax cum ecclesia—, olvidada durante los siglos de la penitencia privada y tarifada, ha sido renovada por la teología del Vaticano II. El primer efecto de la penitencia {res et sacramentum) vuelve a ser la reconciliación eclesial. Lo que la teología de la liberación subraya es que tanto el pecado como la reconciliación no son hechos puramente intraeclesiales. El pecado hiere el cuerpo eclesial, pero posee un dinamismo de muerte que afecta a la sociedad y a la historia: estructuras de pecado. El pecado mata la vida de la gracia personal y eclesial, y
Pocos sacramentos han sufrido tantos impactos y desviaciones como el matrimonio. En el mejor de los casos se vive como sacramento de la familia o de un amor interpersonal con frecuencia sumamente cerrado. La teología moderna ha luchado por situar el matrimonio en clave eclesial, símbolo del amor de Cristo por su Iglesia conforme a Ef 5, 32-33, «iglesia doméstica» (LG 11), pero sin demasiado éxito pastoral. La teología de la liberación antes de abordar este sacramento, cree que hay que clarificar una serie de problemas previos. La madurez (humana, afectiva, sexual, cristiana) de una pareja requiere de un mínimo de condiciones sociales, económicas y culturales, que no se dan donde reina la pobreza, la falta de trabajo, la promiscuidad de una vivienda inhumana, etc. Antes de reflexionar sobre la sublimidad del matrimonio cristiano sacramental hay que reflexionar sobre el cuerpo de los pobres, objeto de continua explotación, sobre la sexualidad y sobre la condición de la mujer pobre, doblemente explotada en América latina por el machismo y consumismo ambiental. También habría que profundizar el estudio de formas de aparejamiento y ritos matrimoniales
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2.
Penitencia
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SACRAMENTOS
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de culturas indígenas y afroamericanas. Sólo desde aquí se puede elaborar una teología del matrimonio, que debería abrirse no sólo a la dimensión eclesial, sino a la escatológica del reino, simbolizado en la unión de Adán y Eva (Gen 2, 22), que prefigura no sólo la unión de Cristo y su Iglesia, sino la de Dios con la humanidad. Al nuevo Adán ( 1 Cor 15, 45) debe unirse la nueva humanidad, la nueva Jerusalén, «ataviada como una novia que se adorna para su esposo» (Ap 21, 2). Pero mientras tanto la mujer está encinta y en dolores de parto y grita de dolor (Ap 12, 2). El matrimonio cristiano debe proclamar la fuerza del amor generoso de Dios, debe denunciar el egoísmo y comenzar a anticipar, no sólo en la familia, sino también en la sociedad, la nueva humanidad, unas nuevas relaciones humanas y sociales, que el paraíso del Génesis nos describe en forma simbólica y utópica. De este modo el matrimonio será sacramento de la Iglesia y del reino definitivo de Dios, expresado bíblicamente en el banquete nupcial y las bodas del Cordero. Sólo la gracia del Señor es capaz de realizar este milagro, simbolizado en el vino nuevo de Cana (Jn 2, 1-12). Por otra parte, esta dimensión escatológica permitirá enfocar evangélicamente una serie de temas de la moral matrimonial, como, por ejemplo, el divorcio. 4.
Ministerio
El orden sacerdotal ha sido definido durante siglos en relación casi exclusiva a los sacramentos: el sacerdote es el hombre de los sacramentos, el otro Cristo, que consagra y perdona los pecados. La teología moderna resitúa el ministerio en clave eclesial: el sacerdote como hombre de la palabra y de la comunidad, el que la preside «in persona Christi et in nomine ecclesiae». La teología de la liberación, al situar al sacerdote en el horizonte del reino, redescubre otros aspectos 9 . Como siempre, no se parte de una idea apriorística, sino de la situación de pobreza e injusticia de América latina. ¿Cuál es el servicio evangelizador, el acercamiento salvífico de Dios primario a un pueblo pobre? ¿Cuál fue el sacerdocio de Jesús? Toda su vida fue una mediación, pero esta mediación se dio a través de la misericordia (Me 6, 34; Mt 9, 36; Le 7, 13; Mt 14, 14; Me 1, 41; Mt 20, 34), y para la carta a los Hebreos el sumo sacerdocio de Jesús consiste en que «se compadece de nuestras flaquezas» (Heb 4, 15), en ser «misericordioso» (Heb 2, 17). La misericordia sería lo constitutivo del sacerdocio de Jesús, que le llevó a la cruz y a la resurrección. Esto es lo constitutivo del 9. J. Sobrino, «Hacia una determinación de la realidad sacerdotal»: Revista cana de Teología 1 (1984), pp. 47-81.
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sacerdocio cristiano de los fieles y del ministerio sacerdotal. El sacerdore sería no sólo el hombre de los sacramentos, de la palabra y de la comunidad, sino sobre todo el hombre de la misericordia para con los pobres y pecadores. No se desvalora lo litúrgico, sino que se orienta al reino, del mismo modo que Juan no desvaloriza la eucaristía al hablar del servicio fraternal, simbolizado y recomendado en el gesto del lavatorio de los pies (Jn 13). En el sacramento del orden esta función de misericordia adquiere un encargo eclesial y oficial, y la gracia del Espíritu para esta función pastoral. Este horizonte debe orientar la evangelización, sacramentos, pastoral, etc. Las figuras de los grandes obispos y misioneros de la primera evangelización de América latina (Puebla 6-8) y las figuras de los modernos obispos mártires (Angelelli, Romero) por defender los derechos del pueblo pobre dan a esta reflexión un fundamento histórico y teológico. Desde aquí se pueden iluminar otros temas como los nuevos ministerios laicales, mujer y ministerio, nuevos estilos de vida sacerdotal, etc. 5.
Unción de los enfermos
Este sacramento no es sólo el sacramento de los moribundos (extrema unción) sino el sacramento de los enfermos. No por ello deja de tener una orientación escatológica hacia el reino, sin perder su dimensión eclesial (Sant 5, 13-15). Es una forma profética de anunciar la salvación de Jesús, de denunciar la enfermedad y la muerte actuales como consecuencias del pecado y de anticipar la salud plena del reino, por la transformación de la debilidad en fuerza, del pecado en gracia e incluso de la enfermedad en salud. Es el sacramento que dice relación a la salud escatológica y a la vida plena del reino de Dios. Este sacramento no se debería limitar a la unción litúrgica de los enfermos, ni a la atención a los ancianos, sino que debería incluir la preocupación general por la salud y la remoción de las causas de tantas enfermedades superables y de tantas muertes prematuras. Por otra parte, todo el rico ceremonial de la religiosidad popular, en torno a la enfermedad y a la muerte, no debería desligarse de este sacramento, en la medida en que la unción es una oración litúrgica por la vida en toda su integridad. Es un acto de fe y de esperanza en el Dios de la vida. En último término la unción de los enfermos forma parte de la primitiva misión apostólica de anunciar el reino de Dios (Me 6, 12-13; Le 9, 3; Mt 10, 7-8).
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VI. PUNTO FINAL
Concluyamos con unas breves observaciones. 1. El acercamiento a la realidad seguirá siendo el punto de partida insustituible para toda reflexión teológica y sacramental liberadora. Es necesario caminar «con un oído puesto al evangelio y otro al pueblo» (monseñor Enrique Angelelli). El clamor del pueblo continúa siendo un lugar teológico privilegiado también para la teología sacramental y deberá ser asumido en la liturgia eclesial. 2. A medida que la opción de la Iglesia por los pobres sea más real, que las comunidades eclesiales de base crezcan en número y madurez, que la religiosidad popular sea más asumida evangélicamente y la reflexión sobre la praxis sacramental sea más amplia (incluida una teología hecha por mujeres), la teología sacramental se robustecerá. Pero ya aparecen algunos rasgos que configuran una nueva visión de lo sacramental en torno al reino, la liberación y los pobres. La aspiración última no es simplemente poseer una síntesis teológica coherente que pueda competir con las elaboradas en el Primer Mundo, sino principalmente conseguir que los sacramentos sean, de hecho, símbolos liberadores para el pueblo. 3. Toda sistematización tiene riesgos. También la nueva sacramentología de la teología de la liberación. Si en su sacramentología, la teología de la liberación desligase el reino de la Iglesia, y la Iglesia de Jesús, caería en un símbolo puramente socio-político o humanista. Si los sacramentos se redujesen a celebrar las liberaciones históricas ya obtenidas y a fomentar pedagógicamente el compromiso ético del futuro, lo sacramental perdería su identidad cristológica, eclesial y pneumática y se degradaría a un simple método de concientización. Lo sacramental debe mantener siempre la gratuidad, el sentido de fiesta y de símbolo. Para evitar estos riesgos hay que volver continuamente a la praxis eclesial, a la Escritura, al evangelio, al Jesús histórico, quien en sus acciones simbólicas, sobre todo en el bautismo y la cena, unió proféticamente la confianza en el Padre, la solidaridad con el pueblo y la fidelidad al reino. El reino de Dios es siempre don del Espíritu y también lo son sus símbolos proféticos. La señal de la venida del reino de Dios es exorcismo de todos los males, y esto sólo se realiza con el dedo de Dios, es decir, con el Espíritu (Le 11, 20).
SACERDOCIO, EPISCOPADO, PAPADO José
Marta
Castillo
I. LOS MINISTERIOS EN LA IGLESIA
Las comunidades cristianas siempre han tenido líderes o personas encargadas del gobierno. De tal manera que ya, desde los escritos del Nuevo Testamento, nos consta que nunca ha habido en la Iglesia comunidades ácratas o acéfalas, es decir, sin gobierno ni autoridad. Por eso, el apóstol Pablo recuerda con frecuencia las actividades y las diversas funciones existentes en la Iglesia (Rom 12, 6-8; 1 Cor 12, 4-11. 28-31; 14, 6; Ef 4, 11-12). De entre estas diversas actividades o cargos, Pablo destaca tres ministerios o servicios a los que da especial importancia: los apóstoles, los profetas y los doctores (1 Cor 12, 28; Ef 4, 11), sin olvidar a aquellos que Pablo llama sus colaboradores (Rom 16, 3; 1 Tes 3, 2; 2 Cor 8, 23) y en general a los responsables de las comunidades locales a los que nombra en el saludo y en la despedida de sus cartas \ Por su parte, el libro de los Hechos nos habla de la tarea de los apóstoles a los que identifica con los doce (Hech 1, 26; 2, 14. 37; 6, 2. 6). Después el mismo libro nos informa del papel que desempeñaron los siete en la comunidad de habla griega (Hech 6, 1-6), de la actividad de los profetas (Hech 11, 27-28; 13, 1; 15, 22. 27. 32) y finalmente de los presbíteros (Hech 14, 23; 20, 17-38). De este oficio de presbíteros se habla también en la primera carta de Pedro: su tarea consiste en apacentar el rebaño, siguiendo el ejemplo del Supremo Pastor (1 Pe 5, 1-4)2. 1. Cf. 1 Tes 1, 1; 1 Cor 1, 1; 2 Cor 1, 1; Flp 1, 1; Flm 1; 1 Cor 16, 19-20; Rom 16, 3 ss; Flp 4, 21; Flm 23-24. 2. Para este texto, cf. E. Cothenet, «La primera epístola de Pedro», en El ministerio y los
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MARÍA
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Por lo que se refiere a las cartas pastorales, está claro que en ellas se presenta una organización de la Iglesia bastante evolucionada: el título de «presbítero» es el tradicional de origen judío, mientras que el de «obispo» parece que se va reservando para designar al que preside en la comunidad 3 . Por lo demás, parece que esos títulos podrían designar, en el cristianismo primitivo, a las mismas personas (cf. Tit 1, 5-7; Hech 20, 17. 28; 1 Pe 5, 1-2), como es el caso de los diáconos y los obispos (Flp 1, 1) \ En las cartas pastorales, el papel de los presbíteros aparece íntimamente ligado a la enseñanza (Tit 1, 5-9; 1 Tim 1, 12; 4, 13; 5, 17; 2 Tim 4, 5, etc). No cabe duda, la existencia de cargos o funciones de dirección o gobierno en las comunidades cristianas, desde el primer momento de su existencia, es un hecho que resulta incuestionable. Pero sobre los datos aportados hay que hacer tres observaciones: 1. Ante todo, la existencia de funciones de liderazgo o de dirección, en las comunidades cristianas primitivas, no debe interpretarse como un hecho más o menos secundario en la vida de aquellas comunidades. Y menos aún debe entenderse como el resultado de una decisión tomada por los primeros cristianos. El apóstol Pablo afirma que los ministerios, que hay en la comunidad, son «dones» (jarismata) (1 Cor 12, 4. 31) dados por Dios para el crecimiento de la Iglesia. Más aún, se trata de servicios «establecidos» por Dios en la comunidad (1 Cor 12, 28), de tal manera que es el mismo Cristo el que ha dado a unos ser apóstoles, a otros profetas, evangelistas, pastores y maestros (Ef 4, 11). Por consiguiente, la existencia de funciones o servicios de animación, coordinación y liderazgo es una cosa de la que la comunidad creyente no puede prescindir, porque se trata de algo querido por Dios. 2. El Nuevo Testamento nos informa de una gran diversidad de ministerios o servicios en las comunidades. Por eso se habla de apóstoles, profetas, evangelistas, pastores, maestros, obispos, presbíteros, diáconos, presidentes, dirigentes, obreros, etc. Esto quiere decir que durante el siglo I no se había producido todavía la
ministerios según el Nuevo Testamento, Madrid, 1975, pp. 140-144; W. Nauck, «Probleme des frühchristlichen Amtsverstandnisses, 1 Pe 5, 2 f»>: Zeitsch. für die Neutest. Wissenschaft 48 (1957), pp. 200-220. 3. Cf. A. Lemaire, «Los ministerios en la Iglesia», en El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, cit., p. 107. 4. Así lo ha demostrado A. Lemaire, Les ministéres aux origines de l'Eglise, París, 1971, pp. 96-103. Parece que se trataba de los presbíteros, que eran designados con esas dos expresiones, como ya lo había indicado san Juan Crisóstomo, Com. in Phil., c. I, hom I PG 62, 183.
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reducción que vino más tarde y que limitó los ministerios sólo a tres: obispos, presbíteros y diáconos 5 . 3. En las comunidades del Nuevo Testamento se advierte también una gran creatividad, es decir, las comunidades se sintieron libres para producir, por impulso del Espíritu, los ministerios y servicios que en cada caso juzgaron necesarios o convenientes para el buen funcionamiento de cada comunidad. Por eso no se perpetuaron ciertos ministerios instituidos por Jesús, por ejemplo los doce o los setenta y dos, mientras que se instituyeron otros ministerios, por ejemplo los siete, para los cristianos de habla griega. Se puede decir que los ministerios, en la Iglesia, son creaciones funcionales, realizadas bajo la presión de los acontecimientos y por impulso del Espíritu 6 . En resumen: los ministerios, tal como aparecen en el Nuevo Testamento, son un don de Dios a su Iglesia. Estos ministerios fueron muy variados y abundantes en la Iglesia primitiva. Por otra parte, las comunidades primitivas se sintieron libres y creativas para producir, en cada caso, los ministerios que juzgaron necesarios o convenientes para el buen funcionamiento de cada comunidad. II. FINALIDAD DE LOS MINISTERIOS
¿Por qué y para qué existen estos ministerios en la Iglesia? Una respuesta elemental: todo grupo humano, que pretende perpetuarse, necesita una cierta organización. Y en este sentido necesita que en él haya personas encargadas de esa organización. De ahí la razón de ser de los líderes, los responsables de la coordinación y el servicio, en definitiva los ministros y ministerios en la comunidad. Es una ley sociológica según la cual un grupo absolutamente ácrata o acéfalo termina, relativamente pronto, por deshacerse. Por eso, en la comunidad cristiana, tiene que haber determinados ministerios, encargados del gobierno, la animación y la dirección. Pero con lo dicho no hemos tocado el fondo de la cuestión. En efecto, hemos apuntado la razón sociológica de los ministerios en la Iglesia. Pero, ¿cuál es la razón teológica de tales ministerios? Jesús dijo a sus discípulos: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros» (Jn 20, 21). Hay una profunda y misteriosa corriente de misión, que arranca de Dios Padre, que pasa por el Hijo, y que se prolonga en los discípulos. Por lo tanto, la misión de 5. Para todo este asunto, cf. G. Hasenhüttl, Charisma Ordnungsprinzip der Kirche, Freiburg, 1969, pp. 245-282. 6. R. Laurentin, «La crisis actual de los ministerios a la luz del Nuevo Testamento»: Concilium 80 (1972), pp. 447-448.
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los discípulos es una prolongación de la misión de Jesús. En consecuencia, todo ministerio en la comunidad tiene el profundo sentido de ser una continuación, una prolongación del ministerio del mismo Jesús. Participación del ministerio de Cristo, llama el concilio Vaticano II al ministerio presbiteral (PO 1; cf. CD 2, 2; LG 18, 2). Por consiguiente, los ministerios en la comunidad cristiana tienen la misma finalidad que tuvo el ministerio de Jesús. Ahora bien, el ministerio de Jesús tuvo una finalidad concreta y determinada: el servicio de los pobres y la liberación de los cautivos. Así lo dice el texto programático de Le 4, 18: El Espíritu del Señor descansa sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres, a proclamar la libertad a los cautivos, y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor (Le 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2).
Jesús viene para sacar de su condición miserable a los pobres y a los oprimidos. Por eso, el texto del profeta Isaías, que se aplica Jesús (Le 4, 21), combina diversos pasajes: incluye Is 58, 6: «a poner en libertad a los oprimidos». De manera que la misión de Jesús es esencialmente liberadora, ya que consiste, en primer lugar, en anunciar a los pobres el fin de su condición miserable (cf. Le 1, 51-53; 2, 10 s); y, en segundo lugar, consiste también en sacar a los cautivos, ciegos y oprimidos de su situación desesperada (cf. Le 1, 79; Is 9, 15; 29, 18 ss; 35, 5; 42, 7; 60, 1 ss). Además, Jesús hace alusión al «año de gracia del Señor», que era el año jubilar (Lev 25) en que se cancelaban las deudas y se ponía en libertad a los esclavos 7 . Por otra parte, al citar el texto de Isaías, Jesús omite intencionadamente las palabras que se refieren al «día del desquite del Señor nuestro Dios» (Is 61, 2) 8 . En la misión de Jesús no hay nada de amenaza, nada de nacionalismo, nada de vengaza. Por consiguiente, la misión de Jesús es esencialmente liberadora. Se trata de una misión dirigida a los pobres y oprimidos, que son por eso los preferidos de Jesús, en definitiva los preferidos de Dios. Ahora bien, la misión de los ministros en la comunidad no es ni puede ser otra que la de Jesús. Por lo tanto, los ministros están puestos en la comunidad con una misión esencialmente liberadora, para dar la buena noticia a los pobres y para liberar a los cautivos, para dar vista a los ciegos y para rescatar a los oprimidos. Desde este punto de vista, es importante comprender que la misión de los ministros en la comunidad no se reduce a lo litúrgico o cultual: celebrar la eucaristía, administrar los sacramentos. Cualquier actividad de los ministros en la comunidad se tiene que orientar, 7. Cf. R. North, «Maccabean Sabbath Years»: Bíblica 34 (1953), pp. 501-515. 8. Cf. J. Jeremías, Teología del Nuevo Testamento, vol. I, Salamanca, 1974, p. 242.
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en último término, a la tarea de la liberación: lo mismo la predicación de la palabra, que la celebración del culto o el cuidado pastoral sobre la comunidad. Esta es la razón de ser fundamental y también la orientación prioritaria de todo ministerio en la Iglesia. Por lo tanto, cualquier ministerio o es liberador o no es en absoluto ministerio auténtico en la Iglesia. Por eso, también el ministerio papal, como el ministerio episcopal o el ministerio presbiteral tienen que ser ministerios entregados de lleno a la tarea de la liberación de los pobres y oprimidos del mundo. Por esa misma razón, tales ministerios han de tener una orientación netamente profética y crítica ante los sistemas establecidos, en la medida en que se trata de sistemas represivos y opresores.
III.
COMUNIDAD Y MINISTERIOS
De lo dicho hasta aquí se deduce lógicamente que lo primero y lo más fundamental en la Iglesia no es el ministerio, sino la comunidad. De tal manera que el sentido y la razón de ser del ministerio consiste precisamente en ser un servicio en la comunidad y para la comunidad de los creyentes. Porque, como ya hemos visto, la razón de ser del ministerio y su finalidad esencial es el servicio para la liberación de todos los que sufren y se ven oprimidos. Y esto a través de la mediación comunitaria. Por eso, los escritos del Nuevo Testamento, a excepción de las cartas pastorales, se dirigen siempre a las comunidades mismas, no a sus ministros o dirigentes. Y aunque a veces hay problemas serios entre los cristianos, como ocurre en las comunidades de Corinto, Galacia y Roma, sin embargo el apóstol Pablo se dirige siempre a las comunidades, no a sus ministros o dirigentes. Porque es la comunidad la que tiene que resolver y decidir. En realidad, éste mismo fue el proceder de Jesús. El, en efecto, reunió ante todo una comunidad, que no se limitaba a los doce, sino que en ella había muchas más personas (Mt 8, 21; 27, 57; Me 4, 10; 10, 32; Le 10, 1. 17), de tal manera que era un grupo abundante (Le 6, 17; 19, 37; Jn 6, 60). Es más, sabemos que el número doce se ha de entender simbólicamente, en cuanto que representa la totalidad del nuevo pueblo que Dios congrega por medio del Mesías (Mt 19, 28; Le 22, 30; Ap 21, 12. 14. 20)». En definitiva, se trata de comprender que la Iglesia es, ante todo y sobre todo, el nuevo pueblo de Dios, la comunidad de los pobres, la comunidad de salvación, como ha dicho expresamente el 9. Cf. J. Mateos, Los Doce y otros seguidores de Jesús en el evangelio de Marcos, Madrid, 1982, pp. 73; 247-252.
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concilio Vaticano II (LG 9), la comunidad sacerdotal (LG 10-11), dentro de la cual suscita el Espíritu de Dios diversos carismas y ministerios (LG 12). De tal manera que la jerarquía y el ministerio se han de entender dentro del dato previo y básico de la comunidad de los pobres. Pero, por otra parte, cuando aquí hablamos de la comunidad cristiana, es fundamental tener siempre en cuenta que se trata de una comunidad «estructurada», es decir, una comunidad en la que, para servicio de la misma comunidad, existe un ministerio oficialmente establecido, de acuerdo con lo que se ha dicho en el apartado anterior al hablar de la finalidad del ministerio. Ahora bien, de todo lo dicho hasta aquí se sigue que si el ministerio es un elemento esencial en la comunidad cristiana, la misma comunidad tiene derecho a poseer los ministerios y los ministros que necesita 10. De donde resulta que, desde el punto de vista de una correcta teología de la Iglesia, no tiene sentido el hablar de crisis de vocaciones o de falta de ministros para las comunidades eclesiales. Porque cuando la comunidad se queda sin ministro, puede designar a la persona que considere idónea para el desempeño de tal función. Y esa persona debe ser ordenada para el ministerio. Por otra parte, las autoridades eclesiásticas no deben establecer tales condiciones para el acceso al ministerio, que de ello se siga la carencia objetiva de ministros en no pocas comunidades de la Iglesia. En la actualidad es esto lo que ocurre, y por cierto de manera alarmante, debido a la disminución progresiva de sacerdotes en casi todo el mundo " . Pero es claro que, de acuerdo con lo dicho, esta situación es anormal y debe ser resuelta lo antes posible en diálogo franco y constructivo entre las comunidades cristianas y los dirigentes eclesiásticos. Por lo demás, para el acceso al ministerio, no basta la elección y designación por parte de la comunidad. Además de eso, se requiere también la aceptación e instalación oficial por parte de quienes ejercen el ministerio eclesial. Y ése es el sentido que ha tenido tradicionalmente la ordenación o imposición de manos en la Iglesia. Según las costumbres de la Iglesia antigua, cuando se trataba de un obispo, otros tres obispos aceptaban la designación por la comunidad y le imponían las manos. Cuando se trataba del presbítero, el obispo de cada diócesis era el encargado y responsable de esa imposición de manos. La razón de ser de esto está en lo que se ha dicho antes acerca del sentido que tiene el ministerio en la Iglesia, en cuanto don de Dios a la comunidad, que adviene a
ella para instruirla, interpelarla y ocasionalmente corregirla. Esta realidad se ha dado, desde los orígenes, en todas las comunidades cristianas, y pertenece a la apostolicidad de la misma Iglesia.
Cuando hablamos del sacerdocio cristiano, nos enfrentamos inevitablemente a un problema de gran envergadura. Y es necesario afrontar este problema. Porque sólo así podremos comprender lo que de verdad significa este ministerio que llamamos sacerdotal. Este problema se plantea desde el momento en que nos damos cuenta que, en el Nuevo Testamento, jamás se aplica la palabra «sacerdote» a los dirigentes de la comunidad cristiana. Este asunto se ha estudiado minuciosamente. Y se ha llegado a una conclusión clara: no se trata de un olvido o una inadvertencia de los autores del Nuevo Testamento. Se trata de una cuestión premeditada, es decir, se trata de que los autores del Nuevo Testamento no han querido designar como «sacerdotes» a los dirigentes de la Iglesia 12. Por lo tanto, los ministros de la comunidad cristiana, según el Nuevo Testamento, no son sacerdotes. Esta dificultad se acentúa más si tenemos en cuenta que Jesús, durante su vida terrena, tampoco fue considerado como sacerdote. Sabemos que los judíos, en tiempos de Jesús, lo mismo que esperaban un mesías salvador, esperaban también un sumo sacerdote, enviado por Dios, que restauraría el sacerdocio del templo 13. Pero Jesús no apareció como sacerdote. Es más, durante la vida de Jesús se plantearon muchas cuestiones acerca de su persona: si era Elias, si era Jeremías, si era Juan Bautista o algún otro profeta (Mt 16, 14). Jamás se planteó la cuestión de si era el sacerdote esperado. Jesús fue considerado en su vida como profeta, pero nunca como sacerdote. Es más, su muerte no fue un acto de culto ritual. En la mentalidad judía, el sacrificio religioso no consistía simplemente en el hecho de matar la víctima, sino en matarla
10. Cf. E. Schillebeeckx, Das kircbliche Amt, Dusseldorf, 1981, pp. 57-64; N. Greinacher, «Derecho de la comunidad a un pastor»: Conciltum 16 (1980), pp. 373-382. 11. Para este punto, véase el estudio de J. Kerkhofs, «Sacerdotes y "parroquias". Estudio estadístico»: Concilium 16 (1980), pp. 305-315.
12. Cf. J. M. Castillo, «Sacerdocio», en C. Floristán y J. J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Madrid, 1983, pp. 889-891. 13. Cf. A. Vanhoye, Prétres anciens, prétre nouveau selon le Nouveau Testament, París, 1980, pp. 59-64.
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IV. EL SACERDOCIO CRISTIANO
A los ministros de la comunidad cristiana se les llama normalmente sacerdotes. Pero esta designación entraña un problema teológico, que debemos analizar detenidamente. 1.
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según un determinado ritual (Dt 12, 13-16). Pero Jesús no fue ejecutado según un ritual, sino que su muerte fue la ejecución de una condena a muerte por blasfemo (Mt 26, 65-66). Por lo tanto, nada aparece, en la vida y en la muerte de Jesús, bajo el punto de vista sacerdotal I4 . Ahora bien, todo esto plantea una pregunta: ¿qué nos quiere decir todo esto acerca del sacerdocio cristiano? En todo el Nuevo Testamento, un solo documento habla de Cristo como sacerdote. Se trata de la carta a los Hebreos. En ella se repite insistentemente que Cristo es nuestro sumo y gran sacerdote (Heb 4, 14-15; 8, 1; 9, 11; 10, 19-21). Es más, Cristo es el único sacerdote de la nueva alianza. Por lo tanto, todo sacerdocio en la Iglesia es representación del sacerdocio de Cristo. Ahora bien, ¿cómo fue el sacerdocio de Cristo? Vamos a responder a esta cuestión analizando tres textos sacerdotales de la carta a los Hebreos. 2.
La condición para acceder al sacerdocio El tuvo que hacerse en todo semejante a sus hermanos, para llegar a ser sumo sacerdote... pues por haber pasado él por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora lo están pasando (Heb 2, 17-18).
Este texto quiere decir que la condición que Cristo tuvo que cumplir para llegar a ser sumo sacerdote fue hacerse en todo semejante a los que sufren. Es importante comprender la originalidad que representa este planteamiento. La condición determinante, para llegar al sacerdocio en el Antiguo Testamento, era la separación: los levitas fueron separados del resto del pueblo, y la familia de Aarón del resto de los levitas; a nadie le era lícito acceder al sacerdocio y más aún ejercer el sumo pontificado si no era de la familia de Aarón y, más en concreto, de la estirpe de Sadoq (Ex 29, 29-30; 40, 15). Sin embargo, en el caso de Cristo, la condición determinante para llegar al sacerdocio fue todo lo contrario: «hacerse en todo semejante a sus hermanos». Al decir el autor que tuvo que hacerse semejante «en todo» (kata panta) (Heb 2, 17), afirma que Cristo tuvo que asumir la condición humana totalmente y con todas sus consecuencias, especialmente en lo que se refiere al sufrimiento y a la muerte. Lo cual quiere decir que Cristo no accedió al sacerdocio mediante las separaciones rituales que se practicaban a través de una serie de ritos santificantes y abluciones purificantes (Ex 29; Lev 8-9), sino mediante su vida
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totalmente similar a la de sus hermanos los hombres; similar concretamente en todo lo que la condición humana tiene de debilidad, de sufrimiento y de muerte. Y de esta manera, Cristo se capacitó para «auxiliar a los que ahora están sufriendo» (Heb 2, 18). El significado profundo de este planteamiento está en que sólo puede ayudar a los que sufren el que comparte con ellos el sufrimiento 15. ¿Qué quiere decir todo esto? El sacerdocio no se define aquí a partir de la dignidad, ni del poder, ni de la autoridad. El sacerdocio se define aquí a partir de la capacidad para ayudar eficazmente a los que sufren. Y se afirma que no se trata de una ayuda desde arriba, sino desde la solidaridad y el compartir. También es de destacar que el sacerdocio no se define por los ritos religiosos, sino por la acción humana que comporta. Y esa acción humana es la solidaridad en el mismo sufrimiento que padece la gente. En definitiva, se trata de comprender que la condición indispensable, que exige el sacerdocio cristiano, es la igualdad y la solidaridad con los que sufren. Se trata de la gran intuición que han tenido y han puesto en práctica tantos sacerdotes, religiosos y obispos en América latina. Inspirados por la teología de la liberación, estos sacerdotes han comprendido que el camino de Jesús fue la solidaridad con los pobres. Y en eso han visto la condición indispensable para acceder al ministerio sacerdotal 16 . 3.
La finalidad del sacerdocio Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno probado en todo igual que nosotros, excluido el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al tribunal de la gracia para alcanzar misericordia y obtener la gracia de un auxilio oportuno (Heb 4, 15-16).
Este texto tiene dos partes: la primera es una afirmación (compuesta de dos negaciones) y dice que tenemos un sumo sacerdote que puede compadecerse de nuestras debilidades. La segunda parte es una exhortación: «acerquémonos confiadamente al tribunal de la gracia». La afirmación es el fundamento para la exhortación. Y quiere decir lo siguiente: nosotros podemos acercarnos con confianza al trono de la gracia, porque tenemos un sacerdote (Cristo) que es capaz de compadecerse de nuestras 15. Cf. Ibid., pp. 131-136. 16. Cf. A. Quiroz Magaña, Eclesiología en la teología de la liberación, Salamanca, 1983, pp. 322-324.
14. Cf. Ibid., pp. 65-70.
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debilidades. Es decir, la compasión del sacerdote es lo que da confianza a los hombres. Por lo tanto, la finalidad del sacerdocio es tener tal compasión hacia los débiles, que éstos se sientan seguros y se acerquen confiadamente a Dios. Por consiguiente, el sacerdote es el hombre que compadece y así da seguridad y confianza a los demás, sobre todo a los débiles 17. Para comprender a fondo lo que representa este planteamiento, hay que analizar dos cosas: la compasión sacerdotal y la confianza que de ella se desprende. La compasión sacerdotal se expresa con el verbo sun-pazein, que significa literalmente tener la misma pasión, el mismo sentimiento, el mismo sufrimiento que la otra persona. Por lo tanto, significa compartir lo que el otro sufre, tener el mismo sufrimiento, en el sentido más fuerte de esa expresión. No se trata, por consiguiente, del sentimiento de «lástima», que es connatural en nosotros cuando vemos una desgracia. Pero el que se relaciona con otro porque le da lástima, no se relaciona con él por lo que tiene, sino por lo que no tiene. Por eso la lástima produce tristeza, mientras que la compasión, en el sentido indicado, es fuente de alegría, porque en definitiva se trata del amor. Por otra parte, lo que suscita este amor no son las cualidades del otro, ni sus virtudes, ni sus posibilidades, sino sus «debilidades», que se expresa con el término a-stenos, lo que carece de fuerza y de vigor, que es más que debilidad, ya que consiste en no tener nada de vigor o de fuerza. Por lo tanto, el sacerdote es el hombre que se inclina hacia la debilidad, el hombre que donde encuentra lo débil se adhiere a ello con un amor total, que le hace compartir la misma debilidad 18 . Esta actitud del sacerdote ofrece y da seguridad a los demás. Esta seguridad se expresa con el sustantivo parresía, que quiere decir seguridad total ante el soberano. Se trata, por tanto, de que los débiles se sientan completamente seguros ante Dios 19. Según esta teología de la carta a los Hebreos, Jesús es visto como el hombre que compartió en todo la condición de los débiles. Y así hizo posible nuestra confianza y nuestra seguridad ante Dios. Eso es lo que define la finalidad del sacerdocio. De nuevo nos encontramos con el mismo resultado que nos daba el texto anterior: la finalidad del sacerdocio no se explica por su función religiosa o sagrada, sino por su dimensión más profundamente humana, por su capacidad de ofrecer seguridad, alegría y
17. Cf. A. Vanhoye, Epistolae ad Hebraeos textus de sacerdotio christi, Roma, 1969, pp. 81-91. 18. Cf. Ibid., p. 83. 19. Cf. H. Schlier: TWNT V, 869 ss; H. Ch. Hahn, «Confianza, valentía», en L. Coenen, E. Beyreuther, H. Bietenhard, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, vol. 1, Salamanca, 1980, pp. 295-297.
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amor a los que se sienten sin fuerzas. Nos encontramos así en el centro mismo de lo que ha venido a plantear la teología de la liberación: hablar de ministerio sacerdotal, en esta teología, es hablar de solidaridad con los que sufren, los pobres y los oprimidos, para que salgan de su situación desesperada. He ahí el sentido y la orientación fundamental del sacerdocio cristiano. 4.
La realización del sacerdocio Porque todo sumo sacerdote se escoge siempre entre los hombres y se le establece para que los represente ante Dios y ofrezca dones y sacrificios por los pecados. Es capaz de ser indulgente con los ignorantes y extraviados, porque a él también la debilidad lo cerca. Por ese motivo se ve obligado a ofrecer sacrificios por sus propios pecados como por los del pueblo. Ahora que nadie puede arrogarse esa dignidad; tiene que designarlo Dios, como en el caso de Aarón. De la misma manera, tampoco el Mesías se adjudicó los honores de sumo sacerdote, sino el que le habló diciendo: «Mi hijo eres tú, yo te he engendrado hoy»; o como dice en otro pasaje: «Tú eres sacerdote perpetuo en la línea de Melquisedeq». El, en los días de su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas, a gritos y con lágrimas, al que podía salvarlo de la muerte; y Dios lo escuchó, pero después de aquella angustia, Hijo y todo como era. Sufriendo aprendió a obedecer y, así consumado, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen a él, pues Dios lo proclamó sacerdote en la linea de Melquisedeq (Heb 5, 1-10).
Este texto, como el anterior que hemos analizado, tiene también dos partes: la primera (v. 1-5) es la definición general de sacerdote; la segunda (v. 6-10) es la aplicación de esa definición al caso concreto de Cristo. Es decir, en la segunda parte se explica cómo realizó Jesús el concepto de sacerdote. En la primera parte, se recoge el concepto genérico de sacerdote: es el hombre, escogido entre los hombres, que actúa de representante ante Dios y ofrece dones y sacrificios por los pecados. En esto consiste el concepto genérico de sacerdote en todas las religiones. Pero aquí es importante comprender que lo que va a decir la segunda parte es que Jesús realizó este concepto de sacerdote de una manera absolutamente nueva y desconcertante. Por lo tanto, no basta con quedarse en la primera parte. Si nos quedamos sólo en la primera parte, no nos enteramos de lo que fue el sacerdocio de Cristo. Pero ya, en la primera parte, se dice algo fundamental. Porque el sujeto de la frase, pas iereus (todo sacerdote) se une, por aposición, con dunámenos (es capaz). Y eso quiere decir que lo que caracteriza al verdadero sacerdote es su capacidad de ser indulgente y compasivo con los ignorantes y extraviados. Otra vez 305
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nos encontramos con el mismo planteamiento de los textos anteriores: lo que se destaca en el sacerdote no es su poder o su autoridad, sino su capacidad de compasión hacia los débiles, porque él también está rodeado de debilidad. Tampoco se destaca en el sacerdote lo cultual, lo ceremonial, su dimensión ritual y sagrada, sino algo que es profundamente humano: la solidaridad con la miseria humana. Nadie quiere, en este mundo, hacerse enteramente solidario con otra persona, porque eso puede ser muy arriesgado. Pero hacerse solidario con los últimos, con los ignorantes y extraviados, eso es terrible. Pues eso exactamente es lo que hizo Jesús. Y eso es lo que tiene que hacer todo el que quiera vivir el sacerdocio tal como lo vivió el mismo Jesús 20 . La segunda parte del texto va hasta el fondo de todo este asunto. Y quiere decir lo siguiente: Cristo fue elegido por Dios (para justificar eso aduce dos textos del Antiguo Testamento: Sal 2, 7; Sal 110, 4). Pero, ¿para qué fue elegido? El texto dice: El, en los días de su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas, a gritos y con lágrimas, al que podía salvarlo de la muerte; y Dios lo escuchó, pero después de aquella angustia...
¿Qué quiere decir todo esto? Lo que Cristo «ofreció» (prosférein) fue su propia vida, a gritos y con lágrimas, es decir, de una manera enteramente dramática. Y es importante destacar que el verbo prosférein es específicamente sacerdotal, ya que se refiere a la oblación sagrada que hace el sacerdote 21 . En el fondo, esto quiere decir que el sacerdocio de Cristo no fue ritual o ceremonial, sino existencial; es decir, lo que Jesús ofreció como sacerdote no fue una ceremonia o un rito, sino su propia vida, su propia existencia, su propia persona. Jesús «se ofreció a sí mismo» (Heb 9, 14. 25). En última instancia, esto significa que se suprime la división entre culto y existencia. El culto cristiano es, ante todo y esencialmente, la propia vida, la propia existencia, que se hace culto a través de la oración, exactamente como ocurrió en el caso de Jesús. Ahora se comprende por qué el Nuevo Testamento no habla de «lo sacerdotal», referido a Jesús o a los ministros de la comunidad cristiana. Ni Jesús ni los ministros de la Iglesia fueron sacerdotes en el sentido de funcionarios del culto, en un templo, al margen de la vida. Jesús fue sacerdote en cuanto que ofreció su vida, sobre todo su vida de solidaridad con los débiles y desgraciados de este mundo. Sólo en ese sentido se puede hablar de «lo sacerdotal» y de «sacerdotes» en la Iglesia. 20. Cf. A. Vanhoye, Epistolae ad Habraeos..., cit., pp. 91-97 21. Cf. Ibid., pp. 109-111.
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Y sin embargo, lo dramático, en esta Iglesia, es que hemos perdido en gran medida el sentido evangélico y por eso hemos reconstruido el concepto de sacerdocio del Antiguo Testamento. Por eso, entre nosotros, es sacerdote el que tiene unos poderes sagrados para ofrecer el culto y los ritos religiosos. La vida, la existencia, sobre todo la vida entregada a los pobres y a los débiles, todo eso queda al margen del sacerdocio. Y en eso está nuestra gran desviación. Por eso, en este momento, resulta tanto más estimulante el ejemplo de tantos sacerdotes y agentes de pastoral, en América latina, que desde su solidaridad con los pobres y el pueblo oprimido están descubriendo la forma más original y evangélica de realizar el sacerdocio cristiano.
V. EL SACERDOCIO DE TODOS LOS FIELES
El término «sacerdote» se utiliza en la carta a los Hebreos solamente para designar a Jesucristo. Por lo tanto, no se aplica ni a los cristianos en general ni a los dirigentes de la Iglesia en particular. Por otra parte, ya se ha dicho que a los dirigentes de la comunidad jamás se les llama sacerdotes en el Nuevo Testamento. Pero hay otros testimonios en los que se utiliza la palabra «sacerdote» para hablar de los cristianos en general. Así en 1 Pe 2, 5 se les dice a los creyentes: «también vosotros, como piedras vivas, vais entrando en la construcción del templo espiritual, formando un sacerdocio santo, destinado a ofrecer sacrificios espirituales que acepta Dios por Jesús mesías». Y más adelante, en 1 Pe 2, 9: «Vosotros, en cambio, sois linaje elegido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido por Dios, para publicar las proezas del que os llamó de las tinieblas a su maravillosa luz». Y en el Apocalipsis, se dice tres veces que los cristianos son reyes y sacerdotes (Ap 1, 6; 5, 10; 20, 6). Por lo tanto, está claro que, según el Nuevo Testamento, todos los cristianos formamos parte de un auténtico sacerdocio. ¿Qué quiere decir esto? Hay que tener en cuenta que, en los textos de la primera carta de Pedro, se habla no de sacerdotes sino de sacerdocio (hiérateuma). Ahora bien, en griego, los sustantivos terminados en euma tienen una triple connotación: 1) se aplican a personas; 2) a esas personas no se las considera una a una, sino en cuanto que forman un grupo; 3) éste se caracteriza por una función específica 22 . Esto, en definitiva, nos viene a decir que, lo mismo que se dice de los israelitas en Ex 19, 6, los cristianos son sacerdotes, no individualmente, sino corporativamente, en cuanto forman un pueblo 23 . Por 22. Cf. A. Vanhoye, Prétres anciens, prétre nouveau..., cit., p. 277. 23. Cf. Ibid., pp. 291-292.
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lo tanto, los textos de la primera carta de Pedro nos vienen a decir que los cristianos son un conjunto de gente santificada por Dios y capacitada por eso mismo para ofrecer a Dios un culto espiritual. Pero con decir eso no hemos tocado el fondo de la cuestión. Hay que tener en cuenta que el autor de 1 Pe habla del sacerdocio en el contexto de la construcción del templo espiritual. Esto quiere decir que el lugar de la presencia de Dios en el mundo ya no es el templo material, sino la comunidad humana animada por el Espíritu de Dios. Además, al hablar del sacerdocio santo, quiere decir también que el privilegio de cercanía a Dios, que se atribuía a los sacerdotes de las antiguas religiones, es ahora propio de todo cristiano. Y finalmente quiere decir que el modo de honrar a Dios ya no consiste en sacrificios, sino en seguir el impulso del Espíritu, que nos identifica con Jesús, y nos lleva a la entrega a los demás 24 . En el fondo, todo esto nos viene a decir que el hombre agrada a Dios, no en la medida en que practica la religión, sino en tanto en cuanto se entrega a la construcción del templo espiritual, es decir, a la formación de la comunidad humana. He ahí el sentido profundo y verdadero que tiene el sacerdocio de los cristianos. Vivir ese sacerdocio es vivir la solidaridad, sobre todo con aquellos que constantemente se ven excluidos de la solidaridad humana. Vivir el sacerdocio cristiano, por consiguiente, es vivir para la liberación de todos los oprimidos y crucificados de la tierra. Este punto de vista es fundamental. Porque nos libera de todos los falsos espiritualismos con los que frecuentemente nos engañamos los creyentes. Y sobre todo porque nos viene a decir que la solidaridad y la liberación son constitutivos esenciales de nuestra fe cristiana.
VI. LOS PRESBÍTEROS
Se designa en la Iglesia con el nombre de «presbíteros» a los ministros de la comunidad que, con los obispos y bajo su autoridad, predican al pueblo el mensaje cristiano, administran los sacramentos y gobiernan pastoralmente al pueblo de Dios. En el lenguaje usual de la gente se les llama «sacerdotes». La palabra griega presbíteros se aplicaba, en tiempos de Jesús, a los ancianos, miembros del sanedrín, que eran laicos, que provenían de las familias sacerdotales de Jerusalén y de las filas de los letrados l s . En el Nuevo Testamento, es Lucas, sobre todo, el que utiliza esta palabra para designar a los miembros de la comunidad cristiana
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(Hech 11, 26) y especialmente a los hombres de la comunidad de Jerusalén que llevaban la dirección de la misma (Hech 11, 30; 21, 18) como ayudantes de los apóstoles (Hech 15, 2. 4. 6. 22-23; 16, 4). En las cartas pastorales, la palabra «presbítero» se convierte en un título honorífico de los integrantes de un colegio que vela sobre los miembros y la vida de la comunidad (1 Tim 5, 17. 19; cf. 4, 14; Tit 1, 5). Su función principal era la predicación (1 Tim 5, 17) 2é . En los tiempos del Nuevo Testamento, este ministerio de los presbíteros existía en la Iglesia junto a otros ministerios, como ya hemos tenido ocasión de ver. Pero con el paso del tiempo, los otros ministerios fueron desapareciendo, de tal manera que desde finales del siglo II y comienzos del III ya sólo quedan en la Iglesia los tres ministerios que después han pervivido hasta nuestros días: obispos, presbíteros y diáconos 27 . Pero aquí es importante comprender que en esto se trata solamente de una tradición eclesiástica. Esos tres ministerios podrían haber sido más o podrían haber sido otros 2 8 . Durante todo el primer milenio, el presbiterado, lo mismo que el episcopado, se comprendió como un ministerio esencialmente asociado y vinculado a una comunidad concreta. En este sentido, el canon sexto del concilio de Calcedonia declaró que eran inválidas las llamadas «ordenaciones absolutas», es decir, las ordenaciones en las que el sujeto ordenado no era elegido por una comunidad concreta y aceptado por tal comunidad 29 . En el fondo, esta práctica significaba que la ordenación para el ministerio (presbiteral o episcopal) constaba de dos elementos: la imposición de manos por parte del obispo y la designación por parte de una comunidad. Y esto era así porque el ministerio se concebía no sólo como un don de Dios (a eso correspondía la imposición de manos), sino además como un hecho esencialmente comunitario 30 . Téngase en cuenta que, en la antigüedad, se pensaba que la comunidad tenía poder, por derecho divino, no sólo para designar a sus ministros, sino incluso para deponerlos, si es que tales ministros no se comportaban dignamente 31 .
24. J. Mateos, L. Alonso Schókel, Nuevo Testamento, Madrid, 1987, p. 1.103. 25. Cf. L. Coenen, «Anciano.., en L. Coenen, E. Beyreuther, H. Bietenhard, Diccionario teológico..., cit., pp. 122-129.
26. A. Lemaire, Les ministéres aux origines de l'Eglise, París, 1971, p. 127. 27. Se suele decir que la triada de obispos, presbíteros y diáconos ya queda fijada definitivamente en tiempos de Ignacio de Antioquía. Pero es importante tener en cuenta que probablemente las cartas de Ignacio están interpoladas precisamente en los textos que hablan de la jerarquía. Ha estudiado este punto J. Rius Camps, «La interpolación en las cartas de Ignacio. Contenido, alcance, simbología y su relación con la Didascalía»: Revista catalana de teología 2 (1977), pp. 285-371. 28. Cf. J. M. Castillo, «Ministerios», en C. Floristán y J. J. Tamayo, Conceptos fundamentales de pastoral, cit., pp. 632-635. 29. Conciliorunt Oecumenicorum Decreta, ed. J. Alberigo, etc., Bolonia, 1973, p. 90. Para un estudio de este asunto, cf. C. Vogel, «Vacuamanus impositio: l'inconsistence de la chirotonie en Occident», en Mélanges Liturgiques offerts au R. P. Dom B. Botte, Lovaina, 1972. 30. Cf. J. M. Castillo, «Ministerios», pp. 638-639. 31. Así nos consta por la Epist. 67 de Cipriano de Cartago, según el cual el pueblo tiene
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La teología del presbiterado fue elaborada en los siglos XII y XIII por la gran escolástica. Se partía de la relación entre sacerdocio y sacrificio. Y de ahí se concluía que la función esencial de los presbíteros era la celebración de la eucaristía. Por eso, el artículo primero y esencial en la teología tomista del sacramento del orden es la relación entre sacerdocio y eucaristía 32. Esta idea se repite en la sesión XXIII del concilio de Trento, de tal manera que, en este concilio, el ministerio sacerdotal se define por los poderes cultuales, el poder de consagrar la eucaristía y el poder de perdonar sacramentalmente los pecados 33. Además, el concilio afirma que quienes no predican también deben ser considerados como sacerdotes, si es que tienen los dos poderes antes mencionados 34 . Con estas ideas, el concilio de Trento sólo pretendió oponerse a las doctrinas de los reformadores; o dicho de otra manera, el concilio no pretendió ofrecer una imagen completa de lo que debe ser un sacerdote en la Iglesia 35 . Pero es claro que de esta manera se favoreció, en siglos pasados, la figura del sacerdote como el hombre del culto y del altar. De ahí la cantidad de sacerdotes dedicados a tareas sagradas y cultuales, pero al mismo tiempo desentendidos de la misión pastoral de la Iglesia. El concilio Vaticano II ha corregido esta visión unilateral del presbiterado: para comprender lo que es un presbítero, se parte de la teología de la misión, que abarca simultáneamente la triple función de predicar la palabra de Dios, de celebrar los sacramentos y de pastorear al pueblo de Dios. Por lo tanto, el punto de partida y la clave de interpretación de la doctrina del Vaticano II sobre el presbiterado es la misión36. Es la misión de Cristo, en primer lugar; después la misión de toda la Iglesia. Y dentro ya de la Iglesia, la misión específica de los Apóstoles, de los obispos y finalmente de los presbíteros. Por supuesto que en la idea del Vaticano II la «misión» va unida a una «consagración» 37 . Pero lo que no se puede deducir del Concilio es que el ministerio sacerdotal tenga su punto de arranque y su núcleo central en la consagración. Todo lo contrario: la constitución Lumen gentium poder no sólo para designar a su obispo, sino incluso para quitarlo si se comporta de manera indigna. Cf. J. M. Castillo, La alternativa cristiana, Salamanca, 1979, pp. 192-193. 32. Ver: IV Sent., d. 24, q. 2, a. 1 y a. 2, sol.; Sm. Th., III, q. 65, a. 3; q. 67, a. 2. Cf. Y. Congar, «Le sacerdoce du Nouveau Testament. Mission et Cuite», en la obra en colaboración, Vatican II. Les Prétres. Formation, ministére et vie, París, 1968, p. 234. 33. DS 1771. 34. «Si quis dixerit... vel eos qui non praedicant, prorsus non esse sacerdotes: anathema sit». DS 1771. 35. J. M. Castillo, «El ministerio sacerdotal en el magisterio», en J. M. Castillo y R. Rincón, Al servicio del pueblo de Dios, Madrid, 1974, p. 182. En este mismo sentido se pronunció la Conferencia Episcopal Alemana. £/ ministerio sacerdotal, Salamanca, 1970, p. 78. 36. J. M. Castillo, El ministerio sacerdotal en el magisterio, p. 203. 37. Cf. LG 6; 21; 28, PO 2; 7; SC 5; AA 3.
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deriva el ministerio de los obispos de la misión de Cristo y de los Apóstoles (LG 18-20); y solamente después de esto, al hablar de la sacramentalidad del episcopado (LG 21) 38 , entonces es cuando hace mención de la consagración. El mismo proceso de ideas aparece cuando el Concilio explica el ministerio de los obispos: primero lo justifica sólo en función de la misión (LG 24); de la consagración habla al determinar las relaciones del presbiterado con el episcopado (LG 28). El ministerio sacerdotal implica la consagración (y, por tanto, la función sacerdotal), pero no se justifica a partir de ella. La misma mentalidad y el mismo espíritu ha inspirado el Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros. Sabemos, en efecto, que la intención de los redactores fue definir el presbiterado por referencia a la misión apostólica y derivándolo del ministerio episcopal 39 . Ahora bien, el ministerio episcopal (ya lo hemos dicho) se deriva de la misión de Cristo y de los Apóstoles. De lo dicho se deduce lógicamente que el punto de arranque y el núcleo central del ministerio cristiano no es «lo sacerdotal», sino «la misión». Ahora bien, la misión de Jesús es esencialmente misión para los pobres, marginados y oprimidos. Este punto, que es fundamental, ya quedó explicado antes. Por lo tanto, el ministerio del Nuevo Testamento (al que llamamos ministerio presbiteral o ministerio sacerdotal) tiene su razón de ser, su clave de interpretación y su esencia misma en la dedicación y la entrega incondicional a evangelizar a los pobres y a liberar a los cautivos. Esto supone obviamente un talante profético muy acusado. Como supone, por eso también, una gran capacidad para soportar la contradicción y el enfrentamiento, exactamente como soportó tales cosas Jesús de Nazaret. Por lo dicho se comprenden los rasgos nuevos en la vida sacerdotal y religiosa, tal como muchos agentes de pastoral la comprenden en América latina. Sacerdotes y religiosos —muchas veces constituyendo grupos organizados— han buscado participar más activamente en las decisiones pastorales de la Iglesia, sobre todo en el sentido de que ésta rompa sus solidaridades con un sistema injusto y opresor, y opte cada vez más expresa y efectiva38. El envío o misión implica una consagración y se transmite por ella. Esta consagración confiere «cum muñere sanctificandi, muñera quoque docendi et regendi». Queda así superada la indecisión de Trento a este respecto. Sin duda alguna es ésta una de las aportaciones más importantes de la Lumen gentium. Toda la misión apostólica del obispo queda así «sacramentalizada» en beneficio de toda la Iglesia. Cf. H. Denis, «La théologie du presbyterat de Trente a Vatican II», en Vatican II. Les prétres. Formation, ministére et vie, París, 1968, pp. 224-226. 39. Respondiendo a la demanda de un padre conciliar, afirma la comisión redactora: «Maior tamen pars patrum... vult ut sacerdotale Praesbyterorum munus ex Episcoporum muñere quasi derivari ostendatur atque cum eo connectetur». Modi, ad n. 2, 14, 17-18. J. M. Castillo, El ministerio sacerdotal en el magisterio, p. 204.
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mente por los pobres y oprimidos. Además, al implicarse en la praxis de liberación, han redescubierto la dimensión profética de su ministerio y han intentado —en muchas ocasiones con éxito— constituirse en un sector más cercano a la realidad de los pobres y solidario con la causa de los oprimidos 40 . He ahí el cauce por donde debe discurrir la vida de los ministros de la comunidad de la Iglesia, tanto en el caso de los presbíteros, como también en el caso de los obispos. Por último, decir que según la legislación actual de la Iglesia católica latina, sólo pueden acceder al presbiterado los varones que aceptan la ley del celibato eclesiástico. Pero estas dos prescripciones (el ser varones y el ser célibes) no pertenecen a la naturaleza del presbiterado. Se trata de una normativa eclesiástica. Si bien hay quienes piensan que pertenece a la naturaleza del presbiterado el que éste sea sólo para varones. Pero los argumentos que se dan en este sentido son sumamente discutibles 41 .
VII. EL MINISTERIO EPISCOPAL
Se llama «obispos» a todos aquellos que tienen en propiedad el ministerio o cargo querido y fundado por Cristo en su Iglesia y que, por derecho divino y por su pertenencia al colegio episcopal, dirigen una iglesia local, su diócesis, como representativa de la Iglesia total 42 . La institución del episcopado se entiende en relación con la institución de los apóstoles por Cristo. Sabemos, en efecto, que Jesús eligió a doce discípulos para que fueran de una manera especial los servidores de la comunidad (Me 10, 42-45; Mt 20, 25-28). Por otra parte, según Mt 28, 19-20, podemos distinguir tres campos de servicios encomendados a los apóstoles: ellos tienen la misión de enseñar a todos los hombres, de santificarlos por los sacramentos y de hacerles observar las prescripciones del Señor. Cada uno de los apóstoles recibe esta misión en unión con los otros apóstoles, de tal manera que todos juntos constituyen un todo, al que se designa con el nombre de «colegio apostólico». Ahora bien, el ministerio confiado a los apóstoles no había de terminar con ellos. Y aunque es verdad que en el Nuevo Testa40. A. Quiroz Magaña, Eclesiología en la teología de la liberación, Salamanca, 1983, pp. 322-323. 41. Cf. M. Alcalá, La mujer y los ministerios en la Iglesia, Salamanca, 1982, pp. 265-344; K. Rahner, «Priestertum der Frau?»: Stimmen der Zeit 195 (1977), pp. 291-302; E. Schüssler Fiorenza, En memoire d'elle, París, 1983, pp. 291-338. 42. Cf. J. Lécuyer, «Episcopado», en SM II, 617-627; K. Rahner, J. Ratzinger, Episcopado y primado, Barcelona, 1965; Varios, El episcopado y la Iglesia universal, Barcelona, 1966; J. Lécuyer, Colegialidad episcopal, Barcelona 1966; J. Ratzinger, «Implicaciones pastorales de la doctrina de la colegialidad de los obispos»: Concilium 1 (1965), p. 34 ss.
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mentó aparece una gran diversidad de ministerios (como ya hemos visto), entre el que los obispos es uno más, sabemos que desde finales del siglo II o comienzos del III, el episcopado se distingue como el poseedor de la sucesión apostólica. La expresión «sucesores de los apóstoles», para referirse a los obispos, es usual desde Ireneo 43 . Por su parte, el concilio Vaticano II, resumiendo una larga tradición teológica, afirma que al colegio de los apóstoles, con y bajo Pedro, corresponde el de los obispos, con y bajo el obispo de Roma: Así como, por disposición del Señor, Pedro y los demás apóstoles constituyen un solo colegio apostólico, de igual modo se unen entre sí el romano pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los apóstoles (LG 22).
El concilio Vaticano II enseña que «por la consagración episcopal, se confiere la plenitud del sacramento del orden» (LG 21). Esto quiere decir que el episcopado es sacramento en el sentido más propio y literal de la palabra. Ahora bien, este hecho comporta consecuencias de gran importancia. En primer lugar, la consagración episcopal no es un complemento que adviene a un cristiano anteriormente ordenado de sacerdote. Si se confiere a un simple bautizado, da de golpe la plenitud del poder sacerdotal y agrega al cuerpo de los pastores supremos de la Iglesia. Por otra parte, si el episcopado es un sacramento, eso significa que el obispo recibe la plenitud de sus poderes directamente de Cristo y no por delegación del papa. Durante mucho tiempo, se interpretó en la Iglesia el sacramento del orden a partir del presbiterado (sacerdocio) 44 . De donde se deducía que el episcopado no es un sacramento, de tal manera que la diferencia entre el obispo y el presbítero se reducía a que el obispo recibía del papa un poder de jurisdicción sobre los simples sacerdotes y sobre los fíeles en general. Hoy esta concepción resulta inadmisible. Por eso la Iglesia en su totalidad no debe concebirse como una gran diócesis cuyo pastor supremo sería el papa, de tal manera que los obispos locales no serían sino simples mandatarios del romano pontífice. El obispo local es pastor de su diócesis por mandato de Cristo, no por simple delegación del obispo de Roma. El papa es la cabeza del colegio episcopal y con él deben estar unidos todos los obispos del mundo. Pero al mismo tiempo hay que decir que la teología del episcopado debe servir como factor de equilibrio en la Iglesia, para potenciar la significación y la función de las iglesias locales frente 43. Ireneo, Adv. haer., III, 3, 1. PG 7, 848; Harvey II, 8. CF. Y. Congar, «Propiedades esenciales de la Iglesia», en MS IV/1, p. 556. 44. He analizado este punto en mi estudio, El ministerio sacerdotal en el magisterio, pp. 177-197.
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a un posible excesivo centralismo romano. De hecho los episcopados latinoamericanos han desempeñado este papel admirablemente en los últimos años. Tal es el caso del episcopado brasileño en el asunto de Leonardo Boff; o también la intervención decisiva del episcopado peruano en el caso de Gustavo Gutiérrez. Un obispo en particular no es sucesor de un único apóstol, sino que cada obispo pertenece a la sucesión de un apóstol en la medida en que pertenece al episcopado total de la Iglesia. Todo lo que se afirma del colegio apostólico como tal debe también afirmarse del episcopado como totalidad. El primado es primado «en» este colegio, y no «frente» a él. Por lo tanto, el colegio episcopal es la magnitud primaria, que sucede al colegio apostólico, que tiene en el papa su cabeza prevalente, no pudiendo pensarse sin ella; por más que el papa sólo es y puede ser papa en cuanto miembro y cabeza de este colegio 45 . El ministerio de los obispos se comprende y se interpreta a partir de la misión de Cristo y de los apóstoles. El concilio Vaticano II es muy claro en este sentido (LG 18-20). Ahora bien, como ya se ha dicho en otro momento, la misión de Cristo fue esencialmente liberadora. De ahí que la misión de los obispos ha de serlo también. Por eso, como se ha dicho muy bien, es innegable que a nivel del episcopado se ha producido, en América latina, un redescubrimiento de la dimensión profética del ministerio evangelizados Dimensión profética que se hace posible a partir de una progresiva y radical desolidarización respecto de un sistema injusto y opresor, y una opción decidida por los pobres y oprimidos. Y que se expresa como anuncio efectivamente historizado del mensaje de salvación y como denuncia del pecado hecho presencia persistente en las estructuras sociales. No cabe duda de que el evangelio así anunciado vuelve a sonar como buena noticia para los pobres, y que la praxis de liberación encuentra respaldo en quienes se sitúan con libertad cristiana ante las clases dominantes y los gobiernos represivos. Otro rasgo importante de este nuevo estilo de ministerio episcopal lo constituye su resuelto intento de convertirse en voz de los que no la tienen. Con lo cual, en la práctica, han impulsado el que puedan tenerla tanto en el ámbito extraeclesial como al interior de la Iglesia. No debe dejarse de lado que en todo esto ha sido decisiva la cercanía a los pobres —y también la pobreza propia—. Ello ha ido produciendo, en las relaciones al interior de la Iglesia, una apertura y una forma más auténticamente servicial de realizar el ministerio. Servicialidad pastoral que, en ocasiones, ha verificado el máximo criterio de dar la vida por las ovejas 46 . Los ejemplos de monseñor Angelelli, en 45. Cf. Y. Congar, «Propiedades esenciales de la Iglesia», pp. 600-605. 46. A. Quiroz Magaña, Eclesiología en la teología de la liberación, pp. 324-325.
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Argentina, y monseñor Osear A. Romero, en El Salvador, son elocuentes en este sentido. VIII.
UN PAPA DE LOS POBRES
No se trata aquí de repetir toda la argumentación teológica, que se ha elaborado en la Iglesia católica, para demostrar el primado del obispo de Roma 4 7 . Se trata de comprender el papel que debe desempeñar el Romano Pontífice en el compromiso global de la Iglesia por la liberación de los pobres. Ahora bien, en este sentido es importante recordar un texto fundamental del concilio Vaticano II: El Pastor eterno edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles como él mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn 20, 21), y quiso que sus sucesores, los obispos, fuesen en la Iglesia los pastores hasta la consumación de los siglos. Pero, para que el episcopado mismo fuese uno solo e indiviso, estableció al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro, y puso en él el visible y perpetuo principio y fundamento de la unidad de fe y de comunión (LC 18).
En este texto el Concilio quiere decir que la misión de Pedro se entiende en relación a la misión de los Apóstoles, así como la misión de los Apóstoles se entiende en relación a la misión de Jesús. Ahora bien, ya hemos visto en qué consistió esencialmente la misión de Jesús y de los Apóstoles: fue esencialmente una misión liberadora, dirigida hacia los pobres y oprimidos de la sociedad. Por consiguiente la misión de Pedro no tiene otra razón de ser que sostener e impulsar a los Apóstoles en el cumplimiento de su misión. Y de la misma manera hay que decir que la misión del sucesor de Pedro no es otra que sostener también e impulsar a los obispos para que cumplan fielmente la misión que se les ha encomendado. Esto quiere decir que, al igual que los obispos y al frente de ellos, el papa tiene que ser el que «preside en la caridad», según la conocida expresión de Ignacio de Antioquía, es decir, el que preside en el compromiso por la liberación de los pobres y oprimidos de este mundo. En este sentido, la misión del papa no es controlar y menos aún suplantar a los demás obispos, sino vigilar para que los supremos pastores de la Iglesia se mantengan fieles en el cumplimiento de su misión liberadora. Esta visión del papado comporta un planteamiento fundamental en el orden de la ideas 47. Un buen resumen en este sentido, con bibliografía abundante en Y. Congar, «•Propiedades esenciales...», pp. 582-605.
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teológicas, a saber: que el papa no actúa nunca aislado del colegio episcopal, sino siempre como cabeza del mismo; y por lo tanto en comunión de misión con el mismo. En este sentido, ha escrito acertadamente Y. Congar: La sucesión apostólica en los poderes del ministerio no es de Pedro solo, sino del colegio como tal, siendo Pedro el corifeo de ese colegio. A este respecto, la autoridad del papa es una autoridad en el colegio. Pensamos que aquellos que, siguiendo a Cayetano y Belarmino, se han dejado dominar por una idea abstracta de la condición de «vicario de Cristo» propia del sucesor de Pedro y han llegado así a afirmar una monarquía pontificia, olvidan la realidad del colegio apostólico y la del colegio episcopal. En el fondo, para Cayetano, y más aún para Belarmino y Suárez, no hay sucesión que se derive de los apóstoles y de su colegio en cuanto a la jurisdicción: para ellos no hay sucesión en el poder de gobernar la Iglesia universal más que a partir de Pedro. Tal postura sacrifica la realidad del colegio a una monarquía papal que no se encuentra apoyada por los textos del Nuevo Testamento ni por los hechos y testimonios de la historia antigua de la Iglesia; se trata de una deducción de la escolástica medieval, que ignoraba la colegialidad y que no supo tomar posición en favor del poder papal contra las tesis conciliaristas más que llevando la idea de «vicario de Cristo» hasta una concepción monárquica, enteramente inadecuada para expresar la realidad en cuestión. Esto llevaría a no ver más que una sucesión apostólica de Pedro y a desconocer la de los demás apóstoles 48 .
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sobre el colegio de los obispos, que tienen por cabeza al sucesor de Pedro (LG 22) 49. Las consecuencias prácticas que todo esto lleva consigo son fáciles de comprender. En primer lugar, todo esto tendría que llevar a una mayor descentralización en el gobierno de la Iglesia universal, dando mayor autonomía a las iglesias locales, sobre todo a la hora de organizar sus compromisos concretos en la lucha por la liberación de los pobres y oprimidos. En este sentido de la mayor descentralización, se ha sugerido la conveniencia de potenciar la antigua organización de la Iglesia en forma de patriarcados. Por eso se ha pensado que el patriarcado de América latina tendría un significado y unas tareas que cumplir, que irían lógicamente en la línea de lo que han enseñado Medellín y Puebla. En todo caso, el robustecimiento de las conferencias episcopales es fundamental en este sentido. Otra forma de intervención del papa de los pobres iría en la línea de vigilar para que las iglesias ricas del Primer Mundo no reproduzcan formas camufladas de dominación sobre las iglesias pobres del Tercer Mundo 5 0 . De la misma manera habría que revisar a fondo el papel concreto que desempeñan los nuncios en los países del Tercer Mundo. Así como llegar a una mayor presencia de las iglesias del Tercer Mundo en la organización y funcionamiento de la Curia Romana.
Todo esto nos obliga a un replanteamiento en el delicado asunto de las competencias del obispo local y del primado: a este problema no se le puede dar una solución desde una visión monárquica simplemente, sino desde la comprensión del primado como cabeza del colegio episcopal, que es el punto de vista en el que constantemente se sitúa el concilio Vaticano II. En este sentido, la constitución Lumen gentium se propone: Ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y Cabeza visible de toda la Iglesia, gobiernan la casa del Dios vivo (LG 18).
Como se ha dicho muy bien, el esquema ya no es piramidal. Ya no se va del papa a los obispos —poniendo todo el peso en el primero, con riesgo de que los segundos se pierdan en el vacío—, sino de los obispos al papa. Siempre, y a base de un «juego» de afirmaciones que se equilibran mutuamente, se tendrá cuidado de recordar que Cristo edificó su Iglesia no exclusivamente sobre Pedro, sino sobre los Apóstoles, que tienen a Pedro por cabeza; y, por lo tanto, no sobre el pontífice romano exclusivamente, sino 49. J. M. Tillard, El obispo de Roma, Santander, 1986, p. 57. 50. A. Quiroz Magaña, o. c, p. 327.
48. Ibid., p. 600.
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La práctica pastoral de los ministerios en las iglesias del Tercer Mundo y la correspondiente práctica teórica de fundamentación teológica de esa praxis ministerial son, como dt}o Gustavo Gutiérrez de toda teología y praxis de liberación 1, no tanto un nuevo tema para la reflexión, cuanto una nueva manera de ejercer el ministerio en la Iglesia, en y desde el mundo pobre, por sujetos ministeriales que son los pobres de Jesucristo. Esa nueva manera de practicar el ministerio en la Iglesia no significa una ruptura ni con la práctica ni con la teología de los ministerios tradicionales. Pero tampoco está, sin más, en continuidad cualitativa con ellos; es una forma cualitativamente diversa. Tal vez por eso, en América latina preferimos hablar de ministerios diversos más que de ministerios nuevos. Porque alguien, desprevenido o malicioso, pudiera contraponer en forma excluyente los «nuevos» ministerios a los tradicionales. O porque los nuevos ministerios bien pudieran ser nada más que una nueva forma modernizada y progresista de las mismas prácticas ministeriales de siempre. O porque los «nuevos» ministerios bien pudieran ser nada más que una condescendiente ampliación participativa de funciones clericales usuales a nuevos sujetos, incluso a laicos, para servicios y oficios que se mantienen en idénticos derroteros ministeriales de lo acostumbrado. Trazar, pues, la específica fisonomía de los ministros y ministerios de las iglesias pobres en la línea de la liberación nos lleva a presentarlos como ministros y ministerios «de base», para lo cual se hace indispensable diferenciarlos de ciertos ministerios que hoy surgen «de arriba» y que, en cuanto tales, podrían ser «nuevos», 1.
G. Gutiérrez, Teología de la liberación: Perspectivas, Salamanca, 1973, p. 40.
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pero no diversos; o de ministerios que «de arriba» hoy se les hace descender a «abajo». O que «de arriba y de abajo» se ponen al servicio de «la base», pero que no son la ministerialidad propia de «la base». Situar en su contexto específico y propio los ministerios de «la base» nos lleva a señalar su origen y su relación múltiple con el drama económico, socio-político, cultural y eclesial del mundo pobre. Nos lleva, además, a mostrar las relaciones de los ministerios y ministros «de base» con el proyecto de un nuevo modelo de Iglesia y de sociedad. Nos lleva, en fin, a señalar a los sujetos ministeriales, que son los empobrecidos de la tierra, privados secularmente de su ministerialidad, de su sacerdotalidad, de su protagonismo en la Iglesia y en la sociedad, de su insustituible misión y vocación laical y de su propio estatuto sacramental. Acercar al lector a lo anterior es ofrecerle el concepto fundamental de la teología de la liberación sobre los ministerios laicales, y una visión que refleja más una práctica pastoral que una teoría teológica. 1. LOS «NUEVOS MINISTERIOS LAICALES» EN EL PROGRESISMO TEOLOGICO-PASTORAL
La irrupción de «nuevos ministerios laicales» en la Iglesia del postconcilio tiene que ver con las determinaciones del Vaticano II de restaurar el diaconado como grado permanente de la jerarquía y de permitir que ese diaconado sea ejercido por laicos, incluso casados 2 . El auge ministerial laical tuvo que ver, además, con los debates y peticiones que durante el Concilio reclamaban la supresión o revisión de las «órdenes menores» (ostiariado, lectorado, exorcistado, acolitado) y del subdiaconado, que llegaron a ser en la Iglesia latina nombres vacíos y ministerios sin contenido, a no ser que se tratara de peldaños promocionales de los clérigos en su ascenso al presbiterado o sacerdocio. El asunto de «nuevos ministerios» pasa también por las determinaciones del papa Pablo VI de transformar esas «órdenes» decorativas en servicios y ministerios, específicamente en el lectorado y acolitado, que pudieran también ser ejercidos por hombres seglares, en forma permanente y no por ordenación clerical, sino por institución, sobre el fundamento de la dignidad bautismal y de la misión propia de todo cristiano 3 . Esos ministerios conocieron una sugerente ampliación en la Carta del mismo Pablo VI sobre El anuncio del evangelio, en la línea de catequistas, animadores de la oración 2. 3.
LAICALES
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LG 29. Pablo VI, Ministeria quaedam, agosto de 1972.
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y del canto, servicio de la Palabra, asistencia a los necesitados, jefes de pequeñas comunidades, responsables de movimientos apostólicos, además de otros servicios que pudieran ser de utilidad en la Iglesia*. La intención de fondo de esta restauración ministerial era, sin duda, la de retornar al realismo del ministerio, pasados los días del nominalismo de funciones-fantasma; la de amplificar la participación de los laicos para contrarrestar en alguna medida el habitual monopolio clerical; y la de reconocer al bautismo como verdadera fuente de ministerios en la Iglesia, diversos a los ministerios que se confieren por el sacramento del orden. Si hay aquí progresos teológicos, tal es el mérito del progresismo. Pero en lo doctrinal mismo y, sobre todo, en lo práctico, el progresismo se quedó, una vez más, a mitad de camino. Porque la introducción de categorías tales como «ministerios ordenados» y «ministerios sin orden sagrado» o «ministerios confiados a los laicos», como dice Puebla 5 , refuerza las prácticas de profunda brecha divisoria y de separación entre clérigos y laicos, ordenados y no ordenados, que alimentan la figura de ministerios principales y secundarios, ministerios constitutivos de la Iglesia y ministerios de laicos que se perciben como de simple ayuda a la jerarquía para que ella realice su misión; y eso en ciertas funciones y en oficios marginales, sin entronque ni en la responsabilidad real en la Iglesia ni en la transformación y el cambio social y eclesial. Y no es porque entre el sacerdocio de los fieles y el ministerio conferido por el orden no haya o no deba haber diferencia esencial 6 , sino porque esa diferencia esencial no quiere y no puede significar que los ministerios que fluyen del bautismo sean, con respecto a los que fluyen del orden, ministerios menores, inferiores, secundarios, menos importantes o menos constitutivos de la ministerialidad de la Iglesia. San Pablo tiene mucho que enseñar aún sobre las funciones orgánicas, pero no inferiores ni superiores, en un cuerpo total de única dignidad y de diversificada funcionalidad ( 1 Cor 12, 12-31). Además, en la restauración efectuada, el espacio para el ejercicio de estos «nuevos ministerios» está señalado por el servicio a la Palabra y al Altar, es decir, en un contexto de culto que delimita y circunscribe las funciones de los ministerios «nuevos». Se trata, pues, de ministerios litúrgicos, no de ministerios de misión y envío, de presencia y testimonio, de acción transformadora en la realidad misma de la sociedad y de la Iglesia. Tal es el caso del diácono, a quien se le señalan con detalle sus funciones 4. 5. 6.
Pablo VI, Evangelii nuntiandi, diciembre de 1975, n. 73. Puebla 804, 805. LG 10.
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rituales, sacramentales, litúrgicas y cultuales, pero casi nada de sus responsabilidades apostólicas y verdaderamente ministeriales en un horizonte específico y propio de servicio a la comunidad eclesial y a la sociedad. Tal es el caso también del lector, a quien se le indica como responsabilidad y competencia hacer las lecturas en la asamblea litúrgica. Es el caso, en fin, del acólito, cuya tarea consistiría en ayudar al sacerdote y al diácono en la celebración eucarística, a semejanza del clásico monaguillo distraído. Una vez más se tiene la impresión de que el progresismo teológico-pastoral llega hasta sacudir el polvo a lo de siempre, pero no a innovar, remando mar adentro, quizás en dirección de lo desconocido y de lo no sabido. Es, pues, una lástima que el origen probable de los diáconos, como servicio a las mesas de los huérfanos y de las viudas (Hech 6, 1-7), no inspire la reestructuración de un diaconado para hoy, que oficie en medio del agudo conflicto social, de las ideologías opresoras, del reparto injusto, de las tenencias desaforadas, del mercantilismo y consumismo, de la marginalidad y del subdesarro11o, del desempleo y subempleo, del hambre cruel de las dos terceras partes de la humanidad. Es decepcionante que la práctica de la Iglesia antigua y que la misma semántica del vocablo «acólito» (akolutheo, ofrezco compañía) no inspire un ministerio de acompañamiento y de consolación cristiana, allí donde se vive y se agoniza en el anonimato, en el desconsuelo y en la soledad de una chabola, de un hospital, de una cárcel, de un asilo para indeseados. Es muy triste, en fin, que el ministerio del lector venga a ser una función efímera y casi inocua, y no el ministerio del seglar especialista en la Palabra, que lee (legit) y que entiende {intus-legit) y por eso expone, enseña, ilumina, guía la iluminación de nuestras praxis cristianas, políticas y sociales con la luz indeficiente del evangelio y de las Escrituras cristianas. Por lo demás, el desequilibrio ministerial es incrementado por la determinación de que el clérigo aspirante al presbiterado deba ser previamente equipado con los ministerios del lector, del acólito y del diácono. Porque aquello que en los laicos se supone que debe ser un ministerio permanente, sobre la base de un carisma discernido y serio, y hasta de una formación responsable, en los clérigos pasa a ser un ministerio transitorio, requisito jurídico o método pedagógico para dos, seis meses o un año. Se llega así de nuevo a lo mismo que se rechazaba: a ese nominalismo vacío de unos ministerios que no se ejercen, para los que no existen ni idoneidad humana ni carisma correspondiente, como tampoco la responsabilidad ante la comunidad cristiana para un servicio eficaz, estable y permanente. Por no mencionar el derecho que uno tiene a preguntarse por la razón teológica o dogmática de que el clérigo haya de tener el carisma y la idoneidad ministerial propia 322
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del lector, a los pocos meses la de acólito, y en plazo breve la de diácono; simplemente para que, como presbítero, pudiera ser como una colección ministerial. Y para que el obispo reúna en sí todos los carismas y ministerios juntos, que lo convertirían, si fueran ministerios reales, en el hombre orquesta y en un verdadero fenómeno de habilidades humanas y de carismas espirituales. Así hay quienes leen hoy la canónica y medieval «plenitud de potestad» y «plenitud del sacerdocio». Se han necesitado, en fin, varios lustros antes de que la autoridad competente se decida a modificar la determinación de que los ministerios de laicos «según la venerable tradición de la Iglesia, se reservan a los solos varones» 7 . La cierta liberalidad hacia ministerios laicales femeninos, que afloró en el Sínodo de 1987, podría significar el incluir a la mujer en formas ministeriales, pero que se perciben hoy en la Iglesia como menores y subalternas, y su definitiva exclusión de las formas ministeriales que se perciben como mayores, principales y constitutivas. Así, los ministerios oficiales podrían seguir siendo, como ciertos perfumes, sólo para hombres. II. EL DESPLAZAMIENTO PROGRESISTA DE «ARRIBA» HACIA «ABAJO»
Los ministros y ministerios de las Iglesias pobres son ministros y ministerios «de base». Describrirlos supone registrar las acciones ministeriales eclesiales de aquellos grupos humanos que sociológica y teológicamente pueden ser denominados «de base». Esclarecerlos cuidadosamente es tanto más necesario, cuanto más persistente es la confusión que se origina por la habilidad del aparato eclesiástico para apropiarse de las categorías y de los vocablos, pero no de las realidades significadas por ellos. Es así como, hoy, cualquier teología progresista se etiqueta de «liberadora». Los grupos más recalcitrantes en la Iglesia se autodenominan de «comunión y liberación». Y cualquier clásica cofradía, asociación o movimiento se cobija bajo el prodigado término «de base». Los ministerios «de base» son los típicos del mundo de los pobres. Debemos caracterizarlos más adelante, pero hay que decir desde ahora que, desde la experiencia «de base» y desde esa conceptualidad, es desde donde debe medirse el alcance y las limitaciones transformadoras de la realidad que puedan tener, o no tener, esas otras prácticas ministeriales «nuevas» que, a su modo y desde sus contextos, estén siendo desbloqueadoras de un ministerio eclesial que llegó a operar desde «arriba» y que hoy tiende a desplazarse hacia «abajo». 7.
Pablo VI, Ministeria quaedam, VII.
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1.
La familia
La familia, por ejemplo, ha reconquistado un lugar sobresaliente en el horizonte ministerial de la Iglesia, a raíz de la renovada conciencia de que la familia constituye la primera célula de la sociedad y de la Iglesia, y que es verdaderamente «Iglesia doméstica» 8. Entonces llega a ser también primer sujeto ministerial de la Iglesia en ese campo privilegiado del amor y del don de sí, del recíproco acompañamiento y perfeccionamiento humano y cristiano, de la educación de los niños y de su primera evangelización, del primer testimonio vital tanto humano, como cristiano, de maestra primera de los valores, de las virtudes, de los hábitos de comunión, de participación, de solidaridad. Se trata de una ministerialidad «nueva» y de «abajo», laical y participativa. Pero en ese progreso ministerial permanece totalmente indeterminado, no dicho y no abordado, el tipo de sociedad y de Iglesia de la cual la familia ha de ser primera célula y primer núcleo ministerial. Y la determinación o indeterminación de asunto tan capital es un evidente condicionante de la calidad y de la orientación de los ministerios que se ejercen en ese santuario que es la «Iglesia doméstica». Porque si es núcleo primario y célula de una sociedad y de una Iglesia acrítica, instalada, nivelada con el orden imperante en lo socio-económico y político-cultural, la familia ejercerá un ministerio educativo, evangelizador y transmisor de valores y de hábitos, ciertamente en forma «nueva» y desde «abajo», pero en unión y continuidad, consciente o inconsciente, con lo que está siendo opresor, explotador y dominador, negante por sí mismo de lo fundamentalmente evangélico y liberador. Es que la responsabilidad ministerial de la «Iglesia doméstica» no puede estar desarticulada de su responsabilidad ética, política, social y cultural.
2.
Grupos y
movimientos
Algo similar debe decirse con respecto a la eclosión de grupos y movimientos que el cardenal Ratzinger calificó de «nueva primavera pentecostal» y que en su Informe sobre la fe viene a ser lo único positivo en ese panorama sombrío que él traza sobre la Iglesia del postconcilio 9 . La tradicional «Acción Católica», que antes del Vaticano II fue como la última oportunidad para la organización laical y para su tímido apostolado en dependencia de la jerarquía, ha conocido ahora una nueva versión en los grupos y 8. 9.
LG 11; GEM 3; AA 11; Juan Pablo II, Famtliaris consortio, passitn; Puebla 587-589. J. Ratzinger, Informe sobre la fe, Madrid, 1985, pp. 48-51.
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movimientos de oración, renovación carismática, focolari, cursillos de cristiandad, comunión y liberación, talleres bíblicos, movimientos familiares y de esposos, comunidades de vida cristiana, grupos juveniles, institutos seculares, etc. Tal vez porque se caracterizan por la ausencia de mediaciones analíticas y de compromisos efectivos en el plano de la liberación de los pobres y de la transformación de estructuras abominables, estos grupos y movimientos son apoyados y dinamizados por el alto gobierno de la Iglesia, quizás como contrapartida a las comunidades «de base» y a una ministerialidad revolucionaria y transformadora de la realidad, tanto eclesial como social y política. Pero, de todas formas, en los grupos y movimientos debe reconocerse una ministerialidad «nueva» y de «abajo» que se desarrolla en círculos generalmente pudientes, en los que florecen estos movimientos, y en la línea formativa de sus miembros, en lo celebrativo de su fe, en lo comunitario y participativo, en lo terapéutico grupal, en lo asistencial a los pobres y necesitados. 3.
Las parroquias
También las parroquias, tradicionales o progresistas, ensayan nuevas formas de participación ministerial desde el «arriba» clerical hacia lo de «abajo» laical. La catequesis pre-sacramental de niños y de adultos corre, generalmente, por cuenta de muchachos y muchachas, de religiosas y señoras de la parroquia. Las celebraciones litúrgicas son servidas y animadas por lectores, cantores y monitores. En el tejido parroquial se entrecruzan los grupos juveniles, los talleres de expresión cultural y artística, los visitadores familiares, las brigadas de salud, los animadores de la recreación comunitaria y del deporte, los asesores psicológicos, los recolectores y distribuidores de víveres para las personas y los sustratos comunitarios más deprimidos, los voluntarios para autoconstrucción de vivienda o de servicios comunes. La pastoral profética y litúrgica y la pastoral social son los polos que aglutinan un trabajo mucho más de equipo que antes, más participativo e integrador de las cualidades y aptitudes de los miembros de las comunidades parroquiales para un trabajo común y articulado. Las parroquias ensayan incluso su transformación en red de comunidades menores y de grupos que contrarrestan el gigantismo territorial, el anonimato, la masificación, el burocratismo y la formalidad que fueron endémicas en la parroquia, especialmente en la urbana. Entonces la parroquia renovada viene a ser como un oasis en medio del asolado panorama de nuestra sociedad con su drama político, económico y cultural. La parroquia progresista opera generalmente en medio del desempleo y subempleo de los 325
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parroquianos y de su pobreza casi absoluta, y convive o coexiste con las peores injusticias de un ordenamiento social contrario a los valores que proclama el evangelio del Reino. Y en tanto que la parroquia se renueva hacia dentro, el gran monstruo social permanece intocado e inalterado por la parroquia renovada y por ¡os «nuevos» ministerios que esta vez desde «abajo» reeditan las mismas fallas de los modelos eclesiales clásicos y de los ministerios de siempre. III. EL DESPLAZAMIENTO MINISTERIAL DE «ARRIBA» Y DE «ABAJO» HACIA LA «BASE» Si en el progresismo la nota característica ha sido el desplazamiento de ministerios de «arriba» hacia «abajo», como queda ejemplificado, en la experiencia latinoamericana y tercermundista el desplazamiento se condensa en la expresión compleja y, para algunos confusa, de «opción por los pobres». Y es porque los pobres, tanto en el sentido bíblico-teológico como el socio-económico, constituyen la gran mayoría de los seguidores de Jesús, reunidos en Iglesia en nuestros países. Entonces la Iglesia tiene que pasar ineludiblemente por la realidad de la pobreza 10 , sin que pueda permitirse el rodeo del judío y del sacerdote para no enfrentar la pavorosa situación del que cayó en manos de ladrones y salteadores, que lo han dejado medio muerto. Desde entonces la Iglesia se reencuentra a sí misma como Iglesia pobre (Ecclesia pauper), Iglesia de los pobres (Ecclesia pauperum) e Iglesia liberadora de la miseria y de las condiciones inhumanas o infrahumanas de vida, que son incompatibles con la pobreza evangélica, producto de ordenamientos socio-políticos y económicos repudiables y el medio de muerte en que se debaten las grandes mayorías en nuestros países. No entramos aquí en la significación, alcance y consecuencias que debe tener la «opción por los pobres» n , pero sí descartamos que se trate de una opción hecha por una porción rica, instalada y satisfecha de la Iglesia, que se abaje paternalistamente hacia la otra porción de parias del destino. Tampoco puede significar una melodramática opción sentimental y efímera que lleve a condolerse del infortunio general de los pobres de Jesucristo, pero que no lleve a tomar opciones políticas y revolucionarias que subviertan las causas reales de la miseria o que prescindan de las mediaciones socio-analíticas que develen los mecanismos de la opresión o que 10. Medellín, II Conferencia del Episcopado Latinoamericano, La pobreza de la Iglesia, Bogotá, 1968. 11. De lo muy abundante sobre el tema, citemos la reciente y magistral síntesis de J. Pixley y C. Boff, Opción por los pobres, Madrid, 1986.
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no planifiquen las estrategias y las tácticas para organizar la esperanza cristiana de los pobres. Es que la opción por los pobres, sin la praxis de liberación de los pobres, es como el mercader inmensamente rico en agujas que le repitió a María el acostumbrado discurso erudito, teológico y ortodoxo sobre las bondades de dar y de ayudar, pero que no le prestó a la madre de Jesús la aguja que encarecidamente solicitaba para remendar el vestido rasgado de su Hijo u . Por eso, en el marco de esa opción por los pobres, más o menos realista, hay que constatar un hondo y sistemático desplazamiento de ministerios de «arriba» y de «abajo» hacia la «base» empobrecida y subyugada. 1.
Maestros y enseñantes
Mencionamos, en primer lugar, el servicio y ministerio que está ejerciendo hoy ese incontable número de maestros y enseñantes en los diversos niveles y entidades —formales o no, eclesiásticas o no— en el campo de la educación popular. Implementan ellos una educación liberadora, no tanto para tener, sino para enseñar a ser. No tanto para escribir, sino para enseñar a escribirse con toda la autonomía de lo propio personal y cultural. No tanto para leer, sino para enseñar a leerse y a interpretar el gran texto de la vida y de nuestra historia-ahí. No para el goce narcisista y economicista del saber, sino para enseñar a vivir en la solidaridad y participación. No para reeditar los mismos modelos sociales comprobadamente opresores, sino para enseñar a buscar otros posibles en estructuras más humanas y fraternas. En esa educación liberadora, cualitativamente diversa a la acostumbrada en el statu quo, está presente el análisis crítico de nuestra realidad, la formación de la conciencia cívica y política y el diseño ético y moral de nuestras responsabilidades como hombres y como cristianos desde estos bajos fondos del submundo 1 3 .
2.
Científicos sociales
Además, los científicos sociales están ejerciendo un ministerio, tanto más repudiado y perseguido, cuanto más se pone al servicio de la causa liberadora de los pobres. Los métodos y el saber de las ciencias crítico-sociales han sido puestos por ellos al servicio de la «base» para permitirle que lea la realidad económica, política y 12. 13.
J. Gibrán, El loco, versión de Sfair, Medellín, 1968, p. 19. Cf. E. Dussel, Etica comunitaria, Madrid, 1986.
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cultural de la que es víctima, y para que haga desde ahí las opciones políticas y estratégicas que exige el caminar liberador de los pobres. Ese camino de liberación humana y cristiana está pasando, pues, por el ministerio comprometido de los economistas, politólogos y sociólogos que, desde el «arriba» de sus ciencias, sirven al despertar de la «base», a su formación y organización. 3.
Artistas
Los artistas, acercándose al alma popular, se han dado a la tarea de rescatar de las ruinas dejadas por nuestro genocidio cultural, el espíritu de nuestra América indígena. Se ha tratado de un verdadero rescate y liberación del hombre, secularmente subyugado por la conquista y la dominación y ahora por el neocolonialismo de las modas y de los modelos, de las ideologías y de las propagandas, de las músicas y parlas, de las visiones y de las religiones con que se aniquila y se sustituye lo nuestro: nuestra raza, nuestros valores, nuestras expresiones, nuestra religiosidad, nuestra lengua y folclor, nuestra cultura y cosmovisión, nuestros mitos y nuestro talante. Ellos no son inferiores ni vergozantes, sino diferentes y alternantes con las culturas de la metafísica, del consumismo y de la conciencia diferenciada, posiblemente incapaz para lo plástico y lo poético, para el mito y la ensoñación. El gran movimiento de nuestros artistas populares, pintores y músicos, escultores y literatos, es uno de los ministerios que hoy reconstruyen el ser del hombre pobre y débil, inmensamente rico en tradiciones y cosmovisiones, diversas al statu quo y a la dominación. 4.
Comunicadores
sociales
Otros, desde el «arriba» de su tener, de su poder y saber, están oficiando ministerialmente en ese mundo de una comunicación social desde el pueblo y para el pueblo, por cierto a contravía de los canales oficiales de comunicación al servicio de la penetración ideológica y cultural. Su ministerio pone a disposición del pueblo y de la «base» ese libro y esa cartilla, ese mural y ese material de taller que concientiza y ejercita para la conciencia crítica, para el análisis de la realidad, para la educación hacia la liberación humana y cristiana.
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y de servicio evangélico en la gran causa de la liberación de los pobres de Jesucristo 14 . Y si el pudor aconseja no escribir nombres, todos sabemos que la liberación de los pobres en las Iglesias del Tercer Mundo está pasando a través del servicio episcopal que se va desplazando desde «arriba» hacia la sede de los pobres y va dejando vacante la sede del confort, del honor y de las dignidades mundanas y vanas, así como la real o aparente alianza con los antiguos y modernos dominadores. Es que «ser obispo al estilo de Helder Cámara se puede ser con tranquilidad, porque así se arriesga la cabeza y el cuello con los pobres. Pero hay que pensar bien en dónde se hallan las sedes episcopales, o como se las quiera llamar hoy, en las que no conviene sentarse, aun cuando pueda demostrarse que son indispensables en la Iglesia» 15. A su vez, el ministerio de presbíteros en esa misma línea de servicio evangélico liberador está engrosando el martirologio de nuestra América pobre, como el trigo en el surco que asegura la espiga cargada de mañana. 6.
Religiosos
El generalizado desplazamiento de los religiosos, hombres y mujeres, hacia la inserción en el corazón del mundo marginado y empobrecido está demostrando su anterior aburguesamiento y su preferente atención apostólica al mundo de «arriba», opulento y pudiente. Va mostrando también los niveles de compromiso cierto y eficaz que va desde ese periférico y externo cohabitar geográfico con los pobres, no carente de ilusionismo y vanguardismo inoperante, hasta esa renuncia real al poder y al tener que vuelve a hacer del religioso y de la religiosa un pobre de Jesucristo que camina con los pobres, hombro a hombro, en la tortuosa calle de la subyugación y de la liberación. Desde ahí, los religiosos, hombres y mujeres, están reeditando esas formas de servicio ministerial en que fueron insignes, según sus carismas, y que van desde la cama del hospital hasta la educación de la juventud trabajadora, desde la cárcel hasta el ancianato o hasta la misión perdida con nuestros indígenas. Otros no reeditan, sino que ensayan nuevas formas de presencia ministerial en las resbalosas fronteras de lo político, en
El vertebral e insustituible ministerio episcopal de la Iglesia está reencontrando hoy su larga y bien ganada tradición de amor eficaz
14. Ver E. Dussel, El episcopado latinoamericano y la liberación de los pobres: 1504-1620, México, 1979; J. Hernández, «El episcopado latinoamericano ¿esperanza de los oprimidos?»: Estudios Centroamericanos 32 (1977), pp. 749-770; J. Maríns, Praxis de los Padres de América latina: Documentos de las Conferencias Episcopales desde Medellín hasta Puebla, Bogotá, 1978. 15. K. Rahner, «Palabras de Ignacio de Loyola a un jesuíta hoy», en K. Rahner-P. Imhof, Ignacio de Loyola, Santander, 1979, p. 22.
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5.
Obispos y presbíteros
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el cruce peligroso de las ideologías y en los círculos de notables que debaten y deciden la suerte de los débiles. 7.
Teólogos
Mencionemos, en fin, el servicio o ministerio de los teólogos de profesión y oficio que están siendo evangelizados por los pobres y que entonces reorientan su ministerio hacia una teología narrativa, de raigambre popular, acompañante de los procesos de la gente del pueblo, y no por ello menos rigurosa y científica. Muchos teólogos del Tercer Mundo entregan su ciencia, el poder de su saber, su tiempo y su prestigio convertido en desprestigio, al servicio incondicional de los pobres de Jesucristo y a su dignificación humana y cristiana. Muchos teólogos de «arriba» se hacen de «abajo», piensan y sienten como la «base», se identifican en vida e intereses con ella, y a través de un ministerio teológico perseguido y martirizado, devuelven paulatinamente al pueblo la usurpada prerrogativa de hacer teología.
IV.
LOS MINISTERIOS DE LA «BASE»
Las personas, grupos y comunidades de «arriba» o de «abajo», que trabajan en perspectiva de la «base», están ejerciendo hoy una ministerialidad amplia, benéfica, diversificada y renovadora de la usual ministerialidad de la Iglesia, que fue casi siempre clerical, no laical, no participativa, no comunional. Esa ministerialidad, que anteriormente hemos ejemplificado, no puede llamarse ni ser confundida con los ministerios de la «base». Porque, siguiendo a Puebla, piensan algunos que la «base» es cuestión de números y no de calidad. Puebla, en efecto, en el lugar en que presenta su concepción de las comunidades eclesiales de base, trasmite una concepción de «base» en términos preferentes de número, en cuanto que la comunidad eclesial sería de «base» por «estar constituida por pocos miembros, a manera de célula de la gran comunidad» 16. Con tal criterio cuantitativo, estas comunidades podrían darse lo mismo «abajo» que «arriba». Debemos afirmar que la «base» no es lo de «arriba» y que se debe ser respetuoso no solamente con la semántica de los vocablos, sino sobre todo con las realidades por ellos significadas. Tampoco es simplemente lo de «abajo». Es que lo de «abajo» puede estar, y de hecho está muchas veces, en una misma línea
16.
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Puebla 641.
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ideológica, política, económica y potestativa con lo de «arriba» 17. En el caso de los ministerios eclesiales «de abajo», podemos observar que entran, más de una vez, en línea de convergencia, de dependencia, de representatividad, de derivación, de participación y afinidad con los usuales ministerios de «arriba». Entonces, los de «abajo» pudieran ser ministerios «nuevos», pero no diversos. No son cualitativamente de «base» quienes en la comunidad civil o en la eclesial detentan el poder, el saber, los medios de producción, los resortes de las ideologías, los canales de la información, el aparato burocrático y administrativo, las instancias de decisión. La «base» es tal, precisamente porque está desprovista de todo ello. He ahí los elementos fundamentales de lo que puede y debe ser entendido por «base» en el plano sociológico. En el plano teológico son inequívocamente grupos y comunidades de «base» los que están conformados por esos hombres y mujeres, pobres y creyentes, del Tercer Mundo, que ejercen su sacerdocio y ministerialidad, es decir, su servicio evangélico y fraterno, en el altar de nuestra cruda y amarga realidad social, económica y política. Allí viven y padecen por instaurar los valores fundamentales del reinado de Dios, evangelizados por Jesucristo y servidos por la Iglesia. Por eso, característica inconfundible de los grupos y comunidades de «base» es la articulación de sus servicios ministeriales con el estilo y con los compromisos de vida y de praxis transformadora en el horizonte de la liberación humana, presente y trascendente. Sociológica y teológicamente, lo ministerial de la «base» se resuelve en el «quiénes» y en el «qué tipo de acciones» ministeriales, profundamente eclesiales y profundamente liberadoras, se están poniendo hoy en la Iglesia, de cara a la situación del submundo. 1.
Los ministerios en el movimiento
popular
No hace falta suscribir la tesis de la lucha de clases como motor de la historia 18 para darse cuenta de la significación histórica, pasada y presente, de los movimientos populares como la gran reserva de las bases frente a las hegemonías, autoritarismos, imperialismos y monarquismos, ajenos a la participación ciudadana y a la demo-
17. Ver E. Dussel, «La "base" en la teología de la liberación», en Concilium 104 (1975), pp. 76-89; R. Garaudy, «La "base" en el marxismo y en el cristiano», Ibid., pp. 62-75; J. B. Libanio, «Comunidades eclesiais de base: em torno do termo "base"»: Perspectiva Teológica 18 (1986), pp. 63-76. 18. Cf. Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la liberación, Roma, 1984, ver VIII, 5-9 y IX, 2-3.
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cracia. El levantamiento anárquico u orgánico contra el imperio, la organización de los esclavos, las guerras de campesinos, los levantamientos obreros y los actuales movimientos de liberación son hijos legítimos de las tiranías y dictaduras, de las hegemonías de nobles y aristócratas, de los regímenes de terror y de los inhumanos desarrollos capitalistas. El movimiento popular busca los necesarios espacios para ser, para pensar y actuar, frente al ahogamiento de las libertades o a la restricción de las mismas. Persigue la apertura democrática, más allá de los canales permitidos por los amos desde «arriba». Busca la liberación de insoportables condiciones de vida por tributos, cargas e impuestos o carencia extrema. Organiza el poder popular, frente al comportamiento hegemónico de los fuertes sobre los débiles. En la América pobre el complejo movimiento popular se expresa, en primer lugar, en ese incipiente pero vigoroso sindicalismo obrero, cobijado hoy por un verdadero mar de siglas que identifican a las federaciones y confederaciones nacionales e internacionales. En segundo lugar se expresa en los movimientos populares de tipo gremial, tales como el de los educadores, de los trabajadores del cobre o del carbón, los estibadores, las federaciones agrarias y campesinas, las asociaciones de usuarios y consumidores. El movimiento popular se canaliza, en fin, por la acción comunal para la construcción comunitaria de vivienda popular, la organización del trabajo comunitario, la microempresa y la cooperativa, la gestión comunitaria de la escuela primaria y del jardín infantil para hijos de madres trabajadoras, el dispensario mínimo de salud y urgencias, la construcción de pequeños acueductos y caminos veredales, la defensa cívica, las juntas de mejoras y ornato. La Iglesia de Jesucristo, si no ha de construirse en las nubes, sino en la carne y en los huesos de la humanidad y, particularmente, en el sudor y las lágrimas del mundo del pobre, deberá encontrar la significación profundamente válida, aunque anónima, de la gran ministerialidad liberadora que, a su modo, está ejerciendo hoy el movimiento popular en la liberación de los pobres de la tierra. Y no es que estemos ampliando el término «ministerio eclesial» para cobijar con él todo servicio, toda acción humanitaria, toda profesión y oficio. Lo que no podemos es restringirlo al espacio acostumbrado de lo clerical, sin reconocer la ministerialidad hondamente cristiana, rotundamente evangélica y liberadora ejercida, hoy como ayer, por ese buen samaritano, ajeno precisamente a la consabida ortodoxia religiosa y a las castas sacerdotales oficiales. La salvación de Nuestro Señor Jesucristo, su gracia y su redención pasan por el centro mismo de la historia humana ahí. Y
antes de que podamos etiquetar y controlar los canales oficiales por los que discurre la gracia y la salvación, debemos confesar sin reticencia que la semilla pequeña del Reino crece allí donde no lo sabemos y a la hora que menos lo pensemos. Sea que velemos o durmamos, consciente o inconscientemente, la semilla del Reino crece en surcos no inventariados y pastoralmente no regados, pero en los que el buen Sembrador también ha sembrado. La salvación abundante, temporal y eterna, está pasando a través de los rostros curtidos, de las manos callosas y de los pies polvorientos de los obreros, de los campesinos y de los marginados, tal vez inconscientes ellos mismos de la significación admirable de sus vidas y de su acción para la liberación humana y cristiana y, en definitiva, para el reino y reinado de Dios. En ese mismo horizonte, el movimiento indígena, que está atravesando el Continente en la coyuntura de los quinientos años de la conquista y de la evangelización primera, se organiza para el respeto de sus tierras infinitamente diezmadas, de su cultura alevosamente avasallada, de su lengua sacrilegamente despreciada, de sus valores violentamente sustituidos y amenazados, de su religión injustamente mal leída y despreciativamente exorcizada. De nuevo debe leerse ahí esa ministerialidad de «base», anónima pero genuina, cualitativamente diferente a la acostumbrada, al servicio del más débil entre los débiles, desde el centro del espíritu y de la letra del evangelio de Jesucristo y en continuidad con la genuina evangelización liberadora, que no fue ajena a la Iglesia de Jesucristo en nuestro medio.
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2.
Los ministerios en las comunidades eclesiales de base19
Si nos hemos referido al movimiento popular e indígena y a su posible, aunque anónima, ministerialidad «de base» es porque «el reino de Dios es más amplio que la Iglesia visible, y su contenido primero es todo lo que es fruto de la verdad, justicia y amor, donde quiera que eso acontezca. Igualmente, su realización es obra del Espíritu a través de los cristianos, mas también a través de todo hombre de buena voluntad» 20. Por lo demás, es claro que «hoy, en la práctica, las comunidades eclesiales de base, que congregan a las personas pobres y simples de la zona rural y de la periferia, necesitan situarse ante los movimientos populares que recientemente han surgido como 19. Cf., en esta misma obra, el capítulo «Comunidades eclesiales de base». 20. Consejo Permanente de la Conferencia Nacional de Obispos del Brasil, Las comunidades eclesiales de base, Brasilia, noviembre de 1982. Ver su texto español en Servir 104 (1983), pp. 605-633, o en Nuevo Mundo (Argentina) 29 (1985), pp. 127-144. Citamos el n. 70.
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instrumento de las luchas del pueblo por una sociedad más justa». Y este «situarse» ante los movimientos populares conlleva, tanto el «no destruirse los lazos fraternos», como el «mantener claramente la distinción entre comunidades eclesiales de base y movimientos populares» 21 . No es éste el lugar para presentar toda la configuración sociológica y eclesiológica de las comunidades de base. Son ya incontables los documentos eclesiásticos de todo nivel que han procurado ofrecer el justo perfil de lo que es o debe ser una comunidad eclesial de base. La bibliografía teológica al respecto es abundantísima. Tal vez, particular relieve pueda tener el Documento del Consejo Permanente de la Conferencia Nacional de Obispos del Brasil. El asunto que nos compete es el de la ministerialidad, y ello toca más directamente a la misión y al hacer de la comunidad, antes que a su constitución y a su ser. Pero si hubiéramos de afirmar, como dijeron los clásicos, que el hacer se especifica por el ser y la misión por la constitución, entonces habrá que enfatizar lo que hemos venido diciendo. La comunidad eclesial de base es «de base». No es «de arriba», ni «de abajo», ni siquiera «de abajo con interés de base». Es lisamente «de base», vale decir, constituida no tanto por pocos miembros estables (criterio cuantitativo), sino por aquellos que social y eclesialmente carecen del poder, del saber y del tener. En esa condición son Iglesia de Jesucristo por su misericordiosa con-vocación. Y desde ahí articulan su vida humana y cristiana con las prácticas de liberación, que son exigencia absoluta de su seguimiento histórico del Crucificado resucitado (criterio cualitativo). Además, ciertamente la comunidad eclesial de base no es ninguno de los movimientos anteriormente descritos. Simplemente porque ella «no es movimiento, sino la nueva forma de ser Iglesia», o «la forma más excelente de realización del ideal de la comunidad eclesial», o «la primera célula del gran organismo eclesial, o, como dice Medellín, "la célula inicial de la estructuración eclesial"» " . Por eso, debido a esa radical eclesialidad que le es propia, la comunidad eclesial de base «conserva las características fundamentales que Cristo quiso dar a la comunidad eclesial» 23. Esas características pueden esbozarse sintéticamente. Porque la comunidad eclesial de base es la Iglesia, es decir, elemento inseparable del plan o «economía de salvación» (misterio) revelado en Jesucristo; institución que tomó origen en la persona histórica 21. 22. 23.
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de Jesús de Nazaret; comunidad de hermanos, comunión de los santos, congregación de los fieles, históricamente situados, convocados, y re-unidos por Jesucristo, en virtud y a imagen de la Trinidad, para ser signo e instrumento de la comunión íntima con Dios y con los hermanos. La comunidad eclesial de base es, además, uno, aunque el más excelente, de los modelos históricos o formas de ser, que la única Iglesia de Jesucristo ha asumido a través de una larga tradición bimilenaria. Tal modelo es el de Iglesia de los pobres en el sentido teológico y sociológico de irrenunciables raíces populares. Es también el modelo de Iglesia liberadora, frente a las mordientes realidades de índole económica, política y cultural. La comunidad eclesial de base es la Iglesia que reencuentra en el bautismo en Cristo y en la confirmación en su Espíritu la raíz esencial de su consagración y misión. Por ello, la comunidad de base es Iglesia que se percibe como esencial y totalmente ministerial, debido a los dones de gracia para el ministerio (carismas) con los que el Señor enriquece a la comunidad. De ahí que los cristianos de la comunidad de base tienen y ejercen una ministerialidad que les es propia, no delegada «de arriba», no representativa «de arriba», no repetitiva de la ministerialidad usual «de arriba», sin que eso pueda significar o hacer suponer que la constitución y la misión de la comunidad eclesial de base no entra en la comunión de fe y caridad, de vida sacramental y disciplinar con la Iglesia total de Jesucristo, que camina hacia el Padre dirigida por «aquellos que el Espíritu Santo puso para pastorear la Iglesia» (Hech 20, 28). En las comunidades eclesiales de base, de su eclesialidad fluye su ministerialidad, y una ministerialidad que, por ser «de base», construye una nueva eclesialidad o nueva forma de ser la única Iglesia de Jesucristo. Además, de su radical condición «de base», fluye una ministerialidad que es cualitativamente diversa a la usual «de arriba» o progresista «de abajo». Y, en fin, de su rotunda eclesialidad fluye una ministerialidad también cualitativamente diversa a la posible de los movimientos populares «de base» que, como las comunidades eclesiales mismas, están empeñados en luchas históricas de liberación. ¿De qué ministerialidad eclesial de base se trata? De una ministerialidad inherente a las características propias de las comunidades. Sin concentrarnos en la caracterización típicamente eclesial y comunitaria de la ministerialidad de las comunidades de base, hagamos una descripción de sus más destacadas prácticas ministeriales «de base».
Ibid., n. 76. Ibid., n. 79. Ibid., n. 79.
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a)
Ministerio de interpretación y de discernimiento
Característico de las comunidades es su esfuerzo por una lectura racional y una reflexión creyente del texto de la vida y de la historia, de la situación, de la institución, del sistema, de la marginalidad, del subdesarrollo y de sus causas. Esta práctica se denomina generalmente análisis de la realidad. Y tiene como finalidad el auscultar la locución de Dios desde los acontecimientos de la historia, y discernir ahí mismo la presencia del misterio de iniquidad, como fuerza de muerte contrario al plan salvador y liberador del Señor de la Vida. Esta práctica cristiana «de base» constituye un verdadero ministerio para buscar y hallar la voluntad de Dios, ya no sólo en los reductos estrechos de una conciencia religiosa ajena a su entorno, sino en la historia y situación ahí, donde acontece la locución de Dios que se ha de interpretar desde su Palabra 24 , y donde se agazapan también el mal espíritu, los ídolos contrarios al único señorío de Dios, y las fuerzas de muerte que imposibilitan la vida humana y la existencia cristiana. b)
Ministerio bíblico
La fuerza del Espíritu ha rescatado la Palabra Revelada del escritorio de los cultores de la exégesis fina y de los especialistas en semántica antigua e historia de las formas y de las tradiciones. En las comunidades, «la base» tiene en sus manos sudorosas y callosas la Escritura cristiana. De sus voces cansadas sale la lectura y el comentario situado —desde la situación— y situacional —referido a la situación— de la Biblia. Ella ilumina los problemas e inspira la vida y el caminar de la comunidad. Entonces se inicia en el corazón de las comunidades una producción teológica «de base», que es reflexión comunitaria de su realidad, a la luz de su fe en Jesucristo y por mediación de las Escrituras cristianas. «Con un ojo en la realidad y con el otro en la Biblia», según lo expresan con su sabiduría popular. Semejante práctica ministerial está devolviendo a la Palabra, testificada históricamente en la Escritura, su índole de Palabra viva para destinatarios concretos, que desde su postración no pueden tener como interés único el informarse de lo que «en aquel tiempo dijo el Señor a sus discípulos». Las características hermenéuticas de esta práctica ministerial bíblica de «la base», la hacen ser cualitativamente diferente de las sabidas y consabidas interpreta24.
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DV 2.
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ciones y relecturas de la Escritura desde ópticas e intereses no propiamente «de abajo» y menos «de base». c)
Ministerio del testimonio personal y comunitario
Son las comunidades eclesiales de base las que han recuperado el primado de la práctica de la fe sobre el postulado enunciativo de la fe. No porque éste no sea importante, sino porque es secundario y derivado del momento primero que es la práctica viva del evangelio de Jesús. Entonces el gran ministerio de la evangelización no consiste sólo o no consiste tanto en la transmisión enunciativa de principios, cuanto en el testimonio vivo de los valores fundamentales de justicia, fraternidad, convivencia, igualdad, don y reparto, comunión con el Señor y con los hermanos. En ese contexto, «la base» iletrada de los pequeños y humildes a quienes se ha revelado el Reino, ejercen su ministerio profético de anuncio, que no consiste tanto en decir, cuanto en vivir. Y de denuncia que se establece, ante todo, por el contraste entre la práctica cristiana de «la base» y los procederes «de abajo» y «de arriba» contrarios al evangelio de Jesús. Decir que las bases evangelizan a la misma Iglesia por el testimonio de su pobreza, de su sufrimiento, de su fe y esperanza cristiana en situaciones tan adversas no es más que una obvia observación que no las canoniza, pero sí da relieve a su testimonio. d)
Ministerio de la catequesis
Este fundamental ministerio cristiano vuelve a ser en las comunidades «iniciación» al ser y al hacer de la comunidad, a su fe y a su vida, a sus valores y símbolos, a sus luchas y esperanzas en el plano hondamente evangélico y profundamente liberador. Por ello, la catequesis en el corazón de las comunidades eclesiales de base no es la transmisión desencarnada y fría de verdades «que se necesita saber para salvarse», sino esa feliz conjunción del evangelio bendito del Señor, el testimonio comunitario y personal, de vida, en los valores del Reino, y la situación comunitaria «de base» que exige estilos de vida diferentes a los usuales «de arriba» y proyectos de liberación evangélica en todo plano humano, pero particularmente en la esfera política, económica y cultural. Las prácticas ministeriales catequéticas, tan sumamente recurrentes como uno de los ministerios típicos de las comunidades eclesiales de base, son la confirmación práctica de que la comunidad evangelizada es ella misma comunidad evangelizadora y entonces genuinamente ministerial. 337
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e)
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Ministerio celebrativo
No es verdad que lo que se celebra en las comunidades sean las luchas populares, amenizadas con una liturgia manipulada. Las comunidades celebran la gran liturgia sacramental o paralitúrgica de la única Iglesia. Pero son, evidentemente, celebraciones en el taller del artesano, en el granero del campesino o en la escuelita de barriada. La lectura no es corriente ni entonada, sino a tropiezos, como camina el pueblo. Con las humildes flores que recogieron los niños en el solar vecino. Tal vez en la mesa en que comparten su escaso pan duro unos desempleados del suburbio. Con la palabra compartida y la eucaristía repartida para la vida en medio de la muerte. Son por eso celebraciones diferentes a las que pueden ser realizadas por otras personas, en otros ambientes y contextos. Las comunidades celebran la eucaristía ocasionalmente, y en este ocasionalmente caben múltiples razones. Se reúnen semanalmente para la liturgia de la Palabra y la oración común. Practican el rosario, novenas, viacrucis y procesiones. Su honda y sentida religiosidad popular se desarrolla al ritmo del año litúrgico sobre el humilde pesebre del Señor, no muy diferente de la morada de los pobres. Sobre la cruz del Resucitado que es hermano mayor para los nuevos crucificados de la tierra. En la fiesta patronal, que es tan religiosa como folclórica. En el día de los difuntos como memoria cariñosa de quienes precedieron en el seguimiento de Jesús. En el día de la madre o en el día del amor y la amistad. Allí el culto no es un distractor de la conciencia política ni encubridor piadoso. Es reunión de los hermanos en torno a su Señor para celebrar su presencia con los suyos en la cotidianidad de un caminar histórico hacia el Dios de los pobres, que garantiza una liberación definitiva que pasa por una larga cadena de liberaciones humanas. f)
Ministerio de envío y de misión
Las comunidades eclesiales de base no son grupos cerrados en ellos mismos. No son sectas que se autoalimentan y se autoabastecen. La conciencia de envío o de misión ensaya en las comunidades formas de encuentros regionales o nacionales de las mismas comunidades, como talleres de experiencia y de generoso compartir y testimoniar. Más aún, la misión va más allá de las mismas comunidades, hacia la incidencia en su medio ambiente para transformarlo. O para la incidencia en la misma Iglesia, lenta a veces o reacia al cambio. En su misión para con la sociedad y la misma Iglesia, las comunidades experimentan la aceptación gozosa o el rechazo aleve, como en lo mejor de la tradición misionera de 338
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la Iglesia. Porque la comunidad, como los primeros discípulos de Jesús, es para estar con el Señor y para ser enviada. Y el envío misionero hoy se ha tornado en el más desafiante compromiso para la transformación evangélica del medio social, del sistema injusto, de la misma Iglesia no exenta de pecado. g)
Ministerio plural y diversificado
La comunidad eclesial de base es enteramente ministerial, pero precisamente por el ministerio plural y diversificado de todos y de cada uno de sus miembros. En casi todas las comunidades florece una estructura ministerial que articula al coordinador de la comunidad, al tesorero, al encargado de la formación comunitaria, al responsable de la liturgia, a los catequistas y evangelizadores, al encargado de los enfermos, a los animadores del deporte y de la recreación común, al grupo de teatro y al conjunto musical. Otras comunidades conocen también un ministro especializado en asuntos laborales, un especialista en análisis sociales de coyuntura, un particular conocedor de la Biblia, o una comisión de señoras para la pastoral de familias y la atención de los niños. Hay también responsables del periódico mural y de la cartelera, alfabetizadores de niños y de adultos, incluso un idóneo enfermero que encarna la pastoral de enfermos y ancianos. Estos genuinos ministros de la comunidad han surgido de la comunidad misma. Por eso ellos se oponen al acostumbrado sistema de dependencia de las comunidades respecto de agentes de pastoral externos, que planean sobre las comunidades como llegados de las nubes de lo no contextualizado, de lo no convivido, compartido y experimentado. Ese engranaje ministerial pone de relieve que es el Señor el que rige y gobierna a su Iglesia a través de los carismas y ministerios diversificados, según idoneidades naturales y aptitudes humanas de las personas de la comunidad. Por eso, tales ministerios no son —como dice Puebla y otros documentos eclesiásticos recientes— «confiados» a los laicos, como si la ministerialidad «de abajo» o «de base» no pudiera ser sino la participación repetitiva de los ministerios «de arriba». ¡Tan poca fe se tiene en la presencia y en la acción del Señor y de su Espíritu en aquellos estratos de la Iglesia y de la sociedad que constituyen lo mínimo de lo mínimo! h)
Ministerio del diálogo y de la acción ecuménica
Sobre principios de sólida identidad eclesial, la comunidad de base se abre a un ecumenismo práctico. De no oposición, tampoco de identificación, sino de articulación con los grupos y movimientos 339
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populares empeñados también en la dignificación de las bases. Las comunidades no son la acción comunal ni la defensa civil; pero articulan sus propias acciones ministeriales liberadoras con la acción propia de los grupos y movimientos de base, incluso no cristianos e incluso no creyentes. En forma análoga, la comunidad de base no es un partido político; pero su ministerialidad enlaza con los movimientos reivindicativos de corte político y partidista, con los frenos democráticos o las agrupaciones politicas regionales o nacionales. Todos ellos, desde diversas ideologías y con tácticas diversas, buscan la socialización de los medios de producción, o la reforma urbana y agraria, o la nacionalización de la empresa, o la justicia en las políticas de ingresos y salarios. Nada de ello puede ser indiferente a la comunidad eclesial de base. Así, estas acciones concretas en el plano liberador emergen hoy como el camino de los pobres hacia ese ecumenismo que quizás mañana sea también doctrinal y también disciplinar. En el hoy de «la base», antes que la anhelada convergencia doctrinal, está la vida, la paz, la práctica de la justicia, el ordenamiento social fraterno, los valores que pertenecen al reino y entonces también a la acción de los cristianos y a la Iglesia. La práctica ecuménica de los pobres es el reconocimiento de que la salvación de Jesucristo y la liberación humana operan, por la acción del Señor, en ámbitos mayores que el de las comunidades de base o el de la Iglesia misma. /)
Ministerio de la concientización política y del acompañamiento partidario
Hay que estar ahí para sentir el impacto y la invasión de políticos y politiqueros, cargados de promesas para el pueblo, en los días de campañas electorales. Por su conciencia para el cambio, las comunidades eclesiales de base son desconfiadas de los partidos tradicionales, que por siglos han tenido el mando y por decenios se han hecho elegir para provecho personal y para servicio de ideologías dominadoras. Pero las comunidades eclesiales de base, como todo el movimiento popular, son conscientes de la significación y eficacia instrumental del partido político en orden al cambio y a la transformación social. Si algo necesita «la base» es organización política para el enfrentamiento civilizado de alternativas políticas y sociales desde las perspectivas y los intereses de los hijos del pueblo. Por eso las comunidades eclesiales de base ejercen el ministerio liberador de despertar y formar la conciencia política con el análisis de la realidad y de las causas y alternativas de los males sociales en que está implicado el hombre y la supervivencia de los 340
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pobres. Las comunidades eclesiales de base dinamizan también y acompañan la militancia de los cristianos en partidos políticos de corte popular, que luchen por el derecho de los débiles, busquen el cambio y la independencia económica y cultural y abran caminos hacia la socialización de los medios de producción y de los bienes y servicios. En lo mejor de la doctrina de la Iglesia, clásica y reciente, la política general, la organización partidista y la militancia fáctica son ministerio propio del cristiano y un instrumento determinante para el cambio civilizado y democrático. /)
Ministerio de la solidaridad
Ministerio de la solidaridad en un mundo inhumano y del dar desde la propia pobreza. Uno de los asuntos capitales de las comunidades eclesiales de base es ensayar, desde ellas mismas, formas alternativas a un sistema económico despiadado, egoísta, acaparador, consumista, mercantilista. Sea que se trate del individualismo capitalista, sea del colectivismo de Estado. Las comunidades pobres, por medios pobres y al servicio de los pobres, desde su fe y su eclesialidad, están hoy ejerciendo una ministerialidad transformadora. Ahí está su profunda solidaridad comunitaria en catástrofes, muertes, enfermedades y emergencias. Pero sobre todo, aquellas realizaciones que orientan a la sociedad por otros rumbos. Porque en las comunidades eclesiales de base se tiene normalmente tierra comunitaria, tienda comunitaria, olla comunitaria, fondo común de ahorros, mutua asociación para financiación de equipos y materiales, sistema cooperativo para sembradío y mercadeo, microindustria manufacturera y taller de artesanías. Semejante ministerialidad constituye no sólo un rayo de esperanza en la noche sombría del submundo, sino un verdadero sacramento, o sea, signo e instrumento, para la llamada civilización del amor, que es el nombre piadoso para designar la antípoda del actual ordenamiento socio-económico y político.
k)
Ministerio de la cultura
La cultura es el hombre mismo, son sus formas concretas de expresarse, de pensar y de ser. Por ello, defender nuestras débiles culturas, avergonzadas y avasalladas, es defender al hombre mismo. Las comunidades eclesiales de base, por su forma de organización y su ministerialidad propia, están devolviendo la palabra al hombre que jamás se ha expresado y que nunca ha sido oído. Hacen que el hombre, para pertenecer a la sociedad y a la 341
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Iglesia, no tenga que abandonar o negar su ancestro y su ambiente cultural, su cosmovisión, su simbología, sus mitos y leyendas, su religiosidad popular, su expresión artística. Por ser «de base», las comunidades eclesiales de base son la gran reserva de nuestro patrimonio cultural, tal vez porque a ellas no llega con todo su ímpetu la manía de la copia servil, de la moda efímera, de los modelos de todo orden que fabrican los amos del centro para que los consuman las colonias de periferia. Entonces puede percibirse el incomparable servicio eclesial y social que realizan en las comunidades un conjunto de música y canto, un grupo de teatro popular, una liturgia que emerge del gusto estético del pueblo, un cultivo no vergonzante de las propias tradiciones, de la lengua y del folclore.
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— Una alternativa para articular en el ministerio el servicio de la fe con la práctica política hacia la transformación y el cambio. — Una alternativa para que los pobres de Jesucristo tomen en sus manos el propio destino personal y comunitario, presente y trascendente, liberador y salvador por la acción de la gracia misericordiosa del Señor. No porque hayamos de llegar a un populismo canonizador de la «base», sino porque el vanguardismo paternal de unos en la Iglesia y en la sociedad debiera estar ya llegando a su ocaso definitivo.
Al terminar nuestro recorrido expositivo de las grandes zonas ministeriales de nuestras comunidades cristianas populares, tendríamos que decir, en síntesis, que ellas son: — Una alternativa de ministerialidad eclesial orgánica, frente a una ministerialidad exclusivamente clerical y por eso mismo monopolista. — Una alternativa que enlaza en el ministerio todos los más importantes aspectos de la vida humana, todos los vericuetos donde el pobre de Jesucristo tiene que ser amado y servido por la Iglesia o comunidad de los hermanos. Porque el ministerio eclesiástico tal vez enfatizó su exclusiva relación a los ámbitos desencarnados de lo espiritual y de lo litúrgico. — Una alternativa que estructura los ministerios desde lo comunitario e interpersonal. Desde la sencillez contrapuesta al aparato, al boato de lo burocrático y administrativo, al gigantismo ineficaz para la pastoral, a la territorialidad apersonal y masificadora. — Una alternativa para la práctica ministerial tradicionalista que se absorbe en acciones cúlticas y administrativas que, las más de las veces, no tocan la vida y los polos de real interés del hombre-ahí en dramáticas situaciones de vida y de muerte. — Una alternativa de real participación, no en el trillado y también equivocado sentido de «confiar» a la «base» lo que las cúspides no pueden o no quieren hacer, sino en un ministerio de plena corresponsabilidad de todos para la construcción del cuerpo total de Jesucristo. — Una alternativa para el ejercicio de la autoridad y del ministerio como radical servicio evangélico a los hermanos. Sin autoafirmaciones en títulos, en grandezas, en dignidades, en honor mundano y vano al lado de los poderosos. Es que el ministerio es capacidad y efectividad de servicio, a ejemplo de Cristo Señor que no vino a ser servido, sino a servir y dar la vida por todos. 342 343
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APROXIMACIÓN HISTÓRICA
La religión popular es un conglomerado multifacético y se distingue de la religión de grupos acomodados. En México, Centro y Sudamérica, y también en naciones sud-europeas, la religión popular interactua intensamente con la Iglesia católica, pero, junto a esto, muchos otros factores la condicionan. Ella está marcada, en América latina, por grandes procesos: desigual y expansiva modernización, crisis global y honda inquietud espiritual, migración, urbanización, culturas emergentes, movimientos sociales, mayorías empobrecidas y con identidad creyente, Iglesia en renovación y su contraparte conservadora, consolidación de otras denominaciones, creciente pluralismo ideológico. En términos generales, los contenidos de la religión popular son: creencias en seres sagrados, relatos maravillosos y mitos, símbolos y ritos en torno a necesidades básicas, normas y organización interna, ética, esperanza de salvación. Estos elementos son registrados y examinados críticamente por la teología en base a la revelación comunicada por la Iglesia. La teología latinoamericana hoy tiende a apreciar la religión popular como un modo oscuro común de practicar la fe y ser Iglesia, con sus luces y oscuridades. Antes de continuar, hagamos una advertencia. El modo de existir y pensar popular es integrador; abarca diferentes dimensiones, pero todas ellas forman un conjunto. Por eso, no concibe la religión como suelen hacerlo los científicos. El pueblo piensa relaciones y oposiciones complementarias. Por ejemplo, seres humanos y sobrenaturales son definidos por sus mutuos contactos y no tanto por lo que es cada uno. Aunque usamos este análisis en 345
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RELIGIÓN
POPULAR
lo que vamos a decir a continuación, la intención de fondo es asumir el sentir y pensar popular sobre su religión. El concepto de religión hace referencia a un amplio patrimonio histórico, a prácticas socio-culturalmente situadas entre la deshumanización y la liberación. Con relación a la fe cristiana, la religión popular no es una degradación ni está opuesta a ella; más bien, enriquece la tradición cristiana y ha sido fecundada por ésta. Según Carlos Mesters, «la religión es como un hilo a través del cual pasa la electricidad de la fe». El calificativo de popular indica la vivencia religiosa de las grandes mayorías, con sus notas familiares, económicas, culturales, políticas, morales. También indica una realidad conflictiva, ya que es una multitud empobrecida que sufre opresión, que tiene experiencias de auto-destrucción, de subordinación a grupos dominantes, de fatalismo, de sectarismo fanático; todo lo cual influye en algunas de sus formas religiosas. Por otra parte, resiste, crea comunidad, genera su sabiduría, da sentido a la vida, se articula como pueblo, constituye organizaciones, diseña alternativas. En medio de estas dinámicas se desenvuelve buena parte de la religión popular. Estos conceptos genéricos necesitan unas precisiones que ofrecemos a continuación. Nuestra aproximación a la religión popular es histórica, y por eso no la cosificamos ni la limitamos a lo sagrado. Su especificidad le viene dada por su sujeto colectivo y creyente, cuyas prácticas son distintas, aunque dialécticamente ligadas, a las de élites y de organismos eclesiales. Es un sujeto con una gama de características: afectivas, étnicas, ideológicas, económicas, políticas, estéticas, rasgos de generaciones, sexos, idiomas, educación, todo lo cual sella su religión y sus muy variadas expresiones. Por eso no cabe reificar la religión popular. Se trata de sujetos y de relaciones, es como un gigantesco espejo con todas las imágenes, rostros y colores de la realidad. Ahora bien, ¿qué es lo que se contrapone a la religión popular? Algunos afirman que es la secularización: una manera de actuar y pensar sin referentes religiosos. Pero el comportamiento popular añade también esos elementos (aunque parezcan incompatibles) cuando ellos ayudan a sobrevivir. Su actuar mágico suele ir acompañado por una asimilación de la ciencia contemporánea. Por consiguiente, la disputa principal no es entre religión popular y secularización; sino más bien entre religión popular y la religión sustentada por élites dominantes. Estas extirpan la religión popular y, cuando ello no es posible, la manipulan, la absorben, la sustituyen. Otra precisión es que el concepto de religión popular es más acertado y amplio que el de catolicismo y cristianismo popular, dado el mayor o menor grado de sincretismo (no sólo en los
fenómenos así llamados) en cada expresión creyente. Eso es algo evidente en regiones indígenas y afroamericanas, pero también en multitudes urbanas e incluso en gente ilustrada (que acusa a la m'aJa de ser sincrética). Esto muestra, desde el sujeto popular, cómo se integran varias tradiciones humanas, y, desde los agentes evangelizadores, sus logros inculturadores. Además, el concepto de religión popular forma parte de muchas disciplinas y ninguna puede apropiársela. Cada ciencia social descubre algo en su riquísima significación; también la teología se ocupa de ella. Vale advertir que la religión popular, como todo producto del pueblo pobre, exige una reflexión rigurosa y, a la vez, respetuosa de su «otroriedad» y de su maravillosa e irreductible simbología. Como se trata de un sujeto popular que ha recibido la tradición cristiana, hay varios ensayos teológicos sobre la religión popular. Estos difieren en sus presupuestos, tanto en la hermenéutica del hecho religioso, como en sus perspectivas socio-culturales. Destacan, durante las últimas décadas, cuatro tipos de ensayos: — En el contexto avasallador de la modernidad, una corriente teológica entiende la fe como opción personal y lúcida, contrapuesta a una religión ritualista y deshumanizante que estaría en decadencia. Se piensa que la masa, en términos globales, está alienada. Se emplean argumentos bíblicos y doctrinarios para postular que la religión popular sea sustituida por una «fe verdadera». — Otra perspectiva ubica a la religión popular en función de la estructura eclesiástica, criticándola por supersticiosa y por insuficiente adhesión a la doctrina oficial. Por eso busca purificarla, adoctrinarla e integrarla en la Iglesia, para que ésta sea más poderosa y homogénea. El pueblo es visto como subordinado a las élites que conducen la sociedad. — Una visión común, en la actual renovación pastoral, exalta la religión y cultura de las mayorías, en un sentido populista. Se propone que el evangelio ha sido asumido por la población latinoamericana y que es un dinamismo transformador de una realidad injusta. Esta teología, aunque cuestiona aspectos de la religión popular, principalmente la legitima y promueve. — En la óptica de la liberación el a priori es que la revelación es acogida por el pueblo de Dios mayormente pobre. Se presupone que el pueblo, en cuanto oprimido, tiene una religión desvirtuada; y en cuanto solidario, que su religión popular expresa identidad, alegría, esperanza. En este sentido ella contribuye a que el pueblo sea gestor de la evangelización y de la teología. Esta visión no está centrada en lo religioso sino en la práctica social y creyente del pueblo, y en este marco ubica a la religión popular y su fecunda sabiduría.
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Finalmente hay que aclarar por qué tantos ven la religión popular como problemática. Para ello recordemos nuestra intrincada historia. En contraste con el Oriente cristiano, caracterizado por una jerarquía y unos fieles que comparten la piedad, la liturgia y la doctrina, el Occidente cristiano ha mostrado continuas rupturas dentro de los diversos estratos eclesiales. Esto ocurre a pesar de la calidad del catolicismo, con fuerza para adaptarse y regenerarse en cada cultura, pueblo y época. En este panorama ocurren tensiones y distanciamientos. Con la oficialización imperial del cristianismo (siglo IV) y su implantación en la Europa occidental (siglo VIII), se hace nítida la alianza entre religión y poderes sociales que se distancian de la gente común y su religiosidad (incluyendo elementos germánicos y de otros orígenes). Durante la Edad Media hay una efervescencia de religión popular con el culto a santos, peregrinaciones, asociaciones comunitarias laicas, movimientos de crítica socio-religiosa (algunos de los cuales llegan a la herejía). Las brechas van aumentando hacia fines de la Edad Media y sobre todo con el Renacimiento y su humanismo elitista. A partir del concilio de Trento (siglo XVI) hay más control sobre la práctica y mentalidad popular. La Contrarreforma en parte establece lazos entre lo oficial y lo popular (en disputa con un protestantismo que rechaza la religiosidad de las masas). Luego, con la Ilustración y sus excesos racionalistas, hay una real ruptura entre la religión eclesiástica y la religión de los «ignorantes» con sus ritos y concepciones equivocadas \ En síntesis, la religión popular es juzgada como problemática por sectores pudientes y por jerarcas. Estos ofrecen un abanico de juicios y les importa muchísimo mantener su poder y prestigio sobre el pueblo. Pero desde el punto de vista de las mayorías, la religión popular no es un problema; se trata de sus costumbres y su vivencia de fe. A veces inventan corrientes de reforma socioeclesial. Cotidianamente sufren problemas y elaboran respuestas religiosas a ellos (actividades que otros catalogan como supersticiones). En algunas ocasiones asumen posturas heréticas, pero generalmente contribuyen a la vitalidad eclesial, como, por ejemplo, con la opción comunitaria y por el pobre en una serie de movimientos medievales, definiciones marianas modernas, expresiones culturales del gozo pascual. En la enmarañada historia de la religión popular resaltan tanto tradiciones como novedades. En el caso de la población española, hay herencias feudales propias, visigodas, árabes e incontables
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tradiciones regionales y locales. Aunque hoy es una población estremecida por la secularización, ésta no parece disolver lo religioso y mágico (procesiones de Semana Santa en Andalucía, etc.) pero sí toma distancia de parámetros eclesiásticos. Durante estos treinta años de modernización capitalista, la religión popular encuentra nuevos rumbos. En las amplias capas medias disminuye su experiencia devocional y crece la incertidumbre y la no creencia. También es cierto que multitudes recrean fiestas de santos, peregrinaciones y otros ritos. En fin, la identidad católica forma parte de la cambiante realidad española 2 . También en la modernidad latinoamericana se constatan crisis y rearticulaciones de la religión popular.
II. FUENTES Y TORRENTES
En nuestro continente se está dando una transformación capitalista y una variedad de procesos político-simbólicos. Con respecto a la religión popular, sus tradiciones y sus vetas contestatarias son incorporadas en la dinámica de la modernidad, aunque importantes elementos de la religión popular expresan la resistencia y creatividad del pueblo. Veamos unos indicadores del Brasil 3 . En la crisis del siglo XIX, que lleva al establecimiento de un capitalismo agrario, la religión católica aporta una organización de la vida colectiva. Es un fenómeno llamado «romanización»: los clérigos cancelan iniciativas anteriores del laicado, y se implantan una concepción, culto y moral más individualistas. Brotan movimientos mesiánicos amazónicos y rurales con rasgos contestatarios. A comienzos del siglo XX nace la religión Umbanda, con raíces autóctonas y africanas, pero que adquiere un carácter nacional y moderno. Hay una gran creatividad de base en el tradicional candomble de la población negra, en cultos de sanidad, formas orientales, espiritismo, grupos evangélicos, misticismo y éxtasis pentecostal, devociones católicas
1. Ver las obras de B. Plongeron (ed. ), La religión populaire dans l'Occident chrétien, y Le cbristianisme populaire (editadas en París, 1976), y de L. Maldonado, Génesis del catolicismo popular, Madrid, 1979.
2. Esta realidad compleja es expuesta por L. Maldonado, Religiosidad popular, Madrid, 1976; J. Martín Velasco, La religión en nuestro mundo, Salamanca, 1978; I. Moreno N., La semana santa en Sevilla, Sevilla, 1982; número de Social Compass, dedicado a «Catolicismo popular en España», XXXIII/4 (1986); Varios, Catolicismo en España, Madrid, 1985. 3. Véase algunos de los excelentes estudios recientes: R. Bastide, Keligóes africanas do Brasil, Sao Paulo, 1971; M. I. Pereira de Queiroz, O messianismo no Brasil e no mundo, Sao Paulo, 1977; J. Gomes C. , y L. Nogueira N. , «O messianismo no Brasil comtemporaneo, en C. Rodríguez Brandao, Os deuses do povo, Sao Paulo, 1980; F. C. Rolim, Religiao e classes populares, Petrópolis, 1980; Varios, Religiosidade popular e misticismo do Brasil, Sao Paulo, 1984; P. Ribeiro de Oliveira, Religiao e dominicao de classe, Petrópolis, 1985 (cuyas conclusiones recogemos en este texto).
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durante la Colonia— que en los actuales asentamientos urbanos pasa a ser creencia en cruces protectoras de los marginados. Con este transfondo de varios siglos y de mucha complejidad se han forjado las fuentes de la religión popular. Sin olvidar las particularidades en cada región del continente ni el tejido de factores subjetivos y objetivos en cada coyuntura, podemos constatar unas constantes.
y nuevas asociaciones urbanas. Se regeneran tradiciones y costumbres populares, que en parte se articulan y acomodan a la transformación moderna, y en parte constituyen instancias simbólicas alternativas. A lo largo del continente la trayectoria de la religión popular católica tiene dos matrices principales, que corresponden a etapas de nuestra historia. Son matrices que van modelando las fuentes indígenas, mestizas, negras, rurales, urbano-marginales y de las capas medias. La matriz de tradiciones coloniales. Es portadora de una religiosidad de cristiandad, con rasgos vigentes hasta hoy. Los creyentes han recibido una doctrina tridentina. Abundan cultos a santos y las identidades sociales se expresan en torno a ellos. Hay sumisión al orden social y una actitud de resignación apoyada por la religión. Por otra parte, clandestinamente, la población preserva ritos autóctonos y varios modos de sincretismo que penetran en el catolicismo popular. Son intensas las representaciones de cielo e infierno. Toda esta herencia colonial está viva, aunque transformada (por ejemplo, imágenes de María impuestas por los colonizadores son hoy patronas —¡y generalísimas!— de las naciones latinoamericanas). La matriz de tradiciones modernas. Una religiosidad en la que cada individuo se siente responsable de su fe. Hay un deterioro de lo comunitario. El contexto es liberal, racional. La población escoge entre varios tipos de religión o abraza absolutos e ídolos secularizados. La Iglesia pone acento en conocer la doctrina, recibir los sacramentos, tener la moral de un buen ciudadano acatando el orden social. Pero los cauces de la religión popular son más amplios que los esquemas oficiales. Proliferan asociaciones y prácticas centradas en devociones, donde es protagonista la persona común. Se desarrollan ritos dirigidos por líderes religiosos de base. Aparecen santos no-oficiales pero con amplia veneración (Difunta Correa en Argentina, «animitas» en Chile, Sarita Colonia en el Perú, el Dr. Hernández en Venezuela, el niño Fidencio en México, etc.). Estos contextos históricos y tipos de tradiciones van configurando la religión popular católica. Son tradiciones diferentes. Por ejemplo, la cofradía de reigambre colonial, con muchos casos en que indígenas, negros, mestizos, creaban espacios propios; en contraste, asociaciones de piedad moderna, como la Legión de María, Neo-catecumenales, grupos de oración carismática y otras redes actuales dependientes de la jerarquía. Pero también hay conexiones entre formas de diverso origen y significación. El culto a un santo con rasgos señoriales llega a ser objeto de culto según necesidades modernas, como el éxito comercial o el prestigio de una clase social. O la creencia en el Crucificado —muy difundida
Las más macizas son las del Caribe, norte de Sudamérica, y sobre todo vastas regiones del Brasil. Están marcadas por imborrables llagas de la esclavitud, y luego por su utilización en el desarrollo industrial-urbano. Sin embargo, son fuentes de identidad y de creatividad extraordinaria. Enfatizan las experiencias de trance y de ser poseídos por espíritus (lo cual dignifica e integra a personas y comunidades); culto a Orixas (en el candomblé de Bahía y el Noreste) y a Loas (en el vudú haitiano, con ciertos vínculos con elementos cristianos; la sanación física, psíquica y espiritual; asociación socio-religiosa, festejo e identidad como negros. Aunque la mayoría se autocalifica como católicos, la verdad es que a partir de raíces africanas han forjado sus propios sistemas religiosos, como el vudú y el candomblé.
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1.
Fuentes vigentes
a)
Fuentes indígenas y mestizas
A pesar de siglos de escandalosa expoliación, estos grupos sobreviven tercamente y son rebeldes. Los grupos de mayor peso son el andino-quechua, el conglomerado de etnias de Centroamérica y México, y el centenar de pequeños grupos nativos amazónicos. En sus universos simbólicos resaltan lo comunitario y lo ético, el culto a los antepasados y a espíritus buenos y malos, la hechicería, creencias y celebraciones en torno al ciclo vital y al ciclo agrícola —en especial a la Madre Tierra—. Según tipos de contactos con evangelizadores y según el grado de solidez cultural, han asumido y reinterpretado el cristianismo introducido en sus culturas. Tanto lo autóctono como lo mestizo contribuyen muchísimo a la religión popular (por ejemplo, danzas en fiestas religiosas). Aunque lo mestizo y lo ladino continuamente violentan las raíces autóctonas, de hecho es portador de lo indígena y lo introduce en la realidad nacional. b)
Fuentes afro-americanas
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c)
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Fuentes rurales
Principalmente han reproducido el catolicismo implantado por españoles y portugueses. Han sido desarrolladas por un campesinado que hasta mediados de este siglo constituía 3/4 partes de la población; por eso la religión popular ha tenido un gran carácter rural. Estas fuentes, en comparación con la indígena y la negra, tienen menor iniciativa creadora. Pero han contado con abundante liderazgo laical, actividades rituales en los hogares, capillas y santuarios, formas artísticas (como el canto religioso) y mucho festejo. En cuanto a la moral social, hay actitudes de resignación. Las élites urbanas siempre las han despreciado, tachándolas de atrasadas. Ante esta agresión, la tradición rural tiene capacidad de resistencia; en su arte y folklore se suele criticar a los poderosos, y afirmar la solidaridad y triunfo de los postergados. d)
Fuentes urbano-marginales
Están más articuladas a la formación capitalista en nuestras sociedades, pero son fuentes que siempre descubren brechas de libertad. Su abanico de manifestaciones religiosas se da en referencia a una lucha verdaderamente heroica por sobrevivir y a una cotidiana precariedad. Un denominador común es buscar seguridad e identidad. La multitud migrante a la ciudad recrea costumbres (lazos de reciprocidad, medicina autóctona y mestiza, fiestas con algunos rasgos de la herencia rural, etc.). La piedad privada y familiar se desenvuelve en medio de una cadena de emergencias. Brotan nuevos sincretismos y visiones del mundo. Algunos de estos marginados se integran en comunidades de base, católicas o evangélicas. La mayoría tiene contacto eventual con la estructura eclesiástica. Se mantienen ciertos rasgos indígenas, negros y rurales, pero se trata de nuevas formas, masivas y emergentes. Como más de la mitad de los latinoamericanos son urbano-marginales, su religión popular es la predominante.
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como los mormones y los testigos de Jehová, o en prácticas espiritistas y esotéricas. Otros tienen contacto con el clero y religiosos en instituciones educacionales, lo que les permite cierto conocimiento de la doctrina. Un sector de la clase media se ha sumado a la causa de los pobres, y reencuentra una religión de liberación. Estas cinco fuentes de la religión popular tienen —según zonas— mayor o menor contacto entre ellas, y rasgos de la matriz colonial y la matriz moderna. Aquí hemos recalcado los protagonistas. Otro enfoque es examinar las mentalidades religiosas del pueblo y compararlas con la doctrina eclesial. Sin embargo, lo vital de las tradiciones es el protagonismo social y creyente de amplios sectores populares. Además, son tradiciones que contribuyen a la evangelización. Es más, las fuentes religiosas de los pobres son imprescindibles en una profundización de la vida cristiana, para fortalecer la familia, en las responsabilidades políticas, en grupos y liderazgo popular, en movimientos apostólicos y en corrientes de espiritualidad, en organismos y servicios eclesiales. Se trata de fundamentos para un modo de ser auténtico. 2.
Herencias culturales y evangelización
Sobresalen en México, Brasil y el Cono Sur. Asimilan retazos de las herencias ya mencionadas, pero lo específico de mestizos, ladinos y grupos medios es su modo de ser «progresista». La actividad económica, política, cultural, afectiva, religiosa, tiene como meta vencer la pobreza y lograr un bienestar. Así, recurren a seres sagrados para ascender socialmente, sentirse bien, resolver sus problemas. Algunos ingresan en religiones de status social,
¿Qué relación hay entre ellas? Se trata de costumbres y símbolos latinoamericanos, con aspectos positivos y aspectos negativos, generalmente impregnados de cristianismo. Salvo excepciones, como algunas zonas selváticas o como amplios sectores urbanos arrastrados por el secularismo, se trata de tradiciones que no son pre- ni anti-cristianas. La relación entre ambas puede ser apreciada desde ambos lados. Desde el lado de la institución eclesial, la postura más lúcida no es autocomplaciente; se subraya lo que está por hacer. Así lo ha planteado Pablo VI: evangelizar «en profundidad y hasta sus mismas raíces» las culturas (EN 20). Esto no es fácil; es una evangelización con inmensos retos (EN 26, 27, 63). Fidelidad al contenido trinitario y salvífico de la evangelización. Y, a la vez, evangelizar con la lengua, signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea el pueblo. Este reto es reafirmado y radicalizado en la conferencia episcopal de Puebla: el pueblo con su religión popular es sujeto (y no sólo objeto) de la evangelización (Puebla 224, 396, 450, 910, 934, 959, 1147). Estos principios globales invitan a hacer un discernimiento de dichas tradiciones: indígenas y mestizas, negras, rurales, urbanomarginales, capas medias. Es decir, discernir si ellas son o no son receptivas a los contenidos cristianos, y en qué sentido ellas aportan o no aportan a la vivencia cristiana. Es una evaluación no
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e)
Fuentes de las capas medias
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de cada detalle sino que está centrada en el sujeto creyente, en su práctica del amor mediante formas socio-culturales. Esta tarea incluye una convocación al pueblo fragmentado, ya que tiene tantas tradiciones a respetar cada una y a construir una unidad en la fe que las dinamice a todas. Desde el lado de personas e instituciones populares marginadas también se aprecia el vínculo entre las herencias culturales y la evangelización. A los marginados por la cultura y religiosidad oficial, cuando son evangelizados, la palabra de Dios les da una dignidad radical. Una evangelización que dialoga con las culturas del pueblo, con sus lenguajes y símbolos, permite que el pueblo sea receptor y portador de la Buena Nueva. Así, las tradiciones de los pobres de hoy entran en la dinámica de la fe cristiana y en su trasmisión a todos los pueblos de la tierra. Se da, pues, una exigente correlación entre culturas y mensaje cristiano. El gran modelo es san Pablo. Fue absolutamente fiel al mensaje que no es asunto humano, ya que viene de Dios. El evangelio es la norma para el evangelizador, y no al revés. Pero en la comunicación del mensaje divino Pablo asume la condición socio-cultural, afectiva, espiritual, del judío, del helenista, del cristiano. Este modo de comportamiento implica, en las condiciones actuales de América latina, una nueva evangelización. Por ejemplo, que el negro evangeliza desde el modo de ser negro; que el agente pastoral de clase media y mentalidad criolla, con sus buenos valores, anuncia a Cristo. Todos están llamados a testimoniar la revelación de Dios, sin tergiversarla, y a que ese testimonio sea inculturado y tenga eficacia histórica. 3.
Nuevos
torrentes
Además de las viejas y nuevas fuentes de agua fresca —ya anotadas— hay torrentes de nuevas expresiones de religión popular 4 . Tienen diversos orígenes y trayectorias. Tienen continuidad y 4. Entre los muchos análisis de la religión popular contemporánea, unos ejemplos. Líneas metodológicas trazadas por R. Vidales y T. Kudo, Práctica religiosa y proyecto histórico, Lima, 1975; O. Maduro, Religión y conflicto social, México, 1979; C. Parker, Religión y clases subalternas urbanas en una sociedad dependiente (tesis en Lovaina, 1986) y «Mentalidad popular y religión en América Latina» : Opciones (Santiago de Chile), 11 (1987), pp. 52-92; y las pistas metodológicas de C.R. Brandao en sus docenas de trabajos. El protestantismo y evangelismo popular es examinado por C. Lalive, El refugio de las masas, Santiago, 1968, y J. P. Bastien, artículos en Cristianismo y Sociedad, 68 (1981), pp. 7-11; 76 (1983), pp. 13-24; 85 (1985), pp. 61-68; 88 (1986), pp. 41-56. H. Assmann, La Iglesia electrónica y su impacto en América Latina, Costa Rica, 1987, inicia un campo de estudio. En el Perú, bastantes estudios sobre la religión de la masa; por ejemplo: M. Marzal, Estudios sobre religión campesina, Lima, 1977; D. Irarrazaval, Religión del pobre y liberación en Chimbóte, Lima, 1978; J. Regan, Hacia la tierra sin mal, estudio de la religión del pueblo en la Amazonia, Iquitos, 1983; J. L. González,
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también rupturas con las fuentes ya nombradas. Casi siempre muestran una creatividad del pueblo y un relativo distanciamiento de la religión de las élites. Sobresalen algunos torrentes por sus cauces a nivel continental. a)
Sincretismos modernos
Algunos sincretismos llegan a convertirse en una religión escrita, establecida, nacional; como la Umbanda, por ejemplo, que es una síntesis de elementos propios brasileiros con algo de cristianismo y espiritismo europeo. Pero lo más común es que se dé una práctica sincrética eventual, que coexiste con la afiliación a un sistema religioso mayor. Muchas familias cristianas, ante una enfermedad, acuden a quien sana con recursos de otras tradiciones religiosas. Existe mucha participación eventual en creencias y ritos de otras iglesias o de otras formas de religión, o al menos se recibe el impacto de sus programas de televisión y radio. Unas veces, por lo tanto, son dos sistemas simbólicos que interactúan para constituir uno nuevo, como el indígena-cristiano en zonas rurales. Otras veces, son sincretismos puntuales: experimentar una brujería, o, para ganar más dinero, rezar a quien se le atribuye poder para eso, o, en un peligro, aplacar con ritos a una divinidad de la naturaleza; o en el culto a los muertos. b)
Creencias funcionales
Son creencias que según la convicción de cada persona ayudan a resolver necesidades humanas. En la vorágine contemporánea, las mayorías carecen de estabilidad psico-social y no son bien atendidas por los organismos religiosos. Desarrollan, entonces, sus propias devociones en santuarios, en oratorios familiares o de un barrio, y hasta en espacios profanos. Existen diversas actitudes: desde una invocación a una imagen para obtener los alimentos del día, hasta una devoción para enriquecerse. Veamos un ejemplo, que aparece a menudo en los periódicos:
La religión popular en el Perú, Cuzco, 1987. Cambian las fiestas católicas; por ejemplo las de mayas guatemaltecos (W. Smith, El sistema de fiestas y el cambio económico, México, 1977), las de mestizos bolivianos (X. Albo y M. Preiswerk, Los señores del gran poder, La Paz, 1986), las de comunidades brasileiras (A. Zaluar, Os Homens de Deus, Rio do Janeiro, 1983). Análisis de nuevos santos, como la mujer muerta de sed que amamanta a su hijo (S. Chertidu y S. Newbery, La difunta Correa, Buenos Aires, 1978). Trabajos sobre el auge del sincretismo «Umbanda», por D. Brown, P. Fry, R. Ortiz, F. Giobellina. Es una lista interminable de estudios sobre la teligión popular dinámica y cambiante.
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Se trata de una gama de creencias, que en cada caso tiene sus condicionamientos y significados. Pero el meollo es lograr algo concreto.
algunos lugares, mientras en otros se van deteriorando, según su tipo de liderazgo y su respuesta a las necesidades reales de la gente. El laicado, y en especial las mujeres y los jóvenes, motivan y dirigen estas agrupaciones. Estas y otras nuevas formas de religión popular, así como las fuentes antes descritas, demuestran el protagonismo popular y el dinamismo del campo simbólico.
c)
4.
Oración a Santa Clara. Hacer tres pedidos, 1 de negocios y 2 imposibles. Aun sin tener fe, serán atendidos. Rezar nueve días 9 Ave Marías, con una vela encendida, dejar que se consuma toda. Tu devota N. N.
Cultos a espíritus
La población latinoamericana asimila el pragmatismo científico y en forma paralela (¿o complementaria?) tiene una intensa relación con espíritus. En regiones indígenas y mestizas, espíritus benignos y malignos intervienen en todo. Las multitudes urbanas son muy aficionadas al espiritismo y acuden a centros que atienden a cada individuo según sus problemas. En cultos afroamericanos existe una intensísima relación con los espíritus, «Loa» en el vudú, «Esú» e «Irunmalé» en el culto nagó. El contacto con estos seres, en lugar de ser tachado de animismo primitivo o fanatismo alienante, pudiera ser apreciado como simbología de contradicciones reales, significadas como poderes benéficos y maléficos. d)
Comunidades evangélicas
Varias denominaciones, sobre todo las pentecostales, aportan a estratos medios y pobres una sanación espiritual, física y social, asistencia material, seguridad comunitaria, líderes propios. Constituyen una corriente cada vez mayor de religión popular. Son sectarias, en parte como autodefensa ante un mundo hostil; proselitizan y se consideran salvados (y califican a la masa de otros creyentes como condenados). Muchas se separan de las organizaciones populares y de todo lo considerado como política; así se ahondan las divisiones en el pueblo. e)
Comunidades católicas de base
Las vigorosas comunidades eclesiales de base forjan un nuevo modelo de religión popular, con su reflexión bíblica, celebraciones, compromiso social; y algunas de ellas también redescubren y reformulan tradiciones religiosas. Por otra parte, existen incontables asociaciones, como las que hacen novenas, dan culto a una imagen, hacen obras caritativas, realizan velorios, hacen un viaje a un santuario. Son también comunidades, con gran vitalidad en 356
Contribución
teológica
Las fuentes y los nuevos cauces de religión popular, junto a la correlación entre culturas y evangelización, ofrecen fabulosas vetas de reflexión cristiana. La comprensión de la revelación y de la fe en Dios, vivida en la historia, tiene sus «lugares teológicos»: liturgia, Padres de la Iglesia, magisterio, teología, sensus fidei del pueblo de Dios; y en todos ellos hay una presencia de la religión popular. También el acontecer histórico en el sentido de «signos de los tiempos» constituye un lugar teológico 5 , y éste incluye el vasto acontecer religioso. Por consiguiente, la religión popular aporta a la inteligencia de la fe el sensus fidei de los miembros de la Iglesia; y también aporta el signo de los tiempos, que es el acontecer religioso en todas sus dimensiones humanas y espirituales. La religión popular no es, pues, sólo objeto de reflexión; ella contribuye con preguntas y con contenidos sustanciales a la teología. Estas afirmaciones tienen bases sólidas. En efecto, la revelación cristiana muestra la voluntad de Dios de salvar a toda la humanidad en Cristo. En este camino salvífico se encuentran indígenas, mestizos, criollos, afroamericanos, campesinado, capas medias, muchedumbres urbanas, cada cual con sus tradiciones religiosas. Es cierto que pocos participan plenamente en la Iglesia, establecida por Dios como maestra y como sacramento de salvación. Pero la salvación tiene un carácter universal y la fe es ofrecida eficazmente a todos. Así se manifiesta en el sufrimiento de las mayorías, que generosamente sobrellevan las cruces de los demás, y en la solidaridad del pueblo que comparte vida y alegrías. Más precisamente, el signo de los tiempos que desencadena teología no es un aspecto religioso de la existencia, sino toda la pasión y nueva vida de los pueblos. Es una pasión y resurrección 5. Un «signo de los tiempos» abre los ojos a la presencia y revelación de Dios en la historia concreta (cf. Mt 16, 1-4). Es una buena veta de la teología conciliar: «escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del evangelio» (GS 4; cf. 11); también en la tarea ecuménica (UR 4) y en la vida del laicado y la política (AA 14). Este tipo de reflexión es ahondada por los obispos en Medellín y en Puebla, y en la teología latinoamericana.
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presentes simbólicamente en la religión popular. La Iglesia latinoamericana hoy da testimonio de los rostros de Cristo en el pueblo pobre y en la dignidad que Dios da a todos (Puebla 31-39, 316-319, 333-334); y cabría añadir los rasgos de Cristo en las religiones de los pobres, negros, indígenas, mujeres, ancianos, obreros, clase media, etc. Por otra parte, la Iglesia denuncia idolatrías contemporáneas, dada la absolutización de la riqueza, del poder y de otras realidades (Puebla 91-506). Estas formas de idolatría también penetran el campo religioso popular. Se trata aquí, por lo tanto, de una lectura de signos cristológicos, signos de cómo la humanidad abraza o rehuye el camino de la salvación. No se trata en la religión popular primariamente de una presencia o ausencia del conocimiento de Cristo. El camino de la salvación se manifiesta, más bien, en las muchas maneras en que el pueblo vive o no vive (y además comprende o no comprende) la pasión y resurrección en Cristo. Con esta clave de lectura puede hacerse un buen discernimiento de la práctica creyente del pueblo. Los pueblos latinoamericanos, por ejemplo, tienen memoria de hondas humillaciones y miserias, y, en contraposición a ellas, atesoran encantadoras pequeñas costumbres sociales y formas de piedad. Con este «tradicionalismo» de lo propio se sienten a gusto y saborean algo de libertad. Uno de sus aspectos es la tradición de acontecimientos maravillosos, de milagros. La memoria popular está llena de toda clase de milagros y encuentros con seres fascinantes. ¿Es esto una huida del mundo? ¿Es una fantasía dañina? Más bien es creer en el triunfo de la vida; es afirmar espiritualmente la mutación del orden vigente. El milagro, para el pobre, tiene un sentido de utopía y de cambio histórico. También es un signo actual del reino de Dios (como lo fue en la práctica de Jesús). Pero hay también casos en que el milagro está visualizado en términos deshumanizantes, y, por ejemplo, se considera milagroso el culto al dinero. En el caso del santuario de Urkupiña (Bolivia), junto a la multitud humilde, hay grandes narcotraficantes que atribuyen a la Virgen María su «milagroso» enriquecimiento. Con respecto a lo que hemos llamado torrentes de religión popular, éstos invitan a reflexionar —entre otras cosas— sobre el Espíritu Santo, y también sobre los espíritus malignos. Los nuevos sincretismos, las comunidades evangélicas y las católicas, los vínculos de tantas personas con los espíritus, expresan dimensiones carismáticas en el pueblo de Dios. Son como dones del Espíritu en la construcción de una civilización del amor (cf. 1 Cor 13, 1-13). Por otra parte, formas sincréticas que llenan de miedo a las personas, devoluciones funcionales para obtener una meta egoísta, ritos que absolutizan elementos seculares y otros hechos semejantes, contienen una mentira religiosa (como esa oración a santa 358
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Clara), expresan el homicidio (en la intención de algunas brujerías), o la idolatría hacia la burguesa «seguridad nacional», o un esplritualismo que cierra los ojos a la historia. Son como rastros del demonio en el acontecer contemporáneo. Finalmente, la religión popular, en cuanto tiene como protagonistas a los pobres y postergados, es un lugar teológico sumamente revolucionario. Cuando los «últimos» son maestros de teología, ésta avanza en profundidad. Se toma en serio el misterio de Dios en la vida cotidiana de los marginados; sus miserias exponen la crueldad de la pasión de Cristo y de sus seguidores, y la belleza del pobre manifiesta la gloria de Dios. Todo el vasto campo religioso constituye un signo de los tiempos y es la materia prima de la teología. Por eso, cada vez más, el pobre con su historia y su universo simbólico aparece en eventos y escritos teológicos. Cuando no es así, la tarea de reflexión permanece incompleta y segregada de la fe del pueblo de Dios. Aunque estos signos de los tiempos son muy precisos y particulares, tienen una densidad universal. Se trata de la humanidad sufriente, con sus religiones, en el llamado Tercer Mundo y también sufriente en los otros mundos. Es universal y ecuménica. La porción de la humanidad que pertenece a la Iglesia cristiana reflexiona ecuménicamente cuando dialoga y comparte acciones con las mayorías que vibran con otras tradiciones religiosas. Así se descubren numerosos caminos hacia una vocación común a la salvación. No se trata de un relativismo en el que cada religión valdría igual y en el que no importa carecer de religión. El relativismo es cancelado por el acontecimiento de Cristo, manifestación concreta y universal del Dios del amor. Pero este acontecimiento debe ser testimoniado por la Iglesia sin agredir a otras religiones ni pretender un imperialismo cristiano (errores lamentables en la historia occidental). La Iglesia es sacramento universal de salvación y maestra de la fe no por un afán hegemonizador en el campo religioso, sino por un humilde servicio sacramental y docente. Ella es signo del amor de Dios en la historia y en la eternidad. En este contexto, la teología de la Iglesia busca señales de cómo cada religión, y también la religión popular cristiana, está o no en la ruta de la salvación gracias a la providencia de Dios. Pasemos a continuación a ver los componentes bíblicos y magisteriales de esta reflexión. III.
RELIGIÓN POPULAR, BIBLIA, MAGISTERIO
Aunque hoy crece el respeto hacia la religión popular, para muchas personas la fe madura todavía se contrapone a la religión 359
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masiva; y ocurre así que los evangelizadores que enseñan la verdad están en un lado y la población con escaso conocimiento doctrinal está en otro lado. Es decir, la religión popular es tajantemente descalificada. Desde nuestra óptica vamos a distinguir formas en las que la Biblia y el magisterio suelen relacionarse con la religión popular. A nivel socio-ideológico, por una parte, las élites inculcan su modo de pensar respecto a la religión popular y consideran, globalmente, que no concuerda con la Biblia y el magisterio. Por otra parte, se puede reconocer la integridad creyente del pueblo de modo que éste asume creativamente la tradición cristiana, los paradigmas bíblicos y la enseñanza del magisterio. A nivel doctrinal, hay también varios modos de apreciar la religión popular. Desde el punto de vista fundamentalista (tanto en círculos protestantes como católicos), los textos bíblicos y eclesiales son usados para combatir las prácticas propias del pueblo. No se hace aquí una hermenéutica con los ojos del pobre, ni una contextualización del texto bíblico y de la costumbre popular. Desde otro punto de vista, de carácter racionalista, se juzga a la religión popular según su positiva o negativa adhesión a ciertos enunciados doctrinales. La religión popular es, entonces, reducida a ideas y comparada con otras ideas. Claramente falta aquí una visión de conjunto de la religión popular, con su polivalencia simbólica y su sabiduría. Un mejor camino es preguntarse si las mayorías populares asimilan hoy el mensaje bíblico y la enseñanza oficial de la Iglesia con respecto a lo esencial, que es el amor de Dios en la historia. Cuando la respuesta es negativa, se analizan los fallos, tanto de la estructura eclesial como en la vivencia popular. Y cuando la respuesta es positiva, se examinan estos logros del pueblo y de su religiosidad que benefician a toda la Iglesia. 1.
Paradigmas bíblicos
La Escritura tiene abundantes referencias a la religión judía, a otras religiones y a la piedad de los primeros cristianos, en medio de las características de esas épocas. La interpretación de esos textos desde la actual comunidad eclesial permite que el mensaje de Dios continúe interpelando a la religión popular, mientras este proceso de interpretación sea supervisado y conducido por el magisterio de la Iglesia; pues de lo contrario suele haber desviaciones y subjetivismos. Algunos afirman que amplios sectores latinoamericanos permanecen todavía en el Antiguo Testamento, dados los puntos en común que existen entre la religión judía y la religión popular; 360
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pero ésta es una apreciación superficial. De hecho, la identidad cristiana y sus instituciones están asentadas en el continente; y, teológicamente, el acontecimiento de Cristo tiene vigencia universal. Más fructífero es considerar las grandes líneas del Antiguo Testamento y de su religión popular, mayormente asumidas por el Nuevo Testamento, que interpelan a la religión popular de hoy 6 . Las fiestas judías, con rasgos familiares y tribales, agrícolas y ganaderas, están enmarcadas en el Éxodo y la Alianza de amor entre Yahvé y su pueblo. También en la religión popular latinoamericana abundan muchas y apasionantes fiestas en las que se vive el gozo de estar con Dios y con la comunidad. Y la herencia bíblica convoca a rehacerlas pascualmente, mediante signos concretos (ofrendas, festejo sin discriminación, arte, etc.) del arduo caminar hacia una gozosa salvación. Otro elemento fundamental en el Antiguo Testamento es la fidelidad al Dios liberador, que conlleva una resistencia popular a todo lo que la obstaculiza. Es una resistencia alimentada por los profetas, que cortan con abusos provenientes de la religión oficial, con la infidelidad del pueblo elegido y también con potencias rivales e idolatrías. Hoy, las comunidades de base (con la amplia gama ya descrita) son también espacios de fidelidad y de resistencia, y se sienten invitados a una permanente conversión a Dios. Esta espiritualidad cuestiona ritos encerrados en sí y en imágenes, e impugna la absolutización del dinero, del poder excluyente, y de otros mecanismos de muerte en nuestras sociedades. Además, la herencia popular judía vibra con esperanza por el día de Yahvé y el reinado de Dios, por los tiempos mesiánicos y apocalípticos. Hoy, la esperanza se da en condiciones muy diferentes, porque los marginados tienen sus organizaciones y proyectos, aunque estén asediados por «seguridades» religiosas y seculares. En este contexto, los pobres sienten la urgencia de incrementar sus frágiles fuerzas, a fin de ser parte de una nueva humanidad. En un sentido espiritual, no hay sustitutos humanos a la salvación que sólo Dios garantiza. El principal paradigma bíblico, sin embargo, es el comportamiento de Jesús, hijo de Dios. Jesús no es funcionario del judaismo oficial, ni fundador de una religión. Pero tampoco propugna una fe contraria a la religión o sin mediaciones socio-culturales. En su comportamiento hay que destacar dos actitudes 7 . 6. Síntesis sobre celebraciones: Ex 23, 14-17; 34, 18-23; Dt 16, 1-17; Lev 23; 1 Mac 4 y 2 Mac 10. Críticas proféticas: Am 5, 21-24; Is 1, 11-20; Miq 6, 1-8; Jer 7, 1-11; 31, 33-34. La reforma de Josías: 2 Re 23, 1-25. Salmo 115 contra la idolatría. Esperanzas del pueblo: Ez 38 y 39, Is 24 a 27, Sal 66 a 99. 7. Confrontación con la religión oficial: Mt 23, 1-39; Le 11, 37-53; Me 12, 38-44. Advertencias sobre leyes y tradiciones: Mt 5, 17-48; 15, 1-20; 22, 34-40. Por otra parte, Jesús asume y alimenta la religión de los pobres; por ejemplo en el evangelio de Lucas: 2, 21-24, 41-
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Por un lado, Jesús está opuesto a rasgos religiosos judíos que conllevan una opresión y un falseamiento de la revelación. No cabe duda de que Jesús asume estructuras sagradas por lo que toca al tiempo —el sábado—, al espacio —el templo—, y al orden social y espiritual —la Ley—. Pero éstas son rechazadas por Jesús siempre que obstaculizan la fidelidad a Dios y la compasión humana. Este es el trasfondo de las continuas disputas con grupos de poder socio-religioso, como los maestros de la Ley, los saduceos clericales, los fariseos inmersos en la masa. No son discusiones sobre asuntos secundarios. Jesús anuncia a un Dios solidario con los humildes y liberador del pecado, bien diferente al «dios» de las autoridades que usan la legislación sagrada contra el pueblo, y al de gente piadosa que ofende al prójimo («devoran los bienes de las viudas mientras se amparan con largas oraciones», Me 12, 40). Por otro lado, Jesús comparte la historia y religiosidad de los «últimos». No cabe duda de que su vida está dedicada al reino de Dios, a convocar y enviar discípulos y misioneros, y a asumir la cruz de la redención. No opta ni por consolidar, renovar o cambiar una religión, ni por iniciar una nueva. Pero en su opción por el Dios del reino, practica y promueve la piedad de la multitud y la formación de la comunidad creyente. En su propio contexto familiar, en la estructura laical de la sinagoga, en peregrinaciones populares, en la asidua oración personal, en breve, en toda su existencia, Jesús comparte la piedad popular. Además responde a agudos problemas según los sentimientos y creencias del pueblo; así sana enfermos, expulsa demonios, siente angustias apocalípticas, resuelve la marginación de los pecadores. A la vez, sacude la religión popular al resumir la ley en la norma de amar incondicionalmente. Todo este comportamiento de Jesús es paradigmático para la comunidad eclesial. Es un paradigma que exige un trabajo de discernimiento. Hoy, movida por su Espíritu, la comunidad distingue, por un lado, lo religioso deshumanizante que aparta de Dios, y, por otro lado, la religión de los humildes que forma parte del discipulado. Es este un discernimiento que, en el campo religioso latinoamericano, llega a oponerse a la dominación, también en su modalidad religiosa; y, en términos positivos, lleva a identificarse con la vivencia creyente de las mayorías marginada en su praxis pascual. Es un discernimiento hecho en cada momento y lugar. No hay recetario aplicable mecánicamente, y el Espíritu de Dios nunca abandona a su comunidad en la realización de esta tarea. Como ya
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se ha señalado, el punto de partida de la lectura teológica de la religión popular es la Sagrada Escritura, una lectura hecha con la lucidez que el Espíritu da al pueblo de Dios. Las primeras comunidades, mediante los escritos apostólicos, son ejemplos de cómo enfocar lo que hoy se llama religión popular 8 . En primer lugar, muestran cómo pasar de un molde judío a una pluriformidad cultural con una sola fe. Es un tránsito que se debe a que los hijos e hijas de Dios gozan de libertad (cf. Gal 4, 4-7) y viven según la ley del Espíritu (cf. Rom 8, 2). La pascua de Cristo ofrece a toda la humanidad —sin discriminaciones— la salvación. Con este principio, en el panorama latinoamericano se promueve la fe en cada pueblo, cultura, raza, generación, sexo, clase social, sin discriminarlos por sus particularidades. En este sentido, el mensaje de Pablo es como una llave maestra que abre las muchas puertas de una fe común. La pluriformidad se refiere no sólo a condicionamientos históricos, sino que también caracteriza a la convivencia ordenada entre los creyentes. Pablo da pautas a los corintios: carismas y ministerios provienen del Espíritu, quien los ordena a la edificación del amor y del servicio. Al considerar hoy las mayorías creyentes en nuestro continente, apreciamos también la abundancia de carismas y ministerios, frutos del Espíritu, quien guía a todo el pueblo de Dios con sus estructuras religiosas. Resumiendo: los paradigmas no tienen como finalidad suplantar la religión popular por una fe «auténticamente bíblica» (como se plantea a menudo); los mismos textos bíblicos tienen el sabor de la fe popular. Pero la Biblia tampoco legitima sin más la religión popular actual; más bien la interpela a una mayor fidelidad. En efecto, el pueblo creyente está llamado a modificar cada elemento de la religión popular que no lleve consigo la orientación de Cristo y su Iglesia. En un sentido positivo, el pueblo de Dios es urgido a acentuar todo lo que en su religión popular es encuentro con el Dios liberador y todo lo que es amor fraterno. Repitiendo la imagen ya empleada: hacer que por el cable de la religión popular siga pasando la electricidad de la fe. Para asegurar esto existe el servicio del magisterio. 2.
Orientaciones del magisterio
La enseñanza oficial de la Iglesia católica que trate explícitamente la religión popular es escasa y suele limitarse a aspectos morales y
42; 3, 21-22; 4, 1-2, 40-41, 44; 6, 12-13, 17-19, 20-26; 7, 21-23; 8, 1-3; 9, 46-47; 10, 21-22; 11, 113, 20-21; 12, 22-31, 35-40; 13, 10-17, 18-21; 14, 1J-24; 15, 1-7; 17, 22-37; 18, 15-17; 19, 45-48; 21, 1-4; 22, 7-20, 24-27.
8. Los Hechos y las Cartas muestran una,fe cristiana abierta a los pueblos y culturas: Hech 11, 19-26; 15, 1-35; Gal 2, 11-16; 5, 1-6; Ef 2, 11-22; y confrontan posturas sectarias, excluyentes, como la judaizante (carta a los Gálatas que sustenta la libertad del cristianismo), y como la helenista carismática (cf. 1 y 2 Corintios).
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a medidas disciplinarias. El concilio Vaticano U no aborda directamente la religión popular; y sólo se refiere a ella al tratar otros asuntos. Plantea así una adaptación de la liturgia a cada cultura y pueblo (SC 22, 27, 38, 40, 43-6). La misión de la Iglesia en la historia humana debe respetar las culturas y las otras religiones (AG 8, 12, 22; NA 2, 5). La excelente doctrina eclesiológica, basada no en la Iglesia en sentido estrecho, sino en ser pueblo de Dios, en santidad y en servicio al mundo (LG caps. II y IV ; GS 40-45, 57-59), no es aplicada, lamentablemente, a la realidad del pobre y su religiosidad. Después del Vaticano II, debido en gran medida a los avances de Iglesias del Tercer Mundo, se comienza a tomar en cuenta el conjunto socio-cultural y religioso-eclesial de la religión popular. Sin embargo, la religión popular ha sido modelada, de modo indirecto, por la vida de la Iglesia y el servicio de su jerarquía. Esto es evidente a lo largo de la historia, particularmente a través de la liturgia, la catequesis de la devoción popular y la transmisión de los contenidos fundamentales de la fe. Es un largo caminar desde la pastoral y reflexión patrística, las definiciones dogmáticas para encauzar al pueblo de Dios e impedir que tome rutas equivocadas, hasta las pautas contemporáneas dadas en cada comunidad por sus pastores y las líneas señaladas por sínodos, conferencias episcopales, concilios y papas. En este proceso el catolicismo popular se ha convertido en pluri-cultural, ha acaecido la catolicidad, aunque las élites continuamente intentan imponer un solo modo de vivir, pensar y creer. En la trayectoria latinoamericana es un denominador común la tensión entre normas excluyentes o asimiladoras y prácticas tolerantes9. Las normas han rechazado manifestaciones autóctonas y sincretismos de sectores populares —en cuanto sistemas socio-religiosos—. Pero, en la práctica, asimilan y difunden muchos rasgos de religión popular en sus instancias sacramentales y docentes; por ejemplo, la danza en fiestas litúrgicas, el liderazgo local que conserva tradiciones sincréticas de sus pueblos, el culto a los muertos y la doctrina de la comunión de los santos. Durante el período colonial, las religiones diferentes a la europea fueron tachadas de idolátricas y obras del demonio. 9. Unas referencias andinas, en los siglos xvi y xvn: Doctrina cristiana y catecismo (Concilio de Lima, 1584-5) edición facsímil, Madrid, 1985; R. Vargas U. , Concilios Limenses, Lima, 1951-4; P. Duviols, La destrucción de las religiones andinas, México, 1977. Una obra global: CEHILA, Historia general de la Iglesia en América latina, Salamanca, 1983-7. Ver el documento de obispos en Medellín, secciones pastoral popular y catequesis, y obispos en Puebla, párrafos 444-469, 895-963, 1147. Los discursos de Juan Pablo II en América latina dan muchas pautas para la religión popular (publicados por la Conferencia Episcopal de cada pais visitado). En España resaltan las orientaciones de los obispos del Sur, El catolicismo popular en el sur de España, Madrid, 1975, y Catolicismo popular, Sevilla, 1985.
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Durante el período republicano, la jerarquía dio pautas contra la (supuesta) ignorancia y superstición del pueblo pobre. Era el punto de vista de élites con su racionalismo, mientras que el comportamiento de la jerarquía y sus representantes locales fue bastante tolerante. En cierto sentido permitieron la sobrevivencia y expansión de una religiosidad —aunque sin estar de acuerdo con ella— sellada por sub-culturas y místicas propias de la masa popular. Ello se debe a la catolicidad de la fe cristiana y de la Iglesia. Al bautizar a todos, no se imponen rupturas con la identidad de cada uno. En los últimos veinticinco años ha habido avances inmensos en las Iglesias locales, que son sintetizados en Medellín (1968) y Puebla (1979). Los obispos en Medellín critican una religión popular con rasgos mágicos, egoístas, fatalistas, dado un contexto general de opresión. Ofrecen una acertada ruta metodológica: no interpretar la religión popular desde una cultura occidentalizada sino desde las sub-culturas. Mencionan generalidades teológicas en la religión popular; caridad, luz del Verbo. La religión popular es considerada como punto de arranque para una re-evangelización del continente (lo cual suele interpretarse como asimilación de la religión popular y no como diálogo con ella y mutuo enriquecimiento). Medellín enuncia este programa: entrelazar religión popular y pastoral eclesial, en respuesta a los signos de los tiempos que plantean una transformación integral en América. Los obispos en Puebla ofrecen dos perspectivas. La principal es ubicar la religión popular en la cultura del pueblo y como campo de evangelización (fortaleciendo así la institución eclesial). Una perspectiva secundaria ve a la religión popular como espiritualidad y como «clamor por una verdadera liberación» (n. 452). Ella es objeto y sujeto evangelizador en una Iglesia que es sacramento en la historia. La evaluación doctrinal es positiva: la religión popular tiene un sentido de Dios, sabiduría, oración, caridad; por otra parte, los obispos critican la ignorancia, separación entre fe y vida, etc. Es éste un discernimiento que, sin embargo, no incluye una fundamentación bíblica. Después vienen las orientaciones prácticas, entre las que resaltan: fuerza evangelizadora del pueblo y su religión popular, asumir y purificar la religión popular, hacer una buena catequesis con los contenidos de la revelación. El magisterio sobre la religión popular se acrecienta por las actividades y palabras de Juan Pablo II en sus visitas a cada país latinoamericano (como también lo hace en África con sus tradiciones, y en Asia con las mayores herencias religiosas del mundo). Visita santuarios, en especial los marianos, vibra con la fe del pueblo sencillo, insiste en la adhesión a la doctrina y a la jerarquía. Ha hablado en especial de tradiciones populares, y no pone el 365
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acento en los desarrollos modernos de la religión popular y su problemática pastoral. Por último, mencionemos unas notas metodológicas. La nueva postura de la Iglesia hacia la religión popular tiene que tomar en cuenta realidades muy significativas. Por ejemplo, el vehículo de la transmisión religiosa que tiene mayor peso es el familiar y el del grupo de base; así, para que la pastoral de la religión popular sea eficaz, tiene que ser hecha «desde abajo». Por otra parte, la religión popular, como toda la existencia popular, está en parte integrada en estructuras de dominación; éstas recortan lo comunitario de la religión popular, la reducen a un folklore, la uniformizan. Son problemas que hay que tomar en cuenta, a fin de considerar la religión popular «realmente existente» y no sólo bocetos hechos por pastoralistas. Ahora bien, el magisterio reciente, como también la interpretación bíblica de la religión popular, ni la legitiman, ni pretenden su extinción. Dan, más bien, aportes positivos. Así, el pueblo de Dios cuenta con recursos bíblicos que interpelan su experiencia de fe, y que, además, critican frontalmente elementos opresores mezclados con la religión. Asimismo, el pueblo cuenta cada vez más con amplias orientaciones del magisterio que confronta la religión popular con la tradición eclesial a fin de renovarla. Todo esto implica, en términos metodológicos, una capacitación de las bases. Se trata de que todas las comunidades que subyacen a los fenómenos de religión popular puedan evaluarla bíblicamente y puedan también recibir activamente el magisterio jerárquico. Son tareas que requieren coordinación con muchas personas e instituciones que influyen en la religión popular. Y, en última instancia, es una labor que brota de la fidelidad al Espíritu que anima al pueblo de Dios. Es el Espíritu quien hace avanzar al pueblo más allá de sus seguridades religiosas, y es también quien abre los ojos de los responsables eclesiales a la maravillosa fe del pobre.
IV.
RELIGIÓN
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RELIGIÓN Y TEOLOGÍA DEL POBRE
El acontecer histórico, que incluye la religión popular, es un «lugar teológico». Además, la sabiduría del pueblo está anclada en la fuente del cristianismo. Según el mensaje subversivo de Jesús, la revelación es dada a los pequeños y no a los supuestamente sabios (Mt 11, 25; Le 10, 21). El conjunto de la vida de Jesús testimonia la predilección y comunicación de Dios a los marginados. Estos conocen a Dios muchísimo mejor que los expertos y profesionales de la religión. Por su parte, el Vaticano II recuerda que el pueblo de Dios tiene un sensus fidei (LG 12, 35). En el bautismo todos reciben el espíritu de sabiduría, como gracia permanente. 366
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De acuerdo con esos fundamentos, es posible asentar que la religión del pueblo y la teología latinoamericana no son círculos separados, ni la primera es mero objeto para la segunda 10 . Se trata de dos círculos que se entrelazan, y tienen un fértil terreno en común: la sabiduría cristiana del pobre. Una teología desprejuiciada reconoce que el pueblo, que mayoritariamente se auto-califica de católico, es sabio y receptor de la revelación; también es pecador y tiene conocimientos parciales y errados (como el resto de la humanidad). Por esto, su sabiduría requiere ser orientada y a veces corregida por la comunidad eclesial y su magisterio. Por otra parte, una reflexión científica reconoce en el pueblo sus sub-culturas y las limitaciones en cada una de ellas, las redes de cultura dominante que atrapan a la población y a sus estrategias políticas, algunas emancipadoras y otras alienantes. Es decir, las ciencias humanas evalúan críticamente los componentes del pensar popular. Son evaluaciones muy presentes en el análisis teológico. A continuación, enunciamos las carencias y logros del saber creyente en torno a trazos generales de la religiosidad de la población católica, y más precisamente sus cinco ejes: tradición oral, creencia, organización, rito y ética (son indicaciones genéricas que no tocan los matices en cada zona y grupo humano). 1.
Tradición
oral-revelación
Una gran parte de la población tiene contacto con la revelación cristiana a través de relatos de antepasados, progenitores y amistades que han creído en intervenciones de Dios y seres sagrados. Así, la revelación no es apreciada sólo como ideas; fundamentalmente, es una herencia íntima. Sin embargo, en esta segunda parte del siglo XX, la comunicación más penetrante se da por medio de la radio y la televisión; y estos medios, con sus estereotipos nacionalistas y trasnacionales, inculcan imágenes y nociones de una religión de auto-superación y estabilidad social. Pero, marginalmente, en comunidades rurales y pueblos, siguen circulando muchos relatos con ingredientes religiosos: hechos locales maravillosos, personajes ejemplares, sueños predictivos, cuentos, mitos de orígenes, mensajes de chamanes que emplean alucinógenos, cantos populares. En estos relatos, dependiendo de una serie de factores, hay más o menos elementos cristianos. Véase, por ejemplo, la transmisión de acontecimientos maravillosos. Puede ser una imagen católica que hace «alianza» con un poblado y allí permanece como protectora, como una señal de la 10.
Véanse, en el Apartado bibliográfico final, referencias sobre religión popular.
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El modo de pensar dominante exalta al individuo que construye su destino y se basa en la fe en sí mismo. Esto contrasta con la sabiduría del pobre, que ve la salvación como recibida de Otro y la fe como compartida con otros. Además, atribuye el poder salvífico a varios seres sagrados. ¿Hay rasgos politeístas y de pasividad? Parece más bien que la divinidad es percibida encarnadamente; y la salvación es evidentemente vista como un don. Por otra parte, sus creencias, esencialmente comunitarias, van siendo alteradas por el proceso de privatización. «Almas», espíritus buenos y malos, santos cristianos apropia-
dos por el pueblo, espíritus o madres de la tierra, agua, árbol y otras entidades de la naturaleza, divinidades autóctonas, cruces, imágenes locales de Cristo y de María; cada una de estas realidades es invocada con fe, y algunas son como iconos. Además, cada una simboliza la identidad creyente familiar, grupal, étnica, regional. Estas mediaciones en la experiencia de Dios implican que éste es visualizado en espacios, tiempos, existencias concretas de los creyentes. Además, son intuiciones gozosas: Dios y sus imágenes son festejadas. Es una divinidad invocada con proximidad afectiva («diosito», «papito», «mamita», apodos de santos y santas). A Dios básicamente se le reza; no es objeto de elucubraciones. Abundan representaciones sufrientes —el Crucificado— y femeninas —por la intensa devoción a María y a santas—. Así, el ser del pobre y la femineidad entran en la concepción de Dios. La frondosa mariología oscila entre una Señora pudiente y una Madre de los maltratados. La figura de Cristo, desde la colonización, está muy asociada con la trascendencia de Dios; mientras que hoy la comunidad de base y la catequesis favorecen también el reencuentro con el rostro evangélico en nuestra historia. Al comparar el contenido central de la fe cristiana con el conjunto de creencias populares, éstas manifiestan algunas carencias. La comprensión de estar protegidos por seres sagrados, que de una u otra forma indican la presencia de Dios, es una respuesta de carácter intencional a la palabra de Dios: él es apreciado como salvador. Pero no es una respuesta integral al mensaje bíblico (que hasta ahora ha sido poco transmitido a las mayorías). Otra problemática es que la fe está desligada del obrar humano de varias maneras: un fundamentalismo en que sólo vale la actitud de la persona («cree en el Señor y serás salvo»), desautorizando una solidaridad histórica; o una creencia concentrada en seres sagrados y contratos rituales con ellos, que no conllevan el amor y la justicia cotidiana; o diversos espiritualismos que dan prioridad a la perfección del creyente. En cuanto a logros, el pueblo entiende la gratuidad de la salvación. Se puede afirmar que la religión popular ha desarrollado la perspectiva de san Agustín: la fe es una gracia. No es producto humano. Es confianza en Dios. Otro logro es el conocimiento creyente. No es la presunción de entender a Dios; las expresiones humanas sobre Dios no son mitificadas (como sí lo hacen los sectores ilustrados). Los gestos y silencios del pueblo muestran que Dios es conocido en la oración, en un «estar con» Dios. Es una verdad aprehendida a través de una multiforme mística popular. Otro aspecto es la calidad ecuménica de creencias diversas, pero que confluyen en una concepción de Dios salvador de su pueblo (con lo cual se diluyen muchas rencillas institucionales).
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alianza del pueblo fiel con su Dios. O el encuentro tan común con un «alma», que es parte de la memoria histórica del pobre. O bien castigos al no reverenciar una divinidad autóctona ligada a la naturaleza; lo cual implica una ruptura con la creación hecha por Dios. Es ésta una transmisión oral que forja identidad creyente local y que es portadora de la trascendencia sentida por el pueblo. El conjunto de esta tradición, al ser confrontada con la revelación cristiana, presenta unas carencias. Sus vínculos con los escritos bíblicos son fragmentarios, no por desinterés popular, sino por fallas en la evangelización; aunque hay excepciones, como el folklore navideño en todo el continente, el «canto a lo divino» del campesino chileno, las «décimas a lo divino» de negros ecuatorianos. Son tradiciones centradas en hechos puntuales del pasado y del presente-, generalmente falta una comprensión de la historia de salvación cristiana (por ejemplo, los relatos casi nunca se refieren a la resurrección). Por otro lado, existen logros en muchas tradiciones orales. A veces son legados comunitarios de una revelación natural transmitida cálidamente de persona a persona: en la riqueza simbólica del mito, el cuento popular religioso, un sueño interpretado por la gente como signo. Además, las concepciones sobre Dios y la existencia humana se socializan y llegan al corazón del creyente (no sólo a su mente). También destacan narraciones y testimonios (géneros comunes en la Biblia) que expresan lo esencial del ser cristiano: buen trato y ayuda mutua, acompañar en el sufrimiento, generar vida. Hay, pues, implícitas formas de racionalidad y comunicación abiertas a la revelación (que no está aprisionada por el pensamiento llamado occidental). Pero lo más importante es que es una tradición de fe compartida y de contemplación; no es un argumento sobre Dios; y tampoco está caracterizada por el pragmatismo y el humanismo del Occidente. Es una tradición de escucha y apertura a las maravillas de la revelación. 2.
Creencia-fe
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A pesar del grado de ortodoxia y riqueza simbólica de las creencias de la masa, funcionarios eclesiales continuamente intentan sustituirlas por fórmulas racionalistas. Las creencias persisten con un status marginal y semi-clandestino. Lamentablemente muchos suelen habituarse a esa marginalidad, y no desarrollan una estrategia para aportar sus expresiones creyentes a los demás miembros de la Iglesia. 3.
Organización-Iglesia
Los análisis de la Iglesia latinoamericana aún no toman en serio su amplia organicidad popular. Además de la consolidación de comunidades cristianas populares, hay muchas otras estructuras de base. Frecuentemente son contestatarias hacia el esquema clerical y monopolizador. También evidencian una opción de vivir la fe comunitariamente, aunque no encerrada en sí misma, sino con una orientación trascendente. La organización es principalmente festiva, porque allí es donde el pueblo tiene mayor grado de libertad y porque la fe del pobre es consustancial con la alegría. Conjuntos de música y danza religiosa —como «concheros» mejicanos, «diabladas» bolivianas, «chinos» chilenos, «folias» brasileiras—. Los responsables «festeiros», agrupaciones, que realizan muchas celebraciones de santos. La organicidad en cultos festivos afroamericanos, donde hay posesión por entidades sobrenaturales y sanación. Y muchísimas cosas más. Cuando las comunidades eclesiales de base entran en la tradición festiva y mística, son apropiadas también por las mayorías. Otras tienen un carácter más devocional y místico. Proliferan a nivel familiar y vecinal; algunas son multitudinarias. Es lo que ocurre en hermandades, «confrarias» y otras asociaciones centradas en el culto a imágenes y en la cohesión de cada grupo. Campañas evangelísticas que aglutinan comunidades para escuchar la palabra, orar, ser sanados. Agrupaciones locales que organizan tiempos de oración —meses dedicados a María, al Sagrado Corazón, novenas a santos—. Redes de familias y vecindarios que hacen sus velorios y numerosos ritos a los difuntos. Agrupaciones penitenciales en semana santa y en sacrificadas peregrinaciones a santuarios. Súplicas colectivas ante fenómenos naturales, como ritos autóctonos ante una sequía o la celebración de una cosecha. Existen millones de grupos informales en torno a oratorios, centros de culto, tumbas de personajes sagrados, etc. Todas estas realidades ofrecen líneas eclesiológicas: ser comunidad que celebra y ora, y que se estructura de estas formas. En efecto, cuentan con liderazgo, ministerios, esquemas rituales, normas propias, servicio fraternal, promoción social. A la vez, 370
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según las circunstancias, participan y están ligadas a otras instancias eclesiales que les ofrecen símbolos, la Biblia, asistencia social, liderazgo jerárquico, sacramentos. A pesar de ello, es común el desconocimiento y el rechazo de las formas eclesiales populares, pues su relativa autonomía incomoda a la oficialidad. Cuando se cotejan estas realidades con la eclesiología, salen a la luz ciertas carencias. La experiencia popular tiende más a afianzarse como estructura y comunidad local, que a convertirse en propuesta simbólica de liberación y a contribuir a una pastoral de conjunto. Muchos grupos y líderes de base cultivan su ámbito religioso, en un modo de resistencia pasiva, y no se preocupan por ser comunidad-signo del triunfo cristiano sobre la dominación y la maldad. Es escasa la participación integral en los siete sacramentos; en gran medida porque la atención pastoral no llega a la masa ni interactúa con sus culturas y creencias. Sin embargo, hay logros inmensos. Durante siglos, la masa postergada ha practicado comunal e institucionalmente la fe, constituyendo una amplia corriente de Iglesia de los pobres por obra del Espíritu de Dios. Las comunidades eclesiales de base son una (y no la única) expresión de esta corriente, a la que aquéllas aportan una acogida de la Palabra con sus consiguientes signos de liberación. Otro logro es percibir lo eclesial en forma comunitaria y local, verificando la tradición testimoniada en los Hechos de los Apóstoles y los escritos de Pablo y de Juan. A la vez, hay un sentido de comunión universal de creyentes y adhesión a la institución eclesial. 4.
Kito-sacramentalidad
El eje ritual de la religión popular está colmado de símbolos polivalentes, que sabe combinar muy bien el tradicionalismo con la creatividad. Expresa necesidades, esperanzas, identidad humana, acontecer histórico. Es un eje que en América latina está alimentado por varias raíces religiosas, pero su tronco es un catolicismo característicamente sacramental. Por otra parte, la estrategia de control social sobre las mayorías incluye rituales seculares: feria de comercio y diversión, ritos en medios de comunicación masiva, música y bailes que provienen del mundo desarrollado, etc. En cuanto a los ritos del pueblo pobre, tienen una fabulosa sabiduría al expresar la dialéctica de muerte-vida. Se trata de rituales del ciclo vital social: parto y nacimiento, juventud, pareja humana, muerte (en esta última hay mayor calidad simbólica). Estos ritos tienen ciertos lazos con los sacramentos parroquiales, 371
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en especial con el bautismo, la misa de difuntos, el agua bendita. Hay infinidad de ritos en torno a la enfermedad/salud («limpia» y otras terapias por curanderos, muchísima devoción a imágenes motivada por la enfermedad, «casa de bencao» que atiende bíblica y rápidamente a los pacientes, ritos populares de reconciliación, hechicería para librarse de enemistades). Todos estos ritos conciben la salvación mediante la expresión de signos concretos. También hay rituales con referencia a la economía: ofrendas a la Madre Tierra, bendiciones de centros de trabajo, «promesas» y «mandas» para sobrevivir en las ciudades, en el campo, en la minería. Son ritos eficaces, según la lógica de que con fe todo es posible y de que los símbolos transmiten salvación. Gran parte de los ritos populares son inseparables de la alegría colectiva y liberadora. Es verdad que cada fiesta expresa la conflictividad social (por la discriminación, uso de lo religioso para obtener prestigio, imágenes con joyas, etc.). Pero también cada fiesta es un compartir comida y bebida, música y danza, oración, colores y fantasías, juegos, competiciones. Cada modalidad: fiesta patronal, peregrinación a santuario, procesión, campaña evangelística, encuentro de comunidades de base, rito indígena, celebración afroamericana, cada una tiene su estructura y significación, su cohesión social y su expectativa de una vida mejor. Todo esto es expresado en el lenguaje de la alegría, que parece ser el modo popular más común de señalar la liberación. Con respecto a la doctrina sacramental, la variedad de ritos populares fungen como «sacramentales» de una fe pascual. No es mero ritualismo, como anotan análisis superficiales. Se asume la muerte para compartir la vida; se confronta la enfermedad mediante la sanación; se vence la tristeza opresora mediante explosiones de alegría. Si se les comparase con los sacramentos católicos, o con prédicas y cantos evangélicos, que suelen estar desconectados de las necesidades y esperanzas básicas del pueblo, en éstos está el problema, no en la religión popular. Pero hay carencias en el mosaico ritual de la población latinoamericana. Abundan signos de protección ante espíritus malos, ante castigos por imágenes veneradas, ante enfermedades puntuales; pero casi no hay ritos contra la estructurada violencia social, o ante epidemias ideológicas promovidas por la televisión y por el sistema escolar, o ante la maldad del machismo. Más a fondo, aunque la mayoría de ritos tienen consistencia comunitaria, carecen de una clara mediación eclesial y una explicitación de la obra de Cristo, sacramento de comunicación entre Dios y la humanidad peregrina. Por otra parte, los logros son evidentes: son ritos que encaran la dialéctica fundamental de muerte/vida, signos que realmente significan; son alegría ritual como señal de liberación. La religión 372
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popular guarda correspondencia también con la doctrina católica. Mediante la realidad concreta (pan, agua, todo lo visible) Dios entra en comunicación y da gracia a su comunidad, y esos signos son portadores de la respuesta que el pueblo da a Dios. Pero es una correspondencia con medios al alcance de las mayorías; por ejemplo, el sacramental de la comida con los difuntos, el 1 y 2 de noviembre. Otro logro es la magia del ritual, entendiendo magia positivamente, como intercambio eficaz y emotivo con seres sagrados. Es un intercambio que forma parte de la ética de reciprocidad entre todos los seres vivientes. 5.
Etica-amor
La agresión presente en todo el tejido social contemporáneo, en forma abierta o subrepticia, entra en el campo religioso. Los medios de comunicación agreden a través de diversiones e informaciones aparentemente inocentes; y a la religión popular se la suele reducir a un folklore. La discriminación entre sexos se extiende a muchos ritos populares donde la mujer está relegada. Para alcanzar éxito en la vida un pobre aplasta a otro pobre, y es común que el primero atribuya su éxito a una bendición sobrenatural. El mercado de bienes y servicios y la función estatal (que podrían ser humanizantes) de hecho agreden a las mayorías, y dentro de dicho mercado y estado la religión está llevando sus actividades. Hay pues muchos mecanismos de violencia que penetran en la religión popular, y promueven una «moral» de acatar normas deshumanizantes. Por otra parte, la población latinoamericana participa en estructuras comunitarias, trabaja para sobrevivir junto con otros, ayuda al necesitado, se organiza para hacer justicia, es cariñosa, hace sacrificios por parientes y amistades. Todo esto, como alternativa a lo anterior, contiene una ética de valores comunales y de beneficios recíprocos. Así, explícita o implícitamente, se practica el mandamiento cristiano. Estos esquemas contrapuestos (moral que acata la violencia, ética de convivencia) son evaluados por la gente con un principio que lleva en su corazón: ser cristiano es respetar y amar. Su antecedente es la Alianza del pueblo judío, cuyas leyes eran justamente para desarrollar la Alianza. Luego Jesús replantea la ley en el sentido del reino de Dios, el discipulado, la pascua, con su fórmula del único mandamiento que consiste en el amor. Por eso, a lo largo de la historia, la Iglesia siempre siente el llamado a dar primacía a la caridad. En general, la religión popular responde bien a ese llamado. La sabiduría popular ve el comportamiento correcto, por un lado, y el 373
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pecado, por otro lado, según sea buena o mala la relación con otras personas y con lo sagrado. El criterio es, pues, la relación con el prójimo y con Dios; y este criterio subyace a numerosas normas propias de cada cultura popular. Se da, pues, una moral, no de preceptos, sino de relaciones, en la que lo determinante no es cómo el individuo desea establecer una relación, sino la necesidad del prójimo y la fidelidad a Dios, que mueve a las relaciones con ellos. Un amplio estudio hecho en el Perú muestra que el deber del cristiano, según la opinión mayoritaria, es «estar bien con Dios» y que el pecado es sobre todo maltratar al prójimo. Una mayor exigencia ética caracteriza a las comunidades eclesiales de base; a la bondad y fidelidad ellas añaden, de acuerdo con testimonios del Brasil y de Centroamérica, una acción transformadora, lúcida. En referencia a la moral cristiana, los comportamientos del pueblo evidencian varios tipos de problemas. Los sectores pobres tienen conciencia de pecado y practican el arrepentimiento; pero no así en capas medias, impactadas por la ideología de «cada uno decide qué es bueno y qué es malo». Otro problema es que, de varios modos, la religiosidad convive con la agresión institucionalizada (como ya se anotó). También cabe criticar cierta ética popular limitada a «relaciones de sobrevivencia» y a «acomodarse a las reglas del juego». Pocas veces la moral apunta a construir un nuevo y mejor orden social y, más a fondo, abandonar los ídolos de hoy para convertirse al Dios de una existencia radicalmente nueva. Por otra parte, hay logros enormes. La mayoría no es arrastrada por el subjetivismo moral, y tiene como norma objetiva la buena relación con otras personas y con Dios. A pesar del prejuicio eclesiástico de que el pueblo no cumple los mandamientos, el amor y sus consecuencias sí ocupa el centro de la concepción moral del pueblo. Además, en comunidades de base y en programas de evangelización, la ética popular está incorporando cada vez más exigencias bíblicas.
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organizaciones y culturas populares, y reflexiona sobre la revelación y sobre la fe con que responde el pueblo de Dios, y en especial con que responde el pobre. Es una teología que ve como protagonistas a los «pequeños» de este mundo —aunque sin idealizarlos— y que ve en sus religiones signos de resistencia, alegría, creatividad —aunque también huellas de opresión en su religiosidad—. La religión popular es, pues, un terreno fértil para la reflexión, para explicitar allí el sentido de la revelación; o dicho más técnicamente, es un «lugar teológico». Vale advertir que este terreno tiene potencialidades que superan la inculturación y el populismo; las mayorías populares no sólo esperan una adaptación del mensaje a sus costumbres y una exaltación de lo popular. Dicho en forma positiva, el terreno religioso del pobre es un «signo de los tiempos». Como se ha anotado, es signo de fe, de ser Iglesia, de sacramentalidad, de amor. Se trata de una sabiduría y una espiritualidad en el siempre obstaculizado y siempre reiniciado camino de liberación de los marginados.
En conclusión, la sabiduría creyente del pobre enriquece grandemente, por una parte, a la Iglesia y a la teología; éstas también, por otra parte, analizan las carencias y problemas de la religión popular y le abren nuevas rutas. Existe, pues, una fértil interacción. Es cierto que, desde la cultura dominante, no cabe «purificar» e «ilustrar» una religiosidad supuestamente sucia e ignorante. Más bien, es el pueblo humilde y sabio el que ofrece a la humanidad un modo de vivir el cristianismo, que, entre otras cosas, impugna la religión aburguesada y también la creciente indiferencia hacia lo sagrado y trascendente. Más precisamente, la teología de la liberación dialoga con 374
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INCULTURACION Paulo
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I. UNA TAREA INMENSA: EL MUNDO, TIERRA DE MISIÓN
En la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, sobre la evangelización en el mundo contemporáneo (1975), Pablo VI observa con pesimismo: «La ruptura entre el evangelio y la cultura es sin duda el drama de nuestro tiempo, como lo fue también de otras épocas» (n. 20). El fenómeno de esta ruptura es universal. El mundo entero se ha convertido en campo de misión. El mundo moderno (el proyecto de «modernidad»), así como los territorios tradicionales que perviven «aún» en él, representan un mundo de misión. Según esto, Juan Pablo II, tanto en sus visitas a su diócesis, Roma, como en su viaje a Australia, pudo hablar de una «ruptura entre el evangelio y la cultura» 1 . «¡Turín, tierra de misión!», exclamó el papa en su reciente viaje a la ciudad de don Bosco, proponiendo y llamando a una nueva evangelización en todos los sectores de la vida de la ciudad y una encarnación «en toda la realidad civil» 2. La gravedad que se expresa al calificar la ruptura entre el evangelio y la cultura como «el drama de nuestro tiempo», indica que una condición indispensable para cualquier acción evangelizad o s es la construcción de un puente cultural. Se pueden encontrar dos explicaciones a esta ruptura. Primera, la vinculación del evangelio a una cultura que se concibe supuestamente como cultura patrón con derecho a construir una tradición «anquilosada» y ahistórica. Segunda, las culturas en las que los misioneros
1. 2.
Cf. L'Osservatore Cf. L'Osservatore
Romano (ed. semanal en portugués), 17 (1986), pp. 12-13. Romano 19 (1988), p. 15 (18. 9. 1988).
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quieren echar la semilla evangélica, son culturas herméticamente cerradas y, de hecho o sólo aparentemente, no ofrecen condiciones para expresar los contenidos de la fe. La Evangelii nuntiandi rechaza la tesis de una cultura patrón, señala la equidistancia del evangelio «en relación con todas las culturas» y constata al mismo tiempo la interdependencia entre el evangelio y la cultura (EN 20). Si el evangelio, por un lado, no manifiesta ninguna preferencia cultural y, por otro, tiene a todas las culturas en su mira, ¿cómo explicar entonces la incapacidad histórica de expresarse tanto en las culturas tradicionales contemporáneas como en la modernidad? ¿Falta de celo o creatividad por parte de los misioneros? ¿Contradicciones internas entre la teoría y la praxis pastoral? ¿Incompatibilidad del proyecto de la modernidad con el evangelio? Las condiciones heterogéneas y pluralistas de la socialización urbana atomizan las relaciones primarias de la familia rural como unidad de vida, fe y trabajo. La familia y la Iglesia no sólo comparten su función de socialización con los medios de comunicación, la calle, la escuela, el trabajo y el barrio, sino que pasarán a ser marginales en la transmisión de valores que ahora caen bajo la influencia de la plausibilidad del grupo o por los procesos de identificación entre las personas. La vida urbana presenta los valores como mercancías en un supermercado. La inculturacion de la fe en la vida urbana no podrá significar la asunción de valores contradictorios, sino la opción por unos y el abandono de otros. ¿Dónde están las comunidades cristianas urbanas que transmiten valores? El problema de la inculturacion urbana es ante todo el florecimiento de comunidades participativas y alternativas en el seno de una cultura individualista y pluralista, especializada y estratificada. Donde hay ruptura, como afirma la exhortación apostólica, hubo anteriormente convivencia complementaria, unidad o alianza. Es una alusión concreta a una experiencia histórica en los comienzos del cristianismo, cuando se dio una amalgama entre evangelio y cultura, dentro de una estrategia de «utilización cultural» 3. ¿No habrá sucedido, en la relación entre evangelio y cultura, lo que a veces sucede en la relación conyugal: un crecimiento desigual y asimétrico? Frente a las culturas que tienen una dinámica histórica, el celo por una supuesta identidad estática, perenne y universal, ¿no habrá castrado muchas veces su vitalidad original? La cultura helenista, que sirvió de matriz a una primera inculturacion de la fe cristiana, pertenece hoy al patrimonio de la humanidad, testimoniando la historicidad y la regionali-
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3. Cf. Ch. Gnilka, Chrásis. Die Methode der Kirchenváter im Umgang mit der anttken Kultur, Basel-Stuttgart, 1984.
dad de su horizonte. Esta cultura helenista, por ser la primera matriz para la expresión de la fe, limitó y determinó muchas veces la representación de la fe en otras culturas. En América latina, en lo tocante a las culturas autóctonas o a las culturas afro-americanas, no hubo ruptura entre evangelio y cultura porque nunca hubo amalgama. La primera relación entre evangelio y cultura, en las condiciones de civilización europea, se caracterizó por la destrucción y/o superposición. Por debajo de una evangelización aparentemente bien realizada persistieron muchas veces las religiones autóctonas en un «paralelismo genético». Donde la evangelización no tuvo «éxito» al no destruir el pasado religioso y cultural, coexisten un catolicismo luso-hispano medieval con fenómenos de la religión indígena o africana. Muchos pueblos adoptaron una cierta «política de paralelismo religioso» (sincretismo) como estrategia de supervivencia. Piden el bautismo que les asegura el reconocimiento antropológico, pero dentro de su grupo continúan identificándose con su religión. Las condiciones históricas de la conquista no permitieron una amalgama entre evangelio y culturas indígenas. El evangelio se anunció a los pueblos indígenas —partiendo de los que ocuparon sus tierras y explotaron su mano de obra— en una perspectiva de ruptura con su tradición cultural e histórica. Pero ¿cómo evangelizar y anunciar la Buena Noticia sin tener en cuenta la memoria histórica de los respectivos pueblos y a partir de la cultura del dominador? ¿cómo anunciar la cruz de Cristo, de modo gratuito o siendo identificado con sus perseguidores? Muchos conflictos regionales entre los misioneros —defensores de los «derechos humanos» indígenas y párrocos de los colonos— y los colonizadores reflejan esta contradicción. El origen del abismo que separa el evangelio de la cultura indígena y popular es diferente del abismo entre el evangelio y la modernidad. El resultado —la distancia entre ambos— es semejante. Por tanto, si hoy intentamos avanzar con una propuesta de inculturacion del evangelio en las culturas indígenas y en las demás subculturas de este continente, estamos prestando un servicio a todas las situaciones misioneras, caracterizadas por la no inculturacion del evangelio. Esas situaciones de una fe no suficientemente encarnada se harán más evidentes a través del proceso de descolonización política de los pueblos, a través del surgimiento de una nueva civilización tecnológica, éticamente frágil, y en la confrontación diaria con una mayor evidencia de la diversificación cultural de la humanidad, que la televisón introduce todos los días en la casa de cada uno. La evangelización que se ata a una determinada cultura del pasado o del presente, difícilmente conseguirá comunicar sus artículos de fe dentro de otros contextos históricos y culturales,
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puesto que las circunstancias políticas no permiten ya la confrontación autoritaria por la propuesta misionera. Pero la propuesta de inculturación no es una sustitución táctica de la ocupación forzosa de la casa del otro por la petición de hospedaje. No es la sustitución estratégica del discurso autoritario por el diálogo. Es una metodología misionera en estrecha vinculación con los misterios centrales de la fe (encarnación/salvación). La inculturación, antes de ser una cuestión de eficacia y autenticidad misioneras, es una cuestión antropológica y un «derecho humano» por parte de los pueblos que acogen el evangelio. La comunicación misionera —la proclamación integral de la Buena Nueva como «filantropía de Dios» (Tit 3, 4)— en condiciones de libre escucha y elección, depende, además de la gracia de Dios, de la inteligibilidad de sus contenidos, de la evidencia de sus beneficios y de la empatia y simpatía (también en su sentido literal de «compasión») de sus agentes.
II. LA CUESTIÓN DE LAS CULTURAS
1.
Opciones
La comprensión y práctica de la inculturación depende de la delimitación conceptual del campo de la cultura. La propia comprensión de la condición humana está cultural e históricamente determinada, sujeta a profundizaciones, descubrimientos y cambios de lógica socio-culturales. Hay, por tanto, una multiplicidad de definiciones del concepto de «cultura». En nuestra reflexión sobre la inculturación en el contexto de una evangelización con horizontes universales y plural, optamos por los siguientes presupuestos y delimitaciones: a) Asumimos un primer divisor entre los fenómenos culturales y los fenómenos naturales, que está en el origen de la antropología cultural y social. Esta distinción entre cultura y naturaleza no significa necesariamente una relación de dominación. Después de la dominación desarrollista sobre la naturaleza, surge hoy mundialmente una nueva responsabilidad ecológica. b) La actividad cultural es una actividad histórica y social, inherente a la condición humana. Ser alguien es ser culto. Todos los hombres forman parte de un determinado grupo cultural, y por tanto todos «tienen» y ejercen cultura. c) La cultura engloba un conjunto de experiencias y prácticas atestiguadas en el campo imaginario, simbólico y material. Este conjunto confiere al grupo/pueblo un saber acumulativo y un comportamiento normativo («patrimonio cultural») que fundamenta su sentido de la vida. Este sentido estructurado, consciente 380
o no, que legitima en última instancia todas las conductas culturales del grupo, garantiza, en función de su supervivencia en el presente y en el futuro, la adaptación ambiental, geográfica, socio-histórica y cosmológica. d) Las culturas —como sistemas globales que confieren sentido colectivo y permiten la identificación y supervivencia de grupos e individuos— no pueden valorarse a partir de cambios culturales aislados o del código de valores o parámetros de otros grupos/pueblos («etnocentrismo»). Por tanto, se da un cierto «relativismo cultural», ya que ninguna cultura es normativa para otra. La «superioridad tecnológica» o la escrita, por ejemplo, apenas representan uno de los cambios culturales que los respectivos pueblos pagan muchas veces con un desequilibrio ético, social o comunicativo, por tanto, no justifican la visión etnocentrica que distingue entre las culturas «superiores» y las «inferiores». e) El «relativismo cultural» necesita a su vez ser relativizado. Con la afirmación de una igualdad ontológica entre las culturas, los adeptos de un «relativismo cultural» dogmático podrían, por un lado, camuflar la desigualdad, de hecho existente, entre culturas dominantes y dominadas; y, por otro, podrían «relativizar» la solidaridad intercultural que es la única fuerza para superar esta desigualdad y dominación cultural 4 . En el campo eclesial, el «relativismo cultural» se expresa en la proclamación de una «equidistancia» teórica entre el evangelio y las diferentes culturas (EN 20). En la realidad, sin embargo, encontramos todavía disparidades entre expresiones programáticas y prácticas discriminatorias frente a la realidad cultural; encontramos hegemonías monoculturales y tendencias narcisísticamente sectarias que pueden llevar a una ruptura de la solidaridad eclesial. Detrás de las discusiones doctrinales sobre la tradición de la Iglesia —en el caso Lefévre, por ejemplo— hay siempre, también, una cuestión cultural. f) El análisis de los patrones culturales no permite una oposición entre «verdadero» y «falso». La cultura en sí no es la representación falsa de una realidad oculta de opresión. Por el contrarío, la cultura de los oprimidos es su resistencia codificada contra situaciones de opresión. Con esto distinguimos el concepto «cultura» del concepto «ideología» 5 . Algunas corrientes de las ciencias sociales identifican indistintamente a la cultura con la ideología y/o la superestructura. Tal ideología/cultura ocultaría y justificaría la dominación de una clase sobre otra. Esta identifica4. Cf. C. Geertz, «Anti anti-relativismo»: Kev. Brasileira de Ciencias Sociais 8 (1988), pp. 5-19. 5. Cf. E. R. Durham, «Cultura e ideología»: Rev. Brasileira de Ciencias Sociais 27 (1984), pp. 71-89.
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ción convierte al observador exterior en juez de la cultura del otro. Incluso en un concepto de ideología «neutralizado» y ampliado, como el que intentaron forjar Althusser y Gramsci* —abandonando la valoración a priori—, creemos que es necesario distinguir entre el terreno propio de la cultura y el de la ideología y/o el de la superestructura, por dos motivos. Primero, porque representaría una reducción del terreno cultural a un subsistema, el sistema cognoscitivo; en este caso, ¿dónde quedaría la cultura material y el sentido cultural que se engendró en las relaciones socio-económicas de un grupo humano? Segundo, el análisis cultural parte, inductivamente, de las prácticas sociales concretas y diferenciadas y de su significado para el proyecto de vida de un grupo específico. Pero vivir en la microestructura significa siempre sobrevivir y resistir. En la aclaración de esta resistencia radica el aguijón político del análisis cultural. El análisis ideológico, a su vez, parte deductivamente de los proyectos hegemónicos de la macroestructura política y de su impacto sobre la microestructura. Las dos perspectivas son complementarias, aunque en terrenos y a niveles distintos. El primero, el análisis cultural, intenta descifrar las leyes de la construcción del sentido de un grupo humano específico. La ideología intenta demostrar la apropiación del sentido por parte de una clase social, articulada más allá de las fronteras del territorio de un grupo, de una etnia o de una nación. En el paso de la sociedad tradicional a una sociedad estratificada, la «lógica cultural» se transforma en ideología de clase. La ideología como lógica de una cultura clasista o como lógica cultural en general, muestra solamente su coloración cultural, que no permite confundirla con la propia cultura 7 . g) La cultura abarca solamente la globalidad de la vida de un determinado grupo étnico o social. No hay una cultura de la humanidad. La cultura es un distintivo entre los pueblos, no una suma total. Por tanto, el concepto «cultura» sirve propiamente para describir las diferencias entre diversos pueblos y grupos sociales, y no para buscar unos denominadores comunes de la humanidad. La cultura existe solamente en el plural de las múltiples experiencias de pueblos diferentes. h) Pero, ¿cómo impedir que unos valores y unas verdades parciales/regionales se impongan como universales («etnocentrismo») y cómo evitar que el llamado «relativismo cultural» no 6. Cf. L. Althusser, Ideología y aparatos ideológicos del Estado, en Escritos (1968-1970), Barcelona, 1974. A. Gramsci, Concepcáo dialtica da historia, Rio do Janeiro, 1986. 7. «No sería prudente homologar o reducir el concepto de cultura al de ideología», admite Tomás Borge en su discurso a los universitarios de Uruguay. Cf. R. Borge, «Cultura e Revolucjao Popular Sandinista»: Barricada Internacional 8 (1988), p. 16.
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alimente la raíz del egoísmo, de la hostilidad o de la insolidaridad entre los pueblos? 8 . Para garantizar la supervivencia de la humanidad, como especie, necesitamos «banderas» comunes a los diferentes grupos culturales, banderas no solamente naturales, sino de confección específicamente humana («segunda naturaleza»). Una corriente humanista, desde los escritos de Erasmo (14691536)' hasta los pronunciamientos de los papas o de los presidentes de la ONU, da un sentido positivo al concepto de «civilización», expresando con él valores universales de la humanidad, como la paz, la solidaridad y el amor, que pueden contribuir a la reducción de las tensiones sociales y del potencial de agresividad entre pueblos/naciones y dirigir la elaboración y la defensa de los derechos humanos internacionales. Así es como surgió el uso análogo del término «cultura» en el sentido de una metacultura («cultura de la paz»), sustituido a veces por el término «civilización» («civilización del amor»). /') El término «civilización» está históricamente cargado del etnocentrismo de los imperios y de las naciones dominantes. Al crecimiento geográfico del poder correspondió siempre la necesidad de una homogeneización cultural amplia, realizada en el interior de una ideología del progreso. La civilización universalizante ejerce siempre una presión integracionista frente a la diversidad cultural. La «vida civilizada» del conquistador, en esta perspectiva, representaba un progreso sobre la «vida salvaje» del conquistado. El origen del concepto de «civilización» está muy ligado al Estado con su religión o ideología oficial, a la ciudad y al progreso tecnológico. En este triángulo entre el Estado, la ciudad y el progreso, el «pagano rudo» o el esclavo representaban una etapa inferior de la humanidad. En la misma perspectiva etnocéntrica se sitúan las tesis evolucionistas y positivistas, según las cuales la civilización representaría la etapa superior de la humanidad. La civilización positivista va precedida por las etapas de salvajismo y de barbarie, etapas inferiores en las cuales se encontrarían aún, por ejemplo, los pueblos indígenas. 2.
Conceptos
La cultura guarda relación con el significado de la producción material, de la conducta social y de la creación intelectual y espiritual de los grupos humanos y de su interpretación de la 8.
Cf. N. García Canclini, As culturas populares no capitalismo, Sao Paulo, 1983, pp. 22
9.
Cf. lnstitutio principis cbristiani (1516) y Querela pacis (1517).
ss.
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realidad. La cultura abarca la globalidad de la vida de cada grupo humano, etnia, pueblo y/o nación: la cultura material, social e interpretativa. Pero abarca también la globalidad de los «registros» de la condición humana: el imaginario, el simbólico y el real. Los tres subsistemas culturales —el material, el social y el interpretativo— y los tres «registros» —el imaginario, el simbólico y el real— están en interacción permanente. La cultura, como proceso social de producción de sentido, representa, por un lado, un nivel específico del sistema social; por otro, no puede ser estudiada aisladamente, ya que está determinada por lo social e inserta en todos los hechos socio-económicos. La práctica social, generadora de un sentido orquestado de forma polifacética, es al mismo tiempo económico, simbólica e imaginaria. Este sentido (o significado) se expresa a través de símbolos, señales y prácticas ordenados en una gramática —generalmente no tematizada o consciente— con sus reglas y lógicas específicas. La designación de la cultura como «sistema» se refiere a este ordenamiento invisible que funciona como la gramática de una lengua. Pero la cultura no es solamente prisionera de un sistema ni representante y/o administradora de lo que acontece en el terreno de las relaciones de producción socio-económica. Estimulando o inhibiendo, participa de la historia de la creación, preservación, reproducción o transformación de los hechos sociales que componen el universo del «sentido social». La cultura no sólo revela o refleja sentido, sino que lo produce. Es lunar y solar al mismo tiempo, es palabra que refleja y engendra sentido. Su análisis deberá tener en cuenta los datos sincrónicos y los movimientos diacrónicos. El universo de la generación (génesis) y de la estructuración (sistema, gramática) es característico del terreno cultural. Este universo cultural abarca la globalidad de la vida. Está presente en los objetos materiales, en la postura corporal y en los gestos, en los símbolos y en los sueños, en la organización social y política, en el mito y en el rito, en el dogma y en las normas de conducta. Por eso el terreno cultural —el significado de la conducta humana, socialmente dominada y estructurada dentro de la respectiva lógica cultural— no puede organizarse al lado del terreno económico o político. La dimensión del significado no es solamente una parte integrante (entre otras) de la vida social; es su columna vertebral. El concepto «cultura» y sus reconstruciones por antropólogos y científicos sociales participan en la fragmentación y diversificación del mismo fenómeno cultural. Incluso los documentos oficiales de la(s) Iglesia(s) reflejan la imprecisión y la polisemia del concepto «cultura». En la utilización cotidiana de la palabra cultura, especialmente en el ámbito eclesial, destacan cuatro conceptos 384
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muy distintos: a) un concepto integral; b) un concepto clasista; c) un concepto cognoscitivo; d) un concepto análogo. a)
Concepto integral
La concepción integral de la cultura parte de la observación de la diversidad etnológica de los grupos humanos y de la globalidad de la actividad cultural 10 . Esta diversidad y globalidad se constata en todos los niveles: el material (sistema adaptativo: producción), el social (sistema asociativo y político: parentesco) y el ideológico (sistema interpretativo y comunicativo: palabra) " . El sistema adaptativo —la organización del sentido que surge de la actividad material— hace referencia a un conjunto de instrumentos y a la tecnología con que un pueblo se adapta a la naturaleza para garantizar las condiciones necesarias a su supervivencia. El pueblo yanomami, por ejemplo, tiene una manera específica de cosechar, de cazar y de pescar, de hacer arcos, flechas y adornos, de alimentarse, de construir la casa, etc. La actividad material y/o económica tiene un sentido en sí misma, que se amplía y se beneficia de la articulación con el sistema social e ideológico/simbólico. Esta cultura material se practica dentro de un sistema asociativo de la cultura social. La caza y la producción de flechas, por ejemplo, no son meras actividades materiales e individuales. Se integran en unas relaciones y comportamientos socialmente estandarizados entre los individuos. En la cultura tribal, este nivel socio-político está determinado por el sistema de parentesco. Pero la construcción de la casa yanomami no es solamente una adaptación o protección del grupo contra el calor, el frío y las lluvias de la Amazonia. Representa al mismo tiempo la interpretación simbólica de su visión cosmológica. En este tercer sistema —sistema interpretativo o ideológico— observamos la interpretación de las relaciones humanas con seres superiores, todas las formas de comunicación simbólica, como creencias, mitos, lenguaje, valores, y todas las explicaciones que justifican una forma determinada de vida y de conducta. El sistema interpretativo está inseparablemente ligado a la interpretación de las relaciones sociales y naturales (relaciones de los hombres entre sí y con la naturaleza). Estos tres sistemas no son estáticos. Caminan en el carro de la 10. Cf. R. Keesing, «Theones of Cultures»: Annual Review of Anthropology, Palo Alto, California (3), pp. 73-97. Cf. también R. de Barros Laraia, Cultura: um conceito antropológico, Rio do Janiero, 1986, pp. 60-65. 11. Cf. P. Menezes, «As origens da cultura»: Sintese 15 (1988), pp. 13-24.
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historia humana. Los cambios de los ecosistemas, las experiencias culturales acumulativas, la misma condición histórica de cada grupo humano y la interacción con otros grupos exigen continuamente nuevas adaptaciones. Las causas de estos cambios culturales no se encuentran necesariamente en el sistema adaptativo (material), aunque sea éste el sistema que ejerce una presión más acelerada sobre los pueblos autóctonos (construcción de carreteras; invasión, disminución y pérdida de sus territorios). No hay un determinismo monocausal de la ecología sobre la «lectura» de la realidad o la organización social. Pero se dan circunstancias históricas en que ¡a presión inmediata del sistema rival —en este caso la explotación capitalista de la sociedad envolvente— cae como un rodillo sobre los presupuestos de la «cultura material» (tierra, minas, bosques, ríos) de los pueblos indígenas. En el sentido amplio del concepto integral de cultura, todos los pueblos tienen cultura y todas las manifestaciones específicamente humanas de vida, incluso de los individuos, están culturalmente determinadas. Por eso es este concepto integral de cultura el que sirve mejor cuando se trata de la cuestión de la inculturación. Ha surgido en el análisis cultural de las sociedades autóctonas, poco complejas y prácticamente sin estratificar todavía. Por la reducción de la complejidad y, por consiguiente, de la conflictividad social, y por la relativa autonomía cultural que supone el concepto integral, está empapado de un aire utópico de «democracia cultural». Esto no significa necesariamente una concepción o una ideología idealista. Incluso en una cultura popular o en una cultura de masas («industria cultural»), en donde los grupos respectivos han perdido ya su primera autonomía cultural, el análisis tiene que reflexionar sobre la conveniencia y las estrategias de la recuperación de una segunda autonomía. El concepto integral deja claro que la inculturación abarca la construcción del sentido global de la vida de un pueblo, sus condiciones materiales, su organización social y su cosmovisión, su universo simbólico e imaginario. Las conclusiones de Puebla se inscriben en esta visión integral cuando afirman:
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vo de la cultura, se puede distinguir entre el enfoque étnico (pueblos indígenas, grupo de inmigrantes) y un enfoque de clase social (cultura popular, cultura dominante). El enfoque clasista parte de la observación de que el sistema de adaptación —la cultura material y la condición económica como el presupuesto— ejerce un peso determinante sobre la organización social (sistema asociativo) y la explicación global del mundo (sistema interpretativo). También la inculturación en la cultura popular exige una visión integral de la cultura. En esta perspectiva, la inculturación en las clases populares va más lejos que la inserción. La inserción entre los pobres intenta una adecuación a las condiciones materiales de su vida. El proceso de inculturación pretende no solamente una convivencia en condiciones de igualdad formal (social) con los pobres, sino una aproximación cultural y, por tanto, un cambio de la propia cosmovisión, de los gustos y de los gestos, de los valores y de las seguridades. También cabría preguntar sobre una posible inculturación en la cultura de las clases dominantes y en medio de las élites. Si la presencia de la Iglesia en medio de las élites no es preferencial o legitimadora, sino que se articula con su opción preferencial por los pobres y es proféticamente crítica, entra a formar parte del misterio de la cruz, de la universalidad de la salvación y de la misericordia de Dios. El misionero no se instala en el palacio del rey; molesta al rey. Ciertas instituciones deben verse evangélicamente atravesadas, para poder transformarse. c)
Concepto cognoscitivo
El concepto clasista complementa el concepto integral, especialmente cuando se trata de sociedades complejas y socialmente estratificadas. Según la condición socio-histórica del sujeto colecti-
El tercer concepto de cultura se limita al universo cognoscitivo y/o educativo. Coincide, por cierto, con el «sistema interpretativo» del concepto integral descrito anteriormente. Una corriente de científicos sociales, que utiliza este concepto de forma truncada, considera la cultura como la autorrepresentación o autoconciencia de una sociedad o clase y por tanto como un sistema ideológico o superestructural. Esta visión abre sin querer las compuertas del etnocentrismo. Cuando un observador extraño considera que está «alienada» la autoconciencia de un grupo, es casi imposible cualificar positivamente el terreno de las culturas. Si la cultura se aproxima a la ideología —la ideología como «visión perturbada» o simplemente como «lectura» de la realidad— la inculturación carece de sentido. La cultura, en la visión cognoscitiva, está ligada a las ideas, al conocimiento, a la instrucción, y los símbolos, al mundo de las letras, de la filosofía, de las ciencias y de las artes. Los lugares que
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Con la palabra «cultura» se indica la manera particular con que en un pueblo determinado los hombres cultivan su relación con la naturaleza, sus relaciones mutuas y con Dios.... (n. 386).
b)
Concepto clasista
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se identifican con la (re)producción de esta cultura son la escuela y la universidad, el museo de arte y el ministerio de cultura. Tener cultura, ser «culto», es «tener letras», tener una educación exquisita; es la paideia del mundo helenista. Privilegiando los parámetros de instrucción intelectual, se puede detectar a los hombres «cultos» y «rudos»; privilegiando la tecnología y las construcciones, se puede distinguir entre culturas «altas» y «primitivas» lz. También estos parámetros aislados dan margen a un etnocentrismo incontrolable. En este mismo concepto cognoscitivo —por estar ligado al mundo de las ideas, podríamos llamarlo también concepto idealista— se encuadra, por ejemplo, un texto de las conclusiones de Medellín, que considera a los analfabetos como «hombres marginados de la cultura» 13 . En esta misma perspectiva se sitúa UOsservatore Romano cuando reproduce la alocución del papa al «mundo intelectual» y a la «clase dirigente», en Santa Cruz (Bolivia), bajo el titulo Encuentro del papa con el mundo de la cultura 14. Esta visión cognoscitivo-idealista no excluye necesariamente la realidad social, en relación con el conocimiento y la creatividad cognoscitiva. En este contexto, las culturas están representadas en los escritores de una nación, en sus intelectuales, compositores, artistas plásticos, profesores, es decir, en una élite que contrasta con el pueblo de la nación respectiva. El concepto idealista es al mismo tiempo un concepto elitista, reduccionista y excluyente; por tanto, es inadecuado para definir la tarea amplia de la culturación. d)
Concepto análogo
La palabra cultura tiene su origen en eí cultivo de ías plantas que realiza el agricultor. También en el laboratorio el químico hace un cultivo de bacterias para fabricar una vacuna. En este contexto de la agricultura y del laboratorio, «cultura» significa la dedicación humana profunda a la producción y reproducción sistemática de una determinada especie. En analogía con el cultivo del labrador y del químico, la palabra «cultura» se asocia a determinados valores universales y para bien común de la humanidad. Mientras que el concepto integral sirve para distinguir a las culturas de los diferentes pueblos, el concepto análogo pretende identificar un denominador común de valores, comportamientos y prácticas entre las culturas. Este denominador/código común permite el 12. Cf. De catecbizandis rudibus de san Agustín. 13. Educación 3. 14. Cf. UOsservatore Romano 19 (1985), p. 5.
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diálogo intercultural, la interacción creativa y la convivencia pacífica de los pueblos. En esta perspectiva, Pablo VI habló en la encíclica Populorum progressio (n. 73) de la construcción de «una civilización de solidaridad mundial». Juan Pablo II, en esta misma línea, pidió en repetidas ocasiones una «cultura de la solidaridad». En su Encuentro con el mundo de la cultura durante su viaje a Chile, el papa habló de la promoción de «una cultura de solidaridad que abarque a toda la comunidad», ya que «la ciencia y la cultura no tienen fronteras» 15. En su discurso al Consejo Pontificio para la cultura, Juan Pablo II recogió la expresión de Pablo VI al declarar: La Iglesia ... invita a todas las personas de buena voluntad a promover una auténtica civilización del amor, basada en los valores evangélicos de la fraternidad, de la justicia y de la dignidad para todos " .
Al invocar valores universales como la solidaridad, la paz, el amor, la fraternidad y el diálogo, asociándolos a la cultura, al cultivo, a la creatividad humana, el papa señala la dimensión universal de la inculturación: El Sínodo de los obispos comprometió ardorosamente a todos, al situar decididamente la inculturación en el centro de la misión de la Iglesia en el mundo ".
Y en su alocución a los obispos norteamericanos en su visita ad limina, Juan Pablo II nos ofrece un apoyo teológico de esta visión análoga y universal de la cultura: En la base de todas mis exhortaciones a la solidaridad y al amor fraterno estaba la verdad fundamenta] proclamada por el Concilio Vaticano II: «Por su encarnación, el Hijo de Dios se unió en cierto modo a cada hombre» (GS 22). La encarnación, como expresión del amor de Dios, es el nuevo fundamento de la dignidad humana para todos l s .
En este contexto de una meta-cultura, con sus valores universales, «inculturación» significa la expansión de estos valores y su robustecimiento en medio de todos los pueblos. El concepto análogo de cultura engendra también una práctica análoga de inculturación. Con todo rigor, no se puede hablar de «inculturación en la meta-cultura». La dimensión universal de la 15. Ibid., 18 (1987), p. 8. 16. Ibid., 16 (1985), p. 8. 17. «La inculturación del evangelio en el corazón de la misión de la Iglesia- UOsservatore Romano 17 (1986), p. 5. 18. Ibid., 19 (1988), p. 10.
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inculturación consiste en las múltiples inculturaciones, experimentadas universalmente. La meta-cultura se refiere a un denominador común de valores y comportamientos que permite un diálogo inteligible, la interacción creativa y la convivencia pacífica de todos los pueblos. Sus actores y destinatarios son los cristianos y los no-cristianos. La cultura de la solidaridad exige la cooperación de todos los hombres de buena voluntad que miran por la unidad del género humano y su supervivencia. La «civilización del amor» y la «cultura de la solidaridad» son estratagemas de la humanidad —no necesariamente de inspiración cristiana— para conquistar, más allá de la supervivencia, la dignidad y la integridad de vida para todos. Los defensores de la meta-cultura tienen conciencia de la dialéctica del «discurso universal» que históricamente, bajo las apariencias de la unidad, no sólo sirvió al fascismo y al stalinismo, sino que contribuyó a bloquear el diálogo y la participación en el interior de las Iglesias. La «cultura de solidaridad» tiene que tener un horizonte pluricultural, sincrético y democrático. Una forma específica de meta-cultura —su forma «fatal»— es la cultura de masa, producida por la «industria cultural». En la cultura de masa ya no son propiamente los valores universales (la paz, la solidaridad) los que ofrecen los códigos para el diálogo, sino la producción cultural uniformizada y el «consumo» de esta cultura por la «masa». Esta «masa de la población» participa en la producción de la «cultura de masa» solamente por la recepción o no-recepción del producto cultural. Al contrario de la cultura popular, que presupone una participación directa y una conciencia de clase, la «cultura de masa» no es producida por sus destinatarios, que, como «consumidores», no tienen conciencia étnica o conciencia de clase. Como en la meta-cultura en general, tampoco en la «cultura de masa» tiene sentido hablar de «inculturación». Pero la cultura de masa abarca una multiplicidad de grupos heterogéneos. La inculturación sólo es posible en las culturas de estos subgrupos. La inculturación prefiere los caminos concretos por el campo de la diversidad más que los vuelos abstractos por los aires de la unidad genérica. A partir de los diversos conceptos de cultura, la tarea de la culturación se presenta como una acción contextual, en medio de un pueblo determinado. La articulación de las diferentes inculturaciones y la solidaridad entre los pueblos puede forjar una «nueva civilización» de la humanidad. Esta civilización universal no puede construirse de forma paralela o independiente del campo cultural de los pueblos. Los valores universales, para que superen los desgarrones étnicos y sociales, han de surgir del robustecimiento de la identidad étnica y de las raíces socio-culturales de cada 390
pueblo. Si la paz macroestructural es el fruto de la solidaridad, la solidaridad, a su vez, es el resultado de la «fuerza interior» de cada pueblo. Solidaridad presupone identidad. 3.
Aproximación
a las culturas
La aproximación entre los representantes de las diversas culturas, en nuestro caso de la acción misionera, es intencional. Se trata de una intervención asumida a partir de una opción de fe, en función de unas metas globales y parcialmente pre-establecidas. Puesto que la propuesta misionera global no es negociable, es preciso legitimarla mostrando su contribución concreta al proyecto de vida de los pueblos respectivos. Por eso, las metas abstractas (salvación, liberación integral, reino de Dios) tienen que aparecer en los caminos concretos de la aproximación y de la comunicación. La metodología, los caminos, la forma de aproximación tienen que revelar ya la meta. Como la encarnación es de suyo reveladora y salvífica, la inculturación se presenta ya como una perspectiva liberadora. Cristo, que es el camino, es también la resurrección. La aproximación cultural se sitúa, por un lado, en el terreno de la metodología; por otro, revela ya la meta y el contenido de la propuesta misionera. El medio forma parte del mensaje. La aproximación mal hecha no sólo causa un malestar pasajero, sino que obstruye los canales de comunicación, engendra dudas sobre la propuesta que hay que hacer y, a veces, hace que el evangelio sea incompatible por mucho tiempo con un pueblo determinado y su cultura. a)
Enculturación
Antes de aproximarse a la cultura de otro pueblo, el individuo (el niño) aprende su propia cultura. A este aprendizaje, que se realiza a través de la educación informal o formal de un pueblo, lo llamamos enculturación, endoculturación o socialización. Se trata de un proceso de familiarización con el conjunto de habilidades, valores, costumbres y creencias y con la historia del propio grupo. En el proceso enculturativo se constituye el núcleo de la identidad social e individual. b)
Aculturación
La antropología cultural describe la aproximación entre representantes de diferentes culturas como un proceso de aculturación. 391
PAULO
SUESS
Hay aculturación, por ejemplo, entre diversos pueblos indígenas —una aculturación intertribal o intrasistemática— y aculturación de los pueblos indígenas con la sociedad envolvente (aculturación inter-sistemática). En este contacto de dos culturas se darían teóricamente un aprendizaje mutuo y unos cambios culturales opcionales. La aculturación entre la sociedad indígena y la sociedad brasileña podría llevar a la indigenización de los brasileños y a la brasileñización de los pueblos indígenas. Pero la aculturación no se realiza en un vacío político, en donde la cultura indígena o la cultura popular pudieran actuar en plano de igualdad con la cultura dominante de la llamada sociedad nacional. En una sociedad con relaciones sociales asimétricas, el proceso de aculturación será siempre un proceso asimétrico. En el plano religioso, la aculturación (adaptación) corresponde a una encarnación/inculturación a medio camino. Es la propuesta misionera la que, además del mensaje de la fe, acepta trasmitir una parte significativa de su cultura. Ocurre que la cultura del otro no puede ser asumida a medias, a base de hacer el actor de la cultura dominante concesiones secundarias y folklóricas que no afectan profundamente al conjunto de su vida, mientras que obliga al destinatario de la misión a una ruptura, a una purificación y a un mimetismo. La bandera de la aculturación no está libre de ciertos resabios de colonialismo. Su proyecto fue siempre también un proyecto civilizador y su resultado fue muchas veces una evangelización superficial y decorativa que no llegó a las raíces de las culturas (EN 20). La aculturación representa, en el terreno cultural, lo que en el terreno social representa la bandera interclasista del «laboratorio racial». El pueblo de Israel se vio severamente cuestionado por haber querido aculturarse a los otros pueblos (cf. 1 Sam 8). La historia y el mismo evangelio, al presentarnos la encarnación como método/contenido misionero del enviado del Padre, descalifican la aculturación como propuesta misionera.
INCULTURACION
La integración es el polo opuesto a la inculturación. Es la negación de la religión autóctona y de la posibilidad de una Iglesia indígena. En algunas regiones latinoamericanas hubo elementos de una religiosidad autóctona mutilada o de las religiones africanas que sobrevivieron en la clandestinidad y se asociaron a lo largo de la historia, simbióticamente, a un catolicismo popular y tradicional. d)
Inculturación
Ya en 1978 el padre Arrupe definió la inculturación como «la encarnación de la vida y del mensaje cristiano en un área cultural concreta, de forma que esta experiencia no solamente llegue a expresarse con los elementos propios de la cultura en cuestión (lo que no pasaría de ser una adaptación superficial), sino que se convierta en el principio inspirador, normativo y unificado que transforme y recree esa cultura, dando así origen a una nueva creación» 19 . La inculturación no es un encuentro «a medio camino» con el otro (aculturación), ni representa un intento de transformar al otro en uno mismo (integración). En el proceso inculturativo el «mismo», el elemento exterior a una cultura respectiva, intenta aproximarse al «otro», sin perder su identidad (alteridad). Si perdiese su identidad, habría ya una integración al revés que anularía por su parte la acción misionera. El prójimo representa siempre una invitación a la aproximación, no a la identificación. La identificación con el otro anula su alteridad; sustituye al otro por uno mismo. En este contexto no debemos confundir identidad con solidaridad. La solidaridad no sustituye al otro, sino que lo acompaña y, si es preciso, lo acompaña hasta la muerte.
III.
c)
Integración
En la colonización de América no hubo propiamente aculturación. Hubo sustitución del sistema religioso-cultural de los pueblos autóctonos y su integración en el sistema colonial. La integración, de suyo, podría significar la conducción de un grupo humano de la marginalidad socio-cultural (apartheid) a la convivencia igualitaria. Pero la integración en el sistema colonial significaba para los pueblos indígenas la destrucción de su alteridad y su incorporación al margen de la sociedad nacional. Esta integración era la condición de su supervivencia, ya que el sistema colonial no ofreció ninguna alternativa en el terreno económico, político o religioso. 392
RECONSTRUCCIÓN HISTÓRICA
El cristianismo, como religión universal de salvación, franqueó muchas fronteras políticas y culturales a lo largo de la historia, a veces por presiones externas y a veces instrumentado por otros o impulsado por su propia lógica. En este paso a los nuevos territorios, el cristianismo optó, según las circunstancias históricas, por los más diversos caminos de presencia junto a los otros pueblos, caminos que variaron desde el aislamiento hasta el paralelismo, la adaptación o la integración cultural. Una nueva 19. Carta del padre Arrupe a toda la Compañía de Jesús sobre la inculturación, en A obra da acultura^ao, Sao Paulo, 1978, 5s. (La versión brasileña del documento traduce «inculturación» —expresión original del documento— por «aculturación»).
393
PAULO
SUESS
INCULTURACIÓN
práctica misionera de inculturación necesita reconstruir esas experiencias de transición cultural y ponderar su valor paradigmático; necesita especialmente reconstruir las experiencias y las prácticas de las primeras comunidades cristianas y la génesis y metamorfosis de su teología, que condicionó todo el trabajo misionero posterior. Esta reconstrucción supone una tarea mucho más allá de esta «reconstrucción histórica». 1.
«Hebreos» y helenistas
Los primeros cristianos eran judíos como Jesús de Nazaret, socializados («enculturados») en la cultura de Israel. La crítica profética asumida por Jesús frente a ciertas prácticas religiosas legalistas fue interpretada por sus primeros seguidores, no como un rompimiento, sino como una fidelidad a su tradición religiosa. La continuidad con Israel quedó marcada por el monoteísmo, las Escrituras (Antiguo Testamento), la sinagoga y, en un primer instante, también por la observancia juiciosa de la ley y la presencia crítica en el templo (Hech 2, 46; 10, 14). Por la novedad del bautismo, de la eucaristía, de la doctrina y de la persona de Jesús, los primeros cristianos solamente se ganaron la designación de «secta de los nazarenos» (Hech 24, 5) a los ojos de sus observadores no-cristianos. No eran considerados ni se consideraban a sí mismos como adeptos de una nueva religión. También la Iglesia primitiva se comprendió, inicialmente, como un acontecimiento en el interior de Israel, como el «nuevo Israel», convocado, no ya para sustituir, sino para integrar al antiguo 20 . En la primera actividad misionera de Jesús de Nazaret y de los apóstoles, enviados a «las ovejas perdidas de la casa de Israel» —por tanto, una misión interna—, no surgió aparentemente ningún problema cultural. Pero la «casa de Israel» estaba ya dividida por una pared cultural que separaba a los judíos autóctonos, de lengua aramea, de sus hermanos de la diáspora (Egipto, Grecia, Asia Menor, Roma), de lengua griega. Los dos grupos estaban presentes en Jerusalén, reuniéndose en sinagogas distintas para rezar en su propia lengua, aunque unidos por las prescripciones de la ley que cumplían en el templo y en la vida. En la comunidad cristiana primitiva se reprodujo esta división entre «hebreos» y «helenistas» (Hech 6, 1), que se reunían en casas distintas para la celebración eucarística. Los cristianos helenistas, debido a su crítica más radical de las prácticas legalistas y cultuales, fueron expulsados de Jerusalén después del martirio de Esteban (Hech 8, 1). Sus hermanos «hebreos» —más apegados a la 20.
Cf. N. Brox, Kirchengeschichte
des Altertums,
394
Dusseldorf, 1983, pp. 12 ss.
tradición judía— no fueron perseguidos por los judíos de Jerusalén; incluso fueron confundidos con ellos y después por los romanos, como «circuncisos». Las diferencias culturales en el seno de la comunidad cristiana primitiva no sólo causaron interpretaciones religiosas diferenciadas frente a la tradición judía; motivaron también actitudes etnocéntricas en el tratamiento de la cuestión social. Así los helenistas se quejaron de que los hebreos «no atendían a sus viudas en la distribución diaria» (Hech 6, 1 ss). Asistimos entonces a una diversificación de los ministerios a través de una primera «división técnica» y, casualmente, también étnica del trabajo. Entre los helenistas se escogió a «los siete» para que atendiesen al sostenimiento de los desvalidos. Pero «los doce», todos ellos de la comunidad de los hebreos, reservaron para sí la dedicación «a la oración y al ministerio de la palabra». Debido a la predicación del helenista Esteban, uno de los siete, contra los judíos de la sinagoga de los Libertos, diciendo que habían sido «traidores y asesinos del Justo», tras su martirio, los cristianos helenistas fueron expulsados de Jerusalén (Hech 6, 8-8, 3). Estos helenistas expulsados fueron los responsables de la primera actividad misionera fuera de Palestina y entre los nojudíos (Hech 8, 4). En las comunidades que fundaron, predicaron un cristianismo sin compromisos inmediatos con la ley, la circuncisión y el templo. Fue en una de estas comunidades, la de Antioquía (Siria), donde los discípulos de Jesús fueron llamados «cristianos» por primera vez (Hech 11, 26). Pero los hebreos de Jerusalén y Palestina siguieron considerando la ley y la circuncisión como un prerrequisito para el bautismo cristiano. La controversia entre los dos grupos fue llevada al llamado concilio de los apóstoles (48/49). En él la Iglesia primitiva optó por caminos diferenciados de evangelización para los hebreos y para los helenistas. En relación con los helenistas y sus destinatarios se decidió —aparte de la abstención de carne de ídolos y de las uniones ilegítimas— no imponerles ningún yugo (Hech 15, 5 ss). La bifurcación del camino era de orden religioso y cultural. El cristianismo de los helenistas, libre de los tabúes de la ley y predicado en lengua griega, tenía las condiciones formales para extenderse hasta los confines del imperio romano. 2.
Ruptura en continuidad
El judaismo helenista, cuna religiosa de Pablo, es también el judaismo de la diáspora, que preparó geográfica, cultural y filosóficamente los caminos a la misión cristiana en el imperio 395
PAULO
romano. Este judaismo estaba ya presente, antes del cristianismo, en los grandes centros urbanos (Alejandría, Roma). Los Setenta (285-246 a.C.) habían hecho ya una traducción de las Escrituras al griego. La exégesis alegórica de Filón de Alejandría (13 a.C. 45/50 d.C), filósofo y teólogo judío, está presente en los escritos de Pablo y de la patrística. Fue esta alegóresis de Filón lo que permitió la mediación entre un sentido profundo y no-literal de las Escrituras y el pensamiento filosófico del mundo helenista. Pero no fue sólo en la exégesis bíblica donde los primeros cristianos aprendieron de los judíos helenistas. También en la apologética, en la defensa del monoteísmo contra el paganismo, se valieron de su arsenal argumentativo. De este contexto religioso y cultural del judaismo helenista de la diáspora surgió Saulo de Tarso. Tarso era una antigua colonia fenicia, cerca del mar. Profundamente helenizada bajo los Seléucidas, fue más tarde capital de la provincia romana de Cilicia. Pablo era en muchos aspectos una figura atípica de la Iglesia primitiva. No llegó del círculo de los hebreos, como los demás apóstoles, ni de Jerusalén, ni del grupo de los judíos simpatizantes con la causa de los cristianos. Un judío helenista de la diáspora, ciudadano romano, perseguidor convertido, «cristiano nuevo», este Saulo convertido en Pablo se convertiría en el mayor teólogo y misionero de la transición geográfica, cultural y socio-política. Pablo nos ofrece la clave teológica para enriquecer la lectura de la historia de Israel con la novedad del evangelio. ¿Qué significa un nuevo Israel «sin ley»? ¿Cuál sería, en este Israel, en esta Iglesia, el lugar de los hebreos? Al articular una «ruptura en continuidad» entre el pasado judío y el futuro cristiano —relativizando las diferencias en la nueva semejanza en Cristo (Rom 10, 12)—, Pablo abre un espacio en donde los hebreos, los helenistas y los paganos convertidos al cristianismo puedan vivir la nueva libertad, sin la antigua esclavitud de la ley, en la perspectiva de su propia tradición religiosa. En la interpretación del apóstol de los gentiles, Israel fue infiel a su pasado al rechazar a Jesús de Nazaret como mesías. Pablo habla de «la ceguera de una parte de Israel» (Rom 11, 25), de su «rebeldía contra la verdad» (Rom 2, 8), de su «celo sin discernimiento» que sustituía la «justicia de Dios» por las «obras de la ley» (Rom 9, 30 ss). Ahora es ya solamente un «resto» de este pueblo el que garantiza, frente a la «obstinación» y el «corazón impenitente» (Rom 2, 5) de la mayoría, la continuidad histórica de la promesa de Dios 21 . La Iglesia naciente se considera ese «resto», llamado a convo21.
INCULTURACION
SUESS
Cf. R. Martin-Achard, Israel et les Nations, Neuchátel-Paris, 1959.
396
car a los nuevos pueblos para constituir el «nuevo Israel». El nuevo pueblo de Dios reconoce, a partir de sus raíces judías, su tarea histórica en el cumplimiento de las promesas dadas al «antiguo Israel». Ahora la universalidad de la voluntad salvífica de Dios no está ya en tensión con la particularidad de un pueblo elegido. Un «resto» de este pueblo tiene la misión de convocar a todos los pueblos y naciones, como estaba ya previsto en la tradición profética " . La continuidad del «resto fiel» y su ruptura con la «mayoría obcecada» de Israel representa el cumplimiento del proyecto de Yahvé, Dios de la vida y de la historia. La continuidad no es de naturaleza geográfica (Jerusalén), jurídica (la ley), ritual (circuncisión, sábado, templo) o cultural. Tampoco es una ruptura con el proyecto de Dios. Es solamente una ruptura con las desviaciones históricas (pecado) de Israel. El apóstol de las gentes hace en su lectura de las Escrituras un discernimiento entre una falsa identidad, retroactiva y estanca, y una identidad dinámica, apoyo de la continuidad histórica entre Israel y la Iglesia. Distingue entre la fijación en tradiciones contrarias al proyecto de Dios para con su pueblo —que representan una especie de pecado estructural y colectivo— y la misión histórica de Israel. Pablo hace un discernimiento semejante en su discurso entre los gentiles, cuando muestra al evangelio en continuidad con los auténticos anhelos de los pueblos no-cristianos. Su predicación de ruptura con el pasado pagano no significa la destrucción de la identidad étnico-cultural de un pueblo determinado, sino más bien el robustecimiento de una identidad debilitada y de una tradición olvidada; significa el cuestionamiento de una fijación estéril en el pasado y el refuerzo de un proyecto de vida amenazado. La evangelización paulina apostó, en relación con los pueblos destinatarios, por la continuidad cultural y, en el fondo, por la continuidad religiosa. No permitió la judaización de los gentiles ni el desprecio de su pasado religioso. En su discurso en el Areópago no califica de idolatría a la religión de los atenienses, sino que admira su religiosidad (Hech 17, 22-23). El apóstol utiliza las piedras de la cantera cultural e histórica de los atenienses para construir con ellas su torre de comunicación teológica. Muestra paradigmáticamente cómo la acción misionera representa siempre una continuidad y una ruptura respecto a la cultura de origen del predicador y respecto a la cultura del destinatario. La ruptura cultural y religiosa con el judaismo de los «hebreos» permitió el arraigo en el helenismo. Los corintios, después de su conversión al cristianismo, no estaban obligados a vivir en guetos socio-culturales. El bautismo no supuso una 11.
Cf. N. Lohfink, Das Jüdiscbe am Christentum, Freiburg-Basel-Wien, 1987, pp. 48-70.
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«traición» cultural de las tradiciones del propio pueblo o grupo social. El bautismo no hizo de los efesios unos extranjeros en su propia patria. 3.
Paso al mundo
INCULTURACIÓN
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greco-romano
El paso del cristianismo palestino al mundo helenista produjo adaptaciones socio-históricas y cambios culturales profundos como presupuestos para una primera inculturación. El primer cambio cultural se debió al paso de un contexto agrario —muy presente en las parábolas— a un mundo urbano. La misión itinerante de Pablo, por ejemplo, comienza en las sinagogas de las grandes ciudades. El cristianismo de los gentiles del mundo helenista bajo el imperio romano es inicialmente el cristianismo de la Iglesia doméstica de Corinto, Efeso, Tesalónica, Filipos y Roma. La presencia de la sinagoga en la ciudad, la urgencia apocalíptica de la misión itinerante y la barrera lingüística frente a las lenguas populares en el campo y en la periferia del imperio romano, hicieron de las primeras comunidades cristianas un fenómeno urbano. Pero este paso fue también un paso lingüístico, de la lengua de Jesús a la lengua de Pablo. Con la lengua griega común (koiné) era posible, en tiempos de Pablo, comunicarse con todos los centros vitales del imperio. La Iglesia primitiva no atendió mucho a las «lenguas vernáculas»: en Roma, por ejemplo, el griego siguió siendo la lengua eclesiástica oficial hasta mitad del siglo II 23 . El paso fue además un paso de lo particular de un pueblo elegido a lo universal de una convocación de todos los pueblos. Fue el paso a un nuevo horizonte histórico y escatologico. La Iglesia primitiva hizo una nueva lectura teológica de la historia dentro del imperio romano. Al mismo tiempo, la misión cristiana —con su visión universal de la historia y su horizonte ético más allá de las fronteras étnicas y nacionales— supo aprovecharse, incluso en sus condiciones de minoría, de las estructuras e ideologías universalizantes del imperio romano (pax romana, Roma aeterna). Y esta estructura e ideología universalizantes, fundamento de todo imperio, habían sido ya preparadas por otros imperios de los que Roma fue tan sólo la heredera. El pensamiento metafísico de Parménides (540-480), por ejemplo, de Sócrates (469-399), de Platón (427-347) y de Aristóteles (384-322) —preceptor de Alejandro Magno— proyectó, ya algu23. Cf. K. Holl, «Kultursprache und Volkssprache in der altchristlichen Mission», en Kirchengeschichte ais Missionsgeschichte, I, München, 1974, pp. 389-396. A pesar de sus datos valiosos, el artículo presenta una visión antropológica inadecuada de la cuestión lingüistica.
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nos siglos antes de la aparición del cristianismo, el origen común de un mundo en lo singular, cuestionando las fuerzas mitológicas de los ancestros y de los dioses de las ciudades, etnocéntricamente rivales y humanamente truculentos. El platonismo llevó del laberinto politeísta a un Dios cósmico, principio del orden visible 24 . Cuando las ciudades de Grecia perdieron su autonomía —con la integración en el imperio de Alejandro Magno (356-323)—, también los dioses de la ciudad empezaron a perder su autonomía y credibilidad. La caída de la ciudad significa la caída del dios de esa ciudad. La religión cívica y ancestral pasó a verse poco a poco asimilada por el culto imperial, mientras que los «sabios» de Grecia se dirigían ya al Dios trascendente y cósmico, autor y motor del universo. La integración de la ciudad griega en el imperio macedónico y posteriormente en el imperio romano amplió el horizonte religioso de los ciudadanos. Con la celebración del aniversario del 50/ invictus el día 25 de diciembre, el emperador Aureliano (270-275) intentó, por ejemplo, a través de una fiesta pagana, unir a su imperio amenazado. Un siglo más tarde, los cristianos de occidente se aprovecharon de esta fecha para celebrar el aniversario del nacimiento de Jesús, sol invictus de la humanidad. Las tendencias universalizantes del cristianismo representaban, frente a la religión oficial del imperio romano, una «afinidad alternativa». El emperador —incorporación de la salus publica— cuidaba del culto a los dioses, de los sacerdotes, de las fiestas y de los templos. El culto al emperador, como representante de Dios, era un acto cívico. Como religiones alternativas estaban los «cultos mistéricos», de origen griego, con una disciplina arcana rigurosa relativa a su culto, a sus escritos y a sus participantes. El cristianismo fue confundido muchas veces con esos «cultos mistéricos». Al ser la religión del imperio romano una religión de lealtad cívica, en épocas de crisis, la «afinidad alternativa» del cristianismo fue considerada como una amenaza y la no-participación de los cristianos en el culto imperial fue interpretada como un boicot cívico. Por eso se alternaban épocas de persecución con tiempos de tolerancia. Con la ascensión de Constantino, el cristianismo mostró su «afinidad alternativa» frente al imperio. Era inmediatamente capaz de sustituir a la religión pagana, capaz de convertirse también él en religión cívica, oficial y mayoritaria. A partir del siglo IV, también la población del campo se convirtió y fue catequizada. Desde entonces, la minoría eran los paganos y los judíos. La «afinidad alternativa» del cristianismo en el imperio roma24. 128.
Cf. A. J. Festugiére, Etudes de religión grecque et heüenislique, Paris, 1972, pp. 114-
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INCULTURACIÓN
no no se basaba solamente en una afinidad formal intrínseca, a partir de su horizonte universal; era el resultado de una construcción teológica, de un diálogo intercultural, de una voluntad profunda de entender al otro y de hacerse entender por el otro. La filosofía griega ofreció su aportación para la construcción de la «afinidad alternativa» de sus conceptos teológicos. El mundo helenista mediterráneo, junto con la tradición judía, ofreció la matriz socio-cultural que permitió al cristianismo definir sus normas institucionales, su ética, sus ministerios, su credo y su canon de las Escrituras, experimentando así su primera inculturación. Los reformadores del siglo XVI fueron los primeros en cuestionar la helenización indebida del cristianismo. El platonismo, el aristotelismo y el estoicismo, ¿no se habrían superpuesto muchas veces a las raíces bíblicas? 25 . La traducción lingüística al griego habría implicado necesariamente una traducción y un cambio conceptuales. Los intentos de inculturación en el mundo helenista habrían transformado el dinamismo histórico de la revelación en una cosmología estática e intelectualista; habrían falseado en cierto modo el cristianismo. ¿Se habrían dejado pillar los dedos? Esta cuestión es compleja y revela de alguna manera el deseo de querer reconstruir un «cristianismo puro», no-sincrético, que no existió nunca en la realidad. Está claro que, entre un cristianismo sincrético —entendido el sincretismo como una condición histórica de la génesis de cualquier movimiento socio-religioso— y un cristianismo que se convierte en una especie de filosofía natural o se presenta como una gnosis, se da un abanico muy grande de «aproximaciones culturales» y «encarnaciones teológicas». Muchas de las discusiones y definiciones teológicas de los concilios sólo se comprenden a partir de este trasfondo cultural. Y como no existe una cultura-patrón, siempre se corre el peligro de que los grupos culturalmente dominantes consigan la victoria. Los principios sinodal y conciliar no están totalmente exentos del riesgo de no tener debidamente en cuenta el punto de vista de la respectiva minoría étnica, cultural o teológica. La cuestión cultural no sólo está involucrada en la cuestión de la identidad de un grupo o de un pueblo, sino también en las cuestiones de legitimación política. Esto hace de la bandera de la inculturación una bandera política en el amplio terreno de la liberación/opresión. Volviendo a la pregunta de los reformadores sobre la helenización del cristianismo y descartando la posibilidad de una «religión pura», que pueda expresar plenamente los misterios de Dios en
una cultura de referencia, hemos de admitir que el cristianismo, bajo la urgencia de legitimarse como «verdadera religión» {vera religio), llegó en algunos casos hasta los límites de una adaptación posible; en otros casos, por el contrario, se quedó bastante lejos de ellos. La patrística nos ofrece ejemplos de prudencia y de arrogancia, de lucidez y de ceguera en el tratamiento de la cultura de los otros 2 6 . En el paso teológico al helenismo se dan todas las variantes de aproximación cultural posibles: aprovechamiento, adaptación, dependencia, transformación, descaracterización, asimilación, aculturación e inculturación. Todos los traductores tienen que preguntarse por el porcentaje de contenidos y de sentido del texto original que consiguen trasferir de una lengua a otra. Si traducen no a partir de un original, sino ya a partir de otra traducción, se plantea la cuestión de la fidelidad de la traducción en dos niveles: la fidelidad a su pretexto y al original, del que no dispone. Estamos inculturando —salvaguardando la originalidad y la autenticidad de Jesús, pero también la historicidad y el condicionamiento cultural de su encarnación— a partir de una encarnación/inculturación intrínsecamente precaria que tan sólo consiguió describir el original del reino utilizando parábolas y señales que podrían ser desapercibidas o maltratadas. La inculturación es siempre una inculturación ya a partir de una inculturación precaria, pero no tan precaria que no puedan describirse las intenciones básicas y los misterios centrales del cristianismo: el monoteísmo, la creación del mundo, la encarnación, la resurrección de la carne, la Trinidad, el reino escatológico en donde la trascendencia se articula con la historia. El problema del cristianismo ante el helenismo no es que el cristianismo hiciera evidentemente concesiones al estocisimo —por ejemplo, en la ética— y al platonismo. Se benefició también de ellos para iluminar cuestiones latentes hasta entonces, con una mayor aceptabilidad para los nuevos destinatarios del evangelio. Pero el problema fundamental está en que la aproximación cultural al helenismo se convirtió por mucho tiempo en la inculturación patrón y modelo, que quitó incentivos a otras alternativas. Así, los «excesos de helenismo» se hicieron peligrosos, ya que no se vieron cuestionados por otras experiencias alternativas. La recepción de Aristóteles por Alberto Magno y por Tomás de Aquino, en aquella época, supuso ciertamente un gran progreso sobre la teología de las Sentencias. Pero el progreso de una época, convertido en modelo único para las otras, en la escolástica por ejemplo, se convierte en lecho de Procusto para una Iglesia universal. Como
25. Cf. J. Daniélou, Message éuangelique et culture hellénistique aux II. et III. siécles, París, 1961. Cf. también M. Spanneut, Le stoicisme des Peres de l'Egltse. De Clément de Kome a Clément d'Alexandrie, Paris, 1957.
26. Cf. los ejemplos citados en P. Suess, «Questionamentos e perspectivas a partir da causa indígena», en C. Brandáo, ed., ¡nculturacao e libertacao, Sao Paulo, 2 1988, pp. 162 ss.
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SUESS
las culturas, también las inculturaciones son un fenómeno pluralista. Sólo en el plural de sus verificaciones complementarias pueden contribuir a la aproximación a la verdad única. La africanización o indigenización de la Iglesia no significa la reducción de la Iglesia universal a un modelo africano o indígena. Significa más bien «la encarnación del evangelio en las culturas autóctonas y al mismo tiempo la introducción de esas culturas en la vida de la Iglesia» 27. 4.
Confrontación
de la terminología eclesial
El cristianismo, forjado en el contexto socio-cultural del mundo helenista-mediterráneo e identificado posteriormente y durante un largo período con el mundo europeo y occidental, se presentó ante el mundo, prácticamente hasta el Vaticano II, como el cristianismo patrón. En este cristianismo «normativo» tuvo aparentemente tanto éxito la mezcla teológico-cultural que muchas veces resultó difícil distinguir entre las adquisiciones culturales y los datos de la fe. Los datos de una cultura y de una historia particular se presentaron como si formaran parte de la identidad de los artículos de la fe. Ya cuatro siglos antes del Vaticano II, una Instrucción de la sagrada Congregación para la propagación de la fe, que no llegó a las Américas del patronato, definía el principio de la inculturación: No os empeñéis ni adelantéis ningún argumento para convencer a esos pueblos a que cambien sus ritos, sus usos y sus costumbres, a no ser que sean evidentemente contrarios a la religión y a la moral... No introduzcáis en ellos vuestros países, sino la fe, esa fe que no rechaza ni desprecia los ritos y las costumbres de ningún pueblo, a no ser que sean detestables, sino que, por el contrario, desea que sean conservados y protegidos 28 .
La inculturación en el mundo helenista y occidental muestra la necesidad y la posibilidad de la inculturación; pero muestra también las limitaciones y los peligros de todos los intentos de inculturación en lo singular. La inculturación, para no caer víctima de la «fragilidad biológica» y de la «parcialidad experimental» de la monocultura, tiene que realizarse en múltiples verificaciones complementarias. a)
Escuelas misionológicas y Vaticano II
La misionología de la primera mitad de este siglo acompañó a la producción conceptual de la antropología. Dentro del «espíritu de 27. Juan Pablo II, Slavorum Apostoli, n. 21. 28. Collectanea S. C. de Propaganda Fide, Roma, "1907, n. 135/1, 42.
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la aculturación», Pierre Charles, de la Escuela Misionológica de Lovaina, postula la adaptación, para que la Iglesia pueda ser implantada (institucional y jurídicamente) entre los pueblos. La Escuela de Münster (J. Schmidlin, Th. Ohm), que subraya más la conversión (individual) de los no-cristianos como meta misional, no se distingue mucho metodológicamente de la Escuela de Lovaina ni de su bandera de la plantatio ecclesiae. En ambas escuelas la metodología está marcada por la adaptación y la acomodación. En el decreto Ad gentes, el concilio Vaticano II asume las dos corrientes misionológicas: La palabra de Dios... saca la savia, la transforma y la asimila a sí misma... También hay que ver cómo es posible adaptar las costumbres, los modos de vida y el orden social a los procedimientos indicados por la revelación divina. De ahi se abrirán caminos hacia una adaptación más profunda en todo el ámbito de la vida cristiana. Esta manera de obrar... acomodará la vida cristiana al modo y a la índole de cualquier cultura (AG 22).
¿Cuál es el camino seguro entre la asimilación de la savia, la adaptación de la cultura del otro a la revelación y la acomodación de la vida cristiana al modo y a la índole de cualquier cultura? Hay aquí una cierta indefinición experimental. La acomodación, en este contexto, da la impresión de ser una gentileza metodológica o una concesión pedagógica. No parte de una teología de la encarnación. Sólo a partir del intento de ver la misión en analogía con el misterio de la encarnación —de una encarnación despojada, que habrá de ser reveladora y redentora—, consigue librarse del colonialismo y del etnocentrismo y se hace capaz de construir lazos de fraternidad y de solidaridad 29 . El Vaticano II asumió los tópicos más positivos de la tradición patrística frente a las culturas paganas. Estos tópicos —«semillas del Verbo», «padagogía hacia el Dios verdadero», «preparación evangélica»— permiten teológicamente articular la continuidad histórico-cultural de los pueblos respectivos con la novedad del evangelio. — En todos los pueblos, reconoce el concilio, encontramos valores y «algo de bueno», que puede ser considerado como pedagogía hacia el Dios verdadero o como preparación evangélica (AG 3). La Lumen gentium (n. 16) y la Evangelii nuntiandi (n. 53) recogen el paradigma de la «preparación evangélica» refiriéndose a Eusebio de Cesárea (|339): «Todo lo que en ellos (los gentiles) se encuentra de bueno y de verdadero, lo juzga la Iglesia como una preparación evangélica, dada por Aquel que ilumina a todo hombre, para que tenga finalmente la vida (Jn 1, 9)». 29. Cf. LG 8; GS 22; AG 10.
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— Justino (1165), apologista, filósofo y mártir, admite que en la filosofía y en la ética de un Sócrates encontramos la semilla del Logos que Dios sembró en toda la humanidad. El Vaticano II (AG 11; LG 17), Medellín (Pastoral popular, 5) y Evangelii nuntiandi (n. 53) recogen el tópico de los semina Verbi de Justino para desmentir que las culturas no-cristianas, en materia religiosa, sean sólo una tabula rasa o una idolatría condenable. — En las culturas de los pueblos no sólo se encuentran «islas de verdad» en medio de un resto condenable. La cultura de cada pueblo es un conjunto de saber, de valores y comportamientos, de una visión coherente del mundo y del cosmos, articulada con esperanzas religiosas y/o profanas. Este conjunto, dice Ireneo de Lión (1202), aunque nunca perfecto, debe ser asumido antes de ser redimido. El Vaticano II (LG 13; GS 22; AG 3) y Puebla (400; cf. 188, 457, 469) asumen con muchas variantes este tópico. El «asumir para redimir» de Ireneo apunta a la asunción y continuidad cultural articulada con el misterio de la encarnación y redención: inculturar para liberar, encarnar para salvar, asumir para redimir. b)
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Iglesias locales y la indigenización del cristianismo, una «reexpresión auténticamente africana», como declaraba monseñor Jean Zoa, de Damaóes. Tanto el vicario general de Roma, cardenal Poletti, como el cardenal Marty, de París, consideraron, frente a los retos de la modernidad, que la indigenización era un imperativo para sus respectivas Iglesias 32 . En la IV Asamblea general del Sínodo de los obispos sobre la Catequesis, de 1977, el cardenal Sin, de Manila, introdujo por primera vez la palabra «inculturación» en el aula sinodal. Juan Pablo II la recogió en 1979, aunque con cierta oscilación entre aculturación, inculturación e incarnación, en su exhortación apostólica Catechesi tradendae (n. 53) y en otras muchas alocuciones posteriores 33 . El magisterio ha asumido el concepto de la inculturación, que intenta captar el espíritu de una nueva era post-colonial y postconciliar. Dependerá mucho de la praxis misionera y de la reflexión teológica el que la inculturación en el futuro se interprete sólo como una forma de «traducción» cultural más perfeccionada (parecida a la introducción de la lengua vernácula en la liturgia) o apunte más bien a una nueva cualidad de la catolicidad y de la presencia misionera de la Iglesia en el mundo.
Sínodos de 1974 a 1977
En el sínodo sobre la «evangelización en el mundo contemporáneo» de 1974, una gran parte de los obispos consideró insuficientes las tesis misionológicas de la adaptación y acomodación. En el Día mundial de las Misiones, 20 de octubre de 1974, los obispos sinodales de África y Madagascar divulgaron una declaración, en donde exponen el «problema de la aculturación religiosa», que produjo «un cristianismo insuficientemente encarnado y vivido muchas veces, como desde fuera, sin una vinculación real con los valores auténticos de las religiones tradicionales». Y prosigue: Los obispos de África y de Madagascar consideran ya superada una teología de la adaptación, en beneficio de una teología de la encarnación... Una teología africana abierta a las aspiraciones fundamentales de los pueblos africanos llevará al cristianismo a encarnarse eficazmente en la vida de los pueblos del continente negro 30 .
Informando a los padres sinodales de la situación global del cristianismo en África, monseñor Sangu, de Tanzania, constató que para los africanos el cristianismo «estuvo envuelto en una cultura occidental» 31. África pide una cierta autonomía para las
IV.
TENSIONES FILOSÓFICAS
1.
Lo universal y lo particular
a)
Identidad y solidaridad
Muchos pueblos —sobre todo los que han conquistado recientemente su independencia o los que todavía luchan por ella o por alguna forma de autodeterminación y/o autonomía dentro de un Estado nacional— definen hoy su nacionalidad a partir de su identidad cultural. Antes de poder colaborar con el conjunto de la humanidad, los pueblos necesitan reafirmar su propia identidad. Antes de saber con quién están, necesitan saber quiénes son. La afirmación de esta identidad capacita a estos pueblos/naciones para ensanchar sus horizontes y articularse en alianzas. La alianza presupone autonomía y la autonomía es una construcción que se levanta sobre los pilares de la identidad.
30. «Declaration des évéques d'Afrique et de Madagascar: Documentation catholique 1664 (1974), p. 995. También en E'Eglise des cinq continents, Paris, 1975, pp. 208-212. 31. L'Eglise des cinq continents, 1, p. 57.
32. Cf. R. Laurentin, L'evangélisation aprés le quatriéme Synode, Paris, 1975, p. 170. 33. Cf. J. Müller, «Accomodation and inculturation in the papal documents»; Verbum SVD 24 (1983), pp. 347-360. Cf. también N. Standaert, «L'histoire d'un neologisme. Le terme "inculturation" dans les documents romais»: NRT 110 (1988), pp. 555-570.
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Además del imperialismo y del etnocentrismo, es también siempre la identidad mutilada la que hace que los pueblos «caigan en un particularismo ciego que tiende a reservar el privilegio de la humanidad a una raza, a una cultura o a una sociedad», considerando que tiene «fórmulas aplicables al conjunto» de la humanidad 3 4 . La solidaridad con los pueblos que buscan su identidad y luchan por su liberación consiste ante todo en contribuir a su afirmación cultural. Hoy estamos, como nunca estuvimos anteriormente, ante un proceso dialéctico de una multiplicidad de culturas que conocemos simultáneamente. Estas culturas tienden tecnológicamente a unificarse y, al mismo tiempo, se están diferenciando socio-políticamente. Los imperios pierden cada vez más sus satélites y disminuye su influencia política directa sobre ellos. Pero hay muchos intentos de sustituir la intervención política por una manipulación cultural de dimensiones geo-políticas. La solidaridad, en su vertiente cultural, es microestructural, pero en su dimensión política es sobre todo macroestructural. Las dos dimensiones se entrelazan dialécticamente. La acogida del pobre, el aprecio de la diferencia del otro y la inculturación en el mundo de ambos no se llevan a cabo en lo abstracto universal. Por tanto, la inculturación es siempre un acto concreto y contextualizado. El proceso de inculturación, ya en sí mismo liberador pero íntimamente ligado a la microestructura, tiene que conectar con un proceso más amplio y complejo de liberación. La contextualidad no debe limitar la amplitud de la solidaridad colectiva de la causa liberadora/redentora de toda la humanidad. La universalidad de la causa de los pobres y de los otros, sin embargo, tampoco puede dispensar de los esfuerzos concretos y locales de inculturación. b)
Lógicas diferentes y sentido único
La articulación de un sentido universal con la participación de todos es una antigua cuestión filosófico-teológica. «Lo uno es el todo», decía Parménides. Las aguas del neoplatonismo, la situación postconstantiniana de la Iglesia, una progresiva centralización y clericalización en la Edad Media, redujeron el espacio de la diversidad y el peso de las particularidades. Se consideró lo particular sólo como una diferencia específica de lo general. El sentido preestablecido se impuso deductivamente al sentido que surgía de la historia. La unidad compulsiva —metafísica e idealista— prevaleció sobre la autonomía de los múltiples particulares de 34.
C. Lévi-Strauss, Rafa e historia, Lisboa, 31980, pp. 95 s.
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la realidad terrena. Se definió la relación entre la «unidad» y la «diversidad particular» —entre la Iglesia universal y la local, por ejemplo— en analogía con la relación entre esencia/substancia y accidencia/contingencia. La realidad estaría en lo universal, la ficción y la deficiencia en lo particular. Contra este realismo —universalia est res— se levantó la corriente nominalista de un Guillermo de Occam (1280/1290-1350), que declara lo universal como una abstracción ficticia, como una señal convencional, como un nombre inventado: universalia nuda intellecta est, non res. Para el nominalismo, la realidad es individual y concreta. Las disputas filosóficas nos indican los polos extremos entre los que deberíamos trazar los caminos de la inculturación: entre la unidad preestablecida y/o metafísica y el contextualismo arbitrario, entre el orden cósmico y/o moral inmóvil y la relativización total de valores y comportamientos, entre el colectivismo autoritario y el individualismo narcisista. ¿Cómo es posible construir un sentido —una especie de ley natural reconocida por la humanidad— como la suma de diferentes lógicas culturales? La misma supervivencia de la humanidad exige un mundo cuyos fundamentos sean la unidad en la diversidad, articulados con la igualdad en la libertad. c)
Unidad de la fe y diversidad cultural
¿Cómo anunciar que la encarnación es un presupuesto de la salvación, que el Verbo se encarnó propter nostram salutem, si los pastores en la práctica empujan a las ovejas hacia el «redil de la salvación», sin pasar por los «pastos de la encarnación»? ¿Si el Enmanuel, el Dios-con-nosotros, es presentado en la realidad como un Dios-de-los-otros, confinado en el universo mental de una nación o en la cultura de una región? A partir del Vaticano II ha surgido en la Iglesia católica —particularmente en las discusiones sobre la adaptación litúrgica, de la libertad religiosa y del ecumenismo— un discernimiento más claro entre su vocación universal, la unidad de la fe y una uniformidad cultural, obstáculo para la transmisión de esa fe. En el concierto mundial de los continentes, la Iglesia ligada a la cultura helenista-mediterránea, europea y occidental, representa hoy tan sólo una Iglesia local o regional. El Vaticano II ha dejado bien claro que la catolicidad/universalidad de la Iglesia no se construirá en unas condiciones de cristiandad o de colonización, ni con las pretensiones de una «sociedad perfecta», sino en condiciones de diálogo desarmado, en donde la verdad más pura de la fe sólo tiene valor cuando va acompañada del mejor argumento ad hominem. El mejor argu407
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mentó de la fe, la apología más profunda de un Dios de la vida, es sin embargo el servicio, la disposición para compartir, el amor mayor como alternativa mesiánica, la solidaridad hasta las últimas consecuencias y la esperanza de un mundo mejor, que pueda palparse en las luchas y transformaciones contemporáneas como palpitaciones del reino. Todo esto es al mismo tiempo muy local y muy universal. ¿Cómo navegar entre un contextualismo parroquial y un universalismo desencarnado? La universalidad sólo tiene consistencia como suma de presencias locales. Jesús encarnado mostró junto a un pueblo aquello que la Iglesia tiene que vivir junto a muchos pueblos: el amor tiene su lógica cultural que se desdobla en la lógica espacial (la tierra prometida) y en la lógica temporal (kairós) de cada pueblo. Los pasos de la inculturación preceden y acompañan a la marcha de la liberación, lo mismo que la encarnación precede y acompaña a la «economía de la salvación». Al afirmar la precedencia metodológica de la encarnación frente a la salvación no queremos romper la vinculación entre ambas ni las colocamos frente a frente. La encarnación es ya salvífica lo mismo que la salvación es contextualmente encarnada. La dificultad está en que la Iglesia tiene que trasponer sus signos de salvación/liberación de unos patrones socio-culturales a otros de un contexto distinto. ¿No estaremos a veces ofreciendo a los otros un abrazo con una amplia sonrisa, cuando el otro espera más bien «lágrimas de bienvenida» 35 ? La igualdad de la señal o del símbolo como «exigencia» de una Iglesia universal no garantiza la igualdad del sentido. San Pedro, san Sebastián o san Jorge, por ejemplo, han adquirido en el sincretismo latinoamericano significados y atribuciones muy distintos del martirologio romano. El trasplante de contextos culturales vinculados a una primera inculturación del evangelio no sólo dificultan la comunicación, sino que origina no pocos malentendidos. La mera trasferencia del cristianismo no sólo puede hacer del evangelio algo extraño, sino algo empíricamente (no ontológicamente) falso. La fiesta del nacimiento de Jesús, el 25 de diciembre, por poner otro ejemplo, tiene en el hemisferio norte un significado cosmológico distinto del que tiene en el hemisferio sur. El jesuíta tirolés, Antonio Sepp (fl733), escribe con mucha propiedad en una carta del día 24 de junio de 1692, desde la reducción Yapeyú: América es un mundo al revés. Mientras estoy escribiendo, en la fiesta de san Juan, estamos en pleno invierno... En diciembre y en enero, cuando todo está helado en Europa, aquí comemos higos y cogemos lirios. En una 35. Cf. Ch. Wagley, Lágrimas de boas-vindas. Os indios Tapirapé do Brasil Central, Belo Horizonte-Sao Paulo, 1988.
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palabra, aquí todo es distinto... La diferencia está en nosotros mismos, que necesitamos modificar nuestros conceptos 36 .
Nuestro calendario litúrgico es el lunar y solar de Europa. En el hemisferio sur celebramos la fiesta del nacimiento de Cristo, el sol invictus, «al revés», en el día menos adecuado, es decir, en el día más largo del año. Y en el día más corto, 24 de junio, el pueblo acude a san Juan y lo celebra con luces y cohetes como a su «sol invicto». ¿Quién tirará la primera piedra contra la religiosidad popular por el hecho de que recurra a «sus» santos en los «días adecuados»? Los espacios geográficos y culturales, en donde una señal tiene exactamente el mismo sentido —donde coinciden el significante y el significado—, son bastante pequeños. ¿Cómo comunicarse en una Iglesia universal, si la competencia comunicativa de sus símbolos y señales es tan restringida? La solución apunta hacia un bilingüismo, en donde una «lengua general» garantice la comunicación intereclesial, y una «lengua específica» de la comunicación dentro de una Iglesia local. Cada grupo cultural podría formar parte de dos (o varios) ritos autorizados, según la realidad sociocultural y la oportunidad eclesial.
2.
El otro y el pobre
La cuestión de la inculturación está estrechamente ligada con la irrupción de la «causa del otro», lo mismo que la cuestión de la liberación tiene una afinidad específica con la «causa del pobre». Pero el «otro» no es una categoría competitiva, ni una subcategoría del pobre. Los pueblos indígenas y las poblaciones negras que habitan el suelo americano, aunque sean pobres, no aceptan en su mayoría verse tratados histórica y sociológicamente como una subcategoría de los pobres. Alegan que la especificidad de su condición humana se escapa del prisma de la pobreza. La especificidad de la esclavitud negra y del etnocidio y genocidio indígenas, actualmente, es la continuidad de la situación colonial. La pobreza es una consecuencia y/o un aspecto de esta situación colonial. El sistema colonial tiene dos armas: la dominación física, mediante la expropiación de las tierras y la explotación de la mano de obra, y la dominación cultural por medio de la política indigenista o sistema educativo oficial y de los medios de comunicación 37. Los indios y los negros, al hacerse pobres —los negros al 36. A. Sepp, Viagetn as missóes jesuíticas e trabalhos apostólicos, Belo Horizonte-Sao Paulo, 1980, p. 85. 37. Seguimos aquí básicamente el análisis de los mismos indígenas, presentado en la
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quedar emancipados sin tener acceso a las tierras; los indios al perder toda su tierra o parte de ella—, consideran su pobreza sólo como un rostro de su condición humana, el rostro vergonzoso que se les impuso. No hay que confundir la pobreza sociológica con la mística de una «pobreza evangélica», más presente en el discurso de los teólogos —no sin recurrir a metáforas— que en la conciencia y en las luchas concretas de los pobres. El otro rostro de los pueblos autóctonos y sus descendientes es el recuerdo de la riqueza de su pasado, anterior a su condición actual de pobreza. Este recuerdo constituye el núcleo utópico de su proyecto histórico. La fuerza de su lucha les viene no sólo de la vergüenza por lo que ha de ser transformado y destruido, sino también, y sobre todo, del recuerdo, del orgullo y de la afirmación de su pasado. Este pasado codificado en los mitos, celebrado en los ritos y fiestas y narrado en la historia más reciente, actúa como motor para la construcción de su futuro. El proyecto de cada pueblo, sus sueños y esperanzas se alimentan de sus raíces del pasado. Dentro de esta perspectiva, los intentos de inculturación no representan un «culto a las raíces», sino que son apuestas por el futuro de un pueblo o grupo social. El «pobre genérico» ha perdido el recuerdo de una felicidad y de una riqueza procedente de una identidad étnica específica del pasado. Los estados nacionales han intentado inculcar a los «étnicamente desheredados» una nueva identidad y un nuevo orgullo nacional. Pero, ¿cómo pueden orgullecerse de ser brasileños o chilenos, de una sociedad que intentó destruir su herencia cultural, orgulleciéndose entonces de una nacionalidad compartida con el opresor? La reflexión teológica sobre la causa de los pueblos indígenas y de las poblaciones negras —que forma parte de la cuestión amplia del «otro»— en América latina es bastante reciente. En las Conclusiones de Medellín, se menciona ligeramente a los indígenas (1, 2; 1, 14; 4, 3) y prácticamente se olvida a los negros, como grupo específico. Igualmente, en las Conclusiones de Puebla y los textos ya consagrados de la teología de la liberación, los indios y los negros, como categoría del «otro», tampoco han recibido tratamiento teológico diferenciado de los pobres. Son considerados de forma cariñosa, pero indebidamente, como «los más pobres de entre los pobres» (Puebla 34). A través de la inclusión teórica y sumaria del indio y del negro en la categoría del pobre, los dos han sufrido prácticamente muchos malentendidos. Sufrieron entre la masa de los pobres la discriminación como «otros». El obrero medio —hombre que se Declaración de Barbados II (1977). Cf. P. Suess, ed., Em defesa dos povos Documentos e legislacao, Sao Paulo, 1980, pp. 73-76.
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indígenas.
considera blanco— no tiene un amor espontáneo al indio, al negro o a la mujer. Los demás sufrieron también intentos de integración compulsiva en sociedades supuestamente libres o liberadas y, donde empezaron a oponerse a esta integración, recibieron acusaciones de sectarismo, de que hacían el juego al respectivo anden régime y de que eran un obstáculo para la liberación de los Estados-naciones. De hecho, todo esto ocurrió en donde un nuevo régimen, al desplegar sus ilusiones de liberación de cuño religioso y/o político, ante los pueblos autóctonos, no ofreció el espacio discursivo, participativo y temporal necesario para que los cambios pudieran ser asumidos creativamente por los que, a su vez, habían sido también víctimas de la antigua opresión. No hay nadie en todas las Américas que sea más amante de la liberación y de la libertad que los pueblos autóctonos y los descendientes de los esclavos. Su «rebeldía» o su «obstinación» —contra los proyectos de liberación o las propuestas de salvación— no son el indicador de una conciencia alienada. Son sobre todo un indicador de que su sensibilidad se vio herida, o por la propuesta de unas metas desvinculadas de su horizonte histórico o por la metodología inadaptada a su lógica étnica. El «otro» es —y tiene mucha razón para serlo— desconfiado visceralmente frente a las propuestas de la mayoría de los «mismos». Exige permanentemente que la meta esté ya presente en el método, que en el camino se revele ya algo del placer de la llegada, que el horizonte futuro y universal de la liberación tenga colores múltiples, apreciables ya en el aquí y ahora del espacio concreto y limitado de su habitat histórico-geográfico. La lucha de liberación o la propuesta de felicidad sólo empieza a tener fuerza convincente y movilizadora para ellos a partir del tiempo, del espacio y de la lógica cultural del pueblo respectivo.
V. ORIENTACIONES TEOLÓGICAS Y PASTORALES
1.
Inculturación y encarnación
En la cuestión de la inculturación está implicado un nuevo saber antropológico, articulado con un misterio fundamental para la fe cristiana, el misterio de la encarnación. Entre el significado de la inculturación y el de la encarnación no hay una identidad, pero sí una relación de analogía entre los dos términos. Y esta analogía se muestra en la articulación dialéctica de dos niveles: a) en la superación de la distancia y diferencia que impiden la comunica411
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ción y la solidaridad y por tanto la proximidad amable y crítica y la igualdad solidaria; b) en el respeto a la alteridad, en la noidentificación con el otro. a) El Vaticano II afirma que se da una relación de analogía —«una no pequeña analogía» (LG 8)— entre inserción y encarnación 38. En muchos textos bíblicos y conciliares esta analogía entre la encarnación de Jesús y el acercamiento de sus seguidores al mundo necesitado se expresa mediante un «así como»: Lo mismo que Cristo, por su encarnación, se vinculó a las condiciones sociales y culturales de los hombres con los que vivió, así también (eodem motu) la Iglesia tiene que insertarse en todas esas sociedades, para que pueda ofrecer a todas ellas el misterio de la salvación y la vida traída por Dios (AG 10).
La encarnación es al mismo tiempo regional y universal; lo mismo que la redención, abarca a todos los hombres y al hombre entero. Por su encarnación, el Hijo de Dios se unió «a todo hombre; trabajó con manos humanas, pensó con inteligencia humana, actuó con voluntad humana, amó con corazón humano... Se hizo verdaderamente uno de nosotros, menos en el pecado» (GS 22). Nos dio su «ejemplo de encarnación» para que sigamos el nuevo camino que abrió esta encarnación. En la inculturación, la Iglesia actualiza este camino que mira a un encuentro y a una proximidad amable y lúcida («menos en el pecado»). En esta analogía entre el misterio de la encarnación y la inculturación, la proximidad no es algo optativo; es indicativo: modelo y mandato. La «encarnación» no es solamente una narrativa que se refiera a otros pueblos y a otros tiempos. Se actualiza, analógicamente, en el mismo acto del anuncio. Por eso la inculturación es una práctica; es seguimiento de Jesús que la Iglesia debe realizar como servicio al mundo: «Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo al mundo» (Jn 17, 18). El seguimiento de Jesús es la asunción del mundo desfigurado: Lo mismo que Cristo consumó la obra de la redención en la pobreza y en la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino... Cristo fue enviado por el Padre para «evangelizar a los pobres»...; de forma semejante, la Iglesia rodea de amor a todos los afligidos por la debilidad humana, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su fundador pobre y sufrido (LG 8).
La inculturación no es sólo el camino para «evangelizar a los 38. En aquella época todavía no se hablaba en la Iglesia católica de «inculturación». Pero el terreno semántico que describe el término «inserción» muestra una proximidad que puede confundirse con lo que hoy se suele describir con el término «inculturación».
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pobres»; es al mismo tiempo el camino para descubrir en la proximidad de los hombres crucificados el rostro del Hijo de Dios y, por tanto, el camino para ser evangelizados por él. b) Muchos textos del Vaticano II, siguiendo a Ireneo de Lión (t202), establecen una analogía entre la asunción de la naturaleza humana por Jesucristo y la inserción/inculturación de la Iglesia en la realidad socio-cultural de los diferentes pueblos (LG 13; GS 22; AG 3): «De forma semejante a la economía de la salvación, las Iglesias... asumen en un admirable intercambio todas las riquezas de las naciones, herencia de Cristo» (AG 22). Las Conclusiones de Puebla declaran en varios lugares: «Lo que no es asumido no es redimido» (400; cf. 188, 457, 469). El «asumir para redimir» indica, por un lado, la continuidad cultural articulada con el misterio de la encarnación. Por otro lado, expresa el respeto por la alteridad. En la encarnación, la naturaleza humana fue «asumida, no aniquilada» (GS 22). Y los padres conciliares creyeron oportuno añadir además, en una nota, lo que significa «no aniquilar» citando una definición dogmática del siglo VI: «Ni el Verbo se transformó en la naturaleza de la carne, ni la carne pasó a ser la naturaleza del Verbo» 39 . En analogía con este «asumir sin aniquilar», la inculturación significa ciertamente solidarizarse, pero nunca identificarse con el otro y con su cultura. Al no identificarse con ninguna cultura, el evangelio y el evangelizador respetan la alteridad y preservan la identidad del mensaje, del mensajero y de las culturas. 2.
Inculturación del mensajero y del mensaje
La inculturación es un proceso de aproximación al mundo cultural del otro, que envuelve al mensajero y al mensaje. En esta aproximación, el mensajero no busca una identificación con el otro, que eliminaría su alteridad y su libertad. La inculturación apunta hacia un proceso de comunicación que no confunda al «receptor» con el «emisor», que son las partes constitutivas de todo diálogo. Esto no excluye —sino que hasta cierto punto presupone— que el evangelizador («emisor») es ante todo un «oyente» («receptor»); es decir, que la «buena noticia» es ya siempre una respuesta a una «mala noticia» escuchada. La inculturación construye un canal por el que las aguas del evangelio puedan regar (¡no inundar!) el terreno cultural de los diversos pueblos y grupos sociales. La construcción de este canal empieza a partir y con los pueblos/grupos para responder a los problemas de su «tierra reseca». 39. Cf. Concilio Constantinopolitano II: Denzinger 219 (418).
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En la inculturación, el «misionero» se somete a un proceso de cambio cultural a largo plazo. Es un proceso mucho más lento que la inserción en el mundo social del pobre. San Francisco y otros muchos que optaron por los pobres se despojaron de su clase social en un instante, mientras que el proceso de inculturación, que exige aprendizajes amplios y cambios profundos en la manera de pensar y de obrar (¡raciocionio y lógica cultural!) en la cosntrucción y percepción del sentido, perdura toda la vida. El mensaje, a su vez, forma también parte del «proceso de aproximación». La plenitud del misterio de Dios no consigue expresarse en ninguna cultura. El «valor aproximativo» y la comunicación parcial del mensaje se debe a la continuidad del misterio de Dios, incluso después de su revelación y encarnación en Jesucristo. La eternidad de Dios no cabe en los relojes del mundo; frente a su plenitud, las palabras humanas son balbuceos desarticulados. «¿Quién podrá coger el corazón del hombre, para que se pare y vea cómo la eternidad inmóvil determina el futuro y el pasado, sin ser ni pasado ni futuro?», pregunta san Agustín 40 . La historia de Israel, el anuncio de Jesús y la inculturación del cristianismo primitivo representan un intento de aproximación al misterio y de su expresión en los diferentes lenguajes de los pueblos. Hemos de reconocer que «la finitud y el compromiso histórico propios del hombre justifican las parcialidad de las experiencias de cada uno», una parcialidad complementaria, en la que cada uno rechaza la posibilidad de «absolutizar su propia experiencia» 41 . Las culturas son como espejos que reflejan rayos diferentes de la luz de una verdad mayor. Estas dos inculturaciones, la del mensajero y la del mensaje, son precarias y, por tanto, procesos permanentes. Algunos teólogos, siguiendo la antropología cultural norteamericana, reservan el concepto «inculturación» solamente para explicar la trasmisión del mensaje de la fe, mientras que para los mensajeros postulan la aculturación 42. Atribuyen a esta aculturación posturas de respeto, semejantes a las de la inculturación del mensaje. Debido a la experiencia histórica negativa (cf. II, 3, b; III, 4, b) con la aculturación, y debido a la analogía (mística) entre encarnación e inculturación (cf. V, 1), preferimos tratar de la aproximación cultural del mensajero y del mensaje bajo la rúbrica de la inculturación. La inculturación del mensaje, que la comunidad misionera de fuera no podrá más que iniciar, será obra de todas las generacio40. Confesiones XI, 11. 41. Consejo de Laicos, «El diálogo en la Iglesia», en Documentos pontificios, Petrópolis, 1972, p. 39. 42. Cf. M. de Azevedo, Comunidades eclesiais de base e inculturacáo da fe. Sao Paulo, 1986. También F. Taborda, Da insercao a inculturacáo, Rio do Janeiro, 1988.
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nes. Exige la participación y la recepción decisiva de los actores/sujetos de las respectivas culturas destinatarias. La cuestión de la inculturación no está solamente ligada a una situación misionera primera y sincrónica; debido a los cambios culturales e históricos de cada pueblo, está ligada a una situación misionera permanente y diacrónica. La inculturación mística, litúrgica, ministerial, estructural, ético-moral y teológica será sobre todo la obra misionera de los pueblos respectivos, no aisladamente, sino en comunión con el conjunto de las Iglesias que componen la Iglesia universal. Admitir solamente la inculturación de la fe y negar la necesidad u oportunidad de la inculturación del mensajero-huésped sería negar el principio misionero de la Iglesia y condenar a los respectivos grupos al narcisismo sectario. Hay que distinguir, como es lógico, entre un momento de búsqueda histórica de la identidad de un grupo —y en este momento puede ser nociva la interferencia de elementos extraños al grupo— y una cerrazón por principio. El que no acepta aliados de fuera, tampoco está cualificado para prestar «servicios misioneros» más allá del horizonte parroquial de su grupo. Una cerrazón por principio —por negar la posibilidad de una solidaridad y de un diálogo extragrupal— debilitaría la causa de los grupos respectivos. Rigurosamente hablando, sería la negación de la fraternidad y la obstrucción de la articulación macroestructural de una lucha liberadora. La solidaridad y la autonomía son las dos caras de la misma moneda 43 . Por tanto, no alcanzaría la meta de la inculturación un proceso que llevase a la cerrazón hermética, en donde la comprensión y la comunicación interna estaría tan exclusivamente limitada a un único contexto cultural que impediría un diálogo intercultural y la articulación en un proceso liberador global. En las culturas de los pueblos siempre coexiste la práctica de una comunicación específica e intracultural con la posibilidad de un diálogo intercultural. 3.
Inculturación y liberación
La inculturación —en analogía con la encarnación que asumió a todos los hombres y al hombre entero— es instrumento de una evangelización integral y universal liberadora. El horizonte integral y universal de la inculturación hace percibir su proximidad con las cuestiones de la liberación. Se da una estrecha relación entre la inculturación y la liberación, entre la encarnación y la redención. Lo mismo que la encarnación de Jesús es redentora, la inculturación —como seguimiento de Jesús— es liberadora. 43.
Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 45.
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No pretende crear «islas de salvación» de pueblos culturalmente «salvados», pero políticamente «perdidos». La desarticulación con la macroestructura pondría en riesgo todas las conquistas culturales de la microestructura. Las relaciones simétricas de diálogo —meta de una evangelización inculturada— dependen no solamente de la simetría en las relaciones «locales», sino también de la simetría en las relaciones entre la micro y la macroestructura. Por eso, la inculturación tiene que ser, a su vez, integral y universal. La Buena Nueva inculturada afecta a todos los sectores de la vida humana y, al mismo tiempo, se dirige a todos los pueblos del mundo. La «inculturación integral» presupone un concepto integral de cultura que abarque la producción y la reproducción de significados y de sentidos en todos los sistemas: en el sistema adaptativo (sistema material), asociativo (sistema social) e interpretativo (sistema cognoscitivo). Esta inculturación omnicomprensiva es una necesidad en el campo y en la ciudad. Afecta a la reexpresión de la teología, de las celebraciones litúrgicas, de los ministerios y del ser Iglesia en el sistema material, social e interpretativo de las respectivas culturas. Simplificando un poco las cosas, podríamos caracterizar la vinculación entre inculturación y liberación de la siguiente manera: la meta de la inculturación es la liberación y el camino de la liberación es la inculturación. En la cuestión de la inculturación se mezclan las cuestiones de metodología contextual con las metas de una liberación universal. Algo parecido se puede observar en la vinculación litúrgica y simbólica de las fiestas de navidad y de pascua, que en la economía de la salvación representan respectivamente la cuestión de la encarnación/inculturación y de la redención/liberación. Para el nacimiento de Jesús —la fiesta de la encarnación y de la «siembra del Verbo»— se esperaría una fecha en el calendario lunar asociada a la agricultura, a la fertilidad y a la región. Pero, al contrario, navidad se celebra en el calendario solar, en la fiesta cósmica del solsticio. La pascua, fiesta de resurrección, de liberación y de cosecha, que tiene una comprensión más amplia, se celebra según el calendario lunar, el primer domingo de la primera luna llena de la primavera europea. Pero la liberación pascual del calendario lunar se conmemora siempre en el día del sol, el domingo, el primer día de la semana, día de la génesis del mundo y de la luz. En la celebración de los misterios fundacionales del cristianismo, pascua y navidad, hay un entrelazado múltiple y una polaridad complementaria entre el calendario lunar y solar, entre un significado particular/regional y universal/cósmico, entre el campo y el universo, entre una encarnación cósmica y una encarnación regional, y finalmente entre la encarnación universalmente liberadora y la
redención regionalmente encarnada. Este simbolismo del calendario litúrgico muestra que hubo ya muy pronto en la Iglesia y en la primera evangelización una preocupación por la articulación entre las cuestiones de la inculturación y de la liberación, entre la importancia local y la función universal de la recapitulación del mundo en Jesucristo.
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4.
Ruptura y continuidad
La «novedad del evangelio» puede causar un impacto sobre las culturas. La evangelización propone siempre continuidad y cambios culturales. Los cambios en el sistema religioso, como todos los cambios, sólo pueden justificarse a partir de las preguntas y de los atolladeros que se presentan en el proyecto de vida de los pueblos. La inculturación crea condiciones para sentir esos atolladeros, para proponer nuevos horizontes y para sugerir nuevos criterios de discernimiento (cf. EN 19). El «diálogo apostólico» se inscribe en un «diálogo cultural» {Catechesi tradendae 53). La pedagogía de una evangelización inculturada muestra que las rupturas o cambios propuestos por el evangelizador se inscriben en un proyecto global de transformaciones necesarias para que el proyecto de vida integral de los pueblos respectivos y de la humanidad como un todo pueda tener éxito. La «ruptura evangélica» y el «escándalo de la cruz» no son una «materia teológica» abstracta, sin nexo histórico y cultural. Son respuestas concretas al pecado concreto, expresiones de una esperanza socio-culturalmente situada. La «razón de la propia esperanza» (1 Pe 3, 15) del evangelizador tiene que justificarse y articularse racionalmente con el proyecto de vida de un pueblo con toda la humanidad. Dado que la cultura es un patrimonio de los pueblos, la inculturación no atiende propiamente a las conversiones individuales que dividen a los pueblos. Lo que causaría esas divisiones sería un «escándalo de la cruz» al revés. ¿Y el «escándalo» no sería también la continuidad de la situación colonial en que viven muchos pueblos, incluso después de su «liberación» por las élites nacionales? ¿No sería «escandaloso» todo aquello que reprime y sofoca la vida de los pueblos? ¿Y las manifestaciones globales de su cultura no serían exactamente el arma defensiva para conquistar su identidad y su segunda autonomía? Frente a la historia real de la evangelización, la articulación entre la ruptura y la continuidad evangélicas tiene que contextualizarse en una historia de luchas sociales, de genocidios y etnocidios. La fuerza crítica, transformadora e innovadora del evangelio apunta hacia el «hombre nuevo». Este «hombre nuevo», no como individuo, sino como pueblo, tendrá una identidad cultural e
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histórica bien específica. Esta identidad hace que su fe sea inconmovible, bien arraigada, radical. Le da a su proyecto de vida profundidad, altura y amplitud. El «mundo nuevo» —el espacio utópico del «hombre nuevo»— será el mundo renovado por el Espíritu, el mundo pentecostal, el mundo polifónico de todas las lenguas, razas y naciones. La «ruptura evangélica» se inscribe en una continuidad histórica de las culturas. No pretende jamás la destrucción de la cultura. La historia de la salvación no descalifica a la historia ni a la cultura de los pueblos como pre-historia o como tabula rasa, sin importancia alguna para su salvación. La historia de la salvación no anula una historia «vergonzosa» de los otros pueblos. Tampoco integra la historia de los pueblos en «su historia» supuestamente universal, sino que abre caminos, amplía la historia del antiguo Israel y enriquece la historia del nuevo Israel con el pasado de cada pueblo. La memoria histórica de cada pueblo, la memoria de sus luchas y de su pasión, es la materia prima para una evangelización inculturada, en cuyo centro se anuncia y se celebra la memoria de la pasión y resurrección del Hombre Nuevo, Jesucristo.
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El horizonte monocultural del pasado se ha vuelto inquietantemente estrecho para las Iglesias y las religiones presentes a nivel mundial. La inculturación no sólo plantea un problema «católico», sino una cuestión ecuménica. Si la inculturación es un instrumento y un signo de la liberación, y si esa liberación no es el resultado de la actuación de un solo pueblo o grupo social, sino del conjunto de todos los pueblos y grupos sociales, entonces las experiencias de inculturación —la presencia socio-cultural en el mundo— de una Iglesia interesan al conjunto ecuménico de las Iglesias, articuladas en un proceso histórico de liberación de los pueblos y de la construcción del reino. La ruptura del horizonte monocultural es el precio que hay que pagar por la presencia salvífica y universal del evangelio, no sólo en las culturas indígenas, asiáticas o africanas, sino en la misma civilización occidental. La inculturación en la pluralidad es la condición para que una Iglesia culturalmente regional y particular se convierta en Iglesia verdaderamente universal. Eclesiológicamente estamos viviendo un kairós de inculturación. Gracias a los medios de comunicación, la humanidad y las Iglesias se ven confrontadas simultáneamente con culturas y sociedades tradicionales, profundamente impregnadas de valores religiosos, y con la llamada modernidad, de la que surge una sociedad individualista, secularizada y pluralista.
La aparición de una civilización mundial no representa una perspectiva que permita dispensar de los esfuerzos de inculturación. Esta civilización mundial será —y ya lo es en parte— una construcción muy compleja, en donde el «factor religioso» representará tan sólo uno entre muchos subsistemas. Por tanto, evangelizar y trasmitir el mensaje de la fe en una sociedad compleja y estratificada a partir del espacio limitado de un subsistema es algo muy complicado. En la modernidad no se puede presuponer ya una experiencia generalizada de un «Dios consensual», como punto de partida para llegar a una opción de fe. En el pluralismo ideológico y en los sistemas y estructuras auto-regulativos, las preguntas se han hecho «técnicas», difusas y latentes, difíciles de plantear en su relevancia teológica y más difíciles aún de obtener una respuesta a partir del terreno específico de las Iglesias. Una nueva evangelización, orientada por la inculturación, tendrá que confrontarse con la razón instrumental de la mentalidad ilustrada del centro y, al mismo tiempo, con las lógicas culturales de la periferia. La Iglesias tienen toda la razón cuando apelan a las llamadas sociedades tradicionales, en donde encuentran la plausibilidad de un Dios creador y una cultura trasparente, como punto de partida para la evangelización. El desinterés estructural de la modernidad en una vinculación eclesial, la secularización y la privatización del campo religioso, son un desafío mucho mayor para la evangelización que la diversidad cultural de las sociedades campesinas o tribales. La homogeneización cultural en dirección hacia una aldea global no resuelve, sino que acentúa más todavía, la cuestión de la inculturación. Ambas sociedades, la tradicional y la moderna, representan para el anuncio del «Verbo que se hizo carne» —codificado en el evangelio— el desafío y el kairós de la inculturación y de la comunicación. Pero la verdad es que el kairós es siempre un desafío. La inculturación no es una invención gratuita que podríamos incorporar fácilmente en las prácticas antiguas. Presupone un aprendizaje esmerado y crítico frente a las llamadas culturas tradicionales y la modernidad. Exige cambios de prácticas en el interior de las Iglesias. Pero al final ayudará a las Iglesias, a partir de una comprensión mejor de la relación entre evangelio y cultura, entre inculturación y liberación, entre Iglesia particular y universal, prestando su diaconía al mundo con mayor fidelidad al evangelio y con más autenticidad ante los hombres. La inculturación, en analogía con la encarnación de Jesús de Nazaret, es sobre todo la apertura de un diálogo. Toda la historia de la salvación nos muestra a un Dios empeñado en el diálogo. La revelación del misterio de la Trinidad, la creación del mundo, las alianzas con el pueblo, la liberación de Egipto y de Babilonia, el
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5.
Diálogo con los pueblos y entre las Iglesias
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envío de los profetas y finalmente la encarnación del Verbo de Dios: en esta relación entre Dios y el hombre siempre ha prevalecido el diálogo sobre el bloqueo de la comunicación, que es el pecado 44 . En esta perspectiva, la inculturación busca estructuras de diálogo y de comunicación en las Iglesias, como presupuestos para el anuncio de la «buena noticia» y la celebración de los misterios. Durante muchos siglos, las principales celebraciones de la Iglesia católica se oficiaban en latín. Después del Vaticano II, los textos se han traducido a las lenguas vernáculas, permaneciendo todavía las palabras-clave en latín y unos símbolos y estructuras todavía vinculados al contexto de una cultura de referencia. La inculturación emprende la batalla por la traducción creativa de las palabras-clave a los diferentes contextos culturales. La Iglesia de la nueva alianza «habla todas las lenguas, comprende y abraza en la caridad todos los idiomas y así supera la dispersión de Babel» (AG 4). La multiplicidad de los dones del «mismo y único Espíritu» pide la diversificación de los ministerios y servicios (1 Cor 12, 11). ¿Cómo «manifestar y comunicar la caridad de Dios» (AG 10) —razón de ser de la Iglesia— en gestos sólo regionalmente inteligibles o en idiomas extranjeros? Se encuentran esperando todavía su traducción no pocas palabras-clave en el campo de los símbolos, de los sacramentos, de los ministerios, de los valores, de la comprensión de la historia salvífica de cada pueblo. La inculturación intenta desvincular la identidad de la fe de cualquier cultura dominante y/o patrón. No hay evangelización de una cultura dominada a partir de una cultura dominante o de una supuesta cultura-patrón. Para la evangelización de la cultura dominada, el misionero tiene que despojarse de la cultura dominante. El kairós exige la kénosis. La inculturación no exige solamente un diálogo salvífico ad extra. Exige al mismo tiempo un diálogo en el interior de las Iglesias. Lo mismo que la cultura particular no es la depravación o la reproducción inferior de una civilización universal, tampoco la Iglesia local sufre una deficiencia ontológica frente a la Iglesia universal. Todo lo contrario. La civilización mundial se construye con las aportaciones de las culturas particulares. La Iglesia universal no es una meta-Iglesia o un mero aparato administrativo, sino la suma de Iglesias locales, de comunidades concretas que viven la fe. Las virtudes teologales —fe, esperanza y amor— no se viven en la universalidad abstracta. Las Iglesias sólo viven y socializan sus valores en la concreción de las culturas y relaciones sociales. La práctica de la inculturación va a hacer surgir una nueva relación entre la Iglesia local y la universal, entre la unidad 44.
Cf. Pablo VI, Ecclesiam suam, 72.
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de la fe y la diversidad de las manifestaciones de esta fe, y finalmente entre la unidad, la libertad y la caridad. El mismo concilio Vaticano II sugiere la necesidad de establecer prioridades entre los valores y las metas, admitiendo una «jerarquía de verdades» y una «diversidad legítima» de prácticas (GS 92). En la inculturación vale el principio del ecumenismo: unidad en lo necesario, libertad en las cosas que no afectan a la substancia de la fe y caridad en todo (cf. UR 4 y 11). El primado de la Cátedra de Pedro «protege las legítimas variedades y al mismo tiempo vela para que las particularidades no perjudiquen a la unidad» (LG 13). El conjunto de las Iglesias impide que una cultura se cierre a las demás o se imponga como hegemónica. La práctica de esta subsidiaridad eclesial es conflictiva desde el momento en que no se distinguen, en la Iglesia, los dos niveles de comunicación: la lengua general y la lengua específica45. La gramática y el diccionario de la lengua específica, como es evidente, pertenece a los pueblos respectivos. La lengua general, con sus códigos de comunicación macroestructural e intergrupal es por el contrario el resultado de las discusiones y de los consensos del conjunto de las Iglesias (concilios). Los gramáticos de la lengua general no pueden intervenir autoritariamente en la definición de la «comunicación correcta» de la lengua específica de un pueblo. La lengua específica tampoco puede imponerse como «el habla corriente» para los demás. Lo mismo que la opción de los pobres exige que se compartan los bienes, también la inculturación le exige sobre todo a la Iglesia que comparta la palabra, el espacio y el poder simbólico. El otro reivindica un espacio propio y un espacio común en la Iglesia, una lengua específica y una lengua general. El espacio único y una sola lengua general para todos significan la transformación del otro en uno mismo; significan, por tanto, la eliminación de la alteridad. ¡Es el problema de las Iglesias autóctonas! La Iglesia universal, sus representantes y sus administradores, si no quieren favorecer al grupo de los sectarios o de los indiferentes, tienen que reconocer la competencia de la Iglesia local en la gramática y en el diccionario de su comunicación específica. Al mismo tiempo, necesitan ofrecer un espacio propio para la práctica de esta comunicación específica. Un espacio propio para que África, para alabar a Dios, pueda danzar; para que América latina pueda cantar, para que Asia
45. Recientes publicaciones muestran que el avance de la cuestión teórica de la inculturación depende de los avances en el campo pastoral: cf. J. Saldanha, Inculturation, Bombay, 1987; Colegio Máximo de San José, Facultad de Teología de la Universidad del Salvador (ed.), Evangelización de la cultura e inculturación del evangelio, Buenos Aires, 1988; J. A. de la Torre, Evangelización inculturada y liberadora, Aby-Yala, 1989; Comisión Teológica Internacional, «Fe e inculturación»: Omnis Terra (1989), pp. 451-465 y 504-510.
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pueda meditar, para que Europa pueda raciocinar. La unidad de la Iglesia no exige que todos bailen con la misma flauta o recen con las mismas fórmulas o raciocinen con el rosario cartesiano. El paradigma de la inculturación manifiesta el compromiso de la Iglesia con la actitudes de san Pablo: no imponer yugos culturales a los otros (2 Cor 1, 24). Por medio de la inculturación, «la Iglesia trabaja de tal manera, que todo lo que encuentra sembrado de bueno en el corazón y en la mente de los hombres o en los propios ritos y culturas de los pueblos, no sólo no desaparezca, sino que sea sanado, elevado y perfeccionado para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre» (LG 17). En manos de esta Iglesia la inculturación es un instrumento que permite vivir la proximidad socio-cultural en analogía con la encarnación de Jesús de Nazaret; un instrumento que permite una presencia respetuosa frente a la alteridad, crítica frente al pecado y solidaria en el sufrimiento. Pero el reconocimiento del otro —la conquista de su autonomía solidaria y de su felicidad— es siempre una conquista del otro. El diálogo, socio-cultural simétrico y teológicamente ecuménico, puede facilitar esta conquista; el kairós histórico se encargará de acelerarla.
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Con un retraso de décadas, en comparación con otros continentes, América latina ha ido mostrando una creciente preocupación por la presencia y la proliferación de religiones no católicas en el continente. Esto responde, en parte, a la impresión de que esas religiones están pululando por todas partes y están desarrollando sus actividades de forma más sistemática y enérgica que nunca. Los medios de comunicación corroboran lo impresionante de la escalada numérica y de las actividades de estas religiones que suelen denominar «sectas». Según las estadísticas (H. Sanuso), cada hora un promedio de 400 católicos latinoamericanos pasan a las «sectas» protestantes, lo cual supone unos tres millones y medio por año. Las sectas representan ya una octava parte, o sea, el 12,5 por 100 de la población del continente; pero en países como Puerto Rico y Guatemala, constituyen nada menos que el 25 por 100 o hasta el 30 por 100 de la población. El número de miembros de algunas «sectas» se ha duplicado y hasta triplicado en los últimos diez años.
I. EN BUSCA DE UN ENFOQUE
La proliferación de las «sectas» religiosas en América latina ha creado, ante todo, consternación e irritación entre las iglesias cristianas establecidas en el continente. El discurso que hasta hace muy poco tiempo han desarrollado sobre este tema resulta, en general, netamente apologético, negativo y de denuncia. Suele reducir la problemática al «sectarismo» y a la «agresividad» de las sectas. En los escritos abundan imágenes para describirlo, como «invasión», «ataque», «ofensiva» y «avalancha de las sectas». 422
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La misma posición minoritaria de la Iglesia católica en otros continentes y la reflexión crítica llevada a cabo en iglesias locales más abiertas han contribuido en los últimos años a desbloquear sustancialmente opiniones y actitudes frente al fenómeno de las «sectas». Al mismo tiempo, a nivel mundial, se han dado pasos importantes en el reconocimiento de la complejidad de este fenómeno y de sus múltiples incidencias en las sociedades y el
mundo religioso. Entre los elementos contextúales generales que han contribuido a crear un ambiente de interés sincero y un enfoque más sabio de la problemática sectaria, mencionamos los siguientes: 1) Tanto a nivel mundial como a nivel latinoamericano, se observa un debilitamiento o estancamiento en el crecimiento numérico de las iglesias establecidas, las cuales ya no mantienen el ritmo de crecimiento natural de la población. Mientras tanto, los grupos «sectarios» cristianos (y no cristianos) cuentan con un crecimiento que, en general, supera varias veces el crecimiento natural. Esto parece indicar que se trata aquí de un problema estructural que está ligado a las formas particulares (de «iglesia» o «secta») en que se agrupan y organizan los creyentes. 2) El siglo XX ha visto un fraccionamiento y fragmentación del cristianismo impresionante y sin precedentes. D. Barrett señala que de 1.900 «denominaciones cristianas» en el año 1900 se ha pasado a 22.189 en el año 1985 (3.799 en América latina). Asistimos, pues, en la actualidad a una verdadera «sectarización» del cristianismo, que alcanza un promedio de 270 nuevas «confesiones» por año. Por lo tanto, la forma o modelo de «iglesia» establecida parece estar atravesando una crisis profunda. 3) El crecimiento y fragmentación del cristianismo se dan en primer lugar en el Tercer Mundo, tanto por la intensa actividad misionera que desempeñan cientos de denominaciones occidentales, como por la proliferación masiva de nuevas «denominaciones indígenas no blancas». En el Tercer Mundo, las sectas religiosas se desarrollan en un ambiente periférico y de marginalidad económica y social. 4) Las «denominaciones indígenas no blancas» (D. Barrett) son comunidades o movimientos cristianos, negros o indígenas, que se independizaron de las iglesias a raíz de conflictos y disconformidades con el modo en que el liderazgo misionero occidental trataba el problema de la indigenización o inculturación de la fe cristiana. En ese sentido son una expresión de la voluntad de los pueblos del Tercer Mundo de afirmar y expresar la fe cristiana que han recibido mediante sus propios medios humanos y culturales. 5) Al mismo tiempo, vemos un resurgimiento y reafirmación de las religiones indígenas tradicionales, o de origen africano, que son a menudo sincretistas. Asimismo, se da la proliferación de «nuevos movimientos religiosos en sociedades primitivas» (H. W. Turner), que surgen de una interacción entre religiones «primitivas» y una religión universal como el cristianismo. Todo ello son signos de la auto-afirmación religiosa de los pueblos del Tercer Mundo. Estos y otros elementos son indicativos de que el fenómeno
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1.
Denuncia y rechazo
La Iglesia católica, acostumbrada desde la conquista a ejercer la hegemonía en el campo religioso, encuentra gran dificultad para ubicarse ante esta nueva realidad de pluralismo religioso. Ante los grupos sectarios que han ido minando su influencia y quitándole miembros, los líderes eclesiales católicos han levantado la voz de la denuncia, de la insinuación y del rechazo. Una idea clave, subyacente e implícita a este discurso, es la siguiente: el protestantismo en general y el sectarismo no católico en particular no tienen derecho a establecerse en América latina. Estas religiones son, supuestamente, incompatibles con el alma y la cultura latinoamericanas, las cuales siguen siendo consideradas fundamentalmente católicas. Por lo tanto, la misma presencia y proliferación de religiones no católicas en América latina no puede ser considerada «normal», y debe obedecer a motivos e intenciones ocultas y poco honestas, entre las cuales no dejan de denunciarse sistemáticamente: el proselitismo «de mala ley», desleal, agresivo y fanático, y la conexión imperialista. Esto último se refiere a la convicción de que las «sectas» religiosas son instrumentos en manos del imperialismo norteamericano, el cual busca debilitar la religión católica —fuerza unificadora entre los pueblos latinoamericanos—, y , con este fin, les ofrece abundante apoyo material y moral, y protección política. En esta concepción, las religiones no católicas son consideradas como cuerpos extraños que están siendo introducidos e impuestos por medios violentos y engañosos, destruyendo de esta manera la integridad religiosa del continente latinoamericano. Por mucho que este enfoque toque algunos aspectos del fenómeno de las sectas religiosas en América latina, es evidente que hace caso omiso de las dimensiones fundamentales y más importantes del mismo. La experiencia frustrante de la pérdida del monopolio religioso en el continente, impide apreciar la complejidad del fenómeno sectario. Lo reduce a un asunto de competencia entre denominaciones. 2.
Complejidad del fenómeno
sectario
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sectario, en la coyuntura actual mundial, no puede ser considerado simplemente como un asunto efímero, aunque molesto. Se trata más bien de un fenómeno que, estructuralmente, va ocupando un lugar cada vez más importante en el campo religioso. Felizmente, en el curso de los últimos años, varias instancias oficiales de las iglesias establecidas han decidido dedicarse con seriedad y responsabilidad a la problemática que nos ocupa. 3.
Respuestas o necesidades y anhelos
Un ejemplo de esta actitud es el «Informe progresivo», elaborado por varios Secretariados del Vaticano, Sectas o nuevos movimientos religiosos. Desafíos pastorales (mayo, 1986), que sintentiza y sistematiza los informes de las conferencias episcopales de todo el mundo. El Informe asume el fenómeno sectario en su complejidad; sostiene que la «estructura despersonalizante» de la sociedad contemporánea ha creado diversas situaciones de crisis; y que éstas, a su vez, ponen de manifiesto varias necesidades, aspiraciones y problemas que exigen respuestas. Según el Informe, las razones de los éxitos positivos de las «sectas» están, primeramente, en íntima relación con estas necesidades y aspiraciones (n. 1.5) y sus interrelaciones con las diversas dimensiones y niveles de la existencia humana: la búsqueda de pertenencia, de respuestas, de integridad, de una identidad cultural, de la trascendencia; asimismo la necesidad de ser reconocido, de una guía espiritual, de visión, de participación y de compromiso (n. 2). Mientras las iglesias establecidas y la Iglesia católica se muestran deficientes en satisfacer estas necesidades y aspiraciones legítimas, las «sectas», en cambio, se destacan por las respuestas eficaces y directas que parecen dar a ellas (n. 3). Por ello el Informe asume una posición más bien positiva ante el fenómeno de las «sectas». Considera su éxito —basado en las respuestas eficaces que dan a demandas legítimas— no tanto como una amenaza a las iglesias, sino más bien como un desafío pastoral y un estímulo para la renovación espiritual y pastoral de las iglesias establecidas (n. 4).
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situación de pobreza e injusticia en que vive este pueblo, (la cual) se expresa en todas las dimensiones de la vida» (n. 8). Luego «es en este contexto, donde encontramos a los movimientos religiosos contemporáneos que ofrecen falsas respuestas a la búsqueda religiosa del pueblo, traban sus aspiraciones y esfuerzos por vivir su fe y construir su liberación integral» (n. 10). Además de ofrecer esta apreciación bastante negativa de las «sectas», los obispos les quitan importancia como desafíos directos a las iglesias: «Hemos descubierto que el desafío no viene en primer lugar de la existencia de los movimientos religiosos contemporáneos, sino de la realidad concreta que vive nuestro pueblo. Realidad de un pueblo pobre y religioso que busca su liberación» (n. 7). Así, los líderes religiosos de América latina comprometidos con la causa de los pobres nos abren una perspectiva para una reflexión, en clave liberadora, sobre las «sectas». II.
Para reflexionar sobre las «sectas» en clave liberadora partimos de un análisis socio-histórico de la realidad concreta en la cual las grandes masas de empobrecidos participan del desarrollo del fenómeno sectario en América latina. Ofreceremos después algunos criterios metodológicos y teológicos que nos ayudarán a entender este fenómeno. Por último, propondremos algunas pautas para un enfoque y acción liberadoras con respecto a las «sectas». Hay que advertir que, en América latina, la problemática de las «sectas» ha sido, hasta hace muy poco tiempo, un tema muy descuidado por las ciencias sociales y la reflexión teológica. Por ello, en base a la investigación que se ha hecho, no es posible todavía elaborar una síntesis de la problemática, ni tener una visión teológica clara al respecto. A continuación ofrecemos algunos elementos, que consideramos básicos, que pueden alimentar e incentivar una reflexión liberadora. 1.
4.
LA PROBLEMÁTICA DE LAS SECTAS
La realidad actual de las sectas en América latina
El desafío de la liberación
Mientras el «Informe progresivo» investigó las razones «universales» del crecimiento de las sectas en el mundo, la Consulta de Obispos ecuménica sobre Movimientos religiosos contemporáneos: desafíos a las Iglesias (Cuenca, noviembre 1986), profundizó el tema dentro del contexto particular de América latina y el Caribe. Este contexto, dice el Comunicado de la Consulta, es «la
No es ahora el lugar de entrar a discutir con los especialistas que, desde diversos enfoques científicos, han intentado caracterizar y definir lo que es una secta religiosa. Para nuestra reflexión nos dejamos guiar por la siguiente definición que toma en cuenta el contexto latinoamericano: «Son movimientos religiosos libres y voluntarios, con tendencia a la exclusividad, que surgen y crecen fundamentalmente en sectores populares, desarrollan fuertes vín-
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culos comunitarios y carecen de un cuerpo de funcionarios altamente especializados. Además, son grupos de "protesta" contra el orden social y las sociedades religiosas dominantes y responden a un perfil doctrinal dualista, apocalíptico y pre-milenarista y a una inspiración bíblica fundamentalista» (J. Valderrey). 1.1
Diversidad del fenómeno
sectario
Lo que se llama el «fenómeno de las sectas» cubre en América latina realidades muy diversificadas y complejas, que a su vez están insertas o interrelacionadas de diferentes formas con diversas dimensiones de la vida social de América latina. La siguiente tipología doctrinal tentativa marca esta diversidad: a) Religiones cristianas, que son mayormente grupos evangélicos fundamentalistas de tipo conversionista o de santidad. La gran mayoría, sin embargo, son grupos pentecostales. Conviene incluir en esta categoría también a los grupos o movimientos católicos de carácter cerrado y sectario, por lo general de orientación derechista. b) Religiones para-cristianas (también llamadas pseudo o semicristianas) que surgieron en el seno del cristianismo, pero que se alejaron de esta tradición, añadiendo elementos que son claramente no cristianos. Estas religiones (adventistas del séptimo día, testigos de Jehová, mormones) se destacan por su carácter milenarista, su proselitismo insistente y su organización empresarial. c) Religiones no cristianas, entre las cuales se pueden distinguir varios tipos distintos: — Religiones y cultos tradicionales de los pueblos negros e indígenas de América latina, que últimamente muestran un resurgimiento llamativo (religión aymara, cultos afro-brasileños, Vudú, movimientos Rastafari). — Religiones esotéricas de los seguidores de lo oculto, y buscadores del conocimiento secreto o de la iluminación especial (espiritistas, teósofos, rosacruces, gnósticos, etc.). — Nuevos cultos de corte oriental, como la Misión de la Luz Divina, Haré Krishna, Ananda Marga. — Sectas de religiones asiáticas, del budismo (Nichiren Shusu, Seicho-No Ié), del hinduismo (Yoga) o del Islam (La Fe Baha'i). — Sectas de juventud (Niños de Dios, Revolucionarios de Jesucristo, Haré Krishna). Este panorama debe completarse con algunos tipos de religiones que destacan por su organización o enfoque particulares: a) Sectas religiosas políticas («Politreligionen») que, bajo la apariencia de religión, persiguen objetivos ideológicos y políticos definidos (Secta Moon, Nueva Acrópolis, etc.). 428
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b) Transnacionales o corporaciones religiosas: «organizaciones de servicio» interdenominacionales, ligadas a sociedades evangélicas fundamentalistas y a la «Nueva Derecha» estadounidenses que prestan ayuda a iglesias y su labor misionera; apelan a canales de evangelización directa, a través de los medios de comunicación o por medio de cruzadas de conversión; otras implementan programas de desarrollo comunitario (evangelización indirecta) como Visión Mundial. c) La «Iglesia Electrónica»: un conjunto de organismos de servicio religioso, surgido y dirigido desde los Estados Unidos («Nueva Derecha») que hace uso sistemático de los medios de comunicación (radio, T.V., vídeo) para difundir un mensaje religioso fundamentalista y conservador. d) Cultos terapéuticos y curativos que, como centros o agencias de servicio, se dirigen más a individuos que a grupos. 1.2
Interacción con la dinámica
socio-religiosa
Sólo recientemente se ha empezado a investigar de forma sistemática el tema de la presencia de las sectas religiosas en América latina y la relación que éstas guardan con la dinámica socioreligiosa. Los resultados de los que se dispone en el presente son de carácter provisional y carecen de representatividad formal, lo cual no posibilita generalizaciones ni conclusiones rígidas. Sin embargo, algunos resultados importantes sirven de elementos básicos para nuestra reflexión. a) Las sectas religiosas en América latina proliferan y se insertan primordial, aunque no exclusivamente, en las capas más pobres de la sociedad. Esto vale en primer lugar para el protestantismo sectario popular —el pentecostalismo— que cunde con mucho éxito en las poblaciones campesinas empobrecidas y en los sectores de empleados y obreros inmigrantes en los barrios urbanos marginales. El pentecostalismo ha mostrado una tasa de crecimiento impresionante: mientras en 1930 representaba el 9,5 por 100 de los protestantes en América latina, en 1972 ya sumaba el 73 por 100. Algunas ramas de este tipo de «protestantismo de los pobres» crecieron anualmente en un 25 por 100, o sea, se duplicaron cada cuatro años. En América latina, la problemática de las sectas está ligada estrechamente a la situación de las grandes mayorías de pobres y explotados. b) Aunque la presencia de varios grupos sectarios en América latina es relativamente antigua (desde hace un siglo), su escalada numérica es reciente. Después de un crecimiento reducido hasta los años cincuenta, se ha dado en las últimas tres décadas una proliferación «explosiva» sin precedentes en la historia del conti429
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nente. Este hecho suscita la pregunta sobre cuáles son los factores que están detrás de este crecimiento sectario tan masivo, en un lapso de tiempo relativamente corto y definido. En nuestra reflexión, nos dejamos orientar primordial, aunque no exclusivamente, por la realidad del protestantismo sectario popular, que, en general, encuentra su expresión en el pentecostalismo. Nos concentramos en el protestantismo sectario porque se ha constituido en la religión alternativa prioritaria de las masas empobrecidas y explotadas, porque representa, con mucho, el tipo mayoritario de los sectarismos en el continente, y porque ofrece más elementos liberadores para el pueblo. 1.2.1
Factores de crecimiento
SECTAS
DAMEN
externos
Aunque no es posible establecer una correlación directa entre las políticas expansionistas de los Estados Unidos y la proliferación notable de las sectas religiosas que defienden el statu quo, es preciso tomar en cuenta esta aparente «coincidencia» que es más que coincidencia. Probablemente se trata de una fecunda convergencia ideológica de intereses entre grupos religiosos en los Estados Unidos y en América latina por un lado, e instituciones del gobierno norteamericano por otro. Sin embargo, los analistas, sin ignorar este factor exterior, rechazan ceñirse a una interpretación solamente exógena del fenómeno sectario en América latina. Afirman, cada vez con más claridad, que éste constituye un factor de carácter secundario y de apoyo. Consideran que, en este caso, los factores fundamentales y determinantes son más bien de índole interna, o sea endógenos, a la sociedad latinoamericana y su dinámica socio-religiosa.
Siempre, desde el comienzo de la presencia del protestantismo (tanto histórico como sectario) en América latina, se ha buscado establecer una correlación directa existente entre él y el imperialismo norteamericano. Se ha querido considerar a las sectas protestantes como el producto de un proyecto de penetración ideológica del imperialismo de los Estados Unidos. La proliferación impresionante de las sectas en los últimos treinta años coincide con el despliegue masivo de la agresión imperialista en el continente (guerra fría, campañas anti-comunistas y antirrevolucionarias, militarización, etc.), con el correspondiente imperialismo ideológico legitimador. A este nivel, sin duda, el imperialismo capitalista ha utilizado las religiones, y las sectas en particular, para mantener el orden social injusto, de explotación, de hambre y muerte que reinan en el continente. Por otro lado, a través de acciones de apoyo (envío masivo de misioneros, campañas y cruzadas de conversión, la «iglesia electrónica», programas de desarrollo, etc.), ha dado un importante respaldo moral y material a la proliferación de las sectas, así como a diversos sectores conservadores de otras iglesias. El factor religioso se ha convertido en un elemento prioritario de la política interna y externa de las últimas administraciones norteamericanas. Estas necesitan de un nuevo discurso ideológico legitimador del imperialismo que está en crisis (cf. Informe Rockefeller, Documento de Santa Fe). Esta sensibilidad extraordinaria hacia el factor religioso-ideológico descansa y se apoya en los Estados Unidos en la «Nueva Derecha» popular, que empalma con un amplio y diversificado espectro de organismos fundamentalistas evangelistas, y también con el «Neoconservadurismo» elitista, que opera con preferencia a través de sectores de la Neocristiandad para contrarrestar el compromiso liberador de la Iglesia católica en América latina.
a) El factor que, sin duda, ha contribuido más a crear condiciones propicias para el surgimiento y la multiplicación de las sectas religiosas en América latina en las últimas décadas, es la permanente y progresiva crisis social. Cambios violentos, crisis profundas, económicas, sociales y políticas, casi constantes han ido socavando y destruyendo las sociedades latinoamericanas. Han llevado a un empobrecimiento extremo a las grandes mayorías de la población; han destrozado la economía popular y destruido las estructuras sociales y culturales tradicionales de los pueblos. Han traído regímenes militares, terror, persecución. Han creado situaciones permanentes de angustia, pérdida de identidad y desenraizamiento. Las sociedades y comunidades sociales, quebrantadas en sus fundamentos, están en un proceso constante de re-estructuración. Las sectas parecen acompañar a las masas socio-culturalmente frustradas y desfavorecidas en este proceso doloroso hacia una re-orientación y re-socialización. b) Este proceso destructivo de agotamiento ha generado entre las capas humildes de la población una desconfianza en las grandes instituciones y estructuras impuestas desde arriba sobre el pueblo. Ya no creen que éstas estén al servicio de los verdaderos intereses del pueblo. De rebote, han ido surgiendo movimientos populares desde el pueblo humilde que, con sus propios medios, se organiza y se moviliza para defender sus derechos y mejorar sus condiciones de vida. Desde el reverso de la historia de destrucción, ha ido surgiendo algo nuevo: el pueblo organizado toma su historia en sus propias manos y se convierte en sujeto, en agente transformador de la vida social, política, cultural y religiosa.
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1.2.2
Factores internos de crecimiento
FRANZ
DAMEN
SECTAS
A nivel religioso, las comunidades eclesiales de base son expresión de este movimiento popular: son una forma de ser Iglesia, con estructura y cultura sencillas, que surge desde el pueblo como alternativa necesaria a las grandes y complejas estructuras y organizaciones eclesiales que ya no ofrecen suficiente cabida y respaldo a una vida de fe comprometida. Los movimientos populares, la desconfianza en estructuras autoritarias y la experiencia incipiente de poder organizarse en formas alternativas, ha creado un ambiente propicio para el desarrollo de formas religiosas alternativas (sectarias). Además, han dado pie al surgimiento de formas alternativas de liderazgo social, basadas en alianzas con religiones sectarias, para combatir estructuras políticas y sociales tradicionales e injustas que cuentan a menudo con la legitimación de la Iglesia católica. c) En todo este proceso, con su vertiente positiva y negativa, la gran mayoría del pueblo latinoamericano se ha mantenido como un pueblo profundamente religioso, que expresa y celebra su fe en la religiosidad popular. Esta siempre ha constituido un espacio de cierto carácter paralelo e independiente, de expresión religiosa espontánea, creativa y sincretista, así como de informalidad y protesta, y que apenas ha sido afectada por el control clerical y las enseñanzas de la Iglesia oficial. Mientras las iglesias protestantes históricas tradicionalmente rechazaron la religiosidad popular, la Iglesia católica la ha ido tratando como un tipo de religiosidad de segundo orden. De hecho, debido a tendencias «elitistas» recientes, la Iglesia se ha ido alejando cada vez más de ella, marginándola. El protestantismo sectario, en cambio, especialmente el pentecostalismo, a pesar de su rechazo formal a las culturas indígenas y a la religiosidad popular, de hecho se ha acercado mucho más a ciertas expresiones religiosas populares. Por su carácter, organización y cultura sencillos, por su doctrina dualista y ciertos elementos «mágicos» (el «poder» religioso, los milagros, la sanación, etc.), a menudo ha podido integrar, de manera sorprendente, la sensibilidad del pueblo oprimido que tradicionalmente solía expresarse en la religiosidad popular. A menudo, son las «sectas» pentecostales quienes presentan una afinidad y un sentimiento de continuidad frente a las necesidades y vivencias del pueblo, ofreciendo un espacio institucional a impulsos religiosos que ya no encuentran lugar en las actividades y grupos organizados de la Iglesia oficial. De esta manera, la fe del pueblo con frecuencia se ha constituido en campo receptivo para la implantación y crecimiento de las prácticas alternativas del protestantismo sectario. Estas sectas, a su vez, muestran una capacidad notable de adaptarse a las condiciones y necesidades locales, asumiendo e incorporando ciertos elementos culturales y religiosos en su ideología y prácticas. El
pentecostalismo viene a ser una especie de «religiosidad popular protestante» que responde adecuadamente a las necesidades y capacidades del pueblo. d) En cuanto a la dinámica religiosa que caracteriza al continente latinoamericano, conviene resaltar el rol de la Iglesia católica en este proceso. Es evidente que la Iglesia católica se ha visto en la notable incapacidad o imposibilidad de acompañar adecuadamente al pueblo latinoamericano en su lucha contra el proceso de agotamiento y humillación que sufrió en las últimas décadas; y, por otro lado, en sus experiencias alentadoras de recuperación y de autoafirmación. Tampoco ha sabido responder suficientemente a las nuevas demandas religiosas de los pueblos latinoamericanos, que han surgido a raíz de los cambios y crisis que han sufrido en los últimos tiempos. De hecho se han creado vacíos pastorales enormes, que, en gran medida, han sido cubiertos por el protestantismo sectario. Entre las causas inmediatas que explican esta incapacidad pastoral, es importante mencionar, entre otras: el acentuado descenso del número de sacerdotes en relación al gran crecimiento de la población; la no-adaptación de las estructuras pastorales (parroquiales); la no-integración de los laicos en la pastoral; el alejamiento del clero de la realidad social y religiosa del pueblo; el carácter elitista e intelectual de los métodos pastorales; el enfoque y preocupación notablemente intraeclesial (doctrina, disciplina) de la Iglesia católica. Hay que advertir que lo que está en la base de estas «causas inmediatas» mencionadas se relaciona primordialmente con algunas características estructurales de la Iglesia, como son su estructura jerárquica, clerical y universal, y el principio administrativo y pastoral territorial. Son éstos los principales elementos y procesos que han contribuido a crear un ambiente en el que han ido brotando nuevas y fuertes necesidades y aspiraciones religiosas, que no siempre han encontrado respuestas adecuadas en la Iglesia católica. Este ambiente se caracteriza por una sorprendente apertura popular a lo que ofrecen las religiones alternativas. Esta apertura está incentivada, además, por la experiencia de que las «ofertas» religiosas de las sectas a menudo responden adecuadamente a las demandas y anhelos profundos de la población. El éxito de las sectas religiosas se debe en gran parte a las siguientes «ofertas» positivas: — la posibilidad de pertenecer a una comunidad pequeña y sencilla, de acogida fraternal; — el integrarse en una «religión de laicos» sin jerarquía religiosa, donde se valora el «carisma» de las personas; — la seguridad de «la única religión verdadera», sobrenatural y misteriosa, con una doctrina sencilla y clara;
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— una «espiritualidad de cambio», de santidad y sanidad, que transforma la vida concreta; — medios al alcance del pueblo, que permiten la participación, la corresponsabilidad y el compartir espontáneo de su fe; — métodos populares eficaces de capacitación religiosa. Estas «ofertas» no están relacionadas, en primer lugar, con contenidos o sistemas doctrinales particulares, sino con formas concretas de vivir y compartir la fe; o sea, con formas organizativas alternativas de ser Iglesia. 2.
Criterios metodológicos
y teológicos
En el curso de la reflexión cristiana, la realidad que representa la «secta» no ha recibido debida atención. Además, esta atención se ha ido reduciendo y enfocando unilateralmente hacia algunos de sus aspectos. 2.1
SECTAS
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«Secta» en la Iglesia primitiva
La palabra castellana «secta» viene del sustantivo latino secta que deriva del verbo sequi («seguir»). Esta etimología insiste en la voluntad y el carácter uniforme de la doctrina y del comportamiento de un grupo de fieles siguiendo a un líder filosófico, político o religioso. Como tal, «secta» es el equivalente de la palabra griega haíresis que encontramos en el Nuevo Testamento con dos sentidos, uno neutral y otro negativo. Haíresis en su sentido corriente helénico, designa una doctrina, escuela, partido o grupo minoritario, como las «sectas» de los saduceos o fariseos (Hech 5, 17; 15, 5). Probablemente, en un principio, los seguidores de Cristo también fueron denominados con esta palabra neutral haíresis. Jesús habría sido, pues, un judío comprometido, que por sus críticas contra ciertas doctrinas y prácticas en el judaismo, y por su comportamiento disidente, muy pronto se habría convertido en una figura muy controvertida. No obstante, no fue acusado de «herético» (en sentido de heterodoxo) por parte de grupos judíos. Sin embargo, la palabra haíresis («secta») ha ido cobrando una connotación valorativa negativa. Este cambio, posiblemente, está relacionado con la soteriología y cristología que la comunidad judeo-cristiana fue elaborando, en controversia con los judíos ortodoxos. La profesión de Jesús como el Mesías e Hijo de Dios, y de que había sido crucificado por ser «hereje», convirtió al mismo Jesús y a sus seguidores en «herejes» (heterodoxos) y «apóstatas» a los ojos de los judíos. Así mismo ello justificó la expulsión de los 434
cristianos de la sinagoga, constituyéndose en una «secta judía: la "secta" (haíresis) de los nazarenos» (Hech 24, 5; cf. 24, 14 y 28, 22). Sin embargo, lo que empezó como un problema judío interno, «herejía» y «ortodoxia», se tradujo en un problema cristiano. El mismo Pablo, que, como fariseo ortodoxo, había perseguido a la comunidad judeo-cristiana por ser «herética», después de haberse convertido e integrado en ella fue prácticamente considerado «hereje» por ella. Pablo, en sus cartas, se muestra siempre muy preocupado por la unidad de la Iglesia de Cristo, y previene a menudo a las comunidades de las divisiones (hairéseis) que están desgarrando la misma Iglesia. Por otro lado, se empeña en fundamentar la recta doctrina cristiana y en defender a las comunidades contra las doctrinas «heréticas» del gnosticismo y de las «sectas» judías y griegas. Hay que advertir que, en la Iglesia primitiva, el desarrollo semántico negativo de haíresis —de «doctrina, escuela, grupo», hacia «división, sectarismo, doctrina falsa»— no se efectuó en primer lugar a raíz del desarrollo de la «ortodoxia» (que cristalizó en una fase posterior). Más bien, surgió de la nueva situación creada por la introdución de la ekklesía (iglesia) cristiana. Dado su carácter universal, la ekklesía cristiana no podía entenderse a sí misma como una haíresis. A la Iglesia, en cuanto asamblea jurídica de todo el pueblo de Dios, pertenecen todos los cristianos, mientras que al concepto de haíresis le es inherente el carácter privado, arbitrario, de una escuela o de un partido. De aquí que, según Gal 5, 20, las hairéseis pertenecen a «las obras de la carne»: el que crea divisiones en la Iglesia o la disgrega en facciones divide a Cristo cuyo cuerpo es la Iglesia (1 Cor 1, 11 ss; 11, 18 s). En la antigua Iglesia haíresis cobró un significado eclesiológico muy profundo, y se convirtió en terminus technicus para designar los poderes contrarios a la ekklesía desde el punto de vista escatológico. Así quedó consagrado el contenido negativo de haíresis con sus connotaciones afectivas y hasta pasionales: se trata de un pequeño grupo que se ha separado de una comunidad más grande y que, adhiriéndose a una doctrina falsa, amenaza la unidad interna de la gran comunidad que se considera a sí misma como la única capaz de ofrecer la plenitud de la doctrina y de los medios de gracia. 2.2
De haíresis a haeresis
En los siglos siguientes, el contenido amplio del término haíresis se va a ir reduciendo y endureciendo en el aspecto doctrinal. En la eclesiología espiritual y mística del primer milenio, lo doctrinal o 435
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noético no se distinguía formalmente de la comunión y compromiso moral con la Iglesia. Por eso, disidencia doctrinal implicaba el rompomiento de la comunión. Las disidencias religiosas que aparecieron en el primer milenio se referían a un dogma concreto. En la medida en que estas hairéseis llegaron a ser medidas formalmente con el criterio de la tradición apostólica (la ortodoxia), la palabra griega haíresis fue fijándose en la palabra latina haeresis («herejía») con sentido, objetivamente hablando, de una «falsa doctrina», y, subjetivamente, del hecho de obstinarse en profesarla. Por su ligazón intrínseca con la comunión eclesial, la disidencia doctrinal, en general, se equiparó al «cisma», o sea, la ruptura con la Iglesia, implicando una serie de medidas disciplinarias. Cuando la Iglesia se convirtió en una Iglesia estatal, las herejías doctrinales se exponían a una persecución por parte del Estado (legislación, inquisición), defensor de la «ortodoxia» oficial, prácticamente hasta el siglo XVIII. La Iglesia católica, por su concepción específica de unidad y anhelo de universalidad —expresada en el «extra ecclesiam nulla salus»— nunca tomaba positivamente en cuenta a los grupos y doctrinas «heréticas». En su Derecho Canónico tampoco reconoció —ni reconoce— formalmente la existencia de «sectas». La Reforma Protestante de alguna manera llegó a relativizar la visión tradicional sobre «ortodoxia» y «heterodoxia», entre «doctrina recta» y «falsa», e incentivó el estudio crítico de la historia de las herejías doctrinales. El Derecho Canónico protestante concedió un lugar a las «sectas». Al lado de las grandes ecclesiae receptae (oficialmente reconocidas por los Estados) y las «iglesias libres» (las que se han separado de éstas, siguiendo, sin embargo, la misma tradición), las «sectas, sin gozar de esa legitimación jurídica estatal, se desarrollan al margen de las iglesias oficiales, apartándose de ellas en puntos doctrinales importantes». No son consideradas como «iglesias», pero se encuentran dentro del espacio cristiano. La relación de las iglesias establecidas y libres con ellas suele estar caracterizada por el distanciamiento y el rechazo. Este concepto jurídico de la palabra «secta» claramente ha influenciado el uso popular de la misma. Encierra, pues, una connotación de ilegalidad y, por lo tanto, de asocial o por lo menos de inferior validez social.
SECTAS
La reducción del fenómeno sectario a sus dimensiones doctrinal y disciplinaria (rechazo de la autoridad eclesial), ha creado a lo largo
de la historia una insensibilidad, que llega hasta la ceguera, de las iglesias cristianas ante la realidad integral del fenómeno que nos ocupa. Además, el redescubrimiento de las sectas ha sido entorpecido, durante mucho tiempo, por el autoritarismo de las grandes iglesias y por el descrédito en el que habían caído sistemáticamente ante las iglesias. El mérito de su rehabilitación se debe a las ciencias sociales. A partir de M. Weber y E. Troeltsch, sociólogos de la religión, las sectas se han ido rehabilitando como fenómeno social y se han ido aquilatando los conceptos sociológicos al respecto. Troeltsch concibió a las sectas en un contexto eclesial. Contrapuso la «secta» a la «iglesia», como dos tipos de organización social que surgen y se mantienen mutuamente en una relación dialéctica de tensión y provocación. En su forma «ideal», el tipo «iglesia» se distingue por su carácter jerárquico, conservador y numéricamente mayoritario; es una asociación de índole objetiva, con una afiliación formal; se acomoda a la sociedad y se orienta a las clases influyentes. En cambio, idealmente, una «secta» es un grupo religioso minoritario, una religión de laicos, con una afiliación voluntaria; es una asociación de carácter subjetivo, que rechaza el mundo, y que recluta su membresía entre las capas humildes de la sociedad. Esta tipología, incompleta y unilateral, ha sido complementada y superada por posteriores generaciones de sociólogos de la religión. Estos han tomado en cuenta e incorporado la dimensión histórica del fenómeno sectario, la multiplicidad de formas sectarias, la complejidad de las estructuras sociales y la diversidad del campo religioso en que surgen las sectas, el carácter dinámico de las mismas y su interacción con organismos y sistemas socioculturales. Se han ido formulando las características generales —siempre sujetas a cambios— de las sectas, dentro de un marco mucho más amplio que el de la dicotomía «iglesia»-«secta»: son agrupaciones de carácter voluntario y exclusivo, con afiliación consciente, verificada en base a méritos personales, con un fuerte sentido de autoidentificación y una autoconcepción de ser una élite de elegidos y perfectos; con un mecanismo de control y exclusión para preservar la calidad e intensidad de la vida religiosa; con una fuerte conciencia y autocontrol de los miembros; y con un afán de legitimación ideológica excluyente. Sin embargo, dentro de este marco de referencia general, se han advertido diferencias importantes entre las sectas. Estas se diversifican notablemente según la respuesta (social, institucional y teológica) que dan a la pregunta básica y universal que preocupa a todas las religiones y sectas: «¿Qué es lo que hay que hacer para obtener la salvación?». Los grupos religiosos ortodoxos (o sea, las «iglesias»), respon-
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2.3
El redescubrimiento
de las sectas
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SECTAS
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den al mundo (la sociedad, cultura, etc.) mediante una aceptación del mismo. Las sectas, en cambio, no llegan a reconciliarse con este mundo, sino siempre lo rechazan de una u otra manera. Este rechazo del mundo malo —y, por otro lado, la obtención de la salvación—, adopta, sin embargo, diferentes manifestaciones, que constituyen los diversos tipos de sectas: sectas conversionistas, revolucionarias, introversionistas, manipulacionistas, taumatúrgicas, reformistas y utopistas (B. Wilson). Una «secta» es, pues, una realidad más amplia que la herejía dogmática. No es tanto una corriente ideológica disidente, cuanto un grupo religioso disidente que se organiza como comunidad o movimiento no-conformista. Las sectas surgen, pues, en base a un conflicto que tienen con el «mundo» (la sociedad civil, la cultura y la religión dominantes) en que se encuentran, y proliferan con preferencia en tiempos de crisis y de cambios violentos. Estos grupos disidentes se desarrollan y se mantienen debido al conflicto y a la tensión dialéctica que viven con el «mundo». El fenómeno sectario ha acompañado toda la historia de la Iglesia. Históricamente, se advierte una cierta relación entre el surgimiento de las sectas religiosas y la mundanización o anquilosamiento institucional de la Iglesia, o la dependencia que se establece con el Estado. Las sectas suelen insistir en la necesidad de recuperar la espiritualidad o estilo de vida cristiana, puro y originario. Este no-conformismo religioso no tiene que concretarse en una escisión que lleve a formar una organización autónoma. También puede plasmarse en una «protesta interna», o sea, en la formación de una «ecclesiola in ecclesia». Tradicionalmente, en la Iglesia católica, las órdenes religiosas representan la forma más formal de «protesta interna». Sin embargo, por la incorporación de las órdenes a las estructuras administrativas y pastorales de la Iglesia, se ha debilitado esta dimensión crítica y creativa de la comunidad cristiana. E. Troeltsch considera la «secta» y la «iglesia» como dos modelos de organización cristiana legítimas, que se desarrollan en una tensión dialéctica. La «iglesia» representa la comunidad cristiana en su aspecto institucional, en cuanto encarnada en la cultura y sociedad. El anquilosamiento de esta «iglesia» provoca el surgimiento de «sectas» que guardan un carácter profético, utópico y místico. Teológicamente, estas dos formas pueden expresar un doble principio estructurador de la comunidad cristiana. La «iglesia» representa su principio cristológico, encarnacional y universal. La «secta», en cambio, encarna el principio pneumático, la libertad y el dinamismo de la vida del Espíritu. Los dos principios son complementarios y deberían darse en una tensión vivificante. 438
3.
Pautas para la reflexión y acción liberadora
En la actualidad, asistimos a un importante proceso de recomposición del campo religioso en América latina. Mientras las iglesias cristianas históricas se hallan en una fase de estancamiento o debilitamiento, las sectas religiosas han llegado a constituir un factor nada soslayable en el ámbito social, cultural y religioso, precisamente de los sectores populares marginados. La interpretación de este fenómeno de fragmentación del cristianismo y de la proliferación de expresiones populares disidentes permite diversos enfoques y perspectivas. Nuestro enfoque debe ser desde los pobres, o sea, desde la situación de las masas empobrecidas y oprimidas, y en función de su lucha por la liberación. Partimos, pues, de las clases subalternas, que están convirtiéndose en sujetos de su propia historia —también de su historia religiosa—, y que, en forma masiva, están adoptando formas alternativas de vivencia y organización religiosas. Esto implica que no debemos dejarnos llevar por una visión autoritaria y verticalista tradicional, que pone el acento en los aspectos de imposición (extranjera) y de control jerárquico, reduciendo de esta manera el papel de la población a ser una masa pasiva e inerme, víctima del imperialismo y de la «explotación de los sentimientos religiosos del pueblo». Queremos tomar en cuenta y valorar la capacidad del pueblo de aceptar positivamente, de interpretar y reformular creativamente una religión recibida, y su habilidad para utilizar elementos extraños para resistir y configurar su propia respuesta a la situación de injusticia y opresión que enfrenta. Nos preguntamos, pues: ¿Cómo entender el fenómeno de las sectas religiosas en una perspectiva liberadora? ¿Cuál es la contribución de la fuerza vital de las sectas populares en la actual coyuntura histórica al proceso global de liberación del pueblo oprimido? 3.1
Causas del crecimiento
Una valoración adecuada del fenómeno sectario depende en gran medida de la interpretación de la génesis del mismo. 3.1.1 Al respecto, no otorgamos importancia decisiva a los factores exógenos, en el sentido de que no consideramos a las sectas religiosas como la vanguardia ideológica del expansionismo norteamericano en la región. No obstante, es menester dar la debida importancia a la ligazón que existe entre la empresa religiosa y las estructuras de poder. Conviene estudiar el crecimiento sectario dentro del con439
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SECTAS
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texto global del imperialismo internacional, que conlleva una agresividad cultural e ideológica, y que, en la actualidad, considera el factor religioso como un elemento prioritario en la lucha por la hegemonía. Pareciera, sin embargo, que este elemento no lo vehiculan en primer lugar las sectas religiosas populares, sino más bien los sectores reaccionarios de las iglesias protestantes y de la Iglesia católica. La religión que difunden sus principales mediadores —la «iglesia electrónica», las «transnacionales religiosas», algunas sectas de tipo más urbano—, conlleva un carácter legitimador y fetichizante del sistema capitalista tardío que se encuentra en crisis. No se puede, por lo tanto, desconocer la positiva influencia del clima internacional, caracterizada, entre otras cosas, por la democratización, la libertad religiosa y de culto, la afirmación de identidad de pueblos y clases sociales, el fin de la «cristiandad» y de la «pastoral del miedo». Esto facilita, por primera vez en la historia del cristianismo en América latina, que se abran espacios donde se re-afirman religiones tradicionales, y surgen comunidades cristianas libres, alternativas a la Iglesia hegemónica. 3.1.2 Más importantes, sin embargo, resultan los factores endógenos, internos a la sociedad y la religiosidad que viven los pobres. Un buen entendimiento del fenómeno exige un análisis de la realidad económico-social, de la cual ellos son las víctimas, y de la estructura y contenido de su religión. En cuanto a las condiciones económico-sociales, se ha destacado que los procesos de destrucción de las sociedades tradicionales, de migración y urbanización, por la anomía social que generan, son factores fundamentales en el crecimiento de las sectas populares. Sin embargo, es menester observar que estos procesos son ya componentes de la formación capitalista de la sociedad. Por tanto, las sectas populares deben ser vistas en su vinculación con el sistema y la dinámica de la sociedad capitalista, y como insertas en sus relaciones de producción que determinan, básicamente, las relaciones de clase que vinculan las organizaciones religiosas a la estructura social capitalista. Aunque reafirmamos la dependencia del sectarismo religioso de las relaciones sociales de producción en la sociedad, al mismo tiempo debemos enfocar las sectas como una realidad específicamente religiosa, que goza de su autonomía relativa, tanto en cuanto a su estructura como a su contenido. El pentecostalismo, por ejemplo, sobresale —frente a la sociedad e Iglesia hegemónica— por su carácter no-institucional, su autonomía local, la igualdad que existe entre sus miembros como agentes productores de los bienes y de su mundo religiosos, la ausencia de división de clases y de trabajo; además, por la intensa internalización de las creencias por sus miembros, la manifestación del poder de Dios 440
que se hace palpable en las curaciones y que se expresa en la conversión y re-orientación de la conducta individual, la celebración espontánea del reino que llega. Las sectas se presentan a los pobres con una configuración y coherencia religiosa propias. 3.2
Ruptura y continuidad
La pregunta por el potencial liberador de las sectas ha sido discutido en términos de la «ruptura» y la «continuidad» que ofrecen con respecto a la sociedad, la cultura y la religiosidad popular. 3.2.1 Se ha recalcado que las sectas se desarrollan en continuidad con la sociedad, de la cual sus miembros son las principales víctimas. En una situación de anomía social, ellas les ofrecerían una nueva identidad, unas normas, y una cosmovisión que les ayudaría a integrarse en la sociedad. Así, pues, como «refugio de las masas», las sectas pentecostales no operarían sobre la sociedad, sino que legitimarían las actuales estructuras y condiciones de desigualdad e injusticia. Promoviendo un discurso y práctica —«huelga social»— que son ajenos a los verdaderos intereses de los pobres, sustraerían a los sectores populares su rol histórico en la transformación de la sociedad. Esta interpretación, sin embargo, no toma suficientemente en cuenta una característica fundamental de las sectas: que constituyen comunidades de protesta y alternativas a la sociedad englobante y a la religión hegemónica. Son una protesta de las clases marginadas y explotadas contra el mundo de su experiencia: contra el mundo que han experimentado como miseria, despojo y opresión, en el que nunca tuvieron lugar sino como esclavos. Son una protesta contra la sociedad capitalista, que no resuelve sus problemas fundamentales y diarios. Su disidencia, su no-conformidad con las estructuras, con las normas y realidad de la sociedad y religión dominantes expresan una aspiración implícita de cambiar y re-estructurar esta situación social y religiosa frustrante. Las sectas, en virtud de su propia estructura, constituyen ya una ruptura con las jerarquías sociales y religiosas predominantes, y representan uno de los raros espacios donde son posibles, de forma relativamente autónoma, la resistencia y la protesta. Las sectas, por lo general, adoptan una posición políticamente conformista, y están expuestas así a la manipulación de las clases dominantes. Sin embargo, las ciencias sociales han venido señalando casos de comportamientos contradictorios. Se constata que, a veces, el comportamiento político concreto de los miembros de las sectas populares no difiere fundamentalmente del de otras comunidades políticamente más abiertas; que, en algunos países, hay una 441
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SECTAS
participación creciente de los miembros de las sectas populares en las organizaciones sindicales y políticas, y en el liderazgo de las luchas populares; que el sectarismo facilita la irrupción de formas autóctonas de movilización y de resistencia a la dominación, especialmente en situaciones donde el campo social está cerrado a los sectores populares o bajo control de las clases dominantes. El discurso político maniqueo y negativo no determina por completo su comportamiento concreto, ni sus posibilidades. Además, en la medida en que las sectas populares van independizándose de sus iglesias-madre en el exterior, quedan interpeladas directamente por la situación económico-social que aflije a las clases marginadas, en las cuales ellas están insertas. Situaciones sociales concretas pueden llevar a las sectas populares a tomar la palabra y a reformular su comprensión del mundo, no para enajenarse de él, sino para actuar y transformar la sociedad que continuamente les deshereda y humilla. 3.2.2 Existe amplio material empírico para mostrar que la acción de los grupos religiosos sectarios ha tenido con frecuencia un impacto destructor sobre las culturas tradicionales, alterando las relaciones de producción y las relaciones entre individuos, grupo y mundo, y modificando su cosmovisión y etbos cultural. Se desarrollan, pues, en un contexto de recomposición de las culturas, y de la imposición de patrones de vida cultural «moderna». Sin embargo, a diferencia de las iglesias cristianas establecidas, el sectarismo protestante, por su estructura sencilla y su rápida nacionalización e indigenización, a menudo ha mostrado una gran capacidad de acomodarse y aculturarse a la realidad y cultura locales. Las sectas populares, en general, ya han dejado de ser una importación del Norte; se han convertido más bien en religiones populares, que se desarrollan en cierta continuidad con las culturas tradicionales, valorando y aprovechando sus estructuras, medios y valores colectivos y religiosos (fiesta, danza, parentesco, reciprocidad, liderazgo, curación), y dando una nueva legitimación a estas expresiones. A veces, poblaciones amenazadas y desorientadas encuentran en las sectas espacios y medios para reconstruir su identidad y cultura diluidas, y para expresar vivencias religiosas profundas (emotivas, mesiánicas). También pueden encontrar en ellas la posibilidad de superar ciertos elementos opresores o alienantes existentes en su cultura, y una nueva perspectiva para interpretar y actuar sobre la situación en que se encuentran. 3.2.3 En cuanto a la religiosidad popular, el sectarismo popular demuestra tanto una ruptura como una continuidad, y comparte con ella su carácter ambiguo: de conformismo y de protesta. Por su estructura religiosa propia, el protestantismo sectario constituye una ruptura con ella. Por otro lado, por su cultura religiosa sencilla y popular, ha sabido injertarse en la
profunda sensibilidad religiosa del pueblo y darle una respuesta directa. La religiosidad popular, con su capacidad de resistencia, de creatividad y transformación, muchas veces se ha convertido en un campo receptivo del sectarismo evangélico. Este empalma fácilmente, mediante su preocupación práctica por los problemas concretos de la vida (enfermedad, conflictos conyugales y familiares, vicios, la vida sana), ejerciendo una influencia sobre todos los aspectos de la vida y ofreciendo la posibilidad de cambiarla tangiblemente. Aparte de sus aportaciones a la reinterpretación y transformación de ciertos elementos mágicos de la religiosidad popular, y de una reorientación práctica en la vida, el sectarismo evangélico popular amplía el espacio que permite a los pobres una sobrevivencia simbólica y material, y la preservación de la utopía y prácticas alternativas.
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3.3
Desafíos a las iglesias
El fenómeno masivo de las sectas religiosas populares presenta a las iglesias cristianas desafíos que remiten a distintos campos y niveles de compromiso. 3.3.1 El fenómeno sectario en sí mismo no es el que representa el mayor desafío a las iglesias, sino la situación de injusticia y explotación en que vive nuestro pueblo y con la cual este fenómeno está directamente relacionado. Este es pues el eje de la problemática. La Iglesia, como signo e instrumento del reino, se encuentra el desafío de encarar más creíble y eficazmente esta situación dramática, y de acompañar al pueblo en su lucha por la liberación. La propuesta de la Iglesia, la «opción por los pobres», incluso cuando existe la voluntad de llevarla a la práctica, suele tardar en encontrar canales eficaces; difícilmente logra adecuar el mensaje a la sensibilidad, la cultura y las necesidades de los sectores marginados. Este hecho suscita preguntas sobre las categorías, el lenguaje y los medios utilizados para la implementación de esta propuesta. El potencial liberador del sectarismo evangélico, en el que precisamente los sectores sociales encargados de generar procesos de liberación buscan un espacio para vivir y expresar sus sufrimientos y su fe, y celebrar su experiencia y esperanza de salvación, no es evidente. Pero sí es posible que este tipo de religión popular, que ya aglutina una porción importante de las clases subalternas, llegue a asumir un rol positivo en la historia de liberación del pueblo. No se debe subestimar el hecho de que está creciendo
FRANZ
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SECTAS
prioritariamente en aquellas clases pobres que, muchas veces, han quedado desatendidas tanto por las iglesias como por las organizaciones populares; de que es una religión alternativa, construida por los pobres y con sus propios medios. Esto debe sensibilizar a las iglesias y los movimientos populares a descubrir formas de resistencia y de protesta social y religiosa, que podrían conllevar elementos de liberación, aunque sea a nivel local. Es de suma importancia aprender de estas experiencias, y asumirlas para enriquecer el análisis de la sociedad y la visión de la liberación que, a menudo, resulta demasiado abstracta y elitista para poder orientar a la gente humilde. El movimiento disidente cristiano apenas ha empezado en América latina y su historia no está terminada. En manos de los propios pobres, puede abrirse cada vez más a los desafíos concretos de la historia social y política del continente. 3.3.2 Las sectas religiosas desafían a la Iglesia hegernónica a reconocer y valorar la diversidad existente en la religión del pueblo: las religiones y cultos de los pueblos indígenas y negros, el sectarismo evangélico y el catolicismo popular, que representan la religión de las grandes mayorías de América latina. La vivencia y organización de la fe cristiana está desbordando cada vez más las estructuras y fronteras de las iglesias establecidas; está desarrollándose junto a éstas y asume formas de disidencia popular. La Iglesia debería valorar estas formas disidentes como una gran riqueza de vivencias y esperanzas propias del pueblo pobre. Como consecuencia, la Iglesia hegernónica podrá descubrir su propio carácter particular y limitado —su carácter institucional, vertical y clerical, erudito y extranjero—, que le impide echar raíces en las culturas populares, y que enajena del pueblo humilde. Mientras la Iglesia no se abra sinceramente a las riquezas de las culturas, experiencias y expresiones del pueblo humilde, no puede convertirse en la Iglesia de los pobres. En este sentido, el pentecostalismo en América latina muestra cómo, en unas décadas, un movimiento religioso proveniente del exterior, puede enraizarse en las culturas populares, manteniendo simultáneamente su identidad y convirtiéndose en la religión del pueblo. 3.3.3 La vitalidad de las sectas populares desafía a la Iglesia a considerar críticalmente su propio modelo o «manera de ser Iglesia». Como «respuesta» a la proliferación de las sectas, se han dado una serie de propuestas pastorales: mayor cercanía al pueblo pobre, entidades pastorales más pequeñas, un culto religioso más popular y vivencial, incorporación y corresponsabilidad de los seglares, etc. Aquí se advierte un problema estructural, propio de la Iglesia institucional, pues estos cambios pastorales chocan con las estruc-
turas y su carácter vertical, clerical, centralista y territorial. Además, estas características estructurales son las que mayormente generan graves deficiencias pastorales, y las que crean los enormes vacíos que están siendo llenados por las sectas. El modelo estructural del pentecostalismo contrasta claramente con el de la Iglesia institucional. Se distingue por la ausencia de una jerarquía y profesionalismo religioso, y por la participación y corresponsabilidad de todos los miembros que, juntos, son los «productores» de los bienes religiosos. Este modelo de ser Iglesia, que empalma con las actuales estructuras y anhelos sociales y culturales de las masas pobres, muestra una gran vitalidad. Una respuesta eclesial adecuada —tanto pastoral como estructural— surgirá en la medida en que la Iglesia se re-estructure desde las bases como una «Iglesia-comunidad». El modelo de las comunidades eclesiales de base responde a este proyecto: es una red de comunidades de fe, sencillas, con claro sentido de comunión eclesial, que nacen del compromiso de fe del pueblo, donde los pobres comparten y profundizan su fe y compromiso social, donde celebran la palabra de Dios en los acontecimientos de la vida y en la transformación liberadora dé la realidad. Donde la Iglesia se hace pueblo.
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5. EL ESPÍRITU DE LA LIBERACIÓN
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El tema de la espiritualidad ha cobrado inusitado interés en la actualidad, pero no sólo entre aquellas personas que se dedican, en lenguaje tradicional, a «las cosas del espíritu», ni siquiera sólo dentro de las Iglesias sino, ante todo —aunque no se mencione el término—, en el mundo. La historia actual con sus crisis y cuestionamientos, posibilidades y exigencias de construcción de un futuro humano, interpela a los seres humanos y a la humanidad como tal. Esta interpelación puede ser desoída, manipulada o pervertida; pero para los más lúcidos vuelve a resonar con fuerza la pregunta acerca de lo que son y lo que deben ser, acerca de lo que esperan y lo que les es permitido esperar, acerca de lo que hacen y lo que deben hacer, acerca de lo que celebran y de lo que les es ofrecido celebrar. Desde la misma historia surge la llamada a responder con verdad por la verdad de la historia, a configurarla sin dejarse dominar por ella ni deslizarse pasivamente en ella.
I.
NECESIDAD DE «VIVIR CON ESPÍRITU»
Esta tarea —perenne e inevitable— se hace más urgente en momentos de crisis y de des-quiciamientos, cuando los antiguos quicios no aguantan ya el peso del nuevo edificio. Crear nuevos quicios sobre los que la historia gire y gire bien y en la que los hombres y mujeres puedan vivir o volver a vivir como seres humanos supone muchos elementos, teoría y praxis, ciertamente, pero integrarlos y vivir todos ellos adecuadamente es cosa de espíritu. A esa dimensión del «ser-humano-con espíritu», que responde a lo que la realidad tiene de crisis y de promesa, y que unifica los diversos elementos de respuesta a la realidad para que 449
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ésta sea en definitiva más promesa que crisis, es a lo que llamamos «espiritualidad». También en las Iglesias surge con fuerza la pregunta por la espiritualidad. Esto se debe, ante todo, a que las Iglesias participan —lo sepan o no, lo quieran o no— en la actual historia de la humanidad, y, más específicamente, a que dentro de las Iglesias se ha producido también un des-quiciamiento por la novedad introducida por el Vaticano II y Medellín. No se puede negar la existencia de nuevos elementos doctrinales, teológicos, pastorales y litúrgicos junto a los que nos ha transmitido la tradición. No se puede negar que la fe se vive en un contexto en el que el mismo mundo ha hecho irrupción, con sus realizaciones de progreso, pero también y sobre todo con su realidad de pavorosa injusticia, con los inocultables clamores de los pobres sufrientes y esperanzados. Y tampoco se puede negar que la necesaria nueva síntesis de estas y otras muchas cosas —en teoría y mucho más en la práctica— tiene su dificultades y se intenta realizar de diversas maneras, que en unos está más presente el gozo de lo nuevo para integrar en ello lo antiguo y en otros la añoranza de lo antiguo ante el temor de lo nuevo. El tradicional mosaico eclesial, hecho de tantas piezas y colores, se ha desperdigado y ahora hay que volver a rehacerlo. Ante tarea tan ardua y exigente y los peligros que pueda conllevar, se puede optar por una reconstrucción apelando a la seguridad doctrinal y a la imposición administrativo-jerárquica; pero, aunque doctrina y administración sigan siendo necesarias e importantes, no bastan para re-construir el nuevo edificio. Por otra parte, por absolutamente necesaria y urgente que sea la praxis cristiana, tampoco ella por sí sola se basta para rehacer todo el edificio nuevo. Así, J. B. Metz habla de «mística y política del seguimiento» e I. Ellacuría insistía en el in actione iustitiae contemplativus. Sean cuales fueren los términos usados para describir la novedad, lo importante es el énfasis en algo que es espíritu, no sólo teoría o praxis, y por supuesto no sólo doctrina y administración. Por último —por estas razones y otras más específicas— se ha suscitado también en la teología un serio interés por la espiritualidad. Se comenzó con la constatación de que una teología doctrinal, puramente explicativa y deductiva, no era ya adecuada al estallido de la realidad y de la fe, pues ese estallido remitía a los creyentes a lo que es pre-doctrinal y globalizante. Así lo vieron los más lúcidos teólogos. Urs von Balthasar y K. Rahner abogaron ya hace años por la urgencia de superar la separación de teología y espiritualidad. Una teología puramente doctrinal se ha hecho, pues, irrelevante; y el repartir la identidad y relevancia de la teología entre los tratados dogmáticos doctrinales, por una parte, y los de praxis y espiritualidad cristiana, por otra, no ha resuelto el
problema, porque éste no consiste en la organización formal de los contenidos de la teología, sino en el talante que la informa en su totalidad, con qué espíritu se hace teología y qué espíritu comunica la teología que se hace. En este contexto, la renovación profunda de la teología ha consistido primariamente no tanto en dedicar atención a nuevos u olvidados contenidos, sino en tratar y concentrarse en aquellos que por su naturaleza generan espíritu, y deben ser tratados y comunicados con un determinado espíritu. Así, por poner el ejemplo del descubrimiento clave, en mi opinión, de la teología moderna, el descubrimiento del reino de Dios como realidad objetiva y la esperanza-praxis como correspondiente realidad subjetiva, se han hecho cada vez más contenido importante de muchas teologías y contenido central en la teología de la liberación. Pero la razón para ello —cuando en verdad se lo hace central— no consiste en saber ahora algo importante que Jesús anunció, sino en que ese contenido, por su naturaleza, es desencadenante de esperanza y exigencia de una práctica, sin lo cual no es captado el reino de Dios. El problema hermenéutico no se reduce sólo a la posibilidad de comprender un texto, sino que es también problema de espiritualidad, de cuál es el espíritu que mueve a leer el texto, que posibilita interpretarlo y que permite comunicar su espíritu para hoy. Tratar teológicamente el tema del reino Dios, entonces, exige y posibilita hacer teología con un talante específico. Ese talante esperanzado, práxico, «con espíritu», es lo que ha puesto a la teología en camino de ser toda ella espiritual, de estar transida de espiritualidad, sin relegar ésta a uno de los tratados, normalmente, por cierto, considerados como secundarios. En América latina, la teología de la liberación ha estado muy atenta a la espiritualidad y su quehacer ha estado transido de un determinado espíritu desde el principio. Pero no tanto por una decisión voluntarista, sino porque pretende recoger y ser respuesta a la realidad histórica y eclesial con sus clamores y esperanzas reales. Y el hecho mismo de que la teología de la liberación sea un recoger algo real para hacer de ello algo realmente nuevo muestra que un determinado espíritu ha estado presente en su propio quehacer. Y porque el quehacer teológico ha sido llevado a cabo con espíritu, por ello, creemos, esa teología ha hecho algo central la espiritualidad. Ya lo dijo en los inicios Gustavo Gutiérrez: «Es necesaria una actitud vital, global y sintética, que informe la totalidad y el detalle de nuestra vida: una espiritualidad». Lo importante, de nuevo, es recordar la razón para ello: porque desde sus inicios la teología de la liberación ha intentado ser una síntesis creativa de lo que significa ser humano y ser cristiano en el mundo real de hoy, específicamente en un mundo de pobres, esperanzados y sufrientes, cuya irrupción ha sido lo que ha des-quiciado el
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antiguo mundo y su teología, pero es también lo que ha dado dirección y ánimo a la nueva síntesis. Desde esta perspectiva, quisiera en este trabajo tratar de la espiritualidad, tal como se va desarrollando en América latina. Más que de «espiritualidad» en abstracto quisiera hablar a partir del espíritu que se hace presente en los seres humanos, pues si la definición de aquélla puede ser difícil, la presencia de éstos es inocultable e iluminadora. Quisiera decir, pues, simplemente que hombres espirituales son los que viven con espíritu y que desde el punto de vista cristiano «son aquellos que están llenos del Espíritu de Cristo y lo están de una manera viva y constatable, puesto que la fuerza y vida de ese Espíritu invade toda su persona y toda su acción», como decía I. Ellacuría. No es fácil encontrar un camino metodológico único para el tratamiento de la espiritualidad, pues las diversas dimensiones de la vida con espíritu se entremezclan. A continuación queremos ofrecer dos tipos de reflexiones. La primera versa sobre la espiritualidad fundamental de todo ser humano a la que llamamos dimensión fundamental-teologal. Es, pues, una reflexión de tipo más universalizante, pero la creemos necesaria para retrotraer la espiritualidad a su lugar original y para comprender la espiritualidad cristiana no como algo sobreañadido a lo humano sino como profundización de lo humano, tal como acaeció en el homo verus, Jesús. La segunda es la explicitación de lo cristiano de la espiritualidad, con su dimensión cristológica y pneumatológica que abordaremos simultáneamente. Se trata simplemente de responder a la pregunta: qué espíritu es exigido para vivir cristianamente y qué espíritu es el que produce vida cristiana.
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oposición a otro tipo de vida «material». Que existen realidades inmateriales, comenzando por el misterio de Dios, es cierto; pero eso no significa que lo espiritual de la vida consista en relacionarse en directo con lo no-material a través de actividades no-materiales o lo menos materiales posibles o intencionalmente sólo espirituales. Esto, además, lo prohibe la misma revelación de Dios, según la cual el mismo Dios se ha hecho presente y se ha atado definitivamente a lo material de la carne de Jesús y a lo material de la historia y de sus hijos privilegiados, los pobres. Espiritualidad es más bien el espíritu con que se afronta lo real, la historia en que vivimos con toda su complejidad. Se podrá hablar entonces de qué espíritu es el adecuado y de cuál no, pero cualquiera de ellos está remitido a lo real para confrontarse con ello y para decidir qué hacer de ello. Lo que vamos a ofrecer a continuación es el espíritu adecuado, en nuestra opinión, para enfrentar la realidad que será la base de toda espiritualidad, incluida la cristiana, y por supuesto de las espiritualidades —en plural— que nos ha transmitido la tradición cristiana. 1.
La honradez con lo real: respetar la verdad de la realidad
Todo ser humano tiene una «vida espiritual», pues, lo quiera o no, lo sepa o no, está abocado a confrontarse con la realidad y está dotado de la capacidad de reaccionar ante ella con ultimidad. «Vida espiritual» es, por lo tanto, una tautología, pues todo ser humano vive su vida con espíritu. Otra cosa es, por supuesto, cuál sea ese espíritu con que vive, pero indudablemente vive con espíritu. Recordar esta tautología nos parece importante porque, sea lo que fuere espiritualidad, ésta no significa en directo relacionarse con realidades puramente espirituales, invisibles e inmateriales, de modo que sólo entonces comenzaría a tener sentido la vida espiritual, y de modo que unos seres humanos fuesen espirituales y otros no. La vida espiritual no es algo regional y menos en
Ante todo es acto del espíritu —y se necesita espíritu para ello— la honradez con lo real. Noéticamente esto significa captar la verdad de la realidad, y ético-práxicamente significa responder a la exigencia de la realidad. Más exactamente significa —y por ello esa honradez no es tan evidente— llegar a captar la verdad y llegar a responder a la realidad, pues ello se hace no sólo como superación de la ignorancia y de la indiferencia sino ante y contra la innata tendencia de someter la verdad y dar positivamente un rodeo ante la realidad. Captar y aceptar la verdad es dejar que la realidad sea, en primer lugar, lo que es, sin violentarla según gustos e intereses. Y para ello se necesita espíritu de honradez, pues en todo ser humano está innata la tentación, tantas veces actualizada, de aprisionarla con la injusticia (Rom 1, 18). Y es que el problema de la verdad no sólo se plantea con respecto a la ignorancia ante la realidad, como un partir de nada para llegar a algo, de un no saber para llegar a saber, sino que se plantea con respecto a la tendencia al encubrimiento de la verdad a través de la mentira. Recordemos que en Juan el maligno es mentiroso. Esta fuerte proclividad a la mentira es expresión de la pecaminosidad humana, de someter la verdad. Y para superarla se necesita espíritu. El pecado es lo que da muerte, pero simultáneamente y por necesidad, busca esconderse, hacerse pasar por lo que no es, y por ello todo escándalo lleva consigo su propio encubrimiento.
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II. LA DIMENSIÓN TEOLOGAL-FUNDAMENTAL DE LA ESPIRITUALIDAD
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Etico-práxicamente, honradez con lo real significa responder primariamente a la exigencia de la misma realidad. Esto significa, dicho en lenguaje todavía muy genérico, que cuando no se aprisiona la verdad de la realidad con la injusticia, de ella misma surge un incondicional «sí» a la vida y un incondicional «no» a la muerte. El «no» de la realidad es a su misma negación, a la ausencia, carencia y aniquilación de vida. En terminología bíblica es el «no» al fratricida Caín, el «no» a la opresión de Egipto, el «no» de los profetas a los que venden al justo por un par de sandalias. No hay teología ni teodicea subsecuente que pueda acallar o relativizar ese «no» primario de la realidad. Dicho de forma positiva, la honradez ético-práxica es la misericordia ante la realidad. Misericordia no se reduce aquí a lo emocional-afectivo (aunque lo puede acompañar), sino que significa re-acción ante el sufrimiento ajeno que se ha interiorizado, que se ha hecho una misma cosa con uno mismo, para salvar. Es reacción primera y última, desde la cual cobrarán sentido otras dimensiones del ser humano, pero sin la cual ninguna otra cosa llega a ser humana. En esa misericordia se realiza el ser humano cabal, como dice Lucas en la parábola del buen samaritano; con ella los evangelios tipifican al mismo Jesús —quien tantas veces actúa «movido a misericordia»—, con ella tipifican al mismo Dios
a quien se le enternecen las entrañas y por ello acoge y abraza al hijo pródigo. La misericordia es, pues, el modo correcto de responder a la realidad, y es también el modo último y decisivo, como lo sanciona la parábola del juicio final. Todo, absolutamente todo, pende del ejercicio de la misericordia. De ella depende la salvación trascendente, pero también el vivir ya en la historia como seres humanos salvados. 'Indudablemente, esta misericordia debe ser ejercitada de diversas maneras según sea el herido en el camino. Por ello debe tomar diversas formas: ayuda al necesitado, asistencia, reconciliación. Ante pueblos enteros crucificados, como muchos en América latina, debe tomar la forma de justicia estructural, que es la misericordia hacia las mayorías.••' Lo que aquí nos interesa recalcar, sin embargo, es la primariedad y ultimidad de la misericordia como acto primordial de espíritu. Que sea algo primero y último significa que la misericordia no se ejercita por ninguna razón más que por el sufrimiento ajeno entrañado, interiorizado. Y así aparece también en el evangelio. El buen samaritano es presentado como ejemplo de quien cumple el mayor de los mandamientos, pero en la parábola el samaritano no es presentado como quien actúa por cumplir un mandamiento, sino movido a misericordia. Jesús es presentado como quien hace milagros con poder, pero la razón para ejercitar ese poder es porque ha sido movido a misericordia. El Padre celestial reconcilia consigo mismo al hijo pródigo, pero la razón de salir todos los días a buscarlo y darle un abrazo de bienvenida no es una especie de táctica para que el hijo devuelva al padre el honor que se merece, sino movido a misericordia. -x En esto se echa de ver la primariedad y ultimidad de la misericordia, lo cual es también verificable a posteriori. Ante la misericordia, cualquier otra cosa —riesgos personales, oscuridades, derechos de la institución— debe ser subordinada a ella, sin que otros intereses, aunque sean legítimos, puedan ser invocados para ignorarla o hacerla pasar a segundo planoy Esta misericordia primordial es lo que se hace presente una y otra vez en la historia en momentos claves que nos recuerdan su fundamentalidad y su ultimidad, y que no se puede ir más allá de ella. De Jesús se dice que preguntó en la sinagoga, después de haber curado al hombre de la mano seca: «¿Qué está permitido hacer en sábado, el bien o el mal? ¿salvar a una persona o matarla?» (Me 3, 4). Bartolomé de las Casas decía: «Vale más un indio vivo que un bautizado muerto». Monseñor Romero decía: «Nada hay más importante para la Iglesia que la vida, sobre todo la vida de los pobres que son los privilegiados de Dios... Es preciso defender lo mínimo que es el máximo don de Dios: la vida». Lo que todas estas citas tienen en común, aunque en diferentes
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Honradez con lo real es, entonces, algo bien activo que necesita de espíritu. Y si no se ejercita esa honradez fundamental, las consecuencias para el ser humano son funestas. Como dice Pablo, se entenebrece el corazón —subjetivamente—, las cosas ya no son —objetivamente— creaturas, sacramentos de Dios, sino realidades manipuladas. Y de la raíz de esa deshonestidad fundamental se siguen todos los frutos pecaminosos que Pablo enumera, y se revela la cólera, no la gracia de Dios, contra los que no son honrados con lo real. Lo que la teología dialéctica (sobre todo K. Barth) afirmaba del conocimiento humano y su posibilidad (y su realización) de usarlo contra Dios y en favor propio, hay que afirmarlo también con respecto al conocimiento de la realidad. Hay un modo de conocer lo real que es para defenderse de lo real. El modo correcto es para defender a lo real y sus intereses objetivos. Esto es lo que se quiere decir al hablar de honradez con lo real. Polémicamente, que hay que superar la tentación de oprimir la verdad. Positivamente, que hay que tener ojos limpios para ver la realidad, el corazón limpio que hace ver a Dios, como se dice en las bienaventuranzas. 2.
Honradez con lo real: la reacción de la misericordia
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lenguajes, es la primariedad y ultimidad de la misericordia. No se puede ir más allá de ella, ni argumentar con nada en favor de ella, ni evitar ningún riesgo exigido por ella. En las solemnes palabras de Miqueas, Dios dice a todo ser humano: «Ya se te ha dicho, hombre, lo que es bueno y lo que el Señor desea de ti: que practiques la justicia y que ames con ternura» (Miq 6, 8). No hay aquí argumentación antropológica, ni siquiera religiosa, en favor de la misericordia, como si ésta se esclareciera por primera vez desde Dios. Es la realidad misma la que es la gran pregunta, la invitación y la exigencia a la misericordia. Y, respondiendo con misericordia, se es honrado con la realidad. 3.
La fidelidad a lo real
La honradez con lo real debe ser no sólo ejercida sino mantenida a lo largo de la historia en lo que ésta tiene de duración, de novedad y de sorpresa amenazante o bienaventurada. La honradez con lo real se transforma entonces en fidelidad a lo real. La historia tiene su «a la larga» —intuición que siempre ha mantenido la tradición católica— que introduce novedades, oscuridades y riesgos; en la historia «hay que caminar», como dice Miqueas a continuación del texto citado, pero «humildemente», sin pensar que una primera honradez o una primera dirección del camino ya conduce automáticamente hacia el fin. Históricamente esto es evidente. Mantener la primera honradez con lo real tiene dificultades y costos, y por ello se necesita espíritu para mantenerse en la honradez, sea cual fuere el lugar hacia el que nos lleve. La realidad se opaca con frecuencia, incluso después de la primera opción honrada, y se convierte muchas veces en tentación. Es experiencia histórica cumulada y actual que mantener la verdad sobre la realidad, desenmascarar la mentira que quiere aprisionarla, reaccionar con amor en todas sus formas —y ciertamente en la forma de justicia—, no es bien acogido, y a quien quiere propiciar la vida le espera el dar de la propia vida o aun la propia vida. La honrada denuncia del pecado se transforma en tener que cargar con el pecado y con todas sus consecuencias. Y además de los ataques externos, está la misma dificultad intrínseca de encontrar luz, de variar el rumbo emprendido precisamente para ser honrado a la intuición fundamental de querer dar vida. Entonces se exige la fidelidad, acompañada de oscuridad, como la de Abraham, de ruegos y súplicas, como los del sumo sacerdote de la carta a los Hebreos. Ser honrado es llegar a ser honrado pasando por la prueba de dejar de serlo. Se trata de llegar a la plenitud a través de la historia, con todos sus vaivenes, como el sumo sacerdote. 456
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Por otro lado, sin embargo, es también cierto que de la misma realidad surge una esperanza que no puede ser acallada a pesar de todo, que existe una corriente esperanzada de la humanidad que sigue fascinando. En lenguaje paulino, la creación está como en dolores de parto y clama por su liberación. En la misma realidad hay, pues, algo de promesa y de esperanza no acallada por la experiencia de siglos. La misma realidad, a pesar de su larga historia de fracasos y miseria, plantea siempre de nuevo la esperanza de plenitud. Siempre surge un nuevo éxodo, una nueva vuelta del exilio, una liberación del cautiverio, aunque éstas nunca sean, a su vez, definitivas. Y esta esperanza de la misma realidad siempre encuentra un portavoz a lo largo de la historia. Existió un Moisés que anunció una tierra prometida, y después un Isaías que volvió a anunciar un nuevo cielo y una tierra, y después un Jesús de Nazaret que volvió a anunciar el reino de Dios, y después un monseñor Romero que volvió a anunciar la liberación. Esta recurrencia de la esperanza forma parte también de la realidad, y a ella también hay que ser fieles, aunque muchas otras experiencias históricas aconsejen el escepticismo, el cinismo o la resignación. La fidelidad a lo real es entonces también esperanza posibilitada por la misma realidad. Pero es una esperanza activa, no sólo expectante, un ayudar a que la realidad llegue a ser lo que quiere ser. Eso es el amor. Amor y esperanza —y por ese orden— son dos caras de la misma moneda: la convicción, puesta en práctica, de las posibilidades de la realidad. El ayudar a dar a luz lo que ésta gesta de mejor y de más humano. Ambas cosas, esperanza y amor, se alimentan mutuamente. El que el mundo tenga vida sólo se espera dando vida al mundo; y en la acción de dar vida crece la esperanza de que la vida es posible. Esa fidelidad a lo real no es, pues, una exigencia arbitrariamente impuesta ni siquiera el cumplimiento del más excelso de los mandamientos. Es la sintonía más acabada con la realidad. 4.
Dejarse llevar por lo real
Como queda dicho, la esperanza es alimentada por la realidad y el amor es facilitado por la realidad. Esto quiere decir que la realidad también posibilita, no sólo dificulta; que la realidad es también evangelio y buena noticia, no sólo exigencia. Se convierte entonces en pesada-carga-ligera, como dice K. Rahner del evangelio, que cuanto más la lleva uno más ella lo lleva a uno. Esto quiere decir que la realidad está también transida de gracia, que la misma realidad nos ofrece una dirección y una fuerza para recorrer y hacer la historia en esa dirección. Y ello es así porque también en la realidad hay bondad acumulada que nos 457
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mueve en una dirección, hay una corriente esperanzada, honrada, amorosa que es invitación poderosa a entroncarse en ella y, una vez en ella, a dejarse llevar por ella. Así como hay un pecado original y originante que se convierte en dimensión estructural de la realidad, así también existe una gracia original y originante que se convierte en estructura graciosa de la realidad. Y eso es la gracia estructural, más original, por cierto, según la lógica de la fe cristiana, que el pecado original, aunque los frutos de éste aparezcan cuantitativamente mayores que los de aquélla. Aceptar esa gracia que proviene de la realidad, dejarse transir por ella, apostar por ella, es también acto del espíritu. Es ahondar en la realidad y dejarse llevar por el «más» del cual está grávida la realidad y que se nos ofrece gratuitamente, una y otra vez, a pesar de todo. Es dejarse llevar por un futuro bueno —la utopía— que nunca ha existido ni existirá, pero que alienta hacia el futuro y otorga fuerza para seguir buscándolo y construyéndolo. En lenguaje más personal, dejarse llevar por la realidad significa dejarse ayudar y llevar por «la nube de testigos» (Heb 12, 2) que han generado las mejores tradiciones humanas y cristianas, que nos invitan a entroncarnos en ellas y edificar sobre ellas. Tradición es lo que se nos ha entregado, en otras palabras, lo que se nos ha dado, y eso es también gracia. La realidad, pues, no sólo exige sino que posibilita. A esa estructura graciosa de la realidad hay que responder con el espíritu de gratuidad y agradecimiento. Y porque la realidad tiene esa estructura graciosa, por ello también puede ser celebrada.
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llamado por su nombre por un Dios que también tiene nombre; el no creyente no pondrá nombre a la llamada de la realidad, pero no puede evitar que él sea llamado por su nombre. Indudablemente, el haber descrito —como lo hemos hecho y no de otra forma— la espiritualidad fundamental ya presupone una visión de Dios, en este caso del Dios de Jesús. Al final explicitaremos esto de manera cristiana. Pero lo que hemos querido recalcar es que la espiritualidad es cosa de todo ser humano y que la espiritualidad que, después, llamaremos cristiana, o las espiritualidades que han proliferado a lo largo de la historia o la espiritualidad de la liberación, son formas concretas de realizar esta espiritualidad humana fundamental, sin la cual las otras serían inanes.
III.
LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA: SEGUIMIENTO DE JESÚS DESDE LA OPCIÓN POR LOS POBRES
La honradez con lo real, la fidelidad a lo real y dejarse llevar por lo real son, creemos, actos de espíritu que de una u otra forma, por acción u omisión, realiza todo ser humano. Por eso los hemos llamado, en su conjunto, la espiritualidad fundamental, porque atañe a todo ser humano, y a todo cristiano por ser humano. Y la llamamos también teologal porque, aunque no hayamos mencionado todavía a Dios, en esa realidad, con esas llamadas y exigencias, con esas invitaciones y esa gracia, se hace presente el misterio de Dios en la realidad, la trascendencia en la historia. Y, de esta forma, respondiendo a la realidad se hace, explícita o implícitamente, la experiencia de Dios en la historia. Y si la llamamos experiencia, es porque también es personal (y, análogamente, colectiva y grupal). La exigencia y la gracia de la realidad se dirigen a personas concretas, que tienen nombres, que son llamados —lo interpreten así o no— por sus propios nombres a reaccionar de esta manera ante la realidad. El creyente se sentirá
Lo dicho hasta ahora exige una opción en favor o en contra de una espiritualidad fundamental. Pero, incluso si se acepta tal como la hemos descrito, admite diversas concreciones. La espiritualidad cristiana no es otra cosa que vivir la espiritualidad fundamental descrita a la manera concreta de Jesús y según el espíritu de Jesús. Y eso es el seguimiento de Jesús. Este seguimiento tiene dos dimensiones que se relacionan ente sí: la dimensión cristológica y la pneumatólogica, la concreción de Jesús como norma normans y el Espíritu que actualiza a Jesús en la historia. El seguimiento de jesús es lo que el mismo Jesús ofreció y exigió a algunos de los suyos, y lo que muy pronto después de su resurrección los cristianos entendieron ser la esencia de la vida cristiana. Pablo lo elevó a categoría teologal al afirmar que el plan de Dios es que los seres humanos lleguemos a ser hijos en el Hijo. Y las afirmaciones dogmáticas cristológicas, si se toman con seriedad y se releen adecuadamente, llevan a la misma conclusión. En Jesús se ha revelado Dios y se ha revelado el ser humano. No es sólo que Jesús fue veré homo, verdaderamente hombre, sino homo verus, el verdadero hombre, el verdadero ser humano. Lo que el dogma viene a decir entonces es que ser verdaderamente un ser humano, eso es Jesús. De ahí que vivir con espíritu, reaccionar correctamente a la realidad, es rehacer a lo largo de la historia la estructura fundamental de la vida de Jesús. Esto lo han captado muy bien los grandes cristianos a lo largo de la historia, especialmente en épocas de crisis y de renovación eclesial e histórica. Francisco de Asís quería simplemente ser como Jesús. Ignacio de Loyola pedía constantemente conocimiento
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5.
La espiritualidad
fundamental-teologal
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interno de Cristo para más amarle y seguirle. D. Bonhoeffer recordaba que «sigúeme» es la primera y última palabra de Jesús a Pedro. Monseñor Romero escribió la mañana del día en que fue asesinado, 24 de marzo de 1980, a don Pedro Casaldáliga: «Alegres de correr como Jesús los mismos riesgos, por identificarnos con las causas de los desposeídos.» El seguimiento de Jesús es, pues, una constante en la historia de los cristianos que han vivido con espíritu. Lo que ocurre es que en cada época se suele actualizar de una determinada manera ese seguimiento. Esto ocurre de hecho y debe ser así de derecho. Jesús debe ser seguido, proseguido, actualizado en la historia, no imitado. Lo que actualiza a Jesús es el Espíritu, aunque, por otra parte, el Espíritu sólo puede remitir a Jesús, sólo puede actualizar a Jesús, no cualquier otra cosa. La dialéctica es conocida: el Espíritu, dice Jesús, introducirá en toda verdad a lo largo de la historia, hará incluso que los seguidores de Jesús hagan cosas mayores que las que él hizo. Y por eso llega a decir Jesús que es bueno que él se vaya. Por otra parte, el Espíritu sólo puede remitir a Jesús que se hace presente a lo largo de la historia. Y la actualización ocurre de hecho. Eso se debe a la nueva captación de la realidad histórica, en la cual, a su vez, se verá la acción del Espíritu. Como ejemplo, Medellín afirma que los anhelos de liberación de toda servidumbre son signos del Espíritu. Espíritu y captación nueva de la realidad histórica, aunque aquél no se agote en ésta, son correlativos. Por ello, en América latina la novedad del Espíritu se manifiesta objetivamente en la irrupción de los pobres, y desde ellos se vuelve a releer al homo verus que es Jesús —y además se le redescubre mejor en su facticidad, tal como lo presentan los evangelios—. Y desde el punto de vista subjetivo el fundamental acto del Espíritu hoy creemos que es la opción por los pobres. Según todo esto, espiritualidad cristiana hoy es seguir a Jesús, pero no reproduciendo tal o cual aspecto de su vida, sino reproduciendo toda ella desde la opción por los pobres. Y esto puede ser real porque esta opción es también globalizante y no sólo regional o pastoral. Es una opción que atañe a la totalidad del ser humano en su confrontación con la realidad. Para lo que podemos saber significa captar y comprender toda la realidad, a Dios y a los seres humanos, desde los pobres. Para lo que podemos esperar significa compartir y dejarse llevar por la esperanza de los pobres. Para lo que tenemos que hacer significa destruir el antirreino que hace víctimas de los pobres y construir un reino en el que el mundo pueda ser un hogar para los pobres. Para lo que nos es ofrecido celebrar significa gozar unos con otros la vida, la esperanza, la creatividad, el amor de los pobres. Jesús y opción por los pobres pueden se relacionados; en
nuestra historia de hoy deben ser relacionados y también lo deben ser volviendo la vista atrás. Que existe afinidad entre Jesús y pobreza es bastante evidente en todo el Nuevo Testamento. Más aún, que Jesús mismo es el sacramento histórico de la opción de Dios por los pobres y que él mismo la lleva a cabo en su vida histórica nos parece claro. Desde un punto de vista trascendente puede decirse que Jesús es la máxima historización de la opción de Dios por los pobres. Su encarnación es presentada, de forma conscientemente parcial, hacia lo que está abajo en la historia, hacia lo que es pobre, pequeño y oprimido, e incluso se usa para expresar ese abajamiento la metáfora de «empobrecimiento», que, aunque se diga que es metáfora, siempre queda la pregunta de por qué se eligió ésta y no otra. Desde un punto de vista histórico, poca duda cabe de que su vida, su misión, su destino e incluso su resurrección carecerían de lógica interna sin una relación esencial con los pobres de este mundo y sin una opción por ellos. Con ello queremos decir que seguimiento de Jesús y opción por los pobres, como formulación actual de la espiritualidad cristiana, tienen su propia afinidad. Lo nuevo que está manifestando el Espíritu es lo eternamente antiguo. Según eso, y desde esta perspectiva, veamos la estructura de la vida de Jesús que debe reproducir toda espiritualidad cristiana, cómo se va actualizando en la actualidad, los logros y problemas de esa actualización. Lo primero puede y debe hacerse recordando los elementos esenciales de la vida de Jesús. Lo segundo, en último término, sólo se puede narrar, pues es una contradicho in terminis hablar del Espíritu sin narrar qué vida produce, cómo se manifiesta en el espíritu de los seres humanos. Consiguientemente, no hablaremos tanto de la pneumatología de la espiritualidad sino que narraremos los actos de espíritu que el Espíritu exige y produce.
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1.
Encarnación: santidad de la pobreza
a) El primer elemento de la estructura de la vida de Jesús es la encarnación. Jesús nació ser humano, pero llegó a serlo de manera específica haciéndose carne en lo débil de la carne, no en cualquier carne. En los evangelios no cabe duda de que es presentado como hombre de los pobres, rodeado de pobres y servicial con los pobres. Su mensaje inicial programático sólo tiene sentido dentro de la tradición veterotestamentaria de la opción de Dios por los pobres de este mundo, huérfanos y viudas, marginados y despreciados. Su visión de este mundo y su juicio fundamental sobre él está guiado según cómo les vaya a los pobres. Su esperanza es la de los pobres y para los pobres, y por ello aparece Jesús como el ser humano entroncado en la corriente esperanzada de la historia, con
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muchos antes que él y con muchos después que él, corriente que es protagonizada por el pueblo de pobres. b) Esta encarnación en la pobreza es fundamental para la espiritualidad de hoy. Sistemáticamente significa hacer la opción por los pobres. Descriptivamente significa que los pobres son lugar de conversión y de evangelización, como dice Puebla. Son lugar de conversión porque su propia situación es la pregunta más clara por lo que somos y por lo que debemos ser. Es la mediación más universal de la pregunta de Dios: qué has hecho de tu hermano y, a través de ella, de la pregunta por lo que entendemos por ser hermanos, es decir, por ser humanos. Son lugar de evangelización por los positivos valores que tienen los pobres: sencillez, apertura, sentido de comunidad, esperanza de vida, amor y entrega, como dice Puebla. De esa forma se convierten en evangelio, buena noticia, don y gracia que se recibe inesperada e inmerecidamente. Los pobres son, pues, lugar de experiencia espiritual, de encuentro con Dios. Son exigencia ética, pero son más que eso. Encarnación significa abajamiento y encuentro, decisión primordial de llegar a estar en la verdadera realidad de este mundo, pero significa también dejarse encontrar por el Dios que está escondido pero presente en esa realidad. De ahí que no sean mera retórica las conocidas palabras de Gustavo Gutiérrez: beber en su propio pozo. Los pobres y el mundo de la pobreza es como un gran pozo de agua —símbolo de la vida—, que los pobres han llenado con su vida, su sufrimiento, sus lágrimas, su esperanza y su entrega. Todo ello se convierte en agua de vida para otros, de ella se puede beber —lo cual es la gracia que se nos ofrece— y de ella hay que beber —lo cual es la opción fundamental. Encarnación es, entonces, costoso abajamiento, descubrimiento gozoso y decisión de beber siempre de ese pozo de agua que está en el abajo de la historia. En esto consiste la santidad de la pobreza: en participar en la historia de aquella realidad en la que el Dios santo —siempre lejano y más allá de nosotros— se convierte en el Dios cercano, escondido pero presente, en los pobres.
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a) El segundo elemento de la estructura de la vida de Jesús es la misión, un hacer para cambiar la realidad. Esa misión comienza con el horizonte del reino de Dios como aquello que Dios quiere para el mundo, para la historia, y —dentro de ella— para cada uno de los seres humanos. Por su opción por los pobres, Jesús
anuncia el reino a los pobres de este mundo y lo inicia con signos (milagros, exorcismos, acogida a los pecadores y sin dignidad). Esos signos son sólo signos, pues no cambian la estructura de la realidad, pero apuntan a la dirección del reino y suscitan la esperanza de que el reino es posible. Junto a estos signos, Jesús lleva a cabo una praxis que tiene como correlato la sociedad como tal. Lo hace más en la denuncia y desenmascaramiento de lo negativo que en elaboraciones teóricas positivas; pero lleva a cabo tal praxis. Denuncia y desenmascara todo poder: religioso, económico, intelectual y político que oprimen estructuralmente. Y, sub specie contrarii, anuncia una sociedad distinta, liberada de esos poderes opresores. Palabras, signos y praxis son la forma concreta de la misión de Jesús que brotan de la misericordia antes descrita, que encuentran formas adecuadas según sea el sufrimiento del que hay que liberar y que enuncian, concretándolo, el principio fundamental de vida cristiana: el amor. Aunque Jesús no lo hubiera declarado el mayor de los mandamientos, su vida, en cuanto misión, lo elevaría a principio fundamental de vida cristiana. Tener una misión es lo que da sentido a la vida de Jesús. Más aún, no es Jesús el que tiene una misión —aunque con ella, a grandes rasgos, comienza—, sino que es la misión la que va moldeando la vida de Jesús, su vida externa claramente, pero también su vida interna, su ponerse delante de Dios. Vivir con espíritu es entonces hacer, hacer por amor y con amor. No todo es hacer, como veremos más adelante, existe el don y la gracia, pero sin un hacer amoroso, sin la disponibilidad al menos a poner signos y propiciar praxis, cualquier espiritualidad es sospechosa. b) La misión sigue siendo hoy central en toda espiritualidad, pues es la forma de mantener la supremacía del amor en la vida cristiana, y lo es específicamente en América latina, que ha concentrado la misión de la Iglesia en la liberación de los pobres —entendida ésta en su expresión más abarcadura— y sobre ello se ha edificado la teología de la liberación. Liberación, trabajo y lucha por la liberación, justicia, es ante todo amor y gran amor. Es la actualización de la misión de Jesús en un continente oprimido, por amor y con amor. Sin práctica de la liberación no tendría ningún sentido la espiritualidad, hoy, en América latina. No vamos a ahondar en esto tan conocido y tratado en otros trabajos de este libro. Queremos ahondar, sin embargo, a manera de excurso, en dos puntos que necesitan tratamiento específico: 1) el espíritu necesario para llevar a cabo la liberación y sanar sus subproductos negativos, y 2) la relación entre liberación y gracia.
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2.
Misión: santidad del amor
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El hecho de que se dé una práctica y una lucha por la liberación es ya un gran acto de espíritu, el acto fundamental, pues es la actualización de la misión de Jesús, la realización de una vida con amor y una lucha por amor. En general, esto es lo que se descubrió en los años setenta en América latina: que no podía haber vida espiritual sin vida real, que había que unificar en verdad, fe y justicia, Dios y este mundo oprimido, Jesús y los pobres, que se necesitaba con urgencia histórica y cristiana una práctica de la liberación. Pero, dicho esto, se constató también que la práctica de la liberación necesita estar imbuida de espíritu y de un espíritu específico. Y esta fue la lección de los años ochenta, que muchos cristianos —y teólogos— aceptaron cordialmente. Tomado todo en conjunto, se llegó a conocer cuan buena y necesaria es la liberación para que haya espíritu y cuan bueno y necesario es que haya espíritu en la práctica de la liberación. Veamos este segundo punto. La práctica de la liberación es justa y necesaria, es buena y cristiana, pero, como toda práctica humana, está abierta a las mejores posibilidades y está amenazada también de limitaciones, tentaciones y aun pecaminosidad. La práctica de la liberación, por tanto, no resuelve mecánicamente todos los problemas humanos y cristianos. Ayuda a la oración, por ejemplo, o a vivir la vida religiosa o a vivir en las comunidades de base o a crecer en la fe y en la esperanza, pero estas cosas siguen necesitando un cultivo específico. La práctica de la liberación ofrece, pues, un cauce correcto y necesario, el más correcto y necesario en una situación de opresión, pero no todo vive del cauce. Además, los más lúcidos han captado que, por su naturaleza, la práctica de la liberación —como cualquier cosa humana, la oración, por ejemplo, aunque suela olvidarse— tiene también la tendencia a generar subproductos negativos, varias veces convertidos en realidad. En los escritos de monseñor Romero —defensor hasta el final de la práctica de la liberación— la liberación genera las siguientes tentaciones: a) conflicto entre diversos grupos por el protagonismo en la práctica de la liberación, con la consecuente desunión y merma de eficacia; b) paulatina suplantación de lo popular, de modo que las mayorías populares son suplantadas por las organizadas, éstas por sus cuadros y éstos por las vanguardias, con el peligro de distanciamiento de las necesidades y sufrimientos reales del pueblo; c) dogmatismo en análisis, en la constatación e interpretación de los hechos, de modo que éstos confirmen posturas previas y no se sometan a la verificación de la realidad; d) absolutización de un determinado mecanismo de práctica liberadora (social, política o armada, según los casos), con la consecuen-
te reducción de la realidad a uno de sus ámbitos, como si de la plenitud de uno de ellos se siguiese automáticamente la de todos los demás; e) conciencia de superioridad ética que llega a cegar sobre los aportes de otros por el mero hecho de que no hacen lo que uno hace; f) manipulación, en ocasiones, de lo religioso —más allá de su utilización legítima, dada la convergencia entre liberación y evangelio—, lo cual puede violentar la realidad religiosa de los pueblos y priva, además, de la importante motivación religiosa para la liberación; g) ambigüedad en el uso del poder, con su innata tendencia a la autoafirmación y no al servicio, y específicamente del poder armado —cuando llegase el caso de su posible legitimidad o, al menos, inevitabilidad histórica—, que puede convertir la violencia en mística; b) cansancio, desencanto, deserción de la práctica de la liberación, por los costos y riesgos que hay que correr y porque aquélla no llega. Todo esto significa que la liberación tiene que ser llevada a cabo con un determinado espíritu, para sanar los subproductos negativos, para mantener la dirección correcta, para mantenerse en ella y para potenciarla. Por eso hablamos de liberación con espíritu. Cuál sea ese espíritu —además del fundamental espíritu de amor— que potencia el amor de la práctica de la liberación y sana sus tentaciones más específicas, lo presentamos aquí programáticamente desde los que ejemplifican el espíritu de las bienaventuranzas. k Los limpios de corazón son los que ven a Dios y así a los seres humanos. Son los que están siempre abiertos a la verdad, sea cual fuere, sin dominarla ni manipularla, sin engañarse sobre sí mismos ni sobre los procesos de liberación, sin caer en la tentación de convertir la verdad en propaganda. Esa limpieza de corazón es la profunda castidad del conocimiento y de la voluntad para no buscarse a sí mismo ni imponer propias ideas ni mantener los propios intereses en la liberación.'1 Los misericordiosos son los que comienzan a trabajar porque su corazón ha sido movido a compasión por el increíble sufrimiento de los pobres. Y esa misericordia original es la que imbuye el trabajo profético y la que hace que la lucha sea lucha por amor. Pero significa también que, en la práctica de la liberación, se sigue manteniendo como cosa primera y última el dolor de los pobres, que no debe ser comprometido meramente como simple costo social a pagar. Significa que, en las estrategias y tácticas de la liberación, en las alianzas y en las divisiones, se tenga también muy en cuenta lo que todo ello va a producir de agrandamiento o disminución del dolor de los pobres. La misericordia es estructuralmente la forma de expresar que en el inicio y durante todo el proceso de la liberación está presente un gran amor por el pueblo pobre.
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La necesidad de espíritu en la práctica de la liberación
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Los que trabajan por la paz son aquellos que no han hecho de la lucha un fin último, ni se acostumbran a ella, ni depositan en ella toda su confianza, ni la convierten en mística. Positivamente significa que, aun en tiempo de lucha y conflicto —tan inevitables en la liberación—, se busca humanizar los conflictos, se potencia simultáneamente todos los otros modos de acabar con ellos, se fomenta, con gran dificultad, la reconciliación futura con signos de reconciliación en el presente. Los que saben perdonar son aquellos que no quieren cerrar el futuro al adversario ni al enemigo, los que trabajan por la reconciliación, en su forma personal y en formas estructurales —diálogo, negociación— y ponen signos de ella, pues sin ella ningún triunfo es duradero y ninguna sociedad se humaniza. Los pobres con espíritu, por último, son los que creen que en la debilidad hay fuerza, los que mueven a la utopía de una pobreza o al menos una austeridad compartida, los que viven en y como comunidad, superando el elitismo —y aislamiento— del yo personal o grupal. Ellos son la realidad fontanal del espíritu. Con todo esto queremos afirmar que la práctica de la liberación es ya acto del espíritu, el más radical porque es acto de amor, y por ello la práctica de la liberación es cauce necesario de espiritualidad, ofrece una «materialidad» de la que pueden brotar muchos otros actos del espíritu. Pero, a su vez, necesita de espíritu para mantenerse y no degenerar. 2)
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Práctica de liberación y gratuidad
La liberación es práctica, es un hacer, es un vivir y desvivirse por la vida de los pobres. Así lo exige la realidad histórica y el evangelio es sumamente exigente sobre la práctica del amor, de la misericordia, de la justicia. Sin embargo, con la misma fuerza se dice allí que no todo es práctica o, mejor dicho, que la práctica tiene que estar transida de otra realidad para llegar a ser práctica cristiana: la gratuidad. En palabras de seria advertencia se nos dice que «cuando hayan hecho todo lo que se les ha dicho, considérense como siervos inútiles». En palabras de invitación se dice: «Dios nos ha amado primero. Ámense ustedes unos a otros.» Esta gratuidad es tal vez la realidad más difícil de conceptualizar y poner en palabra, pero algo se puede decir de su realidad y de su importancia para la práctica de la liberación en presencia del hombre agraciado. Con vistas a la sanación de la práctica de la liberación, puede decirse que esa práctica exige gran entusiasmo, pero la gratuidad prohibe la hybris, la sensación de superioridad ética y el culto a la personalidad o las personalidades. La gratuidad recuerda que en todos hay limitación y pecado, y que, en 466
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palabras de José I. González Faus, «hay que hacer la revolución como un perdonado». Positivamente, la experiencia de gratuidad supone agradecimiento a algo mayor que uno mismo, y la respuesta agradecida potencia el espíritu y la práctica, pues del agradecimiento brota la generosidad de la entrega —aunque los entusiasmos de los neoconversos tienen sus peligros—, la libertad del espíritu y el gozo de haber encontrado la perla preciosa. La experiencia de gratuidad genera creatividad. Esta dimensión de gratuidad en la espiritualidad, el espíritu de gratuidad y su correlato de agradecimiento, es esencial a la fe cristiana y, por lo tanto, a cualquier espiritualidad, incluida la de la liberación. En el centro de la fe está el que Dios nos ha amado primero, y el que la respuesta a ese amor, el amor a los hermanos, vive de y se potencia del ser amados por Dios. Como dice G. Gutiérrez, «amados para amar, librados para liberar». La gratuidad no es sólo salvación para uno mismo sino liberación de uno mismo. Y eso potencia la práctica de la liberación. El dar como respuesta agradecida al recibir mueve al nuevo dar y lo potencia. Esto sólo se puede constatar, pero —por poner un solo caso, el de monseñor Romero— no se puede negar que la gracia que él recibió, no sólo le convirtió sino que acrecentó su generosidad hasta extremos insospechables, porque no sólo era él el que llevaba a su pueblo sobre sus hombros, sino que su pueblo lo llevaba a él: «Con este pueblo no cuesta ser buen pastor.» Resumiendo lo dicho en este apartado, dimensión esencial de la espiritualidad es la misión, un hacer que hoy tiene que ser liberación pues ésta es la forma que toma el amor hacia las mayorías. Ese amor es sanado si va acompañado, como la propia misión de Jesús, por el espíritu de las bienaventuranzas, y es potenciado por la gratuidad. Entonces acaece la santidad del amor, y se muestra, además, muy fructífera para la liberación. Que la santidad sea también fructífera históricamente es algo que se constata en América latina en presencia de tantos santos de la liberación. I. Ellacuría solía decir: «La santidad es la última arma de la Iglesia de los pobres.» 3.
Cruz: santidad política
a) Jesús fue fiel a su encarnación y a su misión, y eso le llevó a la persecución y a la cruz. Ninguna de estas cosas pretendió f^sús ni ninguna de estas cosas pueden ser fundamento de espiritualidad. Pero sí lo son sus presupuestos: la total fidelidad a lo real. En el mundo, en efecto, anunciar e iniciar el reino de Dios no se hace desde una tabula rasa sino en presencia de y en contra del antirreino. Esto es lo que inevitablemente produce persecución y 467
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muerte porque el Dios de vida, el de Jesús, y los dioses de la muerte están en lucha. Uno hace contra el otro, y también sus mediadores. La espiritualidad cristiana no es, pues, una espiritualidad de la cruz ni del sufrimiento, es una espiritualidad del amor honrado, consecuente y fiel, del amor ilustrado que conoce los riesgos necesarios a los que se expone. Es una espiritualidad de un amor crucificado. No lo es por ningún designio secreto de Dios o porque Dios exija o se recree en el sufrimiento de los humanos. Lo es porque la encarnación acaece en una realidad que está transida de un antirreino decididamente actuante contra los que anuncian e inician el reino. Esto es lo que ejemplifica la cruz de Jesús. Existe el antirreino y hay que luchar contra él. Eso hay que hacerlo también desde fuera del antirreino, pero en definitiva sólo se erradica el antirreino desde dentro de él mismo. Desde fuera hay que denunciar y combatir el pecado, pero desde dentro hay que cargar con el pecado y participar así de la aniquilación que ejerce el pecado sobre las víctimas de este mundo. b) Si algo queda claro hoy en América latina es que hay que cargar con el pecado del mundo, que hay que estar abiertos a la posibilidad de la cruz. Y esa posibilidad es muy real. América latina es, con abrumadora diferencia, el continente en que ha habido más ataques al antirreino y por ello más persecución y más mártires desde el concilio. Sobre estos mártires hay que decir varias cosas importantes. En primer lugar, los mártires latinoamericanos de hoy se parecen históricamente más a Jesús que otros mártires del pasado. Independientemente de la santidad subjetiva de los mártires a lo largo de la historia, en estos tiempos se produce un tipo de martirio por las mismas razones que el martirio de Jesús. Los mártires latinoamericanos no son mártires por nada concreto eclesial, sino por la causa de la humanidad, son mártires de los pobres. Si Tomás Becket, como ejemplo, fue asesinado sobre el altar por defender los legítimos intereses y la libertad de la Iglesia, monseñor Romero fue asesinado por defender los intereses de los pobres, no los de la Iglesia. Los nuevos mártires son, pues, mártires del reino, mártires de la humanidad. En segundo lugar, el martirio en América latina es la forma más acabada de encarnación en la realidad latinoamericana. En las escalofriantes palabras de monseñor Romero: «Me alegro, hermanos, de que en nuestro país hayan asesinado a sacerdotes. Pues sería muy triste que cuando están asesinando a tantos salvadoreños no hubiese sacerdotes asesinados. Estos muestran que la Iglesia se ha encarnado en la pobreza». Los mártires, activos seguidores de Jesús, se convierten también en símbolos reales y
elocuentes de un martirio mucho mas secular, más masivo y más cruel: la crucifixión de pueblos enteros. En tercer lugar, los mártires muestran que es posible —porque de hecho ocurre— la convergencia entre realidad latinoamericana y realidad cristiana, que cuanto más se ahonda en una realidad más se ahonda en la otra, lo cual no es pequeño beneficio que nos dejan. Finalmente, el martirio es la forma más acabada de la santidad hoy, que vamos a llamar santidad política. La llamamos «política» porque el martirio se produce en nombre de la sociedad, de la ciudad, de la polys. Unos, los que defienden el antirreino, dan muerte a otros, los que defienden el reino. Y ese reino tiene una configuración histórica y social. Por anunciar éste y atacar el antirreino —no sólo por ejercer misericordia hacia individuos o pequeños grupos— se asesina a los mejores seres humanos y cristianos. Si algo muestra que el amor de los mártires ha sido político es, como en el caso de Jesús, su martirio. Y si se duda de que el amor cristiano tiene que ser político, los mártires, como los testigos por antonomasia de la fe, nos lo recuerdan. Y la llamamos «santidad» porque el martirio es el ejercicio más notable de la fe, la esperanza y la caridad. El martirio concreta de forma inigualable lo específico cristiano. Puesto en forma escandalosa, de lo cual está lleno el cristianismo, el martirio confronta con preguntas como éstas: ¿es verdad que es más feliz el que da que el que recibe? ¿es verdad que quien pierde su vida la gana? ¿es verdad que la salvación viene de un crucificado? ¿es verdad que hay que saltar de júbilo el día que nos persigan? Ante estas palabras, de forma escandalosa, se juega la esencia de nuestra fe. Se acepta en esperanza la tragedia de la historia: que para dar vida hay que dar de la propia vida. Pero con el martirio también se dice con toda claridad y sin ninguna ambigüedad lo que reconocidamente es la esencia del cristianismo: el amor. No hay mayor amor que el de dar la vida por los amigos. Y quien vive en el amor hasta este extremo simplemente vive. La espiritualidad martirial no es, pues, otra cosa que el amor a un mundo de víctimas. Esto es lo fundamental. A ello se añade la necesidad de espíritu de fortaleza para mantenerse fieles hasta el final y se sobreañade la credibilidad que genera en otros el martirio. La realidad martirial supone y genera también una espiritualidad específica en los sobrevivientes. Ante todo, el no olvidarles: «¡Ay de los pueblos que olvidan a sus mártires!», dice Pedro Casaldáliga. Después, el agradecimiento por el mayor amor que han mostrado. Por último, la invitación a entroncarse en la tradición que los mártires han creado con su amor y con su sangre. Los mártires —empezando con Jesús de Nazaret— generan una
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tradición poderosa, pascual. A ella hay que apuntarse y sobre ella hay que edificar para seguir adelante en la historia. 4.
La resurrección: la santidad del gozo
a) De Jesús se afirma que se le hizo justicia y que fue resucitado por el Padre. Por una vez, al menos, el verdugo no ha triunfado sobre la víctima. A la acción de los hombres de dar muerte al justo y al inocente, responde la acción de Dios de devolverle a la vida en plenitud. Jesús vive en plenitud y la derrama sobre los seres humanos. Es el señor de la historia. b) Para la espiritualidad —si lo dicho no son palabras inanes— esto significa que también ya en la historia se puede y se debe vivir como resucitados, que la espiritualidad tiene que asumir también la dimensión de resurrección. Esta nada tiene que ver con intentos estériles de tratar de vivir en la historia la «inmaterialidad» de la actual realidad de Jesús, de intentar —intencionalmente— asociarse a la actual realidad de Jesús. De todo ello da buena prueba la historia de la Iglesia, cuando ha presentado como estado de perfección la vida religiosa porque los votos pondrían a sus miembros, estructuralmente, en una realidad menos material. Y sus peligros son obvios. En nombre de la inmaterialidad se abandona la carne de este mundo a su miseria. Si la resurrección es vida en plenitud, ésta sólo puede ser amor en plenitud. ¿Cómo vivir el amor en plenitud en esta vida? La respuesta es sencilla: rehaciendo el seguimiento de Jesús con el espíritu de Jesús sobre esta tierra. Quien así vive, vive ya como resucitado en las condiciones de la historia. Sin embargo, la resurrección tiene también la dimensión de triunfo, el triunfo de la vida sobre la muerte; y la pregunta es cómo se refleja esa dimensión en la espiritualidad en los seguidores de Jesús. El reflejo en la historia de lo que la resurrección tiene de triunfo creemos que consiste en la esperanza que no muere, en la libertad contra la esclavización y en el gozo que supera a la tristeza. La esperanza que no muere se basa en la convicción de que el amor no muere y siempre permanecen sus frutos. En la convicción de que el verdugo no triunfará sobre la víctima, de que en el fondo de la realidad está lo bueno y lo positivo, a lo que hay que seguir llamando Abbá, Padre. La libertad en el seguimiento de Jesús no es sólo ni fundamentalmente la libertad del liberalismo, la que exige los propios derechos —aunque se posean—, ni la libertad del esteticismo que apremia al ser humano a hacerse libremente a sí mismo —aunque 470
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haya belleza en ello—. Es la libertad del amor, de quien no está atado a nada para hacer el bien, de quien da la vida, sin que nadie se la quite. Es la libertad de Pablo para esclavizarse a todos, es la libertad de Jesús a quien no le quitan la vida sino que la da. El gozo en el seguimiento de Jesús es, por último, el haber encontrado la perla preciosa y la perla escondida, con lo cual desaparece la tristeza. Como cuenta Gustavo Gutiérrez, en palabras de un campesino, lo que se opone al gozo no es el sufrimiento —y de ello los pobres tienen más que suficiente experiencia—, es la tristeza. Y el campesino decía que, aunque sufrientes, no están tristes. Vivir con gozo es vivir con último sentido, con capacidad de agradecer y de celebrar, de ser para otros y estar con otros. Por ello se puede orar con gozo, como Jesús, cuando los pequeños han entendido, y se puede celebrar con gozo, como Jesús, cuando los pequeños, los depreciados y los amigos también, se sientan alrededor de una mesa. De esta forma se hace presente lo que de resurrección hay ya en la vida, bajo las condiciones de la existencia. Es la presencia de la trascendencia en lo que tiene de plenitud bajo las condiciones históricas. Lo que hay que añadir es que en América latina, en un continente de muerte, muy paradójicamente, esa vida en plenitud ha sido facilitada y ofrecida a todos por los pobres de este mundo. Los crucificados que están en trance de resurrección generan y facilitan esa esperanza, esa libertad y ese gozo. Las hacen contagiosas.
IV. LA ESPIRITUALIDAD TEOLOGAL CRISTIANA
Después de haber analizado la espiritualidad del seguimiento de Jesús en la historia de hoy, retomemos, para terminar, la dimensión teologal de la espiritualidad, ahora específicamente cristiana. En otras palabras, la experiencia de Dios, el encuentro con el Dios de Jesús. Seguimiento es correlativo a caminar. Si cristológicamente hay que proseguir a Jesús a lo largo de la historia, teologalmente hay que caminar con Dios en la historia, como dice Miqueas. Desde la fe ese caminar con Dios, con toda la humildad de la que habla Miqueas, lleva al último y definitivo encuentro con Dios, cuando «Dios sea todo en todo» (1 Cor 15, 28). Pero, ¿qué hay ya de encuentro con Dios en la historia? O, más exactamente, ¿qué hay ya de dejarse encontrar por Dios? Las espiritualidades concretas, místicas, contemplativas, ascéticas, describen la experiencia de este encuentro con Dios de formas diversas. Aquí, sin embargo, para saber qué es lo central de ese 471
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encuentro, volvemos a Jesús, al homo verus. De esa forma, metodológicamente, intentamos que toda espiritualidad posterior, aun la de la mística más elevada, esté normada por la experiencia de Dios que tuvo Jesús, y no a la inversa. Cuando Jesús se pone delante de Dios, por una parte, lo llama y experimenta como Padre, lo absolutamente cercano, bueno, tierno. En ese Padre descansa últimamente su corazón y eso le llena de alegría. Jesús se alegra en el Padre, se alegra de que Dios es bueno y de que es bueno que haya Dios. Encontrarse con Dios para Jesús es dejarse encontrar por el Dios bueno, en el que puede descansar y en el que puede siempre confiar. Por otra parte, cuando Jesús se pone delante del Padre, lo encuentra como Dios, como último misterio inefable e inmanipulable, a quien hay que dejar ser Dios. De ahí su activa y total disponibilidad a Dios, su absoluta obediencia. Jesús, pues, descansa en el Padre, pero el Padre no le deja descansar. Aun en la total confianza, Jesús deja a Dios ser Dios. Así, creemos, se da el encuentro con Dios a lo largo de la historia en la apertura y aceptación mantenida de la dialéctica de Dios-Padre. En lenguaje más sistemático, se puede decir que el encuentro con Dios se da en «afinidad» y en «alteridad». En afinidad, al actualizar la confianza en el Dios bueno que lleva a hacernos —a la manera histórica— como el Dios bueno. «Sean buenos del todo como el Padre celestial es bueno». Incluso en afinidad a lo que en Dios hay de misterio, al actualizar la utopia, dejándonos llevar por su atracción hacia un futuro más de Dios, en paz, justicia, reconciliación, y en el intento de simultanear en la historia lo que difícilmente se deja simultanear: paz y justicia, verdad y perdón... En alteridad, al mantener siempre la apertura al misterio de Dios, a lo novedoso y aun escandaloso de Dios, que llega hasta la captación de un Dios crucificado, por ser el Dios misterio. En palabras de G. Gutiérrez, «hay que contemplar a Dios y hay que practicar a Dios». Nos encontramos con Dios al realizar su bondad, lo cual es una práctica, y al dejarle ser Dios, lo cual es contemplación. Nos encontramos con Dios al responderle, manteniendo siempre su alteridad, y al corresponderle haciendo real su propia realidad en nuestra historia. Dicho todavía de otra forma, nos encontramos con Dios al ser in actione contemplativus, como dice san Ignacio. En la acción correspondemos al Dios bueno y el presupuesto teologal de esa acción es la bondad de Dios. Y en la contemplación buscamos el rostro de Dios: buscar y hallar su voluntad, como repetía san Ignacio, bajo el presupuesto teologal de que Dios es misterio, y es lo que hay que buscar y hallar. Esta confianza y esa obediencia realizadas ante el misterio de Dios es lo que bíblicamente se llama fe. Experiencia de Dios, 472
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encuentro con Dios, no es otra cosa que fe, y, a la inversa, fe es experiencia de Dios y encuentro con Dios. De ahí que una síntesis de la dimensión teologal de la espiritualidad teologal es la afirmación de la carta a los Hebreos: «Jesús es el que ha vivido originariamente y en plenitud la fe», lo cual se desglosa de nuevo como misericordia hacia los seres humanos —el corresponder al Padre bueno— y como fidelidad —el responder siempre al misterio de Dios. Este encontrar a Dios acaece siempre, lógicamente, al haber sido el ser humano encontrado por Dios: «Antes de que me hablen yo les responderé», y Dios es el padre que sale y se adelanta todos los días a esperar la llegada del hijo. Esta experiencia de gratuidad es central y específica de la experiencia cristiana de Dios. No es programable, por definición, ni es conceptualizable antes de que ocurra. Pero ocurre. Junto a la exigencia de Dios, está su autoofrecimiento y se da la aceptación: «Me has seducido, Yahvé, y me dejé seducir». Es la dimensión de «buena noticia» de la experiencia de Dios que traspasa todo lo cristiano, la buena noticia como lo bueno, inesperado e inmerecido: Dios mismo que nos sale al encuentro. Es el «Dios que nos amó primero». Este encuentro con Dios, como confianza, disponibilidad y agradecimiento se da ante todo en la vida real del creyente, en su fe, esperanza y caridad reales. Pero tiene también que ser puesto en palabra. A ello lleva la constitución humana del creyente, pero también el contenido de la experiencia. La confianza y la disponibilidad tienen que ser puestas en palabras, pero sobre todo lo tiene que ser el agradecimiento. No hay agradecimiento que pueda permanecer mudo a la larga. Elevar la realidad vivida a palabra densa es lo que podemos llamar oración. Esta no es algo adecuadamente distinto, ni menos separado de la vida real, sino que es la expresión de la vida real ante Dios. Es expresar, densamente, el sentido de una realidad vivida. Como Jesús, orar es decir confiadamente: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Como Jesús, es decir en absoluta disponibilidad: «Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya». Como Jesús, es decir con gozo y agradecimiento: «Me alegro, Padre, porque los pequeños han entendido». A lo que nosotros tenemos que añadir también la oración del hijo pródigo: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». Esta experiencia de Dios, el encuentro con Dios en la historia y su puesta en palabra en la oración, tiene una dimensión estrictamente personal y también comunitaria. El creyente seguidor de Jesús, que vive en la historia, que la hace y la padece, se encuentra confrontado con la verdad, la vida, la cruz y la esperanza. Todo ello le remite al misterio de Dios. Pero ese misterio le sale también al encuentro poniéndole un nombre, concreto e intransferible. El 473
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Dios misterio llama por su nombre a Abraham y le pide que salga de su casa y vaya al lugar que él le mostrará. A Jeremías le llama por su nombre y le envía a profetizar. A María le llama por su nombre y le anuncia la buena noticia de que, a través de ella, Dios será «Dios con nosotros». Al ponernos nombre, Dios se relaciona con nosotros personalmente. Y por ello también los seres humanos han osado ponerle nombre a Dios. En esto está lo personal del encuenTo con Dios. Significa, en cuanto personal, indelegabilidad, soledad ante Dios a veces, plenitud otras. Pero lo importante es que ocurre ese encuentro personal. Y mucho apreciaba monseñor Romero recordar esta eterna verdad. Mes y medio antes de su asesinato, en una famosa homilía en la que fustigó atrocidades y defendió a un pueblo oprimido, habló también de lo mejor que él podía ofrecer: «¡Quién me diera, queridos hermanos, que el fruto de esta predicación fuera que cada uno de nosotros fuéramos a encontrarnos con Dios y que viviéramos la gloria de su majestad y de nuestra pequenez...! Ningún hombre se conoce mientras no se haya encontrado con Dios». Pero esta experiencia personal no es individualista. Al encuentro con Dios le pertenece por esencia el hacerlo dentro de todo un pueblo de Dios, de una comunidad. La experiencia personal de Dios tiene que estar abierta a la experiencia que otros seres humanos hacen de Dios. Tiene que estar abierta a dar de la propia experiencia de Dios y a recibir la de los otros. A priori puede ya decirse que Dios es Dios de un pueblo y que la experiencia de Dios tiene que ser hecha por todo un pueblo. En lenguaje más sistemático, debe decirse que no hay ninguna experiencia personal concreta que agote el misterio de Dios y que entre las experiencias personales concretas de todo el pueblo de Dios puede ir acercándose asintóticamente al encuentro con Dios en plenitud. Por ello a la dimensión teologal de la espiritualidad le pertenece su «popularidad», su apertura a dar a otros y a recibir de otros. Nadie debiera ser tan timorato que pensase no tener nada que ofrecer a otros de su propia fe, y nadie debiera ser tan presuntuoso como para pensar que no puede recibir para su propia fe de la de otros. Históricamente esto es algo que cada vez parece más evidente. La antigua división —el lenguaje usado hasta hace muy poco— entre la fe del «ilustrado» y la fe del «carbonero», si se presenta como división insalvable, es muy poco cristiana. Indudablemente la fe de cada uno de esos grupos y su modo de encontrarse con Dios tiene sus especificidades que no pueden ser borradas voluntaristamente. Pero el ilustrado debe ofrecer lo mejor de su fe al carbonero y recibir lo mejor de la fe del carbonero. Y a la inversa. En la actualidad, es experiencia repetida que creyentes de diversas latitudes, con historias y fes personales muy distintas, están llegando a creer y a encontrarse con Dios unos con otros.
Campesinos e intelectuales, latinoamericanos y grupos del Primer Mundo, varones y mujeres, se están llevando mutuamente en la fe. Y esto es el nivel más preclaro de la solidaridad: encontrar a Dios como comunidad, como pueblo diferenciado dentro de sí mismo, sí, pero como pueblo al fin y al cabo, dentro del cual cada uno lleva y es llevado en su fe. Digamos para terminar que el encuentro con Dios tiene su propio lugar. Determinar éste no es en último término algo que pueda hacerse de antemano en sentido estricto, precisamente porque se trata de encontrar o mejor dicho de ser encontrado por Dios. Y nadie puede dictar a Dios dónde haya de salir al encuentro. Pero desde la fe, dos cosas se pueden decir si se unifican dialécticamente: «No es una verdad filosófica, pero sí es una verdad cristiana que quien busca a Dios ya lo ha encontrado» (K. Rahner), «no se trata de buscar a Dios, sino de encontrarlo allí donde él dijo que está, en los pobres de este mundo» (P. Miranda). Con lo primero se quiere decir algo importante, aunque en el fondo tautológico. Dios nunca abandona a un hombre honrado —incluso se ofrece a los ingratos—, y el mismo Dios está actuante en esa honradez. La mediación de ese encuentro con Dios puede ser múltiple, y así lo atestigua la historia. Pero lo segundo no es tautología, sino que es revelación. El lugar por antonomasia, el lugar privilegiado del encuentro con Dios, y el lugar más apto en la realidad actual de este mundo y según la conciencia que ha generado ya este mundo, es el mundo de los pobres. Así lo sanciona y proclama Mt 25. Dios está en los débiles, en los pobres, en los desvalidos. Está escondido, pero allí está. Más radicalmente, en la actual situación latinoamericana, Dios está presente en pueblos crucificados, en innumerables hombres y mujeres empobrecidos hasta límites insospechados, en los encarcelados, en los torturados, en los desaparecidos, en los asesinados. En ellos, como dice san Ignacio en las contemplaciones de la pasión de Jesús, «la divinidad se esconde». Pero, aunque escondido, allí está Dios. Contemplar a Dios en esos pueblos crucificados no es lo esperado, pero eso hay que contemplar o, al menos, por ahí hay que empezar para contemplar a Dios. Practicar a Dios ante esos pueblos crucificados es bajarlos de sus cruces. No todo encuentro con los pobres de este mundo es ya necesariamente encuentro con Dios, pero no puede haber encuentro con el Dios de Jesús sin encuentro con los pobres y crucificados. Por ello, como se ha repetido en América latina, el encuentro con el pobre es una experiencia espiritual, una experiencia de Dios. Y desde ahí cobra lógica histórica la proclamación de Miqueas ya citada. Ante los pobres y los pueblos crucificados la exigencia queda absolutamente clara: practicar la justicia y amar con ternura. Y de esa manera se camina con Dios en la historia, humildemente. Lo que Jesús
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añade a esta exigencia es que ese caminar humilde es verdadero caminar con Dios y hacia Dios. El seguimiento de Jesús es caminar hacia Dios y caminar con Dios en la historia. A ese caminar es al que invita Dios, y ese caminar es la espiritualidad. SUFRIMIENTO, MUERTE, CRUZ Y MARTIRIO
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Empecemos explicitando tres supuestos y mostrando las partes de nuestra exposición. 1. El presupuesto epistemológico-existencial dice: todo pensamiento, y también toda teología, profundos han de enmudecer ante la realidad del sufrimiento, la muerte, la cruz y el martirio. Sólo si hay una base permanente de solidaridad práctica y de oración creyente podrá decirse algo con sentido. Y esta palabra ha de ser muy consciente de su función y de sus límites. Su función: iluminar la solidaridad y hacer posible la verdadera oración. Sus límites: no ha de ser una palabra racionalista que explique el problema del sufrimiento; sino una palabra que conduzca a custodiar y aun radicalizar tanto el misterio negativo del mal como el misterio último de la solidaridad, que alberga y acoge en sí la esperanza mayor del futuro. Si la teología de la liberación ha ido teniendo el atrevimiento de balbucir algunas palabras creíbles sobre estas realidades, ello se debe a los siguientes factores: 1) ha tomado en serio el dolor más grande de las mayorías oprimidas, desenmascarando como ideológicas las explicacines dominantes, incluidas las pseudoteológicas, de tales sufrimientos; 2) expresa fundamentalmente un renacer a la efectiva solidaridad; 3) expresa también cómo muchos creyentes han encontrado en el recuerdo de Jesucristo la exigencia y la posibilidad de ser solidarios hasta el final, hasta el amor más grande, incluso de entregar la vida. Dicho en una palabra: la teología de la liberación puede ir articulando una teología liberadora de la cruz, porque quiere expresar y potenciar la solidaridad con el dolor mayor de nuestro mundo, y lo quiere hacer testimoniando el amor mayor —el de su recuerdo central: la vida y pasión de Jesús, y el de sus mártires: los que han 476
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mantenido la solidaridad hasta la entrega de la propia vida en esperanza. 2. El presupuesto teórico-teológico dice: la elaboración teológica acerca del sufrimiento, muerte, cruz y martirio es un capítulo de la cristología soteriológica de la liberación que se presenta a sí misma como soteriología histórica. Por cristología soteriológica entendemos la que integra el misterio de la persona de Jesús y su realidad salvífica. Y por soteriología histórica nos referimos a la que anuncia la salvación «trascendiendo a la historia en la historia y al modo de la historia» (Ellacuría). Destaquemos dos consecuencias de este presupuesto: 1) todo lo que aquí digamos sólo puede entenderse cabalmente como parte esencial de una cristología que articula el misterio salvador de Jesús desde el seguimiento liberador de su camino; 2) el reto de una teología liberadora de la cruz es llegar a ser una auténtica soteriología histórica. Ello incluye: a) afrontar los grandes sufrimientos históricos; b) afrontarlos históricamente, es decir, con auténtica responsabilidad de transformación histórica; c) acceder en este afronte y esta responsabilidad a la experiencia y el anuncio de la salvación universal y definitiva. 3. El presupuesto teológico son los varios aportes que los teólogos de la liberación han hecho a nuestros temas. Aquí simplemente evocamos los más importantes: 1) J. L. Segundo ha fundado con vigor que la sensibilidad hacia el sufrimiento ajeno es condición indispensable para cualquier acercamiento válido a la revelación. 2) L. Boff y Jon Sobrino han elaborado profundamente la relación entre la muerte de Jesús y la liberación en la historia. 3) L. Boff y González Faus han criticado los modelos de comprensión sobre el valor redentor de la muerte de Jesús que apuntan ideológicamente a la heterodoxia y han sugerido los que apuntan a una ortodoxia liberadora. 4) I. Ellacuría ha delineado una soteriología histórica en base a la correlación entre Jesucristo crucificado y el pueblo crucificado de las mayorías oprimidas, inspirándose en una relectura del siervo de Yahvé. 5) C. Mesters y Gustavo Gutiérrez han aportado una profunda teología narrativa de los sufrimientos y esperanzas del pueblo. El primero deletreando, también inspirado en el segundo Isaías, «la misión del pueblo que sufre». Y el segundo actualizando hoy el combate espiritual de Job para «hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente», y descubriendo las grandes líneas del itinerario espiritual y liberador de un pueblo oprimido y creyente. 6) L. Boff ha vuelto una y otra vez sobre el lenguaje y la hermenéutica adecuados para «predicar la cruz en una sociedad de crucificados». 7) Boff, Sobrino, Hernández Pico y Casaldáliga han dado cuenta teológicamente de la peculiaridad del martirio en el contexto de la Iglesia latinoamericana.
Es obvio que no podemos aspirar, en los límites de este artículo, a sintetizar todos estos aportes. Es claro también que una teología de la cruz ha de ser muy modesta y fundamentalmente narrativa. Sin embargo, si es verdad que en la respuesta solidaria ante el sufrimiento y ante la muerte se hace presente connaturalmente la buena noticia del evangelio, de la cruz y la resurrección de Jesucristo, vale la pena el intento reverente de formular las grandes líneas de una teología liberadora de la cruz. Aunque el resultado no sea más que un bosquejo provisional y parcial. Dentro de estos límites formularemos seis tesis: las dos primeras intentan ser una caracterización global de la teología liberadora de la cruz: lo que ahí se afirma es bien simple, pero creemos que radical e iluminador: que la teología de la cruz ha de ser, en primero y en último término, una teología de la solidaridad cristiana con los oprimidos. La primera tesis, de tinte más bien polémico y epistemológico, define la teología liberadora de la cruz por su atención a la historia y a la praxis en contraposición a todas las teologías de la cruz individualistas e idealistas. La segunda, más de contenido, la define por la solidaridad cristiana. En las últimas cuatro tesis se dice una palabra, fundamental pero no exhaustiva, sobre las cuatro realidades de nuestro título: sufrimiento, muerte, cruz y martirio. La preocupación matriz en todas ellas será mostrar que en la solidaridad cristiana con las víctimas, especialmente con los pobres, se puede experimentar y anunciar liberadora y redentoramente la cruz y la resurrección de Jesucristo.
Tesis 1: La teología liberadora de la cruz puede caracterizarse formalmente como una teología que por ser historizada y práxica puede actualizar de una manera (más) efectiva el recuerdo de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, evocado escatológicamente bajo el nombre de Dios. Con ello es al mismo tiempo una teología negativa del pecado y una teología positiva de la liberación y la redención. En primer lugar, la teología liberadora de la cruz pretende criticar y superar las teologías de la cruz individualistas, idealistas y fatalistas. En los diversos mundos contemporáneos dominantes la teología de la cruz resulta insignificante tanto para la apatía del ethos capitalista de la posesión, el dominio y la satisfacción de necesidades, como para el ethos progresista lineal, igualmente impermeable al sufrimiento, como para la mayoría de los talantes postmodernos que con su renuncia a la razón y a la utopía no hacen sino agudizar y justificar el egoísmo individualista con
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I. TEOLOGÍA LIBERADORA DE LA CRUZ: CARACTERIZACIÓN GLOBAL
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ribetes de profundidad neopagana. En este contexto, la teología y la pastoral intuyen certeramente, como lo hizo el Sínodo de 1984, que se requiere una vigorosa teología y predicación de la cruz. Pero ésta suele resultar insuficiente porque su individualismo e idealismo la encuadran en los sistemas dominantes. En efecto: 1) una teología de la cruz individualista se concentra o en darle valor al individuo para las necesarias renuncias (teología de la cruz ascética) o en ayudarlo a encontrar el sentido de sus sufrimientos (teología de la cruz existencial); 2) la idealista intenta encontrar el sentido del sufrimiento enfatizando el argumento, la interpretación, la crítica o la reconstrucción histórica. Pero el indivualismo y el idealismo permiten que, incluso si esas teologías tienen éxito, la definición decisiva de los valores y proyectos de vida permanezca entregada a los sistemas dominantes. De tal modo que el personalismo ascético o existencial o las más sublimes interpretaciones globales tienen a lo más una función psicologista de terapéutica individual y, aun sin quererlo, de justificación ideológica, al menos en el sentido de un nuevo fatalismo ilustrado en relación al sufrimiento mayor de los pobres y oprimidos. Y se vuelven incapaces de anunciar la salvación universal y el llamado a la solidaridad que se proclama en la cruz de Jesucristo. Que estas teologías de la cruz desemboquen, intraeclesiásticamente, en un pesimismo sobre la historia secretamente aliado a la nostalgia por una Iglesia institucionalmente poderosa y por ello supuestamente salvadora, es la paradoja nada misteriosa de una teología de la cruz que no lleva a morir en solidaridad con los abandonados y fuera de la ciudad, sino a buscar mayores índices de un poder en el fondo homogéneo al que se vive en el centro de las sociedades actuales. En segundo lugar, la teología liberadora de la cruz se caracteriza como historizada. Sitúa en la historia los diversos tipos de sufrimiento, muerte y cruz. Por esta historización no se disuelve al individuo, sus sufrimientos y su muerte, en la colectividad y las estructuras, sino que se le sitúa en el punto en donde lo individual y lo social se implican mutuamente: en el horizonte de la solidaridad responsable en relación a la historia. Y esta historización no se hace en primer lugar por razones sociológicas o políticas, sino por razones teológicas: porque el Dios en quien creemos es el que llama a todos los hombres a ser sujetos solidarios y responsables en su presencia. En virtud de esta responsable solidaridad teologal la teología liberadora de la cruz, aunque mantiene en muchos aspectos su no-saber acerca del sufrimiento y la muerte, afirma con igual fuerza un doble «saber» crítico y existencial de hondas repercusiones políticas: 1) la historia de la opresión social (económica, política, racial...) no es una historia natural, sino que es una historia humana en muchos
aspectos culpable y en la que hay amplios campos para la responsabilidad ética y política de los hombres; 2) las historias individuales de sufrimiento y muerte —sean efecto de la opresión social o expresión de la finitud o la culpa individual— sólo alcanzan rango cristiano (liberado y liberador, redimido y redentor) si se ponen al servicio del sufrimiento ajeno, especialmente del sufrimiento injusto, inocente y generalizado. «Sólo el que pierde su vida por mí y la buena noticia del reino la salvará». En virtud de estas convicciones teologales y cristológicas la teología liberadora de la cruz requiere de un análisis socio-histórico serio tanto de la causalidad estructural de los sufrimientos como de las ideologías, y aun culturas, que encubren aquélla favoreciendo la injusticia, la apatía y la insolidaridad. En tercer lugar la teología liberadora de la cruz se caracteriza como práxica. Quiere decir que no alcanza su propia palabra cognitiva mediante la mera teoría, sino a través de la práctica. Ante el sufrimiento y la muerte interrumpe sus argumentos y reflexiones para luchar primero contra el sufrimiento y cargar solidariamente con él. En esta práctica, que hemos de definir mejor en la siguiente tesis, conoce. Sólo una práctica efectivamente solidaria es capaz de superar el cúmulo de condicionamientos que los contextos de acción y de comunicación imponen. Para decirlo concretamente, la práctica de la opción por los pobres hace posible no sólo la crítica de las estructuras de opresión, sino también la plausibilidad humana de la necesaria utopía histórica y la experiencia aguijoneante del sentido incondicional del amor entregado. Esta incondicionalidad aparece en la práctica a la vez como exigencia imperiosa y como posibilidad gratuita, y contiene en sí la urgencia y la esperanza de un futuro de vida para las víctimas, para los héroes y los mártires, para los que mueren e incluso para los que matan. En cuarto lugar, la teología liberadora de la cruz, por ser historizada y práxica, puede evocar efectivamente la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. No afirmamos que la rememoración se vuelva necesaria, pero sí que se hace connatural. Con la afinidad de la compasión, el compromiso y la lucha, la abnegación, la fidelidad y la esperanza. Hay además en el sufrimiento y en la lucha contra el sufrimiento tales abismos de sinsentido y de sentido inexpresables que crean un espacio de expectación y de rebeldía negativamente abierto al escándalo y el gozo indeducibles del hecho y la palabra de la cruz, evocados bajo el nombre de Dios, como condena radical del pecado y como radical liberación redentora. En cambio, una evocación meramente teórica e individualista de la pasión del Señor, tiende a quedar cautiva en los valores y en el contexto social de quien la evoca y se convierte, así, en adorno religioso de una vida irre-
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denta, que se resiste a la conversión y también al verdadero consuelo. Finalmente, conviene acentuar que la teología liberadora de la cruz, porque lucha históricamente contra el sufrimiento histórico y carga con él, está capacitada para ser con seriedad humana y cristiana una teología negativa y una teología positiva. Negativa porque, debido a su cercanía práctica y existencial al sufrimiento injusto, no puede suavizar interpretativamente el sinsentido de éste, sino que ha de mantenerlo y aun radicalizarlo teológicamente. Teología positiva porque en su experiencia del don y la práctica de la solidaridad incondicional, incluso de la solidaridad hasta el final, puede y debe anunciar la buena noticia de la esperanza liberadora y redentora. Tesis 2: La teología liberadora de la cruz se define materialmente por la solidaridad cristiana. Que es una solidaridad: histérico-práctica, afectiva y efectiva, parcialista y universal, transformadora y kenótica, posibilitada y normada por el acontecimiento liberador y redentor de Jesucristo. Sin pretender una teología de la solidaridad, destaquemos algunos rasgos de ella particularmente iluminadores para una teología liberadora de la cruz: 1. La solidaridad cristiana explícita las dimensiones históricas y prácticas de lo que el Nuevo Testamento llama «ágape» y «koinonía». Por ello es, inseparablemente, solidaridad afectiva hacia el prójimo y las multitudes, y solidaridad efectiva para realizar histórica y prácticamente la comunión real entre los hombres. 2. Precisamente como amor histórico y práctico, afectivo y efectivo, la solidaridad cristiana implica una rica y múltiple relación hacia el sufrimiento, la muerte y la cruz, realidades histórico-prácticas absolutamente centrales: a) se deja afectar por los sufrimientos de los demás —personas y colectividades— asumiéndolos como propios; b) actúa contra los sufrimientos social o técnicamente evitables de los demás, sin paralizarse por el temor al propio sufrimiento, y aun muerte, que tal acción puede provocar o va probablemente a provocar; c) asume como propia la búsqueda (o el anuncio) de la esperanza para todos los sufrimientos de suyo inevitables (como el sufrimiento de la finitud y de la muerte) o de hecho ya inevitables (como el sufrimiento por los ya muertos o por las culpas ya realizadas). 3. La solidaridad cristiana es ante todo solidaridad con las víctimas de la injusticia humana socio-histórica: a) porque así está testimoniado como escandalosa buena noticia en la palabra y la acción de Jesús de Nazaret, quien proclama y practica una correlación esencial entre Dios y su reino por un lado, y los pobres, los oprimidos, los despreciados y su liberación, por otro;
b) porque la propia solidaridad entre los hombres, si no incluye en primer lugar a las víctimas, se pervierte a sí misma en pacto o intercambio interesado de los verdugos entre sí (que a la primera oportunidad cobrarán nuevas víctimas entre sus antiguos socios); c) porque incluso la búsqueda o el anuncio de la esperanza para las dimensiones más personales del sufrimiento (la finitud, la enfermedad inevitable, la muerte, la culpa ya realizada) se vuelve mezquina y contradictoria si acepta de hecho, por acción o por omisión, la «muerte matada», la muerte antes de tiempo de las grandes mayorías, que es sin duda el más grave y mortal de los pecados contemporáneos. Así, porque ha de ser en primer lugar solidaridad con las víctimas, su universalismo se hace cristiano y efectivamente redentor a través de la parcialidad liberadora con los empobrecidos. 4. La solidaridad cristiana es, inseparablemente —aunque haya momentos procesuales diversos—, solidaridad eficazmente transformadora, y solidaridad «encarnatoria» y «kenótica». Esta es una nota histórico-práctica decisiva de la solidaridad cristiana, por la que se convierte en el quicio de la teología liberadora de la cruz. Por ella tiene que ver tanto con la historia del sufrimiento debida a la opresión social, como con los sufrimientos debidos a la finitud y a la culpa; y relaciona entre sí el afronte liberador y redentor de unos y otros sufrimientos (¡no adecuadamente distintos!), enmarcando los segundos en los primeros, según el modelo de la solidaridad del reino de Dios en el seguimiento de Jesús. Por ella está siempre atravesada por la incondicionalidad del ágape y por la búsqueda responsable, arriesgada y creadora de la koinonía. Ella coloca siempre de nuevo ante la tarea urgente de la liberación histórica, y abre los espacios para la experiencia y el anuncio de la redención, en la entrega esperanzada y en la gratuita liberación de la libertad, que nace del acontecimiento de Jesús: y ambas cosas las hace en virtud de la misma incondicionalidad —recibida y realizada— del amor, y por el único camino de la historia transformada en serio y trascendida bebiendo su cáliz hasta el final. Sobre esta característica hemos de volver una y otra vez en nuestras tesis posteriores. Baste aquí apuntar a su comprensión y fundamentación básicas. Su fundamentación más radical y originaria es cristológica: Jesús luchó contra el pecado y cargó con el pecado. Jesús fue solidario en la lucha desde el reino de Dios contra los sufrimientos personales y socio-históricos, y se mantuvo solidario y fiel hasta el final, asumiendo los conflictos y la muerte que los poderes socio-históricos le infligieron, manteniendo siempre, incluso en la oscuridad mortal, la confianza en el Dios del reino y el amor, como radical juicio profético y como oferta de perdón universal. Fue matado por su solidaria y profética acción
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transformadora; y murió por su radical solidaridad redentora. La expresión práctica de esta solidaridad no es otra que el seguimiento creyente de Jesús: trabajo por el reino en la solidaridad liberadora —parcialista por los empobrecidos— y apasionada disposición a compartir los sufrimientos mesiánicos, en la identificación parcialista con los que sufren y en la universalidad redentora del perdón a los enemigos y la confianza en el Padre. Dicho de otra manera: búsqueda del mayor servicio liberador de los pobres; y búsqueda de la mayor semejanza con Jesús, precisamente como siervo de Yahvé, que carga con el pecado de «muchos» a causa de la insoportable libertad e incondicionalidad subversivos de su servicio transformador. Los imperativos o dinámicas ético-teologales que sustentan esta solidaridad transformadora y kenótica, son: sé solidario; sé eficazamente solidario; y no temas. Sé solidario principalmente con los empobrecidos y los últimos; afronta eficazmente las causas de la opresión y la marginación; no temas a los poderes que te marginarán y oprimirán si afrontas las causas de la opresión, pero que no pueden matar a la solidaridad misma incondicional en la que consiste Dios mismo y la vida indestructible. Sistemáticamente habría que decir que esta dinámica transformadora kenótica de la solidaridad no es sistematizable, porque en ella se albergan tanto el misterio negativo del pecado que hay que quitar incondicionalmente porque mata al Hijo y a los hijos de Dios, como el misterio, aún mayor, del amor incondicional de Dios que mata al pecado y a la muerte, muriendo y dejándose matar. Se trata por tanto de una unidad tensa, que es posible narrar en la historia de Jesús, que es posible vivir en su seguimiento, cuyos elementos hay que discernir concretamente en la luz inmanipulable del Espíritu: pero cuya unidad queda remitida a ser vislumbrada y saboreada en las victorias históricas del reino de Dios y a ser plenamente manifiesta en la realización definitiva del reino por la resurrección de los muertos. 5. Resta explicitar una palabra sobre la dimensión cognitiva de nuestra tesis: a través de la solidaridad cristiana —y sólo a través de ella radicalmente— se alcanza la palabra deliberadora y redentora de la cruz. Ya los profetas del Antiguo Testamento lo intuyeron. Fijémonos sólo en un texto: «Comparte tu pan con el hambriento y entonces tu luz brillará como la aurora» (Is 58, 10). Podríamos parafrasear: sé solidario y entonces conocerás el despuntar de la esperanza. El contexto del pasaje muestra claramente: a) que la solidaridad incluye la justicia; b) que la iluminación se refiere a la búsqueda de un sentido y una esperanza que globalizan los más diversos sufrimientos individuales y sociales, «terrenos» y «religiosos»; c) que se está polemizando contra la insuficiencia y aun inutilidad de otros caminos de búsqueda de luz (meramente cultuales o teóricos). Esta tesis de Isaías, hay que reconocerlo, 484
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alcanza su crisis mayor —¡y su insospechada plenitud!— en la cruz de Jesús. La solidaridad liberadora de Jesús provocó que, según las imágenes joánicas, el poder de las tinieblas lo aplastara. Pero, a causa de que la solidaridad se mantuvo y llegó hasta el extremo, la hora de las tinieblas fue transformada en la hora de la manifestación de la gloria: «Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). «Y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de solidaridad fiel y gratuita» (Jn 1, 14). La fuerza cognitiva del sufrimiento se despliega en la solidaridad, y cuando ésta es a la par transformadora y kenótica hasta dar la vida, alcanza a vislumbrar, a «ver» incluso, la irradiación de la redención liberadora en la cruz.
II.
PERSPECTIVAS TEMÁTICAS
Aunque sufrimiento, muerte, cruz y martirio son realidades insondables, diremos sobre ellas quizás no lo que es más importante y hondo —y por ello indecible de una forma sistemática— sino lo que nos parece puede conducir mejor hoy a la práctica de la solidaridad y la esperanza y lo que puede custodiar mejor la palabra liberadora de la cruz que en dicha práctica y oración se experimenta y anuncia. Aceptamos de buena gana que hay muchos otros aspectos del sufrimiento y la muerte que una teología liberadora de la cruz ha de tratar con mayor diferenciación antropológica y teológica. Conviene también aclarar que nuestras cuatro tesis son acercamientos interrelacionados y no adecuadamente distintos a una realidad profundamente unitaria. Tesis 3: La solidaridad transformadora con el sufrimiento de las víctimas de la opresión socio-histórica —que debe considerarse como pecado y como el pecado central de nuestro mundo— es el lugar decisivo para la vivencia y la práctica humanizadoras de la redención de todo sufrimiento, y para su anuncio fiel y creíble. Partimos en nuestra tesis de tres presupuestos, que apenas podemos enunciar: 1) el sufrimiento humano ha de comprenderse básicamente como una dimensión de la praxis antropológica y socio-histórica de los hombres. (Quiere decir: el sufrimiento puede cosificarse, como destino fatal, y puede cosificar a los hombres hasta impedirles la praxis propiamente humana, e incluso matarlos; pero no es propiamente una cosa, sino un aguijón negativo de libertad y solidaridad que impulsa a la praxis solidariamente libertaria o que paraliza esa praxis, por ser ella misma dolorosa, e impulsa a prácticas apáticamente opresoras). 2) La cuestión teológica fundamental dice: ¿qué hay, en los sufrimientos reales, de sinsentido y pecado contra los que hay que luchar incondicionalmente?; ¿qué hay, en el sufrimiento, de sentido y gracia, que 485
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hay que acoger y practicar?; ¿cómo ha de configurarse, antropológica y socialmente, una praxis de sufrimiento liberadora y redentoramente iluminada, potenciada y consolada por la gracia de Cristo? 3) El horizonte final es el de la vida reconciliada y plena, en donde será enjugada toda lágrima; pero el reino de Dios se va realizando en la historia, con logros de vida y abundancia «al ciento por uno» y con tribulaciones y persecuciones. En su vertiente negativa nuestra tesis dice: la situación de pobreza, marginación y muerte de la mayor parte de la humanidad no es un hecho natural —aunque también incluya factores naturales—, sino que es una situación de opresión socio-histórica, que se debe a «un ordenamiento social promovido y sostenido por una minoría que ejerce su dominio en función de un conjunto de factores, los cuales, como tal conjunto y dada su concreta efectividad histórica, han de estimarse como pecado» (Ellacuría). Estamos, pues, ante un sinsentido radical en tres aspectos: carece de sentido la praxis de opresión de las minorías; es absurda la objetividad social de aquella praxis, pues produce muerte de forma estable y recurrente; de suyo carecen de sentido los múltiples sufrimientos del pueblo crucificado: hambre, represión, tortura. Nada puede suavizar interpretativamente ni la praxis ni las estructuras de la opresión, ni los sufrimientos mismos de los oprimidos. La teología liberadora de la cruz, lejos de suavizar este sinsentido, lo radicaliza absolutamente: estamos ante una situación de pecado, incluso ante el pecado central de nuestro mundo, porque mata efectivamente a los hijos de Dios y al Hijo de Dios y lo hace de una manera recurrente, masiva y encubierta (como corresponde a la dinámica del pecado del mundo, según el Nuevo Testamento). La teología liberadora de la cruz ha de colaborar a desenmascarar, mantener, expresar y radicalizar este sinsentido. Desenmascararlo tanto ante su naturalización fatalista tradicional, como ante los sutiles fatalismos ilustrados (que lo refieren todo a las meras estructuras sin sujeto responsable). Mantener el sinsentido ante todos los intentos teológicos o seculares de recuperar su escándalo. Debe ayudar a expresar su sinsentido, acogiendo y ayudando a articular el clamor del pueblo que sufre y que demanda, de una forma «cada vez más tumultuosa e impresionante, justicia, libertad, respeto a los derechos fundamentales de los hombres y de los pueblos» (Puebla 87); y acogiendo y ayudando a articular la lamentación del pueblo inocente en la presencia de Dios, el cual se niega, con Job, a explicar su sufrimiento como castigo de las culpas o simple destino, y busca un rostro de Dios que, manteniendo el sinsentido del sufrimiento infligido, le dé sentido al sufrimiento asumido en la lucha contra él. Debe, finalmente, radicalizar el sinsentido mostrando la identificación concreta entre la muerte del Hijo crucificado y la muerte del pueblo crucificado.
Positivamente afirmamos en síntesis que el lugar central de la gracia es la solidaridad transformadora con las víctimas de la opresión. De las muchas dimensiones de esta afirmación destaquemos y expliquemos sólo dos, especialmente centrales para una teología de la cruz: 1) El lugar de la liberación y redención de todo sufrimiento es la solidaridad con las víctimas de la opresión sociohistórica. 2) El pueblo que sufre no es sólo objeto de liberación y redención, sino que está llamado, cristológicamente, a ser el sujeto central de la liberación redentora de todos los hombres. 1) Que ante el sinsentido radical de la opresión sólo quepa la respuesta práctica de la solidaridad transformadora, debe ser evidente a estas alturas. Pero que, además, dicha solidaridad sea el lugar central de liberación y redención de todo sufrimiento, parece decir demasiado: parece valer para lo social, pero respetar poco el peso del dolor que hay en una enfermedad incurable, una radical decepción amorosa, una neurosis que se resiste a la curación, etc.parece prometer demasiado, y de una manera mágica, frente a la irreductible diversidad de los sufrimientos. Por ello hemos de fundamentar nuestra afirmación con hondura y con matiz: no estamos hablando de técnicas terapéuticas —necesarias y relativas—, sino de la estructura profunda de la redención liberadora según la revelación. El núcleo de la persona y el núcleo de los pueblos se acercan a la radical liberación redentora de sus sufrimientos en la medida en que ponen por encima de sus propias penas la solidaridad con las víctimas de la opresión social. Porque en esta praxis de solidaridad —que también es dolorosa personalmente y provocará nuevos sufrimientos por la persecución social— se accede a la incondicionalidad del amor —recibido y practicado— que lleva en sí la esperanza inquebrantable en la victoria del amor. Y sin esta praxis de solidaridad se está negando prácticamente la incondicionalidad del amor y la esperanza. Es evidente que, con estas reflexiones, no hemos dado un argumento radical, sino hemos explicitado una oferta que concreta el escándalo liberador y redentor de la cruz de Jesucristo. Argumentativamente no puede hacerse mucho más: sino invitar a la praxis de la solidaridad transformadora en la presencia de Dios, en la evocación del Crucificado y en la fraternidad vivida con el pueblo. Ahí seguirá la historia del sufrimiento, pero en el seno de una praxis redimida y redentora, liberada y liberadora. 2) Con respecto a la misión liberadora y redentora del pueblo que sufre, del pueblo crucificado, hemos de acercarnos a su misterio con cierta cautela: es evidente, contra todo dolorismo a la postre justificador de la injusticia, que la opresión y la crucifixión en cuanto tales ni liberan ni redimen: son el sinsentido y el pecado en su mayor densidad. Pero ni el pueblo crucificado es mero objeto, sino también sujeto, ni el sufrimiento es mera imposición
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sino también praxis. Pues bien, lo que debe afirmarse en el contexto de una soteriología histórica es lo siguiente: el pueblo crucificado está llamado, en Jesucristo, a ser el siervo de Yahvé liberador y redentor de toda la historia; empieza a serlo, cuando su propia existencia crucificada ilumina denunciatoriamente el pecado del mundo, invitando a la conversión, la justicia y la solidaridad; y va creciendo en su misión cuando: a) oprimido, se resiste él mismo a oprimir; b) mantiene la esperanza; c) lucha él mismo solidariamente por implantar el derecho y la justicia; d) deja a Dios ser Dios a través de su propio abandono confiado en las manos del Padre y del perdón a los enemigos. ¿Hay alguna verificación práctica de todas estas perspectivas sobre el sufrimiento? Anotemos sólo una: la de las bienaventuranzas: en la dolorosa solidaridad del pueblo crucificado hay alegría: Porque lo que se opone a la alegría es la tristeza, no el sufrimiento. alegría no fácil pero real. No es el gozo superficial de la inconsciencia resignación, sino aquella que nace de la convicción de que el maltrato sufrimiento injusto serán vencidos. Se trata de una alegría pascual corresponde a un tiempo de martirio (G. Gutiérrez).
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Tesis 4: La «muerte antes de tiempo» de las mayorías oprimidas es la visibilidad fundamental del pecado. La «lucha a muerte por la vida» en la solidaridad del reino y en la entrega esperanzada, sin reservas y sin cálculos, en las manos del Padre, es la visibilidad fundamental de la gracia. Pretendemos mostrar que la teología moderna de la muerte, pese a su valiosa hondura existencial, se queda por debajo de la denuncia y del anuncio del evangelio neotestamentario de la vida. Y sugerir las grandes líneas de una teología liberadora acerca de la muerte. Indicaremos así cómo la teología liberadora de la cruz, al afrontar la muerte historizándola en la solidaridad transformadora y kenótica, se sitúa al nivel del evangelio de la vida y puede mantener, y aun radicalizar, la hondura existencial de la muerte. Podemos aceptar tranquilamente el primer rostro de la muerte que presenta la teología moderna, asumiendo con ella que se trata de una abstracción acerca de la historicidad de la libertad finita. La muerte es así «fin natural y libre consumación de la existencia» (Rahner). Pero al acercarnos al hecho realmente existente de la muerte, nos preguntamos por lo que en ella hay de pecado y de gracia. Y la teología moderna responde manteniendo la abstracción existencial-personalista: como consecuencia del pecado la muerte es experimentada «como corte violento y sombrío que trunca la vida»; y, como posibilidad de gracia, «la muerte y el morir en el Señor son opción de entrega y de servicio, experimentados a la vez 488
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como agonía y muerte y como consumación activa de la vida en Dios» (Greshake). Digamos, en primer lugar, que el rostro negativo de la muerte se muestra ante todo hoy, y en el conjunto de la historia, no en la angustia existencial ante un poder sombrío que trunca mi vida, sino en la «muerte matada», en la «muerte antes de tiempo» (Las Casas) de las mayorías oprimidas. Esta forma de morir, aunque no es empíricamente universal, es relevante teológicamente por varias razones: a) así fue la muerte de Jesús; b) es la muerte de las mayorías, o, en todo caso, de las víctimas, cuya sangre clama al cielo y llega al corazón de Dios; c) muestra al mismo tiempo el carácter radical-trascendente e histórico-temporal (morir antes de tiempo) de la muerte, y así sitúa a la muerte en oposición radical —actual y futura, histórica y escatológica— al reino de Dios; d) manifiesta con claridad el aguijón y la gravedad del pecado, su carácter mortal, su rostro asesino desde el principio. En segundo lugar, añadamos que la muerte antes de tiempo manifiesta el carácter mortal de todo pecado y la dimensión hamartiológica de toda muerte. Lo primero, porque todo pecado es, a través de sus múltiples vericuetos, un atentado antisolidario contra el reino de Dios, simultáneamente cerrazón ante el ágape en que Dios consiste y destrucción de la koinonía de su reino. Esto no siempre es claramente visible, porque el pecado se oculta y justifica, puede parecer algo meramente privado. Pero el acontecimiento profético lo desnuda de sus apariencias: el legalismo piadoso y meramente religioso de los fariseos, por poner un ejemplo, mata real (y manifiestamente) al Hijo, como estaba matando real (aunque ocultamente) al pueblo con su desprecio, sus cargas insoportables, su despojo, su justificación religiosa del status, su falta de compasión. Esto, que sucede siempre por la esencia del pecado, se manifiesta claramente en la muerte prematura y matada de las mayorías y de los profetas. Que la muerte antes de tiempo manifieste la dimensión hamartiológica de toda muerte, no parece tan claro a primera vista. Digámoslo, pues, quizás con mayor precisión: la dimensión empecatada de toda muerte es su temor a la incondicionalidad del ágape y a la koinonía del reino. No es simplemente el temor a lo genéricamente desconocido: pues, aunque esta dimensión existe en toda muerte, su absolutización en la conciencia de quien se resiste a morir es fruto de ocultar la verdad en la injusticia. Por ello la angustia ante el corte violento de la muerte es un subproducto de una vida individual y colectiva que, por haber matado, por estar inscrita en dinámicas mortíferas, por no haberse abierto prácticamente a reconocer que lo desconocido invita como ágape y koinonía, tiende a encerrarse, a autoafirmarse, a rebelarse. La angustia del morir es la angustia de un asesinato ocultado. «Porque este es el 489
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mensaje que desde el principio habéis oído: que nos amemos los unos a los otros. No como Caín, que, inspirado por el maligno, mató a su hermano. ¿Y por qué lo mató? Porque sus obras eran malas y las de su hermano justas» (1 Jn 3, 11-12). La muerte antes de tiempo de Abel muestra la angustia de «Caín» ante la opción «mortal» de la koinonía justa y fraterna. Que la visibilidad fundamental de la gracia sea «la lucha a muerte por la vida solidaria del reino» (Casaldáliga) se mostrará mejor en nuestra tesis sobre el martirio. Baste aquí enfatizar que de esta forma la gracia es comprendida y vivida, «trascendiendo a la historia en la historia», en su carácter pascual. Así, aceptar la gracia es la más radical afirmación de la vida solidaria ya en la historia, y la más radical disponibilidad a la muerte en la solidaridad y por la solidaridad. Lo personal y lo social, lo histórico y lo transhistórico quedan así atravesados por la gracia pascual —mortalmente vital y vivificantemente mortal— de Jesucristo. Respondamos finalmente a una dificultad: ¿no resulta esta perspectiva demasiado «heroica», «prometeica», «elitista», «pelagiana», acabando así con la buena nueva de la redención de los pecadores y de toda muerte, también la muerte «insignificante» y «privada»? Digamos indicativamente dos cosas, en apariencia contradictorias: 1) No está a nuestra disposición abaratar la figura cristológica de la gracia pascual y de la muerte liberadora, redimida y redentora. 2) «La lucha a muerte por la vida solidaria del reino» sólo puede ser vivida, mantenida, reasumida por los hombres y mujeres reales —justos y a la vez pecadores— en profunda solidaridad teologal, es decir: en agradecimiento, en humilde oración, en perdón a los enemigos y experiencia de ser perdonados, en entrega sin reservas y sin cálculos en las manos del Padre, como fuerza en la debilidad, etc. No hay muerte insignificante y privada, porque los empobrecidos y los marginados son portadores de la solidaridad del reino de Aquel que fue desechado por los constructores y cuya muerte ignominiosa en las afueras de la ciudad nos abrió, a través de su carne, una nueva historia pública que atraviesa escandalosamente desde los pobres hasta los cielos. Tesis 5: La solidaridad liberadora del reino encuentra históricamente y ubica teológicamente la cruz cristiana como persecución, más allá de dolorismos y existencialismos ahistóricos. Y orienta e inspira la abnegación cristiana, más allá de ascetismos más o menos estoicos o meramente humanistas. En esta tesis señalamos esquemáticamente las dimensiones histórica y antropológica de la cruz cristiana. Y lo hacemos en cierta polémica con corrientes teóricas o prácticas ligadas a la teología de la cruz.
En primer lugar, la dimensión histórica: la solidaridad teologal, transformadora y kenótica, es la que conduce a la cruz y capacita para no rehuirla, sino abrazarla en esperanza, superando las racionalizaciones y el miedo de morir. Porque es solidaridad transformadora y teologal suscita la persecución de este mundo insolidario e idólatra, que quiere mantener sus intereses opresores y sus racionalizaciones. Porque es solidaridad kenótica y teologal capacita para no rehuir la persecución, la condena y la cruz, ejercitando la incondicionalidad crucificada del amor, y manteniendo la esperanza, en el seguimiento del Señor. De esta forma, debido a que, en solidaridad transformadora, se «asume la causa de los pobres como la causa misma de Cristo» (Puebla), se sufre, en solidaridad kenótica, la suerte de los pobres y perseguidos como la cruz misma de Cristo. Y todo ello es posible en y por la presencia del Padre de Jesús. Ciertamente hay aquí una mística teologal de la cruz, pero esencialmente ligada y posibilitada por una política también teologal del reino. La política de la solidaridad que enfrenta este mundo para transformarlo, desenmascararlo y así liberarlo y salvarlo. Y no hay ninguna mística dolorista o meramente existencial, al margen de la solidaridad transformadora del reino. En segundo lugar, la dimensión antropológica de la cruz. Además de lo anterior, es cierto que en los evangelios y en la tradición cristiana se habla de la cruz en un sentido antropológico, como abnegación frente a las solicitaciones del mundo y de la propia concupiscencia. Creemos que se trata de un sentido derivado y subordinado al sentido histórico de la cruz, pero importante y con su relativa autonomía para la vida cristiana. Jesús, que sabe lo que hay en este mundo y en el corazón del hombre, anticipa a sus seguidores las renuncias para acoger y vivir la solidaridad del reino. Pero no se trata en absoluto de un ascetismo estoico ni de un maniqueísmo resentido acerca de lo corporal o lo terreno, sino de la exigencia y la posibilidad de dejar todas las cosas por el tesoro del reino. La solidaridad con los pobres es el alma de la pobreza evangélica: «dalo a los pobres y sigúeme». La solidaridad del reino es el motor y el sentido de la renuncia al poder y al prestigio: «no será así entre ustedes, porque el Hijo del hombre ha venido a servir»; «a nadie llamen maestro, porque todos ustedes son hermanos». No se trata sólo de actos puntuales de abnegación, sino también de opciones globales y estructurantes de abnegación, siempre situadas en la perspectiva de la solidaridad del reino. Todo esto no excluye sino incluye el autocontrol y la disciplina, pero animados y finalizados por la solidaridad. Decimos que se trata de un aspecto derivado de y subordinado a la cruz histórica, porque todo está dirigido a posibilitar realmente la solidaridad efectiva y kenótica. Y afirmamos que se trata de
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un sentido importante y con su relativa autonomía, porque implica opciones estructurantes y cotidianas, finalizadas y animadas por la solidaridad, pero no siempre ligadas inmediatistamente a ella. Tesis 6: El martirio por la solidaridad del reino es la suprema figura del testimonio cristologico en un mundo que no excluye frontalmente a la fe, sino la domestica y utiliza idolátricamente. De esta forma se integran hondamente las dimensiones activa y pasiva, confesional y práctica, histórica y escatológica, liberadora y redentora del testimonio cristiano. Y se pone de relieve el carácter servicial de la fe y de la Iglesia en relación al mundo y al reino. De las muchas dimensiones del martirio, como se vive y de alguna manera se teologiza en América latina, resaltaremos sólo tres aspectos: 1) su peculiaridad histórica; 2) su integridad cristiana; 3) su dimensión eclesial. Lo primero que hay que resaltar es que el martirio es una realidad importante —quizás la realidad más importante— en la Iglesia latinoamericana de los pobres de los últimos veinte años. No se trata de una Iglesia martirista, porque lo que se busca no es el martirio, sino la vida y liberación de los pobres. Pero sí se trata ampliamente de una Iglesia martirial, porque son muchos los que se han mantenido en la solidaridad hasta el final por la vida y la evangelización de los pobres. En segundo lugar hay que recuperar la extrañeza inicial por la peculiaridad histórica del martirio en la realidad latinoamericana. No se mata por odio a la confesión de la fe y desde un mundo militantemente incrédulo o ateo; sino se asesina en naciones culturalmente católicas y pertenecientes a la civilización occidental, aparentemente secular y tolerante. Lo que está en juego nos parece que es lo siguiente: un mundo que no excluye frontalmente a la fe, sino la domestica idolátricamente pervirtiéndola en adorno y justificación de la opresión y la injusticia, no va a matar por odio directo a la confesión de la fe, sino a los que intenten autentificar la fe, realizándola en el seguimiento efectivo de Jesucristo, en la solidaridad transformadora con los pobres, en el desenmascaramiento profético de la opresión y de la idolatría. En directo son mártires por la solidaridad del reino; pero, a la vez y más profundamente, son mártires por la autenticidad cristiana de la fe. Cabe incluso decir que probablemente hay más similitud entre los mártires latinoamericanos y el martirio de Jesús que en los mártires del Imperio romano o de las guerras de religiones. Porque Jesús afrontó más la perversión de una religión auténtica, que la absolutización excluyente de una confesión religiosa. Además, y sobre todo, el contenido mismo de la fidelidad hasta la muerte es, en Jesús, la solidaridad del reino, el ágape y la koinonía del reino, en la confianza y el abandono al Padre. En los mártires latinoame-
ricanos el contenido de su fidelidad hasta la muerte es la solidaridad transformadora y kenótica con las víctimas de la injusticia. Con ello ya estamos hablando de la integridad cristiana del martirio por la solidaridad del reino. Más que ofrecer reflexiones vamos a escuchar aquí las palabras, selladas por su propia sangre, de un testigo, ciertamente señero pero representativo, monseñor Romero:
Finalmente, conviene enfatizar que un martirio así es claramente un servicio al reino de Dios y, de esta precisa manera, un servicio a la Iglesia y a la fe cristianas. El amor hasta el fin en solidaridad con los pobres sirve al reino de Dios porque alienta su liberación histórica y porque hace experimentar, en primer lugar a los oprimidos pero también a cuantos no se cierren al testimonio, la cercanía de Dios como bondad incondicional, como ágape. Es un servicio a la Iglesia y a la fe, porque las critica y les muestra liberadora y redentoramente el camino del seguimiento del Crucificado, como un camino actual. Nos muestran cómo podemos encarnarnos en la historia y en la sociedad, sin mundanizarnos. Así los mártires muestran cómo la teología liberadora de la cruz es una soteriología histórica, pues luchan por el reino de Dios
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Cristo nos invita a no tenerle miedo a la persecución porque, créanlo, hermanos, el que se compromete con los pobres tiene que correr el mismo destino de los pobres. Y en El Salvador ya sabemos lo que significa el destino de los pobres: ser desaparecidos, ser torturados, ser capturados, aparecer cadáveres... Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida, precisamente por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres. Sería triste que, en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente, no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo... Sólo me consuela que Cristo, que quiso comunicar esta gran verdad, también fue incomprendido y le llamaron revoltoso y lo sentenciaron a muerte, como me han amenazado a mí estos días... Quiero asegurarles a ustedes, y les pido oraciones para ser fiel a esta promesa, que no abandonaré a mi pueblo, sino que correré con él todos los riesgos que mi ministerio exige... He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirles que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad... Como pastor estoy obligado a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aun aquellos que vayan a asesinarme. Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ya ofrezco a Dios mi sangre por la redención y resurrección de El Salvador... El martirio es una gracia que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad...
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en la historia al lado de los pobres, y cómo es una soteriología redentora y transhistórica, pues entregan la vida, sin reservas y sin cálculos, en esperanza y en amor incondicional. ESPERANZA, UTOPIA, RESURRECCIÓN Joao
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I. DOS HECHOS PARADÓJICOS
Dos hechos paradójicos intrigan y provocan al teólogo. Uno se refiere a las sociedades de la abundancia, tanto las delimitadas por las fronteras geográficas de los países ricos, como las existentes dentro de los países pobres. En cierto modo, ambas participan del mismo universo axiológico de una modernidad en un profundo proceso de radicalizacion en sus valores fundamentales. El otro hecho se refiere a las capas pobres, existentes también en los países ricos, pero que constituyen las grandes masas del Tercer Mundo. Nuestra atención se centra sobre todo en las regiones cristianas de América latina. 1.
Final de la utopía y de la esperanza: no hay resurrección
El final de la utopía no sólo es el título de una obra de Marcuse, sino que también es expresión del clima espiritual de la modernidad. La muerte de las utopías, el vaciamiento de esperanza, no nace de una situación de deseperación, de escepticismo, de horizontes oscurecidos, traduce más bien una situación de euforia. Ya no hay lugar para utopías y esperanza porque terminó la época en que las realidades sociales e históricas eran inviables por falta de condiciones objetivas. «Cualquier nueva forma de vida sobre la tierra, cualquier transformación del contexto técnico y natural, es una posibilidad real, que tiene su lugar propio en el mundo histórico» \ Los únicos límites a la empresa humana son las leyes científicas biológicas. 1.
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H. Marcuse, El final de la utopía, Barcelona, 1968, p. 10.
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Una amplia encuesta sobre los valores realizada en nueve países ricos de Europa revela en sus resultados una mentalidad anti-utópica, precisamente porque el europeo se «siente feliz». Tres cuartas partes de los europeos se dicen felices, y una quinta parte se siente muy feliz. Solamente uno de cada cien no se confiesa feliz 2 . Esta felicidad proviene de la satisfacción familiar, profesional y financiera, y está concebida a un nivel estrictamente personal. También el marxismo, por su parte, decreta la muerte de la utopía al considerar al socialismo como el paso definitivo de la utopía a la ciencia. Ya no es preciso esperar más, se puede trazar científicamente el futuro 3 . La muerte de la utopía y de la esperanza es el final del largo camino del individualismo en Occidente. De un individuo nacido en relación-a-Dios, surgido de la enseñanza cristiana, y de un individuo-valor, en oposición al mundo, propio de las escuelas helenísticas, se llega a través de un proceso a ese individuo moderno que invierte la posición delante de Dios y fuera-delmundo y termina en la del individuo-en-el-mundo y sin Dios *. Absolutamente autónomo y autosuficiente, ya no necesita ni de utopías ni de esperanza, es capaz de realizarse en el interior de la historia con los recursos conquistados. Entre estos recursos están, sobre todo, sus ilimitadas posibilidades de planificar con el apoyo de la electrónica y de la informática. Detrás de la muerte de la utopía y de la esperanza se esconde una clara oposición que el hombre occidental tiene declarada a la resurrección cristiana como victoria sobre la muerte. Según la fascinante tesis de Ph. Muray, el siglo XIX, no en cuanto simple período cronológico, sino en cuanto espíritu, mentalidad, actitud y estilo de saber, se caracteriza precisamente por el implacable combate y el obsesivo rechazo del dogma fundamental del cristianismo de la resurrección de los muertos en favor de la historia como única eternidad posible para el hombre: un lugar en la definitiva y final procesión de los muertos, en la irreversible entropía de la naturaleza y de la humanidad 5 . Estas son las coordenadas de este primer hecho.
2. J. Stoetzel, Les valeurs du temps présent: une etiquete européenne, París, 1983, p. 174. 3. L. Silbermann - H. Fries, «Utopie und Hoffnung», en Christlicher Glaube in moderner Gesellscbaft, Freiburg, 1982, p. 69. 4. L. Dumont, Essais sur l'individualisme, París, 1983, pp. 33 ss. 5. Ph. Muray, Le 19". siécle a travers les ages, París, 1984.
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Surgimiento de la utopía y de la esperanza: fe en la resurrección
En 1968, los obispos latinoamericanos, reunidos en Medellín, anunciaban una «nueva época histórica de nuestro Continente, llena de un anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración personal y de integración colectiva» (Medellín 4). «Liberación» va a ser la palabra que galvanizará las energías y ansias de todo el continente latinoamericano. Es la gran utopía. Y dado que nace, germina y crece en territorio cristiano, está íntimamente ligada con la esperanza escatológica cristiana. Implica, en último análisis, la fe en la resurrección, constituyendo así una trilogía íntimamente ligada entre sí. Puebla retoma con más fuerza todavía esta utopía. La temática de la liberación atraviesa todo el documento. Aparece ante todo bajo la forma del grito del pueblo. Si en Medellín era sordo, «ahora es claro, creciente, impetuoso y, en ocasiones, amenazante». Clamor que nace de millones de explotados, colocados en situación de «extrema pobreza» (Puebla 88-90). En el origen de tal utopía está un acontecimiento de significación profunda en América latina, a saber: Los ausentes de la historia se están haciendo presentes en ella. Los pobres pasan al centro de la escena en la sociedad y en la Iglesia latinoamericanas. Y lo hacen provocando temores y hostilidad entre los opresores y levantando la esperanza entre los desheredados s .
En la fuente de esta utopía y esperanza se verifica el «nacimiento de una nueva conciencia histórica» de la liberación 7 . Es la «utopía mayor» o «utopía máxima» del pueblo que se expresa a partir del deseo genérico («¡Ojalá todos se amasen como Dios manda!»...), pasando por la esperanza histórica («El día en que el pueblo tenga el poder en sus manos...»), hasta desembocar en la esperanza escatológica («pero esto sólo acontecerá en el cielo...») 8 . El lugar privilegiado, humus fecundo de esta utopía son las comunidades eclesiales de base. Ellas no son simplemente «esperanza para la Iglesia» (EN 58), sino lugar generador de esperanza. En ellas se canta, en una fusión única, utopía y esperanza, como lo refleja gráficamente la letra de una canción muy cantada en las comunidades:
6. 7. 8.
G. Gutiérrez, La fuerza histórica de los pobres, Lima, 1979, p. 133. L. Boff, Teología do cativeiro e da libertacao, Petrópolis, 5 1980, p. 13. J. Pixley - Cl. Boff, Opcao pelos pobres, Petrópolis, 1986, p. 242.
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Quiero entonar un canto nuevo de alegría, Con mi pueblo celebrar la alborada. ¡Mi gente liberada! ¡Luchar no fue en vano! Peregrino en los caminos de un modo desigual Expoliados por el lucro y ambición del capital; Del poder del latifundio expulsado y sin lugar Ya no sé hacia donde andar... Con esperanza yo me apego a la multitud Sé que Dios nunca olvida de los oprimidos el clamor Y Jesús se hizo del pobre solidario y servidor; Los profetas no se callan, denunciando la opresión ¡Pues la tierra es de los hermanos! Y en la mesa igual reparto tiene que haber. Por la fuerza del amor el universo tiene cariño Y la claridad de sus estrellas ilumina mi camino En los torrentes de la justicia, mi trabajo y comunión, Arrozales florecerán... Y en sus frutos, ¡libertad recogerán!
II.
UTOPIA Y ESPERANZA DE LOS POBRES EN AMERICA LATINA
Los términos «utopía» y «esperanza» permiten cierta variedad de significación, de tal manera que debemos definirlos a fin de evitar malentendidos, sobre todo cuando han sufrido modificaciones semánticas. Queremos señalar desde el principio la diferencia entre utopía y esperanza definiendo los términos con precisión. 1.
Consideraciones
previas
El término utopía fue forjado por el humanista inglés cristiano Tomás Moro (1561) al titular con este término una novela política. La etimología del término ya nos indica, en su oscilación, los elementos que constituirán su base semántica. Utopía viene de ouk-tópos: ningún lugar. Con ello se quiere indicar un «lugar que no existe en ningún lugar»; apunta hacia un carácter fantástico, ideal, irreal, de presencia ausente, de algo que no tiene lugar en el mundo. Por otro lado, el término permite también la etimología eu-tópos: buen lugar. Traduce la dimensión de felicidad, de dicha, de espacio, donde el hombre alcanza la realización de sus satifacciones. Revela la capacidad que el hombre tiene de anticipar, en sus pensamientos y fantasía, contenidos destinados a realizarse. Utopía es, en este sentido, «el lugar donde se está verdaderamente en el lugar; el lugar donde uno puede sentirse cómodo» 9. Existe en 9. K. Kerényi, Ursinn und Sinnwandel des Utopischen, Zürich, 1964, p. 12.
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algún lugar y por eso se convierte en modelo para algo que puede existir como su copia. Corrige con lo real deseado (eu-tópos) la dimensión irreal (ouk-tópos), constituyendo así la raíz semántica última del término en su intencional ambigüedad de real/irreal. En términos de convivencia humana, la utopía expresa la aspiración a un orden de vida verdaderamente justo, un mundo social plenamente humanizado, capaz de responder en plenitud a los sueños, necesidades y aspiraciones fundamentales de la vida humana. Revela una imagen de la sociedad perfecta que sirve de horizonte y guía para un proyecto histórico concreto o para las aspiraciones de un proyecto alternativo al vigente. La utopía tiene dos elementos estructurales fundamentales: es crítica del presente existente y propuesta de lo que debería existir. Como crítica, revela su carácter de rechazo, de denuncia, de «subversión» del orden vigente. Por su propia condición de «no tener lugar», acusa a este mundo de no haber permitido su existencia, orientándose a favor de lo que debe existir, del derecho de desear, buscar, aspirar a otra realidad. En este caso, la utopía es elemento anticipador, ofrece modelos alternativos, anuncia la plausibilidad de un mundo diferente, del algo totalmente nuevo, distinto, otro. El término esperanza es considerado aquí en su dimensión teologal, escatológica. Si el término «utopía» acentúa la dimensión horizontal, intra-histórica, inmanente, mundana, la esperanza quiere apuntar al futuro absoluto, al misterio divino, hacia la plenitud de la realidad, hacia la autocomunicación de Dios. La esperanza es teologal porque su dirección es el propio Dios. Es escatológica porque se refiere a lo último y definitivo ya presente en nuestra realidad histórica, bajo la forma sacramental, del signo, de la mediación, y que se develará y se plenificará más allá de la muerte. La utopía dice un «no» al presente y apunta hacia un futuro intra-histórico. La esperanza dice un «sí» al futuro absoluto ya presente, que, por una parte, sale al encuentro de cada hombre y de la humanidad, y, por otra, es también siempre futuro en el sentido de que nunca es totalmente abarcado, conocido. Conserva siempre su carácter de venida, de sorpresa imprevisible, de novedad. La esperanza revela la estructura de lo real como en movimiento hacia este futuro absoluto y no hacia el vacío o la nada 10.
10. K. Rahner, «Utopía marxista y futuro cristiano del hombre», en Escritos de teología, VI, Madrid, 1967.
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2.
Consideraciones
históricas u
Las utopías nacen en un momento de crisis, de transición . Es, por tanto, una situación de transformación: con el paso del feudalismo y el nacimiento del capitalismo se generan las utopías renacentistas (Moro, Campanella, Bacon), la lucha de la burguesía ascendente en relación a los señores feudales generó las utopías liberales (Harrington, Rousseau, Locke), la protesta contra la opresión de las masas trabajadoras permitió el nacimiento de las utopías sociales (Saint-Simón, Fourier, Owen, Blanc), la deshumanización de la técnica, del progreso, la funcionalización total de las relaciones humanas es lo que dio paso a las utopías de la convivencia (hippies). Las utopías surgen cuando el presente se vuelve insoportable y despunta en el horizonte humano de la historia la posibilidad de cambio, de crear una situación nueva, diferente. La esperanza, por su parte, crece en terreno todavía más hostil y difícil. Su verdadero principio es el de la inviabílidad humana de una situación, cuando la sobrepasamos, no apoyados en las potencialidades del presente ni en las fuerzas humanas sino confiados únicamente en las promesas y en la fuerza de Dios. Es una experiencia de Dios en el propio coraje del hombre, en su propia esperanza inquebrantable. El modelo bíblico es Abraham (Rom 4, 18-22), que esperó contra toda esperanza. La situación que vive América latina es propicia para el surgimiento de utopías y para alimentar la esperanza teologal. El campo de la utopía es sobre todo la crisis económica y política que agita fuertemente al Continente. En el aspecto económico, la señal más visible de una situación de estrangulamiento es la gigantesca deuda externa, que, en términos puramente financieros y dentro de la ortodoxia del orden económico internacional vigente, es absolutamente insolvente. En el aspecto político, la crisis se manifiesta, ya sea a través de la existencia aún de regímenes autoritarios ilegítimos, o a través de la precariedad de las instituciones democráticas de aquellos que gozan al menos de una legalidad aparente. Son instituciones cuyo grado de inestabilidad no permite cambios profundos sin un enorme riesgo de reversión autoritaria. En una palabra, la fuerza salvaje del capitalismo va estrangulando la vida del pueblo de manera que sus ojos se vuelven hacia una realidad alternativa. Pero la crudeza de la situación a veces parece bloquear hasta la fantasía utópica, dejando solamente espacio para la esperanza en Dios. Y como este pueblo oprimido vive de la fe cristiana, ésta lo 11. J. A. Gimbernat, «Utopía», en C. Floristán-J. J. Tamayo, eds., Conceptos tales de pastoral, Madrid, 1983, p. 1.016.
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relanza hacia la acción. Y el puente entre la fe y la acción liberadora es la esperanza en Dios. Por tanto, no es de extrañar que la tónica que más domina en los cantos y oración del pueblo oprimido sea semejante a la del salmista que clama: «¡Dígnate, Señor, librarme: Señor, date prisa en socorrerme!... Tú eres mi auxilio y mi libertador: ¡Dios mío, no tardes!» (Sal 40, 14. 18). 3.
Fundamentación
antropológica
El hombre es un ser utópico. Esta condición fundamental suya le adviene de la tensión insuperable, irreductible, insoluble de su ser abierto al mundo como totalidad y su situación concreta en determinada coordenada limitada de tiempo y espacio. Por un lado, el hombre es un ser para lo inabarcable, para horizontes inagotables, para regiones y tierras sin límites. Es espíritu, autotrascendencia. Es fantasía, imaginación, deseo, creatividad. Su preguntar es interminable. Su voluntad no se satisface con ningún bien en concreto. Quiere el bien como tal, el bien incondicional. Es un ser vuelto hacia el futuro. Es dinamismo, es movimiento. «Cada hombre vive primordialmente en cuanto aspira al futuro» 12. Es un ser-tendencia-a-ser-más, siempre más. Vive con una permanente llamada al futuro. Es ser-proyecto. Al mismo tiempo, está situado en condiciones muy determinadas. Vive en un continente latinoamericano lleno de contradicciones. Túnel oscuro de sus aspiraciones. Horizonte cerrado de sus posibilidades. Territorio limitante de sus caminatas. Lo económico lo estrangula al obligarle a ser masa de oprimidos y a ver los proyectos determinados y definidos por la fuerzas extranjeras. Lo político le encadena a un régimen sin perspectivas de futuro para los pobres. Lo cultural lo fuerza a asimilar, introyectar continuamente elementos importantes y ajenos a su tradición. Esta violenta tensión entre su ser y su estar concreto, entre su aspirar y lo real existente, lleva al hombre latinoamericano a lanzarse a utopías de liberación. El es un ser-esperanza teologal. No es solamente autotrascendencia en el interior de la historia, en relación a su presente y a sus experiencias fenoménicas. Es trascendencia hacia más allá de la historia. Es un ser-para-el-futuro-absoluto, y no simplemente para un futuro pequeño intraterreno. El futuro absoluto le viene en forma de gracia. Lo constituye como posibilidad real, ofrecida en gracia, para su hacer histórico. Por eso, en cada acción humana libre, histórica, el hombre se confronta con el futuro último, definitivo, absoluto. 12.
E. Bloch, El principio esperanza, Madrid, 1977.
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A partir de su estructura antropológico-teológica de ser-esperanza, no considera los límites de la situación que vive de terrible opresión y explotación como simples determinaciones históricas, sino como «pecado estructural». Esperar es luchar contra este pecado, obra del mal, pecado de la libertad humana, pero que cristaliza en estructuras que terminan conduciéndole a nuevos pecados. No se trata de una simple utopía de liberación, sino de la esperanza de una liberación total, integral, que se inicia en la historia y va más allá de ella, sustentada por la gracia de Dios. En cuanto ser-utópico, el hombre latinoamericano procura enfrentarse a la situación de opresión en que vive, donde experimenta su propia limitación, flaqueza, debilidad, y reaccionando a la tentación de pesimismo, amargura y fatalismo. Crear utopías es mantenerse en estado de vida en una situación que le habla de muerte por todos lados. La utopía le ayuda a humanizar el proceso humano de trabajo en que está inserto. Este ímpetu utópico no está exento de riesgo ni de tentaciones. Pues las personas comprometidas en la utopía de la liberación se sienten constructoras de la historia, donadoras de sentido a una realidad que quieren diferente. El riesgo radica en que se crean capaces de dar el sentido total a la historia, realizando dentro del espacio y del tiempo humanos intra-históricos la sociedad perfecta, la ciudad del hombre absoluto. Se presupone, en este caso, un hombre capaz, en el interior de la inmanencia, de delinear y realizar un proyecto radical, definitivo, que sería la perfección absoluta. En el fondo, querría realizar en la tierra el reino absoluto y definitivo con el material frágil de la historia 13 . Este peligro es menor en América latina en cuanto que el hombre latinoamericano es también un ser creyente, por tanto, penetrado por la esperanza teologal. El horizonte del futuro absoluto ejerce una doble función en su autocomprensión. De un lado, toma más fácilmente conciencia de que no hay situación inviable, por más cerrada y terrible que sea, ya que su esperanza se deposita en el Señor absoluto de la historia y del universo. Por otro lado, la pretensión de construir una ciudad definitiva en la tierra cede su lugar a la esperanza de que sólo Dios podrá vencer a todos los adversarios del hombre, sobre todo al pecado y a la muerte, dándole el don de la resurrección y glorificando la historia. De esta forma, el ser-esperanza del latinoamericano corrige la pretensión orgullosa del ser-utópico. Pero, a su vez, el ser-utópico ofrece un sustrato para encarnar en la historia formas concretas de vivir la esperanza, sin nunca agotarla. Con esto, entramos ya en el espacio de la política.
13.
H. Cl. Vaz, Escritos de filosofía, Sao Paulo, 1986, p. 296.
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Alcance político
Hay dos tensiones políticas fundamentales que subyacen en la utopía. De hecho, las utopías políticas de los últimos siglos prácticamente giran en torno a dos ejes conflictivos: se busca, por una parte, crear una utopía de la libertad ilimitada y espontánea, pero a costa y en conflicto doloroso con la justicia y la igualdad; por otra parte, la utopía de la justicia y de la igualdad se ha construido con el precio de la libertad. Una segunda tensión básica se sitúa en la dirección política que se da a la utopíc. La utopía se hace apologista de lo que existe, asumiendo un claro color conservador, al proyectar un futuro perfeccionado (utópico) como prolongación del presente. La forma más expresiva se puede encontrar en Un mundo feliz, de A. Huxley, donde hasta la muerte está pensada en continuidad con este mundo deseoso de superar todo sufrimiento, miedo, angustia, por la vía química de las drogas. Pero esta misma utopía puede ser blandida por las manos de los explotados y oprimidos, convirtiéndose entonces en protesta contra la situación presente, contra la acomodación al sistema vigente. Se vuelve factor de cambio, de transformación, en oposición al presente real y a favor del futuro deseado. Desvía el peso del presente hacia el futuro, en cuanto diferente, novedad y creatividad. En el campo político, la utopía ha sido atacada por el socialismo marxista calificándola de alienación. Su carácter ideal es visto como desmovilizador y fuente de frustración, como idealismo, carente de realismo. En este sentido, el marxismo se presenta como una lectura científica de la realidad, incompatible con la utopía por su vaguedad y falta de rigor científico, por su forma evasiva en relación al presente, produciendo un grado de irresponsabilidad histórica y aislando en castillos dorados, en vez de asumir la lucha y el conflicto con miras a la implantación de una nueva sociedad. Otro ataque desde el campo político proviene de la experiencia histórica. Utopías que comenzaron en las manos de los explotados, de los de «abajo», terminaron en las manos de los de «arriba» y se transformaron en ideología. La utopía se degrada, entonces, en ideología. Históricamente conocemos el caso de la utopía de la libertad (absoluta, liberal, espotánea) que terminó produciendo mecanismos de opresión y haciendo valer esta misma libertad en pro de las clases dominantes. De este modo la utopía de la libertad destruyó la posibilidad de libertad para las masas populares. En la reflexión antropológica, vimos cómo la utopía tentaba al hombre a hacer del finito de la historia humana el infinito de la perfección, sucumbiendo así a la más pretenciosa forma de hybris. 503
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Cuando tal dinamismo antropológico se mediatiza políticamente, surgen las formas más violentas de totalitarismo. Pues al querer construir con las fuerzas inmanentes de la historia una sociedad perfecta de justicia superando las limitaciones humanas, el hombre no retrocede ante ninguna oposición, acalla a todo adversario. Sólo con una extrema violencia consigue ir construyendo, con la demiurgia humana y en la linealidad del tiempo empírico, el futuro definitivo, no aceptando la posibilidad de otra libertad que no esté embarcada en la misma aventura revolucionaria. Así, atribuye a su construcción histórica la cualidad divina de la perfección, no pudiendo, por tanto, tolerar objeciones, oposiciones, disidencias. Su efectividad se apoya en su capacidad de fanatizar. La utopía, entonces, está más próxima a la violencia que la razón desapasionada. Es una religión secularizada, que conduce al totalitarismo, como demostraron el nazismo y el stalinismo 14 . Estos peligros que rodean a la utopía no le quitan, sin embargo, su papel fundamental de motor de la historia. No deja de serlo porque pueda sucumbir al orgullo humano y conducirse por lógica interna al totalitarismo. Hay muchas realidades humanas que, conducidas al extremo de su lógica, terminan generando contradicciones. Pero no por ello dejan de ser necesarias. La lógica puede detenerse en un momento determinado. La utopía pertenece a este tipo de pensamiento que no puede ser llevado a su extremo. Y, en el fondo, lo que detiene a la utopía en su camino hacia el orgullo y el totalitarismo es la esperanza. En este sentido, la utopía tiene relevancia para nuestra situación, sin que incurra en los peligros apuntados por K. Popper y otros. Ella es para un pueblo dejado al margen de la historia, o mejor, que vive el «reverso de la historia» 15, fuerza histórica de liberación, repulsa del derrotismo y del fatalismo generados y nutridos por la ideología dominante, anticipación del futuro, como realidad distinta, posible, deseada. Ella supone y mantiene abierta la convicción de que la realidad actual puede ser cambiada, de que no es ningún dato natural o querido por Dios, sino fruto de decisiones humanas interesadas. Es mística que inspira acciones transformadoras. De hecho, la utopía ofrece a la praxis constante impulso, abriendo nuevos espacios que hasta entonces aparecían como absolutamente cerrados. Y cuando esta utopía viene animada y penetrada por la esperanza cristiana, su fuerza se vuelve irresistible, conservando, al mismo tiempo, dentro de sí una instancia crítica que la salva del orgullo humano y de la pretensión absolutista y totalitaria. Y la raíz última de esta esperanza arranca de la revelación que se hace 14. 15.
K. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona, 1981. G. Gutiérrez, o. c, p. 303.
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historia y que llegó a su punto más alto en el misterio de la resurrección de Cristo.
III.
1.
LA RESURRECCIÓN, BASE DE LA DIMENSIÓN TEOLÓGICA
Utopías en la Biblia
Evidentemente el término «utopía», acuñado en el siglo XVI, no puede ser bíblico. Sin embargo, desde el momento en que consideramos «utopía» proyectos históricos realizados en este mundo intra-histórico y concebimos la esperanza como una actitud teologal que guarda relación directa con la presencia de Dios actuando en la historia y con el futuro absoluto, podemos decir que en la Biblia se forjan utopías. Si bien su horizonte es siempre el de la esperanza, ya que se confía en Dios para su realización, del mismo modo que, en un primer momento, aquélla era pensada preferentemente, si no exclusivamente, dentro de la historia. En ese sentido hay que interpretar momentos y modelos provisionales para la convivencia de Israel, percibidos proféticamente y siempre reinterpretados, como mediaciones de una intervención radical, última y definitiva de Dios al final de los tiempos. La historia de Israel conoció, así, varias utopías. J. Pixley enumera la utopía de una sociedad de campesinos, donde «cada cual vive bajo su parra, y bajo su higuera» (1 Re 5, 5; Miq 4, 4; Zac 3, 10) y donde «mana leche y miel» (Ex 3, 8.17; 13, 5; 33, 2 ss, et alii), la utopía del rey bienhechor (Sal 72, 1-9. 12-14.17; Sal 101, 1.4-8; Is 11, 1-5), la utopía de una ley buena y un pueblo dócil (Jer 31, 31-34; Ez 36, 2432; Is 2, 2-4), la utopía sacerdotal de una tierra sin mancha (Ez 4048), la utopía de una sociedad comunista (Hech 4, 32-35; 3, 13-15, 17-21), la utopía del tener en común los bienes espirituales hasta que el Señor venga (1 Cor 12, 12-13; 7, 21-24), la utopía apocalíptica del bienestar (Ap 6, 9-11; 22, 1-5) lé .
2.
Centralidad de la esperanza en el Antiguo
Testamento
La revelación bíblica que comienza en Abraham se presenta bajo el signo de la promesa 17. Y esta experiencia de promesa y esperanza es proyectada hacia atrás, de manera que las primeras páginas del 16. J. Pixley, «Las utopías principales de la Biblia», en R. Vidales - L. Rivera, eds., La esperanza en el presente de América latina, San José, 1983, pp. 3X3-330. 17. E. Brunner, Offernbarun% und Vernunft, Zürich, i 1981, p. 98.
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Génesis, después del pecado, son también de promesa y esperanza: «Su descendencia te aplastará la cabeza» (Gen 3, 15). Sobre las ruinas del diluvio surge también, bajo el símbolo del arco iris, la promesa de la alianza de Dios con las generaciones futuras y por tanto la promesa de que no volverá a haber otra catástrofe semejante (Gen 9). Israel vive de esperanza en esperanza. Esperanza de la descendencia (Gen 13, 16), de la nación (Gen 12, 2), de la tierra (Gen 12, 7), de la liberación de la esclavitud (Ex 3, 7 ss), de una alianza perpetua con Dios (Ex 19), de la nueva alianza (Jer 31, 31 ss). En el horizonte de la peregrinación de la esperanza, Israel experimentó la realidad en los espacios de tensión que genera la promesa 18. Dios se revela siempre al pueblo prometiendo tierra, futuro, alianza. Y las promesas eran de tal grandeza y superaban tanto el presente y sus eventuales realizaciones que continuaban siendo siempre promesas. Por eso el alimento espiritual del pueblo era la esperanza. Ella se volvía todavía más viva y actuante cuando Israel se encontraba en períodos de exilio, cautiverio o sufría derrotas y persecuciones. Esperanza que el pueblo percibía como esperanza en la historia (M. Buber), hasta que con la resurrección de Cristo aparecerá definitivamente su carácter hacia más allá de la historia intraterrestre. El fundamento último de esta esperanza era la fidelidad de Yahvé. Fidelidad que el pueblo presencializaba en las grandes celebraciones cúlticas, en la recitación de sus pequeños credos. El pasado de las gestas de Yahvé era siempre colocado delante de los ojos del pueblo para mantener encendida en él la esperanza en el presente y en el futuro. La experiencia de la esperanza de Israel no fue fácil. Sus exigencias eran abandonar la tierra, soportar pruebas y tentaciones, no desesperar en las derrotas y catástrofes nacionales. Las realizaciones incompletas y las nuevas adversidades servían para recordar siempre al pueblo esa esperanza. Horizonte que para un pueblo nómada parecía ser hasta espontáneo. Pero la esperanza continúa también después de poseer la tierra. Así, el propio nombre de Yahvé debe ser interpretado más en la línea dinámica de la esperanza que en el de la ontología. No es «Aquel que es» (lectura ontológica), sino «Aquel que siempre será-con-su-pueblo» 19. Por eso, la decisión de Israel de confiar en Dios, que llama, está orientada hacia el futuro, y alimentada por la esperanza. Si esperar es creer en el amor, Israel experimentó el amor de Dios como 18. J-. Moltmann, Teología de la esperanza, Salamanca, 1969, pp. 138 ss. 19. J. C. Murray, Das Gottes-problem. Gestera und Heute, Freiburg-Basel-Wien, 1965, pp. 15 ss.
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promesa. Por eso la esperanza es una experiencia constitutiva de la conciencia de pueblo de Dios, y la teología-mensaje de la Escritura es la esperanza. En este sentido, Israel fue una excepción, ya que los pueblos vecinos vivían bajo la amenaza religioso-mítica de una vuelta al caos inicial. Sus religiones prometían la protección contra ese retorno al inicio oscuro, mientras que Yahvé señalaba a Israel el futuro mediante signos anticipatorios de su presencia junto al pueblo. En última instancia, ese futuro era él mismo, que se hacía presente al mismo tiempo y se anunciaba para futuras presencias. El ejemplo de Abraham es paradigmático. Cuando Dios le concede el hijo de la promesa (realización), le pide inmolarlo para provocarle de nuevo la esperanza. Cada conquista de Israel es un Isaac, que le es dado y pedido, para de nuevo esperarlo como nuevo don de Yahvé. En la medida en que esta promesa no se realizaba nunca plenamente, era al mismo tiempo fuente creadora de utopías terrestres para Israel e instancia crítica de las mismas, poniendo siempre al pueblo en movimiento hacia el futuro y verdadero Isaac: Jesucristo. 3.
Jesucristo, fuente de utopias y razón de la esperanza
El Israel de la carne quería realizar ya en la tierra la plenitud de las promesas. El Israel del Espíritu vislumbraba, y por tanto esperaba (sentido teologal), que tal realización superaría los límites de este eón. En tiempo de Jesús, la categoría que traducía esa expectativa y esperanza era el reino de Dios. Pero las expectativas utópicas de ese reino eran diversas: reino de la ley perfectamente cumplida (fariseos), reino de los puros y espirituales viviendo en comunidad de santos (esenios), reino nacional libre de la dominación romana (zelotas), reino del culto y del templo (sacerdotes). Jesús, con el anuncio del reino, no va contra ninguna de esas utopías, sino que critica la raíz pretenciosa y absolutizante de los intereses humanos a costa incluso de su propia vida. Sin embargo, su predicación despertará a lo largo de la historia innumerables utopías terrestres. Así, el milenarismo va a visitar la fantasía de muchos cristianos que sueñan con un reino terrestre de felicidad antes del juicio final, inspirados sobre todo en el célebre pasaje de Ap 20, 4-10. El pensamiento político en la Edad Media sufrió lo paradójico de, por un lado, una esperanza en la decadencia y una intervención del cielo como juicio y redención, y, por otro, de una fe en el imperio cristiano romano como promesa terrestre del paraíso y su expresión terrestre 20 . El Sacro Imperio Romano es considerado como ideal, como el lugar de la recons20.
L. Silbermann - H. Fríes, o. c, p. 59.
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trucción anhelada. Se traslada así la concepción bíblica del reinado de David al reino de los carolingios; David es modelo para el rey franco, que también es un nuevo Moisés: rex y sacerdos por la unción. Jerusalén se trasladó a la Galia. De esta forma la Europa cristiana vivió en la Edad Media esta tensión de la esperanza del futuro como posibilidad de reconstrucción de Israel como comunidad santa y de la esperanza escatológica bajo la forma de salvación individual 21 . Jesucristo predicará el reino de Dios como una «realidad escatológica» con carácter de futuro (Le 11, 2; Mt 6, 10; Le 10, 9; Mt 10, 7; Me 1, 15) y presente (Le 11, 20; Mt 12, 2 8 ) " . Este reino de Dios es el poder de Dios actuando ya en el presente y tiene un carácter dinámico de soberanía de Dios sobre los hombres, sobre la historia y sobre el cosmos, cuya realización plena sólo se manifestará al final de los tiempos mediante la victoria definitiva sobre los enemigos —incluida la muerte— y el dominio eterno sobre todo y sobre todos (1 Cor 15, 15. 24. 26. 28). En este sentido, el reino de Dios no es una utopía, porque su lugar verdadero, definitivo, acabado será el de la victoria sobre el pecado y sobre la muerte. Si históricamente fue fuente generadora de utopías que lo rebajaban a una condición puramente terrestre, no por ello deja de ser la mayor instancia crítica de todas las utopías e incluso de la propia Iglesia, que es sacramento de él. Tal realidad adquirió claridad teológica con la resurrección de Jesús. En este evento escatologico, el cuerpo de Jesús, en cuanto centro único y personal de decisión, en cuanto historia y cosmos, adquiere la cualidad definitiva de vida, que traspasa para siempre el tiempo medido por el movimiento de los astros y el espacio circuncriptivo. Con él, el cosmos y la historia que él fue madura para la eternidad de Dios, se glorifica. La resurrección no es término, no es topia, en un lugar de ninguna «utopía», en cuanto simples creaciones de la fantasía, de la aspiración, del deseo, de los cerebros humanos. Ella es el «lugar», la topia de la esperanza teologal. Porque sólo por la esperanza podemos mirar hacia la resurrección, ya que es obra de la absoluta libertad y del amor de Dios Padre por la fuerza de su Espíritu. La humanidad de su Hijo fue arrancada de la fragilidad de la carne para pertenecer a la esfera del «Espíritu», como «primacía de los que duermen» (1 Cor 15, 20), como «primogénito de entre los muertos» (Col 1, 18; Ap 1, 5), como «precursor» (Hech 3, 15; 5, 31) de todos nosotros 23 .
ESPERANZA,
Ibid., pp. 66 ss. H. Merklein, Jesu Botschaft vori der Gottesherrschaft, Stuttgart, 1983, p. 24. M. Gourges, A vida futura segundo o Novo Testamento, Sao Paulo, 1986, pp. 62 ss.
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Cada uno de nosotros participa doblemente de la resurrección de Jesús. Sacramentalmente, en germen, en la historia terrestre por la fe, por el bautismo, por la eucaristía, por la caridad, por todo acto libre de acogida de la gracia victoriosa de Cristo. Muertos participaremos de esa resurrección de Cristo de modo pleno. En el reino de Dios definitivo, que durante nuestra vida fue estímulo, presencia en señal, fin de la historia, alcanza para nosotros su estadio final, que ya se manifestó en la resurrección de Jesús. Con la resurrección, toda la esperanza humana, que durante la historia alimentó tanta lucha de los pobres, tantos momentos de victoria y de fracaso, llega a su plenitud. La historia que ella fecundó se glorifica. Aparece la verdad de todas las utopías, en el sentido de que ellas son infinitamente limitadas en relación a esa realización: «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, Dios lo preparó para los que le aman» (1 Cor 2, 9). A su vez, las utopías aparecen como mediaciones acontecidas y orientadas hacia ese momento de plenitud y como respuesta a las auténticas aspiraciones humanas. En el fondo de las aspiraciones humanas está latente esa llamada de Dios a la comunión con él, Trinidad antísima, en la plenitud de la resurrección. En este sentido las utopías humanas desvelan su verdadera naturaleza de «anonimato de la esperanza cristiana» y la esperanza, a su vez, es el hacia-donde de toda verdadera utopía. Y esta esperanza se vuelve transparente en la resurrección, cuando las personas, cargadas de historia y de cosmos, rompan el límite temporal hacia dentro de la definitividad de Dios. Esta definitividad de Dios, ya presente en la historia cada vez que la libertad humana se confronta con la libertad divina a través de las mediaciones humanas, cósmicas, históricas, alcanza ahora, con la resurrección, la totalidad de la vida humana, confiriéndole la dimensión de incorruptibilidad, de gloria, de poder, de espíritu (1 Cor 15, 42-44). Y por ser la resurrección de los muertos obra fundamental del amor de Dios, aparece con mayor claridad el significado escatologico de su predilección por los pobres. Aquellos que sufrieron tanto en la historia terrestre, que conocieron hasta el máximo la flaqueza, la humillación, participarán entonces de la victoria, de la fuerza, de la gloria de Dios que resucitó a su Hijo Jesús y que resucitará a esos pobres del mundo. IV.
21. 22. 23.
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CONCLUSIÓN
Las utopías son creaciones humanas, que brotan de las insaciables ansias del ser humano por unas condiciones de existencia mejor frente a la dureza de los sufrimientos del presente. Los pobres, más 509
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que otros, sueñan con utopías ya que el presente les pesa mucho más. Esta estructura humana que crea utopías como mediaciones políticas de acciones humanas transformadoras de la realidad, permanecería en cierto sentido como un enigma, no encontraría su más profunda significación, si la esperanza teologal no le revelase su verdadero origen y su destino último. Este ser hombre fue creado por una Trinidad comunidad, la primera y más perfecta comunidad. Por eso toda su existencia está atravesada por esa aspiración profunda hacia la convivencia en comunidad. La esperanza a su vez, también, apuntaría hacia una meta, un destino, que siempre sería horizonte obscuro. Pero la resurrección de Jesús reveló totalmente esa profunda estructura utópica del hombre, sus límites y su significado anticipador. Ella mostró que la esperanza en Yahvé no lleva a la frustración, sino a la vida. Finalmente la resurrección de Jesús es prototípica, precursora, anticipadora de todas las resurrecciones. En ella el fin de la historia ya acontenció. En ella el tiempo de los astros y el espacio circunscrito fue definitivamente superado. En ella apareció también que sólo resucita quien es capaz de dar su vida por los hermanos. En ella, en fin, toda la revelación encontró su última clave de interpretación. La última palabra sobre la historia ya está dicha. No será ninguna potencia humana, ningún dictador, ninguna clase dominante quien decidirá el destino definitivo de los pobres. Es el amor de Dios que resucitó a Jesús y que resucitará a todos los que él ama y a los que lo aman. Y en esa categoría los pobres son privilegiados.
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¿Hay una «teología de la vida religiosa» propia de la teología de la liberación? La respuesta a esta pregunta tiene que ser indirecta. Si la teología no es en primer lugar un «sistema» preconstruido, si su tarea primordial es interpretar e iluminar la vida, se podrá hablar de una teología específica de la vida religiosa en América latina en la medida en que haya una experiencia original de vida religiosa. Esta experiencia parece encontrarse en la llamada «inserción entre los pobres». No es que sea la única forma de vida religiosa en América latina. Ni tampoco la más importante numéricamente. Pero no hay duda que hacia ella se inclina con preferencia la reflexión teológica. También aquí —un caso particular de lo que es la relación entre teología de la liberación y experiencia eclesíal— la praxis precede a la teoría. Los nuevos planteamientos teóricos brotan de una experiencia nueva de vida religiosa. Y esto es lo que justifica que nos concentremos de manera privilegiada en ella. Esta constatación nos apunta el camino que conviene seguir en estas reflexiones: la experiencia subyacente a las metamorfosis de la vida religiosa latinoamericana en las últimas décadas rompe los moldes de la tradicional «teología de la vida religiosa» y exige, por eso, una reflexión teológica capaz de dar razón de esta novedad histórica. Como la experiencia misma, esta reflexión será, bajo muchos aspectos, nueva, abierta e inacabada. ¿Habría otra «teología posible» para este tipo de experiencia cristiana que es la vida religiosa?
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El primer paso de esta evolución —común a todas las formas de vida religiosa y a todos los lugares— es lo que podríamos llamar la «modernización» de la vida religiosa, es decir, el resultado del encuentro entre el impulso renovador del Vaticano II y el dinamismo del mundo moderno con su mentalidad y sus valores.
¿Quién se atrevería a negar la necesidad y la importancia de este primer momento? Hoy, sin embargo, podemos juzgar mucho más serena y críticamente sus resultados. El gran aporte del Vaticano II fue el paso de una concepción jurídica a una concepción teológica de la vida religiosa: carisma en y para la comunidad eclesial, vivido en medio de las otras vocaciones e iluminando así la naturaleza de la vida cristiana. A esta nueva expresión teórica responde todo un esfuerzo de aggiornamento. Es el período de las «reformas» de la vida religiosa: de orden institucional y de naturaleza teológico-espiritual. Pero el centro de gravedad de estas transformaciones era todavía la vida religiosa en sí misma, «hacia adentro». La relación «hacia afuera», no era aún constitutiva de su identidad. En este punto la teología de la vida religiosa era el reflejo de la eclesiología conciliar que también había definido el misterio de la Iglesia {Lumen gentium) mucho antes de preguntarse por su misión en el mundo [Gaudium et spes). Los efectos de la «modernización» fueron muy desiguales: en calidad, en cuanto a su extensión y sobre todo en lo que se refiere a sus presupuestos. ¿Qué es lo que parece irreversible y suficientemente decantado en todo este período? En primer lugar la inspiración evangélica como dimensión permanente de la renovación exigida por el Concilio. El número 2 del Decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa {Perfectae caritatis) es, en ese sentido, un texto de antología. Pero además —y éste es el segundo aspecto— la renovación abrió un espacio para la pluralidad de formas que siempre existió en la historia de la vida religiosa. El ocaso incipiente del «modelo tradicional» no significaba el réquiem por la vida religiosa. Finalmente, las vicisitudes por las que pasó la «modernización» dejaron bien claro dónde se situaba la verdadera crisis: crisis de identidad de la misma vida religiosa. Hacer del evangelio la norma suprema era introducir un factor de desequilibrio en la «normalidad» en la que se había instalado la vida religiosa. La crisis de identidad comienza —sociológica, eclesial y teológicamente— cuando lo que hubo siempre de a-normal, de marginal, de inquietante, en los momentos «originantes» (y «originales») de la vida religiosa tiende a ser cooptado por lo que se considera «normal» en la sociedad y en la Iglesia, y acaba «mundanizándose», dejándose configurar por la mentalidad dominante (Rom 12,2). Este primer paso, común a toda la vida religiosa en sus orígenes conciliares, adquiriría enseguida características peculiares, según los contextos sociales y eclesiales, en cada continente. Es el segundo paso en la evolución de la vida religiosa.
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I. ¿QUE PASO CON LA VIDA RELIGIOSA EN AMERICA LATINA?
1.
Preliminares
La evolución de la vida religiosa latinoamericana en las dos últimas décadas no ha sido homogénea ni uniforme. Por un lado, hay que ponerla en relación con las transformaciones de la vida religiosa en general, sobre todo a partir del concilio Vaticano II. En parte era el reflejo de una concepción monolítica de la vida religiosa que tenía su centro de gravedad en Europa. Por otro lado, es inseparable del camino recorrido por la Iglesia en el Continente. No en vano ha sido caracterizada por el episcopado latinoamericano en su tercera Conferencia General (Puebla) como «vanguardia» cristiana y eclesial (722, 771, cf. 750), es decir, una de las expresiones más puras de la conciencia eclesial y, al mismo tiempo, caja de resonancia de todas sus perplejidades y dificultades. Por eso, el itinerario de la vida religiosa constituye un «lugar teológico» privilegiado. No es tan fácil, sin embargo, interpretar este «lugar teológico». Porque no se trata de un movimiento lineal sino de un proceso accidentado. La tentación sería hacer un relato estilizado con lo que fue realmente importante y sobrevivió a la decantación del tiempo. Pero ese ideal es imposible para nosotros porque estamos todavía inmersos en la actualidad del proceso. ¿Cómo abrirse camino, entonces, a través de ese enmarañamiento? Respetando los criterios que el mismo Espíritu se da (y nos da) para interpretar los «signos de los tiempos» dentro de determinadas coordenadas. Los criterios son: fidelidad a Jesús y construcción de la comunidad (1 Cor 12, 3.7; Rom 12, 4-10). Las coordenadas nos vienen de la historia. La pregunta decisiva es ésta: ¿qué hay de innegablemente evangélico en el proceso por el que está pasando la vida religiosa en América latina? Porque no puede haber fidelidad a Jesús ni crecimiento de la comunidad sin un retorno al evangelio. 2.
Las etapas
a)
La «modernización»
conciliar
CARLOS
PALACIO VIDA
b)
La evolución en América latina
La segunda Conferencia General del episcopado en Medellín (1968) constituye, sin duda, un marco definitivo de esta evolución. Su originalidad consiste en haberse dado cuenta de que la recepción y la aplicación del Vaticano II a América latina no podía prescindir de sus condiciones culturales, sociales y económicas. El encuentro con el «mundo moderno» era la constatación cruel del carácter abstracto —más aún, del fracaso— de los ideales de la modernidad cuando se los juzga desde los «condenados de la tierra». El reverso del «mundo moderno» era el mundo de los oprimidos, de los empobrecidos, de los injustamente oprimidos. Esta toma de conciencia está en el origen de lo que será la evolución de la Iglesia en América latina: de su experiencia original, de su praxis eclesial y de su reflexión teológica. La convicción de estar pisando el umbral de una época cualitativamente nueva de su historia y la certidumbre de su responsabilidad histórica explican la audacia con la que Medellín interpeló a todos los segmentos de la comunidad eclesial. La vida religiosa no podía escapar a este desafío. 1)
Pasos hacia la inserción
La llamada «inserción en medios populares» —uno de los rasgos característicos de la vida religiosa latinoamericana— echa sus raíces en Medellín. Dirigiéndose a las comunidades religiosas, los obispos escriben: «Reciban nuestro estímulo las que se sientan llamadas a formar pequeñas comunidades encarnadas realmente en ambientes pobres» {Pobreza 14, 16). Pero los efectos de este desafío sobre la vida religiosa sólo se harían sentir avanzados ya los años setenta. ¿Por qué caminos llegaron los religiosos a eso que hoy —con la naturalidad de lo que se ha convertido ya en algo trivial— llamamos «inserción»? Es difícil delimitar las etapas de ese itinerario. Más que de etapas habría que hablar de pasos sin los cuales la inserción sería impensable. Porque ella recoge y da un nuevo sentido a lo que de manera oscura y desarticulada se buscaba en los momentos anteriores. De las «pequeñas comunidades» de los años sesenta a las actuales «comunidades de inserción», pasando por la fase de «secularización-contestación» y la atracción ejercida por la «pastoral directa» existe sin duda una continuidad. Pero la discontinuidad no es menor. Como los otros intentos de renovación post-conciliar, la inserción era también hija de las contradicciones de la vida religiosa tradicional. Pero no buscó una salida por el camino de las 514
RELIGIOSA
reformas parciales (por más necesarias que fuesen). Su preocupación era el proyecto religioso en su totalidad. Un problema de fondo por lo tanto: la identidad de la vida religiosa. Y así recogía lo que había de válido en los momentos anteriores (continuidad) pero dándole una nueva significación (discontinuidad). Re-crear el proyecto de vida evangélico desde la inserción significaba darse cuenta de que la transformación de la comunidad (fase de las pequeñas comunidades) sólo llegaría al fondo si la «misión», es decir, el radical-ser-enviada-a-los-pobres, fuese el elemento esencial y constitutivo de la vida religiosa (fase del entusiasmo pastoral) y de su manera de estar presente en la Iglesia y en la sociedad (fase de las críticas). 2)
¿Qué es la inserción?
Es imposible definir unívocamente la inserción. Y, sin embargo, a medida que pasa el tiempo, se hace cada vez más indispensable delimitarla, aunque sólo sea negativamente. Porque, por una de esas sutiles metamorfosis (¿o serán abusos?) del lenguaje, la misma palabra acabará designando situaciones con los sentidos más contradictorios. Pero no todo es igualmente posible cuando se habla de inserción. La inserción no es una idea, un estado de ánimo o una bandera ideológica. Es una opción que desencadena un proceso. Opción de encarnar el proyecto evangélico de otra forma, desde el lugar (geográfico y social) de los pobres. Se trata, pues, de una doble «aniquilación»: vaciarse y despojarse de lo que era la manera «normal» de entender y vivir la vida religiosa, aprender a vivirla, adoptando el punto de vista, la «óptica» (humana, social y espiritual) de los que están debajo. Como verdadera encarnación no es un acto «puntual» sino un proceso. Inserción es lo que acontece en el espacio que se abre entre la toma de conciencia inicial (la «vocación» con sus primeras intuiciones) y su explicación final. El resultado es una nueva configuración del proyecto religioso, un nuevo estilo de vida que busca lenta pero tenaz y apasionadamente mayor radicalidad evangélica. ¿Cómo descubrir de antemano un camino que nadie ha recorrido? Es fácil comprender por qué las primeras «generaciones» de la inserción renunciaron a definir previamente lo que tenía que ser ese itinerario. Los problemas surgirían del mismo proceso, a medida que se avanzaba en el camino. Sabia decisión. Lo contrario sería someter una experiencia que por hipótesis rompía los moldes tradicionales a categorías y esquemas interpretativos en los que estaba encuadrada la vida religiosa «normal». Incluso 515
CARLOS
PALACIO
cuando el tiempo y la multiplicación de las experiencias permiten trazar un perfil común, el éxodo, humano y espiritual, inherente a ese camino será siempre una aventura única, pecuh'ar e irrepetible. Hay dos maneras de entender hoy la inserción que se distancian sensiblemente de esta interpretación más estricta. La primera es la que transforma la inserción en un tbeologoumenon de la vida religiosa, un postulado evidente que no necesita ser sometido a la prueba del discernimiento. Es la afirmación ciega y voluntarista del hecho en sí. Y como toda exaltación emocional y mítica, es presa fácil de las ideologías, aunque sean religiosas. La segunda es la manipulación sutil de los que asumen el discurso sin correr los riesgos del proceso, olvidando lo que está en juego en la inserción. Porque no se trata sólo de «hacer algo» por los pobres o de una «dosis» más equilibrada entre los lugares tradicionales de la vida religiosa y la aproximación esporádica al mundo de los pobres. Inserción es presencia permanente (que incluye solidaridad afectiva y compromiso efectivo con la causa de los pobres y sus luchas). Al ser vivida como experiencia de fe a la luz de una lectura crítica (no ingenua) de la realidad, produce una verdadera con-versión en la manera de situarse en la sociedad y de vivir el proyecto religioso. Las dos formas constituyen una tentación y una amenaza para la inserción. La reducción de la inserción a un vago denominador común es la manera inconsciente de defenderse de su amenazadora novedad. Y en ambos . casos una forma sutil de alcanzar su objetivo final sin haber pasado por «la noche oscura» del proceso. Porque ese camino está hecho de búsquedas, interrogaciones, tensiones, ambigüedades y riesgos. Exige, por eso, mucho más que buenas intenciones. Y no se puede confundir con entusiasmos románticos o con adhesiones teórico-ideológicas.
VIDA
RELIGIOSA
mantener su especificidad cristiana como para ser de hecho una contribución asimilable por el conjunto de la vida religiosa. La segunda característica es la experiencia de haber sufrido un des-centramiento humano y espiritual, después de haber pasado por un éxodo global: emigración que es inseparablemente geográfica (del «centro» a la «periferia», con todo lo que eso representa), socio-cultural (descubrimiento de que el cristianismo no se identifica con una clase social y puede ser vivido con todos sus valores desde la perspectiva de los oprimidos) y teologico-espiritual (el esfuerzo para repensar la vida espiritual y la vida religiosa desde los desafíos de la inserción). La tercera condición de una inserción en sentido estricto es la preocupación explícita por una nueva configuración del proyecto religioso en su totalidad. Es la pregunta por la identidad de la vida religiosa. Su originalidad consiste en aceptar que el encuentro con la existencia del pueblo pobre (lugar social) desenmascara las incoherencias del proyecto religioso y da lugar a una nueva lectura de su identidad (lugar teológico). De esa manera la vida religiosa es «cristianizada», es decir, conducida al evangelio como criterio absoluto sobre todas las tradiciones derivadas. ¿Cómo vivir esta experiencia sin mantenerse en un proceso abierto a las sorpresas del Espíritu y, por lo tanto, en discernimiento permanente} Es la cuarta característica: aceptar que la identidad sea conquistada en el acto mismo de perderse, como lo dice el evangelio, sin necesidad de apoyarse en Hegel. La plenitud de un ser (identidad), ¿no puede prescindir de su realización histórica? 3.
La interpretación del proceso en Puebla
Al echar una ojeada hacia lo que han sido estas dos décadas —con todas sus vicisitudes, idas y vueltas, errores y aciertos— se puede decir que, sin ciertas condiciones, la inserción deja de ser «significativa», es decir, pierde la fuerza que tuvo desde el principio como desafío, como alternativa a las formas tradicionales de vida religiosa. En primer lugar la búsqueda de un centro articulador de todos los aspectos (social, político, espiritual, religioso, etc.) desde la opción de fe. La preocupación de unificar desde la fe la percepción contrastable de la realidad social constituyó para la inserción el lugar originario de una nueva experiencia espiritual. Esta opción tenía que ser clara y explícita desde el principio. Tanto para
El esfuerzo de inserción de la vida religiosa entre los pobres, acogiendo el desafío de los obispos en Medellín, adquirió una densidad particular y una nueva cualificación eclesial en la tercera Conferencia General del Episcopado en Puebla. De dos maneras: porque la «opción por los pobres» explícita el camino de la «inserción» y por la lectura que los obispos hicieron de esa vida religiosa encarnada. La «opción por los pobres» es una especificación de la conciencia eclesial, una manera nueva de entenderse y de realizar la misión eclesial. Por eso afecta a la totalidad de la Iglesia en todas sus dimensiones. Nadie ni nada pueden quedar al margen de esa opción. De esa manera la opción de la Iglesia por los pobres vino a iluminar y confirmar la búsqueda de los que, desde Medellín, caminaban hacia las «pequeñas comunidades encarnadas en ambientes pobres». A partir de este momento la inserción de la vida religiosa adquiría carta de ciudadanía en la Iglesia. En
516
517
3)
Condiciones de la inserción
CARLOS
PALACIO
adelante no se la podría tratar como fenómeno periférico y marginal (siempre, como es natural, en relación a lo que se consideraba vida religiosa «normal»), ni como «experiencia» más o menos tolerada. Independientemente de su peso numérico, la vida religiosa encarnada entre los pobres se presenta cada vez más como alternativa y ciertamente como interpelación a la totalidad de la vida religiosa. Esta parece ser la lectura de la vida religiosa que los obispos hicieron en Puebla. La inserción —en su versión de «opción por los pobres»— es reconocida como «la tendencia más notable de la vida religiosa latinoamericana» (733). Considerarla como tendencia significa señalar la dirección hacia la que se inclina la vida religiosa. Y calificarla como la tendencia más notable equivale a reconocer en ella la corriente fundamental, el camino más significativo y renovador (723) de lo que puede llegar a ser una vida religiosa capaz de rehacerse dentro de esta sensibilidad histórica y eclesial. De manera certera los obispos reconocen el papel de vanguardia desempeñado por la vida religiosa en esa toma de conciencia que va desde Medellín a Puebla: su presencia en lugares y situaciones de frontera (755, 770, 121), en puestos de vanguardia (771), en zonas marginadas y difíciles (733); expuesta a los mayores riesgos (722), pero segura de estar siendo conducida por el Espíritu (739, 755 s). No es de extrañar pues, que esa constatación se transforme en un desafío. Lo que los obispos piden insistentemente a la vida religiosa es que recupere su primitiva originalidad, su transparencia evangélica, su característica de vanguardia eclesial (771, 722), de fermento de la conciencia misionera y evangelizadora (755, 771) de la Iglesia. Esta lectura sorprende por su realismo y por su lucidez evangélica. No se engañan los obispos sobre lo que predomina todavía de hecho en la vida religiosa. Sin embargo, desde su misma fragilidad cuantitativa, las dimensiones de la inserción dan que pensar. Hay una convergencia significativa en esa búsqueda. Con lucidez los obispos supieron interpretar los «signos» de vitalidad evangélica que innegablemente se transparentan en ese tipo de vida religiosa. Algunos ya están siendo analizados y tematizados por la teología. Pero todos, antes de ser «categorías explicativas», fueron experiencias dolorosas que tardaron en ser reconocidas. Era casi imposible admitir esta experiencia como práctica «ortodoxa» dentro de los cuadros tradicionales de vida religiosa, lo cual tampoco debiera extrañar. Como todo lo auténticamente evangélico, la inserción ocurre también «fuera» de los lugares establecidos y, por lo tanto, previsibles. 518
VIDA
RELIGIOSA
II. INSUFICIENCIA Y LIMITES DE LA TRADICIONAL «TEOLOGÍA DE LA VIDA RELIGIOSA»
Es imposible subsumir el «hecho» de la vida religiosa encarnada entre los pobres dentro de las tipologías de vida religiosa existentes. Y, sin embargo, es urgente interpretarlo porque se presenta como alternativa a la figura tradicional de vida religiosa. 1.
El «modelo tradicional» y sus
contradicciones
El «modelo tradicional» llevaba en sí mismo el germen de su desintegración: la imposibilidad de reconciliar en una única figura el monacato y la «moderna» vida religiosa apostólica. No sólo porque se trata de momentos históricos sucesivos que no se pueden sumar sin más, sino porque son concepciones de vida religiosa irreductibles. Y cada una reconstituye, de manera original, la fidelidad al evangelio como norma inspiradora. La tradición no se conserva sólo sumando lo que ya existe. El novum sorprendente forma parte de la tradición. Pero la fragilidad de ese sincretismo histórico sólo se podía ver «desde fuera». Y esa distancia le pertenecía al tiempo. El cambio de las condiciones sociales, culturales y eclesiales hizo posible pensar y vivir desde otros presupuestos. Y entonces algunos de los caminos abiertos por la vida religiosa tradicional se empezaron a revelar como callejones sin salida. a)
«Abstracción» de la vida religiosa
En primer lugar lo que podríamos llamar la «abstracción de la vida religiosa», es decir, la distancia entre la expresión jurídicoteológica y la vida real. Los votos son un ejemplo. El aspecto jurídico-formal haría olvidar cada vez más las raíces antropológicas de estas tres dimensiones humanas y sobre todo su referencia al «voto» o compromiso fundamental de «observar el evangelio de Nuestro Señor», como diría Francisco de Asís. Estaba abierto el camino para una interpretación preponderantemente ascética e individualista de los votos. Pero la amenaza de «abstracción» se hacía sentir en otros dominios. Las prácticas comunitarias, por ejemplo, eran ante todo el marco formal para el desarrollo de una vida espiritual extremadamente individualista. La experiencia espiritual tampoco escapaba a este peligro. Por detrás de una fidelidad minuciosa a los «ejercicios de piedad» se escondía muchas veces la incapacidad de descubrir las exigencias de Dios en la trama oscura de la realidad. 519
CARLOS
PALACIO
La seguridad de los medios sustituía al riesgo de la fe. Y la fidelidad a la «tradición» pequeña (estructuras, medios, etc.) podía encubrir una objetiva infidelidad histórica al evangelio. b)
Exaltación de lo jurídico
Esa contradicción descansaba en una exaltación indebida de lo jurídico. Pero someter la identidad de la vida religiosa en primer lugar a lo jurídico es una aberración teológica, porque el derecho está al servicio de los «carismas» que el Espíritu suscita. El recurso constante al derecho canónico creó, sin embargo, reflejos atávicos. Ante una opción nueva, la pregunta instintiva no era «qué nos pide el Espíritu» sino «qué permite el derecho canónico». Lo que puede ser una manera sutil de protegerse contra las exigencias imprevisibles del Espíritu. Pero, además, esa exaltación es una inversión de lo que ha sido históricamente la vida religiosa. Sus formas nuevas nunca hubieran podido ser deducidas de lo ya conocido. Fueron irrupciones libres del Espíritu, precisamente en los momentos de crisis o de profundas transformaciones socioculturales y eclesiales. Eso vale de los orígenes, se repetirá en el evangelismo de los mendicantes y volverá a ser verdad con la «moderna» vida religiosa apostólica. Pero sólo se entiende devolviendo la prioridad al «carisma» y sometiendo el derecho al evangelio. ¿Qué impediría interpretar la actualidad de la vida religiosa como una de esas rupturas históricas que son al mismo tiempo sus momentos creadores? c)
El «profesionalismo»
de la vida religiosa
La tercera contradicción podría ser denominada el «profesionalismo» de la vida religiosa. No en el sentido sociológico de la palabra, sino como la tendencia, cada vez más acentuada desde el siglo XIX, a identificar la vida religiosa con las tareas tradicionales por ella desempeñadas (educación de la juventud, obras asistenciaíes, de la salud, etc.). Esta identificación contradice lo que hay de más original en la forma «moderna» de vida religiosa (desde el siglo XVI). Su manera de existir como vida religiosa (es decir, su identidad: carisma, vocación, proyecto de vida) es su radical y permanente ser-enviado-a-los-otros (es decir, la misión). Identidad y mística son inseparables del acto mismo de ser-enviado (misión). «Mística de la misión» en la que la mística inspira la misión y a su vez es alimentada por ella. Pero esta unidad entra en crisis en el momento en que la misión 520
VIDA
RELIGIOSA
se confunde con las tareas. Es evidente que en cada época la misión tiene que encontrar traducciones operativas. Pero esas tareas serán siempre expresiones históricas y, por lo tanto, transitorias de la misión. Identificarlas sin más es aceptar que la manera de existir, característica de esa forma de vida religiosa, es decir, su identidad profunda, sea absorbida por la función desempeñada. Tendremos entonces como resultado grupos de excelentes «profesionales» pero una profunda crisis de identidad. Esta crisis se manifiesta en el lenguaje, aunque no dependa de las intenciones ni de la buena voluntad de las personas. Es sorprendente, por ejemplo, la frecuencia con que se oye afirmar a muchos religiosos «mi misión es educar, o es servir en un hospital». O la naturalidad con que reconocen «no sé hacer otra cosa; es lo que hice toda mi vida». Hay aquí una peligrosa reducción del ser al hacer. Y, como consecuencia, una ruptura con la mística (espiritualidad) inspiradora. Poco a poco iría tomando cuerpo una separación mortal para la unidad característica de la vida religiosa apostólica: por un lado la constitución de una identidad confinada en «lo religioso» (espiritualidad de una vida religiosa «hacia dentro»); por otro, el abandono del quehacer apostólico a un dinamismo contradictorio. Porque las exigencias de las «obras» (los diversos campos «profanos» en los que actúa la vida religiosa) tienen una lógica interna que no siempre es compatible con los criterios evangélicos. Las consecuencias de esa ruptura se hacen sentir en las personas y en las instituciones. Son evidentes las dificultades que tal situación crea para la disponibilidad, movilidad y discernimiento del cuerpo apostólico. Lo que tal vez no es tan claro es que esa contradicción es inherente al «profesionalismo». De aquí a la recuperación social de la vida religiosa no había más que un paso. N o deja de ser significativo que se haya designado a muchas de sus instituciones como de «utilidad (o interés) social». Cuando las expresiones de la misión responden más a la demanda de la sociedad que a las exigencias de las opciones evangélicas, la misión de la vida religiosa habrá perdido lo que la especifica: su capacidad de ser testimonio y memoria viva del evangelio. No es de extrañar que esas contradicciones hayan dejado sus marcas también en la reflexión teológica. 2.
La teología de la vida religiosa
Hasta el Vaticano II, por lo menos, la reflexión teológica sobre la vida religiosa giraba alrededor de dos grandes núcleos: el de la vida religiosa como «estado de perfección» y el de la teoría de los tres votos como «esencia» de la vida religiosa. 521
CARLOS
Las raíces de esta teología hay que buscarlas en la edad media, aunque tal manera de pensar se irá consolidando a lo largo de la época moderna. En el fondo se trata de una lectura colectiva de la tradición, condicionada por el contexto sociocultural y dominada por una visión de Iglesia que encontró su cristalización en la «eclesiología de resistencia» del Vaticano I. ¿Cuáles son los presupuestos de esta teología de la vida religiosa? a)
Los
VIDA
PALACIO
presupuestos
En esta manera de «teologizar» hay algo equivalente a lo que le ocurrió a la teología de modo general con el paso de la patrística a la escolástica: la sustitución de lo concreto por lo abstracto, de la mística por la racionalidad especulativa, la sustitución de la oikonomia —como decían los Padres— por la atracción fascinante del «sistema». También la vida religiosa tenía su oikonomia- Al abandonarla, la reflexión se apartó de la evolución concreta de la vidad religiosa para preocuparse cada vez más por su «esencia». Pero la «esencia» de la vida religiosa es histórica: ella es en sí lo que llega a ser para nosotros en la historia. Y, por eso, la reflexión no puede abandonar el orden histórico en el que el Espíritu va suscitando los «carismas». La abstracción de la teología corría pareja a un proceso de formalización institucional. Una aureola de perennidad sagrada hacía pensar que la realidad teológica de la vida religiosa había encontrado su definitiva transposición jurídica. Peligrosa ilusión. La teología corría el grave riesgo de ser «ideológica», ocultando su verdadera realidad histórica. Teológicamente pertenece a la verdad de la vida religiosa, como a la de toda existencia cristiana, la distancia entre lo que está llamada a ser (imperativo, «ideal») y lo que de hecho es (indicativo, «real»). Negar o ignorar esta inadecuación es engañarse sobre la realidad, muchas veces pecaminosa, de la vida religiosa (sin la que serían incomprensibles los periódicos «movimientos de reforma») y quitarle la posibilidad de interpretar sus contradicciones como el lugar histórico de la experiencia de pecado y del llamado a la conversión. Esto significa para la teología renunciar a «sistematizar» los elementos «esenciales» de la vida religiosa para volver a ser inductiva, inacabada, abierta a todo lo nuevo que el Espíritu no cesa de suscitar. Los presupuestos de esta manera de hacer la teología de la vida religiosa permiten comprender mejor por qué son insuficientes los temas alrededor de los cuales ella se quiso edificar. 522
1)
RELIGIOSA
La categoría «estado de perfección»
Aunque haya prevalecido durante mucho tiempo, esta concepción de vida religiosa pertenece a una tradición derivada, la medieval (y no en todos de sus mejores representantes), que en este punto se aparta de la gran tradición patrística, dando inicio a una interpretación discutible de lo que se llamó después la fundamentación bíblica de la vida religiosa o sus raíces evangélicas. Lo que está en juego no es sólo la categoría en sí. Abordarla obliga a repensar toda la constelación a la que pertenece; y en especial la manera de entender la vocación cristiana, la eclesiología y la misma concepción de perfección. Teológicamente, pero también antropológicamente, la vocación cristiana tiene mucho más de «caminar-hacia» que de «haberllegado». No sin razón su paradigma concreto es la vida de Jesús, es decir, el camino por el cual llegó a su plenitud (Heb 5, 8-9; cf. 2, 10). En esta «tensión» se expresa la distancia entre el llamamiento de Jesucristo y la respuesta humana en la historia. Lo que nos aleja bastante de una vida religiosa como estado, ya conquistado, de perfección. Habría que reconocer con sencillez que la vida religiosa no es la «anticipación» de la «ciudad definitiva», ni es ésa su función dentro de la comunidad eclesial. La manera de entender la vocación cristiana remite, por lo tanto, a la eclesiología. Sólo en una concepción de Iglesia que ya no es consciente de la igualdad radical de todos los cristianos por el bautismo (incluida la jerarquía, como nos lo recuerda el agustiniano «con vosotros soy cristiano»), de que todos son llamados a la misma plenitud de la existencia cristiana (aunque se realice por caminos diferentes) y de responsabilidad común en la misión de evangelizar (sin negar por eso la diversidad de carismas, funciones y ministerios) podía desarrollarse la teoría de los dos estados o de las dos categorías de cristianos. Para superar esa desigualdad .es necesario volver a pensar la naturaleza original de la existencia cristiana (una existencia que se realiza en el mundo sin ser del mundo: Jn 17, 11-19; Rom 12, 1 ss), el sentido de la diversidad de caminos o formas de vivirla y la referencia intrínseca de esa diversidad al misterio único y total de la comunión eclesial. En el conjunto y en la mutua interacción de las vocaciones cristianas descubre y realiza la vida religiosa su función eclesial. Pero reconducir la vida religiosa a sus raíces cristianas y eclesiales exige otra manera de interpretar la «perfección» cristiana. El problema de la «perfección» cristiana no se reduce a la cuestión de los «medios». Sin embargo, ésta era en buena parte la convicción de la teoría que hizo de los tres votos la «esencia» de la vida religiosa. 523
CARLOS
2)
PALACIO
La teoría de los tres votos
VIDA
1.
Si la «perfección» (téleios) es la vida cristiana misma llevada hasta el fin (télos), no puede haber dos matrices diferentes para la existencia cristiana: los mandamientos y los consejos. La «perfección» a la que todos son llamados (Mt 5, 48) es el amor. Pero no cualquier amor sino el del Padre que, en Jesús, se inclina hacia todas nuestras miserias (misericordia: Le 6, 36) y no duda en ir hasta el fin (Jn 13, 1), hasta dar la vida: prueba suprema (Jn 15, 13; 1 Jn 3, 16; Rom 5, 8) y máxima expresión del amor (testimonio-martirio). La pretendida superioridad de la vida religiosa está construida sobre la superioridad de los votos-consejos como «medios» para llegar a la perfección. Pero los medios en sí mismos no afectan a la esencia de la vocación. La vida religiosa no es «superior» a los otros caminos «en sí misma». Será «mejor» para alguien en la medida que pueda ser reconocida como vocación, como camino concreto por el que Dios le llama para realizar su vocación cristiana. El camino de los consejos evangélicos puede configurar un «estilo de vida» diferente, pero nunca podrá justificar la constitución de dos estados esencialmente diferentes de cristianos. La vida religiosa no es un camino superior sino un camino diferente, cuya función en la comunidad eclesial es de naturaleza simbólica: «señal» que ilumina la naturaleza misma de toda vocación cristiana. El delirio del lenguaje —que acaba confundiendo el sueño con la realidad— fue la consecuencia teológica de una teoría y práctica de la vida religiosa que había perdido la conciencia de su condición cristiana fundamental. No es difícil entender por qué otra «práctica» de vida religiosa, como la que surge en las comunidades de inserción entre los pobres, exige otra «teoría» que dé razón de la novedad histórica de esta experiencia y de sus presupuestos teológicos.
RELIGIOSA
El problema de la identidad
La experiencia germinal de la inserción es lacerante. Por un lado, la persuasión de estar viviendo algo importante (ya desde la preparación, motivaciones, objetivos, primeros pasos, etc.). Por otro lado, la imposibilidad de presentar (ante sí y ante los otros) un proyecto bien definido y de traducirlo en una teología capaz de ser «recibida», o por lo menos de hacerse oír, por la tradición dominante. De manera titubeante aún, pero certera, la crisis es reconducida a su verdadero lugar. Más allá de la transformación de las estructuras y del reflejo que tuvo sobre la evolución de las personas, la cuestión ineludible era la identidad misma de la vida religiosa. a)
Presupuestos
La interpretación teológica del fenómeno de la inserción no puede contentarse con el resultado final. Tiene que captarlo en sus orígenes y ceñirse a lo que fue su génesis progresiva. Porque el sentido de la búsqueda quedó inscrito en el acto mismo de abrirse camino y en los momentos cruciales del itinerario recorrido. Antes de hacerse teología refleja, la inserción se hizo vida cuestionante.
La originalidad de la inserción consiste en plantearse el problema de la identidad desde otros presupuestos. En primer lugar la aceptación de una identidad dinámica, es decir, el paso de una identidad definida de antemano a una identidad que se construye en la historia. El camino que lleva a la inserción —desde sus primeras intuiciones hasta su explicitación final— es el lugar en el que se conquista la identidad. A través de vicisitudes, riesgos y probaciones, se llega a ser lo que al principio era un deseo o el convencimiento de que era necesario vivir de otra manera. Pero además esa identidad tiene sus coordenadas. No se puede comprender la vida religiosa desde sí misma, como magnitud absoluta. El «proyecto evangélico de vida» es relativo, nace dentro de una comunidad eclesial y de un contexto social. Estas fueron desde el principio las coordenadas históricas de la vida religiosa. Y tienen que volver a ser sus coordenadas teológicas. No deja de existir audacia en el camino escogido por la inserción. Introducir esa doble referencia en la constitución misma de la identidad religiosa es hacer del proceso de inserción (con todas sus consecuencias: entrar en la situación, condiciones y luchas del pueblo) el lugar en el que se irá articulando la nueva identidad. Lo que constituye un desafío para la tradición y para la teología de la vida religiosa. Para la tradición, porque no pueden quedar intactos los antiguos moldes en los que se vivía el proyecto religioso. Para la teología, porque esa identidad sólo será cristiana y religiosa si en ella se hace visible lo que tiene de específico y de irreductible el «exceso» que hace de la inserción «algo más» que un puro acto político o un gesto de solidaridad, por más conmovedor que sea.
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525
III.
HACIA UNA «TEOLOGÍA POSIBLE» DE LA VIDA RELIGIOSA
CARLOS
PALACIO
VIDA
RELIGIOSA
En primer lugar la referencia a la conciencia eclesial. Es por demás evidente el paralelismo de los caminos recorridos por la Iglesia y
por la vida religiosa en América latina. Esa fecunda interdependencia es la mejor expresión de lo que significa la eclesialidad constitutiva de la vida religiosa. La vitalidad de la inserción se explica, en gran parte, por estar situada en una Iglesia que busca y también se interroga. Hay una convergencia significativa entre el proceso de inserción y la opción de la Iglesia por los pobres. Sin esas raíces la vida religiosa empieza a girar sobre sí misma. El segundo criterio es la confrontación con la realidad. La novedad de esta referencia como criterio de identidad es que ella pretende ser constitutiva. La «relación con el mundo» no le sobreviene a una identidad ya construida por otros caminos sino que es parte integrante de la misma. Ser-enviada a la realidad de los pobres forma parte de la esencia, de la identidad de la vida religiosa en la inserción. Este choque con la realidad significó concretamente descubrir las condiciones de vida del pueblo hasta identificarse con su existencia concreta, para lo cual era necesaria una postura crítica. No sólo para analizar la realidad social sino para desenmascarar los mecanismos sutiles por los cuales la vida religiosa se identifica y toma partido en esa realidad, no siempre en nombre del evangelio. Lo que sólo es posible si se la lee al mismo tiempo como palabra de Dios, como lugar de una experiencia espiritual. Dentro de estas dos coordenadas —eclesial y social— se sitúa el tercer criterio: el recurso al carisma. No como exaltación mítica de los orígenes (tiempos, lugares, personas, textos «intocables») sino como verdadera búsqueda de la inspiración fundacional. El carisma sólo podrá «inspirar», es decir, iluminar creativamente e infundir un soplo de vida nueva, en la medida que se tome en serio la distancia que nos separa de los orígenes, porque esa distancia es la que hace posible plantear preguntas nuevas —legítimas y necesarias— que no se pueden contentar con viejas respuestas. De lo contrario, el recurso al carisma sería una repetición mecánica y literal del pasado. Por eso exige discernimiento. De él depende que ese momento crítico del retorno a las fuentes sea «letra» muerta o «espíritu» que hace vivir. El último criterio —aunque no por eso el menos importante— es la lucha apasionada para abrirse camino hacia la totalidad del evangelio. Ultimo, porque sin la concreción que le confieren los otros criterios el recurso al evangelio sería presa fácil de las más diversas manipulaciones y engaños. Pero desde esa «corporeidad» (eclesial, social y del carisma) el evangelio se hace palabra encarnada hoy. La totalidad del evangelio es lo que distingue el «evangelismo salvaje» y el retorno al evangelio como referencia primera de toda identidad cristiana. El evangelio es el horizonte definitivo que permite situar la búsqueda (aun en medio de sus contradicciones) y
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b)
Justificación teológica
La reconstrucción de una nueva identidad desde la inserción no tiene nada de aventura irresponsable. Teológicamente la referencia de esta identidad que se construye en la historia es la encarnación. ¿Qué significa para la identidad cristiana y religiosa aprender-a-ser en la escuela de la vida y del sufrimiento lo que ya se es en germen, y sólo así alcanzar la plenitud de su identidad? La clave para vivir esta aparente paradoja es el movimiento que llevó al Hijo a optar libremente por ser Hijo de otra forma: aniquilada, despojada, en la condición de hombre. Afirmar que la identidad dinámica de la vida religiosa se conquista en el movimiento mismo de vivir la inserción es renunciar a poseer antes lo que sólo puede ser adquirido después de haber pasado por el camino. Pero, además, la encarnación introduce una irrenunciable y definitiva tensión entre lo humano y lo divino en la identidad cristiana, lo que nos obliga a plantear en otros términos la cuestión de lo específico cristiano. ¿Cómo vivir dentro de lo humano (desde la inmanencia) esa tensión irreductible? ¿Cómo tiene que repercutir esa especificidad en las diversas vocaciones? Sería muy fácil acogerse a la vieja distinción entre «sagrado» y «profano», como ámbitos cartesianamente distribuidos entre religiosos y seglares, adjudicando evidentemente a la vida religiosa el ámbito de lo sagrado... Pero además de no ser fácil aplicar estas categorías en una sociedad que ha extendido lo profano hasta el límite de sus posibilidades y que se concibe al margen de cualquier referencia a lo sagrado, esa distinción es cada vez más insuficiente para dar razón de la especificidad original e irreductible del cristianismo. La búsqueda de una nueva identidad de la vida religiosa desde la inserción pasa por esa tensión que la encarnación introduce en la experiencia cristiana. Los riesgos inherentes a esta transposición de la identidad en categorías históricas no son mayores que los que amenazan a la vida religiosa cuando se deja paralizar por una identidad definida de antemano y por lo tanto petrificada y abstracta. No parece haber sido otro el dilema de los fundadores que abrieron nuevos ciclos para la vida religiosa, ni tan fácil la asimilación del novum y de su convivencia con las formas tradicionales. Por otro lado, la búsqueda de la inserción no se hace a ciegas. Existen criterios objetivos que la orientan. c)
Criterios objetivos
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un camino que debe se recorrido, «relato abierto» cuyo sentido sólo se revela en el seguimiento. Seguir es el intento audaz de «reinscripción» de la palabra que es Jesucristo en el con-texto de nuestra historia. Y será siempre algo desinstalador porque rompe los precarios equilibrios entre contenido y forma con los que los hombres intentamos, una y otra vez, «habituarnos» al evangelio, «manteniendo cautiva su verdad». No es posible tachar de arbitraria y anárquica la búsqueda de identidad, delimitada objetivamente por estos criterios. Ni se puede interpretar la «des-codificación» de los elementos tradicionales de la vida religiosa en la inserción como gesto iconoclasta. Es preciso que todas las dimensiones de la vida religiosa vuelvan a nacer y crezcan dentro de la «óptica» de la inserción. A la teología le toca manifestar la coherencia interna de este camino, ayudar a interpretarlo y ponerlo en relación con la gran tradición.
«teologizar» en Latinoamérica. La reflexión teológica vive y se alimenta de la circularidad teoría-praxis, en la que alternadamente cada una es punto de partida y resultado final. La referencia al contexto —eclesial y social— es constitutiva del acto de «teologizar». También la teología de la vida religiosa se abre camino entre lo que es de hecho la vida religiosa (su praxis real: el nuevo rostro en la inserción, pero también su diversidad y sus contradicciones) y lo que está llamada a ser (como don de Dios y exigencia de fidelidad al evangelio). De la praxis a la teoría: en coherencia con la historicidad del proyecto religioso. Sobre esa praxis versa la razón teológica en un esfuerzo de iluminarla. Así, en un segundo momento, todo el trabajo teórico de la teología se transforma en punto de partida (teoría crítica) de una nueva praxis. b)
2.
Función de la teología
Los temas teológicos
La teología de la vida religiosa en América primera vista, lejos de la teología tradicional. función, sino sus presupuestos y los temas ¿Significa eso que tal teología no tiene raíces a)
RELIGIOSA
latina nos sitúa, a No sólo cambia su que le preocupan. en la tradición?
Los presupuestos
Dos presupuestos parecen sostener esta teología. El primero se refiere al proyecto religioso en sí mismo: la multiplicidad de «configuraciones» de la vida religiosa a lo largo de la historia y la imposibilidad de reducirlas a un denominador común. Una primera interpretación de este fenómeno estaría en la historicidad misma del proyecto religioso: su referencia intrínseca al momento eclesial y al contexto sociocultural. La transformación de ese contexto y los desafíos que plantea explican la aparición de nuevas formas de vida religiosa. Ella surge en cada ciclo histórico como un intento de respuesta «significativa» a desafíos inéditos. Pero hay también una lectura teológica de este fenómeno. La esencia de la vida religiosa es histórica. Como «carisma» es una irrupción imprevisible del Espíritu; como «institución», por lo menos en sus orígenes, es una configuración libre, sin modelos predeterminados. Imposible, pues, definir esa «esencia». La vida religiosa es lo que llega a ser en la historia como iniciativa siempre nueva del Espíritu. Cualquier intento de definirla sería reconducir la novedad del Espíritu a los cauces de lo ya conocido. El segundo presupuesto está relacionado con la manera de 528
La reflexión teológica aparece así modesta en sus pretensiones y, sin embargo, más encarnada. Modesta, porque respeta la distancia real entre lo que es y lo que está llamada a ser la vida religiosa, renunciando a la atracción fascinante del «sistema», a la tentación de identificar la «idea» con la realidad histórica. La verdad teológica de la vida religiosa no es la que sobrepone una imagen ideal a la realidad, sino la que es capaz de leer en lo inacabado de la realidad el sentido de su permanente-estar-abierta al futuro. La verdad se hace así tensión hacia la novedad imprevisible del Espíritu. No renuncia a la plenitud (ideal) entrevista por la promesa de Dios, pero reconoce que el presente nunca la alcanza totalmente. Paradójicamente, por este camino de la reflexión humilde, la teología acaba teniendo más impacto sobre la vida religiosa porque llega hasta los problemas reales, como, por ejemplo, el hecho angustiante del pecado y de las contradicciones en la vida religiosa. La teología se hace cuestionante y provisional. Su función no es elaborar síntesis definitivas sino descubrir la totalidad en los fragmentos. Y a través de esas síntesis parciales iluminar la búsqueda apasionada de los que viven la aventura del proyecto religioso. La vida, a su vez, le impone los temas. c)
Explicitación de contenidos
La diferencia entre los temas con que se ocupa la teología latinoamericana de la vida religiosa y lo que era el interés central de la teología clásica no es una simple cuestión de modas. Está 529
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relacionada con la manera de hacer teología, sus presupuestos y la relación con la praxis. Si la «esencia» de la vida religiosa es histórica se comprende por qué el novum —histórico y teológico— que se impone a la reflexión teológica desde la vida religiosa en la inserción no podía caber en ninguna de las «sistematizaciones» alrededor de los núcleos tradicionales. Pero buscar otros caminos de interpretación no significa desgajarse de la tradición. Precisamente la gran tradición le ha salido al encuentro a esta teología de la vida religiosa por el camino de la Iglesia. Al volver a situarse dentro de la comunidad eclesial de la vida religiosa ganó densidad teológica y dinamismo evangélico. Por esta eclesialidad primera o fundamental descubrió que lo que la une al «misterio» —vida y santidad— de la Iglesia es su «naturaleza carismática». Esta dimensión, que la eclesiología del Vaticano II volvió a descubrir, es una de las vetas fecundas exploradas por la teología latinoamericana de la vida religiosa. Así se relaciona con los orígenes más genuinos de la tradición y con lo que han significado en los momentos decisivos de la historia las figuras de los grandes fundadores. Dentro de esta categoría la inserción aparece como fenómeno imprevisible, «carismático», que ha infundido en la vida religiosa y en todo el tejido eclesial un innegable dinamismo evangélico. Y ésta es la primera y fundamental misión de la vida religiosa: mantener viva la memoria del evangelio e iluminar así, a las otras vocaciones, lo que hay de más genuino en toda vida cristiana. La «cristianización» de la vida religiosa es una consecuencia de la eclesialidad recuperada, y constituye otro de los temas preferidos por la reflexión. Como vocación en y para la comunidad eclesial, la especificidad de la vida religiosa no puede ser encontrada al margen de la estructura común a toda existencia cristiana: conversión, encarnación, muerte, resurrección. «Cristianizar» la vida religiosa es volver a descubrir qué significan históricamente para ella estas cuatro dimensiones. El «seguimiento de Jesucristo» es, ya en los mismos evangelios, la expresión tradicional de lo que significa «ser cristiano». Con la misma lógica —y no por motivos de superioridad— ésta ha sido una de las categorías clásicas aplicadas a la vida religiosa. Es también uno de los temas predilectos de la teología latinoamericana. La originalidad de su lectura le viene del contexto eclesial y social. Porque el seguimiento es histórico se puede establecer qué significa «seguir» fuera del contexto en el que se vive el seguimiento. Por eso, temas como encarnación-inserción, opción por los pobres, compromiso con la construcción (parcial y fragmentaria, pero real) del reino de Dios en la historia, lucha por la justicia, conflictividad, martirio, persecuciones y muertes, pero también
resurrección, son constelaciones que enriquecen el tema del seguimiento concretizándolo. Alrededor de esos temas se va configurando cristianamente (¡cristológicamente!) el camino concreto de la vida religiosa. Este camino es solidaridad efectiva y compromiso real con la causa y las luchas de los pobres. Al hacerse presente entre los pobres —en el campo o en las grandes aglomeraciones urbanas, en todos los lugares donde se escucha el clamor de los oprimidos— la vida religiosa, en cierto sentido, se deja «reinterpretar» por ellos. No son sólo los «temas» los que cambian, es sobre todo la «óptica», la manera de entenderse y de vivir. La proximidad de los pobres retrotrae la vida religiosa al corazón del evangelio, despierta en ella una exigencia de radicalidad y le da «ojos» para descubrir valores que sólo se pueden mantener vivos desde la perspectiva de los pequeños. Esta inserción es delicada, porque al situarse en una comunidad cristiana marcada por su contexto social empiezan a repercutir dentro de la vida religiosa los problemas de la sociedad. No se puede estar presente en la sociedad, desde la perspectiva de los pobres, sin tomar posiciones definidas, romper antiguas alianzas y experimentar tensiones, ambigüedades y riesgos. Pero es inserción fecunda también porque el proyecto religioso vuelve a nacer desde el interior de esta presencia. De esa manera la vida religiosa es recreada por los pobres y al mismo tiempo participa activamente en la configuración de la sociedad, como lo había hecho ya en sus orígenes. Es evidente la actualidad de esta tarea en el contexto de América latina, pero ¿cómo evitar que surjan preguntas y aparezcan aspectos que nunca hubiera imaginado la teología tradicional? El problema del pecado y la conversión, la cuestión del conflicto —dentro y fuera de la vida religiosa—, la realidad del martirio, por ejemplo, son más que temas de reflexión, son desafíos que se imponen desde la realidad. No es que desaparezcan temas tradicionales como vida espiritual, votos, comunidad, etc. Pero desde la inserción renacen con otro sentido. La «espiritualidad» es la manera de «vivir con espíritu» la dureza de lo real, el camino concreto de la conversión, de la muerte y resurrección, del seguimiento histórico, en fin, de Jesucristo. Lo mismo habría que decir de la relectura que se ha hecho del tema de la perfección, de los votos y de la comunidad religiosa desde la inserción. Más allá de su valor como «medios de perfección» y la perspectiva que recupera la densidad antropológica y social de estas dimensiones, desde la inserción la vida religiosa las va configurando de una manera nueva. En una realidad cuyo tejido social está profundamente despedazado, el carácter utópico de la vida religiosa adquiere una fuerza explosiva. La pobreza es
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un acto de solidaridad; el celibato, expresión de la predilección del amor de Dios por los más pequeños; la obediencia, una búsqueda apasionada de la voluntad concreta, histórica, de Dios; la comunidad, una apuesta de que es imposible estar presente en una sociedad lacerada por la injusticia estructural sin luchar para que «la figura de este mundo» sea «transfigurada» por el espíritu de las bienaventuranzas (LG 31). En esa apuesta, la vida religiosa recupera toda su fuerza simbólica, se hace parábola en actos, «significa» —para la Iglesia y para la sociedad— qué es anticipar real y prefigurativamente la utopía del reino, precisamente donde la vida está más amenazada, donde la aproximación del reino sufre la misma violencia y oposición que experimentó en la vida de Jesús. Esta dimensión simbólica condensa el aspecto profético y escatológico de la vida religiosa. Profecía que no es un apéndice, sino que nace del mismo acto de solidaridad. Por el encuentro con el pueblo sufrido -^nueva versión histórica del «siervo de Yahvé»— la vida religiosa se halla sumergida en la gran corriente profética de los pequeños y oprimidos. En una sociedad dividida, ese gesto de solidaridad reviste un carácter de denuncia, de crítica, de proceso, que le pone en relación con el «juicio definitivo de Dios». El gesto profético de la vida religiosa rompe de alguna manera la secuencia histórica, inmanente, en la que la «muerte» (en todas sus formas) parece tener siempre la última palabra, dejando en suspenso el desenlace de la historia. La opción por los pobres «significa» la parcialidad de Dios, es un «juicio» que denuncia y desenmascara la realidad presente y anticipa, a la luz de la resurrección de Jesús, el juicio definitivo de Dios. Sólo él puede romper el carácter trágico de esta secuencia histórica. Es la esperanza del cristiano. Y su certeza. La lógica destructora de la opresión sólo puede ser aniquilada por el amor com-pasivo y solidario (Mt 25, 31-46). Estos pocos rasgos de la teología latinoamericana de la vida religiosa son suficientes para hacernos comprender el fantástico esfuerzo que representa la trasposición —teórica y práctica— de la identidad religiosa en categorías históricas. ¿Cuál es su significación?
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Sólo la distancia que el tiempo hace posible permitirá a los historiadores del futuro contemplar «la espalda de los acontecimientos» y decir si lo que estaba en juego en este momento histórico era algo más que una experiencia fugaz. No por eso
estamos dispensados de comprender nuestro presente y de abrirlo responsablemente hacia el futuro. Porque es innegable que por aquí está pasando algo decisivo para el porvenir de la vida religiosa. No se trata de idealizar el fenómeno de la inserción, ni de cerrar los ojos a los límites, ambigüedades y riesgos de los que no está inmune, como todo proceso humano. Hay ciertas condiciones sin las cuales la inserción deja de ser relevante teológicamente. Y a pesar de todo, su misma existencia —¡y persistencia!— exige una interpretación. El hecho en sí mismo es significativo. La inserción es un fenómeno espontáneo y generalizado que se extendió por la geografía latinoamericana, en sus situaciones más diversificadas, sin ninguna programación previa. Estas «universalidad geográfica» se hace enseguida «universalidad cualitativa»: la inserción interpela a las otras formas de vida religiosa; nadie puede rehuir el desafío que plantea. Indiferencia o neutralidad están excluidas. Esta fuerza le viene de su innegable calidad evangélica. La inserción es peligrosa porque apunta a todos la «puerta estrecha» por la que tiene que pasar la vida religiosa si quiere recuperar su dinamismo evangélico. Y pasar por esa puerta significa «tragarse» toda su problemática. Reto incómodo, porque sacude la manera convencional de entender la vida religiosa. El fundamento teológico de esta pretensión a la universalidad está en el evangelio: Jesús, innegablemente para todos, pero situado de manera clara al lado de los pobres. La universalidad de la buena noticia de Jesús pasa por esta puerta. A través de ella la vida religiosa en la inserción ha recuperado un frescor evangélico que tiene muchas semejanzas con lo que han sido los momentos innovadores en la historia de la vida religiosa: su retorno al evangelio como «centro», su irrupción inesperada (carisma imprevisible), la inevitable tensión que introduce en la totalidad de la vida religiosa y en la conciencia eclesial, la recuperación de su libertad profética, el riesgo de una opción nueva que rompe equilibrios tradicionales y se aventura por caminos de consecuencias insospechables... ¿En qué sentido se podría calificar este momento histórico como el comienzo de un ciclo nuevo de vida religiosa? No hay cómo dar una respuesta apodíctica. Es posible, sin embargo, decir por qué esta hipótesis es plausible. Existe, en primer lugar, la conciencia explícita de estar viviendo un comienzo nuevo. La inserción no fue una etapa más en las transformaciones sufridas por la vida religiosa desde el Concilio. Su novedad consiste en haber vislumbrado la conexión interna de las etapas anteriores, integrando sus conquistas dentro de su preocupación por configurar de otra manera la totalidad del
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3.
La interpretación del sentido
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proyecto religioso. Lo que estaba en juego en todo ese proceso era la identidad misma de la vida religiosa. Con lucidez y audacia buscó una respuesta radical al malestar profundo de la vida religiosa. Por eso la inserción abrió una brecha en el monolitismo del modelo de la vida religiosa que dominaba en los últimos siglos. No se trata ya de reformas o de adaptaciones. Es una alternativa para las formas tradicionales. Y en ese sentido se trata de una verdadera ruptura. Este es precisamente el segundo aspecto que justifica una aproximación de los grandes momentos históricos. La novedad original de la vida religiosa ha brotado siempre en momentos de crisis, de verdaderas rupturas históricas. La inserción no cabia dentro del «modelo tradicional». Ni como estilo de vida ni como manera de entenderse. Esta incompatibilidad puso de manifiesto el agotamiento de este modelo y reveló su contradicción interna. Pero al romperse el equilibrio «tradicional» entre contenido y forma de vida religiosa se abrían otras puertas hacia la gran tradición. La vida religiosa es plural y siempre lo fue. Pero este pluralismo de la tradición no es anárquico. La «alteridad», la recuperación de la especificidad de cada forma histórica, sólo resiste al volver a medirse con el evangelio. Y en la medida de su calidad evangélica las diferentes formas se enriquecen e interpelan mutuamente. Un tercer aspecto es la tensión que introdujo la inserción en el conjunto de la vida religiosa. Y en esto es comparable también a las crisis de los nuevos ciclos. La lógica defensiva de las otras formas de vida religiosa es la misma. La inserción constituye hoy una amenaza por la misma razón que la aventura de un Francisco tenía que parecer una locura peligrosa a los monjes, o la libertad sorprendente de Ignacio un desprecio inadmisible de la tradición. Todo momento nuevo desequilibra, por lo que tiene de desconocido y por su radicalidad evangélica. Entre el momento «inspirador» de los grandes fundadores y el reconocimiento «oficial» existe un tiempo tenso que perturba la «normalidad» tradicional por no haber alcanzado aún el consenso indispensable para sobrevivir. Para ser fecunda esta tensión exige un diálogo plural: que las diferencias permanezcan, pero que lo nuevo pueda ser afirmado sin miedo. Es necesario relacionar la visión tradicional con las nuevas formas como momentos dialécticos de un proceso abierto. Sin esa tensión dialéctica no habría cómo evitar un pluralismo puramente contradictorio, o la afirmación exclusiva de uno de los momentos. La inserción no es ni pretende ser el único camino posible de la vida religiosa. Pero en ella nos sale al encuentro algo que pone en cuestión a la totalidad de la vida religiosa. Reconocer su originalidad es el primer paso para un diálogo. El segundo es confrontarse
con ese novum. Porque «si el dedo de Dios está aquí» toda y cualquier forma de vida religiosa tiene que pasar por esa conversión, lo cual ya delimita mucho el pluralismo. No se puede vivir hoy la vida religiosa en formas que contradigan frontalmente lo que hay de nuevo histórica y teológicamente en la inserción. No es la única forma; pero constituye la norma negativa de todas las formas. Es la única manera de llevar en serio su pretensión de ser una alternativa. ¿Qué representan, desde el punto de vista de los grandes ciclos históricos, los escasos veinte años de vida que tiene la inserción de los religiosos entre los pobres? Es demasiado pronto para formular interpretaciones definitivas. Es necesario que el tiempo la decante: en cada situación, en cada Congregación, en cada país. Y para eso hay que someter constantemente a un discernimiento sus motivaciones, sus dificultades, sus resultados. Porque existen muchas diferencias. Y es evidente el peligro de querer domesticar la inserción sin haber pasado por ella. Son muchas las maneras de hacerla inofensiva: continuar considerándola como marginal, periférica, una excepción en fin a lo que seguiría siendo lo «normal» de la vida religiosa; aislarla para defenderse de sus efectos, manteniéndola en un paralelismo suficientemente distante para evitar interferencias; apropiarse indebidamente de sus intenciones, mutándolas en prácticas que sólo tienen en común con la inserción un lenguaje desgastado; o retener de la inserción sólo su aspecto de compromiso político por la liberación. La inserción tiene que abrirse camino a través de todas esas amenazas, intrínsecas muchas veces al proceso mismo. Sólo el futuro podrá confirmar la solidez de esta pretensión a la universalidad que se levanta como «signo de contradicción» por el hecho mismo de ser un «signo contradicho». Pero es imposible negar que aquí se está gestando algo irreversible, bajo muchos aspectos, para el futuro de la vida religiosa. Los que entonces puedan mirar hacia atrás podrán decir si se trataba o no de un nuevo ciclo histórico. Hoy por hoy es necesario reconocer que el sobresalto causado por la inserción tiene raíces evangélicas. «Memoria del evangelio» es lo que ha sido la vida religiosa en cada una de sus formas históricas nuevas. Y «reserva de humanidad» también. Precisamente por abrirse a lo divino de la radicalidad evangélica. Desde esa unidad originaria se pueden entender mejor el «exceso de sentido» de la inserción: inseparablemente compromiso efectivo por la liberación del hombre y acto vivo de evangelización, testimonio privilegiado del amor partidario de Dios por los pequeños. La inserción parece probar que no hay que buscar las formas de identificación social en los viejos distintivos exteriores. La
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mejor prueba de que esta vida religiosa está siendo «reconocida» es que empieza a causar sorpresa, admiración, preocupaciones, resistencia y oposición hasta ¡a muerte. «Señal» incontestable de que está recuperando su libertad evangélica.
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6. LA PRAXIS DE LIBERACIÓN
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Rafael Aguirre Javier Vitoria
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PERSPECTIVA BÍBLICA'
Toda teología tiene que ser ¡a articulación lógica y sistemática de la experiencia creyente. En el caso de la teología de la liberación se trata de algo más que de un postulado teórico o de una vinculación genérica; se trata de la interpretación de comunidades cristianas concretas, pobre ellas mismas, en un contexto social marcado por la pobreza y la injusticia, con una experiencia de fe inmediata y profunda, que se vincula con su lucha por su liberación integral. En esta teología, como en estas comunidades, el recurso a la Escritura tiene unas características muy peculiares, que hay que tener muy presentes al estudiar el tema de la justicia. La experiencia de estas comunidades se convierte en el primer principio hermeneutico, que marca prioridades, orienta la lectura y dirige las preguntas. Pues bien, tanto a la luz de la sociología del
* Rafael Aguirre es autor del apartado «Perspectiva bíblica» y Francisco Javier Vitoria Cormenzana del correspondiente a «Perspectiva sistemática». 1. Cf., como referencia, la siguiente bibliografía básica: R. Aguirre, Jesús de Nazaret, el amor que lleva a la justicia, Madrid, 1988; J. Alonso Díaz, «Términos bíblicos de justicia social y traducción de equivalencia dinámica»: EstEcl 51 (1976), pp. 95-128; Id., «El Mesías y la realización de la justicia escatológica»: Salmaticensis 23 (1976), pp. 61-84; Id., «Las "buenas obras" (o la justicia) dentro de la estructura de los principales temas de Teología Bíblica»: EstEcl 52 (1977), pp. 445-486; Id., «La "justicia interhumana", idea básica de la Biblia»: Cultura Bíblica 35 (1976), pp. 61-84; L. Epsztein, La justice sociale dans le Procbe-Orient et le Peuple de la Bible, París, 1983; A. J. Henschel, Los profetas II, Concepciones históricas y teológicas, Buenos Aires, 1973; J. P. Miranda, Marx y la Biblia, Salamanca, 1972; Id., El Ser y el Mesías, Salamanca, 1973; J. L. Sicre, «Con los pobres de la tierra». La justicia social en los profetas de Israel, Madrid, 1985.
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conocimiento como de la misma tradición cristiana, la «analogía de situación» es uno de los presupuestos para leer adecuadamente el mensaje bíblico. Aquí está la raíz de la penetración con que la teología de la liberación ha recuperado muchos temas bíblicos centrales que estaban un tanto orillados en las tradiciones académicas convencionales (no sólo en las escriturísticas sino también en las teológicas, además de, por supuesto, en la vida de amplísimos sectores de lo que se denomina el mundo cristiano). En efecto, los estudios bíblicos han conocido un enorme desarrollo en los dos últimos siglos; los más diversos métodos científicos que iban surgiendo se han aplicado a la Biblia (análisis literario, estudios tradicionales y redaccionales, análisis estructuralistas, psicológicos, sociológicos...). No hay duda de los grandes avances que todo ello ha supuesto. Pero legítimamente se puede tener la impresión de que, con frecuencia, las controversias académicas se han encerrado en cuestiones, a veces interesantes, pero cuyos voluminosos esfuerzos contribuían bien poco al conocimiento del contenido central de la Biblia. Más aún: el mundo de los biblistas está acechado por el peligro de un cierto alambicamiento y academicismo que en vez de ayudar a la relevancia del texto puede llevar a su encubrimiento. Si la teología de la liberación ha sido muy sensible a temas bíblicos absolutamente centrales, tales como Dios y la liberación en la historia, los pobres, el Jesús terrestre, la denuncia profética..., ello es debido a que se ha dejado llevar por las preguntas del pueblo creyente y pobre, que es, sin duda, el gran sujeto que mejor puede sintonizar con quienes fraguaron la experiencia de Dios de la que habla la Biblia. Es esto lo que llamaba «analogía de situación». Bien entendido que con esta afirmación sólo pretendo subrayar algo muy característico y positivo del acercamiento bíblico de la teología de la liberación, pero sin ninguna pretensión de hacer aquí una hermenéutica teológica completa. La teología de la liberación descubre y desarrolla las raíces bíblicas de la justicia. Es un caso prototípico de lo que he intentado explicar: «la sed de justicia» de muchas comunidades creyentes en el subcontinente latinoamericano sintoniza connaturalmente con el mensaje bíblico; se descubre en la exigencia de justicia un hilo conductor central de la revelación de Dios; a la vez, la experiencia bíblica de Dios radicaliza, purifica y abre nuevos horizontes a la «sed de justicia» con que se abordaba la lectura de la Biblia. Hay un «círculo hermenéutico» entre la experiencia humana de los pobres que leen la Biblia y la palabra de Dios que el creyente escucha en sus páginas. La teología de la liberación no comienza por el estudio de los campos semánticos de la palabra «justicia» y de sus equivalentes en hebreo o en griego. El punto de partida está constituido por la
cuestión radical de los pobres, la cuestión de la humanidad oprimida, la conciencia de lo debido a la dignidad de cada persona y de los grupos sociales; la fe en Dios no puede ser ajena a la exigencia de justicia. Y, en efecto, en la Biblia encontramos centralmente (no exclusivamente) las vicisitudes de un pueblo pobre que clama a Dios como esperanza de justicia, de supervivencia y de libertad. Mi intención es presentar con cierto rigor exegético algunos de los planteamientos bíblicos sobre la justicia en la perspectiva de la teología de la liberación y que, en buena medida, han sido elaborados en obras de autores de esta orientación. Cuando se dirige a la Biblia la pregunta por la justicia no realizamos preguntas tangenciales o marginales, sino que nos adentramos en el corazón de la religión de Israel y de Jesús. La justicia es un atributo central de Dios, es un elemento constitutivo de la salvación; la justicia interhumana es la exigencia central que Yahvé inculca y que debe caracterizar esencialmente a su pueblo. Preguntar por la justicia nos lleva directamente al misterio de Dios y a su proyecto para la humanidad. Evidentemente no podemos esperar de la Biblia recetas prácticas de actuación. Se requiere para ello el conocimiento de la realidad y la utilización de una serie de mediaciones teóricas y prácticas. Pero pienso que el recurso a la Biblia es muy importante para comprender que el compromiso por la justicia no es un elemento adicional, quizá importado por modas recientes, sino que surge de la entraña misma de la fe en Dios.
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Un acontecimiento justiciero y liberador en el centro de la fe del Antiguo Testamento
El Dios de la Biblia no es un Dios simplemente de la naturaleza, ni que se manifieste a través del discurso de sabios o filósofos. Es un Dios que se revela en la historia y a través de la historia. Y el gran hecho revelador es un acontecimiento político, una gesta liberadora de un pequeño pueblo oprimido, los esclavos hebreos en Egipto. Ahí se da a conocer Yahvé como un Dios que hace justicia y conduce a la libertad. El libro del Éxodo describe todos los mecanismos clásicos de opresión cuando presenta la situación de los hebreos como proletarios al servicio de las obras imperiales del faraón: les imponen trabajos cada vez más pesados, intentan controlar su peligroso crecimiento demográfico, interpretan como vagancia sus ansias de libertad y les aumentan frenéticamente el ritmo de producción (Ex 1-5). Ya desde su primera presentación Moisés aparece como un
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hombre apasionado por la justicia: renuncia a su vida cómoda en la casa del Faraón, va a visitar a su pueblo y toma partido por un hebreo que estaba siendo golpeado por un egipcio, lo cual le obliga a huir (Ex 2). Podría pensarse que a Moisés en Madián no le quedaba sino llorar sus ímpetus juveniles por la justicia, pero va a ser ahora cuando Dios le va a llamar para su gran tarea de justicia y libertad: Dijo Yahvé: Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado el clamor que le arrancan sus capataces; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa..., así, pues, el clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo te envío a Faraón, para que saques a mi pueblo, los hijos de Israel, de Egipto (Ex 3, 7-10; cf. 6, 6-8).
En este texto se dice que el clamor de los oprimidos es escuchado por Dios o llega hasta él. Es ésta una característica clave de Dios en toda la Biblia: Dios escucha el clamor del oprimido. Bien entendido que este clamor no es necesariamente una oración, sino un quejido de dolor y sufrimiento (el término hebreo es Sea'qah). En la legislación de Ex 22,21-20 se dice: «No vejarás a viuda ni a huérfano. Si la vejas y clama a mí, no dejaré de oír su clamor, se encenderá mi ira y os mataré a espada...». La relación con el texto de la teofanía a Moisés es evidente. Dios quiere la justicia para los oprimidos y de la misma forma que escuchó los clamores de los hebreos y castigó al Faraón, escuchará los clamores de los oprimidos en Israel y castigará al pueblo que antes liberó. Se multiplican los lugares en que se dice que Yahvé escucha el clamor del oprimido. «Caín, ¿dónde está tu hermano Abel?» (Gen 4,9): he aquí la inquietante y decisiva pregunta que Dios hace desde el principio de la Biblia, y la causa de esta preocupación se señala inmediatamente: «¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo» (Gen 4,10). En el Salmo 34,18 se dice de forma general: «Clamaron los justos y Yahvé los oyó y los libró de todas sus angustias... Los que oprimen al justo serán destruidos...» (cf. Sal 107,6; Is 19,20; Job 18,7). Este pueblo beneficiario de la intervención justiciera de Dios recibe de éste la ley. Es el gran don y la gran exigencia; es la contrapartida humana de la gracia divina. Pues bien, la autopresentación de Yahvé en el momento de entregar el Decálogo es ésta: «Yo, Yahvé, soy tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre» (Ex 20,1). Y es que el Dios liberador otorga la ley como medio de liberación y humanización. La intención 542
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última de la ley es promover la justicia interhumana, hacer de Israel un pueblo en que reine la fraternidad. Cumplir la ley no es sino aceptar la soberanía de Dios, y en esa medida el pueblo vivirá en paz y fraternidad. «El fruto de la justicia es la paz» (Is 32,17). La honda experiencia religiosa es inseparable del esfuerzo por crear justicia y derecho. Lo dicho vale para el aspecto moral de la legislación, que es su núcleo. Pero en la legislación se establecen incluso algunas instituciones para garantizar la promoción de la justicia y defender los derechos de los pobres. Quiero citar el año sabático y el año jubilar. Entre otras cosas, el año sabático (cada siete años), se debían perdonar a los israelitas todas las deudas, y se indica la finalidad de esta medida: «para que no haya pobres junto a ti» (Dt 15,4); y se advierte severamente que hay que abrir siempre la mano y el corazón al hermano pobre, pese a que se acerque el año séptimo, en el que se pierden todos los derechos sobre lo prestado (Dt 15, 7Cada siete semanas de años, es decir, tras cuarenta y nueve años, venía el año jubilar. Es un año de descanso para la tierra, que queda sin cultivar; pero es, sobre todo, el momento en que cada uno recupera la propiedad familiar de la tierra. Se suprime la propiedad diferenciante que con el curso de la vida va surgiendo entre los israelitas. La razón es clara: la tierra pertenece sólo a Dios, que quiere que todos participen de ella de forma igual y fraterna. Y hasta tal punto la tierra es sólo de Dios, que lo que un hombre vende a otro no es propiamente la tierra, sino las cosechas que se pueden obtener hasta el próximo año jubilar (Lev 24, 8-19). Se discute hasta qué punto se pusieron en práctica en Israel el año sabático y el jubilar, pero sí manifiestan con claridad la preocupación por la justicia de la tradición en la que nacen. Aún quiero hacer otra observación antes de acabar este punto. Se señala siempre, y con razón, que Israel conoce a su Dios a través de la experiencia histórica del éxodo. De modo que el Dios creador aparece, probablemente, en un segundo momento en la fe judía y en todo caso está subordinado al Dios liberador. Y esto es rico en consecuencias. De algún modo la intervención liberadora de Dios pretende recomponer el orden de la creación roto por el pecado del hombre. Pero es más claro aún que la afirmación de la creación y su desarrollo debe hacerse en función de la liberación del hombre y de todos los hombres. Quiere decir que el desarrollo de la técnica, de la ciencia y del dominio del hombre sobre la naturaleza no se justifican por sí mismos, sino que tienen que estar en función del crecimiento de la justicia, de la fraternidad, de la liberación del conjunto de la humanidad. Hay que tener cuidado para que una teología de la creación no se 543
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convierta en la legitimación de un desarrollo elitista y de un sistema deshumano. En la perspectiva bíblica el desarrollo de la creación debe estar al servicio de la justicia, es decir, de la liberación del conjunto de la humanidad. 2.
¿Cuál es el sentido último de la elección de un pueblo?
El proyecto de Dios no se basa en la arbitrariedad, sino en la voluntad de justicia. Creo que a la luz de este hilo conductor se puede entender el porqué de la elección de un pueblo, que es un tema bíblico que frecuentemente resulta escandaloso. Vamos a leer el famoso Canto de la Viña, una de las cumbres literarias de la Biblia (Is 5, 1-7): 1. Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña: Mi amigo tenía una viña en fértil collado. 2. La entrecavó, la descantó y plantó buenas cepas; construyó en medio una atalaya y cavó un lagar. Y esperó que diese uvas, pero dio agrazones. 3. Pues ahora, habitantes de Jerusalén, hombres de Judá, por favor, sed jueces entre mí y mi viña. 4. ¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? ¿Por qué, esperando que diese uvas, dio agrazones? 5. Pues ahora os diré a vosotros lo que haré con mi viña: quitar su valla para que sirva de pasto, derruir su cerca para que la pisoteen. 6. La dejaré arrasada: no la podarán ni la escardarán, crecerán zarzas y cardos; prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella. 7. La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel, son los hombres de Judá su plantel preferido. Esperó de ellos derecho (mispat), y ahí tenéis: asesinatos (mispaj); esperó justicia (sedaqah), y ahí tenéis: lamentos (sea'aqab).
Se describe con frases breves, que se van acumulando, todo lo que Dios ha hecho por su pueblo elegido. Después viene el amargo lamento de Dios, que ve su amor defraudado y no correspondido: «¿qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?, ¿por qué esperando que diera uvas dio agrazones?». El destino trágico de la viña refleja la catástrofe que espera al pueblo de Israel. Al final, en el v. 7, se explica el sentido del canto con un juego de palabras en hebreo. Dios había elegido a su pueblo para que practicase el derecho {mispat) y lo que hay son crímenes [mispaj); la elección tenía como fin la justicia interhumana {sedaqah) y lo que se encuentra es su negación, el clamor {sea'aqab) de los oprimidos. Si Israel no practica la justicia y el derecho es desechado, pues su elección carece de razón de ser. Ya sabemos el sentido técnico de sea'aqab/clamor. Algo parecido sucede con la palabra mispaj/asesinato que también 544
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aparece en el importante versículo 7. No hay que tomarlo al pie de la letra. Con frecuencia el lenguaje bíblico, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, designa como «matar» al mero no socorrer al necesitado (que es lo contrario del deiecho/mispat). Por ejemplo, en el salmo 94, 6 se dice que «los injustos matan al forastero y a la viuda, asesinan a los huérfanos» (cf. Ex 22, 21-22). De forma similar, 1 Jn 3, 15 dice que «todo el que aborrece a su hermano es un asesino». El pecado por antonomasia es el de Caín que quita la vida a su hermano, la máxima injusticia. Por eso toda injusticia, como toda falta de amor, se designa asesinato/mispaj, porque es siempre, de alguna manera, un atentado contra la plenitud de vida del prójimo. Este texto tan explícito de Isaías no hace sino recoger lo que ya aparece claramente en el momento clave de la elección de Abraham como padre de un gran pueblo. El ciclo de Abraham viene en el Génesis tras una serie de capítulos que en cierta manera suponen un fracaso de Dios en la creación del hombre. En efecto, pronto irrumpe el pecado en el mundo bajo la forma de injusticia interhumana, es el pecado de Caín que se va propagando. La cosa es tan grave que se dice que Dios se arrepintió de haber creado al hombre (Gen 6, 6), pero, sin embargo, no le destruye totalmente sino que se apresta a reconstruirlo. Dios se propone ahora hacer surgir una «nueva humanidad» en Abraham. La elección de Abraham se describe de forma progresiva y su objetivo no aparece hasta el final. A Abraham se le saca del «mundo corrompido», debe ponerse en marcha hacia otro tipo de convivencia, porque debe formar un gran pueblo, que será el «pueblo de Yahvé» (Gen 12). En Gen 17, 1 le dice Dios: «anda en mi presencia y sé perfecto». «Ser perfecto» {tamin, en hebreo) está íntimamente relacionado con la práctica de la justicia (cf. Prov 11, 20; Dt 32, 4; 2 Sam 22, 22ss). Pero es poco después donde Dios le desvela el motivo de la elección: Me he fijado en él, para que él mande a sus hijos y a su casa después de él, que guarden el camino de Yahvé, practicando la justicia y el derecho, a fin de que Yahvé haga venir sobre Abraham lo que le tiene prometido (Gen 18, 19-20).
¿Para qué quiere Dios formarse un gran pueblo? La respuesta es clara: para que practiquen el derecho y la justicia, y para que enseñen esta práctica a la humanidad entera. Ahora bien, «el fruto de la justicia es la paz» (Is 32, 17). Y la paz [shalom) es la plenitud de todas las bendiciones. A Abraham se le dice en este mismo contexto que «ha de convertirse en una nación grande y poderosa, y que en él van a ser benditas todas las naciones de la tierra» (Gen 18, 18). Ahora se entiende cómo puede ser Abraham fuente de 545
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bendición: en la medida en que su pueblo practique el derecho y 1; justicia será fiel a su elección y conocerá la bendición divina. 3.
Mispat wesedaqah / Derecho y justicia como hilo conductor del plan de Dios en la Biblia
La soberanía de Dios se promueve en la medida en que se afirma el derecho y la justicia entre los hombres (en hebreo se reitera la expresión mispat-wesedaqah). El restablecimiento de la justicia implica intervenir activamente en favor de los pobres y oprimidos. En una singular acción de este estilo ha descubierto el pueblo de Israel la mano de su Dios y esto ha marcado toda su reflexión teológica. Cuando se quiere destacar los momentos positivos de la historia del pueblo se subraya la presencia de «el derecho y la justicia». De David se dice en 2 Sam 8, 15: «Reinó David sobre todo Israel administrando derecho y justicia a todo su pueblo». De Salomón se afirma por boca de la reina de Saba: «Te ha puesto como rey para administrar derecho y justicia» (1 Re 10,9). Lo que se dice de David y de Salomón se pide para todos los reyes en el salmo 72, 1 ss: «¡Oh Dios, dale al rey tu mispat, y al hijo del rey tu sedaqah, para que impongan la justicia especialmente en favor de los pobres!...» No sólo cuando se describe el pasado de los dos grandes reyes se habla de la justicia. También cuando se piensa en el futuro, en el tiempo mesiánico, se cree que será la plena realización de la justicia. Y como el Mesías es un rey ideal del futuro, se considera coherentemente que la justicia y el derecho son atributos que le pertenecen esencialmente:
será un ideal atractivo para todas las naciones y cumplirá así su misión de pueblo elegido: «aquel día la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los pueblos: la buscarán las naciones y será gloriosa su morada» (Is 11,10). Hay otras profecías en las que se presenta el Mesías como realizador de la justicia: Mirad que vienen días —oráculo de Yahvé— en que suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra... Y este es el nombre con que le llamarán: Yahvé, justicia nuestra (Jer 23 5-6; cf. Is 9,5-9).
Hay veces en que el instrumento de la salvación futura es el siervo profeta de Yahvé, que también tiene como misión realizar «el derecho y la justicia»: Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones... Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará, hasta implantar el derecho en la tierra (Is 42, 1-4).
Como consecuencia de esta justicia del Mesías se producirá la paz que viene descrita de forma poética e idealizada (Is 11, 6-9). Más aún, ese día en que se realice la justicia y la fraternidad, Israel
Como consecuencia de la acción del Mesías el pueblo escatológico de Dios será justo. «Todos los de tu pueblo serán justos» (Is 60, 21). La efusión escatológica del Espíritu traerá la plenitud de justicia y de paz (Is 32, 15-20). Precisamente el autor de los Hechos de los Apóstoles quiere presentarnos a la Iglesia primitiva como el pueblo de Dios en quien se cumplen estas promesas: sobre ella se derrama la efusión del Espíritu en Pentecostés (Hech 2) y, como consecuencia, viven en una situación de justicia y de máxima fraternidad (Hech 2, 44 ss; 4, 32-34). Siguiendo el hilo de la justicia que recorre la trama de la narración bíblica, hay que mencionar el Deutero-Isaías. Este profeta escribe cuando el pueblo está en el destierro y su propósito es confortarle y animar la esperanza. La situación del pueblo en Babilonia guarda analogía con la que había sufrido siglos antes en Egipto. Y el profeta les anuncia una nueva intervención justiciera y liberadora de Yahvé, que se describe como «un nuevo éxodo». Pero ahora la salvación será más plena y definitiva. No es posible presentar en este momento un tema tan sugestivo y me limito a señalar un dato del Dt-Is bien expresivo: en multitud de textos la justicia y la salvación se emparentan hasta parecer conceptos sinónimos; se trata de una justicia salvadora o de una salvación
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Saldrá un renuevo del tocón de Jesé, y de su raíz brotará un vastago. Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de conocimiento y respeto del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; juzgará con justicia a los pobres, con rectitud a los desamparados. Ejecutará al violento con la vara de su boca, y al malvado con el aliento de sus labios. La justicia será el ceñidor de sus lomos... (Is 11, 1-5).
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que hace justicia (Is 45, 21; 46, 13; 45, 8; 51, 5-6; 59, 17; 61, 10; cf. Sal 98, 2; 71, 15). 4.
La justicia en los profetas
El tema de la justicia interhumana es central en la predicación de los profetas de Israel. Hemos visto ya que Isaías consideraba que la realización de la justicia y el derecho era lo que explicaba la elección del pueblo. Este mismo profeta consideraba que los tiempos mesiánicos serían la realización plena de la justicia, de modo que la capacidad de actuarla es un atributo esencial del salvador futuro, ya sea éste descrito bajo la imagen del Mesías (Is 11) o bajo la del siervo de Yahvé (Is 42). Esta esperanza en la realización futura de la justicia plena, coincidiendo con la afirmación sin velos de la soberanía de Dios, se encuentra en muchos otros textos proféticos. a)
¡Ay del que edifica su casa con injusticias, piso a piso, inicuamente; hace trabajar de balde a su prójimo sin pagarle el salario! Piensa: me construiré una casa espaciosa con salones aireados, abriré ventanas, la revestiré de cedro, la pintaré de bermellón. ¿Piensas que eres rey porque compites en cedros? Si tu padre comió y bebió y le fue bien, es porque practicó la justicia y el derecho; hizo justicia a pobres e indigentes, y eso sí que es conocerme —oráculo del Señor— (Jer 22, 13-16).
La denuncia de la injusticia
Con el típico vigor del lenguaje profético denuncia Amos la falta de justicia y ve en ella la causa del desastre que se avecina al pueblo. En efecto, si no practican la justicia abdican de su misión y no tiene razón de ser la elección. El profeta se dirige a las señoras aristócratas de la capital del reino del Norte que viven con gran riqueza y lujo: Escuchad estas palabras, vacas de Basan, que estáis en la montaña de Samaría, que oprimís a los débiles, que aplastáis a los pobres, que decís a vuestros maridos: «¡Traed y bebamos!». Jura el Señor Yahvé por su santidad: os llegará la hora en que os cojan a vosotras con garfios, a vuestros hijos con ganchos (Am 4, 1-2). Pregonad en los palacios de Asdod y en los palacios del país de Egipto; congregaos contra los montes de Samaría y ved cuántos desórdenes en ella, cuántas opresiones en su recinto. No saben obrar rectamente —oráculo del Señor— los que amontonan violencia y despojo en su palacio. Por eso, así dice el Señor Yahvé: «El enemigo invadirá la tierra, derribará tu fortaleza y saqueará tus palacios» (Am 3, 9-11; 5, 7-12; 6, 4-6).
El profeta anuncia a continuación el fin trágico del rey, consecuencia de sus obras injustas (22, 18-19). En este oráculo hay algo notable que conviene subrayar: la equiparación entre «conocer a Dios» y «hacer justicia a pobres e indigentes». Naturalmente, se toma el conocimiento no como un puro acto del intelecto, sino como algo moral y que compromete a la persona entera. Esta audaz equiparación se encuentra también en otros lugares de los profetas (Os 4, 1-6; 6, 4-6; 2, 21-22) y, sobre todo, del Nuevo Testamento. Recordemos cuántas veces en el evangelio de Juan dice Jesús a las autoridades judías, supuestas expertas en divinidad, que «no conocen a Dios» (Jn 7, 28; 8, 19; 8, 54-55). Pero ¿por qué no conocen a Dios? El mismo Juan da la respuesta: «Todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios porque Dios es amor» (1 Jn 4, 7). Por eso no puede sorprendernos que la carta a los Romanos nos diga que lo que se opone al verdadero conocimiento de Dios no es el error o la mentira, sino la injusticia («aprisionan la verdad con la injusticia», 1, 18) y que la misma carta establezca una equivalencia entre ser «indócil a la verdad y dócil a la injusticia» (2, 8). b)
Contra un culto que encubre la injusticia
El profeta Jeremías denuncia al rey Joaquín porque hace grandes construcciones a base de explotación e injusticia:
No es difícil seguir en Jesús y en el Nuevo Testamento las tradiciones proféticas, como acabamos de ver. Pero vamos a continuar con los profetas del Antiguo Testamento. Con frecuencia se ha notado la tensión entre la religión ético-profética y la religión óntico-cultual. Prácticamente se recubre con la tensión entre el elemento carismático y el institucional de la religión de Israel. Se ha discutido mucho sobre este tema y no han faltado quienes han visto en los profetas unos adversarios implacables de toda clase de culto. Al menos es claro que denuncian con extremada virulencia los sacrificios, el culto, las prácticas piadosas
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y la misma oración cuando no van acompañadas de obras de justicia o cuando sirven para legitimar una vida al margen o en contra de la justicia interhumana:
Venid, pues, y disputemos, dice el Señor. Así fuesen vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fuesen rojos como el carmesí, cual la lana quedarán (1, 18).
Yo detesto, desprecio vuestras fiestas no me complazco en vuestras oblaciones ni miro a vuestros sacrificios... ¡Que fluya sí, el derecho como agua y la justicia como un torrente inagotable! (Am 5, 21-25).
Jeremías se pone en la puerta del templo de Jerusalén y denuncia la falsa religiosidad de los que confían en el templo de Yahvé, mientras roban, matan, juran en falso y cometen toda clase de injusticias (7, 4-11, 21-23). Isaías clama «a voz en grito» (58, 1) contra los que ayunan mientras «explotan a sus trabajadores» (58, 3). El ayuno que Dios quiere es «abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo...»(58, 6-7). Un texto de Isaías resume el ataque de los profetas contra todos los aspectos del culto, la oración incluida, cuando no responden a una vida de justicia con el prójimo: ¿A mí qué tanto sacrificio vuestro?, dice Yahvé. Harto estoy de holocaustos de carneros y de sebo de cebones; y sangre de novillos y machos cabríos no me agrada, cuando venís a presentaros ante mí. ¿Quién ha solicitado de vosotros que llenéis de bestias mis atrios? No sigáis trayendo oblación vana: el humo del incienso me resulta detestable. no tolero ayuno ni asamblea festiva. Vuestros novillos y solemnidades aborrece mi alma Y al extender vuestras palmas, me tapo los ojos para no veros. Aunque menudéis la plegaria, yo no oigo. Vuestras manos están de sangre llenas: lavaos, limpiaos, quitad vuestras fechorías de delante de mi vista, desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda (Is 1, 11-17; cf. 1, 21-23).
c)
La justicia interhumana y la intención última de la ley
La Ley es vista con frecuencia como continuación y coronamiento del gran acto justiciero con que Dios intervino en la historia para liberar a los oprimidos de Egipto. Y si los profetas atacan a un legalismo esclerotizado que no sirve al hombre es porque empalman con el concepto de ley como instrumento de liberación y de justicia: Porque despreciaron la ley de Yahvé y no observaron sus mandamientos..., porque venden al justo por dinero, y al pobre por un par de sandalias, aplastan contra el polvo la cabeza de los indigentes y tuercen el camino de ios humildes (Am 2, 4-8). Haced auténtica justicia realizad cada uno compasión y misericordia con su hermano; no oprimáis a la viuda ni al huérfano, ni al forastero ni al pobre; que nadie trame en su corazón daños contra su prójimo. Pero se negaron a obedecer, opusieron hombros rebeldes, endurecieron sus oídos para no escuchar la ley y las palabras que Yahvé de los ejércitos envió por su espíritu por medio de los antiguos profetas (Zac 7, 9-12).
Quiero acabar este apretado resumen sobre los profetas con la sentencia, sobria y bellísima, con que Miqueas describe la vida del creyente: Se te ha declarado, oh hombre, lo que es bueno, lo que Yahvé de ti reclama: tan sólo practicar el derecho, amar la lealtad y caminar humildemente con tu Dios (Miq 6, 8).
5.
Jesús de Nazaret: El amor que lleva a la justicia
Pero en medio de una increpación tan dura, el profeta anuncia la misericordia de Dios y su disposición al perdón:
No es posible hablar de los diversos autores o libros del Nuevo Testamento y me voy a centrar en lo que es su corazón y centro permanente de referencia: la vida y enseñanza de Jesús, que es heredero de la tradición de Israel y recoge la pasión por la justicia que recorre la fe del Antiguo Testamento.
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Anuncia el reino de Dios: la cercanía de Dios como humanización y justicia
Para Jesús lo último y decisivo no es su propia persona, ni tampoco la ley, ni siquiera Dios en sí mismo. El centro de su predicación es el reino de Dios: «el tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertios y creed en la Buena Noticia» (Me 1 15). Jesús proclama que la soberanía o el reinado de Dios se hacen presentes de una forma nueva a través de su ministerio y de su persona, y pide que se reconozca y se acepte este reinado. Implica un proyecto para el hombre y para la convivencia humana. Jesús no habla de Dios en sí mismo, sino de Dios en cuanto se acerca a los hombres con un proyecto salvador. De esta manera se inscribe en la tradición bíblica que habla siempre, con distintas formulaciones, de un Dios para los hombres: un Dios que es liberación en el éxodo, alianza en muchos lugares, justicia en los profetas, presencia providente en la literatura sapiencial, misericordia y fidelidad siempre. El reinado de Dios se ejerce ya desde ahora en la medida en que hay fraternidad, amor generoso y vida. La aceptación de la soberanía de Dios implica plenitud humana. El drama de la modernidad de la cultura europea ha consistido en que parecía que para afirmar a Dios había que despreocuparse de la historia humana; y como respuesta, quienes pretendían afirmar al hombre y trabajar por su liberación creían, con frecuencia, que tenían que comenzar por la negación de Dios. Ha sido la esquizofrenia de una religión deshumana y alienante, y de un humanismo sin Dios que ha tenido frutos históricos profundamente deshumanizadores. Para Jesús afirmar a Dios al margen de su proyecto histórico de humanización es idolatría. A la vez, Dios es el máximo garante de que el proyecto histórico esté realmente al servicio del hombre. El anuncio del reino de Dios está profundamente vinculado con la peculiar experiencia que Jesús tiene de Dios como Padre [Abbá). Nos encontramos aquí con los datos que hasta los críticos más exigentes reconocen que proceden del Jesús histórico. Nos llevan al corazón de la experiencia de Jesús. Vive a Dios como el misterio del amor originario, como presencia cercana, fuente de vida y fundamento permanente, como futuro hacia el que camina. Y porque experimenta a Dios así, como Padre misericordioso, proclama su reinado, es decir, su venida favorable a los hombres para dar vida e instaurar la justicia y la fraternidad. Para Jesús invocar al Padre implica necesariamente añadir: «venga a nosotros tu reino». El reconocimiento del Padre es la realización histórica de la fraternidad y la justicia. La patencia del reino de Dios será la perfecta plenitud humana, pero Jesús afirma este reinado como 552
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algo ya presente y actuante en la historia, y el Padre reina dando vida, su voluntad se realiza con frutos de fraternidad y de justicia. Ya he señalado que la plenitud del reino es algo que se espera para el futuro y como don misterioso de Dios. Pero hay que subrayar que para la mentalidad bíblica el reino de Dios no es algo inverificable o que se limite a los meros individuos aislados. El reinado de Dios, su proyecto o voluntad para la historia, abarca todas las dimensiones de la realidad y es, ante todo, una llamada al pueblo de Israel para que se convierta y cumpla con su misión de pueblo elegido: ser «una luz para todas las naciones». Para ello el pueblo de Israel debía visibilizar por medio de unas relaciones sociales especialmente fraternas y justas la capacidad humanizante de la aceptación del reino de Dios en su propia vida. En la Biblia el concepto de reino de Dios es correlativo e inseparable del de pueblo de Dios. El reino de Dios aspira a una concreción histórica y visible. Por eso Jesús circunscribe todos sus esfuerzos al anuncio y a la llamada al pueblo de Israel. Su realización inmediata en este pueblo concreto es un medio necesario para que el reino de Dios pueda ser posteriormente una invitación dirigida a toda la humanidad.
b)
El Dios de los pobres
Era normal en el judaismo del siglo I que los movimientos de renovación religiosa se dirigiesen a un grupo de personas, a una élite espiritual, prescindiendo de la masa del pueblo o, incluso, despreciándola. Así los esenios se habían separado del judaismo oficial y consideraban que era su secta, retirada en el desierto de Judá, el verdadero Israel. «Fariseo» quiere decir «separado», lo cual ya pone de relieve el autoconvencimiento de su propia superioridad moral y religiosa respecto al resto del pueblo. Pues bien, lo característico de Jesús es que se dirige a todo el pueblo sin excepción. Con reiteración informan los evangelios que todos acuden a él y acepta el trato con toda clase de personas. Pero hay que decir más. Jesús se dirige preferentemente a los pobres, a los oprimidos y marginados. En su presentación programática en la sinagoga de Nazaret se aplica a sí mismo el oráculo de Isaías 61, 1-2: El Espíritu del Señor sobre raí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (Le 4, 16-18; cf. Le 7, 20-23).
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Proclama dichosos a los pobres, a los hambrientos y a los afligidos porque el reino de Dios es, ante todo, una buena noticia para ellos. ¿Es que Jesús tiene una visión idealizada de la pobreza como lugar donde germinan las mejores virtudes morales? No, en absoluto. Los pobres y oprimidos son declarados bienaventurados no porque sean los mejores, sino porque son los que más sufren, son víctimas de la injusticia y del pecado, y cuando Dios irrumpe en la historia lo hace en favor suyo y para liberarles. No se trata de que Dios vaya a premiar sus virtudes, sino de que Dios quiere, ante todo, que se suprima una situación que se opone radicalmente a su voluntad y que es la expresión viva del antirreino. Las bienaventuranzas no hablan de la pobreza como virtud moral, sino de los pobres como realidad socio-histórica que afrenta a Dios, de modo que su reino se establece en la medida en que esa situación es superada por la justicia y la fraternidad. En otras palabras, las bienaventuranzas no son primariamente un mensaje moral, sino un anuncio teológico: proclaman que el signo de la presencia histórica de Dios es la liberación de los pobres y oprimidos. (Digo primariamente, porque es obvio que este anuncio exige una respuesta del hombre y tiene consecuencias morales). Naturalmente, toda experiencia humana puede abrir un camino peculiar de acceso al misterio de Dios. Pero lo que está claro en el evangelio de Jesús es que la pobreza entendida no como la mera limitación antropológica que toda persona siente alguna vez en su vida, sino entendida como una situación histórica de despojamiento y de víctima de la injusticia, es lo que conmueve a Dios de un modo muy particular, de modo que su soberanía se manifiesta preferentemente en la liberación de este sufrimiento. Dios es un Padre misericordioso, y la injusticia, el dolor de los pobres, el hambre... son la negación histórica de su proyecto y de su presencia.
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La capacidad deshumanizante de la riqueza es mucho mayor que la de la pobreza. Puede parecer una afirmación demasiado atrevida, pero que confirma como exacta la experiencia personal y ajena. Y es muy claro que el Nuevo Testamento, y concretamente Jesús, advierte con la máxima seriedad contra la capacidad destructora, en la historia y para la eternidad, que genera la riqueza. A medida que el cristianismo fue penetrando en el Imperio Romano y atrayendo a gentes de relativa buena situación se fue haciendo urgente la advertencia contra los ricos. Así se explica el énfasis de Lucas en el tema de los bienes materiales: si Jesús pretendía, ante todo, suscitar la esperanza de los pobres y
oprimidos, Lucas advierte de forma enérgica y hasta amenazante a unos destinatarios que ya no se cuentan entre los pobres de la tierra. Ellacuría gustaba interpretar la primera bienaventuranza del evangelio de Mateo como «pobres con espíritu». Naturalmente no pretendía hacer una exégesis técnica, sino una interpretación teológica y significativa. Su preocupación era no sólo (lo que encajaría muy bien en el Primer Mundo) inculcar la pobreza real a quienes tienden a una interpretación puramente metafórica de la «pobreza espiritual», sino, ante todo, inculcar la necesidad de unos valores morales y culturales alternativos a los pobres desde los primeros pasos de su lucha política y social por la liberación. Ellacuría, en mi opinión, el pensador latinoamericano que mejor ha articulado la reflexión filosófico-teológica con las mediaciones terrestres socio-políticas, insistía en que esta preocupación no era ni dualismo ni ingenuidad histórica, sino el presupuesto esencial para una transformación honda a la larga. Estas líneas, escritas en la casa donde él fue asesinado hace unos pocos meses y para un libro que él estaba dirigiendo con mucha ilusión, quieren ser un homenaje a su persona y un reconocimiento a la lucidez y hondura de su pensamiento en el tema que nos ocupa. Con una de sus formulaciones redondas y provocativas solía decir él que había que optar por una «civilización de la pobreza». No en el sentido de aceptar la pobreza entendida como las diferencias introducidas por una situación injusta, sino como la sobriedad exigida por el reparto solidario en una perspectiva universal. En el fondo es la invocación de una transformación cultural y moral que debe acompañar a los cambios políticos. Dicho de otra forma, la solidaridad efectiva con los pobres y marginados tiene un aspecto de automarginación y de denuncia respecto a los valores dominantes y al sistema que provoca la pobreza y la marginación. Ser «pobre con espíritu» es asumir las posibilidades de transformación cultural y moral de esa situación y convertirlas en testimonio poniéndolas a producir históricamente. Es quizá esto lo que realza el evangelio de Mateo al dar una reinterpretación moral de las bienaventuranzas: pero es muy consciente de la peligrosidad que esta vivencia de las bienaventuranzas comporta (5, 10-12) y de la capacidad para atraer y transformar (5, 13-16). Es decir, el trabajo por la justicia se convierte, en la perspectiva evangélica, en un lugar de conversión, de transformación moral que implica todas las dimensiones de la persona. En Mateo la justicia, entendida como concepto moral, es el centro de la moral evangélica (3, 15; 5, 6.10.20; 6, 1.33; 21, 32) y tiene el amplio sentido de la perfección de la vida cristiana. De alguna manera, a la promesa de la justicia de Dios del Antiguo
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«Pobres con espíritu»
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Testamento corresponde la necesidad de que el hombre se «ajuste» a este proyecto justiciero-salvífico, en lo que consiste su justicia. El primer evangelista deja bien claro que la justicia plena exigida a los cristianos (5, 20), la que da acceso al reino de los cielos (6, 33), tiene como su primer requisito la justicia como reconocimiento de lo debido a la dignidad personal del prójimo necesitado (25, 31-46; 7, 23).
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La misericordia que lleva a la justicia
A veces existe una visión unilateral de Jesús como si hubiese sido un mero maestro. Correspondientemente se ve la fe cristiana, de forma parcial, como puro asentimiento doctrinal y ortodoxia. Pero no se puede olvidar que Jesús anuncia el reino de Dios con palabras y, además, actúa, es decir, lo expresa a través de su propia práctica, con frecuencia cargada de significado y simbolismo. Con sus obras, Jesús pone signos históricos de la llegada del reino de Dios. Así su acogida a los pecadores expresa la misericordia y el amor del Dios que se acerca y que hace saltar los tabúes y discriminaciones que había erigido la ley religiosa, lo que causa un enorme escándalo en los sectores oficialmente más piadosos. Pero ahora quiero subrayar el carácter revelador del reino que tienen los milagros de Jesús. El mismo lo dice expresamente: «Si con el Espíritu de Dios yo expulso los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios». Jesús no hace milagros ni para castigar a sus rivales, ni para beneficiar a su persona, ni para facilitar su misión, ni tan siquiera para convencer a los escépticos. Los milagros de Jesús expresan misericordia y buscan siempre el bien del hombre. No son obras caprichosas o superestructurales, sino que suponen la restauración de la creación y la salvación de lo humano. Son signos liberadores que dan vida y plenitud, que dan de comer y enseñan a repartir el pan, que suscitan la conciencia de la dignidad personal y desalienan al enajenado... Ponen de relieve que la causa de Dios en el mundo (su reino) es la causa del hombre. Naturalmente, los milagros no son la plenitud definitiva del reino, pero sí son signos de su presencia real. Como todo lo histórico, son signos limitados y ambiguos, pero reales y necesarios, porque ponen de manifiesto que el reino de Dios es transformación de la realidad en línea de la humanización y de la fraternidad. Llevar adelante la causa del reino será anunciarlo con palabras y con testimonios, pero también con acciones históricas liberadoras que signifiquen los efectos de justicia y de amor que trae la cercanía de Dios.
Una teología excesivamente intelectualista se ha concentrado de forma casi exclusiva en las palabras de Jesús, dando poca importancia a sus actitudes y a sus acciones simbólicas. Sin embargo, con frecuencia, son las actitudes y los gestos lo más revelador de una persona y, además, lo que históricamente se transmite con mayor fidelidad. Hay un dato innegable en los evengelios: la misericordia de Jesús. Tiene misericordia del leproso que se le acerca (Me 1, 41), le toca saltándose las convenciones sociales y religiosas, y le cura. Tiene misericordia del ciego de Jericó y le devuelve la vista (Me 10, 48). Se conmueve lleno de misericordia por la muchedumbre que no tiene que comer y multiplica los panes (Me 8, 2 ss). En otra ocasión «se enterneció de misericordia» por el pueblo, porque estaba vejado y abatido como ovejas sin pastor (Mt 9, 36), lo que indicaba indignación por los responsables de esta situación; lleno de misericordia envía los discípulos a este pueblo (Mt 9, 37 ss) y él mismo le enseña (Me 6, 34). Se podrían multiplicar los textos. La auténtica misericordia no debe confundirse con la conmiseración sentimental o con una actitud paternalista. La misericordia es, ante todo, descubrir al prójimo como persona, ver sus necesidades y solidarizarse con él de forma efectiva. Un sistema injusto cuenta siempre para reproducirse con la impasibilidad y resignación de los subditos. La misericordia no cierra los ojos ante el hombre caído en el camino y no acepta considerarlo un mero número de la especie ni sus sufrimientos como un coste necesario del progreso de los demás. La solidaridad con las víctimas que introduce la misericordia tiene una función pública y ejerce una crítica socio-política. La misericordia es una experiencia de realidad desde el pobre, que denuncia el presente y pugna por un futuro diferente. La misericordia de Jesús se alimenta de la misericordia de Dios, de su amor a los pobres; y Jesús establece la misericordia como el primer deber de sus discípulos (Le 6, 36; 10, 36-37), como lo que le identifica con el mismo Dios. Respondiendo al doctor de la Ley, Jesús desplaza el sentido de su pregunta: el problema no es quién es mi prójimo, sino cómo me puedo hacer yo prójimo del hombre necesitado. No es la construcción del propio yo, sino la solidaridad con el pobre el principio de la ética de Jesús. Y es la misericordia, que nace de Dios, la que lleva a descubrir al prójimo pobre y a la solidaridad incondicional y efectiva con él. En la perspectiva evangélica, la justicia es el primer fruto de la misericordia. La misericordia descubre el hombre y su dignidad; amplía las exigencias de esta dignidad, que son siempre históricas; e informa de un peculiar sentido al trabajo por la justicia.
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Los signos históricos del reino
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A Dios no hay acceso al margen del compromiso por su reino
Tenemos que preguntarnos: ¿qué significa dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, acoger al sin techo, visitar al enfermo o prisionero? Sin duda que estas exigencias tienen múltiples traducciones. En el mundo cristiano se suele ser muy sensible a las dimensiones interpersonales del amor, pero con frecuencia no se es tan consciente de sus dimensiones estructurales. Por eso hay que insistir en que los pobres no son sólo personas individuales, sino grupos sociales, clases determinadas y continentes enteros. Y la pobreza tiene causas históricas y sociales bien precisas. El amor estructural es el que pretende intervenir en estas causas para sanar de raíz las situaciones de pobreza e injusticia que provocan. Esa forma de amor que llega a las mayorías populares pobres y oprimidas es la que más propiamente recibe el nombre de justicia. Bien entendido que no se trata en absoluto de una forma derivada de amor y que puede ser lugar de una singular experiencia de desinterés y de compromiso de la vida entera. Puede darse el caso de que si no existe una visión de la dimensión estructural de la pobreza y la marginación —y consecuentemente un compromiso por la justicia social—, actitudes de amor interpersonal o asistencial, incluso muy generosas, contribuyan a perpetuar la injusticia.
Se ha dicho acertadamente que «Jesús anuncia a Dios no contra el ateísmo, sino contra la idolatría». En efecto, denuncia con firmeza al dios utilizado para legitimar un orden injusto o para justificar los propios beneficios; critica una vida religiosa al margen de las exigencias de justicia con el prójimo necesitado: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino y descuidáis lo más importante de la ley: la misericordia, la justicia y la fe! (Mt 23, 23). Guardaos de los escribas... que devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones (Me 12, 38-40). Ya he señalado antes que para el Nuevo Testamento es muy claro que conocer realmente a Dios es hacer justicia al pobre y al oprimido: «todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4, 7-8). Con su peculiar profundidad teológica, Juan dice lo que encontramos ya en las palabras de Jesús. El día de la verdad habrá muchos que se presentarán como presuntos conocedores de Dios y de Jesús alegando las cosas maravillosas y carismáticas que han realizado en su nombre, tales como profetizar, expulsar demonios y hacer milagros (Mt 7, 21-22). Sin embargo, Jesús negará el haberles conocido y les apartará de sí, porque han sido «agentes de injusticia» (Mt 7, 23). En la famosa parábola del juicio final, Jesús deja bien claro lo único que aquel día contará: dar de comer al hambriento y de beber al sediento, acoger al forastero y vestir al desnudo, visitar al enfermo y al encarcelado (Mt 25, 31-46). Pero lo más original es que el hijo del hombre se identifica con todos estos desgraciados, de modo que el reconocimiento histórico de su presencia no puede hacerse sino a través de la acogida efectiva y eficaz de los que sufren. Esto implica que los pobres son el lugar de conversión al Dios de Jesús. Tenemos una capacidad enorme de autojustificación y autoengaño. Ni siquiera podemos saber si, en realidad, tenemos fe, si nuestra relación religiosa termina en Dios santo y trascendente o en la imagen mental que de él nos fabricamos y manipulamos, pero que no nos saca de nosotros mismos. Es ante la interpelación del prójimo necesitado donde, de verdad, nos trascendemos, donde se pone de manifiesto la naturaleza última de nuestra relación con el misterio de Ser y con el Amor absoluto. E insisto: los pobres son lugar de conversión no porque sean especialmente buenos, sino porque son los pobres y su existencia denuncia una situación de pecado, en la que de alguna forma todos estamos comprometidos. La conversión al Dios de Jesús pasa necesariamente por la conversión al amor y a la justicia, que tiene en los pobres su punto privilegiado de referencia.
La vida de Jesús fue muy conflictiva. Pensemos que Sócrates fue eliminado tras una enseñanza dilatada durante setenta años. En el caso de Jesús bastaron, como máximo, tres años de ministerio para que fuese ajusticiado, lo que indica claramente la virulencia del conflicto que desencadenó. Una simple lectura del evangelio nos hace caer en la cuenta de que la cruz no es algo que ocurre inopinadamente ni es fruto de un malentendido como a veces se ha sostenido, sino que es algo que se ve venir como el desenlace lógico de la vida de Jesús y del enfrentamiento que sostuvo con las autoridades políticas y religiosas. No es posible estudiar ahora los factores históricos concretos de este conflicto ni tampoco el decurso preciso de los acontecimientos. Pero es claro que, en el fondo, lo que está en juego es la confrontación entre el reino de Dios y el antirreino, entre los valores del compartir, del servir y de la justicia y los antivalores del poseer, del dominar y de la injusticia. El cambio radical que Jesús anuncia y promueve encuentra el rechazo mortal de los interesados en mantener el viejo sistema social. No se puede creer
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El amor de Jesús pasa por la cruz: bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia porque de ellos es el reino de los cielos
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en el Dios que Jesús anuncia si no es en lucha contra los dioses —los ídolos— en cuyo nombre le matan. La experiencia del antirreino, de que las cosas no responden a la voluntad de Dios, de que pueden y deben cambiar, es condición imprescindible para que el anuncio de Jesús encuentre eco en nosotros. Por eso quien no es sensible y solidario con el dolor histórico del prójimo será ciego y sordo al reino de Dios. El Dios de Jesús es el Dios del cambio, de la esperanza de algo cualitativamente nuevo, que no puede ser aceptado cuando lo que se busca, también en la vida religiosa, no es sino la permanencia de lo que se tiene, incluso más allá de la muerte. Amar de forma gratuita y desinteresadamente, asumir los intereses de los pobres, creer y esperar activamente en el reino de Dios, tarde o temprano pasa por la cruz. Pero aquí hay que recordar aquellas palabras de Pablo: si morimos con Cristo, es decir, si nos identificamos con su entrega plena y valiente a la causa del reino de Dios en la historia, también resucitaremos con él. La resurrección no es una mera e indiscriminada promesa de supervivencia, sino la irrupción de una justicia insospechada para los que han vivido para ella (Rom 6, 4-8). h)
Para concluir
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el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). Amar a Dios es amar a los pobres con el amor con que él nos ama; o, si se prefiere, hacer de nuestra vida un cauce limpio y eficaz para que el amor de Dios se difunda en el mundo. San Juan, en su primera carta, presenta el amor infinito de Dios por nosotros, y cuando dice «si Dios nos amó de esta manera» esperaríamos que dijese que nosotros tenemos que amarle a él igualmente. Pero no. Concluye: «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4, 11). — El compromiso de amar al prójimo puede expresarse de muchas maneras diferentes y habrá que discernir en función de las diversas circunstancias lo que más conviene realizar. Hay que recordar algo que es obvio: el compromiso debe ser lúcido y buscar la eficacia en el servicio del prójimo. La buena voluntad no es tal si no está movida, ante todo, por el deseo de ayudar realmente al prójimo necesitado. Y no se puede olvidar la dimensión estructural del amor cristiano. En el mundo cristiano no pocas veces suele haber abundancia de generosidad y hasta de heroísmo. Pero, quizá, no pocas veces se ha puesto todo ello al servicio de estructuras injustas y no en la línea del cambio requerido por el reino de Dios. El discernimiento de la acción histórica tiene que plantearse su servicio lúcido y efectivo a la causa del reino, y no puede conformarse con una perspectiva meramente interpersonal o con la fidelidad acrítica a una institución. Sólo así buscaremos en verdad «el reino de Dios y su justicia». — El cristiano tiene que asumir los intereses de los pobres y más necesitados. El criterio de la justicia con el pobre es el criterio histórico fundamental para discernir el sentido cristiano de nuestra vida.
No pretendo sacar unas conclusiones de todo lo que hasta aquí he dicho. Más modestamente, y para concluir, quiero presentar unos puntos que me parecen urgentes y que se derivan íntimamente del recorrido bíblico efectuado. — Jesús vinculó estrechamente la experiencia de Dios como Padre/Abbá con la afirmación de la venida de su reino de fraternidad y de vida. Quien quiera seguir su causa deberá unir siempre la honda experiencia del Padre con el compromiso por la justicia. O dicho con términos quizá más concretos: la oración que cultiva y expresa la fe en el Padre con el compromiso sociopolítico que expresa y traduce la justicia. La fe debe ser un acicate al compromiso; y el compromiso concreto por los hermanos debe ser verificación de la autenticidad evangélica de la oración y cautela ante su proclividad a la evasión. — La primera exigencia del amor es cumplir los deberes de justicia. Todo lo demás es paternalismo y falsa caridad. Pero también hay que subrayar la necesidad de una actitud vigilante para que el compromiso por la justicia no esté movido por el afán de revancha ni sea mera tarea prometeica o se sostenga con actitudes frías y deshumanizadas. El amor debe ser la actitud que sostiene y dirige a la justicia. «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por
Las Iglesias se hallan enfrascadas en la tarea de interpretar críticamente «la pretensión salvífica» del cristianismo. Los nuevos modelos de experiencia y pensamiento del mundo moderno les plantean el problema hermenéutico de traducir el contenido salvífico de la revelación a un lenguaje inteligible y significativo para los hombres y mujeres de las sociedades contemporáneas. Este esfuerzo es el resultado de una preocupación pastoral que pretende dar con aquella aptitud evangelizadora capaz de hacer brotar en nuestro mundo fe, esperanza y amor. Sólo entonces se
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II. PERSPECTIVA SISTEMÁTICA: FE, TEOLOGÍA Y PRACTICA DE LA JUSTICIA
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podrá afirmar que el evangelio es verdaderamente salvador 1 o pretender «conservar una fe viva que también hoy, gracias a su verdad, sea significativa para el hombre, para la comunidad humana, para la sociedad» 2 . Pero cuestiones como la de la realidad y las perspectivas de la justicia en nuestro mundo 3 han convertido este problema hermenéutico en un desafío práctico de primerísima magnitud para las iglesias. Así lo ha reconocido recientemente la Asamblea ecuménica europea 4 . La fe cristiana no es portadora de un saber meramente teórico. Ante todo el cristianismo vive de y ofrece al mundo la salvación realizada por y en Jesucristo (cf. Rom 4, 25; Col 1, 19-20), que concibe operando ya en la historia, aunque no nazca ni se agote en ella. Y consecuentemente encuentra en la categoría bíblica de justicia una de sus expresiones más adecuadas. La situación de flagrante injusticia que padecen millones de hombres y mujeres traslada la cuestión de la significación actual del evangelio de la salvación del marco de los debates teóricos al campo de las realizaciones prácticas. Pensemos, por ejemplo, en los 6.000 millones de seres humanos que habitarán el planeta tierra al comienzo del tercer milenio. De ellos unos 4.000 millones vivirán en situación de extrema pobreza, si no se comienza a implantar soluciones desde ahora 5 . Este dato empírico, esta flagrante injusticia se levanta ante el mundo como la gran negación de la voluntad salvífica de Dios, como la aniquilación de la presencia liberadora de Dios entre los hombres. La negación del derecho y la justicia entre los hombres (mispat-wesedaqah) atenta directamente al contenido del credo cristiano, en cuanto que parece desmentir esa soberanía de Dios que como misericordia fiel {hesed-emetb) se va haciendo historia de nuestra historia y carne de nuestra carne en el envío del Hijo Jesucristo y de su Espíritu: Los pobres y la pobreza injustamente infligida, las estructuras sociales, económicas y políticas que fundan su realidad, las complicadas ramificaciones en forma de hambre, enfermedad, cárcel, tortura, asesinatos, etc., ... es la negación del reino de Dios y no puede pensarse en el anuncio sincero del 1. Cf. J. Goitia, De aquella teología ía ésta, Bilbao, 1982, pp. 43-44. 2. E. Schillebeeckx, Jesús, la historia de un viviente, Madrid, 1981, p. 26. 3. Cf. Informe de la Comisión W. Brandt, Norte-Sur, un programa para la supervivencia, México, 1981; G. O. Barney, El mundo en el año 2000, Madrid, 1982; R. Tamames, Estructura económica internacional, Madrid, 1984; B. Schneider, La revolución de los desheredados, Madrid, 1986; L. De Sebastián, Deuda del Tercer Mundo, Barcelona, 1987; El subdesarrollo ¿es una cuestión de justicia?, Madrid, 1988. 4. Cf. Documento final de la Asamblea Ecuménica Europea «Paz y Justicia» (Basilea, 15 al 21 de mayo de 1989), Paz y justicia para toda la creación, Madrid, 1989. 5. Cf. L. Magriña, «Desigualdad socio-económica entre los países del norte y los del sur», en Centre d'Estudis «Cristianisme i Justicia», Grandes injusticias de hoy, Madrid, 1987, p. 46.
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reino de Dios dando la espalda a esa realidad o echando sobre ella un manto que cubra sus vergüenzas*.
1.
La causa de la justicia en la conciencia de la Iglesia
La irrupción del binomio fe-justicia en la vida de la Iglesia se produce a partir del Vaticano II. 1.1. El concilio se encontró con un mundo en el que el término justicia había adquirido una polivalencia tal que se había convertido en un concepto a repensar. Consciente de su misión no quiso ni perderse en su aquilatación técnica, ni zanjar el conflicto de las interpretaciones. Pero sí advirtió que el concepto tradicional de justicia no bastaba para definir los problemas sociales del mundo moderno 7 . Empeñado en establecer cauces de diálogo con el mundo y de colaboración con todos los hombres, su subrayado del valor y de la significación de toda la aventura humana para el plan divino de salvación (GS 34) situó el tema de la justicia en referencia estrecha con la fe y la tarea evangelizadora de la Iglesia 8 , aunque no abordase de un modo expreso sus relaciones. Esta nueva perspectiva que encuentra su luz matinal en la propuesta de la iglesia de los pobres 9, pone en marcha todo el dinamismo posconciliar que termina por vincular fe y justicia. 6. I. Ellacuría, «Historicidad de la salvación cristiana»: Revista Latinoamericana de Teología, 1 (1984), p. 34, publicado en esta obra, vol. I, pp. 323-372. 7. Cf. W. Kerber, «Justicia: I. Polivalencia del concepto de justicia; VI. La justicia como orden social justo; VII. Fe cristiana y justicia social», en Fe cristiana y sociedad moderna, 17, Madrid, 1986, pp. 14-18, 51-67 y 68-79 respectivamente. Cf. también, J. M. Diez Alegría, «Justicia: III. El concepto de justicia en filosofía y en teología moral, en Sacramentum mundi, 4, Barcelona, 1973, cois. 169-177; G. Mattai, «Justicia», en L. Rossi-A. Valsecchi (dirs.) Diccionario enciclopédico de teología moral, Madrid, 1974, pp. 509-521; G. Campanini, «Justicia», en Diccionario teológico inter disciplinar, III, Salamanca, 1982, pp. 212-237. 8. Cf. J-Y. Calvez, Fe y justicia. La dimensión social de la evangelización, Santander, 1985, pp. 21-22. 9. Juan XXIII plantea sorprendentemente el tema de la Iglesia de los pobres un mes antes del comienzo de las sesiones conciliares: «Frente a los países subdesarrollados la Iglesia se presenta tal y como es, y quiere ser la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres» (11 de septiembre de 1962). Más tarde, en el debate de la primera sesión conciliar en orden a transformar los esquemas previamente entregados (1963), el cardenal Lercaro hace la siguiente intervención: «No daremos satisfacción a las exigencias más auténticas y profundas de nuestra época, no responderemos a la esperanza de una unidad compartida por todos los cristianos, si hacemos del tema de la evangelización de los pobres uno de los muy numerosos temas del concilio. No se trata efectivamente de un tema cualquiera; se trata, por decirlo así, del tema de nuestro concilio. Si, tal como se ha dicho aquí mismo varias veces, es exacto afirmar que la finalidad del concilio estriba en hacer a la Iglesia más conforme con la verdad del evangelio y más apta para responder a los problemas de nuestra época, podemos decir que el tema central de este concilio es la Iglesia, precisamente en cuanto es la Iglesia de los pobres». El tema de los pobres se convierte a partir de entonces en la luz más singular y prometedora del Espíritu en orden a esclarecer tanto la identidad como la misión evagelizadora de la Iglesia en el mundo moderno.
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El concilio participa de las aspiraciones humanas, tanto individuales como colectivas, de justicia e igualdad para todos (GS 9). Afirma la igualdad esencial de todos los hombres y la necesidad de una justicia social (GS 29). Esas injusticias causan las discordias entre los hombres (GS 83) y lesionan gravemente los derechos de las personas y de los grupos sociales (GS 75, 3). El concilio va a dar un paso importante: poner en relación la justicia y la caridad, superando felizmente las concepciones privatistas que identificaban caridad con limosna y beneficencia. A partir de este momento la construcción de «un mundo nuevo» se convierte en tarea histórica del amor cristiano. Los cristianos, participando de la misión de la Iglesia (cf. A A 5; 6; 7), conscientes de la vocación humana común a la fraternidad (GS 92) y unidos a cuantos aman y practican la justicia, tienen una inmensa tarea que realizar (GS 93): la construcción de un nuevo mundo como expresión de la realización del reino de Dios (cf. LG 3, 5; 31; 35; GS 26) y como respuesta al clamor de los pobres (cf. GS 1; 8; 63; 88; LG 8; AA 8; PO 6; UR 12) 10 . Con el fin de «estimular a la comunidad católica para promover el desarrollo de los países pobres y la justicia social internacional» (GS 90, 3), el concilio propuso la creación de un organismo universal de la Iglesia, que se plasmó en la Comisión pontificia «Justicia y Paz» creada por Pablo VI. 1.2. Tras el concilio este mismo papa abordará nuevamente la cuestión de la justicia en dos documentos. En la Populorum progressio (1967) plantea las dimensiones planetarias de la injusticia (n. 4), que reclaman «transformaciones audaces, profundamente innovadoras, que hay que emprender sin esperar más» (n. 32) y la subordinación de la propiedad privada al uso común de los bienes (n. 23). Nuevamente vuelve a poner de relieve la vinculación del amor cristiano con la justicia (n. 75) y evoca el nexo existente entre justicia y una paz que no se reduzca a una ausencia de guerra (n. 76). Y recapitula todo su mensaje en una fórmula: «el desarrollo es el nombre nuevo de la paz» (n. 87). En la Octogésima adveniens (1971), carta dirigida al presidente de la Comisión pontificia «Justicia y Paz», el papa vuelve a retomar lógicamente el tema de la justicia. De su enseñanza cabe destacar su conclusión. En ella se señala el lugar donde los cristianos han de comparecer para hacer audible el evangelio: Hoy, más que nunca, la palabra de Dios no podrá ser proclamada ni escuchada si no va acompañada del testimonio de la potencia del Espíritu 10. Cf. G. Girardi, «De la "Iglesia en el mundo" a la "Iglesia de los pobres". El Vaticano II y la teología de la liberación», en C. Floristán-J. J. Tamayo (eds.), El V-aticano II, veinte años después, Madrid, 1985, pp. 432-438.
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Santo operante en la acción de los cristianos al servicio de sus hermanos, en los puntos donde éstos se juegan su existencia y su porvenir (n. 51).
De este modo se insinúa el lugar de las víctimas de la injusticia como el territorio de la proclamación del evangelio. 1.3. Este texto está preludiando algo que este mismo año recogerá el documento final del III Sínodo ordinario de obispos sobre «la justicia en el mundo», y que resulta de extraordinaria importancia para el tema que nos ocupa. Efectivamente, su documento final va a situar el tema de la lucha por la justicia en clave de misión evangelizadora: La acción en favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo se nos presenta claramente como una dimensión constitutiva de la predicación del evangelio, es decir, la misión de la Iglesia para la redención del género humano y la liberación de toda situación opresiva " .
De esta manera se da un paso más al establecer de un modo expreso la relación entre lucha por la justicia y anuncio del evangelio, que se irá profundizando posteriormente. El Sínodo de 1974 estuvo dedicado al tema de la evangelización. No publicó ningún documento final. Pablo VI reflejó personalmente los trabajos de la asamblea sinodal en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975). El papa retoma nuevamente el tema de la justicia, esta vez en su relación con los procesos históricos de liberación y lo sitúa dentro del apartado tercero, dedicado al contenido de la evangelización (nn. 25-39). La interpelación recíproca que se establece entre evangelio y vida concreta exige, en nuestros días, que la evangelización lleve un mensaje especialmente vigoroso sobre la liberación de las injusticias, que se percibe como un deber de la Iglesia y que suscita cada día un número creciente de cristianos comprometidos en tareas liberadoras. El papa advierte del peligro de identificar liberación humana y salvación en Jesucristo. La liberación tal y como la ha anunciado y realizado Jesús de Nazaret abarca «al hombre entero, en todas sus dimensiones, incluida su apertura al Absoluto, que es Dios». Consecuentemente la liberación cristiana no se circunscribe al solo terreno religioso, incluye también la dimensión económica, política, social o cultural de la persona humana, aunque no se reduzca a ellas. De esta manera el papa proclama que «aquella justicia, pues, que nace de una visión de fe que se fundamenta en el evangelio, no es ajena a la evangelización» 12. 11. II Sínodo Ordinario de Obispos, «La justicia en el mundo»: Ecclesia, 1.572 (1971), pp. 2.295-2.302; el texto citado en p. 2.295. 12. Cf. R. Antoncich-J. M. Munárriz, La doctrina social de la Iglesia, Madrid-Sao Paulo, 1987, pp. 268-271; el texto en p. 271.
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1.4. El pontificado de Juan Pablo II ha sido extraordinariamente fecundo en el tratamiento de las relaciones entre justicia en el mundo y misión evangelizadora de la Iglesia. Innumerables discursos, sobre todo en sus viajes al Tercer Mundo, y muy especialmente sus grandes documentos magisteriales, han abordado estas cuestiones. Tratar de desentrañar aquí el contenido de todo el mensaje papal resultaría misión imposible. Únicamente cabe recordar cómo en la encíclica Sollicitudo rei socialis (1987) ha propuesto la solidaridad como nuevo nombre de la paz (n. 39), pues únicamente desde aquélla será posible superar las situaciones de injusticia y lograr un nuevo modelo de unidad del género humano (n. 40). Y además, señalar la estrecha relación que, en el pensamiento del papa, guarda el compromiso por la justicia y una lectura trinitaria de la historia " . Este paso fugaz por la doctrina oficial de la Iglesia actual pone de manifiesto las mutuas implicaciones existentes entre compromiso por la justicia e identidad y misión de la Iglesia. Y así se comprende el que se haya podido afirmar que el tema de la justicia resulta hoy absolutamente prioritario para la acción pastoral de la Iglesia, pues el optar y el luchar por ella se consideran pruebas cruciales en las que se decide la validez histórica y la autenticidad cristiana de toda acción pastoral 14 . 2.
La causa de la justicia en la conciencia eclesial
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Han sido las iglesias más afectadas por la injusticia 15 las que han mostrado mayor interés por verificar qué hay de salvación en esta historia a raíz del acontecimiento de Jesucristo liberador. En ésta, como en otras cuestiones, la Iglesia latinoamericana ha vivido la «recepción» del concilio y del magisterio posconciliar con una especial tensión entre fidelidad y creatividad. Ello ha hecho especialmente fecunda su comunión con el resto de las iglesias que constituyen la Iglesia universal presidida por el papa. La alteridad que todo proceso de recepción establece se ha ido desplegando en un conjunto de influencias recíprocas entre el supremo magisterio papal y el magisterio episcopal latinoamericano.
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2.1. De todo ello ha quedado constancia en las Conferencias Episcopales de Medellín y Puebla 16 . La II Asamblea General del Episcopado Latinoamericano (Medellín, 1968), influida por el espíritu del concilio e impactada por la Populorum progressio, abordará todas estas cuestiones, pero la perspectiva ha cambiado. La situación mundial se contempla ahora desde el punto de vista de los países periféricos, y no de los centrales 17 . La Iglesia contempla oficialmente la realidad desde «el reverso de la historia» (G. Gutiérrez), desde «la anti-historia de los humillados y ofendidos» (L. Boff). «Los ausentes de la historia», «los cautivos» de nuestro mundo se hacen presentes en la Iglesia y hacen oír su voz y sus gemidos. Medellín se convertirá así en un acontencimiento decisivo para la historia contemporánea de la Iglesia y de su misión, e influirá de forma importante en el Sínodo sobre la justicia en el mundo. Para Medellín la situación del subdesarrollo latinoamericano tiene unas características tales «de injusticia que puede llamarse de violencia institucionalizada» {Faz, 16). Esta situación es calificada teológicamente como «una situación de pecado» {Paz, 1), pues «allí donde se encuentran injustas desigualdades sociales, políticas, económicas y culturales, hay un rechazo... del Señor mismo» {Paz, 14 c). Esta realidad es el resultado de una situación de dependencia que mantiene a los países latinoamericanos en una situación neocolonial {Paz, 8-10). Esta situación colectiva de miseria «es una injusticia que clama al cielo» {justicia, 1). Este grito es escuchado por la Iglesia latinoamericana que desde Medellín quiere impulsar un nuevo modelo de presencia en los procesos de liberación de esta miseria. La denuncia profética de las injusticias, la evangelización concientizadora, la opción por los pobres y su liberación, la renovación de sus estructuras pastorales, etc., serán algunas de sus propuestas operativas. Pero esta inserción pastoral en los procesos de liberación se considera en continuidad con la misión de Cristo. La liberación de la servidumbre de esa miseria es contemplada como una manifestación de la liberación del pecado: Es el m i s m o D i o s quien, en la plenitud de los t i e m p o s , envía a su Hijo p a r a que h e c h o c a r n e , venga a liberar a t o d o s los h o m b r e s de t o d a s las esclavitudes a q u e los tiene sujetos el p e c a d o , la ignorancia, el h a m b r e , la miseria y la o p r e s i ó n , en u n a p a l a b r a , la injusticia y el o d i o q u e tienen su origen en el e g o í s m o h u m a n o {Justicia, 3).
13. Cf. F. J. Vitoria, «Teología trinitaria y compromiso por la justicia. Aproximación al magisterio de Juan Pablo II»: Sal Terrae, 9 (1988), pp. 613-623. 14. Cf. J. I. González Faus, «Justicia», en C. Flonstán-J. J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Madrid, 1983, p. 514. 15. Por razones obvias este trabajo se ciñe a la Iglesia católica latinoamericana, pero no quisiera ignorar los esfuerzos que en este mismo sentido se hacen desde otras confesiones y otras latitudes: por ejemplo, cf. el documento «Kairós Sudafricano: un desafío a las iglesias (1985)», en Coloquio Teológico Dominicano, Kairós: llamada urgente a la solidaridad. Reflexión cristiana desde Sudáfrica y Centroamérica, Salamanca, 1989, pp. 33-64.
16. Cf. S. Galilea, «Ejemplo de recepción selectiva y creativa del Concilio: América latina en las conferencias de Medellín y de Puebla», en G. Alberigo-J-P. Jossua (eds.), La recepción del Vaticano U, Madrid, 1987, pp. 86-101. 17. Cf. G. Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Salamanca, 1972, p. 66.
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La III Asamblea General del Episcopado Latinoamericano
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(Puebla, 1979) recibe una influencia importante de Evangelü nuntiandi. Su documento final guarda una gran semejanza con la disposición titular de la carta apostólica. Los obispos vuelven a mirar la realidad latinoamericana, y advierten que la situación de miseria se ha agravado en la mayoría de los países (n. 487). La creciente brecha entre ricos y pobres es un hecho innegable que les lleva a hablar de una «injusticia institucionalizada» (nn. 509, 562), que responde a un modelo de desarrollo (n. 50) y plantea un conflicto estructural grave (n. 1209). Efectivamente, el avance económico experimentado por el continente hace posible desarraigar la pobreza. «Y si esto es posible es entonces una obligación» (n. 21). Así las cosas, proclamar la fe y vivir en la injusticia resulta un escándalo y una contradicción (n. 28), que alcanza tanto a la verdad sobre Jesucristo salvador (nn. 170-219) y a la identidad y tarea evangelizadora de la Iglesia (nn. 10, 220-303; 342, 966) como a la verdad sobre el hombre (nn. 304-339). Los cristianos no han practicado con integridad el mandato de la caridad y la Iglesia ha de reconocer sus errores y pecados que oscurecen el rostro de Dios en sus hijos (n. 209). Esta Iglesia incapaz de vivir plenamente su vocación a la santidad en este mundo está necesitada de autoevangelización y conversión (n. 228). Esta conversión ha de llegar hasta el corazón de los hombres, pero exige también cambios profundos de las estructuras (n. 30). La dinámica evangelizadora de la Iglesia busca también la transformación social (n. 362; cf. nn. 199, 215, 438). La Iglesia se debería convertir en «escuela de forjadores de historia» como la de Jesús (nn. 274-279). La lucha por la justicia se convierte así en un elemento ineludible del qué es evangelizar: La realización histórica de este servicio evangelizador resultará siempre ardua y dramática, porque el pecado, fuerza de ruptura, obstaculizará permanentemente el crecimiento en el amor y la comunión, tanto desde el corazón de los hombres, como desde las diversas estructuras por ellos creadas, en las cuales el pecado de sus autores ha impreso su huella destructora. En este sentido, la situación de miseria, marginación, injusticia y corrupción que hiere a nuestro continente, exige del pueblo de Dios y de cada cristiano un auténtico heroísmo en su compromiso evangelizador, a fin de poder superar semejantes obstáculos. Ante tal desafío, la Iglesia se sabe limitada y pequeña, pero se siente animada por el Espíritu y protegida por María. Su intercesión poderosa le permitirá superar las «estructuras de pecado» en la vida personal y social y le obtendrá la «verdadera liberación» que viene de Cristo Jesús (n. 281).
2.2. Al mismo tiempo, de sus bases eclesiales surgió una nueva corriente teológica, la teología de la liberación, que, a partir de una nueva interpretación hermenéutica del mensaje bíblico 568
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sobre la justicia, se propuso deliberadamente colaborar en la búsqueda y en las luchas por un mundo más justo, más humano y más fraterno, como reconocen incluso quienes le formulan objeciones críticas 18 . La lucha por la justicia se convirtió así en el elemento articulador de las relaciones entre el sensus fidei de los creyentes, el magisterio de los pastores y la elaboración teológica de los expertos. Tomarse absolutamente en serio la realidad de la injusticia y del sufrimiento de las mayorías pobres ha habilitado pastoralmente a esta Iglesia desde el punto de vista de su aptitud evangelizadora, y liberado a gran parte de su teología del peligro de la insensibilidad y el cinismo 19 . De este modo tanto la praxis pastoral promovida desde esta lucha como su teoría (L. Boff) o momento ideológico (I. Ellacuría) responden con honradez a la realidad latinoamericana al poner el dedo en su llaga. La aporía humana que dio origen a la teología de la liberación consiste en la experiencia de cautiverio, que presupone la experiencia de la opresión injusta y la esperanza de la liberación 20 . Hacía mucho tiempo que la doctrina social de la Iglesia había puesto en circulación «la cuestión social» en los ambientes cristianos. Sin embargo, por diversos motivos se llegó a hablar de «un cierto eclipse» de dicha doctrina en América latina durante los decenios previos a Puebla (1978)". En estas mismas décadas se toma conciencia de la amplitud de la miseria e injusticia en que vive la inmensa mayoría de la humanidad, y la teología de la liberación surge como respuesta a esta problemática 22 . En el correr de los años ha ahondado en su dimensión sistemática y han crecido sus tratamientos temáticos. Paulatinamente se ha convertido en teoría sobre la práctica de esa misericordia que se ha tornado justicia y liberación, es decir, en intellectus iustitiae et intellectus liberationis. Pensar cristianamente desde dentro de los pueblos crucificados la ha conducido a autocomprenderse como intellectus amoris, 18. Cf. W. Kerber, «Justicia. VII. Fe cristiana y justicia social», en Fe cristiana y sociedad moderna, 17, Madrid, 1986, pp. 75-79. 19. El obispo sudafricano Desmond Tutu ha escrito que toda teología de la liberación surge del esfuerzo por dar sentido al sufrimiento humano, cuando aquéllos que sufren son víctimas de la opresión y explotación organizada: cf. G. Gutiérrez, «¿Cómo hablar de Dios desde Ayacucho?»: Concilium, 227 (1990), p. 132. Esta búsqueda de sentido sería un gesto descomprometido y cargado de cinismo si no comportase preferentemente el hacer justicia a las víctimas de la injusticia. Así lo han entendido tanto las diversas tendencias de la teología latinoamericana de la liberación como sus variantes menos conocidas: la teología negra de la liberación en USA, la teología africana de la liberación, las teologías de la liberación en Asia y la teología feminista. 20. Cf. J. Sobrino, Cristología desde América latina, México, 1977, p. 32. 21. J. C. Scannone, Teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia, MadridBuenos Aires, 1987, pp. 225-228. 22. Cf. G. Gutiérrez, o.c, pp. 95-97.
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como teoría de una práctica que erradique el sufrimiento y lo transforme en gozo, que erradique la muerte y promueva la vida " . Casi veinte años nos separan de la propuesta teológica de Gustavo Gutiérrez. Hoy esa nueva manera de hacer teología constituye una realidad empírica que, como reflexión crítica de la praxis histórica, no se ha limitado a pensar el mundo, sino que tercamente ha buscado situarse como un momento del proceso a través del cual el mundo es transformado: abriéndose —en protesta ante la dignidad humana pisoteada, en la lucha contra el despojo de la inmensa mayoría de los hombres, en el amor que libera, en la construcción de una nueva sociedad, justa y fraterna— al don del reino de Dios 24 . Esta preocupación por la causa de la justicia ha sido fecundísima para la reflexión teológica. Hoy la teología de la liberación es un interlocutor destacado en el diálogo teológico universal, y su presencia en los repertorios bibliográficos aumenta de día en día. La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe le dedicó dos importantes documentos, Libertartis nuntius (1984) y Libertatis conscientia (1986), que promovieron un proceso interno de discernimiento y explicitación de la calidad cristiana de su discurso 25 . Finalmente ha recibido un espaldarazo definitivo. Juan Pablo II la ha considerado no sólo oportuna, sino «útil y necesaria» para encontrar respuestas justas a los desafíos eclesiales y sociales que vive la realidad latinoamericana. Pero sobre todo la teología de la liberación ha establecido una relación práctica entre fe y justicia que las beneficia recíprocamente: La fe cristiana tiene como condición indispensable, aunque tal vez no suficiente, su enfrentamiento con la justicia; pero, a su vez, la justicia buscada queda profundamente iluminada desde lo que es la fe vivida en la opción preferencial por los pobres. Fe y justicia no son... dos realidades autónomas, voluntarísticamente entrelazadas, sino dos realidades mutuamente referidas o respectivas que forman o deben formar una única totalidad estructural, tal como repetidamente se ha expresado en la teología de la liberación... Pensamos que muchas predicaciones y realizaciones de la fe han sido nefastas cuando se han hecho de espaldas a la justicia y a las mayorías populares oprimidas y empobrecidas. Pensamos también que muchas predicaciones y realizaciones de la justicia han sido también nefastas cuando se han hecho más de cara a la toma de poder que al
23. Cf. J. Sobrino, «Teología en un mundo sufriente. La teología de la liberación como intellectus amoris»: Revista Latinoamericana de Teología, 15 {1988}, pp. 243-266; «¿Cómo hacer teología?»»: Sal Terrae, 5 (1989), pp. 406-411. 24. Cf. G. Gutiérrez, o. c, pp. 40-41. 25. Cf. G. Gutiérrez, La verdad los hará libres, Lima, 1986, pp. 113-248.
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beneficio de las mayorías populares y a algunos valores fundamentales del reino de Dios, predicado utópicamente por Jesús 2é .
3.
La fe que renace de la práctica de la justicia
La experiencia de la «noche oscura de la injusticia» (J. Hernández Pico) ha purificado la fe del pueblo cristiano. En su inserción en el proceso de liberación del pueblo latinoamericano vive el don de la fe, la esperanza y la caridad que le constituye en un pueblo de discípulos del Señor. Sin embargo, sería un simplismo pensar que la lucha por la justicia como combate intenso y constante contra el mal ha producido ex opere operato esa catarsis de la fe. La renovación de la experiencia espiritual y creyente ha requerido además un discernimiento de esa práctica realizado de acuerdo con la palabra evangélica, leída en la comunidad cristiana inserta en la sociedad 27 . La «resurrección de la verdadera Iglesia» (J. Sobrino), la «eclesiogénesis» (L. Boff), «el pueblo con Espíritu» (I. Ellacuría) se ha ido generando a través del ejercicio purificador y vitalizador de «beber en su propio pozo» ese Agua que brota en él precisamente porque nace de lo Alto 28 . La práctica de la justicia ha rescatado a Dios de su secular confinamiento «en una trascendencia abstracta, sin signo ni expresión alguna» " , y se ha convertido en «lugar» privilegiadamente cristiano de la experiencia de Dios. Desde esas tierras, en las que hace siglos Bartolomé de las Casas reclamaba justicia para «los cristos azotados de las Indias» 30, se reformula la pregunta emblemática de la mejor teología centroeuropea (¿cómo hablar de Dios después de Auschwitz?) con una actualidad perturbadora: «¿cómo hablar de Dios durante Ayacucho? 31 ». Desde la perspectiva de este «infierno» de injusticia mortífera la cuestión teológica capital no resulta ser la existencia de Dios, sino «qué Dios es el que existe: cómo podemos conocerlo y reconocerlo: cómo se hace él presente en nuestra vida y cómo actúa en nuestra historia» 32. 26. I. Ellacuría, «El desafío de las mayorías pobres»: ECA, 493-494 (1989), pp. 1.0731.074. 27. Cf. J. M. Rambla, «Espiritualidad cristiana en la lucha por la justicia»», en Varios, La justicia que brota de la fe (Rom 9, 30), Santander, 1982, pp. 197-199. 28. Cf. G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo. En el itinerario espiritual de un pueblo, Lima, 1983, p. 16. 29. Cf. F. Manresa, «Progreso, injusticia y fe cristiana hoy»», en Centre d'Estudis «Cristianisme i Justicia»», El secuestro de la verdad. Los hombres secuentran la verdad con su injusticia (Rom 1, 18), Santander, 1986, pp. 178-179. 30. Cf. G. Gutiérrez, Dios o el oro en las Indias (s. xvi), Lima, 1989, pp. 135-177. 31. Cf. G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job, Lima, 1986; «¿Cómo hablar de Dios desde Ayacucho?»», cit., pp. 131-142. 32. R. Muñoz, Dios de los cristianos, Madrid, 1987, p. 21.
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El desafío histórico que la situación y los sufrimientos creados por la pobreza injusta plantea a la fe sólo encuentra respuesta adecuada en un discurso alimentado por una esperanza que levanta un pueblo en lucha por su liberación. En esta situación la inteligencia de la fe ha nacido de un ejercicio de la fe en el que la promoción de la justicia es una exigencia absoluta o, si se quiere, de un «practicar a Dios» 33 o de un «corresponder a Dios» 34 que incluyen inseparablemente la práctica de la contemplación y de la justicia como solidaridad con el pobre. Desde ahí se «ha sentido a Dios de otro modo» y se ha ido barruntando primero, y articulando discursivamente después, algo de lo que significa el que Dios sea un Dios de la vida35. Se ha intentado esclarecer la pregunta humana sobre dónde está Dios desde la respuesta práctica al interrogante divino ¿dónde está tu hermano? (Gen 4, 9). Y ello ha desvelado al Dios de los pobres36 no sólo en su misericordia fiel, sino también en su padecer-con-y-en-las-victimas-de-la-injusticia, no sólo como garante de la causa de los pobres, sino también como participante del destino de su aventura histórica. La pasión y dolor de Dios en «el pueblo crucificado» por la injusticia (I. Ellacuría) se vislumbra a la luz de la historia crucificada de Jesús (cf. 1 Cor 1, 25). Pero la historia crucificada de los pueblos constituye la memoria histórica, la metáfora viviente de carne entregada y sangre derramada, el gran relato doliente que actualiza e historifica aquella otra historia de crucifixión. La situación de extrema pobreza generalizada adquiere en la vida real rostros muy concretos en los que se reconoce la interpelación de los rasgos sufrientes de Cristo (cf. Puebla 31-39). Dar vida a un gran relato de pasión con este pueblo ha posibilitado recobrar con novedad el significado liberador y salvífico de Jesucristo, el liberador (L. Boff). Desde el esfuerzo por conjugar productivamente el binomio fe-justicia en un contexto de muerte, el pueblo creyente ha sentido también de otro modo su fe cristológica en la fecundidad que para la historia tiene la vida entregada de Jesús por dar vida a los-sin-vida. Pasión de Cristo y pasión del mundo se necesitan mutuamente. La cruz de Jesús ofrece su sentido cristológico a la pasión doliente de este mundo. Pero esta significación, el logos tou staurou (cf. 1 Cor 1, 18), no se capta más que combatiendo y asumiendo la pasión del mundo 3 7 . Muchos hombres y mujeres latinoamericanos identificados con
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la mejor tradición evangélica han creído hasta dar la vida en la productividad de la opción por los pobres para la construcción del reino del Dios de vida (cf. Mt 25, 31-46). Fiados del Dios cuya gloria es que el pobre viva, entregaron su vida a la muerte como el precio a pagar a causa del esfuerzo esperanzado por dar vida y por hacer que la vida cunda en una tierra donde las fuerzas de la muerte merodean con desesperada frecuencia en la más amenazadora de las proximidades y donde no se tiene derecho a llegar a viejo. El sentido último y definitivo de esta entrega de la propia vida no lo encontraron ni en un imperativo divino ni en un dinamismo humano de expiación por las culpas de la humanidad. La fe en la resurrección de Jesús les mostró que Dios sale garante del sentido de la vida de los justos, aunque hubiesen perecido abandonados en manos de los injustos 38 . La práctica de la justicia se ha constituido en lugar hermenéutico del significado de esa resurrección. Por una parte desde ella se ha comprendido a Cristo como justicia de Dios 39 , y percibido que Dios se constituye en justicia nuestra «cargando» desde dentro con las consecuencias de la injusticia. Por otra parte, vidas así entregadas a la causa de la justicia se convierten en lugar de acceso a la resurrección en cuanto que hacen verdad histórica su capacidad de desencadenar historias como la de Jesús. El testimonio de este seguimiento de Jesús, como misión desencadenada por la resurrección o por el Espíritu del Resucitado 40 , se convierte en el último criterio de verificación de la validez de la confesión de Jesús como Hijo eterno de Dios. Efectivamente, en las circunstancias más adversas para lo humano, sigue habiendo hombres y mujeres para quienes el sentido de su vida consiste en pro-seguir la vida de Jesús haciéndose de ese modo justos como el Justo e hijos en el Hijo. De ello han dado razón y pagado el precio recientemente las dos mujeres de pueblo y los seis sacerdotes jesuítas asesinados en El Salvador 41 . Este «hacerse cristo-logia», este modo de dar razón de la esperanza en Cristo en América latina, es el que ha permitido pensar una cristología desde América latina a partir del seguimiento del Jesús histórico (J. Sobrino). Paulatinamente la lucha por la justicia se ha ido convirtiendo en una acción eclesial absolutamente imprescindible para anunciar
33. Cf. G. Gutiérrez, «El lenguaje sobre Dios»: Concilium, 191 (1984), pp. 53-61. 34. Cf. J. Sobrino, «Servicio de la fe y promoción de la justicia», en Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología, Santander, 1981, pp. 96-97. 35. Cf. G. Gutiérrez, El Dios de la vida, Lima, 1989. 36. Cf. V. Araya, El Dios de los pobres; el misterio de Dios en la teología de la liberación, San José, 1983. 37. Cf. L. Boff, Pasión de Cristo, pasión del mundo, Bogotá, 1978.
38. Cf. J. Vives, «El ídolo y la voz. Reflexiones sobre Dios y su justicia», en Varios, La justicia que brota de la fe (Rom 9, 30), cit., pp. 112-123. 39. Cf. J. I. González Faus, «Cristo, Justicia de Dios. Dios, justicia nuestra. Reflexiones sobre cristología y lucha por la justicia», en Ibid., pp. 129-155. 40. Cf. J. Comblin, Tiempo de acción. Ensayo sobre el Espíritu y la historia, Lima, 1986; Id., El Espíritu Santo y la liberación, Madrid, 1987. 41. Estas páginas las debió escribir I. Ellacuría. Las balas asesinas de los escuadrones de la muerte lo impidieron y lograron silenciar su voz y la de sus compañeros. Pero paradójicamente cargaron sus muertes con una elocuencia mayor que la de sus mejores discursos.
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al Dios verdadero y para confesar a Jesucristo como Hijo del Dios vivo. El trabajo histórico por la justicia y la reconciliación ha configurado a la Iglesia latinoamericana, y a otras iglesias, desde la clave de la solidaridad y ha actualizado su carácter de sacramento (cf. LG 1). 4.
La justicia que brota de la fe
A su vez la vivencia de la fe arroja luz sobre la praxis de la justicia y ayuda a percibir aspectos falsificados, ignorados o encubiertos por la mediocridad de los sentimientos y la pedantería de las argucias racionalistas. Hoy más que nunca, cuando en el Primer Mundo se pregona la derrota del socialismo «real» y el triunfo del capitalismo democrático, la vivencia de la fe hace sentir con nuevos bríos la cuestión de la justicia como la búsqueda incesante de una justicia siempre mayor. La experiencia del Dios cristiano desvela que la humanización del hombre y de la historia está mejor asegurada con el Dios de vida que sin él 41 . La confesión de que existió Alguien que fue en una misma realidad la Libertad y la Justicia sin confusión y sin mezcla, proclama que no puede haber anuncio ni promesa de libertad que no sea la de una libertad para la justicia**. A la vista de la miseria del Tercer Mundo la teoría de la justicia como equidad (J. Rawls) resulta del todo insuficiente. Dada la situación de asimetría en la que se encuentran las víctimas de la injusticia no se podrá hablar de justicia verdadera si ésta no nace de la solidaridad, es decir, de esa empatia que sitúa en el lugar de las víctimas e impulsa a reconocerlas de un modo real y no meramente declaratorio como sujetos de derecho y dignidad. La visión creyente de los rostros de los «no-hombres», masacrados por la pobreza y la muerte injusta, y víctimas del poder del pecado se alza como «reserva» o «reparo» escatológico de toda representación histórica de la justicia, e impide la absorción del eschaton cristiano en la inmanencia de la historia. La memoria permanente de la imprescriptible salvación debida a las víctimas de la injusticia se lo impide. Su presencia en la historia niega formalmente no sólo el que el eschaton cristiano (el reino y su justicia) haya llegado a su plenitud (todavía Dios no es «todo en todo»), sino el que sí haya irrumpido ya en la historia. Consecuentemente la sabiduría creyente sobre lo último y definitivo, vislumbrada desde los indecibles sufrimientos del mun42. Cf. J. Sobrino, jesús en América latina, El Salvador, 1982, p. 145. 43. Cf. J. I. González Faus, «Jesús y los demonios. Introducción cristológica a la lucha por la justicia», en Varios, Fe y justicia, Salamanca, 1981, pp. 97-98.
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do, no se limita a relativizar toda realización penúltima e intrahistórica, sino que aguijonea a la responsabilidad creadora para buscar los mejores caminos de transformación histórica (J. Jiménez Limón). Esta urgencia se torna en una exigencia tal de jerarquización de lo penúltimo desde los intereses de las víctimas (J. Sobrino), que busca con realismo «cómo hacer avanzar la democracia un milímetro en medio de la compleja interdependencia mundial» (J. L. Segundo) o suscita ideologías parciales y funcionales que hacen concreto y eficaz el amor cristiano en orden a organizar una sociedad justa y fraterna según los valores del reino (L. Boff). Así la fe va ocasionando y animando proyectos liberadores encaminados a que la historia dé más de sí en la búsqueda y consecución de esa justicia posibilitada por Jesucristo y todavía inédita. Esta incansable y permanente solicitud por una justicia siempre mayor es el modo como la fe historiza y encarna el eschaton para salvar así el que su trascendencia sea la cristiana. El cristiano percibe esta forma de «apurar» la historia (H. Echegaray) como gratuidad y exigencia, como investidura y misión 44 . Aunque múltiples experiencias históricas parezcan desmentirlo continuamente, una fe cristiana auténtica no deja espacio a ningún mesianismo prometeico y titánico en la lucha por la justicia. Es verdad que ésta es una exigencia absoluta de la fe. Nada hay más demandante de justicia con los demás que esa experiencia de la gratuidad del amor de Dios, que abre en el hombre posibilidades históricas a «lo imposible»: ser fraternalmente solidario. Pero si la lucha por la justicia se sostiene como ley tarde o temprano se constatará su imposibilidad desmovilizadora. En cambio si se acoge como gracia se percibirán sus constantes dinamismos y reclamos en la posibilitante experiencia del «amor de Dios que inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (cf. Rom 5, 5). Por esta razón el cristiano que practica fe y justicia se sabe ante todo un hombre agraciado y «remitido a ese don» constantemente en su tarea histórica, y no un sujeto «encadenado» a un imperativo categórico. Esto libera al hombre del cautiverio de «las obras y la ley», le devuelve la verdadera autonomía y libertad; y purifica a la práctica de la justicia de su propia hybris: la ilusoria absolutización totalitaria del propio proyecto, que termina por convertirlo inexorablemente en camino de destrucción y de muerte. Todo proyecto histórico de lucha por la justicia se ha mostrado incapaz de alcanzar una justicia plena para todas las víctimas de la miseria del mundo. Más aún, le ha resultado inevitable pagar su propia «cuota» a la injusticia, pues ninguna obra humana es capaz de traer consigo justicia «química44.
Cf. G. Gutiérrez, El Dios de la vida, cit., pp. 231-258.
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mente pura». Y por ello se ha podido escribir desde el compromiso creyente con la justicia que «una actitud de fe vivida en la gratuidad... da su sentido verdadero a la exigencia de establecer la justicia en la historia» 45. Además esta experiencia de fe familiariza la justicia con el perdón. Esta es una cuestión delicada en la que no caben componendas morales, ni subterfugios ideológicos. En memoria del holocausto judío se ha escrito lo siguiente: Son las víctimas quienes deben perdonar. ¿Qué calidad tienen los sobrevivientes para asumir el rol de perdonar en lugar de las víctimas o en nombre de los que lograron salvarse, de sus padres, de su familia? 46 .
opresores resulta ser una oferta gratuita capaz de re-crearles en su humanidad perdida y de llevar la justicia hasta límites insospechados. El espacio de la gratuidad es donde Dios tiene su residencia 50 . Por ello en el perdón gratuito de las víctimas acaece quasi ex opere operato el perdón re-creador del Dios de la vida y se cumple su justicia. En definitiva luchar por la justicia como un perdonado, parafraseando unas palabras de González Faus, «es un bien para la práctica de la liberación, para que ésta sea más humana y humanizante y esté alejada de los peligros que la acechan e incluso para que —a la larga— sea más operativa» 51.
La pregunta parece pertinente, aunque resulte de una dureza extrema para una sensibilidad cristiana. Desde el holocausto centroamericano se ha descrito a sus víctimas, los pobres y oprimidos, como mediación histórica de perdón-acogida para quienes pertenecen al mundo de sus opresores 47 . Esta experiencia puede resultar paradójica y escandolosa, pero no es ingenua. Está testificada por alguien que tras el asesinato de sus hermanos ha escrito con apasionada sinceridad: ¿No será más importante mantener vivos a estos mártires que esclarecer sus cadáveres? ¿No es mucho más necesario para el país mantener la verdad, la misericordia, la justicia, la dignidad por la que vivieron, que saber los nombres de sus asesinos? Lo segundo no es nada fácil, como sabemos, pero lo primero es mucho más difícil y más necesario... Estos mártires no quieren venganza, ni siquiera están interesados en que se les haga justicia a ellos. Lo que quieren es que la paz y la justicia lleguen a El Salvador y que se recorran los mejores caminos que ellos nos dejaron para alcanzarlas 48 .
Esto sólo es posible porque la sabiduría cristiana de la fe incluye el saberse perdonado por Dios en Aquel que, siendo el Justo (cf. 2 Cor 5, 21), fue entregado a la muerte como un malvado y allí supo hacer del perdón expresión de la justicia divina (cf. Le 23, 34). La experiencia del perdón, el saberse justi-ficado de la propia injusticia, franquea el acceso a lo humano, a lo propio de la injusticia del otro, y evita el falsificarla maniqueamente reduciéndola a su alteridad*9. A partir de aquí el ejercicio de perdonar a los 45. G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, cit., p. 44. 46. V. Jankélévitch, ¿Perdonar? Con honor y dignidad, Barcelona, 1987, p. 157. 47. Cf. J. Sobrino, «Pecado personal, perdón y liberación»: Revista Latinoamericana de Teología, 13 (1988), pp. 26-29. 48. J. Sobrino, Compañeros de jesús. El asesinato-martirio de los jesuítas salvadoreños, Santander, 1989, p. 31. 49. Cf. J. I. González Faus, Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Santander, 1987, pp. 198-201.
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50. Cf. G. Gutiérrez, El Dios de la vida, cit., p. 307. 51. J. Sobrino, «Pecado personal, perdón y liberación», cit., p. 26.
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IDEOLOGÍA J oáo Batista Francisco
Libánio Taborda
La problemática de la ideología es sin duda fundamental en la teología de la liberación. Frecuentemente se la acusa de ser ideológica y no raras veces su réplica consiste en denunciar ese mismo carácter en otras teologías. Así pues, la «ideología» pertenece a los conceptos básicos de la teología de la liberación. Después de definirla y de señalar las fases de su aparición, trataremos de sus cuatro dimensiones que parecen más importantes: la ideología se refiere al mundo del conocimiento (es saber), tiene una dimensión profundamente política, toca a los valores humanos (ética), y por consiguiente tiene algo que ver con nuestra relación con Dios (fe, dimensión teológica).
I.
DEFINICIÓN
El recurso a la etimología puede darnos alguna luz. Un término no pierde nunca por completo el vínculo con su origen etimológico. Este fenómeno tan complejo que llamamos ideología se alimenta semánticamente de la savia de su raíz etimológica. Ideología: ideó + legein. Ideó es el aoristo griego de eidon: «yo vi», «algo que vi». Legein indica la manera fundamental de elegir que es el acto de decir. Así pues, ideología significa «decir lo que vi». La etimología nos ofrece así un dato importante para comprender la ideología: estamos ante un discurso de representaciones, de ideas 1 . Más rica se muestra la vía de la evolución semántica del término. Lo usó por primera vez Destutt de Tracy (1796). Este 1. P. Geoltrain-F. Schmidt, «Pour une histoire des idéologies juives et chrétiennes antiques», en F. Chátelet, Histoire des ideólogies, I, París, 1976, pp. 213-257, esp. p. 220.
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autor lo forjó para señalar una ciencia que tenía por objeto el «estudio de las ideas» (en el sentido general de los hechos de conciencia), de sus características, leyes, relaciones con los signos que los representan y sobre todo su origen 2 . Tomando el término «idea» en un sentido sensualista, como percepción sensible, la ideología es la ciencia que trata de las ideas y percepciones y de la facultad de pensar y percibir 3 . A partir de Napoleón, este término adquiere una connotación negativa. Los ideólogos que en un primer momento habían celebrado la ascensión de Napoleón a primer cónsul de Francia, acabaron criticándolo. En compensación, Napoleón los descalificó como «metafísicos y fanáticos» y tachó sus teorías de «elucubraciones cerebrales metafísicas e ideológicas». Quedaba abierto el camino para una significación peyorativa 4. K. Marx y Fr. Engels le dieron el cuño definitivo, de forma que el concepto marxista es el punto de referencia necesario. En un primer momento, el término «ideología» en la visión marxista está ligado a la ideología burguesa, sometida a una intensa criba crítica. La connotación peyorativa y depreciativa se refuerza con ello. La alienación es el fundamento de la ideología, al pensar que se trata de algo real y que su representación está además alterada. Por eso, con la ideología se asocia una «falsa conciencia» (Engels). Además, la ideología ejerce en la concepción marxista una función de señuelo, de encubrimiento y de legitimación respecto a la realidad social. Y esta función es la que deja desarmada a la ideología ante la crítica, ya que en ella radica su fragilidad. Sin embargo, Lenin le atribuye en cierto aspecto un rasgo positivo, al verla como mediación concienciadora, en relación con la clase proletaria, del socialismo científico, puesto que, al no producir éste inmediatamente la conciencia proletaria, necesita de la mediación del partido, de la vanguardia, que encuentra en la ideología la expresión estratégica, concienciadora y orientadora de los resultados del socialismo científico 5 . Siguiendo las huellas de Marx, la sociología del conocimiento amplía el concepto de «ideología» a todo pensamiento, en la medida en que está ampliamente condicionado por las circunstancias sociales. Comprende toda la visión del mundo de un sujeto, vista como transcurrir del momento histórico, del grupo social, de sus relaciones sociales, de su situación económica. La ideología
2. A. Lalande, «Ideologie», en A. Lalande, Vocabulaire technique et critique de la philosophie, París, «1960, pp. 458-459. 3. U. Dierse, «Ideologie», en Historisches Wórterbuch der Philosophie, Darmstadt, 1976, pp. 158-164, 174-185, esp. p. 158. 4. lbid., p. 160. 5. R. Romberg, en Historisches Wórterbuch der Philosophie, o. c, p. 167.
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expresa la relación entre el pensamiento de cada grupo social en relación con sus condiciones sociales (K. Mannheim). II.
APARICIÓN DEL FENÓMENO IDEOLÓGICO
Después de que la corriente marxista y la sociología del conocimiento pusieron de manifiesto los mecanismos ideológicos de la clase burguesa (marxismo) y de cualquier otro grupo humano (sociología del conocimiento), puede afirmarse que la ideología es un fenómeno que afecta a todos los grupos sociales de todos los tiempos. Hay, por tanto, una dimensión ideológica permanente en todo pensamiento humano. Se trata de una presencia pre-reflexiva, espontánea. Sin embargo, en el sentido más elaborado y estricto de un sistema de representaciones, en el que se hace más expresamente presente el papel de la razón organizadora y legitimadora, la ideología es un fenómeno moderno. 1.
Condiciones sociales de este
fenómeno
La ideología como fenómeno total y global sólo fue posible con el paso de una sociedad de órdenes a una sociedad de clases. La sociedad de órdenes estaba regida por la doble matriz de la naturaleza y de la tradición, garantizada por la autoridad, en último análisis, del propio Dios. De ahí su carácter de inmutabilidad, de incuestionabilidad, de sacralidad. Todas las relaciones sociales encontraban, en última instancia, su fundamento en una naturaleza que era el reflejo de la ley eterna de Dios y, por tanto, expresión de la voluntad de Dios y no de intereses humanos. En este contexto cultural no puede concebirse la percepción refleja y temática de la ideología. Con las rápidas transformaciones en el terreno económico, social, político y cultural, el mundo medieval entró en declive. Se disolvió la concepción jerárquica y sacral del universo que unificaba la cosmovisión del hombre antiguo. Esta visión unitaria del mundo, en la que se reconocían los propios grupos, se hizo problemática. Surgieron más claramente los conflictos de intereses dentro de un contexto social en el que el principio estructurante no es ya el orden sagrado, inmutable, sino la lucha, la competición. En una palabra, el fundamento de la sociedad de órdenes quedó irreparablemente barrido. La clase burguesa comienza su ascenso victorioso, primero bajo formas comerciales y luego industriales. Se entra en la «edad de las ideologías» 6 . 6.
H. Cl. de Lima Vaz, «Ideología e verdade»: Vozes, 60 (1966), p. 46.
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La ideología burguesa
Frecuentemente, en la semántica marxista, el término «ideología» significa «ideología burguesa», ya que fue contra ella contra la que luchó el propio Marx. La ideología burguesa es en cierto modo el modelo y el paradigma para entender cualquier otra ideología. Se fue alumbrando a medida que los burgueses fueron tomando conciencia de su poder, de sus posibilidades revolucionarias, y necesitando una visión del mundo que movilizase todas las fuerzas sociales posibles en dirección a su proyecto revolucionario. En este contexto la burguesía elaboró las ideas de igualdad y de libertad, como esencia del hombre. Los intereses burgueses aparecieron entonces como los de todos los miembros de la sociedad, tanto burgueses como campesinos, que se sentían sometidos al poder de la nobleza, expresión de la desigualdad y de la servidumbre, y por eso mismo intentaban liberarse de esa dominación 7 . La ideología burguesa, que en un primer momento sirvió de bandera de emancipación para todos los dominados de la sociedad feudal, expresaba de hecho los intereses universales de los oprimidos. Pero cuando se afianzó en el poder, apareció con mayor claridad su carácter clasista. Este hecho la puso entonces bajo la crítica de los que pasaron a ser sus dominados. A partir de este fenómeno de la ascensión, la implantación y la oposición crítica respecto a la ideología burguesa, se puede trazar el ciclo o las fases de la ideología. 3.
Tres fases de la ideología
a) Toda ideología tiene una fase intuitiva8. El statu quo se hace problemático. Queda minada la unanimidad que vigía hasta entonces. El orden dominante no se impone ya inexorablemente. Se va gestando una clase nueva que representa los intereses de los descontentos. Se inicia un proceso de organización sistemática de los intereses, vivencias, valores, que llevan a cabo los pensadores de las clases en ascenso. La ideología adquiere un tinte revolucionario. Esta clase en ascenso necesita una identidad propia. Para eso, explicita sus intereses y sus aspiraciones comunes. A través de esa conciencia intenta dinamizar, motivar y comprometer al grupo con sus metas, actitudes y acciones. En esta fase de nacimiento, el tomar posiciones frente a la ideología dominante hasta entonces, tiene un carácter contra-ideológico. b) En lenguaje de Gramsci la ideología se convierte en 7. 8.
M. Chauí, O que é ideología, Sao Paulo, 1980, p. 99. St. Bretón, Théorie des tdéologies, París, 1976, p. 60.
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«sentido común». Se populariza, se transforma en un conjunto de ideas y de valores sistematizados, coherentes y aceptados por todos los que se oponen a la dominación existente y se imaginan una sociedad alternativa. Este momento de consolidación social se caracteriza por la interiorización de las ideas y valores emergentes en la conciencia de todos los que no pertenecen a los sectores dominantes. Una vez sedimentada e interiorizada, alcanzada la victoria, la ideología se mantiene como ideología hegemónica, dominante, eliminando y negando los intereses de otros grupos o clases sociales que habían participado en la fase inicial. Ahora se afirman como intereses de toda la sociedad solamente los intereses de la clase dominante 9 . Es la fase de sistematización. La ideología pierde su función revolucionaria y se transforma en conservadora. Legitima, homogeneiza, justifica el nuevo orden instituido, ocultando ahora sus propias contradicciones. Es la ideología del statu quo. Prescinde y silencia los conflictos entre los valores y las normas que son su fundamento. Idealiza la situación real en el sentido de los valores del grupo hegemónico. Y cuanto más se reproduce la ideología, cuanto más se extiende y se convierte en reflejo y en sentido común, tanto menos se da la reflexión, la crítica, la interrogación 10 . c) El momento de la hegemonía tranquila deja su lugar a la crítica. Empiezan a aparecer las contradicciones de la ideología, sobre todo en su carácter de propuesta en discursos de bien universal y en concreciones a favor de la clase dominante. De esta forma los dominados empiezan a rechazar los valores, las normas, los intereses del orden vigente, justificados bellamente como de todos, pero realmente lesivos de las clases subalternas. Incluso cuando la ideología emergente retiene los valores, les da una interpretación distinta, dirigida a cambiar la sociedad. Se apela a la nueva utopía, a una contra-ideología, con caracteres necesariamente más vagos, más vueltos hacia el futuro, en oposición al statu quo. Los nuevos ideólogos necesitan justificar ante sí mismos y ante sus adeptos esa nueva ideología. Y la conciencia ideológica divergente necesita ser mucho más compacta, más firme, más intensa para resistir el impacto de la ideología dominante y usa también formas más genéricas. La ideología dominante se enfrenta con sus contradicciones, con sus aporías, con sus debilidades al enfrentarse con otras versiones ideológicas que la critican. Es la fase aporética 11 .
9. M. Chauí, o.c, p. 108 s. 10. St. Bretón, o.c, p. 58. 11. St. Bretón, o.c, p. 60.
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LA IDEOLOGÍA COMO SABER
La ideología es una realidad muy compleja. La primera dimensión que hemos de analizar es su cualidad de saber. 1.
valorativo 14 . Todo esto implica un doble elemento antitético: asume una forma sistemática, lógica, armónica, pero lleva en su seno elementos fragmentarios, parciales, paradójicos, irracionales, molestos, críticos, problemáticos. Es sistema que seduce y fragmento que se deja criticar 15 .
La ideología como producción y producto social del saber b)
a)
Definición
La ideología es un producto de la inteligencia humana con unas determinadas características y una especificidad propia. Es ante todo un fenómeno social de la mentalidad racionalista: Es un sistema más o menos coherente de imágenes, ideas, de principios éticos, de representaciones globales y también de gestos colectivos, de rituales religiosos, de estructuras de parentesco, de técnica de supervivencia (y de desarrollo), de expresiones que ahora llaman artísticas, de discursos míticos o filosóficos, de organización de los poderes, de las instituciones, de los enunciados y de las fuerzas que éstos ponen en juego; un sistema que tiene la finalidad de regular dentro de una colectividad, de un pueblo, de una nación, de un Estado, las relaciones que los individuos mantienen con los suyos, con los extranjeros, con la naturaleza, con lo imaginario, con lo simbólico, los dioses, las esperanzas, la vida y la muerte 12 .
En este sentido, la ideologia abarca una amplia gama de conocimientos, de elementos del mundo imaginario, del universo de la acción de unos hombres situados en un determinado momento social. Es un «sistema de representaciones con pretensión cognoscitiva que, formando un conjunto orgánico con el sistema social, posee connotaciones estimativas, afectivas y prácticas en orden a la acción social» 13. La ideología es producción social, en la que sus creadores son agentes profesionales, articulados con los grupos y las clases sociales, para traducir en un sistema de representación sus valores, sus ideas, sus intereses. Para eso se lleva a cabo, por un lado, todo un trabajo de abstracción, de selección de aspectos de la realidad, y por otro, se busca una concreción inmediata, tomando posiciones frente a la realidad como un todo. Si es verdad que se usan técnicas racionales, que se apartan del mito y de las tradiciones religiosas, se trabaja sin embargo con juicios de valor, con justificaciones. Se articula lo racional científico con lo pre-racional 12. F. Chátelet, o.c, pp. 10 s. 13. J. García Roca, «Ideología», en C. Floristán-J. J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Madrid, 1983, p. 348.
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Punto de vista genético
La ideología es un producto social necesario en todo grupo humano, natural al hombre. Sus contenidos son históricos y por eso mismo mutables. Está íntimamente ligada a las condiciones de existencia de los grupos sociales. Estos grupos/clases necesitan crear un universo simbólico donde situarse respecto a valores, ideas, normas, representaciones rituales, etc.. Por tanto, la ideología, en cuanto saber sistematizado, es un elemento esencial del mundo cultural. No se trata de un producto de individuos que se limiten a expresar su propia subjetividad. La ideología refleja valores, normas, formas simbólicas a las que se someten los individuos, encontrando en ellas sus puntos de referencia lé. c)
Punto de vista funcional
La ideología, en cuanto producto social, ofrece un horizonte de orden y de seguridad ante las incertidumbres para los grupos sociales. La realidad queda jerarquizada. El orden vigente adquiere apoyo, estabilidad, conservación. Permite que la gente se entienda en el momento en que alguien se aparta de ese orden o se reintegra a él. Presenta modelos de valores para juzgar, de defensa o de crítica a la realidad 17 . La ideología es principio de permanencia y de conservación, al ofrecer a la sociedad un eje ordenador y resistir así a las fuerzas de disolución. Tiene fuerza de naturaleza, mostrando cómo la realidad histórica corresponde realmente a la evidencia de la ley de la naturaleza, unlversalizándola y proyectándola hacia un pasado eterno. La ideología obedece a un principio de orden que fundamenta su unidad; a su vez, la ideología lleva a cabo una unificación de las ideas en torno a un eje principal, constituyéndose en una totalidad e integralidad. Estas totalidades están marcadas unas veces por la 14. 15. 16. 17.
H. Cl. de Lima Vaz, art. cit., p. 48. St. Bretón, o.c, p. 58. J. García Roca, o.c, p. 438. Ibid., pp. 438-439.
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perspectiva religiosa (Dios es la idea central de cohesión), otras veces por la perspectiva cósmica (el mundo tiene esa función) o antropológica (el hombre es el foco de atracción) 18 . La ideología es para los grupos/clases una mediación para comprender la realidad. Cumple esta función, bien interpretando los hechos, bien seleccionándolos interesadamente para que los grupos/clases puedan reconocer en ellos sus intereses y su visión del mundo. La ideología va más allá del terreno de la mera interpretación o intelección de la realidad social, ofreciendo además un universo valorativo, prescriptivo para la acción de los grupos/clases. De esta forma revela valores compartidos, reconocidos, aceptados y celebrados por los grupos 19. d)
Choque de las ideologías
En el terreno cultural no deja de tener importancia ver cómo se comporta una ideología frente a otras ideologías competitivas. Hay varias posibilidades concretas. La ideología dominante intenta eliminar a las ideologías rivales. Las deslegitima cuanto puede, las desvaloriza por completo, a fin de permanecer intacta. En otros casos, una ideología acaba siendo vencida por la nueva ideología. Esto difícilmente sucede sin dejar sus propias huellas en la ideología que la venció. 2.
La ideología y el saber científico
En el área del saber, la ideología tuvo que enfrentarse en un primer momento, ya desde sus orígenes marxistas, con la ciencia, desconfiando profundamente de ella, para pasar en un momento ulterior a encontrar cada una su posición real y su mutua relación. a)
Oposición teórica
De hecho, la ciencia acepta como ideal la pura objetividad del fenómeno. Obedece al criterio de la verdad teórica. Se somete a la Jey de ía verificación, de la falsificación, de la universalidad, ya que se presenta como válida en todas partes y en todos los tiempos, una vez que se observen las condiciones establecidas. Últimamente la ciencia ha tendido a una especialización y particularización cada vez mayor de su objeto. Desconfía de cualquier 18. 19.
St. Bretón, o.c, pp. 27 ss. J. García Roca, o.c, p. 439.
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totalidad, de cualquier visión global de la realidad, y hasta la declara imposible. Construye modelos teóricos. Para ello, selecciona conceptos, formula hipótesis, opera con los datos teóricos, siempre en busca de una pura neutralidad valorativa. Finalmente, trabaja con la oposición verdad/error. La ideología contrasta fuertemente con esta concepción de la ciencia, al tener como criterio lo útil, lo conveniente. Atiende ante todo a los intereses y en función de ellos asume elementos de verdad o prescinde de ellos. Por tanto, la oposición radical de la ideología no es verdadero-falso, cierto-erróneo, objetivo-no objetivo, sino más bien interesante-no interesante, útil o inútil para la causa que defiende. Si la ciencia apela a la objetividad, la ideología piensa en la emoción. La ideología intenta presentar una totalidad, una visión global de la realidad, con tendencia a la absolutización de unos intereses que son realmente parciales y particulares. La ideología se aproxima más al terreno de la religión que al de la ciencia. Y mantiene cierto nivel de no-reflexividad, de no-transparencia, de no-claridad epistemológica, de dimensión inconsciente, mientras que la ciencia busca todo lo contrario. b)
Articulación teórica
Tras el momento de descalificación de la ideología por parte de la ciencia vino un mutuo reconocimiento de sus propias epistemes. Tienen diferentes reglas de saber. La misma objetividad de las ciencias es sólo relativa. Más aún. La reflexión ideológica intentó mostrar que la misma ciencia está penetrada por la mediación ideológica. Es imposible situarse totalmente más allá de los componentes ideológicos. La sospecha fue más lejos. El cientismo no deja de ser una «nueva ideología», que viene a justificar las disfunciones de los sistemas de los países industriales más avanzados. Si toda ciencia tiene sus propias reglas epistémicas, específicas, no deja sin embargo de producirse en determinadas condiciones sociales. La neutralidad puede valer de las leyes físico-químicas que rigen la explosión de una bomba napalm, pero no existe la neutralidad en el uso de esa química, en la elección de las investigaciones que llevaron a su fabricación, en la política de elaboración, difusión y desarrollo científico. Finalmente, la ciencia y la ideología se encuentran necesariamente en el momento en que la ciencia es una actividad humana dentro de una realidad social y por eso no puede prescindir totalmente de los intereses, los valores y la visión del mundo de los hombres y de los grupos sociales que la practican. La pura neutralidad de la ciencia no deja de ser un mito, un juego ideológico. 587
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DIMENSIÓN POLÍTICA
Estado de la cuestión
Vivimos de hecho en una sociedad de clases, en la que existe una lucha real entre ellas. Las clases intentan ocupar, dominar a la sociedad política, al Estado, a través de su poder y de su dominio directo sobre las leyes, la represión y el aparato burocrático. Y procuran dirigir la sociedad civil consiguiendo imponer su hegemonía. Esta consiste fundamentalmente en la producción y transmisión de valores, ideas, imágenes, dichos, mitos, leyendas, ritos, símbolos, costumbres, historias, de forma que se cree una visión del mundo global, adecuada y coherente con sus intereses. En una palabra, las clases intentan mantener la hegemonía o conquistarla a través de la ideología que producen y transmiten los cuerpos sociales: la familia, la escuela, los medios de comunicación, la iglesia, los sindicatos, los partidos, las asociaciones de todo tipo, etc.. En esos cuerpos es donde se traba una verdadera lucha ideológica entre las clases dominantes y las subalternas, con una mayor o menor colaboración de las clases medias. Estas, más acostumbradas a las lides intelectuales, desempeñan un papel fundamental en ese combate ideológico de las dos clases fundamentales de la sociedad. 2.
Papel de la ideología
a)
En relación con el mismo grupo/clase
Tanto los grupos dominantes como los que se preparan para la conquista del poder tendrán mayor o menor éxito en esta empresa a medida que consigan crear entre sus miembros lazos de solidaridad, una visión clara de los intereses y aspiraciones comunes, una conciencia grupal en torno a objetivos, estrategias y acciones colectivas. Pues bien, esta función integradora y concienciadora de los miembros de un grupo/clase es función de las ideologías. b)
En relación con la lucha en y por el poder
La ideología tiene una función de mediadora para con la acción, ofrece una estrategia, adapta la acción a la consecución de los objetivos. Tiene un carácter operatorio en el sentido de movilizar, de motivar, de dinamizar al grupo para la lucha por sus intereses. Por eso simplifica y selecciona los elementos existentes en el mundo cultural en cuestión de valores, ideas, símbolos, ritos, para .588
tener mayor eficacia con vistas a su tarea de mediación para la praxis. Además, cumple con la función clásica de legitimar y justificar los intereses y las aspiraciones del grupo a fin de sostener la lucha. Tiene un carácter de utilidad, de eficacia, de interés, en detrimento a veces de verdades y valores superiores. Los valores y los intereses engendrados y transmitidos en esta lucha son los del grupo/clase dominante, cuando se trata de mantener su poder, y los del grupo/clase emergente, cuando se trata de conquistarlo. Cuando se habla de ideología dominante, se compara su función con el aceite que lubrifica y hace funcionar más suavemente la máquina del sistema, evitando las fricciones y los roces de desgaste. No se trata de dar a las personas un conocimiento objetivo del sistema social en que se vive, sino de ofrecerles una representación mistificada de ese sistema para mantenerlas en su lugar dentro del sistema de explotación de clases 20 . c)
Características de la ideología
Al cumplir esta función en la lucha en y por el poder, la ideología asume diversas características. Debido a su carácter estrictamente operatorio, la mayor parte de sus notas son negativas. De momento prescindimos de la connotación ética, limitándonos únicamente al aspecto analítico-descriptivo. Evidentemente, estas características afectan en cierto modo a toda ideología, pero algunas de ellas destacan más en relación con la ideología dominante, ya que disponen de muchos más recursos para mantenerse en el poder. De hecho, la ideología dominante ejerce la función clara de disimulo y de distorsión bajo la forma de señuelo, de encubrimiento y de legitimación. Seduce a las clases subalternas, presentando a la sociedad actual como la mejor posible o, todo lo más, necesitada de pequeñas reformas y de leves mejoras, y pintando con colores desfavorables a los países en donde domina la ideología opuesta y divergente. Encubre la realidad, mostrando el ideal que se puede alcanzar en esta sociedad, como si todos lo pudiesen alcanzar. Habla de derechos universales, como si todos los ejerciesen de hecho. Encubre la injusticia realmente existente y las verdaderas causas de la miseria. Legitima la situación social como adecuada a la razón, a las leyes de la naturaleza y hasta a los principios de la religión más divulgada. En este caso, la ideología dominante es la expresión de la conciencia alienada de la sociedad, presentando como realidad inmutable, natural, querida por Dios, 20. L. Althusser, «Marxismo, ciencia e ideología», en Marxismo segundo Altbusser, Sao Pauio, 1967, pp. 10-56.
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lo que es tan sólo creación humana «interesada» y por tanto transformable. Una de sus características básicas es la de ser una «falsa conciencia» (Engels). La ideología tiene también un aspecto deformador y mistificador, al presentar la realidad con la finalidad de hacer que los hombres acepten en su conciencia y en sus comportamientos inmediatos el lugar y el papel que les impone la estructura de la sociedad. Se relaciona con la realidad, pero de modo «ilusorio». En este papel disimulador, la ideología dominante oculta los aspectos que podrían hacerse problemáticos para las certezas que vive el grupo. Otras características de la ideología valen ya prácticamente de todas ellas, a saber, la tendencia a la intolerancia, a la absolutización, a la instrumentalización de las personas y de las instituciones {Puebla 536-537). Algunas notas caracterizan principalmente a la ideología de los dominados. Intenta ser una ideología de transformación. Frecuentemente reprimida e incluso no reconocida por las propias clases populares, debido a la fuerza persuasiva de la ideología dominante que la neutraliza. Está más orientada hacia el futuro, con rasgos utópicos. Mira por tanto hacia una sociedad que todavía no existe. Aparece más clara en las vanguardias que, sin embargo, intentan traducir los intereses objetivos de las clases más bien que los de las capas sociales medias, de donde salieron la mayor parte de los vanguardistas. Con frecuencia aparece en la ideología de los dominados la tensión y hasta el conflicto entre los intereses objetivos de las clases populares y la mentalidad pequeño-burguesa de muchos de sus ideólogos, que no consiguen deshacerse de los intereses de su clase de origen. d)
pasando por la escuela y por la iglesia, y dentro de las más diversas estructuras sociales y organizativas del sistema, las personas viven ya un bosquejo de lo que es el sistema total. V.
1.
DIMENSIÓN ETICA
Condición intrínsecamente
ética de la ideología
La ideología se ve intrínsecamente afectada por intereses y valores. Donde hay valores, hay ética. De hecho, los intereses que las ideologías defienden son valores para unas clases determinadas, que intentan legitimarlos y propugnarlos como universales. En la ideología están fundamentalmente en juego los valores sociales. De hecho, en una sociedad concreta hay elementos pensados, admitidos, reconocidos, recomendados como dignos de estima y que orientan concretamente las interacciones sociales y son capaces de explicar las opciones, las decisiones de sus actores sociales. Cuanto más obtengan estos elementos las adhesión de la mayoría, tanto más se constituyen como fundamento de cohesión y de continuidad social. Estos son los valores sociales con los que la ideología se relaciona directamente 21 . Los valores, como el propio ser humano, tienen una doble dimensión estructural de permanencia y de variación, de validez suprahistórica en mediaciones históricas mudables. La ideología juega precisamente con esta doble dimensión del valor. Lo asume en su carácter de absoluto, de suprahistórico, de universal inyectándolo en los intereses concretos, inmediatos, parciales, históricos de un grupo o de una clase, engendrando la confusión y la necesidad de discernimiento.
Relación entre las clases en el juego ideológico 2.
Oscurecimiento
de la ética por la ideología
En el juego ideológico, las clases dominantes imponen a todos los grupos sociales su visión del mundo, sus intereses, sus aspiraciones, sus estrategias, como si fueran los valores únicos y universales. A su vez, las clases dominadas asimilan fácilmente esa realidad, sobre todo actualmente, con la influencia sofisticada de los medios de comunicación social. Las clases dominantes intentan reproducir su ideología a través de la familia, de la escuela, de las iglesias, de las organizaciones sociales, e t c . , en el doble sentido de la palabra. Reproducen el sistema preparando a los cuadros imbuidos de su ideología para que le den continuidad. Y lo reproducen también al conseguir que los cuerpos sociales establezcan en su interior el mismo tipo de relación de dominación que vige entre las clases en el gran sistema. Así, desde la familia,
21. J. Raes, Document préparatoire du Groupe européen S. J. des Sciences Sociales, mimeo, 1983.
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En toda ideología se da una presencia de la emoción, de la pasión, de la lucha por los propios intereses. Pues bien, esta situación oscurece la claridad ética de esos intereses, ya que el objetivo de la ideología es su consecución y no los valores sociales reales que están implicados. Otro aspecto fundamental de la ideología tiene implicaciones fácilmente perturbadoras en el terreno de la ética. La ideología trabaja con la dialéctica interna de lo universal y lo particular. Es esencialmente parcial. Responde a los intereses de un grupo. Pero
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los presenta como un bien para toda la sociedad. Pues bien, esta dinámica interna la conduce fácilmente a una absolutización de un bien parcial. El carácter operativo de la ideología en el sentido de una búsqueda de la efectividad, de la eficiencia, de la utilidad, provoca fácilmente una instrumentalización de las personas e instituciones, apelando al disimulo, al encubrimiento, a la ocultación, a la legitimación de intereses y de contravalores, para terminar oscureciendo las exigencias éticas del comportamiento. La ideología está demasiado orientada hacia la obtención de objetivos interesados, con lo cual justifica con cierta rapidez el uso de cualquier medio, concretando el principio éticamente inaceptable de que el fin justifica los medios. Finalmente, la ideología siente la tentación de transformarse en una «religión secular», creando sus ídolos, su liturgia, sus ritos y ceremonias, sus sacerdotes, y sobre todo sacralizando y divinizando sus doctrinas. Esta usurpación sagrada por parte de la ideología tiene terribles consecuencias éticas. 3.
Juicio ético de la ideología
Evidentemente, la relación intrínseca entre ideología y valores por un lado, y el fácil ocultamiento ético que aquella hace de éstos, nos lleva a preguntarnos por la posibilidad de un discernimiento ético ante las ideologías. Negativamente, no se consigue este discernimiento a partir de la mera aplicación de valores concebidos como realidades ontologizadas suprahistóricas, como algo que se da en sí mismo. Esta concepción idealista del valor desconoce su estructura histórica, ateniéndose a una concepción estática dichos valores. En el fondo, se parte de formulaciones particulares e históricas de los valores, atribuyéndoles una condición inmutable y universal, de validez perenne. Y en realidad se trata de una realización histórica particular del valor. Tampoco es posible este discernimiento ético a partir de la distinción entre el aspecto suprahistórico de los valores y la manera histórica de su realización. Por muy seductora que sea esta distinción, los valores no son como esas frutas en las que se puede separar el corazón de la pulpa. Al contrario, son como el ser humano: sólo puede desligarse de la carne la estructura ósea, matando al individuo. Surge entonces el desafío de cómo discernir positivamente las ideologías desde el punto de vista ético. Si todo valor es histórico y, por tanto, relativo a una constelación social concreta, hay un valor que puede afirmarse siempre —y en ese sentido es suprahis592
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tórico—, pero al mismo tiempo sólo existe en su misma universalidad como concreto: es la alteridad, el respeto al otro como otro. El otro es el que no está en el centro, el que no es punto de referencia espontáneo del sujeto. Afirmar al otro sólo es posible cuando se rompen las totalizaciones, los sistemas cerrados, las pretensiones a lo absoluto. Es lo que cuestiona desde fuera. Obrar éticamente es obrar en una relación que deje al otro ser otro y no lo reduza a lo mismo, a lo que es igual al sujeto, a lo que trae ventajas al sujeto. Pues bien, el otro no es una abstracción. Es siempre concreto, lo mismo que el sujeto ante el que se presenta. En este sentido es suprahistórico y al mismo tiempo variable, siempre distinto respecto a la situación, respecto al sistema social y cultural vigente. Si el otro es respetado y reconocido como otro, el que lo reconoce es libre, alcanzó la libertad. Sólo en el reconocimiento de la alteridad hay relación ética. Cualquier otra relación entre personas es antiética, porque somete al otro al sujeto, quiere dominarlo, instrumentalizarlo 22 . Toda ideología pretende ser un sistema cerrado, totalizante, absoluto. En grupo a cuyos intereses sirve de portavoz se sitúa en el centro y reduce todo lo demás a función suya. Significa por tanto la negación del otro, intentando asimilarlo a lo mismo, a lo idéntico. El juicio ético sobre las ideologías consistirá en averiguar cuánto espacio concede al otro como otro. En este sentido toda ideología que exprese los intereses del grupo dominante en una sociedad asimétrica es éticamente indefendible. La eticidad está más cerca de la ideología de los dominados, al menos en la medida en que no se proponga simplemente un cambio de opresores. La concreción histórica del otro, que juzga las ideologías, es el pobre, o sea, el oprimido, el humillado, el que no tiene lugar en el sistema vigente, porque no le permiten situarse allí. «¡Libera al pobre!»: es el principio ético fundamental, siempre válido y sin embargo siempre concreto. Donde hay pobres, señal de que la humanidad no ha alcanzado aún la humanización, de que todavía hay algo que exige una transformación. El pobre se presenta así como llamada ética y acción transformadora. La ideología que no lo oye, no es ética. «¡Libera al pobre!» vale para todos, también para el pobre, que sólo actúa éticamente cuando no se deja cooptar por el sistema vigente, cuando procura su elevación individual, sin importarle los demás pobres 23 .
22. E. Dusscl, Etica comunitaria, Madrid, 1986. 23. Ibíd., p. 88.
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VI.
1.
B. L I B Á N I O
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IDEOLOGÍA
Positivamente la fe necesita de las mediaciones humanas para traducirse. Vive inevitablemente en la historia. Y entre las mediaciones disponibles para que la fe exprese su relación con la revelación de Dios en un determinado momento histórico están las ideologías. Pero hay expresiones ideológicas que afectan a las expresiones de la fe de una forma perturbadora o deformadora. Así por ejemplo, la inconsciencia, la ingenuidad y hasta la fragilidad pecaminosa pueden hacer en algunos momentos que ciertas expresiones de fe se pongan al servicio de unos sistemas, de unas luchas, de unos movimientos históricos que van visceralmente en contra del meollo mismo de la fe cristiana. En una palabra, se puede decir que la ideología es mediación de la fe con todos los riesgos y limitaciones de las mediaciones humanas. Por eso se impone una doble tarea crítica.
DIMENSIÓN TEOLÓGICA
Fe e ideología: autonomías
específicas
Ante todo, es preciso señalar la diferencia específica entre la fe y la ideología. Sus formalidades son diferentes. La fe es fundamentalmente obra de la gracia de Dios, que atrae el hombre hacia sí. La finalidad de la fe es salvífica, su motivación es el propio testimonio de Dios a quien se cree, su horizonte es trascendente, iniciando en la historia el tipo de conocimiento y de relación con Dios que se consumarán definitivamente en la historia glorificada, en la participación de la misma eternidad de Dios. La ideología, por su parte, es obra de la razón histórica. Su finalidad es histórico-política. Su motivación principal son los intereses de la clase/grupo al que sirve la ideología. Su último horizonte es también intrahistórico. Por tanto, en todas estas especificaciones se palpa nítidamente la diferencia entre la fe y la ideología. 2.
b)
Como la relación entre la ideología y la fe puede estar bajo el signo de la negatividad, es necesaria una vigilancia crítica permanente por ambas partes. Así, una ideología percibe cómo otra ideología instrumentaliza la fe para que legitime en nombre de la revelación divina lo que no deja de ser un interés de grupos/clases. Por tanto, en la lucha ideológica se percibe el uso interesado de expresiones y de prácticas de fe. En ese sentido, la ideología libera a la fe de su ganga impura. Por ejemplo, históricamente la ideología liberal sirvió para purificar ciertas prácticas de fe profundamente autoritarias y la ideología marxista desmitificó una vinculación espúrea de la fe cristiana con la propiedad particular. Pero puede suceder que la ideología actúe críticamente en contra de la fe de modo indebido, exorbitante, negando a la fe su verdadero campo de expresión y de actuación. En ese caso, la ideología se absolutiza y necesita entonces ser criticada por la fe. La fe es también una instancia crítica de la ideología, cuando ésta asume con arrogancia los aires de esfera absoluta y suprema. En otras palabras, cuando la ideología quiere pasar por una «religión secular» con toda la autoridad divina y absoluta de las religiones, la fe la destrona de esa cátedra pretenciosa. La fe es por naturaleza universal, mientras que la ideología es parcial. Pues bien, cuando la ideología se quiere hacer universal, choca críticamente con la fe. En otro momento la fe critica a la ideología, cuando ésta la contraría en su contenido, en sus medios, objetivos, intereses, estrategias. La fe acoge la revelación divina que nos manifiesta el plan salvífico de Dios sobre los hombres, sobre la historia, y a partir de esa revelación se puede criticar a la ideología que vaya en
Mutua articulación entre la fe y la ideología
Hay varios niveles en los que se encuentran la fe y la ideología. Veámoslo primeramente, sin entrar en las articulaciones históricas concretas. a)
A nivel de contenido
La ideología recoge para su propia elaboración algunos elementos disponibles en la revelación cristiana. Lo hace bajo un doble signo. Bajo el signo de la verdad y bajo el signo del interés. Unas veces la ideología asume elementos de la fe cristiana porque cree en su verdad, si no directamente por ser una verdad revelada, sí al menos porque responde a la verdad del hombre. Otras veces —frecuentemente— la ideología toma afirmaciones de la fe cristiana, no bajo el signo de su verdad, sino de forma interesada. Conociendo el contexto social de las personas ante las que pretende justificar sus propios intereses, los ideólogos perciben la fuerza simbólica y de conocimiento de los elementos religiosos cristianos. Estos elementos cristianos tienen, sobre todo en nuestro contexto de América latina, una enorme capacidad de hablar al pueblo, de movilizarlo, sacralizando así la propia ideología, dándole un carácter y un valor absolutos, definitivos. La fe también se relaciona con los contenidos ideológicos. Aquí también bajo el doble signo de la positividad o de la fragilidad. 594
A nivel de la crítica
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contra de ese plan. Finalmente, la fe critica a la ideología siempre que ésta pretende ser su superación definitiva. La fe tiene una dimensión absoluta e insuperable y cuestiona, por tanto, todas las realidades que intentan negarle esta realidad. c)
A nivel de la motivación
La ideología se mueve motivada por intereses históricos de grupos/clases. Es ésta una realidad muy ambigua. La fe puede iluminar esa motivación e iluminar ciertas ambigüedades inherentes a ella, sobre todo en su juego de universalizar lo parcial. A su vez, la ideología ha de enfrentarse con una fe que se expresa en el interior de la historia, donde las motivaciones se mezclan entre sí. En términos ignacianos podría decirse que ciertos comportamientos corrientes de la fe se ven afectados de «afecciones desordenadas» de cuño ideológico y que pueden ser denunciadas por otra ideología. La fe y la ideología, por consiguiente, se pueden revelar mutuamente sus ambigüedades, fruto de su carácter histórico (la fe) y de su dimensión necesariamente interesada (la ideología). d)
Fundamento de esta implicación
La fe puede criticar toda ideología, ya que, por un lado, tiene en sí misma una dimensión in-ídeologizable y, por otro, está encarnada en la historia. La dimensión de trascendencia la hace intocable, incontaminable por la ideología. Su encarnación en la historia la hace capaz de criticar una realidad histórica como la ideología. Esta estructura de la fe se debe a que Dios se reveló en la historia y por la historia, sobre todo a través de su Hijo Jesucristo. La presencia de lo Absoluto de Dios en la historia permite a la fe criticar las realizaciones históricas sin reducirse y perderse por completo en alguna de esas realizaciones. La ideología, a su vez, puede ejercer una función crítica de las expresiones y prácticas de la fe, porque tiene en su estructura un elemento de humanidad que es capaz de desenmascarar las formas históricas menos humanas de la expresión y práctica de la fe. En el fondo se da una unidad profunda entre el orden de la creación (ideología) y el orden de la salvación (fe), de modo que la creación fue pensada y realizada con vistas a la salvación y la salvación asume todo lo humano de la creación. Esta reflexión puede completarse interpretando de la relación fe-ideología los tres lazos —de orden antropológico, teológico y de caridad— que Pablo VI señala al hablar de la relación entre la evangelización (fe) y la promoción humana (ideología) z *. 24.
Pablo VI, Evangelii nuntiandi 31.
IDEOLOGÍA
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3.
Las ideologías en el contexto de América latina
El episcopado de América latina habló del tema de la ideología en su III Conferencia General de Puebla. En rápidas reflexiones generales, los obispos ponen alerta a los cristianos del continente para que realicen una «constante revisión y vigilancia» (n. 537) de las ideologías, discerniéndolas a la luz del evangelio en cada coyuntura, apoyándose para ello en el «rico y completo patrimonio que la Evangelii nuntiandi llama doctrina social o enseñanza social de la Iglesia» " . Pero más importante es el juicio concreto que allí se hizo de tres ideologías: el liberalismo capitalista, el colectivismo marxista y la doctrina de la seguridad nacional. a)
Juicio sobre las ideologías actuales en América latina
Liberalismo capitalista. Las críticas de los obispos a la ideología capitalista son de naturaleza ética y teológica. Éticamente la acusan de violar la dignidad del hombre, considerándolo como instrumento de producción y objeto de consumo (n. 311), engendrando contrastes entre el lujo y la pobreza (n. 494), institucionalizando la injusticia (n. 495), anteponiendo el capital al trabajo, lo económico a lo social, produciendo mecanismos de dependencia y opresión nacionales e internacionales, y siendo ciega a las exigencias de la justicia social (n. 312). Teológicamente esta ideología es considerada como una idolatría de la riqueza, cerrada a la trascendencia, como verdadero ateísmo práctico (nn. 542, 546), de praxis materialista y con un concepto religioso individualista de la salvación (n. 312). Colectivismo marxista. Las críticas son también de naturaleza ética y religiosa. Los obispos denuncian las realizaciones históricas de esta ideología dentro del marco de regímenes totalitarios, cerrados a toda posibilidad de crítica y de rectificación (n. 544), la concentración de poder del Estado (n. 550), la espiral de violencia (n. 48), la visión colectivista casi mesiánica del hombre (n. 313), la reducción del hombre a las estructuras externas, de modo que se constituya su conciencia por su existencia social sin arbitrio interno (n. 313). Teológicamente esta ideología es vista como una idolatría de las riquezas en forma colectiva, con una profesión de ateísmo militante y con presupuestos materialistas. Doctrina de la seguridad nacional. Al ser ésta una forma autoritaria y represiva de la ideología capitalista, vale naturalmente para ella el juicio que se da sobre el capitalismo, con el añadido de las críticas que hay que hacer de su carácter totalitario, del 25.
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Juan Pablo II, Discurso inaugural III, 7: AAS LXXI, 203; Puebla 538.
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abuso del poder, de la violación de los derechos humanos, de la visión estatista del hombre, de la limitación de las libertades individuales, del incremento del potencial bélico a costa del abandono de las masas, de la supresión de la participación política (nn. 49, 314, 547-549). Teológicamente se trata de una idolatría del poder en apoyo de la riqueza. b)
El pobre, criterio para juzgar las ideologías
La mayor originalidad de la pastoral latinoamericana, que hunde sus raíces en Medellín y Puebla, consiste en que ha establecido al pobre como el gran criterio de juicio de su validez, de su autenticidad evangélica, de su coherencia teológica. Y este criterio se extiende naturalmente a las ideologías, ya que éstas interfieren en la pastoral y la pastoral tiene que contar forzosamente con ellas. El fundamento último que hace posible una crítica de la ideología por parte de la fe, como hemos visto, es la revelación de Dios {universal) ocurrida en la historia (particular), de manera especial en la persona de Jesucristo (universal concreto). Jesús es el amor universal de Dios hecho particular, historia. Por eso, él es el único criterio posible definitivo de todas las realidades humanas y, por consiguiente, también de las ideologías. El amor universal de Dios manifestado en Jesucristo se hace concreto a través del amor preferencial al marginado, al oprimido, al necesitado, al último. Fue ésa la forma como lo encarnó Jesús y la manera como podemos vivirlo nosotros en el seguimiento de Jesús 26 . De esta forma, en Cristo, el pobre concreto (particular) se convierte en principio crítico de todas las ideologías (universal). En una reflexión más teórica puede decirse que lo universal sólo se alcanza en la mediación de lo particular. Lo universal abstracto es una peligrosa ilusión. No sólo no alcanza lo real, sino que refuerza lo que está ya allí. En la situación asimétrica en que vivimos, todo criterio que no alcance a la realidad termina reforzando el lado más fuerte. Al optar por un criterio universal de amor a todos los hombres, se acaba dejando a los que más sufren en su situación de marginados. El bien universal se obtiene apoyando un bien particular que redunde en bien de todos, ya que en él es donde se alcanza una «cualidad universal» del bien. Estadísticamente hablando, los pobres son actualmente tantos en el mundo, que casi llegan a ser la totalidad. Por eso, el amor a los pobres es de una dimensión más amplia, más universal que el
Porque Yahvé, vuestro Dios, es el Dios de los dioses, el Señor de los señores, el Dios grande, fuerte y terrible..., que no hace acepción de personas ni se deja corromper por dádivas, que hace justicia al huérfano y a la viuda, que ama al extranjero, dándole alimento y vestido (Dt 10, 17 s) 2 7 .
27. N. Lohfink, Gott auf der Seite der Armen. Biblisches zur optio praeferentialis pro pauperibus, Frankfurt, 1984-1985.
26. I. Neutzling, O reino de Deus e os pobres, Sao Paulo, 1986.
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amor a cualquier otro segmento social. Pero no es éste el argumento principal. El amor al pobre es expresión, mediación del amor humano universal. Porque el pobre vale por lo humanum, por la humanidad que conserva. En él el hombre es respetado y amado sólo por el hecho de ser hombre, ya que ha sido despojado de todo, excepto de su condición humana. Optar por él es la expresión legítima de una opción sólo por el hombre (Puebla 551). El amor al pobre es la actitud más universal; sólo a partir de él se puede abarcar a toda la humanidad en el amor. Sólo cuando él es reconocido como persona, con sus derechos, la humanidad se humaniza. Porque la existencia del pobre social es un testimonio de deshumanización. Y la humanización significa por consiguiente su liberación de esa condición de pobreza injusta, social, producida por el sistema. Es el hombre en su pureza. La parcialidad en la opción por los pobres es mediación de lo absoluto de la opción por el hombre. La ideología del oprimido es en la situación actual de América latina la única mediación posible y disponible para no dejar a nadie excluido del amor (universal), aunque esta universalidad no excluya la conflictividad. Sólo la universalidad concreta del amor al pobre es liberadora y por tanto principio crítico de toda ideología bajo el prisma de la liberación. Como el término/realidad pobre es relacional, ya que existe por culpa de la opresión de los otros, su liberación es la única posibilidad de la liberación de todos. Al liberarse ellos, se liberan también sus opresores de su condición de opresores. Se trata, por tanto, de una liberación universal y, por eso mismo, principio crítico de todas las ideologías. Además de este carácter universal del pobre por causa de su «humanidad», se da una universalidad del pobre en virtud de la misma opción de Dios, de la práctica de Jesús y de la tradición de la Iglesia. En un contexto cultural mucho más amplio que alcanza al antiguo oriente, en donde el deber principal del rey era la opción por los pobres, encontramos en el Antiguo Testamento con claridad que todo hombre debe volverse hacia los pobres, porque su Dios (Yahvé) ya lo hizo antes de él, al asumir precisamente los deberes de los reyes:
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La práctica de Jesús es igualmente inequívoca, al haberse hecho él mismo pobre, viviendo como pobre y entre los pobres y concediéndole al pobre en su predicación una centralidad única (Le 4, 18-21; 7, 22; Mt 5, 3; Le 6, 20), hasta el punto de identificarse con los pobres y los perseguidos (Mt 25, 31-46). Y de hecho la Iglesia entendió esta opción de Dios y esta práctica de Jesús en relación con los pobres, creando una preocupación constante por los pobres. «Impresiona también observar que toda la historia de la Iglesia está señalada por figuras luminosas de cristianos de todo tipo que practicaron el amor al pobre de forma heroica» 28. A pesar de todas sus faltas y desviaciones por razones ideológicas, permaneció intacta en la conciencia de la Iglesia esta presencia del pobre como criterio para su pensamiento y su acción, su doctrina y sus prácticas. Como conclusión de esta reflexión teológica podemos afirmar que el pobre juzga las ideologías, ya que sus intereses son los más universales. Si no son los de todos de la sociedad —vivimos en una sociedad de clases y de intereses conflictivos—, son ciertamente de la sociedad como globalidad, en cuanto que la liberación interesa a toda la sociedad. Y esa liberación universal es posible solamente a través de la liberación del segmento oprimido, que al liberarse libera también a quienes lo mantienen en la opresión. La parcialidad del amor al pobre es la forma más pura de manifestar el amor universal de Dios a los hombres.
CONCLUSIÓN
La novedad que la reflexión latinoamericana puede ofrecer a la problemática de la ideología es la de su consideración a partir del criterio y principio crítico de la opción por los pobres. Este principio es el que impulsa a la reflexión política de quienes la asumieron hacia una mayor socialización de los bienes personales productivos, y no en la línea dominante de la privatización capitalista. Porque, cuanto mayor fuere esa privatización, más se verán excluidos los pobres y sólo se beneficiarán de los bienes en la medida en que éstos sean socializados. Los pobres señalan el camino hacia el futuro.
28. J. Pixley-Cl. Boff, Opción por los pobres, Madrid, 1986, p. 210.
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REVOLUCIÓN, VIOLENCIA Y PAZ Juan
Hernández
Pico
Con el presente tema abordamos cuestiones de vida o muerte, de muerte y vida, que nos salen al encuentro desde el corazón de la realidad latinoamericana y centroamericana. No son asuntos de gabinete ni controversias bizantinas. La revolución y la paz son aspiraciones, contrapuestas a veces y convergentes otras, de millones de seres humanos en América latina. Son procesos en marcha en casi todos los pueblos centroamericanos. La violencia, por otro lado, crucifica a nuestros pueblos desde hace décadas e incluso desde hace siglos. Entre la vida —una paz revolucionaria— y la muerte —una esclavizante estabilidad—, en la violencia, la vida y la muerte debaten por el triunfo de uno u otro de sus rostros: recurso último, dolorosamente humano, en favor de la vida o estrategia científica para afianzar la muerte. En función de la revolución —que es sobre todo un proceso político tendiente a fundar la libertad— muchos hombres y mujeres en Centroamérica entregan «la única riqueza del hombre oprimido: su muerte», pero «la vigorosa deuda de la vida con sí misma» les hace obrar, en medio de la violencia que resiste a la revolución y trata de quitarles esa misma vida, «como si fuese posible la esperanza» de una paz revolucionaria. La gran mayoría de esos seres humanos, a la vez que oprimidos, son creyentes. Junto con ellos luchan, sin embargo, no pocos increyentes. También por la vida y con riesgo de la muerte. En el horizonte de su común esperanza alcanza a perfilarse la tierra de los hombres nuevos, la nueva sociedad. De esta esperanza, en un mundo conflictivo y minado por el pecado, intenta dar razón la teología de la liberación cuando reflexiona sobre revolución, violencia y paz. 601
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PICO REVOLUCIÓN,
I. ENFOQUE METODOLÓGICO: CONFLICTO Y OPCIONES CRISTIANAS
El tema central de esta contribución nos sitúa en el corazón de la teología de la liberación. Esta teología se asoma a la tarea de dar razón de la esperanza cristiana desde una ventana privilegiada, capaz de discernir las tinieblas de la luz. Esa ventana es el conflicto que desgarra al mundo actual. Donde la realidad humana, donde el universo del hombre, están traspasados de conflicto, allí hay una necesidad ineludible de esclarecimiento a partir de la esperanza cristiana. La teología de la liberación tiene su punto de partida en el conflicto que se expresa por medio del clamor de los pobres y de los oprimidos. Se trata del conflicto entre una humanidad destinada a la gloria y una humanidad sometida al sufrimiento de la humillación. Se trata del conflicto que estalla entre el aumento de riqueza y las posibilidades de vida mayor y mejor, por un lado, y la tendencia que hace que los pocos ricos se hagan cada vez más ricos y los muchos pobres cada vez más pobres. En su raíz, se trata del conflicto entre aquellos grupos de hombres que se consideran superiores y a quienes toda acumulación exclusiva de riqueza, poder y cultura les está justificada, y los demás grupos de hombres tenidos por inferiores. En términos teológicos, el conflicto estalla entre la confesión de la paternidad iniversal de Dios y la negación de fraternidad que el despojo de los pobres, la impotencia de los oprimidos y el silencio de los manipulados culturalmente desvelan. La tranquilidad, la estabilidad y la conciliación son, en estas circunstancias, sospechosas para la teología de la liberación, porque son encubridoras de «las venas abiertas» de la mayoría de los hermanos más pequeños de Jesucristo (cf. Mt 25, 45). La complacencia frente a las heridas de la mayor parte de la humanidad y frente a los clamores que de ellas brotan no es mediación humana para la teología de la liberación, porque no es lugar epistemológico para ningún interrogante a la esperanza cristiana. El conflicto, en cambio, y el desasosiego que produce, son el método, el camino, para aquella conversión, sin la cual no es posible una escucha esperanzada del anuncio cristiano del reinado de Dios (cf. Me 1, 15) ni un discernimiento de su voluntad para contribuir a la construcción y acogida de ese reinado (cf. Rom 12, 2). En la teología de la liberación hay, por supuesto, un lugar para la reconciliación, pero la reconciliación pasa por el reconocimiento del conflicto y por una opción ante él que encamine hacia su superación. Por eso, la re-conciliación no es conciliación complaciente. Frente al conflicto la teología de la liberación, además de tomarlo como punto de partida para el interrogante al que hay que dar respuesta en la esperanza cristiana, asume también una opción, como paso metodológico segundo. La opción consiste en 602 ^
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conceder a los pobres y.a los oprimidos el beneficio de la duda, en tomar partido por ellos, en hacerse cargo del conflicto desde la perspectiva, desde el punto de vista de los pobres; en cargar con el conflicto, comprometiéndose con él moralmente en una opción preferencial por los pobres; finalmente, consiste en encargarse del conflicto en una opción que es acción solidaria, amor en obras de justicia, y no sólo en palabras de preferente cariño, con los pobres y oprimidos para tratar de resolver el conflicto a su favor. Pocas realidades, personales y sociales, tan conflictivas como la revolución. Como exigencia de novedad fundamental, de ruptura crucial con los fundamentos —la constitución— del pasado; como reivindicación de libertad, de participación política para las mayorías; y finalmente como proyecto instrumentado de una nueva justicia social, nacional e internacional, la revolución despierta pasiones y tomas de partido tan atrincheradas y contradictorias que la convierten en uno de los acontecimientos más conflictivos de la historia humana, fundante en cierto sentido del mismo reconocimiento de la historia, ya que no de la misma realidad histórica. La revolución se vuelve así interrogante ineludible de la esperanza cristiana. Su naturaleza social «cataclísmica» debe encontrar una respuesta en la fe que busca inteligencia de sí misma. Si a ello añadimos que en la mayoría de las revoluciones —no en todas— los protagonistas de la energía humana y social que las hace posibles son los desposeídos, una teología que en los «rostros sufrientes de los pobres» ve tanto el interrogante angustiado del abandono como la confianza absoluta en el Padre de Jesús crucificado, debe acercarse a los acontecimientos y procesos revolucionarios con un pre-juicio de benevolencia. La revolución, sobre todo cuando es protagonizada por los pobres como sujetos forjadores de historia, permite, en su carácter de aspiración, de lucha y de proceso, un continuo memorial del pecado de opresión que se opone a ella. Es, por eso, una experiencia humana, personal y colectiva, mucho más capaz de ser portadora de transformación cristiana que el progreso, cuya experiencia no ha sido patrimonio de los pobres de este mundo. La violencia es una realidad aún más conflictiva que la revolución. En nuestros pueblos latinoamericanos, se experimenta sobre todo como el aire que respiramos, como el pan que no se puede llevar a la boca de los hijos, como el ocio impuesto por el desempleo, como las casas de cartón o de lata que cada lluvia nueva y torrencial desbarata y sepulta, como los cuerpos desnudos o harapientos de los niños, como la desesperación de vivir sin salud, como una losa institucional que violenta la vida y arrebata la alegría del futuro. Se trata de la violencia institucionalizada, que garantiza la muerte en vida para las mayorías. La violencia se vive también como medio supremo de gobernar por el terror, como 603
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REVOLUCIÓN,
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instrumento represor de toda justa aspiración a la dignidad y a la vida. Se experimenta también la violencia como instrumento revolucionario, como recurso último de los oprimidos para restaurar la justicia. Lo tremendamente conflictivo de la violencia, cuyo rostro verdadero aparece en la represión o en el terrorismo —perversión éste de la violencia revolucionaria o exacerbación aquélla de la violencia institucionalizada—-, es la transformación de un instrumento, de un último recurso, un fin en sí mismo o, dicho de otra manera, la sustitución del poder, de la acción colectiva libremente participada, por la pasividad, la impotencia y la sumisión brutalmente impuestas. El uso que los pobres hacen de la violencia y sobre todo el hecho de que los pobres sean las víctimas más numerosas de la violencia como pseudo-poder (recuérdense las horrendas masacres de pobres campesinos indígenas guatemaltecos entre 1980 y 1983 o las decenas de miles de desaparecidos en Guatemala y Argentina), obliga a la teología de la liberación a responder al interrogante que la violencia lanza a la esperanza cristiana. La revolución y —sobre todo— la violencia necesitan una justificación. La paz, en cambio, no la necesita. La paz es un fin en sí mismo, es un valor absoluto. No se necesita ser vidente para ver la bondad de la paz porque la paz es evidente en su bondad. Pero la paz es conflictiva. Primero porque es una nostalgia, un ardiente deseo, torturante en muchos casos, provocado por la brutal realidad de su carencia. Segundo, porque está acosada por el temor de perderla o de no alcanzarla. Precisamente la experiencia de un bárbaro conflicto bélico, prolongado sine die por los defensores de una paz imperial, la pax americana, ha sido en Centroamérica la experiencia más profundamente vivenciada, personal y culturalmente, durante la década de los 80. La paz es conflictiva, además, porque está en relación dialéctica con la justicia y, por ello, no consiste únicamente en el pacifismo a ultranza o en la ausencia de guerra. Lo que obliga a la teología de la liberación a discernir, en las ansias de paz, la razón que de ellas da la esperanza cristiana, es precisamente que se ha querido hacer pasar por paz el orden establecido, la tranquilidad de minorías que han usurpado el poder, un poder que o es popular —participativo— o no es poder sino coerción. La inquietud de los pobres ante esta tranquilidad de las minorías satisfechas, convierte a la paz en un gran interrogante para la esperanza cristiana. Desde lugares como Centroamérica es desde donde se experimenta mejor el valor absoluto de la paz, porque es en esos lugares (también en el Oriente Medio, en Indochina, Etiopia, Sudáfrica o Corea) donde la guerra puede perdurar. El gran miedo a la guerra nuclear entre las superpotencias es, en su mayor parte, un miedo ideológico con una sola ventana a la realidad, la ventana que en la humanidad está
siempre abierta a la locura. Entre nosotros en cambio la locura de la guerra convencional es la realidad cotidiana con la que se da muerte a multitudes cuya vida es marginal frente a los intereses del mundo desarrollado. Revolución, memorial continuo de la opresión que la niega. Violencia, recurso último para la vida o tecnología y burocracia de la muerte. Paz, nostalgia por su carencia, temor de su pérdida, amenaza de su logro o cooptación de sus frutos. Las tres desafían a la esperanza cristiana y necesitan una respuesta teológica desde la perspectiva de la teología de la liberación. Intentaremos la respuesta desde este lugar teológico que es el pueblo de los pobres en América latina. La importancia de la respuesta reside en que, frente a esas tres realidades históricas, los pobres, los preferidos de Dios, se juegan una aproximación a su reino. La gracia y el pecado se debaten en esta historia de la esperanza de los pobres y en la de sus precarias realizaciones «hacia soluciones plenamente humanas» (GS 11), que el Dios de Jesucristo garantiza e ilumina. La paz revolucionaria, proyecto histórico alrededor del cual se han ido aglutinando los pobres o quienes han asumido su causa y han echado su suerte con la de los pobres en América latina, sintetiza la respuesta dada en la historia por un nuevo sujeto histórico emergente. La violencia no forma parte de este proyecto sino como instrumento, como último recurso. Sólo cuando el orden establecido se ha amparado bajo la bandera ideológica de la seguridad nacional, la violencia y su exasperación en el terror organizado por el estado pasan a un primer plano, porque —al revés que Clausewitz— consideran «la política como continuación de la guerra», según lo expresaron en 1987 los altos mandos del ejército guatemalteco. A esto se condenan ellos mismos como consecuencia de una ideología que se representa al mundo envuelto en la hostilidad total e irreconciliable de la contradicción entre el Este y el Oeste. Proyectos de sociedad diversos de aquellos que constituyen el orden establecido son revestidos de la imagen del mal absoluto —una especie de «anticristo»— que, por medio de enemigos externos e internos, intenta subvertir la civilización occidental cristiana. En el instrumento absolutizado de la violencia se revela entonces el carácter institucionalmente violento del orden establecido. Los pobres, en cambio, han intentado llegar a su proyecto por caminos pacíficos y sus energías se han gastado en construir mucho más que en destruir. Pero el orden establecido les ha negado los frutos de sus victorias incluso cuando éstas han sido conseguidas por medio de un escrupuloso seguimiento de las reglas del juego del sistema. Los ejemplos de Guatemala en 1954 y de Chile en 1973 son elocuentes. El proyecto histórico de la paz revolucionaria se despliega en varias dimensiones. Se trata, en primer lugar, de subvertir la
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violencia institucionalizada para que las mayorías hoy desposeídas puedan vivir con dignidad. Para ello, la paz revolucionaria intenta lograr en nuestros pueblos una civilización de la sobriedad compartida. Compartir los recursos básicos de la vida en sociedad para que se responda a las necesidades básicas de la gente con la lógica de las mayorías. El proyecto pretende compartir los recursos materiales, el poder y la cultura. Para ello es preciso rescatar «el pan», la organización social y los símbolos, mitos y valores de su acumulación exclusiva por minorías o de su distorsión y manipulación. En el fondo predomina la búsqueda de la vida, no sólo para los individuos sino para los pueblos. La vida de los pueblos está vista como su dignidad y por ello se pretende un nuevo orden internacional, económico, político y cultural. En el camino hacia este proyecto de paz revolucionaria la causa de los pobres reivindica el derecho y la democracia, banderas que han permanecido cautivas del orden establecido. La intransigencia con que el mundo desarrollado y las bolsas de riqueza, poder y cultura exclusivos, en los países pobres, han reaccionado frente a este proyecto histórico de los pobres, han conducido a éstos a vivir diariamente a las puertas de la muerte, a familiarizarse con ella, a ser mártires y héroes de la vida, a formular su experiencia de «liminalidad» (de existencia en el umbral entre la vida y la muerte) con gritos como «Patria libre o morir», que también se formularon en la primera de las revoluciones de nuestro continente, la estadounidense (Give me liberty or give me death, exclamaba Patrick Henry). La misma experiencia de liminalidad se soporta mientras dura la fase de lucha tremenda contra el orden establecido y se vive «en la noche oscura de la injusticia estructural» y de la violencia que conlleva para mantenerse. Rara vez este proyecto de paz revolucionaria ha evolucionado en nuestro continente hasta parecerse, en un movimiento de los pobres («Sendero Luminoso» en Perú), a un proceso terrorista similar a aquel al cual se combate. De estas dimensiones de la paz revolucionaria brotan las preguntas a la esperanza cristiana. ¿Qué relación hay entre el proyecto de paz revolucionaria de los pobres y el proyecto del reino de Dios que Jesús anuncia? ¿Qué dice el Dios de Jesucristo de esta historia humana conflictiva que se debate entre el orden establecido y una nueva sociedad? ¿Cómo se discierne el seguimiento de Jesucristo en la lucha por la paz revolucionaria que usa el instrumento de la violencia? ¿Qué pastoral cristiana se requiere para ser fieles a la opción preferencial y solidaria con los pobres cuando éstos asumen con protagonismo sus proyectos históricos de paz revolucionaria?
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LAS RESPUESTAS EN LA TRADICIÓN BÍBLICA Y ECLESIAL
Sólo un fundamentalismo literal y cercenante de la totalidad de la palabra de Dios puede abrigar la expectativa de encontrar en la Biblia respuestas de recetario o de catecismo a estos interrogantes. La Biblia es palabra viva de Dios, en el contexto de la historia humana, y leída en la comunidad de fe. Sólo así, desencadenando historia y juzgando a la historia desde una lectura creyente de la unidad definitiva de la palabra de Dios en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, se vuelve la Escritura Espíritu vivificante y no letra que mata o inacabable e inútil exégesis. Sobre la violencia y sobre la paz —eternas realidades humanas, en actualidad o en aspiración— es esto claro. Más claro aún es cuando se trata de la revolución, realidad moderna que data de hace dos o tres siglos, según la perspectiva que se asuma frente a los acontecimientos protagonizados por Cromwell y el Parlamento inglés en 1648. Literalmente la Biblia nada dice de la revolución. Lo que «dice» debe ser buscado espiritualmente. 1.
La complejidad de la Biblia
Los escritores sagrados fueron contemporáneos no de revoluciones sino de cambios políticos, de grandes convulsiones sociales. Su modo de leer estos acontecimientos se inscribe en el marco de su esperanza de que Dios actuará escatológicamente en la historia humana. La fe del pueblo creyente, condensada en la de sus escritores sagrados, lee su historia como fundada en un acto de intervención liberadora de Dios en la historia (el Éxodo) en respuesta al clamor de los oprimidos. Incluso el nombre de Dios se muestra accesible en este contexto histórico y Yahvé es confesado como «el que estará con nosotros en nuestro caminar» o como «el que nos liberó de la esclavitud de Egipto». No hay, por otro lado, en la Biblia, ninguna sacralización del orden establecido, de cualquier orden social. Más bien la Escritura está recorrida por la convicción creyente de que los sistemas caducan (el «viejo eón» pasa) y Dios rehace desde los cimientos, con absoluta novedad, la historia humana. La falta de temor de la fe bíblica respecto a los cambios sociales llega hasta la audacia de declarar caducada la época del éxodo, fundante del pueblo, y exigir que la disposición frente a lo nuevo se exprese hasta en borrarla de la memoria colectiva: «No recuerden lo de antaño, no piensen en lo antiguo; miren que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan?» (Is 43, 19). Similar audacia se patentiza en la lectura del ascenso imperial de Ciro, el persa —extraño al pueblo elegido por Dios—, como acontecimiento histórico que supone salvación en la historia 607
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(cf. Is 41, 1-5; 45, 1-8, etc.). Y aún es mayor la audacia cuando Jeremías lee la historia del destierro de Israel a Babilonia como designio de Yahvé (cf. 27, 1-11). Esta visión, por otro lado, aun en aquellos trazos de la Biblia en que el protagonismo de Dios en la historia más se destaca, nunca deja de lado que con él no se anula el protagonismo histórico de hombres y pueblos (cf., por ejemplo, Jos 1, 6-7 y 9 comparado con Jos 1, 18. 11. 14). En la misma tradición bíblica es probable que la famosa confesión —«Es verdad: Tú eres el Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (Is 45, 15)— se refiera a que, bajo la aparente opacidad de los cambios históricos, cabe la audacia de afirmar el señorío de Dios sobre la historia humana. El mismo reconocimiento está polifónicamente expresado en el libro de Daniel, donde el terror que produce el enardecimiento del dominio brutal en la sucesión de los imperios es vencido por la fe en el Señor de la historia y en el triunfo de la justicia; ascienden y decaen los imperios injustos, pero el señorío de Dios permanece siempre y es entregado a un pueblo que practica la justicia y el derecho (cf. Dan 6, 27-28 y 7, 18. 27). En Jesús de Nazaret no encontramos una actitud expresa respecto de los cambios políticos, con excepción de la misma convicción apocalíptica de que en la trama de guerras y rivalidades entre reinos, se esconde el señorío de Dios sobre la historia, que se impondrá al final de ella (cf. Me 13 par). En un contexto en que todas las corrientes políticas de su tiempo en medio de su pueblo son criticadas por Jesús (fariseos, saduceos, sacerdotes, letrados), despreciadas (Herodes) o puestas en su lugar (Pilatos), brilla por su ausencia una condena explícita de los zelotes, los guerrilleros nacionalistas de su época, si bien es indudable que Jesús no adoptó ni sus métodos ni sus fines. En cambio, es mucho más importante para el tema que nos ocupa que Jesús proclamó como presente ya el reino de Dios, lo entendió como una superación total del orden de este mundo y como un cambio radical de actitudes, opciones y conducta en las personas, y actuó desacreditando las bases opresoras del poder político y religioso así como quebrantando la ley, siempre que iba en contra de la vida humana fundamental, y juntándose con todos aquellos grupos humanos a los que las costumbres de su cultura discriminaban. Tan crucial como lo anterior es su continuo desafío a vivir, ante las vicisitudes personales e históricas, sin temor, fundamentados en la confianza esperanzada de la experiencia de Dios como nuestro Padre. En el resto del Nuevo Testamento, tres mensajes complementarios son pertinentes: la nivelación en Jesucristo de todas las diferencias humanas que pretenden justificar superioridad e inferioridad en las relaciones sociales (Pablo), la resistencia cristiana a la autoridad cuando ésta manda en contradicción con Dios (Hechos), y la
exhortación ética a obedecer al poder legítimo (Pablo). Esta última (Rom 13, 1-14) fue precisamente escrita en un momento en que Nerón introdujo cambios profundos en la legislación de su antecesor Claudio; está además enmarcada en el carácter no absoluto de la autoridad (su dependencia de Dios) y en el reto cristiano de influir en la sociedad con relaciones de amor mutuo y de vida sobria. Así, pues, frente al fenómeno revolucionario moderno, la Biblia prepara al cristiano para asumir la novedad radical en la historia, para poder discernir en ella la acción del Dios escondido en la historia, para vivir sin temor frente a las convulsiones sociales y para acoger y anticipar en seguimiento de Jesús el reino de Dios que irrumpe en la historia. La tradición bíblica sobre la violencia es más simple y más compleja. Sus primeras menciones en la Biblia están inequívocamente relacionadas con el pecado: el machismo y la dura sumisión al hombre de la mujer (Gen 3, 16) y el triunfo de la envidia en el asesinato del hermano que rompe la convivencia humana y marca una conflictiva relación entre la tierra y la humanidad (Gen 4, 512). Dios, sin embargo, en ese mismo comienzo histórico de la violencia —experiencia humana histórica retrotraída teológicamente hasta el origen—, prohibe la venganza (Gen 4, 15). Parecería que todo está dicho. Sin embargo, una historia marcada totalmente por la guerra y la violencia, la historia de la conquista de la tierra, es leída teológicamente en la Biblia como cumplimiento de la promesa de Dios para dar a un pueblo elegido la base material de su vida (cf., por ejemplo, Jos 21, 43-45). Por lo demás, en antiguos sustratos de tradición bíblica, Yahvé aparece como suscitador y conductor de guerras santas y como convocador de líderes del pueblo a quienes acompaña en su uso de la violencia para asegurar la vida y el orden justo del pueblo elegido. Contrasta el celo profético de Elias por la pureza de la fe yahvista —lo lleva hasta la ejecución de los profetas de Baal (1 Re 18, 40)— con la vocación profética del siervo de Yahvé a promover la justicia y el derecho, con la misericordia y con su propio sufrimiento inocente e indefenso. Jesús de Nazaret proscribe radicalmente el origen mismo de la violencia —el corazón airado y la palabra insultante— mientras también aparece ejerciendo la cólera y llevando hasta el insulto su denuncia de fariseos y letrados. Jesús usa la violencia contra la conversión del templo de Dios en una operación comercial explotadora, pero rechaza la resistencia armada para evitar su propia muerte injusta. La Biblia dispone así al cristiano para defenderse contra «el pecado que acecha» en la violencia cuando ésta proviene del corazón malquistado con el hermano, impide identificar el corazón del misterio de Dios con el uso de la violencia, y prepara para
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discernir en ella un instrumento humano cautamente utilizable en casos límite forzados por el pecado. En la Biblia la paz es a la vez una realidad que Dios regala y una utopía que magnetiza desde el futuro a la esperanza humana. La paz, producto del favor de Dios que ha elegido pactarla con la humanidad (Gen 9, 1-17) y con Israel, su pueblo liberado, es fecundidad de la tierra, existencia material que satisface las necesidades básicas humanas, descendencia numerosa y feliz, seguridad en el futuro, sueño tranquilo sin pesadillas; no es ausencia de guerra, sino victoria sobre los enemigos basada en una mínima preparación armada para la defensa, que cuenta sobre todo con el apoyo de Dios para los que cumplen con su pacto (cf. Lev 26, 1-13). Para un pueblo que casi no conoció períodos largos sin guerra o sin destructoras intrigas intestinas, la paz es un anhelo y este anhelo tal vez nunca se exprese mejor que en la forma como Gedeón, dirigente del pueblo convocado por Dios a la guerra santa, honra al Señor como «Dios de la paz» (Jue 6, 24). El mensaje profético señala la paz como fruto de la justicia y la calma y tranquilidad perpetuas como acción del derecho (Is 32, 17) y por eso los profetas combaten contra la falsa paz, contra la tranquilidad basada en el dominio de la opresión que es proclamada por los profetas áulicos, complacientes con la autoridad opresora, como verdadero bienestar (cf. Jer 6, 1.14). La esperanza de la paz, utópicamente descrita como juicio justo para los desvalidos y los oprimidos, como triunfo de la verdad sobre la distorsión que sirve a la injusticia, como armonía entre el hombre y la naturaleza, está ligada al nacimiento de un niño («Dios-con-nosotros»), que será «príncipe de la paz» y en cuyo reinado «la paz no tendrá fin», si bien —paradójicamente— este mismo vastago es llamado «guerrero divino», apuntando así al tremendo combate por la justicia que tendrá que pelear para conseguir la paz (cf. Is 7, 9 y 11). Los evangelios ven en el nacimiento de Jesús el cumplimiento de este mensaje profético y la paz de ese niño recién nacido —Dios-con-nosotros— es anuncio hecho a los pobres (Mt 1, 22-23 y Le 2, 14). Jerusalén, la ciudad de la paz, la capital de su patria, tan amada por Jesús, «no tiene ojos para ver... lo que lleva a la paz» (Le 19, 43). En ella se personifica el destino conflictivo de Jesús, quien al exigir la decisión de servir a la justicia del reino, provoca división (Le 12, 49-53) porque la paz —su legado de despedida a sus amigos por quienes muere— es una paz contrapuesta a «como la desea el mundo» (Jn 14, 27). Jesús da la paz sólo a quienes mantienen la memoria de esta generosidad que ha dado la vida, a quienes conforman su vida mirando las manos y los pies del Crucificado, cuyas llagas se mantienen en Jesús resucitado (Le 24, 36-41). Para Pablo, el Mesías, Jesús, es «nuestra paz» porque con su muerte por todos derribó las barreras que
dividen a la humanidad en superiores e inferiores (cf. Ef 2, 13-16). Para Pablo también, «la paz de Dios... supera todo razonar» y «el Dios de la paz» sólo estará con aquellos que sean capaces de hacer patrimonio suyo todo valor humano, por más allá que esté de las fronteras de la comunidad cristiana (cf. Flp 4, 4-9). La paz, que Pablo une a la gracia y es por eso un don de Dios (Flp 1, 2 y passim en sus cartas), es también para Jesús la tarea de aquellos que, trabajando por ella, se asemejan a la tarea de Dios con la humanidad (cf. Mt 5, 9). La justicia es una cosecha que sólo se siembra «con paz» (Sant 3, 18). La Biblia, pues, dispone al cristiano para no aceptar la brutal facticidad y frecuencia de la guerra como destino fatal de la humanidad, rompe con cualquier identificación interesada de la paz con la tranquilidad de los poderosos, dispone para un arduo combate por la justicia, la verdad y la integridad de la naturaleza para conseguir la paz, avisa que este combate sólo cosechará frutos si se anticipa ya en los combatientes la paz del corazón, y señala el camino empinado hacia la paz —don de Dios superior a todos los medios humanos para alcanzarla—: una mirada fija en el sacrificio, en el costo que Dios pagó por la paz en el sacrificio de su Hijo, Jesús.
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El largo debate en la tradición eclesial
Los tres temas, cuyo recorrido bíblico hemos esbozado, están estrechamente interconexos en la tradición eclesial. Así como Pablo trató parenéticamente la actitud cristiana frente a la autoridad de la época en que Nerón revocó el edicto de Claudio de expulsión de los hebreos de Roma, durante más de tres siglos después de él los cristianos vivieron bajo el signo de la resistencia martirial —no violenta— a la deificación del Estado. El «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hech 5, 30) hizo de los cristianos a-teos de la sacralización del imperio. El histórico giro constantiniano popularizó entre los cristianos la ilusión de Eusebio de Cesárea de que el evangelio debía llegar a ser el alma de la constitución política del imperio, el garante de la pax romana. Frente a la caída de Roma —otro impresionante cataclismo social— Agustín, en La ciudad de Dios, diferencia entre la pax Christi, meta trascendente a la historia y objeto de esperanza, y la pax terrena, objetivo alcanzable de tejas abajo y responsabilidad común y solidaria de cristianos y no cristianos. El fundamento de esta solidaridad en el empeño de la paz en la tierra está en la visión de la historia como desarrollo de una creación de Dios marcada por la bondad. Por otro lado, para Agustín, la historia es la trama de la lucha antagónica entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena,
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el reino de Dios y el reino del diablo, Jerusalén y Babilonia. Esta contraposición radical siembra en el agustinismo ia semilla no sólo de la relativización de la historia sino de la estigmatización de la política como lugar teológico del mal. El esfuerzo de síntesis entre la visión positiva y la visión negativa de la historia será desde entonces una crux theologica. La Edad Media, marcadamente agustiniana, dio origen al intento de una ciudad terrena, lo menos maligna posible, que se fue concretizando en el Sacro Imperio Romano Germánico, sobre el cual la Iglesia, ciudad de Dios en semilla, intentó ejercer una vigilancia y un poder arbitral supremo —Bonifacio VIII fue el máximo representante de esta concepción de «las dos espadas» adjudicadas a la potestad eclesial, concepción que él mismo matizó sustancialmente—. En esta atmósfera, Tomás de Aquino comienza la tarea teológica de fundamentar una serie de tomas de distancia crítica frente a la autoridad política. En la Summa theologica (1-2, q. 96, a. 4) reconoce un derecho de desobediencia a leyes que van contra el bien humano y un deber de desobediencia a leyes que van contra el bien divino. Mientras los soberanos aceptaron que la excomunión o el entredicho personal dispensaba a sus subditos del deber de obedecerlos, en un medievo culturalmente cristiano no sintieron los teólogos la necesidad de ir más lejos en la fundamentación de un derecho de rebelión. Sí, en cambio, desarrolló Tomás el núcleo de una ética de la guerra justa, yendo bastante más allá de su colaboración de lo que Agustín lo había hecho en La ciudad de Dios (XXII, VI, 2). Hay que esperar al Renacimiento, la Reforma protestante y la Contrarreforma para encontrar, tanto entre católicos como entre protestantes, la fundamentación de un derecho a la resistencia, a la rebelión e incluso el tiranicidio. En sus raíces está tanto la reivindicación de soberanía absoluta de los monarcas como la nueva situación creada por las minorías religiosas, una vez rota la unidad de la cristiandad medieval. Lutero, siguiendo de cerca a Agustín, desarrolla la teología de los dos reinos, el de Dios y el mundano, limitando la acción de la gracia redentora a la inferioridad humana y colocando la esfera de la familia y de la historia exclusivamente bajo la bondad de la creación. La fe que salva rige para la interioridad humana y las buenas obras para las relaciones familiares y políticas. En el reino mundano el cristiano está al mismo nivel de los no cristianos y debe aceptar su política intentando penetrarla del amor al prójimo. En esta nítida separación entre «cristiano» y «ciudadano», el derecho de rebelión sólo tiene espacio cuando la política interfiere con la interioridad cristiana del hombre. Desreligiosizar la política y despolitizar la religión son el lado positivo de esta teología. Su lado negativo está en la facilidad con que de ella se deriva la adaptación del
cristianismo a cualquier régimen político. Otra es la perspectiva de Calvino, para quien la comunidad eclesial ha de ejercer el papel de «parábola» de la sociedad y así mediar el señorío de Cristo también sobre la política. La reivindicación de la gracia para la historia humana es el fuerte de esta teología, mientras que la tentación teocrática y el entusiasta triunfalismo de una escatología consumada son sus puntos débiles. La oposición de Lutero a Thomas Münzer y a la rebelión campesina de los anabaptistas, el sometimiento de muchas iglesias luteranas al nazismo, así como la consagración histórica de «América» como la tierra prometida y el pueblo bendito de Dios, son consecuencias dramáticas del fracaso de ambas teologías en su intento de superar la crux theologica ya. mencionada. Del lado católico, Suárez y Molina fundan en la forma indirecta (a través del pueblo) como Dios a dado a los gobernantes el derecho a gobernar, el derecho de las personas y del pueblo a la desobediencia, a la resistencia activa y al tiranicidio. Se pasa del derecho al deber cuando la quiebra de la legalidad por parte de la autoridad tiene por objeto una ley de derecho natural o divino. No se trata de un derecho inalienable a la soberanía que reside en el pueblo, pues la suposición tácita de su teología es que el pueblo, en un presunto «contrato social», puede entregar su soberanía a una autoridad absoluta. En este mismo contexto teológico se elabora también el derecho al tiranicidio (tirano es aquel que gobierna non politice sed tyrannice, por usurpación de la autoridad o invasión del país), derecho, en algunos casos, de todo subdito e incluso de alguien que sea miembro del corpus mysticum social, y en otros sólo de todo subdito cuando otra autoridad competente (por ejemplo, en colectividades federadas políticamente) declare depuesta a la autoridad (cf. Suárez, De lege, III, c. 4, n. 6 y c. 10, n.7; y Deffensor fidei, III, c. 2, n. 1 y VI, c. 4 nn. 7 y 15). Los calvinistas franceses (hugonotes), en seguimiento de la Memoria cristiana escrita en Magdeburgo bajo el influjo de Melanchton, extienden el derecho a la resistencia (fundado de modo equivalente a la teología suareciana del derecho natural) a un deber de resistencia, incluso armada, y declaran mártires también a quienes mueren defendiendo activamente la reverencia debida a Dios, mayor que la debida a los hombres. Cuando entra en escena la época de las revoluciones, encuentra en la generalidad de las posturas teológicas y pastorales de las iglesias uno de sus más fuertes opositores. Es conocida la carta del papa Pío VII (Etsi longissimo) al clero de lo que es hoy América latina; firmada en 1816, se pone de parte del «católico» rey de España y estigmatiza a Bolívar como «un foragido alzado». Con aún más graves consecuencias, León XII (Etsi iamdiú) repite la misma posición en 1824. Todavía al final del siglo XIX, León XIII
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afirma que «el derecho de rebelión es contrario a la razón» {Immortale Dei, 17). Lo mismo, por otro lado, sostiene el conservatismo protestante del siglo XIX, prolongado en el XX por personalidades como Althaus y Gogarten, que justificaron la legitimidad del Estado nacional-socialista. En su teología dialéctica, en cambio, Karl Barth defiende, por un lado, que «en el espacio político los cristianos pueden adentrarse con su cristianismo sólo en forma anónima» y que «revolución está para los cristianos en el cielo y en lo escondido de los hombres; por eso, pueden y deben vivir con esperanza». Por otro lado, afirma que entre las realizaciones políticas humanas y el reino de Dios no hay ni nivelación ni brecha absolutas; lo que hay positivamente es lo siguiente: «la justicia del Estado en su perspectiva cristiana es su existencia como parábola, como correspondencia, como analogía del reino de Dios creído en la Iglesia y anunciado por ella». La primera cita es de su famoso Comentario a la carta a los Romanos (1918); la segunda y la tercera de su obra comunidad cristiana y sociedad (1946). Barth rechaza una «política cristiana» pero pide de la Iglesia un seguimiento de Cristo tal que haga posible el señorío de Cristo en una política que se mire en el testimonio eclesial como en un espejo. En el campo católico, en pleno desarrollo de la doctrina social de la Iglesia, Pío XI comienza a retomar, sobrepasando a León XIII, la ética de la licitud de la resistencia activa: «la Iglesia —dice— condena toda insurrección violenta, que sea injusta», pero no aquella que se dirija contra autoridades que se hayan levantado «contra la justicia y la verdad hasta destruir aun los fundamentos mismos de la autoridad», y aplica a continución los principios generales que se desarrollaron respecto de la ética de la guerra justa en la tradición cristiana, afirmando que «la solución práctica depende de las circunstancias concretas» {Firmissimam constantiam, 35 y 36). Treinta años después, en el contexto de la problemática del Tercer Mundo, Pablo VI legitima el derecho a la revolución, incluso con el uso de la insurrección «en el caso de tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del país» (Populorum progressio, 31). En su discurso del Día del Desarrollo, durante el Congreso Eucarístico en Bogotá un año después (1968), afirma la ineficacia de «cambios bruscos o violentos de las estructuras» y su falta de adecuación con la dignidad humana por no ser precedidos por la toma de conciencia de su necesidad ni realizados con participación democrática. Hay que esperar hasta la II Conferencia del Episcopado católico de América latina (Medellín, 1968) para encontrar en la tradición cristiana una síntesis profunda de la relación del segui614
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miento de Cristo con la revolución, la violencia y la paz. En el documento Paz de esta Conferencia se denuncia la situación de América latina como «situación de injusticia que puede llamarse de violencia institucionalizada» (n. 16). Se ubica la responsabilidad última de la violencia revolucionaria que se levanta contra la institucionalizada («las revoluciones explosivas de la desesperación») en quienes se oponen «a las transformaciones profundas que son necesarias» (n. 17). Se asume la licitud de la insurrección revolucionaria tal como Pablo VI la asumió, pero explicitando que la tiranía evidente y prolongada que la justifica puede provenir «ya... de una persona, ya de estructuras evidentemente injustas», y, a la vez, declarando, tanto por razones evangélicas como por circunstancias concretas de ubicación geo-política de América latina y por la lógica misma del círculo diabólico de la violencia, la preferencia cristiana por la revolución pacífica (n. 19). Pero, sobre todo, se anuncia la posibilidad de la paz y se ve su negación en la situación de injusticia estructural como «un rechazo del don de la paz del Señor; más aún, un rechazo del Señor mismo», afirmación que se justifica con referencia a Mt 25, 31-46 en una lectura viva e histórica de la crítica del evangelio a la situación latinoamericana. En la misma línea (tal vez en forma más impresionante por la autocrítica eclesial que supone) la Iglesia evangélica de Alemania se expresó así en 1947 en Darmstadt: «Hemos traicionado la libertad cristiana que nos permite y nos pide transformar las situaciones allí donde la convivencia de los hombres exige tales cambios. Hemos negado el derecho a la revolución pero hemos aguantado y aprobado el camino hacia una dictadura absoluta», (n. 3).
III. LAS REVOLUCIONES DE LA ESPERANZA Y LA PAZ DE LOS POBRES
La teología de la liberación parte del clamor de los pobres. En este punto de partida, conflictivo porque a él se opone el silenciamiento que de ese clamor pretenden lograr los satisfechos de este mundo, es precisamente teo-logía, porque intenta dar razón de la esperanza de los pobres como Dios la dio, escuchando su clamor de gente oprimida en Egipto, y como la dio Jesús de Nazaret —única exégesis humana de Dios— llamando así a todos los «rendidos y abrumados» para darles respiro, anunciándoles la buena noticia de su liberación. La teología de la liberación lee cristianamente los acontecimientos revolucionarios que hoy ocurren en América latina y cuya expresión más fuerte tiene lugar en Centroamérica, como signos de que la esperanza de los pobres no perecerá. En el pluralismo de perspectivas teológicas que el mundo diferenciado de hoy suscita, 615
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se ha podido formular desde Europa que hoy una transformación revolucionaria de las estructuras políticas y económicas europeas equivaldría a un suicidio, a la autodestrucción de los avanzados sistemas de producción y al retroceso a una miseria masiva (A. Philip, 1968). Esta opción ética sería válida incluso aunque se diera una situación revolucionaria. Desde la teología de la liberación, a partir de la experiencia de los pobres de América latina, no podemos contestar polémicamente que aquí los pobres no tienen nada que perder con la revolución. La opción de los pobres es por la vida, no por la muerte. En el fondo, es la misma opción por la vida que se trasluce en la formulación teológica europea. Pero el punto de vista es diferente. En Europa se teologiza desde la abundancia y aquí desde la escasez de la vida. Aquí no se desconoce en absoluto que la revolución no es ni panacea para el bienestar ni el reino de la felicidad. Las experiencias revolucionarias de América latina han conducido —incluso en su triunfo— a dislocamientos internos de la producción y han hecho aflorar las rupturas ya existentes en la convivencia social, además de haber sido víctimas de intentos de estrangulamiento económico y de guerras contrarrevolucionarias bárbaramente violentas. Sin embargo, entre aquellos de nuestros conciudadanos que, a pesar de todo, ponen en la revolución parte importante de su esperanza, la revolución no se mide con prioridad por sus éxitos materiales rápidos. Que «de nada sirve repartir la miseria» es una falacia de quienes nunca gustaron su amargo sabor y no están tampoco dispuestos a entrar en un régimen de sobriedad compartida. La revolución se mide sobre todo por haber acabado —en nuestra experiencia— con el terror impuesto desde el gobierno, por haber reconocido la dignidad de los pobres y haberle dado cauces —aún imperfectos— de participación responsable en la forja de su futuro histórico, en una palabra, por imponerse como criterio, según el cual se la juzgue, aquel que con mayor sospecha se enarbola contra ella: el grado de la libertad responsable al que convoca a las multitudes empobrecidas y para el que intenta movilizarlas. Cristológicamente en esto está el vislumbre del reino que la revolución presenta en nuestros procesos centroamericanos: no permite que «se le proclame rey» por haber puesto el eje del primer reparto solidario de bienes y de la primera multiplicación fraterna de panes. Precisamente la revolución es, después del primer entusiasmo, un arduo proceso, porque convoca a no confiar básicamente ni en el mercado ni en la dádiva de los dirigentes, sino en los frutos del trabajo compartido solidariamente (cf. Jn 6, 115). Por eso, la revolución es un proceso lento —por paradójico que parezca— de profundos cambios estructurales y un proceso aún más lento de cambios de actitudes y de transformaciones culturales aún más profundos. 616
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Recuperando, desde esta perspectiva, las objeciones pastorales de la Iglesia frente a la revolución, cabe reflexionar honestamente sobre la del papa Pablo VI: Los cambios bruscos o violentos de las estructuras serían falaces, ineficaces en sí mismos y no conformes ciertamente a la dignidad del pueblo, la cual reclama que las transformaciones necesarias se realicen desde dentro, es decir, mediante una conveniente toma de conciencia, una adecuada preparación y esa participación efectiva de todos que la ignorancia y las condiciones de vida, a veces, infrahumanas, impiden hoy que sea asegurada.
Esta objeción pastoral, expresada en una época en que proliferaba el magnetismo imitador de la revolución cubana en focos de columnas guerrilleras aisladas del pueblo, no se dirige contra la irrupción de lo nuevo en la historia («las transformaciones necesarias»), ni contra la brusquedad con que lo nuevo se adentra en la historia —lo brusco es desapacible, especialmente para quien tiene apostada su vida a la tranquilidad de lo establecido—. Se dirige, en cambio, contra la imposición repentina o sin ritmo humano —eso también quiere decir «brusco»— que violenta la complementaridad entre toma de conciencia y participación efectiva de las mayorías en el proceso revolucionario por el que lo nuevo irrumpe. Sólo en esa imposición repentina debe criticar la Iglesia la irrupción de lo nuevo porque entonces se arrebata a las personas la capacidad de adhesión, la libertad de acoger y coedificar lo nuevo que ha de irrumpir. Pero en cuanto irrupción de novedad en la historia, que implica reconstruir la vida destruida por las estructuras injustas establecidas y por sus condicionamientos sobre los corazones, la revolución requiere de la pastoral eclesial un testimonio de alegría porque se han puesto ya los preparativos para la fiesta de bodas de la humanidad y no pueden «los amigos del novio» estar tristes en ella. La alegría por la irrupción de la novedad —uno de cuyos vehículos humana y socialmente privilegiados en nuestra experiencia es la revolución— es connatural al mensaje de la evangelización eclesial. El vino nuevo —del hombre nuevo y de la nueva sociedad— hay que echarlo en cueros nuevos. La conversión radical de las personas y la transformación revolucionaria de la sociedad son los dos vislumbres, precarios pero reales, del acercamiento del reino de Dios. Ambos suponen un talante capaz de discernir que el plazo se ha cumplido, que estamos ya en una historia cuyo núcleo es ser kairós, tiempo favorable a la esperanza de los pobres. Proclamar así la buena noticia, el evangelio de la gracia en la historia y de la historia agraciada, es el desafío eclesiológico mayor que enfrenta a la pastoral. Sólo cuando es fuerte la esperanza, cuando es una esperanza de lo que no se ve todavía, puede la Iglesia salir airosa 617
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de este desafío. Sólo cuando deja de ser escéptica frente a la posibilidad radical de lo nuevo en la historia, cuando deja de estar poseída por el demonio del temor a que la historia se repita. Esta precisamente era la fe que Jesús pedía para poder hacer los signos del reino. No se quita con ello ninguna capacidad de crítica de la revolución, porque esta esperanza se acredita en la constancia, en la «paciencia», en el mantenimiento vivo de la memoria de las víctimas de la opresión y la injusticia por las cuales se hace la revolución y para reivindicar a las cuales la Iglesia, penitente por su participación activa o pasiva en el orden mundano que las victimó, «anuncia la muerte de Jesús hasta que él vuelva» (1 Cor 11, 26), y por eso da su valor al tiempo y a los signos de la anticipación incompleta del reino de Dios, contribuyendo a la vez, con humilde vigor y con insobornable fidelidad a la esperanza de los pobres, a criticar cualquier absolutización de la revolución o cualquiera de sus desviaciones antihumanas. Un acompañamiento pastoral de este tipo es el que, entre nosotros, el arzobispo mártir Romero consagró como tarea pastoral de la Iglesia frente a los procesos revolucionarios de cuyo inicio fue testigo (cf. IV Carta pastoral II, 8). ¿No nos llevará esta visión de la revolución desde la teología de la liberación a una politización totalizante de la vida humana, ya que la revolución es nuclearmente política y supone embarcarse por las rutas del poder? Desde el clamor de los pobres, oprimidos en Centroamérica por políticas y poderes contrarrevolucionarios, hay que responder como Pablo: «No extingan el Espíritu...; examínenlo todo, retengan lo que haya de bueno y manténganse lejos de toda clase de mal» (1 Tes 5, 19-22). Una cosa es el reconocimiento de que la dimensión política es ineludible en la existencia humana social y otra la panpolitización de la vida. Como no se puede eludir el amor (aunque se pueda «por el reino» vivir sin su ejercicio sexual-genital), no se puede eludir el uso del poder aunque sí su ejercicio desde el poder del Estado o de los partidos. A través del «examen» de la realidad se llega a la lucidez espiritual de que es imposible la apoliticidad o la neutralidad política frente a la suerte de los pobres y frente a sus causas. La gracia liberadora, presente en la historia por el Espíritu de Jesús crucificado y resucitado, abre la posibilidad cristiana de una vocación política en que el poder sea ejercido como vocación cristiana a¡ servicio, como seguimiento de Jesucristo. En su anuncio del reino de Dios, Jesús usó del poder de liderazgo a través de sus signos en favor de pobres y afligidos, de su palabra y de la pretensión de que su ejemplo de vida fuera seguido (era «poderoso en obras y palabras», confiesan los discípulos de Emaús: Le 24, 19), pero nunca aceptó usarlo en su propio beneficio o para coartar con él la libertad de la gente. Jesús 618
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resistió al poder injusto y opresor de su tiempo, religioso y político, lo desacreditó y quebrantó sus leyes, porque en el dominio de aquellas autoridades sobre el pueblo vio el obstáculo mayor a la aceptación de su mensaje. Reclamó frente a la autoridad injusta sus derechos (Jn 18, 23). Esta actitud selló casi desde el comienzo de su actividad evangelizadora su condena a muerte (Me 3, 6) y su ejecución como blasfemo y subversivo. Ciertamente, en su contexto histórico, Jesús no fue ni apolítico ni neutral frente a la política, entonces difícilmente separable de la religión. Jesús, en cambio, renunció al uso del poder del Estado o de un partido. No entendió así su propia vocación y misión. Vivió, además, en un contexto histórico, en que la única afiliación partidaria que no criticó directamente (el zelotismo) estaba viciada tanto por sus angostos horizontes de exclusivismo nacional (que indirectamente Jesús denunció al suprimir de su identificación con el cumplimiento de la profecía liberadora de Isaías la palabra sobre «el desquite» de Dios en favor de Israel —cf. Le 4, 18-19—) como por su reformismo que apuntaba a la restauración de las instituciones de Israel y no a la radical novedad del reino. Lo más profundo de su vocación consistió, sin embargo, en testimoniar, con la renuncia a defender su vida y su causa políticamente, que el corazón de Dios se revela más en la exigencia de una adhesión libre que en el logro de la adhesión con libertad mezclada con coerción, y que la lealtad de Dios se revela más en la donación de la propia vida, en la identificación con la debilidad de los dominados, que en la reivindicación poderosa de la vida propia. Lo que esta renuncia a imponer la defensa de su vida y su causa con el poder significa en Jesús, precisamente por su opción por el amor débil y su entrega a él como vehículo menos ambiguo de la revelación del amor y la lealtad de Dios a la historia, es que Jesús —y Dios en él— no suplantan a los hombres en la responsabilidad hacia la historia. Con su vida y su muerte, Jesús —y Dios en él— introducen en la historia la clarividencia de que una convivencia construida sobre la explotación, la dominación y la manipulación cultural, es una convivencia que milita contra la esperanza de los pobres y, al negar la fraternidad humana, hace increíble la paternidad de Dios. El Espíritu Santo, que Jesús y el Padre envían y que entra en la historia por la herida de la muerte generosa de Jesús (cf. Jn 19, 34), mantiene viva en la misma historia la memoria de Jesús y —en los corazones y en la historia— es garantía de la promesa de que es posible —para Dios y por eso para los hombres— una humanidad nueva, construida sobre la justicia y la igualdad y sembrada con paz. Construir esa tierra de justicia y libertad, patria de hombres nuevos, va a ser precisamente la tarea histórica de los hombres con la fuerza del Espíritu. 619
JUAN
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REVOLUCIÓN,
En la historia humana tiene Jesús de Nazaret su futuro abierto. La resurrección de Jesús, reivindicación que Dios hizo de la vida injustamente arrebatada a su Hijo (Hech 2, 24-28), lo constituye en Señor de la historia (cf. Hech 2, 36). Pero es a través de la historia humana, movida por el Espíritu a través de la memoria subversiva de Jesús, como él destruirá «toda soberanía, autoridad y poder», incluido el «último enemigo... la muerte» (1 Cor 15, 24-28). En esta perspectiva, el desafío de la revolución a los cristianos es una participación en el poder de los pobres, un seguimiento de Jesús en un poder servicial capaz de «completar lo que falta» a la vida humana histórica de Jesús en forma analógica a como Pablo pudo afirmar que en sus sufrimientos por el evangelio completaba «lo que falta a las penalidades de Cristo» (Col 1, 24). La vida y la muerte de Jesús, declaradas por Dios, al resucitarlo, única fuente de salvación, encaminaron indefectiblemente la vida y la historia humana hacia la vida. Pero su vida y su muerte humanas no recorrieron todos los caminos abiertos en la historia a la responsabilidad humana del seguimiento de Jesucristo. De lo contrario no habrían sido vida y muerte humanas. Lejos de cualquier maniqueísmo que en la política no vea sino un campo abierto al mal y en la revolución sólo un círculo maldito de violencia y arrogante concupiscencia de poder, el evangelio anuncia que «quien presta adhesión a Jesús, hará obras como las suyas y aún mayores» (Jn 14, 12). Las obras de Jesús no resaltan por lo extraordinario (milagreros ha habido muchos en la historia), sino por su absoluta dedicación a la liberación y a la vida. Los que lo siguen —también en la política y en la revolución— tendrán que continuar en el rumbo trazado por él. Desde el mismo clamor de los pobres, los cristianos tendremos que discernir la violencia. No para condenarla «venga de donde venga», lo cual casi siempre supone eximirse del deber cristiano de asumir la cólera de Jesús y de su Padre frente a la violencia institucionalizada en la injusticia y en la idolatría del poder y de las riquezas (cf. Eclo 35, 14-26; Le 6, 24-26 y la lectura que hace monseñor Romero en su IV Carta pastoral, II, 5), así como en la represión y en el terrorismo —de Estado o de movimientos sociales—. Tampoco para creerla inevitable y mucho menos para ver en ella, mística o fanáticamente, un medio de recobrar la humanidad humillada. Cuanto más poder servicial y participativo contribuyamos a construir menos se hará necesario lo que es siempre un mal menor forzado por el pecado, el recurso último a la violencia, que, como medio, tendrá que ser utilizada con la más sobria y cautelosa de las racionalidades humanas. En la conferencia que el Consejo Mundial de Iglesias y la Comisión Pontificia de Justicia y Paz celebraron en Beirut en 1968, se llegó a la siguiente declaración conjunta:
VIOLENCIA
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Son posibles las revoluciones sin uso de la fuerza. Todo nuestro esfuerzo debe dirigirse a lograr el cambio pacíficamente. Sin embargo, cuando el derecho en uso está enraizado en el statu qua y quienes lo sustentan no permiten cambio alguno, la conciencia humana puede llevar a los hombres a una revolución violenta como último recurso, en plena responsabilidad claramente aceptada, sin odio ni resentimiento. Una grave culpa pesa entonces sobre quienes se opusieron al cambio.
La existencia en Centroamérica de un proceso revolucionario como el nicaragüense, que ha ahorrado al máximo las fórmulas represivas y no se ha embriagado en ningún baño de sangre vengativo, es una excepción tan significativa en la historia de las revoluciones que merece atenta consideración. Con la revolución los pobres buscan la vida, la de ellos y la de sus enemigos. Son capaces de generosidad en su triunfo. Quieren y buscan la paz. La paz revolucionaria de los pobres es hoy ya una experiencia cultural en el corazón de los pueblos. Parafraseemos a Karl Barth. Con una acción revolucionaria que se encamine hacia el cielo, oculto en el corazón de los pueblos pobres, se estará poniendo uno de los actos de amor político que más puede afirmar un cristiano en el mundo de hoy. En su última encíclica, Juan Pablo II, afirma que el conflicto entre el Este y el Oeste es la raíz de que ni la paz ni el desarrollo lleguen al Tercer Mundo (cf. Sollicitudo rei socialis 2022). Juan Pablo desafía a la solidaridad internacional y sobre todo a la solidaridad entre sí de los países pobres. Su confianza en la posibilidad de la liberación, de la bondad humana y su convocatoria a conseguir «el desarrollo en la paz» (nn. 46-47) son hoy un testimonio de que en la Iglesia, en seguimiento de Jesucristo, sigue en pie la responsabilidad por la esperanza de los pobres.
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BIBLIOGRAFÍA *
En este elenco bibliográfico final nos limitamos a recoger, ordenadas en grandes bloques temáticos, algunas de las obras fundamentales de teología latinoamericana de la liberación —prescindimos de artículos de revistas— que el lector encontrará citadas de forma dispersa en los distintos trabajos de este volumen. Figuran en él sólo publicaciones de teólogos latinoamericanos (o afincados establemente en América latina) y de los teólogos españoles que colaboran en esta publicación. Las únicas excepciones (Duquoc, Fierro, Rahner, Ramos Regidor) corresponden a publicaciones importantes para conocer cuál ha sido la recepción de la teología de la liberación en Europa. Precede a nuestro elenco la referencia a algunos documentos del magisterio de la Iglesia que ofrecen interés muy especial para la teología de la liberación. I.
DOCUMENTOS DEL MAGISTERIO
II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documentos finales de Medellín, en Medellín. Reflexiones en el CELAM, Madrid, 1977. III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento final de Puebla, en Puebla: Comunión y participación, Madrid, 1982. Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación (6 de agosto de 1984), Madrid, 1986. Instrucción sobre libertad cristiana y liberación (22 de marzo de 1986), Madrid, 1986. Carta de Juan Pablo II a los obispos brasileños (9 de abril de 1986): Vida Nueva 1528 (1986), pp. 33-37.
* Elaborada y sistematizada por Julio Lois.
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BIBLIOGRAFÍA
BIBLIOGRAFÍA
II.
HISTORIA, METODOLOGÍA Y ESPECIFICIDAD DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
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EL DESIGNIO LIBERADOR DE DIOS
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3.
LA LIBERACIÓN DE LA CREACIÓN
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633
ÍNDICES * ÍNDICE DE CITAS BÍBLICAS
ANTIGUO TESTAMENTO
G E N II 545 1: II 29-32 1: II 29 2: I 606, 631, II 70 26: I 296 26-30: II 45 27: I 293 27-28: I 291 2,22: II 292 24: II 113 3,5: II 506 9: II 24 15: I 611 16: II 609 4,5-12: II 609 9: I 21, II 542, 572 10: II 542 15: II 609 6,6: II 545 8,21-22: II 175 9: II 506 9,1-17: II 610 8-18: II 175 12: II 545 12,1-2: II 176 2: II 506 7: II 506 13,16: II 506 17,1: II 545 4-8: II 176 18,18: II 545 19-20: II 545 35,11: O 176 38: I 297
E X I 221, II 607 1-5: II 541 1,11: I 184 2: II 542 3: I 176, 177, 184 3,7ss: I 553, II 506 7-10: I 295, II 542 8: II 505 14-15: I 174 15: I 182 17: II 505 4,1: I 346 1-9: I 462 5,6-23: I 35 6,2-8: I 177 6-8: II 542 12: I 462 7,13: I 337 14: I 337 22: I 337 8,15: I 337 9,12: I 337 34: I 337 35: I 337 10,1: I 337 20: I 337 27: I 337 11,22: I 463 13,5: II 505 14,5: I 184 15,21: I 298 19: II 506 19-24: II 176 19,3-8: II 176
* Elaborados por José Antonio Pacheco. 635
6: II 176, 302 20,1: II 542 1-17: I 184 2: I 184, 188, 336 22,21-22: II 545 21-23: II 542 21-27: I 176, 188 23,14-17: II 361 29: II 302 29,29-30: II 302 32: I 209 33,2ss: II 505 34: II 176 34,18-23: II 361 39,46: I 336 40,15: II 302 34-35: I 528 LEV 8-9: II 302 19,1: I 188 18: I 188, 287 36: I 336 23: II 361 24,8-19: II 543 25: II 298 25,38: I 336 26,1-13: II 610 NUM 11,5: I 462 16,3: II 176
ÍNDICES ÍNDICE
DT 1,11: I 203 5: II 176 5,3: I 188 6: I 203, 336 7,6: II 176 10,17s: II 599 12,13-16: II 302 15,4: II 543 7-11: II 543 16,1-17: II 361 18,17-18: I 345 18: I 346 19-20: I 241 26,5-9: I 183 7: I 290 30,15: I 241 15-20: I 188 32,4: II 545 JOS 1,6-7: II 608 9: II 608 11: II 608 14: II 608 18: 0 608 13-21: I 184 21,43-45: II 609 JUE 5: I 184, 298 6,24: II 610 9,7-15: II 54 15: I 185 13,25: I 62 14,6: I 622 19,1-30: I 2¿8 1 SAM 8: II 392 8-10: I 458 8,5: II 53 7: II 53, 54 12-14: I 186 10,10: I 622 11,6: I 622 16,13: I 622 21,10: I 298 2 SAM 7,1-14: I 185 8,15: II 546 13,13: I 288 22,22ss: II 545 23,1-8: I 187 2: I 264
1 RE 5,5: II 505 10,9: II 546 18,40: II 609 2 RE 23,1-25: II 29, II 361 TOB II 114 JDT 8,11-18: I 310 16,1-16: I 298 14: I 631 1 MAC 1,25-27: I 315 4: II 361 2 MAC 10: II 361 JOB I 189, 452, II 41, 478, 486 18, 7: II 542 19,25ss: I 189 24: I 306 28: I 519 SAL 2: I 187 2,7: II 306 4,2: I 202 9,10: I 202 10,17: 1 202 12,6: I 202 18,28: I 202 22: II 212 30,10: I 454 34,18: II 542 40,14: II 501 18: II 501 51,12: II 18 66-69: II 361 71,15: II 548 72: I 187, II 55, 66, 162 72,1: II 290 lss: II 546 1-9: II 505 4: II 54 12-14: II 54, 505 17: II 505 73,4: I 453 85,10: I 316 88,11: I 454, II 14 89: I 187 94,6: II 545 636
98,2: II 548 101,1: II 505 4-8: II 505 102,17-19: II 18 104,30: I 631 107,6: II 542 110,4: II 306 115: I 209, II 361 115,17: I 454 116,9: II 17 15: II 17 118,19: I 202 119,89: I 519 147,15ss: I 519 149,4: I 202 PROV I 189 1,20-23: I 519 3: I 187, 189 8: I 519 9,1-6: I 519 11,20: II 545 15,33: I 189 18,12: I 189 22,4: I 189 22-23: I 176 23,11: I 176, 198 Q O I 189, 630 1,9: II 15 3,16-22: I 453 19-21: I 454 CANT 8,7: II 70 SAB I 189 1,15: I 454 2: II 36 11,24: II 28 13-15: I 209 16,12: I 519 SI I 189 24: I 519 35,14-26: II 620 IS I 481, 497, 632, II 457, 484, 545, 550, 619 1,11-17: II 550 11-20: II 361 18: II 551 21-23: II 550 2,1-5: II 278 2-4: II 505 3,13-15: II 176 5, 1-7: II 544
7: II 544, 545 6,3: II 44 13: I 185 7: II 290 7,9: II 18, 610 11: II 610 14: I 295 9,1-7: I 185 5-9: II 547 6: II 290 15: II 298 10,10-20: I 211 11: II 176, 548 11,1-5: II 505, 546 1-9: I 185 6: II 290 6-9: II 546 10: II 547 19,20: II 542 20,3: II 278 24-27: II 361 25,8: I 315 28,14-15: II 18 29,18ss: II 298 32,15-20: II 547 17: II 543, 545, 610 35,5: II 298 40-55: I 186, 187, II 20, 204, 205, 210, 211, 478, 547 40,1-11: II 278 41,1-5: II 608 17-20: II 278 20: II 20 42: II 548 42,1-4: II 547 1-7: II 205 6: II 206 6-7: I 622 7: II 206, 298 14: I 609 43,16-19: II 20 19: II 15, 607 19-21: II 20 44,14-17: I 209 45,1-8: II 608 8: II 548 15: II 32, 608 21: II 548 46,13: II 548 48,7: II 20 49,4: II 206 7: II 206 8: II 206 13: I 315, II 207 15: I 609 26: II 207
DE
CITAS
BÍBLICAS
50,7: II 207 51,5-6: II 548 11: II 207 52,2-12: I 400 7ss: I 178 13-15: II 207 53: I 180, 539 53,2-12: II 207-208 4-12: II 53 5: I 570 61: I 177 55,8: I 310 57,7: II 20 58,1: II 550 3: II 550 6: II 298 6-7: II 550 10: II 484 59,17: II 548 60,lss: II 298 21: II 547 61: I 187, II 290 61,1: I 122 1-2: I 319, 361, 622, II 553 2: II 298 10: II 548 65,17-25: I 215, 216 19-22: II 280 21-23: II 16 66,13: I 609 JER I 186, II 474, 548, 550, 608 5,21: I 290 6,1: II 610 14: II 610 7: I 211 7,1-11: II 361 4-11: II 550 16-28: II 176 21-23: II 550 9,10-11: II 278 10,1-6: I 209 22,13-16: I 210, II 549 16: I 176 18-19: II 549 23, 5-6: II 547 27,1-11: II 608 28: I 458 30-31: I 187 31,22: II 19 31-33: II 20 3 lss: II 506 31-34: I 177, II 503 33-34: II 361 637
EZ 5,1-14: II 278 36,24-27: II 20 24-32: II 505 37: I 630 37,1-14: II 20 11: II 15 14: II 15 38: II 361 39: II 361 40-47: II 278 40-48: II 505 DAN II 276, 608 2,7: I 177 12: I 187 18: II 276 27-30: II 276 44-45: II 276 45-47: II 276 6,27-28: II 608 7: I 176, 187, 221 7,18: II 608 27: II 608 12: I 177 OS I 186 1,6-9: I 400 1-25: II 52 2,16-23: I 177 21-22: II 549 20-22: II 20 4,1-6: II 549 6,4-6: II 549 6: I 176, 210, 316, 543 AM I 186, II 548 2,4-8: II 551 7: II 176 3,1-2: I 177 9-11: II 548 4,1-2: II 548 5,7-12: II 548 21-24: II 361 21-25: I 211, 548 6,4-6: II 548 MIQ I 509, II 234, 456, 471, 475, 551 1-3: I 186 2,8-11: II 176 2-3: I 186 3,1-4: II 176 4,4: II 505 6,1-8: II 361 8: II 456, 551
ÍNDICE D E CITAS
NAH 2,1: I 178 SOF I 186 2,1-3: I 189 3: I 314
3,12-14: I 177 18: I 298 AG I 187
3,10: II 505 7,9-12: II 551 9-14: I 187 9,9ss: I 189
ZAC I 632 1-8: I 187
MAL II 33-35 3: I 187
NUEVO TESTAMENTO
M T I 591, 606 II 161, 555, 556 1,22-23: II 610 23: I 197, II 24 3,2: II 287 15: II 555 17: I 518 4,12ss: I 558 23: I 235 24-25: II 159 5-7: I 177, 197, 542 5,1-12: I 191, II 279 3: I 237, 489, II 600 3ss: I 384 3-12: I 232 6: II 555 9: II 611 10: I 180, 181, II 555 10-12: II 555 11: I 317, II 173 13-16: II 555 17-48: II 361 20: II 555, 556 23-24: I 543 43-44: I 194 45: II 24 46: I 22 48: II 524 6,1: II 555 2: I 559 5: I 559 9: I 546 9-13: I 558 10: I 381, II 508 11-12: I 548 16: I 559 19-24: I 536 24: I 232, 316, 559 25-33: I 559 33: I 315, 381, II 40, 555, 556 7: I 192 7,7-11: I 547 21-22: I 39, II 558
21-23: I 543 21-27: I 22 23: II 556, 558 8,11: II 288 21: II 299 9,9ss: I 561 10-13: I 295 13: I 316, 543 35: I 235 36: I 235, 483, 560, II 292, 557 37ss: II 557 10,7: II 508 7-8: II 293 16b: I 562 24: I 317 37-38: I 230 11: I 177, 193 11-12: I 197 11,2-6: I 542, 563 3-6: II 160 4: II 163 4-6: I 232 5: I 488 5-6: I 235 6: I 489 18ss: I 562 19: II 288 25: I 312, 545, II 120,
38-42: I 460 40: II 287 13,11: II 276 24-30: II 31 25ss: II 52 57: I 562 14,14: I 235, 483, II 159, 279, 292 15-16: I 192 15,1-20: II 361 21-28: I 235, 483 24: I 190 32: I 235, 483, II 279 15, 52-25, 46: I 198 16,1-4: II 357 3: I 443, 460 14: II 301 16: I 518 24: I 232 25: I 450, II 173 17,5: I 518, 564 8: I 564 14-29: I 235, 483 26: I 382 18: I 177 18,10: I 559 21-35: I 192 23: I 315 19,1-9: I 452 366 8: I 453 25-26: II 270, II 279 14: I 312 25ss: I 559 28: II 299 25-27: I 20, 24, 518, 20,1-16: I 310 544, 545 16: I 311 25-30: I 193 20-28: I 546 28: I 545 25-28: I 422, II 312 28-29: I 315 29-34: I 235, 483 12: I 192 34: I 483, II 279, 292 1-8: I 192 21,1-3: I 311 7: I 176, 316, 543 5: I 197 9-13: I 561 28-31: I 543 14: I 562 31: I 313 15: I 562, II 210 32: II 555 33: I 381 28: I 519, 576, II 508
638
BÍBLICAS
27: I 561 34: I 481 35-38: I 561 39: I 235, 481 41: I 235, 483, II 279, 292, 557 41-45: I 561 2,1-3,6: I 178, 192, 562 2,1-3,12: I 543 2,7: I 562 10: I 192 16: II 288 17: I 192, 313 2,23-3,6: I 391 27: I 191, 453 3: II 159 3,1-6: I 561 2: I 562 4: I 191, II 104, 455 5: II 97 6: I 561, 562, II 619 7: I 562 3,7-8,26: I 178 3,9ss: I 562 10: II 159 20: I 562 22: I 562 20-30: I 519 26: I 460 35: I 606 4,10: II 299 11: II 276 13: I 562 33: I 445 35-41: I 562 38: II 16 5,9: I 566 13: I 566 27: I 561 30: I 519 30-32: I 562 41: I 561 6,2ss: I 562 5: I 561 6a: I 562 12-13: II 293 30-44: I 85 M C I 178-179, 591, 606 1: I 178 34: I 235, 483, 563, II 1,1: I 178, II 157 279, 292, 557 3-31: I 561 34ss: I 381 14: I 178 34-44: II 288 14-15: I 176, 193, 558 45: I 563 15: I 24, 234, II 164, 46: I 563 276, 278, 287, 508, 52: I 563 552, 602 7: I 177 7,lss: I 563 21-23: I 561 22: I 561, II 58 1-23: I 560, 562 37: I 545 43-46: I 381, 390 22,1-4: II 288 2-10: I 313 10: I 313 11-13: I 384 32: I 241 34-40: II 361 23: I 192, 562 23,1-12: I 546 1-36: I 543, 560 1-39: II 361 5-7: I 559 10: I 104 23: I 193, II 558 24,36: I 545 25: I 135, 177, 197, 317, 598, II 273, 475 25,1-13: II 288 14: I 447 15-46: I 195 24-26: I 381 31: I 380 31-45: II 279, 281, 283 31-46: I 20, 24, 227, 231, 312, 314, 316, 319,11215,532,556, 558, 573, 600, 615 34: II 12 35: I 318, 382 36-41: II 215 44-46: I 195 45: II 602 26,1-2: II 215 29: II 289 27,26: II 212 45: II 32 51ss: I 566 52: II 32 57: II 299 65-66: II 302 28,10: I 291 16-18: I 197 19: I 517 19-20: II 312
639
14-32: I 391 20-23: I 192 24: I 563 8,1-10: II 288 2: I 235, 483, II 279 2ss: II 557 11-12: I 391 18: I 290 8,27-13,36: I 178-179 8,29: I 563 30: I 564 33: I 564 34-35: I 244 34-38: I 413, 564 35: I 178, 450, II 59 38: I 176 9,1: I 176 14-29: I 565 30-31a: I 565 33-35: I 565 34: I 563 36ss: I 565 37: I 559 38ss: I 565 10,2-12: I 565 12: I 452 13-16: I 565 17-27: I 565 20-29: I 177 21: I 23, II 159 21-22: II 164 23-25: I 559 28-31: I 565 29: I 178 32: II 299 35-45: I 563, 565 38-39: II 287 42: I 560, 566 42-45: I 190, II 312 45: I 176, 180, 192, II 58, 173 48: II 557 11,13-17: I 560 15-17: I 560 15-19: I 211 11,15-12, 48: I 562 11,23: I 568 12,1-9: I 518 1-12: I 560 13-18: I 566 16: I 566 17: I 566 27: I 241 35-40: I 560 38-40: I 543, 546, II 558 38-44: II 361
ÍNDICE D E CITAS
16-18: II 553 16-21: I 171, 177, 190, 198, 232, 235, 607, II 279, 288 16-22: I 542 17-21: II 177 18: I 122, II 163, 298 18-19: I 24, 50, 318, 559, 623, 633, II 298, 619 18-21: II 600 21: I 361, II 298 28ss: I 562 30: I 562 40-41: II 362 43: II 163 44: II 362 5,8: I 370 16: I 517 6,12: I 517 12-13: II 362 L C I 198-199, 481, 591, 17: II 299 606-607, 627, II 161, 17-19: II 362 20: I 237, 384, 488, 200, 308-309, 454, 554, 555 489, 559, II 600 1,18: II 16 20-21: I 382 20ss: I 191, 198 26-38: I 606 20-23: I 232, 279 28: I 611 20-26: II 362 34: II 16 21: I 312 34-35: I 607 22: I 317 35: I 528 24ss: I 559 38: I 611, II 278 24-26: II 620 40-45: I 606 25: I 312 42: I 611 35: I 517 46-55: I 298, 606 36: II 524, 557 48-49: I 607 7,13: I 483, II 279, 292 51-53: II 298 13-14: I 235 53: I 311 18-23: I 542 79: II 298 20-23: II 279, 553 2,7: I 607 21-23: II 362 9: I 477 22: I 561, 598 lOs: II 298 22-23: I 232 12: II 278, 279 23: I 488, 489, 561 14: II 610 36-50: I 561 21-24: II 361 8,1-3: I 543, 562, II 362 25: I 315 35: II 278 10: II 276 41-42: II 361-362 9,1-6: I 238 47-55: II 177 3: II 293 49: I 545 24: II 40 3,1-20: II 287 24-26: I 564 11-14: I 198 28: I 564 44: I 564 14: I 477 46-47: II 362 21-22: I 517, II 362 57-62: I 232 4: II 290 10,1: II 299 4,1-2: II 362 1-12: I 238 5-8: I 536
40: II 362 41-44: II 40 13: II 608 13,10: I 178 14: I 566 32: I 518 14-16,8 (9-20): I 179 14,9: I 178 16,1: I 291 6: II 33 6ss: I 554 25: II 193, 289 32-42: I 517 36: I 203, 545, 546 15,27ss: I 560 29-32: I 560 34: II 16 35: II 212 40-41: I 297, 298 40ss: I 562
640
9: II 508 17: II 299 21: II 366 21-22: I 369, 545, II 270, 279, 362 21-26: I 518 25-37: I 21, 287, 368 29-37: II 157-159 33: I 483 36-37: II 557 11,1-5: I 517 1-13: II 362 2: I 548, II 508 14: I 381 14-22: I 391 20: I 460, 561, II 278, 294, 508 20-21: II 362 21: I 381 27-28: I 297 29-32: I 391, II 278 30: II 287 37-53: I 562, II 361 39-52: I 560 45-52: I 559 52:I 312 12,13-34: I 536 15: II 40 16-21: I 198 22-30: II 40 22-31: II 362 33: I 198 35-40: II 362 49s: I 564 49-53: II 610 50: II 287 54-57: I 391 57: I 391, 460, 463 13,10-17: II 362 12ss: I 561 14ss: I 561 18-21: II 362 22-30: I 543 32ss: I 566 34: I 144 14,13s: I 559 14: I 198 14-24: I 313 15-24: II 362 16-24: I 384 20: II 115 21: I 313 26: II 40 15,1-7: II 362 1-32: I 543 2: II 288 11-32: I 548
BÍBLICAS
20: I 483, II 279 3,3: I 414 26: I 298 16,1-5: I 536 49-53: I 562 5: I 632 13: II 40 54: I 562 6: I 632 19-31: I 21, 198, 311, 56: I 562 6-8: I 625 12,1-8: I 297 559 8: I 632 17,10: I 98 8: I 297 11: II 15 11-19: I 235 12-19: I 346 16: I 569, II 160 21: I 234 24: I 232, 414 21: I 448 22-37: II 362 31-32: I 536 4,2-42: I 297 18,15-17: II 362 32: II 485 7-8: I 21 22: I 232 13: II 289, 293 8: I 287 25: I 312 13,1: II 524 23-24: I 625 28-30: II 40 1-17: I 546 5,16: I 562 19,8: II 164 2-5: I 560 16-47: I 562 37: II 299 14-15: I 298 17: I 527, II 18 43: II 610 34: I 287 18: I 518 45-48: II 362 35: I 42 21: II 23 20,20-26: I 536 14: I 177 25: I 446 38: I 241 14,3: I 176 6,1: I 562 46-47: I 311 6: I 241 1-15: II 616 21,1-4: II 362 9: I 526, II 167 15: I 562, 563 22,7-20: II 362 46: I 526 12: I 623, II 620 15-18: II 193, 289 17: II 610 60: II 299 24-27: II 58, 362 21: I 176 67: I 563 24-30: I 546 30: I 536 68: I 564 30: II 299 15,13: II 524 7,11-11: I 543 39-53: I 536 20: I 23 7,1-10: I 562 23,34: II 576 14-39: I 562 16,7: I 455 46: I 545 24: I 200 12-13: I 455 46-47: II 212 28: II 549 13-15: I 151 24,9: I 291 30: I 562 33: I 23 13-35: II 288 37-39: I 630 17,1-8: I 545 19: II 618 39: I 557, 561 11-19: II 523 36: II 197 44: I 562 17: I 297 36-41: II 610 49: I 312, 544 18: II 412 41-43: II 288 8,1: I 562 20-26: I 545 11: II 163 21: I 23, 518 J N I 199-200, 589, 607, 12-59: I 562 25: II 99 624, 625, 627, 635, II 19: II 549 18,23: II 619 98-99, 129, 132, 293, 20: I 562 19,25: I 176 371, 558, 561 44: I 544, II 97, 102 30: II 212 1,4: I 287 54-55: II 549 34: 11 619 9: II 403 59: I 562, 564 20,10-18: I 297 10-13: I 570 59b: I 562 17: I 546 11: I 23 9: I 313, 346 18: I 291 14: I 250, 293, II 48, 9,41: II 97 19-23: II 291 160, 485 10,10: I 107, 218, 241, 21: I 157, 297, II 315 16-18: I 344 415, 524, II 279 21,lss: I 346 18: I 526, 545, II 277 15: I 545 12-13: II 288 29: II 291 22-39: I 562 45: I 345, 346 30: I 518 H E C H I 198-199, 607, 49: I 345, 346 31: I 562 627, II 199, 295, 363, 2,1-11: I 607 31-33: I 564 371, 547, 608 1-12: I 346, II 292 39ss: I 562 1,7: II 16 12ss: I 346 11,4-28: I 297 8: I 198, II 157, 278 13ss: I 346 8: I 562 26: II 295 13-22: I 562 25: I 298 2: II 547
641
ÍNDICES
ÍNDICE D E CITAS
2,14: II 295 24-28: II 620 36: II 620 37: II 295 41: II 287 42-47: I 141, II 287 44ss: II 547 46: II 394 3,13-15: II 505 13-26: H 230 14: II 32 15: I 538, II 508 17-21: II 505 4,13: I 627 27-30: II 210 32-34: II 547 5,17: II 434 30: II 611 31: II 508 32-35: II 505 33-39: II 70 6 1: II 394 lss: II 395 1-6: II 295 1-7: II 322 2- II 295 6: II 295 6,8-8, 3: II 395 8,1: II 394 4: II 395 10,14: II 394 38: I 235, 481, II 279, 290 11,19-26: II 363 26: II 309, 395 27-28: II 295 30: II 309 13,1: II 295 H 2 3 : II 295 15,1-35: II 363 2- II 309 4: II 309 5: II 434 5ss: II 395 6: II 309 22: II 295 22-23: II 309 27: II 295 32: II 295 16,4: II 309 17,22-23: II 397 20,17: II 296 17-38: II 295 28: II 295, 335 35: I 198, 407 21,18: II 309 24,5: II 176, 394, 435
14: II 176, 435 28,22: II 176, 435 27-28: II 177 ROM I 196, 635 1: II 96 1,4: I 631 16-17: I 171 18: II 96, 453, 549 18ss: U 96 21: II 73, 97 2: II 96 2,1: II 96 lss: II 96 5: II 396 6-7: I 448 8: II 396, 549 14ss: II 95 3,21-30: I 387, 485 4: I 448 4,17: I 448 17-18: II 18 17-25: II 15 18-22: II 500 21: I 448 25: II 562 5,5: I 387, II 561, 575 6-11: I 387 8: II 160 12-19: I 387 19: I 387 6-8: I 418 6,3-5: I 414 11: II 95 13: I 386 7: II 95 7,14ss: II 95 15-18: 1 386 20: I 386 23-24: I 386 24: I 386 7,25-8, 1: II 95 8,2: I 195, II 363 11: I 630, 631 14-15: I 627 14-21: I 456 14-27: I 627 15: I 384, 546, II 24 16: I 385 18-23: I 245 18-25: I 18 18-26: I 418 19: I 386 19-21: I 385 19-25: II 18 19-27: II 291 21: I 386 642
22-23: I 619, II 284 23: II 16 24-25: I 386 29: I 385, 418, 539 31: I 569 31-39: I 478 32: I 387, 568 38-39: I 546 9,25-26: II 176 30ss: II 396 10,12: II 396 11: II 179 11,25: II 396 33-36: II 277 12,lss: II 523 2: II 513, 602 4-7: I 395 4-10: II 512 6-8: II 295 13,1-14: II 609 8-10: I 385 15,4: I 519 16: I 519 30: I 548 16,3: II 295 3ss: II 295 25: II 47 25-27: II 276 1 C O R I 196, II 363 1.1: II 295 lss: II 435 10-16: I 456 18: II 572 25: II 572 26-29: I 318 1,26-2, 16: I 632 2,4; I 627 4-5: I 623 6-10: II 276 10-16: I 623 3,1-9: I 456 9: I 383, 456 17: I 528 21: I 385 21-23: I 352, 385, 456 6,12: I 385 7,21-24: II 505 8,5: II 44 9,19: II 58 10, 1-12: II 278 23: I 385 23-24: I 456 24: I 385, II 58 28-29: I 385 H,18s: II 435 21: II 289
26: II 289, 618 12,3: II 512 4: II 296 4-5: I 519 4-6: I 548 4-11: II 295 4-31: I 395 7: II 512 11: II 420 12-13: íí 505 12ss: II 57 12-31: II 321 13: I 637 28: II 295, 296 28-31: II 295 31: II 296 12,30-13, 13: I 629 13: I 478 13, 1-13: II 358 12: I 316 14,4: I 623 5ss: II 68 6: II 295 12: I 623 14: II 68 24ss: II 68 44: I 631 15,12-20: I 245 15: II 508 19: II 54 20: II 508 24: II 508 24-28: II 620 26: II 508 28: I 352, 439, 495, II 276, 471, 508 42-44: II 509 45: 1 573, 11 292 46: I 85 55: II 25 16,19-20: II 295 2 COR I 196, II 363 1,1: II 295 20: I 245 21-22: I 519, 548 22: I 631 24: II 422 3,3: I 519 6: I 180, 466 17: I 195, 624 4,4: II 47 6: II 28 7: II 23 11: II 28 5,19-21: I 245 21: II 576
BÍBLICAS
6,16: II 176 8,2: I 318 23: II 295 12,9: II 16 13,13: I 548 14: I 519 GAL I 196, II 363 2,11-16: II 363 12: r 458 3-5: I 456 3,4: I 383 11-14: I 519 13: I 560 15ss: I 385 23-24: I 387 23-25: I 385 28: I 196, 291 29: II 176 4-5: I 177, 196 4,1: I 385 1-7: I 605 4-7: II 363 5: I 385 6: I 519, 547, 627, II 56 21-31: I 385 5:I 195 5,1: I 383, 624 1-6: II 363 2: I 383 5: I 631 6: I 100, 387 13: I 383, 385, 386, 624, II 77 20: II 435 22-25: I 629 6,2: I 196 8: 1 196 16: I 196 EF I 196, 635 1,9-10: I 245, 352 10: II 47 13-14: I 631 22: II 276 2,11-22:1629,11276,363 13-16: II 611 14-22: I 635 18: I 519 20-22: I 519 3,9: II 47 10-21: II 276 14-16: I 519 4,2-4: I 629 4-6: I 548 5: I 637 11: II 295, 296 643
11-12: II 295 15: II 78 5,5: I 209, II 59 32-33: II 291 6,12: I 210 FLP 1,1: II 295, 296 2: II 611 2,1-11: 1413 3: II 57 5-11: I 177 6: II 47 6ss: II 58 3,3: I 519 4,4-9: II 611 21: II 295 COL I 196 1,15: I 527, II 47 15-17: II 47 15-20: I 245 18: I 539, II 54, 508 19-20: II 562 24: II 620 26: II 47 27: II 276 2,9: II 47 3,3: II 53 5: I 209, II 59 11: I 439 1 TES I 196 1,1: II 295 3,2: II 295 4: II 15 5,19: I 640 19-22: 11 618 1 TES 2,3: II 25 7: II 276 13-14: I 519 1 TIM 1,12: II 296 3,9: II 276 16: II 276 4,13: II 296 14: II 309 5,17: II 296, 309 19: II 309 6,7-10: II 73 16: I 526 2 TIM 4,5: II 296
ÍNDICES
TIT 1,5: II 5-7: 5-9: 3,4: II
309 II 296 II 296 380
FLM 1: II 295 23-24: II 295 HEB I 483, 585, 592, II 230, 231, 242, 292, 302, 304, 307, 456, 473 1,1: I 370, II 24, 277 2: II 24 3: II 47 2,10: I 538, II 523 14s: I 571 17: II 292, 302 17-18: II 302 18: II 303 3,1-6: I 343 4,14-lS: U 302 15: I 572, II 161, 292 15-16: II 303 5,1-10: II 305 7ss: I 572 7-10: I 568 8-9: II 523 6,20: I 570 8,1: II 302 9,11: II 302 14: II 306 19-21: II 302 25: II 306 11,1: II 18 12,ls: I 570 2: I 538, 456
SANT I 636 1,8: I 316 2,1-10: II 187 14-26: I 458 3,18: II 611 4,8: I 316 5,13-15: II 293
1 PE II 295, 308 1,2: I 548 2,4-10: II 216 5: II 307 7-10: II 178 9: II 307 10: I 400, II 52, 178 3,15: II 417 5,1-2: II 296 1-4: II 295
2 PE 3,13: I 387 15: II 32
1 JN 1,6: I 448 2,29: I 211 3,8-15: I 544 11-12: II 490 15: II 545 4: I 181 4,3: I 627 7: I 28, 211, II 549 7-8: I 211, II 558 8: I 28
644
11: II 561 12: I 526, 553 20: I 22, 382 5,4: II 31 AP I 199, 209, 607-608, 635, II 307 1,1-6: I 199 4-5: I 519 5: II 508 6: II 307 8: I 173 18: II 287 20: II 276 3,20: I 451 5,10: II 307 6,9-11: II 505 10-11: I 199 10,7: II 276 12: I 607, 608 12,2: II 292 13,1-18: I 536 17,S: íf 276 18,lss: I 414 20,4-10: II 507 6: II 307 21,1-22, 5: I 215, 216 21,1: I 387, II 280 lss: I 414 2: II 292 3: I 221, 387 4: I 315 5: II 33 12: II 299 14: II 299 20: II 299 22,1-5: II 505 20: II 284
ÍNDICE DE MATERIAS
Aculturación, II 391-392. Ad gentes, n. 3: II 403, 404, 413; n. 4: II 420; n. 8: II 364; n. 10: II 403, 412, 420; n. 11: U 404; n. 12:11 364; n. 22: II 364, 403, 413. — corrientes misionológicas, II, 403. Adopcionismo, I 520. Alianza — antigua, I 177. — nueva, I 177. Alteridad — las a. despreciadas, II 66-70. América Latina — creación en AL hoy, II 15-17, 1819. — denuncia profética radical, I 402409. — Europa y AL, II 49-50. — hecho más novedoso: esperanza de liberación, I 475. — hecho mayor: masiva e injusta pobreza, I 475. — historia de la devoción a María en AL, I 613-616. — lugar de profetismo y utopía, I 399-402. — mundo rico y mundo latinoamericano, II 93-98. — necesidad de una revolución anticapitalista y antiimperialista, I 435. — nueva espiritualidad, I 641-642. — perspectiva latinoamericana del misterio trinitario, I 526. — pseudo-utopías, I 401-402. — realidad profética y utópica, I 399-400.
— realizaciones proféticas y utópicas, I 400-401. Amor — a Dios y a) prójimo, 1 21-23. — el a. de Jesús pasa por la cruz, II 559-560. — Jesús: el amor que lleva a la justicia, II 551-562. — libertad y a., II 77. — político, I 112. Antropología — persona y comunidad, II 49-78. — feminista, I 602. — humanocéntrica, I 601. — pluridimensional, I 602. — realista, I 602. — unitaria, I 601-602. Apostolicam actuositatem, n. 3: II 310; n. 5: II 564; n. 6: II 564; n. 7: II 564; n. 8: II 564; n. 11: II 324, 357. Artistas — y ministerios laicales, II 328. Asunción de María, I 612-613. Ateísmo — o idolatría, I 206-207. Autoridad — individuo, comunidad y a., II 6061. Bautismo, II 287-288. Biblia — de los pobres, I 107-108. — lectura popular de la B., I 170172. — sentidos de la B., I 219-220. — véase Hermenéutica bíblica. — y teología, I 219-220. 645
ÍNDICES
Bienaventuranzas — en Le, I 311-312. — en Mt, I 314-318. Caos
— del horizonte caos-cosmos a la fe en la creación, II 27-29. — el horizonte caos-cosmos, II 2627. Capital — civilización del c , I 164, 426. — y trabajo, I 159-160. Capitalismo — denuncia del sistema capitalista, I 404-407. — en América latina, I 429-430. Carismátíco — movimiento c. católico, I 620. Christus Dominus, n. 2: II 298. Circuminsesión: véase Perijóresis Cielo — cristológico, I 439. — utopía cristiana del nuevo c , I 439-442. Ciencia — creaturas de Dios o de la cienciatécnica, II 36-38. — fe y c. sociales, I 121-132. Científicos sociales — y ministerios laicales, II 327-328. Civilización — de la pobreza, I 426-431. — de la riqueza y del capital, I 426. Círculo hermenéutico, I 108. Compromiso con liberación y teología, I 99-100. Comunicación — c. sociai y ministerios laicales, 11 328. Comunidad — antropología, persona y c , II 4978. — comunión de libertades, II 77. — experiencia de c , I 627-629. — individuo, c. y autoridad, II 6061. — mediaciones comunitarias falseadas, II 65-66. — superación del individualismo nordatlántico, II 70-73. — y gracia, II 83. — y ministerios, II 299-301. Comunión — como solidaridad, II 238-240. — conflicto y c. eclesial, II 217-243. — de lo santo, II 54-56. 646
— eclesial alrededor de los crucificados, II 231-243. — enfoques insuficientes de la c. eclesial, II 232-235. - mecanismos, funciones y carismas, II 234-235. - pluralismo, II 233-234. - uniformismo, II 232-233. — noción cristiana de c , II 57-59. — obra del Espíritu, I 637. — servicio ministerial a la c. eclesial, II 241-243. — y autoridad, II 58. — y propiedad, II 58. Comunidades eclesiales de base, II 245265. — bendición del Padre, I 268. — cómo surgen, II 250-252. — contexto histórico del surgimiento de las c. e. b., II 252-254. — dificultades y riesgos, II 264. — dimensión política de las c , II 262-263. — dimensiones eclesiológicas, II 256-261. — experiencia del pueblo de Dios, I 221-222. — fecunda realidad, I 321. — lugar de convocación evangélica, I 265. — lugar generador de esperanza, II 497. — lugar privilegiado de la pastoral liberadora, I 152. — María y las c. e. b., I 616-618. — ministerios en las c. e. b., II 333343. - bíblico, II 326-327. - celebra ti vo, II 338. - de envío y de misión, II 338339. - de interpretación y de discernimiento, II 336. - de la catequesis, II 337. - de la concientización política, II 340-341. - de la cultura, II 341-342. - de la solidaridad, II 341. - del diálogo y de la acción ecuménica, II 339-340. - del testimonio personal y comunitario, II 337. - plural y diversificado, II 339. — paradigma eclesiológico para la evangelización, II 264-265. — Posibilitan la calidad de sujetos para los pobres, II 76.
ÍNDICE
DE
— potencial evangelizador de las comunidades, II 254-256. — qué son, II 247-250, 333-335. Concilio Vaticano II — derribó muros, I 18. — el pueblo de Dios en el G , II 183185. — modernización de la vida religiosa, II 512-513. — y doctrina del Espíritu Santo, I 625. — y escuelas misionológicas, II 402404. — y método teológico, I 26. Confirmación, II 290. Conflicto — comunión, c. y solidaridad eclesial, 11217-243. — desunión como conflicto, II 240241. — social, I 156-161. - antropología del c. social, I 166168. - doctrina del c. social, I 164. Conversión — estructura de la opción por los pobres, I 497. — y opción preferencial por los pobres, I 25. — y pobre, I 23-25. Cosmos — c. y fe en la creación, II 27-29. — el horizonte caos-cosmos, II 2627. Creación — creados a imagen de Dios, II 4348. — fe en la c , II 27-29. — dependencia y libertad en la c , II 39-41. — historia de la fe en la c , II 13-14. — hoy, II 14-21. - en América latina, II 15-17, 1819. - lugar hermenéutico, II 17-18. — Israel y c , II 19-21. — liberación de la c , II 9-124. — nuestra fe en la c , II 11-13. — plasmación de la vida trinitaria, I 357-358. — presencia de la vida trinitaria, I 357-360. — y descreación, II 25-26. — y mundo material, II 11-48. Creatura — c. de Dios o de la ciencia-técnica, II 36-38.
MATERIAS
— vivir como creaturas, II 21-25. - ante Dios sin Dios, II 21-23. - con Dios, II 23-24. - en Dios, II 24-25. Crisis — comienzo de la c. de Jesús, I 562563. — crisis y confirmación, I 563-564. Cristo — el seguimiento como expresión de la fe en C , I 584-586. — el seguimiento posibilita la afirmación límite sobre la realidad de C , I 587-589. — Jesús de Nazaret, el C. liberador, I 551-573. — lo liberador de la realidad (metafísica) de Cristo, 1 595-596. Cristología — afirmaciones fundamentales sobre Jesús, I 572-573. — c. de las narraciones evangélicas, I 581-582. — c. de los títulos, I 580-581. — desde el reino de Dios, I 506507. — el momento cristológico de la praxis, I 589-591. — en la teología de la liberación, I 223-251. - consideraciones metodológicas, I 224-233. - contenidos fundamentales, I 233-248. - dimensión histórica de la cruz de Jesús, I 242-245. - hermenéutica histórico-práxica, I 229-230. - Jesús histórico: su importancia, I 230-233. - lugar eclesial, I 227-228. - objeciones a la c. de la liberación, I 248-251. - ruptura epistemológica, I 228229. — los pobres, lugar teológico de la c , I 597-599. — narrativa cristológica, I 554-572. — otras c. del NT, I 584-588. — práxica: el seguimiento de Jesús, I 5S4-5S9. — significado del seguimiento para la c. teórica, I 5S6-589. — sistemática latinoamericana, I 583-584. — sistemática, I 575-599. — teórica, I 575-5S4.
647
ÍNDICES
Crítica — c. marxista de la religión, I 210212. Cruz — carácter salvífico de la crucifixión del pueblo, II 190-194. — cristiana como persecución, II 490-492. — dimensión histórica de la c. de Jesús, I 242-245. — el amor de Jesús pasa por la c , II 559-560. — importancia teológica de la c , II 194-196. — lugar teológico fundamental, I 180. — santidad política, II 467-470. — teología liberadora de la c , II 479-485. — y resurrección, I 246-247. Cultura — aproximación a las culturas, II 391-393. - aculturación, II 391-392. - enculturación, II 391. - inculturación, II 393. - integración, II 392-393. — conceptos de c , II 383-391. - análogo, II 388-391. - clasista, II 386-387. - cognoscitivo, II 387-388. - integral, II 385-386. — delimitación del campo de la c , II 380-391. — nuevo orden cultural, I 437-439. — orden cultural consumista, I 437438. — ruptura entre evangelio y c , II 377-380. — unidad de la fe y diversidad cultural, II 407-409. Dei verbum: I 455, 457; n. 2: II 336; n. 10: 172; n. 12: 182, 449; n. 15: 455. Denuncia — profética radical, I 402-409. - de la Iglesia institucional, I 407409. - de las relaciones Norte-Sur y Este-Oeste, I 403-404. - del sistema capitalista, I 404407. — profetismo de d. y utopía, I 409419. Deuda externa de AL, I 403. Dialéctica 648
— de la Iglesia y del mundo, I 635636. Dignidad — imagen de Dios, fundamento de la d. humana, II 45-47. Dinero — el reino y el d., I 559. Dios — acceso a través del compromiso, II 558-559. — actualidad del tema D., I 531-532. — convergencia de «Dios» del reino y «Padre», I 579. — creaturas de Dios o de la cienciatécnica, II 36-38. — cristiano, II 53-59. — de Jesús y el D. de los escribas y fariseos, I 543-544. — de la Biblia, I 219-220. — de la historia, I 213-216. — de la vida, I 216-218. - D. del reino como D. de la vida, I 240-241. - e ídolos de la muerte, I 206-213. - el Espíritu Santo, I 630. — de los pobres, II 553-554. — del pueblo de Dios, I 220-222. — dificultad de nombrar el misterio de D., I 203. — en el mundo de los pobres, I 202203. — en el sufrimiento injusto y la muerte violenta, I 537-540. — en la liberación de los oprimidos, I 535-537. — en la teología de la liberación, I 204. — es comunión, I 524. — experiencia de D., II 471-476. - hoy en AL, I 201-206. - y la Iglesia, I 204-205. - y responsabilidad política, I 205-206. — imagen de D., fundamento de la dignidad humana, II 45-47. — imágenes de D. en Jesús, II 47-48. — Jesús entre nosotros, I 533-532. — Jesús y el Dios del reino, I 239242. — Israel y Dios creador, II 19-21. — liberador: Espíritu Santo, I 621. — mediación de D.: reino de D., I 494-495, 577. — mediador de D.: Jesús, 1 494-495, 477. — obra de D. en la historia, II 52-54. — Padre, I 531-549.
ÍNDICE
DE
— pecado y ofensa de D., II 104-105. — resurrección y protesta de D., I 573-572. — santidad de D. e inviolabilidad del ser humano, II 44-45. — soberanía de D., II 29-32. — testimonio es la apología de D., II 32-33. — un D. diferente, I 557-558. — vivir - ante D. sin D., II 21-23. - con D., II 23-24. - en D., II 24-25. Discernimiento — del Espíritu, I 181. Discípulo — formación de los d., I 564-565. — ser d., I 314-318. Doctrina social de la Iglesia — aporte a la teología de la liberación, I 152-153. — aporte de la teología de la liberación, I 154-155. — cuestionada e interpelada por la teología de la liberación I, 161168. — ilumina la praxis liberadora, I 156-161. — y marxismo, I 155-168. — y teología de la liberación, I 111112, 145-168. Dogma — relectura de los dogmas marianos, I 608-613. - asunción, I 612-613. - el misterio de la Theotokos, I 608-609. - inmaculada concepción, I 633632. - virginidad, I 610-611. Eclesiología — desde el reino de Dios, I 507-508. — de comunión con los pobres, II 186-188. — en la teología de la liberación, I 253-272. - aspectos conflictivos y discutidos, I 269-271. - etapas en la e. de la liberación, I 257-161. - necesidad, I 253-254. - nueva eclesiología, I 254-257. - nueva comprensión de la realidad, I 256-257. - nueva praxis eclesial, I 254-256.
MATERIAS
- perspectivas de futuro, I 271272. - temática fundamental, I 261269. — recepción de la e. del pueblo de Dios, II 185-186. Economía — teología y e. crítica, I 140-141. — utopía de un nuevo orden económico, I 425-431. — y teología, I 216-218. Elección — de un pueblo, I 177. — realización en la praxis de amor a los pobres, I 177. Encarnación — encarnarse: ser pueblo, I 557. — e inculturación, II 411-413. — la «buena noticia» de la e., II 360161. — santidad de la pobreza, II 461462. Enculturación, II 391. Epistemología, I 79-98. — ruptura epistemológica, I 228229. Escatología, I 177; véase Esperanza, Reino de Dios, Resurrección, Utopía. Esperanza — centralidad de la e. en el AT, II 505-507. — de los pobres, I 186-187, 413. - presupuesto para la determinación del reino de Dios, I 498499. — final de la utopía y de la e., II 495-496. — impulso de la e., I 412-413. — razón de la e., II 507-509. — surgimiento de la utopía y de la e., II 497-498. — utopía, resurrección, II 495-510. Espíritu — a la raíz del clamor del pueblo cristiano, I 626-627'. — de Jesús, I 455-456. — de las bienaventuranzas, II 465466. — discernimiento del E., I 181. — doctrina del E. en Juan, I 624. — doctrina del E. en Pablo, I 624. — el e. de la liberación, II 447-536. — experiencia del E. Santo, I 621629. — la Iglesia nace del E., I 636-637. — necesidad de e. en la práctica de la liberación, II 464-466. 649
ÍNDICES
— necesidad de «vivir con E.», II 449-452. — obra del Espíritu: comunión, I 637. — pobres con Espíritu, I 415, II 554556. — revelación del E., I 519. — Santo, I 619-642. - Dios de la vida, I 630. - Dios liberador, I 621. - en la historia del mundo, I 630636. - motor de la creación hacia el reino de la Trinidad, I 527-528. - y el mesianismo temporal, I 633-635. - y espíritus malignos en la religión popular, II 358-359. - y gracia, II 92. - y los ministerios de la autoridad, I 640-641. - y los oficios de la Iglesia, I 639640. - y los pobres, I 632-633. — y la Iglesia, I 636-641. — y la renovación del mundo, I 631632. — y las notas de la Iglesia, I 637-639. — y letra, I 177-181. Espiritualidad — aproximación descriptiva, II 449450, 476. — cristiana, II 459-471. — desde el reino de Dios, I 508-509. — dimensión de la e., II 452-459. — fundamental-teologal, II 458-459. — liberadora, I 204, 366-372, 641642. — martirial, II 469. — necesidad, II 464-466. — necesidad de «vivir con Espíritu», II 449-452. — nueva e. en América latina, I 641642. — superación «espiritual» del colectivismo marxista, II 74-77. — teologal cristiana, II 471-476. — y seguimiento de Jesús, II 449476. Estado — y profetas, I 185-186. Etica — de liberación, I 283-285, 286. — e ideología, II 591-593. — y amor en la religión popular, II 373-375. — véase moral. 650
Eucaristía, II 288-289. Europa — y AL, II 49-50. Evangelio — análisis del e. de Marcos, I 178179. — dinamismo del e., I 177-179. — nueva praxis en la fuerza del Espíritu, I 179. — ruptura entre e. y cultura, II 377380. — testamento de la praxis de Jesús y anuncio de su venida, I 177. Evangelización, II 155-174. — ante el mundo contemporáneo, II 167-173. — contextura de la e., II 165-167. — continuidad y cambio, II 417-418. — desafíos a la e., II 169-173. — dilema de los ricos ante la e., II 163-165. — Jesús y la e., II 157-167. — la «buena noticia» de la encarnación, II 160-161. — misión de la Iglesia, II 156-157. — principio y fundamento de la e., II 157-260. — ser «buena noticia» en un mundo dividido, II 161-163. Evangelizar — los pobres evangelizan, I 318-321. Experiencia — de acción, I 622-623. — de comunidad, I 627-629. — de Dios - en e. de ser pueblo de Dios, I 221. - hoy en América latina, I 201206. - y la Iglesia, I 204-205. - responsabilidad política, I 205206. — de la muerte y de la vida, I 202. — de libertad, I 623-625. — de palabra, I 625-627. — de vida, I 629-630. — del Espíritu Santo, I 621-630. — Israel experimenta a su Dios como creador, II 29-22. Éxodo — y tierra, I 183-184. Familia — y ministerios laicales, II 324. Fe, I 448-558. — abrahámica, I 448. — antropológica, I 449-450.
ÍNDICE
DE
— centro de la fe del AT, II 541-544. — como combate espiritual, I 213. — concepción cristiana de la fe, II 56-57. — cristiana: principio de liberación, II 149-150. — datos de la fe cristiana, II 51-59. — de un pueblo oprimido y creyente, I 552-552. — del horizonte caos-cosmos a la fe en la creación, II 27-29. — dificultades político-religiosas para la vivencia de la fe trinitaria, I 514-526. — e ideología, II 594-600. — historia de la fe en la creación, II 11-23. — justicia que brota de la fe, II 574577. — los testigos de la fe iluminan la fides quae, I 586-587. — nuestra fe en la creación, II 11-13. — renace de la práctica de la justicia, II 572-574. — resonancia de los datos de la fe en la teología de la liberación, II 6470. — resonancia de los datos de la fe en la teología europea, II 59-64. — seguimiento de Jesús como expresión existencial de la fe en Cristo, I 584-586. — teología y práctica de la justicia, II 562-577. — unidad de la fe y diversidad cultural, II 407-409. — verdad de las confesiones de fe, I 552-553. — vivir de la promesa, I 387. — y ciencias sociales, I 121-132. — y compromiso con los pobres, I 241-242. — y creencia, II 368-370. — y política, I 115-120. Fidelidad — a lo real, II 456-457. Galilea — la primavera galilea, I 560-562. Gaudium et spes: I 18, 395, 403, 408, II 257, 513; n. 1: I 148, 150, II 564; nn. 1-11: I 25; n. 4: I 27, 148, II 220, 281, 357; n. 7: I 447; n. 8: I 148, II 564; n. 9: I 148, II 564; n. 11: I 377, 448, 632, II 221, 281, 357, 605; n. 16:1 448; n. 19: I 165, 451; n. 21: I 165; n. 22: I 27, 375, 447, II 389, 404, 413;
MATERIAS
n. 26: II 564; n. 29: I 149, II 564; n. 34: I 149, 535, II 38, 563; n. 36: I 153; n. 38: I 632; nn. 38-39: I 535, II 289; n. 39: I 149, 381, 387; nn. 40-45: II 364; n. 43: I 447; n. 44: I 153, II 281; nn. 57-59: II 364; n. 63: II 564; n. 75: II 564; n. 83: II 564; n. 88: II 564; n. 90: II 564; n. 92: II 421, 564; n. 93: II 564. Gracia, II 77, 79-92. — acción de Dios y acción del hombre, II 88-89. — atributos tradicionales de la g., II 84-88. — como presencia del porvenir, II 81-84. — comunidad y g., II 83. — «corporalidad» de la g., II 79-81. — dar vida, I 508. — desde la perspectiva del ser (g. habitual), II 77-88. — desde la perspectiva del actuar (g. actual), II 88-92. — divinización por la g., II 85-86. — Espíritu Santo y g., II 92. — gratuidad de la g., II 84-85. — humanidad nueva y g., II 82-83. — individual y social, II 89. — mundo nuevo y g., II 82. — perdón de los pecados por la g., II 86-88. — persona y g., II 83-84. — práctica de liberación y gratuidad, II 466-467. — visibilidad fundamental de la g.: lucha a muerte por la vida, II 488. — y la historia de los pobres, II 9091. — y los desafíos de la historia, II 9192. — y pecado, I 355-357. Grupos y movimientos — y ministerios laicales, II 324-325. Herejía, II 435-436. Hermenéutica — bíblica, I 169-200. — centro de la h., I 189. — círculo hermenéutico de la liberación, I 376. — comprensión de la nueva praxis de la libertad, I 195. — creación hoy: lugar hermenéutico, II 27-28. — des-codificación de los símbolos, I 175. 651
ÍNDICES ÍNDICE
— discernimiento de la memoria de los pobres, I 174. — discernimiento de la palabra en la práctica de liberación, I 173. — discernimiento de las armas ideológicas de la muerte y búsqueda de la fuerza del Espíritu, I 181. — establece la relación entre la letra y el espíritu, I 180. — histórico-práxica, I 229-230. — interpretación y anuncio del evangelio, I 177. — lugar hermenéutico: realidad pascual, I 10. — preferencias, I 109-110. — presupuestos hermenéuticos para el tratamiento de María, I 603604. — principio hermenéutico fundamental, I 195, 196. — tarea h., I 177. — teológico-liberadora, I 108-109. — véase Círculo hermenéutico, Mediación hermenéutica. — y liberación, I 170-182. Hijo — misterio de comunicación y de liberación integral, I 527. — revelación del H., I 518. Historia — apertura al futuro, I 334-335. — como probación y mostración de Dios, I 333-337. — como un todo, I 352-355. — de Dios, I 353-355, 360. — de la devoción a María en AL, I 623-616. — de la fe en la creación, II 13-14. — de la liberación, I 182. — de la salvación como salvación histórica, II 148-149. — de la teología de la liberación, I 17-50. — el Espíritu Santo en la h. del mundo, I 630-636. — el Jesús que hace historia, I 554556. — gracia e historia de los pobres, II 90-91. — gracia y desafíos de la historia, II 91-92. — historicidad de la salvación cristiana, I 323-372. — historicidad de los hechos del AT, I 331-332. — importancia de la cruz en la h. de salvación, II 194-196. 652
— inestabilidad de la h. humana, II 50-52. — lugar del pueblo, I 335-336. — lugar de la presencia y de la donación de Dios, I 342. — lugar teofánico, I 333-334. — obra de Dios en la h., II 52-54. — sacramentos de la Trinidad en la h., I 528-530. — trascendencia histórica cristiana, I 350-372. — trascendencia histórica del NT, I 343-350. — trascendencia histórica del AT, I 330-342. — unidad de la historia, I 327. — y teología, I 213-216. — y texto, I 172-173. Hombre — el h. no «peca», sino que «es pecador», II 94. — h. nuevo y libertad, I 195-197. — pecado como daño del h. y al h., II 102-205. — ser-esperanza teologal, II 502-502. — ser utópico, II 501-502. — utopía cristiana del h. nuevo, I 419-424, 415-416. - afirmación del h. nuevo, I 423424. - negación del h. viejo, I 419-424. Humanidad — h. nueva y gracia, II 82-83. Humanismo — economicista, I 426. — materialista, I 426. Humano — imagen de Dios, fundamento de la dignidad humana, II 45-47. — santidad de Dios e inviolabilidad del ser h., II 44-45. Ideología, II 579-600. — aparición del fenómeno ideológico, II 581-583. — burguesa, II 582. — como saber, II 584-587. — condiciones sociales, II 582. — criterio para juzgar las ideologías: el pobre, II 598-600. — definición, II 579-582. — dimensión ética, II 592-593. — dimensión política, II 588-591. — dimensión teológica, II 594-600. — discernimiento de ideologías, I 165-166. — fases de la ideología, II 582-583.
DE
— ideologías en el contexto de AL, II 597-600. Idolatría — ateísmo o i., I 206-207. — como poder, I 212-213. — Dios de la vida e ídolos de la muerte, I 206-213. — formas pasadas y presentes de i., I 208-209. — raíz del pecado social, I 209-210. — teología de la liberación: contra la i. dominante, I 207-208. Iglesia — ante el «hoy» de Dios, II 219-223. — base de la I.: I. de los pobres, II 146-148. — «colonización eclesiástica», II 182. — como pueblo de Dios, II 276-279. — como «tercer pueblo», II 181-182. — corporeidad de la I., II 129-131. — de los pobres, I 314-321. - como I. de Jesús, II 227-232. - en AL: I. martirial, II 229-230. - en Mt, I 197-198. - I. del «hoy» de Dios e I. «real», II 225-232. - nuevo pueblo de Dios, I 197. - sacramento de liberación, II 225-445. - sacramento histórico de liberación, II 227-253, 244-253. - sujeto hermenéutico, I 109. - utopía cristiana de la I., I 441442. - y elitismo, II 151-152. - y religión y fe, II 150-151. — del misterio de la I. al pueblo de Dios, II 184-185. — determinada por la opción por los pobres, II 227-228. — dialéctica de la I. y del mundo, I 635-636. — dilema decisivo, II 78. — el Espíritu Santo y los oficios de la I., I 639-640. — el Espíritu y la L, I 636-642. — el Espíritu y las notas de la I., I 637-639. — experiencia de Dios e L, I 204205. — la causa de la justicia en la I., II 563-566. — la causa de la justicia en la I. de AL, II 566-571. — misión de la I. a los productores, II 41-43.
MATERIAS
— misión de la L: evangelización, II 156-157. — nace del Espíritu Santo, I 636-637. — nuevos servicios y estructuras en la L, I 268-269. — popular, I 266. — pueblo de Dios, I 263-267, 349. — respuesta «real» de la I. al hoy de Dios, II 223-225. — sacramento de liberación histórica, I 262. — sacramento histórico de salvación, II 128-136. — signo y servidora del reino de Dios, I 262-263. — sustancia eclesial real, II 223-225. — unidad y conflicto en la I., I 267268. — utopía cristiana de la I. de Cristo, I 440-442. — y organización en la religión popular, II 370-371. — y secta, II 437-438. — y teología, I 220-222. Imperialismo — testimonio frente al i.: Ap y Jn, I 199-200. Inculturación, II 377-422, 393. — confrontación de la terminología eclesial, II 402-405. - escuelas misionológicas y Vaticano II, II 402-404. - sínodos de 1974 a 1977, II 404405. — del mensajero y del mensaje, II 423-425. — diálogo con los pueblos y entre las Iglesias, II 418-422. — lo universal y lo particular, II 405-409. — orientaciones teológicas y pastorales, II 411-422. — reconstrucción histórica de la inculturación del cristianismo, II 393-402. - hebreos y helenistas, II 394-395. - las comunidades paulinas, II 395-398. - paso al mundo greco-romano, II 398-402. — y encarnación, II 411-413. — y liberación, II 415-427. Indígenas — los pueblos i. y los pobres, II 409411. Individualismo — individuo, libertad e i., II 61-62. 653
ÍNDICE
ÍNDICES
— superación comunitaria del i. noratlántico, II 70-73. Individuo — comunidad y autoridad, II 60-61. — libertad e individualismo, II 6162. Infancia espiritual, I 314. Injusticia — culto que encubre la i., II 549-551. — denuncia de la injusticia en los profetas, II 548-551. — Dios en el sufrimiento injusto, I 537-540. — estructura de pecado, I 377. — pecado: oprimir la verdad mediante la i., II 95-96. — pobreza injusta, I 18, 360-363. — secular e institucionalizada, I 18. — social, I 19. Inserción — condiciones de la i., II 516-517. — entre los pobres, II 511. — pasos hacia la i., II 514-515. — qué es la i., II 515-516. Instrucción LN, I 45, 46, 60, 79, 82, 84, 87, 120, 132-135, 148, 149, 150, 151, 153, 157, 161, 162, 164, 166, 167, 169, 248, 373, 378, 388, 444, 466, 598, 625, II 331, 570. Instrucción LC, I 46, 61, 79, 80, 84, 87, 135-136, 148, 150, 151, 154, 163, 164, 166, 618, 625, II 570. Integración, II 392-393. Interpretación — comprensión del camino de Jesús, I 180. Israel — experimenta a su Dios como creador, II 19-21. Jesús — afirnfaciones fundamentales sobre J., I 572-573. — anuncia el reino de Dios, II 552553. — como «el» mediador del reino de Dios, I 575-584. — crisis y confirmación, I 563-564. — de Nazaret, el Cristo liberador, I 551-573. — dimensión histórica de la cruz de J., I 242-245. — divinidad de J., I 578-579. — Dios de J. entre nosotros, I 532535. — el amor de J. pasa por la cruz, II 559-560. 654
— el amor que lleva a la justicia, II 551-561. — el comienzo de la crisis, I 562-563. — el liberador, I 597-598. — el Padre de J., I, 544-548. — elementos de la estructura de su vida. - encarnación, II 461-462. - misión, II 462-463. - persecución y cruz, II 467-468. - resurrección, II 470. — en él aparece con ultimidad la voluntad de Dios, II 497. — en Galilea, I 560-562. — en Pablo, I 384. — enfrentamiento final con el Centro judío, I 565-571. - el Centro contra J., I 568-571. - J. ante su muerte, I 567-568. - J. desenmascara al Centro, I 565-566. — evangelizador de los pobres, I 190-193. — historicidad de la pasión de Jesús, II 190-194. — humanidad de Jesús, I 579. — imágenes de Dios en J.: hijos y hermanos, II 47-48. — importancia en la cristologia, I 230-233. — lo liberador de la persona de Jesús, I 592-593. — mediador de la voluntad de Dios, I 494-495, 577. - continuidad, I 577. - discontinuidad, I 577. — misión en Israel, I 190. — necesidad histórica de la muerte de J., II 196-199. — nuevo Moisés, I 343-348, 348. — presupuesto metodológico: el J. que hace historia, I 554-556. — raíces de Jesús, I 556-557. — resurrección de J., I 245-248. — revelador del Padre, I 193-194. — revelador del reino de Dios, II 277. — sacramento histórico de la opción de Dios por los pobres, II 461. — seguimiento y conocimiento, I 238-239, 247. — ultimidad de J. desde el reino de Dios, I 576-580. — ungido del Espíritu que viene para liberar, I 177. — véase Misión, Resurrección, Seguimiento.
DE M A T E R I A S
— vida y muerte de J. y siervo de Yahvé, II 210-212. — y el Dios del reino, I 239-242. — y el reino de Dios, I 233-239. — y el servicio que rescata, I 192193. — y la evangelización, II 157-167. — y la liberación de los pobres, I 191-192. — y la libertad del pueblo, I 189195. Jesucristo — fuente de utopías y razón de la esperanza, II 507-509. — mediador absoluto del reino de Dios, I 575-599.
José — síntesis del pueblo antiguo, I 606. Justicia, II 539-577. — brota de la fe, II 574-577. — derecho y j . en la Biblia, II 546548s. — el derecho y la j . como sentido último de la elección de un pueblo, II 544-546. — en los profetas, II 548-551. — exige libertad, I 418. — fe renace en la práctica de la j . , II 571-574. — fe, teología y práctica de la j . , II 561-577. — interhumana e intención última de la ley, II 551. — la causa de la j . en la conciencia de la Iglesia, II 563-566. — la causa de la j . en la conciencia eclesial en AL, II 566-571. — la cercanía de Dios como humanización y j . , II 552-553. — la misericordia que lleva a la justicia, II 557. — perspectiva bíblica, II 539-561. — perspectiva sistemática, II 561577. — trabajo por la justicia: lugar de transformación moral, II 555. — un acontecimiento justiciero y liberador en el AT, II 541-544. Koinonía: véase Comunión. Laborem exercens, I 136-140. Letra — y espíritu, I 177-181. Ley — constituye al pueblo, I 188.
— pecado y transgresión de la 1., II 103-105. Liberación — articulación de la 1. ético-política con la soteriológica, I 85-87. — campo semántico, I 377-378. - en Le y Hech, I 198-199. — comienza por las urgencias de lo material, I 382. — como forma histórica de salvación, II 136-144. — cristopraxis de la 1., I 589-597, 591-597. — de la creación, II 9-124. — de los pobres, I 174. — del oprimido, I 101. — del pecado desde el reino de Dios, I 592. — designio liberador de Dios, I 511642. — Dios en la 1. de los oprimidos, I 535-537. — e inculturación, II 415-417. — el espíritu de la 1., II 447-536. — en los evangelios, I 378-382. — engendra libertad I, 415-419. — esperanza de 1.: hecho más novedoso en AL, I 475. — fe cristiana: principio de 1., II 149150. — historia de la 1. en el AT, I 182. — Jesús de Nazaret, el Cristo liberador, I 551-573. — Jesús y la 1. de los pobres, I 191. — justificación de la preferencia por 1., I 379-382, 388-389. — libertad y 1., I 373-391. - complementariedad, I 388-391. — liberar de qué, I 381. — lo liberador de la misión de Jesús, I 591-592. — lo liberador de la persona de Jesús, I 592-593. — lo liberador de la realidad (metafísica) de Cristo, I 595-597. — lo liberador de la resurrección de Jesús, I 593-594. — llegada del reino de Dios para los pobres, I 591. — necesidad de espíritu en la práctica de la 1. II 464-466. — práctica de 1. y gratuidad, II 466467. — praxis de 1., II 537-621. — proceso histórico de 1. en el AT, I 182-189. — proceso de 1. en el AT, I 183-187. 655
ÍNDICES
— profetismo de 1., I 415-419. — profetismo utópico y proceso de liberación, I 402-419. — rescate del amor al prójimo, I 194. — sinónimo de buscar el reino, I 381. — tentaciones que genera, II 464465. — un acontecimiento justiciero y liberador en el AT, II 541-544. — y dependencia, I 377. — y hermenéutica, I 170-181. — y liberalización, I 417. Libertad — creadora, I 385-386. — del pecado, I 388. — dependencia de la naturaleza y 1. en la creación, II 39-41. — en el Jesús histórico, I 391. — en Pablo, I 383-388. — es fruto de la liberación, I 415419. — exige justicia, I 418. — experiencia de 1., I 623-625. — identidad 1. y amor, II 77. — individuo, 1. e individualismo, II 62-62. — Jesús y la 1. del pueblo, I 189-195. — miedo a la 1., I 387. — novedad y centro del mensaje de Pablo, I 195-196. — para la historia, I 388. — parte del proceso de la revelación, I 450-451. — profetismo utópico: una nueva forma de 1., I 402-419. — resurrección es manifestación de la 1., I 386. — y hombre nuevo, I 195-197. — y liberación, I 373-391. - complementariedad, I 388-391. Libertatis concientia: véase Instrucción LC. Libertatis nuntius: véase Instrucción LN. Lógica — de la vida, de las mayorías, I 217218. Lucha de clases — interpretación marxista del conflicto social, I 157. Lugar — central de la gracia: la solidaridad, II 487. — de conversión: trabajo por la justicia, II 555.
— de conversión: los pobres, II 462, 558. — de encuentro con Dios: los pobres, II 475. — de la esperanza teologal: resurrección, II 508. — generador de esperanza: comunidades eclesiales de base, II 497. — hermenéutico del significado de la resurrección: práctica de la justicia, II 573. — para la vivencia y la práctica de la redención: el sufrimiento, II 485488. — social, II 261. — teológico - el acontecer histórico, II 357, 366. - itinerario de la vida religiosa, II 512. - la realidad, II 260. - las víctimas del sistema, I 65-68. - los oprimidos, II 142. - los pobres como 1. teológico de la cristología, I 597-599. - pobre I, 28, 29. - religión popular, II 359, 375. Lumen gentium: II 273, 310, 311, 316, 513; n. 1: II 278, 574; nn. 1-2: II 183, 184; n. 3: II 564; n. 4: I 526; n. 5: II 278; n. 6: II 310; n. 8: I 264, 319, II 279, 412, 564; n. 9: I 174, 182, 528, II 185, 278, 300; nn. 9-10: II 287; nn. 917: II 364; n. 10: II 184, 321; nn. 1011: II 300; n. 11: II 290, 291, 324; n. 12: II 185, 300, 366; n. 13: II 404, 413, 421; n. 16: II 403; n. 17: II 404, 422; n. 18: II 298, 315, 316; nn. 18-20: II 311, 314; n. 21: II 310, 311, 313; n. 22: II 313, 317; n. 23: II 187; n. 24: II 187, 311; n. 26: II 187; n. 28: II 187, 310, 311; n. 29: II 320; nn. 30-38: II 364; n. 31: II 532, 564; n. 35: II 366, 564; n. 45: II 187; n. 48: II 278; n. 58: II 29. Maestros — y ministerios laicales, II 327. María, I 601-618. — asunción, I 612-613. — canto de M.: programa del reino, I 606-607. — el misterio de la Tbeotokos, I 608-609. — en la sagrada Escritura, I 604-608. - en Ap, I 607-608. - en Hech, I 607.
656
ÍNDICE
DE
MATERIAS
- en J n , I 607. - en Le, I 606-607. - en Me, I 606. - en Mt, I 606. - en Pablo, I 605-607. — historia de la devoción a M. en AL, I 613-616. — imagen del pueblo fiel, I 605. — inmaculada concepción, I 611612. — nueva comprensión, I 266-267. — presupuestos, I 601-604. - antropológicos, I 601-603. - hermenéuticos, I 603-604. — relectura de los dogmas marianos, I 608-613. — Señora de la Concepción Aparecida, I 615. — tipo de la Iglesia evangelizadora, II 173-174. — Virgen de Guadalupe, I 615. — virginidad, I 610-611. — y el Espíritu, I 528. — y las comunidades eclesiales de base I, 616-618. Martirio — en AL, II 468-470. — suprema figura del testimonio cristológico, II 492-494. Marxismo — acusación de m. a la teología de la liberación, I 132-136, 362. — crítica profética y crítica marxista de la religión, I 210-212. — cuestionamientos a la fe cristiana, I 161-165. — hecho complejo, I 161. — razón del uso del m. en la teología de la liberación, I 122-124. — recepción de categorías marxistas en el magisterio eclesial, I 136140. — relación histórica entre cristianos y marxistas, I 115-120. - 1849-1958, I 115-116. - 1959-1968, I 217. - 1968-1979, I 117-119. - 1979-1984, I 119-120. - desde 1984, I 220. — subsumido por la teología de la liberación, I 124-132. — superación «espiritual» del colectivismo marxista, II 74-77. — teología de la liberación y m., I 115-144, 368. — y doctrina social de la Iglesia, I 155-168. 657
— y teología de la liberación, I 103104, 155-168. Maternidad, I 291-293. Matrimonio, II 291-292. Medellín — y el pecado, II 99. — y la causa de la justicia, II 567. — y la gestación de la teología de la liberación, I 30-33. — y la inserción de la vida religiosa latinoamericana, II 514-517. — y la revolución, la violencia y la paz, II 614-615. Medellín: Catequesis, II 364. Educación, n. 3: II 388, 410; n. 9: I 379, 461. Introducción, I 284; n. 4: I 619, II 497; n. 6: I 379, 461. Justicia, I 376, 389; n. 1: I 32, II 567; n. 2: II 99, 410; n. 3: II 567; n. 14: II 410. Juventud, n. 15: I 319. Liturgia, n. 2: II 286. Pastoral de conjunto, n. 10: I 320. Pastoral popular, II 364; n. 5: II 404. Paz, I 376, 389, II 615; n. 1: I 32, II 567; nn. 8ss: I 378; nn. 8-10: II 567; n. 14: I 32, 598, II 567; n. 16: I 32, II 567, 615; n. 17: II 615; n. 19: II 615; n. 22: I 320. Pobreza de la Iglesia, I 303, 319, II 326; nn. 1, 2: I 19, 31; n. 4: I 318; n. 7: I 32, 319; n. 9: I 308; n. 11: I 304; n. 14: II 514; n. 16: II 514. Mediación — hermenéutica, I 107-112. — mediaciones de la teología, I 213222. — práctica, I 112-113. — socio-analítica, I 101-106. — sociológica, I 175. Memoria — de los pobres, I 173-176. - centro: éxodo y reparto de la tierra, I 183. - función, I 173-176. Mesías — el Espíritu Santo y el m. temporal, I 633-635. Método — de la teología de la liberación, I 99-223. — presupuesto metodológico: el Jesús que hace historia, I 554-556. — teológico - en el Vaticano II, I 26.
ÍNDICE
ÍNDICES
- y praxis de liberación, I 25-29. - y saber racional, I 26. Milagros de Jesús, I 235. — como compasión y misericordia, I 483-484. — como liberación, I 482-483. — como salvación, I 482. — signos del reino de Dios, I 481484. Ministerio — comunidad y m., II 299-301. — de los religiosos, II 329-330. — de los teólogos, II 330. — episcopal, II 312-315, 328-329. — finalidad de los m., II 297-299. — los m. en la Iglesia, II 295-297. — m. laicales, II 319-343. - desplazamiento progresista de «arriba» hacia «abajo», II 323326. - los m. de la «base», II 330-343. - los «nuevos m. laicales», II 320323. - los m. en el movimiento popular, II 331-333. - los m. en las comunidades eclesiales de base, II 333-343. — núcleo central: la misión, II 311. — sacerdotal, II 292-293, 329. Misericordia — descubrir, ver y solidarizarse, II 557. — primariedad y ultimidad de la m., II 454-456. — que lleva a la justicia, II 557. Misión — de la Iglesia a los productores, II 41-43. — del pueblo de Dios, II 181-183. — lo liberador de la m. de Jesús, I 592-592. — núcleo central del ministerio cristiano, II 311. — santidad del amor, II 462-467. Misterio — bíblico: el reino de Dios, II 275276. — de la presencia de Dios en el mundo de los pobres, I 202-203. — dificultad de nombrar el m. de Dios, I 203. — la razón humana y el m. de la Trinidad, I 520-523. Modalismo, I 520. Moisés — acciones salvíficas de M., I 337339.
— experiencia de Dios de M., I 461465. — Jesús, el nuevo M., I 343-348. Moral — fundamental en la teología de la liberación, I 273-286. - características, I 283-286. - elementos fundamentales, I 279-282. - génesis y desarrollo, I 275-278. - modelo moral: liberación, I 283-285. - rasgos, I 278-286. - talante pastoral, I 285-286. - y espiritualidad, I 285. — y amor en la religión popular, II 373-375. Muerte — antes de tiempo, II 488-490. — Dios en la m. violenta, I 537-540. — el reino de la vida en un mundo de muerte, I 558-560. — implicaciones del carácter histórico de la muerte de Jesús, II 199201. — interpretación soteriológica de la m. de Jesús, I 569-571. — Jesús ante su m., I 567-568. — necesidad histórica de la m. de Jesús, II 196-199. — vida y m. de Jesús y siervo de Yahvé, II 210-212. Mujer — como persona, I 290-291. — maternidad, I 291-293. — misión de ser discípulas, I 297299. — teología de la m., I 287-299. - metodología, I 295. — irrupción, I 288-290. — pasión y compasión, I 296-297. — perspectiva del Dios-con-nosotros, I 295. — quehacer teológico de la m., I 293-296. Mundo — características del m. de hoy, II 167-169. — creación y m. material, II 11-48. — dialéctica de la Iglesia y del m., I 635-636. — el Espíritu Santo en la historia del m., I 630-636. — el Espíritu y la renovación del m., I 631-632. — evangelización ante el m. contemporáneo, II 167-173.
DE
— m. nuevo, II 418. - y gracia, II 82. — rico y m. latinoamericano, II 9398. Narrativa — función de la n., I 178. Naturaleza — dependencia a la n. y adoración al Creador, II 35-36. — dependencia de la n. y libertad, II 39-41. — madre, madrastra y víctima, II 35. Negros — poblaciones negras y los pobres, II 409-411. Opción — pobres y o. fundamental, I 303321. — por los pobres, I 197-199, 388. — preferencial por los pobres, I 308313, 410-412. - criterio hermenéutico, I 155. - de Puebla, I 25. - estructura: conversión, I 497. - no solamente por los proletarios, I 156. - o. teocéntrica, I 308-310. - presupuesto fundamental para la determinación del reino de Dios, I 496-498. - rasgo central del hombre nuevo, I 422. - salvar a todos desde los pobres, I 19. - uno de los aportes más importantes de la teología de la liberación, I 321. — y espiritualidad: véase Espiritualidad. Opresión — Dios en la liberación de los oprimidos, I 535-537. — explicaciones, I 102-103. Optatam totius — y método teológico, I 26. Oración — de los pobres, I 642. — elevar la realidad vivida a palabra densa, II 473. Ordenación sacerdotal: véase Ministerio. Padre — convergencia de «Dios» del reino y «P.», I 579.
MATERIAS
— — — — —
de Jesús y el P. nuestro, I 544-548. Dios P., I 531-549. misericordioso, I 541-544. misterio insondable, I 526-527. primera persona de la Trinidad, I 548-549. — revelación del P., I 517-518. Palabra — experiencia de p., I 625-627. — fuente de la liberación, I 188-189. — fundamental: grito de los oprimidos, I 626. — manifestación en ley, profecía y sabiduría, I 188-189. — y pobre, I 108. Papa — de los pobres, II 315-317. Parroquia — y ministerios laicales, II 325-326. Pastoral liberadora, I 148-151. Paz — enfoque metodológico, II 602606. — las revoluciones de la esperanza y la p. de los pobres, II 615-621. — respuestas en la tradición bíblica, II 610-611. — respuestas en la tradición eclesial, II 611-615. — revolución, violencia y p., II 601621. Pecado, II 93-106. — daño del hombre y al hombre, II 102-105. — dar muerte, I 508, II 291. — definición: oprimir la verdad mediante la injusticia, II 95-96. — del mundo, I 360. — dimensión trinitaria, II 105-106. — el hombre no «peca», sino que «es pecador», II 94. — enmascaramiento del p., II 97-98. — estructura de p., I 377. — estructural, II 98-102. - discusión del p. estructural, II 98-100. - en Medellín, II 99. - en Puebla, II 64-65, 99, 101. - p. del mundo, II 98-99. - tres ejemplos, II 101-102. — gracia y p., I 355-357. — no consiste en la debilidad, sino en la mentira y la ceguera, II 9495. — Pablo y el p., II 95-96. — santidad y p. del pueblo de Dios, II 180-181.
r
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ÍNDICES
— social, I 20. - idolatría como raíz del p. social, I 209-210. — visibilidad fundamental del pecado, II 488. — y ofensa de Dios, II 104-105. — y transgresión de la ley, II 103104. Pedagogía — revelación divina: p. verdadera, I 453-454. Penitencia, II 290-291. Pentecostal — movimiento p., I 620. Perfectae caritatis, n. 2: II 513. Perijóresis, I 521-522, 524-526. Persona — antropología, p. y comunidad, II 49-78. — apertura a la comunión y a la trascendencia, II 77. — en la Trinidad, I 521, 526-528. — primera p. en la T., I 548-549. — valor de la p., II 43-44. — y gracia, II 83-84. Pobre — ampliación de su concepción, I 104-106. — el otro y el p., II 409-411. — criterio para juzgar las ideologías, II 598-600. — lugar teológico privilegiado, I 28, 29. — modo de ser persona, I 282. — mundo del pobre, I 304-306. — opción preferencial por el p., I 308-313. Véase Opción. — sujeto social, I 103. — y palabra, I 108. Pobres — caracterización, I 488-489. — clave hermenéutica, I 171. — como lugar teológico de la cristologia, I 597-599. — con espíritu, I 415, II 554-556. — «desde dónde», I 369. — destinatarios del reino de Dios, I 488-492. — Dios de los p., II 553-554. — en Mt, I 197-198. — esperanza de los p., I 186-187. — Espíritu Santo y los p., I 632-633. — evangelizan, I 318-321. — función de la memoria de los p., I 173. — gracia e historia de los p., II 9091. 660
— hombres explotados del tercer mundo, I 20. — iglesia de los p., I 197-198, 314321. — irrupción de los p., I 303-308. — liberación de los p., I 174. - en Le y Hech, I 198-199. — los que mueren antes de tiempo, I 503. — los últimos serán los primeros, I 310-313. — lugar de conversión, II 462, 558. — lugar privilegiado, I 361. — mueven a conversión y evangelizan, II 228. — opción preferencial por los p., I 410-412. — oración de los p., I 642. — perspectiva del p., I 281-282, 361. — portadores de la novedad de Jesús, I 177. — sacramentos del reino en la historia, II 281-282. — ser «buena nueva»: parcialidad hacia los p., II 161-163. — sujeto activo de la historia, I 411. — sujeto histórico del reino, I 38. — utopía y esperanza de los p. en AL, II 498-505. — y conversión cristiana, I 23-25. — y opción fundamental, I 303-321. — y pobreza, I 19-20. Pobreza — causas, I 306-308. — civilización de la p., I 426-431. — evangélica, I 24, 489. — feminización de la p., I 296. — hecho mayor en AL, I 475. — inhumana, I 19-20. — injusta, I 18, 360-363. - pecado del mundo, I 360. — noción de p., I 303. — radical y estructural, II 258-259. — y pobres, I 19-20. Poder, I 363-366. — el reino y el p., I 560. — tres modelos históricos del p., I 363-365. Política — e ideología, II 588-591. — experiencia de Dios y responsabilidad p., I 205-206. — fe y p., I 115-120. — utopía de un nuevo orden político, I 434-437. Populorum progressio: 1 33; n. 30: I 32. Praxis
ÍNDICE
DE
— cristopraxis de la liberación, I 589-597, 591-597. — de cariño, I 294. — de la libertad en el seguimiento de Jesús, I 195-200. — de liberación, II 537-621. - y doctrina social de la Iglesia, I 156-161. - y método teológico, I 25-29. — de salvación, I 340-342. — del reino, I 499-502. — dimensión de la p. histórica en AL, I 115-120. — el hacer consciente de la historia, II 250. — el momento cristológico de la p., I 589-591. Presbíteros, II 308-312. Presbyterorum ordinis, n. 1: II 298; n. 2: II 310; n. 6: II 288, 564; n. 7: II 310; n. 22: I 632. Prestigio — el reino y el p., I 559-560. Profecía — AL: lugar de profetismo, I 399402. — denuncia profética radical, I 402409. — los nuevos símbolos proféticos, II 285-286. — llamada a la realización de la vida del pueblo, I 188-189. — profetismo de denuncia y utopía, I 409-419. — profetismo de liberación, I 415419. — profetismo: interpelación del Espíritu, I 399. — profetismo necesita la utopía cristiana, I 397-399. — profetismo utópico, libertad y liberación, I 402-419. — utopía y profetismo, I 393-442. Profetas — y Estado, I 185-186. Prójimo, I 21. Promesa — anuncio de la p., I 177. — de la venida del reino de Dios, I 176-177. — realización de la p., I 177. Propiedad privada — doctrina sobre la p. p., I 162-164. Pseudo-utopías, I 401-402. Puebla — juicio sobre las ideologías en AL, II 597-598.
MATERIAS
— los pobres, II 462. — síntesis, I 41-43. — y el crecimiento de la teología de la liberación, I 35-43. — y el pecado, II 99. — y la causa de la justicia, II 567568. — y la vida religiosa, II 517-518. Puebla: nn. 6-8: II 293; n. 10: II 568; n. 21: II 568; n. 28: I 20, II 568; nn. 2830: I 40; n. 29: I 20; n. 30: I 20, 103, II 568; n. 31: I 281, II 170; nn. 31-39: I 20, 320, II 358, 572; n. 34: II 410; n. 48: II 597; n. 49: II 598; n. 50: II 568; n. 87: II 169, 486; n. 88: II 170; nn. 88-90: II 497; n. 89: I 19; n. 92: I 20; n. 96: I 17, 42, 268, II 256; n. 121: II 518; nn. 170-219: II 568; nn. 182-184: II 45; n. 188: II 404, 413; n. 190: I 42; n. 196: I 598; n. 199: II 568; nn. 199201: I 620; n. 209: II 568; n. 215: II 568; nn. 220-303: II 568; n. 224: II 353; n. 228: II 568; n. 249: I 640; n. 260: I 640; n. 263: I 264, II 187; n. 274: I 41; nn. 274-279: II 568; n. 281: II 64, 99, 101, 568; n. 294: II 173; n. 298: I 611; nn. 304-339: II 568; n. 306: II 45; n. 311: II 597; nn. 311-313:1 20; n. 312: II 597; n. 313: II 597; n. 314: II 598; nn. 316-319: II 358; n. 322: I 284; n. 327: I 22, 44; nn. 331-334: II 45; n. 333: II 47; nn. 333-334: II 358; n. 342: II 568; n. 362: II 568; n. 386: II 386; n. 396: II 353; n. 400: II 404, 413; n. 438: II 568; nn. 444-469: II 364; n. 450: II 353; n. 452: II 40, 365; n. 457: II 404, 413; n. 469: II 404, 413; n. 470: I 29; n. 473: I 111; n. 487: I 42, II 568; nn. 491-506: II 358; n. 494: II 597; n. 495: II 597; n. 509: II 568; nn. 536-537: II 590; n. 537: II 597; n. 538: II 597; n. 542: II 597; n. 544: II 597; n. 546: II 597; nn. 547-549: II 598; n. 550: II 597; n. 551: II 599; nn. 562: II 568; n. 573: I 111; n. 554: I 104; nn. 587-589: II 324; n. 641: II 330; n. 722: II 512, 518; n. 723: II 518; n. 733: II 518; n. 739: II 518; n. 750: II 512; n. 755: II 518; nn. 755-756: II 518; n. 770: II 518; n. 771: II 512, 518; n. 804: II 321; n. 805: II 321; nn. 895-963: II 364; n. 910: II 353; n. 934: II 353; n. 959: II 353; n. 966: II 568; n. 1134: I 25, 42, 304, II 170; n. 1135: I 25; n. 1137: I 305; n. 1140: I 25, II 170; n. 1141: II 170; n. 1142: I 310, II 45; n. 1143: I 28; n. 1147: I 106, 321, II 353, 364; n.
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ÍNDICES
1148: I 24; n. 1151: I 24; n. 1159: 1 304; n. 1167: I 42; n. 1206: I 42; nn. 1206-1293: I 42. Pueblo — carácter salvífico de la crucifixión del p., II 190-194. — crucificado, II 189-216, 201-202. - generador de comunión eclesial, II 235-237. — de Dios, II 175-188. - del misterio de la Iglesia al p. de Dios, II 184. - en el Vaticano II, II 183-185. - en la historia cristiana, II 179183. - misión, II 181-183. - raíces históricas, II 175-176. - recepción de la eclesiología del p. de Dios, II 185-186. - santidad y pecado, II 180-181. - significado del p. de Dios, II 184-185. — el p. crucificado, principio de salvación universal, II 201-204. — encarnarse: ser p., I 557. — fe de un p. oprimido y creyente, I 551-552. — Iglesia como p. de Dios, I 349, II 176-179. — importancia para la hermenéutica de la teología de la liberación, I 174. — los pobres y los que optan por ellos, I 264. — nuevo p., I 348-350. — oprimido como continuador de Jesús, II 213-216. — profético: Ap, I 199. — se vuelve tradición, I 457. — situación del p. en tiempos de Jesús, I 556-557.
ÍNDICE
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Reflexión — crítica sobre la praxis de liberación y teología, I 27-29. Reino de Dios — acceso a Dios a través del compromiso por su r., II 558-559. — carácter escatológico, II 279-280. — carácter teologal, II 277-278. — carácter totalizante, I 505-510. — como misterio-sacramento primordial, II 275-277. — concepto sistemático, I 492-510, 502-505. - formalmente: apuntar a un «más», I 502-504.
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—
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- materialmente: la vida justa de los pobres, I 502-504. desde el asesinato de Jesús, I 485487. destinatarios privilegiados, II 279. determinación en el evangelio, I 476-492. - vía de la praxis de Jesús, I 480488. - vía del destinatario del r., I 488492. - vía nocional, I 477-480. dimensión simbólica, II 278-279. formalmente: voluntad de Dios para este mundo, I 576. historia trascendente o trascendencia histórica, I 396. Jesús como «el» mediador del r., I 575-584. Jesús como el revelador del r., II 277. Jesús y el r. de D., I 233-239. Jesucristo, el mediador absoluto del r., I 575-599. lo histórico del r. de D., I 504505. lo utópico del r. de D., I 505. mediación de la voluntad de Dios, I 494-495, 577. nuevo horizonte sacramental, II 274-275. objeto de la teología, I 473-474. oposición al antirreino, I 484-485, 487. pobres: destinatarios, I 488-492. pregunta por el cuándo de su venida, I 493-494. presupuestos para su determinación, I 495-502. - esperanza de los pobres, I 498499. - opción preferencial por los pobres, I 496-498. - práctica del r. de D., I 499-502. promesa de vida en contra del antirreino, I 499. razones de primacía, I 470-476. reafirmación actual del r. de D., I 493-495. realidad histórica, I 487. r. de la vida en un mundo de muerte, I 558-560. - r. y el dinero, I 559. - r. y el poder, I 560. - r. y el prestigio, I 559-560. signos del r. de D., I 481-484, II 556.
DE
— teología de la liberación como teología del r. de D., I 467-510. — ultimidad de Jesús desde el r. de D., I 576-580. Relaciones — denuncia de las r. Norte-Sur y Este-Oeste, I 403-404. Religión — del Dios-Espíritu, I 515. — del Dios-Hijo, I 515. — del Dios-Padre, I 515. — en el socialismo real, I 141-143. — popular, II 345-375, 432-433. - aproximación histórica, II 345349. - contribución teológica, II 357359. - creencia y fe, II 368-370. - ética y amor, II 373-375. - fuentes vigentes, II 351-353. - herencias culturales y evangelización, II 353-354. - lugar teológico revolucionario, II 359. - matrices de la r. popular católica, II 350. - nuevos torrentes, II 354-357. - organización e Iglesia, II 370371. - rito y sacramentalidad, II 371373. - tradición oral y revelación, II 367-368. - y paradigmas bíblicos, II 360363. - y orientaciones del magisterio, II 363-366. Resurrección — base de la dimensión teológica, II 505-509. — confirmación de la vida de Jesús e invitación a su seguimiento, I 245-248. — de Jesús como lo último, I 471472. — esperanza, utopía, r., II 495-510. — final de la utopía y de la esperanza: no hay r., II 495-496. — la santidad del gozo, II 470-471. — lo liberador de la r. de Jesús, I 593-594. — lugar de la esperanza teologal, II 508. — surgimiento de la utopía y de la esperanza: fe en la r., II 497-498. — y cruz, I 246-247. — y protesta de Dios, I 571-572.
MATERIAS
Revelación, I 442-448. — del Espíritu, I 519. — del Hijo, I 518. — del Padre, I 517-518. — divina: pedagogía verdadera, I 453-454. — experiencia de Moisés, I 461-465. — implica libertad, I 450-451. — interacción Dios y hombres, I 461-466. — y tradición oral, II 367-368. Revolución — enfoque metodológico, II 602606. — las revoluciones de la esperanza y la paz de los pobres, II 615623. — necesidad de una revolución anticapitalista y antiimperialista en AL, I 435. — respuestas en la tradición bíblica, II 607-609. — respuestas en la tradición eclesial, II 611-615. — violencia y paz, II 601-621. Ricos — el dilema de los ricos, II 163-165. Saber — racional. - y método teológico, I 26. •— e ideología, II 584-587. Sabiduría — asegura la vida de los pobres, I 189. Sacerdocio — cristiano, II 301-307. — de todos los fieles, II 307-308. — finalidad, II 303-305. — la condición para acceder al sacerdocio, II 302-303. — problema teológico, II 301-302. — realización, II 305-307. — véase Presbítero. Sacramentos, II 267-294. — como símbolos proféticos del reino, II 280-284. — de la Iglesia, II 282-284. — de la Trinidad en la historia, I 528-530. — de los pobres: los sacramentales, II 284-285, 372. — del reino en la historia: los pobres, II 281-282. — esbozo de una sacramentología liberadora, II 284-293. 663
ÍNDICES
— horizonte de comprensión, II 270277. - horizonte de la sacramentología tradicional, II 270-272. - horizonte sacramental del Vaticano II, II 272-274. - nuevo horizonte sacramental de la teología de la liberación, II 274-275. - reino de Dios como misterio-sacramento primordial, II 275277. — la Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación, II 227253, 244-253. — los nuevos símbolos proféticos, II 285-286. — los siete s., II 286-293. - bautismo, II 287-288. - confirmación, II 290. - eucaristía, II 288-289. - matrimonio, II 291-292. - ministerio, II 292-293. - penitencia, II 290-291. - unción de los enfermos, II 293. — realidad sacramental, II 269-270. — sacramentalidad y rito en la religión popular, II 371-373. — simbolizan la solidaridad y la continuidad de la gracia, II 89. — sujeto: la comunidad eclesial, II 283. Sacrosantum concilium, II 273; n. 5: II 310; n. 10: II 288; n. 22: II 364; n. 27: II 364; n. 38: II 364; n. 40: II 364; nn. 43-46: II 364. Salvación — acciones salvíficas de Moisés, I 337-339. — campo semántico, I 380. — el pueblo crucificado, principio de s. universal, II 201-204. — historia de la salvación como salvación histórica, II 148-149. — historicidad de la s. cristiana, I 323-372. — importancia de la cruz en la historia de s., II 194-196. — la liberación como forma histórica de s., 236-244. — praxis de s., I 340-342. — soteriología histórica, II 190. Santidad — de Dios e inviolabilidad del ser humano, II 44-45. — de la pobreza, II 461-462. — del amor, II 462-467. 664
— del gozo, II 470-471. — política, II 467-470. — y pecado del pueblo de Dios, II 280-282. Sectas, II 423-445. — causas del crecimiento, II 439441. — complejidad del fenómeno sectario, II 424-426. — definición, II 427-428. — denuncia y rechazo, II 424. — desafíos de las s. a las Iglesias, II 443-445. — diversidad del fenómeno sectario, II 428-429. — en la Iglesia primitiva (hairesis), II 434-435. — factores de crecimiento externo, II 430-431. — factores internos de crecimiento, II 431-434. — interacción con la dinámica socio-religiosa, II 429-430. — la problemática de las s., II 427445. — ofertas religiosas, II 433-434. — potencial liberador de las s., II 441-443. — realidad actual en AL, II 427-428. — redescubrimiento de las s., II 436438. — respuestas a necesidades y anhelos, II 426. — secta e Iglesia, II 437-438. Seguimiento — como expresión existencial de la fe en Cristo, I 584-586. — condición epistemológica de la experiencia de Jesús, I 555. — cristología práxica, I 286-291. — del pueblo, I 265. — posibilita la afirmación límite sobre la realidad de Cristo, I 587589. — resurrección y s., I 245-248. — significado del s. para la cristología teórica, I 586-589. — último criterio de verificación de la validez de la confesión de Jesús como Hijo, II 573. — y confesión de su divinidad, I 250. — y conocimiento de Jesús, I 238239, 247. — y espiritualidad, II 449-476. - véase Espiritualidad. Sexualidad, II 207-224. — camino hacia Dios, II 118-119.
ÍNDICE
DE
— desafíos morales y pastorales, II 222-224. — dimensiones socio-políticas de la sexualidad, II 220-222. — don divino confiado a los seres humanos, II 112-113. — en el AT, II 112-113. — expresión de una ambivalencia radical, II 223-226. — factor de socialización, II 227228. — interrogantes que brotan de las ciencias y de la sociedad, II 220222. — más allá del plano personal y humanista, II 119-120. — posible factor de personalización, II 226-227. — una práctica distante de la teoría, II 209-220. Siervo de Yahvé — características, II 204-210. — vida y muerte de Jesús y s. de Y., II 220-222. Signo — signos de los tiempos, I 458-466. — signos del reino de Dios, I 481484. — unidad del significante y del significado, I 347. Socialismo — en AL, I 430-431. — religión en el s. real, I 141-143. Solidaridad — comunión como s., II 238-240. — comunión, conflicto y s. eclesial, II 217-218. — con los pobres, II 491. — identidad y s., II 405-406. — lugar central de la gracia, II 487. — teología de la s. cristiana, II 482485. Soteriología — histórica, II 190. - véase Salvación. Subordinacionismo, I 520. Sufrimiento — Dios en el s. injusto, I 537-540. — lugar para la vivencia y práctica de la redención, II 485-488. Sujeto — de la doctrina social de la Iglesia y de la teología de la liberación, I 146. — hermenéutico, I 109. — histórico, I 38. — social, I 103.
MATERIAS
Templo — la contradicción del t. en Israel, I 190-191. Teofanía — del nombre de Yahvé, I 336-337. Teología — Biblia y t., I 219-220. — como reflexión crítica sobre la praxis de liberación, I 27-29. — de genitivo, I 373-375. — de la mujer, I 287-299. — de la solidaridad, II 482-485. — de la vida religiosa. - insuficiencia y límites de la t. tradicional, II 529-524. — desde el reino de Dios, I 506. — después de Trento, I 26. — economía y t., I 216-218. — en la teología de la liberación, I 201-222. — europea - ante la teología de la liberación, I 58-73. - de la liberación, I 70-73. - resonancia de los datos de la fe, II 59-64. — fe, t. y práctica de la justicia, II 562-577. — historia y t., I 213-216. — Iglesia y t., I 220-222. — latinoamericana de la vida religiosa, II 524-536. — liberadora de la cruz, II 479-485. — mediaciones de la t., I 213-222. — tres estructuraciones de la t., II 124. — y discurso científico, I 121-122. — y economía crítica, I 140-141. Teología de la liberación — ante la pastoral liberadora, I 151155. — ante la teología progresista europea, I 53-58. — aporte a la doctrina social de la Iglesia, I 154-155. — aporte de la doctrina social de la Iglesia, I 152-153. — articulación de la liberación ético-política con la soteriológica, I 85-87. — círculo hermenéutico, I 376. — complementariedad crítica con otras teologías, I 87-91. — contenidos sistemáticos, I 299, II 622. — contra los ídolos y la idolatría dominante, I 207-208. 665
ÍNDICES
— cristología en la t. de la 1., I 223251. — cuestiona e interpela a la doctrina social de la iglesia, I 161-168. — Dios en la t. de la 1., I 204. — eclesiología, I 253-272. — epistemología, I 79-98. — estatuto teórico, I 79-91. — experiencia fundante, I 18-25, 219. — formas, I 91-98. — gestación, génesis, crecimiento y consolidación, I 30-48. — hermenéutica bíblica, I 169-200. — historia, I 27-50. — historia, metodología y especificidad, I 15-299. — iluminada por la doctrina social de la Iglesia, I 156-161. — interlocutor, I 37. — intuiciones centrales, I 279. — la causa de la justicia en la t. de la 1., II 568-571. — lagunas, I 68-70. — lo último para la t. de la 1., I 468470. — lugar hermenéutico: realidad pascual, I 10. — materialmente global y formalmente particular, I 79-81. — mediación de la experiencia de Dios, I 222. — método, I 99-223. - arranca de la práctica pastoral, II 11. - teológico-moral, I 279-281. - perspectiva del pobre, I 282282. — moral fundamental, I 273-286. - características, I 283-286. - elementos fundamentales, I 279-282. - génesis y desarrollo, I 275-278. - método teológico-moral, I 279281. - modelo moral: liberación, I 283-285. — no es una de las «teologías del genitivo», I 374. — núcleo más antiguo, I 303. - perspectiva del Dios-con-nosotros, I 295. - perspectiva del pobre, I 281282. - rasgos, I 278-286. - talante pastoral, I 285-286. - y espiritualidad, I 285.
— novedad, I 90. — nueva etapa de la reflexión teológica, I 82-85. — objeto, I 204. — opción: tomar partido por los pobres, II 602-603. — óptica primera y segunda, I 81-82. — Pablo ha quedado un poco al margen, I 390. — pastoral, I 96-97. — popular, I 95-96. — pregunta más antigua y más actual, I 12, 599. — primado de la t. de la 1.: la liberación de los pobres, I 468. — profesional, I 97-98. — punto de partida, II 602. — razones de la primacía del reino de Dios, I 470-476. — receción en Europa, I 51-77. — reflexión crítica, I 148, 204, II 127. — reflexión propia y encarnada, I 17. — resonancia de los datos de la fe, II 64-70. — teología del reino de Dios, I 325, 467-476. — teología en la t. de la 1.: I 201-222. — teología de la mujer en la t. de la 1., I 287-298. - véase Mujer. — toda forma de pensar la fe ante la opresión, I 92. — y compromiso con el proceso liberador, I 99-100. — y doctrina social de la Iglesia, I 111-112, 245-268. — y marxismo, I 103-104, 115-144, 155-168, 368. - acusación de marxismo a la t. de la 1., I 232-236. - apropiación por los teólogos, I 224-232. - dimensión histórica, I 115-120. - dimensión epistemológica, I 222-232. - véase Marxismo. — y Metz, I 65-68. — y Moltmann, I 63-65. Teólogo — carácter, I 280. Testimonio — es la apología de Dios, II 32-33. — frente al imperialismo: Ap y Jn, I 199-200. Texto 666
ÍNDICE
DE
— e historia, I 172-173. — bíblico, I 180-181. Tierra — utopía cristiana de la nueva tierra, I 424-439. — y éxodo, I 183-184. Trabajo — ambivalencia del t., II 38-39. — civilización del t., I 164. — y capital, I 159-160. Tradición — pueblo se vuelve t., I 457. Trascendencia — «de», I 328. — «en», I 328. — histórica cristiana, I 350-372. - acción liberadora, I 367. - Dios en los pobres, I 365-366. - según la teología de la liberación, I 351-372. - según Pannenberg, I 351. - según Rahner, I 350-351. — histórica neotestamentaria, I 343350. — histórica veterotestamentaria, I 330-342. - Dios se hace presente en la historia, I 339. — más allá de la opresión y de la muerte, I 214-216. — y liberación histórica, I 301-510. Trinidad, I 523-530. — concepción liberadora de la T., I 523-526. — Dios cristiano, II 52. — dificultades político-religiosas para la vivencia de la fe trinitaria, I 524-526. — Espíritu Santo, I 527. — formas de sistematización, I 522523. — Hijo, I 527. — la creación: presencia de la vida trinitaria, I 357-360. — misiones, I 522. — naturaleza o esencia o sustancia, I 521. — primera persona de la T., I 548549. — Padre, misterio insondable, I 526527. — perijóresis, circuminsesión, I 521522, 524-526. — persona o hipóstasis, I 521. — personas, I 526-528. — perspectiva del misterio trinitario en AL, I 526.
MATERIAS
— — — —
procesiones, I 521. razón humana y T., I 520-523. relaciones, I 521. sacramentos de la T. en la historia, I 528-530. Triteísmo, I 515, 520-521. Unción de los enfermos, II 293. Unitatis redintegratio, n. 4: II 421; n. 11: I 456, II 357, 421; n. 12: II 564. Utopía — alcance político, II 503-505. — AL: lugar privilegiado de utopía, I 309-402. — desarrollo histórico de las utopías, II 500. — esperanza, u., resurrección, II 495-510. — etimología y significado, II 498499. — final de la u. y de la esperanza: no hay resurrección, II 495-496. — fuente de utopías: Jesucristo, II 507-509. — notas de la u. cristiana, I 395. — profetismo y u., I 409-419. — pseudo-utopías, I 401-402. — surgimiento de la u. y de la esperanza: fe en la resurrección, II 497-498. — u. cristiana - de la Iglesia de Cristo, I 440442. - de la nueva tierra, I 424-439. - de un nuevo orden cultural, I 437-439. - de un nuevo orden económico, I 425-432. - de un nuevo orden político, I 434-437. - de un nuevo orden social, I 432434. - del hombre nuevo, I 419-424. - del nuevo cielo, I 439-442. - necesita el profetismo, I 395397. - preanuncio histórico de la creación del hombre, tierra y cielos nuevos, I 419-442. — utopías en la Biblia, II 505. — y esperanza de los pobres en AL, II 498-505. — y profetismo, I 393-442. Verdad — de las confesiones de fe, I 552553. 667
ÍNDICES
— pecado: opresión de la v. mediante la injusticia, II 95-96. — que libera: Jn, I 199-200. — respetar la v. de la realidad, II 453-454. Vida — Dios de la vida: Espíritu Santo, I 630. — experiencia de vida, I 629-630. — religiosa, II 511-536. ~ abstracción de la v. religiosa, II 519-520. - evolución de la v. religiosa en AL, II 512-518. - exaltación de lo jurídico, II 520. - experiencia original en AL: inserción entre los pobres, II 511. - insuficiencia y límites de la tradicional «teología de la v. religiosa», II 519-524. - «profesionalismo» de la v. religiosa, II 520-521. - teología de la v. religiosa desde la inserción, II 524-536. - y ¡a categoría «estado de perfección», II 523.
668
- y la teoría de los tres votos, II 524. — vivir como creaturas, II 22-25. - ante Dios sin Dios, II 21-23. - con Dios, II 23-24. - en Dios, II 24-25. Violencia — enfoque metodológico, II 602606. — respuestas en la tradición bíblica, II 609-610. — respuestas en la tradición eclesial, II 621-625. — revolución, v. y paz, II 601-621. Virginidad — de María, I 610-611. Voluntad de Dios — en Jesús aparece con ultimidad, I 495. — mediador y mediación, I 494-495. Yahvé — Dios de la vida que viene a liberar, I 177. — véase Siervo de Yahvé.
ÍNDICE DE AUTORES
Adorno, Th. W.: I 64. Aguirre, R.: II 539-561, 539, 627, 632. Agustín: I 88, 180, 229, 253, 446, 450, 455, 530, 548, II 24, 32, 75, 114, 257, 388, 414, 611, 612. Alberigo, J.: II 309, 567. Alberto Magno: I 122, II 55, 401. Albo, X.: II 355. Alcalá, M.: II 312. Aldunate, J.: I 277. Alexander, F.: I 116. Alfaro, J.: I 59, 83. Alonso, A.: II 624, 628. Alonso Díaz, J.: II 539. Alonso Schokel, L.: II 308. Alszeghy, Z.: II 49. Althaus: II 614. Althusser, L.: I 125, 128, 129, 130, II 382, 589. Alves, R.: I 57, 123, 125, 127, 129, 277, 531, II 624, 631. Aman, K.: I 121. Anderson, A. F.: I 175, 183, 189, 194, 195, 196, 199, 200, 537, II 625. Andrade, B.: I 542. Angelelli, E. : II 294, 314. Anselmo: I 26, 28. Anjos, M. F. dos: I 277, 282, 284. Antoncich, R.: I 145-168, 563, II 624. Apel, K. O.: II 71. Aquino, M. del P.: II 624. Aquino, T. de: I 26, 88, 101, 121, 122, 134, 136, 140, 179, 180, 181, 231, 367, 428, 466, 530, 630, II 12, 24, 32, 36, 104, 257, 271, 282, 284, 310,401, 612. Araya, V.: I 181, 194, 531, II 572, 624. 669
Aristóteles: II 257, 398, 401. Arguedas, J. M.: II 68. Armendáriz: II 14. Arroyo, G.: I 118, 130. Arrupe, P.: I 104, II 393. Assad, M. B.: I 289. Assmann, H.: 1 37, 127, 169, 223, 258, 277, 531, 538, II 193, 354, 624, 628, Auer: II 24, 30. Avila, R.: II 624, 628. Auzou: II 20, 30, 31, 46. Azevedo, M. de C : II 245-265, 247, 250, 256, 258, 260, 261, 263, 414, 628, 631. Bacon, F.: II 500. Baena, G.: I 482. Bakunin, M.: I 134. Balthasar, H. U. von: I 83, 324, 329, 340, 341, 356, II 100, 450. Bamat, T.: II 629. Bambierra, V.: I 117. Baraglia, M.: II 629. Barney, G. O.: II 562. Barreiro, A.: II 629. Barreto, J.: I 344. Barrett, D.: II 425. Barros, C. de: II 250. Barros Laraia, R. de: II 385. Barth, K.: II 454, 614, 621. Bastien, P.: II 354. Becket, T.: II 468. Belarmino: II 316. Berdiaeff, N.: II 72, 75. Berger, P.: II 44. Bergson: I 334.
ÍNDICES
Berryman, Ph.: II 624. Betto (Frei): I 142, 143, 531, II 252, 263, 629. Beyreuter, E.: 1 378. Bietenhard, H.: II 304, 308. Bigo: I 118. Blanc: II 500. Blanquart: I 124. Bloch, E.: I 70, 125, 126, 127, 129, 134, II 501. Blondel, M.: I 124. Boismard, M. E.: I 344, 345, 346, 370. Boff, Cl.: I 37, 71, 76, 77, 79-113, 125, 130, 225, 325, 354, II 255, 260, 263, 281, 326, 497, 600, 624, 627, 628, 629, 631. Boff, L.: I 37, 38, 39, 45, 46, 47, 56, 57, 130, 223, 224, 225, 226, 230, 232, 233, 234, 239, 242, 243, 244, 246, 249, 251, 255, 258, 259, 260, 279, 469, 477, 493, 509, 513-530, 532, 538, 539, 540, 546, 547, 636, II 28, 69, 222, 252, 256, 263, 314, 478, 497, 567, 569, 571, 572, 575, 624, 627, 628, 629, 631. Bojorge, H.: II 627. Bolívar, S.: II 613. Bonhoeffer, D.: I 55, 599, II 21, 227, 460. Bonifacio VII: II 612. Bonino, J. M.: I 37, 63, 129, 223, 277. Bonnín, E.: I 277, II 631. Borge, T.: II 382. Borobio, D.: II 272. Brandáo, C. R.: II 354, 401, 629. Brandt, W.: II 562. Bravo Gallardo, C : I 224, 236, 247, 251, 551-573, II 624, 627. Bretón, S.: II 582, 583, 585, 586. Brown, D.: II 355. Brown, R. E.: I 200, 344. Brox, N.: II 394. Brunelli, D.: I 295, II 631, Brunner, E.: II 25, 46, 505. Brunswick, N.: I 116. Buber, M.: II 506. Buenaventura: I 530. Bujarín: I 124. Bultmann, R.: I 231, 384, 467, 468, 486, 493, II 211. Büntig, A.: II 629. Calvez, J.-Y.: I 124. Calvino: II 613. Cámara, H.: II 329. Campanella, T. de: II 500. Campanini, G.: II 563. Caramuru, R.: II 629. 670
Caravias, J. L.: II 629. Cardenal, E.: I 131. Cardenal, R.: I 359. Cardonel, J.: I 124, 126. Cardoso, F.: I 30, 125. Casaldáliga, P.: II 67, 103, 282, 460, 469, 478, 490, 631. Casalis, G.: I 223. Casas, B. de las: I 110, 276, 310, 539, II 455, 489, 571. Castillo, A.: II 631. Castillo, F.: II 624, 632. Castillo, J. M.: I 236, II 272, 274, 289, 295-317, 301, 309, 310, 311, 313, 627, 629, 631. Castro, F.: I 118, 125, 129, 142, 143, 437. Cataa, F.: II 624. Cavalcanti, T. M.: I 295. Cavarrús, C. R.: I 353. Cayetano: II 316. Cazalles, H.: I 542. Cicero: I 110. Cierva, R. de la: I 73. Cipriano de Cartago: II 309. Clausewitz: II 605. Codina, V.: II 267-294, 288, 624, 629, 631, 632. Coenen, L.: I 378, 302, 306. Colé, G. D.: I 116. Collins, J. J.: I 331. Comblin, J.: I 47, 122, 123, 124, 125, 126, 171, 196, 197, 198, 223, 532, 546, 619-642, II 43, 49, 68, 79-92, 573, 624, 627, 628, 629, 632. Congar, Y.: I 45, 542, II 286, 310, 313, 314, 315, 316. Cook, G.: II 251, 260. Coppens, J.: I 542. Cortina, A.: II 72. Corvalán, L.: I 119. Cosmao, V.: I 126. Cothener, E.: II 295. Crisóstomo, J.: II 296. Croatto, J. S.: I 170, 223, 537, II 20, 24, 30, 31, 624, 628. Cullmann, O.: I 347, 480, 481, 493, II 211. Cunha, R. I. de A.: II 627. Cussianovich, A.: II 631. Chalet, F.: II 579, 584. Chardin, T. de: I 46, 124, 467, 599. Charles, P.: II 403. Chauí, M.: II 582, 583, 632. Chauvet, L. M.: II 272. Chenu, M. D.: I 45, 59, 62, 330. Chertidu, S.: II 355.
ÍNDICE
DE
Chirpaz, F.: II 117. Chomski, N.: II 168. Damasceno, J.: I 524. Damen, F.: II 423-445, 629. Daniélou, J.: I 46, 276, II 400. Deissler, A.: I 542. Denis, H.: II 311. Denzinger, H.: I 14, 444, 445, 447, 452, 455, 456, 459, 534, II 14, 310, 413. Díaz Mateos, M.: II 627. Dierse, U.: II 580. Dietz: I 134. Diez Alegría, J. M.: II 563. Dilthey, W.: I 170. Dodd, Ch.: I 493, 540. Dreher, C : I 183. Dria, R.: II 624. Duarte, A.: II 625. Dumas, B. A.: II 624. Dumont, L.: II 496. Dupont, J.: I 191. Duquoc, Ch.: I 59, 62, 63, 70, 235, 242, II 115, 623, 624. Durand, G.: II 115. Durham, E. R.: II 381. Dussel, E. D.: I 37, 38, 57, 58, 115-144, 116, 118, 119, 121, 123, 124, 131, 134, 135, 137, 138, 139, 140, 141, 277, II 289, 327, 329, 331, 593, 624, 628. Duviols, P.: II 364. Eckhart: I 110. Echegaray, H.: I 47, 224, 236, 239, 245, 246, 249, 469, 532, II 575, 624, 627. Eichrodt, W. : I 542, II 20, 30, 31. Eliade, M.: I 332. Ellacuría, I.: I 9, 10, 11, 12, 37, 52, 56, 61, 98, 194, 226, 237, 259, 323-372, 367, 380, 389, 393-442, 469, 470, 473, 474, 486, 489, 499, 508, 509, 575, 587, 589, 597, 598, II 69, 127-153, 132, 133, 137, 146, 189-216, 219, 222, 224, 236, 267, 450, 452, 467, 478, 486, 555, 563, 569, 571, 572, 573, 627, 629, 631, 632. Engels, F.: I 124, 133, 134, 397, II 193, 580, 590. Epsztein, L.: II 539. Escudero Freiré, C : I 481. Estrada, J. A.: II 175-188, 627, 629, 631. Eusebio de Cesárea: II 403, 611. Ezcurra, A. M.: I 133, II 624, 629. Faletto, E.: I 30, 125. Fals Borda, O.: I 125. Falla, R.: II 629. 671
AUTORES
Ferrara, B.: II 627. Ferro, C : I 290. Festugiére, A. J. : II 399. Fierro, A.: I 69, 276, II 623, 624. Filón de Alejandría: II 396. Fiore, J. de: I 634, 635. Fiorenza, E. S.: véase Schüssler Fiorenza, E. Fitzpatrick, R.: I 189. Flick: II 49. Floristán, C : I 71, 224, 234, 237, 367, 469, II 272, 274, 301, 309, 500, 564, 566, 584. Fourez, G.: II 274. Fourier: II 500. Fragoso, A.: II 632. Franca Miranda, M. de: I 373. Francisco de Asís: I 110, II 41, 414, 459, 519, 534. Frank, G.: I 125. Freiré, P.: I 127. Freud, S.: II 50. Fries, H.: I 151, II 496, 507, 508. Fry, P.: II 355. Galazzi, S.: I 183. Galilea, S.: I 37, 223, II 567, 625, 627, 629, 631. Gallager, R.: I 273. Ganoczy: II 41. Gantin: I 46. Garaudy, R.: II 331. García Canclini, N.: II 383. García Márquez, G.: I 284. García Roca, J.: II 584, 585, 586. Gauthier, P.: I 122. Gebara, I.: I 293, 296, 298, 601-618. Geertz, C : II 381. Geffré, C : I 53. Gelin, A.: I 542. Geoltrain, P.: II 579. Gera, L.: I 131. Germani, G.: I 125. Gibrán, J.: II 327. Gilson, E.: II 25, 30. Gimbernat, J. A. : II 500. Giménez, G.: I 131, 277, II 625. Giobellina, F.: II 355. Girard, R.: I 191. Girardi, G.: I 54, 71, 72, 73, 119, 125, 131, II 564. Gnilka, Ch.: II 378. Gogarten: II 614. Goitia, J.: II 562. Goldmann: I 125. Gollwitzer, H.: I 126. Gomes da Silva, R.: I 289.
ÍNDICES
Gomes de Sousa, L. A.: I 131, II 263. González, J. L.: I 286, II 354, 629. González, L. J.: I 277. González, M.: I 61, II 629. González Faus, J. I.: I 45, 47, 72, 230, 239, 251, 502, II12, 21, 49-78, 93-106, 467, 478, 566, 573, 574, 576, 577, 625, 628, 629, 631, 632. Goot, R.: I 117. Gorgulho, G. da S.: I 169-200, 170, 175, 177, 185, 187, 189, 194, 195, 199, 537, II 625. Gorbachov, M.: I 142. Gottwald, N. K.: I 176, 183. Gourges, M.: II 508. Grande, R.: I 505, II 152-153. Gramsci, A.: I 124, 125, 128, 130, 134, II 382, 582. Greinacher, N.: I 72, II 300. Grelot, P.: II 112. Greshake: II 489. Grillmeier, A.: II 60. Guevara, E. (Che): I 124, 125, 129. Gutiérrez, G.: I 12, 21, 28, 33-34, 37, 38, 45, 46, 47, 48, 54, 55, 62, 64, 68, 91, 92, 122, 123, 124, 128, 151, 189, 223, 240, 241, 249, 251, 258, 259, 260, 276, 279, 303-321, 367, 375, 376, 379, 380, 388, 390, 469, 501, 503, 508, 531, 537, 538, 599, 636, II 16, 41, 68, 120, 260, 314, 451, 462, 467, 471, 472, 478, 488, 497, 504, 567, 570, 571, 572, 575, 576, 577, 625, 627, 628, 629, 631. Habermas, J.: I 136, II 71. Hahn, H. Ch.: II 304. Háring, B.: I 281, II 114. Harnecker, M.: I 118, 125. Harrington: II 500. Hasenhüttl, G.: II 297. Hegel, G. W. F.: I 334, II 517. Heidegger, M.: II 71. Hengel, M.: I 585. Henry, P.: II 606. Henschel, A. ].: II 539. Hernández Pico, J.: I 540, II 329, 478, 571, 601-621, 632. Heschel, A.: I 541, 542. Hinkelammert, F.: I 118, 125, 131, 140, 181, II 625. Hobbes, Th.: I 420. Hólderlin: II 71. Holl, K.: II 398. Hoornaert, E.: I 255. Horkheimer, M.: I 64. Hotz, R.: II 272. Houtart, R.: I 126. 672
Huxley, A.: II 37, 503. Husserl, E.: I 136. Ignacio de Antioquía: II 309, 315. Imhof, P.: II 329. Imschoot: II 20. Ireneo de Lión: I 517, II 23, 130, 182, 222, 234, 313, 404, 413. Irarrazaval, D.: I 48, II 267, 345-375, 354, 629. Jacob: II 20, 30, 46. Jaén, N.: II 631. Jankélevitch, V.: I 281, II 576. Jenni: II 20. Jeremías, J.: I 239, 482, 489, 546, II 202, 205, 210, 211, 298. Jiménez Limón, J.: I 12, 230, II 477-494, 575, 627, 631. Jordá, M.: II 629. Josefo, F.: I 560. Jossua, J.-P.: II 567. Juan XXIII: I 30, 153, 304, 320, II 230, 231, 563. Juan Pablo I: I 40. Juan Pablo II: I 28, 40, 44, 46, 49, 61, 79, 80, 82, 84, 96, 103, 152, 158, 161, 306, 307, 309, 403, 426, 513, 618, II 99, 100, 168, 232, 324, 364, 365, 377, 388, 389, 402, 405, 415, 566, 570, 597, 621. Justino: II 404. Kadt, D.: I 117. Kant, I.: I 334, 406, 579. Kaplan: I 30. Kásemann, E.: I 384. Kasper, W.: I 234, 476, 478, II 272. Keesing, R.: II 385. Kelli, J. N. D.: I 548. Kellner: II 44. Kerber, W.: II 563, 569. Kerényi, K.: II 498. Kerkhofs, J.: II 300. Kerns, J. E.: II 114. King, M. L.: I 284. Kloppenburg, B.: I 133. Konstantinov: I 124. Konzen, L. Z.: I 198. Korsch, K.: I 125, 129. Kudó, T.: II 354, 630, 631. Küng, H.: I 234, 463. Ladaria, L. F.: II 49. Lalande, A.: II 580. Lalive, C.: II 354. Lamouille, A.: I 344.
ÍNDICE
DE
Landázurri: I 62. Larraín: I 30. Laurentin, R.: II 297, 405. Lebret: I 124. Lécuyer, J.: II 312. Leers, B.: I 277, 286, II 625. Légaut, M.: II 62-64. Lemaire, A.: II 296, 309. Lenin, V. I.: I 124, 133, 134, 142, II 580. León XII: II 613. León XIII: I 162, 163, II 613, 614. León-Dufour, X.: II 212. León Magno: II 60. Lepargneur, H.: II 108. Lesbaupin, I.: I 540. Lévi-Strauss, C.: II 406. Lévinas, E.: I 280, II 31. Libánio, J. B.: I 47, 277, II 252, 260, 263, 331, 495-510, 579-600, 625, 627, 628, 630, 631, 633. Liégé, A.: I 466. Lima Vaz, H. C. de: I 276, II 581, 585. Liss, B.: I 116. Locke, J.: II 500. Lohfink, N.: I 191, 192, II 31, 397, 599. Lois, J.: I 223-251, 226, 227, 229, 232, 235, 237, 240, 243, 251, 575, II 623, 627, 633. Lonergan, B.: I 26, 548. López Trujillo, A.: I 60. Loewy, M.: I 116. Loyola, I. de: II 160, 459, 472, 475, 534. Lozano, J.: I 133. Lubac, H. de: I 46, 455, II 77, 78, 288. Lucchetti Bingemer, M. C.: I 296, 601618, II 628, 631. Lukács, G.: I 124, 129, 134. Lutero, M.: I 599, II 612, 613. Luxemburgo, R.: I 125. Maccise, C.: II 631. Maduro, O.: I 131, II 354, 625, 633. Magriña, L.: II 562. Maldonado, L.: II 272, 348, 349. Malévez: I 122. Manarache, A.: I 547. Mannheim, K.: II 581. Manresa, F.: II 571. Manson, T. W.: I 546. Manzanera, M.: II 627. Marcuse, H.: I 125, 127, 129, II 495. Marchel, W.: I 541. Mariátegui, J. C.: I 125, 129. Maríns, J.: II 329, 630. Maritain, J.: I 124. Martin-Achard, R.: II 396.
AUTORES
Martín Baró, I.: I 9, 359. Martín Velasco, J.: II 349. Martínez Diez, F.: II 625. Marx, K.: I 104, 124, 127, 129, 130, 131, 133, 134, 135, 137, 138, 139, 140, 141, 226, 397, 425, II 51, 74, 75, 192, 193, 580, 582. Marxen: II 211. Marty: II 405. Marzal, M.: II 354, 630. Mate, R.: II 193. Mateos, J.: I 344, II 272, 299, 308. Mattai, G.: II 563. McGrath, M.: I 330. McKenzie, J. L.: I 465, II 30, 46. Melanchton: II 613. Melano Caouch, B.: I 131. Méndez Arceo, S.: II 630. Menezes, P.: II 385. Merklein, H.: II 508. Mesters, C.: I 29, 37, 47, 170, 187, 199, 537, 538, II 250, 251, 346, 478, 625, 628, 631. Metz, J. B.: I 45, 52, 57, 59, 64, 65-68, 122, 125, 127, 229, 280, II 49, 56, 57, 62, 78, 289, 450. Mifsud, T.: II 625. Miguel, M.: I 292. Míguez Bonino, J.: II 625, 628. Militello, C.: I 295. Miranda, J. P.: I 127, 129, 185, 223, 244, 277, 472, II 475, 539, 625, 628. Misfud, T.: I 277, 278. Móhler, J.: I 122, II 185. Moingt: II 198. Molina: II 613. Moltmann, J.: I 57, 59, 63-65, 125, 127, 244, 469, 541, 546, II 13, 21, 30, 31, 41, 45, 46, 506. Morelli, A.: I 131. Moreno, L: II 349. Moreno, J. R.: I 9, 10, II 155-174. Moreno Rejón, F.: I 273-286, 274, 276, 277, 280, 282, 283, II 625. Moro, T.: II 498, 500. Moser, A.: I 48, 277, 284, II 107-124, 111, 120, 625, 628. Mounier, E.: I 124. Müller, J.: II 405. Munárriz, J. M.: II 565, 624. Muñera, A.: II 625, 628. Münzer, T.: II 613. Muñoz, R.: I 31, 37, 258, 469, 531-549, 531, 538, 636, II 571, 625, 628, 630. Muray, P.: II 496. Murray, J. C.: II 506. Mussner, F. von: I 170. 673
ÍNDICES
Nauck, W.: II 296. Néher: II 20, 30. Neutzling, I.: II 598. Newbery, S.: II 355. North, M.: I 335, 336, 337. North, R.: II 298. Occam, Guillermo de: II 407. Ohm, T.: II 403. Oliveros, R.: I 17-50, 31, 39, 122, 126, 273, II 625. Orbe, J.: II 23. Orígenes: I 121. Orrieux, C : I 541. Ortiz, R.: II 355. Owen: II 500. Pablo VI: I 30, 40, 108, 111, 131, 153, 154, 155, 165, 167, 172, 295, 403, II 156, 264, 320, 321, 323, 353, 377, 389, 420, 564, 565, 596, 614, 615, 617. Pacheco, J. A.: II 635. Palacio, C : II 511-536, 628, 631. Palmes, C : II 631. Pannenberg, W.: I 234, 351, 371, 467, 469, 478, 479, 480, 493, 505, 541, II 28, 49, 195. Paoli, A.: I 131, II 632. Parker, C : II 354. Parménides: II 398, 406. Parra, A.: II 319-343, 630. Pascal: I 28. Pastor, F. A.: I 151-155, II 255, 628. Paz Zamora, N.: I 131. Peterson, E.: I 514. Philip, A.: II 616. Pikaza, X.: I 239, II 215. Pinto de Oliveira, C : I 126, 277. Pío VII: II 613. Pío IX: I 611. Pío XI: I 162, II 614. Pío XII: I 174, 612. Pixley, J.: I 77, 131, 185, II 281, 326, 497, 505, 600, 625, 627. Platón: II 257, 398. Plongeron, B.: II 348. Pohier, J. M.: II 114. Popper, K.: II 504. Preiswerk, M.: II 355. Proaño, L.: I 39, II 630. Próspero de Aquitania: II 270. Quiroz Magaña, A.: I 47, 253-272, 470, II 256, 303, 312, 314, 317, 625. Rad, G. von: I 331, 456, 542, II 19, 20, 29, 30, 31.
Raes, J.: II 591. Rahner, K.: I 27, 45, 59, 62, 65, 88, 122, 136, 234, 350-351, 461, 467, 548, 562, 563, 570, 576, 578, 584, 586, 589, II 23, 62, 78, 145, 220, 240, 272, 287, 312, 329, 450, 457, 475, 488, 499, 623, 625. Rambla, J. M.: II 571. Ramos Regidor, J.: I 65, 71, 75, 273, II 623, 625. Ratzinger, J.: I 45, 61, 96, 122, 128, 325, 362, 625, II 100, 312, 324. Rawls, J.: II 574. Regan, J.: II 354, 630. Renán: I 124. Renckens: II 20, 30. Ribeiro, H.: II 630. Ribeiro Brandao, M. L.: I 287-299. Ribeiro de Oliveira, P. A.: II 263. Ricoeur, P.: I 547, II 34. Richard, P.: I 37, 39, 57, 91, 118, 130, 172, 173, 183, 185, 201-222, 223, 285, 537, II 625, 626, 628, 630. Rincón, R.: II 310, 629. Rius Camps, J.: II 309. Rivera, L.: II 505, 632. Rolin, F. C.: II 630. Romberg, R.: II 580. Romero, O. A.: I 12, 22, 44, 47, 120, 241, 309, 359, 408, 486, 505, 540, 587, 593, 614, 640, II 15, 55, 66, 99, 131, 165, 169, 172, 173, 222, 229, 230, 237, 241, 270, 277, 286, 289, 291, 293, 315, 455, 457, 460, 464, 467, 468, 474, 493, 620, 632. Rossell y Arellano, M.: I 116. Rossi, L.: II 563. Rousseau, J.-J.: II 500. Roux, R. de: I 117. Ruiz de la Peña, J.: II 14, 41. Saint-Simón: II 500. Saldanha, J.: II 421. Salinas, M.: II 629. Samour, J.: I 116. Sánchez, J. J.: I 68. Sánchez Vázquez: I 125, 129. Sandino, C. A.: II 72. Sangu: II 404. Santa Ana, J.: I 131, 277, II 626, 627. Santos, T. dos: I 125. Sanuso, H.: II 423. Saravia, X.: I 47, II 626. Sartori, L.: I 83. Savonarola: I 110. Scannone, J. C.: I 131, 151, 277, II 569, 626, 630. 674
ÍNDICE
Scháfer, K.: I 534. Schaul, R.: I 118. Scheffeczy: II 14. Schillebeeckx, E.: I 45, 59, 66, 84, 235, 480, 482, 534, 552, II 24, 30, 112, 272, 300, 562. Schlier, H.: II 304. Schmidlin, J.: II 403. Schmidt, F.: II 579. Schmitt, J.: I 540. Schnackenburg, R.: I 487. Schneider, B.: II 562. Schoonenberg, P.: II 20. Schulte, R.: II 272. Schürmann, H.: I 132, II 193, 211. Schüssler Fiorenza, E.: I 289, II 312. Schwantes, M.: I 183, 184, 185, 187. Schweitzer, A.: I 493. Sebastián, F.: I 60, 61. Sebastián, L. de: I 403, II 562. Segna, E. V.: II 630. Segundo, J. L.: I 37, 39, 45, 51, 52, 56, 122, 123, 124, 125, 126, 128, 133, 224, 225, 234, 236, 249, 258, 269, 276, 373391, 443-466, 469, 485, 487, 489, 496, 531, II 94, 267, 478, 575, 626, 627, 628, 630. Semmelroth, O.: II 272. Sepp, A.: II 408, 409. Shapiro, S.: I 118. Sicre, J. L.: I 532, 537. Siena, C. de: I 110. Silva Gotay, S.: I 117, 126, II 626. Silbermann, L.: II 496, 507, 508. Sin: II 405. Smith, W.: II 355. Snoek, J.: I 277, II 116. Sobrino, J.: I 9-12, 37, 38, 39, 46, 47, 53, 54, 56, 64, 66, 68, 91, 130, 193, 194, 223, 224, 226, 227, 229, 230, 232, 234, 235, 236, 237, 241, 244, 245, 246, 247, 248, 249, 250, 251, 259, 359, 362, 367, 390, 467-510, 469, 470, 486, 508, 532, 534, 538, 546, 554, 575-599, 575, 636, II 69, 97, 105, 138, 217-243, 267, 274, 283, 292, 449-476, 478, 567, 570, 571, 572, 573, 574, 575, 576, 577, 626, 630, 632. Sócrates: II 398, 404, 559. Sófocles: II 50. Soto: I 276. Sousa, H. de: II 263. Spanneut, M.: II 400. Spinoza, B.: II 34, 36. Stadelmann, L. I. J.: I 198. Stalin: I 124, 133, 134, 135. Stam, J. B.: I 199.
DE
AUTORES
Standaert, N.: II 405. Stifner, M.: II 51, 74. Stoetyel, J.: II 496. Suárez, F.: II 316, 613. Suess, P.: II 377-422, 401, 410, 630. Taborda, F.: II 250, 260, 267, 414, 579600, 630, 632, 633. Tamames, R.: II 562. Tamayo, J. J.: I 51-77, 71, 224, 234, 237, 367, 469, II 301, 309, 500, 564, 566, 584, 626, 627, 630. Támez, E.: I 131, 289, 294, 295, 537, II 626. Teixeira, L. C.: II 630. Tepedino, A. M.: I 287-299, 297. Tertuliano: II 275. Thüsing, W.: I 562, 570. Tillard, J. M.: II 317. Torre, J. A. de la: II 421. Torres, C.: I 117. Torres, S.: II 251, 252, 626, 630. Torres Queiruga, A.: I 461. Tutu, D.: II 569. Tracy, D. de: II 579. Trible, P.: I 289. Trigo, P.: II 11-48, 14, 68, 628. Troeltsch, E.: II 437, 438. Trotsky, L.: I 125. Turner, H. W.: II 425. Ureña, E. M.: I 377. Vaillancourt, I.: I 118. Valderrey, J.: II 428. Valle, L. del: I 131. Vallejo, G.: II 630. Valsecchi, A.: II 116, 563. Vanhoye, A.: II 301, 304, 306, 307. Vaux, R. de: I 331, 336, 341. Vaz, H. Cl.: II 502, 633. Veitosa, N.: II 630. Vekemans, R.: I 118, 126, 133. Vela, J. A.: II 630. Vergés, S.: I 547. Vergote, A.: I 547. Vertano, O.: I 126. Vidal, M.: I 273, 276, 282, II 109, 113. Vidales, R.: I 37, 119, 131, 223, 236, II 267, 354, 505, 625, 627, 631, 632. Vieira Pinto, A.: I 127. Villette, L.: II 272. Vitoria, L. de: I 276. Vitoria Cormenzana, F. J.: I 247, 251, II 561-577, 566, 627. 675
Vives, J.: II 573. Vogel, C : II 309. Vriezen, T. C : I 542.
Wiederkehr, D.: I 588. Wilson, B.: II 438. Wright: I 331.
Wagley, Ch.: II 408. Walker, D. J.: I 198. Wanderley, L. E. W.: II 263. Weber, M.: II 437. Weger, H.: I 576, 584. Welte: 1 124. Westermann: II 20.
Zaluar, A.: II 355. Zevallos, N.: II 631, 632. Zimmerli, H.: II 20, 30, 46. Zoa, J.: II 405. Zorrilla, H.: II 627. Zubiri, X.: I 280, 328, 334, 335, 356, 357, 358, 414, II 24, 130, 142.
NOTA BIOGRÁFICA DE AUTORES
RAFAEL AGUIRRE Nace en Bilbao (España) en 1941. Licenciado en Filosofía y Sagrada Escritura. Doctor en Teología. Estudios en la Escuela bíblica de Jerusalén. Profesor en la Universidad de Deusto-Bilbao. Autor de Exégesis de Mt 27, Slb-53 (1980); Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana (1987); La Iglesia de Jerusalén (1989). RICARDO ANTONCICH Nace en Carhuas, Ancash (Perú) en 1931. Estudios de Filosofía y Teología en Perú, España y RFA. Fue secretario de la Comisión Episcopal de Acción Social del Perú y coordinador de las Comisiones Nacionales de Justicia y Paz del área andina. Ha enseñado doctrina social de la Iglesia en varias universidades (Lima, Bogotá, Río Grande). Autor de Cristianos frente a la injusticia (1980); Doctrina social de la Iglesia (1988). MARCELLO DE C. AZEVEDO Nace en Belo Horizonte (Brasil) en 1927. Doctor en Misionología (PUG, Roma), estudios de Antropología cultural (Nueva York, USA) y Teología (Frankfurt a.M., RFA). Fue presidente nacional de la Conferencia de Religiosos de Brasil. Profesor en la Pontificia Universidad Católica de Rio de Janeiro. Obras: Comunidades eclesiales de base e inculturación de fe (1986); Los religiosos: vocación y misión (1987); Oración en la vida (1989). CLODOVIS BOFF Nace en Concordia (Brasil) en 1944. Doctor en Teología por la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica). Profesor en la Pontificia Universidad Católica de Rio de Janeiro. Asesor de la Conferencia de Religiosos de Brasil. Miembro del Instituto Nacional de Pastoral. Obras: Teología y práctica (1978); Opción por los pobres (con J. Pixley) (1986); Cómo hacer teología de la liberación (con L. Boff) (1986); Cartas teológicas sobre el socialismo (1989). LEONARDO BOFF Nace en Concordia (Brasil) en 1938. Doctor en Teología por la Universidad de Munich (RFA). Profesor de Teología sistemática en el Instituto Filosófico-Teológico de Petrópolis (Brasil). 676
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NOTA
BIOGRÁFICA
DE AUTORES
NOTA
BIOGRÁFICA
DE AUTORES
Publicaciones: Teología del cautiverio y de la liberación (1978); El rostro materno de Dios (1979); Jesucristo y la liberación del hombre (1981); Iglesia: carisma y poder (1982); ... Y la Iglesia se hizo pueblo (1986); La Trinidad, la sociedad y la liberación (1987).
de San Salvador. Discípulo y colaborador de X. Zubiri. Cercano colaborador de monseñor Romero. Asesinado en San Salvador el 16 de noviembre de 1989. Publicaciones teológicas: Teología política (1973); Conversión de la Iglesia al reino de Dios (1984).
CARLOS BRAVO Nace en Guadalajara (México) en 1938. Estudios de Filosofía y Teología en México DF y Barcelona (España), donde se doctora en Teología. Director de la revista Christus y profesor de Nuevo Testamento en el Instituto Teológico de los jesuítas de México DF. Sus obras: Apuntes para una eclesiología desde América latina (1982); Jesús, hombre en conflicto (1986); Galilea, año 30 (1989).
JUAN ANTONIO ESTRADA Nace en Madrid en 1945. Doctor en Filosofía por la Universidad de Granada. Estudios de Filosofía en Innsbruck, Munich y Roma, donde obtuvo el doctorado por la PUG. Actualmente es profesor de Filosofía de la Religión en la Facultad de Filosofía de Granada. Profesor invitado en varias universidades latinoamericanas. Autor de La Iglesia: ¿institución o carisma? (1984); La Iglesia: identidad y cambio (1985); Del misterio de la Iglesia al pueblo de Dios (1988); La identidad de los laicos (1990).
JOSÉ M. a CASTILLO Nace en Granada (España) en 1929. Doctor en Teología por la PUG de Roma. Profesor de Teología en la Universidad de Granada. Autor de La alternativa cristiana (1979); Símbolos de libertad (1981); El discernimiento cristiano (1984); El seguimiento de Jesús (1988). VÍCTOR CODINA Nace en 1931 en Barcelona (España). Licenciado en Filosofía (Barcelona) y Teología (Innsbruck). Doctor en Teología por la PUG de Roma. Desde 1982 reside en Bolivia, donde es profesor de Teología en la Universidad Católica. Autor de Teología de la vida religiosa (1968); Teología y experiencia espiritual (1977); Seguir a Jesús hoy (1988); El mundo de los sacramentos (1989). JOSÉ COMBLIN Nace en Bruselas (Bélgica) en 1923. Estudios en Bélgica, Brasil y Chile. Profesor de Teología en distintas Facultades de Europa y América latina. Asistencia pastoral en Chile, Brasil, Ecuador. Autor de Tiempo de acción (1982); La fuerza de la palabra (1986); Antropología cristiana (1985) y diversos comentarios bíblicos. Algunas de sus obras se han traducido a distintos idiomas. FRANZ DAMEN Nace en 1944. Doctor en Teología y licenciado en Indoiogía (Lovaina). Desde 1981 reside en Bolivia como misionero entre los aymarás. Secretario nacional de Ecumenismo. Autor de Hacia una teología de la inculturación (1989); La cuestión de las sectas (1990). ENRIQUE D. DUSSEL Nace en Mendoza (Argentina) en 1934. Doctor en Filosofía (Madrid) e Historia (París), licenciado en Teología (París). Actualmente es profesor de Etica, Historia de la teología y de la Iglesia latinoamericana en el Instituto de Estudios Superiores de México. Presidente de CEHILA. Publicaciones más importantes: Historia de la Iglesia en América latina: coloniaje y liberación (1942-1972) (1972); Caminos de liberación latinoamericana (1971-74); Para una ética de la liberación latinoamericana (1973-80); Historia general de la Iglesia en América latina (1983 ss.); La producción teórica de Marx (1986).
IVONE GEVARA Nace en Sao Paulo (Brasil) en 1944. Doctora en Filosofía (París) y licenciada en Teología (PUC de Sao Paulo). Profesora de Teología sistemática en el Instituto Teológico de Recife (Brasil). Miembro de la Organización para la Formación de Agentes de Pastoral. Autora de María, mujer profética. JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS Nace en Valencia en 1933. Licenciado en Filosofía (Barcelona) y Teología (Innsbruck). Profesor de Teología sistemática en la Facultad de Teología de Barcelona. Cursos ocasionales en México, El Salvador, Nicaragua, Puerto Rico. Responsable del área teológica del Centro de Estudios «Cristianismo y Justicia» (Barcelona). Publicaciones: La humanidad nueva (1975); Acceso a Jesús (1979); Proyecto de hermano (1987); Hombres de la comunidad (1989); La causa de los pobres (en prensa). GILBERTO DA S. GORGULHO Nace en Cristina (Brasil). Licenciado en Teología por el Instituto Católico de Toulouse (Francia) y en Sagrada Escritura por la PCB de Roma. Enseña en la Facultad de Teología de Sao Paulo y en varios Institutos Superiores de Teología en Brasil. Trabaja en la pastoral popular y universitaria. Editor en portugués de la Biblia de Jerusalén; ha publicado comentarios a los Evangelios y al Apocalipsis; autor de Zacarías (1986). GUSTAVO GUTIÉRREZ Nace en Lima en 1928. Estudios de Medicina, Filosofía, Psicología y Teología en las universidades de Lima, Lovaina y Gregoriana de Roma. Doctor en Teología por la Universidad de Lyon. Doctor honoris causa por diversas Universidades. Fundador y director del Instituto Bartolomé de las Casas. Miembro de la Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo. Sus obras están traducidas a numerosos idiomas: Teología de la liberación. Perspectivas (1971); Beber de su propio pozo (1983); La verdad los hará libres (1986); Dios o el Oro (1989).
IGNACIO ELLACURIA Nace en 1930 en Portugalete, Vizcaya (España). Enviado a El Salvador en 1949. Licenciatura en Humanidades y Filosofía en la Universidad Católica de Quito (Ecuador), en Teología en la Universidad de Innsbruck (Austria), doctor en Filosofía por la Universidad de Madrid. Rector de la Universidad Centroamericana
JUAN HERNÁNDEZ PICO Nace en 1936 en Bilbao (España). Nacionalizado guatemalteco. Licenciado en Filosofía (Loyola, España) y en Teología (Frankfurt a.M., RFA). Master en Sociología (Chicago, USA). Profesor de Sociología en la Universidad Centroamericana de Managua (Nicaragua) y profesor visitante de Teología en la UCA de San Salvador. Coautor de Fe cristiana y Revolución sandinista (1980); Apuntes para una teología nicaragüense (1981) y Teología de la solidaridad cristiana (1982). Autor de Cristianismo vivo (1987).
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BIOGRÁFICA
DE AUTORES
DIEGO IRARRAZAVAL Nace en 1942 en Santiago de Chile. Licenciado en Teología por la Universidad Católica de Chile. Actividades pastorales y sociales en barrios marginales en Santiago de Chile y Chimbóte (Perú). Desde hace diez años vive y trabaja con comunidades indígenas aymarás en Puno (Perú). Ha publicado: Religión del pobre y liberación (1978); Hacia una teología de los pobres (con M. Salinas) (1980). JAVIER JIMÉNEZ LIMÓN Nace en Guadalajara (México) en 1944 y muere en 1990. Doctor en Teología por la Universidad de Barcelona. Su tesis Pagar el precio y dar razón de la esperanza está en vías de publicación. Profesor en el Instituto Teológico de los jesuítas de México DF. Miembro del equipo de teólogos de la CLAR. JOAO B. LIBÁNIO Nacido en 1932 en Belo Horizonte (Brasil). Estudios de Filosofía y Teología en Brasil y RFA. Doctor en Teología por la PUG de Roma. Profesor y director de la Facultad de Teología de la Compañía de Jesús de Brasil. Miembro de la Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo. Obras: Discernimiento y política (1978); Escatología cristiana (1985); Utopía y esperanza cristiana (1989); Dios y los hombres (1990). JULIO LOIS Nace en Pontevedra (España) en 1935. Licenciado en Derecho (Santiago de Compostela), diplomado en Sociología (Roma) y doctor en Teología (Roma). Profesor en la Universidad Pontificia de Salamanca. Autor de Teología de la liberación: opción por los pobres (1986); Identidad cristiana y compromiso socio-político (1989). M. C. LUCCHETTI BINGEMER Teóloga brasileña. Coautora de María, madre de Dios y madre de los pobres (1985). JUAN RAMÓN MORENO Nace en Navarra (España) en 1933. Enviado a El Salvador en 1951. Licenciatura en Humanidades Clásicas y Filosofía en la Universidad Católica de Quito (Ecuador) y en Teología en St. Louis University. Profesor de Teología en la UCA de San Salvador. Asesinado en San Salvador el 16 de noviembre de 1989. Autor de numerosos artículos en la revista Diakonía, de la que fue fundador y director. FRANCISCO MORENO REJÓN Nace en 1942. Estudios de Teología en Salamanca, Madrid y Roma, donde se doctora. Profesor de Teología moral en los Institutos Superior de Lima, Sao Paulo y Madrid. Desde 1978 trabaja pastoralmente en un barrio popular de Lima. Ha publicado: Teología moral desde los pobres (1986); Salvar la vida de los pobres (1987).
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BIOGRÁFICA
DE AUTORES
RONALDO M U Ñ O Z Nace en 1933 en Santiago de Chile. Estudios de Arquitectura, Filosofía y Teología en Chile, Italia (PUG) y Francia (Instituto Católico de París). Doctor en Teología por la Universidad de Ratisbona (RFA). Director de la revista Pastoral Popular. Desde 1972 reside en poblaciones obreras de la zona sur de Santiago, donde es vicario parroquial. Autor de Nueva conciencia de la Iglesia en América latina (1974); La Iglesia en el pueblo (1983); Dios de los cristianos (1987). ROBERTO OLIVEROS Nacido en México en 1940. Licenciado en Filosofía, Ciencias Sociales y Teología en el Instituto Académico de México. Profesor en el Centro de Reflexión Teológico, México. Asesor teológico de CLAR. Autor de Liberación y teología (1977). CARLOS PALACIO Nace en 1942 en la provincia de Santander (España). Desde 1959 vive en Brasil. Estudios en Lovaina (Bélgica), doctor en Teología por la PUG de Roma. Enseñó Teología en la Universidad Católica de Rio de Janeiro. Ha publicado: Jesucristo: historia e interpretación (1978); Religión y catolicismo popular (1977); Formación para la vida religiosa hoy (1982). ALBERTO PARRA Nace en Bogotá (Colombia) en 1935. Licenciado en Filosofía por \a Universidad Javeriana (Bogotá) y doctor en Teología por la Universidad de Estrasburgo (Francia). Profesor de Teología fundamental y Eclesiología en la Facultad de Teología de la Universidad Javeriana. Acompañante de comunidades cristianas populares en la zona de Bogotá. Miembro de la Asociación Ecuménica de Teólogos del Tercer Mundo y de la Asociación Colombiana de Teólogos «Koinonía». Autor de Sacerdotes de ayer, ministros de mañana; Hacer Iglesia desde la realidad de América latina; Ministerios en la Iglesia de los pobres. ALVARO QUIROZ MAGAÑA Nace en Guadalajara (México) en 1942. Estudios de Filosofía y Teología en México. Doctor en Teología por la Universidad de Barcelona (España). Profesor de Eclesiología en el Instituto Teológico en México DF. Autor de Eclesiología en la teología de la liberación (1983). MARGARIDA L. RIBEIRO BRANDAO Teóloga brasileña. PABLO RICHARD Nace en Chile en 1939. Licenciado en Teología (UC de Chile), en Sagrada Escritura (PIB, Roma), doctor en Sociología (París). Es profesor de Teología en la Universidad Nacional de Costa Rica, miembro del Departamento Ecuménico de Investigaciones (DEI). Autor de Cristianismo, lucha ideológica y racionalidad socialista (1975); La Iglesia latinoamericana entre el temor y la esperanza (1980); Muerte de las cristiandades y nacimiento de la Iglesia (1982); La fuerza espiritual de la Iglesia de los pobres (1988).
ANTONIO MOSER Nacido en Gaspar (Brasil) en 1939. Estudios de Teología moral en Lyon y Roma. Profesor de Teología moral en el Instituto Teológico Franciscano de Petrópolis. Asesor de la Conferencia de Religiosos de Brasil. Sus obras más recientes: Teología moral; conflictos y alternativas (1988); Integración afectiva y compromiso social en América latina (1989).
JUAN LUIS SEGUNDO Nace en Montevideo (Uruguay) en 1925. Estudios de Filosofía (Argentina), licenciatura en Teología (Lovaina, Bélgica) y doctor en Letras (París). Colaboró en el departamento de pastoral del CELAM como experto en Eclesiología. Autor de Teología abierta para el laicado adulto (1972-74); Liberación de la
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BIOGRÁFICA
DE AUTORES
teología (1975); El hombre de hoy ante jesús de Nazaret (1982); Teología de la liberación: respuesta al cardenal Ratzinger (1985); El dogma que libera (1988). JON SOBRINO Nace en Barcelona (España) en 1938. Vive en El Salvador desde 1957. Licenciado en Filosofía y master en Engineering Mechanics (St. Louis University); doctor en Teología (Frankfurt a.M., RFA). Director del Centro Monseñor Romero y profesor de Teología en la UCA, San Salvador. Publicaciones más importantes: Cristología desde América latina (1976); La resurrección de la verdadera Iglesia (1981); Jesús en América latina (1982); Liberación con espíritu (1985); Monseñor Romero (1990).
ÍNDICE GENERAL
PAULO SUESS Nace en Colonia (RFA) en 1938. Desde 1966 vive en Brasil. Doctor en Teología. Asesor del Consejo Indigenista Misionero. Profesor de Misionología en la Facultad de Teología de Sao Paulo. Sus obras: Catolicismo popular en Brasil (1979); Queimada e semeadura (ed.). FRANCISCO TABORDA Natural de Bagé (Brasil). Estudios en Brasil y RFA, donde se doctora en Teología. Desde 1974 es profesor de Teología en Belo Horizonte (Brasil). Pertenece al Consejo director del Instituto Nacional de Pastoral. Autor de Cristianismo e ideología (1984); Nueva evangelización y vida religiosa (1989). JUAN JOSÉ TAMA YO Nacido en Amusco (España) en 1946. Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca, licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid, diplomado en Ciencias Sociales por el Instituto Social «León XIII». Autor de Cristianismo: profecía y utopía (1987); Para comprender la teología de la liberación (1989). ANA MARÍA TEPEDINO Nacida en Brasil. Licenciada en Teología por la Universidad Católica de Rio de Janeiro. Profesora de Teología sistemática en la Universidad Católica de Rio de Janeiro y en Petrópolis. PEDRO TRIGO Venezolano de origen español. Estudios de Letras y Filosofía en Venezuela y Ecuador. Doctor en Teología por la Universidad de Comillas (Madrid). Profesor de Pensamiento latinoamericano en la Universidad Católica de Caracas. Acompaña a grupos cristianos populares. Ha publicado: Narrativa de un continente en transformación (1976); Creación e historia (1988); Pueblo e Iglesia en la novela «Hijo de hombre» (1989). FRANCISCO J. VITORIA CORMENZANA Nace en Bilbao (España) en 1941. Doctor en Teología. Director del Instituto Diocesano de Teología y Pastoral de Bilbao. Profesor en la Universidad de DeustoBilbao. Autor de ¿Todavía la salvación cristiana? (1986).
TOMO I Contenido
7
Presentación
9
I. HISTORIA, METODOLOGÍA Y ESPECIFICIDAD DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
15
HISTORIA DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: Roberto Oliveros I. Teología de la liberaración: su experiencia fundante II. Praxis de liberación y método teológico III. Gestación, génesis, crecimiento y consolidación de una reflexión
17 18 25 30
RECEPCIÓN EN EUROPA DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: Juan José Tamayo I. La teología de la liberación ante la teología progresista europea II. La teología europea ante la teología de la liberación III. Recepción de la teología de la liberación en los movimientos cristianos renovadores EPISTEMOLOGÍA Y MÉTODO DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: Clodovis Boff I. Estatuto teórico de la teología de la liberación II. Las tres formas de la teología de la liberación: profesional, pastoral y popular III. Método de la teología de la liberación TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Y MARXISMO: Enrique Dussel I. Dimensión de la praxis histórica latinoamericana: fe y política . II. Dimensiones epistemológicas: fe y ciencias sociales III. La acusación de marxismo IV. Pistas que se abren en el presente
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51 53 58 73 79 79 91 99 115 115 121 132 136
ÍNDICE
GENERAL
TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN Y DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA: Ricardo Antoncich I. Relación general entre teología de la liberación y doctrina social de la Iglesia . II. Relación específica entre teología de la liberación, marxismo y doctrina social de la Iglesia HERMENÉUTICA BÍBLICA: Gilberto da Silva Gorgulho I. La liberación y la hermenéutica II. El proceso histórico de la liberación III. Jesús y la libertad del pueblo IV. La nueva praxis de la libertad TEOLOGÍA EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: Pablo Richard I. La experiencia de Dios hoy en América latina II. El Dios de la vida y los ídolos de la muerte III. Las mediaciones de la teología CRISTOLOGIA EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: Julio Lois I. Consideraciones metodológicas II. Contenidos fundamentales de la cristología de la liberación III. Algunas objeciones fundamentales que se presentan a la cristología de la liberación ECLESIOLOGIA EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: Alvaro Quiroz Magaña I. Una ineludible tarea teológica II. Nueva eclesiología para una nueva situación histórica III. Etapas en la eclesiología de la liberación IV. La temática fundamental de la eclesiología de la liberación V. Aspectos conflictivos y puntos discutidos en la eclesiología de la liberación VI. Perspectivas de futuro para la eclesiología de la liberación MORAL FUNDAMENTAL EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: Francisco Moreno Rejón I. Aproximación histórica II. Los rasgos de la moral fundamental en la ética de la liberación TEOLOGÍA DE LA MUJER EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: Ana María Tepedino y Margarida L. Ribeiro Brandáo I. El silencio se rompe II. La mujer como persona III. De la persona a la comunidad IV. Otra música para hablar de Dios V. Pasión y compasión VI. La misión de ser discípulas
ÍNDICE
145 148 155 169 170 182 189 195
201 201 206 213 223 224 233 248 253 253 254 257 261 269 271 273 274 278
287 288 290 291 293 296 297
II. CONTENIDOS SISTEMÁTICOS DE LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN 299 1. TRASCENDENCIA Y LIBERACIÓN HISTÓRICA 684
301
GENERAL
POBRES Y OPCIÓN FUNDAMENTAL: Gustavo Gutiérrez I. Una nueva presencia II. La razón de una preferencia III. La Iglesia de los pobres
303 303 308 314
HISTORICIDAD DE LA SALVACIÓN CRISTIANA: Ignacio Ellacuría I. Planteamiento II. La trascendencia histórica veterotestamentaria III. La trascendencia histórica neotestamentaria IV. Búsqueda de la trascendencia histórica cristiana
323 323 330 343 350
LIBERTAD Y LIBERACIÓN: Juan Luis Segundo
373
UTOPIA Y PROFETISMO: Ignacio Ellacuría I. La utopía cristiana sólo puede ser construida desde el profetismo y el profetismo cristiano debe tener en cuenta la necesidad y las características de la utopía cristiana II. América latina es hoy un lugar privilegiado de profetismo y utopía. Aunque todavía la actualización de su potencialidad profética y utópica esté lejos de ser satisfactoria III. El profetismo utópico apunta a una nueva forma de libertad y humanidad mediante un proceso histórico de liberación IV. La utopía cristiana prenuncia de una manera histórica la creación del hombre nuevo, de la tierra nueva y del cielo nuevo
393 394 399 402 419
REVELACIÓN, FE, SIGNOS DE LOS TIEMPOS: Juan Luis Segundo I. Revelación II. Fe III. Signos de los tiempos
443 444 448 458
CENTRALIDAD DEL REINO DE DIOS EN LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: Jon Sobrino I. La teología de la liberación como teología del reino de Dios II. La determinación del reino de Dios en el Evangelio III. El concepto sistemático del reino de Dios
467 467 476 492
2. EL DESIGNIO LIBERADOR DE DIOS
511
TRINIDAD: Leonardo Boff I. Dificultades político-religiosas para la vivencia de la fe trinitaria II. La perspectiva latinoamericana del misterio trinitario III. Las dos manos del Padre: el Hijo y el Espíritu Santo IV. La razón humana y el misterio de la Trinidad V. Una concepción liberadora de la Trinidad VI. Las distintas personas VIL Sacramentos de la Trinidad en la historia
51.3
DIOS PADRE: Ronaldo Muñoz I. La actualidad del tema «Dios» II. El Dios de jesús entre nosotros III. Dios en la liberación de los oprimidos IV. Dios en el sufrimiento injusto y la muerte violenta V. El Padre misericordioso
531 531 532 535 537 541
685
514 516 516 520 523 526 528
ÍNDICE ÍNDICE
GENERAL
GENERAL
VI. El Padre de Jesús y el Padre nuestro VIL La primera persona de la Trinidad JESÚS DE NAZARET, EL CRISTO LIBERADOR: Carlos Bravo I. Punto de partida II. Narrativa cristológica III. Afirmaciones fundamentales sobre Jesús CRISTOLOGIA SISTEMÁTICA. JESUCRISTO, EL MEDIADOR ABSOLUTO DEL REINO DE DIOS: Jon Sobrino I. La cristología teórica: Jesús como «el» mediador del reino de Dios II. La cristología práxica: el seguimiento de Jesús III. La cristopraxis de la liberación IV. Los pobres como lugar teológico de la cristología
544 548 551 551 554 572
575 584 589 597 601 601 604 608 613 616
ESPÍRITU SANTO: José Comblin I. La experiencia del Espíritu Santo II. El Espíritu Santo en la historia del mundo II. El Espíritu y la Iglesia IV. La nueva espiritualidad en América latina
619 621 630 636 641
TOMO II
CREACIÓN Y MUNDO MATERIAL: Pedro Trigo I. Nuestra fe en la creación II. Historia de la fe en la creación III. Planteamientos y propuestas ANTROPOLOGÍA. PERSONA Y COMUNIDAD: José Ignacio González Faus I. Para iluminar geográfica e históricamente el problema II. Datos de la fe cristiana III. Cómo resuenan estos datos de la fe en la teología europea y en la teología de la liberación IV. Algunas consecuencias V. Conclusiones
SEXUALIDAD: Antonio Moser I. Una realidad que exige nuevos planteamientos II. La luz que brota de la palabra de Dios en la historia III. Sexualidad: un desafío para la liberación 4. IGLESIA DE LOS POBRES, SACRAMENTO DE LIBERACIÓN
575
MARÍA: I. Gebara y M. C. Lucchetti Bingemer I. Presupuestos II. María en la Sagrada Escritura III. Relectura de los dogmas marianos IV. Historia de la devoción a María en América latina V. María y las comunidades eclesiales de base
3. LA LIBERACIÓN DE LA CREACIÓN
III. El pecado como daño del hombre y al hombre IV. Conclusión
9 11 11 13 14 49 49 51
119 125 127 128 136 144 155 155 157 167 173
PUEBLO DE DIOS: Juan Antonio Estrada I. Las raíces históricas del pueblo de Dios II. La Iglesia como pueblo de Dios III. El pueblo de Dios en la historia cristiana IV. El pueblo de Dios en el Concilio Vaticano ¡I V. La recepción postconciliar VI. El paso a una eclesiología de comunión con los pobres
175 175 176 179 183 185 186
EL PUEBLO CRUCIFICADO: Ignacio Ellacuría I. La pasión de Jesús vista desde el pueblo crucificado y la crucifixión del pueblo vista desde la muerte de Jesús II. Importancia teológica de la cruz en la historia de salvación III. La muerte de Jesús y la crucifixión del pueblo son hechos históricos y resultado de acciones históricas IV. La muerte de Jesús y la crucifixión del pueblo vistas desde el siervo de Yahvé
189
COMUNIÓN, CONFLICTO Y SOLIDARIDAD F.CLES1AL: Jon Sobrino I. La Iglesia de los pobres como Iglesia de Jesús II. Una comunión eclesial alrededor de los crucificados para bajarlos de la Cruz
GRACIA: José Comblin I. La gracia desde la perspectiva del ser II. La gracia desde la perspectiva del actuar
79 79 88
PECADO: José Ignacio González Faus I. Mundo rico y mundo latinoamericano II. El pecado estructural
93 93 98
SACRAMENTOS: Victor Codina I. Una nueva realidad II. Horizonte de comprensión de los sacramentos
686
107 108 111
LA IGLESIA DE LOS POBRES, SACRAMENTO HISTÓRICO DE LIBERACIÓN: Ignacio Ellacuría I. La Iglesia, sacramento histórico de liberación II. La liberación como forma histórica de salvación III. La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación EVANGELIZARON: Juan Ramón Moreno I. Introducción II. Jesús y la evangelización III. Ante el mundo contemporáneo IV. Conclusión
COMUNIDADES ECLESIALES DE BASE: Marcello de C. A / o vedo I. ¡Qué son las comunidades eclesiales de base? II. Cómo surge una comunidad eclesial de base III. Contexto histórico del surgimiento de las comunidades eclesiales de base IV. Potencial evangelizador de las comunidades V. Dimensiones eclesiológicas VI. Dimensión política de las comunidades
59 70 77
102 105
687
190 194 196 204 217 217 231 245 247 250 252 254 256 262 267 268 270
ÍNDICE
III. IV. V. VI.
GENERAL
Algunas características del reino de Dios Los sacramentos como símbolos proféticos del reino Esbozo de una sacramentología liberadora Punto final
ÍNDICE
277 280 284 294
SACERDOCIO, EPISCOPADO, PAPADO: José María Castillo .. I. Los ministerios en la Iglesia II. Finalidad de los ministerios III. Comunidad y ministerios IV. El sacerdocio cristiano V. El sacerdocio de todos los fieles VI. Los presbíteros VII. El ministerio episcopal VIII. Un papa de los pobres
295 295 297 299 301 307 308 312 315
MINISTERIOS LAICALES: Alberto Parra I. Los «nuevos ministerios laicales» en el progresismo teológicopastoral II. El desplazamiento progresista de «arriba» hacia «abajo» ... III. El desplazamiento ministerial de «arriba» y de «abajo» hacia la «base» IV. Los ministerios de la «base»
319
326 330
RELIGIÓN POPULAR: Diego Irarrazaval I. Aproximación histórica II. Fuentes y torrentes III. Religión popular, Biblia, magisterio IV. Religión y teología del pobre
345 345 349 359 366
INCULTURACION: Paulo Suess I. Una tarea inmensa: el mundo, tierra de misión II. La cuestión de las culturas III. Reconstrucción histórica IV. Tensiones filosóficas V. Orientaciones teológicas y pastorales
377 377 380 393 405 411
SECTAS: Franz Damen I. En busca de un enfoque II. La problemática de las sectas
423 423 427
5. EL ESPÍRITU DE LA LIBERACIÓN ESPIRITUALIDAD Y SEGUIMIENTO DE JESÚS: Jon Sobrino . I. Necesidad de «vivir con espíritu» II. La dimensión teologal-fundamental de la espiritualidad III. La espiritualidad cristiana: seguimiento de Jesús desde la opción por los pobres IV. La espiritualidad teologal cristiana
320 323
447
III. La resurrección, base de la dimensión teológica IV. Conclusión VIDA RELIGIOSA: Carlos Palacio I. ¿Qué pasó con la vida religiosa en América latina? II. Insuficiencia y límites de la tradicional «teología de la vida religiosa» III. Hacia una «teología posible» de la vida religiosa 6. LA PRAXIS DE LIBERACIÓN
ESPERANZA, UTOPIA, RESURRECCIÓN: Joao Batista Libánio I. Dos hechos paradójicos II. Utopía y esperanza de los pobres en América latina
495 495 498
511 512 519 .524 537 539 539 561
IDEOLOGÍA: J. B. Libánio y F. Taborda I. Definición II. Aparición del fenómeno ideológico III. La ideología como saber IV. Dimensión política V. Dimensión ética VI. Dimensión teológica
.579 579 581 584 588 591 594
REVOLUCIÓN, VIOLENCIA Y PAZ: Juan Hernández Pico I. Enfoque metodológico: conflicto y opciones cristianas II. Las respuestas en la tradición bíblica y eclesial III. Las revoluciones de la esperanza y la paz de los pobres
601 602 607 615
Bibliografía
623
índice de citas bíblicas
635
índice de materias
645
índice de autores
669
Nota biográfica de autores
677
Índice general
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459 471 477 479 485
505 509
JUSTICIA: R. Aguirre y F. J. Vitoria Cormenzana I. Perspectiva bíblica II. Perspectiva sistemática: fe, teología y práctica de la justicia
449 449 452
SUFRIMIENTO, MUERTE, CRUZ Y MARTIRIO: Javier Jiménez Limón I. Teología liberadora de la cruz: caracterización global II. Perspectivas temáticas
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GENERAL
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