Violencias Politicas

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Philippe Braud

Violencias políticas

Traducción de Maribel Villarino

El libro de bolsillo Ciencia política A lianza Editorial

D iseño de cubierta: Ángel U riarte Fotografía: © CORBIS/COVER

© Editions du Seuil, 2004 % de la traducción: M aribel Villarino Rodríguez, 2006 © Alianza E ditorial, S. A., M adrid, 2006 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 M adrid; teléfono 91 393 88 88 www.alianzaeditorial.es ISBN: 84-206-6Q38-8 Depósito legal: M. 20.816-2006 Fotocom posición e im presión: e f c a , s . a . Parque Industrial «Las Monjas» 28850 T orrejón de Ardoz (M adrid) Printed in Spain

Para facques, Xavier y Pierre-Antoine

Introducción

«La historia del m undo es, en gran m edida, una historia de guerras... Los grandes estadistas que jalonan dicha histo­ ria escrita son por lo general hombres de violencia», observa John K eeganEfectivam ente, tanto los conflictos militares como los disturbios internos, los desórdenes y las represio­ nes tienen un gran peso en la evolución de las sociedades. A escala de los tiempos históricos, se puede decir que la vio­ lencia ha constituido, junto con las grandes epidemias cuya agravación fomentaba, un brutal factor de regulación de­ mográfica. Las incesantes luchas que desgarraban a las so­ ciedades tradicionales de la América precolombina, del África subsahariana o de la Polinesia contribuían a estabili­ zar la población en niveles compatibles con los recursos dis­ ponibles. Del mismo modo, las devastaciones de Gengis Khan en el siglo xm y las del lam erían a finales del siglo xiv devolvieron al desierto ciudades y provincias enteras de la Ruta de la Seda. Si nos atenemos a Europa occidental, la gue­ rra de los Cien Años junto con la Gran Peste, y luego las L. John Keegan, H isloiredelaguerre, trad, Parts, D agorno, 1996, p. 459 [ed. cast.,H istoria delaguerra, P brteía, 1985].

guerras de religión, consiguieron, según la iúgubre expresión de los estadísticos, «enjugar» los excedentes de un creci­ miento lento, pero continuo, desde hacía varios siglos. En cuanto a la guerra de los Treinta Años, redujo en más de un tercio la población de Alemania en el siglo XVif. Si se analizan los efectos económicos de la violencia, ha* brá que admitir algunos matices. Los conflictos modernos, aunque a menudo hayan esquilmado a los Estados, han impulsado también las innovaciones tecnológicas, con re­ percusiones ulteriores sobre la actividad industrial, como demuestran la energía nuclear o la carrera espacial. Por el contrario, la violencia interna constituye un factor prim or­ dial de estancamiento o de regresión al paralizar los inter­ cambios a distancia. La época merovingia, y luego el régi­ men feudal, con sus incesantes guerras intestinas, fueron periodos de un enorme retroceso de la vida urbana con res­ pecto a los siglos de la paz romana. En todas partes, hogaño y antaño, el reinado de los «señores de la guerra» significa la desorganización de los circuitos comerciales, la regresión autárquica, incluso la ruina general. Por el contrario, el fin de las guerras privadas, el retorno a un mínimo de seguri­ dad, la emergencia de poderes políticos menos depredado­ res ponen los cimientos indispensables para un despegue económico duradero. Como escribía Ibn Jaldún, anticipán­ dose en este sentido a Montesquíeu: «El efecto de utilizarla violencia contra la gente, arrebatándole sus bienes, es que se les quita el deseo de adquirirlos. [...] De este modo el país se despuebla, y se vacía, y sus ciudades se sumen en la rui­ na» l. La observación todavía es válida hoy en día. De sobra sabemos que ias riquezas de determinados países africanos resultan inútiles para sus habitantes a causa de la inseguri­ dad que sigue prevaleciendo en ellos. 2. Jbn Jaldún (castellanizado A benjaldún), Le Livre des exemples (ha­ cia 1390), París, Gallima rd, 2002, p. 612.

En el plano político es precisamente donde la violencia ejerce sus efectos más contrastados. Las tiranías de la Anti­ güedad, los imperios conquistadores, los regímenes totalita­ rios modernos han causado espantosos exterminios que sólo se diferencian por su modus operandi. Pero la desintegración del poder político libera igualmente algunas fuerzas particu­ larmente asesinas, como ha quedado recientemente de mani­ fiesto con las masacres del Líbano, del Congo o deLiberiaylas hambrunas de Etiopía o de Somalia. Kalevi Holsti evoca con justicia los peligros de la debilidad del Estado que libera la violencia de todos contra todos. Por este motivo, el temor a los desórdenes internos y a las invasiones extranjeras ha sido siempre la justificación más eficaz para reforzar el poder cen­ tral. Las incesantes luchas entre los Estados europeos, en el periodo posterior a los tratados de Westtalia ( 1648), incitaron a cada uno de ellos a movilizar cada vez más recursos milita­ res, tributarios y humanos (reclutamiento obligatorio) para hacer frente a las amenazas que por otra parte ellos mismos contribuían a p r o v o c a r Aunque la violencia tiene efectos destructores, tiene también por lo tanto efectos fundadores. Varias democracias contemporáneas son fruto de cruentas re­ voluciones (Estados Unidos, Francia) o de la aplastante derro­ ta de regímenes totalitarios (Alemania, Italia y Japón). Tam­ bién de la violencia surgieron, en la Unión Soviética o en la China popular, nuevos sistemas políticos que suscitaron in­ mensas esperanzas de emancipación, en último término abortadas. La mayor parte de las actuales fronteras naciona­ les se deben a guerras más o menos legítimas, a pesar de que, por lo general, a nadie se le ocurra ponerlas en tela de juicio. Ni siquiera la delimitación política de África en la época colo­ nial, con todo lo arbitraria que era y el desprecio que revelaba hacia los pueblos que allí habitaban, dejó de ser ratificada por 3. Paul Kennedy, A ugeycaída de las grandes potencias, G lobusC om unicación,1994.

la carta fundacional de la OUA (Organización de la Unidad Africana), por temor a que se desencadenasen violencias se­ paratistas incontrolables. A causa de los males excesivamente visibles que se vincu­ lan con la violencia política, ésta es objeto de un juicio de principio por lo general reprobador. Sin embargo, la mayoría de las entidades políticas modernas no se constituyeron por agregación voluntaria; un gran número de avances democrá­ ticos o de conquistas sociales se han conseguido gracias a la violencia de masas, los motines e incluso las insurrecciones o las guerras civiles. Entre su condena y su justificación, la la­ bor de memoria y el deseo de olvidar, la violencia ocupa pues un lugar excepcional en el imaginario de los pueblos. Se asocia a exacciones, a veces inauditas, pero se disocia de sus efec­ tos cuando éstos parecen legítimos. En otros términos: aun­ que sea objeto de mecanismos de exhibición que pretenden estigmatizarla, es al mismo tiempo objeto de rechazos que tienden a enmascararla. En determinados aspectos, se la se­ ñala con el dedo; en otros se alude a ella mediante eufemis­ mos o incluso se niega su existencia. El léxico corriente da fe de estos mecanismos para eludirla o corromperla. La violen­ cia está del lado del adversario, el recurso a la coacción o a la coerción del lado de los partidarios del orden. Manifestantes y oponentes pretenden crear relaciones de fuerza; sostienen que están abocados a la autodefensa. Si la tradición histórica francesa rechaza siempre el término de guerra civil cuando se refiere a la guerra de la Vendée * (Agulhon), es por iníluen* Esta guerra fue consecuencia de la insurrección contrarrevoluciona­ ria (1793-1794) que se p rodujo en esta región rural de Francia. Su po­ blación, profundam ente católica y tradicionalista, se sublevó c ontra la política religiosa del nuevo régim en revolucionario y contra la llam ada a filas. Al enfrentam iento m ilitar d e los prim eros nueve meses siguió una terrible represión legal que algunos historiadores han llegado a de­ finir com o el «prim er genocidio de la historia», p o r la exterm inación sistem ática de la población [N. de la T. j

cia deJ credo republicano de la unidad nacional. El término «terrorismo» es el que mejor revela el alcance del estigma so­ bre la violencia del adversario. Los terroristas son aquellos a los que los Estados, las poblaciones afectadas y los medios de comunicación de éstas designan como tales en función de unos métodos que provocan una profunda angustia y aca­ rrean la muerte de civiles inocentes. Pero es sumamente raro que los interesados adopten esta denominación por su cuen­ ta. Se posicionan como resistentes que recurren a la lucha ar­ mada, expresión susceptible de sugerir determinado parale­ lismo con la fuerza armada que se utiliza contra ellos. El recurso al concepto de Estado terrorista, cuando Noam Chomsky lo utiliza contra la potencia estadounidense, es un intento de inversión del estigm a4. Indica una fuerte oposi­ ción a métodos como el terror de Estado contrainsurreccional en América Latina o las masacres en masa perpetradas por el ejército indonesio contra los comunistas en 1965 y contralos independentistas de Timor Oriental en 1975-1979. Siempre ha existido la tentación de dar distinto nombre a la violencia que se tiene por legítima y a la que se condena, sea ésta propia o de otros. Pero ¿a partir de qué punto de vista? ¿Fundándose en qué criterios?

a) Por un planteamiento clínico de la violencia El punto de partida que prevalece en esta obra es el de abor­ darla violencia de una manera totalmente inclusiva, a partir de criterios no morales. Tanto la violencia de Estado como la violencia protestataria (además, ¿cómo es posible distinguir en los enfrentamientos callejeros o en las operaciones anti­ 4. N oam Chom sky, Piratas y emperadores, Ediciones B, 2003. Y tam ­ bién A lexander G eorge, W estern S tate Terrorism, C am bridge, Polity Press, 1991.

disturbios entre lo que sería por un lado coerción y por el otro violencia?). Tanto los conflictos militares como la bata­ lla en la calle, aunque haya un abismo entre las guerras más asesinas y las manifestaciones menos duras (sin embargo al­ gunos motines han sido más cruentos que ciertos conflictos fronterizos concretos). Tanto las violencias armadas como las violencias ejecutadas con las manos desnudas o con ar­ mas improvisadas. Lo que justifica estos acercamientos que pueden chocar, moral o políticamente, es la exigencia de una definición déla violencia que tenga coherencia científicayla especifique respecto a todos los demás comportamientos humanos. Algunos autores consideran que esta empresa es imposible (Yves Michaud), Esta posición resulta comprensi­ ble si se pretende conciliar todos los puntos de vista, los de las víctimas, los de los responsables y los de los observado­ res indiferentes u hostiles; sería imposible que entre todos ellos hubiera un verdadero consenso. Sin embargo, sigue siendo insatisfactoria, pues supone una especie de renuncia ante la dificultad del problema. Además, no transmite exac­ tamente la realidad, pues de hecho existen muchas defini­ ciones disponibles. Cada una de ellas tiene su validez intrín­ seca, siempre y cuando se compartan las premisas. Las definiciones morales gozan del favor de muchos filó­ sofos y suelen predominar en la lengua corriente. Equiparan la violencia al empleo inaceptable de la fuerza. Esta tesis su­ pone la existencia de normas universales de orden jurídico o ético, que son o, más bien, que deberían ser unánimemente aceptadas. El recurso a la coacción o a la fuerza es inmoral cuando afecta a víctimas inocentes; también lo es si resulta desproporcionado o si persigue fines ilegítimos; se lo pone en entredicho si se ejerce en el marco de la ilegalidad, aun­ que, en definitiva, es la Causa justa la única que puede justi­ ficar que se recurra a la fuerza. Este tipo de planteamiento tiene su necesidad innegable en los enfrentamientos políti­ cos, en los que se supone que cada ciudadano ha de tom ar

partido basándose en unos principios éticos; pero de poco sirve recurrir a él a la hora de realizar un análisis clínico de los fenómenos de violencia. La definición de la justicia está en juego en los debates que se plantean en la arena pública; todas las sociedades tienen su visión particularista de los va­ lores universalistas, independientemente de lo que pense­ mos en cuanto ciudadanos que respetamos los derechos hu­ manos. El retroceso histórico obliga desgraciadamente a relativizar las creencias que hoyen día se tienen por absolu­ tas; no hacen más que sustituir a otros universalismos. En cuanto a la legalidad, constituye sin duda un punto de refe­ rencia más identificable que la legitimidad, puesto que remi­ te a la existencia de un derecho positivo. Pero ¿podemos de­ cir que la violencia de Estado comienza sólo con la salida del marco jurídico? ¿Cabe distinguir una naturaleza diferente entre dos porrazos en la cabeza de u n manifestante si el pri­ mero es legal y el otro no lo es? La puesta en práctica de se­ mejante criterio tendría por otra parte implicaciones para­ dójicas, puesto que son los regímenes más represivos los que tienen el concepto más amplio de las violencias jurídica­ mente autorizadas. Las definiciones estructurales abolen el vínculo entre responsabilidad personal y fenómeno de violencia. Johan (ialtung ve en ello «una diferencia negativa entre las posi­ bilidades que se le ofrecen a los individuos y su realización efectiva»3. Esta perspectiva, que adoptará igualmente Pierre Hourdieu, identifica la violencia en el juego de las relaciones de dominación cultural y de explotación económica. La es­ cuela inculca alos dominados el sentimiento de su inferiori­ dad; más tarde, la empresa capitalista encasilla a los trabaja­ dores en papeles que limitan su capacidad de iniciativa ü. Johan G altung, «A T heory o f S tructural Violence», en Ivo y Rosalind Feierabend y T ed G urr (eds.), A/tger, Violence and Politics. Theol it’s and Research, Englewood Ciiffs, Prentice Hall, 1972, p. 85.

creadora; en la vida cotidiana, un enorme condicionamien­ to ideológico, tanto más eficaz cuanto que se enmascara tras un pluralismo de fachada, impone normas de consumo y modelos de comportamiento que sólo son ventajosos y ra­ cionales desde el punto de vista de la perpetuación de la do­ minación. Esta tesis, inspirada en una visión crítica de la so­ ciedad capitalista, tiene el inconveniente de dar al fenómeno de la violencia una ubicuidad que hace que el análisis resulte particularmente problemático. Sobre todo, lo asimila prác­ ticamente a la dominación, a riesgo de una redundancia conceptual pura y simple. Sin embargo, sería preferible di­ sociarla dominación que se ejerce por seducción (los méto­ dos de la sociedad mercantilista son particularmente efica­ ces) de la que se ejerce por violencia propiamente dicha, teniendo en cuenta como prim er indicador el hecho de que hay categorías de personas que se manifiestan consciente­ mente como víctimas. Las definiciones positivistas tienen como principal preo­ cupación delimitar claramente comportamientos observa­ bles y mensurables. Por ello privilegian la dimensión mate­ rial o física de la violencia (Gurr, Zimmermann). En ese caso, la noción abarca todos los actos susceptibles de herir a las personas o de atentar contra los bienes, cualquiera que sea la legitimación que se alegue. En cuanto a la violencia política, Nieburg la define como el conjunto «de los actos de desorga­ nización y destrucción y las lesiones cuyo objetivo, elección de blancos o de víctimas, circunstancias, ejecución y/o efec­ tos adquieren un significado político, es decir, tienden a mo­ dificar el comportamiento ajeno en una situación de ne­ gociación con repercusiones en el sistema social»6. Esta definición cuidadosamente sopesada se encuentra, explícita­ mente o no, en la base de todos los trabajos empíricos de 6. H. L. N ieburg, Political V iólem e. The Behavioral Process,^Nueva York, St M artin’s Press, 1969, p. 13.

ciencias sociales. Incluye la definición de la guerra dada por Clausewitz, «una acción armada organizada que enfrenta a dos o más Estados», además de la violencia callejera, el golpe de Estado y el atentado. Abarca las ocupaciones «pacíficas» de los edificios públicos, las actuaciones de los ocupas y los cortes de carreteras, que habrá que admitir que, en sí, consti­ tuyen una forma particularmente moderada de violencia fí­ sica. Poco im porta que los propios interesados rechacen la calificación de violencia: ningún juicio de valor, ni moral ni ptílítico, está implicado en esta definición que recalca sola­ mente el elemento de coacción material y su vinculación con las transacciones políticas, formales o no formales. El interés de este concepto reside en su claridad, aunque subsistan incertidumbres marginales sobre la calificación de determinadas tácticas vinculadas sobre todo con la resisten cia pasiva. Por otra parte, aunque la huelga sea desorgani­ zadora, los autores no suelen considerarla en sí misma una forma de violencia política; ello supondría romper con las convenciones bien establecidas que la disocian de las violen­ cias colaterales que puede ocasionalmente provocar (forni­ dos piquetes de huelga, ocupaciones, enfrentamientos con las fuerzas del orden) . Sin embargo, la reducción de la vio­ lencia a su única dimensión material presenta considerables inconvenientes. Abre un abismo entre dos fenómenos muy próximos: la injuria puram ente verbal puede resultar tan «hiriente» como la bofetada y, en la bofetada que un m ani­ festante le da a una personalidad oficial, ¿cuál es el elemento más violentoyel golpe recibido o la humillación sufrida? No hay nunca violencias físicas sin una dimensión psicológica; ésta es, por otra parte, la que confiere a la violencia su signi­ ficado político. Por otra parte, esta definición conductual hace caso omiso de la noción fundamental de. víctima; Si existe violencia es porque hay individuos que, con razón o Sin ella, reivindican esta condición y/o ven cómo son reco­ nocidos como tales.

b) La noción de víctima Es el hilo conductor de una definición que restituye a la vio­ lencia su especificidad fundamental: originar un sufrimien­ to. Pero ¿en qué consiste la calidad de víctima? Paul Ricceur propone un primer elemento de caracterización al señalar «la transgresión del límite entre lo tuyo y lo mío». No cabe duda de que esta fórmula es vertiginosamente generalista: ¿qué es lo mío y qué es lo tuyo? Pero tiene el mérito de subra­ yar la noción de intrusión en un territorio que puede ser corporal, materia! o simbólico: mi persona, mis bienes, pero también mi intimidad, mis creencias, mí identidad. Cuando se trata de violencia privada, la definición tiene implicacio­ nes bastante claras: los golpes, la violación, los ataques con­ tra la propiedad e incluso la presión psicológica y el abuso de autoridad lo ponen claramente de manifiesto. Pero en el ám­ bito político es a menudo la propia distinción de los territo­ rios lo que se ventila en el debate, bien entre los grupos so­ ciales, bien entre ellos y el poder político. Que se disperse una manifestación en la vía pública resulta chocante para los manifestantes que se han apoderado déla calle, en tanto que, para los poderes públicos, supone el simple restablecimien­ to de su destino original. Sin embargo, el planteamiento de Ricoeur se hace útilmente eco de una im portante observa­ ción de Charles Tilly: «La violencia crece y se destaca más en aquellas situaciones en las que surge incertidumbre en re­ lación con las fronteras». Entiende por tales las reglas gene­ ralmente aceptadas, las líneas divisorias que asignan a cada individuo papeles y derechos definidos en el ámbito domés­ tico, económico o político. Cuando se han establecido e in­ teriorizado firmemente dichas reglas, las relaciones sociales se mantienen en paz; cuando se transgreden o, lo que es peor, cuando resultan inciertas o ilegítimas, la violencia en­ cuentra un terreno abonado. Las diferencias fronterizas ali­ mentan los conflictos entre losEstados al igual que lo hacen,

en el ámbito interno, los intentos por modificar las reglas de reparto del poder, de poner en tela de juicio los estatus y las categorías, los privilegios o las conquistas sociales, Y si los poderes totalitarios son particularmente violentos es preci­ samente porque menosprecian las barreras jurídicas, cultu­ rales y de costumbres que limitan su poder; ignoran delibe­ radamente las normas diferenciadoras que constituyen la armazón de una sociedad. El adversario al que pretenden destruir es aquel que condenan como inasimilable, es decir, como no reducible al grupo de fusión: nación, raza o clase. La violencia existe porque hay sufrimiento. Éste es el ras­ go que caracteriza a la víctima: sufre. Pero ¿por qué? La vio­ lencia física provoca sin duda daños corporales, destruccio­ nes o depredaciones materiales; pero lo que da sentido a estos hechos es el sufrimiento psicológico que suponen. Cualquier ataque físico provoca un sentimiento de fragili­ dad y de vulnerabilidad, al menos temporal; recibir golpes en una manifestación, descubrir silicona en la cerradura del coche o de casa, resultar herido en combate... todo ello tiene en común el hecho de poner de manifiesto la incapacidad para protegerse, la impotencia para defender a los suyos, su territorio, sus bienes. Por ello la violencia física tiene el efec­ to de subestimar, incluso de humillar, haciendo demasiado evidentes los signos de dicha debilidad. Por supuesto, exis­ ten diferentes grados en la violencia que se sutre. Un simple corte de carreteras por unos manifestantes es una violencia porque obliga a los automovilistas a doblegarse ante la fuer­ za, pero también porque representa en cierta media la desa­ parición de la autoridad pública. En el otro extremo, a raíz de crueldades deliberadamente sádicas, la vergüenza de la humillación, la angustia de la vulnerabilidad alcanzan su paroxismo. El mismo tipo de sufrimiento puede manifestarse inde­ pendientemente de cualquier ataque físico, por ejemplo con la ofensa que «hace daño», con las actitudes de rechazo xe­

nófobo o las señales persistentes de desprecio en las relacio­ nes sociales. Por ello es preciso reuniñcar bajo un mismo concepto la violencia material y la violencia simbólica; por­ que en ambos casos las heridas que se infligen a la autoesti­ ma son fundamentalmente del mismo tipo. Es la dimensión psicológica de la violencia física la que le confiere la sensa­ ción de herida, con el sentimiento de una insoportable in­ trusión durante las pesquisas policiales, el de lo irreparable en la destrucción de un bien o en la muerte de un familiar. A veces, además, la violencia física puede tener consecuen­ cias menos graves que determinadas formas de violencia simbólica. Cuando la relación de fuerzas se presta a ello, cuando la víctima es capaz de devolver golpe por golpe, o in­ cluso de vencer a su adversario, borra más fácilmente el su­ frimiento vivido. Ahí radica la clave de todas las políticas de venganza o de represalia. El sufrim iento no es necesariamente moral. Podemos legítim amente distanciarnos del de los devotos que «su­ frieron» cuando se mancilló a su héroe, llámese éste Hitler, Stalin o Mao; pero es un hecho político que tiene su impor­ tancia. El frío, la ham bruna, las heridas o la muerte de los soldados alemanes en Stalingrado no son nada para los su­ pervivientes de los campos de la muerte, ni las humillacio­ nes de los prisioneros de guerra de 1945 para los ciudada­ nos de los países aliados. Pero no por ello se han borrado de la memoria de las poblaciones implicadas; y han altera­ do la capacidad de éstas para preocuparse por otros sufri­ mientos. Cualquier análisis clínico ha de tener en cuenta el conjunto de estas realidades, así como los efectos que pro­ vocan: compasión y solidaridad para con las víctimas ino­ centes, suspensión de cualquier posibilidad de culpabili­ dad contra quienes han sufrido, o bien, por el contrario, descalificación del sufrimiento del enemigo, «alegría per­ versa» al verlo padecer una suerte que se percibe como me­ recida.

Si ia violencia no se puede definir más que como la exis­ tencia de una víctima, es también porque la inversión del punto de vista que consistiría en situarse deí lado de su autor conduce a un callejón sin salida. En la lengua francesa, la pa­ labra victimiseur [victimizador] no existe como simétrica de víctima; sin duda porque, en numerosas ocasiones, sería un contrasentido. El autor de una violencia {o al menos de lo que la vícti ma vive como tal) lo mismo puede ser un defensor del orden y de la ley como un huelguista o un saqueador sin es­ crúpulos, individuos concretos o instituciones como el Esta­ llo. La violencia, siempre denunciada por la víctima, será a veces negada por los observadores externos, a los que incluso dejará totalmente indiferentes. En otros términos: el único elemento común de todas las formas de violencia es el punto de vista subjetivo de la víctima. Por otra parte, existen situa­ ciones en las que 1a violencia padecida se inscribe dentro de procesos sociales que no permiten identificar razonable­ mente a un responsable, aunque intervengan sin duda meca­ nismos más o menos mágicos de imputación a un chivo ex­ piatorio; en efecto, las víctimas siempre quieren identificar a unos responsables. Por ello se impone la siguiente conclu­ sión: la existencia de un sufrimiento vivido subjetivamente, hecho público y manifiesto o sobriamente disimulado, cons­ tituye el único criterio posible de una definición puramente clínica de la violencia, el único rasgo común de situaciones inuy diversas. Apartarse de este indicador es formular juicios de valor, como mínimo implícitos, sobre la admisibilidad moral o política de la violencia alegada por determinados grupos sociales, con todos los riesgos de arbitrariedad ideo­ lógica que le son inherentes. Por el contrario, de este plantea­ miento se deduce que no se debería hacer sobre la violencia un juicio ético de principio, puesto que se inscribe- dentro de conjeturas históricas y políticas muy diferentes. En esta si­ tuación conviene sopesar las implicaciones y considerarlas admisibles, discutibles o insoportables.

c) El envite de las cifras Por culpa del carácter multiforme de la violencia, tratar de identificar a todas las víctimas, reconocidas o no, constituye un desafío. Algunas categorías son difíciles de diferenciar y sus fronteras están siempre en movimiento, lo cual no les res­ ta en absoluto importancia política. Nos referimos a las vícti­ mas de la violencia simbólica7. Sin duda es indispensable es­ tablecer balances numéricos de la violencia política, pero éstos han delimitarse a las violencias físicas, lo cual desequili­ bra en cierto grado dichos análisis. Según Charles Tilly, el si­ glo xx sumaría cien millones de víctimas directas de opera­ ciones armadas y otros cien millones de víctimas indirectas (enfermedades o hambrunas). En tan macabra contabilidad, el balance de la Segunda Guerra Mundial tiene un peso par­ ticularmente significativo, ya que se calcula que causó cerca de sesenta millones de muertos, con un tributo excepcional pagado por los judíos de Europa. Según este autor, a escala mundial, la tasa de víctimas de la violencia (por millón de ha­ bitantes) alcanzaba los 90 muertos a mediados del siglo xvn, los 150 a mediados del XÍX y más de 400 en el XX. Por lo tanto, se detecta una tendencia a la agravación. Sin embargo, en el seno de las sociedades occidentales, Charles Tilly observa también, durante el mismo periodo, una tendencia a la pacifi­ cación de las relaciones sociales. Parece ser que los europeos corren hoy diez veces menos riesgo de ser agredidos física­ mente por sus compatriotas que sus antepasados de 17008. Los balances numéricos de la violencia política plantean numerosos problemas que son, en primer lugar, de tipo esta­ dístico. Aunque algunas cifras se pueden verificar, a menudo 7. En e! sentido que se le da m ás adelante, en el capitulo 3. 8. Charles Tilly, The Politics o f Colleclive Violence, Cam bridge, C am ­ bridge University Press, 2003, pp. 55 y 61. Véase el capítulo 3 en general en cuanto a las estadísticas detalladas de distintas form as de violencia colectiva.

liay que contentarse con evaluaciones ó estimaciones que es peligroso sumar sin más. El problema resulta crucial cuando se trata de hacer balance de las víctimas indirectas. ¿Hasta qué punto se pueden achacar totalmente las hambrunas de Ucra­ nia en la década de 1930 y, sobre todo, las de China en los años 1%0 a la violencia política de los gobernantes en el poder? El envite de las víctimas indirectas es sin embargo mayor. Parece ser que, desde hace diez años, la violencia política viene pro­ vocando una media anual de 300.000 muertos en todo el inundo. Cifra que puede parecer poco importante en compa­ ración con el 1.260.000 de muertes en accidentes de carretera o con los dos millones de víctimas del paludismo. Pero esta contabilidad es engañosa. La Organización Mundial déla Sa­ lud y la agencia Reuters, que facilitan estos datos, presentan Uunbién, sólo para el conflicto del Congo, desde 1998, una media anual de 600.000 muertos por culpa de las hambrunas y de las epidemias, lo que agrava el balance de los enfrenta­ mientos y las masacres. En la actualidad, se imponen terribles condiciones de vida a decenas de millones de seres humanos desplazados o retenidos como rehenes, como consecuencia de los conflictos que afectan, o han afectado, a los Balcanes, ()riente Próximo y el Cáucaso, el África occidental y la de los¡ (irandes Lagos, Sri Lanka, Camboya.,., lo que en determina­ dos casos autoriza a pronunciar la palabra «genocidio». El problema de las cifras de víctimas es también de tipo simbólico. Los balances no son sólo instrumentos de cono­ cí miento: son también argumentos. Las intervenciones hu­ manitarias han tenido a menudo como principal impulsor el espanto causado por conflictos particularm ente cruentos. Un sesgo típico es el que da por hecho que el régimen más odioso ha de ser aquel que ha causado más víctimas. El Libro negro del comunismo * (1997), obra de Stéphane Courtois y * M ¡íbiv negro délcom um sm o. Crímenesi terror y represión, trad. del íruncés, ed. Planeta, 1998 [N. d éla T.j.

sus colaboradores, suscitó polémicas porque el balance de masacres que ofrecía era más abultado que el del nazismo. ¡Poco importaba, al parecer, que el periodo histórico com­ prendido en el análisis fuera más largo y la población de los países afectados fuera más numerosa! Sobre todo, a partir de determ inado umbral, ia enorm idad de las cifras contri­ buye a crear cierto tipo de insensibilidad: precisamente, porque ya no son más que cifras que reducen a las víctimas al anonimato de agregados estadísticos. Los monumentos a los muertos y los museos conmemorativos de las perse­ cuciones conocen perfectamente este desafío. De ahí esos nombres de soldados grabados en piedra, esas fotos de víc­ timas, esos recuerdos personales, esos restos materiales que se ofrecen ante los ojos de los visitantes en Oradour * o en Auschwitz, en Yad Vashem ** o en Hiroshima, En algunos casos, los primeros elementos de evaluación se presentaron prematuramente, porque la emoción suscitada tiene nece­ sidad de puntos de referencia inmediatos que subrayen la magnitud del drama. Durante la depuración étnica de Bos­ nia se lanzó la cifra de 200.000 muertos, que recogió la pren­ sa; era una cifra muy exagerada, que expresaba la intensidad de una angustia y transm itía una llamada de socorro. De hecho, sólo las pacientes investigaciones de los historiado­ res, que han contrastado minuciosamente sus fuentes, pue­ den alcanzar una verdadera exactitud. Pero si llegan a esta­ blecerse unas cifras más bajas, se crea la sospecha de una intención pérfida de minimizar la violencia. ¿Cuántas fue­ * O raduur-sur-G lane, pequeña población del Letnosín francés ataca­ da el 10 de junio de 1944 p o r el ejército nazi, que arrasó el pueblo y ase­ sinó a 642 personas entre m ujeres, h om bres y niños. En la actualidad existe el denom inado «Centre de la m ém oire» o C entro de la iMemoria, que trata de explicar este episodio de la Segunda G uerra M undial fruto de la violencia nazi ¡N. de la T.j. ** D enom inación hebrea del M useo del H olocausto^de (erusatén [N .d ela T .].

ron las víctimas de la trata de esclavos negros, sesenta millo­ nes? ¿Cuántas las víctimas judías del genocidio nazi, seis mi­ llones? Peter Novick, que discute, después de Raúl Hillberg, «■iorigen de estas estimaciones, las pone en paralelo para su­ brayar, en el debate político estadounidense, el envite sim ­ bólico de esta multiplicación por diez9. La sensibilidad ante la violencia está marcada, en la acl uaiidad, por la brecha entre la que se experimenta directa­ mente y la que se muestra a distancia, como un espectácu­ lo. La prim era, vivida por poblaciones circunscritas, tiene i;randes secuelas psicológicas: traum as generados por la confrontación con la brutalidad o la atrocidad; degradai ión del precio que se asigna a la vida hum ana cuando se l rivializa una violencia de gran intensidad; crispaciones de odio y rechazo de posibilidades de diálogo. La segunda im­ pone su omnipresencia en los medios de comunicación gracias a las actuales tecnologías de comunicación, que harcvi que el mundo resulte más pequeño; pero se nos ofrece iom o un teatro de ficciones realistas. No es seguro que la violencia política se haya agravado en los últimos cincuenta años; incluso es más que probable la hipótesis contraria. Sin embargo, el espectador se ve asaltado por reportajes e imá­ genes y debe enfrentarse continuamente a un rosario inter­ minable de balances: soldados muertos, civiles asesinados, perturbadores del orden público detenidos, coste de los da­ nos materiales. Esta situación le impone unos dilemas que I,uc Boltanski ha analizado con sutileza10. Ante esta conti­ nua oleada de violencias, ¿puede el espectador indignarse realmente sin seleccionar a las víctimas conmovedoras? Sí pretende liberarse del malestar de tener que compadecerse *>. P e ter N ovick, L ’H olocouste dans la vie am éricaine, trad ., P arís, (¡ulUmard, 2001, p. 276. [ed. orig. ing., Holocaust ¡ti A m erican Life, I loughtonM ifflin C om pany, 1999], 10. Luc Boltanski, LaSouffrance ó distaría:, París, ¡Víétailié, 1993.

sin poder actuar, ¿le resulta aceptable permanecer pasivo o, lo que es peor, indiferente? El hecho políticamente im por­ tante es, por lo tanto, que el espectáculo de la violencia está continuamente desafiando a!, sistema de valores, tanto del que sufre como del que contempla, pero siguiendo vías to­ talmente irreductibles.

í. El dilema filosófico

1.a violencia provoca inquietud o revulsión, pero resulta hiscinante, Xa filosofía da fe de esta ambivalencia innata que habita la m ente hum ana y nutre tantas producciones 1iterarias y artísticas. La oposición clásica que se esta­ blece entre razón y pasión constituye la m atriz funda­ mental de los juicios que se hacen sobre la violencia. Si i’i'cemos que la hum anidad es capaz de som eterse por completo al im perio de la razón, no' es más que desorden o aberración, un obstáculo para el progreso que condut c a una sociedad finalmente arm oniosa. Si, por el con-? ! i ario, nos im aginam os una hum anidad habitada por aviesas pasiones, que engendra rivalidades destructoras y ansias m ortales, resulta esencial subrayar vigorosa­ mente el más prim ordial de los bienes: ia seguridad. Esta exigencia va a legitim ar u na violencia regulada, cana­ lizada, legalizada, capaz de im pedir la lucha anárquica ile todos contra todos. Por último, algunos pensadores ¡i,sacian la violencia al surgim iento de ia vida más instin!iva, a la liberación de una energía prim ordial. Algunos favorecen una. postura estética de rebelión contra cualM

quier form a de alienación; otros la presentan como el crisol, grandioso e incluso apocalíptico, de ia em ancipa­ ción de los Estados, de los pueblos o de las clases.

A.

V io le n c ia y s in ra z ó n h u m a n a

Para los sabios de la Antigüedad, la violencia, inspirada por la cólera, es una forma de locura. Cicerón, que dis­ tingue en el g u errero la verdadera valentía física del simple abandono al furor, establece una clara diferencia entre la dignidad de los medios pacíficos y la de los m e­ dios violentos. En la república, escribe, «hay dos tipos de conflictos que se resuelven, unos m ediante el debate y otros m ediante la violencia: como el prim ero es pro­ pio del ser hum ano y el segundo lo tiene en com ún con los animales, no hay que recurrir a éste más que cuando es imposible utilizar el p rim er m edio» Esta asociación de la violencia a un tipo de com portam iento m enos h u ­ m ano que anim al im pregna una buena parte del pensa­ m iento occidental a p artir de M ontaigne. ,ES la que ins­ pira, en particular, la condena de las crueldades de la tortura en la ejecución de los fallos de la justicia (Beccaria), la reprobación sin apelación de los excesos com eti­ dos p o r los europeos cuando se lanzaron a la conquista de nuevos m undos (Las Casas) y, por últim o, una viva repulsa de las guerras civiles o las guerras entre prínci­ pes europeos (Kant). En el siglo xx, la filosofía de los de­ rechos hum anos se sitúa claram ente en la prolongación 1. M arco T ulio Cicerón, Traité des devoirs, \ \ . 31, en Les Sto'iáéns, G allim ard, 1962, p. 5 ® [eü, cast., Sobre los deberes, XI, 34,..Alianza Ed., 20S3],

L I I D 1LKMA F IL O S Ó F IC O

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de este hum anism o de inspiración cristiana o raciona­ lista, cuyo desenlace lógico sería el pacifismo de un Roniain Rolland, trasto rn a d o com o tantos otros p o r las enormes carnicerías de la Prim era G uerra Mundial. Sin embargo, la experiencia de las dem ocracias que salva­ guardaban la paz en M únich (Í938) para abrir de par en par la p u erta, unos m eses m ás tarde, a una guerra lotal provoca un profundo malestar, pues pone de m a­ nifiesto las contradicciones del racionalismo filosófico. Si se postula la existencia de un ser hum ano profunda­ mente razonable, capaz de adaptarse a las leyes de una naturaleza generosa y bienhechora, ¿cómo se explica que «unas personas corrientes» hayan podido ponerse ;il servicio de u na loca em presa m ortífera? ¿Cómo es posible que haya existido Auschwitz? ¿Somos todavía capaces de pensar después de un Auschwitz?La Revolu­ ción, francesa encarnaba ya intensam ente esta paradoja de la filosofía. Hija de las Luces, o presentándose como tal» fue una época de proclam aciones solemnes del rei­ nado de la v irtu d y de la razón; sería al m ism o tiem po la del desencadenam iento irrefrenable de múltiples vio­ lencias: asesinatos, m otines, lincham ientos, ejecuciones judiciales, g u erras exteriores y g u erra civil. ¿Qué se puede hacer con la violencia cuando se cree en la razón dentro de la Historia?

¡i) Diferenciar la violencia opresiva de la violencia liberadora Aunque la inhum anidad y la sinrazón caracterizan muy a m enudo el recurso a la violencia, podem os encontrar también estos rasgos invertidos. La cuestión del tirani­

cidio, am pliam ente debatida en el siglo xvi, en la época de las g u erras de religión, ofreció la o p o rtu n id ad de form ular nuevos planteamientos. Los ultras de los dos campos, católicos y protestantes, no dudaban en consi­ derar como un acto m eritorio el asesinato de un rey im ­ pío que abandona a los fieles de «la religión verdadera». Su actuación «diabólica» autoriza a atentar contra su persona. Los teóricos denom inados m onarcóm acos d e­ fendían más am pliam ente la idea de que el cuerpo so­ cial en su totalidad tiene derecho a oponerse a un rey que escarnece los derechos naturales de la comunidad. Pero en lugar de rem itirse a la iniciativa ciega de una persona en particular, preconizaban ante todo una re­ sistencia política encabezada p o r los «m agistrados y funcionarios del reino», aunque esta revuelta pudiera estar reforzada p o r levas de tropas. Esta distinción en ­ tre violencia opresiva y violencia liberadora perdurará en el seno del debate filosófico y servirá para legitimar algunas revoluciones: la de 1688 en Inglaterra, que esta­ blece definitivam ente el papel del Parlam ento frente al absolutismo real; las de 1776 en N orteam érica y 1789 en Francia, que derrocan el Antiguo Régimen y sus desi­ gualdades, contrarias a la naturaleza. A esta violencia fundadora se la presenta como el desenlace últim o del triunfo de la razón en la historia en la m edida en que garantiza el establecimiento de un nuevo orden social, basado en el derecho natural, el consentim iento de la nación y la soberanía inalienable del pueblo. La legiti­ midad tic una violencia em ancipadora es igualmente lo que constituye el núcleo de la tesis defendida p o r Marx y Kngcl.s, y luego por Lenin, cuando sostienen que es imposible pasar al socialismo sin luchar encarnizada­ mente. Y es que, desde su punto de vista, sería irrazona-

I l I DILEMA mOSOHCO

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ble pensar que los explotadores se dejarían arrebatar el poder sin tratar de recu rrir a los m edios m ás extremos. Muchos de los filósofos que sim patizan con la idea de derrocar p or la fuerza un orden opresivo se cuestionan la proporcionalidad entre los fines pretendidos y los medios utilizados. Algunos se echan atrás ante el precio que hay que pagar. Burke en Inglaterra y Kant en Ale­ mania habían acogido en principio favorablemente las ideas revolucionarias p rocedentes de Francia, sobre lodo el segundo. Pero tanto uno como otro llegan a la conclusión de que una persona sensata no puede aceplar el d eso rb itan te nivel de las violencias com etidas. ■(¡Masacres, to rtu ras, horcas! ¡Ésos son los tres D ere­ chos hum anos! ¡Ésos son los frutos de las declaraciones metafísicas lanzadas a la ligera y luego vergonzosam en­ te retiradas!»2, se subleva Burke, que sin em bargo había apoyado, a pesar de ser inglés, a los insurgentes am eri­ canos. Otra actitud consiste en eufemizar considerable­ mente los acontecim ientos, por idealism o ideológico. La filosofía liberal del siglo xix no quiere retener de la Revolución más que la adhesión entusiasta de la Nación o el consentim iento popular. Sin embargo, la violencia está ahí, desde 1789, aunque no alcance su punto álgido hasta 1794 \ O tro s, p o r últim o, prefieren justificarlo lodo. Es la famosa frase de Clemenceau: «La revolución es un bloque». Por aquella época, se suele entender esta fórmula de m anera abstracta, sin mayores consecuen­ cias. Sin em bargo, los historiadores de la Revolución F.dmund Burke, Réflexions sur la révolution de fra n e e (1790), trad. Iluchette, 1989, p. 283 [ed. cast., Reflexiones sobre la Revolución en l'nmcia, Alianza Ed., 2003], i. Patrice Gueniffey, La Poliiique de la Terreur. Essai sur la violence rnvlutíom m ire. ¡789-1794, París, Fayard, 2000.

francesa, entre ellos Mathiez y Soboul, rehabilitarán el argum ento que había desarrollado Robespierre durante el juicio de Luis XIV. «La sensibilidad -había declara­ d o - que sacrifica ia inocencia en aras del crim en es una sensibilidad cruel, la clemencia que pacta con la tiranía es bárbara.» Sorprendente sofisma, que utiliza en bene­ ficio propio el sentim iento de hum anidad y perm ite de­ cretar, durante las masacres de septiem bre de 1792, que la violencia ciega de la m uchedum bre es «razonable y generosa» o considerar que el G ran Terror que organi­ za la ley particularm ente arb itra ria del 22 Pradial del año II (10 de junio de 1794) está basado en la legítima defensa4. La revolución bolchevique inspirará, más tarde, d i­ vergencias similares entre los teóricos adeptos a los idea­ les de em ancipación social. A lgunos socialistas como KarI Kautsky en Alemania o Jules Guesde en Francia d i­ rán que representaba al m ism o tiem po aquello por lo que todos habían luchado y aquello contra lo que h a­ bían com batido toda la vida. Frente a Lenin, m anten­ d rán que la dictadura del proletariado no podía actuar «sin freno ni ley» sobre los enemigos de la revolución, so pena de descalificarse a sí m ism a como movimiento de em ancipación social. Por el contrario, desde Georges Lukács hasta Maurice M erleau-Ponty (el de Humanisme et Terreur, 1947), toda una generación de filósofos revo­ lucionarios acepta desviar la m irada, incluso justificar los «excesos» com etidos en nom bre de una «causa his­ tóricam ente justa». También W alter Benjam in tratará 4. En la actualidad todavía hay autores que suscriben tan inquietante ¡ógica. Sophie W ahnich, La Liberté ou la Mort. Essai sur la Terreur et le terrorisme, París, La Fabrique, 2003.

de conciliar su hostilidad total a cualquier tipo de vio­ lencia y su conform idad «melancólica» con el m arxis­ mo revolucionario. Lo hará invocando una «violencia pura» bastante oscura, violencia soberana al servicio de los vivos, que se encontraría más allá de las norm as re­ guladoras de la simple supervivencia que se rige p o r el precepto «No matarás». Y aun añade: «No es para el ser luimano ni igualm ente posible ni igualm ente urgente decidir cuándo ha sido eficaz una violencia p u ra en u n caso d eterm in ad o » \ Evasión significativa de las perple­ jidades a las que se enfrenta un filósofo radical que sir­ gue apegado a la ley superior de la razón. Con el advenim iento del arm am en to nuclear y la doctrina de la disuasión basada en el equilibrio del te­ rror, la cuestión de la proporcionalidad de los m edios empleados al servicio de una causa justa (la revolución para ios teóricos que sim patizan con el m arxism o, la defensa del m undo libre para el cam po adversario) se ha planteado con renovada agudeza en la segunda m i­ tad del siglo xx. La obra de Michael Waizer Guerras ju s ­ tas e injustas: un razonamiento moral con ejemplos his­ tóricos resulta p artic u la rm en te em blem ática de este nuevo debate, al igual que la de Ted H onderich, Violence for Equality. El argum ento según el cual la defensa de los derechos hum anos fundam enta a la vez la legitim a­ ción de los fines p reten d id o s y la m oderación de los medios utilizados presenta la inm ensa ventaja de ser tranquilizador in abstracto. Pero en la época de los en­ frentam ientos de los bloques, la am enaza de una desí>. W alter B enjam ín, «C ritique de la violence», CEuvres, trad., París, i-^ióstica en los situacionistas.

I») La hipocresía de las estigm atizaciones «burguesas» lis la tesis que form ula Georges Sorel a principios del .siglo xx, en evidente sintonía con el credo de la revo­ lución proletaria, pero con acentos rom ánticos y popu­ listas que seducirán a m uchos otros candidatos al lide­ razgo de las masas. Aunque la palabra «violencia» ejerce sobre él u n a fascinación m anifiesta, dista mucho de ent uhrir cualquier afirm ación de fuerza. Sorel condena la

«ferocidad burguesa» desplegada durante la lucha con­ tra la Comuna de París en 1871: N o h a y q u e c o n f u n d ir la s v io le n c ia s s in d ic a lis ta s q u e , d u r a n te la s h u e lg a s , lle v a ro n a c a b o lo s p r o l e t a r i o s q u e d e s e a b a n el d e r r o c a m ie n to d e l E s ta d o c o n lo s a c to s de sa lv a jism o q u e la s u p e r s tic ió n d e l E s ta d o s u g ir ió a lo s re v o lu c io n a r io s d e l 93 c u a n d o te n ía n el p o d e r e n su s m a n o s y p u d ie r o n e je rc e r s o ­ b r e lo s v e n c id o s la o p re s ió n , s e g ú n los p r in c ip io s q u e les h a ­ b ía n in c u lc a d o la Ig lesia y la m o n a r q u í a ls,

Distinción que le perm ite definir una violencia «bue­ na». La burguesía utiliza la fuerza m ercenaria al servi­ cio de unos intereses m ediocres; es despreciable. Lo que confiere grandeza m oral a la violencia proletaria es la entrega y la generosidad de los trabajadores en lucha. A semejanza de los soldados del Año II, no pretenden una retribución proporcional a sus m éritos, pues lo único que cuenta es «el estado de espíritu épico» que se des­ pliega al servicio de su em ancipación com ún. Esta violencia, que con tanto em peño preconizó So­ rel, qued a reducida, de hecho, al fam oso m ito de la «huelga general revolucionaria», m om ento apocalíptico que presenciará el derrum bam iento del edificio b u r­ gués. Para él, la adhesión a esta im posición forzosa re­ presenta la piedra de toque de la auténtica convicción revolucionaria. Por sí mismo, el proletariado no tem e el enfrentam iento; pero el socialism o p arlam en tario de los universitarios y los políticos, al defender un espíritu de com prom iso, diluye su entusiasm o en m edio de in ­ trigas y charlatanerías. «En la ruina total de las instituItí. (¡corees Sorel, R éflexions su r la violence (1908), P arís,'S enil,

l‘W éticas, pretende uno precaverse contra el

( sligma de la simple im posición forzosa o del rechazo ild diálogo. En la práctica, los dos niveles de justificai ion están estrecham ente vinculados. Aunque el recurno li la violencia se perciba en gran m edida com o legíti­ mo, tiene muchas posibilidades de resultar m ucho más dicaz p o r co ntar con m ejores apoyos políticos. Y al um trario, aunque parezca que el uso de la violencia ali miza sus objetivos sin grandes riesgos, será m ucho más fácil alegar legitim aciones m orales o políticas, d ula la gran elasticidad que pueden exhibir los argu­ mentos disponibles.

a ) Una eficacia esperada Nti cabe duda de que los regímenes autoritarios, clara­ mente basados en la fuerza, y los teóricos de la realpolilik son m ás proclives que las dem ocracias a a d m itir descaradamente este cálculo. Pero estas últim as no son Intrínsecamente alérgicas a sem ejante razonam iento. La III República francesa em prendió guerras de u n a ex­ pansión colonial que propiciaba la desproporción de las !¡lorzas; puso en práctica formas brutales de represión tic! m ovimiento obrero p ara restablecer el orden. Con el iivance del Estado de derecho, tanto los responsables políticos de las dem ocracias m odernas com o sus res­ pectivas opiniones públicas se sintieron m ás obligados ti considerar el uso de la fuerza com o «último recurso». No se atrevieron a alegar, de m anera excesivamente cí­ nica, el criterio de eficacia que, enm ascarado, sigue esImido vigente sin em bargo en los análisis y ios cálculos ile todos los actores políticos.

El grado de violencia útil en las manifestaciones de protesta En los m ovimientos sociales, las m uchedum bres enfu­ recidas siguen todavía com prendiendo hasta cierto punto el argum ento según el cual la violencia es el úni­ co m edio p ara que los poderes públicos les presten atención. Tanto si se trata de habitantes de barrios difí­ ciles que se quejan de que los tienen olvidados como de asalariados víctimas de planes sociales, o de agriculto­ res em pobrecidos por la evolución económica, en todos estos casos los bloqueos de las vías de circulación, las ocupaciones más o m enos salvajes de las fábricas o de los edificios públicos e incluso los m otines y las depre­ daciones de bienes se suelen ver como el único m edio eficaz para llam ar la atención de los medios de com uni­ cación y de sacudir de este m odo la supuesta indiferen­ cia de los poderes públicos. De hecho, a m enudo sucede que, bajo la presión de la violencia, los dirigentes políti­ cos accedan a tomar, a favor de los cazadores o de los campesinos, de los camioneros o de los enseñantes, m e­ didas que hasta entonces no les habían parecido facti­ bles. Aunque, a corto plazo, esta actitud de los gober­ nantes p erm ita desactivar el conflicto, supone p o r lo general unos costes a largo plazo, pues los actores so ­ ciales se convencen todavía m ás de que la violencia re­ porta beneficios. Sin em bargo, en las dem ocracias occidentales, las m ovilizaciones de protesta se caracterizan por u n a cla­ ra tendencia a la m oderación de las formas de violen­ cia. Desde luego los excesos no están nunca totalm ente excluidos, incluso en las m anifestaciones su p u esta­ mente pacíficas, por culpa del riesgo de desbordam ien­

tos causados p o r elem entos radicales o provocadores. Pero ei rasgo más significativo sigue siendo el cuidado que suelen poner los organizadores para prevenir en o ­ josas situaciones descontroladas, tanto m ediante sus propios servicios de orden como a través de su concertación con las fuerzas policiales. Ya se ha hecho habi­ tual neg o ciar con las au to rid ad es el itin e rario de la m archa, la discreción del despliegue de las CRS *> in ­ cluso el nivel de excesos que se tolerará a los m anifes­ tantes. Por otra parte, en m uchas m anifestaciones se advierte la práctica de actividades lúdicas que pretende dar una imagen ingenua de los participantes y consti­ tuye una táctica de seducción dirigida al público. D is­ fraces, m im os, charangas, carrozas alegóricas son re­ cursos habituales en todos los países occidentales. Hasta los cam pesinos, cuyos m étodos de m anifestación si­ guen siendo p or lo general m ás elementales, se lanzan lioy en día a cam pañas explicativas ante los autom ovi­ listas y los transeúntes ociosos, acom pañadas a veces por distribuciones gratuitas de botellas de leche o de cajas de fruta. El m otivo profundo de semejante cambio alargo pla­ zo es que, hoy en día, recurrir a la violencia es contra­ producente; al menos, más allá de determ inado um bral que varía según los países, la coyuntura social o los ac­ tores implicados. A m enos que se m antenga a baja in­ tensidad, la violencia provoca en la actualidad un gran rechazo en la opinión pública. El fenómeno incita a los dirigentes políticos a resistir frente a las reivindicado* CRS, siglas de las Compagnies Républicaines de Sécurité {C om pa­ ñías Republicanas de Seguridad), unidades móviles que constituyen ia reserva general de la Policía N acional francesa y asisten a ésta en casi todas sus m isiones [N. de la T.J.

nes y aísla a los manifestantes agresivos privándoles de los relevos políticos que necesitarían para conseguir el triunfo de sus exigencias. Los partidos que sostienen de m anera dem asiado evidente las protestas que se consi­ deran excesivamente violentas pagan por lo general un precio m uy alto en el plano electoral. Esta evolución de la opinión afecta tam bién, e incluso en mayor m edida, al com portam iento de las fuerzas del orden público. El exceso de brutalidad en las tácticas de dispersión de los m anifestantes, el en carnizam iento co n tra los que se quedan aislados, en definitiva los «excesos policiales», según la expresión ya consagrada, pueden desacreditar gravem ente a los responsables políticos en una dem o­ cracia. Por ello temen al menos tanto los excesos de sus propias fuerzas como los de los manifestantes m ás exal­ tados. Por este motivo, en los países occidentales, y en prim er lugar en Francia, se deja cada vez más el m ante­ nim iento del orden público en m anos de fuerzas espe­ cialmente entrenadas para practicar sólo una violencia contenida. Ello requiere una sangre fría m uy «profesio­ nal» frente a los contestatarios y unas tácticas de reac­ ción escalonada disponibles gracias a la panoplia de los equipos con que en la actualidad cuenta la policía. In ­ cluso en los países que siguen utilizando m étodos muy enérgicos para reducir al silencio a la oposición inter­ viene ahora un nuevo factor de apreciación: el riesgo de favorecer las intrusiones extranjeras que acentuarían la protesta. No cabe duda de que este riesgo tiene mayor peso en los Estados débiles, en los que las amenazas de intervención exterior son perm anentes; pero la rep re­ sión de Tiananm en en 1989 puso de m anifiesto que un gran país como China podía tam bién sufrir la contra­ partida negativa, al m enos en térm inos de imagen, de

recurrir a m étodos que provocaron la indignación in­ ternacional. La búsqueda de la eficacia es, pues, el fundam ento mismo de ¡as violencias de baja intensidad en las m ani­ festaciones dem ocráticas. Bastan para atraer la cober­ tura de los m edios de com unicación, pero son dem asia­ do débiles com o para provocar una reprobación intensa y generalizada. Si se respetan estas condiciones, tienen grandes posibilidades de alcanzar su objetivo principal en una sociedad en la que el ruido es perm anente y en la que el mayor problem a no es la libertad para expre­ sarse sino la capacidad para que te oigan, en particular en la televisión y en la prensa. Lo malo es que estas dos se interesan más p or los excesos que por lo habitúa!. Y en v irtud de esa m ism a lógica, la dim ensión de la vio­ lencia se increm enta en los conflictos sociales cuando fallan las estructuras de diálogo en el seno de la em pre­ sa, bien p o r la ausencia de organizaciones sindicales, con lo que las huelgas son a m enudo m ás «salvajes», bien p o r la esp an tad a voluntaria de los em presarios ante el inicio de las negociaciones2.

¿Qué lugar ocupan las violencias de alta intensidad? Las violencias así denom inadas son aquellas que causan muchas víctimas o daños materiales; las que se deben a un despliegue de fuerza deliberadam ente intim idador, como p o r ejemplo la presencia de arm as pesadas o de fuerzas de choque; y p o r últim o las que incluyen actos 2, Stéphane Sirot, La Gréve en France, Une histoire sociaie (x ix '-x x*' siédej, París, Odilo Jacob, 2002.

de crueldad y de sadismo o las que, al utilizar unas reglas inciertas, provocan fuerte angustia. A la luz del criterio de su supuesta eficacia, se com prenden m ejor las form as de violencia que subsisten o prosperan en el seno de los sistemas políticos. Las brutalidades callejeras más espec­ taculares y, a veces, más graves son im putables a indivi­ duos y a grupos a los que les da igual la consideración de su ineficacia electoral. Es lo que sucede con los skinheads o con los ex Pro v o s q u e , casi por todas partes en Europa occidental, convierten la violencia en una form a teatralizada de autoafirm ación que no tiene m ás finali­ dad que la de su propia existencia. Y es tam bién lo que sucede con la violencia colérica en sus diferentes formas de expresión. Estalla bajo los efectos de una em oción intensa y no dom inada; es u n acting out caracterizado por la ausencia de prem editación y una suspensión m o ­ m entánea del cálculo costes/ventajas. Los factores que provocan su aparición están relacionados, com o más adelante veremos, tanto con disposiciones psicológicas particulares como con situaciones que generan frustra­ ción, humillación o desesperación. Esta «cólera» explica determ inados excesos policiales, los com portam ientos peligrosos de m anifestantes enfurecidos y, sobre todo, los actos de venganza dirigidos contra dianas más o m e­ nos im aginarias Aunque no podam os considerar que la violencia colérica es «calculada», sin embargo sí que puede estar instrum entalizada por algunos actores so­ ciales que pretenden alcanzar sus propios objetivos. * Pravos: m ovim iento anarquista originalm ente holandés que se ex­ tendió por Europa en las décadas de 1950 y 1960 [N. de la T.]. 3. Recordem os el dram a del 27 de m arzo de 2002, cuando R ichard D urn m ató, «para vengarse», a ocho ediles del consejo-m unicipal de Nanterre.

En cuanto a las violencias de alta intensidad de tipo «golpe de Estado», se observa que tienden a ser menos frecuentes hoy en día, al menos en com paración con eí ritm o sostenido que fue el de los cam bios de régim en político en Am érica Latina, en O riente Próxim o y en África después de la independencia. A partir de la déca­ da de 1990, la presión de Estados Unidos y de Europa a favor de la democracia ejerció probablemente un efecto disuasorio en m uchos candidatos al putsch m ilitar y al abuso de fuerza anticonstitucional. La probabilidad de fracaso se ha acentuado a causa del riesgo de que los di­ rigentes dem ocráticam ente elegidos llamen en su ayuda a fuerzas extranjeras. Sin embargo, esta estabilización es sólo relativa. Afecta más a la reducción de las revolucio­ nes palaciegas que a la dism inución de las guerras civiles con raíces sociales m ás complejas. Así por ejemplo, en África occidental, aunque algunos países experimenten ya transm isiones de poder pacíficas, otros se han sum i­ do en interm inables conflictos internos (Liheria, Sierra Leona y, más recientemente, Costa de Marfil). El cálculo de utilidad ya no es pertinente para com prender estos procesos de desm oronam iento progresivo de la autori­ dad del Estado que alim entan las guerras intestinas. Efectivamente, se les escapan en gran m edida a los pro­ pios actores. Por el contrario, el criterio de eficacia vuelve a ser perfectam ente operativo para com prender 1a. aparición del terrorism o, entendido aquí como algo que incluye no sólo las operaciones de organizaciones clandestinas o de m ovim ientos de insurrección sino tam bién las ac­ tividades asesinas de los servicios especiales efectuadas p o r profesionales al m argen de las leyes oficíales del Estado. Esta etiqueta, de gran carga estigm atizadora,

se refiere a formas bastante distintas de la violencia ar­ mada: actos ciegos con el objetivo de producir la m á­ xim a incidencia en toda u n a población o sabotajes y asesinatos selectivos d estin ad o s m ás bien a d e stru ir una infraestructura organizativa. En am bos casos son m ensajes políticos dirigidos al adversario. La eficacia de recu rrir al terrorism o se deriva del hecho de que da fuerza a) débil o, en cualquier caso, de que com pensa la im potencia en el ám bito de los enfrentam ientos m ás norm ales. Efectivamente, el terrorism o denota en p ri­ m er lugar u n a debilidad m ilitar. M uchas d erro tas en campo raso h an ido seguidas de una resistencia espo­ rádica bajo form a de atentados y sabotajes, desde las operaciones de los bóers contra los ingleses tras la caí­ da de Pretoria en 1900 h asta las actuales operaciones antiam ericanas en Irak. Las guerrillas saben que, fren­ te a ejércitos organizados, no tienen por lo general p o ­ sibilidades de g anar; u n a de las escasas excepciones en este sentido fue el éxito de Fidel C astro en Cuba en 1959; pero cuántos fracasos se han pro d u cid o desde entonces en Am érica Latina. A fortiori, la estrategia de los atentados, p o r espectaculares o cruentos que p u e ­ dan ser, no puede reem plazar la confrontación equili­ brada con los m edios de un Estado, ni en el País Vasco o Irlanda del N orte ni en O riente Próxim o o el Sudeste asiático. En cuanto a que el Estado recurra a «medios especiales», éstos son más bien un sucedáneo de opera­ ciones clásicas, de guerra o de m antenim iento del o r­ den, consideradas como im posibles o ineficaces. El recurso al terrorism o indica tam bién una debili­ dad política. Muchas organizaciones que han practica­ do esta estrategia sólo podían contar con apoyos m uy m inoritarios en su propio entorno: el aislam iento ca­

racterizaba tanto a los carbonari * que ponían bom bas, a los nacionalistas y nihilistas del siglo xtx, como a la fracción del Ejército Rojo en Alemania o a las Brigadas Rojas en Italia d u ra n te los «años de plom o» (19751990); y todavía es lo que sucede con las organizaciones radicales de Al Qaeda. Y aunque los nacionalistas vas­ cos, corsos o irlandeses puedan excepcionalmente tener una base política real, ésta sigue siendo insuficiente para que puedan alcanzar sus objetivos tan sólo m e­ diante sufragio universal. Sin embargo, a veces se trata m enos de debilidad que de im potencia política. Es lo que sucede con las organizaciones que gozan de u n am ­ plio apoyo popular, pero dentro de un sistema político en el que su posibilidad de expresarse de m anera útil, a través de canales dem ocráticos, sigue siendo inexistente o está m uy sesgada. Éste fue uno de los motivos del ca­ rácter inicialm ente terrorista de muchos m ovim ientos nacionalistas: en el siglo XfX, contra los im perios aus­ tro-húngaro o ruso, en el XX en las luchas anticolonia­ les. Es igualm ente la p rin cip al razó n de los m étodos utilizados por la guerrilla chechena, Hamás y la Yihad de Palestina, los m usulm anes del sur de Filipinas... El terrorism o de Estado se enfrenta a obstáculos cada vez m ayores cuando lo p ractican países que son sólo potencias m edias o pequeñas, y por lo tanto v u ln era­ bles. E stigm atizados com o rogue States **, co rren el * N om bre de una sociedad política secreta activa en Francia y en Ita ­ lia d urante las prim eras décadas del siglo XIX [N. de la T.j. T érm ino acuñado p o r los gobiernos de Estados U nidos y el R eino U nido p a ra designar a los que consideran Estados «canallas», « bribo­ nes» o «irresponsables», que actúan fuera de la ley y constituyen una am enaza p a ra sus vecinos y p ara el m undo entero; entre ellos suelen incluir a Corea de] N orte, Libia, Irán e Irak (N. de la T.].

riesgo de suscitar los anatem as de la com unidad inter­ nacional. En cuanto a Estados Unidos mismo, aunque su capacidad técnica no tiene igual a la hora de poner en m archa «operaciones especiales» clandestinas, su adhesión a los principios del Estado de derecho supone en cambio que sus dirigentes corran riesgos políticos e incluso judiciales, sobre todo si un fracaso desencadena investigaciones excesivamente minuciosas por parte de las correspondientes comisiones oficiales de investiga­ ción. El terrorism o contestatario, practicado por redes m enos localizables, se ve favorecido en la actualidad por el desarrollo del tráfico de armas a escala interna­ cional. C orrem os incluso el riesgo de que surja u n te­ rrorism o de nueva generación que utilice dispositivos de destrucción masiva cada vez más m iniaturizados y triviales. Ya la elección de algunos objetivos com o las Torres Gemelas, derribadas el 11 de septiembre de 2001, anuncia esta posible m utación; pero hay otras (centra­ les nucleares, grandes presas...) cuya destrucción te n ­ dría consecuencias todavía m ás catastróficas. A pesar de las amplias reprobaciones que pueda susci­ tar, el terrorism o contestatario ofrece la ventaja, para sus iniciadores, de hacer imposible que se ignore pura y sim ­ plemente la causa que ellos creen defender. Mediante ac­ tos espectaculares y cruentos, la vuelven a inscribir con letras de sangre en la agenda política. Desde este punto de vista, el terrorismo tiene necesidad de los medios de comunicación. Ahora bien, la teatralidad de los actos co­ metidos se topa con las lógicas periodísticas basadas en una escenificación perm anente de acontecimientos ex­ traordinarios y, sin duda tam bién, en la satisfacción de pulsiones arcaicas profundam ente ocultas en el subcons­ ciente de muchos telespectadores. A las organizaciones

que proyectan este tipo de violencia no les son p o r lo tanto indiferentes los criterios de la labor periodística. De ahí sus cálculos en lo que se refiere a la elección de objetivos, en la que se mezclan la búsqueda de lo espec­ tacular y la del símbolo significativo. En este sentido, los atentados del 11 de septiembre de 2001 pusieron de m a­ nifiesto un nivel de eficacia excepcional. Entre actores y periodistas especializados, por mediación de algunos in­ term ediarios, pueden trabarse vínculos muy particula­ res. En ese caso se construye una relación compleja, en la que se denota repulsión y fascinación, claro distanciamiento y connivencias encubiertas; se manifiesta sobre todo en la difusión de informaciones filtradas o com uni­ cados justificativos (Al Qaeda y determ inadas cadenas de televisión árabes en Oriente Medio o, en Europa, al­ gunas cadenas regionales y clandestinas corsas, vascas o norirlandesas). Por el contrario, para reducir estos efec­ tos sobre la opinión pública, los gobernantes que com ­ baten el terrorism o pretenden limitar su acceso a los m e­ dios de com unicación. Los regím enes autoritarios son los que más posibilidades tienen de imponer un bíack-out total sobre los actos perpetrados. Aunque la Unión So­ viética y China hayan dem ostrado durante mucho tiem ­ po gran eficacia en este ám bito, la globalización de la inform ación y los medios de observación m odernos di­ ficultan no obstante una política rigurosamente herm é­ tica. Aun a costa de excesivas dificultades, la información consigue filtrarse a través de la represión en Chechenia. En las democracias occidentales es notoriam ente difícil, aunque no absolutam ente imposible, poner trabas a la labor de los periodistas o transm itirles consignas. Es po­ sible que el argumento de la seguridad o del patriotism o intim ide a las cadenas de televisión. Sin em bargo, un

conflicto que se eterniza propicia el desinterés político. Don’t mention the War [No nom bres la guerra], título significativo que David Miller daba a la obra que dedicó en 1994 al conflicto noririandés, pone claramente de manifiesto una actitud com partida tanto por los dirigentes políticos como por los responsables de prensa. La acción terrorista suele asignarse un objetivo más ambicioso que el m antenim iento en una agenda de un problem a político fundam ental. Tras el supuesto deseo de «hacer que se doblegue» el enemigo se oculta la es­ peranza de im poner al m enos la apertura de negocia­ ciones a un adversario decepcionado por una lucha sin resultados en el plano estrictam ente policial. El cansan­ cio de la población, asustada por la inseguridad, es un incentivo que puede resultar eficaz para alcanzar este objetivo; pero a m enudo sucede todo lo contrario, que la angustia o el terror suscitados puedan incitarla a ce­ rrar filas alrededor de sus dirigentes. Esta doble evolu­ ción es m uy típica de la opinión pública de Israel bajo el gobierno de Sharon (segunda Intifada); se la percibe agitada por sentim ientos contradictorios incluso cuan­ do una faceta p red o m in a m o m entáneam ente sobre otra. El mismo proceso explica igualm ente el distanciamiento, cada vez mayor, entre la opinión pública euro­ pea y la estadounidense en cuanto a la percepción de las amenazas representadas por el «terrorismo internacio­ nal» desde el 11 de septiembre de 2001.

El cálculo de utilidad en el recurso a la guerra Se supone que los gobiernos no se meten a la. ligera en conflictos con otros Estados. De todas las decisiones de

re cu rrir a la fuerza, ésta es probablem ente la que requiere mayor atención. No cabe duda de que, antes de los tiem pos m odernos, supuestam ente se som etían a la fortuna de las arm as o al juicio de Dios, pero esta acti­ tud no excluía la evaluación de los recursos movilizables. Bien es cierto que algunos pretextos que hoy nos parecen fútiles p o d ían b astar p ara desencadenar e n ­ frentam ientos entre príncipes y monarcas: am or propio herido, enem istades personales, ansias de gloria en el campo de batalla. No obstante, los errores de cálculo en cuanto a las posibilidades de vencer tenían terribles re­ percusiones: am putaciones de territorios, debilitam ien­ to político interno, incluso pérdida del poder cuando no de la vida. El cálculo de utilidad se hace m ás complejo cuando, con las guerras m odernas, han de m ovilizarse im por­ tantes recursos hum anos, económ icos y tecnológicos. Los econom istas no dudaban en declarar en 1913 que una guerra prolongada entre países europeos era im po­ sible, porque dejaría exhaustos a los beligerantes. Error de apreciación que, no o bstante, anunciaba el coste exorbitante de un conflicto del que saldrían debilitados para m ucho tiem po los países implicados. Los proble­ mas de previsión y planificación llegarían a ser crucia­ les en el m undo bipolar dom inado p o r el antagonism o entre Estados Unidos y la U nión Soviética. A p artir de 1960, R obert M acN am ara, m inistro de Defensa esta ­ dounidense, inauguraba en este ám bito la utilización de las tecnologías más sofisticadas de la planificación, y se llegaba incluso a recurrir a la teoría com binatoria para com prender y prever las reacciones adversas. A unque no faltaron los casus beüi (bloqueo de Berlín en 1948, nacionalización del canal de Suez en 1956, instalación

de misiles soviéticos en Cuba en 1963...), se evitó siem ­ pre la guerra entre las dos grandes potencias nucleares por los enorm es riesgos de destrucción recíproca de los beligerantes. Los conflictos locales dieron lugar a en ­ frentam ientos indirectos (en C orea a p a rtir de 1950, luego en V ietnam , en O riente Próxim o, en el cuerno de África, y por últim o en Afganistán en la década de 1980...), pero siempre dentro de unos determ inados lí­ mites. Desde el desm oronam iento de la Unión Soviética, Es­ tados Unidos ha alcanzado la categoría, sin parangón en la historia del m undo, de superpotencia. Su presu­ puesto m ilitar supera, por sí solo, el de todos los dem ás grandes Estados del planeta. Su extraordinaria supre­ m acía tecnológica deja pocas dudas en cuanto al desen­ lace de las guerras que desearían em prender; factor este que increm enta considerablem ente la tentación de sol­ ventar por la fuerza conflictos de gran im portancia y fa­ vorece la influencia en W ashington de políticos adeptos a la realpolitik. Sin embargo, hay que poder convencer a los electores de que los riesgos que se han corrido son totalm ente soportables. La d o c trin a de la «pérdida cero» podía resultar paralizadora y, de hecho, casi ha desaparecido del vocabulario de los que planifican la guerra. Al com entar la m uerte de quince soldados, de­ bida a la destrucción de un helicóptero que sobrevolaba Bagdad (octubre de 2003), Donald Rumsfeld reconoció públicam ente que una guerra contra el terrorism o su­ ponía grandes sacrificios. O tro problema: el de la finan­ ciación de operaciones p artic u la rm en te costosas. La carga se pudo aligerar de m anera considerable en 1991, durante la prim era guerra contra Irak, gracias a la am ­ plitud de la coalición de los Estados participantes y a las

contribuciones de los m ás ricos de ellos. Pero no fue igual en 2003. Este últim o conflicto ha subrayado la ne­ cesidad de disociar dos etapas. La planificación de una intervención a larga distancia, por com pleja que haya sido, requería instrum entos de inteligencia artificial al parecer perfectam ente dom inados. Pero había que te­ ner en cuenta otro desafío: sopesar las dificultades vincu­ ladas con la ocupación de un país conquistado y pre­ ver los efectos de desestabilización de !a zona, así com o sus repercusiones en los equilibrios económicos y geo~ políticos mundiales. La evaluación de estos costes políticos suponía otros instrum entos de previsión que m o­ vilizan una inteligencia de tipo completam ente distinto, la que perm ite identificar con precisión y Suego gestio­ nar pertinentem ente las pasiones, sentim ientos y resen­ tim ientos activados p o r la guerra. Si, en este punto, el fracaso fue evidente ya desde las prim eras sem anas de la ocupación, es porque dichos instrum entos de análisis o de previsión están todavía en el lim bo. P aradójica­ m ente, podem os congratularnos p o r la persistencia de elem entos de incertidum bre que contribuyen a m ode­ ra r la tentación de recurrir a las arm as de algunos d iri­ gentes dem asiado seguros de su superioridad tecn o ­ lógica.

b) Justificaciones aceptables Justificar sin ambages el recurso a la violencia sólo p o r­ que es eficaz suele presentar el inconveniente de ser p er­ judicial p ara ella. El cinism o de la ley del más fuerte debilita su causa y m ultiplica las dificultades. Además del refuerzo de las resistencias que puede provocar se­

mejante actitud, hay que hacer frente a la necesidad de m otivar a los ejecutantes. Si no son m ás que m ercena­ rios, es posible que su lealtad desfallezca en los m om en­ tos cruciales; tema de reflexión este que dio mucho que pensar a Maquiavelo. En realidad, cualquiera que sea el régim en, los m ilitares, la policía y las fuerzas del orden tienen necesidad de idealizar al m enos en parte los ob­ jetivos de su acción, presentándose como leales al p rín ­ cipe o a la patria, al interés general o a la protección de los ciudadanos. En las dem ocracias, hoy en día, su for­ m ación profesional reserva siempre una parcela a algún tipo de instrucción cívica. La m ejor presunción de legitim idad de la acción em ­ prendida sigue siendo su legalidad. En principio, prote­ ge contra cualquier recurso ulterior de las víctimas, sal­ vo en el caso de u n derrocam iento del régim en. Esta garantía es particularm ente valiosa en los países en los que se respeta el Estado de derecho, en los que los ciu­ dadanos tienen la posibilidad de defender eficazmente sus derechos fundam entales ante los tribunales. Pero la creación de jurisdicciones internacionales encam inadas a castigar los crím enes de guerra increm enta todavía más el efecto disuasorio del arm a judicial, al m enos en los casos de violencias extremas. De m anera sim étrica, las organizaciones que preconizan una estrategia de ac­ ción violenta necesitan m ilitantes convencidos de que luchan por una causa justa y de que los m edios utiliza­ dos son legítim os. Los móviles ideológicos no son, ni m ucho m enos, los únicos que intervienen, pero hay que pregonarlos para que sirvan por lo m enos de coartada, sobre todo con respecto a terceros. Efectivamente, hay un riesgo perm anente de que se descalifiquen las luchas políticas que se llevan a cabo con violencia: ¿manifes­

tantes indignados o vulgares vándalos?, ¿organizaciones clandestinas o mafias?, ¿impuesto revolucionario o ban ­ didaje a gran escala? El recurso a la violencia, rebajado con éxito al nivel de una crim inalidad de derecho co­ m ún, desanim a a m uchos sim patizantes y le hace p er­ der apoyos activos. Los argum entos eficaces para legitim ar la violencia se inscriben en un determ inado paisaje cultural, ideológi­ co y político. D espiertan un eco condicionado por los lugares y los m om entos. Desde hace m edio siglo, la evo­ lución de las ideas en este ámbito se caracteriza por la decadencia, e incluso el desm oronamiento, de ideologías que preconizaban abiertam ente el recurso a la violen­ cia. La extinción de su eficacia está sin duda relacio­ nada con recomposiciones sociológicas más profundas. Sin embargo, aunque casi p o r todo el m undo se h a re­ ducido notablem ente el ám bito de las legitim aciones que. se suelen aceptar, las que prevalecen tienen una in ­ terp retació n lo suficientem ente extensible com o para ofrecer justificaciones plausibles a m uchas form as de violencia, entre ellas a veces las más extremas.

Retóricas que ya no se aceptan En el siglo x:x se im pusieron con fuerza dos ideologías determ inantes en la extensión de la violencia política. M encionarem os en p rim er lugar el nacionalism o. Su m anera de sobrevalorar la idea de grandeza nacional, de m anifestar una voluntad de poder y de independen­ cia celosa, llevaba en germ en m uchos conflictos. E n­ frentam ientos territo riales entre Estados deseosos de en g randecerse en d etrim en to de sus vecinos; sueños

im periales que alim entaron expediciones coloniales4; revueltas de naciones sojuzgadas en pos de su em anci­ pación; auge de los sentim ientos xenófobos en paralelo con la afirm ación de un orgullo identitario desconfia­ do. Todas aquellas m ovilizaciones encandiladas ab o ­ caron en los inm ensos estragos causados p o r las dos guerras m undiales del siglo xx. Un balance tan catas­ trófico es sin duda la causa principal del profundo des­ crédito en el que se ha sum ido, al m enos en Europa, esta ideología agresiva. Sin em bargo, el nacionalism o no ha m uerto; el fervor patriótico sigue visible en m u­ chas partes del m undo, en particular en Estados Unidos, en Oriente Próximo y en el subcontinente indio. Pero en las actuales relaciones internacionales, las pretensiones territoriales justificadas por un nacionalism o expansionista son cada vez m ás escasas; la ley del más fuerte, la voluntad hegem óníca han de enm ascararse con argu­ m entos más universalistas. Y en el orden interno se ge­ neraliza la condena, al m enos oficial, de ias m anifesta­ ciones xenófobas o racistas. Los gru p o s de extrem a derecha que preconizan m étodos agresivos para «de­ fender a Occidente» se enfrentan a serios obstáculos culturales e incluso jurídicos; por ello, los m ejor situa­ dos electoralm ente llegan a proclam ar su adhesión a los valores dem ocráticos, situación que rom pe claram ente con el ambiente político del periodo de entreguerras. La otra ideología que legitim ó intensam ente la vio­ lencia fue el socialism o revolucionario. M arx y luego Lenin situaban la violencia, «partera de la sociedad tra­ 4. Marc Ferro (dir.), Le Livre noir du colonialisme. x v f- x x * siéde. De ¡‘exterm ination a la repentance, París, Robert Laffont, 2003. El subtí­ tulo [en castellano «De la exterm inación al arrepentim iento»] pone de m anifiesto la evolución acaecida.

bajadora», en el núcleo de sus estrategias de conquista del poder. Lo que supondrá, después del nacim iento en 1917 de un «Estado obrero», no sólo intensas luchas de clases dentro de cada país sino la perspectiva de un en­ frentam iento irreductible entre am bos campos, el de la burguesía y el del proletariado dirigido p o r la U nión Soviética. Sin embargo, la tesis krucheviana de la coe­ xistencia pacífica (1961) y luego las estrategias cada vez más electoralistas de los partidos com unistas occiden­ tales lim itaron considerablem ente el ám bito de las vio­ lencias que podían justificar realm ente la lucha p o r el socialism o. Evolución que rechazaron d u ra n te algún tiem po las izquierdas occidentales. Pero aunque las vio­ lencias de masa, en la calle y en las fábricas, siguieron estando a la orden del día en la lucha de clases de la dé­ cada de 1970, p o r el contrario la violencia arm ada prac­ ticada p o r las Brigadas Rojas en Italia, la Fracción A r­ m ada Roja en Alemania y, a fortiori, la Acción Directa en Francia las dejó com pletam ente aisladas. Más ade­ lante, en el últim o cuarto del siglo XX, la idea misma de revolución llegó a ser obsoleta en Europa y luego en el resto del m undo, y se llevó con ella los últim os jirones de justificación de la violencia arm ada que podía encu­ b rir el sueño de em ancipación del proletariado. Aunque las legitimaciones de la violencia son hoy en día cada vez m ás restrictivas, al menos en lo que se re­ fiere a las violencias de alta intensidad, esta evolución se debe tam bién, más profundam ente, a causas sociológi­ cas. En todos los lugares en los que rigen las grandes se­ ducciones de la sociedad de consum o se perciben los enorm es peligros de desorganización económ ica que suponen la inseguridad, los disturbios o los atentados, aunque no sea más que en el ámbito del transporte aéreo

o en el de los flujos de trabajadores, sectores en los que el juego de los fantasmas supera am pliam ente los efec­ tos de la realidad. En cuanto a la g u erra, adem ás de em pobrecer a sus víctim as directas, altera el conjunto de los circuitos in d u striales y com erciales. No cabe duda de que estos riesgos siem pre han existido, pero se han increm entado con la intensificación de los in ter­ cambios en unos m ercados cada vez menos com partim entados. Por ello no es casualidad que las violencias endémicas se sitúen más bien en zonas que se han que­ dado al m argen de la economía mundial: Afganistán y los confines indo-paquistaníes, el Cáucaso, grandes zo­ nas de Á frica. Es cierto que la relación entre retraso económico y violencia endém ica es reflexiva: la persis­ tencia de guerras larvadas, al disuadir las inversiones extranjeras, frena a su vez el ingreso en el sistema glo­ bal de intercambios. O tro factor sociológico está relacionado con el papel de los m edios de com unicación. En tiem po casi real, la televisión ofrece hoy en imágenes el sufrim iento provo­ cado por las revueltas, los atentados, los bom bardeos y los actos de represión. Al m ostrar el horror concreto de la sangre derram ada, am plía el círculo de los testigos mucho m ás allá de las víctimas directas en sí, Y además, prolonga el tiem po de visibilidad del sufrim iento: en lo inm ediato, al poder ofrecer repetidam ente las escenas más em blem áticas; a largo plazo, al volver a recordar imágenes de destrucciones, brutalidades y malos tratos. Las personas neutrales o indiferentes, afortiori aquellas en nom bre de las cuales se h a practicado la violencia, tienen m uchas m ás dificultades para refugiarse en la com odidad d e la ignorancia o en la abstracción de las fórmulas del tipo «¡Qué se le va a hacer! ¡Es la guerra!».

Ahí radica la fuerza de seducción del eslogan Not in my ñam e* en las m anifestaciones a favor de la paz de nues­ tro s tiem pos. Por últim o, al conceder m uy frecuente­ m ente la palabra a las víctimas o a sus familiares, estos m edios im ponen al público no sólo la percepción de los sufrim ientos físicos, sino tam bién la de las secuelas psicológicas. No cabe duda de que algunos conflictos se cubren de m anera aséptica (guerras del Golfo.,.) o quedan absolutam ente prohibidos para los periodistas {C hechenia...). Y tam poco cabe duda de que, ante el «exceso de víctim as» (B oltanski), los telespectadores ponen en m archa m ecanism os de selección, e incluso de rechazo; son sobre todo las víctimas con las que se pueden identificar p o r lazos de solidaridad com unita­ ria, religiosa o nacional las que los conm ueven real­ mente. Sin em bargo, la visualización, aunque sea p a r­ cial, de las dram áticas consecuencias de la violencia, en térm inos de sufrim iento y destrucción, no puede dejar de actuar negativamente en los juicios de valor que p ro ­ voca. Éste es el motivo p o r el que la imagen de Israel se ha degradado considerablem ente a través de la cobertu­ ra m ediática de acciones casi cotidianas de represión en los territorios ocupados. Por últim o, las legitim aciones de la violencia se ven afectadas, a la larga, por la decadencia de los valores virilistas, particularm ente notable en Europa. Entendem os p or esto las referencias que alaban la fuerza masculina y el valor físico que supuestam ente la acompaña. Estas vir­ tudes eran naturalm ente muy apreciadas por las castas guerreras de las sociedades tradicionales que pondera­ ban el m érito, no sólo de la em oción del combate y de la * «No en m i nom bre», en inglés en el original [N. de la T.j.

solidaridad de los linajes o de los «hermanos de armas» que participaban en la guerra, sino también de las pers­ pectivas de botín que ésta podía ofrecerles. Consagrada al oficio de las arm as, la nobleza europea, com o la de muchos otros países, desdeñaba abiertam ente otras acti­ vidades más pacíficas. Por otra parte, en las clases popu­ lares en las que, hasta época reciente, dom inaban los ofi­ cios m anuales, la fuerza m uscular com binada con una buena salud física suponía una baza tan valiosa para ga­ rantizar las condiciones materiales de vida que era obje­ to de exhibiciones ritualizadas. Se hacía gala de violencia física en las camorras de los juerguistas, en las trifulcas de los pueblos (Alain Corbin), com o una especie de exa­ geración lúdica de su necesidad económica. M uy presen­ te en el seno del m ovim iento obrero, estaba en cierto m odo vinculada con el desprecio tradicional de los obre­ ros manuales hacia los burgueses y los «cuellos blancos», a los que supuestam ente toda la fuerza se Ies iba por el pico. Llegado el caso, aquella violencia se aplicaba de buen grado contra los débiles, sobre todo si había que «volverlos a poner en su sitio» en el caso de que hubieran utilizado con éxito algún recurso como la inteligencia o la competencia para trepar p o r la escala social. La vio­ lencia de los pogrom os de Europa oriental contra los judíos, a finales del siglo xix, era en gran m edida una violencia de campesinos, obreros y pequeños artesanos sumidos en su condición, frente a una población en vías de un ascenso colectivo. La evolución socioeconóm ica en Europa dejó total­ mente al m argen las capas nobiliarias, redujo el núm ero de trab ajad o res m anuales y, sobre todo, cam bió sus condiciones de trabajo al facilitarles una m aquinaria que relativizaba la im portancia de la fuerza física como

único recurso. La presencia cada vez más num erosa de las mujeres en las movilizaciones de protesta contribu­ yó tam bién a reducir el uso de las formas más brutales de violencia física, tales com o el lanzam iento de tu e r­ cas, todavía tradicionales en las m anifestaciones de los obreros de la metalurgia en la década de 1950. En cuan­ to a los ejércitos m ás m odernos, tienden a transform ar a sus soldados en técnicos. En la actualidad pu ed en prescindir de la violencia del cuerpo a cuerpo a golpe de bayoneta, que fue todavía lo que les tocó a los solda­ dos de Verdón; hoy, a la mayoría de los combatientes les costaría trabajo revivir aquello. Esta evolución de la re­ lación con la violencia no es uniform e en todos los paí­ ses. La actitud de las cadenas de televisión y los debates en el seno de las agencias de prensa, durante la segunda guerra de Irak, han puesto de manifiesto u n a mayor re­ sistencia p o r parte de las cadenas occidentales, en com ­ paración por ejemplo con las árabes, a la hora de tran s­ m itir imágenes particularm ente duras. Incluso si, en el trasfondo, lo que estaba en juego era la instrum entalización dei sufrim iento con fines políticos, el debate re­ flejaba tam bién algo m ás profundo. Efectivamente, la referencia a las imágenes de violencia física no es ajena ni a las estructuras sociales ni a los valores com parti­ dos. En las sociedades que gozan de una refinada tecno­ logía, la violencia provocada por un disparo de misil re­ sulta m uchísim o m enos agresiva que la de un cuchillo que degüella o u n sable que decapita. Ello no significa, por supuesto, que el sufrim iento sea menor, sino que la violencia es de otro tipo, a la vez «a distancia» y supues­ tam ente «selectiva». Hay aquí m ateria de reflexión so­ bre los m ecanism os del sufrim iento físico y sus m odos de legitim ación según el tipo de sociedad.

Dos matrices persistentes A unque, en las sociedades m odernas, haya u n a gran ten d en cia a la devaluación creciente del recurso a la violencia, dos razonam ientos de legitim ación siguen teniendo gran peso: el que preconiza el derecho a defen­ derse y el que adm ite su utilización al servicio de una «causa justa».

La violencia defensiva La idea según la cual es lícito defenderse por la fuerza contra u n a agresión física está am pliam ente adm itida en las relaciones entre personas particulares. La legíti­ ma defensa es una excusa absolutoria de acciones que, sin ella, serían punibles; pero la tiene que reconocer un juez. Es así como los Estados m odernos han creído que podían rom per el encadenam iento infernal de las ven­ ganzas privadas. Por el contrario, tanto en las luchas políticas com o en las relaciones internacionales, el p ro ­ blem a se plantea naturalm ente en térm inos com pleta­ mente diferentes. Hoy el Estado se define habitualm ente por su m ono­ polio de la coacción legítim a. Las organizaciones que recurren a la violencia se sitúan pues, ipso facto, en la ilegalidad; y esto, en una sociedad democrática en la que se supone que la ley representa la expresión de la vo­ luntad general, es un obstáculo que hay que superar. En realidad, el derecho a expresar u n a oposición es en sí mismo un aspecto esencial de las libertades dem ocrá­ ticas, que se ha asociado tradicionalm ente en gran m e­ dida con la posibilidad de violencias de baja intensidad.

Es, pues, sólo cuando se franquea ese um bral cuando se hace realm ente crucial el problem a político de legitim ar la acción em prendida. Desde un punto de vista clásico, en los m ovim ientos sociales m ás duros la violencia se presenta com o una «reacción» justificada p o r la «pro­ vocación»: la de las fuerzas policiales que cargan sobre manifestantes pacíficos, la de la patronal que se niega a cualquier negociación, la de los poderes públicos que ponen en peligro las conquistas sociales. Se trata por lo tanto de una am pliación de la idea de legítima defensa, puesto que no hay siempre, ni mucho menos, una vio­ lencia física inicial. En las épocas de graves crisis socia­ les, en los siglos XIX y xx, la am pliación se pudo llevar todavía m ás lejos. Eran las condiciones de vida que se im ponían a los trabajadores las que se pintaban con los colores de una violencia insoportable, com parándose la explotación económica con una agresión. Pero la cues­ tión de la legítim a defensa perdía ahí cierta legibilidad. Si se plantea stricto sensu, resulta más fácil de defen­ der, aunque tam bién se la rechaza con más vigor cuan­ do se desencadenan violencias arm adas, bien entre o r­ ganizaciones p o líticas rivales, bien entre éstas y los agentes de! Estado, bien, p o r último, entre Estados. Las organizaciones que recurren al terrorism o suelen em ­ peñarse en presentar sus operaciones com o «respues­ tas» a operaciones sangrientas contra la población que su p u estam en te están defendiendo, o reacciones ante asesinatos y torturas perpetrados contra sus militantes. Pero cuando se ha establecido un ciclo de violencias prolongado, el recuerdo de la iniciativa original pierde nitidez, al m enos para las terceras partes. A p a rtir de ese m om ento, aunque el argum ento de la «respuesta» a una actuación del adversario sigue estando vigente, se

inscribe tam b ién en u n análisis político m ás global. Para ETA, la legítima defensa se entiende como la lucha contra un Estado estigm atizado com o opresor del pue­ blo vasco; los nacionalistas irlandeses, los rebeldes tam iles d e Sri Lanka o los sep aratistas de Indonesia ofrecen justificaciones del m ism o tipo; los palestinos defienden la resistencia al acaparam iento de sus tierras por parte de Israel y la reacción ante una violencia que sufren a diario. Por el contrario, los Estados implicados se sitúan en el terreno de la defensa del orden y reivin­ dican el derecho inalienable a garantizar la seguridad de sus conciudadanos. En este sentido, su concepto de legítim a defensa goza de m ejor visibilidad inm ediata, pero su capacidad de persuasión no alcanza siem pre a los que se m antienen a distancia de ambos campos, Cuando la sociedad está som etida a graves tensiones, la idea de legítima defensa en el orden político interno provoca incesantes controversias. La definición de su contenido es, una y otra vez, una baza política funda­ m ental, sobre todo por p arte de las m inorías que se consideran aplastadas o engañadas. Por el contrarío, cuando existe cohesión del vínculo social, no se discute en su principio el papel preem inente del Estado com o guardián del orden jurídico, com o brazo arm ado de la defensa social. Sin embargo, en la actualidad, la utiliza­ ción de la fuerza al servicio del derecho está cada vez m ás estrictam ente condicionada y controlada, al menos en las democracias. El ejercicio de la coacción m a­ terial ha de conform arse a la legalidad, que es la ú n i­ ca que conlleva la presunción de legitimidad. Es más, el abuso de ella será censurado p o r el juez, que, llega­ do el caso, em itirá dictam en. Nos encontram os aquí con el p rin cip io de pro p o rcio n alid ad , que p retende

conciliar la protección de los ciudadanos y la del orden público, En el ám bito internacional, al poder político se le re­ conoce igualm ente la prerrogativa real de recu rrir a la fuerza para garantizar la protección de sus habitantes, de su territorio y de su m odo de gobierno. En caso de ataque exterior, el recurso a la guerra se fundam enta siempre en el derecho, corno precisa el artículo 51 de la C arta de las Naciones Unidas: «Ninguna disposición de esta C arta m enoscabará el derecho inm anente de legíti­ ma defensa, individual o colectiva, en caso de ataque arm ad o co n tra u n M iem bro de las N aciones U nidas Sin embargo, se puede entender este concepto de m anera extensiva. M uchas veces, los dirigentes no p a ­ ran en barras a la hora de desplegar una intensa p ro ­ paganda que preten de p resen tar como defensiva una política agresiva con respecto a otros Estados u otros pueblos. Dicha actitud es, evidentemente, más fácil en los regímenes que controlan estrictam ente los m edios de com unicación, com o han puesto frecuentemente de manifiesto Japón y las dictaduras europeas entre las dos guerras mundiales. Pero las dem ocracias no están total­ mente inm unizadas contra estas derivas. El fervor p a ­ triótico provocado p o r actos hostiles o por una hum i Ilación n acional grave facilita siem pre cam pañas de prensa belicosas y suscita reflejos de unión sagrada que dejan a los gobernantes el cam po libre para iniciativas bélicas5. ¿Cuáles son los límites del derecho a la legíti­ ma defensa? ¿Restaurar el statu quo ante poniendo fin a 5. S ó b re la legítima defensa com o justificación utilizada por E stados Unidos en la guerra de V ietnam , véase M ichael Lind, V'tetnam. The Necessary War, Nueva York, Free Press, 1999.

una invasión, la de las M alvinas p o r los argentinos (1982) o la de Kuwait p o r Sadam Husein (1990)? ¿Po­ ner fin a la am enaza im poniendo un desarm e forzoso, con o sin autorización de Naciones Unidas (segunda guerra de Irak}? ¿Destruir como m edida preventiva las infraestructuras del adversario (ataque israelí al reactor Osiris en 1982), o incluso ejercer represalias de intim i­ dación a titulo de disuasión ulterior (determ inadas re­ acciones del Tsahal * tras algunos atentados suicidas)? ¿Emprender una guerra preventiva para anticiparse a la concreción de una amenaza? Al sobrepasar cada una de estas fases se corre m ucho riesgo de perder la condi­ ción de agredido y de aparecer com o agresor, al m enos ante una parte cada vez m ayor de la opinión in tern a­ cional. Por el hecho de que casi todos los Estados del m undo sean m iem bros de las Naciones Unidas, y por lo tanto suscriban ios principios recogidos en su Carta, se perfi­ la una evolución que tiende a erigir en criterio de legiti­ m idad el aval otorgado p o r el Consejo de Seguridad a las operaciones m ilitares desarrolladas en el territorio de otros Estados, En este sentido, la guerra contra Irak em prendida, en 1991, por una gran coalición com o res­ puesta a la invasión de Kuwait supuso u n nuevo giro fu n d am en tal que creó una situación en gran m edida inédita. Lo m ism o cabe decir, incluso a contrario, de los intensos esfuerzos desplegados p o r Estados Unidos y sus aliados para conseguir que el Consejo de Seguridad avalara sus operaciones bélicas contra Irak en la prim a­ vera de 2003. En todos los países democráticos, la im ­ * Fuerzas de defensa israelíes, cuyo nom bre com pletóles Tsva Haganah le-h ra el, que constituyen el ejército de Israel ¡N. d é la T.]

portancia del apoyo de las opiniones públicas a una in ­ tervención m ilitar queda en cierto m odo condicionada a la existencia o la ausencia de una resolución del C on­ sejo. El que se haya hecho caso omiso de la voluntad de la ONU no ha invalidado estas percepciones, puesto que la coalición aliada en Irak se encontró, p o r este motivo, en una situación mucho m ás desfavorable que en 1991. La aceptación por parte de Estados terceros (y de sus respectivas opiniones públicas) del argum ento de legítim a defensa seguirá dependiendo en gran m edida, en el futuro, de este criterio, aunque sea imperfecto, de legalidad intern acio nal. Y si se tu v iera que am pliar el Consejo de Seguridad, dicha tendencia se vería re­ forzada.

La violencia al servicio de una causa justa Se tra ta en este caso de u n m odo de legitim ación que siempre ha gozado de gran elasticidad a lo largo de los tiempos. Suele enm ascarar móviles mucho más inconfe­ sables que van desde la defensa de intereses económicos hasta la pura y simple m anifestación de la voluntad de poderío. Al cabo, la franqueza de Federico IJ, rey de Prusia, resulta bastante excepcional cuando, frente a los es­ crúpulos de María Teresa de Austria, declaraba en 1772 que el reparto de Polonia tal vez no fuera bueno para la salvación de su alm a pero que sin duda lo sería para la de sus Estados. Con ello desm entía a Kant, que se ex­ trañaba de que «no se haya excluido totalmente de la p o ­ lítica de la guerra la p alabra derecho com o expresión pedantesca y que no haya habido un Estado lo suficien­ tem ente osado com o para profesar esta doctrina [de la

p u ra relación de fuerzas]»* Como regla general, el idea­ lismo de unos perm ite que el cinism o de otros avance m ás eficazmente hacia el objetivo deseado. La historia ofrece ilustraciones muy variadas de ello. En la Antigüe­ dad, la República rom ana invoca su em peño por defen­ der la libertad de las ciudades griegas cuando, en el si­ glo ti a. C., invade Grecia y arrasa Macedonia. Más tarde, Guillermo el Conquistador, m anifiestamente indignado p o rq u e el rey H arold había violado su juram ento, le arrebata su reino inglés; y Venecia desvía contra Bizancio la IV Cruzada, destinada a liberar los Santos Luga­ res. Son innum erables las expediciones guerreras que se justifican por el afán de liberar a las poblaciones opri­ midas, a semejanza de la Rusia zarista que, con la discul­ pa de proteger a los eslavos, justifica su expansionismo hacia el M editerráneo en el m ism o m om ento en que Francia encubría bajo el aspecto de m isión civilizadora sus expediciones coloniales. Como siempre ha sido políticam ente útil poder legiti­ m ar las intenciones bélicas o las acciones violentas m e­ diante argumentos idealistas, los valores más respetados son p or lo general aquellos que se movilizan para dar fe de que la causa que se defiende es justa. Ello explica p or qué se ha invocado tan a m enudo la religión a la hora de justificar contiendas de conquista, revueltas contra el poder o masacres perpetradas contra otros grupos. Al­ gunos lo achacan, algo precipitadam ente, a su papel in­ trínsecam ente «belígeno». \'o cabe duda de que el fana­ tismo religioso puede ser u n factor de tensiones cuando ios creyentes, impulsados por un proselitismo exacerba­ 6, Em m anuel Kant, Projet de Paix perpétuelle (17955,. trad,,-París, Nathan, 1991, p. 24 [ed. cast., Sobre la p a z perpetua, Alianza Ed., 2004],

do, pretenden im poner su verdad por la fuerza. De he­ cho, los juicios sobre el papel de las religiones suelen po­ ner de m anifiesto una confusión de niveles. Los móviles que se invocan no hacen referencia a los factores reales de la violencia, sino que los idealizan. Gengis Khan adu cía la existencia de un Dios único para justificar sus pre­ tensiones a un im perio universal único. A ceptar esta «explicación» para las devastaciones perpetradas desde Hanoi hasta Budapest, pasando por Pekín y Bagdad, se­ ría una frivolidad. Si, en el siglo xvi, la Reforma pudo de­ generar en guerras civiles, fue en gran medida porque se codiciaban los bienes de la Iglesia. Los pogrom os euro­ peos se fundaron igualmente en motivos religiosos, pero tenían fuertes raíces sociales, oportunam ente enm asca­ radas con argum entos teológicos que, por otra parte, solían reprobar las autoridades eclesiásticas. En nuestra época, m uchos políticos, en India y en Paquistán, en África y en Indonesia, exacerban los antagonismos entre confesiones para movilizar en su beneficio a sus cliente­ las. En cuanto a los m ilitantes islámicos que practican la violencia callejera o el terrorism o, no son necesariam en­ te los m ás practicantes ni los m ás devotos; es posible, in ­ cluso, que se opongan flagrantem ente a las suprem as autoridades de su confesión. Sería más exacto decir que la religión perm ite dar un significado ideológico a algu­ nas frustraciones nacidas de la indigencia económica, de la corrupción o de la im potencia política7. De hecho, el 7. Oliver Roy, «Le vrai terreau de la radicalisation n’est pas l ’enseignem ent religieux, m ém e s’il perm et de la rationalisei, m ais la frustra tion devant une situation inextricable» [«El verdadero caldo de culti­ vo de la ra d icalizació n n a es la d o c trin a religiosa, a u n q u e ésta perm ita racionalizarla, sino la frustración ante una situación inextri­ cable»], en Les Illusionsdu ¡ 1 Septembre, París, Seuil, 2002, p. 79.

recurso a la violencia se basa, la mayoría de las veces, en especulaciones interesadas o incluso en resentimientos y humillaciones identitarias. Este mecanismo de justificación a través de los valores morales supremos se aplica en la actualidad a las ideolo­ gías teóricam ente m ás respetables. Como la revolución social debía suponer la em ancipación real del proleta­ riado, parecía lógico utilizar la violencia para que triu n ­ fara este auténtico hum anism o. Tal fue el argum ento fundam ental de todos los intelectuales que acom paña­ ron en su andadura al partido com unista entre 1920 y 1960. Pero en la Unión Soviética de Stalin, esta ideología fomentará, sin lugar a dudas, burdas prácticas de dom i­ nio e intereses de poder. Hoy en día, hasta la defensa de los principios dem ocráticos y la defensa de los derechos hum anos perm iten encubrir empresas que, cuando m e­ nos, parece ser que tienen tam bién otros objetivos. Así vemos cómo el presidente de Estados Unidos justificó la guerra contra Irak (26 de febrero de 2003) alegando su em peño en « d em ostrar el p o d er de la libertad p ara transform ar esa región vital, aportándole esperanza y progreso», clarísima alusión a las virtudes de la econo­ m ía de mercado y de la dem ocracia pluralista. Como es­ cribía ya Eric Hobsbawm: «Estados Unidos es, en cierto sentido, como la Unión Soviética, una potencia ideoló­ gica que se arraiga en una Revolución y, por ese motivo, siente la necesidad de guiar el m undo según sus princi­ pios». Y luego añadía: «se considera lina potencia cuya misión consiste en estabilizar el m undo y, si llega el caso, en llevar a cabo operaciones de policía internacional»s. 8. Eric H obsbaw m , Les E njeux du x x f siécle, trad,, París, Com plexe, 2000, pp. 28 y 31. [ed. orig. ing,, On the Edge o f the New Centu¡y, W W N orton & Co. Inc., 2000],

Sin embargo, en las dem ocracias pluralistas, la legiti­ m ación de la guerra se encuentra con graves obstácu­ los. Como estos regímenes proclam an su adhesión a la paz entre los pueblos y defienden los m éritos del diálo­ go y de la negociación como m edios para la resolución de conflictos, no basta con identificar a u n adversario p ara justificar el uso de la fuerza contra él. Es preciso que dicho adversario encarne una am enaza o un m al extrem o. Paradójicam ente, la em ergencia de retóricas de dem onización está estrecham ente vinculada con la elevación del u m b ral de legitim idad de la violencia. M ientras que los príncipes podían com batir sin odiarse, las dem ocracias no pueden en trar en guerra m ás que c o n tra regím enes que se tild a n de detestables y c u ­ yas prácticas odiosas han de justificar ía intervención. A falta de u n a am enaza grave e inm ediata, surgen acres debates en el ruedo público a propósito de la rectitud de una causa y, todavía más, de la naturaleza de los medios que hay que poner en m archa para que ésta prevalezca. El recurso a la guerra suscita, a priori, sum a sospecha; algunos sectores de la población se declaran incluso a priori pacifistas. Estas críticas constituyen, por lo tanto, un freno p a ra m uchas actuaciones desconsideradas, pues los gobernantes no pueden quedarse impasibles ante las reservas que m anifiesta su electorado. Por el contrario, cuando algunos intelectuales y m e­ dios de com unicación con sensibilidades políticas por lo general opuestas coinciden en defender la causa de la legitim idad de u n a in terv en ció n arm ada, la eficacia persuasiva de ese consenso puede ser m uy grande. En la últim a década del siglo xx, determ inadas campañas de prensa alertaron, en diferentes ocasiones, a la opinión sobre los crím enes de masas, desencadenando una pre­

sión casi irresistible a favor de la fuerza. Esta reivindi­ cación del derecho a la injerencia en nom bre de los va­ lores hum anitarios resultó ser particularm ente intensa en el m om ento de la caída de la antigua Yugoslavia. £1 descubrim iento de cam pos de detención p ara los m u­ sulm anes de Bosnia, la polém ica para dilucidar si se podían calificar de «campos de concentración», la infor­ mación sobre las violaciones de guerra y, p o r últim o, la difusión de imágenes del mercado de Sarajevo, arrasa­ d o el 5 de febrero de 1994 y luego el 28 de agosto de 1995 p o r obuses lanzados p o r los serbios, provocaron una gran m ovilización en ios países occidentales sobre el tem a de la «cobardía de la com unidad internacional», con este llam am iento insistente, susceptible de provo­ car un sentim iento de culpabilidad: «¡Esta vez no p o ­ drem os decir que no lo sabíamos!». De este m odo, muy legitim ada por la prensa, la intervención m ilitar acaba­ rá por producirse en el marco de la OTAN, prim ero en Bosnia, luego en Kosovo unos años después, cuando se saquen a la luz las exacciones del régimen de Milosevic y sus «planes de depuración étnica»9. Con un grado de intensidad m enor, el m ism o tipo de cam paña de opi­ nión, tanto en Europa como en Estados Unidos, había llam ado ia atención sobre la gravedad de la ham bruna provocada por la guerra civil en Somalia; en nom bre de la urgencia hum anitaria, el Consejo de Seguridad auto­ rizaba, en diciem bre de 1992, una intervención arm ada bajo m ando estadounidense, con el objetivo de crear las condiciones de seguridad necesarias p ara facilitar la prestación de ayuda urgente. 9. Alice Krieg-Planque, «Purification ethnique». Une fo rm u le